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Psicosociales Cap 5

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Capítulo V. Influencia, conformidad y obediencia.

Las
paradojas del individuo social

Joel Feliu i Samuel-Lajeunesse

Introducción

En este capítulo encontrará más elementos que le


permitirán cuestionar algunas asunciones que el sentido
común y la psicología han hecho durante el siglo XX. El
hecho de saber que los procesos psicológicos habitualmente
considerados básicos y solamente biológicos o individuales
son creados socialmente y determinados por relaciones de
poder es esencial para comprender la organización de
nuestra sociedad, para entender algunas de sus maravillas,
pero también, y sobre todo, algunas de sus injusticias. El
tema de la influencia es precisamente uno de estos temas,
en el cual las explicaciones posibles oscilan entre una
explicación psicologista –pensar la influencia como una
interacción entre personas con características especiales de
personalidad (el influenciador y el influenciable)– y una
explicación social –la influencia es un proceso que tiene
lugar en una situación de características especiales,
independientemente de las características de las personas
que están presentes.

Aunque la psicología social en conjunto haya apostado por


una explicación que pone énfasis en las características de la
situación, esto no hace que el panorama sea nítido. Las
tensiones entre los diferentes puntos de vista que la
configuran hacen que sea necesario entender bien el
contexto en el que se plantean algunos de los experimentos
y de las teorías que veremos en este capítulo. Por ejemplo,
no es lo mismo pensar en la influencia desde la metáfora
del barniz o la plastilina (desde la noción de impacto de los
factores sociales sobre un individuo preexistente) que desde
la inextricabilidad de lo psicológico y lo social. No es lo
mismo intentar comprender los fenómenos de influencia
social desde la idea de que la psicología social es el estudio
de cómo la presencia real o imaginaria de otras personas
afecta a la conducta del individuo que desde la idea de que
la psicología social estudia los procesos de creación, cambio
y mantenimiento de la realidad (individuos incluidos).
La construcción social de los individuos

Que vivimos en una sociedad individualista es un tópico como tantos otros. Si


hablamos desde el sentido común, hay quien dice que hay sociedades más
individualistas que otras, y lo que entendemos todos es que se quiere decir que
hay sociedades en las que los individuos son más egoístas que en otras, que se
preocupan más por su beneficio que por el bienestar de los otros. Esto hace que
sea posible asistir a discusiones de café eternas sobre si ahora somos más
individualistas que antes, o si en Estados Unidos son más individualistas que
aquí. Sea como sea, el hecho es que vivimos en una sociedad individualista,
pero no en el sentido que mencionábamos hasta ahora, sino en el sentido, más
analítico, de afirmar que vivimos en una sociedad formada por individuos. Esto
puede sonar como el descubrimiento de la sopa de ajo, pero no lo es. A pesar de
lo que nos pueda parecer, no sólo no todas las sociedades humanas están o han
sido formadas por individuos, sino que además los individuos tienen una
existencia limitada en el tiempo en los últimos doscientos o trescientos años.
Pero el hecho de que no todo el mundo tenga claro que la existencia de
individuos es un fenómeno histórico y cultural hace que sea importante insistir
en ello.

Por estas razones, este capítulo constituye un recorrido


histórico, organizado temáticamente, de los diferentes
planteamientos que el estudio de la influencia social ha
provocado. Un recorrido que permite pasar de entender la
influencia como un proceso negativo que pisa al individuo y
coarta su libertad a ver la influencia como inevitable, como
el proceso necesario para devenir humanos.
Otras tensiones recorren todo el capítulo. Para empezar, una
tensión teórica: la fractura entre psicología social
psicológica (PSP) y psicología social sociológica (PSS). Es
una fractura teórica y metodológica que no tenemos que
olvidar, ya que gran parte de los estudios que
presentaremos son estudios generados desde la PSP,
aunque no únicamente. Entender bien los estudios que se
encuentran descritos en el capítulo pasa por entender en
qué marco teórico surgen. En general, todos los estudios
que se encontrarán están inspirados por la psicología de la
Gestalt, que dará lugar posteriormente a la psicología
cognitivista. Pero si explicamos todo esto es porque en
realidad el capítulo está escrito desde el punto de vista de
la psicología social construccionista (PSC) y eso podría
contribuir a generar algunas confusiones. La razón es que
visto desde ahora las explicaciones de los mismos autores
de los primeros estudios son incompletas, entre otras
razones por la omisión del papel de los factores históricos y
culturales, una característica habitual de la PSP. En este
capítulo realizaremos una tarea de reinterpretación de esos
trabajos para ofrecer una visión de conjunto del problema y
alejarnos de explicaciones causales simplistas para
ofreceros herramientas de comprensión, no sólo de los
fenómenos en sí, sino también de los estudios que los
trataron en su momento.

También hay una tensión política. No es lo mismo pensar


que la humanidad puede cambiar su destino que pensar que
es inevitable que las cosas sean como son. La fractura entre
progresismo y conservadurismo también divide la
psicología: los conservadores prefieren explicaciones que
legitimen su posición en la sociedad y que garanticen que
las cosas seguirán igual toda la vida y, en cambio, el
progresismo busca maneras de entender la realidad que
justifiquen que ésta se puede cambiar en beneficio de
nuevas formas de organización social. Fijaos que aunque
queramos ofrecer un tratamiento científico a estas
cuestiones no podemos escapar de los efectos que
provocan nuestras explicaciones (recordad la noción de
enlightenment presentada en el capítulo I). Por esta razón
no es indiferente, por ejemplo, explicar que las personas
obedecemos a las autoridades por naturaleza, porque las
personas somos así, que encontrar una explicación basada
en los factores históricos y culturales que las regulan.

Finalmente hay una tensión de orden moral; si bien todas lo


son, en este caso es especialmente importante la dimensión
moral y ética del asunto. Desde el comienzo de su
existencia la psicología social se había preocupado por la
manipulación de unas personas por parte de otras, primero
bajo el nombre de sugestión y después de influencia. Desde
la hipnosis y los estudios de masas y continuando con los
rumores y la propaganda. Pero después de la Segunda
Guerra Mundial el problema pasa a ser especialmente
punzante: ¿cómo se podía explicar que miles de personas se
dedicaran al exterminio sistemático de millones de otras
personas? Los estudios sobre influencia social parten sobre
todo de esta última tensión.

En este punto de la obra ya hemos oído hablar de la


psicología social como disciplina, de cómo se han
transformado sus preocupaciones iniciales y sus diferentes
definiciones; hemos presentado también algunas temáticas
importantes desde el punto de vista de la psicología social,
por ejemplo, cómo podemos pensar la identidad de las
personas, el origen y el papel de nuestras actitudes a la
hora de enfrentarnos al mundo que nos rodea o el papel del
lenguaje. En este capítulo reanudaremos lo que hemos leído
hasta ahora para aplicarlo a uno de los temas estrella de la
disciplina: la influencia social, también llamada influencia
interpersonal.
Pero antes de presentar esta noción, hay que redefinir otra
vez qué es la psicología social, y no será ésta la última vez;
hasta ahora, aparte de lo que hemos explicado en el primer
capítulo, también habéis podido imaginaros la psicología
social como una psicología de las relaciones
interpersonales, como una psicología de los grupos, como
una psicología de la identidad social o, incluso, como una
psicología de las creencias y opiniones; ahora nos interesa
que imaginéis la psicología social como una psicología de
las situaciones.
La psicología de las situaciones

A priori puede parecer extraño que las situaciones puedan tener una
“psicología”, por eso pensemos en el ejemplo siguiente: nuestro día a día
consiste en hacer una serie de acciones consecutivas y pasar de una a la otra
sin cesar. Nos levantamos, nos duchamos, almorzamos, nos trasladamos,
trabajamos, comemos, militamos, cantamos, leemos, cenamos, vemos la
televisión, dormimos, etc. Estas acciones no tienen lugar en el vacío sino que,
como puede intuir fácilmente mediante las imágenes que le han venido a la
cabeza mientras las leía, tienen un contexto, forman parte de alguna de las
situaciones posibles con las que nos enfrentamos cada día. Es importante
retener este concepto de situación y entender que va más allá del contexto
físico y que también incluye el contexto social –es decir, lo que las acciones
significan para nosotros y para las otras personas. Por ejemplo, la presencia
física de una mesa forma parte de determinadas situaciones laborales, pero
también el significado de mesa y las normas que regulan qué se tiene que hacer
en una mesa y qué no se tiene que hacer. Por lo tanto, los diversos usos y
costumbres de las relaciones entre personas y mesas forman parte de la
situación y de su definición.

Con el fin de ejecutar cada una de las acciones que puede


requerir una situación dada, en primer lugar, hace falta que
la interpretemos, que la enmarquemos en un contexto más
amplio y la dotemos de una serie de significados. Hacer
esto se llama definir la situación. Una vez la situación está
definida, nos podemos mover con gran comodidad y hacer
todo lo que se espera de nosotros (y que nosotros también
esperamos de nosotros mismos) sin muchas dificultades.
Obviamente estas definiciones no nos las inventamos
nosotros solos, sino que las compartimos con las otras
personas que se encuentran con nosotros en cada situación,
de manera que no somos nosotros quienes definimos la
situación, sino que la definición –el sentido que para
nosotros tiene una situación– es siempre el producto de una
negociación con otras personas. Lo que en última instancia
determina la conducta final de una persona, contrariamente
a lo que habitualmente pensamos, no es lo que esta
persona en términos individuales crea o deje de creer que
tiene que hacer o que está bien hacer, sino la definición de
la situación de la que parte. La noción de influencia
interpersonal o social se refiere precisamente a los
diferentes procesos implicados en la creación de estas
definiciones.

Una psicología de las situaciones tiene que poder entender


no sólo cómo se genera una determinada situación sino que
tiene que poder explicar por qué esta definición es capaz de
sobreponerse a las opiniones y creencias diferentes que
puedan tener las personas implicadas en la situación, de
manera que éstas pronto adquieran un sentido de lo que es
correcto o incorrecto de hacer, decir o pensar en aquella
situación. Por lo tanto, la definición de una situación
conlleva una moral, un sentido de lo que está bien y de lo
que está mal o de lo que es adecuado y de lo que no, y
también un sentido de las acciones pertinentes y de las
habilidades requeridas para efectuarlas en un contexto
determinado.
Un ejemplo relativamente intranscendente es cómo se define una situación de
transporte en autobús y cómo sabemos qué podemos hacer y qué no podemos
hacer en un autobús, pero podemos aplicar el mismo concepto para entender
cómo se genera una situación de violencia doméstica o la masacre de un grupo
de civiles en una guerra.
A pesar de que esta visión interaccionista de lo que son las
relaciones interpersonales y de las situaciones en las que se
desarrollan deja un gran espacio a la agencia individual, ya
que el resultado de la negociación dependerá de la
implicación de la persona en ésta, no se debe perder de
vista el hecho de que tanto las relaciones como las
situaciones, como incluso las propias personas que
participan en ellas, son creaciones históricas situadas en
una época y en un territorio concretos. Son creaciones
culturales y sociales insertadas en relaciones de poder que
limitan (y también permiten, claro está) las definiciones
posibles. Éste es el reajuste que propone la psicología social
constructivista al interaccionismo simbólico (IS).

A estas alturas de la obra ya debe haber caído en la cuenta


de que la noción de individuo de sentido común, la que
habitualmente utilizamos para interpretar y juzgar las
acciones de las otras personas, ha cambiado. Si se tiene
claro que lo social y lo psicológico son inextricables y que,
por lo tanto, individuo y sociedad no son dos fenómenos
separables sino como mucho las dos caras de una misma
moneda, si se tiene claro que la identidad mediante la que
el individuo se piensa a sí mismo no es fija ni inmutable,
sino múltiple y emergente en las diferentes situaciones, si
se tiene claro que las opiniones que las personas
expresamos no son privadas, inventos particulares de cada
uno de nosotros sino discursos ideológicos que circulan en
las diferentes interacciones, entonces será fácil entender
que las acciones que hacemos cada día son sobre todo un
producto de la influencia social.

Imagine por un momento que está en Barcelona, o en


cualquier ciudad con servicio de transporte público, y que
quiere coger el autobús número 9. Llega a la parada y hay
tres personas más esperando. Es culturalmente lógico
pensar que estas personas van delante de usted, pero no
sabe si en realidad hay una cola o no la hay. Según cómo se
ponga, a qué distancia, en qué ángulo y en qué dirección,
generará la impresión de que hay una cola o de que no la
hay. Quizás esta primera distribución de las personas es
más o menos azarosa, pero si su presencia provoca el
efecto de que hay una línea de personas, la persona
siguiente que llegue a la parada interpretará que hay una
cola y se pondrá detrás de usted. Acaba de asistir al
nacimiento de una norma social en una situación específica,
proceso que se llama en psicología social normalización. Las
normas sociales son el primer ámbito en el que
estudiaremos la influencia social: estudiaremos qué son,
cómo se crean y cuál es su papel en la conformación de las
conductas individuales.

Curiosidad
En Barcelona, no se acostumbra a hacer cola en las paradas de autobús, de
manera que el orden de subida al autobús es una interacción compleja de
factores aleatorios (delante de quien ha quedado la puerta) y cívicos (si hay
gente mayor o impedida esperando). En cambio, estos factores no tienen
ninguna importancia en las paradas de origen de las líneas de autobús, ya que
en éstas la norma es hacer cola independientemente de los problemas de
movilidad de los diferentes usuarios.

Ser un cerdo no es una condición especialmente agradable


en nuestra sociedad, especialmente si uno espera vivir
muchos años. Sin embargo..., ¿de qué estamos hablando?
¿De una persona o de un animal? Bien, de hecho de ambas
cosas. Hacen falta pocas interacciones desagradables entre
dos personas para que una acabe convencida de que la otra
es un cerdo. No es fácil separar percepción y pensamiento,
así que es muy probable que de ahora en adelante la
persona-cerdo adquiera para la otra persona algunas de las
características de este animal. Poco a poco nuestro
pensamiento se convierte en percepción y aquello que
había empezado siendo un insulto acaba adquiriendo tonos
de objetividad. Las sucesivas interacciones que tenemos
con una persona (incluso con nosotros mismos) van
encaminadas a confirmar nuestras impresiones, así que una
persona que ha tenido un comportamiento frío en una
situación concreta tiene grandes probabilidades de provocar
que consideremos que es una persona fría. Si esto pasa con
las personas, ahora imaginaos lo que puede pasar con los
objetos, los cuales no se pueden defender de nuestras
interpretaciones.

Un cerdo, ahora el animal, no es mucho más que el conjunto


de interpretaciones que hacen de él las diferentes personas
que lo perciben. Un carnicero no ve lo mismo que un
campesino, el cual no ve lo mismo que una persona de
ciudad, el cual no ve lo mismo que un musulmán, el cual no
ve lo mismo que un zoólogo, etc. Por otro lado, un biólogo
musulmán cuyo padre tenía una carnicería lo vería de
maneras diferentes según la situación. Por lo tanto, la
relación entre la situación y lo que percibimos será el
motivo del punto que llamaremos factores sociales en la
percepción.

Ejemplo
Recordad que Jerome Bruner mostró cómo en niños y niñas de ocho a diez años
la percepción del tamaño de unas circunferencias variaba según si eran de
cartón o bien si eran monedas. Las monedas valían más y, por lo tanto, “eran”
más grandes.

¿No habéis tenido nunca la sensación de que era mejor


callar que predicar en el desierto? ¿Que es mejor no decir
nada antes que ponerse en evidencia delante de todos?
Muy a menudo preferimos no expresar nuestra opinión
sobre un tema si pensamos que la gente que nos rodea no
está de acuerdo. Ahora bien, con esta actitud lo que
hacemos es contribuir a la idea de que la opinión
mayoritaria es una sola y que no hay divergencias. Si
alguna otra persona piensa diferente probablemente
tampoco expresará su creencia si nosotros no lo hemos
hecho, ya que pensará que es la única persona que no
piensa como el resto, hasta el punto de que todos
acabamos creyendo que vivimos rodeados por un atajo de
conformistas. El estudio de las condiciones y los efectos de
este fenómeno se agrupa bajo el título de influencia de la
mayoría o conformidad. Con el fin de no ser vistos como
diferentes o de salvar una relación personal somos incluso
capaces de decir lo contrario de lo que pensamos. Y si no,
recuerde qué hizo la última vez que su pareja le dijo que el
camino más corto para ir a los cines Dorado Multiplex es
desde siempre por la calle Mayor, precisamente cuando
iban a ver aquella película que gustó tanto a todos sus
amigos menos a usted.
Habitualmente pensamos que hay personas más conformistas que otras, y que
si se tiene una personalidad fuerte no se es conformista. Esta creencia del
sentido común no tiene en cuenta que hay situaciones en las que somos
conformistas y situaciones en las que no lo somos.

La humanidad tiene cosas admirables y otras patéticas. Los


dos últimos puntos del capítulo tratan un aspecto admirable
y otro patético de la naturaleza humana. Empecemos por el
admirable: es de destacar que en los últimos años las cosas
han cambiado y para bien. Hay un gran consenso en torno a
la necesidad de cuidar del medio ambiente y, aunque sea
con algunos sustos, la mujer adquiere lentamente los
mismos derechos que el hombre. Estos dos fenómenos
generan situaciones que eran impensables hace pocos
años: empresarios detenidos por contaminar ríos, hombres
que cuidan de bebés y mujeres que presiden parlamentos.
Aunque sean anecdóticos, la diferencia es que antes no
eran posibles ni siquiera anecdóticamente. Pero el proceso
que ha permitido llegar a este punto, y que todavía
continúa, ha sido largo y difícil y ha implicado el esfuerzo
personal de mucha gente y la organización de centenares
de colectivos de todas partes; y, a pesar de la magnitud de
los cambios que ha habido, han sido una minoría las
personas que han buscado los cambios activamente y que,
en definitiva, los han provocado. El proceso mediante el cual
una minoría puede provocar cambio social y puede generar
un cambio de actitudes, opiniones, creencias y discursos y,
subsiguientemente, algunos cambios en el comportamiento,
se estudia bajo el nombre de influencia de la minoría o
innovación.
En los últimos años en el Estado español han muerto una media de sesenta
mujeres cada año en manos de sus compañeros masculinos. Las denuncias por
maltrato rondan las veinte mil anuales y se sospecha que sólo son la punta del
iceberg. De momento, el cambio social sólo se nota en el hecho de que estas
cifras nos provocan horror, quizás algún día, siempre y cuando haya quien
continúe luchando activamente, dejarán de existir.

Bien, y ahora el lado patético. Quien más quien menos cree


que la obediencia es necesaria para el buen funcionamiento
de la sociedad. ¿Sobreviviría una empresa en el libre
mercado sin la obediencia de sus trabajadores? ¿Sería
posible la escolarización masiva de la población infantil y
juvenil sin que estas criaturas obedecieran? ¿Cómo se lo
haría la policía para reprimir una manifestación si la
obediencia no fuera un valor? Bajo el espantajo de la
funcionalidad y la eficacia no dudamos en creer que la
obediencia es un mal necesario en una sociedad que no se
sostendría si todo el mundo hiciera lo que quisiera. Aunque
también pensamos que la obediencia no tiene que ser
ciega, y que unos ciudadanos con espíritu crítico podrían
asumir perfectamente que la obediencia es necesaria pero
sólo hasta cierto punto. ¿Pero cuál es este punto?

¿Cuáles son los límites de la obediencia? El último punto del


capítulo va dirigido a profundizar en la comprensión del
origen, el mantenimiento y las consecuencias de los
procesos de obediencia a la autoridad en nuestra sociedad.

Recordad
A causa de la noción de obediencia debida, miles de soldados se han ahorrado a
lo largo de este siglo responder de los crímenes que habían cometido con sus
propias manos.

Los objetivos de este capítulo son los siguientes:

Describir los procesos principales de la influencia social.

Comprender los conceptos principales vinculados al


estudio de la influencia social.

Distinguir entre explicaciones individualistas,


interaccionistas y construccionistas de la influencia.

Identificar el papel de la noción vigente de individuo en


la explicación de los procesos de influencia social.

Reconocer los procesos de construcción de individuos


en nuestra sociedad.

Proporcionar elementos de interpretación psicosociales


para las situaciones cotidianas.

Es muy recomendable que no los pierda de vista, y que si


hace falta en momentos de duda se retorne a ellos para
volver a encontrar el hilo.

1. El proceso de normalización

Las relaciones entre las personas ciertamente tienen un


grado importante de formalización: no podemos tratar de
cualquier manera a cualquier persona, no sólo con respecto
a los tratamientos gramaticales (vos, usted y tú), sino
también con respecto a las cosas que podemos hacer o
dejar de hacer, decir o dejar de decir a los otros. Las leyes
de los estados modernos son una forma importante de
regulación de estas relaciones y, de hecho, establecen toda
una serie de penalizaciones para aquellos que no las
cumplen. Pero las leyes, los códigos o los reglamentos no
son la única forma de regular el comportamiento de las
personas, de hecho, tendríamos que decir que no son ni
siquiera la forma más importante. En este apartado
llamaremos normalización al proceso de creación de las
normas que regulan la conducta, la percepción, el
pensamiento o los deseos de las personas en una situación
concreta. La normalización es un concepto que se ha
utilizado para explicar la uniformidad presente en la
sociedad. Las costumbres y las tradiciones, las reglas y los
valores e, incluso, las modas, son ejemplos de normas que
indican a las personas cuál es la conducta adecuada en una
situación determinada. En general podemos decir que
cualquier criterio de comportamiento que esté normalizado
como consecuencia de una interacción entre individuos es
un caso concreto de norma social (Sherif, 1936).
Vigilad de no confundir la noción de normalización de la psicología social con la
de normalización entendida como retorno a la normalidad que se aplica, por
ejemplo, en el caso de la normalización lingüística.

1.1. Las normas sociales

En principio no es muy difícil pensar en cualquier situación y


detectar las normas que la regulan. El aeropuerto, la calle o
una autopista, una cena de Navidad o una comida de cada
día, un bar o una discoteca, una boda, una venta o una
compra, un entierro, pasear el perro o bien hacer el amor
son situaciones diferentes en las que una serie de normas
constriñen las posibilidades de acción de las personas,
aunque al mismo tiempo también las permiten.

Ruptura de expectativas
¡Cuántas veces no nos hemos sorprendido de nuestras mismas reacciones!
Pronunciar la frase “nunca me hubiera esperado que reaccionaría así” es más
habitual de lo que parece.

Las normas sociales se pueden considerar las obligaciones


que tienen las personas en una situación, pero también las
expectativas que estas personas tienen sobre cuál será el
comportamiento de las otras personas y sobre su propio
comportamiento.

Veamos algunas definiciones de norma: En primer lugar,


una definición que pone el énfasis en la deseabilidad de los
comportamientos regulados por las normas en un contexto
determinado:
“Las normas son principios sociales que regulan la acción de los individuos en el
interior de un sistema, indicando qué acciones son deseables y cuales no en
cada papel y situación concretas.”

I. Martín-Baró (1983). Acción e ideología (p. 312). San Salvador: UCA.

La siguiente definición remarca el hecho de que se trata de


expectativas, pero también nos recuerda que la definición
de la normalidad está íntimamente ligada al concepto de
norma social:
“Reglas para la conducta aceptada y esperada. Las normas prescriben la
conducta ‘apropiada’. (En un sentido diferente de la palabra, las normas
también describen lo que la mayoría de los demás hacen –lo que es normal.)”

D. G. Myers (1995). Psicología Social (p. 190). Méjico DF: McGraw-Hill.


Y finalmente, Erving Goffman nos recuerda no sólo que las
normas se encuentran reguladas por sanciones y
recompensas, sino que además están ligadas a la identidad
de las personas.
Una norma social es el tipo de guía de acción que se ve apoyada por sanciones
sociales negativas que establecen penas por la infracción y positivas que
establecen recompensas por el cumplimiento ejemplar. No se pretende que el
significado de esas recompensas y esas penas resida en su valor intrínseco,
sustantivo, sino en lo que proclaman acerca de la condición moral del actor.

E. Goffman (1979). Relaciones en público (p. 108). Madrid: Alianza.

A continuación desgranaremos las implicaciones que


contienen estas definiciones, y también otros puntos
destacables de la noción de norma social.

1.1.1. Algunas distinciones posibles


Erving Goffman, en su libro Relaciones en público (1963),
comenta algunas de las distinciones que podemos
establecer entre las normas a modo de posible clasificación.

a) Podemos distinguir entre prescripciones –es decir,


obligaciones–, como por ejemplo, aplaudir al final de un
espectáculo y proscripciones –es decir, prohibiciones–, como
por ejemplo, hablar a un desconocido a menos de 20 cm de
su cara.

b) Los principios son normas en las que se reconoce un


valor intrínseco, como por ejemplo, el famoso precepto de
“No matarás”; en cambio, las convenciones son normas sin
ningún valor especial excepto por el hecho de que son útiles
para la fluidez de la vida cotidiana, por ejemplo, esperar que
nuestro interlocutor haga una pausa antes de retomar el
turno de palabra.
c) También se puede establecer una distinción entre las
normas que es previsible que la gente cumpla más o menos
y las que nadie cumplirá aunque sea deseable aproximarse
a ellas. Goffman llama a las primeras órdenes y a las
segundas normas. Por ejemplo, es de esperar que todos los
habitantes de un país occidental aprendan a leer y a escribir
(éste es el orden social), pero no es de esperar que nadie
cumpla el ideal (la norma) de belleza occidental.

d) También es posible distinguir entre normas sustantivas y


normas rituales. Las primeras regulan directamente los
asuntos de valor, y las segundas lo hacen indirectamente –
son las ceremonias, los rituales, las expresiones, etc.

e) Finalmente distingue entre derechos, cuando quien tiene


que cumplir la norma así lo desea, y deberes, cuando quien
la tiene que cumplir no lo desea especialmente.

El interés de estas distinciones no es tanto la clasificación


en sí como el hecho de explicar la variedad de ámbitos a los
que se puede aplicar el concepto de norma social.

1.1.2. Normas implícitas i explícitas

Probablemente podríamos buscar otras clasificaciones


posibles, pero sin duda la distinción más común es la que
hacen la mayoría de autores –y Goffman también– entre
normas explícitas y normas implícitas, también llamadas
normas formales y normas informales, respectivamente.

La distinción es sobre todo en términos de conciencia; es


decir, si las personas implicadas en su seguimiento son
conscientes de que siguen una norma o no lo son. Las
normas explícitas son aquellas normas que sabemos que lo
son, que a menudo, aunque no siempre, están recogidas en
códigos, leyes o reglamentos o incluso en manuales de
civismo, urbanismo y buena educación. Son también las
normas que nos han transmitido oralmente en frases del
estilo “niño, eso no se hace”o “niña, eso no se toca”, o
“haga el favor de apartarse, ¿que no ve que dificulta el
tráfico?”.

En cambio, las normas implícitas tienen la destacable


característica de pasar desapercibidas, incluso, para el que
las cumple. En general, no sabemos que son normas, y por
descontado no están escritas en ningún sitio. Estudios de
este tipo de normas los encontramos en los trabajos ya
clásicos de Garfinkel (1967), el fundador de la
etnometodología, (5) y de Erving Goffman (1959) sobre la
presentación de uno mismo. Muchos otros autores también
han explorado este tipo de normas, como por ejemplo,
Stanley Milgram (1992).

El ascensor
Normas de este tipo son, por ejemplo, las que regulan las acciones de las
personas en un ascensor. Algunas son generales de todos los ascensores y otras
son específicas según si el ascensor es de una vivienda o de un edificio de
oficinas, si se encuentra en una ciudad grande o en un pueblo pequeño, etc. Por
ejemplo, el silencio es la norma principal: en un ascensor es deseable estar
callado; sin embargo, esta norma puede chocar con otra que promueva la
comunicación entre personas. Cuando esto pasa, la norma que sucede a la del
silencio es la de hablar del tema más neutro y con menos implicaciones
personales posibles; es decir, del tiempo que hace. Si se mantiene el silencio,
encontramos también otras normas, como por ejemplo, no mirar directamente a
las otras personas y, por lo tanto, evitar el contacto ocular y en todo caso mirar
las paredes del ascensor, las luces, el espejo (no mucho por si los otros
pensaran que somos unos presumidos o que les miramos mediante el espejo) o
leerse por enésima vez las instrucciones de uso y las limitaciones de personas y
peso. A ser posible, hace falta dejar el máximo de espacio posible entre
personas y evitar cualquier contacto físico; si esto no es posible hay que
expresar claramente, aunque no verbalmente, la incomodidad que nos provoca
tal situación.

Los ejemplos anteriores son ejemplos de normas implícitas.


Ejemplos de normas explícitas pueden ser el hecho de no
fumar, el hecho de que los menores no viajen solos o el
hecho de saludarse al entrar en el ascensor. Hay que tener
en cuenta que cualquier situación está regulada por una
combinación de normas explícitas e implícitas.
Un buen ejercicio de psicología social es pensar una situación y encontrar las
normas sociales que la regulan. Una manera de hacerlo es romper la norma de
cuya existencia sospechamos, aunque esto no está exento de riesgos
personales.

Uno de los efectos de hacer el ejercicio anterior es darse


cuenta de que la distinción entre cuándo una norma es
explícita e implícita no está clara. Hay normas que nos
pueden venir enseguida a la cabeza y de las que es fácil
recordar cuándo, cómo y quién nos las enseñó, otras son
más difíciles de ver, algunas podían haber sido explícitas y
ahora ya no porque las hemos automatizado tanto que no
sabemos ni cuándo las aprendimos. En realidad podríamos
decir que las normas se pueden situar en un continuo de
más implícitas a menos, o de más explícitas a menos, cómo
se quiera. Una norma hasta ahora implícita puede pasar de
golpe a ser explícita cuando alguien la viola.

1.1.3. La ruptura de las normas

Las sanciones sociales por la rotura de una norma son


normas sobre normas, es decir, que son normas que regulan
el cumplimiento y el incumplimiento de las normas. Las
sanciones se pueden dividir en formales e informales según
cuál sea el tipo de norma que se rompe. La rotura de una
norma explícita comporta la aplicación de sanciones claras
de las que se presupone el conocimiento general. En
general, además, no son las personas implicadas en la
situación las que aplican estas sanciones sino un organismo
competente. Por otro lado, la ruptura de una norma implícita
conlleva unas sanciones completamente diferentes.
Las sanciones informales son aplicadas directamente por las
otras personas implicadas en la situación o incluso por uno
mismo. La burla, el ridículo, el aislamiento, los insultos y las
amenazas son las más obvias, pero también están las que
se aplica uno mismo, como por ejemplo, la vergüenza y el
rubor, el silencio y la sumisión, bajar la cabeza y no mirar
atrás. En general, asimilamos la noción de sanción informal
a la de presión grupal. La presión del grupo va sobre todo
encaminada a recordar que el hecho de pertenecer a él
implica el respeto de sus normas y que cualquier persona
que no las respete será excluido de él y calificado de
diferente, anormal o desviado.

El ascensor
Más vale que no intente romper las normas del ascensor de su casa para ver
qué pasa, si no quiere tener que dar demasiadas explicaciones, y sobre todo si
particularmente no le apetece que la mayoría de vecinos no le dirijan más la
palabra o rehuyan su presencia.

1.1.4. La normalidad
La conexión entre las nociones de normalidad y de norma
social es directa. En una sociedad como la nuestra, de la
cual pensamos que está formada por individuos que pueden
actuar por su cuenta y que presuponemos libres, se
convierte en imprescindible prever la conducta de los otros.
Por esto, la noción de normalidad tiene tanta fuerza, porque
todos aspiramos a ser considerados normales –en todo caso
cualquier característica personal que nos haga ser
individuos no puede exceder los márgenes de la
normalidad–: en este contexto hay que entender que es
normal quien cumple las normas implícitas y no lo es quien
no las cumple.
En cambio, las normas formales no están tan vinculadas a la
noción de normalidad precisamente porque son explícitas.
En general, su no cumplimiento es indicio de rebeldía, pero
no de anormalidad.

La violación de una norma implícita –por ejemplo, por la


falta de reconocimiento de su presencia– provoca
momentos difíciles y extremadamente comprometidos. Si
tenemos suerte, sólo se nos calificará como personas con
poca habilidad social, pero la sanción puede ser más grave,
porque como menciona Goffman, es todo el carácter moral
del actor quien está implicado en la situación y, por lo tanto,
su identidad queda cuestionada. Aquel que rompe una
norma es más fácilmente caracterizado como una persona
imprevisible, poco fiable, inmoral y, en los casos más
graves, anormal. Un error de este estilo, aunque sea a
causa de alguna ambigüedad de la situación, es fácilmente
atribuido a una deficiencia en la personalidad y, por lo
tanto, a una característica difícilmente modificable de la
persona.

1.1.5. El orden social


Como hemos visto en la primera definición, las normas son
principios activos en el interior de un sistema. La noción de
norma social está fuertemente impregnada de esta idea de
que las normas están organizadas y de que, de hecho,
pertenecen a un marco social más extenso que el de la
propia situación. Por lo tanto, no podemos desvincular las
situaciones, ni sus definiciones posibles, ni, por lo tanto, las
normas que las regulan de la historia de la sociedad en la
que tiene lugar esta situación. Las normas sociales son
mecanismos de control social que garantizan que la
máquina social o el organismo social funcione eficazmente.
Las normas sociales están organizadas en códigos o
sistemas de normas (tanto las explícitas como las
implícitas). Toda norma tiene un contexto de uso en el que
es pertinente y está relacionada con otras normas a las que
hace referencia o de las que depende. Podemos pensar
fácilmente que hay una jerarquía de normas que nos indica
cuáles son más básicas y cuáles más convencionales, cuáles
son imprescindibles para garantizar un orden social
determinado y cuáles son más fácilmente modificables ya
que no provocan cambios esenciales en el sistema. Las
normas están indisolublemente ligadas a los valores, y la
gravedad de la sanción por su transgresión es un indicio de
estos valores.

El ascensor
Los ejemplos anteriores de las normas presentes en una situación tan
aparentemente “inocente” como la de un viaje en ascensor reflejan y
construyen al mismo tiempo lo que significa la intimidad en nuestra sociedad,
distinguen los espacios públicos de los privados, regulan la relación entre el
individuo autónomo y la colectividad. Es decir, indican que hay una tensión que
hay que resolver de manera normativa entre un espacio colectivo limitado que
anula la disponibilidad de espacio personal que cualquier individuo considera
suyo. Por otro lado, el ascensor de la vivienda es un momento de tránsito, una
frontera entre lo público y lo privado que remarca la noción de propiedad
privada y la característica del individuo moderno como poseedor o propietario
de bienes, espacios y momentos, de los que nadie puede disponer sin su
autorización expresa.

La noción de norma social nos permite entender por qué el


vínculo entre el individuo y la sociedad es inextricable;
dicho de otra manera, aquello que la persona es no se
puede separar de las normas que regulan las situaciones en
las que se encuentra. La noción de rol social de la que ha
oído hablar en el capítulo II refleja precisamente esto: cuál
es el conjunto de normas que se encuentra asociado a una
determinada posición o estatus social.
Ambas nociones nos ayudan a ver cómo lo que es normal o
anormal depende de las normas sociales instauradas en una
sociedad determinada y no de valores abstractos definidos
por especialistas (en nuestra sociedad los psicólogos).

1.1.6. ¿Restricción o posibilidad?

La noción de norma social permite entender por qué la


sociedad funciona con relativa fluidez, cómo es que la
multitud de interacciones personales de cada día no se
convierte en una multitud parecida de conflictos
interpersonales. Por eso las normas sociales, si bien
restringen las posibles acciones de las personas, también al
mismo tiempo permiten que éstas tengan lugar y ofrecen un
contexto relativamente flexible. Y es que las normas no
regulan todos los ámbitos de la vida cotidiana, ofrecen
márgenes a la diversidad en áreas poco importantes o bien
dentro de los límites de lo aceptable (Martín-Baró, 1983).

Por otra parte, es una noción que nos explica por qué somos
capaces de adaptarnos rápidamente a situaciones no
familiares para nosotros tan sólo observando la conducta de
las otras personas. Pero no sólo eso, sino que remarcar el
hecho de que la mayoría de nuestros comportamientos
tiene un origen social nos permite pensar que éstos no
vienen de alguna entidad exterior al propio ser humano,
Dios o la madre naturaleza, sino que son productos de la
interacción entre personas; aunque la mayoría de normas
sean implícitas y no sepamos que están, las podemos
cambiar desde el momento en el que una ruptura nos
permita identificarlas y plantearnos su validez.

1.2. La creación de normas


Del punto anterior se desprende que las normas nacen en
situaciones concretas históricamente contextualizadas,
crecen y se expanden a otras situaciones o momentos y que
finalmente mueren cuando ya no se utilizan más.

En este punto veremos algunos ejemplos de cómo nacen las


normas sociales que nos ayudarán a entender un poco más
el concepto y también sus implicaciones.

1.2.1. Normas de percepción

En el año 1936 Muzafer Sherif ideó un experimento para ver


cómo se generan las normas sociales. El punto de partida
era la hipótesis de que las normas sociales cambian cuando
nos encontramos en situaciones sociales inestables; es
decir, cuando la confusión y la incertidumbre surgen porque
las antiguas normas ya no sirven, entonces se crean nuevas
normas. Sherif pensó aprovechar el efecto auto-cinético
como prototipo de situación en la que la persona no tiene
referencias.
El efecto autocinético

Este efecto es bastante conocido por los astrónomos, que sufren sus
consecuencias. Se produce siempre que percibimos un objeto luminoso y nos
faltan las referencias espaciales para situarlo con respecto a nuestra posición en
el espacio. En estas condiciones, el objeto luminoso parece que se mueva de
manera errática en cualquier dirección a pesar de estar realmente inmóvil.

El experimento consistió en situar a una persona en una


cámara oscura en cuyo fondo había una luz inmóvil; como el
sujeto no tenía ningún punto de referencia, al cabo de unos
instantes la luz aparentemente empezaba a moverse.
Aquello que el experimentador pedía era qué distancia
recorría aquella luz. A cada persona se le presentaba la luz
cien veces y lo que se observó es que al cabo de unos
ensayos la persona establecía un rango y un punto dentro
de este rango. A partir del establecimiento de esta norma
peculiar de cada uno, todos los juicios subsiguientes que las
personas efectuaban eran según esta norma particular. En
dos series más, de cien evaluaciones cada una, se mostró
que la persona mantenía consistentemente los primeros
juicios. Es decir, que si la persona “veía” la luz moverse
unas tres pulgadas cada vez, se mantenía esta distancia
hasta el final. Podríamos decir que la persona genera en
estas condiciones una norma individual de percepción. Dado
que en realidad la luz no se movía, las diferencias
individuales fueron considerables: desde quien mantenía
que la luz casi no se movía (0,5 pulgadas) hasta el que la
veía moverse 10 pulgadas. Otros experimentos posteriores
han mostrado que el efecto autocinético puede generar
apreciaciones que van desde quien no la ve moverse hasta
quien la ve desplazarse diversos metros pasando por
aquellos para los que sólo se mueve algunos centímetros.

Parece, pues, que en situaciones de ambigüedad las


personas tienen tendencia a ordenar el entorno y a percibir
regularidades e incluso, cuando éstas son inexistentes, a
inventárselas. A nadie se le escapa que una situación tan
artificial y tan particular no puede ser generalizable en la
vida cotidiana de una persona. Y es bien cierto, ¿cuándo, si
no, una persona se encuentra sola a la hora de emitir juicios
sobre situaciones ambiguas o poco claras? De hecho, en
estas situaciones buscamos activamente la opinión de los
demás. Y ésta fue la fase siguiente del experimento, poner a
la persona en una situación de grupo.

Sherif creó cuatro grupos de dos personas y cuatro grupos


de tres personas que ya habían pasado por la primera fase y
que, por lo tanto, ya tenían una norma individual de
percepción creada, y repitió los ensayos. Lo que pasó es que
en la situación de grupo las personas hablaban entre ellas,
como era de esperar, y seguidamente modificaban su juicio
previo, cosa que ya no era tan esperable. De manera que
ante la creencia de que la luz se movía igual para las dos o
las tres personas se veían obligadas a modificar su juicio
previo individual y adaptarlo a la percepción del otro. En
tres series de ensayos las personas convergieron y crearon
una norma de grupo. Es decir, que empezaron a “ver” que
la luz se movía como la veía el resto del grupo y no como la
veían en los ensayos individuales. Ahora faltaba saber si
efectivamente allí “veían” diferente o si sólo se
conformaban con la opinión del grupo.

Entonces Sherif creó ocho grupos más, de dos y tres


personas que no habían participado en ninguna sesión
previa y en lugar de hacerles pasar primero por las sesiones
individuales los puso directamente en la sesión de grupo. Ya
desde la primera serie de juicios las personas se pusieron
de acuerdo en un rango determinado y en ningún caso
surgieron diferencias individuales. Después de tres series de
grupo, se puso a estas personas en una situación individual;
si en esta sesión las personas se hubieran conformado al
grupo, es donde tendrían que haber aparecido diferencias
individuales. Pero no fue en absoluto así, pues las personas
continuaron manteniendo la norma de grupo en los juicios
individuales.

En las dos figuras de las páginas siguientes puede constatar


la evolución de los juicios en cada uno de los grupos.

En palabras del propio Sherif,


La base psicológica de las normas sociales establecidas, tales como
estereotipos, modas, convenciones, costumbres y valores, reside en la
formación de marcos comunes de referencia como producto del contacto de
individuos. Una vez que tales marcos de referencia quedan establecidos e
incorporados al individuo, pasan a ser importantes factores en la determinación
o modificación de sus reacciones, frente a las situaciones que afrontarán, más
tarde, sociales, e incluso en ocasiones no sociales, especialmente si el campo de
estimulación no está bien estructurado.
M. Sherif (1936). Las influencias del grupo en la formación de normas y
actitudes. En J. R. Torregrosa y E. Crespo (1984), Estudios básicos de Psicología
Social (p. 344). Barcelona: Hora.

Para explicar estos resultados, entre otros, Leon Festinger


propuso, en 1954, la teoría de la comparación social, de la
que ya ha oído hablar en los otros capítulos. Según el autor
de la teoría, había que explicar qué procesos generan
uniformidad en el seno de los diferentes grupos sociales. La
cuestión de partida es que hay temas sobre los que es más
fácil estar seguro que otros: si una persona no está segura
del tamaño de una baldosa coge un metro y se acaba el
problema. En cambio, si duda de si un profesor es bueno o
no, no tiene ningún metro pedagógico a mano, sino que la
única cosa que tiene a mano son los otros estudiantes. En
este caso la creencia en la validez de las propias opiniones
sólo puede venir dada por las otras personas. De hecho, la
mayoría de temas relevantes de la vida social son más de
este segundo tipo que del primero; es decir, que en general
no tenemos “pruebas” de la mayoría de temas que nos
importan.

Figura 5.1
Resultados de los dieciséis grupos de dos y tres personas en el experimento del
efecto autocinético. Cada raya representa a un sujeto. El eje vertical son las
pulgadas que recorre la luz según el sujeto y el eje horizontal son las diferentes
sesiones individuales o de grupo.

La teoría de la comparación social postula que las personas


necesitamos evaluar nuestras opiniones y nuestras
habilidades, y que si no hay artefactos disponibles para
comprobar su validez, las personas empezamos un proceso
de comparación con las otras personas con el fin de obtener
alguna certeza. Como verá en el punto 3 de este capítulo, la
práctica de este tipo de comparaciones es tan habitual que
incluso en el caso de dilemas supuestamente obvios
tenemos tendencia a confiar más en los demás para saber
qué tenemos que decir, hacer, pensar, o incluso en lo que
tenemos que ver, que no en nuestros propios ojos.

Está claro que las comparaciones no son al azar, sino que


tendemos a hacerlas con personas que consideramos que
son parecidas a nosotros. Cuanta más similitud percibimos o
imaginamos con la otra persona, más confiamos en ella
para evaluar nuestros juicios. La necesidad de asegurar que
estas comparaciones sean fiables se traduce en una
tendencia a querer parecernos más a los otros y al hecho de
que los otros se parezcan más a nosotros y, por lo tanto, en
un incremento de la uniformidad grupal.
Si piensa en el hecho de que pertenecemos a muchos grupos diferentes, puede
comprender la complejidad en la que nos movemos a la hora de gestionar las
múltiples categorizaciones y comparaciones que hacemos diariamente.

Una de las evoluciones de esta teoría es la teoría de la


categorización social que ha visto en el capítulo II. La
comparación con otras personas acaba siendo un elemento
esencial para evaluarnos a nosotros mismos, pero no tendrá
el mismo resultado si se hace con personas de nuestro
grupo o de otro grupo. En general, tendemos a percibirnos
como más similares a las personas de nuestro grupo y
confiamos más en ellos para saber qué hacer o pensar en
una situación dada. Por eso mismo utilizamos las
comparaciones con gente de otros grupos, para
garantizarnos una identidad social positiva. El otro no es
nunca una referencia adecuada para “validar” nuestras
creencias.

La definición de la situación es un elemento básico para


decidir qué comparaciones son pertinentes y qué categorías
sociales son las que hay que activar en una situación
concreta; de aquí que la identidad sea emergente en las
diferentes situaciones y, por lo tanto, múltiple.

El círculo se cierra: negociamos con los demás las normas


adecuadas mediante comparaciones sociales diversas,
basadas en las categorías sociales que hemos creado. El
acuerdo con los demás nos hace más parecidos a los
miembros de nuestro grupo y más diferentes a los de los
otros grupos, acentuamos la percepción de diferencias y a
la vez creamos estas diferencias. Por otro lado,
monitorizamos a las personas de nuestro grupo para saber
si actuamos correctamente y al mismo tiempo somos
ejemplos para estas mismas personas. En definitiva, nuestra
identidad, lo que pensamos que somos, es el resultado de
estas comparaciones.
1.2.2. Normas de responsabilidad
Veamos otros ejemplos de nacimiento de normas sociales
en contextos grupales.
Una situación de emergencia

Los casos de emergencias son situaciones particularmente ambiguas. La


percepción del peligro para uno mismo o para los otros no está nada clara
normalmente, y el hecho de que sean situaciones excepcionales dificulta
todavía más que haya pautas o normas establecidas. En estas circunstancias
buscamos elementos que nos den pistas, y habitualmente lo que hacemos es
mirar qué hacen los demás. La definición de la situación y de las normas que
imperan serán entonces determinantes con el fin de saber qué hacer. Diversos
estudios de psicología social intentan explicar sobre la base del concepto de
norma social algunas situaciones particulares como pueden ser los disturbios en
la calle (Reicher, 1987) o bien la pasividad ante una emergencia (Latané y
Darley, 1970).

Un acontecimiento que pasó en Estados Unidos a finales de


los sesenta conmocionó a gran parte de la opinión pública
del país. Una chica, Kitty Genovese, fue apaleada durante
treinta y cinco largos minutos delante de al menos treinta y
ocho personas que se lo miraban desde casa. Nadie hizo
nada para ayudarla: nadie salió a la calle, nadie telefoneó a
la policía hasta que ya estuvo muerta. Acontecimientos
como éste no son tan infrecuentes; en 1994 una niña se
ahogó delante de una multitud de bañistas en un lago
holandés, en 1999 una estudiante de la Universitat
Autònoma de Barcelona murió asesinada en una calle del
barrio barcelonés de Gracia sin que nadie avisara a la
policía, aunque se oían los gritos. Pero no hay que ir más
lejos, cualquier habitante de una gran ciudad sabe que no
se puede detener a preguntar si se necesita su ayuda cada
vez que ve a alguien estirado en el suelo.

Hay una norma explícita que dice que si alguien necesita


nuestra ayuda se la tenemos que ofrecer, pero todos
podemos imaginar un gran número de condicionantes que
pueden hacer que no la ofrezcamos. Latané y Rueden, en
1969, efectuaron el experimento siguiente: primero, ponían
a una persona en una sala y se marchaban con cualquiera
excusa. Mientras los experimentadores estaban fuera, la
persona oía en el despacho de al lado a una señora que se
subía en una silla, que se caía al suelo y que se quejaba de
dolor. El resultado fue que un 70% de las personas que
estaban solas se levantaban y salían para ofrecer su ayuda,
pero cuando eran dos personas en la sala sólo en un 40% de
las ocasiones alguien intervenía. Si de estas dos personas,
una era un cómplice del experimentador que tenía
instrucciones de no levantarse, la ayuda descendía hasta el
7%.

Esto se puede interpretar como una muestra de que en una


sociedad individualista la responsabilidad es un elemento
que se puede dividir entre el número de personas presentes
(cada persona atribuye al otro la responsabilidad de actuar)
y que, por lo tanto, cuantas más personas estén presentes
en una situación de necesidad menos probabilidades hay de
que alguien ofrezca su ayuda; pero también muestra que
siempre estamos pendientes de saber qué harán los otros.
Una situación como la descrita muestra el nacimiento de
una norma, de ámbito restringido, en algunos casos la de
ayudar y en otros la de no ayudar. La conclusión más
importante es que el papel de las normas implícitas siempre
va por delante del de las normas explícitas: ante la norma
explícita de ayudar a quien lo necesita, primero se impone
saber cuál es la norma de la situación.

1.2.3. Normas en unos disturbios


Los disturbios en la calle son calificados habitualmente por
la prensa como una muestra de la irracionalidad de algunos
ciudadanos, especialmente si son jóvenes o miembros de
minorías étnicas. Sin embargo, lo que no acostumbran a
pensar los periodistas es que quizás el comportamiento en
unos disturbios no es tan irracional, sino que tiene sus
normas, unas normas que no vienen impuestas por una
minoría de manipuladores provocadores sino que surgen en
la situación misma.

Steve Reicher, un psicólogo social inglés, dedicó una


investigación a analizar los disturbios que hubo en el año
1980 en el barrio de St. Pauls de la ciudad de Bristol. El
análisis de las noticias de los medios de comunicación, de
los informes oficiales sobre los hechos, de fotografías y de
entrevistas a los participantes en los disturbios y también a
otros habitantes del barrio, mostró un panorama muy
diferente de la supuesta irracionalidad y furia de las masas.
Durante los hechos se crearon una serie de normas, la más
importante de las cuales fue la que distinguió entre la
comunidad de St. Pauls y los extraños a la comunidad.
Como pasa en otros casos, únicamente los bancos y la
policía, símbolos de poder, fueron atacados. Por otro lado,
sólo fueron saqueadas las tiendas que pertenecían a
personas de fuera del barrio, donde sobre todo compraba
gente también de fuera del barrio, dado que el poder
adquisitivo de la gente del barrio era bastante bajo. Ninguna
propiedad privada de gente de la comunidad ni ninguna
persona privada fue atacada colectivamente.

Todo empezó sin que se necesitara ningún líder, ni nadie en


especial inició los acontecimientos. Una batida antidrogas
de la policía fue el desencadenante de lo que se consideró
una provocación hacia la comunidad. Las normas surgieron
a medida que los hechos se sucedían. Por ejemplo, un
entrevistado comentó: “alguien gritó de golpe ’el banco’ y
una vez allí se lanzaron piedras grandes y ladrillos... Fue
una reacción completamente espontánea” (Reicher, 1987).
Es importante notar que si alguien hubiera gritado “el
quiosco” nadie le hubiera hecho caso; de hecho, algunas
piedras aisladas que cayeron en ventanas “no autorizadas”
no fueron seguidas por nadie, y que cuando se rompió una
ventana de un autobús tampoco.

1.3. Una polémica: ¿qué son las normas sociales?

A pesar de su importancia, el concepto de norma plantea


algunos problemas sobre su “realidad”. Es decir, que si nos
hacemos la pregunta “¿qué son las normas sociales?” no
encontraremos una respuesta fácil.

Si recuerda las definiciones que hemos puesto al principio


del capítulo, las normas acaban siendo definidas mediante
el uso de sinónimos –por ejemplo, las normas son guías, o
principios, o reglas, etc.–, lo cual es una estrategia de
definición poco aclaratoria y sobre todo tautológica. De
hecho, las dificultades principales que plantea el concepto
es que es creado ad hoc. La cosa va así: percibimos una
regularidad en las conductas de las personas y pensamos
que algún principio las debe unificar; a partir de aquí
pensamos en la existencia de normas. Obviamente, las
normas no se pueden observar, la única cosa que podemos
ver de ellas son sus consecuencias. Sin embargo, está claro
que la causa de la uniformidad de comportamientos podría
ser otra.

Pensaremos a continuación algunas de las posibilidades que


la psicología, la sociología y la lingüística nos ofrecen.

1.3.1. Las normas dentro y fuera

a) Dentro del individuo


Nadie duda de su origen social, excepto quizás algunos
adeptos a la sociobiología o la etología aplicada a los
humanos. Pero hay quien considera que en todo caso, si
bien son un producto social, hace falta que las personas las
interioricen para que afecten a su conducta; como es el
caso para la mayor parte de procesos psicológicos, su
comprensión parte del uso de una metáfora. Es decir, que
hay un interior y un exterior de las personas.

En este sentido, el aprendizaje y la socialización serían los


mecanismos mediante los cuales las normas sociales
“penetran” en el interior del organismo. Desde el punto de
vista de la psicología cognitiva, las normas podrían ser
entendidas como esquemas o bloques de procesamiento de
información; es decir, maneras específicas mediante las que
codificamos, guardamos y utilizamos la información que
proviene del medio ambiente.

Los esquemas son bloques de conocimientos que contienen


conceptos, su agrupación en categorías y las relaciones
entre éstas, y están basados en la experiencia social, pero
una vez establecidos son resistentes al cambio. Por otro
lado, el hecho de que son estructuras que procesan
activamente la información implica que no reflejan
meramente los estímulos que reciben, sino que los
reconstruyen a partir de la información que ya tienen. Por
ejemplo, un estereotipo es un tipo de esquema
extremadamente resistente. Si pensamos que los catalanes
son avariciosos y nuestro amigo catalán nos paga la bebida
pensaremos que él es una excepción en lugar de cambiar
nuestro estereotipo. En cambio, si casi nunca nos invita
pensaremos que es efectivamente porque es catalán y
reforzaremos nuestro estereotipo.

Según los cognitivistas sociales hay esquemas de personas


(imágenes de las características psicológicas de las
personas que nos rodean), autoesquemas (imágenes y
descripciones de nosotros mismos), esquemas para resolver
problemas (pasos que hay que seguir para encontrar una
solución) y esquemas de grupos (como los estereotipos). Sin
embargo, también hay unos esquemas que vendrían a ser
las normas: los esquemas de roles (grupos de expectativas
atribuidas a una determinada posición social) y esquemas
de acontecimientos (guiones que nos indican paso a paso
qué se tiene que hacer en una situación específica).
El guión más famoso es el guión del restaurante. Cuando entramos en un
restaurante ya sabemos todos los pasos que tenemos que hacer de antemano y
no tenemos que preguntar para qué sirve el señor de la camisa blanca ni si la
comida la regalan.

El problema de este tipo de visiones son la falsa apariencia


de explicación que tienen. El hecho de que la creación de
categorías sociales incremente la ilusión de semejanza
intragrupal y acentúe las diferencias intergrupales o bien el
hecho de que los estereotipos sean impermeables al cambio
no dejan de ser constataciones post hoc. En este sentido,
son falsas explicaciones porque al colocarse dentro del
individuo adoptan la apariencia de un proceso universal
descontextualizado. En definitiva, la visión más psicologista
olvida los aspectos culturales e históricos y naturaliza
procesos que son sobre todo locales.

b) Fuera del individuo

Si seguimos con la metáfora del interior y el exterior, la


sociología se ha encargado de estudiar las implicaciones de
las normas sociales para la sociedad sin preocuparse mucho
de cuál era el vínculo con la psicología individual. Aunque
esto no quiere decir que rompa con la dualidad dentro-
fuera, sino todo lo contrario, la refuerza posicionándose en
el otro extremo.
Para la escuela funcionalista de la sociología, las normas
cumplen la función de mantener cohesionada a la sociedad;
son la grasa que hace girar la maquinaria, son como las
leyes para los estudiosos del derecho: permiten que la
sociedad no se disgregue. Las normas sociales permiten las
interacciones entre personas, facilitan la comunicación,
crean un marco en el cual moverse. Marcan los límites de lo
que se puede hacer y lo que no, mantienen a la sociedad
organizada. Las normas garantizan la eficacia de la
estructura social. Si el derecho prevé una serie de penas
para los infractores, las normas sociales también; cuando el
derecho pone una multa, la sociedad se burla; cuando el
derecho encierra en la prisión, la sociedad excluye; cuando
el derecho condena a muerte, la sociedad condena al
ostracismo.

Esta visión legaliforme de las normas plantea pero tres


problemas graves.

a) En primer lugar, convierte en aparentemente estático un


proceso dinámico. Las normas nacen, crecen y mueren a
alta velocidad, su carácter es siempre provisional. Su
dependencia de la situación hace que no las podamos
plantear como si fueran preceptos inamovibles que los
individuos van interiorizando, poco a poco, en el curso de
años de socialización. Como hemos podido ver en el punto
anterior, las normas se crean muy rápido, y tan rápido como
han aparecido pueden desaparecer, sólo se mantienen si la
situación se mantiene.

b) En segundo lugar, permite pensar que las normas


sociales pueden tener algún tipo de expresión verbal: “si te
encuentras en un ascensor con tu vecino habla del tiempo”.
Ésta es una abstracción del proceso que no tiene en cuenta
la concreción de las situaciones a las que se aplica. En este
sentido, la norma social es más parecida a todo el trabajo
de interpretación que provoca un juicio y a las discusiones
posteriores del jurado que no al código penal que se quiere
aplicar.

c) En tercer lugar, plantea una visión de la sociedad


excesivamente idílica y poco conflictiva. Si nos dejamos
llevar por la noción, es muy fácil acabar viendo a la
sociedad como una partida de bridge entre señoras inglesas
que toman el té educadamente más que como un campo de
batalla en el que las relaciones de poder, históricas, son lo
que finalmente marcan como se tendrán que llevar las
personas.

1.3.2. Las normas, ni dentro ni fuera, sino todo lo


contrario

El problema no es sencillo. El hecho de plantear la


uniformidad social como un problema merecedor de
atención ya marca las posibilidades de respuesta. La
uniformidad social sólo puede ser un problema si creemos
que la sociedad está formada por individuos que tendrían
que tomar libremente sus decisiones, pero si no es así, el
problema desaparece, o en todo caso se tiene que plantear
en otros términos. Si aceptamos el problema, no resolverlo
apelando a las normas sociales tampoco es inocente como
ha podido ver en el punto anterior. El concepto que
utilizamos para responder restringe otra vez las
posibilidades de respuesta.

No hay muchas alternativas, pero el reciente giro lingüístico


en psicología, encarnado por la psicología construccionista,
la psicología cultural o bien la psicología narrativa, abre
algunas posibilidades. Una muestra de las posibilidades que
ofrece es la revalorización de los estudios clásicos de
Frederic Bartlett sobre el recordar, en los que mostró cómo
al recordar un relato a lo largo del tiempo éste se deforma,
de la misma manera que se deforman los rumores, y se
adecua a los cánones culturales de lo que es una buena
narración. De esta manera, mostró cómo los esquemas,
supuestamente individuales, son en realidad productos
culturales, ya que el lenguaje tiene una estructura concreta,
es un producto histórico de las instituciones sociales en las
que se ha creado. Por lo tanto, no se trata de pensar que las
normas sean unos esquemas individuales que están dentro
de la cabeza de las personas, sino de ver que en realidad
son narraciones que se crean en las conversaciones con los
otros. Estas narraciones actúan como marcos de referencia
en los que situamos las acciones de las personas, y en éstas
elaboramos su significado, que consecuentemente es un
producto cultural.

Otra manera en la que el lenguaje restringe (o posibilita,


como guste más) las acciones humanas es mediante la
narración de lo que es real y de lo que no. Muchas veces la
uniformidad viene dada, no por la existencia de una
supuesta norma, sino por la imposibilidad de hacer otra
cosa. El lenguaje cotidiano diferencia aquello que es real de
aquello que es ficticio y, por lo tanto, otorga “naturalidad” a
determinados comportamientos. Por ejemplo, alegrarse o
entristecerse en un entierro no sería en este caso producto
de una determinada norma social que existiría en los
funerales y que “obligaría” a las personas a alegrarse o
entristecerse, sino que sería consecuencia directa de lo que
significa, es decir, de qué es realmente la muerte para los
miembros del grupo afectado. Y es que ciertamente no es lo
mismo morir en un contexto que cree en la existencia del
paraíso que en uno que cree que después de la muerte no
hay nada más.

Michel Foucault
El célebre filósofo francés muestra en su libro Vigilar y castigar cómo la
disciplina impuesta en las escuelas (y también en otras instituciones cerradas
como son hospitales, prisiones, cuarteles o fábricas) no tiene como efecto
principal la interiorización de determinadas normas de comportamiento sino la
constitución real de cuerpos dóciles y útiles, de sujetos obedientes dispuestos a
aceptar trabajos que anteriormente consideraban inaceptables. La disciplina, la
vigilancia, los ejercicios físicos, el encierro en espacios ordenados
geométricamente, los exámenes médicos, etc. crean al individuo moderno, no
como sujeto jurídico no sometido a unas normas exteriores a él, sino como
conjunto de normas ambulante: el individuo no es otra cosa que un grupo de
normas. (6)

En resumen, las normas sociales establecen y mantienen un


determinado orden social mediante la organización y la
regulación de las relaciones interpersonales. De hecho,
manifiestan determinadas relaciones de poder, en el sentido
de que prescriben la normalidad (y proscriben la
anormalidad) mediante mecanismos de control evidentes o
sutiles que dificultan la no adhesión a la norma: el castigo o
el refuerzo por parte de la autoridad pertinente en una
situación dada o bien la naturalización de determinados
comportamientos, pensamientos y deseos. Conjuntamente
con esta prescripción de normalidad, los roles (conjuntos de
normas asociadas a determinadas posiciones sociales)
condicionan la identidad de las personas. A pesar de todo
esto, no tenemos que olvidar que las normas sociales
implican determinados valores socialmente distribuidos con
los que las personas podemos mostrar nuestro acuerdo.

Finalmente, y para hacer justicia a los investigadores que se


han esforzado tanto, no podemos olvidar que, como la
mayor parte de conceptos en ciencias sociales, su valor es
por encima de todo heurístico. La noción de norma social es
valiosa porque nos ayuda a comprender cómo puede ser
que lo social y lo psicológico no se pueda separar. Su valor
no radica en su validez a la hora de generar explicaciones
causales de la conducta humana sino en las vías de
comprensión que abre. Quizás por eso más allá de lo que
son o dejan de ser, son importantes por el tipo de preguntas
y de investigaciones que han permitido pensar.

2. Factores sociales en la percepción

Hay algunos procesos fundamentales de la psicología que a


menudo acostumbran a verse desde un punto de vista
exclusivamente individual cuando la parte que tienen de
social es lo bastante importante, esencial incluso, como
para detenernos en ellos un momento. El hecho de que sean
procesos psicológicos básicos no quiere decir que podamos
estudiarlos sin tener en cuenta su dimensión social como si
les pasaran sólo a las personas que viven en islas desiertas.
Por ejemplo, la memoria, recordar, es algo que hacemos
colectivamente; recordamos con los otros nuestros mejores
momentos y los peores, tenemos conversaciones sobre lo
que nos pasó tal día y tal año, o sobre la importancia de un
determinado acontecimiento para la familia. En general,
recordamos aquello de lo que hemos hablado o en lo que
hemos pensado y no aquello que ha pasado sin llegar a ser
verbalizado. Como ha visto en el capítulo anterior, el
pensamiento no se produce separadamente de uno de los
productos sociales más sofisticados, el lenguaje, y éste es
también el caso de las emociones, las cuales utilizamos en
contextos sociales que les dan sentido y las regulan.

No podía quedar fuera de este grupo de procesos básicos la


percepción. Captar información con el fin de procesarla,
como ya han visto los psicólogos cognitivistas, es más un
proceso de construcción de aquello percibido que una
absorción directa de estímulos. Lo que veremos en este
apartado es de qué manera este proceso de construcción se
produce colectivamente a pesar de tener lugar en
individuos particulares y en cuerpos concretos.
Empezaremos estudiando las diferencias y semejanzas que
hay entre percibir objetos físicos y personas, nos
detendremos un rato en los experimentos más clásicos que
se han hecho sobre percepción y finalmente estudiaremos
las implicaciones que esta visión de la percepción tiene para
el estudio de las relaciones interpersonales e intergrupales.

2.1. Percepción y percepción social

La percepción es el proceso mediante el cual obtenemos


información de nuestro entorno por medio de los sentidos.
El concepto de percepción social hace referencia sobre todo
a la percepción de personas, pero también se extiende a la
percepción de cualquier objecto o relación que tenga un
significado social. Una primera intuición nos podría hacer
creer que percibir personas y percibir objetos físicos son dos
actividades diferentes: por un lado, percibir a una persona
es una actividad que incluye clasificarla en algún grupo
social, hacer una primera aproximación a su personalidad e
incluso deducir sus intenciones con el fin de prever su
conducta, mientras que por el otro, percibir objetos parece a
primera vista un fenómeno mucho más pasivo.

Aparentemente el entorno de la persona está lleno de cosas


y sólo hay que estar cerca de ella para empezar a sentir el
olor que hacen, verlas, tocarlas u oír sus ruidos. En
definitiva, para obtener una serie de sensaciones de
nuestros cinco sentidos parece que sólo hay que enfrentarse
a un objeto y ya está. Entender a la persona como mero
receptor pasivo de sensaciones olvida que la acción básica
en la percepción es la dotación de significado de aquello
que es percibido.
Por eso, la percepción de objetos no deja de ser una
actividad muy parecida a la de percibir personas, que
incluye, claro, tareas de clasificación, atribución de
características y de significados, los cuales son sociales en
el sentido que los hemos aprendido mediante las relaciones
que mantenemos con los otros y de la historia de los grupos
sociales a los que pertenecemos.

De hecho, no hay nada natural en la percepción por muy


automatizada que ésta nos parezca. Los psicólogos de la
Gestalt propusieron una serie de leyes que guían la
percepción, la más importante de las cuales es que el todo
es más que la suma de las partes, es decir, que la
globalidad de aquello percibido posee propiedades
emergentes que no están presentes en las partes de las que
se compone, hasta el punto de que esta globalidad otorga
propiedades y significados a las partes que éstas no tenían
antes. Otra de estas “leyes” es la que afirma que la figura
se impone por encima del fondo, es decir, que organizamos
la información percibida en totalidades (figuras) que se
destacan del resto de información (fondo). El carácter innato
o aprendido de estas leyes y de las que se dedujeron de
ellas provocó un gran número de investigaciones y poco
acuerdo entre éstas. Desde el punto de vista de la
psicología social, parece ineludible llegar a la conclusión de
que es el significado social otorgado al conjunto de la
información lo que determina qué elementos se convierten
en figura y cuáles en fondos.

Figura 5.2
¿Un pato o un conejo? Sólo la palabra que utilizamos para describirlo nos
permite ver qué es "realmente".

Esto explica por qué vemos una mesa y no un conjunto de


maderas enganchadas; es decir, la percepción del objeto
mesa está directamente vinculada al significado social de la
mesa y a los usos que ésta tiene. Visto así, toda percepción
es social y se puede entender la afirmación anterior de que
la actividad de percibir es más constructora que descriptora
de una realidad concreta. Aunque parezca extraño, percibir
es una actividad colectiva más que individual.

2.1.1. La realidad como construcción social

Ahora es un buen momento para volver a definir la


psicología social. Si asumimos la premisa de que la
percepción es una construcción de la realidad (7) y de que
además los actos perceptivos son una construcción conjunta
y no un acto individual, podemos definir la psicología social
como la disciplina que estudia los procesos de constitución,
mantenimiento y cambio de la realidad.

2.2. Percepción y actitudes

A finales de los años cuarenta, una serie de investigaciones


protagonizadas por Jerome Bruner y sus colaboradores
estudiaron algunos determinantes sociales de la percepción
que iban más allá de las leyes de la Gestalt, como por
ejemplo, los valores, las necesidades, las actitudes, la
motivación, el aprendizaje o el lenguaje. Esta línea de
investigación recibió el nombre, medio en broma, de new
look on perception (‘una nueva mirada a la percepción’).

Los trabajos de Bruner, y de muchos otros estudiosos de la


percepción, surgieron como reacción a una psicología
experimental de inspiración psicofisiológica que durante
mucho tiempo estudió la percepción aislada del contexto en
el que se producía, y asumía que sus sujetos representaban
sujetos universales y que no habría interferencias culturales
en la percepción, aunque muchos estudios mostraron muy
pronto la influencia en la percepción de factores como el
aprendizaje y la motivación, el temperamento y el humor,
las necesidades y los hábitos y las actitudes y los valores
(Bruner, 1947). Para Bruner, la percepción es una
negociación entre lo que el organismo puede percibir por
sus capacidades biológicas y lo que selecciona para ser
percibido. El aprendizaje determina qué percepciones son
relevantes y provoca que los objetos que habitualmente se
seleccionan destaquen por encima de los otros, de manera
que parecen más vívidos, más claros, más brillantes o
mayores (Bruner, 1947). Pero incluso más allá del hábito,
algunos objetos pueden parecer mayores según su
importancia, es decir, de su valor y de su significado, dos
aspectos que por cierto no se pueden separar fácilmente.

Para mostrar esta última cuestión explicaremos más


detalladamente el experimento de Bruner y Goodman
(1947) que se ha presentado en el capítulo I. Los
investigadores pidieron a un grupo de niños de diez años
que evaluaran el tamaño de unas circunferencias. Para
hacerlo, disponían de una luz que proyectaba un círculo
luminoso en una pantalla y que se podía hacer más grande
o más pequeño con un botón que giraba. El experimento
consistía en el hecho de que mientras que un grupo de
niños evaluó el tamaño de una serie de monedas –las
fracciones de dólar de 1, 5, 10, 25 y 50 centavos, que
conocían bien y utilizaban habitualmente–, el otro evaluó
unos discos de cartón del mismo tamaño.

Puede ver los resultados en el gráfico siguiente:

Figura 5.3

Media de las estimaciones de discos y monedas del mismo tamaño para niños
de diez años. El eje de coordenadas contiene las monedas y el eje de ordenadas
el porcentaje de desviación con respecto al tamaño real.

Como veis, las monedas son sistemáticamente


sobreestimadas, mientras que los discos de cartón, no. La
diferencia sólo se puede explicar en términos del valor que
para los niños tenían estas monedas. Los autores
consideran que el hecho de que la moneda mayor, medio
dólar, no siga el orden creciente de sobreestimación se
debe probablemente al hecho de que los niños no tenían
muy a menudo monedas de tanto valor al alcance y que,
por lo tanto, la moneda más valiosa era probablemente
considerada irreal, menos familiar.

El experimento prosiguió con la hipótesis de que la


sobreestimación dependería del valor que para los niños
tenían las monedas. Cogieron niños de una escuela de un
barrio rico de Boston y de otra de un barrio pobre, repitieron
las sesiones de evaluación de medidas y los resultados
volvieron a mostrar que efectivamente el valor determina la
sobreestimación, hasta el punto de que las diferencias entre
las estimaciones de un grupo y otro eran estadísticamente
significativas en relación con el diferencial de valor
percibido que para ambos grupos tenían las monedas.
Puede ver los resultados en el gráfico siguiente:

Figura 5.4
En este gráfico la línea discontinua representa las estimaciones de los niños
procedentes de un entorno pobre y la continua la de los niños procedentes del
barrio acomodado.

En un artículo posterior, Bruner nos explica que percibir no


es un proceso aislado, sino que forma parte del proceso de
comprensión mismo.
“[...] hay un flujo constante de estudios experimentales sobre el modo en que
los factores sociales provocan tipos de selectividad respecto de lo que una
persona percibe o infiere y respecto de su forma de interpretarlo. [...] Sin
actitudes apropiadas, y sin una estructura lingüística adecuada, un sujeto no
capta con facilidad ciertos acontecimientos en su entorno, que otra persona
debidamente equipada con actitudes y un lenguaje, percibiría como
importantes.”

J. Bruner (1958). Psicología Social y Percepción. En J. R. Torregrosa y E. Crespo


(Ed.), Estudios básicos de Psicología Social (p. 143). Barcelona: Hora, 1984.
La percepción no es, por lo tanto, si utilizamos una metáfora
clásica, un proceso de abajo arriba sino de arriba abajo; es
decir, que es la organización cognitiva la que determina la
percepción. Esto no quiere decir, sin embargo, que el
proceso sea individual: no lo es porque la organización
cognitiva no es un producto individual en el sentido que no
depende de la experiencia particular de un individuo para
constituirse sino que depende de la posición que éste ocupa
en la red de relaciones sociales y de las herramientas
lingüísticas y afectivas que esta red ha construido.

Un ejemplo lo proporciona otro experimento de Bruner y


Postman (1949) de la misma época que el anterior (8) . En
éste mostró una serie de cartas de póquer a un grupo de
estudiantes y controló el tiempo que tardaban en
reconocerlas: las cartas eran reconocidas en 28
milisegundos por término medio, pero, ¿qué pasaría si los
sujetos no conocieran las cartas? Bruner y Postman
introdujeron algunas cartas incongruentes –es decir, cartas
en las que el color y el palo no coincidían, por ejemplo un 4
de corazones negro, o bien un 6 de trébol rojo–, y el
resultado fue que por término medio el tiempo de
reconocimiento se incrementó en más de cuatro veces (114
milisegundos). Esto solamente demostraría que el
conocimiento anterior afecta la percepción, pero lo más
interesante es que no todas las cartas pudieron ser
descritas por los sujetos: mientras que como máximo a los
350 milisegundos cualquier carta normal ya había sido
reconocida, en el tiempo de exposición máxima (1.000
milisegundos) sólo el 89,7% de cartas incongruentes
pudieron ser descritas.

Los sujetos manifestaron una resistencia extrema a la


incongruencia, cuando una carta incongruente aparecía, lo
más habitual es que ésta se describiera como una carta
normal (efecto de dominio del color o del palo), por ejemplo,
una carta roja se veía como un corazón o un diamante
aunque el palo fuera trébol o pica. Pero también se
produjeron otros efectos: ante la falta de reconocimiento de
lo que veían, en algunas ocasiones algunos sujetos llegaban
a una solución de compromiso y describían la carta en un
término medio, por ejemplo, un corazón negro se veía
marrón, o negro con rojo en el contorno, o púrpura. También
pasó que la percepción llegó a bloquearse hasta el punto de
que el sujeto no fue capaz de describir lo que veía, y
manifestaba simultáneamente su nerviosismo: “¡que me
maldigan si sé si esto es rojo o qué!”. Más de la mitad de los
sujetos se bloquearon delante de alguna carta
incongruente, cosa que no sucedió en ninguna ocasión en el
caso de las cartas normales.

Como puede ver, no percibimos; de hecho, sería más exacto


decir que nos negamos a percibir aquello para lo cual no
estamos preparados. Afortunadamente la vida social es tan
compleja que proporciona una gran cantidad de maneras de
percibir, para todo lo existente e, incluso, para lo
inexistente, como muestra el pánico colectivo que provocó
Orson Welles, en 1938, durante la emisión de un programa
de radio que anunciaba la invasión de la Tierra por parte de
un grupo de marcianos violentos.
Invasión!

Una persona explicó que miró la calle y que todo parecía igual que cada día y
que, por lo tanto, había pensado que la invasión todavía no había llegado a su
barrio. Otra persona explicó que vio que la calle estaba llena a rebosar de
coches y que, por lo tanto, la gente ya estaba huyendo. Una tercera persona
describió que por su calle no pasó ningún coche y que pensó que el tráfico había
quedado colapsado a causa de la destrucción de las carreteras. El significado
otorgado a la percepción es la percepción misma, con un grado sorprendente de
independencia respecto de la información que supuestamente nos envían
nuestros órganos sensoriales.

Ejemplo extraído de H. Cantril (1940). The Invasion from Mars. En E. E. Maccoby,


T. M. Newcomb y E. L. Hartley (1958), Readings in Social Psychology. London:
Methuen, 1966.
En el artículo de 1958, citado anteriormente, Bruner llega a
una conclusión especialmente relevante para el tema de la
influencia.
“Lo que esto sugiere es que, una vez que una sociedad ha moldeado los
intereses de una persona y la ha entrenado para esperar lo que sea más
probable en esta sociedad, se ha ganado un inmenso control, no solamente
sobre sus procesos mentales, sino también sobre el mismo material con el que
el pensamiento opera –los datos experimentados por la percepción.”

J. Bruner (1958). Psicología Social y Percepción. En J. R. Torregrosa y E. Crespo


(Ed.), Estudios básicos de Psicología Social (p. 154). Barcelona: Hora, 1984.

Seguro que no se le escapan las repercusiones que tiene


esta manera de enfocar los estudios de la percepción
humana. No sólo sobre nuestro conocimiento de la sociedad
y de las relaciones entre las personas, sino que también
ponen sobre la mesa una pregunta crucial para las ciencias
sociales y humanas: “¿hasta qué punto es posible el estudio
objetivo de estas relaciones y de su organización?”. Sea
cual sea la respuesta, ésta no ha detenido la investigación,
sino que en todo caso la ha espoleado en múltiples
direcciones.

Uno de los objetos de la percepción que ha merecido la


atención central de los psicólogos sociales es,
evidentemente, la persona. De hecho, esto ha sido así hasta
el punto de que el propio concepto de percepción social se
ha referido casi siempre al estudio de la percepción de otras
personas y de los procesos particulares que ésta conlleva.
Según si se pone énfasis o no en la adscripción a una
categoría grupal de una persona, podemos dividir el estudio
de la percepción social en dos campos, que podemos llamar
percepción interpersonal y percepción intergrupal.

2.3. Percepción social y relaciones interpersonales


En este punto presentaremos dos campos de estudio
clásicos de la percepción social. El primero, de inspiración
gestáltica, versa sobre la formación de impresiones; es
decir, sobre cómo se organiza la percepción de las otras
personas de manera que nos permite llegar a conclusiones
sobre su talante a partir de unos indicios mínimos. El
segundo estudia la atribución de las causas de la conducta
de las personas; en otras palabras, es el estudio de las
explicaciones que el sentido común da del origen y, por lo
tanto, de la responsabilidad final de nuestro
comportamiento.

2.3.1. La formación de impresiones

En el capítulo II de este libro ha visto que una de las


actividades más importantes que hacemos durante las
interacciones que mantenemos con las otras personas es la
gestión de las impresiones que proporcionamos a los otros.
Esto quiere decir que somos perfectamente conscientes (de
hecho, lo practicamos cada día) de que las personas nos
formamos impresiones de los otros.
Piensa en los esfuerzos que dedicamos a conseguir que la gente que nos rodea
piense que somos buenas personas.

La percepción de personas es un proceso de percepción


como cualquier otro y, por lo tanto, comparte los
mecanismos que permiten la percepción de cualquier
objeto, incluida su dependencia de la sociedad. Esto quiere
decir que también es un proceso que depende de los
valores, las actitudes, el aprendizaje y en general de
cualquier fenómeno que vincule a la persona y su entorno
social.
Aunque hoy por hoy nos parezca natural y obvio que nos
formamos impresiones de las otras personas, la cuestión no
es tan sencilla. Para poder hacerlo tenemos que partir de
una condición especial que no se ha cumplido ni en todas
las épocas ni en todas las sociedades: la existencia de
individuos. La visión unitaria de la persona que llamamos
individuo es una creación histórica de la sociedad occidental
del último par de siglos. Por ejemplo, tal como ha visto en el
capítulo II, el self occidental ha pasado sucesivamente a ser
romántico, moderno y saturado.
Daryl Bem argumenta que nosotros mismos somos objeto de nuestra
percepción. En su teoría de la autopercepción defiende lo siguiente:

“Los individuos llegan a ’conocer’ sus actitudes, emociones, y otros estados


internos en parte mediante las inferencias que hacen a partir de la observación
de su propio comportamiento y/o de las circunstancias en las que éste tiene
lugar.”

D. Bem (1972). Self perception theory. En L. Berkowitz (Ed.), Advances in


experimental social psychology (vol. 6, p. 2). New York: Academic Press.

Es sólo a partir de esta condición que podemos entender,


como dijo Solomon Asch, que:
“Resultado final de la interacción con los demás y de la percepción de sus
acciones, motivos y emociones llegamos al conocimiento de que las personas
poseen individualidades particulares y singulares. A partir de los diversos
aspectos de un individuo nos formamos una opinión del mismo como una clase
particular de persona, que posee propiedades relativamente perdurables.”

S. Asch (1952). Psicología Social (p. 172). Buenos Aires: Eudeba, 1972.

Asch, que era gestaltista, lógicamente se propuso estudiar


cómo se organizaba esta percepción, dado que entraba
claramente en el tipo de percepciones que a pesar de
provenir aparentemente de características puntuales y
segregadas producían un efecto unitario: el individuo. Con
esta finalidad diseñó el experimento siguiente:
Leyó a cada uno de los dos grupos de estudiantes una de
las dos listas de adjectivos siguientes:

inteligente-habilidoso-trabajador-cálido-decidido-práctico-
cautointeligente-habilidoso-trabajador-frío-decidido-
práctico-cauto

Les explicó que estos adjetivos describían a una persona y


que, por favor, seleccionaran de una lista de dieciocho
rasgos, emparejados en un polo positivo y uno negativo (por
ejemplo, generoso-avaro; popular-impopular; fuerte-débil,
etc.), cuál de cada pareja era el que más pegaba con la
persona que acababan de oír. Para empezar, en los
resultados se vio cómo el grupo cálido otorgaba más rasgos
positivos que el grupo frío. Además, en concreto, la persona
cálida era generosa, prudente, feliz, imaginativa, altruista,
humana, popular, etc., mientras que la fría, todo lo
contrario.

El mismo experimento, con la misma lista de adjetivos pero


sustituyendo la oposición cálido-frío por educado-
maleducado no produjo ninguna de estas diferencias. Fijaos,
pues, que un cambio en uno de los adjetivos produce una
modificación de ámbito global (tal como predice la Gestalt)
y que, además, hay rasgos más centrales que otros. La
calidad de cálido o frío es más básica a la hora de hacer una
atribución de características que la de educado o
maleducado. Notad que esto tiene una cierta lógica, ya que
hablamos de dos cualidades que podemos pensar
fácilmente que una depende más de las situaciones que la
otra, si bien puede no ser cierto. Con todo, el contexto es
fundamental, es decir, que lo que nos encontramos es toda
una red de relaciones entre rasgos; por ejemplo, la misma
dicotomía cálido-frío no produce el mismo efecto puesta en
la lista siguiente:
Obediente-débil-superficial-cálido/frío-sin ambiciones-
vanidoso

Es decir, que una calidad no es inherentemente central sino


que depende siempre del contexto. De hecho, lo que
cambia el contexto es el propio significado de cálido o frío:
cualquiera de las dos expresiones puede ser central o
periférica, positiva o negativa según el conjunto en el que
se encuentre.
Harold Kelley, en 1950, reprodujo el experimento en condiciones “naturales”.
Presentó en dos grupos de estudiantes a un profesor invitado, pero cambió una
frase: “la gente que le conoce le considera una persona ’muy cálida’ / ’más bien
fría’”. Después de veinte minutos de interacción las descripciones que hicieron
los estudiantes eran mucho más favorables en el caso del profesor cálido que en
el caso del profesor frío. Lo más interesante es que la dinámica de los grupos no
fue la misma desde el principio: aunque el profesor actuó de la misma manera
con los dos grupos, el clima no fue el mismo, los estudiantes evitaron más a
menudo la interacción con el profesor frío, e ¡intervinieron menos en clase!

H. Kelley (1950). The warm-cold variable in first impression of persons. Journal of


Personality, 18, 431-439.

Puede pensar ahora en el efecto que tienen sobre la docencia y el aprendizaje


los rumores que circulan sobre los profesores.

Como en otras ocasiones, a partir de la psicología de la


Gestalt, la psicología social cognitiva tomó el estudio de la
formación de impresiones bajo su paraguas. Jerome Bruner
y R. Tagiuri formularon, en 1954, el concepto de “teorías
implícitas de la personalidad”. La cuestión surgió porque no
sólo pasaba que algunos rasgos estaban relacionados entre
sí, sino que esto era incluso un proceso previo a la propia
impresión. De esta manera, a partir de la percepción de
alguna característica de una persona, inferimos la presencia
y la ausencia de otros rasgos: por ejemplo, de una persona
que nos parece práctica no esperamos que sea imaginativa,
pero esperamos que alguien tenso muestre también
ansiedad, alguien que vemos actuar tímidamente no
pensamos que sea extrovertido, etc. De aquí que haya
expectativas previamente al contacto interpersonal que
relacionan los diferentes rasgos de la personalidad. Nos
encontramos, pues, ante auténticas teorías populares de la
personalidad, que no sólo determinan qué podemos percibir
sino qué podemos esperar percibir e, incluso, cómo
podemos esperar ser.

La psicología social cognitivista ha dedicado grandes


esfuerzos a estudiar cuál es la estructura de estas teorías
implícitas, basándose en el estudio de las correlaciones que
muestran las descripciones que hacemos de las otras
personas y, en otros casos, en el estudio de los prototipos o
ejemplos ideales que nos sirven de referencia (por ejemplo,
la buena persona, el estrecho, el cojonudo, el desgraciado,
etc.). Los resultados más interesantes son los que muestran
que estas correlaciones o conjuntos de rasgos agrupados en
personalidades ideales no tienen relación con la experiencia
anterior de contactos que las personas hemos mantenido.
Tanto si es para describir a un amigo íntimo, alguien a quien
conocemos muy bien, como a un desconocido, siempre
aparecen las mismas agrupaciones. Esta constatación
tranquiliza a los psicólogos de la personalidad, ya que les
parece apreciar que hay una consistencia en los rasgos que
legitima el constructo personalidad, pero también nos
puede permitir pensar que los tests de personalidad y los
diversos factores que se han encontrado surgen
precisamente de estas teorías populares de la personalidad
y, no como afirman los psicólogos del descubrimiento
científico, de unas características objetivas preexistentes. (9)

Sea lo que sea lo que pensamos, parece que hay una


relación circular; primero se crea históricamente y
culturalmente la noción de individuo, cosa que hace que las
personas perciban que hay una serie de rasgos consistentes
que hacen de cada persona una unidad lógica, los
psicólogos estudian estos rasgos y “descubren” la
personalidad, la cual finalmente vuelve a la sociedad en
forma de tests y teorías que salen en las revistas, en las
entrevistas laborales, en la televisión cuando hablan
“expertos” y que vuelven a decir a la gente cómo son, o lo
que es lo mismo, cómo tendrían que ser.

La formación de impresiones y las teorías implícitas de la


personalidad son un mecanismo fundamental para “recrear”
individuos en la vida cotidiana. Tal como ya comentó
Solomon Asch, a partir de los trabajos de Fritz Heider,
aunque no partían de nuestras premisas:
“Uno de los pasos necesarios para llegar a conocer a los demás consiste en
percibir la acción como un efecto que produce una persona que funciona como
causa. Cuando el acto y la persona ingresan en una formación cognoscitiva
unitaria, la persona asume la cualidad de sus actos, tal como las acciones de un
objeto se convierten en su propiedad funcional. Un acto generoso altera nuestra
opinión respecto de una persona y le adjudica la cualidad de generosidad. [...]
Debería agregarse que reconocemos que las personas constituyen causas de
manera relativamente absoluta; en general, no procedemos a rastrear las
condiciones que produjeron a un individuo molesto, sarcástico o satisfecho. Los
individuos son causas fenoménicamente primeras en un grado sustancial. [...]
La experiencia nos enfrenta con muchas acciones de los demás que se suceden
en relativo desorden. En oposición a este movimiento y este cambio incesantes
de nuestras observaciones, surge un producto de considerable orden y
estabilidad.”

S. Asch (1952). Psicología Social (p. 212). Buenos Aires: Eudeba, 1972.

El estudio de la formación de impresiones es importante


porque, tal como se desprende de lo que se ha visto en el
capítulo II, lo que la gente piensa de nosotros no es ajeno a
lo que nosotros mismos pensamos que somos. He ahí, pues,
una de las formas de influencia más sutiles. En un proceso
circular, las impresiones que los otros se hacen de nosotros,
las cuales hemos visto que tienen un origen social y cultural
que va más allá de las interacciones directas y reales que
sostenemos con los otros, repercuten directamente en
nuestra identidad. Por eso, a pesar de que biológicamente
seamos el organismo más plástico que se conoce, lo que
podemos ser en una sociedad concreta no es una
combinación de posibilidades infinitas, sino producto directo
de aquello que en esta sociedad se considera que se puede
ser. (10)

2.3.2. Las teorías de la atribución y los sesgos


cognitivos

Paralelamente al estudio de la formación de impresiones se


fue desarrollando un campo de estudio basado en la idea de
Fritz Heider de que las personas actuamos como analistas
“ingenuos” e intentamos dar sentido, orden y estabilidad al
mundo que nos rodea. Una de las maneras de hacerlo,
como hemos visto un poco más arriba, es atribuir a los
individuos las causas de su conducta. Esto no tiene que
extrañar mucho: mire el código penal de cualquier país
occidental, según el cual los individuos son siempre los
responsables de sus actos (excepto en el caso de los
militares).

Las teorías de la atribución son teorías que intentan


comprender de qué manera proporcionamos en la vida
cotidiana explicaciones de las conductas de las otras
personas. Son relevantes en el sentido de que comprender a
qué atribuimos una determinada acción (por ejemplo, la de
quien llega tarde a una cita o echa una mano a alguien) es
comprender el curso futuro de la interacción. En caso de
que nos den un golpe, la explicación de si se ha hecho
expresamente o ha sido sin querer es primordial para
entender cómo surge una pelea. Esto sería anecdótico si las
atribuciones fueran siempre fundadas en la realidad o si se
hicieran al azar, pero ni una cosa ni la otra son ciertas, ya
que hay algunas tendencias en las atribuciones que
hacemos que muestran que son el producto de una manera
determinada de entender el mundo social y las personas.
a) Heider y el análisis ingenuo de la acción

Fritz Heider fue el primer psicólogo social que propuso el


término de atribución para explicar de qué manera
comprendemos la conducta de las otras personas. A partir
de sus propuestas se desarrollaron el resto de
planteamientos. Sus estudios inspirados en las teorías de la
Gestalt mostraron cómo tendemos a percibir en términos
unitarios y, por lo tanto, a vincular acciones que pueden ser
relativamente independientes: por ejemplo, si dos
acontecimientos se parecen o bien tienen lugar con
proximidad el uno del otro, tendemos a asumir que uno es
consecuencia del otro. Según Heider, esto provocaría
nuestra tendencia a atribuir las responsabilidades de las
acciones a las personas que las hacen, que no a las
circunstancias en las que las hacen. De Heider también es la
distinción entre causas internas y externas: cuando
atribuimos la responsabilidad de una acción a una persona,
lo hacemos en términos internos –es decir, apelamos a
factores como el esfuerzo, la intención, la capacidad, la
inteligencia, las actitudes, las motivaciones, etc.–, mientras
que no lo hacemos a causas externas como podría ser
apelar a factores como la suerte, las circunstancias, la
presión social, la dificultad de la tarea, etc. De aquí que
Heider llame a este análisis de sentido común que las
personas hacemos –análisis ingenuo, ya que no tiene en
cuenta todas las explicaciones posibles de la conducta de
una persona.

b) Jones y Davis y la inferencia correspondiente

Siguiendo la línea marcada por Heider, Jones y Davis


estudiaron cuáles eran las condiciones necesarias para
atribuir una conducta a una disposición estable de la
persona: por ejemplo, si somos testigos de una conducta
agresiva podemos inferir que ésta se debe al hecho de que
la persona que la ha llevado a cabo es agresiva. Por ello es
necesario que la persona que infiere la disposición que
corresponde a la acción piense que la acción es intencional,
que la persona conoce las consecuencias de la acción que
hace y que es capaz de llevarla a cabo. Hacer una inferencia
de este tipo no siempre es sencillo, aunque lo hacemos lo
bastante a menudo. Las normas que regulan la situación se
tienen en cuenta; por ejemplo, es más fácil hacer una
inferencia correspondiente cuando la persona rompe las
expectativas de la situación que no cuando sigue las
normas sociales (Jones y Davis, 1965). Esto tiene una
implicación importante: la persona que haga una acción en
contra del orden social establecido será vista como
poseedora de unas disposiciones que le hacen ser rebelde o
desviada o anormal y, por lo tanto, será mucho más sencillo
descalificarla que no pensar en si tiene razón o no, o si su
acción está justificada.

c) Kelley y el análisis de la covarianza

En la línea de establecer las condiciones mediante las


cuales nos sentimos capaces de atribuir la causa de una
conducta a un factor interno o externo –es decir,
disposicional o situacional–, Harold Kelley propuso que
cuando tenemos suficiente información, suficiente tiempo y
estamos motivados para hacerlo, la atribución es
consecuencia de la interacción o covarianza de una serie de
factores.

Consenso: todo el mundo se comporta de la misma


manera ante un objeto determinado (alto consenso) o
bien nadie más lo hace (bajo consenso).

Distintividad: la persona se comporta igual con objetos


parecidos (baja distintividad) o bien sólo se comporta
así con este objeto concreto (alta distintividad).
Consistencia: la persona siempre actúa de la misma
manera con este objeto (alta consistencia) o bien otras
veces ha actuado diferente (baja consistencia).

El objeto puede ser otra persona o bien una situación, como


por ejemplo, un examen, un espectáculo, etc.

La combinación de estos factores hace que finalmente


atribuyamos la responsabilidad de la acción a la persona, a
la situación o bien a las circunstancias. Por ejemplo,
atribuiremos la acción suspender un examen a alguna
disposición de la persona (es tonto) si casi nadie más
suspende, si suspende otros exámenes y, además, siempre
suspende esta materia. Pero haremos una atribución al
objeto (el examen era muy difícil) si todo el mundo
suspende, aprueba otros exámenes y normalmente aprueba
esta materia. O bien haremos una atribución a las
circunstancias (el gato se le murió el día antes) si casi nadie
suspende, aprueba otros exámenes y normalmente aprueba
esta materia.

Obviamente, este modelo está idealizado y, de hecho, el


propio autor reconoce que probablemente esta combinación
funcione en realidad de manera simplificada como un solo
esquema causal que agruparía estos factores (Kelley, 1973).
Un esquema es un conjunto de conocimientos organizados en el ámbito
cognitivo producto de la cultura y la sociedad en la que vive la persona.

d) Weiner y las atribuciones de éxito o de fracaso

Otro campo de estudio de las atribuciones especialmente


relacionado con la percepción de uno mismo es el de las
atribuciones que se producen en un contexto en el que hay
que hacer una tarea y ésta puede ser desarrollada
correctamente o incorrectamente. Según Weiner, el éxito o
el fracaso en la tarea pueden ser atribuidos a diferentes
factores, o bien a la capacidad de la persona para llevarla a
cabo, o bien al esfuerzo que ha dedicado, o bien a la
dificultad de la tarea, o bien a la suerte. Cada uno de estos
factores tiene una relación particular con el sujeto según si
dependen de lo que éste haga o no (controlabilidad), según
si se encuentran en el interior o el exterior del sujeto (locus
de control) y, finalmente, según si son más o menos
permanentes (estabilidad).
Por ejemplo, una atribución de un fracaso a la suerte no tiene muchas
consecuencias sobre la autoestima del sujeto porque ésta se encuentra fuera de
él, no la puede controlar y no es permanente. En cambio, la atribución de este
fracaso a la capacidad produce efectos más graves, ya que ésta es permanente,
interna y poco controlable.

e) Sesgos cognitivos

El estudio de las explicaciones que damos sobre la propia


conducta y la de los otros no se ha centrado solamente en
los complejos procesos de decisión que llegan finalmente a
una atribución de causalidad, sino que también hay algunas
maneras directas mediante las cuales hacemos atribuciones
u otros razonamientos. Son tendencias para llegar a una
determinada conclusión que se imponen sobre otros
procesos o los afectan. Se llaman sesgos en el sentido que
orientan el proceso en una dirección preestablecida.

Error fundamental de atribución

El primer efecto estudiado, y que ya mencionó Fritz Heider,


se llama fundamental porque se considera casi inherente al
proceso mismo de formular atribuciones de causalidad. Se
trata de la preferencia general para hacer atribuciones
disposicionales o internas antes que situacionales o
externas. Si seguimos a Heider, el origen radicaría en el
mismo proceso perceptivo gestáltico que obliga a percibir
unitariamente actores y acciones. Esta explicación es
problemática porque “naturaliza” este sesgo y, en cambio,
parece lógico pensar que quizás en todo caso es un reflejo
más del individualismo de la sociedad occidental. Si hay
individuos y éstos son responsables de sus actos, es
coherente que la tendencia a inferir disposiciones sea más
habitual que la de fijarse en las circunstancias.

Efecto actor-observador

Surge a raíz de la constatación de que si uno es quien


ejecuta la conducta tiende a atribuir sus acciones a factores
situacionales, mientras que si uno observa esta conducta en
otras personas tiende a hacer atribuciones disposicionales.
La explicación más habitual de este efecto se basa en el
punto de vista, es decir, en la saliencia de determinadas
percepciones: nosotros no nos vemos a nosotros mismos
actuar y, en cambio, percibimos claramente las situaciones
en las que nos encontramos, mientras que si somos
observadores también percibimos al otro como posible
causa de la conducta.

Creencia en un mundo justo

Ya hemos mencionado que los factores ideológicos son


importantes. La creencia en un mundo justo es una idea
extremadamente conservadora, según la cual cada uno
tiene lo que se merece. Por otro lado, garantiza al individuo
occidental la tranquilidad de saber que si se esfuerza tendrá
lo que quiere y que las desgracias de los otros son
principalmente responsabilidad de ellos mismos.

Falso consenso

Si recuerda ahora la teoría de la comparación social le será


fácil entender este sesgo. Es un sesgo autoconfirmatorio
que nos hace poner más atención en las informaciones
procedentes de otras personas que coinciden con nuestras
mismas opiniones y conductas, por lo que en algunas
situaciones en las que buscamos una confirmación
tendemos a considerar que los otros sostienen las mismas
opiniones que nosotros. Sin embargo, atención, porque en
determinados contextos en los que nos interese adquirir o
mantener una autoestima positiva, podemos ignorar estas
mismas informaciones para garantizarnos una percepción
de originalidad o unicidad. Es el sesgo que se llama falsa
originalidad o bien ignorancia pluralista.

Sesgo a favor de uno mismo (self-serving bias)

Es una consecuencia de las atribuciones de éxito o de


fracaso de Weiner. En el caso de haber hecho una tarea que
puede ser correcta o incorrecta, tendemos a mantener
nuestra autoestima en un buen nivel si hacemos
atribuciones internas para nuestros éxitos y externas para
nuestros fracasos. Una explicación no motivacional de este
sesgo –es decir, no centrada en la autoestima– es la que
afirma que en general presentamos esta tendencia porque
tenemos la expectativa de hacer bien las cosas. Por lo tanto,
el cumplimiento de la expectativa sería debido a nuestro
esfuerzo o valía, mientras que el no cumplimiento sería
debido a alguna interferencia en el transcurso “lógico” de
los acontecimientos.
Atribución y depresión

Algunas explicaciones cognitivistas de la depresión la consideran un defecto en


la aplicación de este sesgo, de manera que la persona tendería a hacer
atribuciones externas cuando las cosas le van bien, y atribuciones internas
cuando le van mal. ¡Pero este fenómeno tanto puede ser una causa como una
consecuencia de la depresión!

Desgraciadamente para la psicología social las atribuciones


que hacemos se han estudiado generalmente en términos
de relaciones entre individuos relativamente aislados del
contexto histórico y social, un problema que no se puede
separar del mito de que los experimentos son la única
manera de conocer “realmente” la conducta humana. El
estudio en contextos naturales con un fuerte énfasis en las
variables históricas y lingüísticas de las explicaciones que
damos de la conducta de los otros y de nuestra propia
conducta ha mostrado que las atribuciones son mecanismos
sociales compartidos que se conforman sobre la base de
una determinada ideología social, una ideología que
contempla a los individuos como únicos y últimos
responsables de sus actos y que hace de esta interpretación
una justificación para el mantenimiento de relaciones
sociales injustas.
Un ejemplo de esto lo encontramos en un experimento de Duncan, hecho en
1976. Dijo a cuatro grupos de estudiantes norteamericanos blancos que miraran
una interacción filmada de dos personas que discutían cada vez más fuerte
hasta que uno de ellos empujaba al otro. Duncan varió la raza de cada
interacción, e hizo que fuera una interacción entre blancos, entre negros, entre
negro y blanco y entre blanco y negro (éstas últimas según quién empujaba). El
70% de los sujetos escogió describir la conducta de quien empujaba como
violenta (por oposición a juguetona, por ejemplo) cuando éste era negro. Si
quien empujaba era blanco sólo un 13% de los sujetos le consideró violento.
Además, cuando quien empujaba era negro se hacían atribuciones
disposicionales, mientras que cuando era el blanco quien empujaba al otro, se
hacían atribuciones situacionales.

Figura 5.5
Diferencias en la descripción y atribución de causas en la percepción de
interacciones intergrupales.

2.4. Percepción social y relaciones intergrupales:


estereotipos y discriminación

Si las construcciones que hacemos de la realidad


determinan nuestra percepción de manera importante, no
podemos obviar uno de los principales mecanismos de
contrucción: la clasificación o categorización. Para muchos
sociocognitivistas se trata del proceso fundamental que guía
los procesos de percepción social; es decir, la categorización
es el proceso básico mediante el cual se crean los
esquemas de conocimiento.
El acto de categorizar es tan fundamental en nuestra
sociedad que hemos conseguido que ésta sea nuestra
manera casi exclusiva de percibir el mundo. La
categorización es efectivamente un proceso social de gran
importancia, pero esto es así allí donde ha penetrado una
cierta manera de ver el mundo como objeto de estudio
científico, allí donde el mundo está impregnado por la
clasificación; no es, por lo tanto, que sea un fenómeno
universal tal como han querido postular muchos psicólogos
sociales, al cual presentan como proceso cognitivo. Aparte
del claro origen social de la necesidad de clasificación
vinculado al nacimiento de la ciencia moderna, la
categorización también parte de una metáfora muy
concreta.

Para empezar a postularla primero hay que creer que el


organismo humano no es en la práctica lo bastante eficiente
en el procesamiento de la información; nos encontramos,
por lo tanto, ante una metáfora economicista. Se piensa que
la estimulación (la información) es excesiva, que el mundo
es demasiado rico en fuentes de estímulos, de manera que
el desgaste energético para sobrevivir tiene que ser
racionalizado al máximo, hasta el punto de necesitar una
economía de pensamiento. Pocas sociedades han
desarrollado un sistema discursivo de este tipo que permite
crear fácilmente subjetividad amoldada al ahorro, la cadena
de producción, el aprovechamiento energético y la mejora
del rendimiento. Además, categorización y desigualdad, en
nuestra sociedad, están íntimamente asociadas. La
metáfora económica requiere que los estímulos sean
valorados de manera que determine su importancia y les
otorgue una posición en la jerarquía social.
Discriminación

Quizás no es casualidad que discriminación, una de las palabras más utilizadas


en los estudios de categorización, tenga dos sentidos muy claros: por una parte,
quiere decir ’distinguir o diferenciar’ y, por la otra, ’separar o maltratar’. No es
casualidad que estas cuatro palabras tengan cada una posibilidades de uso en
las que sean sinónimas exactas.

La categorización del mundo que nos rodea se ha dedicado


a clasificar a personas, este proceso se ha llamado
estereotipación: es un doble movimiento mediante el cual
primero se asigna una persona a una categoría y después
se le atribuyen las características que se supone que son el
criterio de creación de la categoría. Por ejemplo,
conocemos, vemos o oímos hablar de alguien, nos
comentan que es judío y entonces pensamos que es avaro,
rico, comerciante, mentiroso, conspirador, etc.: estos
criterios son los mismos que hacen relevante la existencia
de la categoría de judío y al mismo tiempo hacen difícil
pensar que es un sesgo cognitivo individual. En todo caso
con vistas a esto se hace difícil pensar que se trate de un
problema de proceso de la información de base económica,
ya que son sorprendentes la fantasía, el gusto por el lujo de
detalles y los excesos de todo tipo que caracterizan los
estereotipos más comunes.

Al tratarse de un esquema de conocimiento del otro, que


aparentemente simplifica la compleja realidad, se ha
postulado que el contacto intergrupal es uno de los
remedios a estas percepciones desviadas. Es decir, que si
seguimos aquello de que “el roce hace el cariño”, el
contacto permitiría un conocimiento más “objetivo” o como
mínimo más complejo. En realidad, nunca se ha podido
demostrar por qué precisamente los estereotipos han
guiado el contacto y han producido efectos peores que el
que se quería arreglar. El contacto no es ninguna solución
en sí porque no hay una realidad que de golpe se haga
evidente y, por lo tanto, no puede producir efectos sin
cambios previos o simultáneos en la definición de la
situación, de los grupos y de sus posiciones –es decir, de su
percepción mutua.
Para algunos, los estereotipos guían el contacto intercultural
y ayudan, dicen, a sobreponerse al primer momento de
choque cultural, la angustia que surge ante lo desconocido.
Ayudan a convertir lo misterioso en conocido y permiten su
identificación y la creación de expectativas sobre su
comportamiento y el nuestro. Está claro que, como la base
social del estereotipo es la fantasía política
malintencionada, las consecuencias no son siempre las más
deseables.

Algunos desarrollos de la teoría de las atribuciones


muestran cómo la categorización social tiene efectos sobre
la percepción de los miembros de otros grupos. El hecho de
que la categorización social tienda a acentuar las
diferencias intergrupales y a reducir las intragrupales se
traduce habitualmente en la necesidad de mantener una
identidad social positiva. Si atribuimos disposiciones
internas a las acciones negativas de miembros del otro
grupo y causas situacionales o externas a las acciones
positivas, mantenemos el estereotipo y además reforzamos
la identidad social positiva de nuestro grupo.

Esto es así si los grupos tienen conciencia de ser un grupo


dominado en oposición a otro grupo dominante, pero si no
se tiene conciencia de la relación de dominación, es muy
fácil que se tienda a hacer atribuciones invertidas, como
veíamos en el caso de la depresión. Las acciones positivas
del grupo dominante serán atribuidas a características
positivas de sus miembros, mientras que las acciones
positivas del propio grupo serán debidas a circunstancias
diversas.

Como se ha visto, la percepción social –sea de objetos,


personas o grupos– no es un mecanismo sencillo que se
pueda explicar por la mera existencia de un sistema
fisiológico que permita sentir. Por otro lado, el papel activo
de la persona –ahora ya podemos decir que de la sociedad–
en la percepción ha quedado lo suficientemente
demostrado. Es muy probable que ahora penséis que estos
mecanismos distorsionan una posible percepción pura, pero
nada más lejos de nuestras posibilidades, porque la
percepción pura no existe, ni puede existir; por lo tanto, en
lugar de intentar comprender cuáles son los errores o
sesgos que cometemos, tenemos que aspirar a entender las
diferentes posibilidades de percepción que una sociedad, un
grupo o una cultura permiten para valorar sus efectos y, si
lo creemos conveniente, hacer propuestas de intervención
que modifiquen esta situación. Siempre sabremos que no
será en la dirección de crear una percepción más objetiva o
más justa, sino tan sólo una percepción que no tenga los
efectos indeseables que tienen los mecanismos de
percepción con los que nos hemos dotado hasta ahora.

3. Influencia de la mayoría: conformidad

Como habéis visto en el capítulo III, la relación entre


actitudes y comportamiento no es directa, de hecho, no es
ni siquiera clara. El hecho de que una persona que muestre
o afirme tener una determinada actitud no consiga
materializar esta tendencia en una conducta concreta
puede ser debido a muchos factores. Sin embargo, aunque
ahora dejaremos de lado el polémico concepto de actitud,
nos haremos una pregunta que está relacionada con él:
“¿Por qué en algunas ocasiones no somos capaces de
actuar en concordancia con nuestros valores o bien con
nuestras creencias más firmes?”.

3.1. Asch y la presión grupal


Solomon Asch orientó una respuesta posible, y pensó que
en algunas ocasiones esto podía ser debido a la presión
social que proviene del grupo de personas presentes en una
situación concreta. Podemos estar de acuerdo, y de hecho
ya lo hemos visto en el experimento sobre la normalización
de Sherif, en el hecho de que, efectivamente, recorremos
bastante a menudo a las opiniones de los otros para validar
nuestra propia opinión. Pero el experimento de Sherif tenía
lugar en una situación bastante ambigua: ¿qué pasaría si la
situación fuera mucho más clara?

El experimento de Asch curiosamente demuestra lo que no


quería demostrar, o almenos eso es lo que dice su autor.
Como buen americano y como buen gestaltista, estaba
interesado en demostrar la independencia de juicio de los
individuos y cómo éstos no se dejan influenciar fácilmente.
Esto reafirmaría la privacidad de la experiencia individual de
algunos procesos perceptivos y su carácter fundamental,
pero los resultados no fueron los que esperaba: aunque
mucha gente, de hecho, se mantuvo independiente, un
porcentaje sorprendentemente alto se conformó a las
opiniones de una mayoría que iba en contra de la evidencia
más clara.

El experimento se desarrolló de la manera siguiente: se


trataba de crear una situación en la que se pidiera a una
persona la apreciación de la longitud de una línea y la
comparara con otras tres líneas. Como se puede ver en la
figura siguiente, el ejercicio es bastante obvio, así que si nos
preguntan cuál de las líneas 1, 2 o 3 se parece más a la
línea patrón, ninguno de nosotros dudaría más de unas
centésimas de segundo en afirmar que es la línea 1.
Pero Solomon Asch demostró que hay una condición en la
que la mayor parte de nosotros puede llegar a afirmar que
es la línea 2 la que es como la línea patrón. Esta situación
se da cuando hacemos esta apreciación en grupo y todas
las personas del grupo (de siete a nueve personas
cómplices del experimentador) afirman que es la línea 2 la
que es igual que la línea patrón.

Figura 5.6

Una de las comparaciones de muestra

En una serie de doce juicios sucesivos sobre la longitud de líneas diferentes (en
siete de los cuales la mayoría cómplice tenía una opinión claramente contraria a
la realidad) un 23% de la gente no cómplice –treinta y una personas– que
participó en esta primera versión del experimento una vez hizo una afirmación
como la de la mayoría, en contra de su propia visión de las líneas, un 32% lo
hizo dos o tres veces, y un 26% cuatro veces o más. En total, un 81% se doblegó
al menos una vez al juicio de la mayoría, y un 58% lo hizo más de una vez.

Fíjese que es muy difícil sustraerse a la fuerza de la


mayoría. Póngase en la situación de estas personas, ¿qué
haría si de golpe se encontrase rodeado de gente con una
opinión claramente diferente? ¡De ninguna de las maneras
nos gusta pensar que puedan pensar que estamos locos!,
así que preferimos ceder y decir lo mismo que dice la mayor
parte de la gente o bien, incluso, llegamos a dudar
sinceramente de nuestras opiniones. Si esto pasa en una
cuestión evidente, ¡ahora imagínese qué puede pasar
cuando el tema que hay que juzgar no es tan fácil ni tan
obvio como la longitud de una línea!

Los resultados sorprendieron, pero mirándolo bien no son


tan sorprendentes si sabemos que los otros constituyen
siempre la medida de nuestra percepción. Sólo aquellas
personas que confiaban extremadamente en su juicio y
aquellas que creían que por el bien del experimento tenían
que decir aquello que veían consiguieron sustraerse a la
conformidad que la situación exigía, pero no podemos
pensar que lo hicieron tranquilamente: ni el sujeto más
independiente y confiado de todos sería capaz de quedarse
indiferente en una situación así. Por eso probablemente el
resultado más espectacular no es que el 81% de personas
en algún momento del experimento se conformara, sino que
el 100% de sujetos no fue capaz de vivir la situación sin
experimentar una gran tensión. Es decir, no podemos hacer
como si los otros no existieran sin que esto tenga un coste
alto.

Este experimento provocó dos reacciones típicas en los


participantes: o bien llegaban a la conclusión de que
estaban equivocados, aunque continuaban teniendo claro
cuál era su percepción, o bien pensaban que no era
aceptable mostrarse diferente y, por lo tanto, se abstraían
de la tarea concreta y se conformaban al grupo. Una
variante del experimento en la que se aumentó la
contradicción y se exageró hasta el límite del absurdo la
diferencia de longitud de las líneas no anuló el efecto, sino
que éste se mantuvo; de hecho, lo único que provocó fue un
aumento considerable de la tensión. Sin embargo, las
personas que decidieron no enfrentarse a la mayoría tenían
buenas razones para hacerlo: cuando en una de las
condiciones experimentales se invirtió la situación y se
introdujo un único sujeto cómplice entre una mayoría de
sujetos desprevenidos y, por tanto, el cómplice fue el único
en mencionar la línea equivocada, la reacción general fue la
hilaridad más absoluta.

El aumento de la minoría en una persona más (también


cómplice pero con instrucciones de decir lo que viera con
firmeza y, por lo tanto, de apoyar a la persona no instruida)
disminuyó considerablemente el nivel de conformidad, pero
quizás lo más sorprendente es que no lo anuló
completamente, ya que el 13% de las estimaciones todavía
fueron expresadas en dirección a la mayoría.

3.1.1. Normas en conflicto


Para llegar a entender por qué se genera una tensión tan
alta hasta el punto de que la mayoría de los sujetos decide
mentir, hay que tener en cuenta algunas cosas. Ya hemos
comentado antes que los otros, según la teoría de la
comparación social de Festinger, son nuestro punto de
referencia –aunque está claro que lo decíamos de las
situaciones ambiguas–, y ahora parece ser que también en
algunas circunstancias lo podemos generalizar a las
situaciones claras. Una posibilidad es considerarlo en
términos de la psicología de Kurt Lewin, (11) también de la
corriente gestáltica, una cuestión de fuerzas en oposición. El
sujeto del experimento de Asch sería víctima de la
interacción de dos fuerzas diferentes, una que podemos
denominar presión grupal y la otra, presión individual. En
todo caso queda pensar cuál es el origen de esta fuerza que
tiene un grupo o que tiene uno mismo para creer en aquello
que ve.

La explicación clásica plantea que la persona se encuentra


ante dos formas de influencia, lo cual explicaría las dos
reacciones más típicas que hemos mencionado antes: una
se ha llamado influencia informacional y corresponde al
hecho de que la persona considera que la información que
los otros proporcionan, sus juicios, son mejores que los de
ella misma. De hecho, a lo largo de nuestra vida hemos
visto que en general las otras personas están de acuerdo
con nosotros sobre lo que vemos o sentimos y no nos ha ido
tan mal. La otra se llama influencia normativa y consiste en
mostrar acuerdo con la norma de grupo para poder
continuar formando parte de él y no ser excluido de él.

Otra manera de enfocarlo es olvidarnos por un momento del


individuo como una entidad coherente y no perder de vista
que sin grupos no hay individuo ni persona, ni personaje, ni
rol, ni personalidad, ni nada de nada. El hecho de
pertenecer en niveles diferentes a grupos diferentes –los
cuales tienen sus normas y sus valores correspondientes–
nos permite entender que durante el experimento de Asch
nos encontramos en presencia de un conflicto. Pero no es un
conflicto entre percepciones de individuos diferentes, ni es
un conflicto cognitivo que el individuo sufre a solas, sino
que es un conflicto entre la norma de no mostrarse
diferente a los otros en público y la norma que considera la
objetividad como un valor. Dos normas culturales cuya
formación histórica no es difícil de rastrear en el nacimiento
de la época moderna y sus dos productos más
característicos: el individuo y la ciencia.

3.1.2. Implicaciones para la dinámica de grupos

Otra de las repercusiones del experimento cae sobre la


dinámica de grupos. Planteaos la dificultad de pensar en
cómo podemos ayudar en una decisión de grupo sabiendo
que si una mayoría se expresa en una dirección, la minoría
disidente no expresará ninguna divergencia o, lo que es
peor, ocultará información por obvia que sea que pueda ir
en contra del sentir de la mayoría, con lo que se perderán
elementos que pueden ser esenciales para la decisión final.
Como afirma Asch (1952), cuando alguien se encuentra en
medio de un grupo no se puede sentir indiferente hacia el
grupo, entre otras razones porque cada uno presupone ver
lo mismo que los otros ven (norma de objetividad). Pero
cuando nos encontramos en una situación en la que se tiene
que tomar una decisión que no tiene unos referentes tan
objetivos, ¿cómo actúa la presión hacia la conformidad?
Janis, en un célebre libro (Janis, 1972), estudió decisiones
diferentes claramente erróneas que gobiernos diferentes de
Estados Unidos habían tomado a lo largo de la historia
reciente: por ejemplo, no hacer caso de los avisos de alarma
anteriores al ataque japonés sobre Pearl Harbour en 1941,
decidir invadir Corea del Norte en 1950 sin tener en cuenta
la posible reacción de China, o entrenar a una brigada de
exiliados para invadir la isla de Cuba por la Bahía de
Cochinos en 1961 y pensar que la población los recibiría con
los brazos abiertos. Janis explica que estas decisiones se
pudieron tomar porque en los comités que las tenían que
valorar había una gran presión directa sobre cualquier
persona que se apartara de los estereotipos o ilusiones del
grupo y una ficción compartida que la decisión había sido
mayoritaria, provocada por la autocensura de quien se
pudiera apartar del consenso. Este efecto lo llamó
pensamiento grupal, y se explica por los esfuerzos que el
grupo hace para evitar el conflicto y mantener el grupo
aparentemente unido.

Los psicólogos sociales especializados en la dinámica de los


grupos han estudiado las condiciones diferentes en las que
un grupo tiende a tomar decisiones que son un punto medio
entre los puntos de vista extremos (normalización) o bien
que pertenecen a uno de los extremos (polarización). El
papel que tiene entender los procesos de conformidad es
básico en ambos casos, pero esto es tema para el capítulo
VI.
3.2. Conformidad, conformismo y uniformidad

Ahora es el momento de establecer algunas diferencias


conceptuales que pueden ser útiles. En primer lugar, hay
que saber que las tres palabras que constituyen el
enunciado de este punto no son sinónimas aunque hagan
referencia a procesos relacionados.

La uniformidad es el producto que resulta del seguimiento


de las normas sociales por parte de un grupo y que consiste
en el hecho de que las personas de este grupo comparten
creencias, percepciones y comportamientos. La persona se
puede mostrar de acuerdo explícitamente o simplemente no
saber que está siguiendo una norma. La normalización y los
procesos de comparación sociales son algunos de los
mecanismos por los que se llega a la uniformidad.

Las diferencias que a menudo encontramos entre


comportamiento público y creencias privadas –todos lo
hemos sospechado de alguien alguna vez o incluso lo
hemos vivido en nuestra carne– pueden ser debidas, claro
está, a un afán deliberado de manipulación de los otros
mediante la mentira, pero eso es excepcional. El proceso
más habitual que conduce a estas diferencias es la
conformidad o hecho de que una persona cambie sus
acciones como resultado de la presión de otra persona o de
un grupo. Kelman distinguía, en 1971, tres tipos de
influencia social o conformidad (como se verá más adelante,
durante muchos años, los términos influencia social y
conformidad fueron sinónimos por culpa de una acepción
restrictiva del primer término):

Sumisión: mostrar acuerdo con el origen de la influencia


por miedo al rechazo o el castigo.
Identificación: mostrar acuerdo por el deseo de sentirse
miembro del grupo.

Interiorización: mostrar acuerdo por la creencia de que


el origen de la influencia tiene razón.

La conformidad es la acción de conformarse y el


conformismo es la actitud de aquel que acepta pasivamente
las normas de la sociedad. El conformismo se consigue
mediante los procesos que acabamos de ver que lo
provocan y consiste en la asunción de que uno no puede
hacer nada para cambiar las cosas porque cree que la
mayoría de gente piensa que ya están bien así o bien por
miedo a la exclusión social.

Un ejemplo interesante de generalización de este proceso


con respecto al papel de los medios de comunicación de
masas lo encontramos en Elisabeth Noelle-Neumann, quien
afirma que estos medios producen un efecto de
normalización al difundir los discursos dominantes y, por
otro lado, el miedo a quedar fuera de la sociedad hace que
la gente observe su entorno para determinar cuáles son las
opiniones dominantes.
“Si encuentran que sus opiniones predominan o incrementan, entonces las
expresan libremente en público; si encuentran que tienen pocos partidarios,
entonces se vuelven temerosos, ocultan sus convicciones en público, y se
mantienen en silencio.”

E. Noelle-Neuman (1981). Mass media and social change in developed societies.


En E. Katz y T. Szecskö (Ed.), Mass media and social change (p. 139). Beverly
Hills: Sage.

Esto lógicamente lleva a que se produzca una


sobrerepresentación de los discursos dominantes en un
momento dado y que cada vez se haga más difícil que
surjan puntos de vista alternativos. La autora llama a este
efecto de silencio creciente que pueden provocar los medios
de comunicación espiral de silencio.

3.3. Formarse y conformarse

La distinción entre conformidad y conformismo es


importante por una razón: ya se sabe que utilizamos a los
otros para obtener todo tipo de información de nuestro
entorno, incluida la información sobre nosotros mismos. La
conformidad es, por lo tanto, un elemento más del hecho de
que la parte psicológica y la parte social de la persona sean
inextricables, por no decir indistinguibles. Por lo tanto, sería
injusto decir que hay gente que se conforma más que otras
por naturaleza o talante, pues no es una cuestión que
dependa de la personalidad. Lo que sí que hay son
situaciones que inducen más a conformidad que otras, y
sobre todo sociedades que tienen los mecanismos para
crear sujetos más conformistas que otros.

Como hemos visto, los medios de comunicación colaboran a


generar conformismo mediante la difusión masiva de un
punto de vista aparentemente consensuado. También
contribuye a ello el hecho de que la sociedad sea
generadora de individuos y que las personas se piensen
como individuos separados de los otros. Podríamos pensar
que cuanto más importante sea la comunidad para una
sociedad concreta, más conformista es, pero esto no es así
ya que siempre, tanto si es más individualista como más
comunitarista, las decisiones, las creencias, las conductas
etc. se generan en grupo. En una sociedad comunitarista la
persona puede tener un peso en la decisión porque su
pertenencia al grupo no tiene que quedar afectada si rompe
determinados consensos o, en todo caso, por el hecho de
pertenecer a múltiples grupos le puede ser más fácil romper
el consenso en un grupo aun manteniendo la solidaridad y
los vínculos afectivos de los otros grupos. En cambio, en
una sociedad individualista cualquier ruptura del consenso
aparente deja a la persona completamente aislada, por lo
que, paradójicamente, abandonar el grupo sea mucho más
costoso.

En una sociedad individualista, los procesos ligados a la


conformidad llevan casi automáticamente al conformismo.

3.4. Alcance de la influencia de la mayoría

El experimento de Asch obliga a pensar sobre las diferencias


entre comportamiento público y creencias privadas y sobre
el hecho de que sea tan fácil mostrarse incoherente con uno
mismo. A partir de este experimento, el problema de la
relación entre actitudes y comportamiento pasará a ser
central para la psicología social, ya que se demuestra que el
hecho de tener una determinada actitud, opinión o creencia
no tiene por qué tener ninguna relación con el
comportamiento subsecuente de la persona.
Por ejemplo, piense en qué efectividad pueden tener las campañas para
prevenir el sida o los accidentes de tráfico. Todo el mundo es consciente de lo
que se tiene que hacer para evitar los contagios o los accidentes, pero a la hora
de la verdad...

Pero, ¿qué tipo de influencia es ésta?, ¿puede realmente


influenciar una mayoría? Los procesos de conformidad
básicamente inducen a complacencia –es decir, sumisión en
cuanto a la conducta explícita–, pero no cambios en las
creencias, los valores o las actitudes que las personas.
¿Podemos hablar, pues, correctamente de influencia cuando
hablamos de conformidad? Para Serge Moscovici, un
importante psicólogo social francés, este experimento no es
realmente sobre influencia, ya que ninguno de los sujetos se
convence de nada, no aporta ninguna pista sobre el cambio
de opinión o de actitudes. Sin embargo, a pesar de estas
críticas, en todo caso muestra que la vida social es más
social de lo que muchos nos pensamos; es decir, que a la
hora de efectuar un comportamiento estamos mucho más
preocupados de lo que habitualmente sospechamos sobre lo
que dirán los otros.

La raíz del problema es que, durante muchos años, la


conformidad fue sinónimo de influencia y que, por lo tanto,
los procesos de conformación de las personas a una
mayoría fueron el único fenómeno estudiado vinculado a la
influencia. Serge Moscovici fue el primero a llamar al
modelo de estudio de la influencia que se había utilizado
hasta entonces modelo funcionalista.

La razón es que este tipo de estudios que hemos


presentado en este punto –y que han tenido centenares de
réplicas y variantes– pone todo el énfasis en estudiar cómo
una sociedad se reproduce a sí misma, es decir, cómo
funciona, cómo se mantiene, cómo consigue mantener el
orden social, la disciplina al fin y al cabo. Por otro lado, son
estudios muy interesantes, pero se olvidan de la mitad del
asunto: hay una parte de la influencia que consiste en
estudiar la manera como la sociedad cambia, genera
nuevas normas de comportamiento, cambia de valores,
“evoluciona” por decirlo en términos poco psicosociales, y
en estudiar, no la manera como las personas nos
conformamos, sino la manera como las personas nos
convencemos de algo nuevo o diferente. En el sentido que
esto supone entender no la reproducción de la sociedad sino
su creación, Serge Moscovici llamó al modelo que él propuso
modelo genético, cuyo objetivo es entender los procesos de
cambio y, por lo tanto, la manera en que una minoría
disidente puede provocar que la mayoría cambie la manera
de ver las cosas.

4. Influencia de la minoría: innovación

Las ciencias sociales han sido desde siempre un


instrumento del estado para conocer a la población con la
finalidad de gobernarla o, lo que es lo mismo, con la
finalidad de construirla como una entidad gobernable, y la
psicología social no escapa a ello: de hecho, el estudio del
funcionamiento de la persona en sociedad no es inocente ni
se debe a una preocupación abstracta por el conocimiento.
Desde sus orígenes la psicología social ha tenido una
vertiente fuertemente aplicada que quería procurar al
estado moderno el conocimiento sobre la influencia social
que tenía que servir para regular el comportamiento de los
individuos, y el estudio del cambio de actitudes y de la
persuasión es un ejemplo de ello muy claro. Pero también
había que entender detalladamente cómo se regula la
creación y el seguimiento de las normas y cuáles son los
procesos que hacen que la gente obedezca órdenes o que
crea en lo que le dicen. Esta lógica, si dejamos de lado las
buenas intenciones o las filiaciones políticas progresistas de
la mayor parte de psicólogos sociales, llevó a sesgar el
estudio de la influencia social hacia el estudio de la
conformidad o, lo que es lo mismo, la reproducción pasiva
del sistema social.

Serge Moscovici argumentó a finales de los años sesenta


que esto iba en contra de la evidencia misma del cambio
social: si los mecanismos de reproducción son tan fuertes,
¿cómo es que la sociedad cambia? Ésta no es una
experiencia tan extraña, ya que quien más quien menos se
puede dar cuenta de que las cosas no son lo mismo ahora
que hace unos años e, incluso, con un poco de esfuerzo se
puede pensar en cuáles han sido los factores decisivos de
estos cambios. Okupas, insumisos, feministas, nacionalistas,
anarquistas, ecologistas, sindicalistas, etc. son algunos de
los nombres que probablemente nos vendrían a la cabeza
cuando pensamos en algunas de las transformaciones que
ha sufrido nuestra sociedad en los últimos años, grupos que
tienen en común que son minorías activas.

Hasta ahora hemos visto que el hecho de conseguir


influenciar se debía básicamente a que la fuente de la
influencia tenía algún tipo de poder (poder normativo o bien
poder informativo). De hecho, lo que explica la influencia en
los puntos anteriores es que el blanco de la influencia es
dependiente de la fuente de la influencia; es decir, que la
minoría depende de alguna manera de la mayoría, sea
normativamente o informacionalmente. A pesar de ello, el
hecho es que no sólo hace falta ser mayoría para
influenciar, ya que una minoría “aparentemente” sin poder
también lo puede hacer, y una mayoría, por definición no
dependiente de la minoría en ningún aspecto, también
puede ser influenciada. Los estudios sobre influencia
minoritaria mostraron cómo esto es posible.

4.1. Mayorías y minorías

Antes, sin embargo, de introducirnos en los procesos de


influencia minoritaria hace falta hacer algunas aclaraciones.
Para empezar, hay que abandonar la noción de que la
influencia es un proceso unidireccional –es decir, que parte
de un grupo mayoritario para ir a impactar las mentes de
otras personas o grupos minoritarios–, pues la influencia va
en dos sentidos: por descontado que la mayoría influencia a
la minoría, pero no podemos olvidar que esta minoría
también actuará para defender su punto de vista y, en este
sentido, no parece lógico pensar que esta “actividad” de la
minoría no afecte de ninguna manera a los miembros de la
mayoría. En definitiva, las minorías son también creadoras
en potencia de nuevas normas sociales y, por lo tanto,
tienen que ser consideradas también como una posible
fuente de influencia.

Por otro lado, hay que entender que la distinción entre


mayorías y minorías no es sólo, quizás ni principalmente,
cuestión de números. El hecho de saber que un grupo de
personas es más numeroso que otro o que un grupo
concreto cuenta en su seno con un subgrupo minoritario no
nos es muy útil, para empezar porque aquello que cuenta
no es cuánta gente pertenece realmente a un grupo u otro
sino quién, cuándo y cómo percibe que alguien es
minoritario o mayoritario: por ejemplo, en grupos pequeños
–como los experimentales– es fácil provocar el efecto de
que hay una mayoría y una minoría manipulando el número
de personas que defienden una posición concreta, y la
noción “democrática” que supone que la mayoría tiene
razón ya hará el resto. Pero en nuestra vida cotidiana la
situación es mucho más compleja, no solamente porque
entran en juego creencias sobre la composición de la
sociedad que a menudo no responden a ningún estudio
sociológico, sino porque, además, el hecho de que las
personas pertenecen a diversos grupos simultáneamente
hace que formar parte de una mayoría o de una minoría se
vuelva muy relativo; según el grupo que sea relevante en
una situación específica seremos de la mayoría o de la
minoría.
Pertenencia múltiple

Piense, por ejemplo, en cualquier mujer de clase media barcelonesa. El hecho de


ser mujer la hace minoritaria en un contexto de relaciones de género, el hecho
de ser de clase media la hace mayoritaria en un contexto de relaciones de clase,
el hecho de ser catalana la hace minoritaria en un contexto español, el hecho de
ser también catalana la hace mayoritaria en la relación inmigrante-autóctono, y
el hecho de ser barcelonesa la hace mayoritaria en la relación urbano-rural.

Por lo tanto, la comprensión de la relación entre mayorías y


minorías como una relación meramente numérica es cuando
menos complicada: por ejemplo, el hecho de que los valores
sociales de una burguesía poderosa sean los valores
dominantes no quiere decir que toda la sociedad pertenezca
a ella, o el hecho de que los valores dominantes sean
masculinos no quiere decir que haya más hombres que
mujeres en la sociedad. En realidad, los valores dominantes
en una sociedad reciben este nombre porque la mayoría de
gente los sigue o como mínimo cree que éstos son los
valores correctos. Pero en este caso, ¿quién es la mayoría y
quién la minoría? En contra de las matemáticas más
elementales, hay situaciones en las que la mayoría tiene
menos miembros que la minoría.

La tercera aclaración hace referencia a la voluntad de la


minoría de promover su punto de vista o sus valores, lo que
diferencia a una minoría anómica de una minoría nómica.
Una minoría anómica es una minoría que lo es en la medida
que sus creencias se apartan de las de la mayoría o de los
valores dominantes, pero que no presenta ninguna
propuesta de cambio a la sociedad y no se interesa
especialmente porque sus valores pasen a ser adoptados
por la mayoría. Su definición como grupo proviene de su
oposición a las normas de la mayoría y no de que tenga
normas propias. Una minoría nómica lo es porque, tal como
indica su nombre, posee normas propias y las propone a la
sociedad o al grupo de referencia para que sean adoptadas.
Finalmente, conviene distinguir entre aquellas minorías que
sostienen creencias o valores que son, de hecho, los de la
mayoría pero interpretados de manera fundamentalista y
aquellas que proponen nuevos valores o nuevas creencias:
las segundas son minorías heterodoxas y buscan un cambio
en las relaciones sociales del momento, mientras que las
primeras són ortodoxas y luchan por la conservación de
estas mismas relaciones. Un caso paradigmático es el de los
grupos de extrema derecha: este tipo de grupos no pueden
ser considerados en nuestro contexto social como minorías
innovadoras y, por lo tanto, los procesos que estudiaremos
a continuación no hacen en absoluto referencia a este tipo
de minorías.

4.2. Conformidad o conversión

Empezaremos el estudio de los procesos de influencia


minoritaria y atenderemos la diferencia entre conformidad y
conversión. Recordad la definición de conformidad y
también los tres tipos que hemos visto en el punto anterior:
la sumisión, la identificación y la interiorización; fijaos en
que la característica principal es la ausencia de
consideración de la información que la mayoría hace llegar.
Cuando alguien se conforma no es porque decida que los
argumentos que la minoría tiene son poderosos, sino que
son las características de la situación las que provocan la
conformidad casi independientemente del mensaje
concreto. En este sentido, los procesos de conformidad
están vacíos de contenido. El hecho que olvida esta
perspectiva es que los argumentos también nos pueden
convencer; al fin y al cabo, si hace falta, somos capaces de
atender a razones. Por eso había que completar este punto
de vista con el estudio de la conversión, que es la asunción
del nuevo punto de vista: las minorías, como no tienen
poder, sólo pueden convencer. Y eso es lo que hacen.

Repetimos el experimento de Asch, pero ahora con colores.


En el experimento mostramos una serie de diapositivas
azules a un grupo de personas y les preguntamos de qué
color son. Antes de continuar, hay que tener en cuenta dos
cuestiones: primero, que en la situación experimental cuatro
personas son sujetos ingenuos del experimento y dos son
cómplices que afirman de manera consistente que las
diapositivas son verdes; segundo, que previamente hemos
hecho una “prueba” de discriminación de colores para que
todos los miembros del grupo se convenzan de que todos
ven bien. Los resultados son sorprendentes, otra vez:
aunque la mayoría da la respuesta correcta (azul), la
minoría afecta a los resultados finales y, finalmente, un
8,42% de las respuestas emitidas por los sujetos ingenuos
coincide con las de la minoría. En esta condición de minoría
consistente, un 32% de los sujetos dio alguna vez el verde
como respuesta. En cambio, en una serie de control en la
que la minoría es inconsistente y no dice siempre “verde”,
sino que dice “azul” de vez en cuando, sólo el 1,25% de las
respuestas acaba siendo “verde”. Así pues, he aquí que la
minoría también puede influenciar, siempre y cuando sea
consistente.

Para comprobar si aparte de un acuerdo público había


también un acuerdo privado con la minoría –cosa que no
sucedía en los estudios de conformidad– se hizo otra
prueba. Esta suposición surgía del hecho de que si la
minoría no tiene poder normativo ni informativo por
definición, la única razón que pareció plausible para explicar
el cambio es que la persona estuviera de acuerdo con él. En
esta prueba, enfrentados a una serie de discos de colores
que iban gradualmente del azul al verde, se preguntaba por
el momento en que la escala pasaba del azul al verde. Se
descubrió que la gente que había sido sometida a la minoría
consistente no discriminaba el azul del verde en el mismo
punto que el grupo control. En efecto, se había producido un
efecto latente, que hizo que los grupos sometidos a la
minoría modificaran su umbral de percepción y vieran ya
verdes los discos que para el grupo control todavía eran
azules.

Pero hay un dato más; de los treinta y dos grupos de cuatro


sujetos experimentales y dos cómplices a los que se hizo la
prueba, en catorce se obtuvieron respuestas influenciadas y
en dieciocho no. Curiosamente el cambio latente en el
umbral de discriminación azul-verde fue más fuerte en
aquellos grupos que previamente no se habían dejado
influenciar. Es decir, que la resistencia a la influencia directa
produjo un efecto de influencia indirecta.

Para corroborar si había, pues, un cambio real en la


percepción de los colores que iba más allá de la mera
conformidad con la fuente de influencia, se hizo otro
experimento en el que se estudió el efecto consecutivo de
la visión de una diapositiva de color azul.

El efecto consecutivo
Cuando miramos un color brillante y de pronto éste se va y queda la pantalla en
blanco, se produce una ilusión óptica: durante unos breves instantes vemos el
color complementario del que veíamos hasta entonces. Si se fija en los
negativos de las fotos en colores verá que los colores están “invertidos”, cada
color sale en la forma de su complementario.

El color complementario del azul se encuentra en la zona


del amarillo-naranjarojizo, mientras que el del verde se
encuentra en la zona del púrpura-rosado. El experimento se
desarrolló en grupos de dos personas –un sujeto ingenuo y
uno cómplice. Dependiendo de los grupos, el cómplice, el
cual siempre decía “verde” ante las diapositivas azules,
representaba o bien una mayoría o bien una minoría; ahora
verá cómo.

El experimento de Serge Moscovici y Bernard Personnaz

Primera fase: durante cinco ensayos, el sujeto y el cómplice dan por escrito y en
privado sus respuestas sobre: 1) el color de la diapositiva, y 2) el color de la
imagen consecutiva. Éste es el test previo con el que se confrontarán las
respuestas posteriores.

Inducción mayoritaria o minoritaria: se recogen las hojas de respuesta y el


experimentador informa a los sujetos que se encuentra en condiciones de
transmitirles algunas informaciones sobre las respuestas de los sujetos
precedentes. Desde luego, si seguimos los trucos habituales de la
experimentación en psicología social, esta información es totalmente inventada
y permite introducir la primera variable experimental: categorizar al sujeto y al
cómplice, al uno como mayoritario y al otro como minoritario. Se distribuye a los
sujetos una hoja con los porcentajes de los individuos que perciben la
diapositiva de color azul o verde. Estos porcentajes establecen una clara
diferencia entre una mayoría (81,8%) y una minoría (18,2%). Así, en una
condición experimental se supone que el cómplice pertenece a una mayoría y el
sujeto a una minoría (condición de influencia mayoritaria) y en la otra condición
es al revés (condición de influencia minoritaria).

Tercera fase: la diapositiva se proyecta quince veces más. Los sujetos dan una
vez más su respuesta por escrito, tanto con respecto al color de la diapositiva
como con respecto a la imagen consecutiva.

Cuarta fase: antes de empezar esta fase, el cómplice abandona


precipitadamente la sala, con la excusa de una cita importante. El sujeto se
queda solo, y durante quince ensayos más evalúa otra vez el color de la
diapositiva y de la imagen consecutiva.

G. Paicheler y S. Moscovici (1985). Conformidad simulada y conversión. En S.


Moscovici (Dir.), Psicología Social (pp. 191-192). Barcelona: Paidós.

Los resultados mostraron que una minoría obtiene una


influencia latente o indirecta, que se ve en la evaluación de
la imagen consecutiva, sin que los sujetos sean conscientes
de que han modificado su percepción. La imagen
consecutiva de la diapositiva azul pasó a verse en la
condición de influencia minoritaria, como la consecutiva del
verde, y este desplazamiento se acentuó todavía más en la
cuarta fase, cuando el cómplice no estaba.

El mismo experimento replicado por Bernard Personnaz, en


1981, pero que sustituye la información verbal por el hecho
de señalar en un espectrómetro cuál es el color que se ha
visto, da el resultado siguiente:

Tabla 5.1

a. Expresada en promedio de longitudes de onda.

Fijaos en el desplazamiento de las medias de longitud de onda en cada fase y


por cada condición.

Para entender este tipo de procesos la mejor estrategia que


se puede seguir es ponerse en la piel de las “víctimas” de
estos experimentos. La aparente obviedad del estímulo no
puede hacer otra cosa que generar un efecto de sorpresa y
de incomodidad al encontrar que hay personas que no lo
ven igual. La situación no es, sin embargo, tan grave como
en el experimento de Asch, ya que ahora no hay presión y la
persona puede decir libremente que la diapositiva es azul,
tal como ella efectivamente la ve. Pero, aun así, nos queda
un gusanillo que nos corroe: ¿y si la diapositiva es verde? ¿Y
si estas personas tienen razón? Como ahora no tenemos
que estar pendientes de que nos miren como si fuéramos
extraños, dado que la mayoría piensa como nosotros, nos
podemos dedicar a pensar un rato por qué esta gente ve la
diapositiva verde. Es esta actividad cognitiva la que
explicaría, según Moscovici, la conversión; es decir, la
modificación inconsciente del código perceptivo de los
sujetos sometidos a una influencia minoritaria. Los
experimentos hechos con colores muestran cómo la
mayoría consigue, lógicamente, más influencia directa que
la minoría y cómo, en cambio, la mayoría no consigue nunca
una influencia latente o indirecta y la minoría sí.

Probablemente la norma social que proclama la libertad del


individuo en nuestra sociedad y que ataca a los individuos
“débiles”, “influenciables” o “conformistas” hace que no se
quiera reconocer la influencia de la minoría. Mientras que el
hecho de haberse dejado influenciar por una mayoría
siempre se podría justificar, la persona no encuentra
ninguna razón por haberse dejado influenciar por la minoría.
Esta falta de posibilidad de darse una explicación hace que
no se quiera reconocer esta influencia. A pesar de ello,
cuando utilizamos una medida que la persona no sabe que
está relacionada con la influencia (el efecto consecutivo)
aparece que sí que ha habido influencia.

Aun así, como veremos en el punto siguiente, la minoría que


quiere influenciar no lo tiene fácil. Las situaciones
experimentales que hemos visto siempre están en un
equilibrio frágil. Cualquier cambio en el comportamiento de
la minoría puede anular completamente su capacidad de
influencia y, además, la mayoría también tiene mecanismos
para resistir, si hace falta, a esta influencia. Lo veremos a
continuación.
Mientras tanto, recordad la importancia de la acción
humana en la definición de la realidad, de aquello que es
válido. Fijaos, pues, que desde este punto de vista la
existencia humana no deja de ser toda una serie de
negociaciones que unifican el terreno de la experiencia,
permiten la supervivencia y reducen el conflicto.

4.3. Características de la minoría innovadora

Para generar la actividad cognitiva necesaria para conseguir


conversión hace falta, sin embargo, mantener algunas
condiciones: algunas ya las hemos anunciado, y el resto son
el resultado de los muchos y variados experimentos que se
han hecho en el campo de la influencia minoritaria. Estos
experimentos han utilizado el recurso en las diapositivas de
colores, pero también situaciones en las que estaban en
juego preferencias musicales o estéticas (por ejemplo, que
te guste el rock duro o la música new age), ideas políticas
(por ejemplo, sobre el papel de la mujer en la sociedad, o
posturas liberales o posturas conservadoras), opiniones
sobre temas candentes (por ejemplo, el aborto y la
contracepción), actitudes (por ejemplo, sobre actitudes
xenófobas), etc. Para presentar cada una de las condiciones
necesarias para generar preocupación por la minoría y sus
posturas, utilizaremos un ejemplo de minoría activa, en
nuestro caso los okupas, pero también se puede pensar en
algún otro grupo y comprobar cuáles de las condiciones
siguientes se dan.

a) En primer lugar, el conflicto que provoca el hecho de que


un grupo de personas cuestione la situación dada y definida
a priori por la mayoría. También requiere una segunda
condición, que sea visible: se tiene que provocar en un
espacio público, sea éste físico, mediático o ideológico.
Cualquier conflicto abierto obliga a las personas que lo
viven directamente o indirectamente a posicionarse en un
lado u otro. En este sentido, el objetivo de la minoría es
mantener el conflicto. Un conflicto abierto es siempre un
espacio en el que se piensa, se reflexiona, se desarrollan
argumentos. Es el espacio de la creación y de la innovación,
un espacio, por lo tanto, favorable a las minorías, aunque no
tanto por las personas que forman las minorías como por
sus ideas. De hecho, el mantenimiento del conflicto social
consigue el objetivo de provocar un conflicto cognitivo entre
los miembros de la mayoría (por eso, algunos autores
prefieren hablar de conflicto sociocognitivo) y al mismo
tiempo permite la visibilidad de la minoría, que de otra
manera permanecería fuera del alcance de los miembros de
la mayoría.
Los okupas

El movimiento okupa, tal como dice su nombre y también su grafía, plantea un


conflicto directo ocupando las casas y cuestionando la norma social de que la
propiedad privada inmobiliaria es sagrada. El movimiento plantea que el
derecho a la vivienda está por encima del de la propiedad privada y que quien
no tiene vivienda, sea un individuo o un colectivo, está legitimado para ocupar
una. Esto les lleva a plantear que la especulación inmobiliaria es uno de los
“delitos” más importantes y contra el cual se tiene que luchar con todos los
medios. Las casas ocupadas se utilizan de vivienda, pero también como centros
sociales, locales de reunión, salas de exposiciones, espacios culturales, etc.
Cuando la policía utiliza la violencia para desalojar un local ocupado
“ilegalmente”, los okupas consiguen, de rebote y sin querer, que el conflicto se
haga más visible, que se hable de él, y obligan a la gente a plantearse sus
razones. Ya se sabe, aquello que no sale en la televisión... ¡no existe!

b) En segundo lugar, la influencia que la minoría consigue


es por la consistencia que presenta. Podemos hablar de dos
tipos de consistencia: la consistencia diacrónica, que se da
cuando la minoría consigue mantener sus postulados con
coherencia a lo largo de un periodo de tiempo, y la
consistencia sincrónica, que se da cuando las diferentes
personas que conforman la minoría mantienen la misma
postura de manera coherente; ésta segunda también se
llama unanimidad. Cuanto más elevado es el grado de
consistencia que los miembros de la mayoría perciban en la
minoría, más elevada será la influencia por parte de ésta.
En este sentido, si la mayoría quiere reducir la capacidad de
la minoría para influir, tendrá que esforzarse en mostrar las
contradicciones de la minoría y al mismo tiempo mantener
una postura extremadamente consistente. Fijaos que esto
es más difícil para la mayoría que para la minoría, ya que la
suficiencia habitual de quien se siente mayoría acostumbra
a llevar a considerar que no hay que argumentar la propia
postura, y si la mayoría es, además, mayoría numérica, le
será mucho más difícil mantener una postura unánime,
simplemente por el hecho de tener que coordinar las
posiciones de mucha más gente. Sin embargo, el poder de
la mayoría, como ya hemos visto, es lo bastante fuerte
como para no tener que preocuparse excesivamente por la
consistencia.
Los okupas

¿Qué pasaría si saliera una persona en televisión que dijera que ha sido okupa
muchos años y que ahora cree que no tienen razón, que ya se ha acabado, que
son errores de juventud? El mal que haría al movimiento podría ser
considerable, siempre que esta persona tuviera cierta credibilidad. De todas
formas, los okupas no solamente son consistentes sino que, además, cada vez
hay más grupos, están coordinados y defienden lo mismo, al menos de cara a la
gente externa al movimiento. Son, por lo tanto, una minoría con un gran
potencial de influencia, según los teóricos de la influencia minoritaria.

c) En tercer lugar, la minoría también puede conseguir


cambios en las posturas mayoritarias si se muestra
autónoma y genera confianza. Mostrarse autónoma quiere
decir generar la percepción de que las opiniones de la
minoría no se deben a intereses externos al movimiento y
que son opiniones a las que se ha llegado mediante un
proceso de reflexión propio. Generar confianza es
relativamente fácil para una minoría, ya que la capacidad
de mantener posiciones independientes es muy valorada en
nuestra sociedad, y oponerse a la mayoría es un buen paso
para ser considerado digno de confianza. Por otro lado,
también hay que mostrar que no se actúa por intereses
personales o para obtener privilegios para el propio grupo.
Los okupas

Defienden una mejora de las condiciones de vida para amplios sectores de la


población. Son críticos con las injusticias que genera el sistema capitalista,
defienden, pues, alternativas globales que no responden a un interés particular
de sus miembros. Es importante contrastarlo con las ocupaciones ilegales de
casas y locales por parte de familias, grupos de personas o empresas. Siempre
ha habido ocupaciones, y probablemente también las encontraríamos legítimas
en muchas ocasiones, pero al no formar parte de un movimiento organizado con
objetivos definidos de cambio social, no sólo no pueden ser considerados una
minoría activa, sino que tampoco generarán cambio social al percibirse que son
ocupaciones interesadas, dirigidas a obtener un beneficio particular.

d) En cuarto lugar, hay que considerar el estilo de


negociación de la minoría. Se ha de tener en cuenta que
tanto la minoría como la mayoría pueden mostrar estilos de
negociación rígidos o flexibles y que, además, la noción de
estilo de negociación no hace referencia al comportamiento
de mayorías y minorías en torno a una mesa de
negociación, sino a la disposición de ceder que unos pueden
inferir de los otros. No hay un estilo mejor que el otro, sino
que cada estilo es útil en determinados momentos. Para la
minoría, el hecho de mostrarse flexible en determinados
momentos le puede servir para mostrar que sus posiciones
no son dogmáticas y cerradas y que busca lo mejor para
todo el mundo, pero también le conviene el hecho de
mostrarse rígida para mostrarse consistente y, sobretodo,
para mantener el conflicto vivo. Por influencia directa se
entiende la conseguida al mostrarse los sujetos de acuerdo
literalmente con algunas afirmaciones de la minoría,
mientras que la indirecta es cuando no se consigue acuerdo
literal con las afirmaciones de la minoría, pero, en cambio,
se consigue acuerdo con algunas afirmaciones coherentes
con la postura de la minoría, siempre y cuando la minoría no
las haya defendido directamente. Las minorías flexibles
consiguen una buena dosis de influencia directa y de
influencia indirecta, mientras que las minorías rígidas, a
pesar de no conseguir influencia directa, consiguen
resultados mejores que las flexibles en la influencia
indirecta. A la mayoría, en cambio, no le queda más
remedio que mostrarse flexible, ya que cualquier rigidez
será interpretada como un abuso de poder y puede
provocar simpatía hacia las posiciones de la minoría.
Los okupas

Los planteamientos del movimiento okupa no tienen muchas probabilidades de


éxito, al menos directamente; a priori parece complicado que una cuestión como
la propiedad privada, base intocable del sistema capitalista, pueda ser ni
siquiera erosionada por propuestas que provienen de minorías sin poder,
aunque no es tan extraño pensar que en dimensiones más indirectas puedan
tener éxito. Aunque mucha gente considere que los okupas son unos jóvenes
inmaduros, huraños, sucios y encima violentos, no tiene por qué considerar que
no sea legítimo establecer una política de vivienda más justa; por otro lado, este
planteamiento no se lo harían sin la existencia del movimiento. Después de un
tiempo de enfrentamientos con propietarios, bancos y ayuntamiento, los okupas
de Ginebra (Suiza) y los afectados llegaron a un acuerdo: se harían unos
contratos para los okupas. No todos los okupas estuvieron de acuerdo, ya que
para muchos fue una bajada de pantalones, pero haberse mostrado dispuestos a
negociar ayudó a solucionar el problema, serio, de la vivienda para jóvenes en la
ciudad. Indirectamente, uno de los efectos más sorprendentes ha sido el cambio
de consideración que ha tenido la propiedad inmobiliaria. Los propietarios se
han convencido de que una casa no es una propiedad privada cualquiera, sino
que representa una responsabilidad hacia la comunidad y, por lo tanto,
especular con ella es ilegítimo.

e) Una de las cosas que hace falta que la mayoría evite más
y que la minoría puede estar más interesada en buscar son
las defecciones –es decir, personas claramente defensoras
de la postura de la mayoría, cuanto más defensoras mejor,
que en un momento concreto se pasan a la minoría. Esto se
llama efecto bola de nieve y se ha mostrado que cuando
pasa, la influencia que consigue la minoría es mucho más
elevada. No hace falta que más gente ingrese en las filas
explícitas de la minoría, sino que simplemente el hecho de
que alguien se pase a la minoría obliga otra vez a los
miembros de la mayoría a cuestionarse su posición y a
reflexionar sobre las propuestas de la minoría. Obviamente,
la mayoría también puede intentar que haya gente de la
minoría que pase a la mayoría y que, con ello, habrá roto la
consistencia tan necesaria para la minoría.
Los okupas

El hecho de que el movimiento okupa crezca y se extienda por barrios y pueblos


es un indicio de su fuerza. De todas maneras, el efecto bola de nieve se nota
sobre todo cuando es algún miembro de la mayoría que defendía explícitamente
las posturas de la mayoría en contra de las de la minoría el que pasa a defender
las posturas de la minoría. La circunstancia de que el Ayuntamiento de Ginebra,
opuesto durante muchos años al movimiento, pase a negociar con ellos, llegue a
resultados y defienda las soluciones conseguidas –por lo tanto, que dé la razón
al movimiento– es un paso muy importante para convencer a otros implicados,
como pueden ser bancos o grupos de propietarios.

Hasta aquí hemos visto algunas de las circunstancias que se


ha mostrado que entran en juego en los procesos de
influencia minoritaria y que pueden favorecer a la minoría
de alguna manera. Pero obviamente si la minoría es activa,
también lo es la mayoría.

4.4. Resistencias a la influencia de la minoría

La mayoría puede desplegar una serie de estrategias para


no dejar que triunfe la minoría. Ahora veremos cuáles son
los recursos que tiene para bloquear la capacidad de
influencia de la minoría y los resultados que han dado los
experimentos que los han explorado. Los podemos agrupar
en dos categorías:

a) En primer lugar, están la denegación y la censura,


elementos que se puedan reconocer fácilmente. La
denegación consiste en la negación de la validez de la
postura de la minoría poniendo énfasis en su absurdidad, su
falsedad o su incoherencia. La censura consiste en prohibir
la difusión de las posturas de la minoría. Aunque parezca
paradójico, ambas estrategias son muy negativas para la
mayoría: la denegación acentúa enormemente la influencia
indirecta o diferida de la minoría, a causa del esfuerzo
cognitivo que comporta tener que buscar argumentos para
contrarrestar las ideas de la minoría. Esta búsqueda obliga a
pensar mucho más en los argumentos de la minoría que su
simple aprobación o simpatía, de manera que a la larga se
consigue una influencia mucho más fuerte en quien
precisamente más ha negado la validez de las posturas de
la minoría. La censura produce un efecto similar, la
prohibición de una información genera de manera
fulminante un alto interés por la información prohibida, ya
que si alguien la prohíbe es que alguna razón debe haber o
algún interés tiene que tener. Sólo podría triunfar en caso
de que la censura fuera tan rotunda que no dejara ningún
resquicio a la sospecha de que se está escondiendo alguna
cosa. Un recurso que probablemente requeriría la
eliminación física de todos los miembros de la minoría, una
opción muy costosa políticamente hablando.

Sin embargo, no todas las minorías triunfan, a pesar de su


consistencia, estilo de negociación, autonomía y confianza y
la “ayuda” involuntaria de la denegación o la censura, ya
que la mayoría tiene un recurso muy fuerte a su disposición,
lo que básicamente tienen que evitar las minorías.

b) En segundo lugar, se trata de la psicologización, que es


el uso de argumentos ad hominem destinados, ya no a
sacar credibilidad a los argumentos de la minoría, sino a la
minoría misma, a las personas que la componen. Es atribuir
las razones de la disidencia a particularidades mentales de
las personas que la defienden. Desgraciadamente, es mejor,
más convincente, más efectivo y más fácil (y también
mucho menos ético) descalificar a alguien por obsesivo, por
llevar la contraria sistemáticamente, por dogmático o poco
objetivo que por sus ideas. Esta facilidad hace que sea
importante para la minoría crecer en número rápidamente
para evitar al máximo la psicologización individual, pero
todavía hay otras formas fuertes de descalificación de
personas que funcionan de manera similar y que no son
sencillas de solucionar. Se puede atribuir el comportamiento
de la minoría a su pertenencia sociológica (por ejemplo,
clase social), biológica (por ejemplo, sexo, enfermedad, etc.)
o étnica (por ejemplo, raza, cultura, etc.); es decir, todas las
razones imaginables para descalificar la fuente del mensaje
y no el mensaje en sí. En general, esta forma de
descalificación toma dos formas: en la primera, basada en
los estereotipos, los miembros de la minoría poseen las
características de la categoría y esto les invalida para
generar influencia; éste sería el caso de creer que las
mujeres, y, por lo tanto, las feministas, son emocionalmente
inestables e histéricas, o bien que los jóvenes son
inmaduros, sistemáticamente críticos, destructivos y no
contructivos, etc. En la segunda, existe la creencia de que la
minoría actúa de la manera que lo hace, no porque quiera
una mejora global de la sociedad, sino sólo de su grupo; es
decir, que su comportamiento responde a un interés
particular y egoísta.

4.5. Explicaciones de la influencia

Es muy interesante echar un vistazo a las explicaciones que


se han hecho sobre el porqué se da la influencia minoritaria,
y que de paso han querido también explicar la influencia
mayoritaria. Las podemos dividir en dos tipos, según su
grado de individualismo –es decir, según el papel, más
básico o menos, que otorgan a los procesos individuales en
la explicación del fenómeno de la conversión. Aunque todas
las explicaciones se hayan generado en el interior de la
psicología social, el hecho de que la investigación clásica
sobre influencia esté más ligada a la psicología social
psicológica que a la sociológica hace que el debate entre las
diferentes explicaciones haya girado en torno a su grado de
individualismo, sin acabar, sin embargo, de sacarse de
encima la noción de que los procesos mentales son
fundamentales en la explicación de la influencia.

Las más individualistas son las explicaciones cognitivas, que


otorgan el papel explicativo más importante a los procesos
mentales que el sujeto lleva a cabo. Podemos poner dentro
de este cesto la teoría de la conversión de Serge Moscovici
y la teoría del impacto social de Bib Latané. Un poco menos
individualistas son las teorías sociocognitivas, que ponen el
énfasis en el papel de la identidad social y del conflicto
social para explicar estos resultados. Dentro de este grupo
encontramos la teoría de la autocategorización de John
Turner y la teoría de la elaboración del conflicto de Juan
Antonio Pérez y Gabriel Mugny.

4.5.1. Modelos cognitivos


Dentro de los modelos más individualistas, el debate más
importante ha sido sobre el número de procesos
subyacentes. Para unos, la influencia tiene que ser
explicada por un solo modelo, es decir, que mediante la
descripción de un único proceso cognitivo se pueden
explicar y, por lo tanto, predecir y controlar todos los
fenómenos de influencia, sea ésta mayoritaria o minoritaria.
Para los otros, la influencia minoritaria y la mayoritaria no se
parecen en nada, son fenómenos diferentes que tienen que
ser explicados separadamente.
a) Teoría de la conversión

Éste es un modelo dual que fue el primero que se estableció


para explicar la influencia minoritaria. Postula que la
mayoría, que provoca conformidad, lo hace porque activa
un proceso de comparación social por el cual las personas
implicadas dejan de dar importancia a la tarea que tienen
que hacer, ya que están sobre todo preocupadas por el qué
dirán los otros. En cambio, la minoría provoca un proceso de
validación, mediante el cual los sujetos estudian
activamente la postura de la minoría y desarrollan
argumentos y contraargumentos en torno a la tarea que se
les pide que hagan.

Más adelante este modelo ha recibido un cierto apoyo de la


investigación de Charlan J. Nemeth, la cual mantiene que
hay diferencias entre el tipo de pensamiento que induce el
conflicto provocado por una fuente mayoritaria y el que
induce el conflicto que provoca una fuente minoritaria.
Nemeth (1987) afirma que las dos fuentes de influencia
provocan actividad cognitiva y no sólo la minoría, pero que
las formas que esta actividad toma son diferentes: la
minoría provoca un pensamiento divergente –es decir, que
hace que el problema se considere desde perspectivas
diversas, se tengan en cuenta más hechos, se utilicen más
estrategias para resolver la situación, etc. En cambio, la
mayoría provoca un pensamiento convergente, que hace
que la atención y los procesos cognitivos que se generen
sean los mismos que los de la mayoría, de manera que no
se consideren otras posibilidades –es decir, que no se
plantea la situación desde ningún otro punto de vista.

b) Teoría del impacto social

Éste es un modelo simple que pretende integrar ambos


tipos de resultados en una sola explicación, según el cual el
proceso psicológico que se encuentra detrás de la influencia
–sea conformidad o innovación– es uno solo. Al cambio que
provoca en un individuo la presencia –real, implicada o
imaginaria– de otros individuos le llama impacto social. Este
impacto se podría calcular como una función de la relación
entre tres variables: la fuerza (F) de los miembros de la
fuente de influencia (estatus social, prestigio, capacidad de
persuasión, habilidad percibida, etc.); la proximidad (P)
espacial y temporal de la fuente y el número (N) de
personas que compone la fuente de influencia. El resultado
es la fórmula: Ip = ƒ (F,P,N). Inicialmente, esta función es
sencillamente multiplicativa, pero puede cambiar según
otros parámetros que se tengan en cuenta.

Es, por lo tanto, un modelo formal –es decir, un modelo que


pretende predecir todos los resultados de los experimentos
sobre influencia mediante un modelo matemático. Las
limitaciones de un planteamiento de este tipo que elimina el
significado de la interacción concreta son fáciles de ver.

4.5.2. Modelos sociocognitivos


Los modelos sociocognitivos no están tan preocupados por
si el proceso cognitivo subyacente es uno solo o bien son
dos. La razón es que estos modelos, a pesar de no anular el
papel central de la cognición, no le dan tanta importancia.
Para los investigadores que defienden estos modelos lo más
importante es estudiar cómo la interacción misma produce
modificaciones en las categorías sociales en juego mediante
el conflicto que una situación del tipo de las que hemos
estudiado más arriba provoca.

a) Teoría de la autocategorización

Esta teoría es una derivación de la teoría de la identidad


social que hemos estudiado en el capítulo II y de la que se
recordará que las comparaciones intergrupales daban lugar
a una identidad social positiva para los miembros del propio
grupo o endogrupo. Tal como cita Canto, esto, aplicado a la
influencia, da lo siguiente:
“La postura de Turner se simplifica afirmando que una fuente (individuo o grupo)
logrará influir en la medida en que sea categorizada como endogrupo, ya que tal
coincidencia categorial entre la fuente y el blanco delimita las opiniones y
comportamientos que son normativamente válidos, por lo que de tal
circunstancia se deriva que si la opinión reflejada por la fuente es percibida
como normativamente válida, entonces, será influyente.”

J. M. Canto (1994). Psicología social e influencia: estrategias del poder y


procesos de cambio (p. 102). Archidona (Málaga): Ediciones Aljibe.

Una persona que se ha autocategorizado como


perteneciente a un grupo determinado, siempre y cuando
esta categoría sea relevante para la situación concreta, se
dejará influenciar por el hecho de que buscará activamente
cuáles son las normas que regulan el grupo en cuestión. De
aquí se desprende que las minorías que sean consideradas
miembros del endogrupo son las que más pueden
influenciar. Fijaos que esto lleva a una conclusión, y es que
el grado de conflicto que plantea a la minoría no puede ser
ni muy alto, ya que entonces es fácil categorizarla como
exogrupo –es decir, que forma parte de un grupo con
características diferentes del grupo del sujeto–, ni muy bajo,
ya que su postura no es considerada lo bastante diferente
como para merecer algún tipo de atención.

De todas maneras, aunque el modelo sea menos


individualista, ya que está centrado en una dimensión
social, la actividad de categorización, descategorización y
recategorización no deja de ser una actividad cognitiva
planteada como principalmente individual.

b) Teoría de la elaboración del conflicto


Este modelo toma algunos postulados de la teoría de la
conversión –admite que hay conflicto cognitivo y que éste
es importante–, pero al mismo tiempo reconoce que no se
puede olvidar que el contexto en el que tienen lugar los
procesos de influencia está marcado por la definición de
categorías sociales y la tensión correspondiente entre
grupos. Por lo tanto, reconoce que la consecución de
identidad social positiva tiene un papel importante pero que
tiene que ser posible explicar también cómo es que una
minoría exogrupal puede llegar a influenciar. Por ello, G.
Mugny y J. A. Pérez postulan que es importante estudiar el
significado específico que el conflicto adquiere en cada
situación; esto permite explicar algunos resultados
experimentales que mostraban que una minoría endogrupal
influenciaba más cuando acentuaba el conflicto –por
ejemplo manteniendo un estilo de negociación rígido– y que
una minoría exogrupal influenciaba más cuando mantenía
un estilo de negociación flexible. Digamos que todo es una
combinación entre el conflicto de identificación que provoca
una minoría y si éste permite o no iniciar un proceso de
validación.

Por eso, lo más importante es el significado que el individuo


otorga a la divergencia que la minoría introduce. Lo que
significa este conflicto se elabora según el tipo de tarea
exigida (una tarea puede ser clasificada sobre la base de si
es grave o no equivocarse y sobre la base de si tiene alguna
relación con la vida cotidiana de alguien o no; por ejemplo,
la tarea de las líneas de Asch se puede hacer bien o mal,
pero en cambio no tiene relevancia social, mientras que si
te preguntan una opinión, no lo puedes hacer ni bien ni mal
pero, en cambio, la tarea es importante, socialmente
hablando) y del tipo de fuente que introduce la divergencia
(la fuente puede ser clasificada sobre la base de si es
minoría o mayoría y sobre la base de si es endogrupal o
exogrupal) (Pérez y Mugny, 1998). Como dicen sus autores:
“El conflicto del que se habla en la teoría de la elaboración del conflicto (TEC) no
es un mero conflicto de intereses o el intento de un agente por imponer su
punto de vista a otro que se resiste. En la TEC el conflicto es la divergencia de
puntos de vista elaborada en función de las creencias epistémicas sobre la
tarea, de la representación que se tiene del otro y de la identidad que uno
mismo quiere adquirir o preservar. La influencia ocurre cuando las creencias
epistémicas y el juego de identidades sociales y personales no se corresponden
según las expectativas de los actores en interacción y cuando esa no
correspondencia es implicativa para el sujeto.”

J. A. Pérez y G. Mugny (1998). Articulación de enfoques de la influencia social


mediante la teoría de la elaboración del conflicto. En D. Páez y S. Ayestarán
(Ed.), Los desarrollos de la psicología social en España (p. 78). Madrid:
Fundación Infancia y Aprendizaje.

En el punto siguiente veremos algunas críticas a todo este


tipo de planteamientos.

4.6. Relaciones de poder

Todas las explicaciones que acabamos de ver tienen un


problema parecido, han nacido al abrigo de unos resultados
experimentales y nacen con la obligación de explicarlos,
cosa que las hace relativamente impermeables a las críticas
de fondo. Pero está claro que están condicionadas por los
diferentes artefactos experimentales que han creado, y lo
curioso es que si criticamos los experimentos desde la base,
por su artificio, por su olvido del contexto social, por la
dificultad de generalizar los resultados, por lo implícito que
comporta sobre la naturaleza humana, entonces también
estas teorías se deshacen como un terrón de azúcar en un
vaso de agua.

Parece necesario, pues, introducir algunos elementos más


de comprensión que sitúen estos fenómenos en un contexto
histórico y social más amplio que, por ejemplo, reflexione
sobre cómo hemos construido al individuo moderno, sobre
el papel de las normas sociales y sobre las relaciones de
poder; esto es lo que hace Tomás Ibáñez (1987). El
elemento de reflexión original lo proporciona el hecho de
darse cuenta de que si salimos de las situaciones
experimentales, se impone una evidencia: la innovación no
puede nacer en el vacío social y, por lo tanto, tiene que ser
heredera de su tiempo, de alguna manera tiene que reflejar
las contradicciones de una época, las polémicas y divisiones
ideológicas de una sociedad, los discursos que circulan. Esto
hace que si queremos que el estudio de las minorías activas
tenga alguna utilidad tenemos que devolverlo al campo de
batalla social del cual provienen éstas, y dar más peso a las
relaciones de poder y al conflicto social y menos a la
validación y al conflicto cognitivos.

Un ejemplo de la imposibilidad de reducir lo social a


conflictos psicológicos es cómo se generan los conflictos en
estos experimentos: un conflicto se crea no por un problema
de base cognitiva sino por la incompatibilidad de dos
creencias en un contexto cultural en el que sólo puede
haber una verdad. Esto también ayuda a dar poder a la
minoría, y es que tampoco es cierto que la minoría no tenga
poder, ya que como dijo Michel Foucault, el poder es una
relación, no algo que se tiene y, por lo tanto, no hay
espacios ni relaciones sin poder. Como dice Tomás Ibáñez:
“La minoría sólo es influyente en la medida en que no dé lugar a ninguna duda
en cuanto a su resolución de no ceder (consistencia) y en cuanto a la firmeza de
su posición. La consistencia de la minoría testimonia, por un lado, el rechazo del
consenso siempre que éste no se establezca sobre sus propias bases y, por otro,
muestra su anclaje firme sobre una posición tenazmente tomada. De este modo,
la minoría lanza un desafío al consenso mayoritario y desarrolla un poder
temible. La mayoría tiene la opción o de eliminar a la fuente de protesta, lo que
es costoso y a veces arriesgado, o bien coexistir con ella, lo que le obligará a
desarrollar permanentemente un poder de contención de la desviación. En
suma, la minoría no expresa sólo una divergencia, sino que también posee el
poder de hacerle pagar a la mayoría el coste, bajo o alto, poco importa en este
caso, que implica todo ejercicio de poder por parte del dominante. Este es el
sentido en el que la minoría instaura un conflicto y es para evitarlo o para
resolverlo por lo que se engrana un proceso de toma de consideración del punto
de vista minoritario.”

T. Ibáñez (1987). Poder, conversión y cambio social. En S. Moscovici, G. Mugny y


J. A. Pérez (Ed.), La influencia social inconsciente. Estudios de Psicología Social
Experimental. Barcelona: Anthropos, 1991.

Otro aspecto que hay que considerar es la existencia misma


de un individuo normalizado pero autónomo. Este hecho
provoca que la norma social que determina el conflicto que
provocan la mayoría y la minoría sea el que se vió en el
capítulo II: la búsqueda simultánea de ser igual y diferente
que los otros y que lleva a resistir activamente la presión
social. Si la presión exige aceptar lo que dice la mayoría,
nos conformaremos públicamente pero mantendremos la
independencia en privado, mientras que si la presión exige
rechazar una minoría disidente, lo haremos en público, pero
en privado estudiaremos su propuesta.

El coste social
Aunque la minoría sea convincente, nadie quiere ser confundido con un
miembro de ésta. Por eso es fácil oír mujeres que afirman: “¡yo estoy a favor de
los derechos de las mujeres, pero no soy feminista, eh!”.

Otro aspecto que considera Ibáñez son los resultados que


mostraban que la intensificación del coste social –por
ejemplo, el hecho de aumentar el conflicto o provocar la
identificación de los sujetos con la minoría– bloquea la
conversión. De aquí se puede deducir que el mecanismo
activo de la influencia no recae en los mecanismos de
incitación al cambio sino en los de resistencia, ya que si la
mayoría no quiere cambio, no lo hay. Por lo tanto, las
minorías son una expresión del cambio que ya está en
marcha. La minoría no puede forzar el cambio, el cual se
difunde gracias a la mayoría si ésta lo acepta. En este
sentido, Ibáñez afirma que las minorías activas no son otra
cosa que un instrumento de un cambio que ya se está
produciendo por parte de la mayoría.

En resumen, tal como ya explicaba Serge Moscovici en su


introducción a la psicología social de 1975, el modelo
funcionalista de la influencia tiene las características
siguientes:

La influencia interviene en situaciones de interacción


social marcadas por la asimetría entre los miembros del
grupo.

La finalidad de la influencia es, esencialmente y en


todos los casos, el establecimiento y el refuerzo del
control social.

Las razones por las que se ejerce o se acepta la


influencia tienen siempre relación con la incertidumbre.

Los efectos de la influencia, en la dirección hacia la que


se resuelven las incertidumbres, están determinadas
por la dependencia.

Y el modelo genético se caracterizaría por los puntos


siguientes:

Todos los miembros del sistema colectivo tienen que ser


considerados al mismo tiempo como emisores y
receptores de influencia.

El control social no es la única finalidad para el ejercicio


de la influencia; el cambio social es también una
finalidad importante.
El estilo de comportamiento de aquel que propone una
norma a un grupo tiene un papel decisivo en la
consecución de la influencia.

Los procesos de influencia tienen una relación directa


con la producción y la reabsorción de los conflictos.

Lamentablemente, la reducción de lo social a la interacción


interpersonal, el olvido de la historia, la cultura, las
estructuras sociales y las relaciones de poder, son
demasiados elementos que faltan a unas teorías que
pretenden explicar quizás demasiadas cosas. Un modelo
centrado en las interacciones entre individuos mantiene la
noción de que lo importante es lo que pasa en los individuos
y que en todo caso cualquier modificación en el curso de su
comportamiento sólo podría provenir de las relaciones
interpersonales. Este modelo necesitaría, como mínimo, ser
completado con algún punto de vista que no sea solamente
individualista. La propuesta de Tomás Ibáñez ofrece algunas
posibilidades en el sentido de que si todo el mundo es
emisor y receptor de influencia y toda comunicación es, por
lo tanto, susceptible de provocar influencia, la interacción
individual no es tan importante como el estudio de las
resistencias al cambio que las instancias de poder de la
sociedad pueden desarrollar.

5. Obediencia a la autoridad

Suponemos que, como mucha gente, alguna vez se habrá


preguntado cómo fue posible el asesinato en masa y a
sangre fría, durante la Segunda Guerra Mundial, de millones
de personas, en nombre de la pureza de la raza aria.
Desgraciadamente el tema sigue de actualidad, pues
Bosnia, Kosovo, Chechenia, Timor Oriental, etc. no son
nombres de antiguos conflictos. La pregunta a la que tiene
que responder la psicología social va más allá de quién y
por qué da la orden de matar en un momento concreto:
tiene que poder ofrecer una comprensión de cómo puede
una persona ejecutar unas órdenes parecidas, ya que sin
ejecutor la orden se convertiría en absurda y sin sentido.

Por eso en este punto atenderemos a otro concepto


relacionado con la influencia, otra manera por la que las
personas hacen a menudo acciones en contra de sus
creencias: la obediencia. Hemos dejado este punto para el
final porque parece sencillo pero es el más complicado.
Aparentemente no tendría que ser extraño en un sistema
social jerárquico que alguien cumpliera las órdenes que le
son dadas por una autoridad, pero cuando estas órdenes
incluyen la tortura y el asesinato de personas o la
realización de actividades que pueden poner en peligro la
vida de otras personas, la obediencia se vuelve
necesariamente motivo de estudio.

Las primeras respuestas intentaron demostrar la existencia


de un tipo de persona, dotada de una personalidad anormal,
que se llamó autoritaria y que, supuestamente, prevalecería
en este tipo de situaciones particulares. El objetivo de
Theodor Adorno y sus ayudantes, los cuales estudiaron la
génesis y la distribución de la personalidad autoritaria, era
probablemente salvar una determinada concepción de
humanidad. Es decir, que era mejor pensar que estas cosas
las hacían personas que no eran normales y situar las
causas del mal en las particularidades de la psicología
individual. Desgraciadamente la historia se encargó de
demostrar que estas situaciones no eran en absoluto tan
raras, y el señor Stanley Milgram demostró que las personas
implicadas en estas situaciones no eran en absoluto
anormales, que no tenían ninguna desviación de
personalidad ni nada parecido, que eran personas, que son
personas, como todos nosotros.

La sencillez del experimento de Milgram, contrapuesta a la


dificultad que comportó para la psicología social el hecho de
interpretar los resultados que obtuvo, es estremecedora. Y
lo es hasta tal punto que ha sido criticado abundantemente
desde que se hizo, tanto desde la sociología, como desde la
psicología, como desde la psicología social misma, y aunque
las críticas podían ser más o menos acertadas o razonables,
sobre todo las que hacen referencia a la ética del
experimento, nada quita que el experimento tuvo lugar tal
como se explica y que los resultados son los que son. Lo
más probable es que el afán de tanta crítica se deba a la
incredulidad que provocan los resultados y al hecho, no
menos trascendente, de que obliga al lector a pensar
aquello que es más básico: la noción de ser humano que
tenía.

5.1. El experimento de Stanley Milgram

El experimento transcurre de la manera siguiente: mediante


un anuncio en un periódico local o bien de una carta que
ofrecía una modesta compensación dineraria por colaborar
en un experimento sobre memoria y aprendizaje que
tendría lugar en la Universidad de Yale, se consiguieron
entre 1961 y 1962 más de mil participantes. Entre estas
personas había de todo –obreros, oficinistas, maestros,
enfermeras, vendedores, etc.–, a quien se daba día y hora
telefónicamente. Cuando llegaba el día, la persona acudía al
lugar en el que se le había citado, donde encontraba a dos
personas: una era una persona que supuestamente también
había acudido allí para el experimento, un contable de
cuarenta y siete años y de apariencia amable, pero que en
realidad era un cómplice del experimentador, y la otra era
una persona que actuaba de “experimentador”, con bata,
de treinta y un años, de apariencia impasible y austera. Se
les pagaba el dinero prometido (4,50 $) y para justificar lo
que pasaría a continuación se les explicaba lo siguiente:
“Los psicólogos han desarrollado muchas teorías para explicar cómo la gente
aprende materias diferentes. Algunas de las más conocidas están tratadas en
este libro [al sujeto se le enseñaba un libro sobre aprendizaje]. Una teoría es que
la gente aprende las cosas correctamente cuando se les castiga si se equivocan.
Una aplicación común de esta teoría es cuando los padres pegan a los niños si
hacen alguna cosa mal. Se supone que el hecho de pegar, una forma de castigo,
hará que el niño aprenda a recordar mejor, hará que aprenda más
efectivamente. Pero de hecho no sabemos gran cosa sobre los efectos del
castigo sobre el aprendizaje, porque casi no se han hecho estudios
verdaderamente científicos sobre el tema en seres humanos. Por ejemplo, no
sabemos qué cantidad de castigo es mejor para el aprendizaje, y tampoco
sabemos si hay diferencias en función de quién da el castigo, si un adulto
aprende mejor de una persona más joven o más mayor que él mismo, o muchas
otras cosas de este tipo. Por eso en este estudio juntamos un cierto número de
adultos de ocupaciones y edades diferentes y pedimos a algunos que sean
maestros y a los otros que sean aprendices. Queremos descubrir cuáles son los
efectos que tienen algunas personas sobre otras, unas como maestros y las
otras como aprendices, y también cuál es el efecto del castigo sobre el
aprendizaje en esta situación. Por todo eso les pediré que uno de ustedes haga
de maestro y el otro de aprendiz.”

S. Milgram (1974). Obedience to Authority. London: Pinter Martin, 1997 [versión


en castellano: Obediencia a la autoridad. Bilbao: Desclee de Brouwer, 1980].

Seguidamente se hacía un sorteo trucado para asignar los


papeles de manera que siempre el sujeto real hacía de
“maestro”. Entonces se les llevaba a la habitación de al lado
y se les decía que había que preparar al “aprendiz” para
que pudiera recibir los castigos; allí, delante del “maestro”,
se le ataba a una silla y se le ponían unos electrodos en las
muñecas. Se explicaba que se le ataba para que no se
moviera al recibir las descargas y que se le aplicaba pasta
de electrodo para evitar quemaduras. Para incrementar la
credibilidad de la situación el “aprendiz” mostraba
preocupación por las descargas, y se le contestaba que
aunque las descargas podían ser muy dolorosos no
causaban daños permanentes en los tejidos.

A continuación se llevaba al “maestro” ante un aparato, un


supuesto generador de descargas eléctricos, que tenía
treinta botones con pilotos de color rojo. Cada botón tenía
una etiqueta con el voltaje correspondiente, que iba de 15 a
450 voltios, y aumentaba 15 voltios entre botón y botón.
Cada cuatro botones (es decir, cada 60 voltios), una
etiqueta especificaba de izquierda a derecha: descarga
ligera (15 voltios-60 voltios), descarga moderada (75
voltios-120 voltios), descarga fuerte (135 voltios-180
voltios), descarga muy fuerte (195 voltios-240 voltios),
descarga intensa (255 voltios-300 voltios), descarga
extremadamente intensa (315 voltios-360 voltios), peligro:
descarga severa (375 voltios-420 voltios), XXX (435 voltios-
450 voltios).

Para hacer creíble el aparato, se le daba una descarga de 45


voltios de prueba al “maestro” pulsando el tercer botón; en
realidad, éste era el único botón que funcionaba. Entonces
se le explicaba la tarea que había que hacer: tendría que
leer al “aprendiz” una serie de palabras emparejadas y
después leerle una de estas palabras y preguntarle, de
entre cuatro opciones, con qué palabra se había emparejado
primero. Por ejemplo, le tendría que leer caja azul, día
bonito, pato salvaje, etc., y después le leería: día, gris,
bonito, claro, feo. Cada vez que el “aprendiz” se equivocara,
le tendría que administrar una descarga, empezando por el
de 15 voltios y subiendo un botón, 15 voltios más, cada vez
que volviera a hacerlo a medida que adelantara el
experimento. Antes de administrar la descarga, el “maestro”
tendría que anunciar al “aprendiz” el voltaje que le aplicaría
–esto se hacía para asegurarse que el sujeto era consciente
del voltaje que administraba.
Si en algún momento el sujeto dudaba o preguntaba si tenía
que continuar, el “experimentador” le tenía que responder
estas cuatro frases, y en este orden, a medida que
progresara el experimento:

1) Por favor, continúe.

2) El experimento requiere que usted continúe.

3) Es absolutamente necesario que usted continúe.

4) Usted no tiene ninguna otra opción, debe continuar.

Si la persona se preocupaba por las heridas que podía


ocasionar, se le contestaba lo mismo que ya se le había
dicho antes, que no causaban daños permanentes en los
tejidos. Si la persona decía que era el “aprendiz” quien no
quería continuar, se le decía: “tanto si al aprendiz le gusta
como si no, usted tiene que continuar hasta que haya
aprendido todos los pares de palabras correctamente; por
favor, siga”.

Ahora ya conoce la situación con detalle. Antes de continuar


leyendo y de conocer las diferentes condiciones, piense si
hubiera aceptado colaborar en este experimento, piense si
hubiera empezado una vez le hubieran explicado lo que
tenía que hacer y piense hasta qué voltaje hubiera estado
dispuesto a continuar, teniendo en cuenta que si hubiera
dicho que no quería seguir se le hubiera contestado lo que
acaba de leer.

Bien, si ya se lo ha pensado, empezamos a comentar los


resultados. La primera vez que se hizo el experimento era
una condición en la que el “maestro” no veía ni oía al
“aprendiz” –las respuestas le llegaban mediante una caja
con cuatro luces. Ante la sorpresa general, en esta
condición el 100% de sujetos llegaron hasta el final, y
administraron descargas de hasta 450 voltios (etiqueta
XXX).
Condición I: ausencia de retroalimentación

Recordad este dato, si la “víctima” no se ve ni se oye, a pesar de tener


informaciones sobre su posible sufrimiento, la obediencia es de un 100%.

Condición II: retroalimentación de voz

Pensando que alguna cosa no funcionaba, se permitió que el “maestro” oyera


las protestas del “aprendiz”, las cuales se grabaron para que siempre fueran las
mismas. Eran las siguientes:

Hasta 60 voltios: ninguna queja.

75 voltios-105 voltios: una pequeña queja.

120 voltios: el “aprendiz” grita que le empieza a hacer daño.

135 voltios: gemido de dolor.

150 voltios-285 voltios: grita diferentes versiones de “experimentador, sáqueme


de aquí; ya no quiero continuar más en este experimento. Me niego a
continuar”.

180 voltios: grita “no puedo soportar el dolor”.

270 voltios: grito agónico.

300 voltios: el “aprendiz” dice que se niega a dar más respuestas (en este
punto, el “experimentador” dice al “maestro” que el silencio se tiene que
considerar un error y que siga adelante).

315 voltios: grito violento y la “víctima” dice que ya no sigue adelante.

330 voltios hasta 450 voltios: silencio total, ni contesta ni chilla.

Esta condición se consideró la condición base. Sin embargo, nosotros le daremos


el número II, ya que en realidad fue un segundo experimento. Milgram lo llamó
condición de retroalimentación de voz; a partir de la cual se hicieron diecisiete
variantes más, cambiando distintos elementos de la situación. Acto seguido las
repasaremos, pero antes piense seriamente, ¿hasta donde hubiera llegado?

Pues bien, en esta condición base un 62,5% de personas llegó hasta el final.

Condición III: “víctima” remota

Una variante de esta condición consistió en que las quejas de la “víctima” sólo
eran en unos golpes sordos en la pared hasta el silencio definitivo; en este caso
un 65% de las personas llegó hasta el final.

La triste sorpresa que comportaron estos resultados provocó


que se estudiara la situación con detenimiento. Hay que
mencionar que ninguna explicación sobre la base de unas
supuestas características de personalidad especiales que
tendrían los participantes de este experimento no se
aguanta, ya que la muestra era especialmente variada y, en
todo caso, no hay ninguna teoría de la personalidad que
indique que más de un 60% de la población tenga
características de tipo sádico o criminal. Por ello, antes de
estudiar las explicaciones que se han dado de estos
resultados, nos miraremos detalladamente las diferentes
variantes del experimento, algunas de sus réplicas
posteriores, así como las críticas, teóricas, metodológicas y
éticas que ha tenido.

5.1.1. Las diferentes condiciones


experimentales
En estas condiciones que acabamos de presentar y en las
que hay a continuación, los sujetos son todos hombres,
excepto en la condición IX. También es interesante notar
que muy pocos sujetos actuaron con toda tranquilidad: la
mayoría comentaron que se sintieron muy tensos y
nerviosos durante el experimento, sin embargo los sujetos
obedecieron en las proporciones mencionadas.

Las otras condiciones son las siguientes: lealas con atención


y piense en las diferentes situaciones que crea cada
condición y en el porqué del porcentaje de obediencia que
encontrará en ellas.

n = número de participantes de cada condición experimental.


S o = porcentaje de participantes que obedecieron hasta el final, es decir, que
utilizaron dos veces el voltaje máximo (450 voltios).

Condición IV (proximidad). La “víctima” se sitúa en la misma habitación que


el sujeto. n = 40, S o = 40%.

Condición V (proximidad de tacto). Para poder recibir el choque, el


“aprendiz” tenía que poner la mano encima de una placa. A partir de la
descarga de 150 voltios se negaba a hacerlo y era el “maestro” quien se la tenía
que poner a la fuerza siguiendo las órdenes del “experimentador”. n = 40, S o =
30%.

Condición VI (nueva condición base). Se trasladan los experimentos a un


laboratorio menos bonito de la misma universidad. A las quejas del “aprendiz”
se añaden tres referencias a una cierta preocupación por el estado de su
corazón. n = 40, S o = 65%.

Condición VII (cambio de personal). Se cambian el “experimentador” y el


“aprendiz”, invirtiendo las características personales presentes en los
experimentos anteriores. El “experimentador” es de maneras suaves y poco
agresivo, y el “aprendiz”, de mandíbula prominente y tiene cara de pocos
amigos. n = 40, S o = 50%.

Condición VIII (ausencia de “experimentador”). El “experimentador”


abandona la sala y da las órdenes por teléfono. n = 40, S o = 20,5%.

Condición IX (los sujetos son mujeres). En esta condición todos los sujetos
son mujeres. Se pensaba que, siguiendo los resultados de otros experimentos y
estudios de psicología, éstas serían más obedientes, pero que también serían
menos agresivas. ¿Cómo actuarían estas dos fuerzas opuestas? El resultado fue
el mismo que en el caso de los hombres, aunque las mujeres mostraron más
tensión y nervios. n = 40, S o = 65%.

Condición X (contrato de responsabilidad limitada). El sujeto y la


“víctima” firman antes de empezar el experimento una hoja en la que afirman
participar voluntariamente en el experimento y librar a la Universidad de Yale y
sus empleados de cualquier reclamación legal subsecuente. El “aprendiz” se la
mira dos veces y en voz alta accede a firmar con la condición de que, por
razones de corazón, cuando lo pida se le soltará –cosa que como en el resto de
condiciones después no se cumplirá–, a lo que el “experimentador” asiente y el
experimento empieza. n = 40, S o = 40%.

Condición XI (cambio de contexto institucional). La sede del experimento


se traslada a unas oficinas fuera del contexto universitario y se dice que el
experimento lo lleva a cabo una asociación privada con un nombre inventado,
Research Associates of Bridgeport, que hace investigación para empresas. n =
40, S o = 47,5%.
Condición XII (libertad para escoger el choque eléctrico). Se deja escoger
a la persona el voltaje de la descarga administrada. La media fue de 50 voltios,
con muy poca desviación. Sólo una persona administró la descarga más alta. n
= 40.

Condición XIII (la “víctima” da las órdenes). En esta condición el


“aprendiz” pide seguir con el experimento aunque el “experimentador”
considera, en los 150 voltios, que no se tiene que seguir porque se queja
mucho. El “aprendiz” exige que se le continúen administrando descargas porque
un amigo suyo llegó hasta el final. n = 20, S o = 0%.

Condición XIV (una persona cualquiera da las órdenes). En esta condición


hay dos “maestros”, uno de los cuales es un cómplice al que se asigna la tarea
ficticia de controlar el tiempo. El “experimentador” se va y deja a los “maestros”
solos con la orden de continuar. El cómplice sugiere que hay que administrar
descargas cada vez más elevadas y empieza a dar las órdenes para continuar. n
= 20, S o = 20%.

Condición XV (el sujeto como espectador). Todo es igual que en la


condición anterior, pero cuando el sujeto no quería seguir el cómplice se ofrecía
para continuar en su lugar y administrar los choques. n = 16, S = 68,75% de
personas que no interfirieron en la continuación del experimento si las
descargas las daba otra persona.

Condición XVI (dos autoridades enfrentadas). Hay dos


“experimentadores”. Al llegar a los 150 voltios empiezan a discutir, pues uno
cree que hay que continuar y el otro que no. n = 20, S o = 0%.

Condición XVII (dos autoridades enfrentada

bis). Como en la situación anterior, hay dos “experimentadores”, pero el


“aprendiz” no aparece. Deciden a suertes que uno de los “experimentadores”
hará de “aprendiz”. A partir de aquí todo igual que en la condición base,
incluidas la negativa a continuar, pero en este caso de un “experimentador”. n
= 20, S o = 65%.

Condición XVIII (dos “maestros” se rebelan). El trabajo de hacer de


“maestro” se divide entre tres personas: una lee las parejas de palabras, la
segunda le dice al “aprendiz” si la respuesta es correcta o no, la tercera (en
realidad el único sujeto experimental, los otros dos son cómplices) administra
las descargas. A los 150 voltios el “maestro” que lee se niega a continuar, deja
de leer las palabras y se levanta. El “experimentador” pide a los otros dos
continuar. A los 210 voltios el segundo “maestro” se levanta y dice que no
continúa. El “experimentador” pide al sujeto que continúe solo. n = 40, S o =
10%.
Condición XIX (el sujeto colaborador). Se pide al sujeto que colabore en el
experimento, por ejemplo leer palabras, pero él no administra las descargas. n
= 40, S o = 92,5%.

Es interesante ver gráficamente los resultados:

Figura 5.7

Vale la pena detenerse un momento a comparar las condiciones

5.1.2. Críticas al experimento

Aunque la inmensa mayoría de psicólogos sociales reconoce


que los experimentos de Milgram están bien hechos y que
sus resultados son fiables, este experimento ha sido blanco
de críticas feroces. Sin embargo, el propio Milgram ya
comentó que sospechaba que el origen de las críticas no era
tanto el experimento como los resultados obtenidos. Si el
experimento hubiera dado como resultado aquello que se
esperaba, que nadie obedece unas órdenes inmorales,
seguramente ninguna de estas críticas hubiera surgido.
Podemos dividir estas críticas en éticas, metodológicas y
teóricas.

La preocupación por la ética del experimento fue la primera


en surgir. La American Psychological Association, la más
importante del mundo, retrasó un año la admisión de
Milgram, mientras estudiaba detalladamente el
experimento. Finalmente consideraron que era aceptable,
pero muchos psicólogos y sociólogos todavía ahora dudan
de que lo fuera. Por una parte, no es ético hacer pasar a
alguien por una situación tan angustiante, pero sobre todo
la preocupación surgía por el posible carácter traumatizante
de la participación en la electrocución inducida de una
persona. Milgram se aseguró de que después del
experimento el sujeto hablara con “la víctima” para dejar
claro que estaba bien. También informaba a los sujetos
obedientes de que su conducta era la normal. Finalmente
hizo un seguimiento durante un par de años, mediante
cuestionarios, de las personas que habían participado en el
experimento, y les informó de los resultados obtenidos con
la investigación. Hay que decir que muchas personas
valoraron positivamente su participación y pensaron que
habían aprendido alguna cosa útil sobre ellos mismos.
Milgram puso a menudo, con orgullo, el ejemplo de un chico
que se había acabado haciendo objetor de conciencia. Sin
embargo, como se puede ver, el experimento tuvo efectos
muy importantes sobre los participantes y su vida, y ellos no
lo habían pedido en absoluto; además acudían engañados al
experimento. Hoy en día, un experimento de este tipo no se
podría hacer, pero muchos investigadores piensan que valió
la pena, y que la lección extraída de aquellos experimentos
es demasiado valiosa como para dejarla perder.

La crítica metodológica más fuerte la hicieron Orne y


Holland en 1972. Estos investigadores afirman que no hay
obediencia sino conformidad con las características de la
situación. Fijaos que el experimento es una situación tan
anómala que lo que hace la persona es intentar adivinar por
todos los medios posibles de qué va todo aquello –es decir,
adivinar qué tiene que hacer para cumplir con las
expectativas que se tienen sobre él y actuar en
consecuencia. Ante un conflicto como el que plantea la
situación, el “experimentador” tiene que tener la clave, de
manera que si éste está tranquilo, es que no pasa nada
grave; de hecho, ya se sabe que en un experimento no te
puede pasar nada. Incluso para los autores, el esfuerzo que
se hace para engañar al sujeto implica que difícilmente se
pueda generalizar el resultado a ninguna situación
cotidiana. A todo esto, Milgram respondió que, sea como
sea y llegaran a la conclusión que llegaran, los sujetos no
podían saber si los choques eran reales o no, y que en todo
caso la duda no les hizo en absoluto desobedecer. De
hecho, preguntada a posteriori la mayoría contesta que sí
que creía que eran de verdad. Ahora bien, esto también
podría ser una respuesta provocada por las ganas de quedar
bien con el “experimentador”.

Las críticas teóricas se desarrollan a partir del concepto de


obediencia. El problema que plantean algunos autores es
sobre la utilidad de un concepto que para fines
experimentales se ha operacionalizado hasta al punto de
convertirse en una abstracción descontextualizada. Por
ejemplo, Milgram llega a definir la obediencia así: “Si Y
sigue una orden de X, entonces diremos que ha obedecido a
X; si no consigue cumplir la orden de X, diremos que ha
desobedecido a X”. Un concepto así no puede aspirar a no
explicar nada, pero en todo caso es un concepto pertinente
para describir las acciones de determinadas personas. Hace
falta, pues, ir con cuidado de no confundir el valor
descriptivo con el valor explicativo del concepto (Lutsky,
1995). En todo caso, para explicar los resultados no basta
con no afirmar que la gente es obediente, sino que hay que
saber qué órdenes obedecen y cuáles no, y en qué país, en
qué momento histórico, en qué sociedad o en qué grupo son
obedientes (Helm y Morelli, 1985).

Pero como dice Zygmunt Bauman:


“Su hipótesis [de Milgram] de que los actos crueles no los cometen individuos
crueles, sino hombres y mujeres corrientes que intentan tener éxito en sus
tareas normales, causó una inquietud y una ira muy pronunciadas. Y sus
descubrimientos: que la crueldad no tiene mucha conexión con las
características personales de los que la perpetran pero sí tiene una fuerte
conexión con la relación de autoridad y subordinación, con nuestra estructura de
poder y obediencia normal y con la que nos encontramos cotidianamente. [...]
En resumidas cuentas, Milgram sugirió y demostró que la inhumanidad tiene
que ver con las relaciones sociales. Como estas últimas están racionalizadas y
técnicamente perfeccionadas, también lo está la capacidad y eficiencia de la
producción social de inhumanidad.”

Z. Bauman (1989). Modernidad y Holocausto. Madrid: Sequitur, 1997.

5.1.3. Algunas réplicas experimentales

Del experimento de Milgram se han hecho muchas réplicas


por todo el mundo y los resultados siempre son los mismos:
la obediencia alcanza incluso niveles más altos en algunos
casos. Las réplicas de la condición base hechas en Estados
Unidos entre 1967 y 1976 obtuvieron grados de obediencia
de entre el 30% y el 91%. Una réplica de esta condición
hecha en el Estado español en 1980 obtuvo el 50% de
obediencia; en Austria, el 1985 un 80%; en Italia en 1968 un
85%; en Jordania en 1978, un 62,5%. El nivel más bajo se
obtuvo en Australia en 1974, “sólo” un 28% de los sujetos
obedeció órdenes criminales; sin embargo, este 28% es la
media del 40% de hombres que obedecieron frente al 16%
de mujeres. En las otras réplicas no se encontraron
diferencias significativas en el grado de obediencia de
hombres y mujeres (Blass, 1999).
Enlightenment
Algunos autores consideran que los resultados de estas réplicas demuestran que
Gergen no tiene razón cuando habla del efecto de enlightenment (ver el capítulo
I) que postula la psicología social. Pero, ¿cuántos de estos sujetos habían oído
hablar del experimento antes? Además, probablemente, los que habían oído
hablar de él eran descartados antes del experimento.

A causa de las críticas recibidas sobre la imposibilidad de


generalizar estos resultados porque ninguna situación
cotidiana se parece a la del experimento, algunas réplicas
utilizaron estrategias diferentes. Éste es el caso de la serie
de experimentos que tuvieron lugar en la Universidad de
Utrecht, Holanda (Meeus y Raaijmakers, 1986, 1995): el
procedimiento inicial es igual que el de Milgram, pero la
tarea que ha de cumplir el sujeto cambia, dado que el
experimento se presenta como un estudio sobre la relación
entre el estrés y la realización de tests psicológicos. Se
explica al sujeto que se aprovechará el hecho de que se
tiene que seleccionar a una persona para el personal del
departamento para hacer el experimento. De manera que lo
que tendrá que hacer el sujeto es, durante el test de
selección del candidato, hacer comentarios negativos sobre
sus resultados con la finalidad de “estresarlo”. Además, se
informa al sujeto de que si el candidato no pasa el test, no
obtendrá el trabajo. Cuando empieza el experimento y a
medida que pasa el tiempo, las respuestas del candidato en
el test se ven fuertemente afectadas por los comentarios
negativos del sujeto y el candidato le pide diversas veces
que pare de hacer comentarios. Sin embargo el
“experimentador” ordena al sujeto que continúe. Pues bien,
en este caso, aunque el candidato pide que se pare, y
aunque los sujetos saben que su actuación provocará que
no obtenga el trabajo, un 91% de los sujetos obedecieron
hasta el final.

5.2. El individuo en una sociedad burocrática


¿Basta con tener en cuenta los elementos propios y únicos
de la situación experimental para explicar la conducta de
estas personas? Podemos pensar que la gente obedeció
porque el experimento tenía lugar en una universidad
prestigiosa; que fue para colaborar en el progreso de la
ciencia; que fue por el compromiso adquirido al cobrar
dinero y acceder a empezar el experimento; que fue porque
el “aprendiz” también había decidido colaborar
voluntariamente en el experimento y, además, el papel le
tocó de manera justa; que fue por la novedad y originalidad
de la situación; que fue porque se le aseguró que los
choques no producían daños permanentes; que fue por la
rapidez con la que transcurre todo, la cual no te deja
pensar; que fue porque tiene más peso una autoridad
legítima que busca el bien común que el interés particular
de una persona (Milgram, 1963).

Pero ninguna de estas razones no parece suficiente como


para que en el conflicto provocado por la norma de no dañar
a otras personas y la norma de obedecer a las autoridades
legítimas, triunfe esta última. Ninguna de estas
explicaciones es lo bastante razonable como para admitir
que la mayoría de personas de nuestra sociedad esté
dispuesta a electrocutar brutalmente a alguien si se le pide
bien.

5.2.1. La explicación de Milgram

El funcionamiento en sociedad implica para Milgram división


del trabajo y coordinación, y para efectuar esto, jerarquía.
Considera también que el hecho de que las personas
funcionen en el interior de un sistema obviamente produce
cambios en su capacidad para funcionar autónomamente –
por ejemplo, tienen que ceder el control a quien coordina.
Todo esto lleva a Milgram a defender que lo que pasa en los
experimentos es un cambio especial en la actitud de los
individuos. Éstos, durante el experimento, pasan a un
estado actitudinal al que llamó “estado agente”, por el cual
la persona que se incorpora a un sistema de autoridad ya no
se ve a ella misma como una actuante movida por sus
motivos sino que se ve a ella misma como una agente al
servicio de los deseos de otros. Probablemente, conocer
estos experimentos, tal como reconocía uno de los
participantes de Milgram, le podría ayudar a evitar ponerse
en situaciones de autoridad y de obediencia, pero la fuerza
de la situación hace que una vez dentro, difícilmente osará
desafiar abiertamente a la autoridad. Tal como resume Josep
Maria Blanch:
“Las consecuencias más destacables del estado de agente en una persona
consisten en su aceptación de la definición de la situación que le dicte la
autoridad, su asunción del rol de instrumento al servicio de los fines impuestos
por el superior y en su transformación moral, por la que se siente responsable
no tanto de las consecuencias de sus actos como del cumplimiento estricto de
las órdenes que le han sido dadas.

En otros términos, la obediencia no elimina la moral; sino que desplaza el centro


de gravedad de la misma, al contexto de una ‘reestructuración del campo social
e informativo’. De este modo, su componente cognitivo confiere mayor
relevancia al imperativo ético de la subordinación y al aspecto técnico de la
ejecución que al elemento interpersonal de la relación agente-víctima implicado
en la acción. Esa nueva moralidad reduce el bien a la ley y el amor al deber; al
tiempo que establece la sumisión como base de las virtudes cardinales.”

J. M. Blanch (1982). Psicologías Sociales. Aproximación histórica. Barcelona:


Hora.

Pero falta explicar por qué una persona puede entrar en


este estado agente, en qué ocasiones lo hace y cómo se
mantiene. Para Milgram hay dos tipos de procesos, los
antecedentes necesarios y los que genera la misma
situación en el momento. Entre los antecedentes,
encontramos la socialización en la obediencia: la familia, la
escuela y el trabajo son estructuras fundamentales de
nuestra sociedad y son instituciones jerárquicas basadas en
la autoridad de unas personas sobre otras. La lógica de las
instituciones no sólo nos lleva a obedecer, sino también a
considerar la obediencia una necesidad para la
supervivencia misma de la institución, cosa que a menudo
se confunde además con la supervivencia misma de la
humanidad. Hay, además, un antecedente necesario más
propio del experimento, la ideología cientifista: es decir, el
hecho de que se reconozca comúnmente que la ciencia es
una forma de conocimiento legítima y que el científico es la
persona que ostenta la autoridad legítima en una situación
“de ciencia”. Así, por lo tanto, al hecho de que hay una
ideología que justifica la situación se añade el hecho de que
el sujeto considera al científico la autoridad adecuada para
la situación en cuestión. Como bien dice Milgram, el poder
de la autoridad no proviene de sus características
personales sino de su posición percibida en una estructura
social, y hay que añadir, del cumplimiento adecuado de su
rol en el sentido que si el “experimentador” exigiera
cualquier cosa que no estuviera justificada adecuadamente
en el contexto, no obtendría ningún tipo de obediencia.

Los procesos que hacen que la persona se mantenga en la


situación en lugar de salir de ella una vez ha empezado son
diversos. El sujeto ha adquirido un compromiso con el
“experimentador” y, por lo tanto, tiene una relación con lo
que considera una autoridad legítima que quiere que sea el
máximo de satisfactoria. El control de la impresión de si
mismo (recordad a Erwing Goffman) hace que quiera quedar
como una persona cumplidora y en la que se puede confiar;
en cambio, no tiene ninguna relación con el “aprendiz”, el
cual es sobre todo una molestia, un impedimento para
quedar bien. También encontramos que la definición de la
situación la proporciona el “experimentador” y no el sujeto.
“Cada situación también posee una especie de ideología, a la que llamamos
’definición de la situación’, y que es la interpretación del significado de una
circunstancia social. Ésta provee la perspectiva mediante la cual los elementos
de una situación adquiren coherencia. Un acto visto desde una perspectiva
puede parecer atroz, pero la misma acción vista desde otra perspectiva parece
adecuada. Hay una propensión de la gente para aceptar las definiciones de la
acción que provienen de una autoridad legítima. Eso quiere decir que, aunque el
sujeto haga la acción, permite a la autoridad definir el significado.”

S. Milgram (1974). Obedience to Authority (pp. 162-163). London: Pinter Martin,


1997 [versión en castellano: Obediencia a la autoridad. Bilbao: Desclee de
Brouwer, 1980].

También hace falta tener en cuenta que la situación posee


una temporalización, es decir, que consta de una serie de
elementos muy parecidos que se suceden uno detrás del
otro. Esto tiene su importancia, dado que cada vez que
subimos 15 voltios la descarga, la situación no cambia
sustancialmente, el hecho de haber efectuado la descarga
anterior justifica el hecho de continuar adelante. Es decir,
que cada vez que se da una descarga se hace más difícil
romper con el experimento: si la persona ya ha actuado
hasta el punto que lo ha hecho, ¿cómo puede justificar
dejarlo correr en el punto siguiente? Como explican algunos
autores:
“Si el sujeto decide que no es permisible aplicar la siguiente descarga, entonces,
como ésta es (en todos los casos) sólo ligeramente más intensa que la anterior,
¿cuál es su justificación por haber aplicado la última? Negar la corrección del
paso que está a punto de dar implica que el paso anterior tampoco era correcto
y esto debilita la posición moral del sujeto. El sujeto se va quedando atrapado
por su compromiso gradual con el experimento.”

J. P. Sabini y M. Silver (1980). Destroying the Innocent with a Clear Conscience: A


sociopsychology of the Holocaust. En J. E. Dinsdale (Ed.), Survivors, Victims and
Perpetrators: Essays on the Nazi Holocaust (p. 342). Washington: Hemisphere.
Citado en Bauman (1989).

El factor de gradualidad es relevante para entender la generalización que se han


hecho de los resultados de Milgram a otros contextos, en los que las
implicaciones de efectuar acciones inmorales bajo las órdenes de una autoridad
no son evidentes desde el comienzo, pero se materializan cuando el individuo
queda enredado en una cadena de mando burocrática.

A. Miller, B. E. Collins, y D. Brief (1995). Perspectives on Obedience to Authority:


The Legacy of the Milgram Experiments. Journal of Social Issues, 51(3), 1-19.
Finalmente, lo más importante, la responsabilidad de la
acción se delega a la autoridad, la persona se siente
responsable hacia la autoridad pertinente pero no de los
actos cometidos, sino del cumplimiento de las órdenes. Por
eso, la pregunta más importante que hay que hacerse, y
que Milgram no contesta, es “¿cómo es posible delegar la
responsabilidad a algún otro de una serie de actos que uno
mismo comete con sus manos?”.

No es sobrero recordar aquí que los estudios experimentales


sobre influencia parten del punto de vista de la PSP –es
decir, que para estos investigadores el individuo prevalece
por encima de la organización social, la cual no es más que
la consecuencia del conjunto de interacciones entre
individuos. Por eso, Milgram puede afirmar que un individuo
es originalmente autónomo y a causa de su pertenencia a
un sistema pierde parte de esta autonomía, la que cede al
grupo. Este punto de vista no se sostiene desde una
psicología social más sociológica, como la construccionista,
según la cual individuo y sistema –leed sociedad o grupo–
no son en absoluto dos cosas diferentes.

5.2.2. Extensiones de la explicación de Milgram

Invertir la visión de la PSP y empezar nuestra explicación


por la sociedad en vez de por el individuo nos puede
permitir pensar que el individuo autónomo no es un
antecedente de la situación sino que es una consecuencia
de ésta. Son las estructuras de obediencia las que,
estratégicamente, definen al individuo, al que han creado,
como autónomo; hecho que camufla las relaciones de poder
a las que éste está sometido. El experimento de Milgram
revela estas relaciones de poder y las muestra en toda su
crudeza, hace patente que el individuo no es autónomo, no
porque haya perdido una supuesta libertad inicial, sino
porque como individuo nunca la ha tenido. Por lo tanto,
podemos leer el experimento como una demostración
fehaciente de lo que ha comportado que la ideología
moderna dividiera la sociedad en unas unidades mínimas
llamadas individuos y, en este sentido, el sujeto obediente
no puede ser nada más que un producto del tipo de
sociedad que hemos creado.

Una muestra de eso es el sistema jurídico occidental que


considera que el individuo es responsable de sus actos en
algunas circunstancias y en otras no. Por lo tanto, asume
que la responsabilidad es un bien que se posee a veces sí y
a veces no. Es una posesión más con la cual,
metafóricamente, se puede comerciar. La persona que se
encuentra en el experimento cede su responsabilidad al
“experimentador”, porque lo puede hacer; así lo reconoce
nuestro sistema jurídico. Dadas las circunstancias
adecuadas, la responsabilidad se puede traspasar, pero eso
tiene un precio importante. Puesto que ser responsable de
sus actos es una de las características básicas de esta
construcción a la que llamamos individuo, el precio de
perder la responsabilidad es su desaparición como
individuo. Se ha de tener en cuenta, además, que el hecho
de ser individuo es la única manera de ser autorizada,
normalizada y legitimada en nuestra sociedad, y que como
ya se sabe, la realización de determinados actos
popularmente se interpreta como una falta de humanidad,
como un no ser persona. En nuestra sociedad, dejar de ser
individuo es dejar de ser persona, también.

El reconocimiento de la obediencia debida que absuelve a


tantos soldados de las barbaridades que cometen con sus
manos es una muestra de este traslado de
responsabilidades, que es posible en las organizaciones
jerárquicas. Como dice Bauman (1989), “la organización en
su conjunto es un instrumento para eliminar toda
responsabilidad”. Se trata de una situación en la que todos
y cada uno de sus miembros trasladan la responsabilidad a
otro, en una cadena que no tiene final y que acaba en una
especie de responsabilidad flotante, de la que nadie debe
explicaciones a nadie.

A pesar de lo que pueda parecer, una sociedad con una


división social del trabajo tan compleja como la nuestra es
en la práctica una sociedad sin responsables, dado que la
atomización es tan grande que nadie conoce exactamente
cuál es el producto final, pero piensa que hay alguien que sí
lo sabe y así lo ordena. Esto pasa en casi todos los ámbitos
del trabajo.

Ejemplos
En los hospitales, las enfermeras acatan órdenes de médicos que saben
positivamente que son negativas para el paciente porque no son sus
responsables finales, y seguramente el médico considera que la institución se
hará responsable de cualquier problema, ya que él también es un trabajador
obligado a trabajar en las condiciones que marca la institución; las mujeres de la
limpieza limpian la mierda de los otros porque alguien lo tiene que hacer en esta
sociedad tan complicada, los otros ensucian porque ya hay alguien que lo
limpiará; los vecinos no avisan a la policía si ven una violación delante de su
casa porque la policía ya debe tener los medios para enterarse y llegar a
tiempo, al fin y al cabo es su trabajo y, por lo tanto, su responsabilidad; los
empresarios de las tabaqueras no tienen ningún dilema moral en promover
productos cancerígenos porque la responsabilidad no es suya, en todo caso lo es
de quien fuma, y en todo caso ellos sólo son personas buenas y normales que
hacen su trabajo lo mejor que pueden.

En su análisis del holocausto, el sociólogo de la


postmodernidad, Zygmunt Bauman, (12) muestra cómo éste
fue el producto de una forma de racionalidad muy
característica de la modernidad: la burocracia. En una
burocracia, la preocupación principal de los funcionarios no
son los objetos de su acción, como están o cómo se oyen,
sino la rapidez y la eficiencia que muestran a la hora de
alcanzar los objetivos que sus superiores han marcado
(Bauman, 1989, p. 208). La acción moral es la lealtad, el
cumplimiento del deber y la disciplina, y la acción racional
es la eficacia.

Ejemplo
No hay que entrar en el ejército para encontrar ejemplos de esto: en una
escuela no es extraño que el “maestro” humille en público a un alumno en
nombre del mantenimiento del orden, el cual se justifica por la necesidad de
alcanzar los objetivos de aprendizaje del curso, marcados por el Consejo Escolar
y en último término por la Dirección General correspondiente.

Según Bauman, la tecnología adquiere de rebote por su


propia racionalidad una condición moral. Recordad los
resultados de las condiciones del experimento de Milgram:
cuanto mayor era la distancia de la “víctima” más fácil era
ejecutar la orden. Un piloto de avión puede tirar una bomba
encima de una ciudad y mantener su integridad moral y su
humanidad, en cambio, alguien que mata a puñetazos a
otra persona es un mal bicho. Normalmente, el usuario de la
tecnología no es quien la ha inventado y, por lo tanto, la
responsabilidad moral pasa al inventor de la máquina en
cuestión, pero a la hora de la verdad éste no es nadie en
concreto, sino un conjunto vago de conocimientos
científicos básicos, equipos de ingenieros, universidades e
instituciones de investigación, empresas e, incluso, una
cosa tan abstracta como la política científica de un país.
La racionalidad tan característica de la era moderna queda plasmada en los
juegos infantiles de construcción tipo Mecano o Lego: las piezas son duras y
cuadradas pero lógicas, expresan perfectamente la estética funcional de nuestro
tiempo. Quizás es por eso que un artista polaco ha recreado los campos de
exterminación nazis con piezas de Lego, una de las obras más pavorosas que se
han visto nunca.

“Lo que el experimento de Milgram ha demostrado al final es el poder de los


conocimientos y su capacidad para triunfar sobre los impulsos morales. Se
puede inducir a personas morales a cometer actos inmorales incluso en el caso
de que sepan (o crean) que esos actos son inmorales, siempre y cuando estén
convencidos de que los expertos (personas que, por definición, saben algo que
ellos no saben) han determinado que esos actos eran necesarios. Después de
todo, la mayor parte de las actuaciones que se producen en el seno de nuestra
sociedad no están legitimadas porque se hayan discutido sus objetivos, sino por
el consejo o la instrucción que ofrece la gente que tiene conocimientos.”

Z. Bauman (1989). Modernidad y Holocausto (p. 258). Madrid: Sequitur.

En resumen, de este punto se tiene que haber extraído la


idea de que los resultados del experimento no se pueden
entender como el producto de una interacción particular
entre individuos con características diferentes sino que hay
que integrar toda la situación en la singular historia de la
sociedad occidental en la época moderna. Esto tiene que
permitir ver que hay situaciones –este experimento, por
ejemplo– en las que no es pertinente la existencia de
individuos. Es decir, que no es que haya individuos que
participan en determinadas situaciones sino determinadas
situaciones que crean individuos y determinadas situaciones
que no lo hacen. Para dar más énfasis al carácter
históricamente situado de los resultados del experimento
compararemos a continuación las dos maneras de entender
las relaciones de poder que encontramos en psicología
social.

5.2.3. Relaciones de poder


El experimento que estamos estudiando es muy interesante
para contrastar dos maneras de entender las relaciones de
poder que coexisten en la psicología social de hoy día. Si
seguimos a Michel Foucault, podemos decir que hay dos
paradigmas o dos maneras de entender el poder: el
paradigma jurídico y el paradigma estratégico. Tomás
Ibáñez (13) las presenta así:
a) El paradigma jurídico

Representa la forma clásica de entender el poder. Según


esta visión el poder es una sustancia, una cosa que,
metafóricamente, se puede poseer. Hay, por lo tanto,
personas que tienen poder. Esto quiere decir también que el
poder tiene un origen desde el que surge y un blanco al que
llega. El ejemplo más claro es la ley. La ley permite o
prohíbe determinadas acciones, marca los límites de la
libertad y se ejerce de arriba abajo, del presidente a los
ciudadanos, del padre a los hijos, del marido a la esposa, del
maestro a los alumnos. El poder controla el saber y, por lo
tanto, quien posee saber tiene poder. El poder reprime,
excluye y encierra a quien no lo respeta. Los símbolos del
poder bajo el paradigma jurídico son la sangre y la muerte.

b) El paradigma estratégico

Representa la propuesta de Michel Foucault con respecto a


la nueva manera en que se tiene que entender el poder
para entender cómo se forman las personas en el mundo
moderno. El poder es una relación, una acción, no es, por lo
tanto, una cosa que se posee sino una cosa que se ejerce.
En este sentido el poder no tiene un punto de origen sino
que tiene forma de red, se origina en todos los puntos. No
hay, por lo tanto, espacios de libertad. No es como la ley
que dice qué no se tiene que hacer sino como las normas
sociales que dicen cómo se tiene que ser. El poder va de
abajo arriba. El poder produce el saber y, por lo tanto, quien
tiene poder tiene saber. El poder no reprime sino que
controla y regula, vigila y gestiona, no encierra ni excluye
sino que cura, es decir, vuelve “normal”. El símbolo del
poder es la vida y su objetivo es definirla y gestionarla.

Lamentablemente, en psicología social las relaciones de


poder no se han estudiado lo bastante; sin embargo, la
propuesta más completa y utilizada es la de French y Raven
(1959), la cual autores como Thomas Blass han utilizado
para interpretar el experimento de Milgram. Esta propuesta
parte de una concepción clásica del poder, es decir, del
paradigma jurídico, y sus autores postulan que hay seis
formas de poder.
El poder de recompensa. Quien posee el poder tiene los medios para otorgar
gratificaciones a quien es objeto de este poder, el sujeto. Por ejemplo, en el caso
del experimento de Milgram, el sujeto (S) espera la aprobación del
“experimentador” (E).

El poder coercitivo. Quien posee el poder puede castigar al sujeto. Cuando E


dice que el experimento tiene que continuar implica consecuencias negativas
para S si para

El poder legítimo. Quien posee el poder tiene el derecho a prescribir el


comportamiento del sujeto. E representa la autoridad de la ciencia en un
contexto experimental.

El poder del referente. El sujeto se identifica con quien posee el poder o le


gusta. S querría ser como E y hacer lo que E hace.

El poder del experto. El sujeto cree que quien posee el poder tiene un
conocimiento especial sobre el tema pertinente en la situación dada. S confía en
los conocimientos superiores de E, por ejemplo, cuando le dice que las
descargas no crean daños permanentes en los tejidos.

El poder de información. Quien posee el poder controla la información que el


sujeto necesita para actuar. E define la situación, bajo la cual tiene que actuar S,
a su manera.

Thomas Blass (1999) preguntó a una serie de estudiantes


que habían visto una de las grabaciones que Milgram hizo
de su experimento cuál creían que era el tipo de poder que
más afectó a los resultados. Por orden de importancia, los
estudiantes opinaron que en primer lugar el poder de
experto y, después, el poder legítimo, el coercitivo, el de
información, el de recompensa y el del referente. Aun así,
hay que mencionar que entre los cuatro primeros tipos las
diferencias no fueran estadísticamente significativas. Esta
manera de interpretar los resultados del experimento –
utilizando la noción de poder del paradigma jurídico es muy
común–, aunque probablemente insuficiente.

Un ejemplo de esto es que cuando preguntamos a alguien


qué hubiera hecho si hubiera participado en el experimento
todo el mundo niega sistemáticamente que hubiera llegado
hasta el final. De hecho, Milgram lo preguntó
sistemáticamente a grupos de personas parecidos a los del
experimento: las personas que dijeron que hubieran llegado
más lejos mencionaron los 300 voltios, pero la gente, por
término medio, dijo que no pasaría de los 150 voltios.
Entonces Milgram preguntó a la gente cuáles creían que
serían los resultados de su experimento y todo el mundo
predijo que sólo un 1% de personas con alguna patología
llegaría hasta el final y que la mayoría de sujetos no pasaría
de los 150 voltios. Un grupo de psiquiatras –que conocen
bien a las personas– a los que hizo la pregunta hizo
exactamente la misma predicción, excepto que, además,
redujeron la cantidad de personas que obedecerían hasta el
uno por mil.
Probablemente los psiquiatras y psicólogos de la personalidad cometerían hoy
día el mismo error de predicción si intentaran explicar los resultados en términos
de la personalidad de los sujetos. Para entender el problema que este
experimento plantea a los psicólogos de la personalidad, se puede consultar el
artículo: J. Sabini y M. Silver (1983). Dispositional vs. Situational Interpretations
of Milgram’s Obedience Experiments: ‘The Fundamental Attributional Error’.
Journal for the Theory of Social Behavior, 13(2), 147-154.

El porqué hicieron predicciones tan erróneas tiene que ver


precisamente con la noción de individuo autónomo que
estas personas tenían. Si creemos que el individuo es, por
definición, libre y no está sujeto a ningún tipo de poder,
pensaremos que la situación experimental que se nos
plantea no es adecuada para obtener obediencia, porque el
sujeto no es objeto de ninguna amenaza, ya que la
represión sería la única manera de hacer que alguien
actuara en contra de sus convicciones morales más íntimas.
Vemos, pues, que estas predicciones se hicieron también
partiendo de una concepción del poder clásica, la del
paradigma jurídico.

Sin embargo, de hecho, la única manera de acertar


previamente los resultados sería comprender primero que el
poder actúa estratégicamente: el poder no reprime sino que
construye. Los participantes no son individuos originalmente
libres, sino individuos constituidos en un contexto histórico
en el que las instituciones sociales han convertido la
obediencia en un valor y la ciencia en una autoridad.
Individuos que saben que la ciencia es para el bien de la
humanidad y que el poder de la ciencia viene precisamente
de su defensa de la vida. Individuos que al creer en su
propia libertad quedan atrapados en una red de fidelidades
burocráticas, porque no pueden justificar cómo es que han
entrado en ella. Las propuestas de Michel Foucault sobre el
paradigma estratégico han sido utilizadas sobre todo por la
PSC, y sus aplicaciones en estudios psicosociales se han
centrado básicamente en el análisis del discurso.

5.3. La prisión de Stanford

Acabaremos el repaso de los experimentos más famosos de


la psicología social con el último de todos, el cual nos
muestra otra situación en la que las personas que participan
en él llegan a obedecer órdenes degradantes, pero
sobretodo nos recuerda otra vez la fuerza que tienen las
situaciones a la hora de entender qué hacemos y qué somos
las personas. Por encima de las características personales
de cada uno de nosotros, la situación ejerce su influencia.
Veámoslo a la práctica.
En 1971 el psicólogo social de la Universidad de Stanford,
Philip Zimbardo, y sus colaboradores se plantearon que era
importante entender cómo funcionaba un proceso que en la
psicología social clásica se llamaba desindividualización.
Este concepto recogía el hecho de que en determinadas
situaciones que facilitan el anonimato, como por ejemplo en
el interior de un grupo, las personas son capaces de
manifestar una gran cantidad de comportamientos hostiles
e, incluso, agresivos. Para estudiar este fenómeno diseñaron
un experimento cuyas consecuencias fueron bastante más
allá de su preocupación inicial.
Fijaos bien en la carga valorativa que tienen los conceptos psicológicos. Por
ejemplo, desindividualización se aplica a situaciones en las que aparentemente
uno deja de ser persona de bien. Es decir, que se parte de la idea de que ser
individuo es la manera “correcta” de ser.

Pensaron que la situación más desindividualizante que se


les ocurría era una prisión. En una prisión las conductas de
los prisioneros (y de los guardas) están tan pautadas que no
queda lugar para la expresión de otras conductas que no
sean las que marca el rol. El grupo asigna los roles y, por lo
tanto, se diluye la responsabilidad personal. Para estudiarlo,
intentaron hacer trabajo de campo en prisiones pero no
fueron autorizados por ninguna institución penal, así que
decidieron crear una prisión simulada, e intentaron hacer
una especie de juego de rol. Diseñaron una prisión en los
sótanos de la Facultad de Psicología de la Universidad de
Stanford y buscaron voluntarios que quisieran participar en
el experimento. No había ningún tipo de engaño, se trataba
de pasar dos semanas en una prisión simulada, donde
algunos de los voluntarios, aleatoriamente, harían de
guardas y otros harían de prisioneros. La mayoría de los
participantes, veintiuno en total, eran estudiantes
universitarios que pasaban el verano en la región y que
aceptaron participar por la compensación económica que se
les ofreció (15 $/día). Una entrevista clínica en profundidad
y una serie de tests psicológicos determinaron que los
participantes eran “normales”: emocionalmente estables,
físicamente sanos y respetuosos con la ley. En resumen, que
ni eran “sádicos” ni “delincuentes”.

Juego de roles
De hecho, el role-playing o juego de roles ya era una práctica habitual en el
estudio de la dinámica de grupos y también en su aplicación en diversos
contextos. Después de los problemas éticos que comportó el experimento de
Milgram, se sugirió que en los experimentos no se engañase más a los sujetos y
que se utilizaran las posibilidades del juego de roles.

Pues bien, el resultado es que el experimento duró


exactamente ¡seis días y seis noches! ¿Por qué razón se
acortó? Pues porque se desbordó con una rapidez increíble.
Lo que esperaban que serían leves modificaciones en el
comportamiento y el estado anímico de los participantes se
convirtieron en actos brutales y arbitrarios sin precedentes
por parte de los guardas y en estados de apatía y depresión
por parte de los prisioneros. La situación se apoderó de
todos los participantes, los propios “experimentadores”
incluidos, hasta tal punto que ya no se sintieron capaces de
controlar lo que estaba pasando. En palabras del mismo
Philip Zimbardo:
“Al cabo de seis días tuvimos que clausurar nuestra prisión ficticia porque lo que
vimos era asustante. La mayoría de los sujetos (e incluso nosotros mismos) ya
no distinguía con claridad dónde terminaba la realidad y dónde empezaban los
papeles. Casi todos se habían vuelto realmente presos o guardias, sin poder
separar con claridad entre la representación del rol y su propia persona. En la
práctica, todos los aspectos de su actuar, pensar o sentir cambiaron
dramáticamente.”

P. G. Zimbardo (1976). Patology of imprisonment. En D. Krebs (Ed.), Readings in


Social Psychology: Contemporary Perspectives (p. 268). New York: Harper & Row.
Citado en Martín-Baró, 1989, p. 145.

5.3.1. Detalles del experimento


Una vez hubieron dado su consentimiento de participar, los
sujetos fueron “detenidos” por sorpresa un domingo por la
mañana en su casa por la policía de Palo Alto. Esto, junto
con la serie de detalles que comentaremos a continuación,
contribuyó a dar un toque realista al experimento.
La prisión de Stanford

Para entender bien el experimento es imprescindible visitar la página web que


contiene los detalles del experimento, fotos y videos incluidos. La versión
completa se encuentra en: http://www.prisonexp.org/.

De todas maneras, hay que saber que el experimento no


intentó reproducir una prisión real sino sólo sus aspectos
funcionales. Por ejemplo, no se afeitaron las cabezas de los
prisioneros como se hace en algunos campos de
concentración o en el ejército mismo para potenciar el
anonimato y la aceptación de la arbitrariedad de las
normas, sino que se simuló el afeitado obligando a los
“prisioneros” a llevar noche y día una gorra hecha con
medias de mujer. Otros aspectos fueron los siguientes:

Al llegar se les desnudó, registró, desinfectó y se les dio


un uniforme, una toalla, jabón y se les encerró en una
celda con dos personas más y una cama para cada uno.

Se potenció la sensación de anonimato y de humillación


dándoles un uniforme que era como una bata y se les
hizo ir sin ropa interior y con la gorra mencionada; se les
puso una cadena en un pie (no estaba atada a ningún
sitio, pero les recordaba la situación constantemente,
incluso mientras dormían, ya que se oía al moverse). No
se les dejó tener efectos personales y se les prohibió
dirigirse entre ellos por su nombre, únicamente con su
número de identificación. A los guardas se les dio a
todos el mismo uniforme y unas gafas de sol de cristales
reflectores que impedían el contacto visual.
A los guardas se les dejó libertad y sólo se les dijo que
tenían que mantener la ley y el orden y que tenían que
solucionar los problemas que se presentaran.

En el segundo día una rebelión cogió a todo el mundo


desprevenido, y los prisioneros se sacaron gorras y números
y bloquearon las celdas. Este acto fue básico, ya que
constituyó un punto de inflexión en la dinámica del
experimento. Probablemente la rebelión fue actuada como
parte del papel de prisioneros que creían que tenían que
ejecutar, pero los guardas se lo tomaron seriamente, y la
reprimieron con fuerza, pidieron refuerzos a los otros turnos
de guardas, entraron en las celdas con un extintor,
desnudaron a los internos, les molestaron e intimidaron y
recluyeron a los líderes en una celda de castigo más
pequeña. Pensando que perderían el control, decidieron por
su cuenta crear una celda con privilegios y poner allí a los
prisioneros “buenos”; después cambiaron algunos de los
“buenos” y arbitrariamente los pusieron con los “malos”.
Esto rompió completamente la organización incipiente de
los prisioneros, ya que sospecharon que los “buenos” eran
confidentes de los guardas.

A partir de entonces las arbitrariedades y los castigos


menudearon, los prisioneros empezaron a asumir su rol
hasta tal punto que ya se comportaban como prisioneros
incluso en ausencia de guardas y personal del experimento.
Por ejemplo, el 90% de los temas de conversación eran
sobre las posibles fugas, quejas sobre la comida, tácticas
para relacionarse con determinados guardas, etc. Su vida
“personal” había desaparecido hasta el punto de que se
conocían por los números o por motes; algunos nunca
llegaron a saber cómo se llamaban sus compañeros,
simplemente porque no lo preguntaron.
Los experimentadores también perdieron el norte: ante un rumor no
comprobado de que alguien vendría a rescatar a los prisioneros, movieron la
prisión de lugar, desplazaron a los prisioneros atados y con los ojos vendados a
un almacén próximo. Es decir, que “salvaron” la prisión y a los prisioneros y
dejaron de hacer observaciones, en vez de ver qué pasaba y anotarlo.

La confusión empezó a ser total cuando los padres de un


estudiante, después de una visita, dijeron que irían a buscar
a un abogado para sacar a su hijo (hay que recordar que el
experimento era voluntario y que en cualquier momento se
podía abandonar). Los experimentadores dejaron que el
abogado viniera y hablara con los prisioneros. Llegados a
este punto, la situación ya no era un experimento, era una
prisión de verdad y aunque sólo era el sexto día, decidieron
que el experimento tenía que acabar.

Fijaos en estos extractos de un diario de campo de uno de


los guardas:
“Antes del experimento: como persona pacifista y no agresiva me resulta
imposible imaginarme una situación en la que pueda ser guarda de otros seres
vivos y mucho menos maltratarlos.

Después de la reunión de orientación: la compra de uniformes al final de la


reunión me confirmó la atmósfera de pasatiempo de todo este montaje. Dudo
que muchos de nosotros compartamos las expectativas de ‘seriedad’ que
parecen tener los experimentadores.

Primer día: me parece que los prisioneros se burlarán de mi aspecto. Pondré en


marcha mi primera estrategia básica: es fundamental que no sonría delante de
nada que pueda decir o hacer, eso equivaldría a admitir que todo esto no es
más que un pasatiempo. Me detengo en la celda 3 y con voz grave y baja digo al
número 5486: ’¿ De qué te ríes?’ ‘De nada, señor oficial’. ’Bien, asegúrese que
sea así’ (cuando me marcho me siento como un estúpido).

[...]

Cuarto día: [...] el psicólogo me increpa por esposar y tapar los ojos de un
prisionero antes de salir de la oficina (de consejo y orientación) y le contesto
ofendido que es necesario desde el punto de vista de la seguridad y que
además es asunto mío.

Quinto día: asedio a ‘Sarge’ [un prisionero], que se obstina de manera tozuda a
obedecer todas las órdenes excesivamente. Lo he escogido para maltratarlo
porque se lo ha ganado a pulso y porque me cae mal, y bastante. El problema
empieza con la cena. El nuevo prisionero (416) se niega a comerse la salchicha.
Le tiramos en el ‘agujero’ [celda de castigo] y le ordenamos que coja las
salchichas con cada mano y las mantenga bien altas. Tenemos una crisis de
autoridad. Esta conducta rebelde puede minar el control total que tenemos
sobre los otros. [...] Al pasar por delante de la puerta del ‘agujero’ doy golpes de
porra. Siento una gran irritación hacia este prisionero que crea molestias y
problemas con los otros. Decido hacerle comer a la fuerza pero no se lo tragaba
y la comida le resbalaba por la cara. No me creo que sea yo el que está
haciendo eso. Me odio por obligarlo a comer pero le odio más a él por negarse a
comer.

[...]”

P.J. Zimbardo et al. (1986). La Psicología del encarcelamiento: privación, poder y


patología. Revista de Psicología Social, 1, 103.

Suponemos que ahora ya se entiende por qué se tuvo que


acabar abruptamente el experimento, pero no deje de
visitar la página web del experimento para consultar más
detalles del mismo. Incluye también algunos elementos de
reflexión.

5.3.2. El juego de los roles

Nos encontramos otra vez ante la pregunta de siempre,


¿cómo puede ser que personas normales, que asumen un
papel al azar, acaben degradándose de esta manera? Como
antes, la sorpresa sólo es posible si pensamos que la gente
en general actúa por voluntad propia, porque así lo decide
libremente, fuera de cualquier relación con otras personas.
Pero esto no es nunca así, ni en un juego de rol ni en la vida
“real”; al contrario de lo que pensaba Zimbardo, el
experimento no ejemplifica una desindividualización, sino
un cambio en las normas pertinentes de comportamiento.
(14)

Los participantes se comportaron como personas, pero eso


sí, como personas guardas y como personas prisioneras, ¿o
es que hay alguna otra manera de ser guarda y prisionero
en nuestra sociedad? ¿Qué posibilidad tenían los sujetos de
comportarse de manera diferente una vez habían entrado
en el juego? Los papeles que la sociedad nos adscribe o que
adquirimos en las diferentes situaciones son más que
papeles en una obra de teatro, son lo que somos. Martín-
Baró (1989) comenta que se puede pensar, con algunas
limitaciones, que la fuerza de los roles (15) radica en lo
siguiente:
“A) Son parte de un sistema social y, como tales, establecen la coherencia entre
el comportamiento de las personas y el contexto social externo, lo que produce
los beneficios socialmente sancionados.

B) Los roles tienen una consistencia interna, y su adopción arrastra la


incorporación de sus exigencias; en otras palabras, el margen que la adopción
de un rol da a las variaciones personales es mínimo y quien asume un rol lo
asume como un todo significativo.

C) La acción termina moldeando a las personas, es decir, cada uno termina


siendo aquello que hace.”

I. Martín-Baró (1989). Sistema grupo y poder. Psicología social desde


Centroamérica II (p. 148). San Salvador: UCA.

5.4. El individuo en una institución total

Una visión que conjuga esta interpretación del experimento


como juego de roles y al mismo tiempo como demostración
del poder de la situación es comprender que este
experimento (y también el de la obediencia de Milgram)
transcurre en una institución. En concreto, en una
institución total. El concepto de institución total es de
Erwing Goffman (16) y hace referencia a los espacios que, en
nuestra sociedad, unifican la residencia, el trabajo y, a
veces, también el ocio en una sola institución, generan una
sola rutina y se encuentran en un aislamiento relativo del
resto de la sociedad. Son instituciones totales las prisiones,
claro está, pero también los manicomios, las residencias
para la tercera edad, los cuarteles, los conventos o incluso
las casas ricas desde el punto de vista del servicio.

Las instituciones totales son un ejemplo muy interesante


para entender qué significa ser un yo en nuestra sociedad y
el papel que tienen los roles en su definición. Las
instituciones totales se caracterizan, según Goffman, por lo
siguiente: todos los aspectos de la vida tienen lugar en un
mismo lugar y bajo una única autoridad, todo se hace en
compañía de un gran número de personas que hacen lo
mismo y reciben el mismo trato, todo está programado, la
secuencia de actividades se impone desde arriba mediante
normas explícitas y un grupo de vigilantes y, finalmente, las
actividades se integran en un solo plan racional dirigido a la
consecución de los objetivos de la institución (Goffman,
1961, p. 20).

Hasta hace poco, en manicomios y prisiones las personas


normalmente no tenían derecho a tener pertenencias
personales, las cuales son básicas para definir a un yo en un
mundo de propiedades privadas, y llevaban uniforme; no
hace falta mencionar la importancia de la gestión del
aspecto personal en la definición que la persona hace de
ella misma. Paralelamente, los trabajadores de este tipo de
instituciones se mueven entre dos tensiones contradictorias:
una exigencia social de sentir compasión por los internos y
al mismo tiempo una inexorable necesidad de cumplir con
los objetivos de la burocracia institucional, importante para
conseguir cosas tan complicadas como mantener la
limpieza de los locales, la higiene de los internos o darles
comida.

Otra tarea que tienen que hacer los trabajadores de


prisiones y manicomios es desmontar las versiones que
tienen los internos sobre ellos mismos, estas narraciones
son contrarrestadas por la historia oficial de la institución
sobre uno mismo. Pero mientras que la historia del interno
busca mantener la humanidad misma de la persona y
ofrecer razones aceptables del porqué se encuentra allí, la
de la institución busca proteger su misma lógica de
existencia y sus objetivos como institución. La institución
tiene que garantizar que su versión será asimilada por el
interno para legitimar que sabe lo que hace y que hace lo
mejor para la persona implicada. Al mismo tiempo,
cualquier forma de resistencia es calificada como una
demostración de la necesidad del interno de estar dentro de
la institución.

Resistir
Significa la única manera de mantener la dignidad personal, sin embargo,
también significa caer en la lógica de la institución. Que un niño cruce los dedos
a escondidas para poder mentir a un adulto es una muestra de su “inmadurez”.
Que un preso o un paciente psiquiátrico pinten con excrementos (la única cosa
que tienen) las paredes para expresarse es una muestra de su “enfermedad”.

En las circunstancias que acabamos de ver, ¿qué quiere


decir ser? Y aun peor, ¿cómo es posible definirse como un
individuo autónomo, con voluntad propia? ¿Cómo se
contesta a la pregunta “quién soy yo”? Sólo hay una
manera: resistir la lógica de la institución, pero esta
resistencia sólo se podrá establecer en los términos que la
propia institución ha definido. El yo siempre surge contra la
institución.

Es relativamente sencillo extrapolar lo que pasa en una


institución total a la vida cotidiana de las personas que no
forman parte de ella. La institución total es un ejemplo que
se puede hacer extensivo a otros ámbitos, como el laboral si
tenemos en cuenta el número de horas que invierten las
personas y la importancia que tiene el trabajo para la
definición de uno mismo. Hoy en día nuestro mundo se está
transformando, pero no en la dirección de liberarnos de las
instituciones sino todo lo contrario. Las instituciones se
abren, se expanden, y empiezan a entrar en ámbitos donde
no tenían espacio antes. La universidad ha entrado en casa,
el trabajo ha entrado en casa, los enfermos mentales
reciben atención domiciliaria, los niños clases particulares,
etc. Si utilizamos el concepto de “extitución”, del filósofo
francés Michel Serres, para describir este nuevo tipo de
instituciones abiertas, podríamos decir que nuestro mundo
asiste al nacimiento de las “extituciones” totales.

5.5. Las posibilidades de la resistencia

Volvamos a echar un vistazo al experimento de Milgram,


después de haber pasado por la prisión de Stanford. La cosa
cambia, y quizás los resultados del experimento en vez de
conducir al pesimismo tendrían que invitarnos al optimismo.
En la condición base, un 35% de personas desobedecieron
en algún momento del experimento, y aunque en la
condición de colaborador sólo lo hizo un 7,5% y en la réplica
holandesa un 9%, al menos alguien desobedeció. Por lo
tanto, también podemos leer el experimento como una
lección sobre las condiciones necesarias para la resistencia.

Un individuo solo enfrentado a un “experimentador” muy


consistente simplemente no es un individuo. En cambio, si
hay otras personas que definen una posible resistencia o el
“experimentador” pierde la consistencia, se puede redefinir
la situación, de manera que ni la obediencia ni la resistencia
son, de hecho, procesos individuales, sino que ambas
acciones requieren una situación que tiene que ser definida
colectivamente.

Podemos extraer algunas conclusiones de todo esto. En


primer lugar, que la idea de la existencia de un individuo
autónomo es sobre todo una estrategia de camuflaje del
poder, una manera de disimular las relaciones de poder que
construyen la sociedad. Los diferentes valores compiten
para estructurar la sociedad, para determinar las normas
pertinentes y para definir cómo son las personas. Aquello
que uno considera bueno tiene tanto poder como aquello
que uno considera malo.

En segundo lugar, el hecho de que el individuo autónomo


sea una estrategia no quiere decir que el discurso que lo
instaura no produzca efectos de verdad. En otras palabras,
que el individuo autónomo puede existir precisamente
porque se habla de él y se le presupone colectivamente. Por
ello, gracias a esta paradoja aparece, aunque sea poca,
resistencia individual en los experimentos. Pero el individuo
no existe si no hay un discurso que lo instaure y, por lo
tanto, no es cuestión de interacción entre individuos que
existen independientemente de las situaciones y que se
mantienen inmutables a medida que pasan de una a la otra,
sino de prácticas discursivas que mezclan ideas sobre qué
es ser persona con normas de comportamiento apropiadas a
determinadas situaciones en contextos organizados.

Dos ejemplos para acabar. François Rochat y André


Modigliani (1995) estudiaron la resistencia a colaborar con
el Gobierno pronazi en un pueblo francés, y concluyen que a
pesar de la apariencia heroica de esta resistencia que
consiguió salvar la vida de miles de personas perseguidas,
la realidad fue bastante diferente: el pueblo no se
diferenciaba en nada de los pueblos vecinos y la resistencia
fue el resultado de una serie de acciones que emprendieron
algunos habitantes y la respuesta del Gobierno francés.
Simplemente, resistir fue tan normal como obedecer para la
mayoría de los franceses. De la misma manera que
obedecer no es cuestión de sádicos, resistir tampoco es
cuestión de héroes ni de santos.
La otra cara de esta misma moneda la explica Haristos-
Fatouros (1988), que después de estudiar cuidadosamente
los programas de entrenamiento de la policía militar griega,
la cual torturó a centenares de detenidos durante la
dictadura de los coroneles (entre 1967 y 1974), llegó a la
conclusión de que si se aplican los procedimientos de
enseñanza adecuados en las circunstancias apropiadas
cualquier persona es un torturador potencial.

Hanna Arendt, en su famoso libro Eichmann en Jerusalén,


describió con horror lo que había visto en el juicio a este
nazi que tuvo lugar en 1961. Una persona “normal” había
podido cometer los peores crímenes y ella lo definió como
“the banality of evil”, es decir, que la maldad es lo más
corriente, vulgar podríamos decir incluso. Tenía toda la
razón, pero tampoco hay que olvidar que la bondad es igual
de corriente y de banal, y es que, en definitiva, no se trata
de diferencias personales sino sociales. La bondad o la
maldad pueden aparecer de manera normal y corriente y la
pueden ejercer las mismas personas normales y corrientes.
Aquello que hay que estudiar no es, por lo tanto, las
personas que participan sino los momentos y las
circunstancias en las que aparecen.

Conclusiones

En este capítulo se han visto a fondo los procesos que los


psicólogos sociales consideran que están relacionados con
la influencia; concretamente, nos hemos centrado en
aquellos procesos de influencia que implican una
interacción interpersonal. Ha sido testigo de los esfuerzos
que los psicólogos sociales han hecho para superar los
problemas que plantea entender la conducta humana en
términos de motivaciones individuales y de cómo lo han
explicado mediante la interacción y los factores de la
situación en la que ésta tiene lugar. No obstante, como se
ha podido comprobar, aunque estos procesos pasan en las
interacciones inmediatas entre personas, las explicaciones
sólo las podemos buscar en un ámbito más amplio que en el
de estas relaciones.

Los psicólogos sociales han sido siempre muy críticos con


las maneras de entender la psicología que estudian a las
personas como si no se relacionaran con nadie, pero ahora
también es el momento de reclamar a la psicología social
que no estudie las relaciones como si tuvieran lugar en el
espacio sideral. De la misma manera que la conducta
humana tiene lugar en el interior de una red de relaciones,
las relaciones tienen lugar en espacios culturales e
históricos concretos. Por eso, y parafraseando el capítulo I,
podemos decir que lo interaccional y lo social son
inextricables. Así pues, cuando vuelva a entrar en contacto
con temas como la normalización, la percepción, la
conformidad, la innovación o la obediencia, recuerde que,
más allá de las interacciones en las que tienen lugar, estos
procesos nos muestran también de qué manera se forman
los individuos en nuestra sociedad, es decir, qué quiere
decir ser una persona y cómo se regulan el
comportamiento, los pensamientos o los deseos.
Por ejemplo, quizás se ha fijado en el hecho de que las diferentes modalidades
de influencia social tienen en común evitar el conflicto. Esto es un producto de
la sociedad del consenso en la que vivimos, una sociedad en la que el conflicto
es despreciado en detrimento de una supuesta convivencia pacífica que puede
esconder opresiones más graves que las que produciría un conflicto abierto. Los
individuos de nuestra sociedad somos capaces de aceptar lo inaceptable sólo
para evitar la incomodidad de un conflicto interpersonal. Ahora bien, como todo
en esta vida tiene dos caras como mínimo, esto también posibilita que el
conflicto sea una oportunidad y una condición para el cambio social.
Por otro lado, cuando en el capítulo I hablábamos de lo
social y de lo psicológico, quizás la idea de qué es lo
psicológico parecía más clara que la de qué es lo social. Por
lo psicológico rápidamente se podía imaginar algunas cosas
como la mente, los pensamientos, las emociones, la
personalidad o el talante de cada uno. En cambio, lo social
ha sido tantas veces infraestimado que a menudo no
sabemos ni qué es con exactitud, si la sociedad, la cultura,
el grupo o la familia. Pues bien, efectivamente es cada una
de estas cosas, pero también es la situación. En este
capítulo se han visto algunos ejemplos concretos de qué es
lo que debemos entender cuando hablamos de lo social.
Ahora el paso que queda es que no se olvide, tenga en
cuenta que es muy sencillo hacerlo; la tendencia creciente
hacia el individualismo de nuestra sociedad acentuará
todavía más la presión hacia la comprensión del
comportamiento de las personas a partir de sus
características individuales. El desarrollo que tiene la
genética se aprovechará a menudo para remarcar que
efectivamente son los individuos quienes controlan sus
acciones y que, por lo tanto, hay que ir al interior de los
individuos para comprenderlos. La psicología social
continuará insistiendo, quizás demasiado tímidamente, en
el hecho de que la comprensión hay que buscarla fuera, y
que lo social (ahora ya sabemos qué es) pasa por encima de
los individuos más fácilmente de lo que habitualmente
creemos, sean cuales sean sus características genéticas o
psicológicas particulares.

Recordad que a partir de la idea de un supuesto individuo


cognitivamente y moralmente autónomo –es decir, libre–
paradójicamente se puede generar la inhumanidad más
absoluta. La obligación social del individuo de mostrarse
racional le lleva a justificar las acciones cometidas como si
el hecho de haberlas emprendido dependiera únicamente
de él o de ella. La consecuencia inmediata de esto es la
recreación pública de la ideología dominante. La supuesta
libertad del individuo para resistir a toda influencia hace que
ésta se pueda reproducir con toda tranquilidad. Nos
sometemos constantemente a situaciones que nos inducen
a entrar en una esfera de poder para evitar una serie de
micropenalizaciones que quizás no son muy importantes
tomadas de una en una, y que provocan microsumisiones
libremente aceptadas. Esto explica el hecho de que seamos
las mismas personas las que construimos la ideología
dominante sin que haga falta que ésta se imponga de
manera masiva o macromasiva, como intentaban explicar
las teorías de la comunicación persuasiva. A la ideología
dominante no le hace falta ser absorbida mediante ocultos
mecanismos de influencia subliminar o bien mediante
grandes aparatos propagandísticos, sino que sólo tiene que
ser practicada en el día a día; la necesidad de justificación
que siente un individuo “libre” ya hará el resto. Y recordad
que los roles son un mecanismo fundamental de esta
construcción, el lugar que ocupamos en la sociedad provoca
una serie de microobligaciones “libremente aceptadas” por
el individuo que presuponen también una determinada
ideología.

La definición de la situación incluye también si en su seno


habrá individuos o no y cuál será el comportamiento de
estos individuos según los roles que les asigne y las normas
que marque. Pero no olvide nunca que son las personas las
que definen las situaciones, las que les aportan el
significado y que, por lo tanto, toda situación es
permanentemente negociable y modificable. La sociedad,
los grupos, la historia, no son otra cosa que nosotros
mismos, y no existen sino es por medio de nosotros. Somos,
por lo tanto, nosotros (y fijaos que decimos nosotros y no yo
o tú) los que, en definitiva y aunque sea realmente difícil,
tenemos la última palabra sobre la realidad de las cosas y
de la vida, de las palabras y los objetos, de los
pensamientos y las emociones, de las relaciones al fin y al
cabo. Ésta es la gran ventaja que aporta la psicología social
respecto de otra comprensión de la psicología que es
determinista al situar el origen del comportamiento en
instancias no controlables por las personas, sean éstas su
pasado o los genes.

Con respecto al método, muchos psicólogos sociales han


abandonado ya los experimentos de laboratorio, los cuales
fueron necesarios en un momento en el que en psicología
no se podía hablar de ninguna otra manera, un momento en
el que actuar fuera de los rígidos márgenes de la ciencia
entendida dogmáticamente era problemático si uno quería
hacer investigación. Ahora, aunque todavía es así a
menudo, hay otras posibilidades que permiten ir a estudiar
los procesos de influencia y de resistencia allí donde tienen
lugar, mediante estudios etnográficos, análisis del discurso
u otras metodologías cualitativas, o incluso simplemente
reflexionar sobre ellos como hemos hecho en este capítulo.

Estudiar procesos psicosociales es un trabajo tan necesario


como inacabable, precisamente porque las situaciones
cambian constantemente.

La belleza de la psicología social reside en su gran


capacidad descriptiva más que en su habilidad explicativa.
Demasiados años de experimentalismo estrecho y mal
entendido, centrado en la investigación obsesiva de la
causa, han estropeado una disciplina que siempre se ha
caracterizado por su impresionante intuición sobre el
funcionamiento de la vida cotidiana en sociedad. Lo que se
ha visto en este capítulo han sido algunos de los
experimentos fundamentales de la psicología social, y
creemos que no exageramos si afirmamos que son
admirables. Pero la investigación de la causa final, única e
invariante, ha acabado en abuso de factores explicativos
simplistas, como pueden ser la necesidad de autoestima o
la búsqueda de una identidad social positiva, y
lamentablemente ha olvidado los factores culturales e
históricos, aportaciones de disciplinas tan fundamentales
como son la antropología y la historia.

Quizás si la preocupación por la explicación se sustituye, tal


como propone el construccionismo social, por un afán de
comprensión, si la obsesión por la objetividad se vuelve un
reconocimiento del papel de la interpretación, y si la
metáfora del “mundo interior” que cada persona tiene se
cambia por otra metáfora menos individualista, entonces la
psicología social tendrá un lugar entre las otras ciencias
sociales y humanas a la altura que sus increíbles
descripciones de la conducta humana se merecen.

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