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01 Homo Capax Dei

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HOMO CAPAX DEI

Estructura antropológica de la recepción de la Revelación

Introducción

Cuando hablamos del hombre como capaz de escuchar a Dios inmediatamente


se presenta ante nuestra reflexión el texto de San Pablo a los romanos (10, 17), el cual
ha sido preferido por la tradición teológica para expresar la capacidad radical del
hombre para la fe. Fides ex auditu versa la expresión latina del texto paulino, haciendo
referencia a la capacidad del hombre para escuchar la eventual revelación de Dios en la
historia por medio de la Palabra, expresión que será más patente en el documento sobre
la Divina Revelación del concilio Vaticano II: Dei Verbum religiose audiens.

Es a partir del “giro antropológico” de la teología contemporánea que la mirada


se pone en el ser humano para ver las estructuras que lo hacen apto para recibir la
Divina Revelación. El teólogo Karl Rahner ha puesto de manifiesto, sobre todo, estas
estructuras en su modelo antropológico – transcendental, cuyas raíces encontramos ya
en la teología de San Agustín “en su reconducción del conocimiento de Dios a la
interioridad del hombre con el noverim me, noverim te”1.

El advenimiento de la Palabra de Dios en la historia se presenta con la


característica fundamental del irrumpir imprevisto y gratuito de algo radicalmente
nuevo e inédito, sin embargo – siguiendo la metáfora evangélica de la semilla – ella cae
en un terreno en el cual el camino del hombre de búsqueda del Bien, del Verdadero, del
Bello y del Uno, ha excavado surcos profundos, en grado de acoger y hacer germinar la
semilla, aunque también, capaces de engullirla, sofocando su desarrollo y crecimiento,
por el hecho de que tal acogida pasa siempre a través de la voluntad libre del hombre.

No queremos relevar exhaustivamente la presencia y la cualidad de estos surcos,


sino indicar solamente algunos, cuyo rol paradigmático se funda en la profunda relación
que el mensaje cristiano instaurará con el logos griego y con lo que hoy denominamos
“cultura occidental”. Algunas premisas son necesarias. En primer lugar hemos de tener
presente que, del nexo entre revelación cristiana y sus expresiones privilegiadas en los
términos del pensamiento griego y de las categorías culturales del Occidente, no se
deduce impropiamente la identificación de ambos. La fe es otra cosa respecto a la
cultura y también respecto a las propias expresiones culturales. Y sin embargo la
Palabra de Dios no se da nunca en estado puro o sin alguna inculturación (encarnación).
Sólo que algunas formas de tal inculturación de la fe resultan originarias y constitutivas,
respecto a otras sucesivas y ulteriores, cuya autenticidad se establece respecto a las
primeras.
Sin olvidar el “testimonio” que Dios da de sí mismo en la creación (Dei Verbum
3), reflexionamos aquí entorno a tres formas de preparación de la revelación presentes
1
S. PIÉ-NINOT, La teología Fundamental, AGAPE, Salamanca 2002, 89.

1
en la cultura, en la religiosidad y en la filosofía griegas, a causa de la particular relación
que la fe cristiana establece con ella en el curso de su larga historia.
Analizaremos también someramente el modelo antropológico – trascendental de
Karl Rahner, que nos hará comprender el giro antropológico ya antes mencionado,
además del apunte que hace a este mismo método Juan Alfaro.

I. LA CULTURA, RELIGIOSIDAD Y FILOSOFÍA PAGANA,


PREPARADA PARA RECIBIR LA REVELACIÓN DE DIOS.

1.1 ¡Conócete a ti mismo!

’[“Conócete a ti mismo –
No demasiado – Empéñate, el daño está cerca”]: de estos tres preceptos délficos el
primero, inscrito en el arquitrabe del ingreso del templo de Delfos, ciertamente ha
tenido mayor suceso, gracias a la repetición socrática y filosófica, que puede haber
contribuido en parte a empañar su significado cultual y religioso originario. Si la mano
apologética –a partir de las referencias patrísticas– estaba acostumbrada a hacer
coincidir profecías (incluso cristológicas) en los oráculos sibilinos, hoy se impone una
mayor sobriedad. Y sin embargo, la llamada oracular al conocimiento de sí mismo
permanece, tanto así que constituye el primer momento de reflexión que la Fides et
Ratio propone, expresándose en los siguientes términos:

Tanto en Oriente como en Occidente es posible distinguir un camino que, a lo largo de


los siglos, ha llevado a la humanidad a encontrarse progresivamente con la verdad y a
confrontarse con ella. Es un camino que se ha desarrollado —no podía ser de otro modo
— dentro del horizonte de la autoconciencia personal: el hombre cuanto más conoce la
realidad y el mundo y más se conoce a sí mismo en su unicidad, le resulta más urgente
el interrogante sobre el sentido de las cosas y sobre su propia existencia. Todo lo que se
presenta como objeto de nuestro conocimiento se convierte por ello en parte de nuestra
vida. La exhortación Conócete a ti mismo estaba esculpida sobre el dintel del templo de
Delfos, para testimoniar una verdad fundamental que debe ser asumida como la regla
mínima por todo hombre deseoso de distinguirse, en medio de toda la creación,
calificándose como «hombre» precisamente en cuanto «conocedor de sí mismo».
Por lo demás, una simple mirada a la historia antigua muestra con claridad como en
distintas partes de la tierra, marcadas por culturas diferentes, brotan al mismo tiempo las
preguntas de fondo que caracterizan el recorrido de la existencia humana: ¿Quién soy?
¿De dónde vengo y a dónde voy? ¿Por qué existe el mal? ¿Qué hay después de esta
vida? Estas mismas preguntas las encontramos en los escritos sagrados de Israel, pero
aparecen también en los Veda y en los Avesta; las encontramos en los escritos de
Confucio y Lao-Tze y en la predicación de los Tirthankara y de Buda; asimismo se
encuentran en los poemas de Homero y en las tragedias de Eurípides y Sófocles, así
como en los tratados filosóficos de Platón y Aristóteles. Son preguntas que tienen su
origen común en la necesidad de sentido que desde siempre acucia el corazón del
hombre: de la respuesta que se dé a tales preguntas, en efecto, depende la orientación
que se dé a la existencia. 

2
La Iglesia no es ajena, ni puede serlo, a este camino de búsqueda. Desde que, en el
Misterio Pascual, ha recibido como don la verdad última sobre la vida del hombre, se ha
hecho peregrina por los caminos del mundo para anunciar que Jesucristo es «el camino,
la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Entre los diversos servicios que la Iglesia ha de ofrecer a
la humanidad, hay uno del cual es responsable de un modo muy particular: la diaconía
de la verdad. Por una parte, esta misión hace a la comunidad creyente partícipe del
esfuerzo común que la humanidad lleva a cabo para alcanzar la verdad; y por otra, la
obliga a responsabilizarse del anuncio de las certezas adquiridas, incluso desde la
conciencia de que toda verdad alcanzada es sólo una etapa hacia aquella verdad total
que se manifestará en la revelación última de Dios: «Ahora vemos en un espejo, en
enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero
entonces conoceré como soy conocido» (1Co 13,12).

Yendo más allá de la reanudación medieval del dicho antiguo, nos bastará
señalar cómo los famosos versos de Séneca Illi mors gravis incubat, / qui notus nimis
ómnibus, / ignotus moritur sibi, hayan sido retomados programáticamente por
Descartes, en los albores del pensamiento moderno. La referencia a la moción en la
encíclica de Juan Pablo II se interpreta, oportunamente y valientemente, a partir de las
preguntas fundamentales, de las cuales nace para el hombre la empresa de la búsqueda
de la Verdad. Son palabras en las que resuena el íncipit de L’Action de Maurice Blondel
y por las cuales vale la pena el ponernos en guardia para evitar el intelectualismo y el
gnosticismo, que la inscripción délfica puede fácilmente activar.

Nos quedan todavía algunas aclaraciones. La primera es sobre el hecho de que,


por cuanto pueda ser plausible ponerse al lado del texto délfico, la fórmula cristiana del
homo capax Dei2, de la cual toma inspiración el Catecismo de la Iglesia Católica cuando
trata la Revelación, con una diversa acentuación propone el tema escolástico del
desiderium naturale vivendi Deum, fundado en la dimensión creatural del hombre,
parece ayudar a fundar la posibilidad de un modelo “trascendental” en teología
fundamental; pero sobre todo resulta particularmente importante para la reflexión en
torno a la instancia antropológica, imprescindible para toda teología de la revelación,
que no busque reducir el manifestarse de Dios, en su hablar y actuar, a un mero
monólogo. En nuestro estudio, la referencia a la fórmula délfica, tiene el sentido de
mostrar los signos de una especie de praeparatio Revelationis en la cultura, en la
filosofía y en la religiosidad extra y precristiana. Tales formas de preparación no
determinan, obviamente, ni el adviento de la Palabra, ni sus contenidos, se trata en
efecto, de argumentos de “conveniencia” que nada tienen que ver con una especie de
determinismo teológico.

La segunda aclaración se refiere al hecho de que la reanudación de la moción


délfica por parte de la Fides et Ratio se conjuga con el interrogativo concerniente no
sólo al origen y el destino del hombre y su identidad, sino que también al tema del mal,
que en la tradición del pensamiento creyente se afronta en el ámbito de la teodicea. Una
2
Para la profundización de esta fórmula en clave teológica fundamental, cf. S. PIÉ-NINOT, La teología
Fundamental.

3
vez que la filosofía parece devastar con gusto no sólo la instancia metafísica, sino que
también la reflexión del mal, del dolor inocente, resignándose a su imposibilidad,
parece, sobremanera, una apropiación teológica del tema, capaz de incidir en el
pensamiento filosófico contemporáneo para reclamar la responsabilidad a tal propósito.

Una última aclaración muy interesante y que nos debería ayudar a evitar la caída
en las redes de una captura filosófico – intelectualística de la inscripción délfica; se trata
de su sentido profundamente religioso, antes que filosófico: “Sobre el profundo
significado que la inscripción “conócete a ti mismo” comunicaba a quien entraba en el
templo para tener un acercamiento a Apolo y a su Oráculo, los estudiosos han llegado a
un sustancial acuerdo de fondo: Apolo invitaba al hombre a reconocer la propia
limitación y finitud y, entonces, exhortaba a ponerse en relación con el dios, sobre la
base de esta conciencia. Entonces, a quien entraba al templo de Delfos se le decía lo
siguiente: “hombre, acuérdate que eres un mortal y que como tal, te acercas al dios
inmortal”3. Con mayor razón tal invitación debería valer, en cuanto que no es el hombre
el que se acerca al Dios viviente, sino que es Dios el que se le manifiesta en la historia.

1.2 “¿Platón, para predisponerse al Cristianismo?”

La alusión, obviamente con el juicio posterior de Blaise Pascal, en el contexto de


un fragmento en el cual se habla de la “inmortalidad del alma” y con la probable
inmediata referencia a la tesis de U. Grozio, que retenía que ya en Platón estuviese
presente la fe en la resurrección, puede ser soportada por algunos textos, de los cuales
emerge con claridad una especie de praeparatio Revelationis.

Permaneciendo, en cambio, en el terreno filosófico y con referencia directa a la


temática de la inmortalidad, uno de los lugares platónicos más notable, en el que se
entrevé una especie de carácter de adviento respecto a la Palabra de Dios, es el Fedón
85d:
“Porque sobre tales cuestiones me parece, oh Socrates, como tal vez también a ti, que
tener en esta vida nuestra una idea segura, sea o imposible o muy difícil; pero por otra
parte no arriesgar en cualquier modo para poner a prueba todo lo que se dice, y cesar de
insistir antes de haber agotado toda investigación desde cualquier punto de vista, esto,
oh Sócrates, no parece digno de un espíritu fuerte y sano. Porque tratándose de tales
argumentos, no hay otra cosa que hacer sino una de estas tres: o aprender de otros en
dónde está la solución; o encontrarla por uno mismo; o bien, si esto no es posible,
aceptar los razonamientos humanos que sean los mejores y menos impugnables, y
dejándose arrastrar sobre por esto como en una balsa, atravesar, a propio riesgo, el mar
de la vida: a menos que uno esté en grado de hacer tal recorrido más seguramente y
menos peligrosamente sobre una barca más sólida, confiándose a una revelación
divina.”
Tratándose de la temática de la inmortalidad, aquí obviamente no se excluye que
la razón pueda llegar, navegando como en una balsa, mientras se desea la revelación (en
3
G. REALE, Presentación a P. COURCELLE, Conosci te stesso. Da Socrate a San Bernardo, Vita e
Pensiero, Milano 2001, p. 7.

4
el texto griego se utiliza la frase “Palabra de Dios”  para poder navegar en
manera más tranquila y segura, y quizás también más rápida). El deseo de la revelación
en tal caso no predetermina en ningún modo lo que será su contenido central, sino que
se dirige, por el momento, solamente a posibles logros filosóficos y antropológicos.

En Platón, a propósito de la paternidad divina, recordamos otros dos lugares


particularmente significativos: el hombre es “una planta no terrena, sino celeste, que el
alma eleva hacia su parentela al cielo” (Timeo 90a). Y: “Una cierta parentela
( empuja al hombre hacia su connatural (Dios) y lo lleva a honrarlo y a creer
en el (Las Leyes X, 899d).

Otros testimonios en los cuales, a través de la temática de la paternidad divina, la


cultura y la religiosidad de los griegos expresan una cierta espera de la revelación,
algunos de los cuales resuenan en el Nuevo Testamento, son los siguientes:
 “Zeus, padre de los hombres y de los dioses (Ilíada I, v. 554)
 “De tu sangre hemos nacido” (Esquilo, Los siete contra Tebas, vv. 141-142)
 “De Zeus están llenas todas las calles y plazas, todos nosotros necesitamos de
Zeus. De él somos progenie. Salve, Padre, grande maravilla, gran socorro de los
hombres, tú y tu descendencia primera (Arato, Fenómenos, vv. 1-16)

Sea la poesía como el pensamiento platónico dejan ver algo del destino del
hombre después de la muerte y de los orígenes del mundo y del hombre, para que estas
verdades fundamentales, capaces de conferir sentido a la existencia, puedan ser
acogidas con certeza por todos, se espera el advenimiento de la Palabra de Dios. No
podemos olvidar que será el pensamiento platónico, a través del medioplatonismo y
neoplatonismo, el que conferirá a la fe cristiana la posibilidad de configurarse como un
saber reflexivo (teología) en las grandes figuras de los padres de la Iglesia.

1.3 Metafísica y Revelación.

El pensamiento filosófico desempeña un papel importante al interno de la cultura


y de la religiosidad de la antigua Grecia, sobre todo como antídoto al politeísmo
idolátrico y a la superstición, como lo muestra la acusación de ateísmo a Sócrates. Es
necesario añadir que la especulación metafísica de Platón, y luego la de Aristóteles,
alcanza vértices que constituirán puntos de referencia imprescindibles para el itinerario
sucesivo de la razón en su búsqueda de la Verdad. Y, por lo que concierne a “pensar el
fundamento”, uno de estos vértices especulativos puede, con todo derecho, ser
individuado en la metafísica aristotélica y en su concepción del Absoluto y de Dios.
Esta reflexión se cristaliza en el famoso pasaje de libro XII, 7, que Hegel pondrá como
conclusión de su Enciclopedia de las ciencias filosóficas, desarrollando la temática del
“pensamiento del pensamiento”, como característica fundamental del “primer motor” o
“motor inmóvil”.

5
La metafísica aristotélica resulta pluridimensional y, así como ha sido
reconstruida por Giovanni Reale, consiente la individuación de cuatro dimensiones
constitutivas de tal saber, presentes y entrelazándose en la metafísica aristotélica y
determinando los desarrollos sucesivos de la historia de la metafísica: “La metafísica
aristotélica está constituida enteramente por términos y conceptos pluridimensionales y
polivalentes, y esto se refiere incluso al mismo concepto definitorio de “metafísica” o
“filosofía primera”, que constantemente, en el curso de todos los catorce libros, se
determina en cuatro modos diversos.”4 La primera dimensión del saber metafísico,
aristotélicamente entendido, es de tipo aitiológico, es decir, contiene la connotación, ya
presente en el primer libro y puesta en evidencia también en los otros libros, del
conocimiento metafísico como “ciencia o conocimiento de las causas y de los primeros
principios”5. En segundo lugar (pero no secundariamente), el saber metafísico se
presenta con la connotación de una dimensión ontológica. De esta manera al inicio del
libro III, la metafísica se define como ciencia del ser en cuanto ser y de todo lo que le
compete al ser en cuanto tal. Este sería el punto más difícil y delicado de todo el
sistema, a causa de la ulterior complicación que se presenta por la multiplicidad de los
modos en que se dice el ser. En tercer lugar el saber metafísico expresa una dimensión
ousiológica, tanto que se define con los términos de una “teoría de la sustancia”
(), donde el concepto de sustancia se utiliza como
fundamento de todos los otros sentidos a través de los cuales se expresa el ser. Por
último, no olvidemos la dimensión teológica () de lo metafísica: “Ella (la
ciencia metafísica), en efecto, entre todas (las ciencias), es la más divina y la más digna
de honor. Pero una ciencia solo puede ser divina en dos sentidos: a) o porque es ciencia
que Dios posee en grado supremo, b) o porque tiene como objeto las cosas divinas.
Ahora bien, la sabiduría (la metafísica) posee ambos caracteres: en efecto es convicción
común de todos que Dios sea una causa y un principio, y también que Dios,
exclusivamente y en grado supremo, tenga este tipo de ciencia. Todas las ciencias serán
más necesarias que ésta, pero ninguna será superior”.6

Sin embargo el sistema aristotélico está connotado de la profunda unidad de este


saber prismático, ya que el ser se nombra en diversos modos, pero siempre en referencia
a la unidad; así, el pensamiento metafísico resulta estructuralmente unitario en el
entrelazamiento y en la copresencia de sus diversas dimensiones: “el horizonte es aquel
que se determina por los cuatro componentes, con toda la trama de sus relaciones”. Y,
según nuestro autor, sería propiamente la dimensión teológica el punto focal en torno al
cual esta unidad se realiza y se expresa.

“Por lo tanto, hemos de concluir que el sentido más profundo de la metafísica


aristotélica queda encerrado en la componente teológica, y que el horizonte de la

4
G. REALE, Saggio introduttivo, en ARISTOTELE, Metafisica, Vita e Pensiero, Milano 1993, p. 53.
5
Ibid.
6
Metafísica I, 2.

6
metafísica aristotélica es dado por la unidad dinámica y dialéctica de las prospectivas
ontológica, aitiológica y ousiológica, centradas en la instancia teológica.”7

A propósito de la dimensión teológica de la metafísica de Aristóteles, es


necesario hacer notar que el Dios aristotélico “es objeto de amor, amado y no amante
(el amante es el cosmos), y por eso no ama (se ama sólo a sí mismo). Los individuos en
cuanto tales no son completamente objeto del amor divino: Dios no se inclina hacia los
hombres y mucho menos hacia el hombre singular” 8; tal limitación encuentra su
fundamento en el hecho de que el Absoluto de Aristóteles no ha creado al mundo, ni al
hombre, ni las almas singulares: “Cada uno de los hombres, así como cada cosa, tiende
en diversas maneras hacia Dios (ama a Dios), pero Dios, como no puede conocer, no
puede amar a ninguno de los hombres”9. De aquí surge la necesidad para el pensamiento
creyente de volver a pensar a fondo la concepción aristotélica del Absoluto, para
poderla adoptar como infraestructura conceptual del saber de la fe, no ya a partir de la
praeparatio Revelationis, sino de la misma revelación y de su contenido central.

1.4 Areópago cultural y filosófico.

Entre los lugares neo testamentarios en los cuales podemos encontrar una
notable atención a la cultura, la religiosidad y la filosofía griega, hemos de indicar, sin
duda alguna, el texto que presenta al apóstol Pablo en la ciudad de Atenas, en el cual se
encuentra también el famoso “discurso del Areópago”. La misma Fides et ratio reserva
a este paradigmático lugar neotestamentario una especial atención, cuando escribe:

Según el testimonio de los Hechos de los Apóstoles, el anuncio cristiano tuvo que
confrontarse desde el inicio con las corrientes filosóficas de la época. El mismo libro
narra la discusión que san Pablo tuvo en Atenas con « algunos filósofos epicúreos y
estoicos » (17, 18). El análisis exegético del discurso en el Areópago ha puesto de
relieve repetidas alusiones a convicciones populares sobre todo de origen estoico.
Ciertamente esto no era casual. Los primeros cristianos para hacerse comprender por los
paganos no podían referirse sólo a « Moisés y los profetas »; debían también apoyarse
en el conocimiento natural de Dios y en la voz de la conciencia moral de cada hombre
(cf. Rm 1, 19-21; 2, 14-15; Hch 14, 16-17). Sin embargo, como este conocimiento
natural había degenerado en idolatría en la religión pagana (cf. Rm 1, 21-32), el Apóstol
considera más oportuno relacionar su argumentación con el pensamiento de los
filósofos, que desde siempre habían opuesto a los mitos y a los cultos mistéricos
conceptos más respetuosos de la trascendencia divina.
En efecto, uno de los mayores esfuerzos realizados por los filósofos del pensamiento
clásico fue purificar de formas mitológicas la concepción que los hombres tenían de
Dios. Como sabemos, también la religión griega, al igual que gran parte de las
religiones cósmicas, era politeísta, llegando incluso a divinizar objetos y fenómenos de
la naturaleza. Los intentos del hombre por comprender el origen de los dioses y, en
ellos, del universo encontraron su primera expresión en la poesía. Las teogonías
7
G. REALE, Saggio introduttivo, cit., p. 65.
8
Ibid., p. 152.
9
Ibid.

7
permanecen hasta hoy como el primer testimonio de esta búsqueda del hombre. Fue
tarea de los padres de la filosofía mostrar el vínculo entre la razón y la religión.
Dirigiendo la mirada hacia los principios universales, no se contentaron con los mitos
antiguos, sino que quisieron dar fundamento racional a su creencia en la divinidad. Se
inició así un camino que, abandonando las tradiciones antiguas particulares, se abría a
un proceso más conforme a las exigencias de la razón universal. El objetivo que dicho
proceso buscaba era la conciencia crítica de aquello en lo que se creía. El concepto de la
divinidad fue el primero que se benefició de este camino. Las supersticiones fueron
reconocidas como tales y la religión se purificó, al menos en parte, mediante el análisis
racional. Sobre esta base los Padres de la Iglesia comenzaron un diálogo fecundo con
los filósofos antiguos, abriendo el camino al anuncio y a la comprensión del Dios de
Jesucristo. (FR, 36)

Damos enseguida algunas claves interpretativas del texto (Hch 17, 15 – 34)
desde el punto de vista teológico – fundamental y en relación al tema de la praeparatio
Revelationis.

‹‹Los que conducían a Pablo le llevaron hasta Atenas y se volvieron con una orden para
Timoteo y Silas de que fueran donde él lo antes posible. Mientras pablo les esperaba en
Atenas, estaba interiormente indignado al ver la ciudad llena de ídolos. Discutía en la
sinagoga con los judíos y con los que adoraban a Dios; y diariamente en el ágora con los
que por allí se encontraban. Trababan también conversación con él algunos filósofos
epicúreos y estoicos. Unos decían: “¿Qué querrá decir este charlatán?” Y otros: “Parece
ser un predicador de divinidades extranjeras.” Porque anunciaba a Jesús y la
resurrección. Le tomaron y le llevaron al Areópago; y le dijeron: “¿Podemos saber cuál
es esa nueva doctrina que tú expones? Pues te oímos decir cosas extrañas y querríamos
saber qué es lo que significan.” Todos los atenienses y los forasteros que allí residían en
ninguna otra cosa pasaban el tiempo sino en decir u oír la última novedad. Pablo, de pie
en medio del Areópago, dijo: “Atenienses, veo que vosotros sois, por todos los
conceptos, los más respetuosos

La exégesis no parece nutrir serias dudas en torno al hecho que la perícopa


lucana se refiera a un núcleo histórico, si bien, la responsabilidad de la redacción del
texto y en particular del discurso, sea obviamente atribuido al autor de los Hechos de los
apóstoles.
Hemos de notar que:
 Pablo pone la sinagoga al centro de su actividad misionera.
 Frecuenta también el ágora, mientras que el areópago estaba fuera de sus
intenciones, en cuanto que revestía un rol de particular importancia (el lugar
indicaba la altura rocosa en Atenas entre el ágora [la plaza] y la acrópolis. En los
tiempos del Nuevo Testamento, el lugar valía como una alta concesión de los
notables con funciones, al menos, genéricamente judiciales).
No olvidemos los claros síntomas de la crisis que caracteriza al paganismo como
religión institucional. Tales síntomas se resaltan en estas indicaciones del texto:
 Presencia de paganos “con temor de Dios” en la sinagoga.

8
 Curiosidad e interés de los atenienses hacia las religiones mistérico – orientales
y hacia “nuevas divinidades”.
En relación al tema de la praeparatio Revelationis, notamos que:
 Pablo inicia su discurso con un apóstrofe de rector y una captatio benevolentiae.
 Él, en efecto, habla de los atenienses como “hombres de temor de los dioses” y
aprecia el altar que han dedicado al dios desconocido.
 Pablo cita al poeta Arato.
 Sin embargo, Pablo no se sustrae de la tarea de anunciar el rostro de este dios
ignorado y lo hace citando Is 42, 5: “Dios ha hecho el mundo y todo lo que
contiene”.
A partir de esto ofrece tres afirmaciones fundamentales:
 La inoportunidad de las imágenes y la condena de la idolatría con la exigencia
de salvaguardar la trascendencia de Dios (v. 29)
 Dios no habita en templos hechos por el hombre, ni tiene necesidad de una
particular culto o sacrificio (vv. 24 – 25)
 El hombre como única y verdadera imagen de Dios (es la afirmación más
desarrollada, vv. 26 – 28)

La valencia teológico-fundamental de la perícopa puede ser tomada a partir de


las siguientes consideraciones:
 La praeparatio Revelationis se cruza aquí con la praeparatio Evangelii en la
forma de la dimensión cósmico-antropológica de la revelación, en cuanto que en
el discurso, antes del anuncio del evento fundador, se proclama la fe (y la
convicción) en la existencia del único Dios, que ha hecho el mundo y todo lo
que contiene (v. 24)
 El conocimiento de este único Dios es posible para el hombre, si éste sabe ver
dentro de sí mismo (él no está lejos de cada uno de nosotros [v. 27]; regresa
aquí, de manera implícita la llamada del “conócete a ti mismo”).
 El elemento discriminante y que desencadena, ya sea la oposición de la mayoría
como la adhesión de fe de algunos, es y será el anuncio del evento fundador, es
decir, la resurrección () de Cristo y de los muertos ().
 Por un lado, Pablo enuncia a los atenienses la realidad central y lo que cualifica
la esperanza cristiana, mostrando su continuidad con la pregunta de sentido y de
verdad propios del hombre (momento fundativo).
 Por otro lado explicita la esperanza con una atención particular a las instancias
que el contexto de la ciudad ofrece al apóstol (momento contextual).

1.5 La interpretación patrística.

A propósito de la relación entre revelación y la cultura pagana, nos parece


oportuno evocar tres modalidades, de cuño patrístico, a través de las cuales es posible

9
captar la percepción que los cristianos de los primeros siglos han desarrollado en torno
al problema.

a. San Justino y la doctrina de “las semillas del Verbo”.


La apologética desde sus primeros pasos no ha fallado en ofrecer una clave
interpretativa fundamental para una correcta formulación de la relación entre revelación
y cultura pagana, atribuyendo al Logos los fragmentos de verdad presentes en la cultura
y en la filosofía de los gentiles, como muestra la famosa doctrina del
 (semillas del Verbo) elaborada por Justino y expresada en la
segunda apología. “Sabemos – escribe Justino – además que aquellos que se adhieren a
las doctrinas estoicas, puesto que han sido sabios al menos en la enseñanza moral, como
de alguna manera, también los poetas, gracias a la semilla del Logos innato en todo el
género humano, han sido por esto odiados y llevados a la muerte: recordamos a
Heráclito por ejemplo […], y en nuestro días, a Musonio y a otros más (Apol, II, 8, 1).
“Por lo tanto, es evidente que nuestra doctrina es superior a toda doctrina humana,
puesto que para nosotros la racionalidad en toda su plenitud se ha manifestado en
Cristo, en cuerpo, intelecto y alma. En efecto, todo lo que de bueno han descubierto y
formulado los filósofos y los legisladores, se debe al ejercicio de una parte del Logos
que está en ellos por medio de la búsqueda y la reflexión. Pero, ya que no han conocido
la plenitud del Logos, que es Cristo, muy a menudo han sostenido teorías que se
contradecían mutuamente” (Apol. II, 10, 1-2). En relación al pensamiento filosófico es
muy significativa la reivindicación de la racionalidad entera al cristianismo, que en
cambio está fragmentada en las filosofías paganas.

b. La metáfora del sicómoro.


Una reflexión teológica en orden a la relación Evangelio/cultura pagana, ha sido
propuesta por el card. Ratzinger, tomando como referencia la metáfora bíblico-patrística
del sicómoro. La raíz bíblico-profética la encontramos en el texto de Amos 7, 14, que en
la versión de los LXX recuerda el oficio del profeta como el de “uno que corta
sicómoros”, mientras que la referencia patrística es un comentario a Isaías 9, 9 (“los
sicómoros han sido derrumbados, los sustituiremos por cedros”) atribuida a San Basilio
Magno. La referencia al corte del sicómoro se basa en el hecho de que los frutos de esta
planta deben ser picados (o hacerles un pequeño corte) antes de la cosecha, después
maduran dentro de pocos días. “El sicómoro es una árbol que produce muchísimos
frutos. Pero no tienen sabor alguno si no se les hace una incisión cuidadosamente, y
dejar salir el jugo, de esta forma se hacen agradables al gusto. Por tal motivo, retenemos
que el sicómoro es un símbolo del conjunto de los pueblos paganos: son una gran
cantidad pero insípidos. Esto deriva de la vida según los hábitos paganos. Cuando se
logra hacerle una incisión (incidirla) con el Logos, se transforma, se hace gustosa y
utilizable”10. La relación cristianismo/paganismo es paradigmática en lo que se refiere a
la inculturación de la fe y la evangelización de la cultura como tarea de toda generación

J. RATZINGER, Il Logos e l’evangelizzazione della cultura, en UFFICIO NAZIONALE PER LE


10

COMUNICAZIONI SOCIALI – SERVIZIO NAZIONALE PER IL PROGETTO CULTURALE (edd.),


Parabole mediatiche. Fare cultura nel tempo della comunicazione, EDB, Bologna 2003, p. 178.

10
cristiana y, por lo tanto, punto de referencia para las tareas de la teología moderna y en
particular de nuestra disciplina. La teología fundamental asume la forma de disciplina
de frontera, es decir, desenvuelve el papel de “centinela de la teología”, ejercitando la
mirada de la fe hacia el exterior, con la disponibilidad de “considerar todo y quedarse
con lo que es bueno” (1Tes 5, 21).

c. La metáfora del “despojo de los egipcios”.


Si con Justino hemos buscado justificar y motivar cristológicamente la relación
Evangelio/cultura pagana y, con la metáfora del sicómoro, hemos visto la necesidad de
“incidir” en las culturas, otra metáfora patrística nos ayuda a reflexionar sobre la
utilización de categorías, lenguajes, expresiones culturales y filosóficas en la exposición
estructurada de la fe. Se trata de la metáfora del “despojo de los egipcios”, presente en
Filón y en Clemente Alejandrino, pero que en Orígenes encuentra una expresión más
plena. La misma imagen será retomada y articulada por Agustín, el cual escribe: “Las
afirmaciones de los que se dicen filósofos, sobre todo los Platónicos, en el caso que sean
verdaderas y conformes a nuestra fe, no solo no se les debe temer, sino que se debe
retomar la facultad de valerse de ellas. Los egipcios, en efecto, tenían no solo ídolos
insoportables, también tenían vasos y ornamentos de oro y plata, y vestidos que el
pueblo, saliendo de Egipto, se apropió clandestinamente para sí, para hacer un uso
mejor de ello; esto no lo hicieron por su propia iniciativa, sino por voluntad de Dios, en
el momento en que los mismos egipcios prestaban inadvertidamente aquellos bienes que
usaban mal”11, de esta manera en las doctrinas paganas no hay solamente idolatría y
politeísmo, sino también “disciplinas liberas muy adaptas para la búsqueda de la verdad
y una serie de útiles enseñanzas morales; y para el culto del Único Dios se encuentras
algunas afirmaciones verdaderas”12. La fe de los Padres no es una apropiación indebida
del patrimonio cultural, filosófico y religioso de los gentiles, sino que es una
valorización de estos elementos en relación al evento Cristo y a su despliegue en la
historia. La utilización de este patrimonio pedirá, sin embargo, un adecuado
discernimiento para poderse situar correctamente al servicio del evangelio.

II. MODELO ANTROPOLÓGICO-TRASCENDENTAL: K.


RAHNER Y J. ALFARO.

2.1 Karl Rahner: el hombre “oyente de la palabra”.

El modelo antropológico trascendental está ligado a la figura del jesuita K.


Rahner (1904-1984), cuya teología con frecuencia es denominada “teología
11
De doctrina christiana, 2, 40, 60-61.
12
Ibid.

11
trascendental”. La contribución de una elaboración de un modelo de TF se trasluce en
Hörer des Wortes, obra que consideraremos con más atención, pero también en el
Curso fundamental sobre la fe. En el modelo antropológico trascendental se sigue la
reflexión iniciada por el método de la inmanencia cuya instancia es desarrollada con
otras categorías que siguen siendo modernas. De hecho la palabra “trascendental” es
usada según el sentido kantiano, y explica la referencia a las condiciones de posibilidad,
formales, “apriorísticas” del conocimiento humano, según lo que Kant había definido en
la Crítica de la Razón pura: “Llamamos trascendental todo conocimiento que se ocupa
no de objetos, sino de nuestro modo de conocer los objetos en cuanto que éste debe ser
posible a priori”: dicho en otros términos, trascendentales son aquellas estructuras del
sujeto a partir de las cuales puede conocer real y correctamente. Sin embargo, el
trascendental rahneriano presenta una diferencia esencial respecto al kantiano. Mientras
Kant niega el conocimiento del ser (noúmeno), porque las formas a priori confinan con
la dimensión teorética del conocimiento del ser sensible (fenómeno), Rahner admite un
trascendental “vertical”, o sea, la apertura del ser que funda la experiencia; de este modo
intenta conjugar la instancia moderna y la filosofía clásica: “La filosofía trascendental,
utilizada por Rahner, es moderna en cuanto a la formulación del problema
gnoseológico, pero de igual manera recupera la vía metafísica de la filosofía clásica. La
originalidad del pensamiento de Rahner no consiste en la elaboración de la filosofía
trascendental, sino en introducir en la teología el método antropológico-trascendental”13.

En la prospectiva de Rahner la teología trascendental tiene que descubrir en el


hombre las formas-estructuras que lo hacen capaz de recibir y comprender una eventual
revelación de Dios. Veamos en síntesis el itinerario de Oyente de la Palabra, que
Rahner publicó en 1941 (dos años después de Espíritu en el mundo); el texto fue
reelaborado y reeditado en 1963 por su discípulo J. B. Metz que sintetizó el sentido del
texto con estas palabras: “La expresión bíblica ‹‹oyente de la palabra››, que designa la
postura del hombre de frente a la revelación, ha querido ser insertada aquí en una
síntesis filosófico-religiosa, fiel al pensamiento de Santo Tomás de Aquino y también
atenta a los principios y problemas del pensamiento filosófico contemporáneo. El
hombre se concibe como el ente que se realiza sólo en la historia, mientras que ésta, a su
vez, actúa su esencia sólo a través del hombre. Por lo cual, el hombre, en el correr de la
historia tiene que estar en una actitud de escucha para encontrar en ella la “palabra” que
ilumina y funda la existencia y a la cual la razón humana, que tiene por objeto el ser,
está abierta por naturaleza en su problematicidad”.

El texto se inserta en el debate que concierne la naturaleza de la Teología


Fundamental. No obstante las numerosas incertezas a cerca del sentido de la Teología
Fundamental, Rahner considera como un dato consolidado que la tarea de la Teología
Fundamental es “fundar racionalmente la fe, aunque sea de una manera muy
indeterminada”. Para Rahner el modelo tradicional de Teología que se difundió a partir
del siglo XIX trata muy poco o nada sobre la justificación racional de la fe porque no
clarifica suficientemente la relación entre conocimiento natural y sobrenatural, tanto así
13
R. GIBELLINI, La teologia del XX secolo, Queriniana, Brescia 19932, p. 243.

12
que, tiende a generar una fractura entre los dos órdenes. El aspecto problemático, según
Rahner, es la falta de tematización de las condiciones, de cómo un hombre pueda
aceptar el sobrenatural (es decir, la revelación), de la constitución esencial-trascendental
que permita al hombre recibir los contenidos revelados, de por sí inaccesibles. Por lo
tanto, se necesita partir del hombre y examinar su estructura ontológica constitutiva, de
la cual se pueda justificar el deber de estar en una actitud de escucha y de tener en
cuenta una eventual revelación; y partiendo de esta estructura se pueda mostrar que el
hombre es idóneo para escuchar la palabra de Dios.

Se trata de buscar la capacidad apriórica del hombre de escuchar la revelación


divina, o bien, “si y en qué sentido el hombre pueda descubrir en sí mismo la capacidad
de ‹‹recibir›› una eventual revelación de Dios antes de que haya escuchado, de hecho,
su palabra y sepa, por lo tanto, que puede hacerlo; y cómo se deba interpretar esta
capacidad de escucha en sus elementos constitutivos partiendo de la revelación
sucedida. (…) Nuestro problema pende en primer lugar del hombre, no en cuanto
verdadero teólogo, sino en cuanto ser capaz, por su constitución, de convertirse en
teólogo, en el caso de que el mensaje libre e imprevisible de Dios llegue a él y le sea
concedida, a través de la gracia y su ‹‹manifestación histórica››, la plena capacidad de
escuchar”.

Sólo si se puede reconocer que en su estructura antropológico-trascendental está


la exigencia de que el hombre obedezca a Dios, entonces la respuesta a Dios puede
constituir una posibilidad y un deber concreto. Por lo cual Rahner define su justificación
racional de la fe, una “ontología de la potentia oboedientialis” en donde potentia indica
la aspiración a escuchar una posible revelación de Dios y oboedientia recuerda que el
cumplimiento puede venir sólo de Dios, al cual se le responde con la obediencia de la
fe. Rahner usa intercambiablemente la expresión latina y aquella de “antropología
metafísica”.

Es necesario, sin embargo, precisar, como lo hace nuestro autor, que determinar
las “condiciones subjetivas” que hacen del hombre un ser oyente abierto a la revelación
no quiere decir que el hombre impone las condiciones a la revelación; su contenido no
es el correlativo dialéctico del hombre, la simple objetivación de la aspiración
determinable a la luz de la apertura. Se trata, más bien, de mostrar que la revelación no
contradice al hombre, sino que, al contrario, intercepta y “encaja” perfectamente con su
constitución ontológico-trascendental (metafísica).

2.2 La ontología de la potentia oboedientialis.

Oyente de la palabra busca individuar y argumentar los presupuestos, es decir,


las determinaciones de la subjetividad, las “proposiciones” fundamentales de una
antropología metafísica. Éstas son fundamentalmente tres. La primera proposición,
parte del presupuesto de la unidad suprema de ser y conocer: todo ente puede por sí
mismo insertarse en un verdadero discurso, en una comunicación dirigida al espíritu;

13
“sólo si el ser del ente es por su naturaleza ‹‹logos››, el Logos encarnado de Dios puede
decir mediante la “palabra” lo que está escondido en las profundidades de Dios”. Esto
comporta, en el plano antropológico, que el hombre debe estar abierto para recibir la
comunicación que el ser absoluto hace de sí mismo (auto-comunicación) mediante su
palabra luminosa.

La apertura ilimitada al ser, es lo que hace del hombre un espíritu. A través de


una especie de breve “analítica existencial”, Rahner retoma a Santo Tomás para mostrar
la estructura del conocimiento. El hombre es el único ente capaz de salir de sí hacia las
cosas y regresar completamente en sí tomando conciencia de sí como sujeto que conoce,
distinto de las cosas conocidas, libre en su autonomía consciente. En el conocimiento el
hombre es capaz de aprehender el universal en el particular, es decir, de extraer
(mediante un proceso de abstracción) la forma-esencia del objeto, presentado por los
sentidos, en el cual tal esencia existe concretamente. Mediante el juicio, al cual se llega
en el momento en que se conoce, el sujeto reconoce la ilimitación del ser.

La condición trascendental, es decir, lo que hace posible el pasaje de lo concreto


del ente a la universalidad de la esencia, es lo que Rahner llama “percepción previa del
ser” y que se define de la siguiente manera: “la capacidad que tiene, por naturaleza, el
espíritu humano de extenderse dinámicamente hacia la ilimitada inmensidad de todos
los objetos posibles” o también: “toma de consciencia del horizonte, en el ámbito en el
cual el hombre conoce el objeto singular”. En otras palabras, el ser en su ilimitación es
el horizonte de la existencia humana y la condición misma del finito ya que es en el
álveo de un esse absolutum donde se afirma la finitud real del ente. El ser espíritu es el
ser finito totalmente abierto a Dios (esse absolutum). Esta ilimitación del horizonte más
que ser la condición del conocimiento, trae a la mente la afirmación tomista del alma
quodammodo omnia. Sólo una apertura infinita hace que el hombre pueda aceptar la
eventual revelación de Dios sin poner límites a su posible contenido. Rahner concluye
así el cap. 5: “Una revelación, que debe descubrir los abismos de la divinidad y en
fondo es la objetivación refleja de la llamada hecha al hombre a participar de la vida del
mismo Dios trascendente, puede ser concebida como posible sólo cuando el hombre es
considerado como espíritu, que toma en plenitud la trascendencia del ser y
necesariamente la tematiza, como si fuera realizada desde siempre. Un horizonte más
estrecho del conocimiento humano haría caer inmediatamente y a priori los posibles
contenidos de una revelación que trascienda ese horizonte, y excluiría la posibilidad de
la revelación de estos contenidos por medio de la palabra. La trascendencia del
conocimiento del ser en general, que es necesariamente tematizado y constituye
esencialmente al hombre en cuanto espíritu, es la primera afirmación de una
antropología metafísica, (…) es el primer aspecto de una ontología de la potentia
oboedientialis delante de una posible revelación; por lo cual, constituye el núcleo más
íntimo de una filosofía cristiana de la religión. El ser es iluminado, es ‹‹logos›› y puede
ser revelado mediante la palabra”.

14
Rahner no esconde una dificultad: si el ser del hombre consiste en la total
apertura del ser, ¿Cómo evitar que la revelación no se reduzca a un conocimiento
derivable de la estructura esencial del hombre, como si fuera una necesaria e inmanente
evolución de la misma apertura, de tal manera que sea imposible la revelación como
acto libre de Dios? La trascendencia sobre el ser podría anticipar el contenido de la
revelación y así, se volvería a caer en el error del racionalismo condenado por el
Vaticano I.

Sin embargo, según Rahner la implicación del infinito en el dinamismo


espiritual humano se queda en forma de horizonte y la connaturalidad con el ser no
cancela el aspecto ulterior del infinito. “Sólo si sabemos que Dios no sólo trasciende el
contenido de nuestro conocimiento humano, el cual ha sido fijado por la antropología,
sino que también puede hablar o callar, podremos comprender el valor de la palabra
reveladora de Dios, en el caso que efectivamente fuese pronunciada: es el acto
imprevisible de su amor personal, que el hombre adora de rodillas”.

La segunda proposición de una antropología metafísica es la libertad conectada a


la voluntad. La existencia concreta y asumida por el hombre con un acto de libertad que
acepta la finitud del propio ser: “en el íntimo de la existencia, en el centro de la primera
trascendencia del ser está el acto (necesario) del querer. La apertura del ser a la
existencia es realizada por la voluntad como un momento interior del conocimiento”.

La posición necesaria de la propia contingencia reclama la libre voluntad del


acto creador de Dios como fundamento y origen del finito. El hombre situado de frente
a la libertad de Dios, se pone a la escucha de su habla o callar. Y esto sucede sólo en la
condición de libertad. Por lo tanto, “a fuerza de su constitución ontológica de creatura,
el hombre no puede quedar nunca indiferente en presencia de una eventual revelación
del Dios vivo. (…) A fuerza de su naturaleza de espíritu escucha siempre y
esencialmente una revelación de Dios, con la cual Dios revela su esencia en una forma
siempre y necesariamente superior a aquella con la que la había manifestado
positivamente y objetivamente a través de la constitución del espíritu finito y de todo lo
que ésta incluye. (…) Porque la revelación, en el sentido metafísico supuesto, es
necesaria y tiene que ver siempre con el hombre, por eso en su significado teológico es
libre. En efecto, desde el punto de vista teológico la revelación no es la decisión libre de
Dios de revelarse o cerrarse en sí mismo, sino la efectiva manifestación de su íntima
esencia. La revelación entendida en este sentido no se puede decir que se deba al
hombre a fuerza de su naturaleza. Ella es, al contrario, esencialmente libre”.

El pasaje ulterior se delinea como determinación de cuál tenga que ser el punto
concreto en la existencia del hombre, en el cual él, tendiendo a la revelación, la pueda
escuchar realmente, en cuanto que Dios efectivamente hablase. Para responder Rahner
regresa a la pregunta de la estructura ontológica, de donde se puede mostrar cómo la
trascendencia del hombre (expresada en el auto-conocimiento) se decline en términos de
historicidad como connotación fundamental de su ser espíritu. Partiendo del análisis de

15
carácter receptivo del conocimiento, Rahner hace una “deducción trascendental” de la
historicidad del ser espíritu del hombre: “El hombre es histórico en cuanto que actúa
libremente, todavía más, actúa originariamente, en su trascendencia hacia Dios, por
tanto, en la determinación de su relación con el absoluto. Este momento, como es obvio,
es parte esencial de la historicidad del hombre. La auténtica historicidad se encuentra
sólo donde se encuentran la irrepetibilidad y la imprevisibilidad de la libertad”.

Ya que el conocimiento es receptivo y el hombre conoce el ser en general solo


en modo sensible, mediante los fenómenos (nihil est in intellectu quod prius non fuerit
in sensu), también Dios por más que sea ente no material y no reducible a un fenómeno,
debe respetar esta condición trascendental para revelarse. Pero es a través de la palabra
como cada ente puede convertirse en un dato en el horizonte del fenómeno sensible.
Dios, entonces, tiene que revelarse como palabra humana para respetar la estructura del
conocimiento humano que se constituye a partir de la apertura al ser y a través de
fenómenos sensibles sin que esto signifique (una vez más) restricción o constricción del
contenido. De esta manera, Rahner formula la tercera proposición de su antropología
metafísica (u ontología de la potentia oboedentialis): “El hombre es el ente que está
dotado de una espiritualidad receptiva abierta siempre a la historia, y en su libertad en
cuanto tal se encuentra de frente al Dios libre de una posible revelación, la cual, en el
caso que se verifique, se efectúa siempre mediante “la palabra” en su historia, de la cual
constituye la más alta realización. El hombre es aquel que escucha en la historia la
palabra del Dios libre. Sólo así, él es lo que debe ser”.

En conclusión, podemos relevar cómo Rahner busque lo más posible de evitar


que, poniendo al hombre como ontológicamente orientado hacia la revelación, ésta sea
deducida como una consecuencia necesaria y entendida como el “correlativo objetivo”
de la disposición religiosa fundamental. Esto significaría cancelar la libertad de Dios
que se revela y revela lo que, en cuanto a su contenido (pero no en cuanto a la forma),
no es decisión a priori del hombre. También Blondel había recalcado que la afirmación
de la necesidad filosófica del sobrenatural no significaba la decisión crítica sobre la
posibilidad o existencia.

El punto en cuestión sigue siendo la justificación de la revelación: ¿Una


revelación que no respetase o al menos no “correspondiese” (con todas las cautelas
subrayadas) a la estructura antropológica fundamental, podría ser creíble o respetar
hasta el fondo la libertad del hombre? ¿Acaso podría el hombre acoger a Dios que se
revela si su darse a conocer no tuviese nada que ver con lo que el mismo hombre es,
busca y desea? Quien no posee el ser pero existe esencialmente, es decir
constitutivamente, abierto, no puede establecer por sí mismo qué cosa puede ser o no
ser objeto de una posible revelación ni prescribir a quien eventualmente se revelase los
modos de su revelarse; sin embargo, a menos que no se quiera admitir una total
extrañeza entre natural y revelado (y en este caso se ocuparía demostrar cómo la fe
podría brotar de un acto realmente libre del hombre), el decirse de Dios no puede darse
sino respetando la forma que hace posible para el hombre el mismo decirse, es decir la

16
palabra. También es cierto que el resultado de Rahner es limitado. Su prospectiva no
logra ir más allá de la plausibilidad de una escucha en la eventualidad del hablar de Dios
(eventualidad que de hecho es deducida porque se necesita poner en arsenal también un
posible silencio de Dios), no ofrece indicaciones suficientes para discernir entre una
palabra y otra, entre una revelación auténtica y una impropia.

2.3 Juan Alfaro

La segunda figura que se incluye en este modelo es Juan Alfaro (1914-1993),


cuya obra De la cuestión del hombre a la cuestión de Dios ha sido definida “un nuevo y
actualizado Hörer des Wortes”. Según Alfaro es imposible pensar la revelación de Dios
sin pensar al mismo tiempo en su destinatario, el hombre. El dar razón de la fe cristiana
se topa inmediatamente con el problema antropológico puesto que se pregunta qué cosa
exista en el hombre que lo haga radicalmente capaz de recibir la revelación de Dios. Es
necesario, por lo tanto, interrogar la estructura ontológica del hombre, individuar las
dimensiones constitutivas de la esencia humana y sólo a partir de estas verificar la
eventual emergencia de la cuestión de Dios. Se nota enseguida que la intención de
Alfaro es seguir de cerca a Rahner, Alfaro asume el presupuesto antropológico para
responder a la pregunta “qué creo y por qué creo”. La credibilidad de la fe es pensada y
declinada de manera “extrínseca” como capacidad de interceptar adecuadamente aquel
problema de Dios que el dinamismo de la experiencia humana implica.

El punto de partida sigue siendo una fenomenología del humano que asume la
pregunta radical del hombre, o bien, la pregunta sobre el sentido. El hombre es
originariamente y constitutivamente pregunta y búsqueda: ambas definen el ser del
hombre a modo de “a priori” ontológico. Esta estructura que se mueve de la pregunta
hacia la búsqueda es un proceso dinámico y tendencialmente infinito puesto que el
abismo existente entre lo inagotable del interrogar (ilimitación de la propia esperanza) y
la determinación de las respuestas (finitud de los propios actos) nunca se colma.

Estructuralmente la pregunta confiere el problema del sentido como cuestión


última; no sólo el sentido de las cosas, sino que más propiamente el sentido del hombre
y de su existencia, de la existencia entendida no en modo genérico, sino del yo singular,
ya que el que cuestiona y lo cuestionado son idénticos: el que pregunta y el contenido
de lo que se pregunta son la misma cosa; aquí reside la singularidad del hombre como
autoconciencia y esto dice también que del interrogativo sobre sí mismo, en la
experiencia de la conciencia auto reflexiva, el hombre no es indiferente como objeto
(Gegenstand) espectador, ya que de la respuesta a la pregunta de sentido depende la
posición concreta de su vida como inteligencia y libertad.

El “dar sentido” a la vida se convierte en la cuestión de la existencia porque ella


tiene realmente más importancia desde el punto de vista ontológico y define la
estructura ontológica permanentemente presente en el acto mismo de existir. El
interrogativo del sentido brota de la experiencia originaria del descubrimiento de la vida

17
humana como carente de fundamento en sí misma; la vida humana se descubre
radicalmente contingente. El hombre constata la evidencia de dos verdades que lo
definen universalmente: “no existo desde siempre y no existiré para siempre”; auto
comprendiéndose como una especie de “segmento” entre el todavía-no que lo ha
precedido y el no-más que le seguirá, el hombre se pregunta “¿qué cosa soy yo, de
donde vengo, a donde voy?”. Existe, entonces, la pregunta y la exigencia de un
fundamento auto fundante que vaya más allá del finito y explique la contingencia de
aquello que no siendo fundamento auto fundante de si mismo se descubre fundado en
otro: “el hombre no lleva en sí mismo el fundamento último de su ser, pero se
demuestra fundado fuera de sí mismo; abierto a algo que lo trasciende”, reenviado a un
más allá respecto a sí mismo puesto que no encuentra en sí mismo la respuesta última a
la pregunta que lo constituye.

La cuestión del sentido parece que reviste un carácter trascendental, como el a


priori en el que se inscriben las múltiples declinaciones categoriales de la inteligencia y
de la libertad; tratándose de un trascendental se involucra todo el ser del hombre. Por lo
tanto, el sentido tiene un carácter totalizador. Alfaro recuerda también que la
importancia del problema del sentido es tal al nivel de la búsqueda de una respuesta, sin
embargo, en cuanto que implica la libertad de tomar una posición, disminuye en el
momento en el cual se trata de determinar concretamente el sentido; en otras palabras:
estoy obligado a buscar el sentido, pero no a escoger uno en vez de otro. Por eso no es
posible una demostración evidente del sentido (un sentido definitivamente válido) sino
una “mostración” de los motivos suficientes que justifican una adhesión de la libertad a
aquello que se reconoce como sentido.

En cuanto al método en la búsqueda del sentido, será preciso partir de la


experiencia que el hombre vive de sí mismo y será, por lo tanto, existencial,
fenomenológico –es decir, descriptivo de los fenómenos para hacer que la realidad se
muestre y desvele las indicaciones que su aparecer contiene– y trascendental, en cuanto
que busca los presupuestos ontológicos para la comprensión de la experiencia que se
manifiesta en el fenómeno. La búsqueda de sentido está sostenida por la convicción de
que la vida humana tenga un sentido. En efecto, el hombre no buscaría lo que supiera
que no existe. Por eso la negación del sentido al nivel reflejo (el nihilismo) contradice
las condiciones a priori que hacen posible tal negación en cuanto se niega “lo que es
afirmado implícitamente en la estructura previa constitutiva de la acción libre del
hombre”.

Sólo de la experiencia del problema del hombre – búsqueda del sentido – puede
nacer la cuestión de Dios. No teniendo la persona una experiencia inmediata de Dios,
Dios podrá surgir “sólo en cuanto implícito en el problema del hombre”. Si Dios no está
implicado en la búsqueda del hombre, entonces no se plantea la cuestión de Dios. El
hombre, en efecto, no podría ni siquiera buscar a Dios si no emergiese del
descubrimiento de la apertura al trascendente a partir de sus relaciones inmanentes.
Concluye Alfaro: “La respuesta al problema del sentido se busca, en primer lugar,

18
dentro de la realidad intramundana total, constituida por la relación hombre-mundo-
historia. Si la respuesta última al problema del sentido se encontrase dentro del real
intramundano, no sería necesario buscarla ulteriormente: no se pondría el problema de
Dios. Solamente si las respuestas posibles que el intramundano ofrece no son últimas
sino que en razón de sí mismas exigen interrogar más allá de sí mismas, se pondrá el
problema del Trascendente, Último, Incondicionado. Todas las preguntas sobre Dios o
no-Dios, teísmo o ateísmo, son fundamentalmente una sola pregunta: ¿el fundamento
último es meramente intramundano o es trascendente respecto a la totalidad del real
intramundano?

El punto de partida sigue siendo el análisis fenomenológico de las dimensiones


fundamentales de la existencia: relación hombre-mundo (el ser en el mundo); relación
yo-otros (interpersonal y comunitaria); relación con la muerte; relación con la historia.
El análisis de estos temas constituye el contenido del primer ensayo de la obra de 1985,
significativamente intitulado El hombre abierto a la revelación de Dios, y de la segunda
parte del texto de 1991. A partir de una fenomenología comprensiva de estos ámbitos
constitutivos de la experiencia, emerge, al interno de cada quien, el fundamento
trascendente como realidad fundante y personal que como libertad interpela al hombre
pidiéndole tomar posición mediante la opción fundamental de su libertad. Dios surge
también como amor originario y como Fuente de la Solidaridad en la relación
interpersonal; Dios surge además como contenido de la esperanza esperante en la
experiencia de la muerte: espera de una vida nueva más allá de la muerte, vida que sola
no puede confinar la esperanza en la ilusión, en la afirmación de la vida como camino
hacia el fin (no sentido); también en el devenir histórico la esperanza esperante, que es
su motor y funda su posibilidad, abre la eventualidad que tal devenir sea trascendente a
la historia, sea el Futuro último absoluto de la esperanza esperante, es decir, Dios.

Dios es exigido por el problema del hombre, por su pregunta radical y


constitutiva sobre el sentido último; y es la experiencia humana la que implica también
las características esenciales de Dios: trascendencia, libertad absoluta, ser personal.
Dios es la libertad-amor fundante que interpela la libertad del hombre; a partir de esta
llamada, la libertad humana se comprende como respuesta, como responsabilidad ante
la gratuidad del llamado. El hombre es apertura a la gracia y a la autorevelación de la
divinidad, y esta revelación de Dios podrá ser comprendida por el hombre si
“corresponde” a su estructura ontológica de inteligencia y libertad responsable: “la
subjetividad del hombre (libertad) y si historia (actuada en la historia) constituyen las
dimensiones humanas en las que se puede cumplir el evento absolutamente gratuito de
la autorevelación de Dios. Este evento, en cuanto cumplido en la historia y destinado al
hombre, exige la expresión del propio contenido de un modo accesible al hombre, es
decir, en la palabra. Solo en la palabra, el evento se hace inteligible al hombre, asume la
forma de evento realmente acaecido para el hombre. La autorevelación de Dios puede
manifestar algo concreto en la historia sólo en cuanto se expresa en la palabra: puede
llegar al hombre sólo ‹‹encarnándose›› en la palabra: ‹‹Y la palabra se hizo hombre››
(Jn 1, 14)”.

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