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Hans Christian Andersen - La Familia Feliz

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La Familia Feliz

Hans Christian Andersen

textos.info
Biblioteca digital abierta

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Texto núm. 804

Título: La Familia Feliz


Autor: Hans Christian Andersen
Etiquetas: Cuento infantil

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 30 de junio de 2016

Edita textos.info

Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España

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La Familia Feliz
La hoja verde más grande de nuestra tierra es seguramente la del
lampazo. Si te la pones delante de la barriga, parece todo un delantal, y si
en tiempo lluvioso te la colocas sobre la cabeza, es casi tan útil como un
paraguas; ya ves si es enorme. Un lampazo nunca crece solo. Donde hay
uno, seguro que hay muchos más. Es un goce para los ojos, y toda esta
magnificencia es pasto de los caracoles, los grandes caracoles blancos,
que en tiempos pasados, la gente distinguida hacía cocer en estofado y, al
comérselos, exclamaba: «¡Ajá, qué bien sabe!», persuadida de que
realmente era apetitoso; pues, como digo, aquellos caracoles se nutrían de
hojas de lampazo, y por eso se sembraba la planta.

Pues bien, había una vieja casa solariega en la que ya no se comían


caracoles.

Estos animales se habían extinguido, aunque no los lampazos, que


crecían en todos los caminos y bancales; una verdadera invasión. Era un
auténtico bosque de lampazos, con algún que otro manzano o ciruelo; por
lo demás, nadie habría podido suponer que aquello había sido antaño un
jardín. Todo eran lampazos, y entre ellos vivían los dos últimos y
matusalémicos caracoles.

Ni ellos mismos sabían lo viejos que eran, pero se acordaban


perfectamente de que habían sido muchos más, de que descendían de
una familia oriunda de países extranjeros, y de que todo aquel bosque
había sido plantado para ellos y los suyos. Nunca habían salido de sus
lindes, pero no ignoraban que más allá había otras cosas en el mundo,
una, sobre todo, que se llamaba la «casa señorial», donde ellos eran
cocidos y, vueltos de color negro, colocados en una fuente de plata; pero
no tenían idea de lo que ocurría después. Por otra parte, no podían
imaginarse qué impresión debía causar el ser cocido y colocado en una
fuente de plata; pero seguramente sería delicioso, y distinguido por demás.
Ni los abejorros, ni los sapos, ni la lombriz de tierra, a quienes habían
preguntado, pudieron informarles; ninguno había sido cocido ni puesto en

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una fuente de plata.

Los viejos caracoles blancos eran los más nobles del mundo, de eso sí
estaban seguros. El bosque estaba allí para ellos, y la casa señorial, para
que pudieran ser cocidos y depositados en una fuente de plata.

Vivían muy solos y felices, y como no tenían descendencia, habían


adoptado un caracolillo ordinario, al que educaban como si hubiese sido su
propio hijo; pero el pequeño no crecía, pues no pasaba de ser un caracol
ordinario. Los viejos, particularmente la madre, la Madre Caracola, creyó
observar que se desarrollaba, y pidió al padre que se fijara también; si no
podía verlo, al menos que palpara la pequeña cáscara; y él la palpó y vio
que la madre tenía razón.

Un día se puso a llover fuertemente.

—Escucha el rampataplán de la lluvia sobre los lampazos —dijo el viejo.

—Sí, y las gotas llegan hasta aquí —observó la madre—. Bajan por el
tallo. Verás cómo esto se moja. Suerte que tenemos nuestra buena casa, y
que el pequeño tiene también la suya. Salta a la vista que nos han tratado
mejor que a todos los restantes seres vivos; que somos los reyes de la
creación, en una palabra. Poseemos una casa desde la hora en que
nacemos, y para nuestro uso exclusivo plantaron un bosque de lampazos.
Me gustaría saber hasta dónde se extiende, y que hay ahí afuera.

—No hay nada fuera de aquí —respondió el padre—. Mejor que esto no
puede haber nada, y yo no tengo nada que desear.

—Pues a mí —dijo la vieja— me gustaría llegarme a la casa señorial, que


me cocieran y me pusieran en una fuente de plata. Todos nuestros
antepasados pasaron por ello y, créeme, debe de ser algo excepcional.

—Tal vez la casa esté destruida —objetó el caracol padre—, o quizás el


bosque de lampazos la ha cubierto, y los hombres no pueden salir. Por lo
demás, no corre prisa; tú siempre te precipitas, y el pequeño sigue tu
ejemplo. En tres días se ha subido a lo alto del tallo; realmente me da
vértigo, cuando levanto la cabeza para mirarlo.

—No seas tan regañón —dijo la madre—. El chiquillo trepa con mucho
cuidado, y estoy segura de que aún nos dará muchas alegrías; al fin y a la

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postre, no tenemos más que a él en la vida. ¿Has pensado alguna vez en
encontrarle esposa? ¿No crees que si nos adentrásemos en la selva de
lampazos, tal vez encontraríamos a alguno de nuestra especie?

—Seguramente habrá por allí caracoles negros —dijo el viejo— caracoles


negros sin cáscara; pero, ¡son tan ordinarios!, y, sin embargo, son
orgullosos. Pero podríamos encargarlo a las hormigas, que siempre corren
de un lado para otro, como si tuviesen mucho que hacer. Seguramente
encontrarían una mujer para nuestro pequeño.

—Yo conozco a la más hermosa de todas —dijo una de las hormigas—,


pero me temo que no haya nada que hacer, pues se trata de una reina.

—¿Y eso qué importa? —dijeron los viejos—. ¿Tiene una casa?

—¡Tiene un palacio! —exclamó la hormiga—, un bellísimo palacio


hormiguero, con setecientos corredores.

—Muchas gracias —dijo la madre—. Nuestro hijo no va a ir a un nido de


hormigas. Si no sabéis otra cosa mejor, lo encargaremos a los mosquitos
blancos, que vuelan a mucho mayor distancia, tanto si llueve como si hace
sol, y conocen el bosque de lampazos por dentro y por fuera.

—¡Tenemos esposa para él! —exclamaron los mosquitos—. A cien pasos


de hombre en un zarzal, vive un caracolito con casa; es muy pequeñín,
pero tiene la edad suficiente para casarse. Está a no más de cien pasos de
hombre de aquí.

—Muy bien, pues que venga —dijeron los viejos—. Él posee un bosque de
lampazos, y ella, sólo un zarzal.

Y enviaron recado a la señorita caracola. Invirtió ocho días en el viaje, pero


ahí estuvo precisamente la distinción; por ello pudo verse que pertenecía a
la especie apropiada.

Y se celebró la boda. Seis luciérnagas alumbraron lo mejor que supieron;


por lo demás, todo discurrió sin alboroto, pues los viejos no soportaban
francachelas ni bullicio. Pero Madre Caracola pronunció un hermoso
discurso; el padre no pudo hablar, por causa de la emoción. Luego les
dieron en herencia todo el bosque de lampazos y dijeron lo que habían
dicho siempre, que era lo mejor del mundo, y que si vivían honradamente y

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como Dios manda, y se multiplicaban, ellos y sus hijos entrarían algún día
en la casa señorial, serían cocidos hasta quedar negros y los pondrían en
una fuente de plata.

Terminado el discurso, los viejos se metieron en sus casas, de las cuales


no volvieron ya a salir; se durmieron definitivamente. La joven pareja reinó
en el bosque y tuvo una numerosa descendencia; pero nadie los coció ni
los puso en una fuente de plata, de lo cual dedujeron que la mansión
señorial se había hundido y que en el mundo se había extinguido el género
humano; y como nadie los contradijo, la cosa debía de ser verdad. La
lluvia caía sólo para ellos sobre las hojas de lampazo, con su rampataplán,
y el sol brillaba únicamente para alumbrarles el bosque y fueron muy
felices. Toda la familia fue muy feliz, de veras.

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Hans Christian Andersen

Hans Christian Andersen (Odense, 2 de abril de 1805 - Copenhague, 4 de


agosto de 1875) fue un escritor y poeta danés, famoso por sus cuentos
para niños, entre ellos El patito feo, La sirenita y La reina de las nieves.
Estas tres obras de Andersen han sido adaptadas a la gran pantalla por
Disney.

Nació el 2 de abril de 1805 en Odense, Dinamarca. Su familia era tan


pobre que en ocasiones tuvo que dormir bajo un puente y mendigar. Fue

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hijo de un zapatero de 22 años, instruido pero enfermizo, y de una
lavandera de confesión protestante. Andersen dedicó a su madre el cuento
La pequeña cerillera, por su extrema pobreza, así como No sirve para
nada, en razón de su alcoholismo.

Desde muy temprana edad, Hans Christian mostró una gran imaginación
que fue alentada por la indulgencia de sus padres. En 1816 murió su padre
y Andersen dejó de asistir a la escuela; se dedicó a leer todas las obras
que podía conseguir, entre ellas las de Ludwig Holberg y William
Shakespeare.

de 1827 Hans Christian logró la publicación de su poema «El niño


moribundo» en la revista literaria Kjøbenhavns flyvende Post, la más
prestigiosa del momento; apareció en las versiones danesa y alemana de
la revista.

Andersen fue un viajero empedernido («viajar es vivir», decía). Tras sus


viajes escribía sus impresiones en los periódicos. De sus idas y venidas
también sacó temas para sus escritos.

Exitosa fue también su primera obra de teatro, El amor en la torre de San


Nicolás, publicada el año de 1839.

Para 1831 había publicado el poemario Fantasías y esbozos y realizado


un viaje a Berlín, cuya crónica apareció con el título Siluetas. En 1833,
recibió del rey una pequeña beca de viaje e hizo el primero de sus largos
viajes por Europa.

En 1834 llegó a Roma. Fue Italia la que inspiró su primera novela, El


improvisador, publicada en 1835, con bastante éxito. En este mismo año
aparecieron también las dos primeras ediciones de Historias de aventuras
para niños, seguidas de varias novelas de historias cortas. Antes había
publicado un libreto para ópera, La novia de Lammermoor, y un libro de
poemas titulado Los doce meses del año.

El valor de estas obras en principio no fue muy apreciado; en


consecuencia, tuvieron poco éxito de ventas. No obstante, en 1838 Hans
Christian Andersen ya era un escritor establecido. La fama de sus cuentos
de hadas fue creciendo. Comenzó a escribir una segunda serie en 1838 y
una tercera en 1843, que apareció publicada con el título Cuentos nuevos.
Entre sus más famosos cuentos se encuentran «El patito feo», «El traje

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nuevo del emperador», «La reina de las nieves», «Las zapatillas rojas»,
«El soldadito de plomo», «El ruiseñor», «La sirenita», «Pulgarcita», «La
pequeña cerillera», «El alforfón», «El cofre volador», «El yesquero», «El
ave Fénix», «La sombra», «La princesa y el guisante» entre otros. Han
sido traducidos a más de 80 idiomas y adaptados a obras de teatro,
ballets, películas, dibujos animados, juegos en CD y obras de escultura y
pintura.

El más largo de los viajes de Andersen, entre 1840 y 1841, fue a través de
Alemania (donde hizo su primer viaje en tren), Italia, Malta y Grecia a
Constantinopla. El viaje de vuelta lo llevó hasta el Mar Negro y el Danubio.
El libro El bazar de un poeta (1842), donde narró su experiencia, es
considerado por muchos su mejor libro de viajes.

Andersen se convirtió en un personaje conocido en gran parte de Europa,


a pesar de que en Dinamarca no se le reconocía del todo como escritor.
Sus obras, para ese tiempo, ya se habían traducido al francés, al inglés y
al alemán. En junio de 1847 visitó Inglaterra por primera vez, viaje que
resultó todo un éxito. Charles Dickens lo acompañó en su partida.

Después de esto, Andersen continuó con sus publicaciones, aspirando a


convertirse en novelista y dramaturgo, lo que no consiguió. De hecho,
Andersen no tenía demasiado interés en sus cuentos de hadas, a pesar de
que será justamente por ellos por los que es valorado hoy en día. Aun así,
continuó escribiéndolos y en 1847 y 1848 aparecieron dos nuevos
volúmenes. Tras un largo silencio, Andersen publicó en 1857 otra novela,
Ser o no ser. En 1863, después de otro viaje, publicó un nuevo libro de
viaje, en España, país donde le impresionaron especialmente las ciudades
de Málaga (donde tiene erigida una estatua en su honor), Granada,
Alicante y Toledo.

Una costumbre que Andersen mantuvo por muchos años, a partir de 1858,
era narrar de su propia voz los cuentos que le volvieron famoso.

(Información extraída de la Wikipedia)

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