Sacramentos Vida Boff
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Sacramentos Vida Boff
Leonardo Boff
Este librito sólo puede ser entendido por aquellos espíritus que, inmersos en el mundo
técnico-científico de la modernidad, viven de otro espíritu, que les permite ver más allá de
cualquier paisaje y alcanzar siempre más allá de cualquier horizonte. Este espíritu vive hoy
en los manantiales de nuestra experiencia cultural. Es como un río subterráneo que alimenta
las fuentes, y éstas a los ríos de superficie. No lo vemos, pero es lo más importante, porque
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hominiza las cosas y humaniza nuestras relaciones con ellas. Detecta el sentido secreto en
ellas inscrito.
El hombre no es sólo manipulador de su mundo. Es también alguien capaz de leer el
mensaje que el mundo lleva en sí. Ese mensaje está escrito en todas las cosas que componen
el mundo. Los semiólogos, antiguos y modernos, percibieron muy bien que las cosas, además
de cosas, constituyen un sistema de signos. Son sílabas de un gran alfabeto. Y el alfabeto está
al servicio de un mensaje inscrito en las cosas, mensaje que puede ser descrito y descifrado
por quien tanga los ojos abiertos.
El hombre es el ser capaz de leer el mensaje del mundo. Nunca es analfabeto. Es
siempre el que, en la multiplicidad de lenguajes, puede leer e interpretar. Vivir es leer e
interpretar. En lo efímero puede leer lo permanente; en lo temporal, lo eterno; en el mundo, a
Dios. Y entonces lo efímero se transfigura en señal de la presencia de lo permanente, lo
temporal, en símbolo de la realidad de lo eterno; el mundo en el gran sacramento de Dios.
Cuando las cosas comienzan a hablar y el hombre a escuchar sus voces, entonces emerge el
edificio sacramental. En su frontispicio está escrito: Todo lo real no es sino una señal. ¿Señal
de qué? De otra realidad, realidad fundante de todas las cosas, de Dios.
Si el sacramento profano o sagrado surge del juego del hombre con el mundo y con
Dios, entonces la estructura de su lenguaje no es argumentativa sino narrativa. No argumenta,
ni quiere persuadir. Quiere celebrar y narrar la historia del encuentro del hombre con los
objetos, las situaciones y los otros hombres, por los que fue provocado a transcender y que le
evocaron una realidad superior, que se hizo presente gracias a ellos, convocándolo al
encuentro sacramental con Dios.
Durante siglos la teología fue argumentativa. Quería hablar a la inteligencia de los
hombres y convencerlos de la verdad religiosa. Sus éxitos fueron exiguos.
Convencían generalmente sólo a los ya convencidos. Se había elaborado en la ilusión
de que Dios, su designio salvífico, el futuro prometido al hombre, el misterio del hombre-
Dios Jesucristo, podían ser aceptados intelectualmente, sin haber sido, antes, acogidos en la
vida y haber transformado el corazón. Se había olvidado, al menos al nivel de la teología de
manuales y en el discurso apologético, el hecho de que la verdad religiosa jamás es una
fórmula abstracta y el término de un raciocinio lógico. En primer lugar, y fundamentalmente,
es una experiencia vital, un encuentro con el sentido definitivo. Solamente después, en el
esfuerzo de la articulación cultural, se la traduce en una fórmula y queda explicitado el
momento racional que contiene.
El sacramento, como se verá a lo largo de nuestras reflexiones, queda esencialmente
vertebrado en términos de encuentro. En la raíz del sacramento está siempre una historia que
comienza: «Había una vez un vaso... un pedazo de pan... una colilla... un hombre-Dios
llamado Jesús... una cena que El celebró... un gesto de perdón que realizó». Por eso, tal como
enseñan los semiólogos del discurso teológico, el lenguaje de la religión y del sacramento
casi nunca es descriptivo; es principalmente evocativo. Narra un hecho, cuenta un milagro,
describe una irrupción reveladora de Dios, para evocar en el hombre la realidad divina, el
comportamiento de Dios, la promesa de salvación. Eso es lo que interesa primordialmente.
Un ejemplo: me hallo ante una montaña. Puedo describir la montaña, su historia milenaria, su
composición físico-química. Con ello estoy haciendo el científico. Pero más allá de esa
dimensión verdadera existe otra. La montaña me evoca la grandeza, la majestad, lo
imponente, la solidez, la eternidad. Evoca a Dios que fue llamado Roca. La roca está al
servicio de la solidez, de lo imponente, de la majestad y de la grandeza; se hace sacramento
de esos valores; los evoca. El lenguaje religioso se sitúa principalmente en este horizonte de
evocación. El sacramento es, por esencia, evocación de un pasado y de un futuro, vividos en
un presente.
El lenguaje religioso y sacramental es auto-implicativo. Porque apenas si es
descriptivo, sino ante todo evocativo, es por lo que siempre implica a la persona con las
cosas. No deja a nadie neutro. Lo toca por dentro; establece un encuentro que modifica al
hombre y a su mundo. En su libro «Recuerdos de la Casa de los Muertos», Dostoyewski
cuenta su liberación. Al abandonar la Casa de los Muertos contempla los hierros que
encadenaban sus piernas; son deshechos a martillazos; contempla los fragmentos por tierra,
fragmentos que le dan el gusto de la libertad. Antes de salir, visita y se despide de las
empalizadas, de las casamatas inmundas. Habían llegado a ser familiares y fraternas; allí
había dejado parte de su vida y ahora formaban ya parte de su vida. Se sentía implicado en
todo aquello, porque las cosas ya no eran cosas; eran sacramentos que evocaban el
sufrimiento, las largas vigilias, el ansia de libertad.
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El lenguaje religioso y sacramental es, finalmente, formativo, es decir, lleva a
modificar la praxis humana. Induce a la conversión. Apela a una apertura y a una acogida
consecuentes en la vida.
Nuestro ensayo intenta articular el lenguaje narrativo en su dimensión de evocación,
auto-evocación y formatividad, aplicada al universo sacramental. Nuestro esfuerzo se orienta
hacia la recuperación de la riqueza religiosa contenida en el universo simbólico y sacramental
que puebla nuestra vida cotidiana.
Los sacramentos no son propiedad privada de la sagrada Jerarquía. Son constitutivos
de la vida humana. La fe percibe la gracia presente en los gestos más rudimentarios de la
vida, por eso los ritualiza y los eleva al nivel de sacramento.
Nuestra intención, con este ensayo, es la de despertar la dimensión sacramental
dormida o profanizada en nuestra vida. Una vez despiertos, podremos celebrar la presencia
misteriosa y concreta de la gracia que habita nuestro mundo. Dios estaba siempre presente,
aun antes de que nos hubiésemos despertado, pero ahora que despertamos podemos ver cómo
el mundo es sacramento de Dios. Quien haya entendido los sacramentos de la vida está muy
próximo, no, está ya dentro de la Vida de los sacramentos.
1. ¿Qué es un sacramento?
El vaso descrito arriba puede ser contemplado desde fuera. Es un vaso como todos los
demás, probablemente más feo, envejecido y no funcional. Es de aluminio. Al físico le
interesa en cuanto que analiza los componentes físicos del aluminio. El economista puede
aportar una serie de informaciones sobre precios del aluminio, su extracción, producción,
comercialización. El historiador (si se tratase de un recipiente del tiempo de Augusto) podría
ocuparse de él y estudiarlo en el espacio y en el tiempo. El artista puede considerarlo un
objeto carente de cualquier valor estético. Los museos no irán a buscarlo porque no significa
nada. Todos contemplan ese tanque como una cosa. Típico de nuestra experiencia epocal,
especialmente a partir del siglo XV, es el considerar todo como cosa, sobre la que podemos
inclinarnos para analizar lo que podemos ver. De todo hacemos un objeto (ob-iectum) de
estudio y de ciencia: Dios, el hombre, la historia, la naturaleza. Lo situamos (iectum) frente a
nosotros (ob) y plantamos nuestro punto de mira escrutador. Podemos hacer muchas ciencias
sobre un mismo objeto. Porque resulta interesante desde muchos puntos de vista científicos.
De ahí el que digamos hoy que sabemos cada vez más sobre cada vez menos.
El tanque, así analizado, es un objeto más entre otros tantos objetos. No creó historia
con nadie ni entró en la vida de nadie.
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Pero puede darse el caso de que alguien haya conseguido un vaso. Ese vaso salvó a
alguien de la sed ardiente de un desierto sin fin. O como en mi caso, ese vaso entró en la
historia de mi vida y de mi familia. Entonces es único en el mundo: no hay ninguno igual a
él. Dejó de ser ob-jeto. Se convirtió en sujeto (sub-iectum). Posee, como todos los sujetos,
una historia que puede ser contada y recordada. Se dio un tipo de relación profunda con el
vaso-cosa. Ese tipo de relación de amor, hizo surgir, en nosotros, un punto de mira que nos
permite apreciar un valor inestimable existente en el vaso. Por eso cobra un nombre. Se
inscribe dentro del mundo del hombre y comienza a hablar. El vaso habla de la infancia y de
las sedes saciadas por él; habla del agua buscada en el pozo distante, a 600 metros de casa,
pozo profundo de agua virgen, pero que nos hacía sufrir y echar pestes en las mañanas de
invierno o en las tardes lluviosas y que por ello convertía el agua en tanto más preciada y
casta.
El vaso habla de la historia de la familia a la que siempre acompañó en la vida y en la
muerte. Fue entrando cada vez más en la familia. Al final era un hijo más, rodeado de cariño.
Y hoy sigue ahí, todavía, hablando y recordando en la fidelidad y en la humildad de servir ese
agua que se convirtió en dulce, fresca y buena gracias a él... Esta es la visión interior de ese
tanque. Fue la relación interna tenida con él la que lo convirtió en un sacramento familiar.
Al contemplar una cosa desde fuera me encuentro con ella, me inclino sobre ella, la
manipulo, la transformo, y dejo que la cosa se quede en mera cosa, objeto del uso y del abuso
humano. Es el pensar científico de nuestra era moderna. No es malo. Casi no es diferenciado.
Y ¿cómo podríamos ser enemigos de nuestro propio mundo que con ese planteo científico
nos agranda y facilita la vida, nos prolonga la acción de los brazos, de la piernas, de los ojos,
con instrumentos portentosos, haciéndonos cada vez más señores de la naturaleza? Pero ¿el
hombre es sólo eso? ¿No es más que un robot de acciones, un computador de informaciones y
una lente micro y macroscópica orientada hacia el mundo? ¿O es aquel que se puede
relacionar humanamente con las cosas? ¿Es aquel que puede ver valores y detectar un sentido
en las cosas?.
Contemplando una cosa desde dentro, no me concentro en ella, sino en el valor y en el
sentido que ella asume para mí. Deja de ser cosa para transformarse en un símbolo y en una
señal que me e-voca, pro-voca y con-voca hacia situaciones, reminiscencias y hacia el sentido
que ella encarna y expresa. Sacramento significa, justamente, esa realidad del mundo que, sin
dejar el mundo, habla de otro mundo, el mundo humano de las vivencias profundas, de los
valores incuestionables y del sentido plenificador de la vida. Comprender esta forma de
pensar es abrirse a la acogida de los sacramentos de la fe. Ellos radicalizan los sacramentos
naturales entre los que vivimos en nuestra permanente cotidianidad.
El sacramento modifica el mundo: el agua puede ser cualquier agua. Pero desde que
fue servida y bebida en el vaso-sacramento, para quien entienda y viva la visión interior de
las cosas, es dulce, saludable, fresca y buena. Comunica vida. Habla del misterio que habita
en las cosas.
El tanque de aluminio descansa allá en la cocina, en su tranquila dignidad, entre tantos
objetos y cosas domésticas. Es viejo. Pero sólo él conserva la perenne juventud de la vida.
Porque sólo él está vivo entre cosas muertas. Sólo él es sujeto entre tantos objetos. Sólo él
habla entre tantas cosas mudas. Sólo él es sacramento, en la humildad de una cocina familiar.
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Siempre que una realidad del mundo, sin abandonar el mundo, evoca otra realidad
diversa de ella, asume una función sacramental. Deja de ser cosa para convertirse en señal o
símbolo. Toda señal, es señal de algo o de algún valor para alguien. Como cosa puede ser
absolutamente irrelevante. Como señal puede adquirir una valoración inestimable y preciosa.
Así la colilla del cigarrillo de picadura que, en cuanto cosa, se tira a la basura. Pero en cuanto
símbolo se guarda como tesoro inapreciable.
¿Qué es lo que hace que algo sea un sacramento? Ya hicimos la reflexión, al describir
el sacramento del vaso, de que la visión humana interior de las cosas las trasmuta en
sacramentos. Es la convivencia con las cosas la que las crea y recrea simbólicamente. Es el
tiempo perdido con ellas, es el cautivarlas, es el inserirlas dentro de nuestras experiencias, lo
que las humaniza y las hace hablar la lengua de los seres humanos. Los sacramentos revelan
un modo típico de pensar del hombre. Existe un verdadero pensamiento sacramental, como
existe un pensamiento científico. En el pensamiento sacramental, en un primer momento,
todo es contemplado «sub specie humanitatis».
Todo revela el hombre, sus experiencias bien o mal acontecidas, y finalmente su
encuentro con las múltiples manifestaciones del mundo. En ese encuentro el hombre no
aborda el mundo en forma neutra. Juzga. Descubre valores. Se abre o se cierra a las
evocaciones que le provoca. Interpreta. La convivencia con el mundo le da elementos para
que construya su morada. Su habitación es la porción del mundo dosmeticada en la que cada
cosa tiene su nombre y ocupa su lugar. En la habitación, las cosas no están puestas al azar.
Participan del orden humano. Se vuelven familiares. Revelan lo que es el hombre y cómo es.
Hablan y retratan al que en ella habita.
Cuanto más profundamente se relacione el hombre con el mundo y con las cosas de su
mundo, más aparece la sacramentalidad. Surge entonces la patria, que es algo más que la
extensión geográfica del país; aparece entonces el terruño que nos vio nacer y que es más que
el pedazo de tierra del estado; surge entonces la ciudad natal, que es más que la suma de sus
casas y de sus habitantes; emerge entonces la pasa paterna, que es más que un edificio de
piedras. En todo esto habitan valores, moran espíritus buenos y malos, y se delinea el paisaje
humano. El pensamiento sacramental hace que los caminos que andamos, las montañas que
vemos, los ríos que bañan nuestras costas, las casas que habitan nuestros vecinos, las
personas que crean nuestra convivencia, no sean simplemente personas, casas, ríos, montañas
y caminos como otros del mundo entero. Son únicos e inigualables. Son una parte de nosotros
mismos. Por eso nos alegramos y sufrimos con su destino. Lamentamos el derribo de la
enorme mole de la plaza. Lloramos con la demolición del viejo barracón. Con ellos muere
algo de nosotros mismos. Es porque ya no son meras cosas. Son sacramentos de nuestra vida
bendecida o maldita.
2. Dimensiones de la sacramentalidad
El pan recuerda algo que no es pan. Algo que trans-tiende el pan. El pan, por su parte,
es algo in-manente: permanece ahí. Tiene su peso, su composición de elementos empleados
(harina; huevos, agua, sal y levadura), su opacidad. Ese pan (realidad- inmanente) hace
presente algo que no es pan (realidad trans-tendente). ¿Cómo lo hace? Por el pan y a través
del pan. El pan se vuelve entonces trans-parente para la realidad trans-tendente. Deja de ser
puramente in-manente. Ya no es como los demás panes. Es diferente. Es diferente porque
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recuerda y hace presente por sí mismo (in-manencia) y a través de sí mismo (trans-parencia)
algo que va más allá de sí mismo (trans-tendencia).
El pan se vuelve trans-lúcido, trans-parente y diá-fano de la realidad del alimento, del
hambre, del esfuerzo de la madre, del sudor, de la alegría de repartir el pan, de la vuelta del
padre. Todo el mundo de la infancia se hace, de repente, presente en la realidad del pan y a
través de la realidad del pan.
El sacramento introduce dentro de sí una experiencia total. El mundo no está sólo
dividido en inmanencia y transcendencia. Existe otra categoría intermedia, la trans-parencia,
que acoge en sí tanto a la inmanencia como a la transcedencia. Estas dos no son realidades
opuestas, una frente a otra, excluyéndose, sino que son realidades que comulgan y se
encuentran entre sí. Se tras-pasan, se con-jugan, se com-binan, se a-socian, se re-ligan, se
con-catenan, se co-munican y con-viven una en la otra. La transparencia quiere decir
exactamente eso: lo transcendente se hace presente en lo inmanente, logrando que esto se
vuelva transparente a la realidad de aquello. Lo transcendente, irrumpiendo dentro de lo
inmanente, transfigura lo inmanente, lo vuelve transparente.
Entender esto es entender el pensamiento sacramental y la estructura del sacramento.
No entender esto significa no entender nada del mundo de los símbolos y de los sacramentos.
El sacramento (trans-parencia) participa, por tanto, de dos mundos: del transcendente
y del inmanente. Eso no ocurre sin tensiones y tentaciones. El sacramento puede
inmanentizarse excluyendo la transcendencia y entonces se vuelve opaco, sin el -fulgor de la
transcendencia que transfigura el peso de la materia. El sacramento se puede transcendental
izar, excluyendo la inmanencia y entonces se vuelve abstracto; pierde la concreción que la
inmanencia confiere a la transcendencia. En ambos casos se perdió la trans-parencia de las
cosas. Se pervirtió el sacramento.
De vez en cuando, allá en casa, se come el pan partido, hecho por la madre. Es bueno
como la vuelta de un padre. Es mucho más que alimento. Es fruto del dolor, de la alegría, del
cariño a los hijos, de la sorpresa de un regreso, de las peleas a causa de la leña, del hambre
saciada. Es bueno para el corazón. Alimenta el espíritu y no el cuerpo. Porque es un
sacramento.
La transparencia del mundo respecto de Dios, es la categoría que nos permite atender
la estructura y el pensamiento sacramental. Esto significa que Dios nunca es alcanzado
directamente en sí mismo, sino siempre juntamente con el mundo y con las cosas del mundo
que son diáfanas y transparentes respecto de él. De ahí que la experiencia de Dios sea
siempre una experiencia sacramental. En la cosa experimentamos a Dios. El sacramento es
una parte del mundo (inmanente) pero que aporta en sí otro mundo (transcendente), Dios. En
la medida en que presentiza a Dios, forma parte de otro mundo, el de Dios. De ahí que el
sacramento sea siempre ambivalente. En él coexisten dos movimientos: uno que viene de
Dios hacia la cosa y otro que va de la cosa hacia Dios. Por eso podemos decir que el
sacramento posee dos funciones: la función indicadora y la función reveladora.
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En su función indicadora el objeto sacramental indica hacia Dios, presente en El. Dios
es captado, no con el objeto, sino en el objeto. El objeto no absorbe en sí la mirada del
hombre; hace que la mirada se dirija hacia Dios, presente en el objeto sacramental. El hombre
ve el sacramento, pero no debe descansar en ese mirar objetivado. Debe transcender y
descansar en Dios, comunicado en el sacramento.
Esa es la función indicadora del sacramento. Va del objeto a Dios.
En su función reveladora, el sacramento revela, comunica y expresa a Dios presente
en El. El movimiento va de Dios al objeto sacramental. Dios, en sí invisible e inaferrable, se
hace sacramental mente visible y captable. Su presencia inefable en el objeto hace que éste se
transfigure y diafanice. Sin dejar de pertenecer al mundo, se convierte en vehículo e
instrumento de la comunicación del mundo divino. Es el acontecimiento de la transparencia y
diafanía divinas. El hombre de fe es invitado a sumergirse en la luz divina que resplandece en
el interior del mundo. El sacramento no saca al hombre de su mundo. Le conmina a que mire
con más profundidad dentro del corazón del mundo. Como dice San Pablo: todo hombre es
llamado, y por tanto ninguno queda excluido, con lo que nadie es disculpable, a reflexionar
profundamente sobre las obras de la creación. Si hace esto incansablemente verá que lo que
parecía invisible, el poder eterno y la divinidad, comienzan a volverse visibles (Rom 1,19-
20). El mundo, sir dejar de ser mundo, se transforma en un elocuente sacramento de Dios:
apunta hacia Dios y revela a Dios. La vocación esencial del hombre terreno consiste en
convertirse en hombre sacramental.
Cuando por Navidad se enciende, por unos momentos, la vela, recuerda dos cosas:
indica y apunta hacia un hecho pasado y habla del gesto de la fraternidad rescatándolo de la
mortalidad del pasado y haciéndolo vivir en el presente; y revela con su luz trémula una luz
que se encendió en la noche del desamparo humano, para decirnos: ¡Oh hombre, alégrate! La
luz tiene mayor derecho que las tinieblas. Esta es la luz verdadera que ilumina a todo hombre
que viene a este mundo. Ella ya estaba en el mundo y el mundo era diáfano y transparente
hacia Dios. Pero los hombres no la habían visto. Ahora, sin embargo, con su díafanía, hemos
visto la claridad de su gloria, gloria del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad (cfr.
Jn 1,9-14).
Hay momentos en la vida en los que la consideración del pasado constituye la verdad
del presente. Le manifiesta el sentido y su razón más profunda. Viéndolo más de cerca, el
pasado, en realidad, deja de ser pasado. Es una forma de vivir el presente. Una experiencia
significativa del presente abre un paisaje nuevo en la contemplación del pasado. Estaba allí,
pero nadie era capaz de verlo. Porque faltaban ojos. La presencia experimental del presente,
crea ojos nuevos para ver cosas antiguas y entonces éstas se convierten en nuevas como el
presente.
El pasado aparece entonces, no como un sucederse anodino de hechos, sino como una
corriente lógica y coherente. Un nexo misterioso religa los hechos. Emerge un sentido
patente, antes latente en el río de la vida. Había un plano que se fue desdoblando lentamente
como cuando se va desdoblando un mapa geográfico de una región. En la maraña de los datos
se destacan las ciudades, los ríos, las carreteras, uniendo los puntos principales. La región ya
no es una tierra desconocida. La región descrita en el mapa tiene sentido para el viajante. Este
puede ir sin errar porque ve el camino.
Algo semejante ocurre con la vida. Esta va anotando puntos, va abriendo caminos.
Nadie sabe a ciencia cierta hacia dónde pueden conducir. Pero son caminos. De repente,
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acontece algo muy importante. En el mapa de la vida aparece un punto, como una gran
ciudad. Los caminos corren en su dirección. Pasan los ríos; cruzan los aviones. La vida
comienza a cobrar sentido porque tenemos un punto de apoyo y una elevación importante
desde la que podemos ver el paisaje de alrededor. ¡Se formó la corriente coherente de la vida!
Ese presente es una experiencia muy profunda, preparada, sufrida, purificada por
crisis, madura. Hubo una decisión que comprometió toda la vida, la salvación y la perdición.
El hombre profirió su palabra, se definió ante la vida. Ya no puede borrar la palabra dada sin
cambiar el curso de la existencia. A partir de esa decisión mira hacia el pasado. Relee todo en
función de este presente: cómo se fue concibiendo, gestando, configurando, hasta nacer
finalmente. La gente lee el sentido de la vida a partir de un pasado que culmina en este
presente.
Concretamente: en la noche del 14 de diciembre de 1964, 18 jóvenes deciden
ordenarse sacerdotes, con el vigor de los 26 años. Mañana tendrá por fin lugar la ordenación.
Ese día fue preparándose durante 15 años.-Mañana seré revestido de Cristo, con la fuerza de
poder representarlo, de poder prestarle la presencia, la voz, los gestos, el cuerpo. El hombre
tiembla, tanto más cuanto más profundiza el significado de tal audacia misteriosa y es
consciente del abismo que media entre el Pecador y el Santo. En el juego de la vida
representará el papel de Cristo. Como en todo juego, esto es absolutamente serio. Llegó la or-
denación. La gente sobrevivió la irrupción del Misterio. Una semana después se celebran las
primicias o primera misa solemne entre parientes y amigos, en la propia tierra, donde todo
comenzó.
Todos contemplan con los ojos llenos de respeto. Se activan arquetipos primitivos:
todos temen aproximarse al que fue consagrado. Pero el arquetipo familiar rompe el tabú.
Comienzan los comentarios, especialmente de las tías de más edad, las que llevaron en sus
brazos al niño, ahora neo-sacerdote, y vieron sus primeras travesuras infantiles. «Yo siempre
decía que desde pequeño tenía inclinación de sacerdote. A los cinco años ya celebraba misa
vestido con una capa vieja y les echaba sermones a los hermanitos». Un antiguo empleado
recuerda: «Una vez se subió encima de un tronco y echó un sermón al estilo de los
capuchinos. Condenó a un hermano suyo al infierno. El otro reaccionó. Se cayó y se clavó en
una estaca. Tuvieron que operarle la pierna». Cada uno iba uniendo hechos; la corriente iba
creciendo hasta desembocar en el día de la primera misa.
Yo mismo sólo recuerdo el día 9 de mayo de 1949. Hasta entonces nunca había
pensado ser sacerdote. En la familia existía una sana tradición anticlerical, herencia preciosa
que todos conservan hasta hoy. Llegó un sacerdote; era de Río. Habló de las vocaciones
sacerdotales, de San Francisco y de San Antonio, de la grandeza de ser otro Cristo en la
tierra. Y concluyó: El que quiera ser sacerdote, que levante la mano. Yo escuché todo; sentí
un calor increíble; me sentí invadido por un fuego en la cara que hizo una eternidad de la
breve duración entre la pregunta y la respuesta levantando la mano. Alguien dentro de mí
levantó mi mano. Me anotaron, se lo notificaron a mi padre. Después en casa lloré por haber
hecho eso ¿Por qué ser sacerdote? Yo quería ser chófer de camión, la vocación más sublime
existente, ya que conducían y domaban monstruos, como eran para nosotros los antiguos
camiones. Pero había quedado dicha una palabra y definida mi vida.
Entré en el seminario. Se fueron construyendo los eslabones. Sólo ahora, en la noche
del 14 de diciembre de 1964, puedo unirlos. ¡Y qué corriente llegan a formar! Todavía
resuenan las palabras que todos pronunciaron: «Señor, en la simplicidad de mi corazón,
alegre, os lo ofrecía todo...». Y el pueblo, a nuestro alrededor, decía: «¡Consérvale, Señor, esa
santa voluntad!». La vida está hecha de relecturas del pasado. Cada decisión importante del
presente abre nuevas visiones del pasado. Cada hecho ocurrido gana sentido en cuanto hilo
conductor y secreto que cargaba latente con el futuro que ahora se hace presente. El hecho
pasado anticipa, prepara, simboliza el futuro. Asume un carácter sacramental.
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Para la Iglesia primitiva, como para nosotros hoy, un sacramento casi no necesita ser
un objeto del mundo como un tanque de beber, un trozo de pan o una vela de Navidad. Toda
la historia, como hemos considerado, puede ser sacramento en cuanto que el sentido de los
hechos es portador de un Sentido radical llamado salvación o de un sinsentido que media un
absurdo más profundo que es interpretado como perdición. Dentro de la historia emergen
personas que capitalizan el sentido histórico, encarnan la liberación, la gracia, la bondad, la
apertura sin límites al otro y al Gran Otro. Los Padres daban a estas figuras históricas el
nombre de sacramentos: así Abraham, Noé, David, Sara, Rebeca, Ana, María, etc... Nosotros
añadimos el señor Mansueto. En esta línea, Jesús de Nazaret, con su vida, sus gestos de
bondad y su muerte valerosa, y su resurrección, es llamado el sacramento por excelencia. En
él, la historia de la salvación, en cuanto realización de Sentido, halló su culminación. El fue el
primero en llegar al término del largo proceso de hominización, venció a la muerte e irrumpió
en el Misterio de Dios. En la medida en que encarna el plan salvífico de Dios que es la unión
radical de la creatura con el Creador y muestra anticipadamente cuál es el destino de todos los
hombres redimidos, Jesús de Nazaret se presenta como sacramento fontal de Dios.
Si Dios es amor y perdón, siervo de toda criatura humana y simpatía graciosa para
con todos los hombres, entonces Jesucristo incorporaba a Dios en nuestro medio, dada su
inagotable capacidad de amor, de renuncia a toda voluntad de poder y de venganza, y de
identificación con los marginados del orden de este mundo. Era el sacramento vivo de Dios,
que contenía, significaba y comunicaba la simpatía amorosa de Dios hacia todos. Los gestos,
las acciones, las diversas frases de la vida de Cristo eran sacramentos concretizadores del
misterio de Dios. Los Santos Padres hablaban de «mysteria et sacramenta carnis Christi». De
él nos viene, como afirma San Juan, gracia sobre gracia (Jn 1,16); en él estaba simplemente la
vida (Jn 1,4); era la misma vida (Jn 11,25; 14,6). Con Jesús de Nazaret «apareció la
benignidad y el amor humanitario de Dios, nuestro salvador» (Ti 3,4; 2 Tim 1,10). El era la
forma visible del Dios invisible (Col 1,15), la irrupción epifánica de la divinidad en la
diafanía de la carne visible y palpable (Col 2,9; 1 Jn 1,2). «Quien me ve, ve también al
Padre» (Jn 14,9). Es ese el sentido en el que la gran tradición de la Iglesia hasta el Concilio
Vaticano II, llama a Cristo sacramento de Dios. El señor Mansueto era sacramento de
aquellos valores que Jesús de Nazaret vivió hasta su máxima radicalidad y encarnó en la más
cristalina limpidez.
Los Sacramentos de la vida L. Boff 22
Dios marcó su encuentro con el hombre en todas las cosas. En ellas el hombre puede
encontrar a Dios. Por eso todas las cosas de este mundo son, o pueden ser, sacramentales.
Cristo es el lugar de encuentro por excelencia: en él Dios está de forma humana y el hombre
de forma divina. La fe siempre vio y creyó que en Jesús de Nazaret, muerto y resucitado,
Dios y el Hombre se encuentra en una unidad profunda, sin división y sin confusión. A través
del hombre-Jesús se llega a Dios y a través del Dios Jesús se llega al hombre. El es camino y
meta final del camino. En él se encuentran los dos movimientos, ascendente y descendente:
por un lado es la expresión palpable del amor de Dios (movimiento descendente) y por otro
es la forma definitiva del amor del hombre (movimiento ascendente). Quien dialogaba con
Cristo se encontraba con Dios.
Cada vez que la memoria retorna al profesor Mansueto, ve algo más que el profesor
Mansueto. Se ve el sacramento. El visibilizaba e historificaba aquello que era mayor que él:
la abnegación, el amor al prójimo, la dedicación extrema. Para quien vea todavía más lejos, él
representaba a Aquél que fue la abnegación misma, el amor radical al prójimo y la dedicación
exhaustiva. Porque era sacramento.
Esta pregunta, legítima, puede tener respuesta a dos niveles: uno histórico-consciente
y otro estructural-inconsciente.
a) El nivel histórico-consciente
b) El nivel estructural-inconsciente
El concilio de Trento definió: Los sacramentos son siete, ni más ni menos. Hemos de
comprender bien esta definición. Lo esencial no es el número siete, sino los ritos contenidos
en esta enumeración. El número exacto de los ritos no es lo esencial. Si alguien dijera que son
nueve porque el diaconado y el episcopado constituyen verdaderos sacramentos o si afirmara
que son seis porque el Bautismo y la Confirmación forman un único sacramento de iniciación
en diversos grados, no habría negado la definición de Trento. Pero habrá de afirmar que la
Confirmación es un sacramento y que todos estos ritos hacen presente y comunican la gracia
de Dios. Hay que entender el número siete simbólicamente. No como una suma del -1 -1,
etc..., hasta siete, sino como el resultado de 3 + 4. La sicología profunda, el estructuralismo,
pero ya antes la Biblia y la Tradición, nos enseñan que los números 3 y 4 sumados forman el
símbolo específico de la totalidad de una pluralidad ordenada.
El 4 es símbolo del cosmos (los cuatro elementos: tierra, agua, fuego y aire), del
movimiento y de la inmanencia. El 3 es el símbolo de lo Absoluto (Trinidad), del espíritu, del
descanso y de la transcendencia. La suma de ambos, el número 7, significa la unión de lo
inmanente con lo transcendente, la síntesis entre movimiento y descanso, y el encuentro entre
Dios y el hombre, es decir, el Verbo encarnado de Dios, Jesucristo. Con el número 7
queremos expresar el hecho de que la totalidad de la existencia humana en su dimensión
material y espiritual está consagrada por la gracia de Dios. La salvación no se restringe a
Los Sacramentos de la vida L. Boff 28
siete canales de comunicación; la totalidad de la salvación se comunica a la totalidad de la
vida humana y se manifiesta de forma significativamente palpable en los ejes fontales de la
existencia. En eso reside el sentido fundamental del número siete.
Cada vez que descendemos a la profundidad de nuestra existencia, ya sea asistiendo a
la emergencia de nuestra vida, ya sea viéndola crecer, conservarse, multiplicarse,
consagrarse, recuperarse de las rupturas demoledoras, no tocamos únicamente el misterio de
la vida, sino que penetramos en aquella dimensión de Sentido absoluto que llamamos Dios y
en la de su manifestación en el mundo que denominamos gracia. En la conjunción de la vida
con la Vida se realiza el sacramento. La Vida vivifica a la vida. Gracias al sacramento.
Cuando los sacramentos de Dios (Verbo eterno), que apuntan verticalmente hacia
arriba, se relacionan se insertan en la historia de Jesucristo, que se inscribe horizontalmente
como cualquier otra historia, se vuelven sacramentos específicamente cristianos. Los
sacramentos poseen una dimensión religioso-cultural, preexisten a la explicitación
típicamente cristiana, fueron elaborados históricamente. Antes de la Iglesia existía bautismo,
mediante el cual los hombres manifestaban un renacer exigido por la divinidad. Existía el
matrimonio, mediante el cual expresaban la presencia del Amor divino en el amor humano.
Existían, como ya consideramos anteriormente, los ejes existenciales con su densidad
sacramental, reveladora del Misterio presente. Eran sacramentos divinos y latentemente
cristianos.
La fe cristiana, gracias a Jesucristo, descubrió su relación con el Dios encarnado, los
religó al misterio del Verbo hecho hombre, los injertó en la historia que viene desde
Los Sacramentos de la vida L. Boff 30
Jesucristo. La dimensión vertical se entrecruzó con la dimensión horizontal. El sacramento
cristiano es ese encuentro. Por un lado supone y asume el sacramento divino que preexiste en
las religiones; por otro descubre una realidad presente en esos sacramentos divinos pero
escondida para las religiones, y ahora manifiesta a través de la luz del misterio de Cristo: la
presencia del Verbo eterno actuando a través de los sacramentos divinos. Pero no sólo esto.
También inserta estos sacramentos en la historia de Jesucristo de tal forma que Cristo asume
una autoría específica. Bautizarse ya no significará participar de la Divinidad, sino
sumergirse en la vida de Jesucristo. Comer el banquete sagrado ya no será comulgar con la
Divinidad, sino comer el Cuerpo del Señor y participar en su existencia resucitada. Casarse
ya no significa simbolizar la unión de Dios con los hombres, sino simbolizar la unión de
Cristo con la humanidad fiel. De los sacramentos divinos se pasa a los sacramentos
explícitamente cristianos.
Por lo expuesto queda claro en qué sentido debe ser considerado Cristo autor de los
sacramentos. En primer lugar: en cuanto Verbo eterno, era siempre él quien se comunicaba
como amor y salvación en los ritos que expresaban las relaciones de los hombres con el
Sublime. En segundo lugar: en cuanto Verbo encarnado y eterno, dentro de la historia
concreta, quedó de manifiesto que todo está vinculado a su misterio. Por eso todo posee una
profundidad crítica. En tercer lugar: Por lo menos respecto a tres sacramentos (Bautismo,
Eucaristía y Penitencia) el mismo Cristo estableció una referencia explícita a sí mismo. Estos
tres sacramentos pertenecen a los ejes fundamentales de la vida humana, mediante los que el
hombre se siente de modo especial referido al Transcendente y a Jesucristo. Considerándolos
con detención, los tres se sitúan en la raíz misma de la vida: el Bautismo representa el nacer
nuevo en Jesucristo; la Eucaristía, el alimento de la nueva vida en Jesucristo; la Penitencia, el
renacer de la vida que se vio amenazada por una muerte fatal. Insertos en Jesucristo, los
sacramentos comunican la vida de Jesucristo. No es otro el sentido intentado por el concilio
de Trento cuando se refería a la institución de los sacramentos por parte del Señor. No intentó
emitir un juicio histórico, ni sustituir el esfuerzo de los exegetas, sino que, como queda
patente en los protocolos y actas del Concilio, entendió el término instituir en el sentido
siguiente: es Jesucristo quien confiere eficacia al rito celebrado. No quiso definir la
institución del rito, sino la fuerza salvífica del rito, que no procede de la fe del fiel o de la
comunidad, sino de Jesucristo presente.
Al querer la existencia de la Iglesia, sacramento universal de salvación, Cristo quiso
también la existencia de los sacramentos que particularizan, en lo concreto de la vida, el
sacramento universal. En este sentido, no deseó únicamente los siete sacramentos, sino la
misma estructura sacramental de la Iglesia. Esto significa que deseó la visibilización de la
gracia en términos de ritos, actividad de servicio, de testimonio, e santificación entre los
hombres. En este cuarto sentido podemos hablar de Cristo como autor de los sacramentos en
cuanto es autor del Sacramento Universal de la Iglesia. Los ejemplos arriba aducidos; del
Papa Juan, de Pablo VI y de Vargas, tal vez nos iluminen el horizonte dentro del que hemos
también de comprender la autoría de Jesucristo respecto a los sacramentos.
Todo es de Cristo. El no sólo introdujo lo nuevo: El mismo y su resurrección, sino
que vino a revelar la santidad de todas les cosas. Todo está lleno de él, ayer, hoy y siempre.
Poder captar su actuación y eficacia en todas las articulaciones de la historia de los hombres,
especialmente allí donde el hombre más se revela a sí mismo en cuanto hombre, constituye lo
específicamente cristiano. Saber relacionar los sacramentos «naturales» con el misterio de
Cristo: en eso reside la especificidad del sacramentalismo cristiano. Todo cuanto es
Los Sacramentos de la vida L. Boff 31
verdadero, santo y bueno, ya es cristiano, aun cuando no use el nombre cristiano. Nada es
rechazado; todo es asumido; todo es leído a la luz de la historia del misterio de Cristo. Esa es
la transfiguración: todo se convierte, manteniendo su diferencia propia, en sacramento
cristiano: algo que viene de Cristo y conduce hacia Cristo.
Con las reflexiones que hemos hecho hasta ahora, debe haber quedado claro que el
sacramento visibiliza, comunica y realiza lo que significa. El tanque hace presente el agua
que saciaba la sed de toda la familia. No sólo hace presente sino que, aun hoy realiza, en
razón de su virtud sacramental, el mismo efecto en todos aquellos en cuyas historias penetró.
El pan fabricado por la madre comunica y realiza lo que él significa para toda la familia: no
sólo acalla el hambre sino que sacia otra hambre más fundamental, la de la comunión fraterna
y la de la unidad. El agua del Bautismo no expresa únicamente la purificación y la vida que
se alimenta del agua: habla de la nueva vida y de la purificación que el misterio de Cristo
trajo a los hombres. El pan eucarístico no sólo visibiliza la comida cotidiana de la mesa de los
hombres; hace presente, comunica y realiza, en medio de la comunidad de fe, el Pan del cielo
que es Jesucristo. Y esto acontece gracias a la presencia misma del pan, que evoca al hombre
de fe la comida celestial, y evocándola la presentiza.
La tradición de fe siempre defendió que la gracia divina está infaliblemente presente
en la realización del sacramento, con tal que sea realizado en fe y con la intención de
comunión con la comunidad universal de los fieles. La presencia de la gracia divina en el
sacramento no depende de la santidad del que administra el sacramento o del que lo recibe.
La causa de la gracia no es el hombre y sus méritos, sino únicamente Dios y Jesucristo. Se
dice, por tanto, que el sacramento actúa «ex opere operato», es decir, una vez realizado el rito
sacramental y efectuados los símbolos sagrados, Jesucristo actúa y se hace presente. No en
virtud de los ritos por sí mismos, pues no tienen poder ninguno, sólo simbolizan. Sino en
virtud de la promesa del mismo Dios. Si no fuese así estaríamos en plena magia. Según ésta,
los gestos sagrados poseen una fuerza secreta en sí mismos que actúa favorable o
desfavorablemente sobre los hombres. El sacramento es profundamente diverso de la magia.
En el sacramento se cree que Dios asume los sacramentos humanos, como el pan o el agua,
para, a través de ellos, producir un efecto que supera sus propias fuerzas. El pan sacia el
hambre y simboliza el cobijo familiar; en la Eucaristía, Dios asume ese simbolismo preexis-
tente, lo eleva a la dimensión divina y hace que el pan sacie el hambre salvífica del hombre y
realice la comunidad de los redimidos. El «ex opere operato» (traducido literalmente: en
virtud del propio rito realizado) es una expresión ambigua, pero que fue siempre comprendida
por la Iglesia sin ambigüedad mágica. Negativamente quiere decir: la gracia sacramental no
es causada en virtud de ninguna acción o poder del que administra o del beneficiario; es
causada por Dios mismo. Es Cristo quien bautiza, quien perdona quien consagra. El ministro
e presta sus labios indignos, le presta su brazo, que puede realizar obras malas, y le presta su
cuerpo que puede ser instrumento de maldad. La gracia acontece en el mundo siempre
victoriosa, independientemente de la situación de los hombres. Positivamente significa: una
vez realizado el rito sagrado tenemos la garantía de que Dios y Jesucristo están ahí presentes.
La teología del «ex opere operato» intenta afirmar la propuesta siempre presente de
Dios. Esta no se deja vencer por el rechazo humano; se mantiene permanentemente como
ofrecimiento definitivo a los hombres. Pero el sacramento no está solo constituido' por la
iniciativa de Dios. Es también res-puesta del hombre a la pro-puesta divina. Sólo en la
acogida humilde del fiel, el sacramento se realiza plenamente y fructifica en la tierra humana
empapada de la gracia divina. El sacramento emerge, fundamentalmente, como encuentro del
Dios que desciende hacia el hombre el hombre que asciende hacia Dios. Sin ese entre-
cruzarse, e sacramento sería imperfecto. De ahí que no sea suficiente destacar el «ex opere
operato». Urge recalcar la necesidad de apertura humana, el «non ponentibus obicem» del
concilio de Trento. Este Concilio reafirmó fuertemente ambos aspectos: la certeza
indestructible de la benevolencia divina que jamás se niega aun a pesar de la oposición
humana, y la urgencia de la conversión y de la remoción de todos los obstáculos para que el
encuentro divinohumano acontezca y se realice plenamente el sacramento. La gracia del
sacramento, enseñaban los padres conciliares, es conferida a quien no le pone impedimentos
(DS 606). En caso contrario, se visibiliza a gracia, se hace el gesto indicador de la presencia
del Señor en nuestro medio, pero no es acogido, encuentra las puertas cerradas y se repite el
drama de Navidad: vino a lo que era suyo, y los suyos no lo recibieron porque no había lugar
para él en el mesón... (Jn 1,11; Lc 2,7).
Un hombre apareció en Galilea y anunció que este mundo tiene un sentido eterno, que
el destino de la vida es la Vida y no la muerte, que la felicidad que se espera de Dios es para
los que lloran, para los perseguidos, calumniados y torturados, que este mundo tiene un fin
bueno y que ya está garantizado por Dios. En Galilea proclamó una gran alegría y una buena
noticia para todo el pueblo. Era el Hijo de Dios encarnado, Jesucristo, nuestro liberador. Hizo
el bien, curó, perdonó pecados, generó esperanza, resucitó muertos, amó a todo el mundo. A
Los Sacramentos de la vida L. Boff 36
pesar de eso, fue motivo de escándalo. Como decía el experimentado y santo viejo Simeón:
este niño será motivo de escándalo, de perdición y salvación para muchos en Israel (cfr. Lc
2,34). En efecto, algunos lo consideraron bebedor y comilón (Mt 11,19), frecuentador de
grupos sospechosos (Mc 2,16), subversivo (Lc 23,2), hereje (Jn 8,48), loco (Mc 3,20), poseso
(Mc 3,22), blasfemo (Mc 2,7). Otros, por el contrario, lo tuvieron por maestro, justo, santo, el
Liberador, el Enviado de Dios, el Salvador del mundo, el mismo Dios presente. Como se
decía en la Iglesia primitiva: para algunos él es piedra de tropiezo que es retirada del camino
y tirada lejos, para otros es piedra angular sobre la que se construye un edificio sólido (cfr. 1
Pe2,6; Rom 9,33; Lc 20,17; 1 Cor 3,11).
En la actuación de Jesús se capta un elemento simbólico, que, como bien insinúa la
misma palabra simbólico, congrega, unifica y apunta hacia Dios. Los que tenían un corazón
recto, buscaban con sinceridad la salvación y aguardaban al Liberador definitivo de la
condición humana decadente, comprendieron y acogieron a Jesús. Descubrieron quién era y
dieron testimonio de él: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,17). A pesar de su
apariencia pequeña, de su origen humilde, de la debilidad de Jesús. Con ellos se alegró hasta
exclamar: «Felices los que no se escandalizan de mí» (Lc 7,23; Mt 11,6).
Los que estaban atados a sus verdades y tradiciones, los vinculados a intereses
sociales y religiosos, los instalados y satisfechos con sus vidas, los que no esperaban nada
porque lo tenían todo, los que aguardaban a que llegase el Mesías para confirmar sus
privilegios, tradiciones, dogmas y convicciones, todos ellos vieron en Jesús un elemento dia-
bólico. Tal como la palabra dia-bólico sugiere, pensaban que Jesús separaba, dividía, ponía
en peligro la religión y el Estado. Y tenían razón: Jesús cuestionaba, exigía conversión, no
legitimaba el statu quo social o religioso. Postulaba un nuevo modo de relación de los
hombres entre sí y de todos con Dios. Esas exigencias fueron captadas por los detentadores
del poder sagrado, jurídico y social. Aceptar a Jesús implica cambiar de praxis; es un riesgo
muy grande. Entonces como hoy, es más fácil aislar y liquidar al reformador que emprender
la reforma. Por eso Cristo fue difamado, perseguido, preso, torturado y crucificado.
El era el sacramento de Dios en el mundo; sacramento de luz. La luz deja al
descubierto las oscuridades de la casa, deja todo al descubierto. O el hombre acoge la luz y se
transforma en un hijo de la luz o la difamará, intentará apagarla. Porque hace daño, molesta
los ojos. La luz no tiene la culpa de brillar y señalar las oscuridades y dejar descubierto lo que
se intentaba esconder. Como toda señal, la luz puede ser comprendida o incomprendida. De
la esencia de una señal es el ser símbolo para quien quiera entenderla o ser diábolo para quien
no quiera. Es el riesgo inmanente a toda señal. Jesucristo, la señal mayor, última y definitiva
de Dios, no escapó a este riesgo.
6. Las fases de la historia son también llamadas sacramentos: los orígenes de Israel, el
tiempo de los profetas, el tiempo de Cristo, el tiempo de la Iglesia y la eternidad en la gloria.
10. Las fases del misterio de la Iglesia son igualmente denominadas Sacramento:
Iglesia de los orígenes, Iglesia de Israel, Iglesia de Cristo, Iglesia de la gloria.
11. Si toda la Iglesia es sacramento, entonces todo cuanto hay en la Iglesia y todo
cuanto ella hace, posee una estructura sacramental. La liturgia es sacramento; el servicio de
caridad es sacramento; el anuncio profético es sacramento; la vida concreta de los cristianos
es sacramento.
12. Dentro del complejo sacramental de la Iglesia, se destacan los siete sacramentos;
simbolizan la totalidad de la vida humana, basada en siete ejes fundamentales. En esos nudos
vitales, el hombre se siente referido a una fuerza que lo transciende y lo sustenta. Ve a Dios
en ellos y ritualiza de manera especial esos momentos fuertes de la existencia.
Los Sacramentos de la vida L. Boff 40
13. Jesucristo es autor de los sacramentos en cuánto él es la eficacia de todos los
sacramentos cristianos y paganos. En un sentido más estricto, al querer la existencia de la
Iglesia quiso también los sacramentos que concretizan y detallan a esa Iglesia en las diversas
situaciones de la vida.
14. La expresión «ex opere operato» quiere decir: la presencia infalible de la gracia
en el mundo no depende de las disposiciones subjetivas sea del que administra, sea del que
recibe el sacramento. Ella está presente en el rito sagrado y patentiza el hecho de fe de que en
Jesucristo, Dios pronunció un sí definitivo a los hombres. Ese sí de Dios no es puesto en
contingencia por la indignidad humana; es definitivamente victorioso.