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LA VIÑA DESATENDIDA. Sermón 30.01.22

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LA VIÑA DESATENDIDA

“Me pusieron a guardar las viñas; y mi viña, que era mía, no guardé”.

Cantar de los Cantares 1:6.

Qué poder el que subyace al Cantar de los Cantares. La iglesia siempre ha usado el Cantar de
los Cantares en sus días de fervor y devoción especial. Ha sido el termómetro de su estado;
cuando y donde su energía y amor eran fuertes, entonces y allí la Canción de las canciones se
convirtió en el modo y la forma de su expresión.

El texto se expresa en la primera persona del singular: “Me pusieron”. Por tanto, queridos
hermanos, la predicación de esta mañana ha de ser personal para nosotros: ha de ser
personal primero para el predicador, y luego para
cada una de las personas congregadas en esta preciosa asamblea. ¡En esta hora debemos
pensar menos en los demás y más en nosotros mismos! ¡Que el sermón sea de valor práctico
para nuestros propios corazones! Yo no creo que resulte ser un sermón placentero: más bien,
podría ser un sermón que les contriste. Podría traerles recuerdos desdichados, pero no
debemos temerle a esa santa aflicción que es salud para el alma. Puesto que en este texto la
esposa habla de sí misma: “Me pusieron a guardar las viñas; y mi viña, que era mía, no
guardé”, cada uno de nosotros ha de copiar su ejemplo, y pensar en su propia persona.

El texto contiene el lenguaje de una queja. Todos nosotros somos muy propensos a quejarnos,
especialmente de otras personas. Crear dudas sobre la reputación de otros individuos, no
produce mucho bien; y, sin embargo, numerosas personas pasan horas dedicadas a esa
improductiva ocupación. Sería muy bueno que, en este momento, permitamos que nuestra
queja, al igual que la del texto, se enfoque a nuestra propia persona.

Si algo anda mal en casa, que el padre se culpe a sí mismo; si hay algún problema con los
hijos, que la madre revise su propia conducta personal como su instructora. No prestemos
atención a lo que sucede afuera, sino que debemos prestar mucha más atención a lo que
ocurre en casa. Abramos un conducto que esté conectado al corazón, de tal manera que todo
lo que se diga se introduzca en el espíritu y purifique al hombre interior. Desde lo profundo del
corazón hagamos esta confesión: “Me pusieron a guardar las viñas; y mi viña, que era
mía, no guardé”.
Hagamos del texto algo práctico. No debemos quedarnos satisfechos con haber expresado el
lenguaje de una queja; más bien, hemos de deshacernos de los males que deploramos. Si
hemos actuado mal, debemos esforzarnos por actuar correctamente. Si hemos descuidado
nuestra propia viña, debemos confesarlo con la debida humildad, pero no debemos continuar
descuidándola. Hemos de pedir a Dios que broten santos resultados de las lamentaciones por
nuestras propias fallas, de tal manera que, antes de muchos días, podamos comenzar a
guardar cuidadosamente nuestras viñas por la gracia de Dios; y entonces cumpliremos mejor
con nuestro oficio de guardadores de las viñas de otros, si fuéramos llamados a una obra así.

Hay dos cosas sobre las cuales voy a reflexionar en este momento. La primera es que hay
muchas personas cristianas—espero que sean personas cristianas—que se verán forzadas a
confesar que la mayor parte de sus vidas la pasan en un quehacer que no es del tipo más
elevado, y que no es propiamente el suyo. Voy a describir al obrero que ha olvidado su
llamamiento celestial. Y cuando hubiere concluido con su caso—y supongo que habrá mucho
acerca del tema que tenga pertinencia con muchos de nosotros—voy a tomar una perspectiva
más general, y voy a tratar con los que están asumiendo otros trabajos, y están descuidando
su propia vocación.

Permítanme hablarles del CRISTIANO QUE HA OLVIDADO SU EXCELSO Y CELESTIAL


LLAMAMIENTO. El día en que ustedes y yo nacimos de nuevo, hermanos míos, nacimos
para Dios. El día en que vimos que Cristo murió por nosotros, quedamos comprometidos a
morir para el mundo a partir de ese instante. El día en que fuimos resucitados por el Espíritu
Santo a una vida nueva, esa vida quedó obligada a ser una vida consagrada. Por mil razones
es cierto que “No sois vuestros, porque habéis sido comprados por precio” (1 Cor.
6:20).

El cristiano ideal es uno que ha sido vivificado con una vida que vive para Dios. Ha salido del
dominio del mundo, de la carne y del demonio. Considera que “si uno murió por todos,
luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para
sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Cor. 5:14-15). Esto no podemos
negarlo. ¡Amados cristianos, admitimos que tenemos un llamamiento excelso, santo y celestial!

Ahora, lancemos una mirada retrospectiva. No hemos gastado nuestra vida vanamente: nos
hemos visto obligados a ser guardadores de las viñas. Hemos trabajado, y hemos trabajado
duro. La mayoría de los hombres hablan de sus salarios como “algo que ganaron con mucho
esfuerzo”, y yo creo que en muchos casos dicen la pura verdad.
Muchas horas del día tienen que ser invertidas en nuestras ocupaciones. Despertamos por la
mañana y pensamos en lo que tenemos que hacer. En la noche regresamos cansados a la
cama por lo que hemos hecho. Así es como debe ser, pues Dios no nos hizo para que nos
divirtiéramos y jugáramos, como leviatán en las profundidades del mar. Aun en el Edén, el
hombre recibió instrucciones de que labrara el huerto. Todo hombre debe hacer algo,
especialmente todo cristiano.

Regresemos al punto donde comencé. El día en que nacimos de nuevo—todos cuantos somos
nuevas criaturas en Cristo Jesús— comenzamos a vivir para Dios y no para nosotros. ¿Hemos
llevado esa vida? Hemos trabajado e incluso hemos trabajado arduamente; pero nos hacemos
la pregunta: ¿para qué hemos trabajado? ¿Quién ha sido nuestro jefe? ¿Con qué propósito nos
hemos afanado? Por supuesto que, si he sido leal a mi profesión de cristiano, entonces he
vivido y he trabajado para Dios, para Cristo, para el reino de los cielos.

Pero ¿ha sido efectivamente así? Y ¿es así ahora? Muchos están trabajando muy duro por
alcanzar riquezas, lo que quiere decir, por supuesto, para el yo, para verse enriquecidos. Otros
trabajan por una subsistencia, lo cual significa, si no va más lejos, que lo hacen todavía para el
yo. Otros trabajan para sus familias, un motivo lo suficientemente bueno a su manera, pero
que sigue siendo una extensión del yo, después de todo. El cristiano debe tener siempre un
motivo mucho más excelso, más profundo, más puro, más verdadero que el yo en su más
amplio sentido, pues, de lo contrario, el día vendrá cuando consideren su vida pasada, y
digan: “Me pusieron a guardar las viñas; y mi viña, que era mía”—esto es, el servicio de
Cristo, la gloria de quien me compró con Su sangre—“no guardé”. Me parece que sería una
terrible calamidad volver la mirada veinte años atrás, y decir: “¿qué he hecho por Cristo en
todos esos veinte años? ¿Cuánta de mi energía fue invertida en un esfuerzo para darle la gloria
a Él? He recibido talentos: ¿cuántos de esos talentos han sido utilizados en favor de quien me
los dio? He tenido riquezas, o he tenido influencia. ¿Cuánto de ese dinero he usado
específicamente para mi Señor? ¿Cuánta de esa influencia he usado para promover Su reino?”
Has estado ocupado con este capricho, con ese motivo o con aquel empeño; pero, ¿has vivido
como desearías haber vivido cuando estés a Su diestra rodeado de Sus glorias? ¿Has actuado
de tal manera que entonces tú mismo juzgarás que has vivido bien cuando tu Dios y Señor
venga para llamarte a cuentas? Pregúntate a ti mismo: “¿soy un esforzado obrero
conjuntamente con Dios, o soy, después de todo, un laborioso y superficial individuo, un
diligente hacedor de nada, que trabaja duro por alcanzar propósitos que no son del tipo de
objetivos por los que debería trabajar, puesto que he de vivir únicamente para mi Señor?”
Invito a todos mis colegas siervos a que lancen una mirada retrospectiva y vean solamente si
han guardado sus propias viñas. Yo supongo que han trabajado duro. Yo únicamente hago
esta pregunta: ¿han guardado sus propias viñas? ¿Han servido al Señor en todas las cosas?

Estoy medio temeroso de dar un paso más lejos. En una buena medida, no hemos sido fieles a
nuestras propias profesiones: nuestra obra más excelsa ha sido desatendida; no hemos
guardado nuestras propias viñas. Al mirar hacia atrás, reconocemos: ¡cuán poco tiempo hemos
pasado en comunión con Dios! ¡Qué escasa proporción de nuestros pensamientos ha sido
ocupada por la oración, la reflexión, la adoración, y otros actos de devoción! ¡Cuán
pobremente hemos inspeccionado las bellezas de Cristo, Su persona, Su obra, Sus
sufrimientos, Su gloria! Afirmamos que tener comunión con Cristo es “el cielo en la tierra”;
pero, ¿tenemos comunión con Él? Profesamos que no hay momento mejor que cuando le
adoramos, pero, ¿cuánto tiempo pasamos ministrando en el altar espiritual? Con frecuencia
decimos que la Palabra de Dios es preciosa, que cada una de sus páginas resplandece con una
luz celestial, pero, ¿la estudiamos?

Hermanos, ¿cuánto tiempo pasan con ella? Me atrevería a decir que la mayoría de los
cristianos pasan mayor tiempo viendo memes y videos en Facebook que en la Palabra de Dios.
Espero no ser demasiado severo al decir esto, pero supongo, más bien estoy casi seguro, que
no lo soy. El tuit más reciente de nuestro artista favorito, la noticia más reciente de la vida
personal de nuestro actor favorito, captan en mayor medida y más extensamente nuestra
atención y llenan nuestro tiempo, y en cambio, las divinas, hermosas e indecibles
profundidades del conocimiento celestial, son desatendidas por nosotros.

Ay, hermanos míos, demasiadas personas comen del verde producto de las viñas de Satanás,
y desprecian enteramente los frutos de las viñas del Señor.

Piensen en nuestro descuido para con nuestro Dios, y comprueben si no es cierto que le
hemos tratado muy mal. Hemos estado en el taller, hemos estado en la oficina, hemos estado
en los mercados, hemos estado en los campos, hemos estado en las bibliotecas públicas,
hemos estado en la sala de conferencias, hemos estado en el foro del debate; pero nuestros
propios aposentos y estudios, nuestro caminar con Dios y nuestra comunión con Jesús, todo
eso lo hemos descuidado en demasía.

Además, hemos permitido que la viña del santo servicio para Dios se vaya a la ruina. Yo les
preguntaría: ¿qué pasa con el trabajo para el que su Dios los llamó? Los hombres se están
muriendo; ¿los estamos rescatando? Esta gran provincia es como una caldera hirviente, que
bulle y borbotea con infame iniquidad; ¿estamos haciendo algo por vía de antídoto contra el
caldo del infierno que es confeccionado en esa caldera?

¿Somos en verdad nosotros un poder que trabaja por la justicia? ¿Cuánto bien hemos hecho?
¿Qué he hecho para arrebatar tizones del incendio? ¿Qué he hecho para encontrar a las ovejas
perdidas por las que mi Salvador entregó Su vida? ¡Vamos, hagámonos estas preguntas y
respondámoslas honestamente! Es más, intentemos evadirlas diciendo: “no tengo ninguna
habilidad.” Yo creo que contamos con una mayor habilidad de la que nos permitiría dar
cuentas con gozo en el último gran día.

Había un joven predicador que se quejaba de que la pequeña iglesia sobre la cual presidía
tenía muy poca membresía. Él decía: “no puedo hacer mucho bien. No tengo más de veinte
oyentes”. Un hombre mayor respondió: “veinte oyentes son muchísimos para tener que
entregar cuentas de ellos en el último gran día”.

Cuando entraron ya todos a esta asamblea, y miré sus rostros, no pude evitar ponerme a
temblar. ¿Cómo responderemos los ministros por esta solemne responsabilidad, por este
hermoso rebaño en aquel último gran día? Pero también ustedes tienen un rebaño de algún
tipo, más grande o más pequeño. Todos ustedes tienen, como pueblo cristiano, alguien por
quien tendrán que responder. ¿Han hecho la obra de su Señor en cuanto a aquellos que les
han sido confiados? Hombres y mujeres presentes aquí y aquellos que nos escucharán
después, ¿han buscado salvar a otros de descender al infierno? Ustedes tienen el remedio
divino: ¿se lo han proporcionado a estos enfermos y moribundos espirituales? Ustedes también
tienen la palabra celestial que puede librarlos de la destrucción: ¿la han dicho a sus oídos,
orando todo el tiempo para que Dios la bendiga para sus almas? ¿No podrían muchos de
ustedes decirse: “he sido un abogado”, o “he sido un profesor,” o “he sido un mecánico,” o “he
sido un comerciante,” o “he sido un contador público y he atendido a estos llamamientos; pero
mi propia viña, que era de mi Señor, que estaba obligado a cuidar, primero que nada, no
guardé”?

Bien, ahora, ¿cuál es el remedio para esto? No necesitamos hablar más de nuestras fallas;
cada uno de nosotros debe hacer su propia confesión personal, y luego buscar el cambio de
rumbo. Yo creo que el remedio es uno muy grato. No sucede con frecuencia que la medicina
sea agradable, pero en este momento yo les prescribo una pócima encantadora. Y es que
busquen el versículo siguiente a mi texto. Léanlo: “Hazme saber, oh tú a quien ama mi
alma, dónde apacientas, dónde sesteas al mediodía; pues ¿por qué había de estar
yo como errante junto a los rebaños de tus compañeros?” (1:7). Acudamos a nuestro
Señor, y en Él encontrar el remedio para sus descuidos. Pregúntenle dónde apacienta Su
rebaño, y vayan con Él. Quienes tienen comunión con Cristo poseen corazones cálidos.
Quienes gozan de Su compañerismo son diligentes en el cumplimiento de su deber.

No puedo evitar recordarles algo que he mencionado con frecuencia, es decir, las palabras de
nuestro Señor a la iglesia de Laodicea. Esa iglesia había llegado a ser tan mala, que Él dijo:
“Te vomitaré de mi boca” (Apo. 3:16). Y, sin embargo, ¿cuál fue el remedio para esa
iglesia? “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta,
entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (Apo. 3:20). Después de cenar con Cristo, no
serás más tibio. Nadie puede decir: “no soy ni frío ni caliente” después de haber estado en Su
compañía. Más bien se preguntarán como aquellos dos discípulos: “¿No ardía nuestro
corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino?” (Luc. 24:32). El que vive en
Cristo y camina con Él, nunca es frío ni lento en el servicio divino. ¡Acudamos al Señor,
entonces!

Vayamos con prontitud alSeñor, y pronto comenzaremos a guardar nuestra propia viña; pues
en el Cantar verán que se efectuó un feliz cambio. La esposa comenzó a guardar directamente
su viña, y comenzó a hacerlo de la mejor manera. En breve tiempo la encontramos diciendo:
“Cazadnos las zorras, las zorras pequeñas, que echan a perder las viñas” (Can. 2:5).
Véanla, ella está cazando sus pecados y sus insensateces.

Más adelante la encuentran con su Señor en la viña, clamando: “Levántate, Aquilón, y ven,
Austro; soplad en mi huerto, despréndanse sus aromas” (Can. 4:16). Ella está
guardando evidentemente su huerto, y está pidiendo que las influencias celestiales hagan que
las especias y las flores desprendan su perfume. Ella bajó para ver si las viñas habían florecido
y las granadas habían brotado. En seguida, con su amado, se levanta temprano para ir a la
viña, y así vigilar el crecimiento de las plantas. Más adelante la encontramos hablando de todo
tipo de frutas que ella ha recogido para su amado.

Así podemos ver que caminar con Cristo es la manera de guardar nuestra propia viña y servir
al Señor. Vengan y siéntense a Sus pies; recuéstense en Su pecho; descansen en Su brazo y
conviértanlo en el gozo de su espíritu. ¡El Señor nos conceda, amados hermanos, que esta
grata palabra que he hablado tanto para mí como para ustedes, sea bendecida para todos
nosotros!

Finalmente, exhorto a nuestros más ocupados hermanos, que es posible estar prestando
atención a muchísimas cosas, y, sin embargo, estar descuidando la propia viña. Hay una viña
que muchísimas personas desatienden, y es su propio corazón. Es bueno tener talento; es
bueno tener influencia; es necesaria la economía, pero es mejor estar bien internamente. Es
bueno que un hombre vea por su casa, y cuide bien su trabajo y sus ahorros, pero no debe
olvidar cultivar ese pequeño pedazo de terreno que yace en el centro de su ser. Está muy bien
que eduque su mente, y se involucre en todo tipo de conocimiento; pero no debe olvidar que
hay otro pedazo de terreno llamado el corazón, el carácter, que es todavía más importante.
Los principios rectos son oro espiritual, y quien los posee, y es gobernado por ellos, es un
hombre que vive verdaderamente. El que no tiene su corazón cultivado y enderezado y puro,
aparte de cualquier otra cosa que tenga, no tiene vida.

¿Han pensado alguna vez en su corazón? ¡Oh, no me refiero a si tienen palpitaciones! Yo no


soy doctor. Estoy hablando ahora acerca del corazón en sus aspectos moral y espiritual. ¿Cuál
es tu carácter? ¿Buscas cultivarlo? ¿Usas alguna vez el azadón para cortar esas malas hierbas
que son tan abundantes en todos nosotros? ¿Riegas esas diminutas plantas de bondad que
han comenzado a crecer? ¿Las vigilas para ahuyentar a las pequeñas zorras que quieren
destruirlas? ¿Tienes la esperanza de que todavía haya una cosecha en tu carácter que Dios
pueda ver con aprobación?

Yo pido que todos podamos ver nuestros corazones. “Sobre toda cosa guardada, guarda
tu corazón; porque de él mana la vida” (Prov. 4:23). Pidan diariamente: “Crea en mí, oh
Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí” (Sal. 51:10); pues
si no, iremos a lo largo y a lo ancho del mundo, y haremos muchas cosas, y cuando lleguemos
al fin habremos descuidado nuestra más noble naturaleza, y nuestra pobre alma hambreada
morirá esa segunda muerte que es la más terrible porque es la muerte eterna. ¡Cuán
tremendo es que un alma muera por negligencia! ¿Cómo escaparemos los que descuidamos
esta salvación tan grande? Si le damos toda la atención a nuestros cuerpos, pero no damos
ninguna atención a nuestras almas inmortales, ¿cómo hemos de justificar nuestra necedad?
¡Que Dios nos salve del clamor eterno en la condenación, “Me pusieron a guardar las
viñas; y mi viña, que era mía, no guardé”.

En el nombre del que vive y estuvo muerto, ¿te atreverías a seguir en la senda del descuido de
las cosas más valiosas? ¡Ayúdanos, oh Dios, para comenzar a vivir y a guardar la viña que Tú
mismo nos has dado a guardar, para que podamos entregar nuestras cuentas al final con gozo
y no con aflicción! ¡Bendito sea, Señor nuestro! Amén.

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