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Tupac Amaru
Tupac Amaru
Tupac Amaru
TEXTOS DE HISTORIA
BREVES HISTORIAS
Túpac Amaru
ePub r1.0
Titivillus 30.01.2019
Título original: Túpac Amaru
Ramón J. Sender, 1973
Retoque de cubierta: Titivillus
R. J. S.
Prólogo que el lector se puede saltar
R. J. S.
I
Atahualpa, el último emperador Inca, debía ser hombre muy listo ya que
aprendió el juego del ajedrez, él solo, viendo jugar a sus guardianes y sin que
nadie le explicara nada. Ricardo Palma cuenta el siguiente suceso cuya
relación halló en papeles guardados en los archivos nacionales. Atahualpa fue
arrestado por las tropas de Pizarro el 15 de noviembre de 1532.
Un grupo de capitanes encargado de su custodia en el palacio real
entretenía el tiempo jugando al ajedrez en un tablero pintado sobre una mesa,
con piezas toscamente labradas en barro y cocidas al horno. Atahualpa solía
mirar las partidas y un día mientras Hernando de Soto y Riquelme jugaban,
cuando el primero fue a mover un caballo el Inca le tocó ligeramente en el
hombro y le dijo:
—No, capitán. La torre. Mejor la torre.
Hernando siguió su consejo y ganó la partida dando jaque mate poco
después a Riquelme. Los dos estaban asombrados al ver que el emperador
había aprendido todos los movimientos, trucos y ardides del juego sin que
nadie se los explicara y atendiendo simplemente a lo que hacían los
jugadores. Algunos creen que el Inca no habría sido condenado a muerte si
hubiera ignorado el juego del ajedrez, ya que su sentencia fue acordada por
votación en un tribunal de veinticuatro jueces, uno de los cuales era
Riquelme, que había perdido la partida por el consejo que el Inca dio a
Hernando de Soto. El tribunal de los veinticuatro convocado por Pizarro
impuso la pena capital por trece votos contra once. Riquelme fue uno de los
que votaron en favor de la ejecución. De otra forma la votación habría dado
por resultado un empate a doce, y en esos casos se acordaba la indulgencia.
Vale la pena citar los nombres de los que votaron en contra de la condena
y recordar algunas de sus peculiaridades de carácter. Llamábase el primero
Juan de Rada, hombre afable y caballeroso, de buena estatura, recia cabellera
negra con una mecha blanca al lado derecho. Ese Rada fue más tarde el que
acaudilló a los almagristas que mataron a Pizarro.
El segundo era Diego de Mora, recio de complexión, no muy alto y
obstinado en hablar quechua y sobre todo en buscar en ese idioma palabras
que tenían el mismo sentido que sus similares en idiomas europeos. Mora
había viajado mucho y repetía, extrañado, que los quechuas decían you para
decir tú, igual que los ingleses y tenían palabras latinas y españolas, también.
Blas de Atienza cojeaba un poco de la pierna izquierda y como suele
suceder trataba de disimularlo, con la sola consecuencia de cojear más por el
lado contrario.
Francisco de Chaves era gallego y aunque parecía viejo, era joven, no
había cumplido aún los treinta.
Pedro de Mendoza, de linaje aristocrático, hablaba y se conducía como un
patán y sin la gracia espontánea del hombre del pueblo. En cambio Hernando
de Haro que era plebeyo y había pastoreado cerdos como Pizarro tenía una
gran distinción natural y parecía el conde Irlos.
Francisco de Fuentes era, por encima de todo, gran jinete. Se decía que el
día que se casó hizo el amor sin bajar del caballo.
Había otro Chaves, Diego, locamente enamorado de una india de sangre
imperial, una ñusta como decían en el Cuzco. El emperador Atahualpa solía
bromear con él sobre esa materia, amablemente. Lo mismo cuando hablaba
de materias serias que cuando bromeaba, se advertía en Atahualpa su calidad
de príncipe de una larga dinastía.
Con Francisco Moscoso sucedía algo pocas veces visto. Era el hombre
más violento de palabra que se podía imaginar. Decía obscenidades e
impertinencias a cada paso y sin embargo se conducía amablemente y nadie
había podido reprocharle nunca una ofensa ni un desmán.
Era Alfonso Dávila un hombre de tendencias místicas, que podía cometer
las violencias naturales de la guerra, pero encomendándose a Dios y creyendo
firmemente que lo que estaba haciendo era en Su servicio.
En cuanto a Pedro de Ayala era hombre maduro, muy curtido en refriegas
y batallas y terriblemente cínico en sus decires (incluso en materia religiosa,
por lo que resultaba intolerable para Dávila) pero en el fondo era tierno y
humanitario. Se diría que se castigaba a sí mismo con sus opiniones, hastiado
o irritado con su propio humanitarismo.
Éstos eran los once que votaron en favor de la vida de Atahualpa.
El juicio contra el emperador fue llevado con apariencias legales. Había
entre los conquistadores un tinterillo de juzgados, un tal Sancho de Cuéllar
que conocía los procedimientos y estaba acostumbrado a la jerga procesal.
Este escribano cargó la mano a su gusto, de manera que la sentencia de
muerte llegara por sí misma como una consecuencia natural. Más tarde Titu
Atauchi, hermano del Inca muerto, se apoderó del escribano en una
escaramuza y le hizo dar garrote en el mismo palo en el que fue ejecutado
Atahualpa. (Los indios conservaban el poste y lo llamaban el palo maldito).
A los otros prisioneros españoles los puso en libertad y a alguno de ellos que
había votado contra la ejecución de Atahualpa le regaló el príncipe hermosas
esmeraldas. Cuando se marchaban, uno de los soldados españoles vio que
faltaba Sancho de Cuéllar, el escribano parcial que tan funesto le fue al
emperador. Al preguntar por él sonrió Titu Atauchi ligeramente y dijo:
—Ése se queda con nosotros. Tenemos una fiesta y va a ser el pato de la
boda.
Lo condujeron a Cajamarca (donde había sido ejecutado el emperador) y
allí pagó el escribano su habilidad procesal con su vida. El príncipe Titu
Atauchi conocía los nombres de todos los miembros del siniestro tribunal y
sabía quiénes votaron en pro y quiénes en contra. Murió Sancho de Cuéllar
en el mismo garrote vil que el emperador, con un letrero castellano al pie que
decía: «A este bandido ha mandado matar Titu Atauchi por asesino del
Inca».
II
En 1535 no había aún una sola campana en el Perú, y hartos de anunciar los
oficios religiosos y los toques de oración y de queda con tambor y trompeta,
decidieron fabricar la primera campana. El mismo Pizarro manejó los fuelles
del horno donde se fundieron los metales, razón por la cual la campana fue
llamada la Marquesita.
Pesaba mil trescientas libras y se dejó oír por vez primera en la
Nochebuena de diciembre de aquel año de 1535. Resultó muy sonora, pero en
1544, andando el viejo virrey Blasco Núñez de Vela muy necesitado de
armas para reducir a Gonzalo Pizarro, mandó fundirla y hacer con su metal
falconetes. De poco le valió, porque en la empresa de acabar con el rebelde
perdió la vida.
Por entonces había ya muchas campanas en Lima y en otras ciudades.
Dominicos, mercedarios y franciscanos, habían fabricado campanas. Una de
ellas pesaba más de veinte quintales y su voz se oía a doce y quince leguas si
la brisa era favorable. Los españoles no creyeron poseer aquellos territorios
hasta que oyeron loquear las campanas en días de viento como en Castilla o
Extremadura.
Si la campana sugiere el tiempo absoluto, el reloj señala las horas
relativas, y el primero que hubo en Lima fue uno que en 1555 compró el
cabildo y que costó dos mil doscientos pesos de oro, y esos dos enseres
socialmente importantes fueron consolidando el nuevo orden. Los
conquistadores se sentían, entre la campana y el reloj, dueños de señoríos
como los de España, que eran los únicos que les parecían genuinos. Y
fundaban mayorazgos.
Al mismo tiempo orientados por su afán de novedades iban explorando y
descubriendo. Un indio descubrió para los españoles las famosas minas de
Potosí.
Fácil fue desde entonces toda empresa que se hiciera con metales
preciosos.
Lo malo fue que con las minas se estableció la mita (palabra quechua que
quiere decir el turno) y con ella se hizo más necesaria una institución tan
miserable como la esclavitud. Eran muchos los indios que aparecían
marcados con fuego. La marca se llamaba la carimba y los que tenían
esclavos podían disponer de ellos sin más limitaciones que las de la cristiana
caridad, que no era mucha cuando se interponía la codicia de oro o de poder
civil.
La influencia de las dos culturas (vencedores y vencidos) fue recíproca.
Los españoles aprendieron pronto que los anquis eran los dioses tutelares que
podían convertir a los hombres en rocas, barras de mineral e incluso rayos de
luz. En la provincia de Chumbivilcas hay una gruta de las maravillas donde
los anquis convirtieron a los capitanes valerosos del príncipe Huacari (que se
negaron a rendir servidumbre) en preciosas estalagmitas de colores. Los
indios creen oír al príncipe decir de vez en cuando (las corrientes de aire
producen rumores misteriosos): «Antes la muerte que la esclavitud». Y tienen
razón.
Supieron también los españoles curiosos que achirana es una voz que
significa lo que corre limpiamente hacia lo que es hermoso. ¿Qué más
hermoso que la libertad?
Pero la libertad sin uso adecuadamente voluntario no sirve para nada. Con
la libertad se nos da el don de libre consentimiento. Es decir la posibilidad de
ofrecer esa libertad nuestra a algo o a alguien. Por ejemplo, a los anquis
misteriosos. Así, pues, la achirana del Inca era también la de sus vasallos.
Antes del descubrimiento de América era Túpac-Yupanqui (que quiere decir
el hombre que poseía todas las virtudes) el emperador del llantu rojo, en el
Cuzco. Los curacas (aristócratas) lo llevaban, a hombros, en sus andas. Pero
Túpac-Yupanqui no merecía su nombre. La hermosa favorita del collar de
guairuros fue sorprendida cuando escapaba con su secreto amante y Túpac-
Yupanqui decretó su muerte. Eso sucedió en territorios de Huancayo, donde
hay una cadena de cerros con rocas labradas por la lluvia y el vendaval. El
lugar se llama en la lengua indígena Pallahuarcuna y entre las lomas llamadas
Izcuchaca y Huaynanpuquio, hay una roca que tiene el perfil de una india con
un collar y la corona de plumas sobre la cabeza. Los naturales del país en su
ingenuo animismo la creen el genio maléfico de su comarca. Un fantasma de
piedra es una novedad en los anales de la magia popular. Otra superstición
cultivaban los indios de Tintha, relacionada con el Túpac Amaru del futuro.
Se trataba de algo que sucedía en la plaza del pueblo llamado Laycacota. Una
viejita contaba todos los martes, al caer la tarde, la historia de Ollantay, un
general traidor al Inca por el amor de una virgen del sol, con la que se escapó.
Cuando la anciana murió, seguía oyéndose su voz en el rincón de la
placita, y todavía hay en la actualidad quienes creen oírla cuando el sol cae
por el costado opuesto del famoso cerro de Laycacota. La anciana se decía
descendiente de Ollantay.
En Tangasuca se representó la tragedia Ollantay en lengua original,
cuando mandaba en todos los ayllús y cacicazgos de Tintha el Inca Túpac
Amaru. Éste asistió a la representación con su corte en el traje de gala de los
incas y el turbante de plumas. Una guardia de arcabuceros le guardaba la
espalda porque le andaban a los alcances las tropas del virrey.
El comandante de aquellas tropas era un vasco que cuando oía hablar de
la achirana del Inca rebelde (la corriente hermosa hacia la divina libertad)
recordaba por cerebración mecánica la palabría chirene que en vasco quiere
decir loco. Eso le parecían a él los secuaces de Túpac Amaru: locos de
libertad.
Otro como ése, transportado por su achirana a la rebeldía y con el mismo
nombre imperial, había sido ajusticiado como dije en 1579.
El virrey Jáuregui (vasco también, como el comandante de la armada que
buscaba al Inca) no relacionaba las palabras achirana y chirene, pero sí los
nombres de Pallas (Huarcuna) y Pallas (Atenea). Coincidencias raras que
pasan en la historia. Porque Jáuregui sabía griego, aunque en aquella tierra
embrujada del Perú cuanto más sabía la gente, menos entendía. Es lo que
suele pasarle en cualquier lugar y tiempo a los seres humanos. Menos a los
indios, que actuaban movidos por su voluntad de fe, virgen, y que no trataban
de entender las cosas sino de vivirlas silenciosa y profundamente.
IV
Si cada ayllú tenía un cacique indio puro a quien las leyes españolas daban
especiales privilegios (no trabajar en las minas sino como capataces, recaudar
impuestos para el rey y para sí mismos), con cuyas distinciones y favores
querían los españoles atraérselos y hacer de ellos los agentes interesados del
imperio, la verdad es que Túpac Amaru era en Tintha un cacique de caciques.
Su familia, como ya dije, venía de linaje imperial. La hija del Túpac Amaru,
del siglo XVI, ejecutado por rebeldía, era doña Juana Pilcohuaco y obtuvo
como merced para sí y su esposo Diego Felipe Condorcanqui, el cacicazgo de
tres pueblos importantes a unas veinticinco leguas al sur del Cuzco, en un
valle sereno y plácido enmarcado con montañas en cuyos picos blanquean
todavía las nieves perpetuas. Ese valle pertenecía al corregimiento de Tintha
(lo escribo así y no Tinta como hacen algunos historiadores porque en la
manera quechua de pronunciarlo se advierte una tendencia de la segunda T a
la Z). Y también porque así se evita la anfibología.
El importante historiógrafo Boleslao Lewin dice de ese valle: «Por el
valle de Tinta, que es una importantísima vía de comunicación e intercambio,
serpentea el río Vilcomayo, con pueblos y aldeas indígenas en sus orillas. El
valle tenía 20.000 habitantes, casi todos ellos indios y entre los cuales se
mantiene latente todavía hoy la tradición de su esplendoroso pasado histórico.
Les hacían recordar vivamente este pasado el templo de Viracocha, la
divinidad fundadora del Tahuantinsuyu, que se encontraba en el distrito de
San Pedro de Cacha, y la familia de los caciques de Surimana, Tungasuca y
Pampamarca, descendiente del inca Túpac Amaru. La grandiosidad del
templo de Viracocha, con sus nueve puertas y las paredes de piedra labrada
en forma inigualada hasta hoy día, contrastaba con la miseria de los edificios
indígenas, del mismo modo que su situación en la época actual con la
pretérita».
La capital de Tintha tiene el mismo nombre que la provincia, y en esta
provincia se encontraba, como hemos dicho, el cacicazgo de los Túpac
Amaru.
En Surima, que está a una altura de 4.000 metros sobre el nivel del mar,
nació el 24 de marzo de 1740 José Gabriel Túpac Amaru descendiente por
línea materna del Inca desafortunado, víctima del virrey Toledo.
Se podría decir como en el romance castellano, que en el día en que José
Gabriel nació
Pero volviendo al memorial contra las mitas. Éstas, como hemos dicho, eran
las regulaciones para el trabajo obligatorio de los indios, quienes debían dar
un número determinado de días al año —quince en la mita del servicio
doméstico, tres o cuatro meses en el pastoreo, diez meses en la mita minera—
al servicio de los colonizadores, percibiendo por ello los salarios que
establecía la Audiencia. Estas regulaciones se llevaban con tal rigor que ya en
1549 y en vista de los estragos que causaban en la población india dedicada
al trabajo en las minas, el mismo emperador Carlos V se vio obligado a
suspender la mita. Pero pronto volvió a entrar nuevamente en vigor. Y
algunos años después más de medio millón de indios eran los que sufrían sus
rigores.
En el primer memorial dice Túpac Amaru entre otras cosas: «El
corregidor de nuestra provincia que ve y experimenta la disminución de la
población india y la dificultad que cuesta hacer entender a los Caziques dicha
Mita no dejará de informarlo siempre que se tenga por necesario: La distancia
es un inconveniente gravísimo; más de doscientas leguas de jornada y otras
tantas de buelta ocupan gravemente la consideración de lástima y hazen
demostrable el inconveniente de la desolación de los pueblos como la
experiencia lo califica: Despídeme, o para morir o para no bolver más a su
patria, venden sus chozas y sus muebles con unos extremos dolorosos por la
voluntad que tiene el Indio a su pueblo, a sus muebles y a sus animales.
Cargan con sus mugeres y con sus hijos, y ya con sólo un Yndio Mitayo sale
del Pueblo una familia entera que podía propagarlo, así entran en un camino
de más de doscientas leguas de asperesas de ríos de cordillera y de Puna,
que si a la ida lo pasan mal a la buelta lo pasan peor si ellos como
regularmente sucede no cautelan el trabajo con quedarse y no volver.
»Si en tiempo en que era indispensable la Mita por la falta de trabajadores
se atendía más la conservación de los Yndios, es oy superior a la razón
cuando las labores son menos, y es abundantísimo el número de trabajadores
de que ha crecido el Asiento de Potosí, para que aún quando esta
distancíssima Provincia estubiese tan indigente de Yndios se le rebelase de
dicha Mita conforme al expreso literal contexto de dichas Reales Ordenanzas
que contraydas al caso presente deven los Mineros trabajar sus minas con los
muchos Yndios que se han reducido y situado en el cerro de Potosí que
voluntariamente se alquilan, cesando así el inconveniente de la falta de
operarios que hizo forzosa en los primeros tiempos la Mita; Bien conocen los
Mineros esta razón, pero quieren los Mitayos porque los tratan más que a
esclavos, porque los hazen trabajar excesivamente al rigor del castigo,
porque les pagan menos y porque al pretexto de los privilegios de Mineros y
con aparentar perjuicios en la extracción de los metales conservan la Mita
para abusar del trabajo de los Yndios, aunque éstos se mueran y aunque las
Provincias se aniquilen en daño y menoscabo de los Reales Haveres de S. M.
en los innumerables tributarios que pierde; Tan poseydos están los
propietarios Mineros de la prompta contribución de la Mita que teniendo
obligación de pagar la ida y la buelta de los Mitayos que llaman leguage
(gastos de transporte) en nada piensan cumplirla, tanto que por este Superior
Gobierno en Decreto de 25 de agosto de 1768 se mandó a pedimento de los
Yndios de la Provincia de Lampa entre otras cosas que el señor Governador
de Potosí hiciese que los propietarios Mineros pagasen a los Mitayos el
leguage. Esto no se consigue y los miserables Yndios emprehenden un
dilatado camino sin este auxilio que les es devido de manera que aún el caso
que estuviesen los Yndios en aquel aumento que antes estaban siempre sería
de Justicia que se les pagase el leguage, y se les prestase el auxilio de la
jornada.
»A V. E. pide y suplica que haviendo por presentado dichos poderes e
instrumentos se sirva declarar: Que los Indios de la expresada Provincia de
Canas y Canches no están obligados a la Mita de Potosí por la decadencia en
que se hallan y demás justas causas que lleva el suplicante expuestas. Pide
merced que con justicia espera alcanzar de la poderosa mano de V. E. —
Etc».
El memorial fue a manos de don José de Areche, consejero de Indias
enviado al Perú como superintendente y visitador general de la Real
Hacienda y revestido de tales atribuciones que hacían casi nulas las del
virrey. Dice Ricardo Palma: «La verdadera misión del enviado regio era la de
exprimir la naranja hasta dejarla sin jugo. Areche elevó la contribución de
indígenas a un millón de pesos de oro; creó la junta de diezmos; los estancos
y alcabalas dieron pingües rendimientos; abrumó de impuestos y socaliñas a
los comerciantes y mineros, y tanto ajustó la cuerda que en Huaraz,
Lambayeque, Huánuco, Pasco, Huancavelica, Moquegua y otros lugares
estallaron serios desórdenes, en los que hubo corregidores, alcabaleros y
empleados reales ajusticiados por el pueblo. “La excitación era tan grande —
dice Lorente— que en Arequipa los muchachos de una escuela dieron muerte
a uno de sus camaradas que, en sus juegos, había hecho el papel de
recaudador de impuestos, y en el llano de Santa Marta dos mil arequipeños
osaron, aunque con mal éxito, presentar batalla a las milicias reales”. En el
Cuzco se descubrió muy oportunamente una vasta conspiración encabezada
por don Lorenzo Farfán y un indio cacique, los que, aprehendidos,
terminaron su existencia en el cadalso».
La respuesta de Areche a Túpac Amaru fue lacónica y burocrática: «Al
cacique que representa se le dirá que su escrito no trae la instrucción que era
necesaria para hacer el recurso de la relevación de la Mita que pretende; y
que así se retire a sus Pueblos por ahora, esperando allí la providencia, que,
no obstante, dará desde su destino el Señor Superintendente de la Mita, a
quien se remite por el Correo, como que será la más arreglada a la distancia
de estos Indios, tocándoles dar gente, y a las demás razones con que desean
libertarse de ir a trabajar a la Mina de Potosí».
Lo que le dicen a Túpac Amaru es que faltan a su memorial requisitos
formales para ser tomado en cuenta. Es lo que suelen decir todavía hoy los
burócratas en sus covachuelas, cuando tienen instrucciones especiales para
desechar una petición.
Con aquella petición Túpac Amaru se hizo visible y las autoridades
repararon en él. Su esposa, con el sentido de tolerante adaptación que suelen
tener las mujeres, le decía:
—Otros caciques se acomodan con su suerte y sacan sus beneficios y
provechos.
Pero ella misma había protestado contra los visitadores (inspectores) de
los obrages (talleres donde se tejía de continuo y sin interrupción a razón de
dos equipos de doce horas por día). En los obrages trabajaban todos los
indígenas obligatoriamente, igual los hombres que las mujeres y los viejos
que los niños. El virrey Toledo dispuso que los obreros que trabajaran en los
obrages estuvieran exentos de trabajar en las minas, pero esa ordenanza no se
cumplía. Entretanto los niños y los viejos adolecían y algunos morían al pie
del telar. Según Antonio de Ulloa: «Para formar perfecto juicio de lo que son
obrages es preciso considerarlos como una galera que nunca cesa de navegar,
y continuamente rema en calma alexándosele tanto del puerto que no
consigue nunca llegar a él, aunque su gente trabaja sin cesar con el fin de
tener algún descanso en llegando a tierra. El gobierno de estos obrages, el
trabajo que hacen en ellos los Indios, á quienes toca esta suerte
verdaderamente desgraciada, y el riguroso castigo que experimentan aquellos
infelices, excede á todo cuanto nos es posible referir».
Micaela Bastidas protestó más de una vez contra el abuso de los obrages.
Su esposo ponía énfasis mayor en el de la mita minera. Y muchos indios para
huir de la una y la otra se desgajaban de los primitivos ayllús y se
diseminaban por el país dedicados al pastoreo y a la agricultura. Con eso
dificultaban la formación de censos, y hurtaban el bulto a los agentes de los
corregidores que por ser mestizos —cholos—, eran recelados y a veces
aborrecidos de los indios puros.
Los del cacicazgo de Túpac Amaru siguieron siempre, sin embargo, en
sus ayllús o clanes de consanguinidad, fieles al caudillo Inca.
Entonces los españoles inventaron las reducciones. Obligaron a los indios
extrañados a recogerse en ayllús artificiales con amenazas severas si los
abandonaban. Con eso sus tierras y ganados quedaban prácticamente
desatendidos, y se convertían en propiedad de los españoles amparados por
leyes especiales llamadas de peonías o de caballerías.
Un autor ecuatoriano, Óscar Efrén, caracteriza las reducciones de la
siguiente manera:
«La reducción consistía en el agrupamiento de familias indígenas —de
ochenta para arriba—, con pretextos también de cristianización. Al frente de
esas reducciones actuaba un doctrinero, o sea, generalmente, un clérigo.
»El doctrinero, en vez de limitarse al desempeño de sus funciones,
asumió las de mercader, de explotador y propietario, llenándoles de deudas a
los indios (pues obligábalos a que le compren sus artículos, incomprensibles
e inútiles muchos de ellos, desde estampitas de santos, barajas, polvos azules
y hasta anteojos), y apropiándose de sus mujeres, “con gran ofensa de Dios”,
según decían los obispos entonces al protestar contra esos escándalos».
En octubre de 1776 Túpac Amaru, cuyos repetidos memoriales eran
desestimados uno tras otro, presentó al escribano del Cuzco don José
Palacios, según recuerda B. Lewin, un poder de todos los caciques de su
provincia que lo nombraban su representante para que por ellos y por sí
mismo «prosiga en Lima la causa que tienen pendiente en el real y superior
Gobierno de estos Reinos sobre que se liberen los naturales de sus ayllús de
la pensión de la mita que se despacha al real Asiento de la Villa Imperial de
Potosí».
Al hablar de esto con su esposa ella decía a José Gabriel:
—¿Y los obrages?
Túpac Amaru le respondía que no había que pedirlo todo junto porque
entonces no conseguirían nada, sino una mejora cada vez. Y añadía volviendo
contra ella, en broma, un refrán que Micaela solía decir:
—Una cosa es quebrar huevos y otra hacer tortillas.
Micaela tenía dichos como ése, tomados de los españoles y repetidos en
quechua. Otro que solía usar cuando hablaba del desdén de los corregidores
contra los indios de los obrages era:
—Que tengan cuidado, porque cada mosca tiene su zizo y su sombra.
La verdad era que con todos aquellos memoriales y poderes (sin obtener
nunca nada) Túpac Amaru se hacía reparar.
También hay que señalar que con las habilidades y triquiñuelas de los
oficiales del virreinato, José Gabriel estaba añadiendo a sus naturales dotes
políticas, experiencias curiosas y sutiles.
Pronto llegó a la conclusión de que el virrey, los visitadores, los
corregidores y los doctrineros se enriquecían a costa de la real hacienda, y de
que si alguien protestaba, el rey podría ponerse de su lado contra todos ellos
(menos contra la iglesia). Túpac Amaru iba y venía por la jurisdicción de
Tintha, asistía a bodas y bautizos y chupaba el cojudito siempre que un indio
se lo ofrecía.
Tuvo un hijo de su esposa, a quien bautizaron con el nombre de Hipólito
Túpac Amaru. La fiesta sacramental fue memorable por la gente que acudió
de los ayllús próximos y aún de los lejanos.
Entre los indios había varios haravicus que improvisaron poemas alusivos
o los llevaron preparados para el caso.
Eran verdaderos poetas, y el cura apuntó algunos de sus dichos en
quechua y en aymará, y luego los tradujo:
«Los monaguillos (pongos) de ultramar (había uno español) volviendo,
se apresuraban para el bautizo.
»Y en el término incaico presidiendo, un lucero advenedizo (venus, en el
atardecer, que fue cuando se celebró la ceremonia) viene a ser el padrino
aunque nadie lo llame.
»Nidos de cóndor de los altos Andes se van cubriendo silenciosamente
por el sol que se acuesta friolento y el ave grande de las anchas alas las abre
en cruz cuando tu niño Hipólito se mea en sus pañales sin saberlo. El cura
tachó se mea y puso se orina. Así y todo le parecía un poco inadecuado,
aquello».
VII
Punkusniyquita kicharyi
supaypaj laurasqhaj wasin
k’ajasqhaj lokhos nyikipi
samaqheita p’a, panaypaj.
Mientras oía la canción, Túpac Amaru, seguía pensando en los tesoros tan
difícil y penosamente extraídos y tan fácil y orgiásticamente consumidos.
Creía estar viendo a los indios encadenados que iban uno tras otro por las
estrechas grietas rocosas hacia las entrañas de la tierra. Había en Túpac
Amaru una tendencia natural a representarse las grandezas o las miserias de
los hombres, de un modo vivaz y plástico dentro de su recuerdo, o de su
esperanza, o simplemente en los espacios del presente.
A él mismo le sorprendía a veces la claridad de aquellas representaciones
y lo atribuía a su naturaleza india, ignorando que también las tenían los
españoles.
El caso es que, mientras caminaban sierra adelante y escuchaba las
lamentaciones de los indios desertores de la mita, seguía pensando en la
obsesión de los españoles por la plata y el oro. Comprendía aquella obsesión.
En cierto modo él también daba importancia al oro con el cual se conseguían
todas las cosas. O casi todas.
No podía evitar, Túpac Amaru, la tendencia reverencial por aquel metal
que compartían los incas de la antigüedad porque el color del oro parecía ser
el mismo del sol, su dios. Y a lo largo de los dos siglos de coloniaje, el
ejemplo de los españoles y el orden económico de su imperio había hecho del
oro un símbolo de poder temporal lo mismo que el sol lo era de poder eterno,
con los amantas. Por Potosí, inmenso cerro de plata lunar, se llegaba al sol.
Túpac Amaru si no adoraba el oro, como los españoles, tenía por aquel metal
el respeto que se tiene por lo necesario. Más aún, por lo indispensable. Y le
causaba horror oír a los indios que, a un lado y al otro de su caballo, seguían
refiriendo sus desventuras.
Y Túpac Amaru les oía decir en su idioma sonoro y musical: «Los
españoles comen y beben oro, hacen el amor con oro, compran a Dios con
oro, rezan con rosarios de oro, matan y mueren por el oro y van, cuando
mueren, a un cielo con árboles y columnas y palacios de oro. Como aquí el
oro está en el fondo de los ríos y los entresijos de las arenas allí van como
lobos. Por la plata logran también el oro. Y en Potosí los españoles rompen la
tierra, rompen la piedra con truenos y estampidos y la tierra y la piedra caen
en otro agujero y matan indios, pero si viven y salen con plata vuelven a
entrar y a sacar más, y los viracochas se la llevan, y la cuecen, y la pesan, y
se la reparten con escribanos y jueces, y sacan el quinto para unos, el quinto
para otros, y entierran a los indios muertos y traen otros en largas catervas
atados como los mulos de tu recua, señor».
Así seguían repitiendo, una y otra vez, las cosas que tan bien sabía Túpac
Amaru mientras éste pensaba en las dudosas o ciertas glorias que, con el oro,
se conseguían en las mesas de los magnates, en los estrados de los príncipes o
en los lechos de las cortesanas.
«Lo que pasa con el corregidor de Potosí —decía un indio con la cara
marcada por el chicote de los guardianes— es que saca su quinto y es más
avorazado que el virrey». Luego proponía a Túpac Amaru ir en su busca,
apresarlo y hacerle beber plata líquida hasta quemarle las entrañas, ya que
tanto le gustaba.
Otro indio contaba que, según noticias de los viracochas, había en el
fondo del lago Titicaca cientos de bultos del tamaño de un hombre con las
formas también imitadas de los grandes caciques antiguos. Eran bultos que
arrojaban al lago para pacificar y apaciguar a los dioses adversos. Y muchos
españoles habían bajado buceando y, agarrado en el fondo aquellas grandes
piezas de oro, no querían soltarlas ni querían subir sin ellas a la superficie.
Así la mayor parte habían muerto ahogados y, luego, subían a flote hinchados
por la barriga y se los comían las aves y luego volvían a hundirse para
siempre.
—Los putos cabrones —decía el indio—, por no soltar el oro, allí morían
con toda su ansia de riquezas.
Hablaban en quechua, pero cuando se trataba de insultar a alguien lo
hacían con expresiones españolas.
—Porque el oro vale más que la vida, para ellos.
La columna militar seguía marchando sin prisa y sin tregua. Y recordaba
Túpac Amaru, oyendo a los indios, que otros españoles habían bajado
buceando con sogas arrolladas a la cintura y logrado enlazar lo, que en la
oscuridad, parecía uno de aquellos bultos de oro. Luego, cuando volvían a la
superficie y tiraban de la cuerda, lo que sacaban, no era la ansiada escultura
de oro macizo sino uno o dos muertos de los que bajaron antes con el mismo
propósito.
Pero, por encima de aquellas macabras rememoraciones quedaba intacto,
en su limpio fulgor, el oro. El hecho mismo de que costara lágrimas, sangre,
vidas humanas en el lago y en las entrañas de la tierra, enaltecía su valor y
aumentaba su prestigio. No entendía Túpac Amaru aquel misterio, por el
cual, la pérdida de vidas humanas hacía más valiosa la gloria de una victoria,
la grandeza de una causa y hasta la calidad de un metal precioso.
O de una perla sacada del mar.
O de un diamante hallado en el fondo de una mina de carbón.
La vida humana, que parecía tener una justificación final en sí misma,
resultaba a veces sólo un accidente que añadía valor a otras cosas (objetos,
circunstancias morales).
No lo entendía, Túpac Amaru. Sólo sabía que necesitaba también el oro
para las armas, los víveres, incluso los sueldos de campaña de sus capitanes.
Aunque entre éstos no había, probablemente, un solo mercenario.
Y pensando en anticiparse a la concentración de fuerzas enemigas en el
Cuzco, aceleraba la marcha sin que se lamentara, un solo indio, de la aspereza
del camino.
—¿En qué piensas? —preguntaba a un ayudante indio que cabalgaba a su
lado.
—En que el oro y la plata son la ruina de los hombres. Y la gloria.
—Eso, según.
Pensaba en la plata de Potosí, en el oro de los tahúres en sus chirlatas, en
el de las damas de la corte de Lima. En el oro del viejo virrey que compró los
favores de la Perricholi y, también, en la plata líquida e hirviente que el indio
quería hacerle beber, al corregidor de Potosí, en una noche de luna llena.
En aquel momento el cielo parecía también de oro por el lado del
poniente. «Al amanecer —se dijo Túpac Amaru— estaremos en Picchu».
Antes pasarían por Tungasuca, donde esperaba encontrar a su dulce esposa
Micaela, la futura emperatriz inca, según sus esperanzas.
Quería, para ella, una corona de oro, después de la victoria.
XII
Wañuita mask’aj
ñuca riskani;
auqanchi jkuna
jamuyanqanku
jalatatajtin.
Yo he de marchar
al campo de batalla.
Los enemigos se rendirán
si ven que su baluarte
se desmorona.
Una de las dificultades, con las que tropezó Túpac Amaru, era la falta de
personal experto en un tiempo en que los ejércitos necesitaban, ya, gente
especializada.
Los pocos fusiles de los que disponía no siempre sabían manejarlos los
indios. En cuanto a la artillería tenía que recurrir, a falta de otros oficiales, a
los españoles, incluidos los que tomaba prisioneros. Un hombre como Túpac
Amaru no dejaba de comprender que había, implícito, un peligro de sabotaje
en el trabajo de aquellos hombres. Y aunque los hacía vigilar por indios
leales, el resultado era el mismo: su artillería era del todo ineficaz.
Tenía como maestro armero y artificiero, al español Juan Antonio de
Figueroa, que fue íntimo amigo del corregidor Arriaga ajusticiado en
Tungasuca. Y en los informes del bando español sobre su conducta en la
batalla del Cuzco se dice que «le dio Túpac Amaru por su habilidad el
empleo de armero y artillero, de que se aprovechó este fiel vasallo del Rey
para contarnos la facilidad que tuvo nuestro ejército en la última refriega que
se trabó el ocho del presente [enero] que ha sido la más considerable; en esta
confusión manejó la artillería Figueroa, de modo que levantada la puntería,
quedaron todos los nuestros libres del estrago de los cañones. Fuera de este
beneficio, se le debe el haber quedado inútiles las más de las escopetas que
robó el Indio al corregidor Arriaga y logró en la derrota de Sangarara y
Lampa, pues al componerlas o limpiarlas torcía las llaves, imputando la culpa
a los mestizos que las robaban».
La Junta de Guerra estaba presidida por José Antonio de Areche,
visitador general del Rey, estricto hasta la crueldad.
Cuando vio Túpac Amaru que las probabilidades de obtener la victoria
decrecían, trató de salvar de responsabilidades a sus deudos y allegados, muy
en especial a su mujer Micaela Bastidas, a su hijo Hipólito Túpac Amaru
todavía en años adolescentes, José Verdejo, uno de sus lugartenientes, otro de
ellos llamado Andrés Castelo, Antonio Bastidas, su cuñado, su primo
Francisco Túpac Amaru, Tomasa Condemaita, cacica de Acos, que se había
distinguido demasiado en la propaganda y en la organización de la revuelta, y
también un zambo, llamado Antonio Oblitas, que fue el verdugo que ahorcó a
Arraiga después de haber sido su esclavo.
Otros jefes y capitanes caían bajo el mismo riesgo mortal, pero sabía
Túpac Amaru que se salvarían en la fuga para seguir atacando a las fuerzas
del virrey, como así fue. De momento había que presentar batalla y luchar
con ahínco, dando ejemplo de valor y arrojo a las masas indias que lo
seguían. Las personas citadas antes formaban parte del estado mayor de
Túpac Amaru y, aunque estaban dispuestas a seguir su suerte, el caudillo
trataba de preparar su salvación o de aminorar su culpa. Aunque en días de
grandes eventos los que en ellos intervienen tienen la tendencia a conducirse
impersonalmente, y sin otros rasgos de carácter que los que requiere su
misión, Túpac Amaru conocía bien a las personas que lo rodeaban.
Su mujer Micaela, bajo su apariencia delicada y femenina, disimulaba una
firmeza y voluntad de hierro, Gustaba de expresarse por refranes —en
quechua— y decía a veces: «Barba de tres colores, barba de cholos y de
traidores». También decía: «Criollo honrado come pan, bebe vino y dice la
verdad».
Cuando un indio venía de lejos con informes dudosos, Micaela decía a su
marido en español para que el mensajero no comprendiera: «A luengas
distancias luengas mentiras».
Aquellos refranes solían hacer gracia a Túpac Amaru que amaba
tiernamente a su mujer.
En cuanto al hijo, Hipólito, entraba briosamente en batalla y su padre le
había aconsejado en vano que cuidara de su persona ya que, un día, sería el
heredero del imperio.
—¿Te cuidas tú, padre?
—En mi lugar tengo que ganarlo, el imperio, siendo tan bueno como el
mejor de mis soldados.
El joven comprendía aquello. Era muy seguro y firme y solían los indios
considerar su palabra como sagrada. El refrán de su madre que más le
gustaba era aquel que decía: «El viento cambió la veleta pero no la torre».
Túpac Amaru, aunque nunca lo decía, estaba orgulloso de su hijo.
Los dos combatían a caballo, con lanza, espada y pistolete. La lanza solía
quebrarse en los primeros choques y luego la espada y el pistolete —llevaban
dos o tres en el cinto— entraban en acción. Hipólito había sido herido con el
rebote de una astilla en el hombro izquierdo, pero era una herida superficial
que le permitió seguir peleando hasta el final en la batalla del Cuzco. Su
padre le obligó a retirarse cuando las sombras de la noche hicieron confusos
los sectores del campo donde seguían algunos grupos resistiendo.
En cuanto a los oficiales de su estado mayor, Túpac Amaru tenía que
amonestarlos constantemente porque combatían ferozmente acudiendo a los
lugares de mayor peligro, y les repetía que hacía falta algo más, y aún mucho
más que valor físico, para dirigir y ordenar la acción en el campo de batalla.
Eso lo sabía muy bien José Antonio Areche, jefe de la junta de Guerra del
bando virreinal a quien se debió la victoria de la batalla del Cuzco.
La noche siguiente en el campamento de Túpac Amaru se oían aquí y allá
los quejumbrosos y siniestros sones de las quenas. Un viejo cantaba mientras
su hijo, herido en la cabeza, soplaba en la tibia de los siete agujeros:
Contestaba Areche: «Toda esta carta la veo puesta sin aquella sinceridad, y
declarado buen fin que debía traer; y deduzco de sus espresiones que está U.
mal gobernado; que tiene aún muy tibio el conocimiento de sus crímenes, y
que aún no le pesan las cadenas que arrastra, como espero será muy en breve,
mas no obstante me haré cargo de algunos de sus artículos, o puntos por
menor, pues son a U. muy útiles los instantes si quiere volver a Dios, y
restituir al Rey la obediencia que le tiene violada».
Al leer estas líneas pensó, Túpac Amaru, que no había más solución que
continuar la guerra hasta el fin. Mucho le agradaba oír el rumor del ejército
acampado en las cercanías de Tungasuca al que se habían incorporado
unidades nuevas procedentes de los más lejanos territorios. Se oía hablar
entre ellos guaraní y aymará, lo mismo que quechua y español. Esto último
era obvio oyendo aquella canzoneta que alguien cantaba bajo su balcón
entre risas y donaires:
Nunca habría creído Túpac Amaru que tal desaguisado fuera posible, y el
cura Carlos Rodríguez había olvidado advertir al caudillo indio lo que, al
parecer, nos dice Dios en el más secreto rincón de nuestras almas:
Ayúdate y te ayudaré.
Mientras pasaban los días y los ejércitos iban tomando posiciones para el
combate, se oían aquí y allá las quenas indias plañideras y lúgubres:
Cosas parecidas se han dicho en todos los ejércitos antes de dar la batalla.
Otras veces se oían risas francas y las voces de los que, en el ocio del
campamento, recordaban viejas consejas en sus idiomas nativos. Hipólito, el
hijo del Inca, gustaba de oír en quechua aquella leyenda que decía:
«Años atrás la tierra nuestra estaba desnuda de todo vegetal. En la
soledad, sólo el Cerro estaba de pie como un símbolo; en su faldío la escasa
paja brava penosamente se ondulaba; de las quiebras, el delgado silbido del
viento era el único rumor.
»En ese entonces se adelantó a nuestra época un gran hombre: era el Inca
llamado Waina K’apaj, Señor y Gobernador del Tawantinsuyo entero.
»Poseía gran fortuna. En su casa, sus platos, sus vasos y sus pequeños
almireces eran de oro puro; flores de oro adornaban las paredes de su
vivienda.
»Algo más: guardaba pequeñas estatuillas de oro, con las imágenes de sus
antepasados, para recordarlos siempre.
»Los hombres de esa época sabían trabajar muy bien, conocían el metal y
apreciaban sus cualidades. Esa vez las gentes de tierra adentro, llamadas
waranies, se levantaron en guerra y fueron hasta el Kuntisuyo maltratando y
matando en su camino a cuantos encontraban.
»Se apoderaron de las tierras de Mataka, buscando reyerta de día y de
noche, vinieron hasta Kantumarka, con el mismo afán de hacer daño. El Inca
Waina K’apaj, anoticiado de esta subversión, se llenó de cólera, alistó a su
gente y vino hasta Tarapaya; al ver el Inca la hermosa laguna, con emoción y
alegría se bañó en sus aguas.
»Luego reunió más gente, e hizo que el mayor de sus hijos mandara la
tropa. Él, con ventajas, ganó a los revoltosos, hasta que huyeron
despavoridos.
»En el centro de la llanura había un inmenso cerro. Abrieron una mina de
plata y comenzaron a sacarla, pero entonces se oyó una voz: no saquéis plata
de este cerro, que está reservado para el hijo futuro de un futuro Inca.
Atemorizados los que trabajaban abandonaron su empresa.
»Una voz (P’otojsin) se había oído en el cerro. Desde entonces el nombre
del cerro y de la provincia es ése: Potosí (Una voz)».
A Hipólito, hijo del Inca Túpac Amaru, le gustaba pensar que aquel hijo
de un Inca futuro era él.
XVII
Había un viejo indio al que llamaban Curcuncho, que quiere decir fornido y
pequeño, quien era un archivo de historias. De ellas, unas eran poéticas y
otras sólo históricas. No faltaban algunas cínicas y bellacas.
Aquel día estaba contando a un grupo que lo rodeaba en cuclillas
mascando coca, la siguiente conseja: «Pocos años antes de que llegaran los
viracochas a nuestra tierra el Inca Pachacutec, acompañado de su hijo, el
príncipe imperial Yupangui y de su hermano Capac-Yupangui, salió con un
gran ejército de 50.000 hombres a la conquista del valle de lea, que sus
mercedes saben donde cae. Los iqueños eran gentes de paz, pero no tenían
nada de cobardes y podían haberle dado algún quebradero de cabeza. Por eso
el Inca antes de romper guerra les propuso a los de lea que se sometieran a su
gobierno. Lo que pasa en esos casos: unos que sí y otros que no. Como eran
más los que querían la paz se tomó ese acuerdo y el Inca y sus soldados
fueron bien recibidos en todas partes, es decir, en las tierras donde están las
grandes haciendas que ahora se llaman Chabalina, Belén, San Jerónimo,
Tacama, San Martín, Mercedes, Santa Bárbara, Chamchajaya, Santa Elena,
Vista Alegre, Sáenz, Parcona, Tayamana, Bongo, Pueblo Nuevo, Sonumpe y
Tate».
Alguien añadió:
—Vuesa mercó se olvida del Molino y del Trapiche.
—Éste conoce el terreno tan bien como yo, aunque tiene cara de tonto.
Todos rieron, incluso el aludido. Y el viejo siguió contando:
—Recorriendo Pachacutec, el territorio que acababa de someter
pacíficamente a su corona, se detuvo en el pago llamado Tate, cuya
propietaria era una venerable anciana.
—¿Por qué de todas las ancianas se dice que son venerables? —preguntó
Hipólito.
—Porque han vivido mucho y el que mucho vive mucho sufre. Y del
sufrimiento viene el saber.
El viejo narrador seguía:
—La anciana tenía una hija doncella y hermosa y el Inca creyó que igual
que conquistó el país conquistaría a la muchacha, pero ella, que tenía su
enamorado, con el que pensaba casarse, resistió a los ruegos del soberano.
Perdida la esperanza de poseer a la doncella, el Rey le tomó un día las
manos y le dijo:
—Quédate en paz, dulce paloma de este valle, y que nunca la niebla del
dolor tienda su velo sobre el cielo de tu alma. Pídeme alguna merced que a ti
y a los tuyos les haga recordar el amor que te tengo.
—Señor —dijo ella arrodillada—. Si te satisface la gratitud de mi pueblo,
ruégote que des agua a esta seca comarca. Siembra beneficios y tendrás
cosecha de bendiciones. Reina, señor, más por tu bondad que por el esplendor
de tus ejércitos.
El viejo narrador concluía:
—Y el caballero Inca, subiendo al anda de oro que llevaban en hombros
los nobles del reino, continuó su viaje. Durante diez días los 50.000 hombres
de su ejército se ocuparon en abrir el cauce que comienza en los terrenos del
Molino y del Trapiche y termina en Tate, heredad donde habitaba la hermosa
doncella. A aquel ramal de río le llaman la achirana del Inca y da riego
abundante a todas las comarcas donde están las haciendas que antes nombré.
Una muchacha del corro soltó a reír diciendo que aquella historia era
invención del viejo, y éste, mirándola con ojos picaros, recitó:
No se meta en belenes,
padre prelado,
y ocúpese tan sólo
de su breviario.
¡Ay, Moscosito!,
vamos a desollarte
como a un cabrito.
Túpac Amaru no reía escuchando estas bromas. El que reía era Hipólito,
con la ligereza de ánimo de los adolescentes. El caudillo indio estaba
preocupado porque la situación estratégica había empeorado últimamente.
El 23 de marzo llegó Aviles con el cuerpo de reserva y acampó a dos
leguas de Túpac Amaru, cerca de Sangarara. Tenía más fuerzas Aviles que el
Inca, pero estaban peor situadas, así es que el español se abstuvo de atacar y
adoptó lo que él llamaba una táctica expectante. Los cholos la llamaban una
táctica huevona. En los días siguientes, fueron llegando otras columnas
realistas y ocupando posiciones de modo que Túpac Amaru quedara
encerrado y no tuviera retirada posible.
El 3 de abril, el comandante en jefe realista hizo personalmente un
reconocimiento de las posiciones de los rebeldes, y entre trincheras abiertas a
pico y pala y anfractuosidades naturales del terreno, llegó a la conclusión de
que no había manera de atacar. Eran todavía posiciones inexpugnables.
Además el ejército de Túpac Amaru había aumentado hasta 14.000 hombres.
En cuanto al número de caballos en él consistía la única falla y debilidad del
Inca. Para alimentarlos hacían falta forrajes y éstos había que buscarlos en el
fondo del valle. Túpac Amaru, después de observar durante dos días y dos
noches el campo enemigo, decidió salir con la mitad de sus fuerzas en la
noche del 5 al 6 de abril por el lugar que parecía menos vigilado. Esperaba
así provocar el contraataque de los realistas y cogerlos entre dos fuegos. En
igualdad de armas y recursos técnicos esa táctica le habría dado la victoria al
Inca. Pero antes había que sacar dos o tres compañías fuera del cerco. La
maniobra comenzó poniendo por delante las unidades indias más cautelosas y
decididas. Pudieron llegar los primeros destacamentos a los puestos realistas
avanzados y degollar a cuatro centinelas sin usar armas de fuego, pero otro
vigía nocturno que se hallaba a menos de cien pasos, y que en la oscuridad de
la noche oyó rumores sospechosos, disparó su arma, lo que fue la señal para
que los guardias tocaran generala y todo el mundo se pusiera en pocos
minutos en orden de combate. Las huestes de Túpac Amaru, atacadas por los
dos flancos cuando trataban de salir con fuego de mosquetería, cañones y
asaltos a la bayoneta, fueron destrozadas. Los realistas combatieron casi a
mansalva y no tuvieron sino treinta muertos y, según la ley del azar
autorizada por la costumbre, cuatro veces más de heridos, es decir unos
ciento veinte o ciento treinta.
Serían las cuatro de la mañana cuando Túpac Amaru, su familia y los
supervivientes de su Estado Mayor, trataron de ponerse en salvo. Salieron
precipitadamente por el cerro de Sangarara hasta la cumbre a fin de bajar por
el lado contrario y cruzar el río de Combapata a nado. Antes de llegar al río
se separó del Inca su esposa y su hijo que tomaron caminos diferentes con
buena escolta.
He aquí otro documento de la época tomado de Pedro de Angelis
(Colección de obras y documentos para la historia moderna y antigua de las
provincias del Río de la Plata, Buenos Aires, 1836): «Mas habiendo tenido
noticia dieciocho mulatos de la infantería de Lima de la retirada del rebelde
lo fueron siguiendo con el mayor empeño, pero antes que llegasen a la orilla
se echó al río digo al agua el Insurgente; y los mulatos empeñados en la
consecución de su arresto, con el fin de ganar los 20.000 pesos que los
superiores habían ofrecido al que lo trajese vivo, se arrojaron con barbaridad
al río, cuya corriente rapidísima ahogó a dos de ellos y los restantes dieciséis
llegaron a la otra banda al tiempo que Túpac Amaru había hecho fuga en
aquellas malezas. Los mulatos apresaron uno de sus capitanes que lo había
seguido, y éste, por su libertad, ofreció entregarlo, previniéndoles a los
soldados que lo siguiesen con silencio mientras él se adelantaba a llamarlo,
para que conociendo su voz se detuviese. Así se ejecutó, pues a media legua
poco más de distancia lo alcanzó, y entretanto consultaba su desgracia con su
capitán, lo asaltaron nuestros mulatos, llevándolo preso a nuestro campo, de
donde se va a trasladar con buena guardia al Cuzco. Y se le previene al señor
Visitador general remita tropa o salga, si gusta, con ella al pueblo de Calca, a
cuyo puesto llegará el lunes 8 del corriente; y después que se hayan tomado
sus confesiones veremos los resultados de esta tragedia. La mujer del
Rebelde, sus dos hijos y otros cinco de su familia experimentaron la misma
suerte de aquél, pues huyendo por el camino de Livitaca para salir al de La
Paz, fueron arrestados todos, con doce cargas de plata sellada, por la tropa de
la quinta columna al mando de don Francisco Leysequilla y el coronel don
Domingo Mamara. Sólo falta de esta maldita raza aprisionar a Diego
Tupamaro, hermano del traidor; pero se puede inferir con prudencia que sus
mismos indios lo hayan de entregar, para que paguen todos tan enormes
delitos que han perpetrado».
Cuando se vio apresado Túpac Amaru por los dieciséis mulatos preguntó
sin alterársele la voz ni descomponer el gesto:
—¿Cuánto les pagan a vuesas mercedes?
—¿Para qué queréis saberlo, señor?
—Para convencerme de que no lo hacen vuestras mercedes por propia
voluntad y convicción.
—Tienen ofrecidos veinte mil pesos al que lo entregue. El oro es el oro,
señor.
Otra vez el oro. Túpac Amaru comentó:
—A poco tocáis, hijos de la gran cerda. Si os pasaráis a mi bando, aunque
no sois indios, yo os pagaría tres veces más. Sesenta mil.
—O nos colgarían los godos si nos echaran mano. Es más seguro y más
lucido el oro de Areche, que manda en el cerro de Potosí.
Y lo maniataron.
XVIII
Aunque los documentos que relatan la prisión del Inca omiten el nombre del
capitán que le traicionó, éste nombre fue conocido más tarde. El traidor se
llamaba Francisco Santa Cruz, quien, además de capitán en las fuerzas
tupamaristas, era compadre de Túpac Amaru según un documento hallado y
publicado por el historiador Diez de Medina. No era indio, sino mestizo y su
traición fue preparada y urdida por el cura del pueblo de Langui, según
recuerda otro historiador: Boleslao Lewin, varias veces citado. Este cura, en
carta dirigida el 6 de abril de 1781 al coronel Valle, dice visiblemente
satisfecho de sí: «Vea Vueseñoría qué bien eché el cartabón», como si se
tratara de un geómetra o arquitecto.
Pero otros parientes y compañeros de armas de Túpac Amaru se salvaron.
Éstos fueron Diego Cristóbal Túpac Amaru, Andrés Túpac Amaru y Miguel
Túpac Amaru, quienes establecieron su cuartel general en Azángaro y
prepararon rápidamente un ejército para rescatar a los prisioneros cuando
fueran conducidos al Cuzco. Al saberlo, se hizo cargo de la custodia de los
presos el mismo Valle con un fuerte destacamento y los llevó a Urcos,
provincia de Quispicanchi, a ocho leguas del Cuzco, donde le esperaba, con
fuerzas mayores, el visitador Areche.
Quería ser Areche mismo el que recibiera a los presos y entrar con ellos
aparatosamente en el Cuzco, en cuya plaza de armas había hecho levantar una
horca como señal de sus intenciones, aunque los prisioneros no habían sido
juzgados ni sentenciados. Según una relación de la época, el recibimiento fue
de la manera siguiente: «A la milicia la estendieron a dos alas desde la
plazuela inmediata a Santo Domingo que se llama Limapampa, hasta la
puerta del cuartel [convento de la Compañía de Jesús, hoy Universidad],
logrando toda la ciudad la satisfacción de ver a Túpac Amaru, su mujer, sus
dos hijos y demás aliados que entraron destacados por orden del señor
Visitador General. El primer objeto que se les presentó a la vista y se les hizo
reconocer bastante, fue la horca que les recordó sus maldades, y castigos que
por ellas han merecido».
La casa de los jesuitas iba a ser una vez más la escena de las desdichas de
Túpac Amaru, ya que fue encarcelado en ella. En cuanto al aspecto que la
comitiva ofrecía a su entrada en el Cuzco, lo sabemos por las referencias de
un niño de ocho años que lo presenció, según testimonio de «Letras», de
Lima (1946). Dice:
«Don José Túpac Amaru venía sentado como mujer en un sillón, con
grillos en los pies y la cabeza descubierta para que todos lo vieran. Traía un
chaleco de terciopelo negro con sobrepuesto de oro, en el pecho tenía
colgando de una cadena una cruz de oro con su Santocristo, las medias eran
de seda blanca y el zapato de terciopelo negro con hebilla, el semblante
tranquilo y la color propia del Inca.
»Tras el desgraciado Inca venía su mujer doña Micaela Bastidas, en una
mula blanca, sentada sin sillón ni sombrero tampoco, para que la conozcan
bien».
Contra la costumbre en casos parecidos, nadie los insultaba ni les decía
nada y más bien se veía compasión, y hasta reverencia, en las miradas de la
gente.
Los indios rehicieron rápidamente sus fuerzas, y en Langui mismo (donde
había sido apresado Túpac Amaru) el 6 de abril, luchaban ya valientemente
contra los españoles dos ejércitos. Uno mandado por Cristóbal Túpac Amaru
que fue derrotado. Sin embargo, y al mismo tiempo, en la otra orilla del río
Pisac los indios obtuvieron victoria.
Después de entregar a Túpac Amaru, iba Del Valle con un fuerte ejército
a pacificar las otras provincias del sur, cuando le salió al paso en las faldas
del monte Condorcuyo, uno de los capitanes subordinados de Diego Cristóbal
que se dirigía al Cuzco para liberar al Inca.
«Próximo ya todo el ejército español al de los insurgentes —refiere una
Relación de la época—, los españoles les gritaban que si bajaban a dar la
obediencia á S. M. serían perdonados: pero ellos obstinados les respondieron
con audacia que su objeto era dirigirse al Cuzco para poner en libertad a su
idolatrado Inca».
Se trabó combate: «Duró la resistencia cerca de cuatro horas y tuvimos
bastantes muertos y heridos por la constancia con que los rebeldes resistieron
los esfuerzos de las tropas del Rey; y para dar una idea del estado en que
estaban estos indios, y que dista mucho de la sencillez y pusilanimidad en
que los encontraron nuestros primeros conquistadores, referiré dos casos, que
no sólo acreditan sino comprueban la bárbara obstinación que los poseía. Un
indio atravesado con una lanza por el pecho, tuvo la atrocidad de arrancársela
con sus propias manos, y después seguir con ella á su enemigo todo el tiempo
que le duró el aliento; y otro á quien de un bote de lanza le sacaron un ojo,
persiguió con tanto empeño al que le había herido, que si otro soldado no
acaba con él, hubiera logrado quitarle la vida».
Así dice el cronista Odriozola en sus «Documentos históricos». Pero si
los indios perdieron aquella batalla, y con ella, la última oportunidad de
liberar a Túpac Amaru, los partidarios del Inca atacaban a los españoles y a
los criollos, que con ellos simpatizaban, en todas partes y eran dueños de una
parte considerable del sur del Perú, y de grandes territorios del noreste de la
actual Bolivia.
El 14 de abril fue encerrado Túpac Amaru en el Cuzco y su celda (en el
convento de jesuítas) era precisamente la que tuvo años antes el maestro de
novicios, lo que quiere decir que se tuvo alguna consideración a su rango
social. El 19 del mismo mes el oidor de la Audiencia de Lima, doctor Benito
de la Mata Linares, como auditor de Guerra del visitador Areche, le tomó la
primera declaración sin conseguir la menor noticia en cuanto a la
organización de la conspiración ni a los colaboradores del Inca. Entonces fue
el Inca sometido a tormento en presencia del auditor y del mismo Areche,
pero de sus labios no salieron sino los gemidos del extremo dolor. En un
momento en que pudo hablar, dijo a Areche:
—Aquí no hay sino dos personas implicadas: usted y yo.
El día 27 del mismo mes, apenas repuesto el Inca de las torturas, pudo
hablar por la noche con su centinela y le propuso, a cambio de una gran suma
de dinero, entregar a cierta persona unas líneas escritas con su sangre en un
pedazo de tafetán. Le pidió también una lima con el fin de liberar sus tobillos
de los grillos de hierro cuando el caso llegara. Pero la misma noche el
soldado dio conocimiento de aquello al auditor y éste quiso, como es natural,
conocer el nombre de la persona a quien el escrito iba a ser dirigido.
—El nombre no lo sé —decía el Inca— porque sólo lo conozco de vista,
pero si lo viera lo reconocería.
Volvieron los tormentos, como se puede suponer y Túpac Amaru siguió
en su negativa. En aquel segundo interrogatorio le fue fracturado el brazo
izquierdo.
Otros muchos intentos hizo el Inca para establecer contactos con sus
secuaces, aunque evitando siempre dar pistas o informes concretos sobre
ellos. El único nombre que citó fue el de un escribano llamado José Palacios,
al que dirigió una carta llamándolo amigo. El escribano, aterrorizado, puso
grillos en las manos del soldado que llevó la misiva (por orden del
comandante de la guardia), y avisó a las autoridades.
Pocos días después se celebró el juicio sumario contra Túpac Amaru y los
parientes y amigos de su Estado Mayor que habían sido aprehendidos. He
aquí la parte principal del fallo:
«… y mirando también á los remedios que exige de pronto la quietud de
estos territorios, el castigo de los culpados, la justa subordinación á Dios, al
Rey y á sus Ministros, debo condenar, y condeno á José Gabriel Túpac
Amaru, á que sea sacado á la Plaza principal y pública de esta ciudad,
arrastrado hasta el lugar del suplicio, donde presencie la ejecución de las
sentencias que se dieran á su muger, Micaela Bastidas, sus hijos, Hipólito y
Fernando Túpac Amaru, á su tío, Francisco Túpac Amaru, á su cuñado,
Antonio Bastidas, y algunos de los principales capitanes ó auxiliadores de su
inicua y perversa intención ó proyecto, los cuales han de morir en el propio
día; y concluidas estas sentencias, se le cortará por el verdugo la lengua, y
después amarrado ó atado por cada uno de los brazos y pies con cuerdas
fuertes, y de modo que cada una de éstas se pueda atar, ó prender con
facilidad a otras que pendan de las cinchas de cuatro caballos; para que,
puesto de este modo, ó de suerte que cada uno de éstos tire de su lado,
mirando á otras cuatro esquinas, ó puntas de la plaza, marchen, partan ó
arranquen de una vez los caballos, de forma que quede dividido el cuerpo en
otras tantas partes, llevándose éste, luego que sea hora, al cerro ó altura
llamada Picchu, á donde tuvo el atrevimiento de venir a intimidar, sitiar y
pedir que se le rindiese esta ciudad, para que allí se queme en una hoguera
que estará preparada, echando sus cenizas al aire, y en cuyo lugar se pondrá
una lápida de piedra que exprese sus principales delitos y muerte, para sola
memoria y escarmiento de su execrable acción. Su cabeza se remitirá al
pueblo de Tinta, para que estando tres días en la horca, se ponga después en
un palo á la entrada más pública de él; uno de los brazos al de Tungasuca,
donde fué cacique, para lo mismo, y el otro para que se ponga y egecute lo
propio en la capital de la provincia de Carabaya: enviándose igualmente, y
para que se observe la referida demostración, una pierna al pueblo de Livitaca
en la de Chumbivilcas, y la restante al de Santa Rosa en la de Lampa, con
testimonio y orden a los respectivos corregidores, ó justicias territoriales, para
que publiquen esta sentencia con la mayor solemnidad por bando, luego que
llegue á sus manos, y en otro igual día todos los años subsiguientes; de que
darán aviso instruido á los superiores gobiernos, á quienes reconozcan dichos
territorios. Que las casas de éste sean arrastradas ó batidas, y saladas á vista
de todos los vecinos del pueblo ó pueblos donde los tuviere, ó existan. Que se
confisquen todos sus bienes, á cuyo fin se da la correspondiente comisión á
los jueces provinciales. Que todos los individuos de su familia, que hasta
ahora no hayan venido, ni vinieren á poder de nuestras armas, y de la justicia
que suspira por ellos para castigarlos con iguales rigorosas y afrentosas
penas, queden infames e infalibles para adquirir, poseer u obtener de
cualquier modo herencia alguna ó sucesión, si en algún tiempo quisiesen, ó
hubiese quienes pretendan derecho á ella. Que se recojan los autos seguidos
sobre su descendencias en la expresada real Audiencia, quemándose
públicamente por el verdugo en la plaza pública de Lima, para que no quede
memoria de tales documentos».