Galdós y Clarín Subrayados
Galdós y Clarín Subrayados
Galdós y Clarín Subrayados
Ana corrió con mucho cuidado las colgaduras granate, como si alguien pudiera verla desde
el tocador. Dejó caer con negligencia su bata azul con encajes crema, y apareció blanca toda,
como se la figuraba don Saturno poco antes de dormirse, pero mucho más hermosa que
Bermúdez podía representársela. Después de abandonar todas las prendas que no habían de
acompañarla en el lecho, quedó sobre la piel de tigre, hundiendo los pies desnudos, pequeños
y rollizos en la espesura de las manchas pardas. Un brazo desnudo se apoyaba en la cabeza algo
inclinada, y el otro pendía a lo largo del cuerpo, siguiendo la curva graciosa de la robusta cadera.
Parecía una impúdica modelo olvidada de sí misma en una postura académica impuesta por el
artista. Jamás el Arcipreste, ni confesor alguno había prohibido a la Regenta esta voluptuosidad
de distender a sus solas los entumecidos miembros y sentir el contacto del aire fresco por todo
el cuerpo a la hora de acostarse. Nunca había creído ella que tal abandono fuese materia de
confesión.
Abrió el lecho. Sin mover los pies, dejose caer de bruces sobre aquella blandura suave con
los brazos tendidos. Apoyaba la mejilla en la sábana y tenía los ojos muy abiertos. La deleitaba
aquel placer del tacto que corría desde la cintura a las sienes.
–«¡Confesión general!» –estaba pensando–. Eso es la historia de toda la vida. Una lágrima
asomó a sus ojos, que eran garzos, y corrió hasta mojar la sábana.
Se acordó de que no había conocido a su madre. -76- Tal vez de esta desgracia nacían sus
mayores pecados.
Esta costumbre de acariciar la sábana con la mejilla la había conservado desde la niñez. –
Una mujer seca, delgada, fría, ceremoniosa, la obligaba a acostarse todas las noches antes de
tener sueño. Apagaba la luz y se iba. Anita lloraba sobre la almohada, después saltaba del lecho;
pero no se atrevía a andar en la obscuridad y pegada a la cama seguía llorando, tendida así, de
bruces, como ahora, acariciando con el rostro la sábana que mojaba con lágrimas también.
Aquella blandura de los colchones era todo lo maternal con que ella podía contar; no había más
suavidad para la pobre niña.