MARIOLOGÍA
MARIOLOGÍA
MARIOLOGÍA
SYLLABUS
1. Introducción a la Mariología
2. Breve historia de la Mariología
3. Referencias biográficas de María
4. María en el A.T.
5. María en el primitivo Kerigma Cristiano
6. María en los evangelios
7. La maternidad divina
8. La siempre virgen
9. La inmaculada concepción
10. La asunción y realeza
11. La misión materna de María
12. El culto a la santísima Virgen
1. INTRODUCCIÓN A LA MARIOLOGÍA
Ideas generales
1. El Concilio Vaticano II inicia su exposición de la doctrina mariana recordando con palabras de
San Pablo que «cuando llegó la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo, hecho de mujer, nacido
bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, para que recibiésemos la adopción de hijos»
(Gal 4, 4-5). El Concilio toma como punto de partida de su exposición mariológica la esencial
referencia de Cristo a la Madre y de la Madre a Cristo, enmarcada en el amplio panorama de la
historia de la salvación.
• Como expresión y fundamento del modo en que Dios quería salvar a la humanidad, la venida
del Redentor a este mundo tuvo lugar por el mismo camino que discurre la venida de todo hombre:
siendo engendrado por una mujer, de la que recibe no sólo la carne y la sangre, sino también la
pertenencia al género humano y a un pueblo determinado. La participación activa de la «mujer» en
el misterio de la encarnación es algo positivamente querido por Dios hasta tal punto que no se puede
captar el misterio de Cristo, si no se acepta también que la manera en que entró a formar parte del
género humano fue encarnándose «por obra del Espíritu Santo» de Santa María Virgen.
2. Esta importancia del papel de la Virgen en la economía de la salvación fue captada desde el
primer momento por la Iglesia naciente, reunida en torno a Ella en el Cenáculo de Jerusalén (cfr. Act
1, 14), y fue atestiguada vigorosamente en los textos que con respecto a Ella encontramos en el Nuevo
Testamento. Los primeros Símbolos de la fe incluyen la mención María como Madre de Jesús por
obra del Espíritu Santo.
• Esta mención de Santa María en los Símbolos no tiene una significación meramente anecdótica
o circunstancial, sino que posee una fuerte intencionalidad y reviste una importancia teológica de
primer orden: se cita explícitamente a Santa María por su especial intervención en el misterio de la
Encamación y, en relación con este misterio, por su papel único en la obra de la Redención.
3. Esta vinculación de María con todo el misterio de Cristo —el misterio de su ser y de su misión—
es lo que condujo a la Iglesia, a explicitar cada vez más la persuasión de que la Virgen tiene un papel
singular y ocupa un lugar especial tanto en la obra redentora de su Hijo, como en la misma vida de
la Iglesia que peregrina en la tierra.
5. La reflexión teológica sobre Santa María ha de realizarse, pues, desde una perspectiva que
con toda justeza puede denominarse cristocéntrica. Esta perspectiva responde a lo que es esencial
en el ser, en la vida y en la aportación de María a la historia de la salvación.
6. La verdad sobre María dice también directa referencia a la verdad sobre la Iglesia. Ella es tipo
de la Iglesia y en Ella alcanza la Iglesia su más alta realización. Como Cristo se refleja en María, así
también se refleja en Él la Iglesia. Por esta razón, «la Mariología tiene por eso no sólo significado
cristológico, sino también significado eclesiológico.
• Se puede ver en María a la Iglesia, y en la Iglesia a María. Quien mira a la Iglesia contempla a
María» .
• Se ha hecho notar, con razón, que la consideración que hace la Constitución Lumen gentium
de María en su relación con el misterio de Cristo conduce por sí misma a la consideración de María
en su relación con el misterio de la Iglesia .
• En la actual economía de gracia, la maternidad sobre Jesús lleva consigo la maternidad sobre
la Iglesia. Es ésta una fecunda lección teológica del Concilio Vaticano II.
7. A la luz de esta realidad, se comprende el porqué de este axioma tan frecuente entre los
teólogos: No sin María.
• La radical novedad que, en la historia de las religiones, implica la religión cristiana. El
cristianismo es, ante todo, el seguimiento de un hombre —Jesús—, a quien se confiesa como el
Mesías —el Cristo— esperado por los judíos. Un hombre a quien se adora, se ama y se escucha con
la misma entrega que al Dios Creador, pues se cree firmemente que ese hombre, hijo de Adán, es al
mismo tiempo el Unigénito del Padre, Dios de Dios, y Redentor y Salvador del género humano» . El
cristianismo descansa sobre la concreción de una irrepetible historia humana, la de Jesús de Nazaret,
hasta el punto de que puede decirse que Dios «ha introducido en la historia humana su acción
salvífica como un todo concreto». A este «todo concreto» pertenece la maternidad de Santa María
sobre Cristo, maternidad que se prolonga sobre los hombres. Por esta razón, la afirmación «no sin
María» es una afirmación de suma importancia teológica, pues la cooperación de María en el
acontecimiento Cristo y el lugar que ocupa en la historia de la salvación ayudan a descubrir no sólo
la verdad cristológica, sino también el verdadero rostro de la Iglesia y la exacta naturaleza de la
salvación del hombre.
9. Surge, pues, la pregunta: ¿cuál es la forma más adecuada para realizar esta consideración
teológica? ¿Es conveniente que el estudio teológico de la realidad mariana se realice en un tratado
propio, en cierto sentido, con una unidad y autonomía propias? La realidad de Santa María es
riquísima, tanto si se considera en su referencia a Cristo y a su cooperación con el Redentor en la
historia de la salvación como si se considera lo que podríamos llamar su ser personal, es decir, la
realidad que se suele designar con la expresión «privilegios marianos». Para captar toda esta riqueza,
¿no será conveniente —quizá necesaria— una consideración unitaria y sistemática de todo lo
referente a Santa María?; es decir, ¿no será necesaria la existencia de un tratado de Mariología?
10. Ésta es la razón por la que ya a finales del siglo xvi, en los estudios teológicos, comienza a
dedicarse un tratado especial —la Mariología— a la consideración de la figura de Santa María y de
su papel en la historia de la salvación. La Mariología como tal, es decir, como tratado sistemático y
con personalidad propia en el conjunto de la Teología, surge precisamente para facilitar de esta
forma la profundización en el misterio de Santa María. Su primer autor, Francisco Suárez (+ 1617).
Plácido Nigido, fue quien acuñó el término de «Mariología» al titular a su obra Summae sacrae
mariologiae pars prima.
11. Si se atiende a la etimología, Mariología significa «tratado o palabra acerca de María» o, algo
menos literalmente, «la ciencia que se refiere a María». En su sentido real, podríamos definir a la
Mariología como aquella parte de la ciencia teológica cuyo objeto es María, Madre del Verbo
Encarnado y Redentor, es decir, Madre de Dios y Madre de todos los hombres.
12. La Mariología es, por lo tanto, una parte inseparable de la Teología, a la que se encuentra
unida con esa estrecha e indisoluble unidad que corresponde al hábito teológico.
13. Esto supuesto, cabe seguir preguntando si es oportuno dedicar dentro de la Teología un
tratado especial a la consideración de la figura de Santa María y de su papel en la historia de la
salvación; es decir, si debe existir la Mariología como tratado a se, o si las diversas verdades
concernientes a Nuestra Señora han de estudiarse separadamente, por ejemplo: la maternidad divina
en el tratado de la Encarnación, la Inmaculada Concepción en el del pecado original, la colaboración
de María en la obra salvadora en la soteriología, la Asunción en la escatología, etc.
14. Como se verá con más detenimiento en el estudio de la historia de la Mariología, la figura de
Santa María siempre estuvo muy presente en la fe y en la piedad del Pueblo de Dios. También en la
predicación de la Iglesia. Sin embargo, a la hora de la sistematización teológica, esta presencia de
María no ocupaba un lugar especial, sino que la doctrina mariana iba siendo desarrollada en diversos
lugares, preferentemente en la Cristología. Así sucede en toda la época patrística y en la
sistematización teológica de la escolástica. Así sucede incluso en Tomás de Aquino, que prefiere
incluir la doctrina mariana entre la Cristología y la soteriología (S. Th. III, qq. 27-37), utilizando al
mismo tiempo los enunciados marianos para profundizar en la consideración de la vida de Jesús.
• La decisión tan usual entre los teólogos católicos de estudiar las verdades marianas en un
tratado a se no se debe tanto a un afán de «magnificar» a Santa María, cuanto a la consideración
unitaria de la historia de la salvación. Sucede en Mariología algo similar a lo que acontece en
cristología. En Cristo naturaleza y misión están tan estrechamente unidas que su ser de Dios-Hombre
es inseparable de su condición de Redentor; en Santa María la consideración de su persona —lo que
Ella es, incluso sus «privilegios»— es inseparable de su misión materna en la historia de la salvación.
Esta es la razón de fondo para estimar muy conveniente la existencia de la Mariología como tratado
a se. Como escribe C. Pozo, «la cooperación de María a la obra de la salvación es la razón de ser de
la Mariología». Una vez que esta cooperación existe y aunque los privilegios personales de María no
justifiquen suficientemente la existencia de una Mariología, tales privilegios deben ser objeto de
estudio teológico, ya que esos privilegios han sido otorgados a Nuestra Señora en referencia esta
cooperación en la obra de la salvación.
En consecuencia, el objeto propio y específico de la Mariología es la persona de Santa María
considerada en sí misma y en el lugar que ocupa en la historia de la salvación, ya que Dios, al elegirla
para Madre de Jesús, la eligió también como Madre del Redentor y, en Él, la eligió como Madre de
todos los hombres, y la dotó de unas prerrogativas especiales y únicas de acuerdo con la misión a la
que le destinó.
Maternidad divina, maternidad de los hombres y perfecciones de Santa María forman un todo que
debe considerarse estrechamente unido.
16. Como la Mariología es una parte integrante de la Teología, el método que ha de utilizarse en
su elaboración es el mismo de toda la ciencia teológica. Desde esta perspectiva, ha de decirse que
no hay nada novedoso, particular o específico en la metodología Mariológica. Al igual que toda la
Teología, la Mariología ha de entenderse como el estudio a la luz de la fe, de lo que esta misma fe
enseña en torno al misterio de María considerada en sí misma y en su cometido en la historia de la
salvación.
En la Mariología se han de aplicar, por tanto, los criterios propuestos por el Concilio Vaticano II a
toda la Teología Dogmática, especialmente, su relación con el misterio de Cristo y la historia de la
salvación: «... en primer lugar propónganse los temas bíblicos; explíquese a los alumnos la
contribución de los Padres de la Iglesia de Oriente y de Occidente a la transmisión fiel y al desarrollo
de cada una de las verdades de la revelación, así como la historia posterior del dogma [...]; tras esto,
para ilustrar de la forma más completa posible los misterios de la salvación, aprendan los alumnos a
profundizar en ellos y a descubrir su conexión, por medio de la especulación, bajo el magisterio de
Santo Tomás; enséñeseles a reconocer estos misterios siempre presentes y operantes en las acciones
litúrgicas y en toda la vida de la Iglesia y aprendan a buscar, a la luz de la revelación, la solución de
los problemas humanos» .
Por tanto, un método válido para la Mariología será aquel que, sin omitir la valoración primaria de
las prerrogativas personales de María, inserte a la Santísima Virgen en el conjunto del misterio
cristiano. De tal manera que la ciencia mariológica discurra en íntima relación con la Cristología, con
la Eclesiología, con la Antropología cristiana y con la Escatología. Igualmente, la Mariología debe
tener una clara apertura ecuménica.
• Santa María es acreedora a una detenida consideración teológica por su esencial referencia al
Verbo de Dios y, en Él y a través de Él, a la historia de la salvación.
• puede afirmarse que la Mariología, es decir, la reflexión creyente sobre Santa María tiene ya
comienzo en los escritos neotestamentarios. En el Nuevo Testamento, la presencia de María y las
sobrias menciones que se hacen de Ella tienen una clara intencionalidad teológica. La narración de
los hechos de la vida de María y su significado teológico aparecen estrechamente unidos. Todo lo
que se relata de Ella —su virginidad, su maternidad, su presencia en Caná o junto a la Cruz, etc.—se
menciona porque se estima teológicamente significativo y perteneciente a la integridad de lo que
debe ser predicado a la Iglesia y recordado por ella.
LA ÉPOCA PATRÍSTICA
Los primeros textos mariológicos de que tenemos conocimiento se deben a San Ignacio de
Antioquía (110). La doctrina mariológica de S. Ignacio se encuentra inserta claramente en la
reflexión cristológica, concretamente en este contexto de la herejía docetista: S. I . ofrece unas
afirmaciones encaminadas a defender la realidad de la Encarnación y la verdad de la carne de
Cristo:
“Cristo pertenece a la estirpe de David por nacer verdaderamente de María Virgen;
fue verdaderamente concebido y engendrado por Santa María
esta concepción fue virginal \ y esta virginidad pertenece a uno de esos misterios ocultos en
el silencio de Dios”
Tenemos las primeras afirmaciones en torno a la verdad de Santa María como una incipiente reflexión
teológica sobre las afirmaciones marianas contenidas en la Sagrada Escritura. La concepción y el
parto aparecen ligados a la Cristología, como el modo de entrada del Verbo en nuestro mundo, que
afecta radicalmente a la verdad de su carne y de su relación con el género humano; el misterio de la
virginidad aparece estrechamente ligado con otros misterios guardados en el silencio de Dios y
directamente referidos a su voluntad salvífica sobre los hombres.
El paralelismo Eva-María
En San Justino (167) la reflexión mariana está ligada al paralelismo antitético de Eva-María. Se trata
de un paralelismo que servirá de hilo conductor a la más rica y constante teología mariana de los
Padres. Justino insiste en la verdad de la naturaleza humana de Cristo y, en consecuencia, en la
realidad de la maternidad de Santa María sobre Jesús (y al igual que San Ignacio de Antioquía) recalca
la verdad de la concepción virginal, e incorpora el paralelismo Eva-María a su argumentación
teológica.
Este paralelismo Eva-María, se encuentra en dependencia de la afirmación paulina contenida en Rom
5, concerniente al paralelismo Adán-Cristo. En efecto, la forma en que San Justino aplica el
paralelismo Eva-María, implica la afirmación de una coherente economía divina de la salvación
basada en la capitalidad de Adán y Cristo y en la centralidad de cada uno en la obra que realiza.
Principio de recirculación a esta reflexión teológica de que entre la caída y su reparación existe un
paralelismo antitético —se trata de que la humanidad en el nuevo Adán desande el camino
erróneamente andado por el primer Adán.
A la luz de este principio se hace patente cómo la Mariología, desde sus comienzos, ha tenido una
orientación cristocéntrica y ha estado estrechamente relacionada con la consideración del papel de
Santa María en la historia de la salvación. De ahí también la estrecha relación con que aparece
destacada la relación entre María y la Iglesia.
En San Ireneo de Lyon (ca. 202), el paralelismo Eva-María ad-quiere su pleno desarrollo teológico
hasta el punto de que a su título de «padre de la teología católica» cabría añadir el de primer
mariólogo. A él se debe, además, el descubrimiento de la analogía existente entre María y la
Iglesia.
Con el paralelismo Eva-María, la consideración teológica se adentra cada vez con mayor riqueza por
caminos de afirmación clara de la colaboración activa de Santa María en la obra de la salvación en
plano excelso y único. Este paralelismo tiene como eje fundamental la relación pecado de Eva-
Anunciación de María; tiene como centro la relación Adán-Cristo, otorgando, en consecuencia, a la
Mariología una dimensión cristocéntrica, pues todos los autores que utilizan el paralelismo Eva-María
lo hacen con un sentido netamente cristocéntrico.
La maternidad divina
Es decisiva para la piedad Mariana y para la Mariología el hecho de La maternidad divina, es decir, el
hecho de que Santa María pueda ser llamada con toda radicalidad y en todas sus consecuencias
Madre de Dios. En razón de esta maternidad es como María aparece junto a Jesús en la Sagrada
Escritura, y es su maternidad divina la razón más profunda por la que es honrada por los cristianos
con una veneración especial. El hecho de que Santa María sea la madre del Redentor es el
fundamento en que se apoyan las primeras reflexiones patrísticas sobre la grandeza de Santa María.
• Es a partir del siglo IV cuando la verdad de la maternidad divina, expresada sobre todo con el
título de Theotokos, se despliega mostrando toda su fuerza y toda su riqueza doctrinal. También en
esta época se despliega en todo su esplendor la piedad popular mariana hasta el punto de que
algunos mariólogos, al escribir la historia de la Mariología, hacen comenzar un nuevo período de la
Mariología en el Concilio de Efeso, precisamente por el gran desarrollo de las fiestas marianas que
ha comenzado un poco antes y que alcanzará su apogeo después de él.
• Estas fiestas implican, que la Virgen adquiere su dimensión litúrgica, y que, al celebrar cada
año en cada Iglesia las fiestas marianas, se pronuncian homilías y se cantan himnos que alimentan el
fervor popular y que ayudan a descubrir los privilegios marianos y su conexión con la verdad central
de la maternidad divina.
• El título de Theotokos aparece por primera vez en la oración Sub tuum praesidium, que es la
plegaria mariana más antigua conocida. El mismo título se utiliza en la profesión de fe de Alejandro
de Alejandría (328) contra Arrio. A partir de aquí cobra universalidad. y son muchos los Santos Padres
que se detienen a explicar la dimensión teológica de esta verdad —San Efrén, San Atanasio (t 373),
San Basilio (t 379), San Gregorio de Nacianzo (f 390), San Gregorio de Nisa (f 394), San Ambrosio,
San Agustín, Proclo de Constantinopla (t 446), etc.—, hasta el punto de que el título de Madre de
Dios se convierte en el más usado a la hora de hablar de Santa María. Es claro que la maternidad
divina, en la intencionalidad del Concilio de Éfeso, es antes que nada una explicitación cristológica,
pero es, al mismo tiempo, una explicitación del misterio de María y conduce no sólo a un mejor
conocimiento de la naturaleza del Salvador, sino también a un conocimiento más exacto y piadoso
de Aquella que es la Madre del Redentor.
• Ya desde San Ignacio de Antioquía, en un plano más discreto, pero no menos contundente,
se va reafirmando la consideración de los «privilegios» marianos como algo perteneciente a la
integridad de la fe. Se trata de unos «privilegios» cuya proclamación no se entiende como algo
accidental o superfluo, sino como algo necesario para mantener la integridad de la fe. Ejm: la
virginidad de Santa María, sobre todo, la virginitas in partu. La afirmación de la virginidad de Santa
María, tanto ante partum como in partu, se torna universal. Así, frente a las negaciones, San
Ambrosio, San Jerónimo (419) y San Agustín defienden la virginidad en el parto. Para San Gregorio
de Nisa y para otros Padres de esta época, la virginidad in partu es un signo específico de la
Encarnación del Verbo.
• Junto a esta afirmación de la virginidad de Santa María, que se va haciendo cada vez más
frecuente y universal, va destacándose con el paso del tiempo la afirmación de la total santidad de
la Virgen. Rechazada siempre la existencia de pecado en la Virgen, se aceptó primero que pudieron
existir en Ella algunas imperfecciones. Así aparece en San Ireneo, Tertuliano, Orígenes, San Basilio,
San Juan Crisóstomo, San Efrén, San Cirilo de Alejandría, mientras que San Ambrosio y San Agustín
rechazan que se diesen imperfecciones en la Virgen.
San Ambrosio hace una apología de la Virgen, adornándola con todas las virtudes y excluyendo de
ella cualquier defecto. San Jerónimo relaciona la perfecta santidad de María con la maternidad di-
vina.
A partir del siglo VI, y en conexión con el desarrollo de la afirmación de la maternidad divina y de la
total santidad de Santa María, se aprecia también un evidente desarrollo de la afirmación de las
verdades y prerrogativas marianas. Así sucede concretamente en temas relativos a la Dormición y a
la Asunción de la Virgen, a la total ausencia de culpa en Ella, o a su cometido de Mediadora y Reina.
Al considerar la época patrística, se aprecia que en estos ocho primeros siglos de historia, la Iglesia
ha profundizado de forma progresiva y constante en el misterio de la Madre de Dios. En este período
quedan esbozadas las líneas maestras de la Mariología, que, a partir de aquí, continuará por este
cauce mismo, enriqueciendo la reflexión teológica, ampliándola, pero siempre dentro de las líneas
de fuerza que le trazaron los primeros mariólogos. Estas líneas pueden sintetizarse quizá de esta
forma: la madre de Jesús, es verdadera Madre de Dios, que concibió y dio a luz al Señor
virginalmente. Ella está, por tanto, relacionada esencialmente con el Redentor, como la nueva Eva,
madre de los vivientes. Ella es también prototipo de la Iglesia. Su papel en la historia de la salvación
es la razón de que se le hayan otorgado tantas gracias excepcionales: está adornada con una total
santidad y goza de unas especiales prerrogativas que le han sido concedidas en atención a su misión
de Madre de Dios y Madre de los hombres.
• Personajes de esta época: El primer autor notable de este período es, Beda el Venerable (735).
En él se encuentran los tradicionales temas del paralelismo Eva-María y la comparación de María con
la Iglesia. Le sigue Ambrosio Autperto (784) que llega a formular con fuerza la maternidad espiritual
de María y sigue insistiendo en la relación María-Iglesia.
A partir del siglo IX, comienzan a ser cada vez más frecuentes afirmaciones, que, de una forma u
otra, inciden en la cuestión de la concepción inmaculada de María: se presenta a la Virgen como
priva-da de las consecuencias del pecado original (la concupiscencia, la corrupción, etc.), o como
liberada de nuestro pecado original, como la «sola bendita», como la «bendita por antonomasia»,
como la «tierra inmaculada, bendita y libre de toda maldición», o como la «única inmaculada o
siempre pura e inmune de la culpa». También pertenece a esta época la carta Cogitis me atribuida a
Radberto y que tanta incidencia tuvo en la cuestión de la asunción de Santa María a los cielos.
En el siglo xi, aunque la devoción popular sigue siendo intensa, no son muchos los autores que se
destacan en el terreno de la Mariología. Cabe mencionar los sermones de Fulberto de Chartres (f
1028), las obras de San Pedro Damiano (f 1072) y las de Godescalco de Limburg (f 1098), en las que
se resalta la intercesión de Santa María por todos los hombres y su mediación universal. Al final del
siglo xi se comienza a considerar con mayor atención la colaboración de Santa María con la obra de
la Redención.
Con el siglo XII surge una nueva época, sobre todo en lo concerniente al quehacer teológico y, en
consecuencia, en la forma de considerar a Santa María. En efecto, con el surgimiento de la Escolástica
y la concepción de la Teología como una ordenada fides quaerens intellectum, los teólogos
consideran a Santa María como parte integrante de lo contemplado por la fe. Esta contemplación se
encuadra principalmente en torno al misterio de Cristo.
Así sucede ya con San Anselmo de Canterbury (t 1109). Su doctrina sobre la Virgen se encuentra
principalmente en el Cur Deus homo, dedicado al motivo de la encarnación, en el De conceptu
virginali et originali peccato y en las célebres Oraciones.
En el De conceptu virginali, San Anselmo no acepta la Inmaculada Concepción, sin embargo, pone
las bases para un desarrollo teológico correcto del «en Anselmo se juntan los principales rasgos
medievales de la doctrina mariológica y de la devoción a la Virgen: una argumentación escolástica,
que deduce las consecuencias de la divina maternidad en estricto paralelismo con la paternidad de
Dios, lo que lleva necesariamente a su participación en la obra redentora de su Hijo [...]. Además,
María aparece no sólo como madre de Dios, sino también como la señora, maravillosamente
hermosa, venerada y amada, de su caballero espiritual, que se pone bajo su protección».
San Bernardo de Claraval (1153) es, sin duda, la figura mariológica clave del siglo XII no tanto por la
amplitud de sus escritos cuanto por su decisiva influencia en el pensamiento posterior. Sus escritos
más importantes son las cuatro homilías sobre el Evangelio Missus est, los tres sermones sobre la
fiesta de la Anunciación, los cuatro sobre la Asunción, uno sobre las doce estrellas, el de la fiesta de
la natividad de María y la carta a los canónigos de Lyon. Se trata, pues, fundamentalmente, de una
producción teológica hablada y su influencia se debe, en no pequeña medida, a la belleza de su
estilo, lleno de unción y fervor, alabado unánimemente.
Pero el estilo no justifica por sí solo la notable influencia de la Mariología de San Bernardo, cuyo
pensamiento marca decisivamente el posterior decurrir del pensamiento teológico. Esta influencia se
debe a dos características de su doctrina mariana: por una parte, San Bernardo no intenta la
originalidad, sino sólo recoger la tradición anterior; por otra, su pensamiento, aun expuesto conforme
pide el género literario de los sermones, tiene una magnífica coherencia interna. San Bernardo basa
su pensamiento especialmente en dos principios que se encuentran perfectamente entrelazados: la
grandeza de la maternidad divina de María y su papel como mediadora entre Dios y los hombres en
razón de su especial y materna relación con el Mediador. Desde esta doble perspectiva, se contempla
el resto de las verdades y privilegios marianos.
San Bernardo ha recibido el título de Doctor mellifluus precisa-mente por la belleza de su estilo; su
Mariología ha sido calificada, en cambio, como «concreta en forma y carácter». Esta concreción se
debe en gran medida a lo que es la más importante característica de su Mariología: la doctrina sobre
la mediación de Santa María. San Bernardo es, en efecto, el más poderoso impulsor de la mediación
mariana, con un influjo decisivo en los escolásticos posteriores, especialmente en San Alberto Magno,
San Buenaventura, San Bernardino de Siena, etc. Pero el influjo del Abad de Claraval se extiende a
toda la Mariología.
La Mariología de final del siglo XII está poblada de autores benedictinos o cistercienses.
Con el siglo XIII llega el siglo de oro de la Escolástica, y con él llega también el momento de las
grandes sistematizaciones teológicas. Las verdades marianas van recibiendo, en consecuencia, una
consideración más unitaria y sistemática. Si ya a partir de San Bernardo esas verdades aparecen
jerarquizadas en torno a la maternidad divina, ahora esta jerarquización se hace más sistemática.
La misma sistematización teológica, que llega ahora a su esplendor, contribuye no sólo a una mejor
visión de conjunto del misterio de María, sino también a una mayor sobriedad en su exposición, lejos
del lenguaje hiperbólico a que se prestan los sermones. En San Alberto Magno (1280) es patente la
búsqueda de una mayor sobriedad mariológica con respecto a la época anterior. También es patente,
quizá con mayor fuerza aun, en su discípulo Tomás de Aquino (1274). Como es usual en la época, en
la Summa Theologiae, Santo Tomás coloca las cuestiones marianas al final de la Cristología, tras el
estudio de la mediación de Cristo y al comenzar las cuestiones de la vida de Cristo como comienzo
de la Soteriología
Entre los autores del siglo XIV destaca, en primer lugar, el beato Juan Duns Escoto (1308). Su
Mariología se caracteriza por el rasgo común a todo su quehacer teológico y que le ha hecho pasar
a la posteridad con el título de Doctor Subtilis. Su sutileza argumentativa y su fuerza dialéctica dan
frutos especialmente gratificantes en Mariología. Es famosa su firme defensa de la Inmaculada
Concepción, que le hace acreedor también del título de Doctor Marianas: decir que Santa María no
ha contraído la mancha del pecado original no sólo no niega la universalidad de la redención, sino
que muestra a Cristo como el Redentor perfectísimo, pues una redención que incluso preserva del
pecado es más perfecta que la que simplemente libra de él, una vez que ya se ha contraído.
En resumen, en la época medieval los textos bíblicos y patrióticos sirven de apoyo para una reflexión
teológica cada vez más estructurada sobre la Madre de Dios. En el quehacer teológico de este
período —siguiendo el método escolástico— se desarrolla con amplitud la doctrina sobre la
Mediación, la Inmaculada Concepción, la Asunción y la Realeza.
Las fiestas marianas se multiplicaron extraordinariamente. Las fiestas que se celebraban en Oriente
en el siglo vi y que pasaron a Roma en los siglos VII y VIII, se extendieron durante este tiempo a todo
el Occidente. A ellas se sumaron otras nacidas en esta época.
Junto a la severa imagen románica de la Virgen con el Niño, aparece la gótica de la Dolorosa y de la
Piedad, donde se presenta a María con el cadáver de su Hijo en el regazo. Se construyen a la vez, en
todo el Occidente cristiano, espléndidas catedrales y templos erigidos en honor a María,
frecuentemente en su advocación de la Asunción (Toledo, Sevilla, Lyon, París, etc.).
La teología mariana prosigue en el siglo xv con la consideración cada vez más atenta a los misterios
de la Inmaculada y de la Asunción.
Conviene mencionar dos rasgos característicos de la Mariología de este período. Por una parte, el
nacimiento de la Mariología como tratado con especial interés de coherencia interna. Por otra, las
instancias que el jansenismo plantea también al pensamiento católico.
Fue Francisco Suárez (1617) quien por primera vez intentó realizar un estudio mariológico completo
desligado del tratado de Verbo Incarnato. El primero que utilizó la denominación de Mariología fue
Plácido Nigido en su Summa Sacrae Mariologiae, editada en Palermo el año 1602. Aunque este título
—Mariología— no fue usado por ningún otro autor en ese siglo ni en el siguiente, se hace común
en el siglo xix y es el que perdura en nuestro tiempo.
La Mariología del siglo XVII está marcada, como no podía ser menos, por la crisis surgida en el siglo
precedente. Junto a la estructuración de las verdades marianas siguiendo el camino abierto por
Suárez, se destaca la defensa de los privilegios marianos y de la piedad popular mariana.
Puede decirse que toda la teología católica de este siglo reacciona con pasión agrupándose en torno
a la tradición mariana recibida de los siglos anteriores y protegiendo la devoción popular a Santa
María.
La piedad mariana, que tanto protegió la fe popular, degeneró no pocas veces en sentimentalismo,
exageraciones y, a veces, verdaderas desviaciones, a las que salen al paso voces tan autorizadas
como la de Bossuet, quien insiste en que la verdadera devoción a la Virgen no se encuentra más que
en una consecuente vida cristiana. Pero en el siglo XVII, la teología debe reaccionar también ante el
rigorismo jansenista, sobre todo, en lo que se refiere a su aprecio de la piedad popular y a su
concepción de la mediación de Santa María. Así sucede con Pascal (1662) y su novena Carta del
provincial, en la que rechaza el escrito de Paul de Barry cuyo título muestra ya los despropósitos que
contiene en su interior: El paraíso abierto a Filagia por medio de cien devociones a la madre de Dios,
fáciles de practicar. En este ambiente, resulta significativo y emblemático el libro de Adam
Widenfeld (t 1678), Mónita salutaria, aparecido en 1673. En él se atacan los excesos de la piedad
popular en una forma que suscitó la reacción, no siempre ponderada, de las diversas órdenes
religiosas.
Este rechazo de los abusos en la piedad popular mariana estaba revestido de cierta rigidez. Se hacía,
pues, necesario, fomentar la pie-dad popular al mismo tiempo que se ayudaba a distinguir la
verdadera piedad de la superstición. En este ambiente se enmarca algún autor de final del siglo XVII
como San Juan Eudes (1680), que tanto pro-mueve el culto al Sagrado Corazón de María, y se
comprende la importancia de autores pertenecientes al siglo XVIII como San Luis María Grignon de
Monfort (1716) con su libro Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, y San Alfonso
Ma. de Ligorio (1787) con su obra Glorias de María, universalmente conocida. La influencia de estos
autores en la devoción mariana de los siglos posteriores es de primera magnitud.
Resumiendo puede decirse que, al final de la Edad Media, existía una intensa piedad mariana en el
pueblo cristiano. Esa piedad asumía, algunas veces, ciertas manifestaciones de fervor que, por
carencia de doctrina, rondaban la superstición, o el puro sentimentalismo. Estas desviaciones, junto
a sus planteamientos reduccionistas, llevaron a que los protestantes insistieran en el rechazo del culto
católico a María, considerándolo aberrante y ensombrecedor del culto a Cristo.
Muchas de la órdenes y congregaciones religiosas fundadas o re-formadas en esta época desarrollan,
como ha podido comprobarse, una espiritualidad marcadamente mariana: la Compañía de Jesús —
y en concreto el R J. Leunis— funda las Congregaciones Marianas; los capuchinos ejercitan una amplia
catequesis por medio de sus fraternidades, cofradías marianas y misiones populares; el P. Olier,
fundador de los sulpicianos, propugna una espiritualidad sacerdotal mariana; los eudistas, fundados
por San Juan Eudes, profesan un acendrado amor a la Virgen; los redentoristas, de San Alfonso M.a
de Ligorio, en sus misiones populares, combaten el jansenismo por medio de la devoción a la Virgen;
los monfortianos propagan el espíritu misionero mariano, etc.
El Santo Rosario adquiere en el siglo XVI la estructura que ahora conocemos y su devoción recibió
un fuerte impulso con la fiesta del Nuestra Señora del Rosario, instituida por San Pío V. A finales del
siglo XVII nació en Italia la devoción del «mes de mayo», que se extendió con rapidez por todo el
orbe católico, siendo una práctica de pie-dad habitual a mediados del siglo XVIII.
Casi todos los tratados siguen la estructura tradicional de corte neotomista. Su método es el
deductivo: partir de unos principios generales y llegar a unas conclusiones. Están vinculados de forma
directa a la Cristología, porque se basan en el principio de analogía y asociación de María con Cristo.
El mérito de estos tratados de Mariología consiste en haber explorado el misterio de María con los
métodos científicos al uso en la época, promoviendo el conocimiento de María y fundando
teológicamente su culto.
A partir de 1920 surgen aires de apertura y renovación en la Mariología. Se produce, en primer lugar,
cierto crecimiento en los estudios bíblicos. Se procura no instrumentalizar las Escrituras y utilizarlas
meramente para fundamentar las conclusiones obtenidas por el razonamiento especulativo. Al
contrario, se procura ahondar en el contenido de la Biblia y de ahí obtener conclusiones.
Se aprecia que en este siglo ha habido un auténtico crecimiento en el estudio de la persona de María
y de sus privilegios.
Toda esta atención teológica hacia la figura de María fue la causa de que en el Concilio Vaticano II
se elaborase un amplio texto mariano que, después de diversas vicisitudes, fue incluido en el capítulo
VIII de la Constitución dogmática Lumen Gentium.
La piedad mariana
Dado el ambiente que se respira en este período, es natural que hayan surgido muchas
congregaciones religiosas de inspiración mariana. Bergh afirma que al menos 700 congregaciones
femeninas crea-das en los siglos xix y xx tienen espiritualidad mariana, e incluso su nombre hace
referencia a María bajo alguna prerrogativa o devoción, en especial la Inmaculada, la Asunción y el
Santo Rosario.
Como ya se ha dicho, Benedicto XV instituyó el año 1921, a instancia del movimiento mediacionista,
la fiesta de «Santa María mediadora de todas las gracias», y Pío XII en la Encíclica Ad caeli Reginam,
la fiesta de «Santa María Reina». Este último papa declaró ese mismo año 1954, centenario del dogma
de la Inmaculada, Año Santo mariano.
El Santo Rosario recibió un aliento poderoso con las doce encíclicas de León XIII, convirtiéndose en
una devoción habitual entre los cristianos. Pío XII consagró el mundo, lacerado por la segunda guerra
mundial, al Corazón Inmaculado de María el año 1943 y en los años siguientes reiteró varias veces
esa consagración.
Además, es una realidad patente que en los siglos XIX y XX las apariciones de la Virgen han
condicionado, al menos fácticamente, la piedad y la devoción de los cristianos. Estas apariciones,
vinculadas a la vida de algunas personas, generalmente humildes y sencillas, han trascendido el
ámbito privado y pronto se han convertido en objeto de devoción popular y en algunos casos han
recibido cierto reconocimiento por parte de la Iglesia, al permitir la devoción pública y la inserción
de la fiesta de una advocación mañana vinculada a ese lugar en el calendario litúrgico.
Hasta 1975, la autoridad eclesiástica ha aprobado el culto mariano en los siguiente lugares: 1.a) La
Milagrosa, París, 1830; 2.a) La Salette, Francia, 1846; 3.a) Lourdes, Francia, 1858; 4.a) Potmain, Francia,
1871; 5.a) Fátima, Portugal, 1917; 6.a) Beauraing, Bélgica, 1932; 7.a) Banneux, Bélgica, 1933; 8.a)
Siracusa, Italia, 1953. También ha autorizado el culto en otros ocho lugares.
Por último, en estrecha conexión con el fenómeno aparicionista está el florecimiento de las
peregrinaciones a los santuarios marianos: Guadalupe, El Pilar, Lourdes, Fátima, Loreto, Czestochowa,
etc. Esta práctica piadosa ha hecho resurgir la vida cristiana en amplios sectores del mundo cristiano,
ya que, a través de María, muchos fieles han vuelto a la práctica sacramental.
Haciendo un balance de estos dos últimos siglos, podemos decir que el aumento de fervor mariano
en el pueblo cristiano, la riquísima doctrina magisterial y la amplia producción teológica sobre María
convierten a esta época en «los siglos de María».
La Iglesia apostólica no estaba interesada en transmitimos ante todo noticias históricas sobre la
figura de maría. Evangelios no son escritos neutrales desde el punto de vista de la fiabilidad
histórica No tuvieron como finalidad primera relatar la historia, sino fundamentar la fe, aunque,
eso sí, una fe histórica. La Iglesia apostólica meditó a fondo sobre el significado de María, la madre
de Jesús, tanto para comprender al mismo Jesús y el proyecto de Dios como para percibir mejor
el alcance de la vocación cristiana y eclesial -hechos y significado teológico iban estrechamente
unidos. Así como en Cristología nos preguntamos por el Jesús de la historia y el Cristo de la fe,
de la misma manera en Mariología podemos y debemos hacemos idéntica pregunta: ¿quién fue
María en la historia, quién fue María en la fe? Fuera de los Evangelios no hay apenas noticias
históricas sobre María, la madre de Jesús. No es extraño, pues también son escasas las referencias
históricas a su hijo, Jesús de Nazaret. El historiador judío del siglo i Flavio Josefo y el historiador
romano Tácito, también del siglo I, apenas le dedican unas líneas. De su madre no hacen ni la
menor mención, de todas formas, a través de las referencias a Jesús y a la situación histórica que
le rodeó, podemos acercamos a la figura histórica de su madre.
La Sagrada Escritura no aporta ningún dato de María hasta el momento de la Anunciación, por
tanto, deberemos recurrir a la tradición para poder conocer algo de la historia de su vida. Por
tanto debemos acceder, para formar la existencia histórica de María, también basada en autores
no cristianos y en textos bíblicos considerados como más directamente históricos.
María está en las tres grandes introducciones cristológicas de Mateo, Lucas y Juan y, a partir de
ahí, en sus Evangelios. Hacer referencia a María en una introducción cristológica no es un dato
falto de importancia. ¡Al contrario! Supone un aprecio tal de su figura por parte de los autores
inspirados de los Evangelios, que se convierte en elemento clave, subordinado obviamente al
misterio de Jesús.
La Liturgia, desde tiempo inmemorial, celebra a Joaquín y a Ana como padres de la Virgen.
San Epifanio es el primer Santo Padre que denomina a los padres de María con los nombres de
Joaquín y Ana, tomando este nombre de tradiciones apócrifas anteriores. Posteriormente, San Juan
Damasceno, San Modesto de Jerusalén, etc. llaman con los mismos nombres a los progenitores de
la Virgen, de aquí que Benedicto XIV afirme que, siendo una opinión generalizada en la Iglesia
Oriental y Occidental desde todos los siglos que los padres de la Santísima Virgen se habían llamado
Joaquín y Ana, no hay razón alguna para ir en contra de esta sentencia.
Se sabe con certeza que María nació en Palestina, sin embargo, carecemos de datos para indicar
el lugar. Igualmente, tampoco conocemos con precisión la fecha, aunque parece que fue
alrededor de los años 729 a 733 de la fundación de Roma.
Con relación al linaje al que pertenecía María hay dos opiniones diversas.
La primera afirma que era originaria de la tribu de Judá y de la estirpe de David. Esta sentencia
se basa en Lc 1,31 -32, pues las palabras del ángel, en las que le dice que Jesús «será grande y le
dará el Señor Dios el trono de David, su padre», están en el contexto de la concepción virginal.
Por tanto, dan pie a sostener que el parentesco davídico no sólo es por vía legal, sino por vía
carnal: María es de la familia de David. También se basa en la genealogía de Lucas (cfr. Lc 3, 23-
38) donde se afirma que «Jesús [...] era según se creía hijo de José, hijo de Helí», es decir, «Jesús
que, según se creía, era hijo de José, realmente era hijo de Helí —o Joaquín, padre de María—»
y de esta forma la genealogía lucana pertenece a María y no a José. Igualmente, da pie para
pensar lo mismo Rom 1, 3: «... acerca de su Hijo, nacido de David según la carne».
La segunda opinión mantiene que María pertenece a la estirpe sacerdotal por su parentesco con
Isabel (cfr. Lc 1, 36), que era «de las hijas de Aarón» (Lc 1, 5). Por consiguiente, también la Virgen
era de la tribu de Leví y de la familia de Aarón. La ascendencia davídica de Cristo procede de
José, su padre legal. Debe tenerse en cuenta que para los autores bíblicos y para el pueblo judío
—véase la ley del levirato— la descendencia jurídica y moral tenía una importancia decisiva para
catalogar la estirpe de una persona. Según esta teoría, Jesús, atendiendo a su filiación jurídica, es
hijo de David y según su filiación carnal es hijo de Aarón. Por tanto, el Mesías aúna en su persona
el carácter real y sacerdotal.
Es cierto que María fue desposada con un varón de la casa de David llamado José, hijo de Jacob,
(cfr. Lc 1, 27 y Mt 1, 18) y de profesión artesano. Según las costumbres palestinas de aquella época
la edad de la Virgen oscilaría entre los 14 y 18 años. El lugar fue Nazaret, pueblo de pocos
centenares de habitantes, situado en Galilea.
El matrimonio se realizó siguiendo la tradición judía: en primer lugar los esponsales, que ya tenían
valor jurídico y duraban aproximadamente un año y a continuación, las nupcias, es decir, la
introducción de la esposa en la casa del esposo.
Por los datos evangélicos sabemos que la Anunciación tuvo lugar cuando ya se habían realizado
los esponsales y según la cronología más verosímil sucedió en el año 748 de la fundación de
Roma.
Tomando como referencia la disposición de Herodes de matar a los niños menores de dos años,
intervalo de tiempo que aseguraba que el Niño estaba incluido en ella, la huida a Egipto debió
de ser al año del nacimiento de Jesús, es decir, a finales de 749. Seguramente antes del mes de
noviembre, pues en esa fecha Herodes, sintiéndose enfermo, dejó Jerusalén y se trasladó a Jericó
y de aquí a Calirrohe, lugar de aguas termales, donde no encontró alivio, retornando a Jericó y
allí en la primavera de 750 murió.
La permanencia en Egipto no debió de durar más de dos años; por tanto, es muy probable que
María volviera con el Hijo y su esposo José a Nazaret el año 751.
Siguiendo la cronología, la pérdida del Niño en el Templo debió de ser en la Pascua del año 761,
cuando Jesús había cumplido ya los doce años. A partir de esta fecha no tenemos ningún dato
hasta el inicio de la vida pública de Cristo.
Por los datos suministrados por San Lucas (cfr. Lc 3, 1-2), sabemos que Juan Bautista comenzó a
predicar «el año décimo quinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de
Judea, Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Filipo tetrarca de Iturea y de la región de
Traconítide y Lisanias tetrarca de Abilene». Con estos datos se puede precisar con cierta seguridad
que corresponde al año 780 de Roma y el 27 de la era cristiana. Jesús, en esa fecha, tenía unos
31 años y María de 46 a 50.
A través del evangelio de San Juan y de la fecha de la muerte de Jesús —un viernes del mes
hebreo de Nisán, dentro del mes de marzo o abril de nuestro calendario (cfr. Mt 27, 62; Me 15,
42; Le 23, 54; Jn 19, 31)— lo más probable es que Jesús muriese a primeros —en concreto el día
7, por corresponder ese día al 14 de Nisán, viernes— del mes de abril del año 30 d.C. María
entonces tendría de 49 a 53 años.
A partir de esa fecha aparece María en los Hechos esperando la venida del Espíritu Santo junto a
los Apóstoles en el cenáculo de Jerusalén el día de Pentecostés. Por la escena del Calvario (cfr. Jn
19, 25-27), sabemos que el discípulo amado, Juan, la tomó como Madre y cuidó de Ella
solícitamente. A partir de aquí no tenemos ningún dato fidedigno, excepto que finalizado el curso
de la vida terrena, Dios la llevó en cuerpo y alma a los cielos. La tradición señala a Efeso o a
Jerusalén como la ciudad donde se realizó la Asunción.
Al acceder al A.T es muy conveniente determinar con precisión el sentido autentico del texto en
cuestión, para poder saber si permite una interpretación mariológica. Hay que tener presente los
distintos sentidos del lenguaje bíblico: sentido literal obvio o inmediato del texto (propio o
figurado), y el sentido espiritual del texto que puede ser (típico o pleno).
El Concilio Vaticano II nos presenta los textos veterotestamentarios que contienen una revelación
de María anticipada. cito: «... los libros del Antiguo Testamento narran la historia de la salvación,
en la que paso a paso se prepara la venida de Cristo al mundo. Estos primeros documentos, tal
como se leen en la Iglesia y tal como se interpretan a la luz de una revelación ulterior y plena,
evidencian poco a poco, de una forma cada vez más clara, la figura de la mujer Madre del
Redentor. Bajo esta luz aparece ya proféticamente bosquejada en la promesa de victoria sobre la
serpiente, hecha a los primeros padres caídos en pecado (cfr. Gen 3, 15). Asimismo, ella es la
Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo, que se llamará Emmanuel (cfr. Is 7, 14, comp. con Miq
5, 2-3; Mt 1, 22-23). Ella sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que confiadamente
esperan y reciben de El la salvación» CONCILIO VATICANO II, Const. Lumen Gentium, n. 55.
Tenemos, por tanto, que afirmar que, según la mente del Concilio, los tres pasajes «se refieren a
María en un sentido verdaderamente bíblico, y no sólo como acomodaciones marianas. Según el
texto del Concilio, María realmente aparece ya proféticamente bosquejada en Gen 3, 15 y ella es
la Virgen de que habla Is 7, 14».
Se puede clasificar en tres grupos los pasajes del Antiguo Testamento con un sentido mariológico:
a) textos con un sentido mariológico cierto; b) textos de sentido mariológico discutido; c) textos
marianos por acomodación.
Los tres textos que revisamos Gen 3, 15, Is 7, 14, y Miq 5, 2-3, tienen una revelación autentica sobre
la Madre del Mesías. Revelación que se descubre cuando se aplica sobre estos textos la luz que arroja
el nuevo testamento y la interpretación usual de la Iglesia. El esfuerzo exegético de los tres textos
responde también a mirar si María está presente según el sentido propio o pleno
a) Sentido mesiánico
Este texto será mariológico si previamente hemos comprobado o descubierto su sentido mesiánico.
Este primer oráculo divino se inserta en una perspectiva victoriosa del bien sobre el mal, del triunfo
de la voluntad divina sobre las asechanzas del demonio.
Se puede sostener, por tanto, que en este oráculo divino se profetiza un triunfo total y absoluto del
linaje de la mujer sobre la serpiente.
b) La descendencia
¿Es el linaje in genere el que vence a la serpiente, o un miembro cualificado personal y único de la
descendencia?
La palabra hebrea que traducimos por linaje —zera’— significa literalmente semilla. Se aplica a la
descendencia o posteridad, tanto en sentido físico-colectivo (cfr. Gen 13, 15; 17, 7; 22, 17, etc.), o sea,
el conjunto de hombres provenientes de una misma raíz o de los mismos progenitores, como en el
sentido físico-individual (cfr. Gen 4, 25; 21, 13) —un descendiente concreto individual—. Este vocablo
—zera ’— admite igualmente un sentido moral: el conjunto de personas que persiguen el mismo
objetivo (cfr. Is 1, 4).
El sentido exacto de la palabra linaje en el texto que estudiamos hace referencia a un descendiente
físico-individual ya que su oponente la serpiente es individual.
El versículo 3, 15 c) dice literalmente: él te aplastará la cabeza, mientras tú... Por tanto, es el linaje de
la mujer el que aplastará la cabeza de la serpiente. Aquí el «linaje de la mujer» hay que considerarlo
en sentido individual por los siguientes motivos:
a) el carácter individual del oponente al «linaje de la mujer» —la serpiente— exige el carácter
individual de la descendencia.
b) los predicados verbales de esta perícopa están en singular, lo que puede suponer un sujeto
singular;
c) La mujer
Con respecto a la «mujer» del texto 3, 15 es Eva en sentido literal inmediato, y María en sentido literal
profundo y pleno.
Se le habla a Eva en 3, 13, Pero esta lectura del pasaje no agota ni excluye otra significación a un nivel
literal más pleno o profundo. Es patente que en el v. 15 «la mujer» es constituida enemiga
irreconciliable de la serpiente. La enemistad es total, absoluta y radical. Admitiendo este hecho, no
es coherente que Eva pueda identificarse plenamente con esa mujer, máxime cuando acaba de
entablar una amistad con la serpiente. O sea, la mujer del texto es Eva, pero Eva está revestida de los
atributos de María.
Resumiendo, podemos afirmar que María, sin excluir a Eva, es la Mujer del protoevangelio; ésta es
en sentido obvio e inmediato; aquélla en sentido pleno, pero ambas en sentido literal.
Isaías 7, 14
a) El contexto histórico
Is, 7, 1 ss
Isaías anima al rey Ajaz y al pueblo judío, asegurando que las pretensiones de los reyes de Israel y
Siria (pretender eliminar la dinastía davídica) van contra los designios divinos—en concreto contra
la profecía de Natán — y, por tanto, no se cumplirán. Yahvéh, por boca de Isaías, vuelve a dar un
nuevo aviso a Ajaz, a través de una señal que ratifique la ayuda divina. Con esta segunda intervension
de Yaveh, intenta repetidamente la conversión de la casa de David y la vuelta a la confianza divina,
en vez de acudir a la alianza con el rey asirio. Ajaz rehúsa pedir la señal a Yahvéh. Y no pone su
confianza en Yahveh sino en el rey asirio. Isaías justamente enojado, enuncia la señal,
desenmascarando previamente la falsedad del monarca: « ¿os parece poco cansar a los hombres
que cansáis también a mi Dios?» (v. 13).
b) El Emmanuel
14He aquí que la doncella —’ Almah— ha concebido y va a dar a
luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel.
Si la persona que nacerá —el Emmanuel— es el Mesías, ese texto es mesiánico y a la vez mariológico,
porque se cita explícitamente a su madre —la doncella—.
Es patente su sentido mesiánico. En efecto: el profeta afirma que Palestina es la tierra del Emmanuel.
Sin embargo, en el Antiguo Testamento se dice que Palestina es la tierra de Yahvéh y nunca de otra
persona, incluida David. Por tanto, se identifica implícitamente el Emmanuel con Yahvéh.
Finalmente, en Is 11, 1-4 se nos dice que sobre el Emmanuel «reposará el espíritu de Yahvéh: espíritu
de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y de temor de Yhavéh».
Todas estas prerrogativas recibidas por el Emmanuel le capacitan para realizar el encargo recibido
de Dios: instaurar el reino de la justicia y de la verdad (cfr. Is 11, 4-5). Oficio que sólo le compete al
Mesías; por tanto, el Emmanuel, a quien se aplican todos estos vaticinios, no puede ser otro que el
mismo Mesías.
El sentido mesiánico de este texto viene ratificado explícitamente en el Nuevo Testamento. Lo vemos
en Mt 1, 22-23, donde el evangelista cita literalmente Is 7, 14, indicando que esta profecía se cumple
en la concepción sobrenatural de Jesús.
c) ’Almah
’Almah, término utilizado por el profeta para designar a la madre del Emmanuel, procede
etimológicarnente de la raíz ’alam, cuyo significado es «ser fuerte». Su traducción literal concuerda
con el de doncella, joven adolescente. Y al estudiar su presencia en otros 6 textos del A.T se concluye:
a) nunca se aplica el término 'almah a una joven casada;
b) en todos los versículos analizados, la ’almah es una doncella que se presume virgen;
c) directa, y formalmente ’almah significa chica o muchacha joven, e indirectamente comporta
siempre la virginidad, en tanto que betülah in recto expresa la virginidad.
En resumen, esta profecía, ratificada por la doctrina contenida en Mt 1, 23, se refiere en su sentido
literal —para unos inmediato o más profundo, para otros— al Mesías (o Emmanuel) y a su Madre
que lo engendrará virginalmente.
Miqueas 5, 1 ss.
Miqueas en un contexto concreto enuncia la profecía mesiánica: “1 Mas tú, Belén-Efratá, aunque eres
la menor entre las familias de Judá, de ti ha de salir aquel que ha de dominar en Israel, y cuyos
orígenes son de antigüedad desde los días de antaño. 2 Por eso Yahvéh los abandonará hasta el
tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz. 3 Entonces él se alzará y pastoreará con el poder de
Yahvéh, con la majestad del nombre de Dios. Se asentará bien, porque entonces se hará él grande
hasta los confines de la tierra. 4 Y él será la Paz.”
¿Quién es este Do-minador? Por los atributos que se predican de este Dominador, no puede ser más
que el Mesías. Éste, perteneciente al linaje davídico —su lugar de nacimiento lo certifica—, entronca
a la vez con el descendiente de mujer vaticinado en Gen 3, 15, al remontar su origen a los días más
antiguos de la humanidad (v. 1). Por el v. 3, se ve además la gran afinidad del personaje profetizado
por Miqueas y el Emmanuel del vaticinio de Isaías. De aquí que podamos sostener que esta profecía
es esencialmente mesiánica en sentido literal.
Establecida la identidad entre el Dominador y el Mesías, nos corresponde determinar quién es «la
que ha de dar a luz». Por la misma conexión interna de la profecía, «la que ha de dar a luz» es aquella
mujer de la que nacerá el Salvador en Belén de Efratá, es decir, la Virgen María.
Como obra del Antiguo Testamento ha tenido interpretaciones tan dispares hasta llegar a
concedérsele un sentido mariológico.
Van desde una interpretación naturalista, hasta un sentido alegórico espiritual (donde las palabras
deben tomarse en un sentido literal impropio o figurado), pasando por la interpretación típica,
El salmo 45
Aunque algunos han considerado este salmo como un canto profano que ensalza las bodas de un
rey de la dinastía de David con una princesa extranjera, la gran mayoría de la tradición judía y cristiana
mantiene que canta las bodas del Mesías con Israel. Es en esencia el mismo tema que el Cantar de
los Cantares, pero con una diferencia: las bodas no son aquí entre Yahvéh e Israel, sino entre el
Mesías e Israel.
Acomodaciones marianas
Hay dos textos de los libros sapienciales acomodados a María en la liturgia:
a) Proverbios 8. El libro aborda el tema de la Sabiduría divina. El capítulo 8. representa el
momento álgido de ese desarrollo doctrinal de la literatura sapiencial. Aquí aparece la
Sabiduría personificada bajo la forma de un profeta, adornado de autoridad y dignidad (vv. 6-
21). El hecho de que la Iglesia acomode estos textos a María nos hace descubrir que María
está íntimamente vinculada al designio eterno del plan de Redención y su cooperación a la
obra salvadora.
Este texto, acomodado a la Virgen, ofrece un cúmulo de ricas perspectivas: la heredad del Señor
sobre la que María reina es el conjunto de las almas justas. La exuberante descripción de la vegetación
de Palestina, son los frutos de la piedad mariana. «En este ambiente cobra todo su sentido la
invitación de la perícopa: “venid a mí, vosotros que me deseáis, y llenaos de mis productos. Porque
mi nombre es más dulce que la miel y mi heredad más que un panal de miel” (vv. 19-20)».
El florilegio mariano abunda en figuras veterotestamentarias. Tenemos que repetir que no son
verdaderos «tipos», es decir, personas que en la intención divina prefiguraban a María. Quizá la única
excepción sea el paralelo Eva-María, del que podemos afirmar sólida-mente que Eva es «figura» de
María.
Muchas heroínas y mujeres del Antiguo Testamento han sido consideradas en la literatura mariana
prefiguraciones de María. Así por ejemplo y sin agotar el tema citaremos a:
a) Sara, esposa de Abraham, que contra toda esperanza —era estéril— engendra al hijo
prometido;
b) Rebeca, hija de Bathuel, esposa de Isaac, que cuando Eliezer siervo de Abraham la conoció en
la fuente de agua «era una joven agradable y virgen bellísima que no había conocido varón»;
c) María, hermana de Moisés, virgen y profetisa que entona un estribillo en alabanza a Yahvéh
en el paso del mar Rojo;
d) Ana, madre de Samuel, atormentada por una larga esterilidad, Dios escuchó su ardiente
plegaria y engendró a un hijo. Arrebatada por la alegría, entona un cántico de gratitud;
e) Ester, esposa de Asuero, que por sus súplicas ante su esposo el rey, libró al pueblo judío de la
persecución decretada por el primer ministro Aman;
f) Débora, profetisa y juez de Israel, que libró a su pueblo de la dominación cananea;
g) Judith, viuda de Manasés, fiel y temerosa de Dios que cortó la cabeza de Holofernes, librando
a su pueblo de la dominación asiria.
A ella cantó el pueblo: «Tú eres la gloria de Jerusalén, tú la alegría de Israel, tú el honor de nuestro
pueblo y por eso serás bendita para siempre».
GÁLATAS 4, 4-5
La epístola a los Gálatas escrita por San Pablo hacia el año 55, está dirigida a los cristianos de la
Galacia, para atajar el peligro que las doctrinas de falsos hermanos judaizantes estaban infligiendo a
los convertidos por San Pablo en esa región.
En la parte doctrinal de su carta, aborda la divergencia radical entre la falsa justificación por las obras
de la Ley mosaica y la justificación por la fe. Es decir, la justificación se apoya en las promesas hechas
a Abraham y no en la Ley promulgada 430 años después. La Ley sirvió de pedagogo antes de la
venida de Cristo, a partir de Él rige la nueva economía. Para esclarecer esta diferencia, San Pablo
recurre a una comparación fácilmente comprensible: el derecho a heredar. Antes de Cristo, los
hombres son como los herederos menores de edad; no se diferencian de los esclavos, pero
a) Algunos mariólogos y exegetas han visto en estos versículos una declaración sintética de la
virginidad, de la maternidad divina y de la maternidad espiritual.
1. Maternidad divina: es obvio que la mujer de la que nace Cristo es la Madre del Hijo
preexistente enviado del Padre al llegar la plenitud de los tiempos.
2. Virginidad perpetua: La utilización del término genomenon (nacido) y no del gennomenon
(engendrado) expresa, según estos teólogos, la concepción virginal, ya que «este Hijo
nacido de una mujer, no obstante no fue engendrado por un hombre, o sea, no tuvo padre
carnal».
3. Por otra parte, el texto presenta la estructura quiástica (el quiasmo es un figura retórica
basada en la repetición. Se trata de un paralelismo cruzado, es decir, de la repetición de
una estructura sintáctica) siguiente:
Del paralelismo entre 1) y 2) se deduce que, si el sometimiento del Hijo a la Ley redime a los hombres,
de la misma manera el nacimiento del Verbo de una mujer nos alcanza la filiación adoptiva divina.
Es decir, María nos concede este privilegio: María es madre de todos los cristianos.
b) Otros estudiosos no son tan optimistas. Afirmando la maternidad divina declarada en esta
perícopa, no ven en ella una manifestación de la virginidad. Para éstos genomenon ek
gynaikos indica solamente la condición humana de Cristo, pues se sabe que la expresión
hebrea ’adam yelüd 'issah —«el ser humano nacido de mujer» — es de uso común en el
judaismo. Además expresiones muy semejantes a ésta se utilizan en el Nuevo Testamento, y
en la literatura judía de Qumram como un giro semítico, para indicar simplemente el carácter
humano. De aquí que no pueda obtenerse ninguna conclusión rigurosa sobre la virginidad.
Hay otro argumento teológico que, según estos teólogos, corrobora esta tesis. La construcción
quiástica de los versículos conlleva que el movimiento antitético de 2) se tenga que repetir en 1). Se
desprende directamente que al movimiento de abajamiento (nacido bajo la Ley) le corresponde el
movimiento contrario de exaltación (para redimir a los que estaban bajo la Ley). Igualmente en 1) al
movimiento de exaltación (recibiésemos la adopción de hijos), le debe corresponder el movimiento
kenótico (nacido de mujer).
Es decir, el paralelismo entre 1) y 2) exige que el abajamiento mostrado en 2) —nacido bajo la Ley—
se repita en 1). Por tanto, no puede haber en éste nada que llame la atención y que distinga a Cristo
del resto de los hombres; más bien expresa el abajamiento del Hijo preexistente que se coloca al
nivel de los demás hombres. De aquí, que inferir del texto el nacimiento virginal sería algo extraño,
pues evocaría un privilegio único, que rompería el ritmo expositivo.
Resumiendo, para estos autores no se ve insinuado en este texto la concepción virginal, o la
maternidad virginal de María. Sin embargo, la no explicitación de la virginidad de María en esta
perícopa, no la excluye; antes bien, según otros teólogos, este texto, por el género adoptado, está
abierto a afirmaciones complementarias que otros escritos neotestamentarios pueden ofrecer del
nacimiento de Cristo.
Desde una perspectiva lógica se puede afirmar que la Redención es un misterio de solidaridad: la
obtención de la filiación adoptiva divina exige la humanización del Hijo Unigénito; es decir, reclama
el nacimiento de mujer. Por tanto, este hecho no es algo accidental o secundario, sino que este
nacimiento constituye la plenitud de los tiempos y el comienzo de la época escatológica. La
proyección mariológica que está contenida, al menos implícitamente, en esta perícopa es clara: la
Madre de Cristo está íntimamente ligada a la Historia de la Salvación.
MARCOS 3, 31-35
La fecha de composición del evangelio de San Marcos se puede datar entre los años 60-70.
El texto ha sido considerado por algunos como antimariológico, debido a que parece aludir a
diversos defectos en María.
Ejemplo, San Juan Crisóstomo, comentando estos versículos, afirma que «lo que ella hizo en esta
ocasión provenía de la ambición: quería que la multitud advirtiera el poder que tenía sobre su Hijo,
de quien aún no tenía un gran concepto. Por esto se presentó de esta forma tan inoportuna», y
Tertuliano, en su época montanista, acusa a los hermanos y a la madre de Jesús tanto de incredulidad
como de impaciencia e inoportunidad.
Algunos teólogos actuales, influidos por la crítica liberal protestante, interpretan también
negativamente este pasaje:
Lo relacionan con Mc 3, 20-21: «Jesús vuelve a su casa. Se aglomera otra vez la muchedumbre
de modo que ni siquiera podían comer. Se enteraron sus parientes y fueron a hacerse cargo
de él, pues decían: “Está fuera de sí”». Ambos textos constituyen, según estos autores, una
misma escena, que el evangelista ha separado colocando una disputa con los escribas sobre
el poder de Jesús.
Afirmarán incluso que la supresión de la perícopa Me 3, 20-21 en los otros sinópticos es una
muestra más de la oposición entre Jesús y su familia. Mateo y Lucas no la incluyen, o bien por
decoro con María, o bien para no dañar la imagen de Santiago el Menor, pariente de Jesús y
una de las columnas de la Iglesia Apostólica.
No es tan evidente, sin embargo, la conexión entre ambos textos. En primer lugar, la expresión griega
hoi par’autou significa «sus familiares» en sentido lato —comprendidos los siervos, esclavos— o «sus
parientes» en general. Incluso cabe la traducción de «sus amigos». Finalmente, tampoco está claro
que estos dos textos pertenezcan a la misma escena. Hay datos que muestran su distinción: el
primero se desarrolla dentro de la casa y en un ambiente de aglomeración; el segundo sucede fuera
—quizá en el campo— en un clima de serenidad. Además, el evangelista cuida mucho distinguir
claramente a los interlocutores de cada perícopa: en Mc 3, 20-21 son «los parientes» y en Mc 3, 31-
35 son «la madre de Jesús y sus hermanos».
Ejemplo un sermón de San Agustín: «Os ruego hermanos míos —dice—, paréis mentes, sobre
todo, en lo dicho por el Señor, extendiendo su mano hacia los discípulos: “Estos son mi madre y
mis hermanos. Y el que hace la voluntad de mi Padre, que me ha enviado, ése es mi hermano y
mi hermana y mi madre”. ¿Por ventura no hizo la voluntad del Padre la Virgen María que dio fe
(a las palabras del ángel) y por la fe concibió y fue escogida para que, por su medio, naciera
entre los hombres nuestra Salud y fue creada por Cristo antes de nacer Cristo de ella? La santa
Virgen María hizo por todo extremo la voluntad del Padre y mayor merecimiento suyo es haber
sido discípula de Cristo que madre de Cristo. Mayor ventura es haber sido discípula de Cristo
que madre de Cristo. María es bienaventurada porque antes de parirle llevó en su seno al
Maestro».
Igualmente, el Pseudo-Justino afirma: «Con estas palabras no niega a su madre el honor debido,
sino que quiere indicar por qué título debe ser proclamada bienaventurada. Ya que el que escucha
y practica la palabra de Dios es hermano, hermana y madre de Dios, y su madre escuchaba y
practicaba esta palabra de Dios, es claro que ella debía ser proclamada bienaventurada a partir de
esta idea de madre».
Según Braun, la actitud de Cristo en este pasaje es una manifestación de lo que él denomina «la
ley de la separación». Desde el momento en que Jesús comienza su vida pública, desea
permanecer independiente de los lazos de la sangre, para estar totalmente sometido a la voluntad
del Padre celestial. La severidad de sus palabras es sólo aparente, pues intenta hacer notar la
trascendencia absoluta del Mesías en su misión salvadora.
Estudiando el estilo gramatical de Mc 3, 31-35, Kruse afirma que está redactada según las reglas
de «la negación dialéctica», pues en el lenguaje bíblico —muy condicionado por el hebreo—, una
proposición negativa (A) seguida de una contraria afirmativa (B), no forma una negación absoluta,
sino relativa, cuya interpretación puede formularse: «No tanto A, cuanto B». Siguiendo esta regla
puede leerse el texto de la siguiente forma: «no tanto quien es mi madre en el orden natural es
grande en el reino de Dios, cuanto más bien quien desciende del Padre celestial por el
cumplimiento de su voluntad».
El papa Juan Pablo II, en la Encíclica Redemptoris Mater interpreta este texto en este mismo
sentido: « ¿Se aleja con esto de la que ha sido su madre según la carne? ¿Quiere tal vez dejarla
en la sombra del escondimiento que ella misma ha elegido? Si así puede parecer por el significado
de aquellas palabras se debe constatar, sin embargo, que la maternidad nueva y distinta, de la
que Jesús habla a sus discípulos, concierne concretamente a María de un modo especialísimo.
¿No es acaso María la primera entre ‘aquellos que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen’? y
por consiguiente ¿no se refiere sobre todo a Ella la bendición pronunciada por Jesús en respuesta
a las palabras de la mujer anónima? Sin lugar a dudas, María es digna de bendición por el hecho
de haber sido para Jesús madre según la carne [...], pero también y sobre todo porque ya en el
instante de la anunciación ha acogido la palabra de Dios, porque ha creído, porque fue obediente
a Dios, porque guardaba la palabra y la conservaba cuidadosamente en su corazón».
El Papa contempla en esta escena una dimensión más profunda en la relación de María con Jesús
que la meramente biológica o carnal. Hace hincapié en «la maternidad en la dimensión del reino de
Dios», que, situada en la esfera de los valores espirituales, adquiere una significación más plena,
convirtiéndose la Madre «en cierto sentido, en la primera discípula de su Hijo, la primera a la cual
parece decir ‘sígueme’, aun antes de dirigir esa llamada a los apóstoles o a cualquier persona».
MARCOS 6, 1-3
Este relato ubicado en Nazaret nos muestra perfiles muy sugestivos del ambiente y de la significación
de María entre sus conciudadanos. Así nos lo narra este evangelista.
1 Se marchó de allí y vino a su tierra y sus discípulos le acompañaban. 2 Cuando llegó el sábado se
puso a enseñar en la sinagoga. La multitud al oírle, quedaba maravillada y decía: «¿De dónde le
viene esto?» y «¿Qué sabiduría es ésta que le ha sido dada? ¿Y esos milagros hechos por sus
manos? 3 ¿No es éste el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, José, Judas y Simón?
¿Y no están sus hermanas entre nosotros?».
Comparando el texto que aquí queremos analizar — «¿No es éste el carpintero, el hijo de María?»—
con los pasajes paralelos de los otros evangelios, se aprecian unas ligeras, pero interesantes variantes:
Mt 13, 55: ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María?
Lc 4, 22: ¿No es éste el hijo de José?
Jn 6, 42: ¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos?
La primera discordancia tiene poca importancia, pues es coherente que el hijo del carpintero sea
también del mismo oficio que su padre. En el fondo nos muestra el origen humilde y poco instruido
de Jesús, en contraste con su actual prestigio de maestro de la Ley.
La segunda diferencia tiene más importancia desde nuestro punto de vista. ¿Qué sentido tiene que
Marcos, en contraste con los demás evangelistas, no cite a José y use la expresión «hijo de María»?