Marina Jose Antonio - Elogio Y Refutacion Del Ingenio
Marina Jose Antonio - Elogio Y Refutacion Del Ingenio
Marina Jose Antonio - Elogio Y Refutacion Del Ingenio
Ilustración: «Sign», Adolph Gottlieb, 1962, Nueva York, colección del artista
Tropecé al dar el primer paso, porqué definir el ingenio resultó ser una tarea
complicada, a la que tuve que dedicar el libro entero. Al final ha resultado ser un
concepto existencial, psicológico y estético, además de una importante categoría
cultural.
Todos los matices de una lengua remiten a una experiencia olvidada que
una arqueología o genealogía del lenguaje debe recuperar. La historia es pudorosa
respecto de los grandes acontecimientos, como una madre que quisiera parir sus
más preclaros hijos en la oscuridad, y no guarda memoria de los gigantescos
creadores que inventaron la preposición, el subjuntivo o la voz pasiva. Los
especialistas rastrean esa prehistoria, y tras dos siglos de esfuerzos nos han
proporcionado copiosa información sobre el indoeuropeo, antepasada común de
muchas lenguas, pero en este momento pretenden retroceder aún más hasta llegar
al único tronco del que derivarían todas las lenguas del planeta. Si accederíamos a
esa matriz universal, accederíamos al mismo tiempo al universal inconsciente
lingüístico del que todos los hombres participaríamos. Un investigador, Merrit
Ruhlen, ha llegado a aventurar que la primera palabra sonó hace más de cien mil
años y fue TIK, que quiere decir «dedo» (Gamkrelidze, Ivanov, 1984; Greenberg,
1984).
Todos podemos estar de acuerdo con una formulación tan vaga. Concordes,
pero insatisfechos. Nada adelantamos con hablar del influjo del pasado si somos
incapaces de precisar qué información tácita se transmite en cada situación
cultural, cómo se organiza y mediante qué mecanismos se propaga. Por ejemplo: la
etimología señala el parentesco de las palabras «ingenio» e «ingenuo». Ambas
significaban «innato», «natural», aunque «ingenio» se refería a las habilidades no
aprendidas, mientras que «ingenuidad» era la espléndida facultad innata de ser
libre. Después de divertidas peripecias semánticas, esos vocablos han llegado a ser
casi antónimos. El ingenioso es avisado y astuto; el ingenuo, cándido y simple.
¿Queda vigente algún rasgo de su etimología? El saber plegado contenido en estas
palabras y que la presión cultural inyecta en la memoria del hablante no mantiene
vivo el antiguo parentesco. Cada una de ellas se ha integrado en campos
semánticos distintos, y desde ellos actúan sobre nuestros comportamientos
lingüísticos. Ahí es donde debemos buscar la vigencia del pasado. La
«ingenuidad» es un calificativo denigrante, a cuya órbita han sido atraídas la
candidez y la inocencia. En cambio, «ingenio» es un término elogioso, que contagia
su valor positivo a la picardía, la astucia y la frescura. Estas relaciones acaso no
aparezcan explícitamente en la conciencia del hablante contemporáneo, pero están
vigentes en su «inconsciente lingüístico».
¿Qué hay en el fondo del ingenio? ¿Qué experiencia unifica los usos de esa
palabra? Baltasar Gracián, que nunca se distinguió por su optimismo, dijo que «el
ingenio es una de esas cosas que sólo se puede conocer a bulto». No me convencen
ni Wittgenstein ni Gracián, porque se precipitaron en su renuncia. Admitir bultos
que no se pueden inspeccionar y parecidos que no se precisan, es un recurso
indolente. Los expertos en inteligencia artificial y psicología cognitiva han
demostrado que «reconocer un parecido» es una operación de extrema
complejidad. Si el hombre —o el ordenador— carece de la información adecuada
—el esquema del padecido, una plantilla, el inventario de rasgos, etc.—, el
reconocimiento es imposible (Norman, 1977; Johnsonn-Laird, 1988).
¿Qué es más ingenioso o está más emparentado con el ingenio? En cada línea
marque con una X el recuadro correspondiente a lo que considere más ingenioso o más
próximo al ingenio.
He dicho que este texto me sorprende, pero era sólo una afirmación retórica.
La expansión múltiple es el sino de todo sistema de intercambio simbólico. Los
significantes se reproducen con mayor rapidez que los significados, provocando la
inflación el barroquismo y la sofisticación formal. Las ingeniosidades financieras
son a la economía lo que las otras ingeniosidades son al arte: alardes de la
inteligencia hábil.
Los antropólogos dicen que, treinta y cinco mil años antes de nuestra era,
hubo en Europa una explosión de creatividad. En un cierto nivel de los
yacimientos geológicos aparecen, junto a los toscos instrumentos de piedra, otros
objetos inútiles —cuentas, adornos, toda una bisutería prehistórica—. Al lado de lo
necesario, lo superfluo. Las culturas han tendido siempre al barroquismo por un
exceso de insaciable inventiva. Nunca le ha bastado al hombre con lo que veía, sino
que, poseído por una furia fabuladora incomprensible, ha creado los más
descabellados y hermosos mitos para explicar lo evidente. Somos incapaces de
contentarnos con ver sin inventar, entre otras razones porque sin inventar no
vemos nada. Para recibir una cosa hemos de ir más allá de la información recibida.
Bruner, uno de los renovadores de la psicología de la percepción, tituló uno de sus
trabajos, precisamente así: Beyond the Information Given (1973). Tenemos que crear,
incluso para percibir. Y la humanidad lo ha hecho incansablemente. La pintura
nació en el fondo de las cuevas, pero en aquellos talleres subterráneos nacieron
también las efímeras artes del maquillaje y la vainica y las más contundentes de la
talla y el pedernal. Altamira no fue sólo la catedral del arte paleolítico, sino
también la Casa Dior de la moda cuaternaria. Una fecundidad irrestañable llenó de
objetos y significados el mundo prehistórico y aparecieron, en suntuoso cortejo, la
magia, el arte, la religión, la técnica, la ciencia, el ingenio: una brillante parada.
«He echado la seriedad por la borda. Si hay algo que dé unidad a mi vida es
que no he querido jamás vivir seriamente», escribía Jean-Paul Sartre en 1939. Son
palabras de un ingenioso.
Sartre, que pertenece a la especie casi extinta de los filósofos precisos, define
el tema con cuidado. «Hay seriedad cuando se parte del mundo y se atribuye más
realidad al mundo que a uno mismo, o, por lo menos, cuando uno se confiere a sí
mismo una realidad dependiendo de su propia pertenencia al mundo». Es, pues, el
síntoma de una sumisión. El hombre serio se somete a la realidad.
Según Sartre hay dos tipos de gente seria: los revolucionarios y los
propietarios. Como dice en El ser y la nada, el materialismo y la revolución son
serios. Marx es serio. «Estableció el dogma primero de la seriedad al afirmar la
prioridad del objeto frente al sujeto». El dinero también es serio y lo que poseemos
nos posee. Con su contundencia habitual concluye: «odio la seriedad».
¿Por qué tan encendido elogio del juego? ¿Por qué esa violenta repulsa de la
seriedad? Una sola respuesta responde a las dos preguntas: el hombre serio no
tiene conciencia de su libertad. En cambio, desde el momento en que el hombre se
percibe como libre y quiere usar su libertad, juega.
El hombre serio no juega con las cosas. Tiene que estar en la realidad, echar
raíces, no ser insustancial, ha de dar razones de peso, no ser veleidoso, medir los
actos y prever el futuro. Para él la normalidad estriba en estar sujeto a norma. Se
somete al sentido común, a la regla común, a la lógica económica. En cambio, el
hombre que juega, el sujeto que se quiere libre, ahuyenta la responsabilidad
porque desea ser autosuficiente. «Su objetivo, al que apunta a través de los
deportes, el mimo o el juego propiamente dicho, es alcanzarse a sí mismo, como
cierto ser, precisamente como ser que depende en su existir de sí mismo» (Sartre,
1947).
El hombre serio posee y atesora, y puesto que allí donde está su tesoro allí
está su corazón, tiene el corazón puesto en sus posesiones. Lo que posee, le posee.
En cambio, el jugador, y no sólo el del naipe, despilfarra. Las cosas existen para ser
gastadas, consumidas, es decir, para hacer algo con ellas. Así las dominamos sin
caer en su hechizo. Es lo que sucede cuando al esquiar me apropio del campo de
nieve: lo poseo sin enraizarme. Cuando el jugador de rugby aferra el balón,
tampoco quiere quedarse con él. Todas las actividades búdicas son pródigas. En
los fuegos artificiales se destruye la materia al dar a luz el objeto, e igual sucede en
los juegos de agua y, como tendremos ocasión de ver, en los juegos de ingenio. En
todos ellos hay una búsqueda de lo efímero, una estética de lo fugaz que consagra
el ahora que fluye gozosamente. No se pretende nada más. El jugador vive siempre
una pasión inútil. Si se prohíben las trampas en el juego es porque lo contaminan
de racionalidad e interés, y entonces el juego se entrampa en la trampa y se
empantana. El tramposo no quiere jugar, quiere ganar. Que los juegos y deportes
hayan de estar regidos por minuciosos reglamentos muestra hasta qué punto el
hombre es un jugador imperfecto, que no depone con facilidad su codicia y su afán
de poder. El ingenio sufre también esta contaminación de intereses no lúdicos.
Esta característica tan siniestra se hace aún más acusada cuando se analiza el
campo antónimo: la levedad. Leve es lo que no tiene peso. Entramos así en el reino
del ingenio. La ausencia de gravedad hace que el hombre sea un vaina y que la
mujer caiga en la liviandad, que es una excesiva ligereza de cascos. Pero la ligereza es
también la ausencia de pesadumbre. Es euforia: la experiencia dinámica de la
alegría. El ingenio se apropió con gusto de la levedad, que significa también
agudeza, sutileza. Ésta fue la palabra que deslumbró a los teóricos barrocos del
ingenio. La inteligencia debía someterse a un severo plan de adelgazamiento para
alcanzar la agudeza. La tosquedad, la rudeza y la pesadez no eran más que
enfermedades del metabolismo.
Todos los juegos hacen algo con la realidad, poniendo en evidencia alguna
de sus propiedades, resistencias nuevas, rutas aún no abiertas, o como en el caso
del ingenio, la riqueza de aspectos y relaciones que podemos descubrir en ella.
Como tiene tanto que contar, al ingenioso nunca le faltan palabras. Voy a incluir
otro texto de Ortega en la antología que funda mi análisis. Pertenece al fruto
literario más maduro de toda su obra: Notas del vago estío, ensayo que comienza con
una «obertura de los caminos». El escritor viaja por Castilla y descubre que el
paisaje está atado por los caminos, sin los cuales cada loma se separaría de su
vecina, el riachuelo alzaría su autonomía, y campos, peñascos, alcores y casas
serían teselas desvinculadas. Los caminos son personajes vivos, «en cueros sobre la
tierra desnuda», «que se lanzan de cabeza valle abajo» para luego brincar hasta la
colina y más allá detenerse (¡oh, magnífica greguería!) en una encrucijada «en la
que el camino no sabe qué camino tomar». Esta perplejidad provoca el sufrimiento
moral del camino, herido además por el navajazo que le propinan las vías del tren
cuando lo atraviesan. «Queda enfermo el camino para siempre de aquel sitio y es
preciso entablillarlo con las vallas y ponerle un practicante al lado. Con frecuencia
al pasar vemos el trapo empapado en sangre que agita el practicante en señal de
peligro». Con excepcional agudeza, Ortega cierra esta catarata metafórica con un
sorprendente: «Etcétera, etcétera, etcétera». Advierte que el juego es divertido, pero
que ya es hora de pasar a cosas más serias. De todas las cosas puede decirse
siempre una cosa más. Los caminos son también la red que aprisiona los paisajes,
el sistema arterial que los alimenta, la firma con que el hombre deja constancia de
su dominio sobre la naturaleza, los látigos que doman asperezas, la serpentina que
se lanzan los pueblos cuando están en fiestas. Se puede decir todo porque no hay
necesidad de decir nada en especial. Cuanto dice el ingenioso es ampliamente
arbitrario. Su gran aspiración es no repetirse, y este criterio permite un
interminable volver a empezar.
Queda para luego completar las razones de la oposición entre el «gran arte»
y el «arte ingenioso». El psicoanálisis lingüístico tiene que confirmar su
interpretación poco a poco. Su fuerza depende de su capacidad para explicar
fenómenos dispersos, a los que considera síntomas de una realidad más radical. Se
trata de formar, con palabras inconexas, una frase con sentido, de tal modo que la
justeza del sentido justifique la ordenación. No todas las actividades inteligentes
valoran de la misma manera la abundancia y éste es un dato que hay que
interpretar. Hace siglos, Gracián resumió el tema en una frase críptica que espero
haber descifrado: «El ingenioso debe si no el ser infinito, el parecerlo, que no es
sutileza común».
3
También pueden resolverse con ingenio los problemas reales. «No siempre
se queda a sutileza en el concepto —escribió Gracián—, comunicase a las
acciones». “Tiene unas salidas estupendas” se dice en español. En efecto, el
ingenioso tiene siempre salidas, se desata de todo lazo, disuelve la dificultad, es
disoluto. Sus “salidas”, sus soluciones, han de ser fruto de la habilidad —no de la
fuerza, ni de la ciencia, que son valores de la seriedad—, han de ser también
rápidas, presumiendo de espontaneidad, aunque sólo sea aparentada. También se
emplea el término “salidas ingeniosas” para las respuestas vivaces. Un diálogo
ingenioso es un combate en el que cada combatiente trata de acorralar a su
oponente, que ha de zafarse del acoso. La conversación se convierte en una
sucesión de “repentes”, las ocurrencias rápidas que tanto admiraban a Gracián. El
humor popular ha explotado con asiduidad este filón y el teatro lo ha recogido. Un
personaje de Arniches, intenta tranquilizar a su novia: PAQUITO: “Que quiero
sentar la cabeza”. AMALIA: “Con que la pusieras en cuclillas, se conformaba tu
madre”. Los Quintero abusaron en sus obras hasta la saciedad de esos juegos de
respuestas rápidas, suscitadas por situaciones de pavoneo, que aún pueden
observarse en Andalucía y que son “estilos de respuestas aprendidos por la
incitación y presión del ambiente”. Werner Beinhauer, un filólogo alemán que
estudió concienzudamente el humorismo en el español hablado, escribió en 1934
un tratado titulado El piropo, en el que mostraba su interés por el humor como
método de conquista. A su sensibilidad germana le sorprendía “que el mayor
elogio que cabe oír de boca femenina fuera ‘me ha hecho usted gracia’, o
exclamaciones al tenor de ‘¡ay qué gracioso!, ¡qué gracia tiene!’. Por el contrario, ha
perdido el juego el hombre calificado de ‘muy bueno’, pues de ser muy bueno a ser
‘un pobre infeliz’ tenido en concepto de lástima, no hay más que un paso, siendo
sumamente significativa la afinidad semántica que se advierte en el lenguaje
familiar entre ‘bueno’ y ‘pobre’. A la mujer española —al menos en los años en que
Beinhauer paseaba por Granada— le gusta que el hombre tenga ‘ingenio’ y
‘picardía’, sencillamente porque el pícaro tiene gracia, y el tonto, por bueno que
sea, no la tiene” (Beinhauer, 1973). He aquí uno de los diálogos que cita, y que
pertenece a La reja, de los hermanos Quintero. Luis, pelando la pava —expresión
deliciosamente anacrónica, que bastaría para hacer una sociología de la
conversación— con Rosarito, dice que su tío quería imponerle una muchacha con
mucha “pasta”. Rosario: “Me hace vacilar la pasta que dices que tiene ese señor…
porque mi papá, desgraciadamente, no tiene pasta”. LUIS: “Y ¿qué me importa a
mí que mi suegro esté en rústica?” ROSARIO: “¿Verdad que no?” LUIS: “¡Si tú
estás admirablemente encuadernada!” ROSARIO: “¡Ay, Jesús, ni que fuera yo un
libro!” LUIS: “Pues ¿qué eres más que un libro para mí? Yo leo en tus ojos.
Acércate, acércate, que esta noche no ando bien de la vista”.
Este nuevo sector del campo semántico del ingenio es interesante. La palabra
astucia no apareció en español hasta el siglo XV.
El juego está anclado en la realidad por el juguete. Por eso puede haber
juegos de habilidad, cuyo fin es dominar el componente de adversidad que la
realidad siempre impone. En la ensoñación sucede lo contrario —y ésta es otra de
sus diferencias—. La imagen es dócil al deseo y no ofrece ninguna resistencia. En
mi fantasía puedo jugar en la liga americana de baloncesto. En la peculiar
irrealidad del juego no podría pasar de un mal equipo de aficionados.
Don.
Don dondiego
de nieve y de fuego;
Ábrete de noche,
ciérrate de día,
cuida no te corte
la tía María
pues no tienes don.
Don dondiego,
Tafetán amarillo
La cabeza me duele
de ser tu amante.
¡Monan vuchilá!
¡Gila coro
gulungú, gulungú,
¡Menguiquilá,
El diablo liebre,
tiebre,
no tiebre,
sipilipitiebre,
y su comitiva,
chiva,
estiva,
sipilipitriva,
cala,
empala,
desala,
traspala,
apuñala,
con su lavativa.
También los adultos somos fascinados por estos «usos transgresores» del
lenguaje. Para los retóricos actuales la literatura es un «abuso» (Valéry),
«escándalo» (Barthes), «anomalía» (Todorov), «locura» (Aragon), «desviación»
(Spitzer), «subversión» (Peytard), «infracción» (Thiri) o «enfermedad» (Grupo MI).
Este siglo ha descubierto la «poética de la transgresión», cuya primera falta no es la
falta de ortografía, como pudiera pensarse, sino el abandono del grado cero del
lenguaje.
Al estudiar estas manifestaciones del ingenio, los miembros del Grupo MI,
autores de una muy estimable Retórica general, adoptan un aire serio, y dicen
sentenciosamente: «Con todos estos ejemplos entramos en el dominio de la
teratología verbal». No es para tanto.
5
Protágoras convino con Euatlo que le enseñaría Retórica para ser abogado y
que no le cobraría sus lecciones hasta que Euatlo ganara su primer pleito. Después
de aprender el oficio, Euatlo decidió no ejercerlo nunca, con lo que evitaba tener
que pagar a su maestro. Protágoras le demandó ante los tribunales y argumentó de
esta manera: «Tienes que pagar en cualquier caso: si yo gano el pleito, porque te
obligará a ello el mandato judicial; si yo pierdo el pleito, porque lo habrás ganado
tú y ésos eran los términos del acuerdo». Euatlo respondió: «No estoy de acuerdo.
Si gano el pleito no tendré que pagar porque de ello me eximirán los jueces; si lo
pierdo, no tendré que pagar porque no habré ganado mi primer pleito, tal como
exige nuestro acuerdo».
(Es curioso que el ingenio produzca esta impresión, incluso entre sus
admiradores. Un ferviente estudioso de Quevedo, como José Manuel Blecua, no se
recata de decir, comentando la «poesía como juego» de este autor: «¡Cuánto
despilfarro y derroche de posibilidades en esos juegos de virtuosismo barroco
donde se adelgaza y sutiliza hasta el mismo aire!» [Blecua, 1963]. El campo
semántico del ingenio incluye el vocabulario de la prodigalidad, porque se da una
analogía entre el uso del talento y el uso del dinero. La libertad desligada
considera a ambos realidades fungibles. Quien retiene su fluidez —como hacen los
«grandes poetas»— aspira a invertir en una obra que lo supere. Se hace
inversionista. Quien ahorra, hace lo mismo. Ambas actitudes son, en este sentido,
conservadoras y sumisas. El ingenio quiere siempre gastar. «Si el dinero
permanece, llega a producirme aversión —escribe Sartre—. Necesito gastar. No
para comprar algo, sino para hacer estallar esa energía monetaria, para librarme de
ella y lanzarla lejos de mí como una granada de mano. El dinero tiene un cierto aire
perecedero que me gusta: me gusta verlo escapar de los dedos y desvanecerse.
Pero no ha de ser sustituido por ningún objeto sólido y confortable, cuya
permanencia sería aún más compacta que la del dinero. Es preciso que se largue
deprisa, produciendo inaprensibles fuegos de artificio» [Sartre, 1983]. Sólo el
psicoanálisis lingüístico permite comprender las complejidades de un campo
semántico. Emparentar el ingenio con el despilfarro y valorar la energía más que el
ergon, es síntoma de libertad desligada).
«Llanto de la aurora, oro líquido, cerúlea tumba fría, cenizas del día, cítaras
de pluma, sierpes de aljófar, campos de zafiro, jaspes líquidos».[1]
Era natural que los grandes poetas, desde Juan de Mena hasta García Lorca,
cayeran en la tentación de los juegos de ingenio y escribieran adivinanzas.
Quevedo no podía faltar en esta antología. En El primer tratado de todas las cosas y
otras muchas más plantea una ristra de problemas, cuya solución da después. Copio
algunos: «¿Qué hay que hacer para que anden tras ti todas las mujeres hermosas; y
si fueras mujer los hombres ricos y galantes?». [3] «¿Qué hay que hacer para que con
sólo haber hablado a una mujer te siga a donde fueres?». [4]
En la redonda
encrucijada
seis doncellas
bailan.
Tres de carne,
tres de plata.
Los sueños de ayer las buscan,
un Polifemo de oro.[6]
8
Comenzaré por los aspectos más superficiales. Está claro que el ingenioso se
rebela contra una realidad que le parece aburrida y coactiva. «Todo lo cotidiano es
mucho y feo», escribió Quevedo. Y Séneca lo contó en un espléndido y gimoteante
texto: «¿Hasta cuándo las mismas cosas? Me despertaré, me dormiré, tendré
apetito, me hartaré, tendré frío, tendré calor. Ninguna cosa tiene fin, sino que todas
las cosas se ligan en círculo; huyen, se persiguen; la noche empuja al día, el día a la
noche, el estío fina en el otoño, al otoño le acucia la primavera; así que toda cosa
pasa para volver.
No hago nada nuevo, no veo nada nuevo; en fin de cuentas, esto da náuseas.
Muchos son los que piensan que no es aceda la vida, sino superflua».
El humor —una de las especies del ingenio— quiere decirnos: ¡Mira, ahí
tienes ese mundo que te parecía tan peligroso! ¡No es más que un juego de niños,
bueno apenas para tomarlo en broma! (Freud, 1928). La realidad abusa de nosotros
cuando nos encuentra inertes, por lo que no hay más salvación que fortalecer la
subjetividad. La psiquiatría actual ha insistido en el poder curativo de las
actividades creadoras (Maslow, 1962, 1971; Rogers, 1961; Landau, 1984). Los niños
se libran de un suceso doloroso exorcizándolo mediante el juego. Piaget nos ha
proporcionado observaciones que merecen nuestra gratitud. En una ocasión, su
hija, que tiene tres años y once meses, queda muy afectada al ver a un pato muerto
y desplumado sobre la mesa de la cocina. «Horas después —escribe— la encuentro
sola, echada en el sofá de mi despacho, inmóvil, con los brazos contra el cuerpo y
las piernas plegadas. ¿Qué haces? ¿Estás enferma? ¿Te duele algo? No, soy el pato
muerto» (Piaget, 1961). El niño, concluye, mediante el juego simbólico consigue
asimilar la realidad al Yo.
Es sin duda en la sátira donde aparece con mayor nitidez el doble efecto del
ingenio: devaluar la realidad y fortalecer el yo. Es un juego cruel, que evita, sin
embargo; la acción violenta. La sátira, la burla, el ingenio verbal son eficaces armas
de una agresividad intelectualizada. Convierten al enemigo en juguete, al que
zahieren sin grosería, porque el insulto está transfigurado por el dominio, la
novedad y la gracia. Muestra así el ingenioso una superioridad astuta, al elegir el
terreno donde lucirse, sin que la fuerza pueda nada contra él. Su afán de triunfo es
inclemente, y se desliza hacia lo que Gracián llamaba «el humor siniestro». El
gracioso no concede gracia. Le gusta ser el gato que juega con el ratón.
Recuérdense las burlas propinadas por Quevedo a Ruiz de Alarcón, que era
jorobado y enano: «Los apellidos de Don Juan crecen como hongos: ayer se
llamaba Juan Ruiz, añadióse el Alarcón, y hoy ajusta el Mendoza, que otros leen
Mendacio. ¡Así creciera de cuerpo!, que es mucha carga para tan pequeña
bestezuela. Yo aseguro que tiene las corcovas llenas de apellidos. Y adviértase que
la letra D no es Don, sino su medio retrato».
Wilde despliega todo el campo semántico del ingenio, con su aire de juego,
irresponsabilidad, negación y encanto. Incluso podríamos añadir, bajo su
sugestión, alguna palabra nueva. Por ejemplo, coquetería o flirteo, que son artes
menores, vivas y amenas, de la seducción. Lord Darlington quiere sorprender a la
joven dama y lo hace escandalizando su candidez con amabilidad. El aire afectado
y elegante con que profiere sus deletéreas tesis, su perversidad simulada, convierte
el diálogo en un juego. Los niños juegan a las casitas y los mayores juegan a
hacerse los malvados. Luego, todos —niños y grandes—, unos más temprano y
otros más tarde, dejarán el juego y se irán a cenar. Unos beberán leche y otros
champán, ésa será la diferencia. Wilde no pretende demoler la moral convencional
y por ello no escribe un panfleto, sino una travesura, en la que sólo zahiere la
seriedad y el aburrimiento.
«La insulsez es el comienzo de la seriedad». «Ningún crimen es vulgar, pero
toda vulgaridad es un crimen». Tan tremendas afirmaciones producen un
agradable estremecimiento en la epidermis moral. Wilde conocía muy bien a su
público y sabía que el juego del escándalo hay que jugarlo sobre el piso firme de la
moral convencional, donde se pueden dar saltos y volatines sin miedo a hundirse
en el abismo. Me atrevo a incluir el escándalo en el campo semántico del ingenio,
aunque sea en una franja marginal, porque su significado se ha devaluado, al
mismo compás que lo ha hecho la maldad. Ahora significa, en primer lugar,
«alboroto», pero se lo utiliza para nombrar una disonancia entre lo que se esperaba
y lo que sucede, entre lo acostumbrado y lo escabroso, es decir, una sorpresa
excitante y amable. Aunque la referencia resulte estrafalaria en el escenario inglés
en que nos encontramos, el habla popular española ha identificado siempre el
ingenio con la sal y la pimienta. El escándalo es una sorpresa picante.
Los valores estéticos también son afectados por esta reducción. Basta
comparar el uso poético y el uso ingenioso de las metáforas. En un libro de
Francisco Umbral dedicado a un ingenioso, César González Ruano, leo: «Cuando
Ruano hacía un artículo en verso, era como el que mete un violín en un saco y lo
hace pasar por un jamón. Dar más por menos. El sablazo a la inversa, que es el que
Ruano cultivó delicadamente» (Umbral, 1989). Es el disimulo de la grandeza
mediante una devaluación juguetona. La realidad revelada por el ingenio es
vulnerable o vulnerada, pero nunca trágica, no es un cementerio, sino un Rastro
cósmico, una barahúnda de objetos ontológicamente desvinculados, unidos por el
espacio ficticio de un mercadillo. La metafísica del mundo ingenioso tiene dos
capítulos: ontología del juguete y ontología del cachivache. Son dos tipos de seres
desligados de la realidad, por asimilación a un proyecto lúdico, o por desguace. La
afición de los ingeniosos por el Rastro es de sobra conocida. Sobre él han escrito
Gómez de la Serna, González Ruano y el mismo Umbral, y no se puede olvidar que
fue Lautréamont quien dijo: «Bello como el encuentro casual de una máquina de
coser y un paraguas sobre una mesa de operaciones», que es una instantánea
verbal del marché aux puces. El ingenioso prefiere el Rastro al Museo, porque huye
del envaramiento y menosprecia las instituciones. «En Madrid, las familias buenas,
reducidas en la resaca de sus cosas, van al Museo y las familias malas, “perdis” que
se decía en la época isabelina, van al Rastro», escribe Umbral. En unas pocas líneas
se han encontrado ingeniosos, castizos y poetas malditos. Viven en un mismo
campo semántico, por motivos que este psicoanálisis está alumbrando.
El ingenioso tiene predilección por el arte chico, por el género chico. «El gran
arte —dice burlonamente Umbral— es otra cosa. El gran arte se justifica a sí
mismo, supuestamente, por las sacralidades que representa —religiosas, cívicas,
etc.—, y luego, abolida esta comedia, el gran arte asume en sí la sacralidad: es lo
inefable en el hombre, lo que el hombre crea más allá de sí mismo, el salto más allá
de su sombra». Mientras que el ingenio disfruta con el osito de peluche encerrado
en una jaula para canarios, o con el orinal convertido en cenicero, y se complace en
convertir la realidad en chamarilería y a todas las cosas en cosas de segunda mano,
la poesía grande, por utilizar el término de Umbral, apunta a la eternidad y a la
trascendencia. Son dos orientaciones opuestas: conceder a la realidad más de lo
que tiene, o sisarle lo que posee: introducir las cosas en una dinámica expansiva, o
recurvarlas sobre sí mismas, empequeñeciéndolas: hacerlas trasparedañas del
misterio, o reducirlas a una divertida trivialidad. Religación o desligación, la
alternativa radical.
destrozarnos.
«Vela es, luz de la vela es la tuya, que va consumiendo lo mismo con que se
alimenta y cuanto más aprisa arde, más aprisa se acabará». Aquí, la vela simboliza
la brevedad de la vida y se integra en una red de significados serios, pero pierde
este carácter y se frivoliza, en este otro texto: «Ítem, mandamos que al que matare
corchete o soplón, que no diga que viene de matar a un hombre, sino de despabilar
una vela de a dos, que ardía en daño de muchos y se consumía entre sí mismo».
Decir que los ojos de la amada dan muerte a su enamorado era un tópico de la
poesía petrarquista, que Quevedo devalúa así: «Si sus ojos de vuesa merced son el
matadero de las ánimas…», con lo que convierte en animales a las ánimas que
mueren por aquellos ojos. La parodia, como imitación burlesca, le sirve para
ridiculizar otros lugares comunes de la poesía:
Puesto que la devaluación no nos sirve como criterio, debemos buscar otro.
¿Cómo reconocemos lo ingenioso? Consideramos ingenioso lo que provoca una
sorpresa agradable. Sólo nos falta precisar qué es lo sorprendente y cómo es el
agrado. Es decir, nos falta casi todo.
El ingenio es, pues, una desviación del grado cero. Pero ¿qué tipo de
desviación? ¿Qué es lo sorprendente de la obra ingeniosa?
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y su bandera desata,
Quevedo, que con tanta pasión y talento innovó, confesó con dejo
melancólico la inevitable frustración de la novedad: «Es la novedad tan mal
contenta de sí, que cuando se desagrada de lo que ha sido, se cansa de lo que es. Y
para mantenerse en novedad ha de continuarse en dejar de serlo, y el novelero
tiene por vida muertes y fallecimientos perpetuos. Y es fuerza o que deje de ser
novelero o que siempre tenga por ocupación el dejar de ser».
Es eficaz lo que hace que algo suceda. ¿Qué quiere el ingenio que suceda?
Una experiencia de libertad, que incluye la diversión, la ligereza, la devaluación de
la realidad, la afirmación del yo. ¿Cómo consigue ser eficaz?
Aún me queda por describir el elemento más sutil, ese «no sé qué» que lo es
todo y no es nada, que concede a las cosas su última perfección y que llamamos
«gracia». El sentimiento en que experimentamos el ingenio nos proporciona como
valor objetivo la gracia.
Todos los autores citados relacionan la gracia con el movimiento y dicen que
es la belleza dinámica. No es suficiente. Sobre todo es la seducción: el dinamismo de
la belleza, su capacidad para
despertar/excitar/incitar/exaltar/admirar/extasiar/fascinar al creador y al
espectador. Hay una belleza objetiva que reconocemos sin sentimos atraídos, que
no incita nuestra actividad y a la que Plotino llamaba «belleza perezosa», que no
era capaz de e-mocionar, de mover el espíritu. La gracia es la belleza que nos
contagia su dinamismo y que experimentamos como eu-foria. Somos bien-llevados
por ella, seducidos, encantados. Nos arrastra hacia una realidad ingrávida, «La
onerosa vida —escribía Ortega— pierde peso, se toma ligera, ágil, rápida, en suma
“alacer”. Alacer es la palabra latina de donde viene la nuestra “alegría”. Por otra
parte, alacer corresponde al vocablo griego “elaphos”, que designa los mismos
valores, lo sin peso, ligero y rápido. De aquí que “elaphos” signifique “el ciervo”»
(Ortega, 1958).
La gracia incita al movimiento, por eso decimos que tienen «gracia» las
músicas poco solemnes, que dan ganas de bailar. Al aplicar este término a lo
cómico, el lenguaje ha reconocido una participación en el movimiento alegre que
produce la belleza. Es, sin duda, una devaluación. Quien ya no aspira al paraíso se
contenta con un chiste.
7
Cada autor, cada género, cada arte crean un intervalo distinto. En el que crea
el ingenio percibimos a la inteligencia que se libera de la realidad jugando. No
todos los ingeniosos lo hacen de la misma manera, aunque todos ellos aflojan los
lazos que nos ataban a la realidad. El ingenioso expresivo, como Quevedo, nos
muestra que todo puede decirse de muchas maneras. Por eso no le importa
retomar temas envejecidos y polvorientos. Así lucirá mejor su poderío. El pensador
ingenioso, como Ortega, nos ofrecerá modi res considerando nuevas maneras de ver
las cosas. De lo que se trata es de no dejarse abrumar por una realidad monolítica.
Este cuadro es una greguería plástica. La cara quiere ser otra cosa, como la
orilla de allá del Arno. Su retrato es una metáfora humorística, es decir, amable,
aguda e intrascendente. La traducción literaria podría ser: «El pintor que pinta a su
modelo como una flor, es que quiere dejarla plantada». Es tan convincente la
inverosimilitud que el ingenio instaura, que a Mme. Gilot llega a parecerle
admirable y digno de ser comunicado a la posteridad, que Picasso pinte sus pechos
con ritmos curvados. Un pasmo parecido —e igualmente desternillante— expresó
el propio Picasso cuando mostró con gran orgullo a Malraux unos platos que había
hecho: “J’ai fait des assiettes on vous Va dit? Elles sont très bien (la voix devient grave).
On peut manger dedans” (Neret, 1988). Deliciosas y arcangélicas sorpresas. Después
de la abolición de los límites de la realidad, que el ingenio impone, una vez que
hemos comprobado que todo es todo, todo se parece a todo, todo se distingue de
todo, vuelven a aparecer admiraciones adánicas, y una ingenuidad de segundo
grado, de vuelta ya, descubre el mundo con alharacas gansas. ¡Qué hermoso pintar
los pechos redondos! ¡Qué hermoso que se pueda comer en los platos!
Según cuenta Jacqueline, trataba de hacer algo con cualquier cosa que
encontraba, aunque fuera un trocito de cuerda, y le entusiasmó construir una
cabeza de toro acoplando el sillín y el manillar de una bicicleta. El mismo Picasso,
hablando de sus trabajos de los años cincuenta y sesenta, comentó: «Estoy
realizando un sueño que acariciaba desde hacía mucho tiempo: convertir en formas
perdurables esos papelitos que andan esparcidos por todas partes». Este afán de
transfigurar lo minúsculo es propio del ingenio, que al conseguir grandes efectos
con elementos pobres, muestra a las claras su poder creador.
Pasemos a otro taller. Yves Klein va a crear. El suelo y las paredes están
cubiertos con grandes papeles. Una orquesta de veinte músicos interpreta su
Sinfonía monótona. Unas mujeres desnudas, embadurnadas de azul, se apoyan
sobre los papeles e imprimen sobre ellos la huella de sus cuerpos. Son damas
pintureras, claro está, femmes pinceaux, y el espectáculo hubo de resultar pintoresco
y picaresco. No era tampoco la primera ocurrencia del pintor, que para entonces ya
había realizado su gran descubrimiento: el azul. Fue una iluminación que cambió
su vida, dedicada a partir de entonces a ese culto sorprendente. Sus cuadros
monocromos, primorosamente untados de azul, cuelgan en los mejores museos. En
1958 invitó a dos mil personas a una exposición en la Galerie Iris Clerc, en París,
naturalmente. Fue la famosa exposición del «Vacío», que ha pasado a la historia.
Como el título hacía presagiar, las salas estaban vacías.
Tomad un periódico.
Recortad el artículo.
Agitad dulcemente.
Copiadlas concienzudamente.
Hay que agradecer a la música que ponga fondo a esta divertida cabalgata.
John Cage compone su obra Paisaje imaginario numero cuatro según una técnica
polirradio, inventada y agotada para la ocasión. Veinticuatro ejecutantes-
compositores manejan los mandos de una docena de aparatos de radio, subiendo y
bajando el volumen al azar, mientras cambian de emisora sin descanso. Es música
para ser vista, porque una grabación sólo recoge el guirigay y se pierde el
espectáculo polirradiocreador. Lo mismo ocurre con la obra de Anna Lockwood,
titulada Piano ardiente, en la que el intérprete se limita a tensar las cuerdas hasta
que estallan. También es gozosamente visual la pieza de La Monte Young,
ejecutada, compuesta y desguazada haciendo chocar un piano contra otros objetos.
Es una variante de la música de percusión, que exige un pianista no sólo talentoso,
sino también forzudo: una mezcla de virtuoso y mozo de cuerda.
Hay que desdeñar la realidad, hay que desdeñar los sentimientos, hay que
desdeñar las técnicas, porque todo ser es un opresor en potencia. Me conmueve la
confesión de Merz, uno de los fundadores del «Arte povera», mixtura plástica de
Séneca y San Francisco, cuando se refugia en la ingenuidad de los objetos
humildes, para defenderse de «la enormidad de la naturaleza». La presencia de lo
real es demasiado poderosa y hay que comenzar el proceso de devaluación.
3
Cezanne aún se sentía ligado a lo real. «Mi método», decía, «es el odio por la
imagen fantástica; es realismo, pero un realismo lleno de grandeza; es el heroísmo
de lo real» (De Michelis, 1966). Los pintores impresionistas fueron flaneurs, unos
paseantes curiosos que disfrutaban las riquezas de la realidad. Monet se
desesperaba por no poder fijar el color de un paisaje que cambiaba
vertiginosamente.
Con disparates de tal calibre, no lejanos de la implacable dureza con que los
regímenes comunistas impusieron el realismo socialista, el arte no figurativo se
convirtió en símbolo de libertad política. Su anarquismo, sin duda un poco
retórico, tenía gran potencia subversiva. Este continuado esfuerzo por la libertad,
que aparece una y otra vez al hablar de arte moderno, es su rostro más sugestivo,
aunque su forma de desarrollarlo, mediante la desligación y la devaluación, le
condujera por caminos peligrosos. Hay que volver a pensar si la única vía para
fortalecer al sujeto es devaluar la realidad, pero antes hemos de ver dónde terminó
la peripecia del arte contemporáneo.
4
Las técnicas artísticas eran una pesada herencia del pasado y el arte
moderno sólo vio en ellas una coacción tediosa. Son una injerencia de la historia ya
muerta, un conjunto de normas que deben ser aprendidas y que esquilman mi
espontaneidad. La técnica es una segunda naturaleza, que ahorma la libertad
humana, y aceptarla es elegir un destino. Cada técnica artística implica una
metafísica, y la metafísica antigua del realismo no era compatible con el arte. En
1960, Fautrier se inquieta ante el desprecio que el arte informal muestra hacia el
dibujo, y presagia su retomo. Eso sí, «liberado, no basado en una visión del ojo,
sino en una especie de liberación del temperamento interior, que deberá ser
inventado por cada artista para su propio uso». Viviendo en la cultura del
«hágaselo usted mismo», el artista no podía depender de una educación recibida.
Las técnicas tienen que ser de usar y tirar. Este desprecio de la técnica caracteriza al
ingenio, que resuelve los problemas sin acudir a saberes esotéricos. Le bastan los
materiales al alcance de todos. Su vocación es el bricolage. ¿Quién no sabría utilizar
una femme pinceau? ¿Quién no sabría escribir un poema dadaísta? Las técnicas no
han sido abolidas: han sido sustituidas por técnicas privadas, unipersonales, por
idiolectos, que cada artista inventa y agota. Todo puede ser técnica, luego nada es
verdaderamente técnica.
Los artistas plásticos han incorporado a su arte todas las acciones que se
pueden infligir a un objeto: chorrearlo de pintura, empaquetarlo, amontonarlo,
pegarlo, despegarlo, rascarlo, prensarlo, ahumarlo, sembrarlo de bacterias,
apuñalarlo, acribillarlo, quemarlo, sellarlo, plastificarlo. No son ingeniosidades
mías, y bien que lo siento. Son páginas de la historia artística de nuestro siglo y en
cualquier enciclopedia de arte moderno encontrará el lector los nombres técnicos:
dripping, empaquetage, assemblage, collage, decollage, gratage, fumage, etcétera, etcétera,
etcétera.
Todo se confabula para consumar la devaluación del arte. Es otro mito más
que se derrumba. Tomarse en serio el arte es caer en la sumisión, porque ya
sabemos el destino trágico de la seriedad. Sólo en la exaltación intrascendente
aparece, sorprendida y hermosa como una paloma escapada de su jaula, la
preeminencia absoluta de la subjetividad. El arte es una fiesta y el artista ha de
consumir su vida entregado a ese juego, sin poner demasiado énfasis, sin tomar en
serio cosa alguna, ni siquiera a sí mismo. Ortega advirtió, hace ya muchos años,
que el artista contemporáneo nos invita a que contemplemos un arte que es una
broma. La nueva inspiración es siempre, indefectiblemente, cómica. Toda ella
suena en esa sola cuerda y tono. En vez de reírse de alguien o algo determinado —
sin víctima no hay comedia—, el arte nuevo ridiculiza el arte (Ortega, 1925).
Grandes pintores gritaron su alarma ante este afán suicida. En 1923, Picasso
criticaba con dureza el arte contemporáneo: «El espíritu de investigación ha
envenenado a aquellos que no han entendido todos los elementos positivos del arte
moderno, y ha hecho que pintaran lo invisible, y por lo tanto, lo impintable»
(Baxandall, 1985). «Hoy día, los jóvenes pintores no creen en NADA», escribió
Dalí, en 1955. «Es normal que cuando no se cree en nada se acabe por pintar CASI
NADA».
La devaluación del arte por los propios artistas muestra una lógica férrea,
que forma parte del sistema de la libertad desvinculada. Puesto que la subjetividad
libre es el único valor, la última instancia, debe dictaminar sobre todo. Arte es lo
que el artista libremente decide que sea arte. Con frase lapidaria lo dice Schwiter:
«Todo lo que escupe un artista es arte». Y Andy Warhol lo corrobora: «Ganar
dinero es un arte. En lugar de comprar un cuadro que vale 200 000 dólares ¿por
qué no coger los billetes de banco y pegarlos al muro?» (Neret, 1988).
La elección pura que convertía cualquier objeto en obra de arte era una
actividad creadora que ocultaba en su simplicidad trampas mortales. Para que el
carácter artístico del objeto dependiera exclusivamente del artista, la elección debía
ser gratuita, dependiente tan sólo de la libertad del creador, sin que nada en el
objeto motivara la elección. «El gran problema», comentaba Duchamp, «es el acto
de escoger. Tengo que elegir un objeto sin que me impresione y sin que intervenga,
dentro de lo posible, ninguna idea o propósito de delectación estética. Es necesario
reducir mi gusto personal a cero. Es dificilísimo escoger un objeto que no nos
interese absolutamente nada, y no sólo el día que lo elegimos, sino para siempre y
que, en fin, no tenga la posibilidad de volverse algo hermoso, bonito, agradable o
feo…» (Paz, 1979).
Páginas atrás mostré que al desligar las palabras del significado se iniciaba
un proceso que desembocaba en la casualidad dadaísta. Pues bien, al desligar los
objetos de su finalidad acabamos en el Rastro, escenario querido por los
ingeniosos, y que es el reino de los objetos desligados. La vieja máquina de coser
no sentirá la mano acostumbrada, ni el desconchón de la pared vecina, y su paisaje
de aparador y camilla se ha fragmentado definitivamente. El arte plástico ha
integrado el Rastro en sus assemblages de objetos. Cuando las cosas aparecen
absueltas de toda relación, adquieren un halo místico que los ojos conversos
perciben. Angel Ferrant, el escultor español, cuenta así su experiencia: «Los
objetos, o más propiamente los utensilios que nos rodean, han llegado a
interesarme tanto, tanto, que hubo un momento en que no pude reprimir el
impulso de utilizarlos en lo inútil. Me sentí ahogado por la condensación en torno de
tanta sublimidad degenerada. Fui sugestionado por la contemplación de los objetos
más triviales —rotos o enteros— y me dispuse a ordenarlos por un imperativo
interno. Me serví de una cuchara o un peine como quien se sirve de un anca o de
todo un ser vivo» (Cirlot, 1986).
El arte recupera los objetos que había perdido, pero los recupera
desvencijados. A la ontología y estética del juguete hay que añadir la ontología y la
estética del cachivache. Son las dos partes de la metafísica del ingenio. La dinámica
devaluatoria anuló la altanería del objeto artístico, remitiéndonos a la subjetividad
como única fuente de valores. La devaluación del sujeto nos transfirió a la
casualidad, esa causalidad turulata, que nos hizo aterrizar de nuevo en el mundo
de los objetos, que habíamos abandonado, vuelto acogedor, pequeño, por la labor
habilitadora —hábil— del ingenio.
7
El arte moderno ha buscado obsesivamente la originalidad, que como ya
sabemos es el primer criterio de la obra ingeniosa. Es cierto que los artistas se han
aburrido siempre de las formas ya realizadas, y que ese cansancio ha impulsado la
renovación artística. Hay un agotamiento de las formas, sometidas a un ciclo vital
completo, con su estadio infantil y balbuceante, su plenitud, vejez y muerte, que
los grandes artistas diagnostican con genial agudeza. Ellos son los adelantados de
la fatiga, los que perciben la decrepitud de los estilos cuando los demás aún los
requiebran. El azogamiento es característica común al arte ayer, hoy y siempre.
Ortega recuerda que Cicerón, por «hablar latín dice latine loquiter, pero en el
siglo V, Sidonio Apolinar tendrá que decir latialiter insusurrare. Eran demasiados
siglos de decir lo mismo en la misma forma» (Ortega, 1925).
Sin embargo, el arte no ha sido nunca tan fluido como en este siglo, que ha
estado afectado de una enloquecida movilidad. No es que los artistas se cansen de
un estilo agotado, ni siquiera se trata de que un artista se aburra del estilo de otro,
es que un mismo artista cambia bruscamente de estilo, como si esos saltos fueran
muestras de genialidad. Se impone la retórica del shock, que dijo Valéry. La poética
del asombro, del ingenio, de la metáfora, en palabras de Umberto Eco. «Hay que
hacer lo nunca visto», era la consigna de Picabia, en seguimiento de la cual los
artistas se empeñaron en asombrar, a veces con procedimientos escasamente
ingeniosos. Se han limitado a aplicar los automatismos de la negación, y realizar lo
atípico, lo absurdo o lo anómalo, creyendo que alcanzaban los límites de la
agudeza. El movimiento Dadá reclamaba como héroes suyos a Vaché, que en una
ocasión había interrumpido una representación de Les Mamelles de Tiresias de
Apollinaire, amenazando con disparar su pistola contra el público, y cuyo suicidio
fue un mutis definitivo, y a Arthur Cravan, un poeta irremediablemente mediocre,
que se convirtió en leyenda por proezas tales como retar al campeón de los pesos
pesados, el boxeador Jack Johnson, o llegar borracho a dar una conferencia sobre
arte moderno, ante un elegante auditorio neoyorquino, y desnudarse en el estrado.
En 1919 salió en un bote desde los Estados Unidos con dirección a México, y nunca
se volvió a saber de él.
8
Contagiado por la furia repetidora, repito una pregunta que me hice páginas
atrás: ¿Quién no sabría utilizar una femme pinceau? ¿Quién no sabría escribir un
poema dadaísta? Podría alargar la serie de interrogantes indefinidamente: ¿Quién
no sabría pintar un cuadro como Miró? ¿Quién no sabría pintar un cuadro como
Malevich? Todo el mundo puede hacerlo… después de Yves Klein, Tzara, Miró o
Malevich. Una vez tenida la ocurrencia ingeniosa puede imitarse con facilidad,
porque tras el voluntario despojamiento a que se somete, el ingenio, que ha
desdeñado la técnica, la crítica, los fines, la afectividad, queda reducido a
esquemas muy simples, de lectura única, que pueden utilizarse como plantilla para
producciones en serie.
Las cosas de las que uno está absolutamente seguro no son nunca ciertas. Es
la fatalidad de la fe.
Todas las mujeres que he conocido eran bellas y tontas, o feas e inteligentes.
La naturaleza pues, incita a la bigamia.
Si las clases inferiores no dan buen ejemplo al mundo, ¿para qué sirven?
E: tridente mellado.
H: portería de rugby.
M es mesa plegable.
N es la Z que ha resbalado.
Ñ es la N con bisoñé.
P, pechugona.
Q: a la O le ha crecido un rabo.
W es la M haciendo la plancha.
Estos son modos de ingenió muy elementales, y por ello muy fácilmente
imitables. La inteligencia se mantiene con dificultad en este nivel tan simple, y
fuerza al ingenio a asimilar complicaciones que van aproximándole al «gran arte».
9
El ingenio ha convertido el arte en juego: eso es frívolo. Ahora bien, con ello
pretendía fortalecer la libertad, y esto es serio. El artista se convierte en un frívolo
maestro de la seriedad, que enseña moral desmoralizando, orgulloso con su papel
de heraldo de la liberación. Su comportamiento, que parece caprichoso, es
racionalista y sistemático. Nunca han sido los artistas tan conscientes de su papel
ni han inventado tantas teorías para explicarse. La historia del arte contemporáneo
es la ilustración plástica de una logomaquia teórica, cuyo tema es la libertad.
Al final del proceso que he descrito, resulta que el verdadero autor, el que
confiere su estatuto a la obra de arte, es el público. Al espectador le parece que el
arte moderno es infundado, y con razón, porque nada sostiene su carácter estético,
salvo la mirada del espectador, que se lo confiere o no. La frase de Schwiters
—«todo lo que escupe un artista es arte»— necesita un antecedente para tener
sentido. ¿Quién es «artista»? Si no lo define como tal la obra, ¿qué lo define? No es
«qué» lo que hay que preguntar, sino «quién», y la respuesta es: el espectador.
Artista es todo aquel que el público admite como artista. Si el público —que
incluye a los críticos, teóricos, entendidos, marchantes, inversionistas, directores de
museo, es decir, gente seria, junto con los demás espectadores—, si el público,
digo, retirara su fundamento, dejara de avalar al artista, si alguien dijera «el rey va
desnudo», los edificios embalados, los cuadros monocromos, los conciertos de
silencio, las exposiciones de inmateriales, los poemas aleatorios, las esculturas
casuales, los happenings pretenciosos, recuperarían su condición de naderías. Lo
cual no afectaría al arte, porque su aniquilación y hundimiento sería demostración
de su triunfo. Habría conseguido su propósito, que era convertir al espectador en
un ser libre, hacerle libre para hartarse, capaz de rebelarse contra la nueva beatería
artística. El arte harto encuentra su culminación y triunfo en el espectador harto.
Los artistas han sido los primeros en decir que el rey va desnudo. Con el
desparpajo que sólo un artista ingenioso puede mostrar, ha contado Broodthaers
su introducción en el complejo industrial-artístico-museístico del que se ríe con un
cinismo complacido: «También yo me pregunté si podría vender algo y triunfar en
la vida. Ya hace mucho tiempo que no sirvo para nada. Tengo cuarenta años… Por
fin, la idea de crear algo insincero me atravesó la mente y puse manos a la obra. Al
cabo de tres meses mostré mi producción a Toussaint, propietario de la Galery
Saint-Laurent. Pero esto es arte, dijo, y lo expondré con mucho gusto. De acuerdo,
le respondí. Así, si vendo algo, él se quedará con el treinta por ciento. Son las
condiciones normales, según parece. Algunas galerías se quedan con el setenta y
cinco por ciento…» (Neret, 1989). Lo que empezó con este aire burlón ha
terminado colgado en los más prestigiosos museos.
Tal vez haya sido Juan David García Bacca, un filósofo injustamente tratado
por la moda, quien ha elaborado la más poderosa metafísica del ingenio. La
esencia del hombre es la creación, «una inexhaustible disponibilidad para
ocurrencias, trucos, trazas, planes, empresas». La idea de que el hombre tenía una
irreformable, inmutable, necesaria manera de ser nos ha encanijado y
empequeñecido el alma y los deseos. El existencialismo había negado que el
hombre tuviera esencia: García Bacca va más allá y niega que la realidad de verdad
la tenga. El ser es inagotable posibilidad de novedades, barro cosmogónico, que
quedaría imposibilitado y mutilado si tuviera esencia. En su opinión, el gran
descubrimiento de la física atómica es que «todo puede ser todo», idea que
aceptaría de buen grado Ramón Gómez de la Serna. El sujeto creador debe asimilar
esta infinita plasticidad de la realidad verdadera, y colaborar en su despliegue. La
tarea estrictamente humana es dirigir la aventura ontológica. De ser criaturas
pasamos a ser creadores, como habían proclamado los poetas surrealistas. Para no
cegar las fuentes de la novedad, para vivir con lo que he llamado «psicología del
surtidor», es preciso que el sujeto permanezca en estado de omnímoda disponibilidad.
La vida superior ha de ser ameboide, «íntegramente disponible, vitalidad
indiferenciada». Nada debe limitamos. Hay que improvisar continuamente órgano
y función, pues somos invertebrados espirituales. No existen finalidades naturales,
el sujeto creador es la referencia fundamental de toda la realidad. «El esencialismo
o naturalismo es una enfermedad ontológica. Lo grande no es ser hombre; lo
grande, de verdad, es hacerse otra cosa, lo que comenzó siendo hombre» (García
Bacca, 1963, 1986; Izuzquiza, 1984). Es la misma apetencia que tenía la orilla de allá
del Arno.
La sociedad actual es ingeniosa porque acepta y vive los valores del ingenio.
Desgarrado entre dos posibilidades igualmente temibles —la angustia y el
aburrimiento— el hombre busca la solución en el ingenio. Es preciso desligarse de
todo. Pertenecemos a una sociedad móvil, cinética, en la que cada vez será más
improbable que un hombre muera donde ha nacido. No hay objetos de veneración,
tan sólo ídolos deslumbrantes y efímeros; no hay normas estables, sino modas. Las
combinaciones son demasiado rápidas y hay que disfrutar con el cambio. La
novedad es aprobada por anticipado, porque constituye un valor en sí, hasta el
punto de que se puede utilizar como reclamo electoral o publicitario. El hombre
necesita ser fluido, para no oponer resistencia a nada. De lo contrario, perderá su
agilidad y no se podrá mantener al día. Los buscadores de talentos empiezan a
desconfiar de los ejecutivos que permanecen mucho tiempo en el mismo trabajo.
Hay que evitar las costumbres, pues todo hábito es una amenaza de cristalización
y, teniendo que elegir entre ser cristal o humo, como la vida, la sociedad actual
prefiere difundirse a petrificarse. Incluso los psiquiatras elogian esta educación
para el deslizamiento. «Algunos profesores del MIT.», escribe Maslow, con la
ingenuidad que acostumbra, «han abandonado la enseñanza de los métodos
probados y verdaderos del pasado a favor del intento de crear un nuevo tipo de ser
humano que se sienta a gusto con el cambio y lo disfrute» (Maslow, 1971).
Es cierto que las grandes utopías han quebrado, pero se mantiene vigente
una utopía sin pretensiones, que había permanecido latente, oscurecida por la
prepotencia de las demás. Se trata de la utopía ingeniosa. La nueva humanidad se
siente cómoda en un ambiente poco agresivo, tolerante, en el que los individuos,
liberados por desligación de la influencia de los demás, se disponen a probarlo
todo. Se ha abolido lo trágico y se navega con soltura en una afectividad ingeniosa:
divertida, no comprometida, y devaluadora de lo real.
Chesterton dijo hace muchos años que el humor sería la religión del futuro y
todo hace pensar que el futuro ha llegado. Lipovetsky ha indicado que la sociedad
actual está empapada por un humor fun, que no tiene ni la zafiedad del realismo
grotesco de la Edad Media, ni la agresividad de la sátira clásica. Una consigna
tácita nos ordena no tomar nada en serio, ni siquiera a nosotros mismos. El arte
contemporáneo ha mostrado que toda consistencia es obstáculo y toda densidad,
lastre. Hasta el Yo es un estorbo. El hombre actual quiere abandonarse a la fluidez,
y dejarse vivir por los acontecimientos cambiantes. El humor, como señaló Freud,
nos pone a salvo de lo terrible y bajo su influjo refrigerador los afectos rebajan su
temperatura. Nos impone un empequeñecimiento cordial, que incluye tanto la
depreciación ajena como la propia, que aceptamos con gusto, porque los grandes
valores se han convertido en amenazas. Hemos descubierto las ventajas de la
anestesia afectiva, todos somos divertidos, la publicidad adopta un tono
humorístico, las costumbres son desenfadadas, las modas ingeniosas. Nada se libra
de la atracción de la levedad, que hace que la pedagogía se sueñe a sí misma como
actividad lúdica y que los libros científicos traten de suavizar su aridez con un
humor bien dosificado. Los políticos necesitan un archivo de chistes apropiados
para cada ocasión, como tenía Kennedy. «El código humorístico», escribe
Lipovetsky, «aspira al relajamiento de los signos y a despojarlos de cualquier
gravedad; dicho código resulta el verdadero vector de democratización de los
discursos mediante una desustancialización y neutralización lúdicas. Las
relaciones entre los hombres son expurgadas de su gravedad inmemorial. La
cultura actual nos impone una coexistencia humorística» (Lipovetsky, 1989).
Ese humor nos defiende del sistema. El afán sistematizador, según Savater,
ha perdido todo crédito en nuestros días, lo mismo que el afán de coherencia y
respetabilidad, pretensiones propias de «talantes más gravosos que graves». Fue el
doliente Kierkegaard quien dijo: «El humorista no será nunca un espíritu
sistemático». A no ser que el mismo sistema sea una broma colosal (Savater, 1981,
1982).
Esa risa hace que todo sea ridículo, y el sujeto se resiente de ello. Un hilo de
depresión y desencanto recorre toda la trama del ingenio. No es casual que en la
época barroca la exacerbación del ingenio coexista con una epidemia de
melancolía. No hay que ser un lince psicológico para percibir el nexo que une burla
y desengaño en la obra de Quevedo. Los llamados «poemas metafísicos» exponen
una metafísica de la melancolía, cuyas categorías cardinales son la realidad como
decepción («¡Fue sueño ayer; mañana será tierra!»), la fugacidad del tiempo («El
tiempo, que ni vuelve ni tropieza / en horas fugitivas la devana»), el mutismo de la
realidad («¡Ah de la vida!… ¿Nadie me responde?») y la subjetividad efímera («Soy un
fue y un será y un es cansado»).
No hay dos Quevedos. El hombre que escribió los versos más conmovedores
y terribles de la poesía española es el mismo hombre de las sátiras y las groserías.
Eran dos modos de expresar la misma decepción.
Nada de esto es suficiente para explicar por qué considero que el ingenio es
una paradoja pragmática. Me veo obligado a analizar las cuatro contradicciones
fundamentales que encuentro en él.
2
Esta paradoja puede adoptar otras formas. Por ejemplo: «El poder creador
alcanza su máximo poder cuando es capaz de anularse a si mismo». Encontramos
esta idea en dos versiones. Una es trágica: el artista se toma a sí mismo como
materia artística, y se empeña en destruirse en una transmutación perversa de la
capacidad creadora. Inventa una poética negra, pavorosa y fascinante. Sartre lo
contó en su Saint-Genet, comediante y mártir.
Imagine el lector que le digo que este libro está escrito irónicamente. Lo que
significa, en realidad, esa frase es: por más que se empeñe, nunca podrá descubrir
lo que pienso. No basta con que suponga que digo lo contrario de lo que quiero
decir (esto es lo que define a la ironía), porque mi ironía puede ser tan hábil que
ironice sobre mi propia ironía. Este proceso no tiene fin, porque ironizando sobre
lo ironizado llego al infinito. Me apresuro a decir que éste es un libro serio. Y le
ruego que no tome esta afirmación como una ironía. No deje que la duda incube en
su cabeza, porque este libro se disipará en el equívoco. Para conjurar ese peligro,
he pensado incluso en titularlo «Esto no es un libro irónico», pero me lo
desaconsejaron porque era dar pábulo a la sospecha. En fin, con este comentario
sólo quería convencerles de que la ironía es al pensamiento como la mixomatosis al
conejo.
Sólo cata
La tercera paradoja se enuncia con una frase evidente para todo hombre
culto: Todas las opiniones merecen respeto, o expuesta en forma paradójica: «La
opinión que dice “las opiniones no son respetables”, es respetable».
Que esta frase oculta una paradoja pragmática se muestra por el hecho de
que nadie es capaz de obrar de acuerdo con ella. Nuestra tolerancia es universal,
pero con muchas salvedades. No admitimos el principio de que todas las opiniones
son respetables, cuando lo enuncia un cirujano empeñado en decir que el hígado
está en el costado izquierdo. En los centros de enseñanza se da por supuesto que
son respetables las opiniones privadas sobre filosofía o moral, pero no sobre
matemáticas.
Puede parecer que mis ejemplos son muy burdos, y que la paradoja se
disuelve con otra formulación más precisa: «Todas las opiniones que versen sobre
asuntos opinables, son respetables». Las otras, las que aventuren afirmaciones
arbitrarias sobre temas científicos, no lo son. Por desgracia, las paradojas tienen
siete vidas y, además caen siempre de pie, como los gatos, y esa nueva redacción
no es tan eficaz como presumíamos.
Creo que sí. Y creo, además, que es una paradoja vivida, pragmática, que
afecta al comportamiento de todos. Nos sentimos condenados a cristalizamos o a
esfumamos. Necesitamos referencias firmes para no perdemos y tememos las
referencias firmes porque nos determinan. La paradoja parece insoluble. Si la
verdad es unívoca, universal, idéntica para todos, la realidad es un bloque
monolítico y tedioso, como dijo Parménides que era el Ser. Si queremos vivir la
realidad como interesante, fértil, incitante, conviene juguetizar la verdad, aunque
sin anularla. Pero esto no es posible porque la realidad impone sus condiciones. En
el limbo de las equivalencias los hígados están en el costado izquierdo, o en la
frente o en el pie, y es difícil vivir con esta anatomía flotante, multilógica,
heteroglótica o carnavalizada.
5
El que busca ser original ha de mirar mucho con el rabillo del ojo para ver
dónde están sus referentes. Renuncia a todo valor estable para vivir en perpetua
alteración condicionada. La novedad es un criterio vacío, que conduce a una
rutinización de la originalidad: lo importante es distinguirse, y para ello basta un
sistema muy elemental de transformaciones: negar lo lógico, lo tópico, lo normal.
Este mecanismo de crear ingeniosidades funciona incansable y monótonamente.
Las paradojas que acabo de enunciar tienen, como todas las paradojas, un
aspecto de artificiosidad y de truco. No hay nada de eso. Son paradojas
pragmáticas que afectan a nuestras vidas sin que las detectemos. Al enunciarlas,
nos sorprenden y nos dan la impresión de que son tan sólo ingeniosidades, pero no
lo son. Hasta descubrirlas hemos estado sometidos a su lógica. Observemos cómo
funciona el cinismo en la vida real. Entre las incontables sentencias que se
atribuyen a Churchill, elijo dos: «Sólo confío en las encuestas que yo mismo he
falseado». «El político tiene la obligación de saber prever el futuro y de saber
explicar por qué sus previsiones no se han cumplido». El cínico acierta a colocarse
más allá del bien y del mal, invulnerable porque se ha evadido de toda norma, las
ha devaluado con un guiño astuto, que nos fuerza a los demás, si no a ser
cómplices, al menos a quedar encerrados en su lógica.
Marco Aurelio dio, con serena sensatez, solución a todos estos problemas:
«Sé indiferente a las cosas indiferentes», es decir, devalúa las cosas devaluables,
ríete del engreído, y de todo lo presuntuoso, falso o ridículo. Y venera todo lo
demás. Esta ponderación escapa, por desgracia, al dinamismo del ingenio, que
carece de los criterios necesarios. El hombre es capaz de perder su mejor amigo por
decir un epigrama. Todas las técnicas del ingenio son un tobogán por el que
resbalamos.
¿Pero existe algo fuera? ¿Queda algo en pie después de una cultura del
ingenio? ¿Qué hacer después de la orgía? La burla, el carnaval, la ironía, la
devaluación, el absurdo, ¿no serán la gesticulación verdadera de la realidad? De
acuerdo: el hacer y deshacer del ingenio es una tarea sinsentido, como la de Sísifo,
pero ¿no seremos todos unos Sísifos desdichados y sin grandeza? Kierkegaard dijo
de la ironía que era enfermedad y terapéutica. ¿Podemos aislar ambos aspectos y
separar la virtud curativa del poder patógeno? ¿Existe el meta-lenguaje que pueda
resolver las paradojas del ingenio?
La primera nos dice que hay una pugna entre libertad y realidad. Si el
mundo es poderoso, la libertad, por fuerza, ha de ser débil. Si nos religamos a algo
—por veneración, sentimiento o deber— aceptamos un yugo, nos humillamos,
como el camello, y nos dejamos cargar. Nietzsche predicó que toda religación era
sometimiento o tiranía. Tuvo que matar a Dios para aniquilar, con ese asesinato
simbólico, la gran confabulación urdida por el sustancialismo platónico y el
resentimiento judío, en contra de la Humanidad. El existencialismo, que es la otra
filosofía de la libertad vigente en este siglo, también afirmó la libertad como
desligación. La existencia de una realidad hiperpotente, como sería Dios o una
moral absoluta, ahogaría al hombre sin remedio. Es poca cosa la libertad para
soportar el peso del infinito.
Si insisto tanto en que el sujeto debe ser consciente de sus recursos, no es para
estimularle, sino porque la idea que el sujeto tiene de sí mismo es un elemento real
de su personalidad, del que va a depender realmente su capacidad de actuar. El
cobarde es el que se cree incapaz de responder con valentía. El niño que se cree
incapaz de estudiar matemáticas, será incapaz de estudiar matemáticas.
A renglón seguido del principio de todos los principios, hay que enunciar el
segundo principio de todos los principios: «Cualquier evidencia puede ser tachada
por una evidencia de fuerza superior». La innegable evidencia de que el sol se
mueve en el cielo, es anulada por otra evidencia más vigorosa, que nos dice que es
la tierra la que se mueve alrededor del sol.
Hay unas verdades propias de nuestro mundo personal, que están fundadas
en evidencias privadas: las llamo verdades mundanales, y en este terreno es válida la
noción de verdad como perspectiva. Cada pupila descubre un mundo, por decirlo
con la afectación orteguiana. Cada mundo es el lugar de intersección de una
libertad personal con la realidad. Es, pues, un modo peculiar de resolver la
aventura de vivir. Compartir esos mundos ajenos, las diferentes creaciones
biográficas, nos permite escapar de nuestra limitación: por eso excitan nuestra
curiosidad. Todos tenemos una deuda de gratitud con las teorías perspectivistas,
vitalistas, heteroglóticas, multiestilísticas, porque amplían los horizontes del ánimo
y tienen un efecto anfetamínico.
Por ahora sólo me interesaba recordar que el hombre, que siempre vivió en
su mundo, experimentó la necesidad vital de salir de su verdad vivida, privada,
mundanal, para buscar un suelo más firme o compartido. De esa urgencia por
encontrar verdades universales, que no estuviesen basadas tan sólo en evidencias
privadas, surgió la ciencia. A las verdades que quiere conseguir las llamaré
verdades reales, porque no se refieren al mundo del científico, sino a la realidad
común en que vivimos todos.
Es preciso advertir que las verdades mundanales son verdades, aunque sean
privadas. Expresan aspectos vividos de la realidad y son irrebatibles mientras
permanezcan recluidas en su mundo. Si Sartre sintió náuseas ante la fecundidad de
la naturaleza y si la proliferación de formas vegetales le pareció obscena y super-
fetatoria, los demás solo podemos hacer un comentario de Pero Grullo: si lo sintió,
lo sintió. No tiene vuelta de hoja. Si su pupila nos enseñó a ver el bosque con
repugnancia, eso tenemos que agradecerle. Tan sólo hay que evitar que esa verdad
privada salga de su mundo, sin tener en regla un permiso de exportación, que nos
indique si es mercancía en tránsito, en depósito, o para exposición. Para evitar las
equivocaciones, debemos marcar las verdades mundanales con un «copyright», un
«made in»; en suma, un indicativo personal. Y no olvidamos de él, cuando
asimilemos una verdad ajena.
Ocurre, sin embargo, que «ver» se dice en griego «skeptomai», y que con
esta inmersión en el ver, nos sumergimos a la vez en el escepticismo. Existen tantas
formas de ver, y tan sugestivas, que el contemplador pasa de una a otra, duda, se
desorienta, y no sabe a qué mundo quedarse. Inquieto ante tantas solicitaciones, el
hombre ha buscado el modo de eliminar los indicativos personales o, en otras
palabras, ha buscado verdades reales para saber a qué atenerse.
Una vez más, la solución está en subir de nivel. Lo que he descrito como
comportamiento ingenioso constituye sólo el momento inventivo de la inteligencia.
Una etapa deslumbrante y magnífica, pero inicial. Para crear necesitamos esa
proliferación de ocurrencias, que nos impiden enclaustramos en una repetición
estéril. Necesitamos, también, no quedamos en ella, sino prolongarla con el
momento creador. A sabiendas de que contradigo las más arraigadas creencias del
artista moderno, he de afirmar que el instante decisivo de la actividad creadora no
es la ocurrencia, la invención, sino la selección. El artista se equivoca o acierta al dar la
orden de parada. Ése es su acto más genuino. Por eso fue tan consecuente la
postura de Picasso cuando, al firmar con Bollard la exclusiva de venta de sus
cuadros, se reservó el derecho a decidir cuándo estaba terminada una pintura
(Baxandall, 1985). Que hubiera que dejar constancia expresa de una exigencia tan
natural, da idea del desbarajuste vivido por el arte contemporáneo. Los artistas
modernos han dejado, en muchas ocasiones, al azar la terminación de sus obras.
Esta última frase introduce un tema nuevo. Desde hace un siglo vivimos una
magnificación progresiva de la comprensión como función intelectual. Lo
importante es comprender a los demás. Nadie en su sano juicio puede desconocer
que necesitamos comprender y que nos comprendan, y que esta actitud es
fundamento de la convivencia. La comprensión es la virtud democrática y social
por excelencia. Lo anómalo está en quererla hacer también el máximo valor
filosófico, porque parece evidente que comprender es un paso necesario, pero inicial,
para saber si una idea es verdadera. Si trunco ese proceso y me detengo en la
comprensión, confieso tácitamente un desinterés por la verdad —o una
desesperanza— que me fuerza a refugiarme en el terreno de las verdades
mundanales con las que, efectivamente, he de mantener una relación de
comprensión. Si incluyo esta actitud, tan necesaria y benéfica en muchos otros
aspectos, dentro del sistema del ingenio, es porque me parece clara su semejanza
con las otras posturas reductoras que he señalado y que dimanan de un rechazo, o
una imposibilidad, de elegir.
La experiencia que funda el ingenio es una huida. Por debajo de sus gestos
divertidos hay un concepto desengañado de la realidad. La inteligencia, que no
puede vivir abrumada, busca la salvación en el despliegue triunfante de su propia
libertad, que ejerce su poder devaluando, porque es del poder de la realidad de lo
que debe liberarse. El modo de vivir la subjetividad propia determina una
concepción del mundo. La libertad ingeniosa genera un sistema, cuya lógica
interna produce un modo de ser y de crear cultura. Lenguaje y experiencia han
ejercido su influencia recíproca, como siempre, y entre los dos han tejido el tejido
del mundo, que no es un gigantesco campo semántico, ni una mirada interminable
y muda, sino un conjunto de experiencias que buscan las palabras para expresarse,
y de palabras que dirigen las experiencias con su saber plegado. En este segundo
nivel, este libro no trata de semántica, sino de realidades. El ingenio, que designaba
un proceder de la inteligencia, es también una realidad —la realidad ingeniosa—, o
el deseo de una realidad —la utopía ingeniosa.
El ejemplo del arte moderno pretendía lo que pretenden todos los ejemplos:
incrustar un trozo de realidad en un discurso pensado. Hacen que la exposición se
vuelva heterógena, mezclan dos géneros distintos, lo que da origen a graves
problemas estilísticos. Al citar una ingeniosidad, no estoy hablando sobre un tema:
estoy trayendo el tema al libro. Cuando Gómez de la Sema elogia la trivialidad,
está comportándose trivialmente, es decir, está predicando con el ejemplo. Por eso,
al traer el ejemplo, traigo a la vez la prédica y el acto. En este libro, las citas no son
una taracea culta, sino una «muestra» de la realidad.
POST SCRIPTUM. Sugiero al lector que conteste de nuevo al test con que
comienza el libro. Si estoy en lo cierto, no debería haber grandes variaciones entre
las respuestas dadas antes y después de leerlo, pero sí una comprensión más clara
de por qué contestó como contestó. En caso de que hubiese grandes discrepancias,
me sería de gran utilidad que me las comunicara por carta, a través de la editorial
Anagrama.
APÉNDICE
El autor advierte, en una nota de inestimable interés para nuestro tema, que
«esta diferencia de ingenio es muy peligrosa para la teología, donde ha de estar
atado el entendimiento a lo que dice y declara la Iglesia Católica, nuestra madre».
El valor social de la discreción —y del ingenio que limó sus perfiles ásperos
y amansó su faz belicosa, no hace más que aumentar en el siglo XVIII. El
Diccionario de Autoridades define al discreto como «el que es agudo y elocuente, que
discurre bien en lo que habla o escribe». Esta descripción no basta, porque se
olvida de subrayar un nuevo rasgo ingenioso en auge. El ingenio se ha convertido
en arte de agradar, agradar es hacer gracia, la gracia es hacer reír. Éste era un
aspecto presente como embrión en la matriz semántica de «ingenio», que ahora se
da a luz. Mencionaremos, como ejemplo, la obra de Ignacio Luzán: Arte de hablar, o
sea, retórica de las conversaciones (1729). Para este autor la nota que define al discreto
es la urbánitas: el talento y prudencia requeridos para hablar en todo lugar «con
gracias y donaries y agudezas, ésto es la capacidad de persuadir mediante el
deleite de la risa y otras variedades del sentimiento gozoso». Las invenciones
deben producir sorpresa, pero resulta ilustrador que se identifique la sorpresa con
la risa, que «tiene su origen del engañar la expectación ajena con respuestas y
dichos impensados, y muy fuera de lo que se creía y esperaba, o de entender los
dichos ajenos diversamente de lo que suelen» (ibíd., p. 162). Entre las gracias y
agudezas que «alegran y deleitan» están los juegos del vocablo y los equívocos,
porque «es de ingenioso saber transferir la fuerza de un vocablo a otra cosa,
diversa de lo que los demás entendían».
En esa fecha, el Diccionario de la Real Academia incluye por vez primera una
nueva acepción de «genio»: «Dícese hoy particularmente de los talentos de primer
orden que tienen la facultad de crear, inventar o combinar cosas extraordinarias».
(En el Diccionario Etimológico de Corominas se dice equivocadamente que esta
palabra fue admitida por la Academia en 1884, cuando de hecho ya figura en el
Diccionario de 1869). El genio queda marcado con un grado de superioridad, de
excepción, al tiempo que se limita el significado de ingenio: «Facultad del hombre
para discurrir o inventar con prontitud y facilidad. Sujeto ingenioso dotado de
habilidad y agudeza». La prontitud y la habilidad acompañarán ya al ingenio por
todos los diccionarios del siglo XIX.
Hay que advertir que Huarte hace una distinción que anticipa la que
comentamos. Después de explicar que el ingenio es una potencia generativa,
escribe: «Viendo y considerando los filósofos naturales la gran fecundidad que
Dios tenía en su entendimiento, lo llamaron Genio, que por antonomasia quiere
decir el grande engendrador. El ánima racional y las demás sustancias espirituales,
puesto caso que también se llaman genios por ser fecundas en producir y
engendrar conceptos tocantes a ciencia y sabiduría, pero su entendimiento no tiene
en los partos que hace tanta virtud y fuerzas que les pueda dar ser real y
sustantífico fuera de sí, como en las generaciones que Dios hizo» (p. 427). Sin
embargo, los diccionarios de esa época no recogen ese significado.
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Traducción castellana: Conceptos de Arte Moderno, Alianza, Madrid, 1986.
Nieto del filósofo toledano Juan Marina Muñoz, José Antonio Marina es
catedrático excedente de filosofía en el instituto madrileño de La Cabrera, Doctor
Honoris Causa por la Universidad Politécnica de Valencia, además de
conferenciante y floricultor. Estudió filosofía en la Universidad Complutense de
Madrid, teniendo por compañero a su amigo y también escritor Álvaro Pombo.
En Por qué soy cristiano expone su visión personal acerca del cristianismo y
de la enérgica figura de Jesús, y defiende la teoría anticipada por Averroes de la
doble verdad, distinguiendo las basadas en evidencias intersubjetivas y las que
provienen de evidencias privadas y manifiesta que: «Los integristas trasvasan sus
verdades privadas al ámbito público. Es el problema al que nos enfrentamos».
Bibliografía y premios
Educación para la ciudadanía, 2007, libro de texto nivel ESO Ver índice
Las arquitecturas del deseo: una investigación sobre los placeres del espíritu, 2007
Reseña
En coautoría
El bucle prodigioso: veinte años después de Elogio y refutación del ingenio (Con
María Teresa Rodríguez de Castro) Editorial Anagrama (2012)
Capítulos de libros
«El hombre feliz: o la fecundidad compartida», del libro Ser hombre, 2001,
compilado por Pepa Roma
Prólogos
La tiranía de la belleza: las mujeres ante los modelos estéticos, Lourdes Ventura,
2000
El don de arder: mujeres que están cambiando el mundo, Ima Sanchís, 2004
Familia y Escuela. Escuela y Familia. Guía para que padres y docentes nos
entendamos, Óscar González, 2014
Premios y distinciones
SOLUCIONES
[1]
Rocío, miel, mar, ocaso, pájaro, arroyo, cielo, aguas marinas. <<
[2]
La luna. <<
[3]
Ándate tú delante de ellas. <<
[4]
Húrtala lo que tuviere y te seguirá hasta el cabo del mundo, sin dejarte ni
a sol ni a sombra. <<
[5]
El clavo. <<
[6]
La guitarra. <<