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La Doctrina de Las Dos Ciudades en Agustín de Hipona
La Doctrina de Las Dos Ciudades en Agustín de Hipona
La Doctrina de Las Dos Ciudades en Agustín de Hipona
Joan Torra Bitlloch jtorra@teologia-catalunya.cat
Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el
desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí,
la celestial. La primera se gloría en sí misma; la segunda se gloría en el
Señor. Aquélla solicita de los hombres la gloria; la mayor gloria de ésta se
cifra en tener a Dios como testigo de su conciencia. Aquélla se engríe en
su gloria; ésta dice a su Dios: Gloria mía, tú mantienes alta mi
cabeza (Salmo 3,4). La primera está dominada por la ambición de
dominio en sus príncipes o en las naciones que somete; en la segunda se
sirven mutuamente en la caridad los superiores mandando y los súbditos
obedeciendo. Aquélla ama su propia fuerza en los potentados; ésta le dice
a su Dios: Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza (Salmo 17,2).
Por eso, los sabios de aquélla, viviendo según el hombre, han buscado los
bienes de su cuerpo o de su espíritu o los de ambos; y pudiendo conocer
a Dios, no le honraron ni le dieron gracias como a Dios, sino que se
desvanecieron en sus pensamientos, y su necio corazón se oscureció.
Pretendiendo ser sabios, exaltándose en su sabiduría por la soberbia que
los dominaba, resultaron unos necios que cambiaron la gloria del Dios
inmortal por imágenes de hombres mortales, de pájaros, cuadrúpedos y
reptiles (pues llevaron a los pueblos a adorar a semejantes simulacros, o
se fueron tras ellos), venerando y dando culto a la criatura en vez de al
Creador, que es bendito por siempre (Carta a los Romanos 1,21-25).
Era normal que fuese a Agustín a quien se dirigiesen este cúmulo de preguntas
de la gente que se había convertido en refugiada, formuladas allí en el exilio
africano; desde hacía ya mucho tiempo que Agustín se había convertido en el
referente no sólo para la iglesia sino para toda la sociedad norteafricana e incluso
más allá. Era lógico también que las preguntas llegasen tanto desde la buena fe
cristiana, como, de manera inquisitorial e incluso resentida, desde las filas del
paganismo, muy vivo todavía, con quien compartían la romanidad.
Agustín tuvo que responder. Para hacerlo necesitó él mismo una muy profunda
reflexión puesto que estos acontecimientos también habían tocado el núcleo del
pensamiento en el cual había sido educado y en el que se había mantenido
amablemente toda la vida. Sus preguntas eran además de cariz teológico o
cuanto menos pastoral, puesto que él era obispo de la iglesia. Y sus respuestas
tendrían inevitablemente unas consecuencias políticas. ¿Qué era el reino de
Dios? ¿Debía tener una plasmación, llamémosla, política, histórica? ¿Tenía que
reducirse a la interioridad del corazón? ¿Se podían identificar el reino de Dios y el
imperio? Quizás formulado en términos de hoy en día, se planteaba por primera
vez temáticamente la relación que tiene que haber entre la iglesia y el estado,
entre la fe y la política, entre el reino y la misma iglesia. Tendremos que esperar
hasta el concilio Vaticano II, sobre todo a la constitución Gaudium et Spes, para
encontrar una respuesta madura a estos interrogantes. El obispo Masnou
participó en este concilio, dejémoslo apuntado.
Sabéis que, entre los paganos, los jefes gobiernan con tiranía a sus
súbditos y los grandes descargan sobre ellos el peso de su autoridad. Pero
entre vosotros no debe ser así. Al contrario, el que entre vosotros quiera
ser grande, que sirva a los demás; y el que entre vosotros quiera ser el
primero, que sea vuestro esclavo. Porque, del mismo modo, el Hijo del
hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida en
pago de la libertad de todos (Evangelio de san Mateo 20,25-28).
¿No sería esto precisamente lo que le había pasado al imperio, a pesar de ser
aparentemente cristiano? ¿No habría actuado desde el poder y no desde el
servicio? ¿No se habría reducido al cumplimiento de la ley y, por tanto, a la
simple justicia legal y habría olvidado la caridad? De hecho, la verdadera Ciudad
de Dios sólo es la celestial, aquella que se da en la Jerusalén del cielo, cuando
Dios será «todo en todos» (Primera Carta a los Corintios 15,28). Mientras aquí
en la tierra no se da nunca la ciudad celestial; ¡ay del momento en que la hemos
querido ver o la hemos querido construir por fuerza! Si el imperio ha caído ha
sido porque no era, ni antes en el paganismo, ni ahora en la época cristiana,
aquella ciudad de Dios que sólo puede darse en el cielo, en la sociedad de los
santos.
4. La Iglesia
Las personas, que de hecho constituyen el imperio, y sobre todo aquellas que
están en el poder, también se mueven entre los mismos dos amores. Cada
persona vive en sí misma, en su interioridad, esta situación de aspirar al amor de
Dios y de vivir todavía demasiado arraigada en el amor a sí misma y al poder
propio. ¡Nadie es santo! La plenitud de la santidad se dará sólo en la definitiva
ciudad de Dios.
Doloroso es también saber que Agustín murió el 430, cuando aquellos pueblos
bárbaros estaban asediando su ciudad, Hipona. Tampoco él no había conseguido
hacer llegar la caridad a todas las estructuras del derecho y la justicia de su
mundo, aquel que él amaba tanto. ¡No era posible la ciudad de Dios aquí! Cuánto
daño no le ha hecho a Agustín, la mala interpretación que en la historia se ha
hecho de este profundo pensamiento suyo; así arrancaron los llamados
agustinismos políticos en la historia que llevaron a cabo exactamente lo contrario
de lo que el obispo de Hipona había reflexionado.
«Cristo es la luz de los pueblos. Por ello este sacrosanto Sínodo, reunido
en el Espíritu Santo, desea ardientemente iluminar a todos los hombres,
anunciando el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16,15) con la claridad de
Cristo, que resplandece sobre la faz de la Iglesia. Y porque la Iglesia es en
Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima
con Dios y de la unidad de todo el género humano, ella se propone
presentar a sus fieles y a todo el mundo con mayor precisión su
naturaleza y su misión universal, abundando en la doctrina de los concilios
precedentes. Las condiciones de nuestra época hacen más urgente este
deber de la Iglesia, a saber, el que todos los hombres, que hoy están más
íntimamente unidos por múltiples vínculos sociales técnicos y culturales,
consigan también la plena unidad en Cristo» (LG 1).
Aunque sea simplificando los términos, tal vez habría que concluir que a la
iglesia corresponde continuamente la aportación a la sociedad de la caridad que
va más allá de la justicia que los gobiernos deben llevar a cabo. La estructura
social, por sí sola, no puede llegar a construir una verdadera ciudad divina; se
quedaría en una estructura humana y ésta siempre es deficiente, porque es
portadora de pecado. La iglesia deberá ser portadora de caridad en su propio
interior, es evidente; para eso es signo. Pero debe ser al mismo tiempo
aportadora de caridad en la ciudad de los hombres en que vive. Por eso tiene
que vivir bien encarnada. Es el camino que tiene Dios, movido por su profundo
amor por el mundo y por cada uno de los hombres a los que quiere salvar
(cf. Evangelio de san Juan 3,16-17), para llegar a hacer que la salvación sea
verdaderamente universal (cf. Primera Carta a Timoteo 2,1-4).
5. "Cataluña será..."
Ésta era la pregunta inicial que había provocado esta reflexión. Sin embargo,
ya se entiende que todo lo que digamos para este sujeto histórico tiene que
poder ser aplicable a cualquier otra situación social y política porque estamos en
una reflexión que lo es todo menos simplemente circunstancial.
Seguro que habría que profundizarlo más, pero tengo el convencimiento de
que en el trasfondo de la frase torrasiana relacionando la fe cristiana y Cataluña,
tenemos que ver estos elementos que nos aportaba Agustín. Seguro que
formaban parte de su formación intelectual. Y lo mismo se tiene que decir para el
obispo Ramon Masnou.
La historia milenaria del pueblo catalán se puede escribir como una historia de
la encarnación de la justicia, con más o menos fortuna para cada momento
histórico. La aportación de la fe cristiana a lo largo de esta historia ha sido
importante porque ha aportado la caridad, aquel complemento necesario para
hacer que la justicia no quede cerrada en sí misma. Y en muchos momentos
históricos -lo sabemos bien- ha sido necesario que la iglesia aportara también la
posibilidad de vivir la cultura catalana cuando esto no era posible de una manera
normal en las circunstancias políticas. Ha sido el principio de encarnación llevado
a sus últimas consecuencias.
Para que esto no sea así, será necesario que los gobiernos velen para asegurar
la justicia -siguiendo con las terminologías agustinianas-. Es decir, será necesario
que haya un cuidado especial por todo lo que hace referencia a la lengua y a la
cultura que modelan el corazón de la gente y que no se sacrifiquen en el altar del
progreso consagrado al dios económico de turno, que proporciona el poder fácil y
directo para un hoy muy -demasiado- inmediato.
Será necesario también que la iglesia sepa aportar aquella caridad que
proviene del evangelio, en el ejercicio normal de su actividad, tanto interna como
de cara al exterior de sus propias fronteras. Porque el evangelio es una fuerza de
sentido para la vida de las personas, que las sitúa en la órbita del servicio y no
del poder. De ello, la misma iglesia deberá ser signo -sacramento- en su interior
y no caer en la tentación de los recursos fáciles del ejercicio del poder.
¡O no será!
Referencias bibliográficas
Notas