Psychology">
Nothing Special   »   [go: up one dir, main page]

Damiano La Angustia PDF

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 24

¿POR QUE QUEREMOS PRESERVAR LA DIMENSION DE LA ANGUSTIA?

¿DE QUE ESTA HECHO UN PARLETRE?


¿Cómo interrogar este modelo milenario?
En primer lugar, llama la atención que en pleno auge de esta concepción en las ciencias neuro ◇
cognitivas la clínica psicoanalítica más actual nos enseñe, cada vez con mayor frecuencia y con
mayor claridad, que no hay una relación entre el cuerpo y el alma dada naturalmente. Ojalá la
hubiera, podríamos decir.
El principal problema clínico del siglo XXI podría formularse de la siguiente manera: ¿cómo hacen
los seres hablantes en este orden de civilización para poder tener un cuerpo? En los términos en que
hemos expuesto el tema, podríamos preguntarnos: ¿cómo hacen los parlêtres para establecer una
relación entre el cuerpo y el alma? Hay algo del sentimiento del cuerpo que se ve cada vez más
afectado en nuestra época y que pone sobre el tapete esta cuestión: ¿cómo es que un cuerpo, o una
parte de él, puede sentirse o no sentirse?
Lacan usó un caso ejemplar, el de James Joyce, que nos puede ayudar a pensar estos problemas en
la clínica. ¿Qué nos enseña este caso? Por un lado, testimonia sobre su experiencia de la separación
del alma de su cuerpo. ¿Cómo puede ser si vienen unidos, soldados, de manera natural?
Joyce tenía dificultades para mantener unidos su cuerpo y su alma. En su texto de 1916, titulado en
castellano Retrato del artista adolescente, narra un episodio de su adolescencia (momento en el cual
pasan cosas con el cuerpo) en el cual unos compañeros de la escuela lo atacan en patota, lo atan a
un alambre de púas y le dan una paliza. Él queda tirado en el piso. Después de lo sucedido, dirá que
no tuvo ningún afecto ni ningún sentimiento o resentimiento hacia esos compañeros.
Para relatar lo que le ocurrió en este episodio, Joyce utiliza la metáfora de que su alma se separó de
su cuerpo como se separa la cáscara de un fruto. Testimonia, también, un especial sentimiento de
asco en esa experiencia, que no quiere que vuelva a ocurrirle nunca más. En la actualidad, este tipo
de episodios son más frecuentes de lo que parece y, cada vez más, observamos en los seres
hablantes la necesidad de recurrir a algún tipo de artificio para poder tener un cuerpo.
Por otro lado, podemos situar el momento exacto en el que Joyce se confronta con la certeza que lo
sostuvo de ser, no un artista, sino El artista, y su cuerpo cobra una nueva consistencia.
Contemplando el Moisés, de Miguel Ángel, en el Vaticano, y en medio de un debate sobre la ley de
evidencias y la ley del testimonio, siente una profunda emoción en su cuerpo y la certeza de que
será artista, mientras su pensamiento, puesto en boca del personaje J. J. Molloy, dice:
Esa marmórea figura helada y terrible música con cuernos de la divina forma humana, ese símbolo
de profética sabiduría, afirma que si algo de lo que la imaginación o la mano del escultor ha labrado
en mármol espiritualmente transfigurado en espiritual transfiguración merece vivir, merece vivir
(Aubert en Lacan, 2006 [1976], p. 179).
Dijimos, en primer lugar, que no hay relación entre el cuerpo y el alma. En segundo lugar, si
tomamos en serio el acontecimiento Freud en la civilización, tenemos que separar del alma el
registro de lo simbólico. Hay una serie de fenómenos que correspondían a ella, pero que Freud hizo
que pasaran a conformar lo que podemos denominar Otro registro. Es decir, la estructura radical del
lenguaje y el pensamiento –llamada sistema inconsciente– es autónoma del alma imaginaria, de la
autoconciencia; es necesario sacarla del psiquismo. Esa dimensión del lenguaje está más allá del
principio del placer.
No es un detalle de Freud a lo que nos estamos refiriendo. Estamos hablando de su descubrimiento
fundante y por el cual pasó a difundirse en la cultura, más allá del psicoanálisis mismo. El
descubrimiento de que el inconsciente es un determinismo e, incluso, un sobre determinismo que
solo puede entenderse en términos de significantes escritos y de relaciones escritas (Verhaltnisse),
pero no en el alma, sino en el cuerpo. Este corte entre el lenguaje y la psiquis es crucial.
Recordarán que en su famoso esquema del peine, Freud ubicaba el inconsciente entre la percepción
y la conciencia. No debajo de la conciencia –como se difundieran sus ideas asociadas a las
categorías de lo más profundo y lo más superficial–, sino entre la percepción y la conciencia. Decía,
además, desde la «Carta 52 a W. Fliess» (1986 [1896]), que no se trataba de un lugar espacial,
anatómico. Para ese entonces, él ya había considerado y abandonado el modelo neuronal. Si tengo
un cuerpo que recibe percepciones, estas llegan o no llegan a mi conciencia después de pasar o de
inscribirse sincrónicamente en lo que él llamó el sistema inconsciente. Allí está el lugar del Otro
donde se constituye el Sujeto.
Entonces, puedo admitir o reprimir o rechazar percepciones de la conciencia, pero eso deja una
marca. Por eso, Freud decía que todo acto psíquico comienza por ser inconsciente y puede o no
devenir consciente; tal es el caso de la vida onírica, de la cual solo una pequeña parte es susceptible
de conciencia. Esto implica que el lenguaje y el pensamiento que le es subsidiario conforman un
registro autónomo, aparte del alma imaginaria: el registro simbólico.
Por lo tanto, este es ahora el punto de partida. Tres registros diferenciados entre sí, que son
autónomos, independientes y que no necesariamente están en relación. El desencadenamiento de
una psicosis, desde esta perspectiva, verifica un desanudamiento de estos registros. Debemos situar,
allí, no solo los clásicos fenómenos elementales –que son elementos diagnósticos correspondientes
a lo simbólico– sino también la descomposición de lo imaginario –regresión tópica al estadio del
espejo, decía Lacan ya en su Seminario 3 (1956) sobre las psicosis– y los fenómenos de irrupción y
de desarreglos de goce en el cuerpo. De lo cual se sigue que un ser hablante, para poder tener un
cuerpo, ha realizado ciertas operaciones que le permitieron anudar esas dimensiones que se
desanudan en un desencadenamiento.
Estos registros son, ahora, tres registros del cuerpo y, en tal sentido, los tres son reales: registro
simbólico (S), que presentamos como lenguaje-inconsciente; registro imaginario (I), que
presentamos como alma-conciencia; y registro real (R), que, hasta aquí, presentamos como cuerpo-
organismo.
A partir de esto, quisiera plantear una única y misma cuestión para esta trinidad:
■ El cuerpo que llamamos simbólico, es otro que el cuerpo organismo-material.
■ El cuerpo que llamamos imaginario, es otro que el cuerpo organismo-material.
■ El cuerpo que llamamos real, es otro que el cuerpo organismo-material.
Buscaré argumentar lo anterior, puesto que resulta muy importante para todos los temas que
abordaremos. Sostenemos una práctica en la cual operamos por vía de la palabra y la escucha; no
intervenimos a nivel del organismo –con inyecciones, medicamentos–, entonces, ¿con qué
operamos? y ¿sobre qué cuerpo operamos?
El cuerpo simbólico
Lo simbólico no es para nosotros una criatura celestial, sino un orden material, es la materialidad
significante, como plantea Miller (2005) en el curso mencionado, es una de las materias de la que
está hecho el parlêtre.
Trabajamos con la noción de que ese Otro de lo simbólico se inscribe en el cuerpo. Es el lenguaje,
la palabra o el significante que se nos mete en la carne, parasitándola y vivificándola. El neuro ◇
cognitivismo le atribuye esa función al cerebro. Sin embargo, el cerebro podría no ser más que una
metáfora de órgano. Así como, metafóricamente, atribuimos ciertos sentimientos al corazón. El
pueblo semita atribuía la inteligencia al corazón.
Para formalizar lo anterior, en un primer momento, Lacan no solo se apoyó en el Curso de
lingüística general (1945), de Ferdinand de Saussure, sino también en los estudios de Román
Jakobson y de Morris Halle, principalmente en su texto Fundamentos del lenguaje (1956). Los
autores habían hecho una demostración sobre la base de un estudio sobre las afasias, que tenían una
lesión orgánica comprobable. Sin embargo, se demostraba que los trastornos en el lenguaje no se
producían de cualquier forma: el lenguaje se descomponía según la forma y las leyes en las que se
había compuesto. Este lenguaje no solo es una operatoria lógica (selección y combinación de
palabras), sino que incluye una retórica, porque produce un efecto de sentido, y por eso son
necesarias las figuras de la metáfora y la metonimia.
A estas leyes, Freud las llamó condensación y desplazamiento, siguiendo un modelo más bien
físico. Esto le permitió demostrar y formalizar un orden de causalidad, que conocemos como
causalidad psíquica, pero que llamaremos, mejor, causalidad significante. Pero esto fue solo el
comienzo para introducir el registro de lo simbólico. A medida que circunscribimos mejor el real al
que nos orientamos, se hará cada vez más manifiesto que el Otro es el cuerpo, que los cuerpos
están atrapados por discursos y que encontrarán en forma de letra escrita su cara más real.
Freud trató esta relación en Tratamiento por el espíritu (1985 [1893-1895]), pero toda su Talking
Cure presupone la relación del lenguaje con el cuerpo, inclusive con la carne.
El cuerpo imaginario
El cuerpo entra en la economía del goce por medio de la imagen del cuerpo, dice Lacan en La
tercera (1974). Nuestro cuerpo imaginario se constituye a partir de un acto, de un acontecimiento,
de un fenómeno libidinal que conocemos como el estadio del espejo, momento en el que se
conforma el yo tal como se nos revela en la experiencia analítica.
Lacan tomó del biólogo holandés Louis Bolk (1866-1930) lo que se conoce como la prematuración
específica de la especie humana. La prematuración es un hecho del organismo, del nivel del cuerpo
orgánico. La especie humana es la que nace más inacabada, la más prematura; en comparación con
otras especies, durante mucho tiempo no puede valerse por sí mismo para nada, porque sus aparatos
esqueléticos, musculatorios, nerviosos, etc., no están listos para la supervivencia. Esto se llamó
también fetalización, en tanto se nace conservando aspectos de la vida fetal. Es por ello que si no se
reciben los cuidados necesarios del Otro no se sobrevive.
Es por la intervención de un fenómeno libidinal, es decir, de goce, que se constituye, se conforma,
se arma ortopédicamente un cuerpo en el niño, a partir de reconocerse en su imagen, de asumir una
identificación imaginaria que se acompaña de un goce que Lacan describe como un jubiloso ajetreo.
El psicólogo alemán Wolfgang Köhler (1887-1967), de la Escuela de la Gestalt, se ocupó de filmar
a muchos niños en el momento exacto en que eso se producía y en sus estudios compara ese
momento con lo que acontece en otra especie como el chimpancé. Desde estos dos saberes
heterogéneos Lacan releyó el narcisismo freudiano.
La clínica actual nos va a mostrar que esa identificación no es natural ni automática, sino que puede
fallar o puede no ocurrir. Por ejemplo, en el caso de algunas formas de autismo en las que,
precisamente, el problema se presenta porque no se ha podido constituir el cuerpo imaginario y, por
lo tanto, no se constituye el objeto en el mundo exterior, ya que es la constitución del yo lo que
produce un clivaje entre interior/exterior. Para remitirnos a una casuística conocida, una excelente
demostración de ello es el caso Dick, que trató Melanie Klein (1930), y que es ampliamente
comentado por Lacan en el Seminario 1 (1954).
Lacan concibió este momento siguiendo un modelo que había tenido un exitoso impacto en los
estudios etológicos, como un caso particular de los efectos formativos que tiene la imagen sobre el
organismo. Un orden de causalidad que va de la imagen (imago) al organismo. Los etólogos de
aquel entonces habían descubierto que ciertas modificaciones en el organismo del animal
acontecían si y solo si este veía a un miembro de su especie. Es decir, no se producían si esa visión
de un congener no ocurría. Fueron llamados fenómenos de identificación homeomórfica y sus
investigadores obtuvieron destacados premios por ello.
En la especie humana se da algo equivalente: la visión del cuerpo propio tiene el mismo efecto
constituyente. La imagen es causa de un efecto, que es anudar lo imaginario a lo real como goce en
el cuerpo. El cuerpo quedará marcado, entonces, por un goce que Freud llamó narcisista. Es la
alegría de tener un cuerpo. Ese goce es identificable con la superficie corporal, con el órgano piel
que contiene los órganos.
Debemos diferenciarlo de cuando el narcisismo lleva a un sujeto a una locura de ser en su Yo,
cuando pretende el reconocimiento universal, la inscripción de su imagen en el Gran Otro para
siempre. Es la rana que quiso ser como el buey, según relata la fábula, y sabemos lo que le ocurrió.
Nos referimos, en ese caso, a la articulación del narcisismo a lo simbólico –allí reina el deseo de
reconocimiento que no se realiza nunca plenamente–, es decir, I/S (imaginario/simbólico), mientras
que lo que estamos precisando es la articulación del narcisismo al goce, es decir I/R
(imaginario/real). El punto a subrayar, ahora, es que el cuerpo imaginario conlleva un goce que se
superpone y que modifica al organismo biológico.
El cuerpo real
En el registro de lo real el cuerpo es goce y el goce es independiente del organismo biológico. Se
apoya en un órgano, pero no se aloja ni es producido por ningún órgano. Freud inventó el concepto
de pulsión para delimitar una materialidad que no es la del organismo. En ese cuerpo de goce desde
la práctica del psicoanálisis se han podido establecer tres modos diferentes: el goce de la pulsión
parcial, el goce llamado fálico y el Otro goce.
El cuerpo de goce es independiente del cuerpo anatómico, por lo que el sexo biológico o anatómico
puede no tener nada que ver con el cuerpo de goce. Sobre el fondo de que, en la especie humana, ni
la biología ni la genética, ni ningún tipo de escritura proveen un programa, ni para la sexuación ni
para la relación entre los sexos. Razones por las cuales tanto el sexo como la elección del partenaire
forman parte de lo que llamamos, en un sentido muy amplio, elección; admitiendo lo que puede
tener de insondable la decisión del parlêtre.
También podríamos ilustrar esta dimensión del cuerpo observando que en las adicciones o
toxicomanías se plantea un problema de goce, una satisfacción del cuerpo que si pudiera reducirse
a un disfuncionamiento cerebral –para el que alcanza con hacer sesiones con láser o tomar un
medicamento–, no representaría el problema que representa en la actualidad para nuestra
civilización, que ha podido caracterizarse con un todos adictos.
Siempre es un exceso de goce que acontece en el cuerpo lo que se presenta como síntoma a tratar,
pero no a nivel de organismo sino a nivel de la sustancia gozante. Nuestra práctica trata de incidir
sobre un modo de goce por la vía de la palabra.
Tener un cuerpo
Primera conclusión: un parlêtre está hecho de tres materias: una imaginaria, una simbólica y una
real. Cada una de ellas constituye una dimensión autónoma e independiente de las otras dos y del
cuerpo como organismo, con su real entendido como biológico material.
Segunda: para poder tener un cuerpo es necesario anudar esas tres consistencias. Tener un cuerpo
debe entenderse, aquí, como opuesto a ser un cuerpo. En el calce de ese anudamiento situamos la
invención lacaniana del objeto a.
De este modo, pasamos de una concepción dualista, cuerpo y alma, a una concepción trialista. La
tendencia actual en el neuro congnitivismo busca pasar de la concepción dualista a una monista: lo
bio integrado en lo psi, lo psi que se integra, en lo social y en lo cultural, y también la naturaleza y
Dios se pueden integrar. Todo integrado.
El inconsciente y el cerebro no tienen nada en común. Cada uno es una disciplina diferente y cada
uno sigue su camino. No hay ninguna intersección entre ambos, ni ningún punto de contacto. O,
como dice Miquel Bassols (2019), tienen en común la nada. Es tan cierto que sin cerebro no se
podría hablar como que sin lenguaje tampoco se podría hacerlo.
Nuestra práctica consiste en introducir modificaciones en el cuerpo con el instrumento de la
palabra. Incluso, en el más allá de la palabra, donde solo puede llegar como razonancia (reson).

UNA VIA DE ACCESO A LO REAL


¿Es necesaria una clínica de la angustia en psicoanálisis?

La clínica de la angustia es diferente a la clínica del síntoma: la angustia no es un síntoma.


Sigmund Freud (1988 [1925-1926]) distinguió tres tipos diferentes de presentaciones para las
formas del sufrimiento humano: la inhibición, el síntoma y la angustia. Esto significa que todos los
conceptos que forjamos y que trabajamos en el abordaje de la clínica del síntoma, y que es lo que
conocemos como el psicoanálisis clásico, los hacemos a un lado como conceptos útiles y válidos
solamente para esa clínica. Podríamos comenzar diciendo, pues, que la angustia no tiene nada que
ver con el síntoma.
En la clínica del síntoma, ubicamos la teoría del significante y su sujeto –el significante representa
al sujeto para otro significante–, el concepto de inconsciente, el de Sujeto Supuesto Saber, las
formaciones del inconsciente, el Complejo de Edipo, las estructuras clínicas –fundamentalmente, la
neurosis histérica y la neurosis obsesiva– y, por el momento, no consideramos la psicosis. Es decir,
hacemos a un lado lo que consideramos el psicoanálisis clásico, lo que conocen hasta aquí como
psicoanálisis y lo que, más allá de los ámbitos específicos de formación, se ha difundido como
psicoanálisis.
Partimos de una manifestación clínica distinta que es la angustia y sus transformaciones. La
angustia está atrapada en la red de los significantes, pero no es un significante. No es significante,
pero está en relación con el significante. «No es articulable, pero está articulada», afirma Jacques
Lacan. La angustia constituye un afecto, no es ni una formación del inconsciente ni un síntoma.
Es en relación con la angustia que Lacan forjó la noción de objeto a, principalmente a lo largo del
Seminario 10 (1964). Se la anota con una escritura algebraica para escribir un elemento que no es
un significante pero que, sin embargo, se incorpora a la estructura. Por el momento, la única
traducción clínica que tiene para nosotros la noción de objeto a es angustia. Ponemos entre
paréntesis todo lo que hayan escuchado al respecto. El objeto a es transfenoménico, al igual que la
categoría de sujeto, y la primera manifestación clínica de su presencia es la angustia.
La pregunta inicial que quisiera plantear quedaría enunciada de la siguiente manera: ¿es necesaria
una clínica de la angustia en psicoanálisis si no tiene nada que ver con el sujeto del inconsciente?
De este modo, podríamos decir que la angustia se medica y que las formaciones del inconsciente se
analizan. Para responder a esta pregunta, la enunciaría del siguiente modo: ¿la angustia tiene alguna
relación con el deseo? Porque, en definitiva, el tratamiento analítico del síntoma tiene por finalidad,
más allá de lo terapéutico, resolver el deseo inconsciente.
Entonces, ¿la angustia plantea o no una cuestión de deseo? ¿Es solamente un pathos, una
manifestación somática de procesos químicos, biológicos, orgánicos, entre otros?, ¿o le plantea al
sujeto una cuestión nueva vinculada al deseo inconsciente pero en un nuevo registro?
La tesis principal de Lacan sobre la angustia es que esta tiene una relación fundamental con el deseo
del Otro. Pero la expresión deseo del Otro, que también forma parte del psicoanálisis clásico,
adquiere un sentido diferente: no es el Otro que desea en mí –el sujeto del inconsciente como Otro
que no es el yo y que es el verdadero sujeto deseante–, sino que se trata del deseo en el Otro, el
deseo que desde el Otro viene hacia mí, y en relación con el cual me convierto en un objeto. En
otras palabras, pasar de la clínica del síntoma a la clínica de la angustia es también deslizarse de la
categoría de sujeto a la categoría de objeto.
Una manera de plantear que la angustia tiene una relación fundamental con el deseo del Otro, es
observar que si partimos de una cierta fenomenología general de la vida cotidiana, cualquier ser
hablante es tanto un sujeto deseante como un objeto deseado. El ser parlante tiene una vida como
sujeto deseante y una vida como objeto deseado (o no deseado), lo cual tiene consecuencias
significativas. El problema de la angustia se plantea, entonces, cuando se pone en cuestión el sujeto
en tanto objeto, como objeto en el deseo del Otro e, incluso, para el deseo del Otro. Es objeto de
deseo, también de amor o de no amor. De allí que la clínica de la angustia plantee una cuestión más
radical respecto del deseo.
La teoría del deseo inconsciente es, ante todo, una teoría del deseo en lo simbólico, articulado al
significante, en la cual el sujeto del inconsciente es el deseante; esto es, desea un objeto que se
constituye, podríamos decir, en el objetivo de su deseo.
Ahora bien, cuando discutimos los problemas de la angustia, lo que discutimos es una teoría del
deseo en el registro de lo real, en la cual el deseo es deseo del Otro, en el Otro; un deseo que parte
del Otro y en relación con el cual soy un objeto.

Desde el punto de vista del objeto que ese deseo persigue, la teoría del sujeto del inconsciente es,
en última instancia, una teoría de la falta de objeto. Es decir, a lo largo de la vida se le presentan
numerosos objetos, pero ninguno de ellos lo colma. Es un deseo insatisfecho. Se trata de una teoría
del deseo histérico que se generaliza en el inconsciente de todos los seres hablantes. Se lo puede
llamar, también, deseo indestructible, como plantea Freud en La interpretación de los sueños (1984
[1900-1901]). Lo indestructible de este deseo reside en que es una falta: siempre se desea otra cosa.
Y es, también, un deseo infinito. Esto se corresponde con la teoría freudiana de la represión
primaria del deseo, un deseo cuyo objeto está perdido, por lo que nunca da con su objeto, un deseo
cuyo objeto falta. Siempre va dando con objetos que terminan siendo ilusorios, no siendo reales.
Nuestra sociedad de consumo es una demostración concluyente. El capitalismo parece haber
entendido que al deseo humano se le pueden ofrecer infinitos objetos (incluso, el mismo objeto con
distintos envoltorios), porque nada lo detendrá.
Cuando pasamos a la teoría del deseo en el registro de lo real –como algo vinculado a un objeto
real–, el signo menos de la falta se convierte en un más y la infinitud se convierte en finitud. Desde
este punto de vista, no son infinitos deseos los que persigue un sujeto en un análisis sino unos pocos
deseos que valen la pena realizar y sostener, la palabra realización adquiere aquí un sentido nuevo.
Para Freud, el deseo simbólico tenía una realización en sueños, lo que sería equivalente a decir que
tendría, también, una realización en palabras. Como decía Lacan, es un wunsch, un anhelo. El deseo
vinculado a lo real de la angustia es, por el contrario, un deseo que debe realizarse en acto.
¿Podría un sujeto sostenerse en un deseo sin insatisfacción? ¿Podría un sujeto sostener tres o cuatro
deseos toda su vida? Esa es la cuestión cuando se indaga la dimensión de la angustia como una
dimensión del deseo. Por esa razón, a pesar de las numerosas cuestiones clínicas, difíciles y
novedosas que trae aparejada la clínica de la angustia, es un campo de fundamental implicación en
psicoanálisis. Si la angustia se terminara considerando una problemática biológica, se amputaría al
ser hablante de una dimensión fundamental del deseo: la transformación de la angustia en un acto
que realiza un deseo y que puede cambiar para siempre la vida de una persona. Hay, aquí, una
dimensión ética crucial de la angustia. En palabras de Lacan: ¿por qué queremos preservar nuestra
angustia?
La dimensión ética de la angustia
En psicoanálisis, la angustia es tan constituyente del ser hablante como el lenguaje. En el género
denominado ciencia ficción (la única ciencia seria, como decía uno de mis maestros, que es ficción
pero es ciencia), encontramos la insistencia de la figura del ser humano robotizado. La idea de un
ser humano que habla al modo de una máquina pero que no padece una vida afectiva, no se
angustia, no ama, no desea, no se emociona. En la actualidad, se están desarrollando los cíborg,2
2 La palabra cíborg, del inglés cyborg (acrónimo de «cyber organism»), significa «organismo
cibernético».

productos de la cibernética que pueden tener un tejido de piel humano, una apariencia humana, y
hasta fingir algún tipo de emoción o de goce, pero que están amputados de una vida afectiva en
todas sus dimensiones. Esto nos da la medida de hasta qué punto puede llevarse el semblante, pero
no es lo real de la angustia.
Pinocho, el cuento clásico infantil, plantea justamente el problema de cómo humanizar a un muñeco
de madera producto de la fabricación artesanal para que se convierta en un ser humano; para que
hable, pero, también, para que tenga emociones y afectos humanos. ¿Qué hace falta para humanizar
un cuerpo que no tiene vida? Hace algunos años, el cineasta Steven Spielberg, en su filme
Inteligencia Artificial (2001), planteó algo similar, pero con un niño que era hijo de la producción
científica; un niño robot que podía hablar, pero que comienza la búsqueda de esa otra cosa que le
faltaba para ser humano. En nuestro enfoque actual, eso es la angustia y sus transformaciones, que
son constituyentes del ser hablante. Debemos admitir que en esa literatura, como en nuestra
civilización, hay también quienes desearían que el ser humano fuera una maquina perfecta; es
decir, que todo este costado de los afectos y de la inhibición síntoma y angustia sea borrado,
eliminado, forcluido.
En nuestra civilización del siglo XXI, la angustia tiene una presencia mayor y eso se resume en una
de las tesis de Lacan en la que describe a nuestra civilización como el ascenso al cenit del cielo
social del objeto a. Esto es equivalente a decir: el ascenso al cenit de la angustia. Y, como veremos
más adelante, del plus de gozar. A causa de las modificaciones acontecidas en el registro simbólico
–la pérdida de un valor simbólico fundamental– la angustia cobra mayor relevancia. A partir de ese
ascenso de la angustia comienza a generarse una nueva sintomatología –trastornos, para la
psiquiatría– que se convierte en una verdadera epidemia: insomnio, ataque de pánico, trastornos de
ansiedad, estrés, desasosiego, depresión, etc. Pero ¿de qué lado las ponemos?, ¿del lado del síntoma
o del lado de la angustia? Es necesario que interroguemos el estatuto de esa angustia clínicamente.
Para la práctica, una primera consecuencia es que si la angustia no es un síntoma, no se trata de
pedir asociación libre, una técnica pensada para las formaciones del inconsciente, el síntoma y su
relación con el inconsciente. En consecuencia, tendremos que replantearnos la posición del analista
y las intervenciones.
¿Cómo se aborda lo real?
El objeto a no tiene una definición ni tampoco muchas, porque no es un elemento significante. No
es una buena manera de abordar lo real preguntarse qué es lo real, o, en este caso, qué es el objeto a,
o qué es la angustia. Es decir, no es una buena manera abordarlo haciendo de él un concepto, a la
manera de la filosofía.
Si tenemos un elemento significante lo definimos en relación con otros significantes, es la lógica del
diccionario; lógica que, sabemos, es infinita. Ahora bien, nuestra apuesta clínica es si llegamos
mediante la palabra a abordar un campo que no es palabra ni tampoco imagen, por eso le llamamos
real. ¿Cómo lo abordamos?, ¿cómo se aborda lo real en psicoanálisis?
No se trata solo de una cuestión de metodología de estudio sino, también, de cómo procedemos
clínicamente. Es decir, hay una afinidad entre el modo de teorizar y el modo de practicar. Es una
teoría de una práctica y lo que debe primar es la práctica. Hay dos cuestiones clave que tenemos que
desarrollar en esta dirección: localización (de la angustia, en este caso), y modo de funcionamiento.
Es decir, localizar un elemento no significante a través del significante y estudiar, ahí, cómo
funciona este operador que llamamos objeto a.
Vamos a avanzar, a continuación, con algunos modos de localizar la angustia. Lacan usa muchos
instrumentos, algunos más teóricos y otros más clínicos. Por ejemplo, una tarea clínica sencilla de
llevar a cabo es localizar la angustia en los historiales clínicos freudianos (Dora, Juanito, el hombre
de las ratas, la joven homosexual). Localizar dónde está y qué sucede con eso en cada caso. Es una
tarea hecha por Lacan en su seminario sobre la angustia.
La localización de la angustia
La primera cuestión, la plantearía con el título del primer capítulo del Seminario 10: «La angustia
en las redes del significante» (1964). En psicoanálisis, la angustia es un afecto al que llegamos a
través del significante, pero no es significante. Hay una pequeña porción de real que está articulado
al él. La red de significantes tiene un casillero que no es significante ni tampoco una falta. Articula
algo real, que llamamos angustia. Otra manera de decirlo es que llegamos a ella a través de la
palabra, y no observando en un laboratorio, o en una cámara Gesell, sujetos angustiados.

No es todo lo real lo que abordamos en psicoanálisis. Más bien, tendemos a creer que lo real nos es
inaccesible. Lo que podemos abordar de lo real es lo que podemos acceder por la vía del
significante; y lo que podemos atrapar de lo real a través del significante son trozos, partes, briznas.
En segundo lugar, Lacan toma el título de la obra de Freud Inhibición, síntoma y angustia (1988
[1925-1926]) y se pregunta: ¿por qué Freud puso juntos esos tres elementos que pueden no tener
ninguna relación uno con el otro? ¿Qué relación tiene la inhibición con el síntoma y con la
angustia? Nos hemos acostumbrado a repetir esa triada de términos, sin preguntarnos por qué
hacemos esa serie. Si son tres cosas heterogéneas, ¿por qué juntarlas? La pregunta de Lacan fue:
¿cuáles son las coordenadas que permiten juntar esos tres elementos? Las coordenadas son tomadas
de la inhibición. Las coordenadas son la función y el obstáculo al funcionamiento, que se
convertirán en movimiento y en dificultad. Pero ¿movimiento y dificultad de qué?
Movimiento se refiere al movimiento del deseo hacia su realización en un goce. Podemos decir,
entonces, que Freud ubica estos tres términos en serie (inhibición, síntoma y angustia) porque
expresan un grado de movimiento y de dificultad en relación con el deseo.
Ahora bien, en cada uno de ellos el movimiento y la dificultad son diferentes.
La inhibición se refiere, inicialmente, a la inhibición de un órgano; es un concepto que nace en el
terreno de la biología, de la medicina. Si tomamos la movilidad de un cuerpo físico, sería el caso,
por ejemplo, de que quiero caminar pero no puedo; fisiológicamente, físicamente, diría que ese
órgano esta inhibido en su función.
Ahora bien, el movimiento y la dificultad no son para nosotros un movimiento y una dificultad del
cuerpo orgánico, sino del deseo. Por lo tanto, el casillero del síntoma se ubica en un punto en el que
ha habido un movimiento mayor del deseo, pero este se ha encontrado con una mayor dificultad en
su realización. En esa lógica, la angustia implica un paso más, supone un mayor movimiento del
deseo: el deseo ha llegado más lejos en cuanto a su realización, está más cerca de su realización,
pero se ha topado con una dificultad mayor.

Ahora bien, lo que resulta interesante cuando ubicamos los términos en ese par de coordenadas
cartesianas, es que contamos con seis posibilidades más para distinguir cuestiones clínicas a partir
de la tres situadas por Freud.
En la línea de la dificultad, tenemos el impedimento y el embarazo.
El impedimento se refiere, en principio, a estar impedido de moverse, en la línea de la inhibición.
Pero se presenta como un progreso porque permite darle una forma a esa parálisis de la siguiente
manera: la palabra impedicare tiene una acepción etimológica que significa «caída en la trampa».
¿Cuál es la trampa? El narcisismo. El sujeto cae en la trampa del narcisismo y por eso no puede
realizar el deseo. Aquí, el narcisismo es una cierta imagen que tengo de mí mismo. La dificultad,
lo que me impide la realización del deseo, es quedarme sosteniendo una cierta imagen de mí mismo.
¿Cómo me voy a ver haciendo eso?
El embarazo, en tanto, se entiende en el sentido de embarrado (de barra no de barro), barra de sujeto
barrado. Implica una situación embarazosa, en la cual la barra «cae» sobre el sujeto. Es un
repentino efecto de división subjetiva que produce, por ejemplo, una profunda caída en la
vergüenza. Una especie de querer desaparecer de esa situación. «Trágame tierra», dirá el saber
popular. Ese pensamiento de querer desaparecer de la situación indica un impulso posible al pasaje
al acto. La situación de embarazo siempre requiere la presencia de un significante excesivo del otro
lado. Por ejemplo, cuando somos descubiertos en una situación haciendo algo prohibido.
Pasemos, ahora, a la línea del movimiento.
Lo que primero aparece allí es la emoción. No se trata de algo muy comentado por Lacan en este
seminario, pero aprovecharemos para situar que en el psicoanálisis las emociones y los afectos son
estudiados como transformaciones de la angustia. Hay una teoría de un afecto único y fundamental,
del cual los otros son transformaciones, algunos de los cuales se volvieron fundamentales en
psicoanálisis como la culpa, la vergüenza y la angustia.
El siguiente casillero, que Lacan llama turbación, se refiere a las situaciones, a los climas que se
suscitan ante la posible caída de un orden (institucional, legal, etc.). La caída de la potencia. Y la
caída de un orden es angustiante. Pensemos, por ejemplo, en el estado de agitación que se genera en
las instituciones carcelarias antes de que se produzca un motín.
Nos quedan dos casilleros sin nombrar, que son, precisamente, los que limitan, los que bordean con
la angustia: el pasaje al acto y el acting out. Si bien los trabajaremos durante las siguientes clases,
adelantaremos que ambos constituyen una transformación de la angustia; mientras en el primero se
trata de arrojarse de la escena, en el segundo se trata de subirse a la escena, dirigiéndola al Otro.
Desde nuestra perspectiva, entonces, la angustia no se refiere solamente al afecto angustioso que
puede sentir un sujeto, sentado en el living de su casa el domingo por la tarde. Se refiere, también, a
sus transformaciones posibles. La clínica de la angustia es una clínica de la acción, de la urgencia,
en la que un sujeto está actuando fuera de sí. Es por eso que no alcanza con hacerlo hablar.
Recuperamos la tradición freudiana que oponía la palabra a la acción: se actúa lo que no se puede
tramitar por la vía de la palabra. Esta clínica nos va a llevar a indagar cuestiones muy importantes
de cierta juntura entre el deseo, el amor y el deseo del analista.
DE LA ANGUSTIA A LA ACCION
Habíamos situado que en la clínica de la angustia se ubican en primer plano dos matemas: Otro
barrado y objeto a, cuya una única traducción clínica, por el momento, es la angustia.
Luego, abordamos una cuestión metodológica respecto del estudio de la angustia, pero también
respecto de otros temas que se incluyen en el registro de lo real. ¿De qué manera se aborda lo real
si por definición no es significante? No hay definición del objeto a, no hay definición de lo real,
sino que se aborda teórica y clínicamente mediante:
■ 1. La localización de la angustia, del objeto a.
Utilizamos para ello dos instrumentos teóricos: localización de la angustia en las redes del
significante y en la serie de la inhibición, el síntoma y la angustia.
■ 2. El modo de funcionamiento.
A continuación, quisiera detenerme en otros dos modos de localización de la angustia.
Ni palabra ni imagen
Jacques Lacan se refirió al objeto a como un objeto resto, como un objeto que resta, que sobra de la
operación del significante, y eso se puede alegorizar con el resto que queda luego de realizar una
operación matemática de división. El análisis se puede alegorizar como una operación de división.
Podríamos decir que el sujeto se cuenta en el otro dividiéndose, ¿cuántas veces se cuenta el sujeto
en el Otro?

Un análisis, en esta metáfora, es el sujeto que en sus vueltas dichas, revisa qué fue en el deseo del
Otro, qué valores adquirió para el deseo del Otro («Yo era la oveja negra», «la preferida de...», «el
que se mandaba todas las cagadas…», «la que estaba siempre en el medio», «el que se hacía cargo
de todo», etc.). Pero esa cuenta no da exacto, nunca da justo, como decíamos cuando hacíamos en
la escuela las operaciones de división. Queda un resto que es absoluto, que no puede ser
nuevamente subsumido en la palabra. Entonces, hay que asumir ese resto y no querer seguir
dividiéndolo. Esto es equivalente al fin de la dialéctica significante. No todo es dialectizable.
Hasta aquí, nos hemos referido a la angustia en su producción a partir de la palabra, pero no
podríamos dejar este tema sin localizarla, también, en relación con el registro de lo imaginario,
puesto que podríamos plantear que si bien el objeto a no es representable por la vía de la palabra sí
podría serlo a través de una imagen.
Si incluimos el registro imaginario, notamos que ese resto tampoco puede integrarse a lo
imaginario. Podría decirse que no todo es especularizable, es decir, que el investimento libidinal de
la propia imagen –que estudiamos en el estadio del espejo– tiene un límite. Hay un resto libidinal
que no es integrable al campo imaginario, que se manifiesta primero como un defecto o como una
mancha que no debe ser visible en el espejo. Siempre hay algo que taparse, algo que arruina nuestra
imagen y que tenemos que ocultar, disimular, como ocurre, generalmente, con los órganos
genitales, que tendemos a ocultarlos.
En algún momento de su seminario, Lacan se refiere al fenómeno óptico llamado miodesopsias,
más vulgarmente conocido como «moscas volantes», pequeñas manchas, puntos o hilos de color
negro que nadan en el campo visual y que si bien cuando uno quiere enfocarlas desaparecen no
pueden eliminarse del campo de la visión. Hasta aquí, podría considerarse a este tipo de fenómenos
como un efecto de la castración en lo imaginario (-φ). Pero podríamos agregar toda una serie de
hechos clínicos vinculados a que cuando aparece la angustia el imaginario humano vacila, caduca,
se rompe, no puede sostenerse; a veces, estalla, se quiebra; a veces, las escenas de nuestra realidad
se deslibidinizan –incluida nuestra imagen corporal– y pierden todo interés.
Usaremos el modelo óptico que le sirvió a Lacan para situar el registro de lo imaginario/real, en su
dependencia y en su articulación con el registro simbólico.
Si dibujamos el modelo óptico, notaremos que en el lugar en el que poníamos las hermosas flores
del jarrón –que en nuestra realidad representan los objetos del deseo– aparecerá la castración (-φ);
o el objeto a, la angustia.

Una magnifica ilustración de esto, y para aprehender algo más en la estructura de la angustia, es esa
inolvidable pieza del psicoanálisis, el sueño «Hombre de los lobos», que le da nombre al historial y
al sujeto mismo del análisis.
El momento decisivo en ese sueño es cuando él dice: »De repente, se abre la ventana…». Ese es un
momento decisivo de irrupción de la angustia y toda la gama constituyente de los fenómenos del
orden de lo siniestro. No debe haber una sola película del género de terror o del suspenso que no
utilice este recurso, una y mil veces. Y siempre es eficaz: una puerta que se abre de repente o que se
abre lentamente con un chirrido para prolongar el momento en el que esa angustia no tiene
fantasma, no tiene imagen en la que soportase, pero algo va a aparecer. Lo que viene después
puede ser más o menos soportable para el sujeto, pero ese momento es único y nos enseña que la
angustia está enmarcada, y eso es lo primero que debiéramos destacar como evidencia. La
condición del armado de cualquier escena de nuestra realidad, y de cualquier escena especular, es
que tienen un marco, como un espejo, un cuadro, una pantalla.
Es en un segundo momento del sueño en el que aparece esa imagen fantasmática fascinante: un
árbol con cinco lobos encima de sus ramas, de los cuales el sujeto destaca la fijeza con que lo
miran. La angustia, ahora, ha cambiado de estatuto, se ha constituido en un objeto que es la mirada;
lo angustiante, ahora, es la mirada de los lobos.
En síntesis, podemos decir que la angustia, y su notación a, no son significantizables, ni tampoco
imaginarizables. Resta, sobra, excede ambos registros.
La angustia actuada en los historiales clínicos freudianos
Abordaremos, ahora, una de las temáticas incluidas en lo que llamamos las transformaciones de la
angustia, que es una manera de estudiar el modo de funcionamiento de esa anotación algebraica
denominada objeto a.
La angustia, en psicoanálisis, no es únicamente un afecto más o menos patógeno que se siente en el
cuerpo y que uno quisiera sacárselo de encima lo antes posible. Es, además, un afecto que tiene
velocísimas transformaciones. Una de ellas es la transformación en acción, otra puede ser la
transformación en goce, así como en otro tipo de afectos.
La angustia transformada en acción admite una clasificación en términos de pasaje al acto, acting
out y acto. Esto tiene un gran valor clínico, tanto en la marcha de un análisis como en situaciones y
en dispositivos de emergencia, de urgencia, de entrevistas; también en dispositivos como guardias
hospitalarias, institutos, cárceles, centros de tratamientos para emergencias; es decir, en lugares
donde, con frecuencia, la acción, el actuar, están puestos en un primer plano. A eso nos referimos,
también, cuando hablamos de violencia, palabra tan utilizada en nuestra época.
Para avanzar, comenzaremos por localizar esta temática en los historiales clínicos freudianos: el
caso Juanito, el caso Dora y el caso llamado la joven homosexual.
El caso Juanito
En el caso Juanito tenemos una transformación de la angustia en miedo. Esto implica una ganancia
para el sujeto, porque localiza la angustia en un objeto, el objeto fóbico, que en este caso es el
caballo, y la angustia pasa a ser nombrada: miedo al caballo. A partir de allí, comenzará a tener
transformaciones significantes y pasará a ser un síntoma, un síntoma fóbico.
En una primera lectura, las coordenadas de la emergencia de la angustia están dadas por la
presentificación del deseo del Otro; en este caso, de la madre. El pequeño Hans hace la dolorosa
experiencia de que el deseo de su madre se dirige más allá de él a otros objetos y cuestiones; por
más esfuerzos que haga en ese sentido, no es él quien colma el deseo del Otro.
Esta coyuntura estructural se repetirá en diversos momentos de la existencia, cada vez que creemos
ser lo que colma al Otro, pero retomaremos este tema cuando abordemos el síntoma fóbico, que
plantea cuestiones de suma actualidad.
Este caso nos sirve para precisar que la angustia, como tal, emerge cuando no sé qué quiere el Otro
de mí, y se vela cuando sé, o cuando creo saber, qué es lo que el Otro quiere.
El caso Dora
En Análisis fragmentario de un caso de histeria (1985 [1901-1905]), Freud presenta el caso clínico
conocido como «Dora». La problemática de angustia, propiamente dicha, está planteada desde el
inicio en la llamada «escena del lago», que es previa a la consulta con Freud.
Cuando Dora, por pedido de su padre, consulta con Freud se encuentra en una situación desesperada
y, por sus conductas, ha conseguido preocupar a toda la familia. El caso Dora no es una novela ni
tampoco es Dora «una histérica de libro»; es una joven que ha llegado en su vida a una encrucijada
tal que amenaza con suicidarse y, dadas las coordenadas de angustia actuada, el riesgo de que lo
consume es perfectamente posible.
Debemos ubicarnos en esa situación –como si ignorásemos cuál fue el desenlace del caso– e
intentar palpar, ante la posibilidad real de riesgo de suicidio, el clima de A barrado en el que
recibiríamos a esa joven. De todo ese historial, esto es lo único que nos interesa ahora: Dora como
objeto de la angustia, no como sujeto histérico. Sus problemas como sujeto histérico vendrán
después, si y solo si se consigue sortear este primer problema clínico.
Hay en esa escena la actuación de un deseo por parte del Sr. K que motiva en Dora un pasaje al
acto. Motiva un pasaje al acto, no un síntoma ni una inhibición. Si bien el golpe es un pasaje al
acto, lo es también la huida, en tanto constituye un modo de arrojarse de la escena. No hay que
asociar únicamente el pasaje al acto con el suicidio o con el asesinato. Una de las formas de pasaje
al acto es el golpe, otra es la huida.
La situación en la que se encuentra la joven es realmente extrema. En Intervención sobre la
transferencia (1951), Lacan señala que Dora «es objeto de un odioso cambalache», ya que, siendo
cómplice de las infidelidades de su padre, es entregada por este al esposo de su amante, a
escondidas de su madre, a modo de intercambio. No parece una situación sencilla de soportar para
una chica de 16 años en el cambalache del siglo XXI, menos aún en la Viena de Freud.
En este mismo caso clínico, la dimensión de acting out se puede situar en un momento posterior en
el que Dora anuncia su suicidio en una carta, que al ser descubierta por sus padres motiva la
consulta con Freud. Observemos que no se suicidó, escribió una carta en la que les hizo saber a los
otros que pensaba en suicidarse. Es decir, muestra, ello muestra, ¿qué muestra? La carta que deja
Dora es un llamado al Otro, es un llamado desesperado y sin palabras al Otro, desde la angustia.
Como vemos, no hay ningún síntoma histérico, es clínica de la angustia.
La clínica de la angustia es una clínica directamente vinculada al A tachado, al lugar donde la
palabra falta, por lo que no hay allí mucho cálculo posible. Esa angustia trata de resolverse por su
transformación en acting out y en pasaje al acto. Eso supone una máxima imprevisibilidad. Por eso
lo ubicamos en el punto de barradura del Otro, donde no hay muchos cálculos posibles.
Cuando podemos leer esa acción como un llamado al Otro, ubicamos la dimensión del acting out,
que tiene un carácter mostrativo y una dirección al Otro. Cuando no hay llamado al Otro, ubicamos
el pasaje al acto, que es sin Otro. Generalmente, el llamado al Otro no está explícitamente dirigido,
procede de un hecho involuntario, de una acción inconsciente, mediante la cual el sujeto muestra
algo, un objeto.
Por lo general, el acting out incluye el armado de una escena, al modo de un teatro, más dramático
que comediante; equivalente a la escena que armamos todo el tiempo en nuestra realidad. El
armado de la escena del mundo es simbólico e imaginario. En esa escena disponemos nuestros yoes,
nuestras imágenes, según una lógica especular. Pero si fuera solamente una escena especular no
habría distinción entre los yoes que están en la escena, en cambio hay una distinción que está dada
por un orden simbólico.
Lo que llamamos angustia está velado en todas nuestras escenas cotidianas. Si determinada escena
se torna para mí angustiante, la escena comienza a desarmarse, a desaparecer; desaparecen las
coordenadas simbólicas e imaginarias de la escena y yo, en mi angustia, por ejemplo, hago un
pasaje al acto por el cual salgo de la habitación, huyo, porque no me soporto en esa escena. El
pasaje al acto implica distintas maneras de arrojarse fuera de la escena. En el acting out, en cambio,
de lo que se trata es de armar una escena. El sujeto arma una escena para intentar subirse, para
sostenerse, y es en esa escena donde se muestra algo. Pero nada de lo que se muestra es importante,
sino el objeto invisible de la angustia.
El caso de la joven homosexual
Un tercer caso que tomaremos como paradigmático para este tema es el de Sidone Csillag,
conocido como «La joven homosexual» que presenta, desde la perspectiva de la angustia, dos
momentos cruciales (Rodríguez Dieguez, 2015).
Un primer momento en que es por el acontecimiento traumático producido por el nacimiento de un
hermano, que esta joven se siente profundamente decepcionada por su padre, y tras él por todos los
hombres, e inicia una relación con una mujer bastante mayor que ella y de una reputación de cocotte
en Viena. Desde el comienzo, esto se hace en una posición que podríamos calificar de desafío al
padre actuado y mostrado. Este momento es leído por Lacan, no en su configuración edípica posible
ni como una elección de objeto homosexual de la joven, sino como un acting out (para ella, el
nacimiento de este hermano pone peligrosamente en cuestión su lugar en el deseo del Otro).
Un segundo momento es cuando la joven, acompañada de su pareja, se encuentra accidentalmente
con su padre en las calles de Viena y este le «lanza una mirada furiosa», que produce en ella un
primer efecto que hemos llamado embarazo, de máxima división subjetiva. Acto seguido, se arroja
fuera de la escena, a las vías del tren. Se deja caer (Niederkomen).
Que haya a c ti n g o u t no quiere decir que no pueda producirse, en cualquier momento, un pasaje
al acto. No se trata de un casillero fijo, sino que la angustia experimenta transformaciones veloces.
De manera repentina, un a c tin g o u t puede convertirse en pasaje al acto, y viceversa.
¿Qué hacer con el problema que implica el acting out, tanto para el sentido común como para la
clínica? Alguien que se forma como analista o como psicólogo clínico, ¿podría llegar a saber un
poco más sobre esos lugares en donde el significante, la palabra, el cálculo, la estructura no llegan?
Dejar caer
Este caso también es privilegiado para estudiar algo inherente a la posición de Freud en tanto
analista. El analista o el psicólogo clínico no es un sujeto acorazado contra la angustia; las
coordenadas de pasaje al acto y de acting out también pueden aparecer de su lado. Por eso es que en
relación con el objeto a estudiamos una dimensión fundamental: el deseo del analista. ¿Qué sería el
deseo del analista para poder sostenerse en esas situaciones sin angustia?
A Lacan no le interesa el acostumbramiento profesional como una manera de protegerse de la
angustia. Por el contrario, en el Seminario 10 elogia los signos de angustia que, muchas veces, se
presentan los «principiantes». Ese signo de angustia se debe a que el analista también se confronta
con la dimensión del deseo del Otro. En el caso de Freud, sabemos que optó por derivar a la joven.
Lacan estudió en detalle ese aspecto, en el que encuentra un punto de angustia en Freud, que este
resuelve derivando a la paciente.
Esta decisión, ¿puede ser leída como un acto o como un pasaje al acto de Freud? ¿Es un «dejar
caer» (Niederkomen) por algo que Freud no soporta? Sus argumentos son que el análisis con él no
iba a prosperar, que la joven iba a hacerle los mismos acting out desafiantes que le hacía al padre,
que de hecho se los estaba haciendo pero de una manera más sutil, y que, seguramente, con una
analista mujer podría llevar mejor adelante el análisis, pero a Lacan estos argumentos le resultan
muy defensivos, los considera excusas elaboradas.
La joven le contaba a Freud que tenía sueños en los que ella se iba a «normalizar», que se iba a
casar con un hombre y que iba a tener hijos. Freud, sin embargo, no le creía; los leía como mentiras
del inconsciente. El problema no era que no le creía a ella, a su yo consciente –por así decirlo– o a
su persona; el problema era que no les creía a sus sueños, lo cual significaba que el inconsciente lo
engañaba, le mentía. Para Freud, eso representaba coordenadas de angustia fundamentales, porque
el inconsciente era para él una garantía de la verdad y, en este caso, sabía que el inconsciente le
mentía, que no podía atenerse a ello. Entonces, que el inconsciente mienta, y tan irónicamente, es
bien leído en un sentido, pero ¿qué hacer?
En medio de la exposición del caso clínico, Freud comienza a defender su teoría del Inconsciente,
sosteniendo que nunca había dicho que el sueño fuera lo mismo que el inconsciente, sino que era la
vía regia de acceso. Lacan señala que eso no relación con lo que está exponiendo sobre el problema
que tiene con su paciente. En este caso, los sueños pueden ser leídos como la mostración de una
escena, como un acting out.
Entonces, este caso nos permite dar un paso importante, nos permite situar el inconsciente en
relación a la angustia, en el sentido siguiente: el inconsciente es algo que puede ser del orden de lo
Verdadero o Falso, reduciéndolo a las categorías lógicas y por lo tanto pueden participar de lo que
consideramos engaño, lo engañoso. Pero esas categorías lógicas hay que diferenciarlas de la Certeza
que es lo que discutimos a nivel de la angustia y del objeto. ¿De dónde surge la certeza? ¿De un
razonamiento lógico al modo de un silogismo? Premisas verdaderas conclusión verdadera… ¿o la
certeza se obtiene de otro registro? Trabajaremos con la hipótesis de que la certeza es algo que el
sujeto le extrae a la angustia, que obtiene de la angustia. Por ejemplo, en el pasaje al acto suicida se
puede tratar de la certeza de que no querer vivir, una certeza que es concluyente.

A diferencia de un pasaje al acto, un acto es la decisión que un sujeto toma en relación con un
momento de angustia de su vida, pero una decisión elaborada, que pasó por un tiempo de
comprender, es también una certeza que se le arranca a la angustia. En el acto, la angustia se
presenta porque este no tiene ninguna garantía en lo simbólico.
En el acting out se trata de una certeza que el sujeto no puede obtener o que tiene que obtener. Para
saber cuál es esta certeza, necesitamos pasar de la descripción de este fenómeno a los motivos por
los cuales un sujeto entra en esta zona. Un acting out se produce cuando un sujeto no tiene la
certeza de tener un lugar en el deseo del Otro. No se trata del lugar que tengo como sujeto sino
como objeto, que siempre está velado. Cuando esto se plantea como cuestión, adopta la forma de
angustia, que es una puesta a prueba del lugar que se tiene en el deseo del Otro. Es decir, lo que yo
soy como objeto está en el campo del Otro. Cuando pongo en cuestión ese lugar, la angustia pasa
para mi lado y se resuelve si logro obtener la certeza de que tengo un lugar en el deseo del Otro. La
certeza no la voy a obtener de un significante ni de un razonamiento, la obtengo de otro lado.
La angustia tiene valores lógicos diferentes. En la acción tiene un valor lógico de certeza. Un acto
implica siempre una certeza en relación con un deseo que el sujeto quiere sostener e, incluso, con el
desacuerdo o en contra del Otro.
En comparación con el pasaje al acto, el acting out nos da más posibilidades de intervención, ya que
hay algún signo de llamado al Otro. Falta la certeza de tener un lugar en el deseo del Otro, pero
puede resolverse si se obtiene esa certeza.
¿Cómo hacer caer al otro en las redes de mi deseo?
Si hubiese una fórmula que permitiera transmitirle al otro la certeza de que tiene un lugar en mi
deseo, y que se quede tranquilo, no se plantearían estos problemas. Pero tal certeza no es
transmisible mediante palabras. Lacan, sin embargo, afirma que hay una fórmula. Sostiene que si
pudiese articular eso el Otro caería en mis redes, porque sería irresistible; si tuviese una especie de
saber-hacer mágico, podría hacer caer en mis redes a quien quisiera. Toca un punto que es quizá
una pasión humana, ser causa del deseo del Otro, entonces algo se realiza en ambos cuando se
produce eso que no tiene palabras.
Lacan propone dos fórmulas. La primera, que es la que usa todo el mundo, podría formularse como
«Te amo, aunque no lo quieras». Esta fórmula del amor más corriente, menos convincente y que
falla con demasiada frecuencia, estaría en la línea del amor entendido como dar lo que se tiene. La
segunda, más orientada en la dirección de que el amor es dar lo que no se tiene, implica poner en
palabras, en una fórmula verbal, algo que no tiene palabras; es decir, algo que «está articulado, pero
no es articulable». Si pudiera expresarse, sería: «Te deseo, aunque no lo sepa». Aquí, la expresión
deseo tiene que pensarse como una juntura entre amor, deseo y goce, intransmisible por la vía del
significante pero sí por la vía del signo, de la comunicación de la angustia.
TE DESEO AUNQUE NO LO SEPA
Más allá del complejo de Edipo
Para avanzar y para precisar un poco más nuestro tema, quisiera plantear la diferencia entre las
coordenadas del objeto en la angustia y del objeto en el Complejo de Edipo. Cuando en este último
se ubica la categoría de objeto, el punto de partida es el niño en tanto objeto de valor fálico para el
deseo de la madre. Esto supone, ser el objeto más preciado para ese deseo. El primer tiempo del
Edipo comienza con la ubicación del niño en esos términos.
A nivel del acting out, lo que llamamos objeto no se trata del niño falo-imaginario, sino que
adquiere un valor que es lógicamente anterior al Complejo de Edipo, por eso lo escribimos con una
notación que no es φ, sino a. El objeto a es lógicamente anterior a la consideración de objeto en
términos de su valor fálico para el deseo del Otro.
Cuando en el acting out nos referimos al lugar que tiene el sujeto en el deseo del Otro en tanto
objeto, estamos designando un estatuto del objeto, más elemental que el objeto entendido en
términos de falo. Esto quiere decir que lo que decíamos del acting out como puesta a prueba del
lugar que el sujeto tiene en el deseo del Otro, no es en términos de objeto deseado, en tanto objeto
que colmaría al Otro, de allí que el acting out se debe presentar como no siendo lo que el otro
espera, no siendo lo que el otro quiere del sujeto. Eso se verifica, por ejemplo, en el caso que
repasamos de Sidone Csillag.
La característica del acting out es estar dirigido al Otro, es un «llamar la atención», un llamado a la
atención del otro; y, frecuentemente, es nombrado de esa manera por los allegados al sujeto: «¿Qué
quiere?» Quiere «llamar la atención». Esa es una buena manera de referirse a lo que estudiamos
como el carácter mostrativo del acting out. Jacques Lacan caracteriza esa actuación como una
«transferencia salvaje» –es decir, como una transferencia que no entró en los rieles del significante–
y para referirse a ello utiliza una imagen muy elocuente: «Cómo hacer entrar al caballo salvaje en el
picadero».
La gran pregunta que se suscita, tanto para quien es destinatario de un acting out como para el/la
analista es, precisamente, qué hacer con el acting out. ¿Qué tipos de intervenciones pueden ser
eficaces para detenerlo y para pasar eso actuado a la palabra? Recordemos que lo que es actuado se
opone estructuralmente a lo que es dicho y, por lo tanto, no puede ser rememorado. Es decir, lo
actuado es algo no que puede ser dicho ni rememorado.
Junto con esa oposición, adquiere su máxima intensidad la pregunta por los poderes de la palabra.
¿Hasta dónde llegan? Por un lado, decimos que el acting out no es un síntoma y que, por lo tanto,
no es interpretable a la manera de un síntoma. Por otro, decimos que tenemos que llegar a intervenir
por vía de la palabra, ya que no tenemos otro instrumento. Es decir, tenemos que llegar con la
palabra a una zona que está más allá de las palabras o que no es palabra misma. ¿Eso es posible?
De la contratransferencia al deseo del analista
En el artículo «Problemas generales del acting out» (1959), Phyllis Greenacre hace una revisión de
lo que se había desarrollado y establecido en el psicoanálisis de la época respecto del acting out. La
autora ofrece una breve enumeración de las intervenciones indicadas en el posfreudismo y las
resume en las siguientes propuestas: 1) interpretar, 2) prohibir y 3) reforzar el yo.
Según lo que hemos estudiado hasta el momento, a estas intervenciones las vamos a abordar, como
las retoma Lacan para avanzar, por la negativa:
■ No interpretar: no hay sujeto que pueda leer una interpretación en el acting out, además, el acting
se hace para ser interpretado. El sujeto se ofrece a la interpretación y lo sabe; por lo tanto, no
responder a la demanda de interpretación es fundamental para dar con el deseo.
■ No prohibir: es que ya se le ha prohibido demasiado. El objeto del que se trata en la actuación
está más allá de la ley, que corresponde al registro de lo simbólico.
■ No reforzar el yo: puesto que reforzarlo es conducir al sujeto a una identificación –imaginaria o
simbólica–, de manera tal que el a quedará intocado. En el registro de la angustia el yo es
impotente. ¿Qué hacer?
El caso Frida
Para desarrollar la cuestión de las intervenciones en relación con el acting out, de acuerdo con una
metodología propia del psicoanálisis, tomaremos un caso paradigmático: el caso Frida, de Margaret
Little.
Little es una psicoanalista posfreudiana de la escuela inglesa que hizo su análisis con Donald
Winnicott. En el artículo de 1957, «La respuesta total del analista a las necesidades de su paciente»,
Little expone el caso de Frida para dar cuenta de su manera de entender la contratransferencia. En la
actualidad, el título nos puede resultar impactante por la terminología –en especial, por los términos
«total» y «necesidades»–, pero el esfuerzo es situar qué busca transmitir.
La contratransferencia es un concepto que en su texto «La dirección de la cura y los principios de su
poder» (1958), Lacan no solo había criticado sino que lo había erradicado de los conceptos del
psicoanálisis; ya que en el dispositivo analítico la transferencia solo tiene que estar en el vector que
va del paciente al analista. Plantear un concepto equivalente e invertido –como si fuese una función
recíproca– resulta problemático porque el analista no está allí como sujeto, o no debería estarlo. Eso
no significa que no puedan pasarle cosas como sujeto, pero no deberían ponerse en juego en el
cumplimiento de su función; se trata de cuestiones para su análisis personal. Lacan no solo critica el
concepto de contratransferencia en la operación del analista, sino que lo aparta de los conceptos
que fundan esta praxis.
Sin embargo, varios años después, Lacan retoma de algunas analistas mujeres las elaboraciones que
se habían realizado del concepto de contratransferencia y las utiliza para elaborar algo nuevo en
psicoanálisis, lo que llamará «deseo del analista». Entre ellas, se ubica Margaret Little.
Frida, su paciente, estaba diagnosticada como borderline, ni neurosis ni psicosis. El tratamiento
llevaba siete años, durante los cuales, según Little, no había pasado nada desde el punto de vista del
progreso de un análisis; aunque había algunos resultados terapéuticos, estos no convencían ni a la
paciente ni a la analista. Los síntomas que presentaba la paciente constituían, principalmente, lo
que Little llamó «un patrón de conductas impulsivas», por lo que en primer plano tenemos la
acción. Entre esas conductas impulsivas estaba la cleptomanía y otras que a veces ponían en riesgo
su vida. Por otro lado, presentaba diversas enfermedades psicosomáticas de la piel. Como
observarán, si se parte de este tipo de fenómenos no es posible arribar a un diagnóstico de estructura
y de tipo clinico (neurosis histérica - neurosis obsesiva).
Frida también planteaba muchos problemas vinculados a sus relaciones de Objeto, en los vínculos
con los otros. Sobre sus hijos, decía que los consideraba «extensiones de su propio cuerpo».
Respecto de su madre, en una relación que podría calificarse de estrago, señalaba que la «explotaba
emocionalmente», torturándola con la culpa. Al padre, en tanto, lo presentaba como una persona
muy abocada a una causa política (vinculada al judaísmo en la Alemania Nazi) que lo absorbía de
manera completa y recordaba algunos chistes que este hacía acerca de su nacimiento: que no
parecía hija suya, que se parecía a otro, que hubiese preferido un varón, etc. Estos episodios,
verbalizados por la paciente, cuentan en su relato como signos de la falta de interés, de la falta de
deseo de los padres ante su llegada al mundo.
La autora sitúa que el problema de que el análisis no funcionara había estado en la transferencia, en
no haber conseguido «que la transferencia fuese real». ¿Qué quiere decir esto?
Little cuenta que todas las interpretaciones eran muy bien recibidas por la paciente, pero no tenían
ninguna consecuencia; ella las usaba, luego, para dar consejos a sus amigas. En el caso de Sidone
Csillag, Lacan hace un comentario similar: por más espectacular que parecía el progreso del análisis
de la paciente, Freud tenía la sensación de que pasaba «como el agua por las plumas de un pato».
Sostenía que el criterio para juzgar si una interpretación había sido eficaz analíticamente, no se
relacionaba con que el paciente dijera que le parecía bien o mal, que la aceptase o la rechazase, sino
que se esperaba que tuviera otro tipo de consecuencias en la cura.
Lo cierto es que con este panorama ambas estaban de acuerdo en interrumpir el tratamiento. Pero,
de pronto, un día Frida llegó a la sesión completamente angustiada, llorando, vestida de negro y en
estado de desesperación. ¿Qué había ocurrido? Había recibido la noticia de que Ilse, una amiga de
la infancia que vivía en Alemania, había muerto. Hacía veinte años que no la veía, y en el
tratamiento la había nombrado muy poco, pero a raíz de esa muerte Frida comenzó a entrar en un
estado extremo de duelo que, poco a poco, se fue complicando, melancolizando. Hablaba todo el
tiempo y con todo el mundo sobre Ilse, iba a todos lados vestida de luto, lloraba todo el tiempo y en
todas partes. Se mostraba siempre angustiada, empapeló su pieza con fotos de Ilse; incluso, empezó
a tener conductas peligrosas que ponían en riesgo su vida, como cruzar la calle sin mirar. Comenzó
a tener insomnio, a no comer. Ese cuadro duró varias semanas, en las cuales la analista interpretó
todo lo pudo interpretar, y todo lo que tenía para interpretar; pero Frida estaba cada vez peor.
A ese punto también lo podemos situar como la emergencia de un punto de angustia de la analista,
porque se queda sin Otro, se enfrenta con un momento de A tachado, con una falta de respuestas
del psicoanálisis a ese punto. Entonces, pensó: «Algo tengo que hacer, se trata de mi paciente». Y lo
que hizo fue expresarle sus sentimientos, su preocupación, le dio el pésame y le dijo que lo
lamentaba mucho. Frida se calmó, se tranquilizó, empezó a llorar la muerte de Ilse calmadamente,
elaboró la pérdida y comenzó a conseguir progresos analíticos que no había alcanzado en los siete
años anteriores. Incluso, logró realizar deseos y proyectos que habían sido para ella imposibles.
¿Un nuevo amor?
Desde el punto de vista de las intervenciones, ¿qué hizo Little? Ella dice que mostró sus
sentimientos, e hizo de eso su teoría y su práctica sobre la contratransferencia. En determinados
momentos de la cura, les decía a sus pacientes lo que sentía, pero no siempre eran sentimientos
positivos, como aparece en este ejemplo, por lo que no debe confundirse con la llamada contención.
Little constataba que esas intervenciones eran muy eficaces para conseguir lo que no se lograba por
la vía clásica de la interpretación.
En el texto que ustedes tienen se presenta una enumeración de cada una de las interpretaciones que
le hizo la analista, son todas las que hubiese podido. No hay que pensar que habría una
interpretación correcta que ella no encontró, sino que no se trata de interpretación. Lacan señala
que, por su estructura de mostración, el acting out «llama a la interpretación»; es decir, se hace para
ser interpretado. Por lo cual, si queremos articular con su deseo no debemos responder a su
demanda.
¿En qué consiste la eficacia del «mostrarle sus sentimientos»? Vamos a decir que Little apeló a
intervenir con Frida a partir de mostrar un signo de deseo. Ese sentimiento del que ella habla lo trae
de la angustia. Transforma esa angustia en una acción que es una interpretación de otro tipo, por
que vale como un «te deseo, aunque no lo sepa». Eso produce una certeza: para Frida, la certeza de
tener un lugar en el deseo del Otro.
Si lo tomamos como ella lo teoriza, como mostrar los sentimientos, ocurre que a veces va a
funcionar y a veces no. Va a funcionar solo cuando para el paciente valga como un signo de deseo.
Asimismo, este caso nos muestra que la interpretación no solo no resuelve el acting out sino que lo
puede agravar, porque el paciente no recibe un signo de deseo. La interpretación en el sentido
clásico se hace, necesariamente, desde el lugar del sujeto supuesto saber y, en ese sentido, el
mostrar los sentimientos ubica al analista en una posición más conveniente.
En la clínica de la angustia, en la transferencia, el analista tiene que pasar del lugar de sujeto
supuesto saber, al lugar de un Otro barrado que muestra un signo de deseo; es decir, el sujeto
supuesto saber no tiene nada que ver en este asunto. El pasaje por la angustia –por la elaboración
del duelo, en el caso Frida–, tiene un efecto renovador en su vida y en sus deseos. Tras el pasaje por
la angustia, por el objeto a, se renueva la causa de su deseo. De allí que se indique que una función
del objeto a es ser causa de deseo.
Otra cuestión que nos enseña este caso, sin mucho forzamiento, es ¿por quién se hace un duelo?
Solo se hace un duelo por aquel que en algún momento fue causa de nuestro deseo y para quien
hemos sido causa del deseo. La importancia que adquiere Ilse se relaciona con que el desalojo que
Frida sintió respecto del deseo de sus padres lo recibió de Ilse. Cuando un sujeto no ha recibido un
lugar claro en el deseo de sus padres, en el deseo del Otro, muchas veces hay un personaje lateral
que cumple esa función, en la cual el sujeto se siente alojado (un personaje más lateral de la familia
central, un tío/a, un abuelo/a o un amigo/a).
Las marcas del abandono, de no haber sido deseado, muchas veces hacen que el sujeto ingrese en
un período de acting out, por eso cuando nadie da en el clavo o con la clave de la respuesta, los
sujetos pueden convertirse en excluidos, en restos sociales, con destinos de marginales. Muchas
veces, un sujeto se empieza a constituir en un resto de la sociedad, cada vez más segregado, porque
no se entiende lo que plantea el acting out o porque no se consigue dar con la fórmula que lo
detenga.
Podemos subrayar el contraste entre dos dimensiones de la transferencia: la transferencia
simbólica, del lado del significante, que llamamos el sujeto supuesto saber, y que se relaciona con el
análisis del síntoma en su relación con el inconsciente; y la transferencia real, que se ubica en
relación con el objeto a, y que funciona como causa de deseo. Cuando está presente la dimensión
del acting out, si no se resuelve no se puede pasar a ningún análisis del inconsciente, del síntoma, y
si ese costado se resuelve no necesariamente pasaremos al análisis del síntoma, habrá sujetos que lo
requieran y otros que no lo consideren necesario.
Desde el punto de vista analítico, con esta intervención Little consiguió, primero, alojar a Frida
como objeto y, luego, ir a buscarla como sujeto.
Una misteriosa juntura
Quisiera comentarles un caso vinculado a una experiencia de trabajo compartida con otros/as
colegas analistas que para algunos quedó como un paradigma. Fue publicado con el título
«Primeras pinceladas» (Beldarain, 2005). Se trataba de una chica de 16 o 17 años que había
recorrido todos los equipos de psiquiatras de la ciudad, todos los institutos de menores y había
pasado por todos los diagnósticos del DSM-IV, por exagerar un poco. En uno de esos momentos de
fracaso del tratamiento, llamaron a una colega para ver si quería tomar a esta paciente. A pesar de
las advertencias de otros/as colegas por lo delicado del caso, ella aceptó la derivación. El psiquiatra
seguiría siendo el mismo y ella podría elegir el equipo con el que seguiría trabajando.
Luego de tres o cuatro meses, no pasaba mucho en el tratamiento y por la situación en la que se
encontraba la paciente crecía la preocupación y la presión por parte de los padres, quienes,
finalmente, sin saber que más hacer, se hartaron y en esa angustia decidieron internarla en una
clínica psiquiátrica de máxima seguridad. La analista los convocó a una entrevista y les manifestó,
enfáticamente, que se oponía a esa decisión, que de ninguna manera iba a permitir que eso
ocurriera, que la chica estaba apostando a este tratamiento y que las cosas iban a mejorar. Los
padres se fueron furiosos de la entrevista y le dijeron a la hija: «Tu analista es la única que se pone
la camiseta por vos». Y eso funcionó para ella como signo de deseo del analista. Luego de esta
intervención, cedieron sus actuaciones y el tratamiento comenzó a avanzar hacia una verdadera
reconstrucción de su vida.
Hay en ese signo una misteriosa juntura entre deseo, amor y goce, que está por fuera de las
funciones de la palabra como tal, pero que, sin embargo, es articulable por la vía de la angustia.
¿Cómo se discierne que se está frente a un acting out y no frente a otra problemática clínica?
En primer lugar, se trata de una clínica de la acción, en oposición a lo hablado. No se trata ni de
una inhibición ni de un síntoma, tampoco, por lo tanto, de diagnosticar una estructura clínica
(psicosis, neurosis) o un tipo clínico (histeria, neurosis obsesiva, fobia). Es una clínica donde lo que
se presenta forma parte de una actuación que proviene de la angustia y esa acción es una acción
mostrativa, llamativa, dirigida, convocante. Entonces, la orientación de trabajo en esta clínica pasa,
precisamente, por tomar en serio las distinciones que hemos realizado.
Muchas veces sucede, en las urgencias, en las emergencias, que un sujeto llega a la sala de un
hospital con un intento de suicidio o que una familia trae a un sujeto angustiado por cosas que
viene haciendo de esta naturaleza –es decir, actuaciones–, y nadie sabe de qué se trata. En esas
situaciones, es importante dejar en un segundo plano el diagnóstico estructural o de tipo clínico y
orientarse, primero, por algo más primario que aparece, que es lo que trabajamos como clínica de la
angustia.
En ese momento, no importa tanto si es histérico, obsesivo, fóbico, porque toda esa sintomatología
no se va a poner en juego hasta que no se resuelva esta problemática. En el caso de Frida, por
ejemplo, podemos hacer ese ejercicio: leer el relato del caso tratando de hacer un diagnóstico con
los términos clínicos que estudiamos en la clínica del síntoma. Es un buen ejercicio, para ver hasta
qué punto resulta o no clasificable. Con estos casos, surgieron categorías como el borderline, que
tienen el mérito de mostrar este problema. Casualmente, este es un caso diagnosticado como
borderline. Algunos de esos casos pueden ser considerados desde este punto de vista, pero no todos.
Si se entiende el punto que circunscribimos, sobre dar un signo de deseo como la interpretación que
puede ser eficaz en relación con el acting out, se puede releer lo que señala Grenacre, de no
interpretar, no prohibir y no reforzar el yo, a la luz de cada caso, porque podemos encontrar
ejemplos en los que una prohibición funcionó para detener el acting out, entendiendo que esa
prohibición, quizá a partir de un enojo del otro –una especie de «basta, esto no lo hacés más»–, es
leída como un signo de deseo y por eso puede ser eficaz. Es decir, a veces una prohibición puede
funcionar para un sujeto como un «¡ah, le importo! Está angustiado por mí». Pero si uno creyera
que la prohibición es lo único que funciona, y empezara a prohibir todo, verificaría, por el
contrario, que no solo no funciona sino que las actuaciones empeoran.
Con el caso de Frida, hemos diferenciado no prohibir, no interpretar, no reforzar el yo, y dar un
signo de deseo; es decir, a lo que remite la idea de «te deseo, aunque no lo sepa». Pero despejado
eso, podemos decir que si bien puede haber prohibiciones que valgan como signo de deseo, en todos
los casos tenemos que encontrar este punto en el cual el/la analista está en otra posición. No está en
una posición de sujeto supuesto saber, está en una posición de Otro barrado que da un signo de
deseo arrancado a la angustia.
Con el segundo caso, nos interesaba incorporar a la clínica de los excluidos de la sociedad, a los
segregados sociales, a los «barderos» contra el otro, considerar también esta posibilidad: que sean
sujetos desalojados del Otro por falta de un deseo que los contenga. Eso se va a poner a prueba –
porque no tiene otra manera de ponerse a prueba– contra el Otro, contra los ideales del Otro, contra
la ley del Otro. Es como si dijera: «Ya sé que si soy lo que el Otro espera de mí me quieren, pero ¿si
soy todo lo contrario?». De allí que el acting out siempre tenga una estructura de puesta a prueba
radical del deseo del Otro, más allá de sus ideales, de sus leyes, de su orden.

También podría gustarte