Nunca Dejes de Esperarme - Elizabeth Urian
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Elizabeth Urian
1.ª edición: octubre, 2014
Portadilla
Créditos
Prólogo
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Prólogo
Argel, 1816
Londres.
***
***
***
—¿Ha dicho algo sobre lo que pasó? —preguntó Catherine a los dos
hombres que cenaban con ella y Sophia en el comedor familiar.
La estancia, a pesar de estar construida con techos altos y paredes de
piedra, era cálida y acogedora. Una amplia chimenea moderaba las
temperaturas hasta en los días más fríos, y los inmensos ventanales que
daban al jardín dejaban pasar el sol cada mañana. La mesa, donde podían
sentarse catorce comensales, ahora solo estaba ocupada por cuatro.
Con un gesto, indicó al servicio que se retirara. No quería hablar del
estado de su esposo frente a ellos.
—Ni una palabra —fue Gregory quien respondió cuando se quedaron
solos. Hasta entonces había permanecido cabizbajo y en un silencio
sepulcral, casi como el de su hermano. Levantó la vista y la miró
directamente—. Es como si no habláramos el mismo idioma.
—Es normal dadas las circunstancias —intervino su tío—. A saber las
penalidades por las que ha pasado —señaló concienciándolos. Era lo que
habían dicho los doctores.
—No creo que se trate de eso —manifestó su desacuerdo—, sino de algo
mucho más profundo. Vamos tío, ¿cuántas veces has intentado establecer
una mínima conversación con él? Ha pasado una semana desde que lo
sacamos de aquel sanatorio. Cualquiera diría que le ha comido la lengua el
gato.
—¡Gregory! —lo reprendió Catherine. No quería ser demasiado dura con
él por lo mucho que la situación le estaba afectando, no obstante, toda la
familia se encontraba en el mismo lugar.
—Lo siento —se disculpó inmediatamente—. El comentario ha estado
fuera de lugar.
Se sirvió media copa de vino y se la bebió de un trago.
Catherine escudriñó su rostro, tratando de averiguar lo que pasaba por su
cabeza. Él siempre había vivido feliz en un segundo plano, siendo el
hermano menor del conde, y nunca pretendió más. Gregory era un hombre
tímido y reservado que se vio en la obligación de sustituir a Julian a los
veintitrés años por el bien de la familia. Él no deseaba semejante carga, pero
ahora que la tenía y empezaba a actuar y acostumbrarse a ello, iba a
perderla.
—Para mí no es fácil verlo así.
—No lo es para nadie.
En el pasado Julian solía tener una gran vitalidad. Era un hombre
decidido, bastante tozudo también y sobre todas las cosas, amaba a su
familia.
—Es obvio que ha cambiado —Sophia se dejó oír. Estaba disgustada con
la actitud de sus parientes—. ¿Creéis que a mí no se me rompe el corazón al
verlo así? Me da la sensación de que al llegar ni me ha reconocido, pero
está aquí con nosotros, y seamos conscientes, eso es un regalo divino —con
el dorso de la mano se limpió la humedad de los ojos—. Lo recuperaremos,
lo sé.
—Sophia, cielo. No quiero amargarte la noche —intervino Richard, el
más sensato y sereno de los cuatro—. Debes ser conocedora del estado real
de tu hermano.
—¿Tan grave es el pronóstico? —Catherine sintió un repentino temblor
en su corazón.
Había sido muy duro perderlo y darlo por muerto, pero ahora que lo
recuperaban, ¿por qué Dios era tan cruel y lo devolvía a sus brazos en esas
circunstancias?
—Lo ignoramos. Nadie conoce cómo evolucionará. Otros han sido
rescatados de condiciones similares, o incluso peores, pero ¿sabremos
alguna vez cómo llegó hasta ahí o cómo desapareció del buque que lo
llevaba hasta Inglaterra? A lo mejor nunca llegamos a tener las respuestas.
—Por lo menos sabrá quiénes somos…
Como respuesta, Richard se encogió de hombros. Al parecer había dado
su nombre completo a los soldados de la Marina Real y tras dejar el
sanatorio, se marchó con ellos sin oponerse, pero no estaba muy seguro, ya
que no hablaba. La primera vez que intentó razonar con él, solo consiguió
frustrarse. Julian se quitó los zapatos que le habían traído y se acurrucó
sobre la butaca forrada con una tela gris ceniza. Luego, se miró los pies y
empezó a juguetear con sus dedos, como si fueran un entretenimiento.
Aunque le parecía un gesto de mal gusto, se lo pasó por alto, recordándose
que debía tener paciencia. Habría sufrido mucho, supuso, pero si no fuera
por las autoridades, quienes les narraron los hechos de la liberación, no
sabrían de dónde había salido.
—No lo sé.
Gregory se apoyó sobre el respaldo de la silla y cruzó los brazos tras la
nuca.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó con sequedad—. La gente es
chismosa por naturaleza y no tardarán en hacer cola para visitar al conde. Si
se corre el rumor de que está loco…
—¿A ti qué te pasa? —le espetó su hermana con una mirada de censura
—. ¿Nadie te ha enseñado buenos modales?
—Tú, mocosa…
—¡Basta! —los interrumpió su tío—. Todos estamos nerviosos, es
comprensible, pero no vamos a empezar a pelearnos unos con los otros.
Su tono de voz fue suficientemente áspero para zanjar cualquier
discusión, sin embargo, a Catherine le preocupaban las palabras de su
cuñado. Él tenía razón, vecinos y conocidos no tardarían en llamar a la
puerta para nutrirse de sórdidos detalles sobre el cautiverio de Julian. No
era seguro exponerlo hasta que estuviera recuperado.
—No podemos permitir cierto tipo de habladurías, por lo que de
momento habrá que mantenerlo apartado de cualquier visita.
—¿Quieres esconderlo? —la pregunta de Sophia la indignó. No tenía
ningún derecho a mostrarse tan beligerante.
—¡Por Dios Santo, no! —gritó más de lo que tenía pensado—. Mi
esposo necesita sosiego para recuperarse, no que lo examinen con lupa.
—Estoy de acuerdo —convino Richard—. Ahora mismo tenemos dos
frentes abiertos: por un lado, Julian debe recuperar su título. Lo último que
necesitamos son chismes sobre su capacidad mental. Por lo menos hasta que
esto se solucione. En cuanto a la gente… no soy ningún ingenuo. Sé que
están ávidos de respuestas, aun así, ni yo mismo sé qué decir —murmuró
con cierta derrota—. Estoy cansado, necesito una copa de brandy y un
cigarro. ¿Por qué no lo dejamos para mañana? Seguro que entre todos
encontramos una explicación que satisfaga a las visitas y que no nos deje
como unos embusteros —se levantó sin terminar la cena y depositó un beso
sobre la frente de su sobrina y otro sobre la mejilla de Catherine—.
Disculpadme.
—Tío, voy contigo —Gregory se retiró con él y dejó a las dos mujeres
en silencio.
Catherine aprovechó para acercarse a su cuñada. El recuerdo de Julian
había estado atormentándola en sueños durante años y no quería que ella
creyese que no deseaba su regreso. Eso jamás.
Se frotó las manos sobre el vestido y habló en voz suave.
—Estás enfadada conmigo, ¿cierto?
Aunque hubo veces en que no compartieron criterios, nunca discutieron
ni pelearon, así que detestaba ver la decepción en sus ojos. No quería que
eso las distanciara.
—No, no —negó con vehemencia—. No quiero ser injusta con nadie,
solo es que no deseo que la tristeza y el pesimismo me invadan. Quiero
mantener la fe y la esperanza. Julian volverá a ser el de siempre.
Ojalá estuviera en lo cierto. Julian, Gregory y Richard eran la única
familia que tenía y estaban más unidos que la mayoría. Catherine tenía unos
padres que la querían y un montón de hermanos y hermanas; sin embargo,
la muchacha había crecido bajo la tutela de los tres hombres y, si algo les
sucedía, no tenía a quién recurrir.
—Si alguien se lo merece es él, pero tengo miedo —confesó—. Un
miedo atroz.
—Todos lo tenemos. Desde que se supo la noticia me pregunto si mis
dos hermanos se pelearán por el título o si Gregory aceptará dar un paso
atrás.
—Pero con la vuelta de Julian parece imposible que pueda seguir siendo
conde.
—Si lo desea puede luchar por él. Si se demuestra que las facultades de
mi hermano mayor están mermadas…
No lo creía capaz. No. ¿Por qué haría algo así? Quizás ahora estuviera un
poco abatido y circunspecto, nada extraño dadas las circunstancias, pero no
confrontaría a la familia por eso. Sería terrible.
Trató de reconfortarla.
—Todo saldrá bien.
—Eso es lo que yo digo —de repente esbozó una sonrisa—. Y perdona
mis palabras anteriores. Sé que en estos momentos dar una fiesta de
bienvenida no sería lo mejor —admitió—. Mañana temprano haré llamar al
doctor Carter y le pediré que examine a Julian.
Si alguien sabía qué debía hacerse era Philip Carter, que había tratado a
la familia desde hacía más de treinta años. Había asistido a la antigua
condesa tanto en los abortos como en los nacimientos de sus tres hijos, en
las enfermedades infantiles de estos y había curado todas las heridas de los
chicos, que solían subirse con frecuencia en los árboles demasiados altos. A
pesar de la avanzada edad del doctor, seguía ejerciendo su profesión con
integridad y sabiduría. No había nadie que los conociera mejor, por lo que
Sophia estaba segura de que él sabría cómo tratar a su hermano.
—Es una buena idea —admitió tras pensar en ello—. Julian está
demasiado delgado. A saber a cuántas privaciones habrá sido sometido.
Una vez el doctor le hubiera reconocido y certificara que no padecía
dolencias y su vida no corría ningún tipo de peligro, le pediría que elaborara
una pauta para que su esposo recuperara la forma física. A simple vista no
había observado ninguna tara ni lesión, por lo que seguramente les
recomendaría que comiera de todo. En cuanto a su salud mental…
Sophia debió ver cómo arrugaba la frente, porque le preguntó:
—¿Qué es lo que te preocupa?
—En esos momentos estará acostado en su cama, durmiendo o no.
Hemos vuelto a encerrarlo, aunque sea en una habitación preciosa —dijo—.
¿No resultará contraproducente? —nada peor que eso para recordarle sus
días en Argel.
La más joven de los Beauford meditó sobre ello.
—¿Qué sugieres?
—Alguien debería ir a visitarlo, ver cómo está.
—¿Y después? No puede dormir al raso.
En un intento de aliviar su conciencia, pensó que si comprobaban que
estaba bien, esa noche, todos descansarían mejor.
—No podemos contar con los hombres. Creo que están sobrepasados.
—¿Quieres que te acompañe, no es cierto? —arqueó las cejas esperando
una respuesta.
—Sí.
—¿Por qué ese cambio? Esta tarde ni siquiera has querido acercarte a él.
—Me sentía vulnerable —fue su corta respuesta, pero fue suficiente para
que Sophia comprendiera que al fin y al cabo tenía todo el derecho del
mundo a sentirse así. La intimidad que debían compartir marido y mujer no
debía ser de su incumbencia, por lo que se prometió que no iba a interferir
en su relación de pareja. Quería mucho a su hermano, pero también a
Catherine y ella era una mujer lista; sabría cómo llegar hasta Julian.
—Está bien —terminó diciendo.
La condesa apartó el plato que tenía delante y se dio cuenta de que
apenas había tocado la comida. Lo sentía por la cocinera, pero no le entraba
nada.
Antes de salir del comedor, llamó al señor Lloyd y le pidió que recogiera
todo.
***
Se despertó con las primeras luces del alba. No era algo habitual en ella,
pero Catherine había pasado una mala noche. Las sábanas y mantas estaban
en un lamentable estado y evidenciaban las vueltas y giros que había dado
en un intento de apaciguar su alma e intentar conciliar el sueño. Se
incorporó un poco y se restregó los ojos pensando en qué la había
desvelado. Todavía hacía frío y se le erizó la piel de los brazos. A tientas,
buscó la bata y apartó el cortinaje del dosel de la cama para ponerse las
zapatillas. En la chimenea solo quedaban brasas casi apagadas que alguna
de las sirvientas no tardaría en venir a reavivar. Incluso la alfombra
alrededor de la cama no mitigaba demasiado el gélido tacto del suelo que
cubría. Encendió una vela y se acercó a la ventana para dejar entrar algo
más de luz. Se sorprendió cuando vio las gotas de lluvia salpicar el cristal.
No era más que una tormenta, con el cielo encapotado y la bruma
envolvente que impedía divisar la cala; no obstante, esperaba que se
marchara con rapidez.
Se giró y pensó en su marido. Su marido, qué palabra tan terrorífica le
parecía en esos momentos. Le tenía al otro lado de la puerta, a buen seguro
durmiendo. Ya temía tener su primer contacto real con él, pues la aprensión
que había aparecido durante la cena de la noche anterior no la había
abandonado.
¿Qué pasaría si fuera a verle en ese momento? ¿La atacaría? ¿Se
mostraría silencioso mientras permanecía en una posición inmóvil? A lo
mejor estaba tan relajado durmiendo que ni se enteraba. Lo meditó unos
minutos mientras en su interior se daba valor. No quería hacerlo, pero tenía
que haber una primera vez. Mejor hacerlo sin el resto de la familia como
testigos.
Con decisión, se dirigió a la puerta de su izquierda que comunicaba las
habitaciones. Ya no había vuelta atrás. Se dispuso a coger aire y abrió la
puerta en un silencio absoluto. Al principio no veía nada, pues las cortinas
estabas tan bien corridas que no dejaban pasar la luz. Poco a poco, los ojos
empezaron a adaptarse y vislumbró los objetos y muebles que decoraban la
habitación. La cama era ya más visible y le pareció ver un montón de
sábanas revueltas, como si él tampoco hubiera podido dormir.
—¿Julian? —se atrevió a llamarle en voz baja. Se dio cuenta de que la
voz había sonado temblorosa. No oyó nada, ni tan siquiera un pequeño
movimiento de ropa. Volvió a llamarle y se acercó vacilante hacia los pies
de la cama—. Julian, soy Catherine.
Era evidente que lo era. Hasta la más tonta de las personas se daría
cuenta por su voz y porque había traspasado el umbral que les comunicaba.
Se acercó todavía más dando un rodeo por si tenía que salir corriendo.
No quería encontrar obstáculo alguno.
«¿De dónde ha salido esta idea tan absurda, Catherine?», se preguntó. No
quiso responderse a eso.
A tientas, tocó los pies de la cama medio esperando encontrarse con algo
horrible. Su imaginación estaba desbordada sin motivo alguno, pero la
tranquilizó comprobar que nada le había saltado encima. Más decidida,
rebuscó por la cama. No le encontraba.
«Si no está aquí, ¿dónde andará?»
Vaciló un segundo, tratando de averiguar cuál sería su localización
exacta. Quizás en esos momentos estuviera sentado en una de las butacas de
la esquina burlándose de sus patéticos intentos. Impulsada por el miedo y
algo parecido a la vergüenza, se lanzó hacia la ventana y corrió las cortinas
de un golpe; lo suficiente para comprobar que la habitación estaba vacía.
Estupefacta, se asomó a la salita que precedía los dormitorios. Nada
tampoco. Volvió a su habitación a paso lento. Era evidente que había
dormido en la cama, pues estaba desecha, pero no sabía en qué momento
Julian había decidido levantarse. No obstante, había una pregunta mucho
más inquietante: dónde estaba y qué estaba haciendo.
Como movida por un resorte se decidió a vestirse. Se quitó la bata y el
camisón con prisa, pues hacía frío, y cogió una camisola blanca de algodón
larga, poniéndosela por encima. No había tiempo para el corsé, más que
nada porque necesitaba la ayuda de Betty, su doncella personal. Se puso las
medias mientras cogía también uno de sus vestidos más viejos que solía
utilizar cuando ella y Sophia iban al huerto que el jardinero tenía escondido
más al noroeste de la propiedad. Por si no lo encontraba en el interior de la
casa, cogió la pelliza más oscura que tenía.
El segundo piso estaba muy silencioso, esa fue la primera impresión que
le vino a la mente en cuanto abandonó la antecámara privada y salió al
corredor.
Como en la casa no eran muy madrugadores, excepto el personal de
servicio, claro está, las cortinas que tapaban las ventanas para proteger el
interior del frío, no eran recogidas hasta las siete de la mañana. Iluminó a
derecha e izquierda con la vela que llevaba en la mano intentando decidir
por dónde empezar a buscar. Se decantó por su derecha, pues hacia el otro
lado solo estaban las habitaciones vacías del torreón, que eran utilizadas
cuando tenían invitados, y la escalera de acceso que se dirigía al tercer piso
del mismo. Si no lo encontraba por ningún otro lado, ese sería su siguiente
objetivo.
Pasó de largo el resto de habitaciones de la cara sur para dirigirse a la
escalinata principal. Si hubiera seguido andando, daría la vuelta a la casa y
se encontraría con los aposentos del resto de la familia. Tan pronto pisó la
planta baja del edificio, vio pasar a dos lacayos que ya habían emprendido
sus quehaceres diarios. La saludaron y siguieron su camino. Si encontraron
extraño verla andar a esas horas por allí, no lo manifestaron.
Visitó la biblioteca en primer lugar, seguido del salón familiar y el
despacho del conde. A continuación hizo un repaso rápido de los
comedores, tanto del formal como del privado. Fue allí donde un par de
sirvientas de salón se afanaban por montar la mesa del desayuno.
—Buenos días —las saludó—. ¿Han visto al c… —iba a decir conde,
pero a esas alturas, no quería dar pie a malos entendidos— …mi marido? —
rectificó.
Ambas negaron con la cabeza y prosiguió con la búsqueda.
El salón de los banquetes y la salita de reuniones para invitados se
hallaban vacías, por lo que solo quedaban la monumental sala de armas y la
capilla, esta última situada en la parte delantera. Como era de esperar, la
estancia donde se conservaban las armaduras estaba vacía. Sin embargo, las
cortinas ya estaban descorridas y la luz de la mañana se filtraba entre los
ventanales de forma ojival.
En un primer momento, el movimiento a través de los cristales no llamó
su atención, pero cuando ya iba a salir y cerrar la puerta, algo la detuvo. Se
acercó a mirar al jardín que había contemplado desde su habitación en el
piso de arriba. Seguía lloviendo de forma suave y constante, pero lo que
captó su completo interés fue la figura que se hallaba en el medio de dicho
jardín (aunque era más bien una extensión mediana de hierba recién
recortada). O cuando la primera vez que había mirado no estaba, o lo había
pasado por alto, pero ahora Julian estaba erguido en el centro mientras
miraba hacia el cielo y dejaba que las gotas de lluvia lo empaparan por
completo. Justo en ese instante, levantó los brazos y lo vio mover los labios,
como si rezara. Eso la sacó del trance, por lo que se apresuró a ponerse la
pelliza que todavía tenía en el brazo. Ahora se maldecía por no haber
cogido también un bonete.
«Con lo débil y delgado que está podría coger con facilidad una
pulmonía».
Ese pensamiento le dio alas y se apresuró, pero se encontró con la ama
de llaves, la señora Fellow.
—Milady —su cara expresaba confusión y preocupación—. Acabamos
de ver a… —tampoco supo cómo nombrarle—… su esposo —terminó
diciendo—, en el jardín. Se está mojando.
No le dijo nada que ella no supiera.
—Me encargaré yo misma del asunto. Pueden seguir haciendo sus tareas
—el mensaje estaba claro y no admitía réplica. La señora Fellow se
encargaría de transmitir el mensaje al resto de sirvientes.
Cuando cruzó la puerta de acceso al jardín, Julian había variado la
posición. Ahora estado sentado en el suelo meciéndose, como si se
estuviera consolando. Sintió un aire helado bajándole por la espina dorsal
que no era causado por el frío. Pensó en llamarlo desde allí para evitar
mojarse, pero al instante comprendió que no recibiría respuesta. Ni tan
siquiera estaba segura de obtenerla aun en el caso de acercarse.
Dándose valor, se sumergió en el aguacero. Al instante, las zapatillas
estaban mojadas, pero no le molestó lo suficiente como para disuadirla de
su cometido. Lo importante era hacerle entrar. Si podía evitarlo, no quería
que el resto de la familia lo viera en ese estado. No sabía por qué era tan
importante, pero lo era.
—¿Julian? —lo llamó antes de acercársele por la espalda. No quería
sobresaltarlo—. ¿Julian? —este no le respondió, tal y como ella pensaba,
por lo que dio un rodeo para ponerse enfrente—. Julian —lo llamó con
suavidad, pero él seguía meciéndose.
Tenía los ojos cerrados. El pelo largo y la barba chorreaban agua. Incluso
ella empezaba a notar que pronto necesitaría un baño caliente, pues la lluvia
mojaba ya su fino vestido de muselina, mucho más adecuado para la
primavera.
—Tienes que reaccionar, querido —él siguió sin mover un solo músculo
—. Si sigues aquí enfermarás —hizo una pausa—. Y yo también.
Nada. Empezaba a pensar que no la oía.
—Por favor —suplicó. Sentía el cuero cabelludo mojado y un escalofrío
la recorrió.
Deseaba con todas sus fuerzas cobijarse en el cálido ambiente del interior
de la casa, pero no era capaz de irse y dejarlo ahí. ¿Qué clase de mujer sería
si lo hiciera? Julian debía de hacerlo por algún motivo, o al menos rezaba
para que fuera así. Por eso, decidió quedarse allí con él hasta que se diera
por vencido o acabara lo que necesitara hacer.
***
El agua resultó ser una pura bendición. Llevaba ya tres años sin sentirla,
sin probarla. A pesar que de joven se había quejado de la constante lluvia de
Inglaterra y deseado un tiempo más soleado, los años pasados encerrado en
Argel le habían hecho cambiar de opinión. ¿Salían a la intemperie? Sí, pero
solo para trabajar y bajo un calor asfixiante que te escocía el alma. Había
llovido, sí, pero en esos momentos él y los demás rehenes estaban
encerrados.
Cuando había despertado —una de las más de doscientas veces que había
ocurrido—, sintió el sonido de la lluvia en los cristales. Era tenue, pero el
completo silencio que lo invadía todo le había permitido escucharla.
Acostumbrado al constante ruido de la cárcel argelina, eso era una novedad.
Solo ahora se percataba que antes de caer prisionero era eso lo que tenía.
No se había atrevido a abrir la ventana por temor a despertar a Catherine,
así que se puso lo primero que encontró y se deslizó por su casa como un
ladrón furtivo en busca de la salida. No encontró criado alguno, aunque
sabía que ya se habían levantado, por lo que ningún obstáculo lo detuvo.
Cuando salió al jardín y las gotas tocaron su carne, dio un brinco. Al poco,
empezó a andar por la hierba mientras disfrutaba del placer de mojarse,
aunque no del mismo tipo que sentía de niño, cuando salía a caballo y una
tormenta lo encontraba a su paso.
Con un corto paseo habría tenido bastante, pero fue al ver a un sirviente
mirándole boquiabierto a través de una ventana que empezó a pensar que
pronto alguno de la familia acudiría en busca de respuestas. Así, se apresuró
a aprovechar la oportunidad que había creado sin saberlo y decidió darles
un motivo de preocupación más.
Fue una sorpresa que fuera Catherine la que apareciera. Recordaba lo
poco que le gustaba madrugar y lo mucho que les agradaba a ambos tener
su escarceo matutino antes de bajar a desayunar. Lo malo de todo ello era
que le resultaba tan lejano que podía haberse tratado de un sueño creado por
la mente febril de un prisionero.
La sintió acercarse por el sonido de la tela de sus zapatillas en la hierba
mojada. Muy a su pesar, sus sentidos se habían desarrollado de forma
considerable en su impuesto encarcelamiento. A veces era necesario, sobre
todo para la supervivencia. Cuando le habló con la voz suave que poblaba
sus sueños, estuvo a punto de reaccionar. Nadie sabía, ni siquiera ella, lo
mucho que la había echado de menos, sobre todo el primer año de
separación forzosa. Aun así, era necesario tratarla de ese modo, al igual que
el resto de los familiares. Tenía que tener la certeza de su inocencia antes de
permitirse decirle la verdad, ya que hasta ese momento, todos menos Sophia
—de la cual no había conseguido encontrar motivo alguno para que deseara
su muerte—, eran sospechosos. Por eso ignoró sus súplicas incluso cuando
habló de enfermar. A esas alturas ya era consciente de sus mermadas
facultades físicas. Sabía que un simple resfriado de su húmedo país podía
conseguir lo que no había logrado su confinamiento, pero esperaba el
momento oportuno para reaccionar como un hombre algo enajenado.
Lanzó un grito de júbilo que a buen seguro había sido oído por medio
condado y decidió que ya era hora de entrar en la casa. Se levantó y miró
hacia su dirección sin dejar que sus pupilas repararan en Catherine de forma
directa. Había estado perfeccionando su, como él la llamaba, «mirada
perdida», algo así como mirar al frente dando la impresión de estar oteando
el horizonte: ver sin ver.
Sin mediar palabra, se giró en dirección a la puerta y la dejó allí
plantada. Se imaginaba la reacción de estupor de ella, pero se repetía que
era lo mejor. Cuando ya casi estaba por llegar a la puerta, Catherine le
alcanzó para adelantarle y abrir la puerta. Allí, esperando, había unos
cuantos criados con toallas y mantas, pero consideraba que la mejor
estrategia era ignorarles mientras subía a su habitación chorreando y
dejando, a su paso, una estela de agua por el suelo. Lo sentía por el trabajo
extra que daría a los sirvientes, pero era necesario.
Así, concluyó la primera escena de su nueva vida.
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—No estás colaborando —la protesta, hecha con más vehemencia que de
costumbre, salió de los labios de Catherine.
—Me duele la cabeza —no es que le doliera, pero la tenía ocupada en
otros menesteres más importantes que bailar una contradanza y ambos los
sabían.
La noche anterior se había repetido la pesadilla, pero con mucha más
intensidad. En las últimas semanas había aparecido en su descanso un sueño
recurrente, pero con distintas formas, que lo despertaba sobresaltado y
agitado. En esas ocasiones debía haber hecho ruido, ya que Catherine había
acudido en cada una de ellas. La primera vez, achacándolo solo a algo
ocasional y esporádico, se había negado a compartir la naturaleza del
mismo, pero como había ido descubriendo, las cosas nunca eran tan fáciles,
no con él.
Por lo general, el sueño le situaba en la celda que había sido su morada
durante los tres años pasados. Había veces en que una multitud de ratas,
hormigas, cucarachas y demás alimañas se arremolinaban en torno a su
persona esperando. En algún momento decidían que era algo sabroso con lo
que llenar sus estómagos y se lanzaban a devorarlo. Otras, las más
frecuentes, se veía suplicando por un vaso de agua. Sentía tanta sed que
incluso cuando despertaba, la imperiosa necesidad de beber persistía, por lo
que se bebía sin tregua toda el agua fresca que contenía la jarra colocada en
la mesita auxiliar de su propia habitación.
En todas las ocasiones, después de despertarse y de que la angustia
menguara, Catherine se quedaba a la vista sentada en una silla y con una
vela encendida. Por supuesto, Julian no se lo había pedido, pero no había
podido convencerla de lo contrario. Ante ella no admitiría, al menos por el
momento, que tenerla cerca lo tranquilizaba lo suficiente como para
conseguir volver a coger el sueño.
La noche pasada, en cambio, Catherine, no solo le había acompañado en
su intento de dormir de nuevo, sino que, viendo lo nervioso que estaba, pues
el sueño que tuvo había sido diferente, se sentó a su lado de la cama, a
regañadientes —Julian fue capaz de darse cuenta—, hasta que el sueño le
venció. Estaba en su celda. La sed y el hambre lo asediaban, pero no mucho
más de lo que había sido en realidad. La diferencia radicaba en la
desesperanza que lo anudaba y las pocas ganas de vivir. En cierto momento
había oído unos pasos acercarse, pero la semipenumbra reinaba en el
ambiente. Una sombra que no podía identificar se acercó a su celda y metió
la llave. Por alguna razón se le pusieron los pelos de punta y, al instante,
una vez dentro, la silueta se lanzó sobre él. No podía responder a sus
puñetazos y se vio indefenso cuando unas manos que no lograba definir
empezaron a apretarle el cuello. Se retorció para zafarse pero le resultaba
imposible. La falta de aire le debilitaba y le pareció que la risa que ese
espectro desprendía era más mortífera que sus dedos estranguladores. Casi
vencido, lanzó el último manotazo al aire tratando de desasirse, pero de
golpe despertó. Se encontró a los pies de la cama, de rodillas y cogido al
poste derecho. De pronto, parpadeando, notó cómo el agua empapaba su
cara y se deslizaba hacia abajo, mojando su camisa de dormir. Catherine se
encontraba delante de él con una expresión acongojada y la jarra de beber,
vacía, en sus manos.
Respiró aliviado cuando vio que solo había sido una pesadilla. Catherine
también se relajó un tanto. Le contó cómo la habían despertado los gritos y
las voces; tanto, que creyó que había con él alguien más que trataba de
asesinarlo. Dijo también que la escena que presenció le puso los pelos de
punta.
—Parecías estar luchando contra un fantasma —le dijo—, mientras
agonizabas en tu propia cama —en cierta forma así había sido.
También le comentó que intentó acercarse y despertarlo, pero no podía
hacerlo sin resultar lastimada. Despertarlo tirándole el agua fue lo único que
se le ocurrió.
Para tranquilizarla, porque ella también estaba alterada, le contó lo del
sueño. Era evidente que Catherine no veía la conexión con la realidad
porque no sabía la verdad, pero Julian sí lo hacía. Pensaba que había tenido
suerte, que era inmune o más fuerte de lo que pensaba, pero no, no lo era.
Todos esos sueños tenían una simple explicación: el miedo; el puro y simple
miedo. Era un hombre tan normal como el que más, pero él había vivido
una situación traumática: había sufrido un intento de asesinato y, como
consecuencia de eso, fue un náufrago hecho prisionero con derecho a
trabajos forzados. Cualquier otro en su lugar hubiera enloquecido de verdad
o perecido en el intento. Había tenido mucha suerte, pero el miedo
empezaba hacer mella en él. Miedo a no ser capaz de sobrevivir a esta vida,
a no encontrar al culpable y a no poder retomar las cosas en esa sociedad
«civilizada».
¿Y si no conseguía hacer realidad sus planes? ¿Tendría que pasarse toda
la vida fingiendo que no estaba cuerdo del todo? ¿Conseguiría el asesino
por fin su objetivo?
Por eso estaban allí, practicando el cotillón (una contradanza que
recordaba a la perfección). Catherine se había tomado muchas molestias
para tratar de que hiciera un buen papel delante de sus padres en la cercana
visita que se estaba preparando. Había leído entre líneas los comentarios
que ella hacía. Por sus palabras, su hermano planeaba esperar un cierto
tiempo prudencial. Si no mejoraba, lo volverían a encerrar. Como era de
esperar, Julian no podía permitir eso. No sabía si pensar que era una
estrategia para quitarlo del camino después del fiasco de intento de
asesinarlo o si, por el contrario, era una respuesta normal ante una situación
insostenible. También deducía que su tío Richard apoyaba a Gregory.
Ninguno de los dos estaba descartado como posible sospechoso, pero su
hermano menor tenía más que ganar con su muerte.
—Julian, no estás siguiendo los pasos —la voz de su esposa le hizo darse
cuenta de que no estaba prestando atención. No tenía demasiadas ganas de
bailar más que por el placer de tenerla entre sus brazos. Fingir que no
recordaba esto o aquello resultaba agotador.
—Sí lo hago —giró hacia la derecha tal como le correspondía, pero
aprovechó el entrelazo de sus brazos para acercarla a él y plantarle un beso
en los labios.
—¡Eres imposible! —protestó apartándose en el acto.
Había decidido no disponer de la música, por el momento, para tratar de
comprobar qué pasos recordaba. No se le daba muy bien enseñarle a hacer
los giros y los cambios de pareja con solo ellos dos. Además, al día
siguiente tenía intención de enseñarle La Gran Marcha, pieza que,
tradicionalmente, abría cualquier baile oficial. Después quería conseguir
sentarle delante de una mesa preparada para una cena formal y enseñarle, si
hacía falta, todo de nuevo. No obstante, Julian no colaboraba. Era de
esperar que no le apeteciera hacer algo que se aprendía mientras uno crecía,
pero no quería que los Montague ni los Winthrop tuvieran duda alguna de
las capacidades de su marido.
—Vamos a montar —sugirió este con cara de esperanza. Ya sabía que era
lo que más le gustaba de todo.
—No podemos —ella también hubiera preferido dejar esas aburridas
clases y disfrutar de una sana cabalgata al aire libre, pero no quería
potenciar la imagen de salvaje desenfrenado a lomos de un caballo que solía
dar. Su aspecto había mejorado y ahora era muy parecido al que lucía antes
de desaparecer. Aun así, el servicio seguía teniendo una pésima opinión de
él debido a su espíritu desenfrenado y sus deplorables modales.
Dio un giro para que él la imitase, pero él se mantuvo impasible,
mirándola como si tratara de explicarle cómo construir un barco.
—Me aburro —soltó Julian—. Tanto giro absurdo para solo poder
cogerse las manos me resulta desconcertante —cada una de sus palabras era
cierta. De joven había bailado esas mismas piezas una y otra vez
considerándolas divertidas, pero ahora las encontraba irritantes y carentes
de gracia.
—Pues te aguantas —su paciencia pendía de un hilo—. Pediré a alguien
que toque el pianoforte —le dijo, dispuesta a recurrir a su cuñada, la opción
más válida—. O tal vez… —se interrumpió cambiando de opinión—. Sí,
mejor tararearé.
Cuando Catherine entonó la melodía que conocía de memoria dispuesta a
proseguir con las lecciones, se giró y vio a su esposo tumbado en el suelo de
baldosas con los ojos cerrados.
—Ven —la instó con la mano, como si hubiera adivinado que ella lo
miraba con fijeza.
—No tenemos tiempo para esto, Julian —pero se acercó de todas formas.
Se quedó de pie, a su lado.
Cuando su esposo tironeó del dobladillo de la falda de su vestido de
algodón azulado, ella se apartó, aunque no lo suficientemente rápido para
que él la agarrara de nuevo. Julian se incorporó de un salto y la abrazó.
—Deja que la música nos envuelva —musitó aun cuando ella había
dejado de tararear. Segundos después, posó sus labios sobre los de
Catherine.
Ella se dejó llevar por unos instantes, pero de pronto recordó la hercúlea
misión que se había autoimpuesto y lo precaria de la situación, por lo que
trató de apartar la boca.
—Julian, basta.
—¿No te gusta? —le besó por la mejilla despertando deliciosas
cosquillas—. ¿No es esto más placentero?
«Sí», gritó para sus adentros. Aunque no era el momento.
—¡No! —dijo, en cambio—. Ya basta de tantas tonterías.
Julian la apartó de forma abrupta e inesperada. Un momento antes, sus
ojos reflejaban el nacimiento de un fuego que la hacía arder con él, pero
ahora solo mostraba una sonrisa un tanto despectiva.
—Ya no me apetece bailar —y se marchó de forma precipitada dando un
portazo dejándola sola en una gran sala vacía con un silencio que lo
inundaba todo.
Julian no había pretendido salir de esa forma, pero sus constantes
intentos por apartarlo lo habían sacado de sus casillas. Entendía el motivo
de tanta insistencia, pues el tiempo era oro y se les echaba encima, pero
algo en él se había revelado ante su rechazo.
Cruzó la galería en el mismo momento en que un desconocido bien
vestido bajaba las escaleras. No era un criado, de eso estaba seguro. El porte
y la seguridad emanaban de su persona, pero se le veía como fuera de su
ambiente. Al pasar por su lado, no bajó la mirada, sino todo lo contrario.
Vio en ellos una chispa de interés, lo cual le hizo suponer que sabía quién
era él. Le saludó con un gesto de cabeza y siguió su camino.
***
—¿Julian?
El suave tono de su voz no lo engañó. Las dos puertas de la habitación
volvían a estar cerradas y pudo imaginar que desde el otro lado, Catherine
estaría hecha una furia. Sobre todo porque llevaba más de cinco minutos
tratando de comunicarse con él y Julian la ignoraba. Deliberadamente.
A pesar de estar tentado, su amigo Anthony había declinado quedarse
para la cena. Una verdadera lástima, pero el plan seguía en marcha con o sin
él. Por eso llevaba casi todo el día encerrado en sus aposentos intentando no
cruzarse con sus suegros e imaginando mil y una formas para que esa noche
quedara grabada en la memoria de todos.
Para no prevenir a su familia había permitido que le prepararan el baño,
aunque se negó a hacerlo bajo la atenta mirada de su ayuda de cámara. Su
esposa pasó a comprobar que todo fuera como la seda, no en balde había
dedicado horas a pulirlo, pero al darse cuenta que no había ningún
contratiempo, bajó la guardia.
Hasta entonces.
—Julian. Escúchame atentamente, porque no volveré a repetirlo —ella
ya había alzado la voz, pero todavía se contenía—. Voy a reunirme con mis
padres y los demás. Te concedo diez minutos, no más. Si después no has
bajado, sabes que echaré la puerta abajo y juro que te llevaré a rastras.
Julian sonrió para sus adentros. Caramba con la fierecilla, ya empezaba a
saber luchar con uñas y dientes. Mientras tanto, calculó si iba de farol. Bien
podría ser verdad, ya que semanas atrás lo intentó, pero por otro lado,
estaba seguro de que no montaría una escena que pudiera abochornarla en
presencia de sus padres. Mucho se temía que esa noche iba a decepcionarla.
Con una consumada parsimonia, tomó el chaleco que descansaba sobre
la cama y se lo abrochó. Era de un suave tono dorado, con los botones
dispuestos en dos columnas de seis y contrastaba con el negro de la
chaqueta y de los pantalones. Su primera intención había sido combinar de
tal forma los colores que sus ropas lo avergonzaran tan solo al echarle una
mirada, algo así como rojo, verde y azul, pero terminó descartándolo. Lo
más probable fuera que su esposa lo obligara a cambiarse.
Después se situó enfrente del espejo y se ató el pañuelo de seda en un
lazo. Julian conocía más de doce formas distintas de anudárselo, cada cual
más sofisticada, pero con una sencilla se conformaba.
Una vez listo, acudió a la llamada de la condesa como si de un corderito
se tratara. A paso lento, pero decidido, bajó hasta el salón y se quedó de pie
en el umbral en silencio, a la expectativa.
No pudo evitar que sus ojos se desviaran hacia su esposa. Estaba
preciosa. Esa noche había elegido un vestido de seda rosa salmón, con la
falda de dos capas sobrepuestas, de escote bajo y mangas abullonadas.
Además, unos largos guantes de color blanco cubrían sus brazos.
Conversaba con Gregory, Sophia y su madre, Annalice; una mujer tan
delgada y regia que parecía estar muy por encima de todos. No obstante,
Julian sabía que la marquesa era toda una madraza.
Después centró su atención en los dos hombres mayores sentados en un
rincón. Su tío era uno de ellos y el otro, el marqués de Penderton. Emery,
que rondaba los sesenta años, contrastaba con su esposa, ya que era más
bien bajo y robusto, sin ningún signo que evidenciara su estatus. Su cabello
estaba salpicado por hebras blancas y su rostro enrojecido, pareciendo más
bien un hombre de campo.
Los instintos primarios de Julian le empujaban a dejarse llevar, sin
embargo, eso significaba lanzarse sobre su suegro y arrancarle la verdad a
golpes. Se dio cuenta de que sería demasiado temerario, puesto que solo
conseguiría que lo encerraran en una institución de por vida.
No repararon en él hasta que Sophia les alertó.
Vio cómo los ojos de su hermana brillaban de alegría y cómo se lanzaba
a sus brazos tal como lo hiciera aquel día tras su regreso.
—¡Hermano! —exclamó.
Hizo un esfuerzo por sonreír.
Últimamente había notado un cambio en ella. Podría describirse como
ligero o incluso insignificante, pero la conocía lo suficiente para percibir
incluso la mínima oscilación de su carácter. Ya había empezado a hablar
con ella, aunque solo fueran unas pocas palabras, lo que le debía suponer
una alegría. No obstante, parecía despistada, como si tuviera la atención
puesta en otra parte. Eso no significaba que hubiera dejado de acudir a él,
continuaba haciéndolo diariamente. Incluso asistió a alguna de las lecciones
de baile que le organizó Catherine y tocó el pianoforte para ellos. Sin
embargo, parecía más contenida y retraída.
Julian se dio cuenta de que había volcado toda su atención en Catherine y
había dejado de hacerlo con Sophia. Era imperdonable. Bien podría tener
algún tipo de problema, aunque no podía imaginar cuál y podría necesitar
ayuda. Se prometió que a partir del día siguiente hablaría con ella y trataría
de sonsacarle, pero esa noche tenía otras cosas en mente, como disfrutar con
su interpretación.
Catherine también se acercó hasta él y lo tomó del brazo, bastante
satisfecha consigo misma por haber conseguido hacerlo bajar. Como
esperaba, su aspecto era impoluto y, aunque Julian seguía estando delgado,
ya no ofrecía aquel aterrador aspecto que hubiera sobrecogido a la
marquesa.
Aparentemente, todo estaba bien en él y ambos hacían una maravillosa
pareja.
—Julian, ¿recuerdas a mis padres?
—Milord, milady —saludó escuetamente y con una inclinación de
cabeza, tal cual le había sugerido Catherine. Ella debía creer que cuanto
menos hablara más probabilidades habría de que todo resultara bien. ¡Ah,
cuán equivocada estaba!
El marqués se levantó despacio y lo observó de arriba abajo. Hizo un
intento por acercarse, no obstante se quedó a medio camino.
—Julian, muchacho, cuánto me alegra que hayas regresado sano y salvo
—dijo con cierto tono afectuoso.
—Gracias —murmuró mientras trataba de disimular su crispación. Él
sabía que podía estar mintiendo. Si estaba detrás de su intento de asesinato
y todo era una farsa para disimular delante de su familia, lo hacía
endiabladamente bien. Ahora debía encontrar la relación con la mina y con
Timothy Curtis para desenmascararlo. Si por el contrario, estaba en un error
de juicio, cuando todo se supiera le debería más que una disculpa—.
¿Pasamos al comedor?
—Hambriento, ¿eh? —su suegro soltó una risotada algo aliviado porque
todo fuera con más normalidad de la que podría preverse—. Pues no
hagamos esperar al conde. Esta es su casa.
Por el rabillo del ojo vio cómo Gregory apretaba la mandíbula y eso le
hizo pensar que quizás le hubiera descartado demasiado pronto empujado
por el deseo de que fuera inocente. No pudo seguir meditando sobre ello,
pues Annalice le pidió amablemente que la escoltara mientras le hacía
preguntas sobre su salud física, eludiendo cualquier cuestión espinosa. Tras
ellos, el cortejo fue siguiéndolos hasta que finalmente se sentaron alrededor
de la gran mesa.
Julian presidió la cabecera, con su esposa en el lado opuesto. Su tío
Richard, junto a ella, fue quien abrió la conversación.
—Julian, ¿recuerdas ya lo que te sucedió cuando regresabas a Inglaterra?
Su tío debió pensar que la ocasión sería proclive para dar explicaciones,
ya que estaba al tanto de sus avances. Desde aquella ardua mañana, en la
que luchó para que su esposa no le cortara el cabello, se había mostrado
ante todos bastante dócil y, en general, receptivo a las lecciones de etiqueta,
por muy tediosas que le resultaran. Él ya sabía cómo debía comportarse, sus
tres años de cautiverio no habían conseguido hacerle olvidar. No obstante,
le era imposible reconocerlo. Eso no significaba que hubiera dejado de
escenificar pequeñas salidas de tono, como por ejemplo revolcarse por la
hierba, pero esa noche iba a dar un paso atrás en su supuesta recuperación.
Aunque su esposa era una mujer contenida, sus padres estaban al
corriente de la situación del conde tras su regreso; ella se lo había explicado
por carta. Estaba seguro de que no habría dado demasiados detalles
comprometedores. Sin embargo, ahora que sus suegros estaban allí, no
podía dejarles pensar que estaba curado. Por eso había decidido a que
ambos fueran testigos de su «locura».
Era para protegerse.
Sintió todas las miradas puestas en él. Esperaban una respuesta, pero
parecía que contenían el aliento ante la perspectiva de que cometiera
cualquier error. Todos parecían tensos.
Ignorando la pregunta, tomó la cuchara sopera, todavía sin uso, y la
observó con suma atención, como si se tratase de un objeto valioso. Luego
soltó el aliento sobre el cubierto y lo frotó con vigor con la ayuda de la
servilleta.
—Me gustan lustrosos —afirmó mientras le daba la vuelta dejando la
parte cóncava hacia fuera y tratando de mirarse el rostro a modo de espejo
—. Esta noche estoy muy guapo —señaló como si fuera un hecho
extraordinario.
Un helado silencio recorrió la habitación. Richard frunció el entrecejo,
pero no dijo nada. Con los ojos abiertos de par en par, los marqueses fueron
testigos de cómo su yerno tomaba ahora uno de los tenedores y lo usaba
para… ¡peinarse!
—Julian…
Catherine reclamó su atención desde la otra punta de la mesa, tensa y a
punto de saltar de la silla. El súbito cambio de comportamiento de su esposo
la había puesto alerta. Sabía que si se le escapaba de las manos no tenía
forma de contenerlo.
Mientras tanto, él se abrió la chaqueta y se guardó los cubiertos en uno
de los bolsillos laterales del chaleco. Miró a todos con cierta majestuosidad
y les dedicó una sonrisa radiante.
—Lloyd —a pesar de haber llamado al mayordomo se dirigió a uno de
los lacayos, aparentemente sin darse cuenta de que los había confundido—.
Pueden empezar a servir la cena —en ese preciso instante, con la mano
izquierda, sujetó el pie de una copa vacía y con el cuchillo del pescado,
repicó en ella—, pero antes debemos bendecir la mesa —anunció solemne.
Tras unos golpecitos, se aclaró la garganta para entonar—. El co-ne-ji-to
saltó por la pradera —canturreó—. El co-ne-ji-to se fue a tomar el té —al
reconocer la canción infantil, Emery Winthrop dilató los ojos, su esposa
ahogó una exclamación, su hermano maldijo en voz baja, Sophia pareció
aturdida, Richard conmocionado y Catherine… sus ojos reflejaban su furia,
su voz también.
—¡Julian! —gritó de repente como si la loca fuera ella, tan fuerte que él
se impresionó y se detuvo. Su intención no había sido alterarla hasta ese
extremo, solo se trataba de una bromilla sin importancia.
Evaluó la situación y pensó en lo que debía decir para apaciguarla, pero
se temía que en ese punto sería imposible. Parecía haber agotado su
paciencia, así que se levantó y se marchó. Así de simple. Ya había
conseguido lo que tenía previsto, dilatarlo más no tenía sentido.
Ella, a su vez, estaba tan enfadada que temblaba. No podía creérselo.
¿Qué diantres acababa de ocurrir? En un momento Julian estaba bien y al
otro… Cielos, por momentos sentía que ya no podía más y tuvo que hacer
un esfuerzo por contener las lágrimas. Con las manos anudadas con firmeza
en su regazo y la cabeza baja, trataba de controlar el estado de sus
emociones. Continuar como si nada hubiera pasado no era factible, por lo
que se levantó.
—Pido disculpas —su tono era humilde. Nadie captó el fuego que ardía
tras él—. No sé qué ha podido pasar —sabía que eran vacuas palabras. Tras
la escena, sus padres ya habían tomado una decisión, y por lo que
respectaba a su cuñado y a Richard… eso solo confirmaba lo que ya
presuponían.
—Quizás se precipitaron las cosas... —se apresuró a asegurar Annalice.
—Quizás —concedió de forma pública. En su fuero interno, en cambio,
estaba segura de que Julian estaba capacitado para eso y mucho más. Se le
había pasado el apetito—. Si me excusáis, creo que iré a ver qué ha
sucedido.
—¿Cenamos sin ti? —la extrañeza en la voz de Sophia, que todavía no
había abierto la boca, era un reflejo de la de todos los demás comensales.
—Sí, por favor. Ahora mismo no sería una buena compañía. Tal vez
mañana… —el día siguiente no auguraba mejores perspectivas, pero
Catherine había puesto demasiado empeño en todo ello como para que sus
padres se marcharan sin presenciar una imagen aceptable del legítimo conde
de Beauford.
—¿Qué ha sido todo esto? —exigió saber el marqués unos segundos
después, cuando su hija ya no estaba—. ¿Cómo podéis tolerar semejante
comportamiento? Es insultante. Catherine me dijo que en un principio se
había topado con algunas dificultades, pero que todo estaba resuelto. Es
obvio que se equivocaba.
—No es culpa de ella —la defendió Gregory.
—¡Por supuesto que no!
—Entiendo tu preocupación, Emery —Richard trató de tranquilizarle—.
Pero mi sobrino ha pasado por mucho y todos estamos lidiando con ello.
—Entonces ese es su comportamiento habitual —supuso.
—Eh...sí —admitió de mala gana—. Aunque hemos hecho avances
significativos.
Por su expresión, esas palabras no lograron tranquilizarle. Se estaba
preguntado cuán exactas y fidedignas habían sido las cartas de su hija desde
que se supo del regreso de su esposo. Aparentemente el hombre tenía buen
aspecto, si se decidía ignorar su delgadez, pero lo que más le preocupaba
era su estado mental. Antes de pasar al comedor le había parecido el de
siempre, quizás más serio y callado que de costumbre; sin embargo, su
encarcelamiento bien podría explicarlo.
Durante todo el día solo había oído alabanzas sobre él y sus adelantos;
tanto que se moría de ganas por volver a saludarle con una calurosa
bienvenida. En cambio, cuando lo vio utilizar los cubiertos de una forma
totalmente inapropiada y cantar aquella cancioncilla estando rodeado de
comensales, se dio cuenta que las cosas estaban peor de lo que hubiera
imaginado.
Miró a su esposa en silencio y vio que sus ojos reflejaban tristeza. Su
pobre hija debía estar pasando un auténtico calvario al tener que convivir
con un esposo tan chiflado. Se reprochó no haber intervenido antes y se
prometió que si era preciso, movería cielo y tierra para anular el
matrimonio.
***
Fue a por un vaso de leche. Sin saberlo, Gerald escogió el momento más
indicado. Su intención era aliviar el tedio que sentía por pasar tantas horas
encerrado entre su habitación y el aula de alemán. En su vida normal estaba
acostumbrado a moverse sin ningún tipo de restricción. Iba y venía desde su
finca del campo hasta Londres con asiduidad, por eso se le hacía duro estar
en Coth Castle. No es que nadie le hubiera marcado restricciones de
movimientos, pero era consciente de que no se trataba de un invitado el cual
pudiera desplazarse por la casa y sus alrededores con naturalidad, así que sí,
se sentía enclaustrado. Si no fuera por la compañía de la bella Sophia
hubiera pensado seriamente en abandonar y tratar de llegar hasta el asesino
de su padre de otra forma.
La joven era una auténtica joya y en otras circunstancias hubiera
propiciado ciertos encuentros para conocerla mejor, pero en el presente y
encontrándose donde se encontraba, sería peligroso acercarse más a ella.
Era consciente, pese a las crecientes emociones, que entre ellos dos nunca
podría existir nada. Los motivos de por sí tenían suficiente peso y a esas
alturas de su vida lo último que pretendía era complicarse por una quimera.
Lo malo de todo aquello era su incapacidad para controlar sus sentimientos
y sabía que con cada día que pasaba en Coth Castle más involucrado se
sentía, pero ¿cómo evitarlo? Recordarse los obstáculos no era suficiente y
se temía que al final su partida fuera de lo más dolorosa.
Todavía llevaba encima la nota que ella había deslizado bajo su puerta
antes de la cena. Su propuesta era clara y solo un necio acudiría a la cita. Él
siempre se había considerado un hombre bastante sensato y desde la lección
que aprendió con Vania, todavía más. No obstante, iba a acudir. Aunque
luego se arrepintiera.
Gerald bajó hasta las cocinas y pasó por delante del pequeño despacho
del mayordomo, ahora vacío. Iba a doblar la esquina cuando escuchó
pronunciar el nombre del conde. Se detuvo en seco y se quedó mirando la
pared que lo separaba de los sirvientes. Si avanzaban hacia adelante se
toparían con él, sin embargo se quedó donde estaba y agudizó el oído.
—Sabía que algo malo iba a suceder en la cena —escuchó decir a uno de
los lacayos—. Temí que a Lloyd le diera una apoplejía.
—Sí. Ese viejo mayordomo se toma muy a pecho los asuntos de la
familia. ¿Qué más le da que el conde esté más loco que mi tía Clodethe?
Ella salió semidesnuda por la calle y comía con las manos como una
salvaje, pero jamás utilizó los cubiertos como artículos de aseo.
—¿Acaso sabía lo que eran? —bromeó en voz baja—. Juro por Dios que
al ver a lord Beauford cantando esa nana estuve a punto de soltar una
carcajada.
—Eso me lo perdí —dijo con un tono lastimero—. Tuve que ir a por las
sales. Estaba seguro de que las damas iban a necesitarlas.
Un estruendo se escuchó unos pasos más allá. Por el sonido, unas
bandejas habían debido caerse y ambos lacayos interrumpieron su
conversación tras los gritos de la cocinera. Gerald, que seguía sin moverse,
se preguntó qué diantres habría ocurrido en aquella cena con los marqueses
de Penderton, que habían llegado esa misma mañana para quedarse unos
días. Hubiera dado lo que fuera por estar sentado en esa mesa y presenciar
aquello de lo que estaban hablando.
A esas alturas tenía claro que la salud mental de Julian Montague no era
la que debería ser. Los chismes y las murmuraciones eran cada vez mayores
y gran parte de los sirvientes ya no parecían cortarse ante su presencia. Era
una transformación extraña dado el poco tiempo que hacía que residía en la
casa, pero no hacía ascos a escucharlos. Sin lugar a dudas, la mayoría de
ellos podían considerarse una exageración, pero aunque una pequeña parte
fuera cierta, debía tomarse a consideración. Seguía teniendo en su poder la
carta que vinculaba al conde con su padre y con su posible asesinato, pero si
sobre el conde pesaba algún tipo de enfermedad contraída en sus años de
cautiverio, iba a ser difícil, por no decir imposible, juzgarle.
En esos instantes desearía poder hablar con su hermano y ponerle al
corriente. Entre los dos analizarían la situación y considerarían las
posibilidades, que no eran muchas. Por el momento, fue a enterarse si la
cena continuaba y si era así, se dijo que subiría hasta los aposentos de los
marqueses y hurgaría entre sus cosas. No tenía un interés particular en los
objetos de valor, pero si había podido hallar una carta comprometedora del
conde, bien podría obtener algo parecido del marqués.
No perdía nada por intentarlo.
10
***
***
***
***
Julian amaneció relajado y con una sonrisa en los labios. Era Navidad y
estaba en su casa, en su cama, con su esposa. Aunque fuera extraño,
pretendía disfrutar del día con toda su familia y quizás brindar por el
presente.
No todo estaba resuelto, ni mucho menos. Sin embargo, se dio cuenta de
que los duros años de encarcelamiento habían quedado atrás. Nunca
olvidaría el estar siempre en compañía de extraños, donde todos los días
eran iguales, sin apenas inmutarse por el paso de las estaciones, pero a pesar
de esos dolorosos recuerdos, era capaz de seguir hacia delante. Desde que
compartió su secreto se sentía un poco más libre, como si el peso que
llevaba cargando en las espaldas se hubiera aligerado.
Todavía debía descubrir al bastardo culpable de sus desgracias, una
prioridad ahora que había convencido a Catherine para que no renunciara a
su matrimonio. No iba a cesar en su empeño, ya que estaba más que
preparado para enfrentarse a ese reto que bien podía costarle la vida.
No había seguridades en la vida. Lo sabía muy bien. La felicidad era un
estado efímero y Julian sentía un miedo atroz por perderla de nuevo.
A oscuras y a tientas, pues el fuego de la chimenea se había extinguido,
se levantó con rapidez y corrió una de las cortinas. Por la luz del exterior
calculó que debía ser media mañana, pero se dejó llevar por la tentación,
volvió a la cama y se arropó. Hacía demasiado frío afuera.
Observó a Catherine dormir con placidez. Su respiración era regular y ni
siquiera había notado que él se había levantado brevemente. Era tan bella…
no solo en su exterior, sino también en el interior. Se lo había mostrado
repetidas veces, sobre todo desde su vuelta, pero en ese instante estaba más
interesado en su sugerente anatomía. Tenía el cabello dorado esparcido
sobre la almohada y su postura semiencogida dejaba su trasero en pompa
haciendo estragos en su libido. La tomó por la cintura y la besó tras la oreja.
Ella ronroneó, medio en sueños y, aunque Julian había vuelto a excitarse, la
dejó dormir. Iba a concederle un poco más de descanso.
Volvió a levantarse con cierta pereza, pues a pesar de que le apetecía
quedarse acurrucado junto a su esposa, tenía tareas que atender. Ahora que
había dado el paso de mostrarse ante todos restablecido, sin ningún signo de
locura, debía esforzarse por recuperar su antiguo rol.
Vertió agua del aguamanil a la jofaina, se lavó el rostro y se vistió.
Después bajó al comedor para el desayuno, pero se encontró al mayordomo
al pie de las escaleras, como si montara guardia.
Este debía haberse acostado mucho más tarde que todos y aun así lucía
un buen aspecto. No se evidenciaba ningún signo de cansancio y su traje
lucía tan pulcro como siempre.
—Lloyd —lo llamó.
—Buenos días, milord y feliz Navidad. ¿En qué puedo ayudarle?
—Feliz Navidad para ti también. Avise a la señora Fellow para que se
prepare un abundante desayuno. Los invitados se levantarán tarde, pero
asumo que hambrientos.
—¿Invitados? —se extrañó—. Los señores Jones y Hart se marcharon
temprano —le informó.
—¿Por qué habrán madrugado tanto? Nos acostamos muy tarde.
A unos cuantos asistentes a la cena y el baile, los que vivían más lejos, se
les había ofrecido quedarse a pasar la noche, pues los caminos estaban en
mal estado y era mejor no transitar de noche.
—Todos tienen un largo camino hasta sus casas y desean pasar el día de
Navidad con sus familias —Julian se dio cuenta de que tenía razón—. El
carruaje de lord y lady Lekker acaba de partir.
—¿Por qué no se me ha avisado? Me hubiera levantado para despedirlos.
—Por expreso deseo de ellos, milord. Además, lady Beauford ya contaba
con ello. Me pidieron que le transmita el mensaje de que todos están muy
contentos por su vuelta a casa.
—Gracias Lloyd. ¿Queda alguien más que no sea de la familia?
—Sir Virgil Nash y lord Hume, aunque el barón está a punto de tomar su
desayuno. Me ha pedido que tenga todo listo para su partida dentro de una
hora.
Julian asintió, satisfecho. Todo había salido a la perfección. La gente se
había divertido y se marchaban con la sensación de verlo recuperado. Era
un alivio no tener que preocuparse más por eso. Sin embargo, esa decisión
conllevaba el asumir un precio muy alto por su vida. Saber que en cualquier
momento podían atentar contra él no le daba ningún tipo de paz mental y no
sabía si sería capaz de seguir adelante.
Entró en el comedor y encontró al barón aposentado en una de las sillas
con vistas al jardín.
—Buenos días, Damien. Y feliz Navidad, debo añadir.
Hume levantó el rostro de su plato, dejando su tartaleta de salmón a un
lado. Su expresión era lo contrario a radiante. En su rostro había dibujadas
arrugas de preocupación y sus ojos castaños no parecían nada amigables.
Estudió un momento al joven barón, al que conocía desde que eran
niños. Prácticamente eran de la misma edad y ambos habían debido
responsabilizarse del título mucho antes de lo deseado.
—Beauford, si me permites, desearía hablar contigo —dijo yendo
directamente al grano. Ni un saludo, ni una felicitación, ni nada.
Julian arrugó la frente y se preguntó qué sería tan importante como para
tratarlo en el día de Navidad, sobre todo porque la noche anterior estuvieron
conversando y no tuvo la sensación de que nada le molestase. Se dijo que
entonces no pareció nervioso ni agitado.
—Por supuesto —se mostró complaciente y un tanto intrigado.
Si podía ayudarle en cualquier asunto, lo haría. No porque ambos fueran
vecinos del mismo condado y con familias amigas, sino porque en un futuro
no muy lejano se temía el tener que mantener una conversación con él sobre
la muerte de su padre, Leonard Hume.
—Hubiera preferido hacerlo en privado, dado lo delicado del asunto,
pero siento que el tiempo apremia y desearía obtener algunas respuestas
antes de partir.
—Puedes hablar —ahora Julian se sentía ya muy intrigado ante tanto
misterio.
Lo vio sacar un papel doblado y con arrugas de debajo de la chaqueta
verde y, en vez de entregárselo, lo dejó sobre la mesa esperando que el
conde lo tomara. Julian se inclinó hacia delante y lo abrió. En un comienzo
las palabras le resultaron vagamente familiares, pero tardó unos segundos
en situarlas. Se trataba de una carta que el antiguo barón le había mandado.
En ella hacía referencia a un tropiezo entre ambos, ya que le acusaba de
robarle un negocio o algo similar.
«Qué curioso. Otra vez la mina de Penwith».
Recordaba que en ese momento no le dio demasiada importancia, pero
que llegaron a hablarlo personalmente en un encuentro en un club de
Londres. Aun así, no consiguieron llegar a un acuerdo satisfactorio.
Entonces era demasiado orgulloso como para que le hicieran retirarse de la
puja. Si lo hubiera hecho, se hubiera ahorrado muchas penas.
—¿Cómo la has conseguido? —porque él la había recibido hacía
muchísimo tiempo, seguramente entre tres y cuatro años atrás. ¿Cómo era
posible que estuviera en su poder?
La pregunta quedó en el aire. Una serie de gritos se escucharon a los
lejos, pero eran suficientemente inquietantes como para darle importancia.
Alarmados, Julian y Damien se levantaron con prisa y corrieron hasta el
lugar de donde procedían los gritos, en el piso de arriba. No fueron los
primeros en llegar. Lloyd y dos lacayos habían tomado la delantera y
sostenían a una doncella de los brazos, como si no pudiese mantenerse en
pie. La muchacha sollozaba y era incapaz de articular una frase con
coherencia.
—Lloyd, ¿qué está pasando? —quiso saber el conde, mientras que lord
Hume se había detenido a un paso de distancia. Si era un asunto
perteneciente a la servidumbre, él no debía inmiscuirse.
—No lo sé, milord. No he podido sacar nada en claro.
—¿Cómo se llama la muchacha?
—Marianne.
Julian se acercó a ella y le levantó el rostro. Su respiración era
entrecortada y las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
—Marianne, ¿sabes quién soy? —ella asintió, pero no dijo nada—. ¿Te
has hecho daño?
Hizo un leve movimiento de negación.
—Seguramente se habrá asustado por un ratoncito de nada —dijo el
lacayo que sujetaba el brazo derecho de la doncella. Era joven y Julian solo
lo conocía desde su regreso.
Le lanzó una mirada fulminante.
—¿Está diciendo que hay ratas corriendo por mi casa?
El lacayo enmudeció de golpe, preguntándose por qué había sido tan
estúpido como para contrariar al conde.
—Milord, el chico no sabe lo que se dice —intervino el mayordomo—, y
a veces habla de más —con una mirada reprendió a su subordinado.
—Está muerto —susurró entonces la muchacha en un tono tan bajo que
nadie a su alrededor captó sus palabras.
—¿Cómo dice?
—Está muerto —repitió con una voz más audible, permitiendo que los
cinco hombres la comprendieran.
—¿Quién está muerto?
La doncella, que no había llegado a recuperarse de la impresión, agrandó
los ojos. Ella no había tenido nada que ver. Cuando llegó a la habitación el
hombre ya se encontraba en el suelo. Al principio se quedó de pie sin saber
cómo reaccionar, pero al acercarse para ayudarle, pues creyó que se había
caído, se dio cuenta por su rostro azulado que había dejado de respirar.
Nunca había visto un muerto antes, mas no creía que hubiera otra
explicación.
Fue entonces cuando sobrecogida, gritó y echó a correr por todo el
primer piso. Si no fuera por Joseph y Danny, que la habían detenido, estaba
segura de que en esos momentos estaría lejos de Coth Castle.
Sabía que la imagen de ese viejo le causaría pesadillas.
—No pueden echarme la culpa —balbuceó—. Solo he ido a su
habitación para encender el fuego. La señora Fellow había mandado a
Judith, pero tenía muchas tareas pendientes y yo me he ofrecido.
—Está bien, Marianne. Nadie te está acusando. ¿Puedes decirnos quién
ha muerto?
—Sir Virgil Nash.
Su respuesta cayó como un golpe certero para ambos lores. ¿Virgil, el
hombre al que creían posible culpable de planificar asesinatos? No podía
ser. ¿Cómo? ¿Por qué? Era demasiado irreal.
Con el corazón palpitante, Julian entró en la habitación. Damien y Lloyd
lo habían seguido, mientras que mandó a los lacayos bajar a Marianne a las
cocinas para que tomara algunas hierbas que calmaran sus nervios. Se dio
cuenta de que las cortinas estaban sin correr y la cama hecha, como si no
hubiera dormido en ella. En el centro de la estancia, sobre una alfombra
gruesa de lana, se encontraba el cuerpo sin vida de Virgil, tendido de
costado y con la ropa de la noche anterior.
Se acercó con cautela y examinó su alrededor. Aparte del cadáver, no
había nada anormal. Después, se arrodilló junto a él y lo puso boca arriba.
No había duda, estaba bien muerto, pero no solo eso, sino que había sido
víctima de un crimen. Unas marcas en su cuello así lo atestiguaban.
Julian tembló, conmocionado. Un asesinato en su propia casa. Eso quería
decir que el culpable rondaba por Coth Castle con total impunidad.
Se dio la vuelta con el rostro sombrío y dijo:
—Llamen a las autoridades.
Después, le pidió a Damien que postergara su partida, pues imaginaba
que querrían hablar con él y fue a tranquilizar tanto a Catherine como a
Sophia, que seguramente habían escuchado los gritos y no tardarían en
aparecer. Quería asegurarse también de que ninguna de las dos hubiera
sufrido daño alguno. Cuando comprobó, aliviado, que estaban bien, pudo
empezar a relatarles lo ocurrido. Sin embargo, era demasiado temprano para
llegar a algún tipo de conclusión pues, todo lo que tenían eran puras
especulaciones.
Su esposa se horrorizó al escuchar su relato. Como él, sabía que lo
sucedido tres años antes y el asesinato estaban relacionados, aunque ella
seguía sin creer que alguien de la familia estuviera implicado. ¿Pero qué
opciones les quedaban? De los cuatro hombres interesados en la mina de
Penwith, solo uno parecía no haber sufrido daño alguno y ese era el
marqués.
Ella quiso barajar otras posibilidades, como que por ejemplo el culpable
se encontrara entre la vasta lista de invitados de la noche anterior, pero
ciertamente era difícil concentrarse en eso en medio del caos creado por el
horripilante hallazgo. En esos momentos se sentía demasiado aturdida para
pensar con claridad y debía notificar el suceso a los otros residentes de la
casa. Catherine fue hasta la habitación de sus padres y Julian hizo lo propio
con Richard y Gregory.
Unas horas más tarde llegó el magistrado con dos de sus ayudantes. El
señor Burlington pidió poder examinar el cuerpo, que no había sido movido
desde la intervención de Julian. Este le acompañó hasta la habitación de
invitados y les dejó solos durante veinte minutos para que hicieran su
trabajo.
Tras ese tiempo, el magistrado fue a su encuentro y pidió hablar con la
doncella que halló el cadáver y con el ayuda de cámara de sir Virgil Nash.
—Lo han estrangulado, ¿verdad? He visto las marcas en su cuello.
El señor Burlington juntó sus cejas, lo miró con una expresión estudiada
y tardó en responder. Hacía un poco más de un año que era magistrado y se
tomaba muy en serio la investigación.
—Efectivamente nos hallamos ante un asesinato, pero por el momento
no puedo decir más. Regrese al salón, me reuniré con ustedes más tarde.
Cabizbajo, el conde obedeció. Un sospechoso menos, pero seguían tan
lejos de atrapar al culpable como antes.
***
***
***
A oscuras y con un frío que le calaba los huesos, Sophia trató de quitarse
las cuerdas que rodeaban sus muñecas. Para ello retorció los brazos
buscando una posición adecuada y tiró del cabo suelto. El esfuerzo fue
inútil. Al parecer, su tío Richard había puesto todo su empeño en atarle
brazos y piernas, por lo que también le era imposible levantarse y tratar de
escapar. Aun así, era su única oportunidad ahora que estaba a solas en aquel
frío lugar.
No sabía exactamente dónde se encontraba, pero a todas luces se trataba
de alguna cueva oculta en el risco. El olor a salitre era intenso y podía
escuchar el sonido de las gaviotas, así como el mar revuelto que chocaba
contra las rocas. No sabía cómo había llegado hasta ahí, pues en algún
momento perdió la consciencia. Solo recordaba haberse despertado
sobresaltada en su cama y con una mano sobre su boca. En aquel momento,
su tío le susurró bajito que no gritara ni hiciera movimientos bruscos,
porque de otra forma no le quedaría más remedio que disparar.
Fue tan convincente que consiguió aterrorizarla y ni siquiera pensó en
que la amenaza no fuera real. Como él le indicó y con movimientos
apremiantes se puso el primer vestido que encontró sobre el camisón de
dormir. Después de eso, nada. No recobró la conciencia hasta un par de
horas más tarde, con un terrible dolor de cabeza y sin rastro de él.
Sophia volvió a tirar de la cuerda con el mismo resultado, pero ahora
sentía las piedras del suelo clavándosele con más intensidad. Pensó en lo
difícil que le habría resultado a su tío cargar con ella hasta aquel punto, por
lo que no podían haber ido muy lejos. Era solo una suposición, pero ese
pensamiento le produjo frustración. ¿Cómo diantres iban a encontrarla?
Dio un grito de socorro que resonó por las paredes de piedra y fue
cuando se dio cuenta del halo de luz que se acercaba. Se trataba de su tío.
—Sophia, querida, esperaba mucho más de ti —le dijo con una sonrisa
de desdén pintada en el rostro—. ¿A qué viene tanto griterío?
Ella no hizo caso a la punzada de dolor que sintió al escucharlo. Era
como si se tratara de otro hombre.
—¿Por qué has hecho esto? —le preguntó con voz temblorosa mientras
trataba de hacerse la valiente—. ¿Qué pretendes?
La muchacha estaba más que confundida. Ella siempre le había creído
una persona buena y sincera. Sin embargo, había empezado a descubrir
cuán equivocada estaba. Su tío tenía una doble cara y no le gustaban las
implicaciones siniestras que ofrecía. ¿De verdad estaría detrás de la muerte
de sir Virgil Nash como había dicho Damien? ¿Tendría que ver con la
desaparición de Julian? ¿Por qué? Aquello era absurdo, no tenía sentido y
aun así las pruebas empezaban a incriminarle. De otro modo, nunca hubiera
llegado al extremo de secuestrarla.
—Así que ahora que has despertado, pretendes hablar.
Con el candelabro en la mano, se sentó en el suelo, frente a ella.
—Una justificación no estaría nada mal, ¿no crees?
—No te preocupes —respondió como si no fuera digna de tal explicación
o como si hacerlo supusiera demasiada molestia—. Si tus queridos
hermanos siguen las instrucciones al pie de la letra y no tratan de hacerse
los héroes, muy pronto estarás en casa, sana y salva.
—¿Y qué pides a cambio?
Él tardó en contestar y el silencio resultó inquietante.
—Una generosa recompensa, que es mucho menos de lo que merezco.
Ella lo miró a los ojos tan bien como la luz le permitía y trató de ver en
su interior. El hombre que ella conocía jamás hubiera perpetrado un acto
como aquel, pero al parecer su tío se movía por la ambición y el dinero. Se
dijo que estaba tan transformado como Julian en su regreso, o quizás nunca
hubiera llegado a conocerle.
Le dolió percatarse que no podría llegar a conmoverle y en ese instante
temió por su vida.
18
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***
Hacía más de una hora que todos decidieron irse a dormir después de que
las autoridades se hubiesen llevado el cadáver y después de que el médico
que Julian había hecho llamar examinara a su hermana y les asegurara que
había salido ilesa, por lo menos físicamente. Aunque eran altas horas de la
noche, Gerald era incapaz de conciliar el sueño y descansaba sobre la cama
reviviendo una y otra vez, paso por paso, el intento de atrapar a Richard
Montague.
Saber que el asesino de su padre había pagado con su vida por todos sus
pecados, no lo hizo más feliz. Eso sí, sentía que podía cerrar un triste
capítulo de su vida.
Cuando escuchó el golpe en la puerta creyó que sería Damien y que
como él, no podría dormir. Sin embargo, andaba mal encaminado y se
encontró frente a frente con Sophia, que lucía un tanto desamparada. Al
parecer se había daño un baño, ya que su piel todavía olía a jabón y se había
puesto un vestido de color tierra.
Se alegró de verla. Se alegró tanto que a punto estuvo de lanzarse a sus
brazos. Si se detuvo fue por prudencia. Ella había tenido suficientes
sobresaltos y lo que debía hacer era tratar de sanar sus heridas emocionales,
ya que no podía olvidar que su tío había sido una figura importante en su
vida. Hasta la otra noche, Sophia lo quería.
—Te necesito —susurró ella como si se tratara de una plegaria.
Gerald no exigió más. Podía haber alegado cualquier pretexto para
salvaguardar la moral y devolverla a su habitación, pero solo había un
motivo que importaba: él también la necesitaba. Su secuestro le había
valido para darse cuenta de lo muy arraigada que la tenía en el corazón y
que cualquier daño o lesión que le causaran, aunque fuera un simple
rasguño, también se lo infligían a él.
Con un soplido apagó la vela que ella había traído consigo. La tomó en
brazos con delicadeza y la depositó en la cama, acostándose a su lado.
Después tapó a ambos y dejó que su brazo descansara sobre la cintura de
ella.
En unos minutos el cansancio hizo su efecto y se durmieron con la ropa
puesta.
19
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