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Carla Maliandi - Indios

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INDIOS – Carla Maliandi

No quiero ir. No me gustan los campamentos. Se lo digo a la maestra cuando empieza el


recreo y todos los chicos ya están en el patio. Ella, mientras borra el pizarrón, me
contesta que es un plan de lo más lindo y que me va a terminar gustando. Me mira con
el borrador en la mano y dice que el airecito soleado me va a venir bien, que estoy
siempre muy paliducha. Me explica que será como jugar a los indios: van a vivir en
carpas y cocinarse sus alimentos, lavarse su ropa, hacer artesanías y van a poder correr
por el campo que mucha falta le hace a los nenes de departamento.
No hay opción, todos los chicos del grado van a ir. Mi mamá me compra una campera
con corderito, un jogging nuevo y me prepara el bolso. Yo rezo para que se rompa el
micro antes de entrar a provincia y que nos hagan volver. Pero aunque el micro es una
catramina destartalada resiste hasta llegar a Rauch. Mis compañeros le cantan al chofer
unas cosas que me hacen reír, pero después se ponen a gritar y a pisar cajas de Cepita
vacías contra el suelo. Hacen mucho ruido y murmuran todo el tiempo. Me hacen doler
la cabeza. Me quiero bajar. Llegamos y nos muestran el pueblo, una iglesia y un museo
con reliquias militares. Nos guía una señora empleada del museo, nos cuenta que ese
lugar se llama Rauch en homenaje a un militar llamado Federico Rauch que peleó
contra los indios en la frontera y en las guerras civiles argentinas. La señora tiene la voz
gruesa y olor a cigarrillo. Hay una pintura colgada en una pared: un malón de indios
corriendo por el campo, uno le clava una lanza a un hombre militar que cae de un
caballo. Un cartelito abajo dice: “muerte de Federico Rauch”. La señora nos muestra
con un puntero unos sables colgados en la pared y otras armas en la vitrina. Algunos de
mis compañeros le preguntan cosas sobre las guerras y los muertos, pero la señora dice
que nosotros somos muy chiquitos y que lo único que debemos aprender es a amar a
nuestra patria.
Después nos hacen subir de vuelta al micro hasta llegar al campamento que queda más
lejos, donde no hay nada, en el campo. Ahí nos recibe el coordinador, está vestido con
ropa de gimnasia y tiene un silbato colgado al cuello. Nos mira por arriba de la cabeza,
nos cuenta en voz alta, yo soy la número once. Nos dice que recordemos nuestro
número para organizarnos mejor en las competencias, y para no perdernos. Nos explica
cuáles son las actividades para esos días: hay que izar la bandera muy temprano,
preparar el desayuno, lavar los baños, correr carreras de embolsados, pelar papas para el
almuerzo, lavar los platos, hacer artesanías, pelar papas para la cena y después de la
cena lo peor, lo que el coordinador llama “actividad de supervivencia”: hay que salir a
cazar cuises. Le pregunto si yo puedo hacer otra cosa. El coordinador, sin mirarme, me
contesta que es obligatorio. Nos da una vara de caña a cada uno y nos enseña a tallarle
la punta.

El día es largo, estúpido y agotador. Yo pienso en mi casa, en qué estará haciendo mi


hermanito y en cuánto me gustaría estar ahí. Seguramente esté viendo la tele o jugando
con los rastis cerquita de la estufa. A la noche después de lavar mi plato salgo a ver el
cielo. Mi mamá me había dicho que en el campo las estrellas brillaban mucho más que
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en capital pero esta noche el cielo está muy nublado y no se ve nada. Yo tengo mucho
frío. Pienso que si me voy a la carpa el coordinador no se va a dar cuenta, somos un
montón de chicos y a mí no me puso atención en todo el día. Para mi mejor. Además de
tonto me parece feo, tiene la cara toda picada de viruela, usa un gel asqueroso en el pelo
y cuando se ríe pone la boca para abajo como si en realidad estuviera enojado. Pienso en
la maestra, pienso que me va a preguntar, cuando volvamos al colegio, si al final me
gustó venir. ¿Cómo le puede gustar a alguien todo esto? Cuando sea grande no voy a
venir nunca al campo. Voy a vivir cerca de los cines y voy a ir comer a restaurantes
todas las noches con amigos que tomen vino y hablen de cosas interesantes y hagamos
chistes que los demás no entiendan. Si la maestra nos pregunta seguro que todos van a
decir que les gustó venir acá y es mentira. Hoy hacía tanto frío que Analía se hizo pis.
Yo me di cuenta por la cara que puso y porque tenía todo el pantalón mojado. Jerónimo
tampoco está contento, no quiso coser el escudito en el taller de artesanías ni tomar el
mate cocido de la merienda y como castigo a la noche lo mandaron a cenar afuera, al
lado de las canillas donde se lavan los platos que acá llaman marmitas. Yo le regalé mi
caña porque me dio lástima. A él le gustó tener dos lanzas y las talló hasta dejarlas
recontra afiladas.

Si me voy ahora a dormir nadie se va a dar cuenta. Camino lento hacia la carpa, tratando
de no pensar en nada, con la linterna apagada. Nadie me llama ni escucho el silbato del
coordinador y lo tomo como un triunfo. Me meto en la carpa, bajo con cuidado el cierre
de la puerta y me acuesto vestida en la bolsa de dormir sin hacer ningún ruido. Trato de
escuchar lo que pasa afuera. Escucho que se enumeran, cruzo los dedos para que no se
den cuenta de que falta un número. Me parece que ya se están alejando pero una luz
ilumina mi puerta, alguien se acerca y sube con fuerza el cierre. Es el coordinador, me
encandila con la linterna, lo reconozco por el olor a desodorante y el pelo brilloso de
gel. Me dice que me levante, que tengo que ir a cazar cuises como todos, que no me
haga la mosquita muerta. Le digo que tengo frío y que tengo sueño. Él no me escucha y
me pregunta dónde está mi lanza. Le cuento lo que hice con esa caña y él me mira un
instante a los ojoa por primera vez. Recuperala, me dice. Volvemos con los demás,
mientras caminamos me doy cuenta de que el coordinador está contento. Le encanta ir a
cazar cuises y llevarnos a todos con él. Me pregunto qué otras cosas raras le gustará
hacer y si a veces será bueno. Jerónimo me devuelve la caña cuando se la pido y me
pregunta para qué se la regalé. No le explico nada porque me da mucho cansancio y
seguimos.

Atravesamos un alambrado y a mí se me engancha el pantalón nuevo, cuando tironeo lo


rompo y me dan ganas de llorar pero me aguanto. El campo ahora es como un desierto
solitario, lejos de todo. Vamos detrás del coordinador que nos explica cómo tendríamos
que tirar la lanza cuando aparezca un cuis. Él tiene mucha experiencia, nos cuenta que
lo hace casi todas las noches y que con los cuises que caza alimentan a las aves de
rapiña que crían ahí en Rauch. Nos lo cuenta mientras avanzamos a oscuras por el barro
y en un momento nos recomienda que tiremos una vez al aire para practicar. El
coordinador ya va mucho más adelante que nosotros y grita: que tire primero la que no
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quería venir, la número once. Todos me miran. Cuando tiro se ríen porque la lanza cae
ahí nomás. Yo tengo los dedos congelados y me quiero poner los guantes pero el
coordinador nos dijo que no tiremos con guantes porque eso nos hace menos hábiles.
Todos quieren ser los más hábiles y los más ágiles para impresionarlo. Yo sé que si tiro
de nuevo más concentrada me va a salir mejor. Fijo la vista en la nuca del coordinador
y tiro de nuevo. No pienso en que le voy a dar, pero la lanza vuela fuertísimo como una
flecha y se le clava en el cuello.

Se hace un silencio de todos los ruidos y de todas las voces. Con la lanza clavada el
coordinador se da vuelta y nos mira a todos, tiene los ojos rojos y muy abiertos y avanza
furioso hacia nosotros. Nos mira con odio y con asombro. Nunca vi una cara así. Yo
quiero gritar pero estoy muda. Jerónimo dice algo que no entiendo y le tira su lanza al
pecho. Con las dos lanzas clavadas el coordinador sigue avanzando. Analía y Martín le
tiran también las suyas. Le dan en la panza y en una pierna. Los que tienen linterna lo
iluminan mientras se tambalea y cae al piso. Cae con la boca abierta y los demás
también le tiran. Las lanzas se le clavan por todo el cuerpo, una se le clava en un ojo
abierto que mira al cielo. Nos quedamos ahí, sin decir nada. Lo vemos retorcerse en el
barro lleno de sangre hasta que se queda quieto. Empieza a llover y las gotas le bajan
muy despacio por el pelo con gel, por la cara, por la campera de gimnasia. Nosotros
también nos estamos mojando. Martín se agacha, lo mira de cerca y le toca la cara con
la punta de los dedos. ¿Está muerto?, pregunta Analía. No respira, contesta Martín. Yo
recupero la voz y grito muy fuerte. Y gritamos todos y salimos corriendo bajo la lluvia.
Avanzamos por el barro dando alaridos. Nadie nos escucha, el campo está oscuro, mudo
y más inmenso que un desierto.

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