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Estado Mutante Moho de Paulette Jonguitud y El Animal en La Piedra de Daniela Tarazona

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Estado: mutante.

Moho de Paulette Jonguitud y


El animal en la piedra de Daniela Tarazona
State: Mutant. Moho, by Paulette Jonguitud and
The Animal on the Stone, by Daniela Tarazona

Mónica Velásquez Guzmán


Universidad Mayor de San Andrés
ORCID: 0000-0003-2977-7318

Date of reception:
04/09/2022.
Date of acceptance: RESUMEN
23/12/2022.
En el presente texto se analizan los procesos mutantes de las
Citation: Velásquez protagonistas de las novelas El animal sobre la piedra, de Daniela
Guzmán, Mónica. Tarazona, y Moho, de Paulette Jonguitud. A partir de una lectura
“Estado: mutante. hermenéutica se establece cómo el proceso de transformación
Moho de Paulette posibilita salir del duelo, acceder a lógicas paralelas a la humana y
Jonguitud y El animal dejar un legado que asienta la potencialidad de habitar lo mutante.
en la piedra de Daniela Palabras clave: narrativa contemporánea; mutación; lo animal;
Tarazona”. Revista lo vegetal.
Letral, n.º 30, 2023, pp.
291-214. ISSN 1989-
3302. ABSTRACT
DOI: This text analyzes the mutant processes of the protagonists of the
10.30827/rl.vi30.26072 novels The Animal on the Stone, by Daniela Tarazona, and Moho,
Funding data: The by Paulette Jonguitud. From a hermeneutic reading, it is
publication of this established how the transformation process makes it possible to
article has not received get out of grieving, access parallel to human logics, and leave a
any public or private legacy that establishes the potential of inhabiting the mutant.
finance. Keywords: contemporary narrative; mutation; animal; vegetable.
Licence: This content
is under a Creative
Commons Attribution-
NonCommercial 4.0
International (CC BY-
NC 4.0)
Estado: mutante. Moho de Paulette Jonguitud y…

Hoy, saber transformarse es algo más que una cualidad, es casi


una exigencia o una forma necesaria para sobrevivir en medio de
la velocidad y las realidades paralelas de nuestra actualidad
(presencialidad/virtualidad). Algunas veces, esos cambios
vienen dados por condiciones externas, como un viaje, o
internas, como la percepción de la edad. Otras, son decididos
desde el inconsciente que somatiza dolorosas imposibilidades.
Sea de uno u otro modo, los cuerpos cambian y se transforman
entre, con y contra otros. Lejos de la dramatización o la violencia
de lo mutante-cambiante tan en boga en las series televisivas, por
ejemplo, las obras Moho (2010) de Paulette Jonguitud (México
1978) y El animal en la piedra (2008) de Daniela Tarazona
(México 1975) proponen unas poéticas de la transformación
desde una conciencia de la otredad y de la vivencia de un proceso
vital que implica devenir un ser extraño.
Aunque distantes en sus trayectorias, Tarazona siguió
publicando y cuenta ya con tres obras muy bien valoradas por la
crítica, mientras que Jonguitud no ha vuelto a hacerlo desde
2016, ambas plantean, en estas obras específicas, una duda sobre
la corporalidad y su entorno. Las protagonistas de las novelas a
estudiarse en este trabajo dejan constancia de sus cambios
dictando o grabando sus voces. Al hacerlo, se asienta sus
experiencias desde posiciones dolidas o por muerte de alguien
cercano o por el abandono tanto del cónyuge como de los hijos ya
adultos. Desde corporalidades que se rinden a su mutación como
a un cambio de lógica-cosmovisión y desde la conciencia urgente
de dirigir sus testimonios a otros, ambas legan la comprensión de
la transformación como única forma de sobrevivencia.
Muy cerca del imaginario de estas obras, se hicieron
públicas otras con propuestas similares, como las de
Maximiliano Barrientos (1979 Bolivia); Michel Nieva (1988
Argentina), Cecilia Eudave (1968 México) o Guadalupe Nettel
(1973 México), por mencionar algunas. Las últimas dos, de
hecho, publican libros con esa temática en el mismo año que
Tarazona (Bestiaria vida y Pétalos y otras historias incómodas).
En todas ellas subyace la pregunta por qué pasa cuando el cuerpo
humano muta o cambia o asume otras formas sean éstas
animales, vegetales o dispositivos tecnológicos. Esa pregunta por
lo mutante implica un cuestionamiento en varios niveles al
tiempo actual: ¿puede el ser humano alejarse del humanismo y
del antropocentrismo para entender la vida desde otra
perspectiva, desde otra especie?, ¿qué les pasa a los cuerpos
cuando mutan?, ¿no les queda más que hacerlo, dadas las
condiciones de ecodevastación, de pérdida de lazo social y
violencias que los fragilizan? Y más todavía: ¿será la apuesta por
lo “inusual” (Alemany) o lo weird una elección de punto de vista
y de lenguaje como únicos sitios desde donde habitar este
convulso siglo XXI?

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Mónica Velásquez Guzmán

Duelo y metamorfosis

El duelo es, por regla general, la reacción frente a la pérdida de


una persona amada o de una condición como el exilio o estar
privado de la libertad o claudicar de un ideal, etc. Ese duelear
“trae consigo graves desviaciones de la conducta normal en la
vida, nunca se nos ocurre considerarlo un estado patológico ni
remitirlo al médico para su tratamiento. Confiamos en que
pasado cierto tiempo se lo superará, y juzgamos inoportuno y aun
dañino perturbarlo” (Freud 241-242).
La muerte de un familiar querido o la ausencia de un
entorno amoroso detonan procesos de duelo en los que, sin duda,
el doliente se transforma. En las novelas referidas se asiste a ese
proceso por medio de la escritura-dictado o de la grabación que
hacen del proceso sus protagonistas. En El animal en la piedra,
Tarazona describe el tránsito de su personaje, Irma, de mujer a
mujer-reptil. Una vez muerta su madre, ella se va a una playa a
reponerse de la pérdida y una vez allá va mutando de cuerpo ante
sus nuevos testigos: el compañero y su oso hormiguero, Leandro.
Ella a su vez quedará preñada y desovará a su híbrida criatura.
Paralelamente, esta narración es desmentida por otros capítulos
en los que, más bien, se habla de una crisis delirante en la
paciente Irma, detonada por la muerte materna. Estos desdicen
la lectura anterior, pero solo parcialmente, pues entre ambos
media la ambigüedad de lo que Carmen Alemany llamó “lo
inusual”. Volveré a ello.
Por su parte, la novela Moho da cuenta de la
transformación de su protagonista en moho, musgo, pasto,
verde. Ella también sufre un estado dolido, que se trifurca en tres
duelos yuxtapuestos: la infidelidad de su marido con una sobrina
que lleva su mismo nombre, Constanza, herida que la enfrenta a
su crisis de edad; la partida de su última hija, quien se casa 24
horas después de la metamorfosis; y la vivencia de haber fallado
como madre adoptiva de esa sobrina, a partir del recuerdo
tortuoso de un aborto, cuyo feto es nombrado como Rafael.
Irma, en la novela de Tarazona, inicia su trayecto desde la
despedida del cuerpo materno enterrado y la casa vacía (aunque
deje allí la mirada de un gato como metonimia de su madre); lo
hace para huir: “Desde que mi madre murió cada noche es de
pensamientos […] quiero escapar. Ansío la fuerza que me llevará
a hacerlo. […] la salida no está hecha de pensamientos
articulados, es el deseo en estado puro: correr como un animal
perseguido” (12). La sensación de que debe salir de su espacio, de
su estado de hija y de su cuerpo para procesar su duelo la hace
desplazarse: “No quiero estar en mi cuerpo […] esta tarde
escuché dentro de mí una voz que no era mía” (13). Ya entonces
una serie de alteraciones físicas da señales de alerta que la llevan
a sostenerse en la fuerza del cuerpo: “Sé que mi carne cuenta con

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atributos poderosos […] siento el peso de mi cuerpo y su rigor es


real. Voy a ganar vitalidad cuando habite aquel sitio. Los cambios
en mi organismo ya comenzaron” (13). Frente a la certeza de la
muerte de otro, que confirma siempre la propia, se resigna a
aceptar que “Mi madre, la invencible, murió. Los dioses mueren”
(17).
Si se reconoce el duelo de la protagonista como móvil y
organizador, “la pérdida, el azar y el destino son los vértices por
los que se articula esta crónica; pero también la huida, huir de la
casa y huir de sí misma […]; fruto de esa necesidad de escapar
proviene su metamorfosis en reptil” (Alemany 134). Al
emprender esa huida de la conciencia/vivencia de la muerte, ella
recuerda cierta marca en su estirpe referida a las
transformaciones. Su madre, al morir, evidencia el cambio de
estatus en el propio cuerpo vivo/muerto; mientras que la
hermana recordada desvela en fotos, ahora vistas con agudeza,
una impotencia o una resistencia a devenir otra, por medio de un
suicidio: “Mi hermana crio dentro de sí misma aves que le
rompieron las vísceras a picotazos […] Me inspiré en su
sufrimiento para resistir. Es preciso salvar nuestra sangre” (21).
El proceso interno se materializa en su cuerpo cambiante. Para
los otros, ello se explica, por lo menos al inicio, como algo
relativamente comprensible por su dolor; para sí misma, la causa
es otra: “Yo no creía que mis síntomas fuesen una consecuencia
del duelo. Más allá del dolor que me producía aceptar que a mi
madre le había llegado el tiempo de desaparecer, mi cuerpo me
era extraño y contaba con una vitalidad que no conseguía
explicarme” (25).
Es central remarcar que una vez dejado el espacio familiar,
cadáver y sitio de la madre muerta, ella se rinde a la vitalidad de
su cuerpo, ajena al duelo. Allí ancla su ansiedad de liberación,
pero no por entenderla. Si acaso, por intuir en ella una
posibilidad de salvación y sobrevivencia. Si el recuerdo de la
fragilidad de la madre y de su hermana Mercedes la conducen a
aterrorizarse por su “carnalidad” (27-8), al mudar/mutar crea
otro espacio-tiempo: “En este nuevo lugar solo existo yo y en mi
pasado, los muertos” (39); en esa playa “pierde el pellejo” y se
sabe “más animal” (58).
En medio del proceso de su transformación, Irma
recuerda que quiso un hijo antes de que su madre muriese; vivirá
esa maternidad después, cuando se sabe preñada, fecundada al
modo de su nuevo cuerpo-reptil. Ella, a diferencia de madre y
hermana, se entrega a su condición mutante, a su condición vital-
animal, acepta con naturalidad parir un huevo en el que anida
una mutante e híbrida criatura. Es decir, mientras se aleja de la
muerte y se deja a lo vivo, se transforma en un animal cuya
existencia puede permitirse una prolongada inmovilidad, algo

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como un permiso de no estar, de no actuar, de no saber de sí. Ya


veremos qué implicaciones tendrá esto en la novela.
Sin embargo, reducir la transformación de Irma a una
somatización por duelo es acotar demasiado. Si bien en la novela
se huye del disciplinamiento corporal que exige una mesura en la
manifestación del dolor y, para hacerlo, se deviene “otro”,
también se potencia la mutación como emergencia de lo vital,
desbordante de los órdenes que determinan lo que puede o no ser
un cuerpo delimitado y diferenciado de otros. En esta escritura la
especie se desborda, entre otras razones, para sostener lo
indistinto y fluido de lo vital, más allá de una forma definida. De
hecho, para alguno de sus críticos, esa transformación lograría
pasar de la pérdida a algún sentido trascendental: “Tal
metamorfosis no le genera angustia ni preocupación, por el
contrario, logra una paz espiritual de tipo panteísta: se funde con
su entorno” (Lambarry 7). Cabe matizar que el bajar al animal (si
se entiende por éste una condición inferior a la humana) es
también ascender, pero no tanto en sentido de dejar el cuerpo
mortal buscando su trascendencia, sino porque en su nueva
forma toca suelo, comparte tierra, está en la tierra, pero no
enterrada como la madre, sino viva, lo que reconcilia al personaje
con su materialidad, con su corporalidad en tránsito. Así, más
bien, lo que se potencia es la fluidez de lo vivo (“Far from the
categorically demarcated and bounded human subject in
Western thought, what emerges is a humanity more clearly
defined by fluidity and multiplicity than by fixed, impenetrable
boundaries” Coleman 92).
En Moho, ya lo adelanté, existen tres duelos yuxtapuestos.
Al descubrir la primera mancha verde en su cuerpo, la
protagonista recuerda una recurrente pregunta materna: “Yo aún
olía a una mezcla de jabón, alcohol y crema desmaquillante, pero
la voz de mi madre resonó en el baño: ¿Cómo puedes andar tan
sucia?” (13). Al descubrir su cuerpo invadido por algún tipo de
enfermedad o anomalía, ella repasa la reciente infidelidad de su
marido, la casa vacía por la ausencia de sus hijos y el registro del
paso del tiempo en su propio cuerpo. Antes de pedir ayuda u
orientación sobre su estado, ella admite que, si bien “debería, al
menos, llamar al homeópata”, más bien “se me antojaba
acostarme en el piso y gritar: ‘Cómo se atreven, en mi casa’. ¿Por
quién lloraba, por ella o por él?” (21). Es inevitable el repaso
masoquista del dolor por la infidelidad, por la traición de quien
crio como a su hija y de su compañero de vida. Rápidamente el
dolor de la traición cede a otro dolor, el del paso del tiempo.
Recuerda a la sobrina Constanza, joven, acomodada en su
cuerpo, plena. Imagina “sus nalgas reflejadas en la madera pulida
de las mesas, sus muslos descansando contra las ventanas, su
humedad fresca mojándolo todo” (21); “ella debe crecer en la
cama, debe ser abierta y húmeda, sin el temblor, sin la mirada

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fría, sin el reguero de cristales amargos. En su cama baila y se


dobla en dos o en tres o en cinco. ¿Yo? Me muevo con cuidado,
para no romperme en pedazos” (27). Frente a la humedad
deseante del cuerpo joven, aparece ahora este cuerpo mohoso de
la mujer mayor1. En varias maneras, esta escritura que trabaja la
problemática de la edad nos recuerda a los cuentos de María
Luisa Bombal o de Marta Brunet, quienes exploraron la tensión
entre mujeres de generaciones diferentes, enfrentadas por el
deseo2.
La casa sin ocupantes deviene un “caparazón exhausto”,
habitada solo por fantasmas. Ese nido vacío es la encarnación
espacial de una función materna de cuidado y protección que
parece ya no necesitarse. “Al bajar las escaleras de mi casa me
colaba en un lugar abandonado por la plaga; pueblo deshabitado,
puertas abiertas que ya no resguardan nada porque no quedan
manos que sujeten, bocas que coman; nadie” (32). Ante la falta
de función social de una mujer mayor, comienza la sospecha:
“¿Era yo la plaga? Mujer de piel verde y alas negras, hoz entre las
manos y cola de dragón que se sacude de un lado a otro barriendo
a su paso a todos los residentes del pueblo: cuerpos rotos en los
umbrales, madres que intentan proteger a sus hijos tras brazos
inútiles, viejos derrumbados contra las paredes, buitres
sobrevolando el futuro festín. ¿La aniquilación era por mi
causa?” (32).
Es central, para entender este segundo duelo, volver al
accidente por el cual, unos días antes, Agustina empujó y
accidentalmente mató a la prima Constanza. Ella habría ido a la
casa a exigir su presencia en la boda, a la que no fue invitada.
Discuten y todo acaba en su muerte accidental. Cuando
Constanza madre llega a casa y ve a sus hijas (una culposa, la otra
“rota”) asume su fracaso, pues no pudo proteger a ninguna de la
devastación o de la muerte. Luego, con la ayuda del hijo y del
marido, la entierran en el jardín. En ese acto familiar pareciera
que exorcizan todo el fallido lazo. Este episodio es relevante no
solo porque se vacía la casa y se llena de restos el jardín
(Constanza madre cree ver junto al cuerpo de su sobrina, al feto

1Girard ya había advertido, en “El deseo triangular”, que la violencia antecede


al enfrentamiento o disputa por un objeto de deseo común, dado que lo
deseado acaba por ser el pretexto para que esa violencia se manifieste (1963)
un deseo de derrotar a esa falsa madre y por ella a la original.
2 Recordar, por ejemplo, los cuentos “Piedra callada” y “Aguas Abajo” de

Brunet, en los que se explora la rivalidad hija/madre o nuera/suegra alrededor


de un hombre. Empeora en Jonquitud por una hija impuesta o asignada que,
por estar libre del nexo de parentesco, podría ejercer su rivalidad generacional
con menos culpas. En “La historia de María Griselda” y la novela La
amortajada, Bombal encara de frente la compleja relación intergeneracional
entre mujeres; frecuentemente es la mayor quien “perdona” la tremenda
belleza de la nuera o la falta de emociones en la hija.

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Rafael, yacer por fin en paz en el pecho de su madre), también


porque funciona como un ritual que cierra y da sepultura a los
dolores que han callado en esa familia. Sin embargo, como se
verá más adelante, la fusión final de Constanza madre con la
tierra da un giro más a este duelo para cerrarlo. Pero, ¿lo cierra?
Al buscar una mínima información sobre su
transformación, la protagonista comprende otra clave para su
duelo simbólico después de la traición y la ruptura familiar. “Me
hipnotizó la foto de un pequeño en una incubadora: ojos cerrados
por formaciones parecidas al coral. ¿Qué habrá sentido su madre
cuando lo expulsó del vientre? ¿Alivio? Pero todas las madres lo
sienten; ¿decepción, entonces, porque no estuviese muerto?
¿Habría un poco de eso, también, en todas las madres?” (24). Ella
reconoce la lejanía con su hijo Leo, la extrañeza ante su hija
Agustina y la culpa mezclada con bronca contra la sobrina tocaya,
a quien desea lo peor después de la traición, pues “quería
lastimarla. ¿Por qué no era ella quien se pudría?” (28). Esa alerta
de maternidad fallida se acrecienta con un episodio en particular,
que derivará en el tercer duelo.
La protagonista acompañó a su sobrina a hacerse un
aborto, hace ya varios años. Aunque ninguna habló más de ello,
Constanza madre ve o cree ver al feto, lo llama Rafael y
comprueba que la casa es también un “sepulcro” de los tres. No
es un dato menor que ese encuentro sorprenda al feto acurrucado
en el instrumento que tocaba Felipe, su marido. Ella entra en
contacto con él y, al hacerlo, habita en un punto de no retorno.
“Sentí que había cruzado una frontera terrible que iba a dificultar
mi regreso de quién sabe dónde” (42). Ese contacto con lo no-
vivo, con su corresponsabilidad en el aborto, lleva a Constanza a
tomar conciencia del secreto lazo que parece haber entre su
metamorfosis y ese niño no-nacido: “Lo puse sobre mi pierna
enmohecida; al entrar en contacto con el feto, el moho creció
veloz, fertilizado; al mismo tiempo aumentó de grosor, como si
quisiera arroparlo, y de pronto la mancha me pareció menos
sucia, menos corrupta” (42-3).
Es de notar que Rafael no solo fecunda la mancha,
también la limpia. Por un desplazamiento metonímico, la herida
del aborto pasa del cuerpo de la sobrina al de la tía, se convierte
en la mancha verde que toma a ésta y, cuando se conecta con lo
no-nacido, probable pero descartado, esa mancha pierde
“corrupción”. ¿Se ha saldado una cuenta simbólica? ¿Por qué el
duelo deviene una ceremonia ritual por la que ella se ofrenda al
verde, se fusiona con los restos de su familia?
Por alguna razón elocuente, varios de los críticos de esta
obra han enfatizado una simbología de lo purgativo, lo somático
de la mutación respecto a estos duelos. Veamos sus afirmaciones
y comentamos.
Afirma Ruiz que

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así, la metamorfosis de Moho, provocada por la invasión


vegetal sobre la piel de la protagonista, materializa de
una manera menos ortodoxa ese desequilibrio
experimentado, ya que se vale de lo inusual para sacar a
flor de piel lo que habita en la subjetividad de Constanza
donde su cuerpo se vacía y queda invadido por una
sustancia exógena (51).

Bajo esta hipótesis de lectura, la culpa del aborto más la


traición de su marido y sobrina, más la casa vacía, habrían
acumulado en el interior de la protagonista una materia
rencorosa y dolida que acaba aflorando. Una posibilidad
interpretativa, sostenida por este mismo crítico, es leer esa piel
literal y metafóricamente. Tomando las palabras de Didier
Anzieu apunta que “la profundidad de la alteración de la piel es
proporcional a la profundidad de la herida psíquica” (Ruiz 56).
Lo que le lleva a concluir que “el caso de Constanza es revelador,
ya que su metamorfosis borra su existencia en una
representación metafórica de autoaniquilación. Es decir,
Constanza colapsa sobre sí misma; su sentimiento de
culpabilidad es tan hondo que acaba por despojarla de su
corporeidad como unidad existencial, llegando incluso a dudar
de sí” (67).
Por su parte, Laura López señala que: “la transformación
de la protagonista es un proceso vinculado a los ‘deseos
reprimidos, […] autocensura, […] ideales perseguidos, […]
impulsos inconscientes’” (94). Lo que encadena esos recuerdos
no asumidos o no asimilados por la conciencia a una aparición
cutánea de lo reprimido, simbolizado en la mancha y su
extensión. De ser así, esta metamorfosis en moho/musgo/pasto
sería explicable por una somatización de lo insoportable. Pero
vale recalcar que, al final de la obra y después del contacto
referido con Rafael, esas connotaciones del moho cambian hasta
devenir una fusión con lo verde. Es decir que se pasa de devenir
un ser intermedio (el moho no es ni animal ni planta ni humano)
que se alimenta y crece allí donde hay degradación o desgaste, a
lo verde que fusiona al cuerpo de Constanza con todo su entorno
y transforma la tumba improvisada para la sobrina en una casa
común para todos ellos; tanto, que le parece a Constanza ver a su
sobrina vestida de novia, en una yuxtaposición de su hija
Agustina, ella misma y la sobrina fallecida.
También David Loría Araujo, en un ensayo sobre la novela
Moho y otras, refuerza este lazo entre la vida psíquica, lo
irresuelto y la transformación:

La metamorfosis del personaje se plantea como


resultado de la venganza, la zozobra y el odio agazapados

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en su cuerpo. Algo se revela y sale a la superficie como


una actualización de la identidad procesual y transfigura
al cuerpo en plaga verde y esponjosa. Además, en Moho
entra al juego un elemento poco o mal representado en
la literatura contemporánea: el envejecimiento (171).

De nuevo se confirma la hipótesis de que es el interior


dañado lo que aflora; incorporando, además, la reciente dolencia
de la vejez, que parece aquejar a Constanza. En esta lectura, la
metamorfosis evidentemente actualiza lo vivido y lo presenta
físicamente en el cuerpo que, para entender lo que le sucede
desde varias paradojas, debe actualizar su pasado y sus heridas;
vaciar la casa de recuerdos, aunque esta ya esté vacía, sanar el
cuerpo a pesar de que este desaparece. La fuerza de otras formas
de lo vital en esa metamorfosis es también relevante, pues lo que
se revela “no es únicamente la del cuerpo humano como
materialidad viva y en descomposición permanente, sino la de
una reconciliación con otras posibilidades de vidas no
convencionales” (Ruiz 173), apunta el crítico.
Todas estas lecturas calzan y de hecho se confirman en una
primera línea interpretativa que no desdigo. El duelo de las
pequeñas cosas de la vida interior podría, en efecto, devenir en ese
cambio que, en veinticuatro horas, da a Constanza un paréntesis
de tiempo que, mientras interrumpe los preparativos de la boda,
despliega un proceso de rememoración y sanación simbólica.
Como en Tarazona, el duelo detona la apertura de un tiempo-fuga
que a la vez alivia el pensamiento y acelera el reinicio de lo vivo,
aunque sea tomando extravagantes formas. Sin embargo, añado
un matiz, pues la gradación moho-musgo-pasto-verde encarna,
creo, el tránsito simbólico por el cual se pasa de la culpa a la
conciliación, no con el entorno humano cercano, sino con lo
cósmico, con la aceptación y quizás, incluso, con la ofrenda.

Con ojos de animal, con el verde cósmico

Como señalé al inicio de esta lectura, actualmente, varios


narradores como Cristina Rivera Garza, Gabriela Cabezón
Cámara, Natalia García, Maximiliano Barrientos o las autoras
que nos ocupan, entre otros, apuestan por pensar el mundo de
las transformaciones, de lo mutante, de lo que oscila entre la
humanidad, la animalidad y la maquínica. Algo habrá pues de
nuestro tiempo en la pregunta por lo mutante, más allá de una
evidente repercusión de series televisivas y fantasías de
Frankenstein, revenants y otros seres resucitados en el presente
siglo. Entre esas transformaciones, la animalización llama la
atención porque no se trata de una metamorfosis degradante (a
lo Kafka), sino que, al pasar hacia la piel animal, se puede

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cambiar de una lógica o posicionamiento a otra, justamente por


fuera de la razón hacia otros modos de entender y de habitar. En
ese sentido, no se trata de una animalización degradante de
cuerpos femeninos, sino de algo más complejo.
Inevitable evocar la Octava elegía de Rilke. Para Irma, la
protagonista de El animal en la piedra, algo en ella se está
modificando sin que intervenga su conciencia ni voluntad;
tampoco se trata, al parecer, de un invasor o alterador
extraterrestre. Por tanto, entrar en el animal o que este aflore en
el propio cuerpo implica dejar de saber o de aspirar al saber;
implica rendirse a lo emergente de un no-saber o saber parcial.
Recordemos que, de cara a nuestra condición mortal, Rilke
establece la mirada abierta del animal opuesta a la nuestra,
volcada hacia adentro, hacia la conciencia sobre la propia finitud.
La mirada del animal, dirigida hacia lo abierto de la
existencia, no detenida en nosotros ni en el mundo, permite
percibir el afuera (no sujetado a la conciencia humana de portar
un tiempo finito de existencia). Mirar como animal, adquirir sus
ojos, de alguna manera, nos libera de la conciencia de una muerte
certera y de su repetición. Podría lanzarse la hipótesis de que el
personaje que miró “de reojo la muerte sucediendo como un
trueno” (Tarazona, El animal 38), alterando la forma conocida
de su madre, adquiere unos ojos nuevos, animales, abiertos a lo
inconmensurable. Así, encarnada en un cuerpo que puede
habitar la inmovilidad y la inconciencia de muerte, puede
sobrevivir. Cabe puntualizar que “lo abierto de que habla Rilke
no es lo abierto en sentido de lo develado” (Agamben 108), entre
otras razones porque, aunque el animal proyecte su mirada a lo
abierto, carece de conciencia/palabra para habitarlo como libre-
de-muerte. Está excluido del conflicto.
Ahora bien, no olvidemos la condición intermedia de
Irma, mujer-reptil, que no acaba de animalizarse del todo ni de
volver plenamente a su forma humana. De alguna manera, puede
afirmarse que ella, en tanto ser en tránsito, escapa del agobio del
entender y estar ante-la-muerte ajena y propia (en tanto posible
y entrevista en la de otros); se refugia en un devenir literal que no
busca llegar a su total transformación, sino que goza el tránsito
en sí. Ratifica así lo viviente como posible, como apertura.
En esa mutación, no solo se juega la pérdida de la misma
pérdida, el duelo o el agobio. Se explora, además, la posibilidad
de ser/hacer todo de otro modo (aprender a desplazarse,
respirar, alimentarse, reproducirse bajo nuevos códigos).
¿Implicará también no saberse un ser mortal?, ¿no saber de la
muerte ajena y su doler? ¿Estar entre otros, vitalmente, mientras
dure, mirando lo abierto y no temiendo lo cerrado del inevitable
punto final? Como afirma Serratos: “El animal nunca domestica
ni posee su entorno, sino que lo atraviesa y es travesado por él,
son inmanentes uno del otro. Los animales, hasta cierto punto,

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Mónica Velásquez Guzmán

no son entes ajenos a su ambiente, sino que son parte de él, es


decir, no lo violentan, sino que lo conforman” (103).
Pero hay algo central, Irma es una mujer-reptil, no parece
que pierda absolutamente su forma humana, algo en su
animalidad conserva una apariencia que la delata como mutante:
“estoy compuesta por fragmentos, no soy un animal completo y,
desde esa carencia, resulto extraña para quienes lo son” […]
“Estoy hecha para esto, como un animal del principio de los
tiempos: me encuentro adecuada y perfecta, he sido hecha para
convertirme en mí” (126). Entre fragmentos, la protagonista nos
deja asistir a sus cambios. Su ir reptileando de alguna manera
vuelve al origen de las especies, a una de las más resistentes y
contemplativas. Un tipo de criatura que sabe “estarse”, puede
quedarse tan quieta que casi parece muerta y, sin embargo,
habita el mundo plenamente, serenamente viva.
Antes de pasar a Moho, cabe hacer un paréntesis para
puntualizar que la apuesta singular de estas escrituras reside en
el detalle con que se describen las mutaciones respectivas. Por
ello, vale la pena resaltar esos tránsitos (serpiente, iguana,
salamandra, reptil incompleto, lo anfibio, etc., en Tarazona; el
moho, musgo, pasto, verde, en Jonguitud); nótese que en ambas
no importa la especificidad o precisión de en qué se convierten.
Más bien cuenta el proceso.
Irma lo asume rápidamente, en cuanto pierde el habitual
“pellejo” humano: “si procuro entender esta transformación con
las herramientas de mi conocimiento me desespero” (64). Una
vez en casa del compañero y el oso Lisandro, irá aprendiendo sus
cambios sin resistirse a ninguno de ellos: “morderlo era aceptar
mi animalidad de golpe –era mejor esperar” (65), “imagino que,
si voy a convertirme en un reptil, debo aparearme como reptil.
Pero no sé de qué modo es eso” […] “detenida, intento moverme
sin lograrlo. La parálisis no me da miedo. Acepto, igualmente, esa
costumbre”, “el instinto me lleva a sentarme encima, desnuda, y
pego mi nuevo sexo a esa mancha de semen sobre la arena” (69).
Al cambiar de piel, como las serpientes, la mujer-reptil va
dejando no solo la muerte materna, también hábitos, formas de
encarnar el deseo y movimientos corporales e intelectuales. Deja
salir esa nueva forma, animal, que le es interna, y apuesta por un
aprendizaje que no aprehenderá de forma racional. Otra
sabiduría más antigua se actualiza en esa mutación: “Sé que
venimos de materias que ardieron. Lo olvidé en mi vida humana,
ahora lo recupero. […] Estoy hecha para esto, como un animal del
principio de los tiempos: me encuentro adecuada y perfecta. He
sido hecha para convertirme en mí” (69).
Devenir lo que ella es ahora no devela un carácter
esencialista de una verdad esperando a salir a la superficie, más
bien algo, el instinto, lo vital primario, va apareciendo para traer
a flor de piel otro ardimiento, otra intensidad que se opone a la

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Estado: mutante. Moho de Paulette Jonguitud y…

muerte y a la conciencia que de ella tiene el ser humano. Ahora,


si conecta con su interioridad, esta es literal: “Quiero explicar
más cosas, por ejemplo, la certeza de mis vísceras: siento que
tengo interior” (73). En todo el proceso va cayendo la fuerza
discursiva que rodea la biología, va cayendo un ser social, va
dejando atrás ese “malestar de la cultura” (Freud) y lo reemplaza
por una plenitud de ser en el presente y en la inmovilidad, en lo
actual y en lo que desborda la racionalidad.
Señala con acierto Lambarry que “la mente se dirige a un
vacío, que es, a la vez, un lugar de reposo. De ahí el incremento
de horas aparentemente perdidas frente al mar. En estos
momentos la mujer-reptil logra levantar el velo sobre su pasado
y encontrarle un sentido” (214). Es en la manera de habitar el no-
saber lo que le sucede y entregarse a una lógica incipiente que va
aprendiendo y ejercitando día con día, que la protagonista
deviene otra forma de lo vivo, sin duelo, pero también sin
contorno definitivo de una animalidad o una humanidad que la
integren a una especie y a una razón específicas. Ella deviene,
habita en estado de mutación, de posibilidad, de latencia.
Antes de estar preñada, la mujer-reptil sabe que “eso
desarrollándose dentro de mí iba a manifestarse” (Tarazona, El
animal 74) y sabe también que eso no la hace excepcional, pues
“todos los animales que mutan asumen las cualidades que
estrenan. Para mí es igual” (77). En más de una manera se aleja
de la comunidad humana para entrar de lleno en otro grupo de
acogida, lo animal mutante. Explicitando algo de lo que sostiene
su voz en medio de sus cambios, afirma: “quizá despierte un día
de estos dentro de un huevo, cerca de nacer. Quizá mi familia era
de una especie extraña y no lo supuse” (78). ¿Por qué y de qué
manera morir ‘lo mujer’ y nacer en ‘lo animal’ es empezar de
nuevo?, ¿por qué solo ella, a diferencia de su hermana, quien
también empezaba a manifestar signos mutantes, pero se quitó
la vida, puede rendirse a la conversión? Una fuerza sobrehumana
parece salvarla del duelo y de la mortalidad: “mi transformación
me fortalece; una vez convertida, nada sobre la tierra conseguirá
afectarme. Mi estirpe durará para siempre” (93).
Reptilianos que desde siempre han sobrevivido en la tierra
la integran entre sus afines. Finalmente, se confirma el proceso y
su enigma: “la tormenta me enseñó el sentido de mis mutaciones.
La naturaleza no tiene fallas, sus manifestaciones son signos de
adaptación […] en la mutación que vivo interviene mi origen. […]
Soy de aquella estirpe, aunque he logrado la fuga. Estoy viva.
Alcanzaré la consagración a través de mis actos” (120). Mutar
enseña a adaptarse a los cambios de la vida, más que a la idea de
muerte, pues permite una reorganización de lo vital y no su
aniquilamiento. Tampoco la valía radica en la vida personal, sino
en la sobrevivencia de toda la estirpe a través de uno de sus
miembros. Lejos de los discursos y sus explicaciones se han

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Mónica Velásquez Guzmán

impuesto los actos, la vida hacia lo abierto. “La animalización de


Irma, por tanto, dirige la mirada sobre los procesos biológicos y
materiales y pone en crisis la noción de sujeto al condensar en sí
misma al yo y al otro” (Castro 72).
Por todo ello, Irma deja el sitial de hija-doliente y deviene
la mujer-reptil-fecundada. La hija será pues la victoria de la
estirpe de seres que, aunque mueran, se sostienen en lo vital y en
las formas nuevas de habitar su ahora, sin imponerle duración a
su vida concreta, sino potenciando a la vida como principio
abstracto y mayor a sus criaturas. Su descendencia también
llevará el signo de las mutaciones y las interespecies, ella la
imagina así: “tiene branquias, después la convierto en ave; ella,
como yo, es todas las bestias de la creación, sus cambios suman
la historia animal. Mi hija es una anfibia porque cuando me meto
a bañar se estremece” (145). Se pasa, pues, de un cuerpo a dos y
de lo terreno (pisar suelo decimos para tomar conciencia de lo
real) a lo acuoso, como dentro de un vientre mayor, cósmico.
Habitar en estado mutante cuestiona varias certezas,
principalmente las concernientes al límite de un cuerpo (dónde
acaba, dónde comienza ese cuerpo animal dentro del cuerpo
humano y al revés…) y a su materialidad. En palabras de
Maricruz Castro,

Incómoda con el cuerpo que acompañó la decadencia


física de su madre, celebra sus ‘nuevas capacidades’ y sus
‘nuevas virtudes’. La mayoría de sus flamantes atributos
se manifiesta mediante desbordamientos: los ojos se le
saltan, la piel engruesa y se abulta en protuberancias, las
extremidades y la lengua se alargan y se vuelven más
elásticas. La hipérbole se convierte en la estrategia para
no dejar duda alguna sobre la metamorfosis y, al mismo
tiempo, para ironizar cómo en su “normalidad” el cuerpo
femenino es invisible e ignorado (70-1).

La descripción detallada alarga el gusto por ir mutando,


por ir habitando esa zona de tránsito, habiendo ya renunciado a
comprenderlo o a ser este cuerpo con las formas o la racionalidad
anteriores. En ese sentido la hipérbole, señalada en la fina lectura
de Castro, no solo enfatiza y obliga a hacer visible cada detalle de
lo mutante, también deja apreciar, por oposición, lo
invisibilizado en los cuerpos, digamos totalmente humanos,
especialmente el femenino. Entre mujer y hembra, leer el propio
cuerpo es leer una zona de tránsito, de transformación y de
preñez de la propia vida queriendo perpetuarse. Lo demás es la
escritura que consigna esos cambios.
De manera potente y arriesgada, Irma esboza una “vida
animal” que, en las precisas palabras de Giorgi,

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Estado: mutante. Moho de Paulette Jonguitud y…

emerge como un campo expansivo, un nudo de la


imaginación que deja leer un reordenamiento más vasto,
reordenamiento que pasa por una desestabilización de la
distancia —que frecuentemente se pensó en términos de
una naturaleza y una ontología entre humano y animal,
y por la indagación de una nueva proximidad que es a la
vez una zona de interrogación ética y un horizonte de
politización (12).

Por su parte, Constanza deviene moho hasta fusionarse


con la naturaleza o el cosmos. Este elemento, ni vegetal ni animal,
un hongo que todo invade y que se extiende sin demarcación
corpórea, también apunta a un ser pleno fusionado con lo otro/el
todo, sin mayor función social que angustie al deber ser. El moho
es, ‘se está’ en sí mismo. Si Irma se libera de la conciencia de
finitud, Constanza se libera de la angustia de la separación.
En Moho, el trayecto de la transformación también es
grabado a detalle por la voz de su protagonista. Como Irma,
Constanza se deshace del afán inútil de comprender qué le
sucede, se rinde, en primera instancia, a la verificación de los
hechos. Asume cierto pesar y lo relaciona rápidamente con el
episodio de la doble traición de su marido y sobrina; se define a
sí misma como monstruosa y se topa con la imposibilidad del
lenguaje (“Quería hablar con alguien, pero ¿cómo comunicarme
con la gente? ¿Debería plantear enigmas, como esfinge? ¿Lanzar
dardos con mi cola de mantícora? La verdad, estaba avergonzada,
¿de qué?” 30). A diferencia de Irma sí reviste, en un primer
momento, su nuevo estado de culpa, vergüenza, suciedad. Sabe
perfectamente que “no hay que engañarse. La defensa de la
diferencia es tramposa” (52), pero también intuye, mirando sus
nuevas formas, que, bajo otra lógica o manera de relacionarse
con lo vivo, “esto no es del todo asqueroso. Si no se le comparaba
con un cuerpo humano, podría incluso ser algo bello” (52).
Posteriormente va más lejos, al sospechar que “el moho no
tenía que ser una prisión. Podría ser una salida. Me quedé
dormida en la recámara de Agustina y cuando me di cuenta ya
tenía las dos piernas verdes, dos hermosos troncos enmohecidos
con brotes de agujas de pino en cada dedo; la luz rebotaba en mi
vegetación, en los bultitos blancos que despedían destellos,
piernas caleidoscopio. Dos grandiosas piernas verdes, orgánicas,
majestuosas” (53). Es de notar que su cuerpo viejo y humillado
por la sobrina, deviene ahora en magnífico, potente, firmemente
de pie. Por lo tanto, esas renovadas piernas implican otros
soportes y nuevos destinos, que quizás sean más bien
“ejemplares de las primeras formas de vida, aún indecisas entre
ser animal o planta, llenas de posibilidades. Era ya medio
monstruo, media mujer, un demonio o un dios, quizá una
criatura fantástica. Y me gustaba” (54). La mutación como

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despliegue de posibilidades que escapan a lo pautado la va


eximiendo de sus deberes sociales y dando espacio a sus duelos,
a sus recuerdos, a un contacto mayor con una intimidad que
aparece justo cuando su revestimiento la lleva a una unión
cósmica. Finalmente, y pese a los duelos yuxtapuestos ya
mencionados, Constanza comprueba que “al menos debajo de
aquello, estaba completa” (70).
Hacia el desenlace, pide a su hija llevarla al jardín. Allí
lamenta una existencia que no se confirma con el contacto de
otros seres similares. Oye el reporte de su hija pidiendo ayuda:
“Soy Agustina. Mi madre no puede moverse. Me pidió que la
arrastre hasta el árbol y la oculte tras los arbustos” (85). Luego
mira, entre parpadeos, la escena de su desaparición que se
impone sobre el escenario que debía ser un jardín para una boda.
De alguna manera, sobre ese deber-ser materno, que deja
cambiando de piel, late otra opción que va yuxtaponiendo
temporalidades y seres:

Abro los ojos: hombres tapan el sol con un techo de lona.


Sobre el pasto una plancha de madera. Una joven con mi
cara, vestido blanco, me besa Amanece. Estoy en el
jardín, atrás del árbol. plantas, todas, se volvieron hacia
mí. ¿Cómo puedes andar tan sucia? Me ocultó entre los
bambúes […] El moho se extendió al entrar en contacto
con las ramas, con las hojas, verde sobre verde. Dónde
termino yo. Dónde comienza el pasto. puedo mover los
labios. Hablo. Rafael ha abierto un ojo. No mucho, una
rendija. Mueve el ojo. Rafael. Sé tu nombre. Rafael entre
mis piernas. Música. Voy y vengo. Sin moverme. ¿Es
Constanza quien entra por la puerta? (85-6).

Es de notar que se han ido borrando los límites. Su nueva


forma no solo le permite fusionarse con el verde cósmico, sino
también con y entre sus muertos (la madre y su pregunta, la
sobrina y su imposible hijo, las dos Constanzas). La inmovilidad
de la existencia vegetal que solo es, sin conciencia ni de su
existencia ni de su finitud, hace que incluso se cree una
ambigüedad en la pregunta final, por la que o se imagina a la
sobrina en la boda, reemplazando a su hija (que es lo que fue a
reclamar cuando acabó muerta) o a sí misma, recomenzando la
historia. Por qué Constanza ha sobrevivido, pregunta la voz antes
de entrar al silencio del puro-ir-siendo.
A diferencia del devenir animal, el devenir vegetal parece
menos legible. En principio, vale la pena anotar que este reino se
caracterizaría por una “falta de todo centro neurálgico que pudiera
oficiar voluntarismo alguno, la vida vegetal mora entera en los
pliegues de la heteroafección. […] se trata de una vida ‘bisagra’
entre lo orgánico y lo inorgánico” (Sorin 359). Interesa destacar

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Estado: mutante. Moho de Paulette Jonguitud y…

esos rasgos porque en la novela que nos ocupa, más que un


ejercicio voluntario de transformación se asiste al afloramiento de
una forma interna, revelada en la mancha inicial y que va tomando
el resto del cuerpo. Entre lo orgánico e inorgánico, lo vivo y lo
muriente, lo nutricio y lo desgastado, el moho irá des-
singularizando a la protagonista hasta fundirla con el todo.
Marder, por su parte, acuña el concepto “pensamiento
vegetal” en una vasta producción desde la que elabora rasgos,
maneras y formas de lo vegetal que se nos escapa. Así, por
ejemplo, afirma que:

El pensamiento vegetal —un pensamiento, entonces, que


acomuna a vivientes de distinto tipo— es no
representacional, no unidireccional ni apropiativo.
Invirtiendo la fórmula levinasiana, la vegetalidad es
interpretada en términos de ‘intencionalidad no-
consciente’, esto es, como éxodo radical que no precisa
de la consumición ni neutralización de la alteridad a la
que tiende y por la cual vive. Desde el momento en que
este pensamiento no es intelectual, se encuentra
amalgamado con la nutrición y reproducción (porque,
¿en qué otra cosa podría consistir, si no hay interioridad
donde aquel pensar pudiera tener sede y si la
subjetividad vegetal no tiene guarida de resguardo ante
la alteridad?) (Citado por Sorin 360, destacado mío).

Es más que convocante la idea de que lo vegetal va


integrando elementos muy disímiles a su paso, pero no se orienta
hacia ellos como interlocutores u otros que le van delimitando.
Así, pues, Constanza vegetal yuxtapone temporalidades y
familiares, pero sin dirigirse o reconfigurarse en función de ellos,
más bien los integra, los incorpora a ella y, al final, deviene un
poco el todo-ellos. Desde ese sitio de bisagra entre tantos
elementos dispares, dice de nuevo Sorin, “lo que queda es una
subjetividad a todas luces material” (Sorin 361). Y es que desde
su conciencia de materialidad vegetal, la protagonista logra no
solo purgar lo que la mancha signa, sino, sobre todo, integrar sus
pedazos, los de su casa vacía, los de su interioridad herida y, en
más de una forma, devolver cuerpo a sus muertos. Como lo
terreno, lo vegetal que se nutre de todo lo viviente, ella se
extiende, pero no como un singular autónomo, sino como una
materia desplegada en el todo natural que la rodea. Ni la
humedad vaginal convocante del otro en el placer, ni el verdor de
lo desgastado o descuidado, entre las corporalidades vieja/joven,
lo vegetal colmado de vida aparece no para acabar el tiempo, sino
para precipitarlo hacia una naciente transformación.

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Ante o hacia los otros: testigo / testimonio / voz…


¿delirio?

¿Es el moho una salida?, ¿lo reptil una sobrevivencia? Estas


protagonistas van perdiendo el discurso (propio, social), la
memoria y el lenguaje, pero dejan su testimonio (escrito o
dictado, en el caso de Irma; grabado por Constanza). Esa
dirección, ese hacia alguien que pareciera recoger un testimonio,
también advierte a futuras mujeres en tránsito sobre el poder de
las mutaciones. Estas metamorfosis nos recuerdan que no se
muta solo para uno, que nadie que se transmute permite el statu
quo; inevitablemente lo altera, lo cuestiona. Si Irma se desviste
de discursividad sociocultural rindiéndose al animal y Constanza
deja las habitaciones vacías y su propio vacío existencial hacia
una integración conciliatoria con el todo, al que ofrenda su
individualidad, los otros acompañan, asisten, confirman, alertan
tal mutación. Pero, ¿la comprenden?
“El papel del testigo es reconocer los hechos”, “yo deseo
dar mi testimonio porque sé que otros padecen de la misma
manera sin que puedan atestiguarlo”, afirma Irma (47). Pareciera
que es ante los ojos del compañero y de Leandro, frente a los ojos
alarmados de Agustina, que las protagonistas pueden concluir
sus transformaciones, pues hay otro/a que apunta, que reconoce
sus nuevas formas. Han mutado, es un hecho. Y es que,
nuevamente en palabras de Irma, “los testigos suelen ser
personas débiles que se dejan llevar por sus pasiones y oscurecen
lo que ven”, y concluye lo siguiente: “En la vida propia, en ese
limbo donde uno es uno mismo y se percibe el pulso de las
vísceras, no hay otro que pueda hablar en nuestro nombre” (47).
Ambas dejan dicho/anotado su tránsito, antes de perder sus
cualidades humanas. Nadie lo puede hacer por ellas y es su
último legado. Frente a ello se trabajan varias formas del
atestiguar.
El compañero (humano al fin) investiga y contrasta: “ya sé
qué serás, todo coincide” […] “eres una mutación, vas a ser otro
animal antes de la madurez, pero no lo sabías” (63-4). Como un
“especialista”, asienta “eres un animal prehistórico y estás viendo
transcurrir el tiempo que nadie más ve” (66). Por su parte, animal
total, “Lisandro distingue mi reciente animalidad” (85),
“empezamos a competir por alimento” (85), la reconoce más
peligrosa cuando secreta veneno y más aún cuando devora a un
semejante. Si su Compañero “aseguró que, si perdía el alma
humana, vendría después la extinción de mi lenguaje y mi mente
solo podría formular imágenes” es porque va asistiendo (en el
sentido de atender y de ayudar) a su transformación. Sabe, por
eso mismo, que de seguir así ella “no podría terminar este
testimonio” (125). Por tanto, la ayuda con transcripciones, con
una investigación según los datos que la puedan catalogar,

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Estado: mutante. Moho de Paulette Jonguitud y…

dibujos que complementan sus tránsitos, hasta que desaparece y


es ella misma quien retoma su brío de narrar y cerrar el ciclo.
En Moho nuevamente se yuxtaponen los testigos, según el
duelo que esté en primer plano. Así ella atestigua la escena que
delata la infidelidad; y también la lozanía desafiante del cuerpo
joven de su sobrina; atestigua su aborto, da cuenta del fantasma
de Rafael, que nadie más ve. Sus primeras indagaciones dan fe de
la existencia de otras criaturas inclasificables con quienes se
niega a construir comunidad alguna (“Somos dos”, dijo, sabía
que no era el único. No somos dos, no somos nada. Yo no soy
nada contigo. Abrí los ojos para volver a verlo en la pantalla;
mejor así, espeluznante pero lejano. Vete, niño lagartija, vete”
Jonguitud 25). Agustina, lo sabemos gracias a alguna de las
prolepsis, atestiguó la conversación de la prima con su novio, lo
que la lleva a decidir abortar; atestigua secretamente el ‘romance’
de su padre y prima; Leonel, el hijo, atestigua a Constanza en sus
averías. Todos refrendan y participan del enterramiento de la
sobrina-prima Constanza. Agustina llega a ver a su madre y
llevarla al sitio donde se fundirá con el entorno. Finalmente,
Constanza está grabando lo que le sucede, dejando su testimonio.
¿A quién?
Ella misma espera que si “al hablar se me aclara la mente”,
“quizá se me aclare también el cuerpo” (29), pero luego se
pregunta “¿Para qué hablo? Para erradicar el moho. Ingenua”
(84). Nada evitará la palabra hacia otro y tampoco nada será más
ilegible. El lenguaje testimonial ni erradica ni conjura, quizás
tampoco transmite, pero deja la certeza de haber sido, o de haber
mutado en tránsito hacia una forma que, de no ser dicha, quedará
ilegible e incomunicable a los demás.
Los lectores también asistimos a esas mutaciones y
recibimos su impacto. Somos, en la cadena, el último testigo.
Cabe tal vez recordar a Lacoue-Labarthe, quien señala, a
propósito de la palabra poética, pero puede ser válido para estas
novelas, que “el poema (la palabra) quiere ir hacia algo Otro,
necesita a ese Otro, necesita un interlocutor. Se lo busca, se lo
asigna” (73). Tanto Irma como Constanza saben que están
escribiendo/dictando/grabando su último testimonio bajo la
forma humana. Saben que devienen y renuncian a un marco que
explique racionalmente tal devenir. Por eso, su palabra-legado
oficia como testimonio de lo inusual, de lo que a otras podría
sucederles; es, también, su última demanda humana: saber que
se existe para otro, aunque en la nueva forma, no puedan ya
reconocerse.
Ahora bien, dado el carácter fantástico de estas novelas,
hay quienes las han leído desde su otro borde, uno por el cual,
Irma nunca hubiera mutado, sino que se trataría de un delirio
contado por ella como una paciente, en un hospital. En el caso de
Constanza, podría sospecharse que todo es una alucinación

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culposa o una metáfora de los duelos analizados antes. Cabe pues


preguntarse si, pese al aval de los testigos directos, existe una
discursividad delirante que haría de lo hasta aquí comentado solo
una cara de la moneda, mientras que, en verdad, se trataría de
delirios o metáforas de la culpa.

Después de mudar de piel debí acudir al médico. No lo


hice porque ese hecho y todos los siguientes, que me
definían como un ser mutado, han sido saludables. No
cabe en mi mente la duda. Los delirios, sin embargo,
siguen su propia lógica, tal vez por eso hay días que no
entiendo cómo he perdido mi identidad. ¿Ya no soy una
persona? (131).

Con esas palabras, Irma deja apuntados los pocos


episodios de su estancia en el hospital (inferimos psiquiátrico) y
del que parece haber escapado antes de llegar a la playa. A donde
también parece regresar al fin de la narración. Esos episodios
mueven la verosimilitud del relato de la mutación, que
analizamos antes, e instala esta historia en “lo inusual” propuesto
por Alemany: “los personajes tienen dudas, incertidumbres,
vacilaciones, pero acaban afincándose en la realidad. Y en lo que
concierne al lector, en algunos momentos, y por tratarse de textos
muy ambiguos, pueden dudar de la naturaleza de esa realidad;
pero insistimos, al final ésta cae por su peso” (137). No interesa,
pues, optar por una u otra interpretación para quitarse la
angustia lectora de encima. Vale, cuando menos, seguir el pacto
y advertir que, a propósito de Tarazona:

Si aceptáramos su transformación en bestia, la


expulsaríamos del territorio de los cuerpos que sí
importan; si no acordáramos con ella y etiquetáramos
dicha metamorfosis como el producto de una patología
mental, la remitiríamos a una institución psiquiátrica.
Ambas instancias reforzarían los códigos de
inteligibilidad normados a costa del sacrificio de Irma
como sujeto político. El texto va en dirección contraria.
Tanto en extensión como en relevancia anecdótica, los
pasajes en el centro hospitalario son minimizados, en
tanto que aquellos que hablan de las sensaciones y el
descubrimiento de una nueva forma de convivir con su
entorno son desarrollados con más precisión (Castro
Ricalde 77).

Pactar con la ambigüedad del delirio transformador es


forzosamente enriquecedor y, a la vez, angustiante. Eso inusual,
entre una locura por duelo y una transformación que exceda la
corporalidad doliente en materia viviente, hace tambalear

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Estado: mutante. Moho de Paulette Jonguitud y…

algunos presupuestos. Si seguimos la medicalización o


psiquiatrización de lo que refiere el personaje podría aquietarse
nuestra hambre de referencialidad más realista, pero
anularíamos toda su extensa potencia simbólica. Si bien devenir
animal figura entre las alucinaciones posibles, en ciertos estados
mentales3, también, en varias culturas se potencia esas
metamorfosis como conjuros contra lo mortuorio, como
ritualidades de pasaje en procesos transformadores. “La
licantropía –que podría extenderse al delirio general de devenir
animal– expresa una transformación de la propia identidad a
partir de la experiencia del cambio corporal y de un nuevo modo
de ser en el mundo” (Donnoli 17).
Si en El animal sobre la piedra, la duda está dada de
manera explícita por la inserción de los episodios de
hospitalización o el reporte de que los demás ven a la mujer y no
al reptil; en Moho, se puede leer todo su devenir como un
discurso purgativo de una culpa o de duelos yuxtapuestos, como
ya señalé antes, O como una transformación en la que lo
“inusual” instaura ambigüedad suficiente para rendirnos al no-
entender, igual que la protagonista, aunque se aprecie su
potencia, su belleza, quizás hasta su renacimiento. Para ambas
protagonistas es relevante, mucho más que dilucidar y apostar a
uno de los niveles, la vivencia detallada de lo transformador
mientras ocurre. La vivencia de la metamorfosis como
reposicionamiento.
A pesar de ello, no deja de ser tentador indagar en porqué
una explicación clínica alivia en cada caso una convivencia con lo
material, lo corporal desbordado y una lógica excedida o por la
potencia de lo animal o por la capacidad fusionante y cósmica del
pensar-vegetal (que ancla en silenciosas fusiones y expansiones
alterando lo humano desde abajo). Lejos de las aseveraciones de
algún crítico que llega a interpretar el devenir verdor como algo
que “transfigura al cuerpo en plaga verde y esponjosa” (Loría
Araujo 171), creo haber demostrado que no hay nada que
permanezca penalizado, sino más bien queda el testimonio de un
proceso en el que se asume, se enfrenta todo lo sucedido
incluyendo la propia responsabilidad en el desenlace mortuorio
de esas acciones. Se llega, pues, a perder gozosamente los límites
corporales y las funciones sociales hasta culminar en una
reconciliación con el cuerpo-materia por el que, de hecho, se pasa
del moho al verde integrador.
Si bien, históricamente, han sido más los repositorios de
la locura que las indagaciones por lógicas e imaginarios
desbordantes de la racionalidad, hace ya algunos años de lo que
va de siglo que al mirar lo interespecies, lo animal (no los

3 La teriantropía es la creencia de convertirse de humano en animal (Donnoli 5).

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animales en sí, o no solamente) y, más recientemente, los


habitantes del reino vegetal o mineral, cuyas corporalidades nos
son aún más ilegibles, al hacerlo, tal vez, hemos abierto la
comprensión de los vivientes, en plural, y de los pensares como
formas de estar en el mundo de manera menos fijada en
categorías inamovibles. Habrá, tal vez, que “abdicar de lucidez/
rendirse al animal”4.

Salida provisional

La escritura de las transformaciones puede engendrarse en las


experiencias de pérdida, duelo o refuncionalización de un rol
social. A medida que pasa el tiempo, tanto la edad como las
múltiples experiencias por las que perdemos un modo de ser, un
sitio, gente amada, un hábito, un sentido vital, etc., obligan a
exigir la capacidad de reinvención, resignificación y cambio de
perspectiva. Como se ha visto, las dos autoras revisadas viven
remezones que las llevan a mutar. No se trata de metáforas para
instancias existenciales, sino de verdaderas transformaciones
físicas y psíquicas que las acercan a otras lógicas y a nuevos
modos de habitar la existencia desde la animalidad y la
vegetación.
Asumir esas lógicas alternativas dota a las protagonistas
de una posibilidad de renacimiento y de fusión con lo ajeno, sea
esto otra especie u otro estado que, lejos de la individualidad, se
funde en el todo viviente. En ambos casos se ratifica la potencia
de lo vivo por fuera de lo humano y lo consciente de muerte, de
pérdida o de traición. Ahora las corporalidades nuevas fortalecen
las existencias de seres en condiciones un poco extremas por
fuera de la demanda racional de dar o reconocer una lógica en lo
que acontece sobre esas corporalidades. La existencia
contemplativa de la animalidad o expansiva de la vegetación
constituyen más que posicionamientos, cuerpos y lenguajes para
explorar lo vivo. Son también legados a sus interlocutores.
Tanto Irma, la mujer-reptil, como Constanza, la mujer-
moho, dejan testimonio de su proceso mutante. Lo hacen no solo
para poner palabras a su desconcierto, sino para dar fe de que así
sucedió el tránsito entre formas y lógicas que ellas viven más
gozosa que pesarosamente. Por su parte, el público lector recibe
esos testimonios y, como los interlocutores intradiegéticos,
recibe la extrañeza de las experiencias y, ante tales devenires, no
puede más que rendirse al pacto para, a su vez, cuestionarse
hasta cambiar de posición, incomodarse en sus certezas y salir de
los libros con ansias de transformación.
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