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La Muchacha de Atado R. Arlt

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La muchacha del atado

Por Roberto Arlt

Todos los días, a las cinco de la tarde, tropiezo con muchachas que vienen de
buscar costura.

Flacas, angustiosas, sufridas. El polvo de arroz no alcanza a cubrir las gargantas donde
se marcan los tendones; y todas caminan con el cuerpo inclinado a un costado: la costumbre
de llevar el atado siempre del brazo opuesto:

Y los bultos son macizos, pesados: dan la sensación de contener plomo: de tal manera
tensionan la mano.

No se trata de hacer sentimentalismo barato. No. Pero más de una vez me he quedado
pensando en estas vidas, casi absolutamente dedicadas al trabajo. Y si no, veamos.

Cuando estas muchachas cumplieron ocho o nueve años, tuvieron que cargar un
hermanito en los brazos. Usted, como yo, debe haber visto en el arrabal estas mocosas que
cargan un pebetito en el brazo y que se pasean por la vereda rabiando contra el mocoso, y
vigiladas por la madre que salpicaba agua en la batea.

Así hasta los catorce años. Luego, el trabajo de ir a buscar costuras; las mañanas y las
tardes inclinadas sobre la Neumann o la Singer, haciendo pasar todos los días metros y más
metros de tela y terminando a las cuatro de la tarde, para cambiarse, ponerse el vestido de
percal, preparar el paquete y salir; salir cargadas y volver lo mismo, con otro bulto que hay
que “pasarlo a la máquina”. La madre siempre lava la ropa; la ropa de los hijos, la ropa del
padre. Y ésas son las muchachas que los sábados a la tarde escuchan la voz del hermano,
que grita:

-Che, Angelita: apurate a plancharme la camisa, que tengo que salir.

Y Angelita, María o Juana, la tarde del sábado trabajan para los hermanos. Y planchan
cantando un tango que aprendieron de memoria en El Alma que Canta; que esto, las novelas
por entregas y alguna sección de biógrafo, es la única fiesta de las muchachas de que hablo.

Digo que estas muchachas me dan lástima. Un buen día se ponen de novias, y no por eso
dejan de trabajar, sino que el novio (también un muchacho que la yuga todo el día) cae a la
noche a la casa a hacerle el amor.

Y como el amor no sirve para pagar la libreta del almacén, trabajan hasta tres días antes
de casarse, y el casamiento no es un cambio de vida para la mujer de nuestro ambiente pobre,
no; al contrario, es un aumento de trabajo, y a la semana de casados se puede ver a estas
mujercitas sobre la máquina. Han vuelto a la costura, y al año hay un pibe en la cuna, y esa
muchacha ya está arrugada y escéptica, ahora tiene que trabajar para el hijo, para el marido,
para la casa… Cada año un nuevo hijo y siempre más preocupaciones y siempre la misma
pobreza; la misma escasez, la misma medida del dinero, el igual problema que existía en la
casa de sus padres, se repite en la suya, pero mayor y más arduo.

Y ahora las ve usted a estas mujeres cansadas, flacas, feas, nerviosas, estridentes.

Y todo ello ha sido originado por la miseria, por el trabajo; y de pronto usted asocia los
años de vida, hasta la madurez y con asombro, casi mezclado de espanto, se pregunta uno:

-En tantos años de vida, ¿cuántos minutos dé felicidad han tenido estas mujeres?

Y usted, con terror, siente que desde adentro le contesta una voz que estas mujeres no
fueron nunca felices. ¡Nunca! Nacieron bajo el signo del trabajo y desde los siete o nueve años
hasta el día en que se mueren, no han hecho nada más que producir, producir costura e hijos,
eso y lo otro, y nada más.

Cansadas o enfermas, trabajaron siempre. ¿Que el marido estaba sin’ trabajo? ¿Que un
hijo se enfermó y había que pagar deudas? ¿Que murieron los viejos y hubo que empeñarse
para el entierro? Ya ve usted; nada más que un problema: el dinero, la escasez de dinero. Y
junto a esto una espalda encorvada, unos ojos que cada vez van siendo menos brillosos, un
rostro que año tras año se va arrugando un poquito más, una voz que pierde a medida que
pasa el tiempo todas las inflexiones de su primitiva dulzura, una boca que sólo se abre para
pronunciar estas palabras:

-Hay que hacer economía. No se puede gastar.

Si usted no ha leído El sueño de Makar, de Vladimiro Korolenko, trate de leerlo.

El asunto es éste. Un campesino que va a ser juzgado por Dios. Pero Dios, que lleva una
cuenta de todas las barrabasadas que hacemos nosotros los mortales, le dice al campesino:

-Has sido un pillete. Has mentido. Te has emborrachado. Le has pegado a tu mujer. Le
has robado y levantado falso testimonio a tu vecino. -Y la balanza cargada de las culpas de
Makar se inclina cada vez más hacia el infierno, y Makar trata de hacerle trampa a Dios
pisando el platillo adverso; pero aquél lo descubre, y entonces insiste-: ¿Ves como tengo
razón? Eres un tramposo, además. Tratas de engañarme a mí, que soy Dios.

Pero, de pronto, ocurre algo extraño. Makar, el bruto, siente que una indignación se
despierta en su pecho, y entonces, olvidándose que está en presencia de Dios, se enoja, y
comienza a hablar; cuenta sus sacrificios, sus penas, sus privaciones. Cierto es que le pegaba
a su mujer, pero le pegaba porque estaba triste; cierto es que mentía, pero otros que tenían
mucho más que él también mentían y robaban. Y Dios se va apiadando de Makar, comprende
que Makar ha sido, sobre la tierra, como la organización social lo había moldeado, y
súbitamente, las puertas del Paraíso se abren para él, para Makar.

Me acordé del sueño de Makar, pensando que alguien in mente diría que no conocía yo
los defectos de la gente que vive siempre en la penuria y en la pena. Ahora sabe usted el
porqué de la cita, y lo que quiere decir el “sueño de Makar”.

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