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La Doctrina de Las Dos Ciudades en Agustín de Hipona

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Artículo de reflexión

LA DOCTRINA DE LAS DOS CIUDADES EN AGUSTÍN DE HIPONA

The doctrine of the two cities in Augustine of Hippo

Joan Torra Bitlloch jtorra@teologia-catalunya.cat

Resumen: El presente artículo quiere iluminar la famosa sentencia atribuida al


obispo tomista Josep Torras i Bages "Cataluña será cristiana o no será" mediante
una reflexión de la doctrina agustiniana acerca de las dos ciudades; la lectura
contemporánea de Agustín que se propone tendrá especialmente en cuenta las
aportaciones de la Constitución Lumen Gentium del Concilio Vaticano II.

Palabras clave:Agustín de Hipona, Torras i Bages, De civitate Dei.

Abstract:This article aims to illuminate the famous sentence attributed to the


Thomistic bishop Josep Torras i Bages "Catalonia will be Christian or will not be"
through a reflection of the Augustinian doctrine about the two cities; the
contemporary reading of Augustine that is proposed will take special account of
the contributions of the Constitution Lumen Gentium of the Second Vatican
Council.

Keywords:Augustine of Hippo, Torras i Bages, De civitate Dei.

1. A raíz de una anécdota

En el año 2007 al cumplirse el centenario del nacimiento del obispo de la


diócesis de Vic, Dr. Ramon Masnou i Boixeda (1907-2004), obispo que fue desde
1955 hasta su jubilación canónica en 1983, se promovió la edición de una
miscelánea de reconocimiento a su figura y a su obra. Para ella me pidieron una
aportación que era cuanto menos especial. Se trataba de reflexionar sobre la
célebre frase del obispo Josep Torras i Bages (1846-1916), considerado como
patriarca espiritual de Cataluña, muy admirado por el Dr. Masnou, frase que
figura además en la fachada del Monasterio de Montserrat: «Cataluña será
cristiana o no será»1. No podía negarme de ninguna forma. El Dr. Masnou fue el
obispo que me confirió la ordenación sacerdotal y con él habíamos departido
muchas veces sobre el significado de esta expresión que guiaba también su
forma de entender el servicio eclesial a la comunidad política. Mi reflexión partía
indefectiblemente de la reflexión de Agustín de Hipona. No podía ser de otra
forma: formaba parte de mi estudio especializado en los Padres de la Iglesia.
Pero, además creo que la visión agustiniana estaba en la base de la reflexión
torrasiana y en consecuencia del obispo Masnou.

Aquella reflexión se ha visto ampliada y profundizada mucho más debido a las


actuales circunstancias políticas que está viviendo Cataluña recientemente. Así,
por ejemplo, en octubre del pasado 2017, se organizó en Vic un ciclo de
conferencias y mesas redondas bajo el título general de «política y verdad». Mi
participación (no publicada) me obligó a retomar aquel estudio para situarlo en el
contexto actual de forma que la reflexión, salida del genio de Agustín, continuara
iluminando las situaciones sociales actuales, puesto que tengo el convencimiento
que su reflexión es de estudio imprescindible para cualquiera que desee
dedicarse a la función pública. Además, añade la reflexión sobre qué papel debe
tener la iglesia en este concierto, algo, evidentemente, muy importante para mí.

Todo ello es lo que me dispongo a ofrecer ahora desde aquella sublime


aportación agustiniana sobre las dos ciudades.

2. Sobre la Ciudad de Dios

El genio de Agustín y su imponente formación retórica consigue sintetizar en


pocas palabras, en discursos breves, los razonamientos que paulatinamente ha
ido desarrollando en sus obras a menudo muy extensas. Esto ocurre en una de
sus obras culmen, La Ciudad de Dios, un monumento de la historia de la
humanidad. Me remito directamente al fragmento clave de esta obra, muy
conocido y que debe ser leído y releído con la calma suficiente para
comprenderlo en todo su contenido. Este es el texto.

Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el
desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí,
la celestial. La primera se gloría en sí misma; la segunda se gloría en el
Señor. Aquélla solicita de los hombres la gloria; la mayor gloria de ésta se
cifra en tener a Dios como testigo de su conciencia. Aquélla se engríe en
su gloria; ésta dice a su Dios: Gloria mía, tú mantienes alta mi
cabeza  (Salmo 3,4). La primera está dominada por la ambición de
dominio en sus príncipes o en las naciones que somete; en la segunda se
sirven mutuamente en la caridad los superiores mandando y los súbditos
obedeciendo. Aquélla ama su propia fuerza en los potentados; ésta le dice
a su Dios: Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza (Salmo 17,2).

Por eso, los sabios de aquélla, viviendo según el hombre, han buscado los
bienes de su cuerpo o de su espíritu o los de ambos; y pudiendo conocer
a Dios,  no le honraron ni le dieron gracias como a Dios, sino que se
desvanecieron en sus pensamientos, y su necio corazón se oscureció.
Pretendiendo ser sabios, exaltándose en su sabiduría por la soberbia que
los dominaba,  resultaron unos necios que cambiaron la gloria del Dios
inmortal por imágenes de hombres mortales, de pájaros, cuadrúpedos y
reptiles  (pues llevaron a los pueblos a adorar a semejantes simulacros, o
se fueron tras ellos),  venerando y dando culto a la criatura en vez de al
Creador, que es bendito por siempre (Carta a los Romanos 1,21-25).

En la segunda, en cambio, no hay otra sabiduría en el hombre que una


vida religiosa, con la que se honra justamente al verdadero Dios,
esperando como premio en la sociedad de los santos, hombres y
ángeles,  que Dios sea todo en todas las cosas (Primera Carta a los
Corintios 15,28) (De  Civitate Dei XIV,28)2.

Agustín de Hipona se había visto perturbado en sus más profundos


sentimientos, los que le hacían ser romano -latino- de corazón, cuando en el año
410 conoció desde su diócesis africana la noticia de que Roma había sido
saqueada por los pueblos llamados bárbaros que normalmente permanecían mas
allá de las fronteras imperiales. El Norte de África se encontró con un alud de
personas que huían de aquella ciudad capital que hasta aquel momento se había
visto como inmortal, personas muchas de ellas de gran cultura, romanas de
corazón como Agustín y cristianas de raíz, convertidas a aquella nueva fe
universal que, desde Constantino, y especialmente desde Teodosio, se había
identificado con la semilla de universalidad que también tenía el imperio en su
corazón y que se había mantenido durante siglos y siglos.
¿Qué había ocurrido? ¿Cómo podía ser que mientras Roma estaba bajo la
protección y amparo de los dioses, ahora descubiertos como paganos, se había
mantenido firme e invicta, y cuando el imperio se había convertido a la nueva
religión cristiana su capital eterna, Roma, símbolo de este imperio, se había visto
saqueada? ¿Cristo no había sido lo suficientemente "poderoso" como para
defender Roma de la barbarie pagana? ¿Qué habían hecho mal? ¿Cómo es que
no se podía mantener firme un imperio al que debíamos llamar cristiano?

Era normal que fuese a Agustín a quien se dirigiesen este cúmulo de preguntas
de la gente que se había convertido en refugiada, formuladas allí en el exilio
africano; desde hacía ya mucho tiempo que Agustín se había convertido en el
referente no sólo para la iglesia sino para toda la sociedad norteafricana e incluso
más allá. Era lógico también que las preguntas llegasen tanto desde la buena fe
cristiana, como, de manera inquisitorial e incluso resentida, desde las filas del
paganismo, muy vivo todavía, con quien compartían la romanidad.

Agustín tuvo que responder. Para hacerlo necesitó él mismo una muy profunda
reflexión puesto que estos acontecimientos también habían tocado el núcleo del
pensamiento en el cual había sido educado y en el que se había mantenido
amablemente toda la vida. Sus preguntas eran además de cariz teológico o
cuanto menos pastoral, puesto que él era obispo de la iglesia. Y sus respuestas
tendrían inevitablemente unas consecuencias políticas. ¿Qué era el reino de
Dios? ¿Debía tener una plasmación, llamémosla, política, histórica? ¿Tenía que
reducirse a la interioridad del corazón? ¿Se podían identificar el reino de Dios y el
imperio? Quizás formulado en términos de hoy en día, se planteaba por primera
vez temáticamente la relación que tiene que haber entre la iglesia y el estado,
entre la fe y la política, entre el reino y la misma iglesia. Tendremos que esperar
hasta el concilio Vaticano II, sobre todo a la constitución Gaudium et Spes, para
encontrar una respuesta madura a estos interrogantes. El obispo Masnou
participó en este concilio, dejémoslo apuntado.

Sin embargo, de momento Agustín reflexionó sobre esta novedad que se


producía en su vida y en la historia y, sin poder ir a buscar precedentes que lo
pudiesen orientar3, escribió su monumental obra, La Ciudad de Dios, sobre estas
cuestiones. Una más de sus genialidades en la historia humana, como decíamos.
Sigo creyendo que es una obra de lectura obligada cuando se abordan estos
temas. Allí, de momento, tuvo que admitir que el imperio romano, convertido en
cristiano, en el cual vivía y que amaba de todo corazón, no podía ser de ninguna
forma la plasmación histórica del reino que Jesús había predicado. Lo tuvo que
admitir a pesar de que sentía un amor profundo por el imperio en sí que, por
otra parte, era el mismo en el que Jesús había vivido. Este imperio con su
estructura, con su educación, con su cultura, es el que lo había fascinado y le
había robado el corazón. Era de esta cultura, estaba profundamente enraizado
-encarnado- en ella4.

Se habían producido, hacía bien poco, los acontecimientos que manifestaban


cómo este imperio en su globalidad había transitado de la persecución -muy viva
todavía en el recuerdo y la cultura romana y cristiana del pueblo- a ser vencido
por la cruz de Jesucristo y a manifestar que el evangelio hacía, no tan solo una
aportación más a la historia de este imperio, sino que culminaba esta historia
llevándola a plenitud. ¡Vete a saber! ¡Quizás el retorno esperado del Señor
estaba así mucho más cercano!

Este principio de encarnación del evangelio en la vida, en la cultura, en el


pensamiento, en la gente, fue una constante en toda la vida y en todo el
pensamiento agustiniano. Tampoco en este momento quiso renunciar a ello.
Cualquier respuesta que diera al problema planteado debía incluir este principio
de encarnación, porque el evangelio forzosamente se debía encarnar en la vida
de los hombres. Así lo había manifestado el mismo Dios: encarnándose en
Jesucristo, lo había hecho en la cultura del pueblo de Israel. Lo que estaba
pasando no podía, pues, ser culpa -de ninguna manera- de la encarnación del
evangelio en la cultura, en el pueblo. Al mismo tiempo, como decíamos, el
evangelio aportaba a esta cultura algo que por sí misma no habría podido
alcanzar jamás.

3. La ciudad de los hombres

Es aquí donde Agustín disecciona la aportación del evangelio encarnado, a


partir de hacer un verdadero análisis de la realidad, tal como diríamos en
lenguaje hoy en día, análisis en dos vertientes. La primera estaba sintetizada en
el primer texto que hemos aportado. Lo que es determinante para la vida de los
hombres y, por tanto, para la vida de los pueblos, es la caridad, el amor. Para la
segunda me es necesario citar otro texto determinante de esta misma obra,
cuando se pregunta por el origen de la ciudad, es decir, del estado tal como
diríamos hoy.

Si de los gobiernos quitamos la justicia, ¿en qué se convierten sino en


bandas de ladrones a gran escala? Y estas bandas, ¿qué son sino reinos
en pequeño? Son un grupo de hombres, se rigen por un jefe, se
comprometen en pacto mutuo, reparten el botín según la ley por ellos
aceptada. Supongamos que a esta cuadrilla se la van sumando nuevos
grupos de bandidos y llega a crecer hasta ocupar posiciones, establecer
cuarteles, tomar ciudades y someter pueblos: abiertamente se
autodenomina reino, título que a todas luces le confiere, no la ambición
depuesta, sino la impunidad lograda. Con toda finura y profundidad le
respondió al célebre Alejandro Magno un pirata caído prisionero. El rey en
persona le preguntó: «¿Qué te parece tener el mar sometido al pillaje?»
«Lo mismo que a ti -respondió- el tener el mundo entero. Sólo que, a mí,
como trabajo con una ruin galera, me llaman bandido, y a ti, como lo
haces con toda una flota, te llaman emperador (De Civitate Dei  IV,4).

¡Es la justicia! A los gobiernos les corresponde la justicia. Es la injusticia la que


les deslegitima. Ahora bien, con la sola justicia no es suficiente. Es necesario que
haya la aportación de la caridad que pueda completar la obra de la justicia5. No
basta con el ejercicio de la ley. Al imperio romano, que había acuñado el derecho
como nadie y que vivía bajo el imperio de la ley, le hacía falta la aportación de la
caridad. Sin ella, el ejercicio de la sola justicia podía convertirse en un ejercicio
realizado desde el poder (a pesar de ser hecho desde la ley) y del poder Jesús
había hablado con mucha dureza:

Sabéis que, entre los paganos, los jefes gobiernan con tiranía a sus
súbditos y los grandes descargan sobre ellos el peso de su autoridad. Pero
entre vosotros no debe ser así. Al contrario, el que entre vosotros quiera
ser grande, que sirva a los demás; y el que entre vosotros quiera ser el
primero, que sea vuestro esclavo. Porque, del mismo modo, el Hijo del
hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida en
pago de la libertad de todos (Evangelio de san Mateo 20,25-28).
¿No sería esto precisamente lo que le había pasado al imperio, a pesar de ser
aparentemente cristiano? ¿No habría actuado desde el poder y no desde el
servicio? ¿No se habría reducido al cumplimiento de la ley y, por tanto, a la
simple justicia legal y habría olvidado la caridad? De hecho, la verdadera Ciudad
de Dios sólo es la celestial, aquella que se da en la Jerusalén del cielo, cuando
Dios será «todo en todos» (Primera Carta a los Corintios 15,28). Mientras aquí
en la tierra no se da nunca la ciudad celestial; ¡ay del momento en que la hemos
querido ver o la hemos querido construir por fuerza! Si el imperio ha caído ha
sido porque no era, ni antes en el paganismo, ni ahora en la época cristiana,
aquella ciudad de Dios que sólo puede darse en el cielo, en la sociedad de los
santos.

4. La Iglesia

Las personas, que de hecho constituyen el imperio, y sobre todo aquellas que
están en el poder, también se mueven entre los mismos dos amores. Cada
persona vive en sí misma, en su interioridad, esta situación de aspirar al amor de
Dios y de vivir todavía demasiado arraigada en el amor a sí misma y al poder
propio. ¡Nadie es santo! La plenitud de la santidad se dará sólo en la definitiva
ciudad de Dios.

No es posible, pues, la ciudad de Dios aquí en la tierra. No hay, ni puede


haber, ningún reino que pueda autoproclamarse como la plasmación histórica del
reino de Dios. La prueba evidente de que el imperio romano tampoco lo era, es
el hecho de que ha sido invadido y dominado, y su capital, Roma, saqueada. No
es por obra y gracia de los invasores, sino que se debe, también y, sobre todo, a
que los gobernantes, ellos mismos como personas y en el ejercicio del poder, no
han sido capaces de dejar que fuera la caridad la que informara y completara la
justicia puramente humana. ¡Vivían aún en el pecado!

¿Y la iglesia? ¿Se puede considerar ella misma la encarnación terrenal de esta


ciudad de Dios? No sólo la experiencia del saqueo de Roma, sino la propia
experiencia africana de Agustín le mueven a confesar que nunca la iglesia podrá
ser tampoco esta ciudad soñada. Más bien esta ciudad será en el mismo
momento en que termine el periplo mundano e histórico de la iglesia. Agustín lo
sabía bien por su experiencia de lucha contra el donatismo que dividía
sangrientamente la iglesia en la que estaba tan encarnado. El año 411, en la
conferencia de Cartago, oficialmente terminaba este cisma tan doloroso; pero
sólo era un final aparente. A pesar de haber terminado desde la perspectiva de la
justicia, no terminó desde la perspectiva de la caridad. La prueba flagrante y
evidente de que no fue así, fue que poco tiempo después de su muerte, el
cristianismo, la iglesia entera, desaparecía del Norte de África, donde había sido
floreciente y brillante, informando hasta el fondo el corazón de aquel pueblo, de
la gran mayoría de personas que lo formaban. Había fallado la verdadera
encarnación. Y eclesialmente, la comunión.

Doloroso es también saber que Agustín murió el 430, cuando aquellos pueblos
bárbaros estaban asediando su ciudad, Hipona. Tampoco él no había conseguido
hacer llegar la caridad a todas las estructuras del derecho y la justicia de su
mundo, aquel que él amaba tanto. ¡No era posible la ciudad de Dios aquí! Cuánto
daño no le ha hecho a Agustín, la mala interpretación que en la historia se ha
hecho de este profundo pensamiento suyo; así arrancaron los llamados
agustinismos políticos en la historia que llevaron a cabo exactamente lo contrario
de lo que el obispo de Hipona había reflexionado.

A la iglesia le corresponde, si acaso, ser el signo, el sacramento, que anuncia y


hace presente anticipadamente esta ciudad esperada, a pesar de no serlo ella
misma. También ella sufrirá a lo largo de la historia los mismos problemas que
afectan a la sociedad y al estado. También tendrá la tentación del ejercicio del
poder en su interior y en su acción exterior cuando buscará demasiado a menudo
su implantación por el camino poderoso y no por el del servicio en la caridad.
También ella sufrirá la falta de vida en la caridad en su propio interior, con
desgarros de la comunión, suscitados y provocados tanto por los jefes como por
los subordinados, y se reducirá ella misma al estricto cumplimiento de la ley y
del derecho. También ella sufrirá la falta de encarnación que no la dejará llegar
en profundidad al corazón de las personas con el fin de ayudar a su conversión,
con la excusa de que ella está arraigada en el cielo y no en la mundanidad, sin
darse cuenta que entonces no toca el corazón de la gente.

En el fondo la mejor definición de lo que le corresponde hacer a la iglesia en


relación a la realidad social y política en la que constantemente le toca vivir, es la
de ser sacramento, signo, tan claro como sea posible, de esta ciudad de Dios
definitiva. Qué bien lo dice la Constitución Lumen gentium sobre la Iglesia del
Vaticano II, con un sabor bastante agustiniano.

«Cristo es la luz de los pueblos. Por ello este sacrosanto Sínodo, reunido
en el Espíritu Santo, desea ardientemente iluminar a todos los hombres,
anunciando el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16,15) con la claridad de
Cristo, que resplandece sobre la faz de la Iglesia. Y porque la Iglesia es en
Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima
con Dios y de la unidad de todo el género humano, ella se propone
presentar a sus fieles y a todo el mundo con mayor precisión su
naturaleza y su misión universal, abundando en la doctrina de los concilios
precedentes. Las condiciones de nuestra época hacen más urgente este
deber de la Iglesia, a saber, el que todos los hombres, que hoy están más
íntimamente unidos por múltiples vínculos sociales técnicos y culturales,
consigan también la plena unidad en Cristo» (LG 1).

Aunque sea simplificando los términos, tal vez habría que concluir que a la
iglesia corresponde continuamente la aportación a la sociedad de la caridad que
va más allá de la justicia que los gobiernos deben llevar a cabo. La estructura
social, por sí sola, no puede llegar a construir una verdadera ciudad divina; se
quedaría en una estructura humana y ésta siempre es deficiente, porque es
portadora de pecado. La iglesia deberá ser portadora de caridad en su propio
interior, es evidente; para eso es signo. Pero debe ser al mismo tiempo
aportadora de caridad en la ciudad de los hombres en que vive. Por eso tiene
que vivir bien encarnada. Es el camino que tiene Dios, movido por su profundo
amor por el mundo y por cada uno de los hombres a los que quiere salvar
(cf. Evangelio de san Juan 3,16-17), para llegar a hacer que la salvación sea
verdaderamente universal (cf. Primera Carta a Timoteo 2,1-4).

5. "Cataluña será..."

Ésta era la pregunta inicial que había provocado esta reflexión. Sin embargo,
ya se entiende que todo lo que digamos para este sujeto histórico tiene que
poder ser aplicable a cualquier otra situación social y política porque estamos en
una reflexión que lo es todo menos simplemente circunstancial.
Seguro que habría que profundizarlo más, pero tengo el convencimiento de
que en el trasfondo de la frase torrasiana relacionando la fe cristiana y Cataluña,
tenemos que ver estos elementos que nos aportaba Agustín. Seguro que
formaban parte de su formación intelectual. Y lo mismo se tiene que decir para el
obispo Ramon Masnou.

El profundo amor por Cataluña, por su cultura, su lengua, su gente, responde


al ineludible principio de encarnación, personal -cristiano- y eclesial. La
universalidad -la catolicidad- de la fe cristiana, no puede comportar en modo
alguno un desarraigo; ¡al contrario! La encarnación reclama el amor profundo y
sincero por el propio pueblo con todo lo que ello representa. La catolicidad de la
iglesia tiene que llevar a la más profunda encarnación allá donde viva; es la
condición de posibilidad de la universalidad.

En la historia de Cataluña esto se ha dado de tal manera que la misma cultura


catalana hunde sus raíces en esta fe cristiana hasta hacerse, a momentos,
inseparables entre sí sencillamente porque se han configurado la una a la otra.
No hay que repetir ahora todo el profundo y bello análisis hecho en el documento
de la Conferencia Episcopal Catalana, Raíces cristianas de Cataluña6. El
documento está elaborado aún durante el ejercicio episcopal del obispo Masnou.

La historia milenaria del pueblo catalán se puede escribir como una historia de
la encarnación de la justicia, con más o menos fortuna para cada momento
histórico. La aportación de la fe cristiana a lo largo de esta historia ha sido
importante porque ha aportado la caridad, aquel complemento necesario para
hacer que la justicia no quede cerrada en sí misma. Y en muchos momentos
históricos -lo sabemos bien- ha sido necesario que la iglesia aportara también la
posibilidad de vivir la cultura catalana cuando esto no era posible de una manera
normal en las circunstancias políticas. Ha sido el principio de encarnación llevado
a sus últimas consecuencias.

¿Qué será Cataluña? No lo sabemos, como no lo podemos saber de ninguna


entidad social, política; el futuro pertenece a Dios. Lo que sí podemos saber es
que Cataluña será en la misma medida en que sea capaz de vivir en la justicia y
sea tratada con esta misma justicia. Si pierde esta categoría y se deja reducir a
ser una entidad simplemente administrativa, sin personalidad, sin el cultivo de la
lengua y la cultura que la hacen ser, corre el peligro de dejar de ser lo que ha
sido en la historia y hoy todavía es. Es aquello para lo cual el obispo Torras i
Bages y el obispo Ramon Masnou emplearon tantos esfuerzos fruto de la
encarnación que los llevaba a trabajar por la justicia.

¿Y la iglesia en Cataluña? ¿Podría desaparecer la fe cristiana de Cataluña, tal


como desapareció en el África de Agustín? No han faltado voces que han
vaticinado la posibilidad, tanto de esta desaparición de la iglesia en nuestro país
(o reducción a ser un hecho marginal), como la desaparición de la misma entidad
catalana (reducida a algo folclórico) en virtud de una universalidad, en un caso y
en el otro, vendida como más beneficiosa.

Para que esto no sea así, será necesario que los gobiernos velen para asegurar
la justicia -siguiendo con las terminologías agustinianas-. Es decir, será necesario
que haya un cuidado especial por todo lo que hace referencia a la lengua y a la
cultura que modelan el corazón de la gente y que no se sacrifiquen en el altar del
progreso consagrado al dios económico de turno, que proporciona el poder fácil y
directo para un hoy muy -demasiado- inmediato.

Será necesario también que la iglesia sepa aportar aquella caridad que
proviene del evangelio, en el ejercicio normal de su actividad, tanto interna como
de cara al exterior de sus propias fronteras. Porque el evangelio es una fuerza de
sentido para la vida de las personas, que las sitúa en la órbita del servicio y no
del poder. De ello, la misma iglesia deberá ser signo -sacramento- en su interior
y no caer en la tentación de los recursos fáciles del ejercicio del poder.

Será necesario que ambas entidades, gobierno e iglesia, sepan reconocerse


mutuamente y aprendan a vivir en la sociedad nueva que se está presentando.
La iglesia deberá reencontrar su rol público, lejos de los roles que
desgraciadamente ha llevado a cabo en épocas pasadas muy diversas y que no
han sido precisamente modélicos. Y los gobiernos, la sociedad, tendrán que
aprender a ver que la iglesia, y en general, los hechos religiosos tan diversos que
hoy conviven ya en nuestra sociedad catalana y europea, son aportaciones
preciosas al pueblo con algo que siempre sobrepasa lo que las estructuras del
poder y la justicia no pueden dar: el amor y la paz.
¿Tiene futuro, pues, la iglesia en Cataluña? ¡Ha quedado claro que creemos
firmemente que sí! Lo que le da futuro es el ser una iglesia encarnada, pobre,
reconciliadora, corresponsable y que sabe estar en diálogo, interno y externo,
con todo y con todos, en especial en el diálogo inter-religioso, y que sabe
mantenerse lejos de cualquier tipo de funda-mentalismo.

Podremos hacerlo más o menos difícil, pondremos más o menos obstáculos,


haremos más rodeos o iremos más directos, pero no haremos perder el futuro de
la fe porque ésta responde a la inquietud del corazón de la persona humana.
Será -seguro- una iglesia distinta de la que hemos conocido, probablemente
menos numérica pero seguramente más auténtica porque responderá a las
opciones firmes de sus miembros.

La iglesia catalana estará al servicio de nuestro pueblo para hacerlo crecer,


para continuar diciéndole que el horizonte no se agota en el aquí y ahora, sino
que llega a la plenitud del reino. Si no es así, ¡no será! Algo parecido se debe
tener que decir para Cataluña; si no es capaz de seguir pensándose a sí misma y
de admitir las aportaciones que desde tantos ámbitos, como el de la iglesia, se le
hacen para hacerla ir más allá de ella misma, podría quedar reducida a ser algo
marginal. La justicia y la caridad, sin embargo, se deben encarnar en este,
nuestro querido pueblo.

¡O no será!

Referencias bibliográficas

- Concilio Provincial Tarraconense. (1996). Documentos y resoluciones,


Barcelona: Claret 1996.
- Fitzgerald, A. (Ed). (2001). Diccionario de San Agustín. San Agustín a
través del tiempo. Burgos: Monte Carmelo.
- Marrou, H. (1987). S. Agostino e la fine della cultura antica, Milano: Jaca
Book
- Santos & Fuertes, (Ed.). (1988). Obras completas de san Agustín. La
Ciudad de Dios. Madrid, España: BAC.
- Torrá, J. (2007). «Catalunya serà...» Què será Catalunya, GENÍS SAMPER
(coord.), Doctor Ramon Masnou. Miscellània de reconeixement, Barcelona:
Publicacions de l'Abadia de Montserrat.

Notas

1. TORRA, «Catalunya será...» Què será Catalunya, GENÍS SAMPER (coord.),


Doctor Ramon Masnou. Miscehlánia de reconeixement, Barcelona:
Publicacions de l'Abadia de Montserrat 2007 pp. 293-305.
2. SAN AGUSTIN, La Ciudad de Dios, en: Obras completas de san Agustín.
XXIV. La Ciudad de Dios (2o ), Traducción de Santos Santamarta del Río y
Miguel Fuertes Lanero, Madrid: BAC 172, 1988, pp. 137-138.
3. ERNEST L. FORTIN, «Civitate Dei, De», en A. D. FITZGERALD
(dir), Diccionario de San Agustín. San Agustín a través del tiempo, Burgos:
Monte Carmelo 2001, 268-278, donde hay abúndate bibliografía sobre
esta obra. Agustín nunca respondía de forma poco documentada, sino más
bien al contrario. Podríamos llegar a decir que esta obra sirve de resumen
de la historia de Roma, de su cultura y, de forma especial, de las
reflexiones que sobre lo que hoy llamaríamos teoría política se habían
hecho hasta aquel momento. Por el gran aprecio que él mismo le tenía,
cabe destacar la aportación de Cicerón. Pero es a partir de ahí desde
donde Agustín hace notar que se está produciendo una aportación nueva y
única a la historia con la aparición del cristianismo y las consecuencias
políticas que ello conlleva.
4. Véase, por ejemplo, H. - I. MARROU, S. Agostino e la fine della cultura
antica, Milano: Jaca Book1987.
5. Dice E. L. FORTIN, «Civitate Dei, De» ...272-273: «La verdadera causa del
fracaso del Estado romano no fue el cristianismo sino el fallo de Roma en
vivir con arreglo a sus propios ideales más nobles. Agustín trata de probar
esto basándose en los mismos autores paganos y, sobre todo, en el agudo
diagnóstico que hace Cicerón de las deficiencias de la vida pública romana
[...]. Agustín define la ciudad o el Estado (res publica) como "un grupo de
seres racionales unidos por la aceptación común del derecho y por una
comunidad de intereses" (civ. Dei 2,21,2). Lo que Agustín mantiene —en
contra de los filósofos paganos— no es la doctrina de ellos acerca del
carácter natural de la sociedad civil y de la necesidad de la justicia dentro
de ella, sino la incapacidad de esas personas para crear una sociedad justa
[...]. Las ciudades son grupos de seres racionales asociados, no por una
"aceptación común del derecho", sino por un acuerdo común en cuanto a
los objetivos de su amor (19,24), cualquiera que sea la cualidad de ese
amor o la bondad o maldad de sus objetivos. Al proponer esta enmienda,
Agustín no exige la extrusión de la moralidad del ámbito de la política,
como algunos han pretendido; está lamentando sencillamente que la
moralidad esté ausente —con demasiada frecuencia— de la política, como
algunos han pretendido. Al afirmar la necesidad de la justicia y, al mismo
tiempo, su imposibilidad práctica, la filosofía reconoce implícitamente su
propia incapacidad para resolver un problema fundamental de la sociedad
[...]. Tan sólo en la ciudad de Dios, cuya vida es una total aceptación de la
revelación divina, puede hallarse la verdadera justicia. Puesto que su
norma está puesta en el cielo y puesto que su estado perfecto se logra
únicamente en la vida futura, la ciudad de Dios es denominada algunas
veces la ciudad celestial. Pero como, al aceptar a Cristo, los hombres
tienen ahora la posibilidad de vivir vidas virtuosas, esa ciudad existe ya
aquí en la tierra».

Véase el documento en: Concilio Provincial Tarraconense 1995. Documentos y


resoluciones, Barcelona: Editorial Claret 1996, pp. 351-369.

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