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La Gran Invension

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'La gran invención' de Silvia


Ferrara

HISTORIAS

Ficción

A los seres humanos nos encanta inventar historias. Los


mandriles, pese a llevar una vida muy interesante, pasan solo un
diez por ciento de su tiempo interpretando, recibiendo, imitando
las acciones de los otros. El resto de sus días se dedican a buscar
comida y alimentarse. Nuestros porcentajes son inversos.

Pasamos un tiempo increíble tratando de entender a los demás.


De ponernos en su lugar, de sentir empatía, de servir de espejo
a sus emociones y propósitos. Esta prerrogativa ha sido una
fuerza impulsora para desarrollar nuestra inteligencia social.
Otros factores, obviamente, han desempeñado un papel, pero
somos la única especie que utiliza la imaginación. Todos los días
creamos paisajes reales, probables, posibles, imposibles,
absurdos. Una infinita posibilidad extensiva de estratos de
ficción.

Creamos cosas que no existen en la naturaleza, como los


símbolos. Pero también historias, leyes, instituciones, gobiernos.
Todo esto es ficticio. Y todo gira alrededor del intercambio de
informaciones: relatar, estrechar alianzas, establecer y alterar
equilibrios sociales, chismorrear.

No obstante, existe un orden. Estudios sobre cazadores-


recolectores modernos del desierto de Kalahari o de las Filipinas
muestran claras diferencias en los modos de comunicarse.
Durante el día hablan de cosas prácticas, desplazamientos,
comida, pero también añaden algún que otro cotilleo sobre las
posiciones que unos u otros ocupan en el grupo, sobre las

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aspiraciones sociales, sobre la competencia. Cosas muy


personales logísticas, nada de imaginación. Cuando se reúnen
por la noche, en cambio, después de la caza, la interacción se
vuelve más relajada, descienden las defensas. Sentados
alrededor del fuego, bajo la luz de la luna, cuentan historias,
cantan, bailan. El grupo se estrecha y se fortalece.

Siempre es así: cuando uno se relaja, parece prestar voz a la


imaginación. ¿Acaso las ideas más hermosas no vienen cuando
uno no está devanándose los sesos? Pensad en cuando estáis en
el trabajo, delante de la máquina de café con los compañeros,
cuando os llama vuestra pareja para acordar cómo/dónde cenar,
cuando habláis mal de vuestro jefe. Y, en cambio, por la noche,
cuando les leéis un cuento a vuestros hijos para que se
duerman, cuando os engancháis a Netflix o cuando bailáis como
sardinas en la discoteca o cantáis a voz en cuello en un
concierto... pensad en cómo, en el fondo, en cientos de miles de
años de evolución, tanto nuestra comunicación como nuestros
esquemas para ponerla en marcha no han cambiado nada.

Para mostrarlo voy a contar dos grandes historias. Son historias


muy distintas entre sí. Tienen, a su vez, en su interior, un montón
de pequeñas historias, hebras que no se entrecruzan. Estas
pequeñas hebras son muy similares, tienen ingredientes en
común, aunque no estén conectadas, pero las grandes historias
son muy distintas. Una está hecha de investigadores,
búsquedas, aspiraciones, revanchas; la otra, de calma, tiempo,
crecimiento, espera, control. Una habla de enigmas sin resolver;
la otra, de invenciones. Una habla de intentos y desapariciones
repentinas; la otra, de entrelazamientos con un final feliz. No se
tarda nada en comprender cuál es una y cuál la otra. Al fin y al
cabo, de todos modos, son solo historias.

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Chispa

No obstante, antes de adentrarnos en estas historias, es


necesario aclarar algunas cuestiones preliminares. En primer
lugar, se necesita una respuesta provisional a la pregunta:
¿cómo nace una escritura? Así que nos dirigimos de verdad al
principio de todo. Nos situamos en el momento en que nacían
los símbolos, en que el dibujo de una cosa se convertía en el
nombre específico de esa cosa. Dibujo un caballo y, si tengo la
capacidad de articular un lenguaje (como hace miles de años
los sapiens y quizá los neandertales), lo llamo «caballo». El arte
prehistórico es bellísimo, fascinante, incluso refinado, pero
resulta enigmático: quizá el dibujo del caballo significara otra
cosa. Quizá no sea un simple rocín paleolítico, sino una criatura
fantástica: un unicornio sin cuerno, un Pegaso alado sin alas.
Nunca sabremos realmente qué es. El enigma que nos ha
seducido es el mismo que nos deja tirados por el camino, nos
abandona.

Y, además, un dibujo es siempre un dibujo, tiene un potencial,


pero carece de la palabra, permanece mudo. Ha sucedido
millones de veces, en miles de años, en cientos de sitios
diferentes del mundo. De la misma manera, los sumerios de
hace cinco mil años, en Mesopotamia, dibujaban objetos y
números en tablillas de barro.

En estas tablillas registraban pequeñas transacciones


económicas relativas a los templos mesopotámicos. Pensad en
una lista de la compra, en la que los símbolos se ponen en un
(des)orden disperso, para refrescar la memoria de los escribas.
Una especie de taquigrafía protohistórica, con símbolos (no
fonéticos) asociados a números.

Si os pregunto si se trata de escritura, diréis que no. Y coincido


con vosotros, pero ahí ya se prepara el escenario para una
maravillosa y deslumbrante intuición que hará posible su
invención. Y no solo en Mesopotamia en el 3100 a. C., sino
también en China, en Egipto, en Centroamérica, en periodos
diferentes, pero siempre del mismo modo, siguiendo esa misma

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brillante iluminación. Cuatro momentos mágicos, separados e


independientes, en los que se encendió una chispa y la rueda de
la invención empezó a girar. Y en la historia del mundo, tal vez,
ha habido otras invenciones como esta.

Y si pensáis que debe de ser difícil volver a ese momento,


enterrado como está en los siglos de los siglos pasados, bajo
estratos de excavaciones y reconstrucciones, os equivocáis. Lo
maravilloso de todo esto es que podemos volver a captar, como
en una película, al hombrecito mesopotámico mientras trabaja
su arcilla y empuña un estilete. Lo vemos sentado en un escabel,
mientras crea una tablilla. La tablilla es pequeña y sus manos
graban unas casillas para dar el espacio justo a los objetos que
quiere contar, los cuenta, toma nota de su cantidad. Se trata de
cosas que han de ser reembolsadas al templo. Arriba, a la
derecha, dibuja una caña (caña en el sentido de junco): caña en
sumerio se dice GI, pero GI también quiere decir otra cosa, el
verbo reembolsar.

Magia o, mejor dicho, sorpresa. El sonido es el mismo, pero el


significado es completamente distinto. El hombrecito de golpe
se da cuenta de que puede utilizar el símbolo de la caña para
decir otra cosa, que obviamente no sabe escribir; de manera que
usa uno de sus logogramas y le cambia el significado, que, pese
a todo, tiene el mismo, idéntico, sonido. Sin quererlo, casi de
manera instintiva, se le ha encendido algo en las neuronas
sumerias: ha hecho, y ha escrito, un juego de palabras. Este
principio se llama homofonía, es muy simple, intuitivo y natural.
Como veremos, lo utilizamos también en nuestros días, se nos
ocurre espontáneamente y a veces también nos hace reír. Soy
capaz de imaginar, barriendo el polvo de los siglos de historia
pasados, al hombrecito mesopotámico, que escribe y se sonríe
ante su instantánea ocurrencia. Es la misma cara que pongo yo
cuando me llega un wasap con un emoji homófono. Que este
hombrecito fuera consciente de lo que estaba desencadenando
ya es otro tema, y es muy improbable que lo fuera.

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Mesita

Hemos de tener cuidado cuando hablamos de la invención de la


escritura. Inventar la escritura no es un proceso mecánico, una
selección precisa y exacta de signos para representar sonidos,
para crear un sistema funcional, práctico, perfecto.

Tampoco debemos imaginarnos a esa figura etérea y hierática


del escribano, solo y concentrado delante de su mesita de
trabajo mientras, en un día de lluvia o de bochorno, se dedica a
hacer dibujitos para dar forma al proto-cuneiforme, o al chino
arcaico, y completarlos en un día.

Es cierto, no obstante, que existen casos de escrituras


planificadas ad hoc por un individuo solitario. En este libro
veremos algunas, como la de Sequoyah, que en 1821 cargó
sobre sus hombros el alfabeto latino y el griego y los adaptó para
conformar un sistema de escritura para la lengua del pueblo
cheroqui en Norteamérica. Se convirtió en un héroe nacional. O
como el alfabeto de Hildegarda de Bingen, abadesa benedictina
del siglo XI. O Njoya, el rey de Camerún, quien a finales del siglo
XIX creó un semisilabario para el pueblo bamum. Pero estas son
creaciones derivadas, artificiales y, sobre todo para el caso del
bamum, impuestas desde arriba, por quien gobierna.

La escritura no se inventó hincando los codos sobre esa mesita.

La escritura inventada, sobre todo la inventada partiendo de la


nada, desde cero, es, por el contrario, el resultado de un
proceso, de acciones coordinadas, acumulativas, graduales.

La escritura como sistema completo, estructurado y organizado


es una tarea de muchas personas. Todas esas personas se
comunican, intercambian opiniones, discuten y al final se ponen
de acuerdo para llegar a un repertorio de signos común, pactado
y estándar.

La escritura es por tanto una invención social, cuyos factores


clave son la conformación, la coordinación y la

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retroalimentación. Profundizaremos en ello en los próximos


capítulos.

Del mismo modo, la escritura no se inventó en un abrir y cerrar


de ojos, sino progresivamente, una máquina llena de engranajes
que muchas veces ha necesitado el lapso de varias
generaciones. Como veremos, la rueda de la escritura ha
avanzado por un camino de experimentos, tentativas, reajustes.
Es, por tanto, también un proceso gradual, de ejercicios
reiterados y transmitidos.

Ahora miremos las letras, esas que estáis leyendo en esta


página, o las escritas en cualquier sistema, árabe, hebreo,
georgiano, chino. Y sus signos, uno a uno. Cómo han llegado a
tener esas formas y no otras, cómo se ha fijado ese número
exacto de signos y no más, cómo se ha llegado a decidir qué
sonidos registrar y cuáles no. Ahí radica la auténtica invención.
El largo proceso de negociación, de trabajo compartido, un
sistema ordenado y completo. Algo acabado.

Tenemos tendencia a pensar que la escritura es un producto


cultural y no congénito. Que es una tecnología, un objeto, un
artículo manufacturado. Y, no obstante, las formas de los signos
siguen las formas de la naturaleza de nuestro alrededor y sus
contornos. Se ajustan a la anatomía de nuestra percepción
visual, se adaptan a las cosas que nos rodean y que captan
nuestra atención. Y los sonidos de los signos crean
espontáneamente juegos de palabras, navegan por nuestra
capacidad innata de trasladar significados, de entretenernos en
la abstracción, de crear asociaciones lejanas, de ver símbolos. La
escritura es, en efecto, algo creado, pero está imbuido hasta la
médula de nuestros huesos, a la capacidad, plástica y
multiforme, de ver con nuestros ojos y, al mismo tiempo, casi
por arte de magia, en un instante, de ver el mundo con ojos
completamente distintos. Todo está ahí, en nuestra naturaleza
llena de sorpresas, incluso cuando creamos un objeto material,
inalterable y estático.

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