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Romano Guardini - El Santo en Nuestro Mundo

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Romano Guardini - El Santo en Nuestro

Mundo

(Verona, 1885-Munich, 1968) Teólogo católico


alemán. Estudiante de química y de economía en
Tubinga y en Berlín, cursó los estudios
eclesiásticos y fue ordenado sacerdote. Fue
profesor de dogmática en Bonn (1922), de
filosofía católica en Berlín (1923) y maestro en
el arte de la interpretación; ejerció una
considerable influencia en la juventud católica
alemana después de la I Guerra Mundial. Su
cátedra fue suprimida en 1939 por el régimen
nacionalsocialista.

En 1945 fue invitado a enseñar en la Universidad


de Tubinga y, a partir de 1948, en la de Munich, donde exponía su
propio pensamiento acerca de una cosmovisión católica del mundo. Para
sustituirle, tras su jubilación, se llamó a Karl Rahner. En 1952 obtuvo el
premio de la paz de los libreros alemanes.

Es el teólogo de referencia para el Papa Benedicto XVI, que con gusto lo


citó en sus muchas publicaciones teológicas. En relación con el
desarrollo del pensamiento de Guardini, Ratzinger subraya, entre otras
cosas, la ubicación original más cerca del argumento liberal y luego un
enfoque progresivo del autor a posiciones más tradicionales.

EL SANTO EN NUESTRO MUNDO

Los fundamentos

La mayor parte de los días del calendario llevan nombres de


personalidades de la historia cristiana, a los que acompaña un carácter
especial de dignidad, de amonestación y promesa: los Santos. Sus
figuras se nos aparecen en el arte cristiano, se nos presentan en
leyenda y poesía, y nosotros mismos llevamos sus nombres. ¿Qué
ocurre con ellos? ¿Qué es un santo?

En cuanto se adquiere intimidad con su naturaleza, no se hace difícil la


respuesta: Ya en el Antiguo Testamento está «el mandamiento primero
y mayor», que luego Cristo confirmó de nuevo: «Amarás al Señor, tu
Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente» (Dt 6.

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5; Mt 22,37). Un santo es una persona a quien Dios ha concedido tomar
este mandato con total seriedad, comprenderlo en sus profundidades y
ponerlo todo en su cumplimiento. Algo grande, pues; incluso, algo
terrible; porque ¿qué ocurre a la persona que se entrega a ello? Por eso
se comprende la timidez respetuosa, pero al mismo tiempo la atracción
misteriosa que experimenta el creyente ante esias figuras poderosas y
entrañables. La respuesta que hemos hallado aquí, vale para todos los
Santos, de todos los pueblos y todas las épocas. Pero también se puede
plantear la pregunta de otro modo, a saber: ¿cómo aparece su imagen
en la conciencia de los creyentes?

A esto no se puede dar respuesta tan fácilmente. Su esencia permanece


idéntica, pues ¿en qué podría consistir eso tan poderoso y misterioso
que el creyente venera en el Santo, sino en un fortalecimiento del amor?
Si embargo, en el transcurso de la Historia cambia el modo de
concebirse tal fortalecimiento.

El santo en el nuevo testamento

Si preguntamos sobre esto al gran testigo de la vida cristiana primitiva,


al apóstol san Pablo, recibimos una respuesta peculiar. Por ejemplo, en
la Segunda Epístola a los Corintios, dice la salutación: «Pablo, apóstol
de Jesucristo por la voluntad de Dios, y Timoteo, el hermano, a la
Iglesia de Dios que está en Corinto, con todos los santos que están en
toda Acaya». Y en la conclusión dice: «Todos los santos os saludan...»,
y se completa: el país desde donde escribe el Apóstol, esto es, de
Macedonia.

¿Quiénes son esos santos? Por lo visto, los cristianos, simplemente:


aquellos que han recibido la Buena Noticia, que han aceptado la fe y que
han renacido a nueva vida por el Bautismo. Es decir, una idea diferente
que la que nos es familiar. Cuando pronunciamos la palabra santo,
pensamos engrandes individualidades de la Cristiandad, cuyas solemnes
imágenes están en nuestras iglesias; aquí son personas que viven su
vida en Corinto y Tesalónica y Efeso, y otros sitios; creen y esperan, se
atormentan con su fragilidad, y no tienen para exhibir gran cosa de
extraordinario en lo religioso.

¿Dónde está aquí, pues, esa cosa especial que implica patentemente el
concepto de santo?

Ante todo, tenemos que darnos cuenta claramente de que en la época


primitiva, hacerse cristiano y vivir como cristiano, ya era por sí solo algo
extraordinario. Quien se decidía a ello, se desprendía del contexto de su

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existencia anterior. Se hacía extraño a su circunstancia. Si su familia no
daba el paso con él, también se enajenaba de ella; a veces tan
profundamente, que equivalía a una separación.

Toda la vida de la Antigüedad estaba penetrada de usos de la religión


pagana, y el lenguaje cotidiano estaba lleno de alusiones a los dioses y
los mitos de los dioses; por tanto, la manera de vivir y hablar del
cristiano tenía que apartarse de la habitual. Esto no sólo era trabajoso,
sino que daba lugar a malentendidos, dificultades y apuros sin número.
Las brillantes fiestas religiosas le quedaban prohibidas; tenía que
mantenerse alejado de las solemnidades públicas de la ciudad y el
Estado, pues todas estaban en relación con los dioses del país, o por lo
menos tenía que tomarlas con un distanciamiento que era difícil y
requería tanta renuncia como prudencia. Y por lo que tocaba al Estado
romano -y se trataba de él sobre todo—, éste se concebía a sí mismo
como algo divino, y su cabeza, el César, era venerado expresamente
como una divinidad. Por eso el cristiano, no pudiendo participar en
conciencia en todo esto, tenía que encontrarse en los más duros
conflictos con la ley y el poder del Estado.

Quien se hacía cristiano daba, por el amor de Dios, un paso lleno de


consecuencias. Entraba en una vida intranquilizada por la desconfianza
del ambiente y cargada de dificultades de toda especie; una vida que
exigía renuncia tras renuncia, y a menudo llevaba a la opresión y la
muerte. Así comprendemos muy bien que san Pablo hable de los
cristianos como de los santos.

Pero hay también otra cosa, que es lo esencial. Aquellos hombres sabían
lo que significaba ser pagano. Habían experimentado qué
profundamente atada a la Naturaleza estaba su existencia, a pesar de
toda cultura; qué poco servían a la auténtica menesterosidad del
corazón aun sus más evolucionadas formas espirituales y artísticas; qué
poco podían saciar sus mitos y cultos el ansia de verdad y libertad, aun
con toda su profundidad.

Por eso aquellos hombres conocían también la grandeza divina de la


Buena Noticia. Habían percibido el «amor de Cristo, que excede a todo
conocimiento» (Ef 3, 19), y volvían a percibir siempre lo que significa
crecer entrando en la nueva vida del Reino de Dios. Lo que vivían era,
simplemente, una existencia nueva, regida por el Santo Dios; así tenía
mucha razón el Apóstol para llamarlos los santos.

El Santo de lo extraordinario

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Pero luego se cambian las cosas. Los cristianos se hacen más
numerosos, y cuando aumenta el número, por lo regular disminuyen la
seriedad y el valor. Además, entre los que entran en la fe, cada vez hay
más niños; pues cuando el padre y la madre se hacen cristianos, o lo
son ya, introducen sin más a sus hijos en la comunidad de la Iglesia.
Pero éstos ya no se dan cuenta de lo enorme del paso. Crecen en el
reino de la fe, y lo que en sí es tan extraordinario, se vuelve obvio.

Incluso, después de la conversión del emperador Constantino, la fe


cristiana se hace religión de Estado. Entonces quien quiera presentarse
como buen ciudadano y avanzar en el servicio del Estado, tiene que ser
cristiano, al menos de nombre y en conducta pública; y ya podemos
imaginar cuánto se superficializó con esto la vida cristiana en general, y
cómo quedó oculto lo peculiar de ella. Ya no hubiera sido posible
entonces hablar de los cristianos sencillamente como de los santos en
Corinto, Efeso o Roma.

Entonces tuvo que formarse un nuevo concepto de santo, y se empezó a


entender como la persona que realizaba de un modo extraordinario el
mandamiento mayor.

Sobretodo, era el mártir, que daba su vida por la fe. Un san Esteban, un
san Ignacio, una santa Perpetua, una santa Inés, tenían en torno el
fulgor del heroísmo cristiano, haciéndolos dignos de especial
veneración... Pero también se puede expresar de otro modo el amor sin
reservas a Dios. Por ejemplo, alguno experimentaba tan profundamente
lo terrible del pecado, que no le bastaba arrepentirse y procurar
mejorarse. Lo arrojaba todo, se iba a la soledad y llevaba allí una vida
de penitencia, cuya dureza espanta: pensemos en los ermitaños del
desierto de la Tebaida… O a alguno se le hacia tan apremiante la
llamada de la comunidad con Dios, tan poderosa su abundancia de
valor, que por ella se hacía pobre, como lo hicieron san Francisco y
santa Clara... O alguien era arrebatado por el mandamiento del amor al
prójimo, y se entregaba entero al servicio de los pobres y los enfermos;
pensemos en santa Isabel de Turingia o san Vicente de Paul... Otros,
por su parte, sintieron la grandeza de la verdad de Dios y vivieron sólo
investigándola, como un san Anselmo de Canterbury, o un santo Tomás
de Aquino... Pero otros percibieron en su corazón las palabras: «Id,
pues, y haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28, 19); fueron
arrebatados por el ardor del apóstol, y llevaron el mensaje al mundo,
quizá para sellar su palabra con su sangre: san Patricio en Irlanda, san
Bonifacio en Alemania, san Francisco Javier en la India... Y así
sucesivamente, en la inagotable multiplicidad de las gracias y las
vocaciones.

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La vida de estos hombres tiene el más diverso contenido, pero siempre
ostenta el carácter de lo extraordinario. Proceden de todos los estratos
de la sociedad; son reyes o labradores, caballeros o artesanos, mujeres,
hombres, jóvenes, niños; pero tienen una cosa en común: la exigencia
del amor de Dios los saca de lo cotidiano y los impulsa a realizar algo
extraordinario.

Con ello son testigos de la grandeza eternamente nueva de lo que se ha


hecho posible por Cristo. En cierto modo, difractan la divina simplicidad
de Su luz en las más diversas formas de realización; acuñan modelos,
muestran objetivos y caminos, liberan fuerzas que continúan su influjo a
través de los siglos.

Esta es la idea del Santo que ha influido en la conciencia cristiana hasta


nuestra época. También seguirá siendo siempre válida, pues es
verdadera; y nuestra vida cotidiana necesita grandes figuras en que se
haga patente el poder de la gracia de Dios, que supera todo lo terrenal.
Imágenes como santa Cecilia y san Sebastián, san Benito y santo
Domingo, san Agustín y san Ignacio, san Luis Rey y santa Cunegunda
Emperatriz, la criada santa Notburga y el labrador san Nicolás von der
Flüe, siempre serán manifestaciones resplandecientes de lo que puede el
amor cuando supera toda limitación: imágenes del heroísmo cristiano,
que se expresa en una vida de riesgo, paciencia y cumplimiento sin
reservas.

El santo de lo invisible

Pero ahora parece que en el transcurso de la época actual se cumpliera


otra vez un cambio: esto es, como si la idea de lo extraordinario ya no
estuviera en el centro de la importancia, como antes. No hemos de
adentrarnos aquí en el modo como esto ocurre en el transcurso de la
Historia: tomemos sólo un único testimonio, fácilmente accesible. En el
siglo XVIII Jean de Caussade escribió sus ideas, tan sencillas como
poderosas, que si bien estaban destinadas en principio para la vida
monástica, luego tienen también que decir algo de la mayor importancia
para el que vive en el mundo, con el conveniente traslado de términos.
El libro se titula: Entrega a la Providencia de Dios, y responde a la
pregunta de cómo debe vivir el cristiano que quiera hacerse santo,
diciendo que no debe plantear nada extraordinario, sino solamente ir
haciendo siempre lo que en cada ocasión le exija la hora. Dios mismo
traza el plan mediante su orientación providente; por tanto, el camino
hacia la santidad no pasa por un sistema preparado de acciones y
ejercicios, sino por el conjunto de la vida misma; y el progreso hacia lo
más alto no consiste tanto en grados de realización cuanto en la pureza

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cada vez mayor del amor, con el cual se ha de hacer lo que requiera la
situación a cáela vez. Pero lo que ésta requiera realmente, no lo que
querría algún motivo egoísta: predilección personal, o comodidad, o
ventaja, o gusto. Es decir, como si la situación misma hablara, diciendo:
«Esto es necesario: que ayudes a éste, que hagas este trabajo, que
ejercites la paciencia en este sufrimiento...» Hacerlo, limpia y
correctamente, sin enderezarlo según deseos personales, o debilitarlo, o
falsearlo; esto es lo que lleva a la santidad.

Así se da también respuesta a la pregunta de cómo puede uno amar a


Dios. Pues, en efecto, algunas veces ocurre que alguien es tocado por su
santa realidad; entonces el amor se convierte en entrañable obviedad.
Pero por regla general no es así. La mayor parte de los hombres tienen
siempre mudo el corazón, y lo cotidiano lo tapa todo con su estrépito.
¿Qué es entonces el amor? Esto exactamente: hacer lo que ahora es
justo, porque ello cumple la voluntad de Dios. Y hacerlo, como quiere
ser cumplido el amor, con pureza y de buena gana.

De ese amor se ha dicho que debe cumplirse «con todo tu corazón, con
toda tu alma, y con toda tu mente»; pero ¿quién puede decir jamás que
lo hace así? ¿Realmente está en ello todo su corazón, toda su alma y
toda su mente? Para comprender con claridad sólo tenemos que darnos
cuenta de que aquí hay un avance en el que no cabe exceso. Un camino,
que lleva cada vez más lejos, más allá de lo que alcanza la vista; del
cual se deben apartar continuamente los pensamientos en segundo
plano y las intenciones adventicias, poniendo al descubierto las astucias
interiores y la mala fe, y superando las resistencias y cobardías. Es el
camino hacia esa totalidad de que habla el mandato: todo el corazón,
toda el alma, toda la mente. Pero ¿qué significa esto, si se trata del
amor a Dios, totalmente santo y que todo lo ve; y ante todo, del propio
amor de ese Dios, que hace posible de algún modo el nuestro?

Aquí surge otra imagen del santo. Aquí ya no se habla de lo


extraordinario. El hombre que va por este camino, hace lo que debería
hacer cualquiera que quisiera hacer bien su asunto, aquí y ahora. Nada
más y nada menos.

Pero la justeza de la tarea propuesta aquí y ahora, la entiende a partir


de Dios. Con ello no se alude a nada fantástico. Emplea su razón, hace
lo que exige su vocación, y puede dar cuenta justa de todo; pero su
conciencia está sumergida en algo infinito. Su acción se realiza en el
mundo, pero se sabe obligada por la voluntad de Aquel que ha creado
este mundo, estando Él mismo por encima cíe todo mundo. En medio de
nuestra vida, enredada por todo egoísmo y mentira, trata de recuperar

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de un modo nuevo lo que en el principio determinó la vida del primer
hombre, antes de que éste pusiera su propia voluntad por delante de la
voluntad de Dios.

Querer esto es amor. Y en este amor, dicho una vez más, hay un
camino infinito: hacia la verdad cada vez más plena, hacia la disposición
cada vez más pura, hacia la acción cada vez más resuelta. La santidad
empieza por querer ese todo del que habla el Señor, ese todo del
corazón, del alma y la mente. Y va creciendo en las constantes
superaciones que eso cuesta, en las renuncias que se hacen precisas, en
la penetración hacia una autenticidad cada vez más pura del espíritu y
del corazón. Con eso, cada vez se hace menos llamativa. Casi diríamos:
se repliega a lo justo en lo cotidiano. Lo que hace la persona en
cuestión, cada vez tiene menos importancia y, a la vez, más
importancia.

Menos importancia, en cuanto que ya no se trata de cómo es lo que


hace: qué grande, o qué difícil, o qué arriesgado. Lo exigido puede ser
importante, o mediocre, o pequeño; es indiferente. Solamente debe ser
lo que corresponde ahora... Pero por otro lado se hace más importante,
porque, sin embargo, debe hacerse tal como es adecuado en sí, no
como lo queman los motivos personales; tal como lo quiere Dios, que ha
creado todas las cosas, y cuya voluntad habla en cada situación por ser
ésta precisamente como es. El hombre, por decirlo así, recibe en cada
ocasión su tarea de la mano de Dios; del Dios que es la verdad y no
quiere relumbrones ni chapucerías. Toda acción se convierte en un
acuerdo entre el hombre que actúa y Dios que le da en la mano Su
creación en ese momento, como antaño al primer hombre, para que la
«labrase y cuidase» (Gn 2, 15).

Es curioso lo que ocurre aquí: cómo la cosa se acentúa en su esencia, y


a la vez, precisamente por su objetividad, Cómo desaparece en lo justo
y adecuado. Nada resplandece aquí: no se habla de grandes
experiencias, ni de riesgos, ni de irrupciones. En general, ya no se
habla, sino que se trata de una tranquila acción, según lo exija la hora.
No sorprende nada. Quizá alguien pasa al lado y no nota riada de
particular... Pero si su espíritu está alerta, quizá notará algo, sin
embargo: una silenciosa libertad, una tranquila seguridad, en sentido y
orientación, una alegría, a pesar de todas las preocupaciones y
dificultades...

El Santo en nuestro mundo

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Si parece cierto lo que digo — y les ruego a ustedes, los que me oyen,
que se penetren de ello y lo examinen— , entonces se hace visible aquí
una imagen del Santo que es muy afín al sentir de nuestra época. Pues
esta época siente desconfianza respecto a las personalidades
extraordinarias y las hazañas desmesuradas; a pesar de la excitación y
agitación que hay en todas partes. Más aún, quizá precisamente por
todo esto: porque las personas más honradas y auténticas notan qué
mortal tontería hay en todo esto. Se me ocurren dos ejemplos que quizá
aclararán mejor lo que quiero decir.

Al final de la Primera Guerra Mundial surgió el concepto del "Soldado


Desconocido". Antes se había hablado del gran jefe militar, o del
realizador de hazañas famosas. Parece que éstos dejan de ser
interesantes; en cambio, adquiere importancia el que ama su tierra, el
que conoce sus deberes y los realiza, donde está, con silencio y
decisión... Otra cosa análoga: desde hace algún tiempo se ve que las
tareas científicas, técnicas, sociales y otras muchas, se hacen tan
grandes que un solo individuo no puede ya dominarlas. Así, en lugar de
la personalidad descollante, aparece el equipo, el grupo de trabajo.
Cada cual trabaja en su sitio, pero con la responsabilidad por la causa
común. Cada cual sabe que por esa causa puede confiarse a los demás;
lo mismo que él, obviamente, está al lado de cada uno de los demás...
Ambos fenómenos indican el mismo carácter espiritual, el mismo matiz
anímico. Lo extraordinario retrocede; lo individual se vuelve invisible; en
cambio, con eso hay en cada cual una sensibilidad viva por la cosa de
que se trate, y con ello cada cual adquiere una nueva importancia.
Quizá no esté descaminado compararlo —naturalmente, en otro plano—
con lo que acabamos de decir sobre la imagen del santo. Éste ya no se
caracterizaría por una forma de existencia que se saliera del resto de la
vida. Más bien actuaría en lo invisible, haciendo lo que en cada ocasión
es justo y adecuado; pero con una pureza de intención que cada vez se
une más con el amor de Dios; desprendiéndose más perfectamente del
egoísmo y la complacencia en sí mismo, y adquiriendo así una libertad
que ya no tiene nada que ver con la originalidad y genialidad, sino que
se realiza por completo en el núcleo de la persona.

Es seguro que cada hombre tiene su tarea en el conjunto de la historia,


conducida por Dios en el mundo. Pero hay muchas tareas que aguardan
a uno solo, que se ha puesto totalmente a la disposición de Dios. De
tales tareas, hay muchas y muy apremiantes. Pensemos, por ejemplo,
en el poder que ha alcanzado el hombre actual sobre la Naturaleza, pero
sin haber crecido más él mismo; o en el modo como el individuo es
absorbido por el Estado y la sociedad. Sin embargo, de eso no podemos

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seguir hablando ahora; queremos llamar la atención sobre otra cosa
decisiva, a saber, la cuestión de la fe.

¿Puede creer hoy todavía un hombre honrado? ¿Y no sólo todavía, sino


con plena responsabilidad? ¿Y qué aspecto tiene esa fe? En la Primera
Epístola de san Juan se encuentra la frase: «Y lo que ha conseguido la
victoria sobre el mundo es nuestra fe» (5, 4). El mundo ejerce su poder
sobre el hombre de mil maneras exteriores, pero también interiormente.
Actúa sobre los supuestos previos de su pensamiento; sobre las
medidas de su juicio de valores; sobre su sentir respecto a lo que es
real y esencial. Por todas partes irrumpe en él y trata de llenarlo por
completo. En el caso de que ocurra así, ya no puede seguir creyendo.
Por tanto, debe vencer esa fuerza del mundo; su corazón y su espíritu
deben liberarse de él; obtener distancia respecto a él.

La tarea siempre ha estado planteada, pero en diversas épocas ha


tomado caracteres diversos. Daría lugar a muchas conclusiones observar
cómo se presentaba en la Antigüedad, cuando el mundo estaba
determinado por el mito; cómo en la Edad Media, cuando hubo que dar
forma al caos de la emigración de pueblos; cómo en la Edad Moderna,
cuando la gran entrega del hombre concreto a Dios quedó contrapuesta
a la liberación del individuo de sus cadenas. En cada ocasión tuvo lugar
esa victoria. A partir de una comprensión abierta en el corazón y el
espíritu, a partir de la más íntima decisión de la persona, adquirió una
nueva forma, la relación entre el hombre dispuesto a la fe, y el mundo.

Es tiempo de que esto vuelva a ocurrir, de que otra vez el mundo sea
vencido, para que pueda haber viva fe. No todavía, de tal modo que
algunos individuos, que por su manera de ser pertenecieran a épocas
superadas, sean capaces de algo que la generalidad de los hombres ya
no puede hacer. Tampoco en sentido de que la fe cierre los ojos a la
realidad del mundo y lleve una vida artificial en un territorio separado.
Pero tampoco en el modo de un paradojismo desesperado que supiera
muy bien que no hay caminos hacia Dios de que se pueda responder,
pero que se lanzara hacia Dios en decisión irracional. Todo esto son
asuntos a extinguir. Es tiempo de que se vuelvan a abrir los ojos para la
verdad.

El mundo se cierra cada vez más sin dejar agujeros. Cada vez se
cimenta más decididamente el mundo en el sentir de la época como lo
uno y lo único; como Naturaleza, dada sin más, y como Cultura, dueña
de sí misma. Por eso el hombre debe volver a poner en su mirada el
mundo, como por primera vez, partiendo de su origen interior. Debe
aprender a leer otra vez sus formas y relaciones. Debe ver — no sólo

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pensar, no sólo afirmar, sino ver con los ojos— que el mundo no es sólo
Naturaleza, sino obra de Dios; no una totalidad saciada en sí misma,
sino palabra que habla de lo auténtico; y que el hombre no está
encerrado en él, sino que puede salir en libertad. Ciertamente, no como
si descubriera de algún modo un agujero en el conjunto, o abriera una
ventana en la pared, sino en cuanto que ve que el mundo es el rostro
por el cual mira Dios; y a la luz de esa mirada puede el hombre lanzar
su mirada hacia la libertad de Dios. Pero en la apertura que así se
produce, encontrarán sitio mucho más fácilmente las palabras de Dios y
la figura de Cristo.

Lo que debe ocurrir ahí no es nada ruidoso, nada que produzca


sensación. Más bien son cosas silenciosas, suaves; pero cosas que lo
transforman todo. Sin embargo, sólo pueden suceder en el corazón y en
el espíritu de aquel que se ponga a la disposición de Dios.

Esto sería una tarea cuya resolución aguardamos sobre todo del santo,
al lado de los demás, que nos enseñe qué aspecto tiene hoy el amor,
que es más fuerte que el poder.

A partir de aquí pueden también volver a acontecer milagros. Se dice


que ya no los hay. Extraña afirmación, cuando al mismo tiempo, sin
embargo, se creen los más curiosos milagros con una beatitud de
confianza realmente estremecedora: charlatanería pública, milagrera, en
todas las formas imaginables, médica, o social y cultural; o secreta,
embustera, escondida en programas políticos y técnicos.

El verdadero sentido del milagro es que el Dios vivo se haga evidente en


la realidad de la existencia. Su forma es diversa, cada vez según la
época. El milagro que aguardamos consiste en que se disuelva la
opresión sorda y pesada del mundo, de la que no parece haber salida, al
hacerse capaces nuestros ojos de ver lo que es, y que nuestro corazón
se penetre de cómo van las cosas en verdad.

Santidad y estado secular

La imagen del santo de que hemos hablado, que se repliega a lo


invisible, pero al mismo tiempo se hace cada vez más intensa, parece
tener también una relación especial con el deber del seglar, cuya
posición en la Iglesia, en efecto, es objeto de un problema que cada vez
se hace más apremiante.

La realización de aquella imagen del santo, considerada por nosotros en


segundo lugar, presuponía, por lo regular, una atmósfera favorecedora

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de lo extraordinario. Pero tal atmósfera ya no existe para el creyente
que vive trabajando en el mundo. Este creyente vive en un ambiente
organizado según normas en serie; trabaja en laboratorios, fábricas,
cargos oficiales, que funcionan con maneras de proceder calculadas y
planeadas. ¿Podría realizar ahí una norma de vida religiosa, que se
expresara en experiencias y realizaciones religiosas extraordinarias? Con
eso se volvería tan extraño que él mismo llegaría a no tener sentido. O
tendría que decirse que lo que se llama santidad no está hecho para él,
sino que está reservado a los que viven en un terreno de algún modo
reservado y preparado. Pero ¿qué ocurriría entonces con la
amonestación cíe Cristo: «sed perfectos, igual que es perfecto vuestro
Padre celestial» (Mt 5, 48), que abre para todos, evidentemente, una
posibilidad?

Es un problema difícil que se ha percibido hace ya tiempo y que entra en


la raíz de la vida cristiana. Pero hay una idea que puede servir para
seguir adelante: la idea de -, la responsabilidad del seglar por el mundo.

Ya en el transcurso de la Edad Media, pero sobre todo en la Edad


Moderna, ha ocurrido algo lleno de consecuencias. La vida espiritual ha
dejado de ser sin más la relación del cristiano con Dios; la ordenación,
donación de sentido y aclaramiento de la existencia, que proceden de
Dios. Ha tomado una suerte de carácter de especialidad, ha formado
una teoría artística del perfeccionamiento, y con eso se ha aproximado
cada vez más a un determinado estado, el monástico. Por su parte, el
mundo ha perdido su carácter religioso. Se ha olvidado que, sin
embargo, en cuanto tal mundo es un hecho religioso, o sea, Creación,
lleno de la idea de Dios, y en la cual el hombre cumple una obra que
Dios le ha encargado. Mejor dicho: es cierto que se sabe, porque está
en el primer artículo de la fe; pero eso ya no es operante. La Creación,
en la conciencia de la generalidad de las personas — con mucho,
también de los cristianos— se ha vuelto mero mundo mundano;
Naturaleza neutral y Cultura autónoma.

Ahora queda a un lado un mundo desprendido de Dios: presentado


como programa en el liberalismo y el positivismo; realizado con la
fuerza de los estados totalitarios; pero operante también como peligro y
declive en la conciencia cristiana. Al otro lado, en cambio, está una
piedad ajena al mundo, que ha perdido su contenido terreno, y que se
ha vuelto, en muchos sentidos, mera piedad, moviéndose en un dominio
separado, y ostentando un peculiar carácter ineficaz de fantasma.

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Pero con esta piedad se ha olvidado que el mundo no es sólo objeto de
cumplimiento de obligaciones y campo para la lucha contra el mal, sino
tarea propuesta como tal por Dios al hombre.

En la más inmediata unión con el relato de la Creación — y esto a su vez


significa, con la doctrina de la esencia del ser— el Génesis habla del
Paraíso. No era, como lo ha hecho el descreimiento, un mítico reino
original, o un país de leyenda, puesto que Dios se lo había dado, en
poder y responsabilidad, al hombre ligado a Él. Y este hombre mismo no
era un niño juguetón, sino un ser poderoso, libre, responsable y lleno de
fuerza, sin confusión. En esta relación irrumpió la rebelión y destrozó el
Paraíso. Pero no por eso se convirtió el mundo en tierra de nadie, ni
tampoco en reino del mal, sin más, sino que siguió siendo propiedad de
Dios, y el hombre siguió siendo responsable de él, como antes.

Bien es verdad que se tenía que defender de la terrible capacidad para


el mal que su pecado había dado al mundo; y luchar con el destrozo que
él mismo había producido en toda relación con las cosas. Pero siempre
siguen residiendo en el mundo las ideas creativas de Dios. Por tanto,
aunque a menudo sea difícil reconocerlo, hay en él algo justo que se
puede hacer; y la tarea consiste siempre en hacerlo.

La obra de Dios, el mundo, está confiada al hombre. Éste debe cuidarse


de que vaya de manera justa, en la medida y el modo que es posible
después de trastorno de la culpa; cada hombre donde está, según su
vocación y sus fuerzas. Esta tarea no es meramente mundana,
desplegándose al lado de las tareas religiosas, sino que es religiosa en si
y en cuanto tal, no cristiana, y en definitiva sólo puede ser cumplida en
obediencia ante el encargo.

Pensamos demasiado poco en esa tarea. Demasiado poco se nos


presenta el mundo en nuestra conciencia como la obra creada por Dios,
que Él ama — véase la frase, repetida cinco veces, en el relato de la
Creación: «y vio Dios que estaba bien» (Gn 1), obra buena para Él— y
que nos está encomendada. Se distinguen demasiado poco las cosas al
hablar del mundo como el reino del mal y del poder de la seducción.

La consecuencia ha sido que el mundo ha caído en manos de la


incredulidad, y esta palabra no se refiere sólo a aquellos que rechazan la
fe en Dios y en su juicio, sino también a aquellos que, si bien creen
religiosamente, no realizan sus acciones a partir de la responsabilidad
de esa fe, sino sólo por habilidad en los asuntos o por ventaja personal.

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El mundo de vida y trabajo del hombre y, a través de él, la tierra como
idea y construcción de Dios, están en un peligro cuyo apremio sólo
puede ser desconocido por una irreflexiva fe en el progreso; de ello he
intentado hablar con más detalle en mi libro El ocaso de la Edad
Moderna. El hombre, tal como hoy vive, piensa y actúa, no ha llegado a
creer, sin embargo, a la altura de este peligro. El mundo debe entrar en
una responsabilidad más profunda, la de la fe. Con ello, ciertamente, no
se le ha de rebajar nada a la creciente seriedad, nacida de la inmediata
ética de su profesión, del científico, del ingeniero, del artista, del
político; pero no basta. Le falta la distancia, el orden, la libertad, que
hacen falta para dominar el caos cultural. Así que es hora de que el
cristiano se acuerde de su obligación y asuma el mundo en su
conciencia. Aquí reside el deber del seglar.

A comienzos de este siglo entró en circulación un concepto que parecía


apropiado para superar la separación que demos descrito. Invocaba la
Primera Epístola de san Pedro (2,5-9), donde se habla de un santo
sacerdocio, que está en la Cristiandad en cuanto tal. Así, se habló
mucho del sacerdocio de los seglares; pero esto produjo poco de bueno
y mucha confusión.

Ya hubiera debido poner sobre aviso el hecho de que esta idea tuviera
un papel tan escaso en el Nuevo Testamento; mejor dicho,
considerándolo en conjunto, ningún papel. La cita de esta Epístola no se
puede comprender sin remitirse al contexto del Antiguo Testamento, y
no tiene nada que ver con problemas modernos.

El fundamento de toda forma de vida clara y toda tarea de trabajo, debe


ser la verdad. El seglar no es sacerdote, ni aun en sentido debilitado o
simbólico. Su tarea y su responsabilidad no tienen nada que ver con la
sacerdotal, ni pueden deducirse de ésta. Más bien brotan de fuente
propia, y precisamente de ese encargo divino de que habla el segundo
capítulo del Génesis. Primero está el relato de la Creación, en que Dios
aparece como el soberano, que concibe y realiza la plenitud esencial del
mundo, en poder y dominio absolutos; que crea todo lo bueno y sólo lo
bueno; y que luego entrega su obra, en la forma del Paraíso, a la
responsabilidad del hombre, para que la «labrase y cuidase» (2, 15).

El Paraíso — como ya se ha dicho— no es ningún país de leyenda. Es el


mundo real, pero asumido en la relación de gracia que Dios ha
concedido al hombre. A éste lo ha hecho el Señor del mundo; pero su
señorío debe ser servicio respecto al verdadero y auténtico Señor. Así se
cumple en la medida en que el hombre cumple el servicio con pureza;
pues la verdadera soberanía no es violencia, sino verdad. Ésta consiste

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en que se vea la esencia de las cosas y se le haga justicia; pero el
carácter de las cosas en que se cimenta todo lo demás es que no son
Naturaleza, sino Creación. Sólo cuando se ven, se entienden y se
aceptan corno tales, se abren ellas y obedecen.

El hombre se rebeló contra la relación fundamental, según la cual


solamente Dios es Dios y Señor esencial, y él en cambio está creado, y
por tanto es sólo señor por la gracia — puede verse mejor en el relato
de Génesis 3, que a cada ve/, nos vuelve a desvelar nuestra esencia—.
El Paraíso se desplomó. En la relación del hombre con las cosas irrumpió
la culpa, confundió la mirada para la verdad, e hizo insegura la
soberanía. También sobre esto el relato dice todo lo que es menester a
quien lo lea adecuadamente. A pesar de ello, la verdad del ser persiste,
y la Redención lo ha elevado todo a una nueva posibilidad. La tarea del
seglar creyente es entender, según la Redención, la existencia
trastornada, conformada como obra, ordenarla como espacio vital y con
ello, a pesar de todos los fracasos, volverla a poner en marcha siempre
como por primera vez. En lugar del señorío de antaño, establecido a
partir de la verdad de las cosas, ha venido la trágica lucha por el orden
en una existencia rebelada. Aquí tiene ahora que guardarse.

La medida para la consecución de esta tarea reside, ante todo, en las


mismas realizaciones en el mundo, en cada ocasión. El que actúa no
debe solamente tener buena intención, ser honrado y fiel a la obligación,
sino que debe realizar las cosas como hace falta, esto es, como lo exige
la voluntad de Dios que se expresa en cada cosa y situación, o sea:
como Dios manda.

El otro aspecto de esta medida es la pureza de la intención y la


intensidad del espíritu con que el cristiano reconoce la voluntad de Dios
presente en las cosas, y las cumple. La corrección objetiva, que reside
en la esencia de la tarea en el mundo, en cada ocasión, debe ser
asumida en la propia intención religiosa, y convertirse, por decirlo así,
en materia para el amor a Dios. De este modo el mundo vuelve a entrar
en su voluntad. Deja de ser mundo profano, como había llegado a ser
en la Edad Moderna, Naturaleza anónima de que cualquiera puede
disponer, y Cultura autónoma, en que el hombre se pone a sí mismo
como creador. Pero, recíprocamente, la piedad adquiere una seriedad
que viene de las cosas mismas, y que le quita ese carácter peculiar de
especialidad espiritual aparte, que tiene no pocas veces.

El Santo de lo extraordinario como constante correctivo

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Queda claro, desde luego, que en todo esto hay también peligros. Lo
que hemos señalado aquí es un tipo de vida religiosa, que, como todo
tipo, puede ser vuelto hacia lo adecuado y lo inadecuado. Pues la
intención determinante también puede ser vaga, incluso poco honrada.
El cumplimiento de las exigencias objetivas como forma de realización
del amor a Dios, puede falsearse en una especie de ética cristiana de la
eficacia. Se trataría entonces, en realidad, del cumplimiento de la
exigencia de la situación dada; la idea del amor, por el contrario, se
reduciría a un motivo que la garantizara.

Aún más hondo llegaría la desviación si la responsabilidad por el mundo


degenerara en un optimismo de la realización y el progreso, pero
olvidando en esto lo que forma el fundamento de la concepción cristiana
de la existencia: que la primitiva rebelión contra Dios ha producido en el
hombre un trastorno que impide el optimismo; una verdad que
encuentra su expresión última en el destino de Cristo, en la Cruz.
Entonces, todo resbalaría a un naturalismo de preocupación por el
mundo y de eficacia.

Con una entrega muy intensa a las tareas del mundo puede también
olvidarse lo que significa el desprendimiento de la ligazón al mundo.
Véase la amonestación de san Pablo: "El tiempo es corto. Por tanto, los
que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran, como si
no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que
compran, como si no poseyeran" (1 Co 7, 29-30), y la de san Juan, aún
más urgente: "No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien
ama el mundo, el amor del Padre no está en él. Puesto que todo lo que
hay en el mundo, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los
ojos, la jactancia de la riqueza, no viene del Padre, sino del mundo. El
mundo y sus concupiscencias pasan; pero quien cumple la voluntad de
Dios" permanece para siempre" (Un 2,15-17). Es verdad. Pero expresa
sólo la posibilidad negativa de una puesta en juego que en sí se ha de
realizar adecuada y positivamente.

Aquí vuelve a estar claro lo que siempre se ha dicho de la importancia


permanente de la segunda imagen de la santidad: el hombre que todo lo
sacrifica por el amor de Dios, que a todo se atreve, que entra en toda
soledad y todo dolor, se convierte en correctivo que recuerda
continuamente las posibilidades negativas contenidas en la tercera
imagen. Con ello se acentúa algo que pertenece al orden de la vida
cristiana. El núcleo de la imagen de la santidad determinada por lo
extraordinario, reside en el cumplimiento del consejo evangélico. La
renuncia a la propiedad, a la determinación de sí mismo y a la plenitud
sexual, en obsequio a la plena libertad para Dios. Pero precisamente por

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el hecho de que haya individuos que cumplen esa renuncia, se vuelve
siempre a demostrar que los valores mundanos también pueden ser
realizados del modo adecuado, como adecuada relación con la
propiedad, con la libertad y con la vida de comunidad. Esto también se
aplica aquí.

La imagen de la santidad de lo extraordinario permanecerá siempre en


vigencia y velará para que la imagen de la santidad de lo invisible no
caiga en las falsificaciones que la amenazan. Dirá al cristiano que la
obligación de realizar una justa ordenación de la propiedad, una
independencia con sentido, una relación sexual conforme a su
naturaleza, y a partir de ahí, todas las demás exigencias de una cultura
adecuada, en definitiva sólo pueden alcanzarse por la misma intención y
las mismas fuerzas por las que han vivido las grandes figuras de la
renuncia y del sacrificio de sí mismos.

Escritos Cristianos - Romano Guardini - El Santo en Nuestro Mundo

http://instrumentoscristianos.blogspot.com/2010/09/romano-guardini-el-
santo-en-nuestro.html

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