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¿Para qué casarse?

El matrimonio cristiano en el siglo XXI

Publicado: Lunes, 10 Abril 2017 14:12


Escrito por Javier Láinez

El autor propone a los jóvenes adentrarse en el fondo de su conciencia


y hacerse preguntas que faciliten llegar a un matrimonio válido, firme
y duradero

Hay que entrar en su mundo y evangelizar desde allí. Eso supone horas,
sobre todo con otras familias, esposos y novios empeñados en el mismo
ideal de vida.

“Antes los curas casábamos a la gente porque era lo más normal del
mundo. En menos de dos generaciones nos hemos dado cuenta de que de
normal, nada. Ahora el que se casa es un campeón que nada
contracorriente”. Esta frase de un párroco veterano en nuestro país es
una percepción generalizada.

Recientemente la prensa ha publicado estadísticas que muestran que la


caída del número de bodas es abismal. Es cierto que a menudo se han
divulgado cifras cocinadas que falsean la realidad, mezclando las
bodas con las segundas nupcias y otras circunstancias. Pero a pesar
del sesgo con que algunos pretenden ilustrar la pérdida de influencia
de la Iglesia en la sociedad, la estadística confirma una realidad que
todos −en particular los párrocos− percibimos: mucha gente ha
abandonado el sueño de formar un hogar cristiano y dar hijos a la
Iglesia, como decían los viejos catecismos.

La desorientación reinante y las tendencias impuestas por el


relativismo han empujado a muchas personas a modos alternativos de
vida al margen de la familia. Para hacernos una idea general, del
conjunto de parejas que conviven “more uxorio” −es decir, como esposos
sin serlo− sólo un tercio accede al matrimonio, y de éstos, menos de
un tercio lo hace por la Iglesia. Se ha pasado de un 75% de bodas
canónicas a principios del año 2000 a poco más del 22% en 2016. Son
cifras que no presentan un panorama entusiasta.

Convivir sin casarse

San Juan Pablo II advertía en Novo milenio ineunte (n. 47) “que se
está constatando una crisis generalizada y radical de esta institución
fundamental. En la visión cristiana del matrimonio, la relación entre
un hombre y una mujer −relación recíproca y total, única e
indisoluble− responde al proyecto primitivo de Dios, ofuscado en la
historia por ‘la dureza de corazón’, pero que Cristo ha venido a
restaurar en su esplendor originario, revelando lo que Dios ha querido
‘desde el principio’”.

Ahora se ha puesto de moda hablar de posverdad, es decir, la


percepción afectada por las emociones y sentimientos subjetivos de un

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fenómeno del tipo que sea. Y la batalla cultural que ha provocado la


eclosión de las posverdades pretende sustituir toda antropología
basada en la ley natural por otra asentada en el consenso social de
hechos no pocas veces contrarios a la recta razón. Es −dicen− la
victoria de la libertad.

En su libro Cómo el mundo occidental perdió realmente a Dios (Rialp,


2014), Mary Eberstadt señala que “desde el principio, el cristianismo
reguló mediante la doctrina y la liturgia los asuntos fundamentales
del nacimiento, la muerte y la procreación. Es más, algunos dirán que
el cristianismo (al igual que el judaísmo del que bebió) centra su
atención en estos asuntos más aún que otras religiones, lo cual nos
lleva a la importante cuestión de la obediencia. Cuántas veces se dice
que la Iglesia no es otra cosa que un rebaño de pecadores. Pero, ¿son
pecadores que no cumplen las normas en las que creen o personas que no
se sienten obligadas por esas normas?”

Parece indudable que ha calado en la opinión pública que no hay regla


moral que impida la convivencia más o menos libre antes o en lugar de
casarse. Las leyes civiles de numerosos países de tradición cristiana
han terminado equiparando cualquier tipo de convivencia que tenga como
fundamento un vínculo sexual o afectivo.

El matrimonio ha dejado de considerarse una institución de interés


social prioritario y, como consecuencia, los parlamentos han derogado
las disposiciones que le dotaban de protección jurídica. Apenas tiene
ya relevancia jurídica estar o no casado. Es más, estarlo puede ser
con frecuencia desfavorable. Se percibe el desinterés de muchas
personas, jóvenes o mayores que afrontan unas segundas nupcias, por la
fórmula del matrimonio.

En particular, muchos jóvenes católicos se dejan llevar por algún tipo


de unión libre que tantas veces se camufla con el eufemismo “vivir
juntos”. Y las familias han terminado aceptando que sus hijos se
emancipen de este modo, pensando las más de ellas que será un paso
previo a la boda y la estabilidad familiar. Pero no siempre es así.

Pastoral del matrimonio y la familia

La primera característica de este tipo de vida en pareja es la


ausencia de compromiso. No hay suelo bajo los pies. En el motor
interno de la relación todo está preparado para la ruptura que llegará
o no, pero que se pretende sea lo menos traumática posible. Además,
como el único sustento de la relación es el vínculo afectivo, ambos
están expuestos a una frágil cohabitación que dependerá en tantos
casos de factores externos a la pareja, lo que les hace muy

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vulnerables a enamoramientos con terceros o a vaivenes emocionales


relacionados con la proyección profesional o el éxito en los negocios.
En segundo lugar, no suele haber un proyecto común, un plan personal
de vida que implique a la pareja. Es frecuente por tanto que se
excluyan los hijos (21 % de los casos).

Desde siempre, pero con una urgencia acentuada en las últimas décadas,
la Iglesia ha buscado el modo de salir al paso de esa desertificación
tan dañina

Pablo VI, con la encíclica Humanae Vitae y Juan Pablo II con la


Familiaris consortio, dieron vida a un entramado de instituciones que
han proliferado al servicio de todos los países del mundo, desde los
Institutos para la Familia, hasta los Consejos Pastorales de la
Familia y los Centros católicos de orientación familiar de
universidades, diócesis y parroquias.

En muchos lugares, los obispos han implementado itinerarios y


catequesis para que los jóvenes accedan al matrimonio y los casados
fortalezcan su vínculo y saneen la vida familiar. Los consejos
pastorales establecidos por ejemplo en Italia, han contribuido
seguramente a que éste sea uno de los países de la Unión Europea con
menor índice de divorcios. Muchas diócesis y parroquias se han
empeñado con seriedad y desvelo en preparar a los novios para dar el
paso al matrimonio o han invitado a demorarlo cuando se apreciaba la
falta de un compromiso real que lo mostrase viable.

Este es el rumbo indicado de nuevo por el Papa Francisco en la Amoris


laetitia (2016): “Tanto la preparación próxima como el acompañamiento
más prolongado, deben asegurar que los novios no vean el casamiento
como el final del camino, sino que asuman el matrimonio como una
vocación que los lanza hacia adelante, con la firme y realista
decisión de atravesar juntos todas las pruebas y momentos difíciles.

La pastoral prematrimonial y la pastoral matrimonial deben ser ante


todo una pastoral del vínculo, donde se aporten elementos que ayuden
tanto a madurar el amor como a superar los momentos duros. Estos
aportes no son únicamente convicciones doctrinales, ni siquiera pueden
reducirse a los preciosos recursos espirituales que siempre ofrece la
Iglesia, sino que también deben ser caminos prácticos, consejos bien
encarnados, tácticas tomadas de la experiencia, orientaciones
psicológicas”.

“Todo esto –añade el Papa–, configura una pedagogía del amor que no
puede ignorar la sensibilidad actual de los jóvenes, en orden a
movilizarlos interiormente. A su vez, en la preparación de los novios,
debe ser posible indicarles lugares y personas, consultorías o

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familias disponibles, donde puedan acudir en busca de ayuda cuando


surjan dificultades. Pero nunca hay que olvidar la propuesta de la
Reconciliación sacramental, que permite colocar los pecados y los
errores de la vida pasada, y de la misma relación, bajo el influjo del
perdón misericordioso de Dios y de su fuerza sanadora” (AL, 211).

Nuevos modos de pensar y de vivir

Amoris laetitia contiene claves preciosas que muchos párrocos están


calificando también de proféticas. Ha dado muchísima luz a tantas
almas y han roto los prejuicios de quienes miran con sospecha a la
Iglesia. El Papa Francisco propone un reto de dimensiones inéditas:
entender esta nueva mentalidad y empeñarse en evangelizarla. Es sabido
que ya no resulta fácil argumentar con raciocinios, y que ni la
exposición de la armonía de la ley natural ni el argumento de
autoridad de los Papas o del Magisterio ayuda hoy día a llevar a los
novios al altar.

El Santo Padre sugiere un camino que sí que ha demostrado tener un


singular índice de acierto: “De nuestra conciencia del peso de las
circunstancias atenuantes −psicológicas, históricas e incluso
biológicas− se sigue que, ‘sin disminuir el valor del ideal
evangélico, hay que acompañar con misericordia y paciencia las etapas
posibles de crecimiento de las personas que se van construyendo día a
día’, dando lugar a ‘la misericordia del Señor que nos estimula a
hacer el bien posible’. Comprendo a quienes prefieren una pastoral más
rígida que no dé lugar a confusión alguna. Pero creo sinceramente que
Jesucristo quiere una Iglesia atenta al bien que el Espíritu derrama
en medio de la fragilidad: una Madre que, al mismo tiempo que expresa
claramente su enseñanza objetiva, ‘no renuncia al bien posible, aunque
corra el riesgo de mancharse con el barro del camino’” (AL, 308).

En las iglesias en las que se celebran muchas bodas o se realizan


numerosos cursillos prematrimoniales −como es mi caso− se ha
comprobado que el itinerario señalado por el Papa es el correcto. Hay
que ayudar a los jóvenes a adentrase en el fondo de su conciencia y
hacerse preguntas trascendentales que les faciliten dar los pasos
adecuados hasta la meta deseada de llegar al matrimonio válido, firme
y duradero

La tarea del buen pastor

Casarse, según confiesan los que lo hacen en la Iglesia, es un impulso


que sale del corazón. No es simple tradición, ni el resultado de haber
vencido el miedo al compromiso. Es algo que “te pide el cuerpo”,
dicen, “porque necesitas estabilidad”. A los que tienen algo de fe

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(con frecuencia, sólo uno de los dos), esa exigencia interior les
devuelve a la Iglesia que en muchos casos abandonaron en la
adolescencia. Aquí es donde destaca el papel de quien socorre a los
náufragos que regresan a casa. ¿Cómo acoger a tantos que aspiran al
matrimonio, pero están desorientados, atrapados por una vida frenética
con opciones morales equivocadas y mal preparados para recibir los
sacramentos?

La tarea del pastor que sale a buscar no a una oveja perdida sino a
noventa y nueve y media que se le han dispersado, requiere en la
actualidad la creatividad y el entusiasmo de un artista. Hay que
entrar en su mundo −en su extravío− y evangelizar desde allí.

Cuántos novios convivientes han respirado aliviados al apreciar que el


sacerdote no sólo no frunce el ceño cuando se descubre que llevan años
de “amancebamiento”, sino que les anima a ilusionarse con el paso que
va a llenar de plenitud su vida por el sacramento del matrimonio.

Conversión personal

¿Cómo afrontar entonces la conversión previa al sacramento? Un buen


porcentaje están dispuestos a confesarse y rehacer su vida. Pero el
paso de una vida alejada de las normas morales a un modo de vida
cristiano es espinoso. Supone un cambio tan radical que asusta o da
pereza.

Es cierto que, desde un punto de vista técnico, la misión del párroco


consiste en asegurar la validez del matrimonio que se va a contraer.
En cuanto se constata la madurez psicológica, la sinceridad y rectitud
de la intención, y la ausencia de dolo o de impedimentos, se tienen
las mimbres para tejer el cesto de un pacto conyugal basado en la
fidelidad para toda la vida y la apertura a los hijos que Dios pueda
mandar.

La experiencia de las últimas décadas confirma que hay que dedicar


mucho tiempo a estimular la firmeza de la “vuelta a la fe”, o del
despertar de una vida cristiana que ha permanecido hibernada. Lo ideal
sería comenzar la catequización en edades tempranas. Pero cuando no se
cuenta con tanto tiempo, hay que plantearse una pastoral matrimonial a
un medio plazo, en realidad brevísimo. El objetivo es que el proyecto
contemple un plano inclinado capaz de situarles en la verdadera
dimensión del paso que van a dar.

El anuncio del Evangelio a los que se van a casar es, con frecuencia,
una proclamación kerigmática. Al igual que los oyentes de san Pedro en
Pentecostés, los novios preguntan “¿qué hemos de hacer?” (Hechos 2,

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37). Y como “la decisión de casarse y de crear una familia debe ser
fruto de un discernimiento vocacional” (AL, 72), la revelación del
plan divino sobre el matrimonio supone horas. Muchas horas de trato.
No sólo con el sacerdote sino sobre todo con otras familias, esposos,
prometidos y novios empeñados en el mismo ideal de vida. Llegar a
crear una familia cristiana, verdadera iglesia doméstica, en un mundo
que ha dado la espalda a los planteamientos de lo que se denomina −a
veces despectivamente− familia “tradicional”, necesita apoyos.

En muchas diócesis del mundo funcionan muy bien grupos de matrimonios


y de jóvenes parejas que dedican tiempo no sólo a la catequesis o a
los cursos de orientación familiar, sino también a rezar y a compartir
experiencias. De todo ello hay ejemplos muy positivos en Italia o
Estados Unidos.

Castidad antes del matrimonio

En el caso de los novios que cohabitan o que mantienen relaciones


sexuales con frecuencia sin estar casados, hay que hacerse
planteamientos profundos.

Es sencillamente un hecho que para muchos católicos el sexo ha pasado


de ser un jardín prohibido a ser una jungla sin más leyes que las del
capricho personal. A muchos novios que acuden a los cursillos
prematrimoniales les llama la atención el descubrimiento de que la
doctrina cristiana no considere lícito el ejercicio de la sexualidad
entre solteros. La reflexión aquí consiste en ayudar a los novios a
entender que el matrimonio es fundamentalmente comunicación. La única
regla por la que se sostiene la comunicación, sea cual sea el ámbito
en el que se desarrolle, es la veracidad. Pues bien, lo que es la
veracidad a la comunicación es la castidad al sexo.

La castidad, lejos de ser simple abstinencia carnal, es el requisito


para dotar a la relación sexual de la autenticidad que la hace real y
santa. No son solo los atentados contra la castidad los que muestran
la malicia de la lujuria. En las patologías como la pornografía o la
prostitución, la inautenticidad de la relación es tal que manifiesta
brutalmente su mentira. Además, los confesores sabemos que el pecado
que de verdad daña a las familias de un modo inmisericorde es el
adulterio. Es la suprema mentira de la sexualidad entre esposos.

La veracidad de la relación, la castidad en el caso del sexo, es un


continuo. Si no se ha querido ser casto de joven es probable que la
trampa torne a cerrarse en la madurez. La castidad, que a decir del
Catecismo “no tolera ni la doble vida ni el doble lenguaje” (n. 2338)
es una virtud, que como todas supone un proceso de aprendizaje y

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asimilación, sobre todo en la sinceridad de la relación y ante la


propia conciencia.

Llamada a la santidad

¿Y qué proponer a los novios que conviven para los meses previos al
matrimonio?, ¿Deberán suspender la cohabitación para que sea
totalmente sincera la confesión sacramental que les devolverá la paz
con Dios y les encaminará a una vida conyugal santa? Sin duda, hay que
llegar a esta propuesta.

El verdadero arte es lograr que la iniciativa parta de ellos. Además


de rezar mucho −todo camino de conversión lo exige− hay que entender
la llamada a la santidad que supone la vocación matrimonial. La unión
carnal de los esposos es un icono de Dios, como san Juan Pablo II
desglosó en la Teología del Cuerpo: “La relación sexual es la
revelación principal en el mundo creado del misterio eterno e
invisible de Cristo” (audiencia 29-IX-1982).

Entre los cientos de parejas que he acompañado en su proceso hasta el


casamiento, hay una gran cantidad de casos. Desde sonoros fracasos,
hasta quienes antes de la boda vuelven a la casa de sus padres para,
como se decía antiguamente, ser desde allí conducidos al altar.

En parejas impensables −ateo él; con escasa formación, ella− he


asistido al esfuerzo de los que han sido capaces de habitar “como
hermano y hermana”, incluso un año entero antes de la boda, porque
querían un matrimonio sincero. La tarea de obrar cara a Dios
corresponde a la conciencia de los novios, y el sacerdote puede ayudar
desde fuera a formar e iluminar. Sin duda, es algo a lo que los
pastores habrán de dedicar energías y tiempo, con el fin de ayudar a
los matrimonios cristianos en el siglo XXI.

La apertura a la vida

A los que deciden casarse suele hacerles ilusión ser padres. Pero con
frecuencia es peliagudo ayudarles a entender que los hijos no son un
derecho de la pareja, sino un don de Dios. El ideal es ambicioso: “Las
familias numerosas son una alegría para la Iglesia. En ellas, el amor
expresa su fecundidad generosa” (AL, 167).

Si son jóvenes, a veces se plantean pasar un par de años disfrutando


del matrimonio sin “cargarse” con un bebé. ¿Qué harán durante ese
tiempo? A otros, la responsabilidad de educar en cristiano a la prole
se les hace un mundo si se va más allá de festejos con ocasión de
bautizos y primeras comuniones. No saben en qué consiste educar en la

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fe.

Por desgracia, la mentalidad antinatalista y la facilidad de las


técnicas de contracepción se han popularizado tanto que desmontar
prejuicios y ayudar a pensar en cristiano se hace complicado. Pero no
hay otro camino: “Una mirada serena hacia el cumplimiento último de la
persona humana, hará a los padres todavía más conscientes del precioso
don que les ha sido confiado” (AL, 166). Para el amor y para la
fecundidad, el desafío de los esposos es la santidad. Ahí es nada.

Javier Láinez
Rector de la Basílica de San Miguel, Madrid.

Fuente: Revista Palabra.

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