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Hans Christian Andersen - El Gallo de Corral y La Veleta
Hans Christian Andersen - El Gallo de Corral y La Veleta
Hans Christian Andersen - El Gallo de Corral y La Veleta
textos.info
Biblioteca digital abierta
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Texto núm. 735
Edita textos.info
Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España
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El Gallo de Corral y la Veleta
Éranse una vez dos gallos: uno, en el corral, y el otro, en la cima del
tejado; los dos, muy arrogantes y orgullosos. Ahora bien, ¿cuál era el más
útil? Dinos tu opinión; de todos modos, nosotros nos quedaremos con la
nuestra.
«Cada uno tiene su sino —se decía para sus adentros—. No a todo el
mundo le es concedido nacer pepino, forzoso es que haya otros seres
vivos. Los pollos, los gansos y todo el ganado del corral vecino son
también criaturas. Levanto ahora la mirada al gallo que se ha posado
sobre el borde de la valla, y veo que tiene una significación muy distinta
del de la veleta, tan encumbrado, pero que, en cambio, no puede gritar, y
no digamos ya cantar. No tiene gallinas ni polluelos, sólo piensa en sí y
cría herrumbre. El gallo del corral, ¡ése sí que es un gallo! Miradlo cuando
anda, ¡qué garbo! Escuchadlo cuando canta, ¡deliciosa música!
Dondequiera que esté se oye, ¡vaya corneta! ¡Si saltase aquí y se me
comiese troncho y todo, qué muerte tan gloriosa!», suspiró el pepino.
Aquella noche estalló una terrible tempestad; las gallinas, los polluelos y
hasta el propio gallo corrieron al refugio; el viento arrancó la valla que
separaba los dos corrales. Total, un alboroto de mil diablos. Volaron las
tejas, pero la veleta se mantenía firme, sin girar siquiera; no podía hacerlo,
a pesar de que era joven y recién fundida; pero era prudente y reposada
como un viejo. No se parecía a las atolondradas avecinas del cielo,
gorriones y golondrinas, a las cuales despreciaba («¡esos pajarillos
piadores, menudos y ordinarios!»). Las palomas eran grandes, lustrosas y
relucientes como el nácar; tenían algo de veleta, más eran gordas y tontas.
Todos sus pensamientos se concentraban en llenarse el buche — decía la
veleta —; y su trato era aburrido, además. También la habían visitado las
aves de paso, contándole historias de tierras extrañas, de caravanas
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aéreas y espantosas aventuras de bandidos y aves rapaces. La primera
vez resultó nuevo e interesante, pero luego observó la veleta que se
repetían, qué siempre decían lo mismo, y todo acaba por aburrir. Las aves
eran aburridas, y todo era aburrido; no se podía alternar con nadie, todos
eran unos sosos y unos estúpidos. No valía la pena nada de lo que había
visto y oído.
La veleta era eso que solemos llamar abúlica, condición que, de haberla
conocido, seguramente la habría hecho interesante a los ojos del pepino.
Pero éste sólo tenía pensamientos para el gallo del corral, que era su
vecino.
Acudieron las gallinas, y tras ellas los polluelos, y cuando uno corría, corría
también el otro, y todos cacareaban y piaban y miraban al gallo, orgullosos
de pertenecer a su especie.
¡Quiquiriquí! —cantó él—. ¡Los polluelos serán muy pronto grandes pollos,
si yo lo ordeno en el corral del mundo!
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Y el gallo agitó las alas, irguió la cresta y volvió a cantar, paseando una
mirada escrutadora sobre todas las gallinas y todos los polluelos, los
cuales se sentían orgullosísimos de que uno de los suyos fuese el rey de
los gallineros. Y arreciaron tanto los cacareos y los píos, que llegaron a
oídos del gallo de la veleta; pero no se movió ni impresionó por eso.
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Hans Christian Andersen
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hijo de un zapatero de 22 años, instruido pero enfermizo, y de una
lavandera de confesión protestante. Andersen dedicó a su madre el cuento
La pequeña cerillera, por su extrema pobreza, así como No sirve para
nada, en razón de su alcoholismo.
Desde muy temprana edad, Hans Christian mostró una gran imaginación
que fue alentada por la indulgencia de sus padres. En 1816 murió su padre
y Andersen dejó de asistir a la escuela; se dedicó a leer todas las obras
que podía conseguir, entre ellas las de Ludwig Holberg y William
Shakespeare.
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nuevo del emperador», «La reina de las nieves», «Las zapatillas rojas»,
«El soldadito de plomo», «El ruiseñor», «La sirenita», «Pulgarcita», «La
pequeña cerillera», «El alforfón», «El cofre volador», «El yesquero», «El
ave Fénix», «La sombra», «La princesa y el guisante» entre otros. Han
sido traducidos a más de 80 idiomas y adaptados a obras de teatro,
ballets, películas, dibujos animados, juegos en CD y obras de escultura y
pintura.
El más largo de los viajes de Andersen, entre 1840 y 1841, fue a través de
Alemania (donde hizo su primer viaje en tren), Italia, Malta y Grecia a
Constantinopla. El viaje de vuelta lo llevó hasta el Mar Negro y el Danubio.
El libro El bazar de un poeta (1842), donde narró su experiencia, es
considerado por muchos su mejor libro de viajes.
Una costumbre que Andersen mantuvo por muchos años, a partir de 1858,
era narrar de su propia voz los cuentos que le volvieron famoso.