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Tupac Amaru

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BIBLIOTECA DIGITAL

TEXTOS DE HISTORIA
BREVES HISTORIAS

DE LA ÉPOCA MODERNA AMERICANA

FICHA DEL TEXTO

Número de identificación del texto en clasificación historia: 442


Número del texto en clasificación por autores: 9607
Título del libro: Túpac Amaru
Autor (es): Ramón J. Sender
Editor: Editor digital Titivillus
Registro de propiedad: Dominio público
Año: 1973
País: España
Número total de páginas: 123
Fuente: https://ebiblioteca.org/?/ver/132442
Temática: Breves historias
Para Túpac Amaru, el rey de España era un señor bondadoso que leía con
disgusto los informes de sus virreyes y amaba a los indios, a quienes los
corregidores, los caciques renegados, los dueños de minas, los curas
doctrineros, los hacendados y los repartidores explotaban sin piedad.
En estas líneas resume Ramón J. Sender el sentir del caudillo indígena mucho
antes de que este se rebelara contra la dominación española y su cruel
explotación de la población india por parte de los representantes reales.
De la pertinencia de las novelas históricas de Sender, quizá sea esta Túpac
Amaru la más acabada y persuasiva muestra. Y todo ello servido con la prosa
natural, el rigor documental e intelectual y la sabiduría narrativa de uno de lo
más grandes novelistas españoles del siglo XX.
Ramón J. Sender

Túpac Amaru
ePub r1.0
Titivillus 30.01.2019
Título original: Túpac Amaru
Ramón J. Sender, 1973
Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.0
Antes de comenzar

Un día estaba en mi clase como profesor de UCLA (University of California


in Los Angeles) hablando no recuerdo de qué, cuando una estudiante
mejicana mestiza y bastante bien parecida alzó la voz y con los ojos
iracundos dijo sin venir a cuento:
—Ustedes los españoles explotaron a los indios e hicieron con ellos toda
clase de atrocidades.
Yo le dije:
—Señorita, no fuimos nosotros sino ustedes.
—¿Cómo?
—Mis parientes y los amigos de mi familia estaban en su aldea
trabajando sencilla y honradamente. Fueron los antepasados de usted los
que hicieron todas esas tropelías.
Ella no comprendía e insistía en acusarme con los ojos encarnizados y,
entre las risas de los otros estudiantes divertidos con aquel malentendido, yo
repetía:
—Señorita, el Consejo de Indias desde el siglo XVI legislaba en favor de
los indios y enviaba órdenes y cédulas exigiendo que se les tratara
humanamente, dándoles los mismos derechos que a los colonizadores
españoles.
—¿Dónde están esas órdenes y esas leyes?
—En el Archivo de Indias, en Sevilla. Y muchas de ellas, impresas y
publicadas por historiadores famosos de México y Suramérica.
Naturalmente, usted no tiene tiempo para leerlo todo, pero si le interesa
puede encontrar en la biblioteca de la Universidad toda la información que
desee. Yo le ayudaré con mucho gusto.
—Si lo que dice usted es verdad, ¿cómo sucedieron los desastres y las
crueldades que todo el mundo conoce?
—Ya le digo que la culpa fue de los antepasados de usted: sus abuelos,
sus bisabuelos, sus tatarabuelos. Se negaban a obedecer las leyes que
hacíamos nosotros en España en favor de los indios.
—Eso habría que verlo.
—No puede estar más claro.
Como toda la clase reía (mis argumentos no podían ser más
sencillamente claros y convincentes) ella acabó por comprender y se marchó
airadamente de la clase.
Desde entonces yo quería escribir algo sobre el último Inca, el famoso
Túpac Amaru. No para defender a españoles como el virrey Jáuregui o el
visitador general Areche, que no tienen defensa, sino para restablecer la
verdad. Suprimida la rebelión de Túpac Amaru, el mismo abyecto visitador
real José Antonio de Areche confesaba en una carta al ministro de Indias
José Gálvez: «Los daños que ha sufrido el indio son bien notorios, y si no
fuera extraviarme mucho de lo que pide este informe, lo expondría, y con
rubor acaso habría de confesar tenía mucha culpa la conducta de los que
han merecido la confianza más particular. Al contemplar que los sueldos
señalados a los que sirven al Rey no dan sino escasamente para mantener la
decencia correspondiente, y ver que en pocos años se forman crecidos
caudales, y muchos de quienes no se puede atribuir al frívolo pretexto del
comercio, es preciso confesar que se han adquirido con la violencia, la
extorsión, el dolor, el contrabando y otra infinidad de iniquidades».
Dos años después de la ejecución de Túpac Amaru los corregimientos
fueron suprimidos (base del programa del caudillo inca) y sustituidos por el
régimen de las intendencias, como dice el famoso historiador argentino
Boleslao Lewin.
Y el mismo virrey Jáuregui, que reprimió a sangre y fuego la sublevación
de los indios, escribía a su vez que: «las turbulencias pasadas no nacían de
un solo principio sino de muchos, como el exceso de los repartimientos, las
mitas, los obrajes, las demasías de los diezmeros, las vejaciones de los
cobradores fiscales, la infracción de los privilegios concedidos a los indios,
su dificultad suma en alcanzar justicia, la venerada memoria de los Incas y
la esperanza que en la crédula muchedumbre había despertado Túpac
Amaru».
Yo he creído siempre que, aparte otras razones de orden estético, lírico,
cultural, o de simple entretenimiento y amenidad, la razón que justifica sobre
todo esta tarea de escribir (en nuestros turbios tiempos) es la necesidad de
definir el mal y hacerlo patente en las conciencias de todos. Tal vez así, un
día aprenderemos a atenuarlo ya que no a suprimirlo.
Pero naturalmente con la verdad. Una de las peores raíces del mal está
en la proclamación y divulgación de falsas verdades. Es decir, en la creación
de mitos malignos capaces de confundir las mentes y descarriarnos a todos
en nuestra conducta de cada día. Uno de esos mitos es nuestro idealismo de
colonizadores.
Aparte de todo esto yo tuve siempre una gran simpatía, admiración y
piedad natural por José Gabriel Túpac Amaru que sublevándose creía
cumplir la voluntad de los Consejos de Indias. Ésta, era esa dosis de
ingenuidad y de sencilla nobleza que hay en todos los hombres superiores. O
tal vez esa extraordinaria capacidad de intuición dialéctica que hay en los
grandes genios políticos. En cualquiera de los dos casos, Túpac Amaru está
llamado a ser el mito indigenista de los países americanos de habla
española.
Como dice un refrán quechua: «Nucanquis purinanchis, ñañun
puscananchis», es decir: «El fuerte que llora con el débil (o el que sufre con
nosotros), ése vivirá».

R. J. S.
Prólogo que el lector se puede saltar

Es curioso ver cómo, a dos siglos de distancia, el movimiento de rebeldía de


Túpac Amaru se reproduce en otros países sudamericanos con la misma
confusión de matices doctrinales, y de conducta, que caracterizaron en 1780
el levantamiento del famoso José Gabriel I, Inca por la gracia de Dios, Rey
del Perú, de Santa Fe, Quito, Chile, Buenos Aires y continentes de los mares
del Sur.
¿Son los tupamaros uruguayos comunistas, fascistas, «nueva izquierda»,
anarquistas o de tendencias fascistoides? ¿Son aristócratas o plebeyos? ¿Qué
clase de gobierno preconizan? Preguntas parecidas se hacían también al
principio los que vivieron en tiempos de Túpac Amaru y fueron testigos o
partícipes de su sublevación. Aunque decían comuneros en lugar de
comunistas. Al principio Túpac Amaru, indio puro descendiente de los Incas
del Cuzco, decía alzarse en nombre del rey Carlos III, de quien había recibido
por medio de cédulas reales encargo de suprimir los repartos, las mitas y los
empleos de corregidor. Los repartos eran la obligación que se imponía a los
indígenas de comprar, a precios oficiales, los productos que llegaban de
España (les hicieran falta o no), las mitas eran las levas obligatorias para
trabajar en las minas, especialmente en las de plata del cerro de Potosí, y en
cuanto a los corregidores ejercían la justicia, vendiendo la impunidad y la
libertad al mejor postor.
Túpac Amaru era hombre seco y musculado, de color cobrizo, de media
edad, cacique de Tungasuca, en el altiplano. Consciente de su nobleza de
sangre, vestía como gran señor al estilo europeo: calzas negras de terciopelo
y chupa del mismo color con encajes. Zapato negro de hebilla de plata y
tricornio, según la moda de la época.
A otro cacique indio le escribe en los primeros días del levantamiento en
los siguientes términos: «Tengo orden superior para extinguir corregidores, lo
que comunico á Vd. para que haga lo mismo que yo. Se impondrá Vd. de la
copia qué va adjunta, y en virtud publique Vd. personalmente en forma de
bando, en todos los pueblos, y plante horcas para todos los renitentes (sic).
Hecha esta diligencia, en voz del Rey, nuestro Señor, convoque Vd. toda la
provincia y los que fuesen necesarios, y habiéndolo preso al corregidor
presente, como al pasado, pondrá Vd. sus bienes en buena guardia y custodia.
»Esta orden no es contra Dios, ni contra el Rey, sino contra las malas
administraciones. Deseo que Dios guarde la vida de usted muchos años. —
Tungasuca, noviembre 15 de 1780. Besa las manos de Vd. su más amante
primo. — José Gabriel Túpac Amaru».
Al mismo tiempo, Túpac Amaru enviaba copia del edicto de sublevación
para que fuera fijado en los pueblos de todas las provincias y en los atrios de
las iglesias, de modo que nadie pudiera alegar ignorancia. Ese edicto iba
dirigido a los indios principalmente, y decía así:
«Por cuanto el Rey me tiene ordenado proceda extraordinariamente
contra varios corregidores y sus tenientes, por legítimas causas que ahora se
reservan; y hallándose comprendido en la real orden el corregidor de esa
provincia y su teniente general, y no pudiendo yo practicar las diligencias que
el caso exige, por tener otras á la vista que piden mi física asistencia para su
remedio, para que tenga el efecto debido la real orden subrogo en mi lugar al
Gobernador D. Bernardo Sucacagua, quien inmediatamente prenderá con
mayor cautela al corregidor y su teniente, convocando para el fin la
soldadesca é indios de dicha provincia, manteniendo a los reos en la más
segura prisión con guardias de vista, negándoles toda comunicación, hasta
que determine otra cosa: haciendo inventarios legales de todos los bienes y
papeles que se les encontrasen, sin reserva de cosa alguna, de lo que se me
dará la más segura noticia. Pues todos estos bienes corresponden al real
patrimonio y buena administración de justicia, para resarcir por este medio
los agravios que los indios y otros individuos han sufrido hasta el día. Fecho
en el pueblo de Tungasuca, á 15 de noviembre de 1780».
Al dirigirse a los criollos cambiaba de acento y de argumentación, pero ni
con unos ni con otros tomaba aires —todavía— separatistas. Eso llegó más
tarde, pensando quizás atraerse de ese modo la ayuda de Inglaterra que estaba
en guerra con la corona española.
El edicto separatista del cual hallaron una copia en los bolsillos de Túpac
Amaru cuando lo detuvieron y arrestaron un año más tarde, tenía un acento
diferente. Decía:
Bando de Túpac Amaru publicado en Silos
«Don José Gabriel I, por la gracia de Dios, Inca, Rey del Perú, de Santa
Fe, Quito, Chile, Buenos Aires y continente de los mares del Sur, Señor de
los Césares y Amazonas, con dominio en el gran Paitití, comisionado y
distribuidor de la piedad divina, por el erario sin par.
»Por cuanto es acordado por mi Consejo, en junta prolija, por repetidas
ocasiones, ya secretas y ya públicas, que los Reyes de Castilla han tenido
usurpada la corona y los dominios de mis gentes cerca de tres siglos,
presionándome los vasallos con insoportables gabelas y tributos, sisas,
lanzas, aduanas, alcabalas, estancos, contratos, diezmos, quintos, virreyes,
audiencias, corregidores y demás ministros, todos iguales en la tiranía,
vendiendo la justicia en almoneda, con los Escribanos de esta fe, a quien más
puja y a quien más da, entrando en esto los empleados eclesiásticos y
seculares del Reino, quitando vidas a sólo los que no pudieron ó no supieron
robar, todo digno del más severo reparo.
»Por tanto, y por los justos clamores, que con generalidad han llegado al
Cielo, en el nombre de Dios Todopoderoso, mando que ninguna de las
órdenes se obedezca en cosa alguna á los ministros europeos intrusos, y sólo
se deberá todo respeto al sacerdocio, pagándole el diezmo y la primicia
inmediatamente, como se da a Dios, y el tributo y quintos a este su Rey y
Señor natural, con la moderación debida, y para el más pronto remedio, y
guarda de todo lo susodicho, mando se reitere y publique la jura hecha de mi
real corona, en todas las ciudades, villas y lugares de mis dominios, dándonos
parte con toda brevedad de los vasallos prontos y fieles, para el premio, é
igual de los que se revelaren, para la pena que le compete, remitiéndonos la
jura hecha».
Pero como digo, esta decisión de alzarse con la corona de los incas no fue
tomada desde el principio, y no fue cosa fácil. Los indios de Túpac Amaru no
tenían armas (les estaba prohibido a los indios adquirirlas). Los soldados del
virreinato no eran nunca indios y, hasta a los mestizos, se les ponían
dificultades para entrar en el ejército y se les exigía garantías para tener el
derecho a ir armados. Túpac Amaru comprendía estas dificultades y trataba
de adquirir armas de los ingleses, que en guerra con España se suponía que
tendrían una disposición cooperadora con Túpac Amaru. Pero los ingleses
tenían también su problema en las colonias americanas del norte, y no
estaban dispuestos a favorecer las corrientes liberadoras en parte alguna del
continente. Al menos por el momento y por aquello de las barbas del vecino.
Así, pues, el héroe de quien los ya famosos tupamaros uruguayos
tomaron su nombre, no se sublevó el 4 de noviembre de 1780, precisamente
contra España, cuyas leyes de Indias eran comprensivas y humanitarias, sino
más bien contra los criollos radicados en Sudamérica, quienes trataban de
mantener un régimen feudal, que implantaron los conquistadores y que en
España apenas si había tenido vigencia. Los municipios y los cabildos apenas
si podían cohonestar la tendencia feudaloide. No es que yo trate de defender
la monarquía española de aquellos tiempos, aunque Carlos III fue un rey con
la noble obsesión de las libertades populares y con mejor suerte pudo haber
llevado a cabo la revolución democrática que Inglaterra había hecho tiempos
atrás con Cromwell, pero la verdad histórica tiene en la América de habla
hispana absurdos e incongruencias que vistos desde Europa parecen
imposibles y que frecuentemente van contra toda lógica política. Éste es el
caso.
José Gabriel Túpac Amaru quiso acabar con el feudalismo que
implantaron los conquistadores (feudalismo, de base teutónica y francesa),
precisamente en nombre del rey Carlos III y haciendo uso público de sus
doctrinas y de sus leyes. Más tarde cambió de idea por razones que eran para
él de vida o muerte.
Las crónicas de la época y los documentos oficiales están llenos de
testimonios. De tal manera Túpac Amaru había convencido a la mayoría de
las gentes de su cacicazgo y de otros muchos de que actuaba en nombre del
Rey liberal, que los curas de las parroquias lo recibían ya bajo palio y con
honores reales. Algunos historiadores dicen que Túpac Amaru trató así de
sembrar el desconcierto entre las autoridaes de la colonia y debilitar su
unidad, lo que habría sido de una eficacia maquiavélica, pero hay muchos
indicios de que el jefe rebelde actuaba de buena fe. Esos indicios se
encuentran no sólo en Bolivia y Perú, sino también en documentos escritos
por el Rey y sellados con su firma.
Un cura de su cacicazgo que no quería someterse (o bien un doctrinero
como los llamaban los indios) escribió a Túpac Amaru una carta negándole
derechos y atributos superiores a los de cacique de Tungasuca y el jefe inca le
respondió en los siguientes términos, según Pedro de Ángelis en «Mártires y
heroínas»:
«Sr. D. Gregorio Mariano Sánchez: Mui Sr. Mío: Recibí la de Vd., é
impuesto de su contenido, digo: Que ni el tiempo ni mis ocupaciones me
permiten contestar á Vd. menudamente, como las provocativas expresiones
de Vd. merecían; y haciéndolo sucintamente, impongo a Vd. que respecto de
ser yo persona lega, como me denomina, mal pudiera precisar á ningún
doctrinero que me reciba con capa de coro, cruz alta y palio: pues con estas
ceremonias nada adelanto, ni las necesito. Puede Vd., como tan escrupuloso
informarse de los demás del tránsito, quienes aun sin repugnancia alguna lo
han hecho, de lo que no me podrá culpar nadie. Podía Vd. haber omitido su
prevención, así de lo de arriba, como de los ganados, porque aunque soy un
pobre rústico, no necesito de las luces de Vd. para desempeñar mis
obligaciones; y así aplíqueselas Vd. para llenar mejor los deberes de su
ministerio, no teniendo el trabajo por medio de los indios de recibirme con
iguales circunstancias y términos que los demás: pero si quiere hacerlo, hará
como ellos.
»Por las expresiones de Vd. llego a penetrar tiene mucho sentimiento de
los ladrones de los corregidores, quienes sin temor de Dios inferían
insoportables trabajos á los indios, con sus indebidos repartos, robándoles
con sus manos largas, á cuya danza no dejan de concurrir algunos de los Sres.
Doctrineros, los que serán extrañados de sus empleos como ladrones, y
entonces conocerán mi poderío, y verán si tengo facultad para hacerlo.
»Queda Vd. respondido por ahora, y con Dios, á quien pido guarde su
vida muchos años. —Cocotoy y noviembre 12 de 1780».
Pero otros muchos curas, e incluso algún obispo (que se vio en
dificultades más tarde para disculparse o exculparse), acataron desde el
principio al caudillo Inca.
Fue Túpac Amaru un hombre digno de la leyenda que dejó atrás y que
está todavía en pie, hasta el extremo de que se hace de su nombre un mito de
rebeldía e independencia útil aún en nuestros tiempos tan diferentes de los
que vivió el gran peruano. «De él dice Boleslao Lewin, el historiógrafo que
ha penetrado más profundamente en el siglo XVIII sudamericano: “Desde el
punto de vista personal, Túpac Amaru inspira, generalmente, simpatía a sus
coetáneos y aun a sus enemigos”; éste es un fenómeno digno de atención, por
tratarse de un jefe rebelde de capas populares muy humildes. En la historia se
conocen pocos casos de esta naturaleza. Y si hoy algunos caudillos rebeldes
populares son exaltados, sucede esto por razones políticas y después de
arduas luchas reivindicatorías. El caso de Túpac Amaru es distinto, por lo
menos bajo un aspecto: ya en la época, la sublevación encabezada por él no
hallaba, en el terreno ideológico, la resistencia que se podría esperar. Lo que
es prueba de un grado muy avanzado de descomposición del régimen
imperante, incapaz de una defensa vigorosa en el campo de las ideas. Por ello
—como siempre en regímenes caducos— la represión fue tan cruel, tan
despiadada. Vistas las cosas desde este ángulo no deja de ser muy
sintomático que en lo que podríamos llamar tradición folklórica Túpac
Amaru no figura, por lo general, como símbolo de bestialidad, hecho tan
frecuente en el caso de otros caudillos rebeldes que lucharon por causas no
menos nobles y justas y que, sin embargo, sirven, incluso, para horrorizar a
los niños. Su nombre se convirtió en el símbolo por excelencia de rebeldía
contra el régimen español y aun de rebeldía americana en general. Cuando el
famoso oidor chuquisaqueño Juan José de Segovia, destacaba la lealtad de los
criollos a la corona española, comparaba a Túpac Amaru con Cromwell, para
los hispanos, y en 1780, símbolo cabal de rebeldía y herejía. Un par de lustros
después, otro americano conservador, Manuel del Campo y Rivas,
parangonaba a Túpac Amaru con Robespierre… En otras ocasiones, cuando
el español quería motejar en forma despectiva, a su juicio, el gaucho díscolo e
insubordinable lo llamaba tupamaro; cuando Linier acusaba a Elío —
intransigente gobernador de Montevideo— de obrar en contra de los intereses
de la monarquía española, afirmaba que su nombre correría a la par del de
Tupamaro; y pocos años después los patriotas de esta región eran llamados
tupamaros; cuando Ambrosio Funes echaba denuestos sobre la cabeza de
cierta persona, se expresaba acerca de ella: “Él sale ahora bien en España por
una razón análoga por la cual saldrá bien en América Túpac Amaru”; cuando
fray Servando Teresa de Mier justificaba la causa de la independencia
mexicana invocaba el nombre de Túpac Amaru. También San Martín, como
es sabido, cuando se dirigió a los indios solicitando su colaboración en la
magna empresa liberadora invocó el nombre de Túpac Amaru y cuando
Cornelio Saavedra —como Ignacio Núñez y Saturnino Gómez Peña—
enumeró en su Memoria las tentativas precursoras de la emancipación
americana, se refirió en primer término a Túpac Amaru».
Decía al principio que la confusión en torno a los tupamaros uruguayos,
en cuanto a su doctrina política y social, recuerda la misma confusión
(teniendo en cuenta la diferencia de períodos históricos) en torno a Túpac
Amaru. Esa exactitud en la coincidencia de matices y circunstancias revela
una vez lo genuino de la influencia del mito del rebelde inca. De esa
confusión no se libró el mismo Alejandro von Humboldt, quien dice en su
«Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Mundo» (Caracas, 1941):
«Túpac Amaru “Era hijo del cacique de Tungasuca, (sic) pueblo de la
provincia de Titzta, ó más bien hijo de la muger del Cacique; porque parece
cierto que el tal inca es mestizo, y que su verdadero padre era un fraile”. En
otra parte, Humboldt —dice Boleslao Lewin— evidentemente confundiendo
los nombres de los caudillos indígenas, habla de un Andrés Condorcanqui
(que no existió, sino Andrés Noguera o Mendagure, precisamente éste, según
los cronistas, fue hijo de un fraile y de una hermana del Inca), bajo cuya
influencia José Gabriel Túpac Amaru “mudó de proyectos. Un movimiento
hacia la independencia se convirtió en una guerra cruel entre las castas”»…
Todo eso es absurdo. Parece que el gran Humboldt sólo acertó al definir y
clasificar la flora. Túpac Amaru era indio por los cuatro costados, hablaba
quechua y aymará, hablaba y escribía español (lo aprendió en el colegio de
jesuitas del Cuzco hoy dedicado a Universidad) y también llegó a dominar el
latín. Para la escala de valores de la época Túpac Amaru era un hombre culto.
Él mismo debió sufrir los mismos estados de confusión que suscitó a su
alrededor. Los que se pasan de listos dicen que aquella confusión la creaba el
caudillo deliberadamente para atraerse a las distintas capas de población que
no estaban de acuerdo entre sí ni mucho menos. Por un lado los españoles,
casi siempre con autoridad real delegada, por otro los sacerdotes y obispos,
luego los criollos, hijos de españoles nacidos en tierra americana, todavía los
mestizos y los zambos además de los «cabras», hijos de negro e india, y
finalmente los indios, entre los cuales había partidarios de la corona española,
esclavos oprimidos y hombres libres que generalmente no hablaban sino
quechua o aymará o guaraní (estos últimos en las riberas del Paraguay).
En todo caso, dentro del ambiente del imperio español había entonces la
misma confusión y no es extraño. Carlos III, un rey liberal, tenía que tolerar
la inquisición. Sus ministros debían congraciarse con los criollos que
frecuentemente los odiaban. Así se da el caso de que Carlos III daba órdenes
en relación con la «mita» y los «repartos» que no se cumplían nunca y que
algunos virreyes se guardaban de publicar.
Yo creo que la decisión de Túpac Amaru de proclamarse rey inca fue en
busca del apoyo de Inglaterra, a quien pidieron armas. Pero las consecuencias
fueron nulas. No lograron un solo rifle ni una libra de pólvora.
La esperanza en la ayuda inglesa estaba bastante generalizada. Entre los
papeles del doctor Alberto Tauro del Pino, catedrático de San Marcos,
figuran estas quintillas que al parecer se fijaron en los templos de Arequipa
durante la sublevación. Las dos primeras exaltan a Inglaterra y la tercera
increpa a España. Dicen así:

Na-ves mil en su ensena-da


na-ción fuerte y atrevi-da
na-tural fiereza arma-da
na-cida para temi-da
na-da, na-da, na-da, na-da.

Na-vega siempre admira-da


na-ufraga para hallar vi-da
na-da donde nadie na-da
na-ce cuando está perdi-da
na-da, na-da, na-da, na-da.

Na-ción triste y afligi-da


na-ves de escuadra arruina-da
na-da ya serás temi-da
na-die te verá ensalza-da
na-da, na-da, na-da, na-da.

Realmente la conducta de los representantes de don Carlos III dejaba


entonces mucho que desear. Don José Antonio de Areche, visitador general y
especial del Rey, que fue el alma de la persecución contra Túpac Amaru y su
juez implacable y que era considerado como recto y austero y unía (según
algunos historiadores) al rigor del inquisidor la dureza del político, no sale
muy bien parado de una anécdota que recoge don Ricardo Palma en sus
Tradiciones Peruanas. Y Palma no es sospechoso de antiespañolismo. Fue
siempre entusiasta de las cosas hispánicas. Sed magis amica neritas.
El corregidor de La Paz estaba en la cárcel por graves acusaciones. Una
noche se presentó en el domicilio del visitador general del Rey Sr. Areche. Y
aquí entra la referencia de Ricardo Palma:
«—¡Hola, hola, señor mío! ¿Cómo ha salido de la cárcel sin mi licencia?
—preguntó Areche.
»—No hizo falta, señor visitador. He dado mi palabra, y sabré cumplirla,
de regresar en breve a la prisión.
»—Supongo a lo que usted viene… a hablarme, sin duda, de su causa.
»—Precisamente, señor Visitador.
»—Pues tiempo perdido, amigo mío. Lo veo a usted en mal caballo, y con
dolor de mi corazón tendré que ser severo; que el rey no me ha enviado para
que ande con blanduras y contemplaciones.
»—En su causa hay documentos atroces, y testigos libres de tacha cuyas
declaraciones bastan y sobran para enviar a la horca diez prójimos de su
calibre. Yo soy muy recto, tratándose de administrar justicia no me caso con
la madre que me parió.
»—Pues señor Visitador, contra todo lo que dice su señoría que hay de
grave en mi proceso, poseo yo mil argumentos irrefutables; sí señor, mil
argumentos. Y lo mejor es que seamos amigos y nos dejemos de pleitos que
no sirven sino para traer desazones, criar mala sangre y hacer caldo gordo a
los escribas y fariseos.
»—¿Y por qué, si tiene tanta confianza en que han de sacarlo airoso, no
ha hecho uso de sus argumentos? Yo quisiera conocer uno para refutárselo.
»—Si el señor Visitador me ofrece no airarse y guardarme el secreto,
direle en puridad cuáles son mis argumentos.
»—Hable usted claro y como Cristo nos enseña. Presénteme uno solo de
sus argumentos y guarde los novecientos noventa y nueve restantes, que ni
tiempo hay sobrado ni ocasión es ésta para hacerme cargo de ellos.
»Entonces el corregidor metió mano en el bolsillo y entre el pulgar y el
índice sacó una onza de Pro. —¿Ve su señoría este argumento?
»—¡Eso es una pelucona, señor corregidor!
»—Pues mil argumentos de su especie tengo listos para que se corte el
proceso. Y buenas noches, señor Visitador, que las horas vuelan y la palabra
es palabra».
El corregidor quedó libre y su causa sobreseída. Estas cosas se sabían en
la corte española y, si la mayor parte de los consejeros de la corona las
condenaban y las leyes de Indias habían prohibido los repartos y las mitas y
cualquier otra forma de esclavitud, la verdad es que los criollos, nacidos en
tierras peruanas, tenían ideas diferentes y más de acuerdo con sus propios
intereses. El régimen feudal continuaba en el siglo XVIII y todavía se
mantiene hoy, en algunas naciones latinoamericanas, contra toda lógica
histórica.
Y el rey liberal Carlos III sufría crisis de perplejidad y se sentía culpable
como se puede ver en sus reales órdenes —incumplidas— y en docenas de
cartas que pueden consultarse en los archivos de Indias. La cosa no era una
consecuencia de la famosa homilía del padre Las Casas. Mucho antes de él se
habían hecho en la corte española intentos vanos de favorecer al indio e
incorporarlo a la ciudadanía española con todos sus derechos. Ya el
aventurero Lope de Aguirre decía en la primera mitad del siglo XVI: «De
España vinieron leyes en favor de los indios que estaban bien pensadas pero
se vio que no se podían aplicar».
No se podían aplicar porque los criollos y los mestizos ricos se
obstinaban en mantener un régimen que había sido ya superado en Europa.
Todavía ese régimen se mantiene en algunos lugares de Centroamérica y del
Perú, por cierto con la aquiescencia de los indios que no han conocido otra
cosa, ni pueden tal vez imaginarla. Ellos son los que pagan el pato, todavía.
Es curioso recordar estas palabras de Carlos III a su confesor fray Pedro
de Parras, franciscano rector del monasterio de Córdoba en 1782, poco
después de la ejecución de Túpac Amaru, de su esposa y de otros parientes y
cómplices.
«Sedme fiel consejero, padre —dice el rey—, y dirigidme en una materia
que aunque antes de ahora causó consternación en mi espíritu, después de ver
la ejecución de una terrible sentencia en ese desgraciado Túpac Amaru me ha
puesto en mayor zozobra. Temí hablaros de ella, y no quiero, ya que me
determino, hacerlo en la confesión. Mis escrúpulos sobre el dominio que yo y
mis antecesores tengamos en la América se han aumentado, pues hay
vástagos de aquella generación Imperial, y cuando se cortan ó cercenan
vuelven á retoñar; ¿qué es esto, Padre?, ¿por mí se matan sucesores de los
Reyes del Perú? Se me había hecho creer que no los había, pero el séquito tan
grande y las precauciones que se toman en la sentencia me aseguran del
deseo de aquellos colonos de ver restituidos á sus soberanos al Trono. Me
viene á la imajinación la conquista del Perú hecha á fuerza de sangre y de
engaños, matando Reyes sin motivo y aun despreciando su amistad, los robos
y asesinatos, en fin, todo lo que desde mi niñez me leyeron en el libro de Las
Casas. ¡Qué os parece, Padre!, ¿con qué título seré yo Rey de las Indias? Ya
me dijeron algo de eso en Italia. Aquel buen Padre de Nápoles me repetía
siempre que el Smo. Padre Alejandro VI había hecho donación de las Indias á
los Reyes de España y Portugal y que se predicase la Religión Santa de
Jesucristo, única verdadera. No sé si yo me contentaba con esto, pero siempre
me ocurría que el S. Padre no podía dar lo que no era suyo, y según leí en mi
mocedad, eso mismo respondió al Padre, que fue a hablarle sobre ello, el Rey
del Perú, que mataron y derribaron de sus andar sin motivo, ó porque
despreció un breviario. Enfin, de eso no me habléis. Dadme un título legítimo
para aquietar mi conciencia…
»Sí, esa conquista fue hecha con tantas atrocidades, esa predicación con
tanto robo que no dejaron piedra por mover aquellos buenos conquistadores
para pillar el oro, la plata y piedras, esa conquista con la horrenda
inhumanidad de ahogar al Rey, habiendo dado un rescate de tantos millones
de castellanos y ducados. ¿Con esa conquista me hace Rey de Indias? ¡Ah!,
Padre mío: dime la verdad; ¿la halláis título legítimo? ¿Podré yo ante el
Tribunal de Dios aparecer como legítimo Rey de los Indios por haberlos
subyugado mis tenientes y reducirlos á esclavitud siendo libres, sin haberles
hecho mal, ni salir de sus tierras á invadir las de España? Estoy resuelto á
declarar mis intenciones al Consejo. Quiero juntar Cortes. Quiero ser Rey
pobre como lo fueron antes. No quiero condenarme por poseer lo que no es
mío; ni creo que me harán tener un derecho los muchos años que han pasado
después de la conquista, pues siempre han habido reclamaciones, y lo que no
fue bien adquirido es malamente poseído».
Así escribía Carlos III, pero en esa grave materia los reyes proponían y
los criollos o mestizos ricos decidían. Se veían éstos en la situación ideal de
los que podían explotar a los indios, en términos feudales, y gozar al mismo
tiempo de las delicias de la era capitalista ya iniciada en el lejano
Renacimiento. De ahí que en el siglo XVII el perulero representara ya el tipo
de nuevo rico todopoderoso mejor que el mejicano o el brasileiro. Ese
régimen existía todavía hace dos años con los «gamonales» en el altiplano del
Perú. Y existe aún, aunque las autoridades nuevas de la nación están tratando
de suprimirlo y democratizar el sistema de explotación de la tierra. Lo
curioso es que, en algunos territorios del vasto país peruano, los indios
mastican su coca y parecen desinteresados de un problema que tanto atañe a
su futuro bienestar.
Y la sombra de Túpac Amaru va y viene por tierras de los antiguos
virreinatos del Perú y del Río de la Plata. Como decía al principio los
tupamaros son igualmente difíciles de definir. ¿Van contra la propiedad
privada? ¿O contra la democracia? ¿O contra los restos de feudalismo que tan
escasos deben ser hoy en el Uruguay? Lo único seguro es que no tratan de
reinstaurar el imperio de los remotos incas y que lo único que tienen en
común con Túpac Amaru es su aventurerismo esforzado, su valor físico y la
confusión de sus mirajes políticos.

R. J. S.
I

Atahualpa, el último emperador Inca, debía ser hombre muy listo ya que
aprendió el juego del ajedrez, él solo, viendo jugar a sus guardianes y sin que
nadie le explicara nada. Ricardo Palma cuenta el siguiente suceso cuya
relación halló en papeles guardados en los archivos nacionales. Atahualpa fue
arrestado por las tropas de Pizarro el 15 de noviembre de 1532.
Un grupo de capitanes encargado de su custodia en el palacio real
entretenía el tiempo jugando al ajedrez en un tablero pintado sobre una mesa,
con piezas toscamente labradas en barro y cocidas al horno. Atahualpa solía
mirar las partidas y un día mientras Hernando de Soto y Riquelme jugaban,
cuando el primero fue a mover un caballo el Inca le tocó ligeramente en el
hombro y le dijo:
—No, capitán. La torre. Mejor la torre.
Hernando siguió su consejo y ganó la partida dando jaque mate poco
después a Riquelme. Los dos estaban asombrados al ver que el emperador
había aprendido todos los movimientos, trucos y ardides del juego sin que
nadie se los explicara y atendiendo simplemente a lo que hacían los
jugadores. Algunos creen que el Inca no habría sido condenado a muerte si
hubiera ignorado el juego del ajedrez, ya que su sentencia fue acordada por
votación en un tribunal de veinticuatro jueces, uno de los cuales era
Riquelme, que había perdido la partida por el consejo que el Inca dio a
Hernando de Soto. El tribunal de los veinticuatro convocado por Pizarro
impuso la pena capital por trece votos contra once. Riquelme fue uno de los
que votaron en favor de la ejecución. De otra forma la votación habría dado
por resultado un empate a doce, y en esos casos se acordaba la indulgencia.
Vale la pena citar los nombres de los que votaron en contra de la condena
y recordar algunas de sus peculiaridades de carácter. Llamábase el primero
Juan de Rada, hombre afable y caballeroso, de buena estatura, recia cabellera
negra con una mecha blanca al lado derecho. Ese Rada fue más tarde el que
acaudilló a los almagristas que mataron a Pizarro.
El segundo era Diego de Mora, recio de complexión, no muy alto y
obstinado en hablar quechua y sobre todo en buscar en ese idioma palabras
que tenían el mismo sentido que sus similares en idiomas europeos. Mora
había viajado mucho y repetía, extrañado, que los quechuas decían you para
decir tú, igual que los ingleses y tenían palabras latinas y españolas, también.
Blas de Atienza cojeaba un poco de la pierna izquierda y como suele
suceder trataba de disimularlo, con la sola consecuencia de cojear más por el
lado contrario.
Francisco de Chaves era gallego y aunque parecía viejo, era joven, no
había cumplido aún los treinta.
Pedro de Mendoza, de linaje aristocrático, hablaba y se conducía como un
patán y sin la gracia espontánea del hombre del pueblo. En cambio Hernando
de Haro que era plebeyo y había pastoreado cerdos como Pizarro tenía una
gran distinción natural y parecía el conde Irlos.
Francisco de Fuentes era, por encima de todo, gran jinete. Se decía que el
día que se casó hizo el amor sin bajar del caballo.
Había otro Chaves, Diego, locamente enamorado de una india de sangre
imperial, una ñusta como decían en el Cuzco. El emperador Atahualpa solía
bromear con él sobre esa materia, amablemente. Lo mismo cuando hablaba
de materias serias que cuando bromeaba, se advertía en Atahualpa su calidad
de príncipe de una larga dinastía.
Con Francisco Moscoso sucedía algo pocas veces visto. Era el hombre
más violento de palabra que se podía imaginar. Decía obscenidades e
impertinencias a cada paso y sin embargo se conducía amablemente y nadie
había podido reprocharle nunca una ofensa ni un desmán.
Era Alfonso Dávila un hombre de tendencias místicas, que podía cometer
las violencias naturales de la guerra, pero encomendándose a Dios y creyendo
firmemente que lo que estaba haciendo era en Su servicio.
En cuanto a Pedro de Ayala era hombre maduro, muy curtido en refriegas
y batallas y terriblemente cínico en sus decires (incluso en materia religiosa,
por lo que resultaba intolerable para Dávila) pero en el fondo era tierno y
humanitario. Se diría que se castigaba a sí mismo con sus opiniones, hastiado
o irritado con su propio humanitarismo.
Éstos eran los once que votaron en favor de la vida de Atahualpa.
El juicio contra el emperador fue llevado con apariencias legales. Había
entre los conquistadores un tinterillo de juzgados, un tal Sancho de Cuéllar
que conocía los procedimientos y estaba acostumbrado a la jerga procesal.
Este escribano cargó la mano a su gusto, de manera que la sentencia de
muerte llegara por sí misma como una consecuencia natural. Más tarde Titu
Atauchi, hermano del Inca muerto, se apoderó del escribano en una
escaramuza y le hizo dar garrote en el mismo palo en el que fue ejecutado
Atahualpa. (Los indios conservaban el poste y lo llamaban el palo maldito).
A los otros prisioneros españoles los puso en libertad y a alguno de ellos que
había votado contra la ejecución de Atahualpa le regaló el príncipe hermosas
esmeraldas. Cuando se marchaban, uno de los soldados españoles vio que
faltaba Sancho de Cuéllar, el escribano parcial que tan funesto le fue al
emperador. Al preguntar por él sonrió Titu Atauchi ligeramente y dijo:
—Ése se queda con nosotros. Tenemos una fiesta y va a ser el pato de la
boda.
Lo condujeron a Cajamarca (donde había sido ejecutado el emperador) y
allí pagó el escribano su habilidad procesal con su vida. El príncipe Titu
Atauchi conocía los nombres de todos los miembros del siniestro tribunal y
sabía quiénes votaron en pro y quiénes en contra. Murió Sancho de Cuéllar
en el mismo garrote vil que el emperador, con un letrero castellano al pie que
decía: «A este bandido ha mandado matar Titu Atauchi por asesino del
Inca».
II

Extinguida más tarde la tribu de los Pizarro en trances memorables y


sangrientos, comenzaron a sucederse los virreyes. Con menos pompa y
halaraca pero con la misma tenacidad fueron las generaciones del Inca —ya
vencidas— transcurriendo. Que la vida no se detiene sino que sigue paralela
al tiempo en ciclos cerrados igual en el orden físico que en el moral: horas,
días, años, siglos…
Y si los amores se extinguen con la plenitud del gozo o de la frustración,
los odios se heredan y fructifican a la corta o a la larga. Antes se olvida el
amor que el rencor.
He aquí la generación de los virreyes, hasta los tiempos de Túpac Amaru.
El primero fue un guerrero: Blasco Núñez de Vela que a los ochenta años
entraba en batalla contra Gonzalo Pizarro, jinete en su caballo y esgrimiendo
lanza, espada y mangual como un Pepe.
Pedro de la Gasea, más escurridizo que una anguila, atrapó al victorioso
Gonzalo Pizarro y a sus cabecillas y los fue ejecutando limpia, rápidamente y
muy a satisfacción de don Carlos I imperator. (No fue virrey sino presidente
de la Audiencia). Antonio de Mendoza (segundo virrey). Hombre de
habilidades políticas, virrey que fue antes de México, hombre de ingenio
emprendedor, al que se deben muchas de las bellezas arquitectónicas de la
capital del Perú. (Fue marqués de Cañete).
El cuarto virrey fue el conde de Niebla, Diego López de Zúñiga.
Los siguientes hasta Agustín de Jáuregui, que hace el número treinta y
tres y toma posesión en 1780 bajo el reinado de Carlos III, fueron: Francisco
de Toledo, Martín Henríquez, Fernando Torres y Portugal, García Hurtado de
Mendoza (segundo marqués de Cañete), Luis de Velasco, Gaspar de Zúñiga y
Acevedo, Juan de Mendoza y Luna, Francisco de Borja y Aragón, príncipe de
Esquilache; Diego Fernández de Córdoba, Luis Gerónimo de Cabrera y
Bobadilla, Pedro de Toledo y Leyva, García Sarmiento de Sotomayor, Luis
Henríquez de Guzmán, Diego de Benavides y de la Cueva, Pedro de Castro,
Baltasar de la Cueva Henríquez, el arzobispo Liñán Cisneros, Melchor de
Navarra y Rocafull, Melchor Portocarrero Lasso de la Vega, Manuel Oms de
Senmenat, Diego Ladrón de Guevara, obispo de Quito; Carmine Nicolás
Caracciolo, Diego Morcillo Rubio de Auñón, arzobispo de Lima; José de
Armendáriz, José Antonio de Mendoza, José Manso de Velasco, Manuel
Amat y Juniet, Manuel Guirior y Agustín de Jáuregui.
Los más, tenían títulos del reino que han llegado en la heráldica hasta
nuestros días. Como se puede advertir hay varios apellidos que se repiten, lo
que da al virreinato más importante de América el carácter de una corte
cerrada.
En cuanto a los incas, la genealogía es complicada. Antes de llegar a José
Gabriel Túpac Amaru cuyo nombre de pila era José Gabriel Condorcanqui,
hubo otro Túpac Amaru en el siglo XVI que se sublevó contra los españoles y
fue ejecutado por orden del virrey Toledo en 1579.
Después de la ejecución de Atahualpa, la mayor parte de los príncipes
incas fueron caciques de territorios importantes y colaboraron de mejor o
peor gana con los españoles en el Cuzco y en Lima. Éstos eran Caranquis,
Chayhuac (bautizado Antonio), Huayllar (bautizada Inés), hija de Manco
Capac, con quien Pizarro tuvo una niña, Francisca. Después aparecen Sairi-
Túpac (o Sairi-Tupaci) que había sido bautizado Cristóbal, hijo de Manco II,
proclamado Inca a la muerte de su padre y que acabó por reconocer la
autoridad del virrey Hurtado de Mendoza.
Por fin, como decía, en el tiempo de Carlos III se dio a conocer José
Gabriel Túpac Amaru como heredero del imperio del Cuzco. Pero antes
sucedieron algunas cosas importantes. O nimias, según se mire.
Volviendo al ajedrez, que fue fatal para algunos incas, cuenta el viejo
patricio don Ricardo Palma (a una de cuyas nietas, Angélica Palma tuve el
honor de conocer): «Después del injustificable sacrificio de Atahualpa se
encaminó don Francisco Pizarro al Cuzco en 1534, y para propiciarse el
afecto de los cuzqueños declaró que no venía a quitar a los caciques sus
señoríos y propiedades ni a desconocer sus preeminencias, y que, castigado
ya en Cajamarca con la muerte el usurpador asesino del legítimo Inca,
Huáscar, se proponía entregar la insignia imperial al inca Manco, mancebo de
dieciocho años, legítimo heredero de su hermano Huáscar. La coronación se
efectuó con gran solemnidad trasladándose luego Pizarro al valle de Jauja de
donde siguió al de Rimac o Pachacamac para hacer la fundación de la capital
del futuro virreinato, es decir Lima.
»No tengo para qué historiar —dice Palma—, los sucesos y causas que
motivaron la ruptura de relaciones entre el Inca y los españoles acaudillados
por Juan Pizarro y a la muerte de éste por su hermano Hernando. Básteme
apuntar que Manco se dio trazas para huir del Cuzco y establecer su gobierno
en las altiplanicies de los Andes donde fue siempre imposible para los
españoles vencerlo.
»En la contienda entre pizarristas y almagristas, Manco prestó a los
últimos algunos servicios y consumada la ruina y victimación de Almagro el
Mozo, doce o quince de los vencidos, entre los que se encontraban los
capitanes Diego Méndez y Gómez Pérez, hallaron refugio al lado del Inca,
que había fijado su corte en Vilcapampa.
»Méndez, Pérez y cuatro o cinco más de sus compañeros de infortunio se
entretenían a menudo en el juego del ajedrez. El Inca se aespañoló (verbo en
aquel siglo equivalente a se españolizó) fácilmente, cobrando gran afición y
aún destreza como ajedrecista.
»Estaba escrito que como al inca Atahualpa la afición al ajedrez había de
serle fatal al inca Manco.
»Una tarde hallábanse empeñados en una partida el inca Manco y Gómez
Pérez teniendo por mirones a Diego Méndez y a tres caciques.
»Manco hizo una jugada de enroque no consentida por las prácticas del
juego y Gómez le arguyó:
»—Es tarde para ese enroque, señor fullero.
»No sabemos si el Inca llegaría a darse cuenta de la acepción despectiva
de la palabreja castellana; pero insistió en defender la que él creía correcta y
válida jugada. Gómez volvió la cara hacia su paisano Diego Méndez y le
dijo:
»—¡Mire, capitán, con la que me sale ahora este indio puto!
»Aquí cedo la palabra al cronista anónimo cuyo manuscrito, que alcanza
hasta la época del virrey Toledo, figura en el tomo VIII de Documentos
inéditos del Archivo de Indias: “El Inca alzó entonces la mano y diole un
bofetón al español. Éste metió mano a su daga y le dio dos puñaladas, de las
que luego murió. Los indios acudieron a la venganza e hicieron pedazos a
dicho matador y a cuantos españoles en aquella provincia de Vilcapampa
estaban”.
»Varios cronistas dicen otras cosas, pero la tradición entre los cuzqueños
es la que yo relato, apoyándome también en la autoridad del anónimo escritor
del siglo XVI».
El ajedrez ha tenido siempre cierta vigencia en las tradiciones españolas,
lo mismo a un lado que al otro del Atlántico. Recordemos aquellos versos del
Retablo de la libertad de Melisendra:

«Jugando está a las tablas don Gaiferos


que ya de Melisendra se ha olvidado…».

Una de las cosas que nos ofenden en la conquista de América, es lo fácil


que es matar o morir. Los conquistadores eran una especie de tozudos de la
sangre, aunque más tozudos todavía de la tinta, a juzgar por la que se vertió si
vemos los papeles del Archivo de Indias y los de las Audiencias y Cabildos.
III

En 1535 no había aún una sola campana en el Perú, y hartos de anunciar los
oficios religiosos y los toques de oración y de queda con tambor y trompeta,
decidieron fabricar la primera campana. El mismo Pizarro manejó los fuelles
del horno donde se fundieron los metales, razón por la cual la campana fue
llamada la Marquesita.
Pesaba mil trescientas libras y se dejó oír por vez primera en la
Nochebuena de diciembre de aquel año de 1535. Resultó muy sonora, pero en
1544, andando el viejo virrey Blasco Núñez de Vela muy necesitado de
armas para reducir a Gonzalo Pizarro, mandó fundirla y hacer con su metal
falconetes. De poco le valió, porque en la empresa de acabar con el rebelde
perdió la vida.
Por entonces había ya muchas campanas en Lima y en otras ciudades.
Dominicos, mercedarios y franciscanos, habían fabricado campanas. Una de
ellas pesaba más de veinte quintales y su voz se oía a doce y quince leguas si
la brisa era favorable. Los españoles no creyeron poseer aquellos territorios
hasta que oyeron loquear las campanas en días de viento como en Castilla o
Extremadura.
Si la campana sugiere el tiempo absoluto, el reloj señala las horas
relativas, y el primero que hubo en Lima fue uno que en 1555 compró el
cabildo y que costó dos mil doscientos pesos de oro, y esos dos enseres
socialmente importantes fueron consolidando el nuevo orden. Los
conquistadores se sentían, entre la campana y el reloj, dueños de señoríos
como los de España, que eran los únicos que les parecían genuinos. Y
fundaban mayorazgos.
Al mismo tiempo orientados por su afán de novedades iban explorando y
descubriendo. Un indio descubrió para los españoles las famosas minas de
Potosí.
Fácil fue desde entonces toda empresa que se hiciera con metales
preciosos.
Lo malo fue que con las minas se estableció la mita (palabra quechua que
quiere decir el turno) y con ella se hizo más necesaria una institución tan
miserable como la esclavitud. Eran muchos los indios que aparecían
marcados con fuego. La marca se llamaba la carimba y los que tenían
esclavos podían disponer de ellos sin más limitaciones que las de la cristiana
caridad, que no era mucha cuando se interponía la codicia de oro o de poder
civil.
La influencia de las dos culturas (vencedores y vencidos) fue recíproca.
Los españoles aprendieron pronto que los anquis eran los dioses tutelares que
podían convertir a los hombres en rocas, barras de mineral e incluso rayos de
luz. En la provincia de Chumbivilcas hay una gruta de las maravillas donde
los anquis convirtieron a los capitanes valerosos del príncipe Huacari (que se
negaron a rendir servidumbre) en preciosas estalagmitas de colores. Los
indios creen oír al príncipe decir de vez en cuando (las corrientes de aire
producen rumores misteriosos): «Antes la muerte que la esclavitud». Y tienen
razón.
Supieron también los españoles curiosos que achirana es una voz que
significa lo que corre limpiamente hacia lo que es hermoso. ¿Qué más
hermoso que la libertad?
Pero la libertad sin uso adecuadamente voluntario no sirve para nada. Con
la libertad se nos da el don de libre consentimiento. Es decir la posibilidad de
ofrecer esa libertad nuestra a algo o a alguien. Por ejemplo, a los anquis
misteriosos. Así, pues, la achirana del Inca era también la de sus vasallos.
Antes del descubrimiento de América era Túpac-Yupanqui (que quiere decir
el hombre que poseía todas las virtudes) el emperador del llantu rojo, en el
Cuzco. Los curacas (aristócratas) lo llevaban, a hombros, en sus andas. Pero
Túpac-Yupanqui no merecía su nombre. La hermosa favorita del collar de
guairuros fue sorprendida cuando escapaba con su secreto amante y Túpac-
Yupanqui decretó su muerte. Eso sucedió en territorios de Huancayo, donde
hay una cadena de cerros con rocas labradas por la lluvia y el vendaval. El
lugar se llama en la lengua indígena Pallahuarcuna y entre las lomas llamadas
Izcuchaca y Huaynanpuquio, hay una roca que tiene el perfil de una india con
un collar y la corona de plumas sobre la cabeza. Los naturales del país en su
ingenuo animismo la creen el genio maléfico de su comarca. Un fantasma de
piedra es una novedad en los anales de la magia popular. Otra superstición
cultivaban los indios de Tintha, relacionada con el Túpac Amaru del futuro.
Se trataba de algo que sucedía en la plaza del pueblo llamado Laycacota. Una
viejita contaba todos los martes, al caer la tarde, la historia de Ollantay, un
general traidor al Inca por el amor de una virgen del sol, con la que se escapó.
Cuando la anciana murió, seguía oyéndose su voz en el rincón de la
placita, y todavía hay en la actualidad quienes creen oírla cuando el sol cae
por el costado opuesto del famoso cerro de Laycacota. La anciana se decía
descendiente de Ollantay.
En Tangasuca se representó la tragedia Ollantay en lengua original,
cuando mandaba en todos los ayllús y cacicazgos de Tintha el Inca Túpac
Amaru. Éste asistió a la representación con su corte en el traje de gala de los
incas y el turbante de plumas. Una guardia de arcabuceros le guardaba la
espalda porque le andaban a los alcances las tropas del virrey.
El comandante de aquellas tropas era un vasco que cuando oía hablar de
la achirana del Inca rebelde (la corriente hermosa hacia la divina libertad)
recordaba por cerebración mecánica la palabría chirene que en vasco quiere
decir loco. Eso le parecían a él los secuaces de Túpac Amaru: locos de
libertad.
Otro como ése, transportado por su achirana a la rebeldía y con el mismo
nombre imperial, había sido ajusticiado como dije en 1579.
El virrey Jáuregui (vasco también, como el comandante de la armada que
buscaba al Inca) no relacionaba las palabras achirana y chirene, pero sí los
nombres de Pallas (Huarcuna) y Pallas (Atenea). Coincidencias raras que
pasan en la historia. Porque Jáuregui sabía griego, aunque en aquella tierra
embrujada del Perú cuanto más sabía la gente, menos entendía. Es lo que
suele pasarle en cualquier lugar y tiempo a los seres humanos. Menos a los
indios, que actuaban movidos por su voluntad de fe, virgen, y que no trataban
de entender las cosas sino de vivirlas silenciosa y profundamente.
IV

Si cada ayllú tenía un cacique indio puro a quien las leyes españolas daban
especiales privilegios (no trabajar en las minas sino como capataces, recaudar
impuestos para el rey y para sí mismos), con cuyas distinciones y favores
querían los españoles atraérselos y hacer de ellos los agentes interesados del
imperio, la verdad es que Túpac Amaru era en Tintha un cacique de caciques.
Su familia, como ya dije, venía de linaje imperial. La hija del Túpac Amaru,
del siglo XVI, ejecutado por rebeldía, era doña Juana Pilcohuaco y obtuvo
como merced para sí y su esposo Diego Felipe Condorcanqui, el cacicazgo de
tres pueblos importantes a unas veinticinco leguas al sur del Cuzco, en un
valle sereno y plácido enmarcado con montañas en cuyos picos blanquean
todavía las nieves perpetuas. Ese valle pertenecía al corregimiento de Tintha
(lo escribo así y no Tinta como hacen algunos historiadores porque en la
manera quechua de pronunciarlo se advierte una tendencia de la segunda T a
la Z). Y también porque así se evita la anfibología.
El importante historiógrafo Boleslao Lewin dice de ese valle: «Por el
valle de Tinta, que es una importantísima vía de comunicación e intercambio,
serpentea el río Vilcomayo, con pueblos y aldeas indígenas en sus orillas. El
valle tenía 20.000 habitantes, casi todos ellos indios y entre los cuales se
mantiene latente todavía hoy la tradición de su esplendoroso pasado histórico.
Les hacían recordar vivamente este pasado el templo de Viracocha, la
divinidad fundadora del Tahuantinsuyu, que se encontraba en el distrito de
San Pedro de Cacha, y la familia de los caciques de Surimana, Tungasuca y
Pampamarca, descendiente del inca Túpac Amaru. La grandiosidad del
templo de Viracocha, con sus nueve puertas y las paredes de piedra labrada
en forma inigualada hasta hoy día, contrastaba con la miseria de los edificios
indígenas, del mismo modo que su situación en la época actual con la
pretérita».
La capital de Tintha tiene el mismo nombre que la provincia, y en esta
provincia se encontraba, como hemos dicho, el cacicazgo de los Túpac
Amaru.
En Surima, que está a una altura de 4.000 metros sobre el nivel del mar,
nació el 24 de marzo de 1740 José Gabriel Túpac Amaru descendiente por
línea materna del Inca desafortunado, víctima del virrey Toledo.
Se podría decir como en el romance castellano, que en el día en que José
Gabriel nació

grandes señales había.

La más elocuente, al parecer, fue la de un cóndor que en su vuelo


majestuoso fue arrastrado por el huracán contra una cortina de rocas donde se
estrelló. Herido de muerte y repando con su sangre la nieve de los oteros, fue
a morir no lejos de la iglesia donde el príncipe inca iba a ser bautizado
algunos días después.
Así, pues, José Gabriel Túpac Amaru fue hijo del cacique Miguel
Condorcanqui y de la ñusta (princesa) doña Rosa Noguera. Desde niño usó el
nombre de Túpac Amaru que le era dado por los otros caciques de la
provincia y por los indios de bajo estado, con reverencia.
Quedó José Gabriel huérfano de padre en plena infancia y actuaron como
tutores hasta su mayor edad sus tíos Marcos Condorcanqui y don José
Noguera, quienes dieron al muchacho la mejor educación posible. Los curas
de Pampamarca y de Yanacoa fueron los que enseñaron a José Gabriel las
primeras letras y el catecismo. El primero era de Panamá y el segundo de
Guayaquil y solían discutir sobre las cualidades de sus respectivas patrias
siempre que se reunían.
Pronto fue José Gabriel enviado al colegio que había en el Cuzco para
caciques. Era un colegio importante bajo la advocación de San Francisco de
Borja y estaba a cargo de los jesuítas antes de su expulsión en 1767 durante el
virreinato de Amat.
V

Al llegar a su mayor edad Túpac Amaru entró en posesión de su cacicazgo.


Es decir, habiéndole sido discutido por los rábulas que obtenían beneficios de
aquella situación provisional, no lo consiguió hasta cumplir los veintiséis
años. Era entonces corregidor de Tintha don Pedro Muñoz de Arjona, un
hombre que no dejó malos recuerdos en la provincia, lo que ya es decir según
las costumbres de la época.
Antes, se había casado José Gabriel con una india hermosa, también de
origen noble, cuyo nombre cristiano era Micaela Bastidas. La boda fue el 25
de mayo de 1760, poco después de cumplir el novio veinte años y la novia
quince. Recordando el cóndor herido el día que nació Túpac Amaru, Micaela
anduvo el día de la boda atenta a todo lo que sucedía a su alrededor,
esperando hallar algún presagio y ligeramente temerosa de que éste pudiera
ser contrario. Pero no sucedió nada, ni a favor ni en contra. Es decir, se
rompió la veleta de la iglesia.
Hubo, además, un incidente en la boda. El corregidor asistió y no parecía
simpatizar mucho con el cura. Después de beber algunos tragos de pisco y de
chicha, el corregidor cantó, mirando de reojo al tonsurado:

A Dios se le habla de tú,


de tú a la Virgen María
y al obispo se le dice
su señoría ilustrísima.

El cura, que también había bebido lo suyo, cantó a su vez:

Muchas honduras son ésas,


mi señor corregidor…

Pero no acabó la copla porque vio en los ojos de Muñoz de Arjona al


mismo demonio. En realidad los otros dos versos no eran realmente
ofensivos, pero habrían resultado irritantes y en una boda había que evitar
rozamientos y altercados. Finalmente un sacerdote estaba obligado a mostrar
mansedumbre y dulzura. Y la novia pagaba en oro. Túpac Amaru siempre
había sido respetuoso con la iglesia y no había que darle pretextos para que
aquel respeto se enfriara. La boda, pues, siguió. En varios lugares y sentados
en el suelo por grupos tribales, se veían varias docenas de indios comiendo en
silencio. De vez en cuando se oía a uno de ellos pedir: —Páseme el cojudito,
compadre.
Y el vecino le daba un extraño recipiente hecho con una calabaza seca y
lleno de chicha, después de limpiar el gollete con la mano, ya que todos
ponían en él sus labios. Ese acto, como otros muchos de la vida ordinaria de
los indios, tenía un aire grave y ritual. Los indios son así, todavía.
—Pásale el cojudito a don José Gabriel.
Y el indio se levantaba y se acercaba al novio limpiando la embocadura
con la manga. Luego volvía a su puesto con el cojudito, satisfecho de que
Túpac Amaru se hubiera servido de él.
Después los novios se fueron al Cuzco donde tenían preparados
alojamientos mientras la fiesta continuaba en el lugar donde se celebró la
boda. Al oscurecer las parejas de indios jóvenes se perdían por los
alrededores.
—¡Que te tumbo! —decía alguno sintiendo el alcohol todavía en la
sangre.
—A mí no me tumbas —respondía la indita provocadora.
Y más de una virgen del altiplano perdió su corona (su doncellez), antes
de regresar a su casa. Algunas consideraban un honor haber sido
descoronadas en aquella memorable ocasión por un amigo del Inca. Al
menos por un invitado de doña Micaela que parecía una verdadera ñusta.
Más tarde, al hacerse cargo Túpac Amaru del cacicazgo se propuso
intervenir en la administración, corregir los abusos de los repartos y de las
mitas y mejorar, en lo que fuera posible, la situación de los indios. En el
Cuzco había leído el libro del protector de los indios padre Bartolomé de las
Casas, que estaba permitido por el virrey Amat aunque algunos corregidores
llamaban al autor el fraile marrano. Parece que realmente el padre las Casas
era judío converso.
Cuando supo Túpac Amaru que Carlos III rey de España había ordenado
repetidamente que se corrigieran los abusos que el padre las Casas denunció,
sintió simpatía y gratitud por el lejano monarca y llegó a tener esperanzas y a
confiar en tiempos mejores. No para sí mismo (él tenía los privilegios del
cacicazgo y además los que voluntariamente le concedían los indios por su
estirpe inca), sino para las multitudes de indígenas sometidos a servidumbre,
especialmente a la mita.
Túpac Amaru se informaba de todo, especialmente de las relaciones que
otros caciques enviaban al virrey, y trataba de enterarse de las reales órdenes
que llegaban de Madrid, sobre todo cuando había en ellas alguna medida en
favor de los indios. No pasó mucho tiempo sin que enviara al virrey su primer
memorial en relación con la mita. Es decir con el régimen de trabajo forzoso.
Especialmente cuando éste tenía lugar en las minas de metales preciosos
como las de Potosí, que eran consideradas las más ricas del mundo.
Siempre llamó la atención de José Gabriel el hecho de que a aquellos
documentos que se enviaban al virrey los llamaran memoriales (para hacer
memoria), ya que las autoridades españolas tenían muy presentes los hechos
que en aquellos papeles se denunciaban. Cuando escribió el primero de ellos
en relación con la mita, su esposa lo leyó, admiró la sabiduría del Inca y se
atrevió a aconsejarle:
—Al rey don Carlos habría que mandárselo y no al visorrey. En Madrid
deberían leerlo y no en Lima.
Túpac Amaru le dio la razón y el documento fue enviado a Lima, pero
dirigido a la augusta y soberana majestad de Carlos III rey de España, de
Nápoles, de las Indias Occidentales, etcétera. Era un documento muy extenso
y, en él, se hacía hincapié en la manera inhumana de obligar a los indios de
los lugares más apartados del virreinato a acudir en largas marchas
extenuantes a las minas de Potosí cuando les correspondía por sorteo prestar
aquel servicio. Túpac Amaru recordaba las sabias provisiones de otro Carlos
(Carlos V) en favor de los indios.
Doña Micaela Labastida estaba enamorada de su esposo desde los años de
la niñez en que solían jugar juntos. Cuando José Gabriel se casó era un joven
de agradable presencia. El coronel criollo y cuzqueño Pablo Astete dice del
joven inca que era «un hombre de cinco pies y ocho pulgadas de alto;
delgado de cuerpo, con una fisonomía buena de indio: nariz aguileña, ojos
vivos y negros, más grandes de lo que por lo general los tienen los naturales.
En sus maneras era un caballero, era cortesano; se conducía con dignidad con
sus superiores, y con formalidad con los aborígenes. Hablaba con perfección
la lengua española, y con gracia especial la quechua; vivía con lujo, y cuando
viajaba siempre iba acompañado de muchos sirvientes del país, y algunas
veces de un capellán. Cuando residía en el Cuzco, generalmente su traje
consistía en una casaca, pantalones cortos de terciopelo negro, que estaba
entonces de moda, medias de seda, hebillas de oro en las rodillas y en los
zapatos, sombrero español de castor, que entonces valía veinticinco pesos,
camisa bordada y chaleco de tizú de oro, de un valor de setenta a ochenta
pesos. Usaba el pelo largo y enrizado. Era muy estimado por todas las clases
de la sociedad, era generoso y se recuerda especialmente la magnificencia
con que remuneró a un facultativo que lo acompañó hasta Tungasuca, desde
Lima, de donde regresaba enfermo de cuerpo, y tal vez lastimado de espíritu,
con las fatigas y desengaños que le ocasionaban los curiales de la Real
Audiencia».
¿Qué curiales? ¿Qué fatigas? Desde su primer memorial no habrían de
faltarle nunca. Pero para no limitar nuestra información a un solo testimonio
he aquí otro, tal como aparece atribuido a un cronista anónimo
(probablemente español) en la Revista de Archivos y Bibliotecas en Lima
(1901). Dice así:
«Era Túpac Amaru hombre de mediana estatura; esto es, más pequeño
que alto, reforzado, y algo carnudo, aunque con proporción muy regular, muy
blanco para Indio, pero poco para español: tenía magestad en el semblante, y
su severidad natural pocas veces se permitía el descanso de la risa. Parecía
que aquella alma se hallaba de continuo retirada en su propio seno (si puedo
hablar de esta suerte) y siempre ocupada en grandes asumptos. No era fácil su
pecho, ni ambicioso de escudriñar los agenos: tenía talento, pero no siempre
bien dirigido: era hombre franco y agradable con sus amigos, aunque tenía
pocos: sufría impertinencias, pero no con exceso, y malograba las ocasiones
de venganza. Vestía siempre de gala, y en su casa se tratava bellamente.
Llevaba vestido de terciopelo, con media blanca de seda: sobre la casaca traía
lo que en su idioma llaman uncu, de lana texido del País, pero bordado de
oro, sobre el fondo que era morado. Allí estaban sus armas o las de sus
antepasados. Traía también dos bandas texidas de seda, y cruzadas sobre los
hombros, en forma de banda, y otra tercera amarrada a la cintura. Usaba
sombrero de tres picos, bien armado, con sólo una pluma por un lado, y en la
copa una cruz pequeña de paja, que llaman ellos chilligua. Llevaba dos
soberbios caballos, en que regularmente hacía sus entradas a los pueblos, con
aderezo rico de realzes, y con estas brillanteces, no deslumbrava poco los
ojos flacos de los hombres de su comitiva, que procuraban imitar el traje,
aunque no la calidad».
En fin, era lo que en la península se llamaba un señor. Un señor natural.
VI

Pero volviendo al memorial contra las mitas. Éstas, como hemos dicho, eran
las regulaciones para el trabajo obligatorio de los indios, quienes debían dar
un número determinado de días al año —quince en la mita del servicio
doméstico, tres o cuatro meses en el pastoreo, diez meses en la mita minera—
al servicio de los colonizadores, percibiendo por ello los salarios que
establecía la Audiencia. Estas regulaciones se llevaban con tal rigor que ya en
1549 y en vista de los estragos que causaban en la población india dedicada
al trabajo en las minas, el mismo emperador Carlos V se vio obligado a
suspender la mita. Pero pronto volvió a entrar nuevamente en vigor. Y
algunos años después más de medio millón de indios eran los que sufrían sus
rigores.
En el primer memorial dice Túpac Amaru entre otras cosas: «El
corregidor de nuestra provincia que ve y experimenta la disminución de la
población india y la dificultad que cuesta hacer entender a los Caziques dicha
Mita no dejará de informarlo siempre que se tenga por necesario: La distancia
es un inconveniente gravísimo; más de doscientas leguas de jornada y otras
tantas de buelta ocupan gravemente la consideración de lástima y hazen
demostrable el inconveniente de la desolación de los pueblos como la
experiencia lo califica: Despídeme, o para morir o para no bolver más a su
patria, venden sus chozas y sus muebles con unos extremos dolorosos por la
voluntad que tiene el Indio a su pueblo, a sus muebles y a sus animales.
Cargan con sus mugeres y con sus hijos, y ya con sólo un Yndio Mitayo sale
del Pueblo una familia entera que podía propagarlo, así entran en un camino
de más de doscientas leguas de asperesas de ríos de cordillera y de Puna,
que si a la ida lo pasan mal a la buelta lo pasan peor si ellos como
regularmente sucede no cautelan el trabajo con quedarse y no volver.
»Si en tiempo en que era indispensable la Mita por la falta de trabajadores
se atendía más la conservación de los Yndios, es oy superior a la razón
cuando las labores son menos, y es abundantísimo el número de trabajadores
de que ha crecido el Asiento de Potosí, para que aún quando esta
distancíssima Provincia estubiese tan indigente de Yndios se le rebelase de
dicha Mita conforme al expreso literal contexto de dichas Reales Ordenanzas
que contraydas al caso presente deven los Mineros trabajar sus minas con los
muchos Yndios que se han reducido y situado en el cerro de Potosí que
voluntariamente se alquilan, cesando así el inconveniente de la falta de
operarios que hizo forzosa en los primeros tiempos la Mita; Bien conocen los
Mineros esta razón, pero quieren los Mitayos porque los tratan más que a
esclavos, porque los hazen trabajar excesivamente al rigor del castigo,
porque les pagan menos y porque al pretexto de los privilegios de Mineros y
con aparentar perjuicios en la extracción de los metales conservan la Mita
para abusar del trabajo de los Yndios, aunque éstos se mueran y aunque las
Provincias se aniquilen en daño y menoscabo de los Reales Haveres de S. M.
en los innumerables tributarios que pierde; Tan poseydos están los
propietarios Mineros de la prompta contribución de la Mita que teniendo
obligación de pagar la ida y la buelta de los Mitayos que llaman leguage
(gastos de transporte) en nada piensan cumplirla, tanto que por este Superior
Gobierno en Decreto de 25 de agosto de 1768 se mandó a pedimento de los
Yndios de la Provincia de Lampa entre otras cosas que el señor Governador
de Potosí hiciese que los propietarios Mineros pagasen a los Mitayos el
leguage. Esto no se consigue y los miserables Yndios emprehenden un
dilatado camino sin este auxilio que les es devido de manera que aún el caso
que estuviesen los Yndios en aquel aumento que antes estaban siempre sería
de Justicia que se les pagase el leguage, y se les prestase el auxilio de la
jornada.
»A V. E. pide y suplica que haviendo por presentado dichos poderes e
instrumentos se sirva declarar: Que los Indios de la expresada Provincia de
Canas y Canches no están obligados a la Mita de Potosí por la decadencia en
que se hallan y demás justas causas que lleva el suplicante expuestas. Pide
merced que con justicia espera alcanzar de la poderosa mano de V. E. —
Etc».
El memorial fue a manos de don José de Areche, consejero de Indias
enviado al Perú como superintendente y visitador general de la Real
Hacienda y revestido de tales atribuciones que hacían casi nulas las del
virrey. Dice Ricardo Palma: «La verdadera misión del enviado regio era la de
exprimir la naranja hasta dejarla sin jugo. Areche elevó la contribución de
indígenas a un millón de pesos de oro; creó la junta de diezmos; los estancos
y alcabalas dieron pingües rendimientos; abrumó de impuestos y socaliñas a
los comerciantes y mineros, y tanto ajustó la cuerda que en Huaraz,
Lambayeque, Huánuco, Pasco, Huancavelica, Moquegua y otros lugares
estallaron serios desórdenes, en los que hubo corregidores, alcabaleros y
empleados reales ajusticiados por el pueblo. “La excitación era tan grande —
dice Lorente— que en Arequipa los muchachos de una escuela dieron muerte
a uno de sus camaradas que, en sus juegos, había hecho el papel de
recaudador de impuestos, y en el llano de Santa Marta dos mil arequipeños
osaron, aunque con mal éxito, presentar batalla a las milicias reales”. En el
Cuzco se descubrió muy oportunamente una vasta conspiración encabezada
por don Lorenzo Farfán y un indio cacique, los que, aprehendidos,
terminaron su existencia en el cadalso».
La respuesta de Areche a Túpac Amaru fue lacónica y burocrática: «Al
cacique que representa se le dirá que su escrito no trae la instrucción que era
necesaria para hacer el recurso de la relevación de la Mita que pretende; y
que así se retire a sus Pueblos por ahora, esperando allí la providencia, que,
no obstante, dará desde su destino el Señor Superintendente de la Mita, a
quien se remite por el Correo, como que será la más arreglada a la distancia
de estos Indios, tocándoles dar gente, y a las demás razones con que desean
libertarse de ir a trabajar a la Mina de Potosí».
Lo que le dicen a Túpac Amaru es que faltan a su memorial requisitos
formales para ser tomado en cuenta. Es lo que suelen decir todavía hoy los
burócratas en sus covachuelas, cuando tienen instrucciones especiales para
desechar una petición.
Con aquella petición Túpac Amaru se hizo visible y las autoridades
repararon en él. Su esposa, con el sentido de tolerante adaptación que suelen
tener las mujeres, le decía:
—Otros caciques se acomodan con su suerte y sacan sus beneficios y
provechos.
Pero ella misma había protestado contra los visitadores (inspectores) de
los obrages (talleres donde se tejía de continuo y sin interrupción a razón de
dos equipos de doce horas por día). En los obrages trabajaban todos los
indígenas obligatoriamente, igual los hombres que las mujeres y los viejos
que los niños. El virrey Toledo dispuso que los obreros que trabajaran en los
obrages estuvieran exentos de trabajar en las minas, pero esa ordenanza no se
cumplía. Entretanto los niños y los viejos adolecían y algunos morían al pie
del telar. Según Antonio de Ulloa: «Para formar perfecto juicio de lo que son
obrages es preciso considerarlos como una galera que nunca cesa de navegar,
y continuamente rema en calma alexándosele tanto del puerto que no
consigue nunca llegar a él, aunque su gente trabaja sin cesar con el fin de
tener algún descanso en llegando a tierra. El gobierno de estos obrages, el
trabajo que hacen en ellos los Indios, á quienes toca esta suerte
verdaderamente desgraciada, y el riguroso castigo que experimentan aquellos
infelices, excede á todo cuanto nos es posible referir».
Micaela Bastidas protestó más de una vez contra el abuso de los obrages.
Su esposo ponía énfasis mayor en el de la mita minera. Y muchos indios para
huir de la una y la otra se desgajaban de los primitivos ayllús y se
diseminaban por el país dedicados al pastoreo y a la agricultura. Con eso
dificultaban la formación de censos, y hurtaban el bulto a los agentes de los
corregidores que por ser mestizos —cholos—, eran recelados y a veces
aborrecidos de los indios puros.
Los del cacicazgo de Túpac Amaru siguieron siempre, sin embargo, en
sus ayllús o clanes de consanguinidad, fieles al caudillo Inca.
Entonces los españoles inventaron las reducciones. Obligaron a los indios
extrañados a recogerse en ayllús artificiales con amenazas severas si los
abandonaban. Con eso sus tierras y ganados quedaban prácticamente
desatendidos, y se convertían en propiedad de los españoles amparados por
leyes especiales llamadas de peonías o de caballerías.
Un autor ecuatoriano, Óscar Efrén, caracteriza las reducciones de la
siguiente manera:
«La reducción consistía en el agrupamiento de familias indígenas —de
ochenta para arriba—, con pretextos también de cristianización. Al frente de
esas reducciones actuaba un doctrinero, o sea, generalmente, un clérigo.
»El doctrinero, en vez de limitarse al desempeño de sus funciones,
asumió las de mercader, de explotador y propietario, llenándoles de deudas a
los indios (pues obligábalos a que le compren sus artículos, incomprensibles
e inútiles muchos de ellos, desde estampitas de santos, barajas, polvos azules
y hasta anteojos), y apropiándose de sus mujeres, “con gran ofensa de Dios”,
según decían los obispos entonces al protestar contra esos escándalos».
En octubre de 1776 Túpac Amaru, cuyos repetidos memoriales eran
desestimados uno tras otro, presentó al escribano del Cuzco don José
Palacios, según recuerda B. Lewin, un poder de todos los caciques de su
provincia que lo nombraban su representante para que por ellos y por sí
mismo «prosiga en Lima la causa que tienen pendiente en el real y superior
Gobierno de estos Reinos sobre que se liberen los naturales de sus ayllús de
la pensión de la mita que se despacha al real Asiento de la Villa Imperial de
Potosí».
Al hablar de esto con su esposa ella decía a José Gabriel:
—¿Y los obrages?
Túpac Amaru le respondía que no había que pedirlo todo junto porque
entonces no conseguirían nada, sino una mejora cada vez. Y añadía volviendo
contra ella, en broma, un refrán que Micaela solía decir:
—Una cosa es quebrar huevos y otra hacer tortillas.
Micaela tenía dichos como ése, tomados de los españoles y repetidos en
quechua. Otro que solía usar cuando hablaba del desdén de los corregidores
contra los indios de los obrages era:
—Que tengan cuidado, porque cada mosca tiene su zizo y su sombra.
La verdad era que con todos aquellos memoriales y poderes (sin obtener
nunca nada) Túpac Amaru se hacía reparar.
También hay que señalar que con las habilidades y triquiñuelas de los
oficiales del virreinato, José Gabriel estaba añadiendo a sus naturales dotes
políticas, experiencias curiosas y sutiles.
Pronto llegó a la conclusión de que el virrey, los visitadores, los
corregidores y los doctrineros se enriquecían a costa de la real hacienda, y de
que si alguien protestaba, el rey podría ponerse de su lado contra todos ellos
(menos contra la iglesia). Túpac Amaru iba y venía por la jurisdicción de
Tintha, asistía a bodas y bautizos y chupaba el cojudito siempre que un indio
se lo ofrecía.
Tuvo un hijo de su esposa, a quien bautizaron con el nombre de Hipólito
Túpac Amaru. La fiesta sacramental fue memorable por la gente que acudió
de los ayllús próximos y aún de los lejanos.
Entre los indios había varios haravicus que improvisaron poemas alusivos
o los llevaron preparados para el caso.
Eran verdaderos poetas, y el cura apuntó algunos de sus dichos en
quechua y en aymará, y luego los tradujo:
«Los monaguillos (pongos) de ultramar (había uno español) volviendo,
se apresuraban para el bautizo.
»Y en el término incaico presidiendo, un lucero advenedizo (venus, en el
atardecer, que fue cuando se celebró la ceremonia) viene a ser el padrino
aunque nadie lo llame.
»Nidos de cóndor de los altos Andes se van cubriendo silenciosamente
por el sol que se acuesta friolento y el ave grande de las anchas alas las abre
en cruz cuando tu niño Hipólito se mea en sus pañales sin saberlo. El cura
tachó se mea y puso se orina. Así y todo le parecía un poco inadecuado,
aquello».
VII

Los años pasaban, no rápidamente, porque el dolor parece entumecer las


horas y retardar el calendario.
Pero Hipólito crecía jugando con otros niños bajo la vigilancia tutelar de
su madre. José Gabriel y Micaela se sentían gratificados por la naturaleza, por
Dios y daban gracias al Sol, a San José y a Jesús y a la Virgen María. Creía
Micaela que, como todas las sagradas imágenes llevaban una aureola dorada
en torno a la cabeza, se las podía identificar con el sol, al que los incas, sus
hijos, adoraban.
Y el Inca no percibía diferencia ni dificultad. Entre sus mejores amigos
figuraban varios sacerdotes y uno o dos prelados.
Una noche llegó al cacicazgo de José Gabriel la temida notificación. Un
número de indios no inferior a 1.400, debía ponerse en camino de Potosí en
un plazo no mayor de veintiocho días. Túpac Amaru, a quien iba dirigida
aquella comunicación, tuvo que firmar el recibo y darse por enterado.
Lo primero que vino a su mente, fue la figura noble del gobernador de
Potosí don Ventura Santelices y Venero, quien había leído una copia del
recurso enviado por José Gabriel al virrey y declarado enfáticamente estar de
acuerdo con todo lo que decía. Con eso, y otras declaraciones en favor de los
indios, Santelices se había creado muchos enemigos. He aquí el pasquín que
escribió el gobernador de Tucumán, y que apareció, pegado, en las puertas de
las iglesias y de otros lugares públicos:

Venero es de oro, más en BRUTO


Al agua y jabón no da tributo
Vistiendo peor que lego franciscano
Riendo sus zapatos de lo humano
Capa y calzón de mantecosas huellas,
Y las calzas con puntos como estrellas.
Mas, de callar hagamos sacrificio,
Que fuera de avisados gran locura
Ser cojidos por mano de VENTURA
para servir de hogaza a Santo Oficio.

Pero en las alturas escuchaban a Santelices. En 1761 dimitió su puesto en


Potosí, y cuando sus enemigos se sentían más gustosamente halagados resultó
que (en 1762), fue nombrado miembro del consejo de Indias. Fue a España en
el primer barco con pliegos de cargos contra las autoridades que desoyendo al
rey explotaban a los indios ignominiosamente. Algunas personas eclesiásticas
y seglares del Perú, que compartían sus puntos de vista, insistían a través de
Santelices en combatir las mitas y otras miserias.
Cuando más próspera parecía la causa de los indios, Santelices murió
repentinamente y como dice uno de sus historiadores, en forma harto
sospechosa. Sin embargo el Rey dictó una orden, cuyo contenido llegó no
sólo a Lima sino también a conocimiento de Túpac Amaru, en la que se daba
estado oficial a «los agravios y vejaciones que padecían los indios de los
corregidores de los partidos, curas doctrineros, virrey, Audiencia de Lima, y
otros ministros de aquel reino, por lo desatendidas que eran de unos y otros
sus representaciones y ningún cumplimiento a mis reales órdenes expedidas
para el alivio de los dichos indios extendiéndose las quejas de éstos, no sólo
a los repartimientos que hacían los corregidores y violencias con que les
quitaban sus haciendas, sino también, a la que se practicaba en las mitas,
contraviniendo a lo dispuesto por mis reales cédulas y ordenanzas que tratan
de este asunto».
José Gabriel, hombre poco hecho a doblecer y con la rectitud moral de los
jefes de las comunidades primitivas, entendió las palabras del Rey al pie de la
letra y dispuso que no saliera de Tintha un solo indio para Potosí, mientras él
hacía en Lima las diligencias necesarias para obtener la revocación de la
orden.
A todo esto, los indios habían comenzado a prepararse para el largo
camino de más de doscientas leguas (mil kilómetros). Como cada uno de los
1.400 indios iba a ser acompañado por los tres o cuatro familiares más
próximos, ya que consideraban aquella separación del mitayo como definitiva
y mortal y no querían dejarle morir desamparado y solo, la caravana sería de
siete mil personas más o menos, de las cuales esperaban llegar a Potosí
menos de la mitad y perecer las otras después de algunos meses de trabajos
forzados. Era al menos lo que solía suceder.
En las calles de la aldea todo era desolación y dolor. El silencio habitual
de los indios hechos a la resignación, era roto aquí y allá por lamentaciones y
gritos que se encendían como antorchas. José Gabriel salía a la plaza:
—¡Que nadie deje la aldea! —gritaba en quechua.
Algún indio viejo le replicaba medio en español:
—Vendrán los cachimbos, taita.
Así llamaban a los corchetes del virrey y Túpac Amaru insistía:
—¡Que nadie se mueva! Digan que yo lo mandé. Yo sé que ésa es la
voluntad del Rey de España. Además había que ser cunda, es decir, avisado y
hábil y dar frente a las situaciones más inesperadas. Pero algunos indios, sin
dejar de atender las órdenes de José Gabriel, seguían con sus preparativos. El
viaje duraría al menos cincuenta días por lugares inhóspitos, sin agua ni
comida, con las madres lactantes y los viejos enfermos.
Sabiendo Túpac Amaru que algunos sacerdotes estaban de su lado, salió
aquella noche al trote largo de su caballo para visitar al padre Carlos
Rodríguez y tratar de influir, por su mediación, en los obispos de Cuzco y de
la Paz que eran amigos del inca y que compartían sus sentimientos contra la
mita, los repartimientos y los obrages.
Antes de salir ocurrió un incidente desdichado. En la calle había grupos
de indios y en uno de ellos alguien alzó la voz al ver a Túpac Amaru y dijo:
—Ahí está el curaca. Con sus veintitrés recuas de mulas de buena
andadura, podría llevarnos en menos de una semana a Potosí.
José Gabriel bajó del caballo y dirigiéndose al que había hablado, lo
cogió por la cruz del poncho y lo sacudió:
—¿Qué has dicho?
De aquí y de allá salieron algunas voces:
—Déjelo, no más. Es un cholo que anda con los perros cachimbos de
Areche.
Túpac Amaru lo soltó, le cruzó la cara con el chicote (los cholos
traicionaban a veces al indio y al godo) y volvió a montar a caballo. No tardó
en llegar a la abadía donde, por cierto, se celebraba el día del santo patrón del
cura, que era el mismo de S. M. el Rey. Iba resentido por el incidente con el
cholo.
Lo recibió el padre Rodríguez con alborozada sorpresa:
—¿Cómo viene solo? ¿Dónde está mi querida doña Micaela? ¿Y el niño
Hipólito?
Había varios invitados que se levantaron al entrar José Gabriel. Éste miró
a su alrededor, reconoció los rostros, se alegró de no hallar entre ellos al
nuevo corregidor de Tintha don Antonio de Arriaga (que le era contrario), y
dijo al cura:
—He venido a Tungasuca para negocios urgentes y no para el disanto que
ni siquiera sabía que lo era.
Lo llevó aparte y le dijo lo que sucedía. El padre Rodríguez escuchaba
atentamente. Durante la comida había bebido un poco y tenía la voz áspera y
los párpados rojizos.
—Hace usted bien, José Gabriel. Los dos obispos de la provincia del
Cuzco, don Agustín Gorochátegui y don Juan Moscoso y Peralta, lo mismo
que el de La Paz, don Francisco Gregorio de Campos, son contrarios a la
mita. Usted los conoce.
—¿Qué podemos hacer?
—Esta misma noche irán tres propios con el mensaje. Lo malo es que el
nuevo corregidor es un chapetón enemigo nuestro.
—Ya veremos cuando el caso llegue —dijo Túpac Amaru golpeándose la
pierna con el rebenque.
Pero el cura salió al patio de la abadía, dio órdenes a algunos espoliques y
volvió al comedor. Los comensales cedieron el lugar de honor —a la derecha
del cura— a Túpac Amaru, y se alzaron vasos brindando por el padre
Rodríguez y por José Gabriel. Éste se levantó y dijo gravemente:
—A la salud de S. M. el Rey que Dios guarde y de don Carlos Rodríguez,
padre de los indios de Tungasuca.
Todos bebieron. Eran unas veinte personas, la mayor parte cholos con
puestos en la administración y algunos indios notables. El cura recordó el
énfasis con que Túpac Amaru se negaba a la prestación miteña en servicio de
S. M. el Rey, y al oírle brindar por don Carlos III, pensó si aquella devoción
de José Gabriel por el monarca hispano sería inocencia o habilidad. En el
brindis, el Inca, había insistido también en el mayor acatamiento y lealtad al
Rey cuyos representantes, en el virreinato del Perú, lo traicionaban.
Esta última palabra le pareció al padre Rodríguez un poco fuerte, pero
como el Inca no citaba nombre alguno, la cosa era menos grave. Los traidores
no eran señalados con el dedo.
Durante la comida tenía Túpac Amaru la imaginación ocupada por las
figuras de los tres obispos.
Moscoso era hombre curcuncho como llamaban los indios a los seres
achaparrados y fuertes, pequeños y anchos. Su cara parecía la de una mujer
un poco zaina. Gorrichítegui era en cambio una especie de puco-puco (cara
de ave y gestos inesperados). El tercer obispo, el de La Paz, era un poco
guaragua, es decir, imprevisible y misterioso.
Pero los tres compartían sus ideas sobre la mita. En eso estaban los cuatro
de acuerdo con el Rey de España. Esto, no sabía el padre Rodríguez cómo
entenderlo.
Pero la fiesta del santo patrón del cura de Tungasuca iba a tener
resonancia en los anales del Perú. Sus consecuencias fueron superiores a toda
previsión, como suelen decir en su estilo pomposo los cronistas oficiales.
El nombre del cura tiene en el santoral varios patrones y el suyo era San
Carlos Borromeo cuya fiesta cae en el cuatro de noviembre. Aquél era pues el
día de la fiesta en la abadía.
No llevaría más de una hora Túpac Amaru en aquella hospitalaria
mansión, cuando se sintió el galope de un caballo que se acercaba. Se detuvo
casi en seco al pie del balcón volado. Hubo comentarios.
—Diestro jinete debe ser.
El vicario, que estaba de humor festivo y un poco chispo, contó que un
campesino de su pueblo habiendo montado un caballo bravo fue derribado, y
al levantarse del suelo donde había caído como un sapo y ver que los otros
campesinos se reían a carcajadas, dijo:
—No hay por qué reírse, porque ya me iba a bajar.
Lo que sucedió después en la abadía fue de veras memorable.
El corregidor en persona don Antonio de Arriaga, hombre pugnaz e
impertinente, enemigo del obispo Moscoso, excomulgado por el provisor,
maldiciente y buscapleitos, apareció en la puerta de la sala. Entraba pisando
fuerte y con las espuelas puestas. Miró alrededor y dijo en voz amenazadora:
—Soy el corregidor don Antonio de Arriaga. Extrañó al padre Rodríguez
que no se hubiera dado a sí mismo el tratamiento de señoría ilustrísima que le
correspondía por su cargo. Aquel cura nunca se sentía ofendido por las
ínfulas y altiveces de los demás, especialmente si tenían autoridad civil o
marcial. El canónigo provisor de la Catedral del Cuzco había excomulgado a
Arriaga por ofensas graves contra la iglesia, pero el padre Rodríguez siempre
dispuesto a comprender se puso de pie, respetuosamente, y lo mismo hicieron
todos los demás.
—Le ruego —dijo el cura— que tome asiento en mi humilde mesa.
Y le indicaba una silla vacía.
—¿Sabe usted para qué vengo?
—Cualquiera que sea la causa que lo trae —respondió el cura un poco
extrañado— ya sabe vueseñoría que es bien recibido en esta su casa.
—Huélgome de que en la puerta de su iglesia no esté clavado el pasquín
de excomunión que contra mí reparte ese viejo loco.
—Dios es testigo de que no sé a qué pasquín se refiere su señoría
ilustrísima.
—El papel de excomunión del provisor del Cuzco.
Era la primera noticia que tenía el cura o por lo menos era eso lo que dijo
volviendo a señalarle el asiento vacío. El corregidor se sentó, pero volvió a
levantarse como si se hubiera pinchado en el trasero.
—¡Éste no es mi lugar!
—Elija vueseñoría.
Dio la vuelta a la mesa el corregidor y al llegar a donde estaba Túpac
Amaru, lo apartó con violencia y se sentó en su lugar. El Inca fue a sentarse,
resignado y sombrío en un extremo, precisamente en la silla que el cura había
ofrecido al corregidor. Éste seguía hablando:
—Se equivocan los que creen que yo voy a tolerar en mi corregimiento
que nadie me tire de las barbas, y menos, un canónigo borracho y
amancebado. Y voto a tal, que si hubiera hallado el pasquín en el atrio de la
iglesia, no habría reparado en sotana ni tonsura y se habría acordado de mí
vuesa merced, hasta el último día de su vida.
—Sigo sin comprender a qué vienen las airadas palabras de su señoría, y
le ruego que me perdone si en alguna cosa le he ofendido sin querer.
Con la humildad del cura se crecía el corregidor, que era un gran botarate:
—La primera ofensa consiste en tener sentado en lugar de honor y a su
derecha a un puerco indio que anda revolviendo a la gente contra la mita, los
obrages y los repartos. ¿O es que no se ha enterado usted?
Túpac Amaru se levantó, hizo una inclinación de cortesía para el cura y
salió, despacio y grave. Tres o cuatro indios notables que estaban sentados a
la mesa se levantaron y salieron con él. Poco después se oyeron piafar y
arrancar algunos caballos como si participaran del rencor de sus dueños.
El corregidor no había terminado:
—Bueno estoy yo para bromas de indios, de cholos, y aun de criollos.
¡Por el ánima de mi padre que he de hacer picadillo de todos ellos si se me
sube la mostaza a las narices!
Se detuvo para beber un trago, resolló fuertemente, pidió que le llenaran
otra vez el vaso y como la sirvienta tardaba golpeó con el vaso vacío la mesa
y llamó: —¡Eh, tú, puta del diablo! ¿No sabes quién lo ordena?
Ella corrió a obedecerle sonriendo, a pesar de todo, y diciendo entre
dientes como por gracia:
—Se me va el santo al cielo cuando oigo hablar asina.
—¿Cómo asina?
—Golpeado. Como hablan sus señorías los señores godos.
Hubo un silencio y convencido Arriaga de que ella hablaba sin malicia,
declaró después de mirar alrededor:
—¡Godo y a mucha honra!
Todos los demás callaban.
VIII

Túpac Amaru envió a sus amigos en direcciones diferentes y con órdenes


escritas para los jefes de los ayllús más importantes de las tres poblaciones de
su señorío. Él se quedó a media legua de Tungasuca, en el camino de Tintha
y en una casa donde vivía un viejo indio con su mujer.
Aquella pareja no hablaba quechua sino chanchaisuyo, un dialecto que
Túpac Amaru conocía bien. El viejo recibió amorosamente al Inca y,
haciéndole pasar al lado del fuego, pidió un lebrillo a su mujer lleno de
chicha de jora y regó con ella la habitación. Era un tributo al Inca y una
apelación a los espíritus protectores.
Entretanto José Gabriel recordaba lo ocurrido en casa del cura Rodríguez
y se decía: «Arriaga va sin escolta y no saldrá de la abadía hasta que
amanezca». Estaba sentado frente al fuego y miraba fijamente las llamas.
—Necesito cuatro hombres que sean fuertes y estén bien armados.
—¿Cuándo?
—Una hora antes de salir el sol.
—Tú los tendrás y mucho siento no poder ser yo uno de ellos.
Hubo otro largo silencio y oían los dos el fragor de las llamas. Túpac
Amaru habló de nuevo:
—¿No me preguntas para qué?
—No. Lo que tú hagas estará bien, curaca.
Poco después el viejo salió. Túpac Amaru se acostó en el suelo sobre una
manta cerca del fuego y se quedó dormido.
Poco antes del amanecer estaban los cuatro hombres allí. No eran de
Tungasuca sino de un ayllú de pastores que tenían llamas adiestradas para la
carga y vicuñas de preciado pelo. Venían bien armados de dagas y uno de
ellos llevaba una espada. Aunque estaba prohibido a los indios tener armas de
fuego, dos de ellos llevaban pistoletes al cinto, bien a la vista.
No despertaron al Inca, pero José Gabriel que tenía el sueño ligero se
incorporó al oírlos llegar. Preguntó en quechua quiénes eran y los cuatro
declararon ser parientes entre sí y estar dispuestos a todo. Sabían ya quién era
José Gabriel y parecían sentirse halagados por su confianza.
—Se trata —dijo José Gabriel— de salirle al paso al corregidor Arriaga.
Se quedaron los cuatro meditando.
—¿Lleva escolta? —preguntó uno.
Túpac Amaru negó con la cabeza y precisó:
—Al menos ayer no la llevaba. Y desde lejos se podrá ver si la lleva hoy.
En ese caso hay que dejarlo pasar porque los de la escolta llevan mejores
armas. Hay otra dificultad. Monta un buen caballo.
Uno de los indios sonrió y otro dijo:
—Éste trae cuerdas y le calza un peal al más corredor.
Un peal era un lazo en una pata a la altura del corazón. El caballo caería y
con él caería también el jinete.
Todos de acuerdo salieron al camino. Se trataba de apresar al corregidor.
Vieron acercarse a Arriaga a media rienda y no hubo necesidad de enlazar
al caballo porque los cinco le salieron al paso en un lugar donde no podía
salir del camino sin despeñarse.
—Dese preso vuesa merced —le dijo Túpac Amaru.
Lo desarmaron antes de que pudiera responder y le pusieron grillos.
Luego lo condujeron otra vez a Tungasuca. Sin detenerse allí, siguió Túpac
Amaru con el preso y los indios de la escolta hasta Surimana, y pocos días
después (habiendo recibido respuestas a los pliegos que envió), regresó con el
preso a Tungasuca e hizo levantar una horca en la plaza frente a la iglesia. Al
pie de la horca puso un letrero que decía: «Ésta es la justicia que don José
Gabriel I, por la gracia de Dios, Inca, rey del Perú, Santa Fe, Quito, Chile,
Buenos Aires y continente de los mares del Sur, duque y señor de los
Amazonas y del gran Paititi, manda hacer en la persona de Antonio Arriaga
por tirano, alevoso, enemigo de Dios y sus ministros, corruptor y falsario».
Sacaron al reo. El verdugo, que era un negro que había sido esclavo del
corregidor, le arrancó el uniforme, le vistió una mortaja o sambenito y le echó
la soga al cuello. Al levantar el cuerpo la cuerda se rompió y, Arriaga, echó a
correr en dirección al templo gritando:
—Salvo soy. A la iglesia me acojo. ¡La iglesia me vale!
Iba a entrar en ella cuando lo alcanzó el Inca José Gabriel y lo entregó de
nuevo al verdugo diciendo: —No le vale la iglesia a tan gran bellaco como
vos. No le vale la iglesia a un excomulgado por la iglesia.
El verdugo hizo su obligación rápidamente. Algunos indios acudieron al
siniestro espectáculo y, los que sabían leer, traducían el letrero a los otros.
Entretanto la puerta, el balcón y las ventanas de la casa parroquial estaban
cerradas.
El padre Rodríguez había salido el día anterior, 9 de noviembre, para el
Cuzco a visitar al obispo Moscoso. Túpac Amaru se alegró porque su
ausencia le eximía de responsabilidades si llegaba el caso de rendir cuentas.
IX

En varias ocasiones los obispos del Cuzco y de La Paz habían mostrado


inclinarse en favor de los indios cuando, Túpac Amaru, les hablaba
personalmente de sus desdichas o les enviaba copias de sus memoriales.
Después de la ejecución de Arriaga, el caudillo inca les envió la noticia,
diciendo que aquella drástica medida había sido tomada en cumplimiento de
las órdenes de protección a los indios dadas reiteradamente por S. M. el Rey,
y nunca cumplidas por sus representantes y agentes.
Todos los amigos y los parientes próximos del Inca se movilizaron. Sus
idas y venidas por los caminos a lo largo de la ruta de Lima-Buenos Aires no
llamaban la atención porque, Túpac Amaru, además de percibir el impuesto
de vasallaje de los indios de su cacicazgo (que ellos pagaban diligentemente
y sin ser requeridos), tenía veintitrés recuas de mulos de viaje y transporte de
mercancías, por lo cual, los enemigos del Inca solían llamarle
desdeñosamente «el arriero».
En materia de conspiración, hay que ser muy sutil y agudo en los planes
estratégicos y lo más simple posible en los recursos tácticos. Los dos más
importantes entre estos últimos eran: los indios debían hablar siempre entre sí
quechua o aymará, sobre todo si les oían mestizos, criollos o españoles. El
otro recurso consistía en decirles a éstos, invariablemente, que la sublevación
era en servicio del Rey y de la iglesia. Es decir, en cumplimiento de las leyes
de Indias y de los preceptos cristianos. Esto ayudaba a captar adeptos y
confundía a los enemigos.
Es sorprendente el cuidado con que todos los implicados en el
levantamiento siguieron esos preceptos. Como es natural el primero en
hacerlo era Túpac Amaru. Y todo se hizo tan cuidadosamente que, la
conmoción revolucionaria de 1779 abarcó vastísimas regiones sin que las
autoridades virreinales pudieran impedirlo, ni llegaran nunca a descubrir la
red de los complicados. Todo el sur del virreinato del Perú, incluso el
corregimiento de Arica, todo el altiplano boliviano y grandes extensiones del
noroeste argentino, aparecieron contaminados desde el principio.
Francisco Cisneros vecino de Sicuani, dice que fue prisionero de Túpac
Amaru y después uno de sus secretarios y que oyó, de boca del caudillo, que
durante una de sus estancias en Lima comunicó sus planes con nueve
personas de categoría en el virreinato (diciendo siempre que lo hacía en
nombre del Rey y de la Iglesia), y que ellos lo estimularon a que pasase a la
ejecución y no fuese a España a pedir justicia, ya que los dos que habían
tratado de hacerlo (Blas Túpac Amaru, pariente de José Gabriel, y el
gobernador Santelices) habían sido asesinados. El mismo Francisco Cisneros
oyó decir a la mujer del caudillo, persona discreta y de pocas palabras, que
algunos altos personajes de Lima habían prometido su ayuda o, al menos, su
asistencia pasiva. Uno de ellos fue Miguel Montiel, lector y exegeta
entusiasta de los Comentarios Reales del Inca Garcilaso (lectura prohibida en
Lima). Y otros, Mariano Barrera y el vecino de Potosí Lucas Aparicio. El
primero hizo un viaje a Inglaterra y volvió con armas, aunque pocas. El
segundo intervino en la organización de una fundición clandestina para
fabricar arcabuces y mosquetes.
El secreto con que los indios llevaban las tareas conspirativas es menos
de extrañar si se recuerda su naturaleza retraída y suspicaz. Al sublevarse los
indios de Mohosa, Machacamarca, Cavari, Yani, Suribai, Icocha e Inquisivi,
exhibieron como contraseña una pequeña medalla de madera con las figuras
del Inca y de su mujer hábilmente grabadas.
Una vez declarada y proclamada la rebelión se vio que la organización era
tan poderosa que no hacía falta el secreto en los movimientos del Inca y éste,
aunque iba siempre con escolta, parecía descuidado y seguro de sí. Sólo de
esta manera se conciben los hechos que voy a relatar.
Un día de marzo de 1780 pasó, Túpac Amaru, por una aldea de cierta
importancia que se llamaba Ollantaytambo. Iba con su escolta y al paso de su
caballo, bajo la garúa que más que mojar, acariciaba el rostro y refrescaba el
ánimo.
El nombre de la aldea le hizo recordar el de la obra de teatro que iba a ver
aquella noche en Tintha: Ollantay. Le gustaba el teatro y más de una vez
había asistido en Lima a las representaciones que daba la Perricholi de
fastuosas obras de Calderón, a las cuales añadía intermedios de música y
cante mientras el virrey Amat la animaba y requebraba desde su palco platea.
Pero la representación de Ollantay no iba a hacerse en ningún teatro, sino
al aire libre, contra los muros del edificio del Cabildo coronados con
antorchas y otras luminarias. Las voces en quechua resonarían armoniosas y
graves. Según le habían dicho, estaban acudiendo a Tintha en largas
caravanas ayllúes enteros, incluidos los ancianos y los niños.
Ollantay escrita en versos quechuas por un cura aficionado a la poesía, no
era producto de la cultura incaica, pero, podía considerarse una imitación
genuina. Más tarde, un erudito peruano iba a traducir Ollantay al español. He
aquí cuatro versos que suenan más a Castilla que al Cuzco:

No tiene el Amazonas en sus orillas


rosa como la rosa de tus mejillas,
ni en sus laderas tienen nuestras montañas
roca como la roca de sus entrañas.

Si cambiamos Amazonas por Manzanares tendremos cuatro versos


atribuibles a Lope de Vega.
El que escribió Ollantay había leído tragedias griegas y latinas.
Pero nada de esto interesaba a Túpac Amaru, quien asistía a la
representación de la tragedia como un monarca a una fiesta cortesana.
Aquella noche fue una de las más brillantes de su corto y azaroso reinado.
Estaba en una galería o solanar abierto en el cual habían sido dispuestos
sillones tapizados de terciopelo carmesí y doseles con las insignias del
imperio, en el centro de las cuales destacaba el disco solar con sus rayos de
oro y entre ellos gemas de gran valor, principalmente esmeraldas.
Antes de la representación, fueron cantados yaravíes en quechua
acompañados de la quena (flauta hecha con la tibia de un ser humano). Eran
cantados según la manera prohibida expresamente por la inquisición
española, es decir, poniendo el extremo inferior de la quena dentro de un
cántaro o una pequeña tinaja vacía donde el sonido frío y metálico adquiría
en la vibración de los calcios lúgubres tonalidades siniestras. Las autoridades
solían prohibir aquella música porque daba a los oyentes una extraña
embriaguez que consideraban satánica.
Y porque la letra de las canciones solía ser pecaminosa, ya que
reprochaba a Dios habernos dado una vida donde todas las sublimidades se
nos mostraban para sernos negadas o arrebatadas un día (el de la muerte) sin
haber alcanzado total cumplimiento. Los haravicus (vates quechuas) eran en
ese sentido tan tristes como los clásicos poetas elegíacos de Grecia y de
Roma. Por eso mismo eran también más eficaces en cuanto a despertar
emociones nuevas y agitar los misterios de nuestro inconsciente, ya que con
la quena y la oquedad fría y resonante parecían aludir al sepulcro y
recordarnos a todos esa palabra ante la cual tiembla el Universo: muerte.
Los yaravíes de la quena no eran siempre como los del Manchay-Puito
hampuy nihuay, la canción más expresamente prohibida por la Iglesia:

No es un dios bueno el que siembra


en mi corazón las penas
del infierno cuando busco
el amor y la bondad
en una paz que nunca alcanzo…

A veces había otras canciones sin angustia aparente, aunque siempre


hubiera en la apelación a la grima (la quena y el cántaro vacío), ese helado
deleite culpable donde los heraldos de la muerte hacen su guardia. Pero la
letra tenía sus vibraciones idílicas a pesar de todo:

Las manzanas de tu pecho


son más dulces a mis labios
que a las abejas la flor…

Escuchaba todo aquello Túpac Amaru diciéndose: «Lástima que mi


esposa no haya venido conmigo esta noche. La tristeza del Manchay-Puito
habría sido más sabrosa».
Porque toda la gente que vive en las montañas sabe —mejor que la del
llano— que hay tristezas sabrosas. Todos menos los españoles que buscan en
el catolicismo un gozo a la medida de cada ambición. Una orgía en la que
infierno, purgatorio, cielo y limbo andan mezclados. Sólo hubo un católico
sin embargo que alcanzara a gozar plenamente de su catolicismo y hacer de él
danza y canción: San Francisco de Asís.
El argumento de Ollantay tiene todos los trucos y habilidades de una
comedia de capa y espada y alguna resonancia de la tragedia griega, incluidos
los coros.
Lo que sucede en Ollantay es lo siguiente:
Un caudillo militar cuyo nombre es el de la tragedia cae en el peligroso
atrevimiento de rebelarse contra el Inca. Como no hay argumento teatral
posible sin amor, Ollantay se ha enamorado de una princesa que saca del
palacio del Cuzco y se lleva a un castillo en el que viven los dos felizmente.
Naturalmente el castillo es del Inca y está guarnecido con tropas también
desleales al emperador.
El Inca no era tonto. Llamó a un general valiente, Rumiñahui, y le
propuso un plan bastante hábil. Fue ese general acusado de haber profanado
el santuario de las vírgenes del Sol y sentenciado a recibir azotes en público.
Envilecido y castigado (cuya noticia llegó a Ollantay), el valiente Rumiñahui
fingió escapar de la corte del Inca y pidió refugio al caudillo rebelde.
Ollantay lo recibió muy contento. El fugitivo era un general de prestigio.
A todo esto los amores de Ollantay y la princesa Inca habían dado fruto:
la hermosa Imasumac.
Un día, fingiendo Rumiñahui defender el castillo contra un ataque del
Inca, lo que hizo fue entregarlo con todos sus defensores.
La venganza del Inca fue implacable, pero se salvaron la princesa
enamorada y su hija Imasumac. Hermosa leyenda, más o menos genuina, es
decir, con base más o menos enraizada en la historia. (Más bien menos).
¿Pero a quién le interesa la historicidad de una obra de teatro?
Bajo la presidencia de Túpac Amaru la representación fue transcurriendo
felizmente. Lo que le faltaba de artificio profesional lo suplían los
improvisados actores con su entusiasmo y con la espontaneidad de sus cantos
y danzas. Lo que no podían imaginar era que el final de Ollantay era parecido
al que esperaba a Túpac Amaru.
Aunque el caudillo de Tintha no había sido o no creía ser un traidor al
emperador español Carlos III. Pensaba en él como en un monarca que quería
el bien de los indios y a quien engañaban todos en el Perú, desde el virrey
hasta los corregidores y sus más mínimos auxiliares. Al menos eso decía
cuando hablaba con mestizos, criollos o españoles.
Las leyes de Indias eran buenas, pero en su cumplimiento se interponían
precisamente los que estaban obligados a servir al Rey: chapetones oficiales
del virrey, godos aventureros, criollos y muchos sacerdotes simoníacos que
se enriquecían obligando a los indios a comprar toda clase de objetos
innecesarios: rosarios (cuyo uso ignoraban los indígenas) sin los cuales no les
permitían entrar en el templo, y hasta botellines con agua bendita.
Estos hechos eran de conocimiento general y ayudaron a confundir las
fronteras que separaban la rebelión india de la oposición que ofrecían al
virrey muchos criollos descontentos y cholos, que soñaban con la
independencia. (Aunque no con el restablecimiento del imperio del Cuzco).
Durante la representación, Túpac Amaru veía a aquella multitud de indios
atentos al espectáculo y felices y pensaba en los de la provincia de Potosí,
especialmente en la región de Chayanta que también se llamaba Charcar. Allí
tenía Túpac Amaru un lugarteniente inapreciable: Tomás Catari. Vivía Catari
en un pueblo llamado San Pedro de Macha y lo mismo que José Gabriel,
había denunciado Catari los abusos y los crímenes de los corregidores
tomando a veces el partido del Rey español contra sus codiciosos súbditos
hasta el extremo de que los administradores de las Cajas Reales de Potosí le
había dado la razón en varias ocasiones y llegado en una de ellas, a
dictaminar de acuerdo con sus denuncias. Tan justificadas estaban.
Los indios de aquellas regiones privilegiadas eran expertos agricultores y
ganaderos y figuraban entre los más ricos del virreinato. Sobre ellos caían los
administradores de la mita para sacarles el dinero a cambio de librarlos de
aquella servidumbre. Túpac Amaru esperaba a Catari con sus indios (que lo
idolatraban) para dar a la sublevación un carácter de alzamiento nacional.
Catari era ya uno de sus coroneles y disponía de caballos y armas. Mientras
Catari llegaba, se sentía José Gabriel, sin embargo, fuerte y seguro en la
provincia de Tintha, cuyo corregidor, ejecutado en la horca, estaba en la
imaginación de todos los españoles que por una razón u otra se sentían
culpables.
Recordaba José Gabriel algunas circunstancias pintorescamente trágicas
del día de la ejecución de Arriaga. Recordaba que obligó al corregidor a
enviar una cédula, con su seño, convocando a todo el mundo para que
acudieran de las poblaciones próximas. No sabía Arriaga con qué fin los
convocaba y, cuando acudieron y vieron al mismo corregidor colgado de la
horca, vio Túpac Amaru que nadie se extrañó, que ni un solo —hombre,
mujer o niño— hizo muestra de compasión y que sin que él dijera una sola
palabra, toda aquella multitud antes sumisa y resignada se sintió en rebeldía y
dispuesta a compartir la responsabilidad de aquel hecho. También había
obligado, Túpac Amaru, al corregidor, a hacer otras diligencias como pedir a
su cajero que le remitiera todos los fondos disponibles. El caudillo rebelde
obtuvo por ese medio 22.000 pesos, algunas barras de oro, 75 mosquetes,
bastante munición y bestias de carga y mulas. Contra su voluntad, Arriaga,
estaba actuando como un agente revolucionario de Túpac Amaru.
Aquella misma noche se reunió Túpac Amaru con su estado mayor en
Tungasuca, y decidieron cortar puentes sobre algunos ríos para impedir la
concentración de fuerzas del virrey y prepararse a un ataque a fondo. Fueron
destruidos los puentes de Quiquijana, Urcos, Caycay, Pisac, Lamay y Calca y
trataron de hacer lo mismo con los de Hnayllabamba y Urubamba. En todas
esas diligencias, las órdenes eran transmitdas por mujeres indias con las que
había logrado formar una red de comunicaciones la esposa del caudillo,
Micaela Bastida.
El estado mayor de Túpac Amaru acordó algunas medidas estratégicas de
importancia, como construir grandes embalses de agua al norte de La Paz y
en las cercanías de Lima, para inundar con ellos esas ciudades cuando llegara
el caso de atacarlas a fondo. El embalse de La Paz se llevó a cabo usando el
mismo ardid de simuladas órdenes virreinales, ya que de otra forma no habría
sido posible emplear una masa de 5.000 indios sin llamar la atención. El
hecho de que la mayor parte de ellos estuvieran en el secreto, y éste, no se
trasluciera a las autoridades, demuestra hasta qué punto la cautela peculiar de
los indios era puesta a contribución.
X

A todo esto, algunos curas acataban voluntariamente la autoridad de Túpac


Amaru a quien recibían bajo palio. En sus viajes a Tintha era recibido con
honores reales. He aquí un párrafo de la declaración de Esteban Escarcena a
las autoridades, según se puede ver en los documentos existentes en el
Archivo de Indias sobre la sublevación.
Dice el citado Escarcena:
«Consta como haviendo llegado al pueblo de Andaguailillas le salió a
recivir el Cura, y llegando al pie de las gradas del cementerio subieron
quatro, o cinco Sacerdotes todos vestidos de capas de coro con una Cruz, y el
Acetre de agua bendita con palio bajo del qual lo recivieron haciéndole besar
la Cruz, y dándole el agua bendita, y entro de este modo hasta el Altar mayor,
y le descubieron a nro Señor Sacramentado, rezando la estación mayor los
Sacerdotes, y cantando otras oraciones, y para cerrar a nro Señor le tomaron
la venia al Revelde».
Después de todas esas ceremonias, Túpac Amaru arengaba a la población
india bajo la cruz alzada. La concentración de rebeldes y la, victoria en sus
primeras escaramuzas causaron alarma en el Cuzco, ciudad vecina del valle
de Vilcamayo, donde el 12 de noviembre reunió sus fuerzas el caudillo. Tenía
el Cuzco unos 25.000 habitantes y su corregidor Fernando Inclán formó una
junta de guerra, confió el mando de la tropa al sargento mayor Joaquín de
Valcárcel, un coronel experto, y éste instaló su cuartel general en el convento
de los jesuítas, donde precisamente Túpac Amaru había vivido como
estudiante.
El convento estaba vacío desde que el virrey Amat expulsó del Perú a los
jesuítas en cumplimiento de las órdenes del Rey después de la disolución de
esa orden por el Sumo Pontífice.
La reacción en Lima fue inmediata y todas las fuerzas disponibles fueron
puestas en pie de guerra. Dice un documento de la época que el virrey «dio
cima a algunas diligencias con objeto de impedir que la rebelión tomase
mayores proporciones. Al efecto, se ordenó a Cabrera, corregidor de
Quispicanchi, que juntase sus milicias y esperase en Oropesa a D. Tiburcio
Landa con una compañía. Los caciques de ese lugar, Sahuaraura y Chillitupa,
reunieron 800 hombres entre indios y mestizos, y algunos vecinos
distinguidos del Cuzco se plegaron también a la expedición. Landa llevaba la
orden de esperar en Huayrapata los refuerzos que ése estaba organizando;
pero las excitaciones de Cabrera que lo acompañaba y que estaba ansioso de
recobrar lo que había perdido, así como la impaciencia imprudente de los
soldados, que se sentían movidos del espíritu y valor que les alentaba, o
envidiosos de la gloria de triunfar de un enemigo que no consideraban
poderoso a sus esfuerzos, indujeron a Landa a avanzar sin tardanza al
encuentro del enemigo. Así lo hizo, llegando el 17 a la aldea de Sangarara, a
cinco leguas de Tintha. La división compuesta de 604 hombres pernoctó
acampada en la plaza; se colocaron vigías y centinelas; pero como los
exploradores regresaron diciendo que todo estaba tranquilo, todos se
abandonaron al descanso, con la resolución de batirse al día siguiente. A las
cuatro de la mañana del 18, los centinelas dieron la alarma; había nevado y
cuando Landa reconoció el campo, vio que se encontraba rodeado por una
fuerza considerable de indios hostiles. Landa se replegó con sus fuerzas a la
iglesia donde también se refugiaron el cura, su ayudante y 30 mujeres, casi
todas indias. Túpac Amaru le intimó que capitulase, lo que Landa rechazó.
»Segunda vez escribió carta al cura para que saliese de la iglesia con su
compañero. Viendo que no había respuesta, mandó decir Túpac Amaru
saliesen de la iglesia todos los criollos y mujeres. Con esta propuesta
quisieron practicar la salida muchos de los criollos y la embarazaron otros
con espada en mano, haciendo muchas muertes y violando el templo del
Señor de tal modo que el cura se vio obligado a enviar recado a Túpac Amaru
para que contuviese aquel desorden. Poco después la pólvora que tenían
dentro de la iglesia se prendió y no se sabe si con la ayuda de algún cañón
voló una parte de la techumbre y desplomó un pedazo de pared. Descubierta
ésta, dispararon un cañón a la parte donde estaba Túpac Amaru, inmediata al
lienzo caído y murieron siete indios del tiro. Pelearon valerosamente los
europeos y particularmente Escajadillo y Landa; el primero saliendo de la
iglesia con puñal y pistola y luchando hasta que le faltaron las fuerzas por los
muchos garrotazos que caían sobre él; y el segundo murió atravesado por una
lanza. De los 604, sólo quedaron 28 heridos, todos criollos; a los que hizo
curar Túpac Amaru, dándoles libertad para que se fuesen; los restantes 576
murieron, entre ellos veinte y tantos europeos; de los conocidos apenas se da
razón. De los indios murieron 15 y quedaron heridos treinta y tantos. Después
de la lucha que duró hasta las once del día mandó Túpac Amaru 200 pesos al
cura para que enterrarse los cadáveres ofreciéndole que él se encargaría de
restaurar el templo. El capellán de la expedición don Juan Mollinedo cayó
prisionero con otros, pero Túpac Amaru le dejó en el acto la libertad y le
permitió regresar al Cuzco».
El obispo Moscoso, del Cuzco, que hasta entonces había tomado una
actitud tolerante —algunos decían partidaria— con Túpac Amaru, destapó la
caja de los truenos.
La cédula de excomunión es un documento con el cual, el obispo, trata de
cubrirse de los ataques de los que le habían acusado de demasiada
condescendencia con el rebelde.
Dice la cédula de Moscoso:
«Tengan por público excomulgado, de excomunión mayor, a José Túpac
Amaru, cacique del pueblo de Tungasuca, por incendiario de las capillas
públicas y de la iglesia de Sangarara, por salteador de caminos, por rebelde.
Traidor al Rey, Nuestro Señor, por revoltoso, perturbador de la paz y
usurpador de los Reales Derechos; y a todos cuantos le dan auxilio, favor y
fomento, y a los que le acompañan, si luego que tuvieren noticia de esta
censura no cesan en su comunicación, y se desisten de auxiliarlo en su
depravado intento; y bajo la misma pena, ninguno se atreva a desfijar este
Cedulón del lugar de la iglesia donde se fijare, reservando a Nos la
absolución de todo, que es fecho en la ciudad del Cuzco. — Juan Manuel
Moscoso. — Por mandato de Su Señoría Ilustrísima, el Obispo mi Señor. —
Doctor José Domingo de Frías, Secretario».
Como entre los indios había algunos fanáticos y otros que sin serlo
obedecían fielmente a la Iglesia, la excomunión podía serle funesta a Túpac
Amaru, quien decidió acelerar la revolución por esa y por otras razones. La
primera, aprovechar la ventaja moral de su primera victoria.
XI

Comprendieron los españoles del virreinato que Túpac Amaru era un


enemigo serio y peligroso y no sólo por la violencia de sus ataques sino
también por la astucia de sus diligencias políticas, ya que después de la
victoria de Sangarara escribía al obispo del Cuzco: «V. S. Ilustrísima no se
incomode con esta novedad, ni perturbe su cristiano fervor, ni la paz de los
monasterios, cuyas sagradas vírgenes e inmunidades no se profanarán en
ningún modo, ni sus sacerdotes sufrirán la menor ofensa de los que me
siguieren. Los designios de mi saneada intención, son, que consiguiendo la
libertad absoluta para los hombres de mi nación, el perdón general de mi
aparentada deserción del vasallage que debo, y el total abolimiento de las
servidumbres injustas luego me retiraré á una Tebayda á donde pida
misericordia, y V. S. lima, me imparta las bendiciones para mi glorioso fin,
que mediante la divina misericordia espero, á cuyo fin aspiro y á quien clamo
con los mayores ahincos de mi alma por la importante vida de V. S. lima.
Tungasuca, 12 de diciembre de 1780».
El obispo Moscoso, hombre de apariencia bondadosa, expresión
impersonal, redonda cara severamente rasurada y ojos dulces, no sabía cómo
entender aquello. A veces parecía una burla, a veces un rasgo de inocencia y
más probablemente una habilidad.
Entretanto Túpac Amaru cometió el error de retirarse a Tungasuca.
Llevaba consigo los despojos de la victoria, entre ellos 400 fusiles y no pocas
pistolas, dagas y sables. Si hubiera marchado sobre el Cuzco lo habría
tomado sin más resistencia que la que acababa de vencer en Sangarara, y las
consecuencias de la ocupación de la capital de los incas habrían sido
fabulosas en el terreno político.
No se retiró sin embargo Túpac Amaru a sus cuarteles por timidez, sino
porque tenía otros planes, como se vio en seguida. A principios de diciembre
cruzó con sus tropas la cordillera de Vilcanota por Santa Rosa y avanzó hasta
Lampa. A su paso por las aldeas arengaba a los indios y los autorizaba en
nombre de S. M. el Rey a deponer y matar a los corregidores y a los
administradores de la mita.
El 13 de diciembre (1780), Túpac Amaru entró en Azángaro en las orillas
del histórico lago de Titicaca. El cacique indio era del bando de los españoles
y José Gabriel hizo destruir y allanar su casa declarando a Choquehuanca
(ése era su nombre) traidor y enemigo del pueblo.
Hallándose con sus tropas en aquella población recibió noticias de
Micaela Bastida, su esposa, diciéndole que en el Cuzco concentraban los
españoles fuerzas considerables. Decidió Túpac Amaru desandar camino e ir
por Asillo y Orarillo al valle de Vilcamayo. Pensaba aumentar sus huestes en
Tungasuca y marchar sin demora a las alturas de Picchu, desde las cuales se
dominaba el Cuzco a una distancia no mayor de un cuarto de legua.
En Azángaro se le incorporaron muchos indios que andaban escondidos
huyendo del cacique, quien los buscaba para los servicios de la mita minera
de Potosí. Algunos de ellos habían servido dos o tres meses en las minas y
logrado escapar, aunque parecía imposible dada la vigilancia a que los
sometían y la manera de llevarlos atraillados al trabajo y tenerlos sujetos
durante el tiempo en que dormían. Los desertores de Potosí, a quienes el
caudillo había armado con mosquetes y concedía distinciones, caminaban a
su lado y se disputaban la gloria de llevar el caballo de su jefe por la brida.
Entretanto hablaban de sus miserias en el trabajo de extracción de la plata y, a
medida que los oía, iba Túpac Amaru imaginando con una claridad
estimulada por el odio la abyección que comenzaba con la extracción del
blanco metal, y lo acompañaba a las fundiciones, a las mesas de los
poderosos —ya trocado en oro—, a las gavetas de los usureros, a los lechos
de la prostitución. La plata en barras con cuño y troquel real se contaba en
pesos de oro.
Era un camino dorado, donde el fulgor amarillo hacía más ostensible la
miseria y más objecionable la gloria. Hablaban los indios de sus penalidades
sin descanso. Si a veces se callaban era porque uno de ellos, que parecía ebrio
de alegría, se ponía a cantar en quechua:

Punkusniyquita kicharyi
supaypaj laurasqhaj wasin
k’ajasqhaj lokhos nyikipi
samaqheita p’a, panaypaj.

Lo que quería decir en español:

Ábreme tus puertas,


infierno, morada de Satanás,
quiero mi alma sepultar
en tus cavernas horribles y ardientes.

Mientras oía la canción, Túpac Amaru, seguía pensando en los tesoros tan
difícil y penosamente extraídos y tan fácil y orgiásticamente consumidos.
Creía estar viendo a los indios encadenados que iban uno tras otro por las
estrechas grietas rocosas hacia las entrañas de la tierra. Había en Túpac
Amaru una tendencia natural a representarse las grandezas o las miserias de
los hombres, de un modo vivaz y plástico dentro de su recuerdo, o de su
esperanza, o simplemente en los espacios del presente.
A él mismo le sorprendía a veces la claridad de aquellas representaciones
y lo atribuía a su naturaleza india, ignorando que también las tenían los
españoles.
El caso es que, mientras caminaban sierra adelante y escuchaba las
lamentaciones de los indios desertores de la mita, seguía pensando en la
obsesión de los españoles por la plata y el oro. Comprendía aquella obsesión.
En cierto modo él también daba importancia al oro con el cual se conseguían
todas las cosas. O casi todas.
No podía evitar, Túpac Amaru, la tendencia reverencial por aquel metal
que compartían los incas de la antigüedad porque el color del oro parecía ser
el mismo del sol, su dios. Y a lo largo de los dos siglos de coloniaje, el
ejemplo de los españoles y el orden económico de su imperio había hecho del
oro un símbolo de poder temporal lo mismo que el sol lo era de poder eterno,
con los amantas. Por Potosí, inmenso cerro de plata lunar, se llegaba al sol.
Túpac Amaru si no adoraba el oro, como los españoles, tenía por aquel metal
el respeto que se tiene por lo necesario. Más aún, por lo indispensable. Y le
causaba horror oír a los indios que, a un lado y al otro de su caballo, seguían
refiriendo sus desventuras.
Y Túpac Amaru les oía decir en su idioma sonoro y musical: «Los
españoles comen y beben oro, hacen el amor con oro, compran a Dios con
oro, rezan con rosarios de oro, matan y mueren por el oro y van, cuando
mueren, a un cielo con árboles y columnas y palacios de oro. Como aquí el
oro está en el fondo de los ríos y los entresijos de las arenas allí van como
lobos. Por la plata logran también el oro. Y en Potosí los españoles rompen la
tierra, rompen la piedra con truenos y estampidos y la tierra y la piedra caen
en otro agujero y matan indios, pero si viven y salen con plata vuelven a
entrar y a sacar más, y los viracochas se la llevan, y la cuecen, y la pesan, y
se la reparten con escribanos y jueces, y sacan el quinto para unos, el quinto
para otros, y entierran a los indios muertos y traen otros en largas catervas
atados como los mulos de tu recua, señor».
Así seguían repitiendo, una y otra vez, las cosas que tan bien sabía Túpac
Amaru mientras éste pensaba en las dudosas o ciertas glorias que, con el oro,
se conseguían en las mesas de los magnates, en los estrados de los príncipes o
en los lechos de las cortesanas.
«Lo que pasa con el corregidor de Potosí —decía un indio con la cara
marcada por el chicote de los guardianes— es que saca su quinto y es más
avorazado que el virrey». Luego proponía a Túpac Amaru ir en su busca,
apresarlo y hacerle beber plata líquida hasta quemarle las entrañas, ya que
tanto le gustaba.
Otro indio contaba que, según noticias de los viracochas, había en el
fondo del lago Titicaca cientos de bultos del tamaño de un hombre con las
formas también imitadas de los grandes caciques antiguos. Eran bultos que
arrojaban al lago para pacificar y apaciguar a los dioses adversos. Y muchos
españoles habían bajado buceando y, agarrado en el fondo aquellas grandes
piezas de oro, no querían soltarlas ni querían subir sin ellas a la superficie.
Así la mayor parte habían muerto ahogados y, luego, subían a flote hinchados
por la barriga y se los comían las aves y luego volvían a hundirse para
siempre.
—Los putos cabrones —decía el indio—, por no soltar el oro, allí morían
con toda su ansia de riquezas.
Hablaban en quechua, pero cuando se trataba de insultar a alguien lo
hacían con expresiones españolas.
—Porque el oro vale más que la vida, para ellos.
La columna militar seguía marchando sin prisa y sin tregua. Y recordaba
Túpac Amaru, oyendo a los indios, que otros españoles habían bajado
buceando con sogas arrolladas a la cintura y logrado enlazar lo, que en la
oscuridad, parecía uno de aquellos bultos de oro. Luego, cuando volvían a la
superficie y tiraban de la cuerda, lo que sacaban, no era la ansiada escultura
de oro macizo sino uno o dos muertos de los que bajaron antes con el mismo
propósito.
Pero, por encima de aquellas macabras rememoraciones quedaba intacto,
en su limpio fulgor, el oro. El hecho mismo de que costara lágrimas, sangre,
vidas humanas en el lago y en las entrañas de la tierra, enaltecía su valor y
aumentaba su prestigio. No entendía Túpac Amaru aquel misterio, por el
cual, la pérdida de vidas humanas hacía más valiosa la gloria de una victoria,
la grandeza de una causa y hasta la calidad de un metal precioso.
O de una perla sacada del mar.
O de un diamante hallado en el fondo de una mina de carbón.
La vida humana, que parecía tener una justificación final en sí misma,
resultaba a veces sólo un accidente que añadía valor a otras cosas (objetos,
circunstancias morales).
No lo entendía, Túpac Amaru. Sólo sabía que necesitaba también el oro
para las armas, los víveres, incluso los sueldos de campaña de sus capitanes.
Aunque entre éstos no había, probablemente, un solo mercenario.
Y pensando en anticiparse a la concentración de fuerzas enemigas en el
Cuzco, aceleraba la marcha sin que se lamentara, un solo indio, de la aspereza
del camino.
—¿En qué piensas? —preguntaba a un ayudante indio que cabalgaba a su
lado.
—En que el oro y la plata son la ruina de los hombres. Y la gloria.
—Eso, según.
Pensaba en la plata de Potosí, en el oro de los tahúres en sus chirlatas, en
el de las damas de la corte de Lima. En el oro del viejo virrey que compró los
favores de la Perricholi y, también, en la plata líquida e hirviente que el indio
quería hacerle beber, al corregidor de Potosí, en una noche de luna llena.
En aquel momento el cielo parecía también de oro por el lado del
poniente. «Al amanecer —se dijo Túpac Amaru— estaremos en Picchu».
Antes pasarían por Tungasuca, donde esperaba encontrar a su dulce esposa
Micaela, la futura emperatriz inca, según sus esperanzas.
Quería, para ella, una corona de oro, después de la victoria.
XII

En las sombras cantaba un soldado indio siguiendo el ritmo de la marcha:

Wañuita mask’aj
ñuca riskani;
auqanchi jkuna
jamuyanqanku
jalatatajtin.

que, en español, quería decir algo en relación con la guerra:

Yo he de marchar
al campo de batalla.
Los enemigos se rendirán
si ven que su baluarte
se desmorona.

Entretanto el virrey Jáuregui, viendo la gravedad de la situación, formó en


Lima una junta presidida por él mismo. Otros miembros de ella eran el
visitador general del Rey, José Antonio de Areche, hombre violento y
despótico —el mayor enemigo personal que tuvo Túpac Amaru—, el
inspector general José del Valle y los miembros de la Real Audiencia.
Como medida política, encaminada a debilitar y desorientar a los
rebeldes, declaró el virrey abolido el reparto de mercancías (de compra
obligatoria) que hacían los corregidores. Al mismo tiempo, nombró al
mariscal José del Valle comandante militar.
En los primeros días de enero de 1781 se habían concentrado en el Cuzco
tres mil fusileros, seis cañones, tren de combate y alguna caballería. Las
fuerzas de Túpac Amaru eran muy superiores, aunque peor armadas.
El 28 de diciembre había comenzado el caudillo rebelde a acosar a la
ciudad y a tomar posiciones ventajosas. El pánico en el Cuzco era tal que una
parte importante de la población estaba dispuesta a aceptar las exhortaciones
y promesas del jefe agresor y a entregarle la ciudad. La junta de defensa,
advertida de esa corriente derrotista, ordenó tomar medidas graves contra los
cabecillas. Esto no influyó gran cosa en el espíritu de la población civil, que
huía de la ciudad o se pasaba a las filas enemigas. Hubo que decretar pena de
muerte contra los que intentaran lo uno o lo otro.
Túpac Amaru, obedeciendo al deseo de obtener el trato de un ejército
regular, antes de atacar a fondo envió mensajes y embajadas. La del 3 de
enero de 1781 llevaba un comunicado que comenzaba así:
«Muy Ilustre Cabildo:
»Desde que di principio á libertar de la esclavitud en que se hallaban los
naturales de este reino, causada por los corregidores y otras personas, que
apartadas de todo acto de caridad, protegían estas estorsiones contra la ley de
Dios, ha sido mi ánimo precaver muertes y hostilidades por lo que á mí
corresponde. Pero, como por parte de esta ciudad se egecutaron tantos
horrores, ahorcando sin confesión a varios individuos de mi parte, y
arrastrando otros, me ha causado tanto dolor, que me veo en la precisión de
requerir este cabildo contenga á ese vecindario evitando esos excesos,
franqueándome la entrada á esa ciudad: porque si al punto no se cumple esto,
no podré demorar mi entrada en ella á sangre y fuego, sin reserva de persona.
A este fin pasan el R. P. Domingo Bejarano y el capitán D. Bernardo de la
Madrid, en calidad de emisarios, para que con ellos se me dé fija noticia de lo
que ese Ilustre Cabildo resolviese en un asunto de tanta importancia: el que
exige rindan todas las armas, sean las personas de cualquiera fuero, pues en
defecto pasarán por todo el rigor de una justa guerra defensiva. Sin retener
por ningún pretesto á dichos emisarios, porque representan mi propia
persona, sin que se entienda sea mi ánimo causar la menor estorsión á los
rendidos, sean de la clase que fuesen, como ha sucedido hasta aquí. Pero si
obstinados intentan seguir los injustos hechos, experimentarán todos aquellos
rigores que pide la divina justicia y la justicia humana».
Trataba, no sólo de conquistar la benevolencia de la Iglesia, sino también
la neutralidad de los criollos y los cholos. Con todo lo cual creía debilitar la
resistencia, máxime, sabiendo que tenía muchos partidarios dentro de la
ciudad.
Un testigo que estuvo presente en la embajada la refiere, en una carta
desde La Paz, en los siguientes términos:
«Omitía decir, y se reflexiona en ello, que para el avance primero á la
ciudad, envió antes el rebelde su embajador. Este individuo así caracterizado,
le habló al Ilustrísimo Sr. Obispo en estos términos: “Que venía de parte del
señor don José Gabriel Túpac-Amaru, Inca, a decirle, que desea no proceder
contra ninguno de los patriotas, ni inferir agravio en aquella ciudad; pero
siempre que una necia preocupación dirigiese sus paisanos contra él, tenía
resuelto pasarlos a cuchillo”, así se explicó don N. La-Madrid de nación
montañez. E incorporándose aquel Ilustrísimo Prelado, después que no le
perdió una palabra a su razonamiento, le contestó: “Que se le quitase de
delante antes que el fuego de su indignación prendiese; y que se le digiese á
ese rebelde, que la ciudad tenía vasallos muy fieles a S. M. para castigar su
atrevimiento, como lo experimentaría muy en breve”. Con esto lo despidió, y
su Ilustrísima despojándose de sus hábitos talares, y tomando las armas, se
puso á caballo y dirigió a sus clérigos y religiosos un patético razonamiento,
bastante á disipar preocupaciones. Todos los que se hallaron aptos tomaron
las armas, siguieron su ejemplo, y lo acompañaron hasta el mismo sitio de la
refriega».
Hubo escaramuzas por los alrededores de la ciudad, con resultados
diversos, algunos muertos y prisioneros de los dos bandos y por fin el 8 de
enero comenzó la batalla y el asalto a la ciudad. Según Mendiburu, un autor
digno de consideración, los hechos se produjeron en la siguiente forma:
«El 8 se dió una batalla sangrienta en los suburbios y en las alturas, que
duró dos días y en la cual se distinguió un fraile dominico, fray Ramón
Salazar, que parapetado detrás de un peñasco, prestó servicios positivos con
su fusil, contribuyendo a introducir la confusión entre los indios. El cabildo
del Cuzco da cuenta de este combate en los términos siguientes: “Se pusieron
todas las tropas sobre las armas para ocupar los puestos convenientes, y a las
once del día empezó el combate con aquella anticipada y prevenida gente, se
aprontó luego la compañía del Comercio que constaba de 130 fusileros con
su capitán don Simón Gutiérrez que se le mandó subir al Cerro [de Picchu]
con el coronel agregado don Isidoro Guisasola y don Francisco Morales. Esta
compañía se manifestó dispuesta a operar con valor y esfuerzo, de que se
tuvo satisfacción, por componerse la mayor parte de ella, de hombres de
honor, comerciantes de alguna posibilidad y otros dependientes de este
gremio, toda gente española que tenía ya acreditado su desempeño, y
hallándose municionada, quiso anticipar su marcha con conocido ardor, que
no se le permitió hasta comunicar á sus jefes el orden que debían observar, y
recibido éste se dirigió al Cerro, en cuya subida guardó la unión y la sosegada
forma con que debía hacerlo, por no fatigar las fuerzas con que necesitaba
ponerse al frente del enemigo y operar luego con su mayor vigor. Mandóse
guarnecer con la compañía de voluntarios que constaba de 80 hombres
fusileros, el importante sitio y puente de Puquin, al cargo y cuidado de su
capitán, el coronel don Pedro Echave, y apostándose la tropa de caballería del
regimentó de la ciudad, del mando de su coronel Marqués de Rocafuerte con
el cuerpo de caballería ligera del coronel Allende y la gente que se retiró de la
provincia de Quispicanchi con D. Pedro de Concha, en los parajes de Belén y
Guancaro, se formó una línea que abrazaba los sitios por donde el ejército
enemigo podía intentar sus avances, quedando las demás compañías del
regimiento de infantería de esta plaza al cargo de su coronel D. Miguel
Torrejón, con los ‘Pardos de Lima’ y demás tropas auxiliares de resguardo, a
los movimientos que pudiese intentar la crecida masa enemiga. Llegó
repentinamente y se presentó en el sitio nombrado Guancaro el numeroso
auxilio de 8.000 hombres que aprontó el corregidor de Paruro, D. Manuel de
Castilla, con el fiel cacique de Huariquite, D. Antonio Pardo de Figueroa y
Eguiluz, sugeto digno de aprecio por su lealtad, que acompañando siempre a
su corregidor con sus indios, cumplió con sus deberes en todas las
expediciones. Este gran socorro, en tiempo tan oportuno, alentó a nuestras
tropas y observándolo todo el enemigo minoró su arrogante denuedo;
mantuviéronse en el mismo paraje de Huancaro y sirvieron de cuerpo de
reserva. Subió al Cerro mucha gente suelta de esta ciudad, sin reservarse
muchachos y mugeres, que auxiliaban con piedras, bastimento y bebidas a
nuestros indios fieles que acompañaban a Leysequilla, quien alentando a su
tropa y la de los famosos caciques, hacia una vigorosa defensa contra la
muchedumbre de los indios que le fatigaban. Llegó a la cumbre del Cerro la
compañía del Comercio, y tomando la formación que convenía para operar
contra el enemigo, adelantó una cuarta de ella por el más acomodado sitio
para hacer sus descargas desde donde alcanzase el fusil y la egecutó tan
pronta y acorde que logró su empeño, lo que puso en confusión al enemigo”».
La batalla duró hasta entrada la noche. Con el día amaneció una niebla
espesa que impedía explorar el campo. Poco a poco la niebla fue
levantándose con el sol y se vio el campo sembrado de muertos. El enemigo
se había retirado llevándose los heridos.
Entre los muertos se pudieron reconocer algunos caciques importantes.
XIII

Una de las dificultades, con las que tropezó Túpac Amaru, era la falta de
personal experto en un tiempo en que los ejércitos necesitaban, ya, gente
especializada.
Los pocos fusiles de los que disponía no siempre sabían manejarlos los
indios. En cuanto a la artillería tenía que recurrir, a falta de otros oficiales, a
los españoles, incluidos los que tomaba prisioneros. Un hombre como Túpac
Amaru no dejaba de comprender que había, implícito, un peligro de sabotaje
en el trabajo de aquellos hombres. Y aunque los hacía vigilar por indios
leales, el resultado era el mismo: su artillería era del todo ineficaz.
Tenía como maestro armero y artificiero, al español Juan Antonio de
Figueroa, que fue íntimo amigo del corregidor Arriaga ajusticiado en
Tungasuca. Y en los informes del bando español sobre su conducta en la
batalla del Cuzco se dice que «le dio Túpac Amaru por su habilidad el
empleo de armero y artillero, de que se aprovechó este fiel vasallo del Rey
para contarnos la facilidad que tuvo nuestro ejército en la última refriega que
se trabó el ocho del presente [enero] que ha sido la más considerable; en esta
confusión manejó la artillería Figueroa, de modo que levantada la puntería,
quedaron todos los nuestros libres del estrago de los cañones. Fuera de este
beneficio, se le debe el haber quedado inútiles las más de las escopetas que
robó el Indio al corregidor Arriaga y logró en la derrota de Sangarara y
Lampa, pues al componerlas o limpiarlas torcía las llaves, imputando la culpa
a los mestizos que las robaban».
La Junta de Guerra estaba presidida por José Antonio de Areche,
visitador general del Rey, estricto hasta la crueldad.
Cuando vio Túpac Amaru que las probabilidades de obtener la victoria
decrecían, trató de salvar de responsabilidades a sus deudos y allegados, muy
en especial a su mujer Micaela Bastidas, a su hijo Hipólito Túpac Amaru
todavía en años adolescentes, José Verdejo, uno de sus lugartenientes, otro de
ellos llamado Andrés Castelo, Antonio Bastidas, su cuñado, su primo
Francisco Túpac Amaru, Tomasa Condemaita, cacica de Acos, que se había
distinguido demasiado en la propaganda y en la organización de la revuelta, y
también un zambo, llamado Antonio Oblitas, que fue el verdugo que ahorcó a
Arraiga después de haber sido su esclavo.
Otros jefes y capitanes caían bajo el mismo riesgo mortal, pero sabía
Túpac Amaru que se salvarían en la fuga para seguir atacando a las fuerzas
del virrey, como así fue. De momento había que presentar batalla y luchar
con ahínco, dando ejemplo de valor y arrojo a las masas indias que lo
seguían. Las personas citadas antes formaban parte del estado mayor de
Túpac Amaru y, aunque estaban dispuestas a seguir su suerte, el caudillo
trataba de preparar su salvación o de aminorar su culpa. Aunque en días de
grandes eventos los que en ellos intervienen tienen la tendencia a conducirse
impersonalmente, y sin otros rasgos de carácter que los que requiere su
misión, Túpac Amaru conocía bien a las personas que lo rodeaban.
Su mujer Micaela, bajo su apariencia delicada y femenina, disimulaba una
firmeza y voluntad de hierro, Gustaba de expresarse por refranes —en
quechua— y decía a veces: «Barba de tres colores, barba de cholos y de
traidores». También decía: «Criollo honrado come pan, bebe vino y dice la
verdad».
Cuando un indio venía de lejos con informes dudosos, Micaela decía a su
marido en español para que el mensajero no comprendiera: «A luengas
distancias luengas mentiras».
Aquellos refranes solían hacer gracia a Túpac Amaru que amaba
tiernamente a su mujer.
En cuanto al hijo, Hipólito, entraba briosamente en batalla y su padre le
había aconsejado en vano que cuidara de su persona ya que, un día, sería el
heredero del imperio.
—¿Te cuidas tú, padre?
—En mi lugar tengo que ganarlo, el imperio, siendo tan bueno como el
mejor de mis soldados.
El joven comprendía aquello. Era muy seguro y firme y solían los indios
considerar su palabra como sagrada. El refrán de su madre que más le
gustaba era aquel que decía: «El viento cambió la veleta pero no la torre».
Túpac Amaru, aunque nunca lo decía, estaba orgulloso de su hijo.
Los dos combatían a caballo, con lanza, espada y pistolete. La lanza solía
quebrarse en los primeros choques y luego la espada y el pistolete —llevaban
dos o tres en el cinto— entraban en acción. Hipólito había sido herido con el
rebote de una astilla en el hombro izquierdo, pero era una herida superficial
que le permitió seguir peleando hasta el final en la batalla del Cuzco. Su
padre le obligó a retirarse cuando las sombras de la noche hicieron confusos
los sectores del campo donde seguían algunos grupos resistiendo.
En cuanto a los oficiales de su estado mayor, Túpac Amaru tenía que
amonestarlos constantemente porque combatían ferozmente acudiendo a los
lugares de mayor peligro, y les repetía que hacía falta algo más, y aún mucho
más que valor físico, para dirigir y ordenar la acción en el campo de batalla.
Eso lo sabía muy bien José Antonio Areche, jefe de la junta de Guerra del
bando virreinal a quien se debió la victoria de la batalla del Cuzco.
La noche siguiente en el campamento de Túpac Amaru se oían aquí y allá
los quejumbrosos y siniestros sones de las quenas. Un viejo cantaba mientras
su hijo, herido en la cabeza, soplaba en la tibia de los siete agujeros:

Es la muerte una araña


que con cautela
en un rincón del alma
teje su tela.

El hijo de Túpac Amaru que lo oyó se dijo: «Ese anciano aunque no es


cholo canta como los chapetones de Lima». Pero con la quena, menos mal.
Aquella noche no se consideraba nadie definitivamente vencido. No habían
perdido en la batalla armas ni pertrechos y sus tropas sumaban más de treinta
mil hombres. Además esperaban un refuerzo de veinte mil más. El resultado
de la batalla del Cuzco se consideraría dudoso entre los partidarios del
caudillo inca.
XIV

En lo que Túpac Amaru se equivocaba, era en su manera de considerar las


intenciones y propósitos del visitador real y jefe de la junta de Guerra José
Antonio Areche. Creyendo que él representaba mejor que las autoridades del
virreinato los buenos deseos del rey Carlos III con los indios, dedicó todo un
día en Tungasuca a redactar un extenso oficio, en el que puso su habilidad y
su sinceridad juntas tratando de reducir las responsabilidades de sus
partidarios, y de concentrarlas, todas, sobre sí mismo, lo que sin duda era un
rasgo de nobleza. Al mismo tiempo que escribía iba representándose, según
su costumbre, las personas, las cosas y las situaciones a las que aludía.
«Señor visitador (y veía a Areche aquel día 5 de marzo presidiendo en
sus hopalandas negras el Cabildo inapelable, un cabildo que nunca tenía en
cuenta las decisiones humanitarias del rey de España).
»Con la buena llegada de V. S., he recibido gran placer y deseo que al
recibo de ésta disfrute de salud robusta y que la mía pueda ocuparse en lo que
fuere de su agrado. (Esto no lo habría escrito Túpac Amaru, pero tanto
insistió su secretario diciándole que era una fórmula de cortesía que se
usaba en las embajadas de los caudillos enemigos, que acabó por tolerarlo).
»Tengo hechas varias comunicaciones y varios mensajes por mano de
algunos eclesiásticos, procurando y deseando lo que más conviene, para
volver a la paz y tranquilidad que tanto desea mi natural inclinación. Deben
ser muy justas peticiones, aunque no les gusten a los fomentadores de esta
sangrienta discordia porque les servirá, según presumo, de embarazo a sus
intereses, pero el provecho de los particulares no debe ser obstáculo para el
bien de la República. (En su imaginación veía a los coroneles y a los
capitanes, a los intendentes y a los jeracas de la Iglesia repartirse los miles
de onzas de oro acuñado en Lima y recaudado para los gastos de la guerra.
Veía al mismo Areche, agarrar codiciosamente las talegas —saquitos de mil
onzas contadas y pesadas— ocultarlas en sus faldriqueras, mientras usaba el
nombre del Rey en vano como algunos eclesiásticos usaban el nombre de
Dios).
»Comenzado el alboroto por la muerte del corregidor don Antonio
Arriaga (y lo recordaba oscilando como un péndulo en la horca) de la que
daré razón donde me fuere pedida, bajé a esa ciudad del Cuzco con ánimo de
que todo lo mandado por S. M. (que Dios guarde) se llevara a debido efecto,
y hechas las capitulaciones con los señores de ese ilustre cabildo, se publicara
la paz y tranquilidad para el bien de esta América. Mi ánimo fue no maltratar
ni inquietar a sus moradores; mas los interesados corregidores creyeron que
yo iba a demoler la ciudad, lo que habría sido muy contra el derecho de la
real Corona de España y del Rey mi señor. Hiciéronme resistencia con
grandes instrumentos bélicos a cuyo hecho me vi forzado a responder. No soy
sin embargo de corazón tan cruel como los tiranos corregidores y sus criados,
sino muy buen cristiano y católico, con aquella firme creencia con que
nuestra madre la Iglesia (y veía a Moscoso Peralta predicando vestido de
pontifical y abriendo y cerrando los brazos con un gesto que no llegaba a ser
masculino ni tampoco femenino, sino más bien eso que en la gramática
llamaban epiceno), y sus sagrados ministros nos predican y enseñan. (Aquí se
representaba a centenares de sacerdotes dando voces en los púlpitos y
aconsejando resignación a los indios miteños, ya que cuanto más sufrieran
bajo el látigo de los españoles, más grande sería su gloria en el otro mundo).
Se me representó la gran lástima que padecería la ciudad para no imitar a Tito
ni a Vespasiano en la destrucción de Jerusalén. Veneré con fervor y con
llanto la pureza sagrada y la religión de las esposas de Jesucristo en sus
conventos, digo esos coros de vírgenes claustrales y religiosas; y tampoco
quise imitar a un Saúl ni seguir las huellas de un Antíoco soberbio; y así
después de buscar el parecer de mis oficiales, decidí retirarme del campo
hasta hoy día de la fecha. (Túpac Amaru no creta haber sido derrotado y
tenía razón, ya que la derrota no existe mientras el vencido no la acepta).
Aunque de varias partes me han hostilizado y provocado a mayores
violencias, no he querido emplear todas mis fuerzas hasta recibir respuesta de
la ciudad del Cuzco para mi gobierno y, ahora, con la venida de V. S. a esa
ciudad con poderes reales no dudo desahogaré este mi pecho que tanto desea
la paz que es la vida de la República y el justo anhelo de nuestro monarca y
Señor. (Para Túpac Amaru el rey de España era un señor bondadoso que
leía con disgusto los informes de sus virreyes y amaba a los indios a quienes
los corregidores, los caciques renegados, los dueños de minas, los curas
doctrineros, los hacendados y los repartidores explotaban sin piedad. Hasta
los criollos habían troquelado una expresión que expresaba cualquier clase
de resignación vergonzosa ante el oprobio: hacer el indio).
»No hay enigmas ni dobleces en lo que pretendo, sino una pura verdad,
que ésta aunque adelgaza no se quiebra. Dos años hace ya que el Rey mi
Señor, con su liberal y soberana mano, expidió su real cédula para que de raíz
fueran suprimidos esos repartos odiosos y borrados los nombres de esos
corregidores ladrones, y lo que hasta hoy se ha estado haciendo es ir
entrampando y continuando su inicua existencia con decir que, conforme se
cumplieran los quinquenios y se acabaran las mercaderías irían feneciendo; y
este modo de entender, es capa de maldad contra la corona del Rey mi Señor
y su real conciencia. (Túpac Amaru imaginaba esa conciencia como un ángel
con alas de plata de Potosí).
»Y lo que pretendemos todos es que en el día, instante y momento, se
borren de nuestras imajinaciones esos malditos nombres, y en su lugar se nos
constituyan Alcaldes mayores en cada provincia, que es preciso que los haya,
para que nos administren justicia, y que tengan aquella jurisdicción necesaria
y correspondiente a su carácter. Por lo que toca a los intereses reales de la
tarifa, debo decir a V. S. que lo correspondiente de todo lo que han percibido
hasta el día de la cesación y hecho el ajuste verá V. S. que han cogido ya tres
y cuatro veces más de lo que el señalamiento de cada provincia ordena; pues
no hay corregidor ajustado, aunque sea de la cuna más ilustre».
(Volvían a representársele a Túpac Amaru las famosas talegas, y una voz
criolla repetía en su memoria: «Vale un Perú», o «vale un Potosí», o bien
«esto es Jauja», que los españoles repetían y detrás de cuyas expresiones
había ríos de lágrimas y de sangre). Pero el caudillo continuaba con su
mensaje: «Fue un humilde joven con el palo y la honda y un pastor rústico,
por providencia divina, quien liberó al infeliz pueblo de Israel del poder de
Goliat y Faraón: fue la razón porque las lágrimas de estos pobres cautivos
dieron tales voces de compasión, pidiendo justicia al cielo, que en cortos años
salieron de su martirio y tormento para la tierra de promisión: mas ¡ay, que al
fin lograron su deseo, aunque con tanto llanto y lágrimas! Mas nosotros,
infelices indios, con más suspiros y lágrimas que ellos, en tantos siglos no
hemos podido conseguir algún alivio; y aunque la grandeza real y soberanía
de nuestro monarca se ha dignado librarnos con su real cédula, este alivio y
favor se nos ha vuelto mayor desasosiego, ruina temporal y espiritual: será la
razón porque el Faraón que nos persigue, maltrata y hostiliza no es uno solo,
sino muchos, tan inicuos y de corazones tan depravados, como son los
corregidores, sus tenientes, cobradores y demás corchetes: hombres por cierto
diabólicos y perversos, que presumo nacieron del lúgubre caos infernal, y se
sustentaron a los pechos de harpías más ingratas, por ser tan impíos, crueles y
tiranos, que dar principio a sus actos infernales, sería santificar en grado muy
supremo a los Nerones y Atilas, de quienes la historia refiere sus iniquidades,
y de sólo oír se estremecen los cuerpos y lloran los corazones. En éstos hay
disculpa porque al fin fueron infieles; pero los corregidores, siendo
bautizados, desdicen del cristianismo con sus obras, y más parecen Ateístas,
Calvinistas y Luteranos, porque son enemigos de Dios y de los hombres,
idólatras del oro y la plata: no hallo más razón para tan inicuo proceder, que
ser los más de ellos pobres y de cunas muy bajas. Y como tales se conducen».
(Una y otra vez insistía Túpac Amaru en sus argumentos contra los
cuales, nadie, ni siquiera Jáuregui el virrey y menos Areche el visitador
general que había llegado con instrucciones humanitarias del Rey, podían
aducir nada. Y pensando Túpac Amaru que la política era tarea muy
complicada seguía). «Público y notorio es lo que contra ellos han informado
al Real Consejo los S. S. Arzobispos, Obispos, Cabildos, Prelados y
Relijiones, Curas y otras personas constituidas en dignidad y letras, pidiendo
remedio a favor de este Reyno: causa de ellos, como al presente ha sucedido
y está sucediendo, y ha sido tan grande nuestro infortunio para que no sean
atendios en los Reales Consejos: será la causa porque no han llegado a los
reales oídos; porque es imposible que tanto llanto, lágrimas y penalidades de
sus pobres e infelices provincianos de todos estados, dejen de enternecer ese
corazón compasivo y noble pecho del Rey mi Señor, para alargar su liberal
mano y sacarnos de esta opresión sin treguas ni socapas, como al presente
nos quieren figurar y hacernos creer en amenazas y destrozos, lo que es muy
distante de la real mano».
(Veía el caudillo docenas de corregidores conspirando bajo capa con el
fin de encubrirse unos a otros, falsear censos para quedarse con parte de los
tributos y rentas reales y levantar armadas contra los indios que exigían que
se cumpliera la justicia del Rey. Mil veces le había dado la razón el párroco
de Tungasuca y otras tantas el obispo Moscoso aunque ahora, atrapado este
último entre las amenazas del virrey y la angustia de los indios, se viera
obligado a excomulgarlo. Sin duda, como le había dicho otras veces ante
problemas y situaciones políticas arriesgadas, se hacían excomuniones a
veces para evitar violencias y desastres mayores. Y seguía Túpac Amaru con
su mensaje pensando al mismo tiempo que, algunas de sus mejores
esperanzas le habían fallado.
Esperaba desde el principio de sus conspiraciones la ayuda de Inglaterra
con armas y municiones, pero andaban los ingleses combatiendo en los
Estados Unidos contra los rebeldes que querían también liberarse de su
tiranía y se veían aquél año de 1781 en grandes dificultades. Había también
Túpac Amaru sobrestimado el hecho de que Inglaterra estuviera en guerra
con España para decidirla a ayudar a los indios peruanos, ya que si
Inglaterra combatía contra España en Europa, seguramente se uniría a la
corte española en la comunidad de interses contra las insurrecciones del
continente americano.
Así, pues, Túpac Amaru tenía que maniobrar únicamente con los
recursos políticos que tenía a mano y sobre el terreno. Que no eran pocos y
que le daban la razón y el derecho. Demasiada razón. A veces, no es bueno
tener demasiada razón porque eso exaspera y saca de quicio a nuestros
adversarios, y éstos, se atienen ya sólo a la ley del más fuerte sin dejarse
persuadir por ninguna clase de evidencia).
Y el mensaje continuaba: «Este maldito y viciado reparto nos ha puesto
en este estado de morir tan deplorable con sus excesos. Allá, en los
principios, por carecer nuestras provincias de los géneros de Castilla y de la
tierra por la escasez de los medios de cultivo, permitió S. M. a los
corregidores una cierta cuantía con nombre de tarifas para cada capital y que
se aprovecharan sus respectivos naturales, tomándolos voluntarios, lo preciso
para su aliño según el precio del lugar y, porque había diferencias en sus
valuaciones según los transportes y otras causas, se asentó precio
determinado para que no hubiese sopaca y engaño en cuanto a las alcábalas
reales. Esta evaluación primera la han continuado hasta ahora, cuando de
muchos tiempos a esta parte tenemos las cosas más baratas. De ordinario
cosas que están a dos o tres pesos nos imponen con violencia por diez o doce
pesos. (Y veta al agente del corregidor con su chupa azul bordada en plata,
su tricornio y su bastón de mando, recibir, en la mesa que tenía una ranura
que daba a un cajón, el dinero de los cholos y los indios, comprando por
obligación cosas que no necesitaban. El dinero, cayendo por aquella ranura
sobre otro montón de monedas de plata u oro hacía un ruido que despertaba
en los pobres una especie de codicia melancólica). El cuchillo de marca
menor que cuesta un real nos dan por dos pesos. (Menos mal, pensaba Túpac
Amaru, si le servía al indio de instrumento de venganza). Fuera de esto nos
obligan a comprar la libra de fierro más ruin a peso. La bayeta de la tierra, de
cualquier color que sea, no pasa de dos reales y ellos nos la dan a tres pesos.
Además, agujas de Cambray, polvos azules, barajas, anteojos, estampitas,
rosarios, medias, calzado, sombreros a precios escandalosos. A los que somos
algo acomodados (y Túpac Amaru creía estar viendo a algunos caciques
vestidos a la europea, muy a su pesar) nos venden randas, justillos,
terciopelos, medias de seda, chorreras de encaje, hebillas, como si nosotros
los indios usáramos estas modas españolas y, además, en unos precios
exorbitantes, que cuando llevamos a vender no podemos recoger ni recobrar
la veintena parte de lo que hemos pagado; al fin, si nos dieran tiempo y
treguas para su cumplimiento fuera soportable en alguna manera este trabajo;
pero luego que nos acaban de repartir se aseguran del pago con la
servidumbre de nuestras personas, mujeres e hijos y ganados y tierras, si las
hay, privándonos de la libertad del manejo de lo nuestro. Y así muchos
desamparan sus casas por no poder pagar y se separan familias y muchas
mujeres obligadas de necesidad se hacen prostitutas, de donde nacen los
divorcios, amancebamientos públicos, destrucción de familas y pueblos por
andar la mayor parte desertados, y luego se atrasan nuestros reales tributos
porque no hay de dónde, ni cómo, poder satisfacer.
»Pase vista V. S. a los informes hechos sobre estas materias por los limos.
S. S. doctor don Gregorio Francisco Campos obispo de La Paz (cara
juanetuda, sobrepelliz violeta, cuerpo recio de labrador, ojos feroces y mano
presta para la bendición, con dos dedos beatos siempre alzados, según
recordaba el caudillo), Doctor don Manuel Jerónimo Romaní, Doctor don
Agustín Gorochátegui obispo del Cuzco (los dos amigos del caudillo, quien
no cita al obispo Moscoso por haber éste decretado recientemente su
excomunión); Cabildos eclesiásticos, Prelados, religiosos de convento, los de
los curas Don Manuel Arroyo (flaco, malcarado y donjuanesco), Don Ignacio
Castro (quien a falta de un ama de edad canónica —cincuenta años— tenía
dos de veinticinco), y otros señores de este obispado y llegará a ver V. S.
tanta iniquidad que, no sólo se escandalizará, sino que verterá lágrimas de
compasión de oír tanto estrago y ruina de las provincias. (Olvidaba Túpac
Amaru que el visitador general y, su mayor enemigo, Areche, habían ido al
Perú, no a calificar hechos morales, sino a imponer el orden a toda costa).
»El finado don Antonio de Arriaga, que fue corregidor de esta provincia,
nos repartió mercancías por valor de trescientos mil pesos, según consta en el
libro y borradores que están en mi poder. La tarifa de esta provincia era de
112.000 pesos oro por un quinquenio. Repare ahora V. S. el exceso y de este
modo de proceder son todos los corregidores; fuera de tener este caballero tan
mala conducta con sus cobradores, de apalearlos, tratarlos mal de palabra (la
mejor que les decía era cornudos e hijos de puta), y no sólo a ellos sino a
otros coprovincianos nuestros, así seculares como curas sacerdotes (había
llamado puto tonsurado al padre Carlos Rodríguez), personas de todo
respeto por decir que venía de los primeros grandes de España. Fuera de esto,
su mal genio y soberbia fue causa de que toda la provincia le fabricara su
ruina, que no fui yo quien lo ahorcó, sino todos juntos. No menos
hostilizados los, de las demás provincias que intervinieron en la ejecución,
han logrado el indulto aun en otro obispado, que a no haber su merced
tratádonos con agravios de esta clase, sino hecho su negocio, como todos los
demás, no hubiera sucedido tal fracaso.
»Los corregidores nos apuran con sus repartos hasta dejarnos lamer tierra;
parece que van de apuesta para aumentar sus caudales en ser unos peores que
otros: dígalo el corregidor de Chumbivilcas (un hombre más negro que los
zambos indígenas aunque nacido en España y que tenía a gala jurar en
español, en quechua, en aymará y en guaraní), que en término de dos años
quiso sacar un aumento mayor que lo que su antecesor había hecho en cinco:
al fin adelantó mucho su caudal, que aun su propia vida entró en el cúmulo de
sus propios bienes, y salió muy lucido. Son los corregidores tan químicos,
que en vez de hacer de oro sangre que nos mantenga, hacen de nuestra sangre
sustento de su vanidad. Viéndose, pues, su difícil cumplimiento, nos oprimen
en los obrajes, chorrillos y cañaverales, cocales, minas y cárceles de nuestros
pueblos, sin darnos libertad en el mejor tiempo de nuestro trabajo; nos
recojen como a brutos, y ensartados nos entregan a las haciendas, para
labores, sin más socorro que nuestros propios bienes, y a veces sin nada.
»Los hacendados, viéndonos peores que a esclavos, nos hacen trabajar
desde las dos de la mañana hasta el anochecer que parecen las estrellas, sin
más sueldo que dos reales por día: fuera de esto nos emplean los domingos
con faenas, con pretexto de acabar nuestro trabajo, y con hacer vales parece
que pagan. Yo que he sido Cacique tantos años, he perdido muchos miles así
porque me pagan tan mal en efectos, y otras veces nada, porque se alzan a
mayores. Y yo por compasión y justicia pagaba a mis indios».
(Recordaba el caudillo aquellos rostros de fatiga, que los indios en su
mayoría ni aún coca tenían para mascar y sacar alguna falsa energía, y
después de darles algo de comer se sentaba con ellos a escuchar la siniestra
quena, y a pensar en la muerte liberadora. Túpac Amaru seguía). «Para salir
de este vejamen en que padecemos todos los provincianos, sin excepción de
persona aun eclesiástica, ocurrimos muchas veces a nuestros privilejios,
preeminencias, excepciones para contenerlos; y luego atropellan las mercedes
reales, por mejor decir, menosprecian los superiores mandatos, arrebatados
de sus intereses, de donde nace un proloquio vulgar: que las cédulas reales,
ordenanzas y provisiones están bien guardadas en las cajas y escritorios. Lo
más gracioso y sensible que concluido el quinquenio, o bien en sus
residencias quedan santificados para ejercer otro Corregimiento, haciendo
representaciones falsas con perdimiento de respeto a la real corona; y es la
razón de que los jueces de las residencias y sus escribanos son sus criados o
sus dependientes, y éstos por no perder la gracia de ellos responden a las
partes que demandan, con taimadas razones, y de este modo prevalece la
injusticia contra la justicia, debiendo suceder lo contrario para extirpar los
vicios.
»¡Qué prevenciones, qué diligencias, qué ruegos y encargos nos tiene
hecho nuestro real monarca! Como si para remediarse no fuera soberano, sin
más mira que nuestra conservación, paz y sosiego en estos vastos reinos. En
las leyes de la Recopilación L. 2, Tit. 6, 9,13 y 16, ordena su magnánima
grandeza, que se conserven nuestras vidas y estados, según pide nuestra
naturaleza, sin extraernos de un lugar a otro menos de 29 leguas, y no más. A
la mita de Potosí tenemos que caminar más de tres meses, sin que seamos
pagados cuando el Rey tiene mandado en sus reales disposiciones (y él había
visto algunas de ellas en hermosa letra y en vitelas de lujo con su cinta
colgando y su sello) lo contrario, de que los indios sean amparados y
desobligados a esta mita por el referido daño, y aunque han hecho varios
recursos los interesados a los tribunales que corresponde, han sido vistos con
desprecio a pesar de tan justa causa, y así, los mismos españoles del Perú
destruyen el reino y sus pueblos con muertes de indios que, apenas se
restituyen a sus pueblos y al mes, poco más o menos, rinden la vida con
vómitos de sangre».
¡Cuántas veces había Túpac Amaru ido a buscar al buen párroco de
Tungasuca para administrar los últimos sacramentos! La sangre del
moribundo había manchado a menudo las ropas rituales y también las del
Inca que sostenía a veces al moribundo para que alentara mejor. En algunos
casos, el Inca blasfemaba en aymará —idioma que no entendía el sacerdote
—, protestando contra un dios que permitía tanta injusticia, igual que los
indios protestaban, tal vez, con las canciones de la quena. Y en especial con
aquella canción expresamente prohibida por la Iglesia que comenzaba:
Manchay-Puito hampuy nihuay…
El Inca decía con una sinceridad que no dejaba lugar a dudas: «No tengo
palabras para explicar su real grandeza, que como es el Rey nuestro amparo,
protección y escudo, es el paño de nuestras lágrimas; que como es nuestro
Padre y Señor es nuestro refugio y consuelo; no halla voces nuestro
reconocimiento, amor y fidelidad, para del todo explicar y decir, qué cosa es
el Rey mi Señor. Y si combatimos, no es contra él sino contra sus enemigos.
Publiquen su real grandeza, expliquen la fragua de su amor las
Recopilaciones de Indias, las ordenanzas y cédulas reales, las provisiones,
encargos y fuegos y demás prevenciones dirigidas a los S. S., Virreyes,
Presidentes, Oidores, Regimientos, Audiencias, Chancillerías, Arzobispos,
Obispos, Curas y demás jefes sujetos a la corona, que juzgo en todo lo
referido no hay ápice, punto ni coma que no sea a favor de sus pobres indios
neófitos. (Y veía pulular todos aquellos jerarcas con sus hábitos, dalmáticas,
togas y uniformes, en torno a la indiada. No faltaban santos sacerdotes que
evangelizaban con el ejemplo y se quitaban el pan de la boca para darlo a
los pobres, pero abundaban los prebendados, corregidores y jueces rapaces
como los buitres y las garduñas que, entre considerandos y otrosíes, sacaban
de las magras faldriqueras de los indios el último peso). Pues impuesta de
nuestra desdicha y abandono, aún la Sede Apostólica romana nos exime de
muchas cargas y diezmos sin distinción de personas. (Se le representaba el
Papa con la tiara puesta dictando a sus secretarios bulas especiales en favor
de los indios). Es pues de sentir que, siendo tan excesivo el favor y amor de
nuestros soberanos de Madrid y de Roma que nos amparan y protegen con
cédulas y con bulas, sea tan grande la fragua de nuestro tormento y
cautiverio. ¿Qué razón hay para que así sea ni qué jefe que así lo mande? La
ley 1.a, título l.º del libro 6.º de la Recopilación de Indias ordena que nosotros
seamos atendidos, favorecidos y amparados por las justicias lo mismo
seculares que eclesiásticas (y veía a los togados y a los obispos de pontifical
afirmando en silencio con expresiones nobles) con amor y paz; ahora, pues,
para lograr ese beneficio en el caso presente, no queremos que nos juzguen
amparen y protejan por las leyes de Castilla, sino por las nuestras propias,
que son las antedichas Recopilaciones, Ordenanzas y Cédulas reales, como
dirigidas, que son, a nuestros reinos para nuestro bien».
En aquel momento bajo sus ventanas se veía a la soldadesca india
cantar. Los ejércitos quechuas eran los únicos en el mundo cuyas orgías —si
se puede hablar así— eran tristes:

Los mineros como momias


su pena dicen callando
el dolor de las pallaris
junto al viento se derrama.
Otros cantaban cosas raras que no tenían nada que ver, tampoco, con su
situación del momento:

Hoy es el día de mi partida,


hoy no me iré, me iré mañana.
Me veréis salir tocando una flauta de hueso
llevando por bandera una tela de araña;
será mi tambor un huevo de hormiga,
y mi montera será un nido de colibríes.

Y seguía Túpac Amaru consultando su cuaderno de notas y escribiendo:


«Las leyes 8, 9, 10, 11 y 12 mandan según dictamen de nuestros monarcas,
que en caso de haber rebelión, aunque sea contra su real corona (y se veta a sí
mismo abofeteando al secretario del Real Despacho), y la presente no lo es
sino contra los inicuos corregidores, nos traigan con suavidad a la paz, sin
guerras, robos ni muertes; que nos den con aquellos requerimientos que
ordenan las leyes un advertimiento y otro por una, dos y tres veces y las
demás que convengan, hasta atraernos a la paz que tanto desea nuestro
monarca; que nos otorguen en caso necesario algunas libertades o franquicias
de tributación, y si hechas todas esas prevenciones no bastan, seamos
castigados conforme lo merezcamos y no más, es decir, sin cruel venganza.
»Siempre la real mente, como tan noble y virtuosa piensa en favorecernos
aún en caso de experimentar en nosotros grande contumancia. Y digo ahora:
¿qué suavidad, qué paz, qué libertades o franquicias, qué requerimientos,
siquiera por una vez, hemos merecido hasta hoy día de la fecha, aun habiendo
hecho nuestra embajada ofreciendo la paz? ¿Qué personas de sagacidad y
experiencia han venido a guerrearnos? ¿Solamente nuestros enemigos los
correjidores? ¿Quiénes en estos tres meses de tregua, hasta hoy con tanto
encono mantienen las tropas con capa del Rey, sino los correjidores; no por
amor a su Rey y Señor sino por recobrar sus intereses con mayor fuerza?
(Cuando escribía estas palabras creía estar viéndolos, a los corregidores,
bailando alegremente en torno a los cuerpos de los indios muertos, mientras
otros, investidos por sacrilegio de ropas litúrgicas, inciensaban a un becerro
de oro).
»Se ha publicado en esa ciudad y en otras partes la real cédula de que no
haya mas repartos, y según cartas que se han visto en estos lugares, han
perdido para retorno de ese beneficio el reprimirnos a fuego y sangre: el
matarnos como a perros sin los sacramentos necesarios, como si no fuéramos
cristianos; botar nuestros cuerpos en los campos para que los coman los
buitres; matar nuestras mujeres e hijos en los pechos de sus madres!
¿Robarnos es el modo de atraernos a la paz y a la real corona de España?
¡Qué cosa tan estraña es y distinta de la real mente lo que al presente se
practica! ¿Echar edicto de perdón para los unos y castigos para los otros, es el
modo de sosegar los pueblos?
»No es sino causar mayor encono y alboroto a sus moradores; por que
como en los pueblos unos a otros se dan la mano, unos y otros llegarán a
fomentarse para mayor rencor y odio y violencia».
Luego hablaba de sus familiares y auxiliares que no habían cometido
otro delito que obedecer y seguir sus órdenes, y ofrecía respetar vidas y
haciendas en caso de victoria, fuera del campo de batalla. Se conducía en
eso como los grandes patricios de la antigüedad clásica. Y seguía: «Para
continuar el fomento contra las provincias, han echado la voz de que nosotros
queremos apostatar de la fe; negar la obediencia a nuestro monarca,
coronarme, volver a la idolatría: celebraría en mi alma de que los
corregidores dieran pruebas convincentes de estos tres puntos: mas de ellos
afirmaré que son apóstatas de la fe y traidores a la corona, según los puntos
siguientes: Ellos se oponen a la ley porque del todo desechan los preceptos
santos del decálogo: saben que hay Dios y no lo creen remunerador y
justiciero, y sus obras nos lo manifiestan: ellos mismos desprecian los
preceptos de la Iglesia y los santos sacramentos, porque vilipendian la
disciplina y penas eclesiásticas; tienen todo, y lo aprenden como meras
ceremonias o ficciones fantásticas; ellos nunca se confiesan, porque están con
el robo en la mano, y no hallan sacerdote que los absuelva. Apenas oyen misa
los domingos con mil aspavientos y ceremonias, y de ellos aprenden los
vecinos su mal ejemplo: ellos destierran a los fieles de las Iglesias, mediante
sus cobradores y corchetes, para que los indios y españolas se priven del
beneficio espiritual de la misa; se ponen de atalayas en las puertas de las
iglesias para llevarlos a la cárcel donde se mantienen dos o tres meses hasta
pagarles lo que deben: ellos violan las Iglesias: maltratan sacerdotes hasta
hacerles derramar sangre, menosprecian las sagradas imágenes: privan los
cultos divinos, pretextando que se empobrecen; y no es sino porque sus
intereses no se atrasen: ponen reparto a los párrocos vigilantes y timoratos
con sus pláticas y sermones, para que el fervor de los fieles y cumplimiento
de los preceptos de Dios no se perturben y resfríen en ellos con sus violencias
y extorsiones y menosprecios; les ahuyentan y entibian el amor de Dios y de
sus Santos; de donde nace otra mayor desdicha; y es que los párrocos y sus
tenientes olvidan las obligaciones de su ministerio, y sólo aspiran al logro de
su beneficio: esto sucede en los más de los pueblos porque son más los
corregidores inicuos, y así un mal llama a otro.
»En cuanto al Rey se oponen a él en esta forma: hay muchas haciendas en
los lugares respectivos a sus jurisdicciones; éstas tienen indios yanaconas
asistentes; de éstos, tales y cuales pagan tributo y los más son vagos y fuera
del censo, porque ni son conocidos ni conocen el territorio para que cojan el
reparto; todos son traídos por trailla y minuta y la mayor parte llenan los
obrages, cañaverales del azúcar y cocales. Son como los gamonales que no
tributan sino al hacendado que se aprovecha bien de su trabajo y si algunos
acuden a sus caciques son del todo ignorados. Antes se ven privados de sus
escasos bienes, porque los nombran para dos o tres años, de manera que los
acomoden y no puedan dejar su trabajo y, al cabo, les rematan sus bienes con
pretexto de que deben tributos atrasados, y luego ¡cuántos de ésos se ven
pordioseros! En cambio los corregidores, con falsos censos y falsos papeles
de beneficios hechos a los indios, se quedan con la mitad de los tributos, e
incluso más, y muchos hacendados ni tan siquiera pagan las reales alcabalas.
»De estos dos capítulos infiera V. S. si los indios o los corregidores son
apóstatas de la fe y traidores al Rey. Mal se compadece de que seamos como
ellos nos piensan cuando en ellos se verifican las razones antedichas; ellos
son, por lo tanto, los que deben ser destruidos a sangre y fuego. Y matando
nosotros a los corregidores y a sus secuaces (otra vez aparecía el cuerpo de
Arriaga oscilando, pendiente de la horca) hacemos grandes servicios a su
majestad y somos dignos de premio y correspondencia; mas como ellos con
sus cavilaciones, empeños y tramas figuran las cosas a gusto de su paladar,
siempre nos hacen merecedores de castigo. Seguía la rueda de ministriles de
casaca y peluca en torno a los indios muertos, y en algún lugar sonaba la
quena con los versos ya sabidos:

… no es un buen dios el que siembra


en nuestra vida las penas
del infierno

Y los ministriles parecían bailar desentendidos de aquellas penas, y


atento cada cual, a los pesos de oro que sonaban en la faldriquera del vecino
y a la triste sospecha de que fueran más de los que tenía él mismo. «Para
mayor prueba de fidelidad —seguía escribiendo Túpac Amaru— que
debemos prestar a nuestro monarca, ponemos nuestras cabezas y corazones a
sus reales plantas, para que de nosotros determine y haga lo que fuere de su
real agrado y tuviese por más conveniente; que como somos sus pobres
indios que hemos vivido y vivimos debajo de su real soberanía y poder, no
tenemos a dónde huir, sino sacrificar ante esas soberanas aras nuestras vidas,
para que, con el rojo tizne de nuestra sangre, quede sosegado ese real pecho.
Aquí repetía que si había culpables él era el único por haber inducido a
todos los demás. Y si en el haber escrito papeles y hecho discursos que se
quieren juzgar como disonantes a las regalías de mi señor hay culpa,
castíguenme a mí, y no paguen tantos inocentes por mi causa; que como hasta
hoy no había ninguno de parte de mis paisanos que pusiese en práctica todas
las reales órdenes, me expuse yo sólo a defenderlo poniendo por delante mi
vida; y si esta acción tan heroica que he hecho en alivio de los pobres
provincianos, españoles e indios, buscando de este modo el sosiego de este
Reyno, el adelantamiento de los reales tributos, y que no tenga en ningún
tiempo opción de entregarse a otras naciones infieles, como lo han hecho
muchos indios, es delito; aquí estoy para que me castiguen, sólo al fin de que
otros queden con vida, y yo solo con el castigo; pero ahí está Dios, quien con
su grande misericordia me ayudará y remunerará mi buen deseo».
Decía esto último Túpac Amaru convencido de que, a falta de la justicia
humana, sería retribuido por la bondad de Dios con su justicia tan diferente
de la nuestra. Y continuaba: «No puedo dejar de informar a V. S. de otro mal
que se padece, que es la disipación de los templos en su aliño y menoscabo
en sus rentas; de suerte que ver un ministro de la Iglesia en el altar, causa
grima, por el total descuido que tienen los curas de las vestiduras sagradas.
Para esto que es coger obvenciones y las rentas de la Iglesia, hacer comercio
de ellas tienen particular gracia; porque todo cede al fausto, pompa y vanidad
de sus familias: en sus casas parroquiales y aderezos de mulas, se ven las
mejores tapicerías, espejos repisas de marquería; y en los templos divinos,
trapos y andrajos. Y fuera cuanto dijera de los curas chapetones, tengo hecho
reparo de que omiten los cargos de su obligación, y les parece que satisfacen
por terceras personas. Ellos como no saben la lengua de la tierra por ser
extranjeros, no explican por sí mismos la doctrina, de suerte que hay
muchachos y muchachas de veinte años, que no saben ni el persignarse y
enseñan la palabra de Dios; yo juzgaría temerariamente de la poca suficiencia
de ellos; mas atribuyo a la permisión divina que así nos convendrá».
Pero no era sólo eso, sino otros menoscabos del orden religioso y civil,
porque «muchos indios no tienen con qué casarse, y por decir que son
solteros no pagan el tributo entero, y muchas veces nada; y la razón es,
porque como sus padres vienen destruidos de Potosí, de haber hecho
Alferazgos, mitas y padecido en las panaderías, arrendados como esclavos, o
porque quedan sumamente destruidos de los correjidores, o porque sus padres
son pobres por las obligaciones de los pueblos u otros motivos, los curas por
no perder su ricuchicos y otros abusos, los dejan vivir a su agrado; y cuando
ellos menos piensan los coge la muerte en mal estado, y no sé, Señor, cómo
puedan dar su descargo al Juez Divino».
La inocencia de Túpac Amaru mezclábase con su generosidad de gran
señor y sus habilidades de político. Creía en la buena fe de Areche, visitador
del Rey desligado de las sucias codicias de virreyes, corregidores y
doctrineros y terminaba su largo escrito así: «Tanto tengo que decir a V. S.,
mas lo preciso del tiempo no da lugar; y para hacer varias representaciones a
la real corona de España, espero de la benignidad de V. S. me despache uno o
dos letrados, peritos, desapasionados, quienes haciendo juramento de
fidelidad al Rey, vengan con nuestros protectores a dirigir y gobernar
nuestros asuntos, conforme fueren y cedieren al agrado de S. M. (que Dios
guarde); porque como carecemos de instrucción, pudiéramos decir o pedir
cosas tan diminutas o excesivas, que repugnen a la razón. También suplico y
ruego que me vengan dos S. S. sacerdotes de pública virtud, fama y letras que
dirijan mi conciencia y me pongan en el camino de la verdad, que es Dios
nuestro último fin, para que fuimos criados, en quien espero, a quien ruego
continúe la salud de V. S. por felices y dilatados años para el bien de sus
provincias. — José Gabriel Túpac Amaru».

He aquí su verdadera firma, añadiendo al nombre el título de Inca o Inga,


como dicen en quechua:

Cuando José Antonio de Areche recibió el comunicado de Túpac Amaru


lo consideró lentamente y aún lo dio a leer a expertos. Todos ellos
coincidieron en que el caudillo se sentía muy debilitado por las consecuencias
de la batalla del Cuzco.
Y la respuesta de Areche fue inmediata y de una dureza poco
acostumbrada en las negociaciones entre los ejércitos en tiempo de guerra.
Que es en ese tiempo cuando suelen lucir, y estimarse más, las galas de la
cortesía.
XV

Contestaba Areche: «Toda esta carta la veo puesta sin aquella sinceridad, y
declarado buen fin que debía traer; y deduzco de sus espresiones que está U.
mal gobernado; que tiene aún muy tibio el conocimiento de sus crímenes, y
que aún no le pesan las cadenas que arrastra, como espero será muy en breve,
mas no obstante me haré cargo de algunos de sus artículos, o puntos por
menor, pues son a U. muy útiles los instantes si quiere volver a Dios, y
restituir al Rey la obediencia que le tiene violada».
Al leer estas líneas pensó, Túpac Amaru, que no había más solución que
continuar la guerra hasta el fin. Mucho le agradaba oír el rumor del ejército
acampado en las cercanías de Tungasuca al que se habían incorporado
unidades nuevas procedentes de los más lejanos territorios. Se oía hablar
entre ellos guaraní y aymará, lo mismo que quechua y español. Esto último
era obvio oyendo aquella canzoneta que alguien cantaba bajo su balcón
entre risas y donaires:

Cuentan de un corregidor nada bobo,


que siempre que al buen señor
denunciaban muerte o robo,
atajando al escribano
que leía la querella,
exclamaba: ¡Al grano, al grano!
¿Hay doblas en la escarcela?

Y Túpac Amaru seguía leyendo la carta de Areche: «Usted ha finjido,


según sus edictos y seducciones convocatorias, que tiene auténticas órdenes
para matar corregidores sin oírlos ni hacerles causa, para quitar a los indios
toda pensión, aun las justas: Usted ha promulgado bando sobre la muerte de
los europeos, y U., en fin, ha señalado en toda la clase de sus papeles, unas
cláusulas llenas de horror y de injusticia, de inhumanidad y de irreligión; y
con todo no quiere que se le tenga por sacrilego, por apóstata, y por rebelde.
Además de esto, U. por una sentencia tan terrible, y tan severa, se halla
privado de la comunicación de los fieles, y se trata como si no lo fuera
haciendo escarnio de unas armas eclesiásticas, con que defiende sus
inmunidades la religión, el santuario, su iglesia y sus venerables pastores; y al
ver que no se corrige y arrepiente, quiere que no se le note y tenga por
apóstata de la comunión de los santos, y de los hijos de Jesucristo. Despierte
U., Túpac Amaru, y aconseje al traidor que abusa de su índole, que no le haga
pisar tan escandalosamente como pisa, las líneas santas, que separan la virtud
del crimen, la fe del error y la veneración de la desobediencia. ¿En qué ley ha
visto U., ni quién le conduce, que se puede ahorcar a un hombre sin oírle,
prendiéndole con la asechanza, que U. aprisionó, y ahorcó a don Antonio
Arriaga, corregidor de esa provincia diciendo que lo hacía en cumplimiento
de la justicia del Rey y de la real audiencia? (Túpac Amaru estaba viendo
millares de muertos sacados de las minas de Potosí vomitando sangre y
muriendo en el camino de sus lejanas casas, sin que los enterrara nadie por
falta de dinero para los aranceles de la iglesia). Si usted dice que nadie
cumple las órdenes de Su Majestad, ¿qué autoridad tiene usted para matar a
quien tal vez podría haberlo remediado?».
Y del campamento le llegaban los silencios indios lo mismo que las risas
y alegrías cholas. En aquellos silencios indios, Túpac Amaru insertaba a
capricho de su imaginación dichos y cantos. A veces uno de aquellos cantos
le acompañaba largas horas:

Oh, día, Sol, rey padre mío,


que sea el Cuzco el que puede
decir la última palabra
en nuestro idioma familiar.
Así te adoraremos
redondo, límpido
no igualado, no provocado
y todo el que pueda,
el poderoso
no en oro sino en virtud
y autoridad
sea tu siervo
y el señor de los indios.

Entretanto respondía Areche con la hipocresía del leguleyo que tiene


detrás cabildos y audiencias: «Túpac Amaru, vuelva U. la cara a la
desolación, en que ha puesto a todo el territorio invadido. Cuente U. con la
imaginación de los muchos miles de muertos, que ha causado. Medite U. el
fin que habrán tenido estas miserables almas, seducidas con tantos errores
como les han inspirado sus jefes a su nombre; y U. por sí propio para
atraerlos a su desgracia, y acaso a su condenación eterna, como es casi
preciso pensar a vista de la causa, y del estado, en que los cogió la muerte, y
combinado todo con la seriedad y circunspección que merece, deduzca U.
luego si hubiera sido mejor sufrir un poco más los males antiguos, interceder
con Dios para que los remediase, e informar a los altos jefes de la Nación,
con el fin de que no pasasen adelante». ¿Pasar adelante? Pero los dos
emisarios que habían ido a España con ese fin habían sido asesinados, uno a
bordo durante la travesía, y otro, a poco de llegar a España. Y además en
sus reales órdenes el Rey se mostraba informado de todo y legislaba de
acuerdo con sus certeros informes. «Pero Areche quiere mi cabeza —se dijo
el caudillo— y es posible que la tenga un día si antes no tengo yo la suya».
Porque el vistador general ponía las cosas en aquel último extremo. Por
si había alguna duda, añadía: «Va a combatir a U. un numeroso ejército, y
bien armado como creo que sepa; que tengo dada al público la noticia de que
desde ahora perdono a nombre del Rey a todos los que están forzados o
seducidos por medio del temor, u otras causas entre las gentes con que U.
mantiene la desobediencia a S. M. a cuyo favor dice falsamente que obra, y
combate, con tal de que éstos se restituyan a sus poblaciones, y que si no
serán tratados con el rigor de la guerra, y como rebeldes, sacrilegos y
ladrones del sosiego público, y demás principios que ofenden.
»Del mismo modo, y además del perdón va en el bando declarado un gran
premio al que, o a los que me traigan vivo a U. o más de U., de lo que puede
inferir el riesgo en que está su seguridad, pues espero, y tengo causas
bastantes para esperar que le ha de vender aquel de quien más se confía, por
lo mucho que va a ganar con entregarle, ya sea de los primeros secuaces
involuntarios, o ya de los segundos luego que llegue a su noticia, como es
regular, que las tengan los más a estas horas. “Preso y entregado U. o los
suyos por algunos de estos medios, combatida como lo va a estar la fuerza,
con que cree que está hoy seguro, no le queda un arbitrio mejor que elegir,
que es el de venirse a poner y postrar a los pies de la justicia, y de la
misericordia, temiendo que le maten si se resiste, y que le venga la eterna
condenación, por resulta, que es todo lo peor en que pueden caer U. y todos
sus malos secuaces, y parientes; entre estos males ninguno hay de mejor, y
más heroico rastro, que el que U. puede hacer menos con rendirse, y digo
menos, pues de más misericordia es capaz el que se entrega, que el que es
prendido en nuestro caso. Si U. toma este consejo y este medio le puede
servir para venirse en derechura, seguro y sólo con su familia o con alguna
persona de ella”. (Túpac Amaru pensaba: quieren también ajusticiar a mi
mujer o a mi hijo, los canallas). Y la comunicación de Areche concluía:
»Entréguese U. como le prevengo, elija más este medio, que cualquiera
otro alguno que le finja la esperanza, o quien no lo quiere bien, o sin error,
pues pensando como se debe pensar en la estrechez y riesgo en que U. se
halla, lo mejor es ser o darse preso al que pondrá en giro toda su
humanidad, y al que nada que sea alivio dejará de hacer para que U. la
reciba con resignación, y con gusto sabiendo que así agrada y satisface a
Dios por sus culpas, al Rey por los agravios con que le ha ofendido, y al
mundo, o este reino, por cuanto le ha escandalizado, y destruido de sus
habitantes en quienes deja U. triste memoria para muchos siglos.
»Su divina Magestad ilumine a U. como puede, y le dé sólo tiempo para
la penitencia.
»Cuzco y marzo 12 de 1781. —José Antonio de Areche».
He aquí su firma autógrafa:
Viendo Túpac Amaru que no le quedaba otra alternativa que triunfar o
morir, sintió en su ánimo esa firmeza inesperada que nos dan las resoluciones
extremas aunque puedan ser contrarias. Que lo peor es siempre la
indeterminación y el no saber por dónde sopla la brisa de nuestro destino.
Más seguro que nunca de sí mismo salió y fue hacia el campamento
donde lo recibió la guardia formada, al estilo de las tropas españolas. El
comandante era un primo de José Gabriel, llamado Francisco Túpac Amaru,
quien se acercó y con los pies juntos y el sable levantado, le dio la novedad.
Los indios son poco amigos de ceremonias, al menos a la manera decorativa
y suntuosa de los europeos. Las suyas tienen sencillez, falta de énfasis y casi
siempre carácter práctico.
Cuando Túpac Amaru hubo pasado revista a la guardia formada y
hablado con uno o dos soldados, le dio a Francisco, su primo, una bolsita
llena de moneda menuda y le dijo que la distribuyera entre los soldados. Era
una costumbre Feudal que los españoles habían heredado siglos atrás de los
árabes. Los pueblos primitivos relacionan la reverencia con el provecho, lo
mismo que los niños.
XVI

La moral no era baja en el campamento de Túpac Amaru. Sus soldados no


tenían la impresión de haber sido vencidos, y el recuerdo de un campo de
batalla lleno de muertos enemigos confortaba, por lo menos, a aquellos que
no teniendo noticia exacta de lo sucedido dormitaban mascando
filosóficamente su coca.
Con la neblina del amanecer Túpac Amaru se había retirado, pero no
alejado del campo sino recogido a una enorme quebrada del terreno donde
disimulaba su ejército a media legua del enemigo. Se proponía, José Gabriel,
dar un golpe de mano sobre el ejército del Rey, y el tiempo parecía serle
propicio porque una gran tormenta se desencadenó aquel día 2 de marzo.
Túpac Amaru tenía planeado un ataque por sorpresa, pero el traidor que
nunca falta en tales ocasiones —el cholo Zumiaño Castro— fue al campo
realista y comunicó al mariscal Del Valle los planes del Inca.
Transcurrieron sin embargo algunos días, durante los cuales, los puestos
de vigías avanzados a las patrullas de caballería ligera vigilaban al enemigo.
Sería ya mediados de marzo cuando salió del Cuzco un fuerte cuerpo de
ejército con la orden de sumarse al que mandaba José del Valle. Es increíble
el hecho de que esos refuerzos se compusieran en su mayor parte de indios
«fieles», es decir, siervos de la corona española. La primera columna era
mandada por Joaquín Valcárcel, y se componía de 2.500 hombres entre los
cuales más de dos mil eran indios puros. En la tercera columna mandada por
Manuel Villalta y formada por 2.900 hombres, había dos mil trescientos
indios. En el ejército de José del Valle había todavía más «indios fieles», es
decir, sumisos.
Entre todos eran unos 18.000 los soldados realistas. Ignoraba Túpac
Amaru que José del Valle había recibido refuerzos. Su esposa, que era
bastante adicta al ritual católico, le aconsejaba que diera la batalla el 19 de
marzo, día de San José, santo patrón del caudillo. Ignoraba Micaela que el
jefe del campo contrario se llamaba también José y que lo mismo le sucedía
al jefe de la Junta militar, visitador de S. M. don José de Areche. Si los tres le
pedían victoria al santo de su nombre, iba a verse el pobre en un gran aprieto.
Entretanto, Túpac Amaru recorría el campamento acompañado de su hijo,
Hipólito, que estaba en el cuerpo de guardia jugando con otros soldados. Iban
los dos hablando. Decía Hipólito:
—¿Cuándo atacaremos?
—Yo mismo no lo sé, hijo.
Transcurrieron algunos segundos en silencio y el padre añadió:
—Si lo supiera tampoco te lo diría.
—¿Por qué?
—Eres muy joven. Cuando seas más viejo y tengas experiencias de
guerra lo comprenderás.
Hipólito, que era más vivaz y menos reposado que su padre, no se
resignaba:
—Dices que tú mismo no sabes cuándo vamos a atacar.
—Así es, hijo.
—Pero tú eres el jefe.
—Por eso mismo estoy obligado a ser más prudente. Muchas vidas
dependen de mí.
Seguía Hipólito sin comprender y su padre le dijo que la mejor posición
ante un hecho de guerra, era no tener ninguna determinada y fija. Observar al
enemigo y esperar con un ejército dispuesto y ágil para la maniobra.
Todavía no comprendía el joven inca y su padre le puso un ejemplo. Era
uno de esos ejemplos infantiles y sabios a un tiempo que los padres suelen
poner a sus niños. (Hipólito seguía siendo un niño para él). Y el ejemplo
recordaba los apólogos del conde Lucanor:
—Veamos, Hipólito. Dos hombres van juntos al río. Uno, sucio y otro
limpio. ¿Quién de los dos se baña?
—El sucio —dijo Hipólito, riendo.
—No. Porque si el sucio tuviera la costumbre de bañarse y el placer del
agua, no sería sucio.
—Entonces, el limpio.
—Tampoco, porque el limpio no necesita bañarse.
—Ya veo. No se baña ninguno de los dos.
—Eso, depende. Porque el sucio necesita bañarse, y el limpio lo tiene por
costumbre y placer.
—Entonces se bañan los dos.
—No es seguro, porque el uno no lo necesita y al otro no le gusta.
—Bueno, padre. ¿Te estás burlando de mí?
—No, pero es la pura verdad y todas las cosas son igualmente posibles en
la vida. La verdad es la que se burla y juega con nosotros, y todo consiste en
estar siempre alerta y aprovechar el momento propicio para sacar alguna
ventaja. Digo, en la política y en la guerra. Hay que mirar todos los
problemas como ese de los dos hombres que van al río. Aquello le parecía
hábil, a Hipólito, pero exigía talento y capacidad para la decisión súbita. Su
padre le dijo que fuera a Tungasuca y le dijera a su madre que estuviera
dispuesta para incorporarse a él dentro de algunas horas.
Salió Hipólito y Túpac Amaru vio que se le acercaban José Verdejo, otro
que celebraba el día de su santo el 19 de marzo, y Andrés Castelo. Eran
capitanes muy populares y esforzados que mandaban en realidad más fuerzas
que un comandante español de batallón. Se acercaron a Túpac Amaru con el
sombrero en la mano y no se lo pusieron mientras estuvieron a su lado.
—¿Está seca la pólvora? — preguntó el Inca.
—Sí.
—¿Cuánta?
—Dieciocho barriles.
—Que no estén juntos. La explosión de uno puede acabar con los otros
diecisiete.
—Está previsto, señor.
Estando hablando con ellos, llegó Antonio Bastidas, cuñado del jefe, que
mandaba también un escuadrón de caballería. El caudillo preguntó:
—¿Cuántos caballos listos para la brega?
—Cuatro mil, señor.
—Somos más fuertes que los godos.
—Y mejores.
—Eso se verá pronto. Ojalá tengas razón.
Antonio Bastidas y Francisco Túpac Amaru, comandante de la guardia,
no se llevaban bien. A menudo tenían incidentes en los que debía intervenir,
como pacificador y árbitro, José Gabriel. Era Francisco de genio vivo y
pugnaz y se consideraba de sangre noble, mientras que Antonio Bastidas,
hermano de Micaela, era solamente cuñado del Inca, aunque viniera de linaje
de caciques del Cuzco. Entre los indios no solía haber rivalidades de esa
clase, pero sí entre los españoles y algunos indios linajudos se habían
contagiado. Entre los «godos» de Lima la familia más importante era la de los
Guzmán, de los que había habido un príncipe elegido por rey del Perú en
1544, un medio santo en 1625. Y otros, hombres y mujeres, entre éstas una
que fue denunciada a la inquisición por tener en su casa una piedra imán.
La rivalidad entre el primo y el cuñado se producía, en ocasiones triviales
como la proximidad al caudillo, cuando se sentaban en el estrado familiar. En
acción de guerra los dos, además de cumplir su deber de comandantes de
unidades escogidas, no perdían de vista a Túpac Amaru para ayudarle si era
necesario en un mal paso.
Quería Túpac Amaru, después de recorrer todos los sectores del
campamento, visitar a la cacica de Acos, mujer de gran influencia e
intendenta general de su ejército. Se llamaba Tomasa Condemaita y tenía
fama (además de hermosa e inteligente) de saber ciencias secretas, no
adquiridas de los españoles sino de los indios anteriores a Atahualpa. Eran
ciencias comunes a todos los indios de Sudamérica y parecían tener, no
solamente base mágica sino también a lo que hoy llamaríamos justificación
psicológica y filosófica. Algunos curas que lo estudiaron dijeron que era cosa
de Satanás, pero la inquisición decidió que era locura y no hizo caso. A todo
esto, el ejército de José del Valle avanzaba despacio (siempre de noche) hacia
el oeste del valle de Vilcamayo. Túpac Amaru conocía sus movimientos por
indios corredores que iban y venían con noticias. No era la situación crítica,
todavía. Cuando Túpac Amaru llegó al sector del campamento donde estaba
la cacica Condemaita, vio que con ella estaba su esposa Micaela, entretenidas
en un diálogo vivo y animado.
—Me dice Tomasa —se adelantó a hablar Micaela Bastidas con aquella
prisa e impaciencia que parecía poner en todas las cosas— que el encuentro
con los españoles no será el día de San José.
—Yo no he dicho qué día será. Tampoco podría decirlo el enemigo.
Tenía entre otros problemas Túpac Amaru el de la elección del palenque.
Su campamento estaba en un lugar estratégico y bien fortificado, pero sólo
podían tener en él unos ciento cincuenta caballos y los demás hasta cuatro mil
estaban fuera, al pie de un amplísimo otero.
El día 19 de marzo transcurrió sin que se diera la batalla, que si en estas
cosas pudiera haber comicidad, se podría haber llamado la batalla de los tres
Pepes.
Según las disposiciones del plan de campaña fijado por el mariscal José
del Valle, el coronel Gabriel de Avilés llegó el 23 de marzo a una distancia de
dos leguas (la distancia táctica usual desde los tiempos de Julio César). El
grueso del ejército de Túpac Amaru constaba entonces de no más de siete mil
hombres, en las afueras de Sangarara, donde habían tenido, poco antes, su
victoria. Vio el coronel Avilés en seguida que la situación estratégica de José
Gabriel era muy ventajosa, y no sólo por los accidentes del terreno sino por
un sistema de trincheras que podían ser temibles para el caso de un ataque
con la caballería.
Quedó Avilés acampado mientras llegaban las otras columnas realistas.
Túpac Amaru tenía jinetes con caballos ligeros que vigilaban al enemigo, y
estaba enterado de todo. Aunque no tenía la experiencia ni los conocimientos
técnicos de Avilés, contaba con su propia superioridad en caballos y también
con la justicia de su causa y con la ayuda de Dios, según le había dicho el
padre Rodríguez en Tungasuca. Por entonces no era conocida aún aquella
redondilla cínica que dice:

Vinieron los sarracenos


y nos molieron a palos,
que Dios ayuda a los malos
cuando son más que los buenos.

Nunca habría creído Túpac Amaru que tal desaguisado fuera posible, y el
cura Carlos Rodríguez había olvidado advertir al caudillo indio lo que, al
parecer, nos dice Dios en el más secreto rincón de nuestras almas:

Ayúdate y te ayudaré.

Mientras pasaban los días y los ejércitos iban tomando posiciones para el
combate, se oían aquí y allá las quenas indias plañideras y lúgubres:

De su piel haremos un tambor,


con sus dientes, collares,
con sus huesos flautas
y beberemos en su cráneo vacío.

Cosas parecidas se han dicho en todos los ejércitos antes de dar la batalla.
Otras veces se oían risas francas y las voces de los que, en el ocio del
campamento, recordaban viejas consejas en sus idiomas nativos. Hipólito, el
hijo del Inca, gustaba de oír en quechua aquella leyenda que decía:
«Años atrás la tierra nuestra estaba desnuda de todo vegetal. En la
soledad, sólo el Cerro estaba de pie como un símbolo; en su faldío la escasa
paja brava penosamente se ondulaba; de las quiebras, el delgado silbido del
viento era el único rumor.
»En ese entonces se adelantó a nuestra época un gran hombre: era el Inca
llamado Waina K’apaj, Señor y Gobernador del Tawantinsuyo entero.
»Poseía gran fortuna. En su casa, sus platos, sus vasos y sus pequeños
almireces eran de oro puro; flores de oro adornaban las paredes de su
vivienda.
»Algo más: guardaba pequeñas estatuillas de oro, con las imágenes de sus
antepasados, para recordarlos siempre.
»Los hombres de esa época sabían trabajar muy bien, conocían el metal y
apreciaban sus cualidades. Esa vez las gentes de tierra adentro, llamadas
waranies, se levantaron en guerra y fueron hasta el Kuntisuyo maltratando y
matando en su camino a cuantos encontraban.
»Se apoderaron de las tierras de Mataka, buscando reyerta de día y de
noche, vinieron hasta Kantumarka, con el mismo afán de hacer daño. El Inca
Waina K’apaj, anoticiado de esta subversión, se llenó de cólera, alistó a su
gente y vino hasta Tarapaya; al ver el Inca la hermosa laguna, con emoción y
alegría se bañó en sus aguas.
»Luego reunió más gente, e hizo que el mayor de sus hijos mandara la
tropa. Él, con ventajas, ganó a los revoltosos, hasta que huyeron
despavoridos.
»En el centro de la llanura había un inmenso cerro. Abrieron una mina de
plata y comenzaron a sacarla, pero entonces se oyó una voz: no saquéis plata
de este cerro, que está reservado para el hijo futuro de un futuro Inca.
Atemorizados los que trabajaban abandonaron su empresa.
»Una voz (P’otojsin) se había oído en el cerro. Desde entonces el nombre
del cerro y de la provincia es ése: Potosí (Una voz)».
A Hipólito, hijo del Inca Túpac Amaru, le gustaba pensar que aquel hijo
de un Inca futuro era él.
XVII

Había un viejo indio al que llamaban Curcuncho, que quiere decir fornido y
pequeño, quien era un archivo de historias. De ellas, unas eran poéticas y
otras sólo históricas. No faltaban algunas cínicas y bellacas.
Aquel día estaba contando a un grupo que lo rodeaba en cuclillas
mascando coca, la siguiente conseja: «Pocos años antes de que llegaran los
viracochas a nuestra tierra el Inca Pachacutec, acompañado de su hijo, el
príncipe imperial Yupangui y de su hermano Capac-Yupangui, salió con un
gran ejército de 50.000 hombres a la conquista del valle de lea, que sus
mercedes saben donde cae. Los iqueños eran gentes de paz, pero no tenían
nada de cobardes y podían haberle dado algún quebradero de cabeza. Por eso
el Inca antes de romper guerra les propuso a los de lea que se sometieran a su
gobierno. Lo que pasa en esos casos: unos que sí y otros que no. Como eran
más los que querían la paz se tomó ese acuerdo y el Inca y sus soldados
fueron bien recibidos en todas partes, es decir, en las tierras donde están las
grandes haciendas que ahora se llaman Chabalina, Belén, San Jerónimo,
Tacama, San Martín, Mercedes, Santa Bárbara, Chamchajaya, Santa Elena,
Vista Alegre, Sáenz, Parcona, Tayamana, Bongo, Pueblo Nuevo, Sonumpe y
Tate».
Alguien añadió:
—Vuesa mercó se olvida del Molino y del Trapiche.
—Éste conoce el terreno tan bien como yo, aunque tiene cara de tonto.
Todos rieron, incluso el aludido. Y el viejo siguió contando:
—Recorriendo Pachacutec, el territorio que acababa de someter
pacíficamente a su corona, se detuvo en el pago llamado Tate, cuya
propietaria era una venerable anciana.
—¿Por qué de todas las ancianas se dice que son venerables? —preguntó
Hipólito.
—Porque han vivido mucho y el que mucho vive mucho sufre. Y del
sufrimiento viene el saber.
El viejo narrador seguía:
—La anciana tenía una hija doncella y hermosa y el Inca creyó que igual
que conquistó el país conquistaría a la muchacha, pero ella, que tenía su
enamorado, con el que pensaba casarse, resistió a los ruegos del soberano.
Perdida la esperanza de poseer a la doncella, el Rey le tomó un día las
manos y le dijo:
—Quédate en paz, dulce paloma de este valle, y que nunca la niebla del
dolor tienda su velo sobre el cielo de tu alma. Pídeme alguna merced que a ti
y a los tuyos les haga recordar el amor que te tengo.
—Señor —dijo ella arrodillada—. Si te satisface la gratitud de mi pueblo,
ruégote que des agua a esta seca comarca. Siembra beneficios y tendrás
cosecha de bendiciones. Reina, señor, más por tu bondad que por el esplendor
de tus ejércitos.
El viejo narrador concluía:
—Y el caballero Inca, subiendo al anda de oro que llevaban en hombros
los nobles del reino, continuó su viaje. Durante diez días los 50.000 hombres
de su ejército se ocuparon en abrir el cauce que comienza en los terrenos del
Molino y del Trapiche y termina en Tate, heredad donde habitaba la hermosa
doncella. A aquel ramal de río le llaman la achirana del Inca y da riego
abundante a todas las comarcas donde están las haciendas que antes nombré.
Una muchacha del corro soltó a reír diciendo que aquella historia era
invención del viejo, y éste, mirándola con ojos picaros, recitó:

Niña de los muchos novios,


que con ninguno te casas:
si te guardas para un rey,
cuatro tiene la baraja.

Entonces rieron todos y la niña se ruborizó. Cuando Túpac Amaru y su


hijo se apartaban de allí dijo Hipólito que había oído historias mejores que
aquélla. Pero su padre no le escuchaba. Fueron a donde estaban los caballos
de los jefes. El príncipe Hipólito había querido siempre tener un caballo
blanco y su padre se lo negaba: “Los caballos blancos —le decía— sólo son
buenos para las paradas y los desfiles. En esos casos yo mismo monto un
caballo blanco. Pero para la guerra, e incluso para la labranza y los
transportes rápidos, no valen nada. El mejor caballo es el caballo bayo
tirando a negro. El blanco es corto de vista y flojo de corvas”. Hipólito
prefería a pesar de todo un caballo blanco de largas crines en el cuello y en la
cola. Y entero, sin capar. Los castrones no sabían revolverse en la caza, por
ejemplo, cuando perseguían una vicuña salvaje o un venado.
En aquellos días, aunque los dos campos contrarios observados con
catalejos parecían tranquilos y en calma, estaban entregados a los
preparativos de la batalla. Bajo un cielo casi siempre nublado, el aire tenía
esas vibraciones magnéticas que suelen preceder a las tormentas y que los
viejos gastados por la intemperie perciben bien.
Hipólito seguía con sus curiosidades inocentes y preguntaba si Ollantay,
la tragedia con música (una especie de ópera) representada en Tungasuca,
había sucedido en el pasado. El padre, que solía ser cuidadoso en sus
respuestas, estuvo un tiempo reflexionando y dijo por fin:
—Hay dos clases de verdades: las que suceden en la vida y las que se
sueñan. Estas últimas son las verdades de los poetas.
—¿Las de Ollantay?
—Eso es, hijo. Pero a veces las dos verdades se juntan y son una sola. Por
ejemplo, un día un hombre letrado y con buena retórica escribirá algo sobre
lo que estamos haciendo ahora. Y añadirá y quitará sucesos según las reglas
del arte. Así, pues, todo será al mismo tiempo verdad y mentira, según como
se mire.
Llegaban al reducto de la artillería y dirigiéndose al comandante Juan
Antonio Figueroa, le preguntó:
—¿Qué hace aquí vuesa merced?
—Estoy a cargo de dos baterías.
—Hace ocho días firmé su destitución por la manera de conducirse en el
Cuzco. Entregue el mando al teniente más antiguo y considérese bajo arresto.
El comandante miró alrededor. No había sino tiendas de campaña:
—¿Arrestado? ¿Dónde?
—Supongo que sabe vuesa mercé que hay un cuerpo de guardia bajo el
mando de mi primo.
A una señal de Túpac Amaru, dos soldados desarmaron a Figueroa y lo
escoltaron hasta el cuerpo de guardia del campamento, donde Francisco
Túpac Amaru lo maniató y lo hizo bajar por una rampa al impace de los reos
de delitos graves.
Hipólito estaba acostumbrado a ver en la conducta de su padre cambios
súbitos, aunque nunca se advertía en ellos extravagancia ni emoción alguna
aparente. Su impersonalidad era signo de grandeza moral y aún de realeza.
En el sector de los cholos, donde había tres compañías de fusileros, se
producían frecuentes pendencias. Parecían haber heredado las cualidades
negativas del español y del indio. En aquel momento había dos de ellos con
cuchillo en mano y poncho arrollado al brazo, buscándose el flanco y al
llegar el Inca se detuvieron. Alguien explicó la causa de la querella. Cada uno
acusaba al otro de haber torcido la llave de su mosquete con lo cual lo había
inutilizado para el combate. Y se cambiaban insultos.
Cuando supo Túpac Amaru la causa, dijo que el presunto culpable de
aquellas maniobras traidoras era el capitán armero a quien habían arrestado y
esperaba el juicio sumario. Uno de esos poetas de campamento que nunca
faltan alzó el pito para recitar:

Antes de hacerte difunto,


godo, regodo, archigodo,
te haremos bailar por junto
y atado codo con codo
el punto y el contrapunto.

Y otro, que no quería ser menos y que conocía la excomunión de Túpac


Amaru, cantó por seguidillas:

No se meta en belenes,
padre prelado,
y ocúpese tan sólo
de su breviario.
¡Ay, Moscosito!,
vamos a desollarte
como a un cabrito.

Túpac Amaru no reía escuchando estas bromas. El que reía era Hipólito,
con la ligereza de ánimo de los adolescentes. El caudillo indio estaba
preocupado porque la situación estratégica había empeorado últimamente.
El 23 de marzo llegó Aviles con el cuerpo de reserva y acampó a dos
leguas de Túpac Amaru, cerca de Sangarara. Tenía más fuerzas Aviles que el
Inca, pero estaban peor situadas, así es que el español se abstuvo de atacar y
adoptó lo que él llamaba una táctica expectante. Los cholos la llamaban una
táctica huevona. En los días siguientes, fueron llegando otras columnas
realistas y ocupando posiciones de modo que Túpac Amaru quedara
encerrado y no tuviera retirada posible.
El 3 de abril, el comandante en jefe realista hizo personalmente un
reconocimiento de las posiciones de los rebeldes, y entre trincheras abiertas a
pico y pala y anfractuosidades naturales del terreno, llegó a la conclusión de
que no había manera de atacar. Eran todavía posiciones inexpugnables.
Además el ejército de Túpac Amaru había aumentado hasta 14.000 hombres.
En cuanto al número de caballos en él consistía la única falla y debilidad del
Inca. Para alimentarlos hacían falta forrajes y éstos había que buscarlos en el
fondo del valle. Túpac Amaru, después de observar durante dos días y dos
noches el campo enemigo, decidió salir con la mitad de sus fuerzas en la
noche del 5 al 6 de abril por el lugar que parecía menos vigilado. Esperaba
así provocar el contraataque de los realistas y cogerlos entre dos fuegos. En
igualdad de armas y recursos técnicos esa táctica le habría dado la victoria al
Inca. Pero antes había que sacar dos o tres compañías fuera del cerco. La
maniobra comenzó poniendo por delante las unidades indias más cautelosas y
decididas. Pudieron llegar los primeros destacamentos a los puestos realistas
avanzados y degollar a cuatro centinelas sin usar armas de fuego, pero otro
vigía nocturno que se hallaba a menos de cien pasos, y que en la oscuridad de
la noche oyó rumores sospechosos, disparó su arma, lo que fue la señal para
que los guardias tocaran generala y todo el mundo se pusiera en pocos
minutos en orden de combate. Las huestes de Túpac Amaru, atacadas por los
dos flancos cuando trataban de salir con fuego de mosquetería, cañones y
asaltos a la bayoneta, fueron destrozadas. Los realistas combatieron casi a
mansalva y no tuvieron sino treinta muertos y, según la ley del azar
autorizada por la costumbre, cuatro veces más de heridos, es decir unos
ciento veinte o ciento treinta.
Serían las cuatro de la mañana cuando Túpac Amaru, su familia y los
supervivientes de su Estado Mayor, trataron de ponerse en salvo. Salieron
precipitadamente por el cerro de Sangarara hasta la cumbre a fin de bajar por
el lado contrario y cruzar el río de Combapata a nado. Antes de llegar al río
se separó del Inca su esposa y su hijo que tomaron caminos diferentes con
buena escolta.
He aquí otro documento de la época tomado de Pedro de Angelis
(Colección de obras y documentos para la historia moderna y antigua de las
provincias del Río de la Plata, Buenos Aires, 1836): «Mas habiendo tenido
noticia dieciocho mulatos de la infantería de Lima de la retirada del rebelde
lo fueron siguiendo con el mayor empeño, pero antes que llegasen a la orilla
se echó al río digo al agua el Insurgente; y los mulatos empeñados en la
consecución de su arresto, con el fin de ganar los 20.000 pesos que los
superiores habían ofrecido al que lo trajese vivo, se arrojaron con barbaridad
al río, cuya corriente rapidísima ahogó a dos de ellos y los restantes dieciséis
llegaron a la otra banda al tiempo que Túpac Amaru había hecho fuga en
aquellas malezas. Los mulatos apresaron uno de sus capitanes que lo había
seguido, y éste, por su libertad, ofreció entregarlo, previniéndoles a los
soldados que lo siguiesen con silencio mientras él se adelantaba a llamarlo,
para que conociendo su voz se detuviese. Así se ejecutó, pues a media legua
poco más de distancia lo alcanzó, y entretanto consultaba su desgracia con su
capitán, lo asaltaron nuestros mulatos, llevándolo preso a nuestro campo, de
donde se va a trasladar con buena guardia al Cuzco. Y se le previene al señor
Visitador general remita tropa o salga, si gusta, con ella al pueblo de Calca, a
cuyo puesto llegará el lunes 8 del corriente; y después que se hayan tomado
sus confesiones veremos los resultados de esta tragedia. La mujer del
Rebelde, sus dos hijos y otros cinco de su familia experimentaron la misma
suerte de aquél, pues huyendo por el camino de Livitaca para salir al de La
Paz, fueron arrestados todos, con doce cargas de plata sellada, por la tropa de
la quinta columna al mando de don Francisco Leysequilla y el coronel don
Domingo Mamara. Sólo falta de esta maldita raza aprisionar a Diego
Tupamaro, hermano del traidor; pero se puede inferir con prudencia que sus
mismos indios lo hayan de entregar, para que paguen todos tan enormes
delitos que han perpetrado».
Cuando se vio apresado Túpac Amaru por los dieciséis mulatos preguntó
sin alterársele la voz ni descomponer el gesto:
—¿Cuánto les pagan a vuesas mercedes?
—¿Para qué queréis saberlo, señor?
—Para convencerme de que no lo hacen vuestras mercedes por propia
voluntad y convicción.
—Tienen ofrecidos veinte mil pesos al que lo entregue. El oro es el oro,
señor.
Otra vez el oro. Túpac Amaru comentó:
—A poco tocáis, hijos de la gran cerda. Si os pasaráis a mi bando, aunque
no sois indios, yo os pagaría tres veces más. Sesenta mil.
—O nos colgarían los godos si nos echaran mano. Es más seguro y más
lucido el oro de Areche, que manda en el cerro de Potosí.
Y lo maniataron.
XVIII

Aunque los documentos que relatan la prisión del Inca omiten el nombre del
capitán que le traicionó, éste nombre fue conocido más tarde. El traidor se
llamaba Francisco Santa Cruz, quien, además de capitán en las fuerzas
tupamaristas, era compadre de Túpac Amaru según un documento hallado y
publicado por el historiador Diez de Medina. No era indio, sino mestizo y su
traición fue preparada y urdida por el cura del pueblo de Langui, según
recuerda otro historiador: Boleslao Lewin, varias veces citado. Este cura, en
carta dirigida el 6 de abril de 1781 al coronel Valle, dice visiblemente
satisfecho de sí: «Vea Vueseñoría qué bien eché el cartabón», como si se
tratara de un geómetra o arquitecto.
Pero otros parientes y compañeros de armas de Túpac Amaru se salvaron.
Éstos fueron Diego Cristóbal Túpac Amaru, Andrés Túpac Amaru y Miguel
Túpac Amaru, quienes establecieron su cuartel general en Azángaro y
prepararon rápidamente un ejército para rescatar a los prisioneros cuando
fueran conducidos al Cuzco. Al saberlo, se hizo cargo de la custodia de los
presos el mismo Valle con un fuerte destacamento y los llevó a Urcos,
provincia de Quispicanchi, a ocho leguas del Cuzco, donde le esperaba, con
fuerzas mayores, el visitador Areche.
Quería ser Areche mismo el que recibiera a los presos y entrar con ellos
aparatosamente en el Cuzco, en cuya plaza de armas había hecho levantar una
horca como señal de sus intenciones, aunque los prisioneros no habían sido
juzgados ni sentenciados. Según una relación de la época, el recibimiento fue
de la manera siguiente: «A la milicia la estendieron a dos alas desde la
plazuela inmediata a Santo Domingo que se llama Limapampa, hasta la
puerta del cuartel [convento de la Compañía de Jesús, hoy Universidad],
logrando toda la ciudad la satisfacción de ver a Túpac Amaru, su mujer, sus
dos hijos y demás aliados que entraron destacados por orden del señor
Visitador General. El primer objeto que se les presentó a la vista y se les hizo
reconocer bastante, fue la horca que les recordó sus maldades, y castigos que
por ellas han merecido».
La casa de los jesuitas iba a ser una vez más la escena de las desdichas de
Túpac Amaru, ya que fue encarcelado en ella. En cuanto al aspecto que la
comitiva ofrecía a su entrada en el Cuzco, lo sabemos por las referencias de
un niño de ocho años que lo presenció, según testimonio de «Letras», de
Lima (1946). Dice:
«Don José Túpac Amaru venía sentado como mujer en un sillón, con
grillos en los pies y la cabeza descubierta para que todos lo vieran. Traía un
chaleco de terciopelo negro con sobrepuesto de oro, en el pecho tenía
colgando de una cadena una cruz de oro con su Santocristo, las medias eran
de seda blanca y el zapato de terciopelo negro con hebilla, el semblante
tranquilo y la color propia del Inca.
»Tras el desgraciado Inca venía su mujer doña Micaela Bastidas, en una
mula blanca, sentada sin sillón ni sombrero tampoco, para que la conozcan
bien».
Contra la costumbre en casos parecidos, nadie los insultaba ni les decía
nada y más bien se veía compasión, y hasta reverencia, en las miradas de la
gente.
Los indios rehicieron rápidamente sus fuerzas, y en Langui mismo (donde
había sido apresado Túpac Amaru) el 6 de abril, luchaban ya valientemente
contra los españoles dos ejércitos. Uno mandado por Cristóbal Túpac Amaru
que fue derrotado. Sin embargo, y al mismo tiempo, en la otra orilla del río
Pisac los indios obtuvieron victoria.
Después de entregar a Túpac Amaru, iba Del Valle con un fuerte ejército
a pacificar las otras provincias del sur, cuando le salió al paso en las faldas
del monte Condorcuyo, uno de los capitanes subordinados de Diego Cristóbal
que se dirigía al Cuzco para liberar al Inca.
«Próximo ya todo el ejército español al de los insurgentes —refiere una
Relación de la época—, los españoles les gritaban que si bajaban a dar la
obediencia á S. M. serían perdonados: pero ellos obstinados les respondieron
con audacia que su objeto era dirigirse al Cuzco para poner en libertad a su
idolatrado Inca».
Se trabó combate: «Duró la resistencia cerca de cuatro horas y tuvimos
bastantes muertos y heridos por la constancia con que los rebeldes resistieron
los esfuerzos de las tropas del Rey; y para dar una idea del estado en que
estaban estos indios, y que dista mucho de la sencillez y pusilanimidad en
que los encontraron nuestros primeros conquistadores, referiré dos casos, que
no sólo acreditan sino comprueban la bárbara obstinación que los poseía. Un
indio atravesado con una lanza por el pecho, tuvo la atrocidad de arrancársela
con sus propias manos, y después seguir con ella á su enemigo todo el tiempo
que le duró el aliento; y otro á quien de un bote de lanza le sacaron un ojo,
persiguió con tanto empeño al que le había herido, que si otro soldado no
acaba con él, hubiera logrado quitarle la vida».
Así dice el cronista Odriozola en sus «Documentos históricos». Pero si
los indios perdieron aquella batalla, y con ella, la última oportunidad de
liberar a Túpac Amaru, los partidarios del Inca atacaban a los españoles y a
los criollos, que con ellos simpatizaban, en todas partes y eran dueños de una
parte considerable del sur del Perú, y de grandes territorios del noreste de la
actual Bolivia.
El 14 de abril fue encerrado Túpac Amaru en el Cuzco y su celda (en el
convento de jesuítas) era precisamente la que tuvo años antes el maestro de
novicios, lo que quiere decir que se tuvo alguna consideración a su rango
social. El 19 del mismo mes el oidor de la Audiencia de Lima, doctor Benito
de la Mata Linares, como auditor de Guerra del visitador Areche, le tomó la
primera declaración sin conseguir la menor noticia en cuanto a la
organización de la conspiración ni a los colaboradores del Inca. Entonces fue
el Inca sometido a tormento en presencia del auditor y del mismo Areche,
pero de sus labios no salieron sino los gemidos del extremo dolor. En un
momento en que pudo hablar, dijo a Areche:
—Aquí no hay sino dos personas implicadas: usted y yo.
El día 27 del mismo mes, apenas repuesto el Inca de las torturas, pudo
hablar por la noche con su centinela y le propuso, a cambio de una gran suma
de dinero, entregar a cierta persona unas líneas escritas con su sangre en un
pedazo de tafetán. Le pidió también una lima con el fin de liberar sus tobillos
de los grillos de hierro cuando el caso llegara. Pero la misma noche el
soldado dio conocimiento de aquello al auditor y éste quiso, como es natural,
conocer el nombre de la persona a quien el escrito iba a ser dirigido.
—El nombre no lo sé —decía el Inca— porque sólo lo conozco de vista,
pero si lo viera lo reconocería.
Volvieron los tormentos, como se puede suponer y Túpac Amaru siguió
en su negativa. En aquel segundo interrogatorio le fue fracturado el brazo
izquierdo.
Otros muchos intentos hizo el Inca para establecer contactos con sus
secuaces, aunque evitando siempre dar pistas o informes concretos sobre
ellos. El único nombre que citó fue el de un escribano llamado José Palacios,
al que dirigió una carta llamándolo amigo. El escribano, aterrorizado, puso
grillos en las manos del soldado que llevó la misiva (por orden del
comandante de la guardia), y avisó a las autoridades.
Pocos días después se celebró el juicio sumario contra Túpac Amaru y los
parientes y amigos de su Estado Mayor que habían sido aprehendidos. He
aquí la parte principal del fallo:
«… y mirando también á los remedios que exige de pronto la quietud de
estos territorios, el castigo de los culpados, la justa subordinación á Dios, al
Rey y á sus Ministros, debo condenar, y condeno á José Gabriel Túpac
Amaru, á que sea sacado á la Plaza principal y pública de esta ciudad,
arrastrado hasta el lugar del suplicio, donde presencie la ejecución de las
sentencias que se dieran á su muger, Micaela Bastidas, sus hijos, Hipólito y
Fernando Túpac Amaru, á su tío, Francisco Túpac Amaru, á su cuñado,
Antonio Bastidas, y algunos de los principales capitanes ó auxiliadores de su
inicua y perversa intención ó proyecto, los cuales han de morir en el propio
día; y concluidas estas sentencias, se le cortará por el verdugo la lengua, y
después amarrado ó atado por cada uno de los brazos y pies con cuerdas
fuertes, y de modo que cada una de éstas se pueda atar, ó prender con
facilidad a otras que pendan de las cinchas de cuatro caballos; para que,
puesto de este modo, ó de suerte que cada uno de éstos tire de su lado,
mirando á otras cuatro esquinas, ó puntas de la plaza, marchen, partan ó
arranquen de una vez los caballos, de forma que quede dividido el cuerpo en
otras tantas partes, llevándose éste, luego que sea hora, al cerro ó altura
llamada Picchu, á donde tuvo el atrevimiento de venir a intimidar, sitiar y
pedir que se le rindiese esta ciudad, para que allí se queme en una hoguera
que estará preparada, echando sus cenizas al aire, y en cuyo lugar se pondrá
una lápida de piedra que exprese sus principales delitos y muerte, para sola
memoria y escarmiento de su execrable acción. Su cabeza se remitirá al
pueblo de Tinta, para que estando tres días en la horca, se ponga después en
un palo á la entrada más pública de él; uno de los brazos al de Tungasuca,
donde fué cacique, para lo mismo, y el otro para que se ponga y egecute lo
propio en la capital de la provincia de Carabaya: enviándose igualmente, y
para que se observe la referida demostración, una pierna al pueblo de Livitaca
en la de Chumbivilcas, y la restante al de Santa Rosa en la de Lampa, con
testimonio y orden a los respectivos corregidores, ó justicias territoriales, para
que publiquen esta sentencia con la mayor solemnidad por bando, luego que
llegue á sus manos, y en otro igual día todos los años subsiguientes; de que
darán aviso instruido á los superiores gobiernos, á quienes reconozcan dichos
territorios. Que las casas de éste sean arrastradas ó batidas, y saladas á vista
de todos los vecinos del pueblo ó pueblos donde los tuviere, ó existan. Que se
confisquen todos sus bienes, á cuyo fin se da la correspondiente comisión á
los jueces provinciales. Que todos los individuos de su familia, que hasta
ahora no hayan venido, ni vinieren á poder de nuestras armas, y de la justicia
que suspira por ellos para castigarlos con iguales rigorosas y afrentosas
penas, queden infames e infalibles para adquirir, poseer u obtener de
cualquier modo herencia alguna ó sucesión, si en algún tiempo quisiesen, ó
hubiese quienes pretendan derecho á ella. Que se recojan los autos seguidos
sobre su descendencias en la expresada real Audiencia, quemándose
públicamente por el verdugo en la plaza pública de Lima, para que no quede
memoria de tales documentos».

Dada ya la sentencia, todavía molestaron a los presos con preguntas y


torturas sin poderles sacar una palabra.
Areche preguntaba a Túpac Amaru y éste repetía, tranquilo y firme:
—En todo este asunto sólo hay dos personas culpables: usted y yo. Usted
por haber ganado, y yo por haber perdido.
XIX

El 18 de mayo de 1781, después de haber rodeado la plaza con milicias


virreinales y asegurado las salidas (hasta en los techos de la iglesia había
centinelas con armas de fuego), se llevó la ejecución de los reos a cabo. Un
testigo ocular, según documento recogido por De Angelis en su obra antes
citada, dice que «… el viernes, 18 de mayo, después de haber cerrado la plaza
con las milicias de esta ciudad del Cuzco, que tenían sus rejones y algunas
bocas de fuego, y cercado la horca de cuatro caras con el cuerpo de mulatos y
Huamanguinos; arreglados todos con fusiles y bayonetas caladas, salieron de
la Compañía, nueve sugetos que fueron los siguientes: José Verdejo, Andrés
Castelo, un zambo, Antonio Oblitas (que fue el verdugo que ahorcó al
general Arriaga), Antonio Bastidas, Francisco Túpac Amaru, Tomasa
Condemaita, cacica de Acos, Hipólito Túpac Amaru, hijo del traidor, Micaela
Bastidas, su muger, y el insurgente José Gabriel. Todos salieron á un tiempo,
y uno tras otro venían con sus grillos y esposas, metidos en unos zurrones, de
estos en que se trae yerba del Paraguay, y arrastrados á la cola de un caballo
aparejado. Acompañados de los sacerdotes que los auxiliaban, y custodiados
de la correspondiente guardia, llegaron todos al pie de la horca, y se les
dieron por medio de dos verdugos las siguientes muertes:
»A Berdejo, Castelo y á Bastidas se les ahorcó llanamente: á Francisco
Tupac Amaru, tío del insurgente, y á su hijo Hipólito se les cortó la lengua
antes de arrojarlos de la escalera de la horca: y a la India Condemaita se le
dió garrote en una tabladillo, que estaba dispuesto con torno de fierro que á
este fin se había hecho, y que jamás habíamos visto por acá: habiendo el
indio y su muger visto con sus ojos ejecutar estos suplicios hasta en su hijo
Hipólito, que fue el último que subió a la horca. Luego subió la india Micaela
al tablado, donde asimismo á presencia del marido, se le cortó la lengua, y se
le dió garrote, en que padeció infinito porque, teniendo el pescuezo muy
delicado y el caño del alentar muy pequeño no podía el torno cerrarse
bastante para ahogarla, y fue menester que los verdugos, echándole lazos al
pescuezo, tirando de una y otra parte, y dándole patadas en el estómago y
pechos, la acabasen de matar. Cerró la función el rebelde José Gabriel, a
quien se le sacó a media plaza: allí le cortó la lengua el verdugo, y despojado
de los grillos y esposas, lo pusieron en el suelo: atáronle á las manos y pies
cuatro lazos, y asidos éstos á la cincha de cuatro caballos, tiraban cuatro
mestizos á cuatro distintas partes: —espectáculo que jamás se había visto en
esta ciudad. No sé si porque los caballos no fuesen muy fuertes, ó el indio en
realidad fuese de fierro, no pudieron absolutamente dividirlo, después de un
largo rato lo tuvieron tironeando, de modo que le tenían en el aire, en un
estado que parecía una araña, tan largos eran los brazos y las piernas. Y así el
Visitador, movido de compasión, porque no padeciese más aquel infeliz
despachó de la Compañía [desde donde dirigía la ejecución] una orden,
mandando le cortase el verdugo la cabeza, como se ejecutó. Después se
condujo el cuerpo debajo de la horca, donde se le sacaron los brazos y los
pies. Esto mismo se ejecutó con la muger, y á los demás se les sacaron las
cabezas para dirigirlas á diversos pueblos. Los cuerpos del indio y su muger
se llevaron a Picchu, donde estaba formada una hoguera, en la que fueron
arrojados y reducidos á cenizas, las que se arrojaron al aire, y al riachuelo que
por allí corre. De este modo acabaron José Gabriel Túpac Amaru y Micaela
Bastidas, cuya soberbia y arrogancia llegó á tanto, que se nominaron reyes
del Perú, Chile, Quito, Tucumán y otras partes hasta incluir el gran Paititi,
con locuras a este tono.
»Este día concurrió un lucido número de gente, pero nadie gritó, ni se oyó
levantar una voz en favor ni en contra de los reos. Muchos hicieron reparos, y
yo entre ellos, de que entre tanto concurso no se veía un solo indio a lo menos
en el traje mismo que ellos usan, y si hubo algunos estarían disfrazados con
capas o ponchos. Suceden algunas cosas que parece que el diablo las trama y
dispone para confirmar a estos indios en sus abusos, agüeros y supersticiones.
Dígolo porque habiendo hecho un tiempo muy seco y días muy serenos,
aquél amaneció tan entoldado que no se le vio la cara al sol, dios de los Incas,
y amenazaba por todas partes a llover y a hora de las 12 que estaban los
caballos estirando al indio se levantó un fuerte refregón de viento y tras éste
cayó un aguacero que hizo que toda la gente y aun las guardias sé retirasen a
toda prisa. Esto ha sido causa de que los indios se hayan puesto a decir que el
cielo y los elementos sintieron la muerte del Inca al que los españoles
inhumanos e impíos estaban matando con tanta crueldad».
Como el Inca no pudo ser descuartizado por los caballos, el visitador
Areche buscó un responsable en el corregidor de la ciudad, a quien hizo
encarcelar algún tiempo acusándolo de incuria.
Pocos años después, el día 26 de abril de 1784, recibió en Lima el virrey
don Agustín de Jáuregui el regalo de un canastillo de cerezas muy
curiosamente aderezado con lazo de seda y con asa de plata de Potosí. Su
Excelencia era muy aficionado a aquella fruta y la época del año muy
desacostumbrada para que los cerezos la produjeran como no fuera en el
norte, cerca de Quito.
Apenas hubo el virrey comido dos o tres cerezas, cayó al suelo privado de
sentido y, poco después, rindió su alma y falleció.
Sonaron trompetas y atabales por la ciudad y todos los templos estaban
llenos de gente, rezando por la salud del virrey. Treinta horas más tarde los
coros de los conventos cantaban Misereres. Entretanto, la puerta de
ceremonias del palacio se abría y el salón de recepciones iba llenándose de
cortesanos más o menos titulados. En el fondo y en un estrado se veía a
Jáuregui vestido de gran gala y sentado en el trono.
Detrás estaba el amplio muro enlutado con el escudo de los Jáuregui. Era
un escudo cortinado. El primer cuartel en oro con un roble copado (el árbol
de Guernica) y un jabalí pasante. El segundo de gules y un castillo de plata
con bandera. El tercero de azur con tres flores de lis.
Con arreglo al ceremonial de la época el escribano de la virreinal cámara,
seguido de la Real Audiencia en dos filas, avanzó hasta la escalinata que
conducía al trono con un pequeño martillo de oro (de Potosí) en la mano.
Subió los cuatro peldaños tapizados, tocó tres veces con el martillo la frente
del virrey y preguntó otras tantas veces:
—Excelentísimo señor don Agustín de Jáuregui: ¿Vive Su Excelencia?
Después, volviéndose hacia la concurrencia, dijo solemnemente la frase
de protocolo:
—Señorías, Su Excelencia no responde. Dios haya su alma.
Luego sacó de un gran cartapacio de seda azul un acta ya preparada y los
oidores de la Audiencia estamparon en ella sus firmas. El presidente de la
Audiencia y el escribano de Cámara firmaron los últimos como autorizando,
y garantizando, las firmas de los demás.
No faltó quien dijera que aquellas cerezas fueron la venganza de los
indios, pero ¡vaya usted a saber!

Los Angeles, 1971.


RAMÓN J. SENDER, Nació el 3 de febrero de 1901 en Chalamera (Huesca).
Comenzó a incursionar por el camino literario durante su adolescencia,
elaborando artículos y cuentos para reconocidos medios como El imparcial,
El país, España nueva y La tribuna.
Sin terminar sus estudios de Filosofía y Letras, optó por instruirse de forma
independiente en distintas bibliotecas de Madrid. Por esa época, también se
interesó por las cuestiones políticas y comenzó a desarrollar actividades
revolucionarias con grupos de obreros anarquistas. De regreso en Huesca,
quiso probar suerte como directivo del diario La Tierra.
En 1922, cuando ya había cumplido los 21 años, Ramón J. Sender ingresó al
ejército, donde comenzó como soldado y terminó como alférez de
complemento en la Guerra de Marruecos. Al regresar de ese compromiso,
retomó sus actividades como redactor y corrector del diario El sol. Por ese
entonces escribió la novela Imán cuyo texto fue traducido a varios idiomas.
Además, en el marco de su militancia social y política, prestó colaboraciones
a Solidaridad obrera y La libertad. Precisamente, ese activismo fue el que lo
llevó, en 1927, a la Cárcel Modelo de Madrid por manifestarse en contra del
General Miguel Primo de Rivera.
A lo largo de su carrera literaria, el autor fue galardonado con el Premio
Nacional de Literatura y el Premio Planeta, entre otros. Respecto a su obra,
caben destacar varios títulos como El lugar de un hombre (1939); el ciclo
narrativo de Crónica del alba (1942-1966); Réquiem por un campesino
español (1953); la serie de Nancy, con el título La tesis de Nancy (1962), al
que siguieron Nancy, doctora en gitanería (1974), Nancy y el Bato loco
(1974), Gloria y vejamen de Nancy (1977) y Epílogo a Nancy: bajo el signo
de Taurus, (1979); La aventura equinoccial de Lope de Aguirre (1964); En la
vida de Ignacio Morell (1969); Tanit (1972); La mesa de las tres moiras
(1974); El superviviente (1978); La mirada inmóvil (1979); Monte Odina
(1980), etc. También cultivó el género del ensayo, siendo algunos de sus
trabajos América antes de Colón (1930); Carta de Moscú sobre el amor
(1934); Madrid-Moscú, narraciones de viaje (1934); Proclamación de la
sonrisa (1934) y Tres ejemplos de amor y una teoría (1969), entre muchos
otros.
Pese a que, durante los últimos años de su vida, el escritor manifestó su deseo
de recuperar su perdida nacionalidad española renunciando a la
estadounidense que había adquirido, Ramón J. Sender falleció el 16 de enero
de 1982 en Estados Unidos, lejos de su tierra natal.

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