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La Estrella de Los Cheroquis

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SINOPSIS

Pequeño Árbol es un niño huérfano de cinco años que, durante la época de la Depresión, es enviado a
vivir junto a sus abuelos en los Montes Apalaches. Es demasiado pequeño para comprender el mundo que
le rodea. Pero el tiempo que pasará con ellos, envuelto en un paisaje de ensueño, le indicará que el
camino de la verdadera sabiduría consiste en aceptar el curso natural de la vida.
El abuelo es un hombre mayor, un descendiente de escoceses y de cheroquis que culpa a los políticos
de todos los problemas del mundo. Ama a su nieto, y con mucha ternura y con un gran sentido del humor,
le transmite la importancia de mantener viva la memoria de los antepasados. Le enseña los secretos de la
destilación del whisky y a burlar la rigidez de la ley seca que imperaba por entonces. La abuela, por su
parte, es una cheroqui auténtica, una mujer que siempre ha vivido en las montañas. Atesora un legado
milenario sobre las propiedades curativas de algunas plantas y posee un conocimiento exquisito sobre el
comportamiento de todos los animales. Con ellos también están Willow John, un indio anciano cuya
tristeza por haber perdido la tierra en la que nació le conmueve hasta las lágrimas, y el señor Wine, un
vendedor ambulante judío que le enseña matemáticas y las leyes del tiempo.
Así, gracias a todos ellos, Pequeño Árbol, tal como lo han apodado sus abuelos, aprenderá a ver el
mundo con una mezcla de admiración y sorpresa. Aprenderá a ver la dimensión más noble de las
personas, pero también aprenderá a desconfiar de las autoridades, de los poderosos y de los fanáticos
religiosos. Consciente de que el sendero de la sabiduría requiere de muchos esfuerzos y de una confianza
absoluta en sí mismo, Pequeño Árbol emprenderá entonces el camino que le lleve a encontrarse en
armonía con su entorno, con la voz profunda que emerge de la tierra.
La estrella de los cheroquis es la novela que consagró a Forrest Carter. En 1976, apenas fue publicada,
se convirtió en un fenómeno literario.
Inmediatamente cautivó el corazón de miles de lectores, que se sintieron fuertemente atraídos por esta
bellísima historia que, a través de los ojos de un niño, descubre los secretos de la naturaleza.
Con un estilo sencillo, hecho de una prosa breve pero altamente descriptiva, en La estrella de los
cheroquis, ya considerada como un clásico, Forrest Carter despliega un mapa encantador, con personas
que se caracterizan por un sentido humano, sensible y vital. A partir de estos elementos construye a un
personaje que, como Huckleberry Finn, se ha alzado como uno de los personajes más queridos de la
literatura norteamericana: Pequeño Árbol.
Llevada a la gran pantalla por Richard Friedenberg en 1997, La estrella de los cheroquis, no obstante,
es algo más una historia entrañable sobre las enseñanzas que se conservan en la memoria de los tiempos y
se transmiten de generación en generación. Es, también, una novela hermosa y poética, un tratado sobre la
sabiduría que brota de uno mismo y que invita a escuchar el murmullo silencioso de la naturaleza, y a
saberse parte de ella.

Biografía de Forrest Carter


Seudónimo usado por el político segregacionista y miembro del Ku Kux Klan, Asa Carter, para
desarrollar su carrera literaria, en la que renegó de su nombre verdadero y trató de ocultar su verdadera
identidad.
Carter publicó Montañas como islas, en la que se trata el estilo de vida Cherokee, como una
autobiografía, aunque este punto ha sido objeto de polémica y discusión.
Su obra más conocida es The Outlaw Josey Wales, que fue adaptada al cine por Clint Eastwood.
Forrest Carter

La estrella de los cheroquis

Título original: The education of Little Tree


Forrest Carter, 1976
Traducción: María Dolores Romero
Fotografía de cubierta: Marcia Keegan (The Image Bank)
Diseño de cubierta: Estudio SM
Editor digital: Prometheus

A los cheroquis
1 Pequeño Árbol

MAMÁ sobrevivió un año a la muerte de papá. Así fue como me fui a vivir con abuelo y abuela cuando
tenía cinco años.
Según me contó ella, los demás parientes armaron algo de jaleo a causa de esto, después del funeral.
Estuvieron discutiendo en grupo durante mucho rato en el jardincillo de nuestra cabaña de la colina
acerca de dónde debería ir yo, mientras se repartían la cama pintada, la mesa y las sillas.
Abuelo no decía nada. Se mantuvo apartado a un lado del jardincillo, separado de los demás, y abuela
se quedó tras él. La mitad de la sangre de abuelo era cheroqui, así como toda la de abuela.
Se irguió sobre el resto de la gente, alto —medía un metro noventa—, con su gran sombrero negro y su
brillante traje, también negro, que sólo utilizaba para ir a la iglesia y para los funerales. Abuela mantuvo
un momento los ojos fijos en el suelo, y luego me miró por encima de la gente. Fui hacia él y me agarré a
su pierna con fuerza. No me soltaría aunque intentaran separarme.
Abuela me dijo que no lloré ni grité nada; simplemente me agarré, y tras un largo rato de estar ellos
tirando y yo sujetándome, él bajó su gran mano y la apoyó sobre mi cabeza.
—Dejadle —dijo, y los demás me dejaron.
Hablaba muy raramente delante de la gente, pero cuando lo hacía los demás escuchaban.
Bajamos de la colina, en la oscura tarde invernal, y anduvimos por la carretera que conducía hacia la
ciudad. Abuelo iba delante, a un lado de la carretera; mis ropas, dentro de un hatillo, colgaban de su
hombro. Enseguida aprendí que cuando alguien iba detrás de él tenía que ir trotando. Abuela iba detrás
de mí y de vez en cuando se levantaba las faldas para poder seguir su ritmo.
Cuando llegamos a las calles de la ciudad, continuamos andando de la misma manera, siguiéndole
siempre, hasta que llegamos a la parada del autobús. Estuvimos allí un rato largo. Abuela leía los letreros
con las direcciones de los autobuses cuando éstos pasaban. Abuelo dijo que ella sabía leer tan bien como
cualquier otra persona. Justo cuando empezaba a anochecer, leyó la dirección de nuestro autobús.
Esperamos a que todo el mundo se hubiese subido, y fue una buena cosa, pues en cuanto entramos en el
autobús comenzaron los problemas. Abuelo entró el primero y se puso en el centro. Abuela estaba de pie
en el último escalón, dentro del autobús. Abuelo sacó el monedero del bolsillo del pantalón, dispuesto a
pagar.
—¿Dónde están sus billetes? —preguntó el conductor en voz tan alta que todos los viajeros del autobús
se incorporaron en sus asientos para mirarnos. A abuelo esto no le molestó lo más mínimo. Le dijo al
conductor que queríamos pagar y abuela le susurró que le explicase adónde íbamos. Se lo dijo.
El conductor señaló el precio, y mientras abuelo contaba el dinero con cuidado, pues había poca luz, se
volvió hacia la gente, levantó la mano derecha y dijo: «¡How!», y se rió; todos se rieron. Yo me sentí
mejor sabiendo que era amable y que no se enfadaba porque no tuviésemos billete.
Nos fuimos a la parte de atrás del autobús y, al pasar, vi a una mujer que debía de estar enferma. Tenía
negra la parte que rodea los ojos, de una forma que no era natural, y su boca estaba manchada de sangre
roja. Cuando pasamos por su lado se puso la mano ante la boca y la quitó luego gritando muy fuerte:
«¡Wa... hoooo!». Pensé que el dolor se le había pasado muy rápidamente, pues se rió luego y todos los
demás hicieron lo mismo. El hombre que iba sentado a su lado también se rió y le dio una palmada en la
pierna. Llevaba un gran alfiler de corbata muy brillante, por lo que me figuré que tenía dinero y podría
llamar a un médico si lo necesitaba.
Me senté entre mis abuelos, que unieron sus manos. Me sentí bien y me quedé dormido.
Ya era noche cerrada cuando bajamos del autobús en una carretera de grava. Mis abuelos comenzaron a
andar, él siempre delante, y yo los seguí. Hacía un frío horroroso. La luna había salido. Parecía media
sandía y alumbraba la carretera, que serpenteaba hasta perderse de vista.
Hasta que dejamos la carretera y empezamos a andar por caminos de carreta llenos de hierba por el
centro, no me fijé en las montañas. Eran oscuras y sombrías, y la media luna estaba justo encima de una
de las cimas, tan alta que había que doblar el cuello hacia atrás para verla bien. Me estremecí a causa de
la negrura de las montañas.
Abuela dijo detrás de mí:
—Wales, se está cansando.
Él paró y se volvió. Me miró. El gran sombrero proyectaba una sombra sobre su cara.
—Cuando se ha perdido algo importante, es mejor fatigarse —dijo.
Se dio la vuelta y comenzó a andar otra vez, pero ahora era más fácil seguirle.
Iba más despacio, por lo que supuse que él también estaba cansado.
Tras un rato largo pasamos del camino de carretas a un sendero que se dirigía hacia las montañas.
Parecía que íbamos directamente contra una de ellas, pero a medida que avanzábamos, yo veía que las
montañas se abrían y se curvaban sobre nosotros.
Empezaron a resonar nuestras pisadas a causa del eco, dejándose oír a nuestro alrededor murmullos y
silbidos entre los árboles, como si todo hubiese cobrado vida. Hacía calor. A nuestro lado se oyó un
ruido. Una rana saltaba sobre las rocas, parando y volviendo a saltar. Estábamos en una hondonada entre
las montañas.
La media luna se perdió de vista, escondida tras la cresta de la montaña, arrojando una luz plateada
sobre el cielo. La luz se reflejaba en las crestas y daba la impresión de que estábamos bajo una cúpula.
Abuela comenzó a tararear una cancioncilla detrás de mí. Supe que era india y no necesitaba letra para
que su significado estuviera claro; me hizo sentirme seguro.
Un perro aulló tan de repente que di un respingo. Lo hacía de forma continuada y lastimera,
interrumpiéndose con algunos lamentos, que el eco se encargaba de repetir cada vez más a lo lejos, en las
montañas.
Abuelo dijo:
—Debe de ser la vieja «Maud». Ya no tiene ni siquiera el olfato de un perro faldero y depende sólo de
su oído.
Al cabo de un minuto estábamos rodeados de perros, que correteaban a nuestro alrededor y me
olfateaban para percibir el nuevo olor. La vieja «Maud» volvió a aullar, esta vez muy cerca, y abuelo
dijo:
—¡Cállate, «Maud»! —y entonces se dio cuenta de quién era y vino corriendo y saltando hacia
nosotros.
Cruzamos un riachuelo, pasando sobre un tronco que servía de puente, y allí estaba la cabaña, hecha de
troncos, construida bajo grandes árboles, con la montaña en la parte de atrás y con un porche en la parte
delantera.
Tenía un gran vestíbulo abierto en sus extremos y separando las habitaciones. Algunos lo llamaban «la
galería», pero los amigos de la montaña lo llamaban «la perrera», pues los perros correteaban por allí. A
un lado había una gran habitación en la que se cocinaba, se comía y se vivía la mayor parte del tiempo, y
al otro lado de la perrera había dos dormitorios: uno era el de mis abuelos; el otro, el mío.
Me tumbé sobre una suave piel de ciervo curtida, puesta en un marco de madera de nogal. A través de
la ventana abierta podía ver los árboles del otro lado del riachuelo iluminados por una luz fantasmal. Me
acordé de mamá, pensando en el lugar tan extraño en que me encontraba.
Una mano empezó a acariciarme la cabeza. Era abuela, que estaba sentada en el suelo a mi lado.
Llevaba una gran falda. Su pelo, trenzado, con algunos cabellos plateados, le caía desde los hombros
hasta el regazo. Miró a través de la ventana y comenzó a cantar lenta y suavemente:
Han estado sintiendo su llegada
los árboles, el bosque, el viento,
y con su canto le da la bienvenida la montaña.
Pequeño Árbol, no te tienen miedo;
saben que tu corazón está lleno de ternura.
Pequeño Árbol, nunca estarás solo, es su balada.
Escucha, la pequeña y muy traviesa Lay-nah,
jugando a charlar y hacer espumas
allá arriba, en la montaña, baila.
Éste es su canto a la luna:
hoy, a un hermano hemos recibido.
Es Pequeño Árbol. Qué hermoso es nuestro niño.
Awi-usdi, el mimoso cervatillo,
y Min-e-lee, codorniz de bellas plumas,
y hasta Kagú, la corneja, ríen, cantan:
Pequeño Árbol es un regalo divino,
es un torrente de fuerza y dulzura;
Pequeño Árbol, siempre estaremos contigo.

Cantaba y se mecía despacio hacia adelante y hacia atrás. Yo podía oír hablar al viento y cantar a Lay-
nah, la corriente, contando cosas sobre mí a todos mis hermanos.
Yo sabía que era Pequeño Árbol, y estaba contento de que me amasen y me quisieran. Me dormí y no
lloré.
2 La vida

ABUELA había necesitado las tardes de toda la semana para hacer los mocasines. Se sentaba en la
mecedora, que crujía con su peso, trabajando y canturreando mientras la madera de pino crepitaba en la
chimenea. Con un cuchillo curvo cortó la piel de ciervo, que cosió por los bordes. Cuando terminó, mojó
los mocasines en el agua. Me los puse mojados, hasta que se secaron. Anduve con ellos de un lado para
otro hasta que estuvieron suaves y ligeros como el aire.
Esa mañana me calcé los mocasines después de haber saltado dentro de mis pantalones de peto y de
haberme abrochado la chaqueta. Estaba oscuro y hacía frío; era demasiado pronto, incluso para que el
viento de la mañana se dejara sentir entre los árboles.
Abuelo había dicho que podía ir con él al sendero alto si me levantaba a tiempo, y añadió que él no iba
a despertarme.
—Un hombre se despierta por su propia voluntad —me dijo, y me había sonreído.
Pero hizo mucho ruido al levantarse, chocando contra la pared de mi cuarto y hablando de forma
innecesariamente alta a abuela. Le oí y salí el primero, esperando con los perros en la oscuridad.
—De manera que estás aquí —dijo, pareciendo sorprendido.
—Sí, señor —contesté lleno de orgullo.
Señaló con el dedo los perros, que saltaban y correteaban a nuestro alrededor.
—Vosotros os quedáis —ordenó.
Metieron el rabo entre las piernas lloriqueando suplicantes, y la vieja «Maud» comenzó a aullar. Pero
no nos siguieron. Se agruparon inconsolables y observaron cómo nos alejábamos del claro.
Había subido por el sendero bajo que seguía el lecho de la corriente, serpenteando hasta desembocar
en un prado donde abuelo tenía un establo en el que guardaba su mula y su vaca. Aquí comenzaba el
sendero alto, que se bifurcaba hacia la derecha por la ladera de la montaña, yendo siempre hacia arriba
su trazado. Yo trotaba detrás y sentí la inclinación del camino.
Pude notar también algo más, como abuela me había dicho que pasaría. Mon-o-lah, la madre tierra,
entró en mí a través de mis mocasines. Pude sentir cómo empujaba y se hinchaba en ciertos lugares, y se
encogía y cedía en otros... y las raíces, que constituían las venas de su cuerpo, y el agua, que era como su
sangre y que circulaba dentro de ella. Estaba cálida y elástica y me sentía botar sobre su pecho.
El aire frío hacía que mi aliento se condensara. El riachuelo ya estaba bastante abajo. De algunas ramas
desnudas de los árboles goteaba agua del deshielo de pequeños carámbanos, y a medida que subíamos
comenzamos a ver hielo en el sendero. Una luz gris disipó ligeramente la oscuridad.
Abuelo se detuvo y señaló a un lado del sendero.
—Aquí está la pista de los pavos, ¿la ves?
Me arrodillé y vi las huellas. Pequeñas marcas, como palitos que se unieran en un punto central.
—Ahora —dijo— prepararemos la trampa.
Salió del camino hasta que encontró un agujero.
Lo limpiamos bien, sacando primero las hojas. Luego empuñó su largo cuchillo y con él hizo un hoyo
profundo en el suelo esponjoso. Quitamos la tierra y la esparcimos entre las hojas. Cuando el agujero era
tan hondo que superaba mi estatura, abuelo me sacó y tapó el hoyo con ramitas, esparciendo muchas hojas
por encima. Luego, con su cuchillo, hizo un caminito que llegaba hasta la pista de los pavos. Cogió
algunos granos de maíz indio rojo de su bolsillo y los echó por el caminito, poniendo un puñado en el
agujero.
—Ahora nos vamos —dijo, y volvimos a subir por el sendero alto.
El hielo crujía bajo nuestros pies. La montaña, frente a nosotros, se acercaba más a medida que el vacío
iba pareciendo un pequeño resquicio, dejando ver el riachuelo como el filo de un cuchillo de acero
hundido en el fondo del valle.
Nos sentamos sobre las hojas, fuera del sendero, justo cuando el primer rayo de sol tocó la cima de la
montaña, al otro lado del valle. Abuelo sacó de su bolsillo una galleta ácida y carne de ciervo para mí, y
mientras comíamos miramos la montaña.
El sol tocó la cima como una explosión, mandando sus rayos luminosos por el aire. El intenso brillo de
los árboles cubiertos de escarcha hacía daño a los ojos, y resbalaba hacia abajo por la montaña, como
una ola silenciosa, a medida que el sol hacía retirarse la oscuridad de la noche hacia el valle. Una
corneja vigilante graznó, avisando que estábamos allí.
Entonces, la montaña palpitó y dio señales de estar respirando, inundando el aire de nubecillas de
vapor. El sol y la brisa despojaban a los árboles de su rígida armadura de hielo.
Abuelo observó, igual que yo, y escuchó cómo aumentaban los sonidos con el viento de la mañana, que
producía un zumbido bajo entre los árboles.
—Está reviviendo —dijo, suave y bajo, sin quitar sus ojos de la montaña.
—Sí, señor —dije—, está reviviendo.
Entonces me di cuenta de que abuelo y yo nos entendíamos de una forma que la mayoría de la gente no
conocía.
Las sombras de la noche se retiraron sigilosamente a través de una pequeña pradera cubierta de hierba
y brillante de sol. La pradera estaba sobre la ladera de la montaña. Abuelo me señaló unas codornices
revoloteando y saltando sobre la hierba, comiendo semillas. Luego me hizo mirar hacia arriba, en
dirección al helado cielo azul.
No había nubes, pero al principio no vi la pequeña mancha que apareció por el borde de la montaña.
Creció. Seguía la dirección del sol, para que su sombra no apareciera antes que él. El pájaro aceleró su
vuelo por la ladera de la montaña. Parecía un esquiador que fuera sobre las copas de los árboles, con las
alas medio dobladas... como una bala marrón... más y más rápido, en dirección a las codornices.
Abuelo masculló:
—Es el viejo Tal-con, el gavilán.
Las codornices se asustaron y aceleraron su vuelo en dirección a los árboles. Pero una fue demasiado
lenta. El gavilán atacó. Unas plumas volaron por los aires y luego los dos pájaros cayeron al suelo. La
cabeza del gavilán subía y bajaba sobre su presa. Enseguida salió volando con la codorniz muerta entre
sus garras; subió por la ladera, hasta que desapareció tras la cima.
Yo no lloré, pero debía notárseme que estaba triste, pues abuelo dijo:
—No te entristezcas, Pequeño Árbol. Así es la vida. Tal-con cogió la codorniz más lenta y, por tanto,
ésta no tendrá hijos, que también serían lentos. Tal-con come miles de ratas que se alimentan de los
huevos de codorniz; de todas, de las rápidas y de las lentas; así es como Tal-con vive según la vida. Él
también ayuda a las codornices.
Abuelo desenterró con su cuchillo una raíz dulce del suelo y la peló, de forma que empezó a gotear el
líquido que almacenaba en invierno. La cortó por la mitad y me dio la parte más gruesa.
—Es la vida —dijo suavemente—. Coge sólo lo que necesites. Cuando caces el ciervo, no cojas el
mejor. Coge el más pequeño y el más lento, y entonces el ciervo crecerá fuerte y siempre te dará carne.
Pakoh, la pantera, lo sabe, y tú también debes saberlo.
Luego se rió:
—Tan sólo Ti-bi, la abeja, guarda más de lo que puede usar... Por eso le roban el oso y el mapache... y
el cheroqui. Así ocurre con la gente que guarda y que engorda cogiendo cosas que no necesita. Los otros
se lo quitarán. Y habrá guerras... y ellos pronunciarán grandes discursos, intentando coger más de lo que
comparten. Dirán que una bandera les da derecho a hacer esto... y morirán hombres a causa de sus
palabras y de la bandera..., pero ellos no cambiarán las reglas de la vida.
Regresamos por el sendero. El sol estaba ya justo sobre nosotros cuando llegamos a la trampa de los
pavos. Los podíamos oír aun antes de ver la trampa. Allí estaban graznando y haciendo ruido, alarmados.
—No hay ninguna tapa sobre el agujero. ¿Por qué no inclinan sus cabezas para ver que hay un hoyo, y
así no caerían dentro?
Abuelo estiró su brazo dentro del agujero y sacó un gran pavo que no cesaba de graznar; ató sus patas
con un cordel y me sonrió.
—El viejo Tei-qui es como algunas personas. Como se lo sabe todo, nunca mira hacia abajo para ver
qué hay a su alrededor. Tiene la cabeza demasiado alta para poder aprender algo.
—¿Como el conductor del autobús? —pregunté.
No podía olvidar al conductor molestando a abuelo.
—¿El conductor del autobús? —parecía extrañado; luego se rió, y siguió riéndose mientras volvía a
meter la cabeza en el agujero para coger otro pavo.
—Sí —bromeó—, como el conductor del autobús. Parecía un poco gallito, ahora que me acuerdo. Pero
eso es asunto suyo. Si quiere ir por ahí haciendo el tonto, nosotros no debemos pensar en ello.
Tumbó los pavos con las patas atadas sobre el suelo. Había seis, y señaló hacia ellos:
—Todos tienen más o menos la misma edad... Eso puede saberse por el grosor de sus crestas. Sólo
necesitamos tres. Así que elige, Pequeño Árbol.
Anduve a cuatro patas a su alrededor y los estudié bien. Tenía que ser cuidadoso. Volví a
inspeccionarlos, hasta que escogí los tres que me parecían más pequeños.
Abuelo no dijo nada. Quitó los cordeles de las patas de los otros, que volaron rápidamente hacia la
parte baja de la montaña. Se colgó dos pavos sobre la espalda.
—¿Puedes llevar el otro? —preguntó.
—Sí, señor —dije, sin estar seguro de haber obrado bien. Una ligera sonrisa le iluminó la cara:
—Si no fueras Pequeño Árbol... te llamaría Pequeño Gavilán.
Le seguí por el camino abajo. El pavo era pesado, pero yo aguantaba bien su peso. El sol había caído
en dirección a la montaña más lejana, y se filtraba a través de las ramas de los árboles, haciendo dibujos
dorados por donde íbamos andando. El viento había cesado en aquel atardecer invernal y pude oír a
abuelo delante de mí silbar una cancioncilla. Me hubiera gustado vivir siempre ese momento... pues sabía
que le había agradado. Había aprendido el sentido de la vida.

La tarde del invierno me sorprende andando en la montaña


caminando por el sendero empinado,
dejando allá abajo, muy abajo, mi pobre cabaña,
rastreando la senda de los pavos.
Cheroqui, aquí vives tu cielo anticipado.
Éxtasis al ver nacer la mañana,
escuchar el murmullo en la arboleda.
La vida le nace a Mon-o-lah, la tierra,
y el pueblo cheroqui vive de ella enamorada.
Aprendo que la vida y que la muerte están aquí, cada día,
que ambas son dos hermanas gemelas,
que conocer a Mon-o-lah es estar siempre en la vida,
que el alma cheroqui la tienes así siempre muy cerca.
3 Sombras en la pared de la cabaña

EN las veladas de aquel invierno nos sentábamos enfrente de la chimenea de piedra. La madera que
cogíamos de los árboles podridos crepitaba y chisporroteaba a causa de la resina que tenía. Proyectando
en la pared sombras que saltaban y se contraían para luego volver a agrandarse, hacían que las paredes
cobrasen vida con fantásticas apariciones y desapariciones que crecían y se encogían. Había largos
silencios mientras observábamos las llamas y las sombras bailarinas. Abuelo solía romper el silencio
con alguno de sus comentarios acerca de «las lecturas».
Dos veces por semana, en las noches de los sábados y los domingos, abuela encendía la lámpara de
aceite y leía en voz alta. Encender la lámpara era un lujo, y estoy seguro de que lo hacían por mí.
Teníamos que ser cuidadosos con el aceite. Una vez al mes, abuelo y yo bajábamos al pueblo y yo
llevaba la lata de aceite tapando el agujero con una raíz, de forma que ni una sola gota se caía en el
camino de regreso. Costaba veinticinco centavos llenarla, y demostraba que tenía mucha confianza en mí
dejándome llevarla hasta la cabaña.
Cuando íbamos, siempre llevábamos una lista de libros que abuela había hecho: abuelo enseñaba esta
lista a la bibliotecaria y devolvía los libros de la semana anterior. Me imagino que no conocía los
nombres de los autores modernos, pues la lista siempre tenía el nombre de Shakespeare, cualquier cosa
suya que no hubiésemos leído, pues tampoco sabía los títulos. Algunas veces, esto le causaba a abuelo
muchos problemas con la bibliotecaria. Ella cogía diferentes historias de Shakespeare y leía los títulos.
Si abuelo no los recordaba, tenía que leer una página. A veces le decía que continuase leyendo y la
bibliotecaria leía varias páginas. En ocasiones, yo recordaba la historia antes que él, y entonces le tiraba
de la pernera de su pantalón y le indicaba que ya habíamos leído ese libro. Poco a poco se convirtió en
una especie de concurso. Abuelo intentaba decirlo antes de que yo le reconociera, y luego cambiaba de
idea; esto confundía a la bibliotecaria.
Al principio se molestaba un poco y le preguntaba para qué quería libros si no sabía leer. Le explicó
que abuela nos los leía. Desde entonces nos hacía una lista de lo que habíamos leído ya. Era simpática y
sonreía cuando entrábamos por la puerta. Una vez me dio un bastoncito de caramelo rojo, que me guardé
hasta que salimos fuera. Lo partí en dos pedazos y lo compartí con abuelo. Él sólo cogió un trozo
pequeño, pues yo no lo había partido exactamente por la mitad.
Siempre estábamos mirando en el diccionario. Yo tenía que aprender cinco palabras por semana,
empezando por las primeras letras. Era un ejercicio trabajoso, porque, además, mientras hablaba durante
esa semana, tenía que intentar hacer frases utilizando estas palabras. ¡Qué complicado cuando todas las
palabras que uno aprende comienzan por A o por B!
Pero también había otros libros: uno era La caída del Imperio romano..., y había autores, como Shelley
y Byron, que abuela no conocía. Pero la bibliotecaria mandaba también libros de esos autores.
Abuela leía despacio, inclinando su cabeza sobre el libro, con sus largas trenzas, que le llegaban casi
hasta el suelo. Abuelo se mecía con un movimiento lento adelante y atrás, y cuando llegábamos a un
fragmento interesante dejaba su balanceo.
Cuando abuela leía Macbeth, yo veía el castillo y las brujas cobrando vida en las sombras de la pared,
y me acercaba todavía más a la mecedora de abuelo. Él dejaba de moverse cuando llegábamos a la parte
de las puñaladas, la sangre y todo eso. Decía que nada de eso hubiese ocurrido si la señora de Macbeth
hubiese hecho lo que debe hacer una mujer y no hubiese metido las narices donde sólo le correspondía
meterlas a su marido; además, no era una señora y no sabía cómo, en un libro, podían llamarla así.
Hablaba así por la emoción de la primera lectura. Después, tras haber meditado la historia en su mente,
comentó que sin duda alguna había algo que no estaba bien en la mujer, y se negó a llamarla señora.
Aunque añadió que una vez vio una cierva en celo que no pudo encontrar su ciervo, correr como loca
chocándose contra los árboles y finalmente ahogarse en el arroyo. Conjeturó que no había forma de
saberlo, pues Shakespeare no lo indicaba, pero creía que toda la culpa se le podía echar a Macbeth,
porque parecía que el hombre no tenía voluntad propia y era un indeciso.
Se preocupó por el tema considerablemente, pero al final decidió que la mayor parte de la culpa la
tenía la señora Macbeth, pues podía haber mostrado la maldad de su corazón de otra forma, como
golpeándose la cabeza contra la pared o algo así, en vez de ir por ahí matando a la gente.
Abuelo estaba del lado de Julio César en su asesinato. No estaba de acuerdo con todo lo que había
hecho, porque además no sabía todo lo que César había hecho, pero opinaba que Bruto y los suyos eran
la panda más baja y rastrera de la que nunca había oído hablar, por la forma en que habían atacado a
Julio César, amparándose en su número y apuñalándole hasta causarle la muerte. Le parecía que si tenían
alguna disputa con César, deberían haberlo discutido e intentado resolverlo. Se acaloró tanto que abuela
tuvo que calmarle diciendo que todos los presentes estábamos a favor de César y que, por tanto, no tenía
con quién discutir, y de cualquier forma, había pasado hacía tanto tiempo, que dudaba de que pudiese
hacerse nada ahora.
Pero cuando de verdad tuvimos problemas fue con George Washington. Para entender lo que él
significaba para abuelo, hay que saber algunos de los antecedentes.
Abuelo tenía todos los enemigos que tiene un hombre de la montaña. Además era pobre, aunque no lo
iba pregonando, y gran parte de su sangre era india. Me imagino que hoy a los enemigos se les
apostillaría «el sistema», pero abuelo, al sheriff o al agente federal o estatal, o a cualquier político de la
clase que fuera, les llamaba «la ley», lo que para él equivalía a una serie de monstruos poderosos, a
quienes no les importaba lo más mínimo la vida de los demás.
Aseguraba que era «un hombre adulto cuando se enteró de que hacer güisqui iba contra la ley». Dijo
que había tenido un primo que nunca lo supo y se fue a la tumba sin saberlo. Contaba que su primo
sospechaba que la ley siempre estaba en su contra, porque no había votado «correctamente», pero nunca
pudo saber bien cuál era la forma de votar correctamente. Siempre pensó que su primo tuvo una muerte
prematura de tanto preocuparse durante la época de elecciones sobre cuál era la mejor forma de votar. Se
puso tan nervioso, que comenzó a beber en demasía, lo cual acabó matándole. Echaba la culpa de su
muerte a los políticos, quienes, según decía, eran los responsables de prácticamente todas las muertes de
la historia.
Leyendo un viejo libro de historia, años más tarde, descubrí que abuela se había saltado los capítulos
de George Washington luchando contra los indios, y que sólo había leído las cosas buenas acerca de él
para dar a abuelo alguien a quien admirar. Sin embargo, no tenía el menor respeto por Andrew Jackson
ni, como dije, por ningún otro político que yo recuerde.
Después de escuchar las lecturas de abuela comenzó a referirse a George Washington en muchos de sus
comentarios..., considerándole como un ejemplo esperanzador de que podía haber algún hombre bueno
dentro de la política.
Hasta que abuela se descuidó y leyó algo acerca del impuesto del güisqui.
Leyó el pasaje en el que se decía que Washington pensaba poner impuestos a los fabricantes de güisqui
e iba a decir quién podía hacer güisqui y quién no. Leyó otro párrafo en el que Mr. Thomas Jefferson le
decía a Washington que eso era algo equivocado, que los pobres granjeros de la montaña tenían muy poca
tierra, y no podían cultivar todo el grano que podían cultivar los grandes terratenientes de las llanuras.
Leyó que Mr. Jefferson le explicó que la única forma en que los campesinos de las montañas podían sacar
algún beneficio del grano era fabricando güisqui. El asunto había causado problemas en Irlanda y en
Escocia —de hecho, el sabor tostado que tiene el güisqui escocés se debe a que algunos granjeros
tuvieron que huir apresuradamente de los hombres del rey, teniendo que dejar las calderas del grano en el
fuego—. Pero George Washington no quiso escuchar y aprobó el impuesto sobre el güisqui.
Fue un duro golpe para abuelo. No siguió balanceándose, pero no dijo nada; simplemente miró el fuego
con una mirada perdida en sus ojos. Abuela se sintió mal después de haberlo leído, le dio unas
palmaditas en el hombro y le puso la mano alrededor de la cintura cuando se fueron a la cama. Yo me
sentí casi tan mal como él.
Un mes más tarde, cuando íbamos de camino hacia el pueblo, fue cuando me di cuenta de cuánto le
había afectado el suceso. Habíamos bajado por el sendero, yendo él delante, para luego ir por el camino
de carretas..., y finalmente por la carretera. De vez en cuando pasaba algún coche, pero abuelo nunca
prestaba atención, pues jamás dejaba que nadie le llevara. De repente un coche paró a nuestro lado. Era
un coche abierto, sin ventanas y tenía una lona por encima. El hombre que iba dentro estaba vestido como
un político, y yo sabía que abuelo no iba a querer montar, pero me llevé una sorpresa.
El sujeto sacó la cabeza fuera de la ventanilla y gritó:
—¿Quieren que los lleve?
Abuelo dudó sólo un momento; luego dijo «gracias», y entró, indicándome que subiera atrás. Bajamos
por la carretera y fue emocionante para mí sentir lo rápido que íbamos.
Abuelo se mantenía tan derecho como un palo; para ir sentado en el coche con el sombrero puesto,
resultaba demasiado alto. No se lo quiso quitar, así que no tuvo más remedio que inclinarse, con la
espalda en ángulo respecto al parabrisas. Esto producía la impresión de que estaba estudiando la
carretera y la forma en que conducía el político, lo que puso a éste nervioso. Abuelo no le estaba
prestando la menor atención. Finalmente, el político dijo:
—¿Van al pueblo?
Abuelo respondió:
—Sí —y seguimos el viaje.
—¿Es usted granjero?
—Algo —fue la respuesta.
—Yo soy catedrático de la Universidad del Estado —aseguró el conductor, y noté que estaba orgulloso
de decirlo.
Yo estaba sorprendido y contento de que no se tratara de un político. Abuelo no dijo nada.
—¿Es usted indio?
—Sí.
—¡Oh! —dijo el catedrático, como si eso lo explicara todo.
De repente, abuelo giró la cabeza hacia el catedrático y dijo:
—¿Qué es lo que sabe usted acerca del impuesto que ponía George Washington a los fabricantes de
güisqui? —parecía que iba a abofetear al catedrático.
—¿El impuesto del güisqui? —gritó muy alto.
—Sí, el impuesto del güisqui.
—No sé —contestó—. ¿Se refiere al general George Washington?
—¿Hubo más de uno? —preguntó sorprendido.
También me había dejado asombrado a mí.
—Nooo... —dijo el catedrático—, pero no sé nada del tema.
Aquello me pareció algo sospechoso, y pude ver que a abuelo tampoco le satisfacía mucho. El
catedrático miró al frente y me dio la impresión de que cada vez íbamos más deprisa. Abuelo seguía
estudiando la carretera a través del parabrisas, y entonces comprendí por qué había dejado que le
llevaran en coche.
Volvió a hablar, pero no había mucha esperanza en su voz:
—¿Sabe usted si el general Washington se hizo alguna vez una herida en la cabeza? Habiendo
intervenido en tantas batallas, quizá alguna bala le dio en la cabeza.
El catedrático no le miró, y cada vez se le notaba más nervioso.
—¡Ah! Eso es —gritó—. Yo doy clase de inglés; no sé nada acerca de George Washington.
Llegamos a las primeras casas del pueblo y abuelo dijo que nos bajábamos. No estábamos cerca de
ningún sitio de los que íbamos. Cuando nos bajamos a un lado de la carretera, se quitó el sombrero para
agradecer al catedrático, que, apenas habíamos tocado el suelo, había desaparecido entre una nube de
polvo. Abuelo dijo que era la educación que esperaba de un tipo como aquél. Estaba de acuerdo en que
el catedrático actuaba de una forma sospechosa, y que podía haberse tratado de un político haciéndose
pasar por un catedrático, pues había oído que la mayoría de ellos estaban locos.
Me contó que se imaginaba que George Washington se había hecho una herida en la cabeza en alguna de
las batallas, lo que podía ser la explicación de cosas como el impuesto sobre el güisqui. Dijo que él tenía
un tío al que una mula dio una coz en la cabeza, y que desde entonces nunca volvió a ser totalmente
normal, aunque dijo que él tenía su propia opinión sobre el caso, que nunca había hecho pública: su tío,
según su versión, sólo estaba loco cuando quería, como cuando su vecino descubrió juntos en la cama a
su mujer y al tío, y éste salió corriendo a cuatro patas como un perro y comenzó a comer tierra. Pero dijo
que nadie pudo saber nunca si de verdad estaba loco, o si simplemente se hacía el loco...; por lo menos,
el vecino no lo supo. Su tío vivió apaciblemente y murió tranquilo en su cama. De cualquier forma, decía
que no era quién para juzgar el caso. La herida de George Washington me pareció una idea razonable, y
quizá también fue la causa de sus otros errores.
4 El zorro y los sabuesos

ERA una tarde invernal cuando abuelo cogió a la vieja «Maud» y a «Ringer» y los metió en la cabaña.
Dijo que no quería que se pusieran en peligro actuando como lo iban a hacer los otros perros. Me
imaginé que algo iba a ocurrir. Abuela ya lo sabía; sus ojos brillaban como luces negras. Me vistió con
una camisa de ciervo como la de abuelo y me puso la mano en el hombro como le había hecho a él. Yo
me sentí mayor.
No pregunté, pero me quedé por allí. Me dio una bolsa de galletas y carne y dijo:
—Esta noche me sentaré en el porche, escucharé y os oiré.
Fuimos a la parte delantera de la casa y abuelo silbó a los perros. Salimos atravesando el riachuelo.
Los perros nos adelantaban y volvían de nuevo hacia donde estábamos, rápidos y nerviosos.
Mantenía a sus perros sólo por dos razones. Una era su plantación de grano: cada primavera y verano
asignaba a la vieja «Maud» y a «Ringer» el trabajo de vigilar, porque los ciervos, mapaches, cerdos y
cornejas querían comerse el grano.
Como había dicho, la vieja «Maud» no tenía ningún olfato, y por tanto era inservible para seguir la
pista de un zorro, pero tenía un oído muy fino y buena vista y con este trabajo, por lo menos, tenía algo
que hacer y podía estar orgullosa pensando que servía para algo. No es bueno que un perro o cualquier
otro ser tenga el sentimiento de que no sirve para nada.
«Ringer» había sido un buen perro para rastrear pistas. Ahora se estaba haciendo viejo. Su rabo estaba
roto, lo que no le daba un buen aspecto, y no podía ver ni oír bien. Ponía a «Ringer» con «Maud» para
que pudiese ayudar y se sintiese útil en su vejez; eso lo dignificaba y el perro andaba con las patas
estiradas, sintiéndose muy importante, especialmente en los períodos en que tenía que vigilar el grano.
Mientras el grano maduraba, daba de comer a «Maud» y a «Ringer» en el establo, que no estaba lejos
del sembrado. Se estaban allí pacientes. La vieja «Maud» servía de ojos y oídos para «Ringer». Si veía
algo en el sembrado, se lanzaba en esa dirección, ladrando como si el grano le perteneciera; «Ringer» la
seguía haciendo lo mismo.
Iban corriendo por entre los cereales; podía ocurrir que la vieja «Maud» viese un mapache, y luego
corriese pasando de largo, pues no podía olerlo..., pero entonces, «Ringer», siguiéndola de cerca, sí lo
olfateaba. Ponía su morro sobre el suelo y salía ladrando tras el mapache. Lo perseguía por todo el
sembrado, y luego lo seguía hasta que su víctima tenía que subirse a un árbol. Volvía con un aspecto algo
triste; pero ni él ni la vieja «Maud» se rendían nunca. Cumplían con su trabajo. La otra razón por la que
mantenía sus perros era por simple diversión: para seguir el rastro de los zorros. Nunca usaba perros
para cazar. No los necesitaba. Conocía los sitios donde los animales comían y bebían, conocía sus
hábitos y las pistas que dejaban, incluso la forma de pensar y las características de todos los animales,
mucho mejor de lo que ningún perro puede aprender.
El zorro rojo corre en círculo cuando es perseguido por los perros. Teniendo su madriguera como
centro, corre en un círculo que mide alrededor de una milla de diámetro. Siempre, mientras corre, utiliza
trucos: anda de espaldas, se mete en el agua y deja falsas pistas, pero siempre se mantiene alrededor del
círculo. A medida que se va cansando, hace el círculo más y más pequeño, hasta que se retira a su
madriguera.
Cuanto más corre, más se sofoca, y su lengua echa olores más intensos que los perros olfatean y
comienzan a ladrar más y más fuerte. A esto se le llama «pista caliente».
Cuando el zorro gris corre, describe la figura de un ocho, y su madriguera está prácticamente donde se
cruza su recorrido cada vez que hace el ocho.
También conocía la forma de pensar del mapache y se reía de sus travesuras y juraba solemnemente
que en algunas ocasiones los mapaches se habían reído de él. Sabía por dónde corría el pavo y podía
seguir una abeja desde el agua a su colmena con sólo una mirada. Podía hacer que un ciervo se le
acercara, pues conocía su natural curiosidad, y podía andar por entre una nidada de codornices sin que
éstas moviesen una pluma. Pero nunca las molestaba más allá de lo que necesitaba, y sé que ellas lo
entendían.
Vivía con la caza, no de ella. Tenía buenas relaciones con los hombres blancos de la montaña. Pero
éstos cogían sus perros e iban de un lado a otro, disparando contra todo, hasta que todos los animales se
escondían. Si veían una docena de pavos, los mataban a todos si podían.
Pero le respetaban como un hombre sabio del bosque. Yo podía notarlo en sus ojos y en la forma en
que se tocaban el sombrero cuando se encontraban con él en la tienda. Se mantenían, con sus perros y sus
rifles, fuera de las hondonadas donde él estaba, y se quejaban de que la caza era cada vez más escasa
donde estaban ellos. Abuelo movía a menudo la cabeza, escuchando sus comentarios, y nunca decía nada.
Pero me lo dijo a mí. Ellos nunca comprenderían la vida del cheroqui.
Con los perros corriendo detrás, yo trotaba tras él. Era excitante y misterioso cuando el sol se ponía, y
la luz variaba de rojo anaranjado a color sangre, cambiando y oscureciéndose constantemente, como si la
luz del día estuviese viva, pero muriéndose. Incluso la brisa del crepúsculo producía un silbido sigiloso,
como si tuviese cosas que contar que no pudiese decir libremente.
Los animales se iban yendo a sus madrigueras y las criaturas de la noche salían de caza. Cuando
pasamos por la pradera, delante del establo, se detuvo, y yo me quedé prácticamente debajo de él.
Una lechuza volaba hacia nosotros, moviéndose a la altura de la cabeza de abuelo. Pasó a nuestro lado
sin hacer ningún ruido, ni un murmullo, ni un roce con sus alas. Se movía silenciosamente, como un
fantasma.
—Una lechuza —dijo abuelo—; es la que se oye a veces por la noche y suena como si fuera una mujer
quejándose. Va a cazar ratas.
No quería molestar a la vieja lechuza mientras cazaba ratas, y me mantuve entre abuelo y el establo
mientras pasábamos.
La oscuridad comenzó a hacerse más profunda y las montañas se acercaban por ambos lados a medida
que andábamos. Pronto llegamos a una bifurcación del camino y cogimos el de la izquierda. Ahora el
camino era muy estrecho. Sólo había una pequeña senda para avanzar al borde del riachuelo. Abuelo
llamaba a este lugar «El Estrecho». Parecía que si uno estiraba los brazos tocaría las montañas por
ambos lados.
Subían empinadas, oscuras y adornadas con las copas de los árboles, dejando una pequeña franja de
cielo estrellado justo sobre nosotros. Muy lejos, una zurita lanzó su llamada, larga y estridente. Las
montañas recogieron el sonido, y mediante el eco lo multiplicaron una y otra vez, llevándolo cada vez
más lejos hasta que murió, a tanta distancia, que aquello era más un recuerdo que un sonido.
Todo estaba muy solitario y yo trotaba justo tras los talones de abuelo. Ningún perro se quedó detrás de
mí, lo que me hubiese gustado. Se mantenían delante de abuelo, corriendo hacia él de vez en cuando,
deseosos de que les mandara tras la pista.
El estrecho se empinó. Empecé a oír ruido de agua. Era un arroyo que cruzaba lo que abuelo llamaba el
desfiladero colgado.
Salimos del camino y subimos por la montaña, dejando el arroyo debajo de nosotros. Abuelo lanzó a
los perros. Todo lo que tuvo que hacer fue una señal y decir «¡Id!», y salieron, dando pequeños chillidos
como los niños cuando van a coger fresas, como él decía.
Nos sentamos junto a un pimpollo que había sobre el arroyo. Hacía calor. Los pimpollos desprenden
calor; en verano uno debe sentarse bajo un roble o un nogal o algo así, pues el pino recoge mucho el
calor.
Las estrellas se reflejaban en el arroyo, moviéndose con las ondas. Abuelo dijo que pronto
comenzaríamos a escuchar a los perros, en cuanto encontrasen la pista del viejo «Slick». Así era como
llamaba al zorro.
Estábamos en el territorio del viejo «Slick». Le conocía desde hacía cinco años, más o menos. La
mayoría de la gente piensa que todos los cazadores de zorros llegan a cazarlos. Pero no es verdad.
Abuelo nunca mató un zorro en su vida. La razón para la caza del zorro la constituyen los perros, el
placer de escuchar cómo siguen la pista.
Siempre llamaba a los sabuesos una vez que el zorro se metía en la madriguera. Alguna vez, cuando el
viejo «Slick» se moría de aburrimiento, había llegado a ir hasta la cabaña y se había sentado en el claro
de enfrente, esperando que abuelo y los perros fueran tras su pista. A veces, los perros causaban algunas
molestias a abuelo, pues se iban ladrando y chillando sin su permiso tras el viejo «Slick» montañas
arriba.
Le gustaba perseguir al viejo «Slick» cuando éste estaba malhumorado y no tenía ganas de jugar. Si un
zorro quiere meterse en la madriguera, utiliza ingeniosos trucos para alejar a los perros. Cuando tiene
ganas de jugar, se mueve por todo el campo.
Lo curioso era que el viejo «Slick» sabía que cuando lo perseguían y él no tenía ganas de jugar, era una
especie de castigo por haber estado molestando a abuelo, merodeando por la cabaña.
La luna salió sobre la montaña en cuarto menguante.
Llenó de sombras el terreno entre los pinos, su luz se reflejó en el arroyo e iluminó los pequeños
jirones de niebla, dándoles el aspecto de barquitos plateados atravesando El Estrecho.
Abuelo se apoyó en un pino y estiró las piernas. Yo hice lo mismo y puse el saco con los alimentos a
mi lado. Era misión mía el cuidar de ellos. No muy lejos sonó un ladrido largo y profundo.
—Ése es el viejo «Rippitt» —dijo abuelo y se rió por lo bajo— y es una maldita mentira. «Rippitt»
sabe lo que buscamos... pero no puede esperar. Por eso hace como si hubiese encontrado una pista.
Escucha lo falso que suena su ladrido. Sabe que está mintiendo.
Verdaderamente sonaba como él decía.
—Seguro que lo que está diciendo es una maldita mentira —dije.
Podíamos usar ese lenguaje cuando abuela no estaba cerca.
Al cabo de un minuto, los otros perros se dieron cuenta de la mentira, pues ya no ladraban, sino que
aullaban a su alrededor. En las montañas llaman a eso un perro farolero. Volvió el silencio.
Al cabo de un rato, un ladrido profundo rompió la calma. Era largo y venía de lejos. Supe desde el
principio que éste era el verdadero, pues se notaba nerviosismo en él. Los demás perros lo imitaron.
—Ése es «Blue Boy» —dijo abuelo—; pronto tendrá el mejor olfato de la montaña, y ése es «Little
Red», tras él..., y allí está «Bess».
Se oyó otro ladrido, éste algo frenético.
—Y allí está el viejo «Rippitt», continuando al fin.
Ahora, los ladridos sonaban a todo volumen, alejándose cada vez más; el eco los hacía resonar de un
lado a otro, hasta que parecía que había perros por todas partes. Luego, todo fue silencio.
—Están en la parte de atrás de la montaña Clinch —aseguró abuelo. Escuché con cuidado, pero no
pude oír nada.
Un gavilán nocturno emitió un «psss» desde la ladera de la montaña de detrás de nosotros, cortando el
aire con un silbido afilado. Al otro lado del arroyo, un búho le contestó: «zu... iu, iueiuuauuu».
Abuelo rió por lo bajo.
—El búho se queda en el valle; el gavilán ocupa las cimas. A veces, el viejo gavilán se figura que hay
fáciles presas cerca del agua, y al búho no le gusta eso.
Un pez saltó en el arroyo, salpicando. Yo estaba empezando a preocuparme.
—¿No se habrán perdido? —le murmuré a abuelo.
—No —dijo—; los oiremos dentro de un minuto y saldrán al otro lado de la montaña Clinch; correrán
por esa ladera, delante de nosotros.
Efectivamente. Primero se les oyó muy lejos, débilmente. Luego, cada vez más fuerte. Allí venían
ladrando y aullando, faldeando la ladera, yendo hacia donde estábamos. Cruzaron el arroyo en algún
punto más abajo. Entonces corrieron por la montaña de detrás de nosotros y volvieron a ir hacia la
montaña Clinch. Esta vez corrían por la ladera próxima a la montaña y los oíamos durante todo el tiempo.
—El viejo «Slick» está estrechando el círculo —dijo abuelo—. Esta vez, tras cruzar el arroyo, puede
conducirlos justo delante de nosotros.
Estaba en lo cierto. Los oímos chapotear a través del río, no muy lejos de nosotros... y mientras
chapoteaban y ladraban, abuelo se sentó, inmóvil, y me cogió del brazo.
—Allí está —murmuró.
Y allí estaba. Apareció por entre unos juncos en el arroyo. Iba trotando, con la lengua fuera y con una
larga cola peluda que colgaba descuidadamente tras él. Tenía los orejas puntiagudas y corría
cuidadosamente, tomando su tiempo para moverse alrededor de los matorrales. De repente se paró,
levantó un pata delantera y se la chupó; luego volvió la cabeza hacia el lugar de donde partían los
ladridos de los perros y continuó.
Abajo, enfrente de donde estábamos, había algunas piedras que sobresalían del agua; cinco o seis de
ellas llegaban casi hasta el centro del arroyo. Cuando el viejo «Slick» llegó al lugar en donde estaban las
piedras, se paró y miró hacia atrás, como si estuviese calculando a qué distancia estaban los perros.
Luego se sentó, muy tranquilo, dándonos la espalda y, simplemente, se dedicó a mirar el arroyo. La luna
coloreaba intensamente de rojo su pelo. Los perros se iban acercando.
Abuelo me apretó el brazo.
—¡Míralo ahora!
El viejo «Slick» saltó desde el borde del arroyo hasta la primera piedra. Se paró allí un minuto y bailó
sobre la piedra. Luego saltó hasta la siguiente y volvió a bailar. Luego, a la siguiente y la siguiente, hasta
que llegó a la última, casi en el centro del arroyo.
Entonces volvió, saltando de roca en roca, hasta llegar a la primera piedra. Se le vio escuchar
intensamente, saltar al agua y chapotear corriente arriba, hasta que se perdió de vista. Había apurado
mucho el tiempo, pues apenas había desaparecido cuando llegaron los perros.
«Blue Boy» iba el primero, con su nariz pegada al suelo. El viejo «Rippitt» le pisaba los talones, y
«Bess» y «Little Red», muy juntos, iban detrás. De vez en cuando, uno de ellos levantaba el hocico y
lanzaba un «¡uuuauuuuoooooooooh!», que helaba la sangre.
Llegaron al lugar donde estaban las piedras que sobresalían del arroyo. «Blue Boy» no vacilaba nunca.
Allí estaba, saltando de una roca a otra y los demás detrás.
Cuando llegaron a la última piedra en el centro del arroyo, «Blue Boy» se paró, pero el viejo «Rippitt»
continuó. Saltó al agua, como si no hubiese ninguna duda de por dónde iba la pista, y comenzó a nadar
hacia la otra orilla. «Bess» saltó tras él y también empezó a nadar.
«Blue Boy» elevó el morro y comenzó a olfatear el aire. «Little Red» se quedó allí en la piedra con él.
Al cabo de un minuto, «Blue Boy» y «Little Red» saltaron por las piedras en dirección a nosotros.
Llegaron a la orilla, yendo siempre «Blue Boy» por delante. Entonces encontró la pista del viejo «Slick»,
y ladró largo rato. «Little Red» le hizo coro.
«Bess» dio la vuelta mientras todavía estaba nadando y regresó. El viejo «Rippitt» corría de un lado a
otro por la otra orilla, totalmente perdido. Aullaba y gruñía, y corría adelante y atrás con la nariz pegada
al suelo. Cuando oyó a «Blue Boy», saltó al agua y nadó con mucha fuerza, salpicando sobre su cabeza,
hasta que llegó a la orilla y encontró la pista detrás de los demás.
Abuelo y yo nos reímos como locos hasta casi rodar por la ladera. Yo perdí el equilibrio y rodé hasta
un matorral. Todavía estábamos riéndonos cuando decidió que nos fuéramos de allí.
Sabía que el viejo «Slick» iba a utilizar ese truco y por eso había elegido ese lugar para escondernos.
Añadió que, sin duda alguna, el viejo «Slick» se había sentado por allí cerca para poder observar a los
perros. La razón por la que había esperado quieto a que los perros se acercaran era para que el olor
estuviese fresco sobre las piedras, seguro de que los sentimientos de los perros iban a poder más que sus
sentidos cuando estaban excitados. El truco funcionó bien con el viejo «Rippitt» y con «Bess», pero no
con «Blue Boy» y «Little Red».
Abuelo me contó que muchas veces había visto lo mismo: que los sentimientos podían más que la
razón, convirtiendo a la gente en tontos tan grandes como lo había sido el viejo «Rippitt». Creo que
estaba en lo cierto.
Había amanecido, y yo ni siquiera me había dado cuenta. Bajamos hasta la orilla del arroyo y comimos
nuestras galletas ácidas y la carne. Los perros volvían a ladrar y venían por la ladera, frente a nosotros.
El sol iluminó la montaña, reflejando los árboles en el arroyo; de entre las ramas salieron algunas
cornejas y un petirrojo.
Abuelo metió su cuchillo entre la corteza de un cedro e hizo un cucharón doblando un extremo de la
corteza. Cogimos agua fría y cristalina del arroyo. Se podían ver los guijarros en el fondo. El agua tenía
un sabor a cedro que me dio todavía más hambre. Pero nos habíamos comido ya todas las galletas.
Abuelo continuó diciendo que el viejo «Slick» podía venir por la otra orilla esta vez, y lo podríamos
ver de nuevo, pero tendríamos que estar callados. No me moví ni cuando las hormigas subieron por mi
pierna, a pesar de lo que me molestaban. Abuelo lo vio y me dijo que me las podía sacudir, que el viejo
«Slick» no notaría ese movimiento. Así lo hice.
Un rato después, cuando los perros estaban otra vez cerca, volvimos a ver al viejo «Slick» subiendo
despacio por la orilla de enfrente. Abuelo silbó. El viejo zorro se detuvo y miró hacia la otra orilla,
hacia nosotros. Estuvo allí un instante, con los ojos rasgados como si estuviese sonriendo; luego resopló
y se perdió de vista.
Abuelo aseguró que el viejo «Slick» resoplaba molesto por los inconvenientes que le estábamos
causando.
Añadió que algunos tipos le habían contado que habían oído hablar de zorros que se relevan, pero que
él los había visto realmente. Me contó que hacía algunos años había estado siguiendo la pista de unos
zorros y estaba sentado sobre un nogal en el claro de un bosque.
Un zorro rojo llegó con los perros tras él, se paró ante un tronco hueco y dio una especie de ladrido.
Del tronco salió otro zorro, y el primero se guareció. El segundo salió corriendo, llevando a los perros
tras su pista. Abuelo se acercó al árbol y realmente pudo oír roncar al zorro, mientras los perros pasaban
a pocos metros de él. Añadió que los viejos zorros tienen tanta confianza en sí mismos que no les importa
la cercanía de los perros.
Aquí llegaban ya «Blue Boy» y los demás, subiendo por la orilla del arroyo. Ladraban cada dos o tres
pasos... Era una pista fresca. Se perdieron de vista y, tras un minuto, un ladrido se destacó de los demás y
se convirtió en aullidos y alaridos.
Abuelo se enfadó:
—¡Maldición! El viejo «Rippitt» quiere atajar otra vez y hacerle una trampa al viejo «Slick». Se ha ido
y se ha perdido. En las montañas se llama a eso un perro tramposo.
Abuelo opinó que tendríamos que comenzar a ladrar y a gritar para orientar al viejo «Rippitt» hacia
nosotros, y eso terminaría con la búsqueda de la pista, pues los demás también vendrían. Así lo hicimos.
Yo no podía emitir aullidos tan largos como los suyos. Eran interminables. Pero lo hice bastante bien,
en opinión del abuelo.
Vinieron rápidamente y el viejo «Rippitt» estaba avergonzado de lo que había hecho. Se quedó
andando detrás de los demás, esperando, me imagino, pasar inadvertido. Según abuelo le estaba bien
empleado, y quizá esta vez aprendiese que no se puede hacer trampas sin crearse muchos problemas a
uno mismo.
El sol marcaba el mediodía cuando abandonamos el desfiladero colgado y fuimos por El Estrecho en
dirección a casa. Los perros arrastraban las patas por el camino. Era evidente su agotamiento. Yo
también lo estaba y me hubiera resultado bastante difícil aguantar el paso, de no ser porque abuelo
también estaba fatigado y andaba despacio.
Al atardecer divisamos la cabaña y a abuela. Había salido al camino para recibirnos. Me cogió en
brazos y puso el brazo alrededor de la cintura de abuelo. Me imagino que debía de estar muy cansado,
pues me quedé dormido en su hombro y no sé cuándo llegamos a la cabaña.
5 « Te quiero, Bonnie Bee »

CUANDO miro hacia atrás en el tiempo, pienso que abuelo y yo debíamos de ser bastante tontos. No
me refiero a cosas como las montañas o la caza; pero sí cuando se trataba de libros o de palabras.
Íbamos siempre a abuela con nuestras dudas, y ella nos las resolvía.
Como la vez en que la señorita nos preguntó en qué dirección debía ir.
Habíamos estado en el pueblo y volvíamos a casa bastante cargados. Llevábamos tantos libros, que nos
los repartimos entre los dos. Abuelo estaba alarmado por el número de libros. Dijo que la bibliotecaria
nos mandaba demasiados cada mes, y comenzaba a mezclar personajes de las distintas historias.
El mes pasado estuvo discutiendo si Alejandro Magno, apoyado por los grandes banqueros en el
congreso, intentó competir con Jefferson. Abuela le había dicho que Alejando Magno no había sido un
político de esa época, y de hecho, ni siquiera vivía ya entonces. Pero a él se le había metido en la cabeza,
y tuvimos que volver a pedir el libro de Alejandro Magno.
Estaba razonablemente seguro de que el libro iba a corroborar lo que decía abuela. Yo también estaba
bastante seguro, pues nunca la había visto equivocarse en materia de libros.
Convencidos de que ella tenía razón, abuelo había llegado rápidamente a la conclusión de que llevar
demasiados libros causaba confusión.
De cualquier forma, yo llevaba uno de los libros de Shakespeare y el diccionario, además de la lata del
aceite. Abuelo llevaba el resto de los libros y una lata de café. A abuela le encantaba el café y, como
abuelo, pensé que el café nos ayudaría cuando leyésemos Alejandro Magno, pues el tema había sido una
preocupación para abuela durante todo el mes.
Estábamos en la carretera del pueblo, yendo yo tras abuelo, cuando un gran coche negro se paró a
nuestro lado. Era el coche más grande que yo había visto nunca. Viajaban en él dos señoritas y dos
hombres.
Tenía ventanas de cristal, que se metían por dentro de la puerta cuando se bajaban.
Nunca habíamos visto nada igual, y ambos observamos la ventana cuando se bajó y se perdió de vista
dentro de la puerta. Más tarde abuelo me dijo que la había mirado de cerca y que había una pequeña
ranura en la puerta por donde podía meterse el cristal. Yo no lo vi, pues no era lo suficientemente alto.
La señorita estaba muy bien vestida, con anillos en los dedos y grandes bolas que le colgaban de las
orejas.
—¿Por dónde se va a Chattanooga? —preguntó.
Apenas se oía el motor del automóvil.
Abuelo dejó la lata de café en el suelo y colocó sus libros encima para que no se mancharan. Solté la
lata del aceite, pues abuelo siempre decía que cuando alguien habla hay que tratarle con respeto y
prestarle atención a lo que dice. Después de haber hecho eso, abuelo se quitó el sombrero, lo que pareció
sentarle mal a la dama, pues gritó:
—He dicho que por dónde se va a Chattanooga, ¿está usted sordo?
—No, señora; mi oído y mi salud están muy bien hoy, gracias. ¿Cómo está el suyo? —contestó.
Abuelo lo preguntaba muy seriamente, pues era su costumbre interesarse por el estado de la gente.
Nos sorprendimos mucho cuando la mujer hizo gestos, como si estuviese enfadada, quizá porque los
otros ocupantes del automóvil se estaban riendo de algo que debía haber hecho.
Gritó más fuerte:
—¿Nos va a decir cómo se va a Chattanooga?
—Sí, señora —contestó.
—Bueno —dijo la señorita—. ¡Dígalo!
—Bien —dijo abuelo—; primero, están ustedes en una dirección incorrecta, en dirección este.
Necesitan ustedes ir hacia el oeste. Pero no directamente al oeste, sino ligeramente desviados hacia el
norte, más o menos en la dirección en que está aquella montaña... Esto debe llevarlos allí.
Abuelo volvió a ponerse el sombrero y nos agachamos para recoger nuestras cosas.
La señorita sacó la cabeza por la ventanilla:
—¿Lo dice en serio? —gritó—. ¿Qué carretera tomamos?
Abuelo se estiró extrañado:
—Me imagino que cualquiera que vaya al oeste, sin olvidar desviarse un poco hacia el norte.
—¿Quiénes son ustedes, dos forasteros? —gritó la mujer.
Esto le dejó perplejo; también me lo dejó a mí, pues nunca había oído la palabra, y me parece que
tampoco él la había oído nunca. Miró a la señorita sin decir nada durante un rato, y luego dijo finalmente:
—Me imagino que sí.
El gran automóvil arrancó, yendo en la dirección en que iba antes, que era la dirección este, el camino
erróneo. Abuelo movió la cabeza y dijo que en sus setenta años se había encontrado con gente loca, pero
la mujer aquélla superaba a todos. Le pregunté si podía tratarse de un político, pero él dijo que nunca
había oído hablar de ninguna mujer que se dedicara a la política, aunque sí podía tratarse de la mujer de
algún político.
Llegamos a los caminos de carreta. Siempre, al volver del pueblo, cuando llegábamos a los senderos
yo comenzaba a pensar en algo que preguntarle. Se paraba cuando le hablaban, como ya dije, para prestar
atención a lo que se le decía. Esto me daba una oportunidad para ponerme a su altura. Me imagino que yo
era pequeño para mi edad —cinco, casi seis años—, pues mi coronilla llegaba un poquito más arriba de
sus rodillas, y estaba siempre en un trote continuo tras él.
Me había quedado bastante retrasado, y casi corría para acortar la distancia:
—Abuelo, ¿has estado alguna vez en Chattanooga?
Se paró:
—¡Noooo! —dijo—, pero casi fui una vez.
Llegué hasta donde estaba y solté la lata de aceite.
—Debió ser hace veinte... quizá hace treinta años, supongo —dijo—. Yo tenía un tío que se llamaba
Enoch. Era el más joven de los hermanos de mi padre. A veces se emborrachaba y entonces su cabeza se
quedaba hueca y desaparecía andando solitario por las montañas. Pero una vez desapareció y pasaron
tres o cuatro meses y no supimos nada de él. Preguntamos a los caminantes y nos enteramos de que estaba
en Chattanooga, en la cárcel. Yo fui el elegido para ir a buscarle. Pero apareció en la puerta de la cabaña
inesperadamente.
Hizo una pausa como para recordar aquello y comenzó a reír.
»—Sí señor, allí apareció, descalzo y con unos harapos, que se sujetaba con la mano, por toda
vestimenta. Parecía que había venido rodando por los senderos, pues estaba todo despellejado. Resultó
que había hecho todo el camino andando por las montañas.
Se detuvo para volver a reír, y yo me senté sobre la lata de aceite para descansar las piernas.
»—El tío Enoch dijo que había empinado el codo, y no podía acordarse de cómo llegó a Chattanooga,
pero que se despertó en un cuarto, en una cama con dos mujeres. Dijo que apenas había comenzado a
bajarse de la cama, cuando la puerta se abrió de golpe y apareció un tipo grande y furioso. Decía que una
de las mujeres era su esposa y la otra su hermana. Parece que, de una forma o de otra, el tío Enoch quedó
asociado prácticamente con toda la familia.
»—El tío Enoch continuó relatando que las mujeres se levantaron y comenzaron a gritarle para que
pagara algo al tipo aquél que también le gritaba. Mientras tanto, el tío Enoch intentaba encontrar sus
pantalones, pues aunque dudaba de que hubiera algo de dinero en ellos, sabía que tenía un cuchillo, y que
el tipo aquel parecía que iba en serio. Pero no pudo encontrarlos. No tenía la más remota idea de lo que
podía haber hecho con ellos; como no podía hacer otra cosa, saltó por la ventana. El problema fue que se
trataba de un segundo piso y cayó desnudo sobre las piedras. Así fue como se despellejó.
»—No tenía ninguna ropa, pero se encontró con un visillo que había arrastrado en su caída. Se tapó sus
partes con aquel trozo de tela y pensó buscar un sitio donde esconderse hasta que oscureciera. Lo malo es
que no pudo encontrar ninguno. Cayó en medio de un montón de gente con prisa, que iban de un lado para
otro, que no tenían modales, y le empujaron dos veces. La Ley dio con él, y le metieron en la cárcel.
»—A la mañana siguiente le dieron unos pantalones, una camisa y unos zapatos demasiado grandes para
él, y le pusieron con otros tipos a limpiar las calles. Eran menos de una docena, y le parecía totalmente
imposible que entre tan poca gente pudiesen limpiar el lugar aquel. Allí tiraban cosas en la calle más
deprisa de lo que ellos barrían. No vio ninguna razón para seguir allí, y decidió huir. En la primera
oportunidad que tuvo, salió corriendo. Un tipo le sujetó por la camisa, pero la rompió y escapó. También
perdió los zapatos, pero conservó los pantalones. Se escondió entre unos árboles hasta la noche. Se
orientó por las estrellas y se fue en dirección a casa. Tardó tres semanas en atravesar las montañas,
alimentándose de bellotas y nueces, como los cerdos. Cuando el tío Enoch se curó de su borrachera...
nunca volvió a acercarse a un pueblo, que yo sepa. Yo nunca he estado en Chattanooga y no pienso ir
jamás.
En ese momento tomé la decisión de que yo tampoco iría nunca a Chattanooga.
Estábamos cenando aquella noche cuando se me ocurrió preguntarle una cosa a abuela y dije:
—Abuela, ¿qué significa forastero?
Abuelo dejó de comer, pero no levantó los ojos del plato. Abuela nos miró. Sus ojos titubearon.
—Bueno —dijo—, forasteros son personas que no están en el lugar en donde han nacido.
Conté la historia de la mujer del automóvil, y de cómo había preguntado si éramos forasteros, y abuelo
había contestado que suponía que sí. Retiró su plato:
—Yo suponía que no habíamos nacido allí abajo, en la cuneta, lo que nos hacía forasteros. De
cualquier forma, es otra de esas absurdas palabras de las que se puede prescindir. Siempre he dicho que
existen demasiadas palabras sin sentido.
Abuela estaba de acuerdo. No quería meterse en jaleos de palabras. Por ejemplo, nunca había podido
hacer olvidar a abuelo las palabras «ponido» y «tenió». Él decía que puesto era algo que había a veces a
la entrada del pueblo, donde los granjeros vendían sus productos. Por tanto, había que decir «ponido».
También decía que «tuvo» era como una barra con un agujero y que, por tanto, había que decir «tenió».
No había forma de hacerle cambiar su idea, pues creía firmemente que la suya, en este caso, era la más
correcta.
Opinaba que si hubiera menos palabras habría menos problemas en el mundo. Me dijo en privado que
siempre había algún estúpido inventando palabras que sólo servían para causar problemas. Tenía razón.
Daba más importancia al sonido o a la forma de pronunciar una palabra que a su significado. Decía que
personas que dijesen distintas palabras podían tener el mismo sentimiento atendiendo sólo a su
entonación. Abuela estaba de acuerdo con él, pues de esta forma es como se hablaban entre ellos.
Ella se llamaba Bonnie Bee. Lo supe cuando le oí por la noche decir:
—Te quiero, Bonnie Bee.
Estaba diciendo «te quiero», pero el sentimiento estaba en la entonación.
Y cuando hablaban y abuela decía: «¿Tú me quieres, Wales?», y él contestaba: «Te quiero», lo que
quería decir era «te entiendo». Para ellos, amor y comprensión eran la misma cosa. Ella decía que no se
puede amar algo que no se entiende, ni se puede amar a la gente ni a Dios si no se los entiende.
Ellos se entendían y, por tanto, se amaban. Abuela decía que la comprensión se hacía más profunda a
medida que pasaba el tiempo. Suponía que llegaba a ser algo más allá de cualquier cosa que los mortales
pudieran imaginar.
Abuelo decía que la palabra querido tenía antes un significado más amplio y se refería a la gente
apreciada. Pero con el egoísmo humano se restringió su uso a un círculo familiar1.
Cuando él era niño, su padre tenía un amigo que solía frecuentar su casa. Era un viejo cheroqui llamado
Mapache Jack, y era muy arisco y pendenciero. No podía imaginar lo que su padre veía en Mapache Jack.
Iban de vez en cuando a una pequeña iglesia en el valle. Ocurrió un domingo, en tiempo de confesión,
cuando los fieles se levantan si piensan que el Señor se lo pide, hablan de sus pecados y cuentan cuánto
aman al Señor.
Recordaba que en el templo, delante de los fieles, Mapache Jack se levantó y dijo:
—He oído que hay alguien que habla de mí a mis espaldas. Quiero que sepáis que estoy prevenido. Sé
lo que os pasa. Tenéis envidia porque el vicario me ha dado a mí a guardar la llave de la caja de los
libros de los salmos. Dejadme deciros que si a alguno no le gusta, tengo buenas razones guardadas aquí,
en mi bolsillo.
Mapache Jack se levantó la camisa de ciervo y mostró la culata de una pistola. Estaba muy enfadado.
También comentó que la iglesia estaba llena de hombres duros, incluyendo a su padre, que dispararían
a cualquiera en cuanto les molestase lo más mínimo, pero nadie movió una ceja. Su padre se levantó y
dijo:
—Mapache Jack, todas las personas que están aquí admiran la forma en que has guardado la llave de la
caja de los libros de los salmos. Nunca nadie la guardó tan bien. Si alguien ha dicho algo que no te ha
gustado, yo aquí te pido perdón en nombre de todos los presentes.
Mapache Jack se sentó, totalmente apaciguado y contento, como todos los demás.
En el camino de vuelta a casa preguntó a su padre por qué Mapache Jack podía hablar así, y comentó
que se había reído cuando Mapache Jack hablaba de una forma tan importante acerca de la llave de la
caja de los libros de los salmos.
Su padre le dijo:
—Hijo, no te rías de Mapache Jack. Escucha: cuando los cheroquis fueron forzados a abandonar sus
tierras e ir a las reservas, Mapache Jack era joven. Se escondió en estas montañas y peleó para poder
seguir aquí. Cuando llegó la guerra civil pensó que quizá podría pelear en favor de su gobierno y
recuperar sus tierras. Luchó bravamente. Perdió las dos veces. Cuando terminó la guerra llegaron los
políticos intentando coger lo poco que nos quedaba. Mapache Jack peleó, se escondió y siguió peleando.
¿Ves? ¿Te das cuenta? Vivió un tiempo de luchas. Todo lo que le queda es la llave de la caja de los
libros de los salmos. Y si parece pendenciero... Bueno, ya no puede luchar por nada más.
Abuelo me contó que casi comenzó a llorar por Mapache Jack y que, desde entonces, no importaba lo
que él hiciera o dijera... Le quería porque le entendía.
Eso era ser querido, y la mayoría de los problemas de la gente vienen de que no lo practican; de eso y
de los políticos.
Lo comprendí perfectamente y estuve a punto de llorar yo también por Mapache Jack.
6 Conocer el pasado

ABUELO y abuela querían que yo conociera el pasado, pues «si no conoces el pasado, no tienes futuro;
si no sabes dónde ha estado tu gente, tampoco puedes saber a dónde van». Por tanto, me lo contaron en
gran parte.
Me contaron cómo llegaron los soldados del gobierno. Cómo los cheroquis cultivaban los fértiles
valles y celebraban sus danzas nupciales en primavera, cuando la vida sale del suelo, cuando los gamos y
los pavos reales se alegran del papel que desempeñan en la creación.
Cómo celebraban fiestas cuando se recogía la cosecha, cuando las calabazas se hacían grandes y el
grano se ponía duro. Cómo se preparaban para las cacerías invernales, consagrándose a la vida.
Me explicaron cómo llegaron los soldados del gobierno y les hicieron firmar un papel. Les dijeron que
el papel significaba que los nuevos colonos blancos sabían dónde podían establecerse, y no tomarían la
tierra del cheroqui. Y después de haberlo firmado vinieron más soldados del gobierno, con rifles y
bayonetas, afirmando que el papel había cambiado las palabras. Ahora decía que los cheroquis debían
dejar sus valles, sus casas y sus montañas. Debían irse lejos, en la dirección en que se pone el sol, donde
el gobierno tenía otras tierras para el cheroqui, tierras que los blancos no querían.
Rodearon un gran valle con sus fusiles y por la noche con hogueras. Pusieron a los cheroquis en el
valle. También trajeron a los de otras montañas, tratándolos como si fueran ganado.
Después de bastante tiempo, cuando tuvieron a todos los cheroquis, trajeron carretas y mulas y les
dijeron que podían montar en ellas para ir a las tierras de la puesta del sol. A los cheroquis no les
quedaba nada. Pero no montaron, y así conservaban algo. Algo que no puede verse, vestirse o comerse,
pero conservaron algo. Y no montaron. Fueron a pie.
Los soldados del gobierno montaron delante de ellos, a sus lados y por detrás. Los hombres cheroquis
marcharon a pie y miraron al frente. Nunca bajaron la vista ni miraron a los soldados. Sus mujeres y sus
niños los siguieron y tampoco miraron a los soldados.
Lejos, tras ellos, las carretas vacías se balanceaban, haciendo ruido, y no servían para nada. Las
carretas no podían robar el alma del cheroqui. La tierra les había sido robada, su casa también, pero el
cheroqui no iba a permitir a las carretas que les robaran su alma.
Cuando pasaban por pueblos de hombres blancos, la gente se agrupaba en el camino para verlos pasar.
Al principio se reían, pensando en lo tontos que eran por ir andando cuando las carretas iban vacías. No
volvían la cabeza ni hacían caso a las risas, y pronto callaban.
A medida que se alejaban de las montañas comenzaron a morir. Su alma no murió ni se debilitó. Morían
los más pequeños, los más viejos y los más enfermos.
Al principio, los soldados les permitían parar para enterrar a sus muertos. Pero luego murieron más, a
cientos, a miles. Más de un tercio pereció en el camino. Les dijeron que sólo podían enterrar a sus
muertos cada tres días, pues querían darse prisa y terminar con el asunto de los cheroquis. Podían llevar
a los muertos en las carretas, pero los cheroquis no pusieron a sus muertos en las carretas. Los
transportaron a pie.
El niño pequeño transportaba a su hermanita muerta y dormía a su lado por la noche, en el suelo. Por la
mañana la cogía en brazos y continuaba andando.
El marido llevaba a su mujer muerta. El hijo llevaba a su madre muerta, a su padre. La madre llevaba a
su bebé muerto. Los llevaban en sus brazos. Y andaban. Y no volvían la cabeza para mirar a los soldados
ni a la gente que se ponía al borde de los caminos para verlos pasar. Algunos de éstos lloraban. Pero el
cheroqui no lloró. No lloró por fuera, pues el cheroqui no deja ver su alma, de la misma manera que no
montaba en las carretas.
Por eso lo llamaron el camino de las lágrimas. No porque lloraran, pues no lo hicieron. Lo llamaron así
porque suena romántico y habla de la pena de aquéllos que estuvieron en el camino. Una marcha de la
muerte no es romántica.
No puede escribirse poesía sobre un bebé rígido por la muerte, en los brazos de su madre, mirando
hacia el cielo con los ojos abiertos, mientras su madre camina.
No pueden cantarse canciones acerca del padre que lleva el cuerpo de su mujer y lo deja por la noche
para volverlo a coger por la mañana, y dice a su hijo mayor que lleve el cuerpo del menor. Y no mira...,
ni habla..., ni recuerda las montañas.
No serían canciones bonitas. Por eso lo llaman el camino de las lágrimas.
No todos los cheroquis fueron. Algunos, buenos conocedores de la montaña, se escondieron bien al
amparo de los valles y las cimas, y vivieron con sus mujeres y niños, siempre moviéndose.
Ponían trampas para cazar, pero a veces no se atrevían a volver a las trampas, pues los soldados habían
regresado. Sacaban raíces dulces de la tierra, machacaban las bellotas y hacían comida, preparaban
ensaladas de distintas hierbas, y comían la corteza interior de los árboles. Pescaban con las manos en las
orillas de los arroyos fríos, y se movían sigilosos como sombras. Eran gente que estaban allí, pero que no
se dejaban ver —sólo durante un abrir y cerrar de ojos— ni oír y dejaban muy pocas señales.
Pero de vez en cuando encontraban amigos. La familia del padre de abuelo eran gentes que amaban la
montaña. No estaban interesados ni en tierras ni en dinero, pero amaban la libertad de las montañas,
como los cheroquis.
Abuela me contó cómo el padre de abuelo conoció a su mujer y a su gente. Había visto un pequeño
signo en la orilla de un arroyo. Fue a su casa y trajo un trozo de ciervo y lo dejó allí, en un pequeño
claro. Con él dejó su rifle y su cuchillo. Volvió a la mañana siguiente. El trozo de ciervo había
desaparecido, pero el rifle y el cuchillo estaban allí, y a su lado había otro cuchillo indio largo, y un
tomahawk. No los cogió. Trajo mazorcas de maíz y las dejó junto a las armas, se quedó allí y esperó
mucho tiempo.
Vinieron despacio, al atardecer, moviéndose entre los árboles, parando y luego volviendo a avanzar. El
padre de abuelo alargó la mano, y ellos, una docena en total —hombres, mujeres y niños—, estiraron sus
manos y se tocaron. Abuela dijo que todos desconfiaban al principio, pero que acabaron por darse la
mano.
El padre de abuelo creció y se hizo muy alto, y se casó con la más joven de las hijas de estos indios.
Sujetaron juntos el palo de nogal y lo pusieron en su cabaña, y ninguno de ellos lo rompió mientras
vivieron. Ella se adornó el pelo con plumas del cuervo de alas rojas, y por eso la llamaron Ala Roja.
Abuela dijo que era más delgada que la rama de un sauce y cantaba por las noches.
Mis abuelos me hablaron de cómo fue mi bisabuelo en sus últimos años.
Era un viejo soldado. Se había unido al aventurero confederado John Hunt Morgan para luchar contra el
poderoso monstruo sin cara que era el gobierno, que amenazaba a su gente y su cabaña.
Su barba era blanca. Con la edad comenzaba a flaquear, y cuando el viento del invierno soplaba entre
las rendijas de su cabaña, las viejas heridas volvían a dolerle. Con el golpe de sable que le había abierto
el brazo, el acero había llegado al hueso como un hacha de carnicero. La carne había sanado, pero la
médula del hueso latía dolorosamente, recordándole a los hombres del gobierno.
Bebió media botella de güisqui aquella noche, mientras los muchachos calentaban un hierro al rojo,
cauterizaban la herida y cortaban la hemorragia. Montó solo otra vez en su silla.
El tobillo era lo peor. Odiaba su tobillo. Estaba hinchado y le molestaba en la parte afectada por una
esquirla de metralla. No lo notó al principio. Fue en el salvaje frenesí de una carga de caballería, aquella
noche de Ohio. Cuando el caballo se movía veloz y ligero sobre el suelo, no tenía miedo, sólo frenesí,
mientras el viento silbaba en su cara. Frenesí que sacaba a la superficie su grito de indio rebelde a través
de su garganta, como un bramido salvaje.
Por eso un hombre puede perder media pierna y no enterarse. No se fijó en el tobillo hasta veinte millas
más adelante, cuando acamparon en la oscuridad de un valle; desmontó de su caballo y la pierna se le
dobló con el peso. La sangre chapoteaba en su bota como en un cubo lleno.
Le gustaba recordar la carga. Su recuerdo ablandaba el odio hacia el bastón y su cojera.
El peor de sus dolores estaba en la barriga, en el costado, cerca de la cadera. De allí era de donde
todavía no se había sacado el plomo. Pellizcaba como una rata mordiendo una mazorca de maíz, día y
noche, y nunca cesaba. Le estaba comiendo las entrañas. Pronto tuvieron que estirarle en el suelo de la
cabaña de la montaña y abrirle como un toro en una carnicería.
Lo podrido saldría, la gangrena. No usaron anestesia; simplemente unos tragos del licor de la montaña.
Y allí murió, en el suelo, en su sangre. No hubo últimas palabras, pero mientras le sujetaban los brazos y
las piernas, en su agonía, el viejo cuerpo se arqueó y emitió un grito salvaje de desafío al odiado
gobierno; luego murió. El plomo del gobierno había necesitado cuarenta años para acabar con él.
El siglo estaba muriendo. El tiempo de sangre, peleas y muerte, la época que había conocido y en la
que había sido medido, estaba muriendo. Venía otro siglo, con otra gente llevando la muerte, pero él
codició sólo el pasado del cheroqui.
Su hijo mayor había ido a la reserva; el segundo había muerto en Texas. Sólo quedaba Ala Roja, como
al principio, y su hijo pequeño.
Todavía sabía montar. Podía hacer saltar a un caballo morgan sobre una valla de cinco listones de
altura. Todavía anudaba la cola de los caballos, cosa fuera de uso ya, para que ningún pelo cayera y
pudieran seguirle.
Pero los dolores eran cada vez mayores, y el licor no los calmaba como había hecho antes. Estaba
llegando el tiempo de que le abrieran en el suelo de la cabaña y él lo sabía.
El otoño estaba muriendo en las montañas de Tennessee. El viento se llevó las últimas hojas del roble y
del nogal. Estuvo aquella tarde invernal con su hijo, a media ladera, sin admitir que ya no podía subir a
la montaña.
Observaron los árboles desnudos, destacando en la cima, sobre el cielo. Como si estuviesen estudiando
la inclinación del sol invernal. No se miraron.
—Me imagino que no te voy a dejar mucho —dijo, y rió suavemente—. Lo mejor que puedes hacer con
esa cabaña es usarla para leña.
Su hijo estudió la montaña.
—Supongo —contestó.
—Tú eres un hombre hecho y derecho y con familia —continuó el viejo—; yo no me quedaré con
vosotros mucho tiempo..., defiende las cosas en que creemos. Mi época se ha ido, y ahora te espera algo
que no conozco. Yo no sabría cómo vivir ahora..., no mejor que Mapache Jack. Tienes poco para hacer
frente a lo que viene..., sólo las montañas; ellas no cambiarán y yo las quiero. Sé honrado con tus
sentimientos.
—Sí —contestó el hijo.
El débil sol se había puesto tras la cima y el viento soplaba fuertemente. Al viejo le resultó difícil
decirlo..., pero por fin lo dijo:
—Y... yo... te quiero, hijo.
El hijo no habló, pero pasó su brazo alrededor de los viejos y flacos hombros. Las sombras del valle
eran ahora oscuras y daban a las montañas un color negro a ambos lados. Anduvieron despacio, el
anciano apoyado en su bastón, hasta llegar a la cabaña. Fue el último paseo que abuelo dio con su padre.
Yo he estado muchas veces en sus tumbas, muy juntas en una ladera de robles blancos, donde las hojas
cubren el suelo hasta la altura de la rodilla en otoño, hasta que los crueles vientos invernales las barren;
donde sólo las más bellas violetas indias florecen en primavera, tímidas ante la presencia de las almas
eternas.
El palito de la boda está todavía allí, de madera de nogal y nudoso, sin romperse aún y adornado con
las marcas que hicieron cada vez que tuvieron una pena, una alegría, un problema que habían
solucionado.
Y sus nombres están escritos en tamaño muy pequeño en el palo. Hay que agacharse para poder leer:
«Ethan y Ala Roja».
7 Billy Pino

EN el invierno transportábamos hojas y las poníamos sobre el sembrado del cereal. En la parte de atrás
del valle, pasado el establo, el sembrado se extendía a ambas orillas de la corriente.
Abuelo había limpiado un trozo de la ladera de la montaña. Las inclinaciones, como abuelo llamaba a
las partes en cuesta del sembrado, no producían buen grano, pero él sembraba allí, a pesar de todo. No
había mucha tierra llana en el valle.
A mí me gustaba coger hojas y meterlas en los sacos de arpillera. Eran muy ligeros. Los tres nos
ayudábamos a llenar los sacos. Abuelo podía transportar dos y a veces hasta tres sacos. Intenté
transportar dos, pero no podía avanzar mucho. Las hojas me llegaban a las rodillas, y eran para mí como
nieve marrón, manchada con las pintas amarillas de las hojas de arce y las pintas rojas del árbol del
caucho y de los demás arbustos.
Salíamos del bosque y esparcíamos las hojas sobre el campo. Y también agujas de pino. Abuelo decía
que algunas agujas de pino eran necesarias para hacer la tierra ácida, pero no demasiadas.
Nunca trabajábamos tanto tiempo o tan fuerte como para que la labor se hiciese pesada. Normalmente
nuestra atención se iba a otro asunto.
Abuela veía raíz de iris y comenzaba a desenterrarla. Eso la llevaba a ver ginseng... o raíz de
columbo... o sasafrás... u orquídeas. Las conocía todas y tenía un remedio para cada enfermedad de las
que he oído hablar. Sus remedios funcionaban bien, pero algunos de los tónicos preferiría no haberlos
tenido que probar.
Abuelo y yo, normalmente, encontrábamos nueces o castañas, y a veces también almendras negras. No
es que las buscásemos especialmente; simplemente las encontrábamos. Entre el tiempo que perdíamos
recolectando frutos y el que pasábamos comiendo u observando un mapache o un pájaro carpintero, el
transporte de hojas cundía poco.
Cuando volvíamos al atardecer cargados con nueces, raíces y otros frutos parecidos, abuelo maldecía
por lo bajo, para que no le oyera abuela, y luego anunciaba que el próximo día no haríamos tantas
tonterías y que estaríamos todo el tiempo llevando hojas, lo cual no me gustaba demasiado. Pero nunca
ocurría así.
Saco a saco, cubrimos todo el sembrado con hojas y agujas. Tras una suave lluvia, cuando las hojas se
habían pegado ligeramente al suelo, abuelo unció al arado al viejo «Sam», el mulo, y dimos la vuelta a
las hojas, dejándolas bajo la tierra.
Digo dimos, pues me dejó arar un poco. Tenía que levantar los brazos sobre mi cabeza para llegar a los
asideros del arado, y la mayor parte del tiempo me la pasaba colgado de ellos.
A veces se salía de la tierra y patinaba sin arar. El viejo Sam tenía paciencia conmigo. Se paraba
cuando yo estaba colocando el arado en la buena posición y luego avanzaba en cuanto yo decía «¡Arre!».
También tenía que empujar para que el arado se mantuviera dentro de la tierra; de esa forma, entre tirar
para abajo y empujar, aprendí a mantener mi barbilla alejada de la barra que había entre los asideros,
pues continuamente me daba golpes que me hacían bastante daño.
Abuelo nos seguía, pero me dejaba hacerlo a mí. Si se quería que el viejo «Sam» se moviera hacia la
izquierda, había que decir «¡Jau!», y si se quería que se moviera hacia la derecha había que decir
«¡Yee!». Si el viejo «Sam» se desviaba un poco hacia la izquierda, yo decía «¡Yee!», pero era un poco
duro de oído, y continuaba desviándose. Abuelo me ayudaba: «¡Yee! ¡Yee! ¡Por todos los malditos
diablos! ¡Yee!», y el viejo «Sam» volvía a la derecha.
El problema era que el viejo «Sam» lo oyó tantas veces que comenzó a relacionar las maldiciones de
abuelo con el «¡Yee!», y no se iba a la derecha hasta que oía todo, imaginando que para ir a la derecha
tenía que escuchar la frase completa. Esto condujo a un aumento considerable de las maldiciones que yo
tuve que comenzar a decir para poder arar. Todo iba bien hasta que abuela me oyó y riñó mucho a abuelo
por ello. Esto redujo considerablemente mi trabajo con el arado cuando ella estaba por allí cerca.
El viejo «Sam» estaba tuerto del ojo izquierdo y cuando llegaba al final del campo nunca quería girar
hacia la izquierda, imaginando que se iba a chocar contra algo. Siempre giraba hacia la derecha. Cuando
se ara, girar hacia la derecha funciona bien a un lado del campo, pero al otro lado hay que hacer un
círculo completo, sacando el arado del campo, pasar sobre arbustos, matas y otros obstáculos. Abuelo
decía que debíamos tener paciencia con «Sam», pues estaba viejo y tuerto. Y yo la tenía, pero odiaba los
giros a un lado del campo, especialmente cuando había una buena maraña de zarzas esperándome.
Una vez, abuelo estaba llevando el arado por entre un montón de ortigas y pisó en el hueco de un árbol.
Era un día cálido, y dentro del hueco del árbol había un avispero. Las avispas se le colaron por dentro
del pantalón. Salió corriendo y chillando en dirección al riachuelo. Vi salir las avispas y también me
eché a correr. Abuelo se lanzó al agua, moviendo la pernera de su pantalón y maldiciendo al viejo
«Sam», fuera de sí.
Pero el viejo «Sam» se quedó calmado y esperó hasta que abuelo se calmó también. El problema era
que no podíamos acercarnos al arado, pues las avispas estaban muy agitadas y volaban a su alrededor.
Nos quedamos en medio del campo y abuelo intentó llamar al viejo «Sam» para hacer que se alejara de
las avispas.
Abuelo gritaba:
—Ven aquí, «Sam»; venga, chico.
Pero el viejo «Sam» no se movía. Sabía lo que tenía que hacer y prefería tumbarse en el suelo a seguir
arando. Abuelo lo intentó todo, maldijo a voz en cuello, se puso a cuatro patas y comenzó a relinchar
como un mulo. Pensé que sus relinchos eran casi iguales que los de «Sam». Éste movió las orejas hacia
adelante, le miró enfadado, pero no se movió. Yo también intenté relinchar, aunque no supiera hacerlo tan
bien como abuelo. Cuando se dio cuenta de que abuela había venido y nos estaba mirando, paró de
rebuznar.
Tuvo que ir al bosque, coger unas ramas secas, prenderles fuego y echarlas dentro del agujero del
árbol. Esto alejó las avispas del arado.
Cuando íbamos de vuelta a la cabaña aquella noche, abuelo dijo que para él era un misterio saber si el
viejo «Sam» era el mulo más tonto del mundo o el más listo. Nunca lo pude averiguar tampoco.
Sin embargo, me gustaba arar. Me hacía crecer. Cuando íbamos andando por el camino hacia casa, me
parecía que mis pasos se estaban haciendo más grandes, detrás de abuelo. Me alabó mucho delante de
abuela, mientras cenábamos. Ella estaba de acuerdo en que parecía que me estaba convirtiendo en un
hombre.
Estábamos sentados cenando una de esas noches, cuando los perros empezaron a ladrar. Salimos todos
al porche y vimos venir a un hombre por el camino. Era un tipo de buen aspecto, casi tan alto como
abuelo. Lo que más me gustaba eran sus botines: eran amarillos brillantes, con los calcetines doblados
por encima y sujetos con cordones. Los pantalones de peto le llegaban justo por encima de los calcetines.
Vestía una chaqueta negra corta y una camisa blanca. Se cubría con un pequeño sombrero y llevaba una
maleta alargada. Mis abuelos le conocían.
—Es Billy Pino —dijo abuelo.
Billy Pino saludó moviendo la mano.
—Ven y pasa un rato con nosotros.
Billy Pino se paró en la puerta.
—Bueno, yo pasaba por aquí... —dijo.
No podía imaginarme hacia dónde iba, pues más allá de nuestra cabaña sólo había montañas.
—Quédate a cenar con nosotros —dijo abuela, y cogió a Billy Pino por el brazo y subió con él los
escalones. Abuelo cogió su maleta y fuimos todos a la cocina.
Enseguida me di cuenta de que a mis abuelos les gustaba Billy Pino. Se sacó cuatro batatas del bolsillo
de la chaqueta y se las dio a abuela, que hizo un pastel con ellas enseguida, del que Billy Pino se comió
tres trozos. Yo me comí uno y esperaba que él no se comiera el último pedazo que había quedado. Nos
levantamos de la mesa para sentarnos delante de la chimenea y dejamos el trozo de pastel en un plato,
sobre la mesa.
Billy Pino se rió mucho y dijo que yo iba a ser más alto que abuelo, lo que hizo que me sintiera bien.
Comentó que abuela estaba más guapa que la última vez que la había visto, y esto le gustó a ella y a
abuelo también. Billy Pino empezó a caerme bien, a pesar de haberse comido tres trozos de pastel. Al fin
y al cabo, eran sus batatas.
Nos sentamos todos alrededor del fuego. Abuela en su mecedora y abuelo echado hacia delante en la
suya. Me imaginé que iba a decir algo. Preguntó:
—Bueno, ¿qué noticias traes?, ¿cómo es que estás por aquí?
Billy Pino se reclinó sobre las dos patas traseras de su silla. Se tiró del labio inferior con el pulgar y
otro dedo y abrió una latita para poner tabaco sobre su labio. Les ofreció la lata a mis abuelos.
Declinaron la invitación con un gesto. Billy Pino se tomaba su tiempo. Escupió hacia el fuego.
—Bueno —dijo—, parece que quizá haya encontrado algo que me va a venir muy bien.
Volvió a escupir en el fuego y nos miró.
No sé de qué se trataba, pero me imaginé que era algo importante.
Abuelo también se lo figuró, pues preguntó:
—¿De qué se trata, Billy Pino?
Billy Pino volvió a recostarse en la silla y miró hacia el techo. Cruzó las manos sobre el estomago.
—Creo que fue el miércoles pasado... Nooo, era martes, pues había estado tocando en el baile de
Jumpin Jody el lunes por la noche; sí, era el martes. Fui al pueblo el martes. ¿Conoces al policía de allí,
Smokehouse Turner?
—Sí, sí, le he visto —dijo abuelo impaciente.
—Bueno —dijo Billy Pino—. Yo estaba hablando con Smokehouse, cuando paró en la gasolinera un
gran coche reluciente. Smokehouse no le prestó atención..., pero yo sí. Dentro venía un tipo vestido de
una forma sospechosa, como si fuera de la gran ciudad. Salió del coche y le dijo a Joe Holcomb que le
llenara el depósito. Le observé todo el tiempo. Miraba a su alrededor constantemente de una forma
desconfiada. Me di cuenta enseguida. Me dije: «Ése es un criminal de la gran ciudad». ¿Sabéis? —dijo
Billy Pino—. No se lo dije a Smokehouse. Sólo me lo dije a mí mismo; luego le dije a Smokehouse:
«Sabes que yo estoy en contra de entregar gente a la ley..., pero con los criminales de las grandes
ciudades es diferente, y aquel tipo de allí me parece muy sospechoso». Smokehouse estudió al tipo y
dijo: «Puede que tengas razón, Billy Pino. Vamos a echar un vistazo», y cruzó la calle en dirección al
coche.
Billy Pino volvió a poner la silla sobre sus cuatro patas, escupió en el fuego y estudió los leños unos
instantes. Yo estaba muy impaciente por saber lo que había ocurrido con el criminal.
Billy Pino terminó de estudiar la leña y dijo:
—Como sabéis, Smokehouse no sabe leer ni escribir, y como yo tengo una caligrafía bastante bonita, le
seguí por si acaso me necesitaba. El tipo nos vio llegar y volvió a meterse en el coche. Nos acercamos y
Smokehouse se agachó y, por la ventanilla, le preguntó educadamente sobre qué era lo que estaba
haciendo en el pueblo. El tipo estaba nervioso, se veía a las claras, y dijo que estaba de camino hacia
Florida. Aquello me pareció muy sospechoso.
También me lo pareció a mí, y vi a abuelo asentir con la cabeza.
Billy Pino continuó:
—Smokehouse dijo: «¿De dónde es usted?». Contestó que era de Chicago. Smokehouse insinuó que
suponía que todo estaba en regla, y que el individuo aquel podía abandonar el pueblo. El aludido afirmó
que así lo haría. Pero mientras tanto... —Billy Pino guiñó los ojos a mis abuelos—, mientras tanto, yo
había dado la vuelta al coche y había anotado la matrícula. Llamé a Smokehouse aparte y le dije: «Dice
que es de Chicago, pero tiene la matrícula de Illinois». El viejo Smokehouse saltó sobre él, como una
mosca sobre un pastel. Sacó al criminal del coche y le preguntó claramente: «Si es usted de Chicago,
¿por qué lleva una matrícula de Illinois en el coche?». Smokehouse sabía que le tenía. Cogió al criminal
fácilmente. No sabía qué decir después de haber mentido. Intentó escaparse con no sé qué excusa, pero en
honor a la verdad hay que decir que al viejo Smokehouse no es fácil que se le escape nadie.
Billy Pino estaba ahora muy excitado:
—Smokehouse metió al criminal en la cárcel y dijo que iba a comprobarlo. Probablemente den por él
una gran recompensa y yo recibiré la mitad. Por el aspecto que tenía el tipo, probablemente recibiremos
una recompensa mayor de lo que Smokehouse y yo esperamos.
Mis abuelos estaban de acuerdo en que el asunto parecía prometedor, y abuelo afirmó no saber nada
acerca de criminales de grandes ciudades. Yo tampoco. Todos veían con bastante claridad que ya podía
decirse que Billy Pino era rico.
Pero Billy no estaba seguro. Cabía la posibilidad de que la recompensa no fuera demasiado grande. Él
no las tenía todas consigo, y no contaba con la piel del oso antes de matarlo.
Era razonable el pensar así.
Añadió que había estado trabajando en otra cosa, por si acaso. Contó que la compañía de tabaco Águila
Roja había organizado un concurso, con un premio de 500 dólares para el ganador. Lo suficiente para
colocar a un hombre en buena posición para toda su vida. Tenía un papel con las bases del concurso.
Todo lo que había que hacer era escribir una carta diciendo por qué le gustaba el tabaco Águila Roja.
Había estado pensando antes de escribir la carta e imaginaba que se le había ocurrido la respuesta mejor
que se podía dar.
Billy Pino opinaba que la mayoría de los concursantes dirían que Águila Roja era un buen tabaco, y él
también lo decía, pero él iba más lejos. Había escrito que era el mejor tabaco que nunca había probado, e
incluso, que nunca probaría ningún tabaco que no fuera Águila Roja mientras viviera. Había utilizado el
cerebro. Cuando el director de la compañía Águila Roja leyese su carta, se daría cuenta de que poco a
poco volvería a recuperar el dinero del premio, pues Billy Pino usaría continuamente su tabaco, durante
toda la vida. Si diesen el premio a alguien que simplemente dijera que Águila Roja es bueno, correrían el
riesgo de perder su dinero.
Billy Pino aseguró que a los grandes directores no les gusta correr riesgos con su dinero; por eso eran
tan ricos. Se imaginaba que, prácticamente, tenía ya el dinero en el bolsillo.
Abuelo estaba de acuerdo en que el dinero parecía seguro. Billy Pino se acercó a la puerta y escupió
fuera el tabaco de mascar. Volvió y cogió el trozo de pastel que quedaba. No me importó mucho, a pesar
de que todavía me apetecía, pues como parecía que Billy Pino era rico, pensé que probablemente lo
merecía.
Abuelo sacó su botella de licor y Billy Pino dio dos o tres tragos. Él, uno sólo. Abuela tosió y buscó su
botella de jarabe para la tos. Abuelo convenció a Billy Pino para que tocase con el violín la canción
«Ala Roja». Mis abuelos llevaban el ritmo con los pies. Tocaba muy bien y también cantaba:

Mira, Ala Roja, el barco de plata, la luna.


Suspira la brisa y lloran las aves nocturnas.
Allá en las estrellas su príncipe duerme.
¿Por qué llora Ala Roja, si su amor no muere?
Me dormí en el suelo y abuela me llevó a la cama. Lo último que oí fue el violín. Soñé que Billy Pino
venía a nuestra cabaña y era rico. Traía un saco a la espalda, lleno de batatas.
8 El lugar secreto

CREO que en el riachuelo viven un millón de pequeñas criaturas.


Si uno pudiera ser un gigante y pudiese mirar hacia abajo, sus curvas y su corriente, vería que el
riachuelo es un caudal de vida.
Yo era el gigante. Midiendo un poco más de sesenta centímetros, observaba como un gigante los
pequeños charcos que se formaban en algunos brazos desviados de la corriente. Las ranas ponían huevos,
grandes bolas transparentes de gelatina, con pequeños puntos negros esperando para salir.
Pececillos de roca se lanzaban a cazar escarabajos en el musgo que flotaba en el riachuelo. Cuando se
cogía con la mano un escarabajo del musgo, desprendía un olor profundo y suave.
Una vez dediqué una tarde entera a coger escarabajos de agua, aunque sólo conseguí unos cuantos. Es
muy difícil cogerlos. Se los llevé a abuela, pues sabía que a ella le encantaban los olores dulces.
Siempre ponía madreselva en el jabón que hacía.
Estaba incluso más contenta de ver los escarabajos de lo que yo estaba. Me dijo que nunca había olido
nada tan dulce, y no podía imaginarse cómo no había oído hablar de ellos antes.
Durante la cena le habló a abuelo de los escarabajos antes de que yo pudiera hacerlo, y dijo que eran la
cosa más agradable que había olido nunca. Abuelo se quedó sin habla. Le dejé olerlos y comentó que
había vivido setenta largos años totalmente ignorante de ese olor.
Abuela me explicó que yo había obrado bien, pues cuando se encuentra algo bueno, lo primero que hay
que hacer es compartirlo con alguien; de esa forma, las cosas buenas se difunden por todas partes, que es
lo justo.
Me mojaba completamente, chapoteando en el riachuelo, pero abuelo nunca me dijo nada. Los
cheroquis nunca riñen a sus niños por cualquier cosa que hayan podido hacer en el bosque.
Yo subía, corriente arriba, andando por el agua clara, agachándome mucho por debajo de las cortinas
verdes que formaban los sauces llorones que metían la punta de sus ramas en la corriente. Los helechos
acuáticos se curvaban sobre el agua, ofreciendo puntos de sujeción a las arañas paraguas.
Esos pequeños seres atan un fino hilo a la rama del helecho, e intentan llegar por dicha rama hasta el
otro lado. Si lo consiguen, sujetan el hilo y saltan hacia atrás —a uno y a otro lado— hasta que forman
una red color perla sobre la corriente.
Eso, las arañas afortunadas. Si caen en el agua, se las lleva la corriente y tienen que luchar para salir a
flote y llegar a la orilla, antes de que un pez del arroyo se las coma.
Estaba observando en medio de la corriente, cuando vi una pequeña araña intentando pasar con su hilo
al otro lado. Había pensado construir la tela más grande de todo el riachuelo y eligió un sitio muy ancho.
Sujetó el hilo, saltó al aire y cayó al agua. Fue arrastrada corriente abajo. Luchando por su vida, llegó a
la orilla y volvió al mismo helecho. Luego volvió a intentarlo.
La tercera vez que volvió al helecho, anduvo hasta el borde de la rama y se quedó quieta, cruzando sus
patas delanteras bajo su barbilla para estudiar el agua. Me imaginé que iba a darse por vencida. Yo
estaba ya a punto de irme, pues mi trasero se estaba quedando helado de chapotear en el agua. Se quedó
allí, pensando y observando. De repente tuvo una idea y comenzó a saltar, arriba y abajo, sobre la rama.
El helecho comenzó a balancearse. Continuó haciendo lo mismo, saltando para mover el helecho hacia
abajo, y volviendo a subir. Entonces, de repente, cuando el helecho se elevó, saltó y llegó al otro lado.
9 El negocio de abuelo

EN sus setenta curiosos años, abuelo nunca había tenido un empleo en trabajos públicos. Trabajos
públicos, para los hombres de la montaña, es cualquier tipo de actividad remunerada con un salario. Él
no podía tolerar los salarios. Decía que todo lo que se conseguía era perder el tiempo, sin ganar ninguna
satisfacción. Creo que era una idea genial.
En 1930, cuando yo tenía cinco años, un cesto de grano se vendía por veinticinco centavos, y eso si se
encontraba a alguien que quisiera comprar un cesto de grano, lo cual no era fácil. Incluso si se hubiera
vendido a diez dólares el cesto, nosotros no hubiéramos podido vivir de la venta. Nuestro campo de
cultivo era demasiado pequeño.
Sin embargo, abuelo tenía un negocio. Decía que todo hombre debe negociar y debe estar orgulloso de
su negocio. Él lo estaba. Su negocio se remontaba a la parte escocesa de su familia, hacía algunos siglos.
Abuelo era fabricante de güisqui.
Cuando se habla de fabricantes de güisqui, la mayoría de fuera de las montañas piensa mal de ellos.
Pero esos juicios se basan en el comportamiento de los criminales de las grandes ciudades. Éstos
contratan a tipos para fabricar güisqui sin importarles la clase de licor que hacen, con tal de que
produzcan mucho y rápidamente. Hombres de esta calaña usan potasa o lejía para acelerar la
fermentación. Guardan su güisqui en envases de hierro o de hojalata y en radiadores de automóviles que
tienen todo tipo de venenos y pueden matar a un hombre.
Abuelo dijo que esos individuos deberían estar colgados. Y añadió que se puede pensar mal de
cualquier negocio si se juzga a las peores personas que se mueven en él.
Comentó también que su traje de fiesta estaba tan flamante como el día en que se casó, hacía cincuenta
años.
El sastre que lo hizo se sentía orgulloso de su trabajo; sin embargo, había sastres que no eran así. El
juicio sobre los sastres depende del sastre al que uno va. Lo mismo ocurre con los fabricantes de güisqui.
Abuelo nunca ponía nada en su güisqui, ni tan siquiera azúcar. El azúcar se utiliza para dar alcohol al
licor y poder fabricar más cantidad; pero decía que el güisqui no es puro cuando se hace esto. Él hacía
güisqui puro. Tan sólo utilizaba grano.
No tenía ninguna paciencia dejando envejecer el güisqui. Decía que había oído hablar mucho en su vida
acerca de cómo mejora el güisqui cuando envejece. Una vez decidió probarlo y puso a reposar algo de
güisqui recién hecho durante una semana, y cuando lo probó, sabía exactamente igual que el otro güisqui
que bebía inmediatamente después de hacerlo.
Contaba que había tipos que dejaban reposar el güisqui en barriles durante mucho tiempo, hasta que
adquiría el color y el olor de los barriles. Añadió que si un maldito estúpido quería el aroma de un barril,
lo mejor que podía hacer era meter la cabeza en él y olerlo bien y, luego, beber un trago de güisqui puro.
Abuelo llamaba a esos tipos huele barriles. Dijo que él podía poner agua en un barril, dejarla reposar
bastante tiempo y vendérsela a esos individuos, y ellos se la beberían, pues olería como un barril.
Abuelo se enfadaba mucho con la historia de los barriles. Sospechaba que, probablemente, la cosa
había comenzado —si pudiera investigarse— por los peces gordos, que podían permitirse dejar reposar
el güisqui durante muchos años. De esta forma, presionaban al pequeño productor que no podía
permitirse dejar reposar el güisqui muchos años para que adquiriera el aroma del barril. Habían gastado
mucho dinero hablando de que su bebida era mejor, pues olía a barril, y consiguieron engañar a muchos
idiotas. Pero todavía quedaban gentes razonables que no compraban güisqui que olía a barril y, de esa
forma, el pequeño productor podía sobrevivir todavía.
Me explicó que como fabricar güisqui era el único negocio que conocía, y como yo tenía cinco años e
iba a cumplir seis, imaginaba que debería aprender el negocio. Cuando fuese mayor, a lo mejor quería
cambiar de negocio, pero que siempre sabría hacer güisqui y así tendría un negocio que podría ayudarme.
Vi claramente que nosotros tendríamos que luchar contra los peces gordos que intentaban meter el
güisqui reposado en barril en el mercado, pero estaba orgulloso de que me quisiera enseñar el negocio.
El alambique de abuelo estaba en El Estrecho, donde la corriente crece. Estaba metido entre laureles y
madreselvas, tan tupidos que un pájaro no podía atravesar por entre las ramas. Estaba orgulloso de él,
pues era todo de puro cobre: el caldero, el brazo y el serpentín de refrigeración, que es conocido como el
gusano.
Era un alambique muy pequeño, pero no necesitábamos uno más grande. Sólo lo utilizaba una vez al
mes, y siempre producíamos once galones. Le vendíamos nueve galones a Mr. Jenkins, dueño de la tienda
del cruce, a dos dólares el galón, lo que significaba, como puede verse, mucho dinero producido por
nuestro grano.
Eso cubría todas nuestras necesidades, e incluso sobraba un poco dinero, que abuela guardaba en un
saco de tabaco, dentro de un bote. Decía que una parte era mía, pues yo trabajaba mucho y estaba
aprendiendo el negocio.
Los otros dos galones nos los guardábamos. A abuelo le gustaba tener algo de su bebida para tomar en
ciertas ocasiones y para cuando venía alguna visita, y abuela también utilizaba una parte considerable
para preparar su medicina contra la tos. Abuelo decía que también era necesario para combatir la
picadura de serpiente, la picadura de araña, las contusiones de talón y muchas cosas por el estilo.
El trabajo de destilar —si se hace correctamente— es muy duro.
La mayoría de la gente que hace güisqui utiliza grano blanco. Nosotros usábamos grano indio, que era
el único que cultivábamos. Es de color rojo oscuro, y daba a nuestro güisqui una tonalidad roja clara...
que nadie más que nosotros conseguía. Estábamos orgullosos de nuestro color. Todos lo reconocían
cuando lo veían.
Pelábamos el grano. Abuela ayudaba y poníamos parte de él en un saco. Echábamos agua caliente sobre
el saco y lo dejábamos secar al sol o al lado de la chimenea durante el invierno. Había que dar la vuelta
al saco dos o tres veces al día para mover el grano. En cuatro o cinco días le salían brotes.
El resto del grano pelado lo convertíamos en harina. No podíamos permitirnos el lujo de llevarlo a un
molinero, pues se quedaba con una parte. Abuelo se había construido su propio molino. Era muy simple:
dos piedras puestas una contra la otra. Las hacíamos girar con una manivela.
Acarreábamos con dificultad la harina por el valle, hasta El Estrecho, y de allí al alambique. Teníamos
una madera que metíamos en el arroyo y llevaba agua hasta el caldero, que llenábamos hasta las tres
cuartas partes de su volumen. Luego, echábamos la harina y encendíamos un fuego bajo el caldero.
Usábamos madera de fresno, pues el fresno no produce humo. Abuelo decía que, probablemente, serviría
cualquier madera, pero no había por qué arriesgarse. Tenía razón.
Abuelo me había preparado un cajón, que colocamos sobre un tronco al lado del caldero. Yo me ponía
sobre el cajón y removía el agua y la harina mientras cocía. No podía ver sobre el borde, y nunca vi
exactamente lo que removía, pero abuelo decía que lo hacía muy bien, y que nunca me dejaba quemar
ningún montoncito de harina. Ni siquiera cuando mis brazos se cansaban.
Después de cocerlo, lo sacábamos por un grifo que había en el fondo y lo metíamos en un barril.
Añadíamos el grano germinado que habíamos molido. Luego cubríamos el barril y lo dejábamos reposar.
Reposaba cuatro o cinco días, pero cada día había que ir hasta allí para moverlo. Abuelo decía que
aquello estaba trabajando.
Tras cuatro o cinco días se había formado una corteza dura. La rompíamos y, después de eso, ya
estábamos preparados para usar el alambique.
Abuelo tenía un cubo grande, y yo, uno pequeño. Pasábamos la cerveza —así es como él llamaba al
líquido— del barril al caldero. Abuelo preparaba el caldero, poniéndole el brazo encima, y luego
echábamos madera debajo para calentarlo. Cuando la cerveza hervía, el vapor iba por el brazo hasta el
gusano, el serpentín de cobre retorcido en espiral. El gusano estaba metido dentro de un barril, y
teníamos un dispositivo montado de forma que pasaba agua fría del arroyo por dentro del barril, para
refrigerar el serpentín. Esto hacía que el vapor volviera a condensarse en líquido, que salía por el
extremo del gusano que asomaba por un agujero del fondo del barril. Por el sitio que salía, teníamos una
capa de carbón de nogal que filtraba las impurezas.
Después de todo esto, se puede pensar que conseguíamos mucho güisqui..., pero sólo teníamos dos
galones. Poníamos los dos galones a un lado y metíamos los restos que no se habían convertido en vapor
dentro del caldero.
Luego, había que desmontarlo todo. Abuelo llamaba «simples» a los dos galones conseguidos. Decía
que no podía hacerse nada más puro. Poníamos los restos y los galones simples en el caldero otra vez,
encendíamos el fuego y lo repetíamos todo de nuevo, añadiendo algo de agua. Esta vez sacábamos once
galones.
Como dije antes, era un trabajo muy duro y no podía imaginarme cómo había gente que opinaba que los
vagos, los que no servían para nada, hacían güisqui. Quienquiera que piense eso, está claro que no ha
fabricado güisqui en su vida.
Abuelo era el mejor en su negocio. El güisqui puede estropearse de muchas más maneras que
mejorarse. El fuego no debe calentar demasiado. Si se deja fermentar mucho tiempo, se avinagra. Si se
deja poco, se consigue un güisqui muy débil. Hay que saber mirar el güisqui y ser capaz de decir cuánto
alcohol tiene. Comprendí por qué abuelo estaba tan orgulloso de su negocio, e intenté aprender.
Yo era capaz de ayudar en cosas que él no podía imaginarse. Me metía dentro del caldero después de
utilizarlo y lo limpiaba. Intentaba hacerlo siempre muy deprisa, pues solía estar muy caliente. Llevaba
madera de cedro, y removía todo. Estábamos siempre muy ocupados.
Cuando nosotros estábamos en el alambique, abuela mantenía los perros encerrados. Abuelo me contó
que si alguien venía por el valle, entonces ella soltaba a «Blue Boy» y le mandaba por el camino. «Blue
Boy», como tenía el mejor olfato, encontraba enseguida nuestro olor, y llegaba al alambique. Así
sabíamos que alguien venía.
Abuelo me contó que empezó usando como mensajero al viejo «Rippitt», pero el perro se comía los
restos y se emborrachaba. Lo hacía regularmente. Según él, el viejo «Rippitt» estuvo a punto de volverse
adicto al alcohol, y tuvo que cambiar de perro. Utilizó a la vieja «Maud» para que fuera al alambique,
pero ésta también se emborrachaba. Por eso cambió a «Blue Boy».
Hay muchas otras cosas que un buen fabricante de güisqui de la montaña debe saber. Hay que tener
cuidado en limpiar bien después de utilizar el alambique, pues de lo contrario desprenderá un olor
amargo. Abuelo decía que los hombres de la ley eran como perros de caza y tenían un olfato capaz de
oler ese aroma amargo a millas de distancia. Se imaginaba que de ahí venía el nombre de perros de la
ley. Añadió que si pudiera comprobarse se vería que todos descienden de una raza especial utilizada por
los reyes y personajes, como si fueran perros para seguir a la gente. Pero añadía que si alguna vez tenía
la ocasión de encontrarse con alguno de ellos, le reconocería, pues también tienen un olor
característico... que ayuda a que se los reconozca.
También hay que tener cuidado de no golpear el cubo contra el caldero. En las montañas puede oírse un
golpe así a dos millas de distancia, más o menos. Esto me causaba algunos problemas hasta que me
acostumbré, pues tenía que meter el cubo en el barril, acarrearlo hasta el caldero, trepar por el tronco y
la caja y meter todo el cuerpo para echar el líquido. Pronto aprendí a no golpear mi cubo.
Tampoco se podía cantar o silbar. Pero nosotros hablábamos. Las conversaciones normales se oyen a
mucha distancia en las montañas. La mayoría de la gente no lo sabe. Los cheroquis, sí. Pero existe un tono
en el que se puede hablar y desde lejos suena como los ruidos de la montaña: el viento entre los árboles y
matorrales y a veces el agua de un riachuelo. Así es como hablábamos nosotros.
Escuchábamos a los pájaros mientras trabajábamos. Si los pájaros salen volando y los grillos dejan de
cantar, hay que tener cuidado.
Abuelo me dijo que había tantas cosas en que pensar al mismo tiempo, que no debía preocuparme de
aprenderlo todo rápidamente. Vendría por sí solo a mi cabeza al cabo de algún tiempo.
Abuelo tenía una marca para su güisqui. La ponía encima de cada bote. La marca de abuelo tenía la
forma de un tomahawk, y nadie en las montañas la usaba. Cada fabricante tenía la suya propia. Dijo que
cuando él dejara de hacer güisqui —lo que probablemente ocurriría alguna vez— yo recibiría la marca.
A él le llegó de su padre. En la tienda de Mr. Jenkins había gente que sólo compraba el güisqui de
abuelo, con su marca.
De acuerdo con sus palabras, como él y yo éramos ahora más o menos socios, yo tenía ya la mitad de la
marca. Ésa era la primera vez que yo poseía algo que pudiera llamar mío. Por eso estaba muy orgulloso
de nuestra marca, y estaba dispuesto, igual que abuelo, a no vender nunca güisqui malo con ella. Lo que,
efectivamente, nunca hice.
Me parece que una de las veces que pasé más miedo en mi vida fue un día fabricando güisqui. Era el
final del invierno, justo antes de la primavera. Estábamos utilizando el alambique por última vez aquel
día. Habíamos cerrado los botes de medio galón y los estábamos poniendo en sacos. Siempre poníamos
hojas en los sacos para impedir que los botes se rompieran.
Abuelo llevaba siempre dos sacos con la mayor parte del güisqui, y yo un saco pequeño con tres botes
de medio galón. Más tarde pude llevar cuatro botes de medio galón. Pero entonces no podía con más de
tres. Era una carga muy grande para mí, y al llevarla por el camino me tenía que parar, dejarla en el suelo
y descansar. Él también lo necesitaba.
Habíamos terminado de meterlo todo en los sacos cuando dijo:
—¡Maldita sea! Ahí está «Blue Boy».
Allí estaba, echado al lado del alambique con la lengua fuera. Lo que más nos asustó era no saber
cuánto tiempo llevaba allí. Había llegado en silencio y se había tumbado. Yo también dije «¡Maldita
sea!». Como ya dije antes, abuelo y yo maldecíamos cuando abuela no estaba por allí.
Abuelo ya se había puesto a escuchar. Los sonidos no habían cambiado. Los pájaros no habían salido
volando. Me dijo:
—Coge tu saco y baja por el camino. Si ves a alguien, sal del camino hasta que pasen. Yo me quedo a
limpiar el alambique y a esconderlo, y bajaré por el otro lado de la montaña. Nos veremos en la cabaña.
Cogí mi saco y lo eché sobre mi hombro, con tanta fuerza que casi me caí de espaldas, pero salí
andando tan rápidamente como pude hacia El Estrecho. Tenía miedo... pero sabía que era necesario. El
alambique era lo primero.
Los hombres de la llanura no pueden comprender lo que significa para un hombre de la montaña que le
confisquen su alambique. Es tan malo como el incendio de Chicago para los habitantes de esta ciudad.
Abuelo había heredado el alambique de su padre, y ahora, a su edad, no era fácil que pudiera sustituirlo.
El que se lo confiscasen no significaría sólo el final de nuestro negocio. Nos pondría en una posición en
que sería muy difícil sobrevivir.
No había forma de vivir vendiendo el grano a veinticinco centavos, incluso si tuviéramos suficiente
grano para vender, que no teníamos, ni incluso si tuviéramos quien lo comprara, que tampoco lo
teníamos.
Él no tuvo que explicarme lo necesario que era salvar el alambique. Salí de allí enseguida. Era difícil
correr con los tres botes en mi saco.
Mandó a «Blue Boy» conmigo. Yo lo observaba, andando justo delante de mí, pues podía oler
cualquier cosa en el viento, antes de que nadie fuera capaz de oír algo.
Las montañas se elevaban mucho a ambos lados de El Estrecho, y sólo había un pequeño espacio para
andar al lado de la corriente. «Blue Boy» y yo habíamos llegado casi a la mitad de El Estrecho cuando
oímos un gran jaleo en el camino del valle.
Abuela había soltado todos los perros, que subían ahora por el camino ladrando y aullando. Algo
andaba mal. Me paré y «Blue Boy» hizo lo mismo. Los perros venían en dirección a nosotros. «Blue
Boy» levantó las orejas y el rabo y olió el aire; los pelos se le erizaron en el lomo y comenzó a andar
delante de mí, con las patas estiradas. En ese momento agradecí a abuelo el haberme mandado con «Blue
Boy».
Aparecieron. Llegaron de repente por la curva del camino, pararon y me miraron.
Me parecieron un ejército, aunque, recordándolo después, creo que no había más que cuatro. Eran los
tipos más grandes que había visto nunca y llevaban insignias brillantes en sus camisas. Se pararon y me
miraron, como si nunca hubiesen visto nada parecido. Yo también me paré y los miré. Se me quedó la
boca seca y mis rodillas empezaron a temblar.
—¡Hola! —gritó uno de ellos—. ¡Cielos... si es un niño!
—¡Un maldito niño indio! —exclamó otro, lo que no resultaba nada difícil adivinar, pues llevaba
mocasines, pantalones y camisa de piel de ciervo y tenía el pelo largo y negro.
—¿Qué llevas en el saco, chico? —preguntó uno de ellos.
Y otro gritó:
—¡Cuidado con el perro!
«Blue Boy» andaba muy despacio hacia ellos. Gruñía y enseñaba los dientes. «Blue Boy» iba en serio.
Comenzaron a andar con cuidado por el camino, hacia mí. Comprendí que no podía pasar entre ellos. Si
saltaba al arroyo me cogerían, y si corría por el camino hacia atrás los llevaría al alambique. Nos
dejarían sin negocio, y era mi responsabilidad, lo mismo que la de abuelo, salvar el alambique. Decidí
irme por la ladera de la montaña.
Hay una forma de correr montaña arriba, si es que alguna vez tienes que correr montaña arriba...,
aunque espero que no tengas que hacerlo. Abuelo me había enseñado cómo lo hacían los cheroquis. No
hay que correr directamente hacia arriba, hay que hacerlo hacia el lado, con alguna inclinación hacia
arriba. Pero casi no se corre sobre el suelo, pues hay que ir poniendo los pies en la parte de arriba de las
piedras, de los troncos y de las raíces. Esto da un buen apoyo al pie y no se resbala nunca. Eso fue lo que
hice.
En lugar de tomar una inclinación hacia arriba, en dirección contraria a los hombres, lo que me hubiera
llevado otra vez a El Estrecho, me dirigí hacia donde estaban, subiendo por la montaña.
Esto me hizo pasar justo por encima de sus cabezas. Salieron hacia mí, corriendo entre la maleza, y uno
de ellos casi me cogió del pie cuando pasé. Consiguió agarrar la mata en que me había apoyado, y estuvo
tan cerca que creí que estaba a punto de matarme en ese mismo momento. Pero «Blue Boy» le mordió en
la pierna. Gritó y se cayó hacia atrás, hacia donde estaban los demás hombres. Yo continué corriendo.
Oí a «Blue Boy», que estaba gruñendo y peleando. Debieron golpearle o darle una patada, pues le oí
aullar, pero pronto estaba peleando otra vez. Yo corría todo lo deprisa que podía, que no era mucho,
pues los botes me frenaban.
Oí a los hombres subir detrás de mí, pero entonces llegaron el resto de los perros. Pude oír al viejo
«Rippitt» gruñir como un loco, y a la vieja «Maud». Sonaba muy terrorífico mezclado con los gritos y las
maldiciones de los hombres. Más tarde me contó abuelo que lo oyó todo desde la otra montaña, y que
parecía que hubiera estallado una guerra.
Continué corriendo todo lo que podía. Al cabo de un rato tuve que parar. Me sentía como si me fuera a
morir, pero no paré mucho rato. Continué corriendo hasta llegar a la misma cima de la montaña. En la
última parte de la escalada estaba tan cansado que tuve que arrastrar mi saco.
Todavía oía a los perros y a los hombres. Volvían hacia atrás por El Estrecho, y luego continuaban en
dirección al valle. Era un griterío continuo, como una bola de sonido que rodaba camino abajo, hasta que
ya no pude oírla más.
A pesar de que estaba tan cansado que no podía ni tenerme de pie, me sentí muy bien, pues no se habían
acercado al alambique y sabía que abuelo estaría contento. Mis piernas estaban muy flojas; me tumbé y
me quedé dormido.
Cuando me desperté era de noche. Había salido la luna sobre la montaña de enfrente. Era casi luna
llena e iluminaba todo. Oí a los perros. Sabía que abuelo los había mandado a buscarme, pues no
ladraban como lo habían hecho en la persecución del zorro. Sus voces eran algo suplicantes, como si
quisieran que yo les contestara.
Habían encontrado mi pista, pues subían por la montaña. Silbé y oí cómo ladraban. Al cabo de un
minuto me rodeaban por todas partes, chupándome la cara y saltando sobre mí. Incluso había venido el
viejo «Ringer», que estaba casi ciego.
Bajé de la montaña con los perros. La vieja «Maud» no pudo esperar y salió corriendo y ladrando para
decirles a mis abuelos que me habían encontrado. Supongo que intentaba apuntarse todos los méritos, a
pesar de no tener ya ningún olfato.
Cuando bajaba vi a abuela en el camino. Había encendido una lámpara y la sujetaba delante de ella,
como si estuviese guiándome a casa. Abuelo estaba con ella.
No subieron por el camino, pero esperaron allí, mirando cómo bajaba con los perros. Me sentí bien.
Todavía tenía mis botes y no había roto ninguno.
Abuela apagó la luz y se arrodilló para recibirme. Me cogió tan fuerte que casi tiré los botes. Abuelo
dijo que él los llevaría el resto del camino.
Afirmó que él mismo no lo hubiera hecho mejor, con sus setenta años. Aseguró que fácilmente me iba a
convertir en el mejor fabricante de güisqui de las montañas.
Añadió que llegaría a ser mejor que él. Yo no lo creí, pero me sentí orgulloso de que lo dijera.
Abuela no dijo nada. Me llevó en brazos el resto del camino. Pero creo que todavía habría podido
aguantar andando un poco más.
10 Negocio con un cristiano

A LA mañana siguiente, todos los perros continuaban saltando y se paseaban con las patas estiradas
llenos de orgullo. Sabían que habían hecho algo útil. Yo también me sentía orgulloso..., pero no lo estaba
demasiado, pues sabía que aquello era parte del negocio de la fabricación del güisqui.
El viejo «Ringer» había desaparecido. Abuelo y yo silbamos y gritamos, pero no vino. Anduvimos
alrededor de la cabaña, pero no estaba por allí. Decidimos salir a buscarlo con los otros perros. Subimos
por el camino del valle y llegamos a El Estrecho, pero no encontramos ni rastro de él. Abuelo dijo que lo
mejor que podíamos hacer era recorrer la montaña por el mismo camino que yo había seguido la noche
anterior. Así lo hicimos. Primero mirando entre la maleza y luego subiendo por la ladera. «Blue Boy» y
«Little Red» lo encontraron.
«Ringer» había chocado contra un árbol. Quizá era el último árbol contra el que había tropezado, pues
abuelo dijo que parecía que había topado contra muchos, o que lo habían golpeado con un palo. Su
cabeza estaba cubierta de sangre por todas partes y yacía sobre un costado. Tenía la lengua entre los
dientes. Estaba vivo. Abuelo lo cogió en brazos y lo bajamos de la montaña.
Paramos en el riachuelo y le limpiamos la sangre de la cara, y le separamos la lengua de los dientes.
Tenía pelos blancos en la cara, y cuando me fijé en ellos me di cuenta de que «Ringer» era muy viejo y
no debía ir corriendo por las montañas buscándome. Nos sentamos con él al borde del riachuelo y al rato
abrió los ojos. Estaban nublados y parecían viejos. Apenas podía ver.
Me incliné sobre la cabeza del viejo «Ringer» y le dije que agradecía mucho que me hubiese buscado
por las montañas y que sentía lo que le había pasado. Al viejo «Ringer» no le importaba. Me lamió la
cara, haciéndome saber que volvería a hacerlo.
Abuelo me dejó que le ayudara a llevar al viejo «Ringer» por el camino. Él llevaba la mayor parte,
pero yo sostenía sus patas traseras. Cuando llegamos a la cabaña le puso en el suelo y dijo:
—El viejo «Ringer» ha muerto.
Y así era. Había muerto en el camino, pero abuelo aseguró que sabía que habíamos ido a buscarle y que
iba de regreso a casa, y que se sintió bien. Yo también me sentí algo mejor con su explicación, aunque no
mucho.
Abuelo añadió que el viejo «Ringer» había muerto como todos los buenos perros de la montaña quieren
morir: en el bosque y haciendo algo útil para los suyos.
Cogió una pala. Llevamos al viejo «Ringer» por el camino del valle hasta el sembrado, que tan
orgulloso se sentía de guardar. Abuela vino también, y todos los perros nos siguieron llorando, con el
rabo entre las patas. Yo me sentía de la misma forma.
Abuelo cavó la tumba del viejo «Ringer» al pie de un pequeño roble. Era un sitio muy bonito. Lleno de
hojas rojas en el otoño y rodeado por árboles que se llenaban de capullos blancos en primavera.
Abuela puso un saco de algodón blanco en el fondo de la tumba y colocó al viejo «Ringer» encima,
envolviéndolo con él. Abuelo puso una tabla grande encima, para que los mapaches no escarbaran.
Tapamos la tumba. Los perros estaban allí, conscientes de que era el viejo «Ringer». La vieja «Maud»
lloraba. Ella y el viejo «Ringer» habían sido compañeros de tarea en la vigilancia del sembrado.
Abuelo se quitó el sombrero y dijo:
—¡Adiós, viejo «Ringer»!
Yo también dije adiós al viejo «Ringer». Y allí lo dejamos, bajo el roble.
Me sentí muy mal y vacío. Abuelo me dijo que sabía cómo me encontraba, pues él se sentía igual. Pero
añadió que todas las cosas que se aman y se pierden producen ese mismo sentimiento. Dijo que la única
manera de evitarlo era no amando nunca nada, lo cual era peor, pues entonces se siente uno siempre
vacío.
Suponiendo que el viejo «Ringer» no hubiese sido fiel, no estaríamos ahora orgullosos de él. Ése sería
un sentimiento peor. Cuando me hiciera viejo, me acordaría del viejo «Ringer», y me gustaría recordarlo.
Añadió una cosa curiosa: cuando se recuerda a los que se ha amado, sólo se recuerda lo bueno, nunca lo
malo, lo que prueba que lo malo no cuenta.
PERO TENÍAMOS que continuar con nuestro negocio. Llevamos nuestra mercancía por el atajo hasta
la tienda de Mr. Jenkins, en el cruce. Abuelo llamaba mercancía a nuestro güisqui.
A mí me gustaba el atajo. Bajamos por el camino del valle y antes de llegar al camino de las carretas
giramos a la izquierda y nos metimos en el atajo. Iba por las cimas de las montañas, que parecían estar
formadas por dedos gigantescos de manos abiertas que descansaban en la llanura.
Los valles que cruzamos eran poco profundos entre las cimas, y era fácil andar por ellos. El camino
tenía varias millas de longitud y pasaba a través de bosques de pinos y cedros, nísperos y madreselvas.
En el otoño, cuando las primeras heladas hacían enrojecer el níspero, de cuando en cuando hacía un
alto en el camino y me llenaba los bolsillos de hojas, y luego corría para alcanzar a abuelo. En la
primavera hacía lo mismo cogiendo moras.
Una vez, abuelo se paró y me miró mientras cogía moras. Era una de esas veces en que estaba alterado
por causa de las palabras y de cómo engañaban a la gente. Me dijo:
—Pequeño Árbol, ¿sabías que cuando las moras están verdes están rojas?
Me confundió totalmente, y se rió.
—La gente usa la palabra verde para decir que no están maduras..., pero cuando no están maduras
tienen color rojo.
Lo cual es cierto. Abuelo añadió:
—Así es como el uso de las malditas palabras hace que la gente se líe. Cuando oigas a alguien usando
sus palabras contra otra persona no hagas caso de lo que dice, pues no tiene ningún sentido. Haz caso a su
tono y sabrás, si es algo malo lo que dice, que está mintiendo.
A abuelo no le gustaba usar muchas palabras.
También había nueces, castañas, avellanas y piñones por el camino. Por eso, cualquiera que fuese la
época del año, al volver de la tienda del cruce me entretenía recolectando frutos.
Llevar la mercancía a la tienda era un trabajo bastante llevadero. A veces me quedaba más retrasado
que abuelo, cuando llevaba mis tres botes en el saco. Cuando esto ocurría, sabía que él estaría sentado en
cualquier recodo esperándome, y cuando llegaba hasta él descansábamos.
Cuando transportábamos así la mercancía, yendo de una parada a otra, no era demasiado trabajo.
Cuando llegábamos a la última cima, nos sentábamos siempre entre los matorrales, mientras mirábamos
si estaba el barril de pepinillos delante de la tienda. Si no había ningún barril de pepinillos delante de la
puerta de la tienda significaba que todo andaba bien. Si había alguno colocado delante quería decir que
la ley andaba por allí, y no podíamos entregar la mercancía. Todo el mundo en la montaña estaba
pendiente del barril de pepinillos, pues los demás también tenían mercancías que entregar.
Nunca vi el barril colocado ante la puerta, pero nunca me olvidé de mirar y buscarlo. Había aprendido
que el negocio de fabricar güisqui tenía muchas complicaciones.
Pero abuelo me explicó que todos los negocios tienen sus complicaciones.
Me dijo que si alguna vez había pensado en las complicaciones del dentista, teniendo que mirar todo el
tiempo la boca de la gente, día tras día, nada más que bocas. Añadió que con un trabajo así, él se
volvería loco, y que el negocio de fabricar güisqui, con todas sus complicaciones, era mucho mejor. No
se equivocaba.
ME GUSTABA Mr. Jenkins. Era grande y gordo, y vestía un pantalón de peto. Tenía una barba blanca
que le caía por encima del peto del pantalón, pero su cabeza estaba totalmente calva: brillaba como una
bola de madera de pino.
Tenía toda clase de cosas en la tienda: grandes paquetes de camisas y pantalones de peto, y cajas llenas
de zapatos. Había barriles llenos de galletas, y sobre el mostrador tenía un gran pedazo de queso.
También había sobre el mostrador un frasco de cristal lleno de caramelos y golosinas. Las había de todos
los tipos, y parecía que había más de las que nunca podría vender. Nunca vi a nadie comerse ningún
caramelo, pero me imagino que algunos vendería, pues de lo contrario no los tendría.
Cada vez que entregábamos nuestra mercancía, Mr. Jenkins me pedía que fuese al montón de leña y
metiese algunos troncos en la estufa que tenía en la tienda. Yo siempre lo hacía. La primera vez me
ofreció una barrita grande de caramelo, pero yo no podía cogerla simplemente por haberle llevado unos
leños. Eso no era ningún trabajo. La volvió a poner en la caja y encontró otra barrita que estaba rota e iba
a tirar. Abuelo me dijo que podía cogerla, pues Mr. Jenkins iba a tirarla y eso no beneficiaría a nadie.
Así lo hice.
Cada mes encontraba una barrita rota, y supongo que debí comerme todos sus caramelos rotos. Me
explicó que eso le ayudaba mucho.
Fue en esta tienda del cruce donde me gasté mis cincuenta centavos. Me había costado mucho tiempo
reunirlos. Abuela ponía todos los meses, en un bote aparte, cinco o diez centavos para mí.
Era mi parte en el negocio. Me gustaba llevarlos en el bolsillo cuando íbamos a la tienda del cruce.
Nunca los gastaba, y cada vez que volvíamos a casa los ponía en el bote de nuevo.
Me sentía bien llevándolos en el bolsillo a la tienda, y sabiendo que eran míos. Yo tenía puestos los
ojos en una caja grande, roja y verde, que estaba con los caramelos. No sabía cuánto costaría, pero
pensaba que quizá en los próximas Navidades se la compraría a abuela..., y nos comeríamos lo que
hubiese dentro. Pero como ya dije, me gasté antes los cincuenta centavos.
Era más o menos la hora de cenar, un día justo después de haber entregado nuestra mercancía. El sol
estaba encima de nosotros, y abuelo y yo estábamos descansando sentados en el porche de la tienda, con
la espalda apoyada contra la pared. Había comprado un poco de azúcar para abuela y tres naranjas que
tenía Mr. Jenkins. A ella le gustaban las naranjas y a mí también, cuando podíamos comprarlas. Viendo
que había tres, sabía que una sería para mí.
Estaba chupando mi barrita de caramelo cuando empezaron a llegar grupos de dos y de tres hombres.
Dijeron que iba a venir un político y que iba a pronunciar un discurso. Creí que abuelo no iba a quedarse,
pues, como ya he dicho, los políticos no le importaban lo más mínimo. Pero llegó nuestro político antes
de que hubiésemos terminado de descansar.
Venía en un coche grande, levantando una gran polvareda por la carretera, de manera que todo el
mundo le vio mucho antes de que llegara. Llevaba delante un tipo que conducía el coche, y él salió por la
puerta trasera. Había una señorita con él en el asiento trasero. Mientras hablaba el político, ella tiraba
pequeños pitillos, de los que se había fumado una parte. Abuelo me explicó que esos pitillos eran de los
que ya venían liados, y eran los que fumaban los ricos, pues eran demasiado vagos para liárselos ellos
mismos.
El político dio unas vueltas, estrechando las manos de todos, aunque no estrechó ni la mía ni la de
abuelo. Éste comentó que esto era porque se notaba que éramos indios y, por tanto, no teníamos derecho a
voto. Por eso no tenía ningún sentido darnos la mano.
Vestía una chaqueta negra y una camisa blanca con un lazo negro alrededor del cuello. Se reía mucho, y
parecía que estaba muy contento. Bueno, hasta que se enfadó.
Se puso de pie sobre una caja y comenzó a hablar de cómo iban las cosas en Washington. Según dijo,
iban de mal en peor. Dijo que aquello era como Sodoma y Gomorra. Se fue enfadando por momentos, y
se desató el lazo del cuello.
Explicó que los católicos estaban detrás de todas las cosas. Dijo que prácticamente tenían el control de
todo, y querían poner al Papa en la Casa Blanca. Añadió que los católicos eran las serpientes más
peligrosas que habían existido nunca. Que tenían unos hombres llamados curas, que se juntaban con unas
mujeres llamadas monjas, y que los hijos que resultaban de esa unión se los echaban a los perros. Dijo
que era la cosa peor que nunca había visto u oído.
Comenzó a gritar muy alto, y pensé que las cosas estaban tan mal en Washington que le hacían gritar.
Dijo que si no fuera por él, que luchaba contra ellos, llegarían a controlar todo, lo que, a decir verdad,
sería desastroso.
Dijo que si eso ocurría, meterían a todas las mujeres en conventos..., y prácticamente liquidarían a
todos los jóvenes. No había ninguna forma de frenarlos, a no ser que nosotros le mandásemos a él a
Washington, y añadió que, aun así, sería una pelea dura, pues la gente se vendía a ellos por dinero en
todas partes. Dijo también que él no cogería dinero. No tenía costumbre de hacerlo, pues estaba en contra
de ello.
Siguió diciendo que, muchas veces, le daban ganas de abandonar y dejarlo todo, para vivir
tranquilamente como nosotros.
Me sentí culpable de vivir tranquilamente, pero cuando terminó de hablar, se bajó de la caja y comenzó
a reír y a estrechar manos de la gente. Parecía que confiaba en poder resolver los problemas de
Washington.
Me sentí un poco mejor pensando que iba a llegar allí y acabar con los problemas.
Mientras estrechaba las manos y hablaba con la gente, un tipo se acercó al grupo llevando un pequeño
ternero marrón atado con una cuerda.
Se quedó allí observando a la gente y dio la mano dos veces al político, cada vez que pasaba por
delante de él. El ternerillo se quedó con las patas abiertas y la cabeza baja detrás de él. Me acerqué. Lo
acaricié, pero no levantó la cabeza. El tipo me miró bajo su sombrero ancho. Tenía unos ojos
penetrantes, que casi se cerraban cuando sonreía. Sonrió.
—¿Te gusta mi ternero, chico?
—Sí, señor —dije, y me alejé del ternero, pues no quería que pensara que lo estaba molestando.
—Continúa —dijo de forma cariñosa—. Continúa acariciando el ternero. No le harás daño.
Seguí acariciando al ternero.
El tipo escupió tabaco sobre la espalda del ternero.
—Noto que le caes bien a mi ternero..., mejor que nadie que haya conocido nunca...; parece que quiere
irse contigo.
Yo no veía que quisiera venirse conmigo, pero era su ternero y él debía conocerlo. El tipo se puso de
cuclillas delante de mí.
—¿Tienes algo de dinero, chico?
—Sí, señor —dije—, tengo cincuenta centavos.
El tipo frunció el ceño y, por su gesto, pude comprender que no le parecía demasiado dinero, y sentí no
tener más.
Al cabo de un rato sonrió y dijo:
—Bueno, este ternero vale más de cien veces lo que tú tienes —eso ya me lo imaginaba yo.
—Sí, señor —dije—. Yo no pensaba comprarlo de ninguna manera.
El tipo volvió a fruncir el ceño:
—Bueno —dijo—, soy un hombre cristiano. A pesar de lo que vale este ternero, siento en mi corazón
que debe ser tuyo, pues está muy a gusto contigo.
Estuvo un rato pensando y noté que le causaba mucha tristeza tener que separarse del ternero.
—Señor, no voy a quedarme con él, de ninguna manera —dije.
Pero el tipo levantó una mano para pararme. Suspiró.
—Voy a dejarte el ternero, hijo, por cincuenta centavos, pues es mi obligación cristiana y no voy a
aceptar una respuesta negativa. Dame, simplemente, tus cincuenta centavos y el ternero es tuyo.
Dicho de esta forma, no podía negarme. Saqué todas mis monedas y se las di. Me alargó la cuerda del
ternero y se fue con tanta rapidez que no supe qué dirección tomó.
Me sentí orgulloso de mi becerro, a pesar de que más o menos me había aprovechado de aquel tipo,
sacando ventaja de su condición de cristiano. Tiré de mi ternero hasta donde estaba abuelo y se lo
enseñé. Abuelo no parecía estar tan orgulloso con el animal como lo estaba yo, pero me imaginé que
sería porque era mío y no suyo. Le dije que la mitad le pertenecía, porque éramos socios en el negocio
del güisqui. Pero me gruñó, simplemente.
La gente comenzaba a congregarse alrededor del político y casi todos estaban de acuerdo en que lo
mejor era mandarle a Washington para que luchase contra los católicos. Comenzó a repartir papeles. A
pesar de que no me dio ninguno, cogí uno del suelo. Tenía su foto. Aparecía sonriendo, como si no
hubiera ningún problema en Washington. Parecía muy joven en la foto.
Abuelo dijo que lo mejor que podíamos hacer era irnos a casa. Me metí la foto del político en el
bolsillo y tiré de mi ternero mientras andaba detrás de abuelo. Era una tarea difícil. Mi ternero apenas
podía andar y yo tiraba de la cuerda lo mejor que podía. Tenía miedo de que si tiraba demasiado de la
cuerda, se cayese.
Comencé a preocuparme pensando en si alguna vez conseguiría llegar a la cabaña y si, quizá, el animal
estuviese enfermo a pesar de que costaba cien veces lo que yo había pagado por él.
Cuando llegué a la primera cima, abuelo ya estaba abajo. Como no quería quedarme atrás grité:
—Abuelo..., ¿conoces a algún católico?
Abuelo se paró. Tiré con más fuerza del ternero y comencé a ganar terreno. Abuelo esperó hasta que
estuve a su altura.
—Una vez vi a uno —me contestó abuelo— en el ayuntamiento.
Nos sentamos y descansamos.
—No parecía demasiado malo..., aunque pensé que había tomado parte en una pelea o algo por el
estilo, porque tenía el cuello de la camisa al revés y, probablemente, estaba borracho, pues, sí no, se
hubiera dado cuenta de que lo llevaba mal. Pero de todas formas parecía un hombre pacífico.
Abuelo se sentó sobre una roca y comprendí que iba a meditar sobre el tema, de lo que me alegré. Mi
ternero estaba plantado ante él con las patas delanteras abiertas y respiraba mal.
—De cualquier forma —dijo abuelo—, si coges un cuchillo y te dedicas durante todo el día a escarbar
en la bazofia que ha dicho el político, te será muy difícil encontrar un solo grano de verdad. ¿Has notado
que el hijo de perra no ha dicho una sola palabra sobre quitar el impuesto del güisqui... o del precio del
grano... o cualquier cosa importante?
Era verdad.
Le contesté que había notado que el hijo de perra no había dicho una sola palabra sobre ese tema.
Me recordó que decir hijo de perra era feo y que de ninguna manera debía pronunciar esas palabras
delante de abuela. Añadió que no le importaba lo más mínimo que los curas y las monjas se juntasen, que
aquello era cosa suya.
También dijo luego, con respecto a lo de dar sus hijos a los perros, que nunca llegaría el día en que una
cierva diera su cría a un perro, y menos una mujer. Por eso sabía que se trataba de una mentira.
Los católicos comenzaron a caerme mejor. Me dijo que no dudaba de que los católicos quisieran
apoderarse de todo.
Pero añadió que si tienes un cerdo y no quieres que te lo roben, buscas, sencillamente, a diez o doce
hombres que quieran robarlo y les pides que te lo guarden. De esa manera, el cerdo estaría tan seguro
como en tu propia casa. Me explicó también que las cosas estaban tan mal en Washington que tenían que
vigilarse unos a otros todo el tiempo.
Añadió que había tantos que querían mandar que aquello era una pelea continua. Lo peor de
Washington, dijo, era que había demasiados políticos viviendo allí.
Me dijo también que aunque nosotros asistíamos a una iglesia baptista, no nos gustaría nada que éstos
gobernaran el país, pues ellos estaban totalmente en contra de la bebida, exceptuando un poco para ellos.
Añadió que secarían el país.
Vi claramente que había otros peligros además de los católicos. Si los baptistas tomaban el control, nos
quitarían el negocio y probablemente nos moriríamos.
Le pregunté a abuelo si los peces gordos que hacían güisqui con aroma de barril no querían también
gobernar. Como nosotros les hacíamos la competencia, probablemente nos quitarían el negocio. Me
contestó que, sin duda alguna, en Washington trataban de sobornar a políticos prácticamente todos los
días.
Sólo había una cosa cierta: los indios nunca gobernarían. Desde luego, no parecía que eso fuera a
ocurrir.
Mientras hablaba, mi ternero se tumbó y se murió. Se echó sobre un costado, y así se quedó. Yo estaba
delante de abuelo sujetando la cuerda y él hizo una señal y me dijo:
—Tu ternero está muerto —nunca consideró que le pertenecía la mitad.
Me arrodillé e intenté levantar su cabeza para ponerlo de pie, pero era imposible. Abuelo movió la
cabeza:
—Está muerto, Pequeño Árbol. Cuando algo está muerto..., está muerto.
Así estaba. Me puse en cuclillas al lado de mi ternero y lo miré. Pocas veces recuerdo haberme sentido
peor. Mis cincuenta centavos habían desaparecido, y con ellos la caja verde y roja de caramelos. Y ahora
también mi ternero, valiendo cien veces lo que yo había pagado por él.
Abuelo sacó su cuchillo, abrió el ternero y le sacó el hígado. Aseguró, mirándolo con atención:
—Tiene manchas y está enfermo. No podemos comerlo.
Me pareció que ya no había nada que yo pudiera hacer por él. No lloré, pero estuve a punto. Abuelo se
arrodilló y quitó la piel al ternero.
—Supongo que abuela te dará diez centavos por la piel. Probablemente podrá utilizarla —dijo—, y
mandaremos a los perros...; ellos pueden comérselo.
Supuse que aquello era todo lo que podía hacerse con él. Seguí a abuelo por el camino —llevando la
piel de mi ternero— hasta llegar a la cabaña.
Abuela no me preguntó nada, pero yo le dije que no podía volver a poner mis cincuenta centavos en el
bote, pues me los había gastado en un ternero, que tampoco tenía ya. Abuela me dio diez centavos por la
piel y los puse en el bote.
Me fue difícil comer aquella noche, a pesar de lo que me gustaban los guisantes y el pan de maíz.
Mientras comía, abuelo me miró y dijo:
—Sabes, Pequeño Árbol: la mejor forma de enseñarte es dejándote cometer errores. Si te hubiera
impedido comprar el ternero, siempre habrías pensado que deberías haberlo tenido. Si te hubiese dicho
que lo compraras, me habrías culpado después de su muerte. Tienes que aprender por ti mismo.
—Sí, señor —dije.
—Ahora —dijo abuelo—, ¿qué es lo que has aprendido?
—Bueno —dije—, supongo que he aprendido a no negociar con cristianos.
Abuela se rió. Yo no veía la gracia por ninguna parte. Abuelo me miró perplejo. Luego se rió tan fuerte
que se atragantó con el pan de maíz. Me figuré que había aprendido algo divertido, pero no sabía lo que
era.
Abuela dijo:
—Lo que quieres decir, Pequeño Árbol, es que tendrás más cuidado con el próximo tipo que te cuente
lo bueno que él es.
—Sí, señora —dije—, supongo que sí.
No estaba seguro de nada..., tan sólo de que había perdido mis cincuenta centavos. Como estaba
cansadísimo, me quedé dormido en la mesa y mi cara cayó sobre el plato de la cena. Abuela me limpió
los guisantes de la cara.
Aquella noche soñé que los baptistas y los católicos venían hacia nosotros. Los baptistas nos
confiscaban el alambique y los católicos se comían mi ternero.
Un gran cristiano estaba allí, sonriente. Tenía una caja de caramelos verde y roja. Me dijo que valía
cincuenta veces más, pero que yo podía comprarla por sólo cincuenta centavos. Pero no tenía cincuenta
centavos y, por tanto, no podía comprarla.
11 En la tienda del cruce

ABUELA cogió un lápiz y un papel y me enseñó cuánto había perdido en mi negocio con un cristiano.
Resultó que no había perdido más que cuarenta centavos, porque había ganado diez con la venta de la
piel. Puse los diez centavos en el bote, y nunca los volví a llevar en el bolsillo, pues estaban más seguros
allí.
El mes siguiente conseguí otros diez centavos y abuela me lo aumentó con cinco más. Con esto ya tenía
veinticinco. Estaba volviendo a recuperar el dinero perdido.
A pesar de que había perdido mi dinero en la tienda, siempre me gustaba ir allí a entregar la mercancía,
aunque llevar el saco era mucho trabajo.
Aprendía cinco nuevas palabras del diccionario cada semana. Abuela me explicaba el significado, y
luego yo tenía que hacer frases con las nuevas palabras. Yo usaba mucho estas frases camino de la tienda.
Esto hacía que abuelo se parara, mientras intentaba averiguar lo que yo decía. Así podía alcanzarle y
descansar con mis botes. A veces, abuelo desechaba palabras, y decía que no hacía falta que las usara
nunca más. Esto me facilitaba bastante el trabajo.
Como cuando llegué a la palabra «disputa».
Abuelo estaba delante de mí. Yo había estado practicando una frase con esa palabra y le grité a abuelo:
—El perro ha tenido una disputa con el gato.
Abuelo se paró. Esperó hasta que llegué hasta donde él estaba y dejé la carga en el suelo.
—¿Qué has dicho? —me preguntó.
—He dicho que el perro ha tenido una disputa con el gato —contesté.
Abuelo me miró tan fijamente que comencé a sentirme mal.
—¿Qué tiene que ver una puta con perros y gatos? —dijo.
Le dije que yo no podía saberlo, pero que la palabra disputa significaba pelea o riña.
Abuelo dijo:
—Bueno, entonces ¿por qué no dices simplemente pelea, en lugar de utilizar disputa?
Le contesté que no sabía, pero que así estaba en el diccionario. Abuelo se alteró mucho. Dijo que el
entremetido hijo de perra que había inventado el diccionario, debería ser fusilado.
Continuó diciendo que probablemente el mismo tipo había inventado más de media docena de palabras
para decir la misma cosa. Por eso, los políticos podían salirse siempre con la suya, engañando a la gente,
y diciendo siempre que ellos no han dicho esto o aquello, o que sí lo han dicho. Siguió diciendo que, si
se pudiese comprobar, el maldito diccionario estaba escrito por un político, o había algunos detrás de él.
Me dijo que podía olvidarme de esa palabra, y así lo hice.
Normalmente, durante el invierno solía haber muchos hombres por la tienda. También solía haberlos
durante la época del reposo. La época del reposo solía ser en agosto. Al acabar ese mes, los granjeros
han arado y escardado hierbajos de sus sembrados cuatro o cinco veces. El grano es ya lo
suficientemente grande como para dejarlo reposar, es decir, ya no hay ni que arar ni que arrancar hierbas,
y se espera la época de la siega.
Después de entregar la mercancía, de que pagaran a abuelo, de que yo fuese a buscar algunos troncos
para Mr. Jenkins, y de que me diera un trozo de caramelo, nos sentábamos siempre bajo el porche de la
tienda con la espalda contra la pared, matando el rato.
Abuelo tenía dieciocho dólares en el bolsillo... de los cuales yo recibiría, por lo menos, diez centavos
al llegar a casa. Normalmente llevábamos azúcar o café para abuela...; a veces, un poco de harina de
trigo, si las cosas iban bien. Acabábamos de terminar una semana muy dura para el negocio del güisqui.
Siempre me terminaba la barrita de caramelo mientras estábamos sentados. Era un rato muy bueno.
Escuchábamos a los hombres hablar de sus cosas. Algunos decían que había depresión, y que la gente
se tiraba por las ventanas. Abuelo nunca dijo nada. Yo tampoco. Pero me explicó que Nueva York estaba
lleno de gente, que no tenía el espacio suficiente para vivir, y era muy posible que la mitad de ellos se
hubiesen vuelto locos por tener que vivir así. Eso explicaba que la gente saltara por las ventanas.
Normalmente, siempre había alguien cortando el pelo en la tienda. Ponían una silla alta bajo el
cobertizo, y un tipo cortaba el pelo a la gente.
Otro hombre —todos le llamaban «viejo Barnett»— sacaba dientes. No hay mucha gente que sepa sacar
dientes. Había que hacerlo cuando alguien tenía un diente mal y quería que se lo arrancaran.
A todos les gustaba observar al viejo Barnett mientras trabajaba. Ponía al paciente al que iba a sacar un
diente en una silla. Luego calentaba un alambre hasta ponerlo al rojo. Colocaba el alambre sobre el
diente y, entonces, sacaba un clavo que colocaba en el diente y con un martillo golpeaba de alguna forma
misteriosa. El diente saltaba al suelo. Estaba muy orgulloso de su negocio, y hacía que todo el mundo se
alejara un poco mientras trabajaba, para que nadie pudiera captar su truco.
Una vez, otro individuo, de la misma edad aproximadamente que el viejo Barnett —le llamaba Mr. Lett
—, vino a que le sacaran un diente malo. El viejo Barnett sentó a Mr. Lett en la silla y calentó el alambre.
Lo colocó sobre el diente de Mr. Lett, pero éste colocó la lengua sobre el alambre. Bramó más fuerte que
un toro, y dio una patada en el estómago al viejo Barnett tirándole de espaldas.
El viejo Barnett se enfadó mucho y golpeó a Mr. Lett con una silla en la cabeza. Comenzaron a pelear
en el suelo, hasta que todos se metieron y los separaron. Estuvieron un buen rato maldiciéndose el uno al
otro —o por lo menos maldecía el viejo Barnett—; no se podía entender lo que decía Mr. Lett, pero
estaba muy enfadado.
Finalmente se calmaron, y un grupo de hombres sujetaron a Mr. Lett, sacaron su lengua y le curaron con
trementina. Luego se fue. Era la primera vez que vi fallar al viejo Barnett en su intento de sacar un diente,
y no se lo tomó a la ligera. Estaba orgulloso de su negocio y fue explicándoles a todos la causa de que no
hubiera podido sacar el diente. Dijo que la culpa había sido de Mr. Lett. Creo que tenía razón.
En aquel momento tomé la decisión de no tener nunca un diente malo. Y si lo tenía, nunca se lo diría al
viejo Barnett.
En la tienda fue donde vi a la niña pequeña. Venía con su padre cuando no había trabajo o en el
invierno. Su padre era un hombre joven que llevaba unos pantalones de peto rotos, y la mayor parte de
las veces iba descalzo. La niña pequeña también estaba siempre descalza, incluso cuando hacía frío.
Abuelo me explicó que eran aparceros. Me dijo que los aparceros no poseían ninguna tierra, ni
generalmente ninguna otra cosa; a veces, ni siquiera una cama o una silla. Trabajaban la tierra de otra
persona, recibían la mitad de lo que el dueño ganaba con su cosecha; aunque normalmente sólo les daban
un tercio. Esto se llamaba trabajar a medias o a tercias.
Dijo que cuando les descontaban lo que habían comido durante el año, las semillas y los abonos —que
pagaba el propietario de la tierra—, el uso de las mulas y todo lo demás, siempre resultaba que el
aparcero no había ganado nada; sólo la comida, que no solía ser mucha.
Me contó también que cuanto mayor era la familia de un aparcero, más posibilidades tenían de que un
propietario les dejase trabajar sus tierras, pues todos los de la familia podían arrimar el hombro. Una
familia numerosa era más rentable. Me explicó que los aparceros intentaban tener familias muy
numerosas, pues les era necesario. Las mujeres trabajaban en los campos, cogiendo algodón, cavando y
haciendo trabajos parecidos, y dejaban a los niños a la sombra de los árboles o en algún sitio, para que
se cuidaran ellos solos.
Los indios nunca harían un trabajo así. Antes se irían al bosque a ganarse la vida cazando conejos que
hacer de aparceros. Pero dijo que de una u otra forma la gente se entrampaba y luego no podían salir
adelante.
Todo era culpa de los malditos políticos, que se pasaban el tiempo aullando palabras, en lugar de
trabajar. Añadió que algunos propietarios de tierras eran malos, y que otros no lo eran, como en todas
partes, pero que siempre ocurría que en el momento de aclarar cuentas, después de recoger la cosecha,
había una gran desilusión.
Por eso, los aparceros cambiaban de lugar todos los años. Cada invierno buscaban un nuevo
propietario. Se metían en una nueva choza, se sentaban alrededor de la mesa de la cocina por la noche y
alimentaban nuevos sueños y esperanzas sobre lo bien que les iba a ir este año, en este lugar.
Seguían pensando eso durante la primavera y el verano, hasta que se recogía la cosecha. Luego renacía
la amargura. Por eso cambiaban de lugar todos los años. La gente que no los entendía les llamaba
holgazanes, que, como decía abuelo, era otra maldita palabra, igual que llamarles irresponsables por
tener tantos hijos, y, sin embargo, tenían que tenerlos.
Fuimos hablando de este asunto durante la vuelta a la cabaña, y pensó tanto sobre ello que estuvimos
casi una hora descansando.
También yo reflexioné sobre ello, y vi claramente que abuelo entendía perfectamente a los políticos. Le
dije que había que echar a esos hijos de perra. Se calló y me volvió a recordar que «hijo de perra» era
una nueva expresión fea, muy fuerte, y si nos la oía decir abuela, nos echaría a los dos de la cabaña. Me
lo grabé bien en la cabeza. Era una expresión con mucha fuerza.
La niña pequeña llegó un día y se quedó de pie delante de mí, mientras yo estaba sentado, descansando
bajo el porche de la tienda y comiéndome una barrita de caramelo. El padre de la niña estaba dentro de la
tienda. La niña tenía el pelo enredado y algunos de sus dientes estaban podridos. Me alegré de que viejo
Barnett no la viera. Llevaba un saco de arpillera por vestido, y se quedó mirándome, mientras cruzaba y
descruzaba los dedos de los pies en la arena. Me sentí muy mal comiendo mi caramelo, y le dije que
podía chuparlo un rato, si no lo mordía; de lo contrario, tendría que volvérmelo a dar. Cogió el caramelo
y comenzó a chuparlo de forma normal.
Me explicó que podía recoger cien libras de algodón en un día. Tenía un hermano que era capaz de
recoger doscientas, y su madre —cuando se encontraba bien—, trescientas. Sabía que su padre podía
recoger quinientas libras si trabajaba también por la noche.
Añadió que ellos nunca ponían piedras en los sacos para hacer trampas en el peso, y toda la familia era
conocida como muy honesta.
Me preguntó que cuánto algodón era capaz de recoger yo. Le contesté que nunca había recogido
algodón. Ya se lo figuraba, pues todos sabían que los indios eran muy vagos y no trabajaban en nada. Le
quité el caramelo. Entonces añadió que no era porque no quisiéramos, sino que éramos diferentes y que
seguramente hacíamos otras cosas. Le dejé chupar mi caramelo.
Todavía estábamos en invierno, y me contó que toda su familia estaba preparada para escuchar la
tórtola. Era bien sabido, dijo, que la dirección en que se oye la llamada de la tórtola es la que deben
tomar al año próximo.
Todavía no la habían oído, pero estaban esperándola en cualquier momento, pues su patrón los había
estafado totalmente, y su padre se había enfadado con él. Así que tenían que irse. Me contó que su padre
había venido a la tienda para ver si podía hablar con alguien que estuviese interesado en tener en sus
tierras una familia conocida por trabajar honestamente y no causar ningún problema. Probablemente, irían
al sitio mejor que nunca habían encontrado, pues su padre había dicho que comenzaba a correrse la voz
de que eran unos buenos trabajadores, y que, por tanto, al año próximo estarían en un buen sitio.
Añadió que, después de que hubiesen recogido la cosecha en el nuevo sitio al que iban a ir, le iban a
comprar una muñeca. Su madre le había dicho que sería una muñeca comprada en una tienda, con pelo de
verdad y ojos que se abrían y se cerraban. Y seguramente le comprarían muchas otras cosas, pues serían
prácticamente ricos.
Yo le conté que no poseía ninguna tierra, excepto el trozo del valle donde teníamos el sembrado;
éramos gente de la montaña y no sabíamos cómo se trabajaban las granjas de la llanura. También le dije
que tenía diez centavos.
Quiso verlos, pero le dije que estaban en casa en un bote, que no los llevaba encima porque una vez me
había engañado un cristiano y se había llevado mis cincuenta centavos y no quería perder mis otros diez.
Me aseguró que ella era cristiana. Una vez había recibido al Espíritu Santo en una especie de servicio
religioso y por ello había sido salvada. Sus padres lo recibían casi siempre que iban, y cuando esto
sucedía, hablaban en una lengua desconocida. Siguió diciendo que ser cristiano le hacía a uno feliz, y los
servicios religiosos eran el momento mejor porque estabas con el Espíritu Santo. Me dijo que yo iría al
infierno porque no había sido salvado.
Vi claramente que era cristiana, pues, mientras, se había comido prácticamente todo mi caramelo.
Recuperé lo que quedaba.
Le hablé a abuela de la niña. Le hizo un par de mocasines. La parte de arriba la hizo con un trozo de la
piel de mi ternero, dejando los pelos hacia afuera. Eran muy bonitos. Puso dos bolitas rojas encima de
cada mocasín.
Al mes siguiente, cuando fuimos a la tienda, le di los mocasines y se los puso. Le dije que abuela los
había hecho para ella, y que se los regalaba.
Corrió de un lado para otro por delante de la tienda, mirándose los pies; se notaba que estaba orgullosa
de ellos porque paraba a cada paso y limpiaba con los dedos el polvo de las bolitas rojas. Le añadí
orgulloso que la piel que tenía pelo era de mi ternero y que se la había vendido a abuela.
Cuando su padre salió de la tienda, le siguió camino abajo, saltando con sus mocasines. Abuelo y yo
los observamos. Cuando se habían alejado un poco, el hombre se paró y miró a la niña. Habló con ella y
ella me señaló a mí.
El hombre se fue hacia la cuneta y cortó una rama de un arbusto. Sujetó a la niña con una mano y le
pegó con la rama en las piernas con mucha fuerza, en la parte de atrás. Lloró, pero no se movió. La pegó
hasta que la rama se quedó sin hojas... y todo el que estaba bajo el porche de la tienda los miró..., pero
nadie dijo nada.
Luego hizo que la niña se sentase en la cuneta y le quitó los mocasines. Vino andando hacia la tienda
llevando los mocasines en la mano. Abuelo y yo nos pusimos de pie. No prestó ninguna atención a
abuelo, pero vino hasta mí y me miró. Su cara estaba desencajada y le brillaban los ojos. Me dio los
mocasines —yo los cogí— y me dijo:
—Nosotros no aceptamos caridad... y menos de salvajes bárbaros.
Yo estaba asustado. Se dio la vuelta y se fue por el camino, con sus pantalones rotos. Llegó hasta la
niña y ésta le siguió. No lloraba. Andaba muy estirada, con la cabeza alta, muy orgullosa, y no se volvió a
mirar a nadie. Se veían las grandes marcas rojas de sus piernas. Abuelo y yo nos fuimos.
Por el camino me dijo que no podía soportar a tipos como el aparcero. Lo único que tenía era orgullo...
y no sabía utilizarlo. Me explicó que el tipo pensaba que no podía dejar que a su hijita ni a ninguno de
sus hijos les gustasen las cosas bonitas, porque nunca podrían tenerlas. Por eso los azotaba cuando veía
que les apetecían cosas que no podían tener... y los azotaba hasta que aprendían. De esta manera, al cabo
de algún tiempo, sabían que no debían esperar nada.
Podían esperar la felicidad del Espíritu Santo; tenían su orgullo y esperanza en el próximo año.
Abuelo no me culpaba por no haber entendido lo que pasaba. Me dijo que él tenía ventaja, pues hacía
algunos años, cuando iba por un camino cerca de la choza de un aparcero, vio a un individuo ir hasta
donde estaban dos de sus hijas pequeñas, sentadas bajo un árbol y mirando el catálogo de unos
almacenes.
El tipo cogió una vara y las azotó hasta que les salió sangre. El bruto aquel tomó el catálogo y se fue
detrás del establo. Lo quemó, rompiéndolo primero como si fuera su enemigo. Después se sentó tras el
establo, donde nadie podía verle, y lloró. Abuelo me explicó que él había visto aquello y por eso sabía
lo que pasaba.
Había que comprenderlos, añadió. Pero la mayoría de la gente no quería —era demasiado trabajo—;
por eso utilizaban palabras para ocultar su vagancia y llamaban a los otros holgazanes.
Llevé los mocasines a casa. Los puse bajo mi saco, donde guardaba mis pantalones de peto y mi
camisa. No los miré; me recordaban a la niña pequeña.
Nunca volvió a la tienda del cruce, ni tampoco su padre. Supongo que cambiaron de lugar.
Me imagino que oyeron a la tórtola cantar desde muy lejos.
12 Una aventura peligrosa

LAS violetas indias son las primeras flores que aparecen en la montaña al llegar la primavera. Justo
cuando uno comienza a pensar que ya no habrá primavera, allí están. De un azul frío, como el viento de
marzo, aparecen en el suelo, tan pequeñas que pasan inadvertidas a no ser que se las mire de cerca.
Las recogíamos en la ladera. Yo ayudaba a abuela, hasta que los dedos se nos quedaban entumecidos
por el viento helado. Ella las utilizaba para hacer una infusión tónica. Me decía que yo las recogía muy
deprisa, y así era.
En el sendero alto, donde el hielo todavía crujía bajo nuestros mocasines, cogíamos agujas de abeto.
Abuela las ponía en agua caliente y luego bebíamos la infusión. Es más sano que ninguna fruta y hace que
uno se sienta bien. También hacía infusiones con las raíces y las semillas de las coles de las montañas.
En cuanto aprendí, me convertí en el mejor recolector de bellotas. Al principio, llevaba cada bellota
que encontraba hasta donde estaba abuela con su saco, pero ella me explicó que podía esperar a tener la
mano llena antes de correr hacia el saco. Era un trabajo fácil para mí, pues estaba cerca del suelo y
pronto pude coger más bellotas que ella.
Las molía hasta convertirlas en una harina de color amarillo dorado, que luego mezclaba con nueces y
avellanas, y freía haciendo unos panecillos pequeños. Jamás he probado nada que sepa tan bien.
Tenía a veces un percance en la cocina y se le caía azúcar en la mezcla. Decía:
—Perdóname, Pequeño Árbol. Se me ha caído azúcar en la masa.
Yo nunca decía nada, pero cuando ella hacía eso, siempre me daba un panecillo de más.
Abuelo y yo éramos buenos comilones de estos panecillos.
A veces, a finales de marzo, después de la aparición de las violetas indias, mientras recogíamos cosas
en la montaña, el viento frío y crudo cambiaba durante un solo segundo. Acariciaba la cara con tanta
suavidad como si se tratara de una pluma. Tenía el olor de la tierra. Se notaba que la primavera estaba en
camino.
Al día siguiente o al otro empezábamos a salir para notarlo y aquella caricia volvía. Duraba un poquito
más, era más dulce y olía más fuerte.
El hielo se rompía y se derretía en los senderos altos, hinchando el suelo y formando pequeños
canalillos de agua que bajaban hasta el riachuelo.
En la parte inferior del valle empezaban a brotar los dientes de león por todas partes, y los cogíamos
para utilizarlos como si fueran una verdura. Están muy buenos cuando se mezclan con otras verduras y
con ortigas.
Las ortigas son la mejor verdura, pero tienen un inconveniente: que irritan la piel cuando se tocan las
hojas al recogerlas. A veces, a abuelo y a mí se nos pasaba alguna mata de ortigas inadvertida, pero
abuela la encontraba y entre todos la cogíamos. Él decía que no conocía nada en esta vida que
produciendo placer no tuviese algún inconveniente. ¡Cuánta razón tenía!
La senega tiene una gran flor violeta y un tallo largo que puede pelarse y comerse crudo o cocerse
como los espárragos.
La mostaza aparece en la montaña en pequeñas extensiones como si fueran mantas amarillas. Brota en
forma de pequeñas cabezas de canario, con hojas color pimienta. Abuela la mezclaba con otras verduras
y a veces molía las semillas hasta hacer una pasta, que usábamos como mostaza de mesa.
Cualquier planta que crece salvaje tiene un sabor cien veces más fuerte que la misma cultivada.
Sacábamos cebollas salvajes del suelo y con sólo un puñado se conseguía más sabor que con un cesto de
las del huerto.
A medida que el aire se va caldeando y llega la lluvia, las flores de la montaña hacen que aparezcan
colores por todas partes, como si alguien hubiera tirado cubos de colores por las laderas. Las flores de la
belladona tienen corolas redondeadas color púrpura, tan brillante, que parecen de papel pintado. Las
campánulas florecen en pequeñas campanillas azules, que cuelgan de tallos finos de enredadera,
tapizando rocas y hendiduras. El cáñamo americano tiene grandes flores color lavanda rosado, con el
centro amarillo, que crecen abrazando la tierra, mientras que las ipomoeas nocturnas están escondidas en
las grietas profundas, con largos tallos inclinados como ramas de sauce con flecos rosas y rojos en las
puntas.
Diferentes tipos de semillas crecen a distintas temperaturas en el cuerpo de Mon-o-lah. Cuando
comienza a calentarse, sólo las flores más pequeñas salen a la superficie. Pero a medida que va
adquiriendo más temperatura, crecen flores mayores y la savia comienza a correr dentro de los árboles,
haciendo que se hinchen, como una mujer embarazada, hasta que se abren los capullos.
Cuando el aire se hace tan pesado que es difícil respirar, ya se sabe lo que va a venir. Los pájaros
bajan de las cimas y se esconden en los valles y en los pinos. Negros nubarrones flotan sobre la montaña,
y hay que correr a refugiarse en la cabaña.
Desde el porche observábamos las grandes barras de luz que se mantienen durante un segundo, quizá
dos, sobre la cima de la montaña, enviando rayos como tentáculos en todas direcciones, antes de volver a
perderse en el cielo con una gran sacudida. Se producía un sonido tan intenso, que parecía que algo se
había partido en dos. Luego, los truenos y sus ecos retumbaban en las cimas y en los valles. Un par de
veces creí firmemente que las montañas se estaban derrumbando, pero abuelo me aseguró que no iba a
suceder ese cataclismo.
Anunciaba la tormenta haciendo rodar piedras desde las cumbres. Los árboles se doblaban y se
enderezaban con las repentinas sacudidas del viento, y la lluvia barría todo, cayendo a cubos de las
nubes y dando a entender que había en el cielo una enorme cantidad de agua que pronto se precipitaría
sobre la tierra.
La gente que se ríe y dice que de la naturaleza se conoce ya todo y que ésta no tiene alma, no ha estado
nunca durante una tormenta primaveral en la montaña. Cuando está dando a luz la primavera lo hace a
conciencia, sacudiendo las montañas como cuando una mujer en el parto se agarra a la colcha de la cama.
Si un árbol ha resistido los vientos invernales y ella cree que debe ser liquidado, lo arranca y lo lanza
montaña abajo. Pasa sobre todas las ramas de todos los arbustos y de todos los árboles, y después de
sentir a través de sus dedos de viento lo fuerte y lo débil, arranca y limpia esto último.
Si la naturaleza piensa que es necesario quitar un árbol, pero éste no se cae con el viento, hace
simplemente ¡guam!, y todo lo que queda es una antorcha ardiendo por la sacudida del rayo. La naturaleza
está viva y sufriendo. Eso es evidente.
Abuelo decía que la naturaleza estaba poniendo en orden —entre otras cosas— cualquier fallo que
hubiera habido en el nacimiento de las criaturas del año pasado, de forma que su nuevo parto fuera este
año limpio y fuerte.
Cuando la tormenta termina, la nueva vida, pequeña, ligera y tímida, comienza a salir de los matorrales
y de las ramas de los árboles. La naturaleza trae la lluvia de abril. Susurra suave y solitaria, levantando
bruma en los valles y en los caminos por donde se pasa bajo el lento gotear de las ramas de los árboles.
La lluvia de abril es una buena sensación, excitante, pero también triste. Abuelo me explicó que a él
siempre le producía distintos sentimientos. Dijo que era excitante, porque algo nuevo estaba haciendo, y
también era triste, porque se sabía que no iba a durar mucho. Pasaría demasiado deprisa.
El viento de abril es suave y cálido como la cuna de un niño. Sopla sobre el manzano silvestre hasta
que sus capullos blancos se abren, manchados de rosa. El olor es más dulce que el de la madreselva, y
atrae a las abejas que zumban por entre las flores. El laurel de la montaña, de flores rosadas con el cáliz
morado, crece por todas partes, desde los valles hasta las cimas, mezclado con esas violetas que tienen
pétalos alargados, amarillos y afilados, y un diente blanco que cuelga. A mí siempre me parecieron
lenguas.
Luego, cuando abril llega a su punto máximo de calor, repentinamente ataca el frío y el tiempo se
mantiene así durante cuatro o cinco días. Esto es necesario para hacer florecer las moras, y se llama el
invierno de las moras. Las moras no pueden florecer sin él. Por eso hay años en los que no hay moras.
Cuando termina, entonces es cuando brotan los cornejos como bolas de nieve, en las laderas, en lugares
donde nunca hubieras pensado que crecían: en un pinar o en un robledal aparece de repente un gran
estallido blanco.
Los granjeros blancos recogen los frutos de sus huertos al final del verano, pero el indio recolecta
desde el principio de la primavera, cuando empieza a crecer la primera verdura, durante todo el verano y
en el otoño, cogiendo nueces y bellotas. Abuelo me explicó que los bosques dan de comer si vives unido
a ellos en lugar de destrozarlos.
De todas formas cuesta trabajo. Creo que probablemente yo era uno de los mejores cogiendo bayas,
pues podía meterme en medio de una mata y no necesitaba agacharme para llegar hasta el suelo. Nunca
me cansé mucho recogiendo bayas.
Había zarzamoras, moras, bayas de saúco, de las que decía abuelo que se hacía el mejor vino,
arándanos y gayubas rojas, a las que yo nunca encontré ningún sabor, pero abuela las utilizaba para
cocinar. Cuando volvía a casa, lo que más abundaba en mi cubo eran gayubas, pues no me gustaban, y de
las demás comía regularmente mientras las cogía. Abuelo también lo hacía. Pero decía que esto no era
gastar las bayas, pues tarde o temprano nos las comeríamos. Creo que tenía razón. Sin embargo, las bayas
de fitolaca son venenosas, y si se comen se puede quedar uno más muerto que las piedras. Cualquier baya
que no se coman los pájaros es preferible no probarla.
Durante el tiempo de la recolección de bayas, mi boca, lengua y dientes tenían continuamente un color
azul intenso. Cuando abuelo y yo entregábamos nuestra mercancía, algunos hombres de la llanura que
pululaban por la tienda del cruce decían que yo estaba enfermo. Siempre que íbamos, un hombre de las
llanuras se preocupaba cuando me veía. Abuelo me explicaba que este hecho demostraba su ignorancia
acerca de la recolección de bayas, y que no debía prestarles ninguna atención.
A los pájaros les encantaban las cerezas salvajes. Más o menos por el mes de julio, el sol las había
madurado hasta su punto justo.
A veces, con el perezoso sol del verano, después de la cena, cuando abuela dormitaba un poco,
nosotros nos sentábamos en la escalera de la puerta trasera. Abuelo solía decir:
—Vamos por el sendero, a ver qué es lo que vemos.
Íbamos camino arriba y nos sentábamos a la sombra de un cerezo, con la espalda apoyada contra el
tronco. Observábamos a los pájaros.
Una vez vimos un zorzal dando volteretas sobre una rama, y andar tambaleándose como si fuese un
funambulista, hasta que se cayó justo al llegar al final de la rama. Un petirrojo iba muy bien por una rama,
pero se tambaleó encima de donde estábamos y aterrizó sobre la rodilla de abuelo. Pió, explicándole lo
que pensaba de todo aquello. Luego decidió ponerse a cantar, pero su voz vaciló y dejó de intentarlo. Se
fue a un arbusto, dejándonos muertos de risa. Abuelo me dijo luego que se había reído tanto que le dolía
el estómago. A mí también me dolía.
Vimos un cardenal rojo comiéndose tantas cerezas que perdió el equilibrio y cayó al suelo. Lo pusimos
sobre el tronco de un árbol para que no lo matara ningún animal por la noche.
Temprano, a la mañana siguiente fuimos al árbol y allí estaba, todavía durmiendo. Abuelo lo despertó y
levantó el vuelo, sintiéndose horriblemente mal. Voló alrededor de la cabeza de abuelo una o dos veces,
y tuvo que sacudirle con el sombrero un par de veces para que se alejara. Voló hasta el arroyuelo, metió
la cabeza dentro del agua y la sacó..., removió las plumas y miró alrededor como si fuese a pegar al
primero que se encontrara delante.
Abuelo me dijo que el viejo cardenal nos culpaba a él y a mí del estado en que se encontraba, aunque
debería darse cuenta de lo que hacía. Le había visto varias veces antes, era buen comedor de cerezas
desde hacía tiempo.
Cada pájaro que viene a volar alrededor de la cabaña significa algo. Eso es lo que piensan los
habitantes. Puedes creerlo o no. Yo lo creía. Abuelo, también.
Conocía todos los signos de los pájaros. Es de buena suerte tener un chochín viviendo en la cabaña.
Abuela tenía un agujerito cuadrado en la esquina superior de la puerta de la cocina, y nuestro chochín
salía y entraba por allí, construyendo su nido en la viga que estaba sobre la cocina. Anidó allí, y su
pareja le traía comida.
A los chochines les gusta estar alrededor de gente que ama los pájaros. Se ponía cómodo en su nido y
nos observaba en la cocina con sus ojillos negros que brillaban a la luz de la lámpara. Cuando yo
acercaba una silla y me subía en ella para ver mejor, piaba enfadado, pero no abandonaba su nido.
Abuelo me dijo que al chochín le gustaba mucho asustarme. Así se probaba a sí mismo que
probablemente era más importante en la familia que yo.
La lechuza ulula por la noche y no hace más que quejarse. Sólo hay una forma de hacerla callar: se
pone una escoba en la puerta abierta de la cocina. Abuela hacía esto y nunca vi que fallara. La lechuza
siempre paraba de quejarse.
El cuco canta al atardecer, y se llama así porque canta «cu-cú» una y otra vez, pero si se acerca a la
cabaña, significa que nadie va a ponerse enfermo en todo el verano.
El arrendajo azul jugando cerca de la cabaña indica que se van a pasar muy buenos ratos y a divertirse
mucho. El arrendajo azul es un payaso y salta en las puntas de las ramas, da volteretas y se burla de otros
pájaros.
El cardenal rojo significa que se va a recibir dinero, y la tórtola no significa lo mismo para un hombre
de la montaña que para un aparcero. Cuando oyes una tórtola significa que alguien te quiere y ha mandado
a la tórtola para contártelo.
La paloma lamentadora llama tarde por la noche, y nunca se acerca. Llama desde lejos, en la montaña, y
su llamada es larga y solitaria. Suena como un lamento. Abuelo decía que, efectivamente, lo era. Decía
que si alguien moría y no tenía a nadie en el mundo que le recordara y le llorase, la paloma lamentadora
le recordaría y se lamentaría. Si alguien moría en algún lugar lejano, incluso al otro lado del océano, y
había sido un hombre de la montaña, sabía que sería recordado por el lamento de la paloma. Esto
tranquilizaba a las personas. A mí también me tranquilizó saberlo.
Abuelo afirmaba que si alguien recordaba a una persona a la que amaba y se hubiese muerto, entonces
la paloma no tendría que lamentarse por ella. Entonces se sabía que estaba lamentándose por otra
persona, y los lamentos no sonaban tan solitarios. Cuando oí a la paloma, entrada la noche, mientras
estaba acostado en mi cama, recordé a mamá. Entonces noté que ya no estaba tan solo.
Los pájaros, igual que todas las demás criaturas, saben si los quieres. Si es así, vienen a tu alrededor.
Nuestras montañas y valles estaban llenos de pájaros: sinsontes y mirlos, cuervos de alas rojas y gallinas
indias, miseñores, petirrojos y azulejos, colibríes y martines, tantos que no hay forma de hablar de todos
ellos.
DURANTE LA PRIMAVERA y el verano dejábamos de poner trampas a los animales. Abuelo decía
que no hay forma de que un tipo pueda pelear y buscar pareja al mismo tiempo. Los animales tampoco
podían. Incluso si pudieran aparearse mientras los cazábamos, no podrían criar sus cachorros, y luego
nos moriríamos de hambre. Durante la primavera y el verano nos dedicábamos a pescar.
Los indios nunca cazan o pescan por deporte; únicamente lo hacen para alimentarse. Abuelo me explicó
que ir por ahí cazando por deporte era la cosa más tonta del mundo. Probablemente, todo había sido
pensado por los políticos entre guerra y guerra, cuando no estaban matando gente, para así poder seguir
matando. Todos los idiotas los habían seguido sin pensar en ello, pero se podría llegar a demostrar que
habían sido los políticos los que habían comenzado. Me pareció verosímil.
Hacíamos con juncos cestos para pescar. Tejíamos los juncos y hacíamos cestas, quizá de tres pies de
largo. En la boca de las cestas metíamos las puntas de los juncos hacia dentro y los afilábamos. De esta
forma, los peces podían entrar en la cesta, y los más pequeños podían salir nadando hacia afuera, pero
los grandes no podían pasar por entre las puntas afiladas. Abuela ponía cebo en las cestas.
A veces poníamos gusanos dentro de las cestas. Los gusanos los cogíamos metiendo una pala en el
suelo y frotando una madera contra la parte superior de la pala. Los gusanos, entonces, salen a la
superficie.
Transportábamos las cestas por El Estrecho hasta el arroyo. Allí las atábamos con una cuerda a un
árbol y las hacíamos descender hasta el agua. Al día siguiente volvíamos para recoger nuestra pesca.
Podía haber grandes barbos y percas..., a veces un lucio, y una vez cogí una trucha en mi cesta. Todos
estaban muy buenos guisados con mostaza. Me gustaba sacar las cestas.
Abuelo me enseñó a pescar con red. Así fue como, por segunda vez en mis cinco años, casi pierdo la
vida. La primera vez fue, por supuesto, trabajando en el negocio del güisqui, cuando casi me atrapa la
ley. Estaba totalmente seguro que, de haberme cogido, me hubiesen llevado al pueblo y me hubiesen
colgado. Abuelo me explicó que probablemente no lo hubiesen hecho, porque nunca había conocido un
caso igual. Pero hablaba así porque no los había visto. No le estaban persiguiendo a él. Esta vez, sin
embargo, estuvo a punto de perder la vida él también.
Era al mediodía, cuando es el mejor momento para pescar con las manos. El sol da de pleno en el
arroyo y los peces van hacia las piedras de las orillas para buscar la sombra.
Entonces es cuando hay que tumbarse en la orilla, meter las manos en el agua y buscar los agujeros de
los peces. Cuando se encuentra uno, hay que meter las manos suavemente y despacio, hasta que se
encuentra el pez. Si se tiene paciencia, se pueden mover las manos por los costados del pez y éste se
quedará quieto mientras lo tocan.
Luego hay que sujetarlo por detrás de las agallas y por la cola, y sacarlo del agua. Se necesita algo de
tiempo para aprender.
Ese día abuelo estaba tumbado en la orilla y había sacado ya un barbo. Yo no encontraba ningún
agujero, así que avancé un poco por la orilla. Me tumbé y metí las manos en el agua buscando algún
agujero. Oí un sonido a mi lado. Era un silbido que comenzó lentamente y se hizo cada vez más rápido
hasta acabar en un chirrido.
Volví la cabeza en dirección al sonido. Era una serpiente de cascabel. Estaba preparada para atacar,
con la cabeza en el aire y mirándome, a menos de seis pulgadas de mi cara. Estaba paralizado por el
terror. No podía moverme. Era más gorda que mi pierna, veía cómo se movían sus costillas bajo la piel
reseca. Estaba enfadada. Nos miramos el uno al otro. Sacaba la lengua —casi rozándome la cara— y sus
ojos brillaban, rojos y perversos.
El final de su cola empezó a agitarse más y más deprisa, haciendo el chirrido cada vez más agudo. Su
cabeza, en forma de una gran «V», comenzó a oscilar ligeramente hacia delante y hacia atrás, decidiendo
qué parte de mi cara golpear. Sabía que estaba a punto de atacar, pero no podía moverme.
Apareció una sombra sobre la serpiente y sobre mí. No le había oído venir, pero sabía que era abuelo.
Despacio y con calma, como si estuviera hablando del tiempo, abuelo dijo:
—No vuelvas la cabeza. No te muevas, Pequeño Árbol. No parpadees.
Yo no hice nada. La serpiente elevó más la cabeza, preparándose para golpear. Pensé que nunca
acabaría de elevarse.
Entonces, de repente, la gran mano de abuelo se metió entre mi cara y la cabeza de la serpiente. La gran
mano se quedó allí. La serpiente se elevó más. Comenzó a silbar y agitó la cola, produciendo un sonido
chirriante. Si abuelo movía la mano..., o se acobardaba, la serpiente me hubiera picado directamente en
la cara. Yo también lo sabía.
Pero no vaciló. La mano se mantuvo firme como una roca. Podía ver las grandes venas de la parte de
atrás de la mano de abuelo. Había gotas de sudor brillando sobre la piel cobriza. No se notaba ni un
temblor ni un movimiento en la mano.
La serpiente atacó deprisa y con fuerza. Golpeó la mano de abuelo como una bala, pero la mano de
abuelo no se movió. Vi los colmillos, afilados como agujas, enterrarse en la carne cuando las mandíbulas
de la serpiente cogieron la mitad de su mano.
Abuelo movió su otra mano, cogió a la cascabel por detrás de la cabeza y apretó. La serpiente se
levantó del suelo y se enrolló alrededor de su brazo. Azotó su cabeza con la cola y le golpeó la cara.
Pero abuelo no soltaba. Apretó más y más con la mano, hasta que oí el crujido de la columna vertebral.
Entonces la tiró al suelo.
Abuelo se sentó y sacó su largo cuchillo. Se hizo unos cortes en la mano, donde le había mordido la
serpiente. La sangre le corría por la mano y por el brazo. Me arrastré hasta él, pues me sentía muy débil y
no creía que pudiera andar. Me levanté, apoyándome en su hombro. Estaba chupando la sangre de los
cortes de la mano y escupiéndola en el suelo. No sabía qué hacer y dije:
—Gracias, abuelo.
Abuelo me miró y sonrió. Tenía sangre en la boca y en la cara.
—Maldito infierno —dijo abuelo—. Le hemos enseñado a esa hija de perra, ¿no es así?
—Sí, señor —dije, sintiéndome mejor—. Le hemos enseñado a esa hija de perra.
No recordaba haber colaborado mucho en esa enseñanza.
Su mano comenzó a crecer y a crecer. Se estaba poniendo azul. Sacó su cuchillo y cortó la manga de la
camisa de ciervo. El brazo era dos veces más grueso que el otro. Me asusté.
Se quitó el sombrero y se abanicó la cara.
—Hace más calor que en el infierno —dijo—, para ser esta época del año.
Tenía una cara muy rara. Ahora se le estaba poniendo azul el brazo.
—Voy a llamar a abuela —dije, y salí corriendo.
Me miró, y, luego, sus ojos miraron a la lejanía.
—Supongo que voy a descansar un poco —dijo totalmente calmado—. Iré dentro de un momento.
Bajé por El Estrecho. Me imagino que no tocaba el suelo más que con las puntas de los dedos de los
pies. No podía ver bien, pues mis ojos estaban nublados por las lágrimas, a pesar de que no lloré.
Cuando llegué al camino del valle, me ardía el pecho como si tuviera fuego. Comencé a caerme
corriendo por el valle abajo, a veces dentro del riachuelo, pero continuaba rápidamente. Dejé el sendero
y acorté por entre los matorrales. Sabía que abuelo se estaba muriendo.
Parecía que la cabaña se había vuelto loca y daba vueltas, cuando llegué al claro e intenté decirle a
abuela lo que pasaba..., pero no salía nada de mi boca. Por la puerta de la cocina caí en sus brazos.
Me sujetó y me roció la cara con agua fría. Me miró fijamente y dijo:
—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde?
Intenté decir algo:
—Abuelo se está muriendo... —murmuré—, serpiente de cascabel..., arroyo.
Abuela me soltó en el suelo, lo que me dejó sin el poco aire que tenía.
Cogió una bolsa y desapareció. Todavía puedo verla, con su falda, con las trenzas volando detrás de
ella y sus pequeños mocasines que apenas tocaban el suelo. ¡Cómo corría! No había dicho nada, ni
«¡cielos!», ni nada. No vaciló ni miró alrededor. Yo estaba a cuatro patas a la puerta de la cocina y le
grité:
—¡No le dejes morir!
No paró, siguió corriendo por el camino. Grité tan alto como pude y mi voz resonó por todo el valle:
—¡No le dejes morir, abuela! —supongo que no iba a dejarle morir de ninguna manera.
Solté los perros, que salieron corriendo detrás de abuela, ladrando todo el camino. Corrí tras ellos tan
rápido como pude.
Cuando llegué allí, abuelo estaba tumbado en el suelo. Abuela le había levantado la cabeza y los perros
formaban un círculo alrededor, gimiendo. Sus ojos estaban cerrados y su brazo casi negro.
Abuela había vuelto a hacerle cortes en la mano y chupaba, escupiendo sangre en el suelo. Cuando
aparecí, señaló hacia un abedul:
—Quítale la corteza, Pequeño Árbol.
Cogí el cuchillo largo de abuelo y descortecé el árbol. Abuela hizo un fuego, utilizando la corteza para
iniciarlo, pues ardía como papel. Sacó agua del arroyo, puso una lata sobre el fuego y comenzó a poner
raíces y semillas dentro, y también algunas hojas que había sacado de la bolsa. Yo no conocía todo lo
que abuela estaba utilizando, pero las hojas eran de lobelia. Abuela dijo que eran para ayudarle a
respirar.
El pecho de abuelo se movía lenta y trabajosamente. Mientras la lata se calentaba, abuela se puso de
pie y miró a su alrededor. Yo no había visto nada..., pero a cincuenta metros, contra la montaña, había
una codorniz anidando en el suelo. Se desabrochó su larga falda y la dejó caer al suelo. No llevaba nada
debajo. Sus piernas parecían las de una chica joven, con músculos alargados moviéndose bajo su piel
cobriza.
Ató la parte de arriba de la falda y la de abajo. Luego, se fue hacia el nido de codorniz como un
murmullo de viento. En el momento exacto —ella lo sabía— la codorniz voló de su nido y ella tiró su
falda sobre el ave.
Cogió la codorniz y, mientras todavía estaba viva, la abrió en canal desde la pechuga hasta la cola, y la
colocó, dando aletazos todavía, sobre la mordedura de abuelo. Mantuvo la codorniz aleteando sobre la
mano de abuelo un largo rato y, cuando la quitó, el interior de la codorniz estaba verde. Era el veneno de
la serpiente.
La noche se acercaba y abuela seguía haciendo cosas. Los perros se sentaron en círculo, observando.
Llegó la noche y yo tenía que vigilar el fuego. Me dijo que teníamos que mantener caliente a abuelo y que
no podíamos moverle. Se volvió a quitar la falda y la puso sobre él. Yo me quité la camisa de piel de
ciervo y también se la eché encima. Me estaba quitando los pantalones, pero dijo abuela que no era
necesario, pues mis pantalones eran tan pequeños que apenas podrían cubrir uno de los pies de abuelo.
Mantuve el fuego. Me pidió que encendiera otro fuego al lado de la cabeza de abuelo y tuve que
mantener los dos. Se tumbó al lado de abuelo, agarrándole, pues me dijo que el calor de su cuerpo
ayudaría..., así que yo también me tumbé junto al otro costado, a pesar de que pensé que mi cuerpo no era
demasiado grande para calentar a abuelo. Pero abuela me dijo que ayudaba. No podía morir.
Le expliqué cómo había sucedido, y que yo creía que la culpa era mía por no haber mirado bien.
Abuela me explicó que no era culpa de nadie, ni siquiera de la serpiente de cascabel. No podíamos
buscar la culpa a cosas que ocurrían sencillamente. Esto hizo que me sintiera algo mejor, aunque no
mucho.
Abuelo comenzó a hablar. Era otra vez un niño, corriendo por las montañas, y contaba muchas historias.
Abuela me explicó que esto era debido a que estaba recordando mientras dormía. Estuvo hablando toda
la noche. Justo antes del amanecer se calmó y comenzó a respirar regularmente y con más facilidad. Le
dije a abuela que estaba claro que no se iba a morir. Me respondió que no moriría. Entonces decidí
dormirme acurrucado en su brazo.
Me desperté con la salida del sol..., justo cuando la primera luz tocaba la montaña. Abuelo se levantó
de repente. Me miró y luego la miró a ella. Dijo:
—¡Dios Santo! Bonnie Bee, no me puedo tumbar sin que te agarres a mí desnuda.
Abuela le dio una bofetada cariñosa y se rió. Se levantó y se puso la falda. Yo sabía que abuelo estaba
ya bien, pues no quiso irse a casa sin quitarle la piel a la serpiente. Abuela me haría un cinturón con la
piel. Así lo hizo.
Nos dirigimos hacia El Estrecho y desde allí a la cabaña, con los perros corriendo por delante. Abuelo
tenía las rodillas un poco débiles y se apoyaba en abuela, que le ayudaba a andar. Yo correteaba por
detrás de ellos, sintiéndome mejor que nunca me había sentido desde que llegué a las montañas.
A pesar de que abuelo nunca habló de cuando puso su mano entre mi cara y la serpiente, me imaginé
que, después de abuela, probablemente, me quería a mí más que a nadie en el mundo, incluso más que a
«Blue Boy».
13 La granja del claro

AQUELLA noche en el arroyo, mientras estaba tumbado al lado de abuelo, me sorprendí de ver que él
había sido alguna vez un niño. Pero así era.
Durante la noche, su mente retrocedió hacia el pasado y volvía a ser un niño. Tenía nueve años en 1867
y corría por las montañas. Su madre, Ala Roja, era completamente cheroqui, y a él le educaron como a
todos los jóvenes cheroquis, lo que significaba que podía andar todo lo que quisiera por las montañas.
La tierra estaba ocupada por los soldados de la Unión, y gobernada por políticos. Su padre había
luchado en el lado de los perdedores. Tenía enemigos..., así que apenas se aventuraba fuera de las
montañas. Abuelo hacía los recados necesarios en el pueblo, pues nadie prestaba atención a un muchacho
indio.
En uno de sus paseos encontró el pequeño valle. Era profundo, situado entre altas montañas y cubierto
de hierba y arbustos, entremezclado de parras. Hacía mucho tiempo que no se había plantado nada en el
valle, pero pudo notar que alguna vez había estado cultivado, pues estaba limpio de árboles.
Al final del valle había una casa cerca de las montañas. Tenía un porche en ruinas y había ladrillos
caídos al lado de la chimenea, debido a la acción del tiempo. No prestó ninguna atención a la casa. Luego
comenzó a ver vida alrededor, y supo que alguien estaba viviendo allí. Bajó más de las montañas para
mirar a través de los arbustos a la gente que estaba alrededor de la casa. No eran demasiados.
No había ninguna gallina en el lugar, como ocurre en la mayoría de las granjas de la gente blanca, o una
vaca que ordeñar, o una mula para arar. No había más que algunas herramientas de labranza rotas a un
lado de un viejo establo. La gente tenía el mismo aspecto que el lugar.
La mujer le pareció frágil y agotada. Tenía dos hijas, que todavía tenían peor aspecto, niñas pequeñas
con caras de viejas. Estaban sucias, tenían el pelo enredado y sus piernas eran flacas como cañas.
Un hombre negro, viejo, vivía en el establo. Estaba calvo y sólo tenía una línea de pelo blanco
alrededor de la cabeza. Se imaginó que estaba a punto de morir, pues arrastraba los pies, sin andar
apenas, y tenía la espalda encorvada.
Estaba a punto de irse cuando vio a otra persona. Era un hombre que vestía lo que quedaba de un
harapiento uniforme gris. Era alto y únicamente tenía una pierna. Salió de la casa, cojeando sobre una
rama de nogal que había atado a lo que le quedaba de su otra pierna. Observó cómo el hombre de la
pierna sola y la mujer iban hasta el establo. Se ataban sobre ellos mismos arneses de cuero. Abuelo no
podía imaginarse lo que estaban haciendo hasta que los vio irse al valle de delante de la casa.
El hombre negro los seguía, llevando un arado. Enfrente de la casa comenzaron a agacharse y a tirar del
arnés. El viejo intentaba guiar el arado. Pensó que debían de estar locos, intentando arar como una mula.
Pero continuaron tirando. No avanzaban mucho —apenas unos cuantos pasos—, pero tiraban. Paraban y
volvían a empezar.
No lo hacían demasiado bien. Si el hombre negro inclinaba el arado en exceso, se hundía mucho en el
suelo y no podían avanzar. Tenían que retroceder, mientras el viejo tiraba del arado, se caía y se volvía a
levantar, intentando colocar bien el arado. Los surcos que hacían eran demasiado superficiales y pensó
que nunca lograrían arar el campo.
Se fue aquella misma tarde, cuando todavía estaban dedicados a ello y seguían tirando y remolcando.
Volvió a la mañana siguiente para ver. Estaban ya en el campo cuando llegó a su escondite. Todavía no
habían arado suficiente suelo para que se destacara de los matorrales. Mientras observaba, el arado se
enganchó en una raíz y el viejo se cayó al suelo. Estuvo así mucho tiempo, apoyado sobre las manos y las
rodillas, antes de levantarse. Entonces fue cuando abuelo vio a los soldados de la Unión.
Se alejó hasta un escondite mejor y mantuvo los ojos en los soldados. No le dieron miedo, a pesar de
que sólo tenía nueve años. Era indio, capaz de moverse entre la patrulla sin que éstos le vieran, y él lo
sabía.
Había una docena de hombres en la patrulla, todos montados a caballo. Los guiaba un hombre grande
con galones amarillos en el brazo. Se pararon todos al cobijo de los pinos, observando también cómo
araban. Miraron un rato. Luego se perdieron de vista.
Abuelo fue a pescar en un arroyo y regresó al anochecer con sus peces. Ellos seguían con su trabajo,
pero iban tan lentos y estaban tan cansados que prácticamente andaban a gatas. Los ojos de halcón de
abuelo descubrieron una mancha amarilla entre los árboles. Era el guía de la patrulla de soldados del día
anterior, mirando entre los pinos. Estaba solo y observaba. Abuelo se marchó a su casa.
Se pasó toda la noche imaginando cosas. Creía que aquel soldado de la Unión con sus galones
amarillos pensaba hacer las mayores barbaridades y decidió avisar a la gente de la vieja casa que los
estaban observando. A la mañana siguiente se encaminó hacia allí, pensando hacerlo.
Llegó a su escondite; pero era tímido con la gente. Esperó un rato mientras pensaba la manera de
hacerlo. Ellos estaban en el campo, tirando otra vez de aquel viejo arado. Había decidido ya que se
acercaría corriendo al campo, gritaría lo que quería decirles, y luego se marcharía corriendo otra vez.
Pero era demasiado tarde. Volvió a ver al soldado de la Unión con los galones amarillos.
Estaba quieto, escondido entre los pinos, y tenía otro caballo a su lado, pero no había nadie
montándolo. Cuando se acercó vio que no era un caballo, sino una mula. Era la peor mula que había visto
jamás. Tenía las caderas marcadas, al igual que las costillas. Sus orejas caían sobre la cara huesuda,
pero era una mula. El soldado conducía la mula por delante de él. Justo cuando llegó al final del bosque,
golpeó a la vieja mula con un látigo y ésta salió corriendo por el campo. El soldado se quedó en el
bosque, sobre su caballo.
La mujer fue la primera en ver la mula. Tiró su arnés y miró hacia la mula que corría por el campo.
Luego gritó:
—¡Dios todopoderoso! ¡Una mula, nos envía una mula!
Salió corriendo tras la mula, saltando por entre los matorrales. El viejo negro también salió corriendo,
cayéndose de vez en cuando e intentando recobrar el tiempo perdido.
La mula corría directamente hacia donde estaba escondido abuelo. Cuando se acercó, saltó moviendo
los brazos, y la mula volvió al campo, intentando llegar al otro lado del bosque. El soldado había dado
una vuelta con su caballo, y asustó a la mula para que volviera al campo. Ni abuelo ni el soldado habían
sido vistos, pues la mujer y el negro tenían los ojos fijos en la mula.
El hombre de la pierna sola intentaba correr, y la rama de nogal se le clavaba en el suelo y le hacía
caerse. Las dos niñas también corrían, gritando y tratando de dirigir la mula, que no sabía adónde ir y
pasó corriendo entre todos ellos. La mujer la agarró de la cola. La mula la tiró, pero ella siguió agarrada
y el animal la arrastraba por entre los matorrales, rompiéndole el vestido. El negro saltó hacia la mula y
se agarró a su cuello. Volaba como un muñeco de peluche, pero continuó agarrado, como si en ello se le
fuera la vida. La mula se rindió y paró.
El hombre cojo y las niñas se acercaron. El hombre puso un cabezal de cuero en la cabeza de la mula,
acariciándola y dándole golpecitos, como si fuera la mejor mula del mundo. Abuelo pensó que a la mula
empezaba a gustarle todo aquello.
Después, todos se arrodillaron en el campo, haciendo un círculo alrededor de la mula, y estuvieron así
un buen rato, inclinando la cabeza hacia el suelo.
Les vio uncir la mula al arado. Primero araba uno tras la mula, luego otro, incluso las niñas. Miró
desde los matorrales, manteniendo un ojo en el soldado, que también los miraba desde el bosque.
El valle se convirtió en algo que abuelo continuó observando con regularidad. Tenía que ver cómo
araban. En tres días terminaron una cuarta parte del campo.
En la mañana del cuarto día vio al soldado de la Unión tirar un saco al borde del campo. El hombre
cojo también le vio. Levantó un poco la mano para saludar, como si no estuviera demasiado seguro de
que debía hacerlo. El soldado hizo lo mismo y se perdió en el bosque. Era un saco de simiente.
A la mañana siguiente, cuando abuelo llegó al valle, el soldado había desmontado delante de la casa.
Estaba hablando con el hombre de la pierna sola y con el viejo negro. Abuelo se acercó para oírlos.
Al poco tiempo, el soldado estaba arando con la mula. Tenía las riendas atadas y enganchadas
alrededor de su cuello y abuelo pudo ver que conocía bien el oficio. De vez en cuando paraba la mula. Se
agachaba y cogía un puñado de tierra fresca y la olía. A veces incluso la probaba. Luego, apretaba la
tierra en la mano y continuaba arando.
Resultó que era sargento y antes había sido granjero de Illinois. Generalmente no podía ir a arar hasta
casi el anochecer, cuando podía dejar su puesto en el ejército. Pero iba a arar casi todos los días.
Una tarde llevó con él a un asistente muy flaco. Parecía demasiado joven para estar en el ejército.
Comenzó a ir por allí con el sargento todas las tardes. Llevaba pequeñas matitas. Eran manzanos.
Plantaba uno al borde del campo y trabajaba en él durante una hora, dejándolo preparado y regándolo.
Aplastaba el suelo a su alrededor, lo podaba, hacía una valla de madera como protección para el árbol y
luego se alejaba y lo miraba como si fuera el primer manzano que veía en su vida.
Las dos niñas le ayudaban y, al cabo de un mes, había rodeado todo el campo de manzanos. Resultó que
era de Nueva York y allí se dedicaba a cultivar manzanos. Cuando plantó todos los manzanos, los demás
habían sembrado grano en el campo arado.
Una vez, abuelo dejó por la noche una docena de barbos en el porche.
A la noche siguiente habían guisado los barbos y se los estaban comiendo en una mesa situada bajo un
árbol.
A veces, mientras comían, el sargento o la mujer se levantaban y hacían señas en dirección a las
montañas, invitando a abuelo. Sabían que un indio había dejado el pescado, pero nunca podían verle; tan
sólo hacían señas a las montañas. Al no ser indios, no sabían cómo distinguir los colores del bosque.
Abuelo nunca se acercó a ellos, aunque dejó más peces. Los colgaba de alguna rama de los árboles
cercanos, pues le daba miedo entrar en el porche.
Me explicó que les dejaba peces, pues al no ser indios y, por tanto, ignorantes, probablemente se
morirían de hambre antes de recoger la cosecha.
El flaco asistente y las niñas pequeñas sacaban agua del pozo al anochecer todos los días.
Transportaban los cubos salpicando agua y regaban los manzanos. Mientras ellos hacían eso, los demás
escardaban las malas hierbas del sembrado. Se dio cuenta de que al sargento de la Unión le gustaba tanto
arrancar hierbajos como arar. El grano creció de un color verde oscuro, lo que significaba que era una
buena cosecha. A los manzanos les salieron brotes verdes.
Llegó el verano y los días eran largos y el anochecer llegaba lentamente. El sargento y el asistente
podían trabajar dos o tres horas antes de tener que regresar a sus puestos.
En el frescor del anochecer, justo cuando los cucos comenzaban a cantar, se ponían todos de pie
delante de la casa y miraban el campo. El sargento fumaba su pipa y las dos niñas se ponían tan cerca del
flaco asistente como podían. Sus manos siempre estaban manchadas de tierra, de trabajar alrededor de
los manzanos, pues no se fiaba de hacer el trabajo en sus manzanos con una azada.
El sargento sujetaba la pipa en la mano:
—Es buena tierra —decía mirando intensamente el campo, como si fuera a comerse el suelo si pudiera.
—Sí —decía el hombre de la única pierna—. Es buena tierra.
—La mejor cosecha que he visto nunca —decía el viejo negro.
Decía aquello cada anochecer. Abuelo dijo que se acercó más, pero todo lo que hacían era estar allí y
mirar los campos... y decir las mismas cosas todas las tardes, como si el campo fuera una maravilla
natural a la que todos debían mirar. El asistente flaco decía siempre:
—Esperad un año, cuando los manzanos comiencen a florecer... Nunca habréis visto nada parecido.
Las niñas pequeñas se reían, lo que les hacía parecer más pequeñas.
El sargento señalaba con su pipa:
—El año que viene, deberíamos limpiar de matorrales aquel pequeño terreno contra las montañas.
Serán, probablemente, tres o cuatro acres de sembradío.
Abuelo podía ver que el pequeño valle empezaba a estar bien y, prácticamente, ya no podía hacerse
nada más en él. Casi habían hecho todo. Comenzó a perder interés en el asunto. Pero entonces llegaron
los Reguladores.
Llegaron una tarde montados a caballo, cuando el sol estaba todavía alto. Eran una docena. Llevaban
uniformes brillantes y rifles. Representaban a los políticos que habían hecho nuevas leyes y habían
elevado los impuestos.
Cabalgaron hasta la casa y clavaron un palo delante. En el palo pusieron una bandera roja. Abuelo
sabía lo que significaba esa bandera. La había visto en los pueblos. Significaba que algún político quería
aquella propiedad y entonces elevaban los impuestos de tal manera que no pudieran pagarse. Entonces
ponían la bandera roja, lo que significaba que se quedaban con la propiedad.
El hombre de la pierna sola, la mujer, el viejo negro y las chicas dejaron de trabajar cuando vieron a
los Reguladores y fueron hacia la casa con sus azadas. Se juntaron delante del edificio. Abuelo vio que el
hombre tiraba la azada y se metía en la casa. Salió enseguida y traía un viejo mosquetón en las manos.
Apuntó con él a los Reguladores. El sargento de la Unión llegó a caballo. El asistente flaco no venía con
él. El sargento bajó de su caballo y se interpuso entre los Reguladores y el hombre. Entonces dispararon
y el sargento retrocedió, mirando sorprendido y con dolor. Se le cayó el sombrero al suelo.
El hombre de la pierna sola disparó su mosquetón y dio a uno de los Reguladores; éstos comenzaron a
disparar. Mataron al hombre, que cayó en el porche. La mujer y las niñas pequeñas corrieron hacia él
gritando. Intentaron levantarle, pero abuelo sabía que estaba muerto, pues su cuello estaba flácido.
Vio al negro corriendo hacia los Reguladores, mientras blandía su azada. Le dispararon dos o tres
veces, y cayó tumbado sobre el mango de la azada. Luego se marcharon.
Abuelo se fue rápidamente por el camino. Estaba seguro de que los Reguladores iban a rodear la zona
para comprobar que nadie los había visto. Le contó a su padre lo sucedido imaginándose que habría
problemas, pero no los hubo.
Abuelo descubrió en el pueblo cómo justificaban los políticos su acción. Dijeron que aquello parecía
una revolución y que necesitarían ser reelegidos para poder frenarla, y también necesitarían más dinero
para lo que parecía una guerra. La gente se preocupó y les dijo a los políticos que continuaran con su
plan.
Un hombre rico se quedó con el trozo de tierra. Abuelo nunca supo qué había ocurrido con la mujer y
las niñas. El hombre rico contrató aparceros. Con el tiempo que hacía y la calidad de la tierra del valle,
no se podían cosechar manzanas en cantidad suficiente para hacer mucho dinero; así que talaron los
manzanos.
Corrió la voz de que el asistente de Nueva York había desertado del ejército. Se dijo que era un
cobarde y que colaboraba con la revolución.
Abuelo dijo que metieron al sargento en una caja para mandarle con sus pertenencias a Illinois, y que
cuando fueron a prepararle y a vestirle una de sus manos estaba cerrada. Intentaron abrirle el puño, pero
no pudieron. Finalmente utilizaron unas herramientas para poder hacerlo. Consiguieron abrirle la mano,
pero dentro no encontraron nada de valor. Tan sólo había un puñado de tierra oscura.
14 Una noche en la montaña

ABUELO y yo pensábamos a la manera de los indios. La gente que conocí después me decía que eso es
ingenuo —pero yo ya lo sabía— y recordaba lo que él decía de las palabras. Si es ingenuo, no importa,
pues también es bueno. Me dijo que siempre me serviría... Como así ha sido. Como la vez que los
hombres de la gran ciudad hicieron un viaje a nuestras montañas.
La mitad de la sangre de abuelo era escocesa, pero pensaba a la manera india. Eso ocurría también con
otros, como el gran Águila Roja, Bill Weatherford o Emperador McGilvery o Mclntosh. Se entregaron a
la naturaleza como los indios, sin tratar de dominarla o de modificarla, simplemente viviendo con ella.
Amaban esa idea, y amándola empezaron a diferenciarse del hombre blanco.
Me contó que los indios solían llevar mercancía para intercambiar con los hombres blancos, y la
ponían a sus pies. Si veían que al hombre blanco no le gustaba nada, cogían sus mercancías y se iban. El
hombre blanco no acababa de entender esta costumbre. Llamaba a quien la practicaba un dador indio,
queriendo decir que daba y luego lo volvía a quitar. No es así. Si el indio regala algo, no hace ninguna
ceremonia; simplemente lo deja para que se lo encuentre aquel a quien se le quiere dar algo.
Me explicó que el indio levanta la palma de la mano en señal de paz, demostrando que no lleva armas.
Eso le parecía lógico, pero para el resto de la gente era muy divertido. Creía que el hombre blanco hacía
lo mismo cuando daba la mano. Así, además, se veía si el individuo que decía ser amigo llevaba un arma
escondida en la manga. Abuelo no estrechaba la mano a menudo, porque decía que no le gustaba que
alguien intentara ver si llevaba un arma escondida en la manga, después de haberse presentado él como
un amigo. Era no confiar en absoluto en la palabra de un hombre.
Me explicó también que el origen de que la gente dijera «How2 » cuando veía a un indio, y luego se
riera, provenía de dos siglos antes. Cada vez que un indio se tropezaba con un hombre blanco, el hombre
blanco comenzaba a preguntarle: ¿cómo te sientes?, o ¿cómo está tu gente?, o ¿cómo te va?, o ¿cómo es la
caza en el lugar donde vives?, y otras preguntas similares. De esta manera, el indio llegó a creer que la
palabra favorita del hombre blanco era «cómo». Por eso, por educación, cuando se encontraba con un
hombre blanco, lo primero que hacía era decir how, y luego dejaba al hijo de perra hablar de lo que
quisiera. La gente que se reía de eso se reía de un indio que intentaba ser cortés y considerado.
Habíamos llevado nuestra mercancía a la tienda del cruce y Mr. Jenkins nos dijo que habían estado allí
dos hombres de la gran ciudad. Dijo que eran de Chattanooga y conducían un gran automóvil negro.
Querían hablar con abuelo.
Miró a Mr. Jenkins por debajo de su gran sombrero:
—¿Gente de los impuestos?
—No —dijo Mr. Jenkins—. No eran gente de la ley. Dijeron que se dedicaban al negocio del güisqui.
Habían oído que tú eres un buen productor y querían ponerte al frente de un gran alambique. Decían que
podías hacerte rico trabajando para ellos.
No dijo nada. Cogió algo de café y azúcar para abuela. Llevé los leños y cogí mi trozo de caramelo de
las manos de Mr. Jenkins, que tenía curiosidad por saber lo que él iba a decidir sobre aquel asunto. Pero
le conocía demasiado bien para preguntarle.
—Dijeron que volverían —aseguró Mr. Jenkins.
Abuelo compró un poco de queso... Me alegré mucho, pues me gustaba. Salimos de la tienda y no nos
quedamos descansando en el porche, sino que nos dirigimos directamente al camino. Abuelo andaba
deprisa. No me dio tiempo a coger bayas y tuve que comerme el caramelo mientras iba en un continuo
trote tras él.
Cuando llegamos a la cabaña, habló de los hombres de la gran ciudad con abuela. Dijo:
—Tú quédate aquí, Pequeño Árbol. Yo voy al alambique a taparlo un poco más. Si vienen, házmelo
saber —salió andando por el camino del valle.
Me senté en el porche, esperando a los hombres de la gran ciudad. Apenas se había perdido de vista,
cuando vi a los hombres y se lo dije a abuela. Ésta se mantuvo apartada, en la perrera, y les vimos llegar
por el camino y pasar el puente.
Llevaban buenas ropas, como los políticos. El hombre grande y gordo llevaba un traje gris y una
corbata blanca. El hombre flaco vestía un traje blanco y una camisa negra que brillaba. Llevaban
sombreros de gran ciudad, hechos con paja fina.
Anduvieron hasta el porche, aunque no subieron los escalones. El hombre grande sudaba mucho. Miró a
abuela.
—Queremos ver al viejo —dijo.
Supuse que estaba enfermo, pues respiraba mal y era difícil verle los ojos. Estaban hundidos en su cara
congestionada.
Abuela no dijo nada, ni yo tampoco. El hombre grande se volvió hacia el hombre flaco:
—La india vieja no entiende inglés, Slick.
Mr. Slick miraba alrededor por encima del hombro, a pesar de que yo no vi nada detrás de él. Tenía
una voz aguda.
—Al diablo con la vieja —dijo—; no me gusta este sitio, Chunk, está demasiado adentrado en las
montañas. Vámonos de aquí.
Mr. Slick tenía un pequeño bigote.
—¡Cállate! —dijo Mr. Chunk.
Mr. Chunk se echó atrás el sombrero. No tenía pelo. Me miró. Yo estaba sentado en una silla.
—El niño parece un cachorrillo —dijo—. A lo mejor entiende inglés. ¿Entiendes inglés, niño?
—Supongo que sí —contesté.
Mr. Chunk miró a Mr. Slick:
—¿Has oído eso...? Dice que supone que sí.
Les hizo gracia aquello y se rieron mucho. Vi que abuela fue hacia la parte de atrás y soltó a «Blue
Boy». Salió por el valle, buscando a abuelo.
Mr. Chunk dijo:
—¿Dónde está tu padre, niño?
Le dije que no recordaba a mi padre, que vivía allí con mis abuelos. Mr. Chunk quería saber dónde
estaba abuelo y yo señalé el camino. Se metió la mano en el bolsillo, sacó un dólar y me lo ofreció.
—Puedes ganar este dólar si nos llevas a donde está tu abuelo.
Tenía los dedos llenos de grandes anillos. Vi claramente que era rico, que podía permitirse gastar un
dólar. Lo cogí y me lo metí en el bolsillo. Hice cuentas. Incluso compartiéndolo con abuelo, recuperaría
los cincuenta centavos que me había quitado el cristiano.
Me sentí muy bien guiándolos por el camino. Pero según íbamos andando, comencé a pensar. No podía
llevarlos al alambique. Los llevé por el sendero de arriba.
A medida que subíamos, me sentía a disgusto y no tenía la menor idea de lo que iba a hacer. Sin
embargo, Mr. Chunk y Mr. Slick se encontraban muy animados. Se quitaron las chaquetas y anduvieron
detrás de mí. Llevaban una pistola cada uno, sujeta al cinturón. Mr. Slick dijo:
—Conque no recuerdas a tu padre, ¿eh, chico?
Me paré y le dije que no tenía el menor recuerdo suyo. Mr. Slick dijo:
—Eso te convierte en un bastardo, ¿no, chico?
Yo dije que suponía que sí, aunque todavía no había llegado a esa palabra en el diccionario y, por
tanto, no la conocía. Ambos se rieron hasta que comenzaron a toser. Yo también me reí. Parecían tipos
graciosos.
Mr. Chunk dijo:
—Debe de haber muchos animales.
Le dije que teníamos montones de animales en la montaña..., gatos monteses y jabalíes, y abuelo y yo
habíamos visto una vez un oso.
Mr. Slick quiso saber si habíamos visto alguno últimamente. Le contesté que no, pero habíamos visto
huellas. Señalé un árbol, donde un oso había estado limpiándose las garras.
—Hay una huella aquí —dije.
Mr. Chunk saltó hacia un lado, como si le hubiese picado una serpiente. Chocó con Mr. Slick y le tiró
al suelo.
—Maldito seas, Chunk. ¡Casi me tiras por el precipicio! Si me hubieras empujado hasta allí abajo... —
Mr. Slick señaló el valle. Él y Mr. Chunk se inclinaron y miraron hacia abajo. Apenas se podía ver el
arroyo, muy lejos debajo de nosotros.
—¡Dios todopoderoso! —dijo Mr. Chunk—. ¿A qué altura estamos? Diablo, si alguien se escurre en
este camino, se rompe el cuello.
Le dije a Mr. Chunk que no sabía a qué altura estábamos, pero que me imaginaba que era bastante.
Nunca había pensado en ello.
Cuanto más arriba subíamos, más tosían. Cada vez se iban quedando más detrás de mí. Una vez di la
vuelta para buscarlos y me los encontré tumbados bajo un roble blanco. El roble blanco estaba rodeado
de hiedra venenosa por sus raíces. Estaban tumbados en medio de la hiedra.
La hiedra venenosa es muy bonita y muy verde, pero es mejor no tumbarse encima de ella. Hace que le
salgan a uno ronchones por todo el cuerpo y causa molestias que duran meses y meses. No les dije nada
sobre la hiedra venenosa. Ya estaban en ella y no se podía hacer nada. Era mejor no preocuparlos.
Mr. Slick levantó la cabeza:
—Escucha, pequeño bastardo, ¿cuánto tenemos que andar?
Mr. Chunk no levantó la cabeza. Se quedó allí sobre la hiedra venenosa con los ojos cerrados. Les dije
que ya casi estábamos allí.
Había estado pensando. Sabía que abuela mandaría a abuelo por el camino en mi busca. Por eso,
cuando llegásemos a la cima de la montaña les diría que nos sentásemos a esperar, que abuelo estaría allí
al momento. Me imaginé que todo iría bien y podría quedarme con el dólar, pues más o menos los había
llevado hasta abuelo.
Comencé a subir por el sendero. Mr. Slick ayudó a Mr. Chunk a levantarse de la hiedra venenosa y
comenzaron a moverse detrás de mí. Dejaron sus chaquetas bajo el árbol. Mr. Chunk dijo que las
recogerían a la vuelta.
Llegué a la cima mucho antes que ellos. El sendero alto era parte de muchos otros senderos, viejos
caminos hechos por los cheroquis. Las sendas recorrían las montañas, se bifurcaban, bajaban por la
montaña al otro lado, y se volvían a bifurcar cuatro o cinco veces en la bajada. Abuelo me había dicho
que los senderos continuaban cerca de cien millas, adentrándose en las montañas.
Me senté bajo un arbusto, donde el camino se bifurcaba. Por un lado se llegaba a la cima de la montaña,
y por el otro, se bajaba por la ladera opuesta. Pensé esperar allí a Mr. Chunk y a Mr. Slick y que todos
juntos aguardáramos a abuelo.
Tardaron mucho tiempo. Cuando por fin llegaron a la cima, Mr. Chunk tenía el brazo sobre los hombros
de Mr. Slick. Probablemente se había hecho daño en un pie, pues cojeaba mucho.
Mr. Chunk decía que Mr. Slick era un bastardo. Lo cual me sorprendió, pues Mr. Slick no había dicho
nada de que él era un bastardo. Decía también que Mr. Slick era el que había ideado contratar a tipos de
la montaña para que trabajasen para ellos. Mr. Slick afirmó que la idea de contratar a ese maldito indio
era de Mr. Chunk, que era un hijo de perra.
Hablaban tan alto, que pasaron a mi lado sin verme. No tuve oportunidad de decirles que debíamos
esperar, ya que abuelo me había enseñado a no interrumpir a la gente mientras habla. Bajaron por el
sendero del otro lado de la montaña. Los estuve mirando hasta que desaparecieron entre los árboles,
dirigiéndose hacia una grieta profunda que había entre las montañas. Pensé que era mejor esperar a
abuelo.
No tuve que aguardar demasiado. «Blue Boy» fue el primero en aparecer. Le vi oliendo mi pista y llegó
moviendo la cola. Al cabo de un minuto oí cantar a un cuco. Sonaba exactamente igual que el cuco...,
pero como todavía no estaba anocheciendo supe que era abuelo. Yo también imité al cuco, casi con la
misma perfección.
Vi cómo se movía su sombra bajo los árboles iluminados por la última luz del día. No iba por el
camino y, si él no quería, nadie era capaz de oírle. Al cabo de un instante estaba allí. Me alegré de verle.
Le conté que Mr. Slick y Mr. Chunk habían bajado por el sendero y también todo lo que recordaba de la
conversación que habíamos tenido mientras subíamos. Gruñó y no dijo nada, pero sus ojos se entornaron
un poco.
Abuela nos había puesto comida en un saco y nos sentamos bajo un cedro y comimos. Había pan de
maíz y barbo cocido, que está muy rico comido en la alta montaña. Terminamos con todo.
Le enseñé el dólar y le dije que si Mr. Chunk creía que había cumplido con mi trabajo, me lo podría
guardar. Le dije también que en cuanto encontrásemos cambio, podría quedarse él con la mitad. Dijo que
yo había cumplido con mi trabajo, pues allí estaba él para ver a Mr. Chunk. Y que podía quedarme con el
dólar completo.
Le hablé a abuelo de la caja verde y roja de la tienda de Mr. Jenkins y le dije que pensaba que,
probablemente, no costaría mucho más de un dólar. Él creía lo mismo. Oímos un grito a lo lejos. Venía
de la grieta de la montaña. Nos habíamos olvidado completamente de nuestros visitantes.
Estaba anocheciendo, los cucos comenzaban a cantar en la ladera de la montaña. Abuelo se puso de pie
y colocó sus manos alrededor de la boca.
—¡Guuuuuuuuiiiiiiiiii! —gritó montaña abajo. El sonido rebotó en la otra montaña tan fuerte como si
abuelo estuviera allí. Luego rebotó en la grieta y se fue por los valles, haciéndose cada vez más débil. No
había forma de saber de dónde venía el sonido. Apenas habían desaparecido los ecos cuando escuchamos
tres disparos de pistola que procedían de la grieta. El sonido rebotó y se alejó.
—Pistolas —dijo abuelo—. Están contestando con disparos de pistola.
Abuelo volvió a gritar:
—Guuuuuuuuiiiiiiiiii.
Yo también grité. Cuando gritábamos los dos, el eco rebotaba y sonaba mucho más. La pistola volvió a
sonar tres veces.
Abuelo y yo continuamos gritando. Era divertido escuchar el eco. Siempre nos contestaba la pistola,
hasta que una vez dejó de hacerlo.
—Se les han acabado las balas —dijo abuelo. Ahora era ya de noche. Abuelo se estiró y bostezó—. No
es necesario que tú y yo, Pequeño Árbol, bajemos a buscarlos allí esta noche. Ya los recogeremos
mañana.
Me pareció muy bien.
Cortamos unos brotes de los árboles y los colocamos bajo el cedro. Si se va a dormir a la intemperie
en las montañas durante la primavera o el verano, lo mejor es hacerlo sobre brotes tiernos. Si no, los
escarabajos rojos te comerán. Son tan pequeños, que apenas se los puede ver. Están por todas partes,
sobre las hojas y los arbustos y los hay a millones. Se suben por encima de uno y se entierran bajo la
piel, produciendo picaduras y ronchones. Algunos años, los escarabajos rojos son peores que otros. Éste
era un mal año. También había carcomas.
Abuelo, «Blue Boy» y yo nos echamos sobre los brotes primaverales. «Blue Boy» se acurrucó a mi
lado y me sentí calen tito, aunque el aire era frío. Los brotes eran suaves y mullidos. Comencé a bostezar.
Cruzamos las manos detrás de la cabeza y vimos salir la luna. Era llena y amarilla y se deslizaba sobre
una montaña lejana. Abuelo dijo que podíamos divisar casi cien millas de montañas, subiendo y bajando,
bajo la luz de la luna, que proyectaba sombras y teñía los valles de un color púrpura intenso. La niebla
vagaba hecha jirones por debajo de nosotros..., a lo lejos, moviéndose por los valles y serpenteando
alrededor de las montañas. Apareció un poco de niebla por el borde de la montaña. Era como un barco
plateado. Chocó con otro jirón y ambos se fundieron en uno solo, que se dirigía hacia el valle. Abuelo
dijo que parecía que la niebla estaba viva.
Un sisón comenzó a cantar a nuestro lado, en un tono agudo. Oímos a lo lejos, en las montañas, dos
gatos monteses apareándose. Sonaba como si estuviesen locos, pero abuelo me explicó que se sentían tan
bien, que no podían contener los gritos.
Le dije a abuelo que me gustaría dormir casi todas las noches en la cima de la montaña. Me contestó
que a él también le gustaría. Una lechuza ululó debajo de nosotros. Oímos gritos y chillidos. Abuelo dijo
que eran Mr. Chunk y Mr. Slick. Si no se callaban molestarían a todos los pájaros y animales de la
ladera. Me dormí mirando la luna.
Nos despertamos al amanecer. No hay nada comparable con el amanecer visto desde la cima de una
montaña. Abuelo, «Blue Boy» y yo lo contemplamos. El cielo era gris claro y los pájaros se levantaban a
recibir el nuevo día, montando una gran algarabía entre los árboles.
A lo lejos, a una distancia como de cien millas, las cimas de las montañas sobresalían como islas entre
la niebla que flotaba bajo nosotros. Abuelo señaló hacia el este y dijo:
—Mira.
Sobre el borde de la montaña más lejana, al final del mundo, apareció una línea rosa, como si un pincel
hubiese pintado un millón de millas contra el cielo. Se levantó el aire de la mañana y nos golpeó la cara.
Sabíamos que la mañana había comenzado ya. El pincel comenzó a dibujar líneas rojas, amarillas y
azules. El borde de la montaña parecía estar ardiendo. Entonces, el sol iluminó los árboles y convirtió la
niebla en un océano rosa, que se movía agitado por debajo de nosotros.
El sol nos dio en la cara. El mundo había vuelto a nacer. Abuelo me lo dijo, se quitó el sombrero y
estuvimos mirando durante mucho tiempo. Estábamos emocionados y supe que pronto volveríamos a ver
nacer la mañana en la montaña.
El sol se separó de la cima y flotó libre en el cielo. Abuelo suspiró y se estiró.
—Bueno —dijo—, tenemos un trabajo que hacer. Escucha bien —abuelo se rascó la cabeza—.
Escucha bien —repitió—, corre hasta la cabaña y dile a abuela que estaremos un rato por aquí. Dile que
nos prepare algo para comer a ti y a mí y que lo ponga en una bolsa de papel, y dile también que prepare
comida para los dos tipos de la ciudad y que la ponga en un saco. ¿Podrás acordarte? Bolsa de papel y
saco.
Dije que sí podría y comencé a andar. Abuelo me paró.
—Espera, Pequeño Árbol —dijo, y comenzó a sonreír—, antes de que abuela les prepare a esos dos
tipos la comida, cuéntale todo lo que te acuerdes de lo que te dijeron.
Dije que así lo haría y comencé a bajar por el sendero. «Blue Boy» vino conmigo. Oí que abuelo
comenzaba a llamar a Mr. Chunk y a Mr. Slick. Abuelo gritaba:
—Guuuuuuuuiiiiiiiiii.
Me hubiese gustado quedarme con él y gritar también, pero no me importó correr por el sendero abajo,
especialmente siendo por la mañana temprano.
Ése era el momento del día en que todas las criaturas comenzaban a salir para empezar su vida. Vi dos
mapaches encima de un avellano. Me miraron y hablaron cuando pasé bajo ellos. Las ardillas
jugueteaban y saltaban, cruzando el sendero. Cuando yo pasaba, se sentaban y hacían ruidos
amenazadores. Los pájaros cantaban y volaban por encima de mí durante todo el trayecto, y un sisón nos
siguió a «Blue Boy» y a mí, durante un gran trecho, volando cerca de mi cabeza y bromeando. Los
sisones hacen estas cosas cuando saben que los quieres. Y a mí me gustaban.
Cuando llegué al claro de la cabaña, abuela estaba sentada en el porche trasero. Sabía que llegaba;
pensé que lo habría notado por el vuelo de los pájaros, aun cuando yo sospechaba que era capaz de oler a
cualquier persona que se aproximase, pues nunca se sorprendía.
Le expliqué que abuelo quería que preparara comida para él y para mí, en una bolsa de papel, y que
preparase también algo para Mr. Chunk y para Mr. Slick y lo pusiera en un saco. Comenzó enseguida a
preparar la comida.
Había preparado ya la nuestra, y estaba friendo pescado para Mr. Chunk y Mr. Slick, cuando me acordé
de contarle lo que habían dicho. Mientras se lo estaba explicando, quitó de repente la sartén del fuego y
cogió una cazuela, que llenó de agua. Metió dentro el pescado de Mr. Chunk y Mr. Slick. Me imaginé que
había decidido cocer su pescado en vez de freírlo, pero nunca la había visto utilizar polvos de raíces
para cocinar, y esta vez estaba echando bastantes en la cacerola. El pescado comenzó a hervir.
Le conté a abuela que parecían ser tipos muy divertidos. Le dije que al principio pensé que se reían de
que yo fuese un bastardo, pero resultó que, probablemente, se reían de que Mr. Slick también lo fuera. Oí
que se lo recordaba Mr. Chunk.
Abuela puso más polvo de raíces en la cazuela. Le hablé del dólar, de que abuelo había dicho que
había cumplido con mi trabajo, y que me lo podía guardar. Metió el dólar en el bote, pero no le dije nada
de la caja roja y verde. Que yo supiera, no había ningún cristiano por allí, pero tenía que tomar
precauciones.
Abuela hirvió el pescado hasta que el vapor se hizo denso. Sus ojos estaban húmedos y se sonaba la
nariz. Me explicó que suponía que era a causa del vapor. Puso el pescado para los tipos de la ciudad en
un saco, y salí en dirección al sendero alto. Soltó todos los perros, que se vinieron conmigo.
Cuando llegué a la cima de la montaña no vi a abuelo. Silbé y me contestó desde media ladera del otro
lado de la montaña. Bajé por el sendero. Era estrecho y sombreado por árboles. Abuelo me explicó que
ya, prácticamente, había sacado con sus llamadas a Mr. Chunk y a Mr. Slick de la grieta. Dijo que le
contestaban con bastante regularidad y que pronto podríamos verlos.
Cogió el saco de ellos y lo colgó de una rama sobre el sendero, en un lugar donde era imposible que no
lo vieran. Nosotros subimos un poco por el camino y nos sentamos bajo unos arbustos para comer. El sol
estaba prácticamente en su cénit.
Hizo que los perros se tumbaran, y nos comimos el pan de maíz con el pescado. Me contó que le había
costado algún tiempo hacer que comprendiesen qué dirección debían tomar, según los gritos que daba,
pero que al final estaban viniendo. Entonces los vimos.
De no haber sabido que eran ellos, nunca los hubiera reconocido. Tenían grandes cortes y raspaduras
en los brazos y en la cara. Abuelo dijo que parecía que habían estado corriendo entre zarzas. Añadió que
no comprendía cómo les habían salido esos ronchones rojos tan grandes en la cara. Yo no expliqué nada,
para no meterme donde no me llamaban, pero me imaginé que era por haber estado tumbados sobre la
hiedra venenosa. Mr. Chunk había perdido un zapato. Subieron por el sendero lentamente, con las
cabezas bajas.
Cuando vieron el saco colgado de la rama, lo cogieron y se sentaron. Se comieron todo el pescado y
discutieron mucho sobre quién debía comer más. Les podíamos oír claramente.
Cuando terminaron de comer, se tumbaron a la sombra. Creí que abuelo bajaría a recogerlos, pero no
fue así. Nos quedamos sencillamente sentados, observándolos. Al poco tiempo me explicó que era mejor
dejarles descansar un rato. No descansaron mucho.
Mr. Chunk dio un salto. Estaba doblado y se agarraba el estómago. Corrió entre los matorrales que
bordeaban el camino y se bajó los pantalones. Se puso en cuclillas y comenzó a gritar:
—¡Maldición, se me salen las entrañas!
Mr. Slick hizo lo mismo. También chilló. Gruñeron y gritaron y rodaron por el suelo. Al cabo de un
rato, ambos salieron a gatas de entre los arbustos y se quedaron tumbados en el sendero. No estuvieron
tumbados mucho tiempo. Enseguida volvieron a saltar y repitieron todo otra vez. Eran tan ruidosos, que
los perros se excitaron y abuelo tuvo que calmarlos.
Le dije a abuelo que me parecía que estaban tumbados sobre hiedra venenosa. Me contestó que él
también lo creía así.
También le dije que se estaban azotando el uno al otro con ramas de hiedra venenosa.
Una vez, Mr. Slick corrió hacia los matorrales, pero no pudo bajarse los pantalones a tiempo. Después
de eso tuvo algunos problemas con las moscas que zumbaban a su alrededor. Esto duró casi una hora.
Después se quedaron tumbados en el camino, descansando. Abuelo aseguró que probablemente habían
comido algo que no les había sentado bien.
Salió al sendero y les silbó. Se levantaron los dos, apoyándose en las manos y en las rodillas, y
miraron hacia arriba, hacia donde estábamos. Pienso que nos miraron, pero sus ojos estaban casi
cerrados. Ambos gritaron.
—Espera un momento —chilló Mr. Chunk; Mr. Slick también gritó—: Espera, hombre. ¡Por lo que más
quieras!
Se pusieron de pie y, tambaleándose, subieron por el sendero. Abuelo y yo anduvimos por el camino
hasta la cima. Cuando miramos hacia atrás, los vimos cojeando detrás de nosotros.
Abuelo dijo que podíamos volver a la cabaña a nuestro paso, pues ahora sabían ya el camino de vuelta
y pronto estarían allí. Así lo hicimos.
Era ya bastante tarde cuando llegamos a la cabaña. Nos sentamos en el porche de atrás con abuela y
esperamos a que aparecieran Mr. Chunk y Mr. Slick. Dos horas más tarde, cuando ya había oscurecido y
estaba empezando a anochecer, aparecieron en el claro. Mr. Chunk había perdido el otro zapato y parecía
andar de puntillas.
Dieron un gran rodeo para esquivar la cabaña, lo que me sorprendió bastante, pues yo creía que querían
ver a abuelo, pero habían cambiado de opinión. Le pregunté a abuelo si podía quedarme con el dólar. Me
contestó que sí, porque había hecho mi parte del trabajo. No era culpa mía si ellos habían cambiado de
idea.
Los seguí alrededor de la cabaña. Cruzaron el puente sobre el riachuelo y yo les grité y les hice señas
con las manos:
—Adiós, Mr. Chunk. Adiós, Mr. Slick. Gracias por el dólar, Mr. Chunk.
Mr. Chunk se volvió y pareció que me amenazaba con el puño. Se cayó del puente al riachuelo. Se
agarró a Mr. Slick y casi le arrastró tras él, pero mantuvo el equilibrio y llegó hasta el otro lado.
Recordó a Mr. Chunk que era un hijo de perra y el aludido, mientras salía como podía del riachuelo, dijo
que cuando volviera a Chattanooga —si es que alguna vez podía llegar— le mataría. A pesar de todo, yo
no alcanzaba a comprender por qué se habían enfadado el uno con el otro.
Se perdieron de vista por el camino del valle. Abuela quería mandar los perros tras ellos, pero abuelo
dijo que no, que creía que ya estaban totalmente agotados.
Dijo que se figuraba que todo había ocurrido por un malentendido por parte de aquellos tipos, que
pensaban que trabajaríamos para ellos en el negocio del güisqui.
El asunto nos había hecho perder dos días. Sin embargo, yo salí ganando un dólar. Le dije a abuelo que
todavía quería y estaba dispuesto a repartirlo con él, puesto que éramos socios, pero dijo que no. El
dólar lo había ganado yo con un asunto que no tenía nada que ver con el negocio del güisqui. Además,
considerándolo bien, el trabajo no me lo habían pagado mal.
15 Willow John

LA época de sembrar es un tiempo muy ocupado. Abuelo decidía cuándo íbamos a empezar. Metía un
dedo dentro de la tierra y sentía su calor. Luego movía la cabeza, lo que significaba que no íbamos a
comenzar la siembra.
Teníamos que ir a pescar, o a recoger bayas u otros frutos a los bosques, siempre que no se tratara de la
semana en que trabajábamos en el negocio del güisqui.
Una vez que se ha comenzado a sembrar, hay que ser cuidadoso. Hay veces en las que no se puede
sembrar. Lo primero que hay que recordar es que cualquier cosa que crece bajo la tierra, como los nabos
o las patatas, hay que sembrarlos en la oscuridad. En caso contrario, los nabos o las patatas no serían
más gruesos que un lápiz.
Cualquier cosa que crece sobre la tierra, como el grano, las judías, los guisantes y otras cosas por el
estilo, deben sembrarse a la luz de la luna. Si no es así, no se consigue una cosecha demasiado buena.
Cuando se ha aprendido esto, hay que seguir aprendiendo otras cosas. La mayoría de la gente se rige
por los signos del almanaque. Por ejemplo, siembran judías cuando el almanaque indica que es buen
momento para sembrar judías. Pero están equivocados. Las judías florecen bien, pero no llegan a sazón.
Hay signos para todo. Abuelo, sin embargo, no necesitaba almanaque. Se guiaba directamente por las
estrellas.
Nos sentábamos en el porche las noches de primavera y estudiaba las estrellas. Se guiaba en sus
observaciones viéndolas salir sobre la cima de la montaña. A veces decía:
—Las estrellas están bien para sembrar judías. Lo haremos mañana si no sopla viento del este.
Incluso si las estrellas se mostraban favorables, no sembraba judías si soplaba viento del este. Decía
que entonces no habría cosecha.
Luego, además, podía haber demasiada humedad, o poca, para sembrar. Si los pájaros se callaban,
tampoco se podía. Sembrar es una bonita labor, aunque bastante pesada.
A veces nos levantábamos por la mañana, preparados para sembrar, guiándonos por las estrellas de la
noche anterior. Pero, de repente, veíamos que el viento no era bueno, o que los pájaros no cantaban, o
que había demasiada humedad o no había suficiente. Entonces teníamos que ir de pesca.
Abuela creía que algunos de los signos estaban relacionados con las ganas de pescar que tuviera
abuelo. Pero él decía que las mujeres no podían comprender las cosas complicadas. Creían que todo era
simple y sencillo. Y no es así. Añadió que las mujeres no podían remediarlo, porque ya nacían siendo
suspicaces. Había visto a niñas de días que ya parecían suspicaces cuando estaban mamando.
Cuando el día era bueno, sembrábamos el grano. Era nuestra principal cosecha, pues dependíamos de
ella para comer y para alimentar al viejo «Sam», y, además, era la que nos proporcionaba el dinero en el
negocio del güisqui.
Abuelo preparaba los surcos con el arado y con el viejo «Sam». Yo no hacía ningún surco. Me explicó
que yo era necesario principalmente para remover la tierra. Abuela y yo echábamos las semillas en los
surcos y las cubríamos. En las laderas de las montañas, abuela sembraba el grano con un palo usado por
los cheroquis para sembrar. Se clava sencillamente el palo en el suelo, se saca y se echa la semilla en el
agujero.
Sembrábamos también muchas otras cosas: judías, patatas, nabos y guisantes; los guisantes, alrededor
de los campos, cerca de los bosques. Esto atraía a los ciervos en el otoño. Se vuelven locos por los
guisantes y llegan a andar más de veinte millas por las montañas para llegar a una plantación de
guisantes. Siempre conseguíamos fácilmente cazar ciervos para tener la carne necesaria en invierno.
También plantábamos sandías.
Abuelo y yo escogimos una esquina sombreada del campo y plantamos bastantes sandías. Abuela nos
dijo que era una extensión demasiado grande. Pero abuelo le contestó que las sandías que no nos
comiésemos podríamos llevarlas siempre a la tienda del cruce y ganar mucho dinero vendiéndolas.
Pero resultó que cuando maduraron las sandías, vimos que había habido una superproducción. Lo
máximo que podía obtenerse en el mercado por la mayor de las sandías eran cinco centavos, si es que
podía venderse, que era bastante improbable.
Estuvimos pensando en ello una noche, sentados alrededor de la mesa de la cocina. Si un galón de
güisqui pesaba ocho o nueve libras, más o menos, y obteníamos por ellas dos dólares, abuelo no tenía
ninguna utilidad en transportar a la tienda del cruce una sandía de doce libras por el precio de cinco
centavos, a no ser que hubiera una superproducción en el mercado del güisqui, lo que no parecía
probable. Le dije que me parecía que íbamos a tener que comernos todas las sandías.
Son la cosa que más despacio crece: maduran las judías, los guisantes, los nabos y casi todo lo demás,
y las sandías siguen ahí, siempre verdes y siempre creciendo. Yo las vigilaba mucho.
Cuando ya estás seguro de que están maduras, no es así. Encontrar y probar una sandía madura es casi
tan complicado como sembrarla.
Varias veces durante la comida le dije a abuelo que sospechaba que había encontrado una sandía
madura. Las miraba todas las mañanas y todas las tardes —a veces también a la hora de cenar— si
pasaba por allí. Cada vez que íbamos al sembrado abuelo las inspeccionaba. Nunca estaban maduras.
Una tarde, a la hora de cenar, le dije que estaba casi seguro de que habíamos encontrado la sandía que
habíamos estado buscando, y él me contestó que iríamos a verla a la mañana siguiente.
Me levanté temprano y estuve esperando. Llegamos al campo antes de que saliera el sol y se la enseñé.
Era de color verde oscuro y muy grande. Nos pusimos en cuclillas al lado de la sandía y la observamos.
Yo ya la había estudiado mucho la noche anterior, pero ahora volvía a hacerlo, esta vez con abuelo.
Después de examinarla un rato, decidió que parecía lo suficientemente madura para hacer la prueba del
golpe.
Hay que saber lo que se está haciendo para hacer la prueba del golpe con una sandía y sacar algún
provecho de ella. Si se la golpea y suena parecido a tink, está completamente verde; si suena tank, está
verde, pero ya va madurando; si suena tunk, entonces está madura. Se tienen dos posibilidades contra una
a favor, que, como dijo abuelo, es lo que ocurre con todas las cosas.
Golpeó la sandía con fuerza. No dijo nada, pero yo estaba observando su cara de cerca y vi que no
movía la cabeza, lo cual era una buena señal. No significaba que la sandía estuviese madura, pero el que
no hubiese movido la cabeza quería decir que no abandonábamos la partida y seguíamos probando.
Volvió a golpearla.
Le dije que aquello me sonaba como un tunk. Se apoyó sobre los talones y la estudió un poco más. Yo
también lo hice.
El sol había salido. Una mariposa se posó sobre la sandía y se mantuvo allí, abriendo y cerrando las
alas. Le pregunté si aquello era una buena señal, porque me parecía haber oído en alguna parte que una
mariposa que se posa sobre una sandía quería decir que ésta estaba madura. Nunca había oído hablar de
ese signo, aunque no negaba el que fuera verdad.
Él creía que era un caso intermedio. El sonido estaba entre un tank y un tunk. Le dije que a mí también
me sonaba de esa forma, pero creía que se inclinaba más al tunk. Respondió que había otra forma de
probar; se fue y vino con una hoja de palmito.
Si colocas una hoja de palmito sobre una sandía, a lo ancho, y la hoja no se mueve, entonces la sandía
está verde. Pero si la hoja se mueve y se pone orientada a lo largo de la sandía es que ya está madura.
Abuelo puso la hoja sobre la sandía. Se quedó quieta un momento; luego se movió un poco y se paró. Nos
sentamos, observándola. Pero no se movió más. Le dije que creía que la hoja era demasiado larga, lo
cual hacía que la parte madura de la sandía tuviese que trabajar demasiado para moverla. Cogió la hoja y
la acortó. Lo volvimos a intentar. Esta vez giró un poco más y casi llegó a orientarse a lo largo.
Abuelo estaba dispuesto a abandonar la sandía, pero yo no lo estaba. Me tumbé de forma que podía ver
la hoja desde muy cerca, y le dije que parecía que se estaba moviendo, lenta, pero segura, y que pronto
estaría bien orientada. Opinó que yo estaba respirando sobre ella y, por tanto, la prueba no valía. Pero
decidió no abandonar la sandía. Me dijo que si la dejábamos reposar hasta que el sol estuviese en el
cénit, más o menos a la hora de la comida, podríamos cogerla.
Vigilé el sol fijamente. Parecía que daba vueltas sobre sí mismo y siempre estaba sobre la cima de la
montaña, dispuesto a que fuera una mañana muy larga. Abuelo me explicó que el sol actuaba así algunas
veces, como cuando estábamos arando y esperábamos el atardecer para ir a lavarnos al riachuelo.
Dijo que si hacíamos algo y estábamos ocupados, y no nos importaba nada la velocidad del sol, éste,
entonces, se movería deprisa, con normalidad.
Nos entretuvimos cortando malvavisco. Crece deprisa y hay que mantenerlo corto. Cuanto más cortes
de una planta, tanto más crecerá luego.
Me moví delante de abuelo y corté todo el malvavisco que crecía en la parte de abajo de la planta. Él
me seguía y cortaba la parte alta. Decía que sospechaba que él y yo éramos los únicos que se las sabían
arreglar para cortar malvavisco sin tener que agacharse o estirarse para cortar las ramas altas. Estuvimos
toda la mañana cortándolo.
Llegamos al final de la fila y abuela estaba allí. Sonrió:
—La comida está lista.
Abuelo y yo salimos corriendo hacia la mata donde estaba la sandía. Yo llegué el primero y corté el
tallo, pero no pude levantarla. Abuelo la llevó al riachuelo y me dejó echarla al agua. Era tan pesada que
se hundió.
Anochecía cuando la sacamos. Abuelo se tumbó en la orilla, metió los brazos en el agua y la saco del
riachuelo. La transportó hasta la sombra de un gran olmo y le seguimos. Allí nos sentamos en círculo,
viendo cómo escurría el agua fría por la corteza verde. Era todo un ceremonial.
Sacó su cuchillo largo y lo levantó. Nos miró y se rió porque yo tenía la boca abierta y los ojos como
platos. Cortó la sandía, que parecía abrirse antes de que le clavase el cuchillo, señal de que era buena.
Cuando la abrió, el jugo formó pequeñas bolitas en la pulpa roja.
Partió rodajas. Mis abuelos se rieron cuando el jugo se me escurrió de la boca a la camisa. Era mi
primera sandía.
Llegó el verano, mi estación favorita por celebrarse en ella mi cumpleaños. Es una costumbre cheroqui.
Por eso mi cumpleaños no duraba un día, sino todo un verano.
Es tradición que durante tu estación te hablen del lugar de tu nacimiento, de lo que hace tu padre, del
amor de tu madre.
Abuela me contó que yo tenía suerte, que probablemente a uno de cada cien millones le ocurría lo que a
mí. Me dijo que yo había nacido de la naturaleza —de Mon-o-lah— y, por tanto, todos los seres de los
que ella me había hablado en mi primera noche en las montañas eran mis hermanos.
Muy pocos habían sido elegidos para tener todo el amor de los árboles, los pájaros, las aguas, la lluvia
y el viento. Mientras yo viviera, siempre podría estar con ellos como en casa. Mientras otros niños que
habían perdido a sus padres se sentirían solos, yo nunca lo estaría.
En los atardeceres de verano nos sentábamos en el porche de atrás. La oscuridad empezaba en los
valles, mientras abuela hablaba suavemente. A veces hacía una pausa y guardaba silencio durante mucho
tiempo. Luego se tocaba la cara con las manos y hablaba un poco más.
Le dije que me sentía muy orgulloso, y entonces me di cuenta de que ya no tenía miedo de la oscuridad.
Abuelo me dijo que yo era superior a él, por ser especial y por muchas más razones. Confesó que a él
también le gustaría haber sido elegido. Él siempre había tenido la desventaja de tener miedo a la
oscuridad y que, de ahora en adelante, dependería totalmente de mí para guiarle. Le prometí que así lo
haría.
Tenía ya seis años. Quizá fue mi cumpleaños lo que hizo recordar a abuela que el tiempo estaba
pasando. Encendía la lámpara casi todas las noches y leía. También me hacía avanzar en mis estudios del
diccionario. Estaba en la letra B. Una de las páginas había sido arrancada. Abuela dijo que aquella
página no era importante, y la vez siguiente que fuimos al pueblo compramos un diccionario. Costó
setenta y cinco centavos.
Abuelo no tuvo inconveniente en dar el dinero. Dijo que siempre había querido tener un diccionario
así. Como no sabía leer ninguna de las palabras que estaban escritas en el diccionario, imaginé que lo
usaría para alguna otra cosa, pero nunca le vi tocarlo.
Billy Pino apareció por casa. Comenzó a venir más a menudo después de que las sandías madurasen. A
Billy Pino le gustaban las sandías. No estaba nada engreído ni por el dinero que había recibido de la
compañía de tabaco Águila Roja, ni por la recompensa del criminal de la gran ciudad. Nunca habló de
ello y, por tanto, nunca le preguntamos.
Billy Pino nos contó que creía que el fin del mundo estaba llegando. Todo parecía indicarlo así. Había
rumores de guerras y el hambre se extendía por el país. La mayoría de los bancos estaban cerrados y los
que no lo estaban eran atracados continuamente. Billy Pino siguió diciendo que no existía casi dinero.
Que la gente todavía se tiraba por las ventanas en las grandes ciudades cuando se enteraban de lo que
pasaba. En Oklahoma, dijo, el viento se estaba llevando la tierra.
Eso ya lo sabíamos nosotros. Abuela había escrito a un pariente nuestro que estaba en Las Naciones;
siempre llamábamos a Oklahoma «Las Naciones», pues eso es lo que era hasta que se lo quitaron a los
indios y se hizo un Estado. Nos habían hablado sobre ello en las cartas, de cómo el hombre blanco había
arado terrenos de pastos, tierras que no debían haberse arado nunca. El viento se las estaba llevando.
Billy Pino había decidido salvarse, visto que el final estaba cerca. Nos dijo que fornicar había sido
siempre su mayor problema para salvarse. Fornicaba en los bailes, pero la mayor parte de la culpa la
tenían las mujeres. Nunca le dejaban en paz. Había intentado ir a servicios religiosos para salvarse, pero
siempre estaban llenos de mujeres que le tentaban para seguir fornicando. Una vez encontró a un viejo
predicador, que debía de ser ya muy viejo para fornicar —creía él—, pues predicaba duramente contra la
fornicación.
Billy Pino explicaba que ese viejo predicador hacía que se sintiera, en ese momento, sin ningún deseo
de volver a fornicar. Eso era lo que le salvaba: pensar en aquel momento que iba a dejar de fornicar por
completo. Buscaría de nuevo a ese predicador para salvarse, pues el mundo tocaba a su fin. Una vez que
ya estabas justificado, según creencias de los baptistas primitivos, estabas salvado para siempre. Si
después se fornicaba un poco, seguías salvado y ya no había que preocuparse por nada.
Billy Pino dijo que se inclinaba más hacia la religión de los baptistas primitivos que hacia la suya
propia.
No me disgustó esta opinión.
Tocaba su violín al anochecer de aquellos días del verano. Quizá a causa de la proximidad del fin del
mundo, su música sonaba muy triste.
Hacía que nos sintiéramos como si éste fuera el último verano que ya habíamos vivido, pero queríamos
vivirlo otra vez. Me hubiese gustado que no hubiera empezado a tocar porque dolía, pero luego no quería
que terminara. Era muy triste.
ÍBAMOS A LA IGLESIA todos los domingos por el mismo camino que utilizábamos abuelo y yo para
entregar nuestra mercancía. La iglesia estaba a una milla, después de pasar la tienda.
Teníamos que salir al amanecer, porque era un largo camino. Abuelo se ponía su traje negro y su
camisa de saco de harina, que abuela había blanqueado. Yo también tenía una y encima me ponía unos
pantalones de peto limpios. Nos abrochábamos los botones superiores de nuestras camisas, lo que nos
daba un buen aspecto para ir a la iglesia.
Abuelo se ponía sus zapatos negros, que engrasaba bien para que brillaran. Hacían ruido al andar.
Estaba acostumbrado a los mocasines. Pensé que el camino debía de ser doloroso para el abuelo, pero
nunca dijo nada. Se limitaba a andar haciendo ruido.
Para abuela y para mí era más fácil. Llevábamos mocasines. Me sentía orgulloso de lo guapa que iba
abuela. Todos los domingos se ponía un vestido que era naranja, dorado, azul y rojo. Le quedaba algo
ajustado por los tobillos y luego se hinchaba a su alrededor. Parecía una flor primaveral andando por el
camino.
De no haber sido por el traje, y porque a abuela le gustaba mucho salir, sospecho que abuelo nunca
hubiese ido a la iglesia. Sin tener en cuenta los zapatos, nunca le gustó demasiado ir a misa.
Decía que el predicador y los diáconos hacían, más o menos, la religión como querían. Decidían
quiénes debían ir al infierno y quiénes no, y si no se prestaba mucha atención, te veías de pronto
adorando al predicador y a sus diáconos. «¡Al infierno con todo aquello!», terminaba diciendo. Pero no
protestaba.
A mí me gustaba el paseo hasta la iglesia. No teníamos que llevar la carga de nuestra mercancía y,
mientras íbamos por el atajo, nos topábamos con la luz del nuevo día. El sol se reflejaba en el rocío del
valle, bajo nosotros, e iluminaba los árboles por donde pasábamos.
La iglesia estaba fuera de camino, entre unos árboles. Era pequeña y no estaba pintada, pero era bonita.
Todos los domingos, cuando entrábamos en el claro de la iglesia, abuela se paraba a hablar con algunas
mujeres, pero abuelo y yo nos dirigíamos directamente hacia Willow John.
Siempre estaba detrás, entre los árboles, apartado de la gente y de la iglesia. Era más viejo que abuelo,
pero igual de alto, cheroqui puro, con el pelo blanco y trenzado que le caía por debajo de los hombros, y
llevaba un sombrero de ala muy ancha que se metía hasta los ojos... como si sus ojos fueran privados.
Cuando miraba a alguien, la persona lo sabía.
Tenía los ojos negros, como dos heridas abiertas. No eran heridas encolerizadas, pero sí heridas
muertas y desnudas, sin vida. No podía saberse si sus ojos estaban nublados o si miraba lejos, hacia una
niebla distante. Una vez, años más tarde, un apache me enseñó una fotografía de un hombre viejo. Era
Gokhla-yeh, Jerónimo. Tenía los mismos ojos que Willow John.
Willow John tenía más de ochenta años. Abuelo me contó que hacía mucho tiempo Willow John había
ido a Las Naciones. Anduvo por las montañas, sin subir nunca ni a un coche ni a un tren. Estuvo allí tres
años y volvió. Nunca hablaba de aquello. Para él no existían Las Naciones.
Siempre íbamos con él y nos quedábamos detrás, entre los árboles. Abuelo y Willow John se abrazaban
y se mantenían así mucho tiempo: dos hombres viejos, altos y con grandes sombreros, y no se decían
nada. Entonces llegaba abuela. Willow John abrazaba a abuela durante mucho rato.
Vivía más allá de la iglesia, lejos, en las montañas. Al estar la iglesia a mitad de camino entre las dos
casas, era el lugar en donde nos podíamos encontrar.
Parece un cuento de niños. Le dije a Willow John que pronto habría muchos cheroquis, que yo iba a ser
un cheroqui, que abuela me había dicho que había nacido como las montañas y tenía el sentimiento de los
árboles. Willow John me tocó en el hombro y sus ojos brillaron desde muy dentro. Abuela me dijo que
era la primera vez que había estado así desde hacía muchos años.
No entrábamos en la iglesia hasta que todos los demás estaban dentro. Nos sentábamos siempre en la
última fila, primero Willow John, luego abuela, después yo, y abuelo se sentaba al lado del pasillo.
Abuela cogía la mano de Willow John durante la misa y abuelo alargaba el brazo y tocaba el hombro de
la abuela. Yo cogía la mano libre de abuela y ponía mi otra mano sobre la pierna de abuelo. De esta
forma no me quedaba fuera, a pesar de que los pies se me quedaban siempre dormidos porque casi no
sobresalían del asiento del banco.
Una vez, cuando llegamos a nuestro sitio, encontré un largo cuchillo en mi asiento. Era tan largo como
el de abuelo y estaba metido en una funda de piel de ciervo. Abuela dijo que Willow John me lo daba.
Así es la manera que tienen los indios de dar regalos. No los entregan personalmente, a no ser que no sea
un regalo verdadero y lo hagan por alguna otra razón. Lo dejan para que uno se lo encuentre. No se ofrece
un regalo a quien no se lo merece. El que lo recibe no tiene que dar las gracias, pues es tonto agradecer
algo que se ha merecido.
Le di a Willow John cinco centavos y una rana-toro. El domingo que se lo llevé había colgado su
chaqueta de un árbol mientras nos esperaba. Decidí meter ambas cosas en su bolsillo. Era una gran rana-
toro; la había cazado en el riachuelo y la había estado alimentando con insectos hasta que se había hecho
poco menos que gigante.
Willow John se puso la chaqueta y se metió en la iglesia. El predicador pidió a la gente que inclinara la
cabeza. Había un gran silencio, se podía oír respirar a la gente. El predicador dijo: «Señor...», y entonces
la rana dijo «Larrrrrrrrupp», fuerte y sonoro. Todos se sobresaltaron y un hombre salió de la iglesia. Un
tipo gritó: «¡Dios todopoderoso!», y una mujer chilló: «¡Alabad al Señor!».
Willow John también se asombró. Se metió la mano en el bolsillo, pero no sacó la rana. Se volvió
hacia mí, me miró y en sus ojos volvió a aparecer el brillo, aunque esta vez no salía de tan adentro.
Luego sonrió. La sonrisa se fue abriendo en su cara, cada vez más, ¡y se rió! Una risa profunda y
estridente que hizo que todo el mundo le mirara. Él no prestó atención a nadie. Yo tenía miedo, pero
también me reí. Las lágrimas comenzaron a humedecerle los ojos y a caerle por las arrugas de la cara.
Willow John lloró.
Todo el mundo se calló. El predicador se quedó boquiabierto mirándole. Willow John no prestó
atención a nadie. No hizo ningún ruido, pero hipó y sus hombros se estremecieron; lloró largo rato. La
gente miró hacia otro lado, pero Willow John y mis abuelos miraron al frente.
El predicador lo pasó mal intentando volver a empezar. No mencionó la rana. Una vez, hacía ya tiempo,
había intentado hacer un sermón dedicado a Willow John, pero éste nunca le había prestado la más
mínima atención. Siempre miraba al frente, como si el predicador no estuviese allí. El sermón versó
sobre el respeto debido a la casa de Dios. Willow John no inclinaba la cabeza para rezar, ni se quitaba el
sombrero.
Abuelo nunca hizo ningún comentario sobre el tema. Reflexionó sobre esto durante años. Creo que era
la forma de Willow John de decir lo que tenía que decir. Su gente estaba perdida y perseguida, alejada
de estas montañas que eran su hogar, donde ahora vivían el predicador y otros que estaban en la iglesia.
Él no podía luchar y por eso no se quitaba el sombrero.
Quizá cuando el predicador dijo «Señor...» y la rana contestó «Larrrrrrrrupp», la rana estaba
contestando por Willow John. Por eso lloraba. Se rompió algo de su amargura. Desde entonces, los ojos
de Willow John siempre brillaban y mostraban pequeñas luces negras cuando me miraba.
En aquel momento lo sentí, pero luego me alegré de haberle dado la rana.
Todos los domingos, después de misa, íbamos a sentarnos entre los árboles de detrás del claro y nos
repartíamos la comida. Willow John llevaba siempre algo de caza en un saco. A veces era una codorniz,
o venado, o algún pez. Abuela llevaba pan de maíz y verduras. Comíamos allí, a la sombra de los grandes
olmos, y hablábamos.
Willow John decía que los ciervos se estaban alejando cada vez más hacia las montañas. Abuelo
hablaba de la pesca con cestas. Abuela le decía que le trajera la ropa que necesitase repasar.
Cuando el sol comenzaba a caer, nos preparábamos para marchar. Yo me volvía para mirar a Willow
John. Nunca miraba hacia atrás. Andaba sin balancear los brazos, manteniéndolos rectos a los lados de su
cuerpo, dando largas y extrañas zancadas. Sin mirar a ninguna parte y sintiéndose fuera de lugar en ese
trocito de civilización del hombre blanco. Desaparecía entre los árboles sin seguir ningún camino
visible. Yo me apresuraba a alcanzar a mis abuelos. Era triste andar por el atajo de vuelta a casa los
domingos por la tarde, y no hablábamos.
Willow John, siempre iremos juntos, nunca estarás lejos.
Un año cualquiera; es tan corto el tiempo.
Mi lenguaje será mi silencio. Los años amargos
quedaron atrás olvidados. Habrá algún motivo de llanto,
o quizá nos regalen el gozo perdido.
Willow John. ¿Hablaremos? Un lenguaje mudo.
La palabra se midió en la tierra en breves segundos.
Nuestros ojos serán elocuentes. Ya no habrá secretos.
Sentir será amar. Así, cuando duerma la luna en el cielo,
velará nuestros sueños de hermanos. Será todo tan puro.
Willow John. Partiremos. Mas tú nunca serás viajero.
Quiero que estés siempre muy cerca, a mi lado.
Cuando el llanto abrase mi rostro en su fuego
viviré sólo en tu nube y recuerdo.
Mi corazón será un huracán amansado.
16 Camino de la iglesia

ABUELO decía que los predicadores eran tan engreídos, que llegaban a creer que eran ellos los que
manejaban personalmente el picaporte de la puerta del paraíso, y sin su permiso no podría entrar nadie.
Pensaba que los predicadores se imaginaban que Dios no tenía nada que ver con aquello.
Los predicadores deberían trabajar y aprender lo que costaba ganar un dólar. De esa forma, no
despreciarían el dinero como si su uso fuese a terminarse mañana. Un trabajo bien duro, ya fuera la
fabricación de güisqui u otro cualquiera, cambiaría mucho las cosas que éstos decían.
Como la gente estaba tan dispersa, no había fieles suficientes para mantener más de una iglesia. Esto
producía algunas complicaciones, pues había muchos tipos de religiones. La gente creía en tantas cosas
distintas que, a veces, se producían problemas.
Por un lado estaban los baptistas, que creían que lo que iba a ocurrir ocurriría y no había nada que lo
pudiera evitar. Había presbiterianos irlandeses que se enfurecían cuando oían decir aquello. Cada grupo
podía probar perfectamente sus creencias basándose en la Biblia. Eso, a mi modo de ver, causaba
confusiones acerca del contenido de la Biblia.
Los baptistas primitivos creían en las ofrendas de dinero a los sacerdotes, y los baptistas duros
pensaban que no se les debía dar nada a los predicadores. Abuelo se inclinaba hacia los baptistas duros
en lo referente a este punto.
Todos los baptistas creían en el bautismo, es decir, en el de inmersión total en las aguas de un arroyo.
Decían que no había salvación sin eso. Los metodistas decían que estaban equivocados, que con echar
unas gotas de agua sobre la cabeza ya bastaba. Todos blandían su Biblia en el jardín de la iglesia para
probar lo que decían.
Parece ser que la Biblia lo decía de ambas formas, pero cada vez que lo dice, avisa que es mejor no
hacerlo de la otra forma, porque se iría al infierno. Bueno, eso es lo que ellos aseguraban que decía.
Había un tipo que era de la Iglesia de Cristo. Decía que si alguien llama al predicador «reverendo»,
iría al infierno directamente. Podía llamársele «señor» o «hermano», pero nunca podía decirse
«reverendo». Podía probar esto por unas cosas que había escritas en la Biblia; pero otro grupo probó,
también usando la Biblia, que había que llamarle «reverendo», o de otra forma se iría al infierno.
El tipo de la Iglesia de Cristo era un solo, y los demás gritaban más que él, pero era muy testarudo y no
se daba por vencido. Para ser consecuente con su teoría, todos los domingos por la mañana se acercaba
al predicador y le llamaba «señor». Esto dio origen a que se estableciera una gran enemistad entre el
predicador y él. Una vez casi se pegan a la salida de la iglesia, pero los separaron.
Decidí no tomar ninguna postura referente al agua del bautismo. Y tampoco iba a llamar al predicador
de ninguna forma. Le dije a abuelo que me parecía lo más seguro, pues de lo contrario me podrían
mandar directamente al infierno, dependiendo de lo que dijera la Biblia en aquel momento.
Me dijo que si Dios tenía una mente tan estrecha como aquellos idiotas que se pasaban el día
discutiendo, entonces el cielo tampoco sería un buen lugar para vivir.
Había una familia episcopaliana. Eran ricos. Venían a la iglesia en un automóvil. Era el único coche
que se veía cerca de la iglesia. El hombre era gordo y se ponía un traje distinto casi todos los domingos.
La mujer llevaba grandes sombreros; también era gorda. Tenían una niña pequeña que siempre iba
vestida de blanco y con sombreritos. Miraba siempre hacia algo que había arriba, aunque nunca pude ver
qué era. Siempre echaban un dólar cuando pasaban el cestillo para que la gente diese dinero. Era el único
que había siempre en el cestillo. El predicador los recibía cuando llegaban en el automóvil y les abría la
puerta. Se sentaban en la fila de delante.
Cuando el predicador hablaba, miraba a la primera fila y decía:
—¿No es así, Mr. Johnson? —Mr. Johnson movía la cabeza ligeramente, certificando más o menos que
aquello era cierto.
La gente se inclinaba hacia delante para ver si se movía la cabeza de Mr. Johnson, y luego volvían a
echarse hacia atrás, satisfechos de que así fuese.
Abuelo me explicó que los episcopalianos conocían bien todo el asunto y no tenían que discutir sobre
cosas pequeñas, como el agua. Sabían dónde iban y no querían dejar que nadie más entrase con ellos.
El predicador era un hombre flaco. Vestía todos los domingos el mismo traje negro. El pelo le
sobresalía por todas partes y tenía el aspecto de estar siempre nervioso. Realmente, lo estaba.
Era simpático con la gente en el jardín de la iglesia, aunque yo nunca hablé con él. Pero cuando tomaba
la palabra, de pie en el púlpito, se volvía malo. Abuelo decía que esto lo hacía porque sabía que iba
contra las reglas el que alguien se levantara y le contestara mientras predicaba.
Nunca dijo nada acerca del agua, cosa que me decepcionó mucho, pues yo estaba interesado en ese
asunto. Pero atacó duramente a los fariseos. Empezaba a meterse con los fariseos, bajaba del púlpito y
corría por el pasillo hacia nosotros. A veces casi perdía el aliento de furioso que se ponía.
Una vez estaba atacando a los fariseos y había bajado al pasillo. Gritaba mucho y aspiraba luego el
aire como si su garganta fuera a romperse. Se acercó a donde estábamos nosotros y nos señaló a abuelo y
a mí con su dedo, y dijo:
—Vosotros sabéis lo que hacían...
Parecía que nos estaba acusando de tener algo que ver con los fariseos. Abuelo se enderezó en su
asiento y lanzó al predicador una mirada asesina. Willow John también le miró y abuela le sujetó del
brazo. El predicador se volvió y señaló a otra persona.
Abuelo dijo después que nunca había conocido a ningún fariseo y no iba a consentir que un hijo de
perra le acusara de saber nada de lo que ellos hubieran hecho. El predicador había hecho bien en señalar
a otra persona. Me di cuenta de que lo había hecho después de ver la mirada de abuelo. Willow John
afirmó que el predicador estaba loco y había que vigilarle bien. Willow John llevaba siempre su cuchillo
largo.
Al predicador tampoco le gustaban ni lo más mínimo los filisteos. Continuamente sacaba a relucir sus
faltas. Decía que eran, más o menos, tan malos como los fariseos. A lo que Mr. Johnson inclinaba la
cabeza, asegurando que así era.
Abuelo dijo que ya estaba cansado de que el predicador siempre estuviese atacando a alguien. No veía
ninguna razón para meterse tanto con los fariseos y con los filisteos. Ya había bastantes complicaciones
para estar buscando otras nuevas.
Abuelo siempre echaba algo en el cestillo de la colecta, a pesar de que estaba en contra de pagar a los
predicadores. Decía que suponía que lo hacía para pagar el uso de nuestro banco. A veces me daba cinco
centavos para que yo los pusiera. Abuela nunca echó nada y Willow John ni siquiera miraba el cestillo
cuando lo pasaban.
Abuelo me explicó que si seguían pasándole el cestillo bajo las narices continuamente, Willow John
acabaría cogiendo algo del cestillo, imaginándose que se lo estaban ofreciendo.
Una vez al mes era el día de la confesión pública. Entonces, la gente se levantaba uno por uno y contaba
cuánto querían al Señor y todas las cosas malas que habían hecho. Abuelo nunca lo hacía. Decía que
aquello sólo servía para causar problemas. Conocía personalmente a varios hombres a los que habían
disparado después de que contaran en la iglesia algo que habían hecho a algún tipo y de lo que éste no se
había enterado hasta oírlo allí. Opinaba que eso era un asunto privado que no le importaba a nadie.
Abuela y Willow John tampoco se levantaban nunca.
Yo le dije a abuelo que, más o menos, tenía la misma opinión que él y que tampoco iba a ponerme de
pie y confesarme públicamente.
Un hombre anunció que se había salvado. Dijo que iba a dejar de beber, que había estado bebiendo
bastante durante muchos años, pero ahora ya no iba a volverlo a hacer. Esto hizo que todo el mundo se
sintiera bien. La gente gritó:
—¡Alabado sea el Señor! Amén.
Siempre que alguno se levantaba y comenzaba a contar las cosas malas que había hecho, un hombre que
estaba en una esquina gritaba:
—¡Cuéntalo todo! ¡Cuéntalo todo! —y chillaba cada vez que parecía que alguien iba a parar.
Esto hacía que el que se confesaba volviese a pensar alguna otra cosa mala que hubiese hecho. A veces
acababan diciendo cosas bastantes malas que habían hecho y que nunca hubiesen confesado de no haber
estado ese tipo allí gritando. Él nunca se levantaba para confesarse.
Una vez se levantó una mujer. Dijo que el Señor la había salvado de los caminos del pecado. El
hombre del rincón gritó:
—¡Cuéntalo todo!
Su cara se puso roja y explicó que había estado fornicando, pero que ya iba a dejarlo, pues estaba
convencida de que aquello no estaba bien. El hombre gritó:
—¡Cuéntalo todo!
Ella añadió que había estado fornicando con Mr. Smith. Hubo una gran conmoción mientras Mr. Smith
se levantaba del banco en el que estaba y se marchaba andando por el pasillo. Andaba muy deprisa y
salió por la puerta de la iglesia. Casi al mismo tiempo, dos tipos de los bancos de atrás se levantaron y
salieron por la puerta casi sin ser notados.
Ella dijo otros dos nombres de personas con las que había estado pecando. Todos la alababan y le
decían que había hecho muy bien en decirlo.
Cuando salimos de la iglesia, todos los hombres se alejaron de la mujer y nadie hablaba con ella.
Abuelo me explicó que tenían miedo de que los vieran hablando con ella. Sin embargo, algunas mujeres
se agruparon a su alrededor, le dieron golpecitos en la espalda y le dijeron que había obrado bien.
Abuelo me dijo que aquéllas eran mujeres que querían saber cosas de sus maridos y creían que si
demostraban lo bueno que era confesar y lo bien que le trataban a uno cuando lo hacía, podían animar a
más mujeres pecadoras a que se confesasen.
Y añadió que, si lo hacían, se armaría mucho jaleo.
Dijo que esperaba que la mujer no cambiase de idea y decidiese volver a pecar, pues se llevaría una
gran desilusión porque no iba a encontrar a nadie que quisiera fornicar con ella, a no ser que estuviese
borracho y hubiera perdido el juicio.
Todos los domingos, antes de que comenzara el sermón, había un rato en el que la gente podía
levantarse y hablar de personas que necesitaban ayuda. A veces se trataba de algún aparcero que tenía
que cambiar de lugar, que no tenía comida para su familia, o alguien a quien se le había quemado la casa.
Toda la gente que iba a la iglesia llevaba cosas para ayudar. Nosotros, en verano, llevábamos muchos
vegetales, pues los teníamos en abundancia. En invierno llevábamos carne. Una vez, abuelo hizo una silla
de madera de nogal con el asiento de piel de ciervo para una familia que había perdido sus muebles en un
incendio. Abuelo se llevó aparte al hombre, a un lado del atrio de la iglesia, para darle la silla y
explicarle cómo se hacía. Pensaba que es mucho mejor explicar a la gente cómo se hacen las cosas que
dárselas, pues si enseñas a un hombre a hacer él mismo una cosa, sabrá luego defenderse. Pero si
simplemente se le da algo, habrá que estárselo dando continuamente hasta que se muera. Abuelo añadió
que de esa manera se le hace un mal servicio, pues acaba por hacerse dependiente y pierde su carácter.
Abuelo dijo también que a algunos individuos les gustaba estar dando cosas continuamente, pues eso
les hacía sentirse superiores y mejores que la persona a la que estaban dando las cosas, cuando todo lo
que tenían que hacer era enseñarle a hacer algo con lo que pudiera ser independiente. Como la naturaleza
humana era como era, había gente a la que le gustaba sentirse superior y otros a los que les gustaba
depender de éstos. Llegaban incluso hasta preferir ser el perrillo faldero de Mr. Superior antes que ser
hombres independientes; lloriqueaban continuamente pidiendo lo que necesitaban, cuando lo que
verdaderamente necesitaban era una patada en el trasero.
De la misma forma que algunas naciones se sentían superiores, me explicó abuelo, y daban y daban
para sentirse bien. Pero si tuvieran el corazón donde hay que tenerlo, enseñarían a la gente a hacer por sí
mismos las cosas que les daban. Según abuelo, esas naciones obraban así porque entonces las demás no
dependerían de ellos. Y era lo contrario lo que buscaban en primer lugar.
Estábamos lavando en el arroyo cuando comenzó a hablar de este tema. Meditó profundamente sobre
ello y tuvimos que apartarnos de la orilla porque de lo contrario, probablemente, se hubiese ahogado en
el agua. Le pregunté quién era Moisés.
Me dijo que nunca había tenido una idea muy clara de Moisés, pues el predicador siempre que hablaba
gritaba y resoplaba, y era difícil entenderle. El predicador decía que Moisés era un discípulo.
Abuelo me avisó que no debía creer literalmente todo lo que me contara sobre Moisés, pues sólo sabía
lo que había oído.
Según él, Moisés se hizo amigo de una chica entre unos juncos que él creía que crecían a orillas del río.
Dijo que esto de la amistad era natural. Pero la chica era rica; de hecho pertenecía a un malvado hijo de
perra llamado Faraón. Añadió que Faraón estaba siempre matando gente. Decidió perseguir a Moisés,
probablemente a causa de la chica.
Moisés se escondió y se fue con la gente que Faraón quería matar. Se dirigió a un país donde no había
agua. Golpeó una roca con un palo y comenzó a salir algo de agua. No tenía ni idea de cómo podía
haberlo hecho..., pero así era como lo había oído.
Siguió explicando que Moisés estuvo vagando durante años, sin saber adónde ir. De hecho, nunca llegó
al sitio que quería, aunque la gente que le había seguido sí que llegó. Abuelo no sabía cuál era el sitio.
Moisés murió cuando todavía estaba vagando por ahí.
De alguna forma —siguió su relato—, apareció por allí Sansón y mató a muchos filisteos, que estaban
siempre causando problemas. Dijo que no sabía por qué peleaban, ni si los filisteos eran hombres de
Faraón o no.
Una mujer mala emborrachó a Sansón y le cortó el pelo. La mujer dejó a Sansón de forma que sus
enemigos pudieron cogerle. Abuelo no recordaba el nombre de la mujer, pero dijo que era una buena
lección de la Biblia. Uno debe cuidarse siempre de las malas mujeres que intenten emborracharte. Le dije
que así lo haría.
Abuelo se quedó muy contento de haberme enseñado esa lección de la Biblia. Probablemente yo era el
único al que le había enseñado esto.
Mirando hacia atrás, veo que abuelo y yo éramos bastante ignorantes en lo referente a la Biblia. Me
imagino que confundíamos las distintas formas necesarias para ir al cielo. Pensábamos que, más o menos,
estábamos aparte de todo aquello, pues nunca lo entendimos bien y para nosotros no tenía ningún sentido.
Cuando uno abandona algo, se convierte en espectador. Éramos espectadores en lo referente a las
partes técnicas de la religión y no teníamos mucho interés... puesto que la habíamos abandonado.
Me dijo también que podía olvidarme de la cuestión del agua. Él lo había olvidado hacía mucho tiempo
y se sentía mejor desde entonces.
Hablando en confianza me dijo que no podía entender qué maldita importancia tenía el agua en todo
aquello.
Asentí y me olvidé del agua.
17 Mr. Wine

HABÍA estado viniendo durante todo el invierno y la primavera regularmente una vez al mes, a la
puesta del sol, y se quedaba a pasar la noche con nosotros. A veces se quedaba un día y otra noche. Mr.
Wine era un vendedor ambulante.
Vivía en un pueblo, pero recorría los senderos de la montaña con su morral a la espalda. Sabíamos
siempre el día que llegaría y, por tanto, cuando los perros ladraban, bajábamos por el camino del valle
para recibirle. Le ayudábamos a transportar el morral hasta la cabaña.
Abuelo le cogía el morral. Mr. Wine solía traer un reloj, que me dejaba llevar. Arreglaba relojes.
Nosotros no teníamos ninguno, pero le ayudábamos a trabajar en los suyos sobre la mesa de la cocina.
Abuela encendía la lámpara, él ponía el reloj sobre la mesa y nos enseñaba su interior. Yo no era lo
suficientemente alto para ver estando sentado, así que siempre me ponía de pie sobre una silla, cerca de
Mr. Wine, y le miraba cómo sacaba pequeños muelles y tornillos dorados. Abuelo y Mr. Wine hablaban
mientras éste arreglaba los relojes.
Mr. Wine tenía quizá cien años, una larga barba blanca y vestía una chaqueta negra, a juego con un
gorrito negro redondo que se ponía cubriendo su coronilla. Mr. Wine no era su verdadero nombre. Su
nombre empezaba con Wine, pero era tan largo y complicado que nosotros no éramos capaces de
pronunciarlo; por eso le llamábamos Mr. Wine. Decía que no importaba, que los nombres no eran
importantes, lo que importaba era la forma en que se dijeran. Algunos nombres indios eran totalmente
imposibles de pronunciar para él y se inventaba sus propios nombres.
Siempre llevaba algo en el bolsillo de la chaqueta, generalmente una manzana, a veces una naranja.
Pero no podía recordar nada.
Cenábamos al anochecer. Mientras abuela quitaba la mesa, Mr. Wine y abuelo se sentaban en las
mecedoras y hablaban. Yo ponía mi silla entre ellos y me sentaba allí también. Mr. Wine comenzaba a
hablar y de pronto se interrumpía:
—Parece que me olvido de algo, pero no sé qué es.
Yo sabía lo que era, pero no se lo decía. Se rascaba la cabeza y peinaba sus cabellos con los dedos.
Abuelo no le ayudaba lo más mínimo. Finalmente me miraba y decía:
—¿Puedes ayudarme a recordar qué era, Pequeño Árbol?
Yo se lo decía:
—Sí, señor, probablemente llevaba algo en el bolsillo y no se acuerda de ello.
Mr. Wine saltaba en la silla, golpeaba su bolsillo y decía:
—¡Qué tonto soy! Gracias, Pequeño Árbol, por recordármelo. Estoy llegando a una edad en la que ya
no puedo pensar.
Se sacaba una manzana roja del bolsillo, que era mayor que ninguna de las que crecen en las montañas.
Siempre decía que se la había encontrado y la había cogido. Estaba pensando tirarla porque no le
gustaban las manzanas. Le contestaba siempre que si la iba a tirar, yo la cogería. Quería repartirla con
mis abuelos, pero a ellos tampoco les gustaban las manzanas. Siempre guardaba las semillas y las
sembraba al borde del riachuelo, pensando tener muchos manzanos que diesen frutos como aquéllos.
Mr. Wine nunca podía recordar dónde había dejado sus gafas. Cuando arreglaba los relojes, llevaba
unos pequeños lentes sobre la punta de la nariz. Se sujetaban con un alambre y las patillas estaban
recubiertas con tiras de tela en la parte de detrás de las orejas.
Cuando hablaba con abuelo, dejaba de trabajar y se subía las gafas hasta apoyarlas sobre la cabeza. Al
empezar a trabajar otra vez, nunca las encontraba. Yo sabía dónde estaban. Él buscaba sobre la mesa y
miraba a mis abuelos diciendo:
—¿Dónde diablos están las gafas?
Todos sonreían haciéndose pasar por tontos por no saberlo. Yo señalaba su cabeza. Se daba un golpe
en la frente, totalmente extrañado de haberlas dejado allí, y decía que no habría podido arreglar sus
relojes si yo no hubiese estado allí para ayudarle a buscar sus gafas.
Me enseñó a leer la hora. Movía las agujas del reloj y me preguntaba qué hora era. Se reía siempre que
me equivocaba. No tardé mucho en aprender.
Decía que yo estaba recibiendo una buena educación. Que apenas había ningún niño de mi edad que
supiese algo de Macbeth o de Napoleón, o que estudiase diccionarios. Me enseñó los números.
Ya sabía calcular un poco el dinero por el negocio del güisqui, pero Mr. Wine sacaba un papel y un
lápiz y escribía algunos números. Me enseñó cómo había que escribirlos y cómo sumarlos, restarlos y
multiplicarlos. Abuelo me dijo que era quizá la persona que él había visto hacer mejor los números.
Mr. Wine me dio un lápiz. Era largo y amarillo. Había que afilarlo de manera que la punta no quedara
demasiado fina. Si se hacía demasiado fina, se rompía y había que volver a afilarlo, lo cual lo gastaba sin
ninguna utilidad.
Me explicó que la manera de afilar el lápiz que él me había enseñado era la forma ahorrativa, y que
había una gran diferencia entre ser tacaño y ser ahorrativo. Ser tacaño es ser tan malo como algunos
peces gordos, que adoran el dinero y no lo utilizan para lo que deben. Si uno es así, el dinero es su Dios
y eso no conduce a nada bueno.
También me explicó que si uno es ahorrativo, usa su dinero para lo que debe, pero no lo derrocha. Un
hábito trae consigo otro hábito, y si son malos hábitos, producen mal carácter. Si se malgasta el dinero,
se malgasta el tiempo, los pensamientos y prácticamente todo lo demás. Si toda la gente se volviese así,
los políticos se darían cuenta de que podrían hacerse con el control de todo. Pronto habría un dictador.
Mr. Wine añadió que la gente ahorrativa nunca está dominada por un dictador.
Tenía las mismas ideas sobre los políticos que nosotros.
Normalmente, abuela compraba algún carrete de hilo a Mr. Wine. Los pequeños costaban cinco
centavos el par y los grandes cinco centavos cada uno. A veces compraba botones, y una vez, una tela
roja con flores.
En el morral llevaba cosas de todo tipo: cintas de cualquier color, telas bonitas, medias, dedales,
agujas y pequeñas herramientas plateadas. Yo observaba el morral mientras lo abría sobre el suelo, cogía
cosas y me explicaba lo que eran. Me dio un libro para hacer números.
El libro tenía todos los números y explicaba cómo hacerlos. Era para que yo pudiera hacerlos durante
todo el mes. Avanzaba tanto, que cuando llegaba Mr. Wine se sorprendía mucho.
Decía que saber hacer números era importante. La educación, según él, constaba de dos partes. Una era
técnica y era la que hacía avanzar en el negocio. Esa parte de la educación cambiaba y se modernizaba.
Pero la otra parte era mejor aprenderla bien y no cambiarla. Él la llamaba valoración.
Opinaba que si uno aprendía valores, como ser honesto y ahorrativo o hacer lo mejor y respetar a los
demás, era mucho más importante que cualquier otra cosa. Si no se aprenden esos valores, no importa lo
moderno que se llegue a ser en lo técnico; nunca se llegará a ninguna parte.
De hecho, cuanto más adelantada llegase a estar una persona, sin tener en cuenta los valores, más
probable era que usara sus conocimientos para hacer cosas malas, destruir y arruinar.
De vez en cuando teníamos dificultades arreglando los relojes y Mr. Wine se quedaba con nosotros un
día y otra noche más. Una vez trajo una caja negra que dijo era una Kodak. Podía hacer fotografías con
ella. Nos explicó que él no lo hacía demasiado bien. Unos tipos le habían encargado que se la llevase, y
por eso se la llevaba, pero no hacía ningún daño a nadie si tomaba algunas fotos.
Hizo una en la que salía yo y otra de abuelo. La caja no sacaba las fotos a no ser que se mirase al sol de
frente y Mr. Wine nos dijo que él no estaba demasiado enterado de cómo funcionaba aquello. Abuelo
tampoco lo estaba. No confiaba en aquella cosa y sólo se dejó tomar una fotografía. Nunca se sabía lo
que podía pasar con las cosas nuevas, y era mejor no usarlas hasta que pasase algún tiempo.
Mr. Wine quería que abuelo hiciese una foto en la que saliéramos él y yo. Estuvimos haciéndola toda la
tarde prácticamente. Mr. Wine y yo nos preparábamos. Él ponía su mano sobre mi cabeza y ambos
sonreíamos a la caja. Abuelo decía que no podía vernos a través del pequeño agujero. Mr. Wine iba hasta
donde estaba abuelo, nivelaba la caja y volvía. Nos colocábamos de nuevo. Abuelo decía que teníamos
que corrernos un poco, pues sólo podía ver un brazo.
Se ponía nervioso con la caja. Yo sospechaba que se creía que había algo dentro de ella que estaba
intentando salir. Mr. Wine y yo estuvimos tanto tiempo frente al sol, que ninguno de los dos podía ver
nada hasta que por fin sacó la foto. Sin embargo, no salió bien. Al mes siguiente, cuando Mr. Wine trajo
las fotos, la mía y la de abuelo estaban muy bien, pero ni Mr. Wine ni yo aparecíamos en la foto que
había tomado abuelo. Pudimos ver las copas de algunos árboles y algunas manchas. Después de estudiar
mucho la foto, abuelo dijo que eran pájaros.
Estaba orgulloso de la fotografía de los pájaros, y yo también lo estaba. La llevó a la tienda del cruce,
se la enseñó a Mr. Jenkins y le explicó que él personalmente había hecho la fotografía de los pájaros.
Mr. Jenkins no veía bien. Estuvimos explicando la foto cerca de una hora, señalándole los pájaros hasta
que finalmente los vio. Pensé que Mr. Wine y yo estábamos probablemente de pie bajo los árboles.
Abuela no quiso que le hicieran una fotografía. No decía por qué, pero desconfiaba de la caja y no la
tocó.
Cuando recibimos las fotografías reveladas, a abuela le gustaron mucho. Las estudió detenidamente y
las puso sobre el tronco de encima de la chimenea, y las miraba continuamente. Creo que entonces sí que
hubiese aceptado que le hiciésemos una foto; pero ya no teníamos la Kodak, pues Mr. Wine se la había
entregado ya a la gente que se la había encargado.
Dijo que iba a conseguir otra Kodak, pero no lo hizo, pues ése fue su último verano.
La estación estaba a punto de morir, acortándose al final más y más los días. El sol comenzó a cambiar.
De ser un foco de vida blanco, empezó a volverse neblinoso, amarillo y dorado, difuminando los
atardeceres y ayudando a morir al verano. Preparándose, como decía abuela, para el gran sueño.
Mr. Wine hizo su último viaje. Nosotros entonces no lo sabíamos, a pesar de que tuvimos que ayudarle
a cruzar el tronco sobre el riachuelo y a subir los escalones del porche. Quizá él lo supiese.
Cuando desempaquetó su morral sobre el suelo de la cabaña, sacó un abrigo amarillo. Lo sujetó y la luz
de la lámpara brilló en él como si fuese de oro. Abuela dijo que le recordaba los canarios salvajes. Era
el abrigo más bonito que nunca habíamos visto. Mr. Wine le dio muchas vueltas a la luz de la lámpara y
todos lo miramos. Abuelo lo tocó, pero yo no.
Mr. Wine nos explicó que siempre se estaba olvidando de las cosas. Había hecho el abrigo para uno de
sus bisnietos que vivían al otro lado de las grandes aguas, pero lo había hecho del tamaño que su bisnieto
tenía hacía algunos años. Después de haberlo hecho, se dio cuenta de que ya no le estaría bien. Ahora no
había nadie que pudiera ponérselo.
Era un pecado tirar algo que podía ser utilizado por alguien. Estaba tan preocupado que no podía
dormir, pues se estaba volviendo viejo y no podía permitirse cometer pecados. Que si no podía encontrar
a nadie que le hiciera el favor de ponérselo, creía que estaba totalmente perdido. Todos estuvimos
meditando un rato sobre el problema. Tenía la cabeza gacha y el aspecto de estar ya perdido. Le dije que
yo podía probármelo.
Levantó la cabeza y una sonrisa apareció entre sus barbas. Me dijo que tenía tan mala cabeza que se le
había olvidado completamente pedirme ese favor. Se animó mucho y bailó una pequeña danza dando
vueltas, y añadió que yo le estaba quitando un pecado y un gran peso de encima.
Todos me pusieron el abrigo. Abuela me tiró de la manga cuando me lo puse, Mr. Wine alisó la parte
de atrás y abuelo tiró de la parte inferior hacia abajo. Me estaba perfectamente, como si yo tuviera la
misma talla que el bisnieto de Mr. Wine hacía unos años.
Di muchas vueltas bajo la lámpara para que abuela viera el abrigo por todas partes. Levanté los brazos
para que abuelo pudiera ver las mangas y todos lo tocamos. Era suave y se deslizaba bajo nuestras
manos. Mr. Wine estaba tan feliz que lloró.
Me puse el abrigo para cenar y tuve mucho cuidado de mantener la boca sobre el plato para no
mancharme. Hubiese dormido con él, pero abuela dijo que si lo hacía, se arrugaría. Lo colgó de la
esquina de mi cama para que pudiera verlo. La luz de la luna que entraba por la ventana hacía que
brillara todavía más.
Mientras estaba allí, mirando el abrigo, decidí que me lo pondría siempre que fuera a la iglesia o al
pueblo. Puede que también lo hiciera para ir a la tienda del cruce a entregar nuestras mercancías. Me
parecía que cuanto más me lo pusiera, más pecado quitaría de encima a quien me lo había dado.
Mr. Wine dormía sobre un jergón. Lo ponía sobre el suelo del cuarto de estar, que estaba separado de
nuestras habitaciones por la perrera. Le había dicho que podía utilizar mi cama, puesto que a mí me
gustaba dormir sobre el jergón, pero nunca quiso.
Aquella noche, mientras estaba tumbado en mi cama, comencé a pensar que, a pesar de que estaba
haciendo un favor a Mr. Wine, quizá debiera darle las gracias por el abrigo amarillo. Me levanté, anduve
de puntillas por la perrera y abrí la puerta. Estaba arrodillado sobre su jergón y tenía la cabeza inclinada.
Me imaginé que estaba diciendo sus oraciones.
Estaba dando gracias por un niño pequeño que le había dado mucha felicidad. Pensé que se trataría de
su bisnieto, al otro lado de las grandes aguas. Tenía una vela encendida sobre la mesa de la cocina. Me
quedé quieto, pues abuela me había enseñado a no hacer ruido cuando la gente estaba rezando.
Al cabo de un rato levantó la cabeza y me vio. Me dijo que entrara. Le pregunté por qué había
encendido la vela si teníamos una lámpara.
Me dijo que todos los suyos estaban al otro lado de las grandes aguas. Sólo había una forma de que él
pudiera estar con ellos. Únicamente encendía la vela en algunas ocasiones, y ellos encendían otra vela al
mismo tiempo. Al hacer esto, estaban juntos, pues lo estaban sus pensamientos.
Le dije que nosotros teníamos a nuestra gente en Las Naciones y que no habíamos descubierto ese
sistema para estar con ellos. Le hablé de Willow John.
Le prometí hablar de la vela con Willow John. Me contestó que Willow John lo entendería. Me olvidé
totalmente de agradecerle el abrigo amarillo.
Se marchó a la mañana siguiente. Le ayudamos a cruzar el tronco sobre el riachuelo. Abuelo había
cortado un palo de nogal y Mr. Wine lo usaba como bastón mientras andaba.
Bajó por el camino, andando despacio, usando el palo de nogal, encorvado bajo el peso del morral. Ya
se había perdido de vista cuando recordé que se me había olvidado darle las gracias. Corrí camino
abajo, pero ya estaba muy lejos. Grité:
—¡Gracias por el abrigo amarillo, Mr. Wine!
No se dio la vuelta. No me había oído. Mr. Wine no sólo lo olvidaba todo, tampoco oía bien. Mientras
volvía por el camino, pensé que como él tenía tan mala memoria, comprendería que yo también me
hubiese olvidado.
Aunque realmente le estaba haciendo un favor poniéndome el abrigo amarillo.
18 Fuera de la montaña

AQUEL año, el otoño llegó pronto a las montañas. Primero en las partes altas comenzaron a caer las
hojas rojas y amarillas, bajo un viento fuerte. El hielo las había tocado. El sol tomó un color ámbar y sus
rayos se filtraban por entre los árboles hasta el valle.
Cada mañana, el hielo bajaba un poco más desde las montañas. Un hielo tímido, que no mataba, pero
que hacía saber que no se podía uno aferrar al verano, igual que no se podía parar el tiempo y que la
muerte invernal estaba llegando.
El otoño es el tiempo de gracia de la naturaleza. Es una época para poner las cosas en orden para la
muerte. Al hacer esto, se piensa lo que se debe hacer..., y lo que no se ha hecho. Es un tiempo para
recordar..., y para arrepentirse y desear haber hecho cosas que no se han hecho..., y haber dicho cosas
que no se han dicho.
Yo hubiese querido haberle dado las gracias a Mr. Wine por el abrigo amarillo. No vino aquel mes.
Nos sentábamos al atardecer en el porche, mirábamos el camino del valle y escuchábamos, pero no vino.
Decidimos ir al pueblo a enterarnos de lo que había pasado.
El hielo rozó el valle, ligeramente, tan sólo como recordatorio. Algunos árboles se volvieron rojos y
las hojas de los chopos y de los arces tomaron un color amarillo. Las criaturas que tenían que aguantar el
invierno trabajaban mucho almacenando alimentos para no morir.
Los arrendajos formaban largas filas volando una y otra vez hacia los robles altos, llevando bellotas a
sus nidos. Ahora no jugaban ni cantaban.
La última mariposa voló por el valle. Descansó sobre el tallo del grano que abuelo y yo habíamos
cortado. No movía las alas, simplemente se quedó allí esperando. No tenía intención de almacenar
comida. Iba a morir y lo sabía. Abuelo me dijo que era más sabia que la mayoría de la gente. No se
alarmaba. Había cumplido su cometido en la vida y ahora su papel era morir. Por eso esperaba allí, bajo
el último calor del sol.
Abuelo y yo recogimos madera para la estufa y leños para la chimenea. Dijo que durante todo el verano
habíamos vivido como cigarras y ahora debíamos buscar madera para calentarnos en invierno. Eso era lo
que hacíamos.
Arrastrábamos troncos de árboles muertos y pesadas ramas, desde la ladera de la montaña hasta el
claro de la casa. El hacha de abuelo relucía bajo el sol del atardecer, golpeaba y producía eco en el
valle. Yo transportaba pequeños trozos de madera para la cocina y ordenaba en filas pegadas a la pared
de la cabaña los leños para la chimenea.
Esto es lo que estábamos haciendo cuando llegaron los políticos. Dijeron que no eran políticos, pero sí
lo eran. Un hombre y una mujer.
No quisieron sentarse en las mecedoras que les ofrecimos, pero se sentaron erguidos en sillas de
respaldo alto. El hombre vestía un traje gris y la mujer un vestido, también gris. El vestido estaba tan
abotonado alrededor del cuello, que me figuré que por eso tenía la mujer el aspecto que tenía. El hombre
mantenía las rodillas juntas, como una mujer. Tenía el sombrero sobre las rodillas y estaba nervioso,
pues continuamente daba vueltas al sombrero. La mujer no estaba nerviosa.
Dijo que yo debería irme del cuarto, pero abuelo contestó que yo me enteraba siempre de cualquier
asunto que ocurría allí y que, por tanto, me quedaba. Me quedé, me senté en mi mecedora y comencé a
mecerme.
El hombre tosió un poco y dijo que la gente estaba preocupada por mi educación. Debían cuidarme.
Abuelo contestó que ya estaba cuidado. Les habló de lo que había dicho Mr. Wine.
La mujer le preguntó quién era Mr. Wine y él les contó todo acerca de Mr. Wine, aunque no mencionó
que tenía muy mala memoria. La mujer aspiró aire por la nariz y se sacudió la falda, como si pensara que
Mr. Wine estaba por allí e iba a ponerse sobre su falda.
Vi claramente que no le daba ningún valor a Mr. Wine, de la misma forma que no nos lo daba tampoco
a nosotros. Entregó un papel a abuelo y éste se lo dio a abuela, que encendió la luz y se sentó en la mesa
de la cocina para leer el papel. Comenzó a leerlo en voz alta, pero se detuvo. El resto lo leyó sólo para
ella. Cuando acabó, se levantó, se inclinó y apagó la lámpara.
Los políticos sabían lo que aquello significaba. Yo también. Se levantaron en la penumbra y se fueron
hacia la puerta. No dijeron adiós.
Esperamos en la oscuridad mucho tiempo después de que se hubiesen ido. Abuela encendió la lámpara
y nos sentamos en la mesa de la cocina. No podía ver lo que había en el papel, pues mi cabeza sólo
llegaba al borde de la mesa, pero escuché.
El papel decía que unas personas habían ido a decirle a la ley que yo no estaba bien atendido y que mis
abuelos no tenían derecho a quedarse conmigo, que eran viejos y no tenían educación. Que abuela era
india y abuelo mestizo. Abuelo, según el papel, tenía mala reputación.
Añadía que mis abuelos eran egoístas y que estaban perjudicándome para toda la vida. Eran egoístas
porque sólo querían consuelo en su vejez y me tenían allí más o menos para eso, para que les
proporcionase compañía.
También había cosas sobre mí, pero abuela no las leyó en voz alta. Mis abuelos tenían unos días para ir
al juzgado y dar una respuesta a todo aquello. Si no lo hacían, me llevarían a un orfanato.
Abuelo estaba totalmente conmocionado. Se quitó el sombrero y lo puso sobre la mesa. Su mano
temblaba.
Comenzó a jugar con el sombrero y se quedó así un buen rato, tocándolo y mirándolo.
Me senté en mi mecedora al lado de la chimenea. Les dije a mis abuelos que pensaba que podía
avanzar con el diccionario hasta aprender diez palabras a la semana, y que probablemente podría avanzar
más, quizá hasta cien. Estaba aprendiendo a leer. Veía claramente que iba a redoblar mis esfuerzos en la
lectura y les recordé lo que Mr. Wine había dicho acerca de mis números; a pesar de que él no contase
nada para los políticos, el hecho demostraba que estaba avanzando.
No podía dejar de hablar. Intenté callar, pero no pude. Me balanceé más y más fuerte, y hablé más y
más deprisa.
Le aseguré a abuelo que no me estaban perjudicando de ninguna forma, que pensaba que tenía la suerte
mayor del mundo al estar con ellos. No me contestó. Abuela cogió el papel y lo miró.
Vi que pensaban que eran lo que el papel decía que eran. Les dije que se equivocaban, que era
justamente al contrario. Eran ellos los que me consolaban a mí, y que yo era probablemente una de las
peores cosas que les podía haber ocurrido. Recordé a abuelo que yo le había causado muchas molestias y
ellos a mí ninguna. Dije que estaba preparado para contarles esas cosas a los de la ley. Pero ellos no
hablaban.
Estaba aprendiendo un oficio; lo cual, estaba seguro, no hacía ningún otro niño de mi edad.
Abuelo me miró por primera vez. Sus ojos estaban nublados. Me previno que, estando las cosas como
estaban, quizá fuera mejor no decir nada relacionado con el negocio del güisqui.
Fui hacia la mesa y me senté sobre las piernas de abuelo. Les aseguré a los dos que yo no iría con la
ley, que me adentraría en las montañas y viviría con Willow John, hasta que la ley se olvidase de mí. Le
pregunté a abuela qué era un orfanato.
Me miró desde el otro lado de la mesa. Sus ojos tampoco parecían estar bien. Me respondió que un
orfanato era un lugar donde estaban los niños que no tenían padre ni madre; allí había muchos niños.
Añadió que la ley iría a buscarme si me marchaba con Willow John.
Vi claramente que la ley encontraría nuestro alambique si comenzaban a buscarme. No volví a
mencionar a Willow John.
Abuelo dijo que a la mañana siguiente iríamos al pueblo a ver a Mr. Wine.
Salimos al amanecer bajando por el camino del valle. Abuelo llevaba el papel para enseñárselo a Mr.
Wine. Sabía dónde vivía y cuando llegamos al pueblo bajamos por una calle lateral. Mr. Wine vivía
encima de una tienda de alimentación. Subimos por las escaleras, que crujían cuando las pisábamos, y
llegamos a la vivienda. La puerta estaba cerrada. Golpeó con los nudillos y la movió un poco... pero
nadie contestó. Había polvo en el cristal. Abuelo lo limpió y miró hacia adentro. Allí no había nadie.
Bajamos despacio los escalones. Seguí a abuelo y entramos en la tienda.
Viniendo del sol del mediodía, la tienda estaba oscura para nosotros. Nos estuvimos quietos un
momento hasta que recuperamos la vista. Había un hombre apoyado en el mostrador.
—¡Hola! —dijo—. ¿Qué desean?
Su barriga colgaba sobre el cinturón de sus pantalones.
—¡Hola! —dijo abuelo—. Estábamos buscando a Mr. Wine, el tipo que vive encima de la tienda.
—No se llama Mr. Wine —dijo el hombre.
Tenía un palillo en la boca, que movía de un lado a otro. Chupó el mondadientes y luego se lo sacó de
la boca y frunció el ceño mientras lo miraba, como si supiese mal.
—De hecho —dijo—, ya no se llama de ninguna forma. Está muerto.
Nos quedamos estupefactos. No dijimos nada. Sentí un vacío en mi interior y me temblaron las rodillas.
Había dado mucha importancia a Mr. Wine, pues creía que era la única persona que podía arreglar
nuestra situación. Pensé que abuelo había pensado eso también, pues ahora no sabía qué hacer.
—¿Es usted Wales? —preguntó el hombre gordo.
—Así es —dijo abuelo. El hombre gordo se movió tras el mostrador y cogió un saco de debajo. Lo
colocó sobre el mostrador. Estaba lleno de cosas.
—El viejo dejó esto para usted.
Abuelo miró la etiqueta, a pesar de que no sabía leer.
—Tenía todo etiquetado —dijo el hombre gordo—. Sabía que iba a morir. Incluso tenía una etiqueta
alrededor de la cintura indicando dónde había que mandar su cuerpo. También sabía cuánto iba a costar
aquello... Dejó el dinero en un sobre... Hasta el último céntimo. Exacto. No sobró nada. Como un maldito
judío.
Abuelo le miró duramente, desde debajo de su sombrero.
—Pagó lo que tenía que pagar, ¿no es así?
El hombre gordo se puso serio:
—Oh, sí... sí... Yo no tenía nada contra el viejo, no le conocía. Nadie le conocía mucho. Se pasaba el
tiempo andando por las montañas.
Abuelo se colocó el saco sobre el hombro.
—¿Me puede usted decir dónde hay un abogado?
El hombre gordo señaló al otro lado de la calle.
—Justo enfrente de usted, subiendo las escaleras que hay entre aquellos edificios.
—¡Gracias! —dijo abuelo.
Salimos por la puerta.
—Es curioso —dijo el hombre gordo cuando salíamos—; el viejo judío, cuando 1$ encontramos, lo
único que no tenía etiquetado era una vela. El muy tonto la tenía encendida a su lado.
Yo sabía lo de la vela, pero no dije nada. También sabía lo del dinero. Mr. Wine no era tacaño, era
ahorrativo y pagaba lo que tenía que pagar y cuidaba de que su dinero se gastara de la manera correcta.
Cruzamos la calle y subimos los escalones. Abuelo llevaba el saco. Dio unos golpecitos en la puerta
que tenía una ventana de cristal con unas letras escritas.
—Entre..., entre —la voz sonaba como si no debiéramos haber llamado. Entramos.
Había un hombre echado hacia atrás, en una silla, detrás de un escritorio. Tenía el pelo blanco y
parecía viejo. Cuando nos vio a abuelo y a mí se levantó lentamente. Abuelo se quitó el sombrero y dejó
el saco en el suelo. El hombre se inclinó sobre el escritorio y alargó su mano.
—Mi nombre es Taylor —dijo—. Joe Taylor.
—Wales —dijo el abuelo. Tomó su mano, pero no la estrechó con fuerza. La soltó y le dio a Mr.
Taylor nuestro papel.
Mr. Taylor se sentó y sacó unas gafas del bolsillo de su chaleco. Se inclinó sobre el escritorio y leyó el
papel. Le observé. Frunció el ceño. Miró el papel durante un rato largo.
Cuando terminó, dobló el papel lentamente y se lo volvió a dar a abuelo. Levantó la vista.
—¿Ha estado usted en la cárcel por fabricar güisqui?
—Una vez —dijo abuelo.
Mr. Taylor se levantó y se dirigió hacia una gran ventana. Miró la calle durante un largo rato. Suspiró y
no miró a abuelo.
—Podría aceptar su dinero, pero no serviría de nada. Los burócratas del gobierno que llevan estas
cosas no entienden a la gente de la montaña. No quieren. No creo que esos hijos de perra entiendan nada.
Estuvo mirando mucho tiempo algo que había fuera de la ventana. Tosió.
—Ni tampoco a los indios. Perderíamos. Se llevarán al chico.
Abuelo se puso su sombrero. Sacó su bolsa del bolsillo de los pantalones, la levantó y miró dentro.
Dejó un dólar sobre el escritorio de Mr. Taylor. Nos fuimos. Mr. Taylor continuaba mirando hacia afuera
de la ventana.
Salimos del pueblo. Abuelo iba delante, cargando con el saco. Mr. Wine se había ido. Yo sabía que
habíamos perdido.
Era la primera vez que podía ir a su paso con facilidad. Andaba despacio, los mocasines casi se
arrastraban en la arena. Me imaginé que estaba cansado. Íbamos por el camino del valle cuando le
pregunté:
—Abuelo, ¿qué es un maldito judío?
Abuelo se paró, pero no me miró. Su voz también parecía cansada:
—No sé. Algo se dice en la Biblia de ellos, de una forma u otra. Hay que retroceder mucho tiempo —
abuelo se volvió—. Como los indios..., he oído que tampoco tienen una nación.
Abuelo bajó la mirada hacia mí. Sus ojos parecían los de Willow John.
Abuela encendió la lámpara. Abrimos el saco allí, sobre la mesa de la cocina. Había rollos de tela
roja, verde y amarilla para abuela; agujas, dedales y carretes de hilo. Le dije a abuela que parecía que
Mr. Wine había vaciado su morral dentro de este saco. Ella me dijo que sí, que eso era lo que parecía.
Había todo tipo de herramientas para abuelo, y libros. Un libro de números y un pequeño libro negro
que dijo abuela que tenía cosas valiosas para mí. Había otro libro con dibujos de niños, niñas y perros.
Tenía cosas escritas y estaba totalmente nuevo, pues todavía brillaba. Imaginé que Mr. Wine lo iba a
traer en su próximo viaje, si no se le olvidaba. Eso era todo, pensamos.
Abuelo cogió el saco vacío y lo puso sobre el suelo. Algo hizo ruido dentro. Abuelo le dio la vuelta.
Por la mesa rodó una manzana roja. Era la primera vez que Mr. Wine se había acordado de la manzana.
Algo más rodó sobre la mesa y abuela lo cogió. Era una vela. Tenía una de las etiquetas de Mr. Wine.
Abuela la leyó. Decía: Willow John.
No cenamos mucho. Abuelo habló de nuestro viaje al pueblo, de Mr. Wine y de lo que había dicho Mr.
Taylor.
Abuela apagó la lámpara y nos sentamos todos cerca de la chimenea, en la penumbra de la luna nueva,
cuya luz entraba por la ventana. No encendimos el fuego. Comencé a mecerme.
Les dije a mis abuelos que no debían sentirse mal. No me sentía deprimido. Probablemente me gustaría
el orfanato con todos los niños que había allí; además, la ley se contentaría pronto y podría volver.
Abuela dijo que nos quedaban tres días; después me tendrían que llevar con la ley. No hablamos nada
más. No sabía qué más decir. Los tres nos pusimos a mecernos; nuestras sillas crujían lentamente.
Estuvimos así hasta muy tarde. Y no hablamos.
Cuando me fui a la cama lloré por primera vez desde que había muerto mamá, pero me puse la manta
sobre la boca y mis abuelos no me oyeron.
Llenamos los tres días viviendo tan intensamente como pudimos. Abuela iba a todas partes conmigo y
con abuelo, por El Estrecho, hasta el desfiladero colgado. Nos llevábamos a «Blue Boy» y a los otros
perros. Una mañana temprano, cuando todavía todo estaba oscuro, subimos por el sendero alto. Nos
sentamos arriba, en la montaña, y vimos amanecer el día sobre la cordillera. Les enseñé mi lugar secreto.
A abuela se le cayó azúcar prácticamente en todo lo que guisaba. Abuelo y yo comimos muchas
galletas.
El día antes de irme bajé por el atajo hasta la tienda del cruce. Mr. Jenkins me dijo que la caja verde y
roja estaba vieja y que, por tanto, me la vendía por sesenta y cinco centavos. Le pagué. Compré también
una caja de barritas de caramelo rojo para abuelo. Me costó veinticinco centavos. Me sobraron diez
centavos del dólar que me había dado Mr. Chunk.
Aquella noche abuelo me cortó el pelo. Me explicó que era necesario porque quizá tuviese dificultades
si parecía un indio. Le contesté que no me importaba, que me gustaba parecerme a Willow John.
No debía llevar mis mocasines. Estiró mis zapatos viejos. Cogió un trozo de hierro y apretó con él
dentro del zapato, empujando hacia afuera el cuero del empeine. Mis pies habían crecido.
Les dije que iba a dejar mis mocasines debajo de mi cama, porque como probablemente iba a regresar
muy pronto, así los tendría a mano. Puse la camisa de ciervo sobre la cama. Le dije a abuela que podía
quedarse allí, pues nadie iba a dormir en mi cama hasta que yo volviera.
Escondí la caja verde y roja en el armario de la comida de abuela, donde era seguro que la encontraría
al cabo de uno o dos días, y puse la caja de las barritas de caramelo en la chaqueta del traje de abuelo.
La encontraría el domingo. Yo sólo había cogido un par de ellas, para probar si eran buenas. Lo eran.
Abuela no fue al pueblo cuando yo partí. Abuelo me esperó en el claro y ella se arrodilló en el porche
y me cogió como cogía a Willow John. Yo también la cogí. Intenté no llorar, pero lloré un poquito.
Llevaba puestos mis viejos zapatos, que no me hacían daño si encogía los dedos pulgares. Vestía mis
mejores pantalones de peto y mi camisa blanca. También llevaba puesto mi abrigo amarillo. En mi saco
ella había puesto otras dos camisas, los otros pantalones de peto y mis calcetines. No me llevaba nada
más, pues sabía que volvería. Le dije a abuela que así lo haría.
Arrodillada allí en el porche, me dijo:
—¿Te acuerdas de la estrella Sirio, Pequeño Árbol? ¿La que miramos cuando cae la tarde?
Dije que sí me acordaba.
Abuela añadió:
—Dondequiera que estés, no importa dónde, al final de la tarde mira a Sirio. Abuelo y yo también
estaremos mirando. Te recordaremos.
Respondí que yo también me acordaría. Era como Mr. Wine y su vela. Le pedí a abuela que le dijera a
Willow John que mirara también a Sirio. Dijo que lo haría así.
—Los cheroquis —dijo— casaron a tu padre y a tu madre. ¿Te acordarás de esto, Pequeño Árbol? No
importa lo que digan... tú, recuérdalo.
Dije que así lo haría. Abuela me soltó. Cogí mi saco y seguí a abuelo hacia el claro. Cuando estábamos
pasando el tronco sobre el riachuelo, miré hacia atrás. Abuela estaba de pie en el porche, mirando.
Levantó la mano y se tocó el corazón, luego dirigió la mano hacia mí. Sabía lo que me quería decir.
Abuelo tenía puesto su traje negro. También llevaba sus zapatos y ambos caminábamos haciendo mucho
ruido. Mientras bajábamos por el camino del valle, las ramas de los pinos se inclinaban y me cogían por
los brazos. Una rama de roble alargó sus dedos y tiró del saco que llevaba al hombro. Un arbusto sujetó
mi pierna. La corriente comenzó a correr más deprisa y a saltar haciendo mucho ruido, una corneja voló
por delante de nosotros graznando sin cesar... Luego se posó en la copa de un árbol alto y continuó
graznando. Todos ellos estaban diciendo: «No te vayas, Pequeño Árbol... No te vayas, Pequeño
Árbol...». Sabía lo que decían y por eso se me nublaron los ojos mientras andaba torpemente detrás de
abuelo. El viento comenzó a soplar y sujetó la parte de abajo de mi abrigo. Las zarzas moribundas se
acercaron al sendero y se colgaron de mis piernas. Una paloma llamó con un sonido largo y triste y no fue
contestada. Por eso supe que se quejaba por mí.
Abuelo y yo lo pasamos mal mientras bajábamos por el camino del valle.
Esperamos en la estación de autobuses. Nos sentamos sobre un banco. Coloqué el saco sobre mis
piernas. Estábamos esperando a la ley.
Le dije a abuelo que no sabía cómo iba a poder arreglárselas sin mí en el negocio del güisqui. Me dijo
que iba a ser difícil, que tendría que doblar el tiempo de
trabajo. Le respondí que, probablemente, estaría de vuelta muy pronto y, así, él no tendría que trabajar
el doble durante mucho tiempo. Abuelo afirmó que posiblemente sería así. No dijimos mucho más.
Le dije a abuelo que no sabía cómo iba a poder arreglárselas sin mí en el negocio del güisqui. Me dijo
que iba a ser difícil, que tendría que doblar el tiempo de trabajo. Le respondí que, probablemente, estaría
de vuelta muy pronto y, así, él no tendría que trabajar el doble durante mucho tiempo. Abuelo afirmó que
posiblemente sería así. No dijimos mucho más.
Había un reloj en la pared. Sabía decir la hora que era y se la dije a abuelo. No había mucha gente en la
estación de autobuses. Sólo una mujer y un hombre. Siendo unos tiempos tan duros, dijo abuelo, la gente
no tenía dinero para hacer viajes.
Le pregunté a abuelo si sabía si las montañas llegaban hasta el orfanato. Me contestó que no sabía. No
había estado allí nunca. Esperamos un poco más.
La mujer llegó. Yo la conocía. Era la mujer del traje gris. Vino hacia donde estábamos, y cuando
abuelo se levantó le entregó algunos papeles. Se los guardó en el bolsillo. El autobús estaba esperando.
Ella dijo:
—Ahora no queremos ningún jaleo. Hagámoslo pronto. Lo que ha de hacerse, ha de hacerse. Es lo
mejor para todos.
No sabía de qué estaba hablando. Abuelo tampoco lo sabía. Era todo burocracia. Sacó una cuerda de su
bolso y la ató alrededor de mi cuello. Tenía una etiqueta, como las de Mr. Wine. La etiqueta tenía cosas
escritas. Abuelo y yo la seguimos desde la parte de atrás de la estación hasta el autobús.
Yo llevaba mi saco sobre el hombro. Abuelo se arrodilló allí, delante de la puerta del autobús, y me
cogió como cogía a Willow John. Me tuvo así abrazado un largo rato, arrodillado en el suelo. Susurré
algo a su oído. Le dije:
—Probablemente estaré de vuelta al instante.
Abuelo me apretó contra su corazón.
La mujer apremió:
—Ahora tiene que irse.
Yo no sabía si me hablaba a mí o a abuelo. Él se levantó. Se volvió y se fue andando. No miró hacia
atrás.
La mujer me cogió y me puso sobre el escalón del autobús. Lo podría haber hecho solo. Le dijo al
conductor del autobús que leyera mi etiqueta y yo me quedé allí de pie mientras él la leía.
Aseguré al conductor que no tenía billete y no estaba muy seguro si debía montarme, pues no llevaba
dinero. Se rió y me dijo que la mujer le había dado mi billete. Tan sólo había tres personas en el autobús.
Fui hacia atrás y me senté al lado de una ventana desde donde quizá pudiese ver a abuelo.
El autobús arrancó y salió de la estación. Vi a la mujer del traje gris mirando. Bajamos por la calle y
no pude ver a abuelo por ninguna parte. Por fin le vi. Estaba de pie en la esquina de la calle, al lado de la
estación. Llevaba el sombrero muy calado y sus manos colgaban de sus brazos.
Pasamos por su lado e intenté bajar la ventanilla, pero no supe cómo hacerlo. Hice señas, pero él no me
vio.
Cuando el autobús pasaba por su lado, corrí hacia la parte de atrás y miré por la ventana trasera.
Abuelo estaba allí todavía, mirando el autobús. Hice señas y grité:
—¡Adiós, abuelo! Probablemente estaré de vuelta muy pronto.
No me vio. Grité más:
—Probablemente volveré inmediatamente, abuelo.
Pero él siguió de pie, inmóvil, haciéndose cada vez más pequeño bajo el sol del atardecer. Tenía los
hombros inclinados. Parecía muy viejo.
19 Sirio

CUANDO no se sabe adónde se va, siempre parece que es muy lejos. Nadie me lo había dicho. Supuse
que abuelo tampoco lo sabía.
No podía ver por encima de los asientos de delante, así que me dediqué a mirar por la ventana las
casas y los árboles que dejábamos atrás y después sólo los árboles. Se hizo de noche y ya no pude ver
nada.
Me moví un poco alrededor de mi asiento, por el pasillo, y vi la carretera delante de nosotros,
brillando con las luces del autobús. Todo parecía igual.
Paramos en una estación de un pueblo y estuvimos allí mucho tiempo, pero no me bajé ni me moví del
asiento. Pensé que probablemente estaba más seguro donde estaba.
Después dejamos el pueblo, no había nada más que ver. Mantuve mi saco sobre las piernas, pues me
recordaba a mis abuelos. Olía un poco como «Blue Boy». Me quedé dormido.
El conductor del autobús me despertó. Era por la mañana y lloviznaba. Habíamos parado delante del
orfanato, y cuando me bajé del autobús una mujer me esperaba bajo un paraguas.
Llevaba un vestido negro que le llegaba hasta el suelo y se parecía mucho a la mujer del traje gris.
No dijo nada. Se agachó, cogió mi etiqueta y la leyó. Hizo señas al conductor del autobús y éste cerró
la puerta y se marchó. Ella se enderezó, frunció el ceño y suspiró.
—Sígueme —dijo, y se metió dentro de la verja de hierro, andando despacio. Yo la seguí.
Cuando pasamos por la verja, unos olmos grandes que había a los lados susurraron y hablaron. La
mujer no se enteró, pero yo sí. Los olmos habían oído hablar de mí.
Anduvimos por un gran patio hacia unos edificios. Podía seguir su paso con facilidad. Cuando llegamos
a la puerta del edificio, la mujer se paró.
—Vas a ir a ver al reverendo —dijo—. Estate callado, no llores y sé respetuoso. Puedes hablar, pero
sólo cuando te hagan una pregunta. ¿Entiendes?
Yo le dije que sí.
La seguí por una sala oscura y entramos en una habitación. El reverendo estaba sentado tras un
escritorio. No levantó la cabeza. La mujer me sentó en una silla, delante del escritorio. Se fue de la
habitación andando de puntillas. Me puse el saco sobre las rodillas.
El reverendo estaba ocupado leyendo unos papeles. Tenía la cara rosa y parecía que se lavaba muy a
menudo, pues brillaba. Podía decirse que no tenía ni un pelo, aunque al final me fijé que tenía un poco
alrededor de las orejas.
Había un reloj en la pared y me fijé en qué hora era. No lo dije en alto. Podía ver la lluvia escurriendo
por la ventana que estaba detrás del reverendo. Levantó la mirada:
—Para ya de mover las piernas —dijo.
Lo hizo en un tono muy duro, y yo paré.
Siguió estudiando los papeles durante un rato. Los dejó y cogió un lápiz al que comenzó a dar vueltas
en la mano. Puso los codos en el escritorio y se inclinó para verme, pues yo no era demasiado alto.
—Estamos en unos tiempos muy duros —dijo. Frunció el ceño, como si fuese él personalmente
responsable de que los tiempos fuesen duros—. El Estado no tiene dinero para estos asuntos. Nuestra
secta ha decidido aceptarte, posiblemente obrando contra el sentido común, pero te hemos aceptado.
Comencé a odiar la secta, que estaba mezclada con todo aquel asunto. No dije nada, pues no me había
hecho ninguna pregunta.
Continuó dando vueltas al lápiz, que no estaba afilado de una manera económica porque la punta era
demasiado fina. Sospeché que era un derrochador. Comenzó a hablar otra vez:
—Tenemos un colegio al que puedes ir. Se te asignarán pequeños trabajos. Todos aquí hacen algún
trabajo; algo a lo que probablemente no estarás acostumbrado. Tienes que seguir las reglas. Si las
rompes serás castigado —tosió un poco—. No tenemos ningún indio aquí, ni mestizos ni nada de eso.
Además, tu padre y tu madre no estaban casados. Tú eres el primero, el único bastardo que hemos
aceptado nunca.
Le dije lo que me había dicho abuela, que los cheroquis habían casado a mis padres. Me contestó que
lo que hacían los cheroquis no contaba para nada, y además no me había preguntado nada.
Estuvo meditando un rato sobre este asunto. Se levantó y dijo que su secta creía que había que ser
bueno con todo el mundo. Bueno, con los animales y todos los demás seres.
Me explicó que no tenía que asistir a las misas ni a la capilla por la tarde; como era un bastardo, la
Biblia decía que no podía salvarme. Añadió que, si quería, podía ir a escuchar, si estaba callado y me
sentaba en la parte de atrás.
Todo aquello no me importó mucho, pues abuelo y yo habíamos dejado aparte los aspectos técnicos de
la religión.
Me dijo también que veía en los papeles que tenía sobre el escritorio que abuelo no estaba preparado
para criar a un niño y que, probablemente, yo nunca había tenido ningún tipo de disciplina. Eso último era
cierto, porque yo no recordaba haberla tenido nunca. Añadió que abuelo había estado una vez en la
cárcel.
Le conté que una vez había estado a punto de que me colgaran. Dejó de dar vueltas al lápiz y abrió
mucho la boca:
—¿Estuviste a punto de qué? —dijo.
Dije que había estado a punto de ser colgado por la ley, pero conseguí escaparme. Le expliqué que, de
no haber sido por los perros, suponía que me hubiesen colgado. No le dije dónde estaba el alambique
porque esto podía haber sido el final de nuestro negocio, para abuelo y para mí.
Volvió a sentarse ante su escritorio y se cogió la cara con las manos, como si estuviese llorando.
Movió la cabeza hacia delante y hacia atrás:
—Sabía que esto no era lo que debíamos haber hecho —dijo.
Lo repitió dos o tres veces. Yo no estaba muy seguro de qué era lo que no debían haber hecho.
Estuvo sentado tanto tiempo con la cabeza entre las manos, que sospeché que estaba llorando. Comencé
a sentirme tan mal con aquel tipo como con toda aquella situación, y lamenté haber contado que casi me
cuelgan una vez. Estuvimos así sentados un gran rato.
Le dije que no llorara, que no había sufrido ningún daño y que no debía preocuparse por eso; el viejo
«Ringer» había muerto, pero no había sido culpa mía.
Levantó la cabeza y dijo:
—¡Cállate! No te he preguntado nada.
Volvió a coger los papeles.
—Veremos..., lo intentaremos, con la ayuda del Señor. Puede ser que tu sitio sea un reformatorio —
dijo.
Hizo sonar una campana pequeña que había sobre su escritorio y la mujer llegó enseguida. Supuse que
había estado al lado de la puerta todo el tiempo.
Me dijo que la siguiera. Cogí mi saco, lo puse sobre mi hombro y dije:
—¡Gracias! —pero no dije reverendo.
Aunque yo fuese un bastardo y, por tanto, fuera a ir al infierno, no quería ir más deprisa de lo necesario
y todavía no había aclarado si había que decir «reverendo» o «señor». Como decía abuelo, si no se está
totalmente obligado, no tiene sentido correr riesgos innecesarios.
Cuando bajamos a la habitación, se levantó el viento y golpeó la ventana con fuerza. La mujer se volvió
y miró. El reverendo también miró hacia la ventana. Yo sabía que estaban llegando noticias mías desde
las montañas.
Mi cama estaba en una esquina, separada de todas excepto de una, que estaba bastante cerca. Era una
habitación grande y había veinte o treinta niños que dormían allí. La mayoría de ellos eran mayores que
yo.
Mi trabajo consistía en ayudar a barrer la habitación todas las mañanas y todas las tardes. Lo hacía con
facilidad, pero cuando no barría bien por debajo de las camas, la mujer me hacía volver a barrer. Eso
ocurría con bastante regularidad.
Wilburn dormía en la cama más cercana a la mía. Era mucho mayor que yo; quizá tuviese once años.
Me dijo que tenía doce. Era alto y delgado y tenía pecas por toda la cara. Me explicó que nunca iba a ser
adoptado por nadie, y que iba a quedarse allí casi hasta que tuviera dieciocho años; que aquello no le
importaba lo más mínimo y que, cuando saliese de allí, iba a volver para quemar el orfanato.
Tenía un pie postizo. Era el pie derecho, y cuando andaba se le metía hacia dentro, golpeándole la
pierna izquierda. La parte derecha de su cuerpo tampoco se movía con normalidad.
Wilburn y yo no jugábamos a ningún juego en el patio. Él no podía correr y yo era muy pequeño y no
sabía jugar. Decían que los juegos no eran para los bebés.
Los dos nos sentábamos bajo un gran roble en la esquina del patio durante el tiempo de juego. A veces,
cuando la pelota se iba lejos, yo corría, la cogía y se la volvía a lanzar a los niños que estaban jugando.
Era un buen lanzador.
Hablé con el roble. Wilburn no lo sabía, pues yo no utilizaba palabras. Era un roble viejo. Con la
proximidad del invierno había perdido la mayoría de sus hojas parlantes, pero usaba sus dedos desnudos
en el viento para hablarme.
Me susurró que empezaba a quedarse dormido, pero que iba a esforzarse en mantenerse despierto para
decir a los árboles de la montaña que yo estaba allí. Les mandaría la noticia con el viento. Le contesté
que se lo contase también a Willow John. Así lo haría.
Me encontré una canica azul debajo del árbol. Se podía ver a través de ella, y cuando uno se la ponía
en un ojo y cerraba el otro todo parecía azul. Wilburn me explicó lo que era, pues yo nunca había visto
una canica.
Me aseguró que las canicas no eran para mirar a través de ellas, sino para empujarlas con el dedo y
meterlas en un agujero que se hacía en el suelo; pero si yo hacía eso con la mía, alguien me la quitaría.
Suponía que alguien la había perdido.
Wilburn dijo que las cosas son para el que se las encuentra, y que los otros podían irse al infierno. Metí
la canica en mi saco.
De vez en cuando todos los niños se ponían en fila en la sala, cerca de la oficina, y llegaban unos
hombres y mujeres y los miraban. Estaban buscando a alguien a quien adoptar. La mujer del pelo blanco
que nos tenía a su cargo me dijo que yo no tenía que ponerme en la fila. Nunca me puse.
Yo los miraba desde la puerta. Podía adivinarse a quién escogían. Se paraban delante del que querían y
le hablaban. Luego iban todos a la oficina. Nadie habló nunca con Wilburn.
Me explicó que no le importaba en absoluto; no era así. Todos los días que tenían que ponerse en fila,
Wilburn se ponía una camisa limpia y pantalones de peto. Yo lo miraba.
Cuando estaba en la fila, sonreía siempre a los que pasaban y escondía el pie postizo detrás de la otra
pierna. Pero no hablaban con él. Todas las noches, después de las ocasiones en que había que ponerse en
fila, Wilburn se hacía pis en la cama. Decía que lo hacía deliberadamente para indicar lo que pensaba de
las malditas adopciones.
Cuando Wilburn se hacía pis en la cama, la mujer del pelo blanco le hacía llevar su colchón y sus
sábanas afuera y tenderlas al sol. Decía que no le importaba y que si le fastidiaban mucho se haría pis en
la cama todas las noches.
Me preguntó qué iba a hacer yo cuando fuera mayor. Le contesté que iba a ser un indio, como abuelo y
Willow John, e iba a vivir en las montañas. Me asustó al decirme que él iba a asaltar bancos y orfanatos.
Añadió que también robaría las iglesias si averiguaba dónde guardaban el dinero. Probablemente mataría
a todos los que mandaban en los bancos y los orfanatos, pero no me mataría a mí.
Lloraba por las noches. Nunca le dije que lo sabía, pues él se ponía la manta sobre la boca y, por tanto,
me imaginé que no quería que nadie se enterara. Le animé diciéndole que probablemente le podrían curar
el pie cuando saliera del orfanato. Le di mi canica azul.
Las misas de la capilla se celebraban al atardecer. Yo no iba; tampoco iba a la cena. Esto me daba la
oportunidad de mirar hacia Sirio. Había una ventana en la pared de mi cuarto, delante de mi cama, y
desde allí podía ver muy bien la estrella. Aparecía al anochecer con una luz muy débil y brillaba más y
más a medida que la noche iba avanzando.
Sabía que mis abuelos la estarían mirando y también Willow John. Estaba delante de la ventana una
hora cada noche, mirando hacia Sirio. Le dije a Wilburn que si no iba a la cena alguna noche, podría
mirar la estrella conmigo, pero le hacían ir a la capilla y no quería dejar la cena. Nunca la miró.
Al principio, cuando comencé a mirarla, intentaba pensar cosas durante el día para recordarlas por la
noche, pero me di cuenta de que no era necesario.
Todo lo que tenía que hacer era mirar. Abuelo me mandaba recuerdos de cuando él y yo estábamos
sentados en la cima de la montaña viendo nacer el día, con el sol iluminando el hielo y lanzando
destellos. Le oía claramente decir:
—¡Está naciendo el día!
Luego llegaba el viento y yo decía:
—Sí, señor. ¡Está naciendo!
Abuelo y yo volvíamos a perseguir zorros, mirando a Sirio, con «Blue Boy» y «Little Red» y el viejo
«Rippitt» y «Maud». Nos moríamos de risa observando al viejo «Rippitt».
Abuela mandaba recuerdos de cuando recogíamos raíces y de las veces que derramaba azúcar en la
comida que hacía con las bellotas. También de la vez en que nos vio a abuelo y a mí de rodillas en el
sembrado rebuznando al viejo «Sam», como si fuéramos mulas.
Me mandaba imágenes de mi lugar secreto. Todas las hojas se habían caído, estaban en el suelo y eran
marrones, del color del óxido, y amarillas. Las hojas rojas de un zumaque rodeaban el lugar, como si
fuesen un círculo de antorchas encendidas que no dejaban pasar a nadie más que a mí.
Willow John me enviaba imágenes de los ciervos de la parte alta de la montaña. Nos reíamos de
aquella vez en que yo le puse la rana en el bolsillo de la chaqueta. Las imágenes de Willow John eran
algo borrosas, pues sus sentidos estaban alterados. Él estaba enfadado.
Todos los días miraba las nubes y el sol. Si estaba nublado no me era posible mirar hacia Sirio.
Cuando esto ocurría, me ponía frente a la ventana y escuchaba el viento.
Me matricularon en un colegio. Hacíamos operaciones con números, que yo ya sabía hacer, pues Mr.
Wine me había enseñado. Una mujer grande y gorda daba las clases. Era dura y no toleraba ninguna
tontería.
Una vez nos enseñó un dibujo de una manada de ciervos saliendo de una corriente de agua. Estaban
unos sobre otros y parecía que se estaban empujando para salir. Preguntó que si alguien sabía lo que
estaban haciendo.
Un niño dijo que estaban escapando de algo, probablemente de un cazador. Otro, que no les gustaba el
agua y se daban prisa para salir de ella. La profesora dijo que, efectivamente, era eso lo que estaban
haciendo. Levanté la mano.
Dije que se veía claramente que se estaban apareando, pues los que estaban arriba eran ciervos
machos, y hembras las de abajo; también podía saberse por los árboles y los matorrales que era la época
del año en que se aparean.
La mujer gorda se quedó estupefacta. Abrió la boca, pero no dijo nada. Alguien se rió. Se puso la mano
en la frente, cerró los ojos y soltó el dibujo. Vi claramente que estaba enferma.
Dio un par de pasos hacia atrás antes de recuperar sus sentidos. Luego corrió hacia mí. Todos se
callaron. Me cogió del cuello y comenzó a zarandearme. Su cara se puso roja y empezó a gritarme:
—¡Debería haberlo sabido..., todos deberíamos haberlo sabido..., suciedad..., suciedad... es lo único
que saldrá de ti..., pequeño bastardo!
No tenía ni idea ni podía imaginarme a qué se refería ni por qué gritaba, así que me quedé sin hacer
nada. Me zarandeó un poco más y luego me dio un golpe con la mano en la parte de atrás del cuello y me
echó a empujones del aula.
Fuimos por el pasillo hasta el despacho del reverendo. Me hizo esperar fuera y cerró la puerta detrás
de ella. Les pude oír hablar, pero no entendía lo que decían.
Al cabo de un rato salió del despacho del reverendo y se fue por el pasillo sin mirarme. El reverendo
estaba de pie en la puerta. Dijo en voz muy baja:
—Entra —y yo entré.
Sus labios estaban un poco abiertos, como si fuera a sonreír, pero no sonrió. Se pasaba la lengua por
los labios. Tenía gotas de sudor en la cara. Me dijo que me quitara la camisa, y así lo hice.
Tuve que bajarme los tirantes del pantalón de peto y cuando me quité la camisa tuve que sujetarme los
pantalones con las manos. El reverendo sacó un palo largo de detrás del escritorio.
Me dijo:
—Has nacido del mal y, por tanto, sé que el arrepentimiento no forma parte de ti, pero alaba a Dios.
Vas a aprender a no contagiar tu mal a otros cristianos. No puedes arrepentirte..., ¡pero debes gritar!
Me azotó la espalda con el palo. La primera vez me dolió; pero no lloré ni grité. Abuela me había
enseñado. Una vez que me machaqué la uña del pie me enseñó cómo los indios aguantan el dolor. Dejan
que su parte física duerma y con su parte espiritual se van del cuerpo y ven el dolor, en lugar de sentirlo.
La parte física sólo siente el dolor físico. La parte espiritual siente únicamente el dolor espiritual. Por
tanto, dejé dormir a mi parte física.
El palo golpeó una y otra vez mi espalda. Al cabo de un rato se rompió. El reverendo cogió otro palo.
Jadeaba mucho:
—El mal es testarudo —dijo mientras jadeaba—. Pero alaba a Dios. El bien permanecerá.
Continuó azotando hasta que me caí. No estaba demasiado fuerte, pero me puse de pie. Abuelo decía
que si uno podía mantenerse de pie, era que probablemente estaba bien.
El suelo se movía un poco, pero vi claramente que resistiría. El reverendo se había quedado sin
aliento. Me dijo que me pusiera la camisa. Así lo hice.
La camisa absorbió algo de la sangre. La mayor parte había escurrido por mis piernas hasta los
zapatos, pues no llevaba ropa interior que la empapara. Esto hizo que los pies se me quedaran pegajosos.
El reverendo dijo que me tenía que ir a la cama y que estaría castigado sin cenar durante una semana.
De todas maneras, nunca cenaba. Añadió que no podría volver a clase ni salir de la habitación durante
esa semana.
Me sentí mejor sin usar los tirantes, de modo que aquella noche me sujeté los pantalones de peto con
las manos mientras miraba a Sirio desde la ventana.
Les hablé a mis abuelos y también a Willow John de lo que me había ocurrido. Les dije que no tenía ni
la menor idea de lo que había hecho para que la mujer se pusiera enferma, ni de por qué estaba así el
reverendo. Les dije que quería ser bueno, pero que el reverendo decía que no podía serlo, pues había
nacido del mal y no podía cambiar.
Le conté también a abuelo que me parecía que probablemente no podía hacer nada en aquella situación,
y que quería volver a casa.
Fue la primera vez que me quedé dormido mirando a Sirio. Wilburn me despertó y me levantó de
debajo de la ventana cuando volvió de cenar. Me dijo que había dejado la cena tan pronto como pudo
para venir a ver qué me pasaba. Aquella noche tuve que dormir sobre mi estómago.
Wilburn dijo que cuando fuese mayor y dejase el orfanato y se dedicara a asaltar bancos, orfanatos y
cosas así, mataría al reverendo. Y que no le importaba ir al infierno por eso.
Todas las noches después de aquello, cuando el anochecer traía a Sirio, les decía a mis abuelos y a
Willow John que quería volver a casa. No veía las imágenes que me mandaban, ni oía nada. Quería
volver a casa. Sirio se volvió roja, luego blanca y luego roja otra vez.
Tres noches después, Sirio estaba escondida entre grandes nubarrones. El viento tiró un poste de la luz
y el orfanato se quedó a oscuras. Supe que me habían oído.
Comencé a esperarlos. El invierno avanzó. El viento se hizo más frío y gemía por la noche alrededor
del edificio. A algunos no les gustaba aquello, pero a mí sí.
Fuera, yo pasaba todo el tiempo bajo el roble. Debía estar durmiendo, pero me contestó que no lo
estaba para poder estar conmigo. Hablaba despacio y bajo.
Cuando ya era tarde, justo antes de que entrásemos todos, creí ver a abuelo. Era un hombre alto y
llevaba un gran sombrero negro. Se alejaba de mí, bajando por la calle. Corrí hacia la verja de hierro y
grité:
—¡Abuelo! ¡Abuelo! —pero él no se dio la vuelta.
Corrí siguiendo la verja hasta que se acabó. Le vi que desaparecía. Grité lo más alto que pude:
—¡Abuelo! ¡Soy yo, Pequeño Árbol! —pero no oyó nada y se fue.
La mujer del pelo blanco nos dijo que la Navidad estaba muy cerca y que todos debíamos sentirnos
muy felices y cantar. Wilburn estaba fastidiado porque cantaban muchas canciones en la capilla, tenían
que aprenderse las canciones y los favoritos se ponían de pie alrededor del reverendo, como si fueran
pollitos, vestidos con sábanas blancas. Mientras cantaban, tocaban campanitas. Yo los oía.
La mujer del pelo blanco nos aseguró que iba a venir Papá Noel. Pero para Wilburn todo aquello era un
montón de porquería.
Dos hombres trajeron un árbol y lo metieron dentro. Estaban vestidos como los políticos. Se reían y
bromeaban. Dijeron:
—Mirad esto que os hemos traído, chicos. ¿No es bonito? Ahora ya tenéis vuestro propio árbol de
Navidad.
La mujer del pelo blanco pensó que era muy bonito e hizo que todos dijesen a los políticos que era muy
bonito y les diesen las gracias. Todos lo hicieron.
Yo no. No había ninguna razón para que hubiesen cortado el árbol. Era un pino macho y murió allí, en
el pasillo, lentamente.
Los políticos miraron sus relojes; no podían quedarse mucho tiempo, pero querían que todos fuesen
felices. Querían que cogiésemos papel rojo y lo pusiéramos en el árbol. Todos lo hicieron, excepto
Wilburn y yo.
Los políticos se fueron gritando «¡Felices Pascuas!», mientras salían por la puerta. Todos nos
quedamos allí mirando el árbol un rato.
La mujer del pelo blanco se entusiasmó diciendo que el día siguiente era Nochebuena y Papá Noel
llegaría con regalos hacia el mediodía. Wilburn dijo:
—¿No es ésa una hora muy rara para Papá Noel?
La mujer del pelo blanco se enfadó con Wilburn. Le dijo:
—Wilburn, dices eso todos los años. Sabes muy bien que Papá Noel tiene que ir a muchos sitios.
También sabes que él y sus ayudantes tienen el derecho de estar con sus familias en Nochebuena.
Deberías estar agradecido de que tengan tiempo, a cualquier hora, para venir y darte un regalo.
Wilburn respondió groseramente:
—¡Y una mierda!
Efectivamente, al día siguiente llegaron cuatro o cinco automóviles a la puerta. Se bajaron unos
hombres y mujeres que llevaban paquetes. Iban con gorros pequeños y algunos llevaban campanillas en
las manos. Hacían sonar las campanas y gritaban:
—¡Felices Navidades!
Lo gritaron una y otra vez. Eran los ayudantes de Papá Noel, que llegó el último.
Llevaba un traje rojo y tenía almohadones metidos bajo su cinturón. La barba no era de verdad, como la
de Mr. Wine. La llevaba atada y colgaba flácida bajo su boca. No se movía cuando hablaba. Gritaba:
—¡Ho, ho, ho! —y continuó haciéndolo igual todo el rato.
La mujer del pelo blanco nos dijo que todos debíamos sentirnos felices y gritar «¡Felices Navidades!».
Todos lo hicieron.
Una mujer me dio una naranja y yo le di las gracias. Se quedó de pie a mi lado y me dijo:
—¿No quieres comerte una naranja tan buena?
Para que se pusiera contenta, me la comí mientras me miraba. Estaba buena. Le volví a dar las gracias.
Le dije que era una buena naranja. Me preguntó que si quería otra. Le contesté que creía que sí. Se
marchó a alguna parte y nunca me dieron otra naranja. A Wilburn le dieron una manzana. No era tan
grande como las que Mr. Wine olvidaba siempre que tenía en el bolsillo.
Pensé que hubiese sido bueno guardar un trozo de naranja, y lo tendría si la mujer no me hubiese
forzado a comérmela. Lo hubiese cambiado por un trozo de la manzana de Wilburn. También me gustaban
las manzanas.
Las mujeres comenzaron a hacer sonar las campanas y a gritar:
—¡Papá Noel va a dar los regalos! ¡Poneos en círculo! ¡Papá Noel tiene algo para ti!
Todos nos pusimos en círculo.
Cuando Papá Noel decía un nombre, el niño tenía que ponerse de pie mientras Papá Noel le daba
golpecitos en la cabeza y le acariciaba el pelo. Luego había que darle las gracias.
Una de las mujeres gritaba sin cesar:
—¡Abre tu regalo! ¿No vas a abrir tu bonito regalo?
Con esto se armó una gran confusión cuando ya habían repartido bastantes regalos, pues las mujeres
iban en todas direcciones, intentando seguir a todo el mundo.
Recibí mi regalo y di las gracias a Papá Noel. Me acarició la cabeza mientras decía:
—¡Ho. ho, ho!
Una mujer comenzó a decirme que lo abriera, que era justamente lo que yo estaba intentando hacer. Por
fin pude quitarle el papel.
Era una caja de cartón con un dibujo de un animal. Wilburn dijo que era el dibujo de un león. La caja
tenía un agujero y había que tirar de una cuerda que tenía. Entonces sonaba como un león, según decía
Wilburn.
La cuerda estaba rota, pero yo la arreglé haciendo un nudo. El nudo no pasaba por el agujero y el león
no rugía mucho. Le dije a Wilburn que a mí aquello me recordaba más el sonido de una rana.
A Wilburn le regalaron una pistola de agua, pero tenía un agujero. Intentó disparar con ella, pero el
agua salía mal. Wilburn dijo que él llegaba más lejos haciendo pis. Le animé diciéndole que
probablemente podríamos arreglarla si tuviésemos algo de caucho, pero yo no sabía dónde habría un
árbol de caucho por allí cerca.
Pasó una mujer dando una barrita de caramelo a cada uno. Me dio una. Volvió a cruzarse conmigo y me
dio otra barrita. La compartí con Wilburn.
Papá Noel comenzó a gritar:
—¡Adiós a todos! ¡Os veré el próximo año! ¡Felices Navidades!
Todos los hombres y las mujeres comenzaron a gritar la misma cosa y a tocar sus campanas.
Salieron por la puerta de delante, se metieron en sus coches y se fueron. Todo se quedó tranquilo desde
ese momento. Wilburn y yo nos sentamos en el suelo, cerca de nuestras camas.
Wilburn me contó que los hombres y las mujeres formaban parte de una asociación que había en la
ciudad, y de un club de campo.
Venían todos los años para sentirse bien y a tranquilizar sus conciencias y poder así luego irse a
emborrachar. Añadió que estaba cansado de todo aquello. Cuando saliese del orfanato no iba a prestarle
la menor atención a la Navidad.
Justo cuando comenzaba a anochecer, tuvieron que ir todos a misa. Me quedé solo, y cuando fue
oscureciendo les oí cantar. Me acerqué a la ventana. El aire estaba limpio y el viento callado. Cantaban
algo sobre una estrella, pero no era Sirio, pues los escuché con atención. Vi salir a Sirio. Brillaba.
Estuvieron mucho tiempo cantando en la capilla, así que pude mirar a Sirio hasta que se elevó mucho.
Les dije a mis abuelos y a Willow John que quería volver a casa.
El día de Navidad tuvimos una gran comida. Nos dieron una pata de pollo a cada uno y un cuello o una
molleja. Wilburn dijo que siempre era así, y que se imaginaba que criaban pollos especiales, que sólo
tenían patas, cuellos y mollejas. A mí me gustó el mío y me lo comí entero.
Después de la cena nos dejaron hacer lo que quisiéramos. Hacía frío fuera y todos se quedaron dentro,
menos yo. Me fui al jardín con mi caja de cartón y me senté bajo el roble. Estuve allí mucho tiempo.
Ya estaba casi anocheciendo y tenía que irme ya para dentro cuando miré hacia el edificio.
¡Allí estaba abuelo! Salía de la oficina y venía hacia mí. Solté la caja de cartón y corrí hacia él todo lo
deprisa que pude. Abuelo se arrodilló, nos abrazamos y no dijimos nada.
Estaba oscureciendo y no podía ver la cara de abuelo bajo su gran sombrero. Me dijo que había venido
a verme, pero que tenía que volver a casa. Abuela no había podido venir.
Yo me quería ir con él —nunca me había sentido peor—, pero tenía miedo de que eso le causara
problemas a abuelo. Por eso no le dije que me quería ir a casa. Anduve con él hasta la verja. Nos
volvimos a abrazar, pero abuelo se fue andando. Caminaba despacio.
Estuve allí un momento, mirando cómo se alejaba en la oscuridad. Se me ocurrió que, probablemente,
abuelo tuviese problemas para encontrar la estación de autobuses. Le seguí, porque, a pesar de que no
sabía dónde estaba la estación, quizá pudiera ayudarle.
Dejamos la carretera. Yo iba siempre siguiéndole y luego fuimos por unas calles. Le vi cruzar una calle
y llegar a la estación de autobuses. Había luces donde él estaba. Me quedé parado en la esquina.
Todo estaba en silencio, pues era el día de Navidad y, prácticamente, no había nadie en la calle.
Esperé un poco y grité:
—Abuelo, probablemente puedo ayudarte a leer los letreros de los autobuses.
Abuelo no pareció sorprendido. Me hizo señas de que me acercase. Corrí. Nos quedamos en la parte de
atrás de la estación, pero yo no sabía bien qué autobús teníamos que tomar.
Al cabo de un rato, un altavoz le dijo a abuelo que aquél era su autobús. Fuimos juntos hasta él. La
puerta estaba abierta y nos quedamos allí un momento. Abuelo miraba a alguna parte. Le tiré de los
pantalones. No tiré como lo había hecho después del funeral de mamá, pero tiré. Abuelo me miró. Le
dije:
—Abuelo, quiero volver a casa.
Me miró durante mucho rato. Se agachó, me cogió en brazos y me depositó en el autobús. Se subió y
sacó su bolsa.
—Pago por mí y por mi chico —dijo abuelo, y lo dijo con voz dura. El conductor del autobús le miró y
no se rió.
Abuelo y yo fuimos a la parte de atrás del autobús. Yo esperaba que el conductor se diese prisa y
cerrase la puerta. Al cabo de un rato lo hizo y arrancamos, dejando atrás la estación.
Abuelo puso sus brazos alrededor de mí y me senté sobre sus piernas. Apoyé la cabeza en su pecho,
pero no me dormí. Observé el viento. Estaba frío a causa del hielo. No había calefacción en la parte de
atrás del autobús, pero no nos importaba.
Íbamos a casa.

Las montañas despiertan, noria de feria en lo alto;


arropan al niño menudo, en mantillas: nace un nuevo día.
El sol arrastra perezas, borra mil cañadas.
Montañas que cubren con niebla sus verdes rodillas,
peinan el helado viento con sus largos brazos,
troncos desnudos, la muerte escondida en sus ramas,
alivian dolores, ofreciendo al cielo sus anchas espaldas.
Las nubes, barcos perdidos, varados en rocas y cimas,
recogen los ecos, murmullos de arbustos y el río;
escucha el latido de profundos valles añorando vida.
Irán sintiendo el calor de su cuerpo, poco antes tan frío,
el dulzor de su aliento, su fuerza feliz creadora
que estremece entrañas, vendaval de pasión loca.
Dentro palpitan sus venas, ríos de agua cristalina;
pellizcan las raíces, como un niño la placenta
por donde el corazón de la madre le está dando vida.
Acuna con amor sus criaturas,
regalándoles la fuerza de su mente,
melodía del agua, versos de cantar de cuna.
Abuelo y yo volviendo a casa.
20 De vuelta a casa

LAS horas pasaron mientras íbamos en el autobús con mi cabeza apoyada sobre su pecho, sin hablar ni
dormir. El autobús paró dos o tres veces. No nos bajamos. Quizá tuviésemos miedo de que ocurriera algo
que nos retuviera allí.
Era por la mañana temprano, pero todavía no había amanecido cuando nos bajamos del autobús al lado
de la carretera. Hacía frío y había hielo en el suelo.
Comenzamos a andar por la carretera y al cabo de un rato giramos para ir por el camino de carretas. Vi
las montañas. Sobresalían, grandes y más oscuras que la oscuridad que nos rodeaba. Me faltó poco para
empezar a correr.
Cuando dejamos el camino de carretas para coger el camino del valle, la oscuridad comenzaba a
hacerse gris. Le dije a abuelo de repente que algo no andaba bien.
Se paró.
—¿Qué es, Pequeño Árbol?
Me senté y me quité los zapatos.
—No podía sentir el camino, abuelo —dije.
Se sentía el suelo cálido y subió por mis piernas a todo mi cuerpo. Abuelo se rió. Se sentó también. Se
quitó los zapatos y metió sus calcetines dentro. Luego, se levantó y tiró los zapatos en dirección a la
carretera, con toda la fuerza que pudo.
—¡Puedes quedarte con esos trastos! —gritó abuelo.
Yo también tiré los míos hacia la carretera y grité lo mismo. Comenzamos a reírnos. Nos reímos hasta
que me caí. Abuelo también rodaba por el suelo y las lágrimas le corrían por las mejillas.
No sabíamos con exactitud de qué nos reíamos, pero era más divertido que cualquier cosa de la que nos
hubiéramos reído antes. Le dije que si nos viera alguien, pensaría que estábamos borrachos de güisqui.
Dijo que suponía que sí, pero que quizá estuviésemos borrachos de alguna forma.
Cuando subíamos por el sendero, la primera mancha rosa tocó la cima. Comenzó a calentarse el día.
Los brotes de pino se inclinaron sobre el sendero, tocaron mi cara y sintieron mi cuerpo. Abuelo me dijo
que querían asegurarse de que era yo.
Oí la corriente, que estaba susurrando. Corrí y metí la cara en el agua, mientras abuelo esperaba. La
corriente me golpeó con suavidad, corrió por mi cabeza y me sintió. Cantó más y más alto.
Ya había bastante luz cuando vimos el tronco sobre el riachuelo. El viento había empezado a soplar.
Abuelo me explicó que no estaba lamentándose ni suspirando. Estaba cantando entre los pinos y
diciéndoles a todas las cosas de la montaña que yo estaba en casa. La vieja «Maud» ladró.
Abuelo le gritó:
—¡Cállate, «Maud»! —y aparecieron todos los perros atravesando el riachuelo por el tronco.
Todos saltaron sobre mí al mismo tiempo y me tiraron de espaldas. Me lamieron la cara, y cada vez
que intentaba ponerme de pie, uno de ellos saltaba sobre mí y volvía a caerme.
«Little Red» quiso hacerse notar saltando con las cuatro patas y girando en el aire. Ladraba cada vez
que saltaba. «Maud» comenzó a hacerlo también, y el viejo «Rippitt» lo intentó y acabó cayéndose en el
riachuelo.
Nosotros gritábamos, nos reíamos y dábamos golpes cariñosos a los perros cuando pasamos el tronco.
Miré hacia el porche, pero abuela no estaba allí.
Ya estaba a la mitad del tronco y me asusté, pues no la veía. Algo me dijo que debía volverme. Allí
estaba.
Hacía frío, pero ella sólo tenía puesto su vestido de piel de ciervo. Su pelo brillaba bajo el sol de la
mañana. Estaba en la ladera de la montaña, bajo las desnudas ramas de un roble blanco. Miraba como si
quisiera vernos sin ser vista.
Grité:
—¡Abuela! —y me caí del tronco al riachuelo.
No me hice daño. Chapoteé en el agua, que estaba caliente comparada con el frío de la mañana.
Abuelo saltó y abrió las piernas. Gritó:
—¡Whoooooooeeeeeee!
También se cayó al agua. Abuela corrió ladera abajo. Corrió por dentro del río y se tiró sobre mí.
Todos rodamos, chapoteando, gritando y llorando.
Abuelo estaba sentado dentro del riachuelo, lanzando agua al aire. Los perros estaban sobre el tronco y
nos miraban extrañados de todo aquello. Se figuraban que estábamos locos, según dijo abuelo. Ellos
también saltaron.
Una corneja comenzó a graznar posada sobre un pino. Voló bajo, justo por encima de nosotros, y se
dirigió al valle. Abuela dijo que iba a decirles a todos que yo había vuelto a casa.
Colgó mi abrigo amarillo al lado del fuego para que se secara. Lo tenía puesto cuando abuelo vino al
orfanato. Fui a mi cuarto y me puse mi camisa de ciervo y mis pantalones... y mis mocasines.
Salí corriendo por la puerta hacia el camino del valle. Los perros se vinieron conmigo. Miré hacia
atrás y vi a mis abuelos de pie en el porche de atrás, mirando. Abuelo estaba todavía descalzo y tenía un
brazo alrededor de abuela. Corrí.
El viejo «Sam» relinchó cuando pasé por el establo y trotó un poco detrás de mí. Subí por el camino,
hasta El Estrecho, y luego llegué hasta el Desfiladero Colgado. No quería dejar de correr. El viento cantó
a mi lado. Las ardillas, los mapaches y los pájaros salieron a las ramas de los árboles para verme y
gritar cuando pasaba. Era una luminosa mañana de invierno.
Volví despacio por el sendero y encontré mi lugar secreto. Estaba exactamente igual que la imagen que
abuela me había mandado. Había muchas hojas del color del óxido sobre el suelo, bajo los árboles
desnudos, y las hojas rojas del zumaque formaban una frontera imaginaria. Me tumbé un buen rato en el
suelo y hablé con los árboles dormidos mientras escuchaba el viento.
Los pinos murmuraron, el viento aumentó y comenzaron a cantar: «Pequeño Árbol está en casa...
Pequeño Árbol está en casa. Escuchad nuestra canción. Pequeño Árbol está en casa».
Lo murmuraron primero muy bajo y después lo cantaron más alto, y la corriente lo repitió con ellos.
Los perros lo notaron, pues dejaron de olisquear el suelo y se pusieron de pie, con las orejas tiesas,
escuchando. Los perros lo sabían, se acercaron más a mí y luego se tumbaron, contentos con lo que
sentían.
Todo aquel corto día de invierno estuve allí, en mi lugar secreto. Mi espíritu ya no me dolía. Se había
purificado al sentir la canción del viento, los árboles, el riachuelo y los pájaros.
A ellos no les importaba ni sabían cómo funcionaban las mentes humanas, de la misma forma que los
hombres no los entendían ni les importaban ellos. Por eso no me hablaron del infierno, ni me preguntaron
de dónde venía, ni dijeron nada acerca del mal. No conocían esas palabras y, al poco tiempo, yo también
las olvidé.
Cuando el sol se había puesto tras la cima y había mandado su última luz al Desfiladero Colgado, volví
a casa con los perros, por el camino del valle.
Cuando éste fue haciéndose azul, vi a mis abuelos sentados en el porche trasero, mirando hacia mí,
esperando. Cuando llegué, nos abrazamos todos. No necesitábamos palabras. No las dijimos. Lo
sabíamos. Yo estaba en casa.
Cuando aquella noche me quité la camisa, abuela vio las marcas de los palos y me preguntó. Les conté
lo que me había pasado, pero dije que no me había dolido.
Abuelo dijo que se lo diría al sheriff, y nadie volvería por mí. Yo sabía que cuando abuelo estaba
decidido y lo decía, significaba que nadie vendría. Me explicó que sería mejor no hablarle a Willow
John de los latigazos, y le contesté que así lo haría.
Cuando aquella noche estábamos los tres sentados alrededor del fuego, abuelo lo contó. Explicó que
habían empezado a sentir cosas malas mientras miraban a Sirio, y entonces, una tarde, al anochecer,
apareció Willow John en la puerta.
Había venido andando hasta la cabaña, a través de las montañas. No dijo nada, pero comió sopa con
ellos a la luz del fuego. No encendieron la lámpara y Willow John no se quitó el sombrero. Durmió en mi
cama aquella noche, pero cuando se despertaron a la mañana siguiente, abuelo dijo que ya se había
marchado.
Aquel domingo, cuando él y abuela fueron a la iglesia, Willow John no estaba allí. En una rama del
gran olmo, donde siempre nos reuníamos, abuelo encontró un mensaje. Decía que volvería y todo se
serenaría. Al domingo siguiente, el mensaje continuaba allí; pero el domingo después de eso, Willow
John los esperaba. No dijo dónde había estado y nadie le preguntó.
Abuelo dijo que el sheriff le había mandado un mensaje que decía que era requerido en el orfanato, y
allí fue. Me explicó que el reverendo parecía enfermo y le dijo que iba a firmar unos papeles para que yo
pudiera volver a casa. Durante dos días le había seguido un salvaje, que había llegado hasta su despacho
y le había dicho que Pequeño Árbol debía volver a su casa, a las montañas. Eso fue todo lo que dijo el
salvaje. Luego se fue. El reverendo añadió que no quería tener problemas con salvajes ni con paganos.
Entonces supe quién era el que yo había visto andando por la carretera, y al que confundí con abuelo.
Abuelo me dijo que, cuando salió del despacho del reverendo, ya sabía que podía volver, pero no
sabía si me gustaba más estar rodeado de chicos... o prefería volver a casa... y, por tanto, me había
dejado decidir a mí.
Le expliqué que en cuanto llegué al orfanato ya sabía claramente lo que quería hacer.
Les hablé a mis abuelos de Wilburn. Había dejado mi caja de cartón debajo del roble y sabía que
Wilburn la encontraría. Abuela dijo que le mandaría a Wilburn una camisa de ciervo.
Abuelo, por su parte, prometió mandarle un cuchillo largo, pero yo le dije que probablemente Wilburn
mataría al reverendo con él. No lo mandó. Nunca volvimos a oír nada más acerca de Wilburn.
Cuando fuimos a la iglesia aquel domingo, yo fui el primero que llegó al roble. Corrí muy por delante
de mis abuelos. Willow John estaba de pie, retirado entre los árboles, donde yo sabía que estaría, con el
viejo sombrero de ala ancha sobre su cabeza. Corrí lo más deprisa que pude y cogí a Willow John por
las piernas y le abracé. Le dije:
—¡Gracias, Willow John!
Él no dijo nada, pero me tocó en el hombro. Cuando levanté la cabeza, sus ojos brillaban, muy adentro.
21 Canción de despedida

PASAMOS bien el invierno, a pesar de que abuelo y yo teníamos que ponernos al día cortando leña.
Fue un invierno de grandes heladas. Casi todos los días que queríamos utilizar el alambique, teníamos
que hacer fuego para descongelarlo.
Abuelo me explicó que los inviernos duros eran necesarios de vez en cuando. Era la forma que tenía la
naturaleza para limpiar las cosas y hacer que crecieran mejor. El hielo rompió las ramas débiles de los
árboles, para que sólo las fuertes crecieran. Limpiaba las bellotas blandas y las nueces y las avellanas,
para producir una cosecha resistente en las montañas.
Llegó la primavera y el tiempo de la siembra. Sembramos un poco más de grano, pensando aumentar
algo nuestra producción de mercancía en el otoño.
Eran tiempos duros y Mr. Jenkins nos dijo que el negocio del güisqui estaba aumentando mientras todo
lo demás estaba bajando. Suponía que la gente tenía que beber más güisqui para olvidarse de lo mal que
iban las cosas.
En el verano cumplí siete años. Abuela me dio el palo de boda de mis padres. No tenía muchas marcas
hechas, pues mis padres no habían estado casados mucho tiempo. Lo puse en mi habitación, a la cabecera
de mi cama.
El verano dio paso al otoño, y un domingo Willow John no apareció. Fuimos al claro, pero no le vimos
de pie bajo el olmo. Corrí bajo los árboles gritando: «¡Willow John!». No estaba allí. Nos dimos la
vuelta y no fuimos a la iglesia. Volvimos a casa.
Todos estábamos preocupados. No había dejado ninguna señal. Abuelo dijo que algo andaba mal.
Decidimos ir a buscarle.
Salimos antes del amanecer aquel lunes por la mañana. Cuando aparecieron las primeras luces ya
habíamos pasado la tienda del cruce y la iglesia. Después comenzamos a subir casi en línea recta. Era la
montaña más alta que yo he subido nunca. Abuelo tenía que ir despacio y yo podía ir a su paso con
facilidad. Era un sendero antiguo y, con la débil luz que había, apenas se le podía distinguir, subiendo y
dirigiéndose hacia otra montaña. El sendero iba siempre ascendiendo.
Los árboles se iban haciendo más bajos y retorcidos. En la cima de la montaña había una pequeña
hondonada, que no era lo suficientemente amplia para ser llamada valle. Los árboles crecían por sus
laderas y las agujas de los pinos alfombraban el suelo. Allí estaba la cabaña de Willow John.
No estaba construida con grandes troncos como la nuestra, sino con palos más pequeños, y estaba
metida entre los árboles, apoyada contra la ladera de la montaña.
Habíamos llevado a «Blue Boy» y a «Little Red» con nosotros. Cuando vieron la cabaña, levantaron
sus hocicos y comenzaron a lloriquear. No era una buena señal. Abuelo entró el primero. Tuvo que
agacharse para entrar por la puerta. Yo le seguí.
Sólo había una habitación en la cabaña. Willow John estaba tumbado sobre una cama de pieles de
ciervo y ramas. Estaba desnudo. El largo cuerpo cobrizo estaba marchito como un árbol viejo y tenía una
mano sobre el suelo de tierra.
Abuelo murmuró:
—¡Willow John!
Abrió los ojos. Su mirada estaba ausente, pero sonrió.
—Sabía que vendrías —dijo— y por eso esperé.
Abuelo vio un puchero de hierro y me mandó a buscar agua. La encontré escurriendo por unas rocas
detrás de la cabaña.
Había un agujero para hacer fuego, justo al lado de la puerta, y abuelo echó trozos de carne de ciervo
en el agua. Cuando había hervido mucho tiempo, apoyó la cabeza de Willow John en su brazo y le dio el
caldo con una cuchara.
Encontré mantas en un rincón y cubrimos con ellas a Willow John. No abrió los ojos. Llegó la noche.
Mantuvimos el fuego encendido. El viento silbaba en la cima de la montaña y parecía que lloriqueaba en
las esquinas de la cabaña.
Abuelo se sentó con las piernas cruzadas delante del fuego; la luz iluminaba su cara, transformándola
de vieja en más vieja..., haciendo aparecer grietas y precipicios en las sombras de sus pómulos, hasta que
lo único que vi fueron sus ojos mirando el fuego: negros, ardientes, no como llamas, sino como ascuas
mortecinas. Me acurruqué al lado del fuego y me dormí.
Me desperté por la mañana. El fuego empujaba hacia fuera la niebla que el viento metía dentro. Abuelo
continuaba sentado al lado del fuego, como si no se hubiese movido en absoluto en toda la noche, aunque
yo sabía que había mantenido el fuego encendido.
Willow John se movió. Nos acercamos a su lado. Sus ojos estaban abiertos. Levantó las manos y
señaló:
—Sacadme fuera.
—Hace frío —dijo abuelo.
—Ya lo sé —susurró Willow John.
A abuelo le costó mucho trabajo levantar a Willow John, pues estaba débil, sin fuerzas. Yo intenté
ayudar.
Abuelo lo sacó fuera y yo saqué su catre. Abuelo subió por la ladera hasta un punto muy alto y allí
pusimos a Willow John sobre las ramas. Lo envolvimos en mantas y le pusimos los mocasines en los
pies. Abuelo dobló algunas pieles y le levantó la cabeza, apoyándosela sobre ellas.
El sol salió por detrás de nosotros y se llevó la niebla hasta los valles, buscando la sombra. Willow
John miraba hacia el oeste, a través de las montañas salvajes y los valles profundos, tan lejos como podía
abarcar la vista, en dirección a Las Naciones.
Abuelo fue a la cabaña y volvió con el cuchillo largo de Willow John. Lo puso en su mano. Willow
John levantó el cuchillo y señaló hacia un viejo abeto doblado y retorcido. Dijo:
—Cuando me vaya, poned mi cuerpo ahí, cerca de él. Es el padre de muchos árboles jóvenes y me ha
dado calor y protección. Estaré bien. La comida le dará vida otras dos estaciones.
—Así lo haremos —dijo abuelo.
—Díselo a Bee —susurró Willow John—, será mejor la próxima vez.
—Así lo haré —dijo abuelo.
Se sentó cerca de Willow John y cogió su mano. Yo me senté al otro lado y le cogí la otra mano.
—Os esperaré —dijo Willow John a abuelo.
—Llegaremos —contestó abuelo.
Le dije a Willow John que probablemente tenía gripe. Abuela me había contado que la epidemia se
extendía por todas partes. Era casi seguro que podíamos ponerle de pie y llevarle montaña abajo para
que pudiera quedarse con nosotros. Todo consistía en comenzar a andar, y luego probablemente no habría
problemas.
Me sonrió y apretó mi mano:
—Tienes buen corazón, Pequeño Árbol, pero yo no quiero quedarme. Quiero irme. Te esperaré.
Lloré. Le dije a Willow John que se quedara un poco más, que el próximo año sería más cálido. Le dije
que la cosecha de nueces sería muy buena aquel invierno, que se podía ver claramente que los ciervos
estarían gordos.
Sonrió, pero no me contestó.
Miró a lo lejos, sobre las montañas, hacia el oeste. Como si abuelo y yo ya no estuviéramos allí.
Comenzó a cantar su canción de la muerte.
Surgió un tono bajo de su garganta y se fue haciendo cada vez más agudo.
Al cabo de un rato no se sabía si era el viento o era Willow John lo que se oía. Sus ojos se nublaron
más y los músculos de su garganta se debilitaron.
Vimos el espíritu irse cada vez más dentro de sus ojos y le sentimos dejar el cuerpo. Hasta que se fue.
El viento sopló por donde estábamos nosotros y movió el viejo abeto. Abuelo aseguró que era Willow
John, que tenía un espíritu muy fuerte. Lo miramos, doblando la copa de los árboles, sobre la cima de la
montaña, bajando por la ladera y espantando una bandada de cornejas que levantaron el vuelo. Se fueron
graznando montaña abajo con Willow John.
Abuelo y yo le vimos perderse de vista sobre las cimas de las montañas. Estuvimos allí sentados mucho
tiempo.
Abuelo me dijo que Willow John volvería y le sentiríamos en el aire y le oiríamos en los dedos
parlantes de los árboles. Así ocurriría.
Sacamos nuestros largos cuchillos e hicimos el agujero lo más cerca del abeto que pudimos. Lo
hicimos muy profundo. Abuelo puso otra manta alrededor del cuerpo de Willow John y lo metimos en el
agujero. Puso también dentro del agujero el sombrero de Willow John y dejó el cuchillo largo en su
mano, que lo estaba agarrando con fuerza.
Pusimos unas pesadas rocas sobre su cuerpo. Abuelo me explicó que era para mantener alejados a los
mapaches, pues Willow John había decidido que debía ser el árbol el que recibiera la comida.
El sol se estaba poniendo al oeste cuando seguí a abuelo bajando por la ladera. Habíamos dejado la
cabaña igual que la habíamos encontrado. Abuelo llevaba una camisa de piel de ciervo de Willow John
para dársela a abuela.
Cuando llegamos al valle, había pasado ya la media noche. Oí a la paloma plañidera llamando a lo
lejos. No le contestaron. Yo sabía que lloraba por Willow John.
Abuela encendió la lámpara cuando entré. Abuelo puso la camisa de Willow John sobre la mesa y no
dijo nada.
Después de esto, no volvimos a la iglesia. A mí no me importaba, pues Willow John no estaba allí.
TODAVÍA ESTUVIMOS otros dos años juntos: abuelo, abuela y yo. Quizá supiéramos que se estaba
acercando el momento, pero no hablamos de ello. Ahora, abuela iba a todas partes con abuelo y conmigo.
Vivíamos intensamente. Mencionábamos cosas, como el color rojo de las hojas durante el invierno —
para asegurarnos de que los demás lo veían también— o la violeta más azul de la primavera. De esta
forma todos compartíamos los mismos sentimientos.
Abuelo comenzó a andar más despacio. Sus mocasines se arrastraban un poco mientras andaba. Yo
llevaba más botes de mercancía en mi saco y comencé a hacer la mayor parte del trabajo duro. No
hablamos sobre ello.
Abuelo me enseñó a manejar bien el hacha, de forma que se deslizase por el tronco. Recogía más grano
que él, dejando las mazorcas más fáciles de recoger a su alcance, pero nunca dije nada. Recordaba lo que
abuelo me había dicho del viejo «Ringer», y hacía que se sintiese útil todavía. Aquel último invierno
murió el viejo «Sam».
Le dije a abuelo que suponía que tendríamos que buscar otra mula, pero me contestó que todavía faltaba
mucho tiempo para la primavera; era mejor esperar y luego veríamos.
Íbamos más a menudo por el sendero alto: abuelo, abuela y yo. La subida se hacía cada vez más lenta
para ellos, pero les encantaba sentarse y contemplar las crestas de las montañas.
Fue en el sendero alto donde abuelo se escurrió y se cayó. No se levantó. Abuela y yo lo bajamos hasta
la casa, mientras él repetía:
—Estaré bien dentro de un momento.
Pero no fue así. Lo metimos en la cama.
Billy Pino vino a vernos. Se quedó con nosotros y se sentó al lado de abuelo. Quería oír un violín y
Billy Pino lo tocó. Allí, a la luz de la lámpara, con el pelo cortado por él mismo que le caía sobre las
orejas, y su largo cuello que sobresalía por encima del violín, Billy Pino tocó. Las lágrimas corrían por
su violín y caían sobre sus pantalones de peto.
Abuelo dijo:
—Para de llorar, Billy Pino. Estás estropeando la música. Yo quiero escuchar tu violín.
Billy Pino bromeó y dijo:
—No estoy llorando. He cogido un res-res-resfriado.
Soltó su violín y se tiró a los pies de la cama de abuelo, poniendo la cabeza sobre la colcha. Lloró
ruidosamente. Billy Pino nunca podía aguantarse nada.
Abuelo levantó la cabeza y gritó, débilmente:
—¡Maldito idiota! ¡Estás tirando tabaco Águila Roja sobre mi cama!
Yo también lloré, pero no dejé que abuelo me viera.
La parte física de abuelo comenzó a dormirse. Su parte espiritual salió a flote. Habló mucho con
Willow John. Abuela le cogió la cabeza entre sus brazos y le murmuró cosas al oído.
La parte física de abuelo volvió. Quería su sombrero y se lo dimos. Se lo puso en la cabeza. Le cogí la
mano y sonrió:
—Ha estado bien. Pequeño Árbol. La próxima vez seré mejor. Te veré.
Y se fue de la misma manera que Willow John lo había hecho.
Yo sabía que eso iba a ocurrir, pero no podía creérmelo. Abuela se tumbó en la cama de abuelo,
agarrándole con fuerza. Billy Pino lloraba a los pies de la cama.
Salí de la cabaña. Los perros estaban aullando y lloriqueando, pues sabían lo que pasaba. Bajé por el
camino del valle y seguí por el atajo. No iba detrás de abuelo y entonces comprendí que el mundo se
había terminado.
Estaba ciego, me caí y me levanté. Anduve y me volví a caer. No sé cuántas veces. Llegué a la tienda
del cruce y le dije a Mr. Jenkins que abuelo estaba muerto.
Mr. Jenkins era demasiado viejo para caminar y mandó a su hijo, un hombre ya adulto, que fuese
conmigo. Me cogió de la mano y me llevó, como si fuese un bebé, pues yo no podía ver el camino ni
sabía adónde íbamos.
El hijo de Mr. Jenkins y Billy Pino hicieron la caja. Intenté ayudar. Recordé que abuelo decía que
estábamos obligados a ayudar cuando otros intentaban hacer algo por uno. Pero yo no servía de mucha
ayuda. Billy Pino lloraba tanto que tampoco servía mucho. Se golpeó el dedo pulgar con un martillo.
Llevaron a abuelo por el sendero alto. Abuela iba delante, y Billy Pino y el hijo de Mr. Jenkins
llevaban la caja. Yo iba detrás, con los perros. Billy Pino seguía llorando, lo que hacía muy difícil que
yo me contuviera. No quería preocupar a abuela. Los perros aullaban.
Sabía dónde llevaba abuela a abuelo. Le llevaba a su lugar secreto, arriba, en el sendero alto, donde
contemplaba nacer el día y nunca se cansó de ello ni de decir: «¡Está naciendo!». Como si cada vez fuese
la primera vez que lo veía. Quizá fuese así. Quizá cada nacimiento es diferente y abuelo podía ver que
era así y lo sabía.
Era el sitio donde abuelo me había llevado la primera vez y por eso supe que me quería.
Abuela no miró cuando lo enterramos. Volvió la mirada hacia las montañas, muy lejos, y no lloró.
El viento era fuerte en la cima y levantó sus trenzas y las balanceó detrás de su cabeza. Billy Pino y el
hijo de Mr. Jenkins bajaron por el sendero. Los perros y yo miramos a abuela un rato; luego, nos fuimos.
Esperamos sentados bajo un árbol, a medio camino del sendero, a que viniera abuela. Cuando llegó,
estaba empezando a anochecer.
INTENTÉ LLEVAR la mercancía de abuelo y la mía. Trabajé en el alambique, pero sabía que nuestra
mercancía no era tan buena como antes.
Abuela sacó todos los libros de Mr. Wine y me forzó a aprender. Fui solo al pueblo y llevé a casa otros
libros. Ahora los leía yo al lado de la chimenea, mientras abuela escuchaba y miraba el fuego. Decía que
lo hacía muy bien.
El viejo «Rippitt» se murió y, más tarde, aquel mismo invierno, la vieja «Maud».
Era justo antes de la primavera. Yo venía por El Estrecho, bajando el camino del valle. Vi a abuela
sentada en el porche de atrás. Había sacado allí su mecedora.
No me miró cuando bajé por el valle. Estaba mirando hacia arriba, hacia el sendero alto. Yo sabía que
se había ido.
Se había puesto el vestido naranja y verde, rojo y dorado que tanto le gustaba a abuelo. Había escrito
una nota y la había sujetado a su pecho. Decía:

Pequeño Árbol, debo irme. De la misma manera que sientes los árboles, siéntenos a nosotros cuando
escuches. Te esperamos. La próxima vez será mejor. Todo está bien. Abuela.
Llevé su pequeño cuerpo a la cabaña, lo puse sobre la cama y me senté con ella todo el día. «Blue
Boy» y «Little Red» también se sentaron allí.
Aquella tarde fui a buscar a Billy Pino y le encontré. Pasó allí la noche conmigo y con abuela. Lloró y
tocó su violín. Sonaba como el viento... y Sirio... y las cimas de las montañas... y el día naciendo... y
muriendo. Billy Pino y yo sabíamos que abuela y abuelo nos estaban escuchando.
Hicimos la caja a la mañana siguiente. Subimos a abuela por el sendero alto y la pusimos al lado de
abuelo. Cogí el viejo palo de boda y enterré los extremos en montones de piedras que Billy Pino y yo
pusimos sobre cada tumba.
Vi las marcas que habían hecho por mí, justo al final del palo. Eran marcas profundas y felices.
Me quedé allí hasta el final del invierno, con «Blue Boy» y «Little Red». En la primavera fui al
Desfiladero Colgado y enterré el caldero de cobre del alambique y el serpentín. Yo no hacía demasiado
bien el güisqui y no había aprendido el negocio como debería haberlo hecho. Sabía que a abuelo no le
hubiese gustado que alguna persona hubiese usado el alambique para producir mala mercancía.
Cogí el dinero del negocio del güisqui que abuelo había dejado para mí y decidí ir hacia el oeste, a
través de las montañas, hasta Las Naciones. «Blue Boy» y «Little Red» vinieron conmigo. Simplemente,
un día cerramos la puerta de la cabaña y nos marchamos andando.
Yo preguntaba si tenían trabajo en las granjas. Si no me dejaban quedarme con «Blue Boy» y «Little
Red», me iba. Abuelo decía siempre que un tipo le debe mucho a sus perros.
«Little Red» se cayó por un agujero en un arroyo helado, en Arkansas, y murió como deber morir un
perro, en las montañas. «Blue Boy» y yo llegamos a Las Naciones, donde no había ninguna nación.
Trabajamos en las granjas, yendo hacia el oeste, y luego lo hicimos en los ranchos de la llanura.
Una tarde, «Blue Boy» se puso al lado de mi caballo. Se tumbó y ya no pudo volver a levantarse. No
podía seguir andando. Lo cogí y lo puse sobre la silla. Dimos la espalda al rojo sol poniente. Nos
dirigimos hacia el este.
Perdería el trabajo yéndome de esta manera, pero no me importaba. Había comprado el caballo y la
silla por quince dólares y eran míos.
«Blue Boy» y yo íbamos en busca de una montaña.
Antes del amanecer vimos una. No era una montaña demasiado alta. Era más bien una colina, pero
«Blue Boy» lloriqueó al verla. Lo llevé hasta la cima cuando el sol apareció por el este. Le cavé una
tumba, mientras él miraba tumbado.
No podía levantar su cabeza, pero me hizo saber que lo comprendía, pues estiró una oreja y mantuvo
sus ojos fijos en mí. Después cogí la cabeza de «Blue Boy» y lo acaricié. Chupó mi mano todo el tiempo
que pudo.
Poco después se fue, suavemente. Dejó caer la cabeza sobre mi brazo. Lo enterré a bastante
profundidad y lo cubrí con piedras para protegerlo de los animales.
Con el olfato que tenía, imaginé que «Blue Boy» estaría ya, probablemente, a mitad de camino de
nuestras montañas.
No tendría ningún problema para alcanzar a abuelo.

FORREST CARTER (Oxford, Alabama, 1925 — Abilene, Texas, 1979). Forrest Carter, seudónimo
usado por el político segregacionista y miembro del Ku Klux Klan, Asa Earl Carter, para desarrollar su
carrera literaria, en la que renegó de su nombre verdadero y trató de ocultar su verdadera identidad.
Asa Earl Carter, nació en 1925 en Oxford, Alabama. Formó parte de la Marina de Guerra y estudió
periodismo en la Universidad de Colorado. Posteriormente, trabajó como locutor en una radio de
Denver. En 1952 regresó a Alabama, donde se casó y fue padre de cuatro hijos. Participó en la American
States Rights Association y escribió varios discursos políticos. Se retiró de la escena pública en 1970 y,
junto con su mujer, se marchó con destino a Florida dispuesto a cambiar la vida política por la literatura.
Escritor autodidacta, adoptó el seudónimo de Forrest Carter y se dio a conocer con obras como Cry
Geronimo y The Outlaw Josey Wales, llevada al cine por Clint Eastwood en 1976. Ese mismo año, con
la publicación de La estrella de los cheroquis, se convirtió en el autor favorito de muchísimos lectores.
Dos años más tarde publicó Watch for me on the Mountain y empezó a escribir Wanderings of Little Tree,
una secuela de La estrella de los cheroquis. Murió en 1979, en Abilene, Texas, prácticamente alejado de
la vida social.

notes
Notas a pie de página
1. El autor juega aquí con el doble significado de la palabra «kin», que puede significar amado y
pariente. (N. del T.)
2. «Cómo», en inglés, se dice «how». (N. del T.)

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