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Ciancio de Montero y Montero. para Comprender La Mediana Edad

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PARA COMPRENDER LA MEDIANA EDAD

Historias de Vida

Alicia Mirta Ciancio de Montero y Guillermo Julio Montero -

Capítulo 1

LA MEDIANA EDAD EN PERSPECTIVA


Iniciar el camino de indagación en las diferentes historias de vida que propone nuestro
libro impone la necesidad de plantear alguna definición que permita al lector comprender
desde qué perspectiva entendemos la mediana edad de la vida y cómo la definimos.
Nuestra definición de mediana edad es muy simple y práctica: la mediana edad es aquello
que le sucede a cada persona a partir del reconocimiento de las más incipientes señales
del propio envejecimiento corporal. Entonces, sostenemos que los cambios que demanda
y facilita la mediana edad tienen una raíz en el propio cuerpo, cuando va envejeciendo.
Lo que cada persona, hombre o mujer, pueda hacer con estas señales determinará el
cauce que tendrá su propio proceso de la mediana edad.
Pero alertamos a nuestro lector de que nuestra manera de comprender la mediana edad
no tendría relación con un proceso cronológico estrictamente etario. No puede afirmarse,
sin riesgos de caer en el error, que la mediana edad de las personas comienza a una edad
precisa. La mediana edad es una experiencia objetiva que se apoya en el inicio del
envejecimiento corporal y que se transforma en una experiencia subjetiva, es decir,
aquello que le sucede a cada persona privadamente con esta situación, diferente de lo
que podría sucederle a otra.
Hablar del envejecimiento en los inicios del siglo XXI no resulta novedad alguna. El tema
ha desvelado a los estudiosos de todas las épocas, y desde los orígenes mismos de la
humanidad ha sido una preocupación en los tres grandes campos en que puede dividirse
la tradición del conocimiento: el científico, el espiritual y el artístico. Desde la perspectiva
científica, la filosofía y la medicina han liderado los estudios sobre el envejecimiento;
pero también cada sociedad ha desarrollado toda una serie de doctrinas religiosas y
espirituales que han pretendido dar cuenta del mismo proceso, tanto como diferentes
escuelas de conocimiento que han disputado muchas veces con la religión "oficial" el
campo de este tipo de saber: los gnósticos, los astrólogos, los alquimistas, los místicos e
iluminados, etcétera, quienes, habiendo sido en muchos casos antecesores de lo que
posteriormente pudo haberse denominado conocimiento científico, legaron textos que
dan cuenta de esta preocupación por el proceso de envejecer. Algo similar ha sucedido
con el arte de todos los tiempos, que ha representado -cada disciplina con sus propios
recursos- las vicisitudes ligadas al proceso de envejecimiento.
Reconociéndonos como psicoanalistas, los autores de este libro no podemos dejar de
señalar los aportes importantísimos que dicha disciplina brinda para la comprensión de
este proceso a lo largo de todo el ciclo vital, y no sólo en la mediana edad. No olvidamos
tampoco que aún la filosofía y la medicina continúan con la misma preocupación de
antaño, señalando que inclusive la medicina ha desarrollado una especialidad como la
Gerontología, dedicada específicamente al tema. Finalmente, y así como hace muchos
siglos sucediera, continúan las diferentes religiones "oficiales" o "extraoficiales", que

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intentan dar cuenta del mismo proceso, así como las llamadas nuevas escuelas de
conocimiento; ejemplo de esto último lo hallamos en lo que han sido desde hace dos
décadas los movimientos denominados New Age. Es decir, nos referimos a una
preocupación perenne, que acompaña a la historia de la humanidad y que se continúa
hasta el presente. Quizás nuestro libro sea un Intento más dentro de esta corriente,
procurando hallar una respuesta a una preocupación nuclear y esencial de la naturaleza
humana.
Pero tanto esfuerzo puede sintetizarse en una sola frase: el problema del envejecimiento
reside en que detrás de éste acecha la muerte. Puede haber muchas y muy diferentes
respuestas para el envejecimiento, pero no existe respuesta alguna para la muerte; la
muerte es algo que hoy en día sigue dejándonos atónitos a los seres humanos, tal como
lo hiciera en los primeros tiempos de la humanidad.
Es tal la preocupación por la muerte, que desde muy niños todos hemos albergado en
nuestro interior una vaga idea de inmortalidad, casi como si fuera la creación de un
negativo de ese temor al que aludimos. La adolescencia es el momento en que cada joven
puede creer que la muerte es algo tan lejano que resulta ajeno; mientras que muchos
años después, en la mediana edad, se certifica aquello que siempre sospechamos: que en
algún momento indefinido del futuro, la muerte será también algo que nos sucederá. Por
esta razón es que sostuvimos que detrás del envejecimiento acecha la idea de la propia
muerte personal.
En el intento de continuar con nuestra definición de la mediana edad, podríamos decir
que habría una cierta analogía y equivalencia entre lo que sucede en la pubertad, que da
origen a la adolescencia y a sus consecuencias psíquicas, y los procesos climatéricos en
hombres y mujeres, que originan lo que denominamos mediana edad y sus consecuencias
psíquicas. Así como en la adolescencia el cuerpo y todo su funcionamiento irrumpe en un
primer plano, solicitando una cuidadosa atención por la adquisición de nuevas formas y
funciones, el mismo cuerpo en la mediana edad vuelve a tomar relevancia al comenzar a
emitir señales de disfunción y nuevas formas que denotan el inicio del proceso de
envejecimiento, produciendo transformaciones psíquicas de igual trascendencia, aunque
diferentes. Estas transformaciones forman parte del climaterio masculino y femenino y
dan lugar a lo que denominamos el proceso específico de la mediada edad.
Pero la mediana edad no se presenta de manera univoca, puesto que podríamos decir
que cada persona "vive" y "padece" a su manera este proceso ligado al propio
envejecimiento. Siguiendo con el paralelo anterior, haremos una equivalencia con el
proceso adolescente, algo a lo que volveremos también en otras ocasiones en este
capítulo, puesto que todos podemos reconocer que existen muchas modalidades de
tránsito por la adolescencia. Son muchos los elementos que se conjugan; los que más nos
interesan en esta suerte de comparación son: la Infancia que ya quedó atrás, marcando
una distancia generacional; el cuerpo que expresa cambios abruptos e inevitables; la
nueva identidad que se impone de joven adolescente; el factor tiempo que provoca la
ansiedad y el deseo de que transcurra con más velocidad para llegara destino. Según las
características personales y el entorno del adolescente, así variará la manera de vivir y de
padecer este periodo de su vida. Podemos hallar al adolescente explosivo y expresivo, al
adolescente aislado y con tendencia al repliegue sobre sí mismo, al que se resiste a dejar
la infancia y teme el futuro, al adolescente productivo que organiza y articula un sueño
para cumplir a lo largo de su vida, etcétera. Cada una de estas modalidades constituyen

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un prototipo en sí mismo, para vivir cada persona su propio estilo adolescente. De la
misma manera, podríamos caracterizar entonces diferentes modalidades de decurso de la
mediana edad: cada persona manifestará su propio estilo de tránsito por esta etapa.
Nuestro libro intentará hacer evidentes algunas de estas modalidades características.
Como ejemplos iniciales, podemos hallar una descripción de este proceso de reconocer el
propio envejecimiento, por ejemplo, en la obra teatral Dulce pájaro de juventud (1959),
en la cual Tennesse Williams expresa: "Y entonces una mañana me pasé el peine por el
pelo y noté que ocho o diez pelos se quedaron prendidos en él... Mi cabello todavía era
espeso ¿Pero lo serla en cinco años, incluso en tres?... Empecé a tener malos sueños y
sudores fríos de noche... tenía palpitaciones... me derrumbé, mis nervios se
desquiciaron".
Por su parte, Haruki Murakami en Al sur de la frontera, al oeste del sol (1992),
evidenciando la preocupación por el envejecimiento del propio cuerpo, hace decir a uno
de sus personajes: "Aunque me aproximaba a lo que llaman mediana edad, no había
engordado ni un gramo, tampoco me clareaba el pelo. Ni tenía canas. Gracias a la práctica
regular del deporte, no sentía la menor decadencia física. Llevaba una vida ordenada,
evitaba los excesos, tenía cuidado con la comida. No había estado jamás enfermo. Nadie
me hubiera echado más de treinta años".
Estos dos ejemplos muestran dos reacciones muy diferentes. En el primer caso, se hace
evidente la sorpresa y el temor al futuro; en el segundo, pareciera jerarquizarse una
disposición reflexiva y tolerante, casi de espera, ante la inminencia del envejecimiento.
Ambos ejemplos constituyen dos extremos de un arco que posee el terror al
envejecimiento en un polo y la aceptación de éste en el otro. Este proceso se inicia en
cada persona en un momento diferente, de acuerdo con su programación genética, algo
que puede tener alguna correlación cronológica y, tal como dijimos, una correlación con
ciertas vivencias emocionales, puesto que de esta manera jerarquizamos tanto la
experiencia objetiva como la experiencia subjetiva.
Asimismo, pensamos que existe un nivel raigal y originario, que es el que tiene que ver
con esta percepción del envejecimiento del propio cuerpo; pero a partir de esta
percepción, gran parte de la tensión y de la angustia puede verse desplazada a
situaciones muy diferentes, como por ejemplo la enfermedad y muerte eventual de los
propios padres, la partida de los hijos del hogar, la percepción de una enfermedad,
etcétera. Todos estos aspectos secundarios se deben considerar y sirven para motivar
también elaboraciones parecidas. Estos acontecimientos de la vida cotidiana motivan
ansiedades, tristezas y añoranzas que, genuinamente, cada persona se cuestionará, pero
los consideramos aspectos secundarios porque, además de su valor legitimo, no dejan de
servir transitoriamente para desplazar vivencias propias de la mediana edad.
Es muy frecuente encontrar autores que sostienen que la edad de inicio de la mediana
edad se ha retrasado por el incremento de la expectativa de vida que existe en la
actualidad. Pero nosotros consideramos que esta es una conquista muy reciente de la
humanidad, de la que ni siquiera ha transcurrido un siglo aún, por lo cual es muy relativa
su incidencia en los procesos de los cuales hablamos, puesto que éstos están
íntimamente vinculados con los procesos del cuerpo que "hablan" desde su lenguaje
propio, un lenguaje muy antiguo e Inflexible, muy alejado aún de la posibilidad de
aprender uno nuevo en el breve lapso de una vida individual como implicarían estos
avances y adquisiciones tan próximos en el tiempo. Más aún, pensamos que las

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comodidades y los avances de la sociedad contemporánea les permiten a muchas
personas disimular o disfrazar su preocupación por su envejecimiento, pero nunca
retrasarlo o detenerlo. Pensamos, por ejemplo, que es totalmente legitima la coquetería
femenina que lleva a una mujer a algún tipo de cirugía en su rostro para verse y sentirse
diferente, pero esto dista enormemente de aquellas personas que enmascaran su terror
al envejecimiento intentando detener mágicamente el paso del tiempo con cirugías; y la
diferencia es notoria en el simple vínculo y contacto con alguna de estas mujeres.
Asimismo, es totalmente legítima la utilización de Sildenafil por los hombres, para
mejorar la función eréctil, pero resulta patética su utilización para intentar recuperar la
juventud perdida; en estos casos, es también muy notoria la diferencia en el vínculo y en
el contacto con alguno de estos hombres. Es decir que los avances científicos de la
sociedad contemporánea pueden hacer que las personas vivamos con mayor confort y
satisfacción, pero estos avances no pueden retrasar o detener el reloj biológico, a pesar
de que muchos se auto engañen, disimulando ante sí mismos estos temores a través del
reflejo de un rostro joven ante el espejo o disponiendo de un rendimiento sexual pleno.
En el mismo sentido, pensamos y señalamos también que la mediana edad indica e
implica el inicio de la segunda mitad de la vida, y que la diferenciamos nítidamente de lo
que suele denominarse tercera edad, puesto que la mediana y la tercera edad suponen
procesos psíquicos diferentes, basados en una problemática consecuentemente distinta.
Las historias de vida que detallaremos en los próximos capítulos nos permitirán apreciar
cuántas maneras existen de vivir la mediana edad. Vayan como adelanto las siguientes:
En la novela La línea de sombra (191.6), bella metáfora que ofrece Joseph Conrad para la
mediana edad, expresa: "Sí, caminamos, y el tiempo también camina, hasta que, de
pronto, vemos ante nosotros una línea de sombra advirtiéndonos que también habrá que
dejar tras de nosotros la región de nuestra primera juventud". Si bien quizás la expresión
no se ajuste exactamente a lo que definimos como mediana edad, tomamos la metáfora
de la línea de sombra como un concepto liminar mediante el cual puede expresarse en
una imagen mucho de lo que sucede: la mediana edad como un momento de tránsito
desde un estado a otro, y como un momento en cual se hace Imperioso atravesar lo que,
siguiendo a Conrad, denominamos la línea de sombra, elaboración que evoca la metáfora
de Dante Alighieri de la selva oscura áspera y fuerte del Inicio del Infierno en Divina
comedia.
Asimismo, John Banville expresa en su novela El mar (2005) una metáfora del otoño,
evidenciando algunos aspectos ligados a una "tempestad" comparable, en muchos casos,
con el inicio de la mediana edad: "Con qué ferocidad sopla hoy el viento/golpeando con
sus grandes puños suaves e ineficaces los cristales de la ventana. Es la clase de tiempo
otoñal, tempestuoso y despejado, que siempre me ha encantado. El otoño me parece
estimulante, al igual que se supone que la primavera lo es para los demás. El otoño es la
época de trabajar". Esta es otra Imagen muy evocadora porque alude a una fuerza
natural, es decir, a algo que no se puede evitar, al igual que lo que sucede con el
transcurrir de la vida, pero que facilita el contacto con un estado interior de sintonía fina
con intereses personales, aludidos en el relato en la expresión del tiempo para disfrutar
del trabajo. Por esta razón, los dos lemas que hemos seleccionado como puerta de
entrada a nuestro libro aluden al otoño.
Asimismo, es sorprendente con qué frecuencia hallamos el amor como único antídoto a la
preocupación por el envejecimiento. Nos tomamos la licencia de sugerir una comprensión

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de la palabra amor bastante inusual y antietimológica: amor, ¿podría significar algo así
como "sin muerte"? Hallamos un párrafo alusivo en la novela Las olas (1931), de Virginia
Woolf: "¿Para qué —dijo Neville— mirar el reloj que hace tic-tac en la repisa de la
chimenea? Sí, el tiempo pasa. Y envejecemos. Pero sentarme junto a ti, solo contigo, aquí
en Londres, ante el fuego del hogar, tú ahí y yo aquí, eso es todo. El mundo despoblado
hasta los últimos confines, y todas sus cumbres desnudas, y sus flores cosechadas, no
tiene otra cosa".
Varios son los momentos importantes de la vida en los que una persona recurre al espejo,
pero durante la adolescencia y en la mediana edad la persona se refleja en él para
escrutar detalles de su cuerpo. Los espejos son también "reflejo" de mucho de lo que
sucede durante la mediana edad, algo que denominamos los diálogos ante el espejo
objetivo y subjetivo. Las imágenes del adolescente y la de la persona de mediana edad
ante el espejo son características, tanto sea por la aceptación como por el rechazo de los
"reflejos" que devuelve. Entonces, he aquí una nueva analogía con la pubertad y
posterior adolescencia, puesto que el adolescente aparece como alguien que recurre al
espejo para verificar sus cambios físicos y su crecimiento, de manera análoga a lo que
hace la persona al inicio de su climaterio y posterior mediana edad, con sus propios
cambios físicos y su incipiente envejecimiento.
Veamos nuevos ejemplos:
"A veces te miras en un espejo sin recordar la edad que tienes. De algún modo, esperas
encontrarte con un chaval de doce años o de dieciocho, devolviéndote la mirada". Esto es
lo que Hanif Kureishi invita a decir al personaje que está atravesando su mediana edad en
su novela Intimidad (1998).
"Por primera vez en mucho tiempo, me quedé mirándome fijamente a los ojos en el
espejo. Pero esos ojos nada reflejaban de mí mismo. Apoyé ambas manos en el lavabo y
suspiré profundamente". Esto es lo que sostiene el personaje de Harukl Murakaml en Al
sur de la frontera, al oeste del sol.
Georges Simenon, en su novela La huida (1945), plantea otro diálogo ante el espejo de un
hombre de mediana edad: "Daba la impresión de que cada mañana al salir del sueño, en
el que se deja de tener edad, el señor Monde se sorprendía de ver en el espejo a un
hombre de mediana edad, de párpados ya ajados...". "Cuando acababa de afeitarse, se
miraba un ratito con una mezcla de complacencia y amargura, añoraba haber dejado de
ser el muchachote bastante Cándido de antaño, no se hacía a la idea de ser ya un hombre
embarcado en la pendiente de la vida."... "Aquella mañana, en el cuarto de baño, recordó
que acababa de cumplir cuarenta y ocho años. Poco le faltaba ya para los cincuenta. Se
sintió cansado. Dentro del agua caliente, estiró los músculos para expulsar el cansancio
acumulado durante tantos años".
A partir de estos ejemplos, proponemos pensar que estos diálogos ante el espejo objetivo
y subjetivo de alguna manera equiparan y dan continuidad a ambas experiencias
evolutivas, pero de ninguna manera la mediana edad puede ser considerada como una
"segunda adolescencia". La adolescencia y la mediana edad implican dos momentos
evolutivos diferentes, dos procesos distintos, y es nuestra pretensión, con este libro, dar
cuenta de la especificidad de la mediana edad. Cuando sucede algún síndrome de
características propias de la adolescencia en una persona adulta, seguramente estaremos
en presencia de una dificultad para atravesar aquello que verdaderamente propone la
mediana edad.

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En la novela La inmortalidad (1990), Milán Kundera, con excelencia poética, relata la
persistencia de algunos gestos de la adolescencia en la mediana edad, algo que el autor
utiliza magistralmente para proponer un tipo de comprensión del paso del tiempo
alternante, un tiempo que por momentos obedece al reloj y que, en otros, es
absolutamente subjetivo: "Se iba, en bañador, dando la vuelta a la piscina. Pasó junto al
instructor y cuando estaba a unos tres o cuatro pasos de distancia volvió hacia él la
cabeza, sonrió, e hizo con el brazo un gesto de despedida. ¡En ese momento se me
sobrecogió el corazón! ¡Aquella sonrisa y aquel rostro pertenecían a una mujer de veinte
años!... Aquella sonrisa y aquel gesto tenían encanto y elegancia, mientras que el rostro y
el cuerpo ya no tenían encanto alguno... Con cierta parte de nuestro ser vivimos todos
fuera del tiempo. Puede que sólo en circunstancias excepcionales seamos conscientes de
nuestra edad y que la mayor parte del tiempo carezcamos de edad... Una especie de
esencia de su encanto, independiente del tiempo, quedó durante un segundo al
descubierto con aquel gesto, y me deslumbró".
Anteriormente, sostuvimos que el problema del envejecimiento reside en que detrás de
éste acecha la muerte. Pero ante la dificultad o imposibilidad de representar nuestra
propia muerte, es que a lo largo de toda la vida entablamos un diálogo en soledad,
buscando encontrar dicha representación en nuestro mundo interno. Cada persona,
particularmente en la mediana edad, interactúa con vivencias e imágenes que hacen a la
desaparición de su propio cuerpo. Algo de esto hallamos en Brooklyn Follies (2006),
novela de Paul Auster: "Nada parecía real aparte de mi propio cuerpo, y mientras estaba
allí tumbado, inmerso en aquella disociación, me puse a imaginar obsesivamente los
circuitos de venas y arterias que se entrecruzaban en mi pecho, la tupida red Interior de
sangre y grumos. Estaba a solas conmigo mismo, escarbando en mi interior con una
especie de conmocionada desesperación, pero también me encontraba muy lejos,
flotando por encima de la cama, por encima del techo, por encima del tejado del hospital.
Sé que no tiene sentido, pero mi estancia en aquel recinto, encajonado entre los pitidos
de aquellos aparatos y los cables prendidos a la piel, fue lo más parecido a no estar en
ninguna parte, a encontrarme a la vez dentro y fuera de mí mismo". Esta historia de vida
es una muestra de ese diálogo en soledad al que aludimos, diferentes de todos los que
podamos establecer con cualquier otra persona. Este diálogo posee la cualidad de aquello
percibido como exclusivamente íntimo. Desde esta perspectiva, entonces, ofreceremos
una comprensión que pretende partir de invariantes comunes a todas las personas, como
es esta preocupación por la propia muerte, que se halla escondida detrás de aquella que
sentimos por el envejecimiento. La intención es llegar a la más profunda subjetividad
individual y evidenciar lo que cada persona puede hacer con esta temática universal.
Otros ejemplos de la preocupación por la propia muerte futura nos permitirán enriquecer
nuestra propia imaginación:
Virginia Woolf, en su novela Las o/as, sostiene: "Seguro que la vida es un sueño. Nuestra
llama, un fuego fatuo que baila en unos pocos ojos, pronto se extinguirá, y todo se
desvanecerá".
En la novela de Oscar Wilde El retrato de Dorian Gray (1890), resaltamos: "La vida, que
iba a modelar su alma, acabarla con su cuerpo... Al pensar en ello, una aguda congoja de
dolor lo hirió como un cuchillo, haciendo vibrar cada fibra delicada de su naturaleza. Sus
ojos se oscurecieron en un morado de amatista y una bruma de lágrimas los empañó".

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Los seres humanos aprendemos a vivir desde nuestro mismo nacimiento con esa
vulnerabilidad, que nos constituye y nos acompaña toda la vida, ya que nunca lograremos
desasirnos totalmente de la vivencia de desvalimiento en la que nacemos. De alguna
manera, la idea de la propia muerte futura confronta a la persona con ese estado de
desamparo y de desvalimiento que reside, no siempre tan disimulado, muy dentro de
todos nosotros.
Este conflicto que cada persona vivencia a partir de las señales provenientes de su cuerpo
puede formularse como la confrontación que surge entre un tipo de asedio crónico de la
realidad a una pretendida inmortalidad y perfección personal. Esta tensión,
omnipresente durante toda la vida, encuentra en la mediana edad un momento
privilegiado, que da inicio al proceso que detallaremos.
Esta es una experiencia tan intensa e importante que nos permitimos considerar que
promueve una especie de reorganización de toda la vida de las personas. En los mejores
casos, el conflicto que se genera promoverá la continuidad del desarrollo y del
crecimiento personal; en los peores, el conflicto determinará su estancamiento.
La mediana edad se puede transitar por tres diferentes caminos posibles, que hemos
denominado los tres caminos de la mediana edad. Vamos a centrarnos, por ejemplo, en
lo que le sucede a cada persona con la percepción de la transitoriedad de la belleza, y
pedimos al lector que, mientras siga la lectura, haga un paralelo con la vida propia, sujeta
a la misma transitoriedad.
En primer lugar, están aquellas personas que no pueden disfrutar de la belleza cuando
saben que está condenada a desaparecer, tal como un bello paisaje nevado invernal está
condenado a desaparecer durante el deshielo del verano. Es como si estas personas
sostuvieran que esa belleza no tiene sentido si está condenada a su desaparición. Este
sinsentido y la imposibilidad de encontrar satisfacción denotan lo que denominamos el
primer camino de la crisis de la mediana edad.
En segundo lugar, están aquellas otras personas que se revelan contra lo que la realidad
les demuestra, sosteniendo que es imposible que tanta belleza esté destinada a su
desaparición, puesto que dicha belleza tendría que poder perdurar de alguna manera y
quedar exenta de todas las influencias destructoras. Este caso, en el que no se acepta la
realidad, expresa lo que denominamos el segundo camino de la crisis de la mediana edad.
Estas "exigencias de eternidad" tienen mucho más que ver con los deseos propios de
cada persona que con la realidad misma. Quizás por esto podemos contradecir el primer
argumento, sosteniendo que ni la transitoriedad de la belleza ni la negación de esta
misma transitoriedad llegan a devaluarla. El carácter efímero de algo que existe estarla
agregándole valor. Esta aceptación del aumento de valor de lo que es transitorio
constituiría una tercera disposición para comprender nuestra temática de la mediana
edad. Es como si nuestra hipotética persona dijera, en este caso: Las cosas que son
efímeras adquieren un valor adicional precisamente por su carácter de transitorias. Este
caso constituye lo que denominamos el camino de la transición de la mediana edad.
Consideremos un momento esta idea del incremento del valor de lo transitorio
ocasionado por su carácter efímero, tomando en cuenta un simple ejemplo: ¿Por qué
razón una película vista en el cine tiene un efecto y un Impacto emocional mucho mayor
que la misma película vista en el living de nuestra casa? El mayor impacto depende
justamente de la transitoriedad a la que está sujeta una película proyectada en un cine,
puesto que como espectadores estamos obligados a llegar puntualmente a la función, a

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no perder detalle, a comprender de Inmediato, etcétera; mientras que en el living de
nuestra casa, podemos detener la proyección cuando lo deseamos, suspenderla, volver a
proyectar un pasaje, etcétera. Precisamente esta cualidad de "eternidad", es decir, de
algo que está siempre a nuestra disposición, es lo que hace que el impacto emocional, en
lugar de ser mayor, sea muchísimo menor. De esta manera podemos comprender cómo
aquello que es efímero, aquello que dura un instante, suele tener un efecto mucho más
duradero en nuestra subjetividad que aquello otro de lo que disponemos
"permanentemente". Por esta razón es que podemos pensar que lo transitorio agrega
valor precisamente por su condición de valor escaso en el decurso del tiempo,
posibilitando entonces que lo transitorio adquiera un aumento del valor.
Estos tres caminos diferentes para el decurso y el tránsito de la mediana edad revelan
tres tipos de disposiciones diferentes frente a la vida. La elección de cada uno de estos
caminos se impone a cada persona y tiene que ver con su personalidad, con su historia,
con sus dificultades y conflictos, con sus sueños, etcétera; no puede elegirse. Pero tomar
conciencia y reflexionar acerca de esa manera de mirar la realidad resulta un primer paso
para intentar modificarla.
De alguna manera, el reconocimiento de la transitoriedad de la vida individual obliga a
atravesar por algo que podríamos denominar un proceso de duelo. Pensamos que hacer
duelo por los inevitables cambios que pueden ocasionar desagrado, angustia,
preocupación, temor u otros múltiples estados afectivos resulta Indispensable para lograr
una salida.
El primer camino de la crisis de la mediana edad, en el que la persona expresa que nada
tiene sentido si está condenado a su desaparición, incluyendo la propia vida individual,
suele evidenciar un cierto estado de tristeza y añoranza. Suele acontecer una especie de
enlentecimiento, desinterés y opacidad de todos los intereses vitales y promoverse,
entonces, una especie de envejecimiento prematuro. Solemos denominar a este estado
"huida o escape al futuro".
Algunos ejemplos ayudarán a la comprensión:
Volviendo a la novela ya citada de Oscar Wilde, El retrato de Donan Gray, el autor
sostiene: "Cuando su juventud pase, su belleza pasará con ella, y entonces, bruscamente,
descubrirá usted que se acabaron los triunfos o tendrá que contentarse con esos
pequeños triunfos, que el recuerdo del pasado hará más amargos que derrotas... Nada
hay en el mundo comparable con la juventud".
Asimismo, Vladimir Nabokov hace decir al personaje masculino, protagonista de su
novela Lolita (1955): "Cuando me vuelvo para mirarlos, los días de mi juventud parecen
huir de mi como una ráfaga de pálidos desechos reiterados, semejante a esas nevadas
matinales de pañuelos y toallitas de papel que ve arremolinarse tras la estela del convoy
el pasajero que contempla el panorama desde el coche mirador de un gran expreso".
Finalmente, John Banville, en El mar, sostiene: "Era una de esas tardes de otoño de
sonido lastimero, veteadas de los rayos del último sol del día, que parecen el recuerdo de
lo que, en algún momento del remoto pasado, hubiera sido el resplandor del mediodía".
En el segundo camino de la crisis de la mediana edad, en el que la persona expresaría la
dificultad para aceptar que la propia vida esté sujeta a la misma ley universal de lo
transitorio, suele predominar un estado de aceleración. Este es el caso en el que la
persona comienza una carrera desesperada "en busca del tiempo perdido", según Proust;
diríamos, un Intento de recuperación de la juventud perdida, tratando de desmentir la

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realidad de lo transitorio, justamente lo contrario del camino anterior. Solemos
denominar a este estado "huida o escape al pasado".
Veamos un ejemplo:
Encontramos en la novela La noche del oráculo (2003), de Paul Auster, un relato que tiene
resonancias con este modelo de crisis en la mediana edad: "Cuando termina de comer,
Flltcraft concluye que no tiene más remedio que someterse a esa fuerza aniquiladora,
que debe destruir su vida mediante algún gesto sin sentido, totalmente arbitrario, de
negación de sí mismo. Pagará con la misma moneda, por decirlo así, y sin molestarse en
volver a casa o despedirse de su familia, sin tomarse siquiera el trabajo de sacar dinero
del banco, se levanta de la mesa, se dirige a otra ciudad y empieza una nueva vida"....
"Estaba de acuerdo en que era un excelente punto de partida —porque todos hemos
pensado alguna vez en dejar la vida que llevamos, y porque en algún momento todos
hemos deseado ser otro—".
Estos caminos previamente detallados son los que denominamos los dos caminos de la
crisis de mediana edad, considerando a la crisis como una situación de conflicto en la cual
la persona está expresando su dificultad o su imposibilidad de reconocer lo que le está
sucediendo y su esfuerzo para poder modificar apropiadamente su situación y, de alguna
manera, continuar con su vida.
Nótese que el primer camino pareciera implicar una especie de resignación, de
estancamiento y de impotencia generalizadas, mientras que el segundo pareciera
implicar lo contrario: un estado de cambio permanente, potencialidad y deseo ilimitados,
absolutos. Pero en este segundo camino lo que sucede es una especie de cambio en falso,
una especie de autoengaño que lleva muchas veces a graves consecuencias personales,
familiares y económicas. Queremos señalar que, por supuesto, estos caminos señalados
nada tienen que ver con los propósitos y los deseos genuinos de renovación vital personal
y subjetiva que cualquier Individuo puede proponerse durante su mediana edad, tal
como veremos más adelante. Estos caminos de la crisis de mediana edad implican una
problemática por atender y por considerar con cuidado, porque sus consecuencias
ocasionan daños muchas veces irreversibles.
Queremos resaltar que ambos caminos de la crisis de mediana edad implican una
búsqueda de la inmortalidad.
Existe un tercer camino, que es el que denominamos el camino de la transición de
mediana edad, mediante el cual la persona puede otorgar un valor especial a lo
transitorio, promoviendo en este caso un proceso interno ligado al reconocimiento y a la
integración de la transitoriedad de la vida individual que permite favorecer la continuidad
del desarrollo. En este tercer camino están facilitados los procesos continuos de duelo,
como una verdadera elaboración que posibilita una integración renovada de la
personalidad.
Esta integración renovada de la personalidad permitirá observar cambios auténticos que
renueven los vínculos con la propia subjetividad, los vínculos con las demás personas y
con toda la cadena generacional, como veremos más adelante en este capítulo. Pero
consideramos que este trabajo de integración será siempre parcial, puesto que la
mediana edad no implica una aceptación plena de la propia transitoriedad individual sino
un reconocimiento de ella, algo que siempre coexiste con una desmentida equivalente,
generando un tipo de conflicto que halla uno de sus picos de expresión al Inicio de la
mediana edad. Respecto de esto último, Harukl Murakami en su novela Tokio Blues

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(Norwegian wood) (1987) sostiene: "La muerte no se opone a la vida, la muerte está
incluida en nuestra vida".
Este camino de la transición de mediana edad podemos apreciarlo en Al sur de la
frontera, al oeste del sol, cuando el autor sostiene: "Durante toda mi vida, he tenido la
impresión de que podía convertirme en una persona distinta. De que, yéndome a otro
lugar y empezando una nueva vida, iba a convertirme en otro hombre. He repetido una
vez tras otra la misma operación. Para mi representaba, en un sentido, madurar y, en
otro sentido, reaventarme a mí mismo. De algún modo, convirtiéndome en otra persona
quería liberarme de algo implícito en el yo que había sido hasta entonces... Pero al final,
eso no me conducía a ninguna parte. Por más lejos que fuera, seguía siendo yo. Por más
que me alejara, mis carencias seguían siendo las mismas... Ahora, por ti, quiero
convertirme en un nuevo ser. Tal vez lo logre." En este caso, el personaje de la novela
está relatando cómo intenta integrar deseos contrapuestos: madurar, reinventarse, ser
otra persona, etcétera, todo lo conduce finalmente a la aceptación de que, por más que
huya de sí mismo, nunca podrá alcanzar aquello que realmente desea; mientras, por otra
parte, está renovando su vínculo afectivo con la mujer que ama.
Señalamos que este tercer camino de la transición de mediana edad implica una
búsqueda de la trascendencia. También, que cualquiera de los tres caminos detallados
puede cursarse de manera silenciosa o ruidosa. Esta Intensidad no es Indicador de algo
determinante. Son otros los factores que determinarán si el desarrollo continúa o queda
interrumpido, tanto en la adolescencia como en la mediana edad. Más adelante, veremos
cuáles son las fuerzas que se motorizan y cuáles pueden ser los resultados esperados.
Finalmente, como ya hemos señalado, sostenemos que la capacidad para el
procesamiento de los duelos es uno de los factores más importantes por considerar, y es
lo que divide el fiel de la balanza hacia el extremo de la crisis de mediana edad en alguna
de sus dos modalidades, o hacia el extremo de la transición de mediana edad, aunque en
cada persona existe un porcentaje de ambas, siempre en diferentes proporciones de
mezcla. Es decir, consideramos que no existe una crisis o una transición pura, y que éstos
resultan esfuerzos teóricos y prácticos para hacer comprensibles procesos que son muy
complejos y que sólo logran una cierta "figurabilidad" cuando se los esquematiza como lo
hemos intentado.
Vamos a detallar a continuación la serie de cuatro aspectos que están activándose
íntimamente para poder comprender qué y cómo sucede este "trabajo" de mediana
edad, es decir, vamos a intentar detallar aquellos agentes que son los que pueden
facilitar o impedir la transformación que requiere este momento vital.
La percepción del propio envejecimiento provoca una herida muy especial; cada persona
la registra dentro de un rango de dolor variable que depende de su constitución y de su
historia previa. Reiterarnos que la capacidad o la dificultad para procesar los duelos es
uno de los factores decisivos en la divisoria de las aguas entre la crisis y la transición de
mediana edad.
Algo de este "trabajo" podemos apreciarlo en la novela de Virginia Woolf La señora
Dalloway (1925): "¿Acaso Importaba entonces, se preguntaba, caminando hacia Bond
Street, acaso importaba que tuviera que desaparecer completamente? Todo esto tenía
que continuar sin ella; ¿le dolía o es que no resultaba un consuelo creer que la muerte era
el fin absoluto?" Notemos cómo el personaje se cuestiona su transitoriedad,
comprendiendo un rango que abarca desde el dolor hasta el consuelo y que Incluye la

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idea de lo que está destinado a desaparecer y aquello que continuaría a pesar de su
propia desaparición personal. En este ejemplo hallamos a una persona que estaría
pudiendo llevar a cabo una integración apropiada del dolor que la herida por el propio
envejecimiento, como antesala de la muerte personal, ocasiona.
Otro de los factores intervinientes de manera decisiva está vinculado con una
actualización de los Ideales de vida que cada persona se haya formulado durante su
adolescencia y su juventud. Conviene diferenciar entre aquellos ideales que permiten que
una persona promueva un deseo de conquista a futuro, de aquellos otros que demandan
perentoriamente la conquista inmediata de ellos. Todas las personas poseemos ambos
tipos de ideales, aunque en algunas predominan los primeros y en otras, los segundos.
Los primeros son los que se pueden cotejar durante la mediana edad, invitando a que la
persona realice un balance de lo que ha podido real y efectivamente cumplir de su
postulado originario. Los segundos son los aspectos que pueden Irrumpir cuando la
aceptación del devenir se ve dificultada o interceptada, exigiendo un cumplimiento
inmediato de todo aquello que se desea. Es el momento en que el paso del tiempo
quedarla abolido, puesto que estos ideales tiranizan con su apremio y perentoriedad. La
predominancia del primer tipo de ideales facilita una transición de mediana edad,
mientras que el segundo tipo de ideales suele expresarse muy claramente, y en
particular, en el segundo camino de la crisis de mediana edad.
Pensamos que entre ambos tipos de ideales existe una relación equivalente a la que hay
entre un hombre y un héroe: a la mansedumbre humana de los primeros, que intentan
una elaboración, se le opondría la tiranía heroica de los segundos, que demandan
confirmar los crónicos anhelos de inmortalidad o de juventud eterna.
Decíamos que este proceso evidencia también un cotejo entre lo que se ha logrado y lo
que no ha podido adquirirse. Citamos como ejemplo la novela Los puentes de Madison
(1991) donde su autor, Robert James Waller, sostiene: "Los viejos sueños eran sueños
buenos; no se realizaron, pero me alegro de haberlos tenido". Hallamos otro ejemplo en
la novela de Haruki Murakami Al sur de la frontera, al oeste del sol, donde el autor
afirma: "Hace tiempo, también yo tenía mis sueños. Mis ilusiones.
Pero un día se desvanecieron. Fue antes de conocerte. Los maté. Los maté por propia
voluntad, los abandoné. Como un órgano del cuerpo que ya no se necesita. No sé si hice
lo correcto o no. Pero en aquel momento, no podía hacer otra cosa". Ambos ejemplos
evidencian una renuncia a los sueños por diferentes factores. Las diferencias residen en
que la posibilidad de que una persona haya logrado mucho de aquello a lo que aspiró
puede considerarse un facilitador de una transición de mediana edad. Mientras que,
cuando la persona siente que no ha sido así, se abren ante sí dos caminos diferentes. Si
puede renovar sus deseos, podrá reformular su vida y continuar su camino
satisfactoriamente; si no puede renovarlos, se abrirán las dos variables posibles de la
crisis de mediana edad.
Muchas veces pueden irrumpir amenazas de pérdidas o pérdidas reales. Estas amenazas
están vinculadas con el cuerpo de la juventud, amenazado, y con la vejez, expresadas en
términos de vivencias de abandono.
El personaje central de la novela La costa de los Mosquitos (1981), de Paul Theroux, en un
discurso francamente proyectivo, sostiene: "¿Una enfermedad del siglo xx? —decía—. Os
voy a contarla peor de todas. La gente no soporta estar sola. ¡No puede tolerarlo! Así que
va al cine, come hamburguesas en garajes, publica su número de teléfono en los

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periódicos de mierda, diciendo:'¡Llamadme, por favor!'. Da asco. La gente detesta hasta
su propia compañía, llora al verse en el espejo. El aspecto de su cara la asusta. Quizá sea
ésta la clave del asunto". Aquí vemos el envejecimiento del cuerpo transformado en
horror a la soledad.
El tema de las pérdidas puede estar ligado a los propios padres ya ancianos. La
enfermedad, vejez o muerte eventual de éstos puede llenar de culpa, de reproches, de
tristeza y desolación, etcétera, algo que suele ser el corolario de situaciones vinculares
que no han sido suficientemente resueltas a lo largo de la vida. Respecto de este punto,
llama mucho la atención cómo esto sucede también con muchas personas que padecen
su orfandad desde hace mucho tiempo. Estimamos que existe algo así como una memoria
de la especie, que promueve estos procesos en sintonía con el propio envejecimiento.
Esto denota que cada persona ha mantenido un diálogo con sus progenitores a lo largo de
toda su vida, con independencia del hecho de que éstos hayan muerto mucho tiempo
atrás, motivando en estas personas padecimientos equivalentes a los que sentirían si sus
padres estuvieran con ellos.
Respecto de este ítem, queremos señalar que las dificultades para resolverlo llevan
muchas veces a la abolición de la diferencia generacional, a conductas agresivas con los
propios hijos o a actos de seducción encubierta con ellos. La abolición de la diferencia
generacional suele causar estragos en los hijos, quienes necesitan padres a lo largo de
toda su vida, pero muy particularmente en la infancia y en la adolescencia. En los casos
en que estos padres en mediana edad no pueden aceptar sus señales de envejecimiento,
suelen proponer a sus hijos una cierta "amistad" que sólo evidencia sus dificultades para
ser adultos y para cumplir el rol de padres en sentido estricto.
También esto suele ser motivo de agresión hacía los hijos. La idea de que ellos nos
sepultarán no siempre es tolerada, es algo que motiva momentos de odio y de profundo
resentimiento. En este punto, el ejemplo más extremo es el de la guerra, donde las
personas que manejan el mundo, hombres y mujeres de mediana edad, deciden el
asesinato masivo de los jóvenes y lo justifican con una contienda que supuestamente no
pudo ser evitada.
Finalmente, señalamos que en muchos casos aparecen actos de seducción encubierta o
conductas promiscuas entre padres e hijos del mismo sexo. Un ejemplo está dado cada
vez que una madre compite con su hija utilizando la misma ropa, o cuando el padre
pretende competir con su hijo varón, comentando orgulloso sus propias conquistas
sexuales ante éste. Si se trata del padre y la hija o de la madre y el hijo, puede suceder
una especie de sexualización del vínculo, que resulta letal para las necesidades de
crecimiento de los hijos y de la capacidad futura de disfrutar de su propia vida sexual. En
estos casos, la causa tiene que ver con la dificultad para reconocer en los hijos la juventud
de la que disponen y de aceptar la diferencia generacional consecuente, tras lo cual se
esconde la intolerancia al paso del tiempo y al propio envejecimiento.
Hallamos numerosas referencias a esto en la novela Lolita, ya citada, en la que el autor
describe la pasión de un hombre adulto por una adolescente: "Ahora creo llegado el
momento de introducir la siguiente idea: hay muchachas, entre los nueve y los catorce
años de edad, que revelan su verdadera naturaleza, que no es la humana, sino la de las
ninfas (es decir, demoniaca), a ciertos fascinados peregrinos, los cuales, muy a menudo,
son mucho mayores que ellas (hasta el punto de doblar, triplicar o incluso cuadruplicar su
edad). Propongo designar a esas criaturas escogidas con el nombre de nínfulas".

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También resulta imprescindible e impostergable en la mediana edad un trabajo de
revisión y de elaboración de las identificaciones con los diferentes modelos de
personalidad que cada persona ha tenido a lo largo de su vida, comenzando
generalmente con sus propios padres, y especialmente con el padre del mismo sexo, y
siguiendo por maestros, profesores, amigos, instituciones, etcétera. Esta revisión implica
muchas veces un cambio o una modificación de estas elecciones. Generalmente, este
proceso es bienvenido; cuando no se realiza y estas identificaciones con aspectos
negativos de esos adultos que oficiaron de modelos quedan silenciadas, pueden
irrumpirá manera de síntomas físicos y psíquicos de las formas más variadas. Cuando se
logra, esta revisión lleva a una acentuación de la plasticidad de la personalidad y de la
individualidad, que permite y facilita la prosecución del camino de la propia vida
satisfactoriamente.
A propósito de esta identificación, John Banville hace decir a uno de sus personajes en
Eclipse (2000): "Sospecho que cada vez me parezco más a mi padre, sobre todo en sus
últimos meses de vida, con esa misma actitud escudriñadora, aprensiva. Es su venganza
postuma, el legado de un parecido cada vez mayor". "¿Qué tiene el pasado que siempre
hace que el presente parezca, en comparación, tan falto de color y sustancia? Mi padre,
por ejemplo, está ahora más vivo para mí que cuando vivía". Tiene el lector aquí dos
ejemplos donde se hace evidente cómo regresan estos modelos de vida durante la
mediana edad y cómo se manifiesta ese diálogo con ellos para promover la revisión a la
que aludimos.
Estos son los cuatro agentes principales que motorizan el cambio en la mediana edad,
mediante los cuales podemos pensar si se ha producido la transformación del riesgo de
una crisis de mediana edad en la oportunidad de una transición de mediana edad,
aunque pedimos al lector que no olvide que hemos señalado antes que nunca existe una
crisis pura ni una transición pura, y que siempre hallaremos una preponderancia de
alguna de ellas.
Hasta ahora hemos indicado qué sucede, qué es lo que motoriza los cambios, pero no nos
hemos detenido en cómo podemos saber si se ha cumplido aquello que nos permita estar
seguros de la continuidad de nuestro crecimiento.
Vamos a caracterizar cinco indicadores que pueden servir de guía al lector para
comprender qué es lo que entendemos específicamente por transición de mediana edad.
Consideramos que la mayor presencia de los indicadores hablaría de una resolución de la
temática de la mediana edad; contrariamente, su ausencia estaría indicando una crisis. El
orden en que presentamos estos indicadores no implica importancia ni jerarquía:
Todos los seres humanos somos portadores de sentimientos agresivos, de odio y de
destructividad, sentimientos que conviven con nosotros y que implementamos en la vida
cotidiana. Muchos de ellos resultan imprescindibles para incursionar simbólica y
tácticamente en el mundo. Otros poseen una carga de destructividad que, en el mejor de
los casos, avergüenza al sujeto que la actúa. En otras personas, funciona como algo ajeno
a su ámbito conciente.
La mediana edad, entonces, confronta al sujeto con la aceptación tanto del odio como de
la destructividad personal propia y aquella que, tal como anticipamos, es inherente a la
naturaleza humana. Este reconocimiento de ninguna manera implica que una persona
sea más agresiva ni que se resigne a la destructividad general; aunque parezca
paradójico, es el único camino para detener la destrucción del planeta y de la humanidad.

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Consideramos que sólo si cada persona reconoce ante sí mismo estos estados
emocionales, podrá reconocer el alcance que podrían tener en los demás; es decir, sólo si
cada uno reconoce que el odio y la destructividad reside dentro de ella y que es propia de
la naturaleza humana, podrá administrarlas de manera apropiada.
Finalmente, este indicador de la aceptación del odio y de la destructividad de la
naturaleza tiene mucho que ver con la vivencia de la propia muerte simbólica o real, y
con el aparente sinsentido de la vida. Hallamos algo de esto en la novela de Paul Auster,
Brooklyn Follies, de la que rescatamos este texto: "En general, las vidas se esfuman. Una
persona muere y poco a poco todo rastro de su vida desaparece. Un inventor sobrevive
en sus invenciones, un arquitecto está presente en sus edificios, pero la mayoría de la
gente no deja tras de si monumento alguno ni logros duraderos: una estantería con
álbumes de fotos, la cartilla de notas del colegio, el trofeo de un juego de bolos, un
cenicero birlado en un hotel de Florida en la última mañana de unas vacaciones
vagamente recordadas. Unos cuantos objetos, algunos documentos y unas cuantas
impresiones causadas a otras personas. Estas últimas siempre tienen historias para
contar sobre el muerto, pero las más de las veces se mezclan fechas, se suprimen hechos,
se distorsiona cada vez más la verdad, y i cuando a esas personas les llega su turno de
morir, la mayoría de las historias desaparece". Esto es así porque la muerte es vivida
como parte de la violencia de la naturaleza; cuando se puede reconocer la muerte como
una realidad, puede la persona sentir un gobierno diferente sobre su odio y su
destructividad.
Un segundo indicador es lo que podríamos denominar cambio en la percepción subjetiva
del tiempo, es decir, que acontece una valoración diferencial del presente, y una re
significación del pasado y del futuro en crónico conflicto bifronte. Consideramos que este
cambio en la percepción del tiempo decanta de la aceptación de lo limitado del tiempo
personal de vida, algo que permite un reordenamiento de propósitos y prioridades, una
valoración diferente de los vínculos con los demás, un mejor aprovechamiento del
tiempo, etcétera. Podemos decir también que la limitación del tiempo futuro personal, si
bien acota posibilidades, a su vez acelera la necesidad de ejecución y de concreción de
proyectos y búsquedas.
Esto supone haber logrado concientizar el paso del tiempo y, a su vez, poder otorgarle el
carácter de oportunidad: situación posible cuando se tramita el vínculo con el pasado y
con el futuro de manera progresiva y constante.
Resulta admirable el siguiente pasaje de la novela Lo bello y lo triste (1961), de Yasunari
Kawabata, y que evidencia este cambio en la percepción subjetiva del tiempo: "El tiempo
pasó. Pero el tiempo se divide en muchas corrientes. Como en un río, hay una corriente
central rápida en algunos sectores y lenta, hasta inmóvil, en otros. El tiempo cósmico es
igual para todos, pero el tiempo humano difiere en cada persona. El tiempo corre de la
misma manera para todos los seres humanos; pero todo ser humano flota de distinta
manera en el tiempo". Este párrafo es, en sí mismo, una teoría sobre el tiempo que
encierra una síntesis personal de alguien que puede expresar cómo está comprendiendo
lo que significa el paso del tiempo y cómo puede diferenciar ese tiempo cósmico lindante
con la eternidad del tiempo humano, esencialmente transitorio y diferente para todos.
A medio camino entre una elaboración posible del pasado, George Orwell hace decir a su
personaje de Subirá por aire (1939): "El pasado es una cosa curiosa. Le acompaña a uno
constantemente. Me imagino que no transcurre una hora sin que uno piense en cosas

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que ocurrieron hace diez o veinte años. Casi siempre son recuerdos que no adquieren
realidad; son como hechos que uno conoce, como páginas de un libro de historia. Pero a
veces, casualmente, una imagen, un sonido, un olor, sobre todo un olor, suscitan
recuerdos de otra manera, y el pasado no se limita a volver a la mente de uno, sino que
uno vuelve realmente al pasado". Existen muchas maneras diferentes de atravesar el
tiempo, pero el diálogo consigo mismo pareciera ser un elemento en común. Cada
persona posee una percepción subjetiva acerca del tiempo, y es una vivencia distinta para
cada uno la que los traslada al pasado o al futuro. Si bien es común a toda persona esta
oscilación imaginaria y mental sobre lo acontecido o sobre aquello que está por
acontecer, pensamos que de este diálogo, sumado al reconocimiento del propio
envejecimiento, decantará esta transformación de la percepción que cada uno tiene del
tiempo. Como ya hemos señalado, en la mediana edad el poder jerarquizar el presente
indica que la persona se halla próxima a una transición de mediana edad, mientras que
cuando lo que prepondera es la crisis de mediana edad, como hemos anticipado, se
jerarquizará el pasado en la "huida o escape al pasado" o el futuro en la "huida o escape
al futuro", en cada una de sus diferentes modalidades.
El tercer indicador es lo que denominamos tolerancia de la incertidumbre de vivir, algo
que está íntimamente vinculado con la elaboración de la transitoriedad de la existencia
humana.
Cada vida individual es algo "familiar", conocido y estable para cada persona. Esta
"familiaridad" con uno mismo es fuente de bienestar y de confianza. Pero hay un
momento en el que el propio cuerpo comienza a ser imprevisible, y esta imprevisibilidad
activa vivencias preocupantes. En efecto, cuando irrumpen las señales del envejecimiento
y asoma el telón de fondo de la propia muerte individual, esta familiaridad se transforma
en una especie de "ajenidad": lo familiar se vuelve siniestro, lo que aportaba confianza
genera temor. Esto decantará en una vivencia de incertidumbre con la que la persona
comenzará a vivir, algo que, si se logra dominar, en lugar de motivar vulnerabilidad,
puede hacer que la persona se sienta más segura de sí y de su camino por la vida.
Nuevamente interviene aquí la capacidad que cada uno tenga para promover los
procesos de duelo y para tolerar limitaciones. Tal como hemos anticipado, esta capacidad
facilitaría la aceptación y la tolerancia de la incertidumbre, que implica no saber qué será
de cada uno de nosotros al momento siguiente, al día siguiente, al mes siguiente.
Este proceso que comienza en el propio cuerpo, tal como sostenemos, puede desplazarse
a diferentes situaciones de cambio, las que podrán generar vivencias equivalentes.
Muchas veces, este disparador se enciende ante la partida de los hijos del hogar para
iniciar su propia vida personal, ante un despido laboral, ante una crisis matrimonial,
etcétera.
Haruki Murakami expresa la tolerancia de la incertidumbre de vivir en el fragmento de Al
sur de la frontera, al oeste del sol que transcribimos: '¿Qué diablos pasará mañana?',
pensé. Con ambas manos sobre el volante, cerré los ojos. No tenía la sensación de estar
dentro de mi propio cuerpo. Sentía que mi cuerpo era un recipiente transitorio que me
habían prestado en forma provisional. '¿Qué diablos pasará mañana conmigo?' Quería
comprarle mañana un caballo a mi hija, lo antes posible, antes de que desaparecieran
muchas cosas, antes de que se estropeara todo."
Asimismo, consideramos que la elaboración apropiada de la temática de la mediana edad
promueve lo que denominamos una nueva integración de la historia personal, siendo

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éste el cuarto indicador, dado que, cuando es posible la tramitación de todo lo que está
vinculado con el propio envejecimiento, se posibilita también una visión y una
integración de la propia historia personal desde una perspectiva diferente. En los casos
de una transición de mediana edad, lo que puede observarse es que la persona sintetiza
una idea renovada de sí mismo, como si hubiera podido cambiar su ángulo de mirada y
así poder volver a escribir su propia historia con mayor ecuanimidad y transparencia. Por
supuesto que sucede todo lo contrario en los casos en que prepondera la crisis de
mediana edad.
Nuevamente citamos a John Banville, con su novela Eclipse, para ejemplificar esta
temática: "La memoria tiene la cualidad peculiar de fijar con una fuerza tremenda las
escenas de apariencia más insignificante. Hay trozos enteros de mi vida que han
desaparecido igual que un acantilado que se derrumba en el mar, aunque me aferró a
aparentes trivialidades con una tenacidad desaforada. A menudo, en estos días de
indolencia, sobre todo en las noches de insomnio, paso las horas reconstruyendo los
fragmentos de uno u otro momento recordado, como un mirlo escarbando entre hojas
muertas, buscando algo revelador que asome entre la tierra, el tepe del bosque, las
cáscaras vacias y los restos de las crisálidas, ese bocado a la vista de todos que dé sentido
a un recuerdo sin sentido, el sabroso bocado oculto a la vista de todos bajo el camuflaje
de lo accidental". El cuestionamiento por los momentos de la vida que han desaparecido
evidencia este intento de reordenamiento de la propia historia personal.
Finalmente y en quinto lugar, sostenemos que como decantación natural de los
elementos citados, y muy especialmente del precitado, existe un anclaje de la historia
individual en la historia generacional, posibilitado preponderantemente por la nueva
integración de la historia individual. Este proceso se operarla simultáneamente en dos
direcciones, postulando un vector que apunta hacia el pasado y otro, hacia el futuro. El
vector que apunta hacia el pasado implica un proceso de revisión que promueve una
adquisición de la historia familiar generacional y, por lo tanto, un nuevo posicionamiento
en ella; mientras que el vector que apunta hacia el futuro implica lo que denominamos
una "delegación" de los "atributos" o símbolos de la juventud en la nueva generación.
Esta transmisión generacional hacia las generaciones precedentes y hacia la generación
sucesiva expresa la tramitación de la temática específica de la mediana edad,
decantando, en los casos favorables, en una transición de mediana edad.
Respecto del vector que apunta hacia el pasado, suele resultar muy característico de la
mediana edad el Intento de hallar huellas de la propia genealogía mediante los escudos
familiares o blasones heráldicos; o cuando la persona intenta, especialmente en los
países que han tenido mucha inmigración, hallar algunos parientes o familiares lejanos en
sus países de origen. Este es un proceso que suele iniciarse con muy pocos datos o con
señales débiles y que puede llevar a viajes para entrevistar a estos coetáneos con filiación
sanguínea, algunas veces muy lejana, y encuentros en los que puede confeccionarse un
árbol genealógico generalmente imperfecto. Este es un ejemplo muy interesante de lo
que denominamos el anclaje de la historia personal en la historia generacional.
En los casos en los que no puede promoverse la resolución del vector que apunta hacia el
futuro, hallaremos lo que ya hemos expresado respecto de la abolición de la diferencia
generacional, la seducción encubierta y las conductas promiscuas e incestuosas con los
propios hijos, tal como sucede en una crisis de mediana edad. Es muy común observar
cómo la mala publicidad se encarga de-promover una falsa adultez, intentando idealizar

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la imitación de la adolescencia, brindando un mensaje de indiscriminación. Destacamos
que, afortunadamente, esta disposición no es unívoca entre los publicitarios, puesto que
hemos comenzado a observar cómo muchas campañas publicitarias están presentando
mensajes tendientes a reconocer los valores propios de la vida adulta, discriminándolos
de los de la juventud. Es por esto que, cuando lo que sucede es la entrega de los
"atributos" o símbolos de la juventud a la generación sucesiva, se completa la inscripción
de la propia historia individual en la gran historia familiar generacional.
En la novela Diario de un hombre de cincuenta años (1879), Henry James hace decir a su
personaje, respecto del vector que apunta hacia el futuro: "Dejemos que él mismo
termine su historia a su manera, lo mismo que yo terminé la mía. Es la misma historia,
pero ¿por qué un cuarto de siglo después ha de tener el mismo desenlace? Dejemos que
él provoque su propio desenlace". En este párrafo se observa cómo se entregan estos
atributos o símbolos de la juventud al aceptar que la persona que nos sucede promueve
el desenlace al que puede acceder, puesto que cada vida es esencialmente individual y
diferente de todas las demás.
Finalmente, en Aquí nos vemos (2005), John Berger sostiene: "Como sucede en ciertos
conventos o monasterios, en las habitaciones de esta pensión tenías la sensación de que
varias generaciones habían mirado contemplativamente por las ventanas". Esta
percepción de que somos parte de una larga cadena de generaciones es lo que está
implícito en esta Inscripción de la historia personal en la historia generacional.
La profundidad de la verdadera naturaleza humana supera cualquier intento de teorizar
respecto del hombre. Nada hay que pueda sustituir a la experiencia de vida. El esquema
que presentamos en esta introducción sirve como referencia, a la manera de una breve
hoja de ruta. Por esta razón es que invitamos al lector a rescatar los indicadores
descriptos a partir de las distintas historias de vida.
Sostenemos que la mediana edad de las personas es una oportunidad que ofrece el ciclo
vital para promover, profundizar y continuar el desarrollo individual en todos los ámbitos
de la propia subjetividad, del vínculo con los demás y del intercambio entre las
generaciones.
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"Material adaptado por el Centro de Producción de Información Accesible – CePIA-
Universidad Nacional de Rio Cuarto, para uso exclusivo y gratuito de estudiantes de la
Universidad con discapacidad visual u otras, que le impida manipular texto impreso. De
acuerdo con lo que establece la Ley 26.285 (B. O. nº 31.238/07) que modifica la Ley de
Propiedad Intelectual ( Nº 11723) en su Artículo 36, se prohíbe el uso de este material con
fines de lucro y su reproducción total o parcial para cualquier otro destino que no sea el
establecido en el párrafo anterior.

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