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Nunca Dejes de Esperarme - Elizabeth Urian

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NUNCA DEJES DE ESPERARME

Elizabeth Urian
1.ª edición: octubre, 2014

© 2014 by Elizabeth Urian


© Ediciones B, S. A., 2014
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com

Depósito Legal: B 16923-2014

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-866-7

Maquetación ebook: Caurina.com


Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el
ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización
escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta
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Contenido

Portadilla
Créditos

Prólogo
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Prólogo

Argel, 1816

Durante más de cuatro siglos los corsarios berberiscos habían sido


considerados un peligro en las aguas del Mar Mediterráneo, incluso en el
Atlántico. Asentados en fortalezas del norte de África habían atacado costas
y naves europeas, incautándose de numerosos botines y capturando rehenes
para pedir un rescate o matando sin más.
La marina estadounidense, encabezada por el comodoro Stephen
Decatur, intentó detener los abusos de los piratas berberiscos el año anterior.
Incluso se firmó un tratado con el Dey de Argel, acordando la devolución
de los navíos y piratas capturados a cambio de la entrega de todos los
cautivos norteamericanos y una parte de los europeos. No obstante, tan
pronto la flota zarpó hacia Túnez para forzar un acuerdo similar, se hizo
caso omiso y las prácticas corsarias siguieron como hasta entonces.
Cuando centenares de pescadores cristianos fueron masacrados en las
aguas del Mediterráneo, el gobierno británico envió una flota a la región.
Estaba dirigida por Edward Pellew, el almirante Exmouth. El veintiocho de
julio a mediodía, la expedición partió de Plymouth y en Gibraltar se les unió
la escuadra holandesa, tripulada por el vice-almirante Van de Cappellen.
Anclados en el puerto recibieron un plano de las fortificaciones de Argel
con detalladas instrucciones. Las defensas de la ciudad no eran fáciles de
sortear, ya que numerosos cañones estaban repartidos por tierra y mar. Por
ello, había que planear la estrategia con sumo cuidado. Además, había que
sumársele el rescate del cónsul británico, que permanecía retenido en su
propia casa. No iba a convertirse en una guerra larga, pero sí sería lo
suficientemente contundente como para terminar con la piratería.
El ataque comenzó el veintisiete de agosto. Antes de eso, lord Exmouth,
desde el Queen-Charlotte exigió al Dey cumplir ciertas condiciones:
entregar al cónsul británico, así como la tripulación del Prometeo que había
intentado el rescate; abolir las prácticas esclavistas, devolver el pago de los
rescates y garantizar la paz con el rey de los Países Bajos.
La respuesta no llegó.
Eran las dos y treinta y cinco de la tarde. Todos los barcos estaban en
posición, la mayoría de ellos frente al puerto. El Queen-Charlotte abrió
fuego por estribor, siendo seguido a su vez por los demás buques. Tal era la
precisión y el efecto destructivo que acabó con la puerta de entrada a la
ciudad, las almenas y los cañones que la protegían.
La excelente posición del Leander le permitió destruir las embarcaciones
cañoneras argelinas y las galeras, frustrando los planes de estos, ya que su
intención era abordar los barcos ingleses. Viéndose cada vez más
reforzados, se le encomendó al teniente Peter Richard la tarea de incendiar
una fragata enemiga que se encontraba a poco más de cien metros,
lográndolo con éxito, pero perdiendo la vida de dos hombres en el proceso.
Hasta el buque Queen-Charlotte debió maniobrar para no ser embestido por
el barco en llamas que iba a la deriva.
Mientras tanto, en el interior de la mole de piedra que hacía de prisión de
la ciudad, era inevitable no temblar ante el ensordecedor sonido de los
cañones. El bombardeo duraría nueve horas; hasta las diez de la noche. Los
prisioneros, encerrados entre aquellas gruesas paredes, ajenos al desarrollo
de los acontecimientos, rezaban en silencio. Habían logrado sobrevivir a
aquel terrible cautiverio, algunos más de cuarenta años, ¿sería este su final
después de subsistir a tantas penurias?
La mayoría eran pescadores cristianos que fueron olvidados en el trato
con los estadounidenses, sin embargo, un joven inglés compartía celda con
ellos. Poco se sabía de él. Según los rumores, se trataba de un grumete
capturado tres veranos atrás. El hombre, poco aficionado a la cháchara, ni lo
afirmaba ni lo desmentía y eso había contribuido a crear cierta aura de
misterio sobre su persona. Algunos aseguraban que se trataba de un espía de
la Corona británica. Tal manifestación era una locura si se tenía en cuenta
que los guardias del Dey de Argel le prestaban poca atención y ni siquiera
se había pedido rescate por él, pero el confinamiento provocaba esas cosas.
Era mucho más entretenido hablar de la segunda opción que de la primera.
Había oscurecido cuando el bombardeo cesó, inundando la ciudad de un
mortuorio silencio. El almirante Exmouth ordenó a los buques fondear fuera
del puerto, a salvo del fuego enemigo. Estaba preocupado por las bajas y
pidió un recuento: en total habría más de ciento cuarenta y un muertos y
más de setecientos heridos. En el bando contrario, el número se
multiplicaba por ocho.
El veintiocho de agosto volvió a enviar una nota al Dey de Argel con las
mismas condiciones que el día anterior. Si no las cumplía, sus hombres
volverían a abrir fuego. Era un farol, ya que las municiones de las tropas
aliadas estaban bastante mermadas; no obstante, esta vez el viento sopló a
su favor y el acuerdo fue aceptado.
Pasarían unos días hasta que todos los esclavos, más de mil, fueran
liberados y devueltos a sus hogares. Entre ellos, estaba Julian Montague.
1

Para algunos, el tiempo lo cura todo; para otros, solo lo empeora.

Londres.

Los cuatro hombres andaban a paso ligero. Dos de ellos, nada


acostumbrados a corredores oscuros y algo malolientes, soportaban el
silencio que, en otras circunstancias, resultaría menos opresivo. Los
acompañaba Simon O’Neil, el hombre que las autoridades habían asignado
para verificar el reconocimiento. No había abierto la boca más que para
saludarles con formalidad. El otro, se había autodenominado «cuidador»,
pero empezaban a sospechar que «carcelero» sería más apropiado.
Aunque hubieran deseado visitar el lugar cuando la luz del sol alcanza su
punto más alto, les aconsejaron hacerlo al caer la tarde. En ese mismo
momento, dudaban de lo acertado de la decisión.
El corredor, un tanto más estrecho que el que acababan de dejar atrás,
estaba ennegrecido por el paso del tiempo, o eso quisieron creer los
visitantes. A esas alturas, ya deseaban que todo terminara, pero sabían que
lo peor estaba por llegar. De repente, se ensanchó en una forma tan
antinatural que creyeron haber cambiado de edificio. Solo cuando cruzaron
la ancha sala, se percataron de los lamentos, lloros y quejidos del otro lado
de la pared.
Escalofriante.
—Es aquí —les avisó el hombre que les guiaba—. El doctor no permite
entradas indebidas en la sala, así que, si desean esperar, iré de inmediato a
avisarle.
Los dos forasteros se miraron entre sí y asintieron un tanto aliviados.
Incluso el señor O’Neil pareció sentirse aligerado de una carga invisible.
Nadie dijo palabra.
Cuando el otro desapareció tras la puerta, los sonidos crecieron y se
entremezclaron. Hubo exclamaciones y súplicas que podían atribuirse a
mujeres. A su vez, unos golpes intensificaron el griterío colectivo hasta
hacer que los tres dieran un paso hacia atrás con el rostro algo desencajado
y el vello de la piel erizado por completo. Al instante, y con una pavorosa
sincronización, todo terminó. El silencio imperó de nuevo, pero no sabían si
este inspiraba más confianza que el anterior clamor desesperado. La puerta
se abrió de nuevo y tras el hombre que les había acompañado apareció otro,
mucho más bajo y con incipiente calvicie. Era el médico.
—Buenas tardes —su sonrisa, dadas las circunstancias, era afable—.
Ustedes deben ser los que esperábamos. Ya llevamos unos días impacientes
por saber de ustedes.
—Los trámites burocráticos —respondió el mayor de los visitantes—, ya
sabe.
—Sí, cada vez ponen más trabas —el representante de las autoridades
que les acompañaba no hizo comentario alguno—. Si quieren seguirme…
Esperamos solucionar todo este desagradable asunto lo antes posible.
Reemprendieron la marcha por un corredor adyacente mientras los
sonidos extinguidos volvían a cobrar vida. Todos se alegraron de alejarse.
El médico se situó a un lado de los hombres. Caminaba con lo que parecía
una sonrisa en los labios, como si el lugar en el que se encontraban y en el
que trabajaba a diario no lo perturbara en absoluto.
Llegaron a unas escaleras y subieron precedidos por el cuidador,
mientras que el señor O’Neil cerraba la fila.
—Espero que no se sorprendan cuando vean dónde lo tenemos, pues su
comportamiento nos ha obligado a ello —se excusó el médico—. Hemos
necesitado más de cinco hombres para reducirlo y apartarlo de los otros…
huéspedes.
Que calificara como tal a esa masa de degenerados que habían dejado
atrás los llenaba de horror.
—¿Se ha puesto violento? —siguió preguntando el mayor de los
visitantes.
—Algo así —la ambigüedad de sus palabras les hizo pensar que aquel a
quien iban a ver, no se lo había puesto nada fácil—. Trabajamos en una
institución nada agradable pero necesaria para que nuestra sociedad siga
manteniendo a raya la locura que nos invade. Por lo general, y con la debida
dosis de disciplina, se mantienen calmados y receptivos, pero con él nada ha
servido.
—¿Lo han maltratado? —preguntó el acompañante más joven. Si cabía
la más mínima posibilidad de que el hombre que iban a visitar era quien
ellos creían, eso era imperdonable.
—No, no —negó el médico. Era evidente que mentía—. Tan solo le
hemos aplicado una ración mayor de nuestros cuidados —a saber qué
quería decir eso. Lo más probable es que no fuera nada bueno—. Tienen
que tener en cuenta el deplorable estado con el que llegó a nosotros. Según
me han dicho, y que supongo puede corroborar el señor aquí presente —
señaló al enviado por el gobierno—, no facilitó el trayecto de vuelta a
Inglaterra a nadie del barco que lo transportaba. Solo habló para decir su
supuesto nombre y desde ese momento se mantuvo en completo silencio.
Además, tuvieron que encerrarlo en la bodega porque se negaba a ser
tocado y destrozó un camarote entero.
Ya les habían informado de todo eso, pero no les gustó que usara esa
información para justificar su comportamiento.
Cuando llegaron al rellano superior, a su izquierda, divisaron una hilera
de puertas, todas ellas cerradas. En la parte central de cada una, había una
mirilla lo bastante grande como para observar a través de ella y lanzar algo
de alimento, poco más. Se detuvieron en la cuarta.
—¿Es aquí? —el hombre de mayor edad lo preguntó con algo parecido
al respeto.
El médico asintió, pero antes de abrir les advirtió que se mantuvieran en
el quicio de la puerta y no hicieran movimientos demasiado bruscos.
Acercarse a él estaba prohibido de forma terminante.
—Así evitamos disgustos innecesarios —aclaró. Abrió la mirilla y
acercó la luz para mirar el interior. Estuvo un momento callado y al final
asintió, al parecer satisfecho con lo que había visto.
La puerta no estaba engrasada y chirrió de una forma monstruosa.
—¿Dónde está? —el más joven habló tan bajo que por un momento
pensó que nadie lo había oído.
—Allí mismo —señaló un punto indefinido de la oscuridad—. ¡Eh, tú,
ven y ponte bajo el halo de la luz! —la áspera orden no fue obedecida de
inmediato, pero tras casi medio minuto de inactividad, se percibió un
movimiento acercándose.
Los dos hombres se echaron para atrás de forma instintiva cuando la luz
de las velas dejó ver un mugriento hombre. El pelo, enredado y de un
dudoso color oscuro, caía de forma descuidada sobre los hombros. Tenía la
palma de la mano izquierda vendada y lo que se percibía como unas uñas
negras y rotas, aunque no podían asegurarlo. La barba era tan espesa que
ocultaba la boca por completo y la ropa, tan sucia que podía olerse desde la
entrada, hacía un flaco favor a una buena primera impresión. La extrema
delgadez del individuo contaba mil historias de hambruna y sed, pero a
pesar de ello, el hombre de la celda conseguía mantenerse erguido bajo el
intenso escrutinio al que era sometido, al igual que tantas veces en los años
anteriores.
—¿Creen que es él? —la voz del representante del gobierno les sacó del
trance—. ¿Es el que buscan? —nadie dijo nada.
—No estamos seguros —la voz vacilante del joven se oyó con absoluta
claridad. Mientras lo decía, miraba fijamente a los ojos azules del
desgraciado habitante de esas cuatro paredes. A pesar de la poca luz, estos
brillaban como el lapislázuli y nadie, ni siquiera él, podía quedar
indiferente.
El «carcelero» cerró entonces la puerta y acto seguido fueron invitados a
alejarse del lugar. Ya estaban a mitad de las escaleras cuando un largo y
desgarrador grito los detuvo. El morador de la celda mostraba su
desacuerdo.
De nuevo la oscuridad. Seguía de pie en el mismo sitio en el que el halo
de luz le había salpicado con su calidez. Retenía en su memoria los cinco
pares de ojos que le habían observado, pero solo dos le habían juzgado y
devuelto a la soledad de su miseria. La espera había finalizado y el
resultado era menos que satisfactorio. No importaba, esperaría un poco más.
Los recuerdos se agolparon en su memoria. Tantos y tan intensos que
uno podría volverse loco con todos ellos. Qué terrible ironía, pero no había
vuelta atrás. Alguien se tomaba muchas molestias para trazar su destino y él
no iba a decepcionarlo. Pronto, muy pronto, saldría de nuevo a la luz.
Esperaba que, cuando encontrara todas las respuestas, estas no lo redujesen
de nuevo a la oscuridad. Siguió con su actuación… y gritó.

***

—¿Lo viste, lo reconociste? —Gregory Montague, actual conde de


Beauford, se paseaba por la biblioteca de la mansión que la familia tenía en
Londres en un estado de ansiedad impropio en él.
—No sé qué decir —su tío, Richard Montague, le miraba con la misma
preocupación marcada en sus facciones—. Por un momento me pareció…
—no supo cómo continuar.
—Sí, sus ojos, ¿verdad?
Gregory pensó que jamás volvería a contemplar esos ojos tan
característicos. Ni el rostro, el atuendo o el cuerpo casaban con la imagen
que tenía de su difunto hermano mayor, pero los ojos… o sí, esos ojos. No
sabía si alegrarse o maldecir por ello.
—En efecto. Y si tú lo notaste es que debe ser cierto. Dos personas tan
cercanas a él como nosotros no pueden estar tan equivocadas.
Eso pensaba Gregory, pero se resistía a creerlo. Sí, quería con todas sus
fuerzas recuperar a su hermano, pero el estado en el que estaba era
preocupante. Así se lo dijo a su tío.
—Además, a saber las secuelas que le habrá dejado el cautiverio en
Argel.
—¿Qué quieres hacer entonces, dejarlo allí? —su tío no daba crédito.
—Con sinceridad, se me ha pasado la idea por la cabeza.
Gregory no se tenía por un hombre egoísta, ni proclive a provocar daño
en los demás de forma deliberada o cruel, pero a sus veintiséis años de edad
y después de enterrar a su hermano mayor y heredar el título de la familia,
sopesaba las consecuencias que acarrearían aceptar que ese hombre
irreconocible, que estaba encerrado en la parte alta del sanatorio más
famoso de Londres, era el mismo que desapareció tres años atrás y que dejó
a su familia sumida en la más absoluta tristeza. Tras búsquedas infructuosas
en alta mar se tuvo que admitir que el cuerpo nunca sería hallado, y
entonces, los Montague dieron a Julian Montague por muerto de forma
oficial y se dispuso todo para que él mismo, el hermano que prefería
disfrutar de la vida y sus comodidades, heredara el título y asumiera el
cargo que le correspondía por legítimo derecho, pues Julian y su cuñada no
tenían descendencia.
Una semana atrás, les llegó la inesperada y extraordinaria noticia de que
un preso rescatado de Argel afirmaba llamarse Julian Montague, conde de
Beauford. Este, después de un viaje en barco, había sido puesto bajo
custodia militar, pero su temperamento y circunstancias especiales le habían
derivado al sanatorio del que acababan de llegar.
Así, con dudas y esperanzas, George había dispuesto viajar a Londres
con presteza junto a su tío para tratar de determinar la identidad real del
sujeto. Incluso antes de verle había mantenido la ilusión de encontrarlo en
óptimas condiciones, pero ahora comprobaba cuan ingenuo había sido.
Y el grito. Todavía se estremecía al recordarlo. ¿Cómo podía reconocerlo
como su hermano y atreverse a llevarlo a su casa?
—Mañana tendremos que dar una respuesta —le recordó Richard.
Richard Montague. Lo miró con evidente afecto. Su tío tenía cincuenta
años y un aspecto pulcro. No era un hombre vanidoso, pero tenía especial
interés en su cuidada barba. Gracias a él había conseguido mantenerse
cuerdo y dar los pasos correctos para no dejar que su familia se hundiese.
Sin su constante apoyo y sabias decisiones, ahora su familia solo sería un
triste recuerdo. Incluso en los malos momentos y abrumado por el dolor se
había mantenido fuerte, un pilar de sustento que él habría sido incapaz de
representar. Si las leyes fueran otras y hubiera podido cederle el título de
conde, lo habría hecho con gusto. Richard lo habría sabido llevar con
orgullo y valentía. Estaba seguro de que su hermana y Catherine pensaban
igual.
Aceptó la copa de licor que este le ofreció y se sentó junto a él cerca del
fuego, que algún criado se habría afanado por encender y avivar. Bebió un
sorbo largo y lo saboreó. La deliciosa calidez que lo llenó consiguió
relajarle hasta cierto punto.
—No sé qué hacer, tío —las dudas lo carcomían, pues la decisión final le
correspondía a él—. Una parte de mí quiere dejarlo allí, ya que estoy seguro
de que llevárnoslo a casa nos dará muchos problemas, pero por el otro… —
vaciló, como si decirlo en voz alta lo hiciera realidad—. ¿Y si es él? ¿Y si
nos reconoció?
—El médico nos dijo que, aunque no se le puede clasificar como loco,
los traumas por los que ha tenido que pasar han podido desestabilizarle por
completo. Está seguro de que es incapaz de reconocer a nadie.
—Pues si te soy sincero, podría jurar que sabía quiénes éramos.
Richard Montague también tenía esa corazonada, pero no sabía hasta qué
punto todo era producto de su vívida imaginación. Si al menos presentara
otro aspecto…
—Lo que más me impactó fue su apariencia —Gregory puso en palabras
lo que él mismo pensaba—. Julian era un hombre lleno de vida. Verlo así
me estremece. No sé qué pensar.
Los dos se dieron cuenta a la vez del significado de sus palabras. Era
como si en su interior, ya hubiera aceptado la identidad del hombre. Y tal
vez así era.

***

Esa misma noche en la península de Penwith, Cornualles.

—¿Estás ocupada? ¿Puedo pasar? —la joven Sophia se adentró en la


habitación de su cuñada. Durante algún tiempo había dudado sobre cómo
referirse a ella puesto que era la viuda de su hermano mayor, pero al final
había reconocido que siempre la sentiría como tal, aunque acabara casada
con otro.
Con el vaivén de la falda de su vestido color violeta se acercó al ventanal
de la habitación de Catherine, considerada todavía como la de la condesa. A
pesar de su título de viuda, esta nunca se había sentido así y lo había
manifestado en multitud de ocasiones durante los pasados años. Ahora,
permanecía pensativa mientras miraba al exterior.
—Siéntate a mi lado. No me apetece tener que girar la cabeza para hablar
contigo —el tono suave de Catherine fue poco menos que contundente.
Acostumbrada desde su nacimiento a una posición elevada, había aprendido
que sus apacibles maneras y su dulce voz no eran impedimento alguno para
conseguir ser obedecida al instante.
Mientras los hombres se iban a Londres a tratar de discernir si el sujeto
que afirmaba ser Julian Montague era quien decía ser, las mujeres esperaban
ansiosas. Si el modo de hacerlo de Sophia era recorrer la casa arriba y abajo
mostrando un evidente nerviosismo, el de su cuñada y amiga era todo lo
contrario. Esta conseguía controlar sus emociones y aparentar que no
sucedía nada más extraño que tener un invitado inesperado a la hora del té.
Y si eran diferentes en su forma de proceder, también lo eran en el físico.
Catherine, la mayor de las dos, era una rubia con aspecto angelical que le
daba un aire juvenil perpetuo. A pesar de sus veintitrés años, aparentaba
muchos menos, casi como una debutante. En cambio Sophia, con solo dos
años menos, con su pelo castaño oscuro, unos rasgos algo angulosos y
pómulos muy marcados, representaba una diosa terrenal, todo fuego e
impetuosidad. Tan diferentes y a la vez tan amigas. Se habían querido y
respetado tan pronto Catherine había pasado a formar parte de los
Montague. Incluso ahora, el lazo que las unía se hacía más fuerte.
—¿Qué crees que estará pasando? —Sophia era la reina indiscutible de
las preguntas. Cuando empezaba era incapaz de detenerse.
—No lo sé —y era verdad. Solo podía imaginárselo.
—Yo solo tengo ganas de que sea él. ¿Te imaginas? Como un milagro.
Deseas lo mismo, ¿verdad?
Catherine pensaba que sí. No, estaba segura de ello. Había rezado tanto
por un milagro como ese durante tantas noches… Aun así parecía haber
pasado siglos desde que lo pensara por última vez. Aunque se había
aferrado a la idea de que sin cuerpo no existía evidencia, a la larga, una
parte de su mente se había acomodado a su ausencia. Y ahora tenía miedo.
Sí, de muchas cosas, pero sobre todo de cómo afectaría a su matrimonio.
Ninguno de los dos era la pareja enamorada que se despidió pensando que
solo se separaban por unas semanas. Ella había madurado sin su compañía y
él, vete tú a saber qué. Si era cierto que había sido prisionero en Argel, los
cambios podían ser profundos e irrevocables. Pero no quería pensar en eso.
Primero quería tener la certeza de que su marido estaba vivo.
—Sí —le respondió con la simpleza de una palabra, porque estaba
segura de que era lo que deseaba oír.
Aunque Sophia quería mucho a Gregory, sentía una verdadera adoración
por Julian. Quedó devastada cuando les llegó la noticia de su desaparición.
Todos padecieron mucho y no le era posible escoger quién había sufrido
más.
—Llevo varios días soñando con él. ¿Te lo he contado? —su cuñada
negó con la cabeza—. Estamos en un jardín, no sé cuál, celebrando una
fiesta y de repente aparece él, vestido de fantasma y asustando a todos los
invitados. Era extraño, como si no fuera él mismo o no pudiera controlarse.
Yo lloro, no os veo, pero él se acerca a mí y me abraza. Ya no es un
fantasma y lo oigo reír tan feliz como era antes. Vaya tontería, ¿verdad? —
las lágrimas se habían agolpado a los ojos de Sophia y Catherine le cogió la
mano en señal de consuelo.
Sophia, la querida y valiente joven que no había disfrutado de la
presentación en sociedad que tanto se merecía y por la que había suspirado
durante meses. La que desistió de intentarlo al año siguiente a la
desaparición de Julian porque todavía esperaba que su hermano regresara.
Y la que jamás pudo hacerlo a causa de un luto que, si lo que afirmaban las
autoridades se confirmaba, nunca debió existir.
Quiso prometerle que sería él, que ambas recuperarían al hombre que
amaban, pero la realidad se impuso.
—Me da miedo esperar —confesó en voz baja—, pero todavía me aterra
más que solo sea una falsa esperanza, porque entonces, ¿qué me queda?
—Nos tienes a nosotros —Sophia parecía muy segura de ello—, y a tu
familia. Sea cual sea el resultado.
Pero Catherine lo tenía claro. Había vivido en la apatía mucho tiempo,
aferrándose a una esperanza que ya nadie conservaba. A estas alturas, si su
marido hubiera muerto en circunstancias que pudieran aplicarse como
normales, viviría en otro sitio y tal vez se hubiera dado la posibilidad de
volver a enamorarse, o al menos volver a querer formar una familia.
Gregory se casaría y haría a su esposa condesa de Beauford. El mundo
seguiría girando y todo se olvidaría. Pero ahora, las circunstancias la
obligaban a darse cuenta de que si el individuo que afirmaba ser su marido
no lo era, tenía que marcharse de allí. Quizás volver a casa de sus padres o
comprar una casita en donde vivir tranquila mientras dejaba que el tiempo
le curase las heridas.
—Lo sé —le respondió. Había ganado una familia maravillosa.
—Bien, pues ahora basta de ponernos melancólicas y bajemos a cenar.
Sophia tiró de ella y, a pesar de querer estar sola, pensó que una charla
informal le vendría bien.
No fue hasta mucho más tarde, cuando ya se disponía a acostarse, que
agradeció la presencia de la muchacha en su vida. Aunque ella tenía su
propia angustia, se había esforzado por resultar entretenida y hacerle reír de
vez en cuando.
Mientras se cepillaba el lustroso pelo dorado con el cepillo que le había
regalado Julian, miró hacia la puerta que comunicaba su dormitorio con el
del conde y que nunca usaron. Una vez casados, prácticamente siempre
durmieron juntos.
Se levantó con una sonrisa en los labios y abrió la puerta. La habitación
estaba tal cual la encontró el primer día que pisó la casa. Incluso ahora,
Gregory, que hubiera podido desplazarla a otra estancia, le había permitido
seguir ahí. Este se negaba a utilizar una habitación que estaba destinada
para su hermano mayor.
Así que en esos aposentos tenía de todo, pues la habitación de los condes
tenía una antesala que Catherine utilizaba de despacho privado. Allí escribía
sus cartas y leía su correo. Los sirvientes la visitaban para pedirle las
instrucciones del manejo de la casa, pues seguía ostentando el título de
condesa de Beauford. Incluso las visitas de sus allegados más próximos
eran recibidas allí.
«Te echo de menos», el pensamiento se le escapó, como tantos otros.
Parecía inaudito que después de tres años todavía fuera así. Quizás estaba
enamorada de un recuerdo, pero le costaba refrenarse.
Recordó la primera vez que se vieron. Era su presentación en sociedad y
se sentía torpe y fea. No se había dado cuenta de las hermosas jóvenes que
harían lo mismo que ella y pulularían por los bailes en busca de un
candidato que pidiera sus manos en matrimonio. Cuando descubrió que
todas tenían el mismo objetivo, decidió contenerse y se impuso alejar ese
pensamiento para sustituirlo por otro mucho más beneficioso y menos
estresante: disfrutar de las veladas sin pensar en boda. Su padre, el marqués
de Penderton, le dijo a su preocupada esposa que hacerlo no supondría la
ruina social de su hija, sino todo lo contrario. Y estaba en lo cierto. En
cuanto dejó de obsesionarse por intentar encandilar a un posible partido y
mostró total indiferencia por ello, estos empezaron a demostrar un interés
muy superior al que su padre había predicho.
Lo cierto es que le interesaron algunos, pero en cuanto puso de nuevo los
ojos en él, supo que sus días de soltera tocaban a su fin. Esa seguridad no se
debía a impulsos amorosos por su parte ni por la de él, sino por el
convencimiento de que esa sería la proposición que su padre aceptaría.
No es que fuera más lista que la mayoría ni que tuviera poderes
adivinatorios, pero Julian Montague, conde de Beauford desde la tierna
edad de doce o trece años, era de sobra conocido por su familia, o al menos
por la relación que el tío de este y su padre mantenían. No eran amigos,
pero les unía algo que era lo bastante importante como para ser valorado de
forma positiva. Más tarde descubriría que, en tiempos en los que el difunto
conde seguía vivo, estos también mantenían una relación más que cordial.
Ella, por su parte, también los conocía, aunque poco, eso sí. No habían
sido presentados formalmente, ya que el recuerdo que tenía de él se
remontaba a su infancia. Los Montague y los Penderton eran algo así como
vecinos en el sur de Cornualles. No vivían muy cerca, ya que el sitio donde
residía en la actualidad estaba apartado, pero cuando uno vive en lugares
lejos de la bulliciosa capital londinense, cualquier evento es visto como la
oportunidad idónea para disfrutar de una agradable jornada bailando,
charlando, bebiendo, comiendo y conociendo a sus vecinos.
Catherine recordaba haberlo visto en contadas ocasiones, pues los cinco
años de edad que los separaban era toda una vida entre hombres y mujeres.
Había coincidido más a menudo con su hermano menor y, por supuesto, la
benjamina de la familia, pocos años más joven que ella.
Así que, cuando en una de las multitudinarias fiestas a las que asistía le
fue presentado de forma oficial, no tardó ni media pieza de baile en
comprender sus intenciones: él quería hacerla su esposa.
En tan solo una semana supo que sería un buen partido. Julian era guapo
aun sin ser el epítome de la belleza masculina. Sus modales eran impecables
y su historial, del cual fue convenientemente advertida, no era ni mucho
mejor ni peor que los de muchos petimetres que andaban por allí. No se le
conocían vicios peligrosos y, si tenía alguna amante, nadie lo sabía. Emery
Winthrop, su padre, la llamó al estudio de su casa en Londres cuando
acababa de decidirse.
—Catherine —empezó muy serio mientras paseaba alrededor del
mullido sofá en el que se había sentado—, he recibido una docena de
proposiciones de matrimonio en lo que llevo de día y solo espero saber tu
opinión.
En honor a la verdad, su padre no pensaba dejarla elegir con total
libertad, pero ella ya lo sabía. Aun así, le enumeró la lista de hombres que la
pretendían. Dejó la de Julian para el final y evaluó su reacción.
«Pobre padre, debió de sentirse muy desilusionado cuando no moví un
solo músculo».
A continuación, le relató las deficiencias que encontraba en cada uno de
ellos, llegando de nuevo al último nombre.
—He indagado en su vida a conciencia desde que empezó a ser asiduo de
tu compañía y a enviarte muestras de aprecio —con ellas se refería a dulces
y flores que le eran mandadas cada mañana sin falta al domicilio familiar de
la capital— y he de decir que no he encontrado nada que me haga
desconsiderarlo.
Catherine entendió a la perfección lo que pretendía decirle. Ella era la
hija de un marqués y, como tal, esperaba un matrimonio con un hombre del
mismo rango o superior. Julian solo era un conde, título nobiliario por
debajo del que ostentaba su padre. Que este lo tuviera como único
candidato, puesto que a los otros los había despachado con suma facilidad,
indicaba que su fortuna, personalidad e historial solo ayudaban a ensalzarlo.
No obstante, le hizo la pregunta que su progenitor había deseado escuchar.
—¿Qué pretendes que haga, padre?
Él se lo dijo de forma clara: quería a Julian Montague como yerno. No
iba a ser ella quien le dijera que ya había decidido escogerle como esposo.
Que creyera que había sido él quien le había puesto la idea en la cabeza.
—Llegarás a quererle, ya verás —le dijo en ese último instante en que su
vida empezaría a dar drásticos cambios. Su padre no podía asegurarlo, pero
entendía que quizás era su forma de convencerse. No le guardaba rencor por
ello. Hizo lo que creía que era mejor para ella.
Esa noche, antes de salir a otra fiesta, Julian acudió a su casa a
proponerle matrimonio. No fue más romántico de lo que se podía prever,
pero Catherine no lo esperaba de otra manera. No se amaban, pero
esperaban que a la larga el enlace fuera plácido y fructífero. Ninguno de los
dos pensaba en amores desgarradores y pasionales. Eso solo existía en los
sueños de tontas jovencitas y poetas ingenuos.
A partir de ese mismo día, la vorágine la engulló. Allá donde iban eran
presentados como prometidos. Él la acompañaba a todas partes, para
consternación de algunos caballeros y envidia de la mayoría de damas. Fue
atento, complaciente y, en alguna ocasión, hasta tierno. Jamás había pasado
tantas horas en compañía de otra persona, a excepción de sus hermanas y
hermanos. Poco a poco, mientras los preparativos de la boda se afianzaban a
una velocidad vertiginosa, empezaron a conocerse. Abandonaron la
temporada social en cuanto tuvieron todo lo necesario, pues seguir en ella
ya no resultaba conveniente. Catherine lo aceptó todo de buena gana y, al
poco tiempo de volver a su casa para tener la boda lista, descubrió que sus
sentimientos por Julian habían cambiado de forma variable hasta alcanzar
un estado que cualquiera habría podido definir como enamoramiento
juvenil.
Se casaron una soleada y fría mañana de domingo en Cornualles, bajo la
mirada atenta de familiares, amigos y vecinos. La recepción posterior fue
todo un éxito que podría atribuirse más que nada a los Penderton, pues eran
las mujeres quienes se ocupaban de esos menesteres, ya que era bien sabido
que la única fémina Montague era su recién estrenada cuñada, aún una
jovencita menor de edad.
Si en ciertos momentos Julian le pareció serio o reservado, comprobó
que no era su talante habitual y fue descubriendo que su marido albergaba
por ella sentimientos parecidos. Podía decirse que estos habían ido
creciendo a la par.
Catherine recordaba el primer año de matrimonio como un cuento de
hadas. Su amor por él era algo que nunca creyó que fuera a ocurrir. Julian la
hacía sentirse amada y deseada, por lo que, cuando surgió el problema y
tuvo que embarcar, jamás pensó que lo perdería poco después.
Solo ahora, paseando de una habitación a otra sentía que aquello que
tuvieron no regresaría jamás, y que quizás no tendría ni el matrimonio
sereno y placentero que anhelaba en su juventud. El futuro era negro y el
miedo le retorcía las entrañas. ¿Deseaba que su marido fuera el prisionero
que habían rescatado de Argel o prefería seguir siendo una viuda segura y
confiada? Carecía por completo de respuesta.
2

—¡Ya vienen! —pregonó Sophia a pleno pulmón desde el torreón que


daba al este. Coth Castle había pertenecido a la familia Montague desde la
época medieval, convirtiéndola en el hogar de numerosas generaciones. En
un comienzo, la edificación no fue más que un par de torreones de planta
circular, pero a través de los siglos había evolucionado hasta convertirse en
un precioso castillo, casi de ensueño.
El grito sobresaltó a Catherine, que tenía los nervios a flor de piel.
Apretó las manos con cierto nerviosismo y dio unos pasos de aquí para allá
sin un rumbo fijo. Había intentado convencer a su cuñada para que
permaneciera junto a ella, sin embargo, esta prefirió esperar frente al
ventanal, como un vigía. ¿Quién podía culpar a la joven? Estaba impaciente
por ver a su hermano, por reencontrarse con él y la espera se le hacía larga.
Tres años era mucho tiempo. Para todos, incluso para ella misma.
A pesar del empeño general, se había resistido a convertirse en viuda,
pero el tiempo fue pasando y sus fuerzas flaqueaban. Cuando todo era ya
oficial, parecía casi absurdo aferrarse a una idea, mantener aunque fuera un
mínimo de esperanza, pero nunca se había recuperado el cuerpo y por tanto,
existía una posibilidad, aunque fuera remota. Y ahora que regresaba el
conde todo volvería a ser igual, como si ese lapso de tiempo nunca hubiera
existido.
¿Sería posible? Porque las noticias no eran muy halagüeñas.
—Milady —la llamó la señora Fellow, el ama de llaves, sacándola de su
ensoñación.
Catherine miró a su alrededor. En el hall, junto a ellas, se encontraba el
señor Lloyd, el mayordomo y dos lacayos. Lloyd, que siempre parecía
controlarlo todo, esperaba sus órdenes, porque había cierta confusión en la
casa con la nueva situación. Tras declarar muerto a Julian, su cuñado
Gregory se había convertido en el nuevo conde. Ahora, tras el regreso de su
esposo, el joven perdería todos sus derechos y ya nadie volvería a llamarle
lord, sino señor. Ella misma dejaba de ser la condesa viuda. Imposible
adaptarse a tantos cambios en tan poco tiempo.
Dudó sobre qué debía decir o hacer. Nunca había sentido tanta indecisión
en su vida.
—Vamos a esperarles fuera —dijo con un hilo de voz y el estómago
revuelto. No podían esperar que tomara el control cuando sentía que iba a
desfallecer en cualquier momento. Se alegraba de la llegada de su esposo,
por supuesto que se alegraba, ella lo amaba; no obstante, no podía olvidar
que había estado tres años encerrado en una prisión lejos de casa y como
consecuencia, él era otro.
En la carta que Richard les había enviado desde Londres confirmando las
sospechas de las autoridades, relataba cómo su sobrino había experimentado
cierto cambio emocional. Había sido bastante conciso, pero ella había
sabido leer entre líneas.
En ese preciso momento, Sophia bajó las escaleras corriendo, con el
vestido un poco levantado para no tropezar. Su excitación era evidente.
Sonrió a los presentes y se adecentó tanto la ropa como el cabello.
—Ya vienen.
—Lo sé. Creo que toda la casa te ha escuchado.
—¿No estás emocionada?
Como respuesta, Catherine asintió. Aunque ambas se llevaban muy bien
y se querían como hermanas, no deseaba compartir su preocupación con
ella.
Uno de los lacayos les abrió la puerta y ella tomó un poco de aire antes
de salir. Esperarían bajo el porche de piedra de tres arcadas, donde solían
detenerse los carruajes y darían la bienvenida a Julian de una forma íntima
y sencilla, como solía gustarle.
Esperaba que fuera una decisión acertada.
Con la mirada puesta en el camino que conducía a Coth Castle, Sophia
tomó su mano y la apretó con fuerza. Hasta entonces, tenerse la una a la
otra había resultado una bendición, pero en esos momentos ni siquiera ella
podía reconfortarla.
Sintió nauseas repentinas y tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para
controlarlas. La mataba no saber cómo encontraría en su esposo y cómo
sería su vida de casada a partir de ese momento. ¿Era egoísta pensar tanto
en sí misma después de lo que había vivido Julian? Definitivamente sí,
¿pero cómo hacer para acallar sus temores? Detuvo sus pensamientos en el
instante en el que el carruaje oscuro con el blasón del conde de Beauford
efectuaba su parada a escasos pasos. El primero en descender de él fue
Richard Montague, seguido de su sobrino Gregory. Tanto ella como Sophia
contuvieron el aliento. Luego, con cierta lentitud o pereza, un hombre de
cabellos largos y aspecto desaliñado se deslizó entre los asientos acolchados
y bajó hasta situarse frente a todos.
Catherine se horrorizó y creyó escuchar su propio jadeo. Ese no era él,
no era su esposo. Su cabello tenía el mismo color castaño y quizás la misma
estatura, pero estaba terriblemente delgado. Las ropas le quedaban grandes.
Además, una espesa barba cubría la mitad inferior de su rostro confiriéndole
una apariencia aterradora, o por lo menos eso es lo que a ella le parecía.
En medio del silencio general, escrutó sus ojos. Primero pensó que su
mirada parecía perdida, pero tras observarlo con detenimiento, concluyó
que los iris del extraño se habían quedado sin vida. Un escalofrío recorrió
su cuerpo, de pies a cabeza. Quiso decir a los presentes que se habían
equivocado, que aquel no era Julian Montague, conde de Beauford. ¿Acaso
ella era la única que se daba cuenta?
Ladeó la cabeza y miró directamente a Richard, suplicándole en silencio
que esclareciera la situación. Él se aclaró la garganta, un tanto incómodo.
—Yo… —solo pudo decir, ya que Sophia, con arrojo, soltó la mano que
todavía sostenía y se lanzó sobre el supuesto hermano mayor, abrazándolo.
—¡Julian! —la joven, que no sabía de dobleces, demostró su efusividad,
mientras que el hombre permanecía rígido y con los brazos caídos.
Que hubiera sido tan osada hizo pensar a Catherine que a lo mejor era
ella la que se había equivocado. Estaba tan ofuscada que realmente no veía
lo que tenía delante: a su propio esposo. No podía negarse que físicamente
estaba cambiado, pero además, ya no le quedaba nada de la elegancia o
vigorosidad que a ella tanto le cautivaban, ni su sonrisa pícara, ni su
obstinada determinación. Era como ver a su propio fantasma.
—Bueno, el conde ya está con nosotros —anunció Richard con evidente
alivio y orgullo. El pobre tío había debido encargarse de la identificación,
así como de las gestiones necesarias para anular su declaración de
fallecimiento. Aunque eso todavía tardaría su tiempo.
Pudo ver cómo el señor Lloyd y la señora Fellow se permitían sonreír
abiertamente, pero Gregory, por el contrario, permanecía tieso y con el
rostro desencajado. Ella podía entenderlo perfectamente, sus sentimientos
también eran contradictorios. Cuando dos semanas atrás se supo la noticia,
su padre le aconsejó paciencia. El cautiverio habría hecho mella en su
esposo y por lo tanto, haría falta semanas, incluso meses, para que volviera
a ser el de antes. Ahora, teniéndolo en frente, Catherine se preguntó qué
cantidad de tiempo sería suficiente. Rogaba a Dios un poco de clemencia.
—Bienvenido, milord —el recibimiento del mayordomo no consiguió
hacer reaccionar al hombre. Ni siquiera se inmutó.
—Bienvenido, milord —repitió en ama de llaves, consiguiendo la misma
respuesta.
—Catherine, querida. ¿No quieres saludar a tu esposo?
La petición de Richard le pareció demasiado atrevida. Aunque lo hacía
con la mejor de las intenciones, como siempre, ella no se sintió capaz.
Parecía estar clavada en el suelo, por lo que solo pudo permanecer de pie,
parada, mirando a todos como si la extraña fuera ella.
«¿Por qué no puedo hacer como Sophia?», se dijo. Por Dios Santo, era su
esposo y ella lo amaba. Había estado esperando su regreso desde que se
supo de su desaparición y ahora era cuando él más la necesitaba. Debía
demostrar entereza, no esconderse como un cervatillo asustado.
—¿Catherine? —Sophia la miró vacilante. Sus ojos, abiertos de par en
par, estaban a la expectativa. Ya no abrazaba a su hermano, no obstante,
todavía seguía manteniendo el contacto con él.
Se mordió el labio inferior indecisa. Su cuñada no podía entender sus
dudas y no quería decepcionarla. ¿Cómo hacerle entender que no se sentía
preparada? Por suerte, Richard percibió su vacilación y salió en su rescate.
Él siempre decía que las cosas requerían su tiempo.
—Será mejor que lord Beauford descanse —indicó a los presentes—. El
viaje ha resultado agotador —no supo si se refería a él o a su sobrino—.
Señora Fellow, ¿está lista la habitación del conde?
—Por supuesto, señor. Avisaré a su ayuda de cámara.
—No será necesario, yo me encargaré —Catherine no discutió las
órdenes. Nadie lo hizo. Se sentía un tanto aliviada porque necesitaba
recomponerse. Notaba cierta humedad en los ojos y no quería que nadie la
viera así.
Richard depositó una mano sobre los omoplatos de Julian, que hasta
entonces había permanecido mudo, como si estuviera ausente. Lo condujo
con suavidad hasta el interior de la casa, hablándole en voz baja y
tranquilizándole. Subieron los peldaños de las amplias escaleras principales
y lo guio por una serie de corredores hasta donde se encontraban sus
aposentos.
La posición en la que se encontraba la familia era extraña e insólita. Él
mismo se encontraba perplejo. Desde que recibieron una notificación de las
autoridades para que alguien fuera hasta Londres para probar la
identificación del hombre rescatado en Argel, la vida de todos había dado
un vuelco. Además, debían actuar con sumo cuidado, pues al parecer su
sobrino no se encontraba del todo en sus cabales y a veces actuaba como un
salvaje. Lo había podido comprobar: les costaba muchísimo conseguir que
se vistiera y era imposible ponerle la chaqueta o el pañuelo en el cuello. Eso
sin contar con su cabello o su barba. Tanto él como el ayuda de cámara lo
habían perseguido por toda la casa de Londres tratando de mejorar su
aspecto, sin embargo, Julian los esquivó y acabó saliéndose con la suya, por
lo que lo dejaron tal cual. No le extrañaba que Catherine lo contemplara con
terror. ¿Quién querría tener un esposo así?
Ya en la habitación, apartó la colcha de terciopelo azul ribeteada en hilo
dorado y la sábana. Lo hizo sentar sobre la cama, le quitó las botas y el
abrigo, pero le dejó puesta el resto de la ropa y lo acostó con ternura como
si se tratara de un niño pequeño. Tan desvalido como estaba, lo parecía.
Después, cerró las cortinas permitiendo apenas entrar la luz y murmuró:
—Descansa, estás a salvo. Nosotros te protegeremos.

***

—¿Ha dicho algo sobre lo que pasó? —preguntó Catherine a los dos
hombres que cenaban con ella y Sophia en el comedor familiar.
La estancia, a pesar de estar construida con techos altos y paredes de
piedra, era cálida y acogedora. Una amplia chimenea moderaba las
temperaturas hasta en los días más fríos, y los inmensos ventanales que
daban al jardín dejaban pasar el sol cada mañana. La mesa, donde podían
sentarse catorce comensales, ahora solo estaba ocupada por cuatro.
Con un gesto, indicó al servicio que se retirara. No quería hablar del
estado de su esposo frente a ellos.
—Ni una palabra —fue Gregory quien respondió cuando se quedaron
solos. Hasta entonces había permanecido cabizbajo y en un silencio
sepulcral, casi como el de su hermano. Levantó la vista y la miró
directamente—. Es como si no habláramos el mismo idioma.
—Es normal dadas las circunstancias —intervino su tío—. A saber las
penalidades por las que ha pasado —señaló concienciándolos. Era lo que
habían dicho los doctores.
—No creo que se trate de eso —manifestó su desacuerdo—, sino de algo
mucho más profundo. Vamos tío, ¿cuántas veces has intentado establecer
una mínima conversación con él? Ha pasado una semana desde que lo
sacamos de aquel sanatorio. Cualquiera diría que le ha comido la lengua el
gato.
—¡Gregory! —lo reprendió Catherine. No quería ser demasiado dura con
él por lo mucho que la situación le estaba afectando, no obstante, toda la
familia se encontraba en el mismo lugar.
—Lo siento —se disculpó inmediatamente—. El comentario ha estado
fuera de lugar.
Se sirvió media copa de vino y se la bebió de un trago.
Catherine escudriñó su rostro, tratando de averiguar lo que pasaba por su
cabeza. Él siempre había vivido feliz en un segundo plano, siendo el
hermano menor del conde, y nunca pretendió más. Gregory era un hombre
tímido y reservado que se vio en la obligación de sustituir a Julian a los
veintitrés años por el bien de la familia. Él no deseaba semejante carga, pero
ahora que la tenía y empezaba a actuar y acostumbrarse a ello, iba a
perderla.
—Para mí no es fácil verlo así.
—No lo es para nadie.
En el pasado Julian solía tener una gran vitalidad. Era un hombre
decidido, bastante tozudo también y sobre todas las cosas, amaba a su
familia.
—Es obvio que ha cambiado —Sophia se dejó oír. Estaba disgustada con
la actitud de sus parientes—. ¿Creéis que a mí no se me rompe el corazón al
verlo así? Me da la sensación de que al llegar ni me ha reconocido, pero
está aquí con nosotros, y seamos conscientes, eso es un regalo divino —con
el dorso de la mano se limpió la humedad de los ojos—. Lo recuperaremos,
lo sé.
—Sophia, cielo. No quiero amargarte la noche —intervino Richard, el
más sensato y sereno de los cuatro—. Debes ser conocedora del estado real
de tu hermano.
—¿Tan grave es el pronóstico? —Catherine sintió un repentino temblor
en su corazón.
Había sido muy duro perderlo y darlo por muerto, pero ahora que lo
recuperaban, ¿por qué Dios era tan cruel y lo devolvía a sus brazos en esas
circunstancias?
—Lo ignoramos. Nadie conoce cómo evolucionará. Otros han sido
rescatados de condiciones similares, o incluso peores, pero ¿sabremos
alguna vez cómo llegó hasta ahí o cómo desapareció del buque que lo
llevaba hasta Inglaterra? A lo mejor nunca llegamos a tener las respuestas.
—Por lo menos sabrá quiénes somos…
Como respuesta, Richard se encogió de hombros. Al parecer había dado
su nombre completo a los soldados de la Marina Real y tras dejar el
sanatorio, se marchó con ellos sin oponerse, pero no estaba muy seguro, ya
que no hablaba. La primera vez que intentó razonar con él, solo consiguió
frustrarse. Julian se quitó los zapatos que le habían traído y se acurrucó
sobre la butaca forrada con una tela gris ceniza. Luego, se miró los pies y
empezó a juguetear con sus dedos, como si fueran un entretenimiento.
Aunque le parecía un gesto de mal gusto, se lo pasó por alto, recordándose
que debía tener paciencia. Habría sufrido mucho, supuso, pero si no fuera
por las autoridades, quienes les narraron los hechos de la liberación, no
sabrían de dónde había salido.
—No lo sé.
Gregory se apoyó sobre el respaldo de la silla y cruzó los brazos tras la
nuca.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó con sequedad—. La gente es
chismosa por naturaleza y no tardarán en hacer cola para visitar al conde. Si
se corre el rumor de que está loco…
—¿A ti qué te pasa? —le espetó su hermana con una mirada de censura
—. ¿Nadie te ha enseñado buenos modales?
—Tú, mocosa…
—¡Basta! —los interrumpió su tío—. Todos estamos nerviosos, es
comprensible, pero no vamos a empezar a pelearnos unos con los otros.
Su tono de voz fue suficientemente áspero para zanjar cualquier
discusión, sin embargo, a Catherine le preocupaban las palabras de su
cuñado. Él tenía razón, vecinos y conocidos no tardarían en llamar a la
puerta para nutrirse de sórdidos detalles sobre el cautiverio de Julian. No
era seguro exponerlo hasta que estuviera recuperado.
—No podemos permitir cierto tipo de habladurías, por lo que de
momento habrá que mantenerlo apartado de cualquier visita.
—¿Quieres esconderlo? —la pregunta de Sophia la indignó. No tenía
ningún derecho a mostrarse tan beligerante.
—¡Por Dios Santo, no! —gritó más de lo que tenía pensado—. Mi
esposo necesita sosiego para recuperarse, no que lo examinen con lupa.
—Estoy de acuerdo —convino Richard—. Ahora mismo tenemos dos
frentes abiertos: por un lado, Julian debe recuperar su título. Lo último que
necesitamos son chismes sobre su capacidad mental. Por lo menos hasta que
esto se solucione. En cuanto a la gente… no soy ningún ingenuo. Sé que
están ávidos de respuestas, aun así, ni yo mismo sé qué decir —murmuró
con cierta derrota—. Estoy cansado, necesito una copa de brandy y un
cigarro. ¿Por qué no lo dejamos para mañana? Seguro que entre todos
encontramos una explicación que satisfaga a las visitas y que no nos deje
como unos embusteros —se levantó sin terminar la cena y depositó un beso
sobre la frente de su sobrina y otro sobre la mejilla de Catherine—.
Disculpadme.
—Tío, voy contigo —Gregory se retiró con él y dejó a las dos mujeres
en silencio.
Catherine aprovechó para acercarse a su cuñada. El recuerdo de Julian
había estado atormentándola en sueños durante años y no quería que ella
creyese que no deseaba su regreso. Eso jamás.
Se frotó las manos sobre el vestido y habló en voz suave.
—Estás enfadada conmigo, ¿cierto?
Aunque hubo veces en que no compartieron criterios, nunca discutieron
ni pelearon, así que detestaba ver la decepción en sus ojos. No quería que
eso las distanciara.
—No, no —negó con vehemencia—. No quiero ser injusta con nadie,
solo es que no deseo que la tristeza y el pesimismo me invadan. Quiero
mantener la fe y la esperanza. Julian volverá a ser el de siempre.
Ojalá estuviera en lo cierto. Julian, Gregory y Richard eran la única
familia que tenía y estaban más unidos que la mayoría. Catherine tenía unos
padres que la querían y un montón de hermanos y hermanas; sin embargo,
la muchacha había crecido bajo la tutela de los tres hombres y, si algo les
sucedía, no tenía a quién recurrir.
—Si alguien se lo merece es él, pero tengo miedo —confesó—. Un
miedo atroz.
—Todos lo tenemos. Desde que se supo la noticia me pregunto si mis
dos hermanos se pelearán por el título o si Gregory aceptará dar un paso
atrás.
—Pero con la vuelta de Julian parece imposible que pueda seguir siendo
conde.
—Si lo desea puede luchar por él. Si se demuestra que las facultades de
mi hermano mayor están mermadas…
No lo creía capaz. No. ¿Por qué haría algo así? Quizás ahora estuviera un
poco abatido y circunspecto, nada extraño dadas las circunstancias, pero no
confrontaría a la familia por eso. Sería terrible.
Trató de reconfortarla.
—Todo saldrá bien.
—Eso es lo que yo digo —de repente esbozó una sonrisa—. Y perdona
mis palabras anteriores. Sé que en estos momentos dar una fiesta de
bienvenida no sería lo mejor —admitió—. Mañana temprano haré llamar al
doctor Carter y le pediré que examine a Julian.
Si alguien sabía qué debía hacerse era Philip Carter, que había tratado a
la familia desde hacía más de treinta años. Había asistido a la antigua
condesa tanto en los abortos como en los nacimientos de sus tres hijos, en
las enfermedades infantiles de estos y había curado todas las heridas de los
chicos, que solían subirse con frecuencia en los árboles demasiados altos. A
pesar de la avanzada edad del doctor, seguía ejerciendo su profesión con
integridad y sabiduría. No había nadie que los conociera mejor, por lo que
Sophia estaba segura de que él sabría cómo tratar a su hermano.
—Es una buena idea —admitió tras pensar en ello—. Julian está
demasiado delgado. A saber a cuántas privaciones habrá sido sometido.
Una vez el doctor le hubiera reconocido y certificara que no padecía
dolencias y su vida no corría ningún tipo de peligro, le pediría que elaborara
una pauta para que su esposo recuperara la forma física. A simple vista no
había observado ninguna tara ni lesión, por lo que seguramente les
recomendaría que comiera de todo. En cuanto a su salud mental…
Sophia debió ver cómo arrugaba la frente, porque le preguntó:
—¿Qué es lo que te preocupa?
—En esos momentos estará acostado en su cama, durmiendo o no.
Hemos vuelto a encerrarlo, aunque sea en una habitación preciosa —dijo—.
¿No resultará contraproducente? —nada peor que eso para recordarle sus
días en Argel.
La más joven de los Beauford meditó sobre ello.
—¿Qué sugieres?
—Alguien debería ir a visitarlo, ver cómo está.
—¿Y después? No puede dormir al raso.
En un intento de aliviar su conciencia, pensó que si comprobaban que
estaba bien, esa noche, todos descansarían mejor.
—No podemos contar con los hombres. Creo que están sobrepasados.
—¿Quieres que te acompañe, no es cierto? —arqueó las cejas esperando
una respuesta.
—Sí.
—¿Por qué ese cambio? Esta tarde ni siquiera has querido acercarte a él.
—Me sentía vulnerable —fue su corta respuesta, pero fue suficiente para
que Sophia comprendiera que al fin y al cabo tenía todo el derecho del
mundo a sentirse así. La intimidad que debían compartir marido y mujer no
debía ser de su incumbencia, por lo que se prometió que no iba a interferir
en su relación de pareja. Quería mucho a su hermano, pero también a
Catherine y ella era una mujer lista; sabría cómo llegar hasta Julian.
—Está bien —terminó diciendo.
La condesa apartó el plato que tenía delante y se dio cuenta de que
apenas había tocado la comida. Lo sentía por la cocinera, pero no le entraba
nada.
Antes de salir del comedor, llamó al señor Lloyd y le pidió que recogiera
todo.

***

La bandeja con la cena descansaba sobre la mesilla auxiliar que se


encontraba a los pies de la cama. Después de tres años acostumbrándose a
comer solo un tazón de un extraño mejunje hecho a base de cereales o un
poco de pan con agua, la deliciosa comida debería resultarle apetitosa, no
obstante, su estómago parecía haberse debilitado con el cautiverio y le era
casi imposible alimentarse con normalidad. Lo comprobó la primera noche
en su casa de Londres cuando comió con gula todo lo que pudo. Como
consecuencia, durante las siguientes horas sufrió un terrible dolor de
barriga.
Levantó la tapa de plata de la bandeja e inspeccionó olfateando el
delicioso aroma que desprendía la comida. Tomó el plato de caldo y
pellizcó un poco de carne con la mano. El resto, lo dejó.
A pesar de tener la chimenea encendida, sintió frío y volvió a la cama.
Sus huesos también estaban resentidos a causa de la constante humedad de
la celda que compartió con cincuenta extraños. En Argel solía hacer calor,
sobre todo en los meses de primavera y verano; no obstante, en aquella
prisión de gruesas paredes construida como una extensión de la muralla que
rodeaba la ciudad, siempre hacía frío, como si el sol abrasador del exterior
no reparara en ella. Sin embargo, lo peor de todo eran los contrastes de
temperaturas a los que eran sometidos los prisioneros. En el día eran
forzados a trabajar fuera de la ciudad, a pleno sol durante largas y
extenuantes horas, mientras que las noches se volvían heladas y no tenían
nada con qué taparse. Había visto a muchos morir por esa causa. Después,
los berberiscos los obligaban a enterrar los cadáveres en una fosa, lo cual le
recordaba que él podía ser el próximo.
Aunque el estado de sus huesos no era lo que más le preocupaba en esos
momentos, Julian Ambrose Montague, conde de Beauford y barón
Montague, se preguntó cuánto tardaría en recuperar su antigua condición
física, ya que en esos momentos sus fuerzas estaban bastante debilitadas.
No obstante, había tenido las suficientes para correr por toda la casa de
Londres y evitar que cortaran su cabello, horrorizando a su vez, a todos los
sirvientes. A él tampoco le gustaba verse de esa guisa. Prefería su antiguo
aspecto, pulcro y cuidado, pero era un sacrificio necesario para representar
su papel. Le daba carácter. Su intención no era la de parecer un loco
rematado, pues eso complicaría las cosas y no le devolverían el título; solo
pretendía mostrarse traumatizado, un poco ido o excéntrico para poder
recabar información sin levantar sospechas y atrapar a la persona que lo
quería muerto.
La sola idea le revolvió las tripas, ya de por sí perjudicadas.
Durante tres años estuvo devanándose los sesos sobre quién podía ser esa
persona, y ahora que estaba de regreso, se dio cuenta de que no había
avanzado mucho en ese aspecto. No tenía enemigo alguno… o eso creía. Su
mayor candidato seguía siendo su hermano, que era quien más ganaría tras
su muerte, pero una parte de él se resistía a creerlo. Su relación siempre fue
excelente, fraternal y profunda, ¿cómo podía suponer entonces que era él
quien había contratado al asesino? ¿Pero quién quedaba, si no? Su tío no
tenía razón alguna y desde la muerte de sus padres, quince años atrás, había
actuado como un padre. A Sophia la descartó desde un principio y su
esposa… si al menos hubieran tenido un hijo sería una posibilidad y en un
año, que era el tiempo que llevaban casados, era imposible que hubiera
llegado a aborrecerlo tanto para poner en marcha un plan así.
Era una tortura vagar en la ignorancia, pensar en traiciones, no estar
seguro de nada. ¡Santo Cielo, las dudas y la rabia sí que lo volverían loco!
Todavía recordaba con claridad esa mañana, más de tres años atrás, en el
Mar Mediterráneo, cuando a lo lejos divisaron un navío de la piratería
berberisca. En medio del caos producido por la huida, un hombre fornido
que pertenecía a la tripulación se acercó hasta la zona donde él se
encontraba, en cubierta y se abalanzó sobre él sin motivo aparente.
El ataque lo cogió por sorpresa y con la guardia baja. El primer puñetazo
lo derribó y lo aturdió momentáneamente, sin embargo reaccionó con
rapidez y esquivó la patada, cogiendo a su atacante de la pierna y
consiguiendo tumbarlo al suelo. Ambos forcejearon con ferocidad y, a pesar
de encontrarse cerca de otros marineros, nadie se dio cuenta de la trifulca.
Estaban todos concentrados en repeler un posible asalto corsario.
No supo cuánto tiempo estuvo devolviéndole golpes. Cuando creyó que
había conseguido vencerle, se puso de pie, todo magullado y se dio cuenta
de que su camisa se había hecho girones. Debió abstraerse más de lo que
pensó, porque lo siguiente que supo es que unas manos musculosas se
aferraban a su cuello, estrangulándolo.
—¿Por qué? —le preguntó cuando lo creía todo perdido.
El hombre rio por lo bajo, sin dejar de presionar su cuello.
—Qué importa. Solo tienes que saber que alguien te quiere muerto.
¿Quién? ¿Quién? Se preguntó aferrándose a la vida. Si moría allí mismo
en manos de ese desalmado nunca sabría el porqué. Una rabia hasta
entonces desconocida brotó de su interior; agarró los brazos de su oponente
y trató de quitárselo de encima con determinación. No fue fácil, pues lo
superaba en fuerza, pero dobló la pierna y con la rodilla le propinó un buen
golpe en la ingle.
El hombre aflojó la presión al sentir el inmenso dolor. Julian aprovechó
el momento para tomar el control y cambiar las tornas. Lo acorraló sobre la
barandilla del barco, casi en el borde, tratando de noquearle o tirarlo al mar
si era necesario. Sin embargo, la jugada no le salió bien. Al echarlo hacia
atrás, dejó el torso del hombre casi colgando sobre el mar. La fuerza
gravitatoria lo empujaba hacia abajo y solo Julian evitaba que cayera. Vio
pánico en sus ojos y la desesperación pudo con él. Sabía qué iba a pasar, por
lo que tiró del conde y lo arrastró junto a él. El resto ya era historia. Nadie
pareció darse cuenta de la caída. Una vez en el agua, trató de luchar por su
vida, pero sin nada a lo que agarrarse, las olas no tardarían en tragárselo. Al
otro hombre nunca volvió a verlo.
Mirando al presente, debería estar agradecido porque lo rescataran los
corsarios. Solo así tenía la oportunidad de volver y vengarse.
Aun así, no pudo evitar ciertos remordimientos y mala conciencia. Tener
que engañar a todos cuando a lo mejor eran inocentes resultaba duro, pero
era la única solución viable. Si no iba con cuidado, bien podrían volver a
intentar matarle, y a lo mejor esta vez sí lo conseguían. Maldición, lo peor
era tener que ver cómo su hermana pequeña sufría, ignorar sus ojos
suplicantes o no reaccionar ante su abrazo, sobre todo cuando se moría por
contarle la verdad. ¿Qué podía hacer con ella? Pues en ese momento era la
única capaz de destruir sus defensas.
¿Y Catherine? Pensó. ¿Qué papel jugaba ella en ese complot? Había sido
incapaz de acercarse a él o hablarle siquiera. Pudo darse cuenta que le
temía, como si fuera a saltar sobre ella en cualquier momento. ¿Seguiría
queriéndolo? Lo dudaba. Apenas un año había durado su matrimonio y
justo cuando estaban en su mejor momento, él desapareció. Su amor podría
haber resultado efímero, como el de él. En la actualidad sus sentimientos
por su esposa eran muy confusos y no se sentía muy capaz de amar. Por lo
menos ella había ido a recibirlo y eso debía significar que seguía viviendo
en Coth Castle, por lo que no había vuelto a casarse. Ciertamente eso era un
alivio.
Todavía no sabía cuál iba a ser su siguiente paso. Debía analizar con
calma la situación, pero mucho se temía que la familia fuera a vigilar cada
paso que diera. Su tío estaba siempre pendiente y, aunque agradecía
interiormente tanta dedicación, la pura verdad era que le molestaba tanto
control. Necesitaba ir y venir libremente, recaudar información, pero si
alguien lo pillaba hurgando en los libros de cuentas o haciendo preguntas,
sospecharían de inmediato. Debía ser sutil y más astuto que sus oponentes,
solo así saldría victorioso.
Fue entonces cuando escuchó unas voces femeninas que atravesaban la
antecámara. Las reconoció. Esbozó una sonrisa un tanto resentida y fingió
estar dormido.
Por fin estaba en casa, en el nido de víboras.
3

Se despertó con las primeras luces del alba. No era algo habitual en ella,
pero Catherine había pasado una mala noche. Las sábanas y mantas estaban
en un lamentable estado y evidenciaban las vueltas y giros que había dado
en un intento de apaciguar su alma e intentar conciliar el sueño. Se
incorporó un poco y se restregó los ojos pensando en qué la había
desvelado. Todavía hacía frío y se le erizó la piel de los brazos. A tientas,
buscó la bata y apartó el cortinaje del dosel de la cama para ponerse las
zapatillas. En la chimenea solo quedaban brasas casi apagadas que alguna
de las sirvientas no tardaría en venir a reavivar. Incluso la alfombra
alrededor de la cama no mitigaba demasiado el gélido tacto del suelo que
cubría. Encendió una vela y se acercó a la ventana para dejar entrar algo
más de luz. Se sorprendió cuando vio las gotas de lluvia salpicar el cristal.
No era más que una tormenta, con el cielo encapotado y la bruma
envolvente que impedía divisar la cala; no obstante, esperaba que se
marchara con rapidez.
Se giró y pensó en su marido. Su marido, qué palabra tan terrorífica le
parecía en esos momentos. Le tenía al otro lado de la puerta, a buen seguro
durmiendo. Ya temía tener su primer contacto real con él, pues la aprensión
que había aparecido durante la cena de la noche anterior no la había
abandonado.
¿Qué pasaría si fuera a verle en ese momento? ¿La atacaría? ¿Se
mostraría silencioso mientras permanecía en una posición inmóvil? A lo
mejor estaba tan relajado durmiendo que ni se enteraba. Lo meditó unos
minutos mientras en su interior se daba valor. No quería hacerlo, pero tenía
que haber una primera vez. Mejor hacerlo sin el resto de la familia como
testigos.
Con decisión, se dirigió a la puerta de su izquierda que comunicaba las
habitaciones. Ya no había vuelta atrás. Se dispuso a coger aire y abrió la
puerta en un silencio absoluto. Al principio no veía nada, pues las cortinas
estabas tan bien corridas que no dejaban pasar la luz. Poco a poco, los ojos
empezaron a adaptarse y vislumbró los objetos y muebles que decoraban la
habitación. La cama era ya más visible y le pareció ver un montón de
sábanas revueltas, como si él tampoco hubiera podido dormir.
—¿Julian? —se atrevió a llamarle en voz baja. Se dio cuenta de que la
voz había sonado temblorosa. No oyó nada, ni tan siquiera un pequeño
movimiento de ropa. Volvió a llamarle y se acercó vacilante hacia los pies
de la cama—. Julian, soy Catherine.
Era evidente que lo era. Hasta la más tonta de las personas se daría
cuenta por su voz y porque había traspasado el umbral que les comunicaba.
Se acercó todavía más dando un rodeo por si tenía que salir corriendo.
No quería encontrar obstáculo alguno.
«¿De dónde ha salido esta idea tan absurda, Catherine?», se preguntó. No
quiso responderse a eso.
A tientas, tocó los pies de la cama medio esperando encontrarse con algo
horrible. Su imaginación estaba desbordada sin motivo alguno, pero la
tranquilizó comprobar que nada le había saltado encima. Más decidida,
rebuscó por la cama. No le encontraba.
«Si no está aquí, ¿dónde andará?»
Vaciló un segundo, tratando de averiguar cuál sería su localización
exacta. Quizás en esos momentos estuviera sentado en una de las butacas de
la esquina burlándose de sus patéticos intentos. Impulsada por el miedo y
algo parecido a la vergüenza, se lanzó hacia la ventana y corrió las cortinas
de un golpe; lo suficiente para comprobar que la habitación estaba vacía.
Estupefacta, se asomó a la salita que precedía los dormitorios. Nada
tampoco. Volvió a su habitación a paso lento. Era evidente que había
dormido en la cama, pues estaba desecha, pero no sabía en qué momento
Julian había decidido levantarse. No obstante, había una pregunta mucho
más inquietante: dónde estaba y qué estaba haciendo.
Como movida por un resorte se decidió a vestirse. Se quitó la bata y el
camisón con prisa, pues hacía frío, y cogió una camisola blanca de algodón
larga, poniéndosela por encima. No había tiempo para el corsé, más que
nada porque necesitaba la ayuda de Betty, su doncella personal. Se puso las
medias mientras cogía también uno de sus vestidos más viejos que solía
utilizar cuando ella y Sophia iban al huerto que el jardinero tenía escondido
más al noroeste de la propiedad. Por si no lo encontraba en el interior de la
casa, cogió la pelliza más oscura que tenía.
El segundo piso estaba muy silencioso, esa fue la primera impresión que
le vino a la mente en cuanto abandonó la antecámara privada y salió al
corredor.
Como en la casa no eran muy madrugadores, excepto el personal de
servicio, claro está, las cortinas que tapaban las ventanas para proteger el
interior del frío, no eran recogidas hasta las siete de la mañana. Iluminó a
derecha e izquierda con la vela que llevaba en la mano intentando decidir
por dónde empezar a buscar. Se decantó por su derecha, pues hacia el otro
lado solo estaban las habitaciones vacías del torreón, que eran utilizadas
cuando tenían invitados, y la escalera de acceso que se dirigía al tercer piso
del mismo. Si no lo encontraba por ningún otro lado, ese sería su siguiente
objetivo.
Pasó de largo el resto de habitaciones de la cara sur para dirigirse a la
escalinata principal. Si hubiera seguido andando, daría la vuelta a la casa y
se encontraría con los aposentos del resto de la familia. Tan pronto pisó la
planta baja del edificio, vio pasar a dos lacayos que ya habían emprendido
sus quehaceres diarios. La saludaron y siguieron su camino. Si encontraron
extraño verla andar a esas horas por allí, no lo manifestaron.
Visitó la biblioteca en primer lugar, seguido del salón familiar y el
despacho del conde. A continuación hizo un repaso rápido de los
comedores, tanto del formal como del privado. Fue allí donde un par de
sirvientas de salón se afanaban por montar la mesa del desayuno.
—Buenos días —las saludó—. ¿Han visto al c… —iba a decir conde,
pero a esas alturas, no quería dar pie a malos entendidos— …mi marido? —
rectificó.
Ambas negaron con la cabeza y prosiguió con la búsqueda.
El salón de los banquetes y la salita de reuniones para invitados se
hallaban vacías, por lo que solo quedaban la monumental sala de armas y la
capilla, esta última situada en la parte delantera. Como era de esperar, la
estancia donde se conservaban las armaduras estaba vacía. Sin embargo, las
cortinas ya estaban descorridas y la luz de la mañana se filtraba entre los
ventanales de forma ojival.
En un primer momento, el movimiento a través de los cristales no llamó
su atención, pero cuando ya iba a salir y cerrar la puerta, algo la detuvo. Se
acercó a mirar al jardín que había contemplado desde su habitación en el
piso de arriba. Seguía lloviendo de forma suave y constante, pero lo que
captó su completo interés fue la figura que se hallaba en el medio de dicho
jardín (aunque era más bien una extensión mediana de hierba recién
recortada). O cuando la primera vez que había mirado no estaba, o lo había
pasado por alto, pero ahora Julian estaba erguido en el centro mientras
miraba hacia el cielo y dejaba que las gotas de lluvia lo empaparan por
completo. Justo en ese instante, levantó los brazos y lo vio mover los labios,
como si rezara. Eso la sacó del trance, por lo que se apresuró a ponerse la
pelliza que todavía tenía en el brazo. Ahora se maldecía por no haber
cogido también un bonete.
«Con lo débil y delgado que está podría coger con facilidad una
pulmonía».
Ese pensamiento le dio alas y se apresuró, pero se encontró con la ama
de llaves, la señora Fellow.
—Milady —su cara expresaba confusión y preocupación—. Acabamos
de ver a… —tampoco supo cómo nombrarle—… su esposo —terminó
diciendo—, en el jardín. Se está mojando.
No le dijo nada que ella no supiera.
—Me encargaré yo misma del asunto. Pueden seguir haciendo sus tareas
—el mensaje estaba claro y no admitía réplica. La señora Fellow se
encargaría de transmitir el mensaje al resto de sirvientes.
Cuando cruzó la puerta de acceso al jardín, Julian había variado la
posición. Ahora estado sentado en el suelo meciéndose, como si se
estuviera consolando. Sintió un aire helado bajándole por la espina dorsal
que no era causado por el frío. Pensó en llamarlo desde allí para evitar
mojarse, pero al instante comprendió que no recibiría respuesta. Ni tan
siquiera estaba segura de obtenerla aun en el caso de acercarse.
Dándose valor, se sumergió en el aguacero. Al instante, las zapatillas
estaban mojadas, pero no le molestó lo suficiente como para disuadirla de
su cometido. Lo importante era hacerle entrar. Si podía evitarlo, no quería
que el resto de la familia lo viera en ese estado. No sabía por qué era tan
importante, pero lo era.
—¿Julian? —lo llamó antes de acercársele por la espalda. No quería
sobresaltarlo—. ¿Julian? —este no le respondió, tal y como ella pensaba,
por lo que dio un rodeo para ponerse enfrente—. Julian —lo llamó con
suavidad, pero él seguía meciéndose.
Tenía los ojos cerrados. El pelo largo y la barba chorreaban agua. Incluso
ella empezaba a notar que pronto necesitaría un baño caliente, pues la lluvia
mojaba ya su fino vestido de muselina, mucho más adecuado para la
primavera.
—Tienes que reaccionar, querido —él siguió sin mover un solo músculo
—. Si sigues aquí enfermarás —hizo una pausa—. Y yo también.
Nada. Empezaba a pensar que no la oía.
—Por favor —suplicó. Sentía el cuero cabelludo mojado y un escalofrío
la recorrió.
Deseaba con todas sus fuerzas cobijarse en el cálido ambiente del interior
de la casa, pero no era capaz de irse y dejarlo ahí. ¿Qué clase de mujer sería
si lo hiciera? Julian debía de hacerlo por algún motivo, o al menos rezaba
para que fuera así. Por eso, decidió quedarse allí con él hasta que se diera
por vencido o acabara lo que necesitara hacer.

***

El agua resultó ser una pura bendición. Llevaba ya tres años sin sentirla,
sin probarla. A pesar que de joven se había quejado de la constante lluvia de
Inglaterra y deseado un tiempo más soleado, los años pasados encerrado en
Argel le habían hecho cambiar de opinión. ¿Salían a la intemperie? Sí, pero
solo para trabajar y bajo un calor asfixiante que te escocía el alma. Había
llovido, sí, pero en esos momentos él y los demás rehenes estaban
encerrados.
Cuando había despertado —una de las más de doscientas veces que había
ocurrido—, sintió el sonido de la lluvia en los cristales. Era tenue, pero el
completo silencio que lo invadía todo le había permitido escucharla.
Acostumbrado al constante ruido de la cárcel argelina, eso era una novedad.
Solo ahora se percataba que antes de caer prisionero era eso lo que tenía.
No se había atrevido a abrir la ventana por temor a despertar a Catherine,
así que se puso lo primero que encontró y se deslizó por su casa como un
ladrón furtivo en busca de la salida. No encontró criado alguno, aunque
sabía que ya se habían levantado, por lo que ningún obstáculo lo detuvo.
Cuando salió al jardín y las gotas tocaron su carne, dio un brinco. Al poco,
empezó a andar por la hierba mientras disfrutaba del placer de mojarse,
aunque no del mismo tipo que sentía de niño, cuando salía a caballo y una
tormenta lo encontraba a su paso.
Con un corto paseo habría tenido bastante, pero fue al ver a un sirviente
mirándole boquiabierto a través de una ventana que empezó a pensar que
pronto alguno de la familia acudiría en busca de respuestas. Así, se apresuró
a aprovechar la oportunidad que había creado sin saberlo y decidió darles
un motivo de preocupación más.
Fue una sorpresa que fuera Catherine la que apareciera. Recordaba lo
poco que le gustaba madrugar y lo mucho que les agradaba a ambos tener
su escarceo matutino antes de bajar a desayunar. Lo malo de todo ello era
que le resultaba tan lejano que podía haberse tratado de un sueño creado por
la mente febril de un prisionero.
La sintió acercarse por el sonido de la tela de sus zapatillas en la hierba
mojada. Muy a su pesar, sus sentidos se habían desarrollado de forma
considerable en su impuesto encarcelamiento. A veces era necesario, sobre
todo para la supervivencia. Cuando le habló con la voz suave que poblaba
sus sueños, estuvo a punto de reaccionar. Nadie sabía, ni siquiera ella, lo
mucho que la había echado de menos, sobre todo el primer año de
separación forzosa. Aun así, era necesario tratarla de ese modo, al igual que
el resto de los familiares. Tenía que tener la certeza de su inocencia antes de
permitirse decirle la verdad, ya que hasta ese momento, todos menos Sophia
—de la cual no había conseguido encontrar motivo alguno para que deseara
su muerte—, eran sospechosos. Por eso ignoró sus súplicas incluso cuando
habló de enfermar. A esas alturas ya era consciente de sus mermadas
facultades físicas. Sabía que un simple resfriado de su húmedo país podía
conseguir lo que no había logrado su confinamiento, pero esperaba el
momento oportuno para reaccionar como un hombre algo enajenado.
Lanzó un grito de júbilo que a buen seguro había sido oído por medio
condado y decidió que ya era hora de entrar en la casa. Se levantó y miró
hacia su dirección sin dejar que sus pupilas repararan en Catherine de forma
directa. Había estado perfeccionando su, como él la llamaba, «mirada
perdida», algo así como mirar al frente dando la impresión de estar oteando
el horizonte: ver sin ver.
Sin mediar palabra, se giró en dirección a la puerta y la dejó allí
plantada. Se imaginaba la reacción de estupor de ella, pero se repetía que
era lo mejor. Cuando ya casi estaba por llegar a la puerta, Catherine le
alcanzó para adelantarle y abrir la puerta. Allí, esperando, había unos
cuantos criados con toallas y mantas, pero consideraba que la mejor
estrategia era ignorarles mientras subía a su habitación chorreando y
dejando, a su paso, una estela de agua por el suelo. Lo sentía por el trabajo
extra que daría a los sirvientes, pero era necesario.
Así, concluyó la primera escena de su nueva vida.

***

El vapor con olor a lilas impregnaba la estancia. Cubierta por el agua,


esta vez caliente y de lo más reconfortante, intentaba quitarse los escalofríos
que todavía la sacudían.
—¡Achís! —el primer estornudo no había tardado en aparecer y rezaba
para que solo se tratase de eso.
Cuando llegó a la habitación, su doncella, de lo más servicial, había
hecho encender la chimenea y llenado la bañera, por lo que no tardó en
quitarse la ropa empapada y meterse de lleno en el agua.
Había terminado de vestirse, pero seguía con el pelo húmedo, cuando los
gritos de la habitación contigua la sobresaltaron. No perdió tiempo y
penetró en ella, encontrándose con una escena que se le antojó grotesca.
Parte del agua de la bañera estaba esparcida por el suelo (suponía que por
un intento del ayuda de cámara por asistir a su señor). Este último se
encontraba subido, con las ropas mojadas todavía, encima de su cama
mientras amenazaba a Willy con el atizador de la chimenea, que también
había sido encendida.
—¡Julian, basta! —la voz no provino de ella, sino de su cuñado, todavía
con la ropa de dormir, que estaba parado en el quicio de la puerta con el
semblante horrorizado. Para su competo asombro, Julian había soltado el
atizador como si quemara y se apresuró a posarse en un rincón de la ventana
acurrucado en posición fetal. Por algún milagro, la voz enojada de Gregory
había surtido efecto—. ¿Qué ha sucedido? —le preguntó entonces en voz
baja cuando se acercó a ella.
El ayuda de cámara aprovechó para huir.
Catherine se lo explicó lo mejor que pudo. Mientras, Julian seguía sin
moverse. Como si no les escuchara, ajeno a todo después de ese momento
de descontrol.
Al poco, entraron algunas doncellas que trabajaban en esa planta para
adecentarlo todo. Ninguna de ellas miró hacia donde estaba su marido y
trabajaron en silencio y con rapidez. Por último, devolvieron el atizador a su
lugar de origen y volvieron a poner más agua caliente en la bañera. Se
despidieron con una inclinación.
—Deberíamos dejarlo solo —sugirió Catherine.
—¿Crees que es lo más acertado? —le preguntó poco convencido.
—No lo sé. De lo único que puedo estar segura es de que no le gusta que
le toquen o le ayuden.
—¿Estarás bien? —la pregunta encerraba una preocupación que la
conmovió. En estos años había llegado a quererlo como un hermano.
Asintió, aunque no estaba muy segura de ello. Esperaba que Julian no se
pusiera violento, pues aunque su estado era más endeble que antes de
desaparecer, no necesitaría de mucha fuerza para hacerle un daño
considerable.
Momentos después, Catherine regresó a su habitación dejando la de su
esposo en completo silencio. Se escurrió el pelo y cogió una tolla dispuesta
a secárselo. Se quitó la humedad del cabello lo mejor que pudo y se lo
peinó. Cuando hubo terminado, se sintió mucho mejor. Estaba lista para
afrontar el día.
De pronto, decidió que necesitaba comprobar si Julian seguía en la
misma posición en la que lo había dejado, por lo que fue a su encuentro. Él
seguía al lado de la ventana, pero esta vez mirando por ella al jardín en el
que había estado poco antes y cubierto por una bata que reconoció al
instante. Era la que le había regalado poco después de casarse, como un
acto espontaneo. En los días posteriores a la noticia de su desaparición en
aguas mediterráneas había sido su único consuelo en las noches, cuando
todos se habían acostado y solo quedaban ella y su recuerdo. Aunque no
tenía por qué, le parecía extraño verla en el cuerpo de su esposo de nuevo.
—¿Julian? —quería preguntarle si estaba bien, pero no sabía si eso
llegaría a su mente. La reconcomía no saber qué pasaba por ella. A saber
qué privaciones o maltratos había sufrido en semejante cautiverio. ¿Tenía
marcas en el cuerpo? ¿Cicatrices que evidenciaban esos días infernales? ¿O
las señales de todo ello estaban marcadas en su interior?
Sin recibir respuesta, y más triste por ello de lo que imaginaba,
retrocedió hacia su alcoba y cerró la puerta con un suave clic.
***

Gregory había tardado un tiempo en regresar a la habitación del conde


después de refugiarse en la suya propia, tratando de buscar una explicación
al comportamiento de Julian, a quien que no creyó volver a ver nunca más
con vida.
Incluso después de recibir la carta en que le comunicaban la supuesta
aparición de un hombre que afirmaba ser Julian Montague y viajar a
Londres para comprobar por sí mismo la veracidad de esas palabras, todavía
no podía creer que estuviera allí, en Coth Castle.
De todas formas, había sido mucho más duro e impactante verle
encerrado en ese inmundo sanatorio que descubrir que su hermano mayor
había regresado del mundo de los muertos.
Se sentía culpable. Inmensamente. Podía enumerar todas las veces en las
que había tratado de convencer a Catherine de la muerte de su esposo.
—Un hombre no sobrevive en medio del mar, aunque sea en uno tan
tranquilo como lo es el Mediterráneo —había esgrimido una y otra vez.
Era la única posibilidad que barajaban. El buque había partido de Atenas
días antes y todo parecía ir bien. Una mañana, tras una persecución corsaria,
cuando fueron a comprobar que todo el mundo estuviera a salvo, se dieron
cuenta de que el conde y un componente de la tripulación habían
desaparecido sin dejar rastro. Tras meses de investigación, las autoridades
inglesas concluyeron que tanto su hermano como el otro marinero habían
caído al agua, quizás atemorizados ante la idea de ser abordados o incluso
por algún movimiento brusco del buque. Esa fue toda la explicación con la
que pudieron contar.
Pues bien, a estas alturas seguían sin saber a ciencia cierta lo ocurrido y
él parecía demasiado trastornado para contarlo. Esperaban la visita del
médico de la familia para que arrojase luz sobre su estado, pero dudaba que
su hermano dejara que le observasen como un animal de feria, ya que se
podía ver que no quería ayuda.
Cuando abrió la puerta de su habitación y vio el espectáculo que estaba
dando, no lo pensó y le gritó, algo fuera de lo común en él. Gregory era un
hombre pausado y con una personalidad nada compleja, y aunque ya ejercía
como conde desde hacía un tiempo, el título le venía grande. Había aspirado
a otras cosas para él, aunque siempre lo postergaba. La desaparición de
Julian había hecho que se diera de lleno con la dura realidad.
Ahora, en el gabinete privado de Catherine y enfrente de la habitación de
su hermano, se debatía sobre si llamar o no. El recelo que sentía era
comprensible, pero no hacía más fácil la tarea.
La llamada que hizo no recibió respuesta, así que, tras intentarlo una
segunda vez, tomó el pomo y se tomó la libertad de entrar. Con cuidado, eso
sí, no fuera a recibir una desagradable sorpresa.
Pues no, su hermano se encontraba sentado en el quicio de la ventana
contemplando el jardín interior de la parte posterior de la casa y los terrenos
circundantes que bajaban en una suave pendiente hasta los riscos y
peñascos.
—¿Puedo pasar? —se tomó como una señal positiva que Julian se girara.
Que no dijera nada no lo preocupó. O al menos, no demasiado. Esa venía
siendo la tónica desde que lo volvieron a encontrar.
Para Gregory, su hermano mayor siempre había sido un modelo del cual
estar orgulloso. Le resultaba más que extraño que fuera él quien asumiera el
control mientras Julian vagaba por ahí viviendo en su propio mundo.
Se dijo que lo mejor sería hablarle. Aunque fuera un monólogo, quizás
esto provocaría alguna reacción verbal en Julian.
—Me gustaría saber cómo te encuentras —un poco en tensión, se sentó
en una de la sillas—. La familia ni siquiera sabe qué hacer respecto a ello.
Están… estamos —se corrigió— aturdidos. Cuando dejamos Londres, el
abogado de la familia, Collins, no sé si te acuerdas de él, se puso en marcha
para establecer que no habías muerto y devolverte al mundo de los vivos de
forma legal —por alguna extraña razón, creía que su hermano prestaba
atención a sus palabras, por lo que continuó—. En cuanto al título… eso
puede ser más complicado. No es que yo lo quiera, pero creo que sería
mejor que yo siguiera asumiendo el mando, por decirlo de alguna manera,
mientras tú pones de tu parte para recuperarte. ¿No lo crees así?
—Tal vez.
El sonido de la voz de Julian lo enderezó de golpe. Este no había
apartado la mirada de la ventana, pero estaba seguro de no haber imaginado
las palabras.
—¿Tal vez? —se levantó y acercó—. Háblame hermano —sentía una
emoción creciendo dentro de él.
—Yo… no. Me. Encuentro. Bien. A veces… —se tocó la cabeza y la
frente con la palma de la mano. Tenía el entrecejo fruncido.
—No pasa nada, te entiendo —eso era un decir. Gregory ni siquiera
llegaba a imaginarse por lo que había tenido que pasar, pero intentaba darle
ánimos—. Te daremos tiempo.
Julian cabeceó y se apartó de donde estaba. Se sentó en la cama para
luego estirarse en ella. Se hizo un ovillo y cerró los ojos.
Gregory volvía a estar desconcertado, pero lo que había conseguido le
sabía a victoria, por lo que se apresuró a despedirse y correr al encuentro de
la familia. Merecían saberlo, así que bajó a la planta principal en su busca.
Cuando vio la puerta del despacho abierta, no dudó en entrar. Su tío Richard
estaba sentado en el escritorio con aspecto cansado.
—¿No has dormido bien? —le preguntó. Al faltar su padres, los tres
hermanos se habían apoyado en el hermano paterno y este no los había
decepcionado. Cuando Julian desapareció, su entereza les dio fuerzas para
seguir adelante y, cuando se le dio por muerto, nadie más que él tiró de
todos para consolarlos dejando a un lado su propio dolor. Le constaba que
tanto su hermana, como Catherine y él mismo, no estarían así de no ser por
él. Le había obligado a asumir el mando «por el bien de la familia que nos
queda», había dicho. Era un gran hombre.
—¿Cómo podría? —las ojeras habían aparecido de nuevo y se le veía un
poco más viejo y cansado—. Además, Ramsey ha venido corriendo a
contarme lo del incidente con Julian.
Ramsey era el ayuda de cámara de su tío. Un charlatán algo presuntuoso
que poca gente del servicio soportaba. Gregory le tenía algo de ojeriza y no
entendía cómo un hombre bueno y amable como Richard podía soportarlo.
—Bueno, puede que lo que te cuente levante un poco tu estado de ánimo.
El tono con el que lo dijo provocó justo lo que quería: tener su completa
atención.
—Anda, no me tengas en ascuas. Es evidente por tu cara que traes
buenas noticias. Las necesito.
—Pues bien, Julian ha hablado —hizo una pausa algo teatral para que el
impacto de su noticia fuera más efectivo—. Me ha hablado —matizó
señalándose.
Richard se levantó de la silla. Los ojos parecían salírsele de las órbitas.
—¡Válgame Dios! ¿Qué ha dicho?
—No mucho, eso sí, pero lo suficiente —sonrió por las buenas noticias.
Ahora empezaba a darse cuenta de que había una posibilidad para que su
hermano se recuperara. Antes no sabía si tenía alguna.
—Pero cuenta, cuenta —le explicó de forma minuciosa lo acontecido en
la habitación del conde, como si lo poco que había pasado fuera más real si
lo compartía. Richard se alegró por ello y Gregory tuvo unas ganas
irrefrenables de contárselo a Sophia y a Catherine. Se pondrían como locas
—. Ahora debemos ser cautos —previno su tío de pronto, empañándole un
poco el ánimo—. Es bueno saber que es capaz de responder a una pregunta.
De todas formas, es evidente que no está bien —unas pequeñas arrugas se
formaron en su frente mientras cavilaba—. Es un progreso, pero lento. Falta
mucho para que pueda asumir otra vez el cargo de conde.
—Pero… —Gregory sentía deshinchar su ánimo. Sabía que su tío no
intentaba desanimarlo adrede, pero era verdad que tenían que ser realistas.
—Compréndelo, Gregory —le puso una mano en el hombro—. Yo
también ardo en deseos de verle recuperado de nuevo y que asuma sus
deberes con el título y la familia, pero hoy ya ha causado suficiente
preocupación con sus dos episodio matinales. Así que me inclino a pensar
que estos se repetirán.
—¿Dos? —arrugó la frente sin saber de lo que hablaba.
Al parecer, no sabía nada del percance en el jardín con Catherine. Si
Richard estaba enterado era gracias a Ramsey, que lo había escuchado en la
cocina. Lo que había ocurrido con Willy, el ayuda de cámara de Julian, era
solo un añadido que reafirmaba sus palabras.
—Entiendo —dijo pesaroso al final. Con los hombros caídos, le dio la
razón a su tío.
—De todas formas —sonrió para darle ánimos—. Lo que ha pasado
también es una buena noticia, solo que debemos medirla con cautela. Creo
que es apropiado que se lo cuentes a Catherine y a tu hermana. Les alegrará
saber que hay esperanza.
Así que Gregory dejó a Richard Montague para que siguiera trabajando
en los papeles importantes mientras él iba directo al comedor familiar con la
esperanza de encontrar a las dos mujeres allí.
Ambas ya casi habían terminado. Las dos le miraron. Para él eran
guapas, gentiles y maravillosas. Quizás su hermana un poco más nerviosa e
intrépida, pero buena persona. El vestido amarillo limón que lucía esa
mañana dulcificaba sus rasgos y hacía destacar su hermosa cabellera
castaña. Catherine, en cambio, había optado por uno más oscuro, azul creía
que era. A pesar de todo, seguía pareciendo muy joven.
—Buenos días hermano. Pareces de buen humor.
Eso llamó la atención de su cuñada, que le miró con una sonrisa.
—¿Alguna buen noticia que quieras compartir?
—¿Como que ya has encontrado una joven lo suficientemente ilusa
como para que te acepte? —apostilló Sophia. Era una broma que solía
hacerle y que su hermano siempre se tomaba bien.
—Qué va, soy demasiado joven para dejar el mercado matrimonial —
ambas sabían que no tenía intención de hacerlo nunca, como había dicho
siempre—, pero no, no es eso.
Se lo contó de forma rápida y Sophia reaccionó de la forma que
esperaba. Catherine se mostró más cauta.
—¡Qué maravilla, qué maravilla! —estaba emocionada por completo.
Desde que la conocían, y de eso hacía muchísimos años, incluso antes de
casarse con Julian, Catherine tendía a no dejar que sus emociones se
mostraran más de lo debido. Solía ser cariñosa y afectuosa con todo el
mundo, pero uno se preguntaba qué pasaba por esa cabeza suya. Eso mismo
pensaba ahora Gregory.
—Es una noticia asombrosa —les dijo en voz alta—, pero…
—Dudas por lo de esta mañana —Gregory terminó por ella—, como el
tío Richard.
Estaba claro de que albergaba sentimientos contradictorios por todo ello.
Lo comprendía, pero pensaba que ella haría un esfuerzo mayor que todos
ellos por la forma en que parecía amarlo antes de que toda esta tragedia
sucediese.
Sophia también la miró, interrogante.
—Es difícil de explicar. Deseo que se recupere tanto como vosotros. Aun
así, un pequeño episodio no nos asegura que sea permanente.
Era todo muy razonable, pero los jóvenes Montague se resistían a creer
que era un episodio aislado.
—No estoy de acuerdo —replicó Sophia—. Eso es una muy buena
noticia. Si seguimos comportándonos con tanta precaución acabaremos
dañando los posibles progresos que pueda hacer. Y me niego a hacerlo. No
voy a perderle otra vez —salió de la habitación.
—¡Sophia! —la llamó Catherine.
—Déjala ir —le pidió Gregory—. Está muy sensible con este tema. Vaya
—esbozó una sonrisa de medio lado carente de todo humor—, todos lo
estamos. Aunque ya sabes cómo ella lo vive todo.
Sí, Sophia lo llevaba todo al extremo con una pasión que a otro ya
hubiera amenazado con engullirle. Por eso, esta subió escaleras arriba.
Tenía ganas de abrazar a su hermano por el progreso. Sabía que si tenía la
suficiente fe todo terminaría por arreglarse. Abrió la puerta después de dar
unos leves toques y lo vio sentado en la cama. No pudo evitarlo y se lanzó
sobre él.
—¡Oh, Julian qué maravillosa noticia nos ha dado Greg! —usó el apodo
que usaban a veces con él. Lo abrazó—. Lo sabía, lo sabía —la voz salía
amortiguada—. Sabía que en cuanto volvieras a casa empezarías a ponerte
bien y volver a nosotros.
Con los ojos anegados de lágrimas y una sonrisa espléndida se separó y
contempló los ojos horrorizados de Julian. Este la apartó de un manotazo
que por poco la tiró de la cama.
—¡Largo, largo, malditos! ¡No me cogeréis! —vociferó mientras corría a
posicionarse detrás de una silla y protegiéndose con ella.
—Julian… —alargó la mano consternada, pero él lanzó una serie de
maldiciones que no había oído jamás.
—El sol ya no será mi amigo mientras la luna no vuele sobre vuestras
cabezas —la frase sin sentido fue acompañada de un lanzamiento de un
vaso que había en una mesilla directamente sobre ella.
Sophia soltó un pequeño chillido y se apartó. El agua le rozó la manga y
el vaso se estrelló en la pared. En su frenética huida se precipitó hacia la
puerta. Su comportamiento le había provocado miedo, pero él la detuvo con
una exclamación.
—¡No!
Ella se giró a mirarle. Su largo pelo se había soltado y se asemejaba a un
perro rabioso.
—¿Julian? —se atrevió a preguntar con voz tenue y con la mano en el
pomo. No se atrevía a decir nada más por temor a provocar otro estallido.
—¿Lo oyes? ¿Los oyes? —este se llevó la mano a la oreja y pareció
escuchar algo ajeno a su comprensión.
—No se oye nada —objetó en contra del sentido común.
—Las bestias se acercan —recitó Julian con voz lúgubre y mirada
perdida—. Es la hora de pagar por nuestro atrevimiento.
Con las lágrimas bajándole por las mejillas, Sophia abrió la puerta y se
deslizó hacia el exterior de la habitación. Ya fuera, y ahogada en sollozos,
se marchó de allí con la certeza que su hermano distaba mucho de llegar a
una salvación.

***

—Tenía que hacerlo —musitó el objeto de sus pensamientos.


Ya solo observaba la puerta por la que había desaparecido su pequeña,
adorable y bienintencionada hermana. Lamentaba haber tenido que actuar
de esa manera, como un loco, pero ¿qué otra cosa iba a hacer?
«Sí, Julian, ¿qué?»
Cuando resolvió hacerse pasar por un loco para así intentar evitar ser
objeto de un nuevo intento de asesinato, no imaginó lo doloroso que le
resultaría hacerlo.
En algunas ocasiones, cuando el público había estado formado por
personas ajenas a él, el resultado había sido gracioso y reconfortante en
cierto sentido. Incluso podía decir que, en lo que respectaba a esa mañana
en el jardín, había sido una fantochada inocente que no hacía daño a nadie.
Lo de amenazar con el atizador a Willy, su ayuda de cámara, fue algo más
complicado, pero todo en honor de Catherine. Sin embargo, lo de ahora… le
dolía en el corazón.
El problema residía en que no lograba ver a su familia como asesinos en
potencia. Cuando Gregory le había detenido con un grito, se había sentido
tan sorprendido por ello que lo dejó correr. En su visita posterior había
decidido hablar por primera vez y ver qué sucedía. Se había mostrado cauto,
pero había pensado en ir recuperando poco a poco la «cordura». Acababa de
comprobar el gran error cometido. La alegría de Sophia le había roto el
corazón y, aunque estaba seguro de que ella no era culpable de nada, su
transparencia e impulsividad lo obligaban a guardar silencio. Se aborrecía
por haber provocado su miedo y rechazo pero, sobre todo, por hacerla
llorar. Si se mostraba impaciente lo echaría todo a perder, pues si
empezaban a pensar que recobraba el juicio, quizás el asesino volvería
actuar sin estar él preparado. Todavía no. Necesitaba tiempo. Tiempo para
pensar y planear mejor las cosas.
Por poco no oyó los leves golpes en la puerta, tan suaves que pensó que
eran fruto de su imaginación. Cuando entró Catherine, la hermosa mujer
que tenía por esposa y que lo miraba de forma interrogante, fingió estar ido.
Notó su cautela cuando se acercó a su lado, se arrodilló en el suelo y le
cogió las manos. Su tacto era fresco y reconfortante. Pensaba que lo había
olvidado. Lo recuerdos se agolparon de nuevo y tuvo que hacer acopio de
toda su voluntad para no reaccionar.
—¿Qué pasó, Julian? —su voz tenía un deje de dolor—. ¿Por qué nos
abandonaste? Han pasado estos años sin ti y nosotros… y yo… —su voz se
quebró.
«¿Acaso tu corazón pertenece a alguien más?», se preguntó de repente
desesperado. ¿Era eso lo que trataba de decirle?
—Perdónanos —sus palabras lo sorprendieron—. Perdónanos por no
comprender, por nuestras ganas de creer en tu pronta recuperación. Pero,
sobre todo, perdónanos por quererte —le besó la mano con devoción y se la
acercó a la mejilla—. Vuelve. Vuelve con nosotros. Te necesitamos.
Sus súplicas lo conmovieron y deseó poder acceder a su ruego, pero de
pronto recordó que era sospechosa y se obligó a endurecer su corazón.
«Te amé tanto una vez. Sin ese amor hubiera enloquecido de verdad».
Sus pensamientos lo traicionaban una y otra vez. Pensaba haber superado
y olvidado lo que una vez compartieron. Creía que su hermana sería su
punto débil, pues la frialdad con la que Catherine lo había recibido y tratado
hasta ahora así lo indicaba, pero estaba por completo equivocado. Su esposa
era capaz de infringirle un daño mayor, por lo que con toda la sangre fría
que pudo reunir, retiró la mano de la de ella y se giró hacia el otro lado,
ignorándola; haciendo más grande el precipicio que los separaba y
acallando en su mente el llanto silencioso que percibía.
No podía vacilar ni dudar. Su vida estaba en juego, así que a corto plazo
debería seguir actuando de forma errática y enajenada aunque le costara la
vida. ¡Qué terrible ironía!
4

Los días que antes podían resultar monótonos y previsibles se habían


convertido en un espectáculo para todos los habitantes de la casa. Los
criados rehuían el contacto con Julian y la familia intentaba no dejarlo solo
a pesar de que parecía querer estarlo. Aunque al principio pareció preferir la
intimidad de su alcoba, poco después salió a deambular por los pasillos.
Había veces en las que se quedaba en la sala de armas, otras subía a las
torres abriendo y cerrando habitaciones solitarias. En ocasiones salía al
jardín y correteaba como un animal salvaje. Su imagen dejaba un regusto
amargo en la boca y Catherine ya no sabía qué hacer.
Los episodios de frenético salvajismo se alternaban con los de algo
parecido a la lucidez. En esos momentos hablaba muy poco y la familia
estaba empezando a desesperarse pese a que Julian solo llevaba en la casa
un poco más de una semana.
Sabía que Richard se sentía frustrado cada vez que intentaba entablar una
conversación con su sobrino, la cual era un reflejo de la de todos los demás.
No obstante, seguía intentándolo. Tanto Gregory como Sophia, aun
temiendo los estallidos a los que era proclive, se pasaban todo el tiempo que
podían explicándole cómo iban las cosas y recordando el pasado. Esta
última, a pesar de lo sensible que ese tema la ponía, se empeñaba en
hablarle de cada paso que daban todos. Por regla general, Julian se mostraba
tranquilo, pero sin participar. Alguna vez, su cara roja y ojos hinchados
delataban que no todo era tan perfecto como le gustaría, y en su fuero
interno se debatía entre dejarlo pasar, como hacía siempre, o ir y regañar a
su marido por hacerla llorar. Por supuesto, él tampoco tenía la culpa y no
podía remediarlo, así que nunca hacía nada.
Por su parte, tenía que lidiar con un personal cada vez más rebelde en
cuanto a las tareas relacionadas con su marido se refería. La señora Fellow
le era de gran ayuda, pero se imponía una conversación con los sirvientes.
Quien no estuviera de acuerdo con las condiciones de trabajo, tenía toda la
libertad para marcharse.
Además, las dos últimas noches lo había sorprendido abriendo la puerta
que comunicaba sus habitaciones en el preciso momento en el que ella, ya
vestida con el camisón, se sentaba en el tocador y se peinaba el pelo. La
primera vez se había sobresaltado y le había preguntado qué deseaba.
—Pelo —le había respondido. Ella dedujo de forma acertada que quería
ver cómo se lo cepillaba, por lo que se giró de nuevo hacia el espejo
continuando con ello.
Catherine se negó a mirar a través del espejo para observarle, pues
consideraba que la escena era muy íntima y él no era su marido del mismo
modo en el que una vez lo fue. Cuando escuchó el inconfundible sonido de
la puerta al cerrarse, se atrevió a echar un vistazo. Estaba sola.
La segunda noche pasó lo mismo. Él se quedaba en el quicio de la puerta
mientras la contemplaba. No sabía si eso lo tranquilizaba, era solo por gusto
o le devolvía algún recuerdo perdido. Aunque eso último lo dudaba.
Durante el primer año que duró su matrimonio, en ninguna ocasión se
quedó contemplándola mientras se cepillaba el pelo. Solía decirle lo
hermosa que le parecía, la suerte que había tenido o lo maravilloso que era
hacer el amor con ella, pero nunca la admiraba de forma tan abierta como lo
hacía ahora. Mientras Catherine ejecutaba el ritual nocturno, Julian se
complacía en observarla.
Lanzó un suspiro y procuró centrarse en la lista de comidas de esa
semana que debía entregar a la señora Fellow. El trabajo se le acumulaba y
ahora solo faltaban las clases de alemán con el profesor que Sophia y ella
habían escogido. Cuando lo hablaron hacía ya tiempo, las aguas estaban
volviendo a su cauce y tenían demasiado tiempo en el que pensar. Aprender
ese nuevo idioma les pareció una muy buena idea que ahora ya no lo era
tanto, al menos a ella. Sophia parecía encantada y pensó que bien se
merecía un poco de distracción. Catherine se esforzaría por mostrar
entusiasmo y asistir a las clases, aunque ahora se le antojaban vacías y
carentes de todo interés.
Una llamada a la puerta de su salita privada la distrajo más de lo que ya
estaba.
—Ya terminaré más tarde —se prometió en voz baja—. Adelante.
—Milady —la señora Fellow entró con cara de pocos amigos—, abajo
hay dos señoras que solicitan su presencia.
«¿Visitas? Solo eso me faltaba».
—¿Quiénes son? —Cuando la respuesta que recibió fue «señora Little y
señora Pomsderoy» su poco buen talante desapareció por completo. Esas
mujeres eran las mayores cotillas del condado. Incluso se atrevería a decir
de todo el país. Ambas eran unas solteronas empedernidas que se pasaban el
tiempo muerto haciendo vistas a sus vecinos para criticar, de casa en casa,
todo cuanto hubieron visto u oído.
El ama de llaves, siempre atenta a su estado de ánimo, frunció más el
entrecejo.
—¿Les digo que no está disponible?
Catherine estuvo tentada, muy tentada. Lo malo de todo ello era que
sabía a qué habían venido y que si se habían atrevido a presentarse sin ser
invitadas, era porque la curiosidad no les había dejado otra opción. Si
mandaba despacharlas, esa misma tarde circularían mil y un rumores, cada
cual más descabellado, sobre los motivos de semejante desaire, pues era
bien sabido de la hospitalidad de los Montague. No tendría más remedio
que capear el temporal lo mejor que supiera.
—No, señora Fellow. Acomódelas en el saloncito rojo. Yo bajaré en
cuanto me cambie de vestido.
El ama de llaves se marchó prometiendo hacer lo pedido, preparar una
bandeja con té y pastas y hace subir a su doncella personal para que le
ayudara.
Esperaba que esa fuera una tarde tranquila, aunque sus deseos, como
todos los que había tenido en los últimos años, no se cumplieron.
El saloncito rojo era una elegante habitación con el techo cubierto con
pequeños cabirones de madera y pintado en un color rojizo pardo que, al
llegar el atardecer, confería un color rojo a la estancia entera. Provista de
una chimenea, era la habitación en donde se recibían a las visitas formales.
Los sofás y las sillas, tapizadas en tonos beige y verde claro con un
intrincado de flores en los respaldos, eran mullidos y confortables. Los
paneles de madera que cubrían todas las paredes le dotaban de una calidez
inusitada. Las vistas de las ventanas daban al patio delantero, justo a la
derecha de la puerta de entrada a la vivienda.
Cuando entró en la habitación, las invitadas estaban husmeando entre los
cristales de las alacenas y de las ventanas. ¿No podían hacer como los
demás invitados que solían pasear por el perímetro del recinto? La mayoría
se quedaban contemplando las sugestivas y vívidas representaciones de las
diferentes batallas en las que los antepasados de los Montague habían
participado. Ellas debían estar memorizando cada detalle a la espera de
encontrar un bocado lo suficientemente provocador para poder contarlo
después.
Ataviadas con sendos vestidos de algodón en púrpura y gris ceniza, cada
uno más feo que el otro, y con mucha más holgura, practicaban el arte de
arrugar el entrecejo como forma de comunicación.
—Buenas tardes, señoras —las saludó tratando ser buena anfitriona. En
las ocasiones en que habían sido invitadas, siempre bordeaban la insolencia
y la censura, pero nunca iban demasiado lejos para que las echara de allí.
Con ellas, la diplomacia adquiría un cariz nuevo.
Se sintió observada y valorada. Dudaba que saliera ganando en ninguna
de sus apreciaciones. Vestía un sencillo vestido en verde agua con franjas
doradas en el busto y en el dobladillo de la falda que le favorecía mucho.
Era de esperar que ellas no opinaran igual.
—Lady Beauford —empezó Lucille Pomsderoy con su voz nasal—. Nos
alegramos de haber venido —nada de «hola, como está, sentimos
presentarnos así, tan de improvisto» o el típico «pasábamos por aquí…»—.
Debe sentirse muy dichosa por poder ostentar su título de nuevo con todas
las de la ley.
Acababan de decirle que en los tres años anteriores había sido nada
menos que una impostora.
«¿Quién no adoraría a estas mujeres?», se preguntó con un sarcasmo
impropio de ella.
Además, carecían de la sutileza necesaria como para ocultar que esa no
era una visita de típica cortesía.
«Aunque con ellas, ¿cuál lo es?»
Sin dignarse a responder a su ofensiva alusión, les ofreció asiento a la
vez que una sirvienta entraba en ese instante cargada con una bandeja de té
y viandas. Aunque sabía que ambas tenían un hambre voraz, eran bastante
educadas (aunque solo en eso) como para esperar a que la anfitriona, o sea
ella, les sirviera primero. Después, tenían vía libre para devorarlo todo a su
paso. No era un espectáculo agradable, pero había visto cosas peores.
—¿Interrumpo? —la alegre voz de su cuñada apareció antes de que
ninguna de ellas empezara a tomar el té y, aunque era una compañía
agradable, no en ese caso. Su poca paciencia y tolerancia a la estupidez
ajena —y en el caso de esas invitadas, abundaba—, le hacía estar más en
tensión, teniendo que contenerla todo el tiempo para que de su boca no
salieran cuatro verdades bien merecidas.
—En absoluto, niña —la señora Little siempre la llamaba así, ni Sophia,
ni lady.
La vio contener una respuesta mordaz mientras apretaba los dientes para
impedirlo. Compuso una falsa sonrisa y se sentó a su lado.
—¡Qué alegría tenerlas aquí! —dijo tan pronto tuvo una taza entre sus
manos.
Ante flagrante mentira, Catherine se mordió las mejillas interiores para
evitar sonreír.
—Lo imaginamos —repusieron casi a coro. Estaba claro que nadie les
había dicho lo mucho que les desagradaba su presencia.
—Cuando he oído que estaban de visita no he podido evitar apresurarme
a correr hacia su encuentro —Sophia se estaba pasando ante tanta
exageración, pero las otras asentían como si comprendieran la súbita
necesidad de esta de tener una charla con ellas.
—¿Más té? —les ofreció. Mientras que Sophia y Catherine habían
tomado unos sorbos de sus respectivos tés, esas señoras ya se lo habían
bebido todo para tratar de bajar los emparedados de pepino que engullían
como si no hubieran comido en semanas.
Les preguntó a qué debían el «placer» de su compañía y, estas, entre
bocado y bocado, admitieron lo que ya sospechaba.
—Por toda Inglaterra ha corrido la noticia sobre el regreso de su esposo,
el verdadero conde de Beauford —ese comentario no complacería a
Gregory, que, aunque no había deseado el título, en ausencia de Julian había
hecho cuanto sabía y muy bien, por cierto. La mirada de entendimiento
entre las Montague indicó que pensaban lo mismo—, pero llevamos tiempo
sin tener noticias. Nadie ha recibido una invitación de Coth Castle —para
su propia sorpresa, se percató de que les estaba reprochando eso mismo.
¡Cuánta audacia por su parte!
—¿De verdad? —la pregunta, farfullada por Sophia, era un claro
indicativo de que la joven no tardaría en perder los nervios y con ellos, sus
buenos modales.
Le apretó la mano para impedir que dijera algo inapropiado. Sus
invitadas ya lo hacían por ella.
—Sí —afirmó Elleanor Little. Se metió otro emparedado en la boca y
masticó con fruición—. Han corrido noticias…
—…Alarmantes —Lucille Pomderoy terminó por su amiga.
—¿Alarmantes en qué sentido? —su cuñada seguía manteniendo buenas
maneras, pero estaba empezando a enfadarse.
—Sophia… —la avisó. Intentaba evitar un derramamiento de sangre.
Ella ya imaginaba lo que saldría de sus bocas. Lo había sabido en cuanto la
señora Fellow había anunciado la visita.
—No, no, estoy muy interesada, de verdad. ¿Cuáles son esas noticias que
tanto las perturban? —sus invitadas no imaginaban lo que les venía encima.
—Pues que estuvo cautivo —la señora Pomderoy estuvo encantada de
contárselo sin saber la tormenta que se estaba fraguando ante ellas—, y lo
internaron en una sanatorio mental porque está… ¡loco! —confesó en un
alarde incredulidad.
Catherine tuvo dos segundos exactos para actuar. Viendo lo que suscitaba
en Sophia las palabras de esa vieja chismosa, se apresuró en derramar el té
sobre el vestido de su cuñada. Le sabía mal, pero con ello pretendía evitar
daños mayores.
Por supuesto, la estratagema no engañó a Sophia, pero le sirvió para
atemperar algo su volátil ánimo.
—Creo que debo ir a cambiarme de vestido —dijo.
Catherine se levantó y la acompañó a la puerta.
—Lo siento —musitó.
Sophia le tocó el brazo para indicarle que no había nada que perdonar.
Lo comprendía.
—Las odio —murmuró entre dientes con un ardor típico en ella. Se
marchó con una sensación de alivio por no tener que seguir oyéndolas.
—Esa niña no tendría que ponerse así —dijo Elleanor en cuanto tomó
asiento de nuevo. Al parecer las mujeres también habían captado su
verdadera intención al tirar el té—. Nosotras no nos inventamos nada,
¿verdad? —le preguntó a la amiga.
—Es cierto. Solo estamos transmitiendo lo que está en boca de todo el
mundo. No es bueno matar al mensajero.
Tenían razón, pero no por ello era más agradable oírlo decir.
—De todas formas —volvieron a la carga—, tendrían que volverlo a
integrar a la… hummm —se lo pensó—, en la buena sociedad.
«¿Qué se supone que significa eso?»
—Sí, algo así como una presentación de vuelta —añadió la otra.
«¿Y someterlo a un escrutinio semejante? ¡Ni hablar!»
—La gente civilizada necesita sentirse segura con los vecinos que tiene
—la señora Pomderoy se había pasado, pero en su ignorancia, o su falta de
tacto, no se dio cuenta de ello.
—Me disculpará si le pregunto a qué se refiere cuando habla de «segura»
—Catherine no había abierto la boca, pero la conversación estaba tomando
un cariz que no pensaba tolerar.
—Bueno… —su tono suave la confundió y pensó que pedía una
explicación más minuciosa—, imagine qué pensarían de nosotras en
Londres, y estoy segura que el resto de gente del condado opina como yo, si
nos relacionáramos con gente que, aunque tienen título, están un poco… ya
sabe —hizo un gesto con el dedo apuntando a la sien con movimientos
circulares y la señora Little lanzó una risita—. Sería inapropiado y
bochornoso.
Catherine ya estaba llegando al límite de su paciencia. Y tenía mucha.
—¿Bochornoso? Creo, señoras, que no se dan cuenta de la fina línea que
las separa de la educación y la más absoluta de las vulgaridades.
Ambas se quedaron perplejas. No solo por el ácido comentario, sino
porque el tono empleado para ello era con la mayor de las dulzuras.
—Creo que no entiendo…
—¡Dios mío! —la señora Litlle interrumpió lo que iba a decir—. ¡Dios
mío! —ya no las miraba a ellas. Su atención estaba centrada en la ventana
que daba al camino de acceso a la casa.
Catherine miró también. Por un instante, no pudo sino parpadear, pues su
cerebro no terminaba de registrar lo que sus ojos veían.
Al otro lado del camino de acceso, en el espacio de jardín y árboles que
componían la propiedad, Julian Montague danzaba como si estuviera en un
salón de baile. Ella también se levantó para acercarse al gran ventanal al
igual que sus invitadas que, horrorizadas, no apartaban la vista.
Con el pelo largo y la barba no se asemejaba al hombre pulcro y elegante
que antaño fue. La chaqueta estaba tirada no muy lejos de allí y el chaleco
iba por el mismo camino.
—¿Quién es ese sujeto? —no supo quién de las dos lo preguntó.
—No lo sé. Pero se está quitando las piezas superiores de ropa —la voz
de la otra salió algo estrangulada. No sabía si por el horror o la excitación.
—Espera, espera, ¿no es este…? Sí, sí.
—Señoras —Catherine se recompuso. Si Julian pretendía dar un
espectáculo, esas dos eran el público menos deseable para hacerlo—, creo
que si nos apartamos y nos cambiamos a otra…
—¿Quién es? —preguntó Lucille.
—¿No lo reconoces? Es el mismísimo conde de Beauford —soltó la
bomba con suficiencia y con algo parecido a la alegría histérica. Debía de
pensar en los jugosos chismes que eso le proporcionaría.
Ambas se apiñaron más en torno a los cristales contemplando a un
hombre parecido a los salvajes, que bailaba y saltaba entre los parterres de
flores. Empezó a quitarse la camisa y las mujeres lanzaron una exclamación
al unísono.
—Se está desnudando de verdad.
—Ellos tenían razón, ¡está loco!
Después de eso, Catherine ya no aguantó más.
—¡Mi marido no está loco! —eso las hizo girar hacia ella.
—¿Que no lo está? —Elleanor se rió en su cara—. Un hombre cuerdo no
daría un espectáculo semejante. Será la comidilla de todo Cornualles.
—¿Cómo se atreven…?
—Nosotras hemos venido aquí de buena fe. No tenemos la culpa si a su
esposo le ha apetecido mostrarnos sus atributos.
—¿De buena fe? ¡Cómo se atreven a presentarse en mi casa! Óiganme
bien, ¡mi casa! Y encima sin ser invitadas. Primero me insultan, luego lo
hacen con mi cuñada y acto seguido se disponen a lanzar una serie de
chismes maliciosos y ofensivos esperando que les ría las gracias. Si creen
que me quedaré a escucharlas están muy equivocadas. Como ustedes han
dicho de forma tan acertada al principio, ahora soy de nuevo una condesa,
¿me oyen? Y ustedes no son más que gente corriente que disfruta
cotilleando acerca de los demás y de sus desgracias, solo para destriparlos
después al lado del fuego con la compañía de personas tan repugnantes
como ustedes —hizo una pausa y cogió aire. Ni tan siquiera se percató de
haber alzado la voz—. Tengo influencia y mi padre sigue siendo marqués,
así que si se atreven a chismorrear acerca de esto, les prometo que se
arrepentirán. Ahora, ¡largo de aquí!
Las dos mujeres, ofendidas en extremo y rojas como la grana, salieron de
la habitación con Catherine pisándoles los talones. Se subieron a su carruaje
y echaron un último vistazo al lamentable espectáculo que Julian ofrecía
correteando desnudo de cintura para arriba. Cuando estuvieron lejos,
ofuscada por haber perdido el control y haberse visto obligada a echar de su
casa a esas dos arpías, culpó a su marido y, muy enfadaba, se fue tras los
pasos.

***

Julian subió el desnivel y se adentró en la espesura de los árboles. Quizás


después se maldijera por haberse quitado parte de la ropa y cogiera un
tremendo resfriado, pero era imposible volver a recogerla sin estropear así
una actuación impecable.
Mientras Catherine había estado en su gabinete privado, él se encontraba
dentro de su habitación. Como tantas otras veces desde que había vuelto, se
aburría. Salía poco y sus movimientos siempre estaban controlados por un
miembro u otro de la familia. Pasaba mucho tiempo pensando y analizando
la mejor manera de descubrir quién quería verlo muerto, pero como había
acabado por reconocer, enclaustrado entre esas cuatro paredes averiguaría
muy poco.
Había oído que la señora Fellow anunciaba a esas impresentables. Ya
antes de casarse las soportaba poco, pero durante su primer año de
matrimonio cogieron la desagradable costumbre de pasarse por Coth Castle
semana sí, semana también, ya fuera sin invitación o acompañando a
alguien que sí la tenía. Sus preguntas siempre eran capciosas y sus
comentarios malintencionados. Aunque reconocía tener que aguantarlas
poco, Catherine sí lo hacía. Incluso le preguntó cómo las aguantaba, pero
ella solo se encogía de hombros. Su dulce mujercita nunca perdía los
nervios ni alzaba la voz más de lo debido y, aunque eso antes era algo que
le complacía, ahora empezaba a sacarlo de quicio. Se suponía que estaba en
una situación muy complicada, caramba. Quería verla mostrar algo más que
un triste y sufrido «te echo de menos».
Por eso, se había escabullido y conseguido salir de la casa. Varias veces
habían estado a punto de pillarlo, pero había sorteado los obstáculos de
forma rápida e ingeniosa. Una vez fuera se quedó un poco preocupado, pues
no había pensado en el paso siguiente. Meditó sobre qué podría escandalizar
a esas señoras a la vez que afianzaba su papel.
Durante esas semanas había alternado los estados de bonanza con los
episodios propios de un hombre no muy cuerdo. Procuraba no abusar de lo
uno ni de lo otro, pues no quería que considerasen volver a encerrarlo en un
sanatorio ni que lo creyeran recuperado. Pensó que si creaba un espectáculo
algo escandaloso, esas mujeres lanzarían los rumores que se extenderían por
todo Cornualles. Nadie sería tan efectivo como esas dos, y quizás así
alguien confiado cometería un error que le permitiera descubrir algo.
Lo de quitarse la ropa le llegó en un momento de inspiración. No podía
comprobar si desde dentro de la salita de invitados, le veían. Esperaba
contar con algo de suerte y esta no le había fallado. Cuando las vio apiñadas
al cristal de la ventana, supo que estaba funcionando, así que se quitó la
camisa y esperó. Al poco tiempo salieron de la casa como escaldadas, pero
sus ojos como platos no perdían detalle.
Hacía tiempo que no se lo pasaba tan bien. Escondió la sonrisa que se
asomaba a sus labios cuando oyó el crujir de unos pasos un poco por detrás.
Se escondió y la vio subir. Se la notaba enfadada por el paso firme y
decidido que gastaba, más propio de su hermana que de ella. Catherine solía
deslizarse por la vida. Todo en ella era dulzura y suavidad, por lo que ese
nuevo temperamento le resultaba fresco y reconfortante. Decidió dejarse
ver, así que continuó un poco más la farsa del baile.
—¡Julian Montague! —Catherine se había detenido. En la mano llevaba
la ropa que él se había ido quitando y la movía de forma amenazante—.
¡Ponte la ropa de nuevo! —se la tiró y quedó lo bastante lejos de él para que
no se moviera.
Por un momento se hizo el silencio. Se oían los pájaros y la brisa erizaba
su piel. Se cruzó de brazos y evitó mantener contacto visual con ella.
Esta resopló indignada y se adelantó para coger de nuevo la ropa y
acercarse hasta casi tocarlo.
—¡Póntela! —su respiración era rápida y superficial, por lo que dedujo
estaba intentando controlar el enfado.
Él se permitió hablar, pero solo una palabra.
—No.
Eso la irritó de forma visible.
—No estoy de humor para tonterías. Te ordeno que te vistas.
Ante su negativa para cooperar, ella cogió el fardo de piezas de ropa y se
las embutió entre sus brazos cruzados obligándolo a tomarlas. Tuvo que
hace un gran esfuerzo para no reír. Su frustración lo divertía. Abrió los
brazos y las dejó caer. Su cara era todo un poema.
—Tú, Tú… —lo señaló con el dedo, impotente—. Oh, esta situación es
absurda. Ya no me reconozco a mí misma —empezó a pasear—. Julian,
tienes que reaccionar, por favor —él hizo caso omiso de la súplica—. ¿Me
escuchas? ¿Sabes lo que has provocado con tu actuación? —no esperaba
respuesta, por lo que ella misma se contestó—. Con esta estúpida escenita
del desnudo has conseguido, no solo que dos de las mayores chismosas de
Cornualles tengan suficiente material como para que todo el mundo hable
del loco que tenemos en casa, sino que yo haya perdido la paciencia y ¡las
haya echado de casa! —puso los brazos en jarras.
Julian no se esperaba eso. Tuvo que mantener todo su control a raya para
evitar estallar en unas carcajadas incontrolables. Había logrado que la
imperturbable Catherine explotara. Ya era hora. Sabía que la situación
amenazaba con superarla, pero deseó haber estado en la habitación para ver
qué les decía a esas viejas cotorras.
Catherine también había ido cambiando en ese lapso de tres años. No
sabía si era debido a una evolución natural hacia la madurez o debido a su
ausencia. Lo único seguro era que su aparición estaba derribando algunas de
las barreras que siempre, a pesar de quererlo —y esperaba con fervor que
no hubiera sido una mentira—, había mantenido en torno a ella.
La hubiera besado para celebrarlo, pero, en cambio, se tumbó en la
hierba cuan largo era. Sin nada en la parte de arriba no era la sensación más
agradable, pero no dijo ni mu.
—Oh, por favor, eso no —Cuando lo vio en el suelo, todo su enfado se
evaporó de golpe y se arrodilló junto a él—. Vamos Julian, sé sensato. Ponte
la ropa y volvamos a casa.
—Quiero dormir —dijo. Julian se limitó a cerrar los ojos y a girar su
cuerpo hacia la derecha, como si estuviera tranquilo en su propia cama.
—¿Que quieres dormir? ¿Que quieres dormir? —lo sacudió, pero este no
se movió—. Ya estoy harta, más que harta —se levantó con torpeza—. Si
quieres quedarte aquí, pues bien, hazlo. Por mí no hay problema, pero no
esperes que te compadezca cuando contraigas una pulmonía —lanzó la ropa
con ira frustrada encima de él y se marchó hacia la casa.
Julian permaneció en esa posición un buen rato todavía. Aun sin mirarla,
había notado sus lágrimas pugnando por salir. No le había gustado. Quería
provocarla, no agravar su sufrimiento. Ya se había divertido bastante a su
costa así que se levantó, se puso la ropa y volvió a casa. Había descubierto
que salir de la seguridad de su hogar le había sentado bien. Necesitaba
desahogarse y sabía la forma exacta de hacerlo.

***

Al día siguiente Catherine volvió a ser requerida por una visita. Su


última experiencia con las señoras Little y Pomsderoy se había tornado
sumamente desagradable, pero esta vez se trataba de alguien al que tenía
afecto. Por eso eligió el salón privado de la familia Montague, que solo era
reservado para los amigos y allegados. Sus paredes estaban cubiertas con
papel de un color intenso y el techo bellamente decorado con frescos que
representaban la vida campestre. Sobre la chimenea colgaban retratos de
diversos antepasados.
Miró con afecto al hombre que tenía frente a ella. Era agradable tenerlo
allí para conversar. Su opinión hacia él era positiva y sus conversaciones
siempre resultaban amenas. Además, se alegraba de que estuviera vivo,
como Julian. Después de más de tres años y diversos periplos, cada uno
estaba donde le correspondía.
—Quizás mi visita le resulte un tanto apresurada, milady —dijo Anthony
Perkins con el semblante pálido e incómodo, como si se tratara de un acto
de arrepentimiento. Ojalá las señoras de ayer se hubieran comportado de
igual forma—. Le ruego que me disculpe, pero no he podido resistir la
tentación dado los catastróficos sucesos del pasado y el giro de los
acontecimientos. Me siento en deuda con todos ustedes y sobre todo, con
Beauford.
El señor Perkins y su esposo habían sido buenos amigos en la juventud,
aunque el primero nunca perteneció a una familia con título nobiliario. Su
padre había sido soldado y en un tiempo él también lo fue, llegando a luchar
contra las tropas de Napoleón. Buscando fortuna y con unas expectativas
demasiado altas viajó hasta Atenas junto a su esposa e hijos para poner en
marcha un negocio de fabricación de muebles, contratando para ello el
mejor maestro artesanal de la región. Por qué había elegido Atenas y no otra
ciudad o país, como la propia Inglaterra, era algo que Catherine desconocía.
Nunca sintió la necesidad de preguntárselo a su esposo, pero sí estaba
enterada de las advertencias que este le formuló al amigo antes de partir, ya
que no estaba nada seguro de que el negocio fuera a florecer. Desde su
punto de vista, el fracaso era evidente.
Recordó que eso sucedió antes de su boda, cuando estaba demasiado
ocupada en los preparativos. Entonces prestó poca atención a la historia y a
la creciente inquietud de Julian, pero unos catorce o quince meses después,
Francis Perkins, el padre de Anthony, llegó a Coth Castle con inquietantes
noticias: al parecer, su hijo llevaba semanas enfermo. Unas misteriosas
fiebres lo acechaban y ningún doctor era capaz de encontrar el origen de la
enfermedad y menos, una cura. Margarite, su esposa, se había visto en la
imperiosa necesidad de vender el pequeño negocio y tras pagar unas
cuantas deudas, el capital menguó. En esos instantes no tenían ni para
costear su vuelta a casa. Lo más triste de la situación era que el señor
Francis Perkins tampoco disponía de la suma necesaria y mucho se temía
que su hijo nunca llegara a recuperarse.
Julian no necesitó escuchar sus súplicas desesperantes ni apiadarse del
viejo. Se sentía en la obligación moral de ayudarle, por lo que, con una
celeridad que muchos envidiarían, organizó todo para marchar cuanto antes
a Atenas y traer tanto a su viejo amigo como a su familia de regreso.
Solo la fatalidad consintió que la vida de uno fuera tomada por la del
otro. Cuando retornaban de la ciudad griega, una soleada mañana de verano
Julian desapareció del navío sin dejar rastro, sumiendo a su familia en una
angustia que todavía perduraba.
Junto con Julian, se echó en falta un miembro de la tripulación y como
dos personas no se desvanecen en medio del mar como si nada, las
autoridades se vieron en la obligación de investigar el suceso. Hubo muchas
especulaciones, demasiadas tal vez; sin embargo, nunca se presentó una
conclusión que llegara a satisfacerles.
—No se aflija. Todo tiene un porqué —dijo, aunque no estaba muy
segura de esa afirmación—. Al final las cosas han salido mejor de lo
esperado —esbozó una sonrisa tranquilizadora y tomó un sorbo de té—.
¿No le gusta? —señaló su taza de porcelana todavía sin tocar.
—Por supuesto.
Para demostrar que no mentía, bebió del líquido caliente y tomó una
galleta de mantequilla y pasas.
—Estará deseoso de ver a Julian —supuso la condesa. Al verlo asentir,
ella continuó—. No obstante, antes debo advertirle —hizo una pausa— que
puede llevarse una desagradable impresión —expuso sin querer dar ningún
rodeo.
Aunque había acordado con la familia dar las menos explicaciones
posibles, por lo menos hasta que pudieran, Catherine iba a permitir aquella
visita. Si todavía quedaba algo del viejo Julian, se alegraría de volver a ver
a su amigo.
El hombre trató de disimular su asombro. Un gesto involuntario se lo
reveló.
—¿Está herido? —su voz grave sonaba a preocupación.
—No precisamente —titubeó un instante y su cuerpo se tensó—, pero la
reclusión le ha afectado más de lo que quisiera yo admitir.
—¿Cómo?
—No voy a ser demasiado precisa. Solo le diré que no recuerda mucho
de lo sucedido. Cuando lo vea, usted lo comprenderá.
Anthony Perkins la miró un instante, en silencio. Trataba de asimilar las
noticias que acababa de escuchar en boca de la condesa y estaba
preparándose para lo peor. Pobre. Había llegado a Coth Castle con un
elevado grado de euforia y ahora ella se veía forzada a echar por tierra todas
sus ilusiones. Sin embargo, no podía enviarlo al encuentro con su esposo sin
ponerlo al tanto de su estado. Sería una irresponsabilidad.
Si bien no había motivos, sonrió débilmente.
—Seré delicado —le prometió—, a no ser que usted no desee que…
Catherine lo interrumpió con un gesto.
—No me cabe ninguna duda de que su presencia le hará bien —y quizás
él consiguiera hacerlo reaccionar. Daría lo que fuera por verlo perder esa
apatía en la que parecía estar inmerso la mayor parte del tiempo.
—Gracias, milady.
Durante un instante se perdió en sus propios pensamientos,
preguntándose cómo sería su vida sin ese desagradable acontecimiento que
los había marcado a todos. Con seguridad, sería feliz, no podía ser de otro
modo. En ese tiempo estaba perdidamente enamorada de Julian y él de ella.
Como culminación de ese amor, ellos tendrían un hijo o hija del cual
sentirse orgullosos y en la casa reinaría la alegría.
Cuando el reloj de pie dio las cinco, se sobresaltó. Anthony Perkins
había permanecido cortésmente callado. Sin embargo, Catherine se
reprochó la falta de educación. Era inútil malgastar el tiempo en fantasías
de ese tipo, no tenía sentido.
Se levantó y él la imitó.
—Vamos. Le acompañaré.
Tomaron distintos corredores de la planta principal y finalmente llegaron
hasta un recodo que quedaba a la derecha. Se detuvieron frente una puerta
doble, maciza y rectangular, con unos goznes nuevos.
—¿La sala de armas? —preguntó con el ceño fruncido al darse cuenta de
hacia dónde le había dirigido.
Ella enrojeció un tanto avergonzada. ¿Cómo decirle que su esposo
parecía encontrarse más a gusto allí que, por ejemplo, en su despacho? Esa
fría habitación solo se enseñaba a los invitados, como una curiosidad, ya
que el castillo no tenía fantasmas, pero sí cotas de malla, espadas y lanzas
del siglo dieciséis; pequeños cañones y arcones llenos de armaduras que el
bisabuelo de Julian se había encargado de coleccionar.
—Bueno… —trató de explicarle—. Ni yo misma lo entiendo, pero aquí
está. ¿Sigue queriendo entrar? —al verlo asentir, se echó hacia un lado y le
dejó el camino libre—. No voy a acompañarle, le espero en el salón.
Antes de retirarse escuchó perfectamente cómo el señor Perkins llamaba
a la puerta y entraba tras no escuchar respuesta. Si Julian aceptaba la visita,
se podrían demorar. En cambio, si se empeñaba en no ofrecer conversación,
no dudaba que Anthony Perkins partiría de inmediato y estaría en casa para
la cena.
Tras el trágico suceso de años atrás, Richard se encargó personalmente
de que el hombre fuera atendido por los mejores doctores, logrando
salvarse. Después, y con la desaparición del conde todavía latente, le buscó
un empleo como administrador de tierras más al norte, por lo que tanto él
como su familia estaban muy agradecidos con los Montague.
Catherine esperó pacientemente durante una hora. Luego, ya no pudo
soportar más los nervios y se acercó hasta la sala de armas. Todo estaba en
silencio, ni un grito, ni amenazas. Ni siquiera se escuchaba una tenue
conversación. Dudó. ¿Debería entrar? El señor Perkins podía encontrarse
con la misma situación que Willy, el ayuda de cámara. Allí había muchas
armas disponibles; no obstante, era un hombre adulto y no tan asustadizo
como el sirviente. ¿Debería avisar a Richard? Él sabría cómo proceder.
Aunque le había advertido que era demasiado temprano para la visita y que
Julian no estaba preparado, ella prefirió obviar su consejo. En cierto sentido
tenía razón, pero tenía la esperanza de que el reencuentro de su amigo le
hiciera enfrentarse al pasado y progresar. Como una catarsis.
«Estás siendo demasiado ilusa», se dijo.
El estado de su esposo era muy delicado y podía ponerse colérico en
cualquier momento. Bueno, esa no era la palabra más apropiada. El
episodio del atizador demostró a la familia que Julian permanecía sumiso y
asustadizo la mayoría de veces, pero en otras ocasiones, tenía estallidos
dignos de un salvaje. El día de ayer era un ejemplo.
Eso la hacía preguntarse cómo acercarse a él.
No tuvo tiempo de pensar en más. El señor Perkins salió con los
hombros encogidos, como derrotado. Últimamente era un gesto que veía a
menudo con la gente que trataba a su esposo, así que no podía
recriminársele nada.
—Tenía usted razón —fue lo primero que le dijo al cerrar la puerta tras
de sí. Ni siquiera pareció preguntarse qué hacía ella allí en mitad del
corredor cuando le había prometido esperarlo en el salón—. Parece muy
afectado.
—¿Ha hablado? —él negó con la cabeza.
—De su boca no ha salido ni una palabra —admitió—. Durante este
tiempo he hablado y hablado tratando de apreciar aunque fuera una mínima
reacción, pero su mirada…
—Lo sé —murmuró cabizbaja. Lo comprendía perfectamente.
—Lo siento.
—Yo también —asintió sin querer confesar que sus esperanzas se había
hecho añicos.
Sintió ganas de llorar.
Catherine se despidió del hombre allí mismo, ya que este se negó a que
lo acompañara hasta el carruaje. Después, sola frente a la puerta, vaciló.
¿Debería entrar y comprobar cómo estaba Julian? ¿Valdría la pena el
esfuerzo? Porque hablar con él era como hacerlo con un muro.
Lo encontró sentado en el suelo en mitad de la sala. Ella juntó los labios
en un mohín y deseó que no le invadiera la frustración. Tratar con su esposo
tenía ese efecto. Se acercó a él silenciosa y, tras dudar un instante, se sentó
con las piernas dobladas, frente a él. Al principio ni la miraba, seguía con la
mirada fija en la pared o en donde fuera, pero después de unos minutos sin
moverse ni tratar de mantener una conversación, consiguió captar su
atención. Ladeó la cabeza y la observó con los ojos entornados, como si
fuera un espécimen digno de estudio. Catherine se sintió un tanto incómoda,
aunque precisamente había querido conseguir esa reacción en él. Debería
sentirse eufórica, no incómoda, ya que por lo menos era un adelanto.
—Te he echado de menos, ¿sabes? —dijo con lentitud y arrastrando las
palabras, aunque no podía estar segura de que fuera a entenderla—. Rezaba
constantemente por tu vuelta y parece que Dios ha escuchado mis plegarias.
Julian —murmuró—, estás con la familia.
Catherine sintió la necesidad de tocarlo. Estiró la mano con suavidad e
intentó acariciar su rostro. Ante su avanzada, él se apartó moviendo el torso
hacia atrás, pero siguió sentado como antes y sin apartar la mirada de ella.
Entonces, de repente, experimentó otro de sus inesperados cambios. A una
velocidad a la que no pudo reaccionar se tiró sobre ella, tumbándola sobre
el suelo. A pesar de no haberle hecho daño, jadeó. Ahora su esposo tenía las
extremidades flexionadas y separadas; el cuerpo de la condesa se
encontraba entre ellas.
Su corazón palpitaba.
Por alguna razón y a pesar de la brusquedad, no se sintió agredida.
Tampoco tuvo miedo. Ni siquiera cuando se dio cuenta de sus intenciones.
Ni siquiera cuando notó los labios apremiantes contra los suyos y cuando su
lengua candente la invadió. A pesar de sus debates internos, una leve
excitación la recorrió de pies a cabeza. Sus mejillas ardieron. Cerró los ojos
mientras seguía compartiendo esa intimidad. El contacto no le repugnaba en
absoluto, aunque no se sentía del todo cómoda. No con un Julian así y en el
suelo, donde cualquiera podría verlos. Hacía tiempo que ansiaba volver a
disfrutar de un momento así, pero no era como lo había imaginado.
Un deje de culpabilidad la invadió, como si hubiera engañado a su
esposo con una infidelidad. Trató de relajarse con el beso y responderle, al
fin y al cabo eran un matrimonio. Sus maneras eran toscas y apresuradas, el
pelo de su barba le rascaba, pero bajo esa capa tosca se encontraba el
hombre que había amado.
Apenas unos segundos después, dejó de sentir presión. Julian se había
apartado. Abrió los ojos con lentitud y se incorporó. Él estaba en un rincón,
encogido como un ratoncito asustado. Su mirada, otra vez, parecía perdida.
—Julian —susurró. No obtuvo respuesta.
Catherine sintió que sus ojos se humedecían. Por un momento parecía
haberlo recuperado, aunque fuera en una versión más ruda; sin embargo,
ahora parecía tan perdido de nuevo…
Se preguntó si ese acercamiento físico que lo había hecho reaccionar
sería suficiente para unirlo de nuevo a ella, dado que todos sus demás
intentos habían fallado. Se mordió el labio. ¿Sería capaz ella de tentarlo lo
suficiente para que la escena volviera a repetirse? Y lo que era más
importante, ¿estaba segura de poder entregarse a él?
Una terrible angustia se apoderó de su ser. ¿Qué iba a hacer?

***

Tras el intento fallido de su esposa por acceder a él, Julian trató de


recuperar el control sobre sí mismo. Lo que había ocurrido entre ellos no
estaba planeado de antemano, sino que surgió espontáneamente al escuchar
sus suaves pero penetrantes palabras. No obstante, tuvo que recordarse que
no podía permitirse el lujo de sucumbir ante sus encantos. No hasta
verificar su participación en su intento de asesinato y no antes de encontrar
al culpable. Aunque llevaba más de tres años sin disfrutar de las tibiezas de
una mujer y empezaba a sentir ciertas necesidades físicas, debía enfocar sus
mermadas fuerzas en su objetivo y no perderse en cuestiones que podían
echar por tierra sus planes. Si había soportado la vida en aquella cárcel de
Argel durante tres años, bien podía resistir la tentación del sexo.
A pesar del intimidante aspecto que ofrecía en esos momentos, a
Catherine no pareció repelerle su beso. No participó como hubiera hecho
antaño, pero tampoco trató de apartarlo. ¿Pensaría que eran sus deberes de
esposa? Y si era así, ¿hasta dónde estaba dispuesta a llegar? No es que fuera
a averiguarlo, tuvo que recordarse. Ese camino estaba cerrado. ¿Entonces
por qué iba continuamente a su habitación y sentía placer en observar un
gesto tan común como cepillarse el cabello? ¿Por qué la provocaba y quería
hacerle reír?
No tuvo tiempo de seguir haciéndose preguntas; al parecer, volvía a tener
compañía, así que se metió de nuevo en su papel. Podría parecer una tarde
de lo más ajetreada, sin embargo, desde el día posterior a su llegada a casa
no había dejado de recibir visitas constantes por parte de su esposa, su
hermana, su hermano o su tío. Y eso que él se esforzaba para que lo dejaran
solo. La única nota discordante fue su amigo Anthony Perkins, del que
hasta entonces no había vuelto a tener noticias.
Hasta que no escuchó su voz resonando por la estancia, no supo de quién
se trataba. Sophia. Había tomado la costumbre de visitarle dos veces al día
y le hablaba de cómo le había ido el día, de la decisión de aprender alemán
o incluso de noticias que llegaban de Londres. Del episodio del día anterior
no hizo comentario alguno.
De todos los residentes en Coth Castle era por quien más lo sentía y la
única a la que deseaba consolar y asegurarle que era el de siempre.
Prácticamente. La traición de alguien cercano y la larga captura habían
modificado parte de su carácter. Por ejemplo, ya no sentía deseos de reír,
pero en esencia seguía siendo el mismo. Los monólogos de su hermana le
calaban hondo, tanto que se sentía un canalla por tratarla así. Si las
circunstancias hubieran sido otras, en esos momentos sería el hombre más
agradecido del país, pero si se levantaba y la abrazaba, lo echaría todo a
perder. Entonces, el canalla que lo quería muerto podría volver a intentarlo.
Nunca estaría seguro.
Lastimosamente, y a pesar de lo mucho que la quería, no iba a tener
mejor suerte que su esposa.
5

«Esta mañana es ideal para una larga cabalgata a caballo».


Mientras Julian miraba por la ventana, se preguntaba qué pasaría si se
permitiera acercarse a los establos y coger uno de sus propios caballos.
Tenía que hacerlo sin que nadie le viera. No esconderse exactamente, pero
sí ser discreto, pues no quería que nadie le impidiera llevarlo a cabo.
Randall Hagan, el jefe de la cuadra, no supondría un problema y los mozos
que pululaban por allí mucho menos. Cada vez más a menudo le asaltaba la
imperante necesidad de salir al aire y sentirse libre. ¿Qué mejor manera de
hacerlo que cabalgando por las tierras de Coth Castle?
«Las mías. Unas que conozco como la palma de mi mano».
No obstante, no se puso su viejo traje de montar. Lo tenía planchado y
guardado en el armario, pero vestirse con él indicaba premeditación y
cordura, algo que él quería evitar a toda costa.
Ya había amanecido, pero seguía siendo bastante temprano para que
nadie le estuviera celando. Solo tendría que ser algo silencioso en sus
movimientos por la habitación, pues Catherine había demostrado tener un
oído muy fino y un sueño más ligero del acostumbrado.
El gabinete privado estaba vacío y el largo pasillo también. Recorrió este
último y siguió recto evitando la escalera principal. Cuando encontró la
bifurcación en la que se encontraban los aposentos privados de su tío y
Gregory, giró hacia la izquierda, en dirección a la escalera secundaria de la
torreta que daba al patio de las caballerizas y que solían utilizar los
sirvientes para subir desde la planta baja o las cocinas.
Salió al exterior con éxito. No había nadie, así que corrió hacia la parte
derecha de la casa y entró en la semipenumbra de las caballerizas. Sabía qué
caballo deseaba y fue directo a él. Pegaso, lo reconoció en seguida. Lanzó
un relincho de bienvenida y acercó su hocico para olfatearlo.
—Hola, viejo amigo —murmuró por lo bajo.
Le dio unas palmadas cariñosas y le puso la silla de montar. Cuando lo
sacó, se topó de frente con un mozo que no conocía. Este lo miró y fue
hacia el interior de la cuadra con la segura intención de avisar a Randall. Se
apresuró.
—¡Eh! —el grito provino de su espalda. Julian fingió no oírle y subió a
lomos de Pegaso. Se giró. Un enfadado jefe de cuadras se acercaba hacia él.
Cuando vio la identidad del ladrón de caballos se detuvo. Su aspecto, a
pesar de no haberse visto en un largo lapso de tiempo, seguía siendo el
mismo. No había envejecido ni una pizca.
«Suerte para él».
Julian, en cambio, sí lo había hecho. No ayudaba tampoco el aspecto
desastroso y poco pulido que lucía. De todas formas, Randall lo había
reconocido. Lo vio sopesar los pros y los contras de dejarlo ir. Al fin y al
cabo, Julian era el amo de todo eso y le pagaba el sueldo. Al final resolvió
dejarlo marchar. Había escuchado increíbles historias sobre él de la mano de
cualquier sirviente y, dado su aspecto de salvaje, podía darle crédito.
Suponía que, al poco de irse, correría a contarlo a la casa. Cuando
asintió, fue todo lo que Julian necesitó. Espolvoreó al caballo y salió por las
puertas que daban acceso a la cala, pero esa no era su dirección. Torció a la
izquierda y bajó hacia el prado, galopando.
Ya lejos, se permitió dar rienda suelta a su alegría.
—Yujuuuuuuuuuuuuuu —ahora sí parecía un salvaje.

***

—¿Ese era mi marido, verdad señor Hagan? —Catherine apareció de


repente en el patio. Ella tampoco vestía su traje de amazona. Catherine, a
pesar de poder tutear al jefe de cuadras, siempre lo llamaba por su apellido.
Esa deferencia que mostraba, y que lo hacía destacar todavía más entre los
otros trabajadores, le habían granjeado el respeto y la simpatía de este.
La respuesta a la pregunta carecía de importancia para ella. Cuando la
formuló, ya sabía cuál era la identidad del que había salido a cabalgar.
—Sí, lady Beauford —su presencia le ahorraba tener que ir a informar de
nada. Ella ya se encargaría.
—Pues prepare a Liebre —era el nombre que le habían puesto a uno de
los caballos que más rápido corría. No era el suyo, pero ese no pretendía ser
un paseo corriente.
Entró detrás de él mientras algunos de los mozos de cuadra permanecían
mirando. Algunos hacia donde el conde había desaparecido y otros a su
esposa.
—¡A trabajar! —la orden fue dada por Randall, que ni tan siquiera se
paró. Controlaba muy bien su lugar de trabajo. Fue a coger la silla de
amazona, pero Catherine lo detuvo.
—Esa no. La otra. Con ella le alcanzaré mejor.
Este no cuestionó la orden, sino que se apresuró a obedecer. Cuando
estuvo lista, ella subió sin ningún tipo de ayuda, incluso con falda. Esa era
la ventaja de usar una montura de hombre. Además, era una consumada
jinete.
Salió de Coth Castle siguiendo la misma dirección que Julian. Ni el
viento fresco de la mañana ni las bajas temperaturas la molestaban en
absoluto, a pesar de que solía cabalgar cuando el sol ya estaba en todo su
esplendor. No obstante, esa no era una situación normal y lo que más la
acuciaba era qué motivo había llevado a su marido a abandonar la seguridad
de la casa. Hasta ahora no lo había hecho y, aunque en otras circunstancias
lo hubiera visto con buenos ojos, este no era el caso.
Lo había visto salir al patio con Pegaso por pura suerte. A esas horas ella
ya estaba levantada, cosa frecuente desde el regreso de su esposo y, cuando
lo vio a lomos del caballo, no tuvo tiempo ni para pensar. Se lanzó hacia el
patio también. Por eso no llevaba el pertinente traje de montar.
Por un momento tuvo que detenerse para ver si lograba divisarlo, ya que
Julian le llevaba cierta ventaja. ¿Habría cogido la ruta hacia los acantilados?
En efecto. Acababa de distinguir la chaqueta azul, así que se apresuró a
atraparle. Aunque una parte de su mente temía que, apoderado de una de
sus locuras cometiera una estupidez y se despeñara con el caballo, la otra, la
más sensata y a la que recurría siempre, le dijo que no haría algo semejante
después de haber sobrevivido a ese cautiverio en Argel.
Con ese pensamiento en mente, Catherine tomó otro camino un poco
más corto con la intención de atraparlo y cortarle el paso. La falda del
vestido estaba enredada entre sus piernas. Aun así, era más cómodo montar
de esa forma. Hacía ya tiempo que no lo hacía y se dio cuenta, sorprendida,
de lo mucho que lo había echado de menos.
Si hubiera tenido tiempo para detenerse y contemplar el paisaje, se
habría emocionado ante el esplendor que ofrecía Coth Castle bañado por los
brillantes rayos de las primeras horas diurnas. A sus pies, los verdes campos
por los que ella cabalgaba descendían hasta terminar de forma abrupta en
los riscos que daban al mar. Ella se dirigía hacia el lago. Su intención era
bordearlo y cruzar una gran arboleda. Incluso así, Julian iba delante por
unos metros. Pocos, pero decisivos si quería detener su avance. Lo oía
azuzar a su caballo mientras daba gritos. Catherine dudaba de qué tipo, pero
ya daba igual. Cabalgando a su espalda, forzó un poco más a su caballo para
tratar al menos de ponerse a su altura.
—¡Julian, detente!
Fue una fracción de segundo, pero solo eso bastaba para desequilibrarse.
Su grito lo había sorprendido, por lo que al girar sobre su hombro izquierdo
para mirarla, su marido perdió el control del caballo. Una mano perdió las
riendas y lo demás fue historia.
Nada la había preparado para verlo volar por encima de la cabeza de
Pegaso cuando el animal se detuvo casi de golpe. La inercia lo hizo dar la
vuelta y Julian cayó como un peso muerto sobre la hierba bañada por el
rocío.
—Que no le haya pasado nada, que no le haya pasado nada —recitó
mientras se detenía. Saltó de la montura con suma rapidez pese al vestido
que llevaba y se precipitó hacia el cuerpo inerte de su esposo—. ¡Julian!
Julian, ¿me oyes? —empezó a palpar sus costillas y a tratar de voltearlo.
Cuando lo oyó gemir, su corazón volvió a un ritmo menos alocado.
—¡Auch! —protestó este cuando ella le tocó la frente.
—¿Estás bien? ¿Te duele algo? —si no hablaba no sabía cómo descubrir
si tenía algo roto.
—El orgullo.
Su coherente respuesta la dejó sin respiración, pero trató de no
ilusionarse demasiado y respondió lo más serena que pudo.
—Si eso es todo lo que has conseguido por cabalgar como un loco, es
poco comparado con lo que te mereces —no dio señales de haberla oído, así
que lo intentó una vez más—. ¿Puedes moverte o tendré que llevarte en
brazos? —despacio y con algo de dificultad, lo vio volverse hacia ella. Sus
ojos estaban despejados. La miraba tan directamente que se sintió
transportada al pasado, cuando estaban enamorados y se comportaban como
niños. La nostalgia la invadió y le acarició el rostro en un acto reflejo, sin
pensar. Por desgracia, la realidad se impuso y él la apartó de un manotazo
mientras intentaba incorporarse sin ayuda.
«Maldito cabezota». Esa vez no intentó sostenerlo. Su gesto no sería bien
recibido, ya que ni siquiera imaginaba qué le pasaba por la mente.
Julian, por su parte, intentaba fingir que la caída no había molido cada
uno de sus huesos. Se maldecía por haber sido tan imprudente y haberse
despistado, pero no esperaba oír la voz de Catherine mientras cabalgaba por
sus tierras. Se decía que una vez has subido a un caballo, nunca se te olvida,
pero era evidente que se decían muchas tonterías fruto de la ignorancia. Su
estancia forzosa en Argel había debilitado su óptima condición física y, sus
reflejos bastante oxidados, le recordaban que debía tomarse las cosas con
mucha más calma, algo que la caída había podido demostrar.
Tampoco contaba con la respuesta emocional que había sentido a la
simple caricia de su esposa, lo que le hacía preguntarse si no se había estado
engañando respecto a lo que sentía por ella. Quizás ya era hora de ir
avanzando un poco y repetir el beso que le dio.
«Y qué mejor lugar que este», se dijo.
—Julian, tenemos que volver y dejar que un médico examine las posibles
heridas.
«¿Otro médico? Ni en broma».
Con paso lento de dirigió a Pegaso, que pastaba de forma tranquila como
si no hubiera pasado nada fuera de lo habitual. Prefería padecer algo de
dolor que tener que ser examinado de nuevo por un médico. Cogió las
riendas.
—¡No! —su enérgica negativa no la pilló desprevenida.
—Puedes tener algo roto —aunque en el fondo no lo pensaba de verdad.
Si lo tuviera no conseguiría moverse de la forma en la que lo hacía—.
Además, no puedes salir así como así de la casa.
«¿Acaso quieres controlarme, maldita sea?» Lo pensó, pero se guardó de
expresarlo en voz alta. «Soy un prisionero en mi propio hogar».
Obligó al caballo a moverse en dirección contraria a la casa con la
intención de que Catherine se enfadara.
—¿Qué estás haciendo? —esta no era capaz de entender hacia dónde iba
—. La casa está allí —señaló al lado opuesto, pero él ni la miró siquiera. Su
frustración iba en aumento—. ¡Julian! —apresuró el paso todo lo que el
animal le permitía y consiguió cogerle del codo.
Julian se soltó, pero en lugar de seguir la encaró.
—No-quiero-estar-en-casa —se lo dijo despacio, como si fuera tonta.
—Pero no puedes ir tú solo por ahí. Es peli… —es peligroso, estuvo a
punto de decir, pero no terminó. No bien acabó de decirlo se preguntó a qué
clase de peligros se estaba refiriendo. Nada como lo que él habría padecido,
seguro. Allí, a lo único que había de temer era al futuro incierto y a los
chismosos—. Sé razonable —repuso en cambio.
Llegaron a la arboleda. Esta era muchísimo más pequeña que un bosque,
pero con suficientes árboles como para parecerlo.
—¿Razonable? ¿Razonable? —preguntó Julian muy a su pesar. Ella le
estaba irritando con tanto paternalismo—. Estoy harto de ser razonable.
Quiero hacer lo que me plazca —consideró que decir de más sería
demasiado arriesgado. Una vez abierto el caudal sería imposible detenerlo.
—Podemos hablarlo, pero tienes que esforzarte en cooperar. La familia
intenta ayudarte.
Catherine no lo supo, pero era lo peor que podría haber dicho. Julian
intentaba controlarse, pero era difícil. Se acercó a ella midiendo las
palabras.
—No-necesito-vuestra-ayuda. ¿Me entiendes? —la apuntó con el dedo
en el pecho haciéndola retroceder y atemorizándola una pizca—. No-la-
necesito.
—Por favor —musitó—, estoy de tu parte —la alegría que había sentido
por verle responder de forma parecida a antaño estaba desapareciendo. Se
sentía impotente por su incapacidad por llegar hasta lo más profundo de
Julian. Ella era su esposa. Había prometido amarle y ayudarle en cualquier
circunstancia. Ese era uno de los malos momentos a los que sus votos se
referían, pero ella era una simple mujer que no tenía ni idea sobre qué hacer.
Se suponía que Dios tenía que guiarla, pero se sentía perdida e indefensa.
Julian estaba actuando solo en parte. Había algo en él que todavía gritaba
por las injusticias de la vida. Por aquella que le había arrebatado todo
cuanto tenía y lo había sumido en un abismo de desesperación. A pesar de
saberse lúcido —o al menos, todo lo lúcido que uno podía estar después de
haber pasado por el calvario que le había tocado vivir—, un resquicio de su
mente y corazón habían sido arrancadas de forma brutal para verse morir en
una agonía perpetua. Si eso no se parecía a la locura, nada lo haría.
Mientras le reclamaba a Catherine, entendía que ella hacía todo cuanto
podía y más, dadas las circunstancias, solo que a veces, su yo encarcelado
tomaba el control y arrasaba con todo lo que tenía por delante, incluida ella.
—Déjame —esta vez fue más una súplica que una orden, pero su esposa
no cejó en su empeño de llegar a él e insistió.
—Por favor, Julian, vayámonos a casa.
Este no supo en qué momento la furia y la frustración fueron dando paso
al deseo. La suave y desnuda mano de su esposa se posó suplicante sobre su
hombro magullado y, en lugar de una réplica mordaz o un silencio absoluto,
Julian la miró y vio en ella algo que no deseaba ver: miedo e incertidumbre
por él. Era una lástima que no pudiera mitigarlo, al menos no de momento,
ya que confiar en ella podía suponer su fin definitivo. Aun así, quiso
probarse y, antes de que ella comprendiera sus intenciones y tuviera la
oportunidad de rechazarlo, la cogió por la cintura y la besó.
Fue como estar en casa y a la vez degustar algo nuevo. Sus labios
seguían estando dulces, pero bajo el amago de sorpresa de Catherine latía
un nerviosismo y una inseguridad que antes nunca existieron. La saboreó de
forma superficial, pero de momento eso estaba bien. Su esposa no se
apartaba aunque tenía toda la libertad para hacerlo. Al contrario, le
respondía al beso, eso sí, con tiento. A los pocos minutos eso ya no le bastó
y se volvió osado abriéndole los labios con la lengua. Experimentó una
sensación incluso más placentera que en la sala de armas. Aquello quizás no
fue más que una tibia tentativa por su parte, pero ahora era más real y
profundo.
Por un instante, el excitante contacto los envolvió y olvidaron que
estaban en medio de la propiedad bajo el amparo de los árboles. Solo
importaban ellos y su deseo de probar si la magia que hubo antes seguía
existiendo. Cuando Catherine se arrimó a él de forma instintiva,
reconociéndolo, y su pelvis quedó encajada en la suya, Julian se sintió
arder. Si seguían por ese camino podían acabar haciendo el amor y eso fue
lo que le asustó. No era su intención sentir tantas cosas. Eso lo volvía débil
y esclavo de su esposa. Era demasiado pronto. No controlaba la situación y
era imperante hacerlo. Su vida lo valía. Así que, con más brusquedad de la
que quería, se apartó. Prefirió no ver los confusos sentimientos que
poblaban el rostro de ella. Prefirió actuar como un cobarde y lanzarse en
pos del caballo sin decir palabra. Al final, seguro que se lo agradecería.
***

En otro lado de la casa, ya más tarde, Gregory entró en el despacho. Su


tío, en lugar de estar sentado en la mesa como era habitual, estaba mirando
por la ventana.
—¿Te has enterado? —le preguntó. Era mejor ir al grano.
Richard Montague lo miró con gesto de incomprensión.
—Me he levantado hace poco y he vendido directo aquí.
El sobrino vio en una mesa auxiliar una bandeja con restos de lo que
había sido un sencillo desayuno.
—Trabajas demasiado —le riñó con afecto. Con él siempre había sido
así. Siempre estaba haciendo algo. Las posesiones vinculadas al título eran
numerosas y daban mucho trabajo, por lo que este hacía las veces de
administrador general para facilitarle las cosas mientras había sido poseedor
del título. Con Julian había sido algo parecido. Era un hombre fuerte e
incansable.
—Uno nunca trabaja lo suficiente para poder mantenerse al día. Si
queremos alcanzar nuestros sueños y metas debemos ser constantes con los
objetivos que nos marcamos. La juventud de hoy en día no tenéis el espíritu
de sacrificio que teníamos vuestro padre y yo. Eso eran otros tiempos…
Gregory se dio una patada mental. Cuando su tío empezaba a disertar
sobre los deberes de un par del reino, tema recurrente en su corto repertorio
de sermones, se sentía en la obligación de escucharlo, pero siempre era lo
mismo y se lo sabía de memoria.
—Y tanto que lo eran —lo cortó por primera y única vez—, pero tengo
noticias que quizás te interesen.
—¿De qué se trata?
—He ido a las caballerizas para que me prepararan un caballo. Después
de desayunar pretendía hacer un poco de ejercicio.
—¿Y bien? —lo apremió.
—Pues uno de los mozos me ha contado que bastante temprano, Julian
ha decidido honrarles con su visita y robarles uno de los caballos.
—¿Robarles? Extraña forma de expresarte. Los caballos son de su
propiedad.
—Sí, lo sé, lo sé, pero al parecer, ha salido cabalgando como un loco…
Richard meneó la cabeza en gesto de comprensión.
—No sé qué vamos a hacer con él… —musitó afligido.
—Incluso me han dicho que Catherine ha tenido que salir tras él.
La sorpresa de su rostro lo decía todo. Gregory estaba preocupado.
—Primero lo del otro día y ahora esto. ¿Qué hará a continuación? —
rezongó afligido.
—Por eso mismo he venido a hablarte. Tenemos que hacer algo.
Richard miró a su sobrino con seriedad. Él pensaba lo mismo, pero no
quería imponer sus ideas. Era mejor que fuera una decisión consensuada.
—Tal vez, ya que no podemos mantenernos así por tiempo indefinido.
No hará bien a la familia —él siempre estaba pensando en todos ellos.
—Lo sé. No confías en su recuperación, ¿verdad?
—Tengo muy pocas esperanzas. Quizás si tomamos una decisión en
firme…
—¿Y qué propones? —Gregory se sentía sobrepasado. Necesitaba
ayuda.
—Le damos un tiempo, pero si no se recupera…
—Tendremos que declararlo incapaz —Gregory sentía dolor solo de
pensarlo, pero la integridad y el buen nombre de la familia estaban en
juego.
—Si lo crees lo más acertado, así será —Richard asintió, de acuerdo con
sus palabras—. Al fin y al cabo, tú serás su sucesor.
—Sí —musitó—. Y tampoco podemos obligar a Catherine a vivir una
vida así.
Los dos Montague se autoconvencieron de ello. A partir de ahí, tomar
decisiones sería más fácil.

***

Oyó repicar sus propios pasos mientras el lacayo lo guiaba a la luz de


una vela hasta el despacho de lord Hume. La casa estaba en silencio. Los
demás sirvientes debían estar dormidos, pero este sabía que debía esperar su
llegada. Eran sus órdenes. Ya eran más de las doce de la noche, pero al
parecer, el asunto era urgente. Si no lo fuera, se hubiera ahorrado los dos
días de viaje hasta Cornualles, pues para llegar tan rápido tuvo que dejar a
un lado sus negocios. Confiaba que mientras tanto su secretario lo tuviera
todo bajo control.
Se frotó y masajeó la nuca con la mano, cansado. Por lo menos ya estaba
en Laurent Park y su hermano Damien le aclararía el porqué de tanto
misterio. Nunca una carta suya había sido tan críptica. No obstante, era
extraño volver a pisar la casa en donde nació su padre. Para él, que solo
había estado en ella en unas cuantas ocasiones, era un tanto inquietante.
Aunque nadie sabía que era el bastardo del antiguo barón, le incomodaban
las miradas de soslayo de la servidumbre, o los murmullos tras las puertas,
como si sospecharan la verdad, por lo que prefería encontrarse con Damien
en Londres o en cualquier otro lugar.
Frente al mundo, los dos hombres fingían ser simples amigos, pero
cuando estaban juntos se notaba que compartían algo más que camaradería.
Tras terminar sus estudios, Leonard Hume, el padre de ambos, viajó
hasta Frankfurt con la excusa de perfeccionar su alemán. Residió en la
ciudad poco más de un año, pero en el trascurso de ese tiempo conoció a la
joven y hermosa Ilse Baum, hija de un sastre y la tomó por amante. Cuando
el viejo barón, el abuelo de Damien y Gerald lo hizo regresar a casa, Ilse
estaba embarazada de seis meses, por lo que le prometió que tan pronto
pudiera se la llevaría a Inglaterra.
Sus planes no salieron como tenía previsto. Al parecer, en Cornualles le
esperaba una prometida que él no se había encargado de elegir y, aunque al
principio se opuso a la imposición del viejo barón, terminó aceptando. No
obstante, no dejó de responsabilizarse de su antigua amante y el niño que
esperaba, por lo que cuando Gerald nació no le faltó casi de nada; quizás
solo un padre. No fue hasta los ocho años cuando el niño, apellidado Baum,
conoció a su padre en Londres, donde a partir de entonces residiría con su
madre. El viejo barón había muerto, así como la esposa elegida por este,
dejando tras de sí un heredero legítimo, Damien.
A pesar de ser un bastardo, Leonard se preocupó mucho por su hijo
mayor y le tomó un gran cariño. Le proporcionó los mejores tutores, lo
inscribió en las más prestigiosas escuelas y más tarde lo introdujo en el
mundo de los negocios. Tal era su amor por el chico que se aseguró que tras
su muerte, este quedara bien dotado económicamente, otorgándole una
propiedad rentable en el norte.
No obstante, sus dos hijos crecieron sin conocerse. Es más, Damien
ignoró esta circunstancia hasta los diecisiete años, cuando descubrió casi
por casualidad que tenía un hermano. Por error, una carta de Gerald fue a
parar a manos del muchacho, evidenciando el desliz del barón. Como
muchos otros en su misma posición podría haber tomado una postura
menospreciante e ignorar el hecho, sin embargo, se empeñó en conocer a su
medio hermano y desde entonces, a pesar de guardar el secreto dentro de la
familia, entre ambos se forjó un lazo que los uniría para siempre.
—No es necesario anunciarme. Yo seguiré solo —le dijo al lacayo una
vez lo condujo frente las puertas del despacho. El sirviente asintió y se
retiró, llevándose la luz con él. Casi a oscuras, Gerald tiró del picaporte y se
introdujo en la habitación donde le aguardaba el barón, cerrando la puerta
tras de sí—. Damien.
Este le escuchó entrar y llamarle, pero no varió su postura y siguió
mirando como ardían las llamas de la chimenea.
Aunque llevaban sin verse unas semanas, su hermano seguía
manteniendo una actitud distante, como la última vez. Entonces le dijo que
se trataba de asuntos financieros y aunque le ofreció su ayuda, él la rechazó.
Ahora se preguntaba si esas arrugas bajo los ojos y ese aspecto de fatiga
tendrían algo que ver con ello.
A sus veintinueve años, Damien Frederick Hume, barón Hume, podía
considerarse un hombre atractivo, con unos rasgos muy masculinos, pero no
arrebatadoramente irresistible. Lo que más destacaba de su aspecto era su
cabello oscuro, ligeramente rizado y sus ojos color ámbar. Además, era alto
y sobrepasaba a su hermano por lo menos dos o tres pulgadas. Era extraño
que de los dos, pareciera el más mayor, ya que la fisionomía de Gerald
engañaba y en absoluto aparentaba sus treinta y un años.
El barón, para mantenerse en forma solía ejercitarse con la equitación y
sus paseos diarios a caballo, si podían llamarse así, ya que en realidad las
cabalgatas podían durar hasta tres horas, llegando incluso a cruzar los
límites del condado. Cuando era más joven solía participar en carreras
organizadas por amigos y compañeros de estudio, con apuestas de por
medio. No obstante, cuando su padre se enteró, le prohibió volver a hacerlo.
Que él supiera se había mantenido alejado tanto de ellos como de las
apuestas.
¿Sería ese el motivo de tanta premura? ¿Necesitaría dinero?
—¿Cómo estás, Gerald? —le saludó sin levantarse siquiera de la butaca.
Entonces se dio cuenta de la copa de brandy y la licorera medio vacía.
¿Damien bebiendo? Aquello debía ser verdaderamente grave para tomar
una resolución así. Si había un hombre abstemio en el mundo, ese era su
hermano; por lo menos desde hacía unos años.
Después de renunciar a la emoción de la competición pasó a tomar otras
diversiones, como las mujeres o el alcohol y siempre en exceso. No fue
hasta que un amigo de juergas murió después de una noche entera bebiendo,
que Damien se replanteó su estilo de vida.
—¿Vamos a perder el tiempo con formalidades? —le dijo sin ganas de
demorarse más. Se quitó el abrigo y lo lanzó sobre una silla tapizada—.
¿Por qué tanto apuro?
El rosto del barón se contrajo y vio un brillo extraño en sus ojos.
—Se trata de nuestro padre.
Su respuesta consiguió sorprender a Gerard. Leonard Hume llevaba más
de tres años muerto y enterrado.
—¿Has descubierto otro bastardo?
—Tu humor negro no mejora las cosas —apuntó—. Siéntate y escucha
—le ordenó como si estuviera al mando—. Hace tiempo que te conté de mis
sospechas —asintió animándole a continuar, ya que no sabía a ciencia cierta
a dónde quería ir a parar sacando aquel tema absurdo de nuevo—. Tras el
funeral hablamos de ello y tú intentaste quitarme la idea de la cabeza.
—Sí. Perdona si no creí tu teoría de la conspiración —a pesar de no estar
de acuerdo con él, su tono era afable—. A mí no me pareció un asesinato —
y no sabía cómo su hermano podía llegar a semejante conclusión. Su padre,
que padecía del corazón, había sido encontrado muerto en su misma cama
sin ningún tipo de lesión.
—Pues lo era —dijo como si la simple afirmación fuera suficiente.
—¿Qué pruebas tienes? ¡Cielo Santo, han pasado los años y sigues con
la misma idea! —sacudió la cabeza, frustrado.
—He estado investigando…
—¿El qué?
—Todo. No sabía por dónde comenzar, pero al final mi búsqueda ha
dado sus frutos.
—¿Y eso qué diantres significa? —giró sobre sí mismo mientras trataba
de ordenar sus pensamientos y apoyó el peso de su cuerpo en el panel de
madera que recubría toda la pared—. ¿Has descubierto al asesino? —alzó
las cejas, sarcástico. No pretendía burlarse de su hermano menor, pero no
creyó que fuera a tomárselo mal; aunque así fue.
Damien se incorporó y miró a Gerald de frente, con una expresión seria y
muy característica de su padre. Ambos hermanos no se parecían en
absoluto, ni en el color del cabello, ni en el de los ojos, ni en el de la piel,
pero cuando algo los importunaba, ambos mostraban los mismos gestos
faciales, herencia de la familia paterna.
—Ríete si quieres… —sus frías palabras le produjeron remordimientos,
pero no alcanzó a disculparse—. Hace tiempo llegué a la conclusión —
continuó—, que si alguien había matado a padre debía ser por negocios.
Después de hurgar y releer todos sus documentos, he descubierto que estaba
interesado en adquirir una mina de estaño aquí en Cornualles, justo en la
península de Penwith.
—¿Estaño? ¿Qué valor puede tener?
—Al parecer, mucho. Es un metal muy preciado para hacer cañones.
—Pero ya no estamos en guerra —le hizo ver.
—Aun así… —se encogió de hombros—. Según he averiguado, el
propietario de la mina, el señor John Murdoch, atravesaba serios problemas
financieros y a pesar de eso se negaba a vender. Papá aguardaba el
momento justo para lanzar su oferta.
—Como buitre de rapiña —no evitó decirlo en tono desaprobatorio.
Que su padre permaneciera al acecho hasta el último momento esperando
la bancarrota del propietario para conseguir un precio más bajo era una treta
sin ninguna clase de ética. No le gustó enterarse de esa clase de
comportamiento; su padre no le había enseñado a hacer negocios así.
—Deja a un lado tus escrúpulos y tu decepción. Hay cosas más
importantes por las que indignarnos.
Aunque nunca titubeaba ante la posibilidad de una escaramuza verbal,
pensó que lo más acertado era no insistir, ya que advertía que su hermano
no toleraría que pusiera en duda la integridad de su progenitor. Además, ya
era tarde para cualquier explicación.
—La mina.
—Sí. Nuestro padre no era el único que pujaba por ella. Había, por
decirlo de alguna forma, otros tres pretendientes —continuó relatando los
hechos como si en ningún momento se hubiera visto interrumpido—. El
primero era sir Virgil Nash, un baronet muy bien relacionado y con un
extenso capital.
—¿Sir Virgil? —repitió. Gerald lo conocía personalmente. Su padre se lo
presentó años atrás porque ambos eran amigos, pero no lo suficientemente
cercanos para saber el secreto de su nacimiento.
Recordó haberlo visto en el funeral. Parecía tan abatido…
—¡El mismo! —exclamó Damien mientras tomaba una hoja del
escritorio y la blandía con un sentimiento semejante a la furia—. ¡Pero no el
único!
Le explicó también que el marqués de Penderton se había sumado tarde a
la puja, al igual que Julian Montague, conde de Beauford. El último nombre
le sonó especialmente. Aunque no lo conocía en persona había leído
recientemente en el periódico la fascinante historia de su liberación. Al
parecer, había estado unos cuantos años preso en Argel y nunca se había
pedido rescate.
En cuanto a la mina, el señor Murdoch se había resistido a la venta más
de lo que se pudiera llegar a pensar, rechazando generosas ofertas. Tras dos
años de tentativas, sir Virgil Nash, lord Penderton y el nuevo conde de
Beauford, Gregory Montague, fundaron una sociedad y al final alcanzaron
el acuerdo.
Al oír aquello, a Gerald le asaltó una súbita duda. Trató de recordar al
detalle la noticia del regreso del lord desaparecido. ¿Cuánto tiempo había
estado fuera? Tres años, tres. Prácticamente el mismo tiempo que su padre
llevaba muerto.
—No creerás que… —vio a su hermano alzar una ceja.
—¿Todo está relacionado? —terminó por él leyéndole el pensamiento.
—No —se negaba a creer tal cosa. ¿Por una mina de estaño? Era
aventurarse mucho; podría tratarse de una simple coincidencia.
De repente se dio cuenta de que Damien había meditado sobre el tema en
profundidad. No era un imprudente, ya no. Sus sospechas parecían
legítimas, aunque no se afianzaban sobre ninguna prueba. Ninguna que
fuera concluyente y pudiera presentarse ante un tribunal. Tensó la
mandíbula, sintiéndose culpable hasta la médula. Si era cierto, había dejado
que el culpable o los culpables de un asesinato siguieran viviendo como si
nada.
Apretó los puños con fuerza y contrajo la mandíbula. Su rostro,
habitualmente dulce parecía una máscara de granito.
—¿Qué tienes pensado? —le preguntó al percatarse de que había un plan
preparado.
—¿Estás conmigo? —vio cómo Gerald asentía, conforme—. Todavía no
estoy seguro de quién ordenó el asesinato, aunque no creo que fuera idea de
los tres. Su alianza ha sido necesaria con el paso del tiempo.
En eso último podía estar de acuerdo, pero no en su siguiente
razonamiento: continuaba sin descartar a lord Beauford como culpable. Su
desaparición había podido ser una casualidad, ya que creía que era
imposible que se sometiera a un encarcelamiento voluntario para no
levantar sospechas sobre su persona.
Justo por eso lo enviaba a Coth Castle, le dijo. El hogar de la familia
Montague. Su encargo consistía en hallar pruebas irrefutables que
respaldaran la culpabilidad del conde o por el contrario, lo eximieran.
Además, lord Penderton era su suegro y con seguridad podría investigarlo
también. Si resultaba que ninguno de los dos tenía nada que ver con el
asesinato del barón, la responsabilidad recaería en sir Virgil.
Su razonamiento no consiguió que Gerald se sintiera a gusto con su
misión. Era un tanto ridículo. ¿Qué pensaba conseguir mandándole allí?
¿Acaso el conde andaría proclamando el asunto? La voz de la razón le
mandaba negarse, pero ¿cómo podía hacerlo? Su hermano deseaba
venganza y él también.
—¿Cómo consigo entrar en la casa?
Por un instante, Damien sonrió. Llevaba mucho tiempo buscando el
momento adecuado.
—La familia necesita un profesor de alemán y tú sabes alemán, ¿cierto?
—el anuncio del periódico había sido justo el golpe de suerte que necesitaba
—. Me permití el lujo de mandar una carta en tu nombre interesándome por
el empleo. Gracias a un amigo has conseguido unas excelentes referencias
—le aseguró—. Te esperan mañana. Si les gustas, el puesto es tuyo.
—Un momento, un momento —aquello iba demasiado deprisa.
—No hay tiempo para dudas, solo para descansar unas pocas horas y
marcharte.
—¿Así de golpe?
—No hay más remedio —tomó a su hermano por el hombro con cariño y
lo condujo hasta la butaca contigua a la de él—. Escucha con atención, esto
es lo que debes decir.
6

Cuando se enteró, era demasiado tarde. El daño ya estaba hecho.


—¿Por qué no me avisó? —le preguntó abruptamente a la señora Fellow.
Estaba molesta. No quería mantenerse al margen, pues era un asunto que
a ella también le concernía; sin embargo, con Richard al cargo, su opinión
no sería tenida en consideración. Diría que intentaba protegerla y la
convencería que era la mejor opción.
—Lady Beauford estaba demasiado ocupada para encargarse del asunto
y su tío pensó que ambas se sentirían aliviadas si él gestionaba la entrevista.
—Grr… —lanzó un gruñido nada apropiado.
Catherine y ella habían repasado con meticulosidad todas las cartas que
llegaron para el puesto de trabajo, descartando los candidatos no idóneos.
No prestaron tanta atención a los logros académicos o a la experiencia
profesional; Sophia tenía claro que no quería un frío y estricto profesor con
una mente cuadriculada. Por ello eran famosos los nacidos en la
Confederación Germánica.
Sí, habían decidido estudiar alemán después de años postergándolo, pero
eso no significaba que no pudieran hacerlo en un ambiente agradable y más
idóneo para la enseñanza. Si acudía a las clases con buen humor, aprendería
las lecciones más rápido. Por eso, de entre todos los candidatos, habían
elegido a Gerald Baum. Era bastante joven comparado con los demás, pero
su intuición le decía que sería el indicado. Además, había previsto la
entrevista de esa mañana para asegurarse.
Ahora su tío le echaría un vistazo rápido y lo descartaría casi al instante
por ser demasiado joven.
Se dijo que era culpa suya por no estar al pendiente.
—El señor Baum es bastante guapo —opinó entonces la señora Fellow
con una mala disimulada sonrisa.
—¿Ah, sí? —preguntó sin saber muy bien a dónde quería ir a parar el
ama de llaves.
No había pensado que el físico fuera un elemento esencial para su
contratación, sus palabras en la carta no podían pronosticarlo. No obstante y
pensándolo bien, la idea le gustó. ¿Qué muchacha no querría un profesor
atractivo? Con seguridad las clases no resultarían aburridas.
La señora Fellow pensó como ella.
—Alegrará sus ojos, si eso es lo que se está preguntando. Dios es testigo
que usted lleva demasiado tiempo encerrada entre estas paredes.
—El luto…
—Un luto que nunca debió existir, como ahora bien sabemos. Usted
apenas es una chiquilla. ¿De qué le han servido esas clases de danza si no
las ha podido poner en práctica? —meneó la cabeza, contrariada—. Han
sido horas malgastadas. Debería disfrutar más de la vida.
A sus veintiún años, Sophia nunca había llegado a ser presentada en
sociedad. Tampoco había acudido a elegantes fiestas, se había mezclado con
jóvenes de su edad o, por supuesto, no había podido bailar con algún
fornido caballero. La desaparición de Julian no lo hizo posible y aunque ella
no se arrepentía de esa especie de reclusión en Cornualles, tomó conciencia
de lo que se había perdido.
Por ejemplo, el agosto pasado, cuando la temporada había tocado a su fin
y la ciudad parecía estar casi vacía de actividad social, decidió acompañar a
su tío a Londres. Mientras que él se dedicaba a solucionar ciertos asuntos
financieros, ella hacía las visitas necesarias a la modista, pero solo una vez
se le presentó la oportunidad de asistir a una cena íntima. Se trataba de una
prima lejana de la familia que veían de tanto en tanto y que los invitó una
noche a su casa, pero entre los asistentes, seis o siete en total, solo había
hombres y mujeres de más de cincuenta años.
Podría haberse sentido un tanto decepcionada al rodearse de gente tan
mayor, pero ella era una joven sencilla y en ese momento no le preocupó.
Ni siquiera había insistido en acudir al teatro. Ya habría otra ocasión.
Pensando en el señor Baum, se dio cuenta de que debía hacer alguna
cosa; y rápido. Si era guapo y joven, tenía los minutos contados; sin
embargo, saber que tenía al ama de llaves de su parte le hizo sonreír.
—¿Dónde están?
—En el despacho del conde —repuso—, aunque le aconsejaría que no
los interrumpiera —le advirtió adivinando sus intenciones.
—¿Por qué?
—Si su tío se da cuenta que usted muestra cierto interés por el profesor,
no dudará en echarle.
Richard era como un padre protector. Siempre lo había sido con los tres
hermanos, pero sobre todo con ella. Si hubiera tenido una hija, hubiera
deseado que fuera como ella, decía. Así que, ¿cómo iba a dejarla a solas con
un hombre apuesto? Sería como propiciar un enamoramiento.
—¿Pero qué oportunidad tiene de todas formas?
—Podría esperar hasta que vaya a partir. Luego hable con él y asegúrele
que el puesto es suyo. Solo debe esperar un poco.
—¿Y qué conseguiré con eso?
—Tiempo —le hizo ver—. Tiempo para convencer a su tío. Él haría
cualquier cosa por usted. Solo tiene que camelárselo y entrará en razón.
Sophia meditó sobre ello y se le ocurrió un plan, aunque no sabía si valía
la pena.
Veinte minutos después se encontraba en la parte posterior del castillo,
junto al patio de las caballerizas y con la vista puesta en el carruaje que
debía trasportar al profesor. Le había pedido amablemente al cochero que
bajara hasta la cocina para que se resguardara del frío y tomara una bebida
caliente. Ella misma se encargaría de que le avisasen cuando debiera partir.
A pesar de su vestido de lana, sus guantes y su chaqueta Spencer, el aire
helado la hizo temblar. Se alegraba de llevar puestas sus enaguas: le daban
calor. No obstante, no eran suficientes para abrigarla del tiempo exterior de
esa mañana de otoño.
Se cobijó bajo el arco que daba acceso al patio con los brazos cruzados y
aguardó. Demasiado para su gusto. Sus mejillas se estaban congelando.
Cuando la idea salió de la boca del ama de llaves, le pareció buena.
Esperar al señor Baum y entrevistarlo ella misma le daría la oportunidad de
juzgarlo y saber si era el hombre adecuado para el puesto. Ahora, después
de tener tiempo para pensarlo, le parecía un tanto descabellada. Solo tendría
unos pocos minutos si no quería ser descubierta. ¿Sería suficiente?
Esperaba que las habilidades del profesor merecieran la pena.
—¿Necesita ayuda?
Al oír la voz, se sobresaltó. Sophia no lo había escuchado llegar y por lo
tanto, la había pillado desprevenida. Se dio la vuelta y miró al hombre de
cabellos dorados y ojos rasgados. Era alto, comparado con ella, por lo que
tuvo que levantar el rostro.
«Santo Cielo», pensó. Era realmente apuesto; tanto, que por un instante
se quedó sin aliento. Sus rasgos eran dulces, sus labios finos y sus ojos…
¿serían verdes o azules?
Lo miró de arriba abajo, fijándose en su abrigo abierto y en las ropas de
debajo. Para tratarse de un simple profesor de alemán, vestía bien.
—¿Es usted Gerald Baum? —le preguntó a pensar de no tener ninguna
duda. La señora Fellow lo había definido como guapo, pero Dios era testigo
de la poca justicia que le hacía aquella descripción. Sintió que sus mejillas
se sonrojaban; por suerte él pensaría que era debido al frío—. Soy lady
Sophia Montague y le aseguro que nada de lo que le ha dicho mi tío es
verdad —balbuceó.
Lo vio fruncir el ceño.
—¿Perdón?
—No estoy para nada de acuerdo con su decisión, pero no se preocupe
—trató de explicarse al darse cuenta de su confusión—, tengo un plan.
—¿Un plan? —repitió él.
Gerald se quedó mirando en silencio a la muchacha de cabellos castaños
y ojos grandes. ¿Lady Sophia Montague, dijo? La hermana del conde y, en
teoría, una de sus alumnas. Era bonita, no podía negarse, aunque el sencillo
recogido no estaba a la moda. Extraño, quizás, en una joven de su edad.
¿Por qué estaba esperándolo allí, a la intemperie? Después de la
entrevista con Richard Montague ya no había más que decir.
Se sentía un tanto decepcionado por no haber podido conocer al conde.
Aunque esa mañana eso no estaba en sus prioridades, tenía cierta esperanza.
Tampoco había tenido tiempo de fijarse en la dinámica de la casa, ni ver
otros miembros de la familia interactuar. Si lady Sophia no estuviera
presente, hubiera reído ante la ocurrencia. ¿Qué hubiera sacado con conocer
a todos los Montague? ¿Acaso llevaban pintada en la cara la palabra
asesinos?
Estuvo a punto de suspirar. Se sentía abrumado por la responsabilidad
que ahora recaía sobre sus hombros. Descubrir al asesino de su padre no iba
a resultar tarea fácil.
Anonadado, se dio cuenta de que ella lo tomaba por el brazo y tiraba de
él con decisión.
—Acompáñeme.
Podría haberse negado, sin embargo, sintió una pizca de curiosidad, así
que la dejó hacer. Lo condujo hasta el interior del castillo y lo llevó hasta
una primera habitación, pequeña y con bancos de madera empotrados en las
paredes.
No veía la utilidad de aquella sala.
—No creo que eso sea para nada apropiado —se quejó al verla cerrar la
puerta tras de sí. Si alguien los encontraba estarían en un aprieto. No era así
como quería comenzar su andadura en aquella casa.
Aun así, ella no pareció hacerle caso.
—Habla muy bien el inglés para haber nacido en Frankfurt. Su acento
parece ser un poco cerrado…
Gerald se molestó. Su dicción era perfecta, tanto en inglés como en
alemán.
—Mi padre era de Inglaterra —explicó tranquilamente—, y vine a este
país con ocho años.
—¡Ah, eso lo explica! —se dijo para sí misma. Parecía satisfecha—.
Hemos comprobado sus referencias, como es normal; todos hablan muy
bien de usted.
—Estoy orgulloso de ello.
No titubeó. Damien le dejó muy claro el papel que debía interpretar y la
historia a la que debía aferrarse. Para los Montague, había trabajado para la
numerosa familia del conde de Hayward durante cinco años, para más tarde
hacerlo en Westford College, un internado de caballeros en Oxford.
Su hermano debía haber tirado de sus contactos para las referencias y
montar esa farsa. Suerte que se habían prestado al juego y al parecer habían
dado resultado. Por un momento se preguntó cómo había conseguido
involucrar un colegio tan prestigioso. Ambos esperaban que con ellas fuera
suficiente para conseguir el puesto.
—¿Por qué ha dejado entonces Westford College?
A pesar del frío que hacía en aquella sala, notó cómo una gota de sudor
resbalaba por su sien. Su tío le había formulado la misma pregunta, para la
que tenía una respuesta preparada, aunque ella lo miraba más fijamente y se
sentía incómodo bajo el escrutinio.
¿Por qué esa muchacha conseguía inquietarlo con tanta facilidad?
—Querría decirle que deseaba cambiar de aires, pero no sería cierto —
hizo una pausa un tanto melodramática. Nunca hubiera pensado que tenía
talento para el teatro, pero parecía que aquella mañana actuar se le daba
bien—. Hace unos meses mi madre enfermó. Necesitaba muchos cuidados y
por un tiempo dejé el trabajo. Cuando volví, como es natural, me habían
remplazado. Mientras tanto, he estado viviendo con un amigo.
—¿Qué ocurrió con su madre? —quiso saber ella.
—Falleció.
—¡Válgame Dios! Lo siento. No pretendía ahondar en su pena.
—No se preocupe. Poco a poco estoy recuperándome de su pérdida.
Se sintió un tanto culpable. Ilse Baum estaba perfectamente bien de salud
y en esos momentos vivía cómodamente en Dublín con su nuevo esposo.
Además, seguía sin entender por qué lo sometía a aquel interrogatorio
cuando ya había pasado por lo mismo unos minutos antes.
—Disculpe mi falta de tacto, suelo ser más prudente.
Una extraña sensación, difícil de definir, se adueñó de él. Había algo en
lady Sophia, una especie de melancolía y decisión a la vez que le despertaba
sentimientos de algo parecido a la dulzura. Tuvo que hacer un esfuerzo por
recordarse que era la hermana de un posible asesino.
—No ha hecho usted nada malo —la tranquilizó.
—Aun así —suspiró resignada—. ¿Está dispuesto a trasladarse a
Cornualles? El clima es endemoniado a veces.
—Necesito trabajar —fue su corta respuesta.
—No se preocupe. ¡Está contratado! —exclamó entonces ella con
resolución y permitiéndose esbozar una sonrisa.
Gerald tuvo que hacer un esfuerzo por concentrarse en sus palabras.
Estaba distraído con el mechón de cabello que parecía haberse desprendido
de su peinado.
—¿Qué quiere decir?
—Creía que entendía el inglés a la perfección.
—Y lo hago. Pero no sé por qué se me contrata… otra vez —se encogió
de hombros. Ante su mirada de incredulidad, añadió—. Primero su tío,
ahora usted…
—¿Mi tío le ha contratado?
—¿No estaba al corriente?
—Por supuesto que no. Supuse que… —no llegó a terminar la frase,
mientras que con un gesto él le apremiaba a continuar—. ¿Mi tío le ha dado
sus motivos?
—Bueno, ha dicho que usted y la condesa me eligieron. Él respalda la
decisión.
—Oh, entiendo —pareció un poco turbada, como si en realidad no
entendiera nada—. Felicidades —murmuró además—. Ahora debo
marcharme. Avisaré a su cochero.
Apenas tuvo tiempo de reaccionar. En un abrir y cerrar de ojos, había
desaparecido.
Gerald se limitó a quedarse ahí de pie analizando el comportamiento de
lady Sophia, llegando a la conclusión que era una muchacha muy compleja
y algo estrambótica, a su parecer. Ni siquiera había comprendido la mitad
de sus frases. En unos días estaría dándole clases, ¿qué iba a hacer
entonces?
Realmente hacer de profesor no había sido la mejor de las ideas, pero por
lo menos podía regresar a Laurent Park con excelentes noticias. Con eso
podría arrancar una sonrisa de satisfacción a su hermano.

***

Catherine meditaba en su habitación. Ya había desayunado y se sentía


renovada, llena de energía. Esa noche había sido la primera, desde hacía
mucho tiempo, que había dormido sin despertarse y con un sueño profundo.
Eso sí, los sueños no habían cesado en su empeño por recordarle lo
placentero que era ser besada por un hombre; en concreto, por Julian.
Tenía que reconocer que, aunque de nuevo la había cogido por sorpresa,
este había sido mucho más satisfactorio que el anterior. Una parte de ella
deseó no soltarle jamás, volver a los viejos tiempos pero, como siempre, los
sueños no se cumplían. Era increíble cómo un simple beso la había
revitalizado. Aunque el resto del día anterior lo había pasado entre brumas,
los tórridos sueños que la habían envuelto le recordaron lo joven que era y
el tiempo tan grande que había pasado sin contacto íntimo. Desde poco
antes de su boda Julian pasó a formar parte de sus fantasías más secretas. Al
principio eran inofensivas y se apartaban de la realidad, pero después de su
noche de bodas, sus lujuriosos pensamientos la invadían a todas horas; al
igual que su esposo, siempre dispuesto a arrinconarla en cualquier parte del
castillo y demostrarle cuánto la deseaba. Sus juegos amorosos parecían no
tener fin y, aunque admitía que a lo largo de los años se habrían
atemperado, los echaba de menos.
Al parecer había pasado esos tres años convencida de no necesitar nada
de eso, pero la vuelta de Julian y sus dos encontronazos le habían quitado la
venda de los ojos. Deseaba sentirse amada.
Así que, en la soledad de sus aposentos reflexionaba sobre sus pasos a
seguir.
Empezaba a estar bastante harta de perseguirle por todas partes. Su tono
suplicante empezaba a cansarle incluso a ella misma. No sabía si se
recuperaría y volvería a ser el mismo hombre del que se enamoró, pero
debía intentar poner de su parte para que así fuera. Quizás no era un
pensamiento realista, pero ella iba a poner todo su empeño para lograrlo.
La acción que seguiría a continuación era todo un reto: conseguir
adecentarle. Basta de cabello y barba de mendigo. Si quería que Julian
recuperara todo su esplendor debía empezar por su aspecto exterior. Cierto
que tanto Gregory como Richard no habían logrado llevar a cabo la tarea en
Londres, pero Catherine confiaba que se debiera a lo precipitada que
resultó. Es decir, en esos momentos acababa de salir de su reclusión en un
sanatorio y venía de otro encierro. Exigirle que se estuviera quieto era
imposible. Ahora, el tiempo estaba de su parte y confiaba en poder hacerlo.
Con la decisión tomada prefirió no pensar en nada más. Llamó a su
doncella personal y le pidió los enseres necesarios para que su trabajo fuera
lo más sencillo posible. Nunca lo había hecho con él, pues siempre era su
ayuda de cámara el encargado de tal tarea, pero en casa de su padre, era ella
quien se encargaba de hacerlo con sus hermanas y hermanos. Había perdido
algo de destreza fruto de la inactividad, pero seguro que cuando se pusiera
sería capaz de hacerlo con los ojos cerrados.
Llamó a la puerta que comunicaban las dos habitaciones e intentó entrar
sin esperar respuesta. Para su sorpresa, estaba cerrada con llave. Miró el
pomo con incredulidad. Jamás se había cerrado y le parecía inconcebible
que así fuera. Era evidente que su marido, pues nadie más podría haberlo
hecho, había tenido el descaro de impedirle la entrada. ¿El motivo? Lo
ignoraba por completo.
Decidida a no dejarse vencer llamó con los nudillos. Al no recibir
respuesta se impacientó y llamó más fuerte.
—Julian, abre —el silencio fue su recompensa.
Harta de esa situación tan absurda se encaminó hacia la salida. Una vez
en la antesala, se dirigió hacia la puerta justo en el momento en que oía
cómo pasaba la llave.
«¿A qué está jugando ese hombre, por el amor de Dios?».
—Julian, solo voy a decírtelo una vez —su voz era clara e inconfundible
—. Si no abres la puerta de inmediato haré venir a alguien para que la eche
abajo. Si me obligas a ello las consecuencias no serán de tu agrado. ¿Me
entiendes? —el silencio se impuso—. Dime si crees que no hablo en serio
—lo hacía, y mucho.
Como no recibió respuesta, se marchó sin pensarlo siquiera a buscar
ayuda. Si Julian creía que eso la detendría estaba muy equivocado.
Cuando subió de nuevo, con varios fornidos lacayos a la zaga, estaba
dispuesta a todo.
—Échenla abajo —ordenó.
Antes de hacerlo, uno de ellos probó a girar el pomo. Este giró con
suavidad y la puerta se abrió.
Vieron a Julian sentado al lado de la ventana y mirando por ella sin
hacerle ni pizca de caso. Parecía que no sabía hacer otra cosa y eso la
enfureció casi más que la forma en que había querido tomarle el pelo.
—¿Te diviertes? —preguntó con sarcasmo. Fue a abrir la puerta
comunicante y la encontró abierta. Cómo no.
La dejó así y entró para recoger los baldes, y utensilios que había dejado
preparados. Se puso un delantal y la cofia para no ensuciarse demasiado.
Puso una mesilla vacía cerca de la ventana, junto a él, pues era con mucho
el rincón con más iluminación de la habitación. Este permanecía sin decir
nada, pero observaba en silencio sus movimientos. Colocó todos los trastos
en orden y le miró.
—Tu aspecto está descuidado. Es hora de que dejes atrás esos pelos —
cogió un mechón y lo levantó. Su marido le pegó un manotazo para que lo
soltara—. No me importa tu opinión sobre ello —siguió hablándole como si
estuviera ante un niño pequeño al que sus excusas ya no le sirven—, así que
pórtate bien, porque voy a adecentarte.
Cogió un paño limpio para ponérselo en el cuello y evitar así los pelos y
las manchas en la ropa, pero tan pronto terminó de anudárselo, Julian se lo
soltó.
—Julian, no quiero jueguecitos. Vas a obedecer quieras o no —se lo puso
de nuevo con el mismo resultado anterior.
—Ya veremos —su respuesta, llena de seguridad, la sobresaltó y
sorprendió a la vez, pero Catherine estaba demasiado decidida como para
echarse atrás.
«Nunca muestres tu debilidad», pensó. Era su lema de toda la vida y
pensaba que esta vez era más importante que nunca no ceder.
Se dispuso a coger las tijeras. El pelo primero. Después la barba. Cuando
iba a girarse hacia él, este se levantó de un salto, haciendo que trastabillase.
Por suerte, consiguió mantener el equilibrio, pues de lo contrario hubiera
caído encima de la jofaina de agua templada y se hubiera mojado. Apretó
los dientes, pero no dijo nada. Eso sí, no soltó las tijeras. Quería
demostrarle que no se amedrentaba por su actitud.
Julian en cambio, seguía a la expectativa. Se había subido encima de la
cama a la espera del siguiente movimiento de su esposa. No es que no
quisiera que le cortara todo el pelo que le sobraba, pero este ayudaba a crear
la fachada de enajenado que solía querer mostrar. No pensaba ceder. Si se
ponía cabezota solo tenía que salir de la habitación dejándola sola, cosa que
se disponía a hacer en cuatro, tres, dos, un… Se quedó de piedra cuando se
acercó a la puerta y la encontró cerrada.
—Así que el gran Julian no se ha dado cuenta de que la puerta estaba
cerrada —se mofó Catherine. Se había ido acercando a la otra y le echó la
llave ante sus narices—. Ahora estás atrapado, querido. La puerta de tu
habitación está cerrada y yo tengo la única llave que abre las dos —con
calma y frialdad se metió la llave por el escote, escondiéndola en el corsé.
Si no fuera por lo que ella pretendía se habría reído y después aplaudido.
Estaba soberbia con esos aires de señora triunfal. Lo malo era que Julian no
tenía tiempo para jueguecitos de esa clase. Aunque debía confesar que se
sentía fascinado por esa nueva faceta tan mandona. Durante su primer año
de matrimonio no vio en ella rastros de ese tipo de autoridad. Sí firmeza
suave, pero no la solidez y determinación de un general que mostraba en ese
momento.
«¿Quién eres, Catherine?».
—Primero tendrás que cogerme —le espetó.
No había ni terminado de decirlo y ella ya se lanzaba tras él tijeras en
mano. Saltó a la cama mientras ella se subía y así empezó una persecución
incansable por todo el perímetro de la estancia. Durante más de quince
minutos solo se oyeron pequeños gritos y jadeos de cansancio. La falda de
Catherine enlentecía sus movimientos, pero Julian tampoco estaba en muy
buena forma física, ya que desde que lo habían rescatado de la prisión de
Argel, no había hecho más que languidecer; primero en el camarote de un
barco, después en la fría celda de un sanatorio y ahora en su propia
habitación.
—¡Te tengo! —por un momento de distracción, Catherine había rozado
la camisa y casi la había aferrado, pero el salto que Julian había dado
derribó una silla apoyada y tropezó. Un movimiento fatal.
Cayó con todo su peso sobre la alfombra y ella aprovechó la oportunidad
para tirarse sobre él.
Catherine fue rápida y, de un tijeretazo, cortó un buen mechón del lado
derecho por debajo de la oreja. Todavía aturdido intentó quitársela de
encima, pero solo consiguió que ella se apoderara de otro pedazo de pelo.
Cuando conseguía triunfal acortar parte de la cabellera, este dio un giro
rápido y las tornas cambiaron.
—¿Ahora ya no te sientes tan poderosa, verdad? —una sonrisa de
satisfacción inundó su cara, pero no le importó. Aunque le gustaba una
Catherine valiente, le satisfacía tenerla a su merced.
—¡Suéltame! —todavía sostenía las tijeras.
«La muy condenada». Se las quitó y las lanzó encima de la cama.
—No me gusta que ignoren mis deseos. Eso me vuelve muy inestable —
su intención era asustarla un poco.
—Haré lo que me venga en gana —espetó su esposa. Ya había visto su
comportamiento y no se sentía impresionada—. Esta es mi casa y se
cumplen mis reglas.
—¿Tu casa? —se burló—. Yo soy el conde aquí.
—Pues compórtate como tal.
No le gustaron sus palabras. ¿Qué diría si le explicara el porqué de su
conducta? ¿Correría veloz para contárselo a los demás, o respetaría el
secreto?
«No se lo cuentes», le susurró su voz interior.
No es que la considerara el cerebro que le llevó a planear su muerte, pero
a lo mejor estaba vinculada con ese personaje de forma indirecta. Si
confiaba ella y hablaba, estaba perdido.
No le gustaba sentirse presionado, y eso mismo hacía ella.
—Un conde es el que manda en su casa, no su esposa —ella lanzó un
bufido de desprecio—. Por lo tanto, creo que tengo derecho a hacer esto —
pasó un dedo por la mejilla bajando hacia la mandíbula y le satisfizo que
ella contuviera el aire—. Incluso puede que se me permitan algunas
libertades más.
No entraba en sus planes hacer eso, sobre todo teniendo en cuenta lo
acaecido el día anterior, pero su esposa era demasiado hermosa para su
propio bien, y olía como la primavera. Además, le había provocado en
exceso y eso merecía una consecuencia. Qué mejor que fuera una tan
agradable y dulce como esa.
Se inclinó sobre ella y pasó la lengua por el contorno de la oreja
haciendo un énfasis especial en el lóbulo. Adoraba esa parte. Acto seguido,
cuando ella emitió un quedo sonido de satisfacción, le lanzó un suave
soplido que sabía intensificaría el placer. La estela de besos se deslizó por el
mismo recorrido que había trazado el dedo para posarse en los labios. Esos
con los que había soñado esa misma noche y que lo habían atormentado
cada una de las noches en las que había pasado prisionero.
Catherine no había cerrado los ojos. A pesar de estar disfrutando de cada
una de las caricias que su esposo le dispensaba prefería ser consciente de
quién se las daba: un desconocido con el aspecto del hombre al que amó. O
al menos lo sería si consiguiera hacer desaparecer todo ese pelo que aún le
quedaba. No pudo sino responderle.
El matrimonio se lanzó a una voraz competición sobre quién dominaba a
quién, pero a los pocos segundos sus propias metas quedaron relegadas al
olvido. El deseo había hecho su aparición y no pensaba marcharse.
Ella se afanó por arrancarle la camisa y sentir así de nuevo su textura
entre las manos, pero Julian se lo impidió poniendo a estas por detrás de la
cabeza. Su lengua jugueteaba con su piel y pasó por la clavícula, que ella
alzó para facilitarle el acceso. De momento sus manos permanecían unidas,
pero este no parecía necesitarlas. Cuando llegó al borde del escote la soltó
para ir acariciando la cara oculta de los antebrazos hasta tocar las axilas y
tantear así el borde de sus pechos. A continuación metió la mano por el
escote y la lengua dejó también un rastro de dulzura y fuego.
Catherine luchaba por respirar con normalidad, pero su cuerpo se
enardecía por las caricias que Julian le daba. Incluso sin querer sentir todas
esas sensaciones, no podía evitarlas. Su cerebro estaba empezando a dejar
de funcionar y, aunque lo temía también, deseaba hacer el amor con su
marido; todo su cuerpo estaba ya preparado para ello, y eso que solo habían
empezado. Cuando notó que la mano de su marido se esforzaba por entrar
en su escote, ni siquiera lo pensó, tan inmersa estaba en las deliciosas
sensaciones, pero al instante notó cómo la extremidad cogía el objeto que
había dejado allí y que esta había olvidado por completo. Qué barbaridad.
—¡Ajá! —Julian, con la llave en su poder, se levantó de un salto. Su
sonrisa era triunfante.
Catherine solo pudo quedárselo mirando embobada. No esperaba eso.
—Ruin y traicionera alimaña —barbotó indignada. No lo estaba tanto
por la artimaña que él había urdido, como por la sensación vergonzosa que
sentía por haber sucumbido a ella.
—En la guerra y en el amor todo vale —replicó. Se dirigió a la puerta de
la salida y la abrió. Antes de marcharse le dedicó una reverencia burlona
que agravó su vergüenza.
Catherine se apresuró a levantarse y, roja como la grana, se adecentó
como pudo. Contó: cuatro, tres, dos, uno…
Los gritos no tardaron en sonar y ella empezó a recoger todo lo que
habían tirado en su estúpida persecución. Parecía un campo de batalla,
sobre todo con los cojines, todos pisados y esparcidos por doquier. Se había
volcado una palangana de agua y cogió un trapo para secarlo. El alboroto de
fuera se prolongaba y se permitió una sonrisa, una pequeñita. No tardaron
en aparecer y el espectáculo era insólito: Julian estaba inmovilizado por dos
de los lacayos que había hecho subir para tirar la puerta. Mientras,
forcejeaba en un vano intento de soltarse.
—No lo lograrás —le avisó—. Son más fuertes que tú.
Su esposo no le hizo caso y siguió intentando liberarse de los poderosos
brazos de sus carceleros. No era una imagen que Catherine hubiera deseado
ver, ya que le recordaba las circunstancias de su prolongada ausencia, pero
era del todo necesaria.
—¡Soltadme! —gritó furioso. Tenía la cara contraída por la furia y el
esfuerzo que hacía por liberarse.
Catherine colocó la silla en posición y les ordenó que lo sentaran en ella.
El tercer sirviente se mantenía apartado y daba muestras de no querer estar
allí. Lo entendía a la perfección.
—Tráela —le indicó. Este salió y regresó con una cuerda que había
hecho subir la primera vez. Le señaló para que entendiera que lo quería
atado.
—¡Cómo podéis hacer esto! ¡A mí, el conde de Beauford! Cuando esté
libre lo pagaréis con vuestra vida y vuestro trabajo.
Los sirvientes se encogieron, no por la amenaza de que acabaría con
ellos, pues los tres eran más fuertes que Julian y este solo lograría cansarlos
un poco. Lo que temían era quedarse sin la única fuente de ganancias. Se
miraron preocupados.
—Vamos, venga, no seáis tan miedosos. ¿Creéis que yo lo permitiría? —
replicó Catherine.
En cualquier otro caso, que la dueña de la casa asegurara contrarrestar la
orden del marido no los consolaría porque no tendría validez alguna, pero
era bien sabido que Catherine cumplía sus promesas y no se dejaba
amedrentar. Esperaban que con el duque no fuera una excepción.
Cuando el trabajo finalizó, Julian estaba atado con firmeza a la silla y sus
ojos hablaban de muerte y destripamiento.
Catherine los despidió y cogió la llave para desbloquear la puerta
comunicante. Llenó el balde con agua limpia y la llevó de nuevo a la
habitación. Julian había dejado de vociferar. Se había sumido en un
mutismo muy propio de los últimos tiempos. Ella aprovechó para limpiar el
agua del suelo. Cuando levantó la vista él la miraba con fijeza y algo
parecido al odio. Se sobresaltó un poco pero no dio su brazo a torcer.
—Era necesario —se excusó mientras se levantaba—. Imaginaba que
intentarías escapar y los dejé esperando en el pasillo. Sé que es un método
poco elegante y que te duele estar así, pero no me dejaste otra salida —
cogió de nuevo las tijeras, que permanecían en la cama, cerca de donde
Julian había pretendo seducirla y aniquilar sus defensas.
Cuando se dispuso a situarse a espaldas de la silla para proceder a
terminar el trabajo con el pelo, él volvió a forcejear de nuevo.
—Detente —la palabra que salió de los labios de Julian no contenía un
ápice de súplica.
—Lo siento —y lo sentía de verdad—, pero es inevitable.
Poco a poco el grueso de pelo fue cayendo. Le recortó por encima de las
orejas y por detrás de ellas. El largo le llegaba ya a la nuca. Se puso delante
para apreciar mejor el trabajo y quedó satisfecha.
—Ahora la barba —retiró los restos de pelo y preparó la mezcla blanca
con la que lo embadurnaría. Para acceder mejor alrededor de la boca y bajo
la nariz, se sentó a horcajadas en las piernas de él. Ignoró la mirada
hambrienta que descubrió y se concentró en su trabajo.
—Lo del suelo… —empezó él poco antes de que ella terminara.
—Shhhh. No hables o harás que te corte.
—Las caricias no fueron premeditadas —Julian siguió hablando sin
hacerle caso. Aunque estaba furioso era necesario hacerle saber que su
intención de cogerle la llave había surgido casi al final. Cada caricia y beso
que Catherine había recibido fue porque él deseaba dárselo.
—Ya está —ella terminó por fin. Dejó la navaja en la mesilla y le miró.
Se le empañaron los ojos. Era bonito recibir una explicación, pero no estaba
conmovida solo por eso. Ahora tenía delante al esposo que perdió tres años
atrás. Estaba tal y como ella lo recordaba en su última imagen,
despidiéndose emocionado en el porche de la parte delantera de la casa—.
Julian —musitó acariciándole la cara.
Este pegó un brinco. Tenía las mejillas muy sensibles a causa del
afeitado. No quería admitir que la emoción que percibió en ella le llegó muy
adentro, recordándole con quién estaba: la esposa que tanto había querido.
Sintió un tremendo alivio cuando Catherine se levantó de un salto para
apresurarse a ponerle un cataplasma calmante. Había estado a punto de
mostrarse de nuevo a ella y confesarle la verdad.
«¿Qué tienes que me desconciertas tanto y me vuelves tan vulnerable?»
La observó recogerlo todo con prisa. Ya no estaba enfadado. Entendía
que no le había dejado opción. Solo estaba sorprendido por la respuesta que
esta le había aplicado, ya que sabía que con eso no había pretendido hacerle
daño, solo refrenarlo. Cuando ya lo había dejado todo de nuevo en su propia
habitación, se puso detrás de él y empezó a desanudar los fuertes lazos.
Tardó bastante, pero a Julian no le importó. Esperaba el momento exacto en
el que terminaría y correría al encuentro de la seguridad de su habitación. Él
debía ser más rápido aún si quería atraparla. Su cuerpo, ya en tensión,
aguardaba.
Tal como había predicho, ella se lanzó hacia la puerta para impedirle que
la cogiera, pero no contaba con su determinación. Antes de que Catherine
alcanzara el quicio, Julian le cogió la mano y la arrastró de un tirón hacia él.
—Oh —soltó ella, sorprendida por la inercia y la fuerza de su esposo.
Quedó atrapada en el abrazo de este y se quedó quieta, esperando. Nunca
le había parecido tan apuesto y misterioso como en esos momentos. Ni
siquiera en el feliz primer año de su vida en común.
Julian, por su parte, quedó atrapado en el hechizante mirar de Catherine.
En ella se reflejaba toda la ternura y arrobo de una mujer enamorada. Bajó
los labios poco a poco, más que nada para saborear el momento y cuando
sus labios se unieron, los trató con reverencia y suavidad. Fue un beso lento
y profundo en el que ambos participaron gustosos, como si en lugar de estar
separados tres años, lo hubiesen estado toda una vida, anhelando su mutuo
contacto. Tal vez había sido así.
Con la misma quietud se separó de ella dejando que vislumbrara una
parte del verdadero Julian. Ella solo lo miró y retrocedió hacia su
habitación.
Cuando cerró la puerta, ante él apareció el espejo de pie que se ocultaba
detrás. Se miró con fijeza y por poco no reconoció el aspecto que lucía
antes de que su vida se le escurriera de las manos. Ese era Julian, el conde
de Beauford. Había estado quieto demasiado tiempo y ya era hora de que
recuperara lo que era suyo. Su vida.

***

—¿Alguien cree que Julian debería cenar con nosotros?


Su tío Richard apoyó la cuchara sopera sobre el borde del plato y cruzó
los brazos sobre el pecho. Una postura tan defensiva no indicaba nada de
predisposición. Sophia se mordió el labio, pero no apartó la mirada de él.
«Debería haber elegido mejor las palabras», se dijo.
Era demasiado directa en cuanto hablaba de su hermano y solo conseguía
poner en guardia a los demás. Debería haber dado un rodeo y suavizar las
cosas antes de comunicarles lo que estaba pensando.
Tanto Greg como su cuñada seguían comiendo, sin intervenir. Así que la
mayor resistencia sería su tío.
—Mi niña… —comenzó él.
—Ya no soy pequeña —le indicó demasiado brusca. Se dio cuenta que
había herido sus sentimientos—. Lo siento, pero creo que ya va siendo hora.
Está mejor.
—¿Mejor? —repitió Catherine con las mejillas sonrosadas—. ¿Sabes lo
que me ha costado hoy adecentarle?
Sophia había estado tan pendiente de la visita del profesor de alemán que
ni siquiera había considerado por qué su cuñada no estaba disponible esa
mañana para entrevistarlo. Julian. ¿Quién si no? Por lo que sabía, se había
librado una gran contienda en los aposentos del conde cuando Catherine se
había propuesto recuperar a su esposo, por lo menos en lo que al aspecto se
refería. Debía reconocer que el cambio era sorprendente. Ahora su hermano
era tan guapo como antes.
—Eso sin mencionar el bochorno que causó a esta familia su
comportamiento del otro día —a estas alturas su tío todavía no había podido
olvidar el agravio, aunque no estuviera presente cuando ocurrió.
—Si solo fuera por eso —murmuró Gregory entre dientes—. Para que
tuviéramos una cena decente en su compañía, necesitaríamos que se
aplicase algún tipo de entrenamiento —bromeó.
—Estaría bien —dijo Sophia mientras pensaba en las palabras de su
hermano.
Si pudieran pulir esas maneras tan rudimentarias, tal vez lograran
minimizar sus bruscos cambios y durante la mayor parte del tiempo
parecería normal. Ahora era como un niño, habría que enseñarle de todo:
modales, protocolo, bailes… Pero ellos ya contaban con una base. Estaba
segura de que en su inconsciente seguía recordando esos conceptos, solo
habría que refrescarle la memoria. Sophia sonrió con cierto regocijo y les
explicó su plan.
—Me opongo —la negación de Gregory Montague sorprendió a los
demás, ya que a ellos no les parecía nada descabellado—. No le estamos
ayudando a recuperarse, eso es enmascarar la verdad —protestó—. ¿Y si
realmente no lo rehabilitamos y solo conseguimos un cambio superficial?
—les preguntó a todos—. Hay que pensar en la familia, al igual que
hicimos tiempo atrás. ¿No os acordáis como el tío Richard recorrió todos
los puertos de Inglaterra preguntando a las tripulaciones de los barcos que
llegaban del sur, con tal de obtener alguna información? Y aun así nos
resistimos a perderle, pero por la familia —recalcó—, tuvimos que declarar
muerto a Julian, de otro modo el patrimonio hubiera quedado inmovilizado.
—¿A dónde quieres ir a parar?
—El tío y yo hemos estado hablándolo…
—Gregory —le advirtió este.
Al momento, Catherine supo hacia dónde se dirigió la conversación que
habían mantenido los hombres. Aunque no había estado con ellos, podía
imaginarla. Ninguno de ellos dos tenía confianza en la recuperación de su
esposo. Sabía que le darían tiempo, unos meses, un año tal vez y, si
continuaba igual, lo declararían incapacitado.
A pesar de las luchas constantes que mantenía con Julian, su sangre
hirvió. No podrían arrebatárselo de nuevo.
—Por encima de mi cadáver.
7

—¿Cuántos idiomas habla? —la pregunta curiosa vino de la mano de


Sophia, que había llegado diez minutos antes de la hora estipulada.
Residía en Coth Castle desde hacía tres días y esa era la primera clase.
Entretanto, estuvo familiarizándose con el entorno y con los sirvientes,
arreglando el aula y preparándola a su gusto.
Desde aquella noche en casa de su hermano, muchas cosas habían
ocurrido: a la mañana siguiente, antes incluso del amanecer, un coche de
alquiler lo llevó hasta el castillo para ser entrevistado por Richard y Sophia
Montague. Después de conseguir el trabajo por partida doble, regresó a
Laurent Park y dejó unas claras instrucciones para su secretario y la gente
que trabajaba para él. Esperó que le enviaran ropa y algunos efectos
personales, compró libros que le ayudaran a planificar las clases y sin
tiempo para más, partió hacia Coth Castle.
Calculaba que estaría unas pocas semanas fuera y, durante ese período, la
comunicación sería prácticamente inexistente. Había acordado con Damien
que no se escribirían a no ser que el asunto tuviera una importancia vital.
Y ahora que se encontraba allí, no estaba nada seguro de cuál sería su
siguiente paso.
En ese tiempo, hizo lo posible por evitar a la muchacha que tenía
enfrente; no obstante, le fue imposible hacerlo el día que llegó: ella estaba
esperándolo para recibirle. Le presentó al mayordomo, al ama de llaves y le
hizo un pequeño recorrido por las zonas comunes del castillo. Eso le hizo
preguntarse por qué se mostraba tan atenta con él, si no era más que un
simple profesor, pero terminó dándose cuenta de que Sophia poseía un
carácter afectuoso.
En cambio, no había tenido la misma suerte con el conde, que parecía
esquivo. Al parecer, efectuaba todas sus comidas en su habitación y apenas
se dejaba ver. Los sirvientes no fueron muy explícitos sobre este tema;
Gerald era un recién llegado y ellos se mostraban leales. Le hubiera gustado
hacer más preguntas, bajar hasta las cocinas y cotillear, pero solo
conseguiría levantar sospechas y suspicacias.
Solo en la tarde del día anterior pudo verlo fugazmente en el jardín, pero
fue suficiente. Lo que más llamó su atención fue su comportamiento
errático y extravagante, como si estuviera desorientado.
—Tres y medio —respondió al final a regañadientes.
Gerald se había propuesto no contar nada sobre su persona que no fuera
estrictamente necesario, ya que podía comprometerle, pero cedió ante su
insistencia.
—¿Y serían?
—Inglés, francés y por supuesto, alemán —contestó mientras consultaba
unas últimas notas.
—¿Y el medio?
—Como observará, lady Sophia —dijo él sin llegar a contestar su
pregunta—, entre los dos pupitres, a su izquierda, se encuentra el libro de
gramática que le servirá de guía. Puede ojearlo si quiere, mientras
esperamos a la condesa.
Ella no se dejó engatusar.
—¿Y el medio? —insistió.
—Ruso.
Gerald descubrió a una temprana edad que tenía facilidad para las
lenguas y aunque no hablaba el ruso a la perfección, se desenvolvía bastante
bien.
—¿Nunca le enseñaron latín o griego? —él asintió—. ¿Entonces no las
cuenta porque son lenguas muertas? —él volvió a asentir—. Es usted muy
afortunado. Ha tenido una educación privilegiada.
—Igual que usted.
—Sí, pero soy hija de un conde —repuso. No solo tenía acceso a ella
gracias a pertenecer a una familia de noble cuna, sino que era lo que se
esperaba de una dama de su clase. Sus modales debían ser impecables, su
virtud envidiada, pero al mismo tiempo debía resultar lo suficientemente
instruida para mantener conversaciones al más alto nivel—. Por eso aprendí
francés, italiano y algunas palabras de córnico.
Al parecer Sophia esperaba causar una buena impresión con la última
declaración. Se dio cuenta al verla esbozar una sonrisita de suficiencia.
—¿Córnico?
—Sí. Es una antigua lengua celta de aquí de Cornualles que aún se
mantiene, aunque escasamente —si ella aprendió algunos vocablos fue
gracias a su antigua nana. Todas las noches, antes de acostarse, le cantaba
una hermosa canción y le explicaba su significado—. ¿No se ha preguntado
por el significado de Coth Castle? —antes que Gerald pudiera añadir nada,
ella prosiguió—. Resulta que el castillo es muy antiguo o viejo y he ahí el
nombre: coth significa viejo.
Clavó los ojos en ella tratando de ocultar su reciente interés. Esa curiosa
jovencita tenía un modo único de comportarse y lo atosigaba con preguntas.
Justo lo que no deseaba, ya que su intención era quedar en un segundo
plano.
—Es usted un pozo de conocimientos.
—¿Se burla? —quiso saber ella.
Con los ojos abiertos de par en par, esperó atenta a su respuesta.
—Creía estar halagándola —dijo con tiento.
Entonces ella debió sentirse más animada y alegre ante la alabanza
porque siguió con sus averiguaciones.
—¿Ha bajado ya hasta la playa? Hay una cala de finísima arena rodeada
de abruptos riscos. El paisaje es agreste pero excepcional.
—Tiene usted una habilidad pasmosa por concentrarse en cualquier cosa
menos en lo que le ocupa —dijo con cierta admiración.
—¡Ni siquiera hemos empezado la clase! —protestó ella—. Estaba
matando el tiempo.
—Puede empezar con la gramática —se acercó hasta el pupitre donde
estaba sentada, tomó el libro y lo abrió frente a ella.
Sophia torció la boca en un gesto de disgusto.
—No hasta que sea estrictamente necesario —bufó sin un ápice de
expectación. Es más, ni siquiera se dignó a mirar el libro que él todavía
sostenía entre las manos—. ¿Qué me contesta?
—No me ha hecho ninguna pregunta.
—Es cierto… ¿quiere que vayamos a dar un paseo hasta la playa? Hoy
no —se corrigió—. Amenaza tormenta, pero puede ser cualquier otro día.
Gerald no daba crédito. ¿Pasear con ella? ¿De dónde sacaba esas ideas?
No era nada adecuado que una dama se ofreciera así. ¿Qué pensaría la
gente? Y aunque se sentía tentado en aceptar la oferta, su voz de la razón
pudo más.
Una propuesta sin sentido.
—Debo advertirle que me parece indecoroso.
—¿Le escandaliza? —alzó una ceja a modo de desafío—. No lo tenía por
un puritano.
—No lo soy, pero no pienso jugarme este empleo por un paseo a la cala
con usted —dijo sin ni siquiera pensárselo.
Si llegaba a oídos del conde, de su hermano, de su tío o de quien fuera,
eso significaría perder una gran oportunidad para investigar el asesinato de
su padre, porque con total seguridad lo echarían a la calle.
No podía jugársela.
—Con ello quiere decir que no merezco la pena —concluyó molesta. No
eran las palabras que habría querido escuchar—. Qué forma tan poco
caballerosa tiene de expresarse.
—No es eso…
—Lo ha dejado muy claro, pero no se preocupe, su virtud estará a salvo.
Traeré conmigo a mi doncella.
Por un momento Gerald pensó que ella estaba divirtiéndose a su costa.
En aquella región de Inglaterra no había mucho bullicio social y quizás
estuviera aburrida. Él era la novedad.
Trató de no sonreír y sobre todo, de no herir sus sentimientos. Era una
muchacha especial, no había duda.
—La condesa está tardando más de lo debido. Empezaremos sin ella.
—Debe disculparla. Últimamente está pasando por mucho —dijo con
pesadumbre.
—¿Ah, sí? —aquel punto le interesó.
Era todo oídos.
—Es mi hermano. Él… —calló de una forma abrupta, como si se hubiera
dado cuenta de sus excesos verbales.
Sus palabras escondían una gran tristeza, mas Gerald vio su oportunidad
e insistió, ya que hasta entonces no había conseguido averiguar nada
relevante. Nada mejor para conocer su estado que una fuente de primera
mano.
—¿Se encuentra bien? Ha de haber sido duro —dijo evidenciando que
estaba al tanto de las noticias. Ser encarcelado durante años por unos
corsarios debía haber causado estragos en su persona.
Gerald ni siquiera podía imaginárselo.
En Londres no se hablaba de otra cosa. Algunos lo consideraban un
milagro, otros afirmaban que el conde en realidad no era el conde, sino un
impostor y una pequeña minoría creía que todo era un ardid y que durante
ese tiempo había estado disfrutando de distintos placeres.
Los rumores empezaron a difundirse cuando la familia de Julian
Montague fue a verificar su identidad. Los periódicos no lo confirmaban,
pero al parecer, mientras tanto, lo recluyeron en una institución.
—Julian necesita recuperarse, eso es todo.
—¿Se siente usted bien? —le preguntó.
Sophia debería estar hablando del tema con una alegría inmensa, no
callarse. Su hermano había regresado a casa, Santo Cielo, motivo más que
suficiente para celebrarlo. No obstante, aquella casa permanecía envuelta en
una especie de neblina, como una calma tensa.
Como con la servidumbre, su reticencia escondía algún secreto que él
bien debía descubrir.
—Estamos muy felices y contentos —le aseguró—. Bien, podemos
comenzar la clase, pero antes me gustaría que respondiera a mi propuesta.
—¿Que era…?
—¡El paseo!
Gerald la miró fascinado. No solo había cambiado el tema a su
conveniencia, sino que seguía insistiendo en que la acompañara a la playa.
—¿Nunca se da por vencida?
—Al parecer, no.

***

Por fin sus padres habían decidido dar el paso.


Catherine había dejado la montaña de cartas que le había entregado el
ama de llaves en la mesa de su gabinete privado y empezado a leer la
misiva que su madre le había enviado. En ella le explicaba que su padre
había decidido que ya era hora de hacer una visita.
Los Winthrop, su familia, habían estado al tanto de todo lo que sucedía
en el seno de los Montague, desde la desaparición y supuesta muerte de
Julian hasta el momento en el que este había vuelto a sus vidas. Cuando
sucedió el trágico suceso su madre, junto a su cuñada, había sido su más
grande apoyo. Durante los primeros meses de búsqueda de una respuesta o
del susodicho cadáver, su familia había pasado muchos días en Coth Castle
en un intento de consolar a ella y a su familia política. Solo cuando Julian
apareció como salido de ente los muertos, Catherine empezó a mostrarse
más discreta. No es que no confiara en ellos, nada más lejos de la verdad,
pero consideró, y así se lo manifestó por carta a su madre, que lo más
sensato era distanciarse un poco hasta que las cosas fueran regresando a su
cauce.
La situación actual no era ni mucho menos ideal, sobre todo cuando
rondaba en el ambiente la idea de que a la larga sería encerrado de nuevo.
Por ello, Catherine tenía sus propios planes y una cena con sus progenitores
sería un buen comienzo para que tanto Richard como Gregory vieran que se
habían precipitado.
A continuación procedió a darle una respuesta a Annalice Winthrop,
marquesa de Penderton. Fijó el día y la hora y se lo anotó en otro papel para
después no olvidar comunicárselo a la señora Fellow. También tendría que
hacerlo con el resto de la familia, pero el que más le preocupaba era Julian
que, a pesar de hacer avances sustanciosos, parecía mostrar resistencia a la
mejoría. No era algo evidente, pero sí pequeñas cosas en las que ella se iba
fijando. Como avance había conseguido que la puerta comunicante entre las
habitaciones de los condes no volviera a estar cerrada con llave. Él no
siempre estaba allí. Mantenía una extraña fijación por pasar muchas horas
en el salón de armas al igual que en otros tantos sitios peculiares de la casa.
Había salido a caballo en otras ocasiones, pero siempre en su compañía,
cosa que no parecía importarle demasiado.
Después de cerrar y lacrar el sobre dirigido a su madre, se dispuso a
ordenarlo todo. Tenía todavía mucho trabajo que hacer y el tiempo no la
alcanzaba para todo. Hoy habían empezado las clases de alemán. Le
constaba que el nuevo profesor ya andaba por la casa y Sophia se lo había
recordado en la cena del día anterior. No estaba de humor. Ir detrás de
Julian todo el día y controlar dónde estaba y qué hacía era lo bastante
agotador como para demoler a la más enérgica de las personas. Ella se
consideraba una mujer fuerte, pero su temple disminuía a marchas forzadas.
Ocuparse de que la casa funcionara de forma correcta ya era un desafío en
toda regla. Sí, Sophia ayudaba, pero no era lo mismo eso que llevar las
riendas de tu propia casa. Además, había notado que su tono de voz, por lo
normal tranquilo y mesurado, había aumentado varios tonos, mientras que
su paciencia, a todas luces infinita, ya no lo era tanto. Comprendía que todo
eso era fruto del estrés a la que se veía sometida desde la vuelta de su
marido, pero no por ello era menos agradable. No era justo culparlo a él de
su estado anímico, pero sí era cierto que su comportamiento contribuía en
gran medida a su atribulada situación.
«De todas formas, ¿quién no lo estaría en mi misma posición?».
Tenía una vida privilegiada, eso era cierto. No le faltaban las
comodidades y no se preocupaba por su futuro. Tenía una extensa familia a
la que adoraba y era correspondida, eso sin añadir a los Montague, que la
habían aceptado como una más. Se la podía considerar bonita y tenía una
excelente educación. Incluso se había casado con un conde, pero ese era el
problema. Después de ser dado por muerto, ella no había acabado de
aceptarlo como un hecho consumado. No es que tuviera poderes
adivinatorios y hubiera presentido que Julian seguía con vida, pero había
algo que la obligaba a no olvidarlo. No exactamente como una esperanza,
pero sí como una ilusión de esposa enamorada. En cierta ocasión, su madre
le había dicho que lo que experimentaba era muy común, pues no habían
pasado tanto tiempo juntos como pareja y sentía que, en su ausencia, le
faltaba algo. Y era cierto. Sin Julian, se había sentido algo así como
incompleta.
Su regreso había supuesto tanto una desbordante alegría como un shock.
Su estado también había dificultado su acercamiento. Quizás, en otras
circunstancias, hubieran podido hablar de cómo su separación les había
afectado. Ver en qué habían cambiado y darse así un tiempo para conocerse
de nuevo. Con un poco de suerte, volverían a aflorar los viejos sentimientos
y su matrimonio se consolidaría. Después vendrían los hijos, irían
envejeciendo, los nietos aparecerían… Pero nada de eso era lo que tenía
entre manos. Su esposo seguía siendo un hombre tan decidido como en el
pasado, pero acercarse a él y tratar de comprender la traumática experiencia
que de buen seguro había vivido era una misión casi inalcanzable. Además,
estaban los muy complicados sentimientos contradictorios que Julian le
despertaba. El amor que sintió por él no estaba desvanecido del todo, pero
estos se mezclaban con la cautela, y eso era decir poco. Tenía el
convencimiento de que se hallaba ante un hombre diferente del que se
enamoró. No es que pensara que fuera otro en el sentido literal de la
palabra, sino que se le veía tan cambiado que dudaba poder encajar con su
nuevo yo. La pasión dificultaba las cosas. Aunque quería distanciarse de ese
aspecto de su relación, le era imposible conseguirlo. No es que importara
demasiado que fantaseara con su marido y se dejara llevar por la pasión,
pero profundizar tanto le hacía sentirse rara; más que nada porque Julian no
solía ser así. Y ella tampoco, dado el caso. Sí, en el pasado habían
disfrutado de un sano entusiasmo por el sexo, sobre todo en los primeros
meses de su matrimonio, pero ella lo consideraba lo normal, eran jóvenes y
estaban enamorados, pero ahora ambos se comportaban como si estuvieran
desatados. Demasiado ardor entre dos personas que llevaban tres años sin
verse. O quizás eso le parecía a ella, pero ¿era lógico sentirse así? El nivel
de erotismo de sus sueños se había elevado a límites que la hacían
avergonzar. Quizás se debiera al fruto prohibido, algo así como ser amada
por un desconocido que no era otro que tu esposo. Dios, qué confusión. Lo
malo de todo ello era que no podía hablarlo con nadie. Su madre se
escandalizaría, seguro y Sophia… No, era demasiado joven.
Entró en su habitación con la sensación de que un poderoso dolor de
cabeza le sobrevendría en breve.
En la chimenea ardía un fuego moderado y se acercó a caldearse. De
espaldas a ella posó su mirada en la enorme cama en la que dormía cada
noche. Recordó cuántas noches se cerraban las cortinas rojas con ellos en su
interior. Cada uno tenía su propia habitación, al igual que la tuvieron Grace
y Jacob Montague, los padres de Julian. Según le contó su esposo, ambos se
profesaban un mutuo cariño, pero cada uno dormía en su propio aposento.
Solo debían de juntarse en momentos puntuales. Ellos, en cambio, preferían
dormir juntos todas las noches, pero para no estropear el diseño de las
habitaciones, cada uno tenía la suya, aunque se turnaban en una u otra.
Pocas veces dejaron de dormir en la misma cama excepto en una o dos
ocasiones en las que el otro enfermó. Después de la partida de Julian hacia
Italia, tuvo que acostumbrarse a dormir sola. Le costó, pero siempre la
consolaba el hecho de que su esposo regresaría tarde o temprano. Cuando
ocurrió todo, a la larga, se había hecho inmune a ello y ya no le importaba,
pero recordar lo bien que dormía junto a él le produjo un ramalazo de
nostalgia que le hizo preguntarse cómo acabaría todo entre ellos.
Pensó en la cena que se avecinaba. Tenía que decírselo a Julian y calibrar
la reacción de este. Abandonó la calidez del hogar y abrió la puerta
comunicante con cierta precipitación.
—¡Santo Dios! —exclamó. Había interrumpido mientras Julian se estaba
vistiendo. De espaldas a ella y con la camisa sin poner, su espalda
asemejaba una tierra árida surcada de zanjas. Un mapa de maltrato que
hablaba de vejaciones, palizas y más cosas que Catherine no acertaba ni a
imaginar. Julian se giró y se puso la camisa con rapidez. No quería ver su
repulsión—. ¡No! —ella le detuvo. Se acercó—. No, quiero verlas —el
semblante de su esposo era una máscara impenetrable—. Por favor.
Este volvió a quitársela dejando a la vista ese cúmulo de imperfecciones.
Catherine se tapó la boca con la mano en un desesperado intento de no
gemir. Observó con detenimiento las marcas que cruzaban esa espalda
otrora perfecta y las lágrimas hicieron acto de presencia.
—No quiero ver tus lágrimas —se cubrió de nuevo—. Tu lástima no me
es de ninguna utilidad.
Ella lo miró tratando de serenarse. Con esfuerzo, lo logró, aunque por
dentro hervía de la desesperación.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Prefieres que finja que no sucede nada? —
se encaró a él para tratar de entender su reacción—. Te guste o no soy tu
esposa. Te conocía —dudó—, de forma íntima. Y ahora… —no supo cómo
continuar.
—Son lecciones que te da la vida, nada más.
Su tono flemático le angustió casi más que sus cicatrices. Cuánto debía
haber sufrido.
—No finjas. No conmigo.
—¿Fingir? —lanzó una risotada algo salvaje, casi cruel—. ¿Quién finge
aquí? —se apartó de ella, de su perfume y su cuerpo dolorosamente
cercano.
—Si te refieres a mí, estás equivocado. Siempre fui sincera contigo. Y
ahora… ¿Por qué tendría que fingir? Y además, ¿fingir qué? —este no le
contestó. Con los tres botones que tenía la camisa blanca sin abrochar,
procedió a ponerse las botas.
—Necesito intimidad para vestirme —se limitó a dar por respuesta—. ¿O
es que ni siquiera tendré eso?
«La tendrás cuando lo considere necesario, no antes».
No bien acabó de formular el pensamiento se le ocurrió el papel de
carcelero que le tocaba interpretar.
«Uno más de los que ya ha tenido».
Se acercó a él poniéndole la mano en la espalda. Este se tensó. Lo notó
en cada uno de sus dedos.
—Julian, compréndeme. Solo trato de razonar —la impotencia se
reflejaba en el tono de su voz—, de entender.
—¿Entender qué? —le preguntó sin mirarla.
—Pues qué te ha sucedido. Por qué nadie me ha dicho lo de tus heridas
—se sentía relegada a un segundo plano y era una sensación que no le
gustaba.
Deducía que tanto Richard, como Gregory y, cómo no, el médico, las
habían visto. Así que ¿por qué nadie había considerado oportuno
comunicárselo? Más tarde tendría una charla con dos de esos tres
personajes. Por lo pronto tenía que intentar que Julian se abriera a ella.
—Saber no te hará más feliz —adujo él.
—Quizás —concedió—, pero quiero verlas, examinarlas —hizo una
pausa mucho más larga y meditada—. Que me cuentes.
La familia no sabía nada de cómo acabó en Argel. Incluso podía
imaginar las pocas ganas que tendría Julian de volver a revivirlo todo, pero
la incertidumbre era tan grande que, si no confiaba en ella, creía que moriría
un poco cada día.
Despacio, como si todavía fueran recientes, se quitó la camisa. Se
estiraron en la cama y pasó a relatarle el duro cautiverio al que fue sometido
y los trabajos forzados que se veía obligado a realizar. Le habló del hambre,
la soledad y la desesperación. No nombró cuál fue la causa de caer preso de
los piratas, pero sí que estos le recogieron del mar y se lo llevaron.
—Los latigazos estaban a la orden del día —comentó impasible sin mirar
a nada en concreto. Casi le pareció que lo tenía enfrente—. Nos azotaban
por cualquier cosa: por ser demasiado lentos, por no tener la fuerza
necesaria, por pedir agua. Incluso por ayudar a los demás. Al principio lo
hacía, pero después de más de un centenar de palizas dejé que cada cual se
ayudara lo mejor que supiera.
Catherine podía imaginar cada una de las cosas que le contaba. No sabía
cómo un ser tan social y vibrante como su esposo había sido capaz de
sobrevivir a todo aquello.
—Doy gracias a Dios porque pudiste hacerlo —comentó compungida.
Por un único instante de comprensión mutua, ambos se cogieron de la
mano. Ninguno de los dos supo quién hizo el primer movimiento, pero ese
gesto, carente de toda maldad fue suficiente para acercarlos. Sin palabras
entendieron el sufrimiento del otro y desearon haber podido aliviarlo.
—De todas formas —dijo él al cabo de un rato—, ¿a qué debo el honor
de tu visita?
Catherine se incorporó. Perdido el contacto de la mano se sintió sola de
nuevo, al igual que cuando Julian desapareció de su vida.
—Esto… sí —por un momento tuvo que reflexionar sobre ello—. Mi
madre ha escrito.
Le explicó que ya había pasado un tiempo prudencial. Era hora de
regresar a la sociedad e integrarse de nuevo.
—Y una cena con ellos es lo mejor que se te ha ocurrido —añadió
reflexivo.
—Es necesario. Por ti, por nuestra familia.
—No me apetece —replicó él.
Catherine empezó a perder la paciencia. Era indispensable que Julian les
demostrara a todos que, pese a algún que otro episodio, se estaba
recuperando. No se lo dijo, ya que no quería generarle más presión, pero
esta vez se mostraría inflexiva.
—Pues es una verdadera pena, porque es justo lo que harás.

***

La tormenta le dio el escenario perfecto. El sonido de los truenos


amortiguaba la mayoría de los sonidos de la casa.
Era casi la una de la madrugada y había aguardado hasta estar seguro que
todos dormían, más que nadie los sirvientes, que parecían revolotear por
todo el castillo.
El crujido de la puerta de su habitación lo puso alerta. Esperó inmóvil
unos segundos y, al no oír ningún sonido más que el de su propia
respiración, se atrevió a salir al corredor acompañado por la luz de una vela.
El resplandor iluminaba una pequeña parte, como el suelo y las paredes que
le quedaban enfrente, pero todo lo demás permanecía en una oscuridad
agobiante.
Maldijo en silencio a su hermano. Todo era culpa suya. ¿Acaso lo creía
un espía al servicio de Su Majestad? Casi le dio risa. ¿Qué hacía allí y qué
pretendía Damien que encontrase? Él no tenía lo que había que tener para
trabajitos así. Gerald se conformaba con administrar sus tierras, sus
inversiones y su patrimonio, ya que gracias a su padre tenía un futuro
asegurado.
Maldijo otra vez, sin embargo, fue debido a su propia falta de
compromiso. ¿Es que no se daba cuenta de que precisamente aquello era
por vengar a su padre? A pesar de ser un bastardo, Leonard Hume lo había
tratado y querido como un hijo. Se lo debía. Además, siendo él el hermano
mayor, debía mostrar más coraje y no dejar el trabajo sucio a Damien, a
pesar de no estar nada convencido de su plan.
Con cautela, avanzó unos cuantos pasos. Había tenido la precaución de
estudiar el camino más corto hasta el despacho de lord Beauford y sabía con
bastante precisión dónde podían encontrarse mesitas, jarrones y demás
objetos con los que pudiera tropezar.
Se oyó un trueno. Gerald se encogió debido a los nervios.
Cuando llegó a las escaleras principales se detuvo un momento para
comprobar que no hubiera nadie. Cada vez estaba más cerca. Descendió y
se acercó al despacho. Apoyó la oreja sobre la puerta y estuvo atento a
cualquier sonido del interior que revelara la presencia de un Montague.
Si alguien lo encontraba fuera, podría decir que la tormenta lo había
desvelado y había decidido bajar hasta la biblioteca para tomar un libro,
pero allí dentro… ¿Quién creería que se había equivocado?
Sintiéndose de lo más incómodo, pero armándose de valor, abrió la
puerta y se encerró en la habitación. A simple vista la estancia parecía
sobria, con sus paredes de un color azul oscuro y apenas muebles. Solo
distinguía un escritorio, tres sillas, una librería de un tamaño menor y un
atril de lectura en un rincón.
Sin más tiempo que perder con la decoración, se concentró en el
escritorio de nogal de estilo francés. Primero revisó los papeles que había
sobre el escritorio: un par de contratos de arrendamiento y docenas de cartas
apiladas. Las releyó por encima y se dio cuenta que se trataban de mensajes
de bienvenida para el conde, tanto de amigos como de conocidos. Lo supo
por los grados de formalidad que demostraban quienes las habían escrito.
Entre ellas, descubrió la de su hermano.
Astuto, pensó. ¿Quién sospecharía de sus intenciones tras leer esas líneas
cargadas de preocupación? ¿Quién creería que había infiltrado a su hermano
en la casa como si se tratase de un soldado tras las filas enemigas?
Después abrió uno por uno los cajones alineados a ambos lados y metió
la mano en ellos, hurgando en el interior. No tuvo ningún éxito, además, el
último que quedaba a su derecha estaba cerrado con llave. Buscó en la cajita
de madera tallada que descansaba sobre la mesa, levantó todos los
documentos, el pisapapeles y estiró la mano mientras palpaba por debajo
del asiento, por si estaba escondida en algún pliegue o recoveco. Al no tener
suerte, se arrodilló frente al escritorio e hizo lo mismo.
Nada. No la halló por ninguna parte.
La impaciencia y la frustración se apoderaron de él. Un esfuerzo inútil.
En esos momentos lo único que le quedaba por revisar eran los libros de
cuentas, aunque no tenía muchas esperanzas puestas en ellos. Su padre
murió tres meses antes de desaparecer el conde, pero los propietarios
actuales no se hicieron con ella hasta hacía un año, por lo que Julian
Montague parecía el menos culpable de todos. Condenado lío. ¡Cómo se
podía sacrificar la vida de un hombre por una mina de estaño!
Gerald cerró el libro con toda la contabilidad de la mina con un
manotazo y al ir a dejarlo en su sitio, un papel cayó de él.
Acercó la vela y advirtió que se trataba de una carta fechada hacía más
de tres años. Decía:
Lord Beauford,
Es bien sabido por todos la buena relación que guardaba con su padre y
lo mucho que lo apreciaba. Era un caballero de los pies a la cabeza tanto
en la vida personal como en los negocios y es por eso que he tardado en
escribirle. No obstante, permítame que deje a un lado los fingimientos y
vaya directo al grano.
Deseo expresarle mi malestar por el tema que nos ocupa. Sabe de lo que
estoy hablando, no es ningún secreto ni para usted ni para mí.
Llevo mucho tiempo negociando con el señor John Murdoch con la
intención de adquirir la mina de Penwith. Aunque al principio era reticente,
en los últimos tiempos conseguí que tomara en consideración mi justa
propuesta.
Hasta que usted intervino.
¿Qué derecho tengo a reclamarle, pensará usted, si es libre de lanzar su
propia oferta? ¿Acaso soy demasiado atrevido?
Le contestaré con un no rotundo: hay que respetar los acuerdos entre
caballeros y no interferir en ellos. Ciertamente, entre el señor Murdoch y yo
había un gran entendimiento, pero con su intromisión ha conseguido que
otros se interesen por la mina, como su suegro, Lord Penderton y Sir Virgil
Nash.
Como resultado, el señor Murdoch me cree culpable de airear sus
asuntos y se niega a seguir hablando con ninguno de los cuatro.
Le apremio a retirar de inmediato su oferta. De otro modo me veré
forzado a discutir el tema personalmente.
Hume
Gerald ahogó una exclamación. ¿Qué demonios significaba aquello? Era
una carta de su difunto padre y se la había enviado al conde para mostrar su
enojo por su intromisión en un negocio en el que creía poseer todos los
derechos. Al parecer, había sido el primer interesado en la mina y lo
culpaba de perder la transacción.
¿Cómo habría reaccionado Julian Montague a la misiva? Si era un
hombre lo suficientemente arrogante como para no permitir oposición,
podría haber ordenado su muerte. ¿Sería posible?
Dejó todo como estaba en el despacho a excepción de la carta, que se la
llevó consigo. Al salir no se dio cuenta de la sombra que acechaba en la
oscuridad ni de su mirada glacial. Estaba demasiado distraído con lo que
acababa de leer y bajó la guardia. En esos momentos lo que más le
preocupaba era su posición en ese lugar. Bien podría estar en la casa de un
loco… o de un asesino.
8

Tras una semana a la espera, Sophia no se dejó dominar por su mal


humor. Había escuchado con educación los argumentos de Sarah, su
doncella, pero había decidido no hacerle caso. Nadie conseguiría quitarle de
la cabeza que no había nada malo en dar un paseo con el profesor Baum.
¿Tendría que ver su atractivo físico? Por supuesto, eso ayudaba mucho;
sin embargo, no era una bobalicona enamoradiza y fácilmente
impresionable. Él era como un soplo de aire fresco en mitad del caos creado
con el regreso de su hermano, y ya que vivían en un lugar con pocos
vecinos, ansiaba su compañía.
Acomodarlo en la casa no había sido difícil, tenían espacio más que
suficiente. En el ala oeste había unas cuantas habitaciones espaciosas, pero
sencillas, que en el pasado habían servido para alojar a institutrices o tutores
de Julian, Gregory y ella misma. Incluso su antigua aula había sido
reconvertida y era donde ahora el señor Baum impartía sus clases de
alemán. Aun así, surgió un pequeño problema. ¿Dónde debía comer el
profesor? Su estatus en la casa era demasiado elevado como para hacerlo en
las cocinas con la servidumbre, no obstante, Gregory se había negado a que
se sentase con la familia. ¿El motivo? Su hermano mayor, por supuesto.
Julian no había bajado al comedor con ellos ni una sola vez y, si lo hacía el
señor Baum, sospecharía de su ausencia continuada. Además, nadie en la
familia estaba de humor para pretender normalidad, por lo que se optó por
que tomara sus comidas en su cuarto.
Sophia sentía ciertos remordimientos por tenerlo enclaustrado durante
tantas horas en aquellas dos habitaciones con vistas al patio y a las
caballerizas. En cierta forma, aquella salida era un modo de recompensarlo.
Aunque se trataba de un paseo informal hasta la playa, deseaba causar a
Gerald Baum cierta impresión favorable, por lo que se cambió el vestido de
la mañana soportando las quejas de Sarah. Escogió uno de lana en tono
marrón, ribeteado en el bajo y en los hombros en un color más oscuro.
Además, iba abrigada con un redingote rojo, un chal de cachemira y un
coqueto bonete.
Aquella tarde iba a resultar una distracción. Aunque fuera por una hora,
deseaba olvidar el drama que se vivía en la casa, con su hermano y sus
espectáculos que solo conseguían atemorizar a la servidumbre. Ni el señor
Lloyd ni la señora Fellow habían sido capaces de acallar los constantes
rumores que se propagaban como la peste y Catherine tuvo que bajar hasta
las cocinas para tratar de contenerlos. Les había rogado calma y paciencia,
pero sobre todo, discreción. Nadie había resultado herido; ni siquiera el
ayuda de cámara de Julian había estado en verdadero peligro, así que por el
bien de su familia y el de ellos mismos, debían concentrarse solo en hacer
sus tareas asignadas.
Julian. Qué mal lo estaba pasando su hermano. Le partía el alma verlo
así. Lo único que le faltaba era a Gregory quejándose de él. Eran testigos de
los efectos del cautiverio, pero ella se negaba a darlo por perdido. Cuando
se acostumbrara a la casa y a la familia, cuando comprendiera que eran
amigos y solo querían su bien, confiaría de nuevo en ellos y volvería a ser el
de antes. El amor lo podía todo, estaba segura.
Echó un vistazo hacia atrás y comprobó con satisfacción que Sarah los
seguía tal como había acordado, pero a suficiente distancia para que se
sintiera cómoda. Esa zona del camino despejada de árboles era perfecta para
mirar al horizonte y contemplar la vista del mar, en esos momentos
revuelto. Había llovido durante toda la noche y todavía seguía nublado, si
bien hacía horas que el tiempo se mantenía estable.
—¿Monta, señor Baum? —aunque la pregunta no tenía nada de
particular notó que Gerald encorvaba los hombros y le costaba responder—.
¿Por qué duda?
Él tardó un momento en contestar.
—No quisiera resultar torpe ante sus ojos —admitió a regañadientes—.
Sé llevar el caballo de aquí para allá, pero no podría decirse que domine la
técnica y, por supuesto, no se encuentra dentro de mis pasatiempos.
A Sophia le causó gracia el modo en que lo dijo. Antes de eso iba a
indicarle que podía tomar prestado algún ejemplar de las caballerizas si
deseaba montar, pero ahora el ofrecimiento quedaría fatal.
Soltó una risita divertida al imaginárselo a lomos de un caballo. Su
torpeza, lejos de repelerle, causaba el efecto contrario: conseguía fascinarla.
Él se mostraba tal como era, natural y para ella el mejor estimulante que
existía.
—Entonces su afición es la lectura —supuso—. He observado que suele
ir a todas partes con un libro —en los días que llevaba viviendo en Coth
Castle lo había encontrado varias veces absorto en la lectura.
—¿Me espía? —alzó las cejas sin apartar la vista del camino.
Sophia no hizo caso de sus palabras. Se encontraba demasiado a gusto
paseando con él para estropearlo con una respuesta mordaz. A pesar de su
comentario, parecía relajado y eso que en un principio se negó a
acompañarla aludiendo toda clase de excusas.
Suerte que al final consiguió engatusarlo.
—¿De qué libro se trata?
—Es un cuento fantástico titulado El puchero de oro de un compatriota
mío: Ernst Theodore Amadeus Hoffman, se llama.
Sophia jamás escuchó nombrar al autor.
—¿Alemán, eh?
—Es una traducción al inglés.
—¿Cómo así?
—Mi hermano me lo regaló el año pasado.
Quiso preguntarle si entre ellos se relacionaban en inglés a pesar de
haber nacido en la ciudad de Frankfurt, pero antes se le ocurrió otra
pregunta.
—¿Tiene un hermano?
—Sí, no sé por qué se sorprende tanto. Es bastante común.
Por supuesto que lo era.
—Juzga mis palabras con demasiada dureza y yo solo deseo que seamos
amigos.
Gerald detuvo el paso y se giró hacia ella.
—¿Por qué? —la franca pregunta la dejó sin respuesta.
¿Tan difícil era de creer? ¿Qué tenía de extraño?
—No lo sé. Supongo que no tengo muchos y me resulta usted simpático.
Sophia esperó que tanta sinceridad por su parte no se le volviera en
contra. Al abrirle así su corazón se exponía a mostrarse vulnerable, y por lo
tanto, a que le hicieran daño.
Su argumento principal tenía validez: su cuñada era prácticamente su
única amiga. Eran tal para cual. En ella confiaba sus secretos, sus anhelos y
sus miedos. La única diferencia radicaba en que Catherine estaba casada, o
durante un tiempo viuda, mientras que ella ni siquiera había sido besada. En
el día a día podía no tener importancia, pero cuando hablaban de hombres,
la falta de experiencia la hacía sentirse pequeña.
¿Qué podía aportar ella si nunca había sido presentada en sociedad o
había sentido una desbordante pasión? Tal vez por esa razón o porque le
daba vergüenza confesarle los sentimientos que experimentaba hacia el
profesor, no le contó de su encuentro con Gerald tras la entrevista con su
tío, ni de lo guapo que lo encontraba. Por supuesto, tampoco hablaría del
paseo.
En cierta forma había tomado al profesor como si se tratara de una
pertenencia, como algo propio. Apenas llevaban una semana impartiendo
clases y, ¿cuántas veces había asistido Catherine? Ninguna. No es que la
pobre no quisiera aprender, pero estaba demasiado ocupada tratando de
controlar los impulsos de Julian.
Y pensar que al principio la había juzgado tan severamente…
Sophia estaba tan sumida en sus propios pensamientos que al
reemprender la marcha no se dio cuenta de la maleza que había arrastrado la
lluvia. Iba a meterse de lleno en ella cuando Gerald la tomó del brazo y la
detuvo.
—Cuidado —le advirtió.
Al sentir el contacto del profesor enrojeció súbitamente mientras un
placentero hormigueo recorría todas las partes de su cuerpo. No era la
primera vez que se tocaban. Recordaba bien haber tirado de él el día que se
conocieron, sin embargo, ahora le pareció que todo era más íntimo.
Parpadeó como si lo que acababa de pasar fuera un espejismo; sus
mejillas todavía ardían. Con la respiración adormecida, se fijó en sus labios.
«Santo Cielo, ahora sí parezco una bobalicona», se reprochó.
—Lady Sophia, ¿está bien?
Su doncella corrió a auxiliarla.
—Sí, Sarah. Gracias al señor Baum —le dijo sin apartar los ojos de él.
Hasta entonces la presencia de Gerald la había hecho sentirse contenta y
sonriente, pero lo que él le provocaba en esos momentos iba mucho más
allá.
Al ver que no era necesaria su ayuda, la doncella volvió a situarse a una
distancia prudencial. Antes, les lanzó a ambos una mirada de advertencia.
Gerald, por su parte, no se achicó, le sonrió con cierta insolencia y le
ofreció su brazo a Sophia.
—Así evitaremos cualquier caída.
Ella aceptó gustosa.
—No creo… —protestó Sarah desde su posición.
—Ella se toma muy en serio su papel, ¿sabe? —le dijo en voz baja como
si se tratara de una confidencia.
—¿Salvaguardar su virtud? —apuntó irónico—. Así que sus tareas van
mucho más allá de encargarse de sus vestidos o retocar su peinado —
mientras hablaba, la guió con destreza sorteando la maleza, pero una vez
liberados de ella y con el camino despejado, no la soltó.
—Le recuerdo que fue usted quien tomó el paseo como inapropiado —le
recordó.
Por ello contaban con la presencia de Sarah, que hacía de carabina. Era la
mejor solución que encontró, así nadie podría recriminarles la salida.
—Uno vive para arrepentirse.
Sus palabras consiguieron que el corazón le diera un vuelco. ¿Sería
cierto? Ni siquiera había aceptado su ofrecimiento de ser amigos y no
quería hacerse ilusiones sobre nada más. Sería una auténtica locura.
Durante unos minutos ninguno de los dos habló y siguieron paseando en
silencio.
Mientras tanto, Gerald se reprochó el desliz. No hubiera querido ser tan
franco, ni aunque estuviera disfrutando de lo lindo con aquella salida… y
con sostener a lady Sophia.
Su amiga. Ella quería ser su amiga. Si era sincero consigo mismo
admitiría que se trataba de una estupidez, de un imposible, pero sonaba tan
bonito de sus propios labios que por un momento se dejó llevar. Solo
entonces la realidad se impuso. Era un bastardo, el hijo ilegítimo de un
barón, por lo que no podía existir ninguna relación entre ambos, ni siquiera
amistad. Que fuera la hermana de un conde era un obstáculo difícil de
sortear y estaba seguro que cuando su salida llegara a oídos de la familia,
recibiría una charla. En ese momento poco le importaba. Estaba demasiado
a gusto. Era la primera vez que tocaba tan íntimamente a una dama, a una
mujer de posición tan elevada, pero ella era tan exquisita que era difícil
resistirse. Entonces, su experiencia con mujeres no servía para nada.
La primera y única vez que Gerald se enamoró, tenía diecinueve años.
Vania era una hermosa y fogosa joven, hija del secretario de un diplomático
ruso. En breve debía regresar a su país natal, un lugar demasiado frío e
inhóspito para sus refinados gustos, por lo que estaba dispuesta a lo que
fuera con tal de quedarse en Inglaterra. Gerald apareció en el momento
oportuno y ella jugó sus cartas conquistándolo con mil y una artimañas.
Quizás él no fuera lo que tenía pensado en un principio, pero el tiempo
apremiaba y parecía estar dotado de un buen capital.
En aquella época, Gerald era demasiado inocente y confiado para
sospechar de sus intenciones y aceptó que el cortejo fuera llevado en
secreto. Afortunadamente, Leonard Hume se enteró de las próximas nupcias
e intervino para salvaguardar el futuro de su hijo mayor. Si el casamiento se
llevaba a término, él se desentendía de su educación y por tanto, dejaría de
recibir su apoyo económico. Cuando Vania fue consciente de que una vida
junto al muchacho solo conllevaría pobreza, decidió que el Imperio ruso no
era tan malo al fin y al cabo.
Gerald aprendió la lección, se concentró en los estudios y más tarde en
establecer una relación con su hermano Damien, dejando a las mujeres en
un segundo o tercer plano.
Sophia, por el contrario, era diferente, especial. Se trataba de una
muchacha formal y juiciosa, pero tenía la sensación de que cuando estaba
en su compañía, un espíritu indiscreto y juguetón se apoderaba de ella.
Entonces lo miraba con esos ojos curiosos y lo acosaba a preguntas,
desarmándole y olvidándose por instantes que podría tratarse de la hermana
de un asesino. Del asesino de su padre, nada más ni nada menos. Era un
motivo con suficiente peso para echarse para atrás. Entonces, ¿por qué
consentía que entrara en su vida, que le afectara? Su instinto de
autoprotección le advertía, pero al parecer era un necio. No solo se sentía
atraído por su belleza y personalidad, sino que había algo en ella que le
encantaba, un rasgo que jamás se hubiera planteado encontrar en una dama:
Sophia le hacía reír. Su evidente y casto interés hacia él y su modo de
expresarse, conseguía arrancarle una sonrisa, aunque a veces debiera
ocultarlo.
La miró de soslayo. ¿En qué estaría pensando ella? Acababa de revelarle
lo mucho que deseaba aquel paseo pospuesto ya dos veces a causa de las
lluvias de otoño. ¿Le causaría gusto o todo lo contrario? No lo sabía porque
aunque su azoro era más que evidente, no había abierto la boca desde
entonces.
Se dijo que era muy peligroso seguir con aquellos pensamientos. Lo
mejor era encontrar un tema relativamente inocuo con el que proseguir: el
tiempo, la fauna de Cornualles o incluso la historia de Coth Castle serían
perfectos.
Se aclaró la garganta.
—Me encantaría ser su amigo —declaró. Justo lo contrario de lo que
había planeado.
Se maldijo a sí mismo, si eso era posible. ¿En qué estaba pensando? Era
un patán que solo enredaba las cosas. Si Damien pudiera verlo le
sermonearía con razón y le diría que no había tiempo para el romance.
Romance. No, no estaba haciendo eso, su amistad con lady Sophia era un
atajo que le permitiría conocer a fondo a su enemigo.
«¿A quién quieres engañar, amigo?»
La joven alzó los ojos y lo miró con suma cautela, como si tuviera dobles
intenciones. Si ella supiera de sus conflictos, echaría a correr.
—¿Ah, sí?
Gerald asintió.
—Sí. Pero con una condición.
—¿Y sería?
—Que podamos disfrutar más a menudo… de estos paseos.
Al fin, ella sonrió.
—Se lo prometo.

***

—No estás colaborando —la protesta, hecha con más vehemencia que de
costumbre, salió de los labios de Catherine.
—Me duele la cabeza —no es que le doliera, pero la tenía ocupada en
otros menesteres más importantes que bailar una contradanza y ambos los
sabían.
La noche anterior se había repetido la pesadilla, pero con mucha más
intensidad. En las últimas semanas había aparecido en su descanso un sueño
recurrente, pero con distintas formas, que lo despertaba sobresaltado y
agitado. En esas ocasiones debía haber hecho ruido, ya que Catherine había
acudido en cada una de ellas. La primera vez, achacándolo solo a algo
ocasional y esporádico, se había negado a compartir la naturaleza del
mismo, pero como había ido descubriendo, las cosas nunca eran tan fáciles,
no con él.
Por lo general, el sueño le situaba en la celda que había sido su morada
durante los tres años pasados. Había veces en que una multitud de ratas,
hormigas, cucarachas y demás alimañas se arremolinaban en torno a su
persona esperando. En algún momento decidían que era algo sabroso con lo
que llenar sus estómagos y se lanzaban a devorarlo. Otras, las más
frecuentes, se veía suplicando por un vaso de agua. Sentía tanta sed que
incluso cuando despertaba, la imperiosa necesidad de beber persistía, por lo
que se bebía sin tregua toda el agua fresca que contenía la jarra colocada en
la mesita auxiliar de su propia habitación.
En todas las ocasiones, después de despertarse y de que la angustia
menguara, Catherine se quedaba a la vista sentada en una silla y con una
vela encendida. Por supuesto, Julian no se lo había pedido, pero no había
podido convencerla de lo contrario. Ante ella no admitiría, al menos por el
momento, que tenerla cerca lo tranquilizaba lo suficiente como para
conseguir volver a coger el sueño.
La noche pasada, en cambio, Catherine, no solo le había acompañado en
su intento de dormir de nuevo, sino que, viendo lo nervioso que estaba, pues
el sueño que tuvo había sido diferente, se sentó a su lado de la cama, a
regañadientes —Julian fue capaz de darse cuenta—, hasta que el sueño le
venció. Estaba en su celda. La sed y el hambre lo asediaban, pero no mucho
más de lo que había sido en realidad. La diferencia radicaba en la
desesperanza que lo anudaba y las pocas ganas de vivir. En cierto momento
había oído unos pasos acercarse, pero la semipenumbra reinaba en el
ambiente. Una sombra que no podía identificar se acercó a su celda y metió
la llave. Por alguna razón se le pusieron los pelos de punta y, al instante,
una vez dentro, la silueta se lanzó sobre él. No podía responder a sus
puñetazos y se vio indefenso cuando unas manos que no lograba definir
empezaron a apretarle el cuello. Se retorció para zafarse pero le resultaba
imposible. La falta de aire le debilitaba y le pareció que la risa que ese
espectro desprendía era más mortífera que sus dedos estranguladores. Casi
vencido, lanzó el último manotazo al aire tratando de desasirse, pero de
golpe despertó. Se encontró a los pies de la cama, de rodillas y cogido al
poste derecho. De pronto, parpadeando, notó cómo el agua empapaba su
cara y se deslizaba hacia abajo, mojando su camisa de dormir. Catherine se
encontraba delante de él con una expresión acongojada y la jarra de beber,
vacía, en sus manos.
Respiró aliviado cuando vio que solo había sido una pesadilla. Catherine
también se relajó un tanto. Le contó cómo la habían despertado los gritos y
las voces; tanto, que creyó que había con él alguien más que trataba de
asesinarlo. Dijo también que la escena que presenció le puso los pelos de
punta.
—Parecías estar luchando contra un fantasma —le dijo—, mientras
agonizabas en tu propia cama —en cierta forma así había sido.
También le comentó que intentó acercarse y despertarlo, pero no podía
hacerlo sin resultar lastimada. Despertarlo tirándole el agua fue lo único que
se le ocurrió.
Para tranquilizarla, porque ella también estaba alterada, le contó lo del
sueño. Era evidente que Catherine no veía la conexión con la realidad
porque no sabía la verdad, pero Julian sí lo hacía. Pensaba que había tenido
suerte, que era inmune o más fuerte de lo que pensaba, pero no, no lo era.
Todos esos sueños tenían una simple explicación: el miedo; el puro y simple
miedo. Era un hombre tan normal como el que más, pero él había vivido
una situación traumática: había sufrido un intento de asesinato y, como
consecuencia de eso, fue un náufrago hecho prisionero con derecho a
trabajos forzados. Cualquier otro en su lugar hubiera enloquecido de verdad
o perecido en el intento. Había tenido mucha suerte, pero el miedo
empezaba hacer mella en él. Miedo a no ser capaz de sobrevivir a esta vida,
a no encontrar al culpable y a no poder retomar las cosas en esa sociedad
«civilizada».
¿Y si no conseguía hacer realidad sus planes? ¿Tendría que pasarse toda
la vida fingiendo que no estaba cuerdo del todo? ¿Conseguiría el asesino
por fin su objetivo?
Por eso estaban allí, practicando el cotillón (una contradanza que
recordaba a la perfección). Catherine se había tomado muchas molestias
para tratar de que hiciera un buen papel delante de sus padres en la cercana
visita que se estaba preparando. Había leído entre líneas los comentarios
que ella hacía. Por sus palabras, su hermano planeaba esperar un cierto
tiempo prudencial. Si no mejoraba, lo volverían a encerrar. Como era de
esperar, Julian no podía permitir eso. No sabía si pensar que era una
estrategia para quitarlo del camino después del fiasco de intento de
asesinarlo o si, por el contrario, era una respuesta normal ante una situación
insostenible. También deducía que su tío Richard apoyaba a Gregory.
Ninguno de los dos estaba descartado como posible sospechoso, pero su
hermano menor tenía más que ganar con su muerte.
—Julian, no estás siguiendo los pasos —la voz de su esposa le hizo darse
cuenta de que no estaba prestando atención. No tenía demasiadas ganas de
bailar más que por el placer de tenerla entre sus brazos. Fingir que no
recordaba esto o aquello resultaba agotador.
—Sí lo hago —giró hacia la derecha tal como le correspondía, pero
aprovechó el entrelazo de sus brazos para acercarla a él y plantarle un beso
en los labios.
—¡Eres imposible! —protestó apartándose en el acto.
Había decidido no disponer de la música, por el momento, para tratar de
comprobar qué pasos recordaba. No se le daba muy bien enseñarle a hacer
los giros y los cambios de pareja con solo ellos dos. Además, al día
siguiente tenía intención de enseñarle La Gran Marcha, pieza que,
tradicionalmente, abría cualquier baile oficial. Después quería conseguir
sentarle delante de una mesa preparada para una cena formal y enseñarle, si
hacía falta, todo de nuevo. No obstante, Julian no colaboraba. Era de
esperar que no le apeteciera hacer algo que se aprendía mientras uno crecía,
pero no quería que los Montague ni los Winthrop tuvieran duda alguna de
las capacidades de su marido.
—Vamos a montar —sugirió este con cara de esperanza. Ya sabía que era
lo que más le gustaba de todo.
—No podemos —ella también hubiera preferido dejar esas aburridas
clases y disfrutar de una sana cabalgata al aire libre, pero no quería
potenciar la imagen de salvaje desenfrenado a lomos de un caballo que solía
dar. Su aspecto había mejorado y ahora era muy parecido al que lucía antes
de desaparecer. Aun así, el servicio seguía teniendo una pésima opinión de
él debido a su espíritu desenfrenado y sus deplorables modales.
Dio un giro para que él la imitase, pero él se mantuvo impasible,
mirándola como si tratara de explicarle cómo construir un barco.
—Me aburro —soltó Julian—. Tanto giro absurdo para solo poder
cogerse las manos me resulta desconcertante —cada una de sus palabras era
cierta. De joven había bailado esas mismas piezas una y otra vez
considerándolas divertidas, pero ahora las encontraba irritantes y carentes
de gracia.
—Pues te aguantas —su paciencia pendía de un hilo—. Pediré a alguien
que toque el pianoforte —le dijo, dispuesta a recurrir a su cuñada, la opción
más válida—. O tal vez… —se interrumpió cambiando de opinión—. Sí,
mejor tararearé.
Cuando Catherine entonó la melodía que conocía de memoria dispuesta a
proseguir con las lecciones, se giró y vio a su esposo tumbado en el suelo de
baldosas con los ojos cerrados.
—Ven —la instó con la mano, como si hubiera adivinado que ella lo
miraba con fijeza.
—No tenemos tiempo para esto, Julian —pero se acercó de todas formas.
Se quedó de pie, a su lado.
Cuando su esposo tironeó del dobladillo de la falda de su vestido de
algodón azulado, ella se apartó, aunque no lo suficientemente rápido para
que él la agarrara de nuevo. Julian se incorporó de un salto y la abrazó.
—Deja que la música nos envuelva —musitó aun cuando ella había
dejado de tararear. Segundos después, posó sus labios sobre los de
Catherine.
Ella se dejó llevar por unos instantes, pero de pronto recordó la hercúlea
misión que se había autoimpuesto y lo precaria de la situación, por lo que
trató de apartar la boca.
—Julian, basta.
—¿No te gusta? —le besó por la mejilla despertando deliciosas
cosquillas—. ¿No es esto más placentero?
«Sí», gritó para sus adentros. Aunque no era el momento.
—¡No! —dijo, en cambio—. Ya basta de tantas tonterías.
Julian la apartó de forma abrupta e inesperada. Un momento antes, sus
ojos reflejaban el nacimiento de un fuego que la hacía arder con él, pero
ahora solo mostraba una sonrisa un tanto despectiva.
—Ya no me apetece bailar —y se marchó de forma precipitada dando un
portazo dejándola sola en una gran sala vacía con un silencio que lo
inundaba todo.
Julian no había pretendido salir de esa forma, pero sus constantes
intentos por apartarlo lo habían sacado de sus casillas. Entendía el motivo
de tanta insistencia, pues el tiempo era oro y se les echaba encima, pero
algo en él se había revelado ante su rechazo.
Cruzó la galería en el mismo momento en que un desconocido bien
vestido bajaba las escaleras. No era un criado, de eso estaba seguro. El porte
y la seguridad emanaban de su persona, pero se le veía como fuera de su
ambiente. Al pasar por su lado, no bajó la mirada, sino todo lo contrario.
Vio en ellos una chispa de interés, lo cual le hizo suponer que sabía quién
era él. Le saludó con un gesto de cabeza y siguió su camino.

Gerald lo vio y se detuvo en la escalera, olvidándose por un segundo de


respirar. Ahí estaba, el conde de Beauford, luciendo un aspecto fiero e
intimidante. Seguramente sería un hombre despiadado, se dijo. En la casa se
oían rumores de todo tipo, pero él solo pretendía desentrañar si el sujeto
había ordenado la muerte de su padre y urdido un descabellado plan para
salir impune. Si él era el culpable, sus días estaban llegando a su fin; y esta
vez sería una realidad.
9

Anthony Perkins siguió a su amigo en un sigilo propio de un felino.


Aunque habían pasado semanas desde su última visita y las cosas habían
cambiado un poco, seguía siendo una situación incómoda. Julian se detuvo
un instante y miró a al alrededor con ojos escrutadores. Luego, lo tomó del
hombro y le susurró:
—Silencio —al mismo tiempo hizo un gesto con el dedo índice que
indicaba lo mismo.
Pretendía buscar un sitio tranquilo para conversar con tranquilidad, lejos
de miradas sagaces y oídos curiosos. Ya no se sentía a gusto en la sala de
armas. Quizás fuera una simple paranoia suya, pero su familia y la
servidumbre parecían revolotear a su alrededor con frecuencia. No quería
que por casualidad escucharan demasiado.
Aunque se dijo que aquella mañana resultaría casi imposible por la
presencia de sus suegros acabados de llegar, toda precaución era poca. Tres
años en el infierno le habían servido para aprender la lección.
Finalmente llegaron al lugar escogido por el conde. La capilla como
punto de reunión resultaba un poco macabra, por lo que era improbable que
los interrumpieran. ¿Quién podría acudir al lugar a aquellas horas? No
conocía a nadie en la casa con tanto fervor religioso.
—Te has superado —Anthony silbó sorprendido por la elección. Primero
el salón de armas, luego aquello. ¿Dónde lo llevaría la próxima vez, a las
caballerizas? Mientras tanto, estudiaba la tumba de piedra que había en la
mitad de la estancia, perteneciente al primer conde de Beauford y a su
esposa. Nunca la habían abierto, pero las crónicas medievales afirmaban
que la pareja había vivido hasta la sorprendente edad de ochenta años; todo
un logro en aquella época—. Definitivamente te has convertido en un
excéntrico.
Julian sonrió. Podía confiar en su amigo y en su sinceridad. Además,
estaba al corriente de la situación en la que estaba metido. Cuando fue a
visitarlo tras su regreso, se abrió a él y le confesó todas sus sospechas y, por
supuesto, la única certeza: alguien lo quería muerto. Alguien lo bastante
cercano como para saber de su apresurado viaje hasta Atenas. Alguien con
capacidad para planear y con recursos suficientes para conseguir subir a
bordo a un asesino.
Si decidió explicarle sus intenciones fue sobre todo porque necesitaba a
alguien del exterior que se encargara de unos asuntillos, ya que a él parecían
tenerlo controlado y no podía moverse por la casa con la libertad que
hubiera deseado. Anthony, a su vez, prometió ayudarle, no divulgando su
verdadera condición hasta que así se lo hiciera saber. Mientras tanto,
fingiría que había tenido tan poca suerte como los demás tratando de
comunicarse con el conde.
—Estaba buscando un lugar adecuado para mi…
—¿Estado de ánimo? —terminó por él. No era exactamente lo que quería
decir, pero era una relación acertada—. ¿Cómo va todo?
Se encogió de hombros y decidió no aburrirle con sus dilemas de
conciencia. No le apetecía tener que justificarse y, aunque Anthony le
apoyaba en todo, era cierto que había cuestionado algunas de sus teorías.
—Simplemente van.
—¿Y no harás ninguna referencia al cambio de aspecto? —le preguntó
sin poder contenerse—. Desde la última vez has perdido la melena y tu
rostro ahora está del todo despejado.
Sin contar con su delgadez, físicamente parecía el de siempre.
—No tuve más remedio. Catherine me amenazó —dijo escueto.
Si bien Julian le contó el desarrollo de los acontecimientos, consiguiendo
arrancar una carcajada en su amigo, decidió guardarse para sí mismo los
detalles más íntimos y personales. No tenía problemas sobre ponerle al
tanto de las lecciones de baile o de sus interminables clases de etiqueta,
pero no le parecía correcto profundizar en lo que sentía o dejaba de sentir
por su esposa o lo ardientes que se ponían a veces las cosas entre ambos. Le
costaba admitir, incluso para sí mismo, que con su esposa a su lado le
resultaba difícil centrarse en el asunto verdaderamente importante.
—¡Bien por ella! —le felicitó, aunque el conde arrugó la boca en un
rictus de disgusto—. ¿Qué ocurre? ¿No seguirás pensando que Catherine
desea tu muerte? —eso mismo se preguntaba con frecuencia. No lo sabía,
aunque sospechaba que confirmarlo le causaría una gran conmoción—. No
tiene ni pies ni cabeza, es un sinsentido. ¿Qué ganaría con ello?
—¿Librarse de mí? —fue una pregunta retórica, no obstante, Anthony se
vio en la obligación de rebatirla.
Sus recelos estaban más que justificados, pero no podía creer que lady
Beauford estuviera implicada en un complot de asesinato. ¿Con qué fin? Si
bien no la conocía a fondo, ya que su relación era más estrecha desde un
tiempo hacia acá, podría jurar que no era capaz de hacerle daño ni a una
mosca. Aunque tampoco pondría la mano en el fuego por ella.
—¿Qué ganaría con ello? Una vez tu hermano se casase, ella se vería
relegada. ¿Quién lo desearía siendo tan joven? Porque no puedo pensar que
en el año que estuvisteis juntos llegara a odiarte tan profundamente.
—No, ella me amaba.
—¿Estás seguro?
Julian asintió. Por supuesto que sí. No era un sentimiento que pudiera
fingirse o imaginarse, era real, tanto para él como para ella. No solo era
deseo físico, como últimamente experimentaba; iba más allá. Él sabía,
desde su más tierna infancia, que su deber consistía en llevar con orgullo el
título de conde que heredaría. Además, debía buscar una esposa acorde con
su posición y engendrar herederos para perpetuar el legado. Y aunque
Catherine era perfecta para el papel que debía desempeñar, a priori el amor
no entraba en los planes, por lo que encontrarlo fue el regalo más
maravilloso que jamás hubiera podido imaginar.
—Por el momento, dejemos el tema de mi esposa arrinconado —le pidió.
Si Anthony estaba en Coth Castle era por asuntos más apremiantes—.
Quiero saber lo que has averiguado.
Este asintió, comprensivo. Su vida era un auténtico infierno desde hacía
años y aunque ahora se encontraba en casa, era demasiado pronto para
recuperar su vida. Antes tenía que solucionar unos cabos sueltos, pero de
una importancia vital.
—Iré directamente al grano —dijo—. Timothy Curtis. Así se llamaba el
marinero desaparecido que casi te mata. Para estar al corriente de su
nombre, tuve que revisar docenas de periódicos viejos que había acumulado
mi familia tras el suceso. En todos ellos se hablaba de tu desaparición, pero
solo en uno se revelaba la otra identidad. Luego viajé hasta Weymouth.
Julian asintió. Cuando decidió acudir al rescate de su amigo, su primera
opción fue el puerto de Falmouth, en la misma Cornualles; no obstante, no
había rutas regulares por el Mar Mediterráneo y todos los buques se
negaron a llevarle. Ni siquiera cambiaron de opinión ante la inminente
perspectiva de un más que excelente negocio. Fue por eso que se desplazó
hasta el puerto de Weymouth, en Dorset y finalmente consiguió convencer
al capitán de una pequeña compañía. Tardaron casi una semana en preparar
los víveres y el cargamento necesario para partir.
—¿Cómo hizo Timothy Curtis para enrolarse en el buque? —porque era
evidente que no se trataba de una casualidad. Le habían mandado subir con
un plan en mente.
—Hablé con los responsables de la compañía. Al parecer, un amigo suyo
llamado Peter Cox le intercambió el puesto.
—¿Es eso posible? —preguntó un tanto escéptico.
—Quién sabe —aunque ambos sospecharon que lo consiguió con malas
artes—. No me ofrecieron demasiada información, pero sí sé que se trataba
de la primera vez que trabajaba con ellos.
Eso confirmó sus sospechas. Se había trazado un plan para terminar con
su vida y Curtis iba a ser la mano ejecutora.
—Deberíamos buscar a su amigo.
—Me temo que será imposible —Anthony ya había pensado en ello,
pero desgraciadamente llegaban tarde—. Murió dos días antes de que
zarparais.
—¿Cómo? —preguntó con cierto presentimiento.
—Hablé con su viuda. Lo asesinaron tras salir de una taberna.
—¿Y nadie lo investigó? —era verdaderamente un hecho inquietante.
—Julian, era un borracho conflictivo —le dijo como si fuera suficiente
explicación.
Las autoridades no perdían el tiempo en semejantes temas. Se
consideraba una pérdida de tiempo y de recursos. Además, era ahora
cuando se reparaba en el cúmulo de casualidades. Si Julian no hubiera
sobrevivido, nadie los hubiera relacionado y por lo tanto, nunca se hubiera
descubierto la verdad.
—Los muertos no hablan —musitó rascándose la barbilla. Alguien lo
había mandado callar. Alguien que podría haberlo expuesto. Seguramente
Curtis, pero ¿para quién trabajaría este? Era lo que más le preocupaba y,
hasta que no lo averiguara, sería incapaz de vivir con tranquilidad—. Hay
que saber algo más sobre él. Es preciso.
—Imposible —lo contradijo su amigo con un gesto de cabeza—. Estoy
seguro de que ese no era su verdadero nombre. Dijo que era de Manchester,
pero tras el suceso, ningún familiar se puso en contacto con la compañía.
Nunca. ¿Extraño, no? Aunque siento que estamos sobre la pista correcta —
esbozó una media sonrisa con una deliberada parsimonia.
—¿Es que me he perdido algo? —Julian frunció el ceño. Si no podían
seguirle el rastro, ¿cómo iban a encontrar al verdadero culpable? Entonces
se dio cuenta que su amigo guardaba un as bajo la manga—. ¡Ah, lo mejor
para el final! —exclamó.
—Me pasé varias noches por la taberna que frecuentaba Peter Cox y tras
unas cuantas pesquisas y con la ayuda de unas monedas… —que por cierto
Julian le devolvería tan pronto volviera a tomar posesión de su título.
En su última visita el conde supuso sabiamente que necesitaría dinero
para los gastos de la investigación. Lastimosamente, en esos momentos no
tenía acceso a su propio capital y no podía pedírselo a nadie sin levantar
sospechas. Anthony, gracias al trabajo que Richard le proporcionó tras su
vuelta de Atenas y recuperación, podía permitírselo, así que todo quedó
acordado.
Anthony pensó que era extraño que estuvieran hablando del intento de
asesinato mientras que toda su familia estaba convencida de su enajenación
mental o algo parecido. Unas semanas atrás, Catherine Montague le reveló
que su esposo había regresado a Inglaterra seriamente afectado. No
recordaba lo sucedido, parecía no reconocer a la familia y además no
hablaba. Anthony tuvo esa misma impresión cuando entró en la gran sala de
armas y encontró a Julian en el suelo. Los primeros minutos fueron más que
incómodos, pero tras ellos se desenmascaró y descubrió que su amigo
estaba tan lúcido y cuerdo como el que más. Su plan era un tanto
descabellado, pero al fin y al cabo era su vida la que corría peligro. No
obstante, le costó mentir a lady Beauford y aparentar que ella estaba en lo
cierto. La dama siempre había sido amable con él y su familia, además, se
notaba cuánto sufría por su esposo, pero se lo había prometido a Julian.
—¿Y? —lo presionó el conde al verlo callado.
—Conseguí hacer hablar a una prostituta que frecuentaba. Ella todavía
recordaba las últimas visitas del señor Cox y cómo este fanfarroneaba sobre
su nuevo trabajo. Al parecer, gracias a un favor iban a nombrarlo capataz de
una mina. Eso, por sí mismo —trató de explicarle—, no debería tener
mucho sentido, ¿pero quién ofrecería un puesto similar a un borracho cuya
vida ha transcurrido en el mar? Es bastante sospechoso.
Julian no estuvo de acuerdo. ¿Cómo podía esos datos relacionarlo con
él? Su decepción fue más que evidente. Creía haber dado un paso de
gigante, pero a su parecer, no tenían nada. ¡Santo cielo, no sabía por dónde
seguir!
Se sentó en uno de los bancos de madera laterales y apoyó el rostro sobre
sus manos. Se sentía más viejo y cansado. De repente, sus esperanzas se
desvanecían. Con Curtis muerto y sin ninguna pista sobre él, no conseguiría
llegar hasta donde se había propuesto. Todo era muy frustrante.
—Una mina —repitió cabizbajo y con el ánimo por el suelo. ¿Qué
sentido tendría?
—Correcto —dijo su amigo—. Es un dato que encuentro interesante y
creo que de algún modo tiene que ver contigo, aunque solo puedes
decírmelo tú. Casualmente, la mina se encuentra en Penwith. ¿Te suena?
Julian se quedó en shock y de repente un millón de ideas se agolparon en
su cabeza. El descubrimiento lo dejó pasmado. Era como si hubiera visto la
luz tras años vagando en la oscuridad. En su fuero interno había tenido
miedo de no llegar nunca a atrapar al culpable, pero por primera vez podía
acariciar la idea.
—Espera, espera —murmuró impaciente sin dejarse llevar por la euforia
—. ¿Estás seguro de que esa prostituta dijo Penwith?
Anthony asintió.
—Con todas las letras, aunque la muy tonta creía que estaba en el norte.
Como he dicho antes, Peter Cox era un bocazas y un fanfarrón. Hablaba
tanto como bebía.
—Una suerte para nosotros.
Supuso que Curtis le ofreció a Peter Cox un puesto de capataz y a saber
qué más, a cambio del viaje a Atenas. De ese modo podía subir al buque y
tratar de arrojarle por la borda ante cualquier distracción. Si no hubiera sido
rescatado por los corsarios ahora mismo descansaría en el fondo del mar. Su
fallo fue hablarle de la mina, así habían acotado el cerco.
Hacía tiempo que había pretendido comprar esa vieja mina, tanto que
casi se había olvidado de ello. Recordó cómo surgió la oportunidad, el
enfado del barón Hume por su intervención y cómo al final su suegro y sir
Virgil Nash lanzaron su propia oferta. No podía creer que su asesinato se
debiera a aquello. Sin embargo, era más que una simple casualidad, sus
conjeturas debían ser acertadas. Mucho. Su instinto así se lo decía; estaban
sobre la pista correcta.
—¿En qué piensas? —le preguntó su amigo.
—De momento mi hermano está descartado como sospechoso —le
comunicó aliviado—. Él no sabía nada del negocio, jamás le hablé de él —
por un instante sintió cómo las piernas le flojeaban. Por suerte, estaba
sentado. Se quitó un gran peso de encima al saber que Gregory no tenía
nada que ver con todo aquello. Era inocente, pero eso significaba que se
abrían otras perspectivas—. Leonard Hume murió hace tiempo —musitó.
—¿Lo asesinaron? —dado cómo se estaba desarrollando los
acontecimientos, no era descabellado.
Julian negó con vehemencia. No, su corazón falló. Había estado en su
funeral y había dado las condolencias a su hijo. Por tanto, mientras le fuera
imposible regresar de entre los muertos, no habría podido urdir o participar
en su intento de asesinato. Eso le dejaba con dos posibilidades: sir Virgil, un
viejo amigo de la familia y su propio suegro, Emery Winthrop, marqués de
Penderton. Se le erizó la nuca. ¿Su vida tendría tan poco valor como para
hacerlo desaparecer por una mina? Su lógica se negaba a aceptarlo, a no ser
que cualquiera de esos dos hombres se moviera por una exagerada
ambición.
Todavía seguía conmocionado. Sus suegros se hospedaban en Coth
Castle desde esa misma mañana y eso le hizo preguntarse si Emery habría
venido para terminar lo que había empezado. Y si él era el culpable, ¿qué
papel jugaría su hija? Si quería obtener la certeza, no le quedaba más
remedio que proseguir con la farsa. Anthony debía ocuparse de recabar
información sobre la muerte de lord Leonard Hume. Habría que averiguar si
había sido de forma natural o intencionada. Mientras tanto, Julian se
encargaría del marqués y atraería la atención de sir Virgil. Esta vez estaba
prevenido.
En su rostro se dibujó una sonrisa malévola.
—Voy a prepararles un espectáculo para la cena. Si te quedas, te
encantará.

***
—¿Julian?
El suave tono de su voz no lo engañó. Las dos puertas de la habitación
volvían a estar cerradas y pudo imaginar que desde el otro lado, Catherine
estaría hecha una furia. Sobre todo porque llevaba más de cinco minutos
tratando de comunicarse con él y Julian la ignoraba. Deliberadamente.
A pesar de estar tentado, su amigo Anthony había declinado quedarse
para la cena. Una verdadera lástima, pero el plan seguía en marcha con o sin
él. Por eso llevaba casi todo el día encerrado en sus aposentos intentando no
cruzarse con sus suegros e imaginando mil y una formas para que esa noche
quedara grabada en la memoria de todos.
Para no prevenir a su familia había permitido que le prepararan el baño,
aunque se negó a hacerlo bajo la atenta mirada de su ayuda de cámara. Su
esposa pasó a comprobar que todo fuera como la seda, no en balde había
dedicado horas a pulirlo, pero al darse cuenta que no había ningún
contratiempo, bajó la guardia.
Hasta entonces.
—Julian. Escúchame atentamente, porque no volveré a repetirlo —ella
ya había alzado la voz, pero todavía se contenía—. Voy a reunirme con mis
padres y los demás. Te concedo diez minutos, no más. Si después no has
bajado, sabes que echaré la puerta abajo y juro que te llevaré a rastras.
Julian sonrió para sus adentros. Caramba con la fierecilla, ya empezaba a
saber luchar con uñas y dientes. Mientras tanto, calculó si iba de farol. Bien
podría ser verdad, ya que semanas atrás lo intentó, pero por otro lado,
estaba seguro de que no montaría una escena que pudiera abochornarla en
presencia de sus padres. Mucho se temía que esa noche iba a decepcionarla.
Con una consumada parsimonia, tomó el chaleco que descansaba sobre
la cama y se lo abrochó. Era de un suave tono dorado, con los botones
dispuestos en dos columnas de seis y contrastaba con el negro de la
chaqueta y de los pantalones. Su primera intención había sido combinar de
tal forma los colores que sus ropas lo avergonzaran tan solo al echarle una
mirada, algo así como rojo, verde y azul, pero terminó descartándolo. Lo
más probable fuera que su esposa lo obligara a cambiarse.
Después se situó enfrente del espejo y se ató el pañuelo de seda en un
lazo. Julian conocía más de doce formas distintas de anudárselo, cada cual
más sofisticada, pero con una sencilla se conformaba.
Una vez listo, acudió a la llamada de la condesa como si de un corderito
se tratara. A paso lento, pero decidido, bajó hasta el salón y se quedó de pie
en el umbral en silencio, a la expectativa.
No pudo evitar que sus ojos se desviaran hacia su esposa. Estaba
preciosa. Esa noche había elegido un vestido de seda rosa salmón, con la
falda de dos capas sobrepuestas, de escote bajo y mangas abullonadas.
Además, unos largos guantes de color blanco cubrían sus brazos.
Conversaba con Gregory, Sophia y su madre, Annalice; una mujer tan
delgada y regia que parecía estar muy por encima de todos. No obstante,
Julian sabía que la marquesa era toda una madraza.
Después centró su atención en los dos hombres mayores sentados en un
rincón. Su tío era uno de ellos y el otro, el marqués de Penderton. Emery,
que rondaba los sesenta años, contrastaba con su esposa, ya que era más
bien bajo y robusto, sin ningún signo que evidenciara su estatus. Su cabello
estaba salpicado por hebras blancas y su rostro enrojecido, pareciendo más
bien un hombre de campo.
Los instintos primarios de Julian le empujaban a dejarse llevar, sin
embargo, eso significaba lanzarse sobre su suegro y arrancarle la verdad a
golpes. Se dio cuenta de que sería demasiado temerario, puesto que solo
conseguiría que lo encerraran en una institución de por vida.
No repararon en él hasta que Sophia les alertó.
Vio cómo los ojos de su hermana brillaban de alegría y cómo se lanzaba
a sus brazos tal como lo hiciera aquel día tras su regreso.
—¡Hermano! —exclamó.
Hizo un esfuerzo por sonreír.
Últimamente había notado un cambio en ella. Podría describirse como
ligero o incluso insignificante, pero la conocía lo suficiente para percibir
incluso la mínima oscilación de su carácter. Ya había empezado a hablar
con ella, aunque solo fueran unas pocas palabras, lo que le debía suponer
una alegría. No obstante, parecía despistada, como si tuviera la atención
puesta en otra parte. Eso no significaba que hubiera dejado de acudir a él,
continuaba haciéndolo diariamente. Incluso asistió a alguna de las lecciones
de baile que le organizó Catherine y tocó el pianoforte para ellos. Sin
embargo, parecía más contenida y retraída.
Julian se dio cuenta de que había volcado toda su atención en Catherine y
había dejado de hacerlo con Sophia. Era imperdonable. Bien podría tener
algún tipo de problema, aunque no podía imaginar cuál y podría necesitar
ayuda. Se prometió que a partir del día siguiente hablaría con ella y trataría
de sonsacarle, pero esa noche tenía otras cosas en mente, como disfrutar con
su interpretación.
Catherine también se acercó hasta él y lo tomó del brazo, bastante
satisfecha consigo misma por haber conseguido hacerlo bajar. Como
esperaba, su aspecto era impoluto y, aunque Julian seguía estando delgado,
ya no ofrecía aquel aterrador aspecto que hubiera sobrecogido a la
marquesa.
Aparentemente, todo estaba bien en él y ambos hacían una maravillosa
pareja.
—Julian, ¿recuerdas a mis padres?
—Milord, milady —saludó escuetamente y con una inclinación de
cabeza, tal cual le había sugerido Catherine. Ella debía creer que cuanto
menos hablara más probabilidades habría de que todo resultara bien. ¡Ah,
cuán equivocada estaba!
El marqués se levantó despacio y lo observó de arriba abajo. Hizo un
intento por acercarse, no obstante se quedó a medio camino.
—Julian, muchacho, cuánto me alegra que hayas regresado sano y salvo
—dijo con cierto tono afectuoso.
—Gracias —murmuró mientras trataba de disimular su crispación. Él
sabía que podía estar mintiendo. Si estaba detrás de su intento de asesinato
y todo era una farsa para disimular delante de su familia, lo hacía
endiabladamente bien. Ahora debía encontrar la relación con la mina y con
Timothy Curtis para desenmascararlo. Si por el contrario, estaba en un error
de juicio, cuando todo se supiera le debería más que una disculpa—.
¿Pasamos al comedor?
—Hambriento, ¿eh? —su suegro soltó una risotada algo aliviado porque
todo fuera con más normalidad de la que podría preverse—. Pues no
hagamos esperar al conde. Esta es su casa.
Por el rabillo del ojo vio cómo Gregory apretaba la mandíbula y eso le
hizo pensar que quizás le hubiera descartado demasiado pronto empujado
por el deseo de que fuera inocente. No pudo seguir meditando sobre ello,
pues Annalice le pidió amablemente que la escoltara mientras le hacía
preguntas sobre su salud física, eludiendo cualquier cuestión espinosa. Tras
ellos, el cortejo fue siguiéndolos hasta que finalmente se sentaron alrededor
de la gran mesa.
Julian presidió la cabecera, con su esposa en el lado opuesto. Su tío
Richard, junto a ella, fue quien abrió la conversación.
—Julian, ¿recuerdas ya lo que te sucedió cuando regresabas a Inglaterra?
Su tío debió pensar que la ocasión sería proclive para dar explicaciones,
ya que estaba al tanto de sus avances. Desde aquella ardua mañana, en la
que luchó para que su esposa no le cortara el cabello, se había mostrado
ante todos bastante dócil y, en general, receptivo a las lecciones de etiqueta,
por muy tediosas que le resultaran. Él ya sabía cómo debía comportarse, sus
tres años de cautiverio no habían conseguido hacerle olvidar. No obstante,
le era imposible reconocerlo. Eso no significaba que hubiera dejado de
escenificar pequeñas salidas de tono, como por ejemplo revolcarse por la
hierba, pero esa noche iba a dar un paso atrás en su supuesta recuperación.
Aunque su esposa era una mujer contenida, sus padres estaban al
corriente de la situación del conde tras su regreso; ella se lo había explicado
por carta. Estaba seguro de que no habría dado demasiados detalles
comprometedores. Sin embargo, ahora que sus suegros estaban allí, no
podía dejarles pensar que estaba curado. Por eso había decidido a que
ambos fueran testigos de su «locura».
Era para protegerse.
Sintió todas las miradas puestas en él. Esperaban una respuesta, pero
parecía que contenían el aliento ante la perspectiva de que cometiera
cualquier error. Todos parecían tensos.
Ignorando la pregunta, tomó la cuchara sopera, todavía sin uso, y la
observó con suma atención, como si se tratase de un objeto valioso. Luego
soltó el aliento sobre el cubierto y lo frotó con vigor con la ayuda de la
servilleta.
—Me gustan lustrosos —afirmó mientras le daba la vuelta dejando la
parte cóncava hacia fuera y tratando de mirarse el rostro a modo de espejo
—. Esta noche estoy muy guapo —señaló como si fuera un hecho
extraordinario.
Un helado silencio recorrió la habitación. Richard frunció el entrecejo,
pero no dijo nada. Con los ojos abiertos de par en par, los marqueses fueron
testigos de cómo su yerno tomaba ahora uno de los tenedores y lo usaba
para… ¡peinarse!
—Julian…
Catherine reclamó su atención desde la otra punta de la mesa, tensa y a
punto de saltar de la silla. El súbito cambio de comportamiento de su esposo
la había puesto alerta. Sabía que si se le escapaba de las manos no tenía
forma de contenerlo.
Mientras tanto, él se abrió la chaqueta y se guardó los cubiertos en uno
de los bolsillos laterales del chaleco. Miró a todos con cierta majestuosidad
y les dedicó una sonrisa radiante.
—Lloyd —a pesar de haber llamado al mayordomo se dirigió a uno de
los lacayos, aparentemente sin darse cuenta de que los había confundido—.
Pueden empezar a servir la cena —en ese preciso instante, con la mano
izquierda, sujetó el pie de una copa vacía y con el cuchillo del pescado,
repicó en ella—, pero antes debemos bendecir la mesa —anunció solemne.
Tras unos golpecitos, se aclaró la garganta para entonar—. El co-ne-ji-to
saltó por la pradera —canturreó—. El co-ne-ji-to se fue a tomar el té —al
reconocer la canción infantil, Emery Winthrop dilató los ojos, su esposa
ahogó una exclamación, su hermano maldijo en voz baja, Sophia pareció
aturdida, Richard conmocionado y Catherine… sus ojos reflejaban su furia,
su voz también.
—¡Julian! —gritó de repente como si la loca fuera ella, tan fuerte que él
se impresionó y se detuvo. Su intención no había sido alterarla hasta ese
extremo, solo se trataba de una bromilla sin importancia.
Evaluó la situación y pensó en lo que debía decir para apaciguarla, pero
se temía que en ese punto sería imposible. Parecía haber agotado su
paciencia, así que se levantó y se marchó. Así de simple. Ya había
conseguido lo que tenía previsto, dilatarlo más no tenía sentido.
Ella, a su vez, estaba tan enfadada que temblaba. No podía creérselo.
¿Qué diantres acababa de ocurrir? En un momento Julian estaba bien y al
otro… Cielos, por momentos sentía que ya no podía más y tuvo que hacer
un esfuerzo por contener las lágrimas. Con las manos anudadas con firmeza
en su regazo y la cabeza baja, trataba de controlar el estado de sus
emociones. Continuar como si nada hubiera pasado no era factible, por lo
que se levantó.
—Pido disculpas —su tono era humilde. Nadie captó el fuego que ardía
tras él—. No sé qué ha podido pasar —sabía que eran vacuas palabras. Tras
la escena, sus padres ya habían tomado una decisión, y por lo que
respectaba a su cuñado y a Richard… eso solo confirmaba lo que ya
presuponían.
—Quizás se precipitaron las cosas... —se apresuró a asegurar Annalice.
—Quizás —concedió de forma pública. En su fuero interno, en cambio,
estaba segura de que Julian estaba capacitado para eso y mucho más. Se le
había pasado el apetito—. Si me excusáis, creo que iré a ver qué ha
sucedido.
—¿Cenamos sin ti? —la extrañeza en la voz de Sophia, que todavía no
había abierto la boca, era un reflejo de la de todos los demás comensales.
—Sí, por favor. Ahora mismo no sería una buena compañía. Tal vez
mañana… —el día siguiente no auguraba mejores perspectivas, pero
Catherine había puesto demasiado empeño en todo ello como para que sus
padres se marcharan sin presenciar una imagen aceptable del legítimo conde
de Beauford.
—¿Qué ha sido todo esto? —exigió saber el marqués unos segundos
después, cuando su hija ya no estaba—. ¿Cómo podéis tolerar semejante
comportamiento? Es insultante. Catherine me dijo que en un principio se
había topado con algunas dificultades, pero que todo estaba resuelto. Es
obvio que se equivocaba.
—No es culpa de ella —la defendió Gregory.
—¡Por supuesto que no!
—Entiendo tu preocupación, Emery —Richard trató de tranquilizarle—.
Pero mi sobrino ha pasado por mucho y todos estamos lidiando con ello.
—Entonces ese es su comportamiento habitual —supuso.
—Eh...sí —admitió de mala gana—. Aunque hemos hecho avances
significativos.
Por su expresión, esas palabras no lograron tranquilizarle. Se estaba
preguntado cuán exactas y fidedignas habían sido las cartas de su hija desde
que se supo del regreso de su esposo. Aparentemente el hombre tenía buen
aspecto, si se decidía ignorar su delgadez, pero lo que más le preocupaba
era su estado mental. Antes de pasar al comedor le había parecido el de
siempre, quizás más serio y callado que de costumbre; sin embargo, su
encarcelamiento bien podría explicarlo.
Durante todo el día solo había oído alabanzas sobre él y sus adelantos;
tanto que se moría de ganas por volver a saludarle con una calurosa
bienvenida. En cambio, cuando lo vio utilizar los cubiertos de una forma
totalmente inapropiada y cantar aquella cancioncilla estando rodeado de
comensales, se dio cuenta que las cosas estaban peor de lo que hubiera
imaginado.
Miró a su esposa en silencio y vio que sus ojos reflejaban tristeza. Su
pobre hija debía estar pasando un auténtico calvario al tener que convivir
con un esposo tan chiflado. Se reprochó no haber intervenido antes y se
prometió que si era preciso, movería cielo y tierra para anular el
matrimonio.

***

Fue a por un vaso de leche. Sin saberlo, Gerald escogió el momento más
indicado. Su intención era aliviar el tedio que sentía por pasar tantas horas
encerrado entre su habitación y el aula de alemán. En su vida normal estaba
acostumbrado a moverse sin ningún tipo de restricción. Iba y venía desde su
finca del campo hasta Londres con asiduidad, por eso se le hacía duro estar
en Coth Castle. No es que nadie le hubiera marcado restricciones de
movimientos, pero era consciente de que no se trataba de un invitado el cual
pudiera desplazarse por la casa y sus alrededores con naturalidad, así que sí,
se sentía enclaustrado. Si no fuera por la compañía de la bella Sophia
hubiera pensado seriamente en abandonar y tratar de llegar hasta el asesino
de su padre de otra forma.
La joven era una auténtica joya y en otras circunstancias hubiera
propiciado ciertos encuentros para conocerla mejor, pero en el presente y
encontrándose donde se encontraba, sería peligroso acercarse más a ella.
Era consciente, pese a las crecientes emociones, que entre ellos dos nunca
podría existir nada. Los motivos de por sí tenían suficiente peso y a esas
alturas de su vida lo último que pretendía era complicarse por una quimera.
Lo malo de todo aquello era su incapacidad para controlar sus sentimientos
y sabía que con cada día que pasaba en Coth Castle más involucrado se
sentía, pero ¿cómo evitarlo? Recordarse los obstáculos no era suficiente y
se temía que al final su partida fuera de lo más dolorosa.
Todavía llevaba encima la nota que ella había deslizado bajo su puerta
antes de la cena. Su propuesta era clara y solo un necio acudiría a la cita. Él
siempre se había considerado un hombre bastante sensato y desde la lección
que aprendió con Vania, todavía más. No obstante, iba a acudir. Aunque
luego se arrepintiera.
Gerald bajó hasta las cocinas y pasó por delante del pequeño despacho
del mayordomo, ahora vacío. Iba a doblar la esquina cuando escuchó
pronunciar el nombre del conde. Se detuvo en seco y se quedó mirando la
pared que lo separaba de los sirvientes. Si avanzaban hacia adelante se
toparían con él, sin embargo se quedó donde estaba y agudizó el oído.
—Sabía que algo malo iba a suceder en la cena —escuchó decir a uno de
los lacayos—. Temí que a Lloyd le diera una apoplejía.
—Sí. Ese viejo mayordomo se toma muy a pecho los asuntos de la
familia. ¿Qué más le da que el conde esté más loco que mi tía Clodethe?
Ella salió semidesnuda por la calle y comía con las manos como una
salvaje, pero jamás utilizó los cubiertos como artículos de aseo.
—¿Acaso sabía lo que eran? —bromeó en voz baja—. Juro por Dios que
al ver a lord Beauford cantando esa nana estuve a punto de soltar una
carcajada.
—Eso me lo perdí —dijo con un tono lastimero—. Tuve que ir a por las
sales. Estaba seguro de que las damas iban a necesitarlas.
Un estruendo se escuchó unos pasos más allá. Por el sonido, unas
bandejas habían debido caerse y ambos lacayos interrumpieron su
conversación tras los gritos de la cocinera. Gerald, que seguía sin moverse,
se preguntó qué diantres habría ocurrido en aquella cena con los marqueses
de Penderton, que habían llegado esa misma mañana para quedarse unos
días. Hubiera dado lo que fuera por estar sentado en esa mesa y presenciar
aquello de lo que estaban hablando.
A esas alturas tenía claro que la salud mental de Julian Montague no era
la que debería ser. Los chismes y las murmuraciones eran cada vez mayores
y gran parte de los sirvientes ya no parecían cortarse ante su presencia. Era
una transformación extraña dado el poco tiempo que hacía que residía en la
casa, pero no hacía ascos a escucharlos. Sin lugar a dudas, la mayoría de
ellos podían considerarse una exageración, pero aunque una pequeña parte
fuera cierta, debía tomarse a consideración. Seguía teniendo en su poder la
carta que vinculaba al conde con su padre y con su posible asesinato, pero si
sobre el conde pesaba algún tipo de enfermedad contraída en sus años de
cautiverio, iba a ser difícil, por no decir imposible, juzgarle.
En esos instantes desearía poder hablar con su hermano y ponerle al
corriente. Entre los dos analizarían la situación y considerarían las
posibilidades, que no eran muchas. Por el momento, fue a enterarse si la
cena continuaba y si era así, se dijo que subiría hasta los aposentos de los
marqueses y hurgaría entre sus cosas. No tenía un interés particular en los
objetos de valor, pero si había podido hallar una carta comprometedora del
conde, bien podría obtener algo parecido del marqués.
No perdía nada por intentarlo.
10

Si bien el numerito de Julian había sido todo un espectáculo, su marcha


no lo había sido menos.
Había salido despacio cuando lo que más ansiaba era correr hacia sus
aposentos y propinarle a su esposo una serie de bofetadas. A estas alturas
sentía una gran vergüenza y azoro. Julian había conseguido que sus
esfuerzos y comentarios positivos sobre sus avances hubieran quedado en
simples alardes de esposa desesperada. Pero no solo eso, parecía como si
hubiera exagerado todo de forma deliberada, pero ¿con qué finalidad? Eso
mismo le iba a preguntar.
Como ya empezaba a conocer sus extravagancias (ella prefería llamarlo
así), no cometió el error de ir a su habitación a buscarlo. Primero miraría en
la sala de armas y algún otro escondrijo más, no fuera a ser que se hubiera
ocultado y no quisiera que le encontrasen. Para su sorpresa, lo halló, al
final, sentado en la habitación de la condesa bebiendo licor de una copa
ovalada. ¿De dónde la habría sacado?
La miró largamente pero sin decir nada.
—¿Te haces una idea de lo que acabas de hacer? —le preguntó.
Silencio.
«Bien, a este juego podemos jugar los dos».
Se sentó en una silla en frente de Julian. Estaba tan decepcionada que
bien podía aguantar el duelo. No iba a ceder. No esa vez.
Julian, por su parte, ya no encontraba la situación tan divertida. Lo que
había hecho era necesario, pero al parecer su esposa carecía de sentido del
humor. Al final, el pesado silencio pudo con él.
—Está bien, tú ganas.
«Por el momento», se prometió.
—¿Y qué se supone que significa esto? —le preguntó desconcertada,
pero para nada apaciguada—. ¿Acaso es una competición? —meneó la
cabeza con pesadez—. No sé si solo eres tonto o pretendes hacértelo. Sí —
dijo cuando vio la sorpresa en sus ojos por sus palabras. Ella no solía
utilizar nunca palabras ofensivas—. Creo que estos últimos días has estado
jugando conmigo.
—Yo no juego con nadie —pero mentía. Al fin y al cabo, todo era parte
de la representación.
—¡Basta! —gritó. La paciencia ya había desaparecido—. ¿Es que no te
oyes? Hay momentos en los que casi pareces el Julian que conocí, pero
otros estás como… no sé…
—¿Loco? —terminó por ella.
—No. No sé explicarlo —añadió con evidente frustración—. Pero lo de
allí abajo ha sido lo peor que podías hacer. ¿Desde cuándo utilizas los
cubiertos como si fueran artículos de tocador? Y lo de la cancioncilla ha
sido… arggg, ni yo sé cómo definirlo.
Le hizo ver cómo las murmuraciones podían evitar que la joven Sophia
encontrara a alguien que pasara por alto el tener un hermano mayor que no
terminaba de estar en su sano juicio.
—Si la quieren de verdad, no les importará —rebatió él—. Al fin y al
cabo es hija y hermana de condes. Sea quien sea de los dos —ironizó.
—Arggg… —volvió a gruñir entre dientes.
Catherine se desesperó. Si la baza de su cuñada no funcionaba, no sabía
que argumento esgrimir más. Había puesto todas sus esperanzas en esa cena
y, visto el resultado, podía considerarse afortunada si no venían de
inmediato para llevárselo y encerrarlo.
A continuación le explicó con todo lujo de detalles las consecuencias que
sus actos acarrearían mientras paseaba de un lado a otro mareándolo.
Al principio Julian pensó que exageraba con el fin de asustarle, algo así
como darle su merecido, pero casi al final empezó a creer que no había
valorado a su familia con la frialdad que se requería. Si no hacía algo
pronto, o bien pensarían que estaba tan recuperado —y el asesino volvería a
las andadas—, o su «querida» familia lo enviaría de vuelta a un sanatorio
del que no podría salir jamás. Ignoró el escalofrío. Las ganas de jugar ya
habían terminado.
—¿Tan malo ha sido? —la respuesta estaba clara. La expresión de
Catherine era de «¿en serio eres capaz de preguntarme eso?»
—Los has asustado. Con tu absurda actuación estás frustrando cada uno
de mis planes.
—¿Planes? ¿Qué planes? —preguntó de súbito, interesado. Quizás la
había descubierto en un descuido y se le escapara algo en contra de su
padre.
—No, nada.
—No puedes hablar de unos planes de los que no tengo ni idea y, al
instante, dejarme en la inopia —todos sus sentidos estaban alerta.
—Pues bien, lo cierto es que, después de esta cena, si iba bien, pensaba
convencer a tu hermano para celebrar una fiesta en la casa, quizás para
Navidad.
—Fiesta —repitió desconcertado.
—Una no muy grande —se apresuró a responder, aunque no era cierto.
Sus planes eran mucho más ambiciosos—. Solo lo suficiente como para que
los vecinos vean por sí mismos tu estado de salud y las murmuraciones
cesen. Julian, nuestra posición está en entredicho —aclaró—. El nombre de
la familia puede verse perjudicada por tu —tartamudeó un poco—, forma
de proceder. Debemos evitar a toda costa que no te quiten el título que te
corresponde por derecho.
—¿Tanto te importa ser condesa? —así que ¿ahí radicaba el problema?
¿Ser condesa a costa de lo que fuera?
¡No!, quiso gritar. No se trataba de eso. Trató de pensar cómo podría
explicarle el calvario que ella y los Montague habían pasado tras conocerse
su desaparición. Solo podía ser con la cruda verdad.
Ella no podía imaginar el suplicio que tuvo que pasar Julian y así se lo
dijo, pero empezó a relatarle el shock que supuso para ellos conocer la
noticia de su caída por la borda. Pasaron las primeras semanas envueltos en
una nube de irrealidad mientras Richard se afanaba en tratar de reunir
información exacta sobre lo ocurrido. Entre él y Gregory entrevistaron a
toda la tripulación que estaba en el barco en ese momento, pero, a pesar de
que todo el mundo le recordaba (no podía ser de otra manera), nadie vio su
caída al mar. Incluso su amigo Anthony se maldecía por no haber estado
atento. Los hechos, por tanto, estaban basados en meras conjeturas.
A partir de ese momento, Sophia empezó a vagar por la casa como un
fantasma. Richard seguía faltando de Coth Castle en busca de una quimera,
mientras que Gregory solo maldecía y se encerraba en el despacho que,
hasta hacía tan poco, había sido de Julian. Catherine, por su parte, no
pegaba ojo. Pasaba las noches acostada en la cama de su esposo
rememorando sus risas, caricias y conversaciones. Las horas le parecían
interminables y solo conseguía un ligero sueño cuando ya el alba
despuntaba.
Meses después de infatigable búsqueda, solo tenían algo claro: Julian y
otro pasajero debían de haber caído por la borda. Tampoco sabían si eso
guardaba relación entre sí, pero sin cuerpo, no podían ni enterrarlo.
Eso fue lo peor: el no saber. ¿Estaba muerto o había tenido la suerte de
sobrevivir y había ido a parar a alguna de las costas bañadas por el mar
Mediterráneo? La familia tiró de vínculos, viejas amistades y contactos para
tratar de dilucidar esa respuesta, pero tiempo después se les antojó como
algo imposible de esclarecer.
La vida de Catherine empezó a girar en torno a Julian y a los recuerdos
del pasado. En ocasiones temblaba ante la idea de olvidar su rostro, así que
corría hacia el estudio en el que había un retrato suyo pintado poco antes de
casarse. Lo tocaba en un intento de grabar en su memoria cada detalle.
Incluso cuando fue dado por muerto de forma oficial, no dejó de esperar su
regreso de una forma absurda y febril.
Julian no daba crédito a sus oídos. Hasta ahora solo había pensado en
cómo había cambiado su vida tras el incidente. Vaya, suponía que no debían
de haberlo pasado bien, pero al parecer eso es algo que nunca se planteaba
nadie: cómo lo habrían sufrido los demás. No había sido fácil. Dudaba que
Catherine ni nadie pudiera inventar ese desgarrador relato. Ahora los veía a
ellos mucho más humanos.
—¿Te imaginas qué habrías sentido tú si hubieras estado en el lugar de
cualquiera de nosotros? —le preguntó ella de repente—. Si hubiera sido
Richard, tu hermano, Sophia, yo… No le deseo eso ni a mi peor enemigo —
su evidente sinceridad le escaldaba y le hacía sentirse muy culpable por la
escenita del comedor.
Catherine siguió rememorando en voz alta los acontecimientos de esos
días que tan lejanos le parecían, pero que recordaba con total exactitud.
Rememoraba no soportar que les dieran el pésame.
—¡Mi hermano no está muerto! —vociferó en una ocasión Sophia—.
¡Su cuerpo no ha sido encontrado! —su exabrupto era un exacto reflejo del
suyo, pero la joven había tenido el buen tino de dejarlo salir.
Eso hizo que Richard, en una de sus tristes veladas, les dijera que las
cosas no podían seguir así. Les habló de ser realistas. El título no podía
seguir sin un dueño y necesitaban a un representante del mismo. Para
Catherine fue como si le pidiera que olvidara a Julian y se quedó
petrificada. Su boca se secó y empezó a marearse. Fue más consciente que
nunca de sus tontas y vacuas esperanzas. Cada mañana seguía mirando al
horizonte en espera de una señal que le dijera que Julian volvía a casa y que
todo eso no había sido más que una pesadilla.
—Al final, a regañadientes y con un peso en nuestros corazones,
aceptamos que te declararan muerto —confesó con un dolor y
remordimientos en la voz que erizó el vello de su nuca—. Tu debiste de
sufrir mucho, pero ¿y nosotros? ¿Te has detenido a pensar que estuvimos
presentes en la celebración de tu maldito funeral?
La maldición y el levantamiento de voz eran impropios de su esposa,
pero Julian no se lo tuvo en cuenta. Se daba cuenta de todo lo que había
perdido. No solo él, sino toda su familia. Fuera quien fuera el que trató de
acabar con su vida, había hecho mucho más que eso. El padecimiento de
sus seres queridos no era gratuito, por lo que, cuando lo encontrara, le haría
pagar cada lágrima vertida, cada pensamiento descorazonador, tanta alegría
perdida. Si el asesino era uno de su círculo más cercano había asestado una
puñalada sangrienta en muchos de ellos. ¿Quién había conseguido
engañarlos de tal modo? ¿Solo por una mina, por dinero? ¿Valía la pena? Al
parecer sí. Tenía su vida y el dolor de su esposa como testigo.
—Debemos olvidarlo… —dijo tratando de reconfortarla. Palabras vacías
al fin y al cabo, pues él mismo era el primero en no olvidar. Recordar le
daba fuerzas para luchar.
—No puedo. Todavía tengo grabada en mi memoria el cortejo fúnebre,
las palabras del predicador, las miradas lastimosas y los chismes en mi oído
—se apoyó en la pared, enfrente de Julian, cansada—. Tu familia se
ahogaba en lágrimas por ti mientras intentaba aceptar que no volverías a sus
vidas. La casa y sus habitantes nos pusimos de riguroso luto y yo traté de
aceptar que no regresarías, pero no pude —hizo una pausa—. Así
estábamos cuando nos comunicaron que alguien reclamaba tu nombre.
—Y me olvidaste —replicó él. No quiso decirlo en voz alta, y menos
como un reproche.
—¿Eso crees? ¿Es que no lo ves? Enfréntate a esto: nunca dejé de
esperarte. No pensé en nadie más, no besé a nadie más… Solo estabas tú.
—¿Qué me estás diciendo? ¿Qué pides? —se sentía incapaz de revelar lo
emocionado que estaba por su confesión.
—Tu comprensión y colaboración. Nos merecemos un respiro, algo
alegre que nos recuerde lo valioso que es despertarse cada mañana estando
todos juntos. Que el mundo sepa que Julian Montague no volverá a
desaparecer.
«No si antes no consigo encontrar a mi verdugo».
—Está bien. Lo intentaré —era lo máximo que quería concederle, sobre
todo teniendo en cuenta que su padre podía ser el artífice de todo. De todas
formas pensaba tener a su suegro muy pero que muy vigilado.
Catherine, por su parte, ya no estaba segura de que Julian hiciera lo que
esperaba de él. Hasta poco antes de la cena había estado convencida de su
recuperación. A la larga (quizás un año como mucho), esperaba un
resultado satisfactorio. Una mejoría completa y definitiva que le estaba
dando esperanzas, no tanto por el título, sino por ver cómo su relación de
pareja tenía un futuro esperanzador.
—¿Y nosotros? —la desalentadora pregunta se le escapó. No pretendía
dejar entrever su necesidad de tener de nuevo un marido al que querer, pero
la situación no era la ideal—. Es igual, olvídalo —de inmediato se había
arrepentido. No quería dar muestra de lo vulnerable que se sentía.
—¡Espera! —se levantó antes de que pudiera alcanzar la puerta e
impidió su salida cogiéndola la mano y levantándole el mentón—. ¿Qué
pasa con nosotros?
Catherine, de pronto, sintió una enorme vergüenza de verse descubierta.
Julian era tan tenaz ahora como cuando se casaron, si no más. No cejaría de
presionarla hasta que ella le confesara sus más profundas inquietudes.
—Yo… —no sabía qué decir—. Somos un matrimonio. No podemos
deshacer eso.
Eso Julian ya lo sabía. Pretendía discernir en qué medida estaba
implicada en el intento de acabar con su vida y actuar en consecuencia. A
pesar de los sentimientos que le tuvo en el pasado y los que aún albergaba
en su corazón, no mostraría piedad alguna hacia ella. Quizás tendría que
sonsacarla, y la mejor forma de hacerlo era tenerla contenta y feliz.
—No, no podemos —la aprisionó con un solo brazo acercándola a él,
tanto, que pudo verse reflejado en el profundo azul del iris de sus ojos. Esta
vez Catherine no se resistió.
—Yo esperaba… —dejó la frase a medias cuando Julian depositó un
suave beso en las pecas que asomaban en su nariz.
—¿Esto? —posó sus labios en la mejilla con delicadeza, tan suave como
una pluma—. ¿Esperabas esto? —la besó con ardor al tiempo que su mano
derecha se posaba en su nuca despejada para impedir que se separara.
Pero Catherine no tenía intención alguna de hacer eso. Respondió con
avidez, como si hubiera pasado sed tras una larga caminata por el desierto.
Reconoció sus labios y les dio la bienvenida abriéndose a ellos. Las lenguas
se enlazaron en un baile sensual que no los tomó por sorpresa. De forma
inconsciente se apretó a su marido lo máximo que las ropas le dejaban.
Durante un largo intervalo de tiempo permanecieron así, de pie en medio
de la habitación de la condesa, besándose. Los pequeños sonidos que
emitían de forma involuntaria eran los únicos que podían oírse. Se habían
besado durante un año después de casarse y en las últimas semanas, pero
nada como lo que hacían ahora. Se tomaron su tiempo para conocerse de
nuevo en la forma más elemental: en profundidad y sin disimulos. Cuando
Catherine no pudo aguantar más tanta inmovilidad y paseó sus manos por
los omoplatos de Julian, este apartó, por fin, su boca de la de ella para
deslizar su lengua, ya caliente, por su cuello.
Uno de los dos gimió, pero Catherine no supo si provenía de él o de ella
misma. Sentía las mejillas ardiendo pero no le importó. Tiró la cabeza para
atrás para que Julian tuviera un mejor acceso y, cuando este la giró de forma
abrupta y se situó a su espalda para seguir su investigación, se sintió más
dispuesta que nunca con él.
—Esto me molesta —comentó él. Y empezó a desabrocharle la parte
superior del vestido hasta que esta cayó a sus pies dejándola solo con las
medias, el corsé y la camisola de debajo.
Con inquietante lentitud fue bajando las mangas de su camisola de lino y
besó sus hombros hasta que su piel se calentó por los húmedos besos. El
contraste con la temperatura ambiente le erizó la piel, pero Catherine pensó
que también se debía a que las expertas manos deshacían ya el corsé.
—Julian…
—Shhhhh —la calló con un mordisquito en el hombro que le provocó un
respingo, pero que le supo delicioso.
Cuando la liberó por fin, se sintió más desnuda que si no llevara nada. Su
cuerpo ya caliente y sus pezones erguidos rozaban la tela haciéndola sentir
más impúdica que nunca. Se giró hacia él y dejó que la observara en
silencio. Cuán satisfactorio fue verlo tragar saliva ante su simple visión. Se
sintió deseada. Un sentimiento que ya ni recordaba, pero que la hacía
sentirse poderosa.
—Ahora tú —dijo envalentonada. Catherine nunca lo había desnudado.
Siempre terminaba haciéndolo él, por lo que se recreó en las sensaciones.
Lo obligó a sentarse en su cama y le quitó los zapatos, muy despacio.
Sacarle los pantalones fue muy gratificante, porque podía comprobar de
forma fehaciente hasta dónde alcanzaba su deseo por ella, por tenerla. No
obstante, no apartó los ojos de él en ningún momento. Sus pupilas ya
estaban dilatadas y su respiración agitada, al igual que la de ella. Las
medias siguieron su curso y quedaron esparcidos a los pies de la cama. Solo
quedaba la camisa y la chaqueta. Cuando se lo quitó por fin, no pudo evitar
acariciar su torso, más delgado que antaño, pero igual de atractivo.
Julian, preso de las sensaciones, no recordaba ya los tres años de
privaciones. Solo tenía ganas disfrutar, prolongar el momento y darle a su
esposa todo lo que anhelaba. Tiró de ella y la echó en la cama. Subió la
camisola dejando unas esbeltas y pálidas piernas a la vista mientras las
acariciaba con las manos y se inclinaba para probar su sabor. Quería saber si
era igual que como lo recordaba o la fantasía se había adueñado de él. Era
mejor. Sus muslos temblaban de emoción debido a las caricias que recibían
de él, por lo que fue un poco más arriba… esta vez con la boca. El grito
quedo de Catherine lo hizo sonreír contra su piel y procedió a darle una
clase magistral en las zonas en las que ella era más tierna y vulnerable.
—Oh, Julian… —musitó cuando el nudo de sus entrañas se hizo más
fuerte—. ¡Oh! —no pudo evitar elevar su tono de voz y convulsionarse
cuando su cuerpo encontró la liberación.
Catherine permaneció unos instantes recuperando el aliento en un ligero
estado de duermevela. El repentino beso que Julian le dio le hizo probar
parte de su esencia y la despejó al instante.
Se besaron con devoción y frenesí tocando por allí y girando hacia allá.
Julian estaba más que listo, pero cuando ella lo tocó en una suave caricia
tuvo que tensar todos los músculos en un intento de impedir derramarse en
su mano. Hacía mucho tiempo. Demasiado.
—Sí, ahora —le respondió ella cuando este la miró formulándole una
silenciosa pero crucial pregunta.
Entró en ella despacio y la sintió tensa, húmeda y apretada. Demasiado
tiempo también para ella.
—Intentaré no hacerte daño —pero no estaba seguro de poder
conseguirlo. La necesidad de entrar de un solo golpe era muy fuerte.
No obstante, Catherine le facilitó la tarea al envolver su pelvis con las
piernas mientras elevaba el trasero.
—Dios, estás tan apretada —masculló mientras efectuaba movimientos
de entrada y salida.
—No puedo evitarlo —Catherine estaba presa de unas sensaciones que
hacía mucho tiempo que no sentía.
Julian no quería que lo evitara. La deseaba así, dispuesta y entregada,
disfrutando al unísono de lo que tenían y estaba por venir. Aunque ella ya
había encontrado la liberación poco antes, volvió a sentir los
estremecimientos propios del orgasmo. Cuando este notó la humedad que
los envolvía, se dejó ir.
Quedaron abrazados en medio de la cama, por lo que Julian los tapó con
las mantas antes de que cogieran frío. Su último pensamiento antes de
dormirse fue que todo había sido perfecto entre ellos. Se preguntó cuánto
duraría.

***

Su cita con Gerald podía calificarse como clandestina. La muchacha se


había levantado al alba, se había vestido sin avisar a su doncella y había
escapado por la puerta del patio sin dejar que ningún sirviente la viera, solo
el mozo de cuadra que había preparado las monturas. No obstante, Sophia
no se lo tomaba como una escapada romántica ni nada parecido. Era joven,
sí; nunca se había enamorado, cierto; pero era lo suficientemente racional
para saber que era demasiado pronto para albergar semejantes sentimientos.
Se dijo que si todo aquello era verdad, ¿por qué le sudaban las manos
bajo los guantes de piel cuando la temperatura exterior era relativamente
baja? ¿Por qué estaba más nerviosa que en su décimo cumpleaños cuando
su familia organizó una gran fiesta con todos los niños de los alrededores?
¿Y a qué venía toda aquella excitación? Antes de salir de su habitación se
había mirado más de cinco veces al espejo para comprobar que su aspecto
fuera más que decente y, su traje de montar verde oscuro con la chaquetilla
a juego, era el más nuevo que tenía.
No era tan tonta como para no reconocer su propio interés por su
profesor de alemán. Sin embargo, intentaba refrenar sus instintos porque no
sabía muy bien qué sentía él por ella. Bajo su seria y profesional fachada
había descubierto que se escondía un hombre encantador que la hacía reír y
la miraba con intensidad desconcertante. Cuando eso sucedía, su corazón
latía desbocado, como un caballo salvaje corriendo entre los verdes pastos.
No obstante, sentía que no acababa de abrirse a ella. A menudo rehusaba
hablar de su familia o de sus anécdotas como profesor en sus distintos
trabajos, pero no lo hacía de un modo directo. Había descubierto que
cambiar hábilmente de conversación se encontraba entre una de sus
múltiples cualidades. Así pues, lo único que sabía de su familia hasta ahora
era que su madre estaba muerta y que tenía un hermano que vivía en
Inglaterra. Poco más.
Sophia trataba a menudo de respetar sus reservas, no en vano ella
escondía las especiales condiciones en las que se encontraba Julian, aunque
a veces era difícil no abandonarse a la tentación y dejarle saber lo que
estaba pensando. En esas ocasiones en las que ella no se rendía con
facilidad, Gerald solía sonreírle con gracia y le decía que husmear no era
propio de una dama.
Todo el mundo tenía derecho a privacidad, su profesor incluido, si bien
no podía evitar pensar que escondía algo. Tenía el presentimiento de que no
se trataba solo de una personalidad reservada, sino más bien de algún tipo
de secreto embarazoso. Gerald le contó que había dejado su empleo en un
buen colegio para cuidar de su madre enferma y aunque era una posibilidad
tan válida como cualquiera, una vocecita interior le decía que estuviera
alerta.
¿Acaso sería posible que un escándalo lo hubiera alejado del norte y por
eso prefiriera un empleo menos prestigioso en la alejada Cornualles? Una
posibilidad que no había que descartar.
Cuando Gerald llegó a los establos, Sophia ya lo tenía todo listo para
salir a cabalgar. En circunstancias normales hubieran esperado hasta que el
sol se alzara, pero la luz del amanecer era suficiente, así que ninguno de los
dos demoró la partida. Ambos sabían que si lo hacían, cualquiera de los
familiares de ella podría darse cuenta de su desaparición y dar la voz de
alarma.
Sin retrasarse tomaron las riendas de los caballos y descendieron hasta la
playa por el mismo camino que habían recorrido días antes en su paseo. El
trote era ligero y les permitía conversar agradablemente.
—¿Cómo se le ha ocurrido bautizar al caballo Satén? Si tuviera
conciencia de ello, lo avergonzaría. Y por cierto, ¿no sería más adecuado
que montara una yegua?
—¿Porque soy una dama? —ella alzó la ceja interrogativamente—.
Satén es más dócil que un corderito. Es mío desde que nació y, aunque mis
hermanos y tío Richard trataron de hacerme cambiar de opinión, como
comprobará, no lo lograron —sonrió—. Respecto al nombre… sé que
hubiera podido escoger uno con tintes literarios, incluso mitológicos, como
Zeus o algo parecido. Eso me hubiera impedido tener que soportar alguna
que otra burla, pero fue lo que se me ocurrió en ese momento.
—¿Nunca ha pensado en cambiárselo?
—Aunque usted no lo crea, él parece sentirse a gusto —con la brisa
matinal acariciando su rostro a Sophia se le ocurrió una idea—. Hagamos
una carrera hasta la playa —sugirió decidida—. Así se dará cuenta del
magnífico ejemplar que poseo.
La joven no esperó a que Gerald tuviera tiempo a negarse. Espoleó el
caballo y galopó con soltura sin mirar atrás. Mientras tanto, con una
creciente distancia separándolos, al profesor no le quedó más remedio que
seguirla. Cuando llegó a la playa Sophia ya había desmontado y sujetaba las
riendas del caballo con la mano. Tuvo la gentileza de esperarlo antes de
soltar un gritito de euforia para celebrar la victoria.
—No sabía que tenía un alma tan competitiva —dijo él apeándose y
situándose a su misma altura.
La marea baja se había retirado dejando una gran huella sobre la cala,
pero las botas de montar los protegían de la arena mojada. No obstante, el
dobladillo de la falda de ella se humedeció.
Sophia, que hasta entonces lucía una sonrisa de triunfo, tuvo que alzar la
barbilla, ya que era más baja. Lo miró un instante con cierta sospecha.
—¿Me ha dejado ganar o en verdad es tan mal jinete como admitió
anteriormente?
—¿Usted qué cree?
—Creo que… no apostaría nunca por usted —se burló, traviesa. No le
importaba si había fingido torpeza, lo había pillado desprevenido o en
realidad ella era mejor. Su única intención era conseguir echar por tierra la
rigidez en la que a veces parecía instalado él.
—Una mala decisión —soltó un chasquido—. ¿No ha escuchado nunca
aquello de que no debe juzgarse un libro solo por su cubierta?
—¿Ah, sí? Creí estar leyéndolo ya.
—Querida, la historia acaba de empezar.
La intensidad de su tono consiguió perturbar a Sophia. Sintió un
hormigueo en la piel y, al darse cuenta de que sus ojos centellantes se
habían detenido justo a la altura de sus labios entreabiertos, creyó que iba a
besarla. Dispuesta a recibir lo que iba a ser su primer beso, apoyó la mano
libre sobre el pecho de Gerald y dejó que él se la cubriera con delicadeza y
la acariciara. Podía notar el calor que emanaba incluso a través de las ropas
y trató de dejarse llevar, pero había algo en su interior, quizás cierto
nerviosismo, que le gritaba que aquello no estaba bien.
¿Qué podía estar mal? El escenario no podría resultar más idílico con el
mar frente a ellos y el castillo divisándose a sus espaldas. Estaban
completamente solos y además, ella ya era mayor como para querer saber lo
que se sentía con un beso. No obstante, retiró la mano y trató de apartarse
de él. Fue en vano. Estaba inmovilizada entre el lomo de Satén y Gerald.
—Lo siento, no puedo hacerlo —balbuceó con las mejillas todavía
encendidas por el deseo y el azoro.
—Tú no tienes que hacer nada —Gerald trató de tranquilizarla al
comprender su inquietud—. Déjame a mí —le dijo con una voz
aterciopelada—. No te haré daño.
—Lo sé —estuvo tentada. Vaya si lo estaba. Era el hombre más guapo
que hubiera visto jamás y le atraía como ningún otro. ¿Cómo intentar
explicarle que realmente deseaba ese beso pero la conciencia le dictaba que
no lo hiciera? No quería mostrarse arisca. Si la cordura la hubiera
abandonado por completo se lanzaría sin pensar a sus brazos, pero ya estaba
arriesgándose demasiado con aquella pequeña escapada como para
complicarlo todo más—. No se trata de ti.
Ante su negativa, Gerald tomó aire, se esforzó por serenarse y pensar con
claridad.
—Lo comprendo —trató de asegurarle, aunque no estaba muy seguro de
que fuera cierto. Se había echado atrás incluso antes de que sus bocas se
acercaran y eso no resultaba halagador para él ni para ningún hombre.
No pudo evitar sentir un pinchazo de decepción. No había pretendido
besarla, no en un principio. Como venía diciéndose desde hacía días, eso no
entraba en sus planes y desviar la atención hacia la muchacha podría
resultarle caro. En la casa tenía a dos de sus principales sospechosos y muy
pocas pruebas que apoyaran la teoría de su hermano. ¿Por qué se distraía en
un juego imposible de ganar? Ella lo confundía, se metía en sus sueños y
era la causa de sus constantes embelesos. Tenía el poder de aturdirlo de tal
forma que perdía el control de la situación. Esa salida lo demostraba.
No hubiera debido aceptar salir a cabalgar.
—Es solo que…
—No soy el hombre adecuado —terminó de decir por ella.
Sophia se merecía un auténtico caballero con un título de tanta solera
como la de los Montague, alguien que fuera aceptado por su familia y
amistades sin restricciones, alguien de quien no pudiera avergonzarse.
Era una sensación ingrata sentirse rechazado, pero por lo menos era
sincera.
—No, no —negó ella con bastante vehemencia—. Quiero que me beses
—no terminó de decirlo y ya se sentía sofocada. Menuda vergüenza—.
Quiero decir… a veces soy demasiado impaciente y siento que te he dado
alas, pero aunque hemos pasado tiempo juntos, es demasiado pronto. Me
asusta, ¿lo entiendes? Porque de verdad deseo que me beses y eres el primer
hombre al que quisiera permitírselo.
Gerald abrió los ojos desmesuradamente. ¿Estaba diciendo que nunca…?
¿Qué ningún hombre había osado…? Aunque sabía que la muchacha era
pura, no pensó en esa posibilidad. A decir verdad, ni siquiera se tomó unos
segundos para reflexionar.
Menudo idiota había sido abalanzándose sobre ella. ¿Qué derecho tenía?
—Sophia, lo siento de verdad —se disculpó—. No era mi intención
ofenderte. Sobra decir que todo ha sido culpa mía y me mantendré alejado
todo lo posible. Detestaría ser el causante de tu aflicción.
Era lo menos que podía hacer, dadas las circunstancias. Si además le
pedía que se marchara de Coth Castle, no le quedaría más remedio que
acatar sus deseos.
—¿Qué aflicción? —arrugó la nariz con un gesto de desagrado—. Eres
un zoquete. ¿No acabo de decirte que en verdad quiero que me beses? Te
confieso que he soñado con el momento —dijo siendo brutalmente sincera
—. Tal vez pensé que era demasiado precipitado, pero viendo cómo se han
desarrollado los acontecimientos, me arrepiento. Hubiera sido mejor dejar
que sucediera, ya que ahora piensas que soy una histérica o que realmente
no me agradas.
Viendo el ardor que desprendían sus palabras, no pudo más que sentir
cierto orgullo porque la muchacha hubiera puesto los ojos en él. Aunque no
la merecía.
—Menudo par estamos hechos.
Gerald sonrió tranquilizadoramente mientras volvía a tomar su mano con
gentileza. Su intención era la de continuar el paseo y tratar de olvidar la
situación embarazosa que acababan de vivir. En silencio, Sophia se dejó
hacer. Ambos habían expuesto sus sentimientos y emociones. De momento,
no había más que añadir.
Disfrutaron de unos minutos de calma y tranquilidad, justo lo que sus
corazones necesitaban para sosegarse, pero apenas habían decidido regresar
cuando notó que Sophia se tensaba.
—¡Oh, no! —exclamó con la voz ahogada—. Se acerca alguien.
—¿Quién?
Gerald miró hacia el camino y se dio cuenta de que ella tenía razón.
Alguien se acercaba a lomos de un caballo y, aunque no se podía distinguir
su rostro, supo que se trataba de un hombre por su forma de montar. Sophia,
por el contrario, lo reconoció al instante.
Sintió un sudor frío.
—Dios del cielo, es mi hermano.
Ambos se sumieron en un silencio ominoso mientras Julian se acercaba a
ellos. Su semblante no auguraba nada bueno.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó él en cuanto se detuvo a su altura.
Julian no se esperaba esa escena. Se había levantado bastante temprano
con la intención de revisar el despacho para terminar lo antes posible, más
que nada para no ser descubierto. Desde su vuelta había tenido dos
oportunidades para registrarlo a fondo, pero solo ahora había sabido qué
buscar. Había descubierto los papeles antes de hablar con Anthony, pero si
entonces no les concedió importancia y apenas les dedicó una lectura
rápida, ahora los consideraba vitales.
El negocio de la mina de Penwith le preocupaba. Al parecer, en su
ausencia se había constituido una asociación entre el conde de Beauford,
lord Penderton y sir Virgil Nash, justo los candidatos que la habían
pretendido. La única diferencia radicaba en el nombre del conde, ya que en
el momento de la compra, era su hermano quien ostentaba el título. Trató de
imaginar qué significaba aquello y qué impacto tendría sobre su vida.
Sintió un extraño dolor en las entrañas. Había sido demasiado iluso
excluyéndolo tan rápidamente. Si Gregory tenía un porcentaje de la mina,
volvía a ser sospechoso de su intento de asesinato, junto con su suegro y sir
Virgil. Aunque no descartaba por completo un complot entre los tres
hombres, apenas le daba crédito. Que hubiera una manzana podrida en la
cesta cabía dentro de las posibilidades, ¿pero tres? Inimaginable.
Ahora debía aclarar quién era el que más deseaba que desapareciera, tal
vez el que más ganara con su muerte. Después, trataría de hacerle pagar, y
eso no significaba necesariamente llevarle ante justicia. Era consciente que
las pruebas serían difíciles de obtener. Si Timothy Curtis apenas había
dejado un rastro tras de sí, ¿cómo podía vincularlo con el cabecilla del plan?
Debía haber un modo de hacerles hablar, pero habría que ser creativo. Tal
vez tendiéndoles una trampa, pero no tenía la certeza de que cayeran en
ella, ni siquiera inventándose unas pruebas que en realidad no existían.
¿Sería suficiente? Mucho se temía que no. Estaba tratando con hombres
astutos que habían sabido cubrirse bien las espaldas.
Hizo un resumen de lo que hasta entonces sabía. Si todo había salido de
la mente de su hermano, lo único que lo explicaba eran sus ansias por
hacerse con el título. En cambio, si los que andaban detrás de la mina eran
Emery o Virgil, sería por ambición y poder. Ninguno de los dos parecía
padecer problemas financieros, así que solo podía ser eso.
Antes de salir había echado un vistazo atrás para asegurarse de que todo
quedara en su sitio. Su tío y Gregory seguían usando el despacho con
asiduidad, de modo que no había querido levantar sospechas. Después había
salido con paso ligero para dirigirse a los establos. A nadie le extrañaría que
se hubiera levantado al amanecer y hubiera salido a cabalgar, sobre todo
después de la noche pasada. Pensar en lo que sucedió en la cena le puso de
mal humor. Reconocía que quizás se había excedido con su actuación y que
podía estar consumiendo la paciencia de su familia. Eso no era nada bueno.
Catherine era una muestra. Estaba más que herida, justo por todo el empeño
que había puesto en su «recuperación», aunque la cosa terminó saliendo
mejor de lo esperado. ¿Quién iba a decir que retomarían los placeres
conyugales con tanto frenesí?
Al recordarlo, en sus labios se dibujó una sonrisa de euforia. La palabra
maravilloso ni siquiera podía describirlo. Yacer con ella de nuevo era una
experiencia más que gratificante y podía decir sin lugar a dudas que esa
noche había sido feliz. Ella le había devuelto a su vida anterior, cuando todo
era más fácil y podía disfrutar del amor sin mentiras ni complicaciones. Por
un lapso de tiempo regresó el hombre que se había marchado en aquel
buque: un ser de carne y hueso. Atrás quedó la amargura y la sed de
venganza, las cicatrices y el dolor.
Cuando se concentró en el aroma de su cabello, en la suavidad de su piel
o en sus ardientes besos, nada del pasado importó. Eran más que dos
cuerpos buscando el mutuo placer, eran más que dos almas lastimadas en
busca de consuelo. Por fin se reencontraban.
Catherine, la bella Catherine. Ella conseguía hacerle olvidar todo. Pero
ahora, a la luz del alba, se preguntó si aquello sería duradero o no era más
que un vago espejismo.
Eso mismo había estado pensando mientras cabalgaba, pues cuando salió
del despacho se aventuró a las caballerizas para tomar un caballo. Pretendía
galopar más allá de la playa, quizás llegar hasta los límites sur de la
propiedad. Sin embargo, tuvo que detenerse al comprobar que no estaba
solo. Lo que no había esperado en absoluto era encontrarse a su hermana
paseando con un desconocido del que no sabía nada.
Ahora, observándolos desde el lomo del caballo, frunció el ceño al darse
cuenta que se trataba del hombre que se cruzó en la galería y se preguntó si
sería algún vecino del que no tenía el menor recuerdo, ya que Sophia
parecía conocerlo bien. Su rostro se endureció. No estaba bien que ambos
hubieran salido a cabalgar tan temprano y sin compañía alguna. Si lo que
deseaban era pasear, lo correcto hubiera sido que llegara por lo menos
pasada las once de la mañana.
¿Desde cuándo su hermana era tan despreocupada? ¿Y por qué su familia
lo permitía? Iban a tener que darle muchas explicaciones.
—Julian, qué alegría encontrarte aquí —ella decidió fingir naturalidad y
obviar la pregunta que le había hecho. Normalmente Sophia conseguía
salirse con la suya, era la más pequeña de la familia y de mucho, la más
consentida. Con sonrisitas bastaba para que las cosas se torcieran a su favor.
Se prometió que esta vez no iba a permitírselo—. Al parecer a todos nos
gusta madrugar —su risita nerviosa consiguió delatarla. No estaba tan
cómoda como pretendía aparentar y sabía que su comportamiento no era el
correcto—. Te presento a Gerald Baum, el profesor de alemán.
Así que no era un admirador de la joven, sino el hombre que le daba
clases. No sabía por qué, pero se lo había imaginado mayor, no con una
apariencia tan seductora que podía engatusar a cualquier mujer, su hermana
incluida. Era evidente que a ella le gustaba. Por mucho que tratara de
disimularlo, le delataban los ojos. Se le ocurrió que tal vez por eso Sophia,
que cada día le contaba sus avances con la lengua germana, le hubiera
ocultado deliberadamente este hecho.
Sintió un arranque de furia.
—¿Se supone que debo decir «mucho gusto»?
Su voz sonó tan llena de desprecio que la sobresaltó, en cambio el tal
señor Baum permaneció impasible, como si estuviera acostumbrado a este
tipo de estallidos.
—¡Julian, debería darte vergüenza comportarte de un modo tan
descortés! —le riñó ella como si no hubiera cometido ninguna infracción.
No le hizo el mínimo caso y se concentró en el profesor.
—Si a usted no le importa la reputación de mi hermana, le diré que a mí
sí. Y mucho.
—No hacíamos nada malo para que pudiera resultar perjudicada —le
dijo tranquilamente. No parecía querer confrontarle, pero tampoco se
echaba atrás.
«Porque os he interrumpido a tiempo». Él era hombre. Sabía lo que
pasaba por su mente. Su hermana era una muchacha hermosa, hija de un
conde y con una dote más que generosa. ¿Quién podía rechazar una
oportunidad así?
—Supongo que creerá que es una presa fácil. Sophia es muy cándida, le
sería fácil sacar ventaja.
—¿Qué insinúa, que intento aprovecharme? —preguntó con verdadero
disgusto, como si la sola idea lo ofendiera.
—Usted mismo lo ha dicho. ¿Niega que haya pensado que un
matrimonio entre ambos resultaría ventajoso?
—¡Por supuesto que lo hago! —exclamó tratando de defenderse—. No
aspiro a más de lo que soy. Sé cuáles son mis deberes y mis obligaciones.
—¿Y entre ellas se incluyen paseos al amanecer? ¿No? Eso me temía —
antes de continuar, hizo una pausa—. Será mejor que recoja sus cosas y se
marche de Coth Castle —le pidió con voz grave y autoritaria.
Sophia ahogó una exclamación.
—No pienso tolerarlo —anunció precipitándose—. ¿Lo oyes? No tienes
ningún derecho a meterte en mis asuntos.
—Por supuesto que sí, eres mi hermana. Estás bajo mi cuidado y
protección.
—¡Cuidado y protección! Me las he apañado muy bien durante estos tres
años. Y te recuerdo que en estos momentos el conde de Beauford es
Gregory.
Julian se quedó atónito y por unos instantes fue incapaz de ofrecer una
réplica. Le dolía que fuera ella quien le dijera eso. Su hermana, la que tanto
lo adoraba, había sacado las uñas. Y por un profesor de alemán, nada
menos. Era consciente de que Sophia había llegado demasiado lejos y aun
así fue capaz de perdonarla. Como ella decía, había estado lejos de su vida
por mucho tiempo y podía estar disgustada por su intervención, pero debía
recordarse que no había sido por propia voluntad.
No dejó que el sentimiento de culpabilidad que arrastraba desde su vuelta
le afectara. Era una cuestión más delicada que una simple chiquillada, por
lo que fue inflexible.
—Acatarás mis órdenes te guste o no —dijo rotundo antes de dar media
vuelta y regresar al casillo para pedir explicaciones.
Entonces Julian no sabía que enfrentarse a todos atropelladamente no era
la mejor estrategia que se podía concebir.
11

Catherine fue sacada de su apacible sueño de un modo brusco y nada


prometedor. Había estado soñando con pasados felices y futuros
auspiciosos. Como siempre, la realidad era mucho más cruda.
—Sea lo que sea, que espere —refunfuñó. Su marido no estaba siendo
demasiado oportuno.
—Tenemos que hablar —su tono no admitía réplica.
Ella suspiró mientras apartaba las cortinas del dosel y se colocaba las
zapatillas antes de darse cuenta de su desnudez.
—¿Me pasas la bata? —la repentina timidez que la acaeció no dejaba de
resultar sorprendente dado el apasionado encuentro del que disfrutaron. Fue
entonces cuando se percató del traje de montar que llevaba y que todavía
era temprano.
—¿Has salido a cabalgar? —preguntó. ¿A qué hora debía haberlo hecho?
—Sí —respondió tras una breve pausa—, pero eso no es lo importante.
«Al parecer, despertarme sí lo es».
Cogió la bata y vio que la ropa que lucía la noche pasada no estaba tirada
en el suelo. Su doncella todavía no había acudido, pues el fuego de la
chimenea estaba apagado, así que debía de haber sido Julian el que lo había
acomodado en una silla.
A estas alturas todavía no podía creer que esa noche de amor hubiera
sucedido en realidad. Después del espectáculo que Julian había esgrimido
ante sus familias y la posterior discusión, no sabía muy bien cómo habían
acabado en la cama.
Una cosa estaba clara: seguía deseando a Julian. Quizás la exasperara o
confundía, pero cuando sus manos la tocaban, ella se deshacía en el acto. El
amor era otra cosa muy distinta. Al contrario de lo que él se esmeró durante
el tiempo que duró el compromiso hasta la boda, ahora Julian no hacía nada
por conquistarla o para volver a esa unión que una vez tuvieron. No
obstante, a pesar de no ser el mismo hombre, ella todavía sentía ese vínculo.
Algo así como brasas que no han terminado de consumirse y que pueden ser
reavivadas. Un ejemplo de ello era que, cuando hacían el amor en el pasado,
ninguno de ellos mostraba tal pasión… o quizás descontrol. Catherine
prefería achacarlo al largo tiempo de abstinencia por ambas partes. Aun así,
los dos habían cambiado desde entonces, lo cual se evidenciaba en sus
formas de comportarse.
—Está bien —concedió apartando esos pensamientos. Ya los volvería a
retomar. Estaba segura—, habla.
Julian empezó a hablar contándole lo de su encuentro con Sophia y el
profesor en la playa. Podía deducir, por sus paseos nerviosos y su tono
furibundo que, por mucho que dijera, no conseguiría calmarlo.
—…y la culpa es tuya —terminó él como alegato final.
«¿Mía? ¿Por qué será que no me sorprende?»
—Ten la amabilidad de aclararme por qué lo es —su tono era mesurado.
En las discusiones, siempre había conseguido mantener un tono pausado
destinado a apaciguar a su interlocutor.
—Sophia es joven y vulnerable. Tendrías que controlar sus movimientos.
—¿Algo así como seguirla a todas partes, decirle de forma constante qué
puede hacer, cómo y quiénes deben ser sus acompañantes? —Julian asentía
a cada una de sus palabras—. Vaya, como un carcelero.
—No sabe lo que hace —barbotó furioso.
—Para tu eterna consternación, debo decirte que, a pesar de ser joven y
sí —confirmó—, vulnerable en ciertos sentidos, tu hermana es una mujer
adulta. No es mi hija, ni creo que quiera que ejerza de madre. Lo único que
puedo darle son consejos… que ya sabe de sobra —matizó.
—Pues al parecer, no han servido de mucho —añadió desdeñoso—. Ese
profesor de tres al cuarto podría haber abusado de ella y nosotros ni nos
hubiéramos enterado.
Catherine no estaba de acuerdo con él al cien por cien. Quizás no había
ido a ninguna de sus clases, pero lo había conocido y Richard había
investigado sus credenciales. Si hubiera sido un hombre dado a escándalos,
lo hubieran sabido. A ella le pareció un hombre sensato, quizás algo joven,
pero cabal y maduro. Si hubiera sospechado de malas intenciones habría
movido cielo y tierra para echarlo de allí, pero parecía ser lo que era, un
hombre a cargo de una misión: enseñar alemán.
También pensaba en el buen juicio de su cuñada. Sophia no era tonta y
así se lo hizo saber a Julian. Quizás algo impulsiva y falta de experiencia
con el género masculino, pero nada más grave que eso.
—Tienes que aprender a confiar más en los demás. No todo el mundo
tiene malas intenciones —por la forma en la que apretó la mandíbula supo
que había tocado un punto sensible, aunque no sabría decir por qué.
—Sophia debe ser vigilada —insistió él—. No puede ir todo el día por
ahí haciendo lo que le plazca. Si hubieras asistido a las clases esas de
alemán…
«Ah no, eso sí que no. Una cosa es que quieras que ella esté más
controlada y otra muy diferente, que me recrimines que, de haber asistido a
las clases, eso no habría sucedido».
—No creo que quieras seguir por ese camino —lo amenazó—. En efecto,
no he asistido a ninguna de las clases que ha estado impartiendo el señor
Baum, pero no ha sido por gusto, te lo puedo asegurar. Desde tu vuelta no
he hecho otra cosa que estar pendiente de ti, perseguirte, controlarte…
—Justo lo que tendrías que haber hecho con Sophia —la cortó.
—En absoluto. Ella no es la que tiene pendiente sobre su cabeza la
posibilidad de que lo recluyan para siempre en un sanatorio. Ni tampoco
monta espectáculos que hagan dudar de su cordura, ya que estamos —
exclamó enojada. El tono mesurado había desaparecido.
Miró a su marido pero, al parecer, su explicación no le pareció
convincente.
—¿Te das cuenta de que si alguien se enterara de esa indiscreción, su
reputación estaría arruinada?
—Quizás si les pillaran paseando juntos en pleno centro de Londres,
pero aquí, en nuestra propiedad… lo dudo mucho.
—Eres tan ingenua y tonta como ella —espetó frustrado.
Catherine no lo era. Era consciente de que ese mismo hecho no era visto
igual en un sitio que en otro. Además, en Coth Castle solo había sirvientes y
jornaleros que no se preocupaban demasiado por lo que hacían los señores.
No obstante, le concedía que no era una actitud prudente, más que nada
porque ambos eran jóvenes y un acercamiento excesivo podía dar pie a unos
sentimientos románticos nada recomendables. Lamentablemente, Sophia era
hija de un conde, por lo que cuando decidiera casarse, su familia no daría la
aprobación a un hombre que se ganaba la vida enseñando alemán de casa en
casa; por muy honrado que fuera. Era una triste realidad, pero era la que les
había tocado vivir.
—Además —continuó él—. No sabes cómo le ha defendido ella cuando
le he ordenado al profesor que recogiera sus cosas y que se marchara.
Ella…
—¿Que has hecho qué? —le preguntó anonadada.
—Maldita sea, no parezcas tan sorprendida como mi hermana. Aquí soy
el dueño y puedo despedirlo.
—Julian, Julian —Catherine sintió pena por tener que dejarle claro las
cosas—, no lo eres. De acuerdo, lo eres en realidad, pero ante la ley, el
título está en manos de tu hermano, y es él quien por derecho tiene potestad
para decidir qué se hace.
—¿De qué lado estás tú? —farfulló.
—Del tuyo, por supuesto —se acercó a su esposo con la intención de
reconfortarlo, pero este se apartó ofendido.
—Pues no lo parece.
Le explicó las palabras exactas que había soltado Sophia para defender a
ese tal señor Baum. No dijo, sin embargo, lo mucho que le había dolido
oírselo decir.
Catherine, en cambio, supo leer entre líneas y percibió la sorpresa y la
angustia que debían haberlo embargado.
—Pues te equivocas —ella también intentó que el rechazo de Julian no la
afectara. Debía ser comprensiva con su situación—. Es por eso que lucho
todos los días para que vuelvas a ser el de antes.
—¡Compréndelo, Catherine! —soltó Julian en un inesperado exabrupto
—. ¡Nunca voy a volver a ser el hombre con el que te casaste!
Hubo una pausa y ambos se miraron, recordando lo unidos que se habían
sentido la noche anterior; deseando mucho más que eso.
—Lo comprendo —musitó Catherine—. Lo comprendo mejor de lo que
crees. Solo si lograras poner de tu parte… Al parecer, yo soy la única que
ve esa parte de ti.
—¿Cuál? —aunque Julian ya lo sabía.
—Esta que me muestras ahora, la de anoche, la de otros días. ¿Por qué
será que los demás solo presencian tus peores momentos? —indagó sagaz.
Catherine se estaba acercando demasiado al meollo de todo, por lo que
Julian se apresuró en desviar su atención.
—Lo que yo quiero, lo que necesito, es que me apoyes.
—¿Y qué propones? —ya estaba cansada de sus escaramuzas dialécticas.
—Quiero que convenzas a mi hermano y a mi tío, si es necesario, que
Gerald Baum es una mala influencia para Sophia. Deben echarlo a patadas.
«¿Y por qué no se lo dices tú? Eso también ayudaría a tu causa».
—No lo considero justo —replicó, en cambio.
—La justicia es para los ilusos y los temerarios —adujo con acritud.
—No estoy de acuerdo, pero eso es algo a lo que me estoy
acostumbrando —se acercó a la ventana y descorrió las cortinas—. Esta vez
haremos las cosas a mi manera. No lo vamos a despedir.
—¿Perdona? —Julian no daba crédito a sus oídos.
—Lo que oyes. Si tanto te disgusta esta situación, habla tú mismo con tu
tío y hermano —Catherine estaba segura de que no lo haría aunque le
estaba demostrando que era más que capaz de razonar y hablar con
coherencia—. Si no se da el caso, seré prudente en mi proceder y no me
apresuraré a emitir juicios apresurados. Hoy mismo asistiré a la clase de
alemán y hablaré con los dos. Valoraré lo que tengan que alegar en su
defensa y les haré una advertencia.
—Una advertencia —Julian se sentía decepcionado otra vez. No sabía
por qué había esperado que su esposa lo comprendiera y acatara su
decisión. Ya se había arriesgado demasiado con ella y no podía hacer
mucho más. Se sentía impotente y la rabia se filtraba por sus venas. Así
que, antes de decir algo de lo que pudiera arrepentirse, le dijo solo una cosa
más—. Lo que tú ordenes —hizo una reverencia con la que pretendía
burlarse y se alejó de ella para recluirse de nuevo en su habitación.
Tras su melodramática salida, Catherine suspiró de nuevo.
«Esto comienza a convertirse en una fea costumbre».
No obstante, lo primero era lo primero y tocó la campanilla para que
Betty, su doncella personal, subiera.
Aunque era una situación peliaguda, no era tan grave como Julian
pretendía insinuar. Era normal que estuviera furioso. Ella no estaba
demasiado complacida, pero demostrarlo no hacía bien a nadie. Montar un
escándalo solo serviría para que toda la casa se enterara y entonces sí,
chismorreara. Al final acabaría por saberse más allá de Coth Castle y eso no
le interesaba. Estaba segura de que su manera de proceder era más
razonable y confiaba en que tanto Gregory como Richard opinaran igual.
Pretendía, eso sí, tener una charla privada con Sophia y valorar hasta qué
punto la joven necesitaba un poco de control. A su edad era imposible
castigarla o impedirle hacer según qué cosas, pero si se le hablaba claro,
ella lo comprendería. Aun así, esperaba que la salida a caballo de esos dos
solo fuera eso: una distracción por parte de dos jóvenes que habían sido
unidos por la soledad en la que se encontraban.
Por eso, dos horas más tarde, se presentó en el aula destinada a la clase
de alemán.
—Al parecer he llegado pronto —dijo a la habitación vacía.
Estaba tal cual la dejó la última vez que entró allí. Un escritorio algo
viejo que hacía las veces de mesa del profesor y una mesa, situada justo
enfrente, con dos sillas. Se acercó a ojear los libros que estaban depositados
en el escritorio. Algunos solo eran papeles sueltos y algún que otro libro en
el mismo idioma que Catherine y Sophia pretendían aprender. Debían de ser
del señor Baum, pero le pareció curioso que los libros estuvieran nuevos,
como si nunca hubieran sido usados.
—Ejem.
El carraspeo la asustó y le hizo darse la vuelta. Allí, en el marco de la
puerta estaba el mismísimo profesor.
—No pretendía fisgonear —dijo a modo de saludo.
—No importa, Lady Beauford, solo es parte del material que utilizo. Está
a su disposición.
Las poquísimas veces que se habían visto no lo había mirado con
atención. Ahora se fijó en su altura y complexión, su pelo corto y con
reflejos dorados y una barbilla puntiaguda que denotaba seriedad y firmeza
de carácter. Vestía bien y era educado, así que cabía la posibilidad de que
Sophia se hubiera prendado de un hombre como ese aunque no le
conviniera.
—Muy bien. Querría que hoy fuera mi primera clase. No sé si con
Sophia va muy avanzada… —comenzó tanteando el terreno.
—Hoy es tan buen día como cualquier otro, milady —contestó, aunque
la sonrisa de medio lado que esbozó le confirmaron que el hombre ya se
imaginaba el porqué de su visita—. Deduzco que se ha enterado de lo de
esta mañana.
—Sí —afirmó ya sin disimulos—. Me encanta levantarme temprano y
con buenas noticias —pretendía que captara su sarcasmo. No era su forma
de proceder, pero ¿qué lo era al fin y al cabo?—. ¿Esperamos a lady
Sophia?
Ni bien lo hubo dicho, ella abrió la puerta.
—No me he encontrado con nadie—habló de forma atropellada y con un
tono familiar sin percibir la presencia de Catherine que, apoyada en el
escritorio, se mantenía algo oculta gracias a la puerta abierta—. Creo que
podremos respirar tran… —se detuvo en cuento la vio—… quilos. Julian ha
hablado contigo —afirmó lo evidente.
—Ajá —mantuvo una expresión neutral—. ¿Acaso creías que no lo
haría? —no la dejó responder—. Tal vez hubieras preferido que hubiera ido
directamente a hablar con tu hermano y Richard.
Sophia hizo una mueca al pensarlo siquiera. De todos modos, Catherine
era el menor de sus males.
Esta intuyó sus pensamientos y le quitó la ilusión de la cabeza.
—Si piensas que porque yo soy el mensajero te librarás de esta, estás
muy, pero que muy equivocada.
—Pero Gregory y tío Richard no lo saben ¿verdad? —que estuvieran los
tres allí solos indicaba justo eso.
—No, pero eso no quiere decir que no lo sabrán —alzó una mano para
reprimir la protesta que estaba a punto de salir de labios de sus cuñada—.
Tus súplicas no servirán de nada. No has actuado de forma correcta.
Ninguno de los dos lo ha hecho —rectificó incluyendo a Gerald en su
mirada cargada de amonestación—. Además, es mi deber comunicárselo.
Tan pronto salga de aquí, lo haré.
Si Sophia había esperado un milagro, este se deshizo con rapidez.
—Entonces, ¿por qué has venido?
—Para hablar con vosotros y saber qué es lo que pasa. Si creo que me
mentís, no dudaré en seguir la orden de Julian, que dicho sea de paso, es el
conde de Beauford —la pulla iba dirigida tanto a Sophia, que acachó la
cabeza contrita, como a Gerald. Quería reafirmar el poder de su esposo,
aunque fuera solo una simple ilusión—. Si sois honestos, mediaré para que
el señor Baum no pierda su puesto de trabajo.
Sophia sonrió de oreja a oreja y corrió a abrazarla.
—Gracias, Catherine.
Esta le devolvió el abrazo.
—¿Le parece bien, señor Baum? —inquirió seria, mirando a Gerald.
—Por supuesto —parecía una aliada a tener en cuenta—. No me gustaría
dar una impresión equivocada.
No obstante, Catherine tenía sus dudas sobre la relación que se había
establecido entre ellos dos. La familiaridad con la que Sophia había entrado
sugería connotaciones nada prometedoras.
—No hemos hecho nada censurable —replicó su cuñada. En realidad, no
estaba mintiendo del todo—. Solo que con este caos —su mano abarcó la
habitación, pero Catherine entendió a qué se refería—, me he sentido algo
sola.
—No niego —intervino Gerald —, que las circunstancias han hecho que
entre lady Sophia y yo haya surgido una complicidad que quizás pueda
malinterpretarse, pero de verdad que solo fuimos a la playa a cabalgar. No
ocurrió nada más.
Parecía increíble que se limitaran a explicar la veracidad de los hechos
sin tener en cuenta los sentimientos de ambos. Era cierto que nada había
pasado, pero no era por falta de ganas de ninguno de los dos.
Sophia esperaba que esa verdad a medias no le costara la confianza de
Catherine.
—Bien. Mejor será que empecemos con la clase. Así tendré tiempo para
aclarar las ideas. Después seguiremos esta instructiva charla.
Tanto Gerald como Sophia se apresuraron en dirigirse a sus respectivos
lugares. Durante casi hora y media, Catherine aprendió nuevas palabras del
vocabulario alemán y comprobó con algo de alivio que el aprendizaje de su
cuñada era perfecto.
«Al menos, en las clases puedo asegurar que han trabajado en el
idioma».
Gerald era un buen profesor y dominaba la lengua germana a la
perfección. Se mostraba paciente con las dos cuando les enseñaba algo
nuevo y las corregía con firmeza y sin vacilar. Terminó la clase cansada,
pero satisfecha.
—¿Qué te ha parecido? —preguntó una ansiosa Sophia.
Demostró estar conforme con todo lo relacionado con el aprendizaje de
la lengua.
—Se nota que has estado trabajando a fondo, pues incluso tu acento
parece correcto.
—Es que lo es —la alabó Gerald—. Lady Sophia es una alumna
ejemplar en todos los sentidos.
—No obstante, no es eso lo que está en discusión.
—Pero tampoco podemos hacer nada para demostrar nuestra inocencia
—replicó Gerald.
Era cierto. Aun así, no sabía cómo reaccionarían su cuñado y Richard a
ese tipo de pasatiempos entre ellos dos.
—No, no pueden. Los ánimos, por ahora, están algo caldeados por aquí.
Y puede que lo estén un poco más. También me preocupa esa imperiosa
necesidad de que el profesor se quede —indicó—. No se ofenda señor
Baum, pero podemos encontrar cien profesores tan buenos o más que usted.
¿Por qué tanto interés en mantenerlo, Sophia?
—Porque me parece injusto que pierda su trabajo por hacerme el favor
de salir a cabalgar conmigo.
Catherine se mantuvo en silencio unos instantes cavilando la mejor
forma de proceder.
—No es que no me fie de lo que decís —empezó diciendo—, pero creo
que hay algo más. Sin embargo, os concederé un cierto margen e
intercederé por el señor Baum. Pero… —añadió cuando la sonrisa de
Sophia ya se extendía—, para eso, necesito que hagáis ciertas promesas —
los miró con suma seriedad.
Ordenó, pero con esa suavidad suya tan característica que parecía estar
pidiendo, que tanto Gerald como ella se limitaran a sus encuentros en las
clases de alemán. No más encuentros ni paseos de ninguna clase. Les
permitía, eso sí, una charla informal después de la lección, en la misma aula
y con la puerta abierta. A su vez, se comprometía a darles un margen de
confianza y que no despidieran a Gerald.
—¿Qué opina? —se refería a Gerald en exclusiva. Con Sophia tenía
intención de tener unas palabras a solas.
—Me parece más que justo. Le prometo desde ya que las cosas se harán
como desee —mostrarse humilde era la mejor forma de proceder.
—Excelente —se levantó—. Les aseguro mi presencia todos los días —
era algo así como una amenaza—. Deduzco que las clases serán muy
entretenidas. Sophia, ¿te importa acompañarme fuera?
Esta salió detrás. Cerraron la puerta y hablaron en el pasillo.
—Voy a dar por hecho que eres más juiciosa de lo que pareces, así que
quiero que evites meterte en una situación comprometida con él —señaló la
puerta cerrada con la cabeza. Susurraba para tratar de impedir que los
escuchara cualquiera de los sirvientes que pudiera pasar por allí.
—¡Catherine! —protestó ella.
—No te hagas la inocente conmigo —adujo—. Sabes lo que se espera de
ti, así que muéstrate sensata. Ni siquiera te haces una idea de lo que has
provocado en Julian —le contó gran parte de lo ocurrido—. Espero que eso
no suponga un retroceso en su recuperación —habló más para sí misma que
para ella—. Así que si no quieres que lo echen a patadas, no hagas nada de
lo que después nos podamos arrepentir todos. ¿Entendido?
—Sí, Catherine —se mostró comedida.
—Ahora ve y despídete, yo tengo que ir a enfrentarme a otro par de
lobos —se marchó en busca del despacho.
Para su sorpresa, encontró a los que estaba buscando, junto con sus
padres.
Los cuatro callaron de inmediato en cuanto la vieron y sus padres se
acercaron a ella.
—Oh, hija —se lamentó su madre.
Catherine sabía muy bien a qué venía eso.
—Quisiéramos hablar contigo —el tono de su padre era más serio que de
costumbre, pero ella tenía demasiadas cosas en la cabeza en ese momento
como para prestarle la debida atención.
—Ahora no, padre —sabía a ciencia cierta que lo que pensaba salir de su
boca no sería en beneficio de Julian.
Ambos insistieron de forma bastante vehemente, pero ella debía hablar
antes con Richard y Gregory.
Para su tranquilidad, les prometió acudir a ellos en cuanto terminara su
charla con los Montague.
—Tú dirás —apuntó Gregory cuando estuvieron solos. Se le veía con
curiosidad—. Si es por lo de anoche…
—No, es algo diferente, pero que nos afecta a todos de un modo u otro.
Pasó a relatarles cómo Julian la despertó furibundo, sin entrar en más
detalles sobre ellos dos, y les explicó lo que este había visto y lo que
deseaba hacer con el profesor de alemán.
—No sé si eso es bueno —Richard habló el primero—, pero debo decirte
que estoy de acuerdo con la decisión de Julian.
Gregory era de la misma opinión.
—Lo que me sorprende —dijo su cuñado—, es que tú no pareces
compartir la creencia de que esos paseos son perjudiciales para Sophia.
Se le veía asombrado y empezaba a enfadarse. No obstante, su
autocontrol era mejor que el de su marido.
—Es cierto —acordó Richard—. Esa jovencita ha actuado de un modo
imprudente.
—Ya lo sé, pero quiero suponer que de aquí en adelante sabrán ser más
juiciosos.
—¡No habrá un más adelante! —replicó Gregory—. Ese hombre debe
ser despedido de inmediato. Y os aseguro que será un placer hacerlo yo
mismo.
—Pensaba que estaba tratando con personas sensatas —Catherine se
cruzó de brazos, indignada por su obtusa forma de ver las cosas—. Esto no
es algo que se deba ver en blanco o negro. Se trata de Sophia.
—Pues precisamente por ello —adujo Richard—. Es joven e inexperta.
Cualquiera podría engatusarla con palabras bonitas.
Le daban poco crédito a la inteligencia de la joven y así se los hizo saber.
—Sea como sea —replicó Gregory—. Ese hombre se ha extralimitado y
se marcha.
Catherine se opuso mientras tío y sobrino la miraban boquiabiertos.
—¿Nos estás desafiando? —Richard estaba incrédulo—. Aunque te
opongas, cuando dejemos de pagarle un sueldo, no tendrá más remedio que
irse.
—No es esa mi intención, os lo aseguro, pero es que vuestro
razonamiento traerá más problemas. Así que si no hay más remedio, yo
pagaré su salario —los miró con esa gravedad que la caracterizaba y los dos
comprendieron que hablaba en serio.
—Pero, ¿por qué?
Porque era contraproducente. Señaló que Sophia siempre había estado
resguardada entre las paredes de Coth Castle y ni siquiera había sido
presentada en sociedad. Lo que tenían entre manos bien podía ser un error
de juicio o un enamoramiento juvenil. Siendo esto último un tema espinoso
que debían tratar con tacto. Les recordó que si se trataba de ese último caso,
sería el primero para Sophia y, que si se oponían hasta el punto de echarle,
algo que podía quedar en nada, suponía una afrenta que lo hacía definitivo.
—Estás exagerando —Gregory lo tenía muy claro y Richard apoyó el
pensamiento.
Catherine sonrió a pesar de saberse frustrada por la cabezonería que
mostraban.
—No lo hago —estaba muy segura. Conocía de sobra cómo una agresión
directa podía torcerse y volverse en su contra.
—¿Y si te equivocas? ¿Te lo has planteado? —el siempre cabal Richard
puso el dedo en la llaga, pero ella se negó a dejarse a atrapar—. Si no
aciertas —el uso de la primera persona del singular le cargaba a ella toda la
responsabilidad—, nuestra pequeña quedaría atada a un simple profesor
obligado a saltar de un lugar a otro para conseguir unos ingresos.
—¿Eso es lo que quieres para ella? —secundó su cuñado.
—No. Quizás no es lo más adecuado para Sophia, pero si fuera lo que
ella deseara… De todos modos —añadió—, confío en su buen criterio. Y
también en el señor Baum —aseguró para disgusto de los otros dos.
Lo único que tendrían que hacer a partir de ese momento era que no se
quedaran solos para que el profesor no tuviera ninguna oportunidad de
propasarse.
—Un hombre siempre sabe cómo lograr su propósito —el tono lúgubre
de Gregory la irritó.
—¿Lo dices por ti o por tu vasta experiencia en los deseos prohibidos de
los hombres? —no pudo evitar burlarse un poco.
Este enrojeció. A pesar de contar con veintiséis años de edad, tenía tan
poca experiencia del mundo como Sophia.
—¿Es tu última palabra en lo que se refiere a todo este asunto? —
intervino Richard en su defensa en un intento de volver a encauzar la
conversación.
—Sí. Creo que es lo justo.
Esperaba no tener que lamentar esa decisión.
12

—Vamos a hablar seriamente de una vez por todas —oyó decir a su


padre.
Catherine suspiró sonoramente. No eran más de las cuatro de la tarde y
se sentía más que agotada. Primero fue la discusión con su esposo, luego
intentó descubrir qué tipo de relación escondían su cuñada y el señor Baum
y más tarde tuvo que enfrentarse a Richard y Gregory. Ninguno de los dos
se lo puso fácil. ¿Y ahora sus padres? Apenas tenía fuerzas para justificar el
comportamiento de Julian.
Permaneció de pie junto a la ventana. Las cortinas estaban descorridas y
se quedó mirando el exterior. Toda su vida parecía estar fuera de lugar. No
era extraño que añorase tanto el pasado. Sophia ya no era una niña y debía
aprender a vivir su vida y, aunque deseaba ayudarla, no le gustaba tener que
enfrentarse a toda la familia. De momento había conseguido sacar ventaja,
¿pero cómo se lo explicaría a su esposo? Temía un estallido de furia, porque
no había reaccionado nada bien al encuentro con su hermana en la playa.
La verdad era que la había tomado con ella, como si fuera su obligación
seguir a todas horas a la muchacha. ¿Por qué se enfadaba tanto, acaso no
había tenido otras obligaciones? Por culpa de todo eso habían vuelto a
discutir y a distanciarse, como si lo compartido la noche anterior careciera
de valor. El simple hecho de pensar en ello la ponía furiosa. Maldito fuera
por estropearlo todo. Pensar que todo volvería a ser igual que antes era de
ingenuos.
Por un momento se preguntó qué estaría tramando Julian, pues venía ya
dándose cuenta de lo extraño que era su comportamiento, ya que en ciertos
momentos parecía sufrir algún tipo de enajenación y al instante se mostraba
de lo más normal. Esa mañana había estado furioso, sí, pero había hablado
con coherencia y explicado lo acaecido en la cala de un modo más que
lúcido. Era un ejemplo que podía aplicarse a la noche anterior, cuando
montó aquella especie de pantomima en el comedor. Después de eso, ella
podía dar fe de ello, se había comportado como cualquier hombre.
¿Acaso era un juego cruel traído desde Argel o era algún signo de una
grave enfermedad?
Cerró los ojos tratando de no derramar ni una lágrima aunque la tristeza
la embargaba.
—Bien —aceptó al fin en un susurro—. Supongo que es inevitable
hablar de Julian.
—Fue muy doloroso tanto para tu madre como para mí darnos cuenta de
lo atrapada que te encuentras en este matrimonio —Analice Winthrop
asintió—. Cuando elegiste a Beauford y te comprometiste con él, lo celebré
con regocijo. Era la felicidad que deseaba para mi pequeña y creí que
vuestra vida juntos sería próspera —hizo una pausa—. Ahora las cosas son
distintas y, aunque nadie tiene la culpa, odio verte atada a un loco.
—Por favor, papá —lo reprendió ella—. No me gusta que te dirijas así a
mi esposo.
—¿Vas a defenderlo? —se mostró más que perplejo—. Por Dios, hija.
He hablado largo y tendido con Richard. Me ha explicado con detalles el
comportamiento del conde…
—No debería haberlo hecho a mis espaldas —le interrumpió molesta con
todos. Sabía que sus padres solo pretendían ayudarla, pero ella no
necesitaba más que su apoyo—. Yo os lo hubiera contado.
Emery no pareció estar nada de acuerdo. Su rostro se tornó más serio, si
era posible, acentuando las arrugas de su rostro.
—¿Cómo ibas a hacerlo si estás ocupada sofocando los incendios que
Julian provoca? Deberías ver tu aspecto. Estás más delgada y pálida que de
costumbre.
Sus palabras consiguieron hacer reaccionar a Catherine. Instintivamente,
se pasó la mano por los pómulos y la nariz. ¿Se vería tan desmejorada como
decían sus padres? Era cierto que en algunos momentos había perdido el
apetito, pero no creía que fuera para tanto.
—Es debido a los disgustos —intervino su madre—. Están haciendo
mella en ti. Catherine, mi amor, queremos una hija, no una mártir.
—No me considero así —replicó en tono cortante—. Estáis sacando las
cosas de contexto.
—¿Estás diciendo que no se desnudó en el jardín mientras vuestras
invitadas estaban tomando té? ¿Es una invención?
Bajó la cabeza, abochornada. Era la situación más incómoda y
denigrante que hubiera vivido jamás, pero aquellas dos chismosas no
recibirían nunca una disculpa por parte de ella. Por lo que sabía, de Sophia
tampoco.
—No. Fue real —admitió—, pero debéis pensar en el tiempo que Julian
ha estado encarcelado.
Se sintió en la obligación moral de tratar de defenderlo. Las condiciones
en las que vivió eran atroces y las cicatrices de su cuerpo así lo
atestiguaban. Durante tres años había estado en el infierno, ella ni siquiera
podía imaginarse esos horrores. ¿No era normal entonces que arrastrara
secuelas?
—No creas que no hemos pensado en lo que debió sufrir y lo afectado
que está. Sentimos una tremenda compasión por él —prosiguió el duque—,
pero lo único que nos preocupa es tu felicidad. En este punto en el que
estamos, pensamos que lo mejor es pedir una anulación de tu matrimonio.
Catherine soltó una exclamación incoherente. ¿De verdad estaban
dispuestos a llegar tan lejos? Para eso debían pensar que estaba atada sin
remedio a un demente y Julian no lo era. Si eso fuera cierto y ella se negaba
a admitirlo, anoche se había acostado con uno. ¿Entonces por qué su marido
se comportó como su amante esposo, tierno y delicado? No hubo nada malo
ni erróneo allí.
Quiso gritárselo a la cara, pero solo conseguiría avergonzarles.
—Desearía que dejarais que lo arregle del modo que yo prefiera, sin
interferencias —les pidió—. Siempre he actuado según lo que se esperaba
de mí; he sido buena hija y buena esposa, por lo que supongo que podréis
darme cierto margen…
Sus padres se miraron entre ellos. Había duda en sus ojos. Se debatían
entre concederle el plazo que pedía o actuar según sus propias convicciones.
Si creían que lo mejor para ella era alejarla de Julian, lo harían, pero en el
fondo no querían obligarla e ir en contra de sus deseos.
El beneficio de la duda era mejor que nada. Eso es lo que Catherine
consiguió de ellos.
—¿Qué propones?
—En unas semanas voy a dar una fiesta importante —empezó a explicar
—. Invitaré no solo a los amigos, sino también a la gente más importante de
Cornualles y unos cuantos más —Catherine no había pensado en una suma
concreta, pero lo concretaría en los próximos días—. Os prometo que para
esa noche Julian estará más que listo y pasará la prueba.
—¿Sabes a lo que te expones? —el duque pareció horrorizado ante la
idea. Menuda locura mezclar a su yerno con tanta gente. Sería una
catástrofe épica—. Lo de anoche podría ser un detalle sin importancia
comparado con lo que puede suceder.
Tembló solo de pensar en esa posibilidad. Si Julian decidía comportarse
como un salvaje, ella quedaría en el más espantoso ridículo ante la
sociedad. ¿Era algo por lo que quisiera pasar? Desde luego que no, pero no
tenía opción. Si no les demostraba a todos que el conde había vuelto sano,
terminarían encerrándolo en un sanatorio y a ella no le quedaría más
remedio que pedir la anulación, como sus padres deseaban. Lo único que
podía hacer era amenazar a su esposo. Le contaría cómo estaban las cosas
entre su propia familia y la de ella. Le sería muy franca también sobre un
posible abandono. Así comprobaría si ella le importaba, cómo se implicaba
y si su estado era real o ficticio.
—La casa estará llena de gente, ¿no? Serán posibles testigos, justo la
prueba que necesitaré.
—¿Para qué?
Catherine se sintió extenuada. Ya estaba harta de perseguir a su esposo
por toda la casa y el campo, de obligarlo a vestirse y asearse, de nadar
contracorriente; solo conseguía quedarse con una sensación agridulce. Si no
lo cortaba a tiempo, temía que fuera a ir a peor.
Lo acababa de decidir.
—Para que corroboren el estado mental de mi esposo. Si para entonces
no luce como un conde y se comporta como uno, pediré la anulación
matrimonial.

***

Debía estar loco para desafiar a la condesa. Le había prometido que su


labor sería puramente académica y allí estaba, aguardando en una esquina
del segundo piso con tal de poder verla.
Después de la clase de esa mañana, Gerald se las apañó para desaparecer
de la vista de todos. El momento era sumamente delicado y no quería correr
riesgos innecesarios. Si a esas horas de la tarde no le habían comunicado
oficialmente que se marchara, no creía que llegaran a hacerlo. Aun así, no
era imposible.
Lady Beauford les había asegurado que trataría de apaciguar los ánimos,
ya que según ella habían alcanzado cierto grado de exageración. No sabía
muy bien qué venía a significar aquello, ya que su esposo parecía decidido a
echarlo, pero daba gracias por su intervención. Ya no se trataba solo de
hacer lo que fuera para quedarse y tratar de conseguir pruebas; sin darse
cuenta, estaba empezando a notar unos sentimientos que lo ataban a la casa.
Todo era por la muchacha y no quería marcharse.
Sabía que la cena de los Montague había terminado, así como sabía que
Sophia no soportaría una larga velada con su familia y con la de su cuñada,
ya que se sentía enfrentada a ellos. Eso la llevaría a retirarse temprano.
Ese era el momento que esperaba.
Al escuchar unos pasos acercándose, asomó la cabeza de su escondite y
con cuidado comprobó que se trataba de ella. Silbó suavemente para llamar
su atención, pero fue suficiente. Sophia detuvo el paso y extrañada, se giró
hacia el lugar de donde provenía el sonido. Al verlo, abrió los ojos como
platos y se acercó a él rápidamente.
—¿Estás loco? —le preguntó bajito arrinconándole contra la puerta de
una de las habitaciones de invitados.
Gerald trató de no hacer caso de lo bella que estaba con su vestido color
albaricoque decorado con una sencilla cenefa ondulada en la parte inferior.
Unos suaves rizos le caían sobre la frente y enmarcaban su dulce rostro.
—Eso me temo —porque últimamente algo en su cabeza no marchaba
bien.
Ella miró a ambos lados del pasillo para comprobar que nadie los viera,
presa del pánico. Nunca había visto a Sophia tan asustada, ni siquiera
cuando se enfrentó a su hermano mayor por él. Eso le llenaba de orgullo,
aunque no era el momento idóneo para sentirlo.
—Este encuentro podría acarrearte serios problemas.
Gerald lo sabía muy bien. No dejaba de repetírselo, pero ahí estaba,
haciendo caso omiso a su conciencia. Por eso tiró del pomo de la puerta y la
arrastró hacia el interior de la habitación.
Ella se lo quedó mirando, estupefacta por su reacción.
—Quería hablar contigo. Comprobar que todo estuviera bien.
—¿Y por eso me has esperado en el corredor? Te has expuesto
demasiado. Si ellos llegaran a saberlo… —sacudió la cabeza, imaginándose
lo peor—. Ahora no es el momento.
—¿Quieres esperar a que las cosas se calmen? Sophia, mucho me temo
que eso no sucederá nunca —era la única conclusión que cabía esperar.
Si él hubiera pertenecido a la nobleza de una forma oficial y aceptable,
su encuentro matutino hubiera terminado en un precipitado compromiso.
Aunque nadie más que el conde los había visto juntos, su pequeña escapada
era un motivo más que suficiente para levantar sospechas y murmuraciones.
Entonces Gerald se hubiera visto obligado a aceptar la celebración del
matrimonio por comprometer a la joven Montague.
Un solo encuentro a solas bastaba para arruinar la reputación de una
dama. Por suerte estaban en la alejada Cornualles y nadie imaginaba que él
no era un simple profesor de alemán, aunque la verdad no era mucho más
deseable. Si llegaban a enterarse de su auténtica identidad, Sophia no
querría volver a verlo.
Ambos sabían que su supuesta profesión era más que un impedimento
para estar juntos, pero aun así ella tuvo la tentación de preguntárselo.
—Mis hermanos y mi tío piensan que tratas de aprovecharte de mí. ¿Es
eso cierto?
—No creo haberte dado motivos para que dudes de mí. Desde que llegué
a Coth Castle he tratado de comportarme con corrección y unos cuantos
paseos acompañados de tu doncella no ponen en entredicho ni tu virtud ni
mi villanía —argumentó con convicción. Porque estaba allí por unos
motivos concretos, pero su acercamiento a Sophia no tenía nada que ver—.
Sí, traté de besarte en la cala y quizá no estuviera bien, ¿pero qué hombre
en su sano juicio no lo haría? Eres hermosa, valiente, leal, decidida y
franca. Eres más valiosa que cualquier mujer que haya conocido nunca,
pero no por los motivos que tu familia insinúa —¿cómo decirle que tenía
una fortuna lo suficiente grande como para no tener que pensar en su dote ni
en la de cualquier mujer?
Dado el punto en el que estaban, le hubiera gustado poder confesarle la
verdad, por lo menos se sentiría aliviado de poder hacerlo. Entonces se dijo
que aunque fuera así, seguiría sin tener la menor de las oportunidades.
Era la primera vez en su vida que odiaba ser un bastardo y la primera que
eso resultaba ser un impedimento real. Hasta ese momento había vivido
satisfecho con su familia y, aunque a veces lamentó no poder interactuar
con ella frente a la sociedad como le gustaría, siempre contó con el amor de
su padre, que era lo más importante.
—No deberías ensalzar mi persona de un modo tan… sincero —dijo un
tanto ruborizada y bajando la mirada.
—¿Y pretender que no lo siento? —de repente se detuvo—. ¿Quieres
que me aparte de ti?
—No. Esta mañana fui sincera, sin embargo me cuesta acostumbrarme a
tus…
—¿Cumplidos?
—Sí —respondió—. No estoy habituada a despertar la atención en un
hombre. Cuando Julian desapareció, yo todavía no había sido presentada en
sociedad. Luego tuvimos que esperar, pues sentíamos que regresaría.
Cuando finalmente lo declararon muerto, el luto me impidió acudir a cenas
y fiestas.
—Pero ahora tu hermano está en casa.
—Y yo no he dudado en insultarlo. Menudo apoyo he resultado ser —
apuntó con aflicción—. Siempre nos había unido una relación especial y
justo cuando más me necesita… —no llegó a terminar la frase—. Es como
si le hubiera dado un bofetón. ¡Por supuesto que es el conde de Beauford!
Siempre lo será.
—Sé que tu hermano no está bien —al verla alzar los ojos, sintió que le
debía una explicación—. Uno tiene oídos y con tantos sirvientes que
hablan, es difícil no estar enterado de lo que ocurre en la casa. No te
preocupes, mis labios están sellados. Solo quiero que sepas que puedes
contar conmigo.
—Yo quería contártelo, pero…
—Lo entiendo. Es una situación difícil y atípica. No estoy juzgándote y
no creo que tu hermano lo haga. ¿Has hablado con él?
Sophia asintió. Antes de cenar había intentado un acercamiento Julian,
pero él la rechazó. Estaba encerrado en su habitación y no le abría la puerta
a nadie. Al parecer no le gustó nada la decisión que tomó Catherine y,
aunque su tío y Gregory tampoco estaban de acuerdo, ellos por lo menos
actuaban de forma racional.
Debía ser que se sentía herido. Lo supuso porque parecía que nadie hacía
caso de sus deseos y por lo tanto, su autoridad estaba mermada.
—Por el momento no ha sido posible.
—Tarde o temprano comprenderá que no pretendías lastimarle.
A Gerald no le gustó enterarse del distanciamiento entre los dos
hermanos, porque notaba que Sophia sufría y era todo por su culpa. Pensó si
era mejor abandonar Coth Castle y dejar de ahondar en la situación. Estaba
confundido. Quizás fuera lo mejor para todos, así podría sacarse a la
muchacha de la cabeza y concentrarse en otras cosas. ¿Sería tan simple? Se
temía que no. Cuando regresara al norte se la llevaría en sus pensamientos.
En esos momentos su corazón le dictaba que no permitiera que nadie los
separase, que luchase por ella, pero había muchas razones para no hacerlo:
su hermano podría resultar ser el asesino de su padre, había entrado en la
casa con engaños y era un bastardo. Además, si Damien llegaba a enterarse
de esos sentimientos no dudaría en hacer añicos sus sueños.
Entonces, ¿por qué era tan difícil separarse de ella? Incluso pensar en la
posibilidad le aterraba. ¿Estaría empezando a sentir amor? ¿Sería eso
posible?
Sophia, por su parte, también se sentía terriblemente dividida, pero por
otros motivos. Deseaba fervientemente seguir conociendo a Gerald, pero
dudaba que fuera posible, ya que era una relación que todos parecían
desaprobar. Si a ella no le importaba que fuera un profesor, ¿por qué tendría
que oponerse su familia? Lo que debía importarles era que fuera feliz, y con
él lo era. Se levantaba todas las mañanas pensando en él, se acostaba
suspirando por un guiño o una leve caricia y a lo largo del día no podía
dejar de planear un encuentro, aunque las clases hubieran terminado. Así
que todo giraba a su alrededor.
Una pregunta la asaltó y se vio en la necesidad de hacérsela saber.
—¿Ha pasado por tu mente la idea de formar una familia? —le soltó ella
así de golpe.
Por un momento Gerald enmudeció. Parecía preguntarse si hablaba por
simple curiosidad o tenía alguna razón oculta. Eso le hizo gracia y por
primera vez desde lo acontecido esa mañana, se permitió sonreír.
—¿Hablas de matrimonio?
—Sí.
Él le había dicho al conde que no había pensado en casarse con Sophia y
aunque le creía cuando decía que aquel acercamiento entre ambos no tenía
que ver con su dote, le gustaría saber si podía llegar a acariciar la idea.
—No lo sé. Hacía mucho que no pensaba en ello.
—Luego entonces lo has hecho alguna vez.
—Te confieso que sí.
No pudo evitar sentir un leve pinchazo de decepción, si bien no tenía
ningún derecho sobre él.
«Apenas lo conoces desde hace unas semanas. Lo que hiciera con su vida
anterior no tendría por qué disgustarte».
Eso era muy fácil de decir, porque en esos momentos Sophia temió
preguntarle más. No sería agradable enterarse de que él había estado
enamorado de otras mujeres.
Se armó de valor.
—Cuéntame.
Gerald la miró fijamente.
—¿De verdad quieres saberlo?
Ante el gesto afirmativo de la joven, decidió continuar y le habló de
Vania y de cómo esta lo había utilizado. No obstante, evitó hablar de su
padre y del dinero que había de por medio.
A Sophia le impactó conocer la relación que le había unido a esa mujer
tan superficial. Esas habían sido sus palabras. A los diecinueve años él
había estado dispuesto a todo con tal de hacerla feliz, pero advirtió a tiempo
que había sido como un juguete en sus manos. Por suerte el destino evitó
que llegaran a casarse y Gerald le confesó que se daba cuenta de que
entonces no sabía lo que era el amor.
«¿Y ahora sí?», le preguntó una vocecilla interior. ¿Era lo que le gustaría
pensar? No estaba segura. Era una pregunta demasiado intensa como para
hablar a la ligera.
Por lo menos parecía haberla olvidado.
—Después de eso me negué a dejarme embaucar otra vez. Estás muy
callada —le hizo ver cuando terminó su relato.
—Estoy preocupada —él alzó las cejas, escéptico—. Llevamos
demasiado tiempo encerados en esta habitación. En cualquier momento
podrían descubrirnos —y no quería ni pensar en el lío que se formaría. Ni
siquiera Catherine podría conseguirle un perdón y perdería a Gerald para
siempre—. Voy a salir.
—Espera… —trató de detenerla tomándola de la mano.
—No lo hagas —le pidió con voz ahogada mientras se zafaba. Sus ojos
empezaron a humedecerse—. Prefiero mil veces tenerte cerca, aunque no
podamos estar a solas, que verte partir. ¿Es que no comprendes que no lo
soportaría?
Con esas palabras Sophia puso fin a su encuentro nocturno y corrió hasta
su propia habitación buscando refugio. Cuando llegó, su doncella la
esperaba con una evidente muestra de disgusto y no dudó en hacérselo
saber.
—¿Dónde se había metido? Llevo aguardándola mucho tiempo.
—Sarah, no seas tan exagerada. La cena apenas ha terminado —le espetó
mientras se sentaba frente al tocador y dejaba que ella deshiciera su
peinado.
Trató por todo los medios no dejarle entrever sus sentimientos.
—Gracias, sé muy bien cuándo lo ha hecho. El señor Lloyd me ha
informado correctamente. Lo que me gustaría saber es qué ha estado
haciendo mientras tanto. ¡Oh! —exclamó al momento. Detuvo sus manos
sobre el cabello de la joven, con una horquilla en la mano—. Ha ido a su
encuentro, ¿verdad?
Sarah no disimuló su acritud. No le gustaba el señor Baum y así se lo
había repetido innumerables veces. Cuando se enteró del paseo de la
mañana sus pupilas se dilataron y a punto estuvo de desmayarse.
—No —negó.
Había sido al revés, pero no pensaba decírselo. Sarah estaba mostrándose
demasiado protectora y en esos momentos ya tenía suficiente con su
familia. No necesitaba que se involucrara también.
—La conozco muy bien, lady Sophia… —pareció amenazarla, pero ella
no se dejó intimidar. La doncella llevaba mucho tiempo con ella y le tenía
cariño, pero no iba a permitírselo todo.
—Enhorabuena.
—Puede burlarse todo lo que quiera, pero le advierto que ese profesor no
le traerá más que disgustos —sentenció.
Sophia se negó a seguir hablando y se sumió en sus propios
pensamientos. Que pensara lo que quisiera. Ella prefería ser positiva. Si
Gerald era el hombre de sus sueños, lucharía por él con uñas y dientes.
Su familia no podría arrebatárselo.
13

Julian lo estaba pasando mal. No peor que en Argel, pero casi. O al


menos así se lo había parecido. Esas tres semanas sin tener contacto con
Catherine estaban haciendo mella en él. Sí, había sido una decisión tomada
a conciencia y sin que nadie le obligara, pero estar en su casa y no hablar
con ella ni verla, le estaba afectando el poco cerebro que le quedaba.
Reconocía lo mucho que se había enfadado cuando ella no quiso ponerse
de su parte en lo tocante a Sophia y el profesor. Su calma y sus excusas lo
sacaron de quicio. Es más, a día de hoy, todavía lo estaba.
Cuando volvió a buscarlo después de hablar con los implicados y le dijo
que todos habían decidido esperar el devenir de los acontecimientos, Julian
no lo pudo creer. Parecía que todos se habían rendido a la voluntad de su
hermana y esposa. Esta última había intentado acercarse a él, explicar su
forma de proceder y lograr «hacerlo razonar», tal y como ella había
expresado tan bien. No obstante, Julian se había sentido incapaz de dirigirle
la palabra. Se sentía traicionado. Poco ayudaba que ella hubiera confesado
que tanto su tío como su hermano opinaban igual que él. Lo único
importante era que Catherine no había secundado la amenaza que había
proferido a ese señor que podía haberse propasado con su hermana. Era una
simple verdad: quería su lealtad incondicional.
A esas alturas, no sabía si volverse tan blando con respecto a su mujer
era una idea acertada. Había pasado por mucho y no estaba ni siquiera cerca
de sentirse a salvo. Aun así, reconocía que sin ella a su lado estos pocos
meses desde su vuelta, quizás se hubiera vuelto loco de verdad, ya que
desconfiar de todo y todos a cada minuto menguaba el espíritu de una forma
alarmante.
En estas tres semanas de reclusión voluntaria había salido poco. Solo en
una ocasión se había instalado de nuevo en la sala de armas. Había estado
pensando las cosas con detenimiento y poco a poco le fue llegando un
ataque de ira. Sin querer ni poder contenerse empezó a arrojar objetos
familiares de incalculable valor, golpear armaduras y a gritar como un
poseso. Para su más completo asombro, nadie acudió a ver qué sucedía.
Suponía que, si algún sirviente había escuchado el alboroto, habría salido
huyendo en dirección contraria. En cuanto a los Montague, ni siquiera se
habían dignado a mostrarse. Cuando terminó, se sentó en el suelo con la
espalda apoyada en la pared, exhausto por completo. No le gustaba la vida
que tenía. Suspiró por aquella en la que era un hombre feliz junto a su
esposa y su familia, en la que se sentía un hombre completo.
Por enésima vez, contempló las vistas que la ventana de su habitación
ofrecía. El jardinero y sus aprendices recortaban los setos y cuidaban las
plantas para que lucieran en todo su esplendor, o al menos hacían todo lo
posible por ellas estando en pleno diciembre. Era la víspera de Navidad y en
la casa se respiraba un ambiente festivo y de caos a partes iguales. Desde
primera hora de la mañana, los correteos de los sirvientes se hacían notar y
solo ahora se preguntaba qué estaban tramando los Montague. Esperaba una
pequeña reunión familiar para celebrar esas fechas tan señaladas. Incluso
había estado meditando en profundidad cómo actuar si se dignaban a
invitarlo, dado el espectáculo que ofreció la última vez. No obstante, dado
el bullicio de la casa, parecía estar fraguándose un evento de dimensiones
mucho más grandiosas que la de una simple cena familiar.
De súbito oyó la puerta de la habitación contigua abriéndose, señal que
Catherine, o tal vez su doncella, habían acudido en busca de algo.
Miró la puerta que comunicaba ambos aposentos, una que no se había
abierto desde la discusión con su esposa, tratando de discernir qué hacer. No
se podía negar a sí mismo que la echaba de menos. Quizás una tentativa no
supusiera ningún riesgo y, antes de cambiar de opinión, ya estaba abriendo
la puerta.
En efecto, era Catherine la que se hallaba de espaldas a él hurgando en
un cajón.
—¿Cómo es posible? —farfulló.
Ni siquiera se había percatado de su presencia.
—¿Qué buscas? —preguntó.
Su esposa pegó un brinco y dejó escapar un leve grito a la vez que se
giraba hacia él.
—¡Tú! —lo acusó con la mano en el corazón—. Me has dado un susto de
muerte.
Julian se encogió de hombros. Antes de decir nada más, se empapó de su
belleza y de la profundidad de sus ojos azules. La había añorado, aunque
dudaba que decírselo solucionara nada.
—¿Qué estás buscando con tanto ahínco?
—Un papel donde estaban colocados todos los invitados —se giró para
seguir revolviendo el cajón—. Lo he buscado por todo mi despacho privado
y no logro encontrarlo.
«¿Invitados?»
—¿Te refieres a ese de ahí? —señaló al alfeizar de la ventana en donde
descansaba un simple papel.
Catherine se lanzó a por él y, cuando vio que el contenido era el que
buscaba, soltó un suspiro de alivio.
Debió ser en ese momento en el que se percató que su esposo se había
dignado a dirigirle la palabra.
—¿Se te ha pasado ya?
Lo preguntó como si él fuera un chiquillo malcriado que había tenido un
acceso de rabieta.
—No —refutó—. Sigo encontrando inconcebible que mi propia esposa
no sea incondicional a mí.
Ella se sentó, como si lidiar con él le restara energía.
—Aunque no lo parezca, lo soy —se defendió—. Lo que no veo claro es
que exista esa reciprocidad que me exiges con tanta vehemencia.
Julian no daba crédito a lo que oía. No solo iba en contra de sus deseos,
sino que tenía el descaro de reclamar lo que él le pedía.
Definitivamente, esa ya no era la esposa con la que se había casado.
Cuando contrajeron matrimonio pudo comprobar que sabía hacerse valer
con una parsimonia sobrecogedora. No obstante, jamás cuestionó nada de lo
que él dijera o hiciera.
Se lo dijo tal cual y ella solo se limitó a pestañear.
—¿No tienes nada que decir? —la azuzó.
—¿Eso es lo que quieres? ¿Una esposa que se limite a acatar lo que tú
mandas y ordenas? ¿Algo así como una esclava?
Bueno, dicho de ese modo no sonaba tan maravilloso. Entonces pensó
qué era lo que esperaba de ella. Lo malo era que deseaba su lealtad por
encima de todo, sin tener que relatarle por qué le exigía eso. Quizás así no
la vería tanto como a una enemiga y sí como una aliada.
Ante su silencio, se levantó.
—Bien, veo que no tienes respuesta a eso. Tengo mucho trabajo que
hacer, si me disculpas…
No soportó su aspecto derrotado. Dios y él sabían lo mucho que
Catherine se había esmerado para que fuera lo que antaño había sido.
—¿De qué invitados hablas? —la pregunta, fruto de la curiosidad y del
intento de detenerla, salió de sus labios.
Ella se giró y la vio hacer un esfuerzo por rehacerse.
—Está bien —aseguró—. Mejor que lo sepas y que entiendas a qué te
expones. A qué nos exponemos —se corrigió.
Julian, inseguro de cómo se tomaría lo que ella iba a decirle, se apoyó en
la pared y cruzó los brazos en señal defensiva. Con ella mejor estar
preparado.
—Te escucho.
Empezó explicándole que esa misma noche, los Montague iban a
celebrar una cena con baile para celebrar la víspera de Navidad. Aseguró
haber invitado a amigos, conocidos y vecinos.
—Será una gran fiesta —aseguró su esposa.
Él le preguntó si lo creía prudente y ella le respondió en el mismo tono
que la prudencia ya no contaba entre sus prioridades.
—¿A qué te refieres?
Le reveló con todo lujo de detalles la conversación que había mantenido
con sus padres. La intención que ambos tenían de hacer anular su
matrimonio y que esa noche era la prueba crucial.
—¿Cómo te han podido poner en semejante tesitura? —masculló furioso
—. Son tus padres, maldita sea.
—Pues por esa misma razón —apuntó Catherine—. Me quieren y desean
verme feliz. ¿Crees acaso que lo he sido en este tiempo en el que no has
estado? Y ahora, ¿piensas que han podido observar una mejoría? No has
dejado de mostrar ese odioso comportamiento cuando no me canso de ver
una cara de ti tan normal como cualquier otra.
Le explicó que si fuera por ellos ya no serían marido y mujer y Julian
bufó con un absoluto desprecio. No pensaba dejar que nadie lo separara de
ella. Solo sería de esa forma si demostraba que ella había conspirado junto
con su padre para hacerle desaparecer.
—Eres un engreído —replicó ella al verle la despectiva actitud con la
que acogió la noticia de la posible anulación de su matrimonio—. Quizás
seas un conde, pero mi padre tiene muchas influencias y nunca ha sido
tildado de no estar en sus completos cabales. En una contienda, ¿crees que
conseguirías ganarle?
Por su actitud podía ver que su esposa no lo creía. Incluso Julian, si tenía
que ser honesto, no veía demasiados buenos augurios. Se sentía impotente.
Catherine aseguró no querer la anulación, pero confesó sentirse cansada
de esa situación.
—Me siento atrapada entre ambos bandos. Y todas me obligan a que
adopte una postura. Pues bien, ya he decidido.
Julian estaba seguro de que no le gustaría oír lo que ella tenía que decir,
pero cuando escuchó cómo había aceptado que esa noche fuera la definitiva,
aquella en la que demostraría que el matrimonio era válido y que él no
estaba tan loco de atar como había fingido estar ante los demás, le entraron
escalofríos. No obstante, lo peor de todo no era eso, sino las dudas
palpables que se escondían tras las palabras de su esposa.
La oyó confesar que sentía que le estaba tomando el pelo, aunque
admitió no saber el motivo. Ella lo creía capaz de relacionarse con los
demás de forma correcta y Julian se maravilló ante la sagacidad de
Catherine. Al parecer era la única que se había percatado de ello.
—Te aseguro —continuó esta—, que no deseo la anulación. Si por mí
fuera seguiría a tu lado tratando de hacer que te recuperes. No obstante —
apuntó—, tengo la incesante sensación de que me ocultas algo; que hay
cosas que no terminas de aclarar. Yo sé que puedes hacerlo y tú también —
lo miró a los ojos sin vacilar y se sintió traspasado—. Así que si deseas
recuperar lo que es tuyo por derecho —ambos sabían que no solo se refería
al título y sus posesiones—, debes luchar por ello. Esta noche —expuso con
una tremenda claridad.
En el silencio que siguió a ese ultimátum, Julian meditó. No tenía
demasiadas alternativas, la verdad. O demostraba que era un hombre capaz
y se arriesgaba a un nuevo intento de asesinato (que dicho fuera de paso,
podía acabar siendo un éxito), o seguía fingiendo, lo encerraban, perdía
todo cuanto deseaba, pero seguía viviendo. Difícil dilema al que se
enfrentaba.
Al final llegó a la conclusión de que no podía seguir solo. Necesitaba de
la ayuda de alguien, y su amigo no servía. Tenía que ser una persona
próxima a él. Catherine era la mejor opción.
«¡No! Es la única opción».
En efecto, lo era. Pero también implicaba unos riesgos enormes. No valía
solo demostrar que estaba cuerdo pues, a la larga, Catherine le pediría
explicaciones y sus respuestas la alejarían de su lado. Sabía que sería de esa
forma. Su esposa no concebía los secretos en su matrimonio. Se sentiría
ultrajada por habérselo ocultado y Julian pagaría las consecuencias. Aun
así, tenía que tener en cuenta la posibilidad de que ella fuera cómplice de su
padre y se precipitara a delatarle en cuanto le acabara de explicar la verdad.
Pero si tenía que correr algún riesgo, mejor ese que cualquier otro.
—Te prometo —le dijo—, que en cuanto salga de esta habitación esta
noche seré un modelo de conde y nadie dudará de mi cordura.
—¿Cómo puedo estar segura?
—Tendrás que confiar en mí —tan pronto lo dijo vio el escepticismo en
sus ojos. Ya la había hecho quedar como una tonta ante su familia. Estaba
claro que no pensaba hacer ese papel delante de todos sus amigos y
conocidos.
—No puedo confiar en alguien que se niega a sincerarse conmigo —
como siempre, había dado en el clavo.
No había más remedio; le contaría la verdad. Esperaba que no tuviera
que lamentarlo para el resto de sus días o, visto de otro modo, lo poco que
le quedara de vida.
—No estoy loco —confesó esperando su reacción. Ella lo miró como si
hubiera anunciado que había empezado a llover.
—Ya lo sé, Julian. Puede que lo que pase es que todavía no terminas de
situarte después de un largo periodo ausente.
Su fe en él lo conmovió. No podía ser de otra manera. Lo decía como si
hubiera acabado de regresar de un viaje de negocios o algo parecido. No era
realista.
—No es eso lo que pretendo que entiendas —suspiró de forma abierta y
se encomendó a aquellos que pudieran protegerle—. Lo que trato de
explicarte es que no tengo ningún problema de cordura, ni de adaptación, ni
ataques de locura transitoria. Dicho de otro modo: estoy tan cuerdo como
antes de embarcar hacia Atenas, si no más.
Ella se sentó de nuevo. Trataba de comprender. Solo esperaba la
pregunta clave, que tratándose de su esposa, no tardó en llegar.
—Pero tu ingreso en el sanatorio, los desastrosos espectáculos que has
dado, tu agresividad, mutismo… —reflexionó en voz alta—. ¿Qué ha sido
todo eso?
—Teatro —declaró contundente—, puro teatro.
Catherine trató de asimilarlo, pero no podía. ¿Qué habían sido para él
esos meses en Coth Castle? ¿Una broma, una parodia? ¿Pero de qué y por
qué?
—No lo entiendo —reconoció desconcertada. De súbito le vino una
pregunta a la cabeza—. ¿Has estado de verdad prisionero en Argel o…?
—Oh, sí —su tono era resentido—. Te puedo jurar por mi vida, que al
parecer vale muy poco, que me he pasado estos últimos años recluido en
una miserable celda.
—Entonces —ella no podía dudar de su veracidad. Su palabras estaban
impregnadas de un odio y amargura imposibles de fingir—, ¿por qué has
estado representando esta escena un día tras otro? ¿Acaso no ves lo que
hemos sufrido?
«Sobre todo yo, que me moría poco a poco en tu ausencia y que cuando
regresaste no me diste ninguna esperanza de recuperarte».
—Sí, lo veo. Pero no sé quién de vosotros ha estado fingiendo y quién
no.
Trató de no sentir en su propia piel la ahogada exclamación de ultraje
que Catherine lanzó.
—¿Fingir? ¿Fingir qué, por el amor de Dios?
—Que una de las personas dentro de mi círculo más íntimo, a las que
amo y aprecio, ha intentado asesinarme —esa confesión escocía como
ninguna otra. Nadie quería ser odiado de esa forma, pero menos aún por
alguien cercano, por el que darías la vida.
Catherine se había quedado con la boca abierta. No sabía si lo que oía era
otra de sus representaciones o algo cierto. Quizás él lo imaginaba. Ya se
sabía que tras años de encierro…
—Cuéntame —le pidió. Si quería un futuro con él, debía ser imparcial y
escuchar cada palabra que él tuviera que decirle.
Julian le relató por fin la refriega que tuvo con ese desconocido asesino
antes de que ambos cayeran al mar. En parte sentía un tremendo alivio por
compartir esa carga, pero por otra se sentía más expuesto que nunca. Su
vida seguía corriendo peligro.
—¿No hay error posible? —preguntó horrorizada—. ¿Estás seguro de
que pretendía acabar contigo? —le parecía algo rocambolesco. Más propio
de guerras e intrigas que el episodio que un conde podría vivir.
Él estaba seguro. Muy seguro, de hecho. Todavía notaba la sorpresa, los
puñetazos, el desapasionamiento con el que aquél hombre trataba de
asesinarlo, casi como si no fuera con él. Pero se lo preguntó. Le preguntó
por qué y él solo le dijo que alguien lo quería muerto. Él era un encargo, un
trabajo por hacer. Al final parecía que se libraba de una muerte segura, pero
el destino quiso que ambos cayeran al mar. Suponía que ese otro había
perecido bajo el yugo de las indomables olas, ya que no lo vio salir de
nuevo a la superficie. Quizás incluso no sabía nadar. Él, en cambio, había
tenido más suerte, o así se lo había parecido en un principio.
—Así que ya ves. Un hombre que se hizo pasar por un marinero para
poder encontrar el momento propicio para deshacerse de mí sin preguntas ni
remordimientos.
Catherine no daba crédito. Parecía imposible que su esposo hubiera
tenido que pasar por semejantes situaciones. ¿Cómo nadie se había dado
cuenta de la pelea? ¿Por qué sus carceleros no pidieron nunca un rescate?
Julian tampoco encontraba respuestas a esas cuestiones. Por lo de la
pelea deducía que, aterrorizados por la persecución de los piratas, se
afanaban en hacer avanzar el barco a más velocidad. El caos y la
desorganización hicieron el resto. En cuanto a su posible rescate, no había
forma de creer en la palabra del propio Julian cuando subió a bordo. Medio
ahogado y con la ropa hecha jirones nadie había dado crédito a su
declaración de ser un conde. En ciertos momentos había pensado que solo
lo había pronunciado en su imaginación, propio de un delirio.
—Pero haber urdido un plan tan rebuscado para encontrar al culpable me
parece impropio de ti —era inconcebible—. Nos lo has hecho a nosotros, a
tu familia. ¿Piensas tal vez que somos nosotros? ¿Yo?
Julian no tuvo que afirmar ni negar nada. Su rostro lo decía todo. No
obstante, ya que había empezado, bien podía acabar explicándole el motivo
de sospechar de su propia familia. Así que le contó lo de la mina y las
pesquisas de Anthony.
Catherine no podía refutar algo así, pero se negaba a creer que alguien de
los Montague fuera un asesino. Incluso cuando sugirió a su padre y su
indignación aumentó, ella le aclaró muy digna que, al final, le debería una
disculpa muy grande al marqués de Penderton y que cabía la posibilidad
que este no le perdonara.
—Dado que es mi vida la que está en juego, me arriesgaré —adujo con
sarcasmo.
Aun así, para Catherine, el único posible candidato era Sir Virgil.
—Ojalá sea como tú dices —él lo deseaba con todo el fervor de su
corazón.
En cuanto a su esposa, a pesar de tener un día de locos, ya no estaba
segura de querer continuar, pero Julian la instó a hacerlo.
—Si tu padre necesita presenciar a un Julian cabal, no le vamos a
decepcionar —ni loco pensaba dejar que anulara el matrimonio.
De todas formas, todavía persistía la pequeña comezón de sentir que no
podía confiar en ella por completo. A lo largo de ese día estaría preparado
para cualquier eventualidad que pudiera presentarse por parte de Emery
Winthrop. Si se daba el caso, sabría que su esposa era una traidora y
cómplice de asesinato y, aunque su corazón le decía que estaba equivocado,
necesitaba evidencias y certezas. Cualquiera en su sano juicio las desearía y
él estaba más que cuerdo.
14

Esa noche, Coth Castle brillaba en todo su esplendor: desde los


alrededores, los propios sirvientes vestidos con impecables libreas, un
comedor luciendo su mejor aspecto y unas salas de armas y baile dispuestas
a recibir a todos los invitados. Los que iban a pasar la noche en el castillo
habían ido llegando desde bien entrada la tarde y fueron acomodados en las
habitaciones de las torres. El resto apareció una hora antes de la cena y se
marcharían a sus casas una vez terminada la velada, seguramente a altas
horas de la madrugada.
Los candelabros brillaban y las grandes antorchas, cuidadosamente
dispuestas por todo el perímetro de la casa y jardín, iluminaban el contorno
del exterior a la par que pretendían calentar, sobre todo cuando los invitados
sintieran la necesidad de abandonar el bullicioso espacio interior en busca
de aire puro o intimidad.
Los Montague se afanaban en ponerse sus mejores galas. Cada uno,
sumido en sus propios pensamientos, temía esa noche por una razón u otra.
No obstante, era preciso dar una sensación de normalidad para que todos
pudieran alejarse de allí con la convicción de que nada había ocurrido.
Quizás así los chismes empezarían a disminuir y podrían respirar con más
soltura.
Aun sabiendo que se encontraría en el centro del huracán y las
especulaciones, Gregory fue el primero en abandonar la seguridad de sus
aposentos. De riguroso negro se paseó al pie de la escalera a la espera de
ver bajar a alguno de su familia. Aunque le apetecía esconderse en la
biblioteca, él no era un cobarde. Enfrentaría esa noche como un auténtico
conde si su hermano no era capaz de hacerlo.
Poco después aparecieron los padres de Catherine, que ya hacía tiempo
que estaban preparados y se habían entretenido paseando. El saludo fue
amigable y se limitaron a matar el tiempo charlando con cordialidad.
A los diez minutos, Sophia se apresuró a descender la escalinata
principal. Gregory la miró y se sintió orgulloso de esa joven. Había pasado
por mucho y no había podido disfrutar de las típicas frivolidades de la
juventud. Viéndola tan hermosa y decidida, con una eterna sonrisa en el
rostro, no pudo evitar corresponderle.
—Tengo la hermana más bella de todas —a pesar de su última riña la
aduló, aunque de ninguna forma se trataba de una mentira.
—Tú que me ves con buenos ojos —a pesar de todo, se la veía
emocionada. Era la primera vez que participaba en una fiesta de adultos. Se
sentía como una princesa. Solo le hubiera gustado que Gerald hubiera
podido asistir.
—Solo está siendo sincero —intervino Richard. Él también había
decidido abandonar su habitación. Cuando se reunió con ellos, cogió la
mano de ella y le besó el dorso con afecto. La miraba como un padre
miraría a su hija—. Las eclipsarás a todas. Si al menos mostraras tanta
sensatez como belleza… —los otros dos entendieron que se refería al
conflicto con el profesor de alemán.
No obstante, la pulla no la afectó como él pretendía.
—Tío, no seas aguafiestas.
Como si alguna fuerza divina los hubiera convocado a todos a la misma
hora, en la misma cima de la escalera, Julian y Catherine hicieron su
aparición.
La imagen que presentaban no resultaba menos espectacular. Con
respectivos tonos similares, la pareja formaba un tándem de belleza,
seguridad y clase.
Catherine iba ataviada con un precioso vestido de talle alto en seda azul
celeste con detalles dorados en las mangas, en el corpiño y en la parte baja
del vestido, en donde simulaban las olas que se movían al compás del
movimiento de la tela. Como detalles lucía unos guantes dorados y un collar
de oro que Julian le regaló al poco de casarse y que nunca más había vuelto
a ponerse. Llevaba el pelo recogido en un moño bajo adornado con pedrería
azul.
A su lado, Julian no desmerecía en absoluto. Afeitado por completo y
con el pelo peinado hacia atrás, ofrecía un aspecto mucho más joven. Sus
pantalones blancos, cuya parte baja enseñaba una hilera de pequeños
botones dorados, terminaban un poco más arriba del tobillo. La chaqueta
azul marino se cerraba con tres pares de botones del mismo color y, el
cuello vuelto de la misma, dejaba entrever en la base las filigranas doradas
de su camisa, convenientemente resguardada por el nudo del pañuelo.
—Parece que los hemos sorprendido —murmuró Catherine a su esposo
—. Quizás sus expectativas no eran demasiado elevadas.
—Pues es una pena, querida, pero no vamos a tener más remedio que
defraudarlos. ¿Bajamos? —le preguntó después de ofrecerle una tensa
sonrisa que solo ella percibió.
La escena irradiaba una ficticia imagen de perfección. No obstante, así es
como hubiera tenido que ser siempre: ellos como un matrimonio feliz y
ejemplar presidiendo cada una de sus fiestas ofrecidas, mientras sus
respectivas familias se congratulaban al verlos.
—Buenas noches —los saludó la anfitriona. Poseía un aire regio que los
hizo enmudecer, incluso a sus padres, que se limitaron a darle un beso en
las mejillas.
Julian aprovechó entonces para saludarlos también, uno a uno.
Se imaginaba más o menos qué estarían pensando. ¿Estaba tan
restablecido como Catherine juraba? ¿Les dejaría en ridículo con algunas de
sus locuras? O por el contrario, ¿se limitaría a mantener un silencio estoico
que ayudaría a aumentar las murmuraciones? Nada de ello importaba.
Había prometido dejar de fingir y comportarse como solo él sabía hacerlo:
con clase y distinción.
No obstante, no dejaría de estar alerta, atento a la más mínima señal que
le pudiera indicar si ante él estaba el asesino que tanto ansiaba encontrar. Sí,
Catherine no había ido al encuentro de su padre, ya que este parecía
receloso y perplejo de tenerlo allí, pero toda prudencia era poca si se tenía
en cuenta que su vida corría peligro.
Observó a cada uno de ellos, midiéndolos. Cuando se topó con la dulce
Sophia, su corazón se enterneció lo bastante como para hacer un intento de
reconciliación.
—Hermana —la llamó. Parecía tensa y expectante—. Me disculpo por lo
sucedido la última vez que nos vimos —todos sabían a qué se refería—. Mi
única excusa es que te quiero y solo trataba de protegerte.
—Oh, Julian —ella no necesitó más. Dada a dejarse llevar por los
impulsos, se lanzó a sus brazos con los ojos anegados en lágrimas—. Yo
también siento la forma en la que te hablé. No tenía derecho.
Tal vez sí, tal vez no, concedió, pero Julian intentó restarle importancia.
Al menos de momento. Dejó claro que, a pesar de haber acatado el deseo de
ella y su esposa, seguía siendo un comportamiento intolerable. Lanzó al aire
la prerrogativa de que él seguía siendo el conde, y como tal, las cosas se
harían a su modo.
Al decir eso, ninguno de los presentes lo refutó, al menos en voz alta.
Gregory se limitó a sostenerle la mirada y su suegro carraspeó.
—Bueno.
La palmada de Catherine aligeró la tensión en el ambiente. Fueron
conscientes de que ese no era el lugar ni el momento para hablar de tales
cosas. Cualquiera podría oírlos y los invitados no tardarían en llegar. Había
sido casi un milagro que ninguno de los ya acomodados no hubiera bajado
hasta ahora.
«Al menos están empezando a hacerse a la idea de que puedo ser tan
coherente como cualquiera de ellos», pensó Julian.
La servidumbre de más alto rango reaccionó con más presteza que la
propia familia. Si estaban asombrados de verlo actuar como si jamás
hubiera estado ausente, supieron disimularlo a la perfección.
La pareja se dispuso a saludar a los invitados que bajaban y mostraron su
talante y buena disposición para explicar las veces que hiciera falta las
circunstancias que los habían llevado hasta allí.
A pesar de ello, varias horas más tarde, Catherine empezaba a acusar el
cansancio. La cena ya había sido servida y todos los invitados pululaban por
las dos salas que hacías las veces de salón de baile. Repartidos en distintos
grupos, los presentes se ponían al día y cuchicheaban sobre Julian. Este se
había comportado como un auténtico par del reino y las dudas sobre su
cordura estaban empezando a disiparse.
Ayudaba mucho que ella no se hubiera movido de su lado antes de la
cena, no por miedo a un arrebato de última hora, sino porque le apetecía
hacerlo. Parecían una pareja como lo eran antes del desastre, aunque más
madura. Catherine ya había percibido, antes de salir de la habitación, que su
esposo cumpliría con su palabra, por lo que solo había de preocuparse de la
reacción de todos los demás.
Después de haberle contado el secreto que este guardaba, no podía evitar
evaluar a todo aquel que estimaba podía querer verlo muerto. En realidad
no eran muchos y le molestaba que los Montague y su padre fueran una
opción plausible.
Catherine no era tonta ni fingía estar ciega a los problemas. Reconocía
que Julian había evaluado muy bien la situación sin dejarse llevar por el
pánico o el sentimentalismo. Había vuelto con un propósito claro en su
mente y no podía odiarlo por eso. Cuando la vida de uno estaba en juego,
todos los instintos de supervivencia salían a flote.
Quedaban muchas cosas por hablar y otras tantas por solucionar entre
ellos, pero como estaba segura de no ser quien había querido acabar con su
vida, confiaba en que, más temprano que tarde, su inocencia quedaría
comprobada. Esperaba que entonces pudieran darse una oportunidad en
serio, pues intuía que entre ellos todavía flotaban los restos de ese amor que
se profesaron. No solo por lo que ella sentía, sino por las miradas ardientes
y las palabras a medio decir.
Quizás era una ingenua, pero la ilusión empezaba a sobrevenirla. ¿Quién
no querría volver a sentir el poder del amor cuando tenías la oportunidad de
ser feliz? Para ella era una segunda oportunidad con el mismo hombre.
Pocos tenían esa suerte y empezaba a sentirse bendecida por ello. Julian
había tardado, pero al final se lo había confesado todo. Solo a ella. Con eso
sentía que la confianza entre ambos no estaba desaparecida, solo mermada.
Dadas las circunstancias era lógico y normal. Ahora solo había que
encontrar al asesino.
—¿Necesitas compañía? —Julian apareció por su derecha y la sacó de
las cavilaciones.
—Solo la tuya —se atrevió a revelar. No estaba segura si era demasiado
atrevida, pero la forma en la que él le apretó la mano enguantada y la firme
mirada que le lanzó, le indicaron que había dicho algo bueno.
Julian se había separado de ella nada más entrar en la sala de armas.
Como anfitriones, al abandonar la cena, se habían repartido la tarea de
entretener a sus invitados. Ella ya se había quedado sola cuando la música
empezó a sonar y su marido la había buscado.
—Me alegro —respondió este—. Nuestros invitados están volviéndose
algo pesados en su intento de saber qué me ocurrió.
—Lo sé —ambos habían tenido que repetirlo un centenar de veces—.
Espero que eso sirva para acallar las murmuraciones.
Habían modelado la historia a su gusto y conveniencia. Habían usado la
verdad como base, sin explicar lo del intento de asesinato. Solo habían
dicho que, en el fragor de la huida, Julian cayó al mar. El resto, por decirlo
de alguna manera, ya era historia.
Sus familiares se habían enterado a la par que los invitados de lo que
ellos habían acordado. Mientras lo hacían, Catherine no pudo evitar mirar
las reacciones de cada uno de ellos. Se sintió culpable y miserable, pero
sabía que Julian contemplaba todas las posibilidades y hacía lo mismo. Si
era sincera consigo misma admitiría que no quería volver a perderlo. Pasar
por lo mismo una segunda vez la hundiría en el abismo. Quería a los
Montague como su propia familia. Sus padres eran muy importantes para
ella, pero Julian era el hombre del cual se había ido enamorando durante su
compromiso. Qué importaba si cuando había aceptado casarse con él lo
hacía por ser lo más conveniente. Ese primer año de matrimonio que vivió
junto a él fue lo más maravilloso que una podría imaginar. Y quería volver a
vivirlo, a costa de quien fuese.
—Lord y lady Beauford, buenas noches —Sir Virgil Nash apareció de
repente, sobresaltándola.
Catherine se tensó de pronto, pero Julian apretó su mano en una señal de
la que solo ella conocía el significado: ambos debían intentar comportarse
de la forma más normal y natural posible. A duras penas consiguió extender
su brazo para ofrecer el dorso de la mano enguantada. No en balde, ella lo
consideraba el primero y «único» de la lista que podría haber querido
acabar con la persona que tenía al lado.
Sir Virgil, por ser amigo del difunto conde y de su hermano, entraba
dentro del círculo de conocidos que habían sido invitados a asistir a la fiesta
de la víspera de Navidad. Cuando se enviaron las invitaciones nadie sabía
que había estado ausente y se encontraba de viaje. Llegó mientras todos
cenaban y se disculpó profusamente. Solo que, la cara de estupefacción que
mostró cuando vio a Julian sentado en la cabecera de la mesa, era para
Catherine el detalle incriminatorio que necesitaba.
Sin embargo, su marido todavía conservaba el aplomo y la sangre fría
necesaria para actuar con normalidad e invitarle a unirse a ellos. La
incredulidad que el recién llegado había mostrado fue achacada por el resto
de invitados a la sorpresa que supuso haber ignorado que el conde estaba
con vida, pues había estado en Escocia los últimos seis meses.
—Buenas noches, Sir Virgil —fue Julian el que tomó la palabra—. Nos
alegra que haya podido tomarse el tiempo necesario para unirse a nosotros
en esta pequeña celebración.
Ni que decir que «pequeña» era un eufemismo de los grandes.
—Y que lo diga —parecía encontrarse de buen humor mientras
disfrutaba de una buena copa de oporto—. Estar tanto tiempo en compañía
de esos escoceses me ha revelado la necesidad de disfrutar de la compañía
de mis amigos.
—Comprendo —se limitó a expresar el conde.
—No obstante, quiero decirle lo mucho que me alegro de ver que sigue
con vida —dio otro trago a la copa—. El día en que se comunicó su
desaparición fue muy triste. Me acordé de Jacob y me alegré de que no
tuviera que vivir esa pena. Perder un hijo es lo más doloroso que puede
sucederle a un padre.
Catherine no supo interpretar si decía o no la verdad. La mención a su
difunto suegro le recordaba que estos habían sido amigos, pero eso no
implicaba que, por intereses económicos, Sir Virgil hubiese decidido que
Julian valía más muerto que vivo.
—Gracias por sus palabras —intervino Catherine fingiendo una
serenidad que no sentía—. Espero que esté disfrutando de la fiesta.
—Mucho, sí. De todas formas, si no les importa —se tambaleó un poco,
pero siguió manteniendo la compostura—, me gustaría que me explicaran
cuál fue el milagro que lo trajo de vuelta a nosotros.
Sir Virgil ya había oído en boca de los otros invitados la historia que
ellos habían esparcido, pero al parecer, quería oír del propio interesado qué
había sucedido en realidad. Fue el único que puso en duda la supuesta caída
de Julian al mar.
—El caos que sobrevino fue el culpable —explicó un vigilante Julian—.
Todos corríamos de un lado para el otro en tal estado de frenesí que debí
tropezar. Lo siguiente que recuerdo es estar a merced de las olas del mar.
—¿Está seguro? —al instante debió pensar que no era lo más correcto de
preguntar porque rectificó—. Es decir, parece muy raro que un hombre sano
y fuerte como usted se deje caer así como así.
—¿Acaso debería ser de otro modo? —Julian mostró solo una ligera
impaciencia, cuando en su interior, todos los sentidos se pusieron alerta—.
Quizás piense que me tiré a propósito.
El tono mordaz y suspicaz hizo que Sir Virgil esbozara una tensa sonrisa
y se retractara. De repente fingió ver a un amigo que lo llamaba a lo lejos y
se excusó con presteza.
—¿Qué piensas? —inquirió Catherine. No esperó su respuesta—. Si no
es culpable, me como mi mejor sombrero.
—No lo sé —aseguró dubitativo—. Se ha hecho todo con tanto sigilo y
eficiencia que me cuesta asimilar que lo haya planeado él.
—Tal vez sea un gran actor y quiera confundirnos —sugirió. Incluso
había pensado que su viaje era una tapadera para ocultar su perfidia.
—Puede que sí o puede que no, pero no creo que vayamos a descubrirlo
en este instante.
El tono había cambiado por completo y Catherine lo miró a hurtadillas
sin dejar de observar a los invitados.
—¿Qué sugieres?
—Creo que un baile con mi esposa sería una buena idea. Después de
todo nos merecemos uno después de lo mucho que has invertido en darme
«clases».
—¡Canalla! —respondió en tono jocoso.
Abandonaron la sala de armas para internarse en el salón de baile, dos
salas contiguas que habían abierto las puertas que las separaban. Una servía
para que los invitados tuvieran espacio para charlas amigables y la otra para
disfrutar de la música y aprovechar para bailar hasta que los pies dijeran
basta.
A una señal imperceptible de Julian, los músicos cambiaron el compás
de lo que estaban tocando para dejar sentir algo más acorde al primer baile
de los anfitriones. Todos parecieron recordar cuánto les gustaba danzar
como pareja sin nadie a su alrededor, para que luego el resto de los
bailarines fueran incorporándose de forma paulatina. En un momento, el
centro de la sala se despejó y la música los envolvió en un cálido abrazo.
Julian miró el semblante sereno de su esposa y se maravilló de estar de
nuevo allí, aunque fuera en esas circunstancias. Más que nunca deseó poder
sobrevivir al asesino y tener tiempo de descubrir si Catherine y él tenían un
futuro juntos.
Tenerla entre sus brazos era un recordatorio de todas las veces que soñó
con ese momento mientras estaba cautivo. Desde su pelo a la punta de sus
pequeños pies, Catherine había poblado sus sueños y sus desvelos. La había
imaginado de mil y una formas distintas y en lugares diferentes. Aun así, la
realidad se imponía como mucho más reconfortante.
Sin ni siquiera molestarse en hablar sentía un lazo especial que lo
acercaba a ella. ¿Era amor? ¿Quizás el mismo que antaño? ¿Se podía querer
tanto a otra persona? Manteniéndola tan cerca de su cuerpo, Julian creía que
así era. Empezaba a darse cuenta de que ella le era mucho más valiosa que
su propia vida. Su tenacidad y fuerza eran motivos suficientes para quererla,
pero era mucho más que eso; más invisible e intuitivo. Como esas veces en
las que uno no sabe explicar qué nexo de unión le une a la otra persona,
pero tan evidente como lo puede ser poseer las cuatro extremidades, una
boca o los ojos.
Por supuesto, su mujer sentía algo parecido. No es que pecara de
vanidoso ni que ella se lo hubiera confesado, pero lo presentía. No obstante,
había muchas cosas por definir y aclarar, pero ya habría tiempo para todo
ello. En la actualidad había pormenores más acuciantes que sus asuntos del
corazón.
—¿Estás bien? —indagó ella cuando los demás bailarines se
incorporaron.
—Todo lo bien que puedo, dadas las circunstancias —replicó con un deje
de sarcasmo que Catherine no pudo evitar captar.
—Lo encontraremos —afirmó ella con contundencia. Como si hubiera
sabido de antemano cuál era el rumbo de sus pensamientos.
Su afirmación había sonado como una promesa y, a pesar de saber que
nadie podía asegurarle el éxito, no pudo menos que creerla.
«Vaya, al parecer Catherine es mi roca angular sobre la cual me
sostengo. Quién lo hubiera dicho». Valerosa, entusiasta, piadosa, mordaz…
Cuánto potencial. Al final acabaría pensando que lo que les había sucedido,
solo era una prueba más que la vida pone delante de uno para reforzar los
vínculos existentes.
—Ahora —matizó él—, estoy bien.
Intentaba transmitirle sin tener que decírselo en voz alta, que lo estaba
gracias a ella.
No supo si lo entendió o no, pero Catherine pareció satisfecha por ello.
—Está muy guapa, ¿no crees?
El repentino y total cambio de tercio lo cogió desprevenido.
—¿Quién?
—Sophia —ella miraba hacia su derecha y él la imitó.
Julian no pudo evitar esbozar una sonrisa llena de ternura cuando vio a
su hermana bailando como ella lo hacía con todo: como un torbellino lleno
de energía. Su acompañante parecía abrumado con tanto brío.
Eso le recordó cuánto habían perdido todos, no solo él —como tantas
veces había intentado explicarle su esposa—. Incluso su tío Richard y
Gregory habían dejado sus vidas en un punto muerto, a la espera, siempre a
la espera.
El asesino debería pagar por ello. Por cada minuto perdido de sus vidas.
Si él lo encontraba antes, le haría pagar caro su osadía. Si el culpable era Sir
Virgil, el hombre pagaría con su vida el daño ocasionado.
Haciendo un esfuerzo intentó olvidar por unos instantes al ejecutor de su
desgracia y se concentró en disfrutar del baile en la compañía de los suyos.

***

—¿Tenías que sacarme de la fiesta casi a empujones? —se quejó Virgil


tan pronto entró en aquella sala vacía, fuera de la vista de los invitados.
El hombre que lo acompañaba había sido muy descortés obligándolo a
seguirle mientras se lo estaba pasando realmente bien. Era tanta su premura
que no tuvo tiempo de traer consigo la copa de oporto a medio terminar.
Desde la cena había tomado unas cuantas, sin contar el vino, por lo que en
su estado fue incapaz de fijarse en el rostro lleno de enfado y reproche del
otro. Si hubiera estado más sobrio hubiera podido llegar a temerle, aunque
ese no era el caso.
—No tengo tiempo para sutilezas y menos contigo —argumentó sin una
pizca de consideración—. ¿Acaso no ves la gravedad de la situación o te
has convertido en un viejo tonto?
Quizás sus huesos estuvieran molidos por el paso de los años, pero tenía
su cabeza intacta. ¿A qué venía tanto alboroto?
—Es la víspera de Navidad, relájate —era lo que él pensaba hacer tras la
sorpresa de la noche. Estaba más que harto de las tierras escocesas y sus
mugrientos habitantes. Ahora que estaba en casa, no iba a desperdiciar una
buena fiesta.
—Definitivamente te has vuelto senil. ¿No ves que todos nuestros planes
se han desbaratado?
—Hablas por Julian.
Ni en sus peores pesadillas hubiera podido imaginar el regreso del conde
a su patria. Por negocios, Virgil pasó seis meses fuera, en Escocia.
Demasiado tiempo aislado como para estar al tanto de las noticias que
llegaban desde el sur, sobre todo la más importante del año: el milagroso
salvamento de Julian Montague.
Cuando esa tarde regresó a su casa después de un largo viaje de tres días
y vio la invitación de la condesa, no pudo resistirse. Su esposa había muerto
hacía más de un año y sus hijos vivían esparcidos por el país, así que esa era
su única oportunidad de pasar parte de las fiestas acompañado. Se cambió
de ropa y partió presto hacia Coth Castle sin ni siquiera mirar el resto del
correo.
Por supuesto, no vio la media docena de cartas que el hombre le había
mandado.
Llegó cuando la cena ya había empezado y todos estaban sentados en sus
respectivos sitios. En un principio no prestó atención a la cabecera de la
mesa, pidió perdón a los comensales por su retraso y explicó sus
desventuras. Iba a tomar asiento cuando escuchó su voz. Fue como estar
atrapado en un terrible sueño. Podría decirse que quedó petrificado. Su
anfitrión era el mismísimo Julian Montague, conde de Beauford, el hombre
que había mandado matar. Por suerte su estupor estaba más que justificado
y no levantó sospechas.
—¿Por quién si no?
—¿Esta conversación no puede esperar? —se pasó una mano por el
rostro, en un evidente gesto de cansancio.
Virgil, que había pedido quedarse a pasar la noche, pensó que ya se
preocuparía por la mañana, cuando toda esa bebida que llevaba en el cuerpo
le hubiera dejado de hacer efecto.
—No, no puede.
El hombre temió que todos sus planes, tan cuidadosamente trazados,
estuvieran a punto de desbaratarse por ese pedazo de imbécil. Jamás debió
contar con el baronet para deshacerse de Julian. Hubiera debido encargarse
él mismo. Era seguro que el resultado hubiera sido más satisfactorio. Si no
lo hizo fue para no mancharse las manos de sangre y que, en última
instancia, nadie pudiera relacionarlos. Aun así creyó que Virgil haría un
buen trabajo. A la vista de todos estaba el resultado.
Era un desastre.
—Ese ya no es mi problema —le contestó Virgil tratando de quitarse del
medio.
Él había hecho lo que le había pedido por aquel entonces. Su parte
consistió en buscar un hombre capaz de ejecutar las órdenes y pagarle por
ello. Ya no quería verse envuelto en más intrigas.
—Fallaste, estúpido —dijo cada vez más enojado porque Virgil se lo
tomara tan a la ligera—. ¿Debo recordarte que estás metido hasta el fondo?
Así que no trates de escabullirte. Si llegan a descubrirnos, serás tan culpable
como yo y ambos iremos a la horca.
Virgil había estado atrapado en un odioso matrimonio durante más de
treinta años. Su difunta esposa, Margaret, pertenecía a una familia con un
gran poder político e influencia en el gobierno de Inglaterra. Incluso
después de la boda y cinco varones, siguieron considerándolo como un don
nadie, apartándole de la toma de decisiones importantes y dejándole sin
capacidad para administrar la fortuna que ella aportó al matrimonio. Solo
ahora que era viudo iba a poder disfrutar del elevado patrimonio que dejaba
Margaret sin intromisiones. Podía hacer con ella lo que quisiera sin pedir
permiso a nadie y sin dar explicaciones. Era por eso que la idea de ir a la
horca era tan poco halagüeña y le hizo reaccionar. Estimaba su vida por
encima de todo y aunque no se sentía a gusto con la idea de ayudarlo, no
había otra opción.
—¿Crees que está sobre nuestra pista?
—No lo sé, eso es lo que me preocupa —nadie sabía con certeza lo que
pasaba por la mente de Julian. En un principio pareció no recordar lo
sucedido en alta mar tres años atrás, pero en los últimos tiempos había
afirmado que cayó por la borda y fue recogido por los corsarios. Sin
embargo, había más por discutir—. ¡No es solo Julian! —bramó el hombre
—. ¿Acaso juegas conmigo? ¿Qué hay acerca del profesor? —Virgil pareció
extrañado y el hombre creyó que fingía para salvar el pellejo—. Sé muy
bien que te has ido de la lengua, ¿por qué si no se ha presentado en Coth
Castle? Eres un maldito enfermo. A saber lo que le habrás susurrado en el
lecho. Si ambos pensáis chantajearme…
—No sé de qué me hablas —murmuró consternado.
Sintió la garganta seca y deseó haberse traído consigo la copa de licor.
—¡De Gerald Baum!
—Santo cielo, baja la voz si no quieres que nos descubran y explícame
qué tiene ese joven que ver conmigo.
—No finjas conmigo y dime si tú le has enviado.
—¿A dónde?
—A Coth Castle, por supuesto. Se las ha apañado muy bien para fingir
ser un profesor de alemán, pero yo sé la verdad. Quizás no contabas con que
fuera a reconocerlo… —sonrió astutamente—, pero una vez lo vi con
Hume. Era de lejos, debo admitir, pero suficiente para reconocerlo.
—¿Estás diciendo que el amante del viejo barón está en la casa? —ante
el asentimiento del hombre, tragó saliva—. No puede ser una coincidencia.
—Eso creo yo. Solo hay dos personas que saben cómo murió Leonard
Hume y las dos están en esta sala. Sé de sobra que yo no he abierto la boca,
así que…
—Un momento, un momento —Virgil sintió un repentino ataque de
pánico. Conocía muy bien al hombre, así como muchas de sus fechorías y
sabía de lo que era capaz. Si creía que lo había traicionado, estaba en
peligro. Fue por eso que se dio prisa en aclarar la situación—. Yo no le he
hablado de nada. Según recuerdo, no lo veo desde hace mucho.
Se abstuvo de decir que desde el funeral. El hombre que lo acompañaba
en esos momentos había causado la muerte de Leonard Hume con algún
astuto plan, tan sutil que no levantó sospechas en la familia. Enterarse fue
una deducción lógica dada la poderosa ambición que corría por sus venas,
aunque nunca llegó a saber cómo lo hizo para que se considerara una
defunción natural.
Al parecer no sentía remordimiento alguno, tampoco había nadie que lo
detuviera. Hacerse con la mina de estaño solo era una pequeña parte de sus
pretensiones, estaba seguro.
—Así que juras no haber traído a tu amante a esta casa.
—¿Mi amante, dices? ¡Estás loco!
El hombre no se dejó engatusar. Era una conclusión natural, dado que
desde hacía años estaba enterado de sus asquerosos vicios: a sir Virgil Nash
le gustaban los jovencitos. Era un secreto muy bien guardado. Tanto, que ni
siquiera su poderosa familia política estaba enterada, pero una noche de
borrachera se le escapó. Al principio, para el hombre fue una conmoción
enterarse de semejante aberración, pero en seguida se dio cuenta del
provecho que le podía sacar. Era un as que tenía bajo la manga y no lo
utilizó hasta que le urgió deshacerse de Julian, así que lo amenazó y lo
coaccionó para que consiguiera eliminarlo. Podía haberlo hecho él mismo,
como otras tantas veces, pero quería ser extremadamente cuidadoso dada la
cercanía con el conde.
Pero el baronet no era el único vicioso de su círculo. Su amigo, el barón
Hume, parecía disfrutar de los mismos placeres. ¿Cómo si no se mostraba
ante la sociedad con un muchacho que no era de su sangre ni su pupilo?
¿Por qué le presentaba inversores y lo llevaba a los mejores clubs? Virgil le
dio la clave: según su intuición Gerald Baum era su amante.
El hombre creía que tras la muerte de su protector, el señor Baum buscó
refugio en una persona cercana. ¿Y quién más podía ser? Ahora solo debía
averiguar con qué fin se hacía pasar por profesor.
—Supongo que ambos lo debéis pasar realmente bien en la cama. Tanto
que no puedes evitar compartir ciertas confidencias. Me pregunto cuáles
serán para que sienta la necesidad de instalarse en las vidas de la familia
Montague.
—Yo nunca he tenido nada con él. Nunca, nunca —negó repetidamente
—. Debes creerme.
—¿Por qué tendría que hacerlo? Estoy seguro de que deseaste al
muchacho tan pronto lo viste —Virgil enmudeció y el hombre aprovechó
para esbozar una sonrisa de superioridad. Había dado en el clavo—.
Aprovechaste el vacío dejado por tu querido amigo Leonard para… —no
terminó la frase, pero su mueca de repulsión lo dijo todo.
Virgil revolvía las manos, nervioso. Mientras tanto, se devanaba los
sesos tratando de buscar una explicación lógica que al hombre le pudiera
resultar válida.
—Dices que está aquí por un motivo y yo no le he contado nada. Es
imposible que haya adivinado lo que pasó, así que puede que Julian lo haya
puesto al corriente.
—Eso sí que es una estupidez —soltó una risotada—. ¿Cómo carajo ha
podido dar con él estando encarcelado en Argel? ¿Acaso crees que disponía
de una paloma mensajera?
—No lo sé, no lo sé —sacudió la cabeza, lleno de dudas—. Pero yo soy
inocente. ¿Por qué querría chantajearte si como tú dices estoy metido en el
meollo? ¿Le ves alguna lógica? —porque por mucho que se esforzara, él no
—. A ver, a ver, recapitulemos… Julian no puede estar enterado del intento
de asesinato, por lo menos no puede relacionarlo con nosotros, ¿no?
—Es difícil —admitió. Sobre todo porque el asesino contratado había
desaparecido hacía mucho tiempo—. Por suerte todavía no está en sus
cabales, pero si Catherine sigue adelante con su proyecto, puede que muy
pronto recupere la memoria. Conozco a Julian y tú también. Si cree que
alguien deseaba su muerte, investigará a fondo.
—¿Entonces debemos preocuparnos?
Su rostro se encogió de miedo y sus ojos centellaron. Tenía una clara
visión de la soga sobre su cuello.
El hombre, como Virgil, comprendió que se hallaba en un punto clave.
Un movimiento en falso serviría para hacer añicos sus propósitos. Había
pasado por mucho en esta vida. No iba a permitirlo. Para eso, puso a
trabajar su privilegiada mente y en pocos segundos trazó los puntos que le
servirían para que la atención recayera en otro.
—Toda precaución es poca, pero estoy ideando un plan que desviará la
atención.
—Y cuál es, si puede saberse…
—Lo sabrás en su momento —dijo sin entrar en detalles—. Por ahora, si
lo que dices sobre Gerald Baum es cierto, quiero que hables con él y le
sonsaques información. Hay que asegurarse de que su estancia en la casa
sea una pura casualidad.
—Está bien —aceptó—. Mañana antes de partir lo buscaré.
El hombre cruzó los brazos sobre el pecho y negó con la cabeza.
—No puede esperar. Tendrá que ser esta misma noche.
El hijo de Leonard se encontraba en la fiesta mezclado con otros
invitados y no sabía hasta qué punto estaba enterado de los escarceos
amorosos de su padre. Si conocía a Baum y se lo encontraba, podía resultar
una escena más que abochornante y se armaría un escándalo que no le
convenía en absoluto. ¡O incluso pudiera ser que ambos fueran cómplices!
—Estás paranoico.
—Puede —le concedió.
No iba a discutirle aquello. Su meta se había visto retrasada demasiado
tiempo y no iba a permitir que nadie interfiriera.
—¿Sabes dónde puedo encontrarle? —era mejor quitarse el asunto de
encima cuanto antes.
—No, pero lo averiguaré.
Dicho aquello y sin despedirse, Virgil regresó al salón a la espera de una
señal. Se mezcló entre los asistentes en un intento de aparentar normalidad,
pero en su fuero interno estaba muerto de miedo. Era extraño cómo había
cambiado su estado de ánimo en apenas unos minutos. Su idea de pasar una
velada agradable acababa de esfumarse con esa última conversación.
Por el rabillo del ojo miró al conde de Beauford, que bailaba orgulloso
junto a su bella esposa. Parecía un hombre normal y corriente, sin dar
muestras de ningún trastorno. Durante la cena y entre susurros, había
escuchado al menos una docena de rumores maliciosos que narraban sus
locuras. Por eso la fiesta estaba tan concurrida. Tres años atrás, los condes
eran una pareja muy popular en aquella parte de Cornualles, pero la
mayoría de los asistentes habían aceptado la invitación por una curiosidad
morbosa.
La gente parecía divertirse con el cotilleo, pero a Virgil ya se le habían
quitado las ganas. Se preguntó cómo había llegado hasta aquel punto,
convirtiéndose en un asesino. Quizás sus manos no estaban manchadas de
sangre, pero había sido el encargado de contratar a Timothy Curtis. Julian le
parecía un buen hombre, él jamás hubiera deseado su muerte. Si no fuera
por… si no fuera por las amenazas de él… No le había quedado más
remedio. Si su familia o la de su esposa hubieran llegado a enterarse,
posiblemente hubiera quedado en la ruina. Se hubieran encargado de ello,
por supuesto que lo hubieran hecho.
Hasta la fecha había tenido pocos remordimientos y muchas
compensaciones. Eso lo hacía tan culpable como su viejo amigo, sin
embargo él trató de alejarse de la desgracia de la familia Montague y no
pensar más.
En esos momentos no estaba contento con su cometido. ¿Cómo iba a
encararse a Gerald Baum? ¿Cómo le haría confesar? Nunca había tenido
grandes dotes de persuasión, ya que sus habilidades eran bastante escasas.
«Podré hacerle hablar siempre que guarde algún oscuro secreto», se
recordó. A lo mejor, tras la muerte de Leonard y sin ayuda económica de su
parte, se había visto forzado a ejercer de profesor. No era ningún delito y
siempre podía terminar sacándole partido.
Un pensamiento lascivo cruzó por su mente. Dejó de pensar en el conde,
en las amenazas o en la posibilidad de ser descubierto. Si tenía suerte, esa
noche no la pasaría solo.
15

Sentado en la mitad de la escalera que daba acceso a uno de los torreones


podía oír la música casi a la perfección. Tuvo que reprimir las ganas de
correr hasta su hermano y contarle lo poco que hasta entonces había
avanzado. Solo entonces podría admitir que había fallado en la misión y
esperar que le perdonara. No obstante, debía hacer caso de sus sabios
consejos y permanecer alejado de la fiesta de la víspera de Navidad, así
como de sus asistentes.
La carta de Damien, ahora destruida, llegó dos días atrás bajo un nombre
falso. En ella su hermano menor le hablaba de la invitación a la fiesta que
iban a dar los condes (de la que Gerald ya estaba enterado) y le advertía
para que tomara todo tipo de precauciones. Dada la amistad que la familia
Montague mantenía con sir Virgil Nash, era muy probable que él también
asistiera. Si eso sucedía y los dos hombres llegaban a cruzarse, era obvio
que lo reconocería, pudiendo cuestionar su estancia en la casa. Era un riesgo
demasiado alto, por lo que no le quedó más remedio que aguardar tras las
sombras y mantenerse en un segundo plano, a pesar del bullicio del castillo.
Lady Beauford le había dado permiso para ausentarse durante la
Navidad, sin embargo, Gerald rechazó el ofrecimiento alegando no tener a
dónde ir. Era mejor quedarse por si se le presentaba alguna oportunidad
suculenta, aunque viendo el devenir de los últimos acontecimientos, dudaba
que tuviera tal golpe de suerte que le permitiera cerrar el caso del asesinato
de su padre de una vez por todas.
Hastiado de permanecer oculto en un lugar que no le permitía espiar en
buenas condiciones a los invitados, decidió regresar al aula y avanzar
alguna de las lecciones. Menudo día de Navidad le esperaba mañana, el más
triste de toda su vida.
Por un instante, se arrepintió de no haber viajado hasta Irlanda para ver a
su madre, que desconocía el lío en que se había metido.
—¿Trabajando la víspera de Navidad? —escuchó decir más tarde desde
el marco de la puerta que no había considerado cerrar. Alzó el rostro
sonriente por la interrupción, sabiendo por la voz que se trataba de Sophia.
Dejó a un lado la pluma que sostenía con la mano derecha y se tomó un
momento para contemplarla al detalle, absorbiendo su belleza
embriagadora. Esa noche la joven había elegido un vestido de seda beige
con un discreto estampado y con una fina cinta dorada que le quedaba bajo
el busto, realzándolo. Era la única vez desde el encuentro furtivo en el
corredor hacía unas semana que se le permitía admirarla, ya que hasta
entonces solo la había visto en las clases y siempre en compañía de la
condesa.
Sophia Montague, hermana del conde de Beauford, era toda una dama,
pura y sin mancillar, pero conforme iban pasando los días Gerald había
comenzado a desearla fervientemente y pensaba en ella de un modo más
mundano y carnal. Quería meterla en su alcoba, desnudarla despacio y
enseñarle todo tipo de placeres prohibidos. Dada la poca o nula experiencia
de ella, sería delicado, cuidadoso y se tomaría su tiempo para hacerla
enloquecer. Se enredaría entre sus piernas, la besaría hasta el agotamiento y
la haría suya.
Una voz de alarma sonó en su cabeza y se maldijo a sí mismo por no ser
capaz de borrar esas visiones que ofuscaban su mente, pero no se trataba
solo de lujuria. Era extraño lo mucho que añoraba poder hablar con ella a
solas sin temer las interrupciones. Echaba de menos verla pestañear
contrariada, ruborizarse, sus ingeniosas respuestas y cómo no, sus mil y una
preguntas. Aunque no era más que un sueño irrealizable, a Gerald también
le hubiera gustado poder llevarla a Londres, ir juntos a la ópera, al teatro o
incluso de compras. Después partirían hasta su propiedad al norte de la
ciudad para mostrarle las tierras cultivadas y la casa. Se trataba de una
edificación pequeña y modesta, si la comparaba con Coth Castle, pero
bonita y acogedora. Estaba seguro de que a ella le gustaría.
Sí, era un iluso incluso por imaginarlo.
—Sabes que es peligroso estar aquí a solas —dijo sin ninguna intención
de moverse. Consideraba mucho más prudente mantener las distancias.
—Todos están demasiado ocupados como para preocuparse de mi
paradero.
—¿No quieres bailar? Estoy seguro de que habrá montones de idiotas
dispuestos a entretenerte y darte conversación.
—¿Idiotas? —la vio alzar una ceja.
—No puedo pensar en ellos de otra forma —admitió—. Ellos te tienen y
yo no.
—Pero estoy contigo ahora —le dijo comprensiva y con una media
sonrisa—. Que haya venido a tu encuentro cuando la planta principal está
llena de guapos caballeros debería demostrarte lo poco interesada que estoy
en los demás.
Gerald creía en sus palabras. Ninguna mujer lo había mirado antes como
si fuera el único ser del planeta, pero no podía evitar sentirse celoso. Si ella
regresaba al salón, sus opciones para casarse serían mucho mayores. Lo
más noble por su parte sería hacerle creer que a él poco le importaba quién
la cortejara, hacer añicos sus esperanzas, pero la sola idea de perderla le
ponía frenético. Menudo idiota había resultado ser. Estaba enamorado de
Sophia y no la podía tener.
Admitir sus propios sentimientos no fue un gran descubrimiento. Al
parecer, hacía tiempo que estaban allí, ocultos en lo más profundo de su ser.
Por fin encontraba a alguien con quien quería compartir su vida, con sus
triunfos y sus decepciones, pero le estaba vetada. Ojalá el maldito conde de
Beauford resultara ser completamente inocente. Solo así podría arriesgarse
a hablarle de las circunstancias de su nacimiento. Cuando conociera todos
los pormenores y las posibles consecuencias, ella podría decidir si deseaba
renunciar a una vida llena de privilegios por amor o por el contrario,
olvidarse definitivamente de él y tratar de ser feliz con otro.
Perverso e infame destino. ¿Eso era lo que tenía preparado para él, una
vida llena de amargos recuerdos, de ilusiones frustradas?
—No deberías —murmuró por lo bajo en un estado parecido a la
cordura. Estar a su lado le hacía más mal que bien y no deseaba acarrearle
problemas—. Si los dos lo intentamos con todas nuestras fuerzas, podemos
olvidar toda esta situación.
—Y te convertirás en un frío profesor más interesado en mis logros que
en mis preocupaciones —él no dijo nada—. Si tú me quisieras, yo estaría
dispuesta a… —se interrumpió como si estuviera pensando en sus propias
palabras—. ¿Qué sientes por mí?
—No deberías preguntármelo.
—¿Por qué? ¿Qué hay de malo?
—¡Por Dios, Sophia! —exclamó un tanto enfadado con ella por ponerlo
en aquel aprieto—. Si yo te dijera… si yo te dijera… ¡Por Dios! —volvió a
exclamar—. ¿Qué puedo ofrecerte?
Aquello no era del todo cierto. Gerald poseía una pequeña fortuna con la
que la podría mantener cómodamente, pero las razones que había expuesto
deberían ser motivo para que ella se echara para atrás. Quizás no fuera una
joven vanidosa que midiera las cosas por el dinero, sin embargo, estaba
acostumbrada a unos lujos que el sueldo de un profesor no podría satisfacer.
—¿Amor? Creí que eso es lo más importante.
—Es un sentimiento que no da de comer.
—Quizás no el cuerpo, pero sí el alma. Gerald, yo podría trabajar.
—¿Qué?
Él se quedó atónito porque Sophia se planteara seriamente la idea. La
miró con fijeza y en su rostro descubrió una súbita determinación con la que
no contaba. No estaba bromeando.
—Si tú eres demasiado orgulloso como para aceptar mi dote, creo que
sería bien capaz de encontrar un empleo como institutriz o algo similar.
Estoy dispuesta.
—¿A sacrificarlo todo? —Sophia asintió, convencida, mientras que
Gerald no daba crédito—. Es la mayor locura que he escuchado en mi vida
y por lo que veo, no has pensado en tu familia —le cuestionó.
—¿Qué quieres decir? —por unos instantes pareció confundida, como si
después de meditar mucho sobre el asunto, se le hubiera escapado ese
detalle tan relevante.
Gerald jamás hubiera pensado que ella tomara a consideración cambiar
su vida de forma tan drástica, mientras que él ni siquiera podía ser sincero
del todo. Se sintió terriblemente culpable por estar engañándola. Ella no
merecía semejante trato.
—Cuando les plantees la posibilidad de que entre nosotros puede existir
una relación harán todo lo posible por apartarme de tu lado. No nos dejarán
vernos, ¿lo entiendes? —esa era una imagen aterradora—. Si por algún
motivo llegaras a desafiarlos y lográramos estar juntos, puede que incluso
rompan cualquier relación contigo.
Sophia había pensado detenidamente en su futuro, o eso creía hasta esos
momentos. Unos días atrás había mantenido una agria discusión con Greg
que no compartió con nadie. Él le reprochó su falta de decoro por su
comportamiento con el profesor y ella se sintió insultada. ¿Qué derecho
tenía a juzgarla tan a la ligera? Nunca había dado muestras de insensatez y
no era una cualquiera dispuesta a meterse en la cama del primero que se lo
pidiese. Así pues, ¿por qué se sentía escrutada? Sus movimientos parecían
reducirse, su familia la miraba con recelo y estaba empezando a sentir
fastidio por la situación en la que Julian la había metido. Ya no tenía ganas
de justificar sus actos.
Eso le hizo ver lo mucho que Gerald le importaba y, aunque él todavía no
había expresado sus sentimientos con palabras, notaba cómo entre ellos
existía una relación que podía ser duradera. O eso quería creer; por lo que
valía la pena luchar por ello.
Su familia sería un obstáculo. No había que ser adivino para
imaginárselo, pero él no los conocía como ella. Estaba juzgándolos
erróneamente. Julian, Gregory y su tío deseaban su felicidad por encima de
todo y solo podía conseguirla al lado de Gerald Baum. Estaba convencida
de que no llegaría a encontrarla jamás en brazos de cualquier otro.
—Ellos no harían tal cosa —trató de explicarse—. Puede que lancen
amenazas, pero no se atreverán a ir más lejos.
—Sophia, mi querida Sophia… eres demasiado inocente. ¿Qué puedes
saber de la vida y del amor?
—Yo…
Ella se quedó en silencio un momento. ¿Que qué sabía? Tal vez en sus
veintiún años de vida había permanecido en la ignorancia, pero gracias a su
querido profesor aprendió que su corazón latía desbocado ante una mirada o
una palabra suya y que no soportaría perderlo. Él le había dejado una huella
marcada que siempre llevaría consigo.
Se dijo que habría que hacer alguna concesión, sobre todo por lo que
respectaba a su familia. También que debería pelear por su relación, pero
estaba dispuesta a cualquier sacrifico con tal de estar con él.
Hasta entonces había tenido ciertas dudas, algo normal considerando que
lo conocía desde apenas dos meses. Ya no. Estaba más que decidida. Les
demostraría a todos que era un candidato perfecto para ser su esposo, eso
sin contar con el pequeño detalle de que en ningún momento Gerald le
había pedido matrimonio. Para ello debía comenzar trazando un ambicioso
plan para acercar posturas. Si toda la familia lo conocía más
profundamente, llegarían a verlo con buenos ojos.
¿Debía esperar a que él le hiciera la propuesta? Para nada, se dijo. Mejor
ser previsora y adelantarse a los acontecimientos.
—Dejemos para otro día los temas espinosos. ¿Te parece? —Sophia
estuvo de acuerdo con él, por el momento. Mientras ella planeaba la
estrategia, lo vio acercarse al escritorio, abrir el primer cajón y sacar una
carta—. No es mucho, pero quería darte algo especial.
Lo miró con ojos interrogantes.
—¿Qué es?
—Una poesía germana de Christian Hofmann von Hofmannswaldau.
Como mañana es Navidad…
—Pero no sabré leerla.
—No te preocupes, yo lo haré. Dice así: “Ein Haar, so kühnlich Trotz der
Sophia spricht… Ein Herz, aus welchem nichts als mein Verderben quillet,
Ein Wort, so himmlisch ist und mich verdammen kann, Zwei Hände, derer
Grimm mich in den Bann getan Und durch ein süßes Gift die Seele selbst
umhüllet, Ein Zierat, wie es scheint, im Paradies gemacht, Hat mich um
meinen Witz und meine Freiheit bracht” —Gerald, que había dejado el
sobre sin abrir sobre el mueble, la recitó de memoria. Puso atención
especial a la entonación y a las pausas, dejando a Sophia embelesada.
Efectivamente no entendía nada, pero el sonido de su voz era suficiente
como para enternecerla—. Ahora deja que te la traduzca: “Un cabello que,
osado, a Sophia porfía… un corazón del cual no mana más que mi ruina,
una voz celestial que mi condena sentencia, dos manos cuyo encono al
destierro me encamina y con dulce veneno el alma misma envuelve, un
adorno, parece, en Paraíso creado, me ha de entendimiento y libertad
privado ”.
—Gerald, es muy bella —le dijo con los ojos humedecidos por la
emoción cuando terminó. Fue un detalle que le llegó al alma—. Pero yo no
te he traído nada —protestó.
—Querida, tú eres mi regalo de Navidad —anunció—. No conoces los
detalles de mi vida y puede que cuando los averigües, te avergüences de mí,
pero pienso aprovechar los momentos a tu lado.
—¿Has hecho algo malo? —él lo negó—. ¿Has herido a la gente? —
Gerald volvió a sacudirla cabeza—. Entonces no hay nada que consiga
apartarme de tu lado —se dio la vuelta y cerró la puerta con pestillo—. Y
ahora por favor, bésame.
Gerald no se opuso a aquella súplica y la tomó por la cintura. La
acomodó entre sus brazos, inclinó la cabeza y cerró su boca sobre la de ella.
Sophia gimió y se sintió como en el cielo. Los labios de él eran una caricia
embriagadora que aturdía sus sentidos. Le daba la sensación de que su
cuerpo flotaba entre las nubes y parecía que su corazón quisiera escapársele
del pecho. Notaba las acometidas de la lengua de Gerald, escuchaba sus
murmullos incoherentes y lo único cierto era que no quería que se detuviera
nunca. Había deseado magia, pero aquello era mucho más de lo esperado.
Sus debilitadas piernas y su rostro encendido así lo atestiguaban.
Apoyándose contra él notó cómo jugueteaba con un mechón suelto de su
cabello. Después acarició su nuca y su espalda con movimientos circulares
mientras que saboreaba sus dulces labios. Menuda sensación gloriosa.
Aun con la mente obnubilada tuvo tiempo de pensar por qué habría
desperdiciado una oportunidad así aquel día en la cala. Qué tonta llegó a ser
por no querer apresurarse. ¿Acaso había algo más bonito que un auténtico
beso de amor?
Una fuerte llamada a la puerta los interrumpió y ambos se apartaron,
sobresaltados. Sophia agudizó el oído sin moverse ni un ápice, temiendo
que alguien de su familia la hubiera seguido. Era imposible, se dijo, habrían
aparecido mucho antes.
Ella había escogido el momento adecuado para ir al encuentro de Gerald:
justo cuando el baile estaba en su apogeo y habían dejado de vigilarla.
Antes de eso, se comportó como se esperaba de ella, pues saludó a todos los
invitados en compañía de su tío Richard, respondió lo mejor que pudo a las
preguntas sobre el formidable rescate de su hermano, sonrió sin cesar,
conversó con diversas señoras e incluso permitió las atenciones de un par de
jóvenes caballeros atreviéndose a bailar con ellos.
Aunque la experiencia resultó agradable y satisfactoria, ninguno de los
dos consiguió hacerla sentir cosquillas en el estómago ni una emoción
singular. Ya no se trataba de una jovencita inexperta en asuntos amorosos,
ahora tenía a Gerald clavado en el corazón y los demás hombres palidecían
en comparación. Estaba segura de amarlo y el beso solo servía para
confirmarlo.
Ese hombre era todo lo que deseaba y pedía.
Al parecer, no solo debía luchar con las reticencias de su familia, sino
también con las de él. Era un hombre apasionado cuyos gestos y palabras lo
traicionaban. Sin embargo, cuando razonaba tendía a estropearlo. ¿Por qué
le resultaba tan difícil de entender que era capaz de unirse a un hombre con
un trabajo humilde? No a un hombre cualquiera, se dijo, a él. Sophia no era
una consentida. Tal vez no supiera el precio de una libra de carne, pero
podía aprender.
Prefería una vida privada de privilegios a su lado, que una vida llena de
lujos sin él. Eso no tenía por qué ser incompatible con su familia y se lo
haría comprender a todos, sin excepción.
Gerald la sacudió levemente sacándola del estupor y miró alrededor
tratando de encontrar una vía de escape. Finalmente, la tomó por la cintura
y la escondió tras las gruesas y ondulantes cortinas de color grisáceo. La
figura de Sophia abultaba poco y podía camuflarse sin problemas, sin
embargo sus delicadas zapatillas de satén sobresalían por el bajo de la tela.
Con cierta desesperación y apuro, Gerald tomó unos cuantos libros gruesos
y los apiló en el suelo en varios montones, como si fuera un tanto
desorganizado. No era una idea muy brillante, pero sirvió para su propósito.
Apenas habían transcurrido unos segundos desde la llamada primera a la
puerta, aunque volvieron a insistir.
—¿Hay alguien ahí? —se escuchó decir tras la gruesa madera. A
continuación, trataron de abrir la puerta y el pomo giró.
Era una suerte que Sophia hubiera sido tan precavida y hubiera corrido el
cerrojo. El gesto los había salvado.
—¡Un momento! —exclamó haciéndose oír.
Notó cómo las gotas de sudor corrían por su frente y trató de serenarse.
Si se veía alterado podía levantar sospechas. Con determinación, avanzó
hasta la puerta con paso firme y quitó el pasador. Fuera quien fuera debía
tratar de quitárselo de encima cuanto antes.
—Muchacho, ¿acaso temes por tu vida que te has encerrado en el aula?
Gerald enmudeció cuando se encontró frente a frente con Virgil Nash. Su
intención había sido eludirlo a como diera lugar y no se había preparado
para que este fuera en su búsqueda. ¿Cómo diantres había averiguado que
trabajaba en Coth Castle? Él había sido cuidadoso en extremo y estaba
seguro de que ninguno de los invitados lo había visto. ¿Sería Damien? Era
una posibilidad muy remota y sin poder confirmarlo con él… No, se dijo
entonces. ¿Por qué su hermano haría tal cosa? Por lo que sabía, Virgil era
uno de los posibles asesinos de su padre. Además, le mandó una carta que le
prevenía de él.
—Sir Virgil…
—Sorprendido, ¿eh? —Gerald se dijo que aquella palabra ni se acercaba
a lo que estaba sintiendo—. He sabido que estabas en esta casa y he venido
a saludarte. Cornualles, ¿eh? Menuda coincidencia.
—¿Y quién se lo ha dicho?
La respuesta era muy importante para él. ¿Sería algún miembro de la
familia, una casualidad o algo mucho peor?
El viejo se encogió de hombros.
—No lo recuerdo —respondió. Gerald entonces le notó el aliento
cargado de licor—. Alguien lo ha mencionado —dijo como si no tuviera la
menor importancia, pero el joven se preguntó cómo había salido su nombre
en una conversación en la víspera de Navidad—. Bueno, ¿vas a dejarme
pasar o no?
Gerald se dio cuenta que se había quedado bloqueando la puerta y
estudió sus opciones. No era buena idea hacerle entrar en el aula. Sophia
estaba escondida tras las cortinas, pero en ese momento, que la descubrieran
no sería el peor de lo males. Le preocupaba más que escuchara lo que los
dos iban a decirse.
Por el contrario, si se oponía y lo llevaba de vuelta hasta la fiesta, era
probable que alguien de la familia se diera cuenta de que se conocían y
pidiera algún tipo de explicación. Su tapadera se vería en peligro de igual
modo.
Al final, se hizo a un lado y por cautela volvió a cerrar la puerta.
—¿Toma asiento? —le preguntó con fingida cortesía mientras le
acercaba una modesta silla, aunque lo único que quería era que se fuera lo
más deprisa que pudiera. Entonces podría sacar a Sophia de su escondrijo.
—Lo primero que debería hacer es preguntarte qué ha sido de tu vida,
pero viéndote dónde estás… Supongo que las explicaciones sobran.
—Hummm —solo acertó a musitar.
—Aunque debo admitir que tengo cierta curiosidad.
Sir Virgil se quedó a la espera y Gerald tragó saliva. ¿Qué decirle que
fuera ambiguo y no resultara comprometido? Porque cualquier cosa podría
suscitar curiosidad en Sophia. Estaba seguro que más tarde, cuando
volvieran a estar a solas, le interrogaría sobre Virgil y lo que le unía a él.
—Surgió la oportunidad y acepté —fue lo más escueto que pudo.
—¿Cómo profesor de alemán? Después de verte en el funeral, ni siquiera
pensé que tras la muerte de Leonard tuvieras problemas económicos.
Muchacho, si necesitabas dinero, hubieras podido recurrir a mí.
—Me gusta valerme por mí mismo —dijo sin dejarse amedrentar por
aquellos ojos tan fríos y escrutadores.
Tuvo un mal presentimiento. Era como si bajo esas preocupadas palabras
se escondiera una intención oculta que no le daba buena espina. Era la
primera vez que sentía cierta aprensión ante la presencia de aquel hombre.
Cuando acompañaba a su padre siempre lo sintió como una figura cálida,
casi paternal, pero ahora todo era distinto. No sabía si se trataba de las
circunstancias o era otra cosa.
—¿Por ti mismo, dices? —al parecer, el comentario de Gerald le hizo
gracia—. Como si no hubieras dependido de Leonard por mucho tiempo. Es
obvio que no pudo dejarte nada en herencia para agradecerte el esfuerzo. Y
si lo hizo, su hijo no permitiría tal cosa.
Gerald temió que hubiera descubierto su secreto. ¿Acaso su padre le
desveló que era de su propia sangre? No, no podía ser. Era inimaginable.
—No sé de qué habla.
—Venga, muchacho. Dejemos de fingimientos. Calentabas su cama —
afirmó como si fuera obvio.
Soltó una exclamación llena de estupor e indignación. Gerald pensó que
se trataba de Sophia, pero no, era la suya propia. ¿Qué mente tan ruin y
sucia podía insinuar aquello?
—Creí que era amigo del barón, pero al parecer estaba equivocado —sus
palabras fueron duras y llenas de reproche—. No solo pensó mal de él, sino
que al parecer no duda en difundir mentiras. No voy a tolerarlo. Será mejor
que se marche.
—No tan rápido, amigo. He venido en son de paz y a mostrarte la
preocupación que siento por ti. No me gusta que te hagas el ofendido y me
taches de mentiroso —su rostro enrojeció por la irritación—. ¿Vas a negar
que fueras amante de Hume?
—¡Por supuesto que voy a hacerlo!
—Como sea —dejó de insistir con un gesto de desidia—. Me interesa
más el motivo de tu presencia en Coth Castle.
—No creo que deba responder a ninguna de las cuestiones que usted me
formule. Y ahora, si me disculpa, tengo trabajo que hacer.
—¿Cómo corregir ejercicios? —su risotada fue tan fuerte y prolongada
que Gerald temió que alertara a los sirvientes—. No seas estúpido. No estás
en condiciones de pedir nada. Y bien, ahora dime qué pretendes.
—¿Debería tener algún motivo oculto aparte de dar clases? ¿Y por qué
está usted tan interesado en ello? No entiendo tanta insistencia de su parte.
Gerald escrutó su rostro sospechando que su visita había sido motivada
para sonsacarle información. Aquello debía significar que estaba más que
implicado en el fallecimiento de su padre y ahora estaba sobre la pista
correcta. Si había actuado solo o con alguien más era difícil de asegurar,
pero era bien cierto que los demás sospechosos no habían sido descartados.
Lo paradójico de la situación era que le creía el amante de su propio
padre. ¿Había dicho que vivió a expensas del viejo barón? Por supuesto que
lo hizo, pero no por lo que creía. ¡Si supiera la verdad…!
—Esta familia es muy importante para mí y me preocupo por ellos. No
desearía que les hicieras daño.
—¿Y cómo podría hacérselo, si puede saberse?
Virgil tuvo serias dudas respecto a la implicación del joven en un
supuesto plan para chantajear tanto a él como su amigo. Más bien era
escéptico. Era casi imposible que sospechara que la muerte del barón había
sido intencionada, por muy unido que hubiera estado con él. No obstante,
tras el regreso de Julian no podía permitirse dejar cabos sueltos, era
demasiado peligroso.
Tras unos segundos de reflexión, se dio cuenta de que haber ido a
buscarlo no resultaría una pérdida total de tiempo. Bien podía aprovechar y
matar dos pájaros de un tiro, incluso tres.
—Mañana por la mañana, bien temprano, escribirás una carta de
renuncia y pedirás al servicio que te lleven hasta el pueblo más cercano
donde podrás alquilar un carruaje —sacó unas monedas y las depositó sobre
un pupitre—. Con esto tendrás suficiente para llegar hasta Londres. Ve a mi
casa de Leicester Square y espera mi llegada.
Una vez lo tuviera en su hogar y bajo su poder, no supondría ningún
peligro y sería incapaz de chantajear a nadie o hablar de más. Se encargaría
personalmente. Además él gozaría de los placeres de tenerlo como amante y
ya no tendría que salir de noche a buscar un pedazo de carne. Era un plan
perfecto.
—¿Por qué debería hacerlo?
—Si eres astuto y aprecias tu vida, lo harás. ¿Sabes que uno de los
invitados de la noche es Damien Hume? —no le dejó responder—. Sí —
afirmó petulante—, el nuevo barón. Piensa lo desagradable que sería para él
enterarse de que esta noche compartirá techo con el antiguo amante de su
padre. Un escándalo en mayúsculas que puede llevarte a prisión, dada tu
condición de… de… ya sabes lo que quiero decir.
Gerald sintió la necesidad de no dejarse someter ante las amenazas y el
chantaje. Sus suposiciones eran completamente erróneas, pero si no hacía lo
que le ordenaba pondría a su hermano en apuros. Ese hombre era bien capaz
de bajar al salón y hablarle abiertamente de él. Quizás llegara a hacerlo ante
todos y por nada del mundo dejaría que la gente pensara que su padre tenía
un amante. Por lo menos no uno masculino.
Por supuesto que no iría a Londres, eso quedaba fuera de toda
consideración, pero no sabía qué hacer.
Pensó en contraatacar.
—Y usted pretende hospedarme en su casa, ¿en calidad de qué? —alzó
las cejas—. Eso lo convertiría en un hombre con un pecado igual al que se
me acusa. También yo puedo irme de la lengua.
—Soy un baronet. Quizás no pertenezca a la aristocracia, pero tengo
montones de amigos con influencia. ¿En serio piensas que van a creer en tu
palabra? —ese punto era bastante cierto—. ¡Es absurdo! —exclamó. Virgil
cerró la mandíbula de golpe y la apretó con fuerza. Maldito muchacho,
estaba poniéndole las cosas difíciles. Al parecer no iba ni a ceder ni a
confesar como hubiera deseado y se sentía incapaz de presionarlo más. De
todos modos pensó que lo había asustado bastante y estaba seguro de que su
amigo estaría feliz con ese desenlace—. Haz lo que te he dicho o te
arrepentirás —tras esas palabras cargadas de impaciencia se dio la vuelta y
se retiró, dejando a Gerald sumiso en la desesperación.
Este era consciente del grave aprieto en el que se encontraba pues ya no
podía manejarlo solo. Como fuera debía informar a su hermano. Lo más
seguro sería mandar un sirviente con un mensaje y esperarlo en su
habitación. Tenían de tiempo para buscar una solución hasta la mañana
siguiente, porque si para cuando Virgil se levantara él todavía estaba en la
casa, mucho se temía que el plan trazado por Damien estallara por los aires.
«Habrá que contener a ese viejo repulsivo como sea».
—Gerald —escuchó decir a Sophia con un hilo de voz.
La vio salir tras la cortina tan pálida como un muerto y en sus ojos había
una extraña mirada. Por un momento se había olvidado de ella y se
preguntó qué habría escuchado.
«Seguramente todo». Era lo más probable, pero, ¿lo habría entendido?
—Sophia —balbuceó. No estaba preparado para darle explicaciones y
menos cuando el tiempo apremiaba.
—¿Es cierto? —no tuvo que preguntarle a qué se refería, lo sabía
perfectamente.
—¡Por Dios, no! La sola idea es repugnante.
—Entonces…
—Ahora no, Sophia.
—Pero…
—Entiendo que las dudas están asaltándote. Lo que acabas de oír no es
fácil de digerir, pero te aseguro que nunca he estado con un hombre de una
forma íntima. Sir Virgil miente —ella quiso preguntarle por qué haría tal
cosa, pero Gerald puso delicadamente una mano sobre su boca—. Hay
mucho que no sabes de mí y te hablaré de ello tan pronto pueda. Pero ahora
tengo un asunto que atender —hizo un intento de salir del aula. Sin
embargo, ella lo tomó por el brazo, apremiante—. Querida, confía en mí.
Voy a solucionar este entuerto —no solo eso. Iba a intentar que en el
proceso no la perdiera.

***

Por fin se habían despedido de todos. A altas horas de la madrugada


Catherine entraba en su habitación arrastrando los pies. Estos le dolían y se
apresuró a ponerlos en un balde pequeño con agua que había hecho dejar.
—Oh —gimió al sentir el contacto del agua, aún tibia, sobre sus dedos
magullados.
Había bailado menos que cuando era más joven, pero había perdido la
costumbre.
—¿Necesitas ayuda?
Julian la sobresaltó. Estaba apoyado en el marco de la puerta que
comunicaba ambas habitaciones. Se había quitado la chaqueta y lucía solo
la camisa abierta parcialmente.
Habían despedido juntos a la multitud de invitados que regresaban a sus
casas pues, como anfitriones, hubiera sido una ofensa retirarse antes. El
resto se marcharía después de unas horas de reposo y en cuanto hubieran
desayunado, ya que debían acudir a las comidas celebradas por sus
respectivos familiares el día de Navidad.
Tan pronto desapareció el último carruaje, su esposo había decidido
volver a su aposento. Ella, en cambio, todavía había permanecido casi una
media hora más hablando con la señora Fellow sobre el desayuno y la
propia comida navideña de los Montague.
—No, gracias —alzó un poco más el dobladillo del vestido para evitar
mojarlo.
No obstante, él se consideró invitado y traspasó el umbral. Se acercó a
mirar.
—Los tienes enrojecidos —comentó mientras los miraba a través del
agua.
De repente, a Catherine le entró una súbita vergüenza, pero no podía
esconder los pies en ninguna parte.
—¿Quieres que te dé un masaje? —preguntó solícito.
—¿Un masaje? —repitió atontada. Ahora que estaban solos, su cercanía
la ponía nerviosa.
—En los pies —aclaró—. Digamos que será mi regalo de Navidad. —
Acto seguido cogió un paño y se arrodilló a sus pies y se los sacó. Los secó
con cuidado y Catherine se revolvió inquieta en su asiento—. ¿Te hago
daño? —Julian había malinterpretado el nerviosismo.
Catherine negó con la cabeza y este se levantó a medias para cogerla en
brazos y depositarla en la cama.
A continuación procedió a darle una friega en sus doloridos pies.
«No es más que un masaje», se dijo.
No obstante, lo encontraba erótico y sensual. Los movimientos de las
manos de Julian eran lentos y pausados. Procuraba no presionar demasiado
y movía los pulgares formando círculos concéntricos que la adormecerían si
no estuviera tan tensa. Cuando frotó el empeine a la par que la planta, no
pudo evitar dejar escapar un quejido. Mortificada, se percató de que había
sonado como los que lanzaba cuando hacía el amor con él.
—Creo que ya está —musitó con voz trémula. No sabía a dónde había
ido a parar su autodominio.
—¿Te sientes mejor? —lo dijo al tiempo que subía las manos por el
tobillo en un ascenso lento y deliberado hacia su muslo y pantorrilla
derecha.
Catherine se sentía temblar de expectación.
Cuando este llegó a la parte superior, donde una cálida entrada suspiraba
por una caricia así, Julian detuvo todo movimiento y se incorporó para
mirarla.
—¿No tendrás por ahí mi regalo de Navidad, verdad?
La pregunta, tan inesperada como absurda, hizo que Catherine
respondiera en un tono demasiado áspero.
—No. No he pensado en hacerte ninguno —la confesión la hizo sentir
algo culpable. Tal y como habían estado las cosas, ni siquiera había tenido
la oportunidad de pensar en algún detalle para él.
—Entiendo —Julian se limitó a sonreír de una forma que le aceleró el
corazón—. No obstante, puedes enmendar el error ahora mismo.
La vaga sospecha de que Julian estaba jugando con ella cruzó por la
mente de Catherine. Era cierto que no se había solucionado nada entre ellos,
pero después de la confesión de su marido había sido como si la pesada
cortina que los separaba se hubiera disuelto. Muestra de ello era la forma
distendida con la que habían conversado durante la fiesta. Si tuviera que
arriesgarse a puntualizar, hubiera dicho que habían parecido una pareja
como tantas otras.
—¿De verdad? —le siguió el juego—. ¿Y qué tendría que hacer?
Las palabras sobraron cuando su marido cogió su mano para que ella
notara por sí misma qué deseaba. Bajo su tacto, aún con la tela de los
pantalones en medio, la protuberancia pareció cobrar vida y Catherine no
tuvo ninguna duda sobre las intenciones de este.
Catherine, aunque algo torpe, tomó la iniciativa. Probó, mordisqueó y
lamió cada parte que Julian le indicaba hasta el punto de pensar que
estallaría si él no la tomaba. Este, que pensaba contar con un mayor
autodominio, tampoco pudo soportar no entrar en ella y perderse en el
olvido de su cálido y ardiente cuerpo.
La segunda vez hicieron el amor despacio, sin prisas. Julian se tomó su
tiempo con ella, como si pensara que esos momentos no volverían a
repetirse y que ambos debían disfrutar al máximo de cada segundo.
En esos momentos de intimidad, tanto uno como el otro se dijeron
palabras afectuosas y apasionadas. Aun así, incluso antes de dormirse por
fin envueltos en un mutuo abrazo, ninguno de ellos de atrevió a decir en voz
alta lo que clamaba su corazón.
16

Julian amaneció relajado y con una sonrisa en los labios. Era Navidad y
estaba en su casa, en su cama, con su esposa. Aunque fuera extraño,
pretendía disfrutar del día con toda su familia y quizás brindar por el
presente.
No todo estaba resuelto, ni mucho menos. Sin embargo, se dio cuenta de
que los duros años de encarcelamiento habían quedado atrás. Nunca
olvidaría el estar siempre en compañía de extraños, donde todos los días
eran iguales, sin apenas inmutarse por el paso de las estaciones, pero a pesar
de esos dolorosos recuerdos, era capaz de seguir hacia delante. Desde que
compartió su secreto se sentía un poco más libre, como si el peso que
llevaba cargando en las espaldas se hubiera aligerado.
Todavía debía descubrir al bastardo culpable de sus desgracias, una
prioridad ahora que había convencido a Catherine para que no renunciara a
su matrimonio. No iba a cesar en su empeño, ya que estaba más que
preparado para enfrentarse a ese reto que bien podía costarle la vida.
No había seguridades en la vida. Lo sabía muy bien. La felicidad era un
estado efímero y Julian sentía un miedo atroz por perderla de nuevo.
A oscuras y a tientas, pues el fuego de la chimenea se había extinguido,
se levantó con rapidez y corrió una de las cortinas. Por la luz del exterior
calculó que debía ser media mañana, pero se dejó llevar por la tentación,
volvió a la cama y se arropó. Hacía demasiado frío afuera.
Observó a Catherine dormir con placidez. Su respiración era regular y ni
siquiera había notado que él se había levantado brevemente. Era tan bella…
no solo en su exterior, sino también en el interior. Se lo había mostrado
repetidas veces, sobre todo desde su vuelta, pero en ese instante estaba más
interesado en su sugerente anatomía. Tenía el cabello dorado esparcido
sobre la almohada y su postura semiencogida dejaba su trasero en pompa
haciendo estragos en su libido. La tomó por la cintura y la besó tras la oreja.
Ella ronroneó, medio en sueños y, aunque Julian había vuelto a excitarse, la
dejó dormir. Iba a concederle un poco más de descanso.
Volvió a levantarse con cierta pereza, pues a pesar de que le apetecía
quedarse acurrucado junto a su esposa, tenía tareas que atender. Ahora que
había dado el paso de mostrarse ante todos restablecido, sin ningún signo de
locura, debía esforzarse por recuperar su antiguo rol.
Vertió agua del aguamanil a la jofaina, se lavó el rostro y se vistió.
Después bajó al comedor para el desayuno, pero se encontró al mayordomo
al pie de las escaleras, como si montara guardia.
Este debía haberse acostado mucho más tarde que todos y aun así lucía
un buen aspecto. No se evidenciaba ningún signo de cansancio y su traje
lucía tan pulcro como siempre.
—Lloyd —lo llamó.
—Buenos días, milord y feliz Navidad. ¿En qué puedo ayudarle?
—Feliz Navidad para ti también. Avise a la señora Fellow para que se
prepare un abundante desayuno. Los invitados se levantarán tarde, pero
asumo que hambrientos.
—¿Invitados? —se extrañó—. Los señores Jones y Hart se marcharon
temprano —le informó.
—¿Por qué habrán madrugado tanto? Nos acostamos muy tarde.
A unos cuantos asistentes a la cena y el baile, los que vivían más lejos, se
les había ofrecido quedarse a pasar la noche, pues los caminos estaban en
mal estado y era mejor no transitar de noche.
—Todos tienen un largo camino hasta sus casas y desean pasar el día de
Navidad con sus familias —Julian se dio cuenta de que tenía razón—. El
carruaje de lord y lady Lekker acaba de partir.
—¿Por qué no se me ha avisado? Me hubiera levantado para despedirlos.
—Por expreso deseo de ellos, milord. Además, lady Beauford ya contaba
con ello. Me pidieron que le transmita el mensaje de que todos están muy
contentos por su vuelta a casa.
—Gracias Lloyd. ¿Queda alguien más que no sea de la familia?
—Sir Virgil Nash y lord Hume, aunque el barón está a punto de tomar su
desayuno. Me ha pedido que tenga todo listo para su partida dentro de una
hora.
Julian asintió, satisfecho. Todo había salido a la perfección. La gente se
había divertido y se marchaban con la sensación de verlo recuperado. Era
un alivio no tener que preocuparse más por eso. Sin embargo, esa decisión
conllevaba el asumir un precio muy alto por su vida. Saber que en cualquier
momento podían atentar contra él no le daba ningún tipo de paz mental y no
sabía si sería capaz de seguir adelante.
Entró en el comedor y encontró al barón aposentado en una de las sillas
con vistas al jardín.
—Buenos días, Damien. Y feliz Navidad, debo añadir.
Hume levantó el rostro de su plato, dejando su tartaleta de salmón a un
lado. Su expresión era lo contrario a radiante. En su rostro había dibujadas
arrugas de preocupación y sus ojos castaños no parecían nada amigables.
Estudió un momento al joven barón, al que conocía desde que eran
niños. Prácticamente eran de la misma edad y ambos habían debido
responsabilizarse del título mucho antes de lo deseado.
—Beauford, si me permites, desearía hablar contigo —dijo yendo
directamente al grano. Ni un saludo, ni una felicitación, ni nada.
Julian arrugó la frente y se preguntó qué sería tan importante como para
tratarlo en el día de Navidad, sobre todo porque la noche anterior estuvieron
conversando y no tuvo la sensación de que nada le molestase. Se dijo que
entonces no pareció nervioso ni agitado.
—Por supuesto —se mostró complaciente y un tanto intrigado.
Si podía ayudarle en cualquier asunto, lo haría. No porque ambos fueran
vecinos del mismo condado y con familias amigas, sino porque en un futuro
no muy lejano se temía el tener que mantener una conversación con él sobre
la muerte de su padre, Leonard Hume.
—Hubiera preferido hacerlo en privado, dado lo delicado del asunto,
pero siento que el tiempo apremia y desearía obtener algunas respuestas
antes de partir.
—Puedes hablar —ahora Julian se sentía ya muy intrigado ante tanto
misterio.
Lo vio sacar un papel doblado y con arrugas de debajo de la chaqueta
verde y, en vez de entregárselo, lo dejó sobre la mesa esperando que el
conde lo tomara. Julian se inclinó hacia delante y lo abrió. En un comienzo
las palabras le resultaron vagamente familiares, pero tardó unos segundos
en situarlas. Se trataba de una carta que el antiguo barón le había mandado.
En ella hacía referencia a un tropiezo entre ambos, ya que le acusaba de
robarle un negocio o algo similar.
«Qué curioso. Otra vez la mina de Penwith».
Recordaba que en ese momento no le dio demasiada importancia, pero
que llegaron a hablarlo personalmente en un encuentro en un club de
Londres. Aun así, no consiguieron llegar a un acuerdo satisfactorio.
Entonces era demasiado orgulloso como para que le hicieran retirarse de la
puja. Si lo hubiera hecho, se hubiera ahorrado muchas penas.
—¿Cómo la has conseguido? —porque él la había recibido hacía
muchísimo tiempo, seguramente entre tres y cuatro años atrás. ¿Cómo era
posible que estuviera en su poder?
La pregunta quedó en el aire. Una serie de gritos se escucharon a los
lejos, pero eran suficientemente inquietantes como para darle importancia.
Alarmados, Julian y Damien se levantaron con prisa y corrieron hasta el
lugar de donde procedían los gritos, en el piso de arriba. No fueron los
primeros en llegar. Lloyd y dos lacayos habían tomado la delantera y
sostenían a una doncella de los brazos, como si no pudiese mantenerse en
pie. La muchacha sollozaba y era incapaz de articular una frase con
coherencia.
—Lloyd, ¿qué está pasando? —quiso saber el conde, mientras que lord
Hume se había detenido a un paso de distancia. Si era un asunto
perteneciente a la servidumbre, él no debía inmiscuirse.
—No lo sé, milord. No he podido sacar nada en claro.
—¿Cómo se llama la muchacha?
—Marianne.
Julian se acercó a ella y le levantó el rostro. Su respiración era
entrecortada y las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
—Marianne, ¿sabes quién soy? —ella asintió, pero no dijo nada—. ¿Te
has hecho daño?
Hizo un leve movimiento de negación.
—Seguramente se habrá asustado por un ratoncito de nada —dijo el
lacayo que sujetaba el brazo derecho de la doncella. Era joven y Julian solo
lo conocía desde su regreso.
Le lanzó una mirada fulminante.
—¿Está diciendo que hay ratas corriendo por mi casa?
El lacayo enmudeció de golpe, preguntándose por qué había sido tan
estúpido como para contrariar al conde.
—Milord, el chico no sabe lo que se dice —intervino el mayordomo—, y
a veces habla de más —con una mirada reprendió a su subordinado.
—Está muerto —susurró entonces la muchacha en un tono tan bajo que
nadie a su alrededor captó sus palabras.
—¿Cómo dice?
—Está muerto —repitió con una voz más audible, permitiendo que los
cinco hombres la comprendieran.
—¿Quién está muerto?
La doncella, que no había llegado a recuperarse de la impresión, agrandó
los ojos. Ella no había tenido nada que ver. Cuando llegó a la habitación el
hombre ya se encontraba en el suelo. Al principio se quedó de pie sin saber
cómo reaccionar, pero al acercarse para ayudarle, pues creyó que se había
caído, se dio cuenta por su rostro azulado que había dejado de respirar.
Nunca había visto un muerto antes, mas no creía que hubiera otra
explicación.
Fue entonces cuando sobrecogida, gritó y echó a correr por todo el
primer piso. Si no fuera por Joseph y Danny, que la habían detenido, estaba
segura de que en esos momentos estaría lejos de Coth Castle.
Sabía que la imagen de ese viejo le causaría pesadillas.
—No pueden echarme la culpa —balbuceó—. Solo he ido a su
habitación para encender el fuego. La señora Fellow había mandado a
Judith, pero tenía muchas tareas pendientes y yo me he ofrecido.
—Está bien, Marianne. Nadie te está acusando. ¿Puedes decirnos quién
ha muerto?
—Sir Virgil Nash.
Su respuesta cayó como un golpe certero para ambos lores. ¿Virgil, el
hombre al que creían posible culpable de planificar asesinatos? No podía
ser. ¿Cómo? ¿Por qué? Era demasiado irreal.
Con el corazón palpitante, Julian entró en la habitación. Damien y Lloyd
lo habían seguido, mientras que mandó a los lacayos bajar a Marianne a las
cocinas para que tomara algunas hierbas que calmaran sus nervios. Se dio
cuenta de que las cortinas estaban sin correr y la cama hecha, como si no
hubiera dormido en ella. En el centro de la estancia, sobre una alfombra
gruesa de lana, se encontraba el cuerpo sin vida de Virgil, tendido de
costado y con la ropa de la noche anterior.
Se acercó con cautela y examinó su alrededor. Aparte del cadáver, no
había nada anormal. Después, se arrodilló junto a él y lo puso boca arriba.
No había duda, estaba bien muerto, pero no solo eso, sino que había sido
víctima de un crimen. Unas marcas en su cuello así lo atestiguaban.
Julian tembló, conmocionado. Un asesinato en su propia casa. Eso quería
decir que el culpable rondaba por Coth Castle con total impunidad.
Se dio la vuelta con el rostro sombrío y dijo:
—Llamen a las autoridades.
Después, le pidió a Damien que postergara su partida, pues imaginaba
que querrían hablar con él y fue a tranquilizar tanto a Catherine como a
Sophia, que seguramente habían escuchado los gritos y no tardarían en
aparecer. Quería asegurarse también de que ninguna de las dos hubiera
sufrido daño alguno. Cuando comprobó, aliviado, que estaban bien, pudo
empezar a relatarles lo ocurrido. Sin embargo, era demasiado temprano para
llegar a algún tipo de conclusión pues, todo lo que tenían eran puras
especulaciones.
Su esposa se horrorizó al escuchar su relato. Como él, sabía que lo
sucedido tres años antes y el asesinato estaban relacionados, aunque ella
seguía sin creer que alguien de la familia estuviera implicado. ¿Pero qué
opciones les quedaban? De los cuatro hombres interesados en la mina de
Penwith, solo uno parecía no haber sufrido daño alguno y ese era el
marqués.
Ella quiso barajar otras posibilidades, como que por ejemplo el culpable
se encontrara entre la vasta lista de invitados de la noche anterior, pero
ciertamente era difícil concentrarse en eso en medio del caos creado por el
horripilante hallazgo. En esos momentos se sentía demasiado aturdida para
pensar con claridad y debía notificar el suceso a los otros residentes de la
casa. Catherine fue hasta la habitación de sus padres y Julian hizo lo propio
con Richard y Gregory.
Unas horas más tarde llegó el magistrado con dos de sus ayudantes. El
señor Burlington pidió poder examinar el cuerpo, que no había sido movido
desde la intervención de Julian. Este le acompañó hasta la habitación de
invitados y les dejó solos durante veinte minutos para que hicieran su
trabajo.
Tras ese tiempo, el magistrado fue a su encuentro y pidió hablar con la
doncella que halló el cadáver y con el ayuda de cámara de sir Virgil Nash.
—Lo han estrangulado, ¿verdad? He visto las marcas en su cuello.
El señor Burlington juntó sus cejas, lo miró con una expresión estudiada
y tardó en responder. Hacía un poco más de un año que era magistrado y se
tomaba muy en serio la investigación.
—Efectivamente nos hallamos ante un asesinato, pero por el momento
no puedo decir más. Regrese al salón, me reuniré con ustedes más tarde.
Cabizbajo, el conde obedeció. Un sospechoso menos, pero seguían tan
lejos de atrapar al culpable como antes.

***

—¿Dónde puedo encontrar a un tal señor Baum?


La pregunta del magistrado hizo que Sophia diera un respingo. Había
estado alterada desde que su hermano le contó sobre el asesinato y, aunque
había tratado de hablar con Gerald desde que la noche anterior la dejó en el
aula, no había vuelto a saber de él.
Toda su familia había pasado el día de Navidad confinada en el salón por
orden expresa de Julian, que era el único que parecía moverse por la casa
con libertad. Aunque le aseguraban que la medida había sido tomada por su
propia seguridad estaba empezando a perder la compostura. Necesitaba salir
y encontrar a Gerald.
—¿El profesor? ¿Por qué deseaba hablar con él? —quiso saber Gregory
ceñudo.
—Tengo cierta información que lo une con el difunto.
—Eso es una tontería —no pudo evitar decir con el corazón en un puño.
No sabía cómo lo había averiguado tan rápido, pero él no tenía nada que
ver.
Aunque había escuchado a la perfección las amenazas de sir Virgil, un
hombre ciertamente despreciable, sabía que su amado no había sido el
culpable de su muerte. Él no sería capaz.
Había muchas preguntas por hacer y aclarar. También estaba confundida
respecto a lo que ambos hombres se dijeron. Sir Virgil sacó a relucir el
nombre de Leonard Hume, el padre de Damien, pero encontraba inverosímil
que Gerald hubiera sido su amante. ¡Qué acusación más absurda! Ese
hombre estaba más que errado. Sin embargo, su muerte solo añadía
perplejidad y recelo.
—Sophia, no contradigas al señor Burlington —la reprendió su tío y ella
le lanzó una mirada de enfado.
—Solo digo que es extraño que pudiera haber cualquier relación entre
ambos —aseguró cabezota. No le importaba tener que mentir por él.
—Estoy de acuerdo —añadió el barón Hume, que hasta entonces había
permanecido en un mar de silencio.
—Aun así. ¿Pueden llamarlo? —insistió el magistrado.
No parecía intimidado por estar ante la presencia de un marqués, un
conde y un barón, así como de sus familias. Había entrevistado a todos por
igual, tratando de establecer una correlación de los hechos. ¿Cómo había
podido ser asesinado en la víspera de Navidad y en la casa de un
aristócrata? Y nada más y nada menos que ante un grupo que podía
calificarse como amigo.
Los hijos y la familia política de sir Virgil Nash ostentaban poder e iban
a exigir saber todos los detalles.
Gerald no se hizo esperar. Sophia pensó que se le veía un tanto
descompuesto, como si no hubiera dormido. Tampoco exteriorizaba la
seguridad que acostumbraba. Quiso correr hacia él y cobijarse en sus
brazos, pero la prudencia le advirtió que no lo hiciera.
El profesor saludó a los presentes con una inclinación de cabeza y se
acercó al magistrado.
—Señor Baum, ¿por qué no se sienta? —le hizo un gesto para que los
acompañara y uno de sus ayudantes le acercó una silla—. En unos segundos
estoy con usted, pero antes déjeme decirles a todos que sir Virgil murió
antes de irse a dormir —empezó explicando—. Quien haya estado en esa
habitación lo sabrá, pues seguía con la ropa puesta. Pidió a su ayuda de
cámara que se retirara, lo cual me hace suponer que esperaba visita. Y eso
me hace volver a usted, señor Baum. ¿Sería tan amable de explicarme qué
hizo en la madrugada de ayer?
—Pues supongo que lo mismo que usted, dormir.
Su tono era desafiante, pero el magistrado no se alteró ni lo más mínimo.
—Según tengo entendido, anoche mismo mantuvo un altercado con el
fallecido.
Gerald echó una mirada alrededor y la detuvo un instante sobre Sophia.
Ella hizo un gesto apenas imperceptible, pero suficiente para alertarle que
no lo había delatado. Jamás haría tal cosa, ni aunque lo creyera culpable.
—No sé de qué me habla.
—¿Sabe los problemas que puede acarrearle mentir a la autoridad? —
como respuesta se encogió de hombros—. Bien. Probemos de nuevo.
¿Estuvo presente en la cena y en el baile posterior?
—No.
—¿Qué hizo mientras tanto?
—Permanecí en el aula.
—Y nadie puede atestiguarlo.
—No.
—Un momento —intervino Sophia harta del interrogatorio.
No le gustaba hacia donde se dirigía el magistrado y era obvio que
encontraba a Gerald sospechoso. ¿Si no, por qué tantas preguntas? Por un
momento tuvo miedo de que pudiera ocurrirle algo malo, como que se viera
mezclado en el asesinato. Un problema peliagudo, ya que no tenía a nadie
quien le defendiera. Bueno, se corrigió, la tenía a ella y era capaz de
sacrificarse con tal de verlo salir indemne.
Quizás la muchacha tuviera una imaginación desbordante y ya lo veía en
una deplorable celda, porque de repente se le ocurrió una idea.
—Lady Sophia, ¿tiene alguna cosa que añadir?
—Por supuesto que no —dijo Julian a modo de advertencia. No la quería
ver mezclada en el asunto y menos si el señor Burlington tenía ciertas
sospechas—. Ni siquiera debería estar aquí.
—¿Porque tienes miedo de que me dé un ataque de nervios? ¡No seas
absurdo! No soy un cachorrito del que todos debáis cuidar —estaba más
que harta de que trataran de protegerla—. Debo asegurarme de que no
acusen a un inocente.
—¿Y por qué cree que el señor Baum es inocente? —insistió el
magistrado muy atento a sus palabras.
—Puedo asegurar que no cometió ningún crimen porque pasé toda la
noche con él —anunció de forma solemne, sin ningún tipo de vergüenza.
Catherine gimió sonoramente ante tal admisión y su rostro enrojeció
hasta convertirse en grana. ¡No era posible! ¿Sophia había entregado su
virginidad a ese hombre? ¿Cómo había podido suceder después de
prometerle permanecer alejada? La muchacha acababa de reconocer ante su
familia y conocidos que había sido mancillada por un hombre de distinta
clase social y sin estar casada.
Santo Cielo, el escándalo se cerniría sobre ella.
Sintió cómo su esposo mascullaba con violencia. Lo miró. Sus ojos
parecían haber adquirido un brillo asesino y no estuvo a tiempo de
reaccionar. Sin previo aviso, se levantó del sofá y se lanzó sobre el hombre
al que creía culpable de un vil pecado.
Julian lanzó un primer puñetazo antes de que Gerald o los demás se
percatasen se sus intenciones. Le dio de lleno en la mejilla izquierda con
fuerza y la parte posterior de su cabeza chocó con el respaldo de la silla,
dejándolo medio aturdido. Después, lo tomó de la pechera y lo levantó,
zarandeándolo. El profesor era alto y con un cuerpo atlético, sin embargo, la
fuerza de la embestida era demasiado como para oponerse con
contundencia.
—¡Déjalo, le estás haciendo daño! —gritó Sophia. Iba a lanzarse sobre la
espalda de Julian cuando la férrea mano de su tío la detuvo.
Sus palabras no provocaron el mínimo cambio en su hermano. Sin
embargo, Gerald había conseguido reponerse y se defendía con acierto de
las estocadas, permitiéndose incluso contraatacar.
Catherine vio cómo su padre y el barón se levantaban para detener la
pelea que ya duraba demasiado. Incluso colaboraron los ayudantes del
magistrado, pero ninguno de los dos hombres lo puso fácil.
—¡Que alguien los separe! —exclamó Catherine horrorizada por el
comportamiento de su esposo.
En cambio, su cuñado miraba la escena con los brazos cruzados.
—Gregory, ¿no piensas hacer nada? —no lo tenía por un cobarde.
—¿Por qué? Se merece que como mínimo le rompan la cara. Si Julian no
lo estuviera haciendo tan bien, yo mismo me encargaría.
Catherine, estupefacta, lo vio esbozar una sonrisa llena de maliciosa
rabia.
Necesitaron unos minutos para controlar la furia del irreconocible conde.
No se trataba de un acto de locura, sino más bien de venganza y de una
furia ciega.
—¿Cómo has osado poner tus sucias manos en mi hermana? ¡Te mataré
con mis propias manos! —tronó—. ¡Soltadme! —se revolvió como un
perro de pelea y trató de liberarse de los brazos de lo retenían—. ¡Juro que
te mataré!
Sophia, con los ojos enrojecidos y a punto de llorar, se situó, ahora sí,
frente su hermano y lo apuntó con su dedo índice.
—¡Si deseas conservar a tu hermana, no harás tal cosa! —lanzó una
amenaza que iba muy en serio.
—Por Dios Sophia, deja de añadir leña al fuego —se quejó Gerald con el
rostro dolorido.
Mientras que al conde lo sostenían cuatro hombres, a él apenas dos, ya
que tanto Damien como el magistrado habían aflojado la presión.
—Estoy tratando de defenderte.
—No —le contradijo él—, estás empeorándolo todo. Di la verdad.
—No —manifestó siendo cabezota.
—Sophia, si me quieres lo harás.
—No —volvió a negar. No podía permitir que fuera a la cárcel y si para
ello debía exponer su deshonra, que así fuera.
—Eso significa que tu amor es endeble —argumentó.
El acto de Sophia significaba mucho para él. Casi se había atragantando
al oírla decir que habían pasado la noche juntos, pero por nada del mundo
deseaba verla envuelta en aquel atolladero y mentir no era la mejor
solución, por lo menos para ella.
—Por supuesto que no —replicó con contundencia—. ¡Yo te amo!
—Entonces confiesa.
Damien miró alternativamente a lady Sophia y a su hermano, sin dar
crédito a sus oídos. En mitad de aquel condenado lío estaban hablando de
amor. ¡Habrase visto! ¿Qué diantres habría pasado entre Gerald y la
hermana de Beauford? ¿Sería cierto que había tomado su… su...? Ni
siquiera podía pensar en tal cosa. Además, ¿cómo podía él entretenerse en
asuntos del corazón si había ido a Coth Castle para encontrar un asesino?
Por otro lado, podía disculpar la reacción de Julian. Esta podía calificarse
cuanto menos de comprensible. ¡Su hermana pequeña! ¿Cómo había osado
Gerald meterse con ella? Si no lo estrangulaba el conde, lo haría él mismo.
—Está bien —cedió la muchacha al fin e hizo caso a lo que le pedía. Sin
embargo, no estaba para nada convencida—. Me retracto.
—¿De qué se retrata exactamente? —le preguntó con serenidad el
magistrado—. Usted no estuvo con el señor Baum. ¿Me equivoco? —ella
negó—. Solo intentaba proteger al hombre que ama —concluyó con acierto
—. Está bien, solo quiero esclarecer los hechos —se detuvo unos instantes y
pareció rumiar. Había algo que le inquietaba—. Entonces, señor Baum, si
usted mantiene un lazo amoroso con lady Sophia Montague, ¿cómo puede
ser al mismo tiempo amante de sir Virgil?
—¡Santa María! —exclamó la marquesa de Penderton con la boca
abierta. Todos se volvieron a mirarla—. ¡Qué barbaridad!
—¿Cómo ha llegado a semejante conclusión? —preguntó Julian más
calmado, pero tan atónito como los demás.
—Por una fuente fiable. Al parecer, el señor Baum pretendía romper la
relación que los unía y el baronet lo chantajeó. Presumo que no le quedó
más remedio que silenciarlo.
—En mi opinión —dijo Damien—, es lo más absurdo que he oído jamás.
Virgil ha estado seis meses en Escocia, él mismo nos lo explicó anoche
cuando llegó tarde a la cena. Así que veo difícil que ocurriera lo que usted
está insinuando. ¿Qué credibilidad tiene su fuente?
Estaba ya hastiado del atosigamiento al que Gerald estaba siendo
sometido sin ningún tipo de prueba. Por Dios, en aquella casa había un
verdadero asesino y nadie parecía estar buscándolo. La noche anterior
ambos habían estado debatiendo hasta tarde cuál era la mejor opción dada la
amenaza del viejo y finalmente acordaron poner los naipes boca arriba. Por
eso en la mañana le mostró la carta de su padre a Julian. Ya casi no
sospechaban de él y pedirle ayuda era la mejor opción. Si les traicionaba,
sabrían que era el culpable.
—Te recomiendo que no te entrometas en lo que no entiendas, Hume —
le pidió Gregory Montague, el conde Beauford hasta el inesperado regreso
de Julian. Su tono no era nada cortés.
Obviamente, decidió no hacerle caso.
—Todo son patrañas. Yo puedo dar fe de ello —ante la mirada
interrogante de los presentes, aclaró—. Gerald estuvo conmigo hasta la
madrugada… —les dejó a todos con la boca abierta, pues parecía que
ratificaba lo obvio—, porque es mi hermano.
17

Decir que estaban sorprendidos por la confesión era no hacer justicia a la


realidad.
—¿Puede aclararnos este punto, milord?
—Está bien, qué más da ya. Supongo que ahora que contamos con la
intervención del magistrado ya no voy a callarme nada. Como he dicho,
Gerald es mi hermano mayor, compartimos la misma sangre, por lo menos
por una parte. Mi padre tuvo una relación de más de veinte años con una
mujer germana, Ilse Baum. Aunque le era imposible otorgarle el título de
barón o incluso su apellido, siempre se comportó con él como lo haría un
padre y trató de encauzar su vida. Puede que nunca pudiera admitirlo entre
su círculo más cercano, pero no creo que este hecho haya debilitado el
carácter de mi hermano. ¿Cierto?
—Sí.
—Mi padre se aseguró de que en su testamento se le tuviera en cuenta y
le dejó un patrimonio considerable. Gerald es sagaz y entiende de negocios,
así que en pocos años el capital con el que contaba se ha visto multiplicado.
—Entiendo que en realidad no es profesor de alemán.
—No, magistrado. En absoluto.
—Pero es un bastardo —argumentó Gregory con cierta mueca de desdén
—, y sigue siendo tan inapropiado para nuestra Sophia como antes.
—Me importa un rábano lo que tú creas adecuado. Tu hermana sería
muy afortunada de poder contar con Gerald —le rebatió enfadado y
tratando de defender el honor de la familia, aunque en el fondo sabía que el
hecho de que fuera un bastardo siempre sería un estigma—. Pero lo que
ahora estoy tratando de demostrar es la inocencia de mi hermano. Si me
dejaran proseguir…
—Adelante, milord.
—Él vivía feliz en su propiedad del norte de Londres —continuó—,
hasta que lo hice llamar. Entonces le confesé una sospecha que llevaba
conmigo desde hacía mucho tiempo: que nuestro padre no había muerto de
forma natural, sino que lo habían asesinado por una mina de estaño ubicada
en esta península. Tenía una fuerte intuición. No obstante, ninguna prueba
—Damien habló con detalle de la mina de estaño y del interés que suscitó
—. En nuestra lista de sospechosos se hallaban los interesados por la mina:
el conde de Beauford; su suegro, el marqués de Penderton y sir Virgil Nash,
pero dado el asesinato de este último… —dejó la frase a medio concluir.
—Entonces vas tras la misma pista que yo —intervino Julian, que estaba
empezando a unir piezas de aquel rompecabezas—, pues también trataron
de acabar conmigo hace tres años en ese viaje del que todo el mundo habla.
No me caí del buque accidentalmente, como hice creer anoche, ni fui
víctima de las circunstancias: trataron de arrojarme por la borda y juro que
la intención de aquel hombre era la de acabar conmigo. Le habían pagado
para ese trabajo. Así que ya veis, ni estoy loco ni lo he estado nunca, todo
ha sido una mascarada para protegerme de mi enemigo mientras trataba de
atraparle.
—¿Quieres decir que has estado fingiendo? —preguntó Sophia con cierta
debilidad en mitad de aquel caos de confesiones—. Tú lo sabías —acusó a
su cuñada. De otro modo no se hubiera callado.
—Solo desde ayer.
—Y alguien se olvidó de pasarme la información. Muchas gracias —
murmuró irónica.
Debería sentirse eufórica al saber que su hermano estaba bien, pero por
el contrario, le parecía que la había traicionado. Él, su hermano mayor, al
que quería enormemente, había estado mintiendo y actuando como un loco
energúmeno. ¿Y lo que había sufrido la familia por ello?
—Sophia, escucha —trató de explicarle Julian—. Era de vital
importancia mantener el secreto.
—Porque creías que yo no podría hacerlo —terminó por él sin dejarle
responder. Se dio la vuelta y se encaró a Gerald—. Y tú también eres un
mentiroso redomado.
—Sophia, yo…
—¡No! No digáis nada. Solo conseguiríais estropearlo. No quiero saber
nada de ninguno de los dos.
En esos momentos sus esclarecimientos no le servían para nada. Se
sentía tan enfadada con ellos que no tenía espacio para la comprensión.
Durante estos meses su hermano le había hecho sufrir innecesariamente,
mientras que Gerald… ¡Santo Cielo, le había dicho que lo amaba y él solo
estaba en aquella casa para descubrir al asesino de su padre! ¿Y ella qué?
¿Había sido una distracción o un entretenimiento?
Ahora le daba vergüenza recordar cuán apasionada y dispuesta se había
mostrado por compartir su vida con la de un profesor. ¡Incluso le dijo que
trabajaría! Y la confesión de Damien demostraba que eso no sería
necesario, pues aunque no era un hijo legítimo (lo cual no le importaba),
gozaba de poder económico. ¡Cómo debió reírse de ella y de sus patéticos
intentos por estar con él! No había sido más que una tonta y se lo merecía.
Si hubiera hecho más caso a su familia y hubiera actuado más sabiamente,
sus mentiras no le dolerían tanto.
Seriamente defraudada y con un dolor en el pecho, se alejó hasta la
ventana, tratando de que no la vieran llorar. No les daría ese placer.
El magistrado carraspeó para aliviar la tensión. Los descubrimientos y
las emociones parecían entremezclarse, pero él no debía dejarse llevar por
la sensiblería. En esos momentos solo le interesaba deshacer el intrincado
nudo que parecía unir a esas dos familias, puesto que había fuertes
evidencias que los relacionaba con la muerte de sir Virgil. Además, se hacía
tarde.
—Volvamos al tema que nos ocupa —sus palabras consiguieron atraer la
atención de todos ellos—, y centrémonos en la mina de estaño. Lord Hume,
ha dicho que contaba con tres sospechosos.
—Correcto, pero eso fue hasta anoche, cuando nos inclinamos por Virgil.
Tenía usted razón, habló con Gerald.
—Fue a buscarme al aula de estudio —intervino entonces el mayor de
los dos hermanos para distraerse del escozor que le producían los golpes del
conde—. Lo que no nos quedó claro era cómo se había enterado de mi
presencia en Coth Castle, puesto que había sido muy cauteloso. Él tenía la
impresión de que era el amante del antiguo barón.
—Porque no sabía la verdad —aclaró Damien.
—Al parecer sus afectos se dirigían hacia personas del mismo sexo —
indicó el magistrado.
O al menos esa era parte de la información que el caballero le había
transmitido antes de entrevistarse con todos los presentes. Este había estado
aguardándolo en un rincón del corredor, a la espera de poder hablar en
privado con él y, tras relatarle un sinfín de acusaciones, le exigió discreción.
Su testimonio apuntaba directamente al señor Baum. Sin embargo, ahora
Burlington no estaba tan convencido. Tanto él como su hermano habían
decidido atrapar por su cuenta al asesino de su padre y, matar a sir Virgil a
sangre fría cuando no tenían la certeza de que fuera culpable, no parecía
muy de su estilo. En cambio, el conde había demostrado poseer una
ferocidad desmedida, o a eso apuntaban los rumores y su comportamiento
anterior. Él ocupaba un elevado puesto en su reducida lista de sospechosos.
—Lord Beauford, ¿tiene en su poder alguna prueba que corrobore sus
palabras?
—Muy pocas, me temo. Durante mis años de cautiverio siempre pensé
que alguien de mi familia había intentado acabar conmigo, principalmente
mi hermano. Creía que deseaba obtener mi título y mis posesiones, o esa era
la opción más factible. Con esa y otras ideas regresé a casa tratando de
desenmascarar al culpable.
Gregory escuchó la confesión con el rostro desencajado. Trataba de
digerir las palabras de su hermano sin llegar a cuestionarlo. Estaba
demasiado aturdido. Que le hubiera creído capaz de planear su asesinato era
una bajeza inconcebible y se sentía más dolido que Sophia. Todo lo que
había sufrido desde la desaparición de Julian para que este terminara
sospechando de él. ¿Mandar asesinarlo para qué? Él le quería, era su
modelo a seguir y nunca deseó ser conde. ¿Por qué no se lo metía en la
cabeza?
—Fue un amigo mío el que me puso sobre la pista de la mina —continuó
el conde hablándoles de las averiguaciones de Anthony—. Parece ser que
Virgil ha sido tan víctima como Leonard Hume y yo.
—Si ustedes están en lo cierto… —comenzó a decir el magistrado antes
de verse interrumpido por Damien.
—Yo no trataría a Virgil como una víctima. No creo que sea trigo limpio
tampoco. O fuera —rectificó. Su muerte era inesperada, pero no le producía
ningún tipo de aflicción. Se había atrevido a chantajear a su hermano de una
forma despreciable, por lo que no iba a tener ningún tipo de consideración
con él, ni siquiera después de su muerte.
—Bien, si todos ustedes son inocentes… o casi todos —hizo un inciso
—. ¿Qué sospechoso queda?
Burlington era un hombre agudo y ya sabía la respuesta. El barón había
dado varios nombres y el conde de Beauford los había confirmado. Solo
había un hombre que había permanecido en silencio y estaba tan implicado
en la compra de la mina como los demás. Aun así, esperó que alguno de
esos lores hablara. No deseaba señalar al culpable directamente, pues se
trataba de un marqués. Una palabra de más, una acusación infundada y su
carrera como magistrado, que recién comenzaba, se vería abocada al
fracaso.
—Lord Penderton —dijo Julian muy seguro y sin ningún complejo, lo
cual le valió una mirada acusatoria por parte de Catherine.
Ella seguía sin creer que su padre estuviera envuelto en asesinatos y
muertes. Podía entender el rencor que su esposo guardaba, no en vano
perdió tres años de su vida, pero el verdadero culpable no era él. Tampoco
sir Virgil, dado el hallazgo de esa mañana. Era, cuanto menos,
desconcertante.
—¡Esta acusación es inadmisible! —exclamó entonces el marqués.
—¿Estás seguro… suegro? Eres el único vinculado a la mina que ha
salido ileso.
—Pero eso no me convierte en asesino.
Si eso era cierto, el marqués tenía una suerte increíble. El balance
contaba con dos muertos y un atentado.
—He estado revisando el libro de cuentas y debo reconocer que los
dividendos son más que generosos. Pero eso ya lo sabías antes de
interesarte por este negocio, ¿cierto?
—Por supuesto que sí —aseguró sin ningún rastro de culpabilidad—. Me
gusta obtener ganancias como a cualquiera y debo agradecerle a tu tío que
me hablara de la mina. Si no fuera por él, nunca hubiera llegado a enterarme
del estaño de Penwith. Ni Virgil tampoco —añadió.
El conde arrugó la frente. No era típico de Richard que se le fuera la
lengua y menos ante la posibilidad de obtener beneficios. Su tío siempre se
había mostrado encantado de ofrecerle asesoramiento en cuanto a los
negocios respectaba y solía mostrarse bastante discreto. Aunque Julian se
fiaba de él, por aquel entonces era demasiado independiente y obstinado
como para aceptar esa ayuda. Era como si pretendiera mostrar a todo el
mundo que era bien capaz de apañárselas solo.
Sorprendido, se giró para encararse a Richard. Pretendía que le explicara
en qué medida estaba implicado en el asunto de la mina, pero al volverse,
no lo encontró. Ojeó la sala y los rostros de los presentes, pero no había
rastro de él.
—¿Dónde diantres está Richard? —masculló un tanto exasperado.
Los demás parecieron tan confundidos como él. Nadie se había dado
cuenta de su salida.
Damien intervino.
—Seguramente no querrán escuchar esto, pero mi intuición me dice que
no ha salido a tomar el té. Magistrado, ¿quién le habló de la conversación
que mantuvieron mi hermano y sir Virgil? —le preguntó, aunque el hombre
negó con la cabeza. No parecía muy dispuesto a colaborar. En cambio, ese
tema molestaba a Damien desde el comienzo y tenía una corazonada—.
Insisto.
—No puedo delatarle, milord. Di mi palabra.
—Entonces piense si vale la pena encubrirlo porque le diré algo: el
hombre que le dio el soplo es, con toda probabilidad, el autor de la muerte
de sir Virgil y lo único que pretendía era desviar la atención hacia mi
hermano.
—Mi padre no ha salido del salón durante horas —se quejó Catherine.
Trataba de defenderlo, aunque en realidad Damien no lo había inculpado.
—No me refiero a su padre, lady Beauford —dijo con respeto. De nuevo,
se dirigió al magistrado—. ¿Fue Richard Montague?
—No puede ser. Él tampoco ha salido —afirmó ella, tozuda—, hasta
ahora.
—Eso no es del todo cierto —intervino Sophia, que no se había apartado
de la ventana—. Ha salido un momento, antes de que el señor Burlington
hablara con nosotros.
Habían sido solo unos minutos y ella no le había dado más importancia.
Si los demás no llegaron a enterarse de su ausencia era porque quizás
estuvieran demasiado aturdidos por los acontecimientos.
—Entonces es cierta mi sospecha, fue Richard —insistió Damien.
El magistrado lo admitió. El señor Montague había hablado con él unos
segundos antes de entrar y acusó directamente al señor Baum. Le dijo estar
al corriente de una relación inapropiada entre los dos hombres que terminó
catastróficamente para uno de ellos. En esos momentos se daba cuenta de
que dejó caer su propia teoría, influyéndole. Si le había hecho caso era
porque era un miembro importante de la familia del conde y no podía pasar
por alto lo que él le contara, pero resultaba que todo era una patraña.
Entre tanta teoría de conspiración y acusaciones, a Burlington le costó
reaccionar.
—¿Qué hacemos ahora, milord? —preguntó finalmente. Le había
abandonado ese aire de seguridad.
—Hay que encontrar a mi tío. Cuanto antes.

***

El día siguiente no empezó mucho mejor que el anterior. Las autoridades


y hombres del conde habían pasado la noche en vela tratando de hallar a
Richard Montague para que pudiera defenderse de las sospechas que sobre
él recaían. Gerald notó que parte de ellos eran reticentes a tacharlo como
culpable de buenas a primeras y trataron de encontrar una explicación
plausible, pero tanto para él como para su hermano, que habían colaborado
activamente en la búsqueda, estaba más que claro: era culpable. De otro
modo, nunca hubiera escapado de aquella habitación como una rata
escurridiza.
Maldito fuera por engañarlos bajo sus propias narices. ¿Cómo había
podido hacerlo de una forma tan magistral? Él apenas había mantenido una
entrevista formal con el hombre para acceder al trabajo de profesor de
alemán, pero no había sospechado nada. No obstante, era algo razonable no
hacerlo, pues no lo buscaba a él. Pero, ¿y su familia, jamás lo notaron?
Porque si se confirmaban los hechos, el tío de los Montague habría acabado
con un barón, un baronet y por muy poco, con el conde.
Aun tensionado por el infructuoso rastreo de la casa y las inmediaciones,
Gerald contuvo un bostezo y se dirigió hacia la habitación de Sophia para
tratar de ofrecerle una explicación.
Era temprano y el pasillo estaba desierto.
—Sophia, soy yo. Abre —dijo mientras tocaba suavemente la puerta.
Después de las emociones del día anterior estaría exhausta y, aunque no
deseaba privarla del descanso, durante el día no habría mejor momento para
conversar. Damien había confesado ser su hermano, sí, pero la familia no
parecía tener mejor concepto de él por eso. Además, la prohibición de
acercársele seguía vigente.
Fue a llamar por segunda vez cuando escuchó una voz a sus espaldas.
—¡Señor Baum, ni se le ocurra acercarse a esa puerta!
Gerald reconoció a la mujer con los brazos en jarras y el delantal blanco.
Se trataba de Sarah, la doncella personal de Sophia.
—Ya es demasiado tarde —le dijo—. Solo quiero hablar con Sophia.
¿Era demasiado pedir?
—Voy a llamar al conde.
La doncella esperaba que la amenaza fuera suficiente para amedrentarle,
pero a pesar del cansancio, Gerald estaba dispuesto a enfrentarse con quien
fuera y eso incluía a Julian Montague. Sus horas en aquella casa estaban
contadas y no tardarían en pedirle «amablemente» que se marchara. Poco
debía importar para esa familia que Richard fuera sospechoso del asesinato
de su padre. Lo querían fuera.
—¡Llame a quien quiera! —gritó fuera de sí. Hablaría con Sophia y le
haría entender sus razones.
A pesar del escándalo que iba a formarse, Gerard decidió ignorarla. Giró
el pomo de la puerta y entró en la habitación. La mujer lo siguió diciendo
todo tipo de imprecaciones. Se puso delante de él y trató de refrenarlo, pero
a él le daba todo igual y la apartó con un poco más de brusquedad de la que
hubiera deseado. Se acercó a la cama dispuesto a despertar a su amada, si
no lo había hecho ya con tanto escándalo.
La cama estaba vacía.
—Se habrá levantado a desayunar.
Aquello eran malas noticias. Si Sophia estaba con sus hermanos o su
cuñada le sería imposible acceder a ella y seguiría pensando que la había
utilizado. No concibió esa posibilidad. ¿Qué iba hacer?
—Es poco probable —agregó la doncella escéptica—. Me hubieran
avisado. ¿Puede decirme que es eso que descansa sobre la almohada?
Al acercarse, Gerald no había reparado en el papel doblado al que la
doncella se refería, pero al fijarse bien, lo encontró justo donde ella decía.
Lo tomó y lo leyó.
En un principio las palabras fueron confusas: «Si queréis ver a Sophia
con vida…», y necesitó de una segunda lectura para comprender el
significado. Se trataba de una nota de rescate e iba firmada por Richard
Montague.
Ese villano había secuestrado a su propia sobrina y estaba seguro de que
era capaz de hacerle daño.
—Avisen al conde —balbuceó empezando a notar un ataque de pánico.

***

A oscuras y con un frío que le calaba los huesos, Sophia trató de quitarse
las cuerdas que rodeaban sus muñecas. Para ello retorció los brazos
buscando una posición adecuada y tiró del cabo suelto. El esfuerzo fue
inútil. Al parecer, su tío Richard había puesto todo su empeño en atarle
brazos y piernas, por lo que también le era imposible levantarse y tratar de
escapar. Aun así, era su única oportunidad ahora que estaba a solas en aquel
frío lugar.
No sabía exactamente dónde se encontraba, pero a todas luces se trataba
de alguna cueva oculta en el risco. El olor a salitre era intenso y podía
escuchar el sonido de las gaviotas, así como el mar revuelto que chocaba
contra las rocas. No sabía cómo había llegado hasta ahí, pues en algún
momento perdió la consciencia. Solo recordaba haberse despertado
sobresaltada en su cama y con una mano sobre su boca. En aquel momento,
su tío le susurró bajito que no gritara ni hiciera movimientos bruscos,
porque de otra forma no le quedaría más remedio que disparar.
Fue tan convincente que consiguió aterrorizarla y ni siquiera pensó en
que la amenaza no fuera real. Como él le indicó y con movimientos
apremiantes se puso el primer vestido que encontró sobre el camisón de
dormir. Después de eso, nada. No recobró la conciencia hasta un par de
horas más tarde, con un terrible dolor de cabeza y sin rastro de él.
Sophia volvió a tirar de la cuerda con el mismo resultado, pero ahora
sentía las piedras del suelo clavándosele con más intensidad. Pensó en lo
difícil que le habría resultado a su tío cargar con ella hasta aquel punto, por
lo que no podían haber ido muy lejos. Era solo una suposición, pero ese
pensamiento le produjo frustración. ¿Cómo diantres iban a encontrarla?
Dio un grito de socorro que resonó por las paredes de piedra y fue
cuando se dio cuenta del halo de luz que se acercaba. Se trataba de su tío.
—Sophia, querida, esperaba mucho más de ti —le dijo con una sonrisa
de desdén pintada en el rostro—. ¿A qué viene tanto griterío?
Ella no hizo caso a la punzada de dolor que sintió al escucharlo. Era
como si se tratara de otro hombre.
—¿Por qué has hecho esto? —le preguntó con voz temblorosa mientras
trataba de hacerse la valiente—. ¿Qué pretendes?
La muchacha estaba más que confundida. Ella siempre le había creído
una persona buena y sincera. Sin embargo, había empezado a descubrir
cuán equivocada estaba. Su tío tenía una doble cara y no le gustaban las
implicaciones siniestras que ofrecía. ¿De verdad estaría detrás de la muerte
de sir Virgil Nash como había dicho Damien? ¿Tendría que ver con la
desaparición de Julian? ¿Por qué? Aquello era absurdo, no tenía sentido y
aun así las pruebas empezaban a incriminarle. De otro modo, nunca hubiera
llegado al extremo de secuestrarla.
—Así que ahora que has despertado, pretendes hablar.
Con el candelabro en la mano, se sentó en el suelo, frente a ella.
—Una justificación no estaría nada mal, ¿no crees?
—No te preocupes —respondió como si no fuera digna de tal explicación
o como si hacerlo supusiera demasiada molestia—. Si tus queridos
hermanos siguen las instrucciones al pie de la letra y no tratan de hacerse
los héroes, muy pronto estarás en casa, sana y salva.
—¿Y qué pides a cambio?
Él tardó en contestar y el silencio resultó inquietante.
—Una generosa recompensa, que es mucho menos de lo que merezco.
Ella lo miró a los ojos tan bien como la luz le permitía y trató de ver en
su interior. El hombre que ella conocía jamás hubiera perpetrado un acto
como aquel, pero al parecer su tío se movía por la ambición y el dinero. Se
dijo que estaba tan transformado como Julian en su regreso, o quizás nunca
hubiera llegado a conocerle.
Le dolió percatarse que no podría llegar a conmoverle y en ese instante
temió por su vida.
18

Agazapados entre matorrales su desesperación iba en aumento. Una hora.


Una maldita hora esperando la aparición de Richard con Sophia. Bueno, en
realidad llevaban bastante más. Solo Catherine era la que había aparecido a
la hora exacta en que la nota lo indicaba. Montada a caballo intentaba
contener al nervioso animal, pero la inactividad estaba haciendo mella en él.
En todos, se podría decir.
Horas antes del encuentro, Julian, su hermano y los hijos de Leonard
Hume habían decidido presentarse en el claro en un desesperado intento por
conseguir el factor sorpresa. Que ya pasara una hora del momento en que se
tenía que intercambiar a la joven por el dinero les estaba poniendo
frenéticos.
—No creo que esté aquí —la voz de Catherine sonó tan clara en el
espeso silencio que los sobresaltó a todos—. Dudo incluso que vaya a venir.
Gerald, más nervioso que de costumbre, lanzó una mirada de ira hacia el
esposo de esta, escondido justo dos metros más allá de su izquierda.
«¿Qué hace?», le preguntó sin voz, solo moviendo los labios. «Nos acaba
de delatar».
Para su completo asombro, este se levantó y evidenció su escondite.
—Catherine tiene razón. Richard no está aquí.
Tanto Gregory como Damien abandonaron sus respectivos puestos de
vigilancia.
—Nos ha tomado el pelo —dijo el primero enfadado mientras todos se
acercaron al claro.
—Pero, ¿con qué fin? —la incapacidad para responder la pregunta que
hizo Damien los sumió en un breve mutismo.
—Tal vez era una trampa —Gerald salió parcialmente. Se resistía a
abandonarla—. Pero ahora, gracias a ella, ya sabrá que estamos aquí
esperándole y quizás mate a Sophia en un acceso de rabia.
—¡Señor Baum! —el reproche de Catherine era un reflejo del de todos
los demás.
—No perdamos la calma —Julian parecía el más sosegado de todos
ellos. No obstante, todo era pura fachada. Por dentro hervía de rabia—.
Pelearnos unos con otros no nos servirá de mucho.
Todos estaban muy preocupados por Sophia. Al parecer, los más
cercanos a Richard no lo conocían tan bien como para saber qué pasaba por
su mente. Catherine, por su parte, en un intento de apaciguar al inquieto
animal, lo hizo trotar por el perímetro del claro.
—Un momento —de golpe había reparado en algo que no cuadraba en
ese paisaje.
En uno de los árboles más alejado, un papel enrollado con una cinta roja
colgaba de una de las ramas. Con un poco de esfuerzo se aupó a lomos del
equino para cogerlo. Lo desenrolló con prisas.
—¿Qué es? —preguntó Gregory, que se acercó corriendo seguido de los
demás.
—Es de Richard.
Leyó en voz alta.
Queridos todos:
Para cuando encontréis esta nota quizás estéis un poco nerviosos.
¿Habéis tardado mucho en hallarla? Seguramente habréis acudido a
nuestra cita un poco antes de lo acordado con la intención de haceros los
héroes (algo que, como podréis comprobar, ya había previsto). Con esto
intento daros una lección de humildad para recordaros que el que manda
aquí soy yo. Vosotros, aunque no os lo creías, tenéis todas las de perder. Así
que, haciendo gala de mi constante magnanimidad, os daré una segunda,
pero última oportunidad, para que hagáis las cosas bien y salvéis así a la
dulce e impetuosa Sophia. Debéis acudir al Risco del Alba con el dinero.
Solo así la liberaré. En cuanto a esta mala costumbre de desobedecer mis
órdenes, os advierto que, si no viene Catherine a solas tal y como os pedía
la primera vez, me obligaréis a actuar en consecuencia. Recordad que si le
pasa algo, será vuestra responsabilidad. No esperaré eternamente, así que
tic tac, el tiempo corre.
—Se burla de nosotros otra vez. Se cree más listo que nosotros —Gerald
quería coger el cuello de ese hombre y estrujarlo hasta hacerlo picadillo.
—Pues a lo mejor lo es —replicó Gregory—. Nos ha engañado estos
años y nos conoce a la perfección. Somos nosotros los que no sabemos qué
clase de persona es.
—Y en cuanto al Risco del Alba, ¿sabéis dónde está? —preguntó Gerald
bastante desanimado por estas últimas palabras.
—Sí. Su nombre se debe a que es el lugar donde se contempla la salida
de sol más espectacular de la zona. Está un poco más alejado de aquí, en la
parte más oriental de la propiedad —explicó Gregory—. En línea recta está
mucho más cerca de la casa que este maldito claro.
—Tenemos que darnos prisa —apremió Catherine, interrumpiéndoles—.
Ya ha pasado más de una hora y tal vez se canse de esperar.
Una furia ardiente empañaba el juicio de Julian, que se resistía a creer
tanta frialdad por parte de su tío.
—No se cansará —adujo con firmeza—. Le hemos descubierto. Si se
queda, sabe que su destino será la cárcel o peor. Necesita el dinero y no
desaparecerá hasta que lo consiga.
—Es verdad —confirmó Damien—. Sophia es su única garantía. No le
hará daño.
—Estáis muy seguros de algo sobre lo cual no tenéis ni la más remota
idea —la réplica de Gerald contenía rabia y frustración a partes iguales. Se
sentía impotente para controlar su destino—. No conocéis a ese hombre
mejor de lo que lo conozco yo.
—Basta de discusiones —Catherine estaba frenética—. Tengo que
llevarle el dinero —este estaba en una bolsa de cuero atado a la montura—.
Debo irme.
—Si va sola puede que las mate a ambas y se quede con el dinero de
todas formas.
Todos habían pensado lo mismo que Damien expresó en voz alta.
—No podemos permanecer aquí para siempre. Debemos decidir qué
hacer.
Gerald odiaba esa inactividad mientras que Julian lo tenía claro. No
había opciones.
—Catherine no irá sola —anunció—. Nosotros iremos con ella.
Todos lo miraron como si se hubiera vuelto loco. De nuevo.
—¡Es capaz de matar a Sophia si nos ve llegar a todos juntos! —Gerald
lo observaba como si de repente le hubieran salido cuernos en la frente.
—Como bien ha dicho tu hermano —empezó explicando—, las dos
corren peligro si la dejamos ir sola.
—Pero si nos ve se sentirá acorralado y puede considerar la tentación de
matarla.
Las opiniones eran opuestas y el tiempo apremiaba. Menos de cinco
minutos después, todos corrían en busca de los caballos. Tardaron otros
tantos en cruzar el pequeño bosque y enfilar al galope. Catherine iba en
medio flanqueada por los Montague a la derecha y los otros dos hombres a
la izquierda.
Cuando el Risco del Alba se perfiló en el horizonte, pudieron divisar el
perfil de dos figuras solitarias en lo alto. Sus corazones se congelaron de
angustia y azuzaron el galope de los caballos.
No tardaron en llegar. Richard, el hombre que tres de ellos habían
querido de forma incondicional, se hallaba al borde del acantilado. Delante,
asía con firmeza las cuerdas que sujetaban a una atemorizada y amordazada
Sophia. Con la otra, sostenía una pistola. Los cinco detuvieron su avance a
una distancia prudencial y formaron un abanico, dispuestos a todo.
—Bueno, bueno —se congratuló este con algo parecido a la sorna—. Al
parecer habéis sido capaces de encontrar mis indicaciones.
—Has estado jugando con nosotros, maldito —Gerald no podía
mantenerse callado. Había intentado transmitir en silencio a Sophia lo
mucho que la quería.
—Solo un poco, amigo mío, solo un poco. Aun así, a pesar de haberlas
encontrado, no las habéis seguido al pie de la letra —denotó—; y ya sabéis
quién pagará las consecuencias —se inclinó con ligereza hacia el borde.
—¡Espera! —Julian pensaba que jamás podría odiar a ese hombre. A
pesar de que todo indicaba que era el que había tratado de matarlo y el que
tenía en su poder la vida y muerte de su hermana, todavía sentía que un fino
hilo lo unía a él. Era algo incomprensible hasta para él mismo—. Lo hemos
hecho por una buena razón —explicó—. Tú mismo debes saber que no nos
hubiéramos arriesgado a dejar a Catherine a tu merced.
—Sí, tienes razón. Sois de lo más predecibles —Sophia lanzó sonidos
incoherentes y este la apretó del pelo—. Te he dicho que te calles y te estés
quietecita, querida sobrina.
Los otros reaccionaron y estuvieron a punto de lanzarse sobre él al ver el
trato que la joven recibía a manos de su tío, pero Julian los detuvo con un
gesto. Gerald era el más difícil de contener.
—Lamentarás esto, tío, lo lamentarás —se limitó a decir.
—Tus amenazas no sirven de nada —le reprochó el aludido algo
indiferente—. Lo único importante es que me entreguéis el dinero —vio
que colgaba de la montura de Catherine y la señaló—. Que me lo traiga.
Julian le dijo que era imposible si antes no mostraba un gesto de buena
voluntad soltando a Sophia. Ninguno de ellos quería el dinero y, si tenían
que escoger, preferían que Richard se escapara con él sin su merecido si con
ello la joven Montague volvía a ellos sana y salva.
Fue Gregory quien se ofreció para el intercambio del dinero por Sophia.
Richard lo valoró como el menos audaz y aceptó. El joven Montague se
bajó del caballo y avanzó unos metros, teniendo siempre presente el arma
que su tío sostenía y que oscilaba de él hacia su hermana. Cuando dejó el
saco en el suelo, Richard lo instó a apartarse y fue acercándose con Sophia
pegada a él. Cuando tuvo el saco en sus manos, y con el ojo bien puesto en
los demás, dejó que las cosas se sucedieran con rapidez.
Empujó a su sobrina hacia delante haciendo que esta se tambaleara.
Gregory, el que estaba más cerca, corrió a buscarla mientras los otros ya
habían desmontado y se acercaban con rapidez. Nadie contaba con lo que
Richard hizo a continuación.
El grito de Catherine casi los paralizó a todos.
Estupefactos contemplaron cómo Richard se tiraba de espaldas por el
risco mientras que Gregory ya había quitado la mordaza de su hermana.
—¡Está atado con una cuerda! —gritó ella.
La joven, que hasta ese momento se había visto incapacitada para hablar,
no les había podido advertir de la cuerda que se hallaba atada alrededor del
cuerpo de su tío y, en el otro extremo, sujeta con firmeza en el tronco de un
árbol que había a unos veinte metros de distancia.
Al advertir que la joven se encontraba bien, los demás se abalanzaron
hacia el precipicio. Cuando se asomaron, Richard descendía en paralelo a la
roca, a una velocidad razonablemente rápida. Cuando alzó la cabeza y los
vio, apuntó con su pistola ya cargada y les disparó.
—¡Cortad la cuerda o disparadle! —profirió Gerald cuando comprobó
que nadie de ellos había sido alcanzado por la pólvora.
—¡No! —la exclamación, lanzada por Julian, era un eco de lo que tanto
Gregory como Catherine sentían.
Por mucho que les hubiera hecho, todo era demasiado reciente y personal
para que se atrevieran a matarlo a sangre fría cortando la cuerda y
haciéndolo caer al mar.
Gerald les increpó por la incomprensible compasión que mostraban. Él
no estaba atado a los sentimentalismos de los demás. Cargado de ira por lo
que se había atrevido a hacerle a Sophia, y como no tenía a mano un
cuchillo, corrió hacia el árbol que sujetaba la cuerda y se dispuso a deshacer
el nudo. Cuando consiguió soltarla, esta se deslizó a una asombrosa
velocidad llegando al precipicio y cayendo al vacío. No escucharon nada.
Todos se apresuraron a mirar por el borde, pero ni rastro de Richard.
—No lo vais a encontrar —la lúgubre voz de Sophia los hizo apartar la
vista de las rocas y el agua que ondeaban en el abismo.
Les contó cómo la había retenido en una cueva de la que desconocía su
existencia. Cuando lo vio atarse la cuerda, dedujo que había una obertura en
la pared de la roca y que pretendía entrar por ella para asegurarse la fuga.
—¡Maldita sea! —la vehemente frustración de Gerald resonó en los
corazones de cada uno de ellos.
—Tenemos que encontrarlo —Julian se sentía una completa estafa.
Sentía como si les hubiera fallado—. No es posible que pueda salirse con la
suya.
Se sumieron en un funesto y ominoso silencio.
—¿Cómo podríamos saber dónde está la salida? —Catherine hizo la
pregunta temida—. Ninguno de nosotros sabía de la existencia de cuevas
por aquí. Podría hallarse en cualquier lugar.
—O puede que no —la réplica de Gregory los cogió por sorpresa—. Tal
vez no se trate del mismo sitio, pero una vez descubrí… —se detuvo—.
Puede que no se trate del mismo lugar.
No había tiempo que perder. Mejor comprobar una remota posibilidad
que ir dando palos de ciego.

***

Se podría decir que Richard era un hombre contento dadas las


circunstancias. Mientras se desataba la cuerda anudada en la cintura y
cargaba de nuevo el arma, se felicitaba por haber salido de ese lío tan
campante. Evidentemente, todo era gracias a su inteligencia, astucia y
determinación. Un hombre con menos garra que él ya habría pasado bajo el
yugo del verdugo.
Comprobó que el dinero estuviera. No es que dudara que se hubieran
atrevido a darle gato por liebre, pero era preciso cerciorarse. Un hombre en
su situación no podía dar nada por hecho. Con el dinero y unas pocas
pertenencias podía poner en marcha el siguiente paso de su plan de huida.
Solo tenía que salir de la cueva y conseguir llegar a las caballerizas sin que
le vieran, cosa poco difícil si tenía a sus sobrinos y los demás buscando por
la propiedad a ciegas. Una vez que consiguiera un caballo, ya nadie podría
detenerlo. Tenía pensado esconderse un tiempo prudencial en una ciudad
alejada de la Península de Penwith. Por supuesto, Londres no era un lugar
cuyo destino considerara, ya que daba por hecho que sería el primer lugar
en el que lo buscarían. Tampoco dudaba de que valoraran el mar como vía
de escape, pues él no conocía una mejor. No obstante, con tiempo y
paciencia, como siempre había hecho las cosas, lograría enrolarse en un
barco de reducidas dimensiones de un puerto inglés secundario. Cuando
estuviera en el continente, lejos del alcance de su familia y de la justicia
inglesa, valoraría con calma sus opciones. Tenía suficiente dinero como
para vivir oculto toda su vida, pero él no era hombre de esconderse como un
conejo asustado. No, él necesitaba acción, desafíos. Con su astucia, no
tardaría en encontrar incautos a los que manipular. Si lo había conseguido
con su familia durante tantos años, podía hacerlo con cualquiera.
—La práctica hace al maestro —no le preocupó decirlo en voz alta, pues
nadie le oiría.
Mientras descendía hacia la oculta entrada de la cueva, pensó que era una
lástima que tantos años de planificación y cuidadosos detalles acabaran de
ese modo. Por las malas había descubierto que, si se pretendía realizar un
trabajo impecable, el más indicado para hacerlo era uno mismo. Por culpa
de Virgil y otros como él estaba como estaba.
En cuanto al intercambio de Sophia por el dinero, Richard había
supuesto con total acierto cómo se iban a desarrollar los acontecimientos en
cuanto se descubriera la nota de rescate. Imaginar lo que harían a
continuación había sido un juego de niños para él. ¡Ojalá hubiera tenido la
oportunidad de verles las caras cuando descubrieron cómo se les había
adelantado en cada uno de sus pasos! Además, no había sido descabellado
conjeturar que, en cuanto estuvieran en el Risco del Alba, su preocupación
por la joven les impediría ver la cuerda atada a su cintura y que se deslizaba
a los largo de unos metros hasta el árbol. Contaba además con el factor
sorpresa de su caída por el risco. ¡No habían sido capaces ni de dispararle!
Por suerte, había encontrado esa cueva de pura casualidad. Mantenerlo
en secreto había sido un acierto, ya que había servido como propósito final
de esa larga actuación que había sido su vida.
—¡Necios!
Richard no soportaba a la gente inepta, ya fueran familiares o no.
Cuando Damien Hume confesó delante del magistrado la sorprendente
ascendencia del que creía amante de Leonard, casi no pudo ni moverse de la
impresión. No le gustaban las sorpresas. Ahora podía entender qué hacía
ese hombre en Coth Castle. Lo más inaudito de todo era que alguno de ellos
dos hubiera llegado a sospechar que la muerte del difunto era algo más
siniestro que una simple muerte natural. Gerald se había mostrado como un
hombre impetuoso y a todas luces peligroso. Pero no así Julian, que a pesar
de tenerlo en ascuas debido a su brillante actuación (había que
reconocérselo), no había sabido comportarse como un auténtico Montague y
un digno heredero del título. Si él hubiera llegado a ser el conde de
Beauford, las cosas hubieran sido diferentes. En cuanto a Gregory, qué decir
de él. Había sido una marioneta en sus manos. Con un poco más de tiempo
y de suerte, sus propósitos hubieran alcanzado la gloria, tal y como tenía
que haber sido en realidad.
La distancia que lo separaba de la salida ya no estaba lejos, por lo que se
permitió lanzar un silbido de gozo. Cuando emergiera al exterior, se
encontraría a solo unos pasos de la cala. Solo tendría que traspasar unas
pocas rocas y se hallaría en la llana superficie de arena canela.
Había sido difícil entrar y salir por la obertura de la cueva con el peso
muerto de Sophia en sus hombros. Cargarla hasta el risco a pie tampoco
había sido tarea fácil, pero era de suma importancia que ella no supiera la
ubicación. El éxito de su huida dependía de ello.
Viviendo ya un futuro lejos de allí, salió de la cueva. El musgo y hierbas
se adherían a la pared de tal forma que solo un inconsciente o un osado
como él se percatarían de la abertura que ocultaban. Afianzó sus pies a las
resbaladizas rocas mojadas y se deslizó despacio por ellas. Cuando sus
zapatos tocaron la arena, respiró más tranquilo.
—No hay nadie a la vista —murmuró por lo bajo.
Ya a paso ligero cruzó la extensión de playa. A medio camino y salidos
de la nada aparecieron los jinetes que pocos minutos antes había dejado
desconcertados en el risco.
Los seis jinetes se apearon en silencio y con lentitud.
Estupefacto, Richard se vio en una auténtica disyuntiva. El camino hacia
la casa estaba cortado por ellos. Volver sobre sus pasos no era una opción,
pues era deducible que sabían que no tenía salida. Escapar en otra dirección
era muy arriesgado, ya que podían dispararle y todo habría acabado. Si solo
fueran Julian o Gregory podría razonar con ellos, pero se temía que el
primogénito bastardo de Hume no lo dejaría ir así como así. Un hombre
enamorado se podía dejar llevar por la violencia extrema con suma
facilidad. Todavía llevaba la pistola en la mano, pero no hizo ningún
movimiento brusco que reclamara la atención sobre ella. Esperaría el
momento oportuno.
—Bueno, al parecer os he sobreestimado —admitió en voz alta.
—Eso parece —Gerald no pudo evitar el sarcasmo. Al fin lo tenían
acorralado. Aun así, se recordó que ese tipo de personas, en semejantes
circunstancias, eran las más imprevisibles y, por lo tanto, las más
peligrosas.
—No obstante —continuó como si este no hubiera hablado—, me
sorprende que hayáis deducido con tanta rapidez en dónde aparecería —no
les tenía por personas inteligentes y todos lo entendieron así.
Gregory se adelantó unos pasos y mostró una mueca que pretendía ser
una sonrisa burlona.
—Me presento como culpable del cargo. No eres el único con un poco de
buena suerte.
Le explicó lo mismo que a los demás. Había descubierto la cueva poco
después de la desaparición de Julian; durante la ausencia de Richard, en la
que se suponía estaba buscando respuestas en las entrevistas que realizó a
los tripulantes y pasajeros del barco en la que Julian había viajado. Solo
entró unos pocos metros y desistió de explorar. Al poco tiempo, la olvidó.
Hasta ese día.
—Ahora ya no tienes escapatoria —alegó Julian, interviniendo—. Tus
recursos, por muy amplios que sean, ya no existen.
Richard no dijo nada. No había sobrevivido tanto tiempo sin haber
aprendido uno o dos trucos.
—Debe confesar —Gerald estaba alerta.
—Sí, tío —Sophia abrió la boca por primera vez, compungida—. ¿Por
qué el secuestro? ¿Mataste tú a sir Virgil?
—Necesitamos respuestas —Julian no le quitaba ojo. De todas formas,
ansiaba saber la verdad.
—Respuestas, respuestas, respuestas —Richard no podía evitar burlarse
de ellos. Al fin y al cabo, no estaban al mismo nivel.
A esas alturas no sabía muy bien si debía destapar por fin esa cara oculta
que les había escondido o entretenerles hasta encontrar el momento propicio
para intentar escapar mientras les dejaba un recuerdo de su parte.
Al final valoró la situación como crítica. Si salía de esta, poco importaría
ya que supieran todo lo que había hecho. Ponerlo en voz alta sería una
especie de catarsis. No porque estuviera arrepentido de algo, no, sino
porque por fin sabrían el genio que habían tenido entre ellos y quizás así
serían capaces de apreciar la magnitud de su inteligencia.
—Si no lo haces tú, el magistrado te obligará —Catherine lanzó esa
amenaza que solo sirvió para provocarle hilaridad.
—Mi querida Catherine —utilizó un tono paternalista sabedor de lo
mucho que la ofendería—. Creo que no eres consciente, de hecho, nadie de
vosotros lo es —corrigió—, de lo extraordinario que soy. Un vulgar
magistrado no será capaz de hacerme admitir nada que yo no quiera
confesar.
Julian, más que harto de su prepotencia declaró:
—Quizás ellos no, pero dudo que puedas esconder algo si caes en manos
de los corsarios berberiscos.
Richard sobreentendió la amenaza.
«Eres un iluso si crees que me voy a dejar coger así como así. Antes
muerto».
—Te concedo el punto, sobrino —concedió, en cambio.
—Las explicaciones —Gerald intervino sin dejar lugar a los
miramientos. Estaba harto de tantas tonterías y retrasos.
—Ah, un hombre impaciente.
—¿Qué papel juega sir Virgil en todo esto? —preguntó. Su hermano le
puso una mano en el hombro en un intento de calmarlo—. Por alguna razón
lo habrás matado.
—Me estorbaba —expuso simple y llanamente. Además, había sido la
única forma de deshacerse del profesor después de semanas sospechando de
sus intenciones. Si podía conseguir que lo culparan de la muerte del
baronet, habría matado dos pájaros de un mismo tiro.
Esa frialdad que mostraba era algo que ninguno de los Montague podía
entender. No cuando les había dado tanto.
—¿Por lo de la mina? —apuntó Julian.
—Y por otras tantas cosas. No quisiera aburriros con los detalles.
—Oh, sí, abúrrenos —Gerald intuía que detrás de ese hombre se
escondía algo que los sorprendería por su compleja maldad.
—Si insistís… —hizo una pausa algo melodramática y miró más allá de
ellos, hacia Coth Castle. El lugar en donde había nacido y se había hecho un
hombre. El único lugar que amaba y que jamás le pertenecería.
Siempre había sabido que no ser el primogénito era algo con lo que
tendría que lidiar. No podía quejarse tampoco de haber recibido menos
amor que su hermano Jacob, pues sus padres no escatimaban en nada con
tal de verlos felices. En cuanto al asunto económico sabía que, una vez
faltara su padre, su vida se desenvolvería sin excesos, pero gozando de una
posición que muchos envidiarían. El problema era que jamás tendría lo que
más ansiaba desde su más tierna infancia: el título de conde de Beauford.
Que Coth Castle estuviera vinculado a él de forma inexorable solo añadía
más sal a sus heridas.
Conforme fue creciendo intentó no dejar entrever el resentimiento que
crecía dentro de él por tan injusto destino. Jacob no amaba ese pedazo de
tierra con la misma intensidad ni parecía dispuesto a asumir sus
responsabilidades como heredero. Mientras que él se comportó como un
hijo modelo, su díscolo hermano pasó toda su juventud creando problemas,
jugando, bebiendo y yendo con prostitutas.
—¿De qué estás hablando? —saltó Julian—. No olvides que estás
hablando de mi padre. Él jamás se comportó con otra cosa que no fuera
rectitud y honradez.
—Eso fue después de conocer a Grace, tu madre —explicó contento de
revelar unos hechos que ensuciaban la memoria del antiguo conde—. Antes
de la muerte de tu abuelo, tu padre era considerado lo peor de la sociedad.
Si no hubiera sido heredero, quizás hubiera terminado en unas condiciones
que no te gustaría imaginar.
Richard recordaba cómo entonces se permitía esperar que su padre
desheredara al primogénito y le otorgaba un reconocimiento que se merecía
más que Jacob. No obstante, todo cambió en el momento exacto en que este
conoció y se enamoró de Grace Maison, una fina joven de la alta sociedad
que contaba con la total aprobación de sus progenitores. A partir de ahí, el
cambio de su hermano mayor fue completo y con ello se desvanecían toda
posibilidad de conseguir sus ansiados objetivos.
—Todo esto es muy interesante, pero no responde las preguntas que nos
hacemos —Gerald empezaba a pensar que se estaba inventando la historia
con el propósito de hacerles bajar la guardia.
—Sí, Richard —Catherine lo secundó—. ¿Qué tiene que ver todo esto
con…?
—¡Todo! —exclamó con una furia desconocida en él que los dejó
perplejos—. Todo —dijo ya con más calma. Continuó hablando más para él
mismo que para los que lo estaban escuchando.
Una mañana en la que se presentó de improvisto en la habitación de su
padre para reclamarle, este empezó a alabar al bueno y magnífico hijo
mayor. Olvidado quedaba todo lo malo que había hecho Jacob y la rabia
estuvo a punto de consumirlo. De pronto, las facciones derechas de su padre
empezaron a distorsionarse y este se llevó una mano al corazón. Empezó a
retorcerse mientras estiraba el brazo pidiéndole ayuda, pero él se sentía
como paralizado. Vio cómo intentaba alcanzar la campanilla de aviso a los
sirvientes, pero sin saber por qué, él la alcanzó primero e impidió que la
cogiera. El conde se retorció en el suelo y él puso la campanilla en un cajón.
—Por supuesto, nadie me vio salir de sus aposentos. Así que, cuando lo
encontró un sirviente una hora más tarde, ya no había nada que hacer.
Todos estaban helados.
—¿Te fuiste dejando que tu padre muriera? —la horrorizada pregunta
salió de Sophia.
—Oh, no —meneó la cabeza como si la respuesta fuera obvia—. No me
marché hasta que me cercioré de que ya no respiraba.
Julian observó que nadie quedaba indiferente. Él mismo no daba crédito.
Por su parte, Richard se veía la mar de tranquilo tras esa revelación, como si
hubiera expuesto un pequeño pecadillo.
—Continúa —lo instó. Sospechaba que las sorpresas no acababan ahí.
Quería saberlo todo, hasta la última coma.
Explicó cómo Jacob pasó a ser el nuevo conde y que, después del luto de
rigor, él y Grace contrajeron nupcias.
—Era cuestión de tiempo —explicó—. Antes o después tendrían un
heredero, así que tuve que ideármelas para que yo fuera la única opción en
caso de sucederle una tragedia.
Jacob, haciendo gala de generosidad, invitó a Richard a vivir con ellos en
Coth Castle. Así fue como enamoró a la doncella personal de su cuñada y la
manipuló para que vigilara el momento exacto en que la condesa diera
indicios de estar embarazada.
—Fue muy fácil que esta le echara unas hierbas en el té, encargadas
especialmente para provocar abortos, en cuanto mi querida Sara notaba en
falta la menstruación de Grace.
Después de varios abortos, en mil setecientos ochenta y cinco, sucedió de
nuevo. Apenas estaba de un mes y solo lo sabía la doncella. Un año más
tarde consiguió evitar la catástrofe que sucedió antes de los dos meses de
gestación más o menos. A partir de ahí, se estableció un periodo de dos
años en los que Jacob fue con cuidado de no dejarla embarazada de nuevo.
—Quería tener paciencia, el pobre iluso. No sabía que yo controlaba
cada movimiento.
—Pero nací yo —ese comentario pedía una explicación.
—En efecto. Fuiste concebido poco antes de un viaje al continente. Era
indispensable que lo hiciera. Cuando volví casi cinco meses después, me
dieron la «gran» noticia.
Se peleó con Sara, pues esta debía haberle avisado. A esas alturas, Jacob
vigilaba de forma estricta las comidas, bebidas y descanso de la condesa,
por lo que era muy arriesgado hacer nada. Sara se negó a darle las hierbas y
le amenazó con contarlo todo si la seguía presionando.
—No tuve más remedio, ella me obligó —se excusó.
Incluso así, no imaginaron qué contaría a continuación.
La citó como otras tantas veces en el torreón en ruinas, no muy lejos de
la casa y la mató con una piedra.
—No creo que comprendáis lo que estaba en juego si no lo hacía —
aclaró cuando las mujeres exclamaron al unísono.
Empezó a difundir el rumor de su fuga con un amante, por lo que pocos
la buscaron. Solo Grace se preocupó, pero la llegada del primogénito la hizo
olvidar todo cuanto la rodeaba.
El tiempo pasó. Nació Gregory y después Sophia. Había estado inactivo
demasiado tiempo, por lo que tomó la decisión de actuar de nuevo.
—Decidiste matarme —concluyó Julian siguiendo la lógica del relato.
—¿Por quién me tomas, por un aficionado? En ese momento no tenía
sentido eliminarte. Lo lógico sería que desapareciera primero el actual
conde.
La expectación y el horror descendieron sobre ellos, aturdiéndolos.
—No pudiste —logró articular Julian cuando comprendió—. Los
asaltaron.
—¿Y quién crees que lo preparó todo? —se ufanó—. El escenario, los
títeres… Yo era el que movía los hilos.
Los Montague miraron a ese hombre que hasta hacía tan poco
consideraban como un segundo padre. Acababa de confesar que había
mandado asesinar a sus padres con una frialdad que rebasaba la razón. Solo
Damien y Gerald no lo habían entendido aún.
—¿Qué está diciendo? —exigió saber este último—. ¿A quién asaltó?
—A nuestros padres —la afirmación, proveniente de Gregory fue dada
con una incredulidad y horror que se asemejaba a los demás Montague.
—Por favor —gimió Sophia con la voz rota—. No nos digas eso.
—Bueno, era la mejor opción. ¿O acaso hubieras preferido que fuera
Julian? —semejante pregunta evidenciaba la maldad que había en ese
hombre y la indiferencia con la que los miraba.
—¿Tanto nos odias? —preguntó Julian, incapaz de comprender, de
asimilar.
—¿Odiar? Qué palabra tan extraña —se encogió de hombros—. Por
supuesto que no. Solo sois un obstáculo que debo eliminar para poder
conseguir lo que ansío.
—Esto es demasiado —Catherine se sentía superada por las
circunstancias. No podía evitar derramar unas lágrimas por todos ellos;
engañados de la forma más vil por un desalmado sin corazón.
Richard les contó cómo decidió deshacerse de su hermano poco después
del quinto aniversario de Sophia. Sobornó y pagó para que unos villanos les
sorprendieran en su carruaje de vuelta a casa. Ellos dos y los criados no
fueron rivales para unos astutos y malvados asesinos a sueldo.
—Cuando me comunicaron la noticia me mostré desconsolado y durante
unos años decidí ser prudente. Es una lástima que decidieras casarte.
—¿Fuiste tú, verdad? —Julian preguntaba sobre su intento de asesinato.
—Por supuesto —lo afirmó sin ningún tipo de escrúpulo.
Durante todos esos años se había mantenido al margen. Mientras,
planeaba la muerte del actual conde. Fue él quien se interesó por la mina
primero, pero su sobrino nunca aceptó su ayuda y ni siquiera le agradeció la
información, así que cuando Leonard Hume empezó a estorbar, utilizó su
ingenio para deshacerse también de él. Una noche en la que cenaron juntos
en un club de caballeros aprovechó un despiste de este para verter veneno
de adelfa en su bebida. Sabía que aunque los síntomas fueran diversos, el
veneno causaba arritmia y taquicardia y, estando el viejo enfermo del
corazón, terminaría muriendo pudiendo parecer un simple ataque al
corazón.
Después de eso, volcó su atención en su sobrino, utilizando para ello a
Virgil. Años antes, por pura casualidad, descubrió el gusto de este por los
hombres, especialmente jovencitos, lo cual le valió para chantajearle y
desvincularse del atentado contra Julian; así nadie sería capaz de
relacionarlo. Para ello, dejó todo el trabajo sucio al baronet, el cual contrató
a un tipejo para que se subiera al barco que partía hacia Atenas, lo matara y
lo tirara por la borda.
—Hasta tu repentina y sorpresiva vuelta, creía que había sido un éxito —
añadió Richard—. Pero hasta hace poco no sabía lo inepto que podía llegar
a ser Virgil. Si hubiera hecho las cosas con la eficacia con la que yo trabajo,
en poco tiempo, Gregory sería un juguete en mis manos que acabaría
padeciendo también un terrible y trágico accidente, por lo que el título
recaería en donde siempre debería haber estado: en mi poder.
—¡Maldito! —la voz de Gerald se hizo oír por encima de la rabia de su
propio hermano—. Morirás como un perro por esto —dijo henchido de ira.
Sobre todo, porque él, al contrario que Damien, no había sospechado nada.
Quién sabe qué hubieran conseguido de haber actuado antes. Tal vez Julian
Montague no habría tenido que pasar por toda esa odisea.
—Uuuuh —se mofó—, tiemblo de miedo.
—Tendrías que temernos, «tío» —Julian pronunció la palabra con asco
—, pues no hay nadie aquí que no desee tu pellejo en una bandeja.
—Eres un asesino —Gregory lo odiaba más que a nadie, cuando unos
días atrás lo quería como si fuera su propio padre—. Un maldito asesino.
Sophia, por su parte, parecía haber perdido la capacidad para expresar la
repulsión que le inspiraba ese hombre. Tenía que hacer un enorme esfuerzo
por no vomitar.
—Tantas muertes por un título —Catherine no le encontraba sentido.
Debía de haber algo en él que no funcionaba bien. ¡Cómo no se habían dado
cuenta!
—Mi abuelo, una sirvienta, mis padres —empezó enumerando Julian—,
Hume, sir Virgil, yo y quién sabe cuántos más si no llego a volver. Y no te
arrepientes de nada —solo quería confirmarlo.
—¿Arrepentirme? ¡Vaya gracia! Soy un incomprendido y no espero que
vuestra inteligencia sea equiparable a la mía.
Esperó el momento propicio. Ya se había cansado de tanta palabrería.
Debía infringirles un último golpe, el de gracia. Así siempre le recordarían
como el gran hombre que no lograron vencer. Todo lo que habían
conseguido era debido a la suerte.
Osciló la mirada entre cada uno de ellos. Ya sabía cuál era su objetivo,
pero no quería prevenirlos. Sería cuestión de segundos.
Cuando levantó el arma cargada en dirección a Catherine, se sorprendió
al sentir un dolor agudo en todo su cuerpo. Mientras caía, no comprendió
que esos a los que consideraba inferiores habían presentido su movimiento
y actuado antes que él. Su arma no llegó ni a dispararse siquiera. Cuando su
cuerpo tocó la arena, ya estaba muerto.
Ninguno de los presentes se quedó a observar el cuerpo tumbado en la
playa. Las olas solo le rozaban el cuero cabelludo y la sangre teñía el color
canela de la arena. El magistrado ya se haría cargo de él. Cada uno de ellos
hubiera deseado una muerte menos rápida para ese hombre. No obstante, se
dirigían hacia Coth Castle con la sensación de que por fin se había hecho
justicia.

***

Hacía más de una hora que todos decidieron irse a dormir después de que
las autoridades se hubiesen llevado el cadáver y después de que el médico
que Julian había hecho llamar examinara a su hermana y les asegurara que
había salido ilesa, por lo menos físicamente. Aunque eran altas horas de la
noche, Gerald era incapaz de conciliar el sueño y descansaba sobre la cama
reviviendo una y otra vez, paso por paso, el intento de atrapar a Richard
Montague.
Saber que el asesino de su padre había pagado con su vida por todos sus
pecados, no lo hizo más feliz. Eso sí, sentía que podía cerrar un triste
capítulo de su vida.
Cuando escuchó el golpe en la puerta creyó que sería Damien y que
como él, no podría dormir. Sin embargo, andaba mal encaminado y se
encontró frente a frente con Sophia, que lucía un tanto desamparada. Al
parecer se había daño un baño, ya que su piel todavía olía a jabón y se había
puesto un vestido de color tierra.
Se alegró de verla. Se alegró tanto que a punto estuvo de lanzarse a sus
brazos. Si se detuvo fue por prudencia. Ella había tenido suficientes
sobresaltos y lo que debía hacer era tratar de sanar sus heridas emocionales,
ya que no podía olvidar que su tío había sido una figura importante en su
vida. Hasta la otra noche, Sophia lo quería.
—Te necesito —susurró ella como si se tratara de una plegaria.
Gerald no exigió más. Podía haber alegado cualquier pretexto para
salvaguardar la moral y devolverla a su habitación, pero solo había un
motivo que importaba: él también la necesitaba. Su secuestro le había
valido para darse cuenta de lo muy arraigada que la tenía en el corazón y
que cualquier daño o lesión que le causaran, aunque fuera un simple
rasguño, también se lo infligían a él.
Con un soplido apagó la vela que ella había traído consigo. La tomó en
brazos con delicadeza y la depositó en la cama, acostándose a su lado.
Después tapó a ambos y dejó que su brazo descansara sobre la cintura de
ella.
En unos minutos el cansancio hizo su efecto y se durmieron con la ropa
puesta.
19

—¿No crees que es demasiado pronto para volver?


Tan ensimismada estaba en sus propios pensamientos que no lo oyó
llegar.
Sophia miraba al horizonte con los pensamientos diseminados y con su
corazón carente de emoción. Sin alterarse lo más mínimo, alzó el rostro y lo
miró largamente. Después, esbozó una pequeña sonrisa. La arena estaba
limpia y no había ningún signo que evidenciara el fatal desenlace. En ese
momento sentía como si hubiera pasado un siglo desde el trágico
acontecimiento, aunque la realidad indicaba que solo era el día siguiente.
Había descansado tanto por expreso deseo de todos, que había sentido la
necesidad de estirar las piernas sin compañía, pues ya no había nada que
temer.
Quizás por costumbre o inercia, había terminado en la playa donde se dio
fin a su tío Richard tras sus atroces revelaciones. Era más que triste saber
que un miembro de su familia, una persona a la que quería tanto, no era más
que un ser vil y despreciable. Sin embargo, Sophia decidió ser fuerte y
superarlo. A partir de ese momento, no pensaba dedicarle ni un mísero
pensamiento.
—No voy a dejar de venir a la playa. Es donde de pequeña jugaba con
mis hermanos, es donde empecé a pasear contigo y aquí es donde estuviste
a punto de besarme. Así que ya ves, los buenos recuerdos superan a los
malos.
Gerald se acercó con lentitud, como si temiera espantarla y la tomó de la
mano.
—Damien está a punto de marcharse —anunció en tono lúgubre—. Voy
a ir con él a Laurent Park, a su casa, y me quedaré un tiempo todavía
indefinido.
Sintió cierta conmoción ante aquella noticia. Con aquellas palabras
Gerald daba por finiquitada cualquier esperanza que ella pudiera albergar.
Así de golpe, sin tener ningún tipo de delicadeza. No obstante, tampoco le
pillaba por sorpresa. Haberse enterado de los verdaderos motivos que lo
empujaron a Coth Castle deberían haberle servido para abrir los ojos. Ahora
que su tapadera como profesor había sido descubierta y el asesino de su
padre estaba muerto, no tenía ninguna razón para quedarse. Era una
despedida.
Sintió un terrible dolor en la boca del estómago. Después amargura. ¿Por
qué le hacía eso, por qué la abandonaba? Quiso rogarle que no lo hiciera,
pero el orgullo se lo impidió. ¿De qué le serviría suplicar? Con un esfuerzo
que se antojó titánico, se esforzó en hablar, aunque fuera mínimamente.
—Comprendo —murmuró apenas audible.
—He tenido una larga conversación con tu hermano. Mucho más
agradable de lo que se podía prever. Damien estaba conmigo para tratar de
defenderme si las cosas se torcían. ¿Dónde se ha visto que el hermano
pequeño deba ayudar al mayor? —bromeó.
—Pero se lo agradeces.
—Sí. Piensa que ya es hora de contar la verdad sobre mi nacimiento.
Era una acción arriesgada. Eso significaba que iban a contradecir los
deseos de su padre. Sin embargo, en las últimas horas habían aprendido que
no era bueno guardar secretos. No sería fácil enfrentarse a la sociedad como
un bastardo. Habría muchas familias nobles que lo rechazarían, pero se
enfrentarían a ello juntos. Además, contaban con el apoyo incondicional de
Julian Montague, conde de Beauford.
Era extraño que se hubiera ofrecido a ello, pero tenía sus razones. En
parte se culpaba por la muerte del antiguo barón. Si él no se hubiera
entrometido en aquel negocio de las minas, por lo menos seguiría con vida.
Sophia se alegró de escuchar que su hermano les serviría de apoyo. En
ese sentido no podía estar más orgullosa. Después del secuestro no habían
hablado en profundidad, pero sentía que todo entre ellos se arreglaría. Así
debía ser. Ahora solo tenía a sus hermanos y a su cuñada, por supuesto.
Pronto su tío Richard quedaría en el olvido, así como todas sus
maldades. Si Dios era justo con su familia, Julian y Catherine volverían a
ser el matrimonio de antaño y por esas tierras pronto correrían unos
adorables sobrinitos en los que volcar su amor. Por el momento no tenía
intención de unir su destino a cualquier otro caballero, ya que la herida que
Gerald le había infligido sería difícil de sanar.
—Me alegra —le dijo con sinceridad—. Te mereces una buena vida.
Se encogió de hombros, todavía sin soltar su mano.
—Trato de no hacer planes, pero es difícil no hacerlos cuando nuestros
hermanos están por medio. Creo que entre ambos han planificado hasta el
último detalle.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó ella con sorpresa. No sabía dónde
quería ir a parar.
—Estaré en Laurent Park unas semanas. Eso me facilitará las visitas a
esta casa. Después debo trasladarme a Londres, donde podré disfrutar de los
placeres que ofrece la temporada social. Ya sabes en qué consiste: bailes,
cenas, conciertos… Damien y Julian quieren que me integre en la «buena»
sociedad lo antes posible.
—¿Por qué harían tal cosa? ¿Es que deseas encontrar esposa?
Sintió el corazón en un puño. Había pensado que el apoyo que Julian le
brindaba serviría para conseguir la aceptación en su círculo social, no que
comportaría que el mercado matrimonial estuviera más a su alcance.
—Ese es el punto —admitió—. Estoy listo para casarme —la idea había
llegado sola cuando Julian le preguntó por sus intenciones. Entonces se dio
cuenta de que ya no deseaba otra cosa y que formar una familia era su
prioridad—. Eso, por supuesto, si la dama acepta el hecho de que soy un
bastardo y que nuestros hijos nunca heredarán nada más que el fruto del
trabajo de su padre.
A Sophia se le quedó la boca seca, mas sus ojos empezaron a
humedecerse. No debía llorar ni mostrar su vulnerabilidad. Ella ya había
expresado sus propios sentimientos y al parecer estos habían sido
rechazados. Gerald iba a dejarla para marcharse a Londres a buscar una
esposa adecuada. Ni siquiera pensaba en luchar por ella.
Pensó que para él el esfuerzo no valdría la pena. Eso le demostraba cuán
equivocada estaba y lo tonta que había sido por adjudicarle unos
sentimientos que en realidad no existían.
Se le cayó el alma a los pies.
—Lo aceptará. Será una tonta si no lo hace.
Aunque le dolía profundamente tener que dejarle ir, no pudo evitar seguir
siendo cortés. En su fuero interno sabía que odiaría a esa mujer, ¿pero qué
podía decir? Prefería despedirse en buenos términos y recordar esos meses
en su compañía.
—¿Por qué hablas en tercera persona? —se giró hacia ella y la miró,
ceñudo—. Por supuesto, no tienes ningún tipo de obligación conmigo,
puedes desdecirte cuando desees —no le gustaba la idea, pero había
prometido darle una vía de escape—. Por eso tu hermano piensa que toda
una temporada social sería un buen cortejo. Dice que eso te dará una visión
más amplia de la realidad, aunque se refiere a mí.
El conde le había dado su permiso para pretenderla, junto con unas
normas muy claras: irían siempre bien acompañados, no se sobrepasaría con
ella, no montaría escenas de celos y dejaría que otros hombres se le
acercaran mientras esperaba paciente que ella tomara una decisión en firme
y no sabía cuántas cosas más.
El cambio de actitud de Julian respecto a él era asombroso. Dos días
atrás había querido matarlo y ahora lo aceptaba en su familia. No se trataba
de simples remordimientos. Le confesó que sus últimas experiencias le
habían hecho darse cuenta de que la vida era demasiado corta como para
desperdiciarla tontamente. En lo que a él se refería iba a afrontar el futuro
con plenitud y eso significaba dejar atrás los rencores. Su hermana había
admitido amar a Gerald y él no iba a interponerse.
Una argumentación muy madura. Gerald estaba muy agradecido por ello.
Le daba la oportunidad de estar con ella y eso era cuanto quería.
—¿Cortejo? —la palabra sonó extraña en sus labios—. ¿Hablas de mí?
—¿De quién si no? No veo otra dama por aquí.
—Estoy confundida… —los pensamientos de Sophia parecían
desorganizados y trató de aclararse—. ¿Por qué deseas estar presente para el
comienzo de la temporada social?
Gerald se acercó un poco y la tomó por la cintura. Sus ojos estaban
llenos de amor y ternura, pero al parecer la muchacha no era capaz de darse
cuenta.
—Por ti, lady Sophia. Tras la desaparición de Julian no pudiste ser
presentada, así que cree que te mereces la oportunidad. Sin embargo voy a
acudir como un amigo de la familia, como un admirador que languidece o
vete tú a saber. Lo único que importa es que nos veremos —podrían pasear
por Hyde Park, visitarla en su propia casa y tomar el té con ella con total
aceptación por parte de su familia—. Si al cierre de la temporada tus
sentimientos siguen siendo fuertes, él mismo anunciará la boda.
El corazón de Sophia sonrió, desbordante de alegría. Los deseos de su
hermano parecían de lo más comprensibles y por supuesto que acataría sus
condiciones… o la mayor parte de ellas. ¡Sus sueños iban a verse
cumplidos!
—¿Te permitirá bailar conmigo?
No pudo ser en la víspera de Navidad, pero en primavera las cosas iban a
ser diferentes. Desfilaría frente al público de su brazo y se sentiría orgullosa
por poder captar toda su atención. ¿Julian le daba la oportunidad de
interesarse por otros hombres? ¡Eso jamás sucedería!
—Solo si no te monopolizo.
—¿Y si yo lo deseo?
Él suspiró.
—Cielo, hay tantas cosas que yo deseo hacerte y de las que deberé
refrenarme...
Ella enrojeció ante su intensa mirada. El significado de sus palabras era
más que explícito.
De repente, su rostro se volvió serio.
—Todavía hay algo que me preocupa.
—Lo imaginaba. No podías ponerme las cosas fáciles.
—¡Gerald! —lo riñó cariñosamente—. Puedo perdonarte muchas cosas,
como por ejemplo que me mintieras. Comprendo que para ti no debió ser
fácil tratar de encontrar el culpable del asesinato de tu padre, pero no puedo
perdonarte que ni siquiera me hayas confesado lo mucho que te importo.
—¿No lo he hecho? Qué extraño, en mis sueños no dejaba de decirte
cuánto te quiero. No —se corrigió—, cuánto te amo.
—¿Eso es una declaración?
—Una en toda regla.
—Humm. Espero que durante estos meses aprendas a ser más romántico
—era un punto que debía mejorar—. Y ahora, por favor, bésame.

***

—Necesito hablar contigo —anunció Gregory mientras penetraba en el


despacho del conde.
—¿No puede ser más tarde? —se restregó una mano por el cabello y el
rostro. La barba no tardaría en hacer acto de presencia.
—No.
Julian estaba cansado. La noche anterior había dormido poco y mal, al
igual que la anterior y el cansancio se acumulaba. Se quedó acostado junto a
Catherine y cuando despertó ella ya no estaba.
Se asustó. Se podría pensar que, después de saber que ya nadie intentaría
atentar contra su vida, sería capaz de sentirse relajado y sin tensiones, pero
nada más alejado de la realidad; necesitaba hablar con su esposa de muchas
cosas. No tenerla a su lado lo intranquilizaba. Que los sirvientes le
confirmaran que andaba ajetreada por la casa atemperó lo suficiente su
ánimo como para centrarse en resolver los cabos sueltos.
Había sido una mañana ajetreada.
El magistrado había salido de Coth Castle apenas unas horas antes, y
solo después de tener una larga charla con él. Ese hombre era muy
meticuloso con su trabajo y antes de marcharse había hablado con cada uno
de los que estuvieron presentes en el trágico desenlace de Richard: incluso
les obligó a despertar a Sophia aduciendo que era la persona que más
tiempo había pasado en las horas finales de Richard.
Después de incesantes interrogatorios había concluido que jamás podría
saberse cuál de las pistolas había sido la que había acabado con este. El
magistrado se había dado por satisfecho declarando que los cuatro hombres
habían disparado en defensa propia. No era tan loco como para hacer más;
no cuando dos de ellos ostentaban títulos nobiliarios. Que los otros fueran
los hermanos no los hacía más vulnerables. El misterio, o mejor dicho, los
misterios, por fin estaban resueltos.
En cuanto a Julian, no quedó ahí la cosa. Imperaba una larga
conversación con Gerald respecto a Sophia y no la había postergado.
Damien había intervenido más tarde. Si su hermana accedía, contaban con
su beneplácito. Hubiera deseado algo más ostentoso para ella, pero esta les
había demostrado con creces lo mucho que le importaba el primogénito de
Hume. Había descubierto a la fuerza que la felicidad podía resultar tan
efímera que lo importante era reconocerla a tiempo y disfrutarla mientras se
pudiera.
También, como muy acertadamente había pronosticado su mujer pocos
días atrás, había sido precisa otra conversación con sus suegros para dar
explicaciones y pedir disculpas. Cabía decir que, dadas las circunstancias,
Emery Winthrop había sido benévolo y comprensivo, incluso sabiendo que
había sospechado de su hija.
El tiempo estaba pasando y necesitaba hablar con ella;
desesperadamente.
—Tú dirás —se centró en su hermano, que no lucía su buen aspecto de
siempre.
—Vengo a decirte que me marcho.
Julian lo miró sin saber a qué se refería.
—¿Cuando dices «me marcho», te refieres a dar un paseo, a ver a algún
amigo, a descansar a la capital…? —tanteó. La seriedad de su hermano no
auguraba nada bueno.
—De Coth Castle. De forma definitiva.
—¿Por qué? —atónito, se levantó de la silla y apoyó las manos sobre el
escritorio—. Lo de Richard nos ha afectado a todos.
La mirada de Gregory se oscureció cuando nombró a su tío fallecido.
—No es por él; o al menos, no de forma directa.
—Entonces no lo entiendo —Julian meneaba la cabeza pesaroso. Había
pensado que ya estaba todo arreglado y que vivirían felices como antaño.
—Deberías aceptar mi palabra cuando digo que lo mejor es que me
marche.
—¡Pues no, no lo acepto! —Julian quería entender—. ¡Exijo que me lo
digas!
Tras unos segundos en los que ambos hermanos se midieron con la
mirada, Gregory habló con voz pausada, pero firme.
—Es por ti.
Y con esa sola frase Julian se tambaleó.
—¿Por mí? ¿Cómo…?
Una vez dicho en voz alta, su hermano trató de explicarse.
—No sé cómo explicarlo sin parecer un monstruo —empezó—. No soy
capaz de imaginar por lo que has pasado estos tres años; además, sin saber
quién quería acabar con tu vida. Te juro que trato de comprender y, en cierto
sentido lo hago, pero no puedo concebir la idea de que pensaras que era yo.
¡Yo! —elevó la voz, lo que denotó las emociones que lo dominaban—. Sí,
está bien; en el saco había varias personas más, pero yo soy sangre de tu
sangre (aunque Richard ha demostrado que eso vale poco).
—Gregory, quería pedirte perdón por eso.
—Pero no es suficiente. Antes de esto jamás manifesté interés alguno por
el título. Te demostré de mil y una formas lo mucho que te quería, lo mucho
que te respetaba… ¡Te veneraba!
Julian se sentía impotente para consolarlo. Él mismo se maldecía una y
otra vez por su ceguera y necedad.
—Si intentaras entender…
—Y lo entiendo. Estos últimos días me he preguntado mil veces qué
habría hecho yo en tu lugar, pero el daño ya está hecho… hermano —una
solitaria lágrima asomó sus ojos y rodó mejilla abajo sin que este intentara
esconderla—. Ojalá hubieras confiado en mí —deseó—. Ojalá hubiera sido
lo que esperabas de mí.
—Y lo eres.
—No lo creo. En todo caso, no hubieras querido un hermano del que se
podía dudar —sentenció.
Julian creía que Gregory estaba exagerando las cosas y así se lo dijo.
—Tal vez —continuó—, pero si no he sido el hermano que necesitabas y
sí un sobrino al cual manipular, no soy la persona más conveniente para esta
familia. Necesito pensar.
—¿Pensar en qué? ¿Y Sophia? —esgrimió—. ¿Cómo crees que se lo va
a tomar?
Gregory adujo que Gerald conseguiría consolarla.
—Tanto tú como ella tenéis alguien en quién apoyaros, a quién amar.
—Y tú también. Nos tienes a nosotros. Somos tu familia.
Gregory meneó la cabeza, como si los argumentos que Julian blandía no
fueran a hacer efecto.
—Necesito saber quién soy, qué quiero y qué voy a hacer con el resto de
mi vida. Y eso he de hacerlo lejos. Ya está decidido.
Anunció que, al día siguiente, bien temprano, se marcharía. Prometía dar
señales de vida de tanto en tanto y le pedía su comprensión.
Cuando se quedó solo, Julian volvió a sentarse en la silla, derrotado.
«Cuánto daño has hecho, Richard. Incluso muerto, tu ambición ha
provocado que pierda a mi hermano».
De pronto supo que Catherine era la única con quien podía hablarlo. Ella
le consolaría. Necesitaba tenerla a su lado y decirle tantas cosas…

***

A Catherine no le molestaba el repentino aire que se había levantado. Las


hebras de su pelo le hacían cosquillas en la cara mientras se las apartaba con
la mano.
De pie en una de las torres, miraba con fijeza un punto inexacto de los
riscos que se encontraban más alejados de la casa. Era inevitable recordar
las pasadas cuarenta y ocho horas y estremecerse con ellas. Había estado
muy cerca de perderlo todo.
A la hora del té ya se había despedido de sus padres. Esta vez habían
partido hacia su hogar con algo parecido al alivio, amén de otras emociones
mucho menos agradables. Emery Winthrop no olvidaría lo engañado que
Richard lo había tenido. Se reprochaba no haber sabido ver lo que se
escondía tras la perfecta fachada de ese hombre en el que todos confiaban.
Le había dicho que nunca se perdonaría haberla puesto bajo su cuidado; tan
cerca que podría haberle hecho cualquier cosa. Al menos, ahora, ambos
progenitores se marchaban sabiendo que su esposo no era el loco que
pensaban y con un asesino desaparecido de sus vidas.
—¿Estarás bien? —le había preguntado su madre antes de subirse al
carruaje.
Ella había asentido con su acostumbrada seguridad, pero ahora, en la
soledad de la torre, las dudas la asaltaban. ¿Volverían todo a ser como
antes? ¿Quería que así fuese? Julian era la clave.
La víspera de Navidad hubiera jurado que, con un poco de empeño, las
cosas entre ellos podían llegar a solucionarse, pero con lo acontecido
después, no podía asegurar cómo había afectado a su marido. Pensaba que
dormir juntos y abrazados la noche pasada solo era un acto de necesidad.
Cuando había despertado antes que él, había sentido la imperiosa necesidad
de dejarle espacio; no obstante, el tiempo pasaba y no podía dilatarse más.
—Estás aquí —la voz de Julian la sobresaltó—. Llevo una maldita hora
buscándote por todas partes —su voz reflejaba lo intranquilo que se sentía
por ello.
—No pretendía esconderme —aseguró—. Solo buscaba un lugar en el
que pensar.
Julian asintió, todavía turbado. Si no hubiera sido por la ayuda de la
señora Fellow, hubiera organizado una partida de búsqueda. Así estaban sus
nervios. Se sentó en el borde interno del hueco de las almenas y se dispuso
a explicarle lo que había ido sucediendo ese día.
Catherine se sorprendió y entristeció mucho por la marcha de Gregory,
pero en parte lo entendía. Era mucho para asimilar y se sentía desplazado,
como si ese no fuera su lugar. En lo tocante a Sophia, ya lo sabía. La joven
se lo había comunicado mientras tomaban una taza de té. Se alegraba
mucho por ella; por los dos.
—En cuanto a tu padre… —la miró a los ojos—, tenías razón. Le he
pedido disculpas por haber dudado de él.
—¿Ha sido duro?
Él sabía qué le preguntaba en realidad.
—No, pero hubiera sido preferible para mí que fuera él.
Catherine lo entendía. Aunque fuera duro de asimilar, que el marqués de
Penderton fuera el que intentó acabar con su vida hubiera sido un golpe
mucho menor que a lo que se enfrentaba en esos momentos. Richard había
sido como un segundo padre.
—Lo siento —no había tenido tiempo de decírselo hasta ese momento.
Si a ella le costaba digerirlo, imaginaba lo que estarían sufriendo él y el
resto de los Montague.
—Tú no tienes la culpa. Nadie la tiene —Julian no quería seguir
hablando de ello, tenía cosas mucho más importantes por las que
preocuparse. Cogió la mano de su esposa, que aún estaba de pie delante de
él y la hizo sentarse a su lado, en el amplio hueco entre las almenas.
Percibió su inquietud—. Tenemos que hablar de nosotros.
—Lo sé —afirmó ella en voz queda.
Julian trataba de discernir sus pensamientos; un indicativo sobre si debía
arriesgarse a ser honesto por completo.
«¿Por qué dudo? He de aprovechar el momento».
—Hemos cambiado —empezó diciendo—. Ya no somos las mismas
personas que se casaron ni las que se despidieron un año después. Hemos
soportado más de lo que un matrimonio debería aguantar. Nuestra historia
no narra una pasión desbordante, sino el reencuentro de una mujer y un
hombre que han pasado por situaciones extremas y que, al fin, tienen una
segunda oportunidad para tratar de alcanzar la felicidad. Pero eso no es lo
más importante…
—¿No lo es? —pregunto ella con suavidad.
—No —nunca había estado más seguro de ello—. Lo importante es
determinar los sentimientos que nos unen —carraspeó—. Si nos amamos —
alzó su mano, que no había soltado todavía, y acercó su muñeca para
besarla con devoción.
Catherine cerró los ojos de emoción. Nunca antes, una caricia y un beso
de su esposo habían transgredido las puertas de su alma.
—Julian…
—Te amo, mi adorada esposa —confesó con voz dulce, pero firme—. Te
amo, no por el recuerdo que tengo de ti, sino por la excepcional mujer que
eres ahora: fuerte, decidida, valiente, cálida, cariñosa y mil cosas más que
necesitaré de toda una vida a tu lado para nombrarlas… si me correspondes.
—¿Cómo no voy a amarte? —Catherine se debatía entre reír o llorar de
felicidad. Por fin habían sido dichas las palabras que no sabía si iba a
escuchar. Le acarició la mejilla con la otra mano—. No en vano me resistí a
tu muerte. Siento que eres mi otra mitad.
—Tienes razón. Nunca dejaste de esperarme aunque la realidad indicaba
lo contrario. No te merezco —Julian se sentía agradecido con la vida por
tenerla a su lado. Al final, siempre salía el sol.
—Te equivocas; nos merecemos el uno al otro. Tenemos la oportunidad
de un nuevo comienzo.
Julian sonrió. Su esposa jamás le había parecido tan bella ni tan perfecta.
No había otra para él, solo ella. Por eso, con estudiados movimientos se
levantó para arrodillarse después enfrente.
—Si es un nuevo comienzo, debemos hacerlo así… Catherine Montague,
hija de Emery y Annalice Penderton, ¿quieres casarte conmigo… de nuevo?
Catherine no necesitó responder. Se lanzó a sus brazos para aceptar esa
nueva proposición. Volver a recitar sus votos sería una confirmación de lo
que ya sabía… Esta vez, sería para siempre.

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