Don Juan en Texas - Rudy Linbale
Don Juan en Texas - Rudy Linbale
Don Juan en Texas - Rudy Linbale
Colección
BISONTE SERIE AZUL n.° 515 Publicación semanal
EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA - BOGOTA - BUENOS AIRES - CARACAS – MEXICO
UN ATRACO Y LA RESPUESTA
Salió el primer pavito volando bajo. Cloty inmovilizó a su montura y
disparó sin apuro. El ave, detenida en su vuelo, pareció desintegrarse, tal
fue la cantidad de plumas que volaron.
—Cuando están en celo, ocurre tal cosa.
—¡Excelente disparo!
—Mejor lo harás tú, y deja de llamarme señorita.
—Gracias, se... digo Clotilde. Aprenderé con rapidez o él...
—¡Justamente! Aprenderás pronto o el diablo te llevará. ¿Ibas a decir
tal cosa?
—Poco más o menos.
Y de repente, salió otro volátil, que se alejó, se alejó hasta que
retumbó el rifle de don Juan.
—¡Muy bien, señor! —gritó Dalia, desde la lejanía—. Ese pavito
estaba a más de ciento cincuenta metros.
—Las casualidades se dan de tiempo en tiempo —comentó el cazador
riendo—. Con el tiempo lo haré mejor.
Pero Luisito le dijo a su compañera rubia:
—Don Juan puede abatirlos a más de doscientos metros también. Le
he visto hacer cosas maravillosas con el fusil de guerra español.
La cacería se suspendió a las doce menos cuarto y a las doce y media
regresaban al rancho, con once piezas cobradas.
Lucy, la ranchera, invitó a lavarse y después a una copa de aperitivo,
en tanto el ranchero Fulton llamaba aparte a su hija Cloty.
—Ven conmigo, muchachita. Y dime cómo se ha portado don Juan.
—Siempre galante, siempre cortés y haciendo esfuerzos por
llamarme Clotilde a secas.
—Me refiero al rifle que tiene en la silla.
—¡Muy bien lo hace! Los últimos pavitos los cazó a más de ciento
cincuenta metros. Dos a un tiempo. Lo hace con una simpleza que parece
cosa de magia.
El ranchero la miró a los ojos.
—¿Te habló de amores?
—No.
—¡Mejor así!
—¿Debo quedarme soltera, padre?
—No he dicho eso. Me gusta que lo razone antes de soltarlo en tus
orejitas, muchacha. Tienes veintidós años y estás soltera porque así lo
quisiste. Has rechazado buenos partidos. Tal vez el español consiga mejor
resultado. ¿Te gusta el hombre?
—¿Esas confidencias se hacen al padre o a la madre, ranchero?
—Al que lo pregunte si está en el círculo de tus familiares.
—Bien: me gusta el hombre por sus gentiles maneras. Es muy
simpático. Y cuando ríe, parece un adolescente. ¿Para qué lo has
destinado?
—Para que limpie esta cueva de ratas disimuladas.
—¡Ojo, no lo maten en cualquier entrevero!
—No es de los que se dejan matar, ya lo verás.
El almuerzo fue amable, cordial, donde se habló de todo un poco.
Varios cow-boys preguntaron por el nuevo rancho.
—Corren muchas noticias, forastero.
—Me llamo Juan, muchacho —cortó llanamente—. No te fatigues
llamándome forastero. Quiero pertenecer a la misma colectividad que tú.
—Ya estás en ella, pero durante seis meses cuando menos, te
llamaremos «forastero» para distinguirte enseguida...
—¿Y si llegan, entretanto, otros forasteros? —preguntó Luisito, que
estaba sentado junto a la rubia Dalia.
—Siempre habrá manera de distinguirlos. Don Juan es el forastero
del «Clavo».
—En ese caso, también tendrás que hacer esfuerzos para que le
llamen por el nombre nuevo...
El día transcurrió sin novedades mayores.
Cuando regresaban al pueblo, don Juan Wilson de Mañara preguntó a
su criado:
—¿Qué pensamientos te embarullan en el momento, Luis?
—Uno solo, y es capital, señor. Yo soy su criado, pero la rubia Dalia
me gusta más de la cuenta. En este ambiente no cuentan diferencias de
clase o cuna, porque todos son retoños extranjeros. Nada tengo para
ofrecerle y...
—¡Alto la música!
—Muy bien, señor. Usted asimila a vertiginosa velocidad. Esa
expresión se la escuché a Romel Faltón.
—Y es de todos. Sigues siendo mi hombre de confianza, y te necesito
cerca, al menos por un tiempo. Si te gusta la mujer, si te corresponde, la
pides, exponiendo que eres el administrador del «España». Pero te
aconsejaría aguardar a que el establecimiento se encuentre en marcha, para
que comprendan la importancia de tu persona. Además, ella es hija de
minero rico, y tal vez el minero oculta la mitad de lo que recogen, como
hacen todos ellos.
—Gracias, señor, por tan amables palabras. Corre por mis venas
sangre nueva, como si el cambio hubiera modificado conceptos y materia.
Dalia me mira con buenos ojos.
—Lo he notado. ¡Adelante, España!
Y terminaron riendo.
En la siguiente jornada, lunes, Luisito partió temprano al rancho en
formación, llevando comisiones para Sid Clarke. Don Juan desayunó más
tarde, servido por la muchacha del comedor.
Cruzó al Banco, retiró tres mil dólares y con las alforjas al hombro
fue en busca de su caballo negro. Montó en él y partió, abstraído en un
sinfín de pensamientos.
—¡Arriba las manos! —fue el grito que lo volvió a la realidad. Y
obedeció despaciosamente, mirando al frente. La carretera estaba ocupada
por dos individuos con ropa corriente, con el pañuelo del cuello alto y el
revólver en la diestra.
—¿De qué se trata, señores?
Soltaron la risa. ¿Señores ellos, que no pasaban de ratas de la
pradera? Aproximaron las cabalgaduras.
—El dinero o el aliento.
Don Juan entregó las alforjas.
—¡Tres mil dólares, señores! Espero que no se indigesten ustedes...
Uno de los atracadores movió el Colt.
—Puedo indigestarte de plomo, «pajarón». Pero no lo haré. Puedes
ser buen cliente para otra vez. Sigue adelante sin volver la cabeza. Si
retornas...
Le quitó el rifle de la funda, y lo arrojó a un lado entre las zarzas.
El negro de don Juan partió al galope largo. Se perdió detrás de una
lomada. Y la pareja llegó al pueblo por las huertas, para refugiarse en una
cantina de mala muerte.
Pidieron de comer y beber. Y después hablaron del reparto. Para eso
pasaron a un cuartucho que daba al patio de la cantina.
Uno de ellos acomodó una tabla sobre dos caballetes y volcó el
contenido de las alforjas.
—¿Qué te parece esto, amigo? Le vimos salir del Banco, pero no
conocíamos la cantidad.
—Como tres mil.
—Si se entera Waco...
—Que rebuzne y se deje de fastidiar. Es un negocio nuestro,
particular, y por tanto...
Una sombra oscureció momentáneamente la puerta del cuartucho, y
un ciclón cayó sobre la pareja. Una estaca se movió con rapidez pasmosa,
y un minuto más tarde el dinero había desaparecido... y los atracadores
tenían la respuesta. Pero nada comprendían aún, caídos allí... sin sentido
de la realidad.
Un caballo negro, cabos blancos, galopaba a través de la pradera y
don Juan sonreía, murmurando:
—Si mis antecesores pudieran comprobar que usé una estaca por
arma, seguramente me prohibían el uso del apellido. Un Mañara debió
usar espada... o pistola en los últimos años, pero no podía elegir.
Don Juan había usado un procedimiento muy en boga en la pradera
para seguir el rastro de sus ladrones. Trepó a un árbol... y les vio
encaminarse al pueblo y entrar por las huertas.
Hizo averiguaciones... llegó a la cantina... miró por la ventana y les
vigiló cuando se dirigían al patio. Entró por los fondos y en medio minuto
cambió el panorama.
Olvidó el detalle, al llegar a la vista del «España». Los muros de la
casa mayor tenían ya un metro de alto. Piedras blancas en su totalidad. Sid
Clarke vino hacia él.
—¡Buenos días, don Juan! Hemos olvidado un detalle. El ancho de la
chimenea del salón.
—Supongo que existe una medida corriente, ¿verdad? Pero a decir
verdad, me gustaría algo amplio, confortable, con el revellín de veinte
centímetros de ancho. Allí las amas de casa gustan de poner adornos de
mayólica o metal. Queda en sus manos el asunto.
—Gracias, don Juan.
Comieron en el lugar.
A las tres de la tarde llegó el ranchero Fulton, con toda su familia y,
como agregado, la rubia Dalia. Hubo elogios para la construcción... y de
paso el ranchero preguntó:
—¿Piensas casarte en la comarca, Wilson?
—En cualquier momento, señor.
—¿Tienes ya la prometida?
—No, señor.
—Eso hará concebir esperanzas a las muchachas casaderas de la zona.
—Tal vez yo no sea un buen partido, ranchero. Venga por este lado,
que voy a mostrarle algo más...
Luisito se manejó con tanta habilidad, que a las seis de la tarde pudo
presentar una cena abundante y sabrosa a las visitas.
—¿Acaso eres mago? —preguntó Dalia, interesada.
—Mago es el cocinero del equipo, Dalia. Y la despensa, que está muy
bien surtida. En esa casona, la despensa y la cocina ocuparán buen espacio.
—¿Cuántos vaqueros quieres tener, Juan? —inquirió Romel.
—Los que se necesiten para tantos miles de vacunos.
—Necesitas un capataz que entienda del oeste.
—La verdad, lo elegiré apenas sea necesario. Primero quiero tener mi
hogar en la pradera.
Regresaron todos hasta la carretera. Después, don Juan y Luis fueron
al hotel, para dormir en las habitaciones que tenían separadas. Al rato,
llegó un muchacho.
—El señor juez, el señor alcalde... algunos otros señores, dicen que
aguardan a don Juan para una partida importante de naipes.
Sonrió el español y se encogió de hombros. Vivía en un mundo nuevo.
El aire era otro, y él se encontraba algo fatigado al final de cada jornada,
pero hay hábitos que no se pueden perder en un día.
—Iré, chico. ¿A qué hora?
—Ya están reunidos en la cantina «Ciervo Negro».
—Dentro de un momento...
El muchacho avanzó dos pasos y dijo en voz baja:
—Intervendrá un jugador profesional, don Juan. Claudio Darres...
¡Ojo con él!
Lo prendió de un brazo para mirarlo a la cara, según tenía por
costumbre.
—Dame la información completa. Cinco dólares para ti...
—Gracias. Hará ganar al más insignificante de la mesa. Después le
pedirá la mitad de las ganancias.
—¿Hace trampas?
—Nadie ha podido probarlo... y ha quedado con vida, señor.
—Toma los cinco. Y mil gracias.
—¡Punto en boca, don Juan!
El caballero español vistió buenas prendas y fue a la cantina del
«Ciervo Negro». En el espacioso reservado encontró a los funcionarios,
dos rancheros y el jugador Claudio Darres, que le fue presentado, como los
rancheros. Uno de éstos últimos dijo que no jugaría. Lo expresó sonriendo:
—No puedo arriesgar miles, como hacéis vosotros... Seré un
espectador, si no hay inconveniente.
Don Juan lo observó de nuevo, encontrándose con la mirada firme de
un hombre de algo más de treinta y cinco años. Estaba de pie, con las
piernas abiertas, y lucía un revólver a la derecha. A medio muslo.
Empezó el juego. El profesional ganó y perdió pequeñas partidas.
Hasta que se dio una mano de mil quinientos... y el ranchero Curly
tuvo las cartas mayores.
En una hora, Curly ganó más de cuatro mil. Se movía inquieto en el
asiento, y transpiraba por el rostro, secándose con frecuencia y usando un
pañuelo con guardas azules.
De pronto, don Juan señaló a Claudio Darres.
—Tiene cartulinas en la manga izquierda, Darres. ¡Nunca podrá jugar
donde haya caballeros!
Los dos se pusieron de pie a un tiempo. Darres juntó las manos y en
su diestra apareció la corta pistola de dos cañones.
Retumbó el arma.
Pero no era la suya, y la pistolita aquella, una «Derringer» de
empuñadura damasquinada en oro, saltó por los aires.
Todos quedaron mudos. El rancherito que presenciaba la partida soltó
la risa:
—Sigan hablando, señores, pero sin cargar las tintas.
—Sostengo que míster Darres es un tramposo —repitió don Juan.
El señor juez apresó la mano izquierda de Darres, y la sacudió con
vigor. Cayó un as... y en seguida un rey. La evidencia estaba a la vista.
Darres sacó pecho y se irguió. Era el más alto del lugar.
—¡Todos ustedes morirán por mi mano, idiotas!
Y salió del lugar, taconeando fuerte. Don Juan se acercó a su
salvador, con la mano tendida:
—Mil gracias, señor, por haber llegado a tiempo. Una muerte así de
oscura, en el reservado de una cantina, habría avergonzado a todos mis
ascendientes. ¿Cuál es su nombre?
—Tex Wayne, señor. Un rancherito con mala suerte.
—La partida quedó suspendida. Bebemos una copa y luego me será
grato charlar un momento con usted, míster Wayne.
Volvió a reír el rancherito:
—Nunca me trataron con tanto protocolo, señor. Aquí todos nos
decimos de tú.
—Seguiremos el ejemplo, pero soy nuevo en Texas y las costumbres
son diferentes a las que dejé allá lejos. ¡Whisky del mejor para todos,
cantinero!
El ranchero Curly había quedado allí sentado, y con la cabeza baja.
Nadie le hizo cargo alguno. Pero de pronto expresó:
—Creo que mi suerte fue ayudada, amigos. Cuando repartía cartas
Darres, me tocaban naipes maravillosos. Por tanto, a cada cual lo suyo.
—¡No hay nada en tu contra, Curly! — respondió el señor juez—. El
dinero que ganaste es muy tuyo.
—¡Hummm! Quisiera convencerme de ello.
Cuando salieron de la cantina, don Juan invitó al ranchero Tex
Wayne para que le acompañara hasta el hotel. Y sentados en la salita,
le preguntó:
—¿Quieres abandonar tus cosas para emplearte conmigo?
—¡Hola! Tengo unas pocas tierras... unas pocas vacas. Un solo
vaquero.
—¿De confianza?
—Sí, señor.
—No me digas señor, si quieres trato menos protocolario.
—Es verdad. ¿Cuáles son tus condiciones?
—¿Cuánto gana un jefe de equipo?
—Setenta y cinco.
—Ganarás cien. ¿Eres casado?
—Hace siete años, tengo esposa y dos «críos» pequeños.
—Una casita aparte para ti. La alimentación, por cuenta del rancho.
Rió Tex, y parecía un jovencito cuando lo hacía con calor espontáneo:
—Va a resultar que aquel proyectil disparado ha cambiado mi suerte.
¿Me permites consultar con mi mujer? Anita es sudeña, morena, con ojos
de fuego, y tiene siempre ideas brillantes. Empezamos en el rancho con
buen pie... después llegaron los robos, y otras cosas... ¿Conoces la
situación imperante en el lugar?
—No del todo.
—Se te presentan con una nota: «Entrega cincuenta novillos,
ranchero, de los que te hemos comprado y pagado hace tiempo. Nick
Jester».
—¿Exacción?
—No conozco la palabra. Una broma pesada. Te niegas, y algo le
ocurre a tu mujer, a tus hijos... a tus vaqueros. Trabajan desde las sombras,
y por eso mismo son más peligrosos. Yo no tenía gran cosa. Me negué en
firme, al principio. Y faltó uno de mis niños. Entregué el ganado, y
apareció a las pocas horas. ¿Qué ocurrirá contigo, que piensas tener rancho
grande, según escuché por ahí?
—Nos defenderemos, Tex. Habrá maneras... ¿De quién sospechas?
—Waco, Darres y un montoncito de tipos que siempre tienen para
jugar y beber, pero a quienes no se les conoce tarea o empleo. Mañana iré
a tus tierras a responderte. Me alegra haberte conocido.
CAPÍTULO VI
EL JUGADOR CAMBIA LA MANO
Claudio Darres salió de la cantina taconeando fuerte, según he dicho
en páginas anteriores.
Llevaba la tormenta en el alma, y el rencor le salía por los ojos. El
había medrado en ese pueblo de ovejas hasta la llegada del español que
todo quería revolucionarlo con su presencia.
—¡Los mataré como a moscas bajo la bota! —gruñó, penetrando en
otra cantina donde se escuchaba el ruido de una concertina, ruido que
pretendía ser música, y buscó a Waco, su compañero de todas horas. Hizo
preguntas, y al final debió convencerse. No estaba en los lugares
acostumbrados.
—Seguramente pierde sus horas con alguna mujer.
Se marchó a dormir.
Y a las siete de la mañana, era despertado por su compinche, a quien
vio sentado en el butacón vecino.
—¿Por dónde has entrado?
—Por la puerta. Tu criada salió de compras... Yo llegaba en ese
momento y vine a saludarte. ¿Cómo te fue anoche en esa partida de
pipiolos?
—Resultó mal.
—¿Te pescaron?
—Un as y un rey.
—¡Demonios! ¿Hubo tiros?
—De haberlos, tú no estabas allí para ayudarme, mal amigo.
—¡Recuernos! Te invitan a una partida grande como jugador honesto,
y tú dejas que te vean el juego. ¿Quién fue?
—El español.
—¿Lo mataste?
—No, no tenía armas y los otros estaban prevenidos.
—¿Lo intentaste, al menos?
—Sí. La «Derringer» saltó a mi mano como pelota bien adiestrada,
pero el rancherito Tex Wayne disparó su arma a tiempo. Y la pistolita
escapó de mi diestra, por suerte, sin lastimarme.
—¡Claro! Un jugador de naipes con la mano lastimada es un «fiasco».
Ese Wayne se cree pistolero.
—¡Lo matas y sanseacabó!
—Me gusta su mujer. Anita es un bombón de licor fuerte.
—¡Mayor motivo!
—¿Qué hizo el forastero?
—Nada.
—Hemos convenido en dejarlo, a la espera de las vacas. Su rancho
avanza ligero, y tal vez antes de dos meses tenga los pastos poblados de
bellos papeles de Estado.
—Yo creí que los pastos se poblaban con vacunos y caballos.
—Caballos y reses, para mí representan dinero, Darres. ¿Qué harás tú,
que has quedado en descubierto?
—Lavarme las manos. Allá dije que todos morirían mirándome a los
ojos.
—¿Estaba el juez?
—Y también el señor alcalde.
—Mejor es que te vayas de vacaciones por quince días, Claudio.
—Haremos otra cosa. Voy a declarar mi amor a la morena Clotilde, y
a imponer al ranchero mi presencia. ¿Por qué no haces lo mismo con la
hija del minero Wintrop?
—¿Tiene oro atesorado aquel tipo?
—Con seguridad...
—No le hemos pellizcado mucho en atención a la muchacha. ¡Bien,
amigo, te acompañaré a pedir la mano de Clotilde!
—Después del mediodía. Junta una docena de lobos. Saldremos a las
tres de la tarde. Y ahora me dejas dormir.
—Que tengas sueños rosados —dijo Waco, riendo—. Voy a vestir
hermosas prendas del oeste.
Y a las cuatro hollaron la tierra del rancho «Solchico» Darres y Waco,
luciendo muy bien sus ropas. Detrás de ellos, una docena de tipos
jaraneros, irónicos, que miraban en torno como si se tratara de terreno
conquistado.
Salió el ranchero. Invitó a desmontar. Solamente los jefes lo hicieron,
penetrando en la galería, donde se ubicaron en cómodos asientos.
—¿A qué se debe tal despliegue de fuerzas, señores? —preguntó el
ranchero Andy Fulton.
—Encontramos a los muchachos en una partida de caza, ranchero —
contestó Waco—. Y resolvieron acompañarnos al conocer el motivo de la
visita de Claudio. ¡Habla, hombre! ¿Es que la emoción del enamorado
llega a embargarte?
Carraspeó Darres, mirando hacia las puertas que caían sobre la
galería.
—Es el caso, Fulton, que estoy enamorado como un loco de tu hija
Clotilde, y vengo a pedirte su mano. Nos conocemos de tiempo atrás. He
juntado más de setenta mil dólares.
—Y sigues juntando en las mesas de juego —cortó el ranchero.
—Abandoné la carpeta anoche, y no volveré a ella. Seré comerciante
de los más importantes... ¿Te parece bien fijar la boda para el sábado?
Fulton se alzó del asiento, como si de pronto hubiera surgido allí un
clavo puntiagudo y largo. Caminó unos pasos y se volvió para mirar a la
pareja que sonreía plácidamente.
—¿Has pensado la enormidad que estás diciendo, Darres?
—Me parece cosa normal. Un gentil caballero confiesa su amor por la
dama que embarga sus pensamientos. El caballero soy yo. La dama es tu
hija. Me la entregas y yo sabré cuidarla.
—¿Sin consultar a la «candidata»?
—Confío en ti y en tu sentido comercial. Estás gordo, ranchero... pero
la mala puede lio verte en cualquier momento.
—¿Que ordenarás robarme, quieres decir?
—¿Yooo? ¿Qué diablos tengo que ver con los robos? ¿Qué te parece
esa repulsa, Waco?
—Que el ranchero habla como si tuviera la vida comprada para
siempre. Otro partido mejor que el de Claudio no encontrarás, Fulton. De
todas maneras, vamos a consultar a Cloty.
Se puso de pie, y Waco lo imitó. Habló el pistolero:
—La llamas desde este lugar, ranchero, que la muchacha se resuelva
por su cuenta.
Y la muchacha estaba al otro lado de la casa, charlando con don Juan,
que la acompañara a una vista al caserón nuevo.
Oyó la voz de su padre llamando y sonrió:
—Ha llegado gente, y debo hacer acto de presencia. ¿Quieres
aguardarme un momento?
—Mejor me despido...
Apareció Romel, corriendo de la cocina. Tenía los ojos grandes y la
angustia se advertía en ellos.
—Ha llegado Darres a pedir tu mano, hermanita, y el ranchero quiere
que seas tú quien responda. Está Waco, hay una docena de lobos en el
patio. ¡Pobrecita!
Ella palideció hasta que los ojos parecieron manchas de tinta en el
rostro. Impulsivamente se tomó de la diestra del español sollozando.
—No quiero a Darres ni quiero casarme con él.
—¿Quién te obligará?
—Esos lobos gobiernan la comarca, Darres y Waco hacen lo que les
viene en gana.
—Anoche lo sorprendimos haciendo trampas en el juego.
—Le importa un ajo...
La ranchera gritó desde la ventana de su alcoba:
—¡Te llaman a la galería, Clotilde!
La morena miró a don Juan. Estuvo a punto de manifestar algo
especial, y lo calló. Trastabillando, se dirigió al rancho. Romel observó al
español y, por lo bajo, manifestó:
—¿Te la dejarás quitar? ¿Has olvidado que el de Mañara siempre
llegaba antes al corazón de las mujeres?
—¿Cómo intervenir en casa ajena?
—Yo te ayudaré. Por esta puerta... En último caso, mato a Darres con
el rifle. Tú no llevas armas. ¿Por qué diablos?
—Dame el Colt. Te prometo usar armas desde hoy.
—Por este lado.
Y en la galería, Clotilde se presentaba para el examen feroz de las
circunstancias. Secó los ojos antes de llegar. Saludó con una breve
inclinación de cabeza.
—¿Me llamaste, padre?
—Sí, muchacha. Conoces a Darres de vista o de haber hablado con él
algunas veces.
—¡Muchas veces! —corrigió el jugador, riendo—. Yo haré el resto,
ranchero Fulton. Vine para decirte, Cloty, que ya no puedo callar mi pasión
por ti, que pueblas todas mis horas. Nos casaremos el sábado.
Ella engalló la cabeza sobre el cuello bien torneado:
—¿No cuenta mi opinión, señor jugador profesional?
—Claro que sí, querida. Pero la descontamos todos. Eres inteligente y
sabes lo que te conviene y lo que conviene a tus padres y hermanitos. Yo
tengo muchos amigos, cientos, y a ellos no les gustaría una negativa de tu
parte. Podían tomar represalias, quedarte sin hermano, sin padre.
¡Dolorosa perspectiva, Cloty!
Ella meditó unos segundos.
—Es el caso que ya he dado mi corazón, Darres.
—Lo olvidas.
—No puedo. También he cambiado con él mi primer beso de amor.
—¿Cómo se llama ese infortunado galán?
—No es el caso presentarlo ahora. Basta que existe... Que existe el
sentimiento que nos une.
—Quiero saberlo.
Darres parecía una fiera, dispuesta a morder. Cloty se veía encerrada
en la mentira que dijera para ganar tiempo.
—Se trata... de don Juan Wilson de Mañara, Darres.
Waco soltó la risa:
—¡Mentirosa! Ese tipo no se casará en la comarca. Importará una
marquesa cuando menos, y además no es hombre del oeste.
Se escuchó un paso tranquilo y surgió don Juan por la puerta del
salón.
—¡Buenas tardes a todos! —expresó en voz alta y con sereno
continente que imponía—. Escuché mi nombre, y por eso me acerqué. ¿De
qué se trata, ranchero?
—Mi hija ha recibido propuesta matrimonial de Darres, y Cloty
sostiene que se ha prometido contigo, forastero.
El español no vaciló y sonrió al ranchero:
—Acababa yo de confesar mi amor a la rancherita, junto al corral,
cuando llegó Romel por ella, Fulton. Espero que no haya oposición alguna
a este noviazgo que, tengo la esperanza mejor fundada, terminará en boda.
Cloty lo miró enviándole su agradecimiento en la mirada, Darres
apretó los grandes puños, y Waco manoseó las empuñaduras de sus armas.
Fue él quien estalló:
—¡Hago un movimiento y te quedas sin prometido, Cloty! Renuncia a
tu enamorado cobardón, y acepta al machote Darres, que te hará feliz.
Adentro retumbó un arma larga, y la bala pasó junto a la cabeza de
Waco. Se escuchó una voz masculina, un tanto desfigurada por la emoción:
—¡Deja las manos quietas o te quedas sin ojos, Darres... y todos a
volar del rancho «Solchico»!
Darres se enfrentó al ranchero.
—¿Aceptas una cosa semejante? Ahí fuera están mis lobos...
—¿Alcanzarán a salvarte? —fue la pregunta que llegó del interior del
rancho—. ¡Ahueca el ala, jugador fullero!
—Nos vamos, pero esto no quedará así.
Partieron como si tuvieran fuego a la espalda. Ya en el camino, se
detuvieron a deliberar.
—¿Qué hacemos, Darres?
—Aquí hemos perdido la primera partida.
—El tipejo aquel hubiera dado marcha atrás, ¡creo!
—Quién sabe. El hombre enamorado y correspondido junta valor.
Hasta el conejo es capaz de morder y patear por la compañera.
—Vamos a la mina, para ver qué resulta con la rubia Dalia.
E hicieron otro galope, llegando allá cuando el sol iba hacia el ocaso.
Era una bocamina grande, sostenida por troncos de cedro. Unos
cuantos obreros salían, como hormigas del hormiguero, trayendo el
cascajo que debía beneficiarse.
La rubia Dalia salió de la casita y se dijo que llegaba la tormenta.
Wintrop fue avisado, y surgió de la mina caminando apurado para
enfrentarse al grupo:
—¿De qué se trata, Darres? Es raro verte a caballo y tan lejos de las
luces y los naipes.
—¡He dejado el juego! Vine acompañando a mi dilecto amigo Waco.
El muchacho tiene una pena en el alma...
—¿Acaso soy yo paño de lágrimas?
Ahora fue el pistolero quien carraspeó, y miró a la rubia, que estaba
en el vano de la puerta de su casa.
—Me enamoré de Dalia, minero, hace tiempo. Esperaba juntar dinero
en abundancia, y ahora ando por los cuarenta mil. Vengo a pedírtela por
esposa. Darres va a casarse con Clotilde Fulton y podríamos hacer boda
doble para el sábado.
—¿Te aceptó la morena, Darres?
—¿Acaso no soy aceptable?
—¡Humm! Hasta no escucharlo de sus labios... En cuanto a nuestro
caso, consultaremos a Dalia —alzó el brazo—. ¡Acércate, muchacha!
—Ya estoy al alcance de la voz, padre. No me gusta esa gente.
—¡Achispa! —gritó uno cualquiera del grupo—. ¿Somos perros con
sarna?
—Waco te quiere para esposa, Dalia. Dice que Cloty aceptó a Darres.
—¡Qué mentiroso! No me gusta Waco, no me gustan sus maneras, y
quiero para marido un tipo que no exponga su vida, pistola en mano, a
cada rato.
—¡Yo soy el mejor! Los que se marchan de este mundo son los
idiotas que me enfrentan y en cuanto a ti, rubia, me aceptarás por las
buenas o las malas.
—También puedo matarte por la espalda, Waco, usando un rifle que
ahora verás —entró en la casita y salió en seis segundos, alzando un rifle
con la culata bien adornada con figuras en concha. Lo armó, agregando—:
Haré una demostración para ti, muchacho: ¡quédate firme, que sólo apunto
a tu sombrero!
Waco miró al minero:
—¿Qué tal es su puntería?
—Puede acertarle al zapallo en vez del sombrero... pero...
Waco miró al minero.
Disparó la rubia y el sombrero de Waco saltó de su cabeza. Lanzó un
juramento... y no pensó en otra cosa que desmontar para alzar la prenda
caída. Y con ella en la mano, caminó hacia la joven, que puso el
Winchester en línea, teniéndolo bajo el brazo.
La quemó con sus ojos azules.
—Antes me gustabas mucho, Dalia. Ahora puedo asegurar que serás
mía o de nadie... ¿Tienes quien te hace ojitos?
—No, pistolero. No tendrás sobre quién disparar. Y un día antes de
aceptar marido, te cazaré entre sombras para que el hombre elegido no
corra muchos riesgos.
—¿Eres tan brava?
—Y un poco más también. Estás acostumbrado a correr hombres,
porque los idiotas, como bien dijiste, sólo piensan en paridad de fuerzas,
arma en la funda, velocidad y otras tonterías. Yo disparo a bulto y no lo
hago del todo mal. ¿También os corrieron del «Solchico»?
—Pero así les irá...
—Se acaba tu reinado, Waco. Tentada estoy de ver si a través de tu
cochina humanidad puedo acertar en Darres, tu compinche. ¿O es tu jefe
para picardías y pillerías de toda índole?
Hablaba con voz normal, pero los otros escuchaban, pese a la
distancia.
El pistolero alzó la mano del sombrero, y saltó hacia adelante para
arrebatarle el rifle. Ella esquivó con gesto felino y con la culata acertó al
asaltante en la cabeza. Cayó de rodillas, y ella, moderna gladiadora, le
empujó con el pie para echarlo de lado.
Y miró al asombrado grupo:
—¿Queréis cargar con este pistolero de cartón, señores forajidos?
Llegaron corriendo. Dalia entró en su casita y cerró la puerta. Su
padre se refugió en la bocamina.
No tuvieron necesidad de prestar ayuda a Waco, que se repuso por sí
mismo. Y sacó pecho, diciendo a sus compinches:
—Una hembra tal sólo puede ser para un machote como éste. Vamos,
que liega la noche y hasta los conejos pueden reaccionar.
Partieron, dejando atrás una retahíla de amenazas. Wintrop se juntó
con su hija y la abrazó emocionado:
—Si todos los de pantalones tuviéramos tu valor, hace tiempo que esa
gente no existiría,
—Oculté mi miedo, padre. No creo que Cloty aceptara a Claudio
Darres. Conozco sus pensamientos y sé cuál es el hombre que le gusta.
—¿De quién se trata?
—El español de los ojos castaños.
—Don Juan Wilson de Mañara. Lo pasará mal si Cloty se decide por
él. ¿Y tú, hija mía?
—Me gusta Luisito Sandiego, secretario y administrador del otro.
Esos lobos se quedarán con las ganas. Pero ocurrirán muchas desgracias,
padre, y no quiero que te suceda algo malo.
CAPITULO VII
EL FALSO CABALLERO
***
Todo fue alegría y regocijo en la mina y también en el rancho. La
noticia corrió por todas partes.
En la cantina del «Ciervo Negro» se discutía aquel lance de la mesa
por medio: —¡Fue bárbaro, señores! El arma acostada... la mano al lado
apoyada también en la tabla...
—¿Por qué aceptó el ranchero?
—Porque un caballero no puede volver la espalda a un desafío,
cualquiera que éste sea... si el desafío es de honor y parejo.
—¿Era parejo?
—¡Calcula, bobo! Un revólver con seis balas. Y el otro, sin ninguna
bala.
—Pero murió el tramposo, porque como erró el primer disparo... Y
dentro de unos días tendremos boda doble. Don Juan Wilson de Mañara se
casa con la morena Clotilde Fulton. Su administrador, Luis Sandiego, con
la rubia Dalia Wintrop. ¿Iremos?
—Han invitado a todos... los que quieran ir. Por tanto, estamos
invitados. ¡Habrá una gran comilona! Bebida de primera... Diversión
gratis. La tarde anterior, me pondré a dieta.
FIN