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La Monarquía Hispánica Bajo Los Austrias

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LA MONARQUÍA HISPÁNICA BAJO LOS AUSTRIAS: ASPECTOS

POLÍTICOS, ECONÓMICOS Y SOCIALES.

INTRODUCCIÓN.

1. CARLOS I DE ESPAÑA, V DE ALEMANIA (1516-1556).  


El imperio de Carlos V.
LA POLÍTICA INTERIOR.
Comuneros y Germanías: nacionalismo y revuelta social.
El gobierno.
El auge económico.
LA POLÍTICA EXTERIOR.
Las guerras en el Mediterráneo.
Las guerras con Francia.
Las guerras en Alemania.

2. FELIPE II (1556-1598).
LA POLÍTICA INTERIOR.
La reacción conservadora.
El gobierno autoritario.
La política económica.
LOS CONFLICTOS INTERNOS.
La rebelión morisca (1565-1568).
La rebelión de los Países Bajos (desde 1566 a 1648).
La anexión de Portugal (1580).
La revuelta de Aragón (1591).
LA POLÍTICA EXTERIOR.
La guerra con Francia.
La guerra en el Mediterráneo.
La intervención en las guerras de religión de Francia.
La guerra con Inglaterra.
EL FIN DEL REINADO.
3. FELIPE III (1598-1621).
LA POLÍTICA INTERIOR.
El gobierno de los validos.
La expulsión de los moriscos.
La decadencia económica y social.
LA POLÍTICA EXTERIOR.
El pacifismo.

4. FELIPE IV (1621-1665).
LA POLÍTICA INTERIOR.
El gobierno de los validos.
Los programas fallidos de reforma.
La gran crisis de 1640.
POLÍTICA EXTERIOR.
La guerra de los Treinta Años y la guerra con Francia.
EL FINAL DEL REINADO.

5. CARLOS II (1665-1700).
LA POLÍTICA INTERIOR.
La regencia (1665-1675): Mariana de Autria, Nithard, Valenzuela.
El reinado (1675-1700): Juan José de Austria, Medinaceli, Oropesa. El
neoforalismo.
El auge de la nobleza.
La crisis en su abismo (1665-1680) y la recuperación demográfica y
económica desde 1680.
LA POLÍTICA EXTERIOR.
Las guerras con Francia.
EL CAMBIO DE DINASTÍA.

6. CARACTERÍSTICAS GENERALES DE LA ESPAÑA DE LOS


AUSTRIAS.
LA SOCIEDAD ESTAMENTAL.
La población.
La estructura social en estamentos: nobleza, clero, burguesía, campesinado.
La decadencia social.
La religión.   
LA ORGANIZACIÓN POLÍTICA.
La estructura política.
Del autoritarismo regio a los validos.
Los funcionarios.
El ejército y la armada.
La Hacienda pública.
LA ECONOMÍA.
Una periodización de la evolución económica.
La agricultura y la Mesta.
La artesanía y el comercio.
El sistema monetario.
El impacto de los metales preciosos de América.
LA CULTURA Y LAS ARTES.
Las letras.
Las ciencias.
Las artes.

INTRODUCCIÓN.
Vamos a hacer una exposición cronológica de tipo tradicional, dividida en los
reinados, pues tiene la ventaja de que es muy clara y que la mayoría de los manuales la
siguen. Al final, empero, daremos una visión general de los aspectos sociales, políticos,
económicos y culturales.
Un resumen.
Las bases de la época moderna se sentaron en el reinado de los Reyes Católicos,
cuando se forjó la unidad del país en una monarquía nacional y autoritaria, pero con una
unión sólo dinástica, manteniendo cada Estado sus leyes e instituciones.
Durante los siglos XVI y XVII, España, gobernada por los Austrias (también
llamados los Habsburgo), recorre su ciclo hegemónico en el mundo y se convierte en
potencia de segundo orden. Un contraste claro, pues, entre el apogeo del siglo XVI y la
decadencia del siglo XVII. El largo periodo de los Austrias españoles es decisivo para
nuestra historia: desde el apogeo a la decadencia, desde la creación del primer gran
imperio mundial de la historia hasta la caída a potencia menor, desde las grandes
esperanzas hasta la miseria.
En poco más de un siglo, la recién unificada Corona hispana se convirtió en un
vasto imperio; un imperio en el que, como se decía en tiempos de Felipe II, “nunca se
ponía el sol”. Esta primera parte del reinado de los Austrias constituyó así el periodo
dorado de la monarquía española. Carlos I y Felipe II hicieron del trono hispano y de su
Corte el punto de referencia de los demás Estados europeos. Pero la unidad del imperio
estaba vinculada a los éxitos militares, y en el momento en que la suerte comenzó a
resultar adversa se inició su desmembramiento. Desde Felipe III el poder español
menguaba, a la par que la Corona perdía el prestigio de antaño. La decadencia de los
Austrias inició un camino sin retorno que tuvo como triste colofón el reinado de Carlos
II el Hechizado, antesala de la Guerra de Sucesión, del ascenso de los Borbones y de la
liquidación de los dominios hispanos en Europa.
Durante la mayor parte del siglo XVII la economía española se hundió en una
profunda decadencia, manifestada en la insolvencia de la Hacienda pública por las
grandes deudas con los prestamistas extranjeros, los impuestos excesivos, las frecuentes
bancarrotas, la emisión de moneda inflacionaria de baja calidad (el vellón de plata con
una fuerte proporción de cobre); la persistencia de malas cosechas con sus
consecuencias de hambre y peste, y el abandono de la agricultura en la Meseta; la expul-
sión de los moriscos, que eran un grupo de agricultores muy activos y especializados; la
decadencia de las ciudades industriales y comerciales de Castilla y Andalucía; la dismi-
nución de la llegada de metales preciosos americanos y el correlativo descenso de la
demanda de productos hispanos por los colonos americanos. Así pues, España, que
protagonizó la apertura del Viejo Mundo hacia América, quedó rezagada del impulso
económico que generó, por primera vez en la historia, un mercado a escala mundial.
Por contra, la primera mitad del siglo XVII fue el culmen del Siglo de Oro, la
cima de la cultura barroca española, sobre todo en los campos de la literatura y el arte.

1. CARLOS I DE ESPAÑA, V DE ALEMANIA (1516-1556).  


Carlos de Habsburgo (1500-1558), nacido en Gante (Flandes), muerto en Yuste
(Extremadura), marca su época con su personalidad e ideales.
La primera mitad del siglo XVI, la época de Carlos V como emperador de
Alemania (1519-1558) y Carlos I en su faceta de rey de España (1516-1556), corres-
ponde al cenit de la hegemonía hispana, aunque sea indispensable deslindar lo propia-
mente español dentro del imperio.
Es evidente que España se vio sometida a exigencias dinásticas (supremacía de la
Casa de Austria en Europa), pero también que la hegemonía española (conquista de América
-Cortés en México, Pizarro en Perú, Almagro y Valdivia en Chile; vuelta al mundo de
Magallanes y Elcano; monopolio de los metales preciosos indianos; expansión económica del
siglo XVI) favorece que asuma la responsabilidad del liderazgo.

La expansión económica general, pues la época de Carlos I es de auge


demográfico, monetario, financiero, agrícola, industrial, es paralela al intento de un
imperio universal en Europa y las Indias, y a un liberalismo ideológico basado en el
humanismo erasmista que promueve una solución pacífica y dialogada al conflicto
ideológico y religioso del Renacimiento y de la Reforma protestante. Pero fue un intento
abortado por la oposición de poderosos grupos sociales de ideología conservadora.
El imperio de Carlos V.
En 1516 la muerte del rey Fernando el Católico sorprendió a su nieto, el joven
Carlos, en Gante.
Flamenco de nacimiento, Carlos se convirtió, por efecto de la combinación de
unas fabulosas herencias familiares, en señor de un extenso imperio.
Junto a los reinos de Castilla, Aragón y Navarra, con sus respectivas posesiones
en América (limitadas entonces al Caribe y algunos puntos en el continente), en el Norte
de África (Melilla, Orán, Argel, Bugía, Trípoli…) e Italia (Nápoles, Sicilia, Cerdeña),
heredados de sus abuelos maternos, los Reyes Católicos, recibió de su abuelo paterno,
Maximiliano de Habsburgo, el patrimonio de la casa de Austria (el derecho preferente al
Imperio, más el dominio de Austria, Estiria, Carintia, Carniola, Sundgau), y de parte de
su abuela paterna, María, los territorios de la casa de Borgoña, que si bien excluían al
propio ducado borgoñón, sí incorporaban los Países Bajos, Luxemburgo, Artois y el
Franco-Condado entre otros territorios.
En 1519 Carlos I fue elegido emperador del Sacro Imperio Romano Germánico,
como Carlos V. Era un título más que un poder, pero conseguía así la supremacía
“ideológica” sobre la Europa Central y se convertía en el mayor poder de Europa desde
la época de Carlomagno.

LA POLÍTICA INTERIOR.
En el interior la represión de los conflictos iniciales, con las Comunidades en
Castilla y las Germanías en Valencia y Mallorca, implicó la derrota de los intereses e
ideales “burgueses” y la victoria de la aristocracia terrateniente, estructurada jerár-
quicamente por el propio Carlos I, que reforzó su poder socioeconómico en alianza
con la Corona.
Comuneros y Germanías: nacionalismo y revuelta social.
La rebelión de las Comunidades de Castilla fue la gran crisis interna de la
monarquía. Ante la pretensión de Carlos I de elevar los subsidios para costear su
coronación imperial y el creciente dominio de funcionarios extranjeros, las ciudades
castellanas se alzaron en armas en la guerra de las Comunidades (1520-1522). La
derrota de los sublevados comuneros en la batalla de Villalar (1521) fue seguida de la
inmediata decapitación de sus líderes Padilla, Bravo y Maldonado, y por la toma de las
ciudades rebeldes de Valladolid, Ávila, Toro, Zamora, Salamanca y, finalmente,
Toledo.
Las revueltas de las Germanías tuvieron un cariz social más acusado. Entre 1519
y 1523 Valencia y Mallorca vivieron el estallido revolucionario, en el que la pequeña
burguesía y el campesinado se unieron contra la nobleza. La intervención de los
ejércitos reales acabó con ellas y los líderes rebeldes perecieron por asesinato, caso de
Joanot Colom en Mallorca), o por ejecución, como ocurrió con Joan Crespí en Mallorca
y con Joan Llorenç y Vicent Peris en Valencia.
El gobierno.
Carlos I gobernó apoyado en sus secretarios y en los Consejos, delegando su
poder en su familia, primero en su esposa Isabel de Portugal y después en su hijo Felipe.
La nobleza acaparó la mayor parte de los cargos administrativos importantes,
pero la clase media de funcionarios también creció. El emperador confió los asuntos
castellanos a su secretario Cobos, mientras que los asuntos imperiales quedaban para el
cardenal Granvela. Era un equipo “erasmista”, partidario del pactismo, para constituir
un imperio más ideológico que militar.
Se organizó el imperio colonial con la creación del Consejo de Indias y de los
virreinatos de Nueva España (México) y del Perú.
El emperador promovió numerosas obras que presentaran su grandeza al pueblo,
y destaca en especial su palacio en Granada.

El auge económico.
El reinado de Carlos I fue una época próspera: la población experimentó un
fuerte aumento, con el crecimiento de la demanda y de la producción, la moneda fuerte
de oro y el enriquecimiento de la burguesía. La entrada masiva de metales preciosos
americanos y la demanda de los colonos americanos impulsaron la demanda y la pro-
ducción de trigo, vino, aceite, armas, barcos, tejidos... con lo que la agricultura, la
industria y las finanzas vivieron una época de auge.
Sevilla fue la capital económica del país, con 100.000 habitantes, que vivían del
monopolio del comercio americano en la Casa de Contratación, la industria textil y
naval, el arte y la cultura. Barcelona, en cambio, con sólo 30.000 habitantes, vivió del
mucho menos boyante comercio mediterráneo.
Pero había un anuncio de los graves problemas del porvenir. Las herencias terri-
toriales que hicieron de Carlos V señor de un extenso imperio, supusieron al final un
duro golpe para la modesta economía de Castilla. Aquel imperio, en efecto, requería una
serie de atenciones inexcusables a las que debía responder el reino castellano: los viajes
imperiales y, sobre todo, las guerras. Junto a un aumento de la presión fiscal, el monarca
recurrió a los grandes banqueros extranjeros a fin de que, con la garantía de las
fantásticas riquezas del nuevo continente, aportaran las sumas necesarias para el
mantenimiento del imperio. Por otra parte, si bien en un principio la llegada de metales
preciosos desde América estimuló la economía, a la larga fueron los comerciantes e in-
dustriales extranjeros quienes se beneficiaron del nuevo mercado abierto al otro lado del
océano.
LA POLÍTICA EXTERIOR.
Pese al renombre del título, el Sacro Imperio carecía de cohesión (príncipes
alemanes casi independientes; naciente protestantismo): la consolidación de las
posesiones imperiales y el establecimiento de la hegemonía de la Casa de Austria reque-
ría un notable esfuerzo militar, por lo que la política exterior de Carlos V estuvo desli-
gada de los intereses de los reinos hispánicos. Castilla costeó las campañas de un
emperador que sólo al final de su vida se sintió español, y que dedicó la mayor parte de
su tiempo y sus esfuerzos a controlar los movimientos de disgregación de su Imperio, y
sobre todo a luchar contra sus enemigos naturales, el frente anti-imperial formado por
Francia, Turquía y los príncipes alemanes protestantes, empeñados estos en impedir la
conversión del Imperio en una monarquía absoluta. Aspiró primero a la universitas
christiana, para acabar defendiendo sólo la idea del Imperio como fuerza hegemónica
en Europa, a través de las dos ramas de los Habsburgo, la española con su hijo Felipe II
y la austriaca con su hermano Fernando I.
Las guerras en el Mediterráneo.
Carlos V luchó contra los turcos, dirigidos por Solimán II, que atacaban al
Imperio por la cuenca del Danubio, y contra los berberiscos (encabezados por los
hermanos Barbarroja), cuyas acciones de piratería hacían de los viajes por el Medi-
terráneo una aventura demasiado arriesgada, donde el emperador alcanzó un gran triun-
fo con la conquista de Túnez (1535), pero sufrió un desastre en Argel (1541).
Las guerras con Francia.
Carlos V luchó contra el rey de Francia, Francisco I, con quien disputó la he-
gemonía en Europa, y en especial en la península italiana, donde Carlos se anexionó el
Milanesado para controlar el norte.
Francisco I (1515-1547), fue el principal opositor de Carlos V. Le disputó la
corona imperial y ya en 1521 intentó apoderarse de Navarra. En 1524 invadió el norte
de Italia, siendo derrotado decisivamente en la batalla de Pavía (1525), en la que el pro-
pio rey francés fue capturado y al que se le impuso el Tratado de Madrid, que devolvía
Borgoña a Carlos. Pero el francés incumplió y reanudó la guerra en 1527, aliado con
otras potencias, aunque tuvo que pactar la paz de Cambrai (1529). De nuevo se alió
contra Carlos con la Liga de Esmalkalda (1531) y luego con los turcos (1542), hasta que
firmó la paz de Crépy (1544). Hubo en total cuatro guerras, llegándose a una situación
de equilibrio, pero con la hegemonía italiana en manos de los Austrias. Su sucesor en el
trono de Francia, Enrique II, volvió a la guerra, que seguiría hasta el reinado de Felipe
II.
Las guerras en Alemania.
Carlos V tuvo que hacer frente al movimiento protestante de la Reforma, en el
que se escudaron muchos de los príncipes alemanes (agrupados en la Liga de Esmalcal-
da) para oponerse al poder del emperador. Tras varios intentos frustrados de conci-
liación y del primer fracaso del Concilio de Trento, la lucha empezó en 1546, pero a
pesar de su victoria en la batalla de Mühlberg (1547), tuvo finalmente que claudicar
(Paz de Augsburgo, 1555).
LA LIQUIDACIÓN DEL IMPERIO CAROLINO.
La derrota en Alemania precipitó la renuncia de Carlos a sus dominios en 1556,
divididos, no sin reluctancia, entre su hermano Fernando (que recibió el Imperio y
oficialmente los dominios de Austria, estos ya de facto en sus manos desde 1519) y su
hijo Felipe II, que recibió el resto, con las Coronas de Castilla, Aragón, los dominios
de la Casa de Borgoña y el Milanesado. Carlos se retiró al monasterio español de Yuste,
donde falleció en 1558.

2. FELIPE II (1556-1598).

Felipe II (1527-1598), rey de España (1558-1598), marca la segunda mitad del


siglo XVI, en la que se inicia un repliegue: el imperio universal cede paso al imperio
hispánico. La herencia de Carlos I despojó a Felipe II de las posesiones austriacas y de
la corona imperial, pero le dio a cambio un reino más compacto, aunque debía afrontar
una serie de problemas:
-          Religiosos: el conflicto entre la Reforma y la Contrarreforma, evidente en los Países
Bajos y los núcleos protestantes hispanos, así como el problema morisco.
-          Estratégicos: el problema de los desperdigados dominios de la Casa de Borgoña y la
pugna con Francia, Inglaterra y Turquía.
-          Internos: la institucionalización de un poder centralizado en una Corona de múltiples
reinos; el inicio de la decadencia económica por las cargas fiscales de la política
exterior.
En el caso de Felipe II la historiografía tradicional ha considerado que el ideal
religioso de un reino cristiano fue el fundamento de su política, aunque la más moderna
comienza a considerar la opción dinástica de defender el poder de su monarquía.
El Concilio de Trento (1546-1563) no resolvió la crisis religiosa: la
radicalización de posiciones entre católicos y protestantes condujo a las guerras de
religión en una Europa que se escinde en dos bloques antagónicos, y la España de Felipe
II asumió la jefatura de los católico y España volcó sus tesoros y soldados en los
conflictos religiosos europeos. 
LA POLÍTICA INTERIOR.
La reacción conservadora.
En el interior el creciente conservadurismo provocado por la amenaza
protestante y turca se plasma en un estricto control sobre los grupos heterodoxos del
interior, los protestantes, los moriscos y los criptojudíos, mediante un aumento del
poder de la Inquisición, reflejado en los autos de fe; en la “impermeabilización” política
e ideológica del reino, manifiesta en la prohibición de importación de libros y de
realizar estudios en el extranjero; en la inflexibilidad del poder, sustituyendo al equipo
“erasmista” y pactista de Antonio Pérez por el equipo “albista” del duque de Alba, reac-
cionario y militarista; en el triunfo como ideología de la Contrarreforma el neoescolasti-
cismo (los padres Vitoria y Suárez), que sustituye al erasmismo.
Este viraje ideológico de Felipe II hacia 1570 forja la realidad histórica de
España: la fidelidad a los principios de la Contrarreforma, consustanciales a la
hegemonía de los Habsburgo en Europa y España, exigieron fatalmente el inmovilismo
ideológico, político, social y económico. En contraste con el ideal de vida burgués, que
triunfa en el norte de Europa, en España arraiga el ideal señorial, más apegado al
consumo que a la producción.
El gobierno autoritario.
El de Felipe II era un gobierno autocrático, dirigido personalmente por el rey,
apoyado por sus secretarios y los Consejos especializados. La capital se estableció en
Madrid, cerca de la cual se levantó el monumental conjunto  del Monasterio de El
Escorial, en el que residió el rey gran parte del tiempo, dedicado a controlar
minuciosamente la inmensa documentación de los países que gobernaba.

Las Cortes perdieron gran parte de su poder efectivo. El absolutismo pues, que
se había forjado en los reinados de los Reyes Católicos y de Carlos I, se consolidó con
Felipe II, que convocó pocas veces a las Cortes, siempre movido por sus necesidades
financieras.
La política económica.
Se abandonó la moneda de oro de Carlos I por la moneda de plata, más
abundante después de los últimos descubrimientos mineros americanos (principalmente
en Potosí del Perú). La financiación de la costosa política exterior mediante préstamos
de la banca extranjera y el pago de la enorme deuda consiguiente provocaron que se
gravara con fuertes impuestos la economía castellana, en especial sobre las clases
productivas, mientras que la nobleza y el clero salían relativamente bien librados. La
inflación y la debilidad productiva española dificultó la competitividad y el país se abrió
la importación masiva de productos extranjeros.
Las sucesivas bancarrotas de la Hacienda en 1557, 1575 y 1596 hundieron a
muchos prestamistas y afectaron al crédito y el comercio. La bancarrota financiera
atrapó a los monarcas en préstamos que se fueron acumulando a intereses usurarios. El
final del ciclo de auge económico se ha datado en 1575 y al final del reinado la pobreza
era evidente en todo el país, provocando hambres y pestes.
Excepciones fueron Sevilla, muy favorecida por el monopolio comercial, y
Barcelona, donde a partir de 1560 la actividad comercial se reanimó en la ruta entre Se-
villa y Génova, aunque el crecimiento de la ciudad se truncó con el aumento del
bandidaje y finalmente la guerra civil de 1640.
LOS CONFLICTOS INTERNOS.
La rebelión morisca (1568-1570).
La sangrienta rebelión de los moriscos de las Alpujarras afectó a un pequeño
territorio, pero tuvo graves efectos sobre el reinado, incrementando su intolerancia.
Muchos de los moriscos granadinos fueron diseminados en el resto del reino.
La rebelión de los Países Bajos (desde 1566 a 1648).
En el norte de Europa, Flandes se convirtió en un problema cada vez más
acuciante: la sublevación protestante (1567), reprimida con dureza por el duque de
Alba, no pudo ser sofocada por él y sus sucesores (Juan de Austria, Requesens y
Farnesio), pese a varios éxitos militares en las batallas o asedios de Mons, Haarlem,
Gembloux, Maestricht… Quedó desligado el norte protestante de la Unión de Utrecht, y
nacieron las Provincias Unidas de los Países Bajos (1579), de las que Holanda fue la
mayor, que mantuvieron la guerra, salvo la Tregua de los Doce Años (1609-1621), hasta
su definitiva independencia en 1648, gracias a su poderío marítimo, comercial y
financiero. Era una victoria que ha sido visto por muchos historiadores como prueba de
la superioridad del calvinismo burgués nórdico sobre el catolicismo señorial
mediterráneo.
Alejandro Farnesi, general de Felipe II, tras lograr la unión del sur católico (la
futura Bélgica) de los Países Bajos en la Unión de Arras (1579), estuvo a punto de
someter hacia 1580-1590 a las rebeldes Provincias Unidas, pero el paralelo conflicto
con Inglaterra y Francia (sobre todo la intervención en ésta en los años 1590) y la falta
de una Hacienda rica para soportar el enorme y permanente costo bélico le impidió
rematar su campaña y en los años 1590 los rebeldes consolidaron sus posiciones.
Al final del reinado, Felipe II intentó solucionar el conflicto otorgando la sobera-
nía sobre los Países Bajos a su hija Isabel, pero años después, tras la muerte sin descen-
dencia de esta, volvió el territorio a Felipe III.
La anexión de Portugal (1580).
En 1580 la muerte del último rey portugués, Enrique, permitió la unidad
peninsular. Felipe era el mejor candidato legal, por ser hijo de Isabel de Portugal, pero
hubo un bando nacionalista, sobre todo apoyado en las clases populares, que promovía a
un pretendiente bastardo, Antonio. La invasión de los tercios del duque de Alba, que
tomó Lisboa, y de la flota del Marqués de Santa Cruz, que tomó las islas Azores,
impuso los derechos de Felipe, apoyado por la nobleza y la burguesía mercantil en las
Cortes de Thomar (1481). Desde entonces Felipe II acumuló el más extenso aunque
efímero imperio colonial que ha visto la Historia, al incluir entonces Brasil y gran parte
de los mejores puertos del África Negra y sur de Asia.
La revuelta de Aragón (1591).
En 1591 estalló el conflicto conocido como alteraciones de Aragón. El secretario
de Felipe II, Antonio Pérez, procesado por el rey, se refugió en Aragón, acogido por las
instituciones y por el Justicia Mayor. Felipe II recurrió al ejército para sofocar el motín
y mandó ejecutar al Justicia Mayor, Lanuza. Pero respetó en lo esencial las leyes
aragonesas.
LA POLÍTICA EXTERIOR.
Felipe II, al igual que su padre, tuvo que realizar un esfuerzo continuo por
conservar sus posesiones. Los frentes bélicos se multiplicaron, y las campañas militares
sangraron demográfica y económicamente al país.
La guerra con Francia.
Fueron aplacadas las aspiraciones francesas de Enrique II tras la victoria
española de San Quintín (1557) y la firma de la paz de Cateau-Cambrésis (1559). Como
resultado, durante casi un siglo la hegemonía española en Italia quedó indiscutida.
La guerra en el Mediterráneo.
Felipe II afrontó también la amenaza de los turcos en el Mediterráneo. Primero
se rechazó el ataque turco a Malta (1565). Más tarde, una flota combinada de España,
Venecia y el Papado los derrotó en Lepanto (7 de octubre de 1571), que frenó su ofen-
siva y rompió el mito de la invencibilidad otomana, seguido de la ocupación de Túnez
(1573), pero no se prosiguió la ofensiva y los turcos pronto se recuperaron (Túnez,
1574). Finalmente, debido al agotamiento de ambos bandos se acordó una tregua en
1580, con la que se finalizó de hecho la guerra a gran escala, quedando sólo en el futuro
una constante lucha contra los piratas berberiscos.
La intervención en las guerras de religión de Francia.
Con Francia siguió una larga paz debido a las guerras de religión entre católicos
y los hugonotes (el nombre francés para los protestantes calvinistas) que devastaron
Francia. España apoyó con dinero a los católicos del duque de Guisa contra los hu-
gonotes de Enrique de Borbón, hasta que en los años 1590, ante la falta de candidatos,
Felipe II quiso imponer los derechos de su hija Isabel Clara Eugenia al trono francés e
intervino militarmente en Francia, pero la reacción nacional y la conversión al catoli-
cismo de Enrique de Borbón (1593), le obligó a aceptar la paz de Vervins (1598), que
reconocía a Enrique IV.
La guerra con Inglaterra.
Felipe II, casado al principio de su reinado con María I Tudor, fue durante unos
años rey de Inglaterra. Pero a la muerte de ella sin sucesión el trono pasó a Isabel I, que
desde el principio apoyó a los rebeldes holandeses y fomentó los ataques de sus propios
corsarios contra el comercio colonial español. Tras unos años de tensión, cuando Isabel
ordenó la ejecución de la católica reina escocesa María Estuardo (1587), Felipe II
decidió lanzar una gran invasión mediante la Gran Armada (luego llamada por los
británicos con ironía la Invencible), que partió en 1588 con 130 barcos y 30.000
hombres, pero que fracasó debido a la oposición inglesa y sobre todo a las tormentas,
sufriendo graves bajas. Durante el resto del reinado se sucedieron los mutuos ataques
navales, con escasos resultados.
EL FIN DEL REINADO.
En los últimos años (1596 fue el peor) del reinado Felipe II tuvo que luchar
contra la coalición  de Francia, Inglaterra y Holanda. Demasiados enemigos para un
reino agotado.
Sin embargo, a pesar de los fracasos que salpicaron algunas de sus empresas
bélicas y de la crisis económica y demográfica interior, Felipe II legó a su hijo un reino
mucho mayor del que recibiera: la extensión de los descubrimientos y conquistas por
América y el Pacífico, y el acceso del monarca al trono portugués (1580), que aportaron
a la Corona la unidad peninsular y vastos territorios en ultramar.

3. FELIPE III (1598-1621).


LA POLÍTICA INTERIOR.
El gobierno de los validos.
Con los Austrias “menores”, desinteresados por el gobierno, aparecieron los
validos, que fueron los auténticos gobernantes del país. Con Felipe III el primero fue el
duque de Lerma, profundamente corrupto, pero que hace un cambio de rumbo de la
política exterior, más pacífica. Le sucedió su hijo, el duque de Uceda, menos corrupto.
La expulsión de los moriscos.
Los moriscos, que mantenían su cultura y de escondidas su religión islámica,
eran vistos por los ‘cristianos viejos’ como un grupo que rompía la homogeneidad
religiosa del país y por algunos consejeros del monarca era además un peligro porque
podían colaborar en un ataque turco. Finalmente se decidió su expulsión en 1609.
Fu un duro golpe para la economía agrícola del país, sobre todo en Valencia y
Aragón. En total unos 300.000 moriscos fueron despojados de sus tierras y otras
riquezas, y embarcados hacia África, donde se extendieron desde Marruecos a Túnez,
estimulando su economía y en muchos casos reforzando las filas de los corsarios que
atacaban España.
La decadencia económica y social.
La decadencia económica y social era profunda y creciente, sumiendo en el
pesimismo a la población. La terrible peste de 1598-1602, la mayor de este periodo,
causó posiblemente un millón de muertos en la Península. La miseria en las ciudades y
el campo era ya evidente por entonces. La enorme deuda pública y los impuestos sobre
las actividades productivas agotaban la economía. La industria, en profunda crisis desde
1590, se hundió más y más. Todavía el comercio atlántico se mantuvo, pero sufría los
continuos ataques de los piratas.
LA POLÍTICA EXTERIOR.
El pacifismo.
El cansancio y la crisis interior imponen la necesidad de política internacional de
“coexistencia pacífica” en el reinado de Felipe III: paz con Inglaterra (1605) y Tregua
de los Doce Años (1609-1621) con los Países Bajos. Desde entonces sólo hay un
pequeño conflicto con Francia por la ocupación española del estratégico valle de la
Valtelina en Suiza (1612).
Por el contrario, la tradicional política mediterránea prosigue en el enfrenta-
miento con los piratas berberiscos.

4. FELIPE IV (1621-1665).
LA POLÍTICA INTERIOR.
El gobierno de los validos.
El conde-duque de Olivares es el gobernante más importante del siglo XVII
español. Era un hombre íntegro, inteligente, culto, pero demasiado ambicioso: quería
devolver al reino al estado de esplendor de Felipe II, recurriendo a la guerra, pero no
tenía en cuenta la decadencia económica y social del país. Se apoyó en la pequeña
nobleza y la burguesía letrada para ampliar la burocracia y controlar mejor el país, pero
fracasó en el empeño.
La destitución de Olivares (1643) fue la respuesta del monarca a la crisis de
1640. Durante algún tiempo Felipe IV intentó llevar personalmente los asuntos, pero
pronto renunció a favor de un nuevo valido, el duque de Haro, más moderado.
Los programas fallidos de reforma.
Las dificultades de la agricultura, la industria y la Hacienda, y en definitiva la
pesimista conciencia de la crisis, explican los numerosos programas de relanzamiento
de la economía, en lo que destacó la Junta de Comercio. Los arbitristas, ya aparecidos
en el reinado anterior, multiplicaron sus memoriales proponiendo reformas, pero muy
pocas fueron realizadas, debido a las perentorias necesidades de la Hacienda.
Hubiera hecho falta un largo periodo de paz y de reducción de gastos para bajar la
deuda y cumplir con las inversiones necesarias, y asimismo faltaba el consenso político
y social entre los distintos reinos y las diversas clases sociales a fin de repartir más
equitativamente las cargas del imperio.
La crisis económica y social.
Es en este reinado cuando se agravaron los problemas hasta un punto crítico: la
actividad económica se interrumpía por la falta de confianza en la moneda, que se
devaluaba continuamente, y por los impuestos que hacían inviables el trabajo y los
negocios, unas cargas fiscales tan excesivas que arruinaban a las clases sociales
productivas, mientras las hambres y las epidemias asolaban las ciudades y los campos, y
la industria no podía competir con las exportaciones más baratas y de mejor calidad, y el
poco comercio y las finanzas que subsistían estaban crecientemente en manos
extranjeras.
La gran crisis de 1640.
El coste económico de la guerra sobre Castilla se hizo insoportable y la presión
de Olivares sobre los reinos que no contribuían para que financiasen el esfuerzo final,
llevó de pronto al sistema entero a una crisis aguda y gravísima, al rebelarse los reinos
periféricos contra este intento desesperado que ellos entendían era baldío y solo lograría
meterlos también en la negativa dinámica castellana.
La crisis de 1640 fue así terrible porque estallaron a la vez rebeliones internas en
casi todos los reinos.
En Portugal la rebelión independista fue dirigida por Juan IV, de la casa de
Braganza. No fue una revuelta nacionalista popular, pues sus motivos fueron políticos,
por el temor de la aristocracia a perder el poder y los títulos nobiliarios, y el rechazo al
proyecto de unión ibérica de Olivares; económicos por la crisis general del comercio,
las pérdidas coloniales ante los holandeses y el aumento de impuestos sobre el clero; y
sociales pues los grupos rebeldes incluyeron gran parte de la nobleza y del clero que
veían peligrar su posición social hegemónica. El movimiento triunfó sin dificultades y
nunca estuvo en peligro serio, ante la debilidad castellana que impidió una respuesta
militar eficaz.
En Cataluña la rebelión, apoyada por Francia, triunfó al principio pero fue
finalmente dominada en 1652, porque los catalanes no querían sustituir el dominio
castellano por el francés, todavía más centralista, y, sobre todo, porque se acordó que no
se variaran las leyes propias catalanas. 
Ocurrieron en el mismo decenio otras rebeliones o conspiraciones separatistas en
Aragón (1646, duque de Híjar), Navarra (1648, Itúrbide), Andalucía (1640, duque de
Medina Sidonia), Nápoles (Massaniello en 1647-1648) y Sicilia, pero fueron dominadas
más fácilmente. La monarquía, pese a su triunfo relativo, no alteró la estructura
confederal, consciente de su debilidad para imponer el centralismo. Sólo Portugal,
llevándose consigo su vasto imperio, conservó su independencia, apoyada por Francia,
Inglaterra y Holanda, y reconocida en el Tratado de Lisboa de 1668.
POLÍTICA EXTERIOR.
La guerra de los Treinta Años y la guerra con Francia.
La intervención en la guerra de los Treinta Años (1618-1648), desarrollada en
los frentes alemán y holandés, comenzó con una sucesión de victorias en Montaña
Blanca (1620), Breda (1624) o Nordlingen (1634), pero acabó con una serie de reveses
desde que intervino Francia (1636) pues los tercios españoles fueron derrotados en
Rocroi (1643) y Lens (1647).
Por la paz de Westfalia (1648) los Países Bajos ganaron el reconocimiento de su
independencia, pero la guerra continuó con Francia, con varios altibajos, hasta que otra
guerra al mismo tiempo con Inglaterra precipitó las derrotas españolas en cascada.
La Paz de los Pirineos en 1659 con Francia supuso la pérdida de unos pocos
territorios, sobre todo Rosellón y Cerdaña en Cataluña, y de algunas plazas del Artois,
pero lo más importante al final resultó ser el matrimonio de Luis XIV con la infanta
María Teresa, hija de Felipe IV, con el cual los Borbones ganaron unos fundamentales
derechos sucesorios sobre la corona de España.
EL FINAL DEL REINADO.
Pese a que habían terminado las guerras europeas el país estaba tan exhausto
militarmente que ni siquiera entonces pudo someter a Portugal. El empobrecimiento
económico era abismal. Durante años se temió que la corona española recayese en la
rama austriaca, pero el nacimiento y supervivencia del príncipe Carlos resolvió
transitoriamente la crisis sucesoria.

5. CARLOS II (1665-1700).
LA POLÍTICA INTERIOR.
La regencia (1665-1675): Mariana de Autria, Nithard, Valenzuela.
La regencia de Mariana de Austria fue una etapa especialmente infausta,
marcada por las derrotas militares ante Francia, las pestes, las hambres, la corrupción...
Los validos que escogió eran corruptos e incapaces, meras criaturas de la regente.
El reinado (1675-1700): Juan José de Austria, Medinaceli, Oropesa. El
neoforalismo.
La mayoría de edad del rey pareció dar un momento de esperanza al pueblo,
pero pronto se constató su incapacidad personal, tanto para gobernar como para tener
hijos, puesto que, como descendiente de varias generaciones de primos consanguíneos,
Carlos padecía gravísimas deficiencias físicas y psíquicas que le hubieran incapacitado
hoy para reinar.
El gobierno de los validos no nobles había fracasado y se produjo una reacción
nobiliaria, venida de la Corona de Aragón, que se concretó en el gobierno de don Juan
de Austria, hermanastro bastardo del rey, en un intento de instaurar un “neoforalismo”,
una nueva relación más respetuosa con los reinos periféricos. Durante los siguientes
gobiernos de los validos Medinaceli y Oropesa, ambos nobles de importancia, se
hicieron duras e impopulares reformas a partir de 1680 que al menos ayudaron a largo
plazo a solventar la crisis económica.
El auge de la nobleza.
La nobleza recuperó durante el reinado de Carlos II una gran parte del poder
perdido con la política autoritaria de Felipe II y de los validos hasta Olivares. Algunos
historiadores han llegado a sostener que hubo una “refeudalización”, por la división del
poder entre los nobles locales, que pactaban su representación en la capital, apoyando
como validos a otros nobles que se comprometían a respetar la nueva situación.
La crisis en su abismo (1665-1680) y la recuperación demográfica y
económica desde 1680.
La decadencia en todos los sentidos, con su corolario de hambres y pestes,
prosiguió hasta que llegó a su momento más hondo en 1680, cuando, como hemos
dicho, se impuso una brutal estabilización económica mediante la eliminación de la
moneda de baja calidad y reformas en la fiscalidad y la administración, lo que permitió
comenzar poco después la recuperación, favorecida por la recuperación económica
internacional. La progresión fue especialmente visible en la Corona de Aragón y el resto
de la periferia, desde Andalucía a Cataluña y en la cornisa cantábrica, con aumentos
sostenidos de la población y la producción gracias a los nuevos cultivos del maíz y la
patata y a la mejora de la industria textil.
LA POLÍTICA EXTERIOR.
Las guerras con Francia.
Desde el principio del reinado de Carlos II, la vecina Francia se dispuso a tro-
cear los dominios europeos de España y en tres guerras (1667-1668, 1672-1678 y 1689-
1697) se apoderó de varias plazas en el Artois en la primera, y del Franco Condado en la
segunda, poco en realidad para lo que hubiera podido tomar. Pero es que las guerras
agotaron a Francia, que tenía que combatir también con las otras potencias europeas,
especialmente Inglaterra, Holanda y Austria, interesadas en mantener el escudo
protector español ante la amenazante potencia francesa, la cual además tenía la
ambición de conseguir la sucesión de Carlos II, por lo que moderó sus logros, sobre
todo en la tercera guerra, en la que ya no tomó nada.
EL CAMBIO DE DINASTÍA.
El problema de la sucesión de España reflejaba dos posturas contrapuestas. 
En un lado estaba Castilla junto a los partidarios de una España reducida a los
límites peninsulares más América y con una centralización uniformadora según el
modelo francés borbónico. La elección por Carlos II como heredero del pretendiente
francés Felipe de Borbón supuso la victoria de este modelo.
En el otro lado estaba la Corona de Aragón (sobre todo Cataluña) junto a los
partidarios de una España que mantuviese los Países Bajos e Italia, pero con un orden
constitucional más federalista, según el modelo habsburgués de los dos últimos siglos.
La Guerra de Sucesión (1701-1715) acabó con el triunfo de Felipe V, que
impuso en los decretos de Nueva Planta una estructura unitaria al Estado. A cambio, en
la paz de Utrecht (1713) España perdió sus posesiones europeas de Países Bajos,
Milanesado, Nápoles y Sicilia que entregó a Austria; Cerdeña a Saboya; más Gibraltar y
Menorca a Inglaterra. Se mantenía como gran potencia, gracias a sus dominios en
América, pero aceptaba ya un papel  secundario con relación a Francia e Inglaterra.

6. CARACTERÍSTICAS GENERALES DE LA ESPAÑA DE LOS AUSTRIAS.


LA SOCIEDAD ESTAMENTAL.
La población.
El siglo XVI fue de crecimiento, hasta por lo menos 1575, cuando había en el
reino unos 10 millones de habitantes, pero luego hubo un estancamiento, y desde 1600
un fuerte declinar, hasta llegar a los 6 o 7 millones de 1700.
La crisis demográfica tuvo un gran contraste regional, que se puede resumir en
que había un interior que se despoblaba en oposición a una periferia estancada o incluso
en crecimiento. En el centro hubo una decadencia sin paliativos, tanto en el campo
como en las ciudades. En el norte cántabro-atlántico hubo un crecimiento sostenido
aunque moderado, favorecido por los nuevos cultivos del maíz y la patata. En el sur se
sufrió una larga decadencia, seguida de una parcial recuperación a partir del último
tercio del siglo XVII. En la Corona de Aragón la situación fue relativamente mejor
debido a que las cargas fiscales eran menores, pues las Cortes propias se negaron
sistemáticamente a pagar las guerras exteriores de la monarquía hispánica.
La estructura social en estamentos: nobleza, clero, burguesía, campesinado.
La estructura social era muy similar a la bajomedieval.
La nobleza estaba en la cúspide, en estrecha alianza con la monarquía, a la que
cedió parte del poder político a cambio de conservar la mayor parte del poder territorial
y económico, que se fundaba en los mayorazgos y en el señorío jurisdiccional. En la
segunda mitad del siglo XVII recuperó gran parte de su poder político, debido a la
debilidad de los últimos Austrias.
Junto a la gran nobleza, había un numerosísimo grupo social de hidalgos, de
pequeños nobles, segundones de los anteriores o burgueses que habían abandonado los
negocios para refugiarse en el dominio de la tierra, de acuerdo a la mentalidad social
imperante: el modelo social es el noble que no trabaja y que vive de sus rentas, lo que
estimula en los demás grupos sociales la compra de patentes de hidalguía a fin de
librarse de pagar impuestos pero con la condición de no realizar tareas productivas, lo
que a largo plazo lleva a sus descendientes a recaer en la pobreza. Esta pequeña nobleza
fue la más reacia a las reformas, al tiempo que suministró muchos de los efectivos de la
administración y la milicia.
El clero dominaba la vida religiosa y cultural, sobre todo gracias al control de la
educación, y mantenía un gran poder económico gracias a sus tierras, y político pues
estaba presente en casi todos los escalones de la administración.
La burguesía, fuese comercial, industrial o financiera, tuvo una época de auge
hasta 1575 aproximadamente, pero desde entonces entró en barrena hasta 1680
aproximadamente, debido a la ruina de las actividades productivas y a la mentalidad so-
cial contraria al trabajo y los negocios. También las disposiciones muy rigurosas de los
gremios dificultaban su ascenso. Además, cuando una generación gozaba de éxito en
sus empresas la mayoría de los sucesores de la segunda generación compraba tierras y
una patente de hidalguía, y así a lo largo del siglo XVII desaparecieron la mayoría de
las familias de larga tradición empresarial.
Las clases urbanas más pobres, dedicadas al trabajo artesanal sufrían por la
competencia extranjera, y en el siglo XVII se convirtieron en un proletariado urbano,
cada vez más mísero, nivelados con los numerosísimos servidores domésticos de la
nobleza. Más abajo había una ingente masa de mendigos, bandoleros, ladrones,
soldados sin leva o mutilados, enfermos, viudas y huérfanos, casi todos sin oficio ni
beneficio, que nutrían las filas de la picaresca.
El campesinado era la clase social más numerosa y también la más oprimida,
dividida en dos grupos sociales: los pequeños propietarios y arrendatarios del norte de la
Península y los jornaleros sin tierras del sur.
La religión.
El principal problema religioso-cultural era sin duda el de la unidad religiosa del
país.
El país era un mosaico de culturas y religiones que pervivían en un momento en
que la Iglesia exacerbó su celo inquisitorial y en que la religiosidad popular adquirió
visos de fanatismo intransigente, basado en el misticismo y el temor al peligro siempre
presente de una nueva invasión musulmana y de la extensión del protestantismo
centroeuropeo.
En este ambiente de intolerancia las poblaciones morisca y judía y de conversos
constituyeron el perfecto chivo expiatorio de los males del país, y fueron objeto de con-
tinuas persecuciones y expulsiones (judíos en 1492, musulmanes en 1502, moriscos en
1609).
Por otra parte, las corrientes heterodoxas que pretendían recuperar las tradi-
ciones del primer cristianismo, fueron reprimidas, en nombre de la necesaria unidad: los
alumbrados en 1524 y 1542, los luteranos en 1557-1559, incluso los moderados eras-
mitas con el largo proceso contra el arzobispo Carranza (desde 1559).
La Inquisición fue el instrumento de Felipe II y sus sucesores contra la
heterodoxia, también, en parte, para extender su poder sobre todos los reinos, pues era la
única institución común. Erasmitas, luteranos, criptojudíos y sospechosos de herejía y
brujería, eran procesados y condenados como reos de alta traición. Las sentencias se
ejecutaban en un auto de fe, un acto público y solemne en el que los condenados a
muerte era entregados a un verdugo.
Una vez aniquilada la heterodoxia, la relativa apertura desde 1577 permitió la
floración del misticismo reformista de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, y
hasta se exculpó al procesado Fray Luis de León, pero en realidad también se había
erradicado la libertad; el impulso intelectual nacido a principios del siglo quedó
truncado. La Contrarreforma, abanderada por la Compañía de Jesús, dominaba el
ambiente intelectual. Al final del periodo se había logrado el objetivo de la unidad
religiosa, pero a un pésimo precio: la intolerancia ante toda disidencia y el profundo
atraso cultural y educativo, que lastró el progreso económico.
Del autoritarismo regio a los validos.
Mientras los primeros gobernantes de la Edad Moderna (los Reyes Católicos,
Carlos I, Felipe II) mantuvieron un férreo control personal de los asuntos del gobierno,
los tres últimos Habsburgo (Felipe III, Felipe IV y Carlos II) delegaron el poder efectivo
en manos de los validos, unos primeros ministros sólo responsables ante el monarca, lo
que redujo el prestigio de la monarquía y en muchos casos derivó en una corrupción
generalizada.
Los funcionarios.
Los funcionarios que servían en la burocracia se reclutaban en la nobleza, el
clero, los hidalgos, la burguesía urbana. Se preferían los que tenían una formación
jurídica, pero los puestos más altos para los Grandes, por su prestigio nobiliario,
esencial para mantener y hacer respetar su autoridad sobre una sociedad estamental.
En el siglo XVII, ante la falta de actividades productivas, proliferó la
compraventa de cargos públicos, con la consecuente corruptela para amortizar los gastos
de la compra. Un cargo era una sinecura, una inversión, a la que se intentaba sacar el
máximo provecho, en detrimento de las virtudes de la preparación, la capacidad de
gestión, la eficacia... El resultado fue devastador para una sociedad que necesitaba más
que nunca de buenos gestores.
El ejército y la armada.
El ejército, estructurado en los tercios (unidades de infantería con
especialización en las armas), era de enrolamiento voluntario e integraba mercenarios de
todo el imperio. Se distinguían las tropas de guarnición y el ejército de campaña, de
pequeño tamaño, hasta que la guerra de Flandes obligó a aumentarlo enormemente, lo
que resultó muy costoso.
El espíritu militar decayó en el siglo XVII pues la pequeña nobleza castellana
que había sido la mejor fuente de oficiales y soldados se negaba a alistarse, mientras los
reinos periféricos no querían participar en el ruinoso esfuerzo militar. Olivares fracasó
en su proyecto de la Unión de Armas, que preveía 140.000 soldados pagados
solidariamente por todos los reinos, y este fracaso condujo a la crisis política de 1640.
A fines del siglo XVII las tropas eran casi todas extranjeras y ya poco quedaba del
legendario ejército español.
La armada estaba organizada en dos bloques: las galeras del Mediterráneo y los
galeones del Atlántico. Hegemónica en el siglo XVI como se vio en la batalla de
Lepanto en 1571 y la conquista de Portugal en 1580, a pesar de la derrota de la Armada
Invencible en 1588, en el siglo XVII la decadencia la llevó a sufrir nuevos golpes, hasta
llegar al desastre de 1638-1639, cuando los astilleros del Cantábrico fueron destruidos y
la flota holandesa aniquiló en las Dunas (1639) a la última gran flota española del norte.
La Hacienda pública.
La Hacienda pública estaba en permanente agonía, ante la demanda insaciable
de dinero para la guerra y la política exterior.
Las principales partidas presupuestarias eran el ejército y la armada, la Casa
Real (cuyo gasto en el siglo XVII fue inmenso, pues el poder barroco exigía un lujo
ostentoso) y, sobre todo, los “juros”, esto es la deuda pública, cuyo pago se llevaba a
finales del siglo XVI la mitad del presupuesto.
Los ingresos venían de los servicios extraordinarios, la venta de cargos a los
particulares, los monopolios, los maestrazgos, las aduanas, las bulas, la alcabala (un
impuesto sobre el comercio), el quinto sobre los metales preciosos de las Indias, etc. El
peor impuesto fue el de los “millones” (desde 1588) que gravó a toda la población
(excepcionalmente estaban incluidos la nobleza y el clero) sobre el consumo de carne,
aceite, vino y vinagre. Otros impuestos se añadieron en el siglo XVII, recayendo
generalmente sobre las clases sociales productivas, mientras que los privilegiados
(nobleza, clero) soportaban mucho mejor la situación gracias a sus exenciones
tributarias.
Los déficits presupuestarios eran usuales y se cubrían con préstamos de la banca
extranjera, garantizados con juros y bienes públicos. Las frecuentes bancarrotas
consolidaban la deuda anterior a menores tipos de interés y plazos más largos, y
entonces el proceso volvía a comenzar, hasta que todos los prestamistas importantes
acabaron por quebrar debido a este círculo vicioso. Felipe II hizo tres bancarrotas: 1557,
1575 y 1596, y en el siglo XVII se hicieron todavía más frecuentes: 1608, 1627, 1647,
1652, 1656... El otro recurso fue la emisión masiva de moneda de baja calidad, el vellón
de plata con una alta proporción de cobre, lo que comenzó Felipe III, y esto resultó lo
peor al final porque se minaba la confianza de la población en la moneda, lo que
paralizaba los intercambios y la actividad productiva.

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