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Galdós y Clarín Subrayados

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TECNOSZUBIA DICIEMBRE

TEXTOS PARA EL COMENTARIO


BENITO PÉREZ GALDÓS, La desheredada

Isidora Rufete, ¿conoces tú el equilibrio de sentimientos, el ritmo suave de un vivir templado,


deslizándose entre las realidades comunes de la vida, las ocupaciones y los intereses? ¿Conoces
ese ritmo, que es como el pulso del hombre sano? No; tu espíritu está siempre en estado de
fiebre. Las exaltaciones fuertes no cesan en ti sino resolviéndose en depresiones terribles, y tu
alegría loca no cede sino ahogándose en tristezas amargas. ¿Persistes en creerte de la estirpe
Aransis? Sí; antes perderás la vida que la convicción de tu derecho. Bien; sea. Pero deja al tiempo
y a los tribunales que resuelvan esto, y no te atormentes, construyendo en tu espíritu una
segunda vida ilusoria y fantástica. Ten paciencia, no te anticipes a la realidad; no te trabajes
interiormente; no saborees con falsificada sensibilidad goces de que están privados tus sentidos.
Miquis lo ha dicho, bien lo sabes, que eso es un vicio, un puro vicio, como tantos otros hábitos
repugnantes, como la embriaguez o el juego, y de ese vicio nace una verdadera enfermedad. El
pensamiento se pone malo, como las muelas y el pulmón, ¡y ay de ti si llegas a un estado
morboso que te impida disfrutar luego de la realidad lo que ahora quieres gozar, en sueños,
contraviniendo a las leyes del tiempo y del sentido común! […] Isidora de Aransis…, pues según
tú, no hay más remedio que darte este nombre… Isidora de Aransis, mírate bien en ese espejo
social que se llama opinión, y considera si con tu actual trazo puedes presentarte a reclamar el
nombre y la fortuna de una familia ilustre. Tonta, ¿has creído alguna vez en la promesa de que
Joaquín se casará contigo? Advierte que siempre te dice eso cuando está mal de fondos y quiere
que le ayudes a salir de sus apuros… Casada o no con él, esperas rehabilitarte; dices que el
mundo olvida. No te fíes, no te fíes, pues tal puede ser la ignominia, que al mundo se le acabe
la indulgencia. Se dan casos de éstos. Hay otro desorden, Isidorita, que te hace muy desgraciada,
y que te llevará muy lejos. Me refiero a las irregularidades de tu peculio. Unas veces tienes
mucho; otras, nada. […] ¿qué has hecho de los dos mil duros que a ti y a tu hermano os dejó don
Santiago Quijano? Ya los has gastado en el pleito, vestidos, en la educación de Mariano, y…,
confiésalo, que si es un misterio para todo el mundo, no lo es para quien te habla en este
momento… No lo ocultes, pues no hay para qué. Más de la mitad de aquel dinero te lo ha
distraído Joaquín Pez.
Voz de la conciencia de Isidora o interrogatorio indiscreto del autor, lo escrito vale.

Roberto García Cáceres 1 Lengua y literatura castellanas


TECNOSZUBIA DICIEMBRE

TEXTOS PARA EL COMENTARIO


BENITO PÉREZ GALDÓS, Fortunata y Jacinta
Muy mal debe de andar la máquina, cuando a mitad de la calle de Alcalá ya estoy rendido. Y no
he hecho más que dar la vuelta al estanque, ¡Demonio de neurosis o lo que sea! Yo, que después
de darle la vuelta a la Serpentine me iba del tirón a Cromwell Road... friolera; como diez veces
el paseo de hoy... yo que llegaba a mi casa dispuesto a andar otro tanto, ahora me siento
fatigado a la mitad de esta condenada calle de Alcalá... ¡Tal vez consista en estos endiablados
pisos, en este repecho insoportable!... Ésta es la capital de las setecientas colinas. ¡Ah! Ya están
regando esos brutos, y tengo que pasarme a la otra acera para que no me atice una ducha este
salvaje con su manga de riego. «Eso es, bestias, encharcad bien para que haya fango y
paludismo...» Pues por aquí los barrenderos me echan una nube de polvo... «Animales, respetad
a la gente»... Prefiero las duchas... En fin, que este salvajismo es lo que me tiene a mí enfermo.
No se puede vivir aquí... Pues digo; otro pobre. No se puede dar un paso sin que le acosen a uno
estas hordas de mendigos. ¡Y algunos son tan insolentes!... «Toma, toma tú también». Como me
olvide algún día de traer un bolsillo lleno de cobre, me divierto. ¡Aquí no hay policía, ni
beneficencia, ni formas, ni civilización!... Gracias a Dios que he subido el repecho. Parece la
subida al Calvario, y con esta cruz que llevo a cuestas, más... ¡Qué hermosos nardos vende esta
mujer! Le compraré uno... «Déme usted un nardo. Una vereda sola... Vaya, déme usted tres
varitas. ¿Cuánto? Tome usted... Abur». Me ha robado. Aquí todos roban... Debo de parecer un
San José; pero no importa... «Yo no juego a la lotería; déjeme usted en paz». ¿Qué me importará
a mí que sea mañana último día de billetes ni que el número sea bonito o feo...? Se me ocurre
comprar un billete, y dárselo a Guillermina. De seguro que le toca. ¡Es la mujer de más suerte!...
«Venga ese décimo, niña... Sí, es bonito número. ¿Y tú por qué andas tan sucia?» ¡Qué pueblo,
válgame Dios, qué raza! Lo que yo le decía anteayer a D. Alfonso: «Desengáñese Vuestra
Majestad, han de pasar siglos antes de que esta nación sea presentable. A no ser que venga el
cruzamiento con alguna casta del Norte, trayendo aquí madres sajonas». Ya poco me falta.
Francamente, es cosa de tomar un coche; pero no, aguántate, que pronto llegarás... Un entierro
por la Puerta del Sol. No, lo que es aquí no me he de morir yo, para que no me lleven en esas
horribles carrozas... Dan las doce. Allá están los cesantes mirando caer la bola. Buena bola os
daría yo. Ahí viene Casa-Muñoz. ¿Pero qué veo? ¿Es él? Ya no se tiñe. Ha comprendido que es
absurdo llevar el pelo blanco y las patillas negras. No me mira, no quiere que le salude.
Realmente es muy ridícula la situación de un hombre que se tiñe, el día en que se decide a
renunciar a la pintura, porque la edad lo exige o porque se convence de que nadie cree en el
engaño... Allí va en un coche la duquesa de Gravelinas... No me ha visto... «Abur, Feijoo»... ¡Qué
bajón ha dado ese hombre!... Vamos, ya entro por mi calle de Correos. Si habrá venido a
almorzar mi primo... Lo que es hoy me tiene que hacer un reconocimiento en toda regla, porque
me siento muy mal... Que me ausculte bien, porque este corazón parece un fuelle roto. ¿Será
esto un fenómeno puramente moral? Puede ser. Ya veo yo el remedio... ¡Pero qué verdes están
las uvas, qué verdes! Los balcones tan tristes como siempre. ¡Ah!... sale al mirador Barbarita
para hablar con la rata eclesiástica... «Adiós, adiós... vengo de dar mi paseíto... Estoy muy bien,
hoy no me he cansado nada»... ¡Qué mentira tan grande he dicho! Me canso como nunca. Ahora,
escalera de mi casa, sé benévola conmigo. Subamos... ¡Ay, qué corazón, maldito fuelle!
Despacito, tiempo hay de llegar arriba. Si no llego hoy, llegaré mañana. Seis escalones a la
espalda. ¡Dios mío, lo que falta todavía!

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TECNOSZUBIA DICIEMBRE

TEXTOS PARA EL COMENTARIO


LEOPOLDO ALAS, CLARÍN, La Regenta

Ana corrió con mucho cuidado las colgaduras granate, como si alguien pudiera verla desde
el tocador. Dejó caer con negligencia su bata azul con encajes crema, y apareció blanca toda,
como se la figuraba don Saturno poco antes de dormirse, pero mucho más hermosa que
Bermúdez podía representársela. Después de abandonar todas las prendas que no habían de
acompañarla en el lecho, quedó sobre la piel de tigre, hundiendo los pies desnudos, pequeños
y rollizos en la espesura de las manchas pardas. Un brazo desnudo se apoyaba en la cabeza algo
inclinada, y el otro pendía a lo largo del cuerpo, siguiendo la curva graciosa de la robusta cadera.
Parecía una impúdica modelo olvidada de sí misma en una postura académica impuesta por el
artista. Jamás el Arcipreste, ni confesor alguno había prohibido a la Regenta esta voluptuosidad
de distender a sus solas los entumecidos miembros y sentir el contacto del aire fresco por todo
el cuerpo a la hora de acostarse. Nunca había creído ella que tal abandono fuese materia de
confesión.

Abrió el lecho. Sin mover los pies, dejose caer de bruces sobre aquella blandura suave con
los brazos tendidos. Apoyaba la mejilla en la sábana y tenía los ojos muy abiertos. La deleitaba
aquel placer del tacto que corría desde la cintura a las sienes.

–«¡Confesión general!» –estaba pensando–. Eso es la historia de toda la vida. Una lágrima
asomó a sus ojos, que eran garzos, y corrió hasta mojar la sábana.

Se acordó de que no había conocido a su madre. -76- Tal vez de esta desgracia nacían sus
mayores pecados.

«Ni madre ni hijos».

Esta costumbre de acariciar la sábana con la mejilla la había conservado desde la niñez. –
Una mujer seca, delgada, fría, ceremoniosa, la obligaba a acostarse todas las noches antes de
tener sueño. Apagaba la luz y se iba. Anita lloraba sobre la almohada, después saltaba del lecho;
pero no se atrevía a andar en la obscuridad y pegada a la cama seguía llorando, tendida así, de
bruces, como ahora, acariciando con el rostro la sábana que mojaba con lágrimas también.
Aquella blandura de los colchones era todo lo maternal con que ella podía contar; no había más
suavidad para la pobre niña.

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