Romano Guardini - El Santo en Nuestro Mundo
Romano Guardini - El Santo en Nuestro Mundo
Romano Guardini - El Santo en Nuestro Mundo
Mundo
Los fundamentos
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5; Mt 22,37). Un santo es una persona a quien Dios ha concedido tomar
este mandato con total seriedad, comprenderlo en sus profundidades y
ponerlo todo en su cumplimiento. Algo grande, pues; incluso, algo
terrible; porque ¿qué ocurre a la persona que se entrega a ello? Por eso
se comprende la timidez respetuosa, pero al mismo tiempo la atracción
misteriosa que experimenta el creyente ante esias figuras poderosas y
entrañables. La respuesta que hemos hallado aquí, vale para todos los
Santos, de todos los pueblos y todas las épocas. Pero también se puede
plantear la pregunta de otro modo, a saber: ¿cómo aparece su imagen
en la conciencia de los creyentes?
¿Dónde está aquí, pues, esa cosa especial que implica patentemente el
concepto de santo?
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existencia anterior. Se hacía extraño a su circunstancia. Si su familia no
daba el paso con él, también se enajenaba de ella; a veces tan
profundamente, que equivalía a una separación.
Pero hay también otra cosa, que es lo esencial. Aquellos hombres sabían
lo que significaba ser pagano. Habían experimentado qué
profundamente atada a la Naturaleza estaba su existencia, a pesar de
toda cultura; qué poco servían a la auténtica menesterosidad del
corazón aun sus más evolucionadas formas espirituales y artísticas; qué
poco podían saciar sus mitos y cultos el ansia de verdad y libertad, aun
con toda su profundidad.
El Santo de lo extraordinario
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Pero luego se cambian las cosas. Los cristianos se hacen más
numerosos, y cuando aumenta el número, por lo regular disminuyen la
seriedad y el valor. Además, entre los que entran en la fe, cada vez hay
más niños; pues cuando el padre y la madre se hacen cristianos, o lo
son ya, introducen sin más a sus hijos en la comunidad de la Iglesia.
Pero éstos ya no se dan cuenta de lo enorme del paso. Crecen en el
reino de la fe, y lo que en sí es tan extraordinario, se vuelve obvio.
Sobretodo, era el mártir, que daba su vida por la fe. Un san Esteban, un
san Ignacio, una santa Perpetua, una santa Inés, tenían en torno el
fulgor del heroísmo cristiano, haciéndolos dignos de especial
veneración... Pero también se puede expresar de otro modo el amor sin
reservas a Dios. Por ejemplo, alguno experimentaba tan profundamente
lo terrible del pecado, que no le bastaba arrepentirse y procurar
mejorarse. Lo arrojaba todo, se iba a la soledad y llevaba allí una vida
de penitencia, cuya dureza espanta: pensemos en los ermitaños del
desierto de la Tebaida… O a alguno se le hacia tan apremiante la
llamada de la comunidad con Dios, tan poderosa su abundancia de
valor, que por ella se hacía pobre, como lo hicieron san Francisco y
santa Clara... O alguien era arrebatado por el mandamiento del amor al
prójimo, y se entregaba entero al servicio de los pobres y los enfermos;
pensemos en santa Isabel de Turingia o san Vicente de Paul... Otros,
por su parte, sintieron la grandeza de la verdad de Dios y vivieron sólo
investigándola, como un san Anselmo de Canterbury, o un santo Tomás
de Aquino... Pero otros percibieron en su corazón las palabras: «Id,
pues, y haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28, 19); fueron
arrebatados por el ardor del apóstol, y llevaron el mensaje al mundo,
quizá para sellar su palabra con su sangre: san Patricio en Irlanda, san
Bonifacio en Alemania, san Francisco Javier en la India... Y así
sucesivamente, en la inagotable multiplicidad de las gracias y las
vocaciones.
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La vida de estos hombres tiene el más diverso contenido, pero siempre
ostenta el carácter de lo extraordinario. Proceden de todos los estratos
de la sociedad; son reyes o labradores, caballeros o artesanos, mujeres,
hombres, jóvenes, niños; pero tienen una cosa en común: la exigencia
del amor de Dios los saca de lo cotidiano y los impulsa a realizar algo
extraordinario.
El santo de lo invisible
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cada vez mayor del amor, con el cual se ha de hacer lo que requiera la
situación a cáela vez. Pero lo que ésta requiera realmente, no lo que
querría algún motivo egoísta: predilección personal, o comodidad, o
ventaja, o gusto. Es decir, como si la situación misma hablara, diciendo:
«Esto es necesario: que ayudes a éste, que hagas este trabajo, que
ejercites la paciencia en este sufrimiento...» Hacerlo, limpia y
correctamente, sin enderezarlo según deseos personales, o debilitarlo, o
falsearlo; esto es lo que lleva a la santidad.
De ese amor se ha dicho que debe cumplirse «con todo tu corazón, con
toda tu alma, y con toda tu mente»; pero ¿quién puede decir jamás que
lo hace así? ¿Realmente está en ello todo su corazón, toda su alma y
toda su mente? Para comprender con claridad sólo tenemos que darnos
cuenta de que aquí hay un avance en el que no cabe exceso. Un camino,
que lleva cada vez más lejos, más allá de lo que alcanza la vista; del
cual se deben apartar continuamente los pensamientos en segundo
plano y las intenciones adventicias, poniendo al descubierto las astucias
interiores y la mala fe, y superando las resistencias y cobardías. Es el
camino hacia esa totalidad de que habla el mandato: todo el corazón,
toda el alma, toda la mente. Pero ¿qué significa esto, si se trata del
amor a Dios, totalmente santo y que todo lo ve; y ante todo, del propio
amor de ese Dios, que hace posible de algún modo el nuestro?
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de un modo nuevo lo que en el principio determinó la vida del primer
hombre, antes de que éste pusiera su propia voluntad por delante de la
voluntad de Dios.
Querer esto es amor. Y en este amor, dicho una vez más, hay un
camino infinito: hacia la verdad cada vez más plena, hacia la disposición
cada vez más pura, hacia la acción cada vez más resuelta. La santidad
empieza por querer ese todo del que habla el Señor, ese todo del
corazón, del alma y la mente. Y va creciendo en las constantes
superaciones que eso cuesta, en las renuncias que se hacen precisas, en
la penetración hacia una autenticidad cada vez más pura del espíritu y
del corazón. Con eso, cada vez se hace menos llamativa. Casi diríamos:
se repliega a lo justo en lo cotidiano. Lo que hace la persona en
cuestión, cada vez tiene menos importancia y, a la vez, más
importancia.
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Si parece cierto lo que digo — y les ruego a ustedes, los que me oyen,
que se penetren de ello y lo examinen— , entonces se hace visible aquí
una imagen del Santo que es muy afín al sentir de nuestra época. Pues
esta época siente desconfianza respecto a las personalidades
extraordinarias y las hazañas desmesuradas; a pesar de la excitación y
agitación que hay en todas partes. Más aún, quizá precisamente por
todo esto: porque las personas más honradas y auténticas notan qué
mortal tontería hay en todo esto. Se me ocurren dos ejemplos que quizá
aclararán mejor lo que quiero decir.
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seguir hablando ahora; queremos llamar la atención sobre otra cosa
decisiva, a saber, la cuestión de la fe.
Es tiempo de que esto vuelva a ocurrir, de que otra vez el mundo sea
vencido, para que pueda haber viva fe. No todavía, de tal modo que
algunos individuos, que por su manera de ser pertenecieran a épocas
superadas, sean capaces de algo que la generalidad de los hombres ya
no puede hacer. Tampoco en sentido de que la fe cierre los ojos a la
realidad del mundo y lleve una vida artificial en un territorio separado.
Pero tampoco en el modo de un paradojismo desesperado que supiera
muy bien que no hay caminos hacia Dios de que se pueda responder,
pero que se lanzara hacia Dios en decisión irracional. Todo esto son
asuntos a extinguir. Es tiempo de que se vuelvan a abrir los ojos para la
verdad.
El mundo se cierra cada vez más sin dejar agujeros. Cada vez se
cimenta más decididamente el mundo en el sentir de la época como lo
uno y lo único; como Naturaleza, dada sin más, y como Cultura, dueña
de sí misma. Por eso el hombre debe volver a poner en su mirada el
mundo, como por primera vez, partiendo de su origen interior. Debe
aprender a leer otra vez sus formas y relaciones. Debe ver — no sólo
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pensar, no sólo afirmar, sino ver con los ojos— que el mundo no es sólo
Naturaleza, sino obra de Dios; no una totalidad saciada en sí misma,
sino palabra que habla de lo auténtico; y que el hombre no está
encerrado en él, sino que puede salir en libertad. Ciertamente, no como
si descubriera de algún modo un agujero en el conjunto, o abriera una
ventana en la pared, sino en cuanto que ve que el mundo es el rostro
por el cual mira Dios; y a la luz de esa mirada puede el hombre lanzar
su mirada hacia la libertad de Dios. Pero en la apertura que así se
produce, encontrarán sitio mucho más fácilmente las palabras de Dios y
la figura de Cristo.
Esto sería una tarea cuya resolución aguardamos sobre todo del santo,
al lado de los demás, que nos enseñe qué aspecto tiene hoy el amor,
que es más fuerte que el poder.
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de lo extraordinario. Pero tal atmósfera ya no existe para el creyente
que vive trabajando en el mundo. Este creyente vive en un ambiente
organizado según normas en serie; trabaja en laboratorios, fábricas,
cargos oficiales, que funcionan con maneras de proceder calculadas y
planeadas. ¿Podría realizar ahí una norma de vida religiosa, que se
expresara en experiencias y realizaciones religiosas extraordinarias? Con
eso se volvería tan extraño que él mismo llegaría a no tener sentido. O
tendría que decirse que lo que se llama santidad no está hecho para él,
sino que está reservado a los que viven en un terreno de algún modo
reservado y preparado. Pero ¿qué ocurriría entonces con la
amonestación cíe Cristo: «sed perfectos, igual que es perfecto vuestro
Padre celestial» (Mt 5, 48), que abre para todos, evidentemente, una
posibilidad?
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Pero con esta piedad se ha olvidado que el mundo no es sólo objeto de
cumplimiento de obligaciones y campo para la lucha contra el mal, sino
tarea propuesta como tal por Dios al hombre.
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El mundo de vida y trabajo del hombre y, a través de él, la tierra como
idea y construcción de Dios, están en un peligro cuyo apremio sólo
puede ser desconocido por una irreflexiva fe en el progreso; de ello he
intentado hablar con más detalle en mi libro El ocaso de la Edad
Moderna. El hombre, tal como hoy vive, piensa y actúa, no ha llegado a
creer, sin embargo, a la altura de este peligro. El mundo debe entrar en
una responsabilidad más profunda, la de la fe. Con ello, ciertamente, no
se le ha de rebajar nada a la creciente seriedad, nacida de la inmediata
ética de su profesión, del científico, del ingeniero, del artista, del
político; pero no basta. Le falta la distancia, el orden, la libertad, que
hacen falta para dominar el caos cultural. Así que es hora de que el
cristiano se acuerde de su obligación y asuma el mundo en su
conciencia. Aquí reside el deber del seglar.
Ya hubiera debido poner sobre aviso el hecho de que esta idea tuviera
un papel tan escaso en el Nuevo Testamento; mejor dicho,
considerándolo en conjunto, ningún papel. La cita de esta Epístola no se
puede comprender sin remitirse al contexto del Antiguo Testamento, y
no tiene nada que ver con problemas modernos.
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en que se vea la esencia de las cosas y se le haga justicia; pero el
carácter de las cosas en que se cimenta todo lo demás es que no son
Naturaleza, sino Creación. Sólo cuando se ven, se entienden y se
aceptan corno tales, se abren ellas y obedecen.
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Queda claro, desde luego, que en todo esto hay también peligros. Lo
que hemos señalado aquí es un tipo de vida religiosa, que, como todo
tipo, puede ser vuelto hacia lo adecuado y lo inadecuado. Pues la
intención determinante también puede ser vaga, incluso poco honrada.
El cumplimiento de las exigencias objetivas como forma de realización
del amor a Dios, puede falsearse en una especie de ética cristiana de la
eficacia. Se trataría entonces, en realidad, del cumplimiento de la
exigencia de la situación dada; la idea del amor, por el contrario, se
reduciría a un motivo que la garantizara.
Con una entrega muy intensa a las tareas del mundo puede también
olvidarse lo que significa el desprendimiento de la ligazón al mundo.
Véase la amonestación de san Pablo: "El tiempo es corto. Por tanto, los
que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran, como si
no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que
compran, como si no poseyeran" (1 Co 7, 29-30), y la de san Juan, aún
más urgente: "No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien
ama el mundo, el amor del Padre no está en él. Puesto que todo lo que
hay en el mundo, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los
ojos, la jactancia de la riqueza, no viene del Padre, sino del mundo. El
mundo y sus concupiscencias pasan; pero quien cumple la voluntad de
Dios" permanece para siempre" (Un 2,15-17). Es verdad. Pero expresa
sólo la posibilidad negativa de una puesta en juego que en sí se ha de
realizar adecuada y positivamente.
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el hecho de que haya individuos que cumplen esa renuncia, se vuelve
siempre a demostrar que los valores mundanos también pueden ser
realizados del modo adecuado, como adecuada relación con la
propiedad, con la libertad y con la vida de comunidad. Esto también se
aplica aquí.
http://instrumentoscristianos.blogspot.com/2010/09/romano-guardini-el-
santo-en-nuestro.html
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