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Don Juan en Texas - Rudy Linbale

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RUDY LINBALE

DON JUAN EN TEXAS

Colección
BISONTE SERIE AZUL n.° 515 Publicación semanal

EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA - BOGOTA - BUENOS AIRES - CARACAS – MEXICO

ULTIMAS OBRAS DEL MISMO AUTOR PUBLICADAS POR ESTA


EDITORIAL
En Colección BUFALO:
655. — Rene Alem, atracador.
En Colección KANSAS:
1.094. — Matador de pistoleros.
ISBN 84-02-02514-5
Depósito legal: B. 27.339 -1980
Impreso en España - Printed in Spain
2.a edición: noviembre, 1980
© Francisco Bruguera - 1965
Concedidos derechos a favor de EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
Mora la Nueva, 2, Barcelona (España)
Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S.A. Parets del
Vallés (N-152. Km 21,650) Barcelona – 1980
CAPITULO PRIMERO

DOS VIAJEROS MISTERIOSOS


15 de Octubre de 1869.
Los dos viajeros dejaron el barco en un bote cuyos remos manejó un
robusto marinero.
Llegaron a tierra, saltaron con agilidad al muellecito y un gañán
cualquiera los encaminó a la mejor posada de la villa.
Allí, el menor de la pareja hizo las anotaciones en el libro que el
posadero presentara con la disculpa de costumbre:
—Ordenes de la ley, señor... ¿Por muchos días?
—Dos o tres. Quiero dos salas que estén una al lado de la otra.
—¿Dos salas para dos personas? Tengo una sala grande con tres
camas...
—Será como dije, posadero.
Y el dueño del comercio miró al otro pasajero, que permanecía con
las manos a la espalda, envuelto en su capote y mirando hacia el mar por
la abierta ventana. Las olas chocaban en lejanos arrecifes y el aire yodado
invitaba a respirar a pleno pulmón.
—Bien, señor. Le daré las dos salitas... en el piso alto. Vista al Golfo
de México.
—Me basta con que tenga comodidades... y vamos a ver eso... —se
aproximó al otro viajero, diciendo en voz baja—: En seguida bajaré, señor.
—¡No hagas pleitos por tonterías, Luis! —expresó el viajero mayor,
que no pasaría de veintiocho años, de ojos y cabellera castaña, peinada
hacia la nuca cayendo en bucles ensortijados sobre la chaqueta cruzada
que usaba en el momento—. Ya no estamos en España.
—Tampoco aceptaré una pocilga cualquiera.
—Anda y regresa. Estoy cansado del camastro del camarote... y deseo
estirarme en una cama verdadera.
El llamado Luis, moreno de ojos vivos y andar resuelto, subió la
escalera corriendo, echó una mirada en los dos cuartos y regresó para subir
las maletas.
Fue seguido por su compañero y entraron ambos en una de las salitas
con vista al mar. El posadero cerró la puerta inclinándose y llevándose un
dólar en la mano, como propina. Pegó el oído al ojo de la cerradura, y casi
cae de bruces cuando Luis abrió por sorpresa.
—¿No puedes olvidar que eres un cerdo hijo de cerda mayor,
posadero? —preguntó con airado acento.
—Estaba ligando los cordones de mis botas, señor... ¡Ya me marcho!
—Y prepara la cena para las siete. Algo digno de un emperador...
Cerró, se volvió al compañero, que soltó la risa, mostrando una pareja
dentadura, una sonrisa agradable, y todo el continente de los seductores.
—¿No has exagerado un poco, Luisito?
—¡Ni un centímetro, señor! Es usted un gallardo caballero, dé la
mejor cuna, y merece respeto y buen trato.
—¡Ya no estamos en España, Luis! Salimos de allá un poco apurados,
tomamos el primer barco que hallamos... y aquí estamos y estaremos por
una temporada.
—¿Por qué no ir a Francia, a Inglaterra... o nos plantábamos en Viena
a escuchar su buena música?
—En cualquier lugar conocido nos habrían encontrado, Luis. Y sabes
que escapé para no matar a ese buen hombre que me perseguía a sol y a
sombra.
—Porque... bueno, no hace al caso. ¿Qué haremos en este continente
semisalvaje aún?
—No lo digas tan fuerte... y en cuanto a lo que podemos hacer, se me
ocurre que... ¡Bah! La tierra es ancha, muy ancha, Luisito. Pasearemos por
la pradera de Texas, plantaremos casa o viviremos en posadas.
—Mejor es tener un hogar, señor. ¿Puedo atreverme a preguntar
cuánto durarán estas vacaciones?
—Seis meses... o un año. Los amigos de España me tendrán al
corriente. Aquel hombre iba a ser cambiado de destino, alejado de Madrid
y si acaso despachado a un cargo diplomático en el exterior. Olvidará.
—¿Olvida el hombre a quien su mujer engaña?
—¡Hay tantos...!
Luis contuvo la risa y permaneció firme ante su señor.
—Tanto catar en viña ajena, señor... tiene sus complicaciones.
—Es verdad. Pero el peligro posee sus encantos también.
—¡Oh, señor! Andar cada mañana en las estocadas o cambiando
balazos por una sonrisa... que muchas veces es falsa, no me parece tan
edificante.
—Porque no te has dedicado de lleno al asunto.
—¿Ser perseguido por maridos, hermanos, padres...?
—¡No seas exagerado! Mira, Luisito. Repetiré lo que te dije otras
muchas veces. Un hombre vulgar y corriente tiene tres, cuatro o media
docena de aventuras amorosas en toda su existencia. Los hay que nacen,
crecen y mueren para una sola mujer. Pero el calavera, el que anda de
mariposa, gusta un poco de todas, tal vez porque no encontró a la mujer
completa que soñara. Bien, cuando las demás hembras se enteran que hay
un conquistador, vienen a ver qué tiene, qué ven las demás... y muchas
quedan encandiladas. Poco a poco, ese catador de viñedos ajenos agudiza
sus sentidos, afina su paladar, y anda solamente detrás de las muy
esquivas... o de la más esquiva, porque para él vencer plazas femeninas es
cosa de todos los días.
—Eso lo he comprobado en los cinco años que llevo al servicio del
señor. Pero en esta tierra...
—Será como en otras. Pero estoy cansado de aventurillas... de herir a
señores celosos... y quisiera un plato fuerte, sentirme en inferioridad,
alguna vez... o verme enamorado como un colegial.
—¿Nunca lo estuvo usted, señor?
—¡No, hasta el momento! Por herencia, soy prevenido... y nací ya con
un destino fijo. Pero quiero cortarlo. Quiero ser un ser normal, y traer al
mundo hijos que también lo sean.
Un rato más tarde, bajaron al reclamo del posadero. Y no fue poco el
asombro del hombre, al comprobar que uno de sus huéspedes servía al otro
y atendía sus pedidos.
Luis comió a continuación.
Y a las nueve de la noche, preguntaba:
—¿Va a salir el señor?
—No, Luisito. Quiero descansar bien... ¿Has averiguado si hay
ferrocarril o diligencia para salir de esta ciudad?
—Diligencia, señor. Compraré los seis asientos para que el señor
viaje con cierta comodidad. Los caminos deben de ser espantosos, el
traqueteo, indigno de personas civilizadas, y...
—¡Espera, Luis! ¿No sabes mirar al mundo y sus dificultades con
talante de español?
—Haciendo un esfuerzo, señor. He pensado en usted.
—Pues deja de sufrir. Es también española nuestra sentencia: «Donde
fueres, haz lo que vieres».
—¡Cruz diablo!
—No lo digas de tal manera, que tal vez sea necesario dormir en la
pradera herbosa... y taparse con la capa.
—Esperemos no llegar a ese extremo, señor.
—Pero es mejor prevenir que tener que lamentarse.
Y aquel señor se acostó, estirándose con grato placer dentro de las
sábanas frescas.
Luisito acomodó la ropa y se retiró, dejando una lámpara encendida.
Bajó a la sala general, vio a los parroquianos y admiró la estampa garbosa
de un vaquero que caminaba sobre altísimos tacones, teniendo a los
costados un par de revólveres con cachas blancas.
El posadero lo llamó al mostrador.
—¿Bebes una copa, viajero?
—¿Qué tienes para gustar?
—Allí está la estantería, pero yo te recomendaría un whisky escocés
de primera fuerza... de excelente calidad y...
—¡Venga el whisky! —le vio servir en una medida pequeña, y creyó
que el otro estaba mezquinando su convite. Pero el posadero sirvió para él
en igual envase, y alzó la medida, diciendo:
—¡Salud, viajero!
—¡Gracias, posadero!
Bebió aquel licor nuevo para él, tosió un poco y terminó con el
contenido.
—¿Calor, viajero?
—Un poco, bajando por el «gaznate».
Y el posadero empezó un cuestionario disimulado, interesado por
aquella rara pareja, en la que uno de los componentes servía al otro, como
si fuera un príncipe:
—¿De lejos, señor?
—Del otro lado del mar.
—¡Demonios! ¿Muchos días de navegación?
—Veintisiete y medio.
—¡Buena plata habrá costado ese viajecito! ¿Es rico tu patrón?
—Allá era muy rico... Pero aquí no lo es tanto.
—¡Quién me diera a mí una ganga como ésa! Viajar con gastos
pagados y encima un buen sueldo... ¿O no te resulta?
—Gano suficiente, posadero. Gracias por la copa. Tu whisky ha
resultado muy de mi agrado.
—¿Otra copita?
—Tengo suficiente por hoy.
Salió a la calle, vio el cielo estrellado. Soplaba un poco de viento del
lado del mar. Caminó tres calles rectas, se detuvo ante algunos escaparates
de negocios abiertos, hizo preguntas... y fue a dar a la oficina de las
diligencias al oeste.
Y volvió a su cuarto.
A las nueve de la mañana, su patrón desayunaba.
A las diez, dio un corto paseo, mostrando sus botas bien lustradas, la
chaqueta ajustada y cruzada, y llegó al templo. Entró y se puso de rodillas,
haciendo la señal de la cruz sobre su pecho.
Después se acercó a los bancos, miró las paredes con santos y llegó
ante el altar, donde se arrodilló de nuevo. Y pidió a la imagen de Jesús: —
Deseo encontrar la paz perdida, mi Señor. Quiero ser oveja y no lobo. Que
los malos se aparten de mis huellas o de mi camino... y que la humanidad
viva en armonía. ¡Amén!
Al volver hacia la puerta, vio sobre él muchos ojos femeninos, y
contuvo el deseo de lucir su sonrisa de batalla.
Ya al aire libre, encontró a su criado. Luisito se aproximó, presuroso:
—Si el señor quiere, tenemos diligencia a las dos de la tarde.
—Nos vamos, Luisito. Compra todos los asientos.
—Quise hacerlo, señor. Pero ya había dos tomados. Padre e hijo. Un
ganadero.
—Bien. Compra los cuatro, y esperemos viajar con cierta holgura.
Y cuando llegó al vehículo, momentos antes de partir, conoció a sus
compañeros. Un ranchero vestido de cualquier manera, pero luciendo
sobre el vientre una cadena de oro de medio kilogramo cuando menos... y
un brillantazo en el anular de la mano izquierda. Su hijo, de unos
diecisiete años, usaba revólver a la derecha. Este lo miró de una manera
impertinente.
Ya en el interior del coche, fue el mozalbete quien dijo:
—¡Viajaremos cómodos, padre! No hay más pasajeros que nosotros
cuatro.
Justo cuando el conductor decía por la ventanilla:
—El caballero de chaqueta ha pagado cuatro asientos, muchacho. No
quieras ser más papista que el papa.
El ranchero soltó la risa.
—De todas maneras, tendremos más lugar para estirar las piernas.
¿De dónde vienes, tú, de la chaqueta lustrosa?
—De lejos, señor.
—¿No conoces nuestras costumbres?
—No, señor.
—Pues vas a divertirte y escucha ya el primer consejo: cambia de
prendas porque en la pradera todos tienen patente de guasones. Ponte
overoles, botas cortas, camisa gruesa de franela. Usa el revólver, aunque
no sepas dónde está el gatillo.
—A tanto no llega mi ignorancia, señor —contestó el viajero, riendo
—. Y le agradezco ése y otros consejos que quiera darme.
—¡Aquí nos gusta desasnar a los novatos! —saltó el mozalbete,
apurado y contento—. En cuanto te descuides, te marcan las orejas a tiros,
o te dejan el sombrero como colador. Y tú usas uno muy alto.
—¿Se divierte la gente, chico?
—Somos los más gallos. Tejano es igual a valiente.
—Entonces, no pueden ser faroleros. El valiente es cosa diferente del
tipo que molesta. Nosotros le llamaríamos bravucón.
—Poco más o menos. Aquí les decimos matones.
La charla languideció; a medida que se alejaron de la ciudad y de la
hora del desayuno.
En la primera posta comieron un bocado. Después siguieron hasta las
ocho de la noche.
Descansaron, y el viajero rió de los apuros de Luisito para presentarle
un buen dormitorio... que a los postres hubo de compartir con el muchacho
del ganadero.
A la mañana siguiente, la diligencia siguió corriendo, arrastrada por
el vertiginoso galopar de los caballos. A las diez y quince fueron asaltados
por tres forajidos, que rieron como demonios al ordenar que bajaran a
tierra.
El ganadero ordenó a su hijo:
—¡Tira el Colt al suelo! ¡Nada de tonterías, hijo!
Y bajó el primero con las manos altas. Después su vástago, y en
seguida Luis. En último término el viajero, también con los brazos en alto.
Se dejaron revisar y desvalijar.
Hasta que de repente retumbó un arma. Uno de los forajidos fue
empujado por Luis y el Colt del muchacho siguió disparando a gran
velocidad. Y cinco segundos más tarde, los tres forajidos se habían
convertido en tres muertos.
CAPITULO II
¿VINIMOS A SERVIR DE TONTOS?
El auriga, el desarmado vigilante... el gordo ganadero... su hijo
mordaz, quedaron con la boca abierta. Luisito soltó la risa y la contuvo, y
el señor viajero miraba los muertos con un gesto de asco en los labios.
—¡Muy bien, señor! —gritó el cochero, avanzando—. Me alegro de
que lo hiciera con semejante frescura. Son tres ratas de la pradera que
ahora devolverán lo que se llevaron.
Pero fue Luis quien recogió los efectos robados, devolvió a su patrón
una larga y gorda billetera.... dos joyas... y después al gordo, que al recibir
reloj, cadena y brillante, expresó:
—Se llevaban más de diez mil, señor... ¡Gracias al forastero!
—Yo creí que no sabía disparar el Colt —agregó su hijo.
Y el viajero mayor ganó de nuevo el refugio del coche. El guardián
del rifle, acompañado por el cochero, amarraron los muertos a los caballos
que encontraron en las vecindades. Y las bestias fueron atadas a la trasera
del vehículo.
Partieron cinco minutos más tarde.
Y el viaje se tornó monótono. De una a otra diligencia. Un tramo en
tren... otra vez en diligencia...
Luis preguntaba, de cuando en cuando, a su patrón:
—¿Hasta dónde vamos, señor?
—Pararemos cuando vea algo que me interese.
Y se dio por satisfecho en Kermit, cerca de la frontera con Nuevo
México. Porque asistió a un rodeo, aplaudió a los elásticos cow-boys y
ágiles caballistas que montaban en novillos o en potros salvajes. Le agradó
el colorido... el griterío en inglés, si bien no pocos vociferaban en la
lengua de Cervantes.
La fiesta terminó a las cinco de la tarde.
Con el sol declinando y un fino polvillo en el aire.
Los viajeros, ya vestidos de manera más sencilla, aunque sin armas al
costado, se ubicaron en el amplio portal, para ver salir a la gente. Dos
cow-girls atrajeron las miradas del viajero. Ellas reían a más y mejor,
entre el gentío. Una, rubia, vestía de rojo. Y la morena, de azul pastel.
Ambas, con la doble trenza sobre el pecho.
Un hombre fuerte pugnó por acercarse a ellas. Y lo consiguió al fin,
expresando en voz alta:
—Teniendo que elegir, me quedaría con las dos, chicas...
—¿Acaso somos pasto? —preguntó la morena.
—¿Y yo, caballo?
Fueron alejados por el público. Pero media hora más tarde, los
viajeros tropezaron de nuevo con las dos muchachas. En aquel momento,
en la calle principal de Kermit había más de un borracho y docenas de
personas alegres.
Fueron rodeadas por varios de ellos.
Gritaron las dos mujeres, y el viajero mayor intervino con presteza,
repartiendo golpes de extraña factura con la velocidad de una rueda de
molino.
Quedaron en el suelo y él se inclinó hacia la pareja.
—El camino se despejó, el cielo se aclaró... aunque va oscureciendo,
y tal vez se deba... a la luz de vuestros ojos, señoritas.
Habló en inglés, pero con cadencia extranjera. Las dos con gracia
sonrieron... se les puso a la par y dijo la rubia:
—Si todos procedieran como tú, forastero... habría menos bromistas.
—De esos que babosean a la mujer más honesta —agregó la morena.
—Gracias, señoritas... Estoy un poco extrañado de ver a los hombres
perdiendo el dominio con facilidad. La violencia impera, y las mujeres se
ven impedidas de hacer una vida social con mediana libertad.
—Esos hombres de allá atrás te buscarán pendencia, forastero.
—Puede ser.
—No llevas armas.
—Espero que no me maten por la espalda e indefenso —llegaron ante
el hotelito de Kermit—, ¿Viven ustedes aquí?
—Aquí mismo.
—Yo también. Me honraría teniéndolas a mi mesa.
—Eso no se estila en este lugar.
—Costumbres muy cerradas.
—¿De dónde vienes tú que puedes vernos «cerrados» a nosotros, que
nos juzgamos muy «abiertos»?
—De Europa, señoritas.
—¡Lejos estás de tus lares! Y vamos a cambiarnos para la cena. Nos
veremos en el comedor, forastero.
—Yo soy don Juan «Wilson de Mañara», señoritas. Encantado de
haberlas conocido. Mis fuerzas estarán siempre a vuestro servicio.
—¡Gracias mil! —contestaron ellas a un tiempo.
Don Juan volvió sobre sus pasos y tropezó con Luisito.
—¡Felicidades, señor, pero deberá cuidarse de los sorprendidos
borrachitos!
—¡Gente sin resistencia!
—Pero son muchos, y están en su pueblo.
—Me cuidaré. Me interesan las costumbres de esta gente, y a decir
verdad, en el rodeo demostraron su valor. Eso de montar novillos no es
para todos... Y entre los jinetes, los hay bien capaces.
Un rato más tarde entraban en el comedor. Don Juan Wilson de
Mañara, comprendió que aquello de tener un criado era demasiado
«gordo» para la gente lugareña. Y optó por decir a Luis:
—Comeremos juntos. Nos servirá la muchacha del comedor, y todos
más tranquilos.
—¡Eso no, señor!
—Eso sí, digo yo. ¡Siéntate y empieza por pasar la fuente! Si yo no
fuera capaz de servir un plato de ternera con patatas, dejaría de ser quien
soy.
Aquellas dos muchachas a las cuales sacara de un apuro callejero
estaban sentadas con varias personas más. Hablaron del salvador y varios
pares de ojos se clavaron en don Juan.
Y de repente, dos hombres igualmente maduros se alzaron del asiento
hasta llegar al asiento ocupado por los viajeros.
—Queremos agradecerle lo que hizo por nuestras hijas, forastero —
dijo uno de ellos—. Los borrachos abundan los días de rodeo.
Don Juan se puso de pie:
—Lo que hice por ellas, me honra. Pero lo haría por cualquiera que
estuviera en un apuro. Por lo demás, no tiene importancia.
—La tiene —expresó el que permaneciera mudo—. Porque vas a
heredar una carga de odio. Yo soy Peter Wintrop, minero. Mi hija es la
rubia y se llama Dalia.
—Yo no paso de ranchero, señor —agregó el otro—. Mi hija, la
morena, es Clotilde. Y yo, Andy Fulton. Tengo un ranchito, el «Solchico»
y, si nos quieres honrar, irás allá mañana, pasado, cuando gustes... y
comeremos pavitos «embarrados» a la manera del oeste.
—Invitación tan sugestiva, ranchero, hará que les recuerde. Tal vez
vaya con mi... con mi amigo.
—Les esperaremos. La mina de Wintrop se halla apenas a siete millas
del ranchito. ¿Tenéis caballos?
—Los compraremos, ranchero.
—¿Para qué? Yo les mandaré un par, de regalo. Ambos negros, cabos
blancos.
El español sentíase abrumado por aquellas demostraciones de
agradecimiento por algo tan sencillo como haber repartido una corta
ración de golpes a gente del montón.
—¡No lo hagas, ranchero! Deja que nos valgamos de nuestros propios
medios.
—¡No señor! Mañana antes de las diez estarán aquí y no se hable más
del asunto.
Se marcharon los hombres.
Don Juan pidió a Luisito que cumpliera una comisión. Y fue
obedecido al punto. Tres botellas de champaña.
Dos para la mesa grande. Una para ellos.
El minero preguntó desde su lugar;
—¿Qué festejamos, forastero?
—La nueva amistad, señor.
—¡Muy bien! Gracias... ¡salud!
A la siguiente mañana, a las ocho y media, volvieron a encontrarse en
la puerta del hotel.
Las muchachas estaban acaparadas por dos tipos rubios, que andaban
entre los veintisiete y treinta años. Uno, el mayor, lucía chaqueta cruzada,
pantalones listados, metidos en botas brillantes y usaba chorrera de
encajes en la blanca y almidonada camisa. El menor lucía por mejores
prendas dos armas gemelas apenas arriba de las rodillas.
El ranchero Fulton prendió por un brazo al viajero y lo llevó aparte.
—¿Nos acompañas al rancho, dentro de un momento?
Había interés en el hombre, cierta ansiedad, y apartaba de él los ojos
para fijarlos en los otros hombres rubios.
—Tengo que adquirir las monturas, ranchero.
—Dentro de un momento estarán aquí.
—¿Cómo hizo para comunicarse con el rancho?
—Anoche partió uno de mis muchachos. Le pasé la comisión.
—Gracias por sus afanes, ranchero. Me abruma usted.
—No es así. Aquí se cocinan muchas cosas feas y si dejamos tomar la
iniciativa a los holgazanes, estaremos arruinados en un rato.
Las dos muchachas quisieron deshacerse de sus admiradores, y se
aproximaron parloteando.
La pareja vino detrás. Y dijo el que cargaba armas gemelas:
—¿Eres tú quien se metió con un grupo de holgazanes, forastero?
—Sí, señor.
—No usas armas. Anda con tino en lo que te metes, o te afeitarán a
balazos...
—Me rasuro todas las mañanas en privado, señor.
—Durarás poco. Pero de todas maneras, con mi amigo Claudio
Darres, te damos las gracias por haber intervenido. De haberlo visto, yo
habría quebrado unas cuantas alas. Me llamo Waco... nombre corto, pero
bien conocido de este lado de Texas.
—¿Eres tejano? —preguntó suavemente don Juan.
—No. De Nuevo México. ¿Por qué?
—Lo imaginé. Los tejanos deben ser menos afectos a las amenazas.
Ayudé a las señoritas en aquella ocasión. Quede eso en el olvido, y
hablemos de otra cosa. Agradezco al ranchero la invitación, y allí
estaremos en la primera oportunidad.
El ranchero Andy Fulton debía ser afecto a los golpes de teatro,
porque alzó los ojos y señaló a un lado del camino, que al pasar por el
pueblo se convertía en calle:
—Nos honrarás a continuación, forastero. Llegan los negros, cabos
blancos, de los cuales te hablé anoche.
Y apareció un mocetón bien plantado en la silla de un tercer negro,
remolcando a los corceles ofrecidos.
Ambos con la silla correspondiente. Y habló el rubio llamado Claudio
Darres:
—¡Nunca antes quisiste desprenderte de los negros, Fulton!
—Pero esta ocasión lo merecía. ¿Vamos, amigos? ¿Tienes tu caballo
listo, hija?
—Sí, padre —contestó Clotilde.
Huelga decir que don Juan se adelantó a los demás, formó estribo con
las manos enlazadas, donde ella apoyó el pie breve. Y agradeció con una
sonrisa.
Luisito se aproximó a su amo:
—¿Voy con el señor o me quedo? Presiento broncas, señor.
—¡No hagas eso! Ven conmigo, que nos divertiremos. Somos dos
viajeros curiosos de las costumbres del oeste.
Todos montados, dejaron a la puerta del hotel a la pareja Darres-
Waco. El menor, con trazas de pistolero, preguntó:
—¿Nos dejaremos quitar la dama, Claudio?
—¡Nunca! Permite a ese ranchero hacerse el gusto. Quiere olvidar
que los otros son aves de paso.
—Pero las dos muchachas parecen encandiladas.
—¡Claro! Un tipo de Europa, que puede contar muchas cosas. Pero se
me ocurre que podremos correrlos fácilmente.
Y en la carretera, don Juan, con su criado Luisito, las dos muchachas
y el hermano de Clotilde, llamado Romel, que trajera los caballos negros,
charlaban de todo un poco.
Atrás, el ranchero y el minero hablando en voz baja, al trote corto de
las bestias:
—¿Crees que sea nuestro candidato, Andy? —preguntó el que se
ocupaba escarbando entre las peñas.
—Sí.
—¿Por qué?
—Por su historia. Y por lo que hizo. Para mí vale tanto lo primero
como lo segundo.
—Un gesto galante de hombría no quiere decir que se preste para
escoba, Andy.
—Déjame hablar. Primero... se llama don Juan de Mañara. El Wilson
que campea en medio puede ser otro nombre... O llegar hasta nuestros días
por línea indirecta, pero siempre de aquel feroz amador de Sevilla que se
batía sonriendo y mataba riendo. Lo segundo: sin armas hizo frente a unos
cuantos... y los dejó en el suelo.
—No confíes mucho en eso, ranchero. Eran cinco o seis borrachos...
—¡No creas! Se hicieron los borrachos para arremeter contra las dos
chicas. Bien, amigo. Supongamos que las muchachas logran interesar a la
pareja. ¿Qué habremos ganado?
—Un campeón.
—¿Al otro lo cuentas menos o no lo cuentas?
—El otro, Luis, hará lo que diga don Juan. Es su escudero, su
ayudante o si lo prefieres, su criado.
—¿A qué vinieron de Europa? No lo preguntaremos. No quedaría
bien. Pero entre ambos nos salvarán de esos hombres convertidos en
ventosas.
—¿Nos meten miedo de verdad?
—Tú lo sabes. Nadie da la cara, sino Waco, que se cree tan gallo
como para anudar la cola del diablo.
—Pero se llevan los rebaños... y a la mina llega una vez por mes con
unos cuantos desharrapados, para pedir una caridad. Así la llama él,
riendo.
—Al principio nos negamos, también riendo.
—Y a ti te mataron a un hermano... y a mí...
La voz del minero se quebró en un sollozo, y miró hacia un lado del
camino.
Fulton palmeó el hombro de su amigo.
—¡Animo, Peter, que para desquitar a tu esposa estamos
trabajando...! Se dijo que la mataron por equivocación.
—¿Cambia eso el resultado?
—No. No cambia. ¿Oyes a las muchachas? Parlotean de lo lindo. Tú
tienes un hijo varón... yo también... pero no han pensado casarse entre sí.
¿Por qué?
—Porque ambos comprendieron a tiempo que las muchachas tenían
destino fijo. Claudio Darres y Waco. ¿Recuerdas al viajero que hizo la
corte a Clotilde?
—Perfectamente. Lo mataron a la puerta del hotel.
—¿Qué dijo el sheriff?
—Que fue un duelo parejo... que él estuvo delante.
—¿Sabía el viajero de armas tanto como esos pistoleros aficionados?
Desde el grupo de jóvenes llegó el trémolo de una carcajada, y los
hombres mayores apuraron a sus cabalgaduras.
A la vista de las construcciones del rancho «Solchico», que se
distinguían a la izquierda, con dos molinos girando al viento de la mañana,
el minero se despidió, llevándose a Dalia, la rubia. Pero Fulton le pidió a
petición de su muchacha:
—¿Por qué no la dejas? A la tarde la acompañaremos.
Y Dalia regresó al galope, alborozada.
—Seguiremos la charla, don Juan —expresó, contenta.
Y entraron en un caminito vallado y marginado por altos pinos de
aguda copa horadando el cielo.
El camino terminaba en un patio, con polvo de ladrillo apisonado.
La construcción era hermosa y alargada. La galería cerrada con
vidrios, dejando un ancho portal en el centro. Invitó el ganadero, y
pudieron sentarse en cómodos butacones rústicos, con asiento de cuero de
puma.
Fulton batió las manos y presentó a su esposa Lucy, ante quien se
inclinaron los dos viajeros. Don Juan besó su mano y dijo:
—Su casa respira comodidad y paz, señora. Incluso huele muy bien.
—¿Acertarías, viajero? —preguntó ella sonriendo.
—Huelo a... algo salvaje. El ranchero ofreció pavitos en el barro, y
por tanto eso debe ser.
—Has acertado, con ayuda de terceros. ¿Cómo te llamas, tú, que
derramas lindas palabras en un inglés extraño?
—Juan Wilson de Mañara, señora Lucy. Mi compañero es Luisito
Sandiego. Somos medianamente buenos hasta inspección más profunda, y
tal vez entonces resultemos malos, ¡con ganas!
Un momento más tarde estaban todos sentados a la mesa amplia y
generosa de la tibia cocina. Luisito ocultó una picara sonrisa...
CAPÍTULO III

¿SE VAN O LOS ECHAMOS?


Fue un día amable para todos.
Los de la casa, acompañados por Dalia, llevaron a los dos viajeros a
dar un paseo por la pradera, trepando con los caballos, ágiles, hasta la
cumbre de un bajo cerrito.
El sol les bañaba por completo.
Don Juan miró a las dos mujeres que estaban de espaldas observando
la puesta del sol, y de pronto Clotilde volvió el rostro. Sus ojos chocaron y
permanecieron firmes las miradas.
Aquel choque duró cinco segundos. Tal vez siete. Y don Juan se dijo
que por esa morena él arremetería, espada o pistola en mano, contra todos
los malos del mundo.
Ella le llamó:
—¿No te atrae la belleza panorámica?
—Mucho.
—Describe lo que tienes delante.
—Esas palabras me han recordado cierto hecho, Clotilde. Pero lo
contaré más tarde. Y Voy a la relación: estamos a unos doscientos metros
sobre el nivel de la pradera y tengo a la vista bosques grandes y chicos de
pinos, de cedros, de robles, de enebros en flor tardía, La «salvia» gris
perfuma el ambiente, mezclada con el agradable olor de otras muchas
flores. El rancho parece pequeño. Los corrales forman encaje blanquecino
contra el verde del total. A la derecha, lejos, un río que ondula, se tuerce y
revuelve para seguir hacia el sur...
—¡El Pecos! —aclaró Romel, seriamente.
—Es verdad. Veo aves que vuelan bajo, más bajo que nosotros. Un
halcón que planea, en busca de la última presa del día. Veo al ganado
vacuno, veo caballos retozando. Un vaquero que agita los brazos desde la
torre del molino más elevado y más cerca veo a dos mujeres igualmente
bellas absortas en mis palabras, como si yo fuera un poeta. No se me
ocurre más, amigas y amigos míos.
Los otros aplaudieron a tiempo, y dijo Clotilde:
—Ninguno de nosotros, palurdos campesinos, habría podido hacer un
detalle más completo. Tal vez Romel,
—¡Ni de cerca, hermanita! Bajemos antes que la oscuridad nos aísle
en esta altura. Yo conozco la trocha de bajada. Por este lado, Juan.
Callaron todos. Las bestias se pusieron en fila. Con Romel delante y
Luis al final. Juan entre las dos mujeres.
—¿Por qué no te llamamos Johnny? —preguntó Dalia riendo.
—Equivale a Juanito, ¿verdad? Si yo resolviera quedarme en este
mundo hosco y extraño que es Texas...
—¿Crees poder escapar? —inquirió Romel, volviendo el rostro. Era
tan rubio como su madre.
—No llegué a quedarme pero bien pudiera ser.
—¡Hazte ranchero! —contestó impulsivamente Romel.
—No aconsejes el peligro, hermanito —dijo ella—. En esta felicidad
aparente que nos rodea, hay cosas extrañas y desagradables.
Intervino Luisito.
—Pretender ahuyentar a don Juan con el peligro es igual a invitarlo a
que se haga presente. Tiene tanto valor, que no le cabe en el pecho. «Pero
no es hijo de España quien es juez de su hidalguía». Y a lo mejor...
Juan miró atrás, y de nuevo sus ojos chocaron con los de Clotilde. Y
dijo despaciosamente:
—Si hay tierras en las cercanías, ¿por qué no? ¿Qué te parece, Luisito
Sandiego?
—Que yo seré el primer contratado para ese rancho, que tal vez se
llame...
—¡Puedes decirlo! Y vosotros, amigos, asistís en el momento a la
creación del rancho «España». Será modelo en todo, hasta donde alcancen
mis pocas fuerzas.
—Por tu forma de hablar, tus fuerzas serán muchas, Johnny —
expresó Romel, riendo—. ¡Cuidado con este paso!
Con precauciones llegaron abajo en el momento en que la penumbra
quería tornarse oscuridad.
Y de ahí, al trote corto, hasta el rancho. Debieron quedarse a cenar.
Después, la pareja partió hacia el pueblo llamado Kermit.
En el trayecto, Luisito soltó la risa dos veces, sin que su patrón se
diera por enterado.
—¿Nos amenaza algún peligro, amo?
—No lo creo, pero puede ser. De todas maneras, Luis, el peligro es la
salsa de la existencia. Sin esa sugestión que a veces nos sobrecoge, ¿qué
sería la vida?
—Mi amo pasa entre el peligro como si fuera un barco en mar calma.
—¡No creas! Muchas veces nos sorprende un objeto cualquiera, nos
trae espanto o susto un pájaro que vuela. Recuerdo un cuento leído hace
tiempo que...
Dejó de hablar, buscando el mejor camino para llevar al negro, y
terminó dejándole las riendas sueltas para que lo hiciera a su antojo.
—¿Quiere mi señor contarme el resto de la historia?
—¿Por qué no? Un capitán de esos que se titulan sin miedo, pasó por
entre grandes riesgos, llegó al final, vencedor, y enamoró a la hija del rey.
Blasonaba de no haber experimentado jamás susto, por breve e inocente
que fuera. La princesita ideó darle un sofocón... Se ocultó en oscuro rincón
de palacio y saltó a su paso gritando... y sólo escuchó su risa, cuando dos
brazos fuertes la ciñeron para besarla. Al fin, ella se confesó derrotada. Y
el día de los esponsales, el capitán sin miedo se vio ante una torta de gran
tamaño y otras ricas y selectas viandas. La princesa le preguntó:
»“—¿Cortas primero la torta... o quieres gozar de faisanes en
escabeche?
»“—La torta al final... para convidar a nuestros huéspedes, princesa.
Ahora...
»Alzó la tapa de aquella fuente donde debía estar el escabeche y se
echó atrás, con las cejas altas y los ojos grandes, porque al levantar la tapa,
salió de allí volando un cuervo, que graznó dos veces antes de escapar por
la abierta ventana. La cosa terminó en risas. Y la princesa comentó:
“Ahora te quiero más, capitán. Eres un hombre arrojado y valiente, pero
tan vulnerable como cualquier humano”.
—Interesante la historia, amo. Vamos llegando al pueblo y...
De un montecillo de robles, salió un grupo de jinetes que se alinearon
frente a la pareja. Don Juan y Luis frenaron a los brutos. Los otros eran
ocho o diez.
—¿De qué se trata, señores? —preguntó el sevillano, erguido en la
silla.
—Yo te lo diré —respondió el que estaba en el centro de la línea—.
Tu presencia y la de tu amigo nos fastidia. Aquí mandamos nosotros, los
que somos más gallos... los mejores, en una palabra. Mañana pondrán
tierra por medio. ¿Se marchan o los echamos?
Don Juan soltó la risa. Y dijo suavemente:
—Ustedes son muchos. Nosotros nada más que dos y desarmados.
¿Puedo preguntar por qué molesta nuestra presencia?
—No puedes. Te marchas y salvas el aliento. Plazo de cumplimiento,
hasta mañana a las once, hora en que parte la diligencia.
—¡Bien, señores misteriosos! Mañana será otro día, y a las once
estaremos delante de la diligencia. ¡Palabra de español!
—Te conviene cumplir, forastero...
Y el grupo silencioso se apartó del camino. Don Juan cantó una bella
melodía antes de llegar al hotel. Ya en su alcoba, Luis preguntó:
—¿Obedeceremos a esos renacuajos, señor?
—Obedecer en aquello que poco esfuerzo te cuesta, Luis, es de
perezosos. Ya me escuchaste: mañana será otro día... y a las once...
—Habló usted de comprar tierras... de plantar un rancho modesto que
se llamaría «España».
Parecía quejoso, apesadumbrado, y don Juan le puso una mano larga,
fina, señorial, en el hombro izquierdo.
—Me tratas hace muchos años, pero aún no conoces todas mis
reacciones, Luisito. ¿Debí discutir en el camino, sin ver el rostro villano
de los villanos emboscados? De tener espada al cinto y ser los otros de una
cierta categoría, habría arremetido al centro del grupo y dando mandobles
a diestra y siniestra... pero no es así. Ni es la gente. Ni es el ambiente, ni
llevo acero al costado. Duerme tranquilo, y me traes el desayuno a las
ocho.
Y a las nueve, don Juan estaba delante de un tratante en tierras,
mirando planos y mapas.
—La mejor extensión desocupada, señor, es ésta. Linda con el
«Solchico» en las vías del ferrocarril a Nuevo México.
—¿Qué cantidad de vacunos pueden criarse allí?
—Ocho mil. De querer ampliar, habrá tierras hacia el norte.
—¿Valor de esas tierras?
Se miraron a los ojos, y el vendedor comprendió que debía pedir lo
justo. De otra manera, naufragaría.
—Ocho mil dólares, señor. Quiero que vaya a verlas. Yo le
acompañaré, y usted comprobará que muchos tramos de esas fértiles
tierras pueden convertirse en parques naturales, tal es su belleza.
Bosquecillos de cedros azules y dorados. Robledales centenarios. Unos
pinos «silbadores» que darán música para los oídos en las noches de
invierno... ¡Si yo fuera ranchero!
Alzó los ojos y las manos al techo de la oficina. Y don Juan,
divertido, preguntó:
—Cuénteme usted sus proyectos, y a lo mejor lo embarco en ellos por
mi cuenta.
—Gracias, señor. Yo mandaría edificar una casona toda en piedras.
Con techo de tejas rojas. Cuatro galerías. Y las demás construcciones a
doscientos metros de la casa principal, rodeando el corral chico de los
bellos caballos. Vale decir que el núcleo central de vivienda estaría lejos
del olor a caballos y vacunos.
—Bien, señor. Una casona de piedras. ¿Dónde están las piedras?
—Hay una cantera a poco trecho. Granito blanco. Y obreros que
cubican a toda velocidad. ¿Cómo se llamará su rancho, señor?
—«España».
—¡Muy bien! Aquí se estila levantar un portal donde termina el
camino vallado, con el nombre atravesando el camino, pero usted debe
tener otras cosas para lucir.
—Un escudo de armas. Ya veremos dónde acomodarlo para honrar a
mis mayores... y ahora, escuche usted un momento.
Habló y partió al rato, muy contento al parecer.
En la calle, no pocos holgazanes seguían sus idas y venidas, y muchos
consultaban el reloj de la oficina de las diligencias.
A las once menos diez llegó el coche. Gran borbollón de tierra detrás
del vehículo, luego la detención, con gran chirriar de frenos, y al final,
entre el polvillo fino, los pasajeros apeándose.
Una limpieza ligera al interior, descarga y carga de maletas, y a las
once menos dos minutos, allí estaban los pasajeros, y también don Juan y
Luis, bien montados en los negros.
Los lugareños cambiaron miradas, sonrisas y soltaron la carcajada
cuando la pareja partió detrás de la diligencia, rumbo al norte.
Waco estaba con tres de sus amigotes:
—Obediente el hombre —exclamó, golpeando las fundas de sus
armas.
—¿Quién resistía a tal ultimátum?
—Que se hagan freír en otra parte. Me queda el camino hacia la
morena completamente libre. ¡Nadie me hará sombra!
—¿Quién se atrevería, Waco, si tú eres el más gallo?
—Solamente algún forastero equivocado o con antojos de heredar el
rancho.
—El «Solchico» tiene heredero masculino, Waco.
—¡Bah! ¿Acaso voy a llevarme mal con mi cuñadito Romel?
—¿Puede ocurrirle algún accidente, Waco?
—Puede... ¿por qué no?
Y la risa llenó la calle a todo lo ancho.
Mientras tanto, don Juan y su escudero cabalgaban siempre hacia el
norte, pero ya fuera del polvo de la diligencia, hasta ver a otro jinete sobre
la línea del camino, que corría paralelo a las vías del ferrocarril.
Un breve saludo... y el vendedor de tierras le preguntó a don Juan:
—¿Creyeron que escapaba usted, señor?
—Lo supongo. Había muchos holgazanes allí. Demasiados para un
pueblo tan chico. ¿De qué viven?
—Dicen que son conductores de ganado que van de un lado a otro.
Pero la verdad es que forman el grupo de protección al comercio y a los
rancheros y mineros. Nadie arriesga nada, porque van directos a la cabeza,
y así murió el hermano de Fulton, la esposa de Wintrop, un hijo del
comerciante mayorista del pueblo...
Galoparon por un terreno piano de buena hierba. Después treparon a
la más bella lomada que pedirse pueda, y desde allí, el hombre que se
llamaba Sid Clarke, señaló en torno:
—Sus futuros dominios, señor. ¿Qué le parecen?
Los ojos de don Juan, castaños como sus cabellos, pasearon en
rápidos parpadeos hasta el confín de aquellas verdes tierras.
—¿Los cerritos?
—Pertenecen a las tierras, señor.
Fue estableciendo los límites.
A la una, Luisito sacó un cesto que tenia dentro del bolso de viaje
alargado, tendió el mantel a la sombra de un cedro y puso lo necesario
para comer.
Don Juan le hizo un gesto con tres dedos y él debió comprender.
Comieron carne fría con pan tierno, un trozo de queso oloroso, una
botella de vino tinto, y tres manzanas que por milagro consiguió Luis en el
hotel.
Al regreso, don Juan estableció que él compraría las tierras, si Clarke
le conseguía opción a las que estaban más al norte.
—Si me dedico a esto, Clarke, lo haré con alma y vida. No sé
entender las cosas de otra manera. Y ocho mil vacunos serán pocos para
los que deseo.
Llegaron al pueblo. Asombro en los mismos rostros que antes
demostraron ironía y burla.
Algunos hombres se movieron, inquietos, y uno cualquiera preguntó,
al pasar los tres jinetes:
—¿No te marchabas del pueblo, forastero?
—Me marché, comí en la pradera y regresé. ¿Eres el sheriff?
—No, no soy el sheriff, pero allí viene...
Y por vez primera, don Juan vio al hombre de la estrella al pecho en
aquella población.
Era alto, delgado, rubio con bigotes color rojizo como su cabellera, y
se plantó en medio de la calle.
—Un momento, señores. ¿De qué te ocupas, forastero? ¿De qué se
ocupa tu amigo? A ti te conozco, Sid, y puedes seguir adelante.
—Pues me quedaré, sheriff, para establecer que el señor —señaló a
don Juan— está interesado en comprar los pastos del antiguo rancho
«Clavo».
—¡Ja, ja, ja! Se necesitan muchos miles para eso... ¿Los tienes,
forastero?
—Los tengo. ¿Debo enseñarlos en plena calle?
El sheriff se vio un tanto corrido, pero reaccionó enseguida,
preguntando:
—¿Cómo te llamas?
—Lo leíste en el registro del hotel. No ventiles los asuntos
particulares al oído de cien personas curiosas. ¿Tú eres la ley?
—Yo soy la ley —se golpeó el pecho con la mano abierta.
—Me alegra escucharte, sheriff. Me afincaré en el lugar y quiero tu
protección contra matones y cuatreros disimulados con tanto holgazán que
tienes en esta calle principal, mientras te ocupas de viajeros inofensivos.
—¡Más respeto a mi cargo, forastero! Te brindaré la misma
protección que a los demás. Y esos holgazanes que dices son honestos
trabajadores de la pradera.
—¡Ja, ja, ja, ja! Bien, sheriff, si te apartas, seguiré rumbo al corral
público. ¡Hasta más ver!
Llegaron al corral público. Antes de penetrar en el mismo, Juan miró
en torno y atrás, vio aprestos... presenció carreras y desmontó apurado,
tomó un mango de hacha allí abandonado y saltó el vallado con agilidad de
felino.
Se acercó a la tapia del fondo y cuando asomó una cabeza con el
correspondiente revólver, abatió el palo... y lo repitió dos metros más
lejos, en tanto reía.
Luisito se puso a su lado. Saltó el muro y recogió las armas.
Volvieron caminando al hotel, pasaron ante la oficina del sheriff y
comentó don Juan:
—¿Se permite asesinar en tu condado?
—¡Jamás! —contestó con acento feroz.
—Me alegra escucharte. Por encima de la tapia del corral, dos tipos
me apuntaron con sendos revólveres.
—¡Demonios! ¿Te mataron? Digo... si dispararon...
—¿Escuchaste los retumbos?
—No. Pero estaba distraído.
—No alcanzaron a disparar, sheriff... Si luego sabes alguna cosa, me
visitas en el hotel, habitación número... ¿Lo sabes?
—Ocho y diez. Yo lo sé todo.
—Entonces, ven conmigo al interior de la oficina. ¿De quiénes son
estas armas?
Presentó las que arrebatara Luis. El tipo abrió la boca.
—Esta de cinco muescas es de un mexicano llamado Torres. Este
revólver de cachas amarillentas es de Bacall. ¿Me los dejas?
—Los dejaré. La próxima vez no vendré a ti con el cuento. ¡Hombre
sabio!
CAPÍTULO IV
MEJOR DEJARLO ENGORDAR
El sheriff de bigotes y cabellera ligeramente rojizos meditó con las
armas en las manos. Y al momento, entraba en una de las más concurridas
cantinas. Pasó junto al mostrador, penetró en un pasillo y se dirigió a los
reservados del fondo.
Abrió la primera puerta, de un certero puntapié, y encañonó a todos
los hombres que estaban allí. Cinco en total.
—Torres y Bacall. ¿Qué demonios habéis querido hacer en el corral?
Los dos aludidos se pusieron de pie a un tiempo, mostrando la
pistolera vacía.
—Quisimos gastar una broma a los forasteros, sheriff. Algo inocente
como agujerear sus sombreros, pero...
Las armas que empuñaba el de la estrella, que se llamaba Tirso Klein,
vomitaron plomo y los interesados quedaron descubiertos.
—¿De esta manera lo queríais hacer, pipiolos?
—¿Qué diablos te has propuesto? —preguntó Waco, que se hallaba en
el grupo.
—Mostrar y enseñar buena educación a esos tipejos, Waco. Y no
bajes las manos... que puede lloverte plomo.
—¡Ventajista!
—¡Un cuerno! Tus amigos, Waco, se van pasando de la medida. Pero
así les fue de bien a esos idiotas... ¿Qué tal es la caricia de un palo,
muchachones graciosos?
—Nos pagará con creces el golpe.
—Yo creo que fue blanco, más bien. Os hacía falta un baño en la
pileta del corral para despertaros antes.
Dejó las armas sobre la mesa.
Y salió de allí sin volver la espalda.
Waco las devolvió a sus propietarios.
—¿Qué sabéis de los forasteros, muchachos?
—Intentan comprar tierras...
—Las que fueron del rancho «Clavo». Ocho mil dólares pide Clarke.
¿Tendrá esa gente tanto en metálico?
—Deben ser buenos billetes de Banco, crujientes, nuevecitos para que
ocupen menos lugar. ¿Qué os parece, pipiolos, como os llamó el sheriff?
—El sheriff es un antipático.
—Pero no se mete en nuestras cosas.
—¿Quién visita a los forasteros y los alivia del peso? Tiene que ser
esta noche. Tal vez mañana hayan pagado las tierras.
Todos los ojos se fijaron en el más delgado de la reunión. Waco lo
señaló.
—Tú, Lorma, harás el trabajo. El hotel tiene entrada por los fondos,
como bien sabes, y tienen habitaciones.
—Ocho y diez —cantó el más moreno de todos, el mexicano Torres.
—¿Debo visitar los dos cuartos? —preguntó el interesado.
—Esos dos cuartos tienen puerta en medio.
—¿Por qué usan dos cuartos cuando en cada alcoba hay más de una
cama, amigos?
—¿Patrón y empleado?
—Tal vez. En cuyo caso, el patrón es el mayor. Ese que mira con ojos
burlones. De todas maneras, Lorma, no debes fracasar. ¡Y ojo con escapar
con el dinero!
—¿Qué me tocará si traigo «la mosca»?
—Quinientos en firme, haya lo que haya.
El hombrecillo escupió a un lado.
Waco dio un paso al frente, puso la mano derecha en el revólver de
Lorma y con la izquierda le sacudió tres bofetadas seguidas, y se quedó
con el revólver.
—¿Ya no sabes obedecer, renacuajo?
Lorma estaba contra la pared, tocándose la cara colorada.
—¿Por qué me has pegado?
—Para que andes derechito... suponiendo que quieras aún pertenecer
a nuestro grupo. Esta noche harás el trabajo. Y nos buscas en el lugar que
sabes.
Y a la noche, fue Luis quien sorprendió al ratero. Había quedado solo,
en tanto su amo daba una vuelta por ahí escuchando charlas y cosas del
oeste.
Oyó algo. Sintió un poco de aire en el rostro. Descendió de su lecho
en silencio, y fue hasta la puerta del otro cuarto. Vio a la sombra que se
deslizaba como tal... y se detenía a escuchar. Sabiendo qué buscaban y
siendo el tesorero de don Juan Wilson de Mañara, se dijo que allí nada
encontraría.
Ahuecó la ropa de su lecho y esperó... esperó en paños menores, pero
armado de un revólver.
La sombra llegó con paso leve a la puerta, miró al interior, dio un
paso adelante... y la casa cayó sobre él.
Luisito lo arrastró hasta su mesa, encendió la luz y observó al tipejo.
Le quitó el arma, le revisó los bolsillos... sacando también el cuchillo de la
bota y sonriendo. Lo trasladó al otro cuarto, dejando la puerta al pasillo
entreabierta.
Lo vigiló oculto, esperó conteniendo la risa, hasta que se movió. Se
tocó la cabeza gimiendo y se incorporó, para marcharse. Tambaleante.
Rodó por la escalera del patio, y el golpe lo despertó del todo. Más
allá del portón, en la calleja de la espalda del hotel, le esperaban dos
compinches.
—¿Qué te ocurrió, Lorma?
—Una bola en la cabeza.
—¿Te quitaron el revólver?
—No he visto a nadie... —inclinóse un tanto—. Ni el cuchillo me
dejaron. Y a lo mejor... —revisó el cinturón—. ¡Malditos cochinos! Me
han robado.
Lo dijo con tal acento de pesar, de extrañeza, que los otros soltaron la
risa y lo sacudieron sin miramientos.
—¿Fracasaste?
—No lo sé, porque yo...
Y les contó en tanto iban hacia el punto de reunión.
Waco no se permitió el lujo de reír. Aplicó otras dos bofetadas al
tipejo, haciéndolo estrellar contra la pared.
—Eres el más inservible del grupo, Lorma. Y ahora, sin armas y sin
dinero. ¿Cuánto guardabas?
—Setecientos, jefe.
—¡Ja! Buen negocio hicieron allá... Pero debe tratarse del otro
forastero. El futuro ranchero estaba en una partida de naipes con el señor
juez, el señor alcalde y dos comerciantes.
—Entonces, volveré allá, jefe. ¿Quién me presta un revólver?
Le contestó un chusco del grupo:
—Si el forastero quiere armas, que las compre. Yo no le regalaré las
mías.
—¡Maldita sea tu estampa, Retis! ¿Cómo puedo recobrar mi
propiedad, sin mondadientes?
—Atraca al otro, camino del hotel.
Waco se llevó la mano derecha a la barbilla y después hizo un gesto
para llamar la atención.
—¡Un momento, muchacho! Mejor será que lo dejemos engordar. Si
el tipo planta rancho grande, será una fuente para nosotros. ¡Dejadlo en
paz!
Pero Lorma rumiaba por la herida de aquel golpe, de aquella broma
que le jugara la presunta víctima.
Recorrió las cantinas, y en la más grande, más concurrida y rica, halló
al forastero jugando una partida de naipes con los notables del pueblo.
Don Juan jugaba aburridamente, como hacía tantas cosas, pero con el
cerebro listo. Perdía sin lamentarse, y ganaba sin mostrar otra cosa que
una plácida sonrisa.
Miró el reloj y de pronto dijo:
—A la una de la mañana terminaré con el juego, señores. Mañana
tengo mucho que hacer.
—¿Has comprado a Clarke, forastero? —preguntó el juez del
condado.
—He comprado. ¿Existe algo en contra de esos pastos?
—Están junto a la frontera de Nuevo México. Suponiendo que
aparecieran cuatreros, de un galope estarían en el vecino Estado.
—¿Y allí no se puede reclamar? ¿No es tierra bajo la misma bandera
e iguales leyes?
—Lo primero es verdad. En lo segundo, cada Estado tiene sus propias
leyes, respetando a la Confederación total. Además, hay guasones en
exceso en este condado.
—¿Por qué no los mandan a nivelar calles?
—¿Te atreverías tú, que eres recién llegado?
Don Juan miró sus naipes y los dejó sobre la carpeta, boca abajo. Y
observó al señor alcalde, que hiciera la pregunta:
—Si dos mil ovejas se dejan gobernar por quince lobos...
Encogióse de hombros.
—No son tantas las ovejas... ni tampoco los lobos, forastero.
—Pero les teméis... a muerte.
—Ellos matan. Nosotros tenemos a la Ley, que es buena porque
siempre llega, pero demorando.
—¡Bah! Veo esa apuesta y cien dólares más.
Cuando salió del lugar, llevaba dos mil ochocientos dólares en los
bolsillos de su chaqueta cruzada. Y caminaba desprevenido, al parecer, sin
armas a la vista.
Lorma saltó sobre él desde la sombra de un portal, abatiendo el brazo
en cuyo extremo tenía un garrote.
Don Juan presintió aquello, dio un paso veloz hacia adelante, y se
volvió, para alzar al hombrecito por el cuello y darle un golpe corto en el
mentón.
Lo dejó recostado en el mismo porta!. Y se llevó el garrote, que
observó en el despacho del hotel.
—¿Te armas como en tiempos de las cavernas, forastero? —le
preguntó el dueño del lugar.
—Con esto quisieron darme en la cabeza, señor. ¿Le parece bien?
—Me parece mal. No hay cabeza que aguante un choque semejante...
—Dios me libre de muerte tan villana. Dame unas copitas de whisky,
hotelero, siempre que sea de buena calidad.
—Yo bebo de este escocés, señor. ¿Puedo servirle al mismo tiempo?
—Puedes, y aquí está el importe de ambas.
Alzó la medida, la bebió y agregó:
—Tu pueblo es muy turbulento. ¡Hasta mañana!
—Buen descanso, señor.
Y arriba, Luisito le contó lo ocurrido con el ladrón.
—Y además de quitarle revólver y cuchillo, señor, lo desvalijé. ¿Hice
muy mal?
—¿Por qué? Vino por lana. Se fue esquilado. En los antiguos torneos
de la caballería, el vencedor quedaba dueño del caballo, el arnés y las
armas del vencido. Podía cambiar todo eso por una suma en oro o plata.
Esto de aquí fue peor, y te diré que... ¿Cómo era el tipo que vino al asalto?
—Pequeño como un ratón, vivaz de movimientos y tan silencioso
como una sombra.
—¿Pañuelo al cuello?
—Sí, señor, pañuelo rojo...
—No he visto bien el color, pero me asaltó un tipejo con garrote. Por
fortuna, erró el primer golpe y lo dejé en el mismo portal del cual saliera.
—El tipo quiso desquitarse de las pérdidas, señor. ¿Puedo preguntar
cómo resultó esa mesa de juego?
—He ganado alguna cosa. No es difícil ganarles a los lugareños. Son
muy atrevidos en sus envites, y usan sus naipes como si fueran revólver y
cuchillo.
A la mañana siguiente, don Juan formalizó la compra de aquellas
tierras hermosas y ubérrimas.
Y preguntó a Sid Clarke, mirándole a los ojos:
—¿Se atreve con los proyectos?
—¿En qué condiciones?
—Una recompensa de dos mil dólares y doscientos mensuales.
—Acepto. Y ahora mismo haré un dibujo de lo que yo imagino...
amén que tengo varios bocetos. Hice tres años de aprendizaje con un
arquitecto, señor, y además intervine en muchas construcciones.
Trabajaron de común acuerdo, y para el mediodía, Juan Wilson de
Mañara tenía delante un anticipo de su casa en Texas.
Meditó unos segundos: ¿estaba construyendo su nido para el reposo?
¿Se casaría en América, dejando allá lejos muchas cosas?
Y sonrió, acariciando su mentón bien rasurado por Luisito.
—Se pueden combinar ambas cosas —monologó, olvidado del lugar
y la presencia de Sid Clarke. Pero alzó los ojos y agregó—: ¡Perdone,
señor!
—Puede seguir en sus reflexiones, don Juan. Casi, casi, podría acertar
con sus pensamientos.
—¡Veamos!
—Ha pensado si se quedaría mucho tiempo lejos de su patria, y yo
creo que esta tierra embrujada le aferrará con sus manos sin dedos. Aquí
se casará, tal vez tendrá hijos, muchos, y se formará una heredad. De
cuando en cuando, un paseo a la madre patria y otra vez a los espacios
dilatados, al aire fuerte, a la vida brava.
—Le felicito, Clarke. Creo que algo así fue. ¿Por dónde empezamos?
—Por donde usted quiera, señor. Hay dos maneras de construir. Usted
dosifica el capital o lo deposita en el Banco para que lo retire a medida
que haga falta. Para eso usted debe tener la confianza necesaria en un
tratante de tierras. Tenemos fama de mentirosos y engañadores.
Don Juan volvió al hombre los ojos castaños. Se miraron unos
segundos, y el español tendió la diestra:
—Confiaré en usted, Clarke. Iremos juntos al Banco local.
Y en tanto, Waco, el pistolero, como Claudio Darres, el jugador
profesional, vieron las idas y venidas de la pareja.
—¿En qué anda ese tipejo, Waco?
—Ha comprado las tierras que fueron del «Clavo». Y a lo que parece,
quiere convertirse en ranchero. He pensado dejarlo engordar y después
pellizcar fuerte de cuando en cuando. ¡Otro cliente!
—Pero tú ambicionabas esas tierras, Waco...
El joven de las dos pistolas a los lados soltó una carcajada que tenía
poco de armónica, pero mucho de feroz, y contestó por lo bajo:
—Me detenía la falta de construcciones, amigo. Tal vez el foráneo
haga algo digno de mi descendencia.
Y pronto se enteró el pueblo de que el forastero había comprado
tierras, muchas, y que ya tenía opción para otras más al norte. Y que
edificaría una casona de piedras blancas.
Clarke empezó la inscripción de obreros y artesanos.
Se les ofrecieron muchos holgazanes, pero era viejo en el pueblo y les
conocía perfectamente.
—No quiero turistas, muchachos, sino gente que trabaje. Y trabajar
con piedras no es para manos delicadas.
Aquel ranchero cordial volvió el sábado, buscó a la pareja y la invitó
a pasar el domingo en el rancho «Solchico».
—Algo sé de tus proyectos. Mi muchacha contó que el rancho nació
bajando del cerro.
—¿Y creyó en ello?
—A pies juntos. Romel, en cambio, dijo que esperaba a verlo para
creerlo, pero que dudaba porque no te conocía suficientemente.
—¿Y tú qué opinas, ranchero?
Los hombres del oeste, y en especial los de Texas, tenían la idea de
poder juzgar a los demás mirándoles al rostro. La inspección duró diez
segundos.
—Tú harás cosas grandes en esta región, muchacho. Muchos curiosos
tendrás detrás, y también aprovechadores, y gente de mal vivir, y tal vez
alguna mujerzuela, ¡ojo con una que tiene nombre de flor olorosa!
—Gracias por el aviso, ranchero. Trataré de ser digno de la confianza
de unos pocos y de poner en vereda a muchos.
—¿Vendrás mañana con tu amigo a pasar el día en mi ranchito?
—Iremos, señor.
—Gracias.
Al español se le ocurrió que aquel hombre sentíase descargado de un
gran peso.
Por la tarde viajó a las tierras compradas.
Sid Clarke dirigía la excavación de los cimientos.
Y en torno se amontonaba el material que llegaba de la cantera en
grandes y pesados carretones.
Don Juan había elegido el emplazamiento para su hogar, que tendría
la espalda abrigada por varias líneas de cedros azules.
A la mañana siguiente, ambos partieron hacia el «Solchico». Llegaron
a las diez de la mañana. En la galería encontraron a Clotilde y Dalia,
esperándoles, bien ataviadas, vestidas de varón, con la cabellera dentro del
sombrero respectivo.
Hubo saludos, cortesías, y al final llegó Romel, diciendo:
—Las muchachas quieren salir a una partida de caza. ¿Quieres
llevarlas tú, con tu compañero? Ellas conocen el lugar mejor para volver
con una cantidad de volátiles..
—¿De qué se trata, Romel?
—De pavitos y codornices, Juan.
—¿Ya no me llamas Johnny?
—Ahora sabemos de verdad que eres hombre importante, y mi padre
me ha pedido mesura.
—¡Qué lástima! No debes cambiar tus maneras por el dinero que el
otro muestre, Romel. Por lo demás, quiero ser tu amigo de cualquier
manera.
—Mil gracias. Me marcho a recorrer los rebaños. ¿Dónde piensas
comprar el ganado?
—A su tiempo, pediré consejo a tu padre.
—Me parece bien. Sin apuros, irás lejos.
Los cuatro jinetes partieron en la dirección señalada por Clotilde. Y
Juan no dejó de sonreír al observar que Dalia se manejaba con habilidad
para quedarse atrás con Luisito Sandiego.
Se encogió de hombros. Donde él estuviera, su criado podría labrarse
un porvenir. Hablaría de ello en la primera oportunidad, teniendo que
allanarse a las costumbres rústicas del oeste americano.
Todo lo de España le parecía lejano, remoto.
Algunas noches repasaba sus últimas conquistas.
¿Por qué no se ocupaba de lo mismo en este medio?
—He prometido apartarme de la vida que degenera —se dijo en la
silla del caballo negro—. Y además, aquí no abundan las mujeres guapas.
—¿Hablas a solas, don Juan? —preguntó Clotilde, riendo.
—Muchas veces. Y ahora te diré una cosa. Sólo tenemos rifle en la
silla. Vosotras haréis todo el gasto con las escopetas.
—Aquí los hombres cazan con bala.
—¡Caramba! ¡Perdón, Clotilde! Costumbres que se pegan. Trataré de
no quedar mal en este asunto.
—Ve sacando el arma de la funda larga. Una bala en el cañón y
atención, que oigo el reclamo de los pavitos. Por ese lado...
—Tú harás el primer disparo, Clotilde.
—Gracias —se volvió hacia la otra pareja y elevó la voz—. ¡Dalia!
Lleva a tu compañero hacia la izquierda. Separados cien metros, con el
compromiso de hacer fuego siempre hacia adelante. ¡Ojo con los
accidentes!
CAPÍTULO V

UN ATRACO Y LA RESPUESTA
Salió el primer pavito volando bajo. Cloty inmovilizó a su montura y
disparó sin apuro. El ave, detenida en su vuelo, pareció desintegrarse, tal
fue la cantidad de plumas que volaron.
—Cuando están en celo, ocurre tal cosa.
—¡Excelente disparo!
—Mejor lo harás tú, y deja de llamarme señorita.
—Gracias, se... digo Clotilde. Aprenderé con rapidez o él...
—¡Justamente! Aprenderás pronto o el diablo te llevará. ¿Ibas a decir
tal cosa?
—Poco más o menos.
Y de repente, salió otro volátil, que se alejó, se alejó hasta que
retumbó el rifle de don Juan.
—¡Muy bien, señor! —gritó Dalia, desde la lejanía—. Ese pavito
estaba a más de ciento cincuenta metros.
—Las casualidades se dan de tiempo en tiempo —comentó el cazador
riendo—. Con el tiempo lo haré mejor.
Pero Luisito le dijo a su compañera rubia:
—Don Juan puede abatirlos a más de doscientos metros también. Le
he visto hacer cosas maravillosas con el fusil de guerra español.
La cacería se suspendió a las doce menos cuarto y a las doce y media
regresaban al rancho, con once piezas cobradas.
Lucy, la ranchera, invitó a lavarse y después a una copa de aperitivo,
en tanto el ranchero Fulton llamaba aparte a su hija Cloty.
—Ven conmigo, muchachita. Y dime cómo se ha portado don Juan.
—Siempre galante, siempre cortés y haciendo esfuerzos por
llamarme Clotilde a secas.
—Me refiero al rifle que tiene en la silla.
—¡Muy bien lo hace! Los últimos pavitos los cazó a más de ciento
cincuenta metros. Dos a un tiempo. Lo hace con una simpleza que parece
cosa de magia.
El ranchero la miró a los ojos.
—¿Te habló de amores?
—No.
—¡Mejor así!
—¿Debo quedarme soltera, padre?
—No he dicho eso. Me gusta que lo razone antes de soltarlo en tus
orejitas, muchacha. Tienes veintidós años y estás soltera porque así lo
quisiste. Has rechazado buenos partidos. Tal vez el español consiga mejor
resultado. ¿Te gusta el hombre?
—¿Esas confidencias se hacen al padre o a la madre, ranchero?
—Al que lo pregunte si está en el círculo de tus familiares.
—Bien: me gusta el hombre por sus gentiles maneras. Es muy
simpático. Y cuando ríe, parece un adolescente. ¿Para qué lo has
destinado?
—Para que limpie esta cueva de ratas disimuladas.
—¡Ojo, no lo maten en cualquier entrevero!
—No es de los que se dejan matar, ya lo verás.
El almuerzo fue amable, cordial, donde se habló de todo un poco.
Varios cow-boys preguntaron por el nuevo rancho.
—Corren muchas noticias, forastero.
—Me llamo Juan, muchacho —cortó llanamente—. No te fatigues
llamándome forastero. Quiero pertenecer a la misma colectividad que tú.
—Ya estás en ella, pero durante seis meses cuando menos, te
llamaremos «forastero» para distinguirte enseguida...
—¿Y si llegan, entretanto, otros forasteros? —preguntó Luisito, que
estaba sentado junto a la rubia Dalia.
—Siempre habrá manera de distinguirlos. Don Juan es el forastero
del «Clavo».
—En ese caso, también tendrás que hacer esfuerzos para que le
llamen por el nombre nuevo...
El día transcurrió sin novedades mayores.
Cuando regresaban al pueblo, don Juan Wilson de Mañara preguntó a
su criado:
—¿Qué pensamientos te embarullan en el momento, Luis?
—Uno solo, y es capital, señor. Yo soy su criado, pero la rubia Dalia
me gusta más de la cuenta. En este ambiente no cuentan diferencias de
clase o cuna, porque todos son retoños extranjeros. Nada tengo para
ofrecerle y...
—¡Alto la música!
—Muy bien, señor. Usted asimila a vertiginosa velocidad. Esa
expresión se la escuché a Romel Faltón.
—Y es de todos. Sigues siendo mi hombre de confianza, y te necesito
cerca, al menos por un tiempo. Si te gusta la mujer, si te corresponde, la
pides, exponiendo que eres el administrador del «España». Pero te
aconsejaría aguardar a que el establecimiento se encuentre en marcha, para
que comprendan la importancia de tu persona. Además, ella es hija de
minero rico, y tal vez el minero oculta la mitad de lo que recogen, como
hacen todos ellos.
—Gracias, señor, por tan amables palabras. Corre por mis venas
sangre nueva, como si el cambio hubiera modificado conceptos y materia.
Dalia me mira con buenos ojos.
—Lo he notado. ¡Adelante, España!
Y terminaron riendo.
En la siguiente jornada, lunes, Luisito partió temprano al rancho en
formación, llevando comisiones para Sid Clarke. Don Juan desayunó más
tarde, servido por la muchacha del comedor.
Cruzó al Banco, retiró tres mil dólares y con las alforjas al hombro
fue en busca de su caballo negro. Montó en él y partió, abstraído en un
sinfín de pensamientos.
—¡Arriba las manos! —fue el grito que lo volvió a la realidad. Y
obedeció despaciosamente, mirando al frente. La carretera estaba ocupada
por dos individuos con ropa corriente, con el pañuelo del cuello alto y el
revólver en la diestra.
—¿De qué se trata, señores?
Soltaron la risa. ¿Señores ellos, que no pasaban de ratas de la
pradera? Aproximaron las cabalgaduras.
—El dinero o el aliento.
Don Juan entregó las alforjas.
—¡Tres mil dólares, señores! Espero que no se indigesten ustedes...
Uno de los atracadores movió el Colt.
—Puedo indigestarte de plomo, «pajarón». Pero no lo haré. Puedes
ser buen cliente para otra vez. Sigue adelante sin volver la cabeza. Si
retornas...
Le quitó el rifle de la funda, y lo arrojó a un lado entre las zarzas.
El negro de don Juan partió al galope largo. Se perdió detrás de una
lomada. Y la pareja llegó al pueblo por las huertas, para refugiarse en una
cantina de mala muerte.
Pidieron de comer y beber. Y después hablaron del reparto. Para eso
pasaron a un cuartucho que daba al patio de la cantina.
Uno de ellos acomodó una tabla sobre dos caballetes y volcó el
contenido de las alforjas.
—¿Qué te parece esto, amigo? Le vimos salir del Banco, pero no
conocíamos la cantidad.
—Como tres mil.
—Si se entera Waco...
—Que rebuzne y se deje de fastidiar. Es un negocio nuestro,
particular, y por tanto...
Una sombra oscureció momentáneamente la puerta del cuartucho, y
un ciclón cayó sobre la pareja. Una estaca se movió con rapidez pasmosa,
y un minuto más tarde el dinero había desaparecido... y los atracadores
tenían la respuesta. Pero nada comprendían aún, caídos allí... sin sentido
de la realidad.
Un caballo negro, cabos blancos, galopaba a través de la pradera y
don Juan sonreía, murmurando:
—Si mis antecesores pudieran comprobar que usé una estaca por
arma, seguramente me prohibían el uso del apellido. Un Mañara debió
usar espada... o pistola en los últimos años, pero no podía elegir.
Don Juan había usado un procedimiento muy en boga en la pradera
para seguir el rastro de sus ladrones. Trepó a un árbol... y les vio
encaminarse al pueblo y entrar por las huertas.
Hizo averiguaciones... llegó a la cantina... miró por la ventana y les
vigiló cuando se dirigían al patio. Entró por los fondos y en medio minuto
cambió el panorama.
Olvidó el detalle, al llegar a la vista del «España». Los muros de la
casa mayor tenían ya un metro de alto. Piedras blancas en su totalidad. Sid
Clarke vino hacia él.
—¡Buenos días, don Juan! Hemos olvidado un detalle. El ancho de la
chimenea del salón.
—Supongo que existe una medida corriente, ¿verdad? Pero a decir
verdad, me gustaría algo amplio, confortable, con el revellín de veinte
centímetros de ancho. Allí las amas de casa gustan de poner adornos de
mayólica o metal. Queda en sus manos el asunto.
—Gracias, don Juan.
Comieron en el lugar.
A las tres de la tarde llegó el ranchero Fulton, con toda su familia y,
como agregado, la rubia Dalia. Hubo elogios para la construcción... y de
paso el ranchero preguntó:
—¿Piensas casarte en la comarca, Wilson?
—En cualquier momento, señor.
—¿Tienes ya la prometida?
—No, señor.
—Eso hará concebir esperanzas a las muchachas casaderas de la zona.
—Tal vez yo no sea un buen partido, ranchero. Venga por este lado,
que voy a mostrarle algo más...
Luisito se manejó con tanta habilidad, que a las seis de la tarde pudo
presentar una cena abundante y sabrosa a las visitas.
—¿Acaso eres mago? —preguntó Dalia, interesada.
—Mago es el cocinero del equipo, Dalia. Y la despensa, que está muy
bien surtida. En esa casona, la despensa y la cocina ocuparán buen espacio.
—¿Cuántos vaqueros quieres tener, Juan? —inquirió Romel.
—Los que se necesiten para tantos miles de vacunos.
—Necesitas un capataz que entienda del oeste.
—La verdad, lo elegiré apenas sea necesario. Primero quiero tener mi
hogar en la pradera.
Regresaron todos hasta la carretera. Después, don Juan y Luis fueron
al hotel, para dormir en las habitaciones que tenían separadas. Al rato,
llegó un muchacho.
—El señor juez, el señor alcalde... algunos otros señores, dicen que
aguardan a don Juan para una partida importante de naipes.
Sonrió el español y se encogió de hombros. Vivía en un mundo nuevo.
El aire era otro, y él se encontraba algo fatigado al final de cada jornada,
pero hay hábitos que no se pueden perder en un día.
—Iré, chico. ¿A qué hora?
—Ya están reunidos en la cantina «Ciervo Negro».
—Dentro de un momento...
El muchacho avanzó dos pasos y dijo en voz baja:
—Intervendrá un jugador profesional, don Juan. Claudio Darres...
¡Ojo con él!
Lo prendió de un brazo para mirarlo a la cara, según tenía por
costumbre.
—Dame la información completa. Cinco dólares para ti...
—Gracias. Hará ganar al más insignificante de la mesa. Después le
pedirá la mitad de las ganancias.
—¿Hace trampas?
—Nadie ha podido probarlo... y ha quedado con vida, señor.
—Toma los cinco. Y mil gracias.
—¡Punto en boca, don Juan!
El caballero español vistió buenas prendas y fue a la cantina del
«Ciervo Negro». En el espacioso reservado encontró a los funcionarios,
dos rancheros y el jugador Claudio Darres, que le fue presentado, como los
rancheros. Uno de éstos últimos dijo que no jugaría. Lo expresó sonriendo:
—No puedo arriesgar miles, como hacéis vosotros... Seré un
espectador, si no hay inconveniente.
Don Juan lo observó de nuevo, encontrándose con la mirada firme de
un hombre de algo más de treinta y cinco años. Estaba de pie, con las
piernas abiertas, y lucía un revólver a la derecha. A medio muslo.
Empezó el juego. El profesional ganó y perdió pequeñas partidas.
Hasta que se dio una mano de mil quinientos... y el ranchero Curly
tuvo las cartas mayores.
En una hora, Curly ganó más de cuatro mil. Se movía inquieto en el
asiento, y transpiraba por el rostro, secándose con frecuencia y usando un
pañuelo con guardas azules.
De pronto, don Juan señaló a Claudio Darres.
—Tiene cartulinas en la manga izquierda, Darres. ¡Nunca podrá jugar
donde haya caballeros!
Los dos se pusieron de pie a un tiempo. Darres juntó las manos y en
su diestra apareció la corta pistola de dos cañones.
Retumbó el arma.
Pero no era la suya, y la pistolita aquella, una «Derringer» de
empuñadura damasquinada en oro, saltó por los aires.
Todos quedaron mudos. El rancherito que presenciaba la partida soltó
la risa:
—Sigan hablando, señores, pero sin cargar las tintas.
—Sostengo que míster Darres es un tramposo —repitió don Juan.
El señor juez apresó la mano izquierda de Darres, y la sacudió con
vigor. Cayó un as... y en seguida un rey. La evidencia estaba a la vista.
Darres sacó pecho y se irguió. Era el más alto del lugar.
—¡Todos ustedes morirán por mi mano, idiotas!
Y salió del lugar, taconeando fuerte. Don Juan se acercó a su
salvador, con la mano tendida:
—Mil gracias, señor, por haber llegado a tiempo. Una muerte así de
oscura, en el reservado de una cantina, habría avergonzado a todos mis
ascendientes. ¿Cuál es su nombre?
—Tex Wayne, señor. Un rancherito con mala suerte.
—La partida quedó suspendida. Bebemos una copa y luego me será
grato charlar un momento con usted, míster Wayne.
Volvió a reír el rancherito:
—Nunca me trataron con tanto protocolo, señor. Aquí todos nos
decimos de tú.
—Seguiremos el ejemplo, pero soy nuevo en Texas y las costumbres
son diferentes a las que dejé allá lejos. ¡Whisky del mejor para todos,
cantinero!
El ranchero Curly había quedado allí sentado, y con la cabeza baja.
Nadie le hizo cargo alguno. Pero de pronto expresó:
—Creo que mi suerte fue ayudada, amigos. Cuando repartía cartas
Darres, me tocaban naipes maravillosos. Por tanto, a cada cual lo suyo.
—¡No hay nada en tu contra, Curly! — respondió el señor juez—. El
dinero que ganaste es muy tuyo.
—¡Hummm! Quisiera convencerme de ello.
Cuando salieron de la cantina, don Juan invitó al ranchero Tex
Wayne para que le acompañara hasta el hotel. Y sentados en la salita,
le preguntó:
—¿Quieres abandonar tus cosas para emplearte conmigo?
—¡Hola! Tengo unas pocas tierras... unas pocas vacas. Un solo
vaquero.
—¿De confianza?
—Sí, señor.
—No me digas señor, si quieres trato menos protocolario.
—Es verdad. ¿Cuáles son tus condiciones?
—¿Cuánto gana un jefe de equipo?
—Setenta y cinco.
—Ganarás cien. ¿Eres casado?
—Hace siete años, tengo esposa y dos «críos» pequeños.
—Una casita aparte para ti. La alimentación, por cuenta del rancho.
Rió Tex, y parecía un jovencito cuando lo hacía con calor espontáneo:
—Va a resultar que aquel proyectil disparado ha cambiado mi suerte.
¿Me permites consultar con mi mujer? Anita es sudeña, morena, con ojos
de fuego, y tiene siempre ideas brillantes. Empezamos en el rancho con
buen pie... después llegaron los robos, y otras cosas... ¿Conoces la
situación imperante en el lugar?
—No del todo.
—Se te presentan con una nota: «Entrega cincuenta novillos,
ranchero, de los que te hemos comprado y pagado hace tiempo. Nick
Jester».
—¿Exacción?
—No conozco la palabra. Una broma pesada. Te niegas, y algo le
ocurre a tu mujer, a tus hijos... a tus vaqueros. Trabajan desde las sombras,
y por eso mismo son más peligrosos. Yo no tenía gran cosa. Me negué en
firme, al principio. Y faltó uno de mis niños. Entregué el ganado, y
apareció a las pocas horas. ¿Qué ocurrirá contigo, que piensas tener rancho
grande, según escuché por ahí?
—Nos defenderemos, Tex. Habrá maneras... ¿De quién sospechas?
—Waco, Darres y un montoncito de tipos que siempre tienen para
jugar y beber, pero a quienes no se les conoce tarea o empleo. Mañana iré
a tus tierras a responderte. Me alegra haberte conocido.
CAPÍTULO VI
EL JUGADOR CAMBIA LA MANO
Claudio Darres salió de la cantina taconeando fuerte, según he dicho
en páginas anteriores.
Llevaba la tormenta en el alma, y el rencor le salía por los ojos. El
había medrado en ese pueblo de ovejas hasta la llegada del español que
todo quería revolucionarlo con su presencia.
—¡Los mataré como a moscas bajo la bota! —gruñó, penetrando en
otra cantina donde se escuchaba el ruido de una concertina, ruido que
pretendía ser música, y buscó a Waco, su compañero de todas horas. Hizo
preguntas, y al final debió convencerse. No estaba en los lugares
acostumbrados.
—Seguramente pierde sus horas con alguna mujer.
Se marchó a dormir.
Y a las siete de la mañana, era despertado por su compinche, a quien
vio sentado en el butacón vecino.
—¿Por dónde has entrado?
—Por la puerta. Tu criada salió de compras... Yo llegaba en ese
momento y vine a saludarte. ¿Cómo te fue anoche en esa partida de
pipiolos?
—Resultó mal.
—¿Te pescaron?
—Un as y un rey.
—¡Demonios! ¿Hubo tiros?
—De haberlos, tú no estabas allí para ayudarme, mal amigo.
—¡Recuernos! Te invitan a una partida grande como jugador honesto,
y tú dejas que te vean el juego. ¿Quién fue?
—El español.
—¿Lo mataste?
—No, no tenía armas y los otros estaban prevenidos.
—¿Lo intentaste, al menos?
—Sí. La «Derringer» saltó a mi mano como pelota bien adiestrada,
pero el rancherito Tex Wayne disparó su arma a tiempo. Y la pistolita
escapó de mi diestra, por suerte, sin lastimarme.
—¡Claro! Un jugador de naipes con la mano lastimada es un «fiasco».
Ese Wayne se cree pistolero.
—¡Lo matas y sanseacabó!
—Me gusta su mujer. Anita es un bombón de licor fuerte.
—¡Mayor motivo!
—¿Qué hizo el forastero?
—Nada.
—Hemos convenido en dejarlo, a la espera de las vacas. Su rancho
avanza ligero, y tal vez antes de dos meses tenga los pastos poblados de
bellos papeles de Estado.
—Yo creí que los pastos se poblaban con vacunos y caballos.
—Caballos y reses, para mí representan dinero, Darres. ¿Qué harás tú,
que has quedado en descubierto?
—Lavarme las manos. Allá dije que todos morirían mirándome a los
ojos.
—¿Estaba el juez?
—Y también el señor alcalde.
—Mejor es que te vayas de vacaciones por quince días, Claudio.
—Haremos otra cosa. Voy a declarar mi amor a la morena Clotilde, y
a imponer al ranchero mi presencia. ¿Por qué no haces lo mismo con la
hija del minero Wintrop?
—¿Tiene oro atesorado aquel tipo?
—Con seguridad...
—No le hemos pellizcado mucho en atención a la muchacha. ¡Bien,
amigo, te acompañaré a pedir la mano de Clotilde!
—Después del mediodía. Junta una docena de lobos. Saldremos a las
tres de la tarde. Y ahora me dejas dormir.
—Que tengas sueños rosados —dijo Waco, riendo—. Voy a vestir
hermosas prendas del oeste.
Y a las cuatro hollaron la tierra del rancho «Solchico» Darres y Waco,
luciendo muy bien sus ropas. Detrás de ellos, una docena de tipos
jaraneros, irónicos, que miraban en torno como si se tratara de terreno
conquistado.
Salió el ranchero. Invitó a desmontar. Solamente los jefes lo hicieron,
penetrando en la galería, donde se ubicaron en cómodos asientos.
—¿A qué se debe tal despliegue de fuerzas, señores? —preguntó el
ranchero Andy Fulton.
—Encontramos a los muchachos en una partida de caza, ranchero —
contestó Waco—. Y resolvieron acompañarnos al conocer el motivo de la
visita de Claudio. ¡Habla, hombre! ¿Es que la emoción del enamorado
llega a embargarte?
Carraspeó Darres, mirando hacia las puertas que caían sobre la
galería.
—Es el caso, Fulton, que estoy enamorado como un loco de tu hija
Clotilde, y vengo a pedirte su mano. Nos conocemos de tiempo atrás. He
juntado más de setenta mil dólares.
—Y sigues juntando en las mesas de juego —cortó el ranchero.
—Abandoné la carpeta anoche, y no volveré a ella. Seré comerciante
de los más importantes... ¿Te parece bien fijar la boda para el sábado?
Fulton se alzó del asiento, como si de pronto hubiera surgido allí un
clavo puntiagudo y largo. Caminó unos pasos y se volvió para mirar a la
pareja que sonreía plácidamente.
—¿Has pensado la enormidad que estás diciendo, Darres?
—Me parece cosa normal. Un gentil caballero confiesa su amor por la
dama que embarga sus pensamientos. El caballero soy yo. La dama es tu
hija. Me la entregas y yo sabré cuidarla.
—¿Sin consultar a la «candidata»?
—Confío en ti y en tu sentido comercial. Estás gordo, ranchero... pero
la mala puede lio verte en cualquier momento.
—¿Que ordenarás robarme, quieres decir?
—¿Yooo? ¿Qué diablos tengo que ver con los robos? ¿Qué te parece
esa repulsa, Waco?
—Que el ranchero habla como si tuviera la vida comprada para
siempre. Otro partido mejor que el de Claudio no encontrarás, Fulton. De
todas maneras, vamos a consultar a Cloty.
Se puso de pie, y Waco lo imitó. Habló el pistolero:
—La llamas desde este lugar, ranchero, que la muchacha se resuelva
por su cuenta.
Y la muchacha estaba al otro lado de la casa, charlando con don Juan,
que la acompañara a una vista al caserón nuevo.
Oyó la voz de su padre llamando y sonrió:
—Ha llegado gente, y debo hacer acto de presencia. ¿Quieres
aguardarme un momento?
—Mejor me despido...
Apareció Romel, corriendo de la cocina. Tenía los ojos grandes y la
angustia se advertía en ellos.
—Ha llegado Darres a pedir tu mano, hermanita, y el ranchero quiere
que seas tú quien responda. Está Waco, hay una docena de lobos en el
patio. ¡Pobrecita!
Ella palideció hasta que los ojos parecieron manchas de tinta en el
rostro. Impulsivamente se tomó de la diestra del español sollozando.
—No quiero a Darres ni quiero casarme con él.
—¿Quién te obligará?
—Esos lobos gobiernan la comarca, Darres y Waco hacen lo que les
viene en gana.
—Anoche lo sorprendimos haciendo trampas en el juego.
—Le importa un ajo...
La ranchera gritó desde la ventana de su alcoba:
—¡Te llaman a la galería, Clotilde!
La morena miró a don Juan. Estuvo a punto de manifestar algo
especial, y lo calló. Trastabillando, se dirigió al rancho. Romel observó al
español y, por lo bajo, manifestó:
—¿Te la dejarás quitar? ¿Has olvidado que el de Mañara siempre
llegaba antes al corazón de las mujeres?
—¿Cómo intervenir en casa ajena?
—Yo te ayudaré. Por esta puerta... En último caso, mato a Darres con
el rifle. Tú no llevas armas. ¿Por qué diablos?
—Dame el Colt. Te prometo usar armas desde hoy.
—Por este lado.
Y en la galería, Clotilde se presentaba para el examen feroz de las
circunstancias. Secó los ojos antes de llegar. Saludó con una breve
inclinación de cabeza.
—¿Me llamaste, padre?
—Sí, muchacha. Conoces a Darres de vista o de haber hablado con él
algunas veces.
—¡Muchas veces! —corrigió el jugador, riendo—. Yo haré el resto,
ranchero Fulton. Vine para decirte, Cloty, que ya no puedo callar mi pasión
por ti, que pueblas todas mis horas. Nos casaremos el sábado.
Ella engalló la cabeza sobre el cuello bien torneado:
—¿No cuenta mi opinión, señor jugador profesional?
—Claro que sí, querida. Pero la descontamos todos. Eres inteligente y
sabes lo que te conviene y lo que conviene a tus padres y hermanitos. Yo
tengo muchos amigos, cientos, y a ellos no les gustaría una negativa de tu
parte. Podían tomar represalias, quedarte sin hermano, sin padre.
¡Dolorosa perspectiva, Cloty!
Ella meditó unos segundos.
—Es el caso que ya he dado mi corazón, Darres.
—Lo olvidas.
—No puedo. También he cambiado con él mi primer beso de amor.
—¿Cómo se llama ese infortunado galán?
—No es el caso presentarlo ahora. Basta que existe... Que existe el
sentimiento que nos une.
—Quiero saberlo.
Darres parecía una fiera, dispuesta a morder. Cloty se veía encerrada
en la mentira que dijera para ganar tiempo.
—Se trata... de don Juan Wilson de Mañara, Darres.
Waco soltó la risa:
—¡Mentirosa! Ese tipo no se casará en la comarca. Importará una
marquesa cuando menos, y además no es hombre del oeste.
Se escuchó un paso tranquilo y surgió don Juan por la puerta del
salón.
—¡Buenas tardes a todos! —expresó en voz alta y con sereno
continente que imponía—. Escuché mi nombre, y por eso me acerqué. ¿De
qué se trata, ranchero?
—Mi hija ha recibido propuesta matrimonial de Darres, y Cloty
sostiene que se ha prometido contigo, forastero.
El español no vaciló y sonrió al ranchero:
—Acababa yo de confesar mi amor a la rancherita, junto al corral,
cuando llegó Romel por ella, Fulton. Espero que no haya oposición alguna
a este noviazgo que, tengo la esperanza mejor fundada, terminará en boda.
Cloty lo miró enviándole su agradecimiento en la mirada, Darres
apretó los grandes puños, y Waco manoseó las empuñaduras de sus armas.
Fue él quien estalló:
—¡Hago un movimiento y te quedas sin prometido, Cloty! Renuncia a
tu enamorado cobardón, y acepta al machote Darres, que te hará feliz.
Adentro retumbó un arma larga, y la bala pasó junto a la cabeza de
Waco. Se escuchó una voz masculina, un tanto desfigurada por la emoción:
—¡Deja las manos quietas o te quedas sin ojos, Darres... y todos a
volar del rancho «Solchico»!
Darres se enfrentó al ranchero.
—¿Aceptas una cosa semejante? Ahí fuera están mis lobos...
—¿Alcanzarán a salvarte? —fue la pregunta que llegó del interior del
rancho—. ¡Ahueca el ala, jugador fullero!
—Nos vamos, pero esto no quedará así.
Partieron como si tuvieran fuego a la espalda. Ya en el camino, se
detuvieron a deliberar.
—¿Qué hacemos, Darres?
—Aquí hemos perdido la primera partida.
—El tipejo aquel hubiera dado marcha atrás, ¡creo!
—Quién sabe. El hombre enamorado y correspondido junta valor.
Hasta el conejo es capaz de morder y patear por la compañera.
—Vamos a la mina, para ver qué resulta con la rubia Dalia.
E hicieron otro galope, llegando allá cuando el sol iba hacia el ocaso.
Era una bocamina grande, sostenida por troncos de cedro. Unos
cuantos obreros salían, como hormigas del hormiguero, trayendo el
cascajo que debía beneficiarse.
La rubia Dalia salió de la casita y se dijo que llegaba la tormenta.
Wintrop fue avisado, y surgió de la mina caminando apurado para
enfrentarse al grupo:
—¿De qué se trata, Darres? Es raro verte a caballo y tan lejos de las
luces y los naipes.
—¡He dejado el juego! Vine acompañando a mi dilecto amigo Waco.
El muchacho tiene una pena en el alma...
—¿Acaso soy yo paño de lágrimas?
Ahora fue el pistolero quien carraspeó, y miró a la rubia, que estaba
en el vano de la puerta de su casa.
—Me enamoré de Dalia, minero, hace tiempo. Esperaba juntar dinero
en abundancia, y ahora ando por los cuarenta mil. Vengo a pedírtela por
esposa. Darres va a casarse con Clotilde Fulton y podríamos hacer boda
doble para el sábado.
—¿Te aceptó la morena, Darres?
—¿Acaso no soy aceptable?
—¡Humm! Hasta no escucharlo de sus labios... En cuanto a nuestro
caso, consultaremos a Dalia —alzó el brazo—. ¡Acércate, muchacha!
—Ya estoy al alcance de la voz, padre. No me gusta esa gente.
—¡Achispa! —gritó uno cualquiera del grupo—. ¿Somos perros con
sarna?
—Waco te quiere para esposa, Dalia. Dice que Cloty aceptó a Darres.
—¡Qué mentiroso! No me gusta Waco, no me gustan sus maneras, y
quiero para marido un tipo que no exponga su vida, pistola en mano, a
cada rato.
—¡Yo soy el mejor! Los que se marchan de este mundo son los
idiotas que me enfrentan y en cuanto a ti, rubia, me aceptarás por las
buenas o las malas.
—También puedo matarte por la espalda, Waco, usando un rifle que
ahora verás —entró en la casita y salió en seis segundos, alzando un rifle
con la culata bien adornada con figuras en concha. Lo armó, agregando—:
Haré una demostración para ti, muchacho: ¡quédate firme, que sólo apunto
a tu sombrero!
Waco miró al minero:
—¿Qué tal es su puntería?
—Puede acertarle al zapallo en vez del sombrero... pero...
Waco miró al minero.
Disparó la rubia y el sombrero de Waco saltó de su cabeza. Lanzó un
juramento... y no pensó en otra cosa que desmontar para alzar la prenda
caída. Y con ella en la mano, caminó hacia la joven, que puso el
Winchester en línea, teniéndolo bajo el brazo.
La quemó con sus ojos azules.
—Antes me gustabas mucho, Dalia. Ahora puedo asegurar que serás
mía o de nadie... ¿Tienes quien te hace ojitos?
—No, pistolero. No tendrás sobre quién disparar. Y un día antes de
aceptar marido, te cazaré entre sombras para que el hombre elegido no
corra muchos riesgos.
—¿Eres tan brava?
—Y un poco más también. Estás acostumbrado a correr hombres,
porque los idiotas, como bien dijiste, sólo piensan en paridad de fuerzas,
arma en la funda, velocidad y otras tonterías. Yo disparo a bulto y no lo
hago del todo mal. ¿También os corrieron del «Solchico»?
—Pero así les irá...
—Se acaba tu reinado, Waco. Tentada estoy de ver si a través de tu
cochina humanidad puedo acertar en Darres, tu compinche. ¿O es tu jefe
para picardías y pillerías de toda índole?
Hablaba con voz normal, pero los otros escuchaban, pese a la
distancia.
El pistolero alzó la mano del sombrero, y saltó hacia adelante para
arrebatarle el rifle. Ella esquivó con gesto felino y con la culata acertó al
asaltante en la cabeza. Cayó de rodillas, y ella, moderna gladiadora, le
empujó con el pie para echarlo de lado.
Y miró al asombrado grupo:
—¿Queréis cargar con este pistolero de cartón, señores forajidos?
Llegaron corriendo. Dalia entró en su casita y cerró la puerta. Su
padre se refugió en la bocamina.
No tuvieron necesidad de prestar ayuda a Waco, que se repuso por sí
mismo. Y sacó pecho, diciendo a sus compinches:
—Una hembra tal sólo puede ser para un machote como éste. Vamos,
que liega la noche y hasta los conejos pueden reaccionar.
Partieron, dejando atrás una retahíla de amenazas. Wintrop se juntó
con su hija y la abrazó emocionado:
—Si todos los de pantalones tuviéramos tu valor, hace tiempo que esa
gente no existiría,
—Oculté mi miedo, padre. No creo que Cloty aceptara a Claudio
Darres. Conozco sus pensamientos y sé cuál es el hombre que le gusta.
—¿De quién se trata?
—El español de los ojos castaños.
—Don Juan Wilson de Mañara. Lo pasará mal si Cloty se decide por
él. ¿Y tú, hija mía?
—Me gusta Luisito Sandiego, secretario y administrador del otro.
Esos lobos se quedarán con las ganas. Pero ocurrirán muchas desgracias,
padre, y no quiero que te suceda algo malo.
CAPITULO VII

POR EL AMOR DE LA MORENA

Cuando el grupo partió del rancho «Solchico», la morena permaneció


con la cabeza baja y los ojos fijos en la punta de sus botitas grises.
El ranchero hizo un gesto a Juan, y salió de la galería para felicitar al
hombre del rifle, qué resultó ser su hijo Romel.
Juan se aproximó a Clotilde, y 'le habló en voz baja:
—No temas a lo que dijiste. Si lo hiciste por salir del apuro, bien
hecho está.
Ella alzó los ojos, y el choque fue instantáneo. Se apoyó en el pecho
del español, diciendo:
—Eres muy galante y caballero, pero dije aquello porque fue lo
primero que se me ocurrió. Tú saliste al paso para dejarme bien parada.
Ahora se trata de ver... de comprobar... cuáles son tus sentimientos.
—Te adoro, Clotilde —le dijo cerrando los brazos—. Te adoro desde
que te vi en el rodeo. Por ti eché el ancla en mi vagar, que ya tenía término
fijado. Lo que dije al ranchero, tenlo por válido. ¿Cuál es la respuesta?
—Te amo con igual intensidad... Esperaba tu palabra, que no llegaba.
Y ahora te hice salir de las precauciones, con una tontería.
—Le debo agradecimiento al jugador fullero, Cloty.
—Mejor es no deberle nada. ¿Es fullero?
—Lo sorprendimos anoche. Tenía cartulinas en la manga. Y también
una pistolita, con la cual hizo ademán de matarme.
—¿Sin armas?
—A esa gente le importa muy poco que tengas o no con qué
defenderte. Pero intervino un ranchero que se llama Tex Wayne.
—Lo conozco. Y también a su esposa. ¡Buena gente!
—Me alegra escucharte, porque ofrecí cargo de capataz a Tex. Me
responderá dentro de un rato. ¡Vamos a charlar con tus padres!
Los encontraron en la cocina, en compañía de Romel.
Tres pares de ojos se clavaron en el español, que se inclinó ante la
ranchera, para decir en voz clara:
—Tengo el honor de pedir la mano de vuestra hija Clotilde.
El ranchero respiró con alivio, pero la ranchera le ganó al responder:
—Amar a nuestra hija es correr peligro de muerte.
—El peligro y yo, nos decimos de tú hace tiempo, señora Lucy.
—¿Qué opinas tú, Clotilde?
—Que dije una mentira y resultó cierta, gracias a la hidalguía de mi
amigo. Le correspondo ampliamente, madre. Y si mi padre está
conforme...
—¡Conforme del todo! —exclamó Andy Fulton—. Pero no pierdo de
vista la peligrosidad de esa gente. Romel corrió al pistolero por sorpresa.
Waco querrá desquitarse cuando te encuentre en el pueblo, muchacho. Y tú
poco sabes de armas. No te dejes embarullar en duelos desparejos.
—Hay una manera de anular al peligro, ranchero —intervino don
Juan— y es ir al encuentro de ese peligro.
—Waco es mortífero, querido mío —atinó a decir Clotilde—. No
quisiera que se cumpliera el comentario del pistolero y que yo me quedara
sin prometido antes de la boda.
Juan la miró, sonriendo:
—¿Quieres un cobarde por marido?
—Cobardón no eres. Pero prefiero al hombre inteligente que sabe
soslayar a la maldad...
—Haré lo que corresponda en el campo del honor, Clotilde.
—El otro no sabe qué es el honor.
—Basta con que yo lo sepa. A Romel, las gracias por el proyectil que
llegó a tiempo. Entre anoche y ahora, dos veces estuvieron a punto de
matarme desarmado. He prometido llevar armas y lo haré. Ahora me
marcho, señores. Tengo algo que hacer en el rancho «España».
—¿Te acompaño, Johnny? —preguntó Romel riendo y quebrando la
tensión ambiente.
—Si quieres...
—¡Andando!
Clotilde les acompañó hasta el estribo. Don Juan se inclinó, sombrero
en mano, para besar la diestra de la morena.
Partió la pareja. Clotilde regresó a la cocina y abrazó a su madre,
llorando:
—¡No quiero perderlo, mamá!
—No lo perderás.
—No sabe de armas.
—Sabe y lo disimula. Es de esos seres que todo lo hacen bien, y lo
que emprenda, tendrá éxito... ¡Ya lo creo!
La pareja cabalgó a través de la pradera, atravesó las vías férreas y
entró en las tierras compradas por el español. Pasaron a la vera de un
grupo de árboles y allí se les juntó Tex Wayne, quien saludó, quitándose el
sombrero:
—¡Hola, ranchero! Ambos traen cara de haber sorteado peligros.
¿Qué ha sucedido, don Juan?
—Tonterías de la gente. Te lo contaremos en tanto cabalgamos.
Y lo hizo brevemente.
Wayne se llevó las manos a la cara.
—¿Cómo puede el tipo blasonar de pistolero, si se dispone al
asesinato con tanta frescura?
—¿Qué me dices de Claudio Darres, Tex? —preguntó Romel.
—Un jugador fullero puede hacer cualquier cosa. Y la primera
intención del tramposo es matar a quien se lo ha gritado o descubierto.
¿Por qué supiste que hacía trampas, don Juan?
—En cierto momento de la partida vi cinco ases. Alguien mostró tres
en un full, y yo tenía dos.
—¿Cómo se arriesgó de tal manera?
—En general, las cartas quedan boca abajo, menos en las
confrontaciones de juego para establecer al ganador, y era poco probable
que ocurriera así. De todos los que estábamos en la mesa, era el único
profesional de manos ligeras. Además, ya estaba advertido. Haría ganar al
más inocente, y ése resultó el ranchero Curly. Quiso devolver el dinero
ganado. El juez aceptó por buenas sus utilidades... y( Tex evitó que Darres
me asesinara ante la mesa de paño verde.
Llegaron a las construcciones.
Romel se fue a curiosear las obras.
Y don Juan observó a Tex, preguntando:
—¿Qué te aconsejó tu mujer, Wayne?
—Que acepte. Primero hizo que le contara los acontecimientos, que
relatara para ella la escena y que estableciera bases sobre tu persona.
Quiere conocerte. Desde luego, ya estoy empleado contigo en las
condiciones conocidas.
—Cien, la casita, comida para todos y premios al final de cada año,
de acuerdo a las utilidades del rancho.
—Eso no lo dijiste antes.
—Pero lo digo ahora. Además de empleados, quiero tener amigos.
—Gracias, patrón. Dispón de mí y del Colt que llevo al costado. Tú
no pedirás nada que no sea digno.
—Ahora soy yo quien dice: ¡gracias!
Sid Clarke llegó con los planos en las manos, hizo consultas y, al caer
la noche, Tex acompañó a los dos forasteros, buena parte del camino.
—¿Cuándo empezaré en mi trabajo, don Juan?
—Ya estás contratado. Pero sigue en tu ranchito. ¿Dónde están tus
tierras?
—Pegadas a las tuyas.
—¿Cuántas cabezas?
—Doscientas cuarenta, y se pueden alimentar allí mil quinientas. Era
mi sueño.
—Entonces te compraré el saldo... Usaré tus tierras en alquiler, y
cuando pueda repoblar los pastos, la tierra la tendrás. ¿Te parece bien?
—¡De perlas!
—Bien. Nos vamos al pueblo.
—¡Ojo con los enojados, patrón! Waco y Darres forman una pareja de
esas que pueden llamarse rabiosas.
—No han de morder mi carne... ¡Hasta mañana!
Y en el pueblo, ganaron el refugio del hotel. Cambió de ropas don
Juan, cenó con su administrador-criado y dijo que saldría a dar una vuelta.
—Quiero comprar un buen cinturón con el correspondiente par de
pistolas, Luisito.
—Me parece bien. Yo compraré el cinturón. Las armas las tengo... de
otros lances que recordarás. ¿Te acompaño?
—No, Luis. Puedo tropezar con cierta gente, y no quiero que piensen
que tengo miedo.
—¿Miedo usted, señor? La ocasión se presta para la risa.
—De todas maneras, saldré solo y compraré las armas.
—El «Aguila Blanca» le recomiendo, señor. Es el mejor comercio
para adquirir lo que usted anda buscando.
Y don Juan partió, vestido de vaquero, con espuelas chicas y luciendo
gruesa zamarra sobre la camisa de franela rojiza.
La ropa le sentaba muy bien. Con las armas una vez enfundadas,
quedaría aún mejor.
Fue hasta el «Aguila Blanca». Recorrió el largo mostrador y señaló al
empleado:
—Revólveres último modelo.
Le pusieron delante una docena, cuando menos. De cañón corto,
mediano y largo, pues en aquella época, el oeste americano consumía
buena parte de las que se fabricaban.
Los alzó por turno haciendo ademán de apuntar sobre las lámparas o
cosas... siempre hacia lo alto.
—¿Tienes algo especial, muchacho?
—Lo tengo, señor. Pero tal vez un ranchero tan rico como eres, según
dicen, no quiera usar armas que ya hicieron su campaña. Pero, ¡qué
suavidad de gatillo! ¡Qué cinturón y qué fundas sobadas y recortadas! Una
joya digna de King Fisher o la Reina.
—No he conocido a esos señores, muchacho. Deja que le eche una
mirada a esa maravilla, y si me agradan, tendrás cinco dólares de regalo.
Rebuscó bajo el mostrador y sacó una caja aplanada, y de ella un
cinturón ancho, negro, con caireles de cuero apretado en plata y oro.
Las armas aparte, negras, de cañones recortados, mango afinado y la
suavidad de lo muy usado.
—¡Ciñe el cinturón, ranchero! Y verás lo que es canela fina.
De la oficina salió un hombre mayor, que se acercó al mostrador,
saludó y comprobó la operación.
—Deja que el cuero caiga hasta las caderas, ranchero... Así. De esa
manera, no se escurrirán las fundas que puedes amarrar sobre las rodillas.
—No tengo tales habilidades, señor comerciante.
—¡Quién sabe! Hay hombres que nacieron para el Colt. Otros para la
música o las matemáticas. Encaja las armas. Mírate en ese espejo y al
momento de... ¡ahora!
Siguiendo el juego, don Juan sacó las dos armas, las hizo girar por el
guardagatillos y las volvió a las pistoleras. Caminó para comprobar que no
molestaba aquello. Después preguntó la historia de las armas, y dijo el
comerciante:
—Johnny conoce el asunto mejor que yo, ranchero. Que te cuente.
Y Johnny, alegre de la importancia que cobraba en el asunto, narró
despaciosamente:
—Pertenecían a un pistolero de nota, que paseaba su tristeza por la
frontera. Con nadie se metía, pero a nadie respetaba una vez en «el baile».
Tenía una pena de amor. No bebió porque el alcohol no ahoga penas, son
buenas nadadoras. Al fin lo mataron.
—¿En combate singular?
—¡Qué va! Por la espalda, con un rifle.
—¿Cómo se llamaba el hombre?
—Dick Fontán, pero se le conocía como «Ray Dick». ¿Te interesan?
—Sí. ¿Tienen el gatillo limado estas armas?
—Para estar más al pelo. El patrón pretende cien dólares por todo,
pero debes ofrecer ochenta.
—No me gusta regatear, muchacho. Pero llama al patrón y veremos.
El empleado salió corriendo.
Y regresó con su amo.
—¿Te resuelves por las viejas, ranchero?
—Después de probarlas, señor comerciante. Antes quiero conocer su
precio, como corresponde.
Lo miró a los ojos y el otro alzó las manos.
—¡Ochenta es el último precio, don Juan!
—Me parece bien. Ochenta. Y usted hará el beneficio de la duda. De
noche no se pueden probar armas.
—Mañana te las llevas a la pradera, y en otro paseo, me lo cuentas
todo.
—¿Quieres cargarlas? —preguntó el muchachito con avidez—. Es
calibre 44, como los Winchester. Aquí tengo una caja.
—La llevaré mañana a la pradera. Ahora me lo guardas todo hasta
que venga o mande por ellas.
Compró un cinturón de regalo para Luisito, y un momento más tarde,
entraba en la cantina del «Ciervo Negro».
Saludó a los conocidos, que en un ambiente chico se hacen pronto, y
bebió una copa, aceptando la invitación del señor alcalde.
De pronto penetraron tres mocetones en la cantina, fueron al
mostrador y uno de ellos expresó:
—Fuera los «niños» que no cargan armas.
Y dio un empellón a don Juan. Se miraron a la cara y sonrió el
español.
—¿Eres más hombre con esa doble artillería?
—Mucho más. Bajo las manos, te marco las orejas.
Y tal vez lo hubiera hecho, sólo que don Juan dio un paso veloz al
frente, y su puño derecho acertó al otro en el mentón.
Cayó de espaldas y quedó inmóvil. Los compañeros se le fueron
encima y se encontró repartiendo puñetazos con los dientes apretados.
Aquel que primero le molestara se recobró y unióse a la pareja que
acosaba al español.
Lo llevaron hacia un rincón y voló la primera silla.
Don Juan se inclinó y el mueble se hizo pedazos en la pared. Al azar
se encontró con una pata bien torneada y la esgrimió. Sabía de memoria
cómo terminaban esas batallas en el oeste.
Si caía al suelo, le romperían las costillas a puntapiés y con la mente,
muy fugazmente, se vio todo vendado y con la morena Clotilde delante.
Arremetió contra el trío, que alzó otras sillas.
Y se dedicó a uno de los enemigos, amagando y disparando el palo
como si fuera un sable, hasta tirarlo de bruces con un seco golpe en la
cabeza.
Dos veces el brazo izquierdo detuvo a la respuesta, y fue contra los
otros dos.
Pudo ver fugazmente al público. Lo había sobre el mostrador, y un
hombrecito apostaba con voz tranquila:
—Cien más a las manos del forastero. A estos otros los arrancaron
verdes y... ¡alto el fuego!
Retumbaron sus armas cortas, porque los enemigos de don Juan
pretendieron echar mano a los revólveres.
Se acabó el combate. Con tres tipos magullados a golpes. Y un don
Juan que miró en torno, bajó los brazos y expresó:
—¡Una ronda para todos, cantinero! Los equivocados no son más que
tres.
Y el que empezara la gresca, se aproximó con la diestra extendida:
—Pido públicamente disculpas a este señor que sin armas, ha
demostrado tener más coraje que un búfalo herido.
—Gracias, vaquero.
—Yo soy Pardy, caballista. Mis compañeros se presentarán, si quieren
quedar como machotes que pretenden ser. En cuanto al impulso de sacar
las armas, fue en el calor de la lucha. Luego me habría avergonzado hasta
el final de mis días.
Se acercaron al mostrador. Don Juan buscó al hombrecito aquel de las
apuestas, y lo encontró al final de la tabla. Era moreno, ágil y de una edad
indefinida. Tal vez tuviera cuarenta años, tal vez sesenta o algo menos. Se
miraron a los ojos y sonrieron.
—Salvaste mi aliento, forastero —dijo el de Mañara.
—Habrían cometido una tontería.
—¡Lamento que no ganara usted sus apuestas!
—Nadie aceptó mi envite. Me llamo Red Prince, amigo. Te has batido
como un león. Si la pata de la silla hubiera sido de roble, ninguno quedaba
en pie. Pero el cedro es liviano... ¿Dónde aprendiste esa esgrima extraña y
eficaz?
—Lejos de aquí. ¿De qué te ocupas, Red? ¿Por qué te llamas Red si
no eres pelirrojo?
Se apartó del mostrador y mostró:
—Uso cinturón colorado, y al principio de la historia, tenía armas con
roja empuñadura. Quedaron a lo largo del camino. Y ahora responderé a la
primera pregunta: me ocupo en meterme donde no me llaman, sigo a los
delincuentes, gano alguna recompensa, y expongo la vida en bien de la
comunidad, que a veces no merece tal sacrificio. Hay ovejas que sólo
saben balar...
—Si son ovejas...
—No disimulan, quiero decir. ¿Y tú, qué haces lejos de un centro
poblado y culto? Beberemos esta copa por la nueva amistad.
CAPÍTULO VIII
LOS MALOS AL ATAQUE
Red Prince resultó ser un hombre instruido, sobre todo con vastísima
experiencia en el escenario donde actuaba. Entretenía con su charla, y
cuando dijo que buscaba un lugar donde reposar sus fatigados huesos, don
Juan le ofreció ocupación.
—¡Hola! ¿Vas a formar un rancho grande?
—Eso pienso. Quiero empezar con cinco mil cabezas.
—Diez o doce hombres bastarán.
—Pero creceré como la espuma y necesito buenos colaboradores.
—Ofrece empleo a Pardy. Tal vez remolque a los otros...
—Es que las construcciones aún no están terminadas, Prince. Sin
embargo, me gustaría contar con gente capaz. Gente de confianza. Tengo
administrador y capataz.
—¿Para qué me usarías, ranchero?
Don Juan se permitió reír un momento. De acuerdo a lo que sabía,
estallaría la tormenta en cualquier momento.
—Están para ocurrir cosas feas, creo... y así lo sostiene gente del
lugar. Existe una coalición contra la población que trabaja, y cierta banda
de holgazanes tiene agarrotados a rancheros y mineros.
—Lo mismo sucede en muchas partes. Cuando se sacuden el agua
sucia, los otros han engordado, y entonces se convierten en comerciantes y
rancheros acomodados, que piden respeto a diestro y siniestro, que se
rodean de muchos hombres, para que a ellos no ¡es pase igual cosa. ¿Lo
sabes positivamente?
—Sí. Acepta la ocupación. Cien dólares, casa y comida, y serás mi
consejero en cuestiones de guerra.
—¿No sabes suficiente?
—En este ambiente, no.
—Acepto cargo y paga. Es una buena ocasión para darme gusto al
dedo. Me contarás cómo están las cosas, y sacaré las conclusiones del
caso.
Quedaron en verse por la mañana, a la hora del desayuno, para
cabalgar hasta el rancho «España».
Con Prince apareció Pardy, que lucía un labio morado y el labio
inferior roto.
—¿Me recuerdas, ranchero? —preguntó riendo.
—Te recuerdo. Tengo marcas de tus golpes, pero en el cuerpo.
Siempre cuidé la cara. Estoy prometido, Pardy.
—Hiciste bien. Prince me dijo algo de un posible empleo...
—Ya lo tienes, si lo quieres. Te ocuparás de caballos en mi rancho,
pero todo está en formación. Y ahora escuchad al mismo tiempo que
desgrano la historia, según la conocí.
Contó lo que sabía, la situación de Darres y Waco, los muchos
holgazanes de la calle principal, y el miedo de las ovejas.
—Pero no es miedo en vano, amigos. Han matado a hermanos... a la
esposa, al hijo... Y a mi nuevo capataz le raptaron uno de sus pequeños. Lo
devolvieron a cambio de un lote de vacas. Es gente que trabaja ligero.
Calló. Los otros masticaron, metafóricamente hablando, lo que
escucharan, y Pardy dejó que respondiera Prince, como hombre mayor. Y
el hombrecito golpeó el pico de la silla con el puño moreno:
—Atacarán sobre la marcha, patrón. Al ranchero... a tu prometida... a
las vacas. De acuerdo a lo que has contado, más les gusta obrar
drásticamente, y para eso mandarán un pistolero, hoy sin falta. Romel es el
candidato. Y si el muchacho sale a la pradera, ¿por qué no tener un vigía o
dos? Nosotros podemos servir, pero tenemos que conocer al rancherito.
—Pasaremos por el «Solchico» antes de llegar a mis tierras.
Y lo hicieron. Don Juan desmontó, saludó a las mujeres, y Romel dijo
que iría con ellos a recorrer los rebaños.
Partieron juntos. Y preguntó Pardy:
—¿Esa morena es la que te quita el sueño, patrón?
—La misma.
—¡Feliz de ti!
Don Juan miró a su futuro cuñado y lo vio preocupado.
—¿Han dado señales de vida, Romel? Me refiero a los malos.
—Todavía no. Pero voy a cabalgar con muchos ojos. En cualquier
momento, un tirador emboscado «me baja» de la silla, apuntando a
doscientos metros.
—Quiero dejarte guardias, Romel. Red Prince y Pardy estarán cerca y
con muchos ojos. Mejor fuera que te quedaras en el rancho.
—No podemos quedarnos ocultos por un peligro que no se ha visto.
Además, eso no es de tejano. Que aparezcan... y veremos. Lo que temo es
que me asesinen sin dar la cara.
Adelante se presentaba un bosque de robles. Red Prince partió al
galope furioso, se metió entre los árboles y salió al otro lado.
—Nadie al parecer, patrón. Un hombre se oculta entre las ramas de
cualquier árbol y se hace invisible. Pero he buscado al caballo en el cual
huiría más tarde.
Ese día nada ocurrió. Y al caer la noche, Prince y Pardy estaban junto
a la hoguera del «España», después de admirar la grandiosidad de la
construcción principal.
Y en una cantina de mala muerte de Kermit, Waco y Darres planeaban
su venganza.
—Pudimos salir matando sobre la marcha. Prefiero darle una
seguridad falsa, Darres.
—¿Por dónde empezaremos?
—Por Romel, que usó el rifle... o por el mismo ranchero idiota.
También el minero tiene un hijo, Héctor, que nunca viene al pueblo.
—¿Entonces?
—Dejaremos pasar unos días. Hasta el domingo. La vigilancia
decrecerá y entonces...
—¿En qué anda el español?
—Ha dicho uno de los obreros que aquello crece día por día. Me ha
entusiasmado el relato y tengo curiosidad de ver las construcciones de
cerca.
—¿Vamos?
—¿A título de qué? Has peleado con él... dijiste que le matarías, y
todavía...
—¡Cosas que se dicen en el calor de la disputa! Además, podemos ver
aquello de lejos, y usando anteojos.
—Eso está mejor.
Y fueron a la mañana siguiente. Waco conocía bien las tierras
cercanas. Llevó al jugador por entre los accidentes del terreno, y al fin
señaló un pino centenario.
—Subidos allí, amigo... acercaremos las cosas hasta cincuenta
metros.
Y ascendieron por las ramas horizontales. Y abrieron la boca a un
tiempo, antes de apuntar los anteojos. Porque a poco trecho de la
construcción principal, ya se iban alzando otras varias...
Darres apuntó el anteojo:
—Toda en piedra blanca... ¡Me gustaría ser el propietario, Waco!
—¿Quién te lo impide?
—¡Demonios! Tiene propietario...
—Por veinte mil dólares, te consigo todo a un tiempo. Tierras, rancho
y ganado...
—¡Aceptado! ¡Ja, ja, ja, ja! Después me matarías para ser el nuevo
dueño de esa hermosura.
Estuvieron allí más de diez minutos.
Descendieron, pensativos.
Ambos, con la maldad a flor de piel. Y se miraron para decir a un
tiempo: —¡Por mitades!
Se estrecharon la diestra.
—Con las mujeres que pretendemos.
—Y las vacas del español.
—Entonces, debemos abandonar todo otro negocio.
—¿Quién paga a los holgazanes?
—Los licenciamos por un mes... y después abrimos la campaña.
—¿Por qué no ahora?
—Porque faltan las vacas.
—Con las vacas vendrán los vaqueros.
—Podemos tener allí dentro del equipo una media docena de hombres
capaces que, en el momento dado, saquen las castañas del fuego para
nuestro apetito.
Volvieron al pueblo, trazando planes. Querían obrar sobre seguro.
Esperar sería bueno. Pero atacar en seguida podía ser mejor.
Y en el pueblo se confabularon con dos pistoleros. Para que cazaran a
Romel Fulton.
—Hay un premio de trescientos, muchachos. Lo repartís a gusto.
Debe parecer robo... Os lleváis las armas, el dinero, el reloj...
—Premio extra, patrón.
—¿Conocéis al tipejo?
—Lo conocemos bastante. Le saldremos al paso... y discutiremos el
asunto. Es interesante ver el terror en la cara de la víctima.
—El asunto queda en vuestras manos, muchachos. Yo quiero el
resultado apetecido. Lo demás no nos preocupa.
Y los asesinos salieron a la pradera, riendo y jaraneando. Iban a
liquidar a un tipo cualquiera... ganarían trescientos, más premios extras.
¡Dos ratas del oeste!
Debieron aguardar hasta el día siguiente.
Y le salieron al paso junto a las vías del ferrocarril, cuando Romel se
dirigía al «España».
—¿Adónde es el paseo, ranchero? —preguntó uno de ellos, riendo.
—El rancho nuevo... ¿Qué hacéis en estas tierras?
—¿Son tuyas?
—De mi padre...
—¡Qué bien! Salimos a cazar... ¿Cuánto llevas en el cinturón, Fulton?
—No más de ciento cincuenta.
—Pero tienes reloj de oro... seguramente de varias tapas... ¿Qué
harías para salvar la vida?
—¿Está en peligro?
—Nos comisionaron para eso. Trescientos por la pieza. ¿Qué diablos
hiciste para enojar a nuestros jefes?
—¿Darres y Waco?
—Los mismos...
Romel miró en torno. Como todos los jóvenes de su edad, había
adiestrado las manos con las armas cortas, pero no podría contra una
pareja de lobos, así fueran lobos menores. ¿Moriría allí, con el so! en la
cara, lejos de sus familiares?
Los otros dejaron escapar la risa. Y menudearon las preguntas:
—¿Sientes miedo, Romel?
—¿Se te aguó la sangre?
—No... no es miedo lo que siento. Es otra cosa diferente... y ya que no
hay escapatoria...
—¡Espera, muchacho! Nos regalas el dinero, el reloj... las espuelas de
plata con rodelas de oro... y tal vez...
—¿Me dejaríais la vida?
—¡Claro, rancherito! También nos llevaremos el rifle. Siempre nos
dejarán treinta por el Winchester.
Otra mirada de la víctima en torno. Y vio emerger al poco trecho al
caballo negro cabos blancos, teniendo en la silla a don Juan de Mañara.
Se acercó al galope.
Y dijo uno de los atracadores:
—¡El ranchero español! ¿Cuánto tendrá encima?
—¿Se lo preguntamos a él?
Le vieron llegar, sonrientes. Lo sabían forastero y trasplantado de
tierras lejanas. ¿Qué sabía de armas?
—¡Hola, Romel! —saludó con un inglés de suaves cadencias—.
¿Necesitas de mi ayuda?
—Van a matarme... dicen. Falta comprobarlo.
Don Juan miró a la pareja.
—¿Cuánto os ofrecieron por la piel de Romel?
—Trescientos. Nos regalas quinientos, y partimos en viaje sin
regreso.
—¡Exactamente! Eso es lo que ocurrirá. Viaje sin regreso.
Dejó las riendas en el pico de la silla. Los otros se movieron a un
tiempo y a un tiempo empezaron a funcionar las armas que fueran del
pistolero Ray Fontán. La lucha terminó tan pronto, que Romel abrió la
boca y se llevó las manos a la cabeza.
—¡Jesús me valga! ¡Los has matado, Johnny!
—Mejor será convencerse.
Hizo andar al caballo y miró a los caídos.
—¿Eres el viento huracanado?
—Solamente fui vehículo de Dios, Romel. Llegué a tiempo de
salvarte, y eso me alegra. Tengo a dos hombres más vigilándote, pero
debieron perder tu rastro.
Al galope largo aparecieron Prince y Pardy. Llegó antes el
hombrecito. Se hizo cargo de la escena y comentó:
—No eran más que dos. ¡Felicidades, patrón!
Fue algo que no esperaba, Red. Pero ocurrió. Y ahora...
Desmontó Prince. Le imitó Pardy. Ambos revisaron a los muertos y se
juntaron con trescientos dólares en billetes de a cincuenta.
Pardy los pasó a Prince y Prince se aproximó al ranchero con el brazo
extendido y los billetes en la mano.
—Son tuyos, ranchero.
—Regalo para vosotros, que hacéis el resto del trabajo.
—¡Je, je, je! ¿Qué te parece, Pardy? —preguntó Prince.
—Nunca jamás gané ciento cincuenta con tal facilidad. Amarraremos
las osamentas de esa gente a las monturas y...
Romel tendió la mano a su salvador.
—¡Gracias, cuñado!
—No tienes por qué darlas. Ya terminó el asunto. Y terminó bien.
Un momento más tarde, los cuatro seguían hacia el «España». Como
los demás visitantes, Red y Pardy se asombraron de las dimensiones de
aquel rancho hecho en piedras. Y el hombrecito señaló el hueco de las
ventanas:
—¿Serán rejas de hierro?
—Eso he pensado.
—Mejor así. Un día cualquiera asaltan tu rancho y entonces la casona
se convierte en fortaleza.
—Prefiero vivir en paz.
—Paz le diste a la pareja de asesinos.
—¿Qué dirán los que enviaron a esa gente?
—¿Quieres que vaya al pueblo, patrón? —ofreció Pardy.
—Sería bueno...
Y el muchacho regresó por la noche para contar a don Juan los
últimos sucesos:
—Llegué al pueblo unos minutos antes que los caballos, ranchero. El
sheriff dijo que a esa gente le había tocado «la mala». Hizo
consideraciones sobre el mal fin que tienen los holgazanes.
—¿Y Darres y Waco?
—Estaban entre el público, ranchero.
—Dos que han perdido trescientos.
—Mandarán a otros... y Romel correrá igual peligro.
Habló Luisito Sandiego, desde su lugar:
—Para terminar con los malos, habrá que usar sistema de malos,
señor.
—Eso he pensado muchas veces. Pero se necesita la conformidad de
las mayorías para llegar a tales extremos...
—Los «Vigilantes» de California, señor —informó Pardy— se
juntaban, salían una noche cualquiera y terminaban con los malvados.
Linchamientos y los menos peligrosos eran erradicados... para siempre.
—¿Qué impide formar un cuerpo similar?
—¡Je, je, je! ¿Saben los lugareños cuáles son los buenos y cuáles
militan con los otros?
Se discutió el tema.
Y don Juan quedó en charlar al día siguiente con Andy Fulton. Llegó
al «Solchico» a las diez de la mañana. El ranchero y su esposa salieron
casi corriendo, y ambos estrecharon con calor la diestra del español,
atropellándose al hablar para agradecer:
—Sin tu concurso, a estas horas estaríamos llorando.
—Pero gracias a ti, aún alienta nuestro hijo amado.
Y a la pareja se sumó el agradecimiento de la morena Clotilde Fulton.
—Cuando elegí marido, lo hice con mucha suerte. Dice Romel que
procediste como un hombre avezado del oeste, que murieron sin decir
«¡pío!», y que de ahora en adelante creerá en ti a pies juntos.
Le dio las manos a besar. El ranchero pasó a la galería y allí, sentado
ante el ranchero, bebiendo una cerveza espumosa, hizo la propuesta de
revivir los «Vigilantes» de California. El ganadero escuchó los
comentarios con atención, y preguntó:
—¿Con cuántos hombres quieres contar?
—Unos treinta serían suficientes.
—Los otros son más.
—Pero partiríamos con ventaja. El caso es saber en quién confiar.
Fulton movió la cabeza negativamente:
—No creo que se pueda llegar al éxito, amigo mío. Un soplón
cualquiera que se vaya de la lengua, nos pondría en la picota. Mejor será...
—¿Qué podemos esperar?
—Que te pinchen fuerte, y entonces tú salgas a lo Quijote... ¡Je, je, je!
CAPÍTULO IX
EL CABALLERO ATLETA
Don Juan se puso de pie, para erguirse totalmente. Y miró sonriente
al ranchero que tratara de embarullarlo desde el principio:
—Yo soy un hombre y usted sabe a qué cosa resulto igual, ¿verdad?
—Sí. Un hombre, una bala. Pero tú no te dejarás matar... Eres el
campeón de las ovejas.
—¿Tengo bandera propia?
—Y escudo también. Abandonarás el de la familia para usar el que
dice: «Por la libertad muero». Pero debes vivir.
—No han podido hacerlo entre muchos y ahora...
—Ahora sabemos los puntos que calzas. Tú eres mejor que Waco... y
muy superior a Darres y sus pistoleros de oficio.
—¿Por qué lo asegura?
—Por lo que viera Romel.
—Eran dos pobres tipos asalariados, ranchero.
—Romel les conocía. Eran lobos menores de la manada, pero tú no
les dejaste siquiera mover las manos... Les ganaste con tiempo.
—¡Pobres ilusos!
—De otra manera, no saldremos del paso. No te darán respiro, no
tendrás paz antes, durante o después del casamiento. Darres creyó que le
daría a la morenita... y ella te eligió en la primera mirada,
—Fue un flechazo recíproco, ranchero. Habrá maneras... y si me dan
tiempo a formar mi equipo, luego podré salir contra los malos en igualdad
de condiciones.
—Veinte malos contra veinte hombres de trabajo, no es paridad. Los
otros están acostumbrados a matar, a llevarse todo por delante.
—Lo comprendo. También pueden ser adiestrados los hombres de
trabajo para que ataquen... Para que carguen los rifles y disparen con ellos
sin llegar al combate que acuerda ventajas al más listo, al más diestro... al
de nervios mejor templados.
—Tienes ideas. ¡Ponías en marcha! Pero no te demores mucho...
Se quedó para el almuerzo. Después paseó por los alrededores con la
morena. Necesitaba conocerla más. Y halló un alma sensitiva, que gustaba
de la poesía, que conocía a los clásicos de diversos idiomas y que hablaba
el español con fluidez.
A las tres de la tarde, resolvió partir. Y ella le ofreció acompañarle
hasta las vías del ferrocarril.
—¿Con quién volverás después? —le preguntó su padre.
—Regresaré sola, papá. Es un paseo de media hora... y nadie me
atacará en la pradera. Además, llevaré a uno de los potros negros, por si
tengo un mal encuentro.
Don Juan sonrió al ranchero, como lo hacía cada vez que debía
corregir una situación.
—Puede llegar hasta el «España», señor, y desde allí volverá
acompañada por tres de mis hombres... o dos cuando menos. Gente de
agallas.
—¿Vas eligiendo en el montón?
—Ya sabes que Tex Wayne es mi capataz. He contratado a otros
hombres que me parecieron buenos.
Partió la pareja. Llegaron a las vías del tren y al pasar al otro lado,
surgieron cinco hombres bien montados. Entre ellos se destacaba, por sus
vestiduras, Claudio Darres. Alzó el brazo, diciendo:
—¡Alto la pareja! ¿Desde cuándo acompañas a mi novia, forastero?
—Desde que te dio calabazas en mi presencia, Darres. ¿Crees
merecer mujer honesta, con la fama que gastas de tramposo?
—La fama me la cargaste tú...
—En presencia de otras personas. ¡Dejad el paso franco!
Pero no hicieron ademán de salir del camino. Y uñó de los
acompañantes del jugador fullero, expresó:
—A ese tipejo le hace falta una tunda, patrón. ¡Yo se la daré! No
merece a mujer tan hermosa... —echó pie a tierra—. ¡Desmonta, si tienes
algo más que agua en las venas!
Clotilde palideció y dijo por lo bajo:
—¡No lo hagas! Es mala gente...
Pero, ¿a quién le gusta ser llamado cobarde, en presencia de la futura
madre de nuestros hijos?
Don Juan desmontó e imitó al otro, que se había quitado las armas
cortas. Entregó el cinturón a Clotilde, palmeándole las manos.
Y fue al encuentro de su enemigo.
Sólo que entonces los otros tres acólitos del jugador saltaron a tierra
para intervenir en el que llamaron «banquete de forastero».
El de Mañara apretó los dientes.
Su cuerpo de atleta se había fortalecido con aquella vida al aire libre.
Ni pensó que eran cuatro contra uno. Se le fueron encima y se
atropellaron. Empujó a unos, golpeó a los otros... y se vio cambiando
golpes con las dos manos y con los pies. Los amontonó en cierto momento
y entonces recurrió a todas sus energías, para que no pudieran levantarse.
Puñetazos abajo y arriba... cruzados al mentón... rectos al pecho... sin pedir
ni dar cuartel.
Y entonces saltó Claudio Darres, gritando:
—¡Yo abatiré a ese campeón!
Don Juan se volvió como si lo hubiera mordido una serpiente.
Sentíase al cabo de sus fuerzas... y Darres era el más grande y fuerte del
quinteto.
Retumbó una carabina y el sombrero de Darres saltó de su cabeza.
Y se escuchó la voz de Clotilde, ronca por la emoción y embargada de
rabia ante la situación anormal.
—¿Qué laureles quieres recoger, jugador fullero?
—¿Temes por tu prometido, morenita? Si necesitará, en el futuro,
protegerse en tus faldas... poca historia dejará en el oeste —recogió el
sombrero—. ¡Podrá contra gente del montón, pero no contra un atleta
como yo! Todo se abate a mi paso...
Don Juan alzó la mano derecha. Respiraba un poco anhelante,
queriendo regular su respiración.
—No te has de morir de antojos, fullero de pueblo chico. Te espero a
pie firme, y comprobarás que un atleta no es igual a un caballero atleta.
Darres se quitó la artillería que usaba. Echó una mirada irónica a los
que se reponían tomándose la cabeza con ambas manos, y arremetió contra
el español, dispuesto a derribarlo en el primer choque.
Tres veces don Juan lo esquivó, con la doble finalidad de juntar
fuerzas y de fatigar a su enemigo. Después, Darres avanzó poco a poco. Y
velozmente, alzó la pierna derecha. Mañara empujó el pie y el adversario
se fue de espaldas. Y caído, soltó la risa.
—No tienes fuerzas, don Juan «pura espuma». Y cuando te eche la
zarpa encima...
—Sigo esperando al gran atleta Claudio Darres, «jugador honesto»
del norte de Texas.
—El caso es ganar... ser lobo y no cordero... ¡atención!
Se adelantó con los puños delante. Saltó, disparó la derecha y sintió el
golpe del adversario en el mentón. Otro golpe similar lo alzó del suelo.
Cayó como un fardo de pasto.
Y de nuevo retumbó la carabina, porque los otros cuatro pretendían
volver al ataque. Don Juan les dio cara:
—A vosotros ya os derroté, ventajistas. En cuanto a vuestro jefe,
vedle ahí, sin fuerzas para ponerse de pie. ¿Sabéis por qué? Porque tiene el
mentón flojo y el sacudón que recibe se va al cerebro.
—Con las armas en la funda... —empezó a decir uno del grupo.
—¡Otro día!
—¿Me necesitas, patrón? —preguntó Red Prince, apareciendo en su
caballo gris y luciendo su rojo cinturón.
—Has llegado tarde a la fiesta... y tengo una buena defensora.
Acompaña a Clotilde hasta su rancho, Red. Muchas gracias a los dos.
—Primero aguardaremos a que se marchen estos renacuajos.
Cada cual ocupó su caballo, vigilados todos por el hombrecito.
Claudio Darres se repuso al fin, barbotando:
—En otra te romperé los huesos, cobardón.
—Gracias. En otra no aguantarás un minuto de combate.
Partió el grupo de cinco.
Y don Juan soltó la risa. Besó la diestra de Clotilde y la instó a
volverse al rancho.
—Quiero ver las construcciones del «España», don Juan. Luego me
acompañará quien quiera.
—¿Qué te cuesta complacerla, patrón? — preguntó Red, sonriendo—.
Una visita femenina convierte en hogar al campamento más numeroso.
—Me has convencido, Prince. ¿Vamos, Cloty?
Y fueron juntos.
Clotilde recorrió las distintas dependencias de la casona, y enseguida
visitó las otras construcciones. Conoció a tres nuevos empleados, y se
enteró de que pronto habría ganado en aquellos pastos.
—Consulta con mi padre. Te dirá cuáles son los precios para novillos
y vaquillonas, y te encaminará a los rancheros más honestos. Hay gente
que te vende ganado gordo y entrega cualquier cosa.
—¿Me dejaré engañar?
—No tienes cara de eso. Pero el caballero de verdad siempre se halla
en desventaja ante los picaros.
La morena volvió al «Solchico» acompañada por Pardy y dos de los
nuevos. La dejaron en el patio y regresaron al galope. Uno preguntó a
Pardy:
—¿Cuándo se casa el amo?
—Cuando tenga el nido listo.
—¿Nido? Eso parece una ciudad.
—Nos honraremos trabajando para el «España», muchacho.
—¿Sabe algo el español de ganado?
—Lo que no sepa él, lo sabrá Tex Wayne... o Prince. Si le juzgáis
incapaz o falto de ligereza con las manos, tendréis motivos para el
arrepentimiento. Sabe mucho. Todo lo hace bien. Yo fui un equivocado. Lo
encontré con dos amigos en una cantina. En mala hora se me ocurrió
insultarle porque entonces no llevaba armas. Intenté sacar las mías para
marcarle las orejas, y recibí el primer puñetazo.
Después nos derrotó al trío. Y esta tarde ha derrotado a cinco
hombres, incluso a Claudio Darres.
—¿Cinco contra uno? ¡No podemos creerlo, Pardy!
—Lo consultaremos con Red, aunque él llegó algo después.
Y tras la cena, cuando don Juan se hubo refugiado en sus mantas,
queriendo hacer noche allí, el trío consultó al hombrecito.
—Los muchachos no quieren creer que el amo es un gigante
peleando, Red.
—¡Ja! Cuando yo llegué allá, cuatro tipos se reponían de los golpes y
trataban de encontrar la vertical. Darres dormía sin tener sueño. El campo
quedó para el ranchero.
—Escuchamos varios disparos...
—Los hizo la novia del amo. Me enteré del motivo. Una vez para
detener a Darres, que pretendía entrar a la batalla, cuando don Juan
terminaba con los cuatro. Después, para detener a los aprovechadores, que
deseaban cambiar la suerte del combate con las armas cortas.
—Eso traerá cola, Red.
—Tal vez. Yo estaré con el jefe.
Pero en el pueblo, Waco soltó la carcajada, al enterarse de que a su
compinche Darres le ocurrió aquel tropezón:
—¿Cómo os dejasteis pegar por un solo tipejo y forastero para más
adornos?
—Cosas que ocurren. Se batió bien. Quise «cazarlo» cansado, y me
sorprendió con un golpe feroz en el mentón.
—Te pedí que lo dejaras en paz. Quiero desquitarme en sus vacas.
—Es que lo encontré con la morena Clotilde. Y eso sublevó mi
sangre. ¿Le pedimos doscientas cabezas al ranchero Fulton?
—Esa es buena noticia. Doscientas. Escribe el nombre y el mensaje,
Claudio.
Y lo hizo el jugador fullero.
El grupo de doce hombres se presentó a la mañana siguiente en el
rancho «Solchico». Waco entregó el mensaje al ranchero.
—De parte del comprador, Fulton. Doscientas, gordas. Dice que ha
pagado veintidós... y que quiere ganado reluciente.
El ranchero meditó unos segundos. ¿Le convenía resistir? Doce
forajidos eran muchos... aun contra doce vaqueros que en el momento no
tenía. Pero eso de regalar las vacas...
—¿Dónde compró este tipo llamado Jester, Waco?
—No sé qué día, ni qué hora. Me entregó la orden, y vengo a
cumplirla. ¿Qué te parece?
—Un robo descarado. ¿Por qué no espigas en otros ranchos?
—Voy adonde conviene que vaya, ranchero. Y ahora resuelve. Me
entregas el ganado, o le digo a Jester que...
—¡Suficiente! Voy a entregar esas doscientas. Puede que el importe
sirva para tóxico.
—¡No seas tonto, ranchero! Tienes una familia encantadora... con
unos muchachos maravillosos. Me dijeron que Romel tuvo un tropiezo
días pasados... en la pradera...
—Es verdad. Lo tuvo. Dos ratas menores. ¿Dónde las enterró el
sheriff de Kermit?
—¡En el camposanto común!
Dio orden a sus vaqueros para que fueran por las doscientas vacas.
Las trajeron, ayudados por otros hombres del equipo.
Y Waco estaba contando las cabezas, cuando hicieron su aparición
Clotilde y don Juan, bien montados y como llegando de un paseo.
—¿Has vendido ganado, padre? —preguntó la morena.
—Doscientas. Las que sobran de nuestros pastos...
—¿A qué precio has vendido, Fulton? —inquirió don Juan, que
pareció ignorar al grupo de bandidos.
—A veintidós —se apuró a responder el pistolero, riendo—. El mejor
precio del momento. ¿Cuándo pueblas tus pastos, forastero?
—En pocos días más. ¿Sabes tú dónde se pueden comprar cinco mil
juntas y de una misma raza?
—¿Cinco mil quieres de una vez? ¡Qué bárbaro! ¿Qué te parece el
asunto, ranchero?
—De perlas...
—También a mí...
Los hombres de Waco soltaron la risa. Dos de ellos se restregaron las
manos, como se hace delante de una buena perspectiva.
Y el grupo partió, empujando con habilidad al ganado.
Don Juan miró al ranchero, preguntando en voz baja:
—¿A quién vendiste, Fulton?
—A un ladrón que se hace llamar Jester. ¿Conoces el valor de esa
palabreja?
—Jester en inglés es igual a burlador en español, ranchero. Quiero
saber el resto.
—Me han robado escandalosamente... De ahí sus risas cuando
hablaste de comprar cinco mil cabezas juntas. Han pensado en mejores
negocios, en pedirte mil de una sola vez.
—¿Las entregaré?
—Nosotros hemos entregado. Peter Wintrop se negó a dar una cuota
de oro, y le mataron a la esposa. Esa gente guasona no juega.
El hispano agitó la cabeza como si quisiera zafarse de malos
pensamientos.
—¿No seré víctima de lobos, ranchero?
—Sin embargo, tienen buenos sistemas y allá van con mis vacas.
—Yo puedo quitárselas a ellos.
—No lo hagas. Volverían mañana a pedir trescientas cabezas.
Don Juan habló despaciosamente. Como si por sus labios hablara el
oráculo.
—Si yo rescatara ese ganado, la gente quedaría en el camino,
ranchero.
—¿Te atreverías contra una docena de lobos?
—El hombre de verdad no cuenta a sus adversarios, Fulton. Y tengo
buenos colaboradores en el «España».
—¿Un equipo completo?
—No es cantidad, señor, sino calidad So que cuenta en una
escaramuza de la pradera.
—¡No salgas en pos de los malos, Juan! —pidió Clotilde—. Mejor
robado que muerto...
—Y las vacas son mías —terminó el ganadero, encogiéndose de
hombros.
Don Juan se despidió de los Fulton, un momento más tarde, y cabalgó
hacia su establecimiento. Echó una fugaz mirada sobre las construcciones
y buscó a su capataz. Lo encontró con Red Prince y Pardy, justamente el
trío que necesitaba. Les contó brevemente lo que presenciara en el
«Solchico». El capataz alzó una mano.
—Así me quitaron a mí las vacas, patrón. Con amenazas y risas... con
bromas que pueden terminar en tragedias.
—¿Debo esperar que me llegue el turno para proceder?
—No, señor —contestó Red Prince—. Mejor es darles el dulce ahora
mismo. Si quieres salgo hacia el pueblo para conocer el destino del
rebañito. Fueron muchos al rancho para asegurar el resultado Pero no creo
que vayan más de seis o siete a vender. Y lo harán en las vecindades.
—Venderán en Mentone, sobre el río Pecos —opinó el capataz Tex
Wayne.
—Me gustaría recobrar las vacas... devolverlas y que todo siga igual
por unos días.
—Cuenta con nosotros. Y si quieres, tenemos dos hombres más.
Don Juan se negaba a representar el papel de oveja.
CAPÍTULO X

LAS ARMAS DE UNA MUJER


Waco esperaba noticias de su equipo vendedor.
Transcurrió el día siguiente, el otro y otro más. Y, alarmado, fue en
busca de Claudio Darres.
—¿Sabes algo de los que fueron a vender, Claudio? —preguntó,
sentándose frente al otro.
—Ni una palabra. ¿No regresaron en el tiempo previsto?
—Fueron a Mentone a entregar doscientas a veinte dólares cada una.
—Cuatro mil dólares. ¿Cuántos hombres se encargaron del trabajo?
—Siete.
—Son muchos para comerse cuatro mil.
—Estoy preocupado. Si los compañeros fallan por tan poca cosa, ¿qué
se podrá esperar de ellos cuando vayan guardando un millar de vacunos?
—¿Siempre estás pensando en don Juan?
—Siempre. Acaricio la idea, como si fuera la mujer amada. Estos
días comprará cinco mil.
—Con unos quince o veinte hombres...
—Cuando pida gente, le mandaremos en seguida a alguno de los
nuestros.
—¿Picará el hombre?
—¿Por qué no? Es desconocido... e ignorante de todas nuestras cosas.
—Pero tiene un capataz que nos conoce.
—¿Tex Wayne? No había pensado en ese rancherito. Tenía un saldo de
vacas, y bien podríamos nosotros...
—¿Cuándo?
—Mañana domingo por la noche. Nos las llevaremos sin pedirlas.
Mandaré media docena de muchachones.
—¿Y tú...?
—Yo tengo otros quehaceres más suaves. Desde que soy uno de los
jefes del movimiento «Kermit», me cuido la salud.
—¿Sin adiestrar las manos?
—Eso no. Gasto dos cargas cada mañana, y creo estar al pelo para la
gente de la comarca. Además, la sugestión vale más que la eficacia
demostrada de cuando en cuando.
El domingo por la noche comisionó a seis jinetes en la trastienda de
la cantina «Ciervo Negro».
—Se trata de visitar los pastos del ranchito de Wayne, muchachos.
Allá hay un saldo de vacas. Creo que sin cuidado alguno...
—¿Las dejaría abandonadas su patrón?
—Bueno... Es probable que el vaquero esté durmiendo cerca. Lo
sorprenden junto al fuego, con el cuento del trovador perdido. ¿Sabéis ese
pasaje del arte de los cuatreros?
—Sí, jefe —contestó el comandante del grupo—. Yo me acerco al
ganado tocando la guitarra y tocando por lo bajo. Me dan el alto. Digo que
llego con hambre. Y me invita el vaquero a desmontar. El resto es
sencillo...
Y Waco fue a visitar a una amiga que tenía. Se llamaba Jazmín, era de
origen árabe, opulenta, con ojos ardientes y encantos de sobra.
Ella se le quejó:
—Vienes con frecuencia, Waco, pero me tienes abandonada en cuanto
a regalos se refiere. No tengo un trapo para ponerme.
—¡Estas mujeres! Siempre pidiendo. Yo tengo un buen candidato
para ti, Jazmín.
—¿Te quieres deshacer de mi persona, barbián?
—No. Vamos a trabajar fuerte y quisiera que cautivaras a cierto
ranchero de los alrededores. El que ha comprado las tierras del «Clavo».
¿Le conoces?
—Lo he visto pasar varias veces, montado en un negro cabos blancos.
—¡Justamente! Don Juan Wilson, medio europeo, medio no sé qué
cosa, pero dicen que es muy rico. Compró sin regatear las tierras, y habla
de adquirir en seguida cinco mil cabezas. Si tú pudieras...
—¿Dudas de mis atractivos, tú que los conoces de sobra?
—¡Je, je, je! Yo no soy más que un palurdo cualquiera del oeste, pero
el otro es fino, es medido... y a lo mejor te encuentra gorda.
—¡Justamente!
Era la palabreja por la cual más antipatía sentía la morena Jazmín,
que en árabe se decía «Yasmín».
Se alzó del asiento, fue hasta el gran espejo, «contoneándose» con
cierto garbo, y mirándose en el cristal, de frente y de perfil...
—¿A qué me parezco, cuatrero?
—¡No hables de esa manera!
—Me llamaste gorda, y no he protestado, ¿A qué me parezco?
—Vista de perfil, a una linda S mayúscula. De frente, a una montaña
con diversas ondulaciones. Y de espalda... la clásica guitarra...
—Bien. Has compuesto lo anterior. Y ahora veamos qué ganaré yo si
conquisto al ranchero buen mozo y bien trajeado... y limpio.
—¿Yo soy muy sucio?
—Tú eres del oeste. Ya lo dijiste antes. Espero tu palabra,
—Trata de embaucarlo, y lo comeremos poco a poco. Quiero ese
rancho que ahora se levanta allá. Una casona toda en piedras blancas. Lo
que deseo es que nadie me haga sombra o se venga con el cuento de
sociedades viejas.
—Eliminas a Darres, y todo es tuyo.
—Cuando haga falta, a ése lo matará el minero Wintrop.
—¿Por qué?
—Cree que por su orden mataron a la esposa... ¡Je, je, je! Se hace
correr mejor la noticia y entonces...
Charlaron un rato largo en voz baja.
Y a la tarde siguiente, don Juan se hallaba dentro de un comercio bien
surtido, cuando entró la morena.
Dejó una estela de perfume de los mejores... Fue hasta el final del
mostrador y regresó, mirando a don Juan Wilson de Mañara. Le sonrió:
—Tengo prisa. ¿Me dejas el turno, ranchero?
—Todo es suyo, señora.
—¿Me conoces?
—Lamento decir que no. ¿Dónde pudo estar oculta semejante beldad?
—Encerrada por un ogro celoso. ¿Temes a los hombres con celos...?
—No. Tienen el castigo que merecen. Desconfiando de una mujer, se
la empuja a los malos pensamientos y suele no quedarse en eso.
—¡Hablas bien! Yo vivo en la puerta verde, al lado de las diligencias.
Y tengo, en mi pequeño bar, bebidas al gusto. ¿Cuándo?
—Un día cualquiera.
—Mejor esta noche. A las diez. Hasta luego. Te desea buena suerte la
incomparable «Yasmín».
Olvidó el cuento de comprar.
Y don Juan rió por lo bajo.
¿Lograría una mujer de la pradera vencerle, en su terreno?
—Dejaría de ser quien soy —murmuró—. Y además, este asunto debe
tener historia, y será bueno conocerla.
Y a las diez, fue puntual. Golpeó con los nudillos. Y encontró a faltar
la capa de pañete que usaba en España en sus visitas de invierno.
Subió a la escalera. Arriba le aguardaban dos brazos fuertes...
El choque no produjo otro rumor que el chasquido.
Chasquido de beso febril, con el cual cada gladiador pretendía
encadenar al otro.
La mujer, sabia en amores.
El hombre, más sabio que ella y desde luego más prevenido.
Sentados en un confidente, hablaron. Ella sirvió anís turco de alta
graduación alcohólica.
Y pretendió envolver a su presa, como la araña a la mosca incauta.
Lo llevó al terreno de las confidencias.
—¿Piensas anclar para siempre, buen mozo?
—No lo sé, Yasmín. El tiempo lo dirá...
—Han dicho los holgazanes que has comprado muchos miles de
cabezas de vacunos. Olerás a ellos.
—Puede que me salve.
—Además hay cuatreros.
—Los mataremos.
—Y ladrones.
—Les cortaremos las uñas. No he venido al oeste durmiendo, Yasmín.
La mujer recordó que tenía una misión a cumplir, y se lanzó por el
estrecho sendero de la conquista. Don Juan se dejó conquistar y a las cinco
de la mañana pasaba el umbral de la puerta verde para refugiarse en su
cuarto del hotel.
Y a las nueve y media se halla con el sheriff Tirso Klein.
—Voy a comprar el ganado, sheriff. Pero la gente quiere meterme un
poco de miedo, hablándome de los cuatreros.
—Primero forma equipo.
—Lo haré. Tienes muchos holgazanes en la calle principal.
—Eran más. Han mermado estos días... ¡Qué bueno!
—¿Te alegras tanto?
—Me alegra como si una plaga hubiera terminado con la mala hierba.
No te engañes con mi persona. Parezco inofensivo porque los otros son
muchos, pero no son pocos los que desaparecieron en dirección a Nuevo
México. Por desgracia, el sheriff amigo que allá tenía se halla enfermo.
Cuando se recupere...
—¿Se puede intentar ese negocio?
—Se pudo antes. Desaparecen sin dejar rastro. Y hablando de otras
cosas, ¿cuándo vas a comprar el ganado?
—Dentro de dos semanas.
Se miraron a la cara. Y dijo el hombre mayor, aunque no por muchos
años:
—¿Qué asuntos te han llevado a la alcoba de Jazmín?
—¿Debo comentarlo?
—Es la querida de Waco. El hombre prevenido...
—Vale por muchos. ¡Lo sé! ¿Peligrosa mujercita?
—Si se puso al paso de tu persona, es que piensa obtener beneficios.
—Puede ser... Se verá.
—De cualquier forma, espero que no te dejes derrotar por una damita
de la pradera. ¿Cuándo me invitas a ver tu rancho?
—¿Necesitas invitación para ello? Cuando gustes.
—Hay gente que aguarda a que tú puebles los pastos.
—Ya que hablas de eso, aconséjame para conseguir los hombres que
han de formar mi equipo.
—Ahora mismo, poco antes del mediodía, concurres al «Ciervo
Negro» y llamas a los que quieran trabajar.
—Puedo infiltrar indeseables.
—Yo te ayudaré de una manera disimulada. Estoy fumando un
cigarrito negro de México. Los postulantes se acercarán uno a uno. Cuando
yo me ponga el cigarro entre los dientes, rechazas...
—¿Con qué excusa?
—Fama de holgazán, simplemente.
Y cuando se corrió la voz por la calle principal, muchos se frotaron
las manos, alegres. Iban a meterse en el redil de las ovejas para medrar
largo y gordo.
Waco aconsejó a unos cuantos de sus lobos.
Jazmín comisionó a dos hermanos para lo mismo.
Y después del mediodía, Waco y la morena se veían en la casita de la
mujer, asombrados ambos de la perspicacia del español.
—¡No se dejó engañar una sola vez, Jazmín!
—¿Quién lo aleccionó?
—Tal vez el sheriff, porque el otro no conoce a nuestra gente.
—¿Estaba presente?
—De espaldas a la gente, apoyado en el mostrador, fumando como un
idiota esos apestosos cigarritos negros del sur.
La mujer soltó la risa.
—Como hombre de armas eres muy bueno, Waco. Como político, te
falta muchísimo aún. El sheriff debió convenir mucho antes alguna señal
con don Juan... y a propósito, anoche vino un rato. Es galante... y tal vez
sea generoso también.
—¿Durmió en mi cama, Jazmín?
—Esa que llamas tu cama, es la mía, barbián. He dicho que estuvo un
rato. Y se marchó a las once. Volverá seguramente...
—Pídele empleo para los hermanos Almancia.
—Lo haré. Va de verdad el asunto del ganado. ¡Cinco mil cabezas
gordas!
—Pero yo he visto mermado mi equipo, Jazmín. Trece hombres han
desaparecido en estos dos últimos trabajos que hemos hecho.
—¡El mundo anda perdido!
—Algo raro debió ocurrir. No se extravían así como así mis
ayudantes.
—Habiendo dinero por medio... cualquier cosa pudo ocurrir, amigo
mío. Le diré a don Juan que me lleve de visita al «España». ¿Qué tal son
las construcciones que están haciendo, Waco?
—El rancho soñado...
Y el hombre se echó hacia atrás en el asiento, cruzó las piernas y se
puso las manos cruzadas sobre el vientre, mientras tanto cerró los ojos un
segundo. Terminaron riendo.
—¿Tan hermoso? Has picado mi curiosidad.
—Pídele que te permita visitarlo... aunque no sea él quien te lleve. Y
apareceremos allá en el cochecillo del herrero. Yo conduciré al colorado.
—Tu presencia puede embarullarlo todo, Waco.
—No creas. Me gusta estar en medio del remolino. Las ovejas no se
atreven a cosa alguna.
—No confíes mucho, que a lo mejor...
—Bueno.
—¿Ya vacilas?
—Me hiciste ver el lado malo del asunto. Estando solo... no soy
invencible, querida mía.
Y Jazmín pidió a don Juan sonriendo:
—¿Me llevas o me dejas ir?
—Como gustes, morena. Vas o te llevo... aunque mañana debo estar
allá muy temprano.
Ella lo detuvo por el brazo.
—¿Es verdad que te has prometido con la morena Fulton?
—Hace muchos días, Jazmín...
—¿Y aceptaste mis caricias?
—No eres menor de edad, Jazmín, y además, yo entré en el juego
porque así lo quisiste tú. Pero si ahora te arrepientes...
—No, no me arrepiento. ¡Eres el perfecto amador! Pero una mujer
siempre se hace ilusiones.
—Es humano tener ilusiones, Jazmín.
Sonrió la mujer, con toda la boca, y dio al español un golpecito en el
hombro:
—Todavía no ha terminado el juego, barbián.
—Es verdad. Pero recuerda que todo peligro largamente presentido,
pierde toda sugestión... y casi, casi, deja de ser peligro.
—Veremos... y mañana iré en el cochecillo del corral.
—¿Quién será tu auriga?
—Lo buscaré... Debe ser muy apto y a la vez muy respetuoso. ¡Hay
cada tipo de mano larga!
Y don Juan escapó de Kermit bien temprano.
Por sus indicaciones, los cuatreros habían fracasado en dos intentos.
Los hombres fueron eliminados, enterrados... ¡Desaparecidos, en una
palabra!
A las diez de la mañana, Luisito señaló hacia el camino de acceso al
rancho «España».
—Tenemos visita con sombrero y quitasol, señor.
—Yo la recibiré. Tal vez se quede a comer.
—Ya tengo mesa dispuesta en el comedor, señor. El techo de ese lado
está completo.
Don Juan se aproximó al coche, tendió las manos y ayudó a Jazmín
para que desmontara.
De paso, le echó una estimativa mirada al conductor de los caballos.
Y se encontró con un tipo rubio, delgado, desconocido,
—Me llamo Duncan, ranchero, y llegué ayer de Nuevo México. Tuve
la fortuna de estar «a tiempo» para conducir a la señora.
—Ya lo dijo un sabio, Duncan: «Más vale llegar a tiempo, que rondar
un año». ¡Ponte cómodo!
Y ya caminando con la morena, que vestía de rojo desde el sombrero
hasta las botitas, echó otra mirada al auriga. Y comprobó que usaba armas
gemelas, y que caminaba con aquella prevención propia de todos los
pistoleros.
Sin embargo, no pasaría de los veinte años.
Atendió a la mujer, que dejó escapar su admiración ante la
fastuosidad de la construcción principal.
—¡Parece un palacio y no un rancho, don Juan!
—Gracias. Quise hacer algo cómodo y a la vez de buen gusto. Sid
Clarke resultó un hombre de muchas y buenas ideas. ¡Me felicito de
haberle tropezado!
Siguieron hacia las demás construcciones. Jazmín señaló el corral
delineado, preguntando:
—¿Cómo lo harán?
—Rollizos de punta, metro y medio en tierra. Luego varias
circunferencias de barras de acero o cadenas... y el portal correspondiente.
Todos me previenen contra los guasones... contra los artistas de la pradera,
y deseo dormir con cierta confianza en mis defensas.
—Cuanto más fuertes sean esas defensas, con más ahínco vendrán. El
cuatrero es el jugador con ventaja por excelencia...
—Yo juego por pasatiempo. ¡Veremos! ¿Me honrarás quedándote
aquí a comer? Esto es un campamento aún, pero Luisito sabe el arte de
preparar sorpresas.
—Me quedaré por curiosidad... y además por la grata compañía de
todos ustedes. ¿Cuándo traerás las vacas?
—Todos me preguntan lo mismo. Creo que dentro de algunos días.
¡Cinco mil!
—¡Qué bárbaro! Tú empiezas por donde otros terminan treinta años
más tarde.
CAPITULO XI
ESTAS VACAS SON MIAS

La morena fue atendida por el caballero español, con la gracia y


gentileza exquisita del que sabe cómo se hace porque lo aprendió desde la
cuna hidalga.
Los platos resultaron de su agrado.
Y quiso premiar a Luis, regalándole una moneda de oro de las más
grandes. Sandiego consultó a su patrón con la mirada, y don Juan hizo un
gesto afirmativo.
—¡Gracias, señora! ¡Ojalá toda comida amable tuviera la virtud de
alejar los malos pensamientos... y el sentido fraternal fuera cosa de todos
los humanos!
—¿Haces filosofía, muchacho?
—Lejos de mi intención tal cosa, señora. Y perdonen ustedes mis
tonterías.
Jazmín se volvió a don Juan cuando Luisito salía del comedor.
—¿Lo importaste, barbián?
—Vino conmigo de España. Buen amigo, mejor servidor.
—Un pajarito me ha dicho que anda de amores con Dalia Wintrop. Y
esa plaza tiene varios gavilanes.
—¿Aquí amarran a la mujer para hacerle la corte?
—No digas eso, que estamos en Texas. Pero cuando a un tipo se le
tiene por muy galio y le echa el ojo a una perla, rubia o morena, pretende
hacer valer sus dotes de machote.
—¡Craso error! No siempre es mejor el más fuerte. Y en lances de
amor, prefiero una rosa... a una porra de roble. ¡Palabra de don Juan!
Duncan preparó el cochecillo para las tres y media de la tarde.
La morena quiso comprometer al hispano para aquella misma noche.
Nada prometió, porque ya estaba «oliendo» el peligro.
Y tres días más tarde hizo llamar a todos los hombres de su rancho al
patio principal. Tex Wayne y Red Prince estaban a su lado. Del otro,
dieciocho jinetes.
—Mañana iremos por el ganado, muchachos. Traeremos la primera
partida de tres mil. Todos conocen ya las condiciones en que trabajan aqui.
No pediré que se conviertan en héroes por la marca.
Tex alzó la mano derecha. Y miró a los empleados:
—El amo no conoce del todo las costumbres de estas tierras,
muchachos. Pero yo quiero saber si cuento con hombres de verdad o con
posibles conejos. Hay gente mala en las cercanías. Mucha de ella está
relamiéndose desde tiempo atrás, esperando la llegada del ganado. En caso
de aparecer los cuatreros... ¿cuál será vuestra actitud?
A un tiempo, los dieciocho hombres empuñaron el Colt y lo
levantaron, disparando tres veces.
—Esta es nuestra respuesta —dijo riendo Pardy—. Si los cuatreros
vienen, les daremos guerra... y nos divertiremos con su propiedad, así
como hacen ellos con la ajena.
—Gracias, amigos —aceptó el capataz—. Tres hombres quedarán al
cuidado de las construcciones. Se sortearán entre todos.
—¿Irá el patrón? —preguntó uno del montón.
—Iré. Tengo mucho que aprender, y cualquier ocasión es buena para
aumentar conocimientos.
Luis quedóse con la guardia. Partió el grupo y de acuerdo a
costumbres de la caballería, adelante iban los jefes: Prince, con el amo al
centro, y el capataz al otro lado.
Don Juan había pagado ya el ganado, sin que los malos pudieran
enterarse de cómo hizo llegar el dinero. Asimismo, se enteraron por un
vigía bien dispuesto entre las ramas de un cedro, de que del «España» salía
un grupo numeroso de jinetes.
El vigía hizo señales con un espejuelo, respondieron del pueblo, y al
momento Waco y Darres se estrechaban la diestra, riendo:
—¡Van por las vacas!
—¿Cinco mil?
—Tal vez la mitad. Para manejar cinco mil vacas se necesitan de
veinticinco a treinta hombres. Y los que partieron del «España» no pasan
de dieciocho.
—¿Les dejamos volver?
—No. Ese lote nos lo comeremos en la pradera.
—¡Andando!
Y media hora más tarde, el pelotón estaba en un altozano, vigilando
la marcha del grupo de vaqueros.
—¿Adónde van, Waco?
—A Mentone. Solamente allí pudieron comprar cinco mil vacas.
Nosotros les asaltamos y nos encaminamos al norte, para vender en Jal.
—¿Muerte a todos?
—Todavía no... porque habrá grandes negocios. Los españoles son
gente de mucha voluntad... y robar les es igual a encapricharles en lo suyo.
Para meterle una bala en la cabeza a don Juan, siempre habrá tiempo.
—Pero me ha quitado la dama, Waco.
—Tampoco tuve suerte con Diana... y no me quejo. ¡Todavía no se
han casado los forasteros! Y andando...
Tenía razón. El grupo de don Juan Wilson de Mañara se dirigía a
Mentone, llegando allá al caer la noche. Tex Wayne mandó aviso a los
entregadores:
—Que preparen el ganado para las cinco de la mañana, Pardy.
Cenaron en larga mesa, donde don Juan ofició de patrón. Circularon
algunas botellas de vino generoso, una para cada tres comensales. Prohibió
Tex la repetición, y pidió a los vaqueros que durmieran para estar bien
descansados.
Después, don Juan, acompañado por Red Prince, que lucía su cinturón
colorado, fueron de cantina en cantina.
—¿Qué podemos encontrar, Red? —preguntó el amo.
—Gente enemiga, señor. Si están por aquí, tendremos dificultades
mañana en el trayecto.
Pero no encontraron caras sospechosas, ya que Waco obligó a su
equipo:
—Acamparemos en la pradera, muchachos. Ir allá sería espantar a la
gallina antes de tiempo. Esos saldrán temprano. Querrán hacer el viaje en
una sola jornada.
—Pero se detendrán a comer.
—Con seguridad.
—Entonces les caeremos encima. Todos con el rostro cubierto por el
pañuelo alzado. Y tú, Darres, será bueno que ocultes tan ricas prendas.
Y la sorpresa se produjo a las dos de la tarde.
Para resguardarse del viento frío, don Juan y los suyos establecieron
campamento entre unos robles... y ello dio ocasión a los malos para
presentarse como surgidos de la tierra, rifle al brazo y la cara cubierta por
sucios pañuelos del cuello.
—¡Todos quietos! Continuad comiendo, señores... que esa res dará
también para nosotros... ¡Ojo a los movimientos sospechosos! Vamos a
desarmarlos uno a uno... El primer disparo que escape de mi riñe será para
el español.
Consiguieron su objeto. Luego los agruparon bajo la vigilancia de dos
tipos con las armas largas, y el resto comió en la misma hoguera.
Red Prince manifestó en voz baja:
—Toda gente desconocida, patrón.
Rieron los guardias de aquello que les pareció una gracia, pero Juan
no estaba para evasivas, y expresó en voz alta:
—¡Esas vacas son mías! Yo las pagué. No me las quitarán cuatro
equivocados de la pradera.
—¿Qué piensas hacer para cambiar el curso de los acontecimientos,
ranchero? —preguntó uno de los guardianes.
—A su tiempo se verá...
Y Darres hablaba en voz queda con Waco, dando ambos la espalda a
los cautivos.
—Todo resultó muy fácil, Claudio.
—¿Qué hacemos con esa gente?
—Los amarramos a los árboles, dejamos dos guardias por unas horas,
y así de tal manera tendremos tiempo de cruzar la frontera.
—Querría desquitarme de los golpes que me dio aquel tipo.
—Deja la venganza para más adelante, Claudio. Ahora estamos a la
vista de un negocio principesco. Nada menos que tres mil cabezas a
veintiuno.
—¿Tienes boleto en regla?
—Lo tengo. Falta la firma del ranchero don Juan Wilson de Mañara.
¿Hiciste el recuento, Bacall?
—Sí, jefe. Son cabales tres mil. Ni una más, ni una menos.
Terminada la comida, hicieron que se acercara a la hoguera el amo
del rebaño.
Don Juan llegó con el mentón alto y el pecho saliente. Parecía un rey
entre palurdos.
—¿De qué se trata, cuatreros?
—¿No respetas a los de la profesión? —preguntó Waco, siempre con
el pañuelo hasta los ojos como los demás.
—No es profesión de respeto, aunque muy vieja. A Jesús lo
crucificaron con gente como vosotros.
—Dejemos eso... Aquí tienes un boleto de venta. Lo llenas con buena
letra y firmas claramente.
Tomó la pluma el de Mañara, leyó el documento y firmó de cualquier
manera. Arrojó la pluma al fuego. Darres quiso darle un golpe en la cara.
El hispano esquivó, y su puño se estrelló en el mentón de Claudio,
arrojándolo de espaldas.
Don Juan se volvió junto a sus amigos. Y por eso no escuchó el
comentario de Waco:
—No pudiendo vencerle, te metes con él, Darres. Ese tipo sabe
mucho.
—Pero yo lo exterminaré con estas manos.
—Primero hagamos los negocios. Después, veremos qué cosas nos
convienen.
Y partieron, dejando a los cautivos amarrados a los árboles. Y un
hombre que daba vueltas, nerviosamente, mirando con frecuencia a
distancia.
Don Juan lo llamó:
—Ven aquí, cuatrero de menor cuantía. ¿Cuánto ganarás de esa venta?
—Un millar cuando menos.
—Te regalaré tres millares si nos desligas... y escapas.
—¿Dónde está el dinero?
—Me desatas y te lo hago ver. Puedes huir, en tanto yo salvo a mis
hombres de las cuerdas.
Meditó el individuo:
—Los otros son muchos, ranchero.
—Pero creerán que te eliminamos. Tú escapas con los tres mil. Pues
aquella gente tiene destino fijo.
—¿Me lo dices?
—Tierra y gusanos, sin cajón de madera.
El hombre desligó a don Juan, retrocedió y alistó el riñe. El español
lo miró a los ojos.
—¡Pronto, ranchero!
—¿Estoy haciendo trato con un hombre, así sea cuatrero, o con una
rata del oeste?
El otro se golpeó el pecho.
—Creo haber estado equivocado, y es buena ocasión para cambiar de
rumbo.
Don Juan se inclinó y sacó de la bota izquierda una cartera larga y
aplanada. Mostró los billetes.
—Treinta de a cien dólares, muchacho. Ni tú nombre he preguntado.
Entregó el dinero.
—Acompáñame hasta los caballos, ranchero.
Fueron caminando lado a lado y llegaron adonde estaban todas las
monturas. Separó a un bayo de buen ver y montó en él.
—¡Hasta nunca!
—¡Buen viaje!
Volvió corriendo junto a los suyos, rebuscó hasta buscar las armas en
montón, descargadas, y eligiendo un cuchillo, empezó por Tex Wayne,
siguiendo con Red Prince. Luego ésos recogieron hojas de acero y
continuaron la tarea. En dos minutos, todos estaban libres.
—¿Adónde fueron los cuatreros, don Juan? —preguntó el capataz.
—Jal. ¿Queda lejos eso?
—El último pueblo de Nuevo México, patrón. Unido por ferrocarril
con Kermit y Monahans.
—¿Podemos ocupar un vagón del tren?
—Peligroso exponerse a esperar, señor. Puede no llegar...
—Es verdad. ¡Andando en la buena dirección! Tú, Max, quedas al
frente de la expedición.
—¿Qué deseas, patrón?
—Recobrar el ganado. Son mis vacas. En último caso, el dinero
completo para comprar otro rebaño igual. Pero muchísimo mejor
conseguir el ganado que galopa delante.
La ventaja no era mucha.
Menester sería buscar un lugar estratégico para el contraataque. Ya
conoce el lector amable la drasticidad de don Juan en cuanto a los malos
se refiere.
¡Desaparecían!
Y así era mejor para todos. Tex consultó varias veces a Red Prince.
Al fin, estuvieron en un promontorio desde el cual contemplaron al
rebaño abajo, como chorro encauzado a la frontera, que se veía cercana,
con sus piedras pintadas de blanco.
Waco y Darres cabalgaban juntos a retaguardia de la manada.
Miraban atrás con frecuencia.
—Pronto estaremos al otro lado, Claudio —comentó el pistolero.
—Es verdad. ¡Bonita jugada la nuestra! Nos dará más de sesenta
mil...
—Sesenta y tres, si consigo los veintiuno corrientes. ¿Cómo quieres
repartir con nuestra gente?
—Son veinticuatro, a quinientos, hacen doce mil. Un millar al jefe,
aparte de los quinientos, y entonces quedan cincuenta mil. Mitad y mitad.
—¡Hummm! Falta ver si se conformarán.
—¡Tendrán que conformarse! Esos desharrapados no conocen un
billete de cien dólares y recibirán cinco iguales.
—La torta propia, por grande que sea, suele parecer chica delante de
otra más grande... ¡ajena! Ya veremos. Córrete hacia el otro extremo, que
el ganado se desbandará al pasar junto a los hitos.
Pasó el ganado y a los cuatreros les recibió un fuego graneado de
rifles que crepitaban en larga línea.
Bacall, juntó a los que aún estaban en la silla y atacó los reductos de
donde partían los disparos.
Era digno de mejor causa aquel asunto. Con la rienda entre los
dientes, manejando al corcel con las rodillas y las espuelas, disparaban a
dos manos a toda velocidad, en tanto los ojos despedían llamaradas de
odio, de rencor feroz.
Pero los vaqueros estaban bien cubiertos. Los regaron al pasar, y en
seguida por la espalda...
Se escuchó un alarido o seña! convenida para entenderse el
desalentador «sálvese quien pueda».
Unos pocos emprendieron la fuga, pero aún pasaron cerca del último
grupo de cazadores, y varios de ellos, sobre todo don Juan, mostraron que
podían realizar tiros a larguísima distancia.
Al fin, Tex Wayne, subido a un árbol, aclaró:
—Solamente cuatro escapan a «uña de caballo», patrón.
—Seguramente ha de tratarse de los jefes. ¡Siempre conservan un
margen de posibilidades!
—Vamos a recoger el armamento y ojo con los heridos de malas
intenciones.
Pero las balas de rifle difícilmente perdonan, y en el campo hallaron
veintiún muertos...
Por orden del ranchero español, repartieron el dinero hallado. En
muchos bolsillos, sólo monedas. En otros pocos, algunos centenares.
Como buen general, dijo que los caballos serían vendidos:
—El dinero para los soldados, amigos. Las armas para nuestro arsenal
particular.
El ganado fue vigilado otra vez en pastos de Texas. Y la noche
transcurrió en calma.
En la siguiente jornada al filo del mediodía, llegaron a las tierras del
«España».
Y en el rancho hallaron a la bella morena Clotilde, de visita.
Acompañada por Dalia. Ambas atendidas por Luisito, que cedió
posiciones con la llegada de su patrón.
Por primera vez, Clotilde alzó los brazos y brindó sus labios al
prometido.
—He temblado por ti, querido...
—Fuimos por el ganado. Eso no implica peligro alguno.
Ella sonrió, pegada a su pecho. Y movió la morena cabeza diciendo:
—Ocurre que todavía no eres del oeste, querido mío. Ayer, cayendo el
sol, escuchamos cientos de disparos... y tú no llegaste con el rebaño, como
estaba convenido. Eso quiere decir que hubo un ataque. El viento fuerte
nos permitió estar al tanto de la batalla.
—Eres muy perspicaz, Clotilde.
—¡Ja! Todos los que te conocemos, hicimos deducciones parecidas...
y ahora sabremos la verdad.
Lo contó en la mesa, al mediodía.
Sin quitarle ni ponerle.
Y expresó Tex Wayne, sentado a la misma mesa grande:
—De todas maneras, has perdido los tres mil dólares que regalaste al
hombre de la guardia, ranchero.
—No importa. En un negocio de sesenta y tres mil dólares... ésos eran
muy pocos dólares. Además, nos han quedado muchísimas armas para
nosotros.
—Los caballos pueden venderse para salvar el déficit, patrón —le
propuso Red Prince—. Esa es la opinión de todos nosotros. Si la aceptas,
nos sentiremos muy felices. Son entre todos veintiún caballos y de todos
esos, algunos son muy buenos.
—Aceptaré para no quedar mal con todos vosotros. Me siento muy
contento de la eficacia de todos mis vaqueros y de los caballistas. ¡Esta
escaramuza de hoy fue cruel para los cuatreros!
CAPITULO XII

COMO EN CUALQUIER PARTE

Los jefes respiraban por la sangrante herida del fracaso.


Se reunieron en la casa de Claudio y, bebiendo hasta las tres rondas de
whisky, charlaron animadamente:
—¿Dónde estuvo la falla, Waco?
—Dejarlos con vida. Pero tampoco podíamos matar, fríamente, a
tanta gente como allí estaba...
—Ellos no perdonaron.
—Ellos venían al rescate de la propiedad perdida. Lo que me gustaría
saber es qué fue del guardia...
—Seguro que le dieron algún testarazo para inutilizarlo.
—Estaban bien amarrados.
—Eso sí. Nuestra gente sabe de cuerdas y nudos. El hombre no se
juntó con nosotros... no tuvo tiempo. Le dimos dos horas de vigilancia.
—¿Conocías al tipo de tiempo atrás?
—No. Ave de paso. Por eso mismo lo dejé atrás. El incentivo de
cobrar una buena tajada, le avivaría el celo.
—¿Lo habrá comprado el español?
—No les dejamos nada encima.
—¿Entonces?
—Misterio. Pero, ¿qué hacemos ahora? ¿Nos habrá reconocido?
—No lo creo. Y mientras no muestres la cara, no deberás temer nada
en absoluto.
—Nos han fastidiado de lo lindo, y salvamos el aliento por milagro.
Aquellos hombres parecían disparar con anteojo largavista. ¡Maldito sea el
ranchero de España!
Waco soltó la risa un momento, y sirvió otra bebida para sí.
Generalmente se apartaba del licor, para tener el pulso firme y la
vista serena, pero aquello fue demasiado.
Vio caer a su gente como si fuera trigo maduro, ante el avance de la
hoz del segador. Se estremeció, pensando que pudo quedar allá tirado, y
para mejor...
—¡Herido por la espalda! —casi gritó.
Y ahora fue Darres quien soltó los muelles de su risa fácil. Miró a su
compinche y dijo:
—¿Te hace gracia ser herido por el pecho?
—No. Pero al menos te llevas a la tumba la visión de quién te ha
derrotado. En cambio, así... huyendo... con cuatrocientos metros por medio
entre el que aprieta el gatillo y el que recibe el proyectil... ¡Francamente te
digo que no me gusta!
—Tampoco a mí. ¿Qué hacemos?
Meditaron.
Comentaron muchas cosas. Ellos esperaron con paciencia al ganado
del «España» para aumentar su fortuna privada. Y he aquí que por obra y
gracia de un acontecimiento cualquiera...
—¿No ha llegado el momento de poner tierra por medio, Waco?
—¿Sin cobrarle al tipo lo que hizo? ¿Dejándole las mujeres a esos
forasteros? ¡Nunca! Y mañana me pongo en campaña para hacer el amor
particularmente a Dalia Wintrop...
—Anda siempre junto con la morena que me gusta... ¿Las raptamos,
nos casamos con ellas por las buenas o por las malas...?
—¿O se lo imponemos al minero y al ranchero?
—No. Ese método ya no surtirá efecto. Las ovejas han juntado valor,
y a nosotros nos quedan pocos compinches. Lo haremos de frente. Que esa
idea nos reconforte y nos permita descansar en esta larga noche de
quebradas ilusiones.
—¡Muchacho! No te conocía esa vena poética.
—¡Es que estoy a punto de la borrachera... y la melancolía se está
apoderando de mi persona, convirtiendo al hombre de armas en un
trovador cualquiera! —se alzó con alguna vacilación y agregó—: Voy a
dormir en una cama tibia, Darres.
—¿Cómo le fue a Jazmín con el español?
—¡La idiota! Pues no se ha enamorado de él... y en vez de arrancarle
los ojos, ahora resulta que se desvive por mimarlo... ¡Bah, bah!
Salió de la casa y se lo engulló la noche.
A la mañana siguiente, tenía dolor de cabeza. Situación que se
presenta al que bebe de ocasión. Jazmín le tuvo que poner compresas de
agua muy fría en la nuca.
De todas maneras, almorzó con Darres, y Bacall, que se hallaba cerca
con ocho o diez lobos, preguntó:
—¿Las cosas quedarán así, amigos? Los otros eran de nuestro grupo.
Los han eliminado con una facilidad espantosa.
—No quedará así. A media tarde saldremos a la pradera. Espéranos
con tu gente en la Quebrada del Pelícano Gris.
Se juntaron a la hora pactada y en el lugar preciso.
Vigilaron los alrededores, las tierras del minero... los pastos de Andy
Fulton, y al final tuvieron premio.
Vieron a la pareja femenina con un jinete que no pudieron reconocer,
alejarse del «Solchico» en dirección al «España».
La noticia la tuvo don Juan a las ocho de la noche. Un mensajero del
ranchero que le dijo:
—Clotilde, con Romel y la hija de Wintrop, vinieron hacia este lado.
No han regresado... y aquí no las veo.
—No estuvieron en este lugar, muchacho. Los malos se han pasado de
la medida. ¿Qué es lo que se hace en Texas con los raptores?
—¡Se cuelgan! —respondió Tex Wayne, dando un paso al frente.
—Eso hará la justicia con los culpables. Es de noche, y nada se puede
intentar ahora.
—Se puede hacer algo, patrón —afirmó el diminuto Red Prince—.
Mandar vaqueros a los pueblos vecinos para que hagan indagaciones. ¿A
quién acusarías... con los ojos cerrados?
—Darres y Waco.
—Bien. También mandaremos un espía a, Kermit para saber de la
vida de semejantes aprovechadores.
Se tomaron las providencias del caso.
Y por la mañana, se juntaron en el rancho recién construido el minero
Wintrop, el ranchero Fulton y don Juan Wilson de Mañara a cambiar
impresiones.
—Dalia salió hacia el rancho por la mañana —dijo el minero.
—Almorzó en nuestra casa, y a media tarde habló con Cloty y Romel
para dar un paseo hasta este lugar... Cuando llegó la noche, tuve inquietud
y mandé un mensajero, pero asustado y con la muerte en el alma, porque
uno de mis vaqueros informó a la hora de cenar, que vio a un contingente
numeroso al final de mis pastos. Ahora conocemos la cruel verdad. Han
raptado a los tres muchachos.
—Darres y Waco durmieron anoche en Kermit.
—Pero están simulando.
Don Juan alzó una mano bien cuidada. Vestía ahora de vaquero y
llevaba la doble artillería colgando a la cintura.
—No esperemos a que hagan todo el daño posible, amigos. Dejad el
asunto en mis manos. Aquí, en Canadá o en la China, a los malos se los
castiga definitivamente. ¿Imagináis las angustias de las dos muchachas?
La presencia de Romel Fulton no alcanzará para mitigarla...
—¿Qué piensas hacer? —preguntó el minero.
—Apretar las clavijas a esos que se pasan el tiempo apretando a los
demás. Y ahora mismo salgo para el pueblo.
—¿Te acompaño, patrón? —preguntó Red Prince, dando un paso al
frente.
—Si, amigo. Quedas a cargo de todo, Wayne. Y que te sirva de
ejemplo. No permitas que tu mujer y los chicos se alejen del rancho.
Partió el cuarteto, con los dos padres afligidos. Pero tanto Wintrop
como Fulton se desviaron hacia su hogar para llevar noticias.
Don Juan y su ayudante entraron en Kermit, al galope largo de las
monturas.
Sin vacilar, se detuvieron ante la cantina del «Ciervo Negro».
Desmontaron y entraron con retintín de espuelas, las manos prontas y
el ojo avizor... para enterarse de que allí no estaban... y una posterior
recorrida por el hogar de Darres y los lugares de atracción para Waco,
demostró que la pareja crimina! había desaparecido.
Don Juan recordó a Jazmín. Y la encontró llorando. Sin vacilar, la
morena se arrojó en sus brazos, en tanto Prince ocultaba una irónica
sonrisa.
Hipando, expresó la mujer:
—Me han tratado como a un trasto inútil, don Juan... Se llevó todos
los regalos que me hiciera... me abofeteó... —apartó el rostro del pecho de
Juan, para mirarlo detenidamente a los ojos—: ¡Tú me vengarás, barbián!
—¿Sabes dónde han ido, Jazmín?
—No. Tenía un buen negocio, según dijo... y su compinche Claudio
Darres le estaba aguardando abajo en la calle.
—¿Una idea? ¿Cuántos hombres tienen?
—No pasan de la docena... en total. ¡Bien se la hiciste con el rebaño!
—¿Sabías que iban a robarme?
—No sabía el momento preciso. Por lo demás, esa gente expropia a
todo aquel que tiene alguna cosa apta para ser robada.
—Han raptado a Clotilde Fulton, Diana Wintrop y se llevaron
también a Romel, hermano de Cloty.
Jazmín abrió la boca y miró en torno, pasándose la diestra por la
frente.
Se apartó del español y fue hasta la pared donde colgaba un mapa de
la región.
—Ven, don Juan. Busca aquí el detalle que te falta. Waco solía marcar
cosas en el mapa.
—Aquí hay un círculo, Jazmín... y aquí una cruz. Y la distancia entre
ambos signos...
—El círculo es un rancho donde robaron. Hasta la cruz llevaron el
ganado y lo tuvieron oculto. Me confesó riendo que era un lugar hermoso
como para una luna de miel... ¿Puede servirte?
—Puede. ¡Ven, Prince!
Le hizo la explicación, y el hombrecito estableció distancias y la
manera de llegar allá.
—Lleva refuerzos, don Juan —expresó Jazmín—. No quiero que te
maten...
—Gracias, morena. Si salgo con vida, tendrás un recuerdo como para
que te sientas segura en el porvenir.
Fue a salir, y ella lo abrazó y lo besó.
Red nada dijo. Montó con su patrón y se pusieron en marcha,
azuzando a los corceles.
A media tarde estaban en el fondo de un barranco y a la vista de un
bosque de cedros, motivo del viaje.
—Huelo a leña quemada, patrón —musitó Red Prince.
—Yo también. Nos acercaremos por entre los cedros, dejando aquí las
monturas bien amarradas.
—Mientras no relinchen...
Y sujetaron los belfos con sendas cuerdecillas.
Pasando de un árbol a otro, fueron atravesando el bosque ralo.
El aire zumbaba entre las ramas y se acentuaba el olor de la leña
quemada. Red observó a su compañero, y lo vio desenvolverse como a un
veterano en escaramuzas.
—Por este lado, jefe. ¿Ves la cabaña?
—Y también los corrales. Ocho caballos.
—Posiblemente igual a ocho hombres. Pronto será de noche.
—¿Y debemos aguardar a que oscurezca?
La mano firme de Red se apoyó en el brazo fuerte del español.
—No cometas locuras, patrón. Esa gente es dañina con ganas... y
Waco se cree artista del revólver.
—A Waco lo mataré con estas manos limpias.
—Yo no me las ensuciaría, jefe. Mejor caer allí por sorpresa, y
disparar a cuatro manos.
—Si están las mujeres dentro, pueden correr peligro de muerte.
—Eso te volverá prudente, ranchero. Ni siquiera sabemos si estamos
en lo cierto o tirando palos a ciegas.
—¿Conoces aquel caballo alto que se ha separado del resto?
—Sí. Es la montura de Claudio Darres... ¡Tate! Observa y sabremos
más cosas.
Y al momento estaban dentro del corral varios hombres, ensillando a
las bestias. Y los emboscados pudieron ver con claridad a Darres y uno de
sus compinches que se alejaban del sitio.
—Esos tendrán su castigo más tarde.
Se inclinaron hacia uno de los lados, para ver el patio de la cabaña,
achaparrada en el terreno, con varios pintados tinajones de flores diversas
que alegraban el conjunto. Algunos hombres comían, teniendo el plato en
la mano izquierda... Y charlaban animadamente.
—Falta el pistolero, patrón —comentó Red Prince.
—¿Dónde está el asesino?
—Tal vez con los cautivos.
—¿Están allí? No veo sus monturas.
—¡Recuernos! No había reparado en eso. Si no están los caballos...
Meditaron un momento, y expresó el español:
—Darres y Bacall fueron a buscarlos. Hasta el momento, estuvieron
en otra parte...
—¿Qué hacemos, patrón?
—Esperar. No veo otra cosa posible, en tanto siento que la
impaciencia hierve en mi pecho y la ira amenaza ahogarme. Meterse con
las mujeres porque no son correspondidos... ¡Vaya porquería de hombres!
Volvieron junto a los caballos.
La situación era molesta. Allí estaban, pero sin la certeza de hallarse
en el buen camino.
De pronto, un alarido cortó en dos la quietud ambiente, y don Juan
sintió una descarga eléctrica en su cuerpo.
—¡Voz de mujer!
—Tal vez de Clotilde Fulton.
—Vamos a ver eso.
—Con calma, jefe. Aún son muchos y puede haber más hombres que
caballos. Pero...
Don Juan corría hacia la espalda de la cabaña. Se pegó a la pared,
escuchó y oyó la voz de la mujer amada, diciendo en tono altísimo y
enojado:
—¡Rufián maldito! ¿Te has atrevido a ponerme las manos sucias
encima? ¡Vendrá mí prometido a llenarte el cuerpo de plomo!
—¡Ja, ja, ja, ja, ja! No me hagas reír... Que ese español poco sabe de
armas. Y creo que voy a cambiar a Dalia por tu personita, ranchera.
La pareja se presentó en el patio al mismo tiempo, pero por lados
distintos.
Todos echaron mano a las armas, y don Juan demostró que su rapidez
natural para todo ejercicio le confería ventaja también en el oeste, y fue el
primero en limpiar a la gente reunida, que cayó como moscas, saltando en
seguida hacia la puerta de la habitación.
Un certero puntapié en la diestra del pistolero, le hizo volar el Colt
por los aires.
Le atenazó la garganta con los dientes apretados. Lo empujó hacia la
pared, sin mirar a la bella Clotilde, que se hallaba tirada en un sillón.
Waco trató de zafarse de la incómoda y peligrosa situación.
Quiso dar un golpe de rodillas en el bajo vientre enemigo.. Quiso
lastimar las espinillas ajenas, y en cada intento fue perdiendo sus fuerzas.
Se vio contra la pared... sacando la lengua. Se torció con violencia,
alzó una pierna buscando el cuchillo, que encontró al fin en la bota
derecha.
Pero la mano asesina no llegó a completar el movimiento, porque otra
garra feroz, como tenaza, cerróse en su muñeca... y en tanto la diestra del
español seguía ahogándolo, la otra mano pretendía volver el arma hacia el
pecho del pistolero.
Centímetro a centímetro... latido a latido, la hoja del cuchillo se
aproximó a la carne... pinchó... brotó sangre.
Gritó ahogadamente el asesino, ahora miedoso, redobló sus esfuerzos,
quiso abandonar el arma... y de pronto se ablandó, cayendo sentado en el
piso, con la espalda en la pared.
Don Juan dio un paso atrás, aspiró el aire, y abrió los brazos para
recibir a la morena en ellos.
Sollozaba Clotilde, entrecortadamente. Su prometido le besó el
cabello y le palmeó la espalda.
—Pasó el mal trago, querida mía... ¿Dónde están los otros?
Cloty lo miró a la cara.
—Romel y Dalia quedaron a mitad del camino, don Juan. Darres
partió hace muy poco tiempo.
—Habrá escuchado tantos disparos que seguramente no volverá.
Salieron al patio, y la morena se llevó ambas manos al rostro:
—¡Cuántos muertos!
—Los necesarios solamente, Cloty. Aparta de ellos los ojos, que no
valen la atención de una persona honesta.
Red Prince había traído los caballos.
—¿En cuál montabas, patrona, al venir?
—Me cambiaron la yegua blanca por un zaino... Ese de las crines
renegridas. Tiene un buen paso.
Antes de partir, don Juan dio una orden a Red Prince.
Debió cumplirla al punto, porque desde trescientos metros se
volvieron, para ver que la construcción era envuelta por las rojas
llamaradas.
—Una cueva de ratas menos —sentenció Red, muy serio—. Dentro
de unos momentos, oleremos a carne quemada...
Iban tras el rastro dejado por Claudio Darres. Clotilde les hizo
indicaciones para llegar a la otra construcción que sirviera de escondite
durante la primera noche de su rapto.
En medio de la noche, don Juan se detuvo. Los otros le imitaron, y
dijo a media voz:
—Tú llevarás a la señorita al rancho «Solchico», Red. Yo continuaré
hasta dar con la comadreja mayor.
—Pueden ser muchos aún, patrón.
—No más de cuatro o cinco. Jazmín habló de una docena de pillos en
total. Y allí en el patio ya quedaron muertos siete.
—¿Por qué no dejarlo todo para mañana, patrón?
—Porque van a cambiar de apostadero...
—Ya lo habrán hecho... Y de noche, todos los gatos son pardos.
Lo convencieron a medias.
Don Juan acompañó a la morena.
Red Prince pasó por la mina de Wintrop para decirle cómo estaban
las cosas, y que a la mañana siguiente se libraría la segunda batalla con los
cuatreros.
El español cenó en el rancho Fulton. El matrimonio se mostró
contento con la llegada de Cloty. Romel era varón, y en igualdad de
condiciones, él correría menos riesgos.
—Juan le salvará mañana, madre —aseguró Clotilde—. Pero la
verdad es que tengo un miedo horrible...
—¿Por qué, querida? Esa gente es valiente cuando impone
condiciones. Sugestiona a todos los demás. Les hace creer a los que los
siguen que son invencibles. Pero a la hora de la lucha, todo resulta
diferente a lo pensado.
Dijo que regresaba al «España», pero en realidad volvió al pueblo,
visitó a Jazmín, y la opulenta morena lo recibió toda alborozada:
—Al fin te veo. ¿Lo alcanzaste?
—Sí.
—¿Lo mataste...? Eso merece un premio por mi parte.
—Premio es para la sociedad toda, que se ha deshecho de una
sanguijuela semejante, Jazmín... ¿Has visto últimamente a Darres?
—No ha venido. Debes preguntar en la cantina del «Ciervo Negro».
¿Te quedas conmigo?
—Urge el tiempo. Clotilde está ahora con sus padres, pero no así
Dalia y Romel que aún se encuentran cautivos con los cuatreros.
—¡Cuídate de. Claudio! Parece blando o medio idiota, pero te dará
una sorpresa en el momento que menos lo esperes... Recuerda que fue
siempre jugador... con ventajas. ¡Un fullero!
CAPITULO XIII

EL FALSO CABALLERO

Tal vez por compasión, hizo compañía a la morena hasta medianoche.


Después montó en el negro y se dirigió a la buena dirección.
A las dos y media, según su reloj de oro, tenía delante el caserío al
cual lo encaminara Clotilde. Pensó en ella y sonrió.
Muy lejos había venido a encontrar la mujer ideal. La compañera que
uno ambiciona para toda la vida. ¿Podría corregir sus desvíos el
descendiente del antiguo caballero sevillano?
—¿Acaso soy una comadreja? ¿Y Jazmín? Jazmín tuvo la compañía
que pidió, y me convenía estar a buenas con ella. Junto con eso, yo no
estoy casado aún. Después... trataré de ser un buen marido.
Al paso del caballo, paseó la calle del caserío. Ni una sola luz. Se
dedicó a buscar corrales, y delante de uno que tenía tres caballos, se
detuvo.
Se abrió un ventanuco en la casita del corral.
—¿A quién buscas, viajero?
—A Claudio Darres...
—Se largó el hombre antes de las nueve de la noche. ¿Eres de su
pandilla?
—Vengo por los cautivos que trajo.
—¡Recuernos! Alguien dijo que había gente amordazada, y parece
que era cierto.
—El hijo del ranchero Fulton. La hija del minero Wintrop.
—Partió un grupo, ya noche cerrada. Tal vez mi mujer... Espera.
Se ocultó la cabeza, en tanto don Juan echaba pie a tierra. No quería
ser engañado, y tampoco asesinado sobre la montura.
Estaba a un lado del ventanuco. Oyó voces quedas y enseguida a
asomó un rostro pálido de mujer.
—¿Dónde estás, viajero?
—A tu lado, señora.
—¿Pagarías diez dólares por la buena información a estas horas?
—Cuenta con veinte. Juega limpio. Se trata de librar a dos buenos
muchachos de unas sucias garras.
—Es verdad... y nada te cobraré. ¡Perdona! Darres tiene una finca a
siete millas de este lugar. Vas por el camino del norte... y tuerces a la
izquierda, llegando a un grupo de álamos temblones.
—Lo haré. ¿Cuántos hombres eran en total?
—Cinco, según mi chico... y otros dos a los que no pudo ver bien.
—Aquí tienes el dinero, señora. Y mil gracias.
—¡Ojalá termines con esa peste!
Partió de nuevo al galope. Atemperó la marcha del bruto porque
necesitaba cierta claridad para actuar. Encontró el grupo de árboles, siguió
la senda indicada y vio la casita bien pintada a poca distancia.
Desmontó una vez más.
Meditó en los hechos... En la necesidad de vivir en paz en aquella
tierra rica y generosa. En la obligación que tenían los mastines de vigilar y
velar por las ovejas.
—Media docena de pillos mete en cintura a todo un pueblo —
murmuró—. Dicen que ocurre en toda la pradera. ¡Pobre gente!
Antes de aclarar, estaba junto al gallinero.
Oyó cantar al galio del lugar, rebuznar a un borrico en un prado
cercano y una voz desconocida que llamaba desde la casita:
—¡Cocinero! ¿Te has dormido, maldito marmota?
Apareció el tipo con una brazada de astillas.
Abrió la cocina con un pie, cuando se le puso a la espalda él.
Entraron juntos. El cocinero arrojó las astillas en la leñera, y
encendió fuego para volverse después a observar al caballero hispano.
—¿Eres nuevo en el equipo? —preguntó.
—No. Vengo a librar de las sucias garras del jugador a dos amigos
míos.
—Anoche trajeron a dos muchachones que protestaban de lo lindo. Oí
que ella se llamaba Dalia. Oye, ¿quieres desayunarte?
—¿A qué hora se levanta tu patrón?
—Tal vez no se haya acostado y... ¡cuidado!
Se escuchó una risa irónica y apareció un hombre por la puerta que
unía lá cocina con el resto de la casa.
—¿Me recuerdas, ranchero?
—¡Bacall! Te vi de espaldas varias veces... Siempre galopando para
salvar la vida.
—Tuviste suerte con el ganado, pero ahora no será lo mismo.
—¡Claro! Tienes el Colt en la mano. ¿Me matarás, así indefenso?
—Mejor no arriesgar nada. Luego llevará la noticia al amo, y
seguramente ganaré doscientos.
—Yo valgo doscientos mil y más...
—¡Rediablos! Me has dado una buena idea, pero antes quiero saber si
estuviste ayer tarde en la casita de los cedros.
—Estuve. Todos muertos.
—¿Waco?
—Ese murió de una cuchillada... con su hoja de acero. ¡Una basura!
Lo dijo con desprecio. Vio que el cuatrero alzaba el arma y por la
ventana entró el retumbo de un rifle con la bala correspondiente.. El
proyectil acertó a Bacall en el pecho, Cayó.
Don Juan se puso de pie, saltó al exterior y ganó la galería de la
casita. Disparó a dos manos contra varios hombres que salían de las
habitaciones con las armas empuñadas, y desde cierta distancia llegó de
nuevo el retumbo del rifle que matara a Bacall.
Agotó la carga.
Y el silencio se hizo dueño del lugar.
Alguien golpeaba una puerta lejana. Y enseguida una voz conocida, la
de Romel Fulton, que gritaba:
—¡Abrid esta puerta, demonios! ¡Quiero salir inmediatamente!
Don Juan regresó hacia la cocina para preguntar al cocinero, que
continuaba alimentando el hornillo como si nada hubiera ocurrido:
—¿Cuántos hombres había en la casa, cocinero?
—Seis con el amo.
—Hemos dado en tierra con cinco. Y Darres sigue sin aparecer.
Se adelantó hacia la cortina que usara Bacall, y se puso a un lado,
escuchando. Un ruido de pasos leves llegaba,., pasos apurados, pero de
alguien que no quería hacer ruido.
Y Claudio Darres se hizo presente.
Tenía un cinturón ancho en torno a la cintura, con dos armas gemelas,
cachas blancas. Sonrió por un costado de la boca:
—Al fin nos vemos de nuevo, español.
—Siempre anduviste escapando, Darres. Espero que sepas cómo se
portan los hombres del oeste.
—¡Claro! Mano a mano, pero nosotros somos dos caballeros que...
—¡Ja, ja, ja, ja! Eres gracioso, jugador fullero. Tú de caballero no
tienes más que el caballo que montas.
—De todas maneras, vamos a matarnos en parejas condiciones.
Sacaré un arma de la funda izquierda... la pongo sobre la mesa... la empujo
hacia tu lado. Puedes acomodarla a la mano. Yo saco la otra... la pongo
también sobre la tabla... y el cocinero dará entonces un golpe en cualquier
cacharro de la cocina para alzar el arma... y hacer fuego.
Don Juan se dijo que eso parecía anormal en aquel mundo bárbaro,
pero a caballero, ¿quién le ganaba a él?
Puso la diestra apoyada en la mesa, como hacía el enemigo.
El cocinero expresó:
—Voy a golpear el fondo de una sartén. ¡Pongan atención!
Dejó transcurrir unos segundos, sonó el gong improvisado, y alzaron
las armas a un tiempo.
Disparó don Juan y se escuchó un «clic» seco y característico, en
tanto el otro soltaba la risa...
—Te di un arma sin balas... ¡idiota!
Juan se movió de lado, arrojó el Colt vacío al otro, acertándole en
plena cara. Este trastabilló, y cuando se repuso, lo tenía encima, prendido
de su br^zo armado.
Como hiciera con Waco, obligó al brazo a girar poco a poco.
Oía el jadeo de su enemigo, desesperado... y le habló con los
músculos tensos y la voz queda:
—¡Vas a morir en cinco segundos, tramposo miserable, rata de la
pradera y follón en todas partes! Sufre... sufre... ligero... que esto se acaba
para siempre.
—¡Nooooo! —gritó con terror en el rostro, con los ojos agrandados,
con el semblante cubierto por un sudor frío y pálido.
La explosión llenó la cocina.
Y don Juan dio un paso atrás, diciendo:
—¡El falso caballero!
Por la puerta del patio entraron Dalia, la rubia, Romel Fulton... y
detrás de todos ellos, Luisito, con la faz sonriente y feliz.
—Me alegro de haber llegado a tiempo, patrón.
—Mil gracias, Luis. «Llegar a tiempo es mejor que ser convidado».
¡Felicidades, Dalia!
Ella se le acercó riendo, y alzó las manos, que apoyó en los hombros
del español, para besarle en ambas mejillas.
—Yo estaré agradecida para siempre y por siempre a don Juan.
Llegaste justo a tiempo...
—A tiempo llegó Luis para salvar mi vida... ¿Dónde conseguiste mi
dirección, Luis?
—En la casa de la señora Jazmín... ella me encaminó hacia aquí,
después de saber que Waco había partido en un viaje sin retorno.
¿Volvemos al «España»?

***
Todo fue alegría y regocijo en la mina y también en el rancho. La
noticia corrió por todas partes.
En la cantina del «Ciervo Negro» se discutía aquel lance de la mesa
por medio: —¡Fue bárbaro, señores! El arma acostada... la mano al lado
apoyada también en la tabla...
—¿Por qué aceptó el ranchero?
—Porque un caballero no puede volver la espalda a un desafío,
cualquiera que éste sea... si el desafío es de honor y parejo.
—¿Era parejo?
—¡Calcula, bobo! Un revólver con seis balas. Y el otro, sin ninguna
bala.
—Pero murió el tramposo, porque como erró el primer disparo... Y
dentro de unos días tendremos boda doble. Don Juan Wilson de Mañara se
casa con la morena Clotilde Fulton. Su administrador, Luis Sandiego, con
la rubia Dalia Wintrop. ¿Iremos?
—Han invitado a todos... los que quieran ir. Por tanto, estamos
invitados. ¡Habrá una gran comilona! Bebida de primera... Diversión
gratis. La tarde anterior, me pondré a dieta.
FIN

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