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STX0138 - Donald Curtis - Los Furiosos

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DONALD CURTIS

LOS FURIOSOS

Colección SALVAJE TEXAS n.°138

1.a EDICIÓN
DICBRE. - 1958

EDITORIAL BRUGUERA, S.A


BARCELONA - BUENOS AIRES
DEPOSITO LEGAL B 18.734-1958

PRINTED IN SPAIN - IMPRESO EN ESPAÑA


© DONALD CURTIS-1958
Impreso en los talleres de Editorial Bruguera S. A.
Proyecto, 2 – Barcelona
ULTIMAS OBRAS DEL MISMO AUTOR PUBLICADAS POR ESTA EDITORIAL
En Colección BISONTE:
503. — Espuelas de oro. 552. — El jinete del arco iris. 562. — Matar es mi destino.
En Colección SERVICIO SECRETO:
423. — Eterna es la noche. 425. — La dama usaba veneno. 527. — Muerte en
mambo.
En Colección BUFALO:
243. — El hombre del Sudoeste. 250. — Pasaje al Oeste. 264. — Cara de niño.
En Colección PANTERA:
8. — La carga de Llano Rojo. 35. — Rancho perdición. 43. — Destino: muerte.
En Colección SALVAJE TEXAS:
6. — Quebrada de trueno. 86. — Las manos de Nolan. 115. — Una cuerda para
Logan.
En Colección CALIFORNIA:
45. — Murió en Sacramento. 57. — La fama de Lee Barnes. 61. — Violencia en los
glaciares.
En Colección COLORADO
23 — La herencia de Caín. 47. — La dama de Santa Fé.
En Colección KANSAS:
7 — Doctor "Colt”
CAPITULO I

Era una trampa mortal, y ella lo sabía.


Pero su caballo tampoco pudo ayudarla más. Había corrido mucho y bien.
Posiblemente le fallaron las fuerzas, o encontró una desigualdad en la tierra amarilla. Se
le doblaron las patas delanteras, lanzó despedido a su jinete.
Cayó ella, levantando una acre polvareda con sus botas. Por un milagro de equilibrio,
permaneció semi-erguida, flexionando sus rodillas. Finalmente, tropezó, hincando una de
ellas en tierras.
Logró levantarse, corrió hacia los negros peñascos, extrayendo nerviosamente su
revólver. Casi le cayó de los dedos al amartillarlo.
Uno de los hombres reía. Reía soezmente, como sólo sabían hacerlo tipos así. Como
los asalariados cíe “Jake” Moran. La bala de la muchacha le sorprendió riendo, y le
petrificó su risa al agujerearle un muslo. El herido cayó de costado.
—¡Maldita mocosa! —aulló la voz chirriante de otro de los perseguidores—. ¡Cogedla
viva!
Ella hizo dos disparos más. No tuvo tanta fortuna. Se perdieron las balas en el aire,
igual que si
las hubiera fundido el pastoso sol del desierto. Detonaciones y maullidos, se confundieron
a la vez.
Las penas negras estaban cerca, muy cerca ya. Pero no las alcanzo. Sus piernas fallaron
mucho antes, cayó de bruces, tragando arena por boca, nariz y oídos, en oleadas
asfixiantes. De su mano, escapó el revólver como algo vivo.
Rabiosa, reptó ella sobre la arena. Estiró los dedos, pero una pesada bota cubierta de
polvo calino, llegó antes y le pisoteó la mano sin misericordia. La muchacha grito,
retorcióse entre gemidos de dolor.
Alguien se apodero del arma, un par de nauseabundas manos sudorosas asieron la
blusa a cuadros con rabia, y a tirones pusieron de rodillas a la cautiva. Gran parte de la
tela se quedó entre los dedos brutales, permitiendo apreciar el prieto bronce de su carne
vibrante, morena. Los ojos de sus aprehensores brillaron.
—¡Eh, Aldo, date cuenta! ¡La niña es una preciosidad! —comentó torcidamente un
pelirrojo malencarado, el mismo que pisoteara su mano, acercándose con el revólver
entre los dedos.
—Cierra el pico, Lash —el otro respiró fuerte, apartando los ojos de la hermosa figura y
las rasgadas ropas. Levantó una fría mirada de reptil hasta la femenina cara atezada, que
cubrían el llanto, el sudor y el polvo—. Eres una asquerosa víbora, jovencita. Has herido a
Ferguson, y eso será malo, muy malo para ti...
Comenzó a abofetearla con una sola mano, manteniendo la otra engarfiada en un
hombro redondo y firme de la joven. Lo hacía sistemáticamente, fríamente. La chica
lloraba, pero era como llorarle a las piedras negras erguidas en mitad del páramo. Si-
guieron las bofetadas, siguió el dolor, enrojeció la piel sobre su lividez interna.
Luego, la soltó de un empellón brutal. Rodó por entra el polvo, hasta que éste
blanqueó sus cabellos de ébano, su piel, sus ropas.
—Eso te servirá de indicio de lo que te espera —le dijo con voz sorda su verdugo—.
Hiciste mal en dejarte coger. Cuando tenías revolver, pudiste utilizarlo en aliviar las cosas.
Ahora, “Jake’' querrá ajustar cuentas contigo. Y no sabes lo desagradable que puede
llegar a ponerse “Jake" cuando cancela una deuda como esa...
Sacudida por los sollozos, la joven no reaccionó, no dio respuesta alguna. Aldo hizo una
seña a uno de sus hombres.
—Vamos, Lash, hazte cargo de ella. Con tu piel me respondes de la muchacha.
¡Andando!
Se alejaron de nuevo, cumplida la tarea. Al pasar junto al caballo de la fugitiva, Aldo
frunció el ceño. Fue una rápida reflexión, porque acto seguido desenfundó su revólver,
apuntó un segundo e hizo fuego tres veces sobre la cabeza del bruto.
El estridente alarido de la muchacha se mezcló al relincho de agonía del animal, que
levantó una polvareda al caer de costado, con la cabeza rota a balazos.
—¡“Fidel”, mi caballo! —gritó la muchacha, pugnando por desasirse de Lash, para
abrazar al leal amigo de tantas carreras.
Lash era tan expeditivo como Aldo. Disparó su puño derecho, aplastándolo contra la
sien de la cautiva. Esta gimió a flor de labio y se derrumbó en la silla de la montura.
—Cuidado con tus manos —graznó Aldo, impasible—, Puedes matarla de un golpe. Y a
“Jake” no le haría gracia que le privaras de ese placer.
—Es una fierecilla, Aldo, tú lo sabes. Así nos, dará menos trabajo.
—Está bien. Pero no lo repitas. Ya hemos perdido bastante tiempo aquí... ¡Adelante!
Los jinetes emprendieron el galope a través del llano amarillo. Con ellos, iba una joven
y hermosa cautiva. Una mujer sentenciada de antemano a la más horrible de las suertes...

***

—Vaya, comisario, ¿a qué debemos el alto honor de su visita?


Dave Reno no contestó inmediatamente. Estaba observando la magnífica cristalería de
“Jake” Moran, el alarde de las cortinas, los espejes, las molduras doradas y el mobiliario
recién traído de San Luis.
—Prosperamos, ¿eh? —comentó, ponderativo.
"Jake” Moran sonrió. Cuando Moran sonreía, podía decirse que también las serpientes
eran capaces de hacerlo. Su estrecha, afilada cara de rasgos enjutos y pálidos, en la que
brillaban los verdosos ojos bajo un doble arco finísimo, rubio pajizo como su pelo liso y
escaso, evocaba a una cobra acechando sigilosa.
—El mundo entero prospera, Reno —asintió, frívolamente, hundiendo las manos largas
y marfileñas en los bolsillos de su chaleco rameado azul—. Es el progreso de la
civilización, de la Ley y el orden.
—Claro —asintió Dave, apacible, pasando sus dedos sobre el mostrador. La fina
madera de nogal, barnizada y lustrosa, los hizo resbalar. Sin volverse, el comisario de
Unión City comentó—: Medio mundo progresa siempre, a costa del otro medio.
—Y yo pertenezco al medio que prospera. Usted... ¿a cuál pertenece, comisario?
—Al que se queda en medio.
—Eso está materialmente mal enunciado —sonrió con suavidad “Jake”—. El mundo
sólo consta de dos mitades, como todas las cosas...
—El que yo conozco, tiene tres. Una, de los rufianes especuladores, que se nutren de la
sangre y la vida de otro medio. Y un tercer medio, que se queda entre ambos, y asiste
impotente a ese vampirismo, hasta que un día cierra los ojos e iguala ambos lados.
—Pues en ese mundo tan amplio y, a la vez, tan reducido, bien triste es el papel de los
que se allanen la demarcación suya, comisario. Porque posiblemente, ese día en que se
cierren los ojos y se equilibren las balanzas, tarda en llegar... o no llega.
Dave Reno se volvió con lentitud. Miró a su interlocutor sin pestañear.
—Llega siempre, Moran —dijo, inexpresiva la dura voz.
Formaba un contraste curioso la rubia palidez enjuta de Moran, con su mirada verde y
viperina, frente a aquel hombre joven, alto y de recia contextura, cuyo rostro parecía
¡tallado en madera, broncíneo sobre la impecable camisa blanca, y bajo el mechón
rebelde de una cabellera intensamente negra.
Los ojos, obscuros y estrechos, no se apartaban de “Jake” Moran, cuando éste habló:
—No puedo impedirle, que viva de ilusiones, Reno.
—Usted sufre mucho cuando no puede impedir algo a los demás, ¿verdad?
—Usted es la Ley, Reno. Yo soy un buen ciudadano y un honesto comerciante. Acato la
Ley, no la impongo.
—Sí, eso parece.
—¿Qué quiere decir?
—Nada.
Hubo un silencio. Se miraban directamente a los ojos. Sobre la camisa blanca de Dave
Reno, la estrella de comisario centelleaba.
—¿No va a tomar algo? —preguntó bruscamente “Jake” Moran—. Esta tarde abriré de
nuevo mis puertas al público, después de... la reforma. Pero usted merece inaugurarlo
extraoficialmente,, comisario. Siempre ha sido buen cliente mío.
—Incluso el último día —rió entre dientes Dave—. ¿Lo recuerda?
—No me agrada recordar fechas desagradables —Moran hizo un vago ademán
desenfadado—. Aquel día sucedieron hechos lamentables, que molestan mi sensibilidad.
Olvidemos todo aquello, Reno...
Había pasado detrás del desierto mostrador. Tomó una botella de licor, descorchada
pero sin empezar, y escanció un licor de purísimo ámbar en dos vasos tallados.
—Whisky legítimo escocés, de 1700. Néctar puro, Reno. Eche un trago y repetirá.
Sin tocar su licor, Reno dijo como al asar:
—Mañana será el juicio contra “Cheyenne” Bill.
La mano de Moran, que llevaba el vaso a sus labios, no tembló. Apuró en silencio el
whisky, chasqueó suavemente la lengua, y clavó la verde mirada en Reno.
—¿Tan pronto?
—Lleva un mes en la prisión local. Justamente lo que estaba cerrado su local, usted lo
sabe...
—Sin embargo, tenía entendido que demorarían aún la vista de la causa.
—¿Por qué razón?
—Usted la conoce tan bien como yo, comisario. ¿Qué pruebas existen para culpar a
“Cheyenne” Bill del asesinato de los hermanos Culver?
—No existiría ninguna, de no haber sido por el testigo del suceso, Moran.
—¿Es un testigo de confianza? —sonrió el dueño del saloon.
—Tiene toda la confianza de la Ley y del jurado. Eso debe bastarle. Y a “Cheyenne"
también. De esta no se librará, ni aun con todas sus influencias, Moran. Su hombre irá a la
horca.
—¿Por qué se expresa tan desagradablemente? “Cheyenne” trabajaba para mí, pero yo
no soy responsable, moral ni materialmente, de sus asuntos particulares.
—Resulta curioso que la muerte por la espalda de los Culver fuera un “asunto
particular” de “Cheyenne”, cuando usted tenía tan buenos motivos para acabar con ellos.
—Reno, no me gusta usted nada cuando se pone a acusar sin ton ni son —centelleó
peligrosamente la mirada de Moran, pero rápidamente varió su gesto, y esbozó una
sonrisa afable—. En fin, olvidemos eso, como he olvidado la arbitrariedad legal que
ustedes se sacaron de la manga, aun contra el criterio del sheriff Kitting, para cerrarme el
local al detener a “Cheyenne".
—"Cheyenne" resistió a la Ley, destrozando medio local a tiros, y alcanzando a algunos
clientes. Si estuvo a punto de escapar, fué porque usted puso obstáculos a la acción legal.
Obré en justicia clausurándole este garito por un mes. Debí hacerlo por diez años.
—Sabe que no podía hacerlo —rió agresivamente Moran—. Carece de fuerza para ello.
Todavía hay por encima de usted un sheriff, un alcalde y un gobernador de Nebraska que
le enmienden, la plana, Reno. No olvide nunca eso.
—Jamás olvido nada —dió media vuelta, dirigiéndose a la salida—. Espero verle en el
juicio de “Cheyenne”, como testigo de la defensa... ¿No va a defenderlo su propio
abogado, el picapleitos de Karpis?
—Hamilton Karpis es un abogado honrado, Rene. No tire por el suelo el honor ajeno.
—¡Honor! —una risita escapó de los labios carnosos de Dave, avanzando ya hacia la
salida—. A veces tiene usted rasgos de humor admirables, Moran.
—¿No va a probar el whisky escocés?
—No, Moran. En el cubil de las ratas, todo huele mal y está podrido. Incluso el buen
whisky... Hasta pronto, amigo mío...
Una luz cruel, destelló en el fondo de las verdes pupilas cuando Dave Reno abandonó
el local, dejando batir suavemente las puertas tras de sí.
***

— ¡A continuación, el mejor tirador de pistola del Mississipi y del Missouri, va a


hacerles a ustedes una sensacional demostración de su formidable dominio de las armas
de fuego! ¡Frank “Pistol”, el mago de los “Colt”, va a apostar con cualquiera de ustedes,
revólver en mano, hasta quinientos dólares a que no pueden superarle, ni siquiera
igualarle en puntería, celeridad y precisión! ¡Quinientos dólares, señores, que sólo el
“Pirata” puede ofrecer, en su rápida jira a lo largo del Missouri, y que si son vencidos por
nuestro colosal, increíble “Pistol”, nada perderán y sí ganarán mucho, ya que a cada rival
que se atreva a medirse públicamente con nuestro coloso de las armas, tendrá una
invitación para asistir a nuestro espectáculo de esta noche a bordo del “Pirata”! ¡Una
noche única e inolvidable, señoras y señores de Unión City, porque el teatro flotante de
Jesse W. Mason, “El Pirata”, emprenderá la marcha mañana mismo, ya que su éxito en
¡todas partes es tal, que le obliga a actuar una sola vez en cada puerto del Missouri!
¡Adelante, señoras y señores! ¡Frank “Pistol” les espera!
El obeso hombrecillo de buenas ropas a usanza del Este, tenía facilidad de palabra. Y
las gentes de Unión City eran fáciles de convencer por un charlatán hábil y elegante como
aquel gordinflón que clamaba en el amplio claro del embarcadero, con el Missouri y el
largo barco de río como fondo.
Dave Reno, confundido entre la gente, sonrió a la vista de los espontáneos que
subieron al tablado, a medirse con el fabuloso Frankie “Pistol” de aquella partida de
trashumantes.
Indefectiblemente, todos los buenos tiradores de la población, en su mayoría
rancheros o vaqueros a su servicio, fueron derrotados por la endiablada habilidad de
aquel alto, fornido y atildado personaje de largas patillas negras, profundos ojos grises y
agilísimas manos armadas de dos revólveres de fantasía, guarnecidos de marfil y nácar,
cuyo cuerpo metálico mostraba una soberbia talla de estilo francés.
Platos al aire, botellas, latas vacías, blancos inverosímiles... Todo lo alcanzaban las
balas prodigiosamente disparadas por el artista del revólver. Este, con una sonrisa de
suficiencia, agotó sus cargadores después de una décima prueba ganada netamente, y
entonces la voz ampulosa del gordinflón repitió la charla de antes, pero ampliando esta
vez la oferta a mil dólares, para el fenómeno capaz de desbancar al suyo.
—Mil dólares... —repitió para sí Reno, reflexionando—. Mil dólares...
Era lo que necesitaba él. Mil dólares garantizaban su boda con Wanda, la adquisición
de aquel pequeño rancho en la loma que asomaba al Missouri, y la devolución de la chapa
de comisario para otro que le supliera en tan arriesgada tarea. Mil dólares era lo que
Wanda y él aspiraban a reunir en unos años, pocos, para anticipar su enlace.
Mil dólares, era lo que estaba ofreciendo aquel ampuloso y grandilocuente Jesse W.
Mason. Se preguntó por qué el hombrecillo estaba diciéndole con calor:
—¡Adelante, adelante, amigo mío! ¡La Ley se enfrenta a Frankie “Pistol”, como si fuera
Jesse James o Billy “El Niño”! —y reía su chiste, añadiendo— Por aquí, suba, comisario...
Había alzado instintivamente su mano, y ahora ya no había remedio. Dave Reno se
enfrentaba al exhibicionismo circense de “Pistol”. Ya estaba cruzando el gentío, ya subía
al entarimado de los cómicos de río. Ya estaba allí, dando la mano al atildado tirador.
—En muchos sitios, famosos sheriffs y célebres pistoleros aceptaron el reto de “Pistol”
—informó en voz alta Jesse W. Mason—. Y fracasaron, muchacho... ¿Cómo se llama?
—Dave Reno.
—Muy bien —Mason sacó de su cartera dos billetes de quinientos dólares, largos,
nuevos crujientes. Los depositó a la vista de todos, en manos de un tercer personaje, y
anunció:
—¡Dave Reno, competirá con Frankie “Pistol” para ganar mil dólares! ¡Y si pierde... verá
gratis esta noche el espectáculo del “Pirata”! ¡Aquí nunca se pierde, amigos!
Dave miró largamente a su rival. "Pistol” sonrió con superioridad, inclinóse, tomando
del suelo un pequeño guijarro. Lo tiró a la altura, y lo pulverizó de un balazo cuando
descendía.
Reno sonrió a su vez. Se arrancó un botón de su blanca camisa, y lo arrojó a la altura.
Cuando empezaba su descenso en el azul, subió un revólver en manos del comisario. Al
ladrar el arma, una lluvia de fragmentos de nácar les salpicó.
—Empate —dijo sordamente Mason, frunciendo el ceño al mirar a Dave.
Frankie “Pistol” no se inmutó. Mason dispuso con un gesto que en la cubierta del
"Pirata” se alineasen hasta diez botellas, de mayor a menor. Un par de empleados actuó
con la rapidez fruto de su práctica.
Dos revólveres, en manos de Frankie “Pistol”, barrieron a balazos la cubierta. Eran
armas de cinco proyectiles. Disparó diez tiros exactamente. Las diez botellas habían
perdido sus golletes al acabar el tiroteo y extinguirse el humo. Incluso la más pequeña de
todas, aparecía astillada en su parte superior, de resultas del certero balazo. Un murmullo
de asombro cundió por el claro.
Dave Reno sonreía aún. Vió poner las diez nuevas botellas, en igual disposición. Sus “six
sooters” conservaban un proyectil más. Reno lo expulsó ostensiblemente y saludó con
cierta ironía al radiante “Pistol”. Después, levantó las armas y empezó a disparar.
Diez balas. Diez botellas quebradas por su gollete, limpia y claramente. De nuevo la voz
de Mason, esta vez menos segura, anunció:
—Sigue la igualada. Una tercera y dificilísima prueba, decidirá el ganador. Es natural,
señores —agregó con rapidez y grandilocuencia—, que Frankie “Pistol” será claro ganador
de la competición con este denodado defensor de la Ley...
“Pistol” recargó sus armas. Reno le imitó. Mason, entre tanto, dispuso al final del claro
la instalación de un blanco reducidísimo, formado por un disco rojo, en cuyo centro se
vela otro negro. A aquella distancia, el cerco negro era apenas visible.
—“Pistol” vaciará uno de sus revólveres sobre el blanco —dijo Mason, truculento—. Y
luego, vuelto de espaldas, y con ayuda de un espejo, vaciará el otro, tomando el mismo
blanco. Ni una sola de sus balas saldrá fuera del negro redondel central, pero teniendo en
cuenta la ardua dificultad de tal prueba, será ganador quien menos orificios de bala
muestre fuera del disco negro, si “Pistol” hiciera alguno.
Asintió Reno. Frankie, en medio de un tenso silencio, situóse frente al blanco. Empezó
a apretar el gatillo. Las balas salían en rosario de su revólver, trazando estrías humeantes
hasta hincarse en el blanco señalado. Cuando terminó el cargador de su pistola, cambió
por otra, volvióse de espaldas, con un espejito en la mano desarmada, graduó el ángulo
visual, giró el arma hacia atrás... y de la misma vomitó plomo de nuevo.
Cuando terminó, un murmullo de estupefacción llenó el claro. Ni un solo proyectil
había salido del negro centro del blanco. Dave estudió gravemente a su enemigo.
—Buen tirador, “Pistol” —ponderó—. Pero demasiado teatral. Eso se hace así...
Nadie esperaba aquello, y mucho menos Mason y su ídolo. Repentinamente, Dave
Reno se habla vuelto de espaldas al blanco, tras una rápida ojeada calculadora al mismo.
Cruzó sus brazos ante el pecho, apuntando con los revólveres hacia su espalda, y empezó
a oprimir los gatillos simultáneamente, sin una sola mirada atrás. Los largos cañones,
asomados por encima del brazo opuesto, apuntando hacia atrás, vomitaban el plomo
candente, que, empujado por las llamaradas crepitantes, se fue incrustando donde Dave
quería
—¡Un momento, que aún no hemos cambiado el blanco! —chilló Mason, angustiado.
Pero era tarde. Dave había disparado diez proyectiles simultáneamente con ambas
armas. El controlador de blancos, se inclinó sobre el cartón y profirió un gemido de
asombro. Irguiéndose, avisó a Mason con voz audible para todos:
—¡Todas las balas del comisario han penetrado por los mismos orificios hechos por las
balas de “Pistol”!
Jesse W. Mason había perdido bastante color y bastante seguridad en su divo. Rápido,
echó mano a los dos billetes de quinientos dólares, y falló, estridente:
—¡Todos ustedes son testigos de que la endiablada habilidad de mi tirador, ha chocado
con un hombre formidable, igual a él! ¡Igual, pero no mejor! ¡Dada la exacta puntuación
de ambos, el premio se declara desierto y...!
—Un momento —le cortó la suave voz de Reno, aún con sus armas en la mano.
Paró Mason, mirándole preocupado, con el par de flamantes billetes abiertos en
abanico entre sus dedos. Entonces disparó Dave las dos balas que quedaban en sus dos
armas, sin mirar apenas a los billetes.
El empresario del “Pirata” gimió alto, al sentir que los billetes casi le volaban de las
manos. Cuando los miró, lanzó una interjección. ¡Estaban agujereados ambos
limpiamente por su mismo centro, sobre el rostro del Presidente allí impreso!
—Dos blancos más a mi favor —sonrió Dave, acercándose de dos zancadas, y
arrebatándole los billetes. Miró de soslayo a “Pistol”—. ¿Alguna objeción, “Buffalo Bill”?
Hubo risas joviales por todas partes, gritos de aprobación al comisario y siseos a Mason
y su pupilo, que inclinaron la cabeza, vencidos por la situación.
—No es justo —se quejó el gordinflón, mirando con dolor los billetes que Dave se
guardaba—, Pero Jesse W. Mason sabe perder, comisario. Enhorabuena... y le espero esta
noche en mi barco. Al menos, se gastará una parte de ese dinero, ¿verdad?
—No más de diez dólares —rió alegremente Dave—. Lo demás es para una boda,
amigo,
—¿Qué boda?
—La mía. Buenos días, muchachos... y lo siento, “Pistol”, pero otra vez será...
Dió media vuelta, alejándose. Mason vaciló. Luego, echó a correr tras de él, y le aferró
por un brazo. Jadeaba, con el rostro húmedo de sudor.
—Oiga, comisario, usted podría hacer su fortuna en mi barco. ¿Por qué no acepta el
puesto de “Pistol” a bordo? Sería la atracción del siglo. Estoy seguro de que nadie puede
superarle. ¡Amigo, qué modo de manejar las armas! Parece un superhombre...
—No me interesan los contratos —sonrió Dave—. Pero se lo agradezco igual. Adiós,
señor Mason, y gracias por el premio. Nos veremos en el teatro flotante esta noche...
Mason renunció a seguir las largas zancadas del comisario, que con su recién ganada
fortuna se perdió por el sendero polvoriento, flanqueado de arbustos, ha- cía Unión City.
Tras el fracaso de Frankie “Pistol”, la gente se dispersaba ya, comentando el
emocionante duelo ganado por Reno.
CAPITULO II

Dave Reno se ajustó la levita sobre su camisa cremosa. El espejo le devolvió una
imagen aceptable de sí mismo, se sonrió, peinando el rebelde mechón de cabello negro, y
tomó el cinturón-canana, ajustándolo bajo la levita. Luego, alcanzó la estrella, que fijó a
su solapa, y volvió a contemplar el efecto en la luna azogada.
—Ahora a divertirse un poco —se dijo a sí mismo—. Y a controlar de paso ese “Pirata”
tan generoso en sus premios.
Abandonó la estancia, descendiendo las escaleras que conducían al porche de su
vivienda. La luz del “Pirata”, anclado en el embarcadero, destacaba al fondo de los
edificios, en la obscuridad de la noche.
Cruzó la calle, pisando la tierra húmeda con sus botas lustrosas, y sonrióse al ver la
escasa animación del local de “Jake” Moran. El teatro flotante era una fuerte
competencia. Pero una competencia de un día, por suerte para Moran.
Había luz en la oficina del sheriff. Dave vaciló, pero resolvió finalmente acudir a la
misma. Sin llamar, empujó la puerta vidriera. El sheriff, John Kitting, estaba sentado a su
mesa, clasificando viejos pasquines de recompensa. Miró desganado a su subordinado.
—Te has puesto muy guapo esta noche, Dave —comentó—. ¿Cita de amor?
—No. Wanda no me espera esta noche. Tengo que dar una vuelta por “El Pirata".
—Oh, sí, el barco. No está mal que vayas por allí. Siempre hay jaleos con esas cosas.
Además, tengo entendido que has ganado un buen premio esta tarde...
—No estuvo mal —rió Dave—. Había que competir con un pistolero de opereta. Se
tiene bien estudiados cuatro o cinco trucos de escenario, pero nada más. Frente a unos
hombres armados o una pareja de indios, echaría a correr como un desesperado.
—Te gusta quitar méritos a tus actos, Dave. Eres demasiado sencillo, muchacho —el
sheriff pareció recordar algo y alzó un poco más la cabeza—. Oye, se me olvidaba ya:
Laura Madden sigue sin aparecer.
—¿Eh? —el rostro bronceado de Reno se endureció—. La necesitamos aquí mañana,..
—Ya lo sé, hijo. He hecho ir a Tom Winters hasta Dunbar, a buscarla, Allí dicen que salió
a caballo hacia acá. Pero a Unión City no ha llegado todavía.
—¿Ella sola se puso en viaje? —inquirió preocupado Dave.
—Ya la conoces. Es una mujercita valerosa, dura y decidida.
—Sí. Kay que serlo para enfrentarse al clan de “Jake” Moran, incluido “Cheyenne” Bill.
Pero eso es una temeridad.
—Después de todo, nadie sabe que sea ella la testigo del crimen, Dave. ¿Quién va a
sospechar su identidad?
—No lo sé, pero no me gusta. No me gusta esto, mientras Laura Madden no esté aquí,
sana y salva —miró al viejo sheriff con aire sombrío—. ¿Algo más, Kitting?
—Sí. “Jake” ha pedido ayuda al alcalde. Ya sabes que Carsdale le debe muchos favores
a Moran. Demasiados para negarse a nada. Y a su vez, el gobernador Talbot le debe
muchos más favores a Carsdale que éste a Moran. Es una cadena.
—Una nauseabunda cadena con olor a podrido, Kitting —lanzó Reno, furioso—. ¡No
sólo Unión City, sino toda Nebraska está corrompida desde que Talbot ocupó el cargo!
—Trata de convencer a los de Washington, y no a mí, hijito —suspiró Kitting—. ¿Qué
puedo hacer yo, cuando sé que debo mi puesto y el dinero que recibo del Estado, a la
caridad de Carsdale, y que en cuanto él quiera, la gente votará a quien señale?
Reno miró con auténtica pena a aquel hombre maduro, cansado y temeroso de ¿a vida
y sus golpes. Mientras gentes que todo se lo debían a Carsdale, estuvieran en los cargos
públicos de Unión City, ¿qué se podía hacer por limpiarla de basuras?
—Creo que necesito una copa a bordo del “Pirata’' —dijo, apretando sus mandíbulas
cuadradas y sólidas—. El olor del viejo Missouri, es mil veces mejor que esto...
Salió, dando un portazo a la vidriera, sin que Kitting le despidiera. Con sus largos pasos,
Dave Reno cruzó de nuevo la calle mayor, buscando la alameda que conducía al cercano
embarcadero.
El fogonazo y el ladrido del arma de fuego, le sorprendieron plenamente, aunque no así
el cercano silbido del proyectil. Sintió su cabeza al desnudo cuando el sombrero negro, de
anchas alas, saltó por los aires, y luego, despreciando el flamante estado de su traje, se
arrojó a tierra.
Se repitió el disparo desde el mismo punto, frente a él, un poco a su derecha. Tras su
figura, antes erguida, brillaba la luz de la puerta del saloon de Moran, momento que el
tirador aprovechó, con mala fortuna por muy poco.
Dave, tendido en tierra, reptó buscando la obscuridad del porche cercano. Dos
proyectiles silbaron cerca de él, levantando un surtidor doble de tierra, y luego se escuchó
un rumor de pasos precipitados que huían por una calleja adyacente.
El sheriff Kitting apareció en la puerta, gritándole su nombre, en tanto que el porche de
Moran se poblaba de curiosos. Dave, que había extendido su brazo, aferrando el
sombrero, examinó plañideramente el agujero que horadaba la copa, a media altura.
—¡Me estropeó un sombrero de treinta dólares! —gruñó, irritado.
Lo arrojó de nuevo, poniéndose en pie, y corrió hacia el callejón inmediato, a la vez que
desenfundaba el revólver.
Estaba todo muy obscuro allí. Los pasos sonaban, rápidos y sordos, a buena distancia
ante él. Dave, amartillando su “Colt”, se lanzó decididamente en rápida carrera tras el
agresor. El rumor de sus pasos, ahogó los del perseguido.
Las tinieblas engulleron a ambos, y no se aclararon hasta que delante de Dave brilló
una llamarada naranja, Reno se echó vivamente contra un muro, mientras el proyectil
silbaba cerca de su rostro.
Rápido, hizo fuego contra la borrosa silueta que se había perfilado un instante tras el
fogonazo. Escuchó un gemido sordo, y se reanudó la carrera del fugitivo. Pero ahora,
parecía cojear, porque el golpeteo de sus pies en el suelo era irregular.
Reno sonrió con dureza, amartilló otra vez su arma y continuó la búsqueda. El
perseguido perdía terreno, sus pasos sonaban más y más cerca. El comisario aceleró,
hasta que se detuvo, para localizar el punto donde pudiera hallarse el agresor.
Sorprendido, advirtió que los pasos ya no sonaban. Receloso, adelantó el arma, se pegó
a la pared, y comenzó a recorrerla, tanteando cautamente los huecos, puercas o
rinconadas, en busca del desaparecido.
Convencido de que allí no estaba, volvió atrás, prendió un fósforo de madera, y
comenzó a escrutarlo todo. Encontró sangre en el suelo, un charco de gruesas gotas, y
gotas más pequeñas, formando reguero. Pero ese reguero moría súbitamente, sin duda
por haberse contenido la hemorragia con un pañuelo.
Y después de eso, había desaparecido. Dave apago el fósforo, irritado. Había allí
muchos edificios, cobertizos y establos donde hallar frágil refugio. Registrar la zona,
llevaría toda la noche. Y el éxito era dudoso.
Se sacudió el polvo de la levita, miró atrás, viendo la animación de la calle Mayor en
busca del motivo del tiroteo, y Dave juzgó preferible acudir, al “Pirata” bordeando el río,
sin volver al centro de la población.
Así lo hizo. Alcanzó la pasarela del “show boat” sin nuevas dificultades, y subió a bordo,
confundiéndose entre el gentío multicolor que llenaba el barco de río.

***

—¿Se divierte, comisario?


Dave Reno se volvió. El gordinflón estaba muy elegante con aquel frac azul, su chistera
de peluche y la flor en el ojal. El comisario dejó de beber en su copa, apoyóse de codos en
el largo mostrador, quitando su mirada del escenario donde unas jovencitas muy tacañas
en el gasto de la tela para vestidos, convencían a la gente de que sabían bailar, apelando a
todos los recursos menos al baile.
—Es un buen espectáculo —admitió Dave—. Pero aún no he visto salir a su formidable
campeón de tiro. ¿Lo reserva como último número del programa?
—No sea sarcástico. Ya tenía que haber salido. Pero, ¿quién le tomaría en serio,
después de haber perdido hoy con usted? Claro que él asegura muy enfadado que no
hubo tal derrota porque usted no le concedió oportunidad de repetir la forma de tirar que
usted utilizó, pero yo sé cuándo "Pistol” está vencido y cuándo no.
—Si le saca de sus truquitos de siempre, es hombre al agua, ¿eh? —rió Dave.
—¿Cómo lo sabe? —Mason estudió, perplejo, a su visitante—. Es buen tirador...
—Es uno de tantos. Usted le ha rodeado de teatro, y él se ha ensayado dos efectos
infalibles. Conozco al tipo de tirador de teatrillo. Todo carpintería, Mason.
—¿Qué es lo que usted ignora de hombres y de armas, comisario?
—Poca cosa. Tal vez nada. Pero no... Siempre se ignora algo en la vida.
—Es muy joven para ser tan hábil, Reno. Aún no tiene treinta años.
—Aún no.
—¿Tiene una historia turbulenta?
—Una historia vulgar.
—No puedo creerlo.
—Haga lo que quiera. Yo no me hago propaganda, como su querido "Pistol”.
—Frankie Thompson es un buen chico. Dave.
—No lo dudo. Hablaba de mi historia. He nacido y he vivido siempre en Union City. A
veces he llegado a visitar Omaha. Asland, Red Cloud y North Platte. Pero nunca fui más
allá. Me gusta mi tierra y no me marcho de ella. Pero en Nebraska se aprende pronto a
manejar un revólver, a criar ganado, a plantar cercas o a abrir surcos en la tierra. Somos la
puerta del Oeste, hemos luchado con "sioux” y “pawnees”, hemos pisado la vieja ruta del
Oregon, y estamos orgullosos de haber visto la luz en este trozo del país. No le aconsejo
exhibiciones así en otros pueblos ribereños de Nebraska. Su campeón perderá siempre.
—No lo dudo —rió Mason—. Recuerde que yo le hice una oferta esta tarde.
—Sería una broma, ¿verdad?
—Yo siempre hablo en serio, cuando trato de negocios. Amplío los términos de mi
oferta, por si la ha estudiado: ciento cincuenta dólares a la semana, vivienda y
manutención a bordo, si accede a contraten se conmigo y se convierte en mi nuevo
"Pistol”.
—Sigue sin interesarme —el gesto de Dave era burlón—. Conserve al que tiene, o
busque a otro. Cuando deje esta estrella de latón, será para establecer mi hogar y vivir
tranquilo. Sus mil dólares me van a ayudar mucho en ese proyecto.
—Lo celebro, comisario. ¿Tiene novia?
—La más linda de Nebraska. Y esta es tierra de mujeres hermosas.
—¿Hay algo bueno en el mundo que no sea Nebraska? —rió Mason, alejándose con
una inclinación.
Dave siguió contemplando el espectáculo, una vez solo. Terminado el número de las
chicas, salieron dos cómicos de muy relativa gracia. El comisario comenzó a aburrirse y
subió a cubierta, en busca de un poco de aire fresco, con olor a río y a helechos.
Avanzó bordeando la barandilla, con la vista clavar da en las obscuras aguas del
Missouri. No cesaba de subir gente a bordo. Muchos de los asistentes al “show boat”,
aparecían acodados en las bordas, mirando al cabrilleo de las luces de petróleo en las
aguas. Era un espectáculo breve y espaciado el de la actuación de un barco de río en los
pueblos ribereños, y las gentes de Unión City eran como las de todas las ciudades del re -
corrido. Ingenuas, fáciles de embaucar y provincianas ante el oropel de los teatros
flotantes.
Dave Reno se detuvo de pronto, cerca ya de la popa del barco, más silenciosa y obscura
que el resto de la larga nave. Había dos personas asomadas a la borda, y observó que eran
de diferente sexo. No quiso importunar una posible escena sentimental, y empezó a
retirarse prudentemente.
No llegó a hacerla cuando captó una de las voces y las palabras que pronunciaba:
—Por favor, intenta ayudarme en esto. No seas cruel conmigo. Sabes que he llegado a
quererte, y si hoy en día no sigue todo igual entre nosotros, es por culpa tuya. Pero al
menos, sé noble y leal en una ocasión, y borrarás tanto recuerdo desagradable, dejando
una huella de gratitud y de afecto en mí...
Era una cálida, profunda voz de mujer, cuajada de ansiedad y de inquietud. Dave,
inmóvil bajo la cornisa de la cubierta superior, quedaba oculto en la sombra. Oyó después
la respuesta masculina. Sarcástica y dura, sin contemplaciones:
—Claire, deberías de conocerme lo bastante para saber que no me ablandan fácilmente
las sensiblerías femeninas. Todas las mujeres utilizáis las lágrimas y las súplicas como
arma para convencernos. ¿Crees que soy aún tan estúpido como para dejarme engañar
por cuatro bonitas frases en tus labios? Entonces, mal me conoces.
—Sé la clase de hombre que eres, pero siempre he pensado que había en ti algo bueno
y digno, capaz de hacer una buena acción. Sobre todo, si esa acción no te traía perjuicios.
—Estás realmente loca, Claire. Ya no interesas a nadie en este barco, y yo no seguiré
sacando la cara por ti. Si Mason ha decidido echarte, busca otro barco. Hay cientos de
ellos a lo largo del Mississipi y del Missouri. Incluso es posible que te paguen más que el
viejo avaro...
—¡Frank, sabes que eso no es cierto! —suplicó ella—. Los barcos tienen su compañía
formada y no quieren nuevos elementos. Y aquí... aquí tú mismo le has pedido a Mason
que me expulse. Tú o yo, ¿no ha sido esa tu oferta?
—Me molesta esta charla, querida —habló cínicamente la voz masculina—. Buenas
noches. Y no llores demasiado. Si cuando quedes cesante te ven hinchados tus lindos ojos,
te será más difícil contratarte...
—¡Canalla!—le dijo de pronto la voz femenina, perdiendo su tono suplicante y
endureciéndose notablemente—. ¡Eres la escoria del río, un tipo que ya no sabe ni
utilizar sus trucos con mediano éxito! Daba risa verte hoy, frente a aquel hombre...
—¡Calla! —rugió él. Aferró a la mujer por un brazo, la zarandeó con brutalidad, y luego
la acercó hacia sí, descargándole un bofetón terrible. La soltó, silabeando al verla rebotar
contra la pared de los camarotes—: ¡Debería estrangularte, maldita! Si vuelves a repetir
que yo...
—Cobarde... Eres tan cobarde como malvado, Frank... Y eres un fracasado. Te veré
arrastrarte por los muelles antes de que yo...
El llamado Frank saltó como un tigre furioso contra ella. Dave salió de la zona obscura
cuando levantaba el puño contra la mujer, dispuesto a derribarla a golpes.
Le alcanzó una fracción de segundo antes de que dejara caer los nudillos en el rostro
de la mujer, y ante la sorpresa de la pareja, Reno disparó su puño izquierdo contra el
abdomen del agresor.
Este se plegó, gimiendo a flor de labio, y Reno le asestó un bestial mazazo a la nariz.
Sonó un hueso a quebrado, brotó tumultuosamente algo líquido por las fosas nasales del
agredido, y cuando éste manoteaba, desesperado por devolver alguno de los golpes al
inesperado rival, el comisario le remachó de un directo impresionante al mentón. Con un
escalofriante chasquido de la mandíbula, el hombre se derrumbó de bruces en cubierta.
Dave permaneció ante él, erguido con las piernas muy abiertas y los puños en ristre.
Pero el atacado, al recobrarse, mientras la mujer sollozaba a espaldas del comisario,
echó a correr cobardemente, perdiéndose a lo largo de la cubierta.
—¿Le hizo daño ese bruto, señorita? —dijo suavemente Dave, volviéndose a ella.
Se encontró con un rostro muy maquillado bajo los rizos rubios, y que sin embargo aún
conservaba rastros de la lozanía original. Era joven, sin duda, pero su provocativo traje
rojo, el peinado y la pintura, desvirtuaban su edad, haciéndola parecer mayor.
—No mucho, gracias —musito ella, adelantándose hasta que uno de los faroles de Ja
cubierta alta cayó con más fuerza sobre su rostro—. Pero iba a hacérmelo cuando...
cuando usted intervino. Le estoy muy agradecida.
—Oh, no tuvo importancia. Pasaba casualmente, y... —se detuvo, sin dejar de
observarla.
Eran hermosos los ojos azules. Y limpios. También eran bellos los rojos labios carnosos,
que sin duda estarían mejor sin color artificial. Su busto era impresionante, y el escote
contribuía a convencerle de ello. Pero armonizado a su figura, repleta de curvas y de
gracia femenina. No necesitaba un traje así para destacar por sí sola.
—Usted es el hombre que le ganó esta tarde, ¿verdad? —dijo ella de pronto.
—¿Eh? —se sorprendió Dave.
—A Frank Thompson... —rió ella, divertida—. Primero le dió una lección con la pistola,
y ahora con los puños. Se ha ganado un enemigo mortal.
—¿Pero era él quien...? —Dave también rió, sin proponérselo—. Tendrá razón para
odiarme. Pero no podía tolerar lo que hacía con usted. ¿Es... es familiar suyo?
—No... Representó algo para mí... una vez, hace algún tiempo. Ahora, le detesto.
Tras un silencio embarazoso, Dave insistió en sus preguntas:
—¿Usted trabaja aquí?
—Sí —la voz rezumaba amargura—. Canto y bailo. No me gusta lo que hago, pero
tengo que hacerlo. Se ha de vivir, y el río es duro con su gente. Es mejor esto que otra
cosa. Mi nombre es Claire. Claire Darían. Soy de Nueva Orleáns.
—¿Francesa de origen?
—Sí. Parece obligado siendo de Nueva Orleáns, ¿verdad? —sonrió ella.
—En efecto. Yo me llamo Dave Reno. Soy comisario de Unión City.
—Un oficio romántico el suyo.
—No lo crea. Esa es la leyenda. La realidad es siempre mucho más fea.
—Y sin embargo, estoy segura de que la realidad de su oficio es mucho más...
—¡Comisario Reno! —gritó una voz potente, en el centro de la embarcación—.
¡Comisario Reno! ¿Dónde está?
Las facciones de Dave se endurecieron. Miró un momento a la rubia y dijo con rapidez:
—¿Ve? El deber me llama. Tenga por seguro que no será para nada bueno.
Se inclinó ante ella. Echó a correr después, mientras seguían llamándole con
insistencia. Dave reconoció la voz de su compañero Tom Winters.
Le encontró a la puerta del salón-casino del barco, sombría la expresión y dispuesto a
seguir gritando su nombre a los cuatro vientos.
—¡Tom! ¿Qué es lo que sucede?
Su compañero le miró, aliviado. Luego, sin pronunciar palabra, observó el cerco de
curiosos reunido en breves segundos, y tomando de un brazo a Dave, le apartó de oídos
indiscretos.
—Pero, ¿sucede algo malo, Tom? —insistió Dave, intrigado.
—Lo peor que podía ocurrir, Dave. El alcalde Carsdale acaba de pedir, de parte del
gobernador Talbot, la inmediata libertad de "Cheyenne” Bill, basándose en la ausencia
total de pruebas.
—¿Si? —Reno achicó sus ojos con expresión belicosa—. Será cosa de encontrar
urgentemente a Laura Madden y darles con su testimonio acusatorio en la cara. Ella vió
cómo asesinaba a los dos hermanos Culver con una escopeta de perdigones, por la
espalda.
—Laura Madden ya ha sido encontrada.
—Entonces no se saldrán con la suya.
—Por desgracia sí, Dave. Hemos encontrado a Laura Madden brutalmente asesinada...
La capturaron en el camino, la maltrataron de un modo inhumano, y luego la degollaron.
No es agradable ver cómo han dejado a la pobre chica...
CAPITULO III

Se apartó del cuerpo rígido. Había sido una hermosa criatura. Joven, hermosa, una
belleza morena que atraía a los hombres. Ahora... Tom Winters había dicho verdad. No
era agradable verla.
Pero Dave Reno la había visto. Con cara lívida, crispada, había contemplado impasible
aquel horrible despojo. Un sabor áspero en su boca, le hizo advertir que se habían
hincado sus dientes en el labio inferior, haciéndolo sangrar. No le dolía. Nada podía
dolerle, ante la presencia de Laura Madden en aquella mesa.
La cubrió de nuevo con la sábana que velaba tanto horror. Tambaleándose
ligeramente, avanzó hacia la puerta. Allí estaba Tom Winters.
—No debiste venir, Dave —dijo el joven comisario—. Ya te advertí que...
—¿Dónde está el sheriff? —interrogó roncamente Reno.
—Ha ido a poner en libertad a "Cheyenne” —murmuró Tom—. Ya no hay caso posible
contra él. Llevarle a juicio, sería el hazmerreír de la gente. Vale más soltarlo ahora. El
alcalde envió hace un rato al abogado Karpis, urgiéndonos la libertad de “Cheyenne”.
Tom esperaba un estallido de Dave. Le sorprendió advertir su mutismo, y la rigidez con
que abandonó la funeraria, saliendo a la calle, poblada de gente curiosa. De entre el
grupo, salió una figura femenina, vestida de obscuro, con un chal a la cabeza.
—¡Dave! ¡Dave, cariño! —musitó Wanda Hickory, acercándose a él. Unas manos suaves
y frías aferraron al comisario por un brazo—. Dave, es horrible... Ha oído lo que le ha
pasado a esa pobre chica...
Dave inclinó la cabeza, hasta mirar el menudo y pálido rostro de su prometida.
Escapaban bucles obscuros bajo el chal. Le miraban los grandes ojos negros con temor, y
la boca formaba un rictus angustiado.
—Sí, Wanda... Es horrible lo que le ha ocurrido —miró lentamente el cerco de rostros
silenciosos—. Como es horrible verse rodeado de cobardes, en una ciudad Sin hombría ni
dignidad...
—¡Oiga, comisario, no tiene derecho a decir cosas así! —protestó un individuo alto y
fornido. Enmudeció al mirarle las frías pupilas de Reno.
—Esa chica, Laura Madden, era el único testigo capaz de llevar a la horca a un asesino.
Sus amigos, otros asesinos iguales que “Cheyenne” Bill, han matado a la muchacha para
salvar a su compinche de la muerte. Esa es la Ley en Unión City, en Nebraska...
Nadie se atrevió ahora a contradecirle. Las cabezas se inclinaron, los ojos eludieron
encontrarse con la mirada diamantina del comisario, erguido en el porche de la funeraria.
—Dave, por favor —musitó junto a él Wanda—. No pierdas la serenidad. “Cheyenne”
es legalmente inocente ahora. Y el alcalde, el gobernador, todos sus amigos y protectores,
pueden hacerte encerrar a ti si les plantas cara...
Reno no contestó. Pero sabía que Wanda tenía razón. ¿Qué podía hacer él solo?
Emprendió la marcha, calle arriba, seguido a duras penas por Wanda, cuyo paso
menudo se acompasaba mal a las largas zancadas de Dave Reno.
—¿A dónde vas ahora, Dave? ¿Qué intentas hacer? —le urgió, preocupada, la
muchacha.
—No lo sé, Wanda, No sé nada de nada. Lo único que comprendo es que es preciso
hacer algo en Unión City, si no queremos vernos asfixiados en la corrupción y la basura.
Pero resulta difícil ver la forma de hacer nada, frente a una partida de leguleyos y picar
pleitos conjurados a favor de un alcalde indigno y de un gobernador sin conciencia ni
civismo.
—No es cosa tuya meterte en todo esto, Dave... Si acaso, el sheriff puede...
—¡El sheriff! El viejo y honrado John Kitting. Demasiado viejo para seguir siendo
honrado. Sabe que debe todo a Carsdale y su pandilla. No moverá un dedo contra ellos,
salvo que tenga detrás al propio Presidente de la Nación.
—¡Pues tú no puedes hacer las cosas solo! ¡No tienes derecho a arriesgarte por nada ni
por nadie, cuando todos los que están por encima de ti cierran los ojos a la realidad!
Dave se detuvo bruscamente, mirando con fijeza a su prometida. Ella también se paró.
—Estás equivocada en algo, Wanda —dijo sordamente—, Tengo derecho a
arriesgarme. Es más, estoy obligado a hacerlo... pero no lo hará. ¿Y sabes por qué? No
por secundar a esos canallas, no por miedo a morir, sino... precisamente por esto último.
Porque moriría sin resultado práctico alguno. ¿Me enfrento a “Jake” Moran y sus
esbirros? Mataré a "Jake” posiblemente, pero sus esbirros me matarán a mí. ¿Al alcalde
Carsdale? Me ahorcarán por ello, y seguirá viviendo apaciblemente en Lincoln el
gobernador. Puedo también ir allí y atentar contra Talbot. Pero no resolveré nada en
Unión City. Es un monstruo, Wanda. Un monstruo con muchos tentáculos para un solo
hombre. Lo siento, me esfuerzo por ello... pero no puedo hacer nada. Nada contra nadie,
ni siquiera después de ver el cuerpo de esa desdichada joven que iba a servirnos de tes-
tigo...
Furiosamente, dio media vuelta y reanudó la marcha a tal velocidad, que Wanda hubo
de correr para situarse a su lado.
—Dave, yo te comprendo... Debes serenarte, descansar y olvidar todo eso...
—¡Olvidar! Eso es lo único que un hombre no puede nunca hacer, Wanda querida...
No hablaron más hasta detenerse frente al edificio donde vivían los Hickory. Wanda,
aún le rogó a Reno, antes de separarse;
—¿Me prometes mantenerte al margen de todo lo que ocurra?
—Te prometo ser prudente. Es lo único que te puedo prometer, Wanda.
Se besaron fugazmente. Ella hubiera querido que aquel beso fuese más largo, pero
Dave estaba muy distante cuando se lo dió. Y la muchacha no quiso forzarle.
Al desaparecer en el interior del edificio, Dave regreso calle abajo, con lentitud.
Cruzó frente a la oficina del sheriff sin detenerse. No quería ver a Kitting y escuchar
sus torpes justificaciones. No quería ver a nadie, o se hundiría su paciencia.
Pero decididamente, no era ese su destino. Una voz le frenó en seco:
—¡Eh, comisario Reno!
Se volvió con mucha parsimonia. Reconoció la voz que llamara a sus espaldas, como
reconocía la alta figura vestida de negro, el rostro afilado y pálido que le sonreía desde la
puerta de la oficina. No era fácilmente confundible el abogado Hamilton Karpis, repre-
sentante legal de “Jake" Moran y amigo del alcalde Carsdale.
—Comisario, no vaya tan de prisa —continuó el abogado—. El sheriff y yo queríamos
verle. Se trata de una pequeña formalidad a cumplir, puesto que “Cheyenne" fué un
prisionero suyo, y suyos fueron los cargos contra él.
Dave empezó a andar. Lentamente, con pesadez. Le costó un esfuerzo hablar:
—Suelten a ese criminal sin mi intervención. El sheriff puede hacerlo, Karpis.
—No, no sería legal sin su presencia —sonrió ampliamente el enlutado leguleyo—. Ha
de firmar su aprobación y la retirada de los cargos contra mi cliente...
Había aparecido Kitting detrás de Karpis. Nervioso y dubitativo, llevando cogido por el
brazo a “Cheyenne” Bill. Al moreno, ceñudo y viscoso “Cheyenne”, que sonreía con igual
aire de triunfo que su representante legal.
—No firmaré nada —dijo Dave, apartando los ojos del preso, con una contracción
dolorosa de sus quijadas—. Lárguese con él de aquí, Karpis. El aire huele mal donde usted
se para un poco.
—¡Eh, comisario, poco a poco! —dijo altivamente Karpis, dando un paso hacia él—. No
admito ofensas de nadie. Usted tiene que reconocer que mi cliente es inocente y...
—¡Yo no reconozco a esa rata asquerosa, inocente de nada! —rugió Reno, avanzando a
su vez un paso hacia Karpis—. ¡Sé tan bien como usted que él asesinó a los Culver y que
ahora sus compinches y los suyos propios, Karpis, han asesinado cobardemente a una
mujer! ¡Sé que no puedo sostener ante un jurado mis acusaciones contra ese cerdo que
se lleva de aquí, pero nadie me hará admitir lo que no es cierto! ¡He dicho que largo de
aquí, picapleitos, o le destrozo la sucia cara a golpes!
—Dave, no sabes lo que dices... —arguyó débilmente Kitting—. El señor Karpis tiene
derecho a...
—¡El señor Karpis tiene derecho a infectar su oficina, sheriff, y a jugar con su
conciencia, pero no con la mía! ¿Sabe una cosa, Kitting? ¡Me da usted tanto asco como
ellos dos juntos!
Dió media vuelta, alejándose bruscamente, y entonces se envalentonó Karpis.
—Vengo a matar a un hombre, Moran

El abogado corrió tras de Dave, le aferró con fuerza por un hombro, y clamó:
—¡Poco a poco, amiguito! Voy a presentar ahora contra usted una demanda legal
por...!
Se detuvo, cortado el aliento. Los ojos de Dave Reno, fríos y centelleantes, se habían
clavado en él con tal expresión que le frenaron en seco. Reculó Hamilton Karpis unos
pasos, sin saber qué decir más, ante semejante furia reflejada en los ojos de un hombre.
Furia que podía llegar incluso a matar...
Dave no se sintió satisfecho con el retroceso del abogado, y se lo apresuró gustoso.
Disparó su puño derecho inesperadamente, cogiendo a Karpis de lleno en el hígado. El
abogado se dobló, perdido el aliento. Dave aprovechó el momento para fulminarle con tal
mazazo en la mandíbula, que le dobló hacia atrás la cabeza y le vió retroceder a
trompicones, hasta rebotar de espaldas en los postes de un porche, y caer de bruces
contra una ventana, cuyos vidrios quebró con su cabeza, en medio de un gran estruendo.
—Ahora, gusano nauseabundo, presenta las demandas que gustes —sonrió
rabiosamente Dave a flor de labio—. Será un placer pagar los daños y perjuicios...
Rápido, giró sobre sus talones y se alejó del lugar.
***

Hacía calor aquella noche.


Dave Reno entreabrió la ventana de su dormitorio, mirando pensativo a la calle. Había
todavía luz detrás de los batientes del saloon de “Jake” Moran, situado casi enfrente de su
vivienda.
Más allá, tras los edificios de madera y de ladrillo, se veían las luces multicolores del
“Pirata”, y se podía adivinar su cabrilleo en las aguas del Missouri. El espectáculo estaría
terminando, pensó, recordando unos ojos azules y hermosos, que sabían mirar
limpiamente, aun debajo de la capa de afeites propios de una canzonetista de río.
Se reprochó a sí mismo pensar en Claire Darlán. Era en Wanda en quien debía pensar.
Eran mujeres muy diferentes entre sí. Y Wanda era la destinada para ser su esposa. La
otra, la damita de Nueva Orleáns, desaparecería pronto de Unión City y de su vida, llevada
por el curso del amplio Missouri.
También pensó en una tercera mujer: Laura Madden. Una dulce pero enérgica
muchacha, morena y apasionada, que había resuelto desafiar el poder de los asesinos
locales, revelando lo que sabía sobre el asesinato de los Culver. Ahora, estaba muerta. Y
de qué modo...
Se apartó de la ventana. Estaban cantando dentro del local de Moran. Sonaban voces
broncas, música ramplona y alegre. Celebraban la reapertura del saloon, cerrado desde la
detención de “Cheyenne” Bill. Y algo más. La impunidad de tres asesinatos, la libertad de
un criminal feroz e inhumano...
Asqueado de tanto horror, Dave Reno cerró de golpe la ventana. A pesar del calor. Era
preferible no oír, cerrar los oídos a tantos gritos obscenos, a tanta algarabía monstruosa.
Porque esa algarabía era más de lo que un hombre podía soportar. Igual que cantar
canciones alegres en un funeral.
Algo más abajo, en la funeraria, igualmente iluminada toda la noche, Laura Madden
reposaba bajo la sábana que la cubría. Si es que podía reposar, con aquel infame jolgorio
de sus asesinos, una manzana más allá...
A pesar de la ventana cerrada, seguían llegando los gritos a él. Risas estridentes,
música cada vez más ruidosa y aguda. Una brillante inauguración del flamante local.
Sudaba copiosamente Dave. Se pasó una mano por la piel, rezumando transpiración,
cuando consumió su sexto cigarrillo, tendido boca arriba en su lecho, sin desvestirse.
Era inútil intentarlo. No podía dormir. No podía relajar sus nervios ni sus músculos en
tensión.
Por último, aplastó el cigarrillo en el suelo de la habitación, saltó del lecho, calzándose
las botas. Después, se puso en pie...
***
—Me gusta que visite la Ley mi modesto local —sonrió afablemente “Jake” Moran,
tendiendo a John Kitting una botella de buen whisky y un vaso—. Sírvase usted mismo,
sheriff, que esta noche la casa invita a sus amigos.
El representante de la Ley en Unión City no tuvo fuerzas para denegar la invitación.
Después de todo, si el propio alcalde, Ben Carsdale, y su hijo Lex, honraban con su
presencia la inauguración del renovar do local, él no podía desentonar en tal noche.
Miró de soslayo al alcalde y a su hijo, ambos demasiado entretenidos en uno de los
discretos palcos del piso superior, en compañía de dos damiselas de Moran, para que se
ocuparan de otra cosa. En otra mesa, Karpis, con el rostro cubierto por tiras de es-
paradrapo todavía, acompañaba, al parecer muy feliz, a "Cheyenne” Bill. El asesino, hijo
de un mestizo indio, parecía tan impasible como si continuara en su celda.
En realidad, nadie le había visto nunca hacer gesto expresivo alguno. Su rostro ceñudo
y cobrizo, manteníase inalterable. Con igual estoicismo bebía whisky que asesinaba a
quien sus patrones le ordenaran. Sin preguntar jamás, sin interesarse por nada. “Che-
yenne”, para muchos, era una simple máquina de matar, dotada de astucia y de maldad
infinitas.
—No sé si debo andar por aquí —dijo sordamente Kitting, sorbiendo un trago de licor
—. Los ánimos andar, bastante excitados, después de lo de esa chica, Laura Madden...
—Oh, sí, he oído hablar de ello —asintió pensativo "Jake”—. Parece ser que a la pobre
muchacha la hicieron sufrir lo suyo antes de matarla... Mala cosa, sheriff. ¿Por qué podría
nadie tener interés en hacer daño a la chica?
Kitting miró al dueño del local. De no conocer tan bien a Moran, hubiera dudado.
Parecía imposible que tuviera relación alguna con el crimen. Tan inocente, tan apático...
Pero la verdad era muy otra. Moran no era apático ni inocente.
Llegaron risas del palco de los Carsdale. Gritos frívolos y provocativos de las descocadas
muchachas. El alcalde y su joven hijo, reían, congestionados los rostros. Kitting sintióse
por un momento bajo y despreciable. El no podía olvidar a aquella muchacha, Laura
Madden. No era fácil olvidar un rostro como aquel, una belleza truncada por la
brutalidad, la violencia y el odio...
—Creo que me sentará mal tu whisky, Moran —dijo, empujando la botella lejos de sí—.
Es mejor que no siga bebiendo...
—¿El estómago o el hígado? —rió “Jake”.
—Ni una cosa ni otra. La conciencia, Moran...
—¿La conciencia?
—La mencionas como si jamás hubieras oído hablar de ella... —masculló Kitting,
avanzando hacia la salida.
Se detuvo cuando un puñado de chicas de igual condición que aquellas que bebían con
los Carsdale, asaltaron con jubilosos alaridos a "Cheyenne” Bill. Miró de soslayo. El preso
recién liberado salió en parte de su inmovilidad. Abrazó a las dos chicas más cercanas y rió
huecamente.
—¡Eh, Moran! —llamó un momento después, con su seca voz de ásperos tonos—,
¡Sirve unas botellas aquí! Estas chicas quieren celebrar mi libertad...
—¡En seguida, Bill! — Moran soltó una carcajada. Guiñó un ojo a “Cheyenne”, eligió un
par de buenas y polvorientas botellas, y avanzó hacia ellos, haciendo comentarios
procaces, que ellas reían en forma histérica, coreando la dura risa de “Cheyenne”—. Allá
va.
Kitting se alejó hacia la salida. Detrás de él, las risas de Kerpis, de Moran, de
“Cheyenne” e incluso de los Carsdale, dañaban sus tímpanos. Todavía no había caído tan
bajo como para olvidar a los Culver, con. las espaldas destrozadas por la doble carga de
perdigones de la escopeta de “Cheyenne”, o el más reciente espectáculo de la única
testigo, secuestrada y muerta antes de llegar a Unión City.
De pronto, se paró en seco. Quedóse mirando al hombre que enmarcaba la puerta. Se
estremeció ligeramente, antes de musitar su nombre con ronca voz:
—Dave... Vale más que te marches de aquí. En seguida...
Dave Reno no le hacía caso. No había llegado, al parecer, a hacer caso a nadie, y menos
al sheriff Kitting. Estaba clavando su mirada fría, metálica, en la mesa más ruidosa del
local, aquella que ocupaba “Cheyenne” con su abogado y las mujerzuelas de Moran.
—Dave, ¿me has oído? —insistió, angustiado, el sheriff—. Tienes que irte. Vamos...
Los pétreos ojos de Reno giraron hacia él. Le perforaron materialmente.
—El hombre no comprende la voz de las alimañas, sheriff —dijo, con voz helada—. Sólo
si convive con ellas o las tolera, es capaz de interpretar sus sonidos.
—Dave, ahoga tu furia. Sé prudente y vete. Aún es tiempo de evitar otros males.
Dave soltó una risa larga, escalofriante. Fué tal su sonido que “Jake” Moran se detuvo,
y poco a poco se volvió hacia la puerta. También Karpis y “Cheyenne” miraban sin
expresión hacia el comisario. El resto del local seguía la alegre diversión, bajo las grandes
lámparas cuajadas de quinqués llameantes.
—¿De veras que aún es tiempo de evitar algo, Kitting? —preguntó, potente y dura la
voz—. ¿Será tiempo de devolver la vida a Jud y Clark Culver? ¿Será tiempo de resucitar a
Laura Madden? ¿Será tiempo de ahorcar todavía a ese cobarde, sucio y viscoso asesino
que se llama “Cheyenne” Bill, y de colgar junto a él a su abogado, a Moran, al alcalde y al
Gobernador de Nebraska?
La dureza y ferocidad del alegato dejó fríos a los presentes. El silencio se fué haciendo
poco a poco, hasta parecer condensarse sobre todos. Incluso en el palco de los Carsdale
cesaron las risas. Si alguien permaneció igual, sonriente e inmutable, fué el propio
“Cheyenne”, sin quitar los ojos de Dave Reno.
—Estás, borracho o loco —cortó Kitting, incisivo—. Te ordeno que salgas. Todavía eres
mi comisario, y yo el sheriff de Unión City.
—Todavía... pero ya no —Dave, con lentos ademanes, arrancó la estrella de su camisa.
La arrojó al entarimado, donde rebotó hasta golpear la puntera del pie derecho de Kitting
—. Presento mi renuncia al cargo. No soy comisario de Unión City, sheriff.
—Olvidas que puedo rehusar esta renuncia, Dave —le replicó Kitting, con aspereza,
tras un largo silencio.
—Y usted qué tengo perfecto derecho a dejar el cargo cuando lo desee y lo haga
constar oficialmente. Esta es mi renuncia oficial. Usted ha de aceptarla, quiera o no.
Kitting inclinó la cabeza.
—Está bien, Dave. Pero es una tontería, una insensatez tuya que...
—¿Aceptada o no, sheriff?
—Aceptada... oficialmente. Pero...
—Es suficiente. Gracias, Kitting —pasó de largo junto a él, avanzó hacia una mesa
determinada.
Kitting tembló bajo la epidermis. Era la mesa de “Cheyenne” la elegida por Dave.
—Hola, comisario —saludó Moran—. No le esperaba aquí esta noche.
—Ya ha visto la renuncia oficial, Moran. No soy comisario.
—Eso está mejor. Así no tendré que temer que me cierre el local otra vez —rió “Jake”.
Y muchas voces corearon su risa—. ¿Quiere tomar una copa?
—No.
—¿Alguna chica, tal vez? — le guiñó un ojo Moran.
—No.
—¿Entonces... a qué ha venido?
—A matar a un hombre, Moran.
“Jake” no se alteró en apariencia. Pero sus nudillos blanquearon sobre la botella que
aún empuñaba.
—Bromea, ¿verdad?
—No bromeo —Dave Reno miró fijamente a “Cheyenne'’ Bill, que no le quitaba ojo
desde su aparición—. Vengo a matarte a ti, “Cheyenne”. Eres un odioso asesino. Yo te
acuso públicamente de haber matado a los Culver, y de estar ahora libre porque en Unión
City no hay Ley, dignidad ni justicia. Porque te amparan poderosos aliados, y porque una
muchacha digna y leal que quiso ayudar a la Ley declarando lo que vió, fué asesinada por
la gentuza que te protege, “Cheyenne” Bill. Pero a mi revólver no vas a escapar con tanta
fortuna...
—¡Sheriff, detenga a ese borracho! — gritó desde arriba la voz atiplada del fofo y obeso
Ben Carsdale, alcalde de Unión City—. ¡Está estropeando la fiesta!
—¿Qué fiesta, alcalde? —cortó con acidez Dave, alzando hacia él los ojos—. ¿Esta
nauseabunda bacanal que me ha arrancado de mi habitación, asqueado de tanta
podredumbre y basura como hay en la ciudad, empezando por las autoridades?
—¡Sheriff, tiene que arrestar a ese estúpido atrevido! — gritó ahora el hijo de Carsdale,
un mozalbete de unos diecinueve años, propenso a la gordura y al vicio—. ¡Está
insultándonos, y mi padre se lo ha ordenado ya!
Kitting, lívido, no sabía qué hacer. Cometió la imprudencia de acercar la mano a la
culata de su revólver. Inmediatamente, Dave desenfundó su propia arma, y encañonó a
Kitting.
—Haga un gesto más, sheriff, y la Ley empezará a perder a sus dignos representantes
—dijo con feroz sarcasmo—. Vengo decidido a matar a “Cheyenne” Bill. Y ni usted ni
nadie va a impedírmelo...
En aquel preciso instante, “Jake” Moran hizo un disimulado gesto a un hombre
apoyado de espaldas en una columna del saloon. Este, de forma casi automática,
desenfundó su revólver, lo alzó amartillándolo, directamente hacia Dave.
Se paró en seco. Un proyectil, en plena frente, le había abierto un agujero pavoroso, y
se desmoronaba el hombre, resbalando de sus fláccidos dedos el arme inútil, ni siquiera
disparada.
Tras la detonación y el fulgor anaranjado del arma de Dave, “Cheyenne” entró en
acción.
CAPITULO IV

Era un hombre muy rápido, y tenía la ventaja de estar rodeado de gente. Tumbó de un
violento rodillazo la mesa, cuya carga de vasos y botellas rodó por tierra, en medio de un
terrible estruendo.
A la vez, su rápida mano izquierda desenfundó el revólver, disparando a través de las
tablas de la mesa. El proyectil rasgó la madera, perforándola, y corrió hacia el lugar donde
estaba Dave... un segundo antes.
Reno, había saltado de costado nada más disparar sobre el esbirro de Moran,
sospechando que un hombre como “Cheyenne” aprovecharía la coyuntura de tener
ocupado al enemigo con otro adversario, para entrar él en acción inmediata.
Un hombre, lejos de “Cheyenne”, estaba también esgrimiendo ya un revólver contra.
Dave Reno, pero éste le destrozó los dedos de un balazo certero, viendo volar por el aire
el arma sin disparar.
Se había parapetado tras una columna de espejos, que ahora destrozó el balazo de
“Cheyenne”, estérilmente en busca de Reno. “Jake” Moran, tendido tras unas mesas,
gritaba, pidiendo la intervención del sheriff para impedir un nuevo destrozo en su local.
Esto, unido a los alaridos de las mujeres, aterrorizadas por el tiroteo, convirtió el
saloon en un espeluznante caos, donde se olía a pólvora, sangre y whisky por igual.
Dave, tras el espejo destrozado, acechaba la posición de “Cheyenne” detrás de la
mesa, con el revólver amartillado. Detrás suyo, Kitting no intervenía ya. Contemplaba los
sucesos con aire absorto, y sólo pudo musitar por dos veces:
—Pobre muchacho... Se ha jugado la vida...
En aquel instante, “Cheyenne” asomó, rápido, empuñando el revólver, que vomitó
metralla contra Reno. Este se había dejado ver un momento, pero se ocultó en cuanto
ladró el arma de “Cheyenne”, y la bala terminó de derribar los fragmentos de espejo
adheridos aún a la columna.
El asesino mestizo accionó el dedo, volviendo a amartillar el arma, para seguir
acosando a Dave. Súbitamente, se detuvo. Sus dedos se quedaron rígidos, y sé quedó
mirando con increíble horror el arma que escapaba de entre ellos.
Un dolor horrible le laceró el cuello por un momento. Abrió la boca, queriendo buscar
aire, y de entre sus labios escapó una bocanada de sangre. Murió mucho antes de llegar a
comprender que el fugaz espacio entre disparo y disparo, mientras amartillaba el arma,
en una simple décima de segundo, Dave Reno había disparado sobre él, saliendo fuera de
la columna.
Con la garganta perforada por el proyectil de Dave, y con los tímpanos ensordecidos
todavía por el disparo que aniquilaba su existencia, el asesino que huyera a la horca, no
pudo escapar a su destino trágico. Rodó de bruces, quedando inmóvil sobre el
entarimado, tras un seco tumbo. La sangre formó rápido charco bajo su rostro.
Dave Reno amartilló de nuevo, humeando aún el largo cañón de su arma. Miró en
derredor. Todos estaban como petrificados. Lenta, muy lentamente, empezó a recular
hacia la salida, sin dejar de esgrimir el revólver.
—Ha matado a “Cheyenne”... —dijo Moran, poniéndose de rodillas—. Le ahorcarán
por esto, Dave. Aprovechándose de su condición de comisario...
—Ya no soy comisario, Moran. Ustedes son testigos de mi renuncia.
Kitting, fulminante, desenfundó el arma, amenazando a Dave con brusquedad:
—Por lo cual he de detenerte, por la muerte de...
¡Bang! Maulló la bala sobre su revólver, arrancándoselo de las manos. El sheriff
quedóse rígido y desarmado, mirando con aire estúpido sus dedos vacíos.
—No le mato porque no quiero, Kitting —dijo Dave—. Usted es mejor que ellos,
después de todo. Pero no dejaré que me encierre, para ser linchado luego
impunemente. Me entregaré, por lo que he hecho, a una Justicia verdadera, no a la
canallesca parodia de Unión City.
—De todas maneras será ahorcado — le conminó desde arriba Carsdale—. Ha
asesinado a un hombre... No puede escapar a la Ley.
—¿A qué Ley? ¿A la suya, alcalde? ¿A la de sus esbirros sin conciencia? ¿O a la de su
cómplice en mil canalladas, el gobernador Talbot?
Rabioso, el hijo del alcalde reaccionó frente a las duras acusaciones del ex comisario.
Su apariencia inofensiva le ayudó en lo que hizo. Bruscamente, de su levita bien cortada,
brotó un corto y chato "Derringer” azulado. Disparó sobre Dave antes que éste ima-
ginara lo que sucedía.
Sintió el choque del plomo candente sobre el cuerpo. El dolor le acribilló, arrancando
del punto por donde ahora fluía un líquido espeso y negruzco. Tambaleóse, pero no cayó.
De ser un buen tirador el joven Lex Carsdale, hubiera muerto allí mismo. Tenía que
felicitarse de que el gordinflón rubicundo y vicioso no fuera un portento manejando
armas de fuego, ni siquiera con las ventajas de su parte.
El joven Carsdale, al advertir que el disparo no había sido mortal, movió el gatillo
segundo del arma de tíos cañones. No fallaría un nuevo balazo. Por lo que Dave no se lo
dejó hacer.
Fríamente, levantó su revólver, haciendo fuego apenas sin apuntar, y pese al dolor que
ya se extendía a su brazo derecho. Le vió aullar, congestionado, al soltar el "Derringer”,
con la muñeca cubierta de sangre.
—¡Capturad al asesino de mi hijo! — dramatizó el alcalde, lívido de terror—. ¡Ofrezco
cinco mil dólares por su captura!
No se movió nadie entonces, porque era el desesperado Dave Rene quien mandaba en
la situación. Los chillidos de Lex Carsdale, retorcido sobre la mesa, recordaban los de un
cerdo en el matadero.
El comisario dimitido llegó a la puerta de salida, que tocó con sus anchas espaldas, sin
dejar de vigilar la sala.
—Me gustaría saber quién mató a Laura Madden —dijo entre dientes—. Pero como no
puedo estar seguro de ello, no te mato hoy, "Jake” Moran. Sin embargo, algún día llegará
la verdadera Justicia a Unión City. El día que los hombres de este pueblo recuerden lo que
significa ser hombre y llevar pantalones. Es fácil regir una población de mujerzuelas
cobardes como ésta.
—Tienes que haberte vuelto loco para hacer esto —le reprochó Kitting, sin quitarle la
vista de encima—.
Te pones fuera de la Ley, y además estás herido. No irás muy lejos en esas condiciones.
¿Qué te ha ocurrido para hacer semejante insensatez?
—Que aún soy humano, Kitting —habló con una mano en los batientes, comenzando a
empujarlos, sin apartar los ojos de la sala hostil y peligrosa—. Y nadie hubiera podido
dormirse tranquilamente, oyendo a los asesinos gozarse de su sangriento triunfo. No se
podía dormir allí, Kitting. Era como percibir la llamada de los muertos... pidiendo justicia,
pidiendo respeto en sus funerales...
Los batientes se cerraron detrás del tambaleante Dave. En el acto, un general
movimiento de persecución se inició hacia la puerta. Pero un proyectil penetró, silbando
rabiosamente, y la detonación atronó la calle.
Quebróse un quinqué del techo. Los presentes se miraron entre sí, inseguros y
dubitativos. La voz estridente del viejo Carsdale, chilló en medio del desconcierto:
—¡Cinco mil dólares por ese hombre! ¡Vivo o muerto!
Era demasiado dinero para que soportaran dos veces su tentación. Esta vez, el alud se
lanzó hacia la puerta, en busca del hombre que había matado a “Cheyenne” Bill y había
herido al propio hijo del alcalde.
Kitting no se contaba entre los perseguidores. Se quedó inmóvil, taciturno y abatido,
junto al mostrador. Sus ojos cansados vieron salir al tropel de gente ávida de obtener su
recompensa, y dirigió una mirada irónica a Moran, que regresaba, lívido y furioso, al
mostrador.
—¿Todavía me invitas a ese whisky? — preguntó cansadamente—. Creo que es cuando
lo necesito...
—¡Kitting! —aulló detrás de él la voz de Carsdale—. ¿Es que no va en persecución de
ese hombre? ¡Es usted el sheriff de Unión City!
—Era el sheriff de Unión City, alcalde —dijo con tono lento el viejo Kitting. Su mano
arrancó de un tirón la estrella prendida a su chaleco, y la arrojó al suelo. Fué a parar
contra la de Dave, rebotando metálicamente al rozarla una de sus puntas—. Yo también
renuncio.
—¡No puede hacerlo! —rugió Carsdale, furioso, temblándole con rabia sus tres
barbillas grasientas—. ¡Es usted un funcionario elegido por votación! ¡Su deber es seguir
adelante!...
—Elegido por su votación, alcalde. No por la verdadera. Lo que empieza mal, acaba
siempre mal... Buenas noches a todos. Excuso decirles que apruebo lo que ha hecho ese
muchacho. Si todos fueran como Dave Reno, no habría ratas en las ciudades.
Dió media vuelta, tras apurar el vaso de whisky que dejara antes en el mostrador, y
avanzó hacia la puerta. Ya los perseguidores de Dave Reno habían salido a la calle en
tropel, y su griterío y voces furiosas demostraban que el ex comisario habla logrado de
momento anticiparse a su acción, huyendo.
Alcanzaba ya los batientes, cuando “Jake” Moran alzó su mano de detrás del
mostrador. Esgrimía un revólver. Carsdale lo vió, pero no dijo nada. Se mantuvo con los
labios cerrados incluso cuando “Jake” disparó fríamente una sola vez sobre las espaldas
indefensas de John Kitting.
El sheriff de Unión City se paró en seco. Giró sobre sus talones, mirando con ojos
dilatados de horror a sus asesinos. Después, su cuerpo rebotó sordamente en el
entarimado, y quedóse tendido de bruces, cruzado en la puerta.
“Jake” Moran, lentamente, volvió a guardar el revólver sin inmutarse uno solo de sus
rasgos.
—¿Por qué lo has hecho, “Jake”? —preguntó el alcalde, apaciblemente.
—Era preciso. Kitting era útil a nuestro lado. Puesto enfrente, se convertía en un
peligro. Sabía mucho de nosotros, y no era tonto. Podía ser de gran ayuda a Reno, en el
caso de un posible éxito de su acción contra nosotros.
Carsdale ponderó indiferente la cuestión, mirando con apatía el cadáver del viejo
sheriff.
—Creo que tienes razón. Diremos que ayudó a Reno a huir, y hubo que eliminarlo.
Nadie lo discutirá, por la cuenta que les tiene. Por otro lado... no creo en un éxito de Dave
Reno...
—Es un tipo muy peligroso, alcalde —le recordó "Jake” Moran.
—Nosotros lo somos más —rió Carsdale. Un centelleo helado animó sus pupilas—. Y no
perdono nunca a un enemigo. Lo que ha hecho a mi hijo va a par garlo muy caro. Estoy
dispuesto a subir la recompensa a diez o veinte mil dólares, si no le capturan esta misma
noche, sin salir de Unión City. Cosa que estoy seguro que no puede suceder. Dave Reno
no abandonará la ciudad, Moran. Un hombre solo, por fuerte y duro que sea, no es capaz
de hacer milagros.
“Jake” Moran hubiera querido compartir el optimismo del alcalde. Pero no se sentía
seguro de que el hombre capaz de la temeraria aventura de aquella noche no pudiera
hacer milagros, incluso frente a una multitud espoleada por el acicate del oro fácil...
***

Dave saltó a la silla de uno de los caballos alineados frente al local de Moran, nada más
salvar de dos brincos el porche, después de haber disparado hacia el interior del local, en
clara advertencia.
Soltó las bridas ligadas al poste, espoleó al animal y partió a todo galope, hundiéndose
en las calles obscuras.
Momentos después, aparecía la masa de perseguidores, ávidas de cobrar la
recompensa, lanzándose a los caballos para iniciar la cacería. La noche se animó con el
trepidar de los cascos sobre la tierra.
Dave Reno, sudoroso, y sintiendo agudizarse el intenso dolor del costado, se inclinó
sobre el cuello de su montura, volviendo ligeramente la cabeza hacia atrás. Los vagos
resplandores de las luces ciudadanas, le mostraron las siluetas de los jinetes, lanzados en
su seguimiento como una bandada de halcones.
Los disparos poblaron la noche de estruendos, y varios proyectiles silbaron cerca de
sus cabellos. Reno se pegó más al animal, para ofrecer escaso blanco, y trató de arrancar
a éste más velocidad, sin demasiado éxito.
Los últimos edificios quedaron atrás, y el caballo lanzóse a campo abierto, en la
negrura de la campiña, con la serpiente plateada del Missouri ondulando a su derecha,
alejándose más y más, puesto que Dave no buscaba la fuga por el lado del rio, sino por el
opuesto.
Se tocó la herida, y retiró su mano empapada de algo espeso y cálido. Estaba
perdiendo mucha sangre, y tenía demasiados enemigos a sus espaldas. Se había situado
al margen de la Ley por su violento y disparatado acto de aquella noche. Ahora, sólo
había dos caminos: huir... o dejarse capturar y asesinar con visos de legalidad por los
buitres que se nutrían en Unión City. Una cosa esta última que él jamás admitiría. Valía
más morir a campo abierto, luchando hasta el último aliento.
Le provocaba terribles dolores aquel furioso galope en su herida, pero no podía
detenerse ni plantar batalla al enemigo. Apoyado en el cuello del animal, a duras penas
logró reponer la carga en el barrilete de su revólver, y cuando consiguió encajar la última
bala en su orificio y cerró con un chasquido el tambor del “Colt”, permaneció inmóvil,
exhausto, colgando el arma de su mano.
De pronto, el animal redujo la marcha, con un agudo relincho, y Dave Reno se rehízo,
con un poderoso esfuerzo de voluntad, alzando la cabeza. Clavó sus duras pupilas
entornadas en el grupo de jinetes que había surgido ante ellos de un bosquecillo,
cerrándole virtualmente el paso.
Frenó en seco la marcha de la montura, y giró la cabeza hacia atrás. El primer grupo
tampoco se despegaba dé sus talones.
Juró entre dientes, furioso y desesperado. Los enemigos, aprovechando los mejores
caballos, habían dado un rodeo, presintiendo sin duda su ruta, y ahora le cerraban toda
salida.
—¡Ríndete, Reno! —gritó una voz ante él, con clara potencia—. ¡Estás perdido!
—¡No aún! —rugió Dave, alzando su revólver.
Llameó una sola vez, y la misma voz que le conminara se quebró ahora en un aullido de
agonía. Un cuerpo rebotó sordamente en tierra, y ello provocó el ataque.
Ambos grupos de jinetes se lanzaron sobre él como flechas hacia un blanco infalible.
Dave disparó dos veces más, ahora sobre el grupo de sus espaldas, y dos cuerpos saltaron
de las sillas, alcanzados por el plomo certero del comisario.
Simultáneamente, Dave se lanzó en vertiginoso galope, clavando sus tacones en la piel
del noble bruto, hacia el único punto que la maniobra envolvente de los perseguidores le
dejaba libre: el río.
Hizo el rápido quiebro del animal hacia la derecha y tras el caracoleo de la montura,
ésta emprendió la marcha, eludiendo el cerco, y forjando a ambos grupos a unirse,
doblando el número de perseguidores y reduciendo considerablemente la distancia entre
fugitivo y cazadores.
—¡Está perdido! —gritó alguien, en el grupo de atrás—. ¡Va hacia el río!
Dave sabía ya eso. Pálido, con los dientes apretar dos y el cuerpo casi sin fuerzas,
mientras por su pierna resbalaba ya la sangre de la herida, miraba fijamente al Missouri.
Ancho, profundo y obscuro, reflejando el cabrilleo de las estrellas. Y más allá, bastante
más allá, justamente tras el recodo que formaban los embarcaderos de Unión City, o el
teatro flotante de Jesse W. Mason.
Varios disparos partieron, zumbando rabiosamente los proyectiles cerca de él. Dave se
volvió, disparando una bala más contra el enemigo. No supo si afortunada o no. Ahora le
preocupaba más alcanzar la orilla del río.
Entre surcos rojizos y restallantes que hendían la noche, el caballo de Dave alcanzó el
borde de las aguas. Reno se detuvo, mientras los cascos pisoteaban los helechos de la
ribera. Luego, se metió en un tremendo espolonazo en el río. Su montura, relinchando
dolorosamente por el impacto de sus tacones, saltó al agua, levantando surtidores de
fango y de líquido pulverizado.
—¡Disparad! — gritó una voz—. ¡Quiere cruzar el Missouri hasta la otra orilla!
—¡Tiene que estar loco para intentar una cosa así! —aulló otro, empezando a crepitar
un arma de fuego—, ¡Se hundirá en la corriente antes de llegar al centro del río!
—¡De todos modos, disparad! ¡Hasta alcanzarle y sin reposo! ¡Necesitamos su cadáver
para cobrar los cinco mil dólares del alcalde! ¡Cuanto antes caiga, mejor podremos
rescatar su cuerpo!
Esa idea, que no dejaba de tener su terrible lógica, prendió rápidamente en todos.
Empezaron a llover balas sobre la superficie del Missouri, que se cubrió de salpicaduras
hirvientes.
Dave Reno, aferrado al caballo, que nadaba furiosamente hacia la orilla opuesta, muy
distante para ser accesible, se dejaba llevar, sin replicar al fuego. Necesitaba, todas sus
energías para huir, para alcanzar su objetivo, si eso era humanamente posible.
De pronto, todo eso se vino abajo estrepitosamente. Su caballo relinchó. Cubrióse de
sangre el cuello del animal, y Dave sintió bajo su peso el revuelo del animal, mortalmente
herido.
Era cruel, pero ahora no podía prestarle él ayuda a quien le ayudara. Tenía que
apartarse, nadar lejos del bruto moribundo, que en su coceo desesperado podía darle
alcance y hundirle en el río sin remisión.
Dave, frenético, soltó las riendas, abandonaron sus pies los estribos, y a pesar del
incisivo dolor de la herida, comenzó a alejarse dando violentas brazadas, nadando con
todas sus exiguas fuerzas.
—¡Hemos dado al caballo! —oyó gritar en la orilla, mientras de los helechos partían
nutridos disparos que todavía salpicaban las aguas de surtidores violentos—. ¡Ahora hay
que alcanzarle a él! ¡Pronto, o se alejará de nosotros y la corriente se lo llevará!
También él luchaba contra esa corriente. Era curioso que coincidieran sus intereses en
esa lucha contra la muerte. Sólo que el afán de ellos era rescatar un cadáver, y el suyo
rescatar una vida, la propia.
Ya empezaba a sentir el invencible aletazo de la corriente, pugnando por arrastrarle río
abajo. Y no era ese su rumbo. Quería ir río arriba, ansiaba llegar a un punto... un punco
donde acaso quedara aún una remota oportunidad de salvación y de libertad.
No iba a serle posible. Se hundía por momentos. Moral y materialmente...
Sin comprender apenas lo que sucedía, hallóse en uno de los puntos más tumultuosos
del Missouri. Quiso luchar, resistir los embates de una fuerza miles de veces superior a la
suya.
No obtuvo ningún éxito. Mientras el plomo seguía zumbando y hundiéndose en
derredor suyo, él empezaba a ser arrastrado, conducido indefectiblemente río abajo,
hacia cualquier rápido traicionero, o hacia el definitivo hundimiento bajo las tumultuosas
aguas.
De cualquier modo, hacia la muerte.
Sus oídos, que zumbaban rabiosamente, ya no llegaron a captar otra cosa que
espaciadas detonaciones lejanas, voces irritadas y carreras a lo largo de la orilla...
Después, las aguas debieren cerrarse sobre su cabeza para siempre, porque no percibió
nada más, y una absorbente negrura le envolvió.
CAPITULO V

El amanecer tenía siempre una extraña lividez en las orillas del río.
Los helechos parecían mecerse con la brisa matinal, las aguas del Missouri, como las de
su hermano mayor, el Mississipi, imitaban al acero líquido, deslizándose por entre
vegetación, amplias y tumultuosas en unas zonas, tranquilas y apacibles en otras.
Tras los árboles de las riberas, el gris brumoso de la mañana iba materializándose poco
a poco en un reflejo dorado que levantaba fulgores deslumbrantes en los vidrios de los
barcos ribereños.
“El Pirata” empezó a deslizarse suave, lentamente, río abajo. Regresaba a sus orígenes,
que eran también el origen del río; hacia el Sur. En busca de San Luis y de la confluencia
con el Mississipi.
La gigantesca rueda central levantaba con sus enormes aspas las aguas, produciendo
una tumultuosa espuma que parecía quedar como burbujas lánguidas, detrás de la popa
del barco.
Las chimeneas despedían humo negruzco, trepidaba la máquina, y los gallardetes
multicolores del teatro flotante, ondeaban con la brisa fría y húmeda de la aurora.
—¿En qué piensas, Claire?
Se volvió ella. Rubia y delicada, a la luz del amanecer. Se había despojado del
maquillaje, y la piel, aunque pálida, era todavía tersa, juvenil, hermosa sin afeites. Los
ojos azules miraron con simpatía al hombre que le interpelaba.
—No sé, Jesse. El amanecer me produce tristeza. Mis pensamientos eran tristes.
—¿Por qué no duermes, entonces? —Jesse W. Mason se acercó a ella. Apoyó los
codos en la borda y dejó vagar su mirada por encima de las ondulaciones azules y lívidas
del río—. El sueño es un dulce consolador de tristezas, y te impide ver la aurora.
—Eso es lo difícil, Jesse. Me gusta lo triste. Acaso porque la alegría que veo siempre
alrededor no es auténtica, y prefiero la realidad, con toda su amargura, a la falsa euforia
de los teatros flotantes.
—Yo sé lo que te pasa en realidad, Claire. Estás harta del río y de su gente. Toaos
nosotros te producimos un poco de odio, de desprecio a ti misma, ¿no es cierto?
—No lo sé, Jesse. Nunca me he parado a pensar en eso.
—Pero en el fondo de tu mente, lo piensas. Lo tienes siempre presente. Tal vez,
después de todo, sea mejor esto. Fuera de este barquichuelo y de su mundo, puedes aún
abrirte camino. Más amplio, más pro- metedor...
—O más canallesco —la sonrisa de la mujer era ácida, a pesar de la dulzura de sus ojos
celestes, que parecían reflejar el mismo color del río en la aurora—. Gracias por tu
consoladora charla, Jesse, pero eso no arregla las cosas.
—Quisiera de veras que las arreglase. Particularmente, Frank Thompson me es
antipático, y preferiría tenerlo lejos de este barco. Pero no puedo encontrar buenos
tiradores tan fácilmente. Necesito a mi Frankie “Pistol”, porque sin él, el espectáculo de-
cae.
—Siempre que no encuentre un Dave Reno en cada ciudad del río —sonrió ella.
—Dios quiera que no —gimió Mason, asustado—. No, eso ocurre con menos
frecuencia de lo que parece. Los escritores del Este se empeñan en idealizar al hombre
del Oeste, pero andan lejos de la realidad. No todos son tan buenos con las armas como
se pretende.
—Reno lo fué.
—Una excepción en la regia. Frank hubiera ido a la calle, de aceptar Reno mi oferta.
—No aceptó. Y ahora, yo soy quien va a la calle, ¿verdad?
—Quisiera evitarlo de algún modo, Claire.
—Y no puedes, ¿verdad? Tú, el dueño del “Pirata”, no puedes hacerlo.
—Es condición impuesta por Thompson. Es un canalla, de acuerdo, pero mi
espectáculo no puede andarse con sensiblerías ni romanticismos inútiles. Thompson sabe
que es insustituible. Ya ha presentado el dilema: tú o él.
—A mí se me puede sustituir. Haces bien, Jesse. Abundan las chicas rubias, jóvenes y
hermosas, dispuestas a pudrirse en un cascarón de nuez flotante. Todas acabarán igual:
Thompson u otro parecido, las enredará, hará de ellas lo que quiera, y cuando le es-
torben, impondrá su condición primordial, haciendo que las echen. Créeme, Jesse,
prefiero irme ya. Creo que de continuar aquí, me daríais náuseas todos...
Jesse W. Mason no contestó. Doblaron el recodo del río, Unión City se perdió tras la
curva de las aguas, y ya no vieron sino bosquecillos, helechos, lomas y orillas hermosas a
lo largo de ambos lados. Lentamente, los campos, haciendas y viviendas despertaban a la
vida. Acá una leve columnilla de humo subiendo al cielo; allá, el paso de una carreta o el
saludo apacible de algún negro, madrugador y laborioso.
La sinfonía del agua, bajo las palas del barco de río, seguía inmutable, tranquila, cada
vez de un azul más limpio y diáfano...
El grito cortó los pensamientos amargos de Claire.
—¡Un hombre flotando en los bancos de arena, a estribor!
Jesse W. Mason alzó la cabeza, cambiando una mirada con el capitán de su barco. El
hombre señalaba al punto indicado, y Jesse se precipitó a la borda, oteando las aguas,
revueltas en aquella zona. Veíanse los bancos de arena, lejos de la ruta del barco, y en
ellos, un cuerpo tendido boca arriba, flotando sus cabellos a flor del agua, extendidos los
brazos...
—Seguramente será ya cadáver — dijo Mason, pensativo—. Pero de todos modos,
debemos comprobarlo. No me gustaría pensar el resto de mis días que un hombre quizá
se ahogó por falta de asistencia mía.
—¿Cómo vas a salvarlo? — preguntó, agitada, Claire—. Si nos acercamos a los bancos,
embarrancaremos y nadie podrá sacarnos de allí.
—Utilizaremos las pértigas. Si con ellas no le alcanzamos, habrá que echar un bote al
agua. Cualquier cosa menos dejar de asistir a ese hombre.
—A veces, Jesse, eres increíblemente humano—dijo sarcásticamente ella, alejándose
de la borda.
Mason, reflexivo, la siguió con la mirada, hasta que sus dorados bucles, agitados por la
brisa matinal, desaparecieron, con su linda figura, por una puerta de los camarotes.
La operación de salvamento fué sorprendentemente rápida. No fué preciso el uso de
botes para extraer al inerte desconocido de los bancos arenosos donde varase, ya que al
quinto o sexto intento con las largas pértigas, hábilmente manejadas, engancharon su
camisa clara, y tiraron de él con energías, logrando afianzarlo junto al casco del barco.
La segunda parte del salvamento, mucho más sencilla, les permitió izar a bordo el
cuerpo inerme, materialmente enrojecido por la sangre que empapaba sus ropas. Jesse
W. Mason, que presenciaba inexpresivo la tarea, dilató sus ojos con asombro al reconocer
al hombre de la faz lívida y rígida, cuyos cabellos negros chorreaban agua y fuego.
—¡Es el comisario Reno! — exclamó, estupefacto.
—Todavía está vivo, señor Mason— dijo uno de los marineros del "show boat”—.
Providencialmente, su caída en los bancos de arena fué en forma tal que no siguió
tragando agua, a lo que se ve, y aunque está herido de un balazo en el costado, no ha
muerte? aún.
—Y no morirá, si ello es humanamente posible—dijo firmemente Mason—. Llamad a
Winters. El ha sido médico antes de dedicarse a esquilmar los bolsillos de la gente. Por
algo le llamamos aún "Doctor Winters”, aunque su único doctorado sea el de mar car
naipes y sacar ases de la manga. ¡Vamos, pronto! Hay que salvar a este hombre... cueste
lo que cueste. ¿Entendido?
Los marineros desaparecieron rápidamente, llevando consigo a Dave Reno. Mason,
entre tanto, miraba a un lado y otro del río, con aire receloso. Había oído hablar del
trágico tiroteo de la noche anterior, antes de salir del embarcadero de Unión City.
Lo demás era fácil de reconstruir: la persecución la herida, la caída al agua, y la piadosa
compasión del río con su víctima, evitándole una muerte segura.
—El Destino nos reúne de nuevo, Dave Reno —musitó entre dientes—. Veremos si
ahora sigues opinando igual que antes...
Después, con una vaga sonrisa, siguió el camino emprendido por los marineros y el
hombre rescatado de las aguas.
"El Pirata” continuó su marcha rio abajo. Unión City desapareció en la distancia.

***

—De esta no morirá. Es usted un hombre fuerte, Reno. De otro modo, la bala o el río
hubieran terminado con usted. Si el plomo y el agua, unidos para exterminarlo, no lo han
conseguido, es que tiene usted varias vidas, como los gatos.
Rió el “doctor" Winters, aquel hombre alto, delgado y de severas facciones, que
manejaba el instrumental médico con igual agilidad que un mazo de naipes sobre el
tapete verde.
Dave Reno no pudo por menos de sonreír también. Inclinó la cabeza, mirándose el
perfecto vendaje. Después, comenzó a abotonarse la destrozada camisa con una sola
mano, ya que la que afectaba al costado herido, era aconsejable no fatigarla, por el dolor
transmitido al brazo.
—Espere, Reno —dijo una voz, en la puerta del camarote—. Un nuevo miembro de mi
compañía, no puede ir vestido como un vulgar forajido. Tire esos trapos. Le voy a
proporcionar un buen traje y todo lo demás.
Reno se quedó mirando al hombrecillo, y terminó por reír suavemente.
—¡Vaya, señor Mason! ¿De modo que usted otra vez? Tenía que ser "El Pirata” quien
me rescatara de brazos de la muerte, ¿no?
—Suena un poco truculento, pero así es. ¿Está mejor?
—Bastante mejor. Y al parecer, gracias a usted. Me pregunto cómo ha sido posible todo
este cumulo de circunstancias... ¿De veras que no lo preparó todo usted mismo?
—Cielos, mi arte de persuasión no llega a tanto —rió Mason—. Le prometo que nada
tengo que ver con la herida que le hicieron y todo lo demás. Me he limitado a
encontrarlo, bastante mal, afianzado a unos bancos de arena.
—Y me ha subido a bordo, haciéndome curar. ¿Por qué, Mason? ¿Por humanidad?
—Es una de las razones.
—¿Y la otra?
—¿Por qué había de haber otra?
—Porque se advierte en su expresión. Posiblemente sea usted humano, pero ante
todo, es un comerciante, un hombre de negocios. ¿Qué se propone hacer conmigo?
—Aún no lo he pensado. Depende mucho de usted.
—Quizá le interese saber que ofrecen cinco mil por mi cabeza.
—Una cifra respetable —silbó Mason, cambiando una rápida mirada con el largo e
inexpresivo Winters—. ¿Qué opinas tú, “doctor”?
—No está mal —dijo, encogiéndose de hombros, el médico-jugador—. Pero prefiero
ganarla en una partida. Tiene más mérito y emoción que entregar a un hombre.
—Eres un hombre admirable, “doc”.
—Todos ustedes son admirables —gruñó Dave, mirándoles de hito en hito—. Luchan a
brazo partido, con uñas y colmillos, por ganar cien dólares en una ciudad, y luego
desprecian cinco mil dólares.
—Yo no desprecio jamás una cantidad así de dinero. —Mason guiñó un ojo—. Pero no
me gusta demasiado colaborar con la Ley. No la quebranto tampoco, pero oficialmente
nada sé de esa recompensa. Puede ser una baladronada suya, Reno. De modo que obro
da acuerdo con mi conciencia, y no hago de esbirro de la Ley de un poblacho. Puede que
ellos tengan razón, pero también es posible que usted la tenga. Ahorcarle, sería entonces
un feo comportamiento. Además, el mundo perdería a un magnífico tirador de revólver...
—Ya hemos llegado a ello —suspiró Dave, burlón.
—¿A qué? —se extrañó, ingenuamente, el empresario del teatro flotante.
—A la segunda razón. ¿Va a hacerme una oferta como miembro de su compañía?
En silencio, Mason sonrió, dió unos pasos, y palmeándole con suavidad la espalda dijo
lentamente:
—Amigo mío, me encanta tratar con gente que allana tanto las cosas. Son ciento
cincuenta dólares semanales, vivienda y manutención a bordo, durante... pongamos un
año, para no comprometernos mutuamente en exceso.
—Eso me lo ofrecía ya anoche, Mason.
—¿Y qué?
—Las cosas han cambiado mucho. Entonces, yo era el comisario de Unión City. Ahora,
soy un fugitivo de la Justicia. He matado al hombre que legalmente fué puesto en libertad
horas antes, he herido al hijo del alcalde, y he provocado una revuelta ciudadana. Mi
precio, lógicamente, ha bajado. Tendré que aceptar lo que me dé.
—Ya le he dicho lo que le doy. ¿Va a aceptar, Reno?
Dave meditó, mordiéndose el labio inferior. Miró con franqueza a Jesse W. Mason.
—¿Y mi antecesor?
—A la calle.
—¿No es un poco injusto?
—No. Thompson ha cambiado mucho últimamente. Se cree único, insustituible. Es una
alimaña, especialmente con la pobre Claire Darían. De este modo, ella será quien no vaya
fuera, como exigía mi actual “Pistol”.
—En ese caso... aceptado.
—¡Magnífico! Enhorabuena, y gracias por su lealtad, Reno. Me he tropezado con pocos
hombres como usted en mi vida. Cada vez me siento más satisfecho de ayudarle.
—Será un placer para todos contarle entre nosotros, como un compañero más —
aseguró plañideramente el silencioso “doc” Winters, estrechándole la mano—. Pero no
olvidéis que nuestro próximo lugar de actuación es Falls Bend. Está cerca de la divisoria de
Kansas... pero todavía es Nebraska.
Hizo una leve inclinación a ambos y salió de la estancia sin hacer ruido.
Mason quedó rascándose los cabellos. Miró a Dave, que había fruncido el ceño y
admitió:
—Como siempre, “doc” tiene razón. Las autoridad des de Unión City habrán extendido
su reclamo por todo el Estado. No me sorprendería que alguno de ellos sospechara que
“El Pirata” era un buen refugio para cualquier fugitivo de la Ley, sobre todo, viniendo de
Unión City. No podrás actuar allí, Dave. Aplazaremos tu aparición. Además, el brazo...
—Al brazo no le pasa nada. Está simplemente dolorido, pero eso pasará en un par de
días, que es lo que un barco como este tarda en llegar a Falls Bend.
—Sin embargo, sigues sin poder actuar, Dave. Te cazarían en seguida.
—Tengo la impresión de que eso no ocurriría, si yo saliera a actuar, en vez de
ocultarme. Ellos buscarán a una persona escondida, no una persona que salga a exhibirse
en un escenario, ¿no cree?
—Entiendo. No hay mejor refugio que dejarse ver. Pero si te identifican, si alguien
conoce tu aspecto físico, o algún comisario de Unión City ha ido por tierra a Falls Bend...
estarías perdido sin remisión, Dave.
Reno sonrió, con expresión calculadora. Miró de hito en hito a su nuevo empresario, y
manifestó astutamente:
—Es que para eso... también tengo algo pensado. Algo que puede reportarle todavía
más dinero del que usted espera, Mason...
El empresario del teatro flotante, aguzó el oído cuando Dave Reno siguió explicándose,
en voz baja.
Al final, asintió con entusiasmo.
CAPITULO VI

—¡No comprendo nada de nada! —aulló, rabioso, Frank Thompson—. ¡Es lo más
absurdo, estúpido y necio que he oído en mi vida, Jesse!
—Y sin embargo, es la pura verdad, mi querido “Pistol”. Después de mucho
reflexionar, y de haber consultado con mi almohada esta noche, he resuelto aceptar tu
oferta de elección. Claire se queda. De modo que tú... ya sabes lo que has de hacer.
La incredulidad, el estupor y también la furia, invadieron el rostro lívido del pistolero
teatral. Hubo de respirar hondo, antes de revolverse como un puma:
—¡Rematadamente loco tendrías que estar para hacer una cosa así! Desde luego, si
es una broma, o una jugarreta para ablandarme y que permita a esa mujerzuela seguir a
bordo, estás muy equivocado, y te repito que ella o yo hemos de abandonar este barcón
en Falls Bend!
—Eso es —afirmó plácidamente Mason, cruzando sus gordezuelos dedos sobre el
vientre adiposo—. Y te toca a ti liar los bártulos y desaparecer de mi barco.
—¡Pero... pero...! ¿Es posible que estés en tu juicio, bola da sebo? ¡Yo soy tu
atracción primordial! ¡Un tirador de revólver, en la escena, atrae mil veces más que una
torpe, absurda cancionista! ¡Claire no te daría a ganar un solo dólar, sólo porque tenga
una cara bonita y una figura aceptable! ¡Carece de sentido artístico, de personalidad,
de... de...!
—¿Quieres dejar de echar barro sobre los demás, Thompson? —dijo secamente
Mason, endureciendo su mirada—. Eras un buen muchacho al principio. Ahora, el creerte
un divo te ha trastornado el juicio. Y todo me lo debes a mí. Si sigues ganando algún di-
nero por ahí con tus trucos, seguirá siendo gracias a mis lecciones. De todos modos,
celebraré que puedas abrirte camino en otros barcos. Adiós, Thompson.
El tirador, mortalmente pálido y desencajado, se encaminó a la puerta del camarote de
Mason. Se detuvo, con la mano en el pomo, y miró al empresario.
—¿Es que has contratado a otro?
—No tengo que darte cuentas, Frank. Adiós, y buena suerte.
—¿A quién has contratado, Jesse? —insistió “Pistol”—. Yo podía quedarme incluso por
menos dinero...
—No tenemos más que hablar tú y yo, Frank.
—Incluso transigiría porque Claire siguiera aquí, Jesse. Todo puede arreglarse...
—Ya es tarde. Posiblemente sea Claire quien no quiera transigir contigo. Adiós.
—¡Está bien! —abrió de un tirón. Antes de salir, clavó en Mason una dura mirada
centelleante—, ¡Adiós... o hasta la vista, Jesse W. Mason!
Cerró de golpe tras su contenida amenaza. Mason quedóse quieto, con el ceño
fruncido. Un nubarrón de pesar ensombrecía su frente y ojos. No le gustaba Thompson
como enemigo.
—Es capaz de todo —musitó para sí—. Y bien sabe Dios que no temo por mí...
***

—Si Frank sospechara algo, Dave Reno estaría perdido — dijo Claire Darlán,
preocupada.
—No tiene por qué saberlo — manifestó Mason, nervioso—. He dado órdenes a todos
los hombres que intervinieron en el salvamento, que lo silencien fuera o dentro del barco
y que no hagan comentario alguno sobre ello. Por fortuna, la hora de la mañana a que
encontramos a Dave, sorprendió dormida a toda la compañía, excepto tú y yo.
—Gracias a Dios. Ojalá siga siendo todo igual, pero a pesar de todo, tengo miedo.
—¿Miedo por mí? —Dave se aproximó a ella. Estaban los tres reunidos en un camarote
de la cubierta superior, siempre desalojado. Las cortinillas cegaban por completo las
ventanas del camarote. Allí vivía Dave, oculto aún a todos sus compañeros de viaje—. Es
usted muy generosa, Claire. Tanto como el propio Mason. Creo que no deberían
arriesgarse tanto. Será mejor que salga del “Pirata” y luche en mi elemento, el suelo
firme, huyendo a uña de caballo o batiéndome a tiros con mis enemigos. Incluso puedo
intentar llegar a Washington, ver al Presidente, denunciar a esos asesinos de Unión City...
—Todo eso requiere tiempo, dinero, medios y una libertad de la que difícilmente se
goza, reclamado por un delito y con la cabeza a precio, Dave —le replicó Claire
suavemente—. Será mejor que siga entre nosotros. Su idea es buena. Si Thompson no
sospecha algo, tampoco es fácil que nadie lo averigüe. Créame que le deseo mucha,
muchísima suerte, amigo mío.
—Siendo así, la tendré —sonrió Reno—. Usted será mi ángel guardián.
—Disto mucho de ser un ángel, Dave —musitó amargamente Claire.
—A veces, nuestros actos no son tan malos como nos figuramos nosotros. Depende de
las circunstancias, de la vida y de sus embates... Para mí, Claire, seguirá siendo un ángel.
—Siéndolo para usted, Dave, creo que yo misma llegaré a pensar que lo soy...
Se estaban mirando con intensidad a los ojos. Dave quería recordar otros ojos, los de
Wanda, la muchacha a quien dejara atrás, esperándole en vano, sin cumplir la promesa
que le hiciera de ser cauto y prudente.
Pero la mirada azul, vivísima y fulgurante de la muchacha rubia, era demasiado
absorbente, demasiado apasionada para huir a su influjo. Y Dave Reno era un hombre. Un
hombre acosado, que encontraba en ella ternura, comprensión y apoyo.
Demasiadas cosas para ser insensible a su hermosura...
—Bien, de acuerdo con lo previsto —intervino vivamente Mason, para cortar el
silencio embarazoso que se había hecho—, no saldrá Dave de su camarote hasta que
estemos en Falls Bend. Y cuando aparezca ante los demás, lo hará con la nueva
personalidad que él mismo ha sugerido: “¡El Pistolero Enmascarado!”
***

“¡EL PISTOLERO ENMASCARADO!”

¡JESSE W. MASON Y SU TEATRO FLOTANTE, OFRECEN A SU PUBLICO LA ACTUACION


PORTENTOSA, SENSACIONAL Y EXCLUSIVA DEL MAS GRANDE “GUN-MAN” DE TODOS LOS
TIEMPOS. EL TIRADOR DE PISTOLA Y RIFLE QUE JAMAS HA DEJADO VER SU ROSTRO Ni HA
REVELADO SU PERSONALIDAD! ¡TODOS AL “PIRATA” A VER AL PISTOLERO
ENMASCARADO"!
—“¡El Pistolero Enmascarado!” —a Frank Thompson se le cayó el maletín de las
manos, cuando se detuvo al pie de la pasarela que descendía hasta el largo embarcadero
de tablas de Falls Bend. Sus ojos se clavaron, con infinito asombro, en el gran pasquín
multicolor, realizado en secreto por Mason, y claveteado entre la llamativa propaganda
del show-boat—. ¿Qué grotesca mascarada es ésta...?
Estudió aquel rostro deficientemente dibujado, con un enorme antifaz rojo
cubriéndole hasta la línea de la boca, como si el diseño pudiera darle la identidad del
misterioso tirador que pasaba a usurparle el puesto.
Volvió los ojos, entornados, hacia el barco, cuajado de gallardetes, pancartas de
grandes letras y todo cuanto Mason desplegaba siempre para atraer a los ingenuos
espectadores del recorrido ribereño. Desde la segunda cubierta, una figurita de dorada
cabeza, envuelta en vaporosas sedas acules y blancas, le agitó la mano, en burlona
despedida.
Thompson contrajo las mandíbulas con odio incontenible. Era la más humillante,
vergonzosa y cruel derrota que podía sufrir, los papeles se habían trocado
inesperadamente. Era Claire quien se quedaba arriba, triunfante. Y él, el divo del barco,
quien iba a tierra, con sus bártulos en la mano y la ponzoña de su ira en el corazón.
De nuevo estudió la efigie truculenta del pistolero de antifaz roto reproducida en el
cartelón. Un destello frío animó sus pupilas. Lenta, muy lentamente, se alejó sobre las
resbaladizas tablas del embarcadero, abriéndose paso entre los grupos de curiosos
reunidos frente al teatro flotante.
Sabía cuál era el rumbo que debía tomar para descubrir algo en aquella farsa extraña y
espectacular montada por Mason. Sabía también cuál era el hombre a propósito para
obtener algo.
***
Casi nunca fallaba. Hodgson era un marinero, sempiterno amante de la buena ginebra
y de los tugurios de los muelles. Se pedía apostar doble contra sencillo en que se le
hallase antes de media hora de búsqueda, incluso en ciudades populosas, como San Luis.
Nueva Orleáns o Eaton Rouge.
Por fortuna para, Frank Thompson. Falls Bend era mucho más reducida que cualquiera
de esas poblaciones. Y los cuchitriles de la orilla donde sirviesen buena ginebra, se
reducían a tres. En “El Feliz Ribereño”, estaba Hodgson, sentado ante una panzuda bo-
tella de ginebra a la que sólo le habían sido extraídos dos o tres dedos del incoloro
líquido. Empezaba su jomada, pensó Thompson.
—Buenos días, Hodgson —saludó Frank, parándose ante él, sin soltar su maletín.
El marinero del “Pirata” levantó la cabeza, intrigado.
—Buenos días, señor Thompson —saludó con su ronca voz habitual—. ¿Viene a ahogar
sus penas en alcohol?
—Debe de ser un buen remedio...
—Lo es, créame. Si quiere olvidar la faena del viejo Mason, nada mejor que la buena
ginebra. Ayuda a olvidar las penas.
—¿A ti te ayuda, Hodgson? — sonrió Thompson.
—Oh, claro. Siéntese, si quiere, y beba conmigo. He sentido mucho lo que le ha
pasado.
—Gracias —Frank dejó su valija y ocupó la silla frente a Hodgson, haciendo una seña al
camarero—. Eres muy amable, muchacho.
—Bueno, uno es agradecido, aunque sea de lo poco bueno que le queda encima
después de tantos años de dar tumbos por entre la basura. Usted ha sido bueno conmigo
muchas veces. Me ha pagado ginebra cuando no podía beber... Me ha prestado dinero
cuando estaba limpio... Hodgson podrá ser una rata da río, que son las peores que hay,
pero no olvida a los buenos amigos.
Aquello empezaba bien. Hodgson facilitaba su tarea. Cuando acudió el hediondo
hombrecillo que servía en las desvencijadas mesas, Frank Thompson le encargó un vaso
más... y otra botella de ginebra. Hodgson vió alejarse al camarero y miró a Frank con
agradable sorpresa
—Demonio, yo le invitaba. No tenía por qué pedir más...
—Así beberemos mayor cantidad —rió Thompson—. Voy a necesitarla, Hodgson. Un
hombre que se encuentra en la calle, sólo tiene dos cosas por hacer: matar al que le ha
dejado sin empleo o emborracharse hasta no ver a dos dedos de distancia.
—Vale más emborracharme, amigo —aseguró Hodgson, después de un impresionante
trago que casi medió la botella de ginebra—. Es menos peligroso. A nadie le ahorcan por
llenarse el estómago de alcohol. Por otro lado, el gordo de Mason no es mala persona.
Estas son cosas del trabajo, usted ya sabe. Se despide a uno, se contrata a otro...
—Sí, claro. Ocurre en todas partes —asintió Thompson apurando su vaso de ginebra,
pero sin haberlo llegado siquiera a mediar de licor—. Sobre todo, si el competidor es
mejor que uno...
—Oh, eso nunca se sabe... Sobre todo, en el de ahora. Un tipo con antifaz... No sé
cómo resultará eso...
Se iba allanando el camino para “Pistol'’ Thompson. Paro no convenía precipitarse y
echarlo todo a rodar. Frank era demasiado listo para eso. Cambió fie tema, volvió a
escanciar ginebra, siempre en mínima proporción en su vaso y máxima para Hodgson.
Pronto se terminó aquella botella. Siguió la otra, la que él adquiriese.
Para entonces, Hodgson tenía enrojecida y turbia la mirada, resoplaba como una
locomotora, y empezaba a tartajear con dificultad las palabras. Thompson, astutamente,
mediaba su copa repetidamente, pero casi siempre, a la menor distracción de su compa-
ñero, arrojaba el licor al suelo o lo escanciaba en el vaso del marinero.
—¿Sabes una cosa, Hodgson? — dijo de repente Frank, imitando el tono pastoso de los
borrachos—. Creo que el truco del viejo no tendrá mucho éxito. Es muy viejo y muy poco
natural... ¡Un tipo enmascarado! Y precisamente ese tipo... Es mucho peor que yo.
—¿De veras? —Hodgson hipó fuerte, alzando hacia
Thompson sus ojos turbios—, ¿Es que usted también... también conoce la verdad?
—Naturalmente. Mason hubo de darme algunas explicaciones antes de dejarme
marchar. Me hizo prometer que guardaría el secreto, y yo lo haré. No tengo por qué
perjudicar a nadie. De no ser ese hombre, hubiera sido otro. Pero ya te digo que es peor
que yo...
—Entonces... —volvió a. hipar, antes de inclinarse, con sonrisa soez y espetarle: —
Entonces... ¿por qué se dejó ganar por él en Unión City, Thompson?
Frank se puso rígido. A costa de un poderoso esfuerzo, logró conservar la calma y no
delatarse. Era lo último que hubiera esperado oír. Rápidamente, pergeñó una excusa:
—Oh, aquello... Estaba nervioso aquel día. Y, después de todo, lo hizo más difícil, pero
no mejor que yo. En justicia, no debió llevarse el premio... Ese Dave Reno es un tipo
vulgar y...
—¡Psssst! —siseó, furtivo, el marinero, mirando en torno—. No debemos decir el
nombre. Es... es un fugitivo de la... Justicia...
—Ya lo sé. Lo que no comprendo es cómo llegó a bordo la noche pasada. Eso no me lo
contó el viejo Masen.
—Oh, es otro... otro secreto —rió, babeando, Hodgson—. Le pescamos en el río, medio
muerto... Tiene una buena herida en el costado izquierdo, y el brazo zurdo casi inútil...
Pero esto también es secreto, ¿eh, Thompson? Que nadie... ¡o sepa... amigo...
—Descuida, Hodgson. Nadie sabrá nada de lo que tú y yo hemos hablado —Frank se
puso en pie, recuperando su valija. Echó unas monedas sobre la mesa—. Hasta pronto,
amigo.
—Eh, ¿pero ya se marcha? Si apenas está borracho... —protestó, ofendido, el
marinero.
—Tengo tiempo de emborracharme todavía, Hodgson. Hasta otra vez... y gracias.
Salió del tugurio. El marinero se llenó la copa de ginebra, encogiéndose de hombros.
—¿Gracias? — gruñó, perplejo—. “Gracias" No sé de qué...
En la calle de Falls Bend, Frank Thompson caminaba rápidamente. Alcanzó la calle
Mayor, caminó bajo los porches con rápidos pasos, y se detuvo frente a una oficina donde
un hombre en mangas de camisa y chaleco desabrochado, claveteaba un pasquín en el
tablón de anuncios.
Leyó las rojas letras del reclamo:
“SE LE BUSCA POR ASESINATO. CINCO MIL DOLARES DE RECOMPENSA POR LA CABEZA
DEL EX COMISARIO DE UNIÓN CITY, DAVE RENO"
Seguía su descripción y un mal dibujo.
La gente de Unión City trabajaba rápida. Pero no tanto como Frank Thompson. Este
golpeó suavemente el hombro del que hacía el trabajo. Volviose el hombre, y el brillo del
sol sobre la estrella prendida al chaleco hizo fulgurar los ojos crueles del tirador.
—¿Es usted el sheriff? — preguntó, innecesariamente.
—Yo mismo, forastero. ¿Qué se le ofrece?
—Vengo a hablarle de este hombre... —y Thompson señaló el pasquín recién clavado.
CAPITULO VII

—Hay un lleno formidable, Dave. Que tengas mucha suerte.


Impulsivamente, Claire se inclinó sobre él, besándole en la frente. Al alzar Dave la
cabeza y mirarla fijamente, ella llevó su impulso más allá. Descendió su boca y la apoyó
con firmeza en la del joven.
Cuando se separaron, respiró hondo la bella rubia.
—No debí hacerlo, Dave... — musitó, ligeramente confusa.
—Claro que debiste hacerlo, Claire —dijo él sonriendo. Se miró en el espejo del
tocador. No le gustaba el traje de fantasía que le facilitara Mason para su farsa. No le
gustaba tampoco la amplia capa roja de terciopelo, prestada por Claire para completar el
fantástico atavío. Sus correajes, armas y botonaduras, centelleaban bajo los quinqués del
camerino, convirtiéndole en un ascua de luz. Torció el gesto—. ¿Crees que van a tomarme
en serio?
—La gente es un fenómeno muy extraño, Date. Les gusta las cosas raras.
—Yo soy demasiado raro.
—Por eso les gustarás más. Por otro lado, recuerda que de momento te conviene
disimular tu identidad lo más posible. Esa capa, el sombrero y el antifaz, ayudarán a ello.
—Quisiera creer que todo este vestuario de fantasmón puede ayudarme en algo, y no
lo consiga. Es- cucha, Claire: si algo ocurre y tengo que huir de aquí o sucediera lo peor,
yo quiero decirte que...
—Calla, tonto —una mano de ella, tersa y suave, se apoyó en su boca, cerrándola—.
No hables. No digas nada. Todo saldrá bien. Tango la corazonada de que nada ni nadie
puede torcer el destino de Dave Reno.
—Mi Destino... ¿a dónde irá a parar? —murmuró Dave, sombrío.
—De regreso a Unión City alguna vez, estoy segura. Y con la cabeza bien alta —había
cierta amargura en el tono de la muchacha—. Entonces, encontrarás allí esperando a una
mujer que...
Golpearon con los nudillos en la puerta. Reno agradeció en el alma la interrupción.
—¿Quién llama? — preguntó Claire vivamente, mirando con alarma a Dave.
—Soy yo, Mason —respondió con voz suave.
Abrió la muchacha, mientras la mano da Reno acariciaba el mango de uno de sus
bruñidos revólveres guarnecidos de nácar y marfil. Entró el obeso empresario, cerrando
tras de sí sin pérdida de tiempo.
—Vamos, Dave. Ha llegado la hora —anunció.
—¿Todo bien?
—Todo parece ir bien. Está el sheriff, es cierto, pero solo y tomando unas copas en el
bar. Lo de costumbre. Mucho público, expectación... ¿Lo tienes todo bien preparado?
—Todo a punto —sonrió Reno serenamente. Su mano no tembló al colocar la roja
máscara de terciopelo sobre su rostro. Tras los agujeros brillaron sus ojos graves y duros,
mientras la curva de la sonrisa asomaba bajo el borde del antifaz. Se encasquetó luego un
blanquísimo sombrero ribeteado de rojo—. La farsa completa, Mason...
—Perfecto. ¡Pues adelante, muchacho! Y que Dios nos proteja a todos...
***

Una atronadora salva de aplausos acogió la apertura de las cortinas del reducido
escenario. Jesse W. Mason había terminado su grandilocuente discurso de siempre,
mucho más espectacular y teatral en esta ocasión.
Surgió aquella especie de rojo murciélago, disparando atronadoras salvas al aire, con
sus dos plateados revólveres entre las manos enguantadas de rojo. El público, al olor de la
pólvora, y electrizado por la presencia del espectacular pistolero enmascarado, insistió,
arreciando en sus aplausos, a los que pronto se unieron gritos propios de comanches en
guerra.
En su lugar de la barra, el sheriff mostró su curiosidad ante el espectáculo, pero nada
más. Mason y sus espías, que vigilaban al representante de la Ley estrechamente, no
advirtieron nada sospechoso en su actitud. Era la de cualquier otro del local.
—Señoras y señores —empezó a anunciar el enmascarado, con una voz simulada,
aguda y falsa—. Comenzaré mi actuación de hoy ante ustedes, con un difícil ejercicio de
revólver que...
Siguieron las exhibiciones habituales, a las que la endiablada habilidad del
enmascarado prestaba singular efectismo. Parecía hacer lo que quería con el revólver,
clavaba los proyectiles en los sitios más inverosímiles, y efectuaba portentosas diabluras,
acogidas con clamores frenéticos del público.
El olor acre de la pólvora, el estruendo y el humo invadían constantemente la sala de
espectáculos del barco, excitando más y más a la gente...
Entre tanto, en la cubierta del barco, dos marineros situados frente a la pasarela, se
apresuraron a cerrar el paso al hombre que ascendía por ella.
—Lo lamento, señor Thompson, pero el señor Mason no quiere verlo a bordo —
informó uno de ellos—. Ni esta noche ni nunca. Puede regresar a tierra.
Cuatro hombres que seguían a Thompson y parecían gente habitual que acudiese al
espectáculo, movieron los brazos activamente. Los primeros aterrorizados, retrocedieron
ante la amenaza de cuatro revólveres y el reflejo de otras tantas estrellas sobre el pecho.
—¿De veras que me cerráis el paso? —rió irónicamente Thompson, desenfundando
también un negro “Colt” de largo cañón—. Bien. Eso es señal de que a bordo de este
cascarón hay gato encerrado... Vamos, muchachos. El sheriff nos está esperando...
Arriba, en la barandilla superior de la cubierta, un rostro retrocedió atemorizado,
refugiándose en las sombras. Después, una figura se movió, rápida y furtiva, en una
determinada dirección...
El estruendo en el salón de espectáculos seguía siendo ensordecedor. El sheriff,
maravillado de la precisión y agilidad de aquel diablo enmascarado, seguía con interés la
fascinante exhibición.
—Es un peligroso enemigo... —murmuró para sí, dejando a un lado su vaso de licor.
Su mirada recorrió la sala, desde la puerta hasta el escenario. No vió aún rastro de sus
comisarios, pero sus nervios no sufrieron por ello. La vigilancia en torno al barco era muy
intensa en el muelle, e incluso en las aguas del río. Hasta cinco botes patrullaban en torno
al “Pirata”, con hombres armados a bordo.
Si el supuesto forajido estaba a bordo, no tenía escapatoria. Si aquel fantástico
caballero de ropas blancas y rojas pretendía huir por tierra o arrojarse al agua en busca de
la salvación a nado, estaba perdido.
Dispuesta la trampa, el sheriff no tenía la menor prisa por cortar el sugestivo
espectáculo.
En aquel preciso momento, se hizo un silencio en el local, precedido de un doble
disparo al aire del
“Pistolero Enmascarado”. Los ojos centelleantes situados detrás de los agujeros de la
máscara, oteaban también el salón e incluso los bastidores del escenario en busca de
alguien. Alguien a quien el artista del revólver no parecía encontrar, pese a sus
esfuerzos...
—Y ahora, el más difícil y, a la vez, productivo de todos los números del programa —
anunció, desde dentro, la voz de Mason, expandida y ampliada por una bocina—. ¡El
desafío del “Pistolero Enmascarado” a cualquiera de los presentes, con dos mil dólares
de premio para quien llegue a superar las proezas de mi artista exclusivo, bien con el
revólver o con el rifle! ¡Adelante todos, y a ver si algún superhombre se lleva el premio!
Siguió un silencio denso, expectante. Dos mil dólares era una cifra muy considerable.
Pero también era un paso seguro al ridículo, enfrentarse a semejante tirador. La
vacilación entre el silencioso público, duró unos cuantos segundos.
Aquella quietud tuvo un áspero, dramático quiebro, al sonar una voz potente desde la
puerta del salón:
—¡Aquí hay uno! ¡Yo quiero enfrentarme a ese fantoche... y descubrir su identidad
también!
El enmascarado miró fijamente al que hablaba. Mason, entre cejas, palideció
intensamente. Rápida, la voz de Dave musitó por lo bajo a su empresario:
—Thompson no viene solo... Trae consigo a tres comisarios armados... y el sheriff
empieza a moverse ya hacia aquí... Esto se ha terminado, Mason...
Los ojos centelleaban, mirando el despliegue de hombres armados hacia el escenario.
Otros tres individuos, hasta entonces indiferentes espectadores del show, habíanse
separado del mostrador, desenfundan- sus revólveres, y todos ellos, en forma de
abanico, venían por el pasillo central y los laterales, para confluir en el escenario.
El público, suspendido por el efecto dramático de aquel avance de la Ley en peso hacia
el enmascarado, se preguntaba si aquello formaba parte del espectáculo o era totalmente
real.
Mason saltó de pronto a la escena, y la vos del sheriff sonó como un trallazo!
—¡Salga del escenario todo el mundo, menos su “Pistolero Enmascarado”! Si se deja
arrancar el antifaz aquí mismo, nada sucederá. Pero si se resiste, tiraremos a matar...
—No pueden arruinarme así —gemía Mason, magnífico comediante—. ¡Es mi éxito, es
mi obra maestra! ¡Quitarle la máscara significa la ruina, porque el misterio pierde su
valor!
—Le comprendo, Mason, pero hay graves acusaciones contra ese hombre. De modo
que tengo que hacerlo, aunque perjudique su negocio. Si me he equivocado, le pediré
excusas, y me marcharé.
—¡Pero entonces, estaré ya arruinado, mi espectáculo no servirá para nada! —chilló
Mason plañidero.
Tras de él, la alta figura blanca y roja seguía quieta, fija la vista en los hombres que le
cercaban. Se parecía, más que nunca, a un gigantesco y rojo murciélago, cuyas alas
vibraban, ansiando desplegarse y volar lejos... muy lejos...
Be repente, los dos revólveres del “Pistolero Enmascarado”, sin elevarse una sola
pulgada de su cintura, empezaron a vomitar proyectiles, sobre la gran lámpara cuajada de
quinqués que adornaba el centro de la sala.
Hubo gritos de terror en la sala, y dos comisarios empezaron a disparar, pero el sheriff
gritó:
—¡Quietos aún! ¡Podéis matar a alguien inocente! ¡Atacadle, rápidos!
Dave Reno, sin embargo, vaciaba ya los dos barriletes de sus armas contra el blanco
elegido por su aguda mirada: la gruesa barra metálica que sujetaba la lámpara al techo.
Diez proyectiles, perforándola por diez sitios diferentes, milimétricamente calculados y
acertados, eran más de lo que su grosor podía resistir, unido al peso de la enorme araña,
—¡Cuidado! ¡La lámpara! —chilló alguien, estremecido de horror, viéndola oscilar
sobre sus cabezas—. ¡Atrás todos...!
Un instintivo, arrollador movimiento de las gentes hacia la salida, no sólo dificulto el
avance de los representantes de la Ley y de Frank Thompson, sino que les arrastró
materialmente hacia atrás, sin permitirle dar un paso contra aquella dirección.
La enorme lámpara oscilaba más y más, mientras crujía el metal astillado a balazos.
Aprovechando aquel momento caótico, que no duraría mucho, una roja sombra de
flotante capa desapareció entre bastidores, al tiempo que de un empellón arrojaba a
Mason fuera de la escena por el lado opuesto.
Esta vez, varios proyectiles perforaron el decorado y las cortinas, y otros levantaron
nubes de estuco en la embocadura del escenario. Los comisarios, el sheriff y Thompson,
disparaban frenéticamente contra el fugitivo, fuera ya de su alcance.
—¡Pronto, la mitad a la cubierta y los demás al escenario! —aulló el sheriff—. ¡Arrollad
a quien sea, pero traedme vivo o muerto a ese hombre! ¡Tiene que ser Dave Reno, o no
escaparía!
El tumulto a bordo era indescriptible. Thompson y tres comisarios saltaron a la
cubierta, donde el cuarto comisario cuidaba de que los dos marinos sorprendidos no
dieran la alarma prematuramente, y le gritó Frank:
—¡Vamos, ya no hace falta! ¡Hay que cazar a Reno como sea!
Disparó el comisario al aire. Un disparo respondió de tierra, y otro del río, a espaldas
del “Pirata’’. Respondía el resto de la vigilancia. El cerco era completo
El público, arrollando todo a su paso, invadió la cubierta, corrió a la pasarela, y los
comisarios, situándose a ambos lados de la misma, vigilaron que no pasara entre ellos el
hombre buscado tan ferozmente.
Dentro del local, el resto de comisarios logró adentrarse, capitaneado por el sheriff.
Thompson, furioso, recorría con la mirada todos los rincones del barco, buscando el
rastro de su odiado enemigo.
Casualmente, alzó la cabeza, sin saber a ciencia cierta dónde buscaba... y le vio.
—¡Allí! —aulló, con un bramido, alzando su mano y señalando con su índice
estremecido la figura roja, de flotante capa, que se izaba a la cubierta superior y corría
por ella—. ¡Está allí!
Levantó el revólver, disparando dos veces. Los proyectiles silbaron cerca del fugitivo.
Quebróse el cristal de una ventana del piso alto con estrépito, y otra de las balas maulló
al encontrar metal. Pero la sombra roja logró perderse en un recodo, cuando ya el sheriff
reaparecía vertiginosamente, al frente de sus comisarios, y todos unidos emprendían la
cacería del fugitivo, cuya escapatoria era ya materialmente imposible.
—¡Nos dividiremos en dos grupos! —gritó Thompson—. ¡Yo subiré la escalerilla a la
cubierta superior! ¡Y usted, sheriff, corra a la popa y suba por la otra escalera! ¡Hay que
acorralarlo arriba, o ese diablo logrará huir de nuestras manos!
Era, una cacería desesperada, furiosa, que no podía tener otro final que el
acorralamiento y desastre del fantástico personaje teatral de roja capa y rojo antifaz. Los
dos grupos, vertiginosamente divididos, confluyeron pronto en la cubierta superior, por
ambos accesos.
Jesse W. Mason, que gritaba desesperadamente, llamando a sus hombres para
restablecer el orden en el confuso local de espectáculos, corrió detrás de los hombres
armados, comprendiendo que el final se había precipitado, y que nada ni nadie podía
hacer ya, cosa alguna por Dave Reno o por su espectáculo.
El súbito aullido de Thompson, en las alturas, ter-
minó por frenar sus ímpetus cuando ya alcanzaba los últimos tramos de acceso a la
cubierta superior:
—¡En aquel camerino! ¡Hay luz dentro, pero siempre ha estado desocupado mientras
yo trabajé en este barco! ¡Y además, juraría que ha sonado hace un momento la puerta!
Aquel rencoroso y cobarde individuo tenía razón, pensó Mason con abatimiento. En
ese camerino se había refugiado Dave Reno, vencido por las circunstancias. Ahora, el
final era totalmente inevitable.
—¡Alto! —chilló todavía el empresario, corriendo hacia aquel lugar—, ¡No hagan eso!
¡No tienen derecho a quebrantar el incógnito de mi contratado! ¡Es una ruina para mí, no
deben arrancarle la máscara!
El sheriff, parado con su gente y con el frenético Thompson ante la puerta cerrada, le
dirigió una viva mirada de soslayo.
—Mucho interés parece tener en que no descubramos la cara de su amigo —dijo
secamente—. Si resulta ser quien supongo, usted irá con él a la cárcel por complicidad,
Mason.
Jesse se sintió hundido. Advirtió que aún protestaba, que chillaba una y otra vez,
estérilmente, mientras los representantes de la Ley y su torvo aliado se alineaban ante la
puerta y empezaban a quebrantar su cerradura a balazos.
Tras el crepitar estruendoso de los disparos, confluyendo en la cerradura, ésta saltó en
fragmentos destrozados, retorcidos y humeantes. Thompson y un comisario cargaron
contra la delgada hoja de madera... y Mason, tras una rápida mirada al interior, gimió
horrorizado, cubriéndose el rostro con las manos.
¡Allí estaba, agazapado contra la pared del fondo, envuelto en su roja capa, su blanco
sombrero y su antifaz escarlata, el “Pistolero Enmascarado”, empuñando aún su par de
descargados revólveres, mirando con furiosa expresión a los asaltantes, detrás del velo
rojo de su antifaz!
—Bien, señor fantasma, baje esas armas o le cosemos a tiros —ordenó agriamente el
sheriff, amartillando con seco chasquido su arma—. Está cazado sin remedio...
Entraron todos en el camarote, excepto dos comisarios que permanecieron fuera, y
que no impidieron el paso al propietario del buque. Muy pálido y tembloroso, Mason se
apoyó de espaldas en la jamba de la entrada y musitó aún, aferrado a su obsesión:
—No tienen derecho... No tienen derecho... Les demandaré legalmente por esto...
De sobra sabía que tenía perdida la partida y que sería él quien precisaría ayuda dentro
de poco, cuando Dave fuera desenmascarado.
El personaje de la capa roja había tenido que bajar sus armas, aunque se apreciaba el
rictus rabioso de su boca, tras el borde del antifaz. Rápidamente, le rodearon tres
comisarios de Falls Bend, uno le sujetó ambos brazos, mientras el otro le aplicaba el
cañón del revólver al pecho.
—Bien, amigo Reno, se acabó la partida —rió entre dientes Thompson—. Su truco era
muy ingenuo para engañar a alguien medianamente listo...
“El Pistolero Enmascarado” no contestó. Respiraba fuertemente, contenida la ira. De
pronto, el sheriff avanzó un par de pasos, se encaró con él, extendió la mano y empezó a
decir:
—Dave Reno, te arresto en nombre de la Ley por homicidio, resistencia a la Justicia y...
Mason se cubrió los ojos con una mano, gimiendo plañideramente. Ya no pensaba en el
negocio, sino en sí mismo, cómplice voluntario de todo aquello. Todavía tenía los ojos
tapados cuando oyó la colectiva exclamación de asombro de los que ocupaban la es-
tancia, el juramento obsceno, feroz, de Frank Thompson. Y también el grito ronco del
sheriff:
—¡Cielos! ¡No puede ser...! ¡Thompson, nos ha engañado! ¿Qué maldita historia nos
contó de...?
Mason, entre incrédulo, desconcertado y tembloroso, abrió lentamente los ojos, retiró
la mano. Se quedó frío, petrificado, sin creer lo que estaba viendo.
“¡El Pistolero Enmascarado”, sin su rojo antifaz, era Claire Darlán!
CAPITULO VIII

—Una mujer... —balbuceó el sheriff—. Una mujer detrás de esa máscara... Que me
ahorquen si lo entiendo... ¡Thompson! ¿Qué mil diablos significa todo esto?
—Yo... yo tampoco lo entiendo... ¡Claire, tú no eres el “Pistolero Enmascarado”, no
puedes serlo! —los aullidos de Thompson eran frenéticos, desesperados.
Tras el antifaz y el sombrero blanco, caídos en tierra, aparecía el pálido pero sereno
rostro de la muchacha. El mismo traje blanco y rojo, la amplia capa, las botas de fantasía,
los guantes escarlata... No cabía error posible. Y el camarote era demasiado pequeño y
carente de rincones para ocultar a nadie.
—Ya estarás satisfecho, ¿verdad, Frank? — dijo sordamente ella, mirándole con ojos
centelleantes de cólera... Traidor, cobarde y rencoroso... No podías soportar que alguien
te supliera en el cartel, y menos aún ye, la mujer a quien has despreciado y querías ver
tirada en la calle. En mi lugar, fuiste tú quien perdió el trabajo... ¡Y has llegado a la bajeza
incalificable de fingir toda una farsa, convencerles de que yo era un forajido! ¿Para qué?
¡Para que me matasen a tiros, antes de descubrir mi identidad, y dejarte a ti el camino
libre otra vez, sin competencias dentro del barco!
—Yo... yo... ¡sheriff, no lo crea! —gimió Frank Thompson, retrocediendo asustado—.
¡Está mintiendo, eso no es cierto!
—¿Ah, no? —Mason ignoraba lo que estaba ocurriendo y por qué ocurría así, pero se
aferró a aquel clavo ardiendo. Avanzaba ya hacia Thompson acusador—. ¿Pretendes
negar que tú querías la ruina de Claire, que todos en el barco saben tu odio hacia ella, y
que por ella has sido despedido? ¿Pretendes negar ahora que buscabas precisamente
esto: destruir mi negocio, revelando la verdad de mi pequeña farsa, e incluso la posible
muerte de Claire, fingiendo que era un proscrito?
La lividez de Thompson, su gesto alocado, dieron la prueba al sheriff de que todo eso
era cierto. Su revólver dió un brusco giro, dirigiéndose ahora a él.
—Bien, amiguito. ¿De modo que queriendo utilizar a la Ley como instrumento de sus
planes? Va a explicar eso en la cárcel, con tiempo sobrado para buscarse una buena
historia...
—¡No puede acusarme a mí! ¡Yo sabía que era Dave Reno! — chilló Thompson—.
¡Pregunten a un marinero llamado Hodgson! ¡El sabe quién era el enmascarado!
—¿Pregunta alguien por mi? —dijo una voz en la entrada del camarote.
Thompson volvióse, esperanzado. Mason tembló, cambiando una viva mirada con
Claire.
—¡Hodgson, usted! — clamó Frank—. ¡Es mi providencia! ¡Dígales a estos hombres
quién es el “Pistolero Enmascarado”! ¡Dígales lo que me dijo a mí del salvamento de
Reno!
—Señor Thompson, usted sin duda bebió más ginebra que yo —rió alegremente el
marinero—. Usted sabe que estamos haciendo un ambiente de intriga al "Pistolero
Enmascarado”. Inventamos miles de historias diferentes, como el señor Mason nos ha
recomendado... pero usted sabía igual que todos los de este barco la identidad del
mismo... Y a la vista está quién es, aunque no veo por qué han tenido que descubrirlo. Eso
quita interés al número... ¿verdad, señor Mason?
Este último asintió, sin saber a ciencia cierta lo que hacía. Todo aquello era demasiado
providencial para ser creído, pero fuerza era aceptarlo como venía. El sheriff se volvió
hacia Thompson, frío el gesto, hostil la mirada.
—Bien, no caben ya dudas de ninguna clase. Venga con nosotros.
—¡No es posible! ¡Se han conjurado todos contra mí! ¡Yo sé que...!
—¿Va a venir por su voluntad o prefiere otros métodos? —amenazó el representante
de la Ley, acercándose a él y arrancándole el revólver de las manos—. Andando,
Thompson...
Como un sonámbulo, el bribón salió, acompañado de los comisarios. El sheriff se
detuvo en la puerta, miró a Mason, a Hodgson y a Claire, y se excusó:
—Creo que les debo una serie de explicaciones. Hará bien en demandarme, Mason. He
sido un estúpido, Pero la señorita no debió resistirse así a ser desenmascarada...
—No podía permitir que lo hiciera ante el público — replicó ella, roncamente.
—Extraña gente la del teatro —dijo el sheriff—. En fin, admito mis culpas en todo...
—Olvidaré este penoso incidente, sheriff, si me promete una sola cosa —dijo Mason.
—Si está en mi mano...
—Dígame que nadie, aparte usted y sus comisarios, sabrán lo ocurrido aquí, la
identidad y sexo verdaderos de mi “Pistolero Enmascarado”...
—Prometido, Mason —el hombre de la estrella respiró tranquilo—. Y gracias...
Salieron todos del camarote. Se cerró la puerta de cerradura astillada. Reinó un silencio
largo y tenso, mirándose los tres personajes sin hablar. Luego, Hodgson se acercó a la
puerta, asomó, y regresó junto a ellos.
—Se han ido. Todos —informó escuetamente—. Pero no entiendo nada de esto, señor
Mason.
—Yo tampoco —gruñó plañidero Jesse W. Mason, pasando a mirar a Claire.
Esta, velozmente, acercóse a la ventana del fondo, cerrada herméticamente. Daba a la
pared de estribor del barco, en el punto más obscuro del “Pirata” y del río. Abajo, se veían
dos botes patrullando.
Claire abrió las vidrieras de la ventana, y susurró:
—De prisa, sube. Y procura que no te vean desde los botes de patrulla por el río...
De un saliente del casco, que formaba cornisa, se despegó lenta, cautamente, una
silueta ágil, musculosa. Se aferró con mayor fuerza a las tablas a las que estaba asido, y de
un silencioso y rápido brinco alcanzó el alféizar de la ventana del camarote, penetrando
limpiamente en el mismo.
Era Dave Reno, con un traje idéntico al que lucía Claire.
***

—Les ruego que me perdonen mi poco sentido al hablar de todo esto — suplicó
Hodgson—. Pero yo creí sinceramente que Thompson sabía toda la verdad. Hasta más
tarde, cuando reflexioné sobre sus palabras, no me di cuenta de que durante mi
borrachera, le había dado una información de doble filo para ustedes, e intenté llegar a
tiempo de salvar al señor Reno.
—Sólo llegaste a tiempo de avisarme a mí, Hodgson —dijo Claire—. Entonces salí yo a
cubierta, queriendo correr a advertir a Dave, y les vi subir a Thompson y los comisarios.
Rápidamente, me vestí con otro traje igual al de Dave...
—¿De dónde diablos lo sacaste, Claire? —sonrió Reno, tomando su mano con calor.
—Oh, son trajes que pertenecen a un viejo número archivado en mi espectáculo —rió
Mason—. Yo te elegí uno a ti, y Claire tuyo la suficiente rapidez de acción como para
tomar otro y vestirse, esperando que tú acudieras hacia aquí, ¿no es eso?
—Eso es —asintió Claire—. Me despinté los labios rápidamente, y al ver entrar a Dave,
acosado por ellos, le quité el sombrero, capa, antifaz y guantes, ocupando con rapidez su
lugar, mientras él se descolgaba por la ventana. Los de los botes, ni siquiera advirtieron
eso. Habían sido avisados sin duda para quien saltara al agua, y no esperaban otra cosa
menos llamativa. Dave se pegó al saliente, y allí ha aguardado a que pasara la tormenta.
—Y me has salvado la vida —musitó Reno, inclinándose sobre la hermosa rubia y
rozando su mejilla con los labios—. Nunca olvidaré esto, Claire...
—Nunca... —la sonrisa feliz de la muchacha sufrió un leve rictus amargo—. Es
demasiado tiempo, ¿no te parece? Ya te dije que alguna vez regresaras a Unión City. Y
entonces, otra mujer te hará olvidar todo.
Dave inclinó la cabeza, iba a contestar que no, pero no le gustaba ser hipócrita. Wanda
aun pesaba mucho en su recuerdo, en su corazón y en sus sentimientos, sin embargo, la
propia Claire le allanó el camino al acercarse a él, inclinar la cabeza en su pecho y
musitarle dulcemente:
—Pero no me importa, Dave. En la vida, nada tengo ya que perder. Y creo que te amo,
te amé desde la noche que me defendiste caballerosamente ante Frank... No me importa
que hoy me ames... y mañana me olvides.
—Claire... ¿No te dará miedo estar junto a un hombre que puede seguir pensando en
otra mujer?
—No. Sólo me dará miedo ese mañana en que tú volverás a ella. Sé que tienes que
volver, porque las chicas como ella son las que siempre se llevan al hombre elegido, no
nosotras. Claire Darlán siempre se ha resignado a su destino, Dave. Tal vez por eso aún no
ha sentido la tentación de hundirse para siempre en las aguas de este rio por el que ahora
navegamos. Se debe vivir. Para bien o para mal, hay que vivir, Dave. Y sacarle a la vida
cuanto de hermoso pueda tener.
Reno se ahondó en la contemplación de aquellas pupilas, mientras Mason y Hodgson,
prudentemente, se alejaban de ellos, dejándoles solos sobre cubierta, bajo la suave
claridad de la luna creciente, que formaba extraños reflejos temblorosos en el Missouri,
Falls Bend había quedado atrás. “El Pirata" seguía su camino, avanzaba río abajo, haría
su próxima parada. En una sola noche, “El Pistolero Enmascarado” había alcanzado el
máximo de fama y expectación. Mason sabía que era un negocio seguro de allí en
adelante.
Pero a Dave y a Claire no les preocupaba el aspecto comercial de la farsa iniciada. A su
modo, ambos huían de aleo. Dave, de la Ley y de sus enemigos. Claire, de sí misma, un
pasado precoz, al que le arrastrara la vida turbulenta del río.
—¿Sabes, Dave? —musitó ella de pronto—. Yo soy hija de artistas de Mississipi. Mi
padre era además un tahúr como “doc” Winters. Mi madre, una mala cantante. Como yo.
He querido apartarme de esto, vivir en tierra firme, luchar de otro modo. Pero al final, se
vuelve al río. Siempre se vuelve a este largo, terrible tirano de agua y fango...
—La maldad no está en el río. Ni en tierra. Está un poco en todas partes. Aquí
encuentras a un Frank Thompson, Allá, a un "Jake" Moran, un Casrale o un Talbot. Pero
en todos los lugares puede haber algo bello y digno... como tú, Claire.
—Oh, Dave... No te apartes de mí, por favor. Sigue a mi lado hasta el día que ella te
reclame... y me habrás dado un poco de felicidad...
Dave se inclinó hacia sus ojos celestes, bajo los rizos dorados que agitaba el aire
húmedo. Encontróse súbitamente besando unos labios tiernos y carnosos.., y unos brazos
anhelantes rodearon sus hombros, en dulce cadena esclavizante.
—Sí... —pensó—. También en el río se encontraba lo bello, lo maravilloso...
CAPITULO IX

—Mi querido senador, bien sabe usted que no me gustan las representaciones
teatrales. Aborrezco a esos cómicos vulgares y sin gracia que van de un lado a otro,
queriendo divertir a las gentes con sus payasadas...
—Pero señor, este es un caso diferente. ¡Se trata de “El Pistolero Enmascarado”!
—¿Cómo dice, senador? —el hombre de expresión aguileña, cómodamente sentado en
el club da Nueva Orleáns, movió la cabeza con aire de sorpresa—. ¿“El Pistolero
Enmascarado”? Me suena ese nombre...
—Le suena a todo el país, señor. Se trata del más famoso pistolero que ha pisado un
tablado, e incluso fuera de él. En San Luis, en Leavenworth, en Helena, Arkansas City,
Greenville, Natchez, y mil ciudades más, a lo largo del Missouri o del Mississipi, ha
desafiado y vencido, a pistola o a rifle, a los más célebres pistoleros, comisarios, sheriffs u
oficiales del Ejército, dándoles a veces un margen increíble a su favor.
—Mi querido amigo, parece usted el más ardiente defensor de ese hombre de título
novelesco. ¿Le conoce personalmente tal vea?
—Oh, no, nadie le conoce. Dicen que hace cosa de un par de años, empezó a actuar en
un barco de río, “El Pirata”, en una ciudad sin importancia de Nebraska, Falls Bend, donde
organizó un buen revuelo, por haber sido confundido con un fugitivo de la Justicia. Corre
el rumor también de qué fué despojado de su antifaz en presencia de contadas personas,
pero todas esas personas han conservado celosamente el secreto de su identidad, y ni
promesas ni tretas han servido de nada para soltarles la lengua. Además, lo cierto es que
tampoco se sabe seguro quiénes estaban presentes y quiénes alardean de haber estado,
sin ser cierto. Son cosas que ocurren siempre, señor.
—Es la historia más divertida y absurda que oí en mi vida —rió de buen grado el
honorable Winslow R. Forbes, secretario particular del Presidente de los Estados Unidos,
en viaje de placer a Louisiana, de donde era nativo—. Pero en sus labios, mi querido
senador, suena a real y me llega a emocionar.
—Es que es real, señor —insistió tercamente el obeso Clark S. T. Masterman, senador y
diputado por Louisiana en el Congreso—. Lo es en su línea general. Luego, la gente le
añade una aureola de leyenda.
—Pero en definitiva, ese enmascarado fenómeno de las armas, ¿quién es?
—Daría algo por saberlo —confesó Masterman riendo—. Lo cierto es que sólo sus
compañeros del “Pirata”, el viejo barco de río en el que todavía sigue trabajando, pero
que ha elevado de rango con su presencia y actuación, convirtiéndole en el más famoso
de todo el
País, y también el más rico, pueden saber quién es el misterioso tirador.
—¿Y ese fantástico ser actúa hoy en Nueva Orleans?
—Exactamente. Han permanecido más de dos meses en Baton Rouge, y se espera que
aquí dupliquen ese éxito. Toda la ciudad está entusiasmada por ver actuar al gran
pistolero del antifaz rojo.
—!Qué barbaridad! —exclamó el honorable Forbes, abriendo mucho los ojos—. ¿Un
antifaz rojo?
—Y una capa del mismo color Es natural fantasía teatral que requieren tales
espectáculos. Pero aparte de eso, es una auténtica sensación con las armas.
—En ese caso, mi querido senador, y aunque sólo sea por complacerle a usted, iremos
a ese barco esta noche. Me gustan las cosas que se salen de lo corriente, y ésta es una de
ellas... A pesar de que el ambiente político en el Sur vuelve a estar un poco revuelto,
apareceré en público, Clark. Todo sea por ese fantástico caballero...

***

—Personalidades importantes, Dave —explicó nerviosamente Jesse W. Mason,


impecable dentro de su frac—. Tenemos lleno el local, y lo que es mejor, se anuncia la
presencia del senador por Louisiana, con un destacado político a su lado. Espero que les
dejes asombrados con tu exhibición.
Reno no contestó. Dejó a un lado el periódico que estaba leyendo, y miró
sombríamente al empresario.
—Jesse, empiezo a cansarme de esta vida —dijo repentinamente—, Son dos años
seguidos haciendo lo mismo, noche tras noche. Escondiéndome detrás de una absurda y
ridícula careta, huyendo de algo que, a la postre, ha de ser encarado con decisión y valor.
Esto no puede durar mucho tiempo.
—¡Pero Dave! —clamó Mason, asombrado—. ¿Te has vuelto loco? ¡Tienes dinero, fama
y prestigio! ¡Te darían miles de dólares en el acto en cualquier lugar del país, sólo por una
actuación tuya!
—Tú lo has dicho, Jesse. Tengo dinero, más del que podría gastar en una hacienda, en
ganado y todo lo que un hombre precisa para establecerse.
—¿Es que de veras piensas en abandonar todo esto y dedicarte a ranchero. Dave?
—Es lo que pensé siempre. Me gusta la vida de las llanuras. Montar a caballo, respirar
el aire de las montañas y no la brisa, húmeda del río. Quiero sentir tierra firme bajo mis
pies, o el tambaleo de la silla de mi montura, no la oscilación de las viejas tablas, flotando
en el agua. Esto no se ha hecho para mí, Jesse.
—Pero Dave, durante dos años que llevamos trabajando juntos, nunca me has dicho
esto, nunca has encontrado mal tu nueva personalidad de “El Pistolero Enmascarado".
¿Por qué precisamente ahora, cuando eres el mimado de los públicos y uno de los
hombres más rápidos con las armas, a todo lo largo y lo ancho de la Unión?
—Alguna vez tenía que ser, ¿no, Jesse? — dijo sordamente Dave, poniéndose en pie.
Tomó el periódico entre sus manos, y desapareció en el interior del camarote.
Jesse W. Mason se rascó la cabeza, pensativo. Detrás de él, una voz suave preguntó:
—¿Qué es lo que ocurre, Jesse?
Se volvió el empresario hacia la hermosa rubia que entraba en el camarote.
Pocos hubieran conocido a Claire Darlán, después de dos años sin verla. No era, no
parecía la misma mujer agostada y amargada que conociera Dave Reno en Unión City. Su
hermosura había vuelto a cobrar lozanía, sin los maquillajes y afeitas. El rubio caballo
ondulado le caía en cascada sobre los hombros desnudos por el blanco, delicado traje de
anchas faldas crujientes. La pamela, amplia, hacía sombra en su delicado rostro sin
pintura, diáfano y terso, respirando felicidad y amor. Los celestes ojos eran dos fulgores
astiles, limpios. Claire Darlán era, al fin, una mujer feliz. Totalmente feliz.
—¿Qué discutíais Dave y tú? —insistió ella, ante el mutismo de Mason.
—Nada... Cosas sin importancia, Claire —se excusó Mason, saliendo del camarote.
Claire, extrañada, le vió alejarse. Miró hacia la puerta da comunicación, vacilo, con un
mohín delicioso de duda, y terminó sonriendo ampliamente con su carnosa boca, de un
rojo natural, entrando después en la cámara contigua.
Dave Reno, desnudo el bronceado torso, estaba ante el espejo de su tocador,
probándose un nuevo antifaz rojo, de diabólicas líneas y brillante raso, que prestaba a su
rostro moreno un aire infernal, enigmático.
—Estás muy guapo con esa máscara —rió Claire.
Dave, irritado, tiró el antifaz sobre el tocador.
—¡Siempre máscaras, siempre igual! — exclamó—. Estoy harto de mi trabajo, Claire!
Ella se quedó ligeramente desconcertada.
—Dave, ¿era eso lo que discutías con Jesse? — preguntó.
—Sí. No he nacido para divertir al público desde un tablado y fingir fantasías
novelescas en tomo de mi auténtica personalidad, Claire. Voy a terminar con todo esto.
—¿Con Jesse y con “El Pirata”?
—Sí.
—¿Con “El Pistolero Enmascarado”?
—¡Si!
—¿Y... conmigo, Dave?
Se miraron lentamente a los ojos. Chocaron sus miradas como aceros cruzados. Dave
respiró hondo. Sabía que iba a dañar a Claire. Poro no tenía otro remedio.
—Claire, tú misma dijiste un día... que sólo temías el mañana.
—Sí... —fué un simple hilo de voz aquel monosílabo doloroso en sus labios.
—Pues bien. Temo... temo que ese mañana ya ha...
—¡Dave, no! —ella extendió rápidamente su larga y marfileña mano. Le tapó la boca—.
No lo digas, no hables. No así, Dave. No seria... un buen final para nosotros dos.
—Pero Claire, yo...
—No sigas, por favor. Te dije que nunca te pediría más de lo que tú podías darme.
Sabía que, al final, ella era quien tenía que triunfar... No me quejo, porque lo esperaba,
Dave. De todos modos... gracias por cuanto me has dado. He sido... ¡he sido muy feliz!
—¡Claire!
—El día... que te marches... hazlo sin decir adiós, sin despedirte... —ella retrocedía, de
espaldas a la salida, con los ojos brillantes, húmedos, temblorosos los labios. Sus mejillas
habían palidecido—. Será... mucho menos cruel. Y guardaré siempre un hermoso
recuerdo de ti...
Salió del camarote. Dave hubiera querido, alcanzarla. Pero era inútil. Lo sabía. Prefirió
quedarse allí, mirando fijamente a la puerta por donde se fuera Claire.
Luego, bajó los ojos hasta el periódico de Omaha que reposaba sobre la mesa. De vez
en cuando, adquiría Prensa de Nebraska. Aquel ejemplar había cambiado todo en poco
tiempo.
Leyó las dos noticias, casi juntas en la página tercera, fechadas ambas en Union City:
“PROXIMAMENTE LLEGARA A ESTA CIUDAD EL TEATRO FLOTANTE DEL JUDIO SAM
FLOCKLER,
“LA PERLA DEL MISSISSIPI”. ACTUALMENTE EN SAN LUIS, PRONTO LE VEREMOS EN
UNION CITY”.
Y después, algo más abajo, con letras mucho más reducidas:

"El hijo de nuestro alcalde, Lex Carsdale, contraerá matrimonio en breve con la bella
señorita Wanda Hickory, que fuera el gran amor de Dave Reno, el forajido desaparecido
en el rio hace dos años”
La fusión de aquellas dos noticias sin relación entre sí, iba a ser dinamita pura.
Dinamita para Dave Reno, para Mason y Claire... y también para Unión City.
***

“El Pistolero Enmascarado” inclinóse, ceremonioso, recogiendo la enorme salva de


aplausos que acogía la primera parte de su actuación. Furtivamente, observó que en el
palco de honor del piso alto, lucía la bandera de la Unión en la barandilla. Y detrás, dos
figuras que también aplaudían. Obesa y redonda una; larga y aguileña la otra.
—A continuación, señoras y señores —dijo con su voz disfrazada Dave—, iniciaré para
ustedes la parte más difícil del espectáculo...
Un murmullo de asombro repercutió en la amplia sala del “Pirata”, cuando apareció
Claire, ataviada en malla y un traje rojo, ceñido a su hermosa figura, portando una gran
tabla pintada de blanco, que situó en un lado del escenario. La tabla poseía unas argollas
de piel y metal, que aferró el enmascarado a sus piernas y brazos, dejándola inmóvil
sobre la misma.
Dave alejóse después, flotante su roja capa detrás, y se situó al otro lado de la escena,
de espaldas a la rubia prisionera sobre la tabla. Tomó un pequeño espejo, que adaptó a
un rifle Winchester, y apoyando el arma sobre su hombro, apuntó a su espalda,
directamente sobre Claire Darlán. Se repitió el murmullo, al adivinar en qué consistía el
ejercicio.
—En esta prueba, utilizo proyectiles normales, sin truco —advirtió la voz monocorde
del tirador del antifaz—. Nada de pólvora o cartuchos falsos. Cualquiera de las piezas de
plomo, si tocan a mi compañera de trabajo, supondrán una herida mortal...
Inclinóse sobre la guarnecida barandilla el obeso senador y el inexpresivo personaje
incógnito. Sus pupilas, incluso contra su propia voluntad, centelleaban, excitadas.
Era tal el ambiente en la sala, que podía percibirse el zumbido de un mosquito, en
alguna parte del lugar. Ladró de pronto el ‘‘Winchester", una espectadora chilló, rotos los
nervios... y sobre la blanca tabla, un orificio negro se abrió junto a la sien izquierda de
Claire.
A partir de ese momento, el crepitar del arma fué ensordecedor, repetido y sin
intervalos, perfilando a balazos la silueta curvilínea de la hermosa rubia. Finalmente, Dave
hizo una pausa. Anunció, ronca la voz, sin mirar a otro lado que al espejo:
—Y ahora, las dos últimas balas... —una nueva pausa teatral. Nadie, en el público,
podía advertir las gotas de sudor que perlaban su frente y mejillas, bajo el antifaz—. Una,
se clavará entre el brazo y el costado izquierdo, a escasas pulgadas del corazón de mi
compañera. La última... se incrustará entre su cabello, rozándole el cráneo...
Un sordo murmullo zumbó por la sala. Se rebulleron inquietos los espectadores de un
sexo u otro, de una u otra condición. Clark S. T. Masterman y su huésped de honor, se
inclinaron todavía un poco más sobre la barandilla, desligados de todo, excepto de lo que
ocurría en el escenario. Sus dos o tres guardias personales, situados estratégicamente en
la sala, también descuidaron ese fugaz momento la vigilancia de los políticos.
Maulló la bala, rebotando levemente en una de las abrazaderas metálicas de Claire,
antes de incrustarse, oblicuamente, en la madera. Claire, pálida pero serena, respiró
hondo. El “Winchester" apuntó a sus cabellos, sintió casi la intensidad física del canon,
clavado en sus ojos...
Nadie, absolutamente nadie en la sala, demasiado absorbida la atención por el gran
tirador del escenario, pudo advertir el ligero indicio de actividad de uno de los
espectadores.
Un elegante caballero de levita azul, chistera y chaleco rameado, giróse en su asiento
lateral de la última fila, asomó al pasillo, y de su manga brotó suave, imperceptiblemente,
un revólver ele calibre reducido, que alzó lentamente, sin advertirlo nadie, hacia el palco
que caía sobre él. El punto de mira se clavó en la aguileña faz del invitado de Masterman,
sin un solo temblor de la firme mano que esgrimía el arma...
El “Winchester” volvió a ladrar en el escenario. Un alarido terrible brotó del público al
advertir que la bala no había ido a los cabellos de Claire, ni siquiera dirigida a ella. El
“Winchester” había girado sobre sí mismo, al tiempo que la flexión cíe cintura del enmas-
carado, y la estría naranja horadó la penumbra de la sala, alcanzando a un espectador.
El vecino del asiento del hombre de levita azul, gritó, cubriéndose el rostro con horror,
ante el espectáculo atroz de aquella cabeza perforada, por cuyo rostro se derramaban la
sangre y la masa encefálica, en escalofriante mezcla.
Soltó su arma el fallido agresor, derrumbóse en tierra, y eso significó el despertar
violento da los guardianes de ambos políticos, de la gente que llenaba la sala...
Dave Reno, tranquilo en medio del maremágnum reinante, miró a través de la agitada
multitud hacia el hombre pálido y cereño del palco. La mirada de águila se cruzó con la del
artista del antifaz rojo.
—Un espejo permite ver muchas cosas, señor —dijo la voz apacible de Dave—. Aunque
ese disparo no entrase en mi número de esta noche, tenía que hacerlo...
Winslow R. Forbes no dijo nada, no varió su gesto. Pero sabía que había salvado
milagrosamente la vida, gracias al “Pistolero Enmascarado".
—El Sur todavía no se resigna a haber perdido la guerra, señores. Tampoco les bastó
terminar entonces con Lincoln. Ven en nosotros, los hombres del Sur, que hemos sabido
comprender la gran lección y seguir el camino mejor para los destinos de nuestra Nación,
traidores a la causa de unas generaciones decadentes, equivocadas y partidarias del
esclavismo. Hombres como el que hoy ha pretendido disparar sobre mí, abundan en
Louisiana, en Arkansas, Florida, Georgia, Virginia o Carolina. Son los eternos
descontentos, los que no saben ver más allá de sus estrechas ideas. No comprenden que
el matar a Lincoln, a otro presidente, o a mí mismo, que no soy sino un colaborador más,
no resuelve nada para nadie.
El tirador del antifaz rojo, escuchaba de labios del Secretario del Presidente aquellas
palabras que aclaraban la razón del atentado que, por fortuna, vislumbrara fugazmente
en el espejito, debido a su ángulo de colocación, llegando a tiempo de evitarlo. Dave
permanecía rígido, sereno, en el antepalco del político.
—Ha salvado usted la vida al señor Forbes, y con ello, la Nación y todos nosotros
contraemos una gran deuda con usted —sonrió Masterman, acomodado en su asiento—.
De no ser por su fantástica puntería y la celeridad de su mente en la acción, nadie hubiera
podido salvarle, porque ninguno de nosotros advirtió el peligro.
—Carece de importancia lo ocurrido, señor —dijo Dave—. Todo se redujo a cambiar de
trayectoria una bala, y dar un final más trágico y sangriento a mi actuación...
—Fué algo mucho más grande que eso, amigo mío —dijo Forbes—. Y yo quiero
ofrecerle algo a cambio. Yo deseo patentizarle mi gratitud. Esta noche, en “El Pirata”, e
incluso en todo Nueva Orleáns, usted es la única persona no oficial que conoce mi
identidad. En mi condición de secretario del Presidente, pídame lo que desee, y será
complacido.
—No creo necesitar nada, señor.
—Todo hombre necesita algo. No necesariamente fortuna o favores, sino algo más
difícil de alcanzar, pero que puede estar a mi alcance. Hable. No pretendo descubrir la
identidad que se esconde tras esa máscara, porque no sería justo. Sólo quiero saber lo
que puede precisar en la vida, y tratar de facilitárselo, en premio de algo que no tiene
precio para mí. No es una compensación, sino un deseo de serle útil.
—En ese caso, señor Forbes, voy a hacer una excepción con usted. Y después, le
formularé una petición. Una sola...
Rápidamente, ante el asombro de los dos políticos, Dave llevó la mano a su rostro. Se
arrancó de un tirón el antifaz rojo. Forbes y su acompañante, profundamente intrigados,
se quedaron contemplando aquel rostro broncíneo, firme y enérgico, bajo la crespa
melena negra, brillante.
—Mi nombre, señor Forbes, es Dave Reno —dijo el joven serenamente—. Y mi
petición...
Winslow R. Forbes y su compañero, el senador, escucharon atentamente las palabras
que empezaban a fluir de labios de Dave Reno, el hombre que había roto su incógnito por
primara vez en dos años...
CAPITULO X

—Se marchó tal como había llegado, Jesse...


—Sí, Claire. Un amanecer, le recibimos a bordo, para compartir con él nuestras vidas.
Yo le di mi amistad y mi confianza. Tú, le diste tu corazón. Tal vez seas la que más ha
perdido en todo esto...
—Pero Jesse, ¿por qué ha tenido que hacerlo? ¿Por qué nos ha dejado Dave, sin un
adiós, sin otra despedida que estas líneas, para embarcarse en otro barco y seguir otras
sendas?
—No lo sé, hija mía —suspiró Jesse, apoyando una mano en el hombro de ella—. Sólo
puedo decirte que los hombres tienen a veces cosas extrañas, inexplicables, y de pronto
sienten la necesidad de abandonar todo aquello que les es querido, de huir de sí mismos
y de sus debilidades sentimentales. No olvidemos que Dave tenía su pasado, su vida
edificada en otro lugar del país. Acaso el importante político de la otra noche le prometió
interceder por él si volvía a su mundo, aquel mundo que le arrojó violentamente de sí
cuando nosotros le recogimos.
—Sabía que la otra mujer era la que ganaría la partida, después de todo —musitó
amargamente Claire—. Las mujeres como yo nunca pueden obtener nada. Ni siquiera
aquello que les es más querido. Los errores, las faltas de antes, pesan como plomo en
nosotras...
—Mi pequeña Claire —Mason la miró con ternura, con bondad—. Cuando te vi
enamorada de Dave, comprendí que yo también te quería, que te había querido desde
hacía mucho...
—¡Jesse! —los azules ojos cuajados de llanto se fijaron en él—. ¡Oh, no...!
—Te reirás, lo sé. Pero te quiero aún, Claire. Y ya que él se ha marchado... ¿por qué no
procuras olvidar... a mi lado? Te ofrezco mi nombre, mi hogar del rio. Cásate conmigo,
Claire, aunque sepas que nunca puedes llegar a amarme... Pero por favor, no te burles de
mí por lo que te estoy pidiendo...
—Jesse... ¿Reírme de ti? —Claire le rodeó los hombres con sus brazos y le besó
suavemente en una mejilla—. ¿Reírme de las frases más hermosas que jamás escuché?
Gracias, buen amigo, gracias....
De su mano, cayó la hoja de papel sobre la borda, y se hundió en las aguas del río. Sus
breves líneas, fueron mojándose hasta borrarse y resultar casi ininteligibles:
“Mi querida Claire: Es mejor separarnos así. Sin reproches, sin despedidas
dolorosas, ni explicaciones difíciles. Tú dijiste una vez que esto había de ocurrir.
No sé si volveremos a vernos, mi vida, pero esté donde esté, jamás podré olvidar
a mi pequeña y dulce Claire. Que Dios os bendiga a Jesse y a ti. Y perdonadme, si
podéis. Tu:

“Dave”.

Finalmente, el papel se alejó, deformado, río abajo...


***

El hombre de la botella de ginebra se apartó oportunamente del calesín, que pasó


junto a él, rozándole con sus ruedas y cubriéndole materialmente de polvo. Por unas
pulgadas, el infeliz no cayó bajo las patas de los caballos.

Los proyectiles silbaban cerca del


fugitivo

—¡Peste de gentuza! —bramó, agitando su botella casi vacía, con gesto de furia—.
¡Deberíais estrellaros en cualquier esquina!
Renegó por lo bajo, eludiendo el paso de un par de jinetes con monturas
engualdrapadas conforme exigía la solemne ocasión, y escupió a tierra con ira.
—Es un villorio infernal —graznó con enfado, siguiendo su camino sobre las tablas de
un porche—. Se casa el hijo del alcalde, llega el gobernador del Estado, asciende el
honorable alcalde a diputado... ¡Puf, carroña todo!
Se apoyó, para no caer, en una de las columnas del porche, mirando con estúpidos ojos
turbios el pasquín enorme y multicolor que estaba clavando el hombre de la estrella
plateada sobre el cartelón de anuncios. El beodo, torciendo su rostro barbudo y
descuidado, se acercó un poco más al cartel.
—¿Qué mil pestes pones ahí, sheriff? —tartajeó—. ¿Buscáis ahora a algún cuatrero, o a
un ladrón de Bancos?
Aldo Corrigan, el sheriff, miró con desprecio y burla al borracho. Rió, señalando el
cartel de brillantes colores.
—No, amiguito. Por una vez, Unión City prescinde de carteles de recompensa, para
unirnos a la solemnidad del acontecimiento, animando esa pared con algo más agradable.
¡“El Pistolero Enmascarado” va a actuar en Unión City, amigo!
—¿Qué? —rugió el hombre de la botella de ginebra. De su mano, cayó a tierra el
recipiente, y se esparció el licor por el suelo—. ¡Aparte, sheriff!
Echó a un lado al sorprendido Aldo, y se encaró con la efigie del hombre de rojo
antifaz. Se había transfigurado su mirada fulgurante ahora, y le temblaban las manos
crispadas.
—Atrevido eres, amiguito —le dijo sordamente al dibujo del pasquín, como si éste
pudiera escucharle—.
¿De modo que vuelves aquí? Vaya, vaya... El mundo es muy pequeño, mi querido Dave...
—¿Qué es lo que estás diciendo? —Aldo se acercó a él, aferrándole por un hombro—.
¿Conoces tú a ese hombre? Sé que has trabajado en los barcos de río, antes de
convertirte en un vagabundo sin trabajo, borracho y desocupado. Pero ignoraba que
conocieras al hombre del antifaz rojo...
—Una vez, estuve seguro de conocerle —rió Frank Thompson, evocando una antigua
aventura poco afortunada para él—. Pero me equivoqué. Entonces me confundí, sheriff.
Lo cual no quiere decir que pueda equivocarme dos veces...
Se desasió con cierta energía del zarpazo del sheriff, y éste se le quedó mirando,
perplejo. Luego, su mirada voló al cartel de vivos colores, estudió ceñudo al pistolero de
rojo, y terminó por hacer una seña a un hombre cómodamente sentado en el porche de
enfrente. El hombre se puso en pie, acercándose a él. Lucía chapa de comisario.
—Lash, sigue a Thompson y trata de sonsacarle — susurró—. El ver ese pasquín parece
haberle excitado mucho. Me gustaría saber por qué...
—¿Crees que ese pobre diablo puede significar algún peligro?
—No lo sé. Pero teniendo en la ciudad al gobernador, será preferible velar por su
integridad física, cuidando de todas las posibilidades sospechosas.
Asintió Lash, el antiguo forajido de la pandilla de “Jake” Moran. Alejóse a buen paso,
detrás de Thompson, que caminaba a bandazos, ajeno a la vigilancia dispuesta.
Unión City hervía en actividad, en gallardetes, banderines, grandes pancartas de
bienvenida a su gobernador, y el edificio colonial de la familia Carsdale rebosaba flores,
ornato y toda clase de preparativos para la boda que iba a apadrinar el propio Talbot
protector político del alcalde y de su hijo.
Por el Missouri, apareció la esplendorosa silueta de
“La Perla del Mississipi'’, uno de los "show boats” más grandes y costosos del país.
Humeando sus largas chimeneas, espumeando el agua bajo las palas de sus grandes
ruedas, se iba acercando a Unión City...
***
Por un momento, un larguísimo momento, no supo qué decir.
Se quedó contemplándole. Fija, obsesivamente. Era como enfrentarse con un
fantasma. Con algo que no se ha esperado volver a encontrar. Con el espectro del
pasado...
Después, el nombre escapó de sus labios, era un murmullo casi ininteligible:
—¡Dave...! ¡Tú...!
—Sí, Wanda. Yo. He vuelto por ti. A por ti, Wanda...
Era la misma. El rostro pálido, menudo y bello. Los grandes ojos negros, la boca breve y
carnosa, aquellos obscuros bucles, peinados ahora con más gracia. El vestido era también
más ostentoso. Pero en lo demás, su pequeña Wanda era la misma. La misma con quien
esperaba haberse casado en seguida, comprando aquella granja, siendo felices.
Ella, rápidamente, miró a las espaldas de Dave, a la ventana por la cual había hecho su
repentina aparición en el dormitorio, estando a punto de hacerla gritar de terror. No
advirtió señal alguna de alarma, nada que denotase que la presencia de Dave Reno en
Unión City, en su casa, más concretamente, había sido descubierta.
—¡Oh, Dave, amor mío! —estalló de pronto, arrojándose en sus brazos—. ¡Creí que
jamás volvería a verte ya! ¡Y has vuelto... has vuelto por tu Wanda!
Se encontraron sus labios. Dave hallóse besando aquella boca olvidada casi. Al
apartarse, con la menuda figurita estremecida entre los brazos, susurró roncamente:
—Tenía que hacerlo un día u otro... Y creo que esta era mi última oportunidad. ¿No es
cierto, Wanda? —los ojos duros, tenebrosos, se clavaban, ávidos, en ella.
La muchacha no pudo soportar aquella lacerante mirada. Bajó los ojos.
—Sí, Dave —confesó, estremecida—. Era la última oportunidad. Pero aún no
pertenezco a ese horrible hombre, a Lex Carsdale y su fortuna...
—Pero Wanda, tú... ¿tú pudiste ligarte a él, comprometerte a otro, a un sapo como
Carsdale ?
—Te creía muerto, Dave, aunque algo en mi interior me dijera que aún vivías. Pero no
esperaba verte jamás aquí, y tampoco sabía cómo encontrarte. Tú... tú conoces a papá.
Ha alcanzado un cargo oficial, debe favores grandes a los Carsdale. Lex procuró que no se
me molestara cuando... cuando lo tuyo. Y papá me ha forzado a esta unión.
—¡Pues esa unión no se celebrará, Wanda! ¿Es mañana la fecha fijada?
—Mañana, sí —apenas era un soplo de voz—. Pero no hagas nada, por favor... No
podrías sacarme de aquí No sé cómo has llegado, cómo has podido llegar hasta mí sin ser
visto, pero no debes tentar a la suerte. La pandilla de “Jake” Moran controla todos los
cargos oficiales en la ciudad. Moran mismo es un ciudadano importante. Carsdale y su
hijo son amos virtuales de todo. Los que les estorbaban, como los Culver entonces, han
seguido igual camino. Parecen perros rabiosos, están furiosos por defender su poderío. Y
detrás, Dave, tú sabes quién está, con mayor poder aún...
—¡Talbot! —escupió Dave el nombre—. El gobernador Talbot. El cerdo adiposo...
—Por el amor de Dios, Dave, deja que todo siga como está. Una vez te pedí prudencia y
no la tuviste. Perdimos mucho ambos entonces. Todo, mejor dicho. No repitas ahora la
suerte. Sera mejor que te vayas y me dejes seguir mi destino, bueno o malo. Dime que si.
—No, Wanda. No, si tú me quieres aún, y no amas a Carsdale...
—Le odio. Y seguiré amándote a ti por toda la vida. Pero es mejor así. Por ti...
—Escucha, Wanda —la cortó él, tajante—. Trabajo en un barco de río. Soy un hombre
famoso... “El Pistolero Enmascarado”.
—¡Tú! —los ojos de ella se abrieren, desmesuradamente—. ¡No es posible, Dave!
—Lo es. Esta noche, hemos sido invitados a actuar fuera de nuestro teatro flotante. No
me sentiré tan seguro en tierra, pero la invitación es personal del gobernador Talbot,
para trabajar en honor suyo y de Carsdale, tu futuro marido. Creo que tú asistes.
—Sí, Dave... pero, ¿qué pretendes hacer? No irás a esa fiesta, ¿verdad?
—Yo no —rió duramente Reno—. Irá “El Pistolero Enmascarado”.
—¡No!
—Irá. Y tú no serás la esposa de Lex Carsdale, puedes estar segura.
—Te matarán si te descubren, Dave...
—No rae descubrirán, cariño. No temas... —se inclinó, besándola fuerte y fugazmente
en los labios—. Hasta la noche... en la residencia Carsdale.
—¡Dave, espera!...
Era tarde. Reno había saltado limpiamente por la ventana otra vez. Cuando Wanda
corrió tras de él y se asomó, su alta figura se fundía en las sombras, desapareciendo tras
las cercas de abajo, en el dédalo de callejas que tan bien conocía el ex-comisario.
—¡Estúpido, loco disparatado! —musitó Wanda, extrañamente cambiado su dulce
gesto al volver al centro de la habitación—. ¡Te he advertido mil veces de que no hicieras
esa locura! Y no has querido escucharme... ¿Crees que una mujer ambiciosa, que una vez
se quedó sin bolsa por una insensatez tuya, va a perder ahora todo lo que Carsdale le
ofrece, por seguir desesperadamente a un forajido que será pronto carne de horca? No,
Dave, eres tonto, ciego y nada práctico... Lo siento por ti, pero no tengo otro remedio que
hacer lo que voy a hacer, o serías capaz de salirte con la tuya... Mi conciencia quedará
limpia, porque ya hice cuanto pude por disuadirte...
Y una fría expresión de ira asomó a sus pupilas, repentinamente calculadoras,
ambiciosas, sin amor ni lealtad hacia nadie.
Pero Dave Reno no estaba allí para advertir el cambio experimentado en su Wanda,
tras dos años de ausencia...
CAPITULO XI

La iluminación era esplendorosa, los carruajes y caballos de todos los personajes


importantes de la comarca se alineaban ante el porche de altas columnas blancas, a
estilo colonial donde los lacayos negros atendían solícitamente a los invitados de la
fiesta.
Un destacamento militar rodeaba el edificio, patrullando en sus monturas, como
salvaguardia del gobernador Talbot. Pero la confianza y la seguridad de todos en una
noche brillante, sin complicaciones desagradables, alejaba todo temor de los presentes.
Frank Thompson contempló con interés la escena. Luego, se acercó a los macizos de
arbustos inmediatos a la finca de los Carsdale, buscando la sombra protectora Su aspecto
descuidado, sucio, no era el más apropiado para hacer acto de presencia en un acto
semejante.
Y sin embargo, quería ver a alguien. Alguien que estaría ya allí dentro tal vez...
Miró en torno suyo dos o tres veces, con cierto recelo. Si una vez le habían seguido,
podía ocurrir que le siguieran dos. Aquellos estúpidos creían que era fácil emborracharle a
él, hasta el extremo de hacerle decir lo que ellos quisieran. No sabían que él, Frank
Thompson, era demasiado astuto para, dejarse engañar. Y que aquello era cosa suya.
Estrictamente suya...
Estaba muy cerca ya del edificio. De pronto, llegó el ruido de un caballo al galope hasta
sus oídos. Echóse atrás, buscando una zona cíe obscuridad.
Desde allí vio llegar al hombre montado a caballo, que descabalgó ágilmente ante el
porche, y en vez de dirigirse a la brillante iluminación de la entrada, corrió derecho hacia
el hombre que ostentaba el mando del grupo de soldados da escolta.
—¿Quién de ustedes es el capitán Scoffield? —inquirió ásperamente—. Es urgente...
Thompson reconoció la voz. Era la de “Jake” Moran, un prominente ciudadano, que
antes fuera un bribón. Para Thompson, seguía siéndolo...
—¿Qué es lo que ocurre? —respondió el oficial—. Yo soy el capitán Scoffield.
—Extreme las precauciones, capitán. Es una orden del señor Carsdale, hijo. Llegará
dentro de poco tiempo, con su prometida y con los demás caballeros, pero me ha enviado
a mí por delante para advertirle. Esta noche, tendrán aquí a un hombre que desea la
muerte de los Carsdale y, posiblemente, la del propio señor Talbot. Se trata de Dave
Reno, un hombre fuera de la Ley, cuya cabeza vale cinco mil dólares...
—¿Cómo va a entrar ese hombre en el edificio, que está perfectamente vigilado?
—Ahí está lo audaz de sus procedimientos, capitán. Viene con los actores del teatro
flotante...
Thompson no quiso oír mas. Se alejó rápidamente, pegado a los setos, hasta llegar de
nuevo a la calle Mayor, lejos del edificio colonial.
—¿Quién mil diablos ha podido decírselo a Moran? —graznó el antiguo “Pistol".
Se encaminó a paso rápido calle abajo, hacia el muelle de Unión City, donde las luces
de ‘‘La Perla del Mississipi” lo invadían todo de reflejos festivos. Cuando llegó dióse
cuenta de que era demasiado tarde para dar alcance a Dave Reno antes que la gente de
Carsdale; no se veía animación a bordo. Un empleado, junto a la pasarela, le advirtió:
—Eh, amigo, ¿qué busca aquí? No hay nadie en el barco.
—¿Y los que han de actuar para el gobernador Talbot?
—Salieron ya hace rato. Estarán en el palacio del alcalde.
Thompson, desalentado, se pasó una mano trémula por su barba hirsuta. Volvióse
hacia el pueblo, y caminó con paso ligero lo que antes recorriera, a la inversa. De repente,
recordando algo, detuvo sus pasos frente al edificio de los Hickory. Sabía que Wanda, la
prometida de Lex Carsdale, había sido novia de Dave. Todos lo decían en el lugar.
Encaminóse allá directamente... pero de pronto retrocedió, ante el grupo de personas re-
unidas en torno al porche. Vió salir a una hermosa joven, vestida de azul celeste, morena
y femenina, del brazo del fofo Lex Carsdale. Otros personajes les seguían, hablando
jubilosamente.
Thompson se filtró por entre la gente, pugnó por acudir hasta el calesín abierto al que
subían ya los futuros esposos, mientras sus amistades lo hacían en otros carruajes.
Ya con una mano en la parte posterior del vehículo, se disponía a llamar la atención de
la muchacha sin ser advertido por Carsdale, cuando captó su voz susurrante:
—Lex, cariño, ¿lo hiciste?...
—Sí, Wanda, no temas. He enviado a Moran con la alarma. No saldrá vivo de Unión City
esta vez. Y no volverás a ser importunada jamás por ese hombre...
—Mi vida... Eres el hombre más adorable del mundo —le dijo Wanda, besándole la
mejilla.
Thompson se soltó del calesín, mudo de asombro. Dejó que saliera, y aún hubo de
hacer una difícil cabriola para eludir el atropello bajo los cascos de los demás caballos.
Les vió partir entre una polvareda, y permaneció unos segundos como aturdido.
—Cielos, ella misma... —musitó—. Una hermosa serpiente... Al lado suyo, querido
Thompson, eres un angelito.
Volvió a caminar calle arriba, sin idea alguna en su mente. Todo se derrumbaba para
Dave Reno. Le había fallado el único factor que él no podía esperar que le fallase: Wanda
Hickory.
Y ahora, él, Frank Thompson, su antiguo enemigo mortal, ya no podía advertirle del
peligro, tal como había sido su intención. No podía enmendar una de sus pasadas
vergüenzas, salvando la vida del hombre contra el que una vez luchó con toda su furia.
Pero a pesar de todo, siguió andando calle arriba, de nuevo hacia el edificio de los
Carsdale, que hervía en fiesta. Una fiesta que iba a tener epílogo sangriento...

***

Terminó el número de las bailarinas acrobáticas. Sonaron calurosos aplausos, pero la


gente parecía reservarse para el número siguiente, la sensación del programa...
—¡“El Pistolero Enmascarada”! —anunció, dramático, el director del espectáculo.
Un redoble de tambor, un murmullo de expectación... y en la balaustrada de mármol
de la planta alta, asomada a la gran sala de la residencia habilitada para la representación,
un sigiloso emplazamiento de hombres: Aldo, el sheriff, Lash, “Jake” Moran, armado de
un revólver bajo su elegante levita...
Más abajo, en el palquito de honor, Talbot mordió nervioso su grueso cigarro, mirando
de soslayo a Carsdale, el alcalde, que inclinóse con sonrisa confiada, cruel. Su hijo apretó
la mano de Wanda, que estaba muy pálida y rígida en el asiento. No lejos de ellos, el
abogado Karpis, ahora Fiscal del Estado de Nebraska, tragó saliva mirando a la escena.
—No me gusta esto —dijo el capitán Scoffield, abandonando el local, cuya puerta
guardaba, y acercándose al centinela de la entrada—. Preferiría arrestar a ese hombre
que permitir que le acribillen a balazos ante mis ojos. Pero ya que el gobernador lo ha
dispuesto así... Allá él con sus responsabilidades. Seré testigo de un asesinato.
La aparición del enmascarado personaje se demoraba un poco. Hubo un murmullo
impaciente. El director, nervioso, corrió al jardín posterior, donde habían establecido los
camerinos provisionales. En un cobertizo apartado, había pedido Dave vestirse.
El director del espectáculo golpeó con los nudillos en la puerta, extrañado de no ver al
hombre que tenía que guardar aquella puerta, para evitar curiosidades en torno a su
figura principal.
—Vamos, a escena... Es su número —advirtió, con voz apremiante.
—Ya voy —respondió la sorda voz del enmascarado. Abrióse la puerta, y apareció, para
alivio del promotor, la figura roja y blanca de su “estrella” máxima—. Dispuesto ya.
—¡Ya es hora! ¡De prisa, Dave, a escena, o el gobernador se irritará!
Un clamor entusiasta de aplausos acogió la presencia del "Pistolero Enmascarado” en
la escena. El hombre del rojo antifaz saludó, ceremonioso, con sus dos revólveres en las
enguantadas manos. Empezó a hacerse el silencio.
Súbitamente, Moran interpretó su parte. Gritó, con voz potente, desde arriba,
dirigiendo un índice acusador hacia el fantasmal personaje del teatro flotante:
—¡Ese hombre es Dave Reno, el forajido! ¡Viene a matar al alcalde y al gobernador!
Sonaron gritos de terror abajo. Por un momento, todo pareció extrañamente quieto,
como petrificado. Y de pronto, estalló el infierno.
El enmascarado no pareció sorprendido de la acusación. Levantó sus niquelados
revólveres y empezó a disparar hacia la altura. "Jake'’ Moran se quedó con su pistola a
medio sacar. Le voló la cabeza en fragmentos, y su cuerpo doblóse sobre la balaustrada,
cayendo en mortal zambullida sobre los asistentes.
El caos fué terrible. El enmascarado seguía disparando hacía la altura, y ahora fué Lash
quien se tambaleó, pero al mismo tiempo, Aldo Corrigan empezó a hacer crepitar su
revólver, y Lash, aunque herido, unió el fuego de su arma a la del sheriff.
De otro punto de la sala, partieron nuevos disparos, y todo el fuego se concentró en “El
Pistolero Enmascarado”, sobre el que empezaron a confluir las rojas estrías llameantes,
convirtiéndole en una criba, empujándole acá y allá, haciéndole golpear de bruces contra
un ventanal, quebrando después los vidries de éste en mil pedazos, y arrancando de allí al
enmascarado, que como un pelele inarticulado, cosido a balazos, se precipitó del estrado
al suelo, cayendo a los pies de unas enjoyadas damas, cuyos gritos delirantes atronaron el
ámbito de la trágica sala.
Los Carsdale, Talbot y Karpis, junto con Wanda, contemplaban terriblemente pálidos la
muerte del hombre peligroso y odiado, de Dave Reno, que una vez huyera a sus balas...
***

Le despertó el fragor de los disparos. Irguióse, aturdido, tocándose la frente, aún


dolorida. Miró en torno. Aún estaba en su camerino. Con sus ropas, tal como llegara a la
residencia de los Carsdale. Pero entonces... ¿qué significaba aquel tiroteo?
En vano buscó con los ojos, aún de rodillas en el suelo, sus prendas de actuación. No
estaban. Ni el antifaz, ni el traje, ni los revólveres siquiera...
¿Qué es lo que ocurría? Vagamente, le llegó una voz potente, autoritaria:
—¡Era un peligroso asesino ¡Dave Reno ha muerto, señores!
Hablaba Carsdale, el alcalde. Empezó a recordar... y a comprender.
Había sentido un ruido en la puerta, se había vuelto, alarmado... y entonces le vió. Era
Frank Thompson, “Pistol” Thompson en persona. Borracho, hundido, astroso. Pero con
una luz nueva en los ojos. Le había saludado:
—Hola, Dave. Vengo a saldar una vieja deuda. Perdona si te parezco brusco...
Y de pronto, le había arrojado algo al rostro, posiblemente un revólver. Le derribó,
aturdido, se desvaneció... y no podía recordar más.
Ahora sabía, sin embargo, lo que había pasado durante su desvanecimiento.
Se acercó a su maletín. Lo abrió. Estaban todavía allí. Dos revólveres. Dos “Colt” de
calibre 45. Negros, largos, ominosos. Doce balas para el enemigo. Doce balas para los que
habían matado al “Pistolero Enmascarado”...
Dave Reno, avanzó así hacia el salón de espectáculos.

***

Carsdale, el gordo y fofo Lex, se apartó, con un grito de ira y de temor:


—¡No es Reno! ¡Ese hombre no es Dave Reno! ¡Nos han engañado! y miró a Wanda,
acusador. Ella musitó, estremecida, pálida como un cadáver:
—Yo... yo te juro, Lex, que... que...
—¡Es Frank Thompson, un pobre diablo que trabajó hace tiempo en los teatros
flotantes! —agregó ahora la voz de Aldo Corrigan, el sheriff—. ¡Nos burló este hombre!
El capitán Scoffield, inmóvil en el umbral, asqueado por cuanto presenciaba, y cuya
monstruosidad no alcanzaba a comprender, le vió antes que nadie. Pero algo le dijo que
aquel hombre no era un asesino. Que el joven alto, moreno y granítico que aparecía en la
puerta vidriera del jardín, a espaldas de los políticos, con dos revólveres negros en sus
manos, no podía ser un criminal ni un forajido. Y no habló, no se movió. Esperó
acontecimientos...
—¿Me busca a mí, Carsdale?
Fué una voz dura, cortante y metálica. Restalló como un latigazo en la piel del
interpelado, que dió media vuelta, estremecido de horror. Le imitó su padre, Talbot y
Wanda con un chillido de fiera herida...
—¡DAVE RENO! —rugió Carsdale, levantando el revólver que había estado esgrimiendo
desde que arrancara al muerto el antifaz rojo.
Scoffield tampoco se movió, mientras era Dave quien lo hacía a vertiginosa velocidad,
moviendo ambos percutores a la vez. Las dos estrías rojas parecían ir directas a por Lex
Carsdale, pero la realidad es que buscaban blancos opuestos. Alcanzaron
matemáticamente al gordinflón y a Aldo Corrigan, arrojándoles con brutal violencia
contra la escalinata de mármol.
El hijo del alcalde rebotó, con un orificio negro y terrible en la frente, mientras Corrigan
se doblaba, con el corazón agujereado en su mismo centro vital, sin tiempo para empuñar
sus armas.
Aquel hombre de pelo negro y ojos centelleantes parecía un Némesis increíble brotado
de la tierra. Scoffield, queriendo intervenir para evitar una matanza, movió su mano hacia
la pistolera del uniforme, y la seca voz de Dave, que parecía no mirarle, le advirtió:
—¡Cuidado, capitán, o es hombre muerto! ¡No se meta en esto! ¡Tengo el indulto del
Presidente de los Estados Unidos, y autoridad para limpiar de asesinos y de ratas furiosas
las calles de esta ciudad podrida!
Talbot se quedó lívido al oír esto. No sonaba a baladronada. Parecía imposible, pero
había formulado aquellas palabras con firme y total seguridad.
Sin embargo, el alcalde no lo juzgó así, o no se paró a medir la verosimilitud del
aserto, porque se arrojó como un tigre sobre el cadáver de su hijo, pareciendo que iba a
llorarle, y se irguió a medias, con su revólver entre los dedos, disparándolo sobre Reno
furiosamente, bala tras bala...
Es decir, sobre el lugar donde unos segundos antes estuviera Reno, pero que ahora
mostraba su vacío absoluto. Las balas perforaron y desgajaron los cristales del ventanal
y giró Carsdale la vista, en busca de Dave, enrojecidas las pupilas por el odio y la sed de
sangre.
Lo encontró. Erguido junto a Wanda Hickory, a la que sonreía con el rostro crispado y
pálido de un muerto. Quiso disparar sobre él nuevamente.
Pero Dave Reno no le concedió ya la menor oportunidad al hombre sin conciencia ni
escrúpulos, que había erigido un sistema político de terror en Unión City, apoyado en
asesinos a sueldo y en crímenes abominables.
Un revólver ladró dos veces, mientras el otro, rígido e inmóvil, apuntaba a Talbot.
Dos proyectiles se alojar ron en el vientre del alcalde de Unión City. Le arrojaron contra
una columna, donde rebotó de espaldas, cayendo después de rodillas. Tosió,
cubriéndose los boquetes con las manos. Por entre los dedos, resbaló la sangre,
copiosa.
Después, muy despacio, fué venciendo su peso hasta caer de bruces y resbalar poco a
poco sobre el embaldosado del salón.
Un silencio de muerte reinó en aquel lugar de desolación y de sangre. Dave Reno,
aún erguido ante Wanda Hickory, aparecía rodeado de muertos. Los demás invitados
habían desaparecido.
Varios soldados de Scoffield aparecieron en la entrada, con los fusiles dispuestos, pero
un rápido gesto del oficial les detuvo, desconcertados.
—Dave... —musitó Wanda, con una voz irreconocible, descompuesto el bello rostro,
que parecía ahora de pasta maleable, derritiéndose—. Dave...
—Es curioso lo ingenuo que puede uno ser a veces, Wanda —dijo fríamente la voz
acerada de Reno—. Creer en una mujer, dejarlo todo por ella, creyendo que todo puede
ser como antes...
—Dave, estuve loca, no sabía...
—Sí sabias, Wanda, sí sabías. Era yo quien no podía saber... lo que la separación, el
egoísmo y la perfidia hacen en el corazón de una mujer como tú. Pero no me arrepiento.
He tenido que volver, correr el peligro de morir estúpidamente, vendido por la única
persona en quien confiaba... —miro con dolorida expresión al falso “Enmascarado” que
yacía al pie del tablado—. Y salvado por el único en quien jamás hubiera creído. Sí,
Wanda, los años cambian mucho las cosas. Una vez, ese hombre que hoy ha muerto por
mí, luchó por acabar conmigo, y una mujer me salvó la vida. Era una mujer maravillosa,
Wanda. Lo es aún, en algún lugar del país, donde yo fui tan estúpido como para dejarla
por venir a ti de nuevo. Ahora, es la mujer quien me engaña y me vende, y ese hombre,
antiguo enemigo, quien ocupa mi puesto para morir. Creo que nunca comprenderé bien a
Thompson ni a su complejo carácter. Pero fué un pobre diablo, a quien el orgullo y el
rencor malearon momentáneamente. Había vuelto a encontrarse a sí mismo,
precisamente al morir. Buen chico Thompson. Un día me lo dijeron y no lo creí. Ya ves lo
que son las cosas...
Dejó de hablar a Wanda, que lloraba amargamente, cubriendo el rostro con trémulas
manes. Reno miró ahora a Talbot, estremecido, lívido, fofo como una bola de sebo.
—Y usted, gobernador, ha llegado al final de su camino. Está perdido y lo sabe. Se
desmoronó su imperio —rió huecamente, mirando a Karpis. El leguleyo bajó los ojos—.
Todos ustedes se hunden, igual que su sucia y corrompida obra de lucro, robo y
maldades. No les sirvió de nada matar a gente como los hermanos Culver, que querían
una ciudad mejor y una Justicia auténtica para Unión City y sus habitantes. Tampoco
matar a la pobre muchacha que hubiera mandado a ‘‘Cheyenne” Bill a la horca... Yo he
tenido que volver a aplastarles como a alimañas que son, Talbot.
El gobernador reaccionó de pronto con cierta energía:
—Es usted quien va a ir a la horca, Reno. En cuanto quede desarmado... Es un asesino.
Ha matado ante testigos al alcalde, a su hijo, al sheriff de la ciudad...
—Carroña todos, como usted. Seres que estorbaban en el mundo. Y que murieron con
demasiada dignidad, al poder empuñar un arma para defenderse. Capitán, vea esto, y
hágaselo saber al gobernador Talbot, para tranquilizarle...
Dave guardó uno de sus revólveres. Buscó en el bolsillo interior de su levita. Extrajo un
documento sellado, que tendió al oficial. Scoffield, mirándole con simpatía, tomó el
pliego, rompió el sello, con las armas de la Nación, y leyó huecamente, ante el horror in -
finito de Talbot:
“Por este documento, yo, el Presidente de los Estados Unidos, vengo en
conceder excepcionalmente el perdón de todas sus culpas a Dave Reno, antiguo
comisario de Unión City que luchó por la ley y el orden en su ciudad, siendo
derrotado por obscuros manejos políticos.
”Al mismo tiempo, por este mismo documento, confiero a Dave Reno
autoridad y privilegios para imponer rápidamente la Ley en Nebraska, en
condición de Comisario Federal, y estando obligadas todas las autoridades civiles
y militares que por él sean requeridas para prestarle completo apoyo y adhesión
para mejor cumplimiento de la verdadera Ley".

—Y firma el Presidente de los Estados Unidos —concluyó con sencillez el capitán.


Devolvió el precioso documento a Dave, cuadrándose ante él—. A sus órdenes, señor.
—Gracias, capitán —sonrió Dave Reno—. Detenga al gobernador y al señor Karpis,
acusados de defraudación, falseamiento en las urnas electorales, soborno de jurados y
jueces, crímenes políticos, asesinatos y muchas cosas más que saldrán ahora a la luz...
Scoffield miró duramente al gobernador.
—Ya ha oído, señor Talbot. Quedan ustedes detenidos. No creo que nadie les pueda
librar de la horca, si todo eso se demuestra ante un tribunal... Respecto a la señorita
Hickory, ¿qué hago con ella, señor?
—Déjela —habló Dave roncamente, mirando a la muchacha sin enternecerse—. Que
llore libremente a sus muertos... durante toda una vida.
—Bien, señor. A sus órdenes.
Wanda, sollozando, quedó atrás. Dave se acercó ahora al desdichado Thompson,
cosido a balazos, bañado en su propia sangre. Reno le cerró los dilatados ojos risueños, y
apoyó una mano en el pecho ensangrentado, cuyo color se confundía ya con el de la capa
y el arrancado antifaz.
—Descansa en paz, Frank Thompson —musitó, fervoroso—. Muchos males tendrías
que haber hecho en tu vida, y esta sola acción de hoy te rehabilitaría ante Dios y ante los
hombres. Gracias... Gracias de todo corazón, amigo...
Dave Reno sintió una extraña, indefinible paz en su alma, después da llamar amigo al
hombre que fuera su adversario enconado y furioso.
Después de todo, la gente del río no era mala.
Se irguió. Avanzó hacia la salida lenta, mecánicamente. No escuchaba ya el llanto
amargo y rasgado de Wanda Hickory, la mujer por quien volviera a Unión City.
Volvía al río. Volvía adonde le llamaba su corazón. Ahora ya no quedaban cuentas
pendientes en parte alguna. Y la Ley habla llegado a Unión City, a Nebraska toda.
EPILOGO

San Luis quedaba atrás. El Missouri también. Era la primera vez en su vida que Jesse W.
Mason retrocedía en una ruta.
—¿Por qué no remontas el río hacia el Norte, Jesse? —le preguntó Claire, sin moverse
de la borda.
—¿Para qué? —musitó Jesse, sombrío, mirando hacia popa—. Allí no hay nada que
valga la pena, Claire.
—Está Unión City, Jesse.
—¿Y eso qué significa para ti, Claire?
—Una oportunidad. La última en mi vida de ver a Dave. De verle feliz y enamorado, del
brazo de Wanda...
—¿Y eso podrá hacerte feliz?
—Eso, Jesse, me hará muy desgraciada. Pero le habré visto. Y sabré que por lo menos, él
ha encontrado la felicidad.
—¿Aunque tú no seas dichosa?
—¿Qué importo yo? Es él quien me preocupa...
—Todavía le amas, Claire.
—No lo sé, Jesse...
—Le amas, o de otro modo, hubieras sido capaz de refugiarte en mí cuando te lo pedí.
Sabías que no te pedía cariño. Sólo el mío, bastaba para ambos.
—Sí, es posible que tengas razón, Jesse —confesó finalmente Claire al hombre apoyado
en la borda, junto a ella—. Le quiero todavía. Creo que nunca dejaré de quererle. Algún
día confío en pasar por Unión City, dentro de unos años. Veré corretear a algún niño.
Moreno y arrogante, como él. Sabré que es suyo. Y le besaré, Jesse. Le besaré con toda
mi alma, como si fuera mío... Como si me perteneciera y como si su padre... ¡Oh, Jesse,
no puedo, no puedo continuar!
Estalló en un sollozo, cerró los ojos, ocultando el rostro en las manos. Suave,
blandamente, los brazos del hombre la acogieron, subieron a sus hombros, y la aferraron
por ellos, apoyándola en un terso varonil.
Claire sintió un violento escalofrío recorriendo todo su ser. Aquellos brazos... aquellas
manos suaves y duras a la vez... aquel pecho firme, pétreo pero de hondos latidos que
penetraban en su ser...
—¡Dave! —fué un grito, una exclamación incontenible que pugnó por brotar, por
escapar de sus labios, y que lo hizo con honda intensidad—. ¡Dave, Dave...!
Abrió los ojos húmedos, vió su rostro querido, inclinado sobre el de ella. Escuchó su
voz, sin apenas advertir la vaga sonrisa de triste complacencia.de Jesse, allá al fondo,
cómplice del encuentro inesperado:
—Sí, Claire, mi vida... Soy Dave... Dave que vuelve a por ti... y esta vez para no
separarse jamás.
—Pero Dave, no es posible... —reí?, lloraba, todo a la vez—. Y... y ella...
—Ella no era la mejor de las dos. Ni la que yo podía amar. Tuve que aprenderlo lejos de
ti, Claire... Te he buscado. Constantemente, sin descanso... hasta que el viejo “Pirata”
apareció ante mis ojos y supe que te había encontrado al fin.
—Y para siempre, amor mío.
—Y para siempre, mi pequeña...
Jesse W. Mason se alejó antes de que se besaran. Sabía perder. Y él nunca había
soñado en ganar aquella partida. Los hombres como Dave Reno lo alcanzan siempre todo.
“El Pirata” navegaba río abajo, con su eterna canción monorrítmica. Las ruedas giraban
en el agua, la espuma formaba estela en la popa...
Dave Reno y Claire no se habían separado todavía el uno del otro cuando San Luis se
quedó tras el gran recodo del río, y el Mississipi se ofreció, dilatado e inmenso, ante la
proa del teatro flotante...

FIN

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