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Marina Jose Antonio - Elogio Y Refutacion Del Ingenio

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José Antonio Marina Torres

Elogio y refutación del ingenio


XX Premio Anagrama de Ensayo
Título original: Elogio y refutación del ingenio

José Antonio Marina Torres, 1992

Ilustración: «Sign», Adolph Gottlieb, 1962, Nueva York, colección del artista

Cubierta: Julio Vivas


El día 18 de marzo de 1992, el jurado compuesto por Salvador Clotas, Román
Gubern, Xavier Rubert de Ventos, Fernando Savater y el editor Jorge Herralde,
concedió el XX Premio Anagrama de Ensayo por unanimidad a Elogio y refutación
del ingenio de José Antonio Marina.

Resultaron finalistas, ex-aequo, Imagen de lo invisible de Pedro Azara y El


centauro en el paisaje de Sergio González Rodríguez.
A Pilar
En 1894, Paul Valéry escribía a André Gide: «Entre los libros realmente
indispensables y que nadie escribirá, hojeo frecuentemente en mi espíritu la
Historia y filosofía de la ingeniosidad». Pues bien: aquí está. No lo he escrito por
inspiración de Valéry, pero cito este texto porque es delicioso saberse tan esperado
y necesario.

Mi interés por el tema procede de otras fuentes. Los estudios sobre


inteligencia artificial han demostrado que el ingenio es una actividad demasiado
compleja para los ordenadores. Decir una agudeza, hacer un juego de palabras o
inventar un chiste continúan siendo, por ahora, exclusivas humanas. Así las cosas,
pensé que sería interesante prolongar la obra de Kant, aunque no soy kantiano de
estricta observancia, con una Crítica de la inteligencia ingeniosa que explicara las
condiciones de posibilidad de una actividad tan extravagante. Kant se preguntó:
¿Cómo ha de ser el entendimiento humano para que la ciencia sea posible? Mi
pregunta es: ¿Cómo tiene que funcionar la inteligencia humana para que sean
posibles las ingeniosidades?

El asunto me atrajo por su carácter integrador, que me permitía disfrutar con


los grandes ingeniosos y aplicar los hallazgos de los grandes científicos. Tengo a
convicción de que la filosofía ha de salir de su invernadero, para incorporarse al
grupo de ciencias de vanguardia. El mundo científico está en ebullición y la
filosofía carece una ancianita que se entretiene mirando fotografías amarillentas,
que son su propia historia, la psicología cognitiva, la lingüística, las ciencias de la
computación, la neuropsicología, la psicolingüística, incluso la retórica, están
estudiando temas tradicionalmente reservados a la filosofía. Hace falta una ciencia
de síntesis que aproveche esos materiales dispersos. La filosofía ha sido siempre
obra de hércules solitarios. Ya es hora de que los filósofos perdamos esa altanería,
que tan frecuentemente conduce a la esterilidad.

Tropecé al dar el primer paso, porqué definir el ingenio resultó ser una tarea
complicada, a la que tuve que dedicar el libro entero. Al final ha resultado ser un
concepto existencial, psicológico y estético, además de una importante categoría
cultural.

Agradezco a Álvaro Pombo, Paloma Ocaña y Eduardo Nadal la lectura del


manuscrito y sus comentarios. A Julio Marina, su colaboración y la de sus
ordenadores; a Eva Marina, la documentación sobre teatro de vanguardia y a
Marisa López-Penas la elaboración del campe léxico del ingenio. Mi gratitud
también para Manoli de Vega, que pasó a limpio pacientemente un manuscrito que
cambiaba y crecía sin moderación alguna.
INTRODUCCIÓN

Quien se acerca a un libro de lingüística percibe enseguida que es una


ciencia de saberes ocultos. No lo digo porque su jerga técnica parezca esotérica al
profano y superfetatoria al consagrado, sino porque el lenguaje, su tema, es un
conglomerado de informaciones y habilidades que manejamos con eficacia, pero
que no conocemos con precisión. Es un tacit knowledge, escribió Chomsky. El
lingüista quiere explicar reflexivamente ese saber que ya posee plegado. Es un
explorador que descubre un territorio guardado en su memoria. La selva virgen
que pisa resulta ser su propia casa.

Al aprender la lengua materna —las lenguas segundas plantean problemas


distintos— el niño recibe los planos sintácticos y semánticos para construir su
mundo. Será su mirada la que se apropie de la realidad, pero dirigida por miradas
ajenas y lejanas codificadas en la lengua. El niño sentirá sus sentimientos, pero los
identificará y clasificará de acuerdo con el catálogo sentimental incluido en su
idioma. Si el inconsciente es la vigencia del pasado olvidado, las palabras tienen su
propio inconsciente y pueden ser psicoanalizadas.

Un complejo sistema de preferencias y necesidades guio la evolución de las


lenguas, y cada perfil fonético, forma sintáctica o parcelación semántica guardan la
huella de aquellas distantes motivaciones que aún dirigen nuestro hablar. Cuando
aprendemos una lengua asimilamos su inconsciente sin saberlo, trasegamos su
biografía secreta, que se aloja en nosotros y nos habita. Por eso, el lenguaje es un
saber oculto.

Las ideas y manías de nuestros antepasados se han colado de matute en


nuestra actividad, como una herencia que, al igual que la genética, recibimos sin
chistar, privados hasta del mínimo consuelo de poderlas aceptar a beneficio de
inventario. No podemos hacer inventario de nuestro lenguaje sin dedicar a ello la
vida. Nadie sabe las palabras que sabe, ni las construcciones sintácticas que es
capaz de hacer. Poseemos un capital lingüístico que no podemos calcular, y el
lingüista, que quiere hacer el compute de sus caudales, adopta por ello el aire
introvertido y cauteloso del avariento que cuenta y recuenta su tesoro.

Todos los matices de una lengua remiten a una experiencia olvidada que
una arqueología o genealogía del lenguaje debe recuperar. La historia es pudorosa
respecto de los grandes acontecimientos, como una madre que quisiera parir sus
más preclaros hijos en la oscuridad, y no guarda memoria de los gigantescos
creadores que inventaron la preposición, el subjuntivo o la voz pasiva. Los
especialistas rastrean esa prehistoria, y tras dos siglos de esfuerzos nos han
proporcionado copiosa información sobre el indoeuropeo, antepasada común de
muchas lenguas, pero en este momento pretenden retroceder aún más hasta llegar
al único tronco del que derivarían todas las lenguas del planeta. Si accederíamos a
esa matriz universal, accederíamos al mismo tiempo al universal inconsciente
lingüístico del que todos los hombres participaríamos. Un investigador, Merrit
Ruhlen, ha llegado a aventurar que la primera palabra sonó hace más de cien mil
años y fue TIK, que quiere decir «dedo» (Gamkrelidze, Ivanov, 1984; Greenberg,
1984).

Muchos pensadores han denunciado el poder anónimo que el lenguaje ejerce


sobre nosotros: Freud, Nietzsche, Austin, Foucault, Lacan, Ortega y muchos más.
Sus escritos están llenos de ocurrencias agudas a las que faltan comprobaciones
detalladas. Es indudable que la historia de la humanidad está enterrada en el
lenguaje. Sin llegar a los excesos de Ruhlen, los expertos han podido situar en
Anatolia el nacimiento del indoeuropeo basándose, entre otros datos, en restos de
palabras que se referían a plantas o accidentes orográficos exclusivos de aquella
región. El hombre es animal etimológico, que conserva sus orígenes y recibe con cada
palabra su historia cifrada.

Todos podemos estar de acuerdo con una formulación tan vaga. Concordes,
pero insatisfechos. Nada adelantamos con hablar del influjo del pasado si somos
incapaces de precisar qué información tácita se transmite en cada situación
cultural, cómo se organiza y mediante qué mecanismos se propaga. Por ejemplo: la
etimología señala el parentesco de las palabras «ingenio» e «ingenuo». Ambas
significaban «innato», «natural», aunque «ingenio» se refería a las habilidades no
aprendidas, mientras que «ingenuidad» era la espléndida facultad innata de ser
libre. Después de divertidas peripecias semánticas, esos vocablos han llegado a ser
casi antónimos. El ingenioso es avisado y astuto; el ingenuo, cándido y simple.
¿Queda vigente algún rasgo de su etimología? El saber plegado contenido en estas
palabras y que la presión cultural inyecta en la memoria del hablante no mantiene
vivo el antiguo parentesco. Cada una de ellas se ha integrado en campos
semánticos distintos, y desde ellos actúan sobre nuestros comportamientos
lingüísticos. Ahí es donde debemos buscar la vigencia del pasado. La
«ingenuidad» es un calificativo denigrante, a cuya órbita han sido atraídas la
candidez y la inocencia. En cambio, «ingenio» es un término elogioso, que contagia
su valor positivo a la picardía, la astucia y la frescura. Estas relaciones acaso no
aparezcan explícitamente en la conciencia del hablante contemporáneo, pero están
vigentes en su «inconsciente lingüístico».

En el lenguaje nada ocurre sin motivo (Guiraud, 1955). Si llamamos


psicoanálisis al estudio de las motivaciones ocultas que rigen nuestro actuar,
hemos de reclamar un psicoanálisis lingüístico que partiendo de los usos reales del
lenguaje desvele las conexiones implícitas, las creencias profundas, las
valoraciones que los configuran, la textura oculta que manifiesta el texto
superficial.

Este libro es un ejercicio de «psicoanálisis lingüístico». Sobre el diván está


tendida la palabra «ingenio». Mejor dicho: un hablante que utiliza la palabra
«ingenio» y que nos representa a todos. Así pues, el lector va a ser psicoanalizado a
través de ese representante idea. Por ello, no va a aprender cosas nuevas sobre el
ingenio, porque tampoco el sujeto psicoanalizado aprende cosas nuevas: conoce
tan sólo lo que ya sabía, despliega su inconsciente, que es él mismo. Lo mismo nos
sucede a todos cuando leemos un libro de gramática: reconocemos, puestas en
limpio, informaciones que ya sabíamos de forma confusa. Todos debemos utilizar
con respecto a esos saberes ocultos a sabia expresión que usan con frecuencia los
colegiales y que estúpidamente tomamos como una disculpa: «Lo sé, pero no me
acuerdo».

Utilizamos la palabra «ingenio» o «ingeniosidad» para calificar sin


vacilación algunos fenómenos muy distintos, cuyos rasgos comunes resultan
difíciles de discernir. Consideramos que la ironía, el humor, la picardía, la
comicidad, la astucia, la inventiva, la originalidad, la parodia, el chiste, los
equívocos, la rapidez, la facundia, el timo, la novela policíaca, la sátira y la mala
uva son avatares del ingenio. Un minucioso aprendizaje ha unificado en nuestra
memoria lingüística todas esas realidades. ¿Qué tienen en común? Wittgenstein
dijo que «un parecido de familia», pero fue ingenuo y perezoso al decirlo. El
«parecido de familia» es un criterio inservible porque es indefinidamente elástico.
Comparados con los chinos, todos los europeos tenemos un aire de familia y,
comparados con los cocodrilos, todos los hombres nos parecemos un poquito.
Freud hubiera fulminado a quien le hubiera dicho que todos los sueños de un
individuo tenían un «parecido de familia», con lo que estaba dicho todo. Iba más
allá y aspiraba a descubrir la norma secreta que dirigía la proliferante imaginería
onírica.

¿Qué hay en el fondo del ingenio? ¿Qué experiencia unifica los usos de esa
palabra? Baltasar Gracián, que nunca se distinguió por su optimismo, dijo que «el
ingenio es una de esas cosas que sólo se puede conocer a bulto». No me convencen
ni Wittgenstein ni Gracián, porque se precipitaron en su renuncia. Admitir bultos
que no se pueden inspeccionar y parecidos que no se precisan, es un recurso
indolente. Los expertos en inteligencia artificial y psicología cognitiva han
demostrado que «reconocer un parecido» es una operación de extrema
complejidad. Si el hombre —o el ordenador— carece de la información adecuada
—el esquema del padecido, una plantilla, el inventario de rasgos, etc.—, el
reconocimiento es imposible (Norman, 1977; Johnsonn-Laird, 1988).

El psicoanálisis del ingenio pretende descubrir el modelo que utilizamos


para reconocer que algo es ingenioso, y las motivaciones profundas que han
unificado en un mismo campo semántico fenómenos en apariencia tan distintos. El
saber plegado que asimilamos cuando aprendemos a manejar la palabra «ingenio»
forma un sistema cohesionado, que está vigente en a actualidad y determina por e
lo el hablar de la mayoría de los hablantes. El test que incluyo a continuación
pretende revelar parte de esa infraestructura ideológica. Si mi tesis es correcta, el
lector se descubrirá siguiendo un discurso lógico que no comprende del todo.
Estará siendo empujado por la lógica oculta del sistema ingenioso, a cuyo análisis
está dedicado este libre.
TEST

¿Qué es más ingenioso o está más emparentado con el ingenio? En cada línea
marque con una X el recuadro correspondiente a lo que considere más ingenioso o más
próximo al ingenio.

Un chiste Un poema Lo solemne Lo irreverente La morcilla es una


transfusión de sangre con cebolla Dos por dos son cuatro La honradez El timo
El pícaro El trabajador Lo prudente Lo disparatado Lo honesto Lo
desvergonzado Lo superficial Lo probando La frivolidad La seriedad La
infidelidad La fidelidad La verdad La mentira El humorista El genio Un
teorema científico Una broma Velázquez Picasso La espontaneidad La
educación Lo voluble Lo seguro El malintencionado El benévolo El elogio
La sátira La costumbre La transgresión Un retrato Una caricatura El
matrimonio La aventura El malicioso El bondadoso Lo nuevo Lo viejo El
pecado La buena acción Dios El demonio.
I. EL JUEGO DEL INGENIO
1

Comenzaré con una confesión. El psicoanálisis del ingenio me ha llevado a


donde no tenía intención de ir. Siempre he incluido el ingenio en un brillante
cortejo de actividades libres, intrascendentes y espléndidas, en el que le
acompañan el baile, el juego o el vuelo acrobático. Cedo con gusto a su feliz
seducción, me siento dichosamente arrastrado por ellas. Para decirlo
etimologizando: hacen que me sienta eufórico. Empecé, pues, la investigación con
ánimo divertido. El tema me contagiaba su ligereza. Sin embargo, conforme
avanzaba, se desvanecían mis sueños aerostáticos, porque me veía obligado a
descender a niveles profundos y graves de la naturaleza humana. Se acabó el viaje
en globo y empezaron las mil leguas de viaje submarino. La universal admiración
por los ingeniosos no es una manía, sino el espejismo de un paraíso. El ingenio no
es una diversión, sino un ambivalente modo de supervivencia.

Unas palabras de Søren Kierkegaard que conocía de antiguo hubieran


debido ponerme sobre aviso: «Que conste que no soy amigo de ingeniosidades. No
me cansaré nunca de hacer frente a las tentaciones de la serpiente infernal, que así
como al principio se dedicó a echar lazos a Adán y Eva, con el decurso de los
tiempos se ha puesto a tentar a los escritores para que sean ingeniosos».

Kierkegaard fue un escritor hiperbólico, es verdad. Y también lo es que su


inagotable veta de ocurrencias ingeniosas hubo de parecerle a veces peligrosa, pero
aun así cuesta trabajo aceptar tan hoscas y reticentes palabras, y descubrir una
mueca diabólica en el amable rostro del ingenio. Nadie está tan en gracia como él.

Sin duda alguna el lenguaje lo considera levemente transgresor, hasta abrir


un diccionario para comprobarle: «ingenio» se empareja con «agudeza, malicia,
picardía». El campo léxico incluido al final de este libro muestra al detalle estos
parentescos desvergonzados. Pero no encontraremos en él nada perverso, porque
la maldad está devaluada y el pecado se ha convertido en diablura. El calificativo
que mejor cuadra al ingenioso es el de «fresco». La palabra «frescura» conserve de
sus orígenes germánicos —de nuevo estamos etimologizando— la idea de
juventud, agilidad y viveza. Lo fresco tiene la prestancia de lo no usado, de lo que
renace continuamente sin estancarse, ni envejecer, sin dejar que lo encallezcan las
rutinas. Fresco es también el pan recién hecho. Fresca es la hierba nueva y la
ligereza de las telas veraniegas que no embarazan ni agobian. La frescura es
espontaneidad, ausencia de resabios, existencia resuelta. Cualidades tan pulcras
sufrieron un desliz y la frescura adoptó un gesto pícaro de liviandad divertida.
Osciló entre ser una virtud frívola o un pecado venial, es decir, un pecado al que se
da la venia.

Kierkegaard desdeñaba —o tal vez temía por apreciarla demasiado— la


apariencia brillante en la que yo quedo enredado. Poseía un sexto sentido para lo
secreto y, mientras los demás mortales disfrutábamos con los reflejos, él buceó
hasta el otro lado del espejo, supongo. En mi inventario, el desenfado, la travesura,
la originalidad, la astucia figuran en el haber del ingenio. Kierkegaard los anotaba
en el debe. El ingenio ciertamente carece de buenas referencias, no hay más que
leer sus referencias léxicas. En ellas no se incluyen la verdad, la honradez, el pudor,
ni tampoco la seriedad, la exactitud o la bondad. No puede ocultar su querencia
por la transgresión.

La crítica de Kierkegaard contra el ingenioso me recuerda por su


exageración la diatriba de Pascal contra el hombre que abdicando de su trágica
dignidad se entrega al divertissement. Entre ellos se da —¿tendré que decirlo?— un
aire de familia: no son serios, no cesan de jugar, cambian continuamente y su
inquietud se debe, como dice Pascal, a ne se savoir pas se tenir en repos dans une
chambre, o dicho en versión libre, a no soportar la monotonía de lo cotidiano.

Para mí el ingenio es una fiesta. Pues bien, el imprevisto rumbo de mi


investigación ha estado a punto de aguármela. Pretendía analizar una habilidad
intelectual, un juego retórico —en definitiva un tema estético—, y me di de bruces
con la metafísica y la moral al comprobar que el ingenio es un proyecto existencial,
un sistema de vida, y que tan imponente carácter es lo que unifica sus variadísimas
manifestaciones.

Ésta es su definición: Ingenio es el proyecto que elabora la inteligencia para


vivir jugando. Su meta es conseguir una libertad desligada, a salvo de la
veneración y la norma. Su método, la devaluación generalizada de la realidad. Al
abrir el bulto que menciona Gracián he encontrado la clave genética del ingenio
cifrada en cuatro palabras: libertad, desligación, devaluación y juego.

Las redes semánticas, los campos léxicos, los ecos, resonancias y


connotaciones funcionan como «índices», son mensajes que se escapan del
inconsciente y cumplen en el psicoanálisis lingüístico el mismo papel que os
sueños en el freudiano. O tal vez habría que decirlo al revés: que los sueños tienen
el mismo papel en el análisis freudiano que las relaciones semánticas profundas en
el lingüístico, habida cuenta de que Freud fue poderosamente influido en sus
investigaciones por a filología. Me atrevería a decir que el psicoanálisis clínico es
un fragmento del psicoanálisis lingüístico (Forrester, 1980). La fuerza ce mi
argumentación dependerá de cómo consiga integrar todas esas referencias
dispersas en un esquema coherente.

Hasta nuevo aviso, pues, consideraré el ingenio come el sueño de una


inteligencia que sueña con la liberad, que desea vivir desligada, sin unción, sin
respeto, sin coacciones, sin miedo, dedicada a lugar.
2

La anterior definición es un salto de siete leguas. Hay que desandar el


camino para volver a recorrerlo con sosiego. He dicho que la inteligencia quiere
jugar y ahora añado que quiere jugar su propio juego, lo que quiere decir: eludir la
transitividad complacerse en su propio dinamismo interminable y clausurado.

El juego es tradicional tema de meditación filosófica. Los pensadores han


elaborado en su honor éticas, estéticas, metafísicas y hasta teologías. En los años
sesenta hizo furor Eros y civilización, una obra de Marcuse, pensador
exageradamente ensalzado y exageradamente olvidado, que se preguntaba con
suma gravedad si estábamos en los umbrales de una sociedad lúdica, que iba a
transmutar el trabajo en juego. Cito esta obra porque es reveladora del ambiente
cultural de la segunda mitad del siglo, y porque influyó en los movimientos
estudiantiles de mayo del 68, que concluyeron en un espléndido ejemplo de
revolución ingeniosa, lo que le aproxima a nuestro tema. Después, su retórica fue
utilizada con mucha monotonía y escaso talento lúdico por políticos, sociólogos y
animadores culturales, y aún no se ha repuesto de semejante paliza.

El juego se describe como una actividad felicitaria, gratuita, libre, creativa,


herencia y nostalgia de la infancia. De él se puede decir que no tiene finalidad o
que es su propio fin, tanto da una cosa como otra, porque por fas o por nefas,
queda excluido del circuito de las actividades prácticas, que es de lo que se trata.
Su ser consiste en ser libre. El jugador, escribía Marcuse, experimenta un
sentimiento de libertad respecto del mundo objetivo. No suprime la realidad, pero
la libra de su aspecto serio. En el juego, el hombre no hace sino «jugar» con la
verdad y la realidad (Marcuse, 1953).

El ingenio es la rebelión de la inteligencia, que quiere dejar de ser seria, para


huir de sus multiplicadas servidumbres. Es esclava de la lógica, el sentido común,
el principio de realidad. Ha estado sometida al ser, a la verdad, a la belleza y a la
bondad, es decir, a los cuatro trascendentales metafísicos. Por eso, al sublevarse
busca con denuedo la intrascendencia. «Monólogo significa: el mono que habla»,
dice Gómez de la Serna. Por supuesto que es mentira, ésa es la gracia. «Cuando
sentimos un pie frío y otro caliente sospechamos que uno de los dos no es
nuestro». El ingenio parece disparatar sensatamente y descubrir un sesgo original
del mundo, del que no se puede decir que sea verdadero ni falso, porque pertenece
a un nivel ontológico diferente, como veremos al estudiar a metafísica del juguete.
Tenía razón Marcuse jugar con la verdad no es lo mismo que mentir o equivocarse.
Es aprovechar el «juego», la holgura que la inteligencia ingeniosa produce en la
realidad, como en estos ejemplos: «El que en la ventanilla del telégrafo cuenta las
palabras del telegrama parece el representante de la Academia que cuida del estilo
y nos pone una multa según las faltas observadas». «No comprenderán nunca las
mujeres que, cuando con la cara mojada pedimos una toalla, la pedimos en urgente
naufragio». Quedamos con la duda de si hemos leído descripciones ingeniosas de
la realidad real, o descripciones realistas de una realidad ingeniosa. En este
contraluz pretende afincarse para siempre la inteligencia.

(Divertimento filológico. La inteligencia, al hacerse ingeniosa, se vuelve lista.


Sufre un empequeñecimiento cordial que, como veremos, es la transmutación que
causa siempre el ingenio. La misma palabra «ingenio» ha experimentado esta
devaluación amable. En momentos más altos de su historia significó el poder
creador de la inteligencia. El Diccionario de Covarrubias, de 1611, lo define: «Una
fuerça natural del entendimiento, investigadora de lo que por razón y discurso se
puede alcanzar en todo género de ciencias, disciplinas, artes liberales y mecánicas,
sutilezas, invenciones y engaños». Se trataba, pues, de un talento universal. En la
actualidad reservamos la palabra para las invenciones menores, y no llamamos
ingeniosos ni a Einstein, ni al inventor del acelerador de partículas, sino a quien
sabe urdir una broma divertida o resolver un problema con habilidad y escasez de
recursos. Los ingenieros han dejado de ser ingeniosos, porque utilizan técnicas
demasiado complejas. Consideramos más ingenioso el invento del Tetra-Brik, un
procedimiento para empaquetar líquidos, que el invento de los superconductores,
porque este último es una aplicación de la ciencia más avanzada, mientras que al
inventor del Tetra-Brik le bastó la luminosa idea de plegar el cartón de la forma
adecuada. Una gran industria está basada en la papiroflexia. Parece un juego).

Dicen que Simmel coleccionaba ingeniosidades, cosa que no me extraña


porque yo hago lo mismo. En mi archivo tengo una sección dedicada al ingenio
financiero, que da mucho de sí. Allí está la cotidiana letra de cambio y sus peloteos,
junto a la sofisticación del leveradge buy out y sus prodigios, el «juego de la Bolsa»,
las operaciones de tiburoneo, los bonos basura, las artimañas fiscales, las islas
Caimanes y otros paraísos. Está también el mercado de futuros, que es lo más poético
que ha inventado la economía, desde que introdujo en los balances los bienes
intangibles.

Es fácil descubrir la causa de esta proliferación ingeniosa. El dinero y el


lenguaje son los dos grandes sistemas simbólicos que el hombre ha creado para
intercambiar ideas o cosas. La economía es, sin duda, real, y la realidad lo es con
más motivo, pero el dinero y las palabras no son más que significantes, que tienen
tan sólo un valor de cambio, una cotización. Hay palabras que se usan al alza o a la
baja, como las monedas. El juego de los significantes permite toda suerte de
malabarismos retóricos. Las operaciones financieras tienen un sorprendente
elemento de irrealidad, que es campo abonado para el ingenio. Imagine el lector
que debe un millón de pesetas a Pedro, quien debe la misma cantidad a Juan, que a
su vez, debe la misma cantidad al lector. Es un circuito de entrampados,
inmovilizado porque nadie puede pagar a nadie. Pero supongamos que el lector
pide a un banco que le preste ese dinero durante un minuto, y, en la misma oficina,
paga a Pedro, que paga a Juan, que paga al lector, que por último, antes de que
venza el fugaz plazo, devuelve el dinero en la ventanilla. Por arte de magia han
desaparecido todas las deudas. Aumente el ejemplo a escala mayor, incluso a
escala planetaria, y asistirá a curiosos fenómenos.

Las polémicas sobre la esencia de dinero y sobre la esencia del significado


son muy vivas. Leo en la última edición de la Enciclopedia Británica que la
definición del dinero continúa siendo una cuestión disputada. Nadie sabe con
certeza qué depósitos bancarios tienen que considerarse dinero. Hay expertos que
dicen que unos sí y otros no. Me sorprende el resumen que la Enciclopedia hace de
la situación: «Aunque ningún banco individual crea dinero, el sistema como
totalidad lo nace. Este proceso de expansión múltiple yace en el corazón del
moderno sistema monetario».

He dicho que este texto me sorprende, pero era sólo una afirmación retórica.
La expansión múltiple es el sino de todo sistema de intercambio simbólico. Los
significantes se reproducen con mayor rapidez que los significados, provocando la
inflación el barroquismo y la sofisticación formal. Las ingeniosidades financieras
son a la economía lo que las otras ingeniosidades son al arte: alardes de la
inteligencia hábil.

En la devaluación del ingenio como facultad intelectiva influyó la aparición


de otra palabra —«genio»—, que le hizo una competencia desleal, no sólo en
castellano, sino en otras lenguas. En el siglo XIX, Chateaubriand, refiriéndose a
De Bonald, escribía: «avait l’esprit delié; on prenait son ingéniosité peur du genie».
Dejemos este tema, por ahora.

Cuando la inteligencia se hace ingeniosa no se toma en serio y rebaja sus


humos. Su reino se vuelve minúsculo y riquísimo, como el de un jeque. El lenguaje
castizo, fuente inagotable de ingeniosidades, ha reducido las imponentes
facultades mentales a escala casera y manual. La listeza no impresiona tanto como
el talento, palabra solemne hasta en su fonética, pero lo aventaja en velocidad y
agudeza. Es más avispada. También el ingenio es rápido y de rejón certero. Otras
palabras tejen la trama semántica de la inteligencia menor que se divierte consigo
misma, sin atender a otros requerimientos. Al bajar a los barrios, «ser una
lumbrera» se tradujo por «tener quinqué», una luz pequeñita, pero oportuna. La
lucidez perspicaz o clarividencia se convirtió en «tener pupila». «Serafina, ten
pupila, que te has puesto esta mañana las dos medias del revés», cantaba el coro en
una famosa zarzuela. La poderosa luz de la razón quedó reducida a «chispa». La
pupila, el quinqué y la chispa constituirían el utillaje conceptual de una teoría de la
inteligencia lista y castiza, que sería un platonismo chulapón.

Este divertimento filológico no es una presunta ingeniosidad del autor.


Apunta a unas curiosas relaciones entre el ingenio y el casticismo, que el
psicoanálisis que llevo a cabo tendrá que aclarar. Nada es casual. El interés que los
ingeniosos han mostrado siempre por el tipismo barriobajero y sus argots ha de
tener su motivación profunda. Basta por ahora dejar constancia del hecho.
Quevedo conocía y utilizaba con garbo la germanía. Valle Inclán, Ramón Gómez de
la Serna, Arniches, González Ruano, Francisco Umbral son admirables ejemplos de
poética y retórica castiza.
3

Jugar es un gasto fruitivo de energía. Todos los organismos superiores


disfrutan con actividades derrochadoras. Darwin se había percatado ya de la
prodigalidad de los pájaros tropicales, que cantan demasiado, sin finalidad alguna,
como si jugaran a cantar (Buytendijk, 1933). Según Lorenz, los pájaros entonan sus
cánticos más hermosos cuando cantar por placer. «Una y otra vez —escribe— me
ha conmovido profundamente constatar que el pájaro cantor logra su máximo
rendimiento artístico en la misma situación biológica y en el mismo estado de
ánimo que el ser humano, a saber, cuando produce juguetonamente y, por decirlo así,
alejado de la seriedad de la vida» (Lorenz, 1943). Disculpemos las exageraciones
empáticas del etólogo y retengamos sólo que los animales realizan actividades
inútiles en apariencia, y que no siempre son ejercicios de entrenamiento. Darling,
en su estupenda monografía sobre la vida de los ciervos, ha descrito algunos
juegos, que todos los que hemos convivido con perros reconocemos: King of the
Castle: juego en el que un animal defiende una elevación del terreno —el castillo—
mientras su contrincante intenta arrojarlo de su posición y ocuparla él mismo.
Racing: competencia de carreras en la que sólo importa quién llega más lejos. Tig:
corretear en solitario alrededor de un árbol, o una piedra (Darling, 1937).

También los cortejos y pavoneos son excesivos y no puedo dejar de pensar


que hay en la naturaleza un gratuito afán de exhibirse y deslumbrar. La vanidad
no es una debilidad humana, sino una característica zoológica.

Por su parte, el hombre es hiperactivo y piensa demasiado. Freud dio una


explicación: «Cuando nuestro aparato anímico no nos es necesario para la
consecución de alguna de nuestras imprescindibles necesidades, lo dejamos
trabajar por puro placer. Sospecho que esto es, en general, la condición primera de
toda manifestación estética» (Freud, 1905).

Freud atiende sólo a un aspecto del fenómeno. La más imprescindible


necesidad del hombre es hacerse cargo de la realidad y ganarse la vida a fuerza de
inteligencia. Los instintos no dirigen su comportamiento, y la libertad le arroja a un
mundo sin caminos, donde tiene que inventario todo o casi todo. El hombre ha de
convertir el universo, de por sí hostil e inhóspito, en una casa habitable, para lo
cual crea todo tipo de artilugios mentales y físicos: conceptos, palabras, teorías,
utensilios, «ingenios mecánicos». Con ellos consigue apropiarse la realidad y
convertirla en morada. «Poéticamente habita el hombre la tierra», escribió
Holderlin y tenía razón si entendía «poesía» en sentido etimológico: poiein, hacer,
agenciárselas, crear. Prefiero traducir: Creadoramente habita el hombre la realidad,
irremediablemente.

La palabra «supervivencia» se vuelve equívoca si la aplicamos a animales y


hombres. El animal pervive solamente. El ser humano super-vive. No es que viva
por encima de sus posibilidades —eso sería quimérico— sino por encima de sus
realidades, es decir, vive en sus posibilidades. Se dedica a actividades lujosas
porque «tiene muchos posibles», y cada posible es una llamada a la acción. Por eso
no puede parar de inventar.

Los antropólogos dicen que, treinta y cinco mil años antes de nuestra era,
hubo en Europa una explosión de creatividad. En un cierto nivel de los
yacimientos geológicos aparecen, junto a los toscos instrumentos de piedra, otros
objetos inútiles —cuentas, adornos, toda una bisutería prehistórica—. Al lado de lo
necesario, lo superfluo. Las culturas han tendido siempre al barroquismo por un
exceso de insaciable inventiva. Nunca le ha bastado al hombre con lo que veía, sino
que, poseído por una furia fabuladora incomprensible, ha creado los más
descabellados y hermosos mitos para explicar lo evidente. Somos incapaces de
contentarnos con ver sin inventar, entre otras razones porque sin inventar no
vemos nada. Para recibir una cosa hemos de ir más allá de la información recibida.
Bruner, uno de los renovadores de la psicología de la percepción, tituló uno de sus
trabajos, precisamente así: Beyond the Information Given (1973). Tenemos que crear,
incluso para percibir. Y la humanidad lo ha hecho incansablemente. La pintura
nació en el fondo de las cuevas, pero en aquellos talleres subterráneos nacieron
también las efímeras artes del maquillaje y la vainica y las más contundentes de la
talla y el pedernal. Altamira no fue sólo la catedral del arte paleolítico, sino
también la Casa Dior de la moda cuaternaria. Una fecundidad irrestañable llenó de
objetos y significados el mundo prehistórico y aparecieron, en suntuoso cortejo, la
magia, el arte, la religión, la técnica, la ciencia, el ingenio: una brillante parada.

Los estímulos no disparan la acción del hombre —y esto le distingue


radicalmente de los animales—, sino que le obligan a proferir significados. La
información del exterior es sólo un pre-texto para las operaciones de la
inteligencia, que ha de redactar el texto definitivo. Y lo hace adelantando
resultados, elaborando proyectos, en una palabra, huyendo hacia adelante y
atrapándose. Al estudiar la génesis de la inteligencia en el niño, Piaget atribuyó el
progreso intelectual a una intrínseca necesidad de equilibración. El niño se hace
cargo de la realidad con los esquemas innatos que posee, los cuales se manifiestan
muy pronto impotentes para dominar la complejidad del mundo. Las nuevas
situaciones se convierten en problemas y los problemas desequilibran al niño que,
en un alarde creador pasmoso, recupera la estabilidad construyendo esquemas de
asimilación cada vez más eficaces. Entre los reflejos de succión del recién nacido y
las más elaboradas teorías científicas no hay diferencia sustancial, sino tan sólo un
progreso en la eficiencia de los esquemas, dice Piaget (Piaget, 1950, 1961).

El juego es también un esquema de asimilación mediante el cual el niño —y


el adulto— somete la realidad al propio yo. El mundo se convierte en cancha para
una actividad sin fin. Las pistas de atletismo son circulares o elípticas porque el
corredor no quiere ir a ningún sitio, sino tan sólo correr. El lanzador de jabalina
alancea un aire sin enemigo, y la multitud de juegos que introducen un objeto en
un agujero, desde el gua de los niños al golf de los adultos, podrá tener un
inconsciente simbolismo, pero ninguna utilidad práctica. Esta ausencia de
finalidad externa hace que el juego se reanude constantemente. El esquiador que
ha disfrutado al deslizarse ladera abajo vuelve a remontarla para bajar de nuevo.
El jugador es la encarnación de Sísifo dichoso, porque las metas no terminan nada,
y sólo el cansancio impone un provisional paréntesis.

Porque es inútil, reiterativo, inacabable, porque sólo pretende disfrutar,


decimos que el juego no es una actividad seria. Por lo tanto, el ingenio, que es un
juego, tampoco lo será, lo cual nos obliga a precisar qué es eso de la seriedad.
4

«He echado la seriedad por la borda. Si hay algo que dé unidad a mi vida es
que no he querido jamás vivir seriamente», escribía Jean-Paul Sartre en 1939. Son
palabras de un ingenioso.

Cito a este autor a ciencia y a conciencia. Este libro es una investigación


inductiva y he de operar sobre ejemplos, para lo cual traeré a la palestra a los
ingeniosos, acompañados de sus obras: es una agradable macera de aprender
deleitándose. Sartre comparecerá con notoria asiduidad, por motivos que me
reservo por ahora. Fue un ingenioso y según el texto citado quiso vivir como tal, lo
que a ojos de un existencialista que identificaba biografía y sistema equivale a
unificar su caso y su teoría. Es un ejemplo que incluye además la teoría sobre ese
mismo ejemplo, con lo que se convierte en colaborador de este trabaje, sin
sospecharlo.

Sartre, que pertenece a la especie casi extinta de los filósofos precisos, define
el tema con cuidado. «Hay seriedad cuando se parte del mundo y se atribuye más
realidad al mundo que a uno mismo, o, por lo menos, cuando uno se confiere a sí
mismo una realidad dependiendo de su propia pertenencia al mundo». Es, pues, el
síntoma de una sumisión. El hombre serio se somete a la realidad.

Según Sartre hay dos tipos de gente seria: los revolucionarios y los
propietarios. Como dice en El ser y la nada, el materialismo y la revolución son
serios. Marx es serio. «Estableció el dogma primero de la seriedad al afirmar la
prioridad del objeto frente al sujeto». El dinero también es serio y lo que poseemos
nos posee. Con su contundencia habitual concluye: «odio la seriedad».

En los cuadernos autobiográficos que escribió durante la guerra, confiesa un


sentimiento de irrealidad parecido al que Gide refleja en su Diario, cuando
reconoce que le falta sentido de lo real y que los acontecimientos más importantes
le parecen mojigangas. «A mí me ocurre otro tanto —comenta Sartre—, y
seguramente de ahí procede mi frivolidad. He podido hacer teatro, o experimentar
lo patético, lo angustioso o lo alegre. Pero nunca jamás he conocido la seriedad. Mi
vida entera no ha sido más que un juego, a veces prolongado, fastidioso, a veces de
mal gusto, pero juego al fin y al cabo, y esta guerra no es para mí más que un
juego. Lo real tiene cierta consistencia que le da un aspecto de gelatina espesa y
que, a Dios gracias, desconozco; he visto a gente dispuesta a tragarse ese postre
indigesto, y me ha producido horror» (Sartre, 1988).

¿Por qué tan encendido elogio del juego? ¿Por qué esa violenta repulsa de la
seriedad? Una sola respuesta responde a las dos preguntas: el hombre serio no
tiene conciencia de su libertad. En cambio, desde el momento en que el hombre se
percibe como libre y quiere usar su libertad, juega.

Es cierto que el juego libera de las coacciones de la realidad. Es el paraíso del


«como si» decía Claparede, una mezcla de acción y ensueño. El mismo jugador
establece las reglas. No hay ninguna razón objetiva que justifique que el jugador de
balonvolea pueda coger la pelota con la mano y no pueda hacerlo en cambio el
jugador de fútbol. Hay un simulacro de legalidad, que se acepta porque sustenta la
posibilidad del juego. Desaparece el aspecto hosco, coercitivo y vampirizante de la
ley.

También se esfuma la pesadumbre del tiempo. El jugador desea vivir en el


presente, puesto que está disfrutando. No se asoma al futuro ni con interés ni con
miedo. Se olvida de él, simplemente. El único tiempo que cuenta es el interno al
mismo juego: el tiempo de juego, que tiene un comienzo y un final precisos, que
convierten el intervalo en un acontecimiento. En la vida cotidiana parece que no
existen estos acerados límites, y que los sucesos se desparraman por el tiempo,
desdibujados, con unas fronteras desflecadas, en las que nada comienza
verdaderamente, ni acaba del todo, donde puede decirse que nunca pasa nada,
porque todo se queda ligado, en ese magma resbaladizo que es la existencia. En
ella se incrusta como un aerolito el tiempo de juego.

Por ser una actividad que no quiere tener consecuencias, el juego se


desembraga ce la realidad. El hombre serio, por el contrario, «está atrapado en una
serie infinita de consecuencias y no ve más que consecuencias hasta donde abarca a
vista». Semejante responsabilidad le hace estar sometido al mundo, a sus reglas,
normas y estructuras. Vive acuciado por la responsabilidad y el miedo, abrumado
por las consecuencias de sus acciones, que succionan su dignidad de sujeto libre.
Por el contrario, el juego, el ingenio, realizan la misma función que Kierkegaard
atribuía a la ironía: liberan la subjetividad e incitan a la inconsecuencia.

El hombre serio no juega con las cosas. Tiene que estar en la realidad, echar
raíces, no ser insustancial, ha de dar razones de peso, no ser veleidoso, medir los
actos y prever el futuro. Para él la normalidad estriba en estar sujeto a norma. Se
somete al sentido común, a la regla común, a la lógica económica. En cambio, el
hombre que juega, el sujeto que se quiere libre, ahuyenta la responsabilidad
porque desea ser autosuficiente. «Su objetivo, al que apunta a través de los
deportes, el mimo o el juego propiamente dicho, es alcanzarse a sí mismo, como
cierto ser, precisamente como ser que depende en su existir de sí mismo» (Sartre,
1947).

El hombre serio posee y atesora, y puesto que allí donde está su tesoro allí
está su corazón, tiene el corazón puesto en sus posesiones. Lo que posee, le posee.
En cambio, el jugador, y no sólo el del naipe, despilfarra. Las cosas existen para ser
gastadas, consumidas, es decir, para hacer algo con ellas. Así las dominamos sin
caer en su hechizo. Es lo que sucede cuando al esquiar me apropio del campo de
nieve: lo poseo sin enraizarme. Cuando el jugador de rugby aferra el balón,
tampoco quiere quedarse con él. Todas las actividades búdicas son pródigas. En
los fuegos artificiales se destruye la materia al dar a luz el objeto, e igual sucede en
los juegos de agua y, como tendremos ocasión de ver, en los juegos de ingenio. En
todos ellos hay una búsqueda de lo efímero, una estética de lo fugaz que consagra
el ahora que fluye gozosamente. No se pretende nada más. El jugador vive siempre
una pasión inútil. Si se prohíben las trampas en el juego es porque lo contaminan
de racionalidad e interés, y entonces el juego se entrampa en la trampa y se
empantana. El tramposo no quiere jugar, quiere ganar. Que los juegos y deportes
hayan de estar regidos por minuciosos reglamentos muestra hasta qué punto el
hombre es un jugador imperfecto, que no depone con facilidad su codicia y su afán
de poder. El ingenio sufre también esta contaminación de intereses no lúdicos.

La gravedad de las cosas nos atrapa si no sabemos deslizamos sobre ellas.


Glissez mortels, n’appuyez pas, recuerda Sartre, que quiso siempre despegarse de la
realidad, reproduciendo en su conciencia ese triunfo de la velocidad y la energía
que es el vuelo de una motora sobre las aguas. Nunca le abandonó el miedo a
abandonarse. La inercia era la caída en lo viscoso. Lo serio le pareció envarado y
estéril. Por ello elogió tanto la fecundidad del juego.
5

Ni la filosofía ni la psicología deben hacemos olvidar nuestro interés por el


lenguaje, esa realidad familiar y misteriosa, que yace en la memoria como un
continente sumergido. Las palabras de un campo semántico son como las islas de
un archipiélago, que parecen exentas y no son más que crestas de un único macizo
montañoso submarino. Cuando se las contempla una a una —palabras o islas—
asombra ver las semejanzas semánticas o geológicas que hay entre ellas. Así
sucede, por ejemplo, con el archipiélago léxico de la pesadez en el que encontramos
rica información para nuestro tema. Lo que une a todas sus islas es la opresión y el
agobio. Un pesar es un sufrimiento, pues el peso no sólo pesa, sino que también da
dolor. Graves son las enfermedades y los pecados, y también los hombres serios de
continente severo. Graveza significaba «molestia», y gravecer, «desagradar»,
«ofender», «agraviar». Llamamos pesadumbre a la pena, y pesadillas a los malos
sueños. Nos resulta pesado y cargante todo lo que aborrecemos —es decir, lo
aburrido—. Molestar viene de mole. Se llama plomífero al hombre fastidioso, y el
plomo está relacionado con Saturno, el más detestable planeta, por lo que se llama
saturnino a lo que guarda relación con el plomo, y al hombre melancólico y
taciturno. Todos los caminos que atraviesan el campo semántico «peso» conducen
a parajes desolados y penosos.

Esta característica tan siniestra se hace aún más acusada cuando se analiza el
campo antónimo: la levedad. Leve es lo que no tiene peso. Entramos así en el reino
del ingenio. La ausencia de gravedad hace que el hombre sea un vaina y que la
mujer caiga en la liviandad, que es una excesiva ligereza de cascos. Pero la ligereza es
también la ausencia de pesadumbre. Es euforia: la experiencia dinámica de la
alegría. El ingenio se apropió con gusto de la levedad, que significa también
agudeza, sutileza. Ésta fue la palabra que deslumbró a los teóricos barrocos del
ingenio. La inteligencia debía someterse a un severo plan de adelgazamiento para
alcanzar la agudeza. La tosquedad, la rudeza y la pesadez no eran más que
enfermedades del metabolismo.

La densidad de este campo léxico y sus correlaciones con otros campos


afines —ascensión y caída, exaltación y depresión, hundimiento y salvación, por
ejemplo— sugieren que nos encontramos ante uno de los grandes arquetipos
imaginar os del inconsciente humano.

El espíritu del hombre se orienta respecto de dos puntos cardinales: arriba y


abajo. El juego y el ingenio quieren ascender.
6

Resumiendo: con el juego, el sujeto pretende disfrutar de una libertad


absoluta. Es, pues, un espejismo del paraíso. Sin normas, sin trabas, sin límites, sin
peso, la conciencia se expande en un aire triunfal. Leo en Borges una línea de
Petronio citada por Addison. Dice que el alma, cuando está libre de la carga del
cuerpo, juega. En efecto, hay en el juego una nota de ingravidez, y también de
utopía e inocencia. Niega la necesidad de una norma heterónoma, pues cree en el
fair play, que es su aristocrática derivación ética. El jugador se percibe como sujeto
activo, ejerciendo con exaltación su libertad y poderío, a salvo del mundo, que se le
presenta enfurruñado bajo la severa figura ce la seriedad, el orden de los fines, el
interés y las consecuencias.

El afán lúdico ha guiado todos los movimientos contraculturales de este


siglo, como expondré más adelante. Vivimos el momento de la «de-construcción»,
o lo que es igual, de la sistemática construcción del desguace, actividad
contradictoria que se afirma negando y demuestra desmontando. En el fondo de su
violencia alienta un concepto de libertad desligada. Toda religación implica una
atadura, Nietzsche lo vio con nitidez. Era necesario desprenderse de todos los
valores acuñados, porque aniquilan nuestra libertad. Hay una religiosidad
implícita en toda religación a una norma. Por ello el vigoroso y atormentado
profeta de nuestra época escribió: «Temo que no vamos a desembarazarnos de
Dios porque continuamos creyendo en la gramática». Una fuerza tremenda nos
acecha oculta en la sintaxis y la ortografía. Quien se preocupe de ellas acabará
utilizando agua bendita. Un texto del mismo autor me convence de que las
asociaciones señaladas en este capítulo no son arbitrarias. Lo escribió en Ecce homo,
su autobiografía, y dice así: «No conozco ningún otro modo de tratar con tareas
grandes que el juego». Así anunciaba la aurora de una nueva época en la que el
nacimiento y la desaparición de las figuras finitas y temporales se experimentarían
como baile, como danza, como juego (Nietzsche, 1888; Fink, 1966).

Me reafirmo, pues, en mi tesis: el campo semántico del ingenio está


unificado por ser un proyecto de existencia basado en la búsqueda de la libertad
desligada, cuyo emblema y triunfo es el juego.
II. ¿CÓMO JUEGA LA INTELIGENCIA?
1

Cuando digo que la inteligencia juega, no hablo metafóricamente. La


inteligencia juega consigo misma ejecutando sus actividades libremente, con
fruición, prescindiendo de normas y finalidades, insumisa e incansable. En una
palabra, comportándose ingeniosamente. En el ingenio se encuentran todas y cada
una de las características del juego.

Es, en primer lugar, una actividad placentera, auto-suficiente, y por lo tanto


inagotable. El juego no pretende alcanzar ningún fin exterior a él. Es por ello
infinito. Meter un gol o ganar un partido no son la finalidad del juego, porque,
terminado uno, si no se opusiera el cansancio, comenzaría otro nuevo. El cuerpo y
el espíritu se captan como inagotables y esa sensación de poder forma parte de la
alegría del juego.

El ingenio manifiesta este activismo con una inagotable producción de


ocurrencias. La fecundidad ha de acompañarle siempre. Posee una psicología de
surtidor, que se vive como chorro incesante, cabrilleando bajo el sol. Impulsada
por una ola de vitalidad, la inteligencia viste al universo de significados
proliferantes, golpea realidades con realidades para hacerlas soltar chispas, pone
en danza todas las cosas, convirtiendo el mundo en un dorado avispero de
imágenes e ideas. Platón definió la retórica como la capacidad de compararlo todo
con todo. Era el arte del sofista, el prestirrazonador. Semejante riqueza produce
euforia porque arranca al mundo de su modorra, al hacer estallar su monótona
identidad. «La gracia y la alegría y el lujo de las cosas consiste en los reflejos
innumerables que las unas lanzan sobre las otras y de ellas reciben, la sardana que
bailan todas de la mano», escribió un ingenioso, don José Ortega y Gasset.

Los ingeniosos no pueden callarse, porque tienen siempre demasiadas cosas


que decir. Sartre se escandalizaba al leer el Diario de Jules Renard: «Juro que me
deja muy asombrado —a alguien como yo que ve ante sí todas las vías libres para
escribir y para pensar empezando cada vez de nuevo, y que cada vez que elige tiene la
sensación de amputarse de mil posibilidades vírgenes—, muy perplejo, leer este Diario
de un individuo que en cada página afirma que todos los caminos están cerrados».
Palabras casi idénticas empleó Ortega cuando imperativos editoriales le pusieron
en el brete de escribir un pliego sobre cualquier cosa. Contemplando un cuadrito
de Regoyos que tiene frente a él, se pregunta: “¿No podría llenarse un pliego con
todo lo que este menudo cuadro sugiere? Desgraciadamente, no. Nada más fácil
que escribir sobre este cuadro varios pliegos; pero uno, uno solo, imposible. El
lector no sospecha los apuros que un hombre pasa para escribir un solo pliego.
¡Son de tal suerte maravillosas las cosas del mundo! ¡Hay tanto que decir sobre la
menor de ellas, y es tan penoso amputar a un asunto arbitrariamente sus miembros
y ofrecer al lector un torso lleno de muñones!” (Ortega, 1921).

Todos los juegos hacen algo con la realidad, poniendo en evidencia alguna
de sus propiedades, resistencias nuevas, rutas aún no abiertas, o como en el caso
del ingenio, la riqueza de aspectos y relaciones que podemos descubrir en ella.
Como tiene tanto que contar, al ingenioso nunca le faltan palabras. Voy a incluir
otro texto de Ortega en la antología que funda mi análisis. Pertenece al fruto
literario más maduro de toda su obra: Notas del vago estío, ensayo que comienza con
una «obertura de los caminos». El escritor viaja por Castilla y descubre que el
paisaje está atado por los caminos, sin los cuales cada loma se separaría de su
vecina, el riachuelo alzaría su autonomía, y campos, peñascos, alcores y casas
serían teselas desvinculadas. Los caminos son personajes vivos, «en cueros sobre la
tierra desnuda», «que se lanzan de cabeza valle abajo» para luego brincar hasta la
colina y más allá detenerse (¡oh, magnífica greguería!) en una encrucijada «en la
que el camino no sabe qué camino tomar». Esta perplejidad provoca el sufrimiento
moral del camino, herido además por el navajazo que le propinan las vías del tren
cuando lo atraviesan. «Queda enfermo el camino para siempre de aquel sitio y es
preciso entablillarlo con las vallas y ponerle un practicante al lado. Con frecuencia
al pasar vemos el trapo empapado en sangre que agita el practicante en señal de
peligro». Con excepcional agudeza, Ortega cierra esta catarata metafórica con un
sorprendente: «Etcétera, etcétera, etcétera». Advierte que el juego es divertido, pero
que ya es hora de pasar a cosas más serias. De todas las cosas puede decirse
siempre una cosa más. Los caminos son también la red que aprisiona los paisajes,
el sistema arterial que los alimenta, la firma con que el hombre deja constancia de
su dominio sobre la naturaleza, los látigos que doman asperezas, la serpentina que
se lanzan los pueblos cuando están en fiestas. Se puede decir todo porque no hay
necesidad de decir nada en especial. Cuanto dice el ingenioso es ampliamente
arbitrario. Su gran aspiración es no repetirse, y este criterio permite un
interminable volver a empezar.

Otros ejemplos confirmarán el aspecto reiterativo y reanudante del ingenio.


Tomo el primero de la Auto-moribundia de Gómez de la Serna. El autor confiesa ser
«un terrible e impenitente clavador de clavos». ¿Qué puede dar de sí el vulgar acto
de clavar un clavo? La inteligencia comienza su trabajo, lanza sus redes, mira de un
lado y de otro, al revés y al derecho. No se contenta con mirar lo que hay, sino que,
siguiendo la indicación de Platón, quiere comparar todo con todo, en un careo
infinito. Conclusión: Gómez de la Sema escribió cuatro páginas sobre su pasión por
los clavos, dejándonos con la certeza de que podrían haber sido cuatrocientas.
«Una humanidad que no pudiese clavar un clavo, ésa sí que sería una humanidad
esclavizada, privada de la más elemental e imprescindible de sus regalías. El
hombre de la ciudad, que no puede sembrar nada, que no puede ser agrimensor,
que no puede plantar esquejes, que tiene vedado colocar árboles al tresbolillo o en
rectos viales, al clavar clavos cumple su misión de sembrador. Clavar clavos es
además un acto marinero y terminal de echar los rezones o el ancla y enclavarse en
el puerto. Hasta que el recién mudado no clava sus primeros clavos, los carros de
la mudanza podrían venir otra vez por él, y llevárselo con rumbo desconocido a él
y a sus muebles. En las casas en las que nos sentimos más estables fue en aquellas
en que nuestro padre clavó más cuadros, llegando a sospechar que tenía tantos
paisajes para tener disculpas en clavar más clavos y asegurar mejor la perpetuidad
del hogar. La señal de que yo era el “capo” independizado y en casa propia me la
dio sobre todo el que yo clavase mis clavos donde más me petó, colocando más
arriba o más abajo, más a la derecha o más a la izquierda, los objetos pendientes o
pendantes de las paredes de mi casa». Etcétera, etcétera, etcétera.

Hay que vivir con el temple de la renovación, dispuestos siempre a comenzar


de nuevo, como decía Sartre en el texto citado, porque el juego del ingenio
manifiesta la libertad de la inteligencia, que no puede atarse a nada. Ningún acto
consuma nuestra libertad, ninguna ocurrencia consuma nuestro ingenio, ninguna
frase agota la realidad. El psicoanálisis del ingenio desvela su hondura metafísica:
es una parábola de la libertad. Es su proclamación: hay que inventar siempre,
incansablemente, con tino o con desatino, he de inventarme siempre, porque lo que
no es creación es inercia. La repetición manifiesta el instinto de muerte, dijo Freud.
Hay que recomenzarse cada mañana. Es preciso reemprender una y otra vez ese
interminable comentario del mundo que es el ingenio. Si se acabaran las
ocurrencias quedaríamos a merced de la realidad, esclavizados por la pasividad.
Las ingeniosidades deben producirse en series, porque una ingeniosidad solitaria
es una ingeniosidad manca, minusválida, contradictoria, como lo sería un bailarín
que trenzara una pirueta y se quedara quieto, consumado ya su arte. Dejaría de ser
bailarín para ser estatua de bailarín tan sólo.

El último ejemplo de fluidez interminable lo tomo de Francisco Umbral.


Habla de las animadoras, las cantantes de los cabarets moralísimos de la posguerra,
y el asunto le da para cuatro páginas. El punto final lo pone el cansancio y no el
agotamiento del tema, que siempre podría dar más de sí.

«Después de la guerra y la limpieza que se había hecho en el país, el pecado


volvía bajo todas sus formas, lentamente nos iba invadiendo como un lodo, porque
toda prevención era poca y así fue como surgieron del lodo las animadoras (…)
Con las animadoras aprendimos a mirar la espalda femenina, que no es cosa que se
vea de una vez, ni mucho menos, sino que hay que mirarla muy despacio. Hay que
mirar la espalda como si fuera un pecho, porque en la espalda tienen ellas su otra
mitad masculina, el pecho de hombre, liso y limpio, huesudo. La mujer, por detrás,
es un hombre, pero un hombre enfermo, como dijo el otro (…). Aquellos trajes
escotados por detrás (la espalda ha sido siempre menos pecado para los dictadores
de la moral, que no entienden nada de espaldas) dejaban ver la espalda de la
animadora. Luego venía la cremallera del vestido, aquella cremallera que no se
soltaba nunca. Lo primero que hacía falta para ser animadora era que no se le
soltasen a una nunca las cremalleras. Esas señoritas de cremalleras flojas, de ligas
flojas, que siempre se estaban metiendo en los portales para subirse algo, para
abrocharse algo, no servían para animadoras. A las animadoras se las llamaba
también vocalistas en los lugares de más respeto. Vocalista, que me parece que se
escribía así, con uve, porque no venía de boca, sino de vocal, era una palabra
técnica, aséptica, nueva, que servía lo mismo para un señor que para una señora.
Efectivamente, las vocalistas vocalizaban mucho, agrandaban las vocales, vivían de
esas cinco letras. Las animadoras…». (Umbral, 1972). Etcétera, etcétera, etcétera.

Reconocemos en el ingenio la incansable actividad del juego. Cada nueva


tirada de ingeniosidades es un simulacro de comienzo, como lo es en el fútbol
sacar del centro del campo después de un gol. La inteligencia juega consigo misma
disfrutando de esa actividad sin compromiso ni codicia. Los textos que produce
muestran «la imposibilidad estructural de cerrar la red, de interrumpir su tejido,
de trazar en él una marca que no sea nueva marca». Estas palabras de Derrida
describen la esencia de un texto ingenioso, aunque no se refieran a él en sentido
estricto. Esta cita nos sirve para anunciar una característica de la cultura moderna,
que ya vimos profetizar a Nietzsche: hemos vivido y vivimos en la época del
ingenio. El arte, la filosofía y las costumbres han oído el reclamo del ingenio y su
llamada a una libertad desvinculada. Muchas peculiaridades de nuestra cultura, a
primera vista inconexas, se unifican al considerarlas manifestaciones (sueños) de
un proyecto existencial (inconsciente), que el análisis descubre.
2

Platón había ya distinguido lo serio (spoudè), el juego (paidia) y la fiesta


(eortè), y afirmaba que esta contraposición se prolonga en el lenguaje. Así pues,
habría un habla noble y seria, y un habla juguetona y gratuita. A mi juicio, sólo el
ingenio lingüístico encarna esa gratuidad, porque sólo él vive una actividad sin fin.
De ahí que valore superlativamente la abundancia y exalte la fertilidad de forma
desorbitada, si se compara con otras actividades intelectuales. Todo ingenio quiere
ser el «fénix de los ingenios». Cuatro grandes mitos han recogido la idea de la
reanudación perpetua: el Ave Fénix, el telar de Penélope, la tarea inacabable de
Sísifo y el mito del eterno retorno de Nietzsche. Cualquiera de ellos puede
aplicarse al ingenio. Son símbolos de su incesante y efímero existir.

También la ciencia inventa continuamente hipótesis nuevas y necesita de


esta riqueza para mantenerse en buena forma creadora, pero considera que esa
multiplicidad es sólo un medio, casi un penoso tributo que pagamos a nuestra
limitación, mientras que para el ingenio es un valor en sí. A la ciencia sólo le
interesa una hipótesis: la verdadera. Las demás son pasos en falso que serán
olvidados. No hay una historia de los errores científicos que tenga valor científico,
pues la ciencia reconoce exclusivamente los aciertos y considera las tentativas
frustradas como extravíos de la frágil razón humana. Esos despistes sólo interesan
a disciplinas exteriores a la ciencia correspondiente, como son la historia, la
hermenéutica o la psicología del quehacer científico. A la ciencia le interesan los
resultados. La historia es un acontecimiento inevitable, pero insignificante.

Al ingenio, por el contrario, le interesan todos los ensayos. Lo mismo le


sucede al arte en general, que también guarda amorosamente los esbozos fallidos,
por diversos motivos. Unas veces lo hace para comprender la génesis de la obra
(como en la edición facsímil de The Waste Land, de T. S. Eliot, con las correcciones
de Ezra Pound, que tengo delante). Otras, por mera incapacidad para distinguir los
esbozos de la obra completa, al tener todos ellos un valor semejante, como
afirmaba Valéry. El arte moderno ha llevado esta opinión a sus últimas
consecuencias negándose a admitir que exista de hecho diferencia alguna. No en
balde es un arte ingenioso, que disfruta con el chic de l’échec.

Las relaciones entre «arte» e «ingenio» van a aparecer repetidamente en este


libro. No se los puede identificar sin más ni más. Una de las posibilidades del arte,
sólo una, es hacerse ingenioso. El arte no ingenioso, al que llamaré «gran arte» con
cierto retintín hasta que pueda apearlo o justificar el tratamiento, mira con cierto
desdén la inagotable facundia del ingenioso. Mallarmé es un caso desorbitado.
«Decía —cuenta Valéry— que el mundo sólo existía para desembocar en un libro
hermoso, y que podía y debía perecer una vez que su misterio hubiese sido
representado y su expresión encontrada. No veía ninguna explicación ni excusa para
la existencia de todo lo que hay» (Valéry, 1957). Mallarmé no está solo. La «gran
poesía» no quiere ser un juego, le repugna la casualidad y busca lo esencial. «No lo
toques ya más, así es la rosa», escribió Juan Ramón Jiménez, dando matarile a la
poemática rosalística, con una afirmación que sulfuraría a cualquier ingenioso,
para quien la rosa debe convertirse en inacabable pirotecnia de imágenes.

No es de extrañar que Juan Ramón Jiménez —tan vulnerable a su vez a la


burla por su exquisitez peripuesta— escribiera una mordaz sátira contra los poetas
ingeniosos, en la que ataca a «una juventud, asobrinadita toda ella, y desganada,
tonta, pobre de espíritu, rana, inculta, que pretende limitar la poesía, en nombre de
lo popular, a lo ingenioso, a la arenilla fácil, el azulillo bajo del aro y el globo
infantil. Lo ingenioso debe estar asumido en todo poeta como una savia o un
capricho, esencia o gesto tendido, no, nunca, arranque, no copa, ideal. Sus
guirnardillas de encanto, adornan y completan, en su tono menor, la obra plena de
un artista verdadero. Pero cuidadito, ingeniosillos, popularistas, que esas ligeras
gracias aisladas y a todo trapo, cansan y terminan por aburrir, como las gracias
repetidas de los niños».

Las mismas palabras aparecen con insistencia a lo largo del estudio,


agrupándose en dos nebulosas significativas cada vez más densas. Juan Ramón
enlaza lo popular, lo ingenioso, lo fácil, el encanto, el adorno, el tono menor, y lo
opone al arte verdadero, a la obra plena. De esta manera se integra en la gran
tradición de la poesía seria. No es nada serio, desde luego, escribir: «¡Ay
miramelindo, mira / qué estrellita tan galana / suspira que te suspira / peinándose
a la ventana!». La frescura de Alberti me hace sonreír. «Lo permanente, los poetas
lo fundan», leo en Holderlin, y ante un verso de tal contundencia es difícil no llorar
de emoción, de agobio o de cualquier cosa. Wordsworth reprochaba a la poesía de
Goethe el «no ser suficientemente inevitable» (not inevitable enough). La
permanencia, la necesidad, la esencia: el gran arte se mira en el espejo platónico y
se gusta. La mentira puede decirse de muchas maneras, pero la verdad de una sola:
no harás decir al ser que lo que es no es, dijo otro griego ilustre. Los «grandes
artistas» desconfían de la abundancia y piensan que la esencia del arte es la
quintaesencia. «El pintor tiene que saber parar de pintar a tiempo», aconsejó Leon
Battista Alberti, y Eliot le daba la razón cuando se congratulaba por haber tenido
que trabajar, ya que esa obligación, dice, «me impidió escribir demasiado. Por regla
general, el peligro de no tener nada más que hacer consiste en la posibilidad de
escribir demasiado, en lugar de concentrar y perfeccionar pequeñas cantidades»
(Eliot, 1962). Sólo un ingenioso podría titular uno de sus libros La escritura perpetua,
como ha hecho Umbral.

Queda para luego completar las razones de la oposición entre el «gran arte»
y el «arte ingenioso». El psicoanálisis lingüístico tiene que confirmar su
interpretación poco a poco. Su fuerza depende de su capacidad para explicar
fenómenos dispersos, a los que considera síntomas de una realidad más radical. Se
trata de formar, con palabras inconexas, una frase con sentido, de tal modo que la
justeza del sentido justifique la ordenación. No todas las actividades inteligentes
valoran de la misma manera la abundancia y éste es un dato que hay que
interpretar. Hace siglos, Gracián resumió el tema en una frase críptica que espero
haber descifrado: «El ingenioso debe si no el ser infinito, el parecerlo, que no es
sutileza común».
3

Si no quiero que todo lo anterior sea una sarta de vaguedades, he de


describir con precisión los juegos de la inteligencia. ¿Puede jugar con todas sus
operaciones? Analizaré la que resume mejor la actividad intelectual, me refiero a la
solución de problemas. Es una tarea seria, incluso angustiosa —no olvidemos que en
griego «problema» se dice también «aporía», palabra que significa literalmente «sin
salida»—, que se compadece mal con la irresponsabilidad y alegría del juego. Un
problema es el obstáculo que imposibilita nuestro avance y nos paraliza. ¿Cómo
puede jugar la inteligencia en un trance tan infortunado? Lo hace liberando al
problema de su carácter opresivo y convirtiendo en actividad gratificante, en
juego, la operación de resolverlo. El lenguaje popular ha consagrado la expresión
«juegos de ingenio». Jeroglíficos, charadas, acertijos, adivinanzas, componen un
repertorio de problemas divertidos en los que el ingenio realiza otra vez su amable
labor devaluadora. Se juega a resolver problemas que no son verdaderos
problemas, sino simulacros. Es una esgrima que finge lo aventurado sin
arriesgarse, como el toreo de salón. Conserva el placer de solucionar, la euforia del
propio poderío, y pierde la zozobra y la angustia. El invento ha resultado tan
atractivo, que la humanidad entera se ha dedicado con pasión a tan curiosa
actividad. En las mitologías egipcias, griegas o nórdicas, en las selvas y en los
desiertos, ayer y anteayer y hoy, se mencionan y disfrutan pasatiempos parecidos,
lo que prueba que brotan de estructuras profundas de la naturaleza humana. La
Esfinge planteaba a los caminantes su célebre adivinanza: «Camina sobre cuatro
patas al amanecer, sobre dos al mediodía y sobre tres al atardecer, ¿qué es?» El rey
Edipo encontró la solución: Es el hombre, que anda a gatas en su niñez, sobre sus
dos piernas en la juventud y apoyado en un bastón en la vejez.

También pueden resolverse con ingenio los problemas reales. «No siempre
se queda a sutileza en el concepto —escribió Gracián—, comunicase a las
acciones». “Tiene unas salidas estupendas” se dice en español. En efecto, el
ingenioso tiene siempre salidas, se desata de todo lazo, disuelve la dificultad, es
disoluto. Sus “salidas”, sus soluciones, han de ser fruto de la habilidad —no de la
fuerza, ni de la ciencia, que son valores de la seriedad—, han de ser también
rápidas, presumiendo de espontaneidad, aunque sólo sea aparentada. También se
emplea el término “salidas ingeniosas” para las respuestas vivaces. Un diálogo
ingenioso es un combate en el que cada combatiente trata de acorralar a su
oponente, que ha de zafarse del acoso. La conversación se convierte en una
sucesión de “repentes”, las ocurrencias rápidas que tanto admiraban a Gracián. El
humor popular ha explotado con asiduidad este filón y el teatro lo ha recogido. Un
personaje de Arniches, intenta tranquilizar a su novia: PAQUITO: “Que quiero
sentar la cabeza”. AMALIA: “Con que la pusieras en cuclillas, se conformaba tu
madre”. Los Quintero abusaron en sus obras hasta la saciedad de esos juegos de
respuestas rápidas, suscitadas por situaciones de pavoneo, que aún pueden
observarse en Andalucía y que son “estilos de respuestas aprendidos por la
incitación y presión del ambiente”. Werner Beinhauer, un filólogo alemán que
estudió concienzudamente el humorismo en el español hablado, escribió en 1934
un tratado titulado El piropo, en el que mostraba su interés por el humor como
método de conquista. A su sensibilidad germana le sorprendía “que el mayor
elogio que cabe oír de boca femenina fuera ‘me ha hecho usted gracia’, o
exclamaciones al tenor de ‘¡ay qué gracioso!, ¡qué gracia tiene!’. Por el contrario, ha
perdido el juego el hombre calificado de ‘muy bueno’, pues de ser muy bueno a ser
‘un pobre infeliz’ tenido en concepto de lástima, no hay más que un paso, siendo
sumamente significativa la afinidad semántica que se advierte en el lenguaje
familiar entre ‘bueno’ y ‘pobre’. A la mujer española —al menos en los años en que
Beinhauer paseaba por Granada— le gusta que el hombre tenga ‘ingenio’ y
‘picardía’, sencillamente porque el pícaro tiene gracia, y el tonto, por bueno que
sea, no la tiene” (Beinhauer, 1973). He aquí uno de los diálogos que cita, y que
pertenece a La reja, de los hermanos Quintero. Luis, pelando la pava —expresión
deliciosamente anacrónica, que bastaría para hacer una sociología de la
conversación— con Rosarito, dice que su tío quería imponerle una muchacha con
mucha “pasta”. Rosario: “Me hace vacilar la pasta que dices que tiene ese señor…
porque mi papá, desgraciadamente, no tiene pasta”. LUIS: “Y ¿qué me importa a
mí que mi suegro esté en rústica?” ROSARIO: “¿Verdad que no?” LUIS: “¡Si tú
estás admirablemente encuadernada!” ROSARIO: “¡Ay, Jesús, ni que fuera yo un
libro!” LUIS: “Pues ¿qué eres más que un libro para mí? Yo leo en tus ojos.
Acércate, acércate, que esta noche no ando bien de la vista”.

He citado estos textos que son un mejunje de alcanfor y yerbabuena, porque


relacionan por libre, sin coacción mía, algunos aspectos del ingenio que ya
conocíamos —el ingenioso no es un pobre infeliz—, y otros que aún no habían
aparecido. Por ejemplo, su relación con la gracia.

Aparecen nuevos accidentes en la topografía del ingenio. Su actividad


resolutiva, su habilidad para encontrar salida, el «caer siempre de pie», son
características de la astucia. Gracián observó ya su relación con el ingenio. «Otras
acciones ponen todo el artificio de su intervención en el ardid, y se llaman
comúnmente estratagemas, extravagancias de la inventiva. Redujeron algunos toda
la agudeza a la astucia. Que es un sutilísimo medio para vencer y salir con el
intento».

Este nuevo sector del campo semántico del ingenio es interesante. La palabra
astucia no apareció en español hasta el siglo XV.

Antes se utilizaba en su lugar la palabra «artero». Este enlace es


sorprendente. La palabra «arte» designó en español «las malas artes», y sólo en el
siglo XVIII, por influjo francés, pasó a significar también las «bellas». Con «astuto»
se relacionan «listo» —nueva prueba de los límites de la inteligencia ingeniosa—,
«vivo», «sagaz», «hábil», «avisado», «pícaro», «zorro», «taimado», «sutil». Esto no
es un campo, sino un «patio de Monipodio» semántico.

El atractivo de las novelas picarescas se fundaba en el ingenio del


protagonista para salir del atolladero, habilidad que siempre ha pasmado al
público, desde que Homero contó la historia del ingenioso Ulises, y aun mucho
antes. El pícaro ha sido siempre pródigo en recursos. El timador conserva todavía
sus rasgos y es por ello una reliquia poética, una delincuencia de pie quebrado, que
tiene su retórica propia, con sus «tropos»: el timo de la estampita, el toco-mocho, el
nazareno. Son delitos perpetrados con labia, que es la devaluación amable a que es
sometido el lenguaje por el ingenio.

El lazarillo de Tormes hacía al ciego «burlas endiabladas», para zafarse de su


tacañería. «Traía el ciego el pan y todas las otras cosas en un fardel de lienzo que
por la boca se cerraba con una argolla de hierro, y su candado y llave, y al meter
las cosas y sacarlas era con tanta vigilancia y tan por contadero, que no bastaba
todo el mundo en hacerle menos una migaja; mas yo tomaba aquella lacería que
me daba, la cual en menos de dos bocados era despachada. Después que cerraba el
candado y se descuidaba, pensando que yo estaba entendiendo en otras cosas, por
un poco de costura que muchas veces de un lado del fardel descosía y tornaba a
coser, sangraba el avariento fardel, sacando, no por tasa, pan, más buenos pedazos,
torreznos y longanizas, y así buscaba conveniente tiempo para rehacer, no la chaza,
sino la endiablada falta, que el mal ciego me faltaba». El escudero Marcos de
Obregón tenía el propósito de «romper por las dificultades del mundo», y esta
capacidad de supervivencia era debida al ingenio, facultad intelectual que el
hambre aviva, inteligencia de marginados. La educación suple la falta de ingenio
transmitiendo técnicas para resolver problemas. El pícaro, el sopista, el ganapán,
las gentes de los barrios, los Robinson Crusoe selváticos o urbanos, privados de los
viáticos que suministra la cultura, a falta del título de ingeniero han de ser
ingeniosos y alumbrarse con su propia chispa.
Resolviendo problemas serios o lúdicos, el uso ingenioso de la inteligencia
demuestra su poder liberador, viviéndose como sujetividad resuelta y jugadora.
4

El habla común ha acuñado la expresión «juego de palabras» para designar


otra creación lúdica de la inteligencia. En el parágrafo anterior tratábamos de
actividades que se convierten en juego, cuando cambia el modo de vivirlas.
Cualquier quehacer que se evade de los fines serios y atrae la atención del sujeto
hasta conseguir una parcial abolición de sí mismo y del tiempo, se convierte en
juego. Digo que queda abolido el «yo» porque el juego disemina al sujeto, le saca
de sí mismo al distraerle: es esparcimiento. También anula al tiempo porque mitiga
la conciencia de su paso —que es su pesadumbre—. El juego es pasatiempo.

Ahora tenemos que cambiar de perspectiva, y ocuparnos de aquello con que


se ocupa la actividad lúdica: del juguete. No me refiero al «juguete fabricado», que
es un producto secundario, una clara muestra de la habilidad que tiene el homo
faber para facilitar las cosas al homo otiosus, sino al juguete creado por el jugador. El
ser humano posee la interesante capacidad de juguetizar la realidad.

Entramos en un terreno mágicamente peligroso, lleno de tesoros y trampas,


sorpresas y espejismos, en el que podemos extraviarnos si no dejamos prevenido el
camino de vuelta. Es el carnaval de las palabras. Es también el carnaval de las
razones lógicas, como veremos en páginas siguientes. Al convertir la realidad en
juguete realizamos una transustanciación, una alteración ontológica, que ha sido
poco estudiada por los filósofos. Que una cosa seria —el lenguaje, o la lógica—
pueda transformarse en juguete, exige una explicación, sin la cual no podremos
entender el proyecto existencial ingenioso, cuyo objetivo final es la juguetización
generalizada de la realidad.

Heidegger comenzó su analítica del ser-en-el-mundo describiendo el ser-a-


la-mano del utensilio. Un útil se utiliza para algo y mediante esta función remite a
una interminable red de finalidades. La lezna del zapatero sirve para coser zapatos
que sirven para que la gente ande calzada y pueda ir a trabajar a una fábrica de
leznas donde se fabrican leznas que permiten al zapatero… El mundo es una
enredada madeja de referencias.

La «forma de ser» del juguete es radicalmente distinta. No remite a nada,


sino que se incluye-recluye en la actividad de jugar, que siempre se ha eximido del
mundo. Todos los juegos se juegan entre paréntesis, desconectados de la realidad,
cuyos rasgos transfiguran. Tienen su propio tiempo —de juego—; sus propias
regias —de juego—; su propio campo —de juego—, que son aerolitos duros
incrustados en el magma de lo cotidiano. Tan importante para la filosofía como la
«reducción fenomenológica» es la «reducción lúdica». Ambas despejan un mismo
territorio, que había permanecido descuidado y en barbecho: la espontaneidad de
la conciencia. Piaget ha definido el juego como una «asimilación de lo real al yo,
por oposición al pensamiento serio que equilibra el proceso asimilador con una
acomodación a los demás y a las cosas» (Piaget, 1961). El niño subordina las cosas a
su tabulación cuando convierte la colcha en manto, el palo en espada, la escoba en
caballo y se transforma en rey; y el adulto hace lo mismo. Una cosa se convierte en
juguete cuando sirve de apoyatura real a una ensoñación.

Es un error confundir «ensoñación» y «juego». Un niño que se aleja del libro


y deja vagar la mirada por el cielo, protagonizando una historia construida con
trozos de comics y películas, no juega. Fantasea tan sólo. Pero suena el timbre del
recreo, y el niño regresa a una realidad todavía indecisa. Ya no está del todo en las
nubes, como antes, ni está todavía en la clase, como antes del antes. Sigue
apresado, si no en la ensoñación, al menos en su estela. Se levanta, coge un plumier
e imita las evoluciones de un avión: ahora está jugando. La ensoñación es un
embrión de juego que anida y crece en el seno maternal de la conciencia, sin
contacto con el mundo exterior. El juego es la ensoñación que se apropia de un
fragmento de realidad —el juguete—, que se convierte así en una cosa fagocitada
por un sueño. Ésta es la gran creación metafísica: ha aparecido un híbrido ontológico
que conserva sus características físicas, pero desligadas de sus referencias reales. El
juego no es irrealidad absoluta, eso es la ensoñación. No se puede jugar a cualquier
cosa con cualquier cosa, porque las propiedades reales del objeto prescriben su
destino como juguete. Hay una lógica dei juego que sólo permite una arbitrariedad
controlada. El palo puede ser una espada porque se mantiene rígido, y por ello
desconfiaríamos de la cordura de un niño que pretendiera batirse con una cuerda.
Convertirse en espadachín es una fantasía, no una estupidez. Lo que favorece las
confusiones es el hecho de que la lógica del juego sea una lógica de la asimilación,
no de la acomodación. Ésta siempre se amolda a la realidad, aquélla moldea. La
acomodación contempla, la asimilación digiere. Y esta actividad, tan poco
respetuosa con la realidad, produce efectos sorprendentes. ¿Cómo no va a
asombrarnos que un león esté hecho con carne de cordero? ¿O que la carne de vaca
esté hecha de hierba? Con estos precedentes, ha de parecemos normal decir,
igualmente pasmoso, pero no más, que el acero del avión del niño esté hecho de
madera de pino. El metabolismo del león hace un milagro y el metabolismo de la
ensoñación, también. Ambos están regidos por un mismo principio metafísico: lo
que se recibe se recibe al modo del recipiente. Puede decirse hasta en latín:
Quidquid recipitur, ad modum recipientis recipitur.
La cosa que soporta la transmutación mágica y se convierte en juguete ha de
mantener sus propiedades esenciales, que, sin embargo, sufren una reorganización
profunda. Hay un baile en el escalafón y pasan a ser esenciales las notas físicas que
tienen protagonismo en el juego. Al juguetizar una realidad respeto algunas de sus
características, altero otras y las integro todas en una actividad placentera de la que
soy centro. Esta referencia al yo, que mantiene toda actividad asimiladora, funda el
solipsismo radical del juego. No es esencial al juego jugar en compañía. Sólo es
esencial que se juegue con un juguete, y como la juguetización es desvinculadora,
podemos concebir estar jugando siempre encerrados con un solo juguete. Insisto
de nuevo en que esta situación no debe confundirse con la soledad de la
ensoñación. El jugador está solo con su juguete. Una cosa es vivir ensoñaciones
sexuales, por ejemplo, y otra dedicarse a juegos sexuales. El lenguaje, con una
ingenuidad que se me antoja perversa, atribuía al juego dos finalidades: solaz y
esparcimiento, es decir, soledad y diseminación. Esta frase hecha, no me importa
confesarlo, me da un cierto repelús.

Volvamos a la metafísica. El jugador altera la esencia de las cosas. En la


transmutación sufrida por el palo de la escoba para convertirse en caballo, quedan
orilladas de su esencia la madereidad, su inanimidad y su función primigenia —si
se me permite usar estos barbarismos pseudofilosóficos—, y dejan su puesto, en la
estructura esencial, a otra funcionalidad nueva —servir de montura—, a su
corporeidad y al penacho trasero, transustanciado en cola de corcel. Esas notas no
pueden desaparecer sin abolir el juego. Es preciso que el balón conserve sus
propiedades físicas, que funcionan como destino y azar, para que sus botes, al no
ser ni absolutamente previsibles ni absolutamente aleatorios, diviertan. Para que
los adultos jueguen a los soldaditos o a las guerras tienen que juguetizar la
realidad. Los juguetes deben tener sus propiedades humanas, pero reorganizadas,
transustanciadas. Nadie en su sano juicio enviaría a una escuadra a luchar contra
otra escuadra si antes, como se hace en los gabinetes de Estado Mayor, no se
hubieran convertido los navíos en maquetas de navíos, el mar en un plano, y todo
el horror en un «juego de barcos».

El juego está anclado en la realidad por el juguete. Por eso puede haber
juegos de habilidad, cuyo fin es dominar el componente de adversidad que la
realidad siempre impone. En la ensoñación sucede lo contrario —y ésta es otra de
sus diferencias—. La imagen es dócil al deseo y no ofrece ninguna resistencia. En
mi fantasía puedo jugar en la liga americana de baloncesto. En la peculiar
irrealidad del juego no podría pasar de un mal equipo de aficionados.

El afán de dominio se nos ha colado en la actividad lúdica. El jugador quiere


dominar su juguete, que nace así condenado a perpetua esclavitud. El lenguaje lo
reconoce al decir: “Fue juguete de las olas, juguete de las pasiones, juguete del
destino”. Los juguetes, al ser un fragmento de realidad digerido por un proyecto
privado, han perdido su enraizamiento y son entes desgajados del resto del
mundo. Sujetos a una transformación mágica, ya no son cosas entre cosas —una
escoba, una caja, un plumier—, sino irrealidades —caballo, automóvil, avión—
entre realidades. Con esta operación el hombre suplanta a la tormenta y al destino,
y se convierte en tormenta y destino de la realidad a la que juguetiza.
Reconocemos el gran proyecto existencial del ingenio. La inteligencia domina la
realidad porque la asimila a su juego, para lo cual debe previamente fragmentarla
y desvincularla. Cada cosa aparece entonces desligada del orden de la finalidad y
la consecuencia. Con ello ha perdido su seriedad, deja de ser un peligro y permite
que la inteligencia disfrute de su libertad.

A veces, el jugador subraya el componente de adversidad e incluye el riesgo,


lo que hace que el juego se convierta en aventura. Cuando un escalador se juega la
vida en las paredes del Himalaya, ha convertido la montaña en su juguete. Ni
siquiera la geología escapa al poder juguetizador del hombre, que juega con el
peligro, con el riesgo, con la muerte.

El juego de palabras convierte el idioma en un juguete. Hay un uso serio del


lenguaje, cuyas normas resumió Grice: decir sólo lo necesario, decir sólo la verdad,
decirla con claridad y, por último, decir sólo lo pertinente (Grice, 1975). El ingenio
merece ser entregado al brazo secular porque contradice todas las reglas del buen
decir: le atrae lo superfluo, lo falso, lo equívoco y lo impertinente. Tal como lo
describe Grice, el lenguaje debería mantenerse en un grado cero; o mejor aún, en
un menos cero grados que congelase toda veleidad retórica, porque la retórica, al
fin y al cabo, es el arte de mentir bien. Sería un lenguaje blanco, un habla resignada
y estoica; y el hablador, un yogui lingüístico a salvo del encantamiento de los
sentidos —orgánicos y semánticos—. En ese reino de la univocidad, nos
libraríamos de los ensueños y nos dormiríamos como ovejas. La inteligencia no
soporta tan crueles restricciones.

La prueba está en que los niños, mientras aprenden a hablar, se divierten


jugando con el lenguaje. Antes de dormirse, y a veces también al despertarse,
efectúan una gimnasia lingüística, en la que se suceden repeticiones, rimas,
aliteraciones y todo tipo de efectos retóricos, como ha recogido Roth Wer en su
obra Language in the Crib (1962). El niño pequeño repite por placer actos sin
sentido, disfrutando con la mera actividad. El juego de palabras en el adulto es una
pervivencia de la infancia, o una regresión a ella a juicio de los psicoanalistas. Las
repeticiones, que tan deliciosos efectos logran en la poesía, son una de esas huellas
lejanas. Véase este poema de Alberti:

Don diego no tiene don.

Don.

Don dondiego

de nieve y de fuego;

don, din, don,

que no tenéis don.

Ábrete de noche,

ciérrate de día,

cuida no te corte

la tía María
pues no tienes don.

Don dondiego,

que al sol estáis ciego:

don, din, don,

que no tenéis don.

Al placer de actuar se une el de disparatar. «El niño disfruta al aprender el


lenguaje experimentando con juegos —escribió Freud—. Sea cual sea el motivo al
que obedeció el niño al comenzar esos juegos, más adelante los prodiga dándose
perfecta cuenta de que son desatinos y hallando placer en infringir las
prohibiciones de la razón. No utiliza el juego más que para eludir el peso de la
razón crítica» (Freud, 1905). Chorovsky, en su obra sobre el lenguaje infantil From
two to five (1965), da una razón menos drástica que la de Freud. Constata que los
niños, a partir de los dos años, se divierten cometiendo equivocaciones voluntarias,
como decir que los gatos ladran, los árboles ponen huevos y los gatos hacen
quiquiriquí. «El niño —escribe— juega con lo aprendido. ¿Y qué mejor modo de
jugar con lo aprendido que ponerlo patas arriba?». Ambas explicaciones, la de
Freud y la de Chorovsky, apuntan a un propósito común y más profundo: el deseo
de libertad desvinculada. De una forma u otra se pretende rechazar los fines
heterónomos. Quien se propone un des-propósito está disfrutando con la paradoja,
reduciendo la voluntad a su grado máximo de sutileza. Al ingenio le gustan las
labores de deshilado y todos los quehaceres fugitivos que están regidos por los
prefijos de la dispersión, la centrifugación y la rareza. Quiere dis-paratar y dis-
traerse, des-atinar y des-barrar, ser extra-vagante y ex-céntrico.
No es de extrañar que la poesía infantil y la popular, que responden a
impulsos naturales y ninguno más natural que el juego, hayan producido en todo
tiempo y lugar canciones disparadas, sin sentido, llenas de invenciones
lingüísticas, como las que Alfonso Reyes (1985) llama jitanjáforas. «Pinto pinto
gorgorito saca la mano de veinticinco, uno dos tres cuatro y cinco». «Este vino es
de orlín de orlán de copacopín de copindecopa. Quien diga que este vino no es de
orlán de orlín de copacopín de copindecopa, no bebe gota». Reyes recoge un cantar
gaucho delicioso:

Tafetán amarillo

y arroz con leche.

La cabeza me duele

de ser tu amante.

La poesía culta ha asimilado esos juegos verbales. Góngora hizo prodigios


con sus imitaciones de moros y negros. De Sor Juana Inés de la Cruz, poetisa de
refinada musicalidad, es la siguiente invención sonora:

¡Ha, ha, ha!

¡Monan vuchilá!

¡He, he, he,


cambulé!

¡Gila coro

gulungú, gulungú,

hu, hu, hu!

¡Menguiquilá,

ha, ha, ha!

Podría multiplicar los ejemplos de este carnaval de las palabras, despilfarro


magnífico, lujo del puedo y no quiero, pero terminaré con un texto por el que
siento predilección. Es un juego verbal de Rafael Alberti dedicado a El Bosco
(1948).

El diablo liebre,

tiebre,

no tiebre,
sipilipitiebre,

y su comitiva,

chiva,

estiva,

sipilipitriva,

cala,

empala,

desala,

traspala,

apuñala,
con su lavativa.

También los adultos somos fascinados por estos «usos transgresores» del
lenguaje. Para los retóricos actuales la literatura es un «abuso» (Valéry),
«escándalo» (Barthes), «anomalía» (Todorov), «locura» (Aragon), «desviación»
(Spitzer), «subversión» (Peytard), «infracción» (Thiri) o «enfermedad» (Grupo MI).
Este siglo ha descubierto la «poética de la transgresión», cuya primera falta no es la
falta de ortografía, como pudiera pensarse, sino el abandono del grado cero del
lenguaje.

Cuando el lenguaje se usa en función estética —sea ingeniosa o poética—


atrae la atención, fija la atención del lector sobre la forma del mensaje. El lenguaje
pierde su transparencia, que permitía pasar a través suyo casi sin percibirlo para
llegar al significado, se hace opaco y retiene al espectador invitándole a un juego
de formas y equívocos. Se las arregla para descomponer los automatismos, de
modo que la percepción se demore y se prolongue. Cuando Quevedo dice que «los
ojos pequeños tienen niñas, y los grandes mozas», quiere que nos detengamos en
esa expresión, que echa por tierra las pretensiones de la semántica generativa. En
efecto, todas las gramáticas generativas afirman que por debajo de las expresiones
superficiales —los enunciados hablados o escritos— hay una estructura o
significado profundos. No es verdad: en estos juegos de palabras sólo hay formas
superficiales. La lengua pierde uno de sus grandes ideales, a saber, que todo
significado puede expresarse mediante varias formas lingüísticas. Aquí no ocurre
así. La expresión está pegada a la palabra, porque la palabra está utilizada
materialmente, en un nivel lingüístico horizontal que no progresa hacia el
significado, sino que enlaza sólo con otra palabra. Voy a aventurar una hipótesis
arriesgada: todo mentefactor —sea literato, lingüista o filósofo— que se interese en
exceso por el significante, es un ingenioso confeso o en potencia. Dos ejemplos:
Lacan y Barthes.

Al reducir el lenguaje al significante, juguetizamos la palabra. Mantenemos


sus características, pero descabalamos la jerarquía de sus notas. No nos movemos
en la realidad del habla, sino en el «campo de juego» del diccionario o del texto. Lo
más parecido a un comentario «intertextual» son los «juegos interamericanos». Un
juego entre ellos.
La concepción del lenguaje enfrenta al ingenio con la «gran poesía». Lo que
para unos es un juguete, para otros es la epifanía del supremo misterio. Tomaré a
Holderlin como representante de la gran poesía: «Se le concedió al Hombre el más
peligroso de los bienes: la Palabra, para que creando y destruyendo, haciendo
perecer y devolviendo las cosas a la sempiterna viviente, a la Madre y Maestra, dé
testimonio de lo que él es: que de Ella ha aprendido lo que Ella posee de más
divino: el Amor que al todo conserva».

Esta reverencia irrita al ingenioso, que quiere librarse de toda veneración. El


lenguaje no es la casa de Ser. Como mucho será la casa de Tócame Roque. Lo más
interesante del Diccionario no es que sea un plano de la realidad, ni tampoco que
guarde un saber arcano —el sedimento de experiencias ancestrales—, sino los
términos equívocos, es decir, lo que es precisamente un fallo de la lengua.

Estoy trabajando en un Diccionario de equívocos que sería un léxico de


ingeniosidades potenciales, ya que cada uno de ellos funda un chiste. El ingenioso
descubre que el lenguaje guarda divertidas bromas. Que la palabra «banco»
designe los bancos del paseo y los del dinero, es divertido; y que tanto unos como
otros tengan «asientos», en piedra o en libros de cuentas, lo es aún más. Los
«cardenales» son hematomas y dignidades. Las «tibias», huesos y mujeres ni frías
ni calientes. Se puede errar con y sin hache. La gota puede ser partecilla de agua o
enfermedad; el grillo, cepo o animal; la esposa, grillete o cónyuge; el gato, animal o
herramienta. Como todos los fenómenos lingüísticos proceden de profundas
fuentes del psiquismo humano, me gustaría averiguar la razón de los equívocos,
que no puede ser casual porque la inventiva humana es demasiado poderosa para
necesitar de esos socorros miserables.

Para el ingenioso, el lenguaje es una caja de trucos, la utillería de su tarea de


prestidigitador. No le importa gran cosa lo que dice, sino cómo lo dice. El
significante es rey. ¡Qué gran broma gasta Quevedo al lenguaje —o el lenguaje a
Quevedo, o ambos a los demás— al mostrarnos que en las severas panzas de los
diccionarios se ocultan chistes y burlas! Quevedo critica a los sastres diciendo que
«para llamar a la desdicha peor nombre la llaman desastre» y zahiere a los médicos
advirtiendo que «no se les llama don, sino doctor, porque ni siquiera en el nombre
quieren dar nada». Puede hacerlo porque el lenguaje había tramado ya esas
chanzas, que estaban esperándole, escondidas desde el fondo de los tiempos.
¿Cómo tomar en serio a una lengua que permite decir lo siguiente: «Informado de
los grandes robos y latrocinios que de ordinario se hacen en las ventas, mandamos
que nadie sea atrevido a llamarlas ventas, sino hurtos»?
Convertir el lenguaje en juguete, devaluar el significado, transgredir las
normas, hipertrofiar los caracteres secundarios, poner en evidencia los fallos —o
burlas— del idioma, son operaciones con una finalidad única: mostrar el dominio
del sujeto sobre la materia lingüística. El dicho ingenioso se separa del grado cero
del lenguaje, lo que permite percibir el intervalo que queda entre ambos niveles.
Sucede igual en toda actividad estética: entre la obra y el modelo, entre lo
«normal» y lo poético, entre el automatismo del lenguaje y el estilo, hay un
intervalo, cuya percepción constituye la experiencia estética: la euforia que deriva
de encontrar en ese desajuste entre la obra y su referente, en el intervalo, la
subjetividad creadora del artista. Lo que distancia al ciprés que vegeta en el jardín,
del ciprés que brama en el cuadro de Van Gogh, es la libertad creadora del pintor
que ha separado ambos mundos. Pues bien, en el intervalo que manifiesta el
lenguaje ingenioso descubrimos el proyecto existencial de la libertad desligada: la
inteligencia que quiere desembarazarse de toda norma se muestra reticente incluso
con la gramática, disciplina en la que Nietzsche descubrió una vocación dictatorial.
Un ingenioso —Roland Barthes— comenzó una famosa conferencia proclamando:
«El lenguaje es fascista».

La inteligencia quiere ser dueña de sí misma y lo intenta por variados


caminos, uno de los cuales es el ingenio. En el fondo se trata de una querella por el
poder. Recuerden la historia que cuenta Lewis Carroll en A través del espejo:
«Cuando yo empleo una palabra —dijo Humpty Dumpty con tono ligeramente
desdeñoso— significa lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos». «El
problema —respondió Alicia— consiste en saber si puedes hacer que una palabra
tenga tantos significados distintos». «El problema —dijo Humpty Dumpty—
consiste en saber quién manda… Eso es todo».

Eso es todo. Si el lenguaje no es dócil, se le estira, aunque le suenen las


coyunturas; y si no tiene bastante flexibilidad, se inventa uno nuevo. Lewis Carroll
lo hizo. Acuñó además el término port-manteau-word para designar palabras
encastradas que contienen varios significados, palabras metidas dentro de palabras
como si fueran muñequitas rusas. Luego, Joyce cometería actos de terrorismo
verbal en Finnegans Wake, en uno de cuyos textos, una larguísima palabratronante,
que simboliza la caída de Tim Finnegan, se rinde homenaje a Humpty Dumpty:
“Bothallchoractorschumminroundgansumuminarundrumsturuminahumptydupmw
aultopoofoolooderamunsturnup!”.

El ingenioso debe ser un experto conocedor de su lengua, ya que necesita


conocer todas sus posibilidades. Los que he llamado «grandes poetas» no están
interesados en los juegos de los significantes. Al menos no lo están de forma tan
obsesiva.

Al jugar con el lenguaje se cae irremisiblemente en el Reino del Significante.


Como Barthes advirtió con razón, una vez que abandonamos el grado cero de la
escritura, azuzados por el afán lúdico, podemos convertirnos en maniáticos del
segundo grado, rechazar la denotación y tolerar sólo lenguajes que den testimonio,
aún tenue, de un poder de dislocación: la parodia, la anfibología, la cita
subrepticia: «El lenguaje se hace corrosivo, con una condición: que siga siéndolo
hasta el infinito» (Barthes, 1975).

Ésta es la razón de mis cautelas al comienzo del parágrafo. Al desembragar


el lenguaje de la realidad se convierte en una máquina enloquecida, que gira sin
parar, como los ingenios de las ferias: la ola, el guitoma, la noria, los caballitos del
tiovivo. Los palabristas nunca se detienen. Hacen anagramas, adivinanzas,
acrósticos, antistrofas, o palindromes, esas frases capicúas que han ocupado a
escritores de todos los tiempos. Quintiliano escribió «Roma tibi subito motibus ibit
amor» y James Joyce: «Madam, I’m Adam», y los niños se divierten como escritores
diciendo: «Dábale arroz a la zorra el abad» o «Anita lava la tina».

Al estudiar estas manifestaciones del ingenio, los miembros del Grupo MI,
autores de una muy estimable Retórica general, adoptan un aire serio, y dicen
sentenciosamente: «Con todos estos ejemplos entramos en el dominio de la
teratología verbal». No es para tanto.
5

La aparición de dos obras francesas dedicadas al argot —Dictionnaire de


l’argot, dirigido por Jean-Paul Colin, y Dictionnaire du français non conventionel, de
Jacques Cellard— me sugiere comentar la relación del argot con el ingenio, y
deplorar de paso la poca atención que se presta en España a este fenómeno
lingüístico.

Aunque la función originaria del argot es mantener y proteger la identidad


de un grupo, lo cual le da su carácter «críptico», va siempre acompañada de un
impulso lúdico. Manifiesta una energía creadora anónima, sin pretensiones, que
inventa sin cesar palabras nuevas o manipula las existentes, sirviéndose de todos
los recursos retóricos a su alcance: metáforas, metonimias, paronomasias. Esta
actividad magnífica y superfetatoria no es el único rasgo que lo emparenta con el
ingenio. También tienen en común el afán desdramatizador. El argot, como dice
Cellard, es un intento de exorcizar la tragedia. La realidad es dolorosa y es inútil
duplicarla en el lenguaje. «La escapatoria es clara: hay que reírse de la tragedia. La
protección pasa por la burla y el juego de palabras elemental. En épocas pasadas,
los conductores de los ómnibus que atravesaban el quartier Maubert tocaban la
campanilla gritando: ¿Alguien va al quartier Souffrant? La existencia en aquel
barrio de tres fábricas de cerillas, en las que decenas de mujeres trabajaban entre
los vapores despedidos por el azufre hirviendo, permitían el juego de palabras
entre azufre (soufre) y sufrimiento. Eso es típico del argot: la desdramatización y al
mismo tiempo la percepción del drama. Para mí, el “argotier” que manipula así la
lengua es el descendiente auténtico, absoluto, maravilloso, de Marot y Rabelais»
(Cellard, 1991).

Así pues, el argot se incluye en un proyecto de salvación, que devalúa el


áspero poder de lo real. Éste es el nexo que le une al ingenio. El lenguaje popular
expresa sus preocupaciones obsesivas con metáforas empequeñecedoras, apelando
al menosprecio para aliviar el miedo. Miedo por ser vulnerable o por parecerlo.
Nos burlamos de la muerte tratándola con displicencia: «Ha estirado la pata»,
«Está criando malvas». Y este artificio se da en todas las lenguas. En francés se
dice: «Ha cerrado su paraguas», o «Se ha tragado la partida de nacimiento». La
ramplonería de esas imágenes, su concreción, ahuyentan el gran poder de la
muerte, que es lo desconocido. El argot se ocupa también con insistencia del amor
y del sexo, y siempre de manera irónica y devaluadora, con un continuo afán de
denigrar que sería irritante si no fuera una mera táctica defensiva.
Los grandes escritores ingeniosos han creado su propio argot. He aquí cómo
uno de ellos habla del moño de una mujer: «Le encorozaba la pelambre la cholla».
El argotier es Quevedo. La mujer, la diosa Venus, nada menos.
6

Ninguna actividad de la inteligencia queda excluida de la transfiguración


lúdica. El razonamiento se convierte en juego y la lógica, esqueleto del mundo real,
andamiaje del sentido común, se convierte en juguete. Los llamados juegos lógicos
y matemáticos son actividades resolutorias a las que ha de aplicarse lo que dije
sobre ellas al comienzo del capítulo. No se integran en un proyecto exterior a la
propia operación, han juguetizado sus relaciones con la verdad, que se conservan
como predicados esenciales, pero marginales. Para acentuar su autonomía y dejar
claro que son juegos y no sirven para nada, se proponen problemas llamativos por
la extravagancia de sus temas. Quien quiera divertirse con ellos puede acudir a los
libros de Martin Gardner, o a la sección habitual del Scientific American.

Ahora no me interesa la actividad, sino el juguete. El ingenioso juguetiza las


estructuras lógicas —en las que incluyo también las matemáticas— porque las
integra en su proyecto personal de sorprender, divertir y mostrar su superioridad
ridiculizando a la propia lógica… con procedimientos lógicos. Se trata de conducir
lógicamente al oyente hasta una situación inesperada. Lewis Carroll se preguntaba:
¿Qué es mejor, un reloj que atrasa un minuto cada día o un reloj que no funciona
en absoluto? Todo el mundo ha soportado un reloj que se atrasa sin tirarlo a la
basura, luego la respuesta es clara. Lewis Carroll también lo ve con claridad, pero
su respuesta es otra. Puesto que la función del reloj es señalar la hora exacta, es
mejor un reloj que no funciona, porque señala la hora exacta dos veces al día,
mientras que el otro, el atrasado, sólo lo hace una vez cada dos años.

Comprobar que la lógica se vuelve a veces turulata ha divertido siempre a


los hombres, que se sienten al fin liberados de su coacción. El que nos hayan
definido como animales racionales es, además de una inexactitud, una condena.
Estamos condenados por esencia, al parecer, a ser racionales. Cada vez que la
inteligencia consigue burlarse de la razón, el sujeto siente un escalofrío de gusto.
Freud se interesó por esta pugna declarada entre la inteligencia y la razón, y
coleccionó muchos chistes fundados en un simulacro de razonamiento,
llamándolos, con muy buen acuerdo, chistes sofísticos o sofismas. Citaré uno de
ellos, a pesar de su candidez un poco añeja, para que conozcamos, de paso, los
chascarrillos que divertían a Freud. Aunque no quiero entretenerme ahora dándole
razones, el lector puede creerme si le digo que nada nos revela la psicología de una
persona como saber de qué se ríe, y se lo digo. «Un señor entra en una pastelería y
pide en el mostrador una tarta, pero la devuelve enseguida, pidiendo en cambio
una copa de licor. Después de bebería se aleja sin pagar. El dueño de la tienda le
llama la atención.

»—¿Qué desea usted? —pregunta el parroquiano.

»—Se olvida usted de pagar la copa, de licor que se ha tomado.

»—Ha sido a cambio del pastel.

»—Sí, pero es que el pastel tampoco lo había usted pagado.

»—¡Claro, como que no me lo he comido!».

El nombre de chistes sofísticos es adecuado, porque nos recuerda el período


triunfal del ingenio raciocinador. Los sofistas fueron prototipos de la razón
ingeniosa. En el Eutidemo de Platón, Socrates, al hablar de los sorprendentes
talentos de los dos sofistas hermanos, Eutidemo y Dionisodoro, dice que «tan
grande es su destreza que pueden refutar cualquier proposición, ya sea verdadera
o falsa». Tras unos divertidos episodios, en que los dos hermanos se burlan del
joven Clinias, forzándole a desdecirse continuamente, Sócrates interviene para
criticar su comportamiento: «Semejantes enseñanzas no son más que un juego —y
justamente por eso digo que se divierten contigo, Clinias—; y lo llamo “juego”,
porque si uno aprendiese muchas sutilezas de esa índole, o tal vez todas, no por
ello sabría más acerca de cómo son realmente las cosas, sino que sólo sería capaz de
divertirse con la gente» (Eut. 278 a-b). De eso se trata. Los jóvenes atenienses
debieron de sentirse fascinados por los juegos sofísticos y Aristóteles tuvo que
desenmascarar sus trucos en su obra Refutaciones sofísticas.

Hizo bien en hacerlo, porque nos encontramos otra vez en territorio


mágicamente peligroso —no en balde hay una rama lúdica de la matemática
llamada «meta— magia»—: como ocurría con los juegos de palabras, también en
este caso podemos dejarnos seducir, de por vida, por su encanto. Juguetizar la
lógica inflige un colosal descalabro a la realidad, y donde más se nota es en las
paradojas. Ningún ingenioso resiste su fascinación.

Se entiende por «paradoja» una afirmación que encierra su propia negación.


También pueden llamarse así los razonamientos aparentemente impecables, pero
que conducen a contradicciones lógicas, o las afirmaciones cuya veracidad o
falsedad no puede decidirse. Durante siglos han sido el tormento chino de los
lógicos, aunque procedan de Grecia. Se hace remontar a Epiménides, un poeta
griego del siglo VI a. C., la invención de la más irritante paradoja, la del mentiroso.
Según la tradición, Epiménides, que era cretense, habría afirmado: «Todos los
cretenses son mentirosos». Una versión más compendiada dice: «Esta frase es
falsa», una sentencia que no puede ser ni verdadera ni falsa. Si fuera verdadera,
sería de verdad falsa, pues eso es lo que dice. Si fuera falsa, sería verdadera, ya que
esto es lo contrario de lo que dice. El perfecto ingenioso ha de disfrutar viendo al
lógico saltar de una afirmación a su contraria. Un filósofo estoico, Crisipo, escribió
seis tratados acerca de esta paradoja, y Filetas de Cos, otro poeta griego, murió de
angustia al no poder salir de su círculo infernal. No eran los griegos los únicos en
tomarse estas cosas muy a pecho. En su libro My Philosophical Development,
Bertrand Russell escribe: «Una vez terminados los Principia Mathematica, llegué
serenamente a la determinación de resolver las paradojas. Era para mí un reto
personal al que estaba dispuesto a dedicar el resto de mi vida con tal de
responderlas. Mas hubo dos razones que me lo hicieron insoportablemente
desagradable. En primer lugar, todo el problema me daba la impresión de ser
trivial. En segundo lugar, que, probara por donde probara, no conseguía avanzar»
(Russell, 1975; Gardner, 1975; Hofstadter, 1979; Smuyllan, 1978).

En los libros que he citado pueden encontrarse espléndidas colecciones de


paradojas. Una de mis preferidas es la de Protágoras:

Protágoras convino con Euatlo que le enseñaría Retórica para ser abogado y
que no le cobraría sus lecciones hasta que Euatlo ganara su primer pleito. Después
de aprender el oficio, Euatlo decidió no ejercerlo nunca, con lo que evitaba tener
que pagar a su maestro. Protágoras le demandó ante los tribunales y argumentó de
esta manera: «Tienes que pagar en cualquier caso: si yo gano el pleito, porque te
obligará a ello el mandato judicial; si yo pierdo el pleito, porque lo habrás ganado
tú y ésos eran los términos del acuerdo». Euatlo respondió: «No estoy de acuerdo.
Si gano el pleito no tendré que pagar porque de ello me eximirán los jueces; si lo
pierdo, no tendré que pagar porque no habré ganado mi primer pleito, tal como
exige nuestro acuerdo».

Razonar ha dejado de ser razonable. Las paradojas lógicas muestran el


ramalazo suicida de la razón. El ingenio disfruta viendo cómo construye los cepos
en los que ella misma va a caer. Una vez que la lógica haya sido juguetizada,
ningún obstáculo nos impedirá juguetizar la realidad entera. Todo es posible e
imposible al tiempo. Una paradoja clásica me advierte que el ingenio es imposible,
lo que a estas alturas del libro es el colmo de la impertinencia. Su argumento niega
la posibilidad de la sorpresa y, como el ingenio la necesita como ingrediente
esencial, si no hay sorpresa, no hay ingenio. La paradoja completa está enunciada
en un lenguaje de cuento oriental. Hay un rey, una princesa, un enamorado y, por
supuesto, un problema: el rey se resiste a autorizar el matrimonio. Eran tiempos en
que el ingenio servía para matar dragones, alzarse con reinos y conquistar
princesas, y el rey decidió someter a prueba al enamorado. «Ha de ser capaz de
matar al tigre que hay encerrado tras una de estas cinco puertas. Tendrá que
abrirlas una tras otra, comenzando por la primera, sin que sepa en qué cuarto se
encuentra el tigre hasta que abra la puerta correspondiente. Será un tigre sorpresa.
Díselo a tu pretendiente y dile también que yo nunca miento». A la mañana
siguiente, el enamorado se presentó con una serenidad insultante, y exigió al rey la
mano de la princesa «porque en esas habitaciones —dijo— no puede haber ningún
tigre». La corte se escandalizó ante tal descortesía, que ponía en tela de juicio el
juicio del rey. Pero el rey, manteniendo Iría la cabeza bajo su corona, preguntó la
razón de tal impertinencia. El pretendiente, calmosamente, le respondió con una
salva de razonamientos lógicos: «Si es verdad que su majestad no miente nunca, he
de tomar todas sus palabras al pie de la letra. El tigre tiene que sorprenderme, y
eso no es posible. Si llegase a abrir las cuatro primeras habitaciones, y las
encontrase vacías, yo sabría que el tigre me esperaba tras la quinta puerta, luego no
me sorprendería encontrarlo allí. Por lo tanto, no puede estar en la quinta
habitación. Ha de estar en alguna de las otras cuatro. Pero ¿qué sucedería si no
estuviera en las tres primeras? Pues que, al llegar a la cuarta, yo sabría que en ella
me esperaba el tigre. Luego no puede estar en la cuarta habitación. Por la misma
razón, no puede estar tampoco en la tercera, ni en la segunda. La única posibilidad
es que esté en la primera y ni siquiera en ésa puede estar porque ya no hay
sorpresa». El rey quedó profundamente impresionado por el alarde lógico y le
instó con admiración a que cumpliera el pequeño requisito de comprobar la
verdad de sus razonamientos. Ufano, alegre, altivo, enamorado, abrió el
pretendiente la primera puerta y la segunda y la tercera. Abrió también las fauces
la fiera que estaba en ella. Mientras iba siendo devorado, el enamorado se
preguntaba, más incrédulo aún que aterrado, en qué estaba confundido su
razonamiento. Los lógicos continúan preguntándose lo mismo. Por lo que a mí
respecta, me contento con saber que el lógico fue sorprendido, que el ingenio es
posible, y que al lector puede saltarle encima un tigre al volver una página.
7

El mismo conocer se convierte en el juego de esconderse y descubrir.


Aristóteles explicó que la metáfora produce placer porque es un conocimiento.
Dicha sin más aclaraciones, esta afirmación es una verdad a medias, es decir, una
media mentira. Veo arder unos troncos en la chimenea. Es «el descabellado fuego»,
«el perro rabioso de un millón de dientes», dice Neruda. Comprendo la metáfora,
pero ¿conozco algo al comprenderlas? Reconozco, en la furia brillante con que las
llamas roen el tronco, lo que ha motivado la metáfora. ¿Puedo llamar conocimiento
a ese reconocimiento? No y sí. Conozco que la realidad funda el parecido. El
ingenioso no pretende salir del reino sin fronteras de la semejanza. No pretende
captar la realidad, sino disolverla en una red inacabable de parecidos —o de falta
de parecidos—, donde la inteligencia encuentra, contra viento y marea, inopinados
lazos de unión. La ciencia busca identidades; el ingenio, sólo semejanzas. La
ciencia busca verdades generales; el ingenio, falsas generalidades que se fundan en
remotos parecidos. Quien valora una comparación ingeniosa mantiene al tiempo la
conciencia del parecido y del disparate. Percibe la disonancia. «Selva virgen es el
lugar donde la mano del hombre nunca ha puesto el pie». He aquí una verdad
trivial y una expresión ingeniosa. Dos expresiones tópicas —«la mano del
hombre», «donde el hombre no ha puesto el pie»— se funden, formando un
disparate verdadero. La mano del hombre no puede poner el pie, evidentemente,
pero si entendemos esta expresión como figura del homo faber, del hombre que hace
cultura, entonces la frase es válida, porque este hombre, fabricante, expoliador,
insaciable, si tiene pies.

No es el conocimiento del objeto lo que produce el placer en el ingenio. Al


comprender no hay un simple reconocimiento. Se percibe algo más: la libertad de la
inteligencia, su poder para reagrupar disparatadamente todos los seres e
introducirlos en la red total de los parecidos. En esa orgía de las equivalencias, la
alegría procede de la libertad que se hace consciente de sí misma. La inteligencia
no pretende aprehender el objeto, sino dispersarlo, desmenuzar su gravedad en
imágenes. «El mundo es fragmentario», repetía Gómez de la Serna. El
conocimiento quiere ser progresivo, unívoco, acumulable. Es ahorrador,
capitalizador, conservador. El ingenio, por el contrario, es derroche y despilfarro.

(Es curioso que el ingenio produzca esta impresión, incluso entre sus
admiradores. Un ferviente estudioso de Quevedo, como José Manuel Blecua, no se
recata de decir, comentando la «poesía como juego» de este autor: «¡Cuánto
despilfarro y derroche de posibilidades en esos juegos de virtuosismo barroco
donde se adelgaza y sutiliza hasta el mismo aire!» [Blecua, 1963]. El campo
semántico del ingenio incluye el vocabulario de la prodigalidad, porque se da una
analogía entre el uso del talento y el uso del dinero. La libertad desligada
considera a ambos realidades fungibles. Quien retiene su fluidez —como hacen los
«grandes poetas»— aspira a invertir en una obra que lo supere. Se hace
inversionista. Quien ahorra, hace lo mismo. Ambas actitudes son, en este sentido,
conservadoras y sumisas. El ingenio quiere siempre gastar. «Si el dinero
permanece, llega a producirme aversión —escribe Sartre—. Necesito gastar. No
para comprar algo, sino para hacer estallar esa energía monetaria, para librarme de
ella y lanzarla lejos de mí como una granada de mano. El dinero tiene un cierto aire
perecedero que me gusta: me gusta verlo escapar de los dedos y desvanecerse.
Pero no ha de ser sustituido por ningún objeto sólido y confortable, cuya
permanencia sería aún más compacta que la del dinero. Es preciso que se largue
deprisa, produciendo inaprensibles fuegos de artificio» [Sartre, 1983]. Sólo el
psicoanálisis lingüístico permite comprender las complejidades de un campo
semántico. Emparentar el ingenio con el despilfarro y valorar la energía más que el
ergon, es síntoma de libertad desligada).

A la inteligencia ingeniosa no le interesa saber que el fuego es un fenómeno


de combustión, le traen al fresco las combinaciones del carbono y el oxígeno. Ve en
el fuego un espectáculo infinito, un fugaz apeadero para saltar a otras realidades.
Ha de ser encendido aire apasionado, vástago del sol, fugitivo volcán, estrella de
oro, rosal incorruptible, nido de culebras de luz. Todos los significados son
compatibles, pues el principio de identidad ha quedado en suspenso. La misma
realidad puede ser ola y pájaro, alegre y desesperada, acogedora o esquiva.
Comprender una metáfora, sobre todo si es ingeniosa, es resolver un acertijo, pues
el ingenio ha sentido siempre la tentación del retorcimiento y la complejidad. Le
gusta alardear, presumir de habilidad, salvar grandes obstáculos. La dificultad
buscada está presente en muchos juegos. Los niños se proponen metas difíciles:
«Voy a pasar sin que me toquen las ramas de los helechos», dice uno de los niños
estudiados por Piaget. Voy a alcanzar la máxima sutileza, dice un poeta
conceptista.

El barroquismo nace de este afán por lo original, difícil y complicado.


Procede del mismo impulso que hace jugar al niño. Descubrimos otro interesante
parentesco semántico: juego, ingenio, formalismo, estilo barroco. La etimología de
esta palabra muestra que hasta las equivocaciones de la lengua obedecen a motivos
poderosos. Barroco procede del francés baroque, que quiere decir «extra-vagante».
Barroca es la forma que vagabundea por las afueras. Surgió de la fusión de dos
palabras sin conexión aparente. Una de ellas procedía del portugués, y significaba
«irregular». Une perle baroque, se decía. La otra procedía de un verso escolar, una
fórmula mnemotécnica de los modos válidos del silogismo y no tenía sentido
alguno. «Baroco» era el esquema de un silogismo que los renacentistas
consideraron formalista y absurdo, y del que se burlaron Montaigne y Pascal. Los
dos vocablos se unieron para designar el gusto por el encubrimiento y la dificultad.
Wölfflin, en un libro ya clásico, opuso clasicismo y barroquismo. «Claridad clásica
significa representación en sus últimas y permanentes formas; confusión barroca
significa hacer que aparezca la forma como algo que se varía, que va haciéndose.
Toda transformación de la forma clásica por multiplicación de los miembros;
toda… Toda deformación de la forma antigua por medio de combinaciones, sin
sentido, al parecer, se puede someter a este punto de vista. Hay un motivo en la
claridad absoluta, la afirmación de la forma o de la figura, que el barroco suprimió
por principio, considerándolo antinatural. Para el barroco, existe la posibilidad de
entregarse al misterioso encubrimiento de la forma, a la visualidad velada»
(Wölfflin, 1985).

El barroco es un arte ingenioso, por esto me detengo en él. Ha habido dos


períodos de «arte ingenioso»; el barroco y el arte moderno. Gracián y Mallarmé
pertenecen a la misma especie. El español escribía: «La verdad, cuanto más
dificultosa, es más agradable; y el conocimiento que cuesta es más estimado. Son
noticias pleiteadas que se consiguen con más curiosidad y se logran con mayor
fruición que las pacíficas». Gracián llega a referirse al ingenio en cifra, en
jeroglífico. Precisamente, lo que Valéry alaba en Mallarmé: el ofrecer a las gentes
«enigmas de cristal» (Valéry, 1932).

Una metáfora cuyo referente se oculta, se convierte en adivinanza. Voy a


ensartar una serie de metáforas gongorinas para después dar la solución en el
mismo orden, como si de un juego de ingenio se tratara. Invito, pues, al lector a
que acierte tales acertijos:

«Llanto de la aurora, oro líquido, cerúlea tumba fría, cenizas del día, cítaras
de pluma, sierpes de aljófar, campos de zafiro, jaspes líquidos».[1]

La poesía y la adivinanza admiten injertos mutuos. Adivinanza popular


injertada en poesía es la que transcribo a continuación:

Por las barandas del cielo


se pasea una doncella

vestida de azul y blanco

y reluce como estrella.[2]

Era natural que los grandes poetas, desde Juan de Mena hasta García Lorca,
cayeran en la tentación de los juegos de ingenio y escribieran adivinanzas.
Quevedo no podía faltar en esta antología. En El primer tratado de todas las cosas y
otras muchas más plantea una ristra de problemas, cuya solución da después. Copio
algunos: «¿Qué hay que hacer para que anden tras ti todas las mujeres hermosas; y
si fueras mujer los hombres ricos y galantes?». [3] «¿Qué hay que hacer para que con
sólo haber hablado a una mujer te siga a donde fueres?». [4]

También inventó enigmas en verso, como el siguiente:

Aunque me veis entre dos

por tan valiente preciado

ya por cierto mal he estado

puesto en las manos de Dios.

Y aunque así me veis aquí


no me hagáis ningún desdén,

pues veis que Cristo también

vertió su sangre por mí.[5]

Termino con un delicioso acertijo de García Lorca:

En la redonda

encrucijada

seis doncellas

bailan.

Tres de carne,

tres de plata.
Los sueños de ayer las buscan,

pero las tiene abrazadas

un Polifemo de oro.[6]
8

El uso lúdico de la inteligencia no es compatible con el uso serio. Esto pone a


la ciencia y a la técnica en inferioridad de condiciones, porque están sometidas al
principio de realidad y no pueden tomarse tantas libertades. Son racionalidades
esclavizadas. El ingenio es, en cambio, la inteligencia turulata. Cristine Buci-
Glucksmann ha titulado su libro sobre el barroco: La folie du voir. Según ella, en esa
época el lenguaje perdió sus referencias ontológicas. «Al carecer de referente
primero, el mundo oscila entre la apariencia y la aparición, entre el gozo y la
muerte, entre el sueño y la realidad, en una autoexposición apasionada de sí
mismo y de las formas» (Buci-Glucksmann, 1986).

Ni la ciencia ni la técnica pueden perder su referencia al mundo: sería un


accidente patológico. La técnica, como productora de utensilios, puede hacerse
ingeniosa si trunca su finalidad práctica e inventa objetos inútiles o imposibles.
Jacques Carelman ha inventado un utillaje de racionalidad perversa. Sus tenazas
flexibles, las fundas de viaje para perros, el martillo de mango curvo especial para
clavos difíciles, nos remiten al mundo del ser-a-la-mano, que diría Heidegger, pero
defraudan nuestras expectativas. Son chistes materializados.

También la ciencia puede convertirse en juego y zafarse de su finalidad


propia, que es conocer la realidad. Puede hacerlo confinándose en el formalismo
(los juegos matemáticos, por ejemplo), o estudiando irrealidades. Un matemático.
Alexander Keewatin Dewnei, ha publicado varios trabajos sobre el «Planiverso»,
un imaginario universo bidimensional, cuya existencia no es lógicamente
imposible, y del que ha elaborado la teoría y la práctica. Ha llevado su humorada
hasta diseñar objetos de uso doméstico para ese mundo laminar.

Estos casos patológicos confirman que el ingenio implica el rechazo de los


fines. Disfruta con su propia actividad. Es el juego que juega la inteligencia consigo
misma, en el que todas las operaciones intelectuales resultan transmutadas, como
este capítulo ha mostrado.
III. ¿DE QUÉ NOS LIBERA EL INGENIO?
1

El ingenio es un proyecto existencial, una figura de la existencia humana,


completa, sistemática. Su levedad no debe engañarnos acerca de su envergadura.
La inteligencia afirma su libertad creadora y se desliga de lo real mediante una
desvalorización universal. La existencia exenta, fuera de normas y coacciones, se
presagia dichosa, inútil y alegre como un juego.

El lector tiene derecho a hacerme un par de preguntas. ¿De qué quiere


liberarse la inteligencia mediante el ingenio? ¿Es cierto que escoge la devaluación
sistemática como procedimiento?

Comenzaré por los aspectos más superficiales. Está claro que el ingenioso se
rebela contra una realidad que le parece aburrida y coactiva. «Todo lo cotidiano es
mucho y feo», escribió Quevedo. Y Séneca lo contó en un espléndido y gimoteante
texto: «¿Hasta cuándo las mismas cosas? Me despertaré, me dormiré, tendré
apetito, me hartaré, tendré frío, tendré calor. Ninguna cosa tiene fin, sino que todas
las cosas se ligan en círculo; huyen, se persiguen; la noche empuja al día, el día a la
noche, el estío fina en el otoño, al otoño le acucia la primavera; así que toda cosa
pasa para volver.

No hago nada nuevo, no veo nada nuevo; en fin de cuentas, esto da náuseas.
Muchos son los que piensan que no es aceda la vida, sino superflua».

El ingenio puede proporcionar al aburrido filósofo cordobés algo nuevo: los


gestos insólitos yacentes en lo cotidiano. «El bebé se saluda a sí mismo dando la
mano al pie». «Los chinos escriben las letras de arriba abajo, como si después
fuesen a sumar lo que han escrito». Una vez más son greguerías de Ramón Gómez
de la Serna, el ingenio reducido a su estado puro, con pureza de botica,
comprimida, que nos sirve para estudiar los efectos y contraindicaciones. Ramón
cuenta en el capítulo veinticinco de su Automoribundia cómo inventó la greguería:
«Era un día aplastado por la tormenta, en que el autor iba y venía de la habitación
al balcón, inquieto y angustiado. Sí… yo quería decir, yo había pensado…
recordando el Arno en Florencia… frente a aquella pensión en que habité… que la
orilla de allá… sí, la orilla de allá quería estar a la orilla de acá… Ese, ese deseo
inaudito pero real… Esa perturbación de la estabilidad de las orillas, ¿qué era?
Era… una greguería».
Ése es también el anhelo del aburrido: estar donde no está, sufrir una
perturbación de la estabilidad, que le libre del tedio sin lanzarle a lo terrible. No
hay que olvidar que el aburrido es un satisfecho que padece la inapetencia del
saciado. Ni sufre, ni es feliz. Quiere un cambio, pero no un movimiento sísmico. Le
basta con una aventura ligera, un flirt, un viaje, un juego de disfraces, una obra de
ingenio, un estremecimiento agradable y sin compromiso.

El aburrimiento es la pasión de la conciencia inerte, abrumada por el


mundo. Cuando Sartre mencionó al revolucionario y al propietario como
encarnaciones emblemáticas de la existencia seria, se olvidó del aburrido, que
experimenta la pesadez de lo real. La inteligencia, que aspira a ser libre, ha de
desprenderse ante todo de la gravedad de la vida, del lastre de la existencia
comprometida, ámbito fatal donde todo acto tiene consecuencias. Gracián, otro
aburrido que quiso encontrar la salvación en el ingenio, decía que la permanencia y
la igualdad son la enfermedad mortal que la realidad padece: «Ésta es la ordinaria
carcoma de las cosas. La mayor satisfacción pierde por cotidiana, y los hartazgos
de ella enfadan la estimación, empalagan el aprecio». El sabio inventor del lenguaje
comprendió que el aburrimiento muestra una zona pasiva de la subjetividad, por
lo que no era suficiente decir que la realidad es aburrida, sino que había que poder
decir «me estoy aburriendo» para que esa conjugación revelase al sujeto enroscado
en su inercia e inoculándose a sí mismo, como un alacrán reflexivo, ese «puro
hastío de vivir», cómodo, indolente, y abúlico, que es, como decía Sartre, el destino
de los animales domésticos, presos en una realidad amortiguada, sin peligros y sin
emociones.

El aburrido no puede convertir la realidad en juguete. Las cosas le


succionan, le lastran con su gravedad. Su conciencia se ha escurrido fuera de él, y
está pegada al mundo como una mermelada pringosa. El lenguaje sabe que la
molicie es un reblandecimiento pastoso. El aburrido es incapaz de integrar los
objetos en un proyecto de ensoñación que brote de él, porque se ha abandonado a
la inercia. (El inventor del lenguaje nos pasma con su perspicacia ética. ¡Qué
estremecedora intuición se expresa en esas frases, a las que apenas prestamos
atención: «se abandonó», «es un abandonado»! Una misteriosa duplicidad íntima
nos obliga a mantenernos bien agarrados a nosotros, mismos, para no
abandonamos o perdernos).

Incapaz de liberarse de las cosas y convertirlas en juguete, el aburrido busca


cosas que sean juguetes. Se convierte en espectador. Se libera de la pesadumbre de
las cosas, aunque no por su propia actividad, sino por la de otro. El artista, o el
ingenioso, se convierten en trabajadores por cuenta ajena, que disminuyendo el
peso del mundo consiguen que tenga la misma consistencia de nuestros sueños. El
aburrido puede al fin jugar. Disfruta escuchando narraciones, leyendo novelas,
identificándose con vidas que poseen las características de lo real —excepto la
existencia— porque quiere sentir el dolor, pero sin sufrirlo; quiere sentir miedo con
tal que sea un simulacro de miedo, un pánico irreal y a horas fijas. Al elegir un
programa de televisión elijo los simulacros de emociones que quiero que me
embarguen. Encomiendo a esos objetos irreales que susciten en mí las emociones
que quiero sentir. Es el rutinario oficio de las drogas, mediante las cuales controlo
desde fuera lo que pasa en mi conciencia. Prescindiendo de la resistencia,
terribilidad y monotonía de la vida, descanso de ella.

El ingenioso no se resigna a ser espectador. Tiene un temple distinto. Quiere


jugar, no ver cómo otros juegan. La inteligencia desea manejar la realidad con
soltura. No quiere destruirla, sino jugar con ella y someterla a su capricho. Esta
vocación de tiranía impide que el ingenioso sea nihilista. Si el tirano aniquilara a
todos sus súbditos, no tiranizaría a nadie. No se trata de hacer desaparecer, sino de
rebajar el poder de todo. La voluntad de dominio necesita un sujeto paciente, y
nunca mejor dicho, ya que con suma facilidad desemboca en la crueldad. El
lenguaje ha recogido este aspecto, y el campo semántico de la «burla» es ácido.
(Curiosidad Biológica: en el «Inferno» de Dante, VII, 30, aparece «burlare» con el
significado de «derrochar», sin que los expertos sepan explicar este uso, que yo
relaciono con lo que antes he dicho sobre el despilfarro ingenioso). La palabra
«broma» tiene un significado todavía más contundente, pues procede del griego
«bibrosko» que significaba «devorar». Una broma es una dentellada. Incluso en
vocablos aparentemente elogiosos se manifiesta la devaluación. «Donaire» quiere
decir «chiste», «gracia», algo que tiene la ligereza casi espiritual del aire. Pues bien,
tras esta descripción poética el Diccionario de Autoridades da un sinónimo latino:
«Parvi facere», empequeñecer.

A pesar de las soflamas de los surrealistas, los ingeniosos nunca son


revolucionarios, porque viven de la sorpresa y el escándalo, que son experiencias de
lo inesperado. Una disonancia que no ha de ser terrible. El hombre no soporta la
igualdad, pero tampoco las grandes diferencias. Los dos derivados españoles del
francés surprendre, marcan bien la distancia. La «sorpresa» es agradable, amable,
infantil como una boîte à surprises. El «sobrecogimiento», por el contrario, entra en
la órbita de lo terrible. El ingenioso, incluido el surrealista, nunca llegaría a tanto.
Es como el saltador de trampolín, que necesita una plancha flexible, pero un
soporte rígido. Sartre hizo una crítica demoledora de Breton y sus amigos,
acusándoles de ser una aristocracia parasitaria, que derrochaba sin tregua los
bienes de una sociedad laboriosa y productiva. «Su destrucción sistemática —
escribió— nunca va más allá del escándalo, lo que equivale a decir que el escritor
tiene como primer deber provocar el escándalo y como derecho imprescriptible
escapar a sus consecuencias» (Sartre, 1947). Los surrealistas, como todos los
ingeniosos, tenían como meta liberarse de la monotonía y la resistencia, pesados
frutos de la realidad. Trataban de curar la depresión del sujeto, deprimiendo el
poder del mundo. Su pócima maravillosa era la devaluación. Ya veremos que no
era una terapéutica libre de contraindicaciones.
2

La realidad impone su pesada presencia no sólo en el aburrimiento, sino


también en el miedo. Todos somos vulnerables al dolor y a la muerte, pero por si
ésta fuera poca servidumbre, otorgamos a la realidad poderes tiránicos, que nos
mantienen en permanente angustia. Puestos a inventar, inventamos hasta nuestros
fantasmas. Una cierta vocación de esclavitud nos somete a dictaduras que nosotros
mismos hemos creado.

Ciertamente, también producimos métodos salvadores. El aparato psíquico,


señaló Freud, ha desarrollado una larga serie de procedimientos para rehuir la
opresión del dolor; serie que comienza con la neurosis, culmina en la locura y
comprende la embriaguez, el ensimismamiento, el éxtasis y el humor.

El humor —una de las especies del ingenio— quiere decirnos: ¡Mira, ahí
tienes ese mundo que te parecía tan peligroso! ¡No es más que un juego de niños,
bueno apenas para tomarlo en broma! (Freud, 1928). La realidad abusa de nosotros
cuando nos encuentra inertes, por lo que no hay más salvación que fortalecer la
subjetividad. La psiquiatría actual ha insistido en el poder curativo de las
actividades creadoras (Maslow, 1962, 1971; Rogers, 1961; Landau, 1984). Los niños
se libran de un suceso doloroso exorcizándolo mediante el juego. Piaget nos ha
proporcionado observaciones que merecen nuestra gratitud. En una ocasión, su
hija, que tiene tres años y once meses, queda muy afectada al ver a un pato muerto
y desplumado sobre la mesa de la cocina. «Horas después —escribe— la encuentro
sola, echada en el sofá de mi despacho, inmóvil, con los brazos contra el cuerpo y
las piernas plegadas. ¿Qué haces? ¿Estás enferma? ¿Te duele algo? No, soy el pato
muerto» (Piaget, 1961). El niño, concluye, mediante el juego simbólico consigue
asimilar la realidad al Yo.

La inteligencia ingeniosa es una peculiar concreción de esta terapéutica. Su


método consiste en rebajar los valores. Así consigue dominar la orgullosa crueldad
de la realidad, y disminuir su hiriente dureza. Concibe la salvación como rechazo
de los valores, del respeto, de la veneración, que a su juicio sólo sirven para
esclavizarnos. El mundo sólo es imponente para quien se somete y, en cambio,
muestra su vacuidad a la mirada satírica o irónica, que se rebela. «¡Ironía,
verdadera libertad! —gritaba Proudhon—, eres tú la que me libras de la ambición
de poder, de la servidumbre a los partidos, del respeto a la rutina, de la pedantería
de la ciencia, de la admiración a los grandes personajes, de las mixtificaciones de la
política, del fanatismo de los reformadores, de la superstición de este gran
universo, y de la adoración de uno mismo». El ingenioso puede aplicarse el lema
altanero y desolado que emocionaba a Valle-Inclán: «Despreciar a los demás y no
amarse a uno mismo». Esta pose devaluadora y crítica permite admitir en el campo
semántico del ingenio a un invitado imprevisto: el cínico. El cinismo es la altanería
de la desligación.

Desangrada la realidad de tal manera, queda reducida a un paisaje de


trivialidades poco amedrentador. Ramón Gómez de la Serna, que era un gran
intuitivo y pescaba las cosas al vuelo, hizo un expresivo elogio de la trivialidad,
que ahora queda rigurosamente fundado: «Afirmar lo que de trivial hay en el
hombre es inducirle a no ser ni riguroso, ni desleal, ni malo, ni fanático, ni
inconmovible para nada ni ante nada. Aceptar la trivialidad es hacerse transigente,
comprensivo, contentadizo. Nada más solucionador que la trivialidad hallada,
cultivada, comprendida y asimilada hasta la temeridad. No los principios
abstractamente revolucionarios, sino la trivialidad admitida será lo que cree la
libertad espiritual, resolviendo todos los problemas insolubles, que serán solubles, más
que por la solución, por la franca disolución, por la incongruencia y las pequeñas
constataciones que apenas parecen tener que ver con ellos» (Gómez de la Serna,
1962). La libertad desligada reina sobre un mundo trivial, en el que las cosas y las
personas tienen el ambiguo honor de ser juguetes.

Todo existe para ser incluido en mi proyecto de juego. El yo se adueña de la


realidad, e impera soberanamente. Puede zafarse de las situaciones penosas, posee
soltura, es atrevido. Cuando alzo mi subjetividad sobre el derrumbe del mundo,
adquiero descaro, tengo conciencia de poder fijar mis posibilidades, me he liberado
de las coacciones, de la tiranía de la mirada ajena, por ejemplo. No estoy
embarazado por mí mismo, me he zafado de la timidez, que procede de la falta de
desenvoltura. Las preguntas que obsesionan al tímido son: ¿Cómo me haré respetar?
¿Qué haré si no me saluda? ¿Qué haré si no me paga el sueldo? ¿Y si hago el
ridículo? El ingenio sabe golpear duro y caerse con habilidad, se ríe de los demás y
de sí mismo: es imbatible.

Vuelvo a tomar como ejemplo a Sartre. Cuenta en Cuadernos de guerra sus


opiniones sobre el emperador Guillermo II. Una deformidad física, la atrofia
congénita del brazo izquierdo, determinó la vida de este personaje, obsesionado
por ocultar su minusvalía. «Viéndose a sí mismo como emperador-soldado de
derecho divino, obligado a superar y negar su deformidad como si fuera un
escándalo mediante un constante esfuerzo, “elegía” que su fuerza fuera debilidad.
Eligió para sí mismo ser con defecto». Las paradas militares, los discursos, las
manifestaciones de fuerza, eran la patética y terrible gesticulación con que el
emperador pretendía eliminar su invalidez. Sartre critica ásperamente esta
debilidad elegida, e indica que «adquiriendo dominio en el terreno intelectual y
exhibiendo cínicamente su deformidad, habría podido “ser realmente” fuerte». El
escritor se pone como ejemplo. Desde su niñez estuvo abrumado por su carácter —
que él consideraba débil—, y por su fealdad, pero con tan destestables materiales
supo construir un destino habitable: «Mi poder de seducción —escribió— había de
residir en lo fascinante de mis creaciones, de mis comedias, de mi elocuencia, de
mis poemas y la gente había de quererme por eso» (Sartre, 1964).

El ingenio no desdeña ningún arma. Cuando el yo descubre que está en su


poder ridiculizar a cualquier personaje, dice Freud, abre el acceso a insospechadas
consecuciones de placer. El ingenio disfruta con esos «procedimientos para
degradar objetos eminentes» (Freud, 1905).

Es sin duda en la sátira donde aparece con mayor nitidez el doble efecto del
ingenio: devaluar la realidad y fortalecer el yo. Es un juego cruel, que evita, sin
embargo; la acción violenta. La sátira, la burla, el ingenio verbal son eficaces armas
de una agresividad intelectualizada. Convierten al enemigo en juguete, al que
zahieren sin grosería, porque el insulto está transfigurado por el dominio, la
novedad y la gracia. Muestra así el ingenioso una superioridad astuta, al elegir el
terreno donde lucirse, sin que la fuerza pueda nada contra él. Su afán de triunfo es
inclemente, y se desliza hacia lo que Gracián llamaba «el humor siniestro». El
gracioso no concede gracia. Le gusta ser el gato que juega con el ratón.
Recuérdense las burlas propinadas por Quevedo a Ruiz de Alarcón, que era
jorobado y enano: «Los apellidos de Don Juan crecen como hongos: ayer se
llamaba Juan Ruiz, añadióse el Alarcón, y hoy ajusta el Mendoza, que otros leen
Mendacio. ¡Así creciera de cuerpo!, que es mucha carga para tan pequeña
bestezuela. Yo aseguro que tiene las corcovas llenas de apellidos. Y adviértase que
la letra D no es Don, sino su medio retrato».

La sátira puede recomenzar una y otra vez, aprovechándose de la infinitud


del ingenio. Quevedo escribió docenas de textos agrediendo a Góngora, para lo
que aprovechaba cualquier pretexto: su estilo literario, su afición al juego, su
supuesta ascendencia judaica, todo servía de combustible para encender la burla.
«La sotana traía / por sota, mas que no por clerecía». «Yo te untaré mis versos con
tocino / porque no me los muerdas, Gongorilla». Por su parte, Góngora respondía
ridiculizando la cojera de Quevedo y su afición a la bebida. «Que ya que vuestros
pies son de elegía / que vuestras suavidades son de arrope». «A San Trago camina,
donde llega / que tanto anda el cojo como el sano».
La libertad juega en el espacio exento de veneración y miedo. La inteligencia
se siente gozosamente triunfante. Como señala Booth, un reciente tratadista de la
ironía, «en ella es sumamente importante la alegría de sentirse superior a las
víctimas imaginarias». El ingenio se siente a salvo de la coacción, de los valores, de
los demás hombres. Utiliza la devaluación, incluso como táctica defensiva,
riéndose de los propios defectos, antes de que lo haga el contrario. Hay que saber
jugar hasta con la propia desdicha.
3

Nietzsche, uno de los padres de la cultura moderna, tanto de la ingeniosa


como de la seria, se encrespaba contra el espíritu de pesadez, del que el hombre era
víctima y culpable. «¡Sólo el hombre es para sí mismo una carga pesada! Y esto es
porque lleva cargadas sobre los hombros demasiadas cosas ajenas. Semejante al
camello, se arrodilla y se deja cargar bien. Sobre todo el hombre fuerte, paciente, en
el que habita la veneración: demasiadas pesadas palabras ajenas y demasiados
pesados valores ajenos cargan sobre sí, ¡entonces, la vida le parece un desierto!».
Los valores abruman, esclavizan, debilitan, coaccionan, luego el ingenio debe
zafarse de ellos. Es la verdadera transmutación de la cultura.

Voy a hacer una clasificación trimembre que haría las delicias de un


escolástico. Las formas de coacción social son tres, a saber: lo tópico, lo lógico, lo
normativo. También son tres los modos de liberarse de ellas: lo a-típico, lo a-lógico,
lo anómalo. ¡Cómo sosiegan el espíritu: las clasificaciones trimembres! No es de
extrañar que hayan fascinado a los filósofos, como sabe todo conocedor de la
filosofía, hasta el punto de que un hombre tan perspicaz como Pierce se sintió en la
obligación de escribir una «Respuesta del autor a la sospecha anticipada de que
atribuye una importancia supersticiosa o imaginaria al número tres y que violenta
las divisiones para hacerlas caber en ese lecho de Procusto que es la tricotomía».
Las clasificaciones bimembres son escuálidas, maniqueas o inestables, demasiado
tajantes, alternativa o chantaje más que división. Las cuatrimembres son
excesivamente sólidas, estadizas y pesadas. En cambio, el picudo rostro del tres
introduce en la vida la tensión y la dialéctica.

Pues bien, según nuestra trimembre división, el ingenio ha de liberarse de la


costumbre, de la lógica y de la norma. Tiene que buscar, en contrapartida, lo
extravagante, lo absurdo y lo escandaloso. Así conseguirá que la inteligencia,
liberada de la crítica, como decía Freud, disfrute al jugar. Ya nada podrá coaccionar
a esa libertad desvinculada. Se atenúan las diferencias entre normal y anormal,
lógico y absurdo, bueno y malo. En su Segundo manifiesto, el ingenioso André
Breton atacaba la absurda distinción entre bello y feo, verdadero y falso, bien y
mal.

La sangre no llegará al río, porque sería demasiado serio. El acto de rebeldía


propio del ingenio no es la revolución, ni tampoco la perversidad, sino la
transgresión, que es una falta sin transcendencia, casi una travesura. De nuevo me
pasmo ante la agudeza del lenguaje, porque «transgresión» y «travesura» están
etimológicamente relacionadas, y en castellano antiguo existió el verbo
«transgreir», que significaba «hacer travesuras». La devaluación implantada por el
ingenio afecta también a la maldad, y las palabras recogen este matiz moral.
Malicia conserva aún un sentido fuerte, emparentado con «maldad» o
«malignidad», mientras que malicioso, que es tan sólo un adjetivo derivado, ha
suavizado tanto su significado que el diccionario da como sinónimos «equívoco,
pícaro, travieso, escandaloso», palabras todas pertenecientes al campo semántico
del ingenio. La etimología de la palabra chiste apunta también a esa maldad en
zapatillas, pues procede de la onomatopeya «chiss», con la que indicamos a
alguien que hable en voz baja. Un buen chiste no debía ser oído por niños o
personas de respeto, y por eso había que contarlo cuchicheando.

Ha llegado el momento de que aparezca en nuestra galería de ingeniosos


Oscar Wilde, paradigma de la perversidad como juego de salón. Asistimos a una
de sus obras. Están en escena lady Windermere, joven y bella aristócrata, y lord
Darlington. Hay rosas, té y mayordomo, emblemas de una realidad amable y
servicial, en la que arden, no obstante, infiernillos pasionales. Lord Darlington
exhibe su talante y su talento en una conversación de pavoneo, amablemente
cínica. Lady Windermere le reprocha su actitud: «Es usted mejor que la mayoría de
los hombres; pero a veces quiere usted parecer peor». «Todos tenemos nuestras
pequeñas vanidades», contesta el lord. «Además, es preciso confesarlo, si pretende
uno ser bueno, el mundo le toma a uno muy en serio, y si pretende ser malo,
sucede lo contrario. Tal es la asombrosa estupidez del optimismo». «Entonces,
¿usted no quiere que el mundo le tome en serio, lord Darlington?». «No, el mundo
no. ¿Quién es la gente a la que todo el mundo toma en serio? Toda la gente más
aburrida para mí, desde los obispos para abajo».

Wilde despliega todo el campo semántico del ingenio, con su aire de juego,
irresponsabilidad, negación y encanto. Incluso podríamos añadir, bajo su
sugestión, alguna palabra nueva. Por ejemplo, coquetería o flirteo, que son artes
menores, vivas y amenas, de la seducción. Lord Darlington quiere sorprender a la
joven dama y lo hace escandalizando su candidez con amabilidad. El aire afectado
y elegante con que profiere sus deletéreas tesis, su perversidad simulada, convierte
el diálogo en un juego. Los niños juegan a las casitas y los mayores juegan a
hacerse los malvados. Luego, todos —niños y grandes—, unos más temprano y
otros más tarde, dejarán el juego y se irán a cenar. Unos beberán leche y otros
champán, ésa será la diferencia. Wilde no pretende demoler la moral convencional
y por ello no escribe un panfleto, sino una travesura, en la que sólo zahiere la
seriedad y el aburrimiento.
«La insulsez es el comienzo de la seriedad». «Ningún crimen es vulgar, pero
toda vulgaridad es un crimen». Tan tremendas afirmaciones producen un
agradable estremecimiento en la epidermis moral. Wilde conocía muy bien a su
público y sabía que el juego del escándalo hay que jugarlo sobre el piso firme de la
moral convencional, donde se pueden dar saltos y volatines sin miedo a hundirse
en el abismo. Me atrevo a incluir el escándalo en el campo semántico del ingenio,
aunque sea en una franja marginal, porque su significado se ha devaluado, al
mismo compás que lo ha hecho la maldad. Ahora significa, en primer lugar,
«alboroto», pero se lo utiliza para nombrar una disonancia entre lo que se esperaba
y lo que sucede, entre lo acostumbrado y lo escabroso, es decir, una sorpresa
excitante y amable. Aunque la referencia resulte estrafalaria en el escenario inglés
en que nos encontramos, el habla popular española ha identificado siempre el
ingenio con la sal y la pimienta. El escándalo es una sorpresa picante.

Ni siquiera lord Darlington toma en serio su fingida perversidad: «Como


hombre malo soy un verdadero fracaso. Por supuesto, hay mucha gente que dice
que no he hecho en mi vida nada malo. Claro es que lo dicen únicamente a
espaldas mías». La buena educación y el ingenio proscriben cualquier exageración,
porque sólo la levedad es amable. «Uno debería ser siempre un poco improbable»,
dice uno de sus personajes. Romper por completo con lo tópico sería
excesivamente traumático; ser perverso, también. El truco está en moverse en las
zonas tenues, devaluadas y efímeras, donde no hay grandes dolores, ni grandes
afectos. Algo que fuera perfecto nos precipitaría en la seriedad. «Los cigarrillos
poseen al menos el encanto de dejarle a uno insatisfecho». Es, una vez más, el chic
de l’échec.

El mundo de Wilde naufraga en el tedio, ese bienestar descontento y


ambiguo. El aburrido se siente insatisfecho cuando la vida es demasiado cómoda y
horrorizado cuando se vuelve demasiado áspera. La solución no está en cambiar
de vida, sino en cambiar de sensaciones. «El crimen pertenece únicamente a las
clases bajas —escribe—. No lo censuro en modo alguno. Me imagino que el crimen
es para ella lo que el arte para nosotros: sencillamente un método para procurarse
sensaciones extraordinarias». Sólo otro ingenioso, André Breton, pudo hablar del
crimen con mayor desfachatez, cuando en un arrebato de frivolidad dijo: «El acto
surrealista más sencillo consiste en bajar a la calle revólver en mano y disparar al
azar, mientras se pueda, contra la multitud».

Durante decenios, Oscar Wilde fue prototipo de ingeniosos. «Sacrifica usted


todo el mundo para hacer un epigrama», dice uno de sus personajes. Era de
esperar. La inteligencia, desembarazada de todos los valores, se afirma como
libertad absoluta jugando con las cosas serias. Al desligarse de la realidad, la toma
como juguete, toma conciencia de su poderío y se enreda en los encantos del
narcisismo. Cicerón abominaba de los que por decir un dicho pierden un amigo o
liquidan una amistad, prueba de que ya existían esos personajes cuya única ley es
gozar de su poder inventivo, «aborrecibles monstruos, de quienes huyen todos
más que del bruto de Esopo, que cortejaba a coces y lisonjeaba a bocados», como
escribe Gracián, que conocía bien el paño.

La maldad de los malvados wildeanos acaba por esfumarse. Uno de sus


personajes nos da la clave: «Es usted un hombre extraordinario. No dice nunca una
cosa moral, ni hace una cosa mal. Su cinismo es una pose». El cinismo, la ironía, la
comicidad, la parodia, el disparate coinciden en agredir valores e instituciones
establecidas, son artes de la devaluación y la distancia. Juegan a la contra.
4

Los valores estéticos también son afectados por esta reducción. Basta
comparar el uso poético y el uso ingenioso de las metáforas. En un libro de
Francisco Umbral dedicado a un ingenioso, César González Ruano, leo: «Cuando
Ruano hacía un artículo en verso, era como el que mete un violín en un saco y lo
hace pasar por un jamón. Dar más por menos. El sablazo a la inversa, que es el que
Ruano cultivó delicadamente» (Umbral, 1989). Es el disimulo de la grandeza
mediante una devaluación juguetona. La realidad revelada por el ingenio es
vulnerable o vulnerada, pero nunca trágica, no es un cementerio, sino un Rastro
cósmico, una barahúnda de objetos ontológicamente desvinculados, unidos por el
espacio ficticio de un mercadillo. La metafísica del mundo ingenioso tiene dos
capítulos: ontología del juguete y ontología del cachivache. Son dos tipos de seres
desligados de la realidad, por asimilación a un proyecto lúdico, o por desguace. La
afición de los ingeniosos por el Rastro es de sobra conocida. Sobre él han escrito
Gómez de la Serna, González Ruano y el mismo Umbral, y no se puede olvidar que
fue Lautréamont quien dijo: «Bello como el encuentro casual de una máquina de
coser y un paraguas sobre una mesa de operaciones», que es una instantánea
verbal del marché aux puces. El ingenioso prefiere el Rastro al Museo, porque huye
del envaramiento y menosprecia las instituciones. «En Madrid, las familias buenas,
reducidas en la resaca de sus cosas, van al Museo y las familias malas, “perdis” que
se decía en la época isabelina, van al Rastro», escribe Umbral. En unas pocas líneas
se han encontrado ingeniosos, castizos y poetas malditos. Viven en un mismo
campo semántico, por motivos que este psicoanálisis está alumbrando.

El ingenioso tiene predilección por el arte chico, por el género chico. «El gran
arte —dice burlonamente Umbral— es otra cosa. El gran arte se justifica a sí
mismo, supuestamente, por las sacralidades que representa —religiosas, cívicas,
etc.—, y luego, abolida esta comedia, el gran arte asume en sí la sacralidad: es lo
inefable en el hombre, lo que el hombre crea más allá de sí mismo, el salto más allá
de su sombra». Mientras que el ingenio disfruta con el osito de peluche encerrado
en una jaula para canarios, o con el orinal convertido en cenicero, y se complace en
convertir la realidad en chamarilería y a todas las cosas en cosas de segunda mano,
la poesía grande, por utilizar el término de Umbral, apunta a la eternidad y a la
trascendencia. Son dos orientaciones opuestas: conceder a la realidad más de lo
que tiene, o sisarle lo que posee: introducir las cosas en una dinámica expansiva, o
recurvarlas sobre sí mismas, empequeñeciéndolas: hacerlas trasparedañas del
misterio, o reducirlas a una divertida trivialidad. Religación o desligación, la
alternativa radical.

Todas las metáforas son anomalías lingüísticas y para comprenderlas he de


imaginar un mundo en que esa infracción subversiva deje de serlo. Una metáfora
da a luz un mundo en el que casa, o, lo que es igual, en cuyo entramado de
relaciones puede integrarse. El que la poesía suscita es incompatible con el que
suscita el ingenio. «Rosa, pura contradicción; voluptuosidad de ser sueño de nadie
bajo tantos párpados»: esta metáfora de Rilke es poética, porque dilata hasta el
misterio la cotidiana apariencia de una flor, y lo hace utilizando términos
furiosamente afectivos, que anclan el poema en niveles profundos de la
subjetividad: contradicción, voluptuosidad, sueño, nadie. El encuentro con la rosa
despierta ecos solemnes. Por el contrario, si digo: «Al deshojar la rosa nos
decepciona ver que tanto envoltorio no envolvía nada», he hecho una metáfora
ingeniosa. Dice lo mismo, pero tiene intención reductora, vocación de jíbaro.

El «gran poeta» se siente profundamente religado con la Naturaleza, con la


Divinidad, con la Belleza, con la realidad entera. De ahí la frecuencia con que se
siente «enviado», «elegido», «inspirado», «médium». Habla del mundo
sobrecogido y con unción. Como en el verso de Rilke:

Lo bello no es más que el comienzo

de lo terrible, que todavía soportamos

y admiramos tanto, porque, sereno, desdeña

destrozarnos.

Hemos caído en lo serio. Rilke escribe «Réquiems», y en uno de ellos


recrimina al poeta suicida Wolf von Kalckreuth, por su precipitación, de la que
todos somos víctimas:
¡Cómo cruza ese golpe (su muerte) por el mundo

cuando el viento cruel de la impaciencia

en algún sitio cierra una apertura!

¿Quién jurará que entonces una grieta

no rompe en tierra las semillas sanas,

y que en los animales de la casa

no brota un ansia de matar, lasciva,

cuando ese choque estalla en sus cerebros?

¿Quién sabe cuánto influjo salta desde

nuestro obrar hasta alguna punta próxima,

y quién lo seguirá a donde va todo?


Nada más lejos del ingenio que esta hipertrofia de las consecuencias que
deforma cada uno de nuestros actos, al hacerlos monstruosamente imprevisibles.
Ramón quiso alancear ese sentimiento trágico de la vida, clavándole en el morrillo
un rejón con una enseña salvadora: ¡Viva la bagatela! palabra maravillosa que
resume una parte importante del campo del ingenio. Significa «juego de manos»,
«cosa de poco valor» y también «niñería». «Las cosas apelmazadas y
trascendentales —escribió— deben desaparecer, incluso la máxima, dura como una
piedra, dura como los antiguos rencores contra la vida» (Gómez de la Sema, 1960).

La metáfora ingeniosa rehúsa emocionarnos y ésa es su máxima reducción.


Gerardo Diego ve el ciprés como «enhiesto surtidor de sombra y sueño». Es una
metáfora poética. En cambio, cuando Gómez de la Serna dice «los abetos parecen
paraguas a medio abrir» hace una metáfora ingeniosa. En Quevedo hay curiosos
ejemplos de una misma metáfora utilizada con las dos funciones:

«Vela es, luz de la vela es la tuya, que va consumiendo lo mismo con que se
alimenta y cuanto más aprisa arde, más aprisa se acabará». Aquí, la vela simboliza
la brevedad de la vida y se integra en una red de significados serios, pero pierde
este carácter y se frivoliza, en este otro texto: «Ítem, mandamos que al que matare
corchete o soplón, que no diga que viene de matar a un hombre, sino de despabilar
una vela de a dos, que ardía en daño de muchos y se consumía entre sí mismo».
Decir que los ojos de la amada dan muerte a su enamorado era un tópico de la
poesía petrarquista, que Quevedo devalúa así: «Si sus ojos de vuesa merced son el
matadero de las ánimas…», con lo que convierte en animales a las ánimas que
mueren por aquellos ojos. La parodia, como imitación burlesca, le sirve para
ridiculizar otros lugares comunes de la poesía:

En la barriga de la blanca Aurora

en el solar antiguo de los días

donde hace pucheros, donde llora,


el alba aljofaradas perlesías…

Un personaje de Carlos Arniches dice: «Estoy con el alma en una hebra», lo


que en el contexto de la obra produce un efecto cómico, del que carece cuando la
utiliza Gracián: «Todas las esperanzas de los hombres estriban sobre una, no
cuerda sino muy loca confianza, de una hebra de seda. Menos, sobre un cabello.
Aún es mucho, sobre un hilo de araña. Aún es algo, sobre el de la vida, que aún es
menos».

En el origen de estas devaluaciones hay una concepción, vivida más que


teorizada, de la libertad, como escapatoria y sálvese quien pueda. Lo que no es
bagatela es coacción, todo lo duro herirá antes o después, lo digno de respeto
exigirá amputaciones y sacrificios, los sentimientos me harán sufrir. El ingenio
quiere protegerse de tanta amenaza. Se guarece, por ello, de los sentimientos, que
nos hacen vulnerables. Tenía razón Freud al decir que «la compasión ahorrada es
una de las más generosas fuentes de placer humorístico». Al no tomarse en serio la
situación, el sujeto corta la cadena opresiva de los acontecimientos, y así desactiva
su posible carga trágica. Freud, que era un pensador plástico, y no podía pensar sin
ejemplos, cuenta la siguiente anécdota: «¿Qué día es hoy?», pregunta un
condenado a muerte camino del patíbulo. «Lunes», le responden. «¡Vaya! ¡Pues sí
que empiezo bien la semana!». Esta ausencia de sentimientos culmina la
devaluación generalizada, y le da estabilidad. Mientras los sentimientos estuvieran
vigentes podrían reconstruir el mundo de los valores, y anular la sistemática tarea
libertadora del ingenio. Tras despacharlos, la realidad queda definitivamente
domesticada, desprovista al fin de su máscara trágica.

Lo cómico exige una «anestesia afectiva». La risa está reñida con el


sentimiento, por eso es a menudo cruel. El «humor negro», al que Breton
consideraba «la rebeldía superior del espíritu», es una victoria sobre la muerte.
Nos agrada reconocernos a salvo del sentimiento, convertidos casi en
superhombres. Cuando Gómez de la Serna escribe: «Después del vestuario viene el
esqueletario», «La torticolis del ahorcado es incurable», «El que tartamudea habla
con máquina de escribir», o «Al amputado de los dos brazos le dejaron en chaleco
para toda su vida», espera de nosotros una drástica reducción de la mirada, para
que desdeñemos los elementos dramáticos implicados. Las sátiras son implacables
porque se contagian de esta insensibilidad de lo cómico.

En franca oposición al ingenio, el gran arte cuenta con la sensibilidad, y el


lenguaje proporciona una interesante corroboración al enseñarnos que para los
griegos anestesia significaba, precisamente, la ausencia del sentido artístico, una
cierta ceguera para los valores (Jaeger, 1957). Todo homme d’esprit (expresión que
con cautela podemos traducir por «ingenioso» y que muestra la devaluación del
«espíritu», cuando se acerca al ingenio) es un poeta mutilado, decía Bergson. Todo
poeta puede convertirse en homme d’esprit sin tener que adquirir nada, sino al
contrario, desprendiéndose de mucho: en vez de ser poeta con toda su alma,
debería querer serlo sólo con la inteligencia (Bergson, 1924). El gran arte es
absorbente y expansivo, quiere adueñarse de toda la objetividad, de toda la
subjetividad, aspira a captar lo más profundo, pretende emocionar, conmover,
asustar, adoctrinar, convencer, maravillar, goza de un insaciable apetito y no
acepta prescindir de nada. «Lo que llamo gran arte —escribía Valéry— es
simplemente el arte que exige que todas las facultades de un hombre se empleen en él,
y cuyas obras son tales que todas las facultades de otro hombre son invocadas y
deben interesarse en comprenderlas».

El ingenio desconfía de esta sobrevaloración del arte, en la que sospecha


toda suerte de peligros. La historia está llena de sumisos creadores, poéticos
suicidas, que dieron su vida por un hermoso poema, y el ingenio piensa que quien
sacrifica la vida por algo, acabará sacrificando también por ello la vida de otro.
5

En conclusión, el ingenio quiere liberarse de todo lo que ofrezca resistencia.


La inteligencia se convierte en fugitiva y huye de la gravedad, la seriedad y la
norma. En un supremo esfuerzo lucha por prescindir de la realidad, y así,
anhelando volar en el vacío, cae en la paradoja de la paloma que pensaba que sería
más veloz si pudiera volar en un aire sin aire, sin resistencias. Y esto es imposible.
Las alas tienen que apoyarse en algo, y el ingenio también. La inteligencia no se
siente embarazada por la paradoja. ¿Que lo real la abruma? Se desembarazará de
ello. ¿Que lo real le es imprescindible? Pues bien, lo recuperará, pero devaluado.
Así mantendrá a su alcance todo lo que rechazó, la lógica, el lenguaje, los valores,
las regías, convertidas en juguetes. Podrá reinar sobre algo, no ser un monarca de
la nada. Desligada de todos los seres, por los que no siente afecto y por los que no
es afectada, disfruta con su gran solución, que es también su más altanero
desplante: la devaluación permite poseerlo todo sin tener miedo a nada. Es una
salida muy ingeniosa. Es también un nuevo ejemplo de la irrebatible lógica del
ingenio.
IV. CRITERIOS DEL INGENIO
1

No todas las devaluaciones son ingeniosas. Las hay vulgares, aburridas o


imbéciles; las hay también depresivas, patológicas; otras, en fin, son secuelas del
vampirismo, esa enfermedad del espíritu que succiona gratuitamente los valores
del mundo. El ingenio integra la devaluación en un proyecto existencial afirmativo
y creador, y de esa contradicción entre sus fines positivos y sus procedimientos
negativos, derivan sus más interesantes peculiaridades. Recuerda esas fiestas
primitivas en que los jefes demostraban su jerarquía destruyendo su patrimonio.
La grandeza se demostraba en negativo. No era lo que se poseía, sino lo que se
había dejado de poseer. El balance de la gloria se escribía en números rojos.

Puesto que la devaluación no nos sirve como criterio, debemos buscar otro.
¿Cómo reconocemos lo ingenioso? Consideramos ingenioso lo que provoca una
sorpresa agradable. Sólo nos falta precisar qué es lo sorprendente y cómo es el
agrado. Es decir, nos falta casi todo.

Comenzaré analizando la sorpresa, que es un sentimiento muy


sorprendente. Aparece cuando lo real no cumple nuestras expectativas. La
psicología ha mostrado que continuamente anticipamos el mundo. Somos
minuciosos previsores del porvenir. La realidad es una monumental presunción,
que no suele defraudarnos. Espero que tras la puerta de mi despacho estará el
pasillo y más allá el aula donde daré clase dentro de un rato. Sin duda me
sorprendería si al abrir la puerta encontrara frente a mí el mar Caribe y un arrecife
de coral. Al tomar una cerveza, espero tácitamente que esté fresca. Si está
hirviendo resulto desagradablemente sorprendido. Lo asombroso es que
anticipamos el mundo entero, lo cual exige poseer un mapa cognitivo en la
memoria, es decir, una ingente cantidad de información vigente. De ahí proviene la
dificultad de programar un ordenador para que «comprenda» un chiste. Tomemos
un ejemplo: «Dos homosexuales están sentados en la terraza de un bar. Ven pasar a
una atractiva muchacha. Uno de ellos se vuelve a su compañero y le dice: Sabes,
Carlos, algunas veces me gustaría ser lesbiana». No hace falta ser un experto en
programación para percatarse de la gran cantidad de información que hemos
empleado para entender el chiste.

La disonancia entre lo esperado y lo sucedido es de varias clases. Si el suceso


real supera lo esperado, hablamos de sobrecogimiento o admiración. Si es peor,
experimentamos frustración o desengaño. Cuando lo ocurrido altera bruscamente
nuestra expectativa, sentimos un susto o sobresalto. Hemos reservado la palabra
sorpresa para los imprevistos agradables, por lo que decir «sorpresa agradable» es
una redundancia, que seguiré cometiendo para facilitar el análisis.

Toda sorpresa está causada por una alteración de lo esperado, lo


acostumbrado o normal. Si a ese mundo esperado lo llamamos «grado cero», la
sorpresa se debe a una desviación del grado cero. Así define la retórica moderna el
lenguaje poético. En efecto, el «ingenio» y la «creación poética» tienen muchas
cosas en común: producen sorpresas agradables, son estímulos hipercomplejos
(Erderlyi, 1985), añaden al grado cero «múltiples estructuras adicionales» (Levin,
1962), nos obligan a fijarnos en la forma expresiva, que se vuelve «opaca»
(Jakobson, 1963).

El ingenio es, pues, una desviación del grado cero. Pero ¿qué tipo de
desviación? ¿Qué es lo sorprendente de la obra ingeniosa?
2

Despacharé con brevedad dos caracteres superficiales. El ingenioso


sorprende por su fertilidad y rapidez. El grado cero es la medianía estadística. El
desvío se desvía de la pasividad, la inercia, la ausencia de respuestas, el torpor y la
modorra. Pasemos a otra cosa.

El ingenio sorprende por la novedad. El afán de novedad no ha de tomarse a


humo de pajas, pues de su pugnaz empuje ha surgido la civilización entera. Dicen
los expertos que la raíz indoeuropea de la palabra «hombre» significa «sed». El ser
humano es consustancialmente sediento. ¿De qué está sediento? Entre otras cosas
de novedades. Es bestia cupidissima rerum novarum, decía Fausto, y los expertos en
teoría de la motivación le han dado la razón: la novedad es uno de los incentivos
naturales, una de las necesidades innatas que guían nuestro comportamiento
(McClelland, 1982; Berlyne, 1972). Hay en todos los animales superiores un afán de
mirar, una instintiva concupiscencia de los ojos, y de los oídos y del olfato, que los
hace vivir en permanente alteración, fuera de sí, viendo, olisqueando,
manipulándolo todo, para estar al tanto del mundo en que viven. El hombre
adaptó esta curiosidad a su propio tamaño, que es la desmesura. Cuando no está
estimulado, el animal dormita. No así el hombre, aquejado de un insomnio
ontológico. Al permanecer despierto en ausencia de estímulos se abrió en su
conciencia un hondón abisal, la apabullante presencia de la nada como un
descomunal bostezo del ser. El hombre inventó el arte y la aventura, la excursión y
el flirteo, la baraja y la televisión, la heroína de jeringuilla y la heroína de novela,
los estimulantes y los estupefacientes, para aplacar esta insidiosa manifestación de
Ja nada, que hace al aburrimiento pariente pobre de la angustia. La cultura nació
para llenar la tarde del domingo con su colosal farmacopea de estímulos envasados
en discos, libros, botellas de anís, cintas de vídeos o párrafos retóricos como éste.

El ingenioso necesita ser original: ésa es su marca de fábrica. Es cierto que


ningún artista quiere copiar, pero sólo el ingenioso busca la originalidad como
valor supremo. Ha de hacer que se le note. El estilo, como he dicho, es una
opacidad que retiene al espectador/lector. Es un procedimiento para que se fije.
Pues bien, el ingenio quiere tenerle prendido-prendado de su flagrante desviación
de la norma. Cuanto mayor sea el intervalo que le separa del grado cero, mejor.
Juntar palabras que nunca hayan ido juntas, era la aspiración de Valle Inclán.

Hay que precisar más, porque lo peculiar del ingenio no es la distancia a


secas, sino el tipo de distancia. Y esta modalidad es difícil de describir.
Comparemos dos frases: «Lo más maravilloso de la espiga es que contiene el
código genético del trigo». «Lo más maravilloso de la espiga es lo bien hecha que
tiene la trenza». La primera es verdaderamente innovadora. La biología ha tardado
milenios en descubrir los códigos genéticos. La segunda es original. El grado cero
del que se separa la primera es la ignorancia y la distancia es una distancia real:
expresa un progreso del conocimiento que la convertirá a ella misma en grado
cero, cuando su información haya sido asimilada culturalmente. La segunda no se
separa. Somete la realidad a tensión, la hace elástica como una goma, y la estira.
No puede decirse que la goma se distancie de sí misma. El ingenio la mantiene por
un instante distendida, pero al soltarla vuelve a su estado habitual. Por eso el
ingenio ha de comenzar siempre de cero.

Ese movimiento estacionario es suficiente, porque el ingenio no quiere ir a


ningún sitio, ya lo he dicho. La inteligencia recibe la sorpresa como una buena
noticia: no es la felicidad, pero la anuncia.

Este criterio es verdadero, pero no suficiente, porque hay originalidades


poco ingeniosas. Además, la noción de originalidad se ha resistido a ser
cuantificada. Ni los psicólogos ni los lingüistas lo han conseguido. El grupo de
Guildford, pionero en estudios sobre creatividad, ha señalado tres elementos
presentes en una obra original: la rareza, la distancia y lo que denominan
cleverness. La rareza es un elemento estadístico. En este sentido es original
desayunar a lomos de un delfín. La distancia es el desvío de los comportamientos
normales. Otro dato estadístico, que no les permitía distinguir lo original de lo
anormal o patológico. Para resolver la cuestión añadieron la cleverness, la eficiencia,
el ajustamiento válido a la situación. El mérito, vamos. Pero éste ya no es un
criterio de originalidad (Wilson, Guildford y Christensen, 1953). Los lingüistas han
intentado medir la desviación, pero sólo lo han conseguido en casos muy contados.
Han estado sugestionados por el éxito de la sintaxis generativa de Chomsky y
soñaban con reducir la creatividad a un significado básico y a unas reglas de
transformación. El intento no ha dado hasta ahora buenos resultados.

A pesar de que la originalidad es difícilmente formalizable y mensurable, el


hombre la percibe con certeza. Interviene una capacidad humana a la que ya me he
referido, y cuyo estudio ocupará a los investigadores durante los próximos
decenios. El hombre maneja gigantescos bloques de información integrada. Se sabe
el mundo. Posee también un mecanismo de formación de hipótesis, mediante el
cual anticipa las posibilidades que espera que se realicen. Estas dos facultades
funcionan de forma continua y universal, al menos mientras el sujeto está
despierto, e intervienen en todos los comportamientos. Cuando oímos el comienzo
de una frase proferimos hipótesis sobre su continuación. Prolongamos lo
escuchado sirviéndonos de la información lingüística y también del conocimiento
de la situación. Al escuchar una frase equívoca o un chiste, la hipótesis aventurada
se manifiesta falsa: ésa es la sorpresa. En plena madrugada nuestra hipótesis,
tácitamente enunciada, es que ha de haber silencio. Por eso me sobresalta un ruido
en la habitación vecina. Al bajar una escalera a oscuras formulo una hipótesis
motora sobre el número de escalones que debo descender. Si hay uno más de los
que había calculado, doy un traspiés. Mientras no conozcamos mejor nuestros
mapas cognitives, y los modos de hacer hipótesis inconscientes y de percibir las
disonancias, no podremos precisar más la noción de originalidad. Para nuestro
estudio nos basta con poder percibirla.
3

La originalidad es un criterio vistoso y pobre. Es bisutería teórica que


propicia todo tipo de fraudes. Un nutrido muestrario de pseudoingeniosos se
aferran a él. Ser original es, con frecuencia, una degradación del ingenio, un quiero
y no puedo. Aparece con notable frecuencia cuando se busca voluntariamente. La
reflexividad lo desfigura, le hace perder la soltura y se contenta con automatismos
fáciles. El barroco español es un ejemplo de esta desviación buscada, que tiene
como única forma el sistemático alejamiento de la norma, o del alejamiento de la
norma que la ha precedido. Se salvaron de la degeneración mecánica sólo los
grandes talentos, como Quevedo y a ratos Góngora. Sucumbió Gracián, que se
empeñó en admitir una ingeniosidad objetiva, medible y calculable, siendo en esto
precursor de los lingüistas actuales. Con su prosa híspida y trompicada alaba sin
cansancio las sutilezas más atormentadas, entre las que se llevan la palma —del
martirio— las «propuestas extravagantes y paradójicas», en las cuales se unen dos
conceptos encontrados, entre los que se da «repugnancia paradoja». Los ejemplos
que da de tan alta invención ponen de manifiesto el automatismo del ingenio de
receta y falsilla. Los conceptos «morir» y «vivir» incluyen contrariedad, luego todo
artificio que los una es ingenioso. De lo que así resulta, entresaco una breve
antología:

Ven, muerte, tan escondida,

que no te sienta conmigo;

porque el gozo de contigo

no me torne a dar la vida.

Mi vida vive muriendo,


si viviese, moriría

porque muriendo, saldría

del mal que siente viviendo.

Donde amor su nombre escribe,

y su bandera desata,

no es la vida la que vive,

ni la muerte la que mata.

No sé para qué nací,

pues en tal extremo estoy,

que el vivir no quiero yo,


y el morir no quiere a mí.

Que estos ejemplos y otros muchos hayan quedado inmortalizados como


ejemplos de ingenio, esto sí que es una «repugnancia paradoja». Si los menciono no
es por un afán satírico, ni por curiosidad, sino porque en caricatura nos muestran
uno de lo peligros constantes del ingenio. Cuando se adopta como único criterio la
novedad, se trunca tan brutalmente la creatividad, que se está a dos pasos de la
rutina y el aburrimiento.

De este peligro no se libran ni siquiera los grandes talentos, los ingeniosos


genuinos. Francisco Umbral ha escrito un libro lleno de admiración sobre Ramón
Gómez de la Serna. A mitad del libro, cuando se supone que el autor ha dedicado
muchas horas a la relectura de su personaje, hace una sorprendente declaración:
«Ramón comunica al lector ingenuo un cierto cansancio, que le hace decir: Sí, está
muy bien, pero cansa un poco. Y creen que es por acumulación de imágenes. No.
Es porque está empezando siempre el tema, aunque el libro sea largo. No lleva a
ninguna parte y el lector lo que agradece al escritor es que le lleve». Al cabo de
unas páginas, el autor vuelve a insistir, con tonos más dramáticos, en la irritación y
el ahogo que producen las repeticiones de Ramón: «Ramón es siempre el mismo y
hace siempre lo mismo. Además de monográfico y monotemático es monocorde y
a veces monótono, y esa monotonía es su genialidad. La genialidad es siempre una
monotonía, un ser uno igual a sí mismo».

Umbral no tiene razón. La monotonía es la genialidad del ingenioso, que se


ha hecho monocorde por elección. Como Paganini, quiere demostrar su genialidad
tocando un violín de una cuerda. El mismo Umbral describe esta amputación
cuando califica a Ramón de escritor-escritor, y lo explica así: «El escritor puro es el
que, a veces, no tiene nada que decir, pero sigue escribiendo, según el chiste de
Julio Camba. Y yo diría que ahí, cuando ya no tiene nada que decir, en el puro
reborde del oficio, en el bisel literario de la prosa, es donde mejor se les conoce
como escritores. Escritor es el que lo es más allá de sus temas. El que sólo escribe
cuando tiene algo que decir, es un señor que dice cosas, pero no necesariamente un
escritor» (Umbral, 1978).

Quevedo, que con tanta pasión y talento innovó, confesó con dejo
melancólico la inevitable frustración de la novedad: «Es la novedad tan mal
contenta de sí, que cuando se desagrada de lo que ha sido, se cansa de lo que es. Y
para mantenerse en novedad ha de continuarse en dejar de serlo, y el novelero
tiene por vida muertes y fallecimientos perpetuos. Y es fuerza o que deje de ser
novelero o que siempre tenga por ocupación el dejar de ser».

En resumen: todo lo ingenioso es original, pero no todo lo original es


ingenioso. La novedad es un criterio incompleto.
4

El ingenio sorprende por su fecundidad, rapidez y originalidad. Añadiré


una nueva nota: sorprende, además, por su destreza. El grado cero es lo que todo
el mundo puede hacer. Aparece la habilidad como rasgo del campo semántico
ingenioso. El sufijo «il» significa «lo que es propio». «Estudiantil» es lo que
corresponde como propiedad a los estudiantes. «Hábil» es la propiedad del que
«ha», del que «tiene muchos posibles» y puede hacer lo que quiera con facilidad.
Es el modo ágil de tener, del mismo modo que la agilidad es el modo hábil de
moverse. Desembarcamos en un archipiélago lingüístico, en el que descubrimos el
«acierto», que es la habilidad de dar en el clavo, sin marrar el golpe, y también el
«tino», que es «una puntería que requiere más astucia, más ingenio en el acierto».
«Maña» es «la agilidad o facilidad para resolver prácticamente las situaciones».
Todas estas palabras enlazan con «astucia», «sagacidad», «agudeza» y son crestas
de una de las cordilleras hundidas del ingenio.

La originalidad tiene que sorprender por su habilidad. El espectador ha de


percibir que la rapidez, la escasez de medios, la dificultad sólo sirven para realzar
el tino del autor. Acierta en lo que hace, y además, lo hace con facilidad. «El caso es
que no se note el esfuerzo», dice Umbral. En efecto, el proyecto ingenioso tiene que
prescindir del sudor y el trabajo. Ha de ser ágil, que es un modo de vivir la
corporeidad y el espacio. El propio dinamismo rebaja el componente de
adversidad de las cosas, al hacer que la rapidez anule las distancias, y la ligereza
disminuya el peso. No se trata de una anulación real, por supuesto, sino de una
experiencia relacional: vivo la distancia a través de mi velocidad, y la gravedad a
través de mi energía.

El ingenioso ha de hacer que se note su habilidad. Para ello se recrea en la


dificultad y evita las ayudas. No necesita conocimientos, ni técnicas, ni experiencia.
Ha de poseer una habilidad adánica, desnuda. A este desprecio por lo recibido
hacía referencia la palabra ingenio. Queriendo subrayar su independencia respecto
de la disciplina, la cultura, el saber, las normas, los más granados frutos de la
historia, el lenguaje sólo acertó a decir que era «innato», «congénito», «ingénito».
No era tanto una definición como un desprecio.
5

Aún podemos precisar más. El ingenio sorprende por su eficacia. Debe


producir el máximo efecto con el mínimo gasto. La retórica clásica era la ciencia de
la eficacia persuasiva y sus continuadores no son los retóricos actuales, sino los
expertos en publicidad, que manejan como lo hizo Aristóteles, conocimientos
psicológicos y técnicas variadas para hacer más eficaces sus creaciones. No es
preciso advertir que la publicidad es una de las industrias que viven del ingenio.

Es eficaz lo que hace que algo suceda. ¿Qué quiere el ingenio que suceda?
Una experiencia de libertad, que incluye la diversión, la ligereza, la devaluación de
la realidad, la afirmación del yo. ¿Cómo consigue ser eficaz?

Conviene ir de lo más sencillo a lo más complejo. Los eslóganes publicitarios


eficaces son los que motivan una acción de los consumidores. Tienen que engranar
con alguna de las necesidades básicas del sujeto, para aprovechar y conducir su
impulso. Desde los años setenta las grandes empresas de publicidad utilizan
masivamente las técnicas psicológicas para tener éxito en sus campañas. En mi
archivo de ingeniosidades publicitarias conservo maravillas. Los lingüistas han
dado muchas vueltas al lema electoral de Eisenhower: I like Ike. Pero mi preferencia
va para la campaña de los cigarrillos Marlboro. Phillip Morris sacó esta marca al
mercado en los años veinte, dirigida especialmente a la mujer, y fue un estrepitoso
fracaso. Decidió hacerla más atractiva, añadiendo al cigarrillo una boquilla
marfileña, pero a las fumadoras no les gustó dejar las huellas de sus labios y
rechazaron la innovación. La solución que buscó Phillip Morris fue fabricarlos con
boquilla roja, y así lo hizo a finales de los años treinta. Fue una idea sensata pero
poco ingeniosa. A las fumadoras tampoco les gustó esta nueva versión y la
compañía retiró Marlboro del mercado en los cuarenta. Diez años más tarde la
resucitó como un cigarrillo emboquillado para el hombre. En la publicidad, una
seductora mujer preguntaba: Why don’t you settle back and have a Marlboro? En
aquella época, un cigarrillo con filtro parecía demasiado sofisticado para un
hombre y la marca fracasó de nuevo. Al fin aparecieron los psicólogos. Sus
estudios mostraron que las costumbres del mercado eran estables, y que había que
dirigir la campaña a los nuevos fumadores, es decir, a los jóvenes, que fumando
pretendían proclamar su independencia. Era preciso que la publicidad enlazara
con el deseo de independencia. Una situación extremadamente paradójica, sin
duda. El acierto fue elegir una figura que condensaba toda la mitología de la
libertad, el valor y la autosuficiencia: el cow-boy. Desde hace treinta años millones
de personas hemos sido fascinadas con el eslogan Come to Marlboro Country. Creo
que en la actualidad, después de una historia tan agitada, Marlboro es la marca de
cigarrillos más vendida del mundo. Parece una broma (Meyers, 1984).

El ingenio es eficaz cuando desencadena una acción, enlazando con las


necesidades de liberación que el hombre tiene. Freud ha mostrado que el humor, el
chiste, los disparates, el juego con las cosas serias reavivan fuentes de placer
cegadas. El grado cero radical del que se aparta y nos aparta el ingenio es la
realidad, que a los ojos del ingenioso y también de Freud, es una aglomeración de
tiranías. Una melaza espesa e intransitable en la que pataleamos. Hemos
comprobado que el ingenio juguetiza la realidad y ahora, que contemplamos el
ingenio desde fuera, le pedimos que nos permita jugar. Ésa ha de ser su eficacia.

Bergson tuvo la genial idea de buscar en los juegos infantiles los


antecedentes de las situaciones cómicas. «Hay algo indudable: que no puede haber
solución de continuidad entre el placer del juego en el niño, y ese mismo placer en
el hombre». Para probarlo, estudia varios tipos de juguetes, entre ellos le diable à
resort, el muñeco que sale bruscamente de una caja al ser impulsado por un resorte
y cuya sorprendente aparición provoca la hilaridad del niño.

El ingenio se sirve de una técnica parecida: la condensación gracias a la cual


comprime un ingente bloque de información, que se distiende al ser comprendido.
Esta expansión cognoscitiva es símbolo de una expansión ontológica. El hombre se
siente momentáneamente liberado de su limitación. Lo contrario de la angustia es
la ampliación del ánimo y de la respiración. Para que su fuerza expansiva se viva
fervorosamente, el ingenio ha de ser breve, porque somos incapaces de
experimentar la expansión de lo interminable. Churchill dijo de Attlee en una
ocasión que era «una oveja vestida con piel de oveja». La frase es ingeniosa porque
condensa, en una fórmula breve, información bastante para provocar la sorpresa y
demostrar la propia habilidad y la torpeza del adversario. Para Aristóteles el
ingenio produce placer porque enseña rápidamente. Ahí está su encanto: saber
después de haberse aprendido la Enciclopedia Espasa, o la Británica, para el caso es
igual, no tiene chiste. La malignidad de Churchill proporciona un retrato de su
enemigo con sólo siete palabras. Un biógrafo utilizaría siete tomos. La eficacia está
en condensar un tomo en una palabra. Aunque no hay nada más enojoso que
explicar una ingeniosidad, voy a hacerlo para mostrar la gran cantidad de
información implícita que contiene. En primer lugar, Churchill utiliza
anómalamente una frase hecha, que permanece como punto de referencia. La
versión común, el grado cero, menciona un lobo vestido con piel de oveja. Nos
resulta comprensible que la maldad se disfrace de inocencia. Como pertenece a la
esencia del disfraz ocultar la apariencia, resulta cómico disfrazarse de lo que uno
es, por ejemplo, la oveja de oveja. Así funcionan las distracciones que Bergson
ponía en el origen de lo cómico. Al mantener resonando la frase primitiva,
Churchill hace de Attlee una figura distraída e hilarante, que pretende ser astuta,
pero sólo consigue ser cándida. Es un buen hombre que intenta en vano parecer
perverso, comportamiento que anula con su torpeza, al mismo tiempo la bondad y
la astucia. No es bondad, porque quiere ser astuta. No es astucia, porque no
consigue engañar. Attlee entra a formar parte de la galería de insensatos, junto al
que asó la manteca y al que se tiró al mar para que no le mojara la lluvia. El
ingenioso, por el contrario, es el avisado, el listo que se hace dueño de la situación.
Triunfa. Aristóteles, en su Retórica, dice que en muchos juegos se busca la victoria,
que es uno de los placeres más atractivos para el hombre. El ingenio es uno de
ellos.

Toda esta información es comunicada con escasos medios. Se transmite


plegada y ésa es su eficacia. No nos damos cuenta de lo que contiene hasta que nos
la hemos tragado. Mark Twain dijo: «Estoy seguro de que la música de Wagner no
es tan mala como suena». Y Labiche: «Sólo Dios tiene derecho a disponer de la vida
de un semejante». Ambas son frases contraídas, que estallan al comprenderlas. Esta
palabra es poco apropiada. Com-prender un chiste es ex-pandirle. El ingenio
fabrica juguetes de resorte, armas de aire comprimido, cuya eficacia depende de la
presión inestable a que están sometidos sus componentes. Si se despliega
lentamente su contenido se despresurizan y no funcionan.
6

Aún me queda por describir el elemento más sutil, ese «no sé qué» que lo es
todo y no es nada, que concede a las cosas su última perfección y que llamamos
«gracia». El sentimiento en que experimentamos el ingenio nos proporciona como
valor objetivo la gracia.

Esta palabra define un campo semántico extremadamente sugestivo,


parcialmente solapado —inicuamente solapado, diría yo— con el del ingenio,
porque esta proximidad ha devaluado su significación. Fue un término noble y una
realidad deslumbrante: «Gracia es la belleza en movimiento», decía Schiller. Para
los griegos, la gracia era lo que hacía atractiva a la belleza. ¡Qué admirable
intuición! El castellano ha dilatado su significado para que bajo él se cobijaran lo
grato, lo gratuito, la gracia santificante y el efecto de un chiste. Hemos tenido
incluso un Ministerio de Gracia, que ya es gana de burocratizarlo todo.

«Gracioso» significa etimológicamente «grato» y también lo que se hace de


grado, voluntariamente, por gusto, «gratis». El juego es «gratuito». La gracia, en
sentido estricto, sólo se daba en el movimiento voluntario y por antonomasia, en el
que parece emanar de la voluntad sin obstáculos. «Ya en el sentir general de los
hombres —continuaba Schiller— se toma la levedad por carácter principal de la
gracia, y lo forzado no puede manifestar levedad».

Grácil es lo que no ofrece resistencia. Bergson describía la gracia como la


absoluta sumisión del cuerpo al espíritu. Comprendemos ahora hasta qué punto el
ingenio era un proyecto de salvación. Es la gran virtud de jugadores, deportistas,
bailarines e ingeniosos, Sartre decía que el cuerpo se convierte en revelación de la
libertad mediante la gracia.

Ortega la relacionaba con una palabra española de etimología misteriosa:


garbo, que es agilidad, desenvoltura en los movimientos, brío, aire, soltura y
rumbo. Una palabra misteriosa conduce a otra palabra misteriosa, porque «rumbo»
significa orientación y movimiento cadencioso de una nave y esplendidez y
generosidad. Y la gracia y el garbo y el rumbo son elegancia, cualidad que Valéry
definía como «libertad y economía hechas visibles —soltura, facilidad en las cosas
difíciles—. Encontrar sin que parezca que hemos buscado. Llevar/soportar sin que
parezca que sentimos el peso».
Sin los hallazgos del psicoanálisis del ingenio no se puede comprender cómo
la palabra «gracia» llegó a significar «lo que da risa». Lo que tienen en común es la
idea de libertad como soltura y juego, su dinamismo. Lo que les distingue es qué
no toda «gracia» es devaluadora.

Todos los autores citados relacionan la gracia con el movimiento y dicen que
es la belleza dinámica. No es suficiente. Sobre todo es la seducción: el dinamismo de
la belleza, su capacidad para
despertar/excitar/incitar/exaltar/admirar/extasiar/fascinar al creador y al
espectador. Hay una belleza objetiva que reconocemos sin sentimos atraídos, que
no incita nuestra actividad y a la que Plotino llamaba «belleza perezosa», que no
era capaz de e-mocionar, de mover el espíritu. La gracia es la belleza que nos
contagia su dinamismo y que experimentamos como eu-foria. Somos bien-llevados
por ella, seducidos, encantados. Nos arrastra hacia una realidad ingrávida, «La
onerosa vida —escribía Ortega— pierde peso, se toma ligera, ágil, rápida, en suma
“alacer”. Alacer es la palabra latina de donde viene la nuestra “alegría”. Por otra
parte, alacer corresponde al vocablo griego “elaphos”, que designa los mismos
valores, lo sin peso, ligero y rápido. De aquí que “elaphos” signifique “el ciervo”»
(Ortega, 1958).

La gracia incita al movimiento, por eso decimos que tienen «gracia» las
músicas poco solemnes, que dan ganas de bailar. Al aplicar este término a lo
cómico, el lenguaje ha reconocido una participación en el movimiento alegre que
produce la belleza. Es, sin duda, una devaluación. Quien ya no aspira al paraíso se
contenta con un chiste.
7

Quiero retomar una noción que dejé de la mano. El ingenio es una


desviación del grado cero. En él percibimos un intervalo. Como punto de referencia
está, al fondo, plomiza y amenazadora, ocaso tormentoso, la realidad. Aunque sea
con una brevedad que vuelva arbitrarias todas mis afirmaciones, he de decirlo:
toda experiencia estética es la experiencia de un intervalo. Entre el referente y la
obra descubrimos la libertad creadora del artista, que es un gigantesco atleta capaz
de separar ambas orillas, para permitirnos habitar eufóricamente en el hueco
abierto por una libertad creadora. Porque eso es lo que sucede: entre la orilla de
allá y la orilla de acá, entre el ciprés visto y el ciprés pintado por Van Gogh, entre la
faz mortecina y la faz transfigurada de las cosas, lo que percibimos, lo que nos
llena de alegría y de entusiasmo es que una libertad parecida a la nuestra ha sido
capaz de ampliar nuestra morada. Toda obra artística, por trágico que sea su
contenido, ha de producir ese efecto estimulante. Si no lo consigue es un
documento, una demostración o un reportaje, es decir, una información sin
intervalo. La experiencia estética es siempre un espejismo del paraíso. La del
ingenio, también.

Cada autor, cada género, cada arte crean un intervalo distinto. En el que crea
el ingenio percibimos a la inteligencia que se libera de la realidad jugando. No
todos los ingeniosos lo hacen de la misma manera, aunque todos ellos aflojan los
lazos que nos ataban a la realidad. El ingenioso expresivo, como Quevedo, nos
muestra que todo puede decirse de muchas maneras. Por eso no le importa
retomar temas envejecidos y polvorientos. Así lucirá mejor su poderío. El pensador
ingenioso, como Ortega, nos ofrecerá modi res considerando nuevas maneras de ver
las cosas. De lo que se trata es de no dejarse abrumar por una realidad monolítica.

A pesar de este poder anfetamínico y transustanciador, la lógica del ingenio


lleva a una conclusión menos brillante de lo esperado. Su figura retórica es la
litotes, el empequeñecimiento. Lipps relaciona la gracia ingeniosa con lo
sorprendentemente pequeño y dice, con razón, que es burlesca, reductora y
caprichosa (Lipps, 1923). La inteligencia, tras haber juguetizado la realidad entera,
no encuentra cobijo. Esta inflexible decadencia de la lógica del ingenio permite
interpretar sucesos culturales que nos parecen incoherentes. Es una categoría
hermenéutica que permite comprender la azarosa trayectoria de algunos hechos.
Por ejemplo, del arte moderno.
V. EL ARTE MODERNO, EJEMPLO DE ARTE
INGENIOSO
1

Provisionalmente empleo el concepto «arte moderno» en un sentido amplio


que abarca todo el arte innovador de este siglo. Me permito esta laxitud inicial
porque creo que su multiforme, anárquica y desmelenada variedad forma un
sistema que se puede estudiar estructuralmente como conjunto de posibilidades
combinatorias y cuya unidad proviene, precisamente, de su vocación ingeniosa.
Esta noción permite dar un sentido coherente a muchos fenómenos aparentemente
inconexos, entre los que se encuentra la inestable combinación de desfachatez y
seriedad que se da en el arte moderno. Soporta como puede las tensiones entre
moralidad y libertinaje, gratuidad y obsesión por el dinero, despreocupación y
compromiso político, y no siempre consiguió acordar tantas contradicciones. El
coqueteo del arte moderno con lo político, por poner un ejemplo, no pasó de ser un
flirteo, por más que Breton se afiliara al Partido Comunista y redactara en
colaboración con Trotski un manifiesto titulado Para un arte revolucionario
independiente. La radical huida de la seriedad, que su carácter ingenioso le imponía,
no era compatible con la revolución. Sartre acusó con violencia a los surrealistas,
afirmando que su único vínculo con el Partido Comunista era la idea de
negatividad, el ímpetu de destruir lo dado.

Un picoteo rápido en la bibliografía sobre modernidad y posmodernidad


permite recuperar todos los componentes del campo semántico del ingenio. La
modernidad surge con la idea de un sujeto autónomo, y su tema constante es la
libertad. Cuando Rimbaud dice que «es preciso ser absolutamente moderno», nos
está diciendo que «es necesario ser relativos», y tanto él como Baudelaire exaltan
«lo nuevo, lo desconocido, lo efímero, lo transitorio, fugitivo, contingente,
ambiguo, aleatorio». En la modernidad culmina un proceso, iniciado en el
Renacimiento, de culto por lo nuevo y original en el arte, que acaba delatando su
profundo carácter emancipador (Vattimo, 1990). En 1931, Walter Benjamin escribía
sobre el «carácter destructivo» de la cultura de su tiempo: «Sólo conoce una
consigna: hacer sitio; sólo una actividad: despejar. (Guiño filológico: el “despejo”
era una de las características que Gracián descubría en el ingenio). Su necesidad de
aire fresco y espacio libre es más fuerte que todo odio» (Benjamin, 1931).

El concepto de arte ingenioso explica que la frivolidad del arte moderno, su


desprecio sarcástico de la realidad e incluso del arte mismo, coexistan con una
innegable vocación moralista, predicadora, proselitista. Tristan Tzara, Kandinsky,
Warhol o Beuys no se conforman con ser artistas, y se consideran investidos de una
dignidad profética. Son implacables maestros que predican la muerte del maestro.
Como les sucede siempre a los escépticos o a los pensadores paradójicos, cada una
de sus afirmaciones anula su derecho a hacer afirmaciones. Son constructores de
solares, creadores de vacíos, es decir, liberadores. Lo que da sentido a su
contradictoria actividad es la afirmación obsesiva de la libertad como valor
máximo. Con frecuencia, el arte es sólo una parábola de esa libertad. Ahora bien,
como se trata de una libertad desligada, que se funda en una sistemática
devaluación de todos los valores existentes, es una libertad ingeniosa.
2

Las características ingeniosas del arte moderno son fáciles de reconocer. En


primer lugar, su vocación lúdica. La ha reconocido incluso un pintor tan amargo y
tremendista como Francis Bacon: «En nuestro tiempo, el arte ya sólo puede ser un
juego» (Leiris, 1987). Es cierto que el arte ha sido siempre una escapatoria de la
pesadumbre de lo real, pero en este siglo el afán de jugar se vuelve obsesión,
salvación y derecho. Para disfrutar de un carrusel fantástico, de un vertiginoso
repertorio de ocurrencias circenses, sólo tenemos que visitar a los artistas en sus
talleres. Madame Gilot ha contado muy expresivamente cómo pintó Picasso su
retrato. El artista, al principio, quería hacer un retrato realista, pero después de
trabajar un rato, dijo: «No, ése no es tu estilo. Un retrato realista no podría
representarte en absoluto». La modelo había posado sentada, pero Picasso dijo
entonces: «No te veo sentada, no eres para nada el tipo pasivo. Sólo puedo verte de
pie». «Recordó de repente que Matisse había hablado de hacerme un retrato con el
pelo verde y se enamoró de la idea. “Matisse no es el único que puede pintarte con
el pelo verde”, dijo. A partir de ese momento el pelo fue adquiriendo forma de
hoja, y una vez dado ese paso, el retrato se convirtió en esquema floral simbólico.
Trabajó los pechos con el mismo ritmo curvado. El rostro no había dejado de ser
realista durante esas fases. Desentonaba un tanto con lo demás. Lo estudió un
momento. “Tengo que fundamentar ese rostro en otra idea”, dijo. “Aunque tu cara
tiene una forma de óvalo bastante alargado, para representar la luz y la expresión
tengo que ensanchar el óvalo. Compensaré la longitud pintándolo en un color frío,
de azul. Será una lunita azul”. Pintó de celeste una hoja de papel y comenzó a
recortar formas ovales, que se correspondían de distintas manera con esa
concepción de la cabeza: primero dos que eran perfectamente redondas, después
tres o cuatro más, basadas en esa idea de ensanchamiento. Una vez recortadas,
dibujó sobre cada una de ellas pequeños signos que representaban los ojos, la nariz
y la boca. Luego, las adosó al lienzo, una tras otra, desplazándolas ligeramente a la
derecha o a la izquierda, arriba o abajo, a su gusto. Verdaderamente, ninguna le
parecía la adecuada, hasta que llegó la última. Tras ensayar todas las demás en
diversos lugares, sabía ya dónde debía ir, y cuando la aplicó al lienzo, la forma le
pareció correcta, justamente en el lugar donde la puso. Resultaba plenamente
convincente. La pegó sobre el lienzo húmedo, se paró a contemplarla y exclamó:
“Ahora, éste es tu retrato”».

Este cuadro es una greguería plástica. La cara quiere ser otra cosa, como la
orilla de allá del Arno. Su retrato es una metáfora humorística, es decir, amable,
aguda e intrascendente. La traducción literaria podría ser: «El pintor que pinta a su
modelo como una flor, es que quiere dejarla plantada». Es tan convincente la
inverosimilitud que el ingenio instaura, que a Mme. Gilot llega a parecerle
admirable y digno de ser comunicado a la posteridad, que Picasso pinte sus pechos
con ritmos curvados. Un pasmo parecido —e igualmente desternillante— expresó
el propio Picasso cuando mostró con gran orgullo a Malraux unos platos que había
hecho: “J’ai fait des assiettes on vous Va dit? Elles sont très bien (la voix devient grave).
On peut manger dedans” (Neret, 1988). Deliciosas y arcangélicas sorpresas. Después
de la abolición de los límites de la realidad, que el ingenio impone, una vez que
hemos comprobado que todo es todo, todo se parece a todo, todo se distingue de
todo, vuelven a aparecer admiraciones adánicas, y una ingenuidad de segundo
grado, de vuelta ya, descubre el mundo con alharacas gansas. ¡Qué hermoso pintar
los pechos redondos! ¡Qué hermoso que se pueda comer en los platos!

La pintura ha acogido siempre ocurrencias ingeniosas. Hace siglos,


Arcimboldo pintó retratos como mosaicos de frutas y verduras. Los rostros eran
menestras pintadas. Picasso fue más poético y no convirtió la naricilla de Mme.
Gilot en una alcaparra, sino que transformó el rostro entero en una lunita azul, con
sus ojitos insomnes. Lo que caracteriza el arte moderno es la generalización
sistemática de la ocurrencia ingeniosa. Su exaltación a categoría. El retrato de
Mme. Gilot no fue un hecho esporádico. Las ingeniosidades tienen que ser
plurales. Picasso pintó a Dora Maar en forma de pájaro, a Françoise como un sol, y
un chiste visual es su fotografía con dos croissants apareciendo por los puños de su
camisa, recordando las pinzas de un crustáceo gigante.

Según cuenta Jacqueline, trataba de hacer algo con cualquier cosa que
encontraba, aunque fuera un trocito de cuerda, y le entusiasmó construir una
cabeza de toro acoplando el sillín y el manillar de una bicicleta. El mismo Picasso,
hablando de sus trabajos de los años cincuenta y sesenta, comentó: «Estoy
realizando un sueño que acariciaba desde hacía mucho tiempo: convertir en formas
perdurables esos papelitos que andan esparcidos por todas partes». Este afán de
transfigurar lo minúsculo es propio del ingenio, que al conseguir grandes efectos
con elementos pobres, muestra a las claras su poder creador.

Pasemos a otro taller. Yves Klein va a crear. El suelo y las paredes están
cubiertos con grandes papeles. Una orquesta de veinte músicos interpreta su
Sinfonía monótona. Unas mujeres desnudas, embadurnadas de azul, se apoyan
sobre los papeles e imprimen sobre ellos la huella de sus cuerpos. Son damas
pintureras, claro está, femmes pinceaux, y el espectáculo hubo de resultar pintoresco
y picaresco. No era tampoco la primera ocurrencia del pintor, que para entonces ya
había realizado su gran descubrimiento: el azul. Fue una iluminación que cambió
su vida, dedicada a partir de entonces a ese culto sorprendente. Sus cuadros
monocromos, primorosamente untados de azul, cuelgan en los mejores museos. En
1958 invitó a dos mil personas a una exposición en la Galerie Iris Clerc, en París,
naturalmente. Fue la famosa exposición del «Vacío», que ha pasado a la historia.
Como el título hacía presagiar, las salas estaban vacías.

Continuemos esta tournée fantástica, que me produce un regocijo inagotable.


Pollock ha extendido un gran lienzo en el suelo y lanza sobre él botes de pintura,
para que los colores se mezclen accidentalmente. El dramatismo que faltaba a esta
técnica se lo añadió Niki de Saint-Phalle, que disparaba su escopeta sobre bolsas de
pintura colgadas encima del lienzo. No ha sido el único en utilizar armas guerreras
como pinceles. —¡cuánto más dulce fue la ocurrencia de Yves Klein!—, porque
Fontana agujerea sus lienzos con un estilete, o los rasga con un sable, para
conseguir mediante esos agujeros o heridas, dicen, el misterio pictórico de la
tercera dimensión…

Acudamos ahora al taller de Günther Uecker, que por sus declaraciones


parece un artista serio y poco ingenioso. En efecto, habla de su arte como «una
búsqueda incesantemente renovada de la forma visionaria de la pureza, la belleza
y el silencio». Debe tratarse de una nueva especie de silencio, una metáfora ruidosa
del silencio, porque en su estudio nos sorprende un martilleo incesante. Uecker es
el abanderado de la «cruzada clavista» y utiliza como material artístico el clavo. En
alguna de sus obras he llegado a contar más de mil seiscientos. Es su estilo una
modalidad nueva de puntillismo. Ahuyentados por el ruido, nos vamos a un recital
de Joseph Beuys: está solo, de pie, inmóvil y llora. Son unas lágrimas inmotivadas,
incongruentes en su rostro inexpresivo. Es la creación del llanto puro. Grabó el
suceso en vídeo y lo tituló «Celtic». Proseguimos el recorrido visitando talleres al
aire libre. Christo está embalando trescientos mil metros cuadrados de costa
australiana, la Wrapped Coast. Mike Heizer excava cinco fosas rectangulares en el
desierto de Nevada, a las que fotografiará cada año para seguir su evolución.

Vivimos el momento solar de la fiesta, el happening, el juego imprevisto y la


originalidad a ultranza. La energía es más importante que el ergon, la actividad
prevalece sobre la obra, y la novedad penetra en el modo mismo de crear. El
espectáculo no está sólo en el taller de los pintores. Nadie puede copiar nada, ni
siquiera la forma de hacer. Warhol rueda su película titulada con gran sinceridad:
«The Empire State Building, filmada en plano fijo desde el piso cuarenta y cuatro del
edificio Time-Life, en Nueva York, desde las ocho de la mañana, un día de verano
de 1964», y el interminable plano fijo dura ocho horas.
Tristan Tzara revolucionó el modo de fabricar poemas, y sintetizó su receta
en el «Manifiesto sobre el amor débil y el amor amargo», escrito en 1920. Es ésta:

Tomad un periódico.

Tomad unas tijeras.

Elegid en el periódico un artículo que tenga

la longitud que queráis dar a vuestro poema.

Recortad el artículo.

Recortad con todo cuidado cada palabra de las

que forman tal artículo y ponedlas en un saquito.

Agitad dulcemente.

Sacad las palabras una detrás de otra,

colocándolas en el orden en que las habéis sacado.

Copiadlas concienzudamente.

El poema está hecho.

Ya os habéis convertido en un escritor

infinitamente original y dotado de

una sensibilidad encantadora.

Hay que agradecer a la música que ponga fondo a esta divertida cabalgata.
John Cage compone su obra Paisaje imaginario numero cuatro según una técnica
polirradio, inventada y agotada para la ocasión. Veinticuatro ejecutantes-
compositores manejan los mandos de una docena de aparatos de radio, subiendo y
bajando el volumen al azar, mientras cambian de emisora sin descanso. Es música
para ser vista, porque una grabación sólo recoge el guirigay y se pierde el
espectáculo polirradiocreador. Lo mismo ocurre con la obra de Anna Lockwood,
titulada Piano ardiente, en la que el intérprete se limita a tensar las cuerdas hasta
que estallan. También es gozosamente visual la pieza de La Monte Young,
ejecutada, compuesta y desguazada haciendo chocar un piano contra otros objetos.
Es una variante de la música de percusión, que exige un pianista no sólo talentoso,
sino también forzudo: una mezcla de virtuoso y mozo de cuerda.

No se puede comprender este jolgorio sin intervenir en el juego, porque


desde fuera todas las verbenas son ridículas. El arte moderno celebra una fiesta
continua, aunque ha escogido la cara más oscura del festejo. En efecto, la fiesta ha
tenido siempre dos aspectos enfrentados, positivo uno y negativo el otro. Era un
especial señalamiento, una ceremonia, un ritual que revalorizaba parte de la
cotidianeidad, al exaltar un tiempo definido. Como contrapunto mostró además un
carácter destructivo: no quiso revalorizar lo cotidiano, sino destruirlo. Son fechas
en que se consume todo lo ahorrado, se despilfarran los bienes, burlándose así de
su coacción. Hay costumbres —como tirar los muebles viejos por las ventanas en
Italia o las fallas de Valencia— en que esta alegría destructiva se conserva viva. En
el arte ingenioso reconocemos la brillantez libertina y nihilista del derroche festivo.

(Encuentro aquí un nuevo parecido entre nuestra época y la barroca. Octavio


Paz ha comparado la fiesta barroca y el happening actual. Ambas, dice, sienten la
seducción de la muerte. Ambas, digo, son muestras de culturas ingeniosas. Tiene
razón Paz cuando señala que la fiesta barroca es, sin embargo, menos radical que la
moderna. «Es la ilusión de la forma al mismo tiempo que la disipación de la forma.
El happening es una rebelión contra la cultura y por eso no es sólo destrucción de la
forma, sino del sentido» [Paz, 1982]).

Es el concepto de juego lo que da cuenta y razón de esta gran juerga, que no


convierte a sus protagonistas en juerguistas, sino en serios propagadores de una
nueva fe, cuyo dogma principal es la libertad desligada. El dadaísmo y el
surrealismo se consideraban pedagogías de la libertad y tuvieron clara vocación de
sectas o iglesias, incluso tuvieron sus inquisiciones correspondientes. Predicadores
de esta buena nueva se encuentran por todas partes. «He querido establecer el
derecho de atreverme a todo», dijo Gauguin. Y Rimbaud pretendía lo mismo
cuando buscaba «el sistemático desarreglo de todos los sentidos». Hay que
alcanzar la libertad y el único camino es la osadía y la ruptura, y por ello el arte
moderno, que es una propedéutica, no puede ser afirmativo. A Karol Appel no le
cabe duda: «Pintar es destruir lo precedente». Esto no quiere decir que sea nihilista.
Necesita mantener la realidad como punto de referencia sin el cual su huida se
convertiría en un despavorido alejarse de nada. No puede ser revolucionario
porque necesita de la burguesía para ordeñarla, para zaherirla o para salvarla. Su
ámbito no es el sí absoluto, ni el no rotundo, sino un indefinido ¿por qué no?, frase
de muy curiosa factura, porque es una negación desactivada por una pregunta, que
casi la convierte en afirmación. Un «¿por qué no?» es un «casi sí». La defensa de la
libertad, que en otro tiempo adoptó una retórica grandilocuente, se refugia ahora
en un lenguaje ocurrente. Aquel J’ose que campaba en un emblema nobiliario,
como una proclamación de la libertad intrépida, se ha convertido en un ¿por qué
no? El altanero vivere risolutamente, que tanto emocionaba a Ortega, aparece de
nuevo, aunque suavemente devaluado en esta libertad desvinculada. Se mantiene,
no obstante, la exaltación de la libertad. Vlaminck quería provocar con su pintura
una revolución de las costumbres. El accionismo teatral, como el «Orgien-
Mysterien-Theater», de Hermann Nitsch o los «Happening eróticos» de Otto Mülh,
pretendían liberamos de censuras y frustraciones, poniendo en franquía el impulso
festivo del sexo.

Ya sabemos que el ingenio es un arma liberadora, y mejor aún lo han sabido


los totalitarios de todos los pelajes. No hay que olvidar que la Gestapo tenía un
departamento especial para vigilar la obra de los humoristas. El ingenio eligió
zafarse de la esclavitud por medio de la devaluación, que es lo más lejos que puede
llegar la negación no destructiva. Sartre criticaba a los artistas que hablan mucho
de destruir la literatura, pero lo hacen escribiendo más libros; a los que quieren
destruir la pintura y lo hacen pintando más cuadros. No hay contradicción si se
comprende el proyecto fundamental del arte moderno, que es conseguir una
liberación fruitiva, o lo que es igual, la desligación de toda norma. El arte es sólo
una técnica liberadora, pues, como dice Cage, «lo que estamos haciendo es un arte
de vivir anárquicamente». El artista se convierte en anartista.

Al convertirse en juego, el arte moderno ha descubierto valores típicamente


ingeniosos, como la rapidez en la realización de una obra. Son los repentes, de que
habla Gracián. Para Mathieu, la introducción de la velocidad en la estética
occidental es un fenómeno de trascendental importancia, al que él mismo colaboró
pintando en una hora un cuadro de quince metros de largo, en el escaparate de
unos grandes almacenes, en Tokio. Opina con mucha coherencia cuando relaciona
esta exaltación de la velocidad con «la liberación creciente de la pintura respecto de
toda referencia, sea a la naturaleza, a los cánones de belleza o a un boceto previo.
La velocidad significa el abandono definitivo de los métodos artesanales de la
pintura, en beneficio de los métodos de creación pura» (Mathieu, 1963).

Hay que desdeñar la realidad, hay que desdeñar los sentimientos, hay que
desdeñar las técnicas, porque todo ser es un opresor en potencia. Me conmueve la
confesión de Merz, uno de los fundadores del «Arte povera», mixtura plástica de
Séneca y San Francisco, cuando se refugia en la ingenuidad de los objetos
humildes, para defenderse de «la enormidad de la naturaleza». La presencia de lo
real es demasiado poderosa y hay que comenzar el proceso de devaluación.
3

«Se trata de desacreditar la realidad», escribió Dalí, cuyo ingenio histriónico


desaforado no dejó ver su lucidez crítica. Y a juicio de otro ingenioso, Marcel
Duchamp, «la deformación es una característica de nuestro tiempo, no se sabe por
qué». Ahora sí conocemos la razón de semejante inquina: la gravedad. La realidad
oprime en el aburrimiento o en el horror. De la peripecia romántica salió el
europeo apesadumbrado por la saciedad y el hastío. Verlaine era un hombre
aburrido: «Todo está dicho. He leído todos los libros. Tengo más recuerdos que si
tuviera mil años. ¡Ay, de todo he comido, de todo he bebido! ¡Ya no hay más que
decir!». La salvación está más allá del horizonte: «¡Oh, muerte, viejo capitán! ¡Ya es
hora! ¡Levemos anclas! ¡Este país nos aburre, oh muerte! ¡Despleguemos las
velas!», cantaba Baudelaire. Y Mallarmé lo resume todo en un verso terrible: «La
carne es triste ¡ay! y he leído todos los libros».

André Breton resume la misma decepción en el Primer manifiesto surrealista:


«Tanta fe se tiene en la vida, en la vida en su aspecto más precario, en la vida real,
naturalmente, que al fin esta fe acaba por desaparecer. El hombre, soñador sin
remedio, al sentirse de día en día más descontento con su sino, examina con dolor
los objetos que le han enseñado a utilizar. Cuando llega este momento, el hombre
es profundamente modesto: sabe cómo son las mujeres que ha poseído, sabe cómo
fueron las risibles aventuras que emprendió, la riqueza y la pobreza nada le
importan, y en ese aspecto vuelve a ser como un niño recién nacido. Si le queda un
poco de lucidez, no tiene más remedio que volver la vista atrás, hacia su infancia,
que siempre le parecerá maravillosa por mucho que sus educadores la hayan
destrozado. En la infancia, la ausencia de toda norma conocida ofrece al hombre la
perspectiva de múltiples vidas vividas al mismo tiempo; el hombre hace suya esta
ilusión; sólo le interesa la facilidad momentánea, extremada, que todas las cosas
ofrecen».

He citado un texto tan largo porque resume la concepción de la realidad de


que quiere librarse el arte moderno: una desventurada mezcla de decepción,
monotonía y coacción. Cunde una nostalgia de la infancia, que es la patria lejana,
edad feliz de la libertad y el disparate, tiempo dorado de dorada inocencia, cuando
aún no nos oprimían ni la realidad ni las obligaciones. Para perder lastre y
recuperar la levedad hay que prescindir primero de toda norma y, después, de la
realidad.
La evolución del arte en este siglo ha hecho que nos parezca evidente que el
arte puede prescindir de la realidad, cosa que no es fácil de comprender. La
experiencia estética capta la realidad transformada por la libertad creadora y de
esta conjunción de mundo y libertad deriva su alegría. La belleza es la euforia
provocada por una forma que manifiesta al tiempo mi libertad y el mundo. Si esto
es así, ¿cómo puede el arte prescindir de la realidad? La teoría del ingenio
proporciona la respuesta: si el arte consigue fundarse sobre la libertad, la realidad
se convierte en pretexto para la aparición de la forma desvinculada. Hay un juicio
de valor implícito, de tal modo que el alejamiento de la realidad es precedido por
el desprecio de la realidad. Como dijo Paul Klee: «Cuanto más horripilante es el
mundo —y éste es el caso hoy día—, el arte se hace más abstracto, mientras que un
mundo en paz da un arte realista». La pareja maléfica —el aburrimiento y el horror
— nos lanza hacia la devaluación de lo real y la exaltación del formalismo. Todas
las épocas barrocas en las que se unen el ímpetu creador y el pesimismo, han
sentido la misma llamada. Las formas tejen una barrera protectora, donde la
mirada, la inteligencia, la atención pueden fijarse sin necesidad de ir más allá. El
significante nos protege del significado. En el significante nos reconocemos, sin
humillación y sin miedo porque es obra nuestra, es nuestro mismo poder
objetivado. Ha llegado el momento de afirmar orgullosamente el Yo, absuelto de la
realidad, suelto, desligado, libre, poderoso. «Es hora de ser los amos», escribía
Apollinaire, «cada divinidad crea a su imagen y semejanza, así también los
pintores. El cubismo se diferencia de la antigua pintura en que no es un arte de
imitación, sino un arte de concepción que tiende a elevarse hasta la creación
absoluta».

Cezanne aún se sentía ligado a lo real. «Mi método», decía, «es el odio por la
imagen fantástica; es realismo, pero un realismo lleno de grandeza; es el heroísmo
de lo real» (De Michelis, 1966). Los pintores impresionistas fueron flaneurs, unos
paseantes curiosos que disfrutaban las riquezas de la realidad. Monet se
desesperaba por no poder fijar el color de un paisaje que cambiaba
vertiginosamente.

El arte moderno perdió esa religación, bajo la acción combinada de varias


causas. En primer lugar, la presión ejercida por la inteligencia ingeniosa. El anhelo
de una libertad absoluta condujo a la divinización del artista. La creación artística
se oponía a la Creación divina, como si fueran realidades contradictorias que no
pudieran coexistir. Como ha estudiado Azara en su libro De la fealdad del arte
moderno, la repulsa de la realidad tiene una lectura teológica. La naturaleza era
tradicionalmente interpretada como obra de Dios, y la muerte de Dios arrastraba
tras sí a la naturaleza. Uno de los creadores del formalismo, Malevich, auguraba
que el hombre se convertiría en Dios. Huidobro decía lo mismo con tono más
inflamado: «Toda la historia del arte no es más que la evolución del hombre-espejo
hacia el hombre-dios o el artista-dios, que resulta ser un creador absoluto». La
filosofía de la libertad desligada pretende atribuir al hombre las propiedades que
tradicionalmente se predicaban de Dios. Nietzsche, que como buen poeta no
pensaba con conceptos, sino con campos semánticos, describió el de la palabra
«Dios» con elementos de variado origen: platonismo, cristianismo, estabilidad,
verdad, eternidad, seriedad, moral. El campo antónimo estaba trenzado con sus
mimbres más queridos: libertad, superhombre, baile, energía, poder, instinto.
Nuestra época ha heredado estos campos semánticos y los ha aceptado. De esta
manera, la agilidad puede convertirse en argumento antiteísta. Y la negación de la
moral en un argumento estético. La presuposición del realismo es que Dios existe,
dice Sartre en sus Cahiers pour une morale, y a renglón seguido: «El realismo es la
ontología del espíritu de seriedad». El realismo «pierde la alegría de desvelar lo que
es, porque se hace pura pasividad contemplativa». El existencialísmo, por el
contrario, concibe el Ser como un «surtidor» (jaillissement fixe). El hombre hereda
las tareas creadoras del Dios muerto.

Este «complejo ontológico-estético» fue uno de los motivos del rechazo de la


realidad, pero no el único. La política también colaboró. Los serios —los fanáticos y
los revolucionarios— se adjudicaron la defensa de la realidad, y la desprestigiaron.
Nazis y comunistas coincidieron en su defensa a ultranza del arte realista.
Realismo socialista y realismo nacionalsocialista iban de la mano. Aun conociendo
el resto de su biografía, sorprende la violencia con que Hitler atacaba a «la ralea de
pequeños fabricantes de arte contemporáneo que se dedican con el máximo celo a
eliminar la creencia en la vinculación con el pueblo y con la nación, y por tanto, en
la eternidad de una obra de arte». El arte debía ser espejo de la belleza objetiva.
«Debe reflejar a los hombres y mujeres tal como deben ser por naturaleza, con
formas perfectas, con una estructura de puras proporciones, con una piel bien
irrigada de sangre, con la innata armonía del movimiento y con evidentes reservas
vitales. En resumen, con un clasicismo moderno y, por tanto, sensiblemente
deportivo».

No me resisto a transcribir un fragmento del discurso de Hitler en la


inauguración de la Primera gran exposición de arte alemán, pronunciado en 1937. «No
se me diga que estos artistas (los degenerados) ven las cosas así. He observado
entre las obras enviadas algunos cuadros ante los que hay que admitir que
determinadas personas ven las cosas distintas, es decir, que existen realmente
hombres que ven a las gentes de nuestro pueblo como perfectos cretinos, y que
perciben, o como ellos deben de decir, experimentan los campos azules, el cielo
verde, las nubes color azufre, etc. No quiero dejarme involucrar en una discusión
para establecer si ellos efectivamente ven y perciben así o no, pero puedo impedir,
en nombre del pueblo alemán, que estos infelices, dignos de tanta compasión, que
evidentemente sufren trastornos en la vista, traten de imponer al mundo sus
distorsiones perceptivas como realidad o quieran presentarlas como arte». En caso
de que esas distorsiones fueran consecuencia de factores hereditarios, Hitler
proponía que el Ministerio del Interior del Reich «se ocupara de interrumpir una
ulterior transmisión hereditaria de tan horribles taras» (Hinz, 1974).

Con disparates de tal calibre, no lejanos de la implacable dureza con que los
regímenes comunistas impusieron el realismo socialista, el arte no figurativo se
convirtió en símbolo de libertad política. Su anarquismo, sin duda un poco
retórico, tenía gran potencia subversiva. Este continuado esfuerzo por la libertad,
que aparece una y otra vez al hablar de arte moderno, es su rostro más sugestivo,
aunque su forma de desarrollarlo, mediante la desligación y la devaluación, le
condujera por caminos peligrosos. Hay que volver a pensar si la única vía para
fortalecer al sujeto es devaluar la realidad, pero antes hemos de ver dónde terminó
la peripecia del arte contemporáneo.
4

En nombre de la liberación comenzó el despojo de las veneraciones. En


primer lugar, tuvo que rechazar la fuerza coactiva del pasado. El mundo nace con
cada subjetividad creadora. No hay antepasados. El arte moderno, según lo define
el Centre Georges Pompidou, especie de Santo Oficio estético, que lo sabe todo de
muy buena tinta, «no tiene relación con el pasado, no tiene historia. Gracias a esta
liberación de toda función, los modelos de los siglos precedentes no podrán ya
servir a las necesidades del artista». Así se lee en el catálogo de la exposición
Qu’est-ce que la sculpture moderne? (1986). De nuevo nos encontramos con que el
entusiasmo suple las evidencias. La tradición artística no se evapora, ni los artistas
viven en un mundo adánico, sin antepasados, sin influencias, sin antecedentes,
porque el pasado nos sostiene con una presencia que podemos devaluar, pero no
eliminar. El panfleto del Pompidou hubiera debido decir que el arte moderno
necesita desembarazarse de imágenes paternas para alcanzar la libertad.

De acuerdo con su tiempo, Sartre, en su primera teoría de la libertad,


pretendió despojar al pasado de toda su fuerza, para evitar que su influjo anulara
la libertad, que debía ser espontaneidad absoluta e inmotivada. Elegimos la parte
de nuestro pasado que queremos que nos domine, eso es todo, puesto que nada
puede influirme si mi conciencia no acepta someterse. En el vacío que soy, me hago
a mí mismo, sin padres, sin antepasados, sin hábitos, sin experiencias. Un gran
ingenioso fundó la teoría de la libertad que funda a su vez al ingenio.

Las técnicas artísticas eran una pesada herencia del pasado y el arte
moderno sólo vio en ellas una coacción tediosa. Son una injerencia de la historia ya
muerta, un conjunto de normas que deben ser aprendidas y que esquilman mi
espontaneidad. La técnica es una segunda naturaleza, que ahorma la libertad
humana, y aceptarla es elegir un destino. Cada técnica artística implica una
metafísica, y la metafísica antigua del realismo no era compatible con el arte. En
1960, Fautrier se inquieta ante el desprecio que el arte informal muestra hacia el
dibujo, y presagia su retomo. Eso sí, «liberado, no basado en una visión del ojo,
sino en una especie de liberación del temperamento interior, que deberá ser
inventado por cada artista para su propio uso». Viviendo en la cultura del
«hágaselo usted mismo», el artista no podía depender de una educación recibida.
Las técnicas tienen que ser de usar y tirar. Este desprecio de la técnica caracteriza al
ingenio, que resuelve los problemas sin acudir a saberes esotéricos. Le bastan los
materiales al alcance de todos. Su vocación es el bricolage. ¿Quién no sabría utilizar
una femme pinceau? ¿Quién no sabría escribir un poema dadaísta? Las técnicas no
han sido abolidas: han sido sustituidas por técnicas privadas, unipersonales, por
idiolectos, que cada artista inventa y agota. Todo puede ser técnica, luego nada es
verdaderamente técnica.

Los artistas plásticos han incorporado a su arte todas las acciones que se
pueden infligir a un objeto: chorrearlo de pintura, empaquetarlo, amontonarlo,
pegarlo, despegarlo, rascarlo, prensarlo, ahumarlo, sembrarlo de bacterias,
apuñalarlo, acribillarlo, quemarlo, sellarlo, plastificarlo. No son ingeniosidades
mías, y bien que lo siento. Son páginas de la historia artística de nuestro siglo y en
cualquier enciclopedia de arte moderno encontrará el lector los nombres técnicos:
dripping, empaquetage, assemblage, collage, decollage, gratage, fumage, etcétera, etcétera,
etcétera.

En su defensa del «arte bruto», Dubuffet arremeterá contra las técnicas


clásicas y, para dejar constancia de que la herencia cultural sólo pretendía crear
falsos prestigios a los que someternos mediante la veneración, llevó las obras de los
niños y los locos a las salas de exposiciones. «Ya no hay grandes hombres»,
escribió, «ni genios. Nos hemos desembarazado de esos maniqueos que nos
echaban mal de ojo. Era una invención de los griegos, como los centauros y los
hipogrifos. No hay ni genios ni licornios. ¡Hemos tenido tanto miedo de ellos
durante tres mil años!».

Es una confesión desgarradora, que se une al coro de lamentos: la naturaleza


es enorme, lo real defrauda, el mundo es aburrido, los genios nos dan miedo.
Vivimos acuciados sin clemencia por una realidad decepcionante o terrible.
¿Dónde encontraremos la salvación? Oigo la voz fugitiva y anclada de Mallarmé:
«¡Huir! ¡Huir lejos! ¡Siento a los pájaros ebrios/de estar entre la desconocida
espuma y los cielos!».
5

Todo se confabula para consumar la devaluación del arte. Es otro mito más
que se derrumba. Tomarse en serio el arte es caer en la sumisión, porque ya
sabemos el destino trágico de la seriedad. Sólo en la exaltación intrascendente
aparece, sorprendida y hermosa como una paloma escapada de su jaula, la
preeminencia absoluta de la subjetividad. El arte es una fiesta y el artista ha de
consumir su vida entregado a ese juego, sin poner demasiado énfasis, sin tomar en
serio cosa alguna, ni siquiera a sí mismo. Ortega advirtió, hace ya muchos años,
que el artista contemporáneo nos invita a que contemplemos un arte que es una
broma. La nueva inspiración es siempre, indefectiblemente, cómica. Toda ella
suena en esa sola cuerda y tono. En vez de reírse de alguien o algo determinado —
sin víctima no hay comedia—, el arte nuevo ridiculiza el arte (Ortega, 1925).

Grandes pintores gritaron su alarma ante este afán suicida. En 1923, Picasso
criticaba con dureza el arte contemporáneo: «El espíritu de investigación ha
envenenado a aquellos que no han entendido todos los elementos positivos del arte
moderno, y ha hecho que pintaran lo invisible, y por lo tanto, lo impintable»
(Baxandall, 1985). «Hoy día, los jóvenes pintores no creen en NADA», escribió
Dalí, en 1955. «Es normal que cuando no se cree en nada se acabe por pintar CASI
NADA».

La devaluación del arte por los propios artistas muestra una lógica férrea,
que forma parte del sistema de la libertad desvinculada. Puesto que la subjetividad
libre es el único valor, la última instancia, debe dictaminar sobre todo. Arte es lo
que el artista libremente decide que sea arte. Con frase lapidaria lo dice Schwiter:
«Todo lo que escupe un artista es arte». Y Andy Warhol lo corrobora: «Ganar
dinero es un arte. En lugar de comprar un cuadro que vale 200 000 dólares ¿por
qué no coger los billetes de banco y pegarlos al muro?» (Neret, 1988).

El arte se empeñó en destruir su objeto, negándole toda dignidad intrínseca.


Su aparente valor era prestado, y lo recibía sin ningún mérito propio, como la luna
recibe la luz del sol. No hay lugar alguno para la veneración, pues la fuente de
valores es la voluntad del artista. Su elección crea lo artístico del arte. Duchamp fue
el precursor de la devaluación generalizada del objeto estético. Inventó los ready-
made, objetos de uso corriente convertidos en obras de arte por el gesto gratuito del
artista. Con su obra Fuente, un urinario enviado al Salón de los Independientes en
Nueva York, en 1917, quería demostrar que el marco liberaba al objeto de su
sentido utilitario, con lo que, desligado de sus fines propios, se le obligaba a una
presencia sin significado. Es una destrucción creadora, porque devuelve al objeto
la libertad de que había sido tristemente desposeído por su sumisión a la utilidad
(Bataille, 1949).

La elección pura que convertía cualquier objeto en obra de arte era una
actividad creadora que ocultaba en su simplicidad trampas mortales. Para que el
carácter artístico del objeto dependiera exclusivamente del artista, la elección debía
ser gratuita, dependiente tan sólo de la libertad del creador, sin que nada en el
objeto motivara la elección. «El gran problema», comentaba Duchamp, «es el acto
de escoger. Tengo que elegir un objeto sin que me impresione y sin que intervenga,
dentro de lo posible, ninguna idea o propósito de delectación estética. Es necesario
reducir mi gusto personal a cero. Es dificilísimo escoger un objeto que no nos
interese absolutamente nada, y no sólo el día que lo elegimos, sino para siempre y
que, en fin, no tenga la posibilidad de volverse algo hermoso, bonito, agradable o
feo…» (Paz, 1979).

La libertad ha de ser inmotivada —espasmo espontáneo, acto gratuito,


novedad incesante, sin normas, sin antecedentes, sin anclajes—. Con este ascetismo
de la desligación, Duchamp trenza un hilo estoico en la gran soga del arte
moderno. La voluntad entorpecía esa libertad gratuita, por lo que Sartre, que
venteaba muy bien los tiempos, la acusó de ser una trampa de la mala fe. Se la
insultó con la ira que nos producen las cosas que tememos, porque consideraron
que esa facultad hechizada no era más que la copia subjetiva, taimada y engañosa
de todos los poderes coactivos del mundo. Durante años ha resonado en Europa
una consigna: ¡Abajo la voluntad, la imaginación al poder! Se enfrentaban así la
facultad reaccionaria y la facultad subversiva. Quien no se libera de la voluntad se
empeñará en elegir y, arrastrado por una dinámica maléfica, pretenderá elegir de
la mejor manera, con motivos, previendo las consecuencias y acabará esclavizado
por lo real. El arte ingenioso tuvo que devaluar frenéticamente la elección. Buscó el
modo de elegir sin elegir, al igual que ya antes había afirmado sin afirmar,
destruido construyendo, en un juego de habilidad arriesgado y seguro, y encontró
la solución en la casualidad. Elegir ser casual era decidir sin dejarse coaccionar por lo
decidido. Aparecía otra esquina del campo semántico de Nietzsche: la voluntad es
una farsa y la verdadera originalidad está en la ceguera del instinto. Los artistas
consideraron, escribe Herbert Read, que la voluntad inhibía o distorsionaba la libre
actuación de la imaginación, y se identificaba esta libre actuación con el yo
auténtico (Read, 1955). Las voces inconscientes eran nuestro verdadero lenguaje,
como creía Saint-Pol-Roux, que todas las noches colgaba en la puerta de su
dormitorio un cartel que rezaba: «El poeta trabaja», y luego se iba a dormir.
La voluntad era burguesa. La intimidad era burguesa. La escritura
automática, que disolvía la subjetividad, permitía librarse de toda resistencia. El Yo
se había convertido en una realidad demasiado vigorosa y al tiempo demasiado
vulnerable a la amenaza de la herencia y del malvado super-yo. Era necesario
sustituirlo por una sucesión de espontaneidades —una multitud de yoes larvarios,
según dice Deleuze—. El pintor Nicolas de Staël aplicó a su arte esta concepción
del Yo como conjunto de novedades ensartadas, al confesar: «Yo sólo puedo
avanzar de accidente en accidente».

La devaluación es un circuito paradójico: el objeto artístico queda anulado,


pues recibe todo su ser del sujeto, que es sol, fuente y origen. Pero el sujeto, a su
vez, abdica de esa enérgica función y se disuelve. No quiere ser justificación de
nada, ni de él, ni de la obra de arte, por si acaso se petrifica en el empeño. Prefiere
entregarse a la casualidad. Así vuelve el protagonismo a la realidad, aunque
misteriosamente difuminada, porque el azar es la eficacia de las cosas en cuanto
desvinculadas de mi acción. Si para zafarme del poder de la realidad rehúso elegir, y
guío mi acción por una tirada de dados, es la realidad bajo la forma del azar, quien
dirige mi comportamiento.
6

Con estos juegos devaluadores somos desterrados al limbo de las


equivalencias, consagrado por el Pop Art. No hay diferencia alguna entre la
Gioconda y una botella de Coca-Cola. El autor convierte en obra de arte cualquier
objeto con sólo firmarlo. «Yo firmo todo», decía Warhol, «billetes de banco, tickets
de metro, incluso un niño nacido en Nueva York. Escribo encima Andy Warhol
para que se convierta en una obra de arte». El ingenio juega con los objetos al igual
que jugó con las palabras. Cuando el azar es el destino de las cosas, se producen
encuentros inauditos en las chamarilerías. Rauschenberg recupera una venerable
tradición del ingenio cuando muestra «la coexistencia permanente de todas las
cosas, su mezcla aberrante, que hace que cualquier cosa pueda asociarse a
cualquier otra, sin olvidar que el resultado no tiene más mérito ni más significación
que estar ahí».

No se puede explicar el desprecio hacia sí mismo que muestra el arte


contemporáneo sin referirse al proyecto de vida ingeniosa que lo anima. Convertir
los objetos en juguetes exige desconectarlos de la utilidad, convertirlos en
imposibles como hace Jacques Carelman. Los «juegos de objetos» tienen una
estructura semejante a los «juegos de palabras»: se conservan unas propiedades y
se desdeñan otras, y gracias a esa arbitrariedad ontológica, el objeto o la palabra
despiertan la ensoñación y se convierten en juguetes. Oldenburg, con sus «objetos
blandos» quiere elaborar «una enciclopedia amorosa de los objetos», pero es una
enciclopedia perversa porque las tijeras son blandas y no cortan, el martillo es
blando y no martillea, y la blanda taza del retrete tampoco aguanta al usuario. Los
objetos están enfermos como lo está el piano de Beuys, mudo, embutido en su
funda de fieltro, que lleva prendida, como señal de su dolencia, una insignia de la
Cruz Roja. La constante deriva de los parecidos hace que «poco a poco el bidé se
transforme en oreja, después la oreja en ostra, y un elefante se convierta en tetera»,
dice Oldenburg. Estamos de nuevo en el mundo de la greguería.

Páginas atrás mostré que al desligar las palabras del significado se iniciaba
un proceso que desembocaba en la casualidad dadaísta. Pues bien, al desligar los
objetos de su finalidad acabamos en el Rastro, escenario querido por los
ingeniosos, y que es el reino de los objetos desligados. La vieja máquina de coser
no sentirá la mano acostumbrada, ni el desconchón de la pared vecina, y su paisaje
de aparador y camilla se ha fragmentado definitivamente. El arte plástico ha
integrado el Rastro en sus assemblages de objetos. Cuando las cosas aparecen
absueltas de toda relación, adquieren un halo místico que los ojos conversos
perciben. Angel Ferrant, el escultor español, cuenta así su experiencia: «Los
objetos, o más propiamente los utensilios que nos rodean, han llegado a
interesarme tanto, tanto, que hubo un momento en que no pude reprimir el
impulso de utilizarlos en lo inútil. Me sentí ahogado por la condensación en torno de
tanta sublimidad degenerada. Fui sugestionado por la contemplación de los objetos
más triviales —rotos o enteros— y me dispuse a ordenarlos por un imperativo
interno. Me serví de una cuchara o un peine como quien se sirve de un anca o de
todo un ser vivo» (Cirlot, 1986).

El arte recupera los objetos que había perdido, pero los recupera
desvencijados. A la ontología y estética del juguete hay que añadir la ontología y la
estética del cachivache. Son las dos partes de la metafísica del ingenio. La dinámica
devaluatoria anuló la altanería del objeto artístico, remitiéndonos a la subjetividad
como única fuente de valores. La devaluación del sujeto nos transfirió a la
casualidad, esa causalidad turulata, que nos hizo aterrizar de nuevo en el mundo
de los objetos, que habíamos abandonado, vuelto acogedor, pequeño, por la labor
habilitadora —hábil— del ingenio.

Esta espiral depresiva, donde se mantiene todo, pero depreciado, da origen


al arte povera, un art minimal. Merz, uno de sus representantes, expone así su teoría:
«Se pensaba que era necesario superar a Picasso, pero siempre retomaba la idea de
realismo-contrarrealismo, abstracción-antiabstracción. Yo tomé mi impermeable y
lo atravesé con una lámpara de neón, cuerpo de luz atravesando un cuerpo opaco».

Nada ponderaba más el ingenioso que la sutileza, la levedad del donaire, y


nada más sutil, más ingrávido, más ingenioso, que las obras de Sandback, que
delimita en el espacio el cuadrilátero de la ausencia del cuadro, con la ayuda de un
cordón elástico.

Una experta en pintura contemporánea, Catherine Millet, ha escrito sobre


«la gestión de la muerte del arte». El arte, dice, ha llegado a ser insignificante en los
dos sentidos del término: no tiene significación y no tiene sustancia. Muchos años
antes, Ortega había hablado del arte intrascendente. El proceso que ha conducido
al grado cero del arte es un asombroso despliegue lógico de la noción de ingenio.
Es aleccionador que un filósofo tan representativo de nuestro siglo como fue Jean-
Paul Sartre definiera la conciencia como libertad, y dijera de ella que era «un
agujero en el Ser».

7
El arte moderno ha buscado obsesivamente la originalidad, que como ya
sabemos es el primer criterio de la obra ingeniosa. Es cierto que los artistas se han
aburrido siempre de las formas ya realizadas, y que ese cansancio ha impulsado la
renovación artística. Hay un agotamiento de las formas, sometidas a un ciclo vital
completo, con su estadio infantil y balbuceante, su plenitud, vejez y muerte, que
los grandes artistas diagnostican con genial agudeza. Ellos son los adelantados de
la fatiga, los que perciben la decrepitud de los estilos cuando los demás aún los
requiebran. El azogamiento es característica común al arte ayer, hoy y siempre.
Ortega recuerda que Cicerón, por «hablar latín dice latine loquiter, pero en el
siglo V, Sidonio Apolinar tendrá que decir latialiter insusurrare. Eran demasiados
siglos de decir lo mismo en la misma forma» (Ortega, 1925).

Sin embargo, el arte no ha sido nunca tan fluido como en este siglo, que ha
estado afectado de una enloquecida movilidad. No es que los artistas se cansen de
un estilo agotado, ni siquiera se trata de que un artista se aburra del estilo de otro,
es que un mismo artista cambia bruscamente de estilo, como si esos saltos fueran
muestras de genialidad. Se impone la retórica del shock, que dijo Valéry. La poética
del asombro, del ingenio, de la metáfora, en palabras de Umberto Eco. «Hay que
hacer lo nunca visto», era la consigna de Picabia, en seguimiento de la cual los
artistas se empeñaron en asombrar, a veces con procedimientos escasamente
ingeniosos. Se han limitado a aplicar los automatismos de la negación, y realizar lo
atípico, lo absurdo o lo anómalo, creyendo que alcanzaban los límites de la
agudeza. El movimiento Dadá reclamaba como héroes suyos a Vaché, que en una
ocasión había interrumpido una representación de Les Mamelles de Tiresias de
Apollinaire, amenazando con disparar su pistola contra el público, y cuyo suicidio
fue un mutis definitivo, y a Arthur Cravan, un poeta irremediablemente mediocre,
que se convirtió en leyenda por proezas tales como retar al campeón de los pesos
pesados, el boxeador Jack Johnson, o llegar borracho a dar una conferencia sobre
arte moderno, ante un elegante auditorio neoyorquino, y desnudarse en el estrado.
En 1919 salió en un bote desde los Estados Unidos con dirección a México, y nunca
se volvió a saber de él.

La inquietud, la errancia, ha dado impresión de progreso, impresión


equivocada porque el ingenio ha contagiado al arte su monotonía y le ha
precipitado en un academicismo ingenioso. Ortega madrugó al anunciarlo: «El
destino de inevitable ironía hace el arte nuevo muy monótono». «El primer hombre
que comparó las mejillas de una muchacha con una rosa era evidentemente un
poeta. El segundo, al repetirlo, era quizá un idiota. Todas las teorías del dadaísmo
y del surrealismo son monótonamente repetidas, sus blandas olas han hecho nacer
una obra blanda. El ready-made inunda el globo. La barra de pan de quince metros
tiene ahora quince kilómetros. Cuando todo sea ready-made no habrá que tocar
nada». Estas palabras de Dalí, dichas en 1932, no han perdido su vigencia.

El ingenio da la misma impresión de brillante monotonía por su incansable


recomenzar. Es un juego, y todos los juegos son nuevos y repetitivos. También son
con frecuencia formales, porque disfrutan con la repetición de un esquema vacío,
como mostró Piaget. A Malevich le separan de Albert cincuenta años y ninguna
diferencia. Sus obras se parecen como un cuadrado a otro cuadrado. Los artistas
modernos han agravado la situación, porque embriagados por su ímpetu irónico,
han prodigado conscientemente la monotonía. Yves Klein pintó cuadros
monocromos; Rothko pintó cuadros monocromos; Broodthaer presentó en una
exposición treinta y dos lingotes de oro idénticos, aunque con distintos títulos; el
artista polaco Roman Opalka trabajó desde 1965 en su pintura Uno a infinito,
llenando lienzo tras lienzo con números que recitaba al mismo tiempo ante un
magnetofón, de manera que cada uno de sus cuadros, considerado fragmento de
una única obra, se completaba con una cassette donde se había registrado la
ejecución. El artista alemán Darboven llena página tras página con una
combinación de escritura abstracta y misteriosos sistemas numéricos. Cuando
expone, cubre paredes enteras con estas páginas llenas de garabatos. Es el frenesí
de la monotonía, la compulsión del juego. Según mis noticias Opalka llegó hasta el
número tres millones, en su gran obra pictórico-contable (Stanngos, 1981). Mi
modernidad me conduce también a la monotonía de los ejemplos. No puedo cortar
esta enumeración de los pesados, que me produce una hilaridad ininterrumpida.
Kosuth, las Musas le bendigan, exhibió una obra que era la copia de la definición
de pintura dada por un diccionario. Clifford Still, también sea loado, repitió
exactamente sus cuadros, variando sólo el color. Taynaud coloreó miles de tiestos
de flores. Warhol, tras el éxito de su paralítica filmación del Empire State Building,
filmó durante seis horas a un hombre durmiendo: había inventado el quietógrafo.
Los títulos de sus obras son reveladores: 16 Jackies, Double disaster, Triple Elvis, Ten
Lizies, Twenty-Four Marilyns. John Cage alcanzó un ruidoso éxito con su obra 4’33”,
una pieza de tres movimientos compuestos de silencios de diferentes duraciones.
Cuando la única norma es provocar la sorpresa, tanto vale lo trepidante como lo
aburrido, en la inacabable búsqueda de lo gratuito, antiartístico, irritante y
provocativo. Como escribió Tristan Tzara: «arte —palabra de loro— sustituida por
DADA, plesiosaurus, o pañuelo».

8
Contagiado por la furia repetidora, repito una pregunta que me hice páginas
atrás: ¿Quién no sabría utilizar una femme pinceau? ¿Quién no sabría escribir un
poema dadaísta? Podría alargar la serie de interrogantes indefinidamente: ¿Quién
no sabría pintar un cuadro como Miró? ¿Quién no sabría pintar un cuadro como
Malevich? Todo el mundo puede hacerlo… después de Yves Klein, Tzara, Miró o
Malevich. Una vez tenida la ocurrencia ingeniosa puede imitarse con facilidad,
porque tras el voluntario despojamiento a que se somete, el ingenio, que ha
desdeñado la técnica, la crítica, los fines, la afectividad, queda reducido a
esquemas muy simples, de lectura única, que pueden utilizarse como plantilla para
producciones en serie.

Plagiar a los ingeniosos es un juego divertido. He barajado frases de Oscar


Wilde con otras de mi cosecha, para que el lector se divierta separando unas de
otras:

Las cosas de las que uno está absolutamente seguro no son nunca ciertas. Es
la fatalidad de la fe.

Todas las mujeres que he conocido eran bellas y tontas, o feas e inteligentes.
La naturaleza pues, incita a la bigamia.

Si las clases inferiores no dan buen ejemplo al mundo, ¿para qué sirven?

Si todos fuésemos ángeles, el mundo parecería un gallinero, con tanta


pluma.

A los ingleses no nos afecta la moral del decálogo, porque no usamos el


sistema decimal.

Se llaman pecados capitales porque sólo pueden cometerlos los ricos.

El público es extremadamente tolerante. Lo perdona todo menos el talento.

El lector puede prolongar la lista de frases. Tome un valor, niéguelo


amablemente, con un guiño de complicidad, sonriendo para que nadie tome en
serio las cosas tan serias que dice. Por si tiene curiosidad, le diré que las frases 1, 3
y 7 son de Wilde. Las demás son mías.

En el siguiente ejercicio imitaré a Gómez de la Sema. Entre los dos vamos a


inventar un abecedario fantástico.

A es la escalera para trepar al resto del abecedario.

B es el ama de cría del alfabeto.

C: bocarrón para soltar palabras malsonantes, que suelen empezar por C.

La D está de nueve meses.

E: tridente mellado.

F: llave grifa que usan los Fontaneros.

G: gárgola de vieja desdentada.

H: portería de rugby.

La I es el dedo meñique del alfabeto.

La J es el anzuelo para pescar a brutos que la confunden con la G.

La K es una letra exótica que sueña vivir en un kiosko con un kimono


puesto.

La L pega un puntapié a la letra siguiente.

Por estrambótico que parezca, LL es el femenino de L, en francés.

M es mesa plegable.

N es la Z que ha resbalado.

Ñ es la N con bisoñé.

A los tipógrafos, la O se les escapa rodando.

P, pechugona.

Q: a la O le ha crecido un rabo.

RRRRR… un regimiento en marcha.


La S, serpiente impresa. Al abrir un libro bruscamente la sorprendemos
reptando para colocarse en su sitio.

La T es el martillo del alfabeto.

En la U se bañan toda las letras.

La Ü con diéresis es una letra malabarista.

La V es punta de flecha venenosa.

W es la M haciendo la plancha.

X es la silla de tijera del alfabeto.

La Y griega sigue estando de prestado.

La Z es la N que ha dado un resbalón.

Las greguerías de Ramón son la 2, 9, 12, 20, 22, 24, 26 y 27.

Por último, haré unas variaciones sobre el libro de un humorista: El


Diccionario de Coll.

Apóstata. Persona que reniega de su fe por una apuesta.

Adúltero. Que celebra su mayoría de edad cometiendo actos deshonestos


con mujer casada.

Avuelo. Padre del padre de las aves.

Alcoholba. Dormitorio para dormir borracheras.

Beodos. Personas que ven doble a causa del alcohol.

Pateo. Que niega la existencia de Dios con los pies.

Son de Coll las definiciones 3 y 6.

Estos son modos de ingenió muy elementales, y por ello muy fácilmente
imitables. La inteligencia se mantiene con dificultad en este nivel tan simple, y
fuerza al ingenio a asimilar complicaciones que van aproximándole al «gran arte».
9

Volvemos al circuito de la devaluación, que está balizado por restos


fantasmales. El objeto artístico se ha esfumado, la subjetividad del artista se
desvanece, sustituida por un vacío espasmo de libertad que deja el campo libre al
azar. No podemos, sin embargo, permanecer en esta bancarrota ontológica y
estética. Tiene que haber al menos una conciencia que dé sentido a las cosas, que
dé lectura al balance y dictamine la quiebra. ¿Dónde encontrará el arte moderno la
conciencia que le proporcione significado? En el artista no, por supuesto, porque
ha abdicado. Sólo queda el espectador, que es la otra conciencia presente en el
fenómeno estético. En efecto, el espectador se ha convertido en protagonista hasta
el punto de que es imposible decir si la obra de arte se crea cuando sale de las
manos del autor o cuando entra en la cabeza del espectador.

Ha aparecido la estética de la obra abierta (Eco, 1962). El autor, que ha huido


de las coacciones, tampoco quiere coaccionar y deja al espectador ante una obra
informe que tiene que interpretar a su manera. Tal vez sea éste el aspecto más
original del arte moderno, donde se manifiesta con más claridad que es el culto a la
libertad lo que guía sus comportamientos. En su cruzada liberadora, el autor hace
un gesto indicativo, pronuncia un koan, dirigirá a su discípulo —el espectador—
hacia una experiencia nueva, como lo haría un sacerdote zen. El artista no es un
artista, sino un gurú, un maestro de la libertad en busca de prosélitos. Este afán de
salvar mediante una experiencia nueva, que supone un cambio de mentalidad,
explica el interés de muchos artistas contemporáneos por las doctrinas orientales.
Todo el estruendo destructor era en realidad un ejercicio ascético, que coloca al
discípulo ante una obra abierta, vacía y urgente como un crucigrama blanco,
misteriosa como un jeroglífico: un juego de ingenio, en fin, que tiene que jugar. Es
una nueva representación de la alegoría platónica de la caverna, en la que el artista,
después de haber alcanzado la visión del verdadero bien, desciende a la oscuridad
para liberar a sus congéneres. Este doble movimiento de ascenso y descenso por el
que el hombre ya liberado se convierte en liberador, causa la contradictoria índole
del artista moderno. Es escéptico y destructivo pero se comporta, no obstante, con
la dignidad fanática de un salvador.

El ingenio ha convertido el arte en juego: eso es frívolo. Ahora bien, con ello
pretendía fortalecer la libertad, y esto es serio. El artista se convierte en un frívolo
maestro de la seriedad, que enseña moral desmoralizando, orgulloso con su papel
de heraldo de la liberación. Su comportamiento, que parece caprichoso, es
racionalista y sistemático. Nunca han sido los artistas tan conscientes de su papel
ni han inventado tantas teorías para explicarse. La historia del arte contemporáneo
es la ilustración plástica de una logomaquia teórica, cuyo tema es la libertad.

La noción de «obra abierta» es un paso más en la lógica del sistema porque,


como dice Pousseur, «tiende a promover en el intérprete actos de libertad consciente.
Tiende a establecer la tarea inventora del hombre nuevo, que ve en la obra de arte
no un objeto fundado en relaciones evidentes para gozarlo como hermoso, sino un
misterio a investigar, una tarea a perseguir, un estímulo a la vivacidad de la
imaginación» (Pousseur, 1958). En su opinión, la audición de la música clásica
somete al oyente a un orden autoritario y absoluto, mientras que la música serial
permanece informe, por un exceso de posibilidades, hasta que el espectador
decide. Lo mismo sucede en la poesía, desde el momento que admitimos que su
significado depende del lector. Aparece la ambigüedad como categoría estética.
Todo verso es equívoco o al menos, plurívoco, escribía Valéry. La univocidad
parece un empobrecimiento, lo que muestra una vez más el carácter ingenioso del
arte moderno, porque, desde siempre, el equívoco, la proliferación de sentidos, han
sido lo propio del juego ingenioso.

Al final del proceso que he descrito, resulta que el verdadero autor, el que
confiere su estatuto a la obra de arte, es el público. Al espectador le parece que el
arte moderno es infundado, y con razón, porque nada sostiene su carácter estético,
salvo la mirada del espectador, que se lo confiere o no. La frase de Schwiters
—«todo lo que escupe un artista es arte»— necesita un antecedente para tener
sentido. ¿Quién es «artista»? Si no lo define como tal la obra, ¿qué lo define? No es
«qué» lo que hay que preguntar, sino «quién», y la respuesta es: el espectador.
Artista es todo aquel que el público admite como artista. Si el público —que
incluye a los críticos, teóricos, entendidos, marchantes, inversionistas, directores de
museo, es decir, gente seria, junto con los demás espectadores—, si el público,
digo, retirara su fundamento, dejara de avalar al artista, si alguien dijera «el rey va
desnudo», los edificios embalados, los cuadros monocromos, los conciertos de
silencio, las exposiciones de inmateriales, los poemas aleatorios, las esculturas
casuales, los happenings pretenciosos, recuperarían su condición de naderías. Lo
cual no afectaría al arte, porque su aniquilación y hundimiento sería demostración
de su triunfo. Habría conseguido su propósito, que era convertir al espectador en
un ser libre, hacerle libre para hartarse, capaz de rebelarse contra la nueva beatería
artística. El arte harto encuentra su culminación y triunfo en el espectador harto.

Los artistas han sido los primeros en decir que el rey va desnudo. Con el
desparpajo que sólo un artista ingenioso puede mostrar, ha contado Broodthaers
su introducción en el complejo industrial-artístico-museístico del que se ríe con un
cinismo complacido: «También yo me pregunté si podría vender algo y triunfar en
la vida. Ya hace mucho tiempo que no sirvo para nada. Tengo cuarenta años… Por
fin, la idea de crear algo insincero me atravesó la mente y puse manos a la obra. Al
cabo de tres meses mostré mi producción a Toussaint, propietario de la Galery
Saint-Laurent. Pero esto es arte, dijo, y lo expondré con mucho gusto. De acuerdo,
le respondí. Así, si vendo algo, él se quedará con el treinta por ciento. Son las
condiciones normales, según parece. Algunas galerías se quedan con el setenta y
cinco por ciento…» (Neret, 1989). Lo que empezó con este aire burlón ha
terminado colgado en los más prestigiosos museos.

No hay que dejarse engañar por esta desfachatez, que es fundamentalmente


un método pedagógico. El fin último del arte contemporáneo no es crear belleza,
sino libertad. De ahí proviene su afán moralizador que ha convertido en
predicadores a muchos artistas, por ejemplo a Joseph Beuys. Escribió El silencio de
Marcel Duchamp para acusar a este artista de no haber sacado las consecuencias de
sus revolucionarios actos: «Hizo que el urinario entrase en el museo para
demostrar que el traslado de un lugar a otro lo hacía artístico. Pero no llevó esta
constatación a la conclusión, clara y simple, de que todo el mundo es artista. Por el
contrario, se encaramó en un pedestal, diciendo: Mirad como epato a los
burgueses. Para mí, en cambio, mi tesis fundamental es: Cada hombre es un artista.
Esta es mi contribución a la historia del arte». Enseñó a sus alumnos, con
verdadero fervor, que todo hombre es un artista, y que el verdadero capital no es el
dinero, sino la creatividad. Después de haber conocido los horrores de la guerra,
quiso hacer del arte el método para la resurrección. «Cuando digo que cada
hombre es un artista», escribió, «no quiero decir que todo hombre sea un buen
pintor. Significa que el hombre tiene la posibilidad de autodeterminarse».

Ésta es la cuestión. Volvemos al comienzo porque la filosofía define la


libertad como capacidad de autodeterminación, con lo que ser artista es ser libre y
ser libre es ser artista. Y cuando el hombre es libre; juega y se desentiende. Su
libertad es la única norma. El arte formal es la traducción plástica de la moral
formal.

El arte ingenioso ha sido un ejemplo instructivo que nos remite a la sociedad


por la que fue aceptado, exigido y glorificado. ¿Cómo es la sociedad que ha creado
este arte? Tenemos que hacer sociología, aunque sea a vista de pájaro.
VI. LA CULTURA INGENIOSA
1

Los creadores de productos de consumo —y el arte es uno de ellos— saben


escuchar las voces inarticuladas y reconocer las huellas en el aire. Eso les permite
dar forma a los deseos y necesidades inconcretas de la sociedad. Actúan como
imanes que atraen partículas dispersas, las organizan de manera atractiva y las
presentan al público, que se sorprende y reconoce al tiempo. El artista aprende y
enseña, porque es discípulo y maestro, prolonga trayectorias que la sociedad
esboza, pero que sin él permanecerían en estado embrionario. El arte de nuestro
tiempo es un arte ingenioso y, puesto que la sociedad se ha reconocido en su modo
de vivir la libertad, hay que admitir cierta connaturalidad entre ambos. Sólo una
sociedad que concibe la libertad al modo ingenioso, puede mantener en el
candelero a un arte ingenioso.

La libertad desligada define nuestra época. No voy a hacer una historia de la


cultura actual, sino la descripción de su campo semántico, para comprobar que el
vocabulario del ingenio aparece, con una insistencia que no puede ser casual, en
todos los niveles de la cultura. Hablando de la posmodernidad, Lyotard ha escrito
que es simplemente un estado de alma o mejor un estado de espíritu. El
psicoanálisis lingüístico aspira a precisar tan vago concepto, mediante el estudio de
las palabras con que se expresa.

Nietzsche cumple respecto de nuestra época el papel de portavoz y de


maestro. Anunció la muerte de Dios, con lo que se abolía la religación a lo
trascendente, y puesto que competía a las religiones mantener el vínculo de la
totalidad del ser, al perder su nexo, los entes se desperdigaron en infinitas
singularidades diseminadas. El mismo Sartre, sistemático predicador del ateísmo,
afirmaba que la idea de humanidad era subsidiaria de la idea de Dios. Dios era la
fuerza vinculadora (es, por cierto, muy instructivo, que haya en la Iglesia Católica
un cargo llamado «defensor del vínculo»).

Todos los valores supremos se desvalorizan. Falta la meta, falta la respuesta al


porqué. Al desaparecer los vínculos religiosos y morales, la libertad del hombre
queda libre para la nada (Fink, 1966, comentando La voluntad de poder). La
inversión de todos los valores es una tarea jovial, que impulsa en todo instante a
correr hacia el sol, a arrojar de sí una seriedad gravosa. La educación aristocrática,
que procura el vivir con altanería la libertad, ha de enseñar a bailar en todas sus
formas: el saber bailar con los pies, con los conceptos, con las palabras. «¿He de
decir todavía que también hay que saber bailar con la pluma, que hay que
aprender a escribir?» (Nietzsche, 1888a). «No conozco ningún otro modo de tratar
con tareas grandes que el juego» (Nietzsche, 1888b).

La desvinculación de la realidad le impone un peculiar estilo filosófico, que


desprecia el sistematismo, en el que sólo ve una ordenación violenta de las cosas,
una camisa de fuerza inventada por la ingenuidad o la falta de sinceridad. El
aforismo es el discurso que mejor se acomoda a una realidad fragmentada. No
obstante, a Nietzsche le interesa también por su eficacia. Se siente discípulo de los
grandes creadores de epigramas y admira su estilo «prieto, riguroso, con la mayor
sustancia en el fondo, su fría malicia contra la palabra bella, que construye un
mosaico de palabras donde cada una de ellas, como sonoridad, como lugar, como
concepto, derrama sus fuerzas a derecha e izquierda». «Es un minimum en la
extensión y el número de signos y un maximum en la energía de los signos».

La libertad desvinculada se vive, aunque con cierta precipitación, como una


fiesta inmotivada y fiesta en todos los sentidos de la palabra, una risa, una danza,
una orgía que no se subordinan nunca, un sacrificio que se burla de los fines, sean,
materiales o morales. El arte se convierte en un arte burlón, ligero, fugaz, divinamente
sin trabas (Nietzsche, 1886).

En sus Fragmentos postumos describe proféticamente la psicología del hombre


moderno: «¿Qué hombres se revelarán como los más fuertes? Los más moderados,
los que no tienen necesidad de los principios de una fe extrema; los que no sólo
admiten, sino que aman, una buena dosis de casualidad, de absurdo; los que saben
pensar, en relación al hombre, reduciendo notablemente su valor».

En toda la filosofía de nuestro siglo resuenan los ecos de Zaratustra. La tarea


creadora del hombre consiste en «inventar nuevas formas de vida, afrontar
inauditos problemas con agilidad, con perspicacia, con originalidad, con gracia —en
suma: con garbo», escribió Ortega.

Tal vez haya sido Juan David García Bacca, un filósofo injustamente tratado
por la moda, quien ha elaborado la más poderosa metafísica del ingenio. La
esencia del hombre es la creación, «una inexhaustible disponibilidad para
ocurrencias, trucos, trazas, planes, empresas». La idea de que el hombre tenía una
irreformable, inmutable, necesaria manera de ser nos ha encanijado y
empequeñecido el alma y los deseos. El existencialismo había negado que el
hombre tuviera esencia: García Bacca va más allá y niega que la realidad de verdad
la tenga. El ser es inagotable posibilidad de novedades, barro cosmogónico, que
quedaría imposibilitado y mutilado si tuviera esencia. En su opinión, el gran
descubrimiento de la física atómica es que «todo puede ser todo», idea que
aceptaría de buen grado Ramón Gómez de la Serna. El sujeto creador debe asimilar
esta infinita plasticidad de la realidad verdadera, y colaborar en su despliegue. La
tarea estrictamente humana es dirigir la aventura ontológica. De ser criaturas
pasamos a ser creadores, como habían proclamado los poetas surrealistas. Para no
cegar las fuentes de la novedad, para vivir con lo que he llamado «psicología del
surtidor», es preciso que el sujeto permanezca en estado de omnímoda disponibilidad.
La vida superior ha de ser ameboide, «íntegramente disponible, vitalidad
indiferenciada». Nada debe limitamos. Hay que improvisar continuamente órgano
y función, pues somos invertebrados espirituales. No existen finalidades naturales,
el sujeto creador es la referencia fundamental de toda la realidad. «El esencialismo
o naturalismo es una enfermedad ontológica. Lo grande no es ser hombre; lo
grande, de verdad, es hacerse otra cosa, lo que comenzó siendo hombre» (García
Bacca, 1963, 1986; Izuzquiza, 1984). Es la misma apetencia que tenía la orilla de allá
del Arno.

Este amontonamiento de citas podría continuar indefinidamente, pero voy a


abandonar por el momento la filosofía, después de haber comprobado que en ella
resuenan los grandes temas del ingenio: la libertad, la creación, la novedad, la
desligación, la devaluación, el rechazo de la seriedad.
2

La sociedad actual es ingeniosa porque acepta y vive los valores del ingenio.
Desgarrado entre dos posibilidades igualmente temibles —la angustia y el
aburrimiento— el hombre busca la solución en el ingenio. Es preciso desligarse de
todo. Pertenecemos a una sociedad móvil, cinética, en la que cada vez será más
improbable que un hombre muera donde ha nacido. No hay objetos de veneración,
tan sólo ídolos deslumbrantes y efímeros; no hay normas estables, sino modas. Las
combinaciones son demasiado rápidas y hay que disfrutar con el cambio. La
novedad es aprobada por anticipado, porque constituye un valor en sí, hasta el
punto de que se puede utilizar como reclamo electoral o publicitario. El hombre
necesita ser fluido, para no oponer resistencia a nada. De lo contrario, perderá su
agilidad y no se podrá mantener al día. Los buscadores de talentos empiezan a
desconfiar de los ejecutivos que permanecen mucho tiempo en el mismo trabajo.
Hay que evitar las costumbres, pues todo hábito es una amenaza de cristalización
y, teniendo que elegir entre ser cristal o humo, como la vida, la sociedad actual
prefiere difundirse a petrificarse. Incluso los psiquiatras elogian esta educación
para el deslizamiento. «Algunos profesores del MIT.», escribe Maslow, con la
ingenuidad que acostumbra, «han abandonado la enseñanza de los métodos
probados y verdaderos del pasado a favor del intento de crear un nuevo tipo de ser
humano que se sienta a gusto con el cambio y lo disfrute» (Maslow, 1971).

Es cierto que las grandes utopías han quebrado, pero se mantiene vigente
una utopía sin pretensiones, que había permanecido latente, oscurecida por la
prepotencia de las demás. Se trata de la utopía ingeniosa. La nueva humanidad se
siente cómoda en un ambiente poco agresivo, tolerante, en el que los individuos,
liberados por desligación de la influencia de los demás, se disponen a probarlo
todo. Se ha abolido lo trágico y se navega con soltura en una afectividad ingeniosa:
divertida, no comprometida, y devaluadora de lo real.

Nuestro siglo, que ha sido, posiblemente, el más sangriento y trágico de la


historia, justifica el descrédito de la seriedad, porque en el origen de las grandes
tragedias que nos han conmovido aparece siempre alguien que se tomó algo
demasiado en serio, fuese la raza, la nación, el partido o el sistema. La sociedad
desconfía, con razón, de todo fanatismo y con él rechaza cualquier afirmación
sostenida con vigor.

Lo excesivamente definido asusta, tanto si pertenece al mundo subjetivo


como al mundo exterior. Hay que someter al sujeto y a la realidad a una cura de
adelgazamiento. «Para ello hay que vivir hasta el fondo la experiencia de la
necesidad del error, vivir el incierto error, el vagabundeo incierto, con la actitud de los
hombres de buen humor, es decir, sin tonos regañones y gruñones, sino alegres y
atisbando el primer centelleo del Ereignis, el gran suceso, que se anuncia y
preludia en esta situación cultural», escribe Vattimo (1985).

La libertad desligada ha creado su propio vocabulario. El hombre se siente


des-inhibido, des-envuelto, des-enfadado, des-interesado, des-encantado, palabras
con las que implícitamente afirma que se siente liberado de un mundo inhibidor,
lioso y enfurruñado. Hay, pues, motivos suficientes para lanzar un suspiro de
alivio, aunque un poco restringido, porque el lenguaje nos dice que era también un
mundo interesante y dotado de encanto, con lo que a las luces de la nueva utopía le
salen, como un sarpullido, algunas sombras.

El hombre se ha liberado de casi todos los valores. Las ideologías políticas,


las creencias religiosas y los sistemas filosóficos se le habían vuelto demasiado
pesados, le abrumaban con sus pretensiones de verdad. Los acontecimientos en la
Europa del Este han sido una manifestación espectacular del desinflamiento de los
grandes sistemas. Ofrecían demasiado, exigían demasiado, y la sociedad ingeniosa
se funda en una aceptada ausencia de grandeza. Vivimos la estética del antihéroe.
No hay que hacerse ilusiones, sino vivir lo más divertidamente posible. Para evitar
las decepciones conviene rebajar el nivel de expectativas, impregnándolo todo con
un suave aroma de escepticismo, epicureismo, estoicismo y cinismo. Ha llegado el
momento de las escuelas menores. Necesitamos la verdad, pero sin exceso, sin
veneración, on the rocks. Lo verosímil basta. Hay lógicas múltiples, interpretaciones
múltiples, teorías flotantes, obras abiertas. Todo es válido, aunque sea fugazmente,
en el limbo de las equivalencias. «Ya no existe verdad ni mentira, estereotipo ni
invención, belleza ni fealdad, sino una paleta infinita de placeres diferentes e
iguales» (Finkielkraut, 1987). Una verdad que se afirma con fuerza produce
intolerancia y, como nos dice nuestro talante democrático, todos tenemos nuestros
trocito de verdad, igual que Andy Warhol decía que todos tendremos nuestro
cuarto de hora de gloria: más tiempo sería aburrido.

El valor en alza es lo soft, lo light. Es más fecundo deslizarse que enraizarse.


Impera la moral del surf, que repite como un eco el clásico glissez, mortels, tan
citado por Sartre.

Hemos alcanzado la tolerancia refugiándonos en el limbo de las


equivalencias, donde todo tiene su pizca de valor, su chispa de verdad, su comino
de sentimiento. El principio de contradicción dejó de funcionar al entrar en crisis la
metafísica sustancialista, que a su vez dependía de la idea de Dios, como ha
señalado Deleuze, y con él quedan abolidas las exclusiones. Todo es bueno o malo
al tiempo, porque las cosas no son ni iguales ni diferentes. Son tan sólo
modulaciones mínimas de una realidad trivializada. No hay verdaderas
diferencias sino leves estremecimientos, y en esa epidérmica pluralidad todo vale,
la fidelidad y la infidelidad, la normalidad y la anormalidad, la bondad y la
perversión.
3

Chesterton dijo hace muchos años que el humor sería la religión del futuro y
todo hace pensar que el futuro ha llegado. Lipovetsky ha indicado que la sociedad
actual está empapada por un humor fun, que no tiene ni la zafiedad del realismo
grotesco de la Edad Media, ni la agresividad de la sátira clásica. Una consigna
tácita nos ordena no tomar nada en serio, ni siquiera a nosotros mismos. El arte
contemporáneo ha mostrado que toda consistencia es obstáculo y toda densidad,
lastre. Hasta el Yo es un estorbo. El hombre actual quiere abandonarse a la fluidez,
y dejarse vivir por los acontecimientos cambiantes. El humor, como señaló Freud,
nos pone a salvo de lo terrible y bajo su influjo refrigerador los afectos rebajan su
temperatura. Nos impone un empequeñecimiento cordial, que incluye tanto la
depreciación ajena como la propia, que aceptamos con gusto, porque los grandes
valores se han convertido en amenazas. Hemos descubierto las ventajas de la
anestesia afectiva, todos somos divertidos, la publicidad adopta un tono
humorístico, las costumbres son desenfadadas, las modas ingeniosas. Nada se libra
de la atracción de la levedad, que hace que la pedagogía se sueñe a sí misma como
actividad lúdica y que los libros científicos traten de suavizar su aridez con un
humor bien dosificado. Los políticos necesitan un archivo de chistes apropiados
para cada ocasión, como tenía Kennedy. «El código humorístico», escribe
Lipovetsky, «aspira al relajamiento de los signos y a despojarlos de cualquier
gravedad; dicho código resulta el verdadero vector de democratización de los
discursos mediante una desustancialización y neutralización lúdicas. Las
relaciones entre los hombres son expurgadas de su gravedad inmemorial. La
cultura actual nos impone una coexistencia humorística» (Lipovetsky, 1989).

El poder que tiene el humor para desactivar lo terrible explica el curioso


fenómeno de la literatura del absurdo. Su punto de partida es la falta de sentido de
la existencia humana. «En el fondo de esta noche abovedada», escribe Beckett, «ahí
es donde estoy injertado, sin comprender lo que oigo, sin saber lo que escribo. El
tiempo es una sucesión de acontecimientos absurdos». Lo paradójico de esta
literatura es que los autores expresan su trágica concepción de la vida en obras que
rondan la comedia. Parece que una inexplicable resistencia impide tratar lo trágico
trágicamente y busca la solución en estilos ingeniosos, como por ejemplo, la ironía,
a la que nuestro siglo ha considerado como el más alquitarado refinamiento
intelectual. Un personaje de Ionesco hace un buen balance de la situación. El
empequeñecimiento generalizado excluye esa imponente realidad que es el horror.
«Sueño con un teatro irracionalista», dice. «Inspirándome en otra lógica y otra
psicología aportaría contradicción a la no-contradicción y no-contradicción a lo que
el sentido común juzga contradictorio. Abandonaremos el principio de identidad y
de la unión de los caracteres en beneficio del movimiento, de una psicología
dinámica. No somos nosotros mismos. La personalidad no existe. En nosotros no
hay sino fuerzas contradictorias o no-contradictorias. Los caracteres pierden su
forma en lo informe del devenir. En cuanto a la acción y a la causalidad, no hay
más que hablar. Debemos ignorarlas totalmente, por lo menos en su forma antigua,
demasiado grosera, demasiado evidente y falsa, como todo lo que es evidente.
Nada de drama ni de tragedia: lo trágico se hace cómico, lo cómico es trágico y la
vida se hace alegre».

Aunque el ingenio nos conduzca al limbo de las equivalencias, no admite


que estas equivalencias sean absolutas. Hay un valor máximo, que es la libertad, y
el resto, incluida la devaluación, son procedimientos para conseguirla. El análisis
del arte moderno mostró que la devaluación produce frutos ambivalentes, pues
pretende fortalecer el Yo, y acaba, sin embargo, propugnando un Yo débil, fluido e
insolidario. En vez de exaltar la creatividad, que es lo que pretendía, engendra un
sujeto errático y pasivo. La huida de la realidad y su sustitución por una realidad
virtual, de la que hablaré a continuación, convierte al hombre en espectador. El
rechazo de la voluntad abre el campo a una espontaneidad aleatoria, gracias a la
cual el hombre es lo que le da la gana, es decir, lo que se le ocurre, es decir, una
ocurrencia imprevisible. Las equivalencias impiden la elección, porque aunque hay
abundantes solicitaciones, todas son equiparables y de carácter efímero. Los
tratadistas hablan de una indiferencia por hipersolicitación, pero es más correcto
decir indiferencia por devaluación.

El paisaje no es trágico, pero tampoco estimulante.


4

He hablado de la realidad virtual, y es fácil pronosticar que el tema será


cada día más importante. La inteligencia quiere zafarse de la realidad, pero no
puede prescindir de ella por completo, ya que le está vedado vivir en el vacío. Hay
que advertir que nuestra época es llamada «la edad del vacío» de manera
notoriamente impropia. Todo está lleno, pero todo está devaluado. Nuestro tiempo
merece el título de «edad de la devaluación» o el de «época ingeniosa». La realidad
virtual, sobre la que está trabajando apresuradamente la industria de los
computadores, proporcionaría al hombre el anclaje mínimo en la realidad que,
liberada de su gravedad, podría convertirse en juguete.

El primer paso en esta dirección fue la información desrealizada, conseguida


mediante la televisión. La aparición de lo irreal televisivo ha sido una revolución
psicológica. Proporciona una información verdadera, tal vez en tiempo real,
perceptiva y, sin embargo, fundamentalmente desrealizada. Esta fisura entre
percepción y realidad nunca había existido. La televisión nos libera de la
resistencia de lo real, sin anular lo real por completo. Al aligerarlo, me permite que
utilice lo real para divertirme y cumple así la gran aspiración del ingenio. Cuando
en la pantalla veo volar un halcón, asisto a un fenómeno sin precedentes. Nadie
había podido ver con tal precisión el vuelo de un ave, nada se escapa a mi mirada y
hasta el estremecimiento del plumón contra el viento, o el movimiento de las
plumas remeras con que se inicia el giro, son captados por las cámaras de alta
velocidad. Es un espectáculo fascinante que se convierte, sin embargo, en problema
si me libro de su hechizo y me pregunto: ¿qué estoy viendo? Parece evidente que
veo el vuelo de un halcón, pero lo que veo en realidad es sólo la imagen-del-vuelo-
de-un-halcón-que-aparece-en-la-superficie-de-un-aparato-situado-en-la-
habitación-donde-sentado-en-un-sillón-estoy-yo. El halcón no está rodeado por el
bravío aire de la sierra, sino por el aire acondicionado. Ahora bien, lo que veo no es
falso. Toda la información que he percibido es verdadera: así es como vuelan los
halcones. Nadie me lo ha contado. No ha sido necesario que un testigo me
transmitiera esa información, sino que yo mismo la he visto. En eso consiste la gran
innovación. Percibo realmente el vuelo de un halcón que no existe. Hay que conceder a
todas las palabras su acepción fuerte, para captar lo inaudito del fenómeno.

La información que extraigo de la imagen es verdadera, real, instructiva. La


percepción mantiene su energía evidenciadora y, no obstante, el objeto dado en esa
presencia tan fiable no existe en este momento: no me opone resistencia. He subido
a una montaña irreal que no me ha exigido esfuerzo; oigo el viento que eriza las
cárcavas, pero no siento su furia; he fragmentado el mundo, he embutido un trozo
de cielo y un ave rapaz en mi cuarto, y al mantener tan sólo las propiedades de lo
real que puedo integrar en un juego, he efectuado una devaluación cómoda,
práctica, divertida, soft, y he disfrutado con el resultado.

Esta irrealidad de nuevo cuño desactiva lo doloroso al convertirlo en


espectáculo, es decir, en verdad-desrealizada. Produce un placer distinto del de la
mera fantasía. El hilo que mantiene con la realidad le da picante y un toque
morboso. Hace unos años el mundo asistió en directo —mientras fumaba, comía
bombones, bebía un aperitivo— a la terrible agonía de una niña colombiana
atrapada en un lodazal, después de un terremoto. No puedo decir que los
espectadores fueran insensibles, porque era, sin duda, una cierta sensibilidad la
que les hacía estar pendientes del televisor, y me atrevo a pensar que estaban
conmovidos, pero la totalidad de la situación, el suceso, las emociones, eran
irreales, estaban afectadas por la devaluación del espectáculo. El espectador quiere
mantenerse en contacto con una realidad que divierta y emocione con levedad, sin
abrumar, y confía para ello en los profesionales de la diversión. De la misma
manera que los juguetes, también las imágenes que estimulan las ensoñaciones
tienen un doble origen: proceden del mismo sujeto, o han sido producidas por
personal especializado. En ambos casos —y tanto da que se trate de un juguete o
de una imagen— lo importante es que incite la actividad del sujeto. Hay que
conseguir que entre en el juego.

La pantalla es una representación mágica de lo que he llamado «el limbo de


las equivalencias». Es también el Rastro de las imágenes, el lugar donde se
almacenan una vez desvinculadas. Cinco minutos de televisión hacen posible el
feliz encuentro de imágenes de huelgas, navío de guerra, bolsas de Nueva York y
Tokio, enlazados por el rostro de una locutora que amablemente nos dice que
mañana el tiempo será seco y que en el año próximo veinte millones de niños
morirán de hambre. En un tiempo irreal donde las imágenes incrustan realidades
fragmentadas, niños de vientres hinchados se yuxtaponen a una elegante modelo
que nos incita a comprar un coche. Si rompemos la férrea coacción de la lógica
televisiva, contemplaremos un espectáculo de greguerías.
5

He estudiado la irrealidad televisiva por su colaboración en la puesta en


fuga de la realidad. Vuelvo a la filosofía. La influencia de Nietzsche, que afirmó
engoladamente que «la voluntad de sistema es una falta de honestidad», ha abierto
la época del ensayo en la que vivimos. El violento rechazo del sistema era una justa
repulsa contra las orgías racionalistas, pero ha ido más allá y ha terminado
negando la coherencia de la realidad. No puede haber sistema de filosofía porque
las cosas no forman un sistema. Cada ser existe desvinculado de los demás,
diferente y único, y lo que afirmamos de él, su verdad, no tiene por qué ser válido
para otros seres ni compatible con otras verdades.

La fragmentación del mundo, reflejada en el arte, es más que una teoría


filosófica, es un sentimiento universalmente compartido, que resume elementos de
variada procedencia. Sartre describió la desvinculación en La náusea, que es una
teoría estética novelada. «Cada árbol huía de las relaciones en que intentaba
cerrarlo, se aislaba, rebosaba. Yo sentía lo arbitrario de estas relaciones, que me
obstinaba en mantener para retardar el derrumbamiento del mundo humano, de
las medidas, de las cantidades, de las direcciones». «El movimiento era una idea
demasiado clara. Todas esas agitaciones menudas se aislaban. Rebosaban de todas
partes, de las ramas y ramitas. Todo, hasta el sobresalto más imperceptible, estaba
hecho de existencia. De golpe existían y, después, de golpe no existían: la
existencia no tiene memoria».

Los testimonios que traigo a colación deben formar, por agregación, un


acorde completo en la conciencia del lector. Se podría trazar con precisión las redes
conceptuales que unifican gran parte de la filosofía actual, pero yo sólo pretendo
mostrar que mi tesis es fundada: un concepto ingenioso de la libertad unifica el
campo. El pensamiento actual está «mejor dotado para la anécdota que para la
categoría y es sólo apto para aquellos géneros intermitentes que precisan un
talento a ramalazos, como el artículo, la proclama, el acertijo o la blasfemia» dice
Femando Savater con su estupenda prosa. La desvinculación de los seres convierte
toda teoría en ocurrencia ingeniosa. Cada idea fragmentaria, al no tener que casar
con ninguna otra, flota en un espacio no comprometido, donde son posibles, o más
aún, recomendables; «las múltiples razones». Se descoyunta la relación entre las
cosas. El lenguaje deja de hacer referencia a la realidad. Ni siquiera podemos decir
que la realidad exista, después que se ha vuelto una noción sospechosa. El signo no
se subordina a ninguna realidad. Todo es discurso, pero un discurso borroso que
evita la coagulación conceptual mediante el juego diseminado del texto, como dice
Derrida. Quedamos encerrados entre significantes y significantes de significantes,
ahogados en esa enloquecida selva de volutas barrocas. No hay significado que
escape de ese juego de inacabables remisiones que constituye el lenguaje. La
gramatología que quiere fundar Derrida no pretende aclarar el sentido de una
tradición, o la legitimidad de una interpretación, sino desligar, disolver o
transformar en discontinuos, con la introducción de virajes o márgenes de juego,
los modelos de interpretación instituidos. La realidad queda puesta entre
paréntesis, devaluada, porque se elige la tradición escrita como único referente del
texto. Es una operación similar a la ejecutada por el arte —que también reclama su
autonomía respecto de la realidad—, pero de mayor transcendencia, porque el
discurso filosófico tradicionalmente aspira a la verdad, lo que le hace estar
intrínsecamente referido a lo real (Vattimo, 1983, 1990; Derrida, 1967).

En las esculturas modernas la cabeza del hombre suele aparecer disminuida.


Es una técnica devaluadora que se corresponde con la reducción del sujeto
propugnada por un gran sector de la filosofía. No se esfuma, sino que «se torna tan
pequeño que puede reconocerse en su propia experiencia» (Vattimo). Conviene no
aspirar a la grandeza, porque no podemos fiarnos de nada, ni siquiera de la
realidad. El conjunto de los seres está sujeto a sospecha. He de desconfiar hasta de
mi propia voz porque, como dice Lacan, el hombre cree hablar, pero «es hablado».
El sujeto está constituido por el lenguaje y no al contrario. Lacan es un
brillantísimo pensador ingenioso, que se llamaba a sí mismo el Góngora de la
psiquiatría. Su obra es un muestrario de todas las artes, trucos, habilidades y
trampas de la retórica. La ironía de Roger Clamant, en su obra Les matinées
structuralistes, acierta en la diana: «A sus anchas en el preciosismo y la galantería,
Lacan se caracteriza por un pesimismo secreto en cuanto a la trascendencia de su
mensaje: si se solaza en el hermetismo, es en la medida en que está persuadido de
que sus descubrimientos pertenecen a lo frágil» (Clamant, 1970). El mismo Lacan
ha escrito: «Gustosamente agregaríamos, a las enseñanzas de la lingüística, la
retórica, la dialéctica; en el sentido retórico que ese término adquiere en las
“categorías” aristotélicas, la gramática y, como pináculo supremo de la estética, la
poética que incluiría la técnica, relegada a la sombra, del dicho ingenioso» (Lacan, 1966).
El humor que hace tan atractiva su obra, devalúa su contenido, porque, como dice
uno de sus comentadores, «en su pluma los juegos retóricos nos alejan de la
naturaleza y dan cuenta, por su proliferación, de lo arbitrario del significante»
(Fages, 1973).
6

El ingenio, al ser un proyecto existencial, ha afectado también a la reflexión


ética. Vuelvo a citar a Fernando Savater, para comprobar cómo integra en su teoría
moral todo el campo semántico del ingenio. Para él la ética tiene que ser ante todo
invención. La vida de los hombres es una permanente creación de valores,
amenazada siempre por la paralización y la esclerosis. Nuestra grandeza está en
ser la encarnación del puer aetemus, organizador jovial y lúdico del mundo, y vivir
es una disponibilidad sin medida. Nada conserva la rigidez, ni siquiera la
normalidad, y así «se abre el increíblemente vario menú a la carta del futuro». Se
trata de permanecer a toda costa en estado fluido. Haciendo simetría con la
«estética del surtidor» instituida por el ingenio, hay que admitir la «ética del
surtidor». Savater describe así su ideal humano: «No consideramos al hombre
como algo acotado, clasificado, dado de una vez por todas y apto solamente para
determinado uso, sino como una disponibilidad sin medida, que transgrede y
metamorfosea toda forma, con sublime espontaneidad y más allá de todo cálculo:
la aceptación de su libertad respecto a mí proporciona una base inatacable a mi
propia libertad. Es su inadaptación a cualquier forma dada lo que le reconozco, su
santa madurez inacabada, su permanente disposición para la novedad y su
facilidad para desmentirse». «Puede sin cesar metamorfosearse, inventar, elegir de
nuevo, salvarse o perderse, sorprenderme». En otro de sus libros, Panfleto contra el
Todo, sueña con una revolución que consiga «la emancipación jubilosa del cuerpo,
la experimentación y goce de todos los sentidos, el pleno despliegue de las
capacidades heroicas, inventivas y mágicas del hombre, la diversidad creadora
como un fin en sí mismo». Todos los conceptos pertenecen al vocabulario del
ingenio: emancipación jubilosa, invención, diversidad creadora, permanente
disposición para la novedad, creación sin fin. «El hombre se descubre enamorado
de la inmadurez», que aparece como lo éticamente jugosa, en oposición al fin
perfecto, que es simbólicamente paralizador. De todas las acepciones de la
perfección, el ingenio escoge su carácter de «acabamiento y conclusión». La
perfección es un camino cerrado.

Para Savater, «actuar es agredir». «Entender la ley es agredirla. La libertad es


siempre culpable. Cumplir la ley es pasividad». Su elogio de «lo irrepetible activo»
es típicamente ingenioso y le conduce hasta expresiones que recuerdan a Oscar
Wilde, como mi tesis permitía prever. «El perverso», escribe, «es aquel cuyo único
pecado es aburrirse mortalmente en compañía de los buenos». «No hay acción
inocente, porque sólo se actúa cara a lo prohibido. Actuar es agredir, ofender,
oponerse, dar forma. Quien se conforma con lo dado (el inocente o el que juega a
animal) no comete acciones, padece los sobresaltos del mecanismo universal, rueda
por inercia». En conclusión: «La culpa es la sal de la experiencia de la vida». El
dramatismo de estas afirmaciones se convierte en exageración picara, porque están
acompañadas por un guiño de connivencia, que indica el tono amable elegido por
el autor. Savater vive en un apacible mundo de «discordia razonada», en el que el
humor revela la disparatada petulancia de aspirar a la omnipotencia, «lo ineficaz
del excesivo agobio y pundonor. Admitir de antemano la demoledora e
imprevisible jugada del azar, que puede aniquilar la decisión más enérgica y
vigilante, y agradecer —no con resignación, sino con júbilo— el absurdo que
aporta, forma parte de la generosidad que, junto con el valor, son los dos aspectos
esenciales del héroe. El sentido del humor es una cualidad trágica indispensable y
la forma de religiosidad más decente y menos manipulable por los inquisidores».

Ese humor nos defiende del sistema. El afán sistematizador, según Savater,
ha perdido todo crédito en nuestros días, lo mismo que el afán de coherencia y
respetabilidad, pretensiones propias de «talantes más gravosos que graves». Fue el
doliente Kierkegaard quien dijo: «El humorista no será nunca un espíritu
sistemático». A no ser que el mismo sistema sea una broma colosal (Savater, 1981,
1982).

Una broma parece, en efecto, el paradójico hecho de que el ingenio, suprema


energía antisistemática, sea un sistema coherente, cerrado, perfectamente trabado.
El psicoanálisis lingüístico ha mostrado un campo semántico denso y estable,
despliegue de un proyecto existencial muy bien definido.
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Como corroboración, una más de las muchas posibles, voy a hablar de la


«cultura de la risa» y de la «cultura de la carnavalización», conceptos inventados
por Bajtin y que han hecho fortuna. Agrupan todos los elementos liberadores y
devaluadores del ingenio. «La risa, instrumento de la sátira y la parodia,
desmitifica, deconstruye, opera una inversión de la imagen oficial del mundo. La
parodia desmonta los ritos y las imágenes monoestilísticas de cuanto se convierte
en estático y se erige en autoridad. El carnaval, por su parte, da corporeidad al
deseo de libertad: es una especie de momento único, “utópico”, que muestra el
anhelo de libertad del ser humano» (Bajtin, 1974; Zavala, 1991).

En la obra de Bajtin se oye de nuevo la consigna de este siglo: la inversión


regeneradora. La sombra de Nietzsche es ubicua. La risa, el carnaval, son la rebelión
contra lo serio, lo normativo, los espacios cerrados, el monologismo. Defienden
lúdicamente el espíritu festivo, la antinorma, la poliglosia. La nueva concepción de
la cultura repudia el concepto de totalidad en nombre de la diferencia, la
heterogeneidad y la fluidez (Jameson, 1981). Otra vez me sorprende el paradójico
fenómeno de la unanimidad en pedir la heterogeneidad. Es la monotonía de la
diferencia, la tumba que el ingenio cava para sí mismo. Hemos conseguido la
armonía en la disonancia, que es gran maravilla.

Los modelos del discurso de la literatura carnavalizada, según los describe


Bajtin, coinciden, como era de esperar, con la retórica ingeniosa. «El lenguaje
abusivo, imprecaciones, palabras o expresiones insultantes, combinaciones de
textos eróticos-sagrados dentro de un vivido poliglotismo, vuelven a despertar la
parodia, el realismo grotesco y la risa. En lo carnavalesco la risa es una fuerza
fundamental, en un reino utópico de la comunidad, la libertad, la igualdad y la
abundancia».

La parodia, que tanto ha interesado a los modernos, es una técnica liberadora.


Nos faculta para adquirir una doble voz, con lo que las cosas adquieren una
duplicidad que Bajtin considera enriquecedora, pero que no lo es. La parodia
devalúa siempre. Por eso es una técnica ingeniosa. Para comprobarlo, pueden
leerse obras paródicas, como El ano solar, de Bataille. El mismo Bajtin lo admite, al
decir: «Todo gesto tiene un gesto paralelo, el gesto paródico de la risa».

Esa risa hace que todo sea ridículo, y el sujeto se resiente de ello. Un hilo de
depresión y desencanto recorre toda la trama del ingenio. No es casual que en la
época barroca la exacerbación del ingenio coexista con una epidemia de
melancolía. No hay que ser un lince psicológico para percibir el nexo que une burla
y desengaño en la obra de Quevedo. Los llamados «poemas metafísicos» exponen
una metafísica de la melancolía, cuyas categorías cardinales son la realidad como
decepción («¡Fue sueño ayer; mañana será tierra!»), la fugacidad del tiempo («El
tiempo, que ni vuelve ni tropieza / en horas fugitivas la devana»), el mutismo de la
realidad («¡Ah de la vida!… ¿Nadie me responde?») y la subjetividad efímera («Soy un
fue y un será y un es cansado»).

No hay dos Quevedos. El hombre que escribió los versos más conmovedores
y terribles de la poesía española es el mismo hombre de las sátiras y las groserías.
Eran dos modos de expresar la misma decepción.

(No me puedo resistir a un comentario filológico. Ya he dicho que hay una


relación entre ingenio y melancolía, que hace que sus momentos de esplendor
coincidan en la historia. Hay una indudable correlación entre la sobrevaloración
del ingenio/la melancolía/el barroquismo/el formalismo. El comentario filológico
me lo sugiere la palabra «humorismo». Es una pervivencia léxica de la teoría de los
«humores», otro de cuyos vestigios es la palabra «melancolía» —bilis negra, uno de
los cuatro humores—. Es para mí un misterio, pero un misterio sugerente y que me
gustaría aclarar, el deslizamiento semántico del término «humor», que lo condujo
hasta el «humorismo». Como presagio de lo que puede resultar de esa
investigación, aporto un texto del magnífico libro de Klibansky, Panovsky y Saxl:
Saturno y la melancolía [1989]. La «melancolía poética», sostienen estos autores,
tiene una inequívoca partida de nacimiento. Fecha: el período barroco. Lugar:
España e Inglaterra. «Durante mucho tiempo el “español melancólico” fue tan
proverbial como el “inglés esplenético”. La gran poesía donde halló expresión
nació en el mismo período que vio surgir el tipo específicamente moderno del
humor conscientemente cultivado, una actitud en evidente correlación con la
melancolía. Las dos, el melancólico y el humorista, se nutren de la contradicción
metafísica entre lo finito y lo infinito, el tiempo y la eternidad. Así se puede
entender que en el hombre moderno el “humor”, con su sentido de la limitación
del yo, se desarrollara al lado de esa melancolía que había venido a ser el
sentimiento de un yo acrecentado. Es más, se podía hacer burla de la propia
melancolía, y con ello destacar todavía con mayor fuerza los elementos trágicos.
Pero también es comprensible que, tan pronto como se hubo fijado esta nueva
forma de melancolía, el hombre mundano y superficial la utilizara como medio
barato de ocultar su propia vaciedad, y con ello se expusiera al ridículo, en el
fondo igualmente barato, del mero satírico». Ruego al lector que tome tan larga cita
como un aperitivo generoso).

Francisco Umbral ha sabido combinar estos tres elementos —ingenio, humor


y melancolía— en un cóctel irresistible. De su ingenio y humor ya he citado
muestras. Lo hago ahora de su melancolía: «Mi cuerda última era la tristeza, mi
metal más secreto, mi bordón, y el mundo, para mí, empezaba a consistir en
tristeza. Tristeza de todo, tristeza de nada, la pura pena de no saber por qué, como
dijo el otro (…). Las esquinas solas, la prosa de la vida, el 'mascarón gastado de la
ciudad seguía navegando las aguas de un tiempo igual a sí mismo y todos habían
vivido ya mi vida antes que yo, y yo estaba viviendo otras vidas ya usadas y con
frecuencia perdía la imagen de mí mismo. La tristeza lleva a la pérdida de la
imagen y la pérdida de la imagen lleva al suicidio. El suicidio. ¿Por qué no
intentarlo? Eran días de jugar peligrosamente con el barbitúrico, con el vaso de
agua de la cocina, con la muerte (…). Lo mejor era meterme de nuevo en la cama,
pedir a la chica de la pensión otro café, coger un libro ya leído y dejar que la
corriente llevase la barca del lecho a cualquier orilla» (Umbral, 1973).

Me veo entrampado en mis hipótesis. Al relacionar ingenio y melancolía,


tengo que admitir que nuestro tiempo es un tiempo melancólico, puesto que es una
época ingeniosa. ¿Es eso cierto? ¿Es posible diagnosticar «melancolía» a una época
tan vital, animada y divertida?
8

Quienes lo saben de buena tinta dicen que la orgía se ha acabado. Vivimos


los despojos del carnaval. El aire está lleno de voces quejumbrosas, que lloran de
añoranza y de resaca. El hoy tiene ya su edad dorada, a la que mirar con el júbilo
triste de los jubilados, que es como siempre se miran los paraísos perdidos. Sería
conmovedor, si no fuera tan cómico, oír llorar a las plañideras de mayo del 68.
Sentados como niños entre juguetes rotos todos recordamos la euforia de la
libertad. Ha sido doloroso descubrir que lo bello no era la libertad, sino el liberarse.
La utopía ingeniosa nació del tedio y la decepción y ha conducido a la melancolía.

¿Será ya inevitable la nostalgia? Requiescebat in amaritudine. «Me complacía


en la amargura», decía de sí mismo san Agustín. Hay, en efecto, un estado de
ánimo caedizo, que disfruta sintiéndose resto de una edad gloriosa, como el viejo
impotente recuerda su juventud disoluta.

«Ha habido una orgía total, de lo real, de lo racional, de lo sexual, de la


crítica y de la anticrítica, del crecimiento y de la crisis de crecimiento. Hemos
recorrido todos la producción y la reproducción virtual de objetos, de signos, de
mensajes, de ideologías, de placeres. Hoy todo está liberado, las cartas están
echadas y nos reencontramos colectivamente ante la pregunta crucial: ¿QUÉ
HACER DESPUÉS DE LA ORGÍA?». Esto debe de ser verdad, porque lo dice
Baudrillard, que es un ingenioso, y que además viene de París, donde, como decía
Larra, estas cosas se saben de muy buena tinta. El mundo occidental, que salió
hastiado del romanticismo, abandona la modernidad arrastrando el mismo
desencanto. Vivimos las post-rimerías de la modernidad, las post-ultimidades-de-
la-post-modernidad. Parece que asistimos al final de los finales y que, prendidos en
el sutil hechizo del derrumbamiento, estamos encantados con el desencanto. Esto
es la melancolía: la dicha de ser desdichado. Ya lo dijo Víctor Hugo.

El éxito de una novela de texto mediocre y título magnífico —La insoportable


levedad del ser— puede proporcionarnos una clave oculta. Si la levedad es
realmente insoportable, el ingenio, que vive de la levedad, debería ser
insoportable. ¿Sucede así? Por de pronto es fácil comprobar que los pensadores
que no se refugian en la fragmentación como en una suite acolchada, sino que
desean hacerse cargo de toda la realidad, tienen graves dificultades para
mantenerse en la desligación sistemática a que les obliga el ingenio.
En varias ocasiones me he referido a Jean-Paul Sartre y, siguiendo sus textos
al pie de la letra, lo he considerado un ingenioso. En páginas anteriores Le oímos
decir: «Odio la seriedad, que es el mundo de las consecuencias y los fines». Pasaron
los años y cambió de opinión. Experimentó una conversión o una curación. Lo
contó —aún lo cuenta— en la brillante prosa de Las palabras. Descendió del sexto
piso simbólico, donde sólo trataba con las palabras, esos aéreos simulacros de las
cosas, y se comprometió con la realidad. La historia es muy conocida y me ahorro
el trabajo de repetirla. Sólo me interesa recordar la furia, y sin duda el talento, con
que arremete contra los ingeniosos en ¿Qué es la literatura?, en su presentación de
Les Temps Modernes, y en otros muchos textos de su obra de converso. El escritor no
comprometido le parece un parásito que imita la ligereza derrochadora de una
aristocracia de cuna, y cuya mayor preocupación es dejar constancia de su
irresponsabilidad. En su opinión, esos escritores quieren conservar el orden social,
para sentirse extraños en él, de una manera estable; en pocas palabras, son
rebeldes, no revolucionarios. «Representan la literatura de la adolescencia, de esa
edad en la que, todavía pensionado y alimentado por sus padres, el joven inútil e
irresponsable malgasta el dinero de su familia, juzga a su padre y asiste al
hundimiento del universo serio que protegía su infancia».

Sartre parece apostatar de su frivolidad confesa. Quedan lejos sus vibrantes


afirmaciones acerca de la libertad desligada, cuando decía: «Siento que no estoy
ligado a mis actos. No hay que tener solidaridad con uno mismo. No me siento a
gusto más que en la libertad, escapando a mí mismo; no estoy a gusto más que en
la nada. Soy una verdadera nada ebria de orgullo y traslúcida» (Sartre, 1983). Tras
el cambio aboga por la literatura de la seriedad, de las grandes palabras y las
grandes circunstancias. «¿Cómo cabe hacerse hombre en, por y para la historia?
¿Qué relación existe entre moral y política? ¿Cómo asumir además de nuestras
intenciones más profundas las consecuencias objetivas de nuestros actos?». Aquí
tenemos a Sartre, empantanado hasta el cuello en las consecuencias, él, que quería
ponerse a salvo huyendo de la seriedad. Con el extremismo del converso apura
hasta las heces la responsabilidad que le impone su nueva situación. «Todo
proyecto humano —escribe— supera sus límites de hecho, y se abre paso hasta el
infinito. Un hombre es toda la tierra. Se halla presente y actúa por doquier, es
responsable de todo y su destino se juega en todas partes». El universo ha de ser
«la ciudad de los fines». Nada más lejos del ingenio que esta frase. Sartre pretende
rehabilitar lo que el ingenio había devaluado. «Nuestro primer deber de escritor es
—devolver la dignidad al lenguaje. Yo desconfío de lo incomunicable, que es la
fuente de toda violencia. Cuando las certidumbres de que disfrutamos nos parecen
imposibles de comunicar, sólo queda la posibilidad de batirse, de quemar o de
colgar» (Sartre, 1947).
¿Qué había sucedido? ¿Cuál fue la causa de tan rotundo viraje? La guerra, o
lo que es igual, un fragmento de realidad difícil de tratar con ligereza. Era
necesario, por ello, rechazarlo —y es posible que Sartre intentara hacerlo, negando
su existencia, como sugieren algunos párrafos de Cahiers de la drôle de guerre— o
aceptarlo, y enredarse en el mundo de los fines y las consecuencias. Mientras
estaba en la retaguardia, trabajando en el servicio meteorológico, el más aéreo y
menos cruento de los servicios militares, y la guerra era un suceso lejano, más
imaginado que visto, era posible negar su realidad. Pero cuando la guerra impuso
su terrible presencia, sólo cabía aceptarla. «Habían terminado las vacaciones. Para
el realismo político como para el idealismo filosófico, el Mal carecía de seriedad. A
nosotros nos han enseñado a tomarlo en serio: no es culpa nuestra, ni mérito, haber
vivido en una época en que la tortura era un hecho cotidiano. Si me torturaran,
¿qué haría yo? Cuando cada palabra puede costar una vida, porque quien edita la
revista clandestina se juega la suya, no cabe perder el tiempo tocando el violín, se
va a toda prisa, por el atajo» (Sartre, 1947).

Había hecho irrupción la realidad no devaluable en cuanto realidad. El Mal


no era una transgresión picante, no era una cana al aire, ni una travesura. El Mal
era quemar lo ojos y despellejar vivo a un hombre. La libertad se veía brutalmente
amenazada, y ponerse a salvo mediante el ingenio no era suficiente protección. El
mundo de la falta de seriedad se manifestaba altamente inestable, y el ingenio era
un nicho irreal en una sociedad hiriente y devastada. Un proyecto existencial de
tour operator, fragmentario y heterogéneo y divertido y falso como unas vacaciones.

El ingenio es la soltería del pensamiento: no necesita casar nada con nada.


Disfruta de la desvinculación mientras puede. Pero se muestra inestable en cuanto
necesita resolver de verdad un problema, o cuando no puede evitar la
contundencia de la realidad. Lo hemos visto en Sartre y creo verlo también en la
obra de Femando Savater. La evolución de sus ideas desde el Panfleto contra el Todo
hasta Ética como amor propio es notable. Es cierto que mantiene una «retórica del
escándalo», pero como recurso estilístico. Su cambio comienza con una alteración
en el modo de considerar la creación de valores. La incansable invención,
defendida en sus primeros libros, que no podía detenerse sin morir, ha aquietado
un poco sus ardores. «El hombre no puede inventarse del todo», explica ahora. «La
sociedad propone una serie de modelos de estilización moral, entre los que el
individuo debe elegir tanto intensiva como extensivamente. Nadie puede inventar
ex ovo su virtud. De hecho, la moralidad estriba, precisamente, en la
interiorización de la forma preferida en lo tocante al tipo o jerarquización de las
normas sociales aceptadas. La virtud no es sin la norma, pero tampoco se reduce
solamente al cumplimiento de la norma: implica una reinterpretación personal y a
veces una transgresión creadora» (la cursiva es mía). En sus primeras obras todo
actuar era transgresión, porque no transgredir era retomar a la animalidad o a la
inocencia, es decir, a la inhumanidad. En este último texto, tan panfletaria
vehemencia queda amortiguada por el cauteloso «a veces».

La ética de Savater culmina en un «heroísmo del sentido común», que me


recuerda el «heroísmo de la realidad» de Cezanne. Hay que contar con lo que hay,
vienen a decir ambos. El hombre, dice Savater, no puede prescindir de sus
necesidades constitutivas: la necesidad de reconocimiento, ayuda y concordia.

El único criterio de la moralidad es el placer. Al menos en este asunto parece


conservar su ímpetu de inmoralista. Todas las éticas del altruismo son insultantes.
La ética ha de orientar, discernir y depurar los placeres, porque el placer es
infalible. Savater consigue mantener en su obra el tono hedónico, orgiástico y
picante. ¿O no? Veamos. ¿Qué es el placer? «Placer es la experiencia del
asentimiento de nuestro asentamiento en la vida/mundo. Gozar es decir sí con
cuerpo y alma». El asentimiento del asentamiento es lo menos escandaloso que se
puede decir del placer. Savater conserva algunos tics de su época ingeniosa, que
resultan anacrónicos, incluso estilísticamente, como cuando habla de la juvenil
intensificación del placer «quemándose en deleites audaces de riesgo y belleza».
Pero en sus últimas obras el fenómeno del placer se hace más complejo. «Hay
placeres incompatibles con nosotros los humanos, que no nos corresponden, que
afirman un asentimiento, sí, pero no el nuestro». Esta afirmación es seria,
vinculante y nada desligada: es una tácita afirmación de la «naturaleza» del
hombre como fundamento de la moral. Y ya sabemos que detrás de estas nociones,
se cuela de rondón la voluntad, el deber, y la teología entera. «Todo placer es
buena señal», continúa, «pero cada señal positiva debe ser reinterpretada en una
lectura de conjunto y un diálogo que nunca puede cesar». En cuanto hacemos una
lectura de conjunto, desaparece la fragmentación y el ingenio se tambalea. Savater
ve con tanta claridad el problema, que tiene que defenderse de una crítica que se
hace al placer, tachándole de «fragmentador». Siguiendo a Otto Rank, afirma que,
en efecto, «el placer es el resultado de una parcialización lograda», pero
inmediatamente suaviza la expresión, porque advierte que si el placer fragmenta,
toda su formulación de la moral queda tocada del ala. El placer no debe interferir
en la vida virtuosa, que aspira a la nobleza de la valiente generosidad, sino, al
contrario, favorecer esta vida excelente y solidaria. La argumentación es de
carácter ontológico, pues se basa en el concepto de persona. El placer se salva
porque es personalizados y es personalizador, precisamente, porque es
fragmentario. Somos personas individuales porque podemos proponemos
disfrutar y distinguirnos en la asunción vital de nuestros goces. La libertad para la
distinción nos constituye como personas.

Esta afirmación parece una vuelta al cántico ingenioso de la libertad


desvinculada, pero no es más que el vestigio de una etapa ya pasada de su
evolución mental. Por eso añade enseguida, como argumento consolatorio, que la
mayor parte de nuestros placeres nos vincula a los demás, porque para casi todos
los disfrutes necesitamos la complicidad de alguien.

Esta teoría del placer como comunicación y solidaridad no es muy


convincente y no parece convencer ni siquiera al mismo Savater, que se ve
obligado a disparar por elevación. Al menos ese requisito de comunión lo cumple
«el más indispensable y básico de los placeres: el reconocimiento de nuestra
humanidad, nos viene de los demás y nos vincula a ellos, pues exige que lo
otorguemos para poder recibirlo; lo mismo, pero en un nivel más sofisticado,
puede decirse de la autoafirmación inmortalizadora en forma de gloria y dignidad,
objetivo final de toda virtud. Por mucho que en ocasiones nos aísle, su efecto más
general es ligamos de manera gozosa a los otros» (la cursiva es mía).

Fernando Savater ha experimentado que no se puede construir una moral


que vaya más allá de la «ética del surtidor» sin abandonar antes las selvas
maravillosas y fragmentadas del ingenio. La negación del sistema, el interés
exclusivo por las diferencias, suscita un pensamiento brillante, lleno de ocurrencias
sugestivas, pero que se desentiende de parte de los problemas. Son teorías
parciales, que sólo tienen en cuenta fenómenos parciales, y que no aspiran a
ninguna coherencia entre ellas. La capacidad de teorizar que el hombre tiene es
infinita y es bastante fácil hilvanar una opinión interesante. Podemos, pues, sentir
el excitante vértigo del pensamiento proliferante.

El último Savater no parece satisfecho con esa filosofía fragmentaria: «El


pensamiento de la universalidad (ligada a la entraña existencial de la libertad
individual)», escribe, «es el núcleo duro (lo que pide ser más y mejor pensado) de
la reflexión ética en la actualidad» (Savater, 1988).

Las campanas doblan por la utopía ingeniosa.


VII. ELOGIO Y REFUTACIÓN DEL INGENIO
1

El contradictorio sino del ingenio, que anuncié al comienzo del libro, se ha


cumplido. Las esperanzas de hallar una vía de salvación en esa ligera danza del
espíritu han perdido su vigor. Incluso el estimulante campo semántico de «juego»
muestra ahora malos modos. De lúdico procede, como hermoso vástago, la ilusión,
pero también la delusion y la colusión: el engaño y las asechanzas; el timo, por usar
una ambivalente palabra que menciona al mismo tiempo un arte del amor y de la
trampa.

Las contradicciones del ingenio no son accidentales. El psicoanálisis


lingüístico ha desvelado su origen. El ingenio es un proyecto existencial
contradictorio. Es una paradoja pragmática. Con las paradojas lógicas convivimos sin
sobresaltos. Nuestra cultura las ha cultivado con mimo. «La única regla áurea es
que no existen reglas áureas», dijo Bernard Shaw. «Queremos lo imposible»,
«Prohibido prohibir», gritaban los participantes en la ingeniosa revolución de
Mayo del 68. «Arte es todo lo que el artista escupe», hemos oído decir a Schwiter.
«Yo no busco, encuentro», dicen que dijo Picasso. Todas son afirmaciones
paradójicas, que nos divierten con su juego.

No sucede así con las paradojas pragmáticas, que permanecen ignoradas y


vuelven imposibles proyectos aparentemente viables. Son núcleos
autodestructivos, alojados en un plan de conducta, cuya existencia sólo se
manifiesta por sus detestables efectos. El sujeto no acierta a explicarse la razón de
sus repetidos fracasos. Llegamos a expresar la paradoja, sin reconocerla como tal.
Así sucede cuando decimos: «Tienes que ser espontáneo», o «Tienes la obligación
de querer a X», indicaciones que encierran elementos contradictorios. Karen
Homey y Erich Fromm consideran que una de las fuentes más significativas del
desconcierto y desamparo del hombre moderno es su pretensión de afirmar
simultáneamente que el hombre no debe ser egoísta, y que tiene que ser egoísta
para ser feliz (Fromm, 1947). El más espinoso problema de la ética es: ¿no será la
idea de felicidad una paradoja pragmática?

Watzlawick y sus colaboradores de la Escuela de Palo Alto han interpretado


y tratado gran número de trastornos mentales utilizando la noción de paradoja
pragmática, cuya presencia insidiosa y camuflada imposibilita la vida de los
hombres. Cada vez que aceptamos mensajes contradictorios, sin percibirlos como
tales, estamos sometidos a la acción paradójica. Y estas situaciones son frecuentes
en las relaciones laborales o personales. Los padres, por tomar un ejemplo sencillo,
tienen que educar a sus hijos para que sean libres, pero educar supone determinar,
troquelar. ¿Se puede alentar la libertad determinándola? ¿Hay que forzar a los
hijos a que sean independientes? Esta pregunta no parece tener respuesta válida. Si
los hijos no obedecen la orden/precepto/consejo de ser independientes, no lo serán.
Tampoco lo serán si la siguen, porque estarán actuando con dependencia. Otro
ejemplo: ¿es compatible el amor con el egoísmo? Las presiones de una moral del
deber y del mérito han encerrado a muchas personas en una dialéctica estéril: si en
el amor de otra persona busco mi felicidad, soy un egoísta. Si soy un egoísta, no
quiero a nadie, luego no quiero a la otra persona, sólo me aprovecho de ella.
Llevadas las cosas a su extremo, para que el amor fuera generosidad absoluta el
enamorado no podría recibir ninguna satisfacción de ese amor. Kant estuvo a dos
pasos de afirmar cosas así, y no fue el único. Rilke expuso una idea del amor que
era paradójica. El amor no podía violar «el santuario de la soledad». «¡Esa soledad
pura! Sin nadie que te mire. ¡Nadie que se dé cuenta de lo que te agita y sólo por
ello intervenga en tus decisiones!». El perfecto amor sería el de «la novia
abandonada, capaz de extasiarse con el recuerdo». Nada puede compararse con «el
amor constante de una mujer desengañada, pues perdura aunque el hombre al que
vaya destinado la haya abandonado». Mientras son líneas en un papel, estas
afirmaciones son sólo paradojas lógicas. Cuando alguien las incluye en su sistema
de creencias vitales, se convierten en pragmáticas (Watzlawick, 1967).

El ingenio, como he dicho, es una paradoja pragmática. En el arte


contemporáneo las hemos encontrado con frecuencia. Tomemos como ejemplo la
noción de opera aperta, defendida fervorosamente por Umberto Eco, quien la
presenta como instrumento pedagógico de liberación, ya que «educa en la ruptura
de modelos y esquemas». De entrada, encontramos esta afirmación contradictoria.
«Educar en la ruptura» no es liberar, sino consolidar un automatismo. En efecto,
construir es una actividad inventiva, pero destruir es una operación mecánica.
Escribir es difícil, pero tachar está al alcance de cualquier censor o analfabeto.
Construir el campanile de Florencia es un triunfo del talento humano, que
cualquier pelotón de demolición puede deconstruir. Pero hay más, porque para
que la obra sea escuela de libertad, debe ser tan sólo «sugerencia», «un campo
abierto de posibilidades» que el espectador, convertido en genio por la incitación
de esa apertura, se apresurará a completar con una natural creatividad. Cuanto
más vacía/abierta sea la obra, con mayor energía provocará la libertad creadora
(Eco, 1967). Esta idea implica una paradoja pragmática, porque, simultáneamente,
exalta y aniquila el valor de la experiencia estética. Todos debemos ser creadores,
pero da igual lo que creemos. La obra no tiene interés alguno, y los demás hombres
no tienen nada que decirme. La apariencia estimulante de la opera aperta condena,
sin embargo, a la soledad y al desinterés. Si la obra ajena ha de ser sólo un pretexto
para mi actividad, doy por sentado que no quiero recibir nada de ella, sólo me
intereso yo. El emblema de esta actitud es el poeta puro: «La soledad», escribía
Rilke, «sobre todo para el que ha sido llamado a escuchar sus voces profundas, es
algo tan indispensable como la respiración». Una vez que la pedagogía de la obra
abierta hubiera triunfado, el mundo estaría habitado por genios solitarios, que
oirían sus voces, que no necesitarían ni siquiera de la opera aperta, y que no
tendrían con quien comunicarse, porque el poeta vecino estaría, a su vez, transido
de emoción oyendo sus propias creaciones. Afortunadamente quedaría yo, que no
soy poeta, y que podría leer sus obras, no como obras abiertas, porque entonces
sólo me encontraría a mí mismo reflejado en ellas, sino como obras cerradas que
debería comprender. Cuando leo un poema de Saint John Perse es Saint John Perse
el que me interesa, no yo. Quiero compartir su mundo poético. Deseo tomar
prestada su mirada. La opera aperta conduce a una estética masturbatoria, a una
actividad incomunicable y solitaria.

Nada de esto es suficiente para explicar por qué considero que el ingenio es
una paradoja pragmática. Me veo obligado a analizar las cuatro contradicciones
fundamentales que encuentro en él.
2

Primera paradoja: El ingenio fortalece al sujeto devaluando la totalidad de lo real.


Pero en la totalidad de lo real está incluido el propio sujeto, que resulta también devaluado.
La evolución del arte moderno muestra la autofagocitosis de la creatividad
devaluadora. El proyecto ingenioso pretendía fortalecer el yo, y ha conducido a un
bristle ego, a un ego frágil.

Esta paradoja puede adoptar otras formas. Por ejemplo: «El poder creador
alcanza su máximo poder cuando es capaz de anularse a si mismo». Encontramos
esta idea en dos versiones. Una es trágica: el artista se toma a sí mismo como
materia artística, y se empeña en destruirse en una transmutación perversa de la
capacidad creadora. Inventa una poética negra, pavorosa y fascinante. Sartre lo
contó en su Saint-Genet, comediante y mártir.

La otra versión es irónica. La ironía, una de las características del hombre


moderno, es la eficacia de la reflexión roedora. Utiliza la técnica constructora de las
termitas. Nada resiste el embate de una eficaz ironía, ni siquiera ella misma. Un
tratadista moderno, Booth, describe así este recomerse: «El ironista busca el
vertiginoso pero a la larga delicioso descubrimiento de profundidades por debajo
de profundidades; se trata de una paradoja que puede debilitar y al final destruir
todo efecto artístico, incluso la percepción de la propia paradoja. Como la ironía
actúa esencialmente por “sustracción” (“devaluación” en mi vocabulario), siempre
prescinde de algo, y una vez que se ha convertido en un espíritu o concepto a
quien se deja libre por el mundo, se convierte en una ironía total que debe
prescindir de sí misma, dejando… Nada» (Booth, 1974).

Imagine el lector que le digo que este libro está escrito irónicamente. Lo que
significa, en realidad, esa frase es: por más que se empeñe, nunca podrá descubrir
lo que pienso. No basta con que suponga que digo lo contrario de lo que quiero
decir (esto es lo que define a la ironía), porque mi ironía puede ser tan hábil que
ironice sobre mi propia ironía. Este proceso no tiene fin, porque ironizando sobre
lo ironizado llego al infinito. Me apresuro a decir que éste es un libro serio. Y le
ruego que no tome esta afirmación como una ironía. No deje que la duda incube en
su cabeza, porque este libro se disipará en el equívoco. Para conjurar ese peligro,
he pensado incluso en titularlo «Esto no es un libro irónico», pero me lo
desaconsejaron porque era dar pábulo a la sospecha. En fin, con este comentario
sólo quería convencerles de que la ironía es al pensamiento como la mixomatosis al
conejo.

El proyecto ingenioso, que sólo quiere rebajar la opresión de la realidad y


huir de la seriedad, pone en marcha un proceso de anonadamiento implacable. Su
condición de paradoja oculta nos ha engañado. Lipovetsky ha hablado de la
tragedia de la levedad: la euforia de lo efímero tiene como contrapartida el
desamparo, la depresión, la confusión existencial (Lipovetsky, 1983). La frivolidad
y la superficialidad son defendidas con razones morales. Leo lo siguiente, en un
libro sobre temas éticos: «son valiosas porque ayudan a hacer más pragmáticos a
los habitantes del mundo, más liberales, más receptivos a las llamadas de la razón
instrumental». El autor añade como último argumento: «ayudan a que avance el
desencanto del mundo» (Roberty, 1988).

La paradoja es implacable: la realidad es abrumadora. Si no la devalúo, me


oprime. Pero si la devalúo, me deprimo. Si tomo mi vida en serio, acabo
angustiado por las consecuencias de mis actos. Si no tomo nada en serio, me licuo
en una banalidad derramada. La ironía me debilita, es cierto, pero me da
flexibilidad y me hace invulnerable. El hombre está, pues, condenado a la angustia
o a la disolución. Sólo puede librarse de la opresión cayendo en la depresión. Mal
destino. No se puede vivir sin venerar, pero tampoco puede vivirse venerando. Así
están las cosas.
3

La segunda paradoja se refiere a la libertad, y se enuncia así: Sólo es libre la


acción espontánea. Es difícil negarse a esta evidencia que sin embargo, encierra una
contradicción que la hace insostenible. Es una afirmación de la libertad que anula
la libertad. En efecto, si el comportamiento no es espontáneo, es coaccionado. El
superego, la educación, las normas, el qué dirán o la moral del grupo dirigen y
anulan la libertad. El sujeto, por lo tanto, no es libre. Pero ocurre que si actúa
espontáneamente, tampoco lo es, porque la espontaneidad es mera pulsión. Lo que
llamamos naturalidad no es más que el determinismo de la naturaleza. La paradoja
nos ha cazado: si quiero ser libre no puedo ser espontáneo, ni dejar de serlo. Sartre
estuvo enzarzado, en vida y en obra, con esta aporía. A su juicio, la conciencia es
absolutamente libre. Ni el pasado, ni el presente, ni el futuro; ni el deseo, ni el
temor; ni la realidad, ni la irrealidad; ni el placer ni el dolor, pueden esclavizar a la
conciencia. Ella tiene el privilegio de elegir los esclavos que la esclavizarán. Nada
anula nuestra libertad y, por lo tanto, somos siempre y exhaustivamente
responsables. Así es la condición humana: estamos condenados a ser libres.
Magnífica paradoja que abre sucursales en muchos lugares del sistema sartriano.
Sucede, según Sartre, que el hombre, aunque soporta una libertad absoluta, no
puede elegir. Las decisiones de su voluntad no son más que espejismos de la mala
conciencia. Cuando pretendo deliberar, asisto tan sólo al paripé de una voluntad
fullera, ya que, en realidad, todo está decidido de antemano. ¿Por quién? Por mi
proyecto original, que es la textura misma de mi libertad, mi existencia. La
conciencia, esa nada translúcida libre de todo determinismo, que ha surgido como
una descompresión del ser, no se ha elegido a sí misma. El hombre es un proyecto
original absolutamente libre, pero no elegido, al que Sartre llama a veces «carácter»
y otras «destino». Bajo uno u otro nombre, es una realidad paradójica, que también
llama absurdo. La conciencia es una espontaneidad absoluta a la que el hecho de no
ser su propio fundamento convierte en una pasión inútil. «El hombre», escribe, «es
un imposible». Y añade, para cerrar el cepo paradójico en una nueva órbita:
«Expresar que el hombre es imposible, es mi posibilidad». Sartre tomó gusto a
estas formulaciones paradójicas, y las sembró por toda su obra: «Restablezco con
una mano lo que destruyo con la otra»; «Era dogmático», dice refiriéndose a sí
mismo, «y dudaba de todo, excepto de ser el elegido de la duda»; «Toda moral es
necesaria e imposible». Retengamos, por ahora, la que atañe más de cerca a nuestro
tema: la libertad es espontaneidad no elegida. Es decir, un absurdo.

Volviendo una vez más a la filología, he de expresar mi pasmo ante la


estructura contradictoria del campo semántico de la palabra «espontaneidad». El
lenguaje ha calcado la paradoja pragmática, adoptando una configuración también
paradójica. Es un hecho preocupante, porque si el lenguaje puede esconder
estructuras paradójicas, actuará como un virus informático, inoculando
contradicciones inconscientes en el sujeto. Este efecto perturbador de la información
plegada contenida en las palabras, vendría a corroborar la necesidad, tantas veces
señalada en este libro, de un psicoanálisis lingüístico.

La paradoja asimilada por el lenguaje es la siguiente: la palabra


«espontáneo» apareció en castellano en el siglo XVI, como adaptación del término
latino sponte, que significaba «voluntariamente». En la actualidad, significa
también «involuntario». En idiomas vecinos, como el francés, espontané y volontaire
son antónimos. Estamos en plena paradoja. ¿Qué motivaciones han dirigido este
desplazamiento semántico?

El Diccionario de Autoridades da sólo una acepción: «Voluntario. De su motu


propio y libre voluntad». El motu más propio es, sin duda, el natural, el que no es
artificial. Como en castellano lo artificial se ha considerado siempre falso, la
sinceridad se asoció a lo natural. Así se fueron perfilando dos constelaciones
antónimas. De un lado: espontáneo, natural, sincero, instintivo, no deliberado,
libre. De otro: deliberado, artificial, falso, afectado, voluntario. La espontaneidad se
ha cargado de un valor positivo por un contagio semántico (la oposición natural-
artificial), mientras que la voluntad se ha desprestigiado de rechazo, por su
oposición a la espontaneidad ya contagiada. También influyó, probablemente, un
roussonianismo optimista, que valoraba superlativamente la naturalidad. Y, para
consolidar la oposición, la posterior huella de Nietzsche, que hubiera elogiado
hasta el ditirambo este choque entre lo espontáneo/instintivo y lo
voluntario/reflexivo.

En francés, el fenómeno ha sido semejante. El Petit Robert incluye la palabra


«spontaneisme», definiéndola: «Doctrina o actitud que reposa sobre la confianza en
la espontaneidad revolucionaria, o en la espontaneidad creadora del individuo». Y
lo documenta con un texto de Mallet-Joris, que dice: «Hay en esta época una
especie de veneración del instinto, del “espontaneísmo” que tiene su aspecto
liberador, incluso creador». Aunque es cierto, hay que añadir que lo más peculiar
de nuestro tiempo es ese baile de significados que ha conducido a una insoluble
paradoja pragmática. El instinto se ha convertido en el reino de la libertad, y la
voluntad en el terreno de la coacción, con lo que la vida moral bascula del lado de
lo involuntario, instintivo, automático, mientras que la reflexión aparece como una
impostura. Sartre lo afirma rotundamente: «La base única de la vida moral debe
ser la espontaneidad, es decir, la inmediatez, lo irreflexivo» (Sartre, 1983).

Esta paradoja produce otra: la espontaneidad es sincera; la sinceridad más


valiosa ha de ser la que se tiene con uno mismo: la autenticidad. Mi
comportamiento debe coincidir con mi propio ser, sin doblez mía, ni imposición de
otro. Sólo lo que emerge de mi fondo más íntimo e insobornable tiene valor. Ya lo
dijo Píndaro:

La gloria sólo tiene valor

cuando es innata. Quien sólo posee

lo que ha aprendido, es hombre oscuro e indeciso,

jamás avanza con pie certero.

Sólo cata

con inmaturo espíritu

mil cosas altas.

Una vena aristocrática une a Píndaro, Nietzsche, Ortega y tantos otros. La


época moderna, sin embargo, no podía aceptar discriminación tan injusta, esa
gloria de nacimiento, y podó el verso. La nueva versión dice: Sólo tiene valor lo
que es innato. Pero así no se resolvía, sino que se planteaba el problema. «Liega a
ser el que eres» es un lema repetido por pensadores de muy distintas escuelas: es la
consigna de la autenticidad. Una consigna que en este siglo se ha vuelto confusa,
porque todos somos nietos de Freud y desconfiamos del testimonio de nuestras
conciencias. ¿Quién soy yo? No puedo ser mi educación, que me ha sido impuesta;
ni mi voluntad, que está coaccionada por el superego. Para encontrarme tengo que
de-construirme, despojarme de tanta albarda sobre albarda como llevo puestas y
quedarme en cueros. Yo soy mi instinto y mi subconsciente. Liberaré mi libertad —
que yace presa de las estructuras conscientes, voluntarias y racionales— y me
dejaré llevar por la energía creadora, certera e inocente de mi espontaneidad.

La paradoja pragmática sigue vigente. El arte moderno ha estado dirigido


por ella. La libertad es el despliegue de mi naturaleza auténtica. Pero mi naturaleza
auténtica son mis instintos y mi subconsciente, es decir, lo involuntario. Así pues,
tengo que ser libre sin voluntad. Un proyecto contradictorio.
4

La tercera paradoja se enuncia con una frase evidente para todo hombre
culto: Todas las opiniones merecen respeto, o expuesta en forma paradójica: «La
opinión que dice “las opiniones no son respetables”, es respetable».

Que esta frase oculta una paradoja pragmática se muestra por el hecho de
que nadie es capaz de obrar de acuerdo con ella. Nuestra tolerancia es universal,
pero con muchas salvedades. No admitimos el principio de que todas las opiniones
son respetables, cuando lo enuncia un cirujano empeñado en decir que el hígado
está en el costado izquierdo. En los centros de enseñanza se da por supuesto que
son respetables las opiniones privadas sobre filosofía o moral, pero no sobre
matemáticas.

Puede parecer que mis ejemplos son muy burdos, y que la paradoja se
disuelve con otra formulación más precisa: «Todas las opiniones que versen sobre
asuntos opinables, son respetables». Las otras, las que aventuren afirmaciones
arbitrarias sobre temas científicos, no lo son. Por desgracia, las paradojas tienen
siete vidas y, además caen siempre de pie, como los gatos, y esa nueva redacción
no es tan eficaz como presumíamos.

En efecto, ¿quién fija los límites de lo opinable? ¿Es opinable el límite de lo


opinable?

Es posible que el lector comprenda la paradoja, pero que no perciba su


relación con el ingenio. La lógica del ingenio impone una peculiar teoría de la
verdad. La verdad ingeniosa es la opinión. Veamos. Para el ingenio es radicalmente
necesario huir de una realidad unívoca. Todo debe poder ser dicho de muchas
maneras. Todo puede ser pensado de muchas maneras. La realidad es demasiado
rica y el hombre demasiado inventivo para soportar una teoría reductiva de la
razón. La libertad humana, surtidor sin fin, muestra su inventiva con las
interpretaciones múltiples, teorías flotantes, lógicas plurales, obras abiertas. Teme
toda clausura como una caída en la sumisión y la inercia. Encerrarse es enterrarse.
Aceptar una única verdad es ramplón, empobrecedor y si me apuran, fascista.
Cada cual tenemos nuestra verdad y, como tal, irrebatible y respetable.

No creo equivocarme al decir que esta teoría de la verdad no tiene su propio


fundamento, sino que es una exigencia de la lógica del ingenio. El ingenioso quiere
imponer la libertad como suprema legisladora y ha de inventar los procedimientos
para conseguirlo. Hemos estudiado varios de ellos: la juguetización, la devaluación
de todo lo coactivo, la desligación. No puede prescindir de nada, porque no es
posible vivir en el vacío, y por ello recupera todos los valores, tras conformarlos de
otra manera. La juguetización debe contar con la realidad, para no caer en la
ensoñación indefinida: el pensamiento tiene que atenerse a la verdad, pero a una
verdad en cierto modo juguetizada, que pueda integrarse en nuestro proyecto
privado, que sea mi verdad.

La teoría; de la verdad como perspectiva se convirtió en una pieza más de la


lógica ingeniosa. Comenzaré hablando de ella elogiosamente. La verdad como
perspectiva ha sido inventada por personalidades de gran vigor creativo, que han
disfrutado con la multiplicidad de lo real, con las diferencias entre sujetos. Se
negaron a perder tan hermoso espectáculo por someterse a una verdad unívoca.
«El punto de vista individual», escribe Ortega, «me parece el único punto de vista
desde el cual puede mirarse el mundo de verdad». «Cada hombre tiene una misión
de verdad. Donde está su pupila no está otra» (Ortega, 1916). Cosas semejantes
podríamos leer en Nietzsche o en Sartre. En todos estos autores hay una alegría
semejante ante la pluralidad, que resulta estimulante. «Nunca he sentido
entusiasmo por las verdades objetivas», decía Sartre. Todas las ideas son ideas de
alguien. El mundo es un brillo incesante de opiniones y el pensador ingenioso no
quiere prescindir de ninguna. En esto muestra el mismo entusiasmo que ha
mostrado el arte de este siglo. Todo vale, lo antiguo, lo moderno, lo normal, lo
patológico, lo primitivo, lo vanguardista, lo naíf, lo electrónico. El hombre ha de
sentirse siempre nuevo rico, porque lo es. Tiene muchos posibles y los quiere
todos. Es un constructor de mundos. Nelson Goodman ha titulado una de sus
obras Ways of worldmaking, maneras de hacer mundos, y en ella sostiene que el
mundo de la ciencia es válido, y también el de los pintores, de los poetas o de los
corredores de comercio. Ninguno goza de privilegios. Goodman se acerca a la
noción de verdad a través de la estética. Casi todos los pensadores ingeniosos lo
han hecho. Son espectadores entusiastas. Ortega escribió un libro titulado El
espectador, y Sartre confesaba que «pensaba con los ojos». Cualquier hombre es
interesante, ¿cómo voy a despreciar su verdad? A Ortega le apasionaron las
biografías y Sartre dedicó quince años a escribir la de Flaubert.

La lógica del ingenio es implacable, y la admiración ante lo plural, la


valoración exaltada de lo individual, condujo al limbo de las equivalencias. Todo
es interesante, todo es igual de interesante. Todo es ligeramente monótono.
Mirándolo bien, nada es interesante. La posmodernidad se queja por boca de
Vattimo: «La multiplicidad de imágenes del mundo hace perder el sentido de la
realidad». Aparece la paradoja del principio. ¿Es todo opinable? La proposición
que afirma «Toda verdad es perspectiva», ¿es una verdad perspectiva? ¿O es una
verdad absoluta? La afirmación «La única verdad absoluta es que toda verdad es
relativa», ¿es una paradoja?

Creo que sí. Y creo, además, que es una paradoja vivida, pragmática, que
afecta al comportamiento de todos. Nos sentimos condenados a cristalizamos o a
esfumamos. Necesitamos referencias firmes para no perdemos y tememos las
referencias firmes porque nos determinan. La paradoja parece insoluble. Si la
verdad es unívoca, universal, idéntica para todos, la realidad es un bloque
monolítico y tedioso, como dijo Parménides que era el Ser. Si queremos vivir la
realidad como interesante, fértil, incitante, conviene juguetizar la verdad, aunque
sin anularla. Pero esto no es posible porque la realidad impone sus condiciones. En
el limbo de las equivalencias los hígados están en el costado izquierdo, o en la
frente o en el pie, y es difícil vivir con esta anatomía flotante, multilógica,
heteroglótica o carnavalizada.
5

La última paradoja afecta al corazón mismo del ingenio. Se enuncia así: El


único valor permanente es la novedad, que no es permanente. La novedad y la
originalidad son nociones fecundas en paradojas que se dan en variados niveles y
con distintas formulaciones: «Hay que ser fiel a la moda», «Sé original», «Como de
costumbre, los modistos presentarán sus novedades de otoño-invierno», «Sólo los
idiotas no cambian de opinión». La paradoja pragmática de fondo es que el
hombre no puede vivir sin la novedad y no puede vivir en la novedad. Como se
trata de una paradoja con muchas facetas, voy a declinarla de varias maneras:

Primera declinación: La originalidad como criterio de búsqueda conduce a la


rutina de la originalidad. La novedad es una noción relacional, que necesita un punto
de referencia. Algo es nuevo con respecto a algo. No se trata, por lo tanto, de un
valor con contenido propio, sino que depende del antecedente. El original no sólo
no se libra del tiempo, sino que es esclavo de la temporalidad. Toda originalidad
está fechada y es hija del precedente del que se aparta. Esta sumisión al momento
hace que el ingenio tenga muy mala vejez. Con razón se quejaba Gómez de la
Serna: «Muchas greguerías se pusieron viejas, aunque yo bien sé lo jóvenes que
fueron en su año y cómo entonces fueron perseguidas por extravagantes; ¡con
cuánta rapidez pierde la inocencia el mundo! ¡Qué inverosímil el contraste de los
tiempos!».

El que busca ser original ha de mirar mucho con el rabillo del ojo para ver
dónde están sus referentes. Renuncia a todo valor estable para vivir en perpetua
alteración condicionada. La novedad es un criterio vacío, que conduce a una
rutinización de la originalidad: lo importante es distinguirse, y para ello basta un
sistema muy elemental de transformaciones: negar lo lógico, lo tópico, lo normal.
Este mecanismo de crear ingeniosidades funciona incansable y monótonamente.

Segunda declinación: La novedad —o la originalidad— tiene un gran poder


generador de paradojas, porque es un concepto puramente referencial, y estos conceptos
admiten muchos juegos contradictorios. ¿Por qué tiene sentido una frase como «Copiar
es la máxima originalidad»? Porque el significado de la originalidad se agota en su
relación con su referente. Es mera negación de lo anterior. Depende, por lo tanto en
su significado concreto, del significado del antecedente. Si el antecedente resulta
ser «la originalidad», es decir, si lo esperado es la originalidad, lo original será no
ser original, en una palabra, copiar. Utilizando términos que sean referentes
negativos, podemos construir múltiples paradojas: «Lo revolucionario es ser
conservador». «Lo conservador es ser revolucionario». «La moda retro». «Fue infiel
a su infidelidad». García Bacca distingue entre novedades en nada y novedades en ser.
Las primeras, dice, son elementos positivos surgidos de la negación, como los
conceptos de «nada», «nadie», etc. (lo que yo he llamado conceptos negativos
puramente referenciaíes, entre los que incluyo la originalidad). Merleau-Ponty, en
su polémica contra Sartre, argumentaba que la filosofía de la negatividad lo admite
todo. En el instante en que se dice que la nada es, se altera la fijeza del lenguaje, y
el lenguaje entero se convierte en un juego de equívocos (Merleau-Ponty, 1964;
Maristany, 1987). Por ejemplo, si la nada es, me veré, entonces, obligado a afirmar
que el ser no es, puesto que no es la nada. Pero como la nada no es nada, no le
afecta al ser en absoluto no ser nada. El ser puede ser el ser, o la negación del no
ser, o la negación de la negación de la negación del no ser. El lenguaje se ha
vaciado de significado real, es puramente formal, y admite todo tipo de
contradicciones. Es un puro juego de referencias. ¿Qué es lo original? Depende. En
una situación de cambio generalizado, lo original será no cambiar. Esta inevitable
dependencia de lo original, que quería librarse de las dependencias, es una notable
paradoja.

Tercera declinación: La moda es el automatismo de la innovación; la estética del


surtidor, controlada. El «deseo de moda», que caracteriza nuestra época, presenta
otra nueva paradoja. ¿Es original estar a la moda? Parece que no. Se habla, incluso,
de los esclavos de la moda. Es lo contrario de la espontaneidad, ya que la moda,
que es sometimiento a la coacción de impulsos ajenos, de presiones sociales, no es
natural, sino artificial. Pero ¿y si la moda consiste precisamente en ser natural? Y si,
por el contrario, la originalidad se convierte en moda, ¿es original ser original?
(Lipovetsky, 1987).

Cuarta declinación: El hábito es lo contrario de la novedad, ya que es la


permanencia de lo ya vivido. Es, también, lo contrario de la espontaneidad, puesto
que el hábito no es naturaleza, sino historia. Sin embargo, nos vemos obligados a
reconocer que el hábito permite el progreso. Puedo crear en un idioma, cuando
poseo los automatismos necesarios, de lo contrario solamente balbuceo. Un
jugador de tenis adquiere su agilidad mediante el entrenamiento. En el sistema
lógico del ingenio, «agilidad» y «entrenamiento» son contradictorios. El
entrenamiento está del lado de la técnica, del hábito, de la falta de espontaneidad.
Es construcción, artificialidad, cultura. Ya lo dijo Alain: la gimnasia es el comienzo
de la moral. El arte contemporáneo fue férreamente lógico al despreciar la técnica y
el aprendizaje. No podemos librarnos de la paradoja pragmática. Los hábitos nos
hacen perder la naturalidad. Y sin los hábitos, nos estancamos.
Quinta declinación: El hombre no puede vivir sin la sorpresa y, al mismo tiempo,
teme la sorpresa. No está satisfecho ni en la estabilidad ni en el cambio. Ni siquiera
le satisface la satisfacción, como prueba el aburrimiento, que es un malestar de
saciados.

Sigmund Freud relacionó lo novedoso con lo siniestro, con el apoyo de la


filología. «La voz alemana unheimlich», escribe, «es, sin duda, el antónimo de
heimlich (íntimo, secreto, familiar, hogareño, doméstico), imponiéndose, en
consecuencia, la deducción de que lo siniestro causa espanto precisamente porque
no es conocido ni familiar». «Lo novedoso se torna fácilmente en siniestro» (Trías,
1982). Así son las cosas: deseamos lo desconocido, y al mismo tiempo, lo odiamos.
Necesitamos y rechazamos las costumbres. Los hábitos nos atan y nos liberan.
Necesitamos la novedad y tememos lo imprevisto. Queremos estabilidad y cambio.
El ingenio nos divierte y nos cansa. Estamos tan enredados en las paradojas que tal
vez haya que pensar que el hombre es esencialmente paradójico.
6

Hasta aquí, la exposición de las paradojas del ingenio. Todas tienen un


origen común: el ingenio, que es un proyecto de salvación fundado en la
inteligencia creadora, trunca su desarrollo, por razones que ya he explicado, gira
sobre sí mismo, y se enclaustra en el círculo de la autorreferencia. Consigue de esta
manera convertirse en un sistema autosuficiente e infinito. Todas sus técnicas son
interminables, porque la energía prima sobre el ergon. El comentario perpetuo del
ingenio es el gigantesco bordado que, en el telar de Pénélope, desaparece, para
volver a aparecer, eternamente joven y eternamente viejo, como la novedad.

Las paradojas, con su vaivén incesante del sí al no, son metáforas de la


ilimitación del ingenio, que no tiene dentro de sí ningún mecanismo de parada. La
burla es inacabable, y también lo son el carnaval y la parodia. La fortaleza de la
cultura de la risa, lo que la hace invencible, es que no admite excepciones: todas las
cosas son ridiculizables. La ironía y el cinismo —su asiduo acompañante— son
invencibles, porque ninguna prueba, réplica o crítica son eficaces contra un
pensamiento que puede desdecirse, retroceder, negarse a sí mismo, o convertirse
en su sombra o convertir en sombra, en último término, al contrincante. Son
invulnerables porque no ofrecen resistencia, como los púgiles que corretean
alrededor del ring.

Las paradojas que acabo de enunciar tienen, como todas las paradojas, un
aspecto de artificiosidad y de truco. No hay nada de eso. Son paradojas
pragmáticas que afectan a nuestras vidas sin que las detectemos. Al enunciarlas,
nos sorprenden y nos dan la impresión de que son tan sólo ingeniosidades, pero no
lo son. Hasta descubrirlas hemos estado sometidos a su lógica. Observemos cómo
funciona el cinismo en la vida real. Entre las incontables sentencias que se
atribuyen a Churchill, elijo dos: «Sólo confío en las encuestas que yo mismo he
falseado». «El político tiene la obligación de saber prever el futuro y de saber
explicar por qué sus previsiones no se han cumplido». El cínico acierta a colocarse
más allá del bien y del mal, invulnerable porque se ha evadido de toda norma, las
ha devaluado con un guiño astuto, que nos fuerza a los demás, si no a ser
cómplices, al menos a quedar encerrados en su lógica.

El ingenio libera encerrando. Una y otra vez encontramos la misma imagen.


«Ther’s nothing serious in mortality; all is but toys», dice Macbeth. La afirmación es
estimulante, mientras no caemos en la cuenta de que es pavorosa. Esas palabras —
todo y nada— pertenecen al vocabulario del ingenio, que no admite excepciones.
Todo puede devaluarse. No hay que temer a nada. Nada vale la pena. Todo es
vanidad. El ingenio merece un elogio, porque nos libera, pero merece también una
refutación, porque nos aniquila.

Marco Aurelio dio, con serena sensatez, solución a todos estos problemas:
«Sé indiferente a las cosas indiferentes», es decir, devalúa las cosas devaluables,
ríete del engreído, y de todo lo presuntuoso, falso o ridículo. Y venera todo lo
demás. Esta ponderación escapa, por desgracia, al dinamismo del ingenio, que
carece de los criterios necesarios. El hombre es capaz de perder su mejor amigo por
decir un epigrama. Todas las técnicas del ingenio son un tobogán por el que
resbalamos.

De las paradojas del ingenio no podemos liberamos desde dentro. Es preciso


saltar fuera del círculo, instalarnos en un metalenguaje que nos permita cortar el
vaivén autorreferente. Ésa es la solución que los lógicos han dado a las paradojas
lógicas y es también la que resuelve las paradojas pragmáticas. El dinamismo del
ingenio, visto desde dentro, es incontrolable y fascinante. Es preciso saltar hiera de
él.

¿Pero existe algo fuera? ¿Queda algo en pie después de una cultura del
ingenio? ¿Qué hacer después de la orgía? La burla, el carnaval, la ironía, la
devaluación, el absurdo, ¿no serán la gesticulación verdadera de la realidad? De
acuerdo: el hacer y deshacer del ingenio es una tarea sinsentido, como la de Sísifo,
pero ¿no seremos todos unos Sísifos desdichados y sin grandeza? Kierkegaard dijo
de la ironía que era enfermedad y terapéutica. ¿Podemos aislar ambos aspectos y
separar la virtud curativa del poder patógeno? ¿Existe el meta-lenguaje que pueda
resolver las paradojas del ingenio?

Existe. Es el lenguaje en que habla una teoría de la inteligencia creadora, capaz


de aclarar los erróneos conceptos de libertad e inteligencia en que se funda el
proyecto ingenioso. Revisemos de nuevo las cuatro paradojas del ingenio.
7

La primera nos dice que hay una pugna entre libertad y realidad. Si el
mundo es poderoso, la libertad, por fuerza, ha de ser débil. Si nos religamos a algo
—por veneración, sentimiento o deber— aceptamos un yugo, nos humillamos,
como el camello, y nos dejamos cargar. Nietzsche predicó que toda religación era
sometimiento o tiranía. Tuvo que matar a Dios para aniquilar, con ese asesinato
simbólico, la gran confabulación urdida por el sustancialismo platónico y el
resentimiento judío, en contra de la Humanidad. El existencialismo, que es la otra
filosofía de la libertad vigente en este siglo, también afirmó la libertad como
desligación. La existencia de una realidad hiperpotente, como sería Dios o una
moral absoluta, ahogaría al hombre sin remedio. Es poca cosa la libertad para
soportar el peso del infinito.

Ambas teorías adolecían del mismo defecto: fueron elaboradas por


moralistas, que pretendieron analizar la libertad a partir de la moral y sus
problemas. Pretendieron acceder al Everest desde arriba, y no es un camino viable.
Cuando la filosofía llega a la moral, el tema de la libertad ha de estar ya aclarado.
De lo contrario, la noción de libertad puede volverse borrosa, porque a tanta altura
el aire se enrarece y es fácil ver visiones.

Hay que estudiar la libertad en sus manifestaciones elementales. En su


origen, la libertad es muy poca cosa, y si no se observan de cerca fenómenos como
el movimiento voluntario, o decir una frase, tal vez no veamos nada en absoluto.
No se puede sustantivizar la libertad, ni hablar de ella como de una facultad
autónoma que gozase de la inverosímil propiedad de producir actos, sin sujeto que
los realizara. La libertad que afirma Sartre, ese agujero del ser que se proyecta
hacia el futuro, no es más que el admirable vuelo de un avión, sin avión. Así las
cosas, no tenía por qué preocuparse de tediosas cuestiones de intendencia y
mecánica: ni el combustible, ni las leyes de la aerodinámica, ni las condiciones
meteorológicas, merecían su atención. Teorizó con genio de furia y genio de
talento. Los hechos no le dieron la razón. La libertad sin naturaleza es como el
avión sin fuselaje ni motor: volátil puro, energía sin resistencia, velocidad sin
obstáculo, es decir, un sueño. Sartre despertó de él. «En cierta manera, todos
nacemos predestinados. La predestinación es lo que reemplaza en mí al
determinismo: considero que no somos libres» (Sartre, 1976). Así hablaba en 1971.

La libertad es una realidad humilde, a la que se ha abrumado con retórica.


Es tan sólo un modo diferente de realizar los mismos quehaceres y operaciones
que ejecutan nuestros parientes, los animales. Sólo añade un nuevo carácter, un
nuevo modo, que acabará distanciándonos irremisiblemente, espléndidamente, del
animal. El hombre se posee a sí mismo: se autodetermina. No es éste un concepto
metafísico, sino descriptivo. No soy libre, sino que realizo algunas actividades
libremente. Es en el terreno de la percepción o la memoria donde puedo descubrir
lo que llamo libertad, y no en las discusiones morales ni en las logomaquias
metafísicas. Libertad es poder dirigir la mirada, para captar la información que
necesito y deseo. Y también, aprender lo que quiero. Puedo servirme de los
mecanismos de la memoria, aunque no los conozca con precisión, y estudiar
indoeuropeo o música de percusión. Las grandes creaciones humanas son
deslumbrantes, pero hay que buscar su origen en estos actos tan poco
espectaculares, porque en ellos se inicia nuestra desmesurada travesía. Cuando un
niño aprende a suscitar una imagen mental y a operar con ella, está poniendo los
cimientos de su libertad. Cada vez que dirige su atención, y no es sólo dirigido por
los estímulos externos, ejecuta un minúsculo/grandioso acto de libertad. Al evocar
voluntariamente un recuerdo, sin esperar a que sea suscitado por otro suceso, es
libre.

La teoría de la libertad ha de basarse en una vigorosa teoría de la


inteligencia, que explique el proceso que lleva, desde estas embrionarias
apariciones de la libertad, hasta los actos plenamente libres que estudia la moral.
No podemos olvidar que el gran salto cualitativo se da en los comienzos, y que lo
sorprendente y novedoso no es que Rilke escribiera las Elegías de Duino, sino que
un niño de dos años, viviendo entre adultos que hablan rápida, entrecortada y
confusamente, aprenda un lenguaje.

La libertad es, pues, la elemental, primitiva, básica capacidad de


autodeterminación que se manifiesta en el modo inteligente de realizar las
actividades mentales y las operaciones físicas correspondientes. El hombre es sólo
un animal que se autodetermina. La inteligencia es el modo humano de efectuarse
esa autorrealización, el modo que corresponde a un organismo animal de nuestras
características. Unos hipotéticos seres espirituales podrían también
autodeterminarse, y ser libres, sin que por ello tuvieran que ser inteligentes. La
inteligencia es una exclusiva humana, porque es la capacidad que tiene el
organismo humano de suscitar, controlar y dirigir sus actividades mentales. Seres que
poseyeran otro dinamismo mental —por ejemplo, que no estuviera fundado en
actividades cerebrales—, no tendrían inteligencia, sino otro modo diferente de ser
libres. (El lector deberá tener presente a lo largo del resto del capítulo, que esta
exposición es un resumen de la Teoría de la inteligencia creadora, libro del que este
ensayo es prólogo. Todo resumen de una teoría científica ha de ser por fuerza
incompleto y aparentemente arbitrario. Cada afirmación que ahora hago con cierto
dogmatismo, está tratada con detenimiento en la otra obra. Valga esta advertencia
como excusa y referencia).

Definida la libertad de esta manera, no depende en absoluto de la


desvinculación. La libertad está esencialmente religada. En primer lugar, al cuerpo.
No es una facultad abstracta o sustantivada, sino un modo de vivir la corporeidad,
afirmándose en ella. El organismo se posee a sí mismo y se autodetermina, lleno de
limitaciones, físicas y psicológicas, pero con la capacidad de realizar sus actos
inteligentemente para, con ellos, ir constituyendo su libertad. El niño nace con una
libertad embrionaria y, a partir de ese instante, comienza su aprendizaje de la
libertad, que no se hace por indoctrinación y troquelamiento —eso, en todo caso, lo
hace la enseñanza moral, que es otra cosa— sino educando la atención inteligente,
la mirada inteligente, la imaginación inteligente.

El sujeto se fortalece cuando se siente dueño de recursos mentales. Sabe que


puede mirar, relacionar, inventar, hacer planes, cumplirlos, pensar valores, dar
diferentes sentidos a las cosas, aguantar el malestar. En una palabra, se vive como
subjetividad creadora. La meta de una educación libre es conseguir que el niño sienta
su propio poder. Poder de creación y también de inhibición; poder de burlarse y
también de venerar; en resumen, poder sobre sí mismo.

Muchas veces, la educación produce impotencias aprendidas, fenómeno que


Seligman ha considerado la principal causa de depresiones (Seligman, 1975). El
niño —o el adulto— que no puede controlar el medio en que vive, pierde la
conciencia de su propio poder, y se siente amenazado por un mundo incontrolable,
que le aterroriza, y del que quiere salvarse. La víctima de ese aprendizaje perverso
se construye un refugio donde llevar una vida inhibida, estancada, lentificada
(Tellenbach, 1974).

Si insisto tanto en que el sujeto debe ser consciente de sus recursos, no es para
estimularle, sino porque la idea que el sujeto tiene de sí mismo es un elemento real
de su personalidad, del que va a depender realmente su capacidad de actuar. El
cobarde es el que se cree incapaz de responder con valentía. El niño que se cree
incapaz de estudiar matemáticas, será incapaz de estudiar matemáticas.

El ingenio acertó al relacionar la libertad con el poder creador, y el poder


creador con la terapéutica de la depresión, y por ello, merece un elogio. Pero se
equivocó al pensar que recibía su eficacia de la desvinculación y la devaluación. El
metalenguaje que resuelve la primera paradoja describe a la inteligencia como un
modo creador y liberador de estar entre las cosas.
8

La segunda paradoja surgía al identificar libertad y espontaneidad. Se


concebía la libertad como una liberación de lo impuesto, y, puesto que lo impuesto
es la norma y la norma ahorma mediante la voluntad, se concluía que para ser libre
hay que huir de la voluntad, que no es más que un espejismo de libertad
pervertida. La sinceridad y la inocencia que han perdido los comportamientos
reflexivos sólo perviven en los impulsos espontáneos.

Estas ideas proceden de un infantilismo psicológico, del que ha de sacamos


una seria teoría de la inteligencia. El mundo de la espontaneidad es la riada de
ocurrencias involuntarias que llegan a la conciencia de cada cual. A la conciencia
siempre le ocurren muchas cosas: pensamientos, recuerdos, palabras, imágenes,
sentimientos, deseos, una flora consciente que la psicología y la fenomenología se
han aplicado a describir.

Entre todas estas ocurrencias, distingo las que he suscitado yo de aquellas


que me llegan espontáneamente. Estas proceden de un yo ocurrente y aquéllas del
yo ejecutivo. La relación entre ambas fuentes de ocurrencias es el tema principal de
la teoría de la inteligencia creadora. El yo ocurrente no puede identificarse sin más
con el inconsciente, porque incluye todos los sistemas de producción de ocurrencias
que no están controlados por el sujeto. El cuerpo es una fuente de ocurrencias
espontáneas, y también el mundo percibido. Los deseos, las fobias y filias, los
troquelamientos infantiles, los saberes plegados y los hábitos forman parte del yo
ocurrente. Si el sujeto se identifica con él, se identifica con su destino, carácter o
predestinación —por usar los términos de Sartre—. Es decir, con lo que le ha sido
impuesto. Se convierte en hijo de la casualidad.

La teoría de la libertad como espontaneidad parece olvidar que es en la


espontaneidad donde más inermes estamos respecto de la coacción. Falsea también
la relación entre el yo ocurrente y el yo ejecutivo. Un detenido análisis de la
creatividad descubre los procedimientos que permiten al yo ejecutivo construir un
yo ocurrente creador. La exaltación de la espontaneidad se ha producido por una
acumulación de conceptos de dispares procedencias, muchos de los cuales eran
obra de un pensamiento perezoso. Uno de ellos fue el mito del buen salvaje, que ya
he mencionado. La inspiración fue otra de las ideas perezosas que colaboraron,
aportando un campo semántico que ha causado estragos en la historia de la
actividad creadora. Uno de sus acompañantes más asiduos ha sido el elogio de la
locura. El antecedente de Rimbaud y de su propuesta de dérèglement de tous les sens,
se encuentra en el Problemata XXX de Aristóteles, que mantenía la tesis de que
todos los genios eran melancólicos, es decir, locos. Como nada hay más espontáneo
que la locura, esta idea apuntaló todo el sistema de la libertad como
espontaneidad.

La teoría de la inteligencia creadora resuelve la segunda paradoja porque


describe los procedimientos por los que el yo ejecutivo influye en su yo ocurrente,
librándole de la casualidad sin esterilizarle, sino al contrario, ampliando su
creatividad con saberes y hábitos. Desenmascara la disparatada retórica de la
disponibilidad como estado flexible y creador, que es otro concepto perezoso. Se
entiende como una apertura total al mundo: para no excluir nada, debemos
abrirnos de par en par, y dejar que la realidad, en su variedad inacabable, selle con
sus encantos nuestra cera virginal. Ser disponible es estar con los ojos siempre
abiertos, sin oponer ningún obstáculo al libre despliegue de nuestras posibilidades,
y a las incitaciones del ambiente. Cualquier cosa que nos endurezca —las
costumbres, los hábitos, las fidelidades, las creencias— nos limita. Son anteojeras
que amputan cruelmente el mundo. El yo sólo puede ser universal si no es nada: a
lo sumo, una pura nada translúcida.

La psicología de la inteligencia acusa a esta idea de anacrónica, pues se basa


en una teoría del sujeto como pasividad, que no resiste un análisis serio. Concibe el
entendimiento como una tabula rasa, que recibirá información en proporción a su
blancura. Si está absolutamente vacía será capaz de captar todo. Esto sólo puede
admitirlo un analfabeto psicológico. No hay tablilla en blanco. La inteligencia no es
una transparencia, ni una sutil sustancia donde la realidad imprime su huella
dactilar, sino una actividad poderosa y compleja, que necesita eficaces recursos
para funcionar. Quien ve la riqueza de lo real no es el que carece de hábitos, sino el
que posee muchos, flexibles, polivalentes hábitos creadores. La subjetividad
amebática no capta nada. El organismo amebático es gordo y fofo. La souppesse no
es propiedad de un organismo desmedulado, sino de un organismo ágil. Freud
aconsejó al analista que oyera a su paciente en un estado de «atención flotante»,
para que, de esa manera, no proyectara sus prejuicios sobre lo que escuchaba. Ya sé
que las llamadas a la disponibilidad pretenden evitar que las costumbres, las
manías o los vicios entorpezcan nuestra mirada. Sólo digo que refugiarse en la
espontaneidad para librarse de esa tiranía es como amputar la mano a un niño
para que no se coma las uñas. Los psicoanalistas han tenido que reconocer que una
atención absolutamente flotante, que no disponga de ricos esquemas de
asimilación, no escucha nada.
Al actuar naturalmente, espontáneamente, el sujeto es sólo agente de su vida.
Al actuar voluntariamente, es también autor. Los hábitos pueden ser automatismos
que rebajen nuestra libertad, pero son también automatismos que amplían el
campo de nuestra acción libre. La inteligencia sobrevuela el nivel donde surge la
paradoja de la espontaneidad, por eso funciona como metalenguaje: el yo ejecutivo
controla parcialmente la construcción del yo ocurrente y, además, decide cuál de los
dos va a llevar el control de la acción.
9

La tercera paradoja enfrentaba verdad y perspectiva. Parecía condenarnos a


identificar verdad y aburrimiento. Como en los casos anteriores, la única solución
es ascender de nivel.

Comenzaré enunciando el principio de todos los principios críticos: «Todo lo


que se presenta como evidente a un sujeto, exige ser admitido como verdadero»
(Husserl, 1913). Esto quiere decir que si Sartre percibía el árbol como realidad
nauseabunda, tuvo que admitir que era una realidad nauseabunda. Holderlin, por
su parte, se vio obligado a afirmar que el árbol no era nauseabundo, pues lo veía
como la expresión de la divina Naturaleza. Ambos respetaron sus propias
evidencias y expusieron sus verdades.

A renglón seguido del principio de todos los principios, hay que enunciar el
segundo principio de todos los principios: «Cualquier evidencia puede ser tachada
por una evidencia de fuerza superior». La innegable evidencia de que el sol se
mueve en el cielo, es anulada por otra evidencia más vigorosa, que nos dice que es
la tierra la que se mueve alrededor del sol.

Así pues, la evidencia, fundamento de nuestras certezas, es un fenómeno


noérgico: es una fuerza que se impone al pensamiento. Todas las evidencias tienen
energía impositiva, pero no todas tienen la misma energía. La experiencia del error
se basa en la percepción de una evidencia más fuerte que nos hace «caer en la
cuenta» de la debilidad de nuestras evidencias anteriores.

Descubrir la verdad sería sencillo si cada evidencia nos diera a la vez


información sobre su «fuerza de evidencia», que es la que nos proporciona
garantía. Entonces, no nos equivocaríamos nunca. Pero no ocurre así: cada
evidencia reclama nuestro asentimiento completo: el sol se mueve en el cielo, la luz
no es material, los colores son cualidades primarias de los objetos, el marxismo es
la filosofía verdadera, el marxismo no es la filosofía verdadera, los judíos son
perversos, los gitanos son ladrones. Mientras vivimos una evidencia estamos
sometidos a su influjo. Toda evidencia es irrebatible desde sí misma, por lo que
sólo otra evidencia nueva, más poderosa, puede desalojarnos de la anterior. El
fanático, que está enclaustrado en una evidencia, ha de rechazar el trato abierto
con las ideas y con la realidad, porque tiene miedo de que otra evidencia pueda
resquebrajar la seguridad blindada que precisa para sobrevivir.
La percepción de una evidencia es siempre un acto de fascinación. Toda
verdad nos parece La Verdad, como al enamoradizo toda mujer le parece La Mujer,
el gozo definitivo. El hecho de que seamos tan vulnerables a las evidencias nos
obliga a tener que contar con un método que nos permita calcular su fuerza, para
no entregar nuestro asentimiento con excesiva precipitación. La ergometría de las
evidencias, que la filosofía y la ciencia han buscado denodadamente, ha de
permitimos una mejor evaluación de la fuerza, y por lo tanto de la garantía de
verdad, de nuestras evidencias.

Cada sujeto se apropia de la realidad por medio de sus experiencias


cognoscitivas y valorativas, con las que constituye su mundo. Entiendo por mundo
el modo como un sujeto personal asimila la realidad. Es la representación privada
que tenemos de la realidad, y que está formada por el sedimento de nuestra vida.
Los recuerdos, las creencias, los saberes, las preferencias, construyen el universo
personal en que vivimos. El solapamiento que existe entre los distintos mundos —
sobre todo en lo referente a elementos perceptivos y valores sociales vigentes—, y
que les proporciona notorias semejanzas, no debe hacemos olvidar que son
mundos privados, que han sido constituidos por la actividad del sujeto, aunque esa
actividad se reduzca a aceptar las ideas comunes.

Hay unas verdades propias de nuestro mundo personal, que están fundadas
en evidencias privadas: las llamo verdades mundanales, y en este terreno es válida la
noción de verdad como perspectiva. Cada pupila descubre un mundo, por decirlo
con la afectación orteguiana. Cada mundo es el lugar de intersección de una
libertad personal con la realidad. Es, pues, un modo peculiar de resolver la
aventura de vivir. Compartir esos mundos ajenos, las diferentes creaciones
biográficas, nos permite escapar de nuestra limitación: por eso excitan nuestra
curiosidad. Todos tenemos una deuda de gratitud con las teorías perspectivistas,
vitalistas, heteroglóticas, multiestilísticas, porque amplían los horizontes del ánimo
y tienen un efecto anfetamínico.

Pero nuestro trato con la verdad no se agota en esas verdades mundanales. La


dinámica del «ensayo y error» fue, antes que un método científico, una constante
de la historia humana. La especialización ha oscurecido el nexo entre la ciencia y la
vida. La ciencia no es una actividad académica, sino la prolongación de una
ancestral e inevitable búsqueda de seguridad en la certeza. La verdad no es un lujo,
sino una necesidad vital, ya que sólo se sobrevive en la verdad. Este hecho, que en
los países desarrollados reconocemos tan sólo cuando buscamos un diagnóstico
médico y queremos saber la verdad, o al menos, que la sepa el médico, es universal y
constante. El salvaje no puede confundir las plantas, ni los animales, ni las señales,
porque moriría. Lévi-Strauss ha estudiado los minuciosos sistemas de clasificación
que el pensamiento salvaje construye para hacerse cargo de la realidad. Sólo la
civilización, que tiende a nuestro alrededor una tupida red de protección, nos
permite jugar con la noción de verdad. No es más que una impostura, porque todo
defensor de las verdades mundanales cuenta con alguien que domine las verdades
reales, aunque sea el fontanero. Machado describió con gracia la situación: Ya
nadie sabe lo que se sabe, pero todo el mundo sabe que de todo hay quien sepa.

Por ahora sólo me interesaba recordar que el hombre, que siempre vivió en
su mundo, experimentó la necesidad vital de salir de su verdad vivida, privada,
mundanal, para buscar un suelo más firme o compartido. De esa urgencia por
encontrar verdades universales, que no estuviesen basadas tan sólo en evidencias
privadas, surgió la ciencia. A las verdades que quiere conseguir las llamaré
verdades reales, porque no se refieren al mundo del científico, sino a la realidad
común en que vivimos todos.

Es preciso advertir que las verdades mundanales son verdades, aunque sean
privadas. Expresan aspectos vividos de la realidad y son irrebatibles mientras
permanezcan recluidas en su mundo. Si Sartre sintió náuseas ante la fecundidad de
la naturaleza y si la proliferación de formas vegetales le pareció obscena y super-
fetatoria, los demás solo podemos hacer un comentario de Pero Grullo: si lo sintió,
lo sintió. No tiene vuelta de hoja. Si su pupila nos enseñó a ver el bosque con
repugnancia, eso tenemos que agradecerle. Tan sólo hay que evitar que esa verdad
privada salga de su mundo, sin tener en regla un permiso de exportación, que nos
indique si es mercancía en tránsito, en depósito, o para exposición. Para evitar las
equivocaciones, debemos marcar las verdades mundanales con un «copyright», un
«made in»; en suma, un indicativo personal. Y no olvidamos de él, cuando
asimilemos una verdad ajena.

Ejemplos: «El hombre es una pasión inútil» (VMS: verdad en el mundo de


Sartre). «El hombre es imagen de Dios» (VMF: verdad en el mundo de Francisco de
Asís). «Lo bello es el comienzo de lo terrible» (VMR: verdad en el mundo de Rilke).
«La belleza es una promesa de felicidad» (VMN: verdad en el mundo de
Nietzsche). «Lo importante es la actividad creadora, no la obra» (VMV: verdad en
el mundo de Valéry). «Lo importante es la obra, no la actividad. La felicidad del
zapatero es transfigurarse en babuchas de oro» (VMS: verdad en el mundo de
Saint-Exupéry).

La confusión que pueden producir tan contradictorias frases desaparece al


marcarlas con el «indicativo personal». Cada autor nos ha contado su propia
solución al problema de la vida, enriqueciendo de esta manera el repertorio de
nuestras posibilidades. Nos proporcionan órganos de visión suplementarios.

Ocurre, sin embargo, que «ver» se dice en griego «skeptomai», y que con
esta inmersión en el ver, nos sumergimos a la vez en el escepticismo. Existen tantas
formas de ver, y tan sugestivas, que el contemplador pasa de una a otra, duda, se
desorienta, y no sabe a qué mundo quedarse. Inquieto ante tantas solicitaciones, el
hombre ha buscado el modo de eliminar los indicativos personales o, en otras
palabras, ha buscado verdades reales para saber a qué atenerse.

Esta verdad real es de superior nivel que la mundanal, lo cual le permite


dominarla e integrarla. En efecto, que la naturaleza sea repugnante no es una
verdad real. El enunciado que dice «Sartre percibió la naturaleza como
repugnante» sí es una verdad real. Para aclarar la constitución de los mundos
personales, las interacciones de todos ellos, y de todos ellos con la realidad, para
encontrar la solución a las paradojas de la verdad, hay que brincar fuera del
mundo personal y hablar, una vez más, el metalenguaje de una teoría de la
inteligencia creadora que, al estudiar la verdad real de la subjetividad humana y de
su libertad encamada, permita una teoría de la verdad como perspectiva, que no
sea perspectivista. Si es que puede, cosa que en este libro ha de quedar,
forzosamente, por ver.
10

La última paradoja decía así: no se puede ser creador buscando la


originalidad, ni se puede ser creador sin buscarla. En conclusión, no se puede ser
creador.

Una vez más, la solución está en subir de nivel. Lo que he descrito como
comportamiento ingenioso constituye sólo el momento inventivo de la inteligencia.
Una etapa deslumbrante y magnífica, pero inicial. Para crear necesitamos esa
proliferación de ocurrencias, que nos impiden enclaustramos en una repetición
estéril. Necesitamos, también, no quedamos en ella, sino prolongarla con el
momento creador. A sabiendas de que contradigo las más arraigadas creencias del
artista moderno, he de afirmar que el instante decisivo de la actividad creadora no
es la ocurrencia, la invención, sino la selección. El artista se equivoca o acierta al dar la
orden de parada. Ése es su acto más genuino. Por eso fue tan consecuente la
postura de Picasso cuando, al firmar con Bollard la exclusiva de venta de sus
cuadros, se reservó el derecho a decidir cuándo estaba terminada una pintura
(Baxandall, 1985). Que hubiera que dejar constancia expresa de una exigencia tan
natural, da idea del desbarajuste vivido por el arte contemporáneo. Los artistas
modernos han dejado, en muchas ocasiones, al azar la terminación de sus obras.

Lo que define la personalidad de un artista es el sistema de preferencias que


ha creado. Ésa es su máxima creación, que se actualiza al elegir. Todo artista es un
modo de seleccionar, lo que en términos vulgares se llama «una sensibilidad
especial». Lo que diferencia a Proust de los Goncourt no es la prosa —ésta es una
distinción superficial—, sino sus preferencias respecto de la prosa. Su distinta
manera de juzgar lo que es un acontecimiento interesante.

Al ingenio le cuesta elegir. Entre otras razones, porque elegir supone


prescindir de algo, y el ingenio lo quiere todo. Esto le fuerza a habitar el primer
piso de las actividades creadoras, el piso donde se celebra el perpetuo guateque
inventivo. Rehúsa elegir. La lógica del sistema es implacable. El ingenio se ve
forzado a preferir la verdad mundanal a la verdad real; el momento ocurrente, al
momento creador; la comprensión, al conocimiento.

Esta última frase introduce un tema nuevo. Desde hace un siglo vivimos una
magnificación progresiva de la comprensión como función intelectual. Lo
importante es comprender a los demás. Nadie en su sano juicio puede desconocer
que necesitamos comprender y que nos comprendan, y que esta actitud es
fundamento de la convivencia. La comprensión es la virtud democrática y social
por excelencia. Lo anómalo está en quererla hacer también el máximo valor
filosófico, porque parece evidente que comprender es un paso necesario, pero inicial,
para saber si una idea es verdadera. Si trunco ese proceso y me detengo en la
comprensión, confieso tácitamente un desinterés por la verdad —o una
desesperanza— que me fuerza a refugiarme en el terreno de las verdades
mundanales con las que, efectivamente, he de mantener una relación de
comprensión. Si incluyo esta actitud, tan necesaria y benéfica en muchos otros
aspectos, dentro del sistema del ingenio, es porque me parece clara su semejanza
con las otras posturas reductoras que he señalado y que dimanan de un rechazo, o
una imposibilidad, de elegir.

Recluirse en el momento inventivo es una de esas reducciones. Los dos


momentos —inventivo-selectivo— se dan en toda actividad creadora. En la ciencia
se los ha distinguido siempre con precisión. Una cosa es la «hipótesis» y otra la
«verdad probada». La hipótesis es, en el mejor de los casos, una verdad mundanal.
La teoría de la relatividad fue VME (verdad en el mundo de Einstein), antes de ser
considerada verdad real.

También hay que distinguir ambos momentos en la creatividad moral. En la


etapa inventiva todas las ocurrencias morales son posibles: puedo odiar o amar,
obedecer o rebelarme, puedo ser hetero, homo o bisexual: es el «rico menú a la
carta de las posibilidades vitales». El egoísmo y la generosidad, el valor o la
cobardía, Gandhi o Hitler, Nietzsche o Jesucristo, la fidelidad o la infidelidad, son
ocurrencias o tipos morales, entre los que tengo que elegir. La proliferación
inventiva es interminable. Si subo en un ascensor con una muchacha puedo
guardar silencio, comentar la temperatura, preguntarle si es claustrófoba, decirle
un piropo, violarla, estrangularla, robarle el bolso, desnudarme, desnudarla si se
deja, cantar ópera, etcétera, etcétera, etcétera. En algún instante debo dar la orden
de parada; porque, de lo contrario, será la parada del ascensor lo que detenga el
proceso inventivo, es decir, un elemento ajeno a mí.

El ingenio se detiene en el nivel inventivo, propugnando una estética y


moral del surtidor. Prefiere la energía al ergon, la espontaneidad a la elección, la
improvisación y el happening a la técnica. Vivimos la moral del repente, la moral de
las ganas y la estética del shock. La monotonía del arte contemporáneo deriva de su
pretensión de crear sin seleccionar. Esta técnica que, por razones que ya he
explicado, está emparentada con las asociaciones libres del psicoanálisis, me
recuerda, sin duda por un mecanismo de libre asociación, que Freud encontró esa
idea en un artículo de Borne titulado: «El arte de convertirse en un escritor original
en tres días» (Erderlyi, 1985).

El metalenguaje para resolver las paradojas de la originalidad se funda en


una teoría de la creación que tenga en cuenta la inevitable distinción entre
momento inventivo y momento creador.
FINAL

El psicoanálisis del ingenio ha terminado. El archipiélago semántico ha


dejado ver la cordillera hundida que lo unifica. Cada vez que usamos la palabra
«ingenio» percibimos en un acorde toda su red significativa. Manejamos un saber
plegado que funciona en nosotros certeramente, sin que sepamos su contenido.
Una experiencia originaria constituye los campos semánticos. Por eso es necesaria
una semántica genealógica que, a partir del significado vigente, recupere su
historia viva y olvidada.

La experiencia que funda el ingenio es una huida. Por debajo de sus gestos
divertidos hay un concepto desengañado de la realidad. La inteligencia, que no
puede vivir abrumada, busca la salvación en el despliegue triunfante de su propia
libertad, que ejerce su poder devaluando, porque es del poder de la realidad de lo
que debe liberarse. El modo de vivir la subjetividad propia determina una
concepción del mundo. La libertad ingeniosa genera un sistema, cuya lógica
interna produce un modo de ser y de crear cultura. Lenguaje y experiencia han
ejercido su influencia recíproca, como siempre, y entre los dos han tejido el tejido
del mundo, que no es un gigantesco campo semántico, ni una mirada interminable
y muda, sino un conjunto de experiencias que buscan las palabras para expresarse,
y de palabras que dirigen las experiencias con su saber plegado. En este segundo
nivel, este libro no trata de semántica, sino de realidades. El ingenio, que designaba
un proceder de la inteligencia, es también una realidad —la realidad ingeniosa—, o
el deseo de una realidad —la utopía ingeniosa.

El ejemplo del arte moderno pretendía lo que pretenden todos los ejemplos:
incrustar un trozo de realidad en un discurso pensado. Hacen que la exposición se
vuelva heterógena, mezclan dos géneros distintos, lo que da origen a graves
problemas estilísticos. Al citar una ingeniosidad, no estoy hablando sobre un tema:
estoy trayendo el tema al libro. Cuando Gómez de la Sema elogia la trivialidad,
está comportándose trivialmente, es decir, está predicando con el ejemplo. Por eso,
al traer el ejemplo, traigo a la vez la prédica y el acto. En este libro, las citas no son
una taracea culta, sino una «muestra» de la realidad.

El proyecto ingenioso acaba encerrándose en paradojas, que son cepos que él


mismo crea, y de los que no sabe salir. A pesar de lo cual, el argumento no termina
mal, porque el poder de la inteligencia para sobre-ponerse a sí misma, ascendiendo
a un nivel más alto desde donde superar las contradicciones, es, literalmente,
fantástico, es decir, estupendo e irreal. La inteligencia, que es el modo de vivir
nuestra libertad encarnada, crea continuamente irrealidades con la que hacerse
cargo de la realidad, teorías para conocerla o proyectos para transformarla.
Forzado está el hombre a habitar poéticamente la tierra, porque su inteligencia es
poética, poietica, creadora.

Las paradojas del ingenio mostraron la facilidad con que el hombre se


enreda en sus obras, siempre que su creatividad se empereza. Porque es preciso
reconocer que, a pesar de su apariencia arrolladora, el ingenio es un modo débil de
crear, que frenó la inteligencia, en vez de espolearla. O, para ser más exacto, que la
espoleó, pero en un picadero, donde tan sólo podía galopar en círculo.

Las paradojas del ingenio mostraron también que la inteligencia es poderosa


y ágil, y que para buscar la solución de los problemas hay que forzar la
creatividad, no disminuirla; y para eso se necesita una subjetividad dotada de
grandes recursos.

Las ciencias más activas —la física, la neurología, las ciencias de la


computación y de la inteligencia artificial, la lingüística— están proporcionando
datos para construir una nueva teoría de la inteligencia creadora, que será, al
mismo tiempo, una pedagogía de la creación, es decir, del modo humano de ser libre.
Sólo se puede pensar la creatividad creando. Después de la época ingeniosa, y
aprovechando sus ilusiones y sus desencantos, convendría construir una época de
plenitud poética, fundada sobre una subjetividad personal, creadora y generosa.
Ahora sabemos, al menos, que la libertad no se alcanza por el menosprecio.

POST SCRIPTUM. Sugiero al lector que conteste de nuevo al test con que
comienza el libro. Si estoy en lo cierto, no debería haber grandes variaciones entre
las respuestas dadas antes y después de leerlo, pero sí una comprensión más clara
de por qué contestó como contestó. En caso de que hubiese grandes discrepancias,
me sería de gran utilidad que me las comunicara por carta, a través de la editorial
Anagrama.
APÉNDICE

Marisa López-Penas y José Antonio Marina


DE INVENTOS, MAÑAS, SUTILEZAS Y ENGAÑOS

(EL CAMPO LÉXICO DEL INGENIO)

La historia de la palabra “ingenio”, como la de tantas otras, podría contarse


como una novela de aventuras llena de sorpresas, accidentes y matrimonios de
conveniencia. Resulta difícil reconocer en tan azaroso proceso la experiencia
originaria que, según la tesis de este libro, ha dirigido, como un código genético
encubierto pero implacable, todo el desarrollo del término, de sus afinidades y
usos. ¿Es verdad que el campo léxico de “ingenio” no es más que el despliegue de
una experiencia básica? ¿Cuál es esa matriz semántica que engendra el amplio
vocabulario relacionado con el ingenio? Después de haberla mencionado muchas
veces, ahora debemos acudir directamente a la lingüística para saber si confirma
nuestras ideas o las desmiente.

En latín clásico, la palabra “ingenium” significó “índole, naturaleza”.


Ingenium velox ignis: el fuego es veloz por naturaleza. Ingenia herbarum: las
propiedades de las plantas. Veinte siglos después, la misma palabra, trasladada al
castellano, es definida en el Diccionario de María Moliner como “talento para
inventar chistes”, entre otras varias acepciones. Entre el antepasado latino y el
vocablo actual no hay, a pesar de sus notables diferencias, un salto semántico, y
menos aún una ruptura. Se da tan sólo un paso de lo implícito a lo explícito, de lo
confuso a lo claro, de lo cifrado a lo descifrado. Los avatares de la palabra
“ingenio” y de su campo han estado motivados por una peculiar concepción de la
inteligencia, que ha actuado como matriz semántica —generando palabras y usos
—, y cuyos rasgos se pueden descubrir en la historia de la lengua.

Ramón Trujillo, en su valiosa obra El campo semántico de la valoración


intelectual en español (La Laguna, 1970) propone la siguiente fórmula semántica de
la palabra “ingenioso”:

/inteligente/ + /con inventiva/ + (con prontitud + con aplicación a la vida


práctica).

Para decirlo con terminología tradicional, “inteligencia” sería el género,


“inventiva” la diferencia específica, y las otras dos notas serían propiedades no
incluidas necesariamente en la definición. Más adelante, el autor señala como rasgo
permanente del “ingenio” la habilidad intelectual, indicando que su campo se
solapa con el de “astucia”, para acabar diciendo que es “ingenio” una palabra que
pertenece a varios campos. Todo es verdad, pero una verdad no explicada. Sólo
cuando retrocedemos desde esa dispersión léxica hasta la matriz semántica
originaria, es decir, cuando investigamos su genealogía, comprendemos los
fenómenos lingüísticos. Estas páginas no son más que una “muestra”, un recorte
indicativo, de unos sugestivos estudios que la recién nacida “semántica cognitiva”
—de la que nos sentimos muy cercanos— ha emprendido.

Volvamos al latín. El ingenio era la índole de cada cosa, su dotación innata.


En Plinio se lee: Ingenium est aquilae…, el instinto del águila es… ¿Cuál es el
instinto, la cualidad innata, el “ingenium” del hombre? Sin duda alguna, la
inteligencia. ¿Cualquier tipo de inteligencia? No. Para el hablante latino se trataba
de una inteligencia hábil para inventar. Horacio habla de ingenii vena, la vena de la
inspiración poética, y Cicerón utiliza la frase multum habet ingenii ad fingendum,
refiriéndose a la habilidad de un sujeto para fingir.

Cuando la palabra «ingenio» aparece en castellano —la incluye Alfonso de


Palencia en su Universal Vocabulario (1490)— viene ya definida por dos rasgos: es
una facultad natural, no aprendida, y su actividad es, precisamente, inventar: «Es
fuerça interior del ánimo con que muchas vezes inventamos lo que de otri no
aprendimos: dicho ingenio quasi dentro engendrado o por genio que es natural, ca
ingenio es natural sabiduría».

Un siglo después, Covarrubias amplía el significado en su Tesoro de la


Lengua: «Vulgarmente llamamos ingenio una fuerça natural del entendimiento,
investigadora de lo que por razón y discurso se puede alcanzar en todo género de
ciencias, disciplinas, artes liberales y mecánicas, sutilezas, invenciones y engaños y
así llamaremos ingeniero al que fabrica máquinas para librarse del enemigo y
ofenderle. Ingenioso al que tiene sutil y delgado ingenio (…). Finalmente cualquier
cosa que se fabrica con entendimiento y facilita el executar lo que con fuerças era
dificultoso y costoso, se llama ingenio».

Esta abigarrada definición nos indica que en 1611 el significado de «ingenio»


es muy amplio, pues incluye el «entendimiento» y todas sus facultades, pero que
junto a él se va perfilando un significado más restrictivo. Se lo califica de sutil y
delgado, se le atribuye la facilidad para realizar lo costoso y la invención se
empareja con los engaños. Esta constelación léxica proporciona indicios sobre la
matriz semántica que actúa en la sombra: las funciones de la inteligencia parecen
dividirse eh honorables y de dudosa reputación. El ingenio —en su sentido
restringido, al que llamaré «moderno»— pertenece a las segundas. Este hecho
puede explicar que Covarrubias, en la voz «engaño», mencione una fantástica
etimología de la palabra, haciéndola derivar del francés engignier, «id est fallere ab
ingenio, porque el que engaña es ingenioso y astuto». Es cierto que la palabra
existió en francés desde el siglo XI, que significó «imaginar e inventar», y que
acabó siendo sinónimo de «engañar y seducir», aunque los especialistas rechazan
la etimología recogida por Covarrubias.

Aún podemos encontrar en este autor más indicios sobre la elección


semántica que, obrando desde la oscuridad, había puesto al ingenio bajo sospecha.
Define la palabra «invención» de la siguiente manera: «Sacar alguna cosa de nuevo
que no se haya visto antes, ni tenga imitación de otra. Algunas veces significa
mentir y llamamos invencioneros a los forjadores de mentiras». Salta a la vista que
desconfía de la invención y también de la novedad, como muestra páginas
después, cuando la define como «cosa nueva y no acostumbrada. Suele ser
peligrosa por traer consigo mudança de uso antiguo». La matriz semántica queda
mejor definida aún si acudimos a la definición de «máquina». «Fábrica grande e
ingeniosa. Máquina bélica, es la que haze el ingeniero para dañar a los contrarios.
Maquinar alguna cosa significa fabricar uno en su entendimiento traças para hacer
mal a otro». La palabra francesa engin ha mantenido rasgos semánticos muy
semejantes.

En resumen, la matriz semántica del ingenio es una experiencia que aísla un


grupo de comportamientos inteligentes, caracterizados por la invención y
producción de artificios, máquinas y engaños. Produce, pues, una segmentación
dentro de la inteligencia. La palabra ingenio continua significando el todo (la
inteligencia) y la parte (el ingenio en su acepción moderna). No es el único caso en
el lenguaje. También la palabra «día» designa el todo (el día más la noche) y la
parte (las horas de luz del «día»).

Ilustraremos con unos ejemplos cómo la dualidad del significado permanece


durante siglos, a pesar de que el significado moderno se impone cada vez con más
fuerza. Cervantes opone el ingenio a la discreción y a la honradez. En El Quijote
escribe: «¡Qué de migas, qué de natas, qué de guirnaldas y qué de zarandajas
pastoriles, que, puesto que no me granjeen fama de discreto, no dejarán de
granjearme la de ingenioso!». Y en el Persiles habla de los que enmiendan y
remiendan comedias viejas, «ejercicio más ingenioso que honrado». En la misma
obra lo utiliza también sin connotaciones peyorativas, pero relacionándolo siempre
con la facultad inventiva: «¡Válgame Dios, y con cuánta facilidad discurre el
ingenio de un poeta y se arroja a romper por mil imposibles!».
Al ingenio pertenecen la facilidad, la producción de novedades y la sorpresa.
Y éstos son los aspectos que la literatura barroca subraya, como veremos más
adelante. Quevedo, Gracián, Góngora, son talentos de lo artificioso. Lo natural del
ingenioso es conseguir pasmar de asombro por su habilidad en urdir lo artificioso.
Durante esta época la palabra designa la facultad general de producir conceptos,
pero como por concepto se entiende lo misterioso, difícil y anómalo, se consolida
su significado moderno de inteligencia inventiva y transgresora.

Durante el siglo XVII coexisten ambos significados. El ingenio, escribe


Terreros y Pando en su Diccionario (1784), es la «actividad o facultad del alma en
orden a pensar y juzgar». El admirable Diccionario de Autoridades (1726) lo define
como «facultad o potencia del hombre, con que sutilmente discurre o inventa
trazas, modos, machinas y artificios, o razones y argumentos, o percibe y
aprehende fácilmente las ciencias». En la voz «agudeza», recoge algunos
parentescos maliciosos. «Vale: picante, ingenioso y que pica en satírico». En la
autobiografía de Torres Villarroel (1743), la red transgresora y divertida del
ingenio se amplía, en textos como los siguientes: «Eran diez o doce mozos
escogidos, ingeniosos, traviesos y dedicados a toda huelga y habilidad. Los
estatutos de esta agudísima congregación están impresos. El que los pueda
descubrir tendrá que admirar; porque sus ordenanzas, aunque poco prudentes, son
útiles, entretenidas y graciosas». «Díjome que parecía mal hombre ingenioso en la
Corte, libre, sin destino, carrera o empleo y sin otra ocupación que la peligrosa de
escribir inutilidades y burlas para emborrachar al vulgo».

Conforme avanza la historia, el significado moderno se hace preponderante.


Forner, en sus Exequias de la lengua española, escribe un párrafo que, a la vista de los
fenómenos descritos en este libro, resulta premonitorio: «Enfadábame
sobremanera que se hiciese ostentación del ingenio sin juicio alguno, porque
preveía lo que ha sucedido después, esto es, que se plagaría el mundo de bufones,
que tratarían la historia con agudezas, con agudezas la Filosofía, con ellas la
política y todo, en fin, lo convertirían en agudo y picante». Al ingenio no le
interesan las funciones serias de la inteligencia, entre las que se encuentra la
búsqueda de la verdad. «Una serie de raciocinios demasiado ingeniosos, suele;
adolecer de sofismas», escribe Balmes. Y Larra, criticando un juicio ajeno, dice que
«parece más ingenioso que cierto».

Podemos aclarar todavía más el código genético del ingenio, su matriz


semántica. El primer rasgo diferenciador que funcionó fue la inventiva. El segundo
fue una cierta propensión al mal. Tenemos un testigo de excepción para
documentar la inclusión de un criterio moral en la configuración del ingenio. En el
año 1575, el doctor Juan Huarte de San Juan, nacido en la villa de San Juan del Pie
del Puerto y licenciado, al parecer, en la Universidad de Alcalá, publica un libro,
que obtuvo éxito inmediato, cuyo título —descriptivo, al uso de la época, y no
críptico, como gusta la nuestra— rezaba así: Examen de ingenios para las ciencias.
Donde se muestra la diferencia de habilidades que hay en los hombres, y el género de letra a
que cada uno responde en particular.

El ingenio es la potencia generativa que engendra conceptos o noticias.


También se la llama «entendimiento». Hasta aquí, ninguna novedad, porque el
autor se limita a usar el significado amplio de la palabra. Sin embargo, a lo largo
del libro el significado se precisa, se hace moderno, proporcionándonos de paso
sugestivas informaciones sobre el proceso. Al analizar la inventiva tiene que
distinguir cautelosamente entre sus diversos usos.

«A los ingenios inventivos», escribe, «llaman en lengua toscana caprichosos,


por la semejanza que tienen con la cabra en el andar y el pacer. Ésta jamás huelga
por lo llano; siempre es amiga de andar a sus solas por los riscos y alturas, y
asomarse a grandes profundidades; por donde no sigue vereda alguna ni quiere
caminar con compaña. Tal propiedad como ésta se halla en el ánima racional
cuando tiene un cerebro bien organizado y templado: jamás huelga en ninguna
contemplación, todo es andar inquieta buscando cosas nuevas que saber y
entender».

El autor advierte, en una nota de inestimable interés para nuestro tema, que
«esta diferencia de ingenio es muy peligrosa para la teología, donde ha de estar
atado el entendimiento a lo que dice y declara la Iglesia Católica, nuestra madre».

Enfrentados a estos ingenios «remontados y fuera de la común opinión»,


hay otros «que jamás salen de una contemplación ni piensan que hay más en el
mundo que descubrir. Éstos tienen la propiedad de la oveja, la cual nunca sale de
las pisadas del manso, ni se atreve a caminar por lugares desiertos y sin carril, sino
por veredas muy holladas y que alguno vaya delante» (Examen, Editora Nacional,
Madrid, 1977, p. 132). Según otra nota, mera paráfrasis de la anterior, «esta
diferencia de ingenio es muy buena para la teología, donde se ha de seguir la
autoridad divina, declarada por los Santos Concilios y por los sagrados doctores».

La fecundidad de la inteligencia admira y asusta, ésta es la cuestión. Si la


verdad es una y la mentira múltiple, un entendimiento prolífico no parará en nada
bueno, acabará por urdir y tramar inventos, artificios y engaños. Se hará artero. Se
ha vuelto tan sospechoso como sospechosas resultaban las bibliotecas al
protagonista de la anécdota: Si todos esos libros dicen lo mismo que el Corán, son
inútiles. Si dicen otra cosa, son perversos. En el tema de la inteligencia, el
inconsciente de la lengua defiende un platonismo desconfiado, que admite la
inventiva, pero motejándola de gloria de la miseria humana, es decir, de realidad
contradictoria. Frente a la inteligencia angélica, contemplativa y pura, está el
ingenio, que es nuestra herencia: la bulliciosa progenie de conceptos, máquinas,
artificios, burlas, donaires y engaños. Estamos en el mundo de la opinión, diría
Platón, divirtiéndonos con sombras en lo más profundo de la caverna.

Hemos de advertir que para un lingüista estricto un párrafo como el anterior


no es científico. Para definir un campo léxico, nos diría, hay que limitarse a buscar
el archilexema que lo delimita. Es decir, el término que permite agrupar las palabras
afines. Este método estructural no ha producido buenos resultados en la
investigación de los campos léxicos, porque partía de un error de principio.
Consideraba que el archilexema era un fenómeno léxico, cuando, en realidad, es
heterogéneo al léxico. Las matrices semánticas dependen directamente de la
experiencia, dirigen el acontecer léxico, pero no pertenecen a él. Por ello no se las
puede identificar con una palabra, sino que es preciso describirlas. No podemos,
pues, prescindir de la descripción.

Volviendo a Huarte, su libro permite precisar el criterio moralizante que


determinó la ingeniosidad moderna. Hay un curioso texto en que comenta una
parábola evangélica, que cuenta la astucia del administrador infiel. «Esto notó
Cristo nuestro Redentor viendo el habilidad de aquel mayordomo a quien su señor
tomó cuenta, que quedándose con buena parte de su hacienda, le dio finiquito de
la administración. La cual prudencia —aunque fue para mal— alabó Dios y dijo:
“Más prudentes son los hijos de este siglo en sus invenciones y mañas, que los que
son del bando de Dios”. Porque éstos ordinariamente son de buen entendimiento,
con la cual potencia se aficionan a su ley y carecen de imaginativa» (268).

Para entender este texto —y en especial la aparición de la imaginativa—


hemos de recordar que Huarte afirma que las potencias del ánima son tres —
entendimiento, memoria e imaginativa—, y que son contrarias entre sí, de tal
manera que difícilmente pueden convivir en el mismo sujeto con un rango parejo.
Una de ellas ha de sobresalir forzosamente, salvo en muy excepcionales casos. Uno
de cada cien mil, precisa. El ingenio, en su acepción moderna, cae en el dominio de
la imaginativa, que es una potencia conflictiva, cuya contemplación —según
confiesa el mismo Huarte— le dio más trabajo y fatiga de espíritu que todas las
demás y que no parece una, sino diez o doce, por las extravagantes y variadas
obras que realiza.
De acuerdo con la teoría médica de los humores y las cuatro calidades
elementales —calor, frialdad, humedad y sequedad—, que nuestro autor acepta sin
chistar, a la imaginativa le corresponde el calor. De él procede su caótica actividad
y su facundia, porque «cuando el celebro se pone caliente se le ofrecen al hombre
muchas cosas que decir» (197). «Levanta las figuras que están en el celebro y las
hace bullir, por la cual obra se le representan al ánima muchas imágines de cosas
que la convidan a su contemplación, y por gozar de todas deja una y toma otras»
(122). Del calor provienen las cosas que dicen los delirantes en la enfermedad.
«Siendo la frenesía, manía y melancolía pasiones calientes del celebro, es grande
argumento para probar que la imaginativa consiste en calor» (128).

Es interesante recordar que, según Aristóteles, la melancolía era la


enfermedad de los genios: un tipo de locura, por supuesto. Huarte recuerda la
definición platónica de la poesía: ingenium excellens cum manía. La inteligencia
ingeniosa puede albergar el disparate e incluso la demencia. En el arte moderno lo
han demostrado —los dadaístas y Dubuffet, entre otros muchos. Léxicamente
tenemos una referencia famosa: Cervantes titula su obra El ingenioso hidalgo Don
Quijote de la Mancha, y en ella cuenta la historia de un loco. Tenemos que despachar
con prisas la aparición de la locura en la matriz semántica del ingenio, aunque
merece un estudio detallado. Sólo apuntaremos que, en muchos momentos de la
historia, la locura ha tenido una ambivalencia análoga a la del ingenio, mereciendo
admiraciones y censuras, lo que nos autoriza a citar el maravilloso título de una
obra de Jerónimo de Mondragón, publicada poco antes que El Quijote: «Censura de
la locura humana, i excelencias della: en cuia primera parte se trata como los
tenidos en el mundo por Cuerdos son Locos: i por serlo tanto, no merecen ser
alabados. En la segunda se muestra por vía de entretenimiento como los tenidos
comúnmente por Locos son dignos de toda alabança: con grandes variedad de
apazibles y curiosas historias i otras muchas cosas no menos de prouecho que
deleitosas. Lérida, 1598».

La imaginativa —escribe Huarte— hace al hombre prudente, es decir,


mañoso. Pero, se apresura a decir, ahondando la diferencia entre inteligencia pura
e inteligencia transgresora, hay que distinguir dos géneros de sabiduría. Una es «la
prudencia y destreza de ánimo que llamamos en castellano agudeza y agílibus, y
por otro nombre solercia, astucia, cavilos y engaños. De este género de prudencia y
maña carecen los hombres de grande entendimiento por ser faltos de imaginativa»
(142). La otra «pertenece al entendimiento, porque en esta potencia no cabe
malicia, doblez ni astucia, ni sabe como se puede hacer mal: todo es rectitud,
justicia, llaneza y claridad» (149).
La aptitud para el mal, la propensión maliciosa de la inteligencia dominada
por la imaginativa, es descrita con brillante minuciosidad. Si hay tantos hombres
perversos llenos de riquezas no es porque la fortuna favorezca a los malos y
desherede a los buenos. Ocurre tan sólo «que los malos son muy ingeniosos, y
tienen fuerte imaginativa para engañar comprando y vendiendo, y saben granjear
la hacienda y por dónde se ha de adquirir; y los buenos carecen de imaginativa,
muchos de los cuales han querido imitar a los malos, y tratando con el dinero, en
pocos días perdieron el caudal» (268). En la guerra, la imaginativa resulta
imprescindible, pues a ella pertenece «el ingenio que es menester para los
embustes y engaños». «Los que son mañosos, astutos, doblados y cavilosos, en un
momento atinan el engaño y menean la mente con facilidad». En cambio, el
entendimiento es tardo y, por ello, inútil en la contienda, a más que es amigo de la
rectitud, llaneza, simplicidad y misericordia, «todo lo cual puede hacer mucho
daño en la guerra».

Muchas peculiaridades del campo léxico de «ingenio» se aclaran si


incluimos en su matriz semántica la imaginativa. Muchos indicios nos muestran
que es correcto hacerlo. La palabra «astucia», identificada aquí como la
imaginativa, ha tenido siempre grandes afinidades con «ingenio», hasta tal punto
que Gracián tiene que criticar «a los que redujeron todo ingenio a la astucia».
Además, la imaginativa produce la facundia inagotable. «El hallar mucho que decir
nace de una junta que hace la memoria con la imaginativa en el primer grado del
calor. Los que alcanzan esta junta de ambas potencias son ordinariamente muy
mentirosos, y jamás les falta qué decir o contar, aunque los estén escuchando toda
la vida» (265).

El inventario de ciencias imaginativas que hace Huarte nos proporciona otra


confirmación, porque entre ellas encontramos muchas actividades integradas bajo
el concepto moderno de ingenio. El autor hace esta pintoresca enumeración:
«Poesía, elocuencia, música, saber predicar; gobernar una república, el arte militar;
pintar, trazar, escribir, leer, ser un hombre gracioso, apodador, polido, agudo y
agílibus; y todos los ingenios y maquinamienios que fingen los artífices; y también
una gracia de la cual se admira el vulgo, que es dictar a cuatro escribientes juntos,
materias diversas y salir todas muy bien ordenadas» (164). «Los graciosos,
decidores, apodadores y que saben dar la matraca (gastar bromas), tienen cierta
diferencia de imaginativa muy contraria del entendimiento y memoria. Y así, jamás
salen con la gramática, dialéctica, teología escolástica, medicina ni leyes; pues que
sí son agudos in agílibus, mañosos para cualquier cosa que toman hacer, prestos en
hablar y responder a propósito» (173).
Hemos dedicado mucha atención a Huarte de San Juan porque en él
confluyen informaciones de muy variada procedencia. Fue experimentador y
culturalista, innovador y tradicional, positivista y supersticioso. Recogió saberes
dispersos, los aderezó con sus propias teorías, y se los comunicó a sus lectores, que
fueron numerosísimos. Aún nos queda una última cita con que corroborar la
aproximación del ingenio a la imaginativa. Es un resumen de todo lo anterior y, tal
vez, de la vida entera de Huarte. Dice así: «A la imaginativa pertenece el saber
vivir en el mundo». Esta facultad, la habilidad para desenvolverse, ha sido siempre
atribuida al ingenio, lo que justifica, una vez más, que incluyamos en su matriz
semántica a la imaginativa.

Repasar el censo de habilidades humanas sería tarea imposible, y aunque


posible, inútil, lo que nos anima para hablar sólo de dos clases: la habilidad para
triunfar y la habilidad para agradar. Ambas podrían atribuirse, sin duda, a la
inteligencia en sentido amplio, pero, en el reparto de actividades, éstas
correspondieron a la inteligencia ingeniosa.

El ingenio, dice el Diccionario de Autoridades, posee «industria, maña y


artificio para conseguir lo que desea». Nebrija, siglos antes, definía: «Mañero o
mañoso, subdolus, a, um, es decir, astuto, engañador, fraudulento» (R. de Miguel).
Industria, por su parte, «es la maña, diligencia y solercia con que alguno haze
qualquier cosa con menos trabajo que otro» (Covarrubias). La constelación léxica
alrededor del ingenio se hace cada vez más densa. Es una galaxia maliciosa y fácil.
Su habilidad es fullera, es decir, engañosa. La astucia, que es la inventiva para el
triunfo, es mañosa para los ardides, o lo que es lo mismo, para los engaños.

La forma pronominal «ingeniárselas» —que es un enigma semántico


demasiado complejo para estudiarlo aquí— designa la habilidad para salir del
paso, e introduce en nuestro campo el azacaneado mundo de la picaresca. Vicente
Espinel, en su Marcos de Obregón, habla de las «discretísimas travesuras» de los
picaros, y de cómo sabían «romper por las dificultades del mundo». En El Lazarillo
de Tormes leemos: «Y porque vea V. M. a quánto se estendía el ingenio deste astuto
ciego, contaré un caso de muchos, que con él me acaescieron, en el qual me paresce
dió bien a entender su gran astucia».

Estos enlaces semánticos han sido ya tratados en páginas anteriores, lo que


nos permite pasar al segundo tipo de habilidad: la que se empeña en agradar. Con
ella, el ingenio entra en sociedad. No sólo quiere triunfar en la guerra y demás
contiendas de la vida, sino también en los salones, lo que va a desplegar otros
rasgos de la matriz semántica, hasta ahora inactivados. Gracián, gran cronista de
este episodio de la biografía del ingenio, lo considera un arte de agradar. «No se
contenta con sólo la verdad, como el juicio, sino que aspira a la hermosura». El
juicio pertenece al entendimiento —a las funciones serias y torpes de la
inteligencia, como vimos en Huarte—. El ingenio puede agradar porque su objeto
es «la novedad apetecible» \'7bEl discreto, Austral, Madrid, 1969, p. 129). La
novedad estuvo siempre presente en la matriz semántica del ingenio, puesto que
su más original rasgo era la inventiva, pero, en este momento de su historia, pasa a
primer plano y genera interesantes relaciones. Como referente último aparece un
mundo aburrido, donde «la mayor perfección pierde por cotidiana, y los hartazgos
de ella enfadan la estimación, empalagan el aprecio» (ibíd., 39). Es difícil encontrar
una afirmación tan deletérea. No hay, para Gracián, valor que aguante la
repetición. Sólo la novedad «hechiza el gusto», librándonos del aburrimiento. Es la
facultad de los modos, la supremacía del parecer sobre el ser, de las circunstancias
sobre las sustancias. «Cosas hay que valen poco por su ser, y se estiman por su
modo. Pudo dar novedad a lo pasado y ayudarle a volver y aun tener vez. Si las
circunstancias son a lo práctico, desmienten lo cansado de lo viejo. Siempre va el
gusto adelante, nunca vuelve atrás; no se ceba en lo que ya pasó, siempre pica en la
novedad; pero puédesele engañar con lo flamante del modillo. Remézanse las
cosas con las circunstancias, y desmiéntesele el acaso de lo rancio y el enfado de lo
repetido, que suele ser intolerable» (ibíd., 129). Jankélevich, un comentador
apasionado de Gracián, le describe «insta» lado deliberadamente en el gabinete
mágico de los prestigios y las vanidades: los espejismos de los espejos y las
quimeras del fuego, y las sombras ligeras, y las opiniones tan inconsistentes, tan
superficiales, tan frívolas, como reflejos son los objetos preferidos de su
especulación» \'7bLe Je-ne-sais quoi et le Presque-rien Ed. du Seuil, Paris, 1980, T. I,
p. 17).

En esa época al ingenioso se le llama «discreto» —palabra que después ha


sufrido una curiosa evolución semántica, hasta significar «prudente, juicioso». La
discreción es «cierta sabiduría cortesana, una conversable sabrosa erudición»
\'7bEl discreto, p. 60). Saber decir razones con ingenio, hablar con gracia. En Ruiz
de Alarcón aparece ya este uso: «Bellas casadas verás / conversables y discretas».
La conversación es el eje del trato social. El discreto ha de hablar de todo, pues
«siempre fue hermosamente agradable la variedad» (ibíd. p. 67). Dicha habilidad
procede de que «tiene una tan sazonzada como curiosa copia de todos los buenos
dichos y galantes hechos, así heroicos como donosos; las sentencias de los
prudentes, las malicias de los críticos, los chistes de los aúlicos, las sales de
Alenquer, los picantes de Toledo, las donosidades del Zapata y aun las galanterías
del Gran Capitán, dulcísima munición toda para la conquista» (ibíd., p. 63).
Al convertirse en juego de sociedad, y por lo tanto, comunicativo y
comunitario, empieza a darse importancia al espectador del ingenio. La obra de
Gracián, además de las formas de la agudeza y de las maneras de producirlas,
tiene muy en cuenta sus efectos. Una y otra vez se refiere al asombro, la curiosidad,
la sorpresa, en una palabra, al gusto. Si pondera desaforadamente lo extravagante
y tortuoso, es sólo por su capacidad de agradar. «Quien dice misterio, dice preñez,
verdad escondida y recóndita, y toda noticia que cuesta, es más estimada y
gustosa». «Cuanto más escondida la razón, y que cuesta más, hace más estimado el
concepto, despiértase con el reparo la atención, solicítase la curiosidad, luego lo
exquisito de la solución desempeña sazonadamente el misterio» \'7bAgudeza y arte
de ingenio, Austral, Madrid, 1957, pp. 42, 48).

La buena sociedad se dedicó con frenesí a producir agudezas, hasta que


llegó a haber «en cada esquina cuatro mil poetas». Como dice Gracián, «la poesía
se hizo ingeniosa». Al convertirse en adorno social, el ingenio se generaliza. Todo
el mundo debe ser discreto y por lo tanto, ingenioso. «Era entonces lo de hacer
versos manía y enfermedad pegadiza. Componíanlos desde el príncipe hasta la
ínfima plebe. Felipe IV, el Infante Don Carlos, los Duques de Nocera, Osuna y
Pastrana, el Marqués de Alcañices, el Conde de Olivares, los de Villamediana,
Saldaña y Lemos, el Príncipe de Esquilache y otros próceres y capitanes ilustres.
Para ser oído de ministros y jueces trovadores, ¿cómo no hablar en consonantes?
Mercurio, en el “Viaje del Parnaso”, a vueltas de zapateros y sastres, criollos y
mestizos, con una criba zarandó mil poetas de grancilla», escribe Fernández
Guerra, en su prólogo a las Obras completas de Quevedo (Sevilla, 1897).

El valor social de la discreción —y del ingenio que limó sus perfiles ásperos
y amansó su faz belicosa, no hace más que aumentar en el siglo XVIII. El
Diccionario de Autoridades define al discreto como «el que es agudo y elocuente, que
discurre bien en lo que habla o escribe». Esta descripción no basta, porque se
olvida de subrayar un nuevo rasgo ingenioso en auge. El ingenio se ha convertido
en arte de agradar, agradar es hacer gracia, la gracia es hacer reír. Éste era un
aspecto presente como embrión en la matriz semántica de «ingenio», que ahora se
da a luz. Mencionaremos, como ejemplo, la obra de Ignacio Luzán: Arte de hablar, o
sea, retórica de las conversaciones (1729). Para este autor la nota que define al discreto
es la urbánitas: el talento y prudencia requeridos para hablar en todo lugar «con
gracias y donaries y agudezas, ésto es la capacidad de persuadir mediante el
deleite de la risa y otras variedades del sentimiento gozoso». Las invenciones
deben producir sorpresa, pero resulta ilustrador que se identifique la sorpresa con
la risa, que «tiene su origen del engañar la expectación ajena con respuestas y
dichos impensados, y muy fuera de lo que se creía y esperaba, o de entender los
dichos ajenos diversamente de lo que suelen» (ibíd., p. 162). Entre las gracias y
agudezas que «alegran y deleitan» están los juegos del vocablo y los equívocos,
porque «es de ingenioso saber transferir la fuerza de un vocablo a otra cosa,
diversa de lo que los demás entendían».

La discreción, el ingenio y la comicidad se han unido. Luzán nos lo cuenta


así: «Muy bien podrá el discreto servirse de tales ornatos, de equívocos, de juegos
de vocablos, de conceptos y agudezas —para deleitar y mover a risa y herir con
donaire, como los use con la debida moderación» (ibíd., p. 167). El autor considera
que estos procedimientos no son propios para las poesías serias, por lo que critica a
Gracián, pero se desdice en parte, llevado por una levedad amable, al añadir: «Y si
agradan o deleitan, ¿qué más se busca?» (p. 157).

Para terminar, a sabiendas de que damos de lado a temas tan sugestivos


como la agudeza y sutileza del ingenio, nos interesa averiguar lo que motivó que el
ingenio no designase la inteligencia inventiva en su totalidad, sino la inventiva
pequeña. Había algo en la matriz semántica que bloqueaba su aplicación a las
grandes obras creadoras. Estaba predestinado a lo fácil, lo mañoso, lo transgresor,
y por ello enlazó tan fácilmente con los juegos, los donaries y los chistes. La
propensión a lo intrascendente se precisó léxicamente con la aparición de «genio»,
una palabra competidora que, definitivamente, empequeñeció a los ingeniosos.
Podemos datar ese momento. Ocurrió oficialmente en 1869.

En esa fecha, el Diccionario de la Real Academia incluye por vez primera una
nueva acepción de «genio»: «Dícese hoy particularmente de los talentos de primer
orden que tienen la facultad de crear, inventar o combinar cosas extraordinarias».
(En el Diccionario Etimológico de Corominas se dice equivocadamente que esta
palabra fue admitida por la Academia en 1884, cuando de hecho ya figura en el
Diccionario de 1869). El genio queda marcado con un grado de superioridad, de
excepción, al tiempo que se limita el significado de ingenio: «Facultad del hombre
para discurrir o inventar con prontitud y facilidad. Sujeto ingenioso dotado de
habilidad y agudeza». La prontitud y la habilidad acompañarán ya al ingenio por
todos los diccionarios del siglo XIX.

Hay que advertir que Huarte hace una distinción que anticipa la que
comentamos. Después de explicar que el ingenio es una potencia generativa,
escribe: «Viendo y considerando los filósofos naturales la gran fecundidad que
Dios tenía en su entendimiento, lo llamaron Genio, que por antonomasia quiere
decir el grande engendrador. El ánima racional y las demás sustancias espirituales,
puesto caso que también se llaman genios por ser fecundas en producir y
engendrar conceptos tocantes a ciencia y sabiduría, pero su entendimiento no tiene
en los partos que hace tanta virtud y fuerzas que les pueda dar ser real y
sustantífico fuera de sí, como en las generaciones que Dios hizo» (p. 427). Sin
embargo, los diccionarios de esa época no recogen ese significado.

Se conservan ecos de una polémica mantenida en el siglo XIX acerca de la


palabra «genio» tachada de galicismo inútil por algunos autores. En su Diccionario
de galicismos (1855), Baralt indica que, en francés, significa «talento, disposición
natural, aptitud para una cosa; fuerza intelectual, o inspiración creadora que se
desenvuelve en el hombre por medio de un instinto especial, don del cielo, o
resultado de una organización privilegiada (…). Finalmente dícese Genio al que
está dotado de estas raras y maravillosas facultades, llamadas por otro nombre y
genéricamente, espíritu creador». El autor considera innecesaria la importación de
esa palabra, pues considera preferibles por todos los conceptos el vocablo español
«numen», que significa «el ingenio o genio especial para alguna cosa». A
continuación afirma que también la voz castellana «ingenio» traduce
perfectamente la francesa genie puesto que designa la facultad inventiva y creadora
del espíritu humano.

Las recomendaciones de Baralt no fueron seguidas, y la palabra «genio» se


impuso para designar las creaciones extraordinarias. En el curioso Panléxico de
Peñalver (1843), se dice que «para que una cosa sea obra del genio es necesario que
esté escrita con descuido, desproporcionada en sus formas y exagerada en sus
expresiones (…). El genio se manifiesta grande cuando trata de asuntos grandes y
sublimes, porque éstos son a propósito para despertar su instinto sublime y
ponerlo en actividad; es descuidado en las cosas más generales; porque están, por
decirlo así, debajo de él».

El Diccionario de la Real Academia ha mantenido el aspecto superlativo del


genio, resaltando su capacidad extraordinaria para crear cosas admirables.

A grandes rasgos conocemos ya la anatomía de la matriz semántica del


ingenio. Fundamentalmente es la experiencia de unas obras de la inteligencia
humana, entendiendo por tales las operaciones mentales y lo que las operaciones
producen. La energía y el ergon. En la estructura del campo léxico aparecen tres
elementos: el autor (el ingenio), la obra (la ingeniosidad) y el espectador.

En cuanto actividad, es un peculiar comportamiento de la inteligencia que


no se define por conocer, ni razonar, ni juzgar, sino por inventar. Mantiene
estrechas alianzas con la imaginativa, que ha llegado a ser considerada como la
facultad inventiva por antonomasia. La invención activa una familia léxica que, por
su oposición a otras actividades mentales, recibe una calificación ligeramente
peyorativa. Lo que inventa son máquinas (sobre todo para hacer daño, acepción
que aún conserva la palabra «maquinar»), artificios (término que indica falsedad, y
que es claramente peyorativo) y novedades (que tienen un carácter más o menos
sospechoso, según soplan los vientos).

Con el rasgo inventivo no queda suficientemente explicada la matriz


semántica. Su modo propio de actuar está lexicalizado con toda claridad: es la
habilidad para actuar y para agradar.

La habilidad en el comportamiento nos remite a la familia léxica de la


astucia, la maña, la destreza y la agilidad. También enlaza con la rapidez. La
prontitud, los repentes y la vivacidad se han atribuido permanentemente al
ingenio.

La segunda habilidad, que es la de agradar, aporta las familias léxicas de la


diversión, la sorpresa, la comicidad y la risa. Se trata de una habilidad transitiva
dirigida al espectador, con el propósito de proporcionarle una sorpresa agradable.
El asombro está producido por la novedad y la rareza, que ponen en fuga a lo
acostumbrado, rutinario, enfadoso y aburrido. Por este camino nos llegan nuevas
familias léxicas al campo del «ingenio».

Hay unas novedades que aparentemente no pueden producir deleite. Nos


referimos a los engaños, trampas, trucos, burlas, timos y otros frutos amargos. El
lenguaje se despreocupa de las víctimas y toma el partido del autor, que muestra
su ingenio, o el del espectador, que disfruta con el alarde, con lo que esas
actividades maliciosas se incluyen entre las que provocan una sorpresa agradable.
Bien es cierto que antes se las devalúa un poco, convirtiéndolas en diabluras,
picardías, liviandades —es decir, ligerezas—. En una palabra: son travesuras (o, lo
que es igual, transgresiones). El Diccionario define la travesura como «acción
reprensible en la que interviene más la ligereza y cierta habilidad, que la intención
de hacer daño. Acción de discurrir con ingenio o viveza».

Lo que el ingenio produce ha sido fragmentariamente mencionado. El léxico


despliega un rico inventario: artificios, máquinas, chistes, donaires, conceptos,
agudezas, trampas, ardides, sutilezas, enigmas, juguetes, disparates. Una divertida
flora que merece una minuciosa taxonomía. No se consideran ingeniosidades —
aunque, como ya hemos explicado, la lengua en este punto se permite cierta
laxitud— las grandes creaciones del arte o de la ciencia: La oposición entre «obra
genial» y «obra ingeniosa» está inequívocamente implantada en el uso, aunque
alguna de sus fronteras sea borrosa.

Éstos son los rasgos que diferencian al ingenio de la inteligencia en general.


La lengua distingue, por lo que hemos visto, dos modalidades de la inteligencia.
Una carece de lo que la otra tiene. Si detallamos estas oposiciones, el resultado es
sorprendente y escandaloso. La inteligencia ingeniosa es inventiva, luego la no
ingeniosa ha se ser rutinaria; aquélla es vivaz, hábil y rápida, ésta será mortecina,
torpe y lenta. Una divierte, otra aburre. Si tuviéramos que pronunciarnos al
respecto, nos atreveríamos a decir que el Diccionario ha caído, como todos nosotros,
bajo la seducción del ingenio, y está a su favor.

Nuestro estudio puede resumirse así: el ingenio está lexicalizado en


castellano con mucha agudeza, y el análisis lingüístico corrobora la tesis de este
libro. Atendiendo a las palabras que hablan de él, el ingenio merece de nuevo un
elogio y una refutación.
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JOSÉ ANTONIO MARINA TORRES (Toledo, 1 de julio de 1939) es un
filósofo, ensayista y pedagogo español.

Nieto del filósofo toledano Juan Marina Muñoz, José Antonio Marina es
catedrático excedente de filosofía en el instituto madrileño de La Cabrera, Doctor
Honoris Causa por la Universidad Politécnica de Valencia, además de
conferenciante y floricultor. Estudió filosofía en la Universidad Complutense de
Madrid, teniendo por compañero a su amigo y también escritor Álvaro Pombo.

Su labor investigadora se ha centrado en el estudio de la inteligencia y en


especial de los mecanismos de la creatividad artística (en el área del lenguaje sobre
todo), científica, tecnológica y económica. Como discípulo de Husserl se le puede
considerar un exponente de la fenomenología española. Ha elaborado una teoría
de la inteligencia que comienza en la neurología y concluye en la ética. Sus últimos
libros tratan de la inteligencia de las organizaciones y de las estructuras políticas.
Colabora en prensa (Suplemento cultural Crónica de El Mundo, El Semanal etc.),
radio y televisión. En los últimos años ha participado en tertulias y debates en
Radio Nacional de España. Ha escrito ensayos y artículos periodísticos y es autor
del libro de texto de la asignatura Educación para la Ciudadanía de la editorial SM.

Para sus investigaciones recurre a un amplio número de colaboradores, que


resultan coautores de sus libros. Adopta formas genéricas como el diccionario, el
dictamen o la novela didáctico-histórica.

Realiza un trabajo como analista de la actualidad en su ensayo El misterio de


la voluntad perdida, donde analiza la crisis de este valor en la sociedad y la
educación contemporánea. En su Diccionario de los sentimientos, analiza la visión de
éstos que se encuentra implícita en el lenguaje, descubre que los sentimientos
negativos están más ampliamente representados en él que los positivos y plantea la
necesidad de una educación temprana de las emociones. En Dictamen sobre Dios,
ensayo de filosofía de la religión, investiga el menhir cultural que supone el
concepto de divinidad, concluyendo en su conexión ontológica con la noción de
Existencia que nos proporciona la fenomenología. Además, enuncia el Principio
Ético de la Verdad que supone que cuando en el ámbito público las verdades
privadas entran en colisión con las universales, deben primar las últimas a fin de
posibilitar la convivencia.

En Por qué soy cristiano expone su visión personal acerca del cristianismo y
de la enérgica figura de Jesús, y defiende la teoría anticipada por Averroes de la
doble verdad, distinguiendo las basadas en evidencias intersubjetivas y las que
provienen de evidencias privadas y manifiesta que: «Los integristas trasvasan sus
verdades privadas al ámbito público. Es el problema al que nos enfrentamos».

Detalla como, para protegerse de la natural tendencia hacia la pluralidad de


las experiencias religiosas, el cristianismo se fue dogmatizando en su largo proceso
de institucionalización eclesiástica, tal y como ocurre en otras religiones. En el
Concilio Vaticano I, la Iglesia Católica se declaró infalible y desde entonces no
puede retractarse de sus dogmas, aun sabiendo que algunos de éstos son fruto de
las presiones culturales de épocas concretas. Según el autor, es preciso limitar el
alcance de las creencias religiosas sin negar su importancia, y deben defenderse
siempre en el campo privado, puesto que cuando una religión se ve amenazada
apela a la libertad de conciencia, pero cuando llega al poder abandona la
tolerancia. Lo universalizable son los principios éticos, no las creencias personales.
Algunas de estas ideas de Marina han sido debatidas desde la filosofía y la
teología.

Bibliografía y premios

Elogio y refutación del ingenio, Anagrama, 1992 (Reseña editorial)

Teoría de la inteligencia creadora, Anagrama, 1993 (Reseña editorial)

Ética para náufragos, Anagrama, 1996 (Reseña editorial)

El laberinto sentimental, Anagrama, 1998 (Reseña editorial)

El misterio de la voluntad perdida, Anagrama, 1998 (Reseña Editorial)


La selva del lenguaje: introducción a un diccionario de los sentimientos, 1998

El vuelo de la inteligencia, 2000

Crónicas de la ultramodernidad, 2000

El rompecabezas de la sexualidad, 2002

Dictamen sobre Dios, 2002

Los sueños de la razón: ensayo sobre la experiencia política, 2003

La creación económica, 2003

Memorias de un investigador privado, 2003

La inteligencia fracasada: teoría y práctica de la estupidez, 2004

Aprender a vivir, 2004

Por qué soy cristiano: teoría de la doble verdad, 2005

Aprender a convivir, 2006

La familia en el proceso educativo: estudio anual 2005, 2006

La revolución de las mujeres: crónica gráfica de una revolución silenciosa, 2006

Anatomía del miedo: un tratado sobre la valentía, 2006

Educación para la ciudadanía, 2007, libro de texto nivel ESO Ver índice

Las arquitecturas del deseo: una investigación sobre los placeres del espíritu, 2007
Reseña

La pasión del poder: teoría y práctica de la dominación (2008)

Palabras de amor, Temas de Hoy, 2009. (Reseña Editorial)

La recuperación de la autoridad, Versatil Ediciones, 2009. (Reseña Editorial)

Las culturas fracasadas: el talento y la estupidez de las sociedades (2010)


La educación del talento Editorial Ariel (2010)

El cerebro infantil. La gran oportunidad Editorial Ariel (2011)

Los secretos de la motivación Editorial Ariel (2011)

Pequeño tratado de los grandes vicios Editorial Anagrama (2011)

La inteligencia ejecutiva Ariel (2012)

Escuela de Parejas Editorial Ariel (2012)

Despertad al diplodocus Editorial Ariel (2015)

Objetivo: Generar talento Editorial Conecta (2016)

En coautoría

Diccionario de los sentimientos, (con Marisa López Penas, Anagrama, 1999,


[Reseña editorial]).

La lucha por la dignidad: teoría de la felicidad política (con María de la Válgoma)


(2000)

Hablemos de la vida (con Nativel Preciado) (2003)

La magia de leer (con María de la Válgoma) (2005)

Competencia social y ciudadana (con Rafael Bernabéu) (2007) Reseña 12

La magia de escribir (con María de la Válgoma) (2007) Reseña

La conspiración de las lectoras (con María Teresa Rodríguez de Castro) (2009)


(Reseña Editorial)

El bucle prodigioso: veinte años después de Elogio y refutación del ingenio (Con
María Teresa Rodríguez de Castro) Editorial Anagrama (2012)

El aprendizaje de la creatividad (con Eva Marina) Ariel (2013)


La creatividad económica (con Santiago Satrustegui) (2013) (Web)

La creatividad literaria (con Álvaro Pombo) (2013)

Capítulos de libros

«El hombre feliz: o la fecundidad compartida», del libro Ser hombre, 2001,
compilado por Pepa Roma

«Machismo y mitos de legitimación», del libro Ellas: catorce hombres dan la


cara, 2001, coordinado por Tomás Fernández García

Prólogos

La tiranía de la belleza: las mujeres ante los modelos estéticos, Lourdes Ventura,
2000

El don de arder: mujeres que están cambiando el mundo, Ima Sanchís, 2004

Protocolos: 1973-2003, Álvaro Pombo, 2004

Spinoza, Steven Nadler, 2004

Antimanual de filosofía: lecciones socráticas y alternativas, Michel Onfray, 2005

Los procesos de la relación de ayuda, Jesús Madrid Soriano, 2005

Cómo aprende el cerebro: las claves para la educación, Sarah-Jayne Blakemore,


2006

Vivir y convivir: 4 aprendizajes básicos, una búsqueda de lo humano para


encontrarnos en lo universal, Jonan Fernández, 2008

Hermano mayor: entender a los adolescentes es posible, Pedro García Aguado y


Esther Legorgeu, 2010

Árbol, Joaquín Araujo, 2011


Ajedrez y ciencia, pasiones mezcladas, Leontxo García, 2013

Código best seller, Sergio Vila-Sanjuán, 2014

Familia y Escuela. Escuela y Familia. Guía para que padres y docentes nos
entendamos, Óscar González, 2014

Premios y distinciones

Premio Anagrama de Ensayo por «Elogio y refutación del ingenio» (1992)

Premio Nacional de Ensayo por «Elogio y refutación del ingenio» (1993)

Premio al mejor libro del año de la Revista Elle.

Premio del Periodismo Andrés Ferret.

Premio Juan de Borbón al mejor libro del año.

Premios INTRAS 2002. Mención especial por «su eficacia intelectual y su


afinidad de sentimientos con Fundación INTRAS»

Premio de Economía DMR.

Premio Giner de los Ríos de Innovación Educativa.

Premio Fundación Independiente de Periodismo Camilo José Cela (2007)

Medalla de Oro de Castilla-La Mancha (2007)

SOLUCIONES

[1]
Rocío, miel, mar, ocaso, pájaro, arroyo, cielo, aguas marinas. <<

[2]
La luna. <<

[3]
Ándate tú delante de ellas. <<
[4]
Húrtala lo que tuviere y te seguirá hasta el cabo del mundo, sin dejarte ni
a sol ni a sombra. <<

[5]
El clavo. <<

[6]
La guitarra. <<

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