El Cazador Negro - James Oliver Curwood PDF
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James Oliver Curwood
El cazador negro
ePub r1.0
Titivillus 23.04.2018
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Título original: The Black Hunter
James Oliver Curwood, 1926
Traducción: José Fernández
Diseño portadilla V Aniversario: Arrow
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Prólogo
A buen seguro que ningún período de la historia del continente norteamericano
ofrece al novelista campo más rico en incidentes ni más abundante en esas
pintorescas y emocionantes aventuras que rigen la vida del explorador, que el que
sirve de base a la presente novela, y al cual el autor piensa dedicarle otros volúmenes.
Es curioso e inexplicable que esta época que comienza en 1755, con las luchas
entre franceses e ingleses por la supremacía en el continente, y termina pocos años
antes de estallar la guerra de la Independencia, rara vez haya sido estudiada, y más
raramente aún, con la suficiente exactitud histórica para que el novelista pueda hallar
en tales estudios material para sus narraciones. Ese período que abraza el nacimiento
del pueblo americano y el canadiense, y durante el cual se registran acontecimientos
que conmovieron a los principales países del mundo y que influyeron grandemente en
que fueran lo que son, forma hoy como un obscuro valle sumido en un enigmático y
tenebroso pasado. Aquellos románticos y extraordinarios hechos han sido casi
olvidados por la presente generación, la cual no se detiene a reflexionar que no está
tan remota la época en que Francia reivindicaba toda la parte de América que se
comprende entre Alleghanys y las Montañas Rocosas, y entre Méjico y el Polo Norte,
a excepción de unas cuantas millas a lo largo de la bahía de Hudson, donde
hallábanse enclavadas las mal definidas posesiones inglesas.
La dominación francesa constituye un período del pasado que merece recordarse.
Parkman dice que cuando dirigimos nuestra memoria a aquellas sombras disipadas,
éstas salen de sus tumbas y se ofrecen a nuestros ojos con un romántico y
extraordinario atavío. De nuevo parecen arder las espectrales hogueras de sus
campamentos, proyectando su resplandor sobre el señor y el vasallo, el enlutado
clérigo y el guerrero salvaje, y confundiéndose en estrecha asociación para la misma
finalidad.
«Una ilimitada perspectiva surge ante nosotros: un selvático continente, vastas
inmensidades cubiertas de verdura, montañas sumidas en un sueño profundo y
antiguo, ríos, lagos y pantanos espejeantes…; océanos de selvas confundidos con el
cielo y olmos empenachados y fulgentes entre las sombras de las florestas, y hábitos
de religiosos que se ocultan en sus guaridas y fortalezas… Hombres saturados de la
antigua cultura, empalidecidos por la atmósfera viciada de los cerrados claustros,
consumían allí desde el mediodía al crepúsculo de sus vidas y gobernaban las hordas
salvajes con dulce y paternal autoridad, permaneciendo serenos ante los aspectos más
horrorosos de la muerte. Otros varones, de educación cortesana y herederos de un
abolengo de la más pura ranciedad, desplegaban una actividad mucho mayor que la
de los esforzados hijos del trabajo».
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El hecho de que en tal época nacieran los antepasados del autor y de que su
bisabuela fuera una joven india genuina del infortunado y desorientado pueblo de los
mohawks, fue para él en todo momento, desde los días de su infancia que alcanza su
memoria, fuente inagotable de orgullo. Y este orgullo, en los últimos años, ha
provocado el humilde pero ardiente deseo de escribir acerca de aquellos tiempos en
que él hubiera vivido feliz, de haber nacido ya.
En los diez últimos años no han cesado de aumentar ni el caudal de datos ni los
asuntos de esta novela y las sucesivas. Hemos recorrido palmo a palmo el amado
suelo; hemos leído cartas escritas por seres muertos hace más de cincuenta años,
volviendo a dar vida al espíritu de ellas; hemos hecho hablar a las corroídas piedras
de las ruinas que en un tiempo remoto hicieron eco a la risa, al canto y a la tragedia;
hemos violado el secreto de enterrados y amarillentos manuscritos de monjes y
mártires, que jamás conocieron las máquinas de imprimir, y las santas monjas
ursulinas han contribuido a nuestra labor con lo que sus delicadas manos, en un
pretérito olvidado y glorioso, estamparon en valiosos documentos.
Si el autor logra ser veraz en el relato de aquella época en aquel pueblo, dará cima
a una de sus más grandes ambiciones. Sin embargo, de acuerdo con la opinión de
algunos de sus críticos, confiesa que ha hecho bastantes modificaciones. La habilidad
del artífice tiene sus limitaciones; pero nos satisface hacer constar que la honradez de
nuestros propósitos no tiene límites.
Un novelista no es un historiador, ni debe ser nunca juzgado como tal, aunque su
obra pueda contener más historia y más verdad acerca de determinado pueblo, que se
haya recogido en libro alguno. Del mismo modo que en algunas novelas históricas los
hechos descansan sobre el fondo impreciso de una niebla formada por lo legendario y
lo real, en otras, las exigencias de la leyenda permiten el uso de esa especie de
licencia poética que a los escritores de ficción se les viene tolerando desde tiempos
remotos, y la cual prevalecerá en el futuro más de lo que nosotros podemos
imaginarnos.
En El Cazador Negro, con objeto de obtener una mayor continuidad en la historia,
se han modificado ligeramente dos hechos históricos: a Vaudreuil se le hace aparecer
en Quebec algunos meses antes de que realmente se hallara allí y los sucesos
secundarios de Fuerte Guillermo están registrados en la historia un año después que
en este libro.
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Capítulo I
CAÍA la tarde de un día del año 1754. La blanda y dorada calina otoñal de
Algonquin cubría las adormecidas soledades de la selva, y a los pies de la joven
pareja que contemplaba aquel edén de calma y bienestar corría el misterioso
Richelieu con rumbo al río San Lorenzo, el cual se hallaba a veinte millas de aquel
punto, siguiendo la dirección del Norte.
Al sur, y a sesenta millas de distancia, estaba el lago Champlain y, más al sur
todavía, los odiados ingleses, los indios mohawks y el azote rojo de los hermanos del
bosque, que se dedicaban a la rapiña en Nueva Francia.
Tras algunas semanas de laborioso esfuerzo, el muchacho grabó en su córneo
frasco, con trazos delicados y finos como el sedoso tejido de una tela de araña, aquel
paisaje y otros muchos.
Estaba orgulloso de su trabajo. Sus ojos tenían los fulgores propios de un alma de
artista al someter por primera vez el grabado al juicio de otra persona.
El joven hallábase ya en los comienzos de la edad viril, y ello se debía tanto a la
rigurosa e inflexible educación por los métodos de enseñanza de los jesuitas como al
ambiente de aquellos bosques, entonces ilimitados. Contaba a la sazón diecinueve
años y su aspecto no denotaba que fuera de constitución robusta y vigorosa. Su
cuerpo era enjuto y propenso a los movimientos rápidos. Su descubierta cabeza
estaba poblada de una enmarañada, cabellera rubia. Sus ojos, grises y diáfanos,
adquirían una completa inmovilidad cuando se fijaban en alguien o algo, y superaban
en rapidez y exactitud a los de cualquier indio para percibir los detalles de un dilatado
horizonte. Llamábase David Rock, y, pese a lo inglés de su apellido, llevaba dentro el
corazón y el alma de su gloriosa Nueva Francia, tal como la veía al esculpirla en su
córneo frasco de pólvora.
Ana de Saint Denis, la joven que estaba a su lado era todavía mucho más hermosa
que aquel país. Su estatura rebasaba en una pulgada el hombro del joven. La gruesa
trenza formada con sus obscuros y brillantes cabellos caíale sobre las caderas, de
suave curva.
Sus mejillas se colorearon y sus ojos se inflamaron de felicidad y orgullo cuando
tomó el frasco de asta y pudo admirar la maravillosa labor realizada por David.
—¡Es increíble que manos humanas puedan ejecutar estas maravillas! —murmuró
—. ¡Estoy orgullosa de ti! ¡Oh, cómo me gustaría poder enseñárselo a la Madre
María y a todas las buenas Hermanas ursulinas cuando regrese al colegio de Quebec,
diciéndoles que el autor era mi David!… ¡Es incomprensible!
—Me alegro mucho de que te guste dijo David enrojeciendo y echándose a
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temblar al contemplar las largas y sedosas pestañas que ocultaban los ojos de la
joven.
—Este grabado es más bello que las pinturas murales del convento… ¿Cómo lo
hiciste, con un cuchillo?
—Sí, con un cuchillo —dijo David—. Esto es un cuerno de búfalo que me vendió
un amigo algonquin[1]. Se lo cogió a un indio seneca al que mató hace dos arios en
un combate.
—¡Qué horror! exclamó la joven estremeciéndose.
—Eso no le resta valor, Ana.
—Pues a mí no me gustarán jamás las luchas, aunque en este país no se hace otra
cosa que combatir. Hubiera preferido que quitaran este cuerno al indio sin necesidad
de matarlo.
David abatió la mirada hacia el Richelieu y después la dirigió hacia la lejana
región selvática.
—Da la vuelta al frasco, Ana —dijo con voz emocionada—. Hay algo que no has
visto todavía.
La joven obedeció y apareció a sus ojos un bosque de pinos en miniatura, en cuyo
centro había una tarja con la siguiente inscripción: «Te amo. Lucharé por ti hasta la
muerte». Y debajo había dos iniciales y una fecha: «D. R. - Septiembre 1754».
—Esas palabras son para ti —dijo David—. Efectivamente, estoy decidido a
luchar por ti con todo aquel mundo selvático que desde aquí se columbra.
Había apartado los ojos de su amada, y aunque se esforzaba por hacer serena su
voz, en el fondo de su alma, luchando contra aquella virilidad, había un ligero matiz
revelador de que no todo era ventura para él, una sospecha, una especie de temor
pueril y una debilidad que ya otras veces había combatido.
La joven lo comprendió todo. Había tenido un instante oprimido contra su seno el
precioso frasco. Dejándolo de pronto caer sobre el blando césped, se volvió hacia
David. Sus brazos eleváronse lentamente hacia el rostro masculino y los de David
ciñeron tan estrechamente el cuerpo de la joven que su trenza quedó aplastada Sobre
el delicado talle. Los ojos de Ana brillaron con aquel cariño que profesaba a David
desde la niñez, y sus labios, húmedos y suaves, se alzaron en franca oferta.
—¡Bésame, David!
Y, sin vacilar, presentó sus labios para el beso. Después se separó tan suavemente
como se había acercado. David no se lo impidió.
—No tendrás que luchar por mí, bien lo sabes. Yo también —y de pronto apareció
una maliciosa mirada en sus ojos— he tenido la audacia de decir a la Madre María
que quiero acelerar mis estudios, ya que hasta que salga del colegio no podré casarme
contigo. Sí, la he horrorizado; pues, de no ser por ti, los brocados y las blondas que
tanto me seducen, los hubiera substituido por el negro traje de estameña, que tan bien
sienta a las monjas.
—¡No lo quiera Dios! —exclamó David con súbito sobresalto.
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—Sólo seré monja si me engañas o mueres en una de tus locuras antes de llegar a
ser mayor de edad —repuso Ana para consolarle. Y se inclinó para recoger del suelo
el frasco de asta.
—Desearía que no existiera ese colegio —dijo David con tristeza.
—¿De veras lo desearías?
—Sí. Para mí no hay más colegio que los bosques. A ti te desagrada la lucha, pero
yo no puedo hacer otra cosa que luchar. En la selva no se puede prescindir del
combate. Siempre será así. Los que no hemos ido al colegio estamos destinados a
llenar de pólvora nuestros frascos de asta para echar de aquí a los ingleses y a los
iroqueses, mientras allá arriba, en la gran ciudad de Quebec (me has dicho que tiene
ya ocho mil almas), los hombres y las mujeres se convierten en señores y las jóvenes
como tú llegan a ser magníficas damas.
—Y esas magnificas damas se enamoran de los caballeros concluyó Ana.
—¿Por qué no dices todo lo que piensas, David?
—No puedo.
—Pero mi caballero viste traje de gamuza, suave como el terciopelo, que es
armadura característica de los bravos escuderos del río Richelieu —observó Ana
contemplando pensativamente la roja puesta de sol.
—Sin embargo, abrigo cierto temor que ha ido creciendo de poco tiempo a esta
parte dijo David, dándose cuenta de que iba a descubrir el pensamiento que consumía
su corazón desde hacía unos meses.
—¿Qué temes?
Con rápido gesto, David señaló su carabina, la cual estaba apoyada en el tronco
de un árbol derribado que estaba cerca de ellos.
—Eso es todo cuanto tengo…, eso y mi madre —dijo.
—Nuestra madre, querrás decir —exclamó la joven resueltamente—. Me
pertenece la mitad de ella.
La felicidad iluminó un instante el rostro de David, pero este resplandor
desapareció al punto.
—Ya sabes lo que quiero decir, Ana. Tu padre es el esforzado y noble señor de
estos contornos, y vuestra casa la llamada Casa Grande, mientras yo vivo en una
rústica y aislada cabaña de la selva.
—¡Bah! —repuso Ana encogiéndose de hombros.
—Además, eres hermosa.
—También lo es el grabado de tu frasco de asta.
—Y te gustan los ricos brocados y las blondas flotantes…
—Cuando la que los lleva es una muchacha hermosa, sí.
—Y esas cosas se avienen mejor con los dorados encajes de los caballeros y se
hallan más en consonancia con las espadas y los sombreros de tres picos que con las
carabinas y los frascos de asta.
—Bien pensado, así es —dijo Ana.
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—Y tu posición social y la populosa ciudad de Quebec tiene alicientes que yo
jamás te podré ofrecer —concluyó David torturando su destrozado corazón.
—Es maravillosa tu clarividencia —replicó Ana bajando tanto su rostro que
David no pudo notar que reía.
—Bien…
—Bien ¿qué, David?
—Son muchos los caballeros jóvenes y las damitas que recorren el camino de
Quebec sólo por verte. Por otra parte, el Intendente del Rey y su acompañante están
punto de volver de Montreal y, con ellos, ese señor de Vaudreuil que, según dicen,
llegará a ser gobernador de toda la Nueva Francia el año que viene mismo, si el
intendente Bigot se empeña.
—Lo de la partida de jóvenes es lo que más me ha gustado —dijo Ana
fingiéndose indignada Cinco adorables muchachas de Quebec, David. Hasta que se
vayan van a estar torturándome los celos.
David permanecía silencioso.
—Nancy Lotbiniére, con sus pupilas azules y su cabellera semejante a la luz
crepuscular, ha jurado arrancarte de mi corazón —continuó la joven burlonamente—.
Luisa Charmette, Ángeles Rochemontier, Josefina La Valliére y Carolina de
Boulanger arden en deseos de echarte la vista encima.
—¿Pertenecen todas a la alta sociedad del río de San Lorenzo?
—Todas, excepto Luisa Charmette, que es hija de un comerciante y tan coqueta
que me tiene atemorizada. Ahora cuéntame más cosas acerca del frasco, David.
—Pedro Gagnon dice que el intendente Bigot es el hombre más perverso de
Nueva Francia replicó obstinadamente David.
—Será verdad —dijo Ana porque Pedro lo sabe todo. En cuanto al Intendente, es
también el hombre más poderoso del país, después del Rey.
Alzó sus ojos, intensamente azules, y dirigió a David una mirada tan adorable,
que el muchacho sintió que las palabras, se le anudaban en la garganta.
—David —añadió—, no he prestado mucha atención a lo que decías porque
estaba haciendo acopio de fuerzas para pedirte el frasco de asta. ¿Me lo das? Lo
preferiría a la más bella pintura de la Capilla de Santos.
David comprendió que era inútil continuar en su reserva.
—Ana, ¿hablas en serio?
—Sí.
—¿No lo dices por halagarme?
La joven volvió a ruborizarse y sus ojos tornáronse casi negros a fuerza de
enrojecer.
—David, este frasco de pólvora y lo que en él has grabado significa para mí
mucho más que todos los colegios y todos los caballeros ilustres del mundo…, es
decir, si las palabras que has esculpido son verdaderas.
—Cuando dejen de serio, Dios haga que no viva ni un solo día más.
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Pese a la inmensa felicidad que le poseía, no hizo movimiento alguno para
acercarse a ella, sino que permaneció firme en su sitio, mientras el corazón latíale tan
violentamente y su respiración era tan agitada, que hubiérase dicho que terminaba de
dar una carrera.
—¿Me das el frasco?
—Sí.
La sonrisa de satisfacción que se dibujó en los labios de Ana era tan plácida y
hermosa como el atardecer.
—Entonces, debes decirme lo que estabas a punto de contarme cuando esos
disparatados pensamientos sobre los colegios y los jóvenes de la buena sociedad
bullían en tu mente. Quiero saber el significado de todo lo que grabaste en el frasco
de asta.
Ahora que la inquietud había huido de su corazón, David examinó la superficie
córnea con ojos brillantes de interés, fijando especialmente la vista en cierto punto de
la extensa región que grabara con la afilada punta de su cuchillo de monte.
Habían subido a la cumbre de la Colina del Sol, cima coronada de negros pinos
donde el resplandor del crepúsculo vespertino ponía siempre su último beso, el cual
permanecía allí como una bendición, mientras las sombras surgían de la profundidad
de los valles.
El Richelieu era angosto y se deslizaba perezosamente a los pies de ambos,
cruzando, silencioso y tranquilo, rocosos terraplenes y parajes cubiertos de densos
ramajes, como si él mismo se diera cuenta de que era una de las principales arterias
que comunicaban el Canadá con las tierras enemigas. Al otro lado extendíase una
pequeña parte del señorío de Saint Denis[2]. El resto desaparecía con el río, el cual
marcaba una rápida curva. Al Sur y al Este extendianse las intranquilas regiones
selváticas, las cuales no desaparecían hasta que el firmamento caía en suave curva
sobre ellas.
David tomó el frasco de asta y Ana se acercó tanto a él, en su deseo de no perder
detalle de lo que el joven iba a decirle, que una de sus sonrosadas mejillas descansaba
en el brazo masculino, y su sedosa trenza, resplandeciente con mil reflejos a la
apacible luz de Occidente, después de deslizarse sobre su hombro, caía en la mano de
David.
Éste rió con aquella extraña y dulce risa que cautivó a Ana desde los primeros
años de su infancia, e, inclinándose, posó el rostro y los labios sobre la aterciopelada
suavidad de la trenza. Después se irguió para señalar la azul lejanía de la selva.
—En aquel lado están los ingleses que se pasan día y noche cavilando el modo de
destruirnos y que compran a los salvajes nuestros cueros cabelludos como si fueran
pieles de castor y que, si pudieran, nos voltearían uno a uno sobre las estacas de
fuego de los iroqueses —dijo David con voz que fue haciéndose cada vez más
cavernosa, hasta que un resplandor de amargura relampagueó en los ojos de la
doncella.
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Ana oprimió dulcemente con ambas manos el brazo de David, pues sabía que
siempre que hablaba de los ingleses y de los indios aliados de ellos veía la sombra de
su padre, el cual había sido torturado y asesinado por ellos.
—Les odio tanto —prosiguió fieramente—, que he cubierto todo su territorio de
figuras de diablillos, como tú misma puedes ver.
—Sí dijo Ana, haciendo un movimiento afirmativo con la cabeza, estremecida de
pasión, pues amaba a la Nueva Francia con toda la fuerza de su espíritu.
—Todo esto es la vía de agua —prosiguió David, tendiendo su fino índice sobre
una línea hábilmente trazada en el encorvado cuerno Y esta vía es un camino, que nos
une con el enemigo. He aquí la causa de que el Rey otorgara a los guerreros ilustres
como tu padre esas tierras a lo largo del Richelieu[3]. Así podía obstruir el paso a la
invasión y retener a nuestros enemigos. Más abajo, aquí, en este lago que nosotros
llamamos lago Sacramento y los ingleses lago Jorge, están las primeras plazas
enemigas, Fuerte Eduardo y Fuerte Guillermo, en cada uno de los cuales he grabado
un perro ladrando para simbolizar los continuos ladridos con que sus moradores nos
amenazan.
La joven se estremeció ligeramente.
—¿Y tú crees que lograrán llegar al fin hasta nosotros y harán lo que sus perros
desean hacer? —murmuró Ana.
—Si tus caballeros de la populosa ciudad de Quebec tienen coraje para pelear, no
—repuso David.
—Mis caballeros, no —le reprochó la joven dulcemente.
—Y dejando a los furiosos perros —continuó David después de un silencio
durante el que pareció reflexionas acerca de las palabras de Ana— llegamos a nuestro
propio lago Champlain. Esta bandera prendida a la punta de un pino seco indica la
plaza llamada de Ticonderoga por los negros, donde nosotros vamos a construir muy
pronto un fuerte.
—Hablas como un hombre que sólo vive para la lucha dijo la joven, viendo con la
imaginación mucho más de lo que se precisaba en el grabado. ¿Por qué dices vamos a
levantar un fuerte? ¿Por qué haces intervenir siempre a tu persona? ¿Acaso el Rey no
tiene soldados que le construyan el fuerte?
—Pronto llegará el tiempo —dijo David pausadamente— en que todos los rifles
que haya en Nueva Francia se necesiten para rechazar a los extranjeros. Ese momento
se acerca a pasos agigantados, lo barrunto. Y rifles como el mío son mucho más
preferibles a los de los soldados, Ana.
—¿Y nuestros enemigos vendrán desde dónde se hallan esos perros al lago
Champlain, y desde el lago Champlain al río Richelieu, y desde el río Richelieu hasta
nosotros?
—Sí, y después arrasarán Montreal, Quebec y todos los hogares de Nueva
Francia, a no ser que podamos detenerlos —dijo David gravemente.
—Hablas con más seguridad aún… que… mi padre —dijo Ana tras breve
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vacilación—. Él no piensa sino en la paz; confía en la paz y en el poder de Francia.
¡Y así hablan y piensan en la ciudad de Quebec, David!
—En las selvas se opina de otro modo —repuso éste—. Mientras tus caballeros
de Quebec danzan, juegan y se enriquecen, los perros de allá abajo están enfurecidos
y famélicos. No son palabras mías. Son…
—¿De quién?
—Del Cazador Negro, Ana.
El joven hablaba en voz queda como si sus palabras envolviesen un secreto que ni
los vientos debieran oír. La doncella contuvo la respiración un instante, durante el
cual su delicado cuerpo se aproximó a David.
—¿Ha estado otra vez aquí?
—Sí. Un mes antes de que tú regresaras del colegio de Quebec, llegó en una
noche obscura. Yo estaba dormido y era presa de mi terrible pesadilla. Permanecí dos
semanas con él allá abajo, en la selva meridional, adentrándonos en el corazón del
campo de nuestros enemigos. Llegamos hasta las minas de plomo que hay en el valle
del río Juanita. Visité el Fuerte Guillermo, donde vi los mastines que he copiado.
Como iba acompañado del Cazador Negro, no vieron en mí ningún peligro. De aquí
que pudiera ver algunos ensangrentados cueros cabelludos colgados a los arcos en
que los indios los colocan.
La joven había ido apartándose poco a poco de él. Sus mejillas estaban pálidas y
miraba a David con aquella empavorecida expresión que le hiciera reír tantas veces.
—¿Y tu madre te dejó ir… tranquilamente… sin temor?
—Ella no siente el mismo horror que tú ante el Cazador Negro.
Sonriendo, cogió la mano de la joven; mas ésta miró un instante con tal fijeza,
con tan singular penetración, que la sonrisa de David fue extinguiéndose poco, a poco
en sus labios.
Entonces, Ana, como si hubiera leído en el pensamiento de David algo que éste se
esforzaba en ocultar miró de nuevo el frasco de asta y dijo:
—No has terminado aún tus explicaciones, David has quedado en el punto en que
el Richelieu se introduce, en el San Lorenzo. Ahora debe aparecer Quebec con su
gran colina rocosa, y más allá Montreal sobre su isla Toda aquella región
septentrional más lejana aún debe de ser el Alto Canadá. Mas veo otras cosas que no
sé qué son. Aquí abajo, por ejemplo, hay un altar con dos preciosos ángeles
arrodillados en actitud mística, y cerca de ellos, una criatura de aspecto sumamente
miserable, con gesto de expectación y sentada, con una caña de pescar en la mano.
¿Quién puede ser y cuál es el misterio de los ángeles y del altar?
—En esta parte del bosque explicó David solemnemente señalando de nuevo con
su dedo índice —hay una gran casa que no puedes ver. Es el castillo de Saint Denis,
tu casa. Uno de los ángeles que hay al pie del altar eres tú, pero sólo la mitad de
hermosa de lo que realmente eres. La miserable criatura que está con la caña en la
mano, yo mismo, Ana.
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—¡0h David! ¡No sé si echarme a reír o a llorar…! ¡Qué hermosa cabellera has
puesto a estos ángeles!
—Tan hermosa como la tuya no la hay, Ana.
—¿Ni la de tu madre?
—Efectivamente, también mi madre es muy hermosa. Por eso el Cazador Negro
me sugirió que grabase este otro ángel a tu lado.
—¿Eso te sugirió el Cazador Negro? ¿Sabía que labrabas para mí este frasco de
asta?
—Me ayudó a concebir el asunto en aquellos días que recorrimos juntos la región
meridional. Él fue quien me sugirió lo del altar y los ángeles.
Dicho esto, dio la vuelta al córneo frasco, para mostrar el resto del dibujo: un
dilatado y espesísimo bosque, en cuyo centro había un grupo de pequeñas tiendas.
—Ésta es la Ciudad Oculta —dijo, volviéndose de forma que quedó de espaldas
al Sur y mirando hacia el este—. Está allí y no la conoce ningún hombre blanco. Tan
sólo el Cazador Negro. Allí es donde los sénecas llevaban a los blancos cautivos
mucho antes de que nosotros naciéramos. Pues los prisioneros que hacen no los
matan, sino que los incorporan a su tribu. Dice el Cazador Negro que lo que
especialmente cogían eran mujeres y niños, los cuales fueron a cientos a mezclarse
con su raza. Me gustaría ir a la Ciudad Oculta. Con el Cazador Negro no tendría nada
que temer.
La joven se había aproximado a él nuevamente.
—Estimaré este frasco mientras viva, David —dijo—. Mira la puesta del sol. Es
más roja que la sangre. El frío aumenta y no tengo ni un chal para echármelo sobre
los hombros. Vámonos a casa antes de que se haga de noche. De lo contrario, hoy no
podrás ver a tu madre, pues no hay luna para iluminar tu camino a través de la selva.
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Capítulo II
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Después oyó cómo en el piso inferior y debajo mismo de su cuarto su padre
arrastraba de un lado a otro su pierna de palo. Pero no pudo ver la sonrisa que
iluminaba sus ojos ni oír los suspiros de profunda satisfacción que brotaban del tórax
del viejo guerrero, cuando éste se asomó a la ventana para dirigir la vista hacia el
selvático paraje donde se hallaba enclavada la cabaña de María Rock y su hijo.
No obstante, Ana recordaba aquella frase del viejo, que se repetía una y otra vez
en su memoria como una extraña cantilena: «¡Eres una mujer…! ¡Una mujer…! ¡Una
mujer…!». Y de pronto, ante la visión de los grandes robles, la realidad se posesionó
de ella extrañamente… ¡Tenía diecisiete años! ¡Y en aquel año de gracia de 1754, las
doncellas de Quebec que tenían esta edad conocían el mundo y formaban parte de la
sociedad, se casaban y tenían hijos!
Entre tanto, David…
Ana tocó su brazo.
—¿Cuál es la causa de este silencio y de esta actitud de alerta? —murmuró—.
Aquí, en la Colina del Sol, no hay peligro.
—Es la hora de las perdices y las torcaces —replicó David en voz baja.
—Tú no pensabas en las perdices —replicó Ana prestamente—. Tú pensabas en
los indios. ¡Siempre esos indios! No se apartan un instante de tu imaginación… Estoy
segura de que no se atreverán a llegar aquí.
—Se atreven a todo, Ana. ¡Y cuando te contemplo y veo esa hermosa cabellera,
por la que mataría a cualquiera que la tocase sin la debida suavidad…!
—¿Te gusta mi cabellera?
—Más que nada en el mundo. Pero, ¿por qué me lo preguntas, si de sobra lo
sabes?
—Porque ya va siendo hora de que me digas cosas bonitas sin necesidad de que
yo lo insinúe. ¿Por qué cuando ves mi cabellera piensas en los indios? ¿Es que temes
por mí?
—Pienso en lo que he visto allá abajo, en la región de los iroqueses, y en la
Ciudad Oculta. Pienso en…
—¿En qué?
—No debía decírtelo.
—Pues yo quiero saberlo.
—Bien. Pienso en el paquete de cueros cabelludos que los mohawks enviaron al
Fuerte Guillermo como obsequio a sus amigos los ingleses. Los cueros eran ocho,
todos de mujeres francesas. Las largas cabelleras estaban trenzadas a la moda india y
colocadas sobre aros azules en los que había pintados negros cuchillos y hachas, para
demostrar que con estas armas habían sido asesinadas las víctimas, y multitud de
pequeños cocodrilos para simbolizar las lágrimas de sus amigos y parientes. Una de
aquellas trenzas era tan semejante a la tuya, que me eché a temblar.
David cogió la mano de Ana y la estrechó tan fuertemente, que la joven no podía
tener queja.
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—Cuando el negro cuchillo y el hacha —continuó— lleguen otra vez hasta aquí
(el Cazador Negro asegura que ello será muy pronto), espero que te hallarás ya en
Quebec —concluyó con voz ahogada.
Ana advirtió entonces que la presión de la mano del joven la lastimaba.
—¿Qué quieres decir?
—Nada, nada. No debía decirte tales cosas. Te pones muy nerviosa… Pero
advierte que vamos saliendo de lo espeso del bosque y el sol calcina todavía los
valles.
David echó a andar y ella le siguió a un paso de distancia, cerrados los labios y
encendidas las mejillas. Le gustaba que David le hablara como acababa de hacerlo
bajo la sombra de los gigantescos robles. Se interesaba como un hombre por ella. Su
mano se resentía todavía de la reciente y rápida opresión. El rostro de David,
entonces, tuvo una torva y extraña expresión muy, distinta a las que solía tener el
compañero de los juegos infantiles. La feminidad brotó en Ana alborozadamente.
Bajaron al valle, en el que todavía quedaban resplandores del muriente sol. Allí se
quebraba el curso del río y se extendían las cultivadas tierras del señorío de Saint
Denis. Dorados campos de lino y rastrojos de trigo ceñían las márgenes de la
corriente y se adentraban en algunos puntos del bosque… Praderas, innumerables
fajinas de forraje, verdes plantaciones de patatas no heridas por la escarcha, calabazas
y calabaceras, y, no muy lejos de las faldas de la Colina del Sol, un huerto de
manzanos de los que pendían gruesos y sanos frutos invernales. Desde una milla de
distancia columbrábanse las claras y azuladas espirales de humo que vomitaban por
sus chimeneas las rústicas casas de los vasallos de Saint Denis. En aquel caserío, tal
como había de verse ciento setenta y dos años después, no faltaba progreso ni
civilización, ni paz, ni abundancia.
Así lo advertía Ana St. Denis. Sus ojos resplandecían ante el esplendor de su país
y ante la dicha de su corazón.
Pero David veía otra cosa en la regia heredad: la selva. La selva de extensión
infinita y jamás hollada por los pies del hombre blanco; la selva que se unía con las
nubes del horizonte borrando los límites del cielo; aquella selva que los cercaba y los
abrazaba estrechamente hasta asfixiarlos, sin dejar a la vida más respiradero que
aquellas chimeneas por donde se escapaban las espirales de humo azul… La selva
misteriosa, que se burlaba de sus ilusiones de seguridad, acechaba y esperaba una
ocasión propicia, mientras sus moradores, a los que ella consideraba como débiles
criaturas, trabajaban o se entregaban a sus juegos.
En las proximidades de la Colina del Sol, pasaron junto a una casita construida
con lisas piedras. En sus ventanas veíanse recios troncos de roble y, bajo los aleros,
ocho aspilleras, por las que podían dispararse las carabinas.
Ana, sin embargo, no se daba cuenta de estas cosas, porque la nueva y singular
expresión del rostro de David retenía su mirada.
La joven experimentaba una deliciosa y apacible dicha. Las inquietudes habían
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huido de su corazón. David, que la miraba con ojos en los que todavía el niño luchaba
con el hombre, nunca la había visto tan hermosa. Parecía que la joven formaba parte
del bello crepúsculo, de la dulce extinción de la luz, de los suaves perfumes que
brotaban de la selva y de los campos cultivados. Con objeto de que la brisa refrescara
su cabellera deshízose la trenza, y la abundante mata se desbordó sobre su cuerpo,
brillante y fúlgida. Ana había hecho esto muchas veces en presencia de David. Era
una inconsciente intimidad de la infancia que había ido creciendo con ellos. Sin
embargo, aquella tarde, el corazón de David palpitaba con inusitada violencia ante la
sencilla operación, y Ana se percató por vez primera de que había soltado sus
cabellos con el único fin de enamorar a David. Sobre sus cabezas volaban millares de
palomas torcaces que se dirigían velozmente hacia sus refugios. Tan compactas eran a
veces las bandadas, que semejaban grises nubarrones, y David y Ana oían el ruido de
su vuelo. Del despejado valle ascendían sonidos de solaz, bienestar y reposo: una
lejana voz llamaba al ganado; las timpánicas notas de un batintín convocaban para la
cena a los trabajadores desde una pétrea casucha; los gallos cantaban
alborozadamente como si anunciaran la llegada del día; ladraban los perros; el
susurro de un canturreo de mujer llegaba hasta ellos desde la base de la Colina del
Sol[4].
Era costumbre entre las doncellas de aquellos contornos cubrirse de flores los
brazos cuando llegaban a las proximidades del bosque de Grondin. Habían
desaparecido ya las aguileñas, el diente de león y los amarillos claveles, mas el
campo estaba interrumpido por azules extensiones de miosotis y en los bordes de los
matorrales veíanse montones de rubios cardillos, rojas bayas, rastreras y olorosas
zarzas y silvestres ásteres, tan compactos en algunos puntos que Ana se inclinaba
para cogerlos, adquiriendo la apariencia de una brillante diosa: envuelta en el velo
monjil de su cabellera.
Estaba así arrodillada, sonriendo a David y aumentando su carga de flores,
cuando éste, soltando de pronto la carga, la levantó y la atrajo hacia sí, oprimiéndola
tan fuertemente con sus brazos que Ana perdió momentáneamente la respiración.
Jamás la había besado como la besara en aquel instante.
Ana profirió un pequeño grito y forcejeó para librarse, al mismo tiempo que
apoyaba sobre el pecho de David sus manos abiertas. Sin embargo, pese a la aparente
protesta, su corazón estaba a punto de estallar de gozo. Vio el rostro y los ojos de
David iluminados por la magnífica pasión que por fin había triunfado de los temores
de la niñez, y, cesando de forcejear, se cubrió los ojos con las manos y apoyó la
cabeza en el pecho del novio.
Interrumpiendo el inefable estremecimiento de aquel instante, que habría de
permanecer en la memoria de ambos como iniciación de la hombría de uno y de la
feminidad de la otra, resonó una estrepitosa carcajada que los dejó turbados. Ana se
desprendió rápidamente de los brazos de David y éste se encaró con quien había
producido el sonido.
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A cosa de una docena de pasos de ellos surgieron tres hombres de la espesura. El
primero se había situado un par de pasos delante de los otros dos. Aquél fue sin duda
el que lanzó la carcajada, a juzgar por su aspecto y las huellas de burla que aún se
advertían en su rostro, mientras sus compañeros celebraban también el cuadro que la
fortuna les deparaba.
Apenas se volvió Ana hacia ellos, las risas cesaron y el hombre que estaba más
cerca hizo un esfuerzo supremo por trocar el gesto de burla en expresión de
respetuoso saludo.
—Par Dieu! Perdón, señores —exclamó haciendo una reverencia—. No os
habíamos oído ni visto, y creíamos…
—Eso es falso —interrumpió David dando un paso hacia él Nos visteis y oísteis,
y esas risas eran una burla para nosotros, porque no sabíais que la señorita era Ana St.
Denis… ¿Qué habéis sospechado?
—¡0h David! Sígueme… por favor suplicó Ana.
Y antes de que el joven pudiera responder, deslizóse por una estrecha senda que
conducía, a través de la espesura, al bosque de Grondin. Deliberadamente, David
recogió su carabina y las flores y la siguió.
—Par Dieu! —tartamudeó uno de los dos hombres que se habían quedado atrás
—. Vaudreuil, ¿has visto algo tan hermoso en todos los días de tu vida? Y tú, De
Pean, buen acierto has tenido trayéndonos a presenciar la sentimental escenita. Y,
¡qué joven tan salvaje! ¿Quién es? La besaba y la oprimía con sus brazos. ¡Y ella tan
satisfecha! Os lo dice quien conoce mucho a las mujeres.
—Pues con lo que vos ignoráis, Bigot, llenaría yo dos páginas de mi cuaderno de
notas —dijo De Pean sacudiéndose la manga de la pelusa del verbasco—. ¿Habéis
reparado, por ventura, en su cabellera?
—Es magnífica —exclamó Bigot—. Daría un gobierno por hallarme en los
zapatos de ese joven indio.
—Mocasines, habréis querido decir rectificó burlonamente De Pean, volviendo a
cepillarse el verbasco de la manga Y en cuanto a eso de dar un gobierno, dudo de que
tal precio sea necesario, señor. Sobre todo, si fuera evidente la seriedad de vuestro
pensamiento y fuera De Pean el comisionado para acometer la empresa.
Francisco Bigot, el último y más poderoso intendente del Rey en Nueva Francia,
dio un paso hacia el escondido comienzo de la senda descendente por donde Ana y su
amado habían desaparecido. Sus lúgubres ojos centellearon súbitamente y su maligno
semblante enrojeció con el ansia del cazador que busca la pieza entrevista un
momento.
Tras él, mirando por encima de su hombro, estaba la enjuta figura de De Pean,
figura llena de presunción y afectadamente vestida. Con la agudeza y perspicacia de
la zorra, habíase convertido en la sombra de Bigot, y todo Quebec sabía que había
cedido a éste los favores de su bella esposa Angélica, a cambio de los beneficios que
el Intendente le otorgara.
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Tras ellos, haciendo girar los pulgares con las manos enlazadas, al considerar el
singular aspecto que había adquirido la situación, estaba el marqués de Vaudreuil,
gobernador de los dominios del Rey en Louisiana. Orondo, jovial, feliz, no tenía un
átomo de conciencia y estaba orgulloso de sí mismo hasta la exageración. Era como
un pequeño gallo siempre pronto a exteriorizar su egoísmo, y poseía una
extraordinaria habilidad ejecutiva que por lo regular se empleaba en la realización de
intereses propios.
Vaudreuil, como frecuentemente sucede, no pudo menos de decir lo que pensaba,
pensamiento destinado a zaherir al mismo tiempo al amante y al marido de la señora
De Pean, los cuales hallábanse avizorando ávidamente el camino por donde había
desaparecido la hermosa rival de Angélica.
—Afortunadamente no está aquí la señora De Pean —dijo con un punzante buen
humor De lo contrario, esta traición la humillaría.
Y se frotó las manos al advertir que la nuca de De Pean había enrojecido y que
Bigot le lanzaba una inquieta mirada con sus chispeantes y torvos ojos.
De pronto, la siniestra cara del Intendente adquirió aquella expresión de
desbordante alegría, que tenía la virtud de convertir en amigos a sus enemigos.
—Esa ceguera que te impide apreciar la verdadera belleza, te salva, Vaudreuil —
dijo burlonamente Estoy deseando relevarte de tu cargo en Louisiana y hacerte
gobernador de todo Canadá, cosa que sucederá el próximo año. ¡No, no rivalizarás
conmigo! En cuanto a esta joven y al salvaje que la acompañaba, ofrezco un gobierno
a quien me consiga a la una, y otro premio semejante a] que me entregue la cabeza
del otro.
—¿Debo creer que me comisionáis para hacer esa oferta al padre de la joven? —
preguntó De Pean sonriendo astutamente, aunque aún le escocía el estúpido chiste de
Vaudreuil.
La sonrisa huyó del rostro de Bigot. Su buen humor se desvaneció como el humo.
—Debemos apresurarnos a reunirnos con St. Denis para bromear con él acerca de
lo ocurrido, antes de que su hija se lo cuente a su modo… Fuiste un necio, De Pean,
al considerarla hija de un zafio granjero, a pesar de que se había arrodillado con
descuido sobre la hierba y las flores.
—Sabéis por experiencia que existen hijas de granjeros que son amables —
recordó De Pean con un significado gesto—. En cuanto a que ello represente una
contrariedad, opino que estáis equivocado. Al contrario, el incidente se presta a crear
a su alrededor una romántica historia.
Bigot estaba pensativo, cuando llegaron al bosque de Grondin, donde se ocultaba
la casa solariega. De la espesura surgió una forma humana que se dirigió hacia ellos
silbando alegremente.
—Ya nos ha estado espiando ese pollino de Pedro Gagnon —prorrumpió enojado
De Pean—. Siempre está silbando y nunca cambia de música. Cuanto más le insulta
uno, tanto más querido se considera. No me explico por qué todas las jóvenes de
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Quebec están locas por él, a no ser que le juzguen inofensivo a causa de su
descomunal simpleza.
Bigot asintió complacido. Vaudreuil, que jadeaba de fatiga, fingió no haber
prestado atención. Sin embargo, en su cabeza, de forma vulgar, giraban y giraban
certeros pensamientos que surgían a sus ojos semejando llamas y permitíanle formar
un más agudo juicio de la reciente aventura.
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Capítulo III
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humillación hacían arder su rostro cuando, dejando la senda, se acercó al campo raso
del dominio de St. Denis.
Una vez hubo llegado a las espaldas del molino harinero del gran señor, se
esforzó en sofocar la tristeza de sus pensamientos.
Este molino era la imagen que mejor se había grabado en su mente cuando era
niño…, esta imagen y otra que también permanecía indeleble en su cerebro. Estos
recuerdos eran anteriores a los primeros que tenía de su madre. El señor Grondin
había construido el molino allá por el año 1690, mucho antes de los comienzos del
señorío de St. Denis, según se colegía por la fecha que aparecía grabada en una piedra
lateral de la angosta puerta de entrada. La edificación era una redonda torre de veinte
pies de diámetro en la base y setenta de altura. Como material, habíase empleado la
piedra de pizarra encorvada, trabada con mortero, diluido de tal modo, que daba a la
construcción la solidez de una roca. Sobre esta torre estaba aún el viejo molino
holandés de viento.
Su dueño le había aspillerado para que le sirviera de defensa contra los indios,
pero en una de sus excursiones de caza al bosque de Grondin —era un sábado por la
mañana— los mohawks le arrancaron el cuero cabelludo con toda minuciosidad y le
robaron el zurrón con las piezas.
El viejo molino fue el lugar donde por primera vez David y Ana jugaron juntos…
el viejo molino y su gran horno exterior, hecho con mortero, piedras y barro y que
estaba cerca de él. Cuando David cruzó la última fila de árboles, las grandes aspas
colocadas en la cima de la torre giraban, produciendo un gemebundo y fatigoso ruido.
Un poco más allá del molino veíase el horno, el cual tenía sus puertas abiertas de
par en par y mostraba una especie de rugiente infierno en sus entrañas. Aquella
cavidad era casi tan espaciosa como el desván que servía a David de alcoba en su
vivienda.
Dos negros de piel cetrina y espejeante al resplandor del fuego le alimentaban de
resinoso combustible apresuradamente, con objeto de que en un breve espacio de
tiempo el horno se calentase por todas sus partes y fueran extraídas las cenizas y
tizones que habían de hacer sitio a las grandes hogazas, las cuales, después de
cocidas, pesarían diez libras cada una.
Era muy raro que aquel horno trabajara de noche. Además, los operarios eran
gente que David no había visto jamás en Grondin.
El gran castillo, construido de piedra de pizarra como el molino y que tenía dos
pisos con ventanas profundas y sólidas y con grandes chimeneas de piedra que se
elevaban en cada una de sus extremidades, aparecía ya iluminado con un centenar de
lámparas. David advirtió múltiples sombras que cruzaban las iluminadas ventanas,
especialmente en la espaciosa cocina, donde una docena de criados, la mitad de ellos
prestados por un señor vecino, mostraban una singular agitación.
De la parte frontera de la casa, la cual daba al río, llegaron a él las débiles notas
del clavicordio de Ana, los agudos sones de una corneta y alegres risas. Pasando al
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otro lado del molino, pudo ver el cuarto de Ana, cuyas ventanas tenían los visillos
echados. Mas estaba iluminada, y comprendió que su amada estaría vistiéndose a
toda prisa para disponerse a desempeñar su papel de ama de casa.
Contempló después la obscura extensión que mediaba entre el casón y el río. El
corazón le dio un vuelco. Desde el castillo al Richelieu descendía una verde pradera,
tan extensa como el alcance de un tiro de fusil, por la cual ningún enemigo pudo
aventurarse impunemente. A un lado de esta pradera estaba el prado del Árbol de
Mayo y al otro la iglesia del señorío, la cual tenía más aspilleras que ventanas. La
campiña que se extendía entre el prado y el templo era el patio de recreo de los
vasallos del Barón y sus familias, en los días de fiesta, y su punto de reunión antes y
después de las misas dominicales. Sin embargo, parecióle a David que algo más que
la paz y el asueto había tomado posesión de la pradera aquella noche.
Desde el lejano punto donde el río bañaba la parte baja de una franja de altos
pinos, llegaban a él carcajadas, cánticos y los mismos redobles de tambor que antes
oyera. El lugar estaba iluminado por una docena de hogueras, una de las cuales era
tan grande que parecía una choza incendiada. Alrededor de ellas se movían y
agitaban múltiples formas humanas. Fácilmente pudo distinguir las hogueras de los
indios de las encendidas por hombres blancos, y comprobó que había siete de éstos y
cinco de aquéllos y que alrededor de ellas había como un centenar de hombres, aparte
los que ocultaran los árboles y la orilla del río. Sus ojos, que tenían tal facultad de
percepción, por herencia, y que estaban aleccionados por la experiencia y destreza del
Cazador Negro, permanecían fijos para percibir los menores detalles del
campamento, pese a la distancia y la obscuridad. Había una veintena de pieles rojas
que él catalogó en seguida entre los ottawas o los hurones, y otros tantos soldados,
que tenían dos parques de fusiles junto a la gran hoguera. Los demás eran
exploradores y batidores: bastaba ver sus largos rifles, sus camisas orladas de pieles y
sus gorros de lo mismo.
Para David no eran nuevos esta especie de campamentos. Los había visto incluso
con cueros cabelludos, sangrando y hombres torturados. Pero lo que ahora veía en la
pradera, entre el centenar de las resplandecientes lámparas del castillo y las doce
hogueras que llameaban frente a los sombríos pinos, era algo nuevo para él.
Había otra veintena de individuos que paseaban lentamente de aquí para allá,
como si quisieran estirar las piernas entumecidas por el largo viaje en piragua. La
obscuridad no era tan grande que David no pudiera distinguir el espejeo de las
espadas y la forma de los trajes, idénticos a los que llevaban los oficiales y caballeros
que habían acompañado hasta Montreal al Intendente. Ahora venían a las
inmediaciones del bajo Richelieu, vestidos con sus mejores galas, para cumplimentar
a los hacendados de aquellos contornos.
Un obtuso resentimiento inundó el pecho de David cuando dirigió la vista hacia
las iluminadas ventanas del cuarto de Ana. Junto a la cortina vio una vaga sombra, y
ello hizo latir su corazón más aceleradamente. Después, las luces se apagaron y en el
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cuarto quedó tan sólo un débil resplandor. Ana había apagado todas las velas menos
una. Vio que estaba engalanada y que se había hecho el peinado alto que tan
maravillosamente bien le sentaba. La hacía más alta y más mujer.
Dentro de un instante bajaría por la amplia escalera de roble.
La noche estaba turbada por inusitado ruido extraña mezcla de algo que desdecía
del suave murmullo del viento en las copas de los árboles y del quejumbroso
zumbido de las aspas del molino holandés ruido que estaba formado por el redoblar
de los tambores, los cantos y, de vez en cuando, un alarido de búho, semejante a
aquel que le produjo un fuerte temblor en todo el cuerpo cuando lo oyó por vez
primera en el bosque.
A todo esto se sumó de pronto una débil y próxima risa. Fontbleu, el anciano
molinero, había surgido de la obscuridad del molino como un polvoriento fantasma, y
después de restregarse las manos mientras contemplaba a David, le dijo:
—¡Hermosa compañía! ¿Verdad, amiguito? ¡Brava gente! ¡Y qué hambre trae!
Tanta hambre tienen que procuran distraerse para que el tiempo les parezca más
corto. Al mediodía debió haber llegado un mensajero, pero no apareció. Ellos creen
que ha sido asesinado por el camino. Así, pues, cuando menos lo esperábamos, se nos
han presentado ochenta hombres de una vez, todos sanos y fornidos, y el Intendente
ha dado orden de que se les prepare setecientos kilogramos de pan para que puedan
llevárselos mañana, lo cual me ha obligado a permanecer aquí toda la noche a la caza
de las ráfagas de aire. Y el viento es flojo, demasiado flojo, amiguito terminó con
tono de lamento.
—¡Ochenta individuos! ¡Demasiada gente para alimentar! Mademoiselle. Ana me
dijo que solo eran cuarenta.
El molinero hizo una mueca y se encogió de hombros.
—Allá abajo, en el río, lo pasan muy bien. ¿Ves aquella hoguera grande? Pues en
ella están asando un buey que el señor mandó matar para que mañana, a la hora de la
marcha, esté ya preparado. Yo les he mandado ciento cincuenta kilogramos de harina
ordinaria, los cuales, mezclados con patatas, berzas, nabos y calabazas, llenarán sus
estómagos hasta la hora de partida. Pero los de dentro, el haut monde[5] de Quebec,
amiguito, necesitan pollos tiernos asados y pastelería fina, todo en tal cantidad que la
cocina ha sufrido las consecuencias. Me parece que esta noche no descansarán ni el
molino ni el horno, pues el Intendente ha dado también orden de que se haga un
ciento de hogazas… y es menos expuesto tirar de la nariz del Rey a distancia que
desobedecer de cerca al Intendente.
David sonrió con indiferencia.
—Ese hombre es menos peligroso que más de un individuo de los que me he
tropezado en el bosque, y si fuera yo el que tuviese que cocer su pan o moler su
harina, le añadiría un poco de bardana amarga. Esas órdenes del Intendente acerca de
la harina, del pan y los demás alimentos, ¿significa que parten mañana?
—De no ser así, no creo que me tuvieran toda la noche trabajando —repuso el
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molinero frunciendo su arrugada frente con gesto demostrativo de la contrariedad que
le producía la extraordinaria tarea que le habían impuesto. De pronto señaló el tenue
resplandor que hacía resaltar en la obscuridad la ventana de Ana y volvió a lanzar la
cascada risita que semejaba un codeo.
—¡Mírala, amiguito! —exclamó—. Cien galanes de lo más distinguido la
cortejan, y va vestida con brocados de oro y plata. Jamás vino de Quebec nada tan
hermoso, y no faltarán otros jóvenes (ni viejos tampoco) que la vean. Yo no estaría
tranquilo sin tener a mi lado a semejante preciosidad. ¡Dios bendiga su dulce
corazón! Hasta la propia Pompadour caería en el olvido si el Rey viera a nuestra linda
Ana. Es tan nuestra como las flores y los pájaros de estos valles y este viejo molino.
De modo, amiguito, que mucho cuidado, mucho cuidado de ti mismo y de ella.
David sintió que el corazón le daba un vuelco y antes de que pudiera contestar al
anciano que estaba a su lado, un tenue gemido de las crujientes entrañas de la torre
atrajo al molinero, el cual se sumió en la obscuridad con la misma rapidez que había
surgido de ella.
Poco a poco fue invadiéndole la idea de que él valía tanto o más que aquella gente
que se solazaba en el prado. Ninguna de aquellas mujeres era tan bella como su
madre, y jamás hubo en Quebec hombre alguno que fuera más bravo que el Cazador
Negro. Pensó que todo el mundo era suyo, mientras el de ellos no era sino una
mezquina herencia defendida por rifles como el de él.
Su corazón comenzó a saltar alborozadamente. Experimentaba una sensación de
un triunfo que ruborizaba su enjuto rostro. De hombre a hombre, podía matar a De
Pean. Y se detuvo en esta consideración. ¡Hombre a hombre! El niño había
desaparecido en él. No se preocupó de pasar inadvertido, sino que echó a andar
atrevidamente y cruzó con gallardía el horno y el cercado, ante las iluminadas
ventanas del castillo. No se desvió ni una sola pulgada en su recto camino hacia el
río.
Se cruzó con un grupo de tres oficiales que le dirigieron una inquisitiva mirada y
después se tropezó con un grupo de cuatro. Éstos se detuvieron muy cerca de él. La
culata de la carabina de David había tropezado con uno de ellos.
—Par Dieu! ¿Quién eres tú y qué haces por aquí a estas horas? —preguntó.
—Mi nombre es David Rock. Soy de este señorío, y, como vos, estoy paseando
—contestó David con aspereza; y prosiguió su camino sin llevarse la mano al gorro
ni hacer la menor inclinación de cabeza.
—¡Diablo! —oyó David que exclamaba otro de los del grupo—. Mi coronel, ¿le
pincho con la espada para ver si le hacemos andar más de prisa?
Pero nadie se acercó a él.
Cuando llegó a la linde del pinar, la cabeza le zumbaba y le obsesionaba la idea
de lo que acababa de hacer.
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Capítulo IV
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El que había hablado era enjuto y su tez tenía un color gris. Era evidente que
dirigía la tarea de preparar la comida.
—Como he dicho es como hay que comerlo. Córtalo a medio asar y verás cómo
su jugo se te disuelve en la boca. En cambio, si lo cueces enteramente, la carne se
secará. Hay que retirarlo de la brasa cuando comience a rezumar. Afila tu cuchillo,
camarada. Nosotros ya estamos preparados.
David dio las gracias y una excusa para rechazar la oferta, aunque ardía en deseos
de permanecer con ellos. El recuerdo de su madre bullía en su cerebro. Entre unas
cosas y otras, se había retrasado una hora. Llegaría tarde a casa, y su madre, como
sucedía siempre en tales casos, estaría sobresaltada, a pesar de tener la sospecha de
que en aquel momento se hallaría en compañía de Ana, la cual le retendría en
aquellos últimos días de su visita al castillo. De nuevo David atravesó el prado en
dirección al castillo, el cual, con su espléndida iluminación, que contrastaba con la
obscuridad del bosque de Grondin, le parecía una mansión encantada. Tampoco ahora
se preocupó de evitar a los caballeros y oficiales que formaban el séquito del
Intendente, sino que se dirigió sin vacilar hacia la fuente que había al final del paseo.
Esta fuente constituía uno de los detalles más característicos del señorío de St.
Denis. El agua brotaba de ella fría como el hielo, y era un gran balsa de piedra, de
unos veinte pies de anchura, construida, según rezaba la leyenda, poco antes de que el
aventurero señor de Grondin levantara el solitario palacio para las tres hermosas
amantes de cuyas blondas cabelleras se apoderaron los mohawks el mismo día que
arrancaron a Grondin el cuero cabelludo y le robaron el zurrón con las piezas
cazadas.
Cerca de ella había gente.
David, ignorando que al alcance de su mano tenía calabazas que podían servirle
de copas, se puso de rodillas y se inclinó sobre las piedras para beber. Su cuerpo,
vestido con pieles, y sus pies envueltos en mocasines, resaltaban perfectamente al
débil resplandor crepuscular que aún quedaba en el cielo.
Cuando se levantó, con la cara mojada y una de sus ruanos chorreando, se
encontró con que el hombre de fría mirada y bigote gris, acompañado por sus amigos,
estaba a media docena de pasos de él.
—Ése es el mozalbete que os insultó —oyó David que decía la misma voz que
antes le amenazara con darle un espadazo.
Y vio que un jovenzuelo imberbe se dirigía hacia él con la espada a medio
desenvainar.
—Es más que un canalla —dijo otra voz que produjo a David un
estremecimiento. Y volviéndose al oír estas nuevas pisadas, advirtió que al otro lado
de él estaban De Pean, Bigot y Vaudreuil y que por encima de los hombros de estos
tres individuos le dirigía una aterradora mirada su amigo Pedro Gagnon.
En el rostro de De Pean había la misma odiosa sonrisa de momentos antes, con la
diferencia de que ahora era más significativa e insultante. El repulsivo sujeto se pasó
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una manga por la boca como queriendo indicar que David necesitaba una buena
paliza, extraordinaria mímica que produjo un estremecimiento de hilaridad en el
voluminoso cuerpo de Vaudreuil.
—Es más que canalla —repitió De Pean avanzando un paso y haciendo a David
una burlona reverencia Es lindo, mas pronto va a desaparecer de nuestros ojos la
encantadora visión. Se enderezó y se acercó tanto a David que pudo tocarle el brazo
con el extremo de los dedos, mientras sus ojos resplandecían regocijándose de
antemano con la broma que pensaba dar.
—Miradle bien, señores, miradle bien —demandó remedando el sonsonete de un
chalán de feria—. No es un salvaje como parece. Aunque tiene los cabellos largos y
revueltos y su boca semeja babear, no es completamente tonto, amigos míos… Es un
amante, un galán enamorado, y el nombre de su novia os asombraría. Sí, éste es el
jovenzuelo que se refleja constantemente en los lindos ojos de esa doncella que
hemos sorprendido en la espesura, de esa doncella que…
Ningún poder del cielo ni de la tierra hubiera sido suficiente para evitar que
David interrumpiera a De Pean. Su cuerpo se movió con la rapidez del rayo. Giró, se
agachó, y, rechinando los dientes, asió con sus manos a De Pean. Antes de que
ninguno de los presentes pudiera moverse o gritar, fue doblegado como un muñeco y
lanzado en medio de la helada balsa.
Bigot fue el primero en abalanzarse sobre David, y otra vez, antes de que sus
compañeros pudieran intervenir, el joven le asió fuertemente y le lanzó sobre el
cuerpo de De Pean.
Los demás lanzaron un grito de horror, en el que sobresalió la voz de Pedro
Gagnon. Les parecía increíble lo que acababa de suceder. De pronto se arrojaron
sobre él media docena de hombres. Pero David no hizo esfuerzo alguno para
defenderse. Una vez castigados De Pean y Bigot, la loca sensación de triunfo anulaba
en él el deseo de luchar con otras personas hacia las que no sentía la menor
animadversión. Se dio perfecta cuenta de lo que sucedió mientras así pensaba. Le
apresaron, colocaron ante su pecho una fulgurante espada, le ataron con una correa
las muñecas detrás de la espalda, y vio como extraían a Bigot y a De Pean de la balsa.
Al fin, se alzó una voz que produjo un escalofrío de muerte en más de un alma.
—Llevadle a casa y dad parte a St. Denis para que le castigue con cien latigazos
sobre la espalda desnuda. ¡Y tú, coronel Arnaud, cuida de que el castigo se dé en
público!
Tampoco ahora, pese a lo terrible de la amenaza, se asustó David, pues la loca
sensación de triunfo embargaba su ánimo todavía. Bien valía la vida el haber cerrado
la boca de De Pean en aquel momento en que iba a pronunciar el nombre de Ana
unido a una frase injuriosa. Bien podía recibir en cambio cien azotes.
No pensaba en Bigot, que era quien le había condenado, ni pensaba en que su
acción podía haberle costado la vida de habérsele antojado así a aquel hombre que tan
ilimitado poder tenía en Nueva Francia. Pensaba tan sólo en Ana y en aquello, tan
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estimado por ambos, que De Pean estuvo a punto de profanar.
¡Un centenar de azotes!
Una caterva de hombres cuyas espadas tintineaban al andar y cuyos rostros
mostraban la irritabilidad de que estaban poseídos le condujeron por el angosto
espacio que había entre la balsa y el castillo. Entre ellos figuraba el coronel Arnaud,
de rostro terriblemente impasible.
¡Un centenar de azotes!
Este recuerdo iba adquiriendo precisión en la mente de David.
¡Un centenar de azotes en público, para que lo viera quién lo quisiera ver!
Miró a Pedro Gagnon y vio que su rostro, de ordinario tan sonrosado como una
manzana, estaba ahora blanco como el polvo que caía sobre los hombros del molinero
cuando el molino trabajaba.
Y, por fin, sintió un extraño serpenteo glacial a lo largo de su espalda.
Le hicieron entrar en el vestíbulo del castillo. «Aquí —pensó—, Ana me verá y
oirá la sentencia. Es preciso no aparecer inquieto ni triste».
A la luz de la primera vela que encontraron su rostro apareció blanco como el
papel.
Pero su mentón sobresalía más valientemente que el del coronel Arnaud. Tenía
erguida la cabeza y su cabellera goteaba todavía por la parte que, al beber, había
tocado el agua de la fuente.
Entre una algarabía de pies y de sables, le llevaron al fondo del vestíbulo donde
las mesas, llenas de velas encendidas, esperaban a los invitados. Inmediatamente, o
tal le pareció a David, todos se dieron cuenta de lo que significaba su intromisión en
aquel lugar. Antes de que la terrible voz del coronel llamara a los servidores para que
compareciera St. Denis, ya se había llenado de gente la estancia. Las voces y las
resonantes carcajadas de los presentes se apagaron de pronto y aparecieron caras
nuevas. Fueron llegando hombres y más hombres que se olvidaban de la cortesía y
del respeto que debían al lugar en que se hallaban, ante el inesperado espectáculo que
se les ofrecía.
Sin mirar a un lado ni a otro, sino manteniendo su vista fija en el frente, David
experimentaba la sensación de que todo aquello era un sueño. Sintió que todos
fijaban sus ojos en él. Oyó sus respiraciones, sus cuchicheos, el ruido que producían
los que subían de la pradera y el recio palpitar de su propio corazón, el cual le pareció
que se desparramaba por sus venas como un viscoso escalofrío.
Sin embargo, aquellos hombres, al mirar fijamente a David, no advertían en él la
menor muestra de miedo ni de decaimiento. Únicamente podían ver que, a la luz de
las velas, su semblante estaba densamente pálido. Una piedra parecía su rostro, una
piedra que tuviera ojos pero sólo para mirar de frente, con esa fría indiferencia que
caracteriza a los indios.
Por tal podría haberse tomado a David, de no ser por su blonda cabellera y su tez
grisácea. Como un indio hubiera querido ser considerado para recibir la muerte de
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manos de sus enemigos.
Sin embargo, temblaba, se estremecía al oír las repetidas e insistentes palabras:
¡Cien azotes, y a la vista de todos!
De súbito dirigió la mirada rectamente hacia la faz de Ana Saint Denis, de Ana y
de su padre, los cuales estaban en la amplía puerta que daba acceso a las habitaciones
particulares del Barón.
Ana aparecía tal como él se la había imaginado cuando la columbró a través de
los visillos de su cuarto. Realmente no era la Ana de la Colina del Sol, ni la del
matorral de zumaque y sauce silvestre que se criaba en el terruño, a la que había
osado estrechar entre sus brazos.
Ahora parecía una mujer de más edad y más distinguida envuelta en aquel vestido
que semejaba un sutil resplandor y coronada por la cabellera que se acumulaba sobre
su cabeza a modo de aureola. Su delicado y fino cuerpo tenía, como el de su padre,
una magnífica majestad.
Tal como se presentaba ahora, era una nueva Ana engalanada para mezclarse
entre el distinguido cortejo del Intendente y cuyo puesto estaría en aquel selecto
público cuando él recibiera en sus espaldas los azotes.
Su corazón se dejó dominar por este pensamiento y sus ojos no tuvieron la menor
expresión de gratitud ni de emoción cuando se encontraron con la aterrada vista de
Ana.
Confusamente oyó David cómo la dura e implacable voz del coronel les
informaba del doble y tremendo delito que había cometido. Vio que la sorpresa se
reflejaba en el rostro de Ana y que sus ojos acusaban un profundo horror. Notó,
asimismo, que el radiante color de sus, mejillas extinguíase sin dejar rastro. Jamás la
había visto tan blanca como ahora.
De aquella parte oyó llegar la sentencia: «Cien azotes sobre las espaldas, y a la
vista de todos…». Y vio que Ana se tambaleaba, cual si estas palabras la hubieran
sacudido, y que su rostro se desfiguraba en una crispatura de dolor. Le pareció que
hacía esfuerzos para gritar sin que las palabras acudieran a sus labios.
David, entre tanto, la contemplaba con extraña indiferencia, cual si se hallara ante
una mujer para él desconocida. Le parecía que su Ana no era la doncella que estaba
en el umbral, al lado de su padre.
Los demás veían el cuadro de modo muy diferente, Por la entrada correspondiente
a la pradera habían llegado Bigot y De Pean, desgreñados y chorreando. Tras ellos
estaba Vaudreuil.
Éste cuchicheó prestamente al oído de Bigot:
—Ya os dije que era una locura condenarle a una pena tan dura si queréis
congraciaros con la joven. ¡Miradla! Está más blanca que una azucena de Artois y
más hermosa que todas las beldades de Quebec juntas. Si no evitáis el castigo os
aborrecerá. Si hacéis lo que yo os aconsejo, casi… casi os amará. Este joven salvaje
no puede poseerla. Haceos amigo suyo. Obtened sus favores. Proceded así, y esa
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beldad que estáis contemplando será vuestra con el tiempo… y el gobierno mío.
El cuchicheo fue oído por De Pean, quien susurró mientras todos los ojos estaban
fijos en ellos:
—Jamás la fortuna ha colocado tan bella flor en nuestro camino ni nos ha
ofrecido tan magnífica oportunidad para arrancarla.
Al mismo tiempo, el coronel Arnaud repetía y con voz tan clara que fue oída por
todos:
—Un centenar de azotes, Barón, sobre sus desnudas espaldas, y en medio del
campo para que pueda verlo todo el mundo. Yo respondo, señor, hasta mañana del
prisionero. Así, pues, no dudéis de que se le dará el castigo.
Una tosca mano tenía cogidos los atados brazos de David. Pero notó en el hombro
una presión más ligera y oyó que la voz de Bigot susurraba muy cerca de su oído.
Éste sonreía. En sus ojos había una benévola expresión. De Pean se asomaba por
encima de su hombro y la alegría y la amistad se reflejaban en su rostro mientras
Vaudreuil, tras él, codeaba estridentemente y permanecía con las manos cruzadas
sobre el estómago, su habitual postura.
Al mismo tiempo una de las manos de Bigot oprimió el brazo del coronel Arnaud
de modo muy significativo.
—Señorita, os pedimos humildemente perdón —dijo Bigot con la voz más
melosa y musical que pudo fingir—. Me parece que el coronel Arnaud ha llevado
nuestra broma demasiado lejos. Este joven no va a ser azotado. Si le hemos traído
aquí atado ha sido por diversión y también por rendir merecido homenaje al hombre
más valiente de toda Nueva Francia. De Pean y yo hemos sido zambullidos en la
balsa por chancearnos de él. Esto me ha demostrado hasta dónde llega su admirable
vigor. Si vos nos perdonáis la travesura, os prometemos ser amigos de él de ahora en
adelante. Y si se decide a ir a Quebec, donde tendrá más oportunidades de mostrar su
valentía, os aseguro que el Intendente, a quien ha bautizado esta noche, se cuidará de
él. Os rogamos nos excuséis mientras cambiamos nuestros vestidos, y os volvemos a
pedir perdón por haberos dejado sin color en las mejillas.
Una gloriosa sensación de triunfo dominó a Bigot al ver, el efecto que sus
palabras producían. Toda la pasión de su alma, obscurecida por la disipación y
alimentada por su ilimitado poderío, hablase concentrado en Ana. Su hermosa
juventud le había cautivado. Su dulzura e inocencia eran para él un extraño acicate
semejante a la embriaguez que produce el vino. Vaudreuil, astuto e intrigante, había
vislumbrado el nacimiento de tal pasión. Bigot experimentó las consecuencias de
ello, sin sospecharlo, durante el juego a que estaba entregado. Ana, al lado de su
padre, aparecíasele como un ángel de celestial blancura, en cuyo rostro comenzaba a
poner de nuevo la vida su coloración rosada.
Sin embargo, a nadie, excepto De Pean y Vaudreuil, había dado el Intendente
muestra alguna de aquella pasión que convertía su pecho en llama inextinguible.
Tuvo buen cuidado de disimular. Había sido insultado, habíase cometido en él un
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delito de lesa majestad, se le había informado de que St. Denis y su hija sabían esto y
temblaban ante la magnitud del posible castigo, y, sin embargo, al hablar ahora, no
hubo en su voz el menor atisbo de burla, sino que, por el contrario, sus palabras
fueron hijas de la sinceridad y la cordialidad. Había ofrecido su mano y su favor,
cuando a cualquier otro mortal habríasele castigado a la horca.
Miró a Ana con un alegre resplandor en los ojos y observó que el color volvía a
las mejillas de la joven, cual si él le diera la vida, cuando podía haberle dado la
muerte.
Avanzó y tomó su mano, inclinándose ante ella con la misma reverencia que lo
hubiese hecho de hallarse frente a la Reina o en presencia de la Pompadour, la amante
del Rey, del que gozaba de un cariño y una predilección que eran conocidos en toda
Nueva Francia.
—Que la felicidad y la buena suerte sea la eterna compañera de vos y de ese
joven —dijo a Ana.
El sentido de esto, que sólo ella conocía, encendió su cara y le movió a mirar con
ojos centelleantes a David.
Pero el joven, libertado repentinamente de las ligaduras, estaba entonces de
espaldas.
Cuando David dio un paso hacia la puerta, los que le rodeaban se echaron a un
lado. Alguien colocó en sus manos su largo rifle. El muchacho no volvió la cabeza ni
oyó cómo Ana, sin poderlo remediar, pronunciaba débilmente su nombre.
Al llegar a la obscuridad de los campos, de nuevo se sintió a sus anchas.
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Capítulo V
EL aire fresco de la noche, que soplaba suavemente de la parte del río, llegó a
David como un confortador estimulante. Cuando vio las hogueras a lo largo de los
pinos, le pareció que, después de mucho tiempo de opresión, recobraba la facultad de
respirar.
David se detuvo dejando a sus espaldas el esplendoroso resplandor de las
encendidas lámparas del castillo. Oyó el tintineo de las vainas de las espadas. Alguien
se reía, y aquella risa fue para él como una llama que hubiera encendido en su interior
un reguero de pólvora. Zumbaba la voz de De Pean y oyó como el señor Saint Denis
anunciaba a sus huéspedes que la cena estaría servida dentro de diez minutos.
Sus pensamientos eran como veloces relámpagos que consumían su alma joven e
inexperta. Había defendido a Ana y demostrado su desprecio por el haut monde
contra el cual sentía un profundo resentimiento desde hacía muchas semanas. Esto era
lo que se imponía en su mente a todo lo demás.
De súbito, tuvo una idea amarga. Le habían conducido con las manos atadas atrás.
Después de quitarle la carabina, le amenazaron con un centenar de azotes. Bigot le
había librado del castigo. Pero también vio David como Bigot se inclinaba sobre la
mano de Ana para llevársela a los labios y como los ojos de ella resplandecían en este
instante cual los luceros.
Al volver sobre sus pasos alrededor del castillo, respiraba desordenadamente, tan
encontradas eran las emociones que le poseían.
No podía apartar de su pensamiento la imagen de Ana engalanada para los
caballeros y oficiales ciudadanos y erguida en el umbral al lado de su padre. En este
momento un mundo los separaba. Ana no había ido en su ayuda, como él hubiera
hecho en caso contrario. No le había dirigido la palabra ni elevado la voz en señal de
protesta.
Sin embargo, quedaba en él un resto de alborozo que no podía anular la depresión
de su ánimo. Era una especie de sonido que persistía en su corazón y le daba valor
para sobreponerse a la desesperanza que luchaba por dominarle.
Con aquel sentimiento se mezclaba el de su magnífica hazaña. Algo en su interior
le decía que el David de aquella noche era muy superior al del pasado día y que el
antiguo había desaparecido completamente. El cambio experimentado era algo que en
modo alguno cambiaría por el poderío de Bigot, aunque no podía explicarse la causa.
De pronto, se dio cuenta de que pasaba por delante del horno, cuyo fuego
producía una especie de bramido. Ante la obscura puerta, el anciano molinero
permanecía en pie. Su figura tenía ahora una apariencia más fantástica que antes,
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pues la iluminaban débilmente la multitud de estrellas que habían aparecido en el
cielo.
—¿Has visto, David, a las preciosidades ciudadanas? —exclamó—. ¿Has visto a
Bigot, gran Intendente y don Juan, protegido por la Pompadour y mimado por el
Rey?
—Le he visto —repuso David—. En el gran salón lo he tenido a mi lado y con la
mano puesta en mi hombro.
—¡0h! ¿Es posible?… Eso lo ha hecho para obtener el amor de Ana. Las manos
de Bigot están hechas para tocar rasos y terciopelos, y si él te puso la mano en el
hombro con tanta suavidad, estoy seguro de que ha sido… por Ana.
—Eso creo yo también —dijo David con sinceridad. Se le enfrió la sangre en las
venas y dirigió la mirada hacia el obscuro castillo. Esta mirada apagó la alegría de su
rostro.
—¿Y qué piensa Bigot de nuestra Ana? —preguntó Fontbleu con su cascada risita
y su peculiar frotamiento de manos.
—Que es, desde luego, muy hermosa.
—Naturalmente —dijo el molinero haciendo con la cabeza un signo afirmativo.
De pronto, se quedó tan parado que, transcurridos unos momentos, David le dio
las buenas noches y continuó su camino.
El molinero le miró mientras se alejaba y, moviendo la cabeza, murmuró para sí
con tono de duda:
—Sí, sí, David; es hermosa, demasiado hermosa para ti, y ésa es la causa de que
Bigot y alguno de sus astutos íntimos no se vayan mañana con los demás. Toma nota
de esto, muchacho, y ya verás como el viejo Fontbleu tiene razón. Sí, David —añadió
más amargamente aun cuando el muchacho estuvo fuera del alcance de su vista daría
yo mis dos despreciables manos porque Ana pudiera cambiarse por la hija de
Papineau o alguna otra pecosa de nariz respingona. Pues vosotros dos habéis crecido
a mi lado, al lado de este pobre molinero, y perder a Ana significaría para mí una
tortura tan grande como la que sentirías tú.
David, desde la linde del bosque de Grondin, vio que aún permanecía en pie bajo
el resplandor de las estrellas. Al mismo tiempo oyó el fragor de un fuerte viento que
agitaba las copas de los árboles, y sintió la frescura en el rostro. El zumbar de las
aspas del molino se imponía al rumor del viento y parecía hablarle.
Hacía algunos años, el viejo molinero habíales contado a Ana y a él que las aspas
del molino hablaban a los caminantes solitarios que fueran capaces de comprenderlas.
Y de los labios de Fontbleu habían salido, además de este cuento, historias de
amor, de indios, de encarnizados combates y fantásticos espectros. También les habló
del aventurero señor Grondin y de sus tres amantes, cuyos espíritus salían todos los
años, el día treinta de septiembre, estuviera el cielo despejado o nublado, en busca de
las hermosas melenas arrancadas por los indios. Durante la época del desarrollo de
David y Ana, las aspas del molino habían sido como un tercer compañero de juego de
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los muchachos y, lloviera o hiciera sol, no habían dejado de visitarlas un solo día.
El recuerdo de Ana era lo que especialmente dominaba a David cuando se detuvo
para volverse en el bosque de Grondin. No le preocupaban las historias del viejo
molinero ni el mismo molino, sino que se imaginaba a Ana tal y como la había visto
hacía un momento, sonriente, gentil y hermosa, tras los iluminados visillos de su
cuarto. En cierto modo abrigaba menos temores por sí mismo y aun por ella, que el
que experimentara antes de cruzar la pradera. Pero la zumbante voz de las aspas
persistía, y David, finalmente, volvió a la realidad al oír aquel ruido que sobresalía de
todos los demás, y levantó la mirada hacia el molino, cuyos gigantescos brazos se
debatían sobre un fondo cuajado de estrellas.
Durante varios minutos estuvo en la obscuridad de los árboles pensando en Ana y
advirtió que poco a poco íbase extinguiendo el ardor de su sangre. Fue entonces
cuando vislumbró una figura que corría entre el ancho horno y el molino, y a
Fontbleu, que salió a su encuentro. Poco después vio que la figura continuaba su
camino. Antes de que alcanzara la obscuridad del bosque percibió sus jadeos y
comprendió que se trataba de su gran amigo Pedro Gagnon, hijo del gobernador del
señorío próximo.
Al identificarle recibió una gran alegría y estuvo a punto de llamarle a voces, pero
permaneció silencioso. Quería mucho al tal Pedro Gagnon, Pedro el rojizo, como Ana
le llamaba, sujeto de redonda y coloreada faz, aficionado a las muchachas bonitas y a
los manjares exquisitos, y siempre lleno de optimismo y alegría.
Hasta que Pedro no estuvo bien cerca, no se hizo notar David. Cuando lo hizo, el
alegre camarada lanzó un suspiro de satisfacción.
—Gracias a Dios —exclamó Excuso decirte lo que hubiera representado para mí
el ir a tu casa a través de este pozo de tinta.
—Hubiera sido preferible dejarlo para mañana —insistió David.
—Es que Ana St. Denis me amenazó con una muerte cruenta si no lograba
echarte la vista encima esta noche —dijo Pedro aspirando una bocanada de aire.
El corazón de David latió gozosamente.
—¿Te rogó Ana que vinieras en busca mía?
—No me lo rogó: me lo mandó. Y además, me dijo que si no lograba dar contigo,
se dedicaría a enemistarme con todas las muchachas bonitas de Quebec y que ella
misma me cobraría un odio reconcentrado. ¡Cómo te aprecia, David! —y Pedro
aspiró otra bocanada de aire.
David no contestó y Pedro, ya repuesto de su fatiga, continuó:
—Cuando tú saliste del castillo con aquel desdeñoso gesto que parecía querer
decir que todos los que estaban allí dentro eran considerados por ti como enemigos,
no tardó ni medio minuto en hacerme una seña y llevarme aparte para que le refiriera
detalladamente todo lo ocurrido. Quisiera que hubieras visto, David, el ansia que se
reflejaba en su semblante. En resumidas cuentas, que me hizo prometer que te
buscaría hasta dar contigo, aunque tuviera que recorrer todos estos misteriosos
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bosques, y que te diría que estaba tan orgullosa de ti como no lo estuvo en la vida.
También quiere que le digas por qué te marchaste así y por qué no correspondiste a su
llamada cuando pronunció tu nombre.
—En voz muy baja debió de pronunciarlo —dijo David luchando consigo mismo
para contener la emoción que le producía el mensaje de Ana.
—No lo pronunció en voz baja, no —replicó vehemente Pedro—. Yo lo oí
claramente y, como yo, la mitad de los invitados.
—Pero no debió de llamarme cuando pasé por su lado ni cuando el Intendente
besaba su mano —dijo David entre dientes Entonces era la ocasión.
—Estaba tan aturdida como todos cuantos la rodeaban —defendió Pedro—.
También lo estaba yo. En mi vida recibí un susto mayor. Cuando el coronel Arnaud
ordenaba que se te dieran los cien latigazos, el sudor me corría por la frente. Y ¿te
fijaste en el señor de Saint Denis? Parecía que se había puesto enfermo, tal era su
palidez. Respecto a Ana, jamás vi cosa tan divinamente blanca como ella. Todos
creíamos que íbamos a verte en la pradera con la espalda desnuda y recibiendo
latigazos. ¡Y pensar que todo se resolvió tan lindamente después del susto que nos
diste a todos y especialmente a Ana!
—No veo la lindeza por ninguna parte —replicó David—. Mi piel estaba enterita
esta mañana, y, naturalmente, también debía estarlo esta noche.
Pedro tuvo un gesto de asombro.
—¿Quieres hacerme creer que no vas a sacar partido de la amistad del
Intendente? —le preguntó.
—¿Qué amistad?
La rolliza mano de Pedro asió fuertemente el brazo de David.
—Estás en Babia exclamó No me extraña que no hayas oído a Ana. ¿Pretendes
hacerme creer que no oíste como Bigot te ofrecía su amistad y su apoyo si fueras a
Quebec?
—Sí, le oí. Pero no pienso ir a Quebec.
—¡Bah!, no tienes ánimos para nada. El hecho de que el Intendente de Nueva
Francia te ofrezca su apoyo significa que has hecho tu suerte. Bastará una palabra
suya para que te encuentres al lado del Rey. Jamás deja incumplida una promesa, a
pesar de lo malo que es. Todo el mundo lo sabe. Cuando saliste, los rostros de los
invitados tenían las más distintas expresiones. Yo oí como Bigot decía a Ana que no
habría figura en Quebec que pudiera compararse contigo, dentro de un año, si
aceptabas su invitación. Así, invitación, lo llamó él. Quisiera que hubieras visto la
cara que puso Ana. ¡Qué envidia me diste!
Por un momento, David golpeó sonoramente la plancha de pedernal que estaba
fijada en la culata de su rifle.
—No me hace falta Quebec para nada.
—Allí está el dinero, la fama y… —replicó Pedro.
David continuaba silencioso. No se oía otro ruido que el golpeteo que el joven
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producía sobre el pedernal.
—Y, sobre todo —continuó Pedro—, hay muchachas tan bonitas, que los ojos se
te irían detrás de ellas.
En su voz había una nota de placentera alegría que hizo sonreír a David.
—Tú, Pedro, te casarías con todas las muchachas del mundo a un mismo tiempo,
si hallaras la forma de hacerlo. Las amas a todas.
—¡A todas, sí! —corroboró Pedro calurosamente.
—Y vuelas de una en otra como va la abeja de flor en flor.
—Hay tantas y son tan hermosas, que no puedo poner mi afecto en una sola y
permanecerle fiel. A pesar de mi gordura, creo que todas me aceptarían como esposo
si yo me ofreciera. Es decir, todas menos Ana. La tienes demasiado dominada.
—¿Crees que ella querría que dejara la selva y me fuera a Quebec?
—Estoy seguro de que sí. A ella le gusta aquella ciudad y aquella vida.
David sonrió ligeramente.
—Estás equivocado, Pedro. A ella le gustan los bosques tanto como a mí, y,
afortunadamente, volverá el año que viene. Me lo ha dicho esta mañana en la Colina
del Sol.
Pedro permaneció silencioso.
—Por otra parte —continuó David—, hay mucho más quehacer aquí que en
Quebec, donde el Intendente y todos los suyos no hacen otra cosa que bailar y
divertirse.
—Y conquistar dinero, gloria y amor —corrigió Pedro.
—Pero allí no hay lucha.
—Son continuas entre los galanes, y estoy seguro de que a ti te gustaría tomar
parte en ellas, monsieur David. Podrías combatir a veinte pasos con pistola, o a
espada, bajo la luz de la aurora o al resplandor de la luna. También hay patíbulos en
la plaza del mercado, en los cuales se realizan, de vez en cuando, decapitaciones. No
faltan tampoco bribones de quienes hacer burla, ni música, ruido y baile, por las
noches, tanto en la más baja como en la más alta sociedad. Y, si eres afortunado,
podrás besar a las más bellas muchachas del mundo. En fin que no te faltará nada de
lo que en el mundo puede haber de codiciable.
—No me seduce nada de eso —dijo David desdeñosamente—. Es más limpio y
más hermoso vivir y combatir en los bosques. Por cierto que esto último lo tendremos
en abundancia antes de que transcurra un año.
—¡Honroso! —exclamó Pedro para rebatirle—. ¿Es honroso que le corten y le
arranquen a uno el cuero cabelludo?
—Yo no soy cazador de cabelleras —repuso David—, ni lo seré jamás. Pero
reconozco que ello constituye la moda del país, tanto entre franceses e ingleses como
entre indios…, y paréceme que mientras nuestro gobernador de Quebec y el británico
persistan en ofrecer premios por cueros cabelludos, sean de hombre, de mujer o de
niño, la costumbre irá en aumento de día en día. Yo, cuando veo una cabellera de
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mujer en los aros, como la vi en Fuerte Guillermo (era una cabellera tan larga y suave
como la de una mujer que tú conoces, Pedro), me parece que debo permanecer aquí,
en esta puerta de entrada, para los más encarnizados de nuestros enemigos.
Rápida y suavemente la mano de Pedro se posó sobre el hombro de David.
—Lo sé, amigo mío. Siempre tienes razón. Y a veces, cuando te oigo hablar,
quisiera estar sobre otro par de mocasines como los tuyos. Pero yo no podría
combatir con los indios si no me los mataban antes, pues mi gordura y mi dificultad
respiratoria me lo impiden. A los indios los odio, y amo a Quebec. También, como
sabes, sé manejar un poco la pistola.
El sensible y optimista Pedro había dado ya tres estocadas a la luz de la aurora,
batiéndose con tres petimetres de Quebec, pero lo había hecho con tanta gracia que la
ciudad vio estos terribles actos con simpatía.
—Por eso añadió con pícara intención —me gustaría verte en Quebec. Bien lo
merece el amor de Ana.
—¿Mientras los ingleses y la gente de sus colonias se preparan para el ataque? —
prosiguió David—. ¿Mientras los mohawks, los oneidas, los onondagas, los cayugas
y los senecas afilan sus hachas y tienen fija la vista en el Canadá acuciados por la
esperanza del ilimitado preció que se les ofrece por cada cabellera francesa? ¿Irme
cuando una docena de tribus se ocultan en los bosques como lobos, cazando
pericráneos aquí y allá, incluso en las riberas del Richelieu? No, no hay un solo rifle
en el bosque que esté de sobra, Pedro. Ni uno.
—¿Ni aun tratándose de Ana?
—Ana volverá el año que viene, a no ser que las cosas hayan cambiado y estos
bosques estén convertidos en un matadero.
—¡Pardiez! —exclamó Pedro. ¿Crees que puede suceder tal cosa teniendo como
tenemos a nuestras espaldas al Rey y a toda Francia?
—Confías demasiado en esa magnífica y presuntuosa Quebec —exclamó David
con sorna—. Si tuvieras maestros como el Cazador Negro…
—¿Qué dice ese cazador?
—Que hay menos de setenta mil franceses en todo el Canadá, mientras en las
colonias inglesas nuestros enemigos ascienden a millón y medio.
—Pero nosotros somos franceses y cada uno valemos por veinte enemigos.
—Sir William Johnson ha terminado su inspección de indios del sur en el Canadá
y dice que hay allí treinta y dos mil guerreros, doce mil de los cuales están preparados
para arrancar cueros cabelludos franceses. En cambio, nuestras cuarenta y tres tribus
adictas se han convertido en menos de cuatro mil hombres aptos para la lucha.
—Lo cual demuestra evidentemente que tanto tú como yo debíamos estar en
Quebec cuando se desencadene la furia enemiga dijo valientemente el incorregible
Pedro Nuestra gente recibirá entonces oportuno aviso. Por lo tanto, estarán dispuestos
a seguirnos cuando la ocasión lo requiera. Saldremos con un ejército de franceses y
rechazaremos al enemigo tal como ocurrió en Fuerte Indigencia, donde Jorge
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Washington se rindió a nosotros recientemente, y como ocurrió también en Fuerte
Duquesne[6].
La obscuridad veló el grave gesto del rostro de David.
—Eso es precisamente lo que no sucederá, si el Cazador Negro no se equivoca —
dijo alzando la vista hacia las enormes aspas que giraban bajo el firmamento La
catástrofe sobrevendrá tan súbitamente como cayó sobre el señor de Grondin hace
algunos años y no llegarán avisos de parte alguna. Siempre las hogueras y las hachas
fueron un mal presagio. Por eso no quiero ir a Quebec, Pedro. ¿Quieres acompañarme
a casa para compartir conmigo una cena que me está aguardando desde hace más de
una hora?
—He prometido a Ana llevarle tu respuesta. Además, no me gusta nada el bosque
durante la noche. Hasta mañana, David. Haz el favor de saludar de mi parte a tu
madre, cuya bondad de corazón, gracia y hermosura es una vergüenza tener ocultas
en estos parajes solitarios.
—Gracias, Pedro. Buenas noches.
Cuando David se hubo marchado, él permaneció inmóvil como un fantasma y
mirando fijamente hacia el tenebroso punto por donde de pronto había desaparecido
su amigo.
Volvióse después para continuar su camino y repitió pensando en voz alta:
—Tú y el Cazador Negro tenéis razón, David. Pero yo desearía que te vinieras a
Quebec. Si no lo haces así, me parece que vas a perder a Ana.
Hasta él llegó el sonido del clavicordio y, mezclada a sus notas, la voz de Ana St.
Denis, que cantaba…
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Capítulo VI
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cuando, aquella misma tarde, habíale rodeado con sus brazos en la tierra baja cuajada
de flores.
De pronto oyó un ruidillo de ramas que podía significar la próxima existencia de
un ser vivo y extraño, un misterioso suspiro, que bien pudo ser humano, y un
fantástico movimiento del aire. David comprendió en seguida que un puerco espín, o
un oso, había quebrado una rama de las frondas, que el suspiro obedecía al frotar de
la copa de un árbol contra otro y que sobre su cabeza había pasado una gran lechuza
en persecución de otra ave.
No obstante, seguía pensando en Ana.
De pronto, se detuvo en medio de la obscuridad. Una extraña fuerza le impelía a
volver atrás para contarle a Ana la transformación que había sufrido interiormente
desde que pasearon juntos por los linderos del bosque de Grondin.
Pero continuó.
Volvió a detenerse al llegar a un espacio libre, llamado Claro Rojo desde tiempo
inmemorial. Jamás árbol, ni flor, ni hierba alguna creció allí. Los pájaros tampoco se
acercaban a aquel lugar de maldición. En el centro de él había gran número de
piedras, una de las cuales tenía el tamaño de la mitad de una casa. Allí fue donde los
mohawks habían conducido a los prisioneros del señorío de Grondin, quemando a
siete de ellos frente a la gran piedra, la cual aparecía aún chamuscada. Y también fue
en aquel lugar donde, mientras las víctimas eran torturadas, alzaron triunfalmente, a
modo de banderas, las matas de pelo de las tres amantes del señor de Grondin.
El claro encantado: sobre eso no cabía duda, Los indios, supersticiosamente, se
mantenían alejados de él. Durante las tempestades, el trueno se hacía allí más
estruendoso y el relámpago más temible y deslumbrador. Por la noche, aunque
hubiera luna llena, la vista era incapaz de percibir en el claro un objeto a dos
centímetros de los ojos y la luz de un farol a más de diez pasos de distancia. Cuando
menos, así se decía y creía en aquellas inmediaciones, a pesar de que los poderosos
sacerdotes de los Tres Ríos habían tratado de ahuyentar a los molestos espíritus con
agua bendita y oraciones.
Pero David, al detenerse, no pensaba en duendes ni en seres torturados por el
fuego. Consideraba tan sólo cuánto tiempo tardaría la luna en salir. Un resplandor un
tanto más brillante que el de las estrellas apareció en Oriente, y entonces avivó su
marcha pensando en su madre con singular vehemencia.
Pocos momentos después dejó la espesura de los bosques, irrumpiendo en otro
espacio libre más extenso: que Claro Rojo. Formábase de unos doce acres de tierra;
que él mismo había desbrozado y preparado para sembrar con ayuda de Matagamos,
el viejo delaware que estuvo con su madre desde que él era niño, y Thuren será,
nombre indio que significaba Aurora.
Las mieses eran espesas y ocupaban la mitad del terreno fértil. En la lejana
obscuridad pudo ver la empañada luz de una bujía que iluminaba la choza de
Matagamos, y cerca de ella, entre, arces y robles, que no se habían derribado a causa
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de su belleza y de la sombra que proporcionaban, aparecía una mayor y mejor
iluminada cabaña, que era donde su madre y él vivían.
Se detuvo de nuevo. Sabía que en alguna parte, entre las sombras, estaría
aguardándole el viejo delaware, tan calladamente, por cierto, como un ave nocturna.
Algunas veces David se preguntó si los ojos de Matagamos tendrían la facultad de no
ceder nunca al sueño, pues siempre, aun en tiempos de paz, estaba pendiente del
peligro para defender de él a los seres amados.
Cuando salió del claro, produjo una especie de silbido poco más ruidoso que el
armónico murmullo del manantial que corría por el espacio libre. Matagamos surgió
al punto como por arte de encantamiento.
Aun al apagado resplandor sideral, cualquiera se daría cabal cuenta de que
Matagamos no era un hombre joven, aunque sí alto, erguido y delgado, a pesar de que
su cabeza mantenía una actitud retadora. En su cinturón de abalorios llevaba un hacha
y un cuchillo, compañeros de sangrientas historias ocurridos antes de que David
naciera, y su mano sujetaba una carabina.
El viejo y el joven conversaron un instante en la lengua delaware y, acto seguido,
David se apresuró a dirigirse a su vivienda.
Era de piedra, como aquella otra construida al pie de la Colina del Sol, y tenía
también obscuras aspilleras y pesadas contraventanas de roble. Tampoco faltaba aquí
una voz cantarina, por cierto mucho más dulce que la que tantas veces oyera en la
casita de la Colina del Sol.
David, que amaba apasionadamente a su madre, abrió cautelosamente la puerta y
dirigió una mirada al interior. La juventud de aquella mujer era un motivo más de
orgullo para David. Encantado, la vio arrodillarse sobre la piel de oso que había ante
el hogar y revolver con el cigüeñal las rojas brasas que mantenían caliente su cena.
Era alta y delgada. A la luz de la bujía, semejaba una doncella.
Su ensortijada y negra cabellera, que Ana aseguraba era mucho más hermosa que
la suya, semejaba un radiante haz de azabache en el suave resplandor de la estancia.
Al oír el saludo de David, se levantó rápidamente.
María Rock frisaba en los cuarenta años y los cumpliría en diciembre. Pero la
edad, los dramas y la soledad de la selva sólo habían dejado una muy débil huella en
su rostro, el cual, al oír la voz de David, habíase llenado de alegría.
El joven la abrazó y la besó amorosamente.
—Esto es lo que me mantiene, David mío —habíale dicho muchas veces.
David dejó la carabina en un rincón.
—Otra vez me ha retenido Ana —dijo alegremente.
—Ya lo suponía —repuso María Rock volviéndose hacia el hogar—. Pero esta
noche, por mucho cuidado que he tenido, los pichones se han deshecho. Si las patatas
que he puesto en el rescoldo se han endurecido, tendré que reñirte.
—Sin embargo, estabas muy contenta cuando llegué, madre. Entonabas la
canción del Cazador Negro.
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Se preparó para lavarse, y, abstraído en su faena, no se dio cuenta del significativo
silencio que guardaba su madre.
—¿Por qué piensas en él esta noche? —preguntó al fin la buena mujer.
—Yo pienso en él constantemente replicó David zambullendo el rostro en el agua
fría del manantial. Momentos después hallábanse sentados a la mesa, uno frente a
otro, ante una cena compuesta de pichones, patatas asadas, pan moreno y un budín de
harina, miel y frutas.
Cuando hubieron terminado de cenar, David contó a su madre todo lo ocurrido,
omitiendo el desagradable incidente de la hacienda de Grondin. Pero de Ana habló
con la franqueza con que acostumbraba hablar a su madre. Antes de que la cena
terminase, María Rock sabía más de una cosa de las que David no había dicho y
estaba tan enterada como él del cambio que se había operado en su persona.
En el tiempo en que se consumió la mitad de la vela, David refirió detalladamente
los extraordinarios acontecimientos acaecidos en el castillo. Hasta que hubo
concluido, no advirtió el joven que el rubor enrojecía las mejillas de su madre, rubor
que no podía achacar al calor del fuego, así como también que en sus ojos tenía
aterciopelados abismos, tan profundos, que no podía sondearlos y, en fin, que en ella
había algo que la hacía aparecer distinta de cómo había sido hasta entonces.
—¡Algo bueno te ha sucedido! dijo David, queriendo hacer ver a su madre que
adivinaba la causa de su alegría.
—Tu llegada, David. Siempre que llegas a mi lado me siento henchida de
felicidad.
—Pero esta noche estás como Ana estaba esta tarde junto al matorral de zumaque
de la hondonada. Estoy maravillado. Quisiera saber…
—¿El qué, David?
—Tú siempre estás contenta cuando viene el Cazador Negro —dijo David
después de unos momentos de vacilación—. Y yo también. Ana me ha preguntado
hoy a qué obedecía esto, y tan extrañamente lo ha hecho que sus palabras no se han
apartado de mi mente un solo instante. Yo no pude satisfacer su curiosidad; sólo pude
decirle que en compañía del Cazador Negro me siento alegre, y triste durante su
ausencia. ¿Por qué será eso?
—Porque es tan amigo tuyo como mío y te quiere.
David se dirigió impacientemente hacia la puerta y miró al exterior. La luna
iluminaba los campos, pero lo que sucedía en su mente le impidió ver su resplandor.
—Pero, ¿por qué es amigo nuestro el Cazador Negro? —preguntó insistentemente
—. ¿Qué explicación tiene tan secreta y extraña amistad y esas idas y venidas del
Cazador Negro, tan misteriosas como las de un fantasma? ¿Por qué sólo tú y yo
hemos logrado verle en el señorío de St. Denis?
—Es un hombre extraño, David, y extraños son los pensamientos y deseos que
corren por su mente —contestó su madre.
—Ana me ha hecho las mismas preguntas que te estoy haciendo yo a ti, y ya es
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hora de que esto se aclare —prosiguió David—. He visto aquí algunas veces al
Cazador Negro, pero supongo que ha estado muchas más. Esto, tú y Matagamos lo
sabéis. ¿Por qué en toda la selva del Canadá no se le conoce por otro nombre que el
de Cazador Negro? Si nos aprecia como dices y él parece demostrar, ¿por qué no nos
revela su nombre?
—Yo lo sé, David. Ya te lo he dicho, así como también que he guardado el secreto
por lo mucho que esto para él parece representar.
—Por lo visto, tiene razones para ocultarlo.
—Sí. Eso dice él… ¿Te ha hecho hoy Ana muchas preguntas?
David hizo un signo afirmativo con la cabeza.
—Sí, y yo le he contestado como me ha parecido. Creo quo en la hacienda de
Grondin se ha hablado más de lo que nosotros pensamos. Ana tiembla sólo al oír
mencionar al Cazador Negro y el espanto le domina cuando le cuento nuestras
aventuras. Esta tarde me ha pedido el cuerno de asta, y yo se lo he dado. Sólo cuando
le dije que era el Cazador Negro el que me sugirió grabar el segundo ángel
arrodillado ante el altar (tu imagen, madre) se calmó un poco. He intentado que
piense en él como pensamos tú y yo, pero no lo he conseguido. Está atemorizada.
—¿Atemorizada por un hombre que sugiere se graben ángeles arrodillados ante
un altar? —preguntó la madre, y en su voz había un extraño gorjeo que los oídos de
David no supieron percibir.
Pero vio que sus ojos resplandecían de nuevo al alzar la vista de la mesa para
mirarle, mientras recogía las migajas con un ala de pavo.
David sonrió y antes de que su madre pudiera alejarse de la mesa, éste rodeó su
cuerpo con sus juveniles brazos.
—No me sorprende que pensara en ti y que te comparara a un ángel —exclamó
David—. Eres la madre más hermosa que hay en toda Nueva Francia. Ana te ama
tanto como yo. Mañana debes hablarle del Cazador Negro y contestar a algunas de las
preguntas que me ha hecho. ¿Lo harás?
—Sí, David.
El joven vio de pronto que alrededor de la muñeca de su madre caían níveos
encajes que hasta entonces habían estado recogidos y ocultos. Y más allá, en un
rincón de la estancia, sus ojos tropezaron con algo que hizo latir más fuertemente su
corazón.
—¡Qué ciego y qué simple soy! —exclamó David asiendo fuertemente a su
madre y tratando de dar a su voz un tono de completa naturalidad—. Debí haberme
dado cuenta de que llevas el vestido de gala y estás peinada magníficamente. Tu
aspecto es envidiable, y rebosabas de júbilo cuando he llegado a la puerta.
—Me he arreglado así para esperarte.
—Pero Aurora no ha estado aquí para ayudarte ni para fregar los platos.
—Es que estaba cansada, y la he enviado a la cama.
Sus brazos se estrecharon más fuertemente en torno de su madre.
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—Entonabas la canción del Cazador Negro cuando yo abría la puerta. Además, en
aquel rincón hay una carabina que no es la mía ni la de Matagamos, ni la de ningún
habitante del señorío de St. Denis. Me extraña…
David se detuvo. Su madre guardó silencio.
—Madre…
—Sí, David.
—Es un rifle negro. Por eso yo no le veía. Todo lo que pertenece a él es negro.
Por un momento, ambos permanecieron silenciosos.
De pronto, David dijo al oído de su madre con voz excitada:
—Madre, ¿ha venido otra vez? ¿Está aquí el Cazador Negro?
—Sí, David. Llegó esta tarde mientras tú estabas con Ana en la Colina del Sol.
Y vio como el ala de pavo tembló en la mano de su madre.
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Capítulo VII
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Te ama fervorosamente, con tanta sinceridad, que di gracias a Dios cuando se fue.
Pero está atemorizada. Teme que el Cazador Negro se te lleve, y me ha rogado que
haga lo que ella no puede hacer: apartarte de él.
Los ojos de David se nublaron.
—No debe atemorizarle el Cazador Negro más que Quebec dijo el joven con
aspereza.
—Yo no podía poner en ella más confianza de la que he puesto en ti y por eso no
le he revelado el secreto —continuó María Rock—. Pero esta tarde, mientras tú
estabas con Ana en la Colina del Sol, llego el Cazador Negro y me ha relevado de mi
promesa al saber que vosotros os amabais, no como niños, sino como hombre y
mujer. Por lo tanto, ya puedo decirte quién es el Cazador Negro para que tú mañana
se lo digas a Ana.
María Rock inclinó la cabeza pensativamente, como si buscara el modo de
comenzar. Durante esta tregua, David contuvo la respiración y dijo:
—No puede ser un hombre terrible. Ana llegará a comprenderlo.
—Hace ya mucho tiempo —comenzó a decir María Rock, como si no hubiera
oído las palabras de David, y con el gesto de quien está absorto en el pasado— me
tropecé con tu padre, un inglés de Louisebourg, y a pesar de la enemistad que ya
entonces existía entre mi país y el suyo, huí con él a las colonias y nos casamos. Todo
esto ya lo sabes, David, así como que me convertí en inglesa por influencia suya y
que le acompañé en sus correrías de frontera en frontera, hasta que al fin nos
establecimos en Pensilvania, en el hermoso valle del río Juanita. Allí naciste tú. Otra
familia nos acompañaba, y prosperamos y llegamos a sentirnos dichosos. Hasta
logramos convivir amistosamente con los indios. El jefe de la otra familia era Pedro
Joel y llegué a sentir un gran afecto por su esposa Betsy. Era mayor que yo y tan linda
como buena. Tenía dos hijas pequeñas, que eran el vivo retrato de su madre, y un hijo
al que tú sólo llevabas siete días.
David observó un temblor de lágrimas en los ojos de su madre, pero ella no se las
enjugó ni desvió la mirada.
—Pedro Joel adoraba a su mujer y a sus hijos. Era hermoso aquel cuadro de
familia, David. Betsy me hizo a mí mucho mejor de lo que era. Fue no sólo una
amiga, sino una hermana o una madre para mí. Pedro… Pedro Joel era el que tú
conoces con el nombre de Cazador Negro.
María Rock hizo una pausa, clavando sus ojos en los de David, que también la
miraba fijamente.
Y llegó aquella terrible noche —María Rock tembló en su sillón—. Yo siempre te
he mentido un poco acerca de esto, pues consideré preferible que lo siguieras
considerando un sueño y no una terrible realidad, tan terrible que se plasmó
indeleblemente en tu imaginación infantil. Tenías cuatro años de edad cuando, una
noche, llegó la cuadrilla guerrera de los hurones. Regresaban con las manos vacías de
una batida a los senecas y nada hubiera podido retenerlos. Tu padre estaba enfermo y
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Pedro Joel vigilaba a la luz de la luna un salegar que había a unas dos millas de
distancia donde pretendía cazar un ciervo. No puedo precisar detalladamente lo que
ocurrió. Sólo sé que vi a tu padre muerto sobre su lecho y que nuestra vivienda ardía.
Lo que no olvidaré nunca fue lo que ocurrió fuera, lo que vi al resplandor de nuestras
incendiadas chozas. He procurado siempre arrojarlo en el abismo de las cosas
olvidadas, pero ahora renuevo aquellos recuerdos para ti, porque creo que ha llegado
el momento de que lo sepas.
»Tú estabas entre mis brazos; tan apretadamente sujeto, que no sé cómo no te
ahogué. No nos mataron, sino que el mismo jefe de la partida nos hizo prisioneros. La
cuadrilla no era muy numerosa. Creo que no pasaban de ocho o diez los asaltantes.
Pero todos ellos, excepto el jefe, se disputaban a Betsy y a sus pequeñuelos. Betsy
estaba cerca; le grité y quise tenderle la mano. Estaba desnuda y su cabellera brillaba
a la luz del incendio como si fuera una aureola. Vi que le arrancaban al niño de sus
brazos y se lo degollaban con un hacha. Oí los lamentos de las dos niñas… El
monstruo que estaba a nuestro lado se abalanzó de pronto sobre Betsy. No pude cerrar
los ojos. No pude hacer el menor movimiento. Cuando mi amiga corría hacia sus
hijos él la cogió por los cabellos. La vi retroceder y caer, en el suelo, de espaldas. El
monstruo se abalanzó sobre ella colocando sus rodillas sobre el cuerpo desnudo, de la
víctima. Poco después se levantaba lanzando un chillido triunfal mientras de sus
manos ensangrentadas pendía la larga cabellera de Betsy.
Los ojos de María Rock ya no tenían el centelleo de las lágrimas. Estaban abiertos
y miraban fijamente. Un fuego devorador había llenado de pronto sus profundidades
como si él mismo hubiérase desvanecido de su visión y en su lugar hubiera aparecido
la reconstitución de la memorable tragedia. David no hizo movimiento alguno, ni
pronunció una sola palabra durante aquella tregua en que su madre, sin verle, evocaba
la terrible y remota noche.
—Tú lo viste todo también, David —prosiguió María Rock, mirándole, pero tan
sólo vagamente—. Gritabas. Jamás se borrará aquella noche de mi memoria. Fue un
milagro que no te asfixiara, pues para ocultarte te estrechaba violentamente contra mi
pecho. No me faltaban fuerzas para echar a correr, pero de hacerlo, aquellas bestias
sanguinarias me hubieran matado como mataron a Betsy y a su hijo… Entonces
apareció Pedro Joel. Enloquecido, rugiendo, blandía una enorme estaca que llevaba
en la mano, y con ella propinó tal golpazo en la cabeza del jefe, que, en menos que se
cuenta, ésta quedó separada del tronco como se quita una calabaza que estuviera
apoyada sobre un poste. Fue tan espantoso que te tapé los ojos. Pedro Joel había
enloquecido, y sus rugidos eran mucho más terribles que los que han podido salir
jamás de las gargantas de los indios. Éstos, al darse cuenta de que Joel se había vuelto
loco, temieron por sus vidas y huyeron sin tratar de herirle. Ésta es la conducta que
observan los indios ante los perturbados. Sin embargo, aunque le hubieran hecho
frente, nada teníamos ya que temer, pues Joel, en su loco furor, hubiera dado buena
cuenta de ellos, uno a uno. Tres mató con la tremenda porra. Después cogió a su
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esposa y a sus hijitos y estuvo meciéndolos y canturreándoles, hasta que llegó el día y
las chozas se convirtieron en un humeante montón de ascuas. Tan horrible era el
cuadro, que creí que también yo iba a volverme loca. Durante la noche, Joel no
pareció reparar en nosotros. Pero al amanecer me dejó vestir a Betsy con parte de mis
ropas y enterrarla, al mismo tiempo que a sus pequeñuelos, en una sepultura que
cavamos cerca de las chozas. Cuando echamos sobre los difuntos el último puñado de
tierra, su mirada adquirió una perfecta serenidad, y tomándote en sus brazos,
comenzó a llamarte «niño mío, niño mío» y se dirigió hacia la selva. Yo os seguí.
»Éste fue el principio de una tenaz y extraordinaria jornada, que duró días y más
días. Pedro estaba transformado. Su perturbación iba mejorando de día en día y a
ratos recobraba el pleno juicio. Nos buscaba alimento y señalaba cuidadosamente las
sendas que debíamos seguir. Sin embargo, durante todo aquel tiempo que empleamos
para ir desde el valle Juanita al río Richelieu, ni una sola vez habló conmigo ni
contestó a las muchas preguntas que le dirigía.
»Por las noches dormías en sus brazos, aunque los míos anhelaban tenerte.
Durante los quince días, con sus quince noches, que duró la huida, no vi los ojos de
Pedro Joel cerrarse una sola vez para dormir. Llegamos al fin a un campamento
francés que había a orilla del Richelieu. Mas Pedro Joel, apenas distinguimos a mis
compatriotas, nos dejó solos, y, sin atender a mis llamadas, se fue hacia los bosques.
Los franceses formaban una partida de caza perteneciente al señorío de St, Denis.
Entre ellos estaban Matagamos y su hija, a los cuales volví a la vida a fuerza de
cuidados cuando ya todos los daban por desahuciados a causa de la epidemia que
sobrevino por aquella época. Pedro Joel, entre tanto, había desaparecido del mundo.
María Rock se sobrepuso al horror que le producía el recuerdo de la tragedia, con
un convulsivo estremecimiento.
Sus ojos estaban fijos en David y le dijo sonriendo con gesto anhelante:
—Así, pues, fue el Cazador Negro el que nos acompañó y nos salvó durante
aquella memorable jornada, aunque, realmente, no era el Cazador Negro, sino el
pobre loco Pedro Joel. He aquí la causa de que quieras al Cazador Negro y éste te
quiera a ti, a pesar de que la cosa sucedió cuando eras muy pequeño todavía.
Mientras su madre contábale todo esto, David sentía palpitar violentamente su
corazón. Se esforzó para hablar.
—Pero ¿dices que estaba loco? Entonces, por eso estuve tantos años sin verle.
María Rock se pasó una mano por los ojos como si quisiera quitar de ellos algún
velo sombrío.
—Sí, estaba loco; pero era la suya una locura extraña —repuso la madre Hasta
cinco años después no volví a verle. Entonces supe de su vida. Durante aquel período
de tiempo estuve al servicio del señor de Saint Denis y de su pequeña Ana. De aquí
que el nombre del Cazador Negro se esparciera por todos los bosques que hay entre
Pensilvania y el Canadá. Comenzaron a circular fantásticas historias acerca de él, y
tantas y tan terribles llegaron a ser éstas, que, al fin, sólo el nombre del Cazador
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Negro producía un estremecimiento de horror. Vagaba por las selvas y los valles
como un tigre que hubiérase escapado de la jaula. Sin embargo, no era un asesino y
pronto se supo que no era la venganza lo que inspiraba sus actos (cosa increíble), sino
un gran deseo de salvar del hacha y del cuchillo indios a los niños y a las mujeres
blancas.
»Venía y volvía a marcharse como un fantasma, con su rifle, su piel de gamo
negro por vestido, y algunas veces pintado el rostro de este mismo color. Dijérase que
los vientos le pusieran al corriente de los planes y secretos de los indios, pues cien
veces hizo misteriosas advertencias en las colonias colindantes y otras tantas su rifle
y su alarma salvaron los hogares y las vidas de los colonos solitarios, hasta que, al
fin, una palabra suya o un grito de alarma en medio de la noche corrían a lo largo de
la frontera como una evangélica profecía. Esto, bien lo sabes, sucede así todavía.
Infinitos planes y proyectos han concebido los indios para exterminarle o capturarle,
pero todos han fracasado. Al fin, los indios han llegado a considerarle como un ser
sobrehumano al que no se puede matar ni aprisionar. Entre los blancos es conocido
con los nombres de “Rifle Negro”, “Protector Negro” y “Cazador Negro”, aunque
son muy pocos los que le han visto y han oído su voz y nadie conoce su verdadero
nombre y su procedencia, Temor y cariño, temor espantoso y cariño fuertemente
arraigado en los corazones, corrían con su nombre o su presencia de un lado a otro.
Éste fue, David, el hombre que hace algunos años te encontró perdido en los bosques
y te trajo a casa. Resplandecían los ojos de María Rock. Donde la tragedia había
anidado un momento antes, veíase ahora un fuego esplendoroso. En la estancia reinó
un largo silencio, durante el cual oyó David el tictac del reloj semejante al redoblar
regularizado de un tambor.
—Pero, si estaba loco, ¿cómo se explica que yo no le haya oído pronunciar sino
palabras sensatas? Jamás conocí a un hombre tan discreto, tan gentil y tan
voluntarioso como el Cazador Negro. Sin embargo, no comprendo qué es lo que le
movió a pedirte guardaras el secreto sobre su nombre y a ir y venir como un fantasma
de los bosques, a pesar de que aquí no tiene más que amigos.
—No es locura, sino una rareza que tal vez ni tú ni yo podemos comprender —
dijo María Rock—. Pedro Joel fue enterrado aquella mañana con su esposa y sus
hijos en el valle Juanita, y durante cinco años, mientras rondó por las tierras
ribereñas, su alma y su corazón no existieron. Al fin, determinó venir a verte y te
encontró en los bosques. Vino otra vez, y otra, y otra, y sus visitas fuéronse haciendo
más frecuentes conforme pasaron los años. Sin embargo, no siempre le veías ni te
enterabas de que estaba aquí. Así quería él que sucediera. Pero al fin, mis esperanzas
y mis plegarias se han visto realizadas, y el Cazador Negro ya no es el Cazador
Negro, sino Pedro Joel, tanto para mí como para todo el mundo.
Sin embargo, algo había en la mente de David que no estaba claro y preguntó:
—¿Por qué le teme la gente? Si ha sido un amigo tan fiel de las mujeres, de los
niños y de los colonos de ambas riberas del Richelieu, ¿por qué Ana le profesa un tan
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profundo horror? ¿Por qué, en vez de amarle le consideran un monstruo aun esas
personas a las que tanto bien ha hecho?
María Rock sonrió:
—Mira, David. Aun los que más sanos de juicio estamos, cometemos a veces más
insensateces que cometió Joel durante la época de su locura. El Cazador Negro no
reconoció nacionalidades en aquel tiempo. Tenía un solo ideal: el de proteger a su
raza, a los blancos, de las fechorías de los indios, que tanto mal le habían hecho jamás
se aprestó su brazo a defender al inglés contra el francés ni al francés contra el inglés.
En más de cien viviendas francesas y en otras tantas inglesas se le bendice, aunque
los niños tiemblen al verle y los viejos miren recelosamente hacia la obscuridad
cuando oyen su nombre. ¿Me preguntas por qué le temen, cuando tanto bien les hace?
Estamos en una época de supersticiones, en las que ni tú ni yo creemos. Se habla de
demonios y duendes, como esos que te cuentan andan vagando por los bosques y por
el Claro Rojo. Pedro Joel se aprovechó de esta terrible fama para realizar mas
seguramente su cometido entre la gente india.
»Tan velozmente iba y venía, tan extraña era su vestimenta, tan inusitado su
proceder, que, aun aquéllos a quienes protegía, le tenían por un ente espectral y
dotado de pavorosos poderes. Así fue como su nombre se esparció como reguero de
pólvora de campamento en campamento, en todos los cuales hay hoy mujeres que se
ponen pálidas al saber que el hombre demonio, protector de los hogares, está cerca. Y
cuanto más terribles eran las historias que se difundían, más fácil le era al Cazador
Negro realizar su cometido. Estas historias, David, han llegado a oídos de Ana, y,
aunque no es supersticiosa ni cree en duendes ni en demonios, como la mayoría de
las gentes, comprendo que se horrorice cuando se entera de que Pedro Joel está junto
a ti.
David se inclinó sobre su madre, y, tiernamente, puso sus labios sobre su
reluciente cabellera, en aquel punto donde se unía con la frente, blanca y suave como
el terciopelo.
María Rock cogió una de las manos de David entre las suyas y la oprimió contra
su mejilla, mientras contemplaba fija y distraídamente el tronco de roble que se
consumía con lentitud en la chimenea.
—Ahora lo comprendo todo —dijo David—. Y Pedro Joel… ¿volverá pronto?
—Se fue en tu busca a la hacienda de Grondin.
—Y tu alegría, como la mía, madre, ¿obedece a que se halle aquí?
—Tal vez, David. A nadie, ni siquiera al señor de Saint Denis, me une una
amistad tan fuerte y singular.
—Sin embargo, le has visto muy contadas veces y de tarde en tarde.
—Aquellos quince días con sus quince noches, que pasamos en los bosques,
fueron para mí como años. Después de aquello, ni un solo día dejé de pensar con
gratitud en lo que había hecho por ti y por mí durante el tiempo que duró su locura.
Mi corazón tiene reservado para él un refugio que está muy próximo al que ocupas tú.
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David volvió a besar aquella negra cabellera y dijo:
Desde esta mañana, madre mía, algo extraño ocurre en mí. Ahora comprendo
mejor las cosas. Creo que el día de hoy ha sido para mí tan largo como un año, como
lo fueron para ti aquellos quince de inolvidable éxodo. Comprendo mejor a Ana, a mí
mismo, a ti y a Pedro Joel, el Cazador Negro. También me parece comprender por
qué causa me sugirió que grabase un segundo ángel en mi frasco de asta.
Hasta que la puerta se cerró detrás de David, el cual se fue en busca de Pedro
Joel, María Rock permaneció con la vista fija en el fuego.
Poco después oyó que la puerta se abría de nuevo y creyó que se trataría de David
que regresaba, pero pronto se dio cuenta de que los pasos que oía no eran los de su
hijo. Se volvió. El calor de la Chimenea había encendido su rostro. Desde la estancia
inmediata, una voz murmuró su nombre.
Poco después aparecía en el radio de luz del fuego y las velas encendidas un
hombre que llevaba la cabeza descubierta. Ante aquella figura rígida y aquel rostro
sombrío, cualquiera se hubiera estremecido. Era como una parte de aquella noche de
la que venía y donde podría pasar completamente inadvertido, a no ser por la atezada
blancura de su faz y de sus manos durante el plenilunio. Desde la garganta hasta los
pies iba cubierto por una negrísima piel de gamo. Ni la más ligera mancha de otro
color rompía la tétrica negrura de aquella forma, que por cierto tenía la flexibilidad de
la pantera y parecía más alta de lo que era en realidad. El frasco de asta, la bolsa de
balas, la vaina del cuchillo, el cinturón y el gorro, todo lo cual tenía en sus manos, era
tan negro como el traje. Aquel hombre, que habíase detenido en el umbral, semejaba
una imagen de la muerte.
Sin embargo, sobre aquella tétrica negrura sobresalía una cabeza, de tal modo
erguida, que atraía más la atención que su indumentaria. Era una cabeza firme y alerta
como la de un ciervo, como si los años transcurridos en peligroso juego con la muerte
hubiéranle adiestrado en la más aguda y recelosa vigilancia. Contrastando
extrañamente con esto, su rostro no ofrecía la menor muestra de vacilación ni de
inquietud, sino que tenía resplandores de franca nobleza.
En un principio parecía que sus cabellos fuesen grises, pero esto obedecía a que
desde su frente partía una franja de plateada blancura que, como las tocas de las
viudas, se dirigía hacia la nuca cruzando la cabeza. Esta franja, no más ancha que dos
de los finos dedos de María Rock, unida al transparente e inalterable color gris de sus
hundidos ojos, daban a su enjuto y recio rostro tal expresión, tal carácter, que ninguna
mujer que lo contemplara como María Rock lo estaba contemplando ahora podría
olvidarlo jamás.
Era no más alto que David, pero sus músculos parecían de templado acero. Tenía
cuarenta y nueve años, pero sólo acusaba en él esta edad la plateada franja de su
cabellera.
He aquí aquel hombre que vivía envuelto en el misterio, en el heroísmo y en una
fama llena de trágicas y extraordinarias aventuras; aquel hombre en cuya alma sólo
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David y María Rock habían buceado quince años atrás, en el memorable día en que
Pedro Joel, el explorador, trocó su verdadero nombre por otro mucho más terrible: el
de Cazador Negro.
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Capítulo VIII
ASOMADA a su ventana, Ana St. Denis contemplaba aquel mundo bañado por
la luna. En el color sonrosado de sus mejillas se advertía que todavía estaba
emocionada por los recientes sucesos. Sus ojos, más brillantes que el oro y la plata,
eran un triunfo sobre la noche silenciosa.
Desde abajo llegaban a ella risas, voces y chocar de vasos, pues el señor de St.
Denis había sacado del fondo de su bodega los mejores vinos añejos: moscatel,
priniac, madeira, málaga y clarete de Lisboa, mejorado por los minuciosos cuidados
a que se le había sometido durante los muchos años que llevaba en la comarca del
Richelieu.
El ágape duraba todavía y Ana sospechó que iba a durar toda la noche. Pero el
vino y los suculentos manjares no fueron suficientes para embotar los sentidos de los
invitados, los cuales no cesaron de dirigirle palabras que llenaron a Ana de
indignación y miradas que había sido impotente para evitar.
Ahora, mirándose al espejo desde la ventana, comprobó la asombrosa hermosura
que había conturbado tantos corazones y rendido de admiración al hombre más
poderoso de toda Nueva Francia.
Ello había contrariado a David, así como le había inquietado a ella misma. Nunca
se había visto tan hermosa y compuesta como entonces. Su peinada cabellera era una
radiante masa de bello matiz castaño; sus ojos, dos magníficos abismos de luz, y sus
mejillas, algo más hermoso que los pétalos de las rosas de la Reina que florecían en
junio, en el esplendor de su jardín. Ya no era una niña, sino una mujer de ampulosa y
palpitante belleza nimbada por la aureola de la experiencia y de los años, la que la
contemplaba desde el espejo de su mesa de costura.
El recuerdo de David la llevó de nuevo a la ventana, donde frunció su frente con
un ligero gesto de enfado y contrajo sus labios con un mohín de contrariedad al oír la
algazara de voces y risas que llegaba desde abajo. Se pasó la mano por las mejillas
como si quisiera borrar aquel rubor que la avergonzaba. Pues la causa de tal sonrojo
habían sido los piropos que no debió escuchar, sino despreciar con correcta
indiferencia. Ello equivalía a ser infiel a David y aun a ella misma.
Hasta aquel instante no había tenido tiempo de dedicar todos sus pensamientos a
David, a su valentía y a la destreza que demostró al zambullir en la balsa al
Intendente de Nueva Francia y a su primer ministro. ¡Y todo esto lo había hecho por
ella! Acaso el rubor que sentía en las mejillas hubiera sido causado por el
conocimiento de tal incidente. Ante esta idea, se notó poseída de una oleada de
placer. Bigot habíale referido con sinceras y amistosas muestras de buen humor la
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broma que se derivó del incidente de la balsa, aunque lo dijo de tal forma, que De
Pean quedó malparado.
—Es un muchacho aturdido, pero muy valiente habíale dicho De Pean no quiso
ofenderos. Sus palabras no fueron más que un sincero cumplido.
Ana sentíase satisfecha de Bigot. Sus corteses maneras, el interés que demostrara
por David y el buen humor con que había aceptado el ridículo del incidente de la
balsa se lo presentaban como un hombre merecedor de una confianza ilimitada. Sus
palabras no parecían hijas de un mero cumplimiento. Cuando le dijo que tenía la
cabellera más hermosa que había en Nueva Francia, a lo que ella respondió que la de
la madre de David era más hermosa, se sintió invadida de un cosquilleante placer.
Bigot decía las cosas de tal modo que no cabía tachar sus palabras de osadía, y le
producían la agradable sensación de estar escuchando a una persona que era tan
amiga de ella como de David. Habíale prometido que a la mañana siguiente visitaría a
la madre de David y animaría al muchacho a que se fuera a Quebec.
No era extraño, pues, que sus mejillas se encendieran y sus ojos adquiriesen aquel
brillo que tanta indignación le producía. Pues ni el mismo Rey de Francia tenía tanto
poder en el Canadá como Francisco Bigot.
Lejos, a la luz de la luna, los ojos de Ana columbraban la maravillosa ciudad de
Quebec sobre sus inexpugnables rocas. Y le pareció ver en ella a David, no ya con su
raje de tosca gamuza, sino ataviado como un distinguido caballero de Nueva Francia.
De pronto, cogió un chal, se lo echó sobre los hombros y, sin mirarse de nuevo al
espejo, se dirigió hacia la puerta.
Silenciosamente y sin ser vista por nadie, se encaminó hacia la parte trasera del
castillo, que era donde menos probabilidades tenía de ser descubierta por algún
invitado que saliera a pasear a la luz de la luna. Del amplio horno llegaba un aroma
de pan tierno, y sobre el firmamento cuajado de estrellas destacábanse las enormes
aspas del molino, que zumbaban cual si protestasen del trabajo a que se las sometía
en aquellas horas de descanso.
A su puerta, como una pálida y fantástica figura, que se destacara sobre un fondo
negro, velase al viejecito Fontbleu, el molinero.
Como una sílfide salida de la dorada alquimia de un rayo de luna, Ana surgió ante
él. Fontbleu se restregó los ojos; y entonces se dio cuenta de quién era la persona que
tenía delante.
—¡Oh, es la señorita! —dijo con voz entrecortada por la sorpresa. En un principio
creí que se trataba de…
—¿De quién? —preguntó Ana sonriendo y poniendo una de sus manos sobre el
brazo blanqueado de harina.
—Del espíritu de vuestra madre —dijo el anciano sin poder contenerse—. Dios
me perdone, pero esta noche os parecéis a ella.
—¡Otra vez mi cabellera! —dijo dulcemente Ana, y el molinero vio que una
ligera niebla asomaba repentinamente a sus ojos—. Tú conociste mucho a mi madre
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Fontbleu.
—Y la quise —afirmó el molinero.
Permanecieron un instante en silencio. Durante aquella tregua, dijérase que las
aspas del molino habían adquirido una especial sonoridad.
—Es muy tarde para moler, pére Fontbleu.
—Así he de estar hasta mañana, señorita.
—¿Has visto a David, por casualidad?
—Hace dos horas que le vi pasar camino de su casa.
Nuevo silencio. Ana levantó la cabeza, pues sentía como si las aspas del molino
la llamaran.
—Pére Fontbleu…
—Decidme, señorita.
—Voy a llevarme a David a Quebec.
El molinero abrió con asombro los ojos, pero Ana no le miró.
—Voy a llevármelo a Quebec —repitió la joven para alejarlo de los bosques, del
Cazador Negro, de los indios y de las luchas. Temía por él y ahora ya estoy tranquila.
El Intendente me ha prometido ayudarme.
Miró entonces al molinero, el cual, a su vez, dirigía sus ojos hacia las aspas. Y
éstas, de pronto, produjeron un chirrido que pareció un lamento.
—Falta de aceite —murmuró Fontbleu.
—¿Qué?
—Que las viejas aspas necesitan aceite. Mañana lo echaré si es que vivo entonces.
—Yo te hablaba de David.
—Perdón. En efecto, señorita, decíais que David se iba a Quebec. Si hace esto y
Francisco Bigot le ayuda, obtendrá…
—Honor y fortuna —interrumpió una voz tan próxima que Ana ahogó un grito de
sobresalto.
El intendente de Nueva Francia estaba ante ellos y hacía a Ana una profunda
reverencia mientras el molinero retrocedía hacia la sombra del interior del molino.
Muy a pesar suyo, Ana volvió a sentir que el rubor ardía en sus mejillas.
—¡Señor! —dijo con voz entrecortada—. Creí que estaba sola con pére Fontbleu.
—Me agrada la luz de la luna, y con objeto de darme un atracón de ella, he huido
del bullicio —disimuló Bigot con dulce cortesía—. Cuando os vi, Ana, pasear por
estas soledades como una hermosa hada, no he podido resistir a la tentación de
seguiros. Casualmente…, he oído lo que decíais de David y me complace
sobremanera que penséis de ese modo. ¿Queréis que demos un paseo por la pradera?
Parecióle a Ana que, antes de que pudiera hacer movimiento alguno, Bigot se
había apoderado de su mano, llevándosela a su propio brazo, y, pensando
confusamente en David mientras el corazón le latía violentamente, echó a andar a su
lado bajo la luz de la luna.
El anciano molinero atisbó como un gnomo de fieros ojos desde la sombra de su
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puerta.
—¡El monstruo! —rugió ahogadamente, y sintiendo que le faltaba el aliento, tal
era la indignación que sentía—. ¡El monstruo! —repitió mientras las viejas aspas del
molino lanzaban lamento tras lamento, a impulsos de la fresca brisa.
Mientras paseaban, Bigot decía a Ana, sin soltar las cálidas puntas de sus
menudos dedos:
—Por lo visto, es muy grande el amor que profesáis a David…
—¡Muy grande! —repuso Ana.
—¿Mayor todavía que la felicidad, la gloria y los regios honores que otro hombre
podría otorgaros?
—Tanto, que jamás he pensado en tales cosas por pensar en David —replicó Ana.
Y no vio la llama que momentáneamente fulguró con diabólicos destellos en los
ojos de Bigot. Sin embargo, la voz de éste estaba saturada de una profunda y
armoniosa simpatía que ejercía sobre la muchacha una irresistible atracción,
predisponiéndola a la confidencia respecto a David.
—Cuando esta tarde os sorprendimos en el valle sentí una gran envidia de David
—dijo el Intendente—. Si el Dios que amamos y por quien luchamos en esta gloriosa
Nueva Francia me recompensara alguna vez con el amor de una mujer, yo le pido que
esta mujer sea, como vos, Ana, pues por la posesión de tal amor yo lo daría todo.
Había en su voz un tan profundo matiz de melancolía que Ana no hizo esfuerzo
alguno por retirar su mano como antes hiciera, para libertarla de la presión de la de
Bigot.
Fueron un trecho en silencio.
—Honra… honra y amor —musitó Bigot—. Estas dos cosas pueden elevar el
alma hasta el cielo.
—Ambas son inseparables —dijo Ana—. Sin honra, el amor se desvanecería.
—Y David es honrado… Eso es indudable.
—Su corazón y su alma son tan limpios como esta resplandeciente noche, señor.
—Y estáis orgullosa de él, ¿verdad?
—Más de lo que se puede expresar con palabras.
Y en la Voz de Ana hubo una nota de satisfacción semejante a la de una argentina
campanilla.
—Lo creo —repuso Bigot, y su espíritu semejaba una serpiente rastrera que se
prepara a saltar sobre o presa Veo que vuestro amor por David es demasiad hermoso
para que jamás pueda destruirlo el deshonor. Perdonadme, Ana, si me he permitido
ahondar demasiado en vuestro corazón. Necesito veros tan satisfecha como lo está
David. No despreciaré ocasión alguna de hacer mayor vuestra felicidad. Tanto es
vuestro cariño por David que temo que cualquier indignidad que cometiera no sería
capaz de apagarlo. ¿Verdad?
—Mi cariño, no sé. Pero mi voluntad, sí —repuso Ana.
Si hubiera elevado la vista hacia Bigot, habría sorprendido un destello triunfal en
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sus ojos.
—Pero tal cosa —añadió— es imposible en David. Antes se quitaría la vida que
faltar a su honor… Y lo mismo me sucede a mí, caballero.
Bigot lanzó un suspiro y soltó suavemente los dedos que íbanse desprendiendo de
su mano.
—Haré de David uno de los primeros caballeros de Quebec —dijo, advirtiendo
que un ligero temblor recorría el cuerpo de Ana—. Yo me cuidaré de él —prosiguió,
sonriendo suavemente al ver los dilatados ojos de Ana fijos en su faz—. Le daré en
seguida el grado de teniente y le comisionaré como ayudante de campo del
Gobernador.
Ana profirió un grito de asombro y de placer.
—¿Eso haréis?
—¿Por qué no? —dijo Bigot sonriendo Cosas horribles se han dicho de mí,
querida niña; las mordaces falsedades, hijas de la envidia, que siempre acompaña a
los grandes hechos… pero en mi corazón está el deseo de traer la felicidad y la
prosperidad a esta región y a sus moradores[7]. Y, ¿por qué no he de procurar que este
bienestar sea especialmente para vos y para David? Cuando os vi a ambos entre las
flores, a vos en toda vuestra espléndida hermosura y a David en su arrogante y
juvenil virilidad, amándoos uno a otro como yo jamás creí que se pudiera amar, os
introdujisteis en mi corazón y en él ocupasteis un sitio amplio y predilecto. Pero no
todo ha de ser para vos, Ana. Yo soy muy egoísta. En vuestra felicidad, alguna dicha
hallaré yo aunque no sea más que un quimérico reflejo de la que vosotros poseáis.
Además, acaso pueda tener esperanza en conquistarme una pequeña parte de vuestro
afecto (aparte el amor que profesáis a David) como pago de lo que he hecho por vos.
—Los dos sabremos apreciaros por vuestras bondades. —repuso Ana—. Los dos,
David y yo. Esta bella realidad sobrepasa todas las ilusiones que nos hemos forjado.
—Y acaso dijo Bigot —fingiéndose tan abstraído que parecía haber olvidado la
presencia de Ana— podamos obtener más tarde que el Rey se interese por David.
—¡Oh! exclamó la joven, ahogada por la emoción.
—¿Os agradaría eso, señorita?
—Después de la Virgen —replicó Ana calurosamente— es mi patria lo que yo
más amo. ¡Y mi patria es mi Rey! Los labios de Bigot se vieron temblar a la luz de la
luna.
—Entonces, vuestras palabras significan —se arriesgó a decir el Intendente— que
todavía abrigáis un amor más grande que el que profesáis a David.
—Es tan diferente uno de otro, que no pueden compararse.
—La patria es lo primero. Digno de alabanza es vuestro sentir, Ana. Madre,
padre, novio o novia, todo debe ser sacrificado, en caso de necesidad, al amor que
Nueva Francia nos exige. Es inaudito que llegue a confiaros hasta secretos de Estado,
pero estoy seguro de que lo que voy a deciros lo guardaréis en el rincón más hondo
de vuestro corazón para no dejarlo salir de él nunca. Bien: sabed que estoy luchando
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actualmente contra una terrible traición que se está tramando a nuestro alrededor, y
que ha llegado a ser como una infecciosa erupción que es preciso atajar, pues, de lo
contrario, sucumbiríamos todos a ella.
—¡Traición! —exclamó Ana, atemorizada—. ¿Queréis decir…?
—Que los ingleses están siempre enterados de todo cuanto planeamos antes de
que podamos llevarlo a la práctica —dijo Bigot. Y añadió como si la idea hubiera
caído casualmente en su pensamiento—: El padre de David era inglés, ¿verdad?
—Sí —repuso Ana—. Fue asesinado por los indios cuando David era todavía un
niño de corta edad. Pero la madre de David es francesa y ambos aman a Francia tanto
como yo.
—Pero ese hombre al que llaman el Cazador Negro, y el cual tiene gran amistad
con David, es inglés y, según tengo entendido, pasa grandes temporadas con ellos.
Ana hizo un gesto afirmativo con la cabeza, pues no supo qué responder ni tenía
fuerzas para ello.
Habían dado la vuelta para volver sobre sus pasos, y vieron que las luces del
castillo lucían apagadamente bajo el resplandor de la luna. Bigot bajó la vista hacia la
linda cabeza de Ana, y la vio tan cerca de su hombro, que le fue fácil posar sus labios
en la reluciente cabellera sin que lo advirtiera la joven.
—¡Traición! Por eso necesito yo a mi lado un hombre pundonoroso, intrépido e
insobornable, David reúne esas condiciones, y debéis instarle a que acepte este cargo
que le ofrezco. Él es de los que no venden su alma ni traicionan a su país. De aquí
que se le puedan confiar secretos, lo que, en ese caso, significa que tendrá honores.
También los tendréis vos, pues sois la causa de que yo tenga una ilimitada fe en él.
—Nosotros no os traicionaremos. Al contrario, haremos que sea más fuerte de lo
que es.
Ana se ajustó el chal a sus hombros, pues el viento era cada vez más frío. A pesar
de ello, sus ojos y su rostro ardían con el fuego de las mil maravillas que habíale
traído la noche. Bigot le sonrió y Ana le devolvió la sonrisa poniendo en ella la
purísima alegría que reinaba en su corazón, pues en la faz de Bigot no vio sino
sinceridad, gentileza y aquella honra de que tan reverentemente le había hablado.
—Sois la flor más hermosa que jamás he podido ver en el mundo —dijo, y en su
voz había un matiz respetuoso—. David debe de estar tan orgulloso de vos como Luis
en su reino.
Se apartó un paso de Ana y anduvieron separados un corto trecho. Al fin ella le
dio las buenas noches y Bigot se inclinó reverentemente entre las sombras que
reinaban en la parte trasera del castillo.
Cuando se halló de nuevo en la pradera, cambió totalmente su semblante. Todos
los sentimientos que hasta entonces retuviera, todo cuanto se había esforzado por
dominar cuando su sangre corría como fuego líquido por sus venas, surgió
repentinamente a su faz, y si en presencia de Ana habíase comportado con absoluta
gentileza y retraimiento, ahora surgía de su interior una pasión y un aire de triunfo
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que le transformaban. Su cuerpo temblaba y sus manos se crisparon jamás la
hermosura y la pureza habían conmovido su depravada alma, que ya había sondeado
los bajos fondos de la sensibilidad y de la seducción. Con los nacientes deseos, Bigot
llegó por vez primera en su vida a la pasmosa verdad de que al fin el destino habíale
hecho caer en una especie de vorágine, y que por Ana St. Denis no sólo hubiera
otorgado favor y fortuna, sino todo sacrificio y cualquier poder ilimitado que la
Pompadour y el Rey hubieran puesto en sus manos.
Todavía ostentaba su faz las muestras de su alborozo cuando Vaudreuil le vio
llegar a través de la luz de la luna y salió a reunirse con él. El gobernador de
Louisiana, sonriendo torcidamente, daba vueltas a sus pulgares sobre su estómago.
—¿Qué podéis decir de mi vista y de mi vigilancia? —preguntó con su voz
melosa, y demostrando buen humor, pese a la dificultad con que respiraba—. La luna,
una hermosa doncella y un lugar solitario. ¿Qué más se puede pedir?
El Intendente cogió a Vaudreuil por los brazos y sus dedos se crisparon sobre la
blanda carne.
—Doy gracias a Dios porque le hayas visto bajar la escalera —exclamó en voz
baja—. Vaudreuil, ten tan seguro el gobierno prometido, como yo tengo a Ana esta
noche.
La tosca y enigmática sonrisa de Vaudreuil no sufrió alteración.
—Entonces, ¿sucedió como yo dije? —repuso éste deseoso de que el Intendente
siguiera en su relato.
—Exactamente. ¡Oh!, la tenía tan cerca mientras su mano se dejaba oprimir por la
mía, que me he visto precisado a hacer inauditos esfuerzos para no rodear su cuerpo
con mis brazos. Sí, llegué a hacer lo que nunca creí que haría. Pero ahora ya la tengo.
La han conmovido los cuadros que le he pintado. Tiene confianza en mí. Me cree.
Sentí como su fe hormigueaba en las puntas de sus dedos cuando se los tenía cogidos.
Ahora es necesario que nos llevemos a ese joven salvaje a Quebec, lo hagamos subir,
y entonces… —En los descubiertos dientes de Bigot brilló vivamente la pasión de las
palabras que no llegó a pronunciar.
—Desde luego —dijo Vaudreuil haciendo un signo afirmativo con la cabeza—.
No hay otro camino. La empresa debe confiarse a un hombre de talento y habilidad.
Y se inclinó complaciéndose en el honor que se le tributaba.
—Sí, hay que obrar con gran cautela —replicó Bigot Mientras este paleto cuente
con su amor, no habrá poder en la tierra que sea capaz de dominarla. Ese amor debe
ser destruido y con una destrucción tan perfecta que vengan a reemplazarle el odio y
la aversión. Si puedo contenerme frente a su hermosura y refrenar mi pasión hasta
entonces… De todos modos, sabe que ese tesoro al que tú acertadamente llamas
azucena de Artois, será mío de una forma u otra.
—Será vuestra voluntariamente. Pero no debéis precipitaros —dijo Vaudreuil—.
Es joven, casi una niña su linda cabecita admite muy bien la semilla que en ella
habéis plantado esta noche. Presiento que su capricho por David se desvanecerá muy
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pronto, pues esta tarde he deducido que su pueril noviazgo obedece tan sólo a la
intimidad en que ha vivido en estos bosques. A mi entender, es muchísimo mayor el
obstáculo que para nosotros representa el padre de la joven que el que puede
significar ese muchacho.
—Ya nos cuidaremos del padre —dijo Bigot haciendo una mueca— David Rock
es la montaña que primero hay que quitar de en medio. Y para lograrlo no podemos
emplear un procedimiento tan sencillo como la muerte. El otro es el único indicado.
—Y mucho más interesante añadió Vaudreuil volviendo a contemplar la luna.
¿Habéis visto, Bigot, una noche tan hermosa como ésta? No puede ser más a
propósito para alentar esperanzas amorosas.
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Capítulo IX
ANA había fingido tan sólo que iba a entrar en el castillo cuando la dejó Bigot.
Todo su ser le pedía que fuera a ver a David, aunque para ello tuviera que llamar a
Pedro Gagnon con objeto de que la acompañara a través de la selva hasta la casa de
María Rock.
La posibilidad de que David no viese el asunto con los mismos ojos que lo veía
ella, y que su amor a los bosques podía ser más firme que el esplendor de cualquier
otra cosa que se le ofreciera, no se le ocurrió a Ana en aquellos momentos en que la
felicidad la aturdía. Creía que David compartiría su alborozo. ¡Era casualidad que
aquel mismo día en que ellos habían estado hablando en la Colina del Sol de los
héroes de aquel nuevo mundo, de Cartier, de Champlain, de Roberval, de Frontenac,
de Charlevoix y de los hombres nobles y heroicos que habían allanado el camino del
éxito a Francia, se le abriera a David la senda que conducía a aquellas cimas
gloriosas! El orgullo y la confianza que tenía depositados en él le produjeron una
ciega seguridad.
Después de hablar con David, vería a María Rock, y esta idea trajo a su
pensamiento la de que en casa de David siempre hubo para ella un sitio donde dormir.
Pensó también que aquella noche se le tributaría un recibimiento especialmente
cariñoso.
De súbito la dominó una determinación temeraria. No temía a la selva. Un
centenar de veces había cruzado Claro Rojo, y hoy, además, sus sombras estarían
disipadas por la claridad de la luna. No necesitaba a Pedro Gagnon. Iría sola.
Alguien salió en este momento por la puerta de la cocina, y Ana tomó otra
instantánea determinación.
—¡Cloe! —llamó en voz baja—. ¡Cloe!
Ante ella se presentó la esclava negra.
—Soy yo, Ana —dijo hablando un poco más fuerte—. Ve a mi cuarto y tráeme la
capa escarlata. Pero procura que nadie te vea.
Ana aguardó oculta en las sombras. Miró hacia el molino y vio el tenue
resplandor de una bujía en el interior. Fontbleu se asomó algunas veces a la puerta
para examinar el cielo, pero cuando Cloe le trajo la capa, no se veía ya al molinero.
Ana se echó la capa sobre los hombros.
—Ahora busca a mi padre y dile que esta noche me he quedado a dormir en casa
de María Rock. Dile también que estoy cansada y los ruidos me molestan y que
David me traerá mañana, muy tempranito. No dejes de manifestarle que echo muy de
menos el beso con que me despide todas las noches, pero que no puedo ir a que me lo
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dé entre todos los invitados. Anda, Cloe, que no se te olvide nada.
Ana estuvo contemplando a Cloe hasta que hubo desaparecido y después se
decidió a entrar en el refugio de los primeros robles del bosque de Grondin. Cuando
se hundió en la selva, su respiración se hizo más agitada y sus ojos se dilataron al
pretender penetrar los misterios de las profundas sombras y de los rayos de la luna
que la rodeaban con movilidad de seres vivos. A sus espaldas quedaban las hogueras
que se extendían a lo largo del Richelieu. Los ruidos del castillo, que al principio se
percibían claramente, fueron amortiguándose hasta extinguirse por completo.
Llegó al pequeño claro donde la senda de la Colina del Sol se cruzaba con el
camino principal que conducía a la casa de David y donde éste la había besado al
despedirse de ella aquella noche.
Aquel espacio estaba iluminado por la luz de la luna y Ana se dispuso a cruzarlo,
cuando de pronto se detuvo conteniendo la respiración. En el centro de aquel lugar
despejado estaba de pie una solitaria figura. La miraba de frente, como si de pronto se
hubiera detenido al oír el ruido de los pasos de Ana a sus espaldas. Dando un grito de
alegría, la joven echó a correr, pues vio que se trataba de David.
Éste no hizo el menor movimiento. Su faz era la misma que unas horas antes,
cuando la vio en el vestíbulo, mirando a un lado y a otro con expresión inmutada y
ceñuda. Al fin, abrió su capa y dejó en el suelo la carabina, dirigiendo a Ana una
mirada de asombro.
—¿Sabías que iba a venir, David? —preguntó Ana apresuradamente, jadeando y
sin poder creer que sólo la casualidad se lo hubiese deparado.
—Yo sólo sé que estuviste paseando largamente con Francisco Bigot. Es el
Intendente y me desagrada esa amistad después de lo que ocurrió esta tarde en el
valle.
—¿Nos has visto, David?
—Y tan de cerca, protegido por la sombra de un grueso tronco, que he podido ver
tu mano enlazada a su brazo, mientras él te hablaba de los honores que otros hombres
pueden ofrecerte.
Ahora comprendía Ana por qué David había permanecido inmóvil y en hosca
actitud. Inclinó un instante la cabeza como si la hubiesen sorprendido cometiendo una
falta; mas, de súbito, alzando hacia él la mirada donde danzaba una maliciosa sonrisa
animada por la luz de la luna, repuso:
—¿No te gustó mi contestación, David?
—No la oí.
—Pues fue una respuesta tan sentida, que la recuerdo palabra por palabra.
—No la oí.
—¿Viste tan sólo que mi mano se enlazaba al brazo de Bigot?
—Sí, y cómo se inclinaba hacia ti mientras tú sonreías.
—Pues me alegro de que no hayas visto más, porque, en aquel instante, tenía
cogidas las extremidades de mis dedos.
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Y Ana se echó a reír, al mismo tiempo que rodeaba el cuello de David con los
brazos, le besaba y reclinaba la cabeza en su pecho.
—David de mi alma, me halaga mucho lo que acabo de descubrir —dijo Ana
dulcemente—. Si no tuvieras un poquito de celos, me sentiría muy desgraciada. Pero
confío en que, otra vez que me veas con Bigot, no te pondrás tan furioso. Sin
embargo, te prevengo que como te sorprendiera a la luz de la luna con Nancy
Lotbiniére, le arrancaría los ojos y a ti no volvería a dirigirte la palabra.
Y Ana le empujó hacia el tronco, que ella llamaba «suyo», y el cual se hallaba en
el confín del claro. Le hizo sentar en él, y, acomodándose ella a su lado, comenzó a
contarle todo lo que había sucedido aquella noche desde que él dejara el vestíbulo y
detallándole minuciosamente todo lo que había hablado con Francisco Bigot.
Ni una sola vez la interrumpió David, pero el rubor iba cubriendo paulatinamente
su faz y miraba a Ana con una extraña expresión en los ojos, que al fin apartó de ella.
—David… eso significa un mundo para nosotros —susurró Ana con voz trémula
—. ¿Qué opinas tú?
—Pienso, especialmente, en lo ruin que soy al haber pensado lo que pensé cuando
te vi con Bigot —repuso David.
—Me alegro de que hayas tenido tales pensamientos —exclamó Ana—. Ello es
una demostración de que me amas.
—Más que a todo lo que Bigot y el Rey de Francia puedan ofrecerme. Pero no
veo la razón de que Bigot se empeñe en engrandecerme.
—Le hemos interesado, David.
—Tal vez.
—Sabe que eres el más bravo y más noble entre todos los hombres que hay esta
noche en el castillo.
—Lo dudo.
—Te necesita, David. Necesita de ti Nueva Francia. ¿Has olvidado la
conversación que tuvimos esta tarde en la Colina del Sol respecto a los héroes que
transformaron estas selvas?
—Pero esos héroes realizaron sus hazañas en el bosque y no en la ciudad.
—La mayoría de ellos procedían de la corte del Rey.
Y Ana oprimió la mano de David contra su pecho de tal forma, que el joven pudo
percibir los latidos de aquel corazón que semejaba un pájaro prisionero.
—David —añadió Ana—, los tiempos han cambiado. Ahora no es la selva, sino
Quebec, el corazón de toda esta tierra. Allí es donde Nueva Francia triunfará de todos
sus enemigos o sucumbirá a ellos. Y algún día, David, cuando ya no exista esa
amenaza que has grabado en tu frasco de asta, podremos volver a estos campos de
nuestros amores.
—¿Y no te avergüenzas de mí, Ana?
—¿Por qué? He estado en Quebec y sé que lo que allí hace falta son hombres
como tú.
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—Habré de dejar la selva con sus puertas abiertas.
—Otros quedarán aquí para vigilarlas… Cuando llegue, si llega, el momento de
luchar, quisiera verte a la cabeza de todos y no como un simple quídam entre ellos. —
Tal como lo pintas, el cuadro es muy hermoso, Ana. Pero ¿te parece bien que
abandone a mi madre?
—Ya vendrá a reunirse con nosotros un poco más tarde y se sentirá tan orgullosa
de ti como yo.
Ana bajó la cabeza.
—¿Irás, David?
—No tengo valor. Me inquieta el cambio de nuestras vidas tal como tú acabas de
pintar.
La suave palma de la mano de Ana se posó blandamente en la mejilla de David.
—Voy a hacer un pacto contigo. Tú vas a Quebec y estás allí un año. Y si vivir
allí no te gusta, el próximo año, cuando hayan concluido mis estudios, me volveré
aquí contigo, para permanecer en el bosque toda la vida.
—¿Me lo prometes, Ana?
—Te lo prometo.
—Entonces no se hable más del asunto. Iré.
Dando un grito de alegría, Ana se puso en pie y quedé ante David bañada por la
luz de la luna.
—David, hoy te quiero más de lo que te he querido siempre —exclamó.
Antes de que concluyera de pronunciar estas palabras, David la había rodeado con
sus brazos.
—¿Y me amarás siempre? —preguntó.
—Siempre.
—¿Aun cuando no llegue a ser lo que tú has soñado?
—Aun cuando no llegues a serlo.
David se echó a reír como tantas veces lo había hecho —una de ellas aquella
tarde en la Colina del Sol—, y, apartándola de sí, estuvo un momento contemplándola
y después la volvió a abrazar.
—Ya no eres un niño —murmuró Ana—. Eres todo un hombre.
—El día de hoy ha sido muy largo manifestó David Dijérase que desde esta
mañana han transcurrido años enteros.
—Y yo, ¿he envejecido también?
—Tanto, que al principio me diste miedo.
—Y ahora…
Ana levantó hacia él sus labios y David los besó.
—Te sigo temiendo, como ves —declaró el joven besándola de nuevo.
Entonces ella se desprendió de sus brazos y le dio cuenta de su temeraria
resolución de ir sola hasta la vivienda de su madre.
—Algún ángel te ha inspirado esa idea, Ana, y a mí la de permanecer aquí hasta
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que tú vinieras… Deseo que conozcas al Cazador Negro.
—¡Al Cazador Negro!
—Sí, ha llegado esta tarde mientras nosotros estábamos en la Colina del Sol.
El joven advirtió que un súbito temor reemplazaba la dicha que antes brillaba en
los ojos de Ana, y, tomando una de sus manos, la oprimió contra su pecho como ella
había hecho un instante antes.
—Ana —continuó David—. He aceptado todo lo que me has propuesto acerca de
Quebec, a pesar del terror que este viaje me inspira. Ahora soy yo el que te pido me
permitas hablarte un poco de Pedro Joel, al que hasta hoy he dado el nombre de
Cazador Negro. También voy a hacer un pacto contigo. Si dentro de un año no has
llegado a amarle tanto como ahora le temes, jamás volveré a ir con él a ninguna parte.
Ana, como David, aceptó, a pesar de sus temores.
—Cierto que le temo —dijo—. Por causas que no acierto a explicarme, le temo
como no he temido a nadie en el mundo.
Y enlazando su mano a la de David, dejó con él el claro para introducirse en el
bosque.
—Pues yo le quiero dijo David como lo querrás antes de que pase un año. Si no
hubiera sido por el Cazador Negro…
Acabó de extinguirse su cuchicheo, y estrechó más fuertemente la mano de Ana.
Por todas partes iban surgiendo a su paso sendas sin fin y profundas y misteriosas
cavernas.
De nuevo advirtió Ana la suavidad de las pisadas de David y, como siempre, trató
de hacer las suyas tan silenciosas como las de su amado, pero no lo logró más que a
medias.
Esta actitud deslizante de David cuando iban a través de la selva confundía a Ana
y a veces le producía escalofríos de terror, pues parecía que el joven acechaba
constantemente un peligro que ella no podía descubrir al comprender.
Si hubieran caminado riendo, charlando o cantando, Ana habría llegado a
olvidarse de que cruzaba la selva. Pero, en aquel silencio, estaba pendiente de sus
sombras, que se movían como si tuvieran vida propia, y de su soledad, en la que
palpitaban mil inquietantes murmullos de presagio.
Llegaron a Claro Rojo y Ana dio un profundo suspiro. Allí era donde la
angustiosa precaución de David llegaba siempre a su término.
—A veces sospecho si temerás a los duendes del bosque de Grondin —dijo la
joven—. Prefiero venir sola que contigo a estos lugares. Y así lo haré en lo futuro si
persistes en atemorizarme con tu… no sé cómo llamarlo. —Lo siento repuso David.
La mano de Ana asió el brazo del joven con repentino estremecimiento.
—Hay una forma humana en el claro, cerca de la gran peña… Mírala. Está
bañada por la luna.
—Ya lo veo. Y porque la veía procuraba ocultarme en la sombra —repuso David
en voz muy baja.
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—Se mueve —murmuró Ana con voz quebrada por la emoción y apretándose a
David—. Es un ser vivo, negro como la noche y alto como un gigante.
—Es la luna la que le da esa apariencia, Ana.
—Pero es negro… negro y no blanco como deben ser los fantasmas.
—Sí, es negro dijo David riendo.
—¿Quién es?
El joven, en vez de contestar, lanzó una especie de graznido, el cual se repitió en
seguida cual devuelto por el eco. Ana oyó los acelerados latidos de su corazón. David
había tenido un repentino relámpago de comprensión y la alegría encendió su rostro.
—Es el Cazador Negro, que nos espera —dijo—. Por dos veces nos hemos
cruzado sin vernos esta noche.
David sintió que los dedos de Ana se ponían rígidos dentro de su mano, pero no
advirtió el terror que la hacía temblar cuando se detuvieron en medio del claro. Ana,
en cambio, pese a la lucha que estaba sosteniendo consigo misma, advirtió el
estremecimiento de ansia que conmovió el cuerpo de David. Lo sintió en el cuerpo y
la mano del joven y también lo vio en su rostro cuando levantó hacia él la mirada.
Sus ojos ardían de alegría mientras los de ella se ensombrecían de temor.
Ahora fue cuando comprendió hasta dónde llegaba su pavor supersticioso ante los
espíritus que moraban en aquel lugar. Pues un espíritu y no otra cosa le pareció
aquella figura que tenía delante y a la cual consideraba surgida milagrosamente del
gran peñasco junto al cual se hallaba.
En el fondo de su alma algo le decía que el siniestro arte de aquel fantástico
vagabundo de quien tantas historias y consejas había oído referir, significaba una
terrible amenaza tanto para ella como para David.
La ficción de la luz de la luna se desvaneció cuando los jóvenes avanzaron, y al
dar unos cuantos pasos más, Ana advirtió que había un hombre allí donde ella creyó
ver un espectro. El hombre estaba descubierto y tenía las manos tendidas. Su faz
mostraba el mismo júbilo que la de David y una franja plateada cruzaba sus cabellos.
Ana se asió al cuello de su capa y así estuvo mientras David y Pedro Joel, con las
manos enlazadas, se miraban sin desplegar los labios.
De pronto, por encima de los hombros de David, el Cazador Negro la miró.
David se volvió.
—Es Ana —dijo—. Mi Ana, la del frasco de asta.
—Nuestra Ana —corrigió Pedro Joel inclinándose de modo que la joven pudo ver
enteramente la plateada franja que cruzaba sus cabellos.
Ni el mismo Bigot podría haberse inclinado más caballerosamente. Sin embargo,
cuando, recordando la promesa hecha a David, tendió al Cazador Negro ambas
manos, su miedo se intensificó.
El Cazador Negro se las estrechó con discreta gentileza, soltándoselas al punto.
—Tanto he oído hablar de vos que me parece conoceros tan bien como a David
dijo Pedro Joel.
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Y por el tono en que hablara, Ana se dio cuenta de que el temblor de sus manos y
la palidez de su faz habían revelado al Cazador Negro lo que pasaba en su corazón.
—Me complace mucho —dijo Ana resueltamente, pero dándose perfecta cuenta
de la falsedad que encerraban sus palabras—. Vuestra amistad ha de honrarme
mucho, si he de dar crédito a las palabras de David.
Una ligera sonrisa jugueteó un instante en los labios de Pedro Joel.
—Con que penséis un poco benignamente en mí, me daré por satisfecho —dijo el
cazador.
Ana tembló al comprender que el extraño ser podía leer en sus pensamientos. Sin
embargo, no lo hizo, sino que volvió su mirada hacia David.
—Ha sido una casualidad que nos hayamos encontrado. Yo me detuve aquí para
contemplar la luna. Sonrió de nuevo a Ana, la cual se dio cuenta esta vez de que una
luz de tristeza llenaba aquellos ojos que la estuvieron contemplando un buen rato
fijamente.
—Amo a la luna —dijo—. Y cuando luce así, su contemplación me satisface
tanto como las visiones de un Alnaschar y fortalece mi fe en Dios. Me parece que me
he detenido aquí demasiado mientras volaba mi fantasía. Es tarde. Debéis partir en el
acto, acompañada de David, por supuesto.
—Se nos ha hecho tarde porque no damos al tiempo importancia —repuso Ana
sin darse cabal cuenta de lo que decía—. ¿No queréis acompañarme a la vivienda de
María Rock?
—He de ver al intendente —dijo el Cazador Negro, dirigiéndose tanto a Ana
como a David—. Sólo un deber tan ineludible puede obligarme a renunciar al gran
placer que para mí habría significado ir en vuestra compañía.
Ana echó a andar, y David y Pedro Joel estuvieron solos un instante. Este último
cogió su larga y negra carabina, que estaba apoyada contra una roca, cubrió su cabeza
con un redondo y ajustado gorro, saludó a David, volvió a inclinarse reverentemente
ante Ana y se dirigió hacia la hacienda de Grondin. Al alejarse, su fatídica figura fue
creciendo hasta alcanzar dimensiones fantásticas.
Ana se estremeció y no trató de ocultar su pánico a David.
—El miedo me hiela la sangre, David —dijo—. No esperaba hallar un hombre tan
fino y tan amable como éste; pero ahora le temo más que antes.
—Fuiste muy dulce y buena para con él. Gracias, Ana.
—Habla de Dios. Eso es un sacrilegio en quien tiene las manos manchadas de
sangre.
—Yo le he visto sacar del fuego una estaca porque en ella había hormigas vivas, y
sé que ha llegado a pasar hambre para que pudiera comer un perro —replicó David.
—Y habla como si hubiera vivido entre libros y no entre bosques, donde sólo por
arte de magia pueden tenerse esos conocimientos.
—Ya te decía, Ana, que en su hatillo hay siempre algún libro de los que sólo
pueden leer los eruditos.
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—Y va vestido de un modo inquietante.
—También tus caballeros van a veces de negro. Si estuvieran en el bosque, ¿en
qué se diferenciarían de él?
Ana se estremeció.
—¿Por qué te ha de inspirar aversión o miedo? Jamás cometió una acción
deshonrosa.
—A pesar de todo, cada vez es más viva en mí la creencia de que se interpondrá
como una sombra entre nosotros y entre nuestra felicidad. No me preguntes por qué,
pues yo soy la primera en ignorarlo. Antes de que pase el año convenido, confío en
que habré logrado desechar esta estúpida idea.
—Y aun antes de que pase esta noche —dijo David enigmáticamente, y la obligó
a acelerar el paso:
—Estás deseando librarte de mí —dijo Ana acusadoramente—. Si quieres, puedes
ir a reunirte con él.
—Aún es mayor mi deseo de llevarte al lado de mi madre para que oigas lo que te
va a contar.
—Odio los enigmas —replicó Ana, y cerró los labios tan resueltamente que ya no
volvió a salir de ellos palabra alguna hasta que distinguió el suave resplandor de las
bujías que alumbraban las ventanas de la vivienda de María Rock.
Entonces dijo:
—Ya puedes dejarme. La casa está cerca.
—¿Dejarte? ¿Por qué?
—Para ir a reunirte con el Cazador Negro. ¿No es eso lo que deseas?
—Si ello no te desagrada…
—¿No constituye una parte de mi promesa el dejarte ir con él?
Ana, bajando la vista, se dirigió hacia la casa con paso resuelto. David no se
atrevió a marcharse hasta que vio cómo su madre le abría la puerta y ésta se cerraba
detrás de su amada.
Aquella noche lució largamente una bujía en el cuarto de María Rock, mientras
las demás estancias de la casa permanecieron a obscuras. Todavía estaba encendida
cuando David y Pedro Joel volvieron y se deslizaron con cautela de malhechores en
sus lechos, que estaban instalados en el desván.
Cuando al fin se apagó aquella luz y Ana y María Rock se acostaron, aún
permanecieron mucho tiempo despiertas y con los ojos muy abiertos.
En el corazón de Ana reinaba una mezcla de admiración, felicidad y miedo…
miedo persistente y profundo que le representaba las trágicas escenas que había oído
de la historia de Pedro Joel, el Cazador Negro.
El corazón de María Rock era presa de una angustia tremenda, angustia que iba
haciéndose más insoportable a medida que transcurrían las horas de aquella noche de
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insomnio.
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Capítulo X
LOS días que siguieron fueron como las primeras piedras miliarias en la vida de
David. El mundo parecíale distinto, y, con el mundo, Ana, su madre, el Cazador
Negro y los bosques.
La multitud de acontecimientos dejaron en él la impresión de que no eran días,
sino años los que habían transcurrido. Le parecía imposible que uno, o dos días atrás,
se hubiera inclinado sobre la laguna para hacerse muecas a sí mismo, mientras Ana se
burlaba de él también infantilmente, o trepado a un árbol en persecución de una
ardilla para que no le viera realizar aquellos difíciles ejercicios. David había
envejecido, tanto que había perdido parte de su vivaz ligereza cuando se internaba en
la selva, la cual se le aparecía más triste.
Aquel mundo suyo, de bosques y llanuras, parecía mostrarse esquivo con él por
haber prometido dejarlo. En él había puesto las gloriosas ilusiones de la niñez, y era
su corazón, su alimento, el alma que le había hecho mirar de frente a sus vehementes
fantasías de los años y los días futuros. Trataba de ocultar a la percepción de la gente
el secreto temor que le oprimía al disponerse a reemplazar todo esto por el mundo
distinto al que iba a trasladarse. Ni a su misma madre confió tal temor. Nada dijo
tampoco a Ana. Ésta, por su parte, había envejecido acaso, más que él en el
transcurso de un día y de una noche.
La populosa ciudad de Quebec había arrebatado a Ana al fin, la había arrancado
de sus bosques, de aquellos valles soleados del Richelieu, y, en fin, de todo cuanto
amaba en el mundo.
En el transcurso de los días, sus temores fueron creciendo y fortaleciéndose.
David luchaba contra ellos, pero sin éxito alguno. Cada día estaba más dispuesto para
la lucha, lucha necesaria para llegar a ser lo que Ana se había propuesto que fuera,
lucha imprescindible para simpatizar con la vida alegre y cortesana que Ana,
bondadosamente, deseaba para él y en la que David sabía que iba a fracasar.
Se le ocurrió pensar en el rubor que cubría las mejillas de Ana y el centelleo que
animaba sus ojos cuando le hablaba de fiestas que duraban toda la noche, de
pantomimas, de juegos y torneos, del ceremonioso y exquisito minué, donde todos
los caballeros parecían reyes y todas las damas reinas. Y se encendió su faz, mientras
su corazón permanecía frío, cuando pensó en el fracaso que le amenazaba.
Al día siguiente a la fatigosa noche de molienda, Fontbleu experimentó una gran
alegría al advertir que se realizaban las predicciones que hiciera a David. La cuadrilla
de Bigot salió del señorío, camino de la parte baja del Richelieu y del San Lorenzo,
antes del mediodía. Lo hicieron con un salvaje griterío y entre el flamear de lis
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banderines. Pero Bigot no los acompañaba, También se quedaron Vaudreuil, De Pean
y media docena de oficiales jóvenes.
Fontbleu engrasó a conciencia las viejas aspas.
—No meteréis más ruido mientras yo pueda remediarlo —gruñó—. Sois tontas…
como yo, y como David, el cual es el más tonto de todos al hacer lo que hace, Ella se
va y cuando vuelva no será la misma. David, finalmente, se quedará sin ella.
Y Fontbleu carraspeó unas palabras en voz ininteligible, mientras sus duros
huesos crujían.
Aquel mismo día un mensajero indio trajo desde la parte alta del río la noticia de
que la caravana que venía de Quebec en busca de Ana estaba en el punto llamado de
los Tres Ríos, cuando el mensajero la dejó, y que llegaría al cabo de dos días.
Con el rostro más pálido que el día anterior, María Rock daba los últimos toques a
un traje de piel de gamo que había confeccionado para David. Por la tarde, el señor
St. Denis, y con él Bigot y Vaudreuil, fueron a visitarla.
En un momento en que Bigot estuvo a solas con Vaudreuil murmuró a su oído:
—Ésta es casi tan hermosa como Ana.
El Cazador Negro, el cual había partido a la hora del alba, volvió al anochecer.
Desde aquel momento, y en los días sucesivos, le pareció a David que no había una
sola persona en el señorío que no viera con simpatía su viaje a Quebec, exceptuando
a Fontbleu, el molinero.
—La fortuna se ha puesto en tu camino, hijo mío —díjole su madre—, y sería un
gran disparate, tanto por parte tuya como por la mía, que no aprovecharas esta
ocasión, a pesar de la pena que el separarnos nos ha de causar.
Habló también de la visita que habíanle hecho Bigot y Vaudreuil, y de sus
promesas respecto a él, que volvería cargado de honores y riquezas.
—En Quebec late el corazón de una nación —dijo Pedro Joel con acento extraño
—. Vete, David, vete.
Todo lo que rodeaba a David aparecía cambiado. Ya lo notó en su madre la noche
que le contara la historia de Pedro Joel. En sus ojos, cercados por profundas ojeras,
había una lánguida mirada, y parecía haber perdido aquella alegría juvenil y aquella
cordialidad con que siempre trataba a David. También Pedro Joel fue presa del
silencio y la abstracción desde aquella misma noche, y al fin, sin decir nada a David,
se marchó a la isla de Montreal.
Sin embargo, otros cambios más sorprendentes había advertido. Bigot no había
desaprovechado ocasión de manifestar a todo el mundo que David era su protegido y
que lo era precisamente por el acontecimiento memorable de la balsa. Bigot decía que
lo que necesitaba era un joven del brío y de la valentía de David, y pronto no hubo
una sola persona en todo el señorío que no conociera detalladamente la aventura.
Pedro Gagnon envió el relato de ella a su padre y a las tertulias de Quebec.
Los rústicos miraban a David con ojos de envidia, previendo la grandeza que le
esperaba. Los jóvenes y alegres oficiales le recibían con agrado, y Bigot permaneció
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por dos veces con una mano afectuosamente puesta sobre su hombro, mientras
gastaba alguna nueva broma sobre el incidente de la balsa. Le llamaba David, lo
mismo que el gobernador de Louisiana, y diariamente, los dos arrogantes caballeros
iban a visitar a su madre.
De Pean comenzó a agradar a David por su gentileza y por la inmensa pena que le
producían aquellas palabras dichas en un momento de imperdonable ligereza.
El señor de St. Denis le dijo, con un resplandor de orgullo en los ojos, que había
llevado la honra a su casa.
Ana, en cambio, le llenaba de inquietud con su proceder. Cuando se encontraba
con ella, recibía una profunda cortesía, más cumplida aún que aquellas que otorgaba
al Gobernador o al Intendente, pues, cuando se trataba de David, además de la
reverencia, le dirigía una mirada llena de amor.
—¡Por Dios, Ana! —suplicaba el joven—. Cuando me haces esas reverencias
propias de un rey, me aturdes.
—Tú eres mi rey replicaba ella y jamás otorgaré a nadie lo que no pueda otorgarte
a ti.
—Pero la gente debe de reírse en su interior al ver tratado así a un paleto que no
es capaz de corresponder con gestos ni con palabras.
—Eso lo hace sólo el miedo.
—Es verdad, tengo miedo.
—Y eres desmañado, tan adorable y bravamente desmañado como los indios que
se empeñan en no civilizarse. Necesitas una instructora y voy a serlo yo. No cejaré ni
ante los insistentes mimos de Nancy, la que de buena gana te separaría de mí con
cortesías semejantes a las que yo te tributo… hasta con besos, cuándo estamos solos.
—Necesitaré que me enseñes mucho.
—Desde luego. Tanto, que cuando estemos en la ciudad habré de dedicarte casi
todo el tiempo que tenga libre.
—Ahora no podemos dedicarnos a eso. Nos queda poco tiempo de andar juntos
por los bosques y por la Colina del Sol.
—Estos días me será imposible acompañarte. La gente del castillo me reclama y
la partida está a punto de llegar.
Y los días pasaban tan lentamente para él como veloces para Ana y la madre de
David, las cuales trabajaban con ahínco para tenerlo todo dispuesto en el palacio de
Grondin cuando llegaran los huéspedes ciudadanos. No siempre andaba solo David,
pues Bigot, De Pean o Vaudreuil le acompañaban con frecuencia. Echaba de menos a
Pedro Gagnon, el cual había ido al encuentro de la partida procedente de Quebec.
Uno de aquellos últimos días David se dedicó a recoger el resto de sus mieses y
De Pean a ayudarle, mientras el Intendente, sentado cerca de ellos, hacía tales burlas
del ayudante, que David se desternillaba de risa. En esto estaban ocupados, cuando
Ana y su madre aparecieron en el camino que conducía al casón, en el preciso
instante en que el mismo Bigot transportaba una considerable carga de forraje.
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—¡Ave María Purísima! —exclamó Ana levantando la vista hacia el cielo—. El
Intendente de Nueva Francia transportando mieses con David.
Bigot las vio con el rabillo del ojo y de nuevo bendijo la sutileza y sagacidad de
Vaudreuil, el cual había logrado averiguar que Ana se había propuesto acompañar a
María Rock a su morada aquella tarde.
Era la primera visita que hacíale Ana después de aquella noche en que David la
condujera a través del Claro Rojo. La joven no hizo esfuerzo alguno por ocultar el
placer y la alegría que le producía la escena que la casualidad le deparaba. Cuando
David corrió al encuentro de ellas, De Pean, que sudaba y tenía el cuerpo lleno de
briznas de paja, profirió un juramento en voz baja al lado de Bigot.
—Este servicio no me lo pagáis ni con la mitad de la carga que os traiga el
próximo de vuestros buques —refunfuñó—. Ni por el Rey ni por todos los reyes del
mundo vuelvo a hacer lo que he hecho.
—Ya no habrá razón alguna para repetirlo —murmuró Bigot sonriendo y
enjugándose el rostro Ya está hecho. Fíjate en lo orgullosa que está su madre ante este
asombroso espectáculo.
—¡David, David! —exclamó Ana cuando el joven llegó a su lado.
Y no pudo decir más, pero sus ojos resplandecían. El rostro de su madre tenía
también tal aspecto, que David se estremeció al comprobar la felicidad que a ambas
invadía.
María Rock se decía para sus adentros:
«Un hombre así no puede ser el malvado de que siempre oí hablar».
Más tarde, con perfecta cortesía y cordialidad, Bigot preguntó a David si podría
tener el honor de acompañar a Ana cuando ésta volviese a su casa. A David, tal
requerimiento le produjo el efecto de una puñalada, pues apenas divisara a su novia
pensó con placer en acompañarla hasta el castillo. Sin embargo, inclinó un poco la
cabeza —había aprendido mucho de las costumbres cortesanas— y repuso que en
modo alguno podía negarse tal honor al Intendente de Nueva Francia. Pero Ana
advirtió la contrariedad que sentía David cuando éste le comunicó la pretensión del
Intendente, y ella misma tuvo un leve gesto de disgusto.
—Vine con el propósito de volver contigo repuso.
—Pero si Francisco Bigot lo pide, ¿podemos negarnos?
A los ojos de Ana surgió una profunda perplejidad.
—Será una descortesía, David. Sin embargo, si tú quieres…
—No. Lo hace con buena intención. Ahora no pongo en duda su afecto. Sin
embargo, yo no puedo comprender este interés que me demuestra. Trato de
explicármelo pero no lo consigo.
—Si vieras por mis ojos, sí lo comprenderías —murmuró Ana, y tal era la
expresión de amor con que le miraba, que estuvo a punto de estrecharla entre sus
brazos, a pesar de que no estaban solos.
Hasta que llegó el momento en que Ana debía emprender el regreso, Bigot fingió
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estar absorbido Por su conversación con la madre de David, y tales delicadezas y
cumplidos le prodigaba que De Pean no sabía cómo disimular sus ganas de echarse a
reír. Éste se quedó con David, cuando al fin Ana y Bigot echaron a andar, hacia el
castillo.
Cuando llegaron al bosque, Ana se volvió para decir adiós a su amado. Éste se
mostraba sonriente, pero en su pecho había algo que le asfixiaba y le torturaba.
—Sois un hombre afortunado —dijo De Pean golpeándole amistosamente en el
hombro—. Poseéis el corazón más amante que he conocido y, al mismo tiempo, la
amistad de Francisco Bigot. Os remontarán hasta las nubes. Yo, Hugo de Pean,
alcalde de la ciudad de Quebec, pienso a veces que debéis agradecerme el haber
pronunciado aquellas palabras ofensivas que provocaron el incidente de la balsa.
Después de formular estas palabras, siempre fiel al amo que le había
proporcionado riqueza y poder, un poder casi tan ilimitado como el que él mismo
tenía, De Pean continuó ayudando a David en su faena de cortar y transportar forraje.
En la selva, bañada y caldeada por el sol descendente, Bigot fue algún tiempo en
silencio al lado de Ana. Una sombra de tristeza parecía haberse apoderado de él, pero
de pronto, echándose a reír, se apoderó de una de sus manos y la pasó por su brazo
con el mismo gesto que si hasta entonces hubiera estado cometiendo una desatención.
—Perdonadme, Ana —dijo—. ¿Qué pensaréis de quién se permite soñar a vuestro
lado, permaneciendo ausente por un instante? Es extraño que estando cerca de vos
necesito soñar. ¿Por qué será, Ana?
—No sé dijo Ana con cierto temor.
—Es que para mí representáis el corazón, el alma y el aliento vital de Nueva
Francia. Vuestra belleza, vuestra pureza, vuestro amor a la patria… todo esto
predispone a mi imaginación a forjar ilusiones sobre la gloria que anhelo alcanzar
para Nueva Francia. Vos parecéis abrigar esas mismas aspiraciones, Ana. ¡Un país
grande y noble! ¡Un país que se alce como vuestra propia belleza de una selva
frondosa y sombría! Por todo eso daría muy a gusto mi vida.
En estos momentos de ficción, la voz de Bigot adquiría un tono patético y sincero
que llegaba al alma, y Ana sintió que el corazón le latía más fuertemente ante la
grandeza espiritual de aquel hombre que estaba a su lado, y ante la emoción y la
pasión que parecían conmover todas las fibras de su cuerpo.
El brazo en que a instancias de Bigot había colocado su mano, temblaba. Tal era
su emoción, que Ana se olvidó de sí misma y de su proximidad a aquel hombre que
era una especie de dios de Nueva Francia. No tenía la más mínima sospecha de aquel
amor que Bigot luchaba por ocultar de momento para poder expresarlo más tarde con
toda su eficacia. La negra hipocresía que anidaba en el corazón de aquel hombre cayó
en los oídos de Ana dulcemente, con el puro y albo ropaje de la verdad,
sobrecogiéndola con un estremecimiento de emoción. Apenas notó que Bigot asía sus
manos y que su mirada se posaba sobre su luminosa cabellera con una expresión que
la habría estremecido. Cuando Ana alzó los ojos, Bigot desvió los suyos, dándoles
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una expresión de la que la joven no pudo sospechar.
Y Bigot sabía todo esto; sabía que la juventud y la inocencia de la joven se
entregaban a él con confianza.
—¡Por Dios y por los santos! —exclamó como si se hubiera vuelto a olvidar de la
presencia de Ana—. ¿Qué más de lo que posee puede uno pedir para seguir luchando
hasta que el último velo caiga sobre nuestros ojos? La lucha, o la vida monástica,
santa, pura, bendita… ¿Qué importa que malas lenguas censuren nuestros nobles
actos? Hay muchos que olvidan que el Cristo dijo que el mundo habíale crucificado y
Él, sin embargo, rebosa de gozo. Tal vez yo también sienta este placer cuando muera
sabiendo que Nueva Francia está salvada. Y sois vos quien me ha procurado esta
nueva inspiración.
—Si esto es cierto me satisface mucho dijo con voz trémula.
—Es cierto, tan cierto como que Francisco Bigot no permitirá que se interponga
nada ni nadie entre vos y vuestra felicidad, y como que alguien que está a vos muy
unido por lazos morales me ha de ayudar a que se realice mi sueño acerca de Nueva
Francia. Por eso me he decidido a enojar a David pidiéndole que me permitiera
acompañaras a casa. Mi corazón me obliga a revelares un asunto cuyo solo recuerdo
me aterra.
Ana guardó silencio. No se atrevió a pronunciar una sola palabra, pues cuando
trataba de hacerlo, la voz del Intendente la atajó con expresión trágica y solemne.
—¿Me escucharéis con atención?
—Os escucharé —repuso Ana.
—¿Y me perdonaréis si mis palabras os enojan, reconociendo que son hijas de la
mejor intención y de la más profunda sinceridad?
Bigot no aguardó la respuesta, comprendiendo que el formularla podía implicar
para Ana una dificultad.
—Sois leal y veraz, Ana; tengo en vos tanta fe como en nuestra querida Virgen de
la Encarnación. Del mismo modo que ésta renunció a todos los placeres y riquezas
del mundo para entregarse plenamente a su sublime vocación, vos, lo sé, os
sacrificaríais, si fuese necesario tanto por Dios como por vuestra patria. Por eso, y por
la amplitud de espíritu con que vos recibiréis mis palabras, voy a hablaras de David y
de lo que temo por él.
—¿Teméis por él? —gritó Ana sintiendo un escalofrío ante el tono sospechoso
con que Bigot había pronunciado sus últimas palabras—. Si está en peligro…
—Sí, lo está —repuso Bigot mirando al frente y hablando con tono lento y
preocupado—. Pero no tanto que debáis asustaros. Se trata tan sólo de que es muy
joven y susceptible de influencias, y sospecho que alguien ha echado en su espíritu
semillas que vos habréis de ayudarme a destruir antes de que germinen. Me refiero a
la obscura y siniestra sugestión que sobre él ejerce ese hombre al que vos llamáis el
Cazador Negro. No me inspira confianza alguna ese hombre nacido y educado entre
nuestros enemigos, siempre errante y astuto, y tengo la sospecha de que en estos
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momentos se está tramando una misteriosa y obscura traición contra el alma y el
honor de Nueva Francia. Y mis sospechas se cifran en el Cazador Negro.
—¡Señor!
—Vuelvo a pediros perdón por mi ruda franqueza; pero lo hago por la salvación
de David. Considero que el Cazador Negro es, si no precisamente un traidor (no se le
puede llamar así porque no tiene ni una gota de sangre francesa en sus venas), sí un
espía, tan astuto e inteligente, que no lo podemos desenmascarar. Yo sé que vos le
amáis porque le ama David, pero…
—Yo… yo… titubeó Ana con tono de lamento.
La mano de Bigot volvió a estrechar la de la joven.
—Y David no es sólo demasiado joven, sino que, además, es inglés.
Su voz tenía una suavidad acariciadora y tan taimada como el demonio interior
que le dictaba tales insinuaciones.
—El árbol crece y se forma de acuerdo con el terreno en que germina la semilla.
Así, pues, hemos de procurar que el alma de David no se forme al calor espiritual de
ese pícaro impostor.
—¡Virgen Santísima! —suspiró Ana—. De modo que sospecháis…
—¡No de David! —la interrumpió Bigot—. Creo que su corazón está tan limpio
de falsedades y engaños como el mío propio. Por eso le quiero y tengo fe en él. Pero
ved, Ana. Allí, en medio del campo, crece la ponzoñosa hierba, resplandeciente y
dorada por el sol otoñal. Pues bien, que la rocen tan sólo unas manos tan puras e
impecables como las vuestras y veréis como la marca infecciosa queda en vuestra
piel. Del mismo modo, temo que el veneno de un alma como la del Cazador Negro
contamine la credulidad, la fe y la inocencia de la juventud.
Contempló a la joven y vio que el rubor había desaparecido de sus mejillas. Rió
disimuladamente en celebración de su triunfo, con uno de aquellos rápidos cambios
que habían llegado a convertirle en el hombre más peligroso de Nueva Francia.
—Os he asustado, Ana, y lo siento. Ha sido una crueldad el haber dado expresión
a tales pensamientos. Pues, realmente, teniéndoos a vos a su lado y siendo amigo de
Francisco Bigot, ni mil Cazadores Negros podrían perjudicar a David. Escuchad el
canto del tordo en la maleza; es un amiguito que pronto se dirigirá al Sur. Esto y la
magnificencia de este día son dos augurios de que la felicidad nos acompaña en
nuestro camino. ¿Me perdonáis?
—No habéis hecho sino aumentar mis dudas —dijo Ana, sin que Bigot, pese a su
astucia, pudiera darse cuenta de lo que tales palabras significaban.
Sin embargo, más tarde, cuando ya se había separado de Ana y hablaba con
Vaudreuil, le dijo:
—El cepo está preparado, Vaudreuil. Si a tu astucia se sumara un poco de poesía,
hubieras sido un galanteador irresistible.
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Capítulo XI
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Es mi placer, mi honra —había escrito a Ana— consagrarme de ahora en
adelante a vivir sólo para Dios. Me confío a Él porque no cambia y porque en
Él hallaré remedio a mi propia volubilidad. Aquí en el convento, como dice el
autor de la Imitación de Cristo, soy incitada al bien y advertida del mal. Aquí,
como San Clemente y San Basilio aseguran, una ruega por mí a Dios, otra me
cuida cuando estoy enferma, otra me muestra el camino de la salvación, otra me
reprende bondadosamente y todas me aman y me amarán de verdad, sin
artificios ni adulaciones. ¡Oh la dulce asistencia de las buenas amigas! ¡0h
bendito ministerio de consolaciones! ¡Sencillez suprema e incapaz de dobleces!
¡Honrada misión de obedecer a Dios para complacerle! No existen palabras
para expresar el amor que te profeso ni el gozo que tu recuerdo pone en mi
corazón. Todas las noches, Ana querida, el manto del reposo se cierne sobre el
pacífico claustro y cada una de nosotras se sumerge en el retiro de su propia
conciencia, donde halla una paz absoluta y donde todas las pasiones viven
apaciguadas. ¿Cómo expresar el hondo sentimiento de seguridad y gratitud que
invade entonces el alma convirtiendo la humilde celda en invitación y
anticipación del Paraíso?
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consideró como una niña, al verse al lado de David. Y realmente lo parecía. Sus ojos
tenían un resplandor infantil. La cabeza de David estaba erguida y el joven parecía
más alto, por lo que ella parecía más pequeña Al verle frente a ella, en la canoa,
observaba el fácil y rítmico balanceo de su flexible cuerpo y el juego de los desnudos
músculos de sus antebrazos, lo que le produjo una inconsciente y nunca sentida
admiración. ¡No era de extrañar que hubiera arrojado a Bigot y a De Pean dentro de
la balsa sin esforzarse mucho!
Ana sonrió, pero pronto esta sonrisa convirtióse en un gesto de preocupación,
pues acababa de surgir en su mente la imagen de Nancy Lotbiniére, la mujer más
coqueta y más linda de Quebec.
David sonrió mientras remaba.
—Te sonríes y luego frunces el ceño —dijo—. Primero ves en mí algo agradable
y luego algo que te disgusta.
—Tantas cosas agradables veo en ti, que no puedo menos de volver a pensar en la
desvergonzada Nancy Lotbiniére —confesó Ana con franqueza—. Si ella ve en ti lo
que veo yo y sorprendo en ti el más ligero signo de entusiasmo, tendremos un
disgusto, David. Confío en que te hallará desmañado, soso, estúpido y grosero. Pero
todas las demás, hasta Luisa Charmette, quiero que vean en ti un príncipe encantado.
A Nancy Lotbiniére la quiero como amiga, pero la odiaría como rival…
La Fatalidad quiso que Nancy Lotbiniére fuera la primera persona que viera
David, lo cual fue causa de que le marcara más el pliegue de hostilidad que cruzaba la
mente de Ana.
Llegó como una ninfa en la primera canoa. La acompañaban Pedro Gagnon y un
tétrico barquero que iba sentado a la popa. Había soltado su cabellera y ésta flotaba
en torno suyo como un manto de dorado fuego, refulgiendo bajo el sol de la hermosa
mañana. Cuando estuvo cerca de la pareja comenzó a agitar sus brazos en el aire, con
tal vehemencia, que David, que no tenía, ojos sino para Ana, hubo de dirigirle una
mirada de asombro. Sin poderlo remediar, exclamó:
—¡Parece una llama!
—Y lo será algún día, a menos que mientan los libros santos —replicó Ana.
Nancy tenía veinte años y era hija del señorío donde ahora se asentaban las aldeas
de San Pedro Bequest, San Antonio y Santa Cruz. No había otra tan bella en todo
Quebec, y por ella latían rendidamente media docena de corazones.
Educada en las Ursulinas, donde obtuvo gentileza y cultura, aventajada en
muchos aspectos, rica, hermosa y poseedora de una vivaz y penetrante inteligencia,
era una de las más encantadoras hijas de Nueva Francia[8].
—¿Quién, sino una desvergonzada coqueta, es capaz de soltarse la cabellera así?
—preguntó Ana con oculta furia, al mismo tiempo que sonreía dulcemente mientras
saludaba a Nancy con la mano—. ¿Quién, David?
—¡Bendita seas, Ana St. Denis! ¡Como estas canoas sigan avanzando tan
lentamente, voy a saltar al agua para estrecharte antes entre mis brazos!
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Ana devolvió la fineza diciendo con voz todavía más dulce:
—Mayores son aún mis ansias de tenerte cerca.
Pero David comprendió que, por debajo de aquella fineza, Ana había enviado a
Nancy un saludo que podía traducirse del modo siguiente:
«Como no te recojas ese pelo, te lo arrancaré».
Un tanto alarmado y completamente confundido, David hizo las mismas
maniobras que el barquero de la otra canoa, y ambas barcas se unieron permitiendo a
Ana y a Nancy que se besaran por encima de la borda, tan ruidosamente, que Pedro
Gagnon lanzó un suspiro de envidia:
—«¡Trabajo de amor perdido!» —comentó tristemente—. Yo, en cambio, no
recibo ni uno solo a pesar de que los merezco más que ella. Ana abarcó con sus
manos la brillante abundancia de cabellera de Nancy, y David, al verlo, estuvo a
punto lanzar un grito de alarma.
—Pero, ¡bien os ha recompensado, Pedro! —dijo Ana haciendo flamear la
hermosa melena—. Querida Nancy, éste es David Rock, mi David Rock.
Jamás se sintió David tan avergonzado como en aquel momento, lo que le movió
a tacharse de necio, y al calificarse de esta forma a sí mismo, su rubor creció hasta el
límite. Los ojos y los labios de Nancy le sonreían, pero sin dar a entender que
advertía la turbación de David. No obstante, sintió que los ojos azules de Ana se
clavaban en ella como dos puñales.
—Me complace mucho conocer al señor Rock —gritó Nancy haciendo en la
canoa una ligera reverenda—. He oído referir las más deliciosas anécdotas acerca de
usted, y, después de Ana, seré la primera en darle la bienvenida cuando llegue a
Quebec —y añadió, dirigiéndose a Ana con tono suplicante—: ¿Puedo llamarle
David?
—Naturalmente —repuso Ana, pero al mismo tiempo se inclinó para atarse la
cinta de un zapato y no pudo ver la afectuosa sonrisa que su amiga disparó a David.
Separáronse las dos canoas y continuaron su camino. Al fin, otras cuatro llegaron
a rodearlas al mismo tiempo que estallaba un tumulto de alegres voces de saludo.
—¡Qué hipócrita! —suspiró Ana—. La odio.
—Entonces, ¿por qué la hiciste venir? —se aventuró David a preguntar.
—Porque hasta este instante en que tan insubstancialmente te ha sonrojado, yo la
he querido.
Se volvió y agitó el pañuelo a la flotilla, que remontaba velozmente el curso del
río. En cada canoa engalanada con banderas, flores y ramas olorosas, iban tres
tripulantes. David vio rápidamente que la partida se componía de diez individuos,
incluyendo a Pedro Gagnon.
A todos fue presentado David, el cual permaneció completamente sereno, a pesar
de que jamás soñara que pudiera reunirse tanta hermosura y radiante juventud y que
se le pudieran dirigir tantas encantadoras sonrisas y subyugadoras miradas.
La fama le había precedido por medio de Pedro Gagnon. David lo comprendió
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cuando los caballeros de la partida, jactanciosos y convencidos de la importancia del
papel que desempeñaban en la vida, estrecharon su mano cordialmente y le prestaron
tanta atención como a la misma Ana.
Desde entonces hasta el momento de desembarcar, David se sintió como en su
propia casa, pues en el manejo del remo no había en toda la región quien le
aventajara.
Una vez desembarcaron y Bigot, De Pean y los jóvenes y elegantes oficiales del
cortejo fueron a reunirse con la partida, vestidos de gala, fue cuando David comenzó
a sentirse fuera de su centro.
Le pareció extraordinario aquel conjunto de señoritas y caballeros jóvenes, todos
compuestos y elegantemente vestidos, cambiando reverencias con el Intendente y su
séquito, sonriendo, haciendo vibrar sus fustas, charlando y yendo de un lado a otro.
Entre tanto, él les miraba con gesto estúpido y marchaba detrás de Ana, pues ésta
había quedado un poco rezagada con él para no dejarle solo.
Bigot, cuyos ojos de sierpe descubrieron en seguida la confusión de su protegido,
acudió en su ayuda. Ana estuvo tentada de abrazarle por su tacto y atención y por las
palabras que pronunciara.
El Intendente se fue derecho a David y le puso una mano sobre el brazo,
afectuosamente. La mano libre se la tendió a Ana.
—¡Reclamo este puesto de honor! —gritó—. Ana Saint Denis a un lado y el
teniente David Rock al otro. El teniente David Rock, sí, señores, a quien he
prometido un puesto en el estado mayor del Gobernador cuando vaya a Quebec.
—¡Qué suerte! —exclamó Pedro.
Éste oprimía entonces la mano de Nancy la cual había formado con su cabellera
una dorada corona.
—Fijaos cómo lo toma David —dijo Nancy—. Está blanco como el papel. Y Ana
parece que vaya a romper a llorar de alegría.
—¡Qué suerte! —volvió a musitar Pedro como si no pudiera dar crédito a sus
oídos—. ¡Un destino en el estado mayor del Gobernador!
Un poco más tarde, Bigot estuvo un instante solo con Ana, la cual le dio las
gracias con lágrimas en los ojos.
—Y ahora —preguntó él con tono un tanto grave—, ¿me queréis un poquito por
mis bondades como me prometisteis?
—Os quiero —murmuró Ana con voz trémula—. Sí, os quiero.
Entonces vio una luz extraña en los ojos de Bigot.
—Ana —dijo éste con ternura—, no puede representar una falta el exponer una
idea que reside pura y santamente en el corazón de una persona. Conociendo vos la
verdad, me sentiré dichoso y mucho más fuerte para la lucha. Ana, quiero a David y
haré por él cuanto he prometido, porque os amo a vos.
Y se alejó tan de prisa del lado de Ana, que ésta no tuvo tiempo de contestar.
Durante largo rato, la joven sintió como si su corazón hubiera muerto.
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A la llegada de la comitiva de Quebec, siguió una semana de bullicio y alegría,
música y baile. Ni en los remotos días en que el señor de Grondin viviera habíase
visto el castillo tan engalanado y tan brillante. Detrás de la flotilla de canoas había
llegado una gran embarcación, y, ante los asombrados ojos de David, habían pasado
fardos de equipajes y cajas de vestidos y de objetos de tocador. Por las tardes, dijérase
que la buena sociedad de la calle de St. John habíase trasladado al prado del Árbol de
Mayo y que por ellas paseábase toda la feria de vanidades de San Luis y San Pablo,
con su gran aparato y presunción. Después venían las horas de deporte y diversión,
para los cuales se necesitaban trajes distintos. Y por las noches, los salones aparecían
tan llenos de esplendor, que, ante ellos, David se sentía desfallecer.
Sólo una vez acudió a las grandes fiestas que se celebraban a la luz de las arañas
de la casa señorial, a pesar de las quejas de Ana. Sin embargo, todos los días se
mezclaba con los elegantes huéspedes, en el prado o en su canoa, siempre vestido con
su traje de piel de gamo. Una noche, hallábase cerca del viejo molino, sumergido en
la sombra, cuando, de pronto, llegaron a él voces cercanas. Reconoció a Pedro
Gagnon y a Nancy Lotbiniére, y, poco después, a Luisa Charmette y a su
acompañante, un rico comerciante de Quebec. Los cuatro se detuvieron a pocos pasos
de él, y antes de que pudiese determinar si debía marcharse o presentarse ante ellos,
oyó que decía la señorita Charmette con su voz aguda:
—Quisiera saber dónde está el indio de Ana. Me divierte tanto, que le echo de
menos. ¿Le visteis cuando se plantó sobre mi vestido y allí estuvo, rígido como una
estaca, hasta que tuve que pedirle que se separase un poco? Ana estaba
sonrojadísima. Había visto desde el principio su recio pie sobre mi vestido y no
cesaba de hacerle señas con los ojos.
—En ese momento estaba yo sirviendo el té —dijo el hijo del comerciante—.
Hube de volverme para que no me viera reír.
—Sois muy considerado, Felipe —dijo Nancy, dando a su voz un tono tajante
como el filo de un cuchillo.
—Sí, sí. Muy considerado —refunfuñó Pedro Gagnon.
Luisa rió ligeramente.
—¡Pobre Ana! —dijo con tono de lamento. ¿Qué hará en Quebec llevando
siempre detrás a ese bobo de David? ¿Y qué es lo que moverá a Bigot a convertir a un
rústico en caballero? Me parece que va a fracasar.
—Guardaos esa desatención para otra persona a la que le haga gracia —dijo
Nancy dirigiéndose con Pedro hacia el castillo—. Yo soy amiga de David Rock. Me
gusta y no me extraña que Ana pueda sentir por él lo que siente.
—¡Bravo! —aplaudió Pedro.
Desde aquel momento, además de amar a Ana y a su madre, David profesó cierto
cariño a Nancy Lotbiniére. Por fin llegó el día en que la partida de Quebec emprendió
el regreso con Bigot y sus acompañantes. David, antes de la marcha, estuvo un rato a
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solas con Ana, la cual se fue con ellos. Nadie hubiera dicho, a juzgar por la serena
expresión de sus ojos, el terror que habíase apoderado de su alma.
Nancy Lotbiniére halló una oportunidad para cruzar unas palabras a solas con
David. Sus ojos estaban veladamente enternecidos cuando le miraron un instante en
silencio y comprensivamente.
—Pronto vais a venir a reuniros con nosotros y, cuando estéis al lado de Ana,
quiero que os acordéis de mí —dijo Nancy—. Recibiré una gran alegría y me
consideraré muy honrada si me hacéis una visita cuando lleguéis a Quebec.
Al punto, David no supo qué contestar. Al fin, las palabras surgieron a sus labios.
—Yo estaba junto al molino aquella noche en que la señorita Charmette se burló
de mí y escuché lo que vos respondisteis. Sí, os considero amiga mía y sería
sumamente dichoso si algún día la suerte me deparara la ocasión de luchar por vos.
—Llamadme Nancy; así me gusta que me nombren mis íntimos, y vos lo sois,
David. Os lo juro.
—Me hacéis una gran merced.
—¿Y vendréis a visitarme cuando lleguéis a Quebec?
—Después de Ana, a nadie desearé ver tanto como vos.
Los disimulos hicieron al fin flaquear a Nancy.
—Adiós, David.
—Adiós…
—Decidlo, David. Decid: «Adiós, Nancy».
—Adiós, Nancy, y que Dios sea tan bueno con vos como con Ana. Se separaron.
Poco después, Ana dejó los brazos de su padre para pasar a los de David y la joven lo
besó por dos veces en la boca sin preocuparse de los que la rodeaban. Lanzó en
seguida un sollozo y se dirigió a la canoa, que la esperaba.
Media hora más tarde, David estaba en la cumbre de la Colina del Sol para verlos
pasar, y absorto y con el corazón destrozado, les estuvo contemplando hasta que
desaparecieron.
Los cantos de los viajeros se perdieron en la distancia.
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Capítulo XII
LAS noticias cruzaban rápidamente los bosques al final del otoño de aquel año
de 1754. Correos, ya blancos, ya indios, volaban por las sendas de las florestas y por
las vías fluviales, y, a veces, dijérase que eran los vientos los que llevaban de un lado
a otro los rumores y los trágicos relatos de acontecimientos emocionantes, tan
rápidamente se propagaban.
El Cazador Negro trajo de Montreal noticias que se agregaron a las que corrían
río Richelieu abajo. El año había sido espléndido para Francia. Washington había
entregado Fuerte Indigencia y Williers triunfaba en Fuerte Duquesne. Ni una sola
bandera inglesa ondeaba ya más allá de Alleghanys, y Céleron de Bienville había
completado su magnífica tarea de señalar los límites de las posesiones francesas a
través del mismo corazón de los Estados Unidos de hoy, colocando sobre los árboles
placas de metal que ostentaban las armas de Francia, Las armas francesas y la
diplomacia india triunfaban a lo largo del Ohio y al occidente de las llanuras. En las
colonias inglesas, Dinwiddie estaba sin saber qué hacer y la asamblea de cuáqueros
había renunciado a hacer frente a sus enemigos en el norte y en el oeste. La política
de los gobernadores reales británicos no hacía sino indisponer con los ingleses a los
aliados indios, y a pesar del millón y medio de hombres, en contra de los sesenta mil
franceses que Dinwiddie tenía a su disposición, había pedido apresuradamente ayuda
a Inglaterra.
En respuesta a tal petición, Inglaterra enviaba al general Braddock. Ésta fue la
noticia que estremeció a David, cuando ya estaba muy próximo el día de su partida
para Quebec. Escribió a Ana contándole multitud de acontecimientos del Sur, cuando
él se enteró de ellos en el Richelieu, y diez días más tarde recibió una respuesta en la
que se le instaba a acelerar sus preparativos para ir a Quebec.
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Y no te preocupes por los sucesos del Sur —añadía—. En Quebec se susurra
que el rey de Francia tiene el proyecto de enviar un ejército al Canadá, al
mando de uno de los mejores generales del mundo. Y cuando ellos vengan,
David mío, necesito que estés a mi lado.
—Ana tiene razón —dijo el Cazador Negro—. Debes ir. No dejas aquí nada
abandonado. El Intendente tiene los ojos puestos en ti y si el ejército francés llega,
tendrás en él el prometido puesto, por lo cual es necesario que estés en la ciudad. Yo
te acompañaré a Quebec y desde allí bajaré a las colonias inglesas por el camino del
río Chaudibre.
Los ojos de David brillaron ante la perspectiva de ir Quebec acompañado del
Cazador Negro. Luego el desaliento y la incertidumbre los velaron.
—Esperaba que os quedaríais al lado de mi madre dijo.
El Cazador Negro puso una mano sobre su hombro afectuosamente.
—Aunque yo no esté aquí, tu madre estará vigilada y guardada cuidadosamente.
Ni un solo momento del día o de la noche estará sola, aunque tú y yo nos hallemos a
muchas millas de distancia. Ya lo tengo todo dispuesto.
—¿Acaso los cuatro indios delawares que han venido a visitar a Matagamos se
quedarán?
El Cazador Negro hizo con la cabeza un movimiento afirmativo.
—Sí, permanecerán a su lado hasta la muerte. Me lo han jurado, y son tan bravos
como panteras. También hablé de este asunto al señor de St. Denis, y éste será otro de
los que vigilen y cuiden a tu madre. Es hora de que te marches.
—¿Queréis que me vaya?
—Creo que te conviene —dijo dulcemente Pedro Joel—, aunque mi corazón,
como el de tu madre, han de quedarse muy vacíos y desolados cuando te marches.
—Pero ¿por qué queréis que me vaya —preguntó David cuando mi corazón y
todos mis deseos están aquí? No me seduce esa gloria de que me habláis, y hasta me
aterra lo que el Intendente me ha prometido. Amo únicamente a estos bosques… y
combatir a los ingleses y rechazar a los salvajes cuando éstos vengan a nuestro
encuentro.
—Tus palabras expresan solamente una parte de lo que hay en tu corazón. Sobre
todas las cosas, tú amas a Ana.
David abatió la cabeza lentamente.
—Eso es verdad.
—Y por Ana debes ir a Quebec —continuó el Cazador Negro, y tan dulcemente
que David pudo imaginar que era su madre la que le hablaba—. Sé toda la verdad,
muchacho, porque en los últimos días la has llevado reflejada en los ojos y la he
advertido, aunque tú te esforzaras en ocultarla. Nada hay en el mundo tan hermoso
como un amor de mujer, y Ana te ama, Pero la ciudad la ha reclamado y su anhelo de
ir a ella ha sido tan fuerte y tan natural como el amor que tú sientes hacia este
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selvático mundo que te rodea. Día llegará en que la traigas contigo a los bosques y
ella te seguirá contenta y feliz. Yo sé que eso sucederá, muchacho, tan seguro lo sé
cómo que ahora estoy hablando contigo. Pero antes es preciso que luches, no por su
amor, sino por la libertad y la gloria de la selva contra el esplendor y la gloria de la
ciudad. Tú vencerás. Cuando hayas conseguido alcanzar ese puesto que Ana desea
verte obtener, entonces (fíjate bien, muchacho) le agradará volver al bosque de
Grondin. Pues, tan seguro como que el sol sale y se pone diariamente, una mujer
necesita para ella sola al hombre amado, cuando el mundo y los grandes
acontecimientos empiezan a desviarlo. He hablado claramente, David. ¿Tengo razón?
—He pensado, he soñado; algunas veces hasta me asaltó el temor, pero jamás he
visto tan claro como lo ahora —repuso David—. Sí, tenéis razón.
—¿Y lucharás, lucharás como un verdadero hombre, con valor y dignidad, hasta
que consigas traértela?
—Eso haré.
—¿Y no permitirás que la ciudad pueda más que tú?
—Jamás.
—¿Y siempre, en todo momento, conservarás en tu alma la pureza que es peculiar
a los habitantes de la selva?
—Sí, siempre.
—Entonces, Dios te acompañará, muchacho, y Ana volverá feliz y fiel a su
casona de Grondin.
El ambiente gris del mes de noviembre de 1754 flotaba como un espíritu maligno
sobre la hermosa tierra de Nueva Francia. Ni una sola vez, en aquel horrible mes tan
bien descrito por la Madre Mignon de la Natividad, lució el sol con todo su esplendor.
Fue un mes de opresora tristeza y vientos que parecían llevar consigo el húmedo frío
de la muerte, aunque la nieve no cubrió con su sudario aquella tétrica melancolía. Las
nubes, que cubrían el cielo eran arrastradas por el aire, y por debajo de ellas, los
ánades salvajes huían hacia el Sur, cual silenciosos espectros del aire, de cuyos picos
cerrados no salía un solo sonido para alegrar la llegada del invierno. Al fin, las aves
desaparecieron. En los bosques, los aullidos del viento estremecían sin cesar las
cimas de los árboles. El anochecer tardaba en llegar y su penumbra de crepúsculo no
se desvanecía en toda la noche.
El aire era difícil de respirar. Llenaba de penosas dudas las almas de los hombres
y estremecía constantemente las de las mujeres. En las iglesias señoriales se decían
misas y se elevaban plegarias para que el sol brillara de nuevo y el mal no
descendiese sobre la tierra.
A través de esta frialdad y de esta tristeza, una canoa conducía a David y al
Cazador Negro descendiendo por el Richelieu, camino del San Lorenzo v de Quebec.
Ya habían traspasado los límites de la región que David conocía de aquel mundo
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señorial de Nueva Francia que quedaba entre St. Denis y Quebec. Más de un centenar
de parroquias gobernadas por un centenar de señores se hallaban dentro de estos
límites infranqueables para el enemigo y daban al rey de Francia el poder y la riqueza
de su imperio en el Nuevo Mundo.
Al mismo tiempo que la depresión de la despedida, David sintió una corriente de
cálido orgullo en su sangre, pues pertenecía a la raza guerrera del Richelieu. De allí
fue Talón, aquel gran intendente que había seguido las normas de colonización de los
césares cuando el Imperio Romano comenzaba a ceder a las invasiones bárbaras del
Norte, y había inducido al Grand Monar que a dar estas tierras, incesantemente
amenazadas por el fuego, la espada y el azote indio, a los más bravos palldines Nueva
Francia. Una tras otra, David y el Cazador Negro atravesaron las antiguas fortalezas
señoriales en las que habían vivido y muerto intrépidas generaciones de hombres y
mujeres. Todo cuanto les rodeaba estaba dispuesto para la guerra. Un glacis aquí, una
banqueta allá, alambradas, empalizadas y blocaos rodeados de grandes fosos, y, por
todas partes, casas de campo, mansiones de baronías y altas murallas de piedra con
troneras para los fusiles.
Y además, prósperas granjas repletas de ganado, árboles frutales y sembrados tan
extensos que la mirada se perdía en ellos. Todo esto constituía riqueza, poder y
comodidad, mientras detrás de las lindes obscuras de los bosques que les rodeaban les
acechaba el peligro incesante.
—Esta parte del país del Richelieu es la que ha producido los hombres más
bravos —dijo el Cazador Negro—. Durante un centenar de años han vivido en este
paso peligroso. Y tú eres uno de ellos, David. Cuando estés en Quebec, recuerda esto
siempre. Jamás he oído decir de un hombre del Richelieu que vuelva la espalda a la
muerte o que desfallezca su corazón al afrontarla.
Al segundo día, remando con ligereza contra la corriente, entraron en el San
Lorenzo, el cual se ensanchaba entre las islas del lago de San Pedro.
A pesar de la densa tristeza que gravitaba en el ambiente, una nueva emoción se
apoderó de David, llenándole de una creciente excitación mental y de una rebosante
alegría, ante lo que se ofrecía a sus ojos. A lo largo del gran río, en toda aquella
extensión recorrida por los aventureros típicos de dos centurias, los grandiosos
bosques que formaban el mundo de su infancia iban haciéndose cada vez más claros,
hasta el punto que en vez de bosques eran grandes extensiones despejadas lo que
llegaba a unirse con el cielo en el horizonte. En tales parajes, las casas de los colonos
estaban tan unidas, formando una larga fila a lo largo del río, que David calculó que
podría fácilmente haber arrojado una piedra de una a otra.
Al tercer día pasaron por Nicolet y llegaron a los espléndidos dominios de los
ricos y poderosos señores que vivían entre los Tres Ríos y Quebec.
El cuarto día fue aún más lúgubremente sombrío. Una densa nube gris hablase
extendido sobre la tierra. Ni una sola vez los rayos del sol lograron perforar la gruesa
y obscura capa. El aire estaba poseído de una calma extraña, y los sonidos podían
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recorrer grandes distancias sin poder deducirse su dirección.
A la caída de la tarde, el Cazador Negro atracó la canoa más allá del Sillery
Wood. Hasta que desembarcaron no le dijo a David que había proyectado no seguir
acompañándole y que tenía para ello una poderosa y secreta razón.
Una hora más tarde, solo, con una mochila sobre los hombros, donde llevaba sus
cosas, y armado con su largo fusil, David percibió el primer resplandor de Quebec.
Siguiendo la senda desgastada por los pasos del señor y del vasallo y hollada por
el monje y el guerrero salvaje, continuó su marcha por el borde del río bajo los
imponentes acantilados (donde unos cuantos años después Wolfe había de dar la
estocada fatal en el corazón de Nueva Francia) y llegó a la curva de la ribera muy
cerca de la cual estaba Quebec. La extraña tristeza y frialdad del día impidió que la
ciudad le diera por algún medio la bienvenida. La hermosura de Cabo Diamante, el
panorama, tan bello cuando lo iluminaba el sol, el hechizo deslumbrante de las
cúpulas y alminares, el saludo de las agujas de las iglesias, el plateado San Carlos y la
realidad purpúrea de las distantes montañas, todo estaba junto por terribles masas
rocosas, de formas monstruosas y repelentes, que le hicieron ver como fortalezas de
trasgos y demonios las casas de aquéllos en cuya busca iba.
Durante largo rato permaneció inmóvil y contemplando con sobrecogimiento que
jamás había sentido aquellas murallas donde, según Ana y el Cazador Negro, se
encerraba la más bella ciudad del mundo. Ninguno de sus detalles pudo percibir,
excepto que había en ella vida. De pronto surgió en aquel sombrío caos de piedra el
estampido de un cañonazo, señal de «puesta de sol» allí donde no lo había. Y a este
sonido siguió un repique de campanas de tan dulces sonoridades de oro que
parecieron aliviar a la tierra de la pesadumbre de la obscuridad. El concierto de sones,
desgranándose desde lo alto de la ciudad en sublime melodía, llegó a sus oídos como
cosa nueva. Tembló en el aire, sobre él y en torno de él, esparciéndose por el mundo,
que se ungió de su dulzura como si un coro celeste amenizara la hora. Las campanas
de la amada le daban la bienvenida en medio de aquellas horrorosas tinieblas
precursoras de la noche. La voz de Ana le llamaba, le hablaba diciéndole que le
estaba esperando en el corazón de aquella pétrea y tenebrosa mole… Las campanas
del convento, de la catedral, de los Jesuitas y los Recoletos, eran todas suyas, según
había dicho Ana, porque las amaba como cosa propia.
David permaneció con la cabeza inclinada hasta que los últimos sonidos de
bronce se desvanecieron. Entonces prosiguió. La noche avanzó rápidamente
convirtiendo a la ciudad en una gran sombra que se alzaba hacia el cielo. No veía una
sola luz. Un viento crudo comenzó a soplar de la parte del río y con él una áspera
cellisca de espesa nieve. Ello no le inquietó. Un calor interno le animaba. Sus ojos se
esforzaban por perforar la obscuridad y olvidó al Cazador Negro y a todo, excepto
Ana y su población.
Se imaginó que de la gigantesca roca sobre la que se asentaba la ciudad de
Quebec se le dirigía una voz que murmuraba: «Yo soy el alma del país. Yo gobierno
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sobre cuatro mil millas de bosque, desde el océano oriental hasta Mobile y Nueva
Orleáns, y desde Alleghanys de occidente hasta las más lejanas corrientes del
Misisipí. He conquistado un continente, y lo retengo. Mis enemigos son tan
innumerables como las hojas de los árboles, mis amigos, sesenta mil. No obstante,
triunfo. Cuando yo caiga, Nueva Francia morirá».
Operóse en David un maravilloso cambio. Las formas que le habían parecido
monstruosas, ahora se le ofrecían como forzudos titanes. Alzábase en él una especie
de alborozo donde había anidado el espanto y el temor y los sombríos pensamientos
de la preocupación y el recelo. Las ventanas iluminadas comenzaron a romper la
monotonía de la noche, y David se halló de pronto en la Ciudad Baja. Comenzaba la
noche y se veía poca Gente en las calles, cuando él cruzó la de Sous le Fort, la de
Dog Lane y la de Sault-au-Matelot. Su soledad le hizo pensar en las sendas de los
bosques. Además, eran tan estrechas, que podía abarcarlas extendiendo los brazos.
Detrás de las ventanas, cuyas cortinas estaban echadas, vislumbraba una cálida
luminosidad. A través de los espesos muros de piedra llegaban a él débilmente risas
de niño y canciones, y, en medio del misterio y de la tristeza que lo rodeaba, la voz de
un sereno se elevó para indicar la hora y para lanzar un aviso a los malhechores.
—¡Las seis y sin novedad! La ciudad está en paz, y la ley reina en nombre del
Rey y del Pueblo.
Tembló ante la majestad de aquel grito solitario. Lo volvió a oír más próximo. El
sereno se encontró con él y le enfocó su farol.
—¡Eh, hermano! —le gritó—. Largo fusil y voluminoso morral. ¿De qué fuerte
venís?
—Del Richelieu —replicó David.
—¡Entonces que Dios os acompañe, porque sois un hombre! —exclamó el
guardián nocturno, y continuó su camino.
El corazón de David latía aceleradamente. Ante él cruzó con paso rápido un
hombre que llevaba un gran fardo en las manos. Después pasaron, rozando su cuerpo,
dos soldados que producían al andar un ruidillo metálico. Luego David llegó a una
ventana, en la cual una niña tenía sujeta la cortina, y se detuvo un instante para
contemplar la escena que se presentó a sus ojos desde el interior. Una mujer de negra
cabellera tenía un niño en brazos. Cerca de ella había una mesa con la cena
preparada. La niña de la ventana aguardaba sin duda los pasos de su padre, y en el
momento en que David pasaba, tenía el rostro pegado al cristal.
Una más amplia luz se presentó a sus ojos como un destello de fuego. Con ella,
llegaron a sus oídos ruidos, voces, risas de tantas gargantas a un tiempo, que el
viajero aceleró sus pasos y llegó a una pequeña plaza que había frente a la iglesia de
Nuestra Señora de las Victorias. Congregábase allí una nutrida multitud. En tres de
sus lados había gran número de faroles encendidos, y, sobre un montículo de piedras
y tierra una hoguera de estacas. Un molesto resplandor iluminaba el espacio, y, a este
resplandor, David vio una plataforma, donde un hombre y una mujer tenían la cabeza
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en el cepo. La mujer era una vieja de nariz afilada y maldecía a los verdugos. El
hombre… ¡maldecía a la mujer!
El corazón de David se paralizó por un instante.
—¿Qué significa eso? —preguntó a uno de los espectadores, hombre de cara
redonda y aspecto jovial, que se desternillaba de risa.
—¡Una riña de familia! —respondió el espectador—. La anciana madre Guerin
robó una cuchara de plata y su esposo la vendió. Ahí están los dos y ahí estarán hasta
que el sereno grite las diez. Han tenido suerte, pues la cuchara pertenecía a una casa
particular y se les podía haber ahorcado.
En el lado más lejano de la plaza, bajo un gran farol, David vio un grupo formado
por tres oficiales que reían y tres señoras ricamente ataviadas y cuyo rostro estaba
cubierto por un antifaz de seda. Pasó cerca de ellos, atraída su atención por la
semejanza que les encontraba con los visitantes de Ana. Uno de los hombres, un
arrogante individuo de aspecto altanero, le sorprendió mirándolos.
—¿Quién diablos sois? ¿Y qué queréis? —le preguntó de mal talante.
David replicó:
—Busco el convento de las Ursulinas y os agradeceré que me indiquéis el
camino.
El oficial le volvió la espalda.
—Éste acaba de llegar de los bosques y no sabe nada de Quebec —dijo a las
señoras que le acompañaban—. Si el hedor de su sangre no os molestara, pagaría su
curiosidad con un pinchazo.
Las damas rieron.
David dio un paso hacia delante con el rostro encendido. Una mano cogió su
brazo, una mano amiga, pero firme y fuerte…
—Quieto, amigo —dijo una voz suave—. Yo os indicaré el camino de las
Ursulinas y antes, de que pudiera responder, la mano le había arrastrado al extremo
de la muchedumbre.
—Si vuestra sangre está más corrompida que la del capitán Juan Talón, —dijo la
misma voz— habré de reconocer que es muy pobre. Yo, sé, porque soy de Montreal,
de dónde le proviene su fama de perverso. Ha matado seis hombres, y no vacilará en
matar a otro, amigo, tan sólo por divertir a sus amigas, las cuales han bajado con él
desde la parte alta de la ciudad, sólo para presenciar este espectáculo que muchos
consideran divertido. Mi nombre es Pedro Colbert, y respeto a los fusiles largos, de la
frontera.
—Gracias —dijo David—. Yo soy David Rock, del señorío de Saint Denis, en el
Richelieu.
—Un luchador —dijo. Pedro Colbert, y de nuevo el corazón de David latió con
orgullo—. Yo soy comprador de pieles y trafico con los indios de la parte alta de la
ciudad. Venga conmigo. El camino es obscuro y desviado hasta la Colina Rocosa, a la
cual hemos de subir para bajar después y llegar, a las Ursulinas.
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Cuando bajáronse por debajo de uno de los últimos faroles, el traficante de pieles
se quitó la gorra y David, asombrado, vio que una cicatriz le circundaba la cabeza, en
la que no había el menor vestigio de cabello.
A pesar de ello, la oronda faz de Pedro Colbert, con sus brillantes ojos azules y su
rubio color, era de las que imponían respeto e inspiraban amistad. El comerciante dijo
a David:
—Un signo de nuestra época, amigo mío. Los senecas me cogieron hace poco
más o menos una docena de años y me extirparon el cuero cabelludo. Pero no podían
matar a un hombre tan bueno como yo, y volví a la vida, No les guardo rencor
ninguno, porque me han ahorrado el trabajo de peinarme y alisarme el cabello.
Llevaba aquellos días un largo fusil y cuando veo alguno de éstos en Quebec,
salgo corriendo a darle la bienvenida. ¡Ah, llegarnos a la colina que hemos de
remontar! ¿No conocíais la ciudad aún?
—No —repuso David.
—Resulta (perdonadme, joven) un poco extraño que preguntéis por las Ursulinas
a estas horas. Allí no se recibe a los hombres. ¿Lo sabíais?
El semblante de David enrojeció. Luego dijo humildemente:
—Tan sólo quería ver el edificio por fuera. La señorita St. Denis, con quien me
voy a casar, hace sus estudios en ese convento.
—¡0h! —exclamó Pedro Colbert entre los jadeos que le producía el ascenso de la
colina—. ¿Conocéis a alguien de Quebec?
—Sí. Al Intendente Bigot, al marqués de Vaudreuil, a Hugo de Pean, a Pedro
Gagnon y a Nancy Lotbiniére.
—¡Caramba! —dijo Pedro Colbert.
Al llegar a la cumbre jadeaba fatigadísimo. David sólo veía el amarillo resplandor
de los faroles de las calles. Siguieron adelante, dieron una vuelta, y ante los ojos de
David aparecieron las múltiples luces de un edilicio mucho más grande que el casón
de St. Denis.
—Ésa es la casa de vuestros amigos, señor —dijo Pedro Colbert señalando con el
dedo y dando a su voz un especial tono de cinismo—. Están de fiesta, fiesta
precursora del trabajo… y del juego. Hoy es lunes y se reúne el Consejo Superior.
Aquéllas son las luces de la Residencia de los Virreyes del Canadá y del palacio del
Gobernador. En este momento Duquesne estaba sentado a la mesa, con el Obispo a su
diestra y el Intendente a su izquierda. Después vienen los consejeros siguiendo el
orden de su nombramiento. Todos llevan sable, excepto el representante de Dios.
¿Pensáis visitarlos, amigo David?
—¡El castillo de San Luis! —exclamó David sin preocuparse del tono de
incredulidad que ofrecían las palabras de su interlocutor—. No, no quiero molestarlos
esta noche.
Pedro Colbert oyó como su inocente amigo suspiraba.
—¡Sois admirable! —exclamó—. Vuestra serenidad vale por la de diez hombres
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juntos del Richelieu. Venid; las Ursulinas están aquí bajo, muy cerca, y a mí me
guarda la cena en la calle de los Pobres, al pie de la estatua de San Juan Bautista. Os
invitaría, pero ¿qué efecto causaría mi humilde alojamiento a un amigo de los
gobernadores, intendentes y favoritos del Rey?
—Me complacería mucho acompañaros —sonrió David, comenzando a notar la
ironía con que hablaba Pedro Colbert.
—Entonces, ¿vendréis?
—Sí, para que bromeéis un rato con quien os parece un embustero.
—Me sois altamente simpático —afirmó Pedro Colbert—. Os aseguro que, por
muy lindos cuentos que conozcáis, ninguno podrá competir con los míos… He aquí,
señor mío, el convento de las Ursulinas, con sus ventanas cerradas y sus débiles
lucecitas, donde se aloja vuestra novia.
David sintió de pronto que la emoción le ahogaba.
—¿Y en qué parte está el colegio, señor? —preguntó—. ¿Podéis indicármelo?
—Sí. Ved aquellas luces que se apagarán antes de que el sereno de la segunda
vuelta… ¡Oh, un momento! ¿Quién viene allí, acompañado por dos personas con
linternas? También llega un carruaje. Acerquémonos. Mirad. Faldas y el centelleo de
una espada. Una linda voz. Ha de tratarse de una especial licencia de la Madre
Superiora, o de alguna travesura que se ha cometido en el claustro. ¡Quién sabe si
será una evasión!
La voz de Pedro Colbert se hizo más ronca. David dio un grito ahogado. Una de
las linternas había enfocado el carruaje y los dos amigos pudieron ver quién iba en el
interior.
—¡Es el señor Bigot, el Intendente de Nueva Francia! —exclamó Pedro—. Y con
él…
—Ana St. Denis —dijo David cuando el carruaje hubo pasado.
Su voz era serena, pero en su corazón sentía un peso y un frío insoportables.
—Señor, habéis sido muy amable y ello me anima a pediros otro favor, que os
pagaré algún día, si puedo. Acaso vaya esta misma noche al castillo de San Luis o al
palacio del Intendente, pero antes desearía me indicarais el camino que conduce, a la
casa de Nancy Lotbiniére.
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Capítulo XIII
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absolutamente? Acaso un permiso especial… Esto es lo que había insinuado Pedro
Colbert.
Se volvió a oír un retumbar de ruedas. El súbito rencor que se apoderó de él
cuando viera a Ana y a Bigot en el carruaje, aumentó ahora, al acercarse al vehículo,
que se había detenido. De la mano del cochero pendía una linterna. Bajaron dos
hombres produciendo un ruido de sables. Pero no vio a ninguna mujer.
Empuñó su fusil al oír el alto de un centinela de la puerta del palacio, y avanzó
arriesgadamente hasta que le cortó el paso el guardián.
—¿Dónde vas tan ligero atrevido mozo? ¿Y qué significa ése largo fusil a las
puertas mismas del palacio del Gobernador?
—Acabo de llegar del Richelieu y busco al Intendente Bigot. ¿Ha de venir?
—Acaso, pero yo no estoy aquí para que se me dirijan preguntas. Haced el favor
de retiraos.
—Si estuviera aquí y la señorita St. Denis le acompañará…
El centinela le interrumpió:
—Si el señor Bigot está acompañado por esa señorita, no la traerá al palacio en
una hora en que el Consejo Superior esté reunido. Por eso no ha asistido a la reunión
de esta noche. ¡En fin, buen provecho le haga! Ahora, continuad vuestro camino. Los
individuos sospechosos no pueden permanecer más de treinta segundos en esta
puerta.
David no experimentó el menor deseo de defenderse de la sospecha y el insulto.
Le dolía el corazón. La sangre le bullía en las venas. Vagó por la obscuridad y oyó, en
la Ciudad Alta, a los serenos que voceaban la hora séptima De nuevo pasó delante del
convento, y vio que sus luces estaban ya apagadas, como Pedro Colbert había
anunciado. Sus labios se contrajeron ferozmente. En su corazón se vigorizaba la
determinación que le había impulsado a preguntar a Pedro Colbert por el domicilio de
Nancy Lotbiniére.
Transcurridos unos minutos, estaba de regreso en la calle de San Luis. Comenzó a
contar las casas de la parte izquierda, y ante la décima se detuvo. Era un edificio alto,
de magnífico aspecto, que comenzaba por una regia escalinata. Una farola de hierro
forjado iluminaba la puerta y parte de la fachada. Las cortinas de las ventanas estaban
corridas, pero la luz brillaba a través de ellas. Oyó voces, y su corazón, de improviso,
saltó a impulsos de la esperanza. Eran voces juveniles y rientes como la de Ana, la de
Nancy y la de Luisa Charmette, y la de un hombre que las acompañaba. ¿Sería
posible que Ana se hallara allí?
Ascendió por la escalinata hasta que le bañó el resplandor de la farola. En este
momento se abrió la puerta y salieron por ella tres damas, seguidas de tres caballeros,
con trajes a propósito para defenderse del mal tiempo de la noche. La puerta se cerró
tras ellos antes de que vieran a David. Éste estaba extraordinariamente pálido bajo la
triste claridad del farol y permanecía tan rígido como en aquella ocasión en que
pisara el vestido de Luisa Charmette. Había visto que Ana no formaba parte del
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grupo. Además, reconoció en aquellos caballeros a los que se hallaban en la plaza de
las Victorias, y Nancy Lotbiniére apoyaba su mano en el brazo del capitán Juan
Talón.
La dama lanzó un grito, pero no de sorpresa ni estupor, sino de gozo, un grito que
llenó de calor el corazón de David. Dirigióse hacia él al punto, dejando a un lado al
capitán Juan Talón, y le saludó con la vehemencia y cordialidad con que había soñado
que le saludara Ana.
Tomó su fría mano entre las suyas, menudas y enguantadas, y tan fuerte y
calurosamente se la estrechó, que sus amigos quedaron asombrados, a excepción de
Juan Talón, cuya sombría faz se hizo más sombría aún al reconocer al individuo que
había insultado en la plaza de las Victorias.
—¡David! —gritó—. ¡David Rock! ¡Oh, vos, después de mi terrible sueño de la
noche pasada y de los lúgubres pensamientos que me han asaltado durante todo el
día! ¡Cuánto me complace que hayáis cumplido vuestra palabra! ¡Y pensar que si os
retrasáis un solo minuto ya no me habríais encontrado! Se volvió repentinamente a
sus amigos.
—Es David Rock, el teniente David Rock, de quien tanto os he hablado.
Uno tras otro, Nancy se los fue presentando, pero, de los cinco nombres, sólo
quedó grabado en la mente de David el de Juan Talón.
Fue éste quien dijo con un gesto de desdén que sólo David advirtió:
—¿El teniente Rock, decís? ¿De qué compañía?
—Eso es todavía un misterio entre nosotros —repuso Nancy por David—.
Capitán, habréis de excusarme esta noche. Tengo que atender al señor Rock y ardo en
deseos de oír las noticias que me traiga de mis amigos del Richelieu. En seguida me
ocuparé de vos, David. Os dispondré calor, alimento y tantas comodidades como
pueda.
El capitán Talón le maldijo con el pensamiento.
David se sintió íntimamente regocijado.
—Lamento que por mí hayáis de dejar al capitán Talón, Nancy —dijo con acerba
satisfacción al ver la ira que se reflejaba en los ojos de su enemigo.
—El capitán Talón no me necesita dijo con frivolidad, —y añadió volviéndose
hacia David, en el que fijó una alegre mirada—: Tenéis las manos tan frías como el
hielo, y estáis mojado y fatigado. Perdonadme que os haya tenido aquí tanto tiempo,
cuando lo que debí hacer fue llevaros al lado del fuego apenas os eché la vista
encima.
Y antes de que el joven pudiera responder, Nancy le arrastró hacia la puerta,
mientras formulaba las excusas finales. Al abrirse la puerta, David vio el odio
amenazador que se reflejaba, en los ojos del capitán. Cuando se cerró advirtió que
ante sus ojos había un paraíso.
La pesada puerta daba paso a un amplio vestíbulo y éste comunicaba con dos
habitaciones, en las que ardía un magnifico fuego. Una sensación de bienestar, tal
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como David lo soñara muchas veces, se apoderó de, él. Sin permitirle que se
detuviera Nancy le condujo a una de las caldeadas habitaciones, la cual era casi tan
grande como el salón del casón de St. Denis. Un rojo resplandor semejante al del sol
poniente, inundaba la estancia de suave luz, procedente de candelabros con pantallas
de seda. En la chimenea ardía un grueso tronco; bajo sus pies se extendían blandos
felpudos de los muros pendían grandes cuadros, cuyas imágenes le parecieron vivas
al entrar. Nancy Lotbiniére, con admirable tacto, dejó que David se acostumbrara a
aquel ambiente tan nuevo para él. Dio una voz mientras sus finos dedos manejaban
las correas del morral. Aparecieron dos criados negros Antes de que David lograra
respirar libremente ya se habían apoderado de su fusil, de su morral y de su gorra,
Nancy comenzó a darles instrucciones y acabó por colocar sobre los brazos de los
criados su propio sombrero, su abrigo y sus guantes. Después se plantó ante David,
tomando una de sus manos.
Jamás, ni aun aquel inolvidable atardecer en la Colina del Sol, en que tuvo a Ana
entre sus brazos, hablase sentido David tan subyugado por la belleza de una mujer. La
cabeza de Nancy era un halo de áureos rizos y sus ojos tenían un brillo tan
deslumbrante que el corazón de David latió con una emoción nueva al contemplarse
en ellos.
—David, me complace tanto que hayáis venido, que, si no fuera por Ana, os
besaría. Y acaso, lo haga… a menos que vos me, lo prohibáis…
Antes de que David pudiera formular la menor respuesta, Nancy se levantó sobre
la punta de los pies y le ofreció los labios, tan húmedos y dulces que el joven los
besó, y los hubiera besado aun sabiendo que con ello había de sobrevenirle la muerte.
—¡Me había prometido a mí misma, que conseguiría esto, David! —exclamó
apartándose de él con el rostro invadido por el rubor—. Lo he hecho a pesar de que
jamás ofrecí así mi boca a hombre alguno. ¿Os molesta que haya obrado así?
—No —repuso David, pensando en Bigot y en Ana.
Él mismo se sorprendió de la tranquilidad con que contemplaba los bellos ojos de
Nancy. Habló con calma, con verdadero aplomo y la dama advirtió en su rostro algo
que no había notado hasta entonces.
—David, tenéis algo que decirme. Acomodémonos aquí, e estas dos grandes
butacas, ante el fuego, mientras nos preparan la cena. Comenzad por vuestra madre,
el señor de St Denis, el Cazador Negro y, Fontbleu, el anciano molinero. No me
ocultéis nada de lo que adivino en el fondo de vuestro pensamiento. Estáis
contrariado a pesar del beso que os acabo de dar.
—¿Por qué me habéis besado? —preguntó David de pronto.
—Porque os quiero mucho, David.
Contemplaba fijamente el fuego con la barbilla apoyada en la palma de la mano, y
David no pudo ver la expresión de su semblante.
—¿No es que tenéis compasión de mí, porque soy un pobre palurdo como en
cierta ocasión dijo Luisa Charmette?
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—Sois el hombre más hombre que yo conozco, excepto uno —replicó Nancy
suavemente—. Ese uno es Pedro Joel, el Cazador Negro.
—¿Conocéis al Cazador Negro? preguntó David dando un salto.
—Amo a vuestra madre, y creo que también ella me ama a mí un poco. Ha sabido
ver en mi corazón como nadie ha visto jamás. Por eso os he besado. Os parecéis
mucho a vuestra madre… vuestra madre que se ha introducido en mi corazón, y
permanecerá de por vida. Me contó la historia del Cazador Negro, lo que fue cusa de
que sintiera hacia él una grande admiración por el mucho bien que os hizo y por lo
muy hombre que es.
David, henchido de una fuerte y selvática gratitud, experimentó el deseo de atraer
y oprimir aquella cara contra la suya.
—Sois diferente a Ana —manifestó—. Ella le teme y le detesta.
Se detuvo y alzó sus ojos hacia los de él, sorprendiéndolos enrojecidos por una
brillante llamarada.
—Pero, ahora que recuerdo… ¿No me contáis nada, David? Decídmelo todo sin
omitir un solo detalle, aunque ese detalle se refiera a mí misma.
El corazón de David, lo mismo que su cuerpo, ardían, No le resultaba difícil
hablar a Nancy, la cual le parecía, una vez alejada de los otros, un amigo de mucho
tiempo. Si tenía fama de coqueta, su afectuosidad y su sinceridad ocultaban este
defecto a los ojos de David. Si su belleza había sido causa de que se destacaran las
murmuraciones de sus rivales, él no daba crédito a tales chismes. No le importaba
que su mano hubiérase apoyado en el brazo de Juan Talón, y el cálido beso que le
diera no le inspiró ninguna idea suspicaz. Experimentaba la sensación de haber
alcanzado con ella un puerto de refugio, donde, además de ponerse a salvo de la
inclemencia de la noche, había hallado alivio para su corazón, fuerzas y esperanzas.
No comenzó por hablarle de su llegada ni de Ana, sino que, acatando los deseos
de Nancy, retrocedió hasta el bosque de Grondin. Sus ojos y su cara reflejaban las
emociones que sentía. La simpatía y la comprensión de Nancy le inspiraban una
dicha tal, que el contratiempo experimentado poco antes parecíale ahora desprovisto
de importancia. Nancy le había inspirado confianza, levantando sus ánimos y
devolviéndole la fe que perdiera al ver a Ana y a Bigot en el carruaje. La charla de
David fue interrumpida por la dama, la cual se fue en busca de una carta que habíale
escrito María Rock. La carta decía:
Confío en que vos, que tan bien conocéis Quebec, guardéis a mi hijo,
cuidando de que nada malo le ocurra. Sois mayor que Ana, y ésta, además, está
muy sujeta en el convento. Nadie, pues, como vos para cuidar de mi David. Que
Dios os lo pague.
—Por lo tanto, David, me pertenecéis —dijo Nancy—. Yo, como Ana, no conocí
a mi madre. Sin embargo, voy a serlo vuestra, ayudada por Pedro Gagnon.
Señor don David Rock: Os escribo estas breves y precipitadas líneas, para
informaros del placer que me proporciona el saber que estáis pasando una
velada en casa de mi amiga la señorita Nancy Lotbiniére. Si alguna vez se os
Y la carta estaba secamente firmada con el nombre de «Señorita Ana, St. Denis».
David se desplomó en una silla. Durante unos instantes no pudo ver nada, todo le
parecía oscuro e impreciso manchón. De la realidad no tenía más noción que la que le
enviaba el dulce y claro canto de Nancy.
De pronto, el férreo aldabón se dejó oír nuevamente.
LO que sucedió en los dos o tres minutos siguientes, fue algo que a David le
pareció envuelto en una niebla. Sintió éste como si hubiera recibido un golpe que le
dejara aturdido pero sin dañarle físicamente. La carta, su alarmante evidencia de que
Ana le había visto besar a Nancy Lotbiniére, la rápida convicción de lo que ello
significaba, la tremenda deslealtad que el acto en si representaba, todo ello se
acumuló sobre él dejándole paralizado e insensible a cuanto le rodeaba.
Habíase desplomado en una silla que había frente a la puerta y se dio cuenta de
que, un criado negro la abrió y Nancy entraba terminando de cantar repentinamente.
Le pareció que vivía en plena pantomima. No le sorprendió que fuera Pedro Gagnon
el que había llamado, ni pareció advertir que Pedro daba muestras de agitación y
prisa. Tan silenciosa y quietamente estaba sentado, estrujando en sus manos la
descorazonadora carta de Ana, que Pedro no le vio.
Nancy, que había entrado en la habitación con el mismo alegre gesto con que
saludara a David, quedó suspensa ante la aparición, de Pedro.
Pedro había llegado corriendo. Su respiración era jadeante. Con su casaca mal
abrochada y sin corbata, sus ojos llameaban con una desesperación que estaba muy
de acuerdo con su negligencia en el vestir.
Se encaró con Nancy.
—¿Dónde está David? —demandó.
David se levantó de su silla cuando Nancy, indicó su presencia. Pedro se acercó a
él con los ojos relucientes todavía. Vio la carta que David estrujaba entre sus manos
y, con un gesto que nada tenía de amistoso, le entregó otro papel idéntico al que
David había recibido de Ana hacía poco.
—Leed esto.
Contenía solamente tres líneas dirigidas al mismo Pedro. David leyó:
A David se le cayó el papel de los dedos. ¡Ana se moría! Su sangre se heló. Pedro
volvió a apoderarse del papel y de la carta primera, que David conservaba aún en sus
manos, y se los arrojó a Nancy.
Ésta leyó primero la carta que iba dirigida a David Rock y luego la de Pedro, Y el
forastero quedó aterrado al oír que la dama lanzaba una aguda y alegre risita.
—¿De qué se muere, Pedro? —preguntó Nancy.
LA carta era breve. Le llamaba querido David y tenía un final afectuoso, pero
entre líneas se advertía cierta falta de calor y espontaneidad. No era la Ana de
siempre la que había escrito aquella misiva. Le decía que había lado enferma. No
podía verle hasta que estuviera mejor, pero entre tanto no cesaría un instante de
pensar en él. Suponía que el mensajero le habría entregado su nombramiento y que
estaría muy adelantado en la instrucción militar. Todas las noches, antes de acostarse,
rezaba por él y confiaba en que Dios oiría sus oraciones.
David pareció perder la sensación de dolorosa emoción que le embargaba. La
carta le hirió, pero su espíritu se hallaba tan embotado que soportó la estocada con
una pasividad que rayaba en el estoicismo. Su corazón se detuvo un instante, algo
oprimió su garganta, nubláronse sus ojos y tuvo un momento de pasajera angustia.
Sin embargo, ni aun el agudo Bigot habría percibido esto, Contestó la carta con
serenidad y ternura, sin inclinarse demasiado hacia un sentimiento ni hacia otro. No
pidió tampoco a Ana una pronta entrevista, sino que se limitó a manifestarle cuán
desdichado sería hasta que ella volviera a escribirle. Le refirió algo de Pedro y de las
lecciones suyas con Robineau. Con igual indiferencia le manifestó que había estado
una tarde con el señor Lotbiniére, al cual profesaba profunda gratitud por el interés
que le demostraba.
A raíz de esto, se entregó a sus diarias tareas con feroz anhelo. En toda la semana
siguiente no recibió más que una nota de Ana, la cual manifestaba la dificultad con
que iba recobrando las fuerzas. Durante esta semana, sus progresos asombraron a
Robineau, el cual dio a Bigot los debidos informes. Fue una semana en que se
desbordó la protección del Intendente. Tres veces estuvo David en palacio con Cadet,
De Pean y sus demás camaradas. El sastre le envió los uniformes y llegó a
acostumbrarse a llevarlos. Un destello de orgullo profesional fulguró en los ojos de
Robineau cuando David se vistió de militar por primera vez.
Crecía el interés que Bigot dedicaba a David. Personalmente le presentó al
Gobernador y le hizo trabar conocimiento con los consejeros que se hallaban en el
castillo de San Luis. En otra ocasión en que se reunió el Consejo, en conferencia
especial, hizo comparecer a David para dar una información acerca de los países
salvajes y particularmente sobre las regiones del Richelieu. Ya de un modo u otro,
hizo que David se convenciera de que pies taba servicios que compensaban al
Intendente de la protección que otorgaba. Durante la celebración de otro consejo
Salve a David, y si no puede hacerlo, que Dios le proteja, pues los mandatos
del Rey, de la ley y del pueblo mismo, son más fuertes que yo. Hago todo lo
posible por evitar catástrofe; pero, ¿cómo podré luchar con la presencia del
He hallado un camino para ti —le decía—. ¡Oh David mío! He hallado para
ti un camino que mi corazón debió descubrir antes».
De los labios de Ana brotó en respuesta un ahogado grito. El aviso había sido
lanzado debajo de su misma ventana y sus palabras llenaron el ambiente de la noche
con un tono poderoso y triunfal.
El sereno se fue, pero su voz volvía a sonar y penetraba por la ventana horadando
el corazón de la desdichada joven.
Encendió una bujía, y a la luz de ella su faz pareció tan blanca como la de aquella
bendita Madre María cuyo retrato pendía en la pared. La vida parecía haberse
escapado de su cuerpo dejando tan sólo un vestigio de ella en los cabellos y en los
ojos. Sin apresurarse, mecánicamente, comenzó a vestirse para salir. Aún aguardó un
momento junto a la ventana.
No es que reflexionara ni razonara. Lo que la poseía era algo más fuerte que su
razón y su pensamiento. A buen seguro que interiormente estaba más fría que la
muerte misma.
Pronto volvería a oírse el terrible grito del sereno. Pero antes…
Aguardó hasta escuchar las pisadas que se percibían en el extremo del patio, pero
abrió la puerta antes de que la llamaran. La Madre Superiora y la hermana Ester se
hallaban en el umbral. Ambas mostraron su sorpresa al verla vestida, y ella trató de
sonreír, como si quisiera dar a entender que adivinaba el motivo de aquella visita.
En los rostros de las monjas, no alterados jamás ni por las mayores catástrofes, se
HACIA fines del mes de marzo de 1755, aquel cambio que había ido
operándose lentamente en Nueva Francia y que al fin había de determinar la
podredumbre de los cimientos de la nación, se hacía sentir ya en Quebec.
Ya hacía algún tiempo que flotaba un ambiente de intranquilidad e incertidumbre
en aquellos lugares, a pesar de los aparentes éxitos de las armas y de la diplomacia
francesa. El pueblo, aquellos sesenta mil hombres y mujeres que poblaban aquellos
dominios, comenzaban a perder la seguridad y el valor. La guerra no había sido
declarada todavía. Mirepoix, el embajador francés en Londres, empleaba el tiempo en
enseñar a bailar a los ingleses, y lord Albemarle, el embajador inglés en Versalles,
correspondía enseñando a los franceses el juego del whist. Madame Pompadour
habíase elevado al más alto poder y era no sólo la amante del Rey, sino también su
celestina y una especie de primer ministro femenino.
En aquel mes de marzo de 1755, las Cortes de ambas naciones se sonreían,
comían, bebían y se cortejaban mutuamente. Sin embargo, el general Braddock había
llegado ya a las colonias con los regimientos números cuarenta y cuatro y cuarenta y
ocho para atacar a los franceses, y el barón Dieskau tenía ya dispuestos dieciocho
barcos de guerra y seis batallones, tres mil franceses en total, los cuales le seguían a
través del Atlántico para medirse con él en las soledades de las selvas americanas,
teatro futuro de una terrible guerra.
Tal era la situación del país el día en que Ana Saint Denis, condolida y maltrecha,
dejó a David en la celda del palacio de Bigot… ¡Grotesco espectáculo en aquellas
dos, grandes naciones, las dos más grandes de Europa, que bailaban y jugaban al
whist como amigos entrañables, mientras sus ejércitos y flotas respectivas se
preparaban para abalanzarse unos contra otros!
Aún habían de transcurrir trece meses para que estos jugadores se quitasen las
máscaras y se declarasen la guerra… Trece meses durante los cuales los ejércitos
habían de ser aniquilados y arruinadas las colonias, mientras Mirepoix acariciaba los
rizos de su sirvienta favorita y Albemarle hacía sus conquistas con su gracia peculiar
en Versalles. Las colonias inglesas, con su millón y medio de combatientes, podían
mantener esas diversiones; pero Nueva Francia, que tenía menos de cien mil,
incluidos los aliados indios, no lo podía en modo alguno. Albemarle, jugando al whist
en Versalles, había ganado la guerra antes de que empezara; y Mirepoix, debido al
hechizo de unas suaves guedejas, de dos preciosos ojos y de una boca bermeja, había
perdido la partida.
Las gentes de Nueva Francia, forjadas en el molde de la guerra y tan amantes de
EL mundo podía haber cambiado otra vez para David si él hubiera querido.
Cuando la puerta de la ciudad se cerró tras él separándole de la muchedumbre, vio
que el doctor Coué le aguardaba. Había otros varios en compañía suya, pero David no
los conocía. Aceptó su presencia con indiferencia y frialdad. Poco después su
lacerada espalda fue vendada por el pequeño cirujano que con el señor Lotbiniére
representara ante Pedro la comedia del desafío. Habían concluido para David las
acerbas emociones. Experimentaba tan sólo un triste dolor. Tan aturdido estaba, que
no se dio cuenta de la significación de la inesperada escena que se desarrolló en la
plaza. No se sentía más ligado a Ana que cuando se separara de ella en la celda de la
prisión, y el acto de la joven no le había inspirado esperanza, disgusto ni contento.
Tan sólo había experimentado por unos segundos una inmensa satisfacción de que
Dios hubiese respondido a su plegaria haciendo que Ana viera cómo le azotaban en la
trasera de la carreta.
Una emoción semejante le había embargado ahora. No era la primera vez que el
pequeño cirujano presenciaba este embotamiento de los sentidos en el cuerpo de un
hombre fuerte para la lucha, embotamiento que en un espíritu más débil habría
producido un colapso físico. Realizó su trabajo tranquila y afablemente, con la
destreza que le daba su práctica. Empleó en su labor parte de una hora y hasta que no
hubo concluido no dio instrucción alguna. David debía permanecer allí hasta que los
amigos fueran a visitarle. El señor y la señorita Lotbiniére irían por él a las cuatro y
procurarían que su viaje a lo largo del río fuera cómodo. La señorita se preparaba
para acompañarle hasta su propia casa del Richelieu.
Esta alusión a los planes de Nancy ocasionó en David la primera inquietud. Fue
una impresión desagradable. No demostró al doctor que deseaba que se marchara,
pero tan pronto estuvo solo comenzó a actuar. Todo lo suyo había sido transportado a
aquella casita que, en aquel momento, sólo estaba habitada por él. Vio que las cosas
más necesarias estaban en un paquete. Puso además en él alguna ropa de abrigo,
cogió el frasco de pólvora y una bolsa de balas, se apoderó de su viejo fusil y buscó la
salida trasera de la casa. Se movía agitadamente mientras en su corazón tomaba
cuerpo la imagen de Nancy, la cual había sido la primera en procurarle un consuelo
después de ser azotado. ¿Por qué era ella y no Ana la que había hecho todo esto? Era
Nancy la que se había acordado de él, no olvidándose en llevarle las cosas más
necesarias, las que llevaba consigo cuando llegó a Quebec. La bendijo. Pero no la
quería ver. Su único anhelo era irse… Irse solo; incluso el Cazador Negro y Pedro le
habrían molestado. Ansiaba encontrarse en los bosques, en aquellas selvas donde no
La furia de Pedro habíase apaciguado ya y con tal calma miraba el asunto, que
David halló en él una columna de apoyo y no una tribulación.
—Somos como hermanos —dijo llevándose una mano al corazón—. Ambos
hemos sido vencidos y ambos vamos a vencer. Me alegro de que hayas huido de
Quebec antes de que Nancy pudiera acompañarte, pues no quiero verla hasta después
de haber pasado una prueba más grande que la del endurecimiento de mis músculos y
la instrucción de un grupo de hombres. Cuando me enfrente con ella otra vez, quiero
poseer una fuerza nacida de la experiencia y no de los deseos. Para entonces confío
hallar a la antigua Ana aguardándote en el señorío de St. Denis.
con el otro del mismo nombre situado al borde del San Lorenzo, más abajo de
Quebec, ahora conocido por Saint Denis Bay. <<
colonias inglesas y americanas, ha sido llamado de diferentes formas: San Juan, San
Luis, Chambly y Sorel. <<
efectos de madama de Longueuil fue hallada una carta escrita por la Madre María
Boucher. «De las jóvenes ninfas de nuestro colegio —escribe la Madre María—, Ana
St. Denis es la reina. Cuando la miro no puedo menos de pensar en la felicidad de los
ángeles, a pesar de que su corazón y su pensamiento arden de vida y juventud.
Desearla que jamás llegara el momento de cumplir con el deber de cortar su
espléndida cabellera, que es su orgullo y también el nuestro. Estoy segura de que mis
ojos se llenarían de lágrimas, pues Ana me ha demostrado perversamente que su
belleza es tal, que modificarla sería una profanación. Agosto 1753. <<
batido y capturado por los franceses en Fuerte Indigencia en el año 1754. Ello
constituyó un verdadero desastre para los ingleses, pues, al año siguiente, todas las
tribus occidentales esgrimían sus escalpelos en favor de Francia. <<
1759 hizo perder a Francia para siempre, su espléndldo imperio en el Nuevo Mundo.
<<
otro marqués Vaudreuil anterior, que fue también Gobernador de Nueva Francia en
1705. <<
del punto donde el Puente Dorchester deja hoy Paso al río San Carlos. <<
discutían y planeaban los actos más corrompidos, tanto morales como políticos, los
cuales habían de acarrear la ruina de la nación. <<
rompan las piernas, los fémures, y la columna vertebral sobre el cadalso que será
erigido para este fin en la plaza mercado de la ciudad, y a que luego le sea abierto el
vientre, mientras permanezca con la cara vuelta hacía el Cielo, para dejarle así
morir». De la sentencia de muerte de Juan Bautista Gover, ejecutado en Montreal el
día 6 de junio de 1752, por orden del Procurador de Su Majestad. <<
un tono nebuloso y sombrío. El Cazador Negro desapareció del señorío de St. Denis y
desapareció del mundo. David no le volvió a ver. Pero en el año 1772, un extranjero
que habíase retirado del mundo, al morir en el valle de Juanita, declaró ser el Cazador
Negro, y fue enterrado al pie de la montaña que lleva su nombre. <<