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Abasolo Jose Javier - El Juramento de Whitechap

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El juramento de Whitechapel

José Javier Abasolo

Es Licenciado en Derecho por


la Universidad de Deusto. Ha trabajado como abogado y desempeñado varios puestos en las
administraciones públicas, desempeñando sus funciones en la actualidad en el
Departamento de Empleo y Asuntos Sociales del Gobierno Vasco.
En el campo de la literatura tiene una larga trayectoria como autor de novela negra,
habiendo publicado los siguientes libros: Lejos de aquel instante (1997, Premio de Novela
Prensa Canaria 1996 y finalista del Premio Hammett 1997, traducido al francés), Nadie es
inocente (1998, traducido al francés e italiano), Una investigación ficticia (2000),
Hollywood-Bilbao (2004), El color de los muertos (2005), Antes de que todo se derrumbe
(2006, Premio de Narrativa García Pavón 2005), El aniversario de la independencia (2006,
Premio Farolillo de Papel del Gremio de Libreros de Bizkaia) y Heridas permanentes
(2007).

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o


transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares,
salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos
Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra
(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

1ª edición: mayo de 2019

Ilustración y diseño de cubierta:


Cristina Fernández
Maquetación:
Erein
© José Javier Abasolo
©EREIN. Donostia 2019
EREIN Argitaletxea. Tolosa Etorbidea 107
20018 Donostia
T 943 218 300
e-mail: erein@erein.eus

ISBN de versión digital:


978-84-9109-473-9

Digitalizado por Adimedia, S.L.


www.adimedia.net

José Javier Abasolo

El juramento de Whitechapel
NOTA DEL AUTOR

Este libro es una novela, una obra de ficción, aunque algunos de sus protagonistas
existieron de verdad. Pero desde el momento en que aparecen en una obra de ficción se
convierten también, al menos en la novela, en personajes de ficción.
No se pretende, por tanto, dar una versión “definitiva y concluyente” de los sucesos
ocurridos el año 1888 en el barrio londinense de Whitechapel ni tampoco de establecer, sin
lugar a dudas, la identidad de Jack el Destripador.
Pero si se piensa bien, teniendo en cuenta la solidez de muchas de esas teorías
aparecidas últimamente, todas ellas, en opinión de sus autores, definitivas, concluyentes y
que, según los mismos, no dejan lugar a la duda, ¿por qué no podría estar esta novela
mucho más acertada que esas hipótesis?
Al fin y al cabo, fantasía por fantasía, ficción por ficción, no se puede descartar
ninguna de ellas.
Pero como ya se ha advertido al principio, este libro es una novela, tan sólo una
novela y, una vez leída, es el lector quien tendrá la última palabra sobre lo que aparece en
ella.
Así que dejemos ya que hablen sus protagonistas, los reales y los de ficción.
DRAMATIS PERSONAE
PERSONAJES REALES: Abberline, Frederick George (1843-1929): Inspector de
primera clase de Scotland Yard en los tiempos en los que actuó Jack el Destripador, del que
fue uno de sus más infatigables perseguidores. Retirado con honores tras haber obtenido un
gran número de menciones de honor a lo largo de su carrera, tuvo también sus detractores,
que incluso le acusaron de ser el propio Jack, en un desdoblamiento de personalidad parejo
al del doctor Jekyll y Míster Hyde, aunque nunca se pudieron demostrar esas acusaciones.
Anderson, Robert (1841-1918): Comisario-asistente del CID (Criminal Investigating
Departement/Oficina de Investigación Criminal) de Scotland Yard, encargado directamente
de la investigación de los crímenes de Jack el Destripador, muy criticado en su tiempo por
irse de vacaciones en plena investigación. Arana y Goiri, Sabino Policarpo de (1865-
1903): Político vasco, fundador del PNV (Partido Nacionalista Vasco). Chandler, Joseph
(1850-1923): Inspector de Scotland Yard. Chapman, Annie (1841-1888): Prostituta de
Whitechapel, la segunda de las consideradas víctimas canónicas de Jack el Destripador.
Conan Doyle, Arthur (1859-1930): Médico y escritor escocés, creador de las aventuras del
celebérrimo Sherlock Holmes y su acompañante, el doctor John Watson. Gore-Booth,
Constance (1868-1927): Conocida también como condesa Constance Markiewicz desde su
boda con un aristócrata polaco. Sufragista y revolucionaria irlandesa, que llegó a ser
diputada y ministra de Trabajo de Irlanda. Holland, Emily (1838-¿?): también conocida
como “Ellen”. Prostituta, amiga de la primera víctima, Mary Ann Nichols. Kośmiński,
Aaron (1865-1919): Barbero judío de origen polaco, que durante un tiempo fue para
Scotland Yard uno de los sospechosos de los crímenes de Whitechapel. Macalister,
Alexander (1844-1919): médico de origen irlandés, director de la “Cambridge Anatomical
Teaching School”. Phillips, George Bagster (1835-1897): Médico forense de la ciudad de
Londres. PERSONAJES DE FICCIÓN: Atkinson: Mayordomo de la familia Gore-
Booth. Benjamin: Niño desarrapado, de origen judío, que en ocasiones hace recados para
Simon Goldstein. FitzGerald, Patrick: Sacerdote de origen irlandés, párroco de una
pequeña iglesia frecuentada por sus compatriotas residentes en Londres. Goldstein, Simon:
Rabino y banquero londinense, muy influyente en la comunidad judía de Inglaterra. Green,
Pauline: Doncella de la familia Kingsfield. Hillary: Otra doncella de la familia Kingsfield.
Hurley, Francis: Delincuente londinense conocido como “The Hammer”, El Martillo, por
la costumbre que tiene de usar ese instrumento para realizar sus actos delictivos. James:
Camarero del club londinense del que es socio Charles Kingsfield. Kingsfield, Charles:
Amigo londinense de Sabino Arana que hace de “cicerone” para éste mientras se aloja en su
mansión familiar y le arrastra a investigar los asesinatos de prostitutas que están
produciéndose en el barrio de Whitechapel. Kingsfield, Elizabeth: Hermana de Charles
Kingsfield e hija de sir Peter. Kingsfield, sir Peter: Próspero hombre de negocios que ha
accedido al título de lord y a un puesto en la Cámara de los Lores, que acepta ser mentor
del joven Sabino Arana por haber conocido en tiempos pasados a su padre. Latimer, John:
Secretario particular de lord Kingsfield. Murphy: Tabernero de Whitechapel, propietario
de un local al que acude en ocasiones Charles Kingsfield. O’Bannion: Socio y compatriota
de O’Malley. O’Malley, Sean: Irlandés de gran estatura que en ocasiones trabaja para
Charles Kingsfield. Richardson: Médico con consulta y clínica abierta en Londres, viejo
compañero y amigo de Arthur Conan Doyle. Sanders: Agente de Scotland Yard,
compañero del inspector Chandler. Taylor: Conductor del coche de la familia Kingsfield,
que también ejerce, llegada la ocasión, de guardaespaldas. Timothy: Criado de la familia
Kingsfield.
Capítulo I
LA CONFESIÓN DE SABINO

Cuando alguien está a punto de ser fusilado son muchos los sentimientos que
afloran. Rabia, temor, tristeza. Sobre todo tristeza. Una tristeza infinita. También odio, por
supuesto, sería absurdo negarlo, aunque procuro evitarlo al máximo, si bien no lo consigo
del todo. Es comprensible. Al fin y al cabo soy humano y el odio, como el amor, es uno de
los sentimientos más humanos que existen. Pero soy también sacerdote y no puedo
permitirme odiar. No debo permitirme odiar. Se supone que los seguidores de Jesucristo
predicamos el amor, no el odio o la guerra. ¡Se suponen tantas cosas que luego no se
cumplen! En este mismo momento otros sacerdotes, incluso antiguos discípulos o
compañeros de seminario que se creen los adalides de la auténtica fe y la palabra de Dios,
están ayudando a las tropas sublevadas contra la República a matar, torturar, saquear, violar
y exterminar a quienes consideran sus enemigos, los enemigos de Dios y de la Patria.
Hombres que yo creía que eran buenas personas, entregadas al prójimo –y seguramente
ellos siguen pensando eso de sí mismos–, no dudan en practicar cualquier aberración
contraria a los mensajes evangélicos con tal de que triunfe el levantamiento militar que con
tanto entusiasmo han apoyado.
Y lo más curioso, por no decir que lo más triste, es que he sido yo el tachado de mal
sacerdote por haberme mantenido fiel a mis principios y haber sido capellán de un batallón
del Euzko Gudarostea, las tropas que el gobierno del lehendakari Agirre organizó para
luchar junto a la República contra los militares sublevados. Si no fuese algo tan trágico
sería casi cómico. Que a mí, que me he mantenido fiel al gobierno legítimamente
constituido y a sus instituciones, vayan a fusilarme por un delito de apoyo a la rebelión.
Pero no son éstos momentos para lamentaciones. Al menos, no para lamentos
personales, porque no dejo de sufrir en mis carnes el desgarro de mis compatriotas. De
todos mis compatriotas, tanto de aquellos con quienes he convivido al servicio de mi
pueblo como de quienes luchan en el bando de enfrente. Ellos también mueren en una
guerra despiadada y sin sentido y dejan viudas y huérfanos. Es el signo de las guerras, de
todas las guerras. Nunca aprenderemos que jamás hay vencedores y vencidos, que todos
somos en realidad vencidos, aunque aparentemente triunfemos. Lo que no es precisamente
el caso del bando republicano, podría añadir irónicamente, aunque me temo que tampoco
éste sea un tiempo para ironías. Ni seguramente lo serán los futuros, tal y como está
transcurriendo la contienda.
Me comunicaron la sentencia hace un par de días. Quien vino a leérmela fue
precisamente un viejo alumno al que hace ya muchos años di clases en un seminario. Tras
recriminarme que jamás hubiese esperado eso de mí –me imagino que con la palabra “eso”
se refería a mi lealtad a la República– y desearme, con cierto escepticismo, que Dios se
apiadara de mi alma, me preguntó si quería confesarme, a lo que, para su sorpresa, respondí
negativamente. Me imagino que pensó que yo ya estaba perdido para la causa y que mi
alma se pudriría eternamente en el Infierno. En su ignorancia o prepotencia, o más
posiblemente en una combinación de ambas, no se dio cuenta, o tal vez no quiso darse
cuenta, de que no soy el único sacerdote encarcelado y condenado a muerte y que
intentamos animarnos los unos a los otros y al resto de nuestros compañeros de infortunio,
ya sean católicos, agnósticos o ateos. Aquí, además de nacionalistas, están encerrados
también un buen número de republicanos, socialistas, comunistas y anarquistas y puedo
decir, sin por ello apostatar de mi fe, que antes me fiaría de ellos que de muchos de mis
hermanos en el sacer docio. Por eso no me confesé con ese cura faccioso que, sonriendo
satisfecho, me anunció mi próxima muerte. Ya lo he hecho con uno de los que están aquí
encerrados y eso me permitirá morir en paz, dentro de lo posible. Porque a estas alturas de
mi existencia no quiero ser hipócrita. El que crea en la existencia de Dios y su bondad no
significa que lo tenga muy claro. Ni mucho menos que no le tenga miedo a la muerte.
Nadie quiere morir, ni siquiera los sacerdotes. ¿Y si estamos equivocados y después de esta
vida no hay nada? Supongo que tampoco sería una tragedia. Uno no es consciente del
vacío, y si no se es consciente, tampoco se sufre, así que a fin de cuentas, ¿qué más da?
Me parece que estoy divagando aunque, por otra parte, ¿qué se puede hacer cuando
uno sabe que va a morir en pocas horas salvo divagar, reflexionar, filosofar? Sobre todo si,
como es mi caso, ya no se tiene una familia en la que pensar. Mis padres fallecieron hace
muchísimos años, al igual que mis hermanos, alguno de ellos a consecuencia de esta
malévola guerra. Es cierto, de todos modos, que tengo un montón de sobrinos, entre ellos
varios combatientes en los que pienso a menudo y recuerdo en mis oraciones, pero en el
fondo mi carga no es comparable con la del condenado a muerte que se obsesiona con qué
les va a ocurrir en el futuro, cuando él ya no esté, a su mujer y sus hijos. Así que hago lo
único que puedo hacer, tras haberme confesado y comulgado con uno de los sacerdotes
prisioneros con los que he trabado amistad, pensar y recordar, recordar y pensar. No sé si es
un consuelo o una maldición, pero es lo único que me queda.
Y ese constante recordar y pensar, pensar y recordar, ha hecho que vuelva a mi
mente una vieja historia que no tenía olvidada, pero sí arrinconada en un lejano lugar de mi
memoria. Otra confesión en la que yo oficié de confesor y el penitente, por su parte, era un
hombre aún joven, pero que se hallaba, como yo en estos momentos, próximo a entregar su
alma a Dios. No porque hubiera sido condenado a la pena capital, sino porque su delicada
salud estaba a punto de quebrarse definitivamente.
En aquella época, hablo del año 1903, yo acababa de salir del seminario y había
sido destinado a un hermoso pueblo costero de mi Vizcaya natal, Sukarrieta. Mi
conocimiento del idioma propio del lugar, el euskera, y el hecho de que tuviera
antecedentes familiares en la localidad coadyuvaron a que me enviaran allí como adjunto
del párroco. Era éste un hombre ya mayor, octogenario, que falleció muy poco tiempo
después de mi llegada, lo que me obligó, pese a mi juventud y escasa experiencia, a
hacerme cargo de la parroquia. Intenté hacerlo lo mejor que pude y poco a poco fui
ganándome la confianza de sus habitantes. Por eso, cuando aquella fría mañana del mes de
noviembre de 1903 me avisaron para que fuera a visitar a un enfermo, no me extrañó. No
me extrañó, en efecto, pero sí que tengo que admitir que despertó en mí una fuerte
curiosidad.
El hombre que estaba a punto de fallecer, y al que debía administrarle el sacramento
de la extrema unción, era aún una persona joven. No había cumplido los treinta y nueve
años todavía, si bien en la última década su nombre no dejó de sonar constantemente por
todo el país ya que había levantado, pese a su juventud, un movimiento político que en el
futuro iba a cambiarlo casi radicalmente. Su nombre completo era Sabino Policarpo de
Arana y Goiri, pero era más conocido como Sabino Arana o, simplemente, como Sabino, el
fundador del PNV, el Partido Nacionalista Vasco.
Por aquella época yo aún me mantenía fiel al carlismo que había heredado de mis
mayores y habían contribuido a reforzar algunos de mis profesores del seminario, ese
carlismo en el que parece seguir militando el sacerdote que, con sonrisa jubilosa, me ha
notificado mi condena a muerte, pero muchos de mis feligreses, e incluso bastantes de mis
familiares, habían abrazado con entusiasmo la nueva doctrina política que por todos los
rincones del solar vasco propagaba incansablemente el señor Arana. Por eso tengo que
admitir que su llamada despertó en mí un interés que iba más allá del simple cumplimiento
de mis obligaciones como párroco. Había oído hablar mucho de ese hombre, incluso le
había visto cuando acudía a misa, siempre que sus fuerzas se lo permitían, y el hecho de
poder estar un rato a solas con él me ofrecía la oportunidad de profundizar en lo que,
aparentemente, tenía que ser una personalidad muy rica y compleja.
Pese a que sólo le quedaban nueve días de vida, cosa que ninguno de los dos
sabíamos en ese momento, aunque no nos engañábamos y éramos conscientes de que más
pronto que tarde iba a abandonar este mundo, me recibió erguido en su cama y me ofreció
su mano, una mano ya muy endeble y escuálida, para que se la estrechara.
–Gracias por venir, padre. Creo que ha llegado el momento de dar cuentas a Dios y
me gustaría presentarme ante él lo más limpio posible.
Pese a que lo más correcto hubiese sido tratarle como a cualquier otro feligrés, no
pude abstraerme de quién era y guiado más por mis ansias de conocimiento que por simple
curiosidad, aunque admito que no estaba exento de esta última, intenté reconducir la
conversación hacia el tema político, pero fui interrumpido por Sabino, que me dijo que le
quedaban muy pocos días y no quería desperdiciarlos adoctrinándome políticamente.
–Preferiría hablar exclusivamente de religión, padre –añadió finalmente.
–La religión y la política siempre han ido de la mano, señor Arana. Muchas guerras,
como usted sabe, han sido motivadas por esa unión y por el santo deseo de los fieles de
defender sus creencias.
En aquella época yo ya tenía mis dudas sobre el hecho de que Dios aprobara que se
hicieran guerras, matanzas y masacres en su nombre, pero el peso de la tradición y de la
educación recibida seguía influyendo considerablemente tanto en mi pensamiento como en
mi religiosidad, por eso dije algo de lo que entonces empezaba a no estar muy seguro y de
lo que ahora estoy convencido de que es una blasfemia, por mucho que la mayoría de los
obispos españoles, salvo algunas honrosas excepciones, hayan tildado la sublevación del
general Franco como Cruzada. De todos modos en el año 1903 esas ideas aún estaban en
barbecho en mi mente, de ahí que le contestara del modo que he transcrito.
–Lo sé, padre, lo sé –me contestó sonriendo–. Y, seguramente, tiene usted razón.
Pero en estos momentos no deseo hablar de política, ni siquiera de la relación entre religión
y política, sino simplemente de religión. O mejor dicho, tampoco deseo hablar de religión.
Soy, siempre lo he sido, un católico convencido. No me considero por ello mejor que los
demás. Seguramente he tenido muchos fallos en mi vida y cometido muchos pecados, pero
he intentado mantenerme fiel a las instrucciones de la Santa Madre Iglesia. Por eso, ahora
que estoy a las puertas de la muerte y muy pronto seré juzgado por el Creador, lo único que
deseo es confesarme y recibir su absolución antes de presentarme ante Él.
Me atuve a sus deseos, como no podía ser de otro modo dada mi condición
sacerdotal y las obligaciones que eso conlleva, así que, tras escuchar su confesión, procedí
a perdonarle sus pecados con la fórmula ritual, “ego te absolvo a peccatis tuis in nomine
Patris et Filii et Spiritus Sancti”. No sé si esas palabras pronunciadas en la vieja lengua de
Roma le tranquilizaron o que su fatigado cuerpo necesitaba tanto reposo o más que su alma,
el caso es que cuando volví a fijar mis ojos en él dormía apaciblemente y, sin atreverme a
perturbar su sueño, me alejé en silencio.
Al día siguiente regresé, no porque el moribundo volviera a llamarme, sino por
imperativo de mi ministerio. Visitar a los enfermos es una obligación para un párroco, sobre
todo cuando desempeña su labor en un pueblo pequeño, y en ese sentido Sabino era, para
mí, un feligrés más, un hombre que se encontraba a las puertas de la muerte y necesitaba el
consuelo y el apoyo de la palabra de Dios.
Mi visita no supuso ninguna sorpresa. En todo caso el sorprendido fui yo cuando la
criada que me atendió tras abrirme la puerta me dijo que pasara sin más demora, que el
señor Arana me estaba esperando.
–No sé a qué viene esa extrañeza, padre –casi me riñó, si bien amigablemente,
cuando le comenté mi reacción–. Del mismo modo que usted se había informado sobre mí,
yo también he hecho unas pequeñas indagaciones sobre su persona, y sé que considera algo
sagrado atender a los enfermos hasta que entreguen su alma a Dios, como pronto lo haré yo.
Intenté protestar y animarle, pero me cortó en seco, pidiéndome que no le tomara
por tonto.
–De mí se han dicho, y seguramente se dirán en el futuro, muchas cosas, pero
espero que nunca se diga que me engañaba a mí mismo. Sé que me muero, es algo que no
tiene vuelta atrás, así que las palabras de consuelo, aunque como persona bien nacida las
agradezca en lo que valen, lo único que consiguen es hacerme perder el tiempo. Y
perdóneme si esta pequeña disquisición le parece grosera o extemporánea. Privilegios de
moribundo.
Poco podía decir ante esas palabras, salvo que mantuviera la fe en Dios y su bondad
y desearle, en lo posible, que no sufriera antes de que llegara el final. Más o menos lo que
hacía con el resto de los enfermos. En muchas ocasiones había podido comprobar que el
mero hecho de cogerles la mano, de transmitirles calor, era suficiente para tranquilizarles.
Incluso que, por vacuas que pudieran parecer, las palabras de ánimo y consuelo les
otorgaban una reconfortante paz. Pero Sabino no era un moribundo típico. Tal vez por su
edad, o por ese fuego interno que, si antaño le había servido para ser eficaz propagandista
de su causa, hogaño le hacía afrontar su cercana muerte con arrojo y valentía, pero el caso
es que no me necesitaba como paño de lágrimas sino, así me lo expresó con total
sinceridad, como confesor.
Al principio me sorprendieron sus palabras y así se lo dije.
–Ya le confesé ayer y le di la absolución. No creo que, tendido como está todo el día
en este lecho, haya cometido nuevos pecados de los que deba arrepentirse.
–Es usted aún muy joven –me contestó sonriendo. Él tampoco era excesivamente
mayor, pero quizás la proximidad de la muerte le había proporcionado la experiencia que
los años jamás le darían– y subestima la capacidad del género humano para pecar en todo
tipo de circunstancias y situaciones, pero en algo tiene razón. Esta nueva confesión que
quiero hacerle no es para ponerme a bien con Dios, sino para, para...
Por un rato me dio la impresión de que el hombre de cuya pluma habían salido
múltiples artículos y discursos se había quedado sin la capacidad de expresarse hasta que
me di cuenta, advirtiendo cómo cerraba los ojos y que su cara se contraía como si estuviese
realizando un ingente esfuerzo más intelectual que físico, de que tan sólo estaba buscando
la mejor manera de empezar a relatarme esa anunciada confesión. Esa presunción se
convirtió en certeza unos segundos después cuando abriendo de nuevo los ojos se irguió
encima de la cama y dando un sorprendente giro a nuestra conversación me preguntó si
sabía quién había sido Jack el Destripador.
–Usted es muy joven –continuó sin esperar a que yo respondiera–, así que no sé si
recordará unos hechos ocurridos quince años atrás, cuando todavía era un niño. No creo que
sea una historia que haya llegado hasta los estudiantes del seminario, ya que es muy poco
edificante, aunque nunca se sabe. Me refiero a una serie de crímenes perpetrados en
Londres, durante el otoño de 1888, por una persona que jamás fue descubierta, al menos
oficialmente, y que atendía al nom de guerre de Jack el Destripador.
No pude evitar un estremecimiento. Por supuesto que, pese a mi edad y a haberme
educado en un seminario, sabía de quién me estaba hablando. Del que sin duda alguna
había sido el asesino más cruel y sanguinario de los últimos tiempos. Lo que no entendía
era qué relación podía tener con el hombre que yacía enfermo en aquel caserón de
Sukarrieta.
–No se inquiete, padre –hizo un amago de sonrisa, pero la enfermedad, que día a día
iba tomando nuevas posiciones en ese frente de batalla que era su cuerpo, impidió que el
amago se convirtiera en una auténtica sonrisa–, no voy a confesarle que soy Jack el
Destripador. Han dicho de mí, y supongo que seguirán diciéndolo después de mi muerte,
cosas incluso peores, pero le juro solemnemente que no soy el culpable de esos
abominables crímenes. Aunque sí puedo decirle que, para mi desgracia, estuve relacionado
con ellos. Y que eso cambió mi vida. Espero que Dios me dé la suficiente para poder
contárselo todo. No me pregunte por qué lo hago, ni siquiera yo lo sé. O quizás sí. En el
fondo se trata de descargar mi alma. No del mismo modo que en el sacramento de la
confesión, pero supongo que con un resultado parecido. Y aunque sólo nos conocemos
desde ayer, confío en usted. No sé cómo utilizará lo que le voy a narrar, eso lo dejo a su
libre albedrío. Puede guardárselo dentro de sí, o proclamarlo urbi et orbe. O incluso escribir
una novela, aunque no sé si les está permitido a los sacerdotes escribir novelas con ese tipo
de tramas. Sinceramente no me preocupa. En realidad, el único motivo de la confesión que
voy a efectuar, por seguir utilizando esa palabra, aunque ya sin un sentido estrictamente
religioso, es la paz interior que espero que me produzca el hacerlo.
Hizo una breve pausa antes de volver a hablar, si bien en esta ocasión no cerró sus
ojos ni se quedó como adormilado. Seguramente lo único que necesitaba era reponer
fuerzas antes de proseguir.
–Le ruego padre, se lo pido como un favor personal, que no me interrumpa mientras
le cuento mi historia. Posiblemente necesitaré varios días para hacerlo, ya ve que las
fuerzas no me acompañan, y no me gustaría irme al otro mundo sin habérsela narrado por
completo. Si cuando acabe aún me quedara un hálito de vida, procuraré disipar todas las
dudas u objeciones que le hayan surgido escuchándome, pero de momento le vuelvo a pedir
que me deje contar la historia sobre Jack el Destripador, sus horrendos crímenes y el
motivo de que yo me relacionara con ellos sin la menor interrupción posible.
Juré ante la Santa Biblia cumplir con sus deseos y entonces Sabino, irguiéndose
sobre la cama todo lo altivo que en esos momentos era capaz y con un renacido brillo en
sus ojos, empezó a narrarme la historia. O, al menos, la parte de la historia en la que él fue
involuntario, o quizás no tan involuntario, según se mire, protagonista.
Capítulo II
LA PRIMERA MUERTA

El año 1888 fue muy duro para mí –inició de este modo su relato Sabino–. Cinco
años antes, cuando sólo contaba con dieciocho, falleció mi padre, y entonces mi madre,
pensando que era lo mejor para mí y la familia, me envió a Barcelona con la intención de
que estudiara Derecho y Filosofía, aunque a mí siempre me habían gustado más las
asignaturas de Ciencias. No deseo que vea en estas palabras un reproche, líbreme el Cielo
de hablar mal de la mujer que me dio el ser, ella hizo siempre lo que suponía que era lo
mejor para mí, sólo que en aquella ocasión no acertó. De hecho creo que no fui un buen
estudiante –se rió entre dientes al decir esto, aunque un rictus de dolor acabó con su risa–,
pero no por falta de capacidad ya que, sin querer pecar de inmodestia, puedo afirmar con
orgullo que aprobé el Bachillerato con una calificación de sobresaliente. El problema
estribaba en que no me interesaba para nada la carrera en la que me había matriculado y a
cuyo ejercicio jamás pensé dedicarme, así que me presenté a muy pocos exámenes antes de
optar por el abandono. Eso no quiere decir, de todos modos, que durante mi etapa
universitaria me mostrara inactivo, al menos intelectualmente, sólo que dirigí mis esfuerzos
a materias que, efectivamente, pudieran llenar mis ansias de conocimiento. Por eso me
matriculé un año en la facultad de Ciencias Naturales y fue también allí, en Barcelona,
donde proseguí con mis estudios sobre la lengua de nuestros antepasados, el euskera, con el
objetivo de llegar a dominarla. Incluso comencé a escribir un estudio sobre la ortografía del
dialecto vizcaíno. En fin, cosas de juventud. Fueron cinco años interesantes, que me
sirvieron para conocer la hermosa ciudad catalana, e incluso para formarme, pero a mi
modo, no al de las autoridades académicas.
Todo ello se truncó con el fallecimiento de mi madre. De repente, con tan sólo
veintitrés años, me encontré huérfano. No estaba solo, afortunadamente, ya que contaba con
el apoyo y el amor de mis hermanos, pero sí huérfano. Mi madre había sido muy importante
para mí, lo mismo que mi padre, y después de perder a éste, a la edad de dieciocho años,
esa edad en la que uno ha dejado de ser un niño, pero todavía no es un hombre, acababa de
perderla también a ella. En ese momento, como acabo de decirle, había cumplido ya los
veintitrés, pero me encontraba casi tan desvalido como cuando falleció mi padre. Ni
siquiera me sentí así cuando, con tan sólo ocho años, tuvimos que exiliarnos en el País
Vasco-Francés, debido a sus actividades políticas, ya que era un fiel partidario de Carlos
VII, del que pensaba que iba a restaurar, tras su triunfo, nuestros fueros y libertades.
Entonces, pese a la dureza del destierro, podía cobijarme bajo el manto protector de mis
progenitores, que sabían cómo cuidarme y atenderme. Ahora, en cambio, me encontraba
solo. Mis hermanos podían apoyarme, y lo hacían, pero era yo quien debía forjar mi
destino.
Pronto sufrí una nueva decepción. Se había instituido, por primera vez en la historia,
una cátedra de lengua vasca en el Instituto de Bilbao, y decidí optar a la plaza, quizás
confiando, de una manera excesivamente optimista, en que los esfuerzos que había estado
realizando para aprender el idioma podrían verse recompensados con su consecución, pero
no fue posible. Tenía contrincantes muy poderosos, entre ellos don Resurrección María de
Azkue, que fue finalmente el elegido. Con toda justicia, además, ya que sus méritos estaban
muy por encima del resto de postulantes. Pero no por ello dejó de constituir, para mí, un
severo revés. En poco tiempo me había quedado completamente huérfano y se me habían
cerrado las puertas de una posible actividad como catedrático en una materia que, además,
me apasionaba. Debido a todo ello, durante ese breve periodo de mi existencia anduve
desconcertado, sin saber qué hacer, hasta que mi hermano Luis me propuso que viajara a
Inglaterra.
–Será bueno para ti alejarte durante unos meses de Bilbao –me dijo–. Además,
podrás aprender la lengua inglesa y quizás establecer contactos para futuros proyectos
profesionales –añadió al observar mi inicial desagrado ante lo que yo consideraba una
pésima idea. No tanto porque no me apeteciera alejarme de la patria, que también, como
porque pese a no saber muy bien a qué quería dedicarme en el futuro, ya tenía
meridianamente claro que éste no se encontraba en el mundo de los negocios. Y es que,
aunque todavía no sabía cómo llevarlo a cabo, ya empezaba a germinar en mi mente la idea
de construir un nuevo movimiento político que sirviera para liberar a nuestro pueblo de sus
cadenas. Pero se trataba de una idea tan incipiente que en esos momentos ni siquiera era
consciente de ello. Fue precisamente a raíz de las experiencias vividas en Londres que tomé
la decisión que cambiaría mi vida. Pero creo que me estoy adelantando a los
acontecimientos. Y como me queda muy poco tiempo, no proteste, padre, no es caritativo
dar falsas esperanzas a un moribundo, retomaré el hilo de mi historia.
Vuelvo, por tanto, a lo que le estaba contando. Mi hermano Luis insistía para que
me fuera a Inglaterra y yo me negaba sistemáticamente. Quizás pesaba en exceso el
recuerdo de nuestro exilio en San Juan de Luz. Es cierto que allí también me encontraba
entre vascos, pero eran vascos que además de nuestra propia lengua hablaban en francés, lo
que, de algún modo, hacía que me sintiera extraño, fuera de lugar. Además, como ya le he
dicho, cinco años de mi entonces corta vida transcurrieron posteriormente en Barcelona, así
que estaba acostumbrado a vivir fuera de Vizcaya, por lo que puede colegirse, como mi
hermano solía decirme sin desanimarse, que estaba acostumbrado a vivir lejos del hogar.
Esa circunstancia, que para Luis constituía un punto a su favor, era precisamente lo que más
me retraía. No derivaba, por tanto, mi negativa a sus requerimientos de un inexistente
miedo a alejarme de Bilbao, porque ya lo había hecho en anteriores ocasiones, la auténtica
razón provenía de que estaba hastiado de no poder echar raíces en la que era mi tierra y
también empezaba a considerar como mi única patria.
Finalmente, sabedor de que la insistencia de mis hermanos no estaba originada por
el deseo de deshacerse de mi persona sino por el cariño que me profesaban, accedí a sus
deseos y el 31 de agosto de 1888 me embarqué rumbo a las costas de Inglaterra como paso
previo a mi destino final, que era la gran urbe de Londres. Según me subí al barco empecé a
arrepentirme de haberme dejado convencer, ya que nada más zarpar se apoderó de mí un
persistente mareo que me obligó a vomitar en más de una ocasión. Cuando por fin
atracamos en la costa inglesa tenía la cara tan blanca que parecía que me hubiese colocado
encima de ella un emplasto de arroz. Pisar tierra firme fue un alivio, pero también me llenó
de desesperanza. ¿Qué hacía yo en un país extranjero, al que nada me ligaba y del que lo
desconocía todo? Por unos breves instantes sopesé la posibilidad de pedirle al capitán del
barco que me devolviera a Bilbao en su viaje de vuelta, pero me había comprometido con
mis hermanos a permanecer una temporada en Inglaterra y no podía defraudarles, así que,
haciendo de la necesidad virtud, agarré la maleta lo más fuertemente que pude y me
encaminé hacia la aduana del puerto, con la íntima esperanza de que los aduaneros
encontraran algún fallo en mi documentación y me obligaran a volver a mi tierra, en cuyo
caso yo habría cumplido con mi palabra y, así mismo, se haría realidad mi deseo de retornar
a mi país. Pero el Señor, al que tanto debo, tenía otros planes para mí aquel día, así que,
casi sin echarme ni un leve vistazo, supongo que mi aspecto no casaba con el de un espía de
alguna potencia extranjera, me permitieron introducirme en el centro del Imperio Británico.
Mi hermano me había dicho que no me preocupara, que alguien me estaría
esperando en el puerto, y tengo que decirle que tampoco en esta ocasión dejó de cumplir su
palabra. Lo comprobé cuando vi cómo un joven, tres o cuatro años mayor que yo,
elegantemente ataviado, se acercó hasta donde estaba y me preguntó si yo era el señor
Arana. En realidad lo dijo en inglés, Are you Mr. Arana?, pero aunque en aquellos
momentos mis nociones de su idioma eran muy escasas, al escuchar mi apellido, con una
pronunciación un tanto extraña, eso sí, le respondí afirmativamente.
–Welcome to England. I’m Charles Kingsfield –volvió a hablarme en su idioma,
mientras me extendía su mano.
Nuevamente, con un gran esfuerzo de imaginación, supuse que me estaba dando la
bienvenida e incluso que me había dicho su nombre y apellido. Posteriormente, como usted
seguramente habrá adivinado, aprendí a expresarme con soltura en inglés, aunque lo he
ocultado estos años, al igual que mi estancia en Londres, en un vano intento de olvidar
tanto los horrores que allí vi y viví como aquella experiencia vital, muy profunda y
extremadamente dolorosa, que tuve durante mi estancia y que es el motivo de esta atípica
confesión, pero entonces era para mí una lengua tan desconocida como puede serlo la de los
aborígenes maorís de Australia. Eso nos creaba un problema, ya que Kingsfield tampoco
sabía una palabra de español. Afortunadamente, pronto descubrimos que podíamos
entendernos en francés, idioma que yo aprendí durante mis años de exilio y él con una
institutriz originaria de nuestro vecino país. Lógicamente la conversación no era tan fluida
como si hubiéramos podido hablar cada uno en nuestro idioma, pero fue suficiente para
entendernos.
–¿Ha tenido una mala travesía? Porque no parece presentar muy buen aspecto –me
dijo con un desparpajo que posteriormente comprobé que era una de sus características más
pronunciadas.
Intenté quitarle hierro al asunto, pero tuve que confesarle que no estaba
acostumbrado a navegar y que me había mareado nada más salir de Bilbao.
–Parece mentira que siendo hijo de un pueblo marinero no aguante las embestidas
del oleaje –me contestó riéndose y llenándome de vergüenza. Pero pronto, sin dejar de reír,
al comprobar que me estaba azorando, me dijo que tan sólo era una broma y me presentó
sus excusas, ya que en ningún momento había tenido intención de ofenderme, excusas que
admití al momento.
El padre de Charles Kingsfield, por lo que me comentó mi hermano antes de partir,
había compartido en el pasado negocios con el mío y por eso, cuando Luis le explicó el
motivo de mi viaje, se mostró dispuesto, para honrar la memoria de su vieja amistad, a
darme cobijo durante el tiempo que yo permaneciera en Londres. El hecho de enviar en mi
búsqueda a su propio hijo, en lugar de a un sirviente, así lo acreditaba, por lo que aproveché
ese momento para, a mi vez, agradecerle las atenciones que estaban teniendo conmigo.
–Y en cuanto a su broma, no se preocupe. Es cierto que siendo como soy vizcaíno
tendría que estar más acostumbrado al mar, así que su chanza es perfectamente
comprensible.
–De todos modos no debí hacerlo. No al menos en estos momentos en los que se le
nota aún con síntomas de cansancio. Mi única disculpa es que esta mañana me he
despertado con una noticia muy desagradable y, por eso, necesitaba desahogarme riéndome
un poco, aunque fuera a su costa, lo que lamento profundamente.
Mientras hablaba su semblante, que en todo momento había estado risueño, pareció
ensombrecerse, como si algún mal le aquejara. Tanto por mi educación como por
inclinación natural nunca he sido impertinente ni partidario de indagar en las vidas ajenas,
pero era tan palmario el bajón que de repente había sufrido mi nuevo amigo que no pude
dejar de inquirir si le ocurría algo.
–No se preocupe, señor Arana, ha sido sólo un momento –pero enseguida rectificó y
me dijo–. Aunque ojalá sólo fuera cosa de un momento. Me temo que el mal está siempre
presente, sólo que no nos percatamos de ello hasta que lo tenemos delante de nuestras
narices.
–¿El mal? ¿A qué se refiere? –le pregunté, intrigado. Como usted bien sabe, padre,
mi formación y mi fe es católica, por eso creo saber qué es el mal, pero esa frase, en labios
del hijo de mi anfitrión, me produjo una clara sensación de extrañeza.
Estábamos subiendo al carruaje que nos iba a trasladar a Londres, así que el joven
Kingsfield me instó a callar, poniendo un dedo sobre los labios. Pero enseguida, cuando
estuvimos acomodados en el interior del coche, quizás recordando que estábamos hablando
en francés y, por tanto, el cochero no podía enterarse de nuestra conversación, me preguntó
qué sabía yo acerca del mal.
Debió de notar mi azoramiento porque formuló su pregunta de otra manera.
–Por ejemplo, amigo Sabino, ¿puedo llamarle Sabino? Usted llámeme simplemente
Charles. Vamos a pasar mucho tiempo juntos, o eso espero, y esas formalidades de
llamarnos todo el rato por nuestro apellido, con el señor delante, creo que están de más.
Asentí complacido y Charles reanudó su interrumpida pregunta.
–Cuando antes le he hablado del mal no me refería a algo abstracto. Sé que es usted
una persona educada y que, por tanto, no se le escapan las connotaciones filosóficas,
morales y religiosas del término, pero me refiero a si ha conocido el mal más de cerca. No
digo que usted se haya codeado con él, por supuesto, nada más lejos de mi intención.
Simplemente desearía saber, en el caso de que usted considere pertinente contestarme si,
por alguna desgraciada circunstancia, ha tenido en alguna ocasión un conocimiento directo
o indirecto del mismo.
Debo reconocer que no supe qué responderle. ¿Era lícito considerar de ese modo,
como un mal, el que los vascos estuviéramos supeditados al gobierno de España? Las
muertes que se produjeron en el último levantamiento carlista que originó el exilio de mi
familia, ¿entraban también en esa categoría del mal? Políticamente no tenía ninguna duda
o, para ser más sinceros, aún me quedaba alguna, aunque poco a poco iban disipándose,
pero intuía que no era ése el mal al que se refería Charles Kingsfield, así que le contesté
negativamente. Estuve a punto de preguntarle si él, por su parte, había tenido ese tipo de
contactos, pero pese a que habíamos empezado a simpatizar mutuamente no me atreví a
hacerlo. Ya sé que parece absurdo, porque él acababa de tomarse esa libertad conmigo, sin
embargo por el tono de su voz había vislumbrado que, en su caso, más que una pregunta
sus palabras habían constituido un desahogo. Todavía me encontraba asimilando este
último pensamiento cuando mi nuevo amigo me sorprendió con un cambio de humor y de
repente sus carcajadas inundaron el coche.
–No se deje intimidar por mis absurdas palabras, Sabino –añadió con una sonrisa
entre los labios–. Me temo que soy un poco morboso y que me apasionan ciertos temas que
mi difunta madre jamás habría aprobado –supe de ese modo que él, como yo, era huérfano
de madre, aunque en su caso tenía la suerte de seguir contando con la presencia de su
padre–. Y me da la impresión de que usted tampoco lo aprueba –finalizó risueño.
–Se equivoca, Charles, nada más lejos de mi pensamiento que juzgarle. Además,
aunque acabamos de conocernos y por lo tanto no sería capaz de hacerlo, ni es mi deseo,
por otra parte, supongo que su interés por el mal será meramente intelectual.
–Por desgracia sus palabras no son del todo ciertas –por unos breves instantes me
pareció observar que el anterior gesto de desesperanza volvía a su rostro, pero fue tan
imperceptible que no puedo asegurarlo–, porque el mal, además de ser una entidad
abstracta, necesita encarnarse en los seres humanos para manifestarse. Por ejemplo, seguro
que en su país últimamente ha tenido lugar algún crimen truculento.
Aunque era un tema al que jamás había dedicado mucha atención, estrujé mi
memoria sin encontrar nada especial. No es que lo lamentara, pero me daba la impresión,
admito que un tanto descabellada, de que eso iba a causar una profunda decepción en mi
anfitrión, y así se lo dije.
–No puedo creérmelo –me contestó entre grandes risotadas–. Pese a las grandes
diferencias de raza, color, lengua, religión o culturas, la naturaleza humana es, en el fondo,
idéntica en todos los sitios, y desde que Caín asesinó a su hermano Abel, matarse unos a
otros ha sido una constante entre los hombres. Y también entre las mujeres, supongo. Así
que haga memoria, Sabino, que seguramente habrá ocurrido algo, cerca de usted, que sin
duda le habrá causado inquietud o desagrado.
Espoleado por las últimas palabras de Kingsfield, y más como ejercicio mental que
por puro morbo, hice un esfuerzo y repasé mis últimas lecturas del periódico El Noticiero
Bilbaíno, una publicación con la que no concordaba mucho pese a definirse a sí misma
como “diario imparcial, defensor de la Unión Vascongada y eco de los intereses vasco-
navarros”, pero que solía ojear a menudo para estar al tanto de lo que ocurría en mi ciudad
y en el mundo. Y fue un repaso fructífero, al menos desde el punto de vista de mi nuevo
amigo, ya que pude recordar que el día anterior a mi marcha leí la noticia de un asesinato
ocurrido en la provincia de Valencia. No se trataba, por tanto, de un crimen ocurrido en el
que yo consideraba mi país, Euskal Herria, pero como ser humano ese tipo de noticias
nunca me han dejado indiferente, ocurrieran donde ocurriesen. Por eso tuve que admitir que
cuando leí aquélla sentí una sensación de profundo desagrado y malestar. Según se indicaba
en el periódico, el crimen se había cometido unos pocos días antes, cuando la víctima, que
ejercía como juez municipal en la localidad de Allara del Patriarca, regresaba a su domicilio
tras dar un paseo y en la misma puerta de su casa recibió una puñalada en el pecho,
muriendo casi instantáneamente. Al parecer, siempre según se narraba en el mencionado
periódico, su asesino era un criado al que había despedido hacía muy pocos días.
–¿Lo ve, Sabino? –me dijo Kingsfield, cuando le hablé de ese asesinato–. Ningún
lugar, por idílico que pueda parecernos, y dudo mucho que en este mundo existan lugares
idílicos, está exento de ese tipo de acontecimientos. Pero para serle sincero, querido amigo,
bendito el país en que ese tipo de crímenes son los peores con los que uno puede
encontrarse.
–¿Cómo puede decir eso, Charles? –le pregunté escandalizado. Sabía que los
ingleses no eran católicos, pero eran también cristianos y se les presuponía un poso de
moralidad. Además, en el poco tiempo que llevaba con él, había empezado a caerme
simpático. Por ese motivo sus palabras, en las que hablaba con excesiva frivolidad de un
tema tan serio como el asesinato, me dejaron bastante perplejo.
–No se enfade conmigo, Sabino –me sonrió, pero en esa sonrisa había más tristeza
que alegría–, quizás me he explicado mal. Por supuesto que lo ocurrido en Valencia me
parece algo abominable, pero…, no sé cómo explicárselo en esta lengua, el francés, que no
es la materna de ninguno de nosotros dos, aunque lo intentaré.
–Mire –prosiguió, en un tono más tranquilo, como buscando las palabras, no sé si
porque no estaba hablando en su lengua materna o porque quería expresarse con la mayor
claridad posible–, lo ocurrido en esa localidad de Valencia fue, sin lugar a dudas, un crimen
trágico, un hecho abominable, pero hasta cierto punto comprensible. No diré que aceptable,
nada más lejos de mi intención, pero completamente normal, incluso banal si me permite
usar esa palabra. Al fin y al cabo, ¿qué cosa hay más arraigada en el género humano que el
deseo de venganza? Por lo que usted me ha contado, el asesino del juez había sido
despedido unos pocos días antes. Seguramente hizo méritos más que suficientes para sufrir
ese castigo, pero para él eso era lo de menos, para él lo más importante es que había
desaparecido su modo de ganarse la vida. No sé si tendría mujer, familia...
–Sí, estaba casado y tenía esposa y dos hijos.
–¿Lo ve? ¿Puede hacerse una idea, en su mente, del cuadro? El hombre llega a su
casa y tiene que decirle a su mujer que se ha quedado sin trabajo, que esa semana no va a
llevar ningún jornal a su casa, quién sabe, quizás sus hijos tuvieran que pasar hambre y frío
durante algunos días, o durante muchos días. Y el criado despedido, sin preguntarse si se ha
merecido o no lo que le ha ocurrido, se llena de rabia, de odio, de rencor, se le ofusca la
mente y sin encomendarse ni a Dios ni al diablo se acerca a su antiguo patrono cuando éste
regresa a la calidez del hogar tras un placentero paseo y le asesta una puñalada mortal. Está
claro que se trata de un delito grave, el más grave de todos los delitos, arrebatar la vida a un
ser humano y que, por tanto, merece ser castigado severamente por la ley. En eso creo que
estamos de acuerdo.
–En efecto –contesté, con total convencimiento.
–Y sin embargo no deja de ser un hecho desgraciadamente normal, Sabino. Normal
y, como le he dicho anteriormente, hasta comprensible, sin que eso signifique que lo
apruebe.
–¿A qué se refiere, Charles? –le pregunté, pese a que creía saber lo que quería
decirme mi nuevo amigo.
–A que todos, y cuando digo todos no me excluyo, ni le excluyo a usted aunque se
nota que es una buena persona, temerosa de Dios y cumplidora de sus preceptos –se sonrió
al decir esto último–, podemos ser capaces de matar si algo o alguien lo suficientemente
fuerte nos incita a ello. Volvamos al ejemplo de su amigo valenciano.
–No era mi amigo –protesté–, no le conocía de nada, es sólo una noticia que leí en
un periódico de mi ciudad. Y además, el hecho ocurrió a muchos kilómetros de distancia.
–Lo sé, lo sé, era tan sólo una manera de hablar. Aunque, ¿lo ve?, usted se ha
sulfurado por lo que podría considerarse una ofensa por mi parte. Una ofensa menor, que en
todo caso sólo ha suscitado una protesta verbal. Pero ¿y si esa ofensa hubiese sido mayor?
¿Cómo habría reaccionado usted, por ejemplo, si hubiese denostado la memoria de su
madre?
Creo que palidecí en aquel momento. El fallecimiento de la mujer que me dio el ser
era aún muy reciente y por ese motivo las palabras de mi nuevo amigo, pese a saber que
sólo estaba jugando conmigo, me parecieron fuera de lugar.
–Y lo están, amigo mío, lo están –reconoció Kingsfield cuando se las recriminé–,
por lo que renuevo mis disculpas. Pero fíjese bien, no le he ofendido de ningún modo,
simplemente he insinuado que podría hacerlo, y usted ya se ha enojado. Si la ofensa fuese
real, y mucho más grave, ¿qué es lo que habría hecho?
Me sentí incómodo con la pregunta. Aunque mucha gente aún tenía memoria de
esos tiempos, la época de batirse en duelo ya había pasado y, sinceramente, no se me
ocurría cómo podría contestar a una ofensa que fuese del calibre de las que incitaba a
nuestros antepasados a enviarse los padrinos.
–¿Llegaría usted a matarme? ¿O, al menos, a calibrar si dicha opción era la más
adecuada para responder a la afrenta?
–No, por Dios –le contesté casi sin pensarlo, mientras el sudor empezaba a formarse
en mi frente–. ¿Cómo puede usted insinuar eso?
–Porque está en la esencia del ser humano –me contestó de manera sencilla, pero en
la que dejaba traslucir su convencimiento de la veracidad de lo que decía–. El que usted lo
haya descartado tan sólo indica que es una buena persona. O, si me disculpa la insolencia,
que tiene poca imaginación.
Ante estas últimas palabras no pude dejar de reír abiertamente e indicarle que
seguramente se debería a eso, no a lo primero que acababa de decir.
–No lo creo –me contestó con un semblante en el que de nuevo lucía una
resplandeciente sonrisa–. Ya le he dicho que a primera vista me ha parecido usted una
buena persona, y si de algo puedo presumir es de que con un solo vistazo soy capaz de
conocer a mis semejantes. Bueno, admito que en ocasiones me equivoco, más de las que
estaría dispuesto a admitir en público –volvió a reírse con esa jovial carcajada que era una
de sus más agradables características cuando no estaba aquejado de melancolía–, pero en
este caso creo que he acertado. Pero a lo que iba. Usted acaba de confesarme que, aunque
jamás llegaría al extremo de asesinarme, sí que se molestaría muchísimo conmigo.
Seguramente me retiraría la palabra. Y estoy dispuesto a apostar cinco libras a que no me
invitaría a su boda.
–Por supuesto que no. De algún modo tendría que vengar tamaña afrenta –seguí su
broma.
–¿Lo ve? Aunque nos estemos chanceando, ambos estamos admitiendo que, de
algún modo, tomaríamos represalias contra quienes nos han ofendido. Ahora imagínese el
caso del criado valenciano. Es, seguramente, un hombre sin instrucción, posiblemente muy
maltratado por la vida, tal vez desde que era un niño, sirviendo a unos amos inclementes y
despóticos. ¿Se hablaba en la noticia del motivo por el que fue despedido?
–No, creo que no. Al menos no lo recuerdo.
–No importa. Imaginémonos que le pillaron llevándose de la casa de su señor un
pedazo de pan para poder alimentar a su mujer y sus hijos. O no seamos tan benévolos,
imaginémonos que harto de ser un miserable robara las joyas de la señora pensando que así
saldría de la pobreza. En ambos casos la ira de su patrón recaería sobre él.
–Es lo justo –me atreví a decir.
–¿De verdad lo cree así?
–No se debe robar lo que es de los demás –le contesté, firmemente convencido.
–Sí, supongo que tiene usted razón, no es bueno robar. Sobre todo para los que, por
nuestra posición, somos susceptibles de ser víctimas de los ladrones –volvió a aparecer en
sus labios una sonrisa un tanto cínica–. Pero a veces es inevitable. Si para que sus hijos no
se murieran de hambre tuviese que robar, ¿no lo haría?
Era un dilema injusto, y así se lo dije, con lo que volvió a reírse de mí, en esta
ocasión sin miramientos y sin disculparse.
–Claro que se trata de un dilema injusto, Sabino, pero es que la propia vida es
injusta. Y, por si desea saber cuál es mi postura a este respecto, aunque lamentaría que no
me considerara por eso digno de su amistad y respeto, tengo que confesarle que yo sí lo
haría –me respondió cuando cesaron sus risas–. No tengo la menor duda a ese respecto. Y
no me considero peor persona que usted, aunque quizás sí algo más frívolo. Pero no quiero
desviarme del tema. Hemos empezado hablando del mal, de la maldad. Robar es un delito.
Asesinar es un delito. En eso estamos de acuerdo. Pero en ocasiones las personas pueden
verse obligadas a robar, incluso a matar.
–Puedo llegar a aceptar lo primero, pero no lo segundo –le interrumpí.
–Sí, claro, lo entiendo, pero no estamos hablando ni de usted ni de mí, sino en
abstracto. Para usted nada justifica asesinar a otra persona, y creo que en eso estamos de
acuerdo. Pero el hombre del que estamos hablando, el campesino valenciano que asesinó a
su señor, seguramente pensó que matarle era un acto justificado.
–¡Cómo puede decir usted eso! –volví a protestar.
–Porque soy capaz de ponerme en su lugar. Soy capaz de convertirme en un
campesino valenciano humillado, vejado y aterrorizado, y de pensar como él mismo
pensaría. Soy capaz de ponerme en su lugar y llegar a la conclusión de que tengo que matar
a mi patrón para resarcirme de tantos años de ofensas, de malos tratos, de desprecios, de
salarios ínfimos. No digo que llegado el caso lo hiciera, sino que puedo meterme en la piel
del asesino, en su mente, y comprender sus sentimientos.
–Creo que le voy entendiendo –le dije, y no sólo por quedar bien, sino porque poco
a poco su razonamiento había dejado de escandalizarme al comprender lo que quería
transmitirme.
–Me alegra. Por algo, según le vi, dije para mí: éste tiene que ser un chico listo –
volvió a reírse de un modo estentóreo–. Porque es importante para poder diferenciar lo que
está mal, cosas como robar, matar, escupir en una iglesia, de lo que es el mal, la maldad.
Cuando ese hombre mató a su patrón seguramente sabía que hacía mal, pero no lo mató por
el placer de matarle, sino llevado por algún tipo de pasión, insana, pero pasión. Por un
sentimiento humano, celos, resentimiento, codicia, venganza, da igual. Eso, amigo mío, no
es el mal. El mal es otra cosa. El mal es matar por el simple gusto de matar, o por cálculo.
O por ambas cosas juntas. Sin pasión, con simple frialdad. El mal no es matar a una persona
porque se nos haya ofuscado la mente y una nube roja haya cegado nuestros ojos y nuestro
entendimiento, sino matarla con frialdad, del mismo modo que aplas tamos
conscientemente a la cucaracha que se interpone en nuestro camino por el simple hecho de
que hiere nuestra vista. Matarla no por lo que es o podría llegar a ser, no por lo que nos ha
hecho o podría llegarnos a hacer, sino porque es una ficha prescindible en el tablero de
ajedrez de nuestros intereses o nuestros placeres. Eso es el mal en sentido estricto y me
temo que está llegando a Londres –volvió a ensombrecerse su semblante al decir esto.
–¿A qué se refiere con eso, Charles? –le pregunté, ya que sus últimas palabras
habían llenado de zozobra mi ánimo.
–No se preocupe, Sabino, no ha sido mi intención perturbarle. Simplemente son
disquisiciones mías. Como comprobará cuando me conozca más a fondo, soy proclive a
filosofar. Y siempre lo hago en el momento más inoportuno –volvió a reírse antes de
preguntarme si tenía sed.
Cuando le contesté negativamente me dijo que era una lástima, ya que él se estaba
muriendo por una pinta de cerveza, y me preguntó si no me importaría que paráramos un
rato en una taberna para tomar algo, ya que acabábamos de entrar en Londres. Aunque no
me apetecía nada y, además, me encontraba cansado a causa del viaje, no pude negarme y
acepté su oferta.
–Le prometo que será por poco tiempo. Ya sé que estoy incumpliendo mis deberes
de anfitrión al anteponer mis necesidades a las suyas, pero le aseguro que le compensaré
debidamente.
Le dije que no se preocupara, aunque me quedé bastante intrigado. Kingsfield, pese
a acabar de conocerlo, me había dado la impresión de ser un joven atento y educado. No
parecía propio de alguien de su condición, y mucho más tras haber reconocido que yo
llegaba extremadamente cansado del viaje, hacerme parar en una taberna en lugar de
llevarme directamente a la mansión familiar. Supuse que quería algo más que beber una
cerveza, pero opté por no preguntárselo. Una cosa es que nos hubiéramos caído bien
mutuamente y otra muy distinta que aún no habíamos llegado a tener, como la tuvimos más
adelante, la suficiente confianza como para interrogarnos sobre asuntos que yo presuponía
más íntimos o, al menos, más confidenciales.
–Whitechapel –me informó cuando nos adentramos en una zona cuyo aspecto
sórdido me sobrecogió. Sus calles, callejones más bien, eran sucios y estrechos, tanto que
por algunas no habría pasado el carruaje–. Supongo que en su Bilbao natal no habrá oído
hablar de este barrio.
–No –reconocí–, pero tiene un nombre sugestivo. Capilla Blanca –traduje con mis
escasos conocimientos de inglés de aquella época–. Sí, es un bonito nombre. Sugestivo y
sugerente.
–En efecto –admitió Kingsfield–, el nombre es sugestivo y sugerente, pero eso es lo
único bonito que tiene el barrio. Por lo demás, podría decirse que es una cloaca infecta, el
sumidero del mundo. Se calcula que en Whitechapel hay más de sesenta burdeles y un
centenar de prostitutas aunque a mí, personalmente, me parece que esos cálculos son
excesivamente tímidos. Un actor de teatro, Jacob Adler, ha dicho que cuanto más penetra
alguien en este barrio más se hunde su corazón y que ni en Rusia ni en los peores tugurios
de Nueva York hay tanta pobreza como aquí. Sí, amigo Sabino, eso es Whitechapel.
–No entiendo, en ese caso, que desee adentrarse en él. Por lo que dice, tiene que ser
un barrio muy peligroso.
–Es posible, pero ¿sabe?, quizás para sus moradores los auténticamente peligrosos
seamos nosotros.
Pensé protestar, pero me callé a tiempo. Mi nuevo amigo tenía extraños cambios de
humor, sin embargo incluso cuando parecía hablar a través de paradojas solía decir cosas
muy atinadas y sobre las que merecía la pena reflexionar. Aun así, no entendía por qué
deseaba internarse en ese barrio. Seguramente habría otros en Londres en los que poder
tomarse su pinta de cerveza.
–Así es –lo admitió, añadiendo entre risas–: Y antes o después se los enseñaré todos,
pero hoy toca empezar por Whitechapel. Además, ya sabe lo que se dice de los
componentes de las clases ociosas, a las que pertenezco, que cuanto más sofisticados somos
o nos consideramos, más nos gusta, por contraste, rozarnos con las clases bajas.
Poco a poco iba conociendo a mi nuevo amigo, por eso me percaté de que en
realidad no me estaba diciendo la verdad. No es que considerara que me estaba mintiendo,
sencillamente pensé que tenía un propósito que de momento prefería no compartir
conmigo. Era comprensible, aún no hacía ni tres horas que nos habíamos conocido, pero me
caía bien, así que esperaba que antes o después ese muro que a veces levantaba entre
nosotros, para lo cual solía servirse de esa mezcla de cinismo y frivolidad que en ocasiones
dejaba traslucir, desapareciera en el futuro.
Tras decirme lo anterior, se dirigió al cochero y éste, muy poco tiempo después, se
paró delante de una taberna en cuyo desvencijado cartel, junto a un nombre que no supe
traducir, aparecía el dibujo, completamente descolorido aunque por lo que todavía podía
vislumbrarse en su origen estuvo pintado de verde, de lo que sin duda era un duende. Más
adelante me enteré de que era la representación de un leprechaun, un personaje típico de la
mitología irlandesa, algo así como nuestros “galtzagorriak” [1].
Cuando entramos en la taberna todas las miradas se posaron en nosotros. Era lógico,
ya que en aquel tugurio maloliente, poblado de hombres cuyos ojos inyectados en alcohol
demostraban que no tenían la menor posibilidad de prosperar en la vida y mujeres cuyo
descaro en el vestir y en el hablar –aunque no dominaba el idioma me daba esa impresión
por las voces que emitían– delataba que se dedicaban al denominado oficio más viejo del
mundo, la entrada de dos jóvenes vestidos de caballeros tuvo que causar sensación.
Afortunadamente nos acompañaba el conductor del carruaje, cuya fuerte complexión
parecía ser suficiente para disuadir a cualquiera de los parroquianos que hubiese tenido la
idea de asaltarnos. De todos modos enseguida me di cuenta de que mis temores eran
infundados, ya que la mayoría de los asistentes parecían conocer y respetar a mi amigo y
enseguida dejaron de mirarnos para volver a hacer lo que estaban haciendo en el momento
de nuestra entrada.
–¿Lo de siempre, señor Kingsfield? –le dijo el obsequioso tabernero, nada más ver a
mi amigo, lo que me ratificó en mi idea de que era un viejo conocido del local.
–Sí, Murphy. Lo de siempre. ¿Y usted, Sabino? ¿Quiere beber algo? –se giró para
preguntarme.
No me apetecía tomar nada, pero por si acaso decidí pedir lo mismo que Charles. En
el peor de los casos, con limitarme a mojar un poco los labios, esperaba poder salir del
apuro. Afortunadamente, cuando nos trajeron las bebidas comprobé que mis temores de que
nos sirvieran algún brebaje infecto eran infundados y pude degustar una cerveza que, pese a
estar algo caliente para mi gusto, podía beberse. Eso sí, como no deseaba tener problemas
posteriores, lo hice con moderación, apenas probé un tercio de la jarra que me sirvieron.
Kingsfield, en cambio, no sé si porque estaba más acostumbrado que yo a beber ese
tipo de cerveza o porque de verdad tenía mucha sed, se acabó la suya en muy pocos
minutos. Tras limpiarse la boca con el dorso de la mano, un gesto que seguramente tendría
prohibido en la mansión paterna, pero que allí no desentonaba con el resto de la clientela, se
dirigió al tabernero y le hizo una pregunta en la que me pareció entender que se refería a un
tal O’Malley. Por toda contestación el tabernero señaló una puerta a la que mi amigo se
dirigió, seguido de cerca por dos hombres que no se distinguían en nada del resto de los
clientes, salvo por el hecho de que ninguno de ellos estaba bebiendo en esos momentos.
Cuando, acompañado por los dos hombres que le habían escoltado, traspasó la
puerta que le acababa de indicar el tabernero y me quedé solo, volvió de nuevo a mi
persona el nerviosismo. No porque pensara que me iba a ocurrir nada, como ya le he dicho
mi nuevo amigo parecía ser conocido y respetado allí, aparte de que seguramente había
encomendado al conductor del carruaje la labor de protegerme, sino porque me encontraba
solo, en una sórdida tasca londinense en la que además de no conocer a nadie me sentía
totalmente fuera de lugar.
Hubo un momento delicado cuando una de esas mujeres, que ya no se recataban en
proclamar a los cuatro vientos cuál era su profesión, se acercó hacia mí y empezó a
hacerme carantoñas. Debo confesarle, padre, que independientemente de mi rechazo como
buen creyente a esas lujuriosas insinuaciones, no sabía muy bien cómo reaccionar. Jamás
me había visto en una situación parecida y rechazar bruscamente a la prostituta podría
granjearme la enemistad del resto de clientes de la taberna. Afortunadamente Murphy, el
tabernero, vino en mi rescate, gritando a la buscona y diciéndole, eso es lo que al menos
supuse ya que me pareció oír su nombre, que dejara en paz al amigo del señor Kingsfield.
La buena mujer le hizo caso, no sin antes dedicarle una ostensible mueca de lo más
barriobajera que hizo reír a toda la concurrencia. Debo añadir que el conductor de mi amigo
no era tan recatado, ya que aprovechando que la prostituta se dio la vuelta para alejarse de
donde estábamos le dio un fuerte manotazo en el culo, que en lugar de despertar sus iras o
incomodarla le hizo reír nuevamente antes de dedicarle, entre los aplausos de la gente que
celebró de un modo salvaje su respuesta, lo que supuse que era un comentario más bien
obsceno. Por mi parte me estaba poniendo más colorado que un tomate, y para ocultar mi
turbación volví a coger la jarra y bebí de ella, confiando en que para cuando acabara la
cerveza también hubiese vuelto mi rostro a su color natural.
Poco después Kingsfield salió por la misma puerta que había cruzado quince
minutos antes, acompañado por un gigantón pelirrojo que tras despedirle se quedó allí
clavado, observándome fijamente, como si quisiera guardar mis rasgos en su memoria.
Cuando se lo comenté a mi amigo me dijo que no me preocupara.
–O’Malley es un buen tipo –añadió–, pero es irlandés, y los irlandeses ya se sabe...
–dejó inacabada su frase.
En realidad lo que yo sabía de los irlandeses era muy poco. Que eran católicos, que
hablaban un idioma de origen celta, distinto del inglés, y que no simpatizaban mucho con
los británicos, pero por lo demás, lo mismo podía haberse referido a los daneses o a los
lapones. De todos modos, cuando quise que me aclarara el sentido de su frase mi amigo se
sumergió en un desconcertante silencio, del que salió al poco tiempo para indicarle a
Taylor, ése me dijo que era el apellido del conductor de su carruaje, que nos llevara a
“Kingsfield Manor”, la mansión de la familia.
–Le ruego que me disculpe por mi anterior falta de consideración al no contestar a
su pregunta –me dijo cuando ya estábamos acomodados dentro del carruaje–, pero le
prometo que en un futuro no muy lejano satisfaré su legítima curiosidad. Eso sí, le pediría,
como un favor especial, que no comente con mi padre cuando le conozca mañana por la
mañana, a la hora del desayuno, ya que se nos ha hecho tan tarde que todo el mundo en la
casa, incluidos los sirvientes, estarán seguramente durmiendo, que hemos parado en ese
tugurio de Whitechapel. Es un hombre muy estricto y riguroso y no aprobaría ese tipo de
veleidades, propias de los disipados jóvenes londinenses de buena familia.
Pese a que había sido educado en un escrupuloso respeto al cuarto mandamiento de
la Ley de Dios, ese que dice “honrarás a tu padre y a tu madre”, y, por tanto, no consideraba
muy correcta la petición que me estaba haciendo, le prometí que obraría tal y como me lo
había solicitado. No sólo por lealtad a quien desde que nos conocimos me había ofrecido su
amistad, sino porque me dio la impresión de que cuando hablaba ligeramente de “las
veleidades propias de los disipados jóvenes londinenses de buena familia” no estaba siendo
totalmente sincero conmigo. Quizás no me mentía, pero intuía que en aquella parada había
un misterio del que, de momento, prefería no hablarme. Un misterio que no tenía nada que
ver con las frivolidades de un joven ocioso, sino que iba algo más allá. El problema es que
no sabía dónde estaba ese más allá ni si era algo positivo o negativo, por lo que tampoco
sabía si hacía bien o mal encubriéndole ante su padre. Pero me había comprometido a
hacerlo y yo siempre cumplía mis promesas.
3

Como había vaticinado mi amigo, la mayor parte de los residentes en la mansión de


los Kingsfield ya se habían retirado a sus respectivos aposentos, quedando tan sólo el
personal de servicio necesario para obsequiarnos con una frugal cena y acomodarme en la
que iba a ser mi habitación durante unos cuantos meses.
Cuando al fin me quedé solo, me envolvió un manojo de sentimientos
contradictorios. Por una parte estar allí, alejado de la tierra que me vio nacer, de la familia,
de los amigos, me generaba un evidente desasosiego, pero, por otra, conocer nueva gente,
aprender un nuevo idioma, zambullirme en costumbres diferentes aunque quizás no
excesivamente alejadas de las que hasta ahora había tenido por propias, eran estímulos lo
suficientemente atractivos como para no arrepentirme de haber accedido, si bien a
regañadientes, a los deseos de mi hermano.
Pese a ello, y a que la cama era muy cómoda y el dormitorio que me asignaron
bastante confortable, aquella noche apenas pude conciliar el sueño unas escasas horas. Más
bien estuve en un perenne duermevela, atenazado y obsesionado por todo lo que había
observado y escuchado en mi todavía corta estancia en Inglaterra.
Las alusiones que Kingsfield había hecho al Mal, a la Maldad en estado puro, casi
como si fuese una entidad viva, me habían causado una honda impresión. Sobre todo
porque intuía que no había estado divagando desde un plano meramente teórico, sino que
detrás de esas palabras se escondía algo más. Quizás había conocido directamente ese mal
del que hablaba o, al menos, había tenido alguna relación con él. Una relación cuya
naturaleza se me escapaba. En una tarde es imposible conocer a una persona, lo admito,
pero algo me decía que era un buen hombre, alguien en quien se podía confiar. ¿Por qué,
entonces, su conversación me había causado una impresión tan fuerte? Cada vez que
pensaba en ello me entraban escalofríos y el sueño, que estaba a punto de alcanzarme,
volvía a alejarse de mí, siendo sustituido por la zozobra y la angustia de no saber a qué
atenerme a ese respecto.
¿Tendrían algo que ver sus alusiones al Mal en su estado puro con nuestra visita a
aquella taberna infame? Y, en otro orden de cosas, ¿a qué se debía su entrevista con ese
extraño personaje llamado O’Malley? Mi nuevo amigo me había asegurado que el irlandés
era una buena persona y yo le creía, o al menos quería creerle, pero entonces no entendía
por qué se habían tenido que reunir en aquel misérrimo tugurio y qué negocios podían tener
en común dos personas de ambientes aparentemente tan alejados e irreconciliables.
Sobre esta última pregunta no tenía ninguna certeza, aunque albergaba la esperanza
de que antes o después el propio Charles me contara el motivo de sus contactos con una
persona tan alejada de lo que él mismo representaba, pero sobre la primera, si el Mal puro
se encarnaba en aquella taberna, aún tenía más dudas. Llevado por mi ardor juvenil, la
primera respuesta que vino a mi mente fue afirmativa. Parecía algo palmario y evidente que
en aquel local la maldad había tomado asiento. Esas mujeres descaradas, que se insinuaban
nada más verte y vivían de la prostitución, esos hombres blasfemos, dispuestos a saltar
sobre ti a la menor ocasión, esas miradas recelosas, de odio cuando era a ti a quien veían y
de codicia cuando se imaginaban el botín que podían conseguir si te rebanaban el gaznate y
se hacían con tu bolsa. Eso era el Mal, eso tenía que representar el Mal, con mayúsculas. Y
sin embargo mi amigo, que parecía estar hondamente preocupado por lo que él mismo
denominaba la Maldad en abstracto, parecía sentirse allí a sus anchas o, al menos, no
excesivamente a disgusto, e incluso era conocido y respetado tanto por el dueño del local
como por sus clientes habituales. Ambas cosas no casaban entre sí. No sólo eso, sino que
parecían contradictorias. Ése era otro de los misterios con los que nada más llegar a
Inglaterra acababa de encontrarme.
Además, si reflexionaba sobre toda esa gente despreciable con la que había sido
obligado a convivir durante un buen rato en la taberna, mientras Kingsfield departía en
secreto con O’Malley, tal vez estuviese siendo injusto en grado extremo. Seguramente
aquella gente, aquellas rameras, aquellos borrachos, aquellos rufianes, no estaban allí, al
menos la mayoría de ellos, por gusto. Es muy posible que fuera la necesidad, la pobreza, lo
que les hubiese arrojado a ese mundo abyecto en el que se habían afincado. ¿Era lícito, por
mi parte, asociar la maldad con la miseria? ¿O quizás la auténtica maldad provenía de
quienes habían obligado a esas personas a prostituirse, a degradarse, a delinquir? No me
imaginaba a mi nuevo amigo, el joven Kingsfield, como un reformista ni, mucho menos,
como un socialista, o laborista como se les llama en Inglaterra, pero conocía tan poco de él
que no podía descartarlo del todo. Y tengo que reconocer que, hasta cierto punto, la idea me
desagradaba.
Teniendo en cuenta, padre, que ha demostrado conocer bastante bien mi trayectoria
política, seguramente no ignora que mis relaciones con el movimiento socialista no han
sido muy buenas. Y creo que he tenido motivos más que suficientes. Por una parte, la
inmensa mayoría de quienes en Euskadi han abrazado la causa del socialismo son
españoles, trabajadores venidos de otras tierras, que desconocen el país, sus costumbres, su
lengua. Y, por otra, los socialistas se han mostrado tradicionalmente como feroces enemigos
de nuestra fe católica y perseguidores de sus representantes. Y ya sabe que para mí Euskadi
sólo puede existir siendo católica y leal a la Santa Madre Iglesia. Por eso el socialismo y el
nacionalismo han sido, hasta el día de hoy, incompatibles.
Por eso, y por el doloroso recuerdo de uno de mis más queridos amigos, Tomás
Meabe. Tal vez conozca usted la historia. Tomás fue uno de mis primeros seguidores, un
joven despierto, inteligente y animoso. Un auténtico amigo. Por eso le encargué que
estudiara el socialismo, para poder refutar mejor sus ideas disolventes y ajenas a nuestra
tierra y nuestras tradiciones. El problema es que me obedeció con tanto entusiasmo, se
sumergió tan a fondo en sus estudios sobre el socialismo, que acabó convertido a dicha
ideología. Fue para mí como una puñalada trapera, como una traición. Aunque ahora, que
estoy a las puertas de la muerte, me inclino más a pensar que Tomás no quiso traicionarme
a mí sino que, por encima de todo, no quiso traicionarse a sí mismo. Pero me temo que ya
es tarde para reconciliarnos, aunque sigo queriéndole como al hijo que nunca tuve.
Antes le he dicho que mi inquina al socialismo se debía a su españolismo y a su
anticatolicismo, pero eso no significa que haya estado nunca a favor de los despiadados
capitalistas que abusan de sus trabajadores y les hunden en el pozo de la ignominia y la
degradación. Eso es algo que jamás he aprobado y, por muchos años que viviera, lo que por
desgracia no va a suceder, jamás aprobaría. Por ello puedo llegar a entender, pese a que
para mí fuese como si me hubieran cortado un brazo, la defección de Tomás. Libre de las
trabas que para él seguramente suponían la patria y la religión, se creyó en la obligación de
entregarse ardorosamente a la nueva causa del socialismo. Quién sabe, puede parecer una
herejía, y no creo que sea el momento más adecuado para las herejías este en el que estoy a
punto de presentarme ante el Creador –intentó bromear aunque su sonrisa, como en
anteriores ocasiones, se troncó rápidamente en gesto de dolor–, pero es posible que en un
futuro mis seguidores y los del bueno de Tomás se encuentren luchando juntos por una
patria y, ¿por qué no?, por un mundo mejor.

Debo admitir que en aquellos días de 1903 –han pasado tan sólo treinta y cuatro
años, pero parece que ha transcurrido toda una eternidad–, las palabras de Sabino me
parecieron, como él mismo manifestó, una auténtica herejía. No se lo tomé en cuenta
porque entendía su situación, al borde de una inevitable muerte, y porque estaba
convencido de que era un buen cristiano. Sin embargo, ahora las rememoro como si fuesen
las de un profeta. O, al menos, las de un auténtico clarividente. No lo digo yo, sino que,
según parece, lo dijo el mismísimo Antonio Cánovas del Castillo delante de don Juan de
Izarrategi, párroco de Mondragón, en cuyo balneario el presidente del Consejo de
Ministros estaba tomando las aguas, cuando un amigo común, hablando del político
nacionalista, le comentó que se trataba de un loco y un perturbado, a lo que don Antonio
respondió que de loco nada, que ése –por Sabino– veía mucho y muy lejos.
El caso es que, tuviese o no dotes proféticas, en cierto modo acertó en su lecho de
muerte al hablarme de la reconciliación entre los socialistas ateos y los nacionalistas
católicos. Recientemente, en el Gobierno Vasco que se formó al principio de la guerra, han
convivido patriotas profundamente cristianos como nuestro lehendakari Agirre o don
Telesforo de Monzón con socialistas, comunistas y republicanos. Yo mismo voy a ser
fusilado junto a un puñado de anarquistas y socialistas que me han acompañado en la
prisión en la que actualmente me encuentro y de los que lo único que puedo decir es que
son unas buenísimas personas, y que espero que Dios se apiade de ellos cuando les llegue,
cuando nos llegue a todos, el momento de rendir cuentas. Estoy convencido de que
seguramente agradarán más al Señor esos ateos irreductibles que el sacerdote que hace
unos días intentó, inútilmente, conseguir que me arrepintiera de mis “pecados”. Pero me
temo que estoy divagando así que, como ésta no es mi historia, sino la de Sabino, volveré a
transcribir las palabras que fue pronunciando en su lecho de muerte.

Creo que he vuelto a dispersarme, padre –me dijo con la voz entrecortada por el
esfuerzo–. Supongo que en cierto modo es inevitable. Junto a los hechos desnudos se
agolpan en mi mente los pensamientos, y me gustaría darles salida a todos ellos, pese a que
por desgracia no dispongo del tiempo suficiente. Por eso le ruego que si alguna otra vez me
voy por los famosos cerros de Úbeda, me lo haga saber para que vuelva a retomar el hilo de
mi historia, como voy a hacer en este mismo momento.
Ya le he dicho anteriormente que me costó conciliar el sueño la primera noche que
dormí en Londres, aunque finalmente Morfeo decidió acogerme en su seno y al menos
transcurrieron dos horas desde que tuve mi último pensamiento consciente hasta que un
sirviente, en un tono educado pero firme, me indicó que el desayuno se iba a servir dentro
de tres cuartos de hora. Me aseé y desperecé, me vestí y recompuse mi cara para que no se
notara la falta de sueño, y para cuando sonó el gong que nos llamaba a la primera comida
del día ya estaba preparado para presentarme delante de mis anfitriones.
Charles Kingsfield me presentó a su padre, sir Peter Kingsfield, que no hacía mucho
había sido nombrado caballero, asignándosele además un escaño en la Cámara de los Lores.
Iba correctamente ataviado, como si se encontrara en su despacho de la fábrica atendiendo
a un cliente importante, y estaba adornado con una frondosa perilla y unas largas patillas,
en consonancia con lo que se llevaba en Londres en aquella época, aunque no me pareció
un hombre susceptible de quedar subyugado por la tiranía de las modas. Me atendió con
extremada corrección, en la que estaba ausente la afectuosidad, pero esa actitud no me
molestó, ya que muy pronto observé que trataba así a todo el mundo, incluso a sus hijos.
–Encantado de conocerle, señor Arana –me dijo, sin dignarse estrechar mi mano–,
espero que haya dormido bien en los aposentos que el servicio preparó para usted.
Por simple educación le contesté que sí; no era cuestión de contarle mis cuitas ni,
mucho menos, confesarle el motivo que me había mantenido en vela prácticamente toda la
noche.
–Me alegra –me respondió, aunque su cara no denotaba la menor alegría. De todos
modos, tanto esas palabras como las que pronunció luego parecían sinceras, por lo que las
agradecí–. Ya sabe que mientras viva con nosotros tendrá cubiertas todas sus necesidades. E
incluso algo más, sin cruzar ciertos límites –añadió en tono adusto, carente del menor
sentido del humor–. Gracias a mis hijos conozco perfectamente las costumbres de los
jóvenes de hoy en día, que no puedo aprobar del todo aunque sea difícil luchar contra ellas,
salvo teniendo la bolsa bien amarrada para que, al menos, sus extravagantes diversiones no
se cometan a mi costa.
–Lo entiendo perfectamente, señor –dije en un tono que, para mi vergüenza, sonó
excesivamente adulador, de lo que me percaté al ver el gesto humorístico que me dedicó
Charles –. Yo tampoco, pese a mi edad, soy amigo de excentricidades.
–Me complace escuchar eso, señor Arana. Y espero que Charles, mi hijo mayor, mi
único hijo varón, aprenda algo de usted en ese aspecto.
–Yo también lo espero, padre –intervino el aludido–. Y estoy convencido de que el
señor Arana ejercerá, con toda seguridad, una excelente influencia en mi persona.
–Nada me satisfaría más, Charles –contestó su padre, obviando el evidente sentido
irónico de las palabras que acababa de escuchar–. En cuanto a usted, señor Arana –
desentendiéndose nuevamente de su hijo fijó sus ojos en mí–, deseo mostrarle mis
condolencias por la muerte de su madre. No llegué a conocerla como conocí a su padre, don
Santiago, un hombre serio y recto en los negocios, pero estoy seguro de que fue una esposa
ejemplar y una madre cariñosa a la par que rigurosa.
Al escuchar aquellas palabras, pese a saber que no eran más que una muestra de
buena educación por parte de quien las estaba profiriendo, no pude evitar que se me hiciera
un nudo en la garganta. Hacía muy poco tiempo que había fallecido mi madre y todavía la
pena era muy reciente como para disiparse. En realidad nunca desaparece del todo, uno se
limita a convivir con ella. Además, en estos momentos en los que la muerte me va a dar la
oportunidad de reencontrarme en el más allá con mis progenitores, el recuerdo, e incluso el
dolor, se acrecientan.
–Sí, lo fue, señor –me atreví a contestar finalmente–. Gracias por sus palabras y su
hospitalidad.
–No hace falta que me las dé, señor Arana, aunque siempre es bueno mostrarse
educado con los superiores, y yo lo soy de usted, si no por rango, sí por edad. Bueno,
señorita Green –añadió dirigiéndose a una de las doncellas que estaba respetuosamente en
pie, esperando sus órdenes–, pueden proceder a servirnos la comida.
Hasta ahora, padre, tan sólo le he hablado de lord Kingsfield y de su hijo Charles, el
joven que fue a buscarme al puerto. Pero sentados con nosotros, alrededor de la mesa, se
encontraban dos personas más. En primer lugar tengo que mencionar a John Latimer, que
ejercía de secretario y persona de la máxima confianza del señor de la casa. Era un hombre
algo mayor que nosotros, si bien no demasiado, aunque debido a su aspecto, serio en
extremo y relamido hasta la saciedad, daba la sensación de pertenecer a una generación
anterior. Por lo que pude observar mientras duró el refrigerio, me dio la impresión de que el
señor Latimer gozaba de la total confianza y aprecio de Kingsfield padre, pero que, en
cambio, desagradaba por completo a su hijo, que no se recataba en mirarle con desprecio y
lanzarle todas las pullas que se le venían a la cabeza, sin que a pesar de ello se inmutara lo
más mínimo. Supongo que eso es lo que vulgarmente se denomina flema británica.
Había otra cosa de la que me percaté, pese a que yo casi no había salido aún del
cascarón y no tenía mucha experiencia en lides amorosas. Y es que se veía muy claramente
que John Latimer, cuando no estaba dándole la razón en todo a su patrón, no tenía ojos más
que para el otro comensal del que quería hablarle, Elizabeth Kingsfield, hija del señor de la
casa y hermana de Charles, la tercera y más joven miembro del clan familiar. La mujer que,
durante un tiempo, me hizo pensar que jamás volvería al viejo solar vascón porque mi lugar
siempre estaría allí, en Londres o en cualquier otra ciudad en la que pudiera vivir con ella.
No me interprete mal, padre. Hace muy poco tiempo me he confesado con usted
para estar a buenas con Dios cuando dentro de pocos días le entregue mi alma, y sabe que
no soy de esos que han corrido detrás de las mujeres. Quiero y respeto a la mía, Nicolasa, y
jamás la hubiese ofendido de palabra, obra u omisión, pero aquellos días estaba soltero, sin
compromiso alguno y ella, ella… Basta decir, padre, que nada más verla mi corazón dio un
vuelco. Y debió de notárseme, o al menos lo notó Latimer, porque creo que desde ese día
me juró odio eterno, un odio similar al que, según cuenta la historia, el general cartaginés
Amílcar Barca inculcó a sus hijos Aníbal y Asdrúbal por los romanos.
Pero en aquellos momentos, padre, le juro por lo más sagrado, y recuerde que estoy
a punto de morir y dar cuentas al Creador de todos mis actos, no me importó lo más
mínimo que Latimer me odiara ni ninguna otra cosa que hubiese en aquel elegante y
hermoso salón porque, al igual que el secretario de lord Kingsfield, desde que me la
presentaron sólo tuve ojos para la hermosa Elizabeth. Y es que una sensación extraña se
apoderó de mi estómago en ese preciso momento. Ya ve, padre, lo que son las cosas: todo el
mundo, cuando se enamora, habla de que se trata de asuntos del corazón y yo, en cambio,
lo que sentía era un cosquilleo en el estómago.
No soy muy ducho en describir los encantos femeninos, en parte debido a mi
sentido extremadamente púdico de las relaciones entre hombres y mujeres, y también por
respeto al sexo femenino, pero para que se haga una idea, una pálida y lejana idea, tengo
que decirle que Elizabeth era rubia, como muchas de las hijas de Albión, un poco pecosa,
aunque las pecas que rodeaban su nariz no le quitaban encanto, sino que lo acrecentaban, y
más bien frágil y menudita. De hecho, si nos atenemos a su físico sería imposible
imaginársela al frente de uno de nuestros caseríos, aunque cuando uno llegaba a conocerla
se percataba de que tanto por personalidad como por carácter e inteligencia no sólo sería
capaz de arreglárselas con ese caserío, sino con todos los que podemos encontrar en nuestra
vieja y hermosa tierra. Descendiendo a aspectos más mundanos, pero que también pueden
indicarnos cómo era, creo conveniente indicarle que iba vestida de un modo elegante,
aunque recatado, con un traje de color negro, no supe discernir si por gusto o si porque aún
guardaba luto por su difunta madre, y su voz era melodiosa y cantarina. Me dio esa
impresión cuando mi inglés era aún muy flojo, así que excuso decirle lo que me pareció
cuando pude llegar a entender las palabras que me dirigía en toda su integridad. Aún ahora,
cuando tan poco tiempo me queda en esta tierra, no puedo evitar sentir una punzada de
nostalgia al recordarla. Creo que su hermano se dio cuenta de mis sentimientos porque
según acabamos de comer me invitó a dar un paseo por Londres.
–Creía que iba a acompañarlo al negocio de su padre, para ir aprendiendo cómo
hacen aquí las cosas.
–Y lo haremos, no dude de que lo haremos. Es más, me apuesto la corona de la
reina Victoria, total, como no es mía no tengo nada que perder –añadió entre risotadas–, que
acabará harto de trabajar para mi padre. Pero hoy, ya que es el primer día que está entre
nosotros, me ha dado permiso para que le enseñe Londres. Es lógico que conozca la ciudad
que va a ser la suya durante un tiempo. Además –finalizó guiñándome un ojo–, nos
acompañará mi hermana Elizabeth.
Debí de ponerme tan rojo que Charles volvió a soltar una de esas estruendosas
carcajadas que, si bien denotaban su jovialidad y buen humor, a mí me desasosegaban
profundamente, sobre todo cuando me percataba de que era yo el causante de las mismas.
Además, por su aspecto, temí que fuera a iniciar una conversación procaz, con la que
seguramente me sentiría incómodo, pero por suerte Elizabeth se acercó a donde estábamos
y su hermano optó por no sacar ese tipo de temas, limitándose a decirnos que nos
apresuráramos, que el carruaje ya estaba preparado.
Elizabeth, al igual que su hermano, dominaba perfectamente el francés, así que
hablamos en ese idioma. Bueno, hablar, lo que se dice hablar, no es que habláramos
demasiado. En mi caso porque no hubiese sabido qué decirle sin mostrar un penoso
azoramiento, y en el de ella porque era un dechado de discreción y supongo que no quiso
someterme a un interrogatorio cuando acababan de presentarnos. Para eso ya estaba,
llegado el momento, su hermano Charles.
Tengo que reconocer que si los Kingsfield se habían mostrado como unos exquisitos
anfitriones a la hora de recibirme en su mansión, no lo fueron menos como guías de la
ciudad. Creo que no hubo monumento o sitio que mereciera la pena contemplar que no me
mostraran. De ese modo pude conocer el Museo Británico, asistir a la construcción del hoy
mundialmente famoso Puente de la Torre, admirar la Abadía de Westminster y la catedral de
San Pablo y extasiarme, evidentemente desde fuera aunque Charles me dijo que quizás
algún día podría conseguirme una invitación para conocerlo por dentro, ante el Palacio de
Buckingham.
–Lo que seguramente no querrá conocer nunca por dentro es el edificio que tenemos
enfrente –me dijo cuando el carruaje se detuvo al lado de la Torre de Londres.
No pude evitar un estremecimiento al oír eso. El edificio era impresionante y
majestuoso, lo reconozco, pero gracias a mis lecturas sabía que había sido utilizado como
cárcel real. Allí moraron para su desgracia, antes de ser ejecutados, santo Tomás Moro y
varias de las esposas de Enrique VIII, como Ana Bolena. El escalofrío que sacudió mi
cuerpo fue tan evidente que Charles volvió a reírse.
–Esté usted tranquilo, que no corre ningún peligro. Y eso que usted es católico, ¿no?
Un papista, como todavía se dice por estas tierras.
Nunca había oído ese término, “papista”, con el que podía sentirme identificado,
aunque me dio la impresión de que en Inglaterra se utilizaba más bien como un epíteto
despectivo.
–No seas grosero, Charles –riñó Elizabeth a su hermano–. Ni indiscreto. La religión
que profese el señor Arana no nos incumbe para nada. Le ruego que disculpe a mi hermano,
Sabino –se dirigió a mí, por mi nombre, con una voz tan dulce que sentí derretirme. Tengo
que reconocer que, al menos para eso, el francés es mucho más adecuado que el idioma
español o nuestro venerado euskera–. Es una buena persona, pero tiene la mala costumbre
de chancearse de la gente, sobre todo de la que más aprecia.
–En ese caso, si se trata de una muestra de aprecio, su hermano puede reírse de mí
siempre que lo desee –le contesté, haciendo un esfuerzo por mirarle a los ojos sin que
pareciera que era yo el grosero–. Y en cuanto a la pregunta que me ha hecho, no tengo
ningún inconveniente en confesarles, ya que lo llevo con orgullo, que efectivamente soy
católico. Pero no entiendo qué tiene que ver mi fe con el hecho de que no vaya a tener que
visitar el interior de la famosa Torre de Londres.
–Bueno, querido amigo, tengo que darle la terrible noticia de que los católicos no
han sido vistos en este bendito país con muy buenos ojos, al menos desde que Enrique VIII
decidió deshacerse de Catalina de Aragón y casarse con Ana Bolena, contra la opinión del
Papa. Por no hablarle de Guy Fawkes, por supuesto.
–¿Guy Fawkes? ¿Quién es ese Guy Fawkes?
–Era, era, no es –volvió a reírse Charles–. Guy Fawkes vivió hace tres siglos y
aunque sus padres eran unos buenos anglicanos, él se convirtió al catolicismo. Como
soldado luchó en Flandes, en el ejército español, al servicio del rey de España, su rey.
–El rey de España no es mi rey –no pude evitar interrumpirle, quizás de un modo
bastante imprudente.
–¡Ah!, ¿no? Interesante, muy interesante –me replicó, en apariencia sorprendido,
aunque enseguida volvió a sonreír–. En fin, eso da igual, por el momento. Volvamos a la
historia de Guy Fawkes. Como ya le he dicho, era un auténtico soldado, un mercenario al
servicio de la corona española y un católico convencido. Tanto, que quiso restaurar el
catolicismo en Inglaterra y para eso no se le ocurrió mejor idea que intentar asesinar a Su
Graciosa Majestad Jacobo I. Para ello decidió volar el Parlamento. Con sus parlamentarios
dentro, por supuesto. Quizás, si eran como los que tenemos en la actualidad, la idea no
fuera tan mala –volvió a soltar una carcajada al comprobar cómo me escandalizaba al
escuchar sus palabras–. Pero no se inquiete, sus planes, que pasaron a la historia como la
“Conspiración de la Pólvora”, no pudieron llevarse a cabo, ya que fue descubierto y
ejecutado al poco tiempo, el 31 de enero de 1605, en la hoguera. Hay que decir que el
hombre era bravo, porque a pesar de las amenazas y torturas que sufrió se negó a delatar al
resto de los conspiradores, salvo a los que ya estaban detenidos y por los que, en
consecuencia, nada se podía hacer. En fin, ésa es la historia aunque, actualmente, se ha
convertido en mero folclore. En el presente esa fecha se celebra en toda Inglaterra como la
fiesta de “la noche de las hogueras” y es muy popular, sobre todo entre los niños.
Desconocía esa parte de la historia británica, que me pareció fascinante, y así se lo
dije a mi anfitrión londinense, pero éste, con un gesto, me dio a entender que en el fondo no
tenía la menor importancia.
–Como ya le he dicho, todo eso ocurrió hace ya casi tres siglos, y aunque siempre
hay gente que mira hacia atrás, con ira o con nostalgia, desde el momento en que ha entrado
a formar parte de nuestras más folclóricas tradiciones ha acabado difuminándose su sentido
original. Se lo he puesto tan sólo como ejemplo de la difícil convivencia que hubo, en
épocas pretéritas, entre católicos y protestantes en esta tierra. Pero ahora, como usted
comprenderá, los seguidores de Fawkes no constituyen ningún problema. Ni siquiera los
católicos en general. El problema lo constituyen los católicos irlandeses. Y, para ser más
concretos, los fenianos.
–Charles, por favor, no empieces a aburrir a nuestro invitado con tus discursos sobre
la situación política –aprovechó ese momento su hermana para irrumpir en la conversación,
que había estado siguiendo en silencio y con aparente interés–. No creo que al señor Arana
le interesen esos enojosos asuntos locales.
En un primer momento achaqué la actitud de Elizabeth a que era, sin lugar a dudas,
pese a su inteligencia natural, una de esas jóvenes de la alta sociedad a las que las únicas
noticias que de verdad les interesan son los chismorreos sobre los enlaces matrimoniales de
sus contemporáneas y qué dicta la última moda de París, pero en sus ojos me pareció
percibir un destello de inquietud e impaciencia, como si le reprochara a su hermano su
indiscreción al abordar un tema que seguramente no debía ser sacado a colación en
presencia de extraños. Pese a mis sentimientos por la dama, no dudé en llevarle la contraria.
Más que por un interés especial en lo que me estaba contando Charles, porque su propia
actitud había despertado mi curiosidad.
–No se preocupe, Elizabeth –dije finalmente–, su hermano no me aburre. Más bien,
al contrario, creo que estoy aprendiendo a su lado, sobre Londres e Inglaterra, mucho más
que lo que podría haber aprendido en mi ciudad natal, Bilbao, leyendo un montón de libros
al respecto. Así que me encantaría escuchar sus opiniones sobre la política inglesa y sobre
esa gente, los fenianos, de los que yo no sabía nada hasta que hace un momento los
mencionó al hablar de los actuales conflictos entre la religión católica y la protestante.
No sabía cómo iba a afectar el silencioso aviso de Elizabeth a Charles, pero éste, o
no lo pilló, o prefirió no darse por enterado, porque continuó hablando en el tono jovial de
antes.
–En realidad quizás me he expresado mal. Ya no hay guerras de religión en el viejo
solar inglés. Se trata de un problema diferente. Los fenianos son católicos, sí, pero sobre
todo son irlandeses y por lo que luchan es por una Irlanda republicana y libre de ingleses.
¡Qué horror!, ¿no?
–¡Charles! –le gritó Elizabeth–. No me parece un tema como para tomárselo a
broma.
–Deberías saber, querida hermana, que cualquier tema puede ser bueno para hacer
bromas, siempre que sepamos separar lo serio de lo frívolo. Y yo soy capaz de hacerlo
cuando es necesario, lo sabes perfectamente.
Una especie de gesto de asentimiento apareció en el rostro de la joven, antes de que
su hermano continuara hablando.
–Fenianos, nombre que al parecer deriva de la expresión “Na Fianna Éireann”, que
en la mitología celta era una banda guerrera cuyo fin último consistía en proteger a Irlanda
de sus enemigos, es el apelativo con el que se conoce popularmente a los afiliados a la
Hermandad Republicana Irlandesa, una organización revolucionaria cuyo objetivo último,
como ya le he dicho anteriormente, querido Sabino, es la consecución de la independencia
de su patria, lo que me parecería algo digno de loa y alabanza si su lucha no significara el
debilitamiento de la mía y la quiebra del Imperio, así que no puedo mostrarme, al menos en
público, solidario con sus ideales. Además, para llevar a buen puerto esos ideales no se han
detenido ante nada ni ante nadie. De hecho, hace tan sólo seis años consiguieron matar,
asesinar creo que es la palabra que habría que utilizar en términos estrictamente jurídicos, a
lord Frederick Cavendish, jefe de la Secretaría de Asuntos Irlandeses y buen amigo de mi
padre. Y parece ser que en los últimos tiempos han intentado efectuar otros atentados igual
de espectaculares. Creo que incluso están obsesionados por enviar al otro mundo a nuestra
buena reina Victoria. En fin, eso es, a grandes rasgos, lo que puedo decirle acerca de ellos.
Teniendo en cuenta que hacía ya tiempo que, por mi parte, había llegado al
convencimiento de que los vizcaínos, y por extensión todos los vascos, no éramos ni
españoles ni franceses, podía comprender perfectamente el sentimiento de esos patriotas
irlandeses, pero por afecto y respeto a mi nuevo amigo no le hice ningún comentario al
respecto, aunque seguramente él lo sospechó, sobre todo recordando su comentario cuando
escuchó decir, de mi propia boca, que el rey de España no era mi rey. No sé si por ese
motivo, o porque otra cosa rondaba su cabeza, se puso repentinamente serio antes de hablar
de nuevo.
–Pero el problema auténtico, señor Arana, no es que los fenianos consigan su
objetivo. Si matan a la reina, habrá duelo en toda la nación, pero a los pocos días otro rey
será coronado en Westminster, con toda la pompa y boato del Imperio. Y si asesinan a un
alto funcionario o a un miembro de la Cámara de los Lores otra persona ocupará su lugar,
quizás con el objetivo de ser aún más despiadado que sus predecesores con esos pobres e
infelices irlandeses. No, ése no es el auténtico problema que ha generado en los últimos
tiempos la subversiva actividad de la Hermandad Republicana.
–¿Cuál es, pues, el auténtico problema? –le pregunté al constatar que, de repente, se
había encerrado en un extraño mutismo, como si él mismo quisiera reflexionar sobre las
palabras que había pronunciado y ese hecho le hubiese arrebatado toda su jovialidad y buen
humor.
–Discúlpeme, Sabino –me contestó azoradamente, como si hubiese vuelto de un
sueño y comprobase que le estaban observando–, en ocasiones me pierdo en mi propia
mente, divagando, y se me olvida que tengo que salir de ella y ser más sociable, como
corresponde a los deberes de un buen anfitrión. Me pregunta usted cuál es el auténtico
problema que han generado los fenianos. Pues bien, la respuesta, por absurda que parezca,
es muy simple. Han hecho que todos los recursos de Scotland Yard y de la policía
metropolitana londinense se dirijan a la caza y captura de los revolucionarios, descuidando
el resto de sus obligaciones. Hoy en día los criminales tienen más posibilidades que nunca
de salir indemnes de sus tropelías ya que las fuerzas policiales que debían combatirlos no
están interesadas en ellos, sino en otros personajes. La gente ya no está segura y en
cualquier momento puede ser vejada o atropellada sin que el causante sufra las represalias
consagradas por la ley.
–Estás exagerando, querido Charles –le reprendió nuevamente, si bien de un modo
dulce y risueño, su hermana pequeña.
–Por supuesto que estoy exagerando, Elizabeth –volvió a reírse con esa estentórea
carcajada que, curiosamente, en lugar de desagradar cautivaba a todo el mundo–, pero es
que hay cosas que sólo pueden explicarse si exageramos. Porque en el fondo –se tornó serio
nuevamente–, aunque magnificándolo un tanto, lo que he dicho responde a la realidad.
Al tiempo que esta conversación tenía lugar, el carruaje había continuado su camino
y, alejándose de la Torre de Londres, fue recorriendo otros lugares muy interesantes de la
ciudad que, con el tiempo, yo también acabaría conociendo de la mano de mi amigo, quien,
con la habilidad del buen conversador, dejó de mencionar los temas políticos sobre los que
había estado departiendo y pasó a contar jugosas anécdotas de su paso por Cambridge, una
de las dos universidades inglesas más famosas y prestigiosas. Gracias a eso me enteré de
que hacía sólo cuatro años, en 1884, fue uno de los remeros que, después de otros cuatro
años consecutivos en los que finalizaron segundos, consiguieron derrotar a Oxford en la
regata que anualmente enfrenta a ambas universidades.
Para acabar la jornada me propuso que comiéramos en su club, por lo que
previamente tuvimos que devolver, con gran pesar de mi corazón, a Elizabeth a la mansión
familiar, ya que en los selectos clubes ingleses, al igual que ocurre en nuestras sociedades
gastronómicas, está vetada la presencia femenina.
No voy a describirle el club, padre, porque creo que es universalmente conocido
entre la mayor parte de la gente cuál es el estilo de esos locales típicamente anglosajones.
Basta con decirle que la propia “Sociedad Bilbaína”, que está aposentada en la Plaza Nueva
de Bilbao y acoge en su seno a lo más granado de nuestra poderosa y pujante burguesía,
está construida a imagen y semejanza de aquéllos. Lo que sí puedo decirle es que era
extremadamente confortable y discreto, lo que nos permitió comer sin ser molestados por
nadie, ni por otros socios ni por los camareros, que sólo acudían a nuestra vera cuando,
desde su lejano puesto de observación, se percataban de que teníamos necesidad de sus
servicios.
Mientras duró la comida, Charles estuvo explicándome la naturaleza de las
empresas de su padre. Por lo que me contó, se inició en los negocios dirigiendo una cadena
de mataderos.
–Ahí donde lo ve, con lo estirado que parece y sus maneras propias de un par del
reino –más tarde supe, padre, que así es como llaman a los miembros de la nobleza que
tienen un asiento en la Cámara de los Lores–, durante un tiempo tuvo que trabajar con un
mandil cubierto de sangre. ¿Se imagina la escena?
Podía imaginármela, y así se lo dije, no en balde el baserri, el caserío, ha sido
siempre una pieza clave en la vida de nuestro país, y no sólo desde un aspecto estrictamente
económico, y en muchos de ellos el ganado ha tenido una presencia importante, de modo
que los mataderos también están presentes. A pesar de ello me sorprendió un poco el deje
despectivo de sus palabras, como si considerara que ese oficio era innoble o indigno.
–Todo lo contrario, Sabino, no me malinterprete –rebatió mis palabras con cierto
tono de tristeza–. Cualquier tipo de negocio, siempre que se lleve con honradez y
dedicación, puede considerarse totalmente digno. Además, si no hubiese sido porque
consiguió triunfar con sus mataderos, no hubiese podido invertir en otros más limpios, me
refiero a limpieza física, no moral –se adelantó, con una sonrisa, a lo que podría haber sido
un nuevo reproche por mi parte al escuchar esas palabras–. En el fondo le tengo envidia,
porque sé que nunca podré ser como él. Yo he nacido con todo hecho, cosa de la que no me
quejo, por supuesto, así que nunca conoceré lo que es trabajar con las manos ni sudar
profusamente para llevar un penique a casa. No es que lo vaya a echar en falta, sería
absurdo sentir nostalgia por algo que no he vivido y que, además, tiene el aspecto de ser
terriblemente incómodo y molesto, pero en el fondo de mi ser tengo la sensación de que
esas cosas son las que forjan el carácter de la gente. Me temo, por tanto, que al faltarme esa
experiencia jamás seré un hombre de negocios tan preclaro como mi progenitor.
Volví a protestar, diciéndole que no tenía que minusvalorarse, que lo importante es
que cada uno asuma sus propias experiencias y que todas ellas contribuyen a forjar nuestro
carácter, aunque probablemente no fui muy convincente. Yo mismo tenía, por aquel
entonces, muy poca experiencia de la vida y no estoy muy seguro de que mi carácter fuese
lo suficientemente fuerte. El mismo hecho de que estuviera en esos momentos en Londres,
tras acceder, pese a mi nulo interés inicial, a los requerimientos de mi hermano Luis, así lo
avalaba. De todos modos Charles tenía una notable capacidad para desconectar de cualquier
conversación, por profunda que pudiera ser aparentemente, y saltar a otro tema
completamente ajeno sin apenas solución de continuidad. Por eso, sin hacer ninguna
objeción a mis propuestas, empezó a explicarme cómo en aquellos momentos la fortuna
familiar se debía, sobre todo, a que su padre era socio, minoritario aunque importante, de
una compañía de seguros y un banco, así como único propietario de una empresa naviera, el
negocio que en su momento le puso en contacto con mi padre.
–Con la terrible consecuencia de que ahora –concluyó–, en lugar de pelearse con
vacas y carneros muertos, tiene que lidiar a diario con hombres vivos, a veces demasiado
vivos –volvió a ofrecerme una de esas carcajadas que eran tan propias en él, aunque con el
paso de los tiempos descubrí que no eran inherentes al espíritu británico, sino más bien todo
lo contrario–. La ventaja es que ahora lo hace desde un despacho decorado con ricos
muebles y vestido como si fuera a dar un discurso delante de Su Graciosa Majestad la reina
Victoria el día de la inauguración del Parlamento.
Cuando hubo acabado de explicarme las vicisitudes de su padre y de los negocios
que dirigía, me preguntó directamente por mis asuntos familiares. Debo indicarle, padre,
que ese tipo de actitudes inquisitoriales tampoco encaja, como fui descubriendo, con el
carácter británico, tan discreto que a veces parece rozar la indiferencia o el desinterés, y
pese a que yo mismo, y más en aquellos días, no soy muy dado a desnudar mi interior,
intenté corresponder a la confianza que mi nuevo amigo acababa de otorgarme. Por suerte o
por desgracia poco podía contarle. Los años de exilio por ser mi padre un hombre leal a
Carlos VII, su muerte y la de mi madre, que por haber sucedido hacía muy poco tiempo aún
no había superado, mis años de estudiante en Barcelona y el descubrimiento de que no me
sentía español, que no quería ser español, sino que quería vivir en una patria vasca libre y
en paz.
–Así que en cierto modo –me dijo Charles, de nuevo con una sonrisa atravesándole
su cara–, es usted un feniano, amigo Sabino. Un feniano vasco, en lugar de irlandés, pero
un auténtico feniano. Algo había sospechado, se lo confieso, cuando me comentó que el rey
de España no era su rey, pero como sé que en España ha habido varias guerras civiles por el
tema dinástico no estaba completamente seguro de lo que significaban sus palabras. Así
que, una vez aclarado ese misterio que le rodeaba, que seguramente para usted no constituía
ningún misterio, pero para mí sí, ¡brindemos por los fenianos vascos y el éxito de su causa!
Mientras decía esto último hizo una señal al discreto camarero, que nos trajo dos
jarras llenas de cerveza. Aunque no me gustan demasiado las bebidas alcohólicas no pude
evitar pegar un par de sorbos a la mía. No es que me emborrachara por ello, padre, pero
admito que mis facultades mentales se enturbiaron un poco al mismo tiempo que mi lengua,
en contraste con lo anterior, se aligeró. Quizás por ello decidí preguntarle por el asunto que
últimamente me había estado rondando la cabeza: sus alusiones a la presencia del mal entre
nosotros. Debí de tocar una fibra sensible, o quizás a él también, aunque no lo aparentaba,
le afectaba el alcohol, porque durante un rato se encerró en un opresivo mutismo hasta que,
como si de repente recobrara sus fuerzas, me pidió disculpas por su silencio y me dijo que
tenía todo el derecho del mundo a preguntárselo ya que era él quien había sacado ese tema
cuando nos conocimos y, por tanto, había hecho germinar en mi mente el interés por él.
–Pero me temo que no es el momento para una disquisición teórica sobre el mal,
Sabino, sino que lo mejor será que estudiemos un caso práctico. Y para eso no hay nada
mejor que leer los periódicos, nuestros benditos periódicos británicos, siempre tan
dispuestos a contarnos lo que ocurre en el mundo y a loar las virtudes de nuestra excelsa
monarca.
Cuando, tras un nuevo gesto, el discreto sirviente del club se acercó hasta la mesa
en la que habíamos estado comiendo, Charles le pidió que nos trajera todos los periódicos
que estuvieran disponibles. Tres minutos más tarde unos cuantos ejemplares, que mi amigo
fue ojeando lentamente, estaban extendidos delante de nosotros. Finalmente cogió uno de
ellos, no recuerdo de cuál se trataba, y mirándome fijamente a los ojos me dijo que había
llegado el momento de que me sumergiera en el fascinante mundo del crimen.
–Aunque me temo –añadió con tristeza–, que la historia que le voy a contar no va a
ser tan sencilla y humana como la de su amigo valenciano. ¡Y ojalá quiera Dios que me
equivoque!
4

Tardó todavía unos cuantos minutos en volver a hablar, como si no estuviera seguro
de qué rumbo convenía darle a nuestra conversación o, mejor dicho, cómo iniciarla, porque
sabía perfectamente lo que quería transmitirme. En realidad no dudaba sobre el qué, sino
sobre el cómo. Finalmente, tomando aliento como si quisiera escalar una de nuestras
montañas, se animó a hablarme.
–No sé si hago bien, Sabino, en compartir esta carga con usted. Pero de algún modo,
desde que en el mismo momento en que nos conocimos empecé a hablarle del Mal y su
esencia, le he hecho cómplice involuntario de mis obsesiones, así que contárselo me parece
no sólo lo más justo sino algo obligado.
– El mismo día en que usted se embarcó para Inglaterra –prosiguió tras efectuar una
breve pausa– llegó a mi conocimiento, gracias a unos contactos que tengo en la prensa, que
una prostituta había sido asesinada unas pocas horas antes, de madrugada, en esa franja
horaria en la que quienes no se han acostado no son conscientes de que el calendario ha
cambiado de fecha porque aún es noche cerrada y todavía está lejana la salida del sol. El
crimen se produjo en el barrio de Whitechapel, la zona más degradada de Londres, usted ya
la conoce porque fue allí donde nos paramos a tomar unas cervezas antes de ir a
“Kingsfield Manor” el día que desembarcó en esta bendita isla. Ésa fue la noticia
desagradable sobre la que le hablé cuando nos vimos por primera vez y que me llevó a un
temporal estado de melancolía. La prostituta se llamaba Mary Ann Nichols, si bien todo el
mundo la llamaba Polly. Estaba casada y era madre de cinco hijos con los que, debido a su
profesión y también a que tenía severos problemas con el a lcohol, ya no se hablaba. Le
comento esto, querido amigo, porque siempre hay una historia detrás de las tragedias
personales, aunque se trate de alguien aparentemente tan despreciable como una ramera de
los barrios bajos.
Si bien en algunos momentos había vislumbrado que detrás de la efigie risueña de
mi nuevo amigo había algo más que la máscara de frivolidad con la que se ocultaba, al oírle
decir aquello me di cuenta de que no era, como él mismo se había definido, tan sólo un
joven frívolo y alocado que se entregaba con fruición a las disipadas veleidades propias de
los primogénitos sin responsabilidades de los grandes hombres de negocios británicos, sino
que había algo más en su interior. Por eso intenté, a mi torpe manera, animarle.
–Es sin duda una desgracia, no puedo negárselo, pero no debiera afectarle tanto. Por
tristes que sean sus vidas, y sin querer entrar en el aspecto moral del asunto, me temo que
ése es el destino de muchas de las mujeres que se dedican a ese miserable oficio, que
ofende tanto a Dios como a la sensibilidad de las personas de bien.
Curiosamente logré, con mis palabras, el efecto deseado, aunque no por el motivo
por el que las había pronunciado, ya que de nuevo surgió de la boca, o de la laringe, da
igual, de mi joven amigo una escandalosa risa que sólo se fue apagando cuando demostró
sus intenciones de volver a hablarme.
–Discúlpeme por mi actitud, Sabino, no he querido ofenderle con mis risas, pero no
he podido evitarlas. Tengo que decir que es usted un muchacho encantador, aunque todavía
muy tierno e inocente. Perdone que le haga una pregunta tan directa, tan sólo se la hago
aprovechándome de la amistad que generosamente me ha brindado: ¿es usted aún virgen?
¿No ha utilizado en alguna ocasión los servicios de una prostituta?
Durante unos instantes me quedé sin habla. La pregunta, las dos preguntas, en
realidad, no sólo me parecieron impertinentes sino que, de algún modo, me humillaron
profundamente. No porque creyera que no haber estado con prostitutas fuese, como decía
mi amigo, señal de inocencia o ternura, de no haber crecido, en suma, sino porque ante sus
palabras me sentí totalmente desconcertado, como un niño indefenso que no sabe qué hacer
para defenderse; sobre todo porque consideraba, y sigo considerándolo hoy en día, que no
tenía nada malo de lo que defenderme.
–Por supuesto que no –contesté finalmente–. Jamás he cometido la indignidad de ir
a uno de esos antros donde trabajan ese tipo de mujeres. Y, en cuanto a lo primero, por
supuesto. No digo que en algunas ocasiones no hayan revoloteado por mi cabeza
pensamientos impuros, pero quiero llegar limpio al matrimonio.
–Pensamientos impuros, llegar limpio al matrimonio. Perdóneme, Sabino, pero en
ocasiones olvido que usted, al igual que los simpáticos irlandeses de los que le he hablado
en anteriores ocasiones, es un católico estricto y convencido, no como nosotros, los que
hace siglos nos alejamos de los designios del Papado. Aunque no le puedo negar que
nuestra bienamada reina Victoria tiene un sentido de la moralidad que no puede envidiar en
nada al de nuestros hermanos romanos. Y además, aunque confío en su honradez y
honestidad, no me negará que sus correligionarios de fe españoles, o vascos si lo prefiere,
no es momento de entrar en esas disquisiciones, son un puñado de hipócritas. Porque, que
yo sepa, en su país también existe la prostitución. No es que lo sepa por experiencia –volvió
a reírse–, pero es que está más que demostrado que existe en todos los países, no en balde
se dice que es el oficio más viejo del mundo. Incluso se menciona profusamente en la
propia Biblia, tanto en el antiguo como en el nuevo testamento. Por otra parte, para ustedes
los católicos no supone ningún problema incumplir esos estrictos preceptos sobre el sexo.
Si pecan, lo que es algo normal y humano, con ir a la iglesia más próxima y confesarse ya
está todo solucionado. Se les da la absolución y quedan totalmente limpios. Y dispuestos a
empezar de nuevo el placentero círculo de pecado y arrepentimiento, pecado y
arrepentimiento. No me negará que, visto así, ser católico no es tan complicado como
puede parecer a primera vista. Incluso puede llegar a ser una auténtica bicoca.
No me gustaba darle la razón, pero no me quedaba más remedio que hacerlo, y así
se lo dije. Aunque añadí que no todos éramos iguales y que algunos intentábamos atenernos
del mejor modo posible a los mandamientos de nuestra Santa Madre Iglesia.
–No lo he dudado en ningún momento, estimado Sabino. En ningún momento. Pero
creo que no debería ser tan tajante en su opinión sobre las mujeres a las que para sobrevivir
no les ha quedado más remedio que vender su cuerpo. No lo hacen por gusto, sino por pura
y simple necesidad, por salir de la miseria haciendo lo único que saben y pueden hacer. Lo
sé porque yo sí he estado con ellas, y aparte del placer carnal que me han producido, sería
absurdo negarlo, también las he escuchado. La mayoría de ellas, sobre todo al principio,
cuando no han caído en el alcoholismo ni en la más abyecta degradación humana, lo han
hecho porque no tenían un penique para alimentarse a sí mismas o a sus hijos. Si sus
maridos hubieran cobrado un salario digno, quizás no se habrían visto obligadas a dedicarse
a ese oficio tan denostado. En fin, mejor que no me haga mucho caso, tan sólo estoy
divagando. No soy un reformador social, sino el atolondrado hijo de un millonario hombre
de negocios, de esos que han forjado el Imperio Británico con su esfuerzo y, sobre todo,
con el esfuerzo de sus subordinados, así que no debería hablar de ese modo, no vaya a ser
que me consideren un peligroso revolucionario, como a nuestros queridos fenianos. Pero
hablando de religión, sí creo interesante recordarle una cosa. El propio Jesucristo dijo que
las prostitutas nos precederán en el Reino de los Cielos y él mismo fue amigo de la
Magdalena, que si no me equivoco era una ramera de primer nivel.
Pese a que sus últimas palabras las había pronunciado en un tono eminentemente
frívolo, no me quedó más remedio que darle la razón. La prostitución, en mi opinión,
seguía siendo un mal nefando, pero seguramente las mujeres que caían en él merecían más
compasión que desprecio. Espero que estas últimas palabras no le escandalicen demasiado,
padre, y si es así le pido nuevamente la absolución por mis pecados, en este caso de palabra
más que de obra.

Me veo obligado a realizar un inciso en la historia. Es cierto que las palabras de


Sabino me escandalizaron, y mucho más proviniendo de un dirigente católico, pero
también me hicieron reflexionar. Para nosotros, y no me refiero sólo a los sacerdotes, todo
lo que se relaciona con el sexo se considera pecado. Y seguramente lo es, pero me temo
que fuimos, que seguimos siendo, demasiado rígidos en ese tema y hemos olvidado que,
como le recordó aquel extraño inglés a Sabino, Jesucristo jamás rechazó a las prostitutas,
sino que las perdonó y comprendió. Me vienen a la mente los versos de sor Juana Inés de
la Cruz: “¿O cuál es más de culpa, / aunque cualquiera mal haga: / la que peca por la
paga / o el que paga por pecar?”. Quizás por esos motivos, los de la compasión a los más
desfavorecidos, junto al arraigo que las ideas de aquel moribundo germinaron en mi
cabeza, es por lo que en muy pocas horas acabaré siendo fusilado. Iba a decir que no me
arrepiento, pero no sé si soy del todo sincero. A nadie le gusta morir, ni siquiera a quienes
creemos que al final del camino hay un Dios bondadoso que nos reconfortará. Pero es el
camino que desde aquel día tomé conscientemente y ya de nada vale arrepentirse. Sobre
todo porque la sentencia es irrevocable y se ejecutará en muy poco tiempo. Quizás por eso
mismo lo mejor será que deseche estas divagaciones y vuelva a lo que importa, la historia
que Sabino me transmitió poco antes de fallecer, con sus propias palabras.

–De todos modos –siguió hablando Charles, tras aceptar con una débil sonrisa las
explicaciones que acababa de darle–, en una cosa tiene usted razón, Sabino: la muerte de
una prostituta no interesa a mucha gente. En realidad podría decirse que no le interesa a
nadie, ni siquiera a la policía. Ni siquiera a mí, tengo que admitirlo.
–Sin embargo, Charles, su actitud desmiente sus palabras –me atreví a
contradecirle–, porque parece extremadamente interesado en el asesinato de esa prostituta,
de esa tal Mary..., Mary...
–Mary Ann Nichols –completó el nombre que yo fui incapaz de recordar y
pronunciar–. ¡Touché!, amigo Sabino, creo que ha metido el dedo en la llaga –aunque por
mis escasos conocimientos de la lengua inglesa estábamos hablando en francés, ese
“touché” sonó como cuando lo pronunciamos hablando en español o, llegado el caso,
supongo que cuando se habla también en inglés–. Tiene usted toda la razón del mundo. Por
desgracia no hay nada más trivial que el asesinato de una mujer pública. Y ojalá el asesinato
de la señora Nichols sea también un asunto baladí, aunque lamentable. Ojalá. Pero me temo
que no nos encontramos ante un asesinato trivial, sino ante algo mucho más grave. Usted
me ha preguntado en varias ocasiones sobre mi aparente obsesión por el mal, por la Maldad
en mayúsculas. Pues bien, querido amigo, creo que este asesinato es una expresión de esa
maldad. Y si no me equivoco, me temo que esa maldad no se va a parar con esa muerte,
sino que se irá extendiendo. Quiera Dios que no se cumplan mis funestos presagios, pero
desgraciadamente estoy convencido de que es lo que va a suceder.
Las palabras de mi amigo, más que asustarme, aunque tengo que reconocerle, padre,
que esa fijación obsesiva por la maldad no dejaba de inquietarme, me animaron a intentar
indagar más profundamente en su contenido.
–Estoy dispuesto a creerle, Charles –le dije finalmente–, pero, en ese caso, ¿qué es
lo que hace especial el asesinato de esa prostituta? ¿En qué se diferencia de otros crímenes,
igual de reprobables y lamentables, para que usted crea que estamos ante una encarnación
terrena de la Maldad? ¿Quizás la presencia del Maligno? –no había tenido intención de
decir esto último, pero supongo que mi educación católica afloró en el momento menos
oportuno, ya que nada más decirlo temí que Charles volviera a reírse de mí, pero para mi
sorpresa no lo hizo, sino que me habló totalmente en serio.
–¿Del Maligno? –me miró con extrañeza–. ¡Ah!, ya entiendo, se refiere al diablo, a
Lucifer, el Príncipe de las Tinieblas. No, amigo mío, no van por ahí los tiros, no creo que
estemos ante un crimen satánico. Es otra cosa, no sé cómo explicárselo. Quizás lo
entenderá mejor si procura responder a una simple pregunta. ¿Cómo piensa usted que la
asesinaron?
La pregunta me dejó perplejo y así se lo hice saber a mi amigo.
–La verdad es que no sé qué contestarle –añadí–. Ese tipo de sucesos lamentables
nunca me han interesado excesivamente, no al menos de un modo morboso, y no considere
esto último una crítica a su interés por ellos. Lo que quiero decir es que no he tenido
ocasión, ni ganas tampoco, para serle sincero, de reflexionar más profundamente sobre esa
clase de hechos. Además, ya le he comentado que no tengo una imaginación excesiva.
–Creo que se minusvalora, amigo mío, ya que estoy seguro de que su imaginación
va pareja con su inteligencia, y ésta no es pequeña, precisamente, pero comprendo sus
objeciones, así que replantearé mi pregunta de otro modo: si usted se hubiese visto en la
tesitura de matar a una prostituta, ¿cómo lo habría hecho? Y, por favor, no me diga que se
trata de una situación imposible. Aunque creo que hay muy pocas cosas imposibles en esta
vida estoy dispuesto a aceptarlo en su caso, pero a pesar de ello le ruego que haga un
esfuerzo para ponerse en esa situación. Considérelo como un reto intelectual.
Planteada de ese modo la cuestión, intenté hacerme una composición mental de lo
que mi amigo me había pedido y le contesté lo mejor que supe. En realidad creo que
contesté lo que hubiese contestado cualquier otra persona en mi lugar.
–Pues no sé, pero supongo que todo dependería del momento y la situación. Es
posible que la hubiese estrangulado, por ejemplo. No soy excesivamente fuerte, pero creo
que es algo que estaría a mi alcance y sería, seguramente, rápido y sencillo. O tal vez le
clavara un cuchillo en el corazón, como en el caso aquel de Valencia del que hablamos en
otra ocasión. Aunque dudo mucho que tuviera el valor necesario para ver cómo se abría
paso entre sus carnes y dejaba salir un chorro de sangre.
–Para no tener imaginación, Sabino, es usted extremadamente descriptivo –se sonrió
Charles, pero yo estaba ya embalado y seguí con mi perorata.
–También podría asestarle un buen golpe en la cabeza, con un bastón o un garrote.
Parece algo limpio, sin demasiado, o tal vez nulo, derramamiento de sangre. Como última
posibilidad podría pensarse en la utilización de un arma de fuego, no sé, una pistola o una
escopeta. Pero me temo que causarían un gran estruendo y, además, el derramamiento de
sangre sería también excesivo, como en el caso del cuchillo, y probablemente mis ojos no
aguantarían esa visión, por los mismos motivos que le he explicado anteriormente.
–¡Bravo!, ¡bravo! –me aplaudió Charles cuando dejé de hablar, pero en su actitud no
había ningún asomo de burla sino, en todo caso, de respeto–. Creo que ni yo mismo me
habría podido explicar mejor, pero ya que ha descrito tan bien las diferentes posibilidades y
que ha aceptado mi reto, me gustaría hacerle un par de preguntas más. Aquí viene la
primera, ¿dónde habría cometido usted el crimen?
–Pues supongo que en el antro en que me hubiera reunido –me negué a usar la
palabra “yacido” u otras aún más expresivas, propias del habla vulgar– con la prostituta.
Desde luego no en mi casa, jamás se me ocurriría llevar allí a una mujer de esa calaña.
–Sí, parece razonable –admitió mi amigo–. Entonces, ¿jamás la asesinaría en la
calle?
–¿En la calle? ¿En la vía pública? ¿A la vista de todos? ¿Está usted loco? ¿Para que
me prendieran nada más haberla matado?
–Hay callejones por los que casi nunca transita nadie, más solitarios que un desierto.
–Es posible, pero sigue existiendo un riesgo muy grande de ser descubierto.
Siempre cabe la posibilidad de que aparezca alguien y sea testigo de lo que está ocurriendo.
No, creo que no. Sería necesaria una inmensa sangre fría de la que yo, lamentablemente,
carezco. Al menos, para ejecutar ese tipo de actos.
–Es usted increíble, Sabino. Mientras gran parte de la humanidad se adorna con
cualidades que no posee ni poseerá nunca, usted, por el contrario, se envanece de defectos
que no tiene ni tendrá jamás.
–Le agradezco sus palabras, Charles, pero le doy mi palabra de que estoy siendo
completamente sincero.
–No lo niego, Sabino, no lo niego, pero tampoco puede usted negarme que se juzga
con una dureza excesiva. Pero en fin, eso no es lo importante. Lo que ha dicho es razonable
y sin embargo... Bueno, mejor que dejemos las especulaciones por el momento. Ya le he
dicho que deseaba hacerle dos preguntas. Ha respondido a la primera de un modo muy
razonable, como acabo de decirle, así que espero idéntico resultado para la segunda. Una
vez muerta la prostituta, ¿qué habría hecho después?
–¿De verdad quiere saber qué habría hecho? –en esta ocasión fui yo el que sonrió,
ya que parecía fácil de contestar, no se requería un exceso de imaginación, precisamente–.
Pues asegurarme de que nadie me habría visto y huir, huir lo más rápido y lejos posible.
–Ha vuelto a contestarme de una manera totalmente lógica y sensata, Sabino. Sí,
cualquiera que matara a una prostituta, o a cualquier otro tipo de persona, supongo, obraría
del mismo modo que usted. Usaría armas convencionales, o quizás sus propias manos si
pudiera aprovecharse de la fragilidad de sus víctimas, procuraría hacerlo en un recinto
cerrado, donde no hubiese la posibilidad de ser molestado por inoportunos testigos y, tras
asegurarse de no dejar el menor rastro de su crimen, se habría escapado cuanto antes del
escenario del mismo. Su exposición ha sido impecable, y ni el mejor detective de Scotland
Yard lo hubiese expresado de un modo diferente. Mis más sinceras felicitaciones, se lo digo
de corazón. Pero antes de envanecerse por tan merecidos elogios, debe tener en cuenta que
el asesinato que usted ha cometido en su mente responde a la idea de un crimen
convencional. Algo trivial y banal, en el caso de que esos calificativos puedan adjudicarse
al horrible hecho de segar una vida humana. Y ahí quería yo llegar. Ésa es la diferencia
entre un crimen normal, un crimen que, como ya le he dicho en varias ocasiones y lo
mantengo, pese a su bien fundado escepticismo y a sus razonadas protestas, podríamos
cometer cualquier ciudadano, usted y yo también, y un crimen producto de la más refinada
maldad.
–¿Está usted insinuando que el asesinato de esa tal Mary Ann no se ajusta a los
patrones que acabamos de establecer? –casi sin darme cuenta había empezado a
interesarme, tal vez más de lo debido para alguien de mis creencias y educación, por sus
insólitas hipótesis.
–Ha vuelto usted a acertar, Sabino. Todavía no tengo todos los datos, tan sólo los
pocos que pude recopilar en la taberna en la que nos paramos un rato antes de dirigirnos a
la mansión familiar, pero creo que, efectivamente, el asesinato de Mary Ann Nichols no se
ajusta a ese patrón.
–¿Podría ser más explícito? –no pude evitar el estar cada vez más interesado no sólo
por el asesinato en sí, sino por las aparentemente excéntricas teorías de mi nuevo amigo.
–Observo con un gran e inmenso placer que he conseguido despertar su curiosidad –
me dijo con unos ojos que brillaban de satisfacción–, pese a que me ha demostrado que no
es una persona aficionada a este tipo de asuntos tan, ¿cómo los ha denominado
anteriormente?, ah, sí, tan morbosos, por eso deseo hacerle una propuesta. ¿Le agradaría
ayudarme a investigar y profundizar en el asunto?
–No le entiendo –le respondí, aunque en el fondo sabía a dónde quería llegar–. ¿Qué
significa eso de investigar y profundizar en el asunto? Supongo que para investigar los
delitos que ocurren en Londres ya estará la policía, creo que aquí se llama Scotland Yard,
¿no?
–Así es, y tengo que decirle además, sin pretender aparecer como excesivamente
orgulloso o altanero, que se trata de uno de los cuerpos policiales más efectivos y
prestigiosos del mundo, pero me temo que no se van a tomar muy en serio la investigación
de este asesinato. Como usted mismo ha dicho, ¿a quién le interesa la vida, y mucho menos
la muerte, de una prostituta, un ser que se encuentra en la escala más ínfima de la
Humanidad?
Aunque, si bien no literalmente, Charles había reproducido, efectivamente, mis
palabras y, por tanto, no tenía nada que reprocharle, oírlas en su boca me produjo un hondo
malestar. Es posible que se debiera al hecho de escucharlas a través de una persona ajena,
pero entonces me di cuenta de lo injusto que podía haber sido. Seguramente esa pobre
mujer, Mary Ann Nichols, esa pobre madre alcoholizada de cinco hijos habría sido una niña
a la que le gustaba jugar con sus muñecas, en el caso de que las hubiese tenido, lo que
quizás, dados sus orígenes sociales, no hubiese ocurrido, o habría sido una joven risueña,
simpática, quién sabe si guapa, que aspiraba a una vida mejor, hasta que se dio de bruces,
precisamente, con la vida que le estaba predestinada. Sí, ni Mary Ann ni nadie se merecía
ese final. Nadie merecía morir asesinado. Así se lo dije a Charles, pero también le dije que
no sabía qué podríamos hacer nosotros dos.
–Al fin y al cabo no somos policías –añadí–. Como usted mismo me ha dicho, la
policía londinense está suficientemente capacitada para investigar el crimen.
–Es cierto, pero también le he dicho que me temo que no se van a tomar el asunto
con mucho interés. No porque conscientemente hagan dejación de sus obligaciones sino
porque, como ya le dije no hace mucho tiempo, los más importantes efectivos de Scotland
Yard están dedicados, casi en exclusiva, a luchar contra esos malditos revolucionarios
irlandeses –en realidad, padre, no utilizó la palabra “malditos”, sino otra más expresiva y
malsonante que empieza por jota, pero que por pudor no me atrevo a repetir, supongo que
usted me entiende perfectamente–, por lo que no pueden llegar a todo. Como usted puede
ver, las revoluciones no siempre son positivas, amigo Sabino –volvió a decirme en un tono
que no sabía si me estaba tomando el pelo o hablando completamente en serio.
Seguramente las dos cosas a la vez.
–Es posible que tenga usted razón, Charles, pero le reitero que nosotros no somos
policías ni, ¿cómo llaman ustedes a los que sin serlo se dedican a estos asuntos?
–¿Detectives?
–Eso, detectives –afirmé–, así que poco podríamos hacer. No poseemos los
conocimientos necesarios.
–Quizás no, seguramente usted tiene razón, Sabino, pero creo que ambos, y perdone
por lo que pueda suponer una alabanza a mí mismo en lo que voy a decir, tenemos la
inteligencia suficiente para interesarnos por el asunto, hacer las preguntas pertinentes
llegado el caso y, por último, sacar conclusiones. Eso es lo que quiero hacer, husmear un
poco, fisgar lo que se dice por aquí y por allá y, si nos enteramos de algo, ver qué se puede
desprender de ello. ¿No le parece razonable?
Titubeé un poco. Tal y como me lo presentaba Charles, parecía un plan bastante
atractivo, pero seguía sin verme a mí mismo en el papel de policía o detective, aunque mi
amigo dijera que no íbamos a hacer esa labor. Además, en esos momentos desconocía si el
tiempo que a partir de entonces tendría que dedicar a sumergirme en el mundo de los
negocios de la mano de su padre me ocuparía en exceso o tendría el suficiente tiempo libre
para acompañar a mi nuevo amigo en el reto que se había planteado. Pero, por otra parte, no
quería defraudarle y, para reforzar ese sentimiento, intenté convencerme a mí mismo de que
durante algún tiempo, al menos hasta que me introdujera en la vida social londinense, lo
que sólo de pensarlo me producía una gran pereza, no tendría nada mejor que hacer en los
ratos de asueto. Por eso, aun pensando que cometía un grave error, le dije que sí, que haría
lo que estuviera en mi mano para ayudarle, pese a que mi desconocimiento del idioma
seguramente limitaría mucho mis posibilidades.
–Por eso no se preocupe. Me he dado cuenta de que aprende rápido. Además, de
momento llevaré yo el peso de nuestras pesquisas. No porque no confíe en su capacidad,
Sabino, sino por todo lo contrario. Le necesitaré como alguien con quien confrontar mis
ideas y opiniones que, no me queda más remedio que admitirlo, a veces son bastante
alocadas. Usted, con toda seguridad, será capaz de inspirar un poco de cordura en ellas.
No tenía muy claro si eso último era un elogio o un reproche, pero volví a asentir.
Le había dicho que le ayudaría y una de las enseñanzas que me transmitió mi padre y que
yo había asimilado con auténtica devoción filial, era la idea de que la palabra de un vasco
era sagrada. Por eso, pese a mis recelos sobre la aventura que íbamos a emprender, le dije
que le ayudaría con todo lo que estuviera en mi mano. Y para solemnizar mi compromiso
con él, le juré ante Dios que nunca le abandonaría en su empeño ni le traicionaría. Supongo
que puede achacárseme esa vehemencia, padre, a lo joven que era en aquella época, pero
creo que desde entonces tenía ya muy claro que hay pasos que es necesario dar, nos cueste
lo que nos cueste y aunque vistos desde fuera puedan parecernos una locura. Por eso, del
mismo modo que cuando en junio de 1893, en un caserío de Begoña, juré ante un puñado
de compatriotas que consagraría mi vida a trabajar por la restauración de nuestra patria, en
lo que luego ha sido conocido como el “Juramento de Larrazabal”, podría decirse que aquel
que presté cinco años antes fue el “Juramento de Whitechapel”. Ambos juramentos
cambiaron mi vida. El político usted ya conoce a dónde me ha conducido. Sobre el otro…,
en fin, ése es el motivo de la historia que le estoy contando, así que la reanudaré, con su
permiso, en el punto en que la había dejado.
–Puede usted confiar en mí, Charles. Acabo de jurarle que le ayudaré y, para mí, la
palabra es algo sagrado. Pero del mismo modo tengo que confesarle que soy totalmente
lego en estos temas y que ni siquiera sabría por dónde empezar –le reconocí tan sincera
como ingenuamente.
–Por eso no se preocupe –me contestó un sonriente y, para mi sorpresa, algo
aliviado Charles, como si efectivamente el hecho de que yo le apoyara supusiera para él
quitarse un peso de encima–, tengo un par de ideas para llevar a la práctica. Pero antes, para
que sepa dónde puede meterse, voy a contarle algo de lo que hasta ahora no hemos hablado
y, tras escucharlo, podrá decidir mejor si quiere embarcarse conmigo en esta locura o
retirarse del juego.
–Ya le he dicho, Charles –protesté con el ceño fruncido–, que estoy con usted. Y
cuando empeño mi palabra en algo, esa palabra va a misa.
–¿A misa? ¿Se refiere a los servicios litúrgicos católicos? –me preguntó con
extrañeza, hasta que pareció comprender y con una radiante sonrisa volvió a hablarme–. Ya
entiendo, quiere decir que para usted mantener su palabra es tan importante como cumplir
los mandamientos de la Iglesia de Roma.
–Sí, bueno, más o menos.
–Me agrada saberlo, y no esperaba menos de usted, pero mientras no lo sepa todo, al
menos todo lo que yo también sé, no puede estar obligado a nada. Mire, hace un rato le he
preguntado cómo cometería un crimen, llegado el caso, y qué haría después de haberlo
perpetrado.
–Así es –volví a asentir–, y si no recuerdo mal creo que usted mismo dijo que mis
respuestas le parecían lógicas y razonables.
–En efecto, Sabino, en efecto, se lo dije y lo mantengo. Pero también le dije,
supongo que lo recordará igual de bien que lo anterior, que sus respuestas se correspondían
con un asesinato convencional, ordinario. Y que el asesinato de Mary Ann Nichols no había
sido ni convencional ni ordinario.
–Así es, y creo que también me dijo que iba a explicarme los motivos de esa
creencia.
–Vuelve a demostrarme que no se olvida de nada, querido amigo. Tiene usted toda
la razón del mundo, y me temo que he empezado por el final, en lugar de por el principio,
como es de ley. En efecto, antes de que le explicara los detalles del crimen de la infortunada
Mary Ann, le he pedido que me ayudara en la investigación que deseo emprender. Por eso,
como le he dicho, pese a que ha accedido generosamente a mi petición, creo que es mi
obligación proporcionarle todos los datos del asesinato que están a mi alcance para que
decida con mayor conocimiento si, finalmente, desea colaborar conmigo o no.
Mientras decía esto volvió a recoger los ejemplares de los periódicos que había
estado leyendo con anterioridad y fue a ofrecérmelos, pero rectificó casi al instante, al
recordar que yo aún no me defendía muy bien en inglés.
–Discúlpeme, Sabino, no me había dado cuenta, en mi ansiedad por mostrarle lo que
sé, que usted, aunque está realizando notables progresos, aún no domina nuestra lengua, así
que le haré un pequeño resumen.
–Mary Ann Nichols –continuó tras una breve pausa, como si quisiera tomar aliento
antes de narrarme los desagradables sucesos relacionados con el asesinato– fue degollada.
Eso, en realidad, no es un acontecimiento tan extraordinario, mucha gente muere degollada,
por desgracia. Pero no es la forma de matar de la gente corriente, por calificarla de algún
modo, aunque quien se decide a matar a otra persona quizás no se merezca ese calificativo.
A la mayoría de los mortales, cuando pensamos en ese aspecto del asesinato, sobre todo si
lo hacemos en imágenes, nos repugna la situación. Instintivamente consideramos que tras
cercenar el cuello de la víctima brota la sangre como si se hubiese abierto un surtidor, y
dicha idea nos produce escalofríos, por lo que si nos animamos a apuñalar a una persona
dirigimos nuestro cuchillo o navaja al corazón. Por lo que tengo entendido, técnicamente es
mejor la degollación, pero en el fondo somos así, hasta para matar tenemos escrúpulos. Por
eso, cuando aparece un cadáver con la garganta abierta, lo lógico es pensar en un asesino
con una gran sangre fría y, hasta cierto punto, acostumbrado al manejo de un arma u objeto
capaz de producir ese resultado. Es decir, en un profesional. Sin embargo, el asesino de
Mary Ann Nichols no actuó como lo haría habitualmente un profesional.
–¿En qué se basa para afirmar eso? –le pregunté, convencido de que mi amigo no
hablaba por hablar.
–En que su actuación se alejó de lo que podríamos considerar como “buenas
prácticas profesionales” –esbozó una triste sonrisa, casi una mueca, al decir esto último–.
Permítame que vuelva a citar sus respuestas a mis preguntas. La primera fue dónde habría
cometido usted el crimen, y me respondió, muy comprensiblemente, que en el antro, creo
que ésa es la palabra que utilizó, en el que hubiera estado yaciendo con la prostituta, pero
jamás, jamás, en la calle. Creo que añadió que habría que ser un estúpido o un inconsciente
para asesinar a alguien en plena vía pública.
–No sé si utilicé exactamente esas palabras, pero sí, se corresponden con lo que
pienso y le contesté.
–Pues bien, Sabino, el asesinato de Mary Ann Nichols fue cometido en plena calle.
Es cierto que se trataba de una zona muy poco transitada y que era de noche, lo que
aminora ostensiblemente los riesgos, pero un profesional no se conforma con reducirlos, lo
que pretende es eliminarlos del todo. Y tiene paciencia, por lo que hubiera esperado a
encontrar un momento mejor para asesinarla, sin apresurarse a hacerlo al aire libre, en un
callejón.
–Salvo que tuviera un plazo para matarla.
–Podría ser. ¿Por qué no? Sí, podría ser, al menos en teoría. Es usted muy
inteligente, ya le dije que estaba convencido de que sus aportaciones iban a serme muy
valiosas, y su hipótesis no es nada descabellada. De hecho, tengo que admitir que lo que
acaba de decir es tan lógico como sensato. El problema estriba en que si mis suposiciones
son ciertas, que podrían no serlas, no quiero que se tome mis palabras como si fueran un
dogma de fe, me temo que estamos ante una teoría que no se corresponde con la realidad.
¿Quién iba a desear la muerte de una infeliz como Mary Ann Nichols, alcoholizada hasta el
embrutecimiento y que vendía su ajado cuerpo por unos misérrimos peniques para poder
pagarse la bebida y el cuartucho en el que dormía? O, al menos, ¿quién podría desearla
tanto como para pagar por ello? No, permítame que de momento descarte esa posibilidad,
pese a que es extremadamente interesante. Así que convengamos en que el asesino no es un
profesional. O, como una posible y nada descabellada alternativa, que, por algún motivo
que aún se nos escapa, aun siéndolo intentó no parecerlo. Por lo menos hasta que
encontremos algo que nos haga variar de rumbo.
Asentí en silencio, sobre todo porque yo sí que no era un profesional de la
investigación criminal. Charles tampoco, es cierto, pero al menos parecía tener las ideas
muy claras y saber perfectamente lo que decía y lo que quería hacer.
–Además, hay otro aspecto del asunto que hace que me incline por descartar la
intervención de un asesino profesional o que, de serlo, no se trataba de un encargo vulgar y
ordinario, como le he dicho anteriormente. A la muerta le extirparon los intestinos.
Creo que empalidecí ostensiblemente, tanto que el propio Charles se asustó al ver
mi semblante.
–Lamento mi torpeza –me dijo como pidiéndome disculpas– al habérselo espetado
de ese modo, pero es que no sabía cómo decírselo de un modo más suave. Por desgracia eso
es lo que ocurrió.
–Ya estoy bien –le contesté mientras tomaba aliento–. Ha sido sólo un momento de
debilidad, pero es que imaginarme ese acto, cómo el asesino tras degollar a su víctima le
sacó del cuerpo sus intestinos... Tan sólo de pensarlo me pongo enfermo.
–Le comprendo perfectamente, Sabino, a mí me ocurrió lo mismo cuando me
enteré.
Tuve la sensación de que me mentía, que lo decía tan sólo para quitar hierro a mi
momento de debilidad, pero se lo agradecí en mi fuero interno.
–Quizás ahora comprenda –añadió– mis anteriores alusiones a la Maldad. Porque de
eso se trata, de la maldad en estado puro. Aunque quizás haya algo más, me temo que
efectivamente hay algo más.
–¿A qué se refiere?
–Al hecho mismo de que el asesinato se cometiera al aire libre, en un callejón poco
transitado, con lo que los riesgos de que le descubrieran mientras asesinaba a la mujer
disminuían, pero en el que antes o después, quizás no muy tarde, iba a ser descubierto el
cuerpo. Un asesino profesional, incluso uno casual, procuraría lo contrario, que el cadáver
fuese encontrado lo más tarde posible. Cuanto más se tarda en encontrar el cuerpo, más
difícil suele tenerlo la policía para descubrir al culpable. Eso es, al menos, lo que he
aprendido leyendo novelas de detectives –intentó sonar nuevamente frívolo, pero no lo
consiguió del todo–. Por eso creo que el asesino quería que se encontrara pronto el cadáver,
como si se regodeara con su crimen y deseara que todo Londres supiera cuanto antes lo que
había hecho.
–Pero eso, ¿qué sentido tendría?
–No lo sé con certeza –me contestó–, aunque algo intuyo, pero todavía no se lo
puedo decir. Y ahora que dispone de todos los datos, al menos todos con los que yo cuento,
¿sigue decidido a apoyarme en mis pesquisas?
–Por supuesto, la duda ofende. Ya se lo he dicho antes, le he dado mi palabra y,
cuando lo hago, siempre la mantengo.
–No lo he dudado ni un momento, Sabino, pero creo que lo correcto era decirle
dónde nos estamos metiendo, porque me temo que se avecinan tiempos difíciles. Aún queda
algo más de dos semanas para que llegue el otoño, pero presiento que no va a ser un otoño
normal, que va a ser un otoño plagado de horror, de horror y de terror. Un auténtico otoño
de terror.
Cuando escuché esas palabras, padre, pensé que el horror no estaba por venir, sino
que ya había llegado. Al menos a mi alma.
5

Aquella noche volví a acostarme con una gran zozobra en el cuerpo, pero
curiosamente el sueño acudió a mí casi sin darme cuenta y dormí de un tirón, aunque volví
a madrugar. Pese a que el día siguiente era domingo, en la mansión de los Kingsfield la
austeridad era norma, por lo que, aunque se nos permitió estar un rato más en la cama, nos
levantamos a una hora más temprana de la deseable tratándose del día del Señor y nos
volvimos a reunir en el inmenso salón de la casa para desayunar. Como si considerara que
ya había cumplido con sus deberes de anfitrión el día que me recibió, el patriarca de los
Kingsfield apenas me dirigió la palabra, salvo lo mínimo para no parecer descortés ni
maleducado, lo que tampoco me molestó en exceso, las cosas como son, ya que era un
hombre intimidante y ante el que aún no me sentía preparado para hablar con confianza.
Afortunadamente tanto su hijo Charles como la hermosa Elizabeth consiguieron que no me
sintiera incómodo dándome conversación, gracias a la que pude enterarme de algunos
chismorreos londinenses que, si bien no me importaban lo más mínimo, contribuyeron a
que el tiempo dedicado al desayuno no se me hiciera eterno.
Mi joven amigo estaba impaciente por iniciar lo que denominaba “nuestra pequeña
investigación”, pero siendo domingo, como ya he dicho, era muy poco lo que podía hacer.
No porque fuera muy religioso, de hecho ni él ni su padre solían acudir a la capilla de la
Iglesia Anglicana a la que estaban adscritos, sino porque era consciente de que en los
organismos oficiales nadie le recibiría, e incluso en los ambientes de Whitechapel, en los
que curiosamente parecía sentirse como pez en el agua, a ninguno de sus contactos le iba a
gustar, seguramente, que perturbara lo que para ellos no dejaba de ser un día festivo,
aunque no tuvieran muchas cosas que festejar.
Además, por lo que a mí respecta, padre, como usted comprenderá, estaba decidido
a cumplir, en la medida de lo posible, con el tercero de los mandamientos de Dios,
“santificarás las fiestas”, y aunque era consciente de que me encontraba en un país cuya
religión mayoritaria no era la católica, tenía la intención de cumplir con los preceptos de la
Iglesia y, si llegaba la ocasión, acudir a la Santa Misa. No sabía cómo hacerlo cuando
Elizabeth vino en mi rescate, acompañada por otra mujer de similar edad a la suya, a la que
me presentó como Constance Gore-Booth, una joven londinense que vivía desde muy
pequeña en Irlanda y que había ido a pasar unos cuantos días a su ciudad natal.
–Señor Arana –me dijo cuando estuvieron cerca de mí–, si no recuerdo mal ayer nos
comentó su deseo de asistir a los oficios católicos este domingo. Quizás podamos arreglarlo
y acompañarle a una iglesia en la que podrá ver satisfecho su deseo.
–Así es, pero no quisiera causarles molestias –respondí, quizás con más timidez de
la que hubiese deseado transmitir en esos momentos–. Sé que ustedes profesan la fe
anglicana y no desearía soliviantar sus conciencias.
–Por eso no se preocupe, Sabino –me contestó Elizabeth con una sonrisa que en
aquel momento sólo pude calificar de angelical–. No creo que el hecho de cumplir con mis
deberes de amiga y anfitriona sea motivo suficiente para condenarme al fuego eterno.
Además, mi amiga Constance es una irlandesa católica que también tenía previsto asistir a
misa. ¿No es así, Constance?
La aludida contestó afirmativamente, quizás de un modo exagerado. Incluso me dio
la impresión de que me estaba tomando el pelo y que quizás fuera irlandesa, pero no
católica, impresión que se reforzó cuando las dos se rieron, tanto con los ojos como con la
boca, con una risa alegre y cantarina que, pese a lo que pudiera pensarse dada la situación
en la que me encontraba, en ningún momento fue humillante para mí.
–En ese caso –dije finalmente, intentando aparentar que no me intimidaban las dos
jóvenes con las que estaba hablando–, les agradezco su buena disposición. Será un placer
para mí que me acompañen a los sagrados oficios.
Me sentía bastante tonto: si mi hermana hubiese asistido a la escena seguramente
me habría calificado cariñosamente de “sinsorgo”, al verme actuar de ese modo ante dos
jóvenes tan hermosas, pero por otra parte en aquellos momentos no tenía mucha
experiencia con las mujeres. Bueno, padre, para ser sincero tengo que comentarle que
tampoco es que posteriormente haya adquirido mucha. Jamás he sido lo que suele
denominarse un mujeriego y me temo que mi intensa actividad política me ha hecho
descuidar esa faceta. No es que me arrepienta de ello, pero a veces, cuando me acuerdo de
Elizabeth, me entra una punzada de nostalgia y un sentimiento de tristeza que…, pero me
estoy desviando nuevamente del tema, discúlpeme, que en este mismo instante retomo mi
narración.
Tanto el ofrecimiento de Elizabeth como el de su amiga Constance eran sinceros, y
poco tiempo después el mismo cochero que me había recogido el día que llegué a Inglaterra
enganchó los caballos al carruaje y nos trasladó hasta un barrio bastante alejado de aquel en
el que residíamos aunque no muy distante, al menos ésa es la impresión que me dio,
corroborada posteriormente por mi anfitriona, del desolado barrio de Whitechapel en el que
me interné, junto a Charles, aquel primer día. Había allí una iglesia pequeña, pero coqueta,
en la que nos introdujimos según bajamos del coche. No tenía la magnificencia de nuestras
catedrales, ni siquiera la riqueza ornamental de las más modestas iglesias de nuestra amada
Euskal Herria, pero en su interior se respiraba una inmensa paz, quizás hija de la
resignación que en muchas ocasiones suele acompañar a la miseria. Porque lo que saltaba a
la vista, sin la menor duda posible, era que los feligreses de esa iglesia, que estaba bajo la
advocación de san Patricio, patrón de los irlandeses, pertenecían a los estratos más
humildes y desfavorecidos de la población. Acostumbrado a las iglesias de nuestros
pueblos, en las que conviven sin el menor problema los enriquecidos jauntxos [2]junto a los
aldeanos, comerciantes y artesanos, ver aquella reunión de miserables, dicho no con ánimo
peyorativo sino ateniéndome a una palpable realidad, produjo en mí un fuerte impacto.
Según me dijeron posteriormente Elizabeth y Constance, la totalidad de los
feligreses eran oriundos de Irlanda, agricultores, artesanos u obreros que habían acudido a
la capital de la metrópoli con el deseo de hacer fortuna o, al menos, mejorar su vida, aunque
muy pronto se percataron de que si lo de mejorar de vida no estaba a su alcance, hacer
fortuna rayaba prácticamente en lo imposible. Por eso, aunque las partes comunes de la
misa se oficiaron en latín, el sermón fue pronunciado en un idioma ininteligible para mí,
que resultó ser, según me comentaron mis anfitrionas, el gaélico, el idioma celta originario
de Irlanda. Ello no fue obstáculo para que me emocionara con unas palabras que no
entendía, pero que eran capaces de transmitirme toda la pasión de un pueblo. Elizabeth
debió de notar mi emoción, porque desde el lugar que ocupaba en los asientos reservados a
las mujeres me miró y sonrió de un modo que estuvo a punto de hacer que me derritiera.
Afortunadamente el sermón finalizó en ese momento y de nuevo comenzaron las plegarias
en latín, por lo que pude concentrarme en responder a las mismas y de ese modo alejar mi
cabeza, que empezaba a llenarse de pensamientos impuros cuyo único objeto de deseo era
la hermana de mi amigo, esos turbios pensamientos y concentrarla en los oficios religiosos.
La misa transcurrió sin ningún incidente aunque no pude evitar mi extrañeza al ver
al hombre que se había reunido con Charles en aquella infecta taberna de Whitechapel el
día que llegué a Inglaterra. Creí recordar que se llamaba O’Malley y, si le soy sincero,
jamás hubiese imaginado que volvería a encontrármelo en una iglesia, lo que indica que no
se puede juzgar a las personas por sus apariencias. Aunque también es cierto que el
gigantón pelirrojo tenía más aspecto de delincuente que de buen cristiano, pero eso, por lo
que pude ver, no le impidió seguir la ceremonia con atención y seriedad e incluso comulgar
como un devoto más.
Al finalizar la eucaristía, como era costumbre en esa iglesia según me explicaron
mis jóvenes amigas, el párroco, un hombre bajito, moreno y cetrino que parecía encontrarse
perdido dentro de la casulla y que me hizo pensar, no sin maldad, lo reconozco, en aquellos
soldados de la Armada Invencible que tuvieron la suerte de encontrar refugio en las costas
irlandesas tras el desastroso y fallido intento de invadir Inglaterra y que seguramente
plantaron allí su semilla, se acercó hasta la entrada del templo y fue saludando, con
palabras que por el tono supuse amables y cariñosas, a los feligreses que lo abandonaban,
consolándoles en su miseria ya que difícilmente podía aliviarla.
Cuando llegó nuestro turno saludó efusivamente a mis acompañantes, llamándolas
por sus nombres de pila, e incluso demostró que conocía el mío.
–Señor Arana, es un placer conocerle –me dijo en francés cuando llegó el turno de
saludarme. Tenía un acento bastante áspero, pero se le entendía perfectamente–. Soy Patrick
FitzGerald, el párroco titular de esta humilde iglesia. Nuestra apreciada Elizabeth me ha
hablado muy bien de usted, y yo siempre me fío de su instinto. Es una pena que ella y su
amiga no sean católicas, pero aprecio enormemente lo que hacen por mi pequeña y humilde
parroquia de un modo generoso y completamente desinteresado.
Las palabras del sacerdote me desconcertaron, ya que hacía muy poco tiempo que
Elizabeth y yo acabábamos de conocernos, casi ni le había dado tiempo a que hablara de mí
con el párroco, pero no me atreví a comentar con ella lo que aquél me dijo. Tampoco le
pregunté nunca, cosa de la que siempre me he arrepentido, si el rubor que apareció en las
mejillas de mi hermosa anfitriona se debía a las alusiones del clérigo a su generosidad o si
habían sido provocadas por su comentario acerca de lo bien que hablaba de mí. Quiero
pensar que se debió a esto último, incluso estoy prácticamente convencido de ello, pero
jamás lo sabré con seguridad. Hay oportunidades que, si se dejan pasar, ya nunca vuelven,
padre. Sé que no es parte de la doctrina cristiana que usted debe inculcar a sus feligreses
desde el púlpito, pero seguramente les haría un favor si, junto al respeto a las leyes de Dios,
les inculcara también esa idea. Aunque esté muy lejos de mi intención decirle cómo debe
ejercer su ministerio, me temo que son simples divagaciones de un moribundo.
De todos modos, reponiéndome de esos pensamientos, le contesté eso tan tópico y
manido de que el placer era mío, a lo que el párroco, agarrándome por un brazo y después
de mostrar su alegría riéndose –al parecer en ese país todo el mundo acababa riéndose de
mis palabras–, me pidió que no me llevara una impresión negativa de su parroquia ni de sus
feligreses.
–Como usted ha podido comprobar, se trata de gente muy pobre y humilde. De
muchos de ellos incluso se podría decir que viven en la miseria, pero son buenos católicos y
cumplidores de los mandamientos del Señor, lo que no siempre es fácil viviendo como ellos
viven. Y además, en su inmensa mayoría, son unos auténticos patriotas.
Estas últimas palabras, más que a mí, parecían dirigidas a mis acompañantes, lo que
me produjo cierta extrañeza, sobre todo porque me imaginé que el patriotismo de aquellos
católicos no estaba unido al Imperio Británico sino a la sojuzgada Irlanda. Yo sabía que
Elizabeth era inglesa y anglicana y, en cuanto a su amiga, aunque procedía de Irlanda, no
era católica, como acababa de comentar también el párroco, por lo que no entendía muy
bien a qué quería referirse con sus palabras. Es cierto que se trataba de dos jóvenes
generosas y caritativas, según el propio padre FitzGerald había reconocido, pero de eso a
ser partidarias de la revolución irlandesa había un trecho. Aunque la vida da muchas
vueltas, padre. Y es que pese a que he procurado, como le dije al principio de esta confesión
no sacramental, borrar de mi biografía la estancia en Londres e incluso el conocimiento de
la propia lengua inglesa, he intentado mantenerme informado durante los últimos años,
dentro de lo posible, de los acontecimientos que han rodeado al pueblo irlandés y a la gente
que conocí, por eso me he enterado de que mi vieja amiga Constance se ha convertido en
una ardiente defensora del voto femenino, lo que en Inglaterra llaman “sufragista”, y que,
quién sabe, quizás en estos momentos haya abrazado la verdadera fe, ya que según mis
noticias ha contraído matrimonio recientemente con un conde polaco, pasándose a llamar
Constance Markiewicz, ya sabe la costumbre que hay en muchos países de que la mujer
cambie su apellido por el del marido al casarse, y hasta donde yo sé los polacos son tan
fervientes católicos como los irlandeses o nosotros, los vascos.

Pese a mi sobrevenida admiración y respeto por Sabino no creo que tuviese dotes
proféticas, pero no dejan de ser curiosas sus palabras sobre la condesa Constance
Markiewicz. Aunque nunca me ha interesado eso que los periódicos llaman “ecos de
sociedad”, siempre me he preciado de tener buena memoria y por eso, sin haber
pretendido jamás estar al tanto de las vicisitudes de su amiga de juventud, mi interés por la
situación irlandesa, paralela a mi evolución ideológica y política desde el carlismo hasta
el nacionalismo, me llevaron a tener noticia de ella en varias ocasiones y creo que el
fundador del PNV hubiese estado orgulloso de su vieja amiga. Constante Markiewicz, o
Constance Gore-Booth, como prefería llamarla él, no sólo se convirtió al catolicismo tras
su boda, sino que abrazó fervientemente la causa de la independencia irlandesa, siendo
condenada a muerte por haber participado activamente en el Levantamiento de Pascua,
aunque su condena fue conmutada por una cadena perpetua, llegando posteriormente a
ser designada diputada e incluso ministra de Trabajo, algo ya de por sí revolucionario, no
es nada normal que una mujer llegue a ocupar un ministerio. Quizás en el futuro eso
ocurra más a menudo, no lo sé ni puedo saberlo, yo tampoco tengo dotes proféticas. Si eso
ocurre algún día posiblemente será algo positivo, pero ya no lo veré.
Quién sabe, quizás mañana al amanecer, después de que me fusilen, si el Señor cree
que he sido un digno representante suyo en la tierra, pueda volver a hablar con Sabino, e
incluso con la propia Constance, y allá arriba, en ese espacio sin espacio y ese tiempo sin
tiempo que es el más allá, nos daremos cuenta de que estas luchas, estos enfrentamientos
entre hermanos, no tienen sentido. Quizás. Quizás.
Pero de nuevo estoy divagando, haciendo incisos y apostillas a la historia que de
verdad me interesa transmitir, aun no sé a quién, quizás a nadie, jamás lo sabré. A pesar de
ello vuelvo a retomar, sin más dilación, la trascripción del relato que me hizo Sabino en su
lecho de muerte.
Antes de que pudiera contestar al párroco –continuó su narración el moribundo–, se
despidió de nosotros con una sonrisa, diciendo que lamentaba no poder atendernos durante
más tiempo, como le gustaría, pero que tenía que supervisar el comedor de la parroquia,
donde iban a comer un buen número de sus feligreses.
–Su salario, por desgracia, no da para mucho –añadió–, pero gracias a los donativos
de sus amigas –dijo refiriéndose a Elizabeth y Constance– y a los de otros hombres y
mujeres tan generosos como ellas podemos aliviar, en la medida de lo posible, su situación.
Pero no les retengo más, supongo que tienen cosas que hacer. Y, señor Arana, créame si le
digo que será un placer volver a verle y que estoy a su servicio.
Le contesté con palabras similares y nos despedimos de él. Pensaba que íbamos a
volver al carruaje, pero en lugar de eso mis amigas me pidieron que las acompañara hasta el
cementerio anexo a la iglesia. Era un camposanto pequeño y sencillo, poblado por unas
tumbas que apenas rebasaban el cuidado césped, muy lejos de los barrocos y abigarrados
monumentos funerarios que estamos acostumbrados a contemplar en los países del sur de
Europa, pero dentro de su sencillez incitaba al recogimiento y el respeto. Algunas pocas
lápidas se encontraban adornadas por flores, la mayoría de ellas marchitas, y Elizabeth,
seguida en primera instancia por Constance y posteriormente por mí, se aproximó con paso
firme, sin titubear en ningún momento como si estuviera acostumbrada a pasear por allí, a
una de las escasas lápidas sobre las que se veía lucir un ramo de flores vivo y fresco. Me
acerqué hasta ella y pude leer la siguiente inscripción: Dorothy O’Flaherty (1836-1885).
Viendo la devoción con la que Elizabeth rezaba ante la tumba y el aspecto tan triste y
compungido que mostraba, deseé cogerle de la mano para tranquilizarla, pero no me
pareció apropiado. No deseaba que pensara nada inconveniente de mí, ya sabe, padre, que
intentaba aprovecharme de una joven afligida y ese tipo de cosas; aun así me armé de valor
y, aunque no sabía si lo que iba a decirle serviría para consolarla o si, por el contrario, iba a
hondar más en su herida, le pregunté de quién se trataba. No fue ella, curiosamente, quien
me contestó, sino Constance.
–Dorothy era una vieja criada de la familia Kingsfield que sentía devoción por
Elizabeth, a la que vio nacer, por eso se la ve tan afectada.
En silencio hice un gesto demostrativo de que comprendía la situación y me
mantuve callado hasta que Elizabeth, que en todo momento había permanecido en actitud
de recogimiento, levantó la cabeza y sonriéndome tristemente me rogó que la disculpara.
–No es mi intención que se sienta violento o fuera de lugar, señor Arana, pero como
le ha dicho Constance, Dorothy era para mí más que una criada. Ella me vio nacer y
siempre estuvo a mi lado, durante mi infancia, hasta que falleció.
Le dije que no tenía por qué disculparse. En todo caso era yo quien debía ofrecerle a
ella mis más sinceras y sentidas disculpas por haberla molestado con mi impertinente
pregunta en ese momento tan íntimo de recogimiento.
–De impertinente nada, mi buen Sabino. Quiero que sepa que jamás tendré secretos
para usted, salvo…, bueno, hay cosas que toda joven debe guardarse para sí, ya me
entiende, pero puede estar seguro de que ninguna pregunta que me haga me importunará.
Mi corazón dio un vuelco al escuchar esas palabras y no supe qué responder, sobre
todo cuando observé cómo Constance se reía pícaramente, sin el menor respeto por el
sagrado lugar en que nos hallábamos. Pero todos esos pensamientos cesaron de raíz cuando
de repente, como salido de la nada, apareció John Latimer, el secretario del patriarca de la
familia Kingsfield, que con aspecto desencajado y tono airado se acercó hasta Elizabeth.
–¿Está usted loca, señorita Kingsfield? ¿No es consciente de que a su padre no le
agradaría nada saber que ha vuelto a venir aquí?
Curiosamente Elizabeth, la dulce Elizabeth, la joven de aspecto frágil que hacía
muy poco parecía haber estado al borde de las lágrimas, no se amilanó sino que plantó cara
a Latimer, con un tono en el que mostraba a las claras su enfado y desagrado.
–¿Y qué va a hacer mi padre? ¿Denunciarme a Scotland Yard? Ya tengo edad
suficiente para moverme por donde me apetece. Además, ¿por qué tiene que enterarse de
que he estado aquí? ¿Se lo va a contar usted? ¿Y por qué está usted aquí? ¿Se ha convertido
repentinamente al catolicismo? ¿O acaso ha tenido la osadía y el descaro de espiarme y
seguirme? No me esperaba eso de usted, John. Me ha decepcionado profundamente.
Al escuchar estas palabras el secretario mudó su semblante. Independientemente de
que no me gustara, tengo que admitir que parecía estar sinceramente enamorado de la
joven. Quizás por eso no me gustaba, no me queda más remedio que admitirlo, padre.
Espero que ese pecado de juventud no se me tenga en cuenta a la hora de ser juzgado por el
Creador. El caso es que la miró con aspecto suplicante mientras balbuceaba unas torpes
excusas.
–No se trata de eso, señorita Elizabeth, y usted lo sabe. No soy un delator, lo único
que quiero es protegerla de la cólera de su padre. Si en lugar de haberla visto yo la hubiera
visto otro…, Dios sabe qué podría ocurrir. Pero, como le he dicho, conmigo está a salvo.
Tengo aparcado cerca de aquí un carruaje y será para mí un placer y un honor acompañarla
hasta la mansión familiar.
–Gracias, John –le contestó cortésmente Elizabeth–, es muy amable por su parte,
pero volveré a casa con los mismos amigos con los que he venido.
Al escuchar esas palabras el secretario nos miró como si nos viera por primera vez,
como si anteriormente hubiésemos sido invisibles a sus ojos y, volviendo a perder la
compostura que había recobrado hacía unos escasos instantes, habló nuevamente en tono
colérico.
–¿Se refiere a estos dos, Elizabeth? ¿A la zorra irlandesa y al señorito español? –
pronunció estas últimas frases en francés, no sé si para quitar hierro a sus palabras al
proferirlas en un idioma más dulce y suave o para que yo entendiera perfectamente lo que
él estaba diciendo.
Pero independientemente de sus motivos lo que sí puedo asegurarle, padre, es que el
calificativo de “español” que salió de sus labios no me molestó, entre otras cosas porque
estoy convencido de que en aquellos momentos Latimer desconocía mi ausencia de ligazón,
tanto patriótica como sentimental, con España, y tampoco era el momento más adecuado
para empezar a explicarle mis incipientes teorías políticas. Pero lo de señorito sí que me
escoció, por las connotaciones que tiene de joven haragán que vive sin trabajar, sólo
preocupándose de sus placeres, gracias al dinero de sus mayores. A lo largo de mi vida,
usted lo sabe, padre, ya que aunque nunca habíamos coincidido hasta este triste momento
en que voy a encomendar mi alma a Dios me ha demostrado que ha seguido mi carrera
política a través de la prensa, me han dicho muchas cosas, algunas merecidas, otras no
tanto. O quizás sí, si nos ponemos en la piel del que me las ha dicho, pero nunca, nunca
jamás, se me ha tildado de señorito. Y ya en aquella época de juventud detestaba lo que
había detrás de esa palabra.
Pero lo que más me encorajinó fue escuchar cómo Latimer calificaba a Constance
de zorra. No conocía a la chica, me la acababan de presentar apenas tres horas antes, pero el
simple hecho de que fuera amiga de Elizabeth me hacía inclinarme hacia ella y pensar que
el tratamiento que le daba el secretario de lord Kingsfield era injusto. Además,
independientemente de eso, nunca me ha parecido correcto que se insulte a ninguna mujer,
y menos con calificativos de ese tipo, por lo que reaccioné de un modo que seguramente el
propio Latimer habría calificado como propio de un “caballero español”.

Al pronunciar esas dos últimas palabras Sabino empezó a reírse a carcajadas, de


un modo tan fuerte que por poco pierde el equilibrio de su cuerpo y le obligó a toser de
manera desaforada, como si estuviera ahogándose. Por suerte, o por desgracia, según se
mire, pese a que llevaba poco tiempo ejerciendo mi ministerio sacerdotal, no era la
primera vez que me enfrentaba a una situación como aquélla, así que escancié un poco del
agua de una jarra que seguramente había colocado alguna doncella en una mesilla
situada a un costado del lecho en el que consumía sus últimas horas y se la di a beber en
pequeños sorbos. Poco a poco su respiración se fue calmando y, aunque de su cara no
desapareció por completo el rictus de dolor que había aparecido como consecuencia de los
espasmos causados por sus carcajadas, esbozó algo similar a una sonrisa y, aunque con
largas pausas entre una sílaba y otra, se mostró capaz de hablar nuevamente.
–Gracias, padre. Siento haberle asustado de este modo, no era ésa mi intención.
Pero que conste que no me arrepiento, por muy cura párroco que usted sea. El ver que
incluso en estos momentos aún tengo ganas de reír y el espíritu necesario para hacerlo, me
reconforta. Además, el hecho de que a pesar de ello pueda seguir contándole mi historia
es, indudablemente, una señal de que Dios ha decidido no llevarme a su lado hasta que se
la haya contado por completo. ¿No lo cree así?
Personalmente tenía mis dudas acerca de que al Señor le interesara que yo
escuchara lo que tenía que contarme Sabino, pero le dije que sí. No era del todo una
mentira, ya que tampoco se podía afirmar lo contrario. Y, en todo caso, sería una “mentira
piadosa”, como suelen decir mis hermanos jesuitas.
Es curioso la de vueltas que pueden dar las cosas, en tu cabeza y en tu alma.
Cuando mi fe era tan sólida como una roca, en la que no cabía el menor intersticio, me
pareció absurdo pensar que Dios quería que yo escuchara por completo la historia de las
andanzas londinenses del hombre que estaba agonizando junto a mí. Y, paradójicamente,
en estos momentos en los que a pesar de conservar la fe que me inculcaron mis padres
empiezo a sopesar la posibilidad de que quizás haya estado equivocado durante toda mi
existencia, estoy firmemente convencido de que, en efecto, el Creador mantuvo vivo
aquellos días al fundador del PNV tan sólo para que pudiera transmitirme lo vivido en
aquel londinense otoño de terror, como el propio Sabino lo había calificado. Lo que no sé
es cuál era el motivo de ese designio divino, aunque ya da igual, en pocas horas me
reuniré con Él y lo sabré. O no, pero en ese caso nada de todo esto habrá importado,
aunque quién sabe, quizás alguien recoja la historia que estoy transcribiendo y la dé a
conocer a las nuevas generaciones.
Pero vuelvo a divagar, lo que no sólo no me hace ningún bien, sino que me roba un
tiempo precioso, ya que no sé cuándo oiré el ominoso sonido de las botas de los soldados
que vendrán a sacarme de la prisión para fusilarme, así que reanudaré la narración, del
mismo modo que la reanudó Sabino cuando estuvo totalmente recuperado de su acceso de
risa.
Como le estaba diciendo, padre, antes de este pequeño “accidente”, el oír a John
Latimer llamar zorra a Constance Gore-Booth me indignó profundamente y sin pensármelo
ni un segundo conminé al secretario a que retirara sus palabras.
–O si no…
–¿O si no, qué? –me interrumpió Latimer, con gesto desafiante.
Durante unos segundos me quedé descolocado, sin saber qué responder. Siempre he
sido una persona pacífica y jamás me había metido en peleas, ni siquiera en las típicas de
estudiantes, de ahí que no supiera cómo continuar lo que por mi parte había sido el inicio de
una amenaza de una manera tal vez demasiado impulsiva, sin calibrar sus posibles
consecuencias, pero tampoco me apetecía acabar humillado delante de las dos jóvenes que
me acompañaban. Por eso, mirándole fijamente a la cara, sin pestañear apenas para que no
se notara el miedo que estaba sintiendo, acabé finalmente la frase.
–O si no, se tendrá que tragar sus palabras –le dije intentando aparentar una firmeza
que sentía muy lejos de mí.
–Eso habrá que verlo –me replicó Latimer–. Nada me proporcionará mayor placer
que machacar a un mequetrefe como usted delante de la señorita Elizabeth.
–¡Latimer, se lo prohíbo! –chilló de repente Elizabeth–. Y a usted también, Sabino.
Compórtense como adultos.
–Discúlpeme, Elizabeth, no ha sido mi intención ofenderla –John Latimer habló con
una falsa expresión de arrepentimiento en su cara–. Ha sido algo imperdonable. Tal vez me
he dejado llevar por un exceso de celo al intentar evitarle a usted un fuerte problema con su
padre, por lo que le ruego que me perdone.
–Acepto sus excusas, señor Latimer. Ahora –se dirigió alternativamente a cada uno
de los dos–, dense la mano y demos por zanjado el tema. ¿De acuerdo?
–De acuerdo, señorita Kingsfield.
–¿De acuerdo, Sabino?
–De acuerdo también, pero antes el señor Latimer deberá presentar sus excusas a la
señorita Constance.
–¿Qué diablos…? –empezó a decir el secretario, volviendo a acercarse a mí con
gesto amenazante, pero de repente retrocedió y finalmente asintió. Creo que fui el único
que se dio cuenta, pero por unos instantes pareció estar preso de un fuerte temor–. Lo siento
mucho, señorita Gore-Booth, ha sido impropio de mí utilizar esa expresión, no sé qué pasó
en ese momento por mi cabeza.
–Acepto sus excusas –dijo gentilmente Constance–, así que lo mejor será que
olvidemos este desagradable incidente y actuemos como si jamás hubiese ocurrido.
Asentimos nuevamente los dos y por fin nos estrechamos las manos, aunque sus
ojos, durante un segundo que seguramente pasó desapercibido para las dos jóvenes que nos
acompañaban, pero que a mí se me hizo eterno, destilaron un odio que no presagiaba nada
bueno. Un odio al que acompañaba, nuevamente, el temor que con anterioridad había
percibido en su persona.
Cuando nos separamos, Latimer en dirección a donde supuestamente estaba su
carruaje, Elizabeth, Constance y yo hacia el nuestro, miré detrás de mí, al lugar en el que se
estaba fijando el secretario cuando el temor apareció en sus ojos, y pude ver cómo
O’Malley estaba mirando, con rostro pétreo y duro, en nuestra dirección. Y antes de
volverme para juntarme con mis acompañantes me pareció observar cómo en ese pétreo
rostro apareció de repente una sonrisa.
6

Aquella noche la cena fue extremadamente tensa. El único que parecía no darse
cuenta del sombrío ambiente que se había instalado entre nosotros fue el patriarca de los
Kingsfield, quizás porque por su propio carácter serio, seco y adusto parecía encontrarse en
su ambiente natural. Mientras duró la comida no dejó de hablar con su secretario acerca de
las últimas incidencias producidas en sus negocios, aprovechando también esos momentos
para instruirme a mí acerca de los mismos, y lamentando de vez en cuando que su hijo
Charles no se tomara demasiado en serio el trabajo.
Elizabeth y Constance, que desde hacía un par de días disfrutaba de la hospitalidad
de la familia Kingsfield, no se dirigieron en ningún momento a Latimer, pese a los
esfuerzos de este último por congraciarse de nuevo con ellas, hablando tan sólo entre sí y
en ocasiones conmigo o con Charles. La situación, al menos para mí, era terriblemente
incómoda y violenta, pero en ningún momento se perdieron las formas ni las buenas
maneras.
Cuando por fin el señor Kingsfield dio por terminada la cena y nos comunicó que se
retiraba a sus aposentos, respiré aliviado. Mañana será otro día, pensé, y aunque en aquel
pequeño cementerio se habían abierto unas heridas que quizás tardarían en cicatrizar, al
menos la distancia en el tiempo aliviaría la convivencia.
Lo que más me apetecía en aquellos momentos era irme a dormir y que el sueño
reparador me hiciera olvidar durante unas horas la desagradable situación vivida, pero no
me fue posible hacerlo ya que Charles me lo impidió. Entiéndame, padre, no ejerció ningún
tipo de violencia, física o moral, contra mí, por supuesto, pero cuando me invitó a tomar
una copa con él antes de ir a acostarnos no supe cómo rechazar su oferta. Así que tras
decirle a una doncella que nos llevara a la biblioteca un vaso de whisky y otro de leche –por
lo menos en esa ocasión no se rió de mí al rechazar su oferta de algún tipo de licor o bebida
espirituosa, lo que me pareció un indicio de que deseaba que habláramos de algo
completamente serio o importante–, me acompañó hasta esa dependencia de la casa y me
invitó a acomodarme en uno de sus impresionantes sillones, mientras enfrente de mí podían
observarse cientos de volúmenes de libros, en diversos idiomas, incluidos el latín, el
francés, el alemán y el castellano, además del inglés, muchos de ellos con aspecto de ser
auténticas antigüedades.
–Impresionante, ¿no está de acuerdo? –dijo cuando ya estábamos perfectamente
instalados, cada uno en un sillón, y nos habían traído las bebidas.
Ante mi respuesta afirmativa, en la que se adivinaba, seguramente, tanto la
admiración como el asombro, no pudo evitar reírse mientras alzaba su vaso en una especie
de brindis antes de volver a hablar.
–Impresionante, en efecto. La pena es que casi nadie los aprecia. Las únicas que con
cierta asiduidad se acercan aquí para leer algunos de los volúmenes que pueblan las
estanterías son mi hermana y su amiga Constance cuando nos honra con su presencia. Mi
padre no lee nada, salvo la contabilidad de sus empresas y los informes de sus agentes
comerciales, pero cree que tener una biblioteca como ésta da buen tono, sobre todo desde
que consiguió entrar en la Cámara de los Lores. Y por lo que a mí respecta –en sus ojos se
adivinó un brillo picaresco–, debo confesarle que, al contrario que mi ilustre progenitor, sí
que soy un hombre que disfruta con la lectura, pero desgraciadamente los libros que más
despiertan mi interés no son dignos de ocupar un hueco entre estas nobles y vetustas
paredes.
Preferí no preguntarle a qué tipo de lecturas se refería. En el poco tiempo que
llevábamos tratándonos ya había advertido que mi nuevo amigo era una persona muy poco
convencional, así que me limité a decir que, en efecto, la biblioteca me parecía una
auténtica maravilla y también, procurando al máximo no ser descortés, expresarle mi deseo
de retirarme pronto a la habitación que se me había asignado, ya que me encontraba
extremadamente cansado.
–Ha sido un día muy duro, Charles, y en estos momentos lo que más deseo es
refugiarme en los brazos de Morfeo.
–Lo sé, Sabino, lo sé. Han llegado a mis oídos las noticias sobre el desagradable
incidente ocurrido en el cementerio católico y créame cuando le digo que lamento
importunarle a estas horas, pero es el único momento en todo el día en que hemos podido
estar a solas, y deseo informarle sobre los primeros resultados de nuestra incipiente
investigación.
–Tenía entendido que, como me había dicho, por ser hoy día festivo no íbamos a
indagar nada relacionado con el asesinato de la prostituta de Whitechapel.
–Así es, querido amigo, y créame si le digo que no le he mentido, aunque tal vez no
le dije toda la verdad. Es cierto que, como le dije, no he estado muy activo a ese respecto,
pero del mismo modo tengo que confesarle que sí he sido receptor pasivo, por así decirlo,
de cierta información.
–¿Receptor pasivo? –no pude evitar la repetición de las palabras que había
escuchado, como manera de expresar mi extrañeza.
–Sí, receptor pasivo. Quizás usted no sepa, al menos yo no se lo comenté, que ayer
se celebró la sesión preliminar del coroner, el honorable Wynne Edwin Baxter –para evitar
confusiones, padre, tengo que decirle que esa palabra inglesa, de difícil traducción, no
significa “coronel” sino que podría equivaler, salvando las distancias que hay entre los
distintos sistemas procesales, a la nuestra de juez de instrucción–, sobre el asesinato de
Mary Ann Nichols, y gracias a que tengo un buen contacto entre los asistentes, y también,
para qué negarlo, a que he pagado generosamente a ese contacto, soy el feliz poseedor de
una trascripción, no literal, lo reconozco, pero sí bastante aproximada de lo que en esa
audiencia se dijo e hizo. Espero que me perdone por no haberle hecho partícipe de esas
gestiones, pero en realidad no requería ningún tipo de intervención expresa por nuestra
parte y así pudo usted conocer algo más de Londres. Además, todavía no le había pedido
que me ayudara en las pesquisas que tenía pensado efectuar.
–No hay ningún enfado ni rencor por mi parte, Charles, todo lo contrario. Desde que
he llegado a su país me ha tratado usted con afecto y con una delicadeza exquisita –intenté,
por mi parte, quitar hierro al posible sentimiento de culpa o malestar de Charles Kingsfield
por no haberse sincerado conmigo al cien por cien.
–Gracias, Sabino, no esperaba menos de usted –me contestó–. Además, mi posible
falta, en caso de haber existido, creo que va a quedar enmendada en estos momentos. Por
eso le he citado aquí, ya que enseguida va a saber tanto como yo del asunto.
Levantándose de su asiento se dirigió a una de las estanterías de la biblioteca y, sin
apenas necesidad de escudriñar entre los miles de ejemplares que allí reposaban, sacó de su
lugar un apergaminado volumen en cuyo lomo podía leerse “De Bello Civili. Caius Julius
Cæsar” y, abriéndolo por la última página, extrajo de su interior lo que parecía un puñado
de cuartillas escritas a mano.
–Ventajas de tener un padre que no lee, y mucho menos en latín –dijo guiñándome
un ojo–. Jamás habrá mejor escondite, al menos en esta casa, que el interior de un clásico.
No necesitaba preguntarle nada para saber que esas cuartillas en las que se
adivinaba una letra apretada contenían la trascripción de la instrucción de la que acababa de
hablarme mi amigo. Él mismo me lo confirmó sin necesidad de que yo pronunciara una
palabra.
–Aquí está lo más importante de lo que ayer ocurrió en la sesión preliminar de las
indagaciones oficiales. Yo ya lo he leído, pero creo de justicia, y útil para nuestros
propósitos, que también usted lo conozca.
Charles fue desgranándome el contenido de aquellas cuartillas, pero más que leer
parecía declamar, tal era el énfasis que ponía en sus palabras. Lo hacía sin apenas mirar los
papeles, como si no lo necesitara, como si los hubiera leído cientos de veces –lo que, bien
pensado, era muy posible– y se hubiesen fijado en su memoria.
Como sería muy tedioso, padre, relatarle palabra por palabra la trascripción de
aquella sesión, intentaré transmitírsela a mi manera, con la esperanza de ser bastante fiel a
lo que aquella noche me contó mi amigo.
Curiosamente, tras formular un llamamiento que al parecer es tradicional en la Gran
Bretaña, “escuchad, buenos ciudadanos del condado, se os ha convocado para que
investiguéis, en nombre de Su Majestad la Reina, nuestra soberana, cuándo, cómo y a causa
de qué encontró la muerte Mary Ann Nichols”, se formó el jurado y lo primero que se hizo
fue acudir al depósito de cadáveres, para observar los restos de la víctima. Charles no me
explicó en su momento qué sentido tenía esto último, aparte del morbo que puede suscitar
la visión de un cadáver horriblemente mutilado. En fin, para ser indulgente con esa manera
de proceder, en su momento supuse que podría deberse a que entre los asistentes estaría el
médico que posteriormente declaró ante el tribunal.
Los primeros testigos, sin embargo, que fueron llamados a declarar después de que
los jurados regresaran del depósito, fueron los dos trabajadores del mercado que
encontraron el cadáver de la infortunada mujer y dos policías cuyos datos personales no
recuerdo, aunque me figuro que en su momento Charles me los dijo, pero en aquella época
no estaba familiarizado con los nombres ingleses. El primero de los policías declaró que
comprobó las mutilaciones sufridas por la víctima en el depósito, pero que cuando se
acercó a la zona en la que fue hallado el cadáver apenas encontró rastros de sangre, salvo
una pequeña cantidad debajo del cuerpo. Así mismo manifestó que no se encontró ningún
arma ni junto al cuerpo ni en sus alrededores.
Por lo que respecta al segundo de los inspectores que declararon, en realidad no dijo
nada que no hubiera dicho cualquier otra persona en su lugar sin necesidad de ser policía,
puesto que sólo vio el cadáver cuando estaba en el depósito. Aunque posiblemente soy
injusto al afirmar eso, ya que tal vez sus ojos de policía observaron algo que los demás no
hubiésemos visto. De hecho me pareció curioso cómo insistía –en realidad quien insistía era
Charles, “metido” en el papel del policía– en el grueso corsé que llevaba puesto Mary Ann
Nichols. Según el policía, y Charles estaba totalmente de acuerdo con él, ese corsé limitó la
extensión de las heridas. Demostrando mi ignorancia sobre esos asuntos le dije que no veía
la relevancia de esas manifestaciones.
–Total, ¿qué más dará la extensión de sus heridas si el resultado, finalmente, fue su
fallecimiento?
Como ya esperaba, en el mismo momento de formular mi objeción de nuevo
apareció en su rostro su característica sonrisa, que sería injusto calificar de arrogante o
pretenciosa, pero que sí podría denominarse de “hermano mayor” intentando explicar al
pequeño de la familia las verdades de la vida. Lo sé, padre, porque yo tengo precisamente
un hermano mayor que ha influido mucho en la mía.
–No se puede rechazar ningún dato, por nimio que nos parezca, amigo Sabino –me
respondió como si fuera un experto investigador de Scotland Yard–. Tal vez, como usted
piensa, no influya en nada, pero hasta el final no lo sabremos.
Tras esa pequeña interrupción continuó desgranando lo que consideraba más
relevante de la trascripción de las diligencias. Quizás por eso omitió la parte referida a las
declaraciones del marido, estrictamente habría que decir viudo, de la prostituta asesinada y
que, sin embargo, a mí me habría gustado escuchar por lo que podía tener de interés
humano. A pesar de ello preferí no interrumpirle –no sólo por educación sino, sobre todo,
porque me encontraba muy cansado y lo que más me apetecía en esos momentos era
acostarme– y permitir que contara lo sucedido a su modo.
Cuando finalizó la declaración del marido de la mujer asesinada, prosiguió mi
amigo, llegó el turno del doctor Llewellyn. De éste recuerdo su nombre porque mientras
duró nuestra investigación jamás dejamos de tener en cuenta lo que dijo aquel día, ya que
se trataba de un experto profesional que había estudiado en el London Hospital y llevaba
más de una década ejerciendo su oficio.
Según lo que dijo el médico, en la lengua de la fallecida podía apreciarse una
pequeña laceración, así como un hematoma en el lado derecho del maxilar inferior,
probablemente ocasionado por un fuerte puñetazo o, tal vez, por la presión de un pulgar.
Estuve a punto, padre, de mostrar nuevamente mi ignorancia en los asuntos forenses, ya
que nunca me hubiese imaginado que un puñetazo pudiera causar las mismas lesiones que
un pulgar por mucho que éste presionara sobre la piel, pero creo que con buen criterio me
abstuve de expresar mi escepticismo. Al fin y al cabo se supone que los médicos saben de
eso mucho más que yo. También dijo que podía verse, en la zona izquierda de su cara, una
clara magulladura, probablemente causada por el mismo puñetazo o presión del pulgar de
los que anteriormente había hablado, así como que en el cuello podían apreciarse dos tajos,
uno que mediría unos diez centímetros de largo y se iniciaba a poco más de dos centímetros
por debajo de la oreja izquierda y otro que, así mismo, nacía del lado izquierdo, aunque un
par de centímetros más abajo que el anterior.
Preguntado por el instructor si eso era indicativo de que la agresión se produjo por
la espalda, el médico forense respondió negativamente, manifestando que en su opinión se
trató de un ataque frontal y que el asesino le tapó la boca con su mano derecha para evitar
que pidiese auxilio, lo que seguramente explicaba los moratones de su cara. Añadió que
tanto la tráquea como el esófago y la medula espinal habían sido cortados y el vientre
abierto, indicando que posiblemente el agresor efectuó varias incisiones en el abdomen de
su víctima, para lo que casi con toda probabilidad utilizó un cuchillo de hoja fuerte, larga y
moderadamente afilada, y que de acuerdo con la trayectoria de los cortes producidos el
asesino era seguramente zurdo.
Tengo que reconocerle, padre, que según iba escuchando las descripciones que hizo
el médico de las mutilaciones causadas a esa pobre mujer me iba poniendo lívido. Quizás
mi estómago no sea muy fuerte, pero es que hay cosas que sobrepasan a cualquier ser
humano que tenga un poco de sensibilidad. Sin embargo, cuando escuché las últimas
palabras pronunciadas por mi amigo, no pude evitar el entusiasmarme de nuevo y exclamar
que ese dato parecía muy importante.
–Si el asesino era zurdo –añadí–, el posible círculo de sospechosos disminuye
considerablemente.
–Tal vez, pero yo no confiaría mucho en ello. No voy a discutir ni la capacidad ni
los conocimientos del doctor Llewellyn, seguramente muy superiores a los míos en el
ámbito médico o científico, pero tal vez inferiores en lo referente a la condición humana.
¿De verdad cree el buen doctor que alguien que tiene intención de asesinar a una persona,
aunque se trate de una mujer mermada por la dureza de la vida y su afición al alcohol, va a
ir de frente pudiendo hacerlo por la espalda? No digo que no pueda ocurrir. De hecho ya le
señalé en una ocasión anterior, Sabino, las características que convertían este crimen en un
suceso atípico, pero aun así dudo mucho que el asesino fuera de frente. Y si atacó por la
espalda, como yo pienso, eso significaría que no era zurdo, sino diestro.
Lo que decía parecía razonable, aunque yo seguía pensando que en estos casos la
opinión de un médico tiene que ser, por pura lógica, más fiable que la nuestra, así que me
limité a asentir en silencio, sin volver a dar muestras de entusiasmo. A pesar de ello, al
comprender que mi amigo había dado por concluida su exposición, estuve tentado de
preguntarle por las partes de la transcripción judicial que no había leído, pero pensé que con
eso tan sólo retrasaría el ansiado momento de acostarme, por lo que finalmente no lo hice.
Desgraciadamente mi silencio no logró el objetivo deseado, porque el mismo Charles sacó
el tema a colación.
–Se habrá dado cuenta, Sabino, de que no he leído todas las páginas de este escrito,
sino sólo algunas escogidas. ¿No le intrigan los motivos que he podido tener para omitir
algunas de ellas? Le advierto de que en ningún momento se ha debido a una falta de
confianza en usted o sus cualidades.
–Eso ya me lo imaginaba –le tranquilicé, pese a que el primero que no confiaba en
mis cualidades, al menos a la hora de abordar este tipo de asuntos, era yo mismo–. De todos
modos, supongo que la parte omitida no será muy relevante –contesté encogiéndome de
hombros, como para resaltar esa irrelevancia.
–Es normal que piense eso, mi buen amigo, pero lamento decirle que en esta
ocasión se ha equivocado. El auténtico motivo es que mañana estamos citados con los
testigos cuyas declaraciones he omitido. No deseo parecerle cínico, pero con dinero se
pueden conseguir muchas cosas. No todas, por eso no me he atrevido a concertar
entrevistas con el forense y los agentes de policía que declararon ante el instructor, pero la
gente más miserable, dicho sea no en sentido despectivo sino meramente descriptivo de su
situación económica y social, no suele hacerle ascos a hablar, a cambio de unos cuantos
chelines, con alguien interesado en conocer lo que ellos saben.
–Sí –me repitió, aparentemente satisfecho–, mañana tenemos trabajo. Así que mejor
será que descanse bien esta noche, porque si no me equivoco será un día agotador. A
primera hora, ya lo sabe, mi excelso progenitor y yo continuaremos con nuestra pedagógica
labor de introducirle en los vericuetos del mundo de los negocios. Y cuando quedemos
libres, me temo que eso será ya avanzada la tarde, volveremos a hacer una incursión en
Whitechapel, en la taberna en la que nos detuvimos el mismo día de su llegada. Seguro que
le apetece volver a encontrarse con las amistades femeninas que forjó allí.
Debí de enrojecer como la grana al escuchar esas últimas palabras, porque volvió a
reírse estentóreamente, mientras se despedía de mí y me daba las buenas noches.
Aunque tenía miedo de que, pese a mi cansancio y necesidad de dormir, la
excitación por lo ocurrido aquel día me jugara una mala pasada, en el mismo momento en
que mi espalda rozó las sábanas me quedé más dormido que un muerto. Y debo decir que
fue tan reparador el descanso que a la mañana siguiente lo veía todo de otro color, como si
nunca hubiera oído hablar del asesinato de Mary Ann Nichols y los desagradables sucesos
del cementerio fueran tan sólo un lejano recuerdo. Incluso el desayuno fue mucho más
distendido de lo que había sido la cena de la noche anterior, a lo que contribuyeron
principalmente Constance y Elizabeth, que en todo momento nos obsequiaron con sus
alegres comentarios y sus espléndidas sonrisas. Hasta el austero y gélido patriarca
Kingsfield intentó mostrarse abierto y comunicativo conmigo, explicándome el plan de
trabajo que había trazado en mi honor.
Como ya me había pronosticado la noche anterior su hijo, la mañana fue agotadora,
aunque para ser sincero debo decir que lord Kingsfield no era hombre que se limitara a
ordenar lo que los demás teníamos que hacer, sino que era el primero en arrimar el hombro
y no le hacía ascos a ningún tipo de tarea. Además, sabía explicar bien las cosas y en las
horas que estuve con él aprendí mucho acerca del mundo de los negocios.
Charles había arreglado con su padre lo del horario de aquel día, para así poder
librar a la tarde, pero eso, en lugar de proporcionarme algo más de tranquilidad, produjo el
efecto contrario, ya que lord Kingsfield, al que por lo visto no le gustaba nada trastocar sus
planes de trabajo, decidió comprimir en pocas horas lo que tenía previsto que hiciéramos a
lo largo de todo el día. Por eso me encontraba tan cansado que cuando llegamos a la
residencia familiar, en lugar de comer, pese al hambre que había ido acumulando a lo largo
de la dura jornada laboral, me habría echado una buena siesta. Prudentemente opté por no
hacerlo, ya que esa costumbre no era propia de mis anfitriones británicos, que seguramente
la habrían considerado como exótica, cuando no directamente bárbara, y además para mi
anfitrión el rito de la comida era algo sagrado, y romperlo sin un motivo muy justificado
era algo así como una imperdonable ofensa. Tras la comida, en la que como consecuencia
del agotamiento que sentía no participé demasiado en las conversaciones que surgieron, me
encontraba tan amodorrado que se me habían olvidado por completo los planes que Charles
tenía para mí. Por eso, cuando me los recordó, justo en el momento en que sentado en uno
de los confortables butacones de la biblioteca estaba pensando con qué libro de los allí
guardados iba a solazar mi espíritu durante el escaso tiempo que fuera capaz de
mantenerme despierto, intenté hacerme el remolón, sin conseguirlo. La vitalidad, la energía
y el entusiasmo con los que mi amigo volvió a explicarme lo que quería hacer alejaron
enseguida de mi persona todo atisbo de holgazanería, aunque en el fondo empezaba a
arrepentirme de haber accedido a ser su escudero en aquella loca aventura.
A pesar de ello decidí mantener mi palabra, por lo que le acompañé hasta el mismo
carruaje que habíamos utilizado el día que me recogieron en el muelle y, guiados también
por el mismo conductor, transitamos por las calles de Londres hasta internarnos en el
oscuro barrio de Whitechapel. Cuando llegamos a la taberna del primer día sentí la misma
repulsión de la vez anterior, pero en esta ocasión ya sabía a lo que me tenía que enfrentar
así que, haciendo acopio de la mayor serenidad posible, seguí a mi compañero a su interior
como si le siguiera al matadero.
Nada había cambiado desde aquel primer día. En todo caso la joven que se me
ofreció entonces llevaba algo menos de ropa y volvió a acercárseme en poses obscenamente
insinuantes, aunque ese acercamiento fue cortado por mi amigo, que pronunció una frase en
inglés que no sólo consiguió que aquella mujer me dejara en paz, sino que todos los clientes
se rieran estruendosamente mientras me miraban. A pesar de mis aún escasos
conocimientos del idioma creí distinguir una palabra, “virgin”, por su parecido con otra
española. Posteriormente comprobé, en un diccionario, que significaba lo que yo había
supuesto, pero opté, prudentemente, por no comentárselo a Charles. Reír es sano, muy
sano, pero cuando se hace constantemente a tu costa es mejor no dar pie a una nueva sesión
de carcajadas.
Todavía resonaban las risotadas de la clientela cuando se abrió la puerta por la que
el día anterior se escabulló Charles y el mismo hombre que entonces se reunió con él,
O’Malley, asomó su cabeza y le indicó, en silencio, que podía pasar. La diferencia fue que
en esa ocasión yo no me quedé fuera sino que entré con mi joven amigo. Aquella puerta
daba a un pequeño pasillo en el que se podían ver otras cuatro puertas. El ruido que salía de
su interior me indicó que a aquella taberna no se iba tan sólo a degustar cerveza y otras
bebidas alcohólicas, sino que servía de acomodo a las practicantes del oficio más viejo del
mundo. Por eso cuando una de ellas se abrió y dentro de la habitación, sentada en una
herrumbrosa cama, adiviné la presencia de una mujer con aspecto inequívoco de practicar
ese oficio, estuve a punto de vomitar todo lo que había ingerido aquel día. De todos modos
no creía que el joven Kingsfield hubiese tenido el atrevimiento de llevarme allí para que en
compañía suya y de O’Malley retozase con aquella prostituta, así que dentro de lo posible
me fui tranquilizando.
Mientras la mujer seguía sentada en su cama, ya que no tuvo la cortesía de
levantarse para saludarnos, nosotros nos acomodamos en tres pequeñas sillas que la
rodeaban. Por lo que me explicó más tarde Charles, aquellas dependencias no disponían de
sillas donde sentarse, ni siquiera una para que los clientes dejaran colgada la ropa. O se lo
montaban vestidos o la tiraban por el suelo. Total, eran trabajadores manuales que ya
llegaban allí con la vestimenta sucia y arrugada y no les causaba ningún escrúpulo
ensuciarla algo más, pero el tabernero había tenido una deferencia especial con nosotros en
aquella ocasión.
O’Malley nos presentó a la mujer como Emily Holland, aunque casi todo el mundo
la llamaba Ellen. Cuando la vi más de cerca comprendí que tendría más de cincuenta años y
por su aspecto ajado supuse que su vida no había sido fácil y que seguramente llevaba
dedicándose a la prostitución desde muy joven. Charles le hizo una pequeña inclinación de
cabeza, a la que ella contestó con una reverencia, y luego me señaló pronunciando mi
nombre y soltando una retahíla de palabras de las que tan sólo retuve las de “Lord of
Biscay”. Estuve tentado de protestar, pero un guiño de mi amigo me lo impidió. Cuando la
mujer escuchó lo que parecía ser el amplio catálogo de títulos con los que acababa de ser
adornado, estuvo a punto de golpear su frente con el suelo, lo que me desagradó. Nunca me
han gustado esos gestos de sumisión, padre, y tampoco me gustaron cuando los vi en
aquella mujer, por desgraciada que fuera. O quizás precisamente por eso.
Por lo que me había dicho mi amigo el día anterior, y también mientras nos
dirigíamos a la taberna, su intención era interrogar en persona a algunos de los testigos que
habían declarado ante el juez instructor.
–E incluso a algunos de los que no aparecieron por la corte –añadió–, pero a los que
la promesa de una recompensa monetaria ha disipado, milagrosamente, sus recelos a hablar.
Creo que ustedes tienen un refrán de lo más adecuado a este respecto: “poderoso caballero
es don Dinero”.
Le respondí que por desgracia tenía razón e intenté explicarle cómo según las
antiguas leyes vizcaínas todos los ciudadanos del viejo Señorío y del resto de repúblicas
vascas éramos libres e iguales, sin embargo me cortó enseguida diciéndome que en
cualquier otra ocasión escucharía con agrado tanto mis teorías políticas como mis
disquisiciones históricas, pero que en aquellos momentos eran otras preocupaciones las que
debían ocupar nuestras mentes. No se lo reproché sino que, más bien al contrario, le pedí
disculpas por mi interrupción. A veces –más de las convenientes, me temo–, quienes
vivimos entregados apasionadamente a un ideal no nos percatamos de que no todo el
mundo sostiene esos mismos ideales o que, aun sosteniéndolos, no tienen la obligación de
abrazarlos con la misma pasión que nosotros. Por eso, atendiendo a su consejo, cesé mis
explicaciones sobre el pasado de los vascos y le planteé un problema práctico.
–Estoy de acuerdo con usted, Charles, y le presento mis excusas por mis
extemporáneas divagaciones, pero sinceramente, aunque me he comprometido a ayudarle,
no sé qué pinto yo en esos interrogatorios. No domino su idioma, y me imagino que las
personas con las que vamos a entrevistarnos no hablarán ni español ni francés ni vasco, así
que de muy poca ayuda, o de ninguna mejor dicho, podré serle.
–Es una observación muy atinada, Sabino, como todas las suyas, pero no se
preocupe por eso. Cuando lo considere necesario le traduciré tanto las preguntas como las
respuestas, aunque seguramente lo haré al final de las charlas con los testigos. En cierto
modo así, sin interrupciones, seguramente usted podrá desgranar más fácilmente el trigo de
la paja y hacerme unas observaciones que no dudo que me serán muy valiosas.
Cuando mostré mi escepticismo ante lo que acababa de escuchar, Charles me
reprendió diciéndome que debería tener más fe en mis propias capacidades.
–Además –añadió–, también lo voy a usar como un truco que me puede ser útil.
Aunque la inmensa mayoría de las personas con las que vamos a hablar han transitado por
el lado más duro de la vida y, por lo tanto, podría decirse sin exagerar que están de vuelta
de todo, tener enfrente, mientras están siendo interrogados, a alguien que se limita a
mirarles fijamente con semblante serio, incluso hosco si es usted capaz, pese a su buen
carácter, de asumir ese gesto, que no les dirige la palabra en ningún momento y que, como
mucho, habla conmigo, el interrogador “oficial”, en una lengua extraña, puede llegar a
ponerles muy nerviosos y, quién sabe, quizás así se animen más pronto a darle a la lengua.
No estaba yo muy seguro de que mi amigo estuviera en lo cierto, pero como sabía
más que yo de esas cosas, o quizás no sabía más que yo, pero al menos lo aparentaba con
gran desenvoltura, acepté lo que me decía y le prometí que seguiría su juego. Por eso,
cuando me presentó a Emily Holland y ésta dejó de hacerme reverencias, no le contesté ni
le estreché su mano, sino que le dirigí unas pocas palabras al propio Charles. Lo hice,
además, en nuestra hermosa lengua vasca, para que a la prostituta le sonara todo aún más
raro que si hubiese hablado en español. Y por lo que pude comprobar, mi amigo tenía razón
porque las palabras que pronuncié, “hator, hator, mutil etxera, gaztaina ximelak jatera”, el
inicio de esa entrañable canción navideña que como usted bien sabe en castellano significa
“vuelve a casa, muchacho, a comer castañas asadas”, le causaron una honda impresión, lo
que aprovechó mi amigo para empezar su interrogatorio. Debo decirle, padre, que una vez
aclarado el asunto de mis escasos conocimientos de la lengua inglesa, a partir de ahora,
para no alargarme en la historia ni andar con circunloquios, cuando le narre las
conversaciones que tuvimos con personas que no hablaban francés, el idioma común en el
que nos desenvolvíamos los miembros de la familia Kingsfield y yo, lo haré como si en
aquellos días ya dominara al completo la lengua de Shakespeare. Aunque Dios está siendo
muy generoso conmigo y me está permitiendo contarle mi historia antes de reunirme con
Él, cuantos menos rodeos dé, mejor. Así que, aclarado este punto, continuaré narrándole lo
que ocurrió aquel día en la taberna de Whitechapel.
7

La mujer, como ya he dicho, se llamaba Emily Holland y, por lo que nos explicó,
era amiga y compañera de fatigas de Mary Ann Nichols. El día en que ésta fue asesinada se
encontraba relativamente contenta, ya que gracias a su trabajo había conseguido hacerse
con el suficiente dinero como para poderse comprar una botella de ginebra y algo de
embutido para acompañarla, y aún le quedaban cuatro peniques con los que pagar esa
noche su alojamiento.
De todos modos, añadió ante nuevas preguntas de Charles, no fue directamente a la
pensión en la que acostumbraba recogerse. Esa misma tarde, en unos locales del dique seco
de Ratcliffe, en los que se almacenaba brandy, se inició un incendio que fue propagándose
por las cercanías, arrasando unas cuantas casas miserables e incluso llegando hasta una
iglesia. No se vislumbraba, sin embargo, el menor atisbo de compasión en la vieja y
desgastada prostituta, ni por las familias que se habían quedado sin hogar ni, mucho menos,
por los fieles de la iglesia devastada por el fuego, seguramente unos meapilas de mierda,
nos dijo, o al menos así me lo tradujo literalmente mi amigo. Discúlpeme la expresión
malsonante e incluso blasfema, padre, pero quiero ser lo más fiel posible a lo que dijo
aquella pobre desgraciada, y ésas fueron sus palabras si la traducción que me hizo Charles
fue correcta, y no tengo motivos para sospechar que no lo fuera.
En realidad el incendio no fue causa de pesar o tristeza ni para ella ni para la
inmensa mayoría de sus conciudadanos, sino todo lo contrario, constituyó una de las
escasas ocasiones de regocijo que sus duras vidas solían proporcionarles. Una vez
controlado, aunque aún no sofocado, lo que no ocurriría hasta pasada la medianoche, las
masas se agolparon cerca de las riberas del Támesis, así como en los aledaños del puerto,
para contemplar el espectáculo gratuito que se ofrecía a sus ojos. Pero todo lo bueno se
acaba, como también nos dijo Emily, y a eso de las dos y media de la madrugada, ya
totalmente agotada y consciente de que no iba a conseguir ningún cliente más aquella
noche, decidió encaminarse a la pensión en la que le estaba esperando un lecho que, si no
se caracterizaba por su confortabilidad, al menos le serviría para reposar durante unas horas
y olvidarse, mecida en los sueños, de su triste condición.
–Fue entonces cuando la vi –añadió toda excitada.
–¿Se refiere a Mary Ann? –le preguntó mi amigo.
–Claro, ¿a quién coño me iba a referir? ¿No estoy aquí para hablar de ella? ¿O acaso
me han llamado porque quieren los tres acostarse conmigo? Les haría un precio especial si
llegamos a un acuerdo.

Me di cuenta de que Sabino se encontraba incómodo cuando me hablaba de esa


manera. Incluso volvió a decirme que si me molestaban esas expresiones intentaría
suavizarlas o disimularlas. En realidad a quien más le desagradaban era a él. Se notaba a
la legua que le costaba un mundo pronunciarlas, pero le tranquilicé diciéndole que a los
ojos de Dios, y a los míos también, eso no eran blasfemias, sino el simple relato verídico
de unos hechos acaecidos hacía ya tiempo.
No sé por qué le contesté de ese modo. Hoy en día podría decirle que de labios de
muchos gudaris, de muchos soldados y combatientes del Euzko Gudarostea o de la
República he podido escuchar expresiones aún más soeces y procaces que, sin embargo, no
han disminuido ni un ápice mi convencimiento de que son mucho mejores personas y más
gratas a los ojos del Señor que aquellos que no han dudado ni un segundo en
desencadenar una guerra cruel para defender sus egoístas intereses, pese a que suelen
presumir de ser de misa diaria y utilizan un exquisito lenguaje que de tan correcto que es
acaba siendo empalagoso. De hecho, en ocasiones me asalta la duda de si cuando, dentro
de unas escasas horas, me encuentre frente al pelotón de fusilamiento, rezaré o blasfemaré.
Confío en hacer lo primero, pero si me sale lo segundo espero que Dios no me lo tenga en
cuenta y en la balanza pesen más las buenas obras realizadas en el ejercicio de mi
ministerio a lo largo de los años que los exabruptos proferidos al final de mi vida.
Lo curioso, por llamarlo de alguna manera, estriba en que cuando Sabino me contó
su historia yo aún carecía de esa experiencia que he ido acumulando a lo largo de los
años, por lo que en aquella época a mí también me desazonaba escuchar esas expresiones,
pero aun así le insté a que me contara las cosas tal y como habían sucedido, sin poner
paños calientes. Me imagino que más que por motivos religiosos o de educación lo hice
porque en el fondo su relato me estaba interesando tanto que prefería oír las cosas tal y
como se pronunciaron en su momento. ¡Qué le vamos a hacer!, mi condición de sacerdote
no ha inhabilitado mi condición de ser humano y, como tal, curioso. Pero compruebo que
de nuevo he cedido a la tentación de hacer un inciso para explicar mis razones, ¡ay, la
vanidad, ni a las puertas de la muerte nos abandona!, así que volveré a ceder la palabra al
agonizante Sabino.

Charles sonrió ante esa última oferta y, tras decirle que se la agradecíamos
enormemente, pero que tendríamos que posponerla para otra ocasión, ya que en esos
momentos lo que deseábamos era hablar con ella acerca de su relación con la mujer
asesinada, le pidió que prosiguiera con su relato, un relato por el que iba a ser
generosamente recompensada. Los ojos de la mujer brillaron con codicia al escuchar esto
último y, olvidándose de lo que nos acababa de proponer, volvió a tomar la palabra.
–¿Por dónde iba? –nos preguntó. Al parecer su mente, embotada por el alcohol, no
era capaz de recordar de qué nos estaba hablando antes de esa interrupción.
–Del momento en que se encontró con Mary Ann Nichols –le respondió, sonriendo
pacientemente, mi amigo.
–Ah, sí, perdone, pero es que a veces… –en lugar de acabar la frase se señaló la
cabeza, confiada en que entenderíamos lo que le pasaba–. Pues sí, era ya muy de
madrugada, no sé si he dicho la hora, pero serían cerca de las dos y media cuando me
encontré con la pobre Mary Ann. Caminaba apoyándose en las paredes, como si sus piernas
no la sostuvieran. No es que las tuviera mal, qué va, lo que pasa es que llevaba una curda de
campeonato. Vamos, que estaba más borracha que un marinero en su día de permiso. La
verdad es que me dio cosa, ¿saben? Siempre he sido muy psíquica, todas mis amistades lo
dicen, y tuve algo así como una premonición.
–¿Una premonición? –le preguntó mi amigo enarcando las cejas, escéptico.
–Bueno, quizás exagero, no sé, es decir, si hubiera tenido una premonición la habría
avisado, ¿no?, sería lo decente, pero es que, no sé, la vi tan, tan…, cómo lo diría, tan
zarrapastrosa. Vamos, caballeros, no se rían, ya sé que yo tampoco soy la duquesa de York,
ninguna de nosotras podríamos hacernos pasar por una dama de alta alcurnia, pero es que
iba vestida mucho peor de lo que era costumbre en ella. Aunque una cosa sí que me
extrañó, llevaba un sombrero que nunca le había visto antes, uno negro, de paja, adornado
con terciopelo. La verdad es que era muy bonito y parecía nuevo, pero no entonaba ni con
el resto de su ropa ni con su aspecto. ¿No sabrá usted, señoría, qué han hecho con ese
sombrero? El señor juez no quiso decirme nada cuando le hice la misma pregunta. ¿No
podría usted interceder ante él y conseguírmelo? ¡Yo sí que sabría lucirlo como una dama!
Cuando mi amigo le respondió que, lamentablemente, eso no estaba en sus manos,
Emily meneó tristemente la cabeza mientras decía que así era la vida, que seguramente
acabaría cubriendo la cabeza de alguna joven amante del juez.
–Pero bueno, a lo que iba, caballeros, me pareció tan raro encontrármela que me
acerqué hasta ella para comprobar que no me había equivocado. Fue entonces cuando me di
cuenta de que tenía muy mal aspecto, y así se lo dije. “Dios santo, Polly”, yo siempre la
llamaba Polly, ¿saben?, “¿qué te ha ocurrido? No son horas para que estés en la calle, y más
con el aspecto tan enfermizo que tienes”. Sí señores, eso mismo le dije, con estas mismas
palabras.
La mujer, al parecer, no había advertido lo incongruente que era reprochar a su
amiga el estar haciendo algo, deambular por las calles a altas horas de la madrugada, que
ella misma estaba haciendo a su vez, pero mi amigo optó prudentemente por no
mencionarle esa contradicción y permitir que continuara hablando.
–¡Pobre Polly!, cada vez que me acuerdo de ella… –hizo un amago de llanto que
sofocó enseguida para continuar hablando, saltaba a la vista que el hecho de que
estuviéramos pendientes de su palabras le producía una gran satisfacción–. Si me hubiera
hecho caso cuando le dije que me acompañara quizás ahora estaría viva, pero me contestó
que no podía, que necesitaba hacer un servicio más para poder pagarse la cama. Le
pregunté si es que había tenido un mal día y me dijo que no, que había sacado tres veces el
dinero necesario, pero que las tres veces se lo bebió. La pobre Polly era así, no tenía
remedio. Ésa fue la última vez que la vi.
Dijo esto último con un tono tan fúnebre que yo mismo, pese a mis aún escasos
conocimientos del idioma, entendí perfectamente lo que quería decir. Mi amigo también,
pero no estaba para consolarla, sino para interrogarla, por eso aprovechó el momento para
hacerle algunas nuevas preguntas.
–¿Le dijo en algún momento si temía por su vida?
–¡Quiá, señor, ni por asomo! ¿Quién va a querer asesinar a unas desgraciadas como
nosotras? Es cierto que siempre hay algún cabrón al que se le puede ir la mano, pero eso
son gajes del oficio.
–Entonces, ¿no temía por su vida?
–Mire, señoría, no se lo tome a mal, pero aunque se nota que es usted un caballero
parece que conoce perfectamente Whitechapel. ¿De verdad cree que puede haber algún
habitante de este maloliente barrio que no tema por su vida? Cada día que vivimos es un día
que hemos ganado a la muerte, por eso nos dedicamos a beber todo lo que podemos y a
follar lo necesario para poder beber y comer. Y a veces hasta para pasárnoslo bien. ¿O es
que acaso no tenemos derecho?
Lo que parecía un gesto desafiante cesó enseguida, momento que aprovechó Charles
para preguntarle si, de todos modos, la mujer asesinada tenía algún miedo más concreto que
el de todos los habitantes que sobrevivían a duras penas en ese barrio.
–No, Polly no tenía enemigos. Ni amigos, todo hay que decirlo. Sólo vivía para la
botella. Pero era una buena mujer, que conste, una buena mujer que no se merecía ese
destino.
–Nadie se lo merece –asintió mi amigo–, por eso necesitamos que nos cuente todo
lo que sepa, para averiguar lo que ha ocurrido.
–De eso ya se ocupa la policía, ¿no? –contestó extrañada Emily.
–¿De verdad cree que a la policía le interesa encontrar al asesino de su amiga?
–¿Y a ustedes? ¿Por qué unos caballeros como ustedes se interesan por lo que le
ocurrió a Polly?
–Nuestros motivos, créame, señora, son honorables, aunque en estos momentos no
tengan la menor importancia para usted. Con lo que voy a pagarle por sus declaraciones va
a tener para vivir las dos próximas semanas, y eso es lo único que importa, ¿no? Así que,
por favor, contésteme a otra pregunta. ¿Sabe quién le regaló ese sombrero a su amiga?
–¿Y por qué iba a saberlo? –contestó enfurruñada.
–No se está ganando su dinero, Ellen –replicó mi amigo, enfadándose a su vez–. Si
no lo necesita, puede irse ahora mismo de aquí sin decirme nada. En caso contrario
contésteme a la pregunta: ¿Sabe quién le regaló ese sombrero a su amiga?
–Disculpe, señoría, no ha sido mi intención ofenderle, lo que pasa es que no soy una
mujer muy culta y por eso a veces no me expreso bien, pero estoy dispuesta a decirle todo
lo que sé. ¿Tan importante es lo del sombrero?
En los ojos de la mujer había aparecido de nuevo un brillo de codicia, por eso
Charles intentó quitarle importancia a ese hecho.
–Si llego a decirle que sí, Sabino –me confesó posteriormente–, quizás se hubiera
inventado una bonita historia para tenerme contento y, de ese modo, justificar lo que le iba
a pagar o incluso pedirme algo más, por eso respondí negativamente a su pregunta.
Además, ni yo mismo sabía en esos momentos si, efectivamente, era un dato relevante o
simplemente anecdótico.
–Entonces, si no es tan importante –insistió la mujer al escuchar la respuesta de mi
amigo, al parecer no muy convencida–, ¿qué más le da saberlo?
–Porque quiero conocerlo todo sobre los últimos momentos de su amiga, ¿queda
claro? Mire, ya sé lo que está pensando y, sinceramente, no me gusta nada. Podría echarla
de aquí ahora mismo sin pagarle lo convenido –señaló con su índice a O’Malley al advertir
un amago de protesta en la mujer, que rápidamente cerró la boca que había empezado a
abrir al percatarse de la implícita amenaza que conllevaba ese gesto–, pero soy leal a mi
palabra y, a pesar de todo, estoy dispuesto a darle cuatro peniques más de lo pactado si es
sincera conmigo. Eso sí, si me miente lo sabré y no sólo se quedará sin nada, sino que las
consecuencias no serían nada buenas para usted. Mi amigo –me señaló con el dedo y sin
que le viera la mujer me guiñó un ojo, en señal de que debía seguirle el juego– es un
poderoso médium extranjero, muy famoso y respetado en su país a pesar de su juventud y
adivinará al momento si se me ha dicho la verdad o no.
Al advertir otra imperceptible señal que acababa de hacerme, pronuncié en el tono
más duro y severo que pude las siguientes palabras: “bat, bi, hiru, lau, bost, sei, zazpi,
zortzi, bederatzi, hamar”, que como usted bien sabe son los números en vasco del uno al
diez, pero la pobre mujer desconocía ese extremo, por lo que empezó a temblar
considerablemente y a protestar diciendo que jamás se le ocurriría mentirnos y jurando por
sus muertos nos aseguró que todo lo que nos iba a contar era la verdad, ni más ni menos
que la verdad. Debo confesarle, padre, que aunque fuera algo muy poco caritativo y nada
cristiano, ver el efecto que mis palabras producían en esa desgraciada me produjo, durante
unos escasos instantes, una íntima satisfacción, una especie de borrachera de poder, de la
que enseguida me arrepentí. Pero independientemente de eso, sirvieron a los propósitos de
mi amigo, ya que Emily Holland volvió a hablar sin necesidad de que le repitiera
nuevamente la pregunta.
–Como ya les he dicho, honorables señores, Polly iba hecha un desastre, por eso me
sorprendió verla con un sombrero tan bonito así que le pregunté por él. Cualquiera en mi
lugar habría hecho lo mismo, ¿no? El caso es que estuvo muy enigmática, no quería
decirme nada, aunque al final, con una lengua estropajosa por culpa de la ginebra que había
ingerido, me dijo que se lo había regalado un caballero.
–¿Un caballero?
–Sí, alguien como ustedes. Ya saben, bien vestidos, limpios, con sombrero y bastón,
no como los gañanes que pululan por este barrio. Por eso le dije que no me lo creía. La
pobre Polly tenía un aspecto aún peor que el mío –se rió fuertemente al decir estas palabras
para ponerse de repente triste, casi sin solución de continuidad–. ¿Cómo iba a fijarse en ella
un caballero? Y así se lo dije, sí, señores, como les estoy contando a ustedes, le dije que no
me lo creía, que era imposible que un caballero se hubiera fijado en ella. Al oír eso se
enfadó, pero luego se echó a reír y me dijo que ella tampoco se lo creía al principio, pero
que era verdad, que un caballero había estado con ella esa misma tarde, bueno, no habían
estado, no sé si me entienden.
–Explíquese mejor, por favor –le contestó, adusto, mi amigo, aunque luego me
confesó que sí sabía a qué se refería.
–Bueno, que estuvieron juntos, pero que no, que no…, joder, caballeros, qué
palurdos e inocentes pueden llegar a ser con toda su pompa y su boato… Pues eso, que no
lo hicieron, que no follaron, vamos.
–Entonces, ¿por qué le regaló el sombrero?
–El sombrero y una buena cantidad de peniques, señoría, los que se gastó en
alcohol, si no lo hubiera hecho…, pero como sé que usted quiere que le cuente todo iré
nuevamente al grano, y eso mismo que acaba de preguntarme es lo que yo le pregunté a
ella, que cuál era el motivo de que ese caballero le pagara tan bien e incluso le regalara un
bonito sombrero si no se habían acostado. Fue entonces cuando Polly, a pesar de estar
medio borracha, me habló con total claridad y con miedo en los ojos. Me dijo que era un
anticipo.
–¿Un anticipo? ¿Un anticipo de qué?
–Si es cierto lo que me contó, y la pobre no estaba en condiciones de inventarse una
mentira, el caballero le pidió que se reuniera con él de madrugada.
–¿Y ella aceptó?
–Sí, pero me dijo que no iba a acudir a la cita.
–¿Por qué? –preguntó mi amigo, sinceramente interesado.
–Me dijo que tenía miedo.
–¿Acaso sospechaba que la iba a matar?
–No, señoría, no se trata de eso, no creerá usted que él fue el asesino, ¿no? ¿Un
caballero? Imposible, los caballeros nunca hacen eso. No porque no puedan ser unos
desalmados y unos hijos de puta de tomo y lomo, con perdón de sus señorías, no me estoy
refiriendo a ninguno de ustedes, por supuesto, pero esos señores nunca se manchan las
manos, no lo necesitan. Seguramente el cabrón que mató a la pobre Polly es uno de esos
cabestros que deambulan por las calles del barrio, sin oficio ni beneficio, borrachos como
cubas todo el santo día. ¿No están ustedes de acuerdo conmigo?
–Seguramente es así –asintió complaciente mi amigo–, pero, en ese caso, ¿de qué
tenía miedo su amiga?
–¿Y de qué iba a tener miedo, señoría? –extendió los brazos, como mostrando que
lo que estaba diciendo era evidente–. De que todo fuera mentira, de que el caballero se
hubiera arrepentido de su regalo y le quitara el sombrero, o de que le exigiera cosas más
indignas y humillantes que las que se nos exige habitualmente. O, todavía peor, que todo
fuese mentira y no apareciera. Ese tipo de hombres no son para nosotras, tienen sus propias
rameras, aunque nadie las llame de ese modo, mucho más delicadas, finas y educadas que
lo que jamás podríamos llegar a ser la pobre Polly y yo. Por eso no quería ir, para no sufrir
una decepción, una más en su vida.
Se calló durante unos instantes, como si en lugar de estar hablando de la vida de
Mary Ann Nichols estuviera haciéndolo de la suya propia, pero sin necesidad de que
Charles la apremiara retomó la palabra.
–Sin embargo al final decidió acudir a la cita. Necesitaba con urgencia unos cuantos
peniques para reponer los que se había gastado en ginebra, así que a pesar de sus temores
me dijo que iría. Quién sabe, tal vez si se hubiese encontrado con él a tiempo y se hubieran
ido a hacer lo que se supone que hacen un hombre y una mujer en esas ocasiones, el asesino
no se habría encontrado con ella.
–¿Le dijo quién era ese hombre? ¿Qué aspecto tenía?
La mujer se rió antes de explicarnos que, por lo general, esos caballeros no dicen
nunca su nombre.
–En cuanto a su aspecto, pues no lo sé, no me lo describió, así que seguramente no
había nada raro en él. Cuando nos encontrábamos a menudo nos reíamos hablando de los
defectos de quienes nos solicitan un servicio. Recuerdo un cliente habitual que estaba todo
el rato echándose pedos, no quieran saber cómo solía oler el cuchitril en el que lo hacíamos
cuando se iba. Muy satisfecho, eso sí, que nadie hasta ahora ha tenido motivos para
quejarse del trato que recibe en la cama por parte de Emily Holland.
No nos dijo nada más que fuera de interés, por lo que, tras pagarle lo prometido, se
despidió de nosotros, no sin antes recordarnos que estaba a nuestro servicio para todo, y
recalcó la palabra “todo”, lo que necesitáramos. El resto del tiempo lo pasamos
interrogando a otros testigos, gracias a lo cual me enteré de que ese mismo día habían
echado a Mary Ann Nichols de la pensión en la que se alojaba por no haber pagado sus
deudas, lo que la obligó a ir a una aún más sórdida en la que se refugiaba en ocasiones.
Tuvo mala suerte porque el encargado habitual, con el que había llegado al acuerdo de que
si no tenía los cuatro peniques que le cobraban por noche le pagaría con su propio cuerpo,
no se encontraba allí en esos momentos, y su sustituto, temeroso de perder el puesto, no
aceptó su oferta de pago en especies, por lo que se tuvo que volver a la calle.
–No lo entiendo –me sinceré con Charles–. Según el relato del hombre que se
encargaba esa noche de la pensión, Mary Ann fue allí sin tener el dinero suficiente para
pagarla, pero a Emily Holland le dijo que iba a encontrarse con el caballero desconocido
que le había regalado el sombrero. Uno de los dos miente.
–Es una atinada observación, Sabino, pero no necesariamente correcta, no me lo
tome a mal. Podría haber estado con ese hombre y haberse vuelto a gastar en alcohol el
dinero que hubiese recibido en pago. Supongo que eso será fácil de averiguar cuando la
policía reconstruya en su totalidad los pasos que dio esa noche, en el dudoso caso de que
nuestros esforzados servidores del orden tengan interés en hacerlo. También podría ser que
a pesar de decirle a Emily Holland que iba a acudir a la cita con ese misterioso caballero no
tuviera una auténtica voluntad de hacerlo, ya sabe que estaba borracha, y en un estado así
no es fácil discernir lo que se dice ni lo que se hace. Es posible que finalmente no acudiera
a la cita, ni antes ni después de su intento de que la dejaran recogerse en la pensión. Sí, es
posible, pero yo no lo creo –añadió tras unos segundos de silenciosa reflexión.
–¿Cree que ese misterioso hombre es el asesino? Emily Holland estaba convencida
de que no lo era.
–¿Y usted qué piensa a ese respecto, Sabino?
Me tomé mi tiempo para contestarle. No deseaba parecer irreflexivo, ni ser de
nuevo objeto de sus chanzas. Además, yo no era policía, pero sí que tenía una pizca de
sentido común y me parecía claro que aquel enigmático “caballero” podía ser la clave del
asunto.
–¿No está de acuerdo conmigo, Charles? –le pregunté ansioso, como el perro que
tras haber sido obediente espera la caricia confortadora de su amo.
–No sólo estoy de acuerdo con usted, Sabino, sino que creo, aunque puedo estar
equivocado, ya que acabamos de empezar la investigación y todavía no disponemos de
muchos datos, que puede ser el asesino.
–¿En qué se fundamenta para asegurar eso? –le pregunté.
–En nada especial –me admitió con una sonrisa–, pero es lo único que se sale del
cuadro. Un caballero, por usar las palabras de Emily Holland, que le regala a Mary Ann
Nichols un elegante sombrero a cambio de nada, y que le pide una cita para altas horas de
la madrugada... Es algo atípico, que no encaja, y recuerde que cuando hablamos la primera
vez de este asesinato estuvimos de acuerdo en que se salía de las pautas normales de
comportamiento de un asesino. Ya sé que no es un razonamiento válido ni suficiente para
presentarlo ante un tribunal, y que si fuera con él a Scotland Yard se reirían de mí, pero creo
que a pesar de todo como hipótesis es válida.
Asentí ante sus palabras, porque estaba totalmente de acuerdo con ellas. No sé si
empezaba a razonar como un auténtico policía, pues no era tan iluso como para pensar que
estaba capacitado para un oficio para el que no me había preparado, pero lo que acababa de
decir mi amigo estaba trufado de sentido común. Y a falta de otros indicios y pistas, parecía
razonable que nos guiáramos por el sentido común.
–De todos modos –añadí–, y espero que no se ofenda por este comentario, no sé si
hemos perdido el tiempo y usted, además, su dinero.
–No me ofendo, Sabino. Aunque hace muy poco tiempo que nos conocemos sé
perfectamente que es usted una buena persona, pero sí me gustaría saber por qué cree que
hemos estado perdiendo el tiempo.
–Porque en realidad los testigos a los que ha interrogado no nos han dicho nada que
no constara ya en los pliegos judiciales. Da la impresión de que volver a hablar con ellos ha
sido en vano.
–También hemos hablado con algunas personas que no declararon ante el juez
instructor.
–Sí, pero no nos han contado nada que no hubieran dicho, a su vez, los testigos
oficiales.
–Es cierto, pero sí que nos hemos enterado de algo que no aparece en los
documentos judiciales. La existencia del caballero que regaló a Mary Ann un elegante
sombrero. Y si, como usted mismo me ha admitido, ese desconocido caballero podría ser
nuestro primer sospechoso, me parece que estamos ante un dato muy relevante.
–En eso tiene usted razón –admití–, pero supongo que antes o después habríamos
llegado a esa misma conclusión, sin necesidad de desperdiciar ni nuestro tiempo ni su
dinero.
–¿De verdad lo cree así? –me preguntó socarrón–. ¿Y en qué se fundamenta para
hacer tal aserto? Como ya dijo la buena de Ellen, los caballeros no abundan en este barrio.
–Seguramente antes o después la policía averiguará ese detalle, si no lo ha hecho ya.
–Es muy posible. Scotland Yard cuenta con agentes muy valiosos, capaces de
desentrañar los más indescifrables misterios, pero eso siempre que dediquen sus energías a
este caso, lo que ya le he explicado que, en el mejor de los casos, es harto dudoso. Además,
nuestra investigación no es oficial ni complementaria de la policial, sino en todo caso
paralela, por lo que no podemos limitarnos a esperar a conocer el desarrollo de las
pesquisas policiales, a las que por otra parte no es seguro que podamos acceder, así que
todo lo que hagamos por nuestra cuenta estará bien hecho, independientemente de los
resultados que obtengamos.
Me percaté de que mi amigo tenía razón, pero había entrado en esa fase en la que
nos cuesta dar nuestro brazo a torcer y, además, deseamos demostrar nuestra inteligencia y
capacidad, por lo que improvisé un comentario que, según lo dije, me hizo pensar, tal vez
de un modo excesivamente presuntuoso, que quizás, después de todo, sí que valía para
detective.
–Pero es que para darnos cuenta de que el asesino no es un vulgar delincuente, sino
un caballero, no necesitábamos escuchar a la señora Holland. Está en primer lugar lo
atípico del crimen. Independientemente de la maldad que destila la forma en que se
cometió, ese dato implica también un exceso de imaginación, incluso de sangre fría, que
normalmente asociamos o con los delincuentes profesionales, y usted mismo desechó en su
momento esa idea, o con personas pertenecientes a las denominadas capas altas de la
sociedad. Incluso el tipo de heridas producidas, según el informe del médico que actuó
como forense, parecen ser efectuadas por alguien con conocimientos anatómicos precisos,
seguramente un cirujano o un veterinario.
–O un matarife –se sonrió Kingsfield–, y no suele ser habitual ver a matarifes en los
bailes de Buckingham Palace.
–Bueno, sí –le contesté desconcertado–, pero juntando todo lo que le he dicho
parece que la conclusión lógica sería pensar que el criminal es un caballero, siempre que un
criminal pueda ser calificado, simultáneamente, de caballero.
–Es usted asombroso, Sabino, a cada instante que pasa más convencido estoy de que
ha sido una buena idea asociarle conmigo en esta aventura. Lo que me acaba de decir es
bastante acertado, aunque yo en ningún momento he dicho que el asesino no era un
profesional sino que, en caso de serlo, intentó disimular esa condición. Y, por otra parte,
tendrá que convenir conmigo en que por más sensato y lógico que sea su razonamiento,
antes de hablar con Emily Holland no habíamos pensado en ello. Ha sido precisamente tras
escuchar su declaración cuando usted ha visto la luz y ha deducido lo que con tanta
vehemencia como pasión me ha transmitido.
Aunque no me gustaba admitir que me había precipitado, mi sentido de la honradez
me obligó a darle nuevamente la razón. Y así se lo dije con toda humildad y
arrepentimiento por mi ligereza.
–No tiene de qué avergonzarse, Sabino –intentó reconfortarme mi amigo–. Lo
importante de verdad es que poco a poco vamos vislumbrando algo más sobre la última
noche de la desgraciada Mary Ann y su execrable asesinato. Y aunque su razonamiento
haya sido efectuado a posteriori, tras escuchar las declaraciones de la señora Holland, éstas
han ratificado lo que desde un punto de vista meramente intelectual no pasaba de ser una
simple hipótesis. Sensata, lógica y bien fundada, pero nada más que una hipótesis. Sólo por
eso considero bien gastado el dinero que he tenido que entregarles a ella y al resto de los
testigos. Pero es que aún hay más.
–¿Ah, sí? ¿Y de qué se trata? –en este caso mis palabras no intentaban mostrar
escepticismo, sino un auténtico interés por saber a qué se refería mi amigo.
–El dinero gastado, querido amigo, es en realidad una inversión. Como usted bien
ha dicho, gran parte de él ha sido dinero tirado a la basura, pero eso es lo que atrae a la
gente, el dinero. Personas que jamás le contarían nada a la policía estarían dispuestos, por
unos pocos peniques o algún que otro chelín, a recitarnos la Biblia entera, desde el Libro
del Génesis al Apocalipsis de San Juan. Sí, ya sé lo que me va a decir –extendió su brazo
para indicarme que me callara, al notar que iba a interrumpirle–, que eso puede atraer a
gente sin escrúpulos capaz de inventarse cualquier cosa con tal de sacarme el dinero. Podría
ocurrir, pero por eso mismo las primeras preguntas que suelo hacerles van dirigidas a
comprobar si están mintiendo o me dicen la verdad. Si no recuerda usted mal, uno de los
testigos, el tercero después de Emily Holland, se ha enfurruñado en extremo y, si no es
porque O’Malley se ha interpuesto, hubiera llegado a agredirme. Todo porque al comprobar
que me estaba mintiendo me he negado a pagarle. Quizás se me escape alguno, hay gente
que miente muy bien, pero prefiero correr ese riesgo si a cambio conseguimos sacar algo de
luz del resto de la gente.
En ese momento O’Malley, que mientras Charles y yo estábamos recapitulando lo
sucedido en los interrogatorios se había ausentado del cuchitril en el que aquéllos se habían
desarrollado, volvió a entrar en él y en voz baja habló con mi amigo, que le hizo un par de
preguntas en tono serio, a las que el irlandés respondió escuetamente. Cuando dejaron de
hablar el semblante de Charles abandonó su seriedad y, mostrando una gran alegría, me dijo
que su estrategia parecía estar dando buenos resultados.
–Hay una nueva testigo que quiere hablar con nosotros, pero no desea venir a la
taberna, así que tendremos que movernos. Quién sabe, quizás no sirva para nada, pero algo
me dice que tenemos que atenderla, así que pongámonos en marcha. Nos dirigimos a un
lugar que usted conoce perfectamente, la iglesia católica en la que escuchó misa el pasado
domingo.
8

Cuando estuvimos acomodados en el carruaje, mi amigo me puso al corriente de los


últimos acontecimientos.
–Por lo que me ha explicado O’Malley hay una mujer, compañera de oficio de Mary Ann
Nichols y Emily Holland, que afirma poseer información relevante sobre el asesinato, pero
que no desea contárselo a la policía. La verdad es que no me extraña, las relaciones entre
nuestros honestos servidores de la ley y ese tipo de mujeres no suelen ser muy buenas,
salvo en ocasiones especiales que prefiero no explicar para no dañar sus castos oídos –de
nuevo profirió una sarcástica risotada al decir eso–. Perdóneme, Sabino, supongo que son
los nervios o la excitación por nuestra aventura lo que me hace ser impertinente y
convertirle en objeto de mis chanzas, pero no se lo tome a mal, sabe que le necesito y que le
profeso un sincero afecto.
Volví a tranquilizarlo diciéndole que no estaba para nada ofendido y aproveché para
preguntarle si conocía a esa mujer y podíamos fiarnos de ella.
–Por lo que me ha dicho O’Malley se llama Annie Chapman, pero es lo único que
sé. A pesar de lo que pueda pensar de mí, querido amigo, no conozco a todas las prostitutas
que pululan por Londres –volvió a reírse–, pero le entiendo perfectamente, la verdad es que
no estoy siendo el hijo modélico que podría esperar usted del heredero de un par del
Imperio.
–Dudo mucho que los modélicos hijos de los pares del Imperio se preocupen, como
usted, de las condiciones de vida de los más miserables de sus conciudadanos y de intentar
hacer justicia a una pobre prostituta, así que me alegro de haberle conocido a usted en lugar
de a alguno de esos modélicos vástagos de la aristocracia –le respondí, en un espontáneo
ataque de sinceridad.
–Muchas gracias, Sabino. Su amistad es casi lo único que me reconforta estos días.
Su amistad y su inteligencia, por supuesto. Pero volviendo a Annie Chapman, sólo sé lo que
me ha contado O’Malley. Que ejerce también la prostitución, que afirma tener una
información extremadamente importante que no desea transmitir a la policía y que no
quiere que se la vea junto a nosotros. Por ese último motivo, en lugar de acudir a la taberna,
como el resto de informantes, nos ha pedido que acudamos a la pequeña iglesia irlandesa
que usted ya conoce. O’Malley me ha dicho también que no es irlandesa, y cree que
tampoco católica, ya que nunca la ha visto en misa, pero eso no tiene la menor importancia.
Supongo que el hecho de elegir esa parroquia como punto de encuentro se debe, sobre todo,
a su deseo de no ser vista por ojos ajenos y a que confía en la neutralidad del lugar sagrado.
Asentí nuevamente a sus palabras y me atreví a añadir que, de todos modos, me
parecía algo muy extraño.
–Me refiero a lo del miedo –concreté–. El resto de prostitutas y rufianes que se han
reunido con nosotros en Whitechapel no han sido nada cautelosos. ¿Por qué Annie
Chapman, en cambio, se muestra así de recelosa? No soy tan ducho en el oficio de detective
como usted, Charles, pero sólo se me ocurren dos motivos. El primero, que lo que pretenda
con ese halo de misterio sea sacarle a usted aún más dinero. Y el segundo, que tenga miedo,
mucho miedo, a que le vean hablar con nosotros porque, efectivamente, sepa algo relevante
sobre el asesinato que al autor del crimen no le agradaría que nos contara.
–Ha vuelto a dar en el clavo, Sabino. Aunque yo confío en que la acertada sea la
segunda de sus hipótesis. No sólo porque desearía que fuese cierta, sino porque a pesar de
que la codicia es una característica común en ese tipo de personas, por lo general les falta
imaginación para urdir un ardid como el que usted sospecha.
Tras comentarme esto Charles, el resto del trayecto lo hicimos en silencio, en mi
caso porque no tenía, o no sabía, nada más que decir, y en el de mi amigo porque daba la
impresión de estar concentrado en sus pensamientos.
El titular de la parroquia, el padre FitzGerald, debía de haber sido avisado
previamente de nuestra llegada porque nos estaba esperando en el pórtico de la iglesia y,
cuando nos vio bajar del carruaje, nos hizo señas para que le acompañáramos al interior del
templo.
–Tendrán que esperar un poco –nos dijo–. La pobre mujer tenía hambre de varios
días y le he preparado un plato de sopa. No es mucho lo que podemos ofrecer en esta
iglesia, pero si está en nuestra mano, lo que no siempre sucede, no vamos a permitir que
nadie se muera de hambre.
Charles, tras decirle que no nos molestaba esa demora, utilizando lo que entre
nosotros calificamos como “mentira piadosa”, aprovechó para preguntarle al párroco si
conocía de antes a Annie Chapman.
–La verdad es que no –respondió el sacerdote–, ni siquiera creo que sea católica, por
lo que he visto de ella, pero eso no es óbice para que la atendamos como a cualquier hijo de
Dios. Lo que sí he notado es que parece tener miedo, mucho miedo.
Charles y yo nos miramos con un gesto de complicidad, como si FitzGerald hubiera
confirmado nuestras sospechas.
–¿Y a qué cree, padre, que se debe ese miedo? –le preguntó mi amigo.
–No puedo saberlo, señor Kingsfield, ya que no me lo ha contado. Aparte de que, si
lo hubiera hecho, tampoco podría decírselo porque estoy obligado a callarme, no tanto por
el secreto de confesión, ya que como le he comentado antes dudo mucho de que sea
católica, como por simple discreción y compasión, sobre todo compasión. Tiene aspecto de
ser una mujer que ha sufrido mucho en la vida. De todos modos, lo que sí puedo decirles es
que su miedo, se deba a lo que se deba, es auténtico y genuino. Y que me ha dicho que sólo
hablará delante de usted.
Una mujer vestida de negro –supongo que era una viuda que atendía la parroquia,
ya que no llevaba el hábito de monja– se acercó al padre FitzGerald y le dijo en voz baja,
aunque lo suficientemente clara para que Charles y yo la oyéramos, que Annie Chapman
había terminado de comer y nos esperaba en la sacristía, lugar al que inmediatamente nos
condujo el párroco.
La sacristía era muy pequeña, mucho más que las de nuestras iglesias, pero estaba
limpia y ordenada. Allí, en una silla de madera, estaba sentada una mujer cuya descripción
omito, ya que salvo las diferencias normales que lógicamente se dan siempre entre personas
diferentes, era prácticamente idéntica al resto de mujeres con las que habíamos estado
hablando durante todo el día. Sus ojos estaban abotargados, las mejillas enrojecidas por el
alcohol, el pelo ajado, la expresión entre ausente y desconfiada. Sinceramente, padre, y no
sé si este comentario que voy a hacerle es muy piadoso, no me explico cómo esas mujeres
podían vivir de la venta de sus cuerpos. Aunque si pensamos en quiénes y cómo eran sus
clientes, quizás mi extrañeza esté fuera de lugar.
Cuando nos acercamos a ella hizo ademán de levantarse, intentando mostrar
respeto, pero sin saber muy bien cómo comportarse. Charles se esforzó en tranquilizarla y
le rogó que continuara sentada. Por nuestra parte también tomamos asiento en dos sillas
situadas frente a la que ocupaba la mujer. Ésta abrió la boca varias veces, aunque no llegó a
pronunciar ninguna palabra, por lo que mi amigo decidió romper el hielo.
–Mi nombre es Charles Kingsfield –se presentó– y soy hijo de lord Kingsfield, pero
supongo que usted ya lo sabe, puesto que es quien nos ha citado aquí. Y éste –señaló hacia
donde yo estaba– es mi amigo y socio, el señor Arana, un importante psíquico vasco.
Seguramente usted no lo sabe, pero los vascos constituyen un pueblo antiquísimo, ubicado
entre España y Francia, cuyo idioma, del que se dice que es el único sobreviviente entre los
que Dios creó para confundir a los idólatras que intentaron asemejarse a Él construyendo la
Torre de Babel, es depositario de las fuerzas desconocidas que gobiernan el mundo de los
espíritus. Esto último se lo digo porque el señor Arana, gracias tanto a su propio poder
como al heredado de sus ancestros, es capaz de distinguir la verdad de la mentira y castigar
a quien intente engañarle.
Aunque llevaba en Inglaterra tan pocos días que seguía sin dominar el inglés, sabía
cuándo Charles me daba paso y para qué, así que recité, como si de una salmodia se tratara,
el presente de indicativo del verbo ser en euskera vizcaíno: “ni naz, zu zara, bera da, gu
gara, zuek zarie, eurak dira” mientras miraba fijamente a la mujer. Tuve que hacer grandes
esfuerzos para no reírme y poner el gesto adusto que me había pedido mi amigo. Al final
esos mismos esfuerzos, traducidos en una mueca extraña, contribuyeron a que la mujer me
mirara con temor y nos jurara y perjurara, poniendo por testigos a Dios y toda la corte
celestial, que lo que iba a contarnos era verdad. Aun así, su codicia venció al miedo y nos
preguntó si, como le habían asegurado, la pagaríamos por sus declaraciones.
–Así es –contestó mi amigo–, salvo que nos mienta. En ese caso… –volvió a
señalarme mientras dejaba sin acabar la frase lo que, como he podido comprobar a lo largo
de mi vida, suele producir más temor en la gente que cuando se les amenaza expresamente
con los más terribles tormentos del Infierno.
Annie Chapman volvió a insistirnos, con el rostro desencajado, y mirándome más a
mí que a mi compañero de aventuras, que nos iba a decir la verdad, que jamás en la vida se
le ocurriría mentir a unos caballeros como nosotros.
–La creo –dijo finalmente mi amigo, tras hacer como que solicitaba mi aquiescencia
y yo se la daba en silencio–. La creo –repitió–, así que no tiene nada que temer por nuestra
parte. Pero vayamos a lo que nos interesa. ¿Qué es eso tan importante que nos tiene que
contar?
–Es sobre el asesinato de la pobre Polly.
–Se refiere a Mary Ann Nichols, ¿no? La mujer que murió degollada hace unos
pocos días en la calle Buck’s Row, en Whitechapel.
Viendo cómo el terror se asomaba a los ojos de la testigo pensé que en esta ocasión
mi amigo se había equivocado y que su alusión a la forma en que fue asesinada Mary Ann
haría que aquélla se levantara de su silla y huyera como alma que lleva el diablo, pero en
lugar de eso hundió su cabeza bajo los hombros y con voz entrecortada por el llanto
confirmó que, efectivamente, estaba hablando de la misma persona.
–¿Y qué es eso tan importante que tiene que decirme? –le preguntó de nuevo,
aunque aparentando desinterés, mi amigo.
Al escuchar esas palabras Annnie Chapman pareció revivir. Volvió a erguir sus
hombros, a colocarse recta sobre la silla y a mirar fijamente, con sus ojos negros, a los
verdes ojos de Charles.
–Antes que nada –le dijo a mi amigo–, tiene que prometerme que lo que yo le diga
no saldrá de aquí, que no repetirán mis palabras ante ninguna otra persona. Y, desde luego,
que nada de lo que yo les diga llegará a oídos de los agentes de Scotland Yard.
–Estamos hablando de un crimen, de un horrible asesinato, señora Chapman –le
replicó Charles–. No podemos actuar a espaldas de la policía ni ocultarle nada de lo que
sepamos sobre el asunto.
–En ese caso, caballeros, creo que no tengo nada más que decir –respondió, con
gran nerviosismo la mujer, mientras se levantaba de su asiento–. Lamento haberles hecho
perder su preciado tiempo.
Posteriormente me explicó Charles que fue en aquel momento cuando, al ver cómo
se negaba la señora Chapman a decir nada si eso significaba que la policía acabaría
enterándose de todo lo que nos contara, aun a riesgo de perder un buen montón de chelines
de los que con toda seguridad no andaba sobrada, comprendió que podía fiarse de lo que
iba a decirle y que tenía que retenerla como fuera.
–¡Siéntese! –profirió mi amigo en tono iracundo, al comprobar que la mujer estaba
dispuesta a marcharse–. Siéntese, por favor –repitió en un tono más suave, tras contemplar
cómo Annie Chapman se había paralizado de terror–. Creo que podemos llegar a un
acuerdo. Y si la condición que usted pone para hablar con nosotros es que lo que nos diga
no salga de aquí, lo aceptaremos.
–¿Me dan ustedes su palabra de caballeros?
–Puede contar con ella –respondió, solemne, Charles.
–¿La de su amigo también? –volvió a preguntar, señalándome con un dedo.
–Por supuesto, hablo en nombre de los dos. ¿O quiere que se lo diga él mismo en
persona?
–No, no, no hace falta –dijo con temor, como si aún estuviera bajo los efectos de la
inventada descripción que Charles había hecho de mí.
–En ese caso, le vuelvo a decir lo de antes. ¿Qué es eso tan importante que tiene que
decirnos acerca del asesinato de Mary Ann Nichols?
La mujer suspiró fuertemente, como si necesitara tomar aire antes de empezar a
hablar, mientras nos miraba alternativamente a Charles y a mí, sin saber a quién dirigirse.
Supongo que debía de conocer desde hacía mucho tiempo a O’Malley y por eso no le
tomaba en consideración. Finalmente habló para mi amigo, me temo que mi presencia la
turbaba demasiado.
–De acuerdo, de acuerdo, se lo contaré. Pues bien –paró y de repente empezó a
hablar tan deprisa que parecía que en ello le iba la vida–: yo fui testigo del asesinato de la
pobre Polly. Yo vi cómo la mataban.
Nada más decirlo se calló y se puso a mirar al suelo, como si deseara que se abriera
un agujero para poder introducirse en él y desaparecer. Yo no había podido entender el
significado íntegro de sus palabras, pero por la expresión de Charles, que se quedó como
paralizado, comprendí que se trataba de algo importante.
–¿Qué es exactamente lo que vio? –preguntó finalmente mi amigo.
–Ya se lo he dicho, vi cómo la mataban. Aquella madrugada yo también deambulaba
por las callejas de Whitechapel. Aunque había tenido un mal día me resistía a retirarme sin
conseguir un cliente y unos pocos peniques para pagarme el catre, así que me interné por el
barrio, en busca de alguien a quien le sobrara un poco de dinero para compartirlo conmigo
a cambio de, bueno, ya saben ustedes de qué, no creo que sea necesario explicárselo. Pero
no tardé en aceptar que ése no estaba siendo mi día, así que decidí irme a dormir. Para ir a
la pensión en la que suelo pasar la noche tengo que cruzar por Buck’s Row, y justo cuando
iba a entrar en esa calle vi cómo Polly también vagaba por allí, totalmente borracha y casi
sin saber hacia dónde iba. Pensé en llamar su atención para saludarla y, dentro de lo
posible, ayudarla, pero entonces vi cómo se le acercaba un caballero, así que no hice nada,
no fuera a espantarle un cliente.
–¿Un caballero? –la interrumpió Charles–. ¿Está segura de que era un caballero?
Ambos habían utilizado la palabra en inglés gentleman, que era una de las primeras
que había aprendido en ese idioma, así que instintivamente comprendí la importancia de lo
que nos estaba contando. De algún modo el testimonio de Annie Chapman engarzaba con el
de la otra prostituta que habíamos interrogado en las dependencias de la taberna de
Whitechapel, Emily Holland. Supongo que Charles también se percató de ese hecho y de
ahí que la cortara para intentar abundar en ese testimonio.
–¡Pues claro que estoy segura de que era un caballero! No se ven muchos por
Whitechapel, pero cuando aparece uno sé distinguirlo. Las cosas como son, me extrañó
muchísimo. Polly no era una mujer capaz de atraer a un caballero. Y conste que con eso no
la estoy criticando, a mí me pasa lo mismo. Creo que si algún día un caballero se me
acercara para hacerme una proposición, en lugar de decirle “claro que sí, guapo, como tú
quieras, has tocado en la puerta indicada porque Annie sabe mejor que nadie cómo hacerte
feliz”, que es lo que les digo a todos, más o menos, me habría meado en las bragas. ¿Un
caballero acercándose a una de nosotras? No digo que sea im posible, viciosos los hay en
todos los sitios, también en los palacetes habitados por los señores, pero mi primera
reacción habría sido pensar que había algún tipo de trampa. Sí, señores, eso mismo
habría pensado. Lástima que la pobre Polly no opinara del mismo modo, aunque
seguramente no le hubiese servido de nada.
–¿Qué ocurrió exactamente? –interrumpió sus disquisiciones mi amigo.
–¿Qué ocurrió? –repitió la pregunta Annie Chapman, como si acabara de despertar
de un mal sueño–. Pues que cuando el caballero se le acercó, Polly pareció reconocerlo y
sonriéndole señaló su sombrero. Entonces el hombre debió de pedirle que se diera la vuelta,
porque fue lo que ella hizo cuando estaban frente a frente, y aprovechó que no le estaba
mirando para degollarla. No sé de dónde, pero sacó un arma, aunque no la veía muy bien y
no puedo decir si fue una navaja u otra cosa, lo que sí puedo decir es que el suelo empezó a
teñirse de sangre y que la muerte de mi pobre amiga debió de ser instantánea, ya que no
profirió ningún grito.
Cuando Charles me tradujo esta parte de las declaraciones de Annie Chapman,
comprendí que estaba en lo cierto al cuestionar la teoría del doctor Llewellyn de que el
ataque había sido frontal y, por tanto, el asesino era zurdo. No es que fuera gran cosa, aún
seguíamos teniendo miles de sospechosos potenciales, bueno, la verdad es que de momento
no teníamos ningún sospechoso, pero al menos podíamos descartar a un sector importante
de la población.
–¿Pudo ver usted al asesino? ¿Lo reconoció?
–No, apenas lo vi. Al menos, no lo suficiente como para reconocerlo.
–¿Puede, por lo menos, describirlo?
–¿Describirlo?
–Sí, decir cómo era, joven o viejo, alto o bajo, rubio o moreno. En fin, ese tipo de
cosas.
–Era normal. Un hombre normal, ni alto ni bajo, ni muy gordo ni muy delgado. Eso
sí, muy bien vestido, con uno de esos trajes que suelen llevar los caballeros a los bailes y
cosas de ésas, no sé cómo se llaman.
–¿Levitas?
–No sé, supongo que se llamarán así. Pero no le vi la cara, así que no puedo decirle
si era joven o viejo. Aunque por el tono de su voz parecía un hombre mayor. Entiéndanme,
no era un viejo, pero sí un señor, cómo les diría yo, maduro. Tal vez cincuentón, o quizás
un poco más.
–¿Y su acento? –preguntó ansioso mi amigo–. ¿Notó algo extraño en su acento?
–¿Como si fuera extranjero? ¿Francés o alemán? ¿O judío?
–Sí, pero también si tenía un acento específico de alguna zona de la Gran Bretaña.
Irlandés o escocés, o de alguna comarca inglesa.
Annie Chapman se lo pensó unos instantes antes de responder negativamente.
–No, lo siento, señoría –respondió finalmente–, no tenía ningún acento especial.
Hablaba como un caballero, eso sí, empleando muy bien las palabras, no sé si me explico.
Aunque hablamos el mismo idioma, los señores, de algún modo, parece que hablan en un
idioma diferente, ¿me entiende? –mi amigo asintió en silencio–. Pues eso es lo que quiero
decir, que no tenía ningún acento especial, pero sus palabras sonaban diferentes.
Charles hizo una pausa mientras la miraba fijamente, cosa que yo también hice,
imbuido en mi papel de persona con poderes psíquicos capaz de desentrañar si alguien me
mentía o no, antes de formularle la siguiente pregunta, que intuía decisiva.
–¿Pudo escuchar lo que decía el caballero que asesinó a Mary Ann Nichols?
–Sí.
Esperamos con ansiedad, yo también, aunque sabía que era muy poco lo que
seguramente entendería de sus palabras, a que tras ese escueto monosílabo se explayara
algo más y nos contara con pelos y señales la conversación que habían tenido el caballero y
la difunta Mary Ann Nichols, en el dudoso caso de que a ésta le hubiera dado tiempo a
decir nada, pero de repente se encerró en un profundo mutismo, lo que obligó a mi amigo a
pedirle que continuara, también con un monosílabo que indicaba al mismo tiempo interés y
enfado.
–¿Y?
Annie nos miró también a los ojos. Parecía que ya no le daban miedo mis supuestos
poderes y, con una sonrisa en la que se adivinaban las mieles del triunfo que esperaba
lograr, nos dijo que enterarnos de eso nos iba a costar mucho.
–Un par de libras, por lo menos. Lo toman o lo dejan, pero no pienso regatear ni un
penique.
Para mi amigo esa cantidad de dinero no era gran cosa, aunque teniendo en cuenta
que habíamos estado pagando al resto de los informantes entre cuatro y seis peniques,
dependiendo de lo válido de sus confesiones, dos libras era una cantidad desmesurada. O
estábamos ante una aprovechada o, efectivamente, la información que podía
proporcionarnos lo valía. Y aunque por desgracia carecía de los poderes que Charles me
había estado atribuyendo para atemorizar a nuestros testigos, tenía el convencimiento de
que Annie Chapman no nos estaba estafando.
–De acuerdo –dijo Charles finalmente–. Le daré sus dos libras, pero más le vale que
lo que nos diga justifique esa cantidad.
–Dos libras por adelantado –volvió a decir la mujer, extendiendo su mano hacia
adelante.
Fingiendo que no estaba muy a gusto con lo que se le exigía, mi amigo sacó de su
chaqueta una bolsa y como si le doliese en el alma tener que acceder a los deseos de la
testigo, hizo como que escudriñaba en su interior antes de sacar la cantidad solicitada.
Cuando Annie fue a coger las dos libras, Charles retiró su mano mientras volvía a decirle
que tuviera mucho cuidado con engañarlo. La amenaza no amedrantó, en esta ocasión, a la
mujer, que arrebatándoselas le aseguró que no se iba a arrepentir de haber compartido con
ella ese dinero.
–Lo que le voy a decir, señoría –añadió–, es oro puro. Incluso creo que se lo he
dejado muy barato, pero no soy ambiciosa. Pero a lo que íbamos. No pude escucharlo todo,
aunque sí lo suficiente, ya que aunque hablaba en voz muy baja lo hacía muy despacio,
como si pensara cada palabra que tenía que decir. Por eso mismo pude enterarme bastante
bien de lo que hablaban. Bueno, la pobre Polly, en realidad, no pronunció ni una palabra, se
limitó a sonreír mientras señalaba su sombrero. Como ya les he dicho, parecía conocer a
ese hombre, por eso no le importó volverse de espaldas cuando él se lo pidió. Aunque esto
último es sólo una suposición ya que esa parte no la escuché, pero parece lógico, ¿no están
ustedes de acuerdo?
–Sí, claro, muy lógico –contestó Charles, que parecía impacientarse–. Pero si no
escuchó lo que le dijo al encontrarse con ella y luego, cuando se dio la vuelta, su amiga fue
degollada, ¿qué es lo que usted pudo oír que valga dos libras?
–La oración fúnebre del asesino –respondió, entre sonrisas, Annie Chapman.
–¿La oración fúnebre del asesino?
–Sí, la oración fúnebre del asesino –volvió a decir la mujer–. ¿No es así como
llaman ustedes, los señores, a las palabras que el pastor o los familiares pronuncian en
honor de un fallecido, antes de enterrarlo? Pues eso fue, más o menos, lo que hizo el
caballero que asesinó a Polly, aunque sin enterrarla, por supuesto, seguramente tenía prisa
por alejarse de Buck’s Row –dijo riéndose estrepitosamente, me imagino que para aventar
el miedo que aún debía de producirle la escena que había presenciado–: una oración
fúnebre.
–¿Recuerda esa oración fúnebre? –volvió a preguntarle mi amigo.
–Como si la estuviera escuchando en este mismo momento: “Lo siento, querida
Mary Ann, pero tu muerte era necesaria. Necesaria para mí, en primer lugar. Pero también
necesaria para la patria. No sé si lo que voy a decirte supondrá un consuelo para ti, allá
donde estés en estos momentos, pero acabas de rendir un importante servicio a la reina y al
Imperio. Un servicio que jamás se te reconocerá, eso es algo que quedará entre nosotros,
pero yo siempre te recordaré y agradeceré tu importante, aunque involuntaria,
colaboración”.
El miedo, que parecía haberse disipado hacía unos momentos, apareció nuevamente
en el rostro y los ojos de Annie Chapman, que volvió a pedirnos que no dijéramos nada de
ese asunto a Scotland Yard, a lo cual accedió mi amigo, que además, voluntariamente, le
dio dos libras más de las convenidas, antes de que abandonara la sacristía, no sin hacernos
un sinfín de reverencias.
Había sido un día muy largo y por eso, pese a que los dos nos encontrábamos
terriblemente excitados a causa de las revelaciones de la mujer, cuando volvimos a
“Kingsfield Manor” en el interior del carruaje no nos dirigimos en ningún momento la
palabra. Ya habría tiempo para hacerlo, pero en aquellos momentos ambos preferíamos
rumiar en silencio nuestros pensamientos.
9

Cuando regresamos a “Kingsfield Manor” el resto de sus residentes ya había


empezado a cenar. Afortunadamente Charles había avisado con antelación, y utilizando una
excusa lo suficientemente convincente para evitar el enfado de su padre, de que llegaríamos
tarde, por lo que pudimos incorporarnos a la misma sin sufrir sus iras. De todos modos,
pese a que mi amigo se inventó una curiosa historia para explicar nuestro retraso, tuvimos
que esforzarnos al máximo para disimular lo más posible la excitación que sentíamos tras
nuestras productivas entrevistas. Creo que lo conseguimos con el patriarca de los
Kingsfield, así como con Elizabeth y Constance. En cambio no estoy muy seguro de que
nuestro fingimiento convenciera a Latimer, que se mostró receloso durante toda la velada,
aunque no sé si porque sospechaba que ocultábamos algo o porque le reconcomía por
dentro la familiaridad que me mostraba la propia Elizabeth. O por ambas cosas.
Seguramente los celos que sentía le llevaban a sospechar que andábamos metidos en algo
que no queríamos que se supiera. De todos modos, pese a saber que podía llegar a ser un
enemigo peligroso, no podía hacer nada al respecto, así que intenté olvidarme de él
siguiendo, por otra parte, los consejos de Charles, que le conocía mejor y me dijo que no
tenía de qué preocuparme. Teniendo en cuenta que conocía perfectamente lo ocurrido en el
cementerio anexo a la iglesia católica, no entendía esa indiferencia, sobre todo porque no
siempre iba a estar presente O’Malley para defendernos, ni lo hubiese permitido mi varonil
orgullo, pero preferí no discutir con él sobre ese asunto. Teníamos algo más importante de
lo que tratar, y así me lo recordó tras finalizar la cena, instándome a reunirme de nuevo con
él en la biblioteca familiar, como el día anterior.
Poco después, cuando todos los habitantes de la casa se habían refugiado en sus
aposentos, volvíamos a estar juntos Charles y yo. Aunque era la segunda vez que nos
veíamos allí, parecía como si entre nosotros se hubiese instalado una ancestral costumbre,
ya que mientras él se sirvió una generosa ración de whisky que, según me explicó sin
esperar a que yo se lo preguntara, en el idioma céltico original de Escocia significaba “agua
de vida”, yo volvía a tener un vaso de leche en las manos. No soy un abstemio total, padre.
Como casi todos nuestros compatriotas en más de una ocasión me he solazado con un rico
txakolí de Bakio, un buen vino de Rioja o una sidra guipuzcoana, pero nunca he sido muy
bebedor y ya desde joven opté por probar las bebidas alcohólicas lo menos posible, sobre
todo cuando quería mantener mi cabeza en las más óptimas condiciones.
–Es una pena que no quiera probarlo –me dijo Charles señalando su vaso, después
de recibir una nueva negativa por mi parte–, porque es una bebida que merece la pena, pero
en fin, si usted prefiere la leche está en su derecho. Aunque debería recordar lo que dijo
nuestro gran William Shakespeare sobre el vino, pero que es perfectamente aplicable al
whisky: tomado en muchas cantidades apaga los sentidos, pero en pocas los aviva.
La verdad sea dicha, padre, yo en aquella época –ni en esta actual tampoco, lo
reconozco, y me temo que ya no me queda tiempo para arreglarlo– no era un gran
conocedor de la obra shakespeariana, pero aun así rechacé de nuevo su ofrecimiento,
diciéndole con la mayor educación posible que no necesitaba de ningún brebaje alcohólico
para que mis sentidos estuviesen totalmente alertas.
–Jamás lo he puesto en duda, estimado Sabino, jamás lo he puesto en duda, lo que
ocurre es que beber a solas nunca me ha gustado. En fin, tampoco es que esté bebiendo a
solas, ya que gozo de su grata compañía, aunque seguramente usted entiende lo que le
quiero decir. Pero vayamos a lo que nos ha convocado aquí a estas horas. ¿Qué piensa del
testimonio de Annie Chapman?
–Creo que nos ha dicho la verdad.
–Sí, en eso estamos de acuerdo, pero lo que me gustaría saber es cómo valora lo que
nos ha dicho.
–Bueno, en primer lugar –empecé titubeando un poco aunque según iba hablando
mi voz adquirió un tono de mayor firmeza– creo que las declaraciones de la señora
Chapman confirman lo que nos dijo Emily Holland, que el asesino es un caballero. Aun así
hay algo que no me encaja.
–¿Cree usted que ambas se equivocan y que el asesino, por tanto, no es un auténtico
caballero?
–No, no, estoy seguro de que lo que nos han dicho es cierto. Es otra cosa la que no
me encaja. Recuerde, Charles, la conversación que tuvimos acerca de lo atípico del crimen.
Sin embargo, si como parece, el hombre que mató a Mary Ann Nichols fue el mismo que le
regaló un sombrero y la citó posteriormente en ese callejón, no sé, eso parece desmentir la
idea del crimen improvisado. Pero luego, a la hora de cometerlo, lo hace en una calle en la
que podía verle cualquiera, como así sucedió con Annie Chapman, lo que no parece tener
sentido.
–Entiendo sus objeciones, Sabino, que como todas las suyas son muy atinadas y
pertinentes, pero podrían tener una explicación muy sencilla. Quizás el asesino deseaba
asegurarse de que iba a encontrarse una víctima en el lugar por él elegido, para no tener que
buscarla callejeando de un rincón hacia otro, lo que le haría exponerse a las miradas
indiscretas de los viandantes, de ahí que contactara de antemano con Mary Ann. Y luego,
una vez asegurado esto, la mataría haciéndolo pasar por un crimen improvisado, asumiendo
el riesgo, seguramente escaso en su opinión, de ser visto por alguien, como usted ha
explicado tan acertadamente.
–Un riesgo escaso, es posible, pero peligroso si se convierte en realidad, como así
ocurrió, ¿no cree, Charles?
–Por supuesto que sí, y aquí entraría en juego otra posibilidad. Que el asesino se
considere impune, y que por eso no le importara asumir ese pequeño riesgo.
–¿Impune? ¿Por el hecho de ser un caballero? Me cuesta creerlo del país de la Carta
Magna.
–Pues yo que usted no me fiaría de las apariencias, Sabino. Pero cuando hablo de
impunidad no me refiero a la que eventualmente podría darle el ser un “auténtico
caballero”, como le han descrito nuestras testigos, mujeres a las que, por otra parte,
cualquier persona que vista decentemente y hable sin errores de sintaxis les pueden parecer
unos caballeros, sino que hablo de otro tipo de impunidad.
–¿A qué se refiere, Charles?
–Es usted un hombre suficientemente inteligente para descubrirlo solo. Además, si
aprecio su ayuda, es porque le veo capaz de sacar conclusiones por su cuenta, sin esperar a
que yo le explique mis propias teorías. Así que dígame, por favor, qué más conclusiones,
aparte de lo que acaba de contarme, ha sacado del día de hoy. Sobre todo de las
declaraciones de Annie Chapman.
–Creo que sé a dónde quiere llegar, Charles –sonreí–. A la oración fúnebre que le
dedicó su asesino. A sus palabras acerca de que era algo necesario tanto para su propio
bienestar como para el de la reina y el Imperio. ¿Cree usted que el asesino podría ser algún
agente de la Corona? ¿Que ésa sería la conclusión más lógica? La verdad es que todo
parece indicarlo, pero aun así me cuesta creerlo.
–Pues es perfectamente creíble, amigo Sabino, perfectamente creíble. Me parece
que tiene usted mitificado a nuestro país, y se lo agradezco por la parte que a mí me toca –
añadió haciéndome una reverencia burlona–, pero es tan benevolente como ingenuo.
–Entonces, Charles, ¿de verdad cree que el gobierno británico puede estar detrás de
ese crimen? Pero ¿por qué? ¿Qué daño podía hacerle una desgraciada prostituta que
seguramente jamás se había cruzado en su camino? O quizás se trata de eso –exclamé de
repente, como si hubiera visto la luz divina, y perdone usted la comparación, padre–.
Quizás llegó a sus manos, no sabemos por qué vías, un secreto que involucraba a gente
importante y por eso alguien, en las altas esferas, dio la orden de matarla. ¿Es ésa su teoría?
–Es sorprendente lo suyo, Sabino. Cada vez que hablamos del tema me niega usted
que posea un ápice de imaginación, pero cuando su cabeza empieza a maquinar historias es
que no para. Para serle sincero, su hipótesis no es del todo descabellada e incluso yo he
coqueteado con ella, pero la he desechado enseguida. No porque no crea capaz a mi
gobierno de ordenar esa atrocidad e incluso cosas mucho peores, sino porque estoy seguro
de que, de tratarse de un asunto de Estado, Mary Ann habría desaparecido en silencio, sin
que nadie, y mucho menos esas amigas que le han salido de debajo de las piedras al calor
de la recompensa que estamos ofreciendo por sus declaraciones, la hubieran echado en
falta. Pero en una cosa tiene razón, seguramente en la oración fúnebre está la clave de todo.
¿Desea saber lo que pienso, amigo mío?
–Para eso nos hemos reunido aquí, Charles –le contesté, sinceramente interesado.
–Que si la oración fúnebre del caballero que asesinó a Mary Ann Nichols responde a
lo que aquél pensaba, y parece lógico entenderlo así, pero el gobierno no está involucrado,
al menos no directamente, tal vez nos encontremos ante los designios de un loco. O lo que
es peor, ante los designios de un hombre muy inteligente y astuto que desea hacerse pasar
por loco. Y si estoy en lo cierto, me temo que Mary Ann no será la última víctima. Y quizás
ni siquiera haya sido la primera.
–¿Cree de verdad que puede haber un plan concreto tras la muerte de la prostituta de
Whitechapel?
–Eso me temo.
–Pero ¿para qué?
–Para generar terror.
–No lo entiendo, de verdad. La muerte de una prostituta, y mucho más si es
asesinada del modo en que lo fue esa pobre mujer, es una desgracia, pero no creo que sea
algo que consiga aterrorizar a la población.
–Es posible que tenga usted razón, Sabino, pero por desgracia creo que soy yo quien
está en lo cierto. Una muerte aislada quizás no genere inquietud entre las buenas gentes de
Londres, pero si a esa muerte le siguen otras de similares características, y tengo el
convencimiento de que, por desgracia, es algo que va a ocurrir, la percepción de esas
buenas gentes sobre lo sucedido sería diferente. Muy diferente, me temo.
No dijo esto último en el tono de quien está haciendo especulaciones intelectuales o
deja fluir libremente sus ensoñaciones, sino en el de las personas que están seguras de lo
que dicen y convencidas de que pisan tierra firme.
–No se moleste por lo que le voy a decir, Charles, pero creo que usted sabe mucho
más de lo que me dice –no pude evitar dirigirle lo que podía ser considerada una frase
acusadora, aunque mi amigo se lo tomó con tranquilidad y ni se enfadó por mi tono ni me
desmintió.
–Todos sabemos más de lo que decimos, Sabino, aunque no suele ser muy prudente
expresarlo en voz alta, al menos hasta que no estemos seguros. Pero olvidémonos por un
momento del siniestro crimen de Whitechapel –cambió de tercio radicalmente–. ¿Le gusta a
usted la ópera?
Pillado por sorpresa le confesé que no era muy ducho en ese tipo de espectáculos
musicales. Era cierto que mientras estuve estudiando en Barcelona acudí en un par de
ocasiones al Liceo, pero más por compromiso que por auténtico interés, y así se lo dije.
–En ese caso, consideraré como parte de mis obligaciones de anfitrión enseñarle a
degustar, como corresponde a un hombre de mundo, del “bel canto”. Si mi padre no
consigue agotarle mañana, y estoy seguro de que se esforzará al máximo para conseguirlo,
por la noche tenemos una cita en el Teatro Real de Covent Garden, aquí, en Londres. Me
parece justo que tras arrastrarlo por las callejas más inmundas de la ciudad le lleve, para
compensar, a uno de los más excelsos templos de la lírica.
Mis torpes intentos de excusa no fructificaron, sobre todo cuando Charles me dijo,
pícaramente, que no íbamos a estar solos.
–También vendrán Constance Gore-Booth y mi hermana Liz, que son dos
apasionadas de la ópera. Lógicamente yo seré la pareja de Constance y mi hermana…,
bueno, qué le vamos a hacer, tendrá que empezar a acostumbrarse a este tipo de desaires y
resignarse a la soledad. En fin, por duros que parezcan, esos contratiempos son buenos para
forjar la personalidad de una joven dama. Lo peor de todo es que a la pobre no le va a
quedar más remedio que enfrentarse a las miradas de todas esas señoras que la
contemplarán a través de sus anteojos, hipócritamente y con gesto apenado, por no haber
sido capaz de encontrar a un joven caballero que se dignara acompañarla. Me temo que
para ella va a suponer una auténtica decepción su negativa, sobre todo porque confiaba en
que usted aceptara desempeñar ese papel.
Creo que me puse rojo como la grana y la sonrisa sarcástica que apareció en el
rostro de mi amigo me indicó que me estaba sometiendo a otra de sus bromas, pero aun así
comprendí, y para qué negárselo, padre, también me alegré por ello, que no me estaba
mintiendo. Así que cuando me repuse le dije que podían contar conmigo.
Afortunadamente, Charles decidió no hacer sangre con lo ocurrido y se limitó a
agradecerme mi cambio de opinión, aconsejándome que me fuera a dormir.
–Necesita descansar, Sabino. En realidad lo necesitamos los dos, pero como ya le he
anunciado mi padre le tiene programada una jornada muy exigente, así que todo lo que
pueda dormir le vendrá bien. Sobre todo después del día tan agitado que hemos tenido hoy.
Sin lugar a dudas era un buen consejo, pero no me fue nada fácil ponerlo en
práctica. ¿No le ha ocurrido nunca, padre, que pese a estar muy cansado, el propio
cansancio o la excitación por algo que ha ocurrido o está a punto de ocurrir le impide
dormir?

Era una pregunta retórica, por supuesto, por eso no la contesté. Pero en estos
momentos en los que, lo mismo que a Sabino, me queda muy poco tiempo de vida,
seguramente mucho menos que lo que le quedaba a él, entiendo perfectamente lo que me
quiso transmitir. Aunque mi desasosiego es mucho peor, ya que lo que me quita el sueño no
es la esperanza del encuentro con una mujer amada, sino la certeza de que al final del
camino está la muerte. La muerte y la resurrección, pero ¿y si no hay resurrección?
Supongo que no es el momento de flaquear, en realidad mantengo intacta mi fe en
Dios y en que hay esperanza detrás de la muerte, pero aun así no consigo conciliar el
sueño. Y me asalta la duda de si esa incapacidad para dormir se debe a la excitación del
momento, de lo que me va a suceder dentro de escasas horas, o al temor de que la nada en
la que me sumerjo sea el preludio de la nada que puede estar esperándome cuando el
pelotón de fusilamiento cumpla con su cometido.

Mi amigo Charles tenía razón –continuó con su narración Sabino– cuando vaticinó
que su padre me haría trabajar al día siguiente como a una mula, pero eso, en lugar de
constituir un motivo de enojo, me sirvió de distracción. Durante algunas horas me olvidé de
Mary Ann Nichols, así como de las declaraciones de Emily Holland y Annie Chapman e
incluso de que esa noche iba a acudir a la ópera en compañía de la hermosa Elizabeth. Pero
sólo durante esas horas, porque cuando regresamos a “Kingsfield Manor” una creciente
excitación se apoderó de mí.
Creo que nunca he utilizado tanto tiempo en acicalarme, pero cuando llegó la hora
señalada estaba de punta en blanco, esperando a que Constance y Elizabeth, sobre todo
Elizabeth, se dignaran bajar de sus habitaciones para reunirse con Charles y conmigo.
Cuando lo hicieron sólo tuve ojos para ella. Lucía radiante, como nunca lo había hecho
mujer alguna ante mis ojos. Quise decirle algo, pero aparte de que nunca he sido muy
ducho en esa costumbre tan vulgar como española del piropo, mi experiencia con las
mujeres no era muy grande y mi propia torpeza y turbación me impidieron proferir la más
pequeña palabra. Elizabeth, en cambio, cuando me vio no se privó de decirme que me
encontraba muy varonil y atractivo, obligándome a tartamudear mientras le agradecía sus
palabras, causando el alborozo de su hermano y de Constance.
Afortunadamente no teníamos mucho tiempo para desperdiciar en chanzas
mutuas, así que poco después de juntarnos con las dos jóvenes salimos de la casa para subir
al carruaje que nos llevaría hasta el teatro. Mientras nos dirigíamos a nuestro destino mis
tres acompañantes aprovecharon el tiempo para ponerme al día de las obras que en esos
días se estaban representando en Londres, de los chascarrillos relativos a los actores y
actrices y, por extensión, de aquellos que hacían referencia a diversos personajes de la alta
sociedad inglesa. Nunca he sido muy proclive a ese tipo de frivolidades, pero tengo que
reconocer que en aquellos momentos esa conversación fue un bálsamo para mis nervios,
que estaban a punto de estallar.
Como ya le he dicho, no era la primera vez que asistía a una ópera, pero sí la que
más disfruté. En ello influyó en un alto porcentaje la compañía, sería necio negarlo, pero
también la majestuosidad del teatro e incluso la misma obra que tuve la oportunidad de
apreciar. Se trataba de Nabucco, la inmortal creación de Giuseppe Verdi. Era una ópera que
sólo conocía de oídas, y no se lo tome como un chiste malo, padre, se lo estoy diciendo
muy en serio –durante unos instantes la sonrisa que apareció en los labios de Sabino
pareció desmentir sus palabras–, pero que desde aquel día siempre he tenido presente en mi
cabeza y mi corazón. El momento mágico fue cuando se entonó el “Va pensiero”. En el
momento en el que el coro recitó lo de “Oh, mia patria, si bella e perduta!, ¡oh, membranza
si cara e fatal!” [3], a Constance y Elizabeth se les saltaron las lágrimas y el propio Charles
tuvo que hacer grandes esfuerzos para mantenerse impasible y no sucumbir a la emoción.
Yo desconocía con anterioridad ese dato, pero antes de que empezara la función me habían
explicado que ese canto, inspirado en un salmo bíblico, se había convertido en un himno
para los patriotas italianos que luchaban por su libertad, contra la dominación extranjera.
Creo que, de algún modo, a mí también me inspiró para posteriormente luchar por la
libertad de Euskadi, mi patria, pero discúlpeme la vehemencia, padre, ya le he dicho que no
es mi intención hablar de política, ni mucho menos adoctrinarlo, sino contarle lo que me
sucedió aquellos días en Inglaterra y que desde entonces llevo escondido en mi pecho,
aunque en ocasiones pueda dejarme llevar por la pasión.
Cuando finalizó la representación salimos del teatro y las dos jóvenes que nos
acompañaban se subieron de nuevo al carruaje, pero en lugar de proceder Charles y yo a
hacer lo mismo, mi amigo se excusó en su nombre y en el mío propio y, con gran disgusto
por mi parte, que no deseaba nada más que tener una nueva ocasión para hablar con su
hermana, les dijo que se fueran a “Kingsfield Manor” sin nosotros. El conductor del
carruaje era un lacayo de confianza y no tenían nada que temer por viajar sin nuestra
compañía, ya que debíamos atender unos negocios improrrogables.
–¿De qué negocio se trata? –le pregunté airado a mi amigo, sin ser capaz de ocultar
mi mal humor.
–Del que nos tiene ocupados estos últimos días –me contestó Charles, sin dejar
traslucir que se había percatado de mi tono desabrido–. Del asesinato de Mary Ann Nichols.
A regañadientes, y sobre todo porque no me quedaba más remedio, ya que nuestro
carruaje se había marchado y yo aún no me desenvolvía bien por la capital del Imperio
Británico, lo que me obligaba a aceptar, y necesitar, la compañía de Charles, accedí a
acompañarle hasta un pequeño club que se encontraba muy cerca del teatro.
Mientras caminábamos hacia allí, aprovechando que la noche era fresca, aunque
muy agradable, me explicó que había quedado, al finalizar la representación, con un tal
Frederick George Abberline. Lógicamente su nombre me era totalmente desconocido, pero
mi amigo amplió mis conocimientos sobre esa persona explicándome que era el inspector
de Scotland Yard encargado de investigar el asesinato de Mary Ann Nichols.
–Pensaba que deseaba mantener nuestras pesquisas en secreto, alejadas de la
investigación oficial –le comenté, extrañado.
–Y ésa es mi intención dentro de lo posible –me replicó Charles–, pero a pesar de lo
que le he dicho en alguna que otra ocasión, la policía londinense no es tonta ni ciega y no
tardaría en darse cuenta de nuestra intervención. Así que lo mejor es hacer de la necesidad
virtud y presentarnos ante ella como un par de jóvenes “diletantes” que, como se aburren y
no tienen nada más que hacer, se han puesto a investigar por su cuenta. No es que eso les
vaya a agradar mucho, pero siempre será mejor ir de cara para evitarse problemas e
inconvenientes. Además, conozco al inspector Abberline desde hace tiempo, sabe de mi
interés por este tipo de asuntos y, hasta cierto punto, siempre que considere que no
interferimos en su trabajo, se mostrará más tolerante con nosotros que la mayoría de sus
compañeros si estuvieran en su lugar. En fin, para qué negárselo, la fortuna familiar
también ayuda, ventajas de ser un hijo de papá.
Si algo seguía asombrándome de mi amigo era el desparpajo con el que hablaba de
sí mismo y de su familia, así como de las autoridades a las que en principio se suponía que
debía respetar. Debo admitirle, padre, que yo entonces no sentía esa rebeldía que,
posteriormente, ha contribuido a poner en marcha mi proyecto político, pero me fascinaba
advertirla en mi compañero y supongo que algo de esa actitud se me pegaría e influiría en
lo que posteriormente ha sido mi vida.
Tardamos muy poco en llegar al pequeño club en el que nos esperaba George
Abberline. Por lo que me contó Charles, el inspector, antes de hacer carrera en las fuerzas
policiales, había trabajado como relojero, pero enseguida se cansó de ese oficio y, ayudado
por una notable inteligencia, pronto consiguió prosperar en Scotland Yard, ya que en dos
años ascendió a sargento y sólo tardó otros ocho en ser nombrado inspector, para lo que le
ayudó su eficacia al desarticular, un par de años atrás, una trama feniana. A pesar de que
esas implicaciones en la lucha contra los revolucionarios irlandeses parecían un indicio de
que era un intrigante político, mi amigo me insistió en que se trataba de un hombre honrado
y sin prejuicios. “Al menos como policía”, añadió.
En el club nos debían de estar esperando, ya que un mayordomo, que nos recibió
con gran prosopopeya, nos introdujo enseguida en un pequeño despacho en el que,
aposentado en un vetusto sillón, nos estaba esperando el inspector. Pese a su aspecto
aparentemente indolente, ya que según entramos me dio la impresión de que estaba más
concentrado contemplando su copa de jerez que atento a nuestra presencia, se alzó
rápidamente y con una gran sonrisa en la boca se dirigió hacia donde estaba mi amigo,
estrechándole efusivamente la mano. No es un gesto muy habitual entre los británicos, por
lo que me chocó en extremo.
–Bienvenido a mi humilde club, querido amigo. Y supongo que éste es el señor
Arana –pronunció algo así como “Arraina” mientras también me estrechaba, con fuerza
considerable, la mano–. Pueden tomar lo que quieran. Este club es mucho más modesto que
el suyo, estimado Kingsfield –le sonrió a mi amigo–, pero en cuestión de bebidas con las
que satisfacer los gustos de los socios podemos competir con cualquiera.
Tras las presentaciones y una vez acomodados los tres, cada uno con su vaso en la
mano –en la mía uno de leche que me sirvieron sin yo pedirlo, cosa que me desconcertó al
principio, ya que indicaba que el inspector estaba al tanto de mis gustos–, Abberline decidió
entrar directamente en materia.
–Ha llegado a mis oídos, Kingsfield, que está usted muy interesado en el asesinato
de la infortunada Mary Ann Nichols. Incluso que está intentando emular a la policía e
investigar por su cuenta las circunstancias del crimen. De ser cierto, querido amigo, no me
parece una postura muy prudente por su parte.
–¿Y por qué cree, inspector, que no es prudente?
–En primer lugar porque el hecho de que un joven como usted se involucre en el
asesinato de una prostituta puede ser considerado como algo muy poco decente en los
círculos que frecuenta.
–Por eso no se preocupe, inspector. En los círculos que frecuento, como dice usted,
tengo ya sobrada fama de excéntrico como para que consideren este repentino interés por la
muerte de esa mujer como una muestra más de esa excentricidad que unánimemente se me
achaca.
–Además –insistió Abberline–, no creo que su señor padre apruebe ese repentino
interés que le ha surgido por el mundo del crimen.
–En eso tiene toda la razón, pero no deja de ser mi padre y sé cómo manejarlo.
Llevo toda mi vida haciéndolo.
–Encuentro esa afirmación un poco impertinente, si no le ofende que se lo diga,
pero se trata tanto de usted como de su padre, así que no voy a ser yo quien le diga cómo
tienen que ser sus relaciones. Pero volviendo al tema que nos ocupa, mi desagrado porque
haya iniciado una carrera, que espero que sea efímera, como detective aficionado se debe a
que estas cosas hay que dejarlas en manos de quienes somos profesionales. No se lo tome
como una amonestación. Sabe que les tengo aprecio, tanto a usted como a su familia, por
eso creo que es mi deber advertirle. Ya sé que la proliferación de historias de detectives en
revistas populares está calentando las cabezas de las nuevas generaciones, y no sólo de las
nuevas generaciones, y que muchos jovencitos piensan, absurdamente, que son capaces de
enmendarle la plana a Scotland Yard con teorías de lo más inverosímiles acerca de crímenes
cuya investigación está en curso, o incluso ya resueltos, pero a usted, señor Kingsfield, le
consideraba mucho más sensato.
–Y lo soy, inspector, puede usted creerme, no se deje engañar por las apariencias.
No intento elaborar ninguna hipótesis disparatada, sino comprender lo que ha ocurrido y
colaborar con mis conocimientos y capacidad, dentro de lo posible, al esclarecimiento de
los hechos y la detención del culpable, sin interferir para nada en el trabajo policial, por
supuesto.
–Sus intenciones son muy loables, lo reconozco, pero no sé cómo pretende hacer
eso que dice sin interferir en nuestro trabajo.
–Porque creo, y se lo digo con total sinceridad, que puedo llegar a lugares donde
ustedes no llegan. Sabe perfectamente que muchos de los habitantes de esta gigantesca
metrópolis son reacios a hablar con los oficiales de policía.
–¡Qué me va a decir usted que yo no sepa, amigo Kingsfield! En eso tiene toda la
razón. Parece mentira que ciudadanos que, por lo general, son probos y honestos, cuando la
policía les solicita su ayuda se la denieguen.
–Quizás tengan sus razones, es posible que no se fíen del todo de sus intenciones.
–¡Pero cómo puede usted afirmar una barbaridad así, Charles! No me esperaba eso
de un vástago de lord Kingsfield. Del hombre que antes o después, esperemos que más
tarde que pronto, será su sucesor en los negocios y en la Cámara de los Lores.
–Yo no he dicho que me parezca bien, inspector, sólo he dicho que es algo que
sucede. Y más frecuentemente de lo que nos gustaría, por desgracia –añadió en tono
conciliador.
–Así es, mi joven amigo, así es. En fin, viendo que es imposible disuadirle para que
abandone su idea, se nota que en el fondo es digno hijo de su progenitor, dígame qué es lo
que ha averiguado.
–Vamos, Abberline, no me decepcione. ¿De verdad se cree que le voy a contar, sin
más ni más, lo que sé, sin que usted me dé nada a cambio?
–Eso es lo que se puede esperar de un buen ciudadano.
–Pues lamentaría muchísimo no encajar dentro de su calificación de buen
ciudadano, pero si no hay un “do ut des”, lo mejor será que mi amigo Sabino y yo nos
levantemos y nos vayamos, no sin antes agradecerle su hospitalidad, por supuesto.
Abberline, aunque en posteriores encuentros que tuvimos con él nos demostró que
no era un personaje inculto, debía de desconocer el significado de esa locución latina, o
quizás sólo era una añagaza para ganar tiempo, ya que le preguntó a Kingsfield qué había
querido decir con esa expresión. Finalmente, cuando las explicaciones de mi amigo le
dejaron satisfecho, retomó el tema donde lo habíamos dejado y aceptó contarnos lo que
sabía, para lo que empleó casi un cuarto de hora. Un cuarto de hora en el que,
sorprendentemente, no nos dijo nada que no supiéramos de antemano.
–Todo lo que nos ha contado es muy interesante, inspector –le dijo mi amigo–, pero
para conocer eso hubiese sido suficiente con acudir a la corte el día que el instructor dirigió
la vista preliminar. No nos ha dicho nada que pueda servir de moneda de cambio con lo que
nosotros ya sabemos.
–¿Y qué es lo que saben?
–Usted primero, señor Abberline –respondió Charles, en lo que parecía ser un nuevo
movimiento en la partida de ajedrez que ambos estaban jugando en sus cabezas.
–De acuerdo, Kingsfield, usted gana –la sonrisa que surgió en sus labios parecía
desmentir sus palabras–, aunque es muy poco lo que puedo decirle, ya que la investigación
acaba de empezar, como es obvio, y aún no tenemos datos suficientes. Lo único que le he
ocultado anteriormente es que barajamos la teoría de la responsabilidad de un extranjero.
Como la conversación se estaba desarrollando en inglés no me enteré muy bien de
lo que estaba diciendo, quizás por eso me sorprendió la mirada que ambos me echaron.
Seguramente por ser el único extranjero presente en aquella sala.
–¿De un extranjero? ¿En qué se basan para afirmar eso? ¿Y qué tipo de extranjero?
–Creemos que polaco, seguramente judío, pero es lo único que por el momento le
puedo decir. No queremos alarmar a la población, y mucho menos a los extranjeros, sobre
todo si entre ellos se esconde el asesino. Y en cuanto a lo de en qué nos basamos para
sospechar eso, permítame que sea discreto, señor Kingsfield. Si, como me dice, le interesan
los procedimientos policiales, convendrá conmigo en que la discreción es fundamental en
este tipo de asuntos. Y ahora, por favor, su turno. ¿Qué ha conseguido saber gracias a esos
medios, sobre todo económicos, de los que no disponemos en Scotland Yard?
–No sé si con lo poco que me ha dicho sigo obligado a corresponderle.
–Le he contado todo lo que sé, así que confío en que mantenga usted su palabra.
–De acuerdo, que no se diga de mí que no cumplo con mis promesas. Además yo, al
contrario que usted, sí le diré todo lo que sé. O lo que ha llegado a mis oídos, al menos. En
primer lugar, no creemos que el asesino sea un extranjero.
–¿En qué se fundamenta para decir eso?
–Pues en algo tan sencillo como en las declaraciones de un testigo que vio con sus
propios ojos cómo asesinaban a Mary Ann Nichols y oyó hablar al asesino, por lo que pudo
decirnos, sin la más pequeña duda posible, que dominaba el inglés como un auténtico
nativo. Un nativo culto, además. El asesino no era un obrero de los puertos, ni un tabernero
de Whitechapel. El asesino era todo un caballero.
–¡Fantasías! –rechazó con gesto agrio el inspector Abberline las palabras de mi
amigo–. Nada más que fantasías. ¿Quién es ese testigo? ¿Y por qué no se ha puesto en
contacto con Scotland Yard?
–¿De verdad quiere que le conteste la segunda pregunta, inspector? En cuanto a la
primera, como usted comprenderá las fuerzas del orden no son las únicas obligadas a
mantener en el anonimato a sus informantes. Lo único que puedo prometerle es que voy a
intentar convencer a nuestro testigo para que acuda a donde usted a contarle todo lo que me
contó a mí, pero no estoy en condiciones de asegurarle nada.
Abberline volvió a protestar, aunque en un tono menos desabrido. Y pese a que
seguía pensando que la teoría de Charles era un disparate, escuchó atentamente sus
explicaciones. Sonrió condescendiente cuando mi amigo le contó la historia del sombrero
de Mary Ann, diciéndonos que ya había interrogado a Emily Holland y no valoraba
demasiado su testimonio, y se indignó primero, aunque posteriormente acabó riéndose a
carcajadas, cuando le contó que el innominado testigo que había visto cómo el criminal
acababa con la vida de la desgraciada prostituta dijo que lo hacía por patriotismo.
–¿De verdad se han creído todas esas patrañas? ¿No se dan cuenta de que ese
testigo, cuyo nombre no me quiere decir, seguramente se ha inventado esa historia para
sacarles sus buenos dineros? Es el problema de los detectives aficionados que se creen más
listos que los honrados y simplones agentes de Scotland Yard, sin tanto título académico a
cuestas, pero con un mayor conocimiento de las calles y las gentes de Londres, y que lo
único que consiguen es hacernos perder el tiempo a nosotros y a sí mismos su dinero.
Hágame caso, Kingsfield, y como le he dicho al principio, deje el asunto en nuestras
manos. En mis manos, para ser más exactos, ya que me han asignado la investigación del
caso. No desperdicie ni su tiempo ni su dinero, no merece la pena. Es usted un joven
inteligente y avispado, así que encauce sus energías en asuntos más productivos y no en el
sórdido mundo de los criminales.
Cuando, tras despedirnos después de que mi amigo agradeciera al inspector
Abberline el tiempo que nos había dedicado, le pregunté por qué no había defendido con
algo más de convicción, e incluso con vehemencia, sus teorías, me contestó que era mucho
mejor así.
–Si finalmente resulta que nosotros tenemos razón al sostener una hipótesis
diferente a la oficial, Abberline no podrá acusarnos de haberle ocultado información. Y si
piensa, como nos ha dicho, que se trata de una hipótesis disparatada, tanto mejor para
nosotros, ya que no se opondrá, al menos con métodos desagradables, a que continuemos,
como él mismo ha dicho, “jugando a ser detectives aficionados”.
–Visto desde ese punto de vista, creo que vuelve a tener razón, como en anteriores
ocasiones –no me quedó más remedio que admitir.
–Eso espero, amigo Sabino, eso espero. Porque podría estar equivocado y, en ese
caso, la situación, al menos la nuestra, sería mucho peor.
–¿A qué se refiere, Charles? –le volví a preguntar extrañado, ya que por lo general
el pesimismo era una característica ajena a su personalidad.
–A que quizás nos haya creído, pese a desechar nuestras informaciones nada más
habérselas transmitido. En ese caso, sí que podríamos estar metidos en problemas. Pero
bueno, Sabino, alegre esa cara –añadió jovial al comprobar cómo me había demudado el
semblante tras escuchar sus últimas palabras–. Ya sabíamos de antemano, cuando nos
embarcamos en esta aventura, que no iba a ser un camino de rosas, así que no tenemos más
motivos de preocupación que los que teníamos antes de asistir a la representación de
Nabucco.
Charles volvía a tener razón, sin duda alguna, pero eso no me ayudó a conciliar el
sueño aquella noche.
10

El ritmo de trabajo que me impuso el señor Kingsfield padre fue impresionante,


pero me vino muy bien porque durante bastantes horas al día me obligaba a olvidarme de la
investigación en la que estábamos metidos su hijo y yo. Aun así mi amigo Charles encontró
tiempo libre o, mejor dicho, lo detrajo de nuestras horas de descanso, para ir a hablar con
Simon Goldstein, uno de los más importantes rabinos de Londres.
Charles tenía relación con Goldstein porque era un influyente banquero que, a
menudo, hacía negocios con su padre. Pero además de su actividad financiera, se trataba de
uno de los hombres más respetados entre la comunidad judía británica.
–Supongo que no tendrá nada en contra de los judíos, Sabino –me preguntó, no sé si
inocentemente o con cierta ironía, mi amigo.
La verdad es que nunca me había parado a pensar en ello. La judía constituía una
nación ajena a mis intereses. Si pensaba en ello, en el fondo no me quedaba más remedio
que simpatizar con un pueblo que desde siempre había defendido su identidad contra viento
y marea, en medio de grandes sufrimientos y penalidades, pero por otra parte no era del
todo ajeno al sentimiento de aversión a esa raza que había en toda España en general y que
también se había extendido por los territorios vascos. Quizás la histórica calificación de los
judíos como pueblo deicida influyera en ello. Ya conoce usted, padre, el amor que profeso
por Nuestra Santa Madre Iglesia, pero a pesar de ello tengo que admitir que seguramente
ésta no está libre de culpa por los padecimientos de un pueblo de cuyo seno surgieron, es
cierto, los hombres que martirizaron a Nuestro Señor Jesucristo, pero también los que
extendieron su palabra a lo largo de todo el mundo. De todos modos, eso no son más que
disquisiciones teológicas que tal vez tengan sentido en estos momentos, cuando estoy al
borde de la muerte, pero que no se me planteaban tan crudamente en aquellos años.
Para ser sincero, hasta entonces me había dejado llevar por los tópicos. En Euskadi,
desde que fueron expulsados por los Reyes Católicos de sus dominios, no han residido
judíos, al menos de modo significativo, salvo en la ciudad de Baiona, aunque ésta se
encuentra bajo dominio francés, no español, por eso no conocía a ninguno. Y si no conoces
a alguien no puedes juzgarlo. Eso fue lo que le dije a mi amigo, tras reflexionar sobre el
tema.
–Me alegro, Sabino, porque como le he dicho Goldstein es judío y no quisiera que
acudiera con ideas preconcebidas ni con prejuicios antisemitas a la entrevista que he
concertado con él. Le advierto, además, que domina perfectamente el francés, así que podrá
intervenir usted cuando quiera, sin tener que esperar a que le traduzca sus palabras o le
cuente lo hablado al finalizar nuestra conversación.
–Procuraré desechar, como usted me aconseja, mis posibles prejuicios, pero de
todos modos, tal y como me lo ha descrito, ¿ese tal Goldstein no responde excesivamente al
tópico del judío banquero que a menudo suele aparecer en las caricaturas?
Charles volvió a soltar una de sus características risotadas, a las que ya me estaba
acostumbrando, antes de contestarme.
–Es usted sorprendente, Sabino, sorprendente e increíble. Y lo mejor de todo es que
creo que tiene razón, aunque jamás me había fijado en ese aspecto de Goldstein, como la
caricatura del judío que pintan los antisemitas y que nuestro gran William Shakespeare
contribuyó a extender con el personaje de Shylock, el usurero que aparece en El mercader
de Venecia. Pero a pesar de todo el hombre con el que nos vamos a entrevistar no tiene nada
que ver con el mentado Shylock, como podrá usted comprobarlo cuando le conozca. No
tiene las manos sarmentosas y sus ojos no están enrojecidos por la codicia.
–Estoy seguro de ello –respondí afirmativamente, más que nada por no desairar a mi
amigo, ya que en el fondo, en mi interior, no me quedaba más remedio que admitir que
seguía albergando dudas y prejuicios.
–No le veo demasiado convencido –me contestó Charles, demostrándome, una vez
más, que tras su aparente máscara de frivolidad sabía leer en el interior de las personas–,
pero si lo piensa bien, el que vayamos a hablar con un judío que a su vez es banquero es
más culpa mía que de los judíos en su conjunto. No todos los hijos de Abraham son
banqueros o financieros. Los hay artesanos, zapateros, agricultores y de todos los oficios
conocidos, pero como usted comprenderá es más fácil que mi señor padre se codee con un
banquero que con un humilde albañil o cerrajero, así que si conoce por su trabajo a algún
judío, por suerte tiene que ser comerciante, banquero o abogado, ¿no cree?
Volví a darle la razón, avergonzándome íntimamente de esos pensamientos que,
pese a mis esfuerzos por ocultarlos, había podido ver Charles como si estuviese leyendo en
un libro abierto.
–Además –continuó, con una vehemencia que me sorprendió, sobre todo porque
estaba defendiendo a un pueblo maldito y perseguido en todos los rincones del mundo,
como era el judío–, si lo piensa bien, Sabino, es lógico que los judíos destacaran en la
banca, ya que en la Edad Media la Iglesia Católica prohibía a sus fieles prestar dinero con
interés, por lo que ese negocio quedaba en sus manos. Ya sé que no siempre se cumplía esa
norma, sobre todo muy cerca de la sede papal, en la propia Italia –se sonrió al decir esto–,
pero aun así la percepción de las nobles y sencillas gentes cristianas era la de que los judíos
les explotaban con intereses excesivos e incluso usureros. Sentimiento azuzado por los
reyes, nobles y grandes señores, que en ocasio nes eran los más importantes clientes de esos
detestados banqueros, para poder financiar sus guerras y sus fastos principescos, a los que
les venía muy bien que una turba previamente azuzada por ellos masacrara a sus acreedores
y así, al desaparecer éstos, desaparecieran también sus deudas y la consiguiente obligación
de pagarlas.
Las palabras de Charles me hicieron pensar, padre, en lo injusto de que unos
pueblos opriman a otros y en que nosotros, los vascos, no debemos ser ni opresores ni
oprimidos. Es cierto que en mi lucha contra una España que nos sojuzga he podido cometer
excesos verbales, de los que me arrepiento, pero nunca he dicho de los negros lo que dijo el
reconocido político conservador español Cánovas del Castillo, según el cual para los negros
de Cuba la esclavitud era preferible a la libertad, porque no eran más que unos salvajes que
no tenían otros dueños que sus instintos y sus apetitos primitivos. Yo, por el contrario, fui
encarcelado no hace mucho por enviar un telegrama de felicitación al presidente de los
Estados Unidos Theodore Roosvelt por haber liberado Cuba. No seré tan racista cuando
apoyo la lucha de las naciones y razas oprimidas por su libertad, ¿no?
De todos modos perdóneme este inciso, padre. No ha sido mi intención reabrir con
usted de nuevo la querella política, amistosa, eso sí, que hemos tenido. En política siempre
he sido polemista por naturaleza, pero no tenemos mucho tiempo por delante, así que
continuaré hablándole de Simon Goldstein.
Físicamente no se distinguía nada del británico tipo de clase alta. Se trataba de un
hombre alto, corpulento, rubio y con ojos azules, unos ojos que se clavaban en ti como si
quisieran desentrañar todos los misterios que llevabas en tu interior. Su nariz no era
ganchuda, de hecho no era ni larga ni corta, ni delgada ni gruesa, desmintiendo el extendido
tópico de los judíos de prominente apéndice nasal, característica que, curiosamente, se
puede aplicar a muchos de nuestros conciudadanos vascos. Por lo que respecta a su forma
de ser, durante el escaso tiempo que le traté demostró gran agudeza de ingenio y un elevado
sentido del humor, salvo cuando hablaba de la persecución que había sufrido su pueblo. Ése
era un tema que le consumía por dentro, el único que podía hacerle perder su compostura y
su flema británica. Podría decirse de él que era de hielo por fuera y de fuego por dentro.
Nos recibió en su austero despacho del “Goldstein & Lehmann Bank”. Austero
aunque excelentemente decorado, como si en lugar de en un templo de las finanzas
estuviéramos en uno de esos clubes que tanto les gustan a los ingleses y que yo empezaba a
conocer gracias a mi amigo Charles. Las sillas en las que nos invitó a tomar asiento, aunque
de respaldo rígido, como era menester, no por ello dejaban de ser confortables. El banquero
debía de estar al tanto de nuestros gustos, porque un empleado nos trajo sendos vasos, uno
lleno de whisky hasta el borde, para mi amigo, y otro rebosante de leche tibia, para mí.
Además, dejó frente a nosotros una botella y una vasija de porcelana, que contenían ambas
bebidas, para que rellenáramos nuestros vasos cuando quisiéramos. Por su parte, Goldstein
se sirvió un coñac en una copa de cristal tallada, que agitó suavemente mientras observaba,
a la luz de los candiles que estaban encendidos, su color con evidente satisfacción. Por
último, antes de dirigirnos la palabra, encendió con parsimonia un puro.
–Ya sé que no estamos en un club de fumadores –nos dijo–, pero éste es mi banco y,
hasta cierto punto, puedo hacer en él lo que deseo. Además, pago lo suficientemente bien a
mis empleados de confianza como para que no protesten ni le vayan a nadie con el cuento –
añadió muy ufano–. Quizás usted los conozca, porque son cubanos –continuó dirigiéndose
a mí, aunque no mostró ninguna señal de decepción cuando le contesté que yo no fumaba,
al mismo tiempo que rechazaba su ofrecimiento de encender uno, ofrecimiento que sí fue
aceptado por Charles, para mi sorpresa, ya que hasta entonces desconocía esa afición suya.
Por mi parte, intenté adaptarme a la situación y no mostrar desagrado. Nunca he
sido partidario de esa costumbre tan bárbara, padre, aunque admito que está ampliamente
extendida, incluso entre muchos de mis seguidores. Incluso entre los propios sacerdotes –
volvió a reírse Sabino, aunque cada vez que lo hacía un gesto involuntario demostraba que
le dolía la garganta–, por lo que me es imposible combatirla. Y aunque por momentos,
cuando el humo empezó a enseñorearse de la estancia, mi rostro se volvió cerúleo y estuve
a punto de vomitar, lo que no originó el más mínimo sentimiento de culpabilidad en las
otras dos personas que se encontraban allí sentadas, conseguí estabilizarme y volver, poco a
poco, a mi estado natural.
–Y bien, joven Kingsfield –habló risueño Goldstein, tras dar la primera bocanada a
su cigarro, ¿a qué debo el honor de su visita y la de su amigo?
El interpelado tampoco contestó inmediatamente, sino que con la excusa de
encender su veguero se tomó su tiempo antes de responder, lo que no pareció molestar a
Goldstein, que continuaba mirándole con simpatía e interés.
–Discúlpeme, señor Goldstein –dijo finalmente Charles–, pero no todos los días se
tiene el placer de encender un cigarro tan exquisito como éste.
–Será todo un honor para mí enviarle una caja, Kingsfield.
–Gracias, pero será mejor que no lo haga –respondió mi amigo–. Como usted
seguramente sabe, mi padre es un tanto puritano en este tipo de cosas y no lo aprobaría.
–Así es, pero al parecer usted, al menos en ese aspecto, no piensa como él. De todos
modos no creo que haya venido a hablarme de los hábitos de su padre, así que le repito mi
pregunta, ¿a qué debo el honor de su visita y la de su amigo? Estoy encantado de
atenderles, pero soy un hombre muy ocupado al que no le gusta perder el tiempo, como
posiblemente ya sabe.
–Tiene usted razón, Simon, así que dejaré de lado los prolegómenos e iré
directamente al meollo del asunto: hemos venido a hablarle del asesinato de Mary Ann
Nichols.
–¿Asesinato? ¿Mary Ann Nichols? Creo que he oído hablar del asunto, o tal vez lo
he leído en el Times. Un asunto horrible, lo admito, pero no sé qué puede tener que ver
conmigo.
–Directamente no, pero indirectamente sí. Verá, mi amigo –me señaló– y yo
estamos investigando el asunto.
–No sabía que se hubiera alistado en Scotland Yard, señor Kingsfield –le
interrumpió, socarrón, Goldstein.
–Y no lo he hecho. Se trata de un interés, ¿cómo explicárselo?, intelectual. Eso es,
puramente intelectual. Cuando nos enteramos de lo sucedido nos dimos cuenta de que
contenía unas connotaciones curiosas y eso despertó nuestro interés.
–¿Pueden decirme cuáles son esas connotaciones tan curiosas? Por lo que yo he
leído en la prensa, parecía un asesinato normal. Seguramente trágico y horrible, pero
absolutamente normal. En el caso de que un crimen lo sea, por supuesto.
Charles le enumeró las características que según él hacía del asesinato de Mary Ann
Nichols algo atípico, repitiendo casi palabra por palabra y gesto por gesto lo que en su
momento me dijo a mí y dejando aparentemente satisfecho a Goldstein.
–Interesante, muy interesante –dijo el financiero judío–. Ahora entiendo
perfectamente su interés por el asunto, pero sigo sin ver en qué puede afectarme, ni directa
ni indirectamente. Aparte de que, independientemente de que el asunto pueda despertar sus
inquietudes intelectuales, algo comprensible por otra parte, que yo sepa es la policía la que
está habilitada y preparada para investigar este tipo de crímenes. ¿No se estarán metiendo
ustedes en algo que no les corresponde?
–Es posible, pero hemos estado hablando con el inspector Abberline, el encargado
del caso, y aunque no nos ha tomado muy en serio tampoco se ha opuesto a que
indaguemos un poco por nuestra cuenta.
–El bueno de Abberline –dijo Goldstein, como si le conociera perfectamente, lo que
más tarde supe que era cierto–. Es un buen policía, honesto y eficaz, aunque a veces se deja
llevar por su imaginación, pero ha rendido grandes servicios a nuestra ciudad y nuestro
país. Seguro que llevará a buen puerto sus investigaciones y descubrirá al culpable. Me
temo que ante él poco pueden hacer –nos sonrió– y si les ha permitido meter sus narices en
ese asunto, seguramente es porque piensa que antes o después se las cortarán. Yo que
ustedes me andaría con mucho cuidado. Pero todavía no sé en qué puedo servirles.
–Como le he dicho, señor Goldstein, somos conscientes de que usted no está
relacionado de ninguna de las maneras en ese asunto, pero igual nos puede ayudar gracias a
sus conocimientos sobre la comunidad judía de Londres.
Goldstein pareció ponerse a la defensiva al escuchar las palabras de mi amigo,
aunque en ningún momento perdió la compostura.
–No entiendo. ¿Qué ocurre con la comunidad judía de Londres?
–Por lo que nos dijo el propio inspector Abberline, Scotland Yard sospecha que el
asesino es un extranjero. Posiblemente un polaco de origen judío.
–Y como Abberline le ha dicho que seguramente el asesino es un judío polaco, usted
ha venido hasta mí porque supone que conozco la identidad de ese asesino. ¿Me equivoco?
¿Cómo quiere que se lo entregue, esposado de pies y manos, con sólidos grilletes, o atado
con unas gruesas cuerdas para que no pueda moverse, ni siquiera respirar? Me decepciona,
Kingsfield, no esperaba eso de usted. ¿De verdad cree que si yo supiera quién es el asesino
no habría avisado a las autoridades, aunque se tratara de un judío?
Charles aguantó impertérrito, sin interrumpirle, la diatriba de Goldstein, y esperó
hasta estar seguro de que éste había terminado, para hablar.
–Es usted injusto conmigo, señor Goldstein. Y ya que lo ha preguntado tengo que
decirle que sí, que se equivoca conmigo, con nosotros –me incluyó en su queja–. Hemos
venido a pedirle ayuda, no a acusarle de nada. Estamos completamente seguros, creo que
decirlo expresamente es una obviedad, de que si usted tuviera el menor indicio o sospecha
de quién pudiera estar detrás de ese ominoso crimen lo habría puesto en conocimiento de la
policía. Sobre eso no tenemos la menor duda.
–En ese caso retiro mis palabras, Kingsfield, pero sigo sin entender cuál es mi papel
en este asunto y qué tienen que ver en él mis conocimientos sobre la comunidad judía.
–Más que sus conocimientos, como he dicho antes, quizás sería más propio decir su
ascendiente sobre la comunidad. Todo el mundo en Londres reconoce su desinteresada
labor filantrópica, no sólo con los judíos sino con la población en general, así como su
cargo de rabino de una de las más importantes sinagogas de Londres. Eso hace que mucha
gente confíe en usted y le cuente sus secretos y problemas. Por eso queríamos saber si a sus
oídos ha llegado algo sobre ese crimen, por nimio que pudiera parecerle.
–No gran cosa –respondió, tras pensárselo durante varios segundos, el financiero–.
Lo que era de esperar en un asunto de este tipo, que es un horror, que pobre mujer, que
cómo puede haber gente tan desalmada. En fin, lo normal. Pero nada que avale la hipótesis
de que el asesino sea un judío polaco, o un judío a secas. ¿Pueden decirme en qué se
fundamenta Abberline para sustentar esa hipótesis?
–No nos lo dijo, se guardó ese dato para sí mismo.
–El viejo zorro… –volvió a sonreír Goldstein–. Y ustedes, ¿están de acuerdo con él?
¿Han llegado a alguna conclusión propia, o compartida con la policía, en su
intelectualmente estimulante trabajo de investigación particular?
En realidad el auténtico zorro era Simon Goldstein, que de repente había pasado de
ser interrogado a interrogador. Aunque, por otra parte, era lógico que él también deseara
conocer nuestras teorías. Quizás porque Charles pensaba lo mismo y entendía que si quería
sacar algo de él la información debía fluir por ambos lados, o tal vez porque a pesar del
desparpajo y la desenvoltura que aparentaba poseer la personalidad del banquero le
intimidaba, decidió sincerarse con él.
–Para serle totalmente honestos, señor Goldstein, debemos admitir que no estamos
nada de acuerdo con el inspector. No sólo porque no nos convenza su hipótesis, sino porque
sabemos, gracias a un testigo ocular que aún no ha querido hablar con la policía, que el
autor del crimen era un hombre que hablaba perfectamente el inglés y vestía como un
caballero.
Si esperábamos que Goldstein nos recriminara por no haber facilitado ese dato a
Scotland Yard –al menos eso era lo que yo pensaba aunque Charles, que parecía conocerle
mucho mejor, no dio señales de inquietud–, ocurrió todo lo contrario. De hecho, tras
reflexionar unos cuantos segundos, nos indicó que seguramente eso zanjaba el asunto del
judío polaco.
–Como ustedes comprenderán, independientemente de lo que piense Abberline, que
por otra parte podría no ser cierto y haberlo dicho tan sólo para despistarles y que, de ese
modo, no interfieran en su propia investigación, si ese judío polaco no existe es imposible
que haya llegado a mis oídos algo acerca de él.
Lo que acababa de decir Goldstein era totalmente razonable, y estuve a punto de
decírselo, pero recordé a tiempo que, en realidad, si yo estaba metido en ese asunto no era
por voluntad propia, sino por ayudar a Charles, así que callé, esperando que fuera él quien,
en todo caso, tomara la palabra, como efectivamente hizo.
–Somos plenamente conscientes de ello –pronunció mi amigo en un tono tan
respetuoso que no parecía él mismo–. Incluso hemos sopesado la posibilidad de que
Abberline nos mintiera acerca de ese desconocido judío polaco del que, en principio, parece
sospechar que es el autor del crimen. Nosotros, como ya le he dicho, estamos convencidos
de que se equivoca, pero también, como usted ha insinuado tan astutamente, podría ser que
no existiera ese sospechoso, que lo único que pretendiera al decírnoslo fuese que nos
abalanzáramos sobre esa teoría como un perro sobre un hueso, y así tenernos distraídos
mientras efectúa sus pesquisas. Por eso necesitamos saber si ese hombre del que nos habló
el inspector existe o no, porque si existe, y es inocente, como nosotros creemos, podríamos
ayudarle, llegado el caso, a demostrarlo y de ese modo evitaríamos que sobre el pueblo
judío cayera un nuevo e injusto baldón.
–Del modo que usted lo plantea, Kingsfield –se sonrió Simon Goldstein al decir
esto, del mismo modo que un padre sonríe ante el hijo que ha cometido una inocente
travesura–, parecería absurdo negarme, así que si en algún momento llegan a mi
conocimiento noticias sobre algún pobre desgraciado de mi raza que es acusado de ese
asesinato, o incluso si hay simplemente rumores de su participación en el crimen, puede
estar seguro de que se lo comunicaré lo más pronto que pueda. Pero podría haber un nuevo
punto de vista sobre las sospechas del inspector Abberline. En principio parece que sólo
hay dos posibilidades. Una, que a pesar de lo que ustedes creen, el inspector esté
sinceramente convencido de que ese aún desconocido judío de origen polaco sea el asesino.
Dos, que les haya mentido y simplemente les haya proporcionado ese dato para despistarles
y que no interfieran en su trabajo. Pero podría haber una tercera razón, ¿no creen?
–¿A qué se refiere? –preguntó, extrañado, Charles.
–No me decepcione, joven. Hasta este momento me ha demostrado bastante ingenio
e inteligencia. Piense un poco, piense.
Mi amigo, para ganar tiempo y evitar el evidente nerviosismo que de repente se
había apoderado de él, cogió la botella de whisky que le había dejado el empleado de
Goldstein y rellenó su vaso. Luego se lo llevó a la boca y no creo exagerar si digo que de
un solo trago se bebió dos terceras partes de su contenido. Por fin, como si hubiese
recuperado el valor perdido, miró fijamente a los ojos de nuestro anfitrión antes de hablar.
–No, es imposible. No hay ninguna otra posibilidad.
–¿Está usted seguro?
Tampoco en esta ocasión Charles le contestó inmediatamente. Transcurrieron varios
segundos antes de que mi amigo le repitiera que no, que no había ninguna otra posibilidad,
y que la que ambos estaban pensando era inconcebible.
–En ese caso, creo que no tenemos nada más que hablar –aunque sus palabras
parecían cortantes, su semblante seguía siendo amistoso–. He disfrutado mucho con su
visita, señores, y créanme si les digo que me complace en extremo la confianza que han
depositado en mí, aunque de momento no les haya sido de mucha utilidad. Pero pueden
estar seguros de que, si me entero de algo, lo pondré inmediatamente en su conocimiento.
Au revoire, monsieurs, su visita ha sido un auténtico placer que espero que podamos repetir
en el futuro. Les deseo que tengan un buen día.
Seguramente había apretado algún botón oculto en su escritorio, porque nada más
decir esto apareció de nuevo el empleado que nos había acompañado hasta el despacho y,
sin pronunciar palabra, nos invitó a que le siguiéramos hasta la salida, aunque antes nos
permitió despedirnos de nuestro anfitrión y agradecerle sus atenciones.
–Un hombre notable –tuve que reconocer delante de Charles cuando estuvimos,
nuevamente, acomodados en el carruaje que nos había llevado hasta allí–. Muy notable,
desde luego, pero no he entendido muy bien a qué se refería con la tercera posibilidad
cuando nos habló de las sospechas de Abberline.
Mi amigo pareció no escucharme, reconcentrado en sus pensamientos, como si
estuviera ensimismado. Tuve que repetirle lo anterior y aun así tardó en contestarme, como
si estuviera despertando de un mal sueño.
–No, nada, no tiene importancia –me respondió débilmente, como si estuviera
desganado.
–Si cree que no debe decírmelo, Charles, lo respetaré, ya que me imagino que
tendrá sus motivos para no contármelo, pero le ruego que no intente engañarme. No soy tan
bueno como usted en esto de hacer de policía, pero no se ofenda si pienso que no me está
diciendo la verdad.
Durante unos breves instantes pareció que iba a fruncir el ceño, en señal de enfado,
pero su gesto cambió rápidamente para dar paso a una de sus ostentosas sonrisas, mientras
extendía los brazos como en señal de disculpa.
–Tiene usted toda la razón, Sabino, no puedo pedirle que confíe en mí si yo, a su
vez, no soy leal con usted. Pero es que se trata de algo tan absurdo. Esa tercera posibilidad
de la que hablamos Goldstein y yo es…, en fin, algo descabellado.
–Si no quiere contármelo ya le he dicho que lo entenderé perfectamente.
–No, no, no se trata de eso. Es que…, bueno, se lo voy a decir. Lo que estaba
insinuando el banquero era que quizás el asesino sea el propio Abberline.
¿El inspector Abberline el asesino? Sí que parecía una idea descabellada. Y traída
por los pelos, además. Lo único que teníamos contra él era que quizás nos mentía al
hablarnos del judío polaco, pero eso no significaba que fuera el asesino. Entraba dentro de
la lógica que nos engañara si con eso conseguía desviarnos de nuestro camino y dejárselo a
él totalmente libre. Además, estábamos hablando de un policía, de un servidor de la ley. Ya
a esa edad no era tan ingenuo como para pensar que los policías eran siempre los “buenos”,
pero aun así, que uno de ellos asesinara tan atrozmente a una mujer… No era concebible ni
siquiera en la policía española, mucho menos en la británica.
–Tiene usted razón, Sabino, no es concebible, por eso le dije que me parecía una
idea de lo más delirante. Aunque…, si se mira bien, un policía, sobre todo si es un buen
policía, como Abberline, posee los conocimientos y habilidades necesarias tanto para
cometer un crimen como para salir impune de él. A pesar de ello me inclino por considerar
absurda esa teoría. No conozco íntimamente al inspector, pero no le creo capaz de hacer
algo así. No encaja con lo que sé de él ni con su personalidad.
–Seguramente tiene usted razón, Charles, pero también parecería totalmente
absurdo que un caballero se rebajara a matar de ese modo a una prostituta y, sin embargo,
es lo único que tenemos claro en estos momentos.
–Siempre que la señora Chapman no nos haya mentido –me replicó mi amigo, sin
entrar en el fondo de la cuestión que yo acababa de plantear.
–Bueno, yo creo, y si no recuerdo mal usted estuvo de acuerdo conmigo, que nos
dijo la verdad –le contesté, sin recatarme en mostrar mi extrañeza ante sus últimas palabras,
aunque sin reprocharle que nuevamente hubiese desviado el sentido de la conversación.
–Y sigo estándolo, Sabino, sigo estándolo. Creo firmemente que Annie Chapman
nos dijo la verdad, pero nunca está de más revisar nuestras propias convicciones, sin
aferrarnos excesivamente a ellas como si fueran verdades divinas, para mantener nuestra
mente abierta a cualquier otra posibilidad y evitar caer en errores de percepción. Pero,
como ya le he dicho, por el momento, y al menos mientras no surja algo nuevo, la hipótesis
de que el asesino es un caballero sigue siendo la única que tenemos clara para avanzar en
nuestra investigación.
Aunque de nuevo estaba de acuerdo con lo que mi amigo acababa de decir me
limité a asentir en silencio y durante una buena porción de minutos ninguno de los dos dijo
nada más, cada uno reconcentrado en sus pensamientos, pero cuando nos estábamos
acercando a “Kingsfield Manor” Charles rompió, para mi sorpresa, su mutismo.
–Y bien, Sabino, ¿no se anima a contarme eso que lleva rumiando desde que
salimos del banco del señor Goldstein y que le mantiene en un claro estado de desasosiego?
Escuchar esas palabras me produjo un sobresalto. Por unos instantes llegué a pensar
que quien poseía poderes psíquicos era el propio Charles, pero nunca he creído en ese tipo
de supersticiones, así que no me quedó más remedio que admirar nuevamente la
profundidad psicológica de mi amigo. A pesar de ello, intenté negar la evidencia.
–No le entiendo, Charles, no sé a qué se refiere.
–Por favor, Sabino, ahora es usted quien me menosprecia. De acuerdo, yo
anteriormente no he sido totalmente leal con usted, pero he enmendado mi fallo. No cometa
usted el mismo error. La lealtad es un camino de dos direcciones.
–Sí, creo que tiene razón, pero es que lo que yo le voy a decir es aún más absurdo
que sospechar que Abberline sea el asesino. Creo que al salir de las oficinas del banco he
visto al secretario de su padre, Latimer, que nos estaba espiando. Bueno, esto último no
puedo decirlo con seguridad, pero cuando me ha visto se ha escondido inmediatamente, así
que supongo que no quería que le viéramos.
–¿Latimer espiándonos? –volvió a reírse, pero en esta ocasión su risa me pareció
muy forzada, nada natural–. Sí que es absurdo, Sabino, totalmente absurdo. No se me
ocurre ningún motivo por el que el más fiel, y también el más rastrero, no se lo voy a negar,
de los ayudantes de mi progenitor quisiera espiarnos, y mire que lo conozco desde hace
años. No, es imposible, ha tenido que confundirse.
Volvió a reírse, pero por unos segundos me pareció percibir en su rostro un atisbo de
preocupación. A pesar de ello no me pareció correcto insistir, así que me callé. El caso es
que, no sé si por romper nuevamente el silencio opresivo que de repente nos envolvió o
para que contemplara el asunto desde un punto de vista totalmente diferente, volvió a
dirigirme la palabra.
–Por cierto, Sabino, lo que le voy a comentar podría considerarse una indiscreción,
ya que hay asuntos que sólo deben tratarse en el interior de las familias, pero aunque nos
conocemos desde hace pocos días ya le considero casi como un hermano. Por eso creo que
es mi deber, en aras de la amistad que ha surgido entre nosotros, poner en su conocimiento
que Liz, mi hermana Elizabeth, jamás se prometería a un hombre como Latimer ni por todo
el oro del mundo. Ni aunque fuese el propio rey de España –finalizó con una nueva
risotada, en esta ocasión nada impostada ni fingida.
No sabía por qué me estaba diciendo eso. Bueno, padre, sí que lo sabía, pero no me
apetecía ahondar en el tema. El caso es que, si pensaba tranquilizarme con sus
palabras, consiguió producir en mí el efecto contrario.
11

Los desayunos, al igual que el resto de las comidas, constituían un momento


importante en la vida cotidiana de “Kingsfield Manor”. Todos sus moradores acudíamos
puntualmente a la mesa, bien acicalados y dispuestos a efectuar la primera comida del día
con la misma seriedad con la que uno se engalana para asistir a un bautizo o una boda. Por
eso aquella mañana, la siguiente a nuestra entrevista con Goldstein tras acudir a la
representación de Nabucco, me sorprendió no ver ni al patriarca de los Kingsfield ni a su
secretario. Además, en los lugares que habitualmente ocupaban en la mesa, no se había
instalado ni la vajilla de costumbre ni los cubiertos. Un lacayo, al que no había visto hasta
aquel momento, nos notificó con mucha pompa y boato que lord Kingsfield y el señor
Latimer no podían desayunar esa mañana con nosotros, debido a que asuntos muy
importantes les habían obligado a trasladarse fuera de Londres. Cuando Charles le preguntó
cuáles eran esos asuntos, el lacayo le contestó que el señor no acostumbraba informarle de a
dónde iba a ir y que, por tanto, le era imposible saciar su curiosidad.
–Bien, en ese caso, si mi señor padre no va a hacernos compañía y no se me
requiere para nada en sus oficinas, me tomaré la mañana libre. Aún tengo sueño, así que me
retiraré de nuevo a mis aposentos. Si me disculpan… –con una pequeña reverencia, y un
guiño casi imperceptible que parecía dirigido a Constance, se levantó de la silla que
ocupaba y se dirigió, escaleras arriba, a su dormitorio.
Poco después la amiga de Elizabeth dijo que tenía una jaqueca terrible y también se
despidió de nosotros. La verdad sea dicha, no parecía estar enferma, pero en aquellos
tiempos yo era todavía un pipiolo ajeno a ciertas cosas, quizás por eso no entendí el motivo
de que la hermana de Charles se sonrojara y torpemente lo achaqué a que quizás le daba
apuro quedarse a solas conmigo.
–Si le incomoda la situación, Elizabeth, quiero decir, el que estemos aquí los dos
solos, sin nadie a nuestro lado, bueno, pues quiero que sepa que lo entiendo perfectamente
y que si me da su permiso, yo también me retiraré –tal y como se lo cuento, padre, aunque
no dejan de ser palabras algo incoherentes y mal hilvanadas, da la impresión de que mi
discurso era fluido, pero desgraciadamente tengo que decir que fue todo lo contrario,
porque al decir eso balbuceaba como un niño e incluso tartamudeaba más que un cómico
sin otros recursos para hacer gracia a su público.
Y hablando de cómicos y de hacer gracia, debo añadir que mis palabras
consiguieron que la hermana de mi amigo se riera alegremente. Lo de reírse con mis
comentarios debía ser cosa de familia, pensé resignado, pero a pesar de ello le repetí mi
ofrecimiento, añadiendo que hablaba totalmente en serio.
–No sea tonto, Sabino, usted no me incomoda para nada. Todo lo contrario, a su
lado me siento totalmente segura.
Había llegado mi turno de ruborizarme y debí de hacerlo de un modo tan ostensible
que nuevamente se rió.
–Mi buen Sabino, creo que en realidad soy yo la que le incomoda. Créame que no es
ésa mi intención. Quizás piensa que soy una libertina, como mi querida amiga Constance.
En aquel instante me caí del caballo y comprendí por qué la jaqueca de la amiga de
Elizabeth no se le notaba a simple vista. Pero intenté disimular lo más posible mi embarazo
y le dije que no se preocupara, que me encontraba muy a gusto a su lado, aunque cuando
estas palabras salieron de mi boca pensé que había cometido una imperdonable
impertinencia.
–Me alegra, porque yo también me encuentro muy a gusto cuando estoy con usted –
añadió sonriente.
Estábamos colocados en extremos alejados de la mesa, pero el ambiente de
intimidad que se estaba creando hizo que no nos percatáramos de ese hecho y que
actuáramos y habláramos como si nos hubiéramos sentado el uno junto a la otra.
Desgraciadamente, mi torpeza congénita con las mujeres consiguió que se rompiera ese
momento tan especial.
–Ayer por la noche, después de salir de la ópera –le dije–, estuvimos hablando un
rato con sir Simon Goldstein, un banquero de origen judío.
–Sí, le conozco. Es un buen hombre, que tiene negocios con mi padre –contestó
educadamente, pero dando la impresión de que no le gustaba el nuevo cariz que estaba
tomando nuestra conversación.
–El caso es que, a la salida, no sé si se lo habrá comentado ya su hermano, pude ver,
sin el menor asomo de duda o confusión por mi parte, al señor Latimer, el secretario de su
padre, y aunque pueda parecerle absurdo, a Charles al menos así se lo pareció, me dio la
impresión de que nos estaba espiando.
Elizabeth, al contrario que su hermano, no intentó disimular el impacto que tuvieron
en ella mis palabras. En sus ojos apareció algo que iba incluso más allá del miedo. Aun así
consiguió rehacerse y, aunque con voz temblorosa, me preguntó si estaba seguro de que era
John Latimer la persona que había visto.
–Nadie es infalible –le respondí, intentando quitar hierro a mis palabras–, pero estoy
razonablemente seguro de que era él. Y también estoy razonablemente seguro, no son
inventos míos, de que nos estaba vigilando. Pero si estoy equivocado será muy fácil
demostrarlo. Cuando la señorita Constance y usted volvieron a la mansión, ¿se encontraba
en su interior el señor Latimer?
Por la reacción que había tenido al escuchar mis palabras supuse que la respuesta
era negativa, pero quería oírselo decir a ella.
–No. Bueno, no lo sé, no puedo afirmarlo tajantemente –titubeó levemente al
contestarme–. Constance y yo nos retiramos a nuestras habitaciones nada más llegar.
Pero… –volvió a titubear, aunque finalmente decidió sincerarse conmigo–, Pauline, la
señorita Green, usted ya la conoce, es la doncella que habitualmente nos sirve la mesa,
suele contarme los chismes del día mientras por la noche me ayuda a desvestirme, antes de
acostarme, y me dijo que el señor Latimer había salido a dar una vuelta. Me lo dijo
guiñándome el ojo, como si tuviera una aventura, pero yo no lo creí. Me refiero a lo de la
aventura.
–¿Usted y el señor Latimer están prometidos?
Nada más hacerle esa pregunta me arrepentí. O quizás no, porque en el fondo estaba
deseando saber qué había entre los dos, si es que había algo. Charles ya me había dicho que
no en una ocasión anterior, pero deseaba fervientemente que la propia Elizabeth me lo
confirmara, aun a riesgo de cometer una indeseable e imperdonable impertinencia.
Afortunadamente no se lo tomó tan mal como temía, ya que mis palabras surtieron un
curioso efecto en ella. En un primer momento se puso terriblemente pálida, pero enseguida
empezó a reír, como si le hubiese contado el mejor chiste de su vida.
–¿Latimer y yo prometidos? ¿De verdad cree usted que yo iba a acceder a tener
relaciones con un, con un…? Mejor no digo nada, no quiero rebajarme a utilizar ciertas
expresiones impropias de una señorita. ¿Cómo ha podido pensar algo así, Sabino?
–Lo siento, créame, en ningún momento he querido ofenderla, pero es que por la
actitud del señor Latimer da la impresión de que él se considera con ciertos derechos hacia
usted.
–¿Con ciertos derechos hacia mí? –ahora sí que parecía fuertemente enojada,
aunque no tenía muy claro si su enfado estaba dirigido a mí o al propio Latimer–. Que
quede bien claro, señor Arana, que la única que tiene derechos sobre mí soy yo misma.
Nadie más. No soy una res que tiene dueño. Ni siquiera mi padre o mi hermano tienen
ningún derecho sobre mi persona.
–Nunca lo he puesto en duda, Elizabeth.
Tras mirarme durante un buen rato como si fuera la encarnación de todos los males
del mundo, la hermana de Charles se rió de nuevo con gran estruendo y levantándose de su
silla se acercó hasta donde yo estaba y me besó una de las mejillas, consiguiendo que me
azorara hasta límites insospechables.
–Mi buen y dulce Sabino, discúlpeme este arrebato de ira que he tenido, tan
impropio de una dama. Pero es que pensar que Latimer y yo… Sólo imaginármelo me
produce escalofríos.
–Me alegra saberlo –se me escapó esa frase de un modo harto imprudente.
–¿Se alegra? ¿Por qué? –me preguntó con un brillo picaresco en sus ojos.
–Bueno, creo que…, es decir que si… –balbuceé inconexamente–, si a usted no le
atrae el señor Latimer, me alegra que no esté prometida a él.
–En realidad, para serle sincera, tengo que admitir que mi padre le está dando alas,
animándole a que me corteje, porque de momento le interesa para sus negocios, pero dudo
mucho que finalmente lo aprobara. Él tiene otros planes para mí. Lo que desea es que en un
futuro no muy lejano me case con el estúpido hijo de algún que otro estúpido lord. ¡Todo
para engrandecer a la familia! Dinero y una chica joven y hermosa, y disculpe mi falta de
modestia, pero es que hablar de este tema me saca de mis casillas, a cambio de un título
añejo y el derecho a asistir a las recepciones del Palacio de Buckingham. Pues no pienso
consentirlo, antes me mato.
–No diga eso, por Dios –exclamé.
–Usted no lo permitirá, ¿verdad, Sabino?
–¿Qué puedo hacer yo por evitarlo? Soy extranjero, un simple invitado de la
familia, no sé cómo podría hacerlo.
Estaba deseando decirle que por supuesto que lo evitaría, que sería su héroe, un
émulo de los caballeros de la Tabla Redonda, por utilizar una figura retórica entendida por
todos los ingleses, pero no me atreví a pronunciar esas palabras, que podrían considerarse
pretenciosas. Además, no me parecía correcto defraudar a mi anfitrión, que tan bien se
estaba portando conmigo, quebrantando sus designios. Es curioso, padre: a mí, que no me
ha temblado la mano a la hora de intentar separar nuestra hermosa tierra vasca de esa
madrastra que es España, me parecía inconcebible que una hija se separara de su padre y de
lo que éste tenía previsto para ella.
–Sé que lo hará –dijo, de todos modos, Elizabeth–. Me conmueve su honestidad,
Sabino, pero sé que me protegerá, como hizo en el cementerio.
–Me temo que en el cementerio quien la sacó del apuro fue O’Malley. Me gustaría
poder darle la razón, pero la verdad es ésa: no la salvé yo, sino O’Malley.
–¡Pero qué inocente y honrado es usted, Sabino! Ya sé que fue el robusto irlandés
quien hizo huir a Latimer, pero observé en sus ojos que de no haber estado él usted no
hubiese dudado en enfrentársele. De hecho, lo estaba haciendo en el momento en que el
secretario, al ver a O’Malley, decidió huir. Y en cuanto a lo de impedir que mi padre me
prometa a algún joven aristócrata sin cerebro, estoy convencida de que llegado el momento
usted me ayudará. Totalmente convencida. ¿Sabe por qué?
Abrí la boca en varias ocasiones para intentar responderle, pero en todas ellas la
cerré porque, en el fondo, no sabía qué decir o, aún peor, estaba seguro de que acabaría
pronunciando alguna inconveniencia.
–Porque sé que le gusto. No se turbe, Sabino, no lo digo para avergonzarle, pero sé
que le gusto. ¿O acaso estoy equivocada?
No, no estaba equivocada, pero en aquellos momentos lo que yo más deseaba era
que se abriera un agujero bajo mis pies para poder escapar lo más rápido posible de esa
situación. Pero Dios no siempre escucha a sus fieles, padre –durante unos segundos temí
que Sabino volviera a sufrir una fuerte convulsión debido a la risa que amenazaba con salir
de su cuerpo, pero seguramente su propia debilidad, ya ni siquiera podía soltar una
carcajada, fue lo que le salvó– y allí permanecí durante unos cuantos segundos, sin saber
qué hacer, ni a dónde mirar, hasta que finalmente decidí afrontar la situación y mirándola de
frente le dije que no, que no se equivocaba, que estaba en lo cierto.
–Pero en ningún momento ha sido mi intención ofenderla, Elizabeth.
–¿Cómo va a ofenderme el que yo le guste, Sabino? Además, ahora que estamos
solos, tengo que confesarle un secreto. Bueno, un secreto a voces, porque Charles y
Constance ya lo saben, aunque me consta que han sido muy discretos al respecto –se rió–.
Usted también me gusta. Mucho.
Cuando todavía no había asimilado lo que acababa de escuchar, se levantó de su
silla y acercándose hasta donde yo estaba me besó en los labios. Fue un beso rápido, apenas
un roce, pero sentí el mismo éxtasis que debieron de sentir santa Teresa de Jesús y san Juan
de la Cruz con sus visiones místicas de la Virgen y Nuestro Señor Jesucristo. Que Dios me
perdone, padre, por esta comparación que, aunque yo no lo pretenda, pueda parecer
blasfema, pero así es como me sentí. Ni siquiera con mi buena Nicolasa he sentido lo
mismo, quizás por eso no la he tratado todo lo bien que debe tratar un marido a su mujer,
aunque jamás la he faltado al respeto ni la he engañado, de eso puede estar usted bien
seguro.

En aquella época yo aún era muy joven, y por eso, como adivinó Sabino, me
escandalicé no sólo ante la confesión del beso que le dio Elizabeth Kingsfield sino, sobre
todo, por la comparación de las sensaciones que le produjo esa acción tan indecorosa con
las de dos grandes místicos de la Iglesia. Hoy en cambio, que he oído tanto en el
confesionario y he visto tanto, en las calles de mi país y en los campos de batalla, tiendo a
mostrarme mucho más indulgente. Aunque ya no me sirva para nada.
En ocasiones envidio a los pastores anglicanos o luteranos, que pueden casarse.
No es que haya sufrido por no tener una mujer a mi lado, pero en el fondo no deja de ser
una especie de mutilación que nos deja incompletos. Al fin y al cabo fue el mismo Dios
quien nos dio la orden de “creced y multiplicaos” y san Pedro, el primer pastor de la
Iglesia, estaba casado. De todos modos es una norma que he cumplido siempre fielmente.
Además, hasta cierto punto tiene su lógica. Si estuviéramos casados no podríamos
dedicarnos a nuestra misión con la energía necesaria y tenderíamos a poner a nuestra
familia por encima de las necesidades de nuestros feligreses. Aunque, por otra parte, no
deja de ser cierto lo que me han dicho muchos de los socialistas y anarquistas con los que
he convivido durante esta maldita guerra, algunos de los cuales van a ser fusilados
conmigo cuando amanezca, y debo añadir que dentro de lo trágico que eso es, prefiero su
compañía a la de muchos santurrones que he conocido, que me reprochan que hable del
matrimonio sin haberlo catado antes. Yo les suelo replicar diciendo que no es necesario
que un médico haya sufrido de tuberculosis para tratar a un paciente, pero un punto de
razón sí que tienen.
No sé qué hubiera sido de Sabino de haber sobrevivido a la enfermedad que le llevó
a la tumba. Era un buen católico y jamás hubiera ofendido a su esposa, pero estoy
convencido de que nunca la amó, al menos no tanto como deduje que había amado a
Elizabeth Kingsfield. Y quizás, si pienso en Nicolasa Atxika-allende, lo mejor que pudo
ocurrirle fue quedarse viuda. Ahora soy yo el que dice algo que pudiera parecer blasfemo,
pero es mi opinión. Aunque podría estar equivocado y seguramente lo estoy. No hay nada
mejor que hacer de profeta para meter la pata. Pero es que ser la mujer de un hombre, de
un líder como era Sabino Arana, no tiene que ser fácil. Y no digo esto tan sólo por el afecto
que profeso a su memoria. Lo mismo diría de otros líderes. Independientemente de lo que
pueda pensar de ellos como políticos y como hombres, supongo que tampoco será muy
fácil estar casada con Stalin, Hitler, Franco o el mismo Largo Caballero o el lehendakari
Agirre, por poner algunos ejemplos de líderes actuales. De todos modos, como nunca
sabremos qué habría ocurrido, no merece la pena ahondar en esa cuestión, así que lo
mejor será que vuelva a retomar la trascripción de lo que me relató Sabino, que cada
minuto que pasa me acerco más al final. No sólo de la historia sino también de mi propia
vida.

Cuando tras ese fugaz pero intenso e inolvidable beso –continuó Sabino, más
conmovido de lo que se puede esperar en un moribundo–, Elizabeth volvió a su lugar en la
mesa, ninguno de los dos sabíamos dónde mirar ni qué hacer. Afortunadamente el potente
desayuno que nos había dejado en la mesa Pauline Green, la doncella que ejercía de su
confidente, nos mantuvo entretenidos durante unos instantes, pero no podíamos estar así
todo el rato, con la mirada baja y fija en las tazas y platos que teníamos enfrente de
nosotros. Tanto la hermana de mi amigo como yo éramos conscientes de ello y aunque me
esforcé por encontrar algo con lo que romper ese silencio, que no pareciera artificial ni
impostado, no lo conseguí y fue de nuevo Elizabeth quien habló en primer lugar.
–Por lo que nos ha dicho Timothy –se refería al lacayo que nos anunció esa misma
mañana la ausencia de lord Kingsfield y su secretario–, el señor Latimer va a estar ausente
durante toda la mañana. ¿No cree, Sabino, que sería un buen momento para escudriñar
entre sus pertenencias e intentar averiguar qué es lo que se trae entre manos? Una ocasión
como ésta no se nos va a presentar tan fácilmente.
Hacía tan sólo una semana la simple idea de introducirme en una habitación ajena
para violar la intimidad y registrar las pertenencias de su ocupante me habría parecido no
sólo descabellada sino delictiva. De hecho sí que es un delito, e impropio de gentes de bien,
pero todo lo que estaba ocurriendo me había cambiado. Además, si Latimer me había
estado espiando sin la menor vergüenza, ¿por qué debería yo tener más remilgos que él?
¿Acaso no había sido el propio secretario del patriarca de los Kingsfield el primero que
había dejado de comportarse como un caballero? Nos había amenazado y espiado, sin que
por mi parte hubiera habido ningún tipo de ofensa previa, salvo que considerara de ese
modo la simpatía que me tenía la hermana de Charles. Por otra parte, empezaba a gustarme
eso de trabajar como policía aficionado y todos los policías y detectives sobre los que esos
días me había estado informando mi amigo no solían tener el menor reparo en introducirse
en los aposentos ajenos, cuando podían hacerlo sin ser descubiertos, para desarrollar así una
parte importante de sus investigaciones.
Aunque en el fondo, padre, no voy a engañarle, como tampoco conseguí engañarme
a mí mismo: lo que más me atraía era compartir esa aventura, una aventura que en mi
mente aparecía como peligrosa y arriesgada, con Elizabeth. Así que acepté su propuesta sin
pensármelo mucho. De ese modo, por una parte salíamos de la embarazosa situación en la
que nos habíamos colocado y, por otra, bueno, por otra compartiría con ella una acción
quizás no muy correcta, pero que de algún modo acabaría, eso al menos esperaba yo,
uniéndonos aún más.
A pesar de que éramos conscientes de que el secretario de su padre no iba a volver
en varias horas, nos introdujimos sigilosamente en su habitación, como si fuéramos
ladrones. En realidad lo éramos. Ladrones que iban en busca de secretos en lugar de dinero
y bienes materiales, pero ladrones al fin y al cabo. Desgraciadamente, no encontramos nada
diferente de lo que se puede esperar que haya en los dominios de un hombre soltero que
trabaja como edecán de un importante industrial. Una colección de camisas y chaquetas
impecablemente planchadas y colocadas con exquisito orden, unos zapatos a los que
parecía que se les daba lustre continuamente, un espejo en el que podía contemplarse y
acicalarse, posiblemente tras haberse afeitado en el lavabo que estaba debajo. Pudimos
observar, así mismo, una cama de aspecto confortable aunque de formas austeras, una mesa
sobre la que reposaba una bola del mundo y algunos instrumentos que ni Elizabet ni yo
reconocimos, pero que parecían tener relación con la navegación, así como unos cuantos
libros desperdigados por la estancia, entre ellos dos novelas de un escritor llamado Wilkie
Collins cuyos títulos ingleses podrían traducirse como La dama del vestido blanco y La
piedra de la Luna, que, según me comentó Elizabeth, eran precisamente novelas en cuya
trama la investigación policial tenía una importancia decisiva. Junto a esos dos libros había
un ejemplar de lo que, según me explicó también la hermana de Charles, era un anuario
ilustrado publicado en la misma ciudad de Londres, el Beeton’s Christmas Annual
correspondiente al año anterior, el 1887. Dicho anuario, me explicó mi cómplice en esa
indiscreta incursión, tenía la particularidad de que en ella apareció la primera novela escrita
por el hoy famoso sir Arthur Conan Doyle protagonizada por su célebre detective Sherlock
Holmes, algo a lo que en su momento no di la debida importancia, ya que hasta aquel
mismo día desconocía ni siquiera la existencia de ese señor, pese a que posteriormente
llegué a tratar con él. Pero ya le hablaré más tarde de ese encuentro, por ahora estimo que
es mejor no adelantarse a los acontecimientos.
Latimer debía de ser un hombre culto y buen lector, porque junto a las obras ya
citadas pudimos ver algunas más de Charles Dickens, el escritor que nos ilustró, con sus
narraciones, hasta qué punto de degradación puede llegar el hombre en su afán por ganar
dinero y explotar a sus semejantes. También encontramos algunos números atrasados de
varias revistas populares y del diario The Times, uno de los más influyentes y serios
periódicos londinenses. Como ya he dicho, nada que no pudiera encontrarse en los
aposentos de un hombre de su posición.
Cuando empezaba a pensar que nuestra clandestina incursión no había servido para
nada Elizabeth vino en mi rescate para señalarme, con la misma alegría que si hubiera
encontrado el tesoro de Alí Babá, un pequeño cofre que se hallaba en el interior de una
alacena que hasta entonces nos había pasado desapercibida, como si Latimer hubiese
querido esconderlo.
El cofre, que exteriormente era de lo más anodino, sin ningún tipo de figura o
relieve que lo adornara, se encontraba cerrado con llave y, por más que la buscamos, no
pudimos dar con ella. Eso no desanimó a Elizabeth, que, armada con unas cuantas
horquillas y una dosis inagotable de optimismo, intentó vencer su resistencia, aunque en
vano.
Habíamos llegado a un punto en el que no sabíamos qué hacer. Si queríamos
acceder al contenido del cofre no nos quedaba más remedio que descerrajarlo, pero
entonces su propietario sabría que su santuario había sido violado y los sospechosos más
probables seríamos nosotros.
–Vaya, vaya, ¿los ladronzuelos no pueden forzar el cofre de los tesoros? Menudos
espías de pacotilla estáis hechos. Quizás necesitéis esto.
Antes de volvernos hacia el lugar desde el que se habían pronunciado esas palabras
yo ya sabía, por la risotada que las siguió, que quien acababa de hablarnos de ese modo era
Charles, pero hasta que me percaté de ello un escalofrío sacudió mi cuerpo. A Elizabeth
tampoco debió de gustarle mucho la broma, porque le llamó “estúpido”, ésa era la palabra
más fuerte que nunca le escuché utilizar, aunque sucedió unas cuantas veces. No sé si en
aquella ocasión la cosa habría ido a mayores porque quizás la presencia de Constance,
detrás de su hermano, la calmó. Y cuando me repuse del susto comprendí a qué se refería
Charles al decirnos “quizás necesitéis esto”.
Una de sus manos jugueteaba con una llave. No soy un experto en cerraduras, pero
me imaginé, dada la situación, que seguramente era la que abría el cofre de Latimer, lo que
me confirmó el propio Charles.
–¿Cómo la has conseguido? –le preguntó extrañada su hermana–. Latimer es de las
personas más herméticas y desconfiadas que conozco. Ni siquiera a mí me permite
acercarme a sus cosas ni me cuenta sus secretos.
–¡Ay, hermanita!, es una pena, pero me parece que tu encanto femenino no es
suficiente para obtener ciertas cosas. Mi encanto masculino tampoco, no penséis mal –se
rió de nuevo–, aunque para hacerle justicia tengo que decir que Latimer no es de ésos, pero
ésta es mi casa y antes o después siempre consigo acceder a todos los secretos que contiene
en su interior. En realidad, querida Liz, aunque el bueno de Latimer anda detrás de ti tanto
por tu indescriptible belleza como por tu nada desdeñable posición social, hasta que le des
el sí ha decidido consolarse con Hillary –se refería a otra de las doncellas de “Kingsfield
Manor”–. ¿Y por quién suspira Hillary? Pues por el aquí presente, el agradable y apuesto
Charles Kingsfield. Que conste en acta, Constance, que yo no le he hecho caso en ningún
momento ni he alentado sus sentimientos, ya sabes que sólo pienso en ti, pero sería absurdo
desperdiciar la ocasión de hacer un duplicado del cofre en el que Latimer guarda sus más
preciados tesoros.
–Ya hablaremos tú y yo de esa Hillary en otro momento –le respondió la aludida,
pero su tono era más jocoso que enfadado.
Instados por Elizabeth, que quería alejarse cuanto antes del dormitorio de Latimer,
procedimos a registrar el cofre misterioso. Y tengo que indicar que el registro fue fructífero,
ya que en su interior encontramos una libreta. Podríamos considerarla un diario, aunque no
lo era en sentido estricto ya que no siempre aparecía una fecha concreta en cada una de sus
páginas, y aunque a veces se explayaba en comentarios amplios sobre lo que le había
sucedido algún que otro día, en la mayoría de las ocasiones se limitaba a plasmar una sola
palabra o una simple frase. Pero lo que sí parecía claro, por la traducción que me hizo
Charles de alguna de sus partes, era que, como yo había sospechado, nos había estado
espiando en más de una ocasión, incluida la noche anterior. Primero cuando fuimos a la
ópera y posteriormente, cuando nos entrevistamos con Goldstein. Y no sólo eso, también
sabía que habíamos estado hablando con Abberline, así como nuestros tejemanejes en la
taberna de Whitechapel.
–Será mejor que ese cerdo –dijo Charles en un tono duro que muy pocas veces le
había visto utilizar esos días– no se entere de que estamos al tanto de sus intrigas. Mientras
él se mantenga en la ignorancia, podremos jugar con ventaja.
–¿Jugar con ventaja? ¿Por qué necesitamos jugar con ventaja? ¿Qué es lo que sabe,
Charles, que nosotros no sepamos? –le pregunté inquieto, intentando comprender el sentido
oculto de sus palabras.
Mi amigo miró preocupado a su hermana y a Constance, que a su vez me miraron
como disculpándose por no poder decirme nada, antes de contestarme.
–Lo que yo sé que usted no sabe, Sabino, tendré que guardármelo de momento para
mí solo. No lo considere como una falta de confianza. Llegado el caso le confiaría hasta mi
propia vida, pero créame cuando le digo que aún no ha llegado la hora de contárselo todo,
entre otras cosas porque no estoy seguro de que mis sospechas sean ciertas y no quiero
dirigirle por un camino erróneo. Ya le he dicho en varias ocasiones que es usted un
colaborador muy valioso y por eso prefiero que esté completamente libre de prejuicios.
Pero no dude ni un momento que antes o después se lo contaré todo. Todo. Por duro que
pueda llegar a ser.
12

Aquella conversación me desasosegó. No sólo por el significado de la misma, sino


porque comprendí que Elizabeth y Constance estaban al tanto de cosas que yo desconocía.
Parecían ver mucho más lejos de lo que yo era capaz de percibir. Por eso aquella misma
tarde, después de que tras el regreso de Kingsfield padre y el propio Latimer tuviéramos
que dedicar unas cuantas horas a ponernos al día en las novedades de sus negocios y el
trabajo cotidiano que implicaban, Charles y yo volvimos a su club para relajarnos mientras
tomábamos unas cuantas bebidas –alcohólicas las suyas, sin alcohol las mías–, no dudé en
hacerle una pregunta que, por los antecedentes, intuía que no iba a tener una respuesta
totalmente satisfactoria.

–¿Sabía usted, Charles, antes de que se produjera el asesinato de Mary Ann Nichols,
que iba a suceder algo de ese tipo? ¿Que se iba a cometer un crimen tan horroroso? Ése o
alguno parecido.
Antes de contestarme se refugió en su vaso de whisky, al que propinó un gran sorbo.
Luego, mirándome tenso, en lugar de repetir lo que me había dicho en ocasiones anteriores,
eso de que prefería no contármelo todo para que yo pudiera ayudarle sin estar sometido a
ideas preconcebidas, me respondió con un escueto “sí”, sin añadir nada más. Durante unos
minutos estuvimos en silencio, como si mantuviéramos un duelo de voluntades. Un duelo
absurdo entre dos amigos, casi dos hermanos, pero desgraciadamente habíamos llegado a
un punto en que no sabíamos cómo continuar. Finalmente, tras llenar de nuevo su vaso con
la potente bebida escocesa, recobró su sonrisa antes de volver a hablar.
–Sí, Sabino, tiene usted toda la razón, lo sabía. Es decir, no sabía lo que iba a
suceder, pero sí que estaba prácticamente convencido de que ocurriría algo. No me
pregunte el motivo de que lo supiera, se lo ruego, porque no podría contestarle y lo que
menos deseo en estos momentos es que piense que desconfío de usted. Nada más lejos de
mi intención, pero por desgracia es lo único que puedo decirle. Y es mucho más de lo que
tenía pensado contarle.
–Y si lo sabía de antemano, ¿no había forma de evitarlo? –me di cuenta enseguida
de lo que parecían insinuar mis palabras y rectifiqué al momento–. Quiero decir que ya sé
que en caso de haber estado en su mano habría impedido que se cometiera ese crimen, pero
¿no le habría sido posible iniciar su investigación antes de que se produjera el asesinato de
Mary Ann? En fin, perdone si en mi ignorancia sobre estos temas digo alguna
inconveniencia.
Charles volvió a sonreír, aunque su sonrisa estaba envuelta por un hálito de tristeza.
–Me tengo más que merecidos esos reproches por no haber sido enteramente sincero
con usted, Sabino. Ya le he dicho que, más que saber, intuía que iba a ocurrir algo. Aunque
la intuición, al menos en mi caso, no es más que la imaginación aplicada al conocimiento o,
al menos, si no al conocimiento total, sí a ciertas sospechas fundamentadas en algunas
confidencias que no soy libre de desvelar. Desgraciadamente no puedo explicarle nada más,
como ya le he dicho. Si hubiese contado con datos concretos habría intentado evitar el
crimen, como usted muy generosamente ha pensado que habría hecho, o quizás podría
haber avisado a la policía, pese a que esta última opción no me parece la mejor.
–¿Por qué no? Usted mismo ha dicho que no cree que las sospechas de Goldstein
sobre el inspector Abberline tengan ningún tipo de fundamento.
–Una cosa, Sabino, es que no crea en su culpabilidad, en la que no cree ni siquiera
el propio Simon Goldstein, Dios, o en su caso Jehová, lo confunda, y otra muy diferente es
que me fíe al cien por cien de Scotland Yard. Sobre todo cuando está en juego lo que yo
creo que está en juego.
Decidí no preguntarle qué era lo que estaba en juego, más que nada para evitar que
volviera a responderme de un modo enigmático y sin decirme nada de interés, así que
tácitamente acordamos cambiar de tema y durante un buen rato nos limitamos a hablar de
asuntos banales. Incluso intentó explicarme las reglas de un extraño deporte que él llamaba
cricket, sin conseguirlo. Frente a la simplicidad de nuestro juego de pelota, no por sencillo
exento de belleza, ese deporte tan absurdo me pareció un invento del diablo, aunque me
abstuve de manifestárselo para no herir sus sentimientos. O los míos, porque puedo
imaginarme su reacción si me hubiese atrevido a hacer un comentario de ese tipo.
Las sucesivas elegías por los respectivos deportes nacionales de nuestros pueblos
fueron oportunamente interrumpidas por uno de los camareros que tan silenciosa como
dignamente atendían a los socios del club. Sin pronunciar ninguna palabra, permaneció
imperturbable durante unos segundos enfrente de Charles, esperando que éste le dirigiera la
palabra. Cuando por fin mi amigo le preguntó qué ocurría, el empleado le informó de que
había un niño que preguntaba por él.
–Dice que le trae un mensaje de parte del señor Simon Goldstein, pero que sólo se
lo dará si antes le paga los tres chelines que al parecer el propio señor Goldstein le prometió
en su nombre. Si desea saber mi opinión, señor, es un chico desarrapado, de esos que vagan
por las calles, sin ningún tipo de educación ni respeto a nada ni a nadie, mucho menos a la
Corona –dio la impresión de que sólo le faltaba santiguarse y hacer una respetuosa
genuflexión al pronunciar esta última palabra–, así que yo no le daría los tres chelines que
pide. Me parece un abuso y un desperdicio.
–Sabe, James, que valoro en mucho su opinión, pero me interesa saber qué quiere
ese desarrapado. Además no creo que la Corona esté muy interesada en el asunto que le trae
hasta nuestro club, así que aquí tiene los tres chelines –añadió mientras de su bolsa sacaba
dicha cantidad– y hágale pasar, por favor.
James, con gesto circunspecto, recogió los tres chelines y salió del salón privado en
el que nos encontrábamos moviendo la cabeza en señal negativa, como si dijera que no
acababan de complacerle las excentricidades de los jóvenes vástagos de las clases pudientes
británicas, pero pocos minutos después regresó acompañado de un niño que seguramente
no llegaría a los diez años de edad, mal vestido y con una costra de suciedad en las partes
visibles de su cuerpo que anteriormente sólo había visto en nuestro recorrido por
Whitechapel, y que seguramente no conseguiría eliminar ni siquiera frotándose con jabón
durante más de dos horas seguidas.
–Soy Charles Kingsfield, creo que has preguntado por mí –le dijo mi amigo nada
más verle entrar–. Y tú, ¿cómo te llamas? –añadió sonriente, intentando crear un vínculo de
confianza entre ambos.
El niño se rascó el enmarañado pelo, mientras nos sostenía la mirada con
arrogancia, supongo que para intentar que no notáramos el nerviosismo que le poseía.
–Benjamin –respondió finalmente–. Me llamo Benjamín, señoría. Como mi padre y
mi abuelo.
–Muy bien, Benjamin, es un placer conocerte. Me han dicho que tienes un mensaje
para mí de parte del señor Goldstein.
–Sí, señor –contestó el niño–. Tome usted –añadió, dándole un sobre arrugado.
Charles abrió el sobre y leyó la nota que se encontraba en su interior, pasándomela
al instante. Mi extrañeza por que su lectura hubiera durado tan poco se disipó cuando
comprobé que tan sólo había escrito un nombre: Aaron Kośmiński.
–Supongo que James, el hombre que te ha traído hasta aquí, te habrá dado los tres
chelines, ¿no?
–Así es, señor –respondió escuetamente el niño.
–¿Te gustaría ganarte otros tres? –a sus palabras Charles unió el gesto de sacar las
monedas correspondientes y enseñárselas al niño, que las miró ávidamente.
–Pues claro que sí, señor. ¡Qué cosas pregunta! –exclamó inocentemente el pequeño
mensajero–. ¿Qué es lo que tengo que hacer?
–Contarnos qué te dijo el señor Goldstein cuando te dio el sobre con el mensaje.
–Nada, señor, no me dijo nada. Sólo que se lo trajera, y que si usted quedaba
satisfecho me daría tres chelines.
–¿Nada más?
–No, nada más, señor. Lo siento –contestó con rostro compungido el niño, que veía
desvanecerse la posibilidad de conseguir la recompensa prometida.
–Eso no vale tres chelines, pero como has sido sincero con nosotros uno al menos sí
que te mereces –volvió a decirle mi amigo–. Los otros dos puedes ganártelos si nos sigues
diciendo la verdad.
–Puede apostar a que sí, señor –contestó el chaval, radiante otra vez.
–¿Es la primera vez que haces un encargo como éste para el señor Goldstein?
–No, señor. El rabino confía habitualmente en mí para este tipo de servicios.
–¿Cómo sabes que el señor Goldstein es rabino?
–¡Pues de qué lo voy a saber! De verle en la sinagoga –contestó, extrañado de que
se le tuviera que preguntar por una cosa tan lógica y evidente.
Charles me miró con aire de triunfo, como si hubiera confirmado una teoría previa
sobre las relaciones entre el banquero y el niño.
–Entonces, ¿tú también eres judío?
–Sí, señor, pero soy bueno, muy bueno, nunca hago esas cosas que se dice que
hacemos y que no son ciertas –un claro temor había aparecido en los ojos del niño, supongo
que como reacción a cientos de años de persecuciones a los de su raza.
–Ya sé que no, puedes estar tranquilo, nosotros no pensamos esas cosas tan malas
que se piensa de los judíos. Pero dime, ¿no conocerás por casualidad a un tal Aaron
Kośmiński?
–¿Al barbero? Claro que sí. También viene de vez en cuando a la sinagoga, pero
sólo cuando necesita algo. Además habla el inglés de forma muy rara, no ha nacido en
Londres, como yo –dijo esto henchido de orgullo–. Creo que vino de muy lejos, de otro
país.
–Has dicho que es barbero, ¿no? –preguntó nuevamente mi amigo.
–Sí, pero mi padre nunca va a su barbería. Además, por lo que me dice, no es una
persona muy de fiar. Suele decir que es un vago y un delincuente y me ha prohibido hablar
con él. Y yo siempre hago lo que me dice mi padre –finalizó orgulloso.
–Tu padre es un hombre sabio. Y tú un buen hijo –le contestó Charles–, sigue así.
Creo que te has ganado no los dos chelines que faltaban, sino tres más.
Cuando el niño se marchó, feliz con sus siete chelines recaudados, Charles me
preguntó qué opinaba de todo aquello.
–Está claro que ese tal Kośmiński es el judío polaco del que sospecha Abberline. Y
tiene su lógica. Independientemente de que estemos convencidos de que el asesino es un
caballero inglés, un extranjero, judío además, y que por su profesión de barbero
seguramente tiene ciertas habilidades con instrumentos cortantes, es un sospechoso
aceptable –le respondí.
–Un análisis impecable. Tan bueno que podría haberlo hecho yo mismo –se rió de
su propia broma mi amigo–. ¿Cuál cree que debería ser nuestro próximo paso, Sabino?
–Pues no estoy seguro. Ya sabe, Charles, que soy novato en esto de trabajar como
detective, pero pienso que, aunque le hayamos descartado como culpable, para curarnos en
salud seguramente tendríamos que entrevistarnos con ese tal Kośmiński. O con alguien de
su entorno, por lo menos.
–Sí, volvemos a coincidir. Pero antes me gustaría hacer un seguimiento de su
persona.
–¿Un seguimiento?
–Eso he dicho. No es que espere mucho de eso, pero es una técnica muy común en
la policía. Apostarse discretamente, durante unos días, cerca del objetivo, para saber qué
hace, a qué se dedica, cómo vive.
–Me temo, Charles, que con el ritmo de trabajo al que nos tiene sometidos su padre
no vamos a poder dedicar muchas horas de nuestro tiempo a hacer un exhaustivo
seguimiento del señor Kośmiński.
–Es cierto, pero no tenemos por qué hacerlo directamente nosotros. Eso es lo bueno
de ser un joven ocioso y disponer de dinero en abundancia –me guiñó un ojo al decir esto,
como si quisiera hacerse perdonar su chulesco comentario–. En condiciones normales se lo
encargaría a nuestro amigo O’Malley, pero le tengo ocupado con otros cometidos, así que
tendré que recurrir a algún otro de mis poco recomendables amigos de Whitechapel.
O’Malley tiene un socio, un tal O’Bannion. No sé por qué tienen los irlandeses esa manía
de hacer empezar sus apellidos con una o mayúscula y un apóstrofo, pero tenga la
seguridad, amigo Sabino, de que si se encuentra con alguien cuyo apellido empieza de ese
modo, lo más seguro es que sea irlandés. Y si además es pelirrojo y pecoso –volvió a
reírse– la certeza será absoluta. Pero disculpe mis chanzas, ya sabe que no puedo evitarlo.
Además, pese a lo dicho, los irlandeses me caen bien. En fin. Como le he dicho, le pediré a
O’Bannion que siga discretamente a Kośmiński cuando nosotros no podamos hacerlo.
Asentí a sus palabras y de paso aproveché para preguntarle en qué estaba ocupado
O’Malley. Me contestó que en nada importante, pero me dio la impresión de que me
mentía, aunque opté por callarme. Supuse que sus razones tendría para hacer eso y pensé
que sería mucho mejor no insistir en el tema.
Esa misma noche acudimos a la taberna de Whitechapel, que parecía ser el refugio
de los amigos –¿o quizás debiera decir “colaboradores” en sus extrañas aventuras?–
irlandeses de Charles, y tras un breve intercambio de dinero el hombre llamado O’Bannion
–que en lo único en que se parecía a O’Malley era en su contextura física, ya que se trataba
de un hombre alto y corpulento, y en la O’ que precedía a su apellido, puesto que no parecía
tener ni su inteligencia ni su energía– accedió a vigilar a nuestro hombre. Aunque el joven
emisario de Goldstein no nos había proporcionado su domicilio, siendo barbero con
establecimiento abierto al público en el mismo barrio de Whitechapel O’Bannion nos
aseguró que no tendría problemas para localizarlo. Incluso se ofreció a darle una paliza a
ese “perro judío”, así lo calificó, por el mismo precio, por lo que mi amigo tuvo que
insistirle en que de eso nada, que sólo queríamos saber qué hacía, a dónde solía ir, con
quién se encontraba, cuáles eran sus aficiones y, si era posible averiguarlo, sus vicios y
debilidades.
Durante un par de días O’Bannion se constituyó, como nos dijo de una forma harto
expresiva, en la sombra de Kośmiński, pero no encontró nada que pudiera interesarnos. O
quizás eso fuera lo más interesante de todo, en cierto modo. Si se trataba de un hombre que
hacía una vida frugal, que apenas se relacionaba con sus semejantes y que se limitaba a ir
de la pensión en la que residía a la barbería en la que trabajaba y de la barbería a la pensión,
no parecía, precisamente, un peligroso criminal y mucho menos un sádico asesino de
prostitutas.
–Eso no significa nada, Sabino –me corrigió Charles cuando se lo comenté–. Nunca
he estado de acuerdo con las teorías de Cesare Lombroso, un médico italiano que asegura
que a los criminales se les puede notar hasta físicamente que lo son, y que últimamente
parecen estar muy en boga. Ha habido delicadas ancianitas, tiernas y adorables, que han
envenenado a toda su familia, así que no me convence eso de que, como se trata de un
hombre que no se mete con nadie y va de su casa al trabajo y del trabajo a su casa, es
totalmente inocente, como si no pudiera escaparse subrepticiamente por las noches para
degollar prostitutas. Aunque no por eso deja de ser un indicio a favor de nuestra tesis de que
no es el auténtico criminal. Pero hablando de efectuar escapadas nocturnas, ¿le apetecería
acompañarme hoy cuando, después de cenar, salga a vigilar lo que hace nuestro buen amigo
Kośmiński?
Me preguntaba esto último porque lo único que O’Bannion nos había dicho que
parecía desentonar con la vida pulcra y convencional en extremo del barbero judío era que
le había oído decir a un desconocido en el interior de una taberna, cuando ambos creían que
nadie les estaba escuchando, la frase “esta noche es la noche”, a lo que su interlocutor había
contestado afirmando que “sí, a las nueve, donde siempre”. Aunque O’Bannion se había
ofrecido a seguirle también esa noche, Charles rechazó su ofrecimiento, diciéndole que con
lo que nos había contado ya teníamos bastante. Y también –eso no se lo dijo al irlandés sino
tan sólo a mí– porque si parecía que la cosa empezaba a ponerse interesante, prefería que
nuestra participación fuera directa, y no a través de persona intermedia.
–¿No está de acuerdo conmigo, Sabino?
Aunque yo era consciente de que se trataba de una pregunta retórica, le respondí
afirmativamente, reiterándole así mismo mi apoyo. Personalmente nunca había hecho un
seguimiento de nadie, pero a estas alturas estaba tan involucrado en la investigación como
el mismo Charles y no entraba en mi carácter el echarme atrás, aunque mi propio amigo me
advirtiera de que podía ser peligroso. Por eso me limité a contestarle con un escueto “sí, por
supuesto”, que celebró estrechándome efusivamente la mano, como si le hubiese dicho que
iba a acompañarle a escalar el Himalaya. La verdad es que aunque a menudo intentaba
disimular, mostrando un elevado grado de autosuficiencia, para entonces ya me había dado
cuenta de que agradecía sinceramente mi apoyo y compañía, como si tuviera no miedo a
estar solo en esa loca aventura que había emprendido, ya que no era en general un hombre
pusilánime, pero sí una necesidad de compartirla con alguien para estar seguro de que hacía
lo correcto.
A pesar de todo, no estaba convencido de que fuera una buena idea no contar con la
ayuda de O’Bannion, y así se lo manifesté. Una cosa era que nosotros decidiéramos
participar directamente en la vigilancia del barbero judío y otra muy diferente que
prescindiéramos de alguien que nos había demostrado que era capaz de hacer el
seguimiento de una persona sin que ésta sospechara, habilidad que no estaba a nuestro
alcance. Por eso, pese a manifestarle mi apoyo incondicional, le pedí a Charles que
reconsiderara la situación y que hablara con O’Bannion para que nos acompañara. Era la
primera vez que contradecía a mi amigo, pero entendía que estaba justificado para hacerlo.
En mi opinión, que él también compartía, para ser justo, la amistad nos obligaba a
ayudarnos, pero también a avisarnos mutuamente cuando estimábamos que el otro estaba
errado.
–No se trata de miedo, Charles, sino de prudencia –le dije–. Una prudencia que nos
aconseja que nos hagamos acompañar por alguien que sabe desenvolverse mejor que
nosotros en ese tipo de situaciones. No por lo que nos pueda ocurrir, sino para evitar
meteduras de pata que nos impidan conseguir nuestros objetivos.
Charles no se enfadó ni se irritó conmigo, como yo había temido en un principio,
sino que se tomó muy en serio mis palabras, para acabar dándome la razón mientras,
nuevamente, me estrechaba la mano con una considerable fuerza. No me quejé porque
sabía que era su forma de demostrarme afecto y gratitud, pero me la dejó un poco dolorida
durante unos cuantos segundos.
–Vuelve a estar en lo cierto, Sabino. A veces el orgullo nos ciega y tendemos a
pensar que somos autosuficientes y no necesitamos ayuda, pero estamos embarcados en un
asunto tan importante como potencialmente peligroso, por lo que desdeñar una ayuda por el
prurito de querer hacer las cosas a solas, sin la intervención de terceras personas, puede ser
hasta suicida. Está claro que dos cabezas siempre piensan mejor que una y en este caso es la
suya la que está acertada. Volveré a hablar con O’Bannion y si está disponible, espero que
esta noche nos acompañe.
El compatriota de O’Malley estaba, efectivamente, disponible. O en caso de no
estarlo decidió que lo que le ofrecía mi amigo para que nos acompañara era un acicate
suficiente como para abandonar hipotéticos compromisos previos, por lo que a las ocho y
media de la noche, cuando hacía ya tiempo que habíamos cenado y nos encontrábamos
ambos disfrutando de una última copa en el club de Charles, nos reunimos con él junto a la
entrada del propio club.
Contar con el irlandés fue una decisión acertada ya que cuando nos apostamos cerca
de la pensión en la que vivía Aaron Kośmiński nos dio instrucciones muy claras para pasar
desapercibidos a los ojos del hombre que íbamos a seguir. El barbero era una persona
puntual porque a la hora indicada se encontró con el hombre que había sido su interlocutor
en la taberna y ambos, amparados en la oscuridad de la noche y la niebla que lo envolvía
todo, se introdujeron por las calles de Londres. Estoy convencido de que si no hubiésemos
contado con la ayuda de O’Bannion nos habríamos perdido en las intrincadas callejas por
las que caminaban nuestros objetivos. O, lo que hubiese sido aún más desastroso, en
nuestro afán por no perder su rastro nos hubiesen descubierto sin la menor duda posible.
Durante un largo rato pensamos que no íbamos a sacar nada en claro de nuestra
excursión y que el barbero y su amigo se habían citado exclusivamente para beber y,
llegado el caso, retozar con alguna prostituta, ya que pararon en dos tabernas, abiertas a
esas altas horas de la noche, y en ambas trabaron conversación con mujeres que tenían todo
el aspecto de dedicarse al oficio más viejo del mundo. Incluso al salir del segundo local nos
planteamos si merecía la pena continuar con el seguimiento, pero Charles no era uno de
esos hombres que se desanimaban al menor contratiempo, así que nos conminó a seguir, lo
que hicimos sin pensárnoslo demasiado, O’Bannion por el dinero prometido y yo porque no
estaba dispuesto a abandonar a mi amigo.
Muy pronto comprendí que su decisión había sido atinada porque poco después de
que Kośmiński y su socio salieran de la segunda taberna observamos cómo se alejaban de
Whitechapel para desviarse por un camino cercano. Antes de eso, en un establo se hicieron
con una mula, lo que no nos impidió seguirles ya que ellos continuaron andando a pie.
Como yo no conocía la zona no observé nada raro en ello, pero O’Bannion y Kingsfield
empezaron a mirarse con extrañeza cuando un cuarto de hora después, más o menos, se
percataron de hacia dónde se encaminaban.
Minutos más tarde comprendí el motivo de la sorpresa de mi amigo y nuestro
escudero. Los hombres que estábamos siguiendo llegaron a un cementerio. Y detrás de
ellos, nosotros. Yo entonces no lo sabía, pero por lo que me explicó posteriormente Charles
se trataba de un cementerio municipal en el que daban tierra a los londinenses sin recursos
económicos suficientes para costearse sus propias tumbas o panteones. Un cementerio para
pobres, por decirlo de un modo más directo. Por eso mismo el Ayuntamiento, aunque se
veía obligado a mantenerlo abierto, había decidido que no merecía la pena gastarse
demasiado dinero ni en su mantenimiento, lo que le proporcionaba un aspecto aún más
tétrico que el habitual en todos los camposantos, ni en personal de vigilancia, lo que facilitó
la entrada tanto del barbero como de su acompañante primero, y la nuestra posteriormente.
–Seguramente no es un asesino –me dijo entre susurros Charles–, pero lo que parece
claro es que el bueno de Kośmiński es un resurreccionista.
–¿Un resurreccionista? –pregunté, extrañado por el término que mi amigo acababa
de utilizar.
–Sí, eso he dicho, un… –de repente calló, y pese a la oscuridad creí adivinar una
sonrisa en sus labios–. Claro, perdóneme, Sabino, supongo que es una palabra cuyo
significado usted desconoce. Llamamos resurreccionistas a los ladrones de cadáveres, y
parece que el barbero del que sospecha Abberline pertenece a ese gremio.
Durante unos segundos pensé que Charles me estaba tomando el pelo, hasta que
comprendí que me hablaba completamente en serio. ¡Resurreccionistas! Llamar así a los
ladrones de cadáveres es una forma de describirlos que parece quitarles dureza. Incluso
podría decirse, padre, usted sabrá juzgar mejor que yo si esta opinión mía es acertada o
descabellada, que es un término religioso. Resurreccionista, la resurrección de los muertos,
la promesa de la vida eterna. En fin, de lo que no me cabe duda es de que esa palabra poseía
cierto hálito poético, a pesar de describir una actividad tan infame como rastrera. Por lo que
me explicó mi amigo, las escuelas de Medicina y los propios médicos estaban ávidos de
experimentar con cadáveres, para así poder avanzar en sus investigaciones, y no solían
tener el menor escrúpulo en pagar hermosas cantidades de dinero a quienes se los
proporcionaban, con lo que llegó a convertirse en un negocio muy lucrativo. De todos
modos, añadió, en aquella época era una actividad ya caída en desuso, pero que se había
reactivado recientemente gracias a la creación de una nueva escuela de anatomía cerca de
Londres, la “Cambridge Anatomical Teaching School”, dirigida por un prestigioso doctor
de origen irlandés –empezaba a ver irlandeses hasta en la sopa– llamado Alexander
Macalister, que no había dudado ni un momento en recurrir a ese tipo de servicios para
surtir de cadáveres a sus casi doscientos alumnos.
–Y por lo que se ve Kośmiński ha debido de pensar que se gana más dinero
desenterrando los cuerpos de los muertos que afeitando las barbas de los vivos –remató,
jocoso, su ilustrativa disertación.
Mientras hablábamos de estos temas, el barbero y su compañero empezaron a cavar
frente a una tumba que, por no presentar signos de deterioro pese a su humildad y falta de
ornamentación, parecía muy reciente. Usaban una pala de madera, lo que me extrañó
bastante, hasta que O’Bannion, que parecía entender de esas cosas, quizás porque también
estaba metido en ese negocio, nos explicó que siendo de madera no hacía tanto ruido como
si se tratara de una metálica, con lo que se corría un riesgo menor de que alguien que
estuviera cerca sospechara lo que estaba ocurriendo. Transcurrida más de media hora,
durante la que les observamos trabajar mientras procurábamos que no se percataran de
nuestra presencia, abrieron la tumba y a continuación rompieron el ataúd. Seguidamente
ataron una cuerda alrededor del cuerpo y lo sacaron tirando. De las alforjas de la mula
extrajeron un saco e introdujeron en su interior el cadáver, que a lo lejos parecía ser el de
una mujer, poniéndolo encima de la mula. Ésta debía de estar habituada a ese tipo de carga,
porque no hizo el respingo que yo esperaba de ella, sin protestar por el inusual pasajero que
debía transportar.
Una vez colocado el cuerpo encima del animal, los dos compinches se separaron. El
socio de Kośmiński se fue por un lado, llevando junto a él a la mula y su cargamento, y el
barbero por el opuesto. Aunque el primero no nos interesaba para nada, ya que nuestro
objetivo era el segundo, O’Bannion se ofreció a seguirle, mientras nosotros hacíamos lo
propio con el judío. Como Charles prefería que habláramos a solas con el barbero, no se
opuso a la idea del robusto irlandés, aunque sospechaba que su ofrecimiento no era todo lo
altruista que parecía.
–Seguramente su intención es asaltarle y quedarse con su botín –me dijo sonriendo,
añadiendo ante lo que a mí me parecía algo escandaloso–: Sé lo que está pensando, Sabino,
pero a los tipos como O’Bannion no se les encuentra rezando entre los muros de un
convento sino en los callejones más sórdidos de nuestras ciudades. Por eso nos ha sido de
tanta utilidad. Además, creo que ustedes tienen a ese respecto un refrán muy expresivo:
quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón. Y por otra parte, si usted lo mira bien y
pone en una balanza lo que han hecho Kośmiński y su compañero, trabajo del que
seguramente quiere aprovecharse nuestro amigo irlandés, y lo que nosotros estamos
investigando, convendrá conmigo en que no es lo mismo perturbar el sueño de los muertos
que cercenar la vida de quienes aún están vivos.
No es que me convenciera mucho el argumento, un tanto cínico para mi gusto y
educación, que acababa de hacerme Charles, pero en lo que sí estaba de acuerdo con él era
que en esos momentos lo que hiciera el socio de O’Malley, siendo algo reprobable, no era
el problema más importante al que debíamos hacer frente. En esos momentos nuestra
principal y única obsesión consistía en seguir a Kośmiński para ver si de ese modo
podíamos averiguar qué había de verdad en las sospechas que sobre su persona albergaba
Scotland Yard. Y para lograr eso teníamos que procurar que el barbero ignorara por
completo que íbamos detrás de él.
Es posible que en el tiempo que habíamos acompañado a O’Bannion no hubiésemos
aprendido todo lo necesario para hacer un seguimiento discreto, pero algo sí que habíamos
asimilado. Además, una vez culminada con éxito su deplorable hazaña, seguramente el
barbero se sentiría más tranquilo y no se preocuparía en averiguar si alguien seguía sus
pasos o no, sobre todo teniendo en cuenta que él no era quien se había hecho cargo del
cadáver. Por eso logramos pasar desapercibidos hasta que, ya de nuevo en Whitechapel,
observamos cómo en lugar de dirigirse a la pensión en la que vivía se acercó hasta la
barbería y usando su llave abría la puerta.
Aún no había conseguido penetrar en su interior cuando un empujón de mi amigo,
que se le había acercado sigilosamente por detrás, le lanzó al suelo del establecimiento, al
que entramos sin más demora, Charles inmediatamente y yo tras unos segundos de
vacilación, al fin y al cabo estábamos profanando el comercio de una persona, y tras ser
conminado para ello por mi amigo.
Kośmiński nos miró con miedo en la cara, que se atenuó tras comprobar, por
nuestras vestimentas, que no parecíamos ser unos delincuentes. Al menos, unos
delincuentes del tipo que podía verse en ese barrio. Aun así nos preguntó qué deseábamos
con voz temblorosa.
–Hablar contigo de unos negocios que llevamos entre manos. Y más te vale ser
sincero al respondernos. Sabemos que has estado hace poco en un cementerio, saqueando
una tumba, así que será mejor que colabores con nosotros si no quieres que le vayamos con
el cuento a la policía.
–¿Cree que eso me impresiona? ¿Acaso no sabe quiénes son mis clientes? Los
médicos que luego atienden gratuitamente a los agentes de Scotland Yard cuando caen
enfermos o heridos. Además yo no saqueo cadáveres, jamás me he llevado una joya o
cualquier otro objeto valioso del interior de una tumba, tan sólo los cuerpos de los muertos,
unos cuerpos que ya no sirven para nada, salvo para el avance de la ciencia médica. En el
fondo no soy un delincuente, sino un benefactor de la humanidad –dijo con cinismo.
Tal vez mi amigo Charles no esperara esa respuesta, pero no se descolocó en ningún
momento sino que reaccionó con prontitud, y de una forma drástica, a las palabras de
Kośmiński.
–De acuerdo, pero si no tienes ningún miedo a la policía quizás se lo tengas a esto –
le dijo mientras sacaba del interior de su gabán una pequeña pistola. O revólver. Nunca he
sabido cuál era la diferencia entre ambos tipos de armas, padre, y sigo sin saberlo.
–No se atreverá a disparar –respondió, altanero, el resurreccionista.
–¿Estás seguro de eso? Mírame bien. Soy un digno representante de esa especie de
jóvenes ociosos que se dedican a gastar alegremente el dinero de sus padres, siempre a la
búsqueda de placeres, placeres que, por repetidos, acaban por aburrirles. Yo los he probado
todos y he acabado hastiado, muy hastiado. Aunque me temo que acabo de decirte una
mentira. Todavía no lo he probado todo. A veces pienso en lo excitante que sería disparar
contra un pobre infeliz como tú y matarle. Arrebatarle a alguien la vida tiene que ser algo
indescriptible. Tener en tus manos la existencia de una persona, disponer de ella, es
igualarte al mismo Dios. ¿Lo entiendes, Aaron? ¿De verdad quieres apostar por tu
miserable vida? Sabiendo, además, que si aprieto el gatillo no me ocurrirá nada. Mi familia
tiene el dinero suficiente para tapar el asunto y nadie se va a preocupar por la muerte de un
infeliz barbero de Whitechapel. La decisión es tuya. ¿Vas a hablar con nosotros o no vas a
hablar?
Creo que yo me sorprendí mucho más al observar lo que acababa de decir –a pesar
de saber que estaba fingiendo, ya que de él se podía decir muchas cosas, pero no que fuera
un asesino ni un ocioso irresponsable– y hacer mi amigo que el barbero, que con gesto
resignado le preguntó qué es lo que quería saber.
–¿Mataste hace unos días a Mary Ann Nichols, una prostituta de Whitechapel
también conocida como Polly?
Yo no sabía nada de técnicas detectivescas, pero suponía que preguntarle a un
sospechoso si era el asesino no era el mejor camino para averiguar la verdad. Sobre todo
porque, culpable o inocente, el interrogado jamás iba a admitir así, sin más, su crimen, pero
entre que todavía no dominaba el inglés lo suficiente y que no quería interferir en el trabajo
de mi amigo, me abstuve de intervenir. De todos modos la aparentemente absurda pregunta
de Charles no fue en vano, ya que de nuevo el temor afloró a los ojos de Kośmiński.
–¿Está usted loco, señor? Y discúlpeme ya que no he querido ofenderlo, pero yo
jamás he matado a nadie. Ni siquiera sé de quién me está hablando.
–No me mientas, Aaron. Sé perfectamente que eras cliente de esa tal Polly –en
realidad era mi amigo quien estaba recurriendo a una mentira, pero surtió efecto porque el
barbero fue incapaz de negarlo.
–Bueno, quizás sí. No he querido mentirle, señoría, pero ya sabe, todas esas mujeres
son iguales. Es posible que haya estado en alguna ocasión con ella, seguramente he estado,
pero como he estado con otras muchas. Bueno, no tantas, que el negocio no da para mucho,
por desgracia –al decir esto nos señaló su destartalado local y en mi interior comprendí que
lo que nos decía seguramente era cierto.
–Entonces, ¿por qué crees que Scotland Yard sospecha de ti?
–¿De mí? ¿Scotland Yard sospecha de un pobre infeliz como yo? No puedo creerlo.
–Te he dicho que no me mientas –replicó Charles frunciendo el ceño en señal de
desaprobación–. Si nosotros sabemos que la policía sospecha de ti, tú tienes que saberlo
también, y con más motivos que nosotros.
–Tiene razón, señoría –intentó congraciarse de nuevo con mi amigo–, pero es todo
tan absurdo que me cuesta creérmelo. ¿Que por qué sospecha Scotland Yard de mí? Soy
judío y pobre. ¿No son motivos más que suficientes? –añadió con un claro matiz de
desesperación en su voz.
Lo que decía el barbero tenía su lógica, padre. Ya sabe cómo trata todo el mundo a
los judíos. Bueno, no voy a ser hipócrita, cómo les tratamos todos. Si se ha cometido un
robo y cerca hay un judío, todas las miradas convergerán en él. Ya sé que es injusto, pero es
una verdad como un templo. Quizás algún día esto cambie, pero las cosas hoy en día son
así. De todos modos a Charles, que en general simpatizaba con esa raza, no le satisfizo la
explicación que nos dio Kośmiński y continuó interrogándole con dureza.
–No te excuses con la matraca del pobrecito judío perseguido. Si Scotland Yard
sospecha de ti seguramente tiene motivos más sólidos que los prejuicios raciales. Quizás no
seas el asesino, vamos a admitirlo por un momento…
–No lo soy –le interrumpió el barbero.
–Pero eso no significa –continuó hablando mi amigo como si no hubiese advertido
la interrupción– que no estés implicado de algún modo en el asesinato de Mary Ann
Nichols. ¿Qué es lo que sabes de ese asunto?
Kośmiński, al que mi amigo había permitido sentarse en un sillón de la barbería
mientras nosotros permanecíamos de pie –un truco psicológico, según me comentó
posteriormente, para hacer evidente nuestra posición de superioridad– se revolvió,
incómodo, en su asiento.
–¿Cómo puedo saber algo? No soy policía –contestó, inquieto.
–Respuesta incorrecta. Mira –continuó mi amigo–, no sé si te ha quedado claro que
podemos hacerte daño, mucho daño. No queremos hacértelo, que conste, pero si la
necesidad nos obliga, no lo dudaremos ni un segundo.
No me estaba gustando esa nueva faceta que acababa de descubrir en mi amigo,
pero mientras en mi interior luchaban la lealtad que le debía y le había prometido y mi
sentimiento de que su actuación no era correcta, Aaron Kośmiński volvió a hablar.
–Yo recluté a Polly –dijo, en un tono de absoluta tristeza.
–¿Que la reclutaste? –le preguntó mi amigo, sinceramente extrañado por el cariz
que acababan de tomar sus declaraciones–. ¿A qué te refieres con eso?
–Pues a lo que acabo de decir, que fui yo quien reclutó a Polly, a instancias del
comisario Anderson, Robert Anderson. Él sabía que de vez en cuando solicitaba sus
servicios y que nos habíamos cogido cierto cariño, así que me presionó para que la reclutara
como informante de Scotland Yard. Por su profesión conocía a muchos hombres y le
interesaba lo que pudiera contarle, sobre todo acerca de los fenianos, ya sabe, los
revolucionarios irlandeses.
Anderson, por lo que posteriormente me explicó Kingsfield, era el policía al que
Scotland Yard y el ministro del Interior habían designado para que dirigiera la lucha contra
la Hermandad Republicana Irlandesa, y sus tentáculos llegaban a muchos lugares, por lo
que no parecía nada raro que entre sus informantes se encontraran prostitutas. Así es el
mundo, padre, y por desgracia así es la policía, no sólo en Inglaterra sino en todos los
países del mundo. En lugar de luchar contra una lacra social se sirven de la misma para sus
intereses políticos. Pero no es mi intención adoctrinarle, no me quedan fuerzas para ello,
sino contarle escuetamente los hechos que viví aquel año, así que proseguiré mi narración.
–Entiendo –dijo finalmente mi amigo, tras asimilar la información que acababa de
recibir–, pero hay una cosa que no me parece nada clara. Si eras el contacto entre el
comisario Anderson y Mary Ann Nichols, no parece lógico que se te acuse de haberla
matado.
–Usted es joven y, según se nota a simple vista, de buena familia, señoría, por eso
no sabe muy bien cómo funcionan estas cosas. Con esa acusación me tienen agarrado por
los… –omito, padre, en aras del decoro, acabar la frase pronunciada por Kośmiński, aunque
supongo que usted se la imaginará perfectamente– y se aseguran mi silencio y que no les
crearé problemas.
Charles asintió en silencio y, considerando que no íbamos a sacar nada más del
barbero, decidió que había llegado la hora de irnos, no sin decirle antes que esperaba, por
su bien, que no hablara a nadie de nuestra conversación.
–Por eso no se preocupe, señor Kingsfield. Seré una tumba, como la que hoy hemos
violado –dijo el barbero sarcásticamente.
Si digo que mi amigo se quedó pálido al ver que había sido reconocido, me quedo
corto. Pero su palidez se acentuó cuando escuchó lo siguiente que dijo Aaron Kośmiński:
–Por cierto, no se olvide de saludar de mi parte a la señorita Elizabeth, una dama
encantadora. Fue un placer trabajar para ella.
La noche estaba a punto de concluir cuando regresamos, en completo silencio, a
“Kingsfield Manor”. Por primera vez desde que le conocí, recién llegado a Inglaterra, vi a
Charles abatido. Varias veces intenté, mientras volvíamos a casa, levantarle el ánimo, pero
no sabía cómo hacerlo. Parecía una de esas ocasiones en las que uno sabe que, diga lo que
diga, va a meter indefectiblemente la pata, así que finalmente opté por callarme.
Curiosamente fue mi amigo quien, cuando cruzamos el dintel de la puerta de
entrada de la mansión familiar, me sonrió tristemente mientras me decía que me veía muy
callado.
–No deseaba perturbar sus pensamientos, Charles –fue lo único que se me ocurrió
contestarle.
–¿Y cuáles cree que eran esos pensamientos, Sabino?
–Pese a lo que en varias ocasiones les ha dicho a las personas con las que hemos
hablado le recuerdo que no soy ningún adivino –intenté bromear con él–, así que
desconozco por completo en qué podía estar pensando.
–Por favor, Sabino –alzó los brazos como en señal de protesta–, no se burle de mí
en estos momentos. Sé perfectamente que usted no es adivino, pero también sé que es una
persona muy inteligente y sensata, por lo que seguramente se habrá hecho una idea de
cuáles eran mis pensamientos.
Charles tenía razón. Yo no era un adivino, pero estaba seguro de haber intuido
fielmente lo que le había mantenido silente y reconcentrado mientras volvíamos a casa, y
así se lo dije, aunque omití deliberadamente la parte más importante de lo que había creído
adivinar.
–Supongo que le habrá perturbado el hecho de que Kośmiński le haya reconocido.
–Así es, Sabino, aunque es lógico, hasta cierto punto. No es que sea una de las
personas más famosas de Londres, pero soy hijo y heredero de una de las grandes fortunas
de la ciudad y siempre he disfrutado de una vida social muy animada, por no decir agitada,
así que no fanfarroneo si le digo que considero normal ser reconocido. Por eso tengo
también que confesarle que ese reconocimiento no es lo que más me ha preocupado.
–¿De qué se trata, entonces? –le pregunté, porque sabía que él deseaba que se lo
preguntara, aunque conocía la respuesta, una respuesta que, cuando se produjo, fue más
bien indirecta, lo que tampoco me extrañó.
–¿Usted qué cree, Sabino?
–Su hermana –dije, sin atreverme a profundizar más.
–Sí, mi hermana –suspiró–. La dulce y bondadosa Liz. Mi hermana. Oír su nombre
de labios de ese detritus de la sociedad ha sido un mazazo para mí, casi como si me
hubieran dicho que la habían violado.
–¡Por favor, Charles! No diga eso. Además, es muy posible que le haya mentido tan
sólo por vengarse, por hacerle daño. No puede fiarse uno de alguien que se dedica a robar
cadáveres, y a saber qué cosas más, en los cementerios.
–Sí, podría estar usted en lo cierto –respondió sin convicción–, pero no lo creo. No
me pareció que mintiera, aunque acierta usted al pensar que pronunció esas palabras porque
sabía que me iban a herir en lo más profundo. Pero creo que tiene razón, Sabino, al
reprocharme lo que acabo de decir al hablar de Elizabeth. Lo siento de corazón, se lo digo
con total sinceridad –añadió tristemente mi amigo–. Seguramente he exagerado, pero es que
hay cosas que… –calló durante un buen rato y yo respeté su silencio, hasta que de repente
el altanero y pretencioso joven que yo había conocido aquellos días volvió a tomar posesión
de su cuerpo y me habló con tono firme y decidido–. No piense mal, Sabino, es mi hermana
y la quiero. De hecho, desde que murió nuestra madre, es lo que más quiero en este mundo.
Y sé que usted también la quiere.
Intenté protestar, pero no me fue posible. Entre otras cosas porque nunca se me ha
dado muy bien mentir.
–Sí, no me diga lo contrario, sé perfectamente que la quiere. Y no porque, al
contrario que usted –se rió con esa risa que me decía que había vuelto el auténtico
Charles–, yo sea un gran mentalista, sino porque ella misma me lo ha confesado. Al mismo
tiempo que me ha confesado que ese sentimiento es recíproco.
¿Nunca le ha ocurrido a usted, padre, haber deseado estar a cientos o miles de
kilómetros de donde estaba? Pues así me encontraba yo, sin saber cómo salir de aquella
situación ni qué decir, mientras me daba cuenta de que mi cara estaba adquiriendo unas
tonalidades de rojo que dejaban pálidos a los mejores tomates de nuestras huertas. Aunque
en esos momentos lo que más me reproché internamente fue mi propia cobardía. Me
hubiese gustado pedirle que me ampliara esa información, que me jurara que no se trataba
de una de sus habituales bromas que tenían a mi persona por único destinatario, pero no me
atreví a hacerlo, tal vez por miedo a sufrir una decepción, por miedo a que pensara
nuevamente que era un ingenuo por haberle creído. Es cierto que la propia Elizabeth me
había mostrado en anteriores ocasiones su afecto, e incluso me había confesado que yo le
gustaba, pero que te guste alguien es una cosa y quererle es otra muy diferente. O tal vez
todo se reducía a esa inseguridad que suelen tener las personas enamoradas y yo lo estaba
desde el primer momento en que la vi.
–No se azore, Sabino –me dijo Charles, al comprobar el efecto que me habían
producido sus palabras–, no le he dicho esto para perturbarle o avergonzarle, todo lo
contrario. Nada podría hacerme más feliz que saber que la hermana a la que amo
profundamente y el hombre a quien, pese a haberle conocido hace muy poco tiempo,
considero mi mejor amigo, están enamorados. Por lo que a mí respecta, les deseo a los dos
lo mejor. Aunque espero que ese enamoramiento no le distraiga de lo que es nuestra labor
principal, averiguar quién asesinó a Mary Ann Nichols.
Iba a responderle en sentido afirmativo, ya más tranquilo y convencido de la
veracidad de sus palabras, pero me callé al ver que la joven de la que estábamos hablando
se acercaba hasta donde nos encontrábamos. Por lo que nos dijo, nos había esperado
levantada ya que deseaba conocer el resultado de nuestra aventura, de la que previamente
había sido informada.
Charles le contó todo, sin omitir nada de lo que habíamos vivido ese día, incluyendo
el saludo que le enviaba Aaron Kośmiński.
–Ese hombre miente –dijo Elizabeth al escucharlo, con una dureza en sus ojos que
jamás le había visto con anterioridad–. Nunca he tenido tratos con él ni con nadie de su
calaña. Seguramente lo ha dicho para perturbarte, como venganza por haberle asaltado en
su barbería.
–Eso es, justamente, lo que me ha dicho nuestro buen amigo Sabino. Y por mi parte
estoy seguro de que ambos tenéis razón, hermanita –contestó, sonriente, Charles–. Así que
olvidémonos de ese incidente y vayámonos todos a la cama. Es lo mejor que podemos
hacer. Ha sido un día muy largo y mañana el señor Kingsfield padre –me guiño un ojo al
decir esto– no tendrá compasión de nosotros y nos hará trabajar como si el mundo estuviera
a punto de irse a pique y sólo Sabino y yo pudiéramos salvarlo con nuestro esfuerzo y
dedicación.
Los dos le hicimos caso y nos retiramos, pero poco tiempo después escuché cómo
golpeaban tímidamente la puerta de mi habitación. Cuando abrí pude ver a Elizabeth,
enfrente de mí, enfundada en un camisón que realzaba su hermosura.
–¿Puedo pasar un momento? –me preguntó con una voz tan baja y tenue que me dio
la impresión de que éramos dos conspiradores.
Admito que tendría que haberle contestado negativamente, ya que lo contrario
suponía defraudar la confianza que su padre había puesto en mí, pero fui incapaz de decirle
que no.
–Creo que usted no me ha creído cuando le he dicho a mi hermano que jamás había
tenido trato alguno con ese miserable de Kośmiński.
¿Qué le iba a decir, padre? Elizabeth era una mujer inteligente y jamás me hubiese
perdonado que la tomase por tonta, así que le dije que estaba en lo cierto, que no la había
creído.
–Como tampoco la ha creído su hermano –añadí en un rapto de sinceridad–. Si ha
fingido hacerlo ha sido tan sólo por el amor que le tiene.
–¿Y usted, Sabino? ¿No sería capaz de fingir que me cree también por amor? Por
ese amor que yo le profeso y que espero que me sea correspondido. No –añadió con ojos
brillantes–, que sé que es correspondido.
Nada más decir esto, acercó sus labios a los míos y me besó. Pero no me besó como
la vez anterior castamente, apenas con un leve roce de labio contra labio, sino que fue algo,
algo…, en fin, prefiero no extenderme, padre. Seguramente usted sabe perfectamente a qué
me refiero, me imagino que habrá oído cosas similares en el confesionario, aunque en mi
caso no es algo de lo que crea que tenga que arrepentirme. Sobre todo porque lo que sentí
en aquel momento no pudo ser obra de Satanás sino del propio Dios, y perdóneme si cree
que estoy blasfemando, acháquelo a los delirios de un moribundo y deme nuevamente la
absolución.
–Mi buen Sabino –dijo cuando retiró sus labios de los míos–. Mi hermoso y
adorable Sabino. No crea que le engaño. Todo tiene su explicación y se la daré a su debido
tiempo, se lo prometo. Siempre que usted desee que se la dé y siempre que siga confiando
en mí y… me siga queriendo.
No sé de dónde saqué fuerzas para que mi voz sonara firme cuando le dije que
jamás debía poner eso en duda.
–Adiós, Sabino –se despidió dándome otra vez un beso, en esta ocasión, sí,
limitándose a un suave roce–, no olvide nunca lo que acaba de prometerme. Que tenga
dulces sueños.
Cuando salió de mi habitación deseé haber tenido la suficiente fuerza de voluntad
para romper las normas morales que tanto mis padres como la Iglesia me inculcaron en mi
mocedad y haberle pedido que no se fuera, que se quedara conmigo. Algo en mi interior me
decía que seguramente habría accedido a mi súplica. Lo deseé con tanta fuerza que en lugar
de acostarme tuve que coger la almohada y ponérmela encima de mi cara, para que nadie en
la casa pudiese oír el desconsolado llanto que mi propia cobardía hizo manar de mis ojos.
Capítulo III
LA SEGUNDA MUERTA

13

Como había vaticinado su hijo, el patriarca de la familia Kingsfield no tuvo la


menor conmiseración con las evidentes notas de fatiga que se adivinaban en nuestros
rostros, creo que nunca he tenido unas ojeras como las de aquel día, y nos tuvo trabajando
de sol a sol pese a ser sábado. Por eso no tuvimos noticia, hasta muy entrada la tarde, del
asesinato de Annie Chapman.
No recuerdo cómo se enteró Charles de lo sucedido, seguramente a través de los
contactos que tenía en la prensa o entre los propios policías, pero sí recuerdo que llamó,
demudado, a la puerta de mi habitación, mientras me estaba preparando para ir a cenar, y
que me lo contó en un ambiente de gran agitación. De repente se puso a sollozar, lo que me
impresionó fuertemente, ya que no había esperado nada parecido en una persona con un
carácter tan recio y firme como el suyo, lanzándose sobre la cama. No sabía qué hacer, así
que llamé a una doncella y, sin permitirle que entrara en la habitación para evitar
habladurías, aunque seguramente esa actitud mía tuvo que ser causa de rumores sin
fundamento mucho más jugosos, le pedí que llamara a su hermana Elizabeth. Ésta acudió
inmediatamente, como si se estuviera oliendo que algo malo ocurría, y cuando se encontró
junto a su hermano le tocó la frente.
–Tiene fiebre –me dijo–. Lo mejor será que lo llevemos a su habitación.
A pesar de que me superaba en peso, entre Elizabeth y yo pudimos erguirlo y
trasladarlo a su habitación, que afortunadamente era contigua a la mía. Una vez allí su
hermana le aflojó la chaqueta y le quitó la corbata, para que pudiera respirar mejor, ya que
daba la impresión de que se iba a ahogar.
–Habrá que llamar a un médico –le dije a Elizabeth.
–No creo que sea necesario, Sabino –me respondió, mientras se acercaba a un
pequeño mueble que su hermano tenía en un lateral de la habitación, junto al vestidor.
Cuando lo abrió comprobé que en su interior había unos cuantos vasos y una botella
de whisky. Elizabeth agarró la botella y escanció parte de su contenido en uno de los vasos,
casi hasta llenarlo.
–¡Bebe! –le dijo a su hermano. Sonaba como si fuera una orden, quizás porque lo
era.
Charles la obedeció mansamente y de un solo trago se bebió el contenido íntegro del
vaso. Tosió brevemente, lo que le hizo expeler una pequeña parte del líquido ingerido, pero
su cara pareció recobrar el color. Nuevamente Elizabeth le puso la mano sobre la frente y,
sonriendo, se dirigió hacia donde yo estaba.
–Lo que yo pensaba. En realidad no tenía fiebre. Era tan sólo el calor interior, me
temo que provocado seguramente por el disgusto, lo que hizo que durante unos minutos su
temperatura superara lo normal. Creo que ya estás recuperado, ¿no? –se dirigió en esta
ocasión a su hermano.
–Sí, gracias, Liz. Y gracias a usted también, Sabino. Supongo que no os he
proporcionado un espectáculo muy edificante.
–La verdad es que no, Charles –le respondió su hermana. Una vez pasado el primer
susto, no se recataba en mostrar su enfado–. Nos has tenido con el corazón en un puño.
–Lo siento, lo siento de verdad, pero es que…, la noticia que acaban de darme –
jadeó, como si le faltara el aire, pero se repuso casi al instante, disipando nuestros temores
de que le diera un nuevo ataque–. Ha sido algo terrible. Terrible e inesperado. Antes os he
dicho que estaba ya recuperado, y es cierto, pero sólo en lo físico. En lo anímico, en
cambio, no sé si conseguiré recuperarme algún día –añadió con tono apesadumbrado.
–Seguro que sí –intenté animarlo–. El asesinato de Annie Chapman es una tragedia,
lo admito. Y nos toca más de cerca porque la hemos conocido, hemos hablado con ella.
Pero no deja de ser un asesinato más, por desgracia. Usted mismo había pronosticado que
habría más muertes. Ojalá se hubiese equivocado, pero no puede torturarse por haber
acertado.
–¿Pero no lo entiende, Sabino? –lo dijo con voz ronca, pero nos impresionó más que
si hubiese gritado–. ¿No lo entiende? –repitió entre sollozos–. Yo he matado a Annie
Chapman. ¡Yo la he matado!
La vehemencia con la que hablaba me asustó al principio, hasta que me di cuenta de
que se expresaba retóricamente.
–No debe culparse por eso, Charles. Seguramente ha sido una casualidad. El asesino
ha podido matar a esa prostituta como podría haber matado a otra cualquiera. Pero incluso
si no lo ha sido, recuerde que ella acudió voluntariamente a hablar con usted, no fue usted
quien la obligó a hablar. Quizás aunque ella crea que el asesino no la vio cuando estaba
asesinando a Mary Ann Nichols, sí que la vio, y por eso ha acabado matándola.
–¿Y ha esperado ocho días a hacerlo, en lugar de en ese mismo instante, cuando lo
tenía más fácil? No, no intente demostrarme lo contrario, Sabino, yo la he matado. La he
matado.
–¡Deja de decir tonterías, Charles! –le espetó su hermana, que seguía enojada con
él–, y haz caso a lo que te dice Sabino. Tú no tienes la culpa de que esa pobre mujer haya
acabado como ha acabado.
–Veo que todavía no lo entendéis –sonrió tristemente Charles–. Cuando digo que la
he matado no estoy afirmando, obviamente, que lo haya hecho con mis propias manos, sino
que soy el causante de su muerte.
–Ya le he dicho, Charles, que hablar con usted, si eso es lo que piensa que ha podido
causarle la muerte, fue decisión de la propia Annie Chapman.
–Lo sé, pero no es ése el quid de la cuestión. ¿Recuerda lo que le prometí a la
señora Chapman? ¿Que mantendría en secreto su identidad y lo que me había contado?
Pues bien, no cumplí mi palabra. Y eso es lo que la ha matado.
La confesión que Charles acababa de hacernos causó una profunda impresión tanto
en su hermana como en mí, que nos miramos en señal de impotencia, sin saber qué
podíamos hacer o decir. Enterarnos de que su hermano, de que mi amigo, había faltado a su
palabra, nos dejó totalmente aturdidos, sobre todo porque una actuación tan deleznable no
parecía concordar con su carácter. Mi primer impulso fue afear su acción, pero me contuve,
no sólo porque observaba el sufrimiento en el rostro de mi amigo sino porque no sabía
cómo se iba a tomar Elizabeth un ataque contra alguien que, a pesar de todo, no por ello
dejaba de ser su único hermano, un hermano al que, además, había estado siempre muy
unida; sin embargo fue ella quien, tal vez comprendiendo los motivos de mi silencio, le
reprochó ese incumplimiento de la palabra dada.
–No lo entiendo, Charles. Tú nunca has sido así, jamás has engañado a la gente. Al
menos –titubeó, como si pensara que en el fondo no conocía a su hermano tan bien como
creía–, no en un asunto tan importante.
–Y no lo soy, Liz, pero creía que hacía lo correcto. Supuse, por lo que se ve
equivocadamente, que si hacía correr, en ciertos ambientes, lo que me había dicho Annie
Chapman, eso desencadenaría algún tipo de acción por parte de su asesino.
–¿La usaste como cebo, Charles? –le preguntó, asustada, su hermana.
–¡Diablos!, sí. Pero lo tenía todo controlado. Se suponía que Annie no iba a correr
ningún peligro. De hecho en todo momento estaba protegida por O’Malley, así que no
debería haber tenido ningún problema. ¡Dios, O’Malley! –exclamó de repente–. ¡O’Malley!
–repitió el apellido de su colaborador irlandés.
–¿Qué ocurre con O’Malley? –le pregunté, aunque intuía cuál era la idea que en
esos momentos estaba cruzando por la mente de mi amigo.
–Se supone que O’Malley estaba protegiendo a Annie Chapman. Pero si han matado
a esta última, ¿qué ha ocurrido con él? ¿Por qué no se ha puesto en contacto con nosotros?
Los tres nos miramos, como atenazados por el mismo funesto presagio. De repente
pareció como si Charles hubiese recobrado de golpe la energía que la noticia de la muerte
de nuestra testigo le había robado y me instó a acompañarle hasta la taberna de
Whitechapel, donde quizás sabían algo acerca de él.
–Tú no –le dijo autoritario a su hermana, cuando ésta expresó su deseo de
acompañarnos–. Tú no puedes venir. El lugar al que vamos no es propio de mujeres. De
mujeres decentes, quiero decir –añadió riendo entre dientes–. Además, alguien tiene que
excusarnos ante nuestro severo padre por no acudir prestos a la cena. Pero te prometo que a
nuestra vuelta te informaremos de todo lo que hayamos descubierto.
Elizabeth Kingsfield no estaba muy de acuerdo con las palabras de su hermano, por
lo que tuve que intervenir para tranquilizarla.
–Lo que ha dicho Charles es cierto, Elizabeth –intervine en el tono más conciliador
que pude, y casi sin pensármelo añadí–: Hágalo por mí, no insista en acompañarnos. Nada
me desagradaría más que verla en ese antro, rodeada de borrachos y mujerzuelas.
–De acuerdo, pero porque me lo pide usted, Sabino –contestó con voz dulce y
suave, para pasar a un tono más firme cuando se dirigió a su hermano–. Eso sí, espero que
cumpláis con vuestra palabra y me lo contéis todo cuando regreséis. Y por nuestro padre no
te preocupes. Ya sabré camelarlo –añadió con un brillo pícaro en los ojos.
–La duda ofende, hermanita, puedes estar segura de que en cuanto volvamos te lo
contaremos todo, sin olvidarnos ni una coma, ni siquiera un acento circunflejo –respondió
Charles en su tradicional tono jovial, que afortunadamente había recuperado, a su hermana,
que se rió al escuchar su estrafalaria promesa. Y luego a mí–: Vamos, Sabino, no hay
tiempo que perder. En cuanto esté preparado nuestro carruaje, salimos para Whitechapel.
Nuestro primer destino fue la taberna en la que habíamos parado el día que llegué a
Inglaterra, pero en ella nadie nos supo decir dónde se encontraba O’Malley. Llevaba más de
un día sin aparecer por allí y no se explicaban esa ausencia, muy poco habitual en él. De
hecho, los más allegados estaban tan preocupados como nosotros.
Pasamos también por otras tabernas y tugurios frecuentados por el irlandés, aunque
Charles estaba seguro de que no íbamos a conseguir nada. Si no se le había visto en la que
era prácticamente su segunda casa, no parecía factible que le hubieran visto en los otros
lugares.
–En realidad, Sabino, con esta gira lo único que hemos hecho es dejar para el final
el lugar al que tendríamos que haber acudido desde el primer momento. El depósito de
cadáveres –me dijo tras salir, sin obtener ningún resultado positivo, del último de los
locales en los que O’Malley era conocido.
Personalmente no me hacía mucha ilusión. Bueno, para ser exacto, no me hacía
ninguna ilusión visitar ese lugar, pero estaba de acuerdo con Charles en que era necesario,
así que haciendo de tripas corazón asentí en silencio y, cuando ya estaba entrada la noche,
nos dirigimos al habitáculo en el que Scotland Yard guardaba los cuerpos de los ciudadanos
fallecidos en extrañas circunstancias, por usar un eufemismo que no le será difícil
comprender, padre.
El efusivo saludo con que uno de los celadores obsequió a mi amigo me hizo
comprender que éste estaba muy bien relacionado y que su interés por los casos criminales
venía, seguramente, de lejos. Idea que se vio acrecentada y confirmada cuando unas pocas
monedas pasaron de la bolsa de Charles a la del empleado público.
–Viene por lo de la prostituta ésa que han descuartizado, ¿no? Por Annie Chapman.
Lo supongo porque su muerte es muy parecida a la de la otra puta por la que se interesó, la
vieja Polly. Un asunto muy desagradable, sí, señor, pero que muy desagradable, y que
parece que se ha repetido. Va a tener suerte, porque en estos momentos todavía se
encuentran aquí el doctor Phillips y el inspector Chandler, que son quienes han efectuado
las primeras diligencias.
Aunque en realidad no habíamos acudido allí por ese asunto, Charles pensó que no
podíamos perder la oportunidad de informarnos sobre las circunstancias del asesinato de
nuestra infortunada testigo, así que, agradeciéndole su buena disposición y
recompensándole la misma, le dijo que estaríamos encantados de cambiar impresiones con
el agente encargado de la investigación. El propio celador nos acompañó hasta donde se
encontraba el inspector de Scotland Yard. Se trataba de un hombre de cara sonrosada, con
aspecto de estar permanentemente sudado, rechoncho y de baja estatura. Lo primero que
pensé al verle fue que seguramente sería imposible para él correr detrás de un delincuente y
mucho menos enfrentársele, pero nada de eso parecía afectarle, ya que demostraba una
completa confianza en sí mismo y un inmenso desprecio por el resto de la humanidad, entre
la que incluía a mi amigo Charles.
–¡Mira a quién tenemos por aquí! –exclamó nada más verle–. Al detective
aficionado Charles Kingsfield. ¿Qué le trae por estos pagos al futuro lord Kingsfield? –se
rió de tal modo que su papada amenazó con desgajarse, a causa del movimiento, del resto
de su rostro.
–Usted siempre tan ingenioso, estimado inspector. Y tan acertado –añadió, ya que
conocía lo que le gustaba al inspector ser adulado–. Porque, efectivamente, venimos a ver
un cadáver, el de la mujer que mataron esta madrugada, Annie Chapman.
–¿Annie Chapman? ¿Le interesan las prostitutas asesinadas? Curiosa ocupación
para un joven de su clase social. Debe de aburrirse mucho, todo el día bebiendo coñac y
jugando al bridge en su club –el inspector estaba desatado. Se encontraba en sus dominios y
ahí podía decir cosas que nunca se le hubiesen permitido en otros ambientes, por lo que no
iba a dejar pasar su oportunidad de criticar a quien consideraba un representante de una
juventud aristocrática ociosa y disipada–. Por lo menos a usted le van las mujeres, aunque
estén muertas, no como a ese pervertido de Oscar Wilde, que se pirra por un culo bien
puesto.
Obvio, padre, expresar en toda su amplitud el desagrado que me produjeron sus
palabras. Y aunque admito que los gustos de ese escritor británico de origen irlandés son
contrarios a la ley de Dios, el asco que me produjeron las palabras del inspector me
impulsaron a ser indulgente con ese pobre desgraciado que, por lo que supe más tarde, fue
encarcelado bajo una acusación de sodomía y murió en prisión. Ojalá Dios le haya
perdonado sus pecados. Ojalá nos perdone a todos.
Disculpe este pequeño interludio, padre, y permítame recobrar la narración. Para
ello lo primero que tengo que indicar es que, aunque los sentimientos de Charles eran
parejos a los míos, los disimuló con gran entereza, riéndose con los chistes del inspector y
aparentando que le daba la razón en todo lo que decía.
–Así es, Chandler, así es. A mí lo que me van son las mujeres aunque, lo mismo que
a usted, me gustan vivas. Bien vivas, vivas y coleando.
–Yo pensaba que sería usted el que “colearía” –replicó Chandler con una expresión
de la que al principio, por mi frágil conocimiento del idioma, no capté bien su significado
obsceno.
–Ha vuelto a acertar, inspector –dijo mi amigo, acompañando con su propia risa las
estridentes carcajadas con las que el inspector Chandler demostraba su satisfacción por lo
listo e ingenioso que se consideraba a sí mismo–, pero por lo que respecta a esa pobre
desgraciada de Annie Chapman mi interés, por decirlo de algún modo, sería criminológico.
–¿Criminológico? –le preguntó, extrañado, el inspector, al que esa palabra, a pesar
de su profesión, pareció sonarle tan incomprensible como si le hubiesen hablado de ese
músculo con un nombre tan largo, el esternocleidomastoideo.
–Sí, o por decirlo de otro modo, aunque seguramente usted me ha entendido
perfectamente –volvió a adular mi amigo a ese barril de ignorancia que ostentaba el cargo
de inspector de policía, Dios sabrá por qué oscuros méritos–, por las características que
subyacen en su asesinato.
–¿A qué características se refiere? –preguntó, desconcertado, el inspector
Chandler–. No es más que el asesinato de una puta, no veo yo que haya características de
ningún tipo. Seguramente un cliente insatisfecho la mató, y es que a ciertas edades es mejor
abandonar ese oficio, ¿no creen ustedes?
Cuando Charles me tradujo esa parte de la conversación pensé que quien debiera
haber abandonado su oficio hacía ya décadas era el propio inspector. Afortunadamente
Chandler no se enteró de estos pensamientos y, a su modo, continuó atendiendo a mi amigo.
–Al hablarle de las características del asesinato de esta pobre mujer me refiero a que
es muy similar al de otra prostituta a la que mataron hace unos cuantos días en el mismo
barrio, el de Mary Ann Nichols, que si no me equivoco constaba en las fichas policiales con
el sobrenombre de Polly.
Por toda contestación el inspector Chandler volvió a reírse, haciendo ostentación de
sus carcajadas, como si quisiera pasárnoslas por la cara, ya que de otro modo no se explica
que se contorsionara como un acróbata de circo, y mucho menos en una persona que, como
él, podría haber servido de modelo a un pintor que quisiera captar la esencia –y la figura–
de un barril de cerveza. No considere, padre, poco caritativas y cristianas estas palabras.
Estoy seguro de que si usted le hubiese conocido diría cosas aún más fuertes que las que yo
le estoy contando.
–¡Son ustedes muy graciosos, la verdad! –nos dijo el inspector cuando cesaron sus
risas–, pero que muy graciosos. Es lo que tienen los detectives aficionados, que enseguida
intentan sacar conclusiones de lo más absurdas, creyéndose superiores y más inteligentes
que los ignorantes e incultos policías que nos pateamos día y noche las calles de Londres.
¿Saben ustedes cuántas prostitutas son asesinadas en ese barrio infecto al cabo del año? Un
montón. Y qué creen, ¿que a todas las ha matado la misma persona? Sí, son ustedes muy
graciosos, pero que muy graciosos, aunque no tienen ni idea de lo que es el trabajo policial.
–No tengo más remedio que volver a darle la razón, inspector. Por eso nos ha
alegrado enormemente el que fuera usted, y no otro, quien estuviera al cargo del asunto, ya
que con toda seguridad podrá disipar nuestra ignorancia narrándonos los hechos tal y como
sucedieron y dándonos su ponderada y acertada opinión de lo ocurrido.
Por la cabeza del inspector Chandler no debió de cruzar en ningún momento la idea
de que mi amigo estaba siendo más irónico que adulador. De hecho dudo que en algún
momento pasara por su cabeza, ni siquiera rozándola de lejos, la más pequeña de las ideas,
pero eso es tan sólo una opinión personal que no tiene nada que ver con lo que le estoy
contando, padre. El caso es que se hinchó como un pavo real y en el tono más pomposo del
que fue capaz nos dijo que no tenía ningún problema en ilustrarnos sobre los pormenores
del asesinato y de cómo actuaban los policías de verdad. Aunque debo añadir que en su
buena disposición intervino también el trasvase de unas cuantas monedas que pasaron de
los bolsillos de Charles a los suyos.
–Quizás sus señorías ya lo sepan, porque en caso contrario no estarían aquí –
pronunció sus primeras palabras sensatas del día–, pero el caso es que hoy mismo, a eso de
las seis de la mañana, un estibador, John Davies de nombre, encontró el cadáver de la
señora Chapman frente al patio trasero del número 29 de la calle Hanbury. Seguramente
usted la conoce, señor Kingsfield –añadió haciendo un gesto obsceno con sus manos. Yo
entonces no lo sabía, pero ese domicilio era usado frecuentemente por un buen número de
prostitutas del barrio para ejercer su oficio.
Sin denotar la menor incomodidad por lo que acababa de decir Chandler, mi amigo
le dijo que le sonaba el sitio aunque jamás había estado en él, instándole a que continuara
con su relato, a lo que el inspector accedió no sin antes guiñarle un ojo en señal, o eso
pensaba él, de camaradería entre machos.
–Si ustedes quieren saber lo que es un auténtico trabajo policial, ésta es su ocasión –
nos dijo muy ufano, mientras sacaba una agenda, que empezó a leer–: Pasada la una y
media de la mañana la mujer todavía estaba viva, según las declaraciones de Timothy
Donovan, encargado de la pensión de la calle Dorset en la que aquella solía pernoctar. Por
lo que nos contó el propio Donovan, le dijo que no disponía de los cuatro peniques que
costaba el alquiler de la cama, pero le rogó que se la conservara, ya que estaba dispuesta a
conseguir, como fuera, el dinero que se le exigía.
Era la misma historia que ya habíamos conocido tras la muerte de Mary Ann
Nichols. Por una cantidad miserable, pero necesaria para poder pasar la noche bajo techo,
tuvieron que volver a las calles en las que ambas mujeres fueron asesinadas. Aunque quizás
el destino de Annie Chapman estaba predeterminado desde el momento en que habló con
nosotros. Ésa, al menos, era la opinión de Charles, y yo coincidía totalmente con él.
–Sabemos que a eso de las dos de la madrugada aún continuaba viva –prosiguió
Chandler leyéndonos sus notas–, ya que estuvo tomándose unas copas, bueno, eso es lo que
he puesto en el informe, en realidad estaban borrachos como perros y seguramente no
sabían ni lo que tomaban, con un cochero llamado Frederick Steven. Pero el cochero ha
quedado fuera de toda sospecha ya que cuando se separaron Annie Chapman continuaba
viva. Lo sabemos gracias a las declaraciones de otro cliente de la misma pensión de la calle
Dorset, un tal John Evans, más conocido por Brummie, que al parecer no tuvo el detalle de
prestarle el dinero necesario para pagarse la cama. Se ve que la conocía perfectamente –se
rió de nuevo Chandler– y no debió de parecerle una buena inversión.
–Ese Brummie –le interrumpió mi amigo, más para que Chandler pensara que
estaba atendiendo a sus explicaciones que porque considerara que merecía la pena hacerlo–,
¿es sospechoso de su asesinato?
–Buena pregunta, señorito Kingsfield. Sí, muy buena pregunta. O, por mejor decir,
la pregunta típica que hacen los novatos al enterarse de que una persona ha sido vista junto
a la víctima poco antes de que ésta falleciera. Pero la respuesta es que no. Está claro que
John Evans no es trigo limpio, ninguna persona decente anda a esas horas por las calles de
Londres, pero no es el asesino, puesto que algo más tarde una conocida suya llamada
Elizabeth Long, que a saber qué estaría haciendo a esas horas en Whitechapel –se rió de lo
que debía de considerar una muestra de ingenio por su parte–, se cruzó con la señora
Chapman. Según nos dijo cuando se le tomó declaración, la víctima estaba hablando con un
hombre de aspecto distinguido aunque vestido con harapos, como si sus buenos tiempos, en
caso de haberlos disfrutado, ya hubieran acabado hacía mucho tiempo. Y allí se pierde la
pista de la infortunada Annie Chapman hasta el momento en que John Davies descubrió su
cadáver.
–Impresionante en verdad –dijo Charles cuando el inspector Chandler terminó su
exposición–. ¡Qué razón tiene usted cuando dice que hay que dejar trabajar a los expertos!
Pero dígame, inspector, ¿se conoce ya la identidad de ese hombre de aspecto distinguido
aunque harapiento al que Elizabeth Long vio hablando con Annie Chapman?
–Todavía no –contestó el inspector Chandler–, pero puede estar seguro de que si
existe no tardaremos en encontrarlo.
–¿Por qué dice eso de “si existe”? –le preguntó, extrañado, mi amigo.
–Ya sabe cómo son esas mujeres de la calle, señor Kingsfield. Alcoholizadas y
embrutecidas al máximo. No sería raro que se hubiese inventado a ese “hombre
distinguido” para que no sospecháramos de ella, al ser la última persona que la vio con
vida.
–¿Acaso piensan que podría ser la autora del crimen?
–No, imposible, no tiene ni la fortaleza física ni el carácter necesario para hacer algo
así. Pero ella, en su ignorancia de los procedimientos policiales, tal vez piense que sí es
sospechosa y haya intentado desviar nuestra atención hacia un caballero inexistente.
–Sí, seguramente tiene usted razón, Chandler –volvió a adularle mi amigo–.
Entonces, ¿descarta que este asesinato tenga algo que ver con el de Mary Ann Nichols?
–Completamente, Kingsfield, completamente. Aunque no creo que vaya a poder
demostrarlo –añadió con tristeza–, ya que pese a haber realizado las primeras diligencias
será el inspector Abberline quien se haga cargo del caso. Aunque igual se lleva un chasco –
en realidad, padre, utilizó otra expresión que me niego a repetir delante de usted por lo
grosera y chabacana–, porque creo que la gran estrella de Scotland Yard, Robert Anderson,
quiere quitárselo. ¡Que con su pan se lo coman ese par de intrigantes! –finalizó, con
amargura, su perorata.
–¿Anderson? –preguntó, extrañado, Charles. Era la segunda vez que escuchábamos
su nombre desde que iniciamos nuestras pesquisas–. Yo pensaba que estaba dedicado en
cuerpo y alma a luchar contra los revolucionarios irlandeses.
El inspector se encogió de hombros, lo que no dejaba de tener su mérito ya que
prácticamente carecía de cuello, antes de decirnos que así estaban las cosas, que
seguramente el famoso comisario-asistente de Scotland Yard querría engrandecer su hoja de
servicios con lo que consideraba unos crímenes fáciles de resolver, aunque para ello no le
importara jorobar –por respeto a su sotana, padre, utilizo un eufemismo en lugar de la
palabra que realmente pronunció– a un compañero.
Charles le agradeció efusivamente su información, pidiéndole como último favor
que avisara al médico que había examinado el cadáver de Annie Chapman, ya que
queríamos hablar con él, a lo que accedió el inspector, no sin comentar jocosamente los
extraños y morbosos gustos de los jóvenes británicos de clase alta y sus amigos extranjeros.
Mientras esperábamos que viniera el médico comenté excitado, con mi amigo, lo
que nos acababa de revelar el inspector Chandler.
–No sé qué piensa usted, Charles, pero si lo que le ha dicho esa testigo, Elizabeth
Nosécuántos… –me acordaba del nombre porque era el mismo que el de su hermana, pero
no había retenido el apellido.
–Long, Elizabeth Long –me ayudó mi amigo.
–Eso, Elizabeth Long. Si lo que le ha contado al inspector es cierto, y no una mera
fantasía como sospecha éste, podríamos estar ante el mismo hombre del que nos habló la
propia Annie Chapman.
–¿Y en qué se fundamenta para decir eso, querido amigo? –me preguntó Charles,
como si fuera el profesor que está examinando a un alumno torpe aunque voluntarioso.
–En que habló de un hombre de aspecto distinguido, es decir, de un caballero, como
lo describió la infortunada señora Chapman.
–Pero la señora Long, además de decir que el hombre que estuvo hablando con
Annie Chapman parecía tener un aspecto distinguido, también se refirió a él como
harapiento y caído en desgracia.
–¿Pero no lo ve, Charles? Es evidente que si ese hombre es el mismo que asesinó a
Mary Ann Nichols, intentó transformarse, disfrazarse, para hacer lo propio con Annie
Chapman, sobre todo si sabía que había sido testigo de su anterior crimen y quería
acercarse a ella sin que recelara nada. Y sin embargo, aunque uno puede cambiarse de ropa,
teñirse el pelo o dejarse la barba para que no le reconozcan la cara, hay algo que no se
puede ocultar tan fácilmente. Si el asesino de la primera prostituta era un caballero, seguirá
siéndolo por mucho que intente aparentar ser otra cosa. Salvo que sea un consumado actor,
por supuesto, pero eso seguramente lo complicaría todo aún más.
–Sí, lo complicaría hasta el extremo, pero no, no creo que nuestro hombre sea un
actor. Y también creo que usted está en lo cierto, que el hombre al que Elizabeth Long vio
hablando con la víctima es el asesino. De todos modos disimule su entusiasmo, porque veo
que nuestro buen inspector ha cumplido su palabra y, si no me equivoco, nos trae al médico
para que podamos hablar con él.
Charles no se equivocaba y efectivamente, como había vaticinado, el inspector
Chandler nos presentó a George Bagster Phillips, el médico forense que había examinado a
la mujer asesinada, un hombre cuya cordialidad no le impedía ser eficaz en su profesión.
El doctor Phillips conocía al padre de mi amigo, por eso se prestó, sin ponernos la
menor objeción, a transmitirnos lo que había sacado en claro del cadáver de Annie
Chapman.
–Lo primero –nos dijo el doctor–, es que el asesino tan sólo ha acelerado su muerte.
Esa pobre mujer, aparte del alcoholismo y la decadencia física propios de las mujeres que
viven de la prostitución, sufría una grave enfermedad pulmonar que seguramente la habría
llevado a la tumba en pocos meses. Aun así, no merecía, nadie se lo merece, morir tan
atrozmente. Tenía rajado completamente el abdomen y los intestinos esparcidos en torno a
uno de sus hombros, concretamente el izquierdo. Además, le seccionaron la garganta con
un tajo tan profundo que da la impresión de que intentaron decapitarla, como hacía el rey
Enrique VIII con sus exmujeres. Lamento ser tan desagradablemente explícito, pero les he
prometido explicarles todo lo que sé, y así lo he hecho.
Charles le tranquilizó, diciéndole que entendíamos perfectamente la crudeza de sus
descripciones, agradeciéndoselas y aprovechando para pedirle un último favor o, más bien,
una opinión.
–El inspector Chandler nos ha dicho que no cree que la misma persona haya
asesinado a Annie Chapman y a Mary Ann Nichols, no sé si la recuerda, otra prostituta que
fue descuartizada hace unos ocho días también en Whitechapel. ¿Está usted de acuerdo con
él? Dadas las características de las heridas infligidas a ambas, ¿podría haber actuado el
mismo asesino en ambos casos?
El doctor Phillips, antes de contestar, sacó de un bolsillo de su chaqueta una pipa,
que rellenó con el tabaco sacado de otro bolsillo. Luego, parsimoniosamente, la encendió
con sumo esmero y aspiró fuertemente su contenido. Personalmente me dio la impresión de
que, más que obedecer a una desmedida ansiedad por fumar, lo que pretendía con ese rito
era ganar algo de tiempo antes de responder la pregunta de mi amigo.
–Bien… –dijo finalmente–. Bien… –repitió–. Chandler es un buen policía,
trabajador y eficiente, pero le falta, ¿cómo les diría yo?, le falta una pizca de imaginación.
Para él los crímenes los cometen hombres borrachos que pegan a sus mujeres y se les va la
mano, ladronzuelos descubiertos in situ que no desean ser denunciados o personas que se
encuentran endeudadas hasta el cuello y no pueden esperar a que su amada abuela fallezca
de modo natural para heredarla. Para él, que un cliente insatisfecho mate a una prostituta no
se sale de la norma, pero que el mismo cliente mate a dos, no, eso no entra en su esquema
mental. Y hasta cierto punto no le falta razón.
–¿Y si no se tratara de un cliente insatisfecho? ¿Si se tratara de algo diferente? –
preguntó mi amigo.
–¿Alguien que matara por placer, quizás? –preguntó el forense.
–Por ejemplo –contestó escuetamente Charles, sin querer comprometerse
demasiado–. O porque tuviera in mente la idea de transmitir a los londinenses la imagen de
algo diabólico y monstruoso porque le conviniera a sus propios planes.
–Me parece muy rebuscada esa última teoría –le replicó el doctor–, más propia de
una novela gótica que de una mente racional. Y en cuanto a la posibilidad de encontrarnos
ante un asesino que mata por placer, no sé qué decirles, pero podría ser. Sí, podría ser –
contestó el doctor Phillips, después de tomarse nuevamente su tiempo para remover la
cazoleta de su pipa–. En realidad mi especialidad son los cuerpos, no las almas, ni la
mente, por utilizar un término más en consonancia con la ciencia médica, pero podría ser.
Además, ciertos aspectos de los dos asesinatos son bastante coincidentes. Ambos están
rodeados de un hálito de horror que los hacen aún más repulsivos que cualquier otra muerte
violenta. No, no puedo ser concluyente, pero al contrario que el inspector Chandler no
rechazaría de un modo tajante que la misma mano asesina haya degollado a esas dos pobres
infelices. Pero el policía es él, yo tan sólo soy un humilde médico –sonrió de una manera
que parecía indicar lo contrario, que la policía, o al menos algunos policías, deberían hacer
más caso a los médicos especializados en el examen de los cadáveres.
Parecía que había llegado el momento de irnos, así lo entendió el forense, que nos
hizo un caluroso gesto de despedida, pero ni Charles ni yo habíamos olvidado el auténtico
motivo de nuestra visita, indagar si O’Malley era uno de los cadáveres que estaban a punto
de ser diseccionados por los forenses. En realidad no teníamos ningún indicio que avalara
esa hipótesis de búsqueda, tan sólo la sensación de que si alguien había conseguido asesinar
a Annie Chapman, previamente tendría que haberse desembarazado del fornido irlandés.
Por eso le preguntamos a Phillips si no habría, por casualidad, algún otro cadáver al que
mereciera la pena echar un vistazo.
Procuraré no volver a reírme, padre, para que no me dé un nuevo acceso de tos y
usted se preocupe casi más por el destino de mi cuerpo que por el de mi alma, pero no
puedo dejar de pensar con cierto divertimiento en la reacción del médico. El buen doctor
estaba dispuesto a admitir por nuestra parte cierto interés, digamos que intelectual, ante el
asesinato de las dos prostitutas de Whitechapel, pero que le preguntáramos así, de sopetón,
si había algún otro cadáver al que echar un vistazo, le debió de parecer el colmo de la
excentricidad, por no decir directamente que de la perversión. Pero aunque no era
sobornable, como el inspector Chandler, sí era de los que sentían un considerable respeto
por los miembros de la Cámara de los Lores y mi amigo Charles era hijo, precisamente, de
un par del reino, así que modificó rápidamente su expresión de sorpresa ante nuestra
petición y, en lugar de mandarnos a donde seguramente deseaba hacerlo, nos dijo muy
amablemente que sí, que si lo deseábamos teníamos otro muerto a nuestra disposición. Esto
último lo dijo en un tono claramente irónico, lo que a mí no me afectó demasiado porque no
dominaba todavía los matices lingüísticos del inglés y a mi amigo tampoco, porque con tal
de conseguir su objetivo estaba dispuesto a aguantar todas las impertinencias que hicieran
falta.
Por lo que nos dijo el propio forense mientras nos acompañaba hasta el lugar en el
que se hallaba tendido ese nuevo cadáver, se trataba de un hombre de complexión fuerte
que había sido rescatado hacía muy poco del Támesis y que presentaba una herida de arma
blanca en el cuello, lo que demostraba, sin lugar a dudas, que había sido degollado.
–No ha estado mucho tiempo en el agua, por lo que el deterioro sufrido no ha sido
muy grande, pero aun así presenta un rostro abotargado y donde debían estar los ojos no
hay más que unas cuencas vacías. Supongo que los peces los han devorado –nos dijo con
una tranquilidad que me produjo escalofríos.
Cuando llegamos al lugar en el que se encontraba el cadáver pudimos comprobar
que nuestros temores no eran, por desgracia, infundados. Yo había estado pocas veces con
O’Malley, pero le reconocí sin la menor duda, pese a su aspecto. Y por el gesto que me
hizo Charles comprendí que estaba en lo cierto. No obstante, no sé si para confirmarlo o por
un exceso de prudencia, mi amigo preguntó si había sido identificado el cadáver.
–Todavía no, pero ¿qué más da? –nos contestó el doctor Phillips–. No deja de ser un
hombre más de esos que la vida aparta de su lado, sin oficio ni beneficio, que antes o
después acaban sumergidos en el río. Ni siquiera sé si merecía esa muerte o no, espero que
no, aunque eso ya da igual. Está en manos de Dios y en estos momentos Él es el único
autorizado para juzgarle. Pero si quieren saber más sobre el caso –hizo nuevamente un
gesto de incomprensión por lo que juzgaba un interés morboso por nuestra parte–, están de
suerte, porque es el mismo Joseph Chandler el agente de policía que va a llevarlo. Creo que
todavía anda por aquí, si esperan un momento iré en su búsqueda.
Mientras esperábamos la llegada del inspector, interrogué a Charles sobre esa teoría
acerca de que quizás lo que quisiera el asesino fuera inocular en la población de Londres la
sensación de que estaban ante algo diabólico y monstruoso porque podría convenirle para
sus propios planes, fueran éstos los que fuesen, pero me respondió que me olvidara de esa
teoría, ya que no tenía la menor importancia.
–Ha sido tan sólo una manera de espolear la imaginación del forense, para ver por
dónde salía. Phillips, por lo que yo sé, es un buen médico, pero tantos años haciendo el
mismo trabajo pueden haberle hecho caer en la rutina y la monotonía, y eso no es bueno,
porque nos lleva siempre a buscar la solución más fácil.
No tenía ningún motivo para dudar de las palabras de mi amigo, pero aun así me
quedé con la sensación de que detrás de lo que acababa de decirle al doctor Phillips no
había tan sólo un deseo de estimularle, sino que se ocultaba algo más que a mí, por el
momento, se me escapaba. Pero decidí no ofenderle trasladándole mis sospechas y me las
callé. Además, tampoco tuve opción para hacerlo, ya que antes de que yo pudiera decir
nada Charles se me adelantó para pedir que no desvelara la identidad del cadáver recogido
del Támesis, a lo que accedí sin poner la menor objeción. Durante unos instantes incluso
estuve tentado de darle el pésame, pero no sabía exactamente si entre ellos, aparte de la
colaboración esporádica, se habían desarrollado lazos de amistad, así que me limité a decir
genéricamente que lamentaba su muerte, lo que agradeció mi amigo con un suspiro. De
todos modos, por prudencia, ya que no queríamos que nos pillaran hablando del muerto, a
partir de ese momento permanecimos callados hasta el regreso de Phillips y Chandler.
–Me ha dicho el doctor que también están interesados por el hombre del Támesis,
¿no? Así pues, Kingsfield, no sólo se excita –babeó ostensiblemente mientras de nuevo se
burlaba de nosotros– con las viejas prostitutas muertas sino también con los aguerridos
revolucionarios irlandeses.
–¿Revolucionarios? ¿Irlandeses? No entiendo –contestó mi amigo, a pesar de que lo
había entendido perfectamente.
–Eso es lo que he dicho –contestó el inspector Chandler, abandonando su anterior
aspecto histriónico y socarrón, como si intentase remarcar la seriedad de lo que estaba
diciendo–. Un fucking irish–perdóneme, padre, que use la expresión en inglés, ya que es tan
desagradable y barriobajera que no me apetece nada traducirla, pero seguro que usted la
entiende perfectamente–, radical, revolucionario y enemigo de la Corona.
–¡No es posible! ¡Qué horror! –exclamó mi amigo, sin que el inspector Chandler se
percatara de que estaba exagerando–. Pero ¿está usted seguro? ¿Cómo puede saberlo si
acaba de decirnos que aún no ha sido identificado?
En lugar de responder el policía se acercó hasta el cadáver y levantando el tosco
paño que pudorosamente le cubría el cuerpo, señaló su pecho. Algo parecido a un sol, del
que emanaban hacia su derecha unos rayos, había sido tatuado en su piel.
–Es el “sunburst”, el rayo de sol que la Hermandad Republicana Irlandesa ha
adoptado como uno de sus símbolos, en honor del legendario guerrero Finn Mac Cumhall,
cuyas hazañas, al parecer, han servido de ejemplo a los actuales fenianos, a esos piojosos
activistas de la Hermandad. ¡A esos rebeldes malnacidos! –añadió con desprecio–. Seguro
que de haber existido ese caudillo legendario, ese tal Finn Mac Cumhall, habrá sido un
borracho como el resto de sus paisanos, que no sé en qué estaría pensando Dios cuando
decidió crearlos, y sus supuestas hazañas no serían más que un invento de sus necios y
estúpidos seguidores y correligionarios.
Si ya el modo en que hablaba de los irlandeses me pareció indigno, que Chandler
blasfemara de ese modo contra los designios y la voluntad del Creador me desagradó
profundamente. Pero yo era un extranjero en aquella tierra y, además, no quería hacer nada
que indispusiera al inspector contra mi amigo, así que opté por callarme. Como también
hizo prudentemente Charles, que esperó a que Chandler continuara hablando, lo que ocurrió
segundos después.
–Convendrán conmigo, mis jóvenes amigos, en que ese tatuaje es concluyente. Por
eso, aunque su identidad nos es aún desconocida, parece clarísimo que estamos ante un
miembro de la Hermandad Republicana, ante un irlandés rebelde a la Corona y enemigo del
Imperio.
–Sí, parece claro que es así, que la víctima era irlandesa. Como siempre tiene usted
razón, mi estimado inspector –volvió a hablar Charles, fingiendo admiración por el agente
de Scotland Yard–. Y si no tiene a mal seguir ilustrándonos sobre los vericuetos de la
investigación policial, que tan ansiosamente deseamos aprender, ¿cuáles van a ser sus pasos
para descubrir al asesino? Porque el doctor Phillips nos ha dicho que va a ser usted quien se
hará cargo de investigar las causas de su muerte.
–Así es –confirmó Chandler lo que mi amigo acababa de decir–, el forense no les ha
mentido. ¿Ustedes creen que es justo lo que ha ocurrido? A mí, un inspector reconocido de
Scotland Yard, con años de experiencia luchando contra todo tipo de delincuentes y
criminales, me apartan de un asunto que me correspondía, el de la investigación del
asesinato de Annie Chapman, y me endilgan el de este sucio irlandés que, de momento, ni
siquiera tiene nombre. Entiéndame bien, no es que considere un asunto de mucho interés la
investigación de la muerte de una prostituta alcoholizada y en decadencia, pero al menos se
trata de una compatriota, de una mujer inglesa que estaba bajo la protección de la Corona.
Pero tener que investigar el asesinato de ese revolucionario… es indignante. ¿No están
ustedes de acuerdo?
No lo estábamos, por supuesto, pero nos abstuvimos de decírselo. Al menos, en esta
ocasión, Charles no se vio obligado a asentir a sus comentarios.
–Me alegra saber que opinan como yo –continuó Chandler, interpretando
equivocadamente nuestro silencio–. En fin, lo único bueno del asunto es que nadie me
reprochará nunca nada si el crimen se queda sin esclarecer y no comparece ningún culpable
ante la corte de Justicia.
–¿Tan enrevesado y difícil de resolver le parece el asunto? –preguntó mi amigo tras
escuchar las últimas palabras de Chandler.
–¿Enrevesado? ¿Difícil? No, qué va. Seguramente este tipo murió en una riña de
compatriotas borrachos. Si es que son todos iguales. Cuando no tienen un honesto
ciudadano inglés al que molestar –en realidad, padre, Chandler usó un sinónimo más duro
que empieza por jota– se matan entre ellos. ¿Creen ustedes que voy a perder el tiempo
buscando a alguien que posiblemente se merecería una medalla por su acción, en lugar del
cadalso? Aunque quién sabe, quizás dentro de muy poco tiempo su asesino ocupe su lugar
en este depósito. Esa gente, ya lo saben, es muy violenta y vengativa. Así que no voy a
perder ni un segundo de mi tiempo en investigar lo ocurrido. Yo, y perdónenme lo que
puede parecer una inmodestia, soy un buen policía, y un buen policía lo primero que debe
saber es cuáles son sus prioridades. Y tengan por seguro que investigar la muerte de este
gañán no se encuentra entre mis prioridades –añadió muy ufano, antes de despedirse de
nosotros, alegando que tenía por delante mucho trabajo todavía.
Cuando salimos del depósito me encontraba frustrado por todo lo que había visto y
oído, pero a Charles se le notaba feliz. Extrañamente feliz. Y tras escuchar sus motivos
pensé que, por raro que pareciera, seguramente tenía razón para estarlo, pese al giro
inesperado que acababa de dar nuestra investigación.
14

No se da cuenta, Sabino? –me preguntó Charles a la mañana siguiente, en un breve


descanso que tuvimos mientras trabajábamos en las oficinas de uno de los negocios de los
que su padre era único propietario–. La apatía, por no llamarla directamente desidia, del
inspector Chandler nos favorece.
–No veo en qué puede favorecernos –le repliqué extrañado– el que un policía no
quiera efectuar su trabajo e investigar el asesinato de O’Malley.
–Pues está muy claro –volvió a hablarme, exultante–. Si a Chandler no le interesa
para nada descubrir quién es el asesino, eso nos deja a nosotros el campo libre, sin riesgos
de que nuestra actividad pueda meternos en problemas. En más problemas de los que ya
tenemos, por supuesto –finalizó risueño su comentario.
–Espere un momento, Charles. Creo que va muy deprisa. ¿Nuestro objetivo no era
descubrir quién asesinó a Mary Ann Nichols y Annie Chapman? Créame cuando le digo
que comprendo que quiera averiguar también quién es el responsable de la muerte de
O’Malley, al fin y al cabo tenían una buena relación y trabajaba para usted, pero corremos
el riesgo de dispersarnos y, por querer abarcar demasiado, no conseguir nada en claro en
ninguno de los asuntos.
–¿Pero no lo ve todavía, Sabino? No me decepcione, seguro que cuando se lo
explique estará de acuerdo conmigo. Como usted sabe, porque yo mismo se lo he
confesado, en parte me siento responsable de la muerte de Annie Chapman.
–Ya hemos hablado de eso y no tiene nada por lo que reprocharse. O, al menos,
actuó con buena intención. Incluso puso los medios para protegerla. Otra cosa es que esos
medios fallaran, pero usted no tiene la culpa de ello.
–Ahí, ahí es a donde yo quería llegar, Sabino. Está claro que puse los medios, pero
que esos medios fallaron. ¿Y por qué fallaron?
–Entiendo lo que quiere decir, Charles, y ya lo había pensado. Que quien acabó con
la vida de O’Malley lo hizo para asegurarse de que no iba a interponerse en su camino
cuando decidiera hacer lo mismo con la señora Chapman.
–¡Por fin lo ha comprendido, Sabino! No esperaba menos de usted.
–Sí, pero el que eso sea posible, e incluso esté dentro de la lógica, no lo convierte en
cierto. No es más que un disparo al azar, hacia el lugar en el que pensamos que está la
pieza. Y aunque es posible que nuestro razonamiento sea válido y la abatamos, eso no
puede impedirnos reconocer que ha sido un tiro a ciegas, sin ninguna seguridad de dar en el
blanco y consiguiendo el efecto contrario, que nuestro objetivo se dé cuenta de que estamos
cerca de él y huya. Además, aunque ya he reconocido que su hipótesis es muy lógica, la
muerte de O’Malley podría no tener nada que ver con la de Annie Chapman.
–No es mi intención ofender la memoria de O’Malley –proseguí–, ni darle la razón
a ese impresentable de Chandler, pero podría estar en lo cierto, su asesinato podría no tener
nada que ver con el de Annie Chapman. Pudo ser una discusión de borrachos, un
enfrentamiento entre sectores diferentes de la Hermandad Republicana Irlandesa o quizás
se cruzó en el camino de alguien con muy malas pulgas, no lo sabemos. Por eso creo que si
lo que deseamos es averiguar qué hay detrás de las muertes de las dos prostitutas,
centrarnos en él puede llevarnos por un camino equivocado. Aunque entiendo sus deseos,
que comparto, de hacerle justicia.
–¡Bravo, Sabino, bravo! –me abrazó, alborozado, Charles–. Ya me imaginaba yo
que no hablaba por hablar, sin sentido. Y en parte tiene usted razón. Por usar su frase acerca
del camino equivocado, la situación en la que estamos es, efectivamente, como la del
viajero que va en su carruaje y la carretera por la que transita se bifurca en dos. ¿Por cuál
seguir? ¿Por la de la derecha o por la de la izquierda? Si el viajero, antes de ponerse en
marcha, se ha informado bien, no tendrá ninguna duda. Pero si esa división producida en el
camino es algo totalmente inesperado, tendrá que tomar una decisión que puede ser
errónea. Obviamente, si es un viajero experto analizará con atención los datos que puedan
estar a su vista. Así, si uno de los caminos está más cuidado, podría ser un indicio de que es
el adecuado o, al menos, que le va a conducir a algún lugar civilizado. O si la ciudad a la
que se dirigía está al oeste del país, el sendero que lleva esa dirección parecería ser el más
correcto. Pero incluso esos razonamientos pueden fallar y, al final, lo que hay que hacer es
arriesgarse. Nosotros estamos ante un dilema parecido ¿Mary Ann Nichols y Annie
Chapman o Sean O’Malley? ¿Derecha o izquierda? ¿Este u oeste? Y mi apuesta es por
O’Malley en la idea, además, de que los caminos que acaban de bifurcarse volverán a
converger.
–No desdeño, Sabino, sus atinadas objeciones –continuó hablando con
vehemencia–, pero puedo asegurarle, hasta donde humanamente me es posible, que son
infundadas. Le conocía desde hace tiempo y no me queda más remedio que admitir que
O’Malley no era un santo, pero tampoco era un delincuente, aunque no dudaba en
transgredir las leyes que fueran necesarias cuando el objetivo perseguido lo merecía. Y pese
a que como a cualquier buen irlandés le gustaba beber, no era un borracho ni un alcohólico,
y tampoco maltrató jamás a una mujer ni abusó de quienes eran más débiles que él. Era un
patriota irlandés, entregado a su causa, y dudo mucho que ninguno de sus correligionarios
de la Hermandad Republicana tuviera quejas contra él, por lo menos quejas tan fuertes
como para decidir matarle.
–En toda organización puede haber traidores –le dije.
–Vuelve a tener razón, Sabino, en toda organización puede haber traidores. Y si eso
es lo que ha ocurrido, al investigar su muerte no sólo habremos errado el camino sino que
podríamos colocarnos nuevamente en una situación muy peligrosa. Es mi deber
advertírselo.
–Por eso no se preocupe, Charles. Creo que ha quedado bastante claro que le
apoyaré en cualquier decisión que tome.
–He vuelto a ofenderle innecesariamente, Sabino, le ruego que me perdone. Y me
alegra que, a pesar de no estar de acuerdo al cien por cien con el camino que creo que
debemos emprender, siga a mi lado. Además, quizás podamos, como suelen decir ustedes,
matar dos pájaros de un tiro. Aunque tal vez en esta ocasión la expresión “matar” no sea la
más afortunada del mundo –finalizó riéndose.
Independientemente de lo afortunado o no de la frase, ésta me intrigó, pero Charles
pronto disipó mis dudas cuando me dijo que a través de un influyente amigo de su padre
confiaba en poder concertar una entrevista con el comisario-asistente del Departamento de
Investigación Criminal de Scotland Yard Robert Anderson, la estrella del mencionado
cuerpo policial que, según el inspector Chandler, iba a hacerse cargo, en detrimento del
inspector Abberline, de la investigación de los asesinatos de las prostitutas de Whitechapel.
–De ese modo, aunque creo que es mejor centrarnos, como ya le he dicho, en el
asesinato de O’Malley, también podremos recabar información sobre los crímenes de
Whitechapel.
Cuando le pregunté a Charles qué relación podía tener Anderson con la
investigación de la muerte de nuestro colaborador irlandés se sonrió taimadamente mientras
me solicitaba que tuviera paciencia, asegurándome que me enteraría a su debido tiempo.
Así que sólo me quedaban dos opciones, o enfadarme con él por su secretismo o aceptar lo
que me decía y, como llevaba haciendo desde que le conocí, opté por esta última
posibilidad. Sabía que todo lo que hacía mi amigo tenía un sentido, así que me fié de él y
esperé a que se desataran los acontecimientos. El único problema es que tuve que
esperarlos tendido en una cama, la que me asignaron cuando llegué a “Kingsfield Manor”.
Poco después de la conversación anterior unas peligrosas fiebres se apoderaron de
mí y me tuvieron postrado durante varios días seguidos, prácticamente inconsciente.
Supongo que fue el primer aviso de una salud frágil y quebradiza que me va a llevar a la
tumba en pocos días, sin haber llegado a la cuarentena. De todos modos no voy a hablarle
de mi enfermedad, entre otras cosas porque apenas recuerdo casi nada de aquellos días, ya
que estuve prácticamente inconsciente durante todo el período febril. Las únicas imágenes
que vienen a mi memoria son las de Elizabeth, que me cuidó solícitamente y, cuando el
resto de sus obligaciones se lo permitía, permanecía constantemente a mi lado, dándome
ánimos y pidiéndome que no desfalleciera. Por lo que me dijeron, de vez en cuando la
acompañaba Constance, pero mis recuerdos no contemplan su rostro, tan sólo el de la
hermana pequeña de mi amigo, así de selectiva es la memoria.
El día que me recuperé o, al menos, el primer día que recuerdo que fui de nuevo
consciente de lo que ocurría a mi alrededor, allí estaba ella, para darme ánimos con su
sonrisa y con un beso en la mejilla que aún debo de llevar impreso, pese a que la frondosa
barba que ostento en la actualidad lo oculte. Es broma, padre, como usted comprenderá me
he limpiado miles de veces la cara desde que recibí aquel beso, pero de algún modo su
huella permanece.
Cuando se retiró Elizabeth, obligada por quehaceres que no podía desatender,
apareció por la habitación mi amigo Charles acompañado por un hombre que rayaba la
treintena, pero del que, pese a su juventud, emanaba un claro hálito de autoridad, lo que
quizás se debía a su profesión, ya que era el médico que me había estado atendiendo
durante esos días y al que debía, sin ningún género de dudas, mi rápida recuperación. Tras
examinarme, me comentó satisfecho que ya estaba completamente curado y que podía
reiniciar, cuando quisiera, mis actividades cotidianas. Le agradecí sus atenciones y le
pregunté cuál era su nombre, ya que no deseaba que cayera en el olvido cómo se llamaba
mi benefactor, pero adelantándose al propio médico fue Charles quien me contestó.
–Conan Doyle. El médico que le ha atendido es el eminente Arthur Conan Doyle,
que no sólo es un excelente profesional de la medicina sino un gran escritor también.
–Por favor, Kingsfield –protestó el médico, aunque se le notaba que estaba
profundamente halagado–, le ruego que no exagere. ¿Qué va a pensar su joven amigo de
mí?
–Pues lo que pensamos muchos lectores ingleses, que es un gran escritor, como
acabo de decir. He terminado recientemente de leer su novela Estudio en escarlata y me ha
dejado asombrado, tanto por la intensidad de la historia que narra como por la creación de
ese personaje tan fuerte, tan vital. Sherlock Holmes, creo recordar que se llama, ¿no?
–Así es. Sherlock Holmes y su compañero de piso, el doctor Watson, son los
personajes de mi novela, unos personajes a los que espero dar continuidad. Pero como
todavía no hay nada definitivo a ese respecto, me gustaría que me guardara el secreto.
Quizás, padre, a usted le parezcan frívolas, por su ministerio, las novelas y relatos
de tema policial y por eso, seguramente, no conoce a Conan Doyle ni a sus criaturas
literarias, pero debería leerlas, aunque para ello necesitara pedir permiso al obispo –se rió
débilmente Sabino al decir esto último–, porque tienen una fuerza y calidad que muy pocos
autores han conseguido. En fin, no deja de ser una opinión subjetiva, aunque creo que
atinada, pero como no quiero desperdiciar las pocas fuerzas que me quedan haciendo crítica
literaria, retomaré la conversación que delante de mi cama mantuvieron él y Charles
Kingsfield.
–Descuide, Arthur, que seré una tumba. Pero ya que ha hablado del doctor Watson,
¿no será usted por casualidad la persona que se esconde tras ese personaje?
Conan Doyle se rió al escuchar esa pregunta. Se le veía disfrutar con el tema, a
pesar de que anteriormente hubiera intentado mostrar una modestia que, en el fondo, no
sentía.
–No, por Dios, cómo puede pensar eso, Charles. Me asombra que usted caiga en el
típico error de muchos lectores que piensan que el personaje de una novela es el trasunto de
su autor. Watson coincide conmigo en que es médico, nada más. Y si le he dado esa
profesión es por comodidad, ya que conozco perfectamente los entresijos del oficio, y
porque quizás el hecho de que sea médico pueda serme útil en el futuro si sigo, como es mi
intención, escribiendo relatos protagonizados por Sherlock Holmes.
–Tiene usted razón, y perdone mi ligereza, doctor, pero es que se trata de personajes
tan vivos que me cuesta creer que no se correspondan con alguien real, alguien con quien
podríamos hablar como estamos hablando nosotros tres en estos momentos.
–En eso no anda nada muy desencaminado porque, efectivamente, Sherlock Holmes
ha sido creado a imitación de un antiguo profesor que tuve en la Universidad de
Edimburgo, el doctor Joseph Bell, un eminente forense que nos enseñó la necesidad de
observar en las personas aspectos en los que a menudo no nos fijamos, como pueden ser la
forma de caminar o el acento que tiene, su aspecto físico o su indumentaria, con la finalidad
de tener una más completa información sobre dichas personas, de la que podemos extraer
en muchas ocasiones, si lo hacemos bien, conclusiones sorprendentes e inesperadas que
pueden servirnos en nuestro trabajo con ellas como médicos.
–Tuvo que ser todo un personaje ese doctor Bell –dijo mi amigo.
–Todavía sigue siéndolo –respondió Conan Doyle–, porque aún vive y mantengo
una estrecha relación con él. De hecho ha leído Estudio en escarlata y me ha mostrado su
alegría por que le haya tomado como modelo para el personaje del protagonista –añadió
henchido de satisfacción.
–Menuda combinación persona-personaje, doctor Bell-Sherlock Holmes. Si no le
importa, Arthur, y abusando de su amabilidad, nos gustaría saber qué opina usted, o qué
opinaría su personaje, si lo prefiere, sobre los asesinatos de dos prostitutas, Mary Ann
Nichols y Annie Chapman, ocurridos recientemente en Whitechapel. Tanto a mi amigo
como a mí nos interesa la Criminología y teníamos la intención de, dentro de nuestras
posibilidades, iniciar una pequeña investigación –omitió el hecho de que ya llevábamos
varios días en ello–, de ahí que nos parezca tan valiosa su opinión.
Si anteriormente el doctor Conan Doyle no había dejado de mostrar alegría y
complacencia ante las elogiosas palabras de mi amigo, su semblante pareció mudar de
repente al escuchar lo que éste acababa de decir.
–Me parece estupendo que se interesen por la Criminología, que es una rama muy
importante, aunque poco valorada, de la ciencia –contestó finalmente, tras haber
permanecido unos segundos en silencio, como si quisiera elegir sus palabras con total
precisión–, pero yo que ustedes me olvidaría de esas dos prostitutas y encauzaría mis
energías por otros derroteros. No hacerlo así podría ser peligroso.
–¿Peligroso? –preguntó mi amigo, poniendo cara de asombro–. ¿Por qué? ¿Qué
puede tener de peligroso indagar sobre el asesinato de dos pobres desgraciadas?
–Háganme caso –el semblante de Conan Doyle seguía siendo extremadamente
serio–, y olvídense de esas dos mujeres.
–Supongo que tiene sus razones, doctor –asintió mi amigo, poniéndose también
serio–, pero no acabo de comprenderlo. ¿No podría ser un poco más explícito?
–Sabe que profeso por usted y su familia un afecto sincero, Kingsfield, así que no es
mi intención alarmarle sin motivo. Aunque también comprendo su extrañeza, pero créame,
es poco lo que le puedo decir. Lo único, algo que quizás usted también haya podido
escuchar en la calle o que, si no, seguramente lo escuchará en el futuro: mucho cuidado con
los masones.
–¿Que tenga cuidado con los masones? No lo entiendo, doctor, los masones son
buena gente, no sé por qué debo cuidarme de ellos, y mucho más si lo que estoy haciendo
es investigar el asesinato de dos rameras en Whitechapel.
–Coincido con usted en su opinión positiva sobre los masones, Kingsfield, pero ése
es el rumor que corre en la calle acerca de este asunto: mucho cuidado con los masones.
Eso fue lo último que nos dijo antes de abandonar la mansión y la verdad es que nos
dejó completamente intrigados.

Recuerdo con viveza las palabras de Sabino sobre los masones, no sólo porque
estuviera de acuerdo con ellas, sino porque con el tiempo me han hecho reflexionar
aunque, como por desgracia sucede en ocasiones, tal vez esa reflexión me llegara tarde,
demasiado tarde. Intentaré transcribir textualmente lo que dijo en su lecho: “Usted sabe
perfectamente, padre, que la masonería no es santo de mi devoción. Para nosotros, que
somos católicos, los masones son criaturas del diablo, perseguidores y debeladores de
nuestra Santa Madre Iglesia, con extraños ritos casi paganos y librepensadores. Aunque no
debiera ser yo la persona más indicada para hablar mal de los librepensadores puesto que
por querer pensar li bremente cuál era mi verdadera patria he sido perseguido por las
autoridades españolas. Pero volviendo a los masones, a pesar de lo que le he dicho,
tampoco soy de los que creen que hacen misas negras en las que sacrifican a recién
nacidos y se beben su sangre. Por eso mismo me costaba pensar que estuvieran detrás de
las muertes de las dos prostitutas aunque, por otra parte, tampoco creía que un eminente
médico como Arthur Conan Doyle hablara por hablar, por el simple placer de meternos
miedo.
Pero del mismo modo que admito que los masones han sido ajenos a nuestro
tradicional modo de ser y, por eso, poco apreciados y perseguidos, en Inglaterra, en
cambio, la situación es muy diferente. La Masonería es una asociación respetada y
respetable, que ha rendido grandes servicios a la nación. De ahí mi extrañeza cuando
escuchamos, de labios de Arthur Conan Doyle, que tuviéramos cuidado con los masones,
como si se tratase de un modesto cura de pueblo vasco. El párroco de Sukarrieta, por
ejemplo”, finalizó gastándome una pequeña broma. Estaba a las puertas de la muerte,
pero conservaba todavía el sentido del humor, lo que por otra parte no dejaba de ser
sorprendente, ya que nadie que conociera su trayectoria política hubiese dicho que una de
sus características más importantes fuese, precisamente, la del sentido del humor. Es
curioso cómo, en ocasiones, la entrega a una causa hace que vayamos dejando por el
camino muchas de las cualidades que nos humanizan.
Pero si he hecho este nuevo inciso no es por reivindicar el sentido del humor, por
necesario que sea éste en nuestras vidas y más en momentos de tribulación como el
presente, sino porque efectivamente yo era uno de esos curas de pueblo que exhortaba a
sus feligreses a tener mucho cuidado con los masones. Y hoy, o mejor dicho, dentro de unas
horas, quizás mañana o pasado mañana a más tardar, voy a compartir destino con algunos
de esos masones a los que en mi juventud no quería ver ni en pintura. Así son los designios
de Dios.
Con el transcurso de los años me he percatado de que, curiosamente, la gran
mayoría de esos masones no son más que pequeños burgueses que no tienen nada de
revolucionarios. Si usáramos el lenguaje político de hoy en día, yo sería más socialista o
radical que ellos, que sólo pretendían vivir en paz y con libertad para no molestar y no ser
molestados. Tiene narices, por no usar una expresión alternativa que seguramente
desagradaría a Sabino, la cosa. Quizás si los católicos hubiésemos entendido mejor lo que
querían los masones, los liberales del siglo XIX, ahora no estaríamos en esta situación.
Pero no tiene sentido hablar de lo que pudo haber sido y no fue, así que devuelvo la
palabra a Sabino.

Cuando nos quedamos solos le pregunté a Charles qué era lo que pensaba acerca del
aviso que acababa de darnos el creador de Sherlock Holmes sobre los masones.
–La verdad es que me ha descolocado un poco, jamás se me habría ocurrido pensar
en ello. Los masones, ¡hummm!, curioso, muy curioso.
–¿Por qué lo dice?
–¿Recuerda, Sabino, que antes de que cayera enfermo le dije que iba a intentar
hablar con el comisario Robert Anderson? Pues se dice de él que es masón, aunque no se
sabe a ciencia cierta. Sí, no deja de ser algo curioso e interesante. También nuestro común
amigo John Latimer lo es, aunque siempre he sospechado que en su caso eso se debe más a
su deseo de ascender socialmente que a que comparta íntimamente todos y cada uno de los
postulados de la masonería. Pero lo que en Latimer no deja de ser anecdótico en Anderson
sí que podría llegar a ser preocupante.
–¿Por qué lo dice? ¿Cree que puede haber algo de verdad en esa acusación? –le
pregunté, ya que por mi formación estaba dispuesto a creerme que esa gente era capaz de
perpetrar las mayores atrocidades.
–No, por supuesto, la masonería es todo lo contrario. Lo que no significa que no
pueda haber masones implicados, lo mismo que hay cristianos que incumplen todos y cada
uno de los diez mandamientos, pero no creo que como organización estén detrás de los
crímenes.
–En ese caso, ¿a qué cree que se debe la existencia de ese rumor?
–Ya sabe cómo es la gente, Sabino, aquí en Londres y supongo que también en su
Bilbao natal. Siempre estamos dispuestos a creernos todo lo que se nos diga, cuanto más
bestia y exagerado mejor.
–En eso coincidimos, pero no parece que el doctor Conan Doyle sea tan
sugestionable y, sin embargo, nos ha advertido que nos cuidemos de los masones.
–Sí, lo que significa que el rumor tiene mucha fuerza, pero aun así no creo en él.
Además, aunque el doctor Conan Doyle ha sido quien le ha atendido estos últimos días, en
aras a la amistad que profesa a mi familia, aún no tiene consulta abierta en Londres, sino en
Portsmouth, por lo que es muy posible que allí lleguen aún más distorsionados esos
rumores. Aunque admito que extenderlos ha sido una añagaza muy bien pensada. Mientras
todos los ojos se dirigen a los masones no se fijan en otra dirección y, por otra parte, como
hay miembros de esa filiación en todas las instituciones importantes, el Parlamento, el
Gobierno, la Iglesia Anglicana y las Universidades, entre otras, es muy posible que la
policía se tiente mucho la ropa antes de investigar a fondo los crímenes.
–Entonces, ¿qué debemos hacer?
–¿Nosotros? Seguir con nuestros planes. Afortunadamente su enfermedad no nos ha
perjudicado para nada, ya que he tardado en conseguir la entrevista con el comisario-
asistente Robert Anderson de la que le hablé antes de que las fiebres se apoderaran de
usted, y me ha citado para mañana por la tarde en su despacho de Scotland Yard. Como el
doctor me había adelantado que usted ya podría salir de casa y hacer vida normal, me he
permitido aceptar, también en su nombre, la cita. Espero que no le parezca mal.
La verdad es que no me parecía nada mal. Me sentía totalmente recuperado, como si
jamás hubiese estado enfermo. Además, según pasaban los días iba metiéndome más y más
en mi papel de detective aficionado y, por otra parte, tras haber estado encamado casi una
semana, me apetecía salir y hacer cosas diferentes, así que le contesté a mi amigo
diciéndole que había obrado perfectamente y que por mí no había ningún inconveniente en
acompañarle al día siguiente a su cita con el comisario.
Yo nunca había pisado una comisaría, por eso tengo que admitir que me impresionó
entrar en la sede de Scotland Yard. Allí todo parecía estar ordenado con la máxima
eficiencia y en cuanto Charles se identificó, nos trasladaron al despacho del comisario, un
habitáculo pequeño pero acogedor, en el que ni sobraba ni faltaba nada. Anderson nos
acogió con una calurosa sonrisa y un fuerte apretón de manos, mientras nos instaba a
sentarnos en dos sillas preparadas al efecto y nos ofrecía sendos tés. Charles asintió con
entusiasmo ya que era un gran bebedor de esa infusión. Personalmente nunca he sido muy
aficionado a ese brebaje, pero como no quería desairar a mi anfitrión, también acepté el
ofrecimiento.
–Y bien, Charles –entró en materia Anderson cuando ya estábamos perfectamente
instalados–, ya sabe que es para mí un placer, incluso una obligación, atender al hijo de lord
Kingsfield y a su amigo, por supuesto –señaló en mi dirección–, pero aún no sé qué desean
de mí. Tan sólo que se trata de un asunto policial. Confío en que no les haya ocurrido nada
desagradable ni a usted ni, por supuesto, a su invitado, el señor Arana. No nos gustaría que
al regresar a su país se llevara una impresión desagradable del nuestro.
–Oh, no, no se trata de eso –disipó sus temores Charles–, afortunadamente no
hemos tenido ningún percance en los últimos tiempos. Así que por lo que a eso respecta
puede usted estar tranquilo, no hemos venido a interponer ninguna denuncia. En realidad es
mucho más sencillo. O más complicado, según se mire. Se trata de que estamos interesados
en una serie de asesinatos que se han producido en Londres en las últimas semanas. Creo
que usted se ha hecho cargo de una de las investigaciones, la relativa a las muertes de Mary
Ann Nichols y Annie Chapman.
La sonrisa con la que nos había recibido Anderson desapareció instantáneamente
para dar paso a un gesto que podría calificarse como hosco, cuando no directamente de
hostil.
–Sí, algo había oído de labios del inspector Abberline, pero confiaba en que después
de haber hablado con él les hubiera entrado la sensatez y nos dejaran a nosotros, los
profesionales, desarrollar tranquilamente nuestro trabajo.
–No es nuestro deseo interferir en su investigación, comisario, pero creo que
podemos aportar algunos datos desconocidos a la misma.
–Sí, ya me ha contado Abberline su extravagante teoría sobre un caballero que se
dedica a matar prostitutas –volvió a recuperar Anderson la sonrisa–, pero en Scotland Yard
tenemos una teoría y un sospechoso mucho más sólidos, así que les pido por favor que
olviden sus fantasías y les reitero mi petición, que espero que no tenga que convertirse en
una orden legal, de que dejen trabajar en paz a nuestros agentes.
–Si el sospechoso al que usted alude –contestó Charles, sin arredrarse ante las
veladas amenazas de Anderson– es el mismo del que nos habló el inspector Abberline,
lamento decirle que en Scotland Yard están totalmente desencaminados.
–Típico de los detectives aficionados creer que pueden enmendarle la plana a los
profesionales –continuó riéndose de nosotros Anderson.
–Todo lo típico que usted quiera –admitió mi amigo–, pero no por ello
necesariamente erróneo. Mire, entremos en el terreno de las especulaciones e imaginemos
que el sospechoso tras el que va Scotland Yard es un judío de origen polaco llamado Aaron
Kośmiński. ¿Voy bien por ahora?
–No sé de qué me está hablando, señor Kingsfield. Además, como usted debe de
saber si le interesan estos temas, en el transcurso de una investigación policial no se puede
dar ningún tipo de información a quienes no participan en ella, por lo que no puedo ni
confirmar ni desmentir esa suposición. Lo que sí puedo decirle es que todo lo que me ha
dicho hasta ahora es algo descabellado y sin sentido.
Aunque Anderson había intentado hábilmente desmentir lo que acababa de decir mi
amigo sin comprometerse, una pequeña vacilación que tuvo antes de responder nos indicó
que empezaba a sentirse incómodo con el sesgo que estaba tomando la conversación.
Incomodidad que aumentó más tras las palabras con las que le replicó Charles.
–Bueno, en ese caso debo entender que Kośmiński no es sospechoso, lo que nos
agrada sumamente. Ya que de serlo tendríamos que decirle que Scotland Yard estaría
totalmente equivocada.
–¿De verdad? ¿Y cómo lo saben? ¿Acaso ha bajado un ángel del cielo para
decírselo?
–No, más bien alguien apegado a la tierra. Demasiado apegado, en cierto modo, ya
que hemos hecho un seguimiento, durante los últimos días, de Kośmiński y nada indica que
sea el asesino de las mujeres de Whitechapel.
–Por favor, Kingsfield, le consideraba mucho más inteligente. Vamos a ver,
imaginémonos por un momento, sólo por un momento, que fuera cierta su teoría de que
sospechamos del barbero judío. ¿De verdad creen que por haberle seguido durante unos
días han demostrado su inocencia? ¿Le siguieron, acaso, el día en que fue asesinada Mary
Ann Nichols? ¿O, más recientemente, cuando mataron a Annie Chapman?
–Sabe usted que no, comisario –Charles no perdió ni la calma ni la sonrisa al
contestarle–, pero creemos que lo que hemos visto es suficiente como para descartarlo.
–Todo eso son tonterías, Kingsfield. No tienen más que impresiones, sensaciones, y
usted sabe perfectamente que pueden ser engañosas, muy engañosas –replicó, seguro de sí
mismo, Anderson.
–Es posible –contestó Charles, al que no parecía impresionarle la altanería con la
que estaba hablando el comisario-asistente de Scotland Yard. Como me confesó
posteriormente, no sólo estaba preparado para ello sino que lo estaba provocando–, pero
estamos convencidos de que, en este caso, ni nuestras sensaciones ni nuestras impresiones,
como usted las ha calificado, nos engañan lo más mínimo.
–Veo que sigue empecinado en defender sus absurdas opiniones –contestó enojado
Anderson–. Absurdas y erróneas –añadió.
Tras escuchar estas palabras pensé que Anderson, cual émulo del ángel al que el
Señor ordenó que expulsara a Adán y Eva del Paraíso, iba a esgrimir una espada flamígera
y echarnos de su despacho, pero en lugar de hacer eso, abandonando su anterior mal humor,
se echó a reír y nos dijo que quizás, después de todo, para ser unos detectives aficionados
no lo hacíamos tan mal. Era un hombre inteligente, de esos que saben que en la mayoría de
las ocasiones los halagos surten más y mejor efecto que las amenazas.
–Sí, tengo que admitir que aunque algunas de sus ideas son, como acabo de decir,
absurdas y erróneas, no lo están haciendo tan mal. Como les he comentado hace un
momento, el inspector Abberline me ha contado la conversación que tuvieron ustedes con él
así como sus teorías, que él desecha de plano. Y debo añadir que coincido con el inspector.
Pero a pesar de ello me gustaría que me lo volvieran a explicar a mí, para así conocer
directamente sus estrafalarias teorías, sin intermediarios. Por eso quizás lo mejor sería que
me contaran todo lo que saben, o lo que creen saber desde el principio. Y a ser posible con
hechos, no con especulaciones
El comisario Anderson, por lo que me había explicado Charles, no era un policía
como los demás, aparte de que él mismo nos había confesado que estaba al tanto de lo que
hablamos con Abberline, así que decidió jugar limpio con él y contarle todo lo que
habíamos averiguado hasta entonces, incluyendo lo que Annie Chapman nos había
confesado sobre cómo el mismo caballero que le regaló el sombrero a Mary Ann Nichols
fue quien la asesinó, así como nuestra intervención, por decirlo de un modo piadoso, en la
muerte de la testigo. Curiosamente, la estrella de Scotland Yard no nos reprochó
excesivamente esto último.
–Fueron imprudentes, es cierto, pero también es cierto que yo hubiese actuado de
modo parecido. Aunque obviamente la policía tiene muchos más medios que un particular,
y eso marca la diferencia, pero yo que ustedes no me torturaría demasiado. Si, como dicen,
el caballero del que habló la infortunada Annie Chapman es el asesino, seguramente antes o
después habría atado cabos y habría ido a por ella. Y si no lo es, esa pequeña añagaza que
ustedes se inventaron no pudo causarle la muerte. Y para qué negárselo, yo estoy más en
esta última tesitura –finalizó su perorata recuperando su sonrisa inicial.
Algo en la actitud de Anderson nos decía que, pese a haber recuperado la calma y
serenidad con las que nos recibió y mostrarse como un perfecto anfitrión, no nos estaba
diciendo la verdad o, al menos, no estaba transmitiéndonos con total sinceridad ni sus
sentimientos ni sus pensamientos. Lo que tratándose de un policía al frente de una delicada
investigación no era nada extraño, por otra parte. Por eso, cuando mi amigo le hizo una de
las preguntas que estaba quemándole la lengua, pensé que no iba a contestarle.
–Nos ha llegado el rumor de que tanto Mary Ann Nichols como Annie Chapman
eran confidentes suyas. ¿Es eso cierto?
–No hay nada como ser joven para ser osado –respondió entre risas el comisario–.
¿De verdad cree, Kingsfield, que de ser eso cierto se lo iba a confirmar? La pregunta es, de
todos modos, fácil de responder, porque si no fueran mis confidentes tendría que decirles
que no lo son, pero si lo fueran también lo negaría, lógicamente. Y sin embargo no voy a
negarlo. Como ustedes seguramente sabrán, la policía está obligada a tener ojos y orejas en
todas partes, y donde no llegamos por nuestros propios medios nos vemos obligados a
recurrir a quienes están en disposición de ver y escuchar lo que nos interesa, así que no
sería nada raro que en alguna ocasión nos hubiéramos aprovechado de los servicios de esas
dos pobres desgraciadas. Pero no sé de qué les puede servir ese dato, salvo que piensen que
el asesino he sido yo, como castigo por no cumplir bien mis órdenes.
Por el tono en que pronunció esas últimas palabras nos dio la sensación de que, pese
a destilar ironía, llegado el caso podrían ser ciertas.
–Pero ¿las podrían haber asesinado por eso? –insistió mi amigo.
–¿Por ser confidentes de la policía? Por supuesto que sí, claro que podrían haberlas
asesinado por eso –se sonrió nuevamente Anderson–. ¿Conocen ustedes un motivo mejor
para matar a alguien que ser un chivato policial? Pero de ser así su teoría de un evanescente
caballero se caería por los suelos, ¿no creen? No parece muy probable que a un caballero,
como ése del que hablan ustedes, le preocupe demasiado lo que dos ajadas y alcoholizadas
prostitutas puedan contarle a un agente de Scotland Yard.
–Seguramente tiene razón –respondió sumiso mi amigo, aunque yo sabía que estaba
muy lejos de creerse lo que le estaba diciendo el comisario–. Por eso, si le parece bien,
daremos por zanjado ese tema y pasaremos a otro.
–Ah, pero ¿hay más? –nos contestó, nuevamente irónico, Anderson.
–Nada importante –dijo, también sonriendo, Charles–, pero que quizás a usted le
interese. Es sobre un cadáver que extrajeron hace unos días de las aguas del Támesis, un
hombre sin identificar, pero posiblemente de origen irlandés, como parece indicar un
tatuaje que llevaba grabado en el pecho y cuya investigación, al parecer, ha sido asignada al
inspector Joseph Chandler.
–Un buen policía, aunque con tendencia a irse de la lengua, como ustedes han
podido comprobar –dijo Anderson.
–Un botarate, en mi opinión –replicó Charles.
–No digo que no –aceptó Anderson–, se puede ser al mismo tiempo un botarate y un
buen policía. Incluso se puede ser corrupto, como lo es Chandler, ya ven que estoy al tanto
de ese aspecto de su persona, y buen policía. Al menos en el sentido técnico del término,
por supuesto, ya que se supone que para ser un buen policía hay que estar totalmente
limpio. Pero en fin, la vida no siempre es como nos gustaría que fuera y está claro que ser
bueno en un oficio, y el de policía lo es, no significa que a esa persona le adornen,
necesariamente, otras cualidades.
–Seguramente tiene usted razón, Anderson, pero el propio Chandler dijo, delante de
nosotros, que no iba a mover ni un dedo para averiguar quién es el asesino del irlandés.
–Me cuesta creer eso, Kingsfield.
–Lo entiendo, comisario, pero lo que le estoy contando es verdad. El señor Arana,
que estuvo presente en la conversación que mantuve con él, se lo podría confirmar en caso
de que lo considerara necesario. Según nos contó el propio inspector Chandler, éste
adivinó, gracias a un dibujo tatuado en su cuerpo, que el muerto era militante de la
Hermandad Republicana Irlandesa y consideró que eso le eximía de efectuar cualquier
trabajo de investigación.
–Ahora sí lo comprendo. Perfectamente. Usted ya sabe, Kingsfield, que en nuestra
patria todos somos iguales ante la ley y todas las vidas son igual de valiosas, pero si ese
hombre era un traidor a la Corona no debemos derramar ninguna lágrima por él. No es que
apruebe la actitud de Chandler, pero comprendo que no quiera malgastar sus energías, que
seguramente podrá dedicar a algo más productivo, investigando la muerte de un indeseable
revolucionario.
–¿Aunque usted sea primo lejano de ese indeseable, comisario?
La sorpresa que apareció en la cara de Anderson fue genuina, no impostada. Y la
mía también. Charles ya me había comentado previamente que Anderson era de origen
irlandés, pero ni por asomo lo hubiera relacionado con la Hermandad Republicana.
–¿De qué me está hablando, Kingsfield? –preguntó finalmente el policía, con tono
irritado.
–Aunque Chandler aún no ha identificado al irlandés muerto, yo sé quién es: Sean
O’Malley. Primo segundo o tercero suyo, si no me equivoco.
Anderson no vaciló ni siquiera un segundo antes de desdeñar, como totalmente
carente de interés, al menos para él, lo que acababa de decir Charles, ya que si bien admitió
que era verdad que ambos tenían un lejano parentesco, añadió que hacía mucho tiempo que
no sabía nada de O’Malley y mucho más tiempo que no se relacionaba con él.
–Pero siguen siendo parientes –contestó, con aspecto inocente, Charles–. Aunque la
política y las leyes, e incluso la religión, les hayan separado, comparten la misma sangre,
por eso he supuesto, quizás erróneamente, que a usted le interesaría saberlo.
–Sí, me interesa, y le doy las gracias por contármelo. Déjenlo en mis manos, que
hablaré con Chandler para que se tome más en serio la investigación.
–Una cosa más, Anderson. De vez en cuando O’Malley hacía trabajos para…
–Sí, ya me imagino la índole de esos trabajos –refunfuñó Anderson.
–Y seguramente acertará –contestó risueño Charles–. Pero quizás le interese saber
también cuál fue el último trabajo que le encargué. Tenía que vigilar y proteger a Annie
Chapman, la segunda prostituta muerta que fue testigo del asesinato de Mary Ann Nichols,
para que no le ocurriera nada. Y ahora los dos están muertos. Annie Chapman asesinada
con toda seguridad por el mismo caballero que acabó con la vida de la Nichols y Sean
O’Malley…, bueno, no hay que tener mucha imaginación para deducir que no murió en una
riña de borrachos, como piensa Chandler, sino que su muerte está relacionada con el trabajo
que le encomendé.
–No debiera sacar conclusiones precipitadas, Kingsfield.
–Y no las saco –contestó mi amigo–. Me limito a poner ese dato en su
conocimiento. Al fin y al cabo –añadió con una dureza que a mí mismo me habría
sorprendido si no supiera que estaba fingiendo–, para mí sólo era un empleado ocasional,
que puedo reemplazar fácilmente por otro. Londres está plagada de hombres desesperados
capaces de hacer cualquier cosa por unos pocos chelines. En cambio, para usted, aunque
reniegue de su propia sangre, no dejaba de ser un familiar. Quizás indeseado, pero
irreemplazable. Personalmente ha dejado de serme útil desde que murió, pero quizás a
usted sí le interesaría mover el asunto.
–Creo que no me dice la verdad, Kingsfield, creo que usted sí está interesado en la
muerte de O’Malley.
–Es posible que esté en lo cierto, Anderson –se defendió como pudo mi amigo–,
aunque tan sólo desde un punto de vista intelectual, criminológico podríamos decir, pero no
afectivo, como sería su caso.
–Se equivoca en esto último, Kingsfield. Yo no sentía ningún afecto por mi primo.
Encogiéndose de hombros mi amigo le respondió que eso, en todo caso, eran
asuntos de familia en los que no quería entrometerse, pero que, como ya le había dicho
antes, consideraba que era su deber poner en su conocimiento las circunstancias que
rodeaban la muerte de su pariente.
–Y se lo agradezco, créanme –la dureza que emanaba de su persona, que en esta
ocasión no era fingida, como la anterior de mi amigo, sino auténtica, desmentían sus
palabras–, pero les voy a dar un consejo, que espero que sigan por su bien. Dejen de jugar a
policías y ladrones y permitan que seamos los profesionales los que investiguemos los
asesinatos que ocurren en esta ciudad. Es mucho lo que está en juego. No me gustaría que
sonara a amenaza, pero si de esa manera me van a hacer caso, pueden considerarlo de ese
modo. Lo importante es que dejen de meter las narices donde nadie les ha llamado. Así no
tendrán que arrepentirse en el futuro de haberlo hecho.
15

Nunca me he considerado un cobarde, padre, usted sabe perfectamente que hasta no


hace mucho tiempo he estado en la cárcel por defender mis ideas, pero tengo que reconocer
que tras la entrevista con Anderson sentí miedo por primera vez desde que decidí secundar
a Charles en su propósito de descubrir al hombre que estaba tras el asesinato de las
prostitutas de Whitechapel. Y así se lo confesé a mi amigo.
–No debe reprocharse nada, Sabino –me contestó–, porque yo mismo participo de
ese sentimiento. De hecho, pensé mucho y muy detenidamente si merecía la pena mantener
una entrevista con Robert Anderson y aún no estoy seguro de haber acertado, pero en
ocasiones no nos queda más remedio que zarandear la colmena para extraer la miel que hay
en su interior, aun a riesgo de que nos piquen las abejas si no tomamos las precauciones
necesarias.
No le pregunté si consideraba que habíamos tomado las precauciones pertinentes
porque sabía que no estaba en condiciones de contestarme. Desde el principio habíamos
estado haciendo equilibrios sin red, muy tonto habría que ser para no darse cuenta de ello, y
aunque yo nunca me he considerado un prodigio de inteligencia, padre, sí he tenido siempre
la suficiente como para no engañarme a mí mismo y no saber en qué líos me he metido. Y
no hablo sólo de política, que la vida es mucho más, aunque la mía se esté apagando.
Tampoco le pregunté cómo sabía que O’Malley y Anderson eran parientes lejanos,
porque estaba seguro de que ése era otro de los secretos que sólo él conocía y que se
negaba, por mi propia seguridad como solía argumentar, a poner en mi conocimiento.
Además para eso está la navaja de Ockham. Seguramente conoce ese principio, padre, por
algo se le atribuye a un colega de usted, un franciscano que vivió entre los siglos XIII y
XIV, según el cual en igualdad de condiciones la explicación más sencilla suele ser la más
probable, y usando ese principio lo más lógico sería deducir que se lo contó el propio
O’Malley. O no, ¿qué más da? Estaba seguro de que si se lo preguntaba no me iba a
contestar, así que opté por no hacerlo. Lo que sí le pregunté fue cuál consideraba que era el
camino que debíamos tomar tras nuestra entrevista con el comisario.
–Si no recuerdo mal me dijo que deberíamos centrarnos en el asesinato de O’Malley
y, aunque no estaba totalmente convencido de que fuera lo más adecuado, no me opuse a
ello. Pero ahora, tras nuestra entrevista con Anderson y sus veladas amenazas… –dejé la
frase sin concluir.
–De veladas, nada –se rió alegremente mi amigo–, fue una amenaza en toda regla. Y
una amenaza que debemos tener en cuenta.
–¿Significa eso que nos retiramos del caso? –le pregunté, ni yo mismo sé si aliviado
o decepcionado.
–No, por supuesto, pero sí significa que debemos ser más prudentes de ahora en
adelante. Así que aunque de momento vamos a estar más tranquilos que lo que hemos
estado hasta ahora, eso no quiere decir que nos vayamos a quedar quietos. De hecho ya he
extendido mis redes para intentar averiguar quién mató a O’Malley, pero hasta que algún
pez caiga en ellas nos limitaremos a continuar con nuestra vida normal, como si Londres
fuese una ciudad totalmente apacible ajena a cualquier tipo de crímenes.
Quizás Londres no fuera la apacible urbe con la que fantaseaba mi amigo, pero sí
era una ciudad pletórica de vida y durante un par de semanas me dediqué a disfrutar de ella
el tiempo que me dejaba libre, que no era excesivo aunque sí suficiente, mi inmersión en el
mundo de los negocios, de la mano de Kingsfield padre y Latimer, que aunque no había
dejado de odiarme, cumplía sus funciones con total profesionalidad, sin dejarse influir por
sus sentimientos. Las cosas como son.
Una de aquellas noches, como hacía varias semanas, acudimos a la ópera
acompañados nuevamente por Constance Gore-Booth y Elizabeth Kingsfield. En aquella
ocasión se trataba de una obra cuyo título no recuerdo y que no despertó en mis jóvenes
amigas ninguna sensación especial como la que les produjo Nabucco, salvo la propia de
una obra bien escrita y representada en cualquier alma sensible. Cuando comenté ese hecho
con Elizabeth me sorprendió indicándome, con una sonrisa tras la que se adivinaba cierta
tristeza, que no era lo mismo. Así, sin más, que no era lo mismo.
A la mañana siguiente el mismo lacayo de la vez anterior volvió a anunciarnos que
lord Kingsfield y su secretario tampoco compartirían con nosotros el desayuno de ese día,
ya que habían vuelto a ausentarse para atender sus negocios fuera de Londres, lo que
nuevamente aprovecharon Constance y Charles para retirarse discretamente, aunque no tan
discretamente como para que Elizabeth y yo no nos apercibiéramos de ese hecho. No soy
yo quien deba juzgar a mi amigo, que tenía edad para saber lo que hacía y responsabilizarse
de sus actos, pero sí que me puso extremadamente nervioso porque de nuevo me
encontraba a solas con Elizabeth, una situación que ansiaba tanto como temía.
Entiéndame, padre. Yo era consciente del motivo por el que habían desaparecido
Constance y Charles, y aunque la lujuria es uno de los pecados capitales que todo creyente
debe evitar y, por tanto, no podía aprobar lo que indudablemente iban a hacer cuando
desaparecieron de nuestra vista, no puedo negar que hasta cierto punto sentía envidia por
ello. Y a pesar de que me reconfortaba saber que estaba siendo leal a los mandatos que
como católico y como persona tenía que obedecer y respetar, eso no aminoraba mi
nerviosismo al quedarme a solas con Elizabeth.
Durante unos minutos estuvimos hablando de cosas intrascendentes. Yo le expliqué
cómo eran Bilbao y el País Vasco, tal vez de un modo exagerado ya que ella mostró su
entusiasmo y me dijo que le encantaría visitarlos, a lo que accedí gustosamente, casi sin
darnos cuenta ninguno de los dos de lo que estábamos diciendo. O sí, a estas alturas esa
cuestión ya no tiene la menor importancia. Luego pasamos a hablar de arte y literatura,
materias en las que estaba versada y de las que podía hablar mejor que muchos hombres
que he conocido a lo largo de mi vida que se las daban de cultos, y por fin de música y de
ópera, momento que aproveché para hablarle nuevamente de lo que ocurrió cuando
acudimos a la representación de Nabucco en el Teatro Real de Covent Garden.
–Me sorprendió y conmovió –le dije– que Constance y usted rompieran a llorar
cuando se entonó el “Va pensiero”.
–¿Tan raro le parece que seamos unas mujeres sensibles capaces de llorar cuando se
entona una canción tan emocionante como ésa, interpretada por un coro excepcional como
el del otro día? –me respondió con la boca, pero sus ojos me estaban diciendo que sí, que
había algo más.
–No, por supuesto –le contesté–, yo también me emocioné al escuchar ese canto a la
libertad, pero me dio la impresión de que para Constance y usted, incluso para su hermano
Charles, aunque él intentó disimularlo, significaba algo más que, simplemente, una bella
canción.
Elizabeth se quedó durante unos segundos en silencio, como si no supiera qué decir.
Parecía implorarme, con el brillo de sus ojos, que no la sometiera a la disquisición de, o
bien mentirme, o bien contarme algo para lo que seguramente no estaba autorizada. Por eso
decidí tomar yo de nuevo la iniciativa.
–No es mi deseo presionarla, Elizabeth, pero desde el primer momento he
sospechado que tanto usted como su hermano me ocultan algo. No, no es un reproche –
intenté tranquilizarla al ver que se estaba poniendo más nerviosa a cada segundo que
pasaba–, todo lo contrario, soy capaz de comprender que en ocasiones hay secretos que
deben guardarse bajo siete llaves para que no lleguen a oídos extraños. La cuestión es
que…, no me gustaría ser un extraño para usted. Ya sabe cuáles son mis sentimientos, y por
lo que me dijo, dándome la mayor alegría de mi vida, esos sentimientos son
correspondidos, por eso no deseo ser un extraño para usted. Porque, porque…, no sé cómo
decirlo, pero desde que me dio aquel beso, no, no, desde mucho antes, yo, yo, bueno, pues
eso, que no deseo más que, que… su felicidad. Y aunque como ya le he dicho, incluso creo
que me he repetido en exceso, no deseo ser un extraño para usted, también creo que tiene
derecho a mantener sus secretos y los de su familia. No sé si me he expresado con claridad,
me temo que no.
Elizabeth, en lugar de contestarme, se acercó hasta donde yo estaba y rodeándome
el cuello con sus finos y blancos brazos me atrajo hacia ella, besándome en los labios con la
misma intensidad que la vez anterior, sólo que en esta ocasión ese beso duró mucho más
tiempo, si bien por lo que a mí respecta podría haber durado hasta el fin de la eternidad.
Desgraciadamente hasta la eternidad es efímera, por lo menos aquí en la Tierra, ya
que espero disfrutar de ella en la otra vida, aunque mucho más pronto de lo que hubiese
deseado, por eso aquel beso, que hubiese deseado interminable, también se acabó, momento
que aprovechó Elizabeth para confirmarme nuevamente que ella sentía lo mismo por mí y
que, precisamente por el mutuo amor que nos profesábamos, tenía derecho a saberlo todo.
–No –protesté–, no quiero tener ningún derecho sobre nada, con saber que lo que
siento por usted es correspondido tengo más que suficiente. Considere mi aceptación de su
silencio como una prueba de la sinceridad de mis sentimientos.
Ahora que se lo cuento, padre, me figuro que seguramente usted, y cualquiera que
hubiese sido testigo de lo que acabo de decir, o de anteriores conversaciones entre Elizabeth
y yo que ya le he narrado, pensarán que jamás en la vida se han pronunciado frases más
cursis y ñoñas, y seguramente tendrán razón, pero del mismo modo tengo que decirle que
esas opiniones, por certeras que sean, no me afectan para nada. Y no sólo porque son las
palabras de un chaval de apenas veintitrés años que ha probado por primera vez en su vida
las mieles del amor sino porque ahora, que estoy a punto de rendir cuentas a Dios de lo que
ha sido mi vida, creo que ningún ser humano debería avergonzarse por haber estado
enamorado. Desgraciadamente ya es tarde para mí y lo único que puedo hacer es seguir
rememorando aquel primer amor de juventud y confesarme ante usted, confiando tanto en
su indulgencia humana como en el perdón divino.
–Gracias, Sabino, no esperaba menos de usted, pero ahora que está todo claro entre
nosotros no estaría bien que no confiáramos el uno en el otro –respondió Elizabeth a mis
anteriores palabras–. Pero antes, dígame, ¿me llevará con usted a su país cuando todo esto
acabe?
No sabía con exactitud a qué se refería al decir eso de “cuando todo esto acabe”,
aunque lo intuía. Tampoco sabía cómo lo haría, ni qué dirían mis hermanos, pero le
contesté que sí, que nada me impediría llevarla conmigo a mi tierra, a Bilbao o a cualquier
otro lugar del hermoso solar vasco, donde podríamos vivir en el futuro. Lo mismo le habría
dicho si me hubiese pedido que la acompañara a la Patagonia. Aunque para eso tendríamos
que casarnos antes. No sé cómo me atreví a decírselo, pero se lo dije.
–Es usted muy bueno, Sabino –sus ojos resplandecían al decirme esto–, el mejor
hombre del mundo. Y si lo que acaba de decirme es una proposición, mi respuesta es que sí,
que nada me hará más feliz que convertirme en su mujer ante Dios y ante los hombres, pero
de momento considero conveniente que no se lo digamos a nadie, ni siquiera a mi hermano,
aunque estoy convencida de que él aprobará nuestra unión. Por eso quiero que no haya
secretos entre nosotros, así que le contaré lo que Charles, no por desafección hacia usted
sino por prudencia, aún no le ha revelado. Al menos, lo que yo sé, porque no me lo ha
contado todo, a pesar de tener plena confianza en mí.
–No es necesario que me explique nada –contesté con sinceridad y exultante, tras
comprobar cómo Elizabeth no sólo no rechazaba mis anteriores palabras, sino que las había
aceptado satisfecha e ilusionada–. Confío plenamente en su hermano y sé que cuando
llegue el momento me pondrá al tanto de todo.
–Aun así hay cosas que debe saber, porque me afectan a mí personalmente y es
justo que usted las conozca. Así, Sabino, que le ruego que me escuche en silencio, sin
interrumpirme, mientras hablo –puso un dedo en mis labios, como para reforzar su petición,
y ese gesto me pareció más dulce que si me hubiera dado un millar de besos.
–Como usted ya sabe, mi hermano y yo somos huérfanos de madre. Falleció hace
tres años, cuando Charles contaba con veintiún años y yo con sólo diecisiete. Quizás le
haya sorprendido no ver en la casa ningún retrato suyo o que nunca hablemos de ella.
Estuve tentado de decirle que sí, que desde el primer momento me había parecido
algo sorprendente aunque no había osado preguntar nunca nada, por pura discreción más
que por desinterés, pero como había prometido no interrumpirla me callé.
–No piense usted que detrás de esa omisión pueda haber algo raro. Mi madre, a lo
largo de toda su vida, fue totalmente devota a mi padre y éste la trató siempre, también, con
respeto y afecto. Pero cuando murió entró en una especie de depresión que lo alejó
temporalmente de nosotros y del recuerdo de su mujer. Por eso mandó retirar todos sus
retratos de la casa y aún no los ha repuesto, aunque nos permitió a mi hermano y a mí
conservar uno cada uno en nuestras respectivas habitaciones.
–Mi padre, como usted ha podido comprobar –de otro modo el suyo no le hubiese
conocido y su hermano no le habría enviado a nuestra casa–, es un importante hombre de
negocios, una persona muy rica y respetada que hace algo poco más de tres años y medio,
casi coincidiendo con la muerte de nuestra madre, fue nombrado caballero por Su Majestad
la Reina Victoria y miembro de la Cámara de los Lores. Pero no siempre fue así. Aunque
nunca nos ha hablado de sus orígenes, como si se avergonzara de ellos, hubo una época en
la que fue un pobre jornalero. Tuvo que trabajar mucho para conseguir lo que consiguió y
cuando llegó a la cúspide decidió borrar todo su pasado, creyendo que de ese modo
consolidaría mejor su nueva posición. Contrató profesores para mejorar sus modales, su
dicción y su vocabulario, incluso a un genealogista para que le fabricara un falso pasado.
Hasta cambió su apellido, que pasó a ser Kingsfield. Según parece pensaba que la raíz
“king”, rey en inglés como usted ya sabe seguramente, le daría otra prestancia,
abandonando el original, que era MacCathmhaoil.
–¿MacCathmhaoil? –repetí el apellido que acababa de escuchar, aunque supongo
que no muy bien, ya que me parecía bastante impronunciable–. ¿No es un apellido escocés?
–No –se rió, a pesar de todo–. Ha incurrido en el error en el que incurre mucha
gente, pensar que todos los apellidos que empiezan por Mac o Mc son escoceses, cuando
también pueden ser irlandeses. El origen de mis padres era irlandés, aunque nunca lo
supimos hasta la muerte de mi madre. Nosotros, hablo tanto por mí como por Charles,
nacimos apellidándonos ya Kingsfield y siendo unos perfectos ingleses, de los pies a la
cabeza.
–¿Y cómo se enteraron de su verdadera identidad?
–Tranquilo, Sabino. No es fácil para mí contarle estas cosas, así que le pido que me
deje ir a mi propio ritmo.
–Lo entiendo perfectamente. Discúlpeme, Elizabeth.
–No hay nada que disculpar. Por lo demás, yo también comprendo su interés, e
incluso su sorpresa ante las cosas que le estoy contando. El caso es que mi madre siempre
accedió a los deseos de mi padre. Al fin y al cabo a nadie se le puede reprochar que quiera
un futuro mejor que el suyo para su familia, aunque en el camino tenga que ir dejando
jirones de su propia identidad e incluso renunciar a aquello que en un momento les fue más
preciado. Como la religión, por ejemplo. Mis padres abandonaron la fe católica y se
adhirieron a la Iglesia de Inglaterra. Eso, por lo que he sabido más tarde, fue muy doloroso
para ella. Supongo que usted, como católico, lo puede entender sin problemas.
–Así es –contesté extremadamente serio, no queriendo ni imaginarme, padre, lo que
tiene que suponer para un creyente verse obligado a abandonar los amorosos brazos de la
Iglesia Católica.
–Mi madre sufrió toda la vida por ello, enfrentada al dilema de romper con las
creencias que le habían inculcado sus padres o defraudar a su marido. Y sus hijos no
pudimos servirla de consuelo en ese sentido ya que, como anteriormente le he dicho, no nos
enteramos de nada hasta después de su muerte.
Se quedó en silencio durante unos segundos, como si esperara que le preguntara
algo, y es cierto que un montón de preguntas se agolpaban en mi lengua, pero opté por
respetar su silencio, en la confianza de que pasado ese momento de silencio, o tal vez de
reflexión, volvería a hablar, como así hizo.
–Fue en su lecho de muerte cuando empezamos a notar cosas extrañas. Como que
hablaba en un idioma diferente al inglés, pese a ser una mujer de escasa cultura que no
dominaba el francés o el español. Más tarde nos enteramos de que había estado hablando en
gaélico, la vieja lengua de Irlanda, que no había vuelto a salir de su boca desde el día en
que se casó. Lo supimos por su vieja criada y doncella, aunque para ella toda su vida fue
una amiga, la única amiga que tuvo, Deirdre O’Flaherty, a la que en casa todos llamábamos
Dorothy, que suena más inglés. La propia Dorothy, estoy tan acostumbrada a llamarla así
que desgraciadamente nunca me sale su auténtico nombre, nos contó que un día que nuestro
padre se había ausentado a consecuencia de sus negocios introdujo en la mansión, casi
clandestinamente, a un sacerdote católico, el mismo que usted conoció hace unos días
cuando le acompañé a misa, para que le administrara el sacramento de la extremaunción.
En cierto modo se puede decir que, gracias a eso, murió mucho más feliz de lo que vivió.
–No deseo que por eso saque una mala impresión de mi padre, Sabino. Él hizo lo
que consideró más conveniente, no sólo para su persona sino, sobre todo, pensando en su
familia. Que involuntariamente haya causado más sufrimiento que felicidad no se le puede
achacar exclusivamente a él, ¿no cree?
Todavía estaba asimilando la información recibida, así que no sabía ni en lo que
creía ni en lo que dejaba de creer, pero le dije que sí, que tenía razón. No sé si fui cobarde o
generoso al dársela, pero me hubiera parecido muy cruel decirle, a esas alturas, que su
padre se había comportado como un monstruo. Lo que, por otra parte, quizás no hubiese
sido del todo justo. Sólo Dios –y ambos somos conscientes de ello, padre, mucho más en
estos momentos– es capaz de juzgar lo que pasa por la mente de una persona.
–Gracias, Sabino, sabía que lo entendería –me contestó en un tono tan lánguido
como expresivo–. El otro día, cuando me vio conmovida ante una tumba, en el cementerio
de la capilla católica, no le conté la verdad. No estaba rezando ante la tumba de una vieja y
querida doncella, sino ante la de mi madre. ¿Recuerda que cuando usted y mi hermano me
contaron lo que les había dicho Aaron Kośmiński, que yo había sido clienta suya, les dije
que ese hombre mentía, que seguramente era una venganza por lo que ustedes le habían
hecho? Pues bien, como le confesé poco después, cuando acudí a verle a su habitación, era
yo la que mentía, no Kośmiński. Hace unos meses le encargué que recuperara el cadáver de
mi madre del cementerio anglicano en el que le habíamos dado tierra para poder enterrarla
nuevamente, con el consentimiento del párroco, en el de la capilla católica. Ése fue el
motivo de que tuviera tratos con él. Y no me arrepiento en absoluto. Por lo menos después
de muerta habrá sido feliz, la pobre.
Esto último lo dijo entre sollozos, por lo que la abracé para calmarla. Podría haber
seguido así por los siglos de los siglos, pero no me parecía algo correcto, no al menos
mientras un sacerdote no hubiera santificado nuestra unión. Además se ve que su hermano
Charles me había contagiado su afición por el detectivismo, ya que de repente me vino a la
mente un recuerdo relacionado con la doncella que asistió a la madre en su lecho de muerte
y no pude evitar romper ese momento tan lleno de amor y ternura al hacer un comentario
que, en realidad, era una pregunta.
–Elizabeth, me ha dicho usted que quien les contó todo eso sobre su madre fue una
de las criadas, la única que estaba con ella desde que se casó, una tal Deirdre o Dorothy
O’Flaherty. ¿Es eso cierto?
–Así es, en efecto.
–Parece extraño que su padre permitiera que su madre la conservara como doncella,
¿no?
–Ya le he dicho, Sabino, que mi padre es un buen hombre, y aunque quizás
erróneamente decidió que era mejor que tanto él como su esposa renunciaran a sus
orígenes, su patria, su lengua y su religión, creyó seguramente que lo que no podía hacer
bajo ningún concepto era arrebatarle la atención y los cuidados de la única mujer con la que
se entendía a la perfección, aunque oficialmente sólo fuese una criada. Supongo que
llegaron a un acuerdo, porque aunque Dorothy siguió asistiendo a los oficios católicos y
hablaba en gaélico con sus compatriotas, nunca, hasta que mi madre murió, desveló su
secreto.
–Discúlpeme si lo que le voy a decir le trae malos recuerdos, porque supongo que
usted tiene que estarle muy agradecida a esa tal Dorothy O’Flaherty por los desvelos que
tuvo con su madre, pero ¿no es ése el nombre que aparece en la tumba sobre la que estuvo
rezando hace unos días en el cementerio católico?
–Lo es. También murió. Poco después de que falleciera mi madre. Ahora siguen
estando juntas, hasta que llegue el día del juicio final.
–Pobre mujer –intenté transmitirle mis simpatías–. Tantos años juntas… Supongo
que es uno de esos casos en los que puede decirse de alguien que se ha muerto de pena.
–En realidad no fue así –me contradijo Elizabeth, ensombreciendo su semblante–.
Dorothy sintió mucho la muerte de mi madre, eso es innegable, pero era una mujer muy
fuerte que podría haber vivido treinta o cuarenta años más, sin ningún problema. Hasta que
un carruaje se cruzó en su camino y la arrolló, matándola.
–Tuvo que ser terrible para ustedes. Una criada de confianza, que además había sido
íntima de su madre. Supongo que lo pasarían mal.
–Sí, sobre todo porque no habían transcurrido más que cinco días desde el
fallecimiento de nuestra madre hasta su muerte. Además, para mayor desgracia, el carruaje
que la mató era el nuestro.
La miré con perplejidad antes de decir nada. Finalmente, por romper el silencio, le
expresé mis más sinceras condolencias. Perder en tan poco tiempo a su madre, enterarse
después de su muerte del secreto que había guardado celosamente durante toda su vida y
que la única mujer, su doncella de confianza, conocedora de ese secreto muriera a los pocos
días era trágico. Trágico y sospechoso. Por eso, después de solidarizarme con su dolor, le
pedí, siempre que contestarme no lo aumentara ostensiblemente, que me proporcionara más
datos del accidente en el que murió Dorothy O’Flaherty.
–Ocurrió muy cerca de la mansión. De hecho acababa de salir a un recado al que yo
misma le había enviado, en ocasiones pienso que si no hubiese sido por mí… –pareció que
iba a sollozar, incluso acercó un pañuelo a sus ojos, pero no fue necesario que secara sus
lágrimas ya que se recompuso enseguida y siguió hablándome–. Ya sé que usted pensará
como mi hermano, que no fue culpa mía, que cientos, por no decir miles de veces antes, la
mandé a hacer recados, porque eso era parte de su trabajo. Aun así me cuesta pensar en ello
sin venirme abajo durante unos segundos.
–Su hermano tiene razón y estoy totalmente de acuerdo con él –la interrumpí.
–Lo sé y se lo agradezco –me contestó con ternura–, pero es inevitable que ese tipo
de pensamientos surquen por mi cabeza cuando recuerdo lo sucedido.
–Entonces será mejor que no los recuerde, no debía haberle preguntado nada, lo
siento.
–No, no, ya sabe, Sabino, que he decidido contárselo todo. Hablarle me hace mucho
bien. Además, acabo de prometerme a usted, y eso significa que no puede haber secretos
entre nosotros. Como le estaba diciendo, el accidente en el que murió Dorothy ocurrió muy
cerca de la mansión. Ella había salido a cumplir una orden que yo le había dado y cuando
se hallaba aún a muy pocos metros de la verja de entrada fue atropellada por nuestro
carruaje. Por lo que nos dijeron fue una imprudencia de la propia Dorothy, que
prácticamente se metió debajo del vehículo sin que el conductor consiguiera esquivarla.
Murió al instante.
La cara de Elizabeth me estaba indicando que había algo más de lo que acababa de
contarme y así se lo dije.
–El conductor del carruaje –dijo finalmente, tras aceptar que yo estaba en lo cierto–
era Latimer.
–¿Latimer? ¿El Latimer que…? –dije sin finalizar la pregunta, porque estaba claro
de quién me estaba hablando.
–Sí, John Latimer. El secretario de mi padre.
Que ese hombre infame, que nos había amenazado en el cementerio católico y que
nos espiaba a Charles y a mí, fuera el causante de la muerte de la doncella me pareció
extremadamente sospechoso y significativo, y así se lo expresé a Elizabeth.
–Sí, yo también pensé lo mismo, pero las investigaciones que se emprendieron tras
su muerte dejaron claro que fue un accidente, así que no se pudo hacer nada contra Latimer.
La verdad es que hubiera sido injusto echarle las culpas a él, por lo que continuó contando
con la confianza de mi padre.
Tras haber conocido cómo pensaba el inspector Chandler que había que investigar
las muertes violentas de los irlandeses y las reticencias del inspector Abberline y el
comisario Anderson a aceptar sugerencias externas, no estaba yo muy seguro de que la
exculpación de Latimer estuviese correctamente fundada. Pero quizás esa opinión no era
sino una consecuencia de mis prejuicios contra el secretario, así que delante de Elizabeth
fingí creerla e incluso hipócritamente, el amor hace que en nuestra personalidad afluyan
características que hasta entonces desconocíamos ostentar, simulé compadecerme de él.
–Tuvo que ser también muy duro para el pobre Latimer –comenté, intentando
aparentar el máximo de sinceridad.
–¿Duro para esa serpiente? –los ojos de Elizabeth refulgieron con desdén–. Qué va,
en todo momento se mantuvo frío e indiferente. Como no había sido culpa suya, decía, no
tenía nada que reprocharse. No digo que no soltara ni una lágrima, que es lógico, a los
hombres no les gusta que les vean llorando, sino que ni siquiera mostró un asomo de pena.
–Lo decía porque parece que está enamorado de usted, y sabiendo que estaba tan
unida a la doncella favorita de su madre, no sé, podría temer perderla.
Al escuchar eso último Elizabeth se rió tan ostensiblemente, como en ocasiones
hacía su hermano, que al igual que cuando éste me tomaba el pelo, no pude evitar ponerme
más rojo que un tomate de nuestras huertas.
–¿Perderme ha dicho, Sabino? ¿Perderme? No se puede perder lo que no se posee.
Jamás me ha interesado Latimer, siempre me ha parecido un hombre odioso. Si usted cree
que antes de la muerte de Dorothy sentía algo por él se equivoca. Nunca antes he querido a
nadie, al menos antes de conocerle a usted. Puede estar seguro de eso. Además no soy
ninguna ingenua, jamás se me ha escapado que aunque tal vez Latimer esté sinceramente
enamorado de mí, en el fondo si aspira a desposarme es, sobre todo, para hacerse con un
buen trozo de la fortuna de los Kingsfield.
Yo, padre, no sabía qué decir ya que tenía la sensación de que, nuevamente, había
metido la pata. Afortunadamente a lo lejos escuchamos las risas de Constance y Charles,
que se aproximaban a donde estábamos nosotros, y eso me evitó el volver a hacer el
ridículo pronunciando alguna nueva inconveniencia. Incluso recobré el ánimo y contesté
con una broma a la que nos gastó el propio Charles cuando nos preguntó de un modo pícaro
si habíamos estado sentados allí todo el tiempo, hablando. Cuando Elizabeth confirmó, a su
vez, que sí, que habíamos estado hablando, “pero todo el rato de tonterías, creo que he
aburrido al pobre señor Arana, que si me ha escuchado se ha debido tan sólo a su buena
educación”, Constance la cogió de la mano y la sacó de la estancia, alegando que tenía
muchas cosas, nuevos chismes y chascarrillos, que contarle. No sé si su acción fue
espontánea u obedecía a alguna sugerencia previa de Charles, pero fuera como fuese el caso
es que de nuevo nos quedamos los dos solos, circunstancia que aprovechó mi amigo para
invitarme a almorzar en su club, lo que acepté de inmediato, ya que me gustaban tanto el
ambiente como la comida que allí podíamos degustar.
Charles era un conversador excelente y tanto las viandas que nos sirvieron como la
correspondiente sobremesa transcurrieron de un modo agradable, por lo que anocheció casi
sin darnos cuenta. Me parecía mentira que se hubieran sucedido las horas sin hablar, en
ningún momento, de las infortunadas Mary Ann Nichols y Annie Chapman. Quizás por eso,
con una sonrisa socarrona, me preguntó, de modo inesperado, cuáles eran mis intenciones
con respecto a su hermana. Al verme palidecer se rió como en él era habitual y me dijo que
no me asustara.
–Conociéndole como le conozco, Sabino, doy por supuesto que sus intenciones son
honestas. Incluso demasiado honestas, para mi gusto. No me extrañaría nada que le hubiese
propuesto matrimonio. ¿Lo ha hecho? –me preguntó en tono jocoso al advertir por mi
expresión que había acertado–. Es usted de lo que ya no queda, un auténtico caballero. Si
nuestra bienamada reina Victoria, que tan decidida como inútilmente ha intentado
impregnar de moralidad nuestra sociedad, llegara a conocerlo, no dudaría en adoptarlo al
momento. Pero hablando más en serio, quiero decirle, para su tranquilidad, que me alegra
saber que usted y mi hermana han congeniado y lo que siente por ella. No sé si se lo ha
contado, supongo que sí si han llegado a ese grado de intimidad y compenetración, pero ha
sufrido mucho desde que falleció nuestra madre y conocerlo a usted ha sido para ella como
si se le abrieran las puertas del cielo. Y eso que tengo que admitir que ha tenido
pretendientes mucho más guapos, divertidos, ricos y, sin que se me ofenda, inteligentes e
ingeniosos que usted, pero todos tenían un defecto. Eran muy ingleses. Y no sé si se habrá
dado usted cuenta de que a pesar de ser hijos de un par del reino, ni mi her mana ni yo nos
sentimos muy identificados con la vieja y pérfida Albión. Que Dios y Su Majestad la Reina,
que con tanta fidelidad le representa, como cabeza de la Iglesia Anglicana en estas
hipócritas tierras británicas, nos perdone –finalizó, de nuevo entre carcajadas.
Tengo que confesarle, padre, que no sabía qué contestar ni cómo actuar. Por una
parte, pese a la vergüenza que me producía el que Charles hubiese adivinado nuestro
secreto, aunque seguramente quien lo había adivinado era Constance, me alegraba saber
que a su modo aparentemente frívolo y despreocupado aprobaba nuestra relación, pero por
otra me desconcertaba el modo en que hablaba de los ingleses. Yo sabía, gracias a su
hermana, que sus raíces familiares estaban en Irlanda y que el apellido originario de la
familia no era Kingsfield sino MacCathmhaoil, pero supuestamente él desconocía que yo
estuviera al tanto de esas circunstancias familiares, por lo que no tenía claro si sus palabras
habían constituido un desliz involuntario, avivado por el alcohol que había estado
trasegando durante toda la tarde, o una trampa para comprobar si Elizabeth me había
contado su secreto. Por eso me limité a comentar con extrañeza que no debería hablar tan
mal de sus propios compatriotas.
–Usted mismo –le dije–, no me parece ni hipócrita ni mala persona, sino todo lo
contrario. De otro modo jamás le hubiese aceptado su amistad ni ofrecido la mía.
Charles volvió a reírse y me dijo que seguramente tenía razón, aunque a veces solía
pensar que si Dios volviera a exigirle a Abraham que encontrase diez personas justas en
Inglaterra para evitar su destrucción, como ocurrió con Sodoma y Gomorra, lo más
probable sería que le costara encontrarlas.
–Pero no me haga mucho caso, Sabino, ya sabe que en ocasiones me gusta tomarme
las cosas a broma y si no nos reímos de nosotros mismos, y al fin y al cabo como soy inglés
cuando me río de mis compatriotas me estoy riendo también de mí mismo, no tenemos
derecho a burlarnos de los demás.
En aquel momento comprendí que, al menos en ese aspecto, mi amigo me estaba
mintiendo. No es un reproche, entendía perfectamente lo que le estaba ocurriendo porque
era capaz de ponerme en su piel, ya que a mí me pasaba lo mismo, aunque mientras yo
podía decir orgullosamente, alto y claro, que no era ni me sentía español, él no podía decir,
no al menos de momento, que no era inglés sino irlandés. Y con la diferencia añadida,
porque lo cortés no quita lo valiente, de que mientras, en general, los vascos solemos caer
bien a los españoles, los ingleses detestan a los irlandeses. Por eso, cuando le dije que lo
entendía, no le estaba mintiendo, si bien era consciente de que él lo iba a interpretar de otro
modo, como así me lo indicaron sus siguientes palabras.
–Me alegra que sea tan comprensivo y no empiece a pensar mal de mis compatriotas
por mi culpa, Sabino. Incluso me alegra que no me tome en cuenta las tonterías que acabo
de decir, porque ha llegado el momento de volver en serio al trabajo.
Cuando le oí hablar así entendí que, al decir eso de que había llegado el momento
de “volver en serio al trabajo”, no se refería a mi aprendizaje al lado de su padre, que no
había sido desatendido en ningún momento ni, por otra parte, me lo hubiese permitido el
patriarca de los Kingsfield, sino a la investigación de los crímenes del barrio de
Whitechapel.
–Ha vuelto usted a acertar, Sabino –me respondió cuando se lo dije–, aunque sólo a
medias. En el fondo me alegra comprobar que no es usted perfecto –volvió a reírse–,
porque aunque ha intuido de qué iba la cosa ha olvidado, al parecer, lo que le dije acerca de
que por unos días dejaríamos de lado el asesinato de las prostitutas y nos centraríamos en el
de O’Malley. Ya sé que no he cumplido del todo ese propósito, ya que también nos hemos
entrevistado con el comisario Anderson para hablar del asesinato de esas mujeres, pero la
prioridad sigue siendo O’Malley. Y creo que estoy en disposición de darle buenas noticias.
El contacto con Charles me había vuelto tan inquieto como escéptico, así que esperé
callado a que me ampliara su información.
–He conseguido que mi padre nos dé mañana el día libre, porque vamos a interrogar
al asesino de O’Malley –soltó la noticia como si de un arcabuzazo se tratara.
–Entonces, ¿se sabe quién es el asesino? ¿Se lo ha contado la policía?
En esta ocasión su risa me pilló desprevenido, ya que estaba hablando totalmente en
serio, pero al parecer le había hecho mucha gracia que yo pensara que se había resuelto el
misterio gracias a los desvelos de Scotland Yard.
–Si usted piensa, querido amigo, que el inspector Chandler ha dedicado un minuto
de su tiempo a averiguar quién mató a O’Malley, se equivoca profundamente. No, no ha
sido Scotland Yard quien ha desenmascarado al asesino, hemos sido nosotros.
–¿Nosotros? –pregunté sorprendido–. ¿A qué se refiere con ese “nosotros”? Que yo
sepa no he participado en ese desenmascaramiento. Y eso que pensaba que estábamos
juntos en ello –finalicé con una amargura que ni yo mismo pensaba que iba a sentir. En
cierto modo me consideraba traicionado al habérseme dejado al margen de lo que, sin duda,
era un acontecimiento importante en nuestra investigación.
–¡Pues claro que hemos sido nosotros! Formamos un equipo, ¿no? –me
contestó, sinceramente extrañado por mi actitud.
–Por eso mismo se lo digo. En un equipo se trabaja conjuntamente o, al menos, se
reparten las tareas, pero sabiendo cada uno qué es lo que hace el otro. Y yo ni he
participado en la investigación de la muerte de O’Malley ni sabía que usted estaba ya en
ello.
–Ahora entiendo su enfado. Discúlpeme, Sabino, pero por la excitación del
acontecimiento no se lo he explicado correctamente. Y, por supuesto, en ningún momento
he querido dejarlo al margen, aunque seguramente se me olvidó comentarle lo que acababa
de poner en marcha. Mire, es cierto que, como repetidamente nos han indicado los
representantes de nuestras fuerzas policiales, no somos unos profesionales de la
investigación, pero se equivocan cuando piensan que somos, simplemente, unos
aficionados ingenuos que juegan a detectives. Antes de embarcarnos en esta aventura me he
preocupado por tener unos mínimos conocimientos del procedimiento policial para poder
pisar tierra firme, lo contrario hubiese sido una irresponsabilidad. Y a pesar de que esté
todo el día riéndome, creo que no soy ningún irresponsable.
–Es cierto, no lo es. Al menos en mi opinión –le dije, más calmado.
–Gracias, Sabino, sabe que lo que usted opine es importante para mí. Así que le voy
a explicar lo del asesino de O’Malley. No lo he descubierto gracias a mis dotes
detectivescas. En realidad, la mayoría de los asesinatos no se descubren así, pese a lo que
pueda aparecer en esos relatos tan en boga últimamente sobre detectives y criminales. La
mayoría de los asesinatos se descubren gracias a chivatos y confidentes. Y a que muchos de
sus autores son hombres o mujeres con muy pocas luces que se envanecen de sus hazañas.
De hecho Scotland Yard podría aumentar si quisiera su porcentaje de éxitos, pero en
ocasiones deja libres a conocidos delincuentes porque sus víctimas también han sido
criminales y no sólo no les preocupa lo que haya ocurrido con aquéllas, sino que de ese
modo pueden controlar mejor a quienes han cometido el crimen, por si en un futuro
tuvieran necesidad de sus servicios.
–Me deja estupefacto, Charles –no pude evitar decirle. Es cierto que desde que
había llegado a Londres parte de mi inocencia primitiva se había difuminado, pero aun así,
escuchar aquello de boca del hijo de un miembro de la Cámara de los Lores era algo que
hasta hace poco hubiese sido inconcebible para mí.
–Ya le he dicho en otras ocasiones, Sabino, que no es oro todo lo que reluce en el
grandioso Imperio Británico. El asunto es que del mismo modo que puede actuar Scotland
Yard puedo actuar yo. No prometiéndoles inmunidad a los delincuentes, por supuesto, pero
sí fuertes sumas de dinero. Y si se sabe qué puertas tocar, no es difícil conseguir que toda la
escoria de Whitechapel ansiosa de hacerse con una parte del botín, o con el botín íntegro,
llegado el caso, se ponga a tu servicio. Una buena recompensa es suficiente para tener a tu
disposición miles de ojos y orejas. Y como la mayor parte de los esbirros que asesinan por
dinero suelen ser unos desgraciados incorregibles, la mayoría de ellos borrachos y puteros,
no es nada raro que alardeen de sus actos. En cierto modo hasta les sirve de reclamo para
posibles contratantes –se sonrió–. Y ahí está la gracia del asunto. El asesino de O’Malley ha
demostrado no ser más inteligente que los demás y un exceso de cerveza y ginebra le hizo
hablar demasiado delante de uno de mis agentes, por llamarlo de algún modo. Así que le he
citado mañana con la excusa de contratarlo para que me haga un trabajito delicado. Ésa es
la historia. Por eso le ruego que me crea cuando le digo que no le he excluido de ninguna
investigación secreta, porque no la ha habido. Me he limitado a echar una red en el agua y
esperar a que algún pez picara.
–Entiendo. Y ahora ese pez no sólo ha caído en la red, sino que va a saltar
voluntariamente a la cesta en la que usted podrá recogerlo con mucha más facilidad.
–Lo ha entendido perfectamente, Sabino. Perfectamente.
16

El plan de Charles era sencillo, pero efectivo. Como me había explicado, consistía
en ponerle al asesino el cebo de un trabajo bien pagado, lo que me pareció muy ingenioso.
Obviamente no iba a acudir a ninguna cita para explicarnos cómo mató a O’Malley, pero sí
para recibir el encargo de acabar con otra persona. El problema era dónde citarle.

No podíamos hacerlo en “Kingsfield Manor” por motivos que usted, padre, que es
un hombre inteligente, comprenderá sin necesidad de que se lo explique. Tampoco en el
club al que pertenecía mi amigo, y no sólo porque Charles quedaría en evidencia ante el
resto de los socios, sino porque el inflexible portero seguramente interceptaría el paso de
nuestro hombre y no le dejaría entrar. Y si insistiéramos para que cejara en su actitud y se lo
permitiera, seríamos noso tros los que nos veríamos de patitas en la calle en cuestión de
segundos. Tampoco podíamos vernos en una de las múltiples tabernas de Whitechapel. La
idea era que quienes pululaban por allí fueran nuestros informantes, no que se informaran, e
informaran a terceras personas, de lo que estábamos haciendo.
Sólo había un sitio seguro para citarnos con ese hombre: la capilla católica en cuyo
cementerio estaba enterrada, clandestinamente, la madre de los Kingsfield, y en la que nos
habíamos visto con la segunda mujer asesinada, Annie Chapman. Se trataba, en opinión de
Charles, del lugar perfecto, pese a lo contradictorio que suponía utilizar la casa de Dios
para contratar, aunque ese contrato no fuera de verdad sino una hábil añagaza, los servicios
de un asesino. Así se lo pareció también a Elizabeth, que, cuando se enteró, puso el grito en
el cielo, apoyada en esa ocasión por Constance, que se atrevió a decirle a su joven amante
que estaba rebasando los límites de lo aceptable y que iba a poner en un compromiso al
párroco.
–De eso nada –protestó Charles –. El lugar es perfecto, nadie sospecharía que en la
sacristía de la parroquia pudiera producirse un encuentro de ese tipo. Además, no vamos a
poner en ningún compromiso al padre FitzGerald. Por si no lo sabéis es miembro de la
Hermandad Republicana Irlandesa y, aunque confía ciegamente en la justicia divina, no le
importaría que también aquí abajo, en la tierra, se hiciese justicia a su correligionario en un
doble sentido, tanto religioso como político, O’Malley.
Las palabras de Charles convencieron tanto a las dos jóvenes como a mí, aunque
personalmente me hiciera reflexionar sobre los secretos que guardaba mi amigo. ¿Sería
también él un feniano, y de ahí sus buenas relaciones con los irlandeses que malvivían en
Inglaterra y luchaban por su libertad e independencia? Hasta unos pocos días antes me
hubiese parecido inconcebible pensarlo, pero tras las revelaciones de su hermana tenía mis
dudas. Había llegado a un punto en el que todo parecía posible y no me quedaba más
remedio que esperar al desenlace de nuestra aventura para enterarme de qué se ocultaba tras
su máscara. O resignarme a no saberlo nunca, lo que no dejaba de ser una situación mucho
más probable.
Cuando el día siguiente entramos en la parroquia y fuimos recibidos por el padre
FitzGerald, que me sonrió afectuosamente, pero no como a cualquier feligrés sino como si
pensara que era miembro de su hermandad, no pude dejar de pensar en lo extraño de la
situación y en cómo aquel cura bajito, moreno y de risueño semblante había resultado ser
un patriota irlandés. Ésa fue una de las cosas que me enseñaron a no fiarme de las
apariencias. Pero no tuve mucho tiempo para perderme en ese tipo de disquisiciones ya que
inmediatamente nos introdujo en la sacristía, donde nos estaba esperando, con semblante
serio y expectante, un hombre en cuyo rostro se veían marca das las huellas de todos los
vicios conocidos y por conocer en este valle de lágrimas que es el mundo. No necesité
recurrir a los conocimientos detectivescos que había desarrollado gracias a mi contacto con
Charles para comprender que estábamos ante el asesino que aparentemente queríamos
“contratar”.
Por lo que me había contado mi amigo el día anterior, el asesino era un “cockney”,
como se llama a los londinenses nativos de las zonas más deprimidas y pobres del East
End, entre cuyos límites se encuentra, precisamente, el barrio de Whitechapel. Su nombre
era Francis Hurley, pero era más conocido en los bajos fondos por el sobrenombre de “The
Hammer”, que en inglés significa algo así como “El Martillo”, debido a su costumbre de
utilizar ese tipo de herramienta para acabar con sus víctimas. Aunque nada más verle pensé
que el sobrenombre también podía deberse a la envergadura de sus puños, que seguramente
podían ser utilizados con más contundencia que un martillo. Observándolos tuve la
impresión de que no necesitaba utilizar el instrumento que le había proporcionado su apodo
para enviar al otro mundo a cualquier persona, incluso a aquellos que disfrutaban de una
envergadura considerable.
Nada más quedarnos solos en la sacristía se acercó a nosotros y nos preguntó con un
acento ininteligible –al menos para mí que aún estaba peleándome con el inglés, pero que
empezaba a comprenderlo bastante bien– si se había ido el cuervo.
–¿El cuervo? –preguntó, sorprendido, Charles, hasta que de repente se le iluminaron
los ojos–. Ah, ya, se refiere al padre FitzGerald, ¿no?
–Sí, al cura ese, como se llame. Odio a los papistas, si pudiera acabaría con todos
ellos. Lo haría sin el menor remordimiento. Y si son irlandeses, más todavía. No son más
que escoria.
Viéndole a él parecía increíble que se atreviera a considerar escoria a otras personas,
pero ya se sabe, padre, que el versículo bíblico que dice que somos capaces de ver la paja
en el ojo ajeno, pero no la viga en el nuestro, tiene más razón que un santo, y le ruego que
me disculpe la referencia, ya que en ningún momento he querido ser poco respetuoso con el
santoral sino usar, en todo caso, una expresión coloquial y comprensible. El caso es que
Hurley era un hombre de lo más desconfiado. Tan sólo el señuelo de una buena cantidad de
dinero le había hecho acudir hasta allí, pero aun así estaba alerta y miraba con ojos
inquietos todo lo que había a su alrededor.
–No se preocupe por el párroco –procuró, de todos modos, tranquilizarlo mi
amigo–. Me debe unos cuantos favores y, por su bien, estoy convencido de que no se irá de
la lengua. Aquí estamos mucho más seguros que en una taberna o en las calles de
Whitechapel y, como usted comprenderá, no me conviene que se me vea con cierta clase de
personas ni en mi domicilio ni en mi club. Espero que lo entienda y que no vea nada
ofensivo en mis palabras. Además, creo que usted sabe quién soy, así que en cierta manera
me estoy poniendo en sus manos.
–Claro que sí, señoría. Es usted el hijo de lord Kingsfield –respondió Hurley,
sonriendo abiertamente, con la misma alegría de un hombre a quien le hubiese tocado la
lotería. Quizás pensaba que sí le había tocado, de algún modo–. Ni más ni menos que el
hijo de un respetable –volvió a reírse al decir esto– miembro de la Cámara de los Lores.
–En efecto. Así que si sabe quién soy, puede tener la seguridad de que no voy a
traicionarlo. Del mismo modo que confío en que usted tampoco me traicione. Y para que
vea mi buena voluntad, esto es un anticipo –le extendió varios billetes y monedas por valor
de diez libras esterlinas–. Si llegamos a un acuerdo, la cifra con la que le recompensaré será
mucho más generosa. Y si no, puede quedarse con él como pago por las molestias causadas.
Que, por cierto, es lo único que recibiría, no habría nuevas gratificaciones, por si usted está
pensando cosas raras. No es el único asesino al que se puede recurrir en Londres para que
haga un trabajo.
Charles pronunció estas palabras con un gesto de dureza en su tono y su rostro.
Sabía que era difícil impresionar y atemorizar a un asesino como Hurley, pero deseaba
transmitirle la sensación de que controlaba la situación, ya que entendía que, de ese modo,
nuestro hombre estaría más dispuesto a tomarnos en serio, independientemente de que en su
fuero interno siguiera pensando que éramos unos pipiolos a los que en un futuro podría
chantajear sin dificultad.
–Entiendo –contestó repentinamente serio Hurley–. ¿A quién hay que matar?
A veces, padre, he escuchado esta siniestra expresión cuando alguien se sorprendía
al ofrecérsele una buena cantidad de dinero por hacer un trabajo, pero siempre con ironía,
como broma, aunque fuese de mal gusto. Pero aquel hombre no estaba bromeando con
nosotros. Simplemente nos estaba preguntando por el nombre de la persona que
deseábamos que matara.
Charles no respondió de inmediato, sino que sacando una botella de whisky que
llevaba en un bolsillo de su chaqueta y cogiendo dos vasos de una estantería de la sacristía,
los llenó, pasándole uno de los vasos a Hurley. A mí no me ofreció, no por falta de cortesía,
sino porque sabía que era una bebida que no me gustaba.
–Auténtico escocés –dijo mi amigo, dando un sorbo a su vaso–. Destilado en las
Tierras Altas.
Hurley olisqueó su vaso con desconfianza, algo aminorada al comprobar cómo
bebía también su anfitrión. Luego dio un pequeño sorbo y cambió su gesto, iluminándose
su cara.
–Los escoceses sí que saben hacer bien las cosas, no como esos cabrones de
irlandeses. Y lo mismo se podría decir de usted, señoría –añadió tras darle un segundo
sorbo al whisky y emitir un chasquido de satisfacción–. Tengo que reconocer que sabe
hacer negocios. Pero no crea que por eso le va a costar menos el trabajo –se rió.
–Eso en el caso de que se lo encargue a usted –replicó, ceñudo, mi amigo.
Hurley puso cara de no entender nada. Se le oscureció la cara y encogió su frente,
antes de volver a echarse al coleto un buen trago de whisky y preguntarle a Charles de qué
demonios –en realidad utilizó una palabra más fuerte que prefiero no repetir, padre– estaba
hablando.
–Me han asegurado que usted es la persona idónea para acabar con alguien que me
molesta mucho, pero no sé si es verdad o no. De hecho, y le ruego que no se ofenda, no
creo que sea cierto lo que me dijeron al recomendarle, que fue usted quien acabó con Sean
O’Malley. Le conocía perfectamente y dudo mucho que eso sea verdad.
Hurley bramó como un toro bravo antes de amenazarnos con sacarnos los hígados y
el corazón con una sola mano, además de los testículos, aunque él usó una palabra de argot
al referirse a esos órganos, para dárselos de comer a los cerdos.
–Yo no he matado a ese hijo de perra de O’Malley –añadió finalmente.
–Sí, eso parece claro –contestó imperturbable mi amigo–. Lamento el malentendido,
por el que le ofrezco mis disculpas. Y no sólo mis disculpas, sino que deseo compensarle de
una manera más lucrativa, antes de separarnos.
Seguramente Hurley desconocía el significado de la palabra “lucrativa”, pero
cuando vio los billetes que mi amigo puso en sus manos lo aprendió mejor que si hubiese
utilizado un diccionario. En ese momento su enfado desapareció y sus ojos codiciosos
dejaron traslucir su pensamiento, más transparente que el agua de uno de los riachuelos que
surcan nuestros montes. Tenía que estar pensando que si le dábamos esa cantidad por no
hacer nada, si hacía algo…
–Esperen un momento, caballeros –no estaba habituado a utilizar este tratamiento y
se le notaba–, no nos precipitemos. Quizás les he entendido mal. Igual todavía podemos
hacer negocios juntos, pero antes me gustaría saber quién les ha dicho que yo maté a
O’Malley.
–Bueno, eso no tiene la menor importancia, sobre todo teniendo en cuenta que usted
no lo hizo, según acaba de confesarnos. La verdad es que el irlandés era un tipo duro de
pelar. Usted parece muy fuerte y resistente, pero es difícil pensar que haya podido acabar
con alguien tan grande y robusto como él. Sí, creo que nos hemos equivocado al juzgarle.
Se ve claramente que usted podría con nosotros dos con una sola mano, pero con alguien de
la fortaleza de Sean O’Malley... No, imposible –finalizó mi amigo, moviendo la cabeza con
aire abatido, como si lamentara no encontrarse junto al hombre adecuado.
–¿Fortaleza? ¿Ese alfeñique? No me duró ni medio minuto –contestó ufano Hurley,
antes de callarse al percatarse de lo que nos acababa de decir.
–Entonces, ¿es verdad? ¿Usted mató a O’Malley? –le preguntó mi amigo, entre
sorprendido y admirado–. En ese caso quizás sea el hombre adecuado para…, pero no, no
lo creo. Lo siento mucho, pero me cuesta creerlo. Seguro que se está echando un farol.
–De farol nada. Fui yo quien acabó con ese jodido irlandés –al final, padre, voy a
tener que repetir las expresiones textuales que usó, para no pecar de mojigatería y debilitar
la narración, aunque sabe cómo detesto ese tipo de lenguaje–. Sí, fui yo –repitió henchido
de orgullo–. No me importa admitirlo. Ni el Imperio ni el mundo han perdido nada con su
muerte, incluso deberían estarme agradecidos.
–Y lo estamos, puede usted estar seguro. Agradecidos e impresionados –contestó
rellenando de nuevo el vaso de Hurley, que no se había dado cuenta de que, tras su primer
sorbo, el de mi amigo seguía intacto–. Si es que efectivamente nos está diciendo usted la
verdad.
–¿Acaso no me creen? –dijo haciendo grandes esfuerzos para no dejar salir su ira a
flote. Seguramente aún pensaba que podía llegar a algún tipo de trato con nosotros.
–No se trata de creerle o no creerle, pero nos gustaría no tener la menor duda sobre
ello. Estamos dispuestos a pagarle muy bien, pero como usted comprenderá, queremos
cerciorarnos de que no vamos a malgastar nuestro dinero.
Hubo que explicárselo dos veces, pero finalmente comprendió lo que queríamos de
él y nos explicó con pelos y señales cómo había acabado con O’Malley, sin obviar los
detalles más brutales. No sé cómo pudo contenerse Charles al escucharlos, sin mostrar su
horror ni su desagrado por el personaje que teníamos delante de nosotros. Estaba claro, de
todos modos, que él era el asesino, pero aun así mi amigo continuó mostrándose reticente.
–Todo eso es cierto, pero no prueba nada –dijo–. De hecho nosotros ya conocíamos
los detalles. Nos enteramos gracias al inspector Chandler, de Scotland Yard –mintió con
total desparpajo–. Usted mismo podría haberse enterado a través de la policía.
–De eso nada. ¿Yo, tratos con la pasma? Imposible. No, lo que les he contado es lo
que yo mismo, yo –se golpeó el pecho con tanta fuerza que retumbaron las paredes– hice.
Quizás fuera un efecto del golpe que se propinó a sí mismo, o eso debió de pensar él
en un primer momento, pero empezó a sudar y a dar señales de congestionarse, mientras
Charles le miraba sonriente.
–¿Le ocurre algo? –le preguntó socarrón.
Al oír esa pregunta debieron de llegarle a su cerebro unos pequeños retazos de
inteligencia, porque intentó acercarse hasta donde estaba mi amigo, mientras gritaba “usted,
hijo de mala madre, usted, me ha engañado, pero no se saldrá con la suya, nadie se mete
con ‘El Martillo’ y se va de rositas”, pero nada más levantarse de la silla empezó a
tambalearse y fue Charles quien, con una cachiporra que hasta ese momento había
mantenido oculta, le golpeó en la cabeza y en las piernas, quizás de una manera que en su
estado normal no le hubiese producido a aquel hombre mayor impacto que la picadura de
un mosquito, pero que en las condiciones en las que se encontraba le hizo caer al suelo con
un estrépito mayor que si se hubiese derrumbado un edificio. Por dos veces intentó
levantarse, pero no pudo. Cuando se quedó inmóvil, en el suelo, con ojos que oscilaban
entre el odio y la extrañeza, mi amigo volvió a dirigirle la palabra.
–En una cosa tiene razón, señor Hurley –le dijo–, le he engañado. Y no sólo eso.
¿Por qué cree que se encuentra en tan mal estado? Porque he hecho algo peor que
engañarle: le he envenenado. Bueno, la palabra envenenar es excesivamente dramática.
Digamos que he echado una sustancia en el whisky que acaba de beber que le ha dejado en
ese estado tan deplorable. Y que podría matarle lentamente, cosa que me imagino que no
deseará que ocurra.
Observando a mi amigo no sabía qué decidir, si era un gran actor o también él tenía
un poso de maldad en su alma. O ambas cosas a la vez. El asesino de O’Malley, en cambio,
debía de tenerlo claro porque la ira dejó paso casi de modo instantáneo al terror. Aun así se
resistía a aceptar lo evidente.
–Me está mintiendo, tiene que estar mintiéndome –pronunció de manera
prácticamente ininteligible. Tras un gran esfuerzo había conseguido ponerse nuevamente en
pie, pero se tambaleaba ostensiblemente y el aire exhalado por un simple silbido hubiese
conseguido tumbarle de nuevo–. Usted también ha bebido de ese whisky.
–Sí, pero una cantidad ínfima –contestó mi amigo, enseñándole su vaso, que estaba
prácticamente lleno–. Sólo un pequeño sorbo, lo suficiente para que no desconfiara.
Además yo tengo el antídoto, que por precaución he tomado poco antes de que nos
reuniéramos. Sí, lo que le acabo de decir es cierto –hizo una pausa antes de continuar–. Yo
tengo el antídoto. Sin él, alguien que ha tomado la cantidad de veneno que acaba de echarse
usted al estómago está perdido. No es algo instantáneo, se tardan horas en morir. Eso si uno
mismo no se quita la vida antes, para escapar del sufrimiento y dolor que produce según se
va extendiendo por la sangre.
No supe en ese momento, y tampoco me lo reveló con posterioridad Charles, si el
veneno empezaba a producir efectos más graves en Hurley o si éste, a su condición de
asesino, unía la más habitual de aprensivo e hipocondríaco, el caso es que nada más
escuchar esas palabras empezó a retorcerse de dolor y a implorar compasión. Ver a esa
mole lloriquear como un niño es una de las cosas que más me ha impresionado en la vida,
padre, y no le estoy mintiendo. En cierto modo ahora que yo también me encuentro a las
puertas de la muerte, y sin ningún antídoto que pueda remediarlo, creo que lo entiendo
mucho mejor que en aquellos momentos y hasta siento compasión por el asesino. Pero
entonces tan sólo veía, al mirarlo, a un criminal repulsivo y lo que sentía por él no era, Dios
me perdone, compasión ni nada que remotamente se le pareciera.
–¿Qué tengo que hacer para que me den el antídoto? –dijo finalmente el asesino.
–Creo que lo sabe –contestó con frialdad Charles –. Decirnos quien le ordenó matar
a O’Malley.
A pesar de que el rostro de Hurley estaba contraído por el dolor, hubo en él espacio
suficiente para que aflorara un gesto de extrañeza.
–¿Eso… es… lo… que… quieren?... ¿Y… cómo… sé… que… cumplirán… su…
palabra?
Soy consciente, padre, de que en el transcurso de esta conversación o confesión, si
prefiere llamarla de este modo, aunque no es una confesión estrictamente sacramental, en
muchas ocasiones, a causa de mi debilidad, hablo con palabras y frases entrecortadas y con
pausas que a usted quizás, aunque no lo reconozca por educación, pueden parecerle
exasperantes, pero en este caso, cuando hablo de ese modo, se debe a que estoy intentando
repetir, casi miméticamente, cómo hablaba El Martillo. El matón era un hombre muy fuerte,
pero el producto que había introducido mi amigo en su bebida, y cuya composición nunca
llegué a conocer, aunque tampoco se lo pregunté, ¿para qué me hubiera servido saberlo?,
prácticamente le había inhabilitado el habla.
–Porque soy Charles Kingsfield, hijo de sir Peter Kingsfield, par del Reino y
miembro de la Cámara de los Lores –respondió altivo– y los Kingsfield jamás faltamos a
nuestra palabra.
El alegato de mi amigo no pareció convencerlo. Con grandes dificultades, nos dijo
claramente que no se fiaba de nosotros ni de nuestras intenciones.
–Lo entiendo –respondió Charles, que ya no se recataba en demostrar claramente su
odio por quien había asesinado a O’Malley–, pero o se fía de nosotros o no hay nada que
pueda hacer para evitar que el veneno se extienda por su cuerpo. Se está muriendo, y no
creo que sea tan estúpido como para no darse cuenta. No le voy a negar que para mí
constituiría un auténtico placer contemplar su agonía. El hombre al que mató era un buen
amigo y el corazón me pide venganza, pero la cabeza me dice que en el fondo no es usted
más que un pobre desgraciado, un instrumento de otra u otras personas, y del mismo modo
que no se puede responsabilizar al martillo que utiliza para acabar con la gente por los
asesinatos que comete valiéndose de él, podría decirse que tampoco es enteramente
responsable de los crímenes que otras personas llevan a cabo usándole como instrumento.
Supongo que más de un magistrado diría que no es lo mismo porque usted es un ser
humano con capacidad de razonar y pensar, pero yo dudo que tenga más inteligencia que un
martillo. Así que no le queda más remedio que fiarse de nosotros o morir como un perro.
No creo que Hurley asimilara todo el discurso que Charles le acababa de soltar, en
una cosa mi amigo tenía razón, su capacidad intelectual no era muy boyante, pero de lo que
estoy seguro es de que entendió su última frase, o se fiaba de nosotros o moría como un
perro, porque se estremeció de tal modo que me habría movido a la piedad si no hubiese
sabido que era un asesino de la peor especie.
–De acuerdo, mi lord –respondió jadeante, otorgándole servilmente a Charles un
tratamiento que aún no le correspondía–, le diré todo lo que sé si usted me da su palabra de
caballero de que me proporcionará el antídoto.
–La tienes aunque no te la merezcas –respondió altivo mi amigo, tuteándole por
primera vez desde que nos encontramos, no en señal de respeto sino de desprecio–, así que
empieza a hablar.
Hurley aún se retorcía en el suelo, lo que mermaba su capacidad de hablar, por lo
que entre los dos le agarramos y con gran esfuerzo, ya que parecía un peso muerto,
conseguimos que se sentara en una silla que estaba colocada contra una pared de la
sacristía, para que así no perdiera de nuevo el equilibrio.
–Gracias, caballeros, gracias.
–Déjate de agradecimientos –le cortó mi amigo– y dinos el nombre de la persona
que te encargó la muerte de O’Malley.
–No sé cómo se llama. Me contactó en una taberna de Whitechapel y me ofreció
dinero por matar a ese… –rectificó a tiempo al ver el brillo que había aparecido en los ojos
de Charles y omitió el insulto que seguramente iba a proferir–, por matar a su amigo. Lo
que sí puedo decirle es que era irlandés.
–¿Irlandés? –preguntó, sorprendido, Charles–. ¿Está seguro?
–Sí, estoy seguro. Intentó disimular su acento. De hecho quedamos en una taberna
en la que no se admite a los irlandeses, pero hay cosas que no se pueden ocultar y yo llevo
ya muchos años trabajando en las calles de Londres. Así que debe creerme, el tipo era
irlandés.
Charles me miró preocupado. Que el hombre que encargó la eliminación de
O’Malley fuera compatriota de este último no encajaba en sus esquemas mentales, por eso
me dijo, hablando en francés para que Hurley no nos entendiera, que le habían sorprendido
las afirmaciones del asesino.
–Aunque pienso que nos está diciendo la verdad –añadió–. Y eso que los irlandeses
son un pueblo muy solidario, casi una piña. No digo que no sean de un carácter tan
inflamable que no sean capaces de matar en una reyerta a su mejor amigo o a un hermano,
pero pagar a alguien para que mate a un compatriota… Me cuesta creerlo. Sí, me cuesta
mucho creerlo, pero parece que nuestro amigo es sincero. No tendría ningún sentido que
nos mintiera. Y sin embargo…, me cuesta creerlo. Sí, me cuesta creerlo.
–Parece mentira, Charles –le dije–. Usted, siempre hablándome de cómo el mal, la
Maldad con mayúsculas, puede apoderarse de los seres humanos, y es incapaz de
comprender que no hay mayor rasgo de maldad que la traición.
Durante unos segundos me miró como si fuera transparente. Incluso temí haber ido
demasiado lejos y que él pensara que lo que acababa de decir era una alusión a su padre,
que dejó de apellidarse MacCathmhaoil para llamarse Kingsfield y renegó de sus orígenes
irlandeses para convertirse en un perfecto inglés, pero en principio desconocía que
Elizabeth me había hecho partícipe del secreto familiar,así que no tenía motivos para
sentirme intranquilo. El propio Charles ahuyentó definitivamente mis temores cuando
repentinamente salió de su ensimismamiento y me dio la razón.
–Vuelve a acertar, Sabino. La traición es el gran pecado que arrastramos los seres
humanos. Adán y Eva traicionaron a Dios comiendo de la fruta prohibida, Caín no sólo
traicionó a su hermano Abel, sino que lo mató, cometiendo el primer asesinato de la historia
de la Humanidad –se sonrió levemente al decir esto–. Incluso Jacob, el patriarca del pueblo
elegido, engañó a su hermano Esaú y a su propio padre, Isaac, haciéndose pasar por el
primogénito después de haberlo estafado con un plato de lentejas. Sí, tiene usted razón, la
traición ha acompañado a los seres humanos desde el primer día de la Creación. Y a la
traición le suele acompañar el asesinato. Es la marca de Caín. Así pues, ¿por qué un
irlandés no iba a traicionar a otro irlandés? En el fondo, pese al desprecio que por ellos
sienten mis compatriotas, no se diferencian en nada de éstos a la hora de sentir, amar y
odiar. Aunque hay otra posibilidad –se le iluminó de repente el rostro–. La inmensa mayoría
de los irlandeses son católicos y republicanos, pero en los condados del norte se instaló, tras
la conquista de la isla por las tropas inglesas, una importante colonia de protestantes fieles a
la Corona. Quizás –añadió esperanzado– ese irlandés felón no sea católico, sino protestante.
–No quiero desanimarle, Charles –le dije–, pero si fuera así no habría tenido que
disimular ante este criminal –señalé con el dedo a Hurley, que se encontraba ajeno a nuestra
conversación, no sólo por desconocer el francés sino porque a cada segundo que pasaba
iban mermando sus fuerzas– su origen ni su procedencia.
El desaliento volvió a apoderarse del rostro de mi amigo, que de un modo casi
inaudible musitó un “seguramente vuelve usted a tener razón” que, en lugar de alegrarme,
me entristeció, pero aun así le expuso su teoría a Hurley, que la rechazó vehementemente,
dentro de lo que sus escasas fuerzas le permitían, primero con un movimiento de cabeza y
luego verbalmente.
–No, no, era católico, de eso estoy seguro. Les conozco muy bien y no me equivoco
en eso. Además, los irlandeses leales a la Corona suelen ser hombres educados y elegantes,
y ese tipo era un patán.
Mientras mi amigo intentaba asimilar cómo las palabras de Hurley echaban por
tierra su esperanzadora hipótesis, yo, en mi escaso inglés, le pregunté al asesino si podía
darnos algún dato más sobre su persona.
–Un poco de agua, por favor –me dijo, en lugar de responder a mi pregunta.
Como no sabía qué era lo que le había introducido en su bebida mi amigo, le
pregunté a éste si podía acceder a su deseo, y cuando me dio el visto bueno le serví un buen
vaso de agua de una jarra que el párroco nos había proporcionado. El agua pareció hacerle
revivir, aunque sin suponer un peligro para nosotros, y tuvo también el efecto de hacerle
soltar la lengua.
–Era un hombre alto y fuerte, con una espesa mata de cabello negro –empezó a
contarnos tras vaciar el vaso–. Parecía estar muy nervioso, pero eso no es raro en alguien
que me hace ese tipo de encargos, ya saben a lo que me refiero.
–Perfectamente –contestó, en tono desabrido, Charles–. Prosiga. ¿Cómo le conoció?
¿Había tenido con anterioridad algún trato con él?
–No, y eso es lo más curioso, porque le conocí el mismo día que acabé con
O’Malley. Al parecer tenía prisa. Aunque dio conmigo por casualidad. Me dijo que había
estado buscándome durante varios días, por mandato de otra persona de la que no me
proporcionó ningún dato. Ni yo se lo pedí –añadió–, con el dinero que me ofreció tenía más
que suficiente y nunca he sido curioso, no es bueno para mi negocio –aunque seguía
mostrándose débil parecía haber cogido carrerilla, así que no le interrumpimos con nuevas
preguntas–. Pero, según me dijo, el destino se había cruzado en nuestro camino, ya que me
encontró del modo más inesperado.
–Aquella noche –prosiguió– había acompañado a un judío sarnoso, aunque no me
gusta la gente de esa raza su dinero es igual de válido que el de los protestantes de bien, a
un cementerio para desenterrar uno o varios cadáveres que íbamos a vender a unos médicos
de Cambridge que los necesitaban para sus estudios y experimentos, o eso supongo.
Cuando acabamos el trabajo nos separamos, ya que a ninguno de los dos le interesaba que
nos vieran juntos, y cuando me dirigía al punto en el que teníamos que entregar el cadáver
se acercó hasta mí el irlandés, que, después de amenazarme con denunciarme a la policía,
amenaza que no produjo en mí ningún efecto, me ofreció más tarde invitarme a una pinta
en alguna taberna discreta porque sabía quién era. Como ya les he explicado antes parece
ser que había estado buscándome sin conseguir encontrarme, y quería ofrecerme un trabajo,
un trabajo que tenía que hacer aquel día sin falta. Ni siquiera sabía, hasta que ustedes me
dijeron su nombre, que el tipo al que tenía que matar se llamaba O’Malley.
Charles y yo nos miramos preocupados al escuchar la confesión que estaba
haciendo Hurley, porque ninguno de los dos teníamos la menor duda de que el traidor sobre
el que habíamos estado especulando anteriormente existía y le conocíamos perfectamente:
O’Bannion. Sólo podía ser él. O’Bannion, el socio y amigo íntimo de O’Malley. Parecía
algo increíble, pero no había la menor duda, el asesino nos estaba diciendo la verdad. No
podía estar inventándose lo que acababa de decirnos. No sólo porque las condiciones en las
que se encontraba tenían que haber disminuido notablemente su capacidad para la
improvisación, sino porque conocía datos y hechos a los que sólo pudo haber accedido si lo
que nos estaba narrando era cierto. De todos modos mi amigo se recuperó pronto de su
estupor y le preguntó que cómo, si no le dijo su nombre, sabía a quién tenía que matar.
–Porque me lo señaló en la calle. Seguramente debían de conocerse ya que en todo
momento evitó que lo viera, pero me señaló perfectamente quién era.
Charles asintió en silencio mientras me hacía un gesto indicativo de que nuestras
sospechas, si ya eran lo suficientemente sólidas, acababan de acrecentarse con las últimas
declaraciones del asesino. Vi a mi amigo tan abatido y desconcertado que, sin
encomendarme a Dios ni al diablo, decidí reanudar por mi cuenta el interrogatorio.
–¿No vio usted –le pregunté en mi precario inglés– si O’Malley, el hombre al que le
ordenaron matar, estaba junto a alguna prostituta? Como si la estuviese vigilando o… –
titubeé antes de decir lo siguiente– protegiéndola.
–¿En Whitechapel? –se rió o, al menos, de su débil garganta emanó un sonido
parecido a la risa–. En Whitechapel, señoría, lo raro sería encontrar un lugar en el que no
hubiese una prostituta cerca.
–Annie Chapman –soltó de repente mi amigo, que se había dado cuenta de a dónde
quería yo llegar.
–¿Qué? –exclamó Hurley, como si no hubiese escuchado bien lo que acababa de
decirle Kingsfield.
–Annie Chapman, una prostituta que ejercía su oficio en Whitechapel. ¿La conocía
usted?
–Por ese nombre no, aunque ya saben ustedes que muchas mujeres que llevan esa
vida suelen cambiar su nombre u ocultan el auténtico, pero no puedo jurarles que no haya
estado alguna vez con ella, creo que me he acostado con la mayoría de las furcias que
andan por la zona –nos contestó, al parecer sin percatarse de que mi amigo le había hablado
de Annie en pasado.
Al comprobar que ninguno de los dos volvíamos a decir nada nos preguntó si ya
habíamos acabado y nos pidió que le suministráramos el antídoto, a lo que accedió Charles.
Los antídotos no son de acción inmediata. Tampoco lo era el que le
proporcionamos a Hurley, pero surtió un extraño fenómeno en el asesino, supongo que
debido a una sugestión positiva, ya que de repente se enderezó e intentó estrangular a mi
amigo. Afortunadamente éste estaba preparado y plantándole en su cara un pañuelo
impregnado de cloroformo, sin mucho esfuerzo, todo hay que decirlo, ya que pese a su
amago de recuperación las fuerzas del asesino volvieron a fallar, consiguió que se
desvaneciera, cayéndose por segunda vez al suelo como si fuera de plomo.
–Hemos sacado de él todo lo posible –me dijo cuando comprobó que se encontraba
totalmente inmovilizado–. Ya sólo nos queda llamar a Taylor y pedirle que se lo lleve en el
carruaje. Nosotros volveremos dando un paseo. Hoy luce un día muy hermoso y, si le soy
sincero, estimado Sabino, lo que más me apetece en estos momentos es una buena
bocanada de aire fresco.
Como creo que ya le he comentado con anterioridad, padre, Taylor era un hombre
muy fornido así que, con su ayuda, conseguimos acomodar a Hurley en el carruaje y, a una
orden de Charles, se alejó de nosotros a la mayor velocidad que le permitía el empedrado
suelo.
Cuando ya estaban muy lejos de nuestra vista y nos habíamos despedido del
párroco, mi amigo me preguntó que por qué estaba tan serio.
–No se ofenda, Sabino, pero da la impresión de que se hubiera tragado un sapo.
–Y quizás me lo haya tragado –contesté–. ¿Cree usted que hemos hecho bien?
–¿A qué se refiere? –contestó, aunque como no era nada tonto seguramente sabía de
qué le estaba hablando.
–Sé que es usted un caballero y que, como tal, hace honor a la palabra dada, así que
no puedo reprocharle que haya dejado en libertad a un delincuente como El Martillo, pero a
pesar de ello tampoco puedo evitar tener una sensación agridulce al pensar que un asesino
como él va a quedar impune.
–Tiene usted razón, Sabino, y comparto sus sentimientos. Por completo. Pero como
me ha dicho, un caballero debe cumplir íntegramente su palabra. Y la he cumplido. Le dije
que si nos contaba todo lo que sabía sobre el asesino le proporcionaría el antídoto. Y eso
mismo es lo que he hecho. Pero no le prometí nada más.
Le miré fijamente, en una pregunta muda, aunque intuía la respuesta.
–Taylor, aunque inglés de nacimiento y protestante de religión, estuvo casado, hasta
que enviudó hace un par de años, con una hermana de O’Malley. La vida es un pañuelo,
amigo Sabino. Y debido a una lamentable e imperdonable indiscreción se ha enterado de
que Hurley es el asesino de su cuñado. Eso no significa nada, por supuesto. Nada más lejos
de mi intención que achacar aviesas intenciones a nuestro cochero, pero yo no apostaría a
favor de que volvamos a encontrarnos algún día con ese infame criminal, bebiendo cerveza
en una taberna londinense o retozando con alguna de las prostitutas de Whitechapel. No, no
apostaría a favor de eso. Sobre todo porque tendría un cien por cien de posibilidades de
perder la apuesta. Y, usted lo sabe perfectamente, Sabino, odio perder.
17

No sé si en la vida corriente de los policías los asuntos que llevan dan tantas vueltas
como en nuestro caso. Y es que habíamos empezado por investigar la muerte de una
prostituta a manos, presumiblemente, de un maníaco, para pasar a centrarnos en el asesinato
de un gigantón y acabar preocupándonos, por último, por la desaparición de otro irlandés
que, según todos los indicios, había traicionado al anterior. Charles había hecho correr la
voz de que habría una recompensa bastante considerable para quien nos proporcionara
algún dato fiable de O’Bannion, pero al feniano felón y que conste, padre, que no he
intentado hacer un juego de palabras, parecía habérselo tragado la tierra. De hecho
pensamos que era eso lo que había sucedido y que seguramente yacería en alguna tumba,
obsequio del hombre que le pagó por traicionar a su amigo, ya se sabe, Roma no paga a
traidores, y del que mi amigo estaba completamente seguro de que era el mismo caballero
que, de acuerdo con nuestras sospechas, asesinó a Mary Ann Nichols y Annie Chapman.
Debo decirle así mismo, padre, para no tenerlo en ascuas, que jamás volvimos a saber nada
de O’Bannion. Lo mismo podía estar enterrado fuera de lugar sagrado, como
sospechábamos, que disfrutando de una pequeña fortuna en algún país sudamericano. O
quizás, como el propio padre de mi amigo, se limitó a cambiar de aspecto e identidad y, sin
nosotros saberlo, nos lo cruzábamos todos los días por las calles de Londres. Aunque para
serle sincero, no confío mucho en la validez de esta última hipótesis. De hecho, aun sin
tener pruebas suficientes para ello, en todo momento nos aferramos a la idea de que había
ido a reunirse en el otro barrio con el hombre al que traicionó.
De quien sí tuvimos noticias fue de Francis Hurley, el asesino conocido por el
sobrenombre de El Martillo. Dos días después de que desapareciera en el carruaje
conducido por Taylor tuvimos la visita de un policía uniformado que nos informó de que
era requerida nuestra presencia inmediata en las oficinas de Scotland Yard. El agente tuvo
con nosotros en todo momento un trato de lo más educado, e incluso exquisito, pero se
mantuvo firme en lo que, a pesar de la cordialidad de sus palabras, enseguida
comprendimos que no era una petición sino una exigencia. Tampoco pudo indicarnos a qué
se debía tan “amable” invitación, ya que ni él mismo conocía los motivos de la misma, pero
ni a Charles ni a mí se nos escapaba que si habíamos despertado la curiosidad de la policía
londinense se debía a nuestras últimas actividades. Lo que no sabíamos aún era a qué
consecuencias podríamos enfrentarnos.
Por mi cabeza pasó la idea de que quizás fuera detenido y que debería arrostrar para
siempre esa vergüenza, no sólo ante mi familia sino ante mis conciudadanos, y esa imagen
me hizo flaquear. Ya ve, padre, qué poco consistentes somos, en ocasiones, los seres
humanos. No hace mucho he estado recluido en una cárcel española y no le voy a decir que
fue un plato de buen gusto, porque mentiría, pero sí que asumí mi encarcelamiento como un
precio que tenía que pagar por mantenerme fiel a mis ideas. Pero en aquella época yo
todavía era un jovenzuelo que prácticamente lo desconocía todo de la vida y el hecho de ser
encarcelado me producía pavor, no sólo por tener que pasar una temporada privado de
libertad sino, sobre todo, por el descrédito y deshonor que eso podría traer a mi persona.
–No creo que deba preocuparse, Sabino –intentó tranquilizarme mi amigo, aunque
no se mostraba muy firme en sus palabras–. No hemos cometido ningún delito. Como
mucho se nos podría acusar de perturbar una investigación oficial, pero ni siquiera eso
tendría visos de prosperar, porque no hemos interferido en las actuaciones policiales y en
más de una ocasión nos hemos entrevistado, a petición propia, con los agentes encargados
del caso para transmitirles nuestras sospechas, así que no tendría ningún sentido que nos
metieran en prisión por ese motivo. Como mucho nos darán un tirón de orejas, lo que no es
agradable, lo reconozco, pero dudo mucho que se atrevan a pasar de ahí. No olvide que yo
soy el heredero, y usted un importante invitado, de un conocido hombre de negocios que es
también un prominente miembro de la Cámara de los Lores.
Las palabras de mi amigo, por lógicas y sensatas que parecieran, no me
tranquilizaron del todo, pero no tenía nada más a lo que aferrarme, así que asentí a las
mismas, con la esperanza de que tuviera razón. Además, en cierto modo daba igual, dentro
de muy poco sabríamos por qué se requería nuestra presencia en la sede central de la
policía. Ni siquiera los modos tan educados que había empleado el agente enviado a darnos
el recado aventaron mi nerviosismo, sino todo lo contrario. Acostumbrado a los malos
modos y la brutalidad de los toscos policías españoles, el refinamiento con el que actuaban
los ingleses me daba mala espina, como si ese teórico refinamiento no fuera sino la capa
con la que se recubriera una también refinada crueldad.
El agente que habían enviado desde Scotland Yard había hecho a pie el trayecto
hasta “Kingsfield Manor”, por lo que decidimos ir en el carruaje de la familia. Tengo que
admitir que aunque Taylor nos recibió igual de solemne que siempre, hierático y
concentrado en su trabajo, sin dejar traslucir nada de lo ocurrido pocos días antes, sentí un
leve estremecimiento al verlo. Siempre he sido partidario, padre, de la justicia, no de la
venganza, aunque intelectualmente puedo llegar a comprender esta última. Y, tras las
palabras que nos dijo en el depósito el inspector Chandler, no era difícil comprender que a
O’Malley jamás se le iba a hacer justicia, con lo que en realidad podría decirse que Taylor
se limitó a arreglar esa omisión al actuar por su cuenta, pero aun así y todo, pensar que ese
hombre, por lo demás afable y buen cristiano, pudiera haber matado a un semejante me
producía una sensación muy desagradable.
Como el policía que había acudido hasta “Kingsfield Manor” también hizo con
nosotros el trayecto hasta Scotland Yard, no tuvimos que explicar al que custodiaba el
edificio el motivo de nuestra presencia, por lo que entramos nada más llegar. El propio
policía nos acompañó hasta un despacho húmedo y poco arreglado, seguramente trasunto
de su propio ocupante, en el que detrás de una mesa de madera llena de rayones y astillas
que salían por todos sus lados reposaba precisamente nuestro viejo conocido, el inspector
Joseph Chandler.
Con la mano que tenía libre le indicó al agente que nos había acompañado que se
fuera y a nosotros que tomáramos asiento en dos sillas que habrían podido ser utilizadas en
el cadalso de la torre de Londres para que los futuros ajusticiados, notando su extrema
incomodidad, no lamentaran demasiado tener que dejar este mundo. Mientras tanto, con la
otra mano, más bien con el dedo índice de la misma, se estaba hurgando frenéticamente la
nariz hasta que sacó algo que prefiero no describir por respeto a su persona, padre, pero que
miró con interés, podría decirse que casi con ternura, hasta que se limpió en la pernera de
su pantalón y volvió a fijar su atención en nosotros.
–Señores Kingsfield y Arana, me alegra volver a verlos. Y confío en que la alegría
sea mutua, porque estoy en disposición de darles una buena noticia.
–¿Una buena noticia? –preguntó sorprendido, aunque aliviado, Charles.
–Sí, una buena noticia. Al menos una buena noticia para Scotland Yard y la ciudad
de Londres –sus ojos porcinos parecieron brillar de la emoción–. Y espero que también para
ustedes. Quizás no directamente, pero sí en cuanto ciudadanos preocupados, como me
manifestaron hace algunos días, por la lucha contra la delincuencia y la criminalidad en
nuestras calles y barrios.
Charles intentó no mostrar extrañeza cuando asintió levemente a las palabras de
Chandler. Por mi parte, debido a que aún tenía dificultades con el idioma, no necesitaba
disimular de ninguna manera, ya que mi extrañeza podía entenderse como que se debía al
cerrado acento londinense del policía.
–Sé que son ustedes personas muy ocupadas –no estoy muy seguro de si lo dijo en
tono irónico, pero teniendo en cuenta su escasa capacidad intelectual dudo mucho que
Chandler supiera utilizar esa figura retórica–, lo mismo que yo. Por eso, iré al grano.
Hemos descubierto al asesino de su empleado, el señor O’Malley. Aunque cuando estuvo
en el depósito me ocultó que lo conocía y que trabajaba para usted –intentó sonreír en
dirección a Charles, pero lo único que consiguió fue lanzar sobre él un chorro de saliva–.
Esas cosas no se hacen, señor Kingsfield.
–¿O’Malley? ¿Se refiere a Sean O’Malley? ¿Está diciéndome, inspector, que el
cadáver que vimos el otro día era el de O’Malley? –mi amigo intentó mostrarse sorprendido
e indignado, e incluso hizo una pausa hasta que el inspector le confirmara, en tono burlón,
que sí, que se trataba de “ese O’Malley”–. Créame cuando le digo que no lo reconocí,
supongo que por culpa de los estragos que la estancia en el Támesis había realizado en su
cuerpo. Y no era mi empleado, aunque admito que en algunas ocasiones trabajó para mí.
Pero, por supuesto, jamás habría utilizado sus servicios si hubiera sabido que era miembro
de la Hermandad Republicana.
–Eso pensaba yo –le tranquilizó Chandler–. Ni por asomo se me habría ocurrido
creer eso del hijo de un caballero del Imperio Británico, miembro además del Parlamento.
Estoy seguro de que si hubiese tenido algo que ver con ese tipo, quiero decir aparte de que
de vez en cuando realizara para usted algún trabajo esporádico, su padre habría sufrido un
profundo disgusto y una gran decepción. Por eso creo que lo mejor es que no lo sepa. ¿No
está de acuerdo conmigo, señor Kingsfield?
–Completamente de acuerdo, inspector. No veo la necesidad de perturbar a mi padre
con noticias de ese tipo, que aunque puedan explicarse siempre dan lugar a malos
entendidos. Por eso mismo le agradezco su silencio. Un silencio que, como es lógico, será
recompensado en su justa medida.
–Me alegra que lo haya entendido tan pronto y tan bien, señor Kingsfield –
respondió el inspector, efectuando un amago de reverencia–. Y le agradezco su buena
disposición. Como puede ver, entre gente civilizada siempre es factible llegar a acuerdos
para evitar males mayores.
A lo largo de mi vida, padre, que me temo que va a ser muy corta, aunque admito
que ha sido muy intensa, he podido ver de todo, pero aquélla fue la primera vez en la que
tuve la oportunidad de observar cómo un policía, un supuesto defensor del orden y la ley,
chantajeaba a uno de esos ciudadanos a los que teóricamente estaba obligado a proteger.
Era cierto que el propio Charles había estado repartiendo dinero como pago, o tal vez
debiera decir más crudamente soborno, a sus informadores, pero de eso a que le
chantajearan directamente, había un buen trecho.
Curiosamente a mi amigo no pareció molestarle la actitud del inspector, debió de
parecerle normal. Yo, en mi ingenuidad, o quizás guiado por mis prejuicios, lo admito,
pensaba que el soborno era algo muy habitual en la policía española, pero que una policía
como la inglesa, más eficiente, moderna y profesional, habría desechado hacía ya mucho
tiempo esos vicios. Por lo visto, estaba equivocado. Usted, padre, que asiste en el
confesionario a las flaquezas humanas, seguramente conoce éstas mucho mejor que yo,
pero en aquellos días mi fe en los defensores británicos de la ley se resquebrajó bastante.
Aunque tal vez sea injusto, tal vez el inspector Chandler no era más que la manzana
podrida que suele haber en todos los cestos. Aunque si quiere que le diga la verdad, a estas
alturas y con la distancia que proporciona el transcurso del tiempo tampoco me importa
mucho. ¡Qué más da que Scotland Yard estuviese infectado de agentes corruptos o que
Chandler fuera la única rama enferma del árbol! El caso es que era con él con quien
estábamos tratando y no nos quedaba más remedio que atenernos a sus normas.
Unas normas que, como acabo de decirle, no incomodaron en absoluto a mi amigo.
Tal vez porque, como conocía perfectamente al inspector, no le sorprendió lo que éste le
dijo o, quizás, porque vio por ahí una rendija desde la que intentar divisar si había algo más
o no detrás de las afirmaciones del policía en el sentido de que había averiguado quién mató
a O’Malley. Lo que le dijo posteriormente me confirmó que esta segunda hipótesis era la
más acertada, sin por eso descartar la primera.
–De todos modos, querido inspector, no sólo estoy agradecido por su discreción –
comentó en un tono tal vez excesivamente obsequioso–, sino sorprendido por la pronta
resolución del caso. Aunque la palabra adecuada no sería la de “sorprendido”, ya que
conozco de sobra sus cualidades profesionales y por eso no debería extrañarme que haya
conseguido desvelar la identidad del asesino, pero sí que no me lo esperaba porque tengo
buena memoria y recuerdo perfectamente que nos dijo que no iba a perder ni un segundo en
investigar la muerte de un revolucionario enemigo de la Corona, actitud con la que, como
usted bien recordará, estuve totalmente de acuerdo.
–Sí que posee una buena memoria, señor Kingsfield, pero ahora es usted quien me
sorprende –volvió a reírse Chandler–. ¿De verdad pudo pensar que un honrado y eficiente
policía como yo iba a dejar de hacer conscientemente su trabajo y permitir que un asesinato
quedara impune?
–Si quiere que le sea sincero no me queda más remedio que admitir que me costó
creerlo, y tuve mis dudas. Pero está claro que es usted tan buen actor como policía –le
contestó mi amigo–. Fue tan convincente al decirnos eso que no sabía qué pensar.
–Mire, Kingsfield, no se lo tome a mal, pero eso de jugar a detectives no es algo que
debiera hacer gente de su posición. Por eso les dije lo que les dije, para que me dejaran
trabajar a mi aire.
–Muy ingenioso, inspector, muy ingenioso. Y muy propio de usted –esto último
Charles lo dijo en tono claramente sarcástico, pero Chandler no se apercibió–. Es usted todo
un maestro. Así que finalmente ha detenido al asesino de O’Malley. ¿De quién se trata? ¿Y
cómo llegaron a detenerlo? Entienda nuestra curiosidad. Aunque comprendemos
perfectamente sus reticencias, ya le dije que no queríamos ni interferir en su trabajo ni
realizar ningún tipo de labor policial paralela, no por ello hemos dejado de estar interesados
en conocer, desde un punto de vista intelectual, el ingente trabajo que desempeñan nuestros
mejores agentes, como usted mismo, por ejemplo.
Chandler pareció sentirse halagado ante las palabras pronunciadas por Charles,
aunque también un poco intranquilo.
–Se trata de un conocido delincuente –nos dijo por fin, tras sopesar en su interior
hasta qué punto podía informarnos. Supongo que llegó a la conclusión de que no era el
mejor momento para romper la sociedad que acababa de firmar con mi amigo–, de nombre
Francis Hurley, aunque es más conocido como El Martillo. Y en realidad no le hemos
detenido.
–¿No? –preguntó mi amigo.
–Lo habríamos hecho si alguien no se nos hubiera adelantado y lo hubiera matado.
–Entonces, si está muerto, ¿cómo puede estar seguro de que es él quien asesinó a
O’Malley?
–Bueno, eso no ha sido difícil –de nuevo Chandler parecía encontrarse en su salsa–.
Ya lo sabe, preguntando por aquí y por allá, obteniendo declaraciones de posibles testigos,
examinando evidencias obtenidas en el lugar del crimen. En fin, lo habitual. Y cuando
encontramos el cadáver comprobamos cómo llevaba encima unos objetos propiedad del
hombre asesinado, de ese tal O’Malley.
–¿Cómo murió ese hombre, cómo ha dicho que se llama, El Tornillo?
–No, no, El Tornillo no –se rió estruendosamente Chandler ante lo que pensaba que
era un error por parte de mi amigo–. El Martillo, le llamaban El Martillo. Alguien le
apuñaló. Creemos que un amigo de ese O’Malley, otro subversivo irlandés apellidado
O’Bannion. Está desaparecido, pero hay testigos que lo reconocieron sin lugar a dudas, así
que hemos emitido una orden de busca y captura, por lo que antes o después lo
encontraremos, no les quepa la menor duda.
Como ya le he dicho, padre, jamás se encontró a O’Bannion, ni vivo ni muerto. Yo
me inclino a pensar que para cuando tuvimos aquella reunión con el inspector Chandler ya
estaba muerto, pero no me atrevería a afirmarlo con total seguridad. Y en aquel momento
aún sabíamos menos, así que no pudimos evitar el mirarnos con extrañeza.
Afortunadamente el policía debió de pensar que nuestras asombradas miradas se debían a
que estábamos admirados de cómo había resuelto tan hábilmente el caso, así que riéndose
de nuevo nos dijo que podíamos irnos ya, recordándonos a ambos que no era prudente que
los civiles metieran sus narices en los asuntos de la policía, y más concretamente a
Kingsfield que confiaba en que cumpliera su promesa de recompensar su silencio, así como
que esperaba que valorara ese silencio de un modo generoso.
Nos subimos de nuevo al carruaje conducido por Taylor y, aprovechando que el
interior del mismo nos proporcionaba un alto grado de intimidad, le planteé algunas dudas
que me habían surgido tras nuestra conversación con Chandler.
–¿A qué se refiere con eso? –la pregunta de Charles no era más que una manera de
animarme a hablar, porque estaba seguro de que él también estaba pensando en lo mismo.
–No pongo en duda que, lo mismo que nosotros conseguimos averiguar la identidad
del asesino de O’Malley, la policía, que tiene muchos más medios que nosotros, haya
podido llegar a averiguarla también.
–En este caso quizás no haya contado con los mismos medios. Nosotros teníamos a
nuestro favor a toda la comunidad irlandesa y a mucha más gente que sin ser originaria de
Irlanda jamás le ha hecho ascos a un buen puñado de libras, mientras que a los hombres de
Scotland Yard, aun teniendo más medios materiales, eso hay que reconocerlo, les es más
difícil que esa gente, que en el fondo son sus enemigos naturales, se sinceren con ellos.
Pero prosiga, no era mi intención interrumpirle.
–Sí, bueno, en realidad eso no era lo más importante. Con ello sólo quería decir que
en principio no debiera parecernos raro que la policía descubriera la identidad del asesino.
–Pero… –dijo mi amigo.
–Eso es. Pero… hay cosas que no me encajan. Por ejemplo, cuando Chandler nos
habló de las evidencias obtenidas en el lugar del crimen. A O’Malley tuvieron que
rescatarle del Támesis. Así que eso del lugar del crimen, no sé, suena raro.
–Ha podido enterarse gracias a las declaraciones de los testigos –hizo de abogado
del diablo mi amigo.
–Es cierto, pero parece raro. El Martillo era un asesino, y por lo que hemos
comprobado no muy inteligente, pero llevaba años haciendo lo mismo sin haber sido
detenido ni procesado. Sí, la policía sabía a qué se dedicaba, pero nunca consiguieron las
pruebas suficientes para llevarle ante la corte y el cadalso, así que parece lógico deducir que
no hubo testigos del asesinato. Y si su cadáver apareció en el Támesis, es de suponer que el
propio asesino se ocupó de arrojarlo al río, supongo también que asegurándose previamente
de que no hubiera testigos en ese momento.
–Sí, parece razonable lo que dice –admitió mi amigo.
–Pues aún hay más –le dije, sintiéndome eufórico en mi papel de sagaz detective–.
Otra de las cosas que nos ha dicho Chandler es que cuando encontraron el cadáver de El
Martillo llevaba encima unos objetos propiedad de O’Malley. Eso es imposible. O mejor
dicho, es directamente mentira. Los dos sabemos que cuando le pusimos bajo los cuidados
de Taylor –estaba tan lanzado que ni siquiera me di cuenta de lo que había significado
“dejarle bajo esos cuidados”– no llevaba encima ningún objeto que hubiese sido propiedad
de O’Malley.
Charles hizo como que reflexionaba sobre lo que acababa de explicarle, aunque yo
estaba seguro de que él también se había percatado de esas contradicciones, antes de
preguntarme qué conclusiones sacaba de todo eso.
–Que Chandler sabe más de lo que nos ha dicho y que nos ha mentido. Resumiendo,
que no es un tipo de fiar. Hay, de todos modos, otra cosa que me preocupa más –en esta
ocasión fui yo quien hizo una pausa teatral esperando, como así ocurrió, que Charles me
preguntara a qué me estaba refiriendo.
–A qué, no. A quién –contesté–. Me estoy refiriendo a O’Bannion. Los dos sabemos
que no mató a El Martillo. Y también sabemos, o al menos sospechamos con bastantes
posibilidades de estar en lo cierto, que fue precisamente él quien le encargó el asesinato de
O’Malley. ¿Por qué nos ha hablado, entonces, Chandler de O’Bannion? ¿Qué es lo que un
policía que no parece tener muchas luces puede saber de ese asunto? Me da la impresión de
que mientras nosotros hemos estado dando palos de ciego hay gente que está manejando el
tablero. Y me imagino que Chandler, llegado el caso, como O’Bannion en su momento, no
es más que un peón desechable en esa partida en la que desconocemos quiénes son los
jugadores.
En anteriores circunstancias, cuando le demostraba mi ingenio de un modo similar,
Kingsfield solía reírse y aplaudir mientras acompañaba sus gestos con gritos de “bravo,
bravo”, pero en aquella ocasión permaneció extrañamente en silencio, del que salió al cabo
de unos segundos que parecieron minutos para decir, tan sólo, que seguramente estaba en lo
cierto y que debíamos cuidarnos de Chandler.
–Quizás no sea un policía ejemplar –añadió–, pero es un perro viejo y ésos, a veces,
son los que te lanzan las dentelladas más peligrosas. Aunque, por otra parte, precisamente
por ser perro viejo es de los que sabe hasta dónde puede llegar. No sé, coincido con usted
en que tendremos que mantenernos atentos, pero no creo que nuestro corrupto inspector sea
una pieza muy importante en la partida de la que usted acaba de hablar. Es más, ni siquiera
creo que sea consciente de su condición de simple pieza.
No dijo nada más, pero se le notaba preocupado. Muy preocupado. Recordé lo que
le preguntó al doctor Phillips cuando visitamos el depósito de cadáveres, eso de que si era
factible que lo que deseara el asesino fuese producir entre los ciudadanos una sensación de
terror, de algo diabólico y monstruoso, creo que así lo definió, porque le interesaba para sus
propósitos. Es cierto que luego le quitó importancia, como si fuese una idea frívola que tan
sólo había sugerido para obligar al forense a pensar en otras posibilidades, pero aun así la
idea quedó flotando en el ambiente. Eso, unido a que en más de una ocasión había tenido
yo la impresión de que sabía más de lo que me decía, impresión que él mismo me confirmó
no sé si en un momento de debilidad o de sinceridad, me daba mucho que pensar. Además,
estaba también lo que acababa de decirle acerca de una posible partida en la que gente
desconocida moviera los hilos. Lo solté de sopetón, sin reflexionar demasiado, como una
idea que de repente me vino a la cabeza, pero eso no fue lo más importante. Lo
verdaderamente importante es que Charles no la desechó, como pensaba yo que iba a hacer
nada más expresarla verbalmente.
Y tampoco conseguía olvidar lo que nos dijo en su momento el doctor Conan Doyle
acerca de que tuviéramos cuidado con los masones. ¿Sería masón Chandler? Pensé
preguntárselo a Charles, pero finalmente opté por callarme. Me temo que aquellos días
tomé en muchas ocasiones la decisión de callarme y ni siquiera ahora, en estos momentos
en los que estoy a las puertas de la muerte y en los que todo el mundo dice que repasamos
nuestra vida y nos entra, por fin, la lucidez, estoy seguro de si hice lo correcto o no.
Todo lo anterior me conducía a una nueva reflexión. ¿Había en marcha una
conspiración en la que estaban implicados algunos policías e incluso los masones? ¿Y por
qué las primeras víctimas habían sido dos prostitutas que sólo se hacían daño a sí mismas?
Tendría que habérselo comentado a Charles, pero también opté por ser prudente a ese
respecto. Sabía que no me iba a decir nada que no quisiera que yo supiera y no me apetecía
enfrentarme a él. Ojalá lo hubiera hecho. En ocasiones me ha asaltado la idea de que de
haber obrado yo de otro modo, con menos prudencia y más arrojo, las cosas podrían haber
sido diferentes. Pero eso nunca lo sabré. Quizás, por eso, cuando me metí en política decidí
ser audaz aunque ello conllevara soportar fuertes críticas por parte de mis enemigos. En fin,
no sé, tal vez haya actuado con excesiva timidez cuando tocaba ser más audaz y de un
modo más vehemente cuando la prudencia era lo aconsejable, pero a estas alturas ya me da
igual. Cuando uno está a punto de comparecer ante Dios debe arrepentirse de sus pecados y
no de sus decisiones, aunque éstas hayan podido ser erróneas. ¿No está de acuerdo
conmigo, padre?

No supe qué contestarle. En aquella época tenía muy poca experiencia en el alivio
de los moribundos y no sabía si esperaba una respuesta o se trataba, sencillamente, de una
pregunta retórica, así que me limité a contestar vagamente que tenía razón y que en
realidad lo más importante en esos momentos era desnudar el alma y ponerse a bien con
Dios.
Ahora, en cambio, que me encuentro en una posición parecida a la de Sabino, no
por culpa de una enfermedad sino como consecuencia de una guerra cruel e inhumana,
tengo que admitir que veo las cosas de otro modo. Estoy seguro de que, como el mismo
Sabino, he tomado decisiones erróneas. Incluso injustas o poco caritativas, pero por otra
parte es absurdo llorar por lo que ya no se puede cambiar. Ni siquiera mi muerte. Como
católico creo, tengo que creer, en los milagros, pero seguramente hay muchas personas que
jamás han vestido el hábito sacerdotal que se merecen mucho más que yo la atención del
Creador.
¡Cómo cambia el transcurso del tiempo la perspectiva de las cosas! Aquel día
pensé que cuando Sabino me hablaba de si quizás había sido audaz cuando tenía que
haber sido prudente o, al contrario, se había mostrado calmado en momentos en los que
tendría que haber puesto toda la carne en el asador, pensé que me estaba hablando de su
actividad política. Pero ahora comprendo que estaba equivocado. Cuando Sabino me
hablaba, con un pesar que se le notaba considerablemente, de sus dudas y vacilaciones, no
me estaba hablando de su actividad política sino de lo ocurrido aquellos otoñales y
tétricos días del otoño de 1888 en Londres. Se culpaba a sí mismo de no haber actuado con
más firmeza y valentía, de haber contemporizado en exceso con su amigo, y de no haber
podido evitar, a causa de ello, algunas de las cosas que posteriormente sucedieron.
Aquellos días no tenía una respuesta que darle y no pude, por tanto, aliviar su dolor. Hoy,
en cambio, creo que hizo lo correcto. Aunque también creo que hacer lo correcto no
siempre es suficiente para que triunfen el bien y la justicia. Se dice, yo mismo lo he dicho
en múltiples ocasiones que los designios de Dios son inescrutables, y posiblemente quienes
dicen eso dicen la verdad, pero hay momentos en los que preferiría que esos designios
fueran mucho más claros. Pero sólo soy su humilde servidor, así que no me corresponde a
mí criticarlo sino aceptar su santa voluntad, aunque muchas veces no la haya
comprendido. O no haya querido comprenderla.
Aquel día, no sé si porque había hablado ya demasiado y se encontraba fatigado, o
porque los recuerdos le habían sumido en una profunda tristeza, me despidió antes que en
las jornadas anteriores, no sin obtener previamente de mí la promesa de que volvería al
día siguiente para escuchar el resto de esa historia que le quemaba en los labios y, sobre
todo, en el corazón. No estoy seguro de que mi promesa de hacerlo le tranquilizara, porque
para cuando acabé de proferirla ya estaba dormido. De lo que sí estoy seguro es de que
por nada del mundo me hubiese perdido el final de su relato. Por eso, al día siguiente,
acudí puntual junto al lecho en el que inútilmente intentaba aliviar sus dolores.

Los días siguientes fueron tranquilos, excesivamente tranquilos, como el suave


viento que precede a las tormentas –retomó Sabino su narración, poco después de que
llegara a su domicilio y rezáramos juntos un padrenuestro–. Incluso me dio la impresión de
que Charles rehuía el contacto conmigo, pero puede que eso no fuera sino un exceso de
suspicacia por mi parte, ya que la verdad es que fueron días de mucho trabajo y lord
Kingsfield apenas nos dio un momento de tregua. Volvíamos tan cansados a la mansión
familiar que casi ni teníamos fuerzas para cenar y acostarnos. Algunos días, pocos, hasta
conseguí quedarme a solas durante unos pequeños instantes con Elizabeth, instantes que me
supieron a gloria, pero la mayoría del tiempo lo gastábamos en trabajar y descansar,
descansar y trabajar. No me estoy quejando, padre, desde muy pequeño mis progenitores
me inculcaron el sentido del trabajo y nunca he olvidado ni sus enseñanzas ni su ejemplo.
Sencillamente se lo indico porque, por extraño que pueda parecerle, ese exceso de trabajo
fue como un bálsamo para mi atormentada alma. Llegué a pensar que a mi amigo le había
entrado la sensatez o, tal vez, el temor a las posibles consecuencias de sus actos, pese a que
no era nada cobarde, y había decido olvidarse de nuestra investigación. En realidad, lo supe
más tarde, tan sólo había decidido otorgarse –y otorgarme– un tiempo de reposo antes de
volver a la carga, para ver si de ese modo conseguía que la policía se olvidara de nosotros,
pero las cosas se aceleraron, curiosamente, a causa de una nueva intervención de Scotland
Yard. Y el detonante del vuelco que dio nuestra intervención en el caso no fue un inspector
tosco y corrupto como Joseph Chandler, sino alguien más brillante y con mucho más
prestigio, como el comisario-asistente del Departamento de Investigación Criminal Robert
Anderson.
Ocurrió justo una semana después de que acudiéramos a entrevistarnos con el
inspector Chandler. Habíamos acabado de cenar cuando uno de los empleados de la
mansión le dijo a lord Kingsfield que un caballero solicitaba entrevistarse con él y que
deseaba que también estuviésemos presentes su hijo y yo. Lord Kingsfield no pareció muy
extrañado, sino más bien complacido, sobre todo cuando leyó en la tarjeta de presentación
que su visitante era el policía que en los últimos tiempos se había hecho acreedor al mayor
cúmulo de honores y felicitaciones por parte de los jefes de Scotland Yard e incluso de la
prensa, el todopoderoso comisario Anderson. Hacía tiempo que corría el rumor de que el
padre de Charles iba a ser el próximo secretario del Home Office, algo así como nuestro
Ministerio de Gobernación, y debió de pensar que el que uno de los más brillantes agentes
de la policía quisiera hablar con él era seguramente un buen augurio. Y aunque no lo fuese,
si en un futuro iba a tenerlo bajo sus órdenes, le convenía ser cordial y amable con él, ya
que en muchas ocasiones donde no llega un ministro sí que suele llegar un funcio nario.
Esto, padre –se rió al decírmelo, aunque como en las anteriores ocasiones su risa fue
interrumpida por un gesto de dolor–, no lo sabía entonces, por supuesto, he llegado a
conocerlo más tarde, en el transcurso de mi carrera política.
Cuando Charles y yo supimos quién era el visitante al que teníamos que atender nos
miramos, yo con gesto inquieto y preocupado, él más distendido e incluso sonriente, pero
apenas nos dio tiempo a cruzar entre nosotros un par de palabras, ya que enseguida se abrió
la puerta de la biblioteca, en donde se nos había dicho que esperáramos, y entró Anderson,
precediendo al padre de mi amigo, que amablemente le indicó dónde podía sentarse. Y para
nuestra sorpresa también se unió a la reunión el fiel secretario, John Latimer, que me
contempló durante unos instantes con una mezcla de odio y satisfacción que no me hacía
presagiar nada bueno. Afortunadamente me pareció observar que a Anderson no le
agradaba su presencia, así que supuse que ésta se debía no a una exigencia del comisario
sino a su condición de hombre de confianza del patriarca de los Kingsfield.
Una vez estuvimos todos instalados en unos cómodos sillones ubicados en una
especie de semicírculo, el dueño de la mansión, para romper el hielo, manifestó sentirse
complacido con la presencia en ella de tan distinguido representante de Scotland Yard, una
institución que siempre era bien acogida en aquella casa, aunque mostró su extrañeza por lo
tardío de la hora elegida para ello.
–No ha sido mi intención la de incomodarlo, sir Peter –respondió con diplomacia
Anderson–, sino todo lo contrario. Como quería hablar con ustedes de unos hechos un tanto
delicados he pensado que esta hora sería la más conveniente, tanto para evitar que nuestra
conversación llegara a oídos ajenos a los nuestros como para no interferir en nuestros
quehaceres cotidianos.
–Se lo agradezco profundamente, comisario, sobre todo por su delicadeza al
respetar nuestra actividad habitual diaria, aunque respecto a lo que nos ha indicado de que
nadie ajeno a nosotros escuche lo que vamos a hablar, puedo asegurarle que por ese lado no
habría problema alguno. En esta biblioteca podemos gozar de total intimidad a cualquier
hora del día. Pero me deja un tanto perturbado. ¿Tan grave y delicado es lo que tiene que
decirme?
–En realidad tal vez me he expresado mal y he provocado en Su Señoría una
inquietud innecesaria, por lo que le ruego que me disculpe. No me refería tanto a que
alguien pueda escuchar lo que aquí digamos como al simple hecho de que personas ajenas
tengan noticia de nuestra entrevista y se desaten los rumores. En cuanto a si lo que vengo a
decirle es grave y delicado... –hizo una pausa que a todos nos pareció más teatral que
motivada por el deseo de reflexionar sobre lo que nos iba a comunicar–. En cierto modo lo
es, pero no deseo alarmarle. Podría decirse que el hecho es grave en sí por lo que podría
llegar a significar, pero que no tiene por qué producir consecuencias negativas ni en usted
ni en ningún miembro de su familia, si se toman medidas a tiempo. Eso es lo que espero y,
además, estoy convencido de ello.
–¿De qué se trata, señor Anderson? –volvió a preguntar el padre de Charles,
lanzando una mirada suspicaz hacia este último.
–Como usted seguramente sabrá, porque le considero una persona muy bien
informada, como por otra parte exige su posición, se ha producido en las últimas semanas
el asesinato de dos prostitutas en el barrio de Whitechapel.
–Sí, estoy al tanto de ello. Una tragedia, por supuesto, pero que no entiendo qué
puede tener que ver conmigo. Ni con mi familia –añadió volviendo a mirar, inquieto, a su
hijo Charles.
–Directamente nada, por suerte. Pero hay algunas circunstancias que, no sé cómo
explicárselo, mi lord, ya que como le he dicho antes no deseo perturbarlo con lo que no
deja de ser una tontería, nos han producido cierta inquietud. Aunque en realidad no se trata
más que de una chiquillada.
–¿Una chiquillada? –repitió lord Kingsfield, mientras volvía a mirar a su hijo–. ¿No
estará el comisario hablando de ti, Charles?
–Me temo que sí –respondió el policía adelantándose a mi amigo–, pero debo
añadir, en defensa de su hijo, que estoy convencido de que no ha habido ninguna mala
intención por su parte, sino todo lo contrario, tal vez un exceso de afán por ayudar a las
fuerzas policiales.
–¿Puedes decirme, Charles, de qué está hablando el señor comisario? –le espetó un
enfurecido lord Kingsfield a su hijo.
–Permítame que se lo explique yo, mi lord –volvió a hablar Robert Anderson–.
Supongo que con la mejor voluntad del mundo, y seguramente imbuido por la lectura de
esas novelas de detectives que tanto están proliferando últimamente en nuestro país, su hijo,
ayudado por su amigo español –aunque me estaba señalando a mí opté prudentemente por
no proclamar que no me sentía precisamente español–, iniciaron por su cuenta y riesgo una
investigación paralela a la oficial de Scotland Yard con el fin de descubrir quién o quiénes
estaban detrás de esos horribles crímenes. En su favor debo añadir que en ningún momento
hicieron nada que pusiera en peligro nuestro trabajo y que fueron ellos quienes vinieron a
hablar conmigo para explicarme lo que habían averiguado.
–¿Es eso cierto? –preguntó Peter Kingsfield a su hijo. Aún se le veía enojado,
aunque su enfado parecía ir remitiendo.
–Así es, padre. Todo lo que el señor comisario ha dicho es verdad.
–Puede creerme, señor Anderson –volvió a decir el padre de Charles–, cuando le
digo que era completamente ajeno a los manejos de mi hijo. De haber tenido conocimiento
de ellos, se los habría prohibido tajantemente.
–Estoy seguro de ello, lord Kingsfield, pero le ruego que no saque conclusiones
precipitadas. Ni su hijo ni su pupilo, el joven señor Arana, se comportaron deshonestamente
ni, mucho menos, como unos delincuentes. Todo lo contrario, estoy seguro de que con su
actividad tan sólo pretendían colaborar en el triunfo de la justicia. Pero…, cómo decirlo. Lo
que han estado haciendo es peligroso, muy peligroso. No para los demás implicados, sino
para ellos mismos. Aunque esperamos detenerlo cuanto antes, por Londres anda suelto un
criminal, o quizás más de uno, a los que pueden incomodar las actividades de los jóvenes
señores Kingsfield y Arana. Por eso he acudido a usted, no para recriminar a su hijo y su
amigo ni pedir que les castigue, sino para advertirle del peligro que corren si no cejan en su
empeño.
Peter Kingsfield miró a su hijo con el aire de un juez severo que se apresta a dictar
sentencia, una sentencia que con toda seguridad iba a ser inflexible y severa. De hecho la
pregunta que le hizo, ¿tienes algo que alegar a lo que ha dicho el comisario?, era similar a
la que los magistrados suelen hacer a los reos antes de dar el juicio visto para sentencia.
Contrariamente a lo que yo esperaba, Charles no se rebeló contra su padre ni negó
lo que acababa de explicar el comisario Anderson sino que, por decirlo de algún modo,
admitió todos los cargos que había en su contra y manifestó estar dispuesto a soportar el
castigo que se le impusiera y que, seguramente, se merecía, fuera cual fuese.
–Eso sí –añadió–, tengo que decir que yo soy el único responsable de lo ocurrido. Si
mi amigo Sabino ha participado en mis correrías ha sido porque en todo momento le he
tenido engañado. Lo siento, Sabino –se dirigió a mí con semblante compungido–. Lamento
haberme aprovechado de la amistad que tan generosamente me ha brindado y haberle
metido, sin informarle debidamente de cómo estaban las cosas, en la loca aventura que el
señor comisario acaba de desvelar.
–Eso no es cierto –protesté–, en todo momento ha sido usted leal conmigo. Si yo le
he ayudado ha sido conscientemente, sin que mediara engaño alguno por su parte. No tiene
nada que reprocharse ni por lo que culparse.
–Gracias por sus palabras, Sabino, nacidas del afecto y la amistad, pero que no se
ajustan a la realidad. He sido y soy el único responsable –añadió dirigiéndose a su padre.
–Creo que su hijo dice la verdad en ese punto –comentó el comisario Anderson
mirando a lord Kingsfield.
Las palabras del policía me sorprendieron bastante, y más cuando, casi de un modo
imperceptible para los demás, me guiñó un ojo en un inesperado gesto de complicidad.
Durante unos instantes todos estuvimos callados, como si reflexionáramos sobre lo
sucedido, aunque posteriormente llegué a la conclusión de que la visita de Anderson no
había constituido ninguna sorpresa para lord Kingsfield y que lo que en el transcurso de esa
conversación se habló y se decidió estaba ya hablado y pactado de antemano.
–Creo que el asunto está bastante claro –dijo finalmente el patriarca de los
Kingsfield, como si fuera un magistrado que se prepara para emitir una sentencia, y en
cierto modo lo era–, y le agradezco infinito, señor comisario, no sólo que me haya avisado
de lo que ocurría sino que no haya tomado medidas contra mi hijo y mi pupilo.
–No lo consideré necesario, sir Peter. Como ya le he dicho, se trata de dos jóvenes
alocados, pero su intención era buena.
–Me alegra saber que, a pesar de su atolondrada actividad, tiene una buena opinión
de ambos, pero lógicamente creo que como padre del máximo culpable de lo sucedido debo
tomar medidas, así que mañana mismo –se dirigió a su hijo– saldrás para Glasgow. Allí te
harás cargo, bajo la supervisión del señor Macpherson, mi hombre de confianza en esa
ciudad, de las sucursales de nuestro negocio en Escocia. No lo consideres como un castigo,
aunque debiera serlo y sólo la magnanimidad del comisario ha impedido que te imponga
uno más fuerte, sino como una oportunidad de conocer aún mejor los negocios de los que
algún día tú serás el único responsable. ¿Algún inconveniente por tu parte?
Charles sabía perfectamente que se trataba de una pregunta que no esperaba
respuesta, pero a pesar de ello contestó diciéndole que no había ninguno y agradeciéndole
su benevolencia y comprensión.
–No me las des a mí, sino al comisario –le replicó su padre–. Y con esto, señor
Anderson, entiendo que queda zanjado el asunto. ¿Está de acuerdo?
–Totalmente de acuerdo, mi lord –sonrió el comisario–. Creo que, como siempre, ha
tomado usted la decisión correcta.
–¿Y qué ocurre con el señor Arana?
No sólo yo sino que también el resto de los presentes miraron, extrañados, a
Latimer, que era quien acababa de hacer esa pregunta. Durante todo el rato había estado
callado, con gesto satisfecho, pero al comprobar que la reunión se iba a disolver sin que se
me mencionara para nada su máscara de impasibilidad desapareció durante unos instantes
en los que pude entrever, de nuevo, la inquina que sentía por mi persona.
–¿Qué tiene que ver con todo esto el señor Arana, John? –preguntó Kingsfield
padre.
–No deberíamos olvidar que ha sido cómplice, en todo momento, del joven Charles.
No sería justo que este último fuese desterrado y él, en cambio, se librara del castigo. Creo
que lo correcto sería que le acompañara también a Glasgow.
–Por lo que ha dicho mi hijo –le rebatió el señor de la casa–, lo único que el señor
Arana ha hecho ha sido ayudarle por amistad, no siendo ni instigador ni fomentador de sus
acciones. Además su hermano mayor le ha puesto bajo mi tutela, por lo que enviarle a
Escocia sería faltar a mis deberes.
–Entonces devuélvalo a España –exclamó, triunfal, Latimer–, con una nota dirigida
a don Luis explicándole lo sucedido. Seguro que él lo entenderá perfectamente y se hará
cargo de la situación.
–No sé, no sé –el padre de Charles parecía dudar–. ¿Qué piensa usted, señor
Anderson?
–Creo que su hijo nos ha dicho la verdad sobre la naturaleza de la intervención del
señor Arana en el asunto. Además, aunque quisiera proseguir las investigaciones por su
cuenta, le sería extremadamente difícil. No domina del todo nuestra lengua, a pesar de los
notables avances que he podido comprobar que ha hecho, y tampoco tiene aquí amistades
ni conoce suficientemente la ciudad como para embarcarse en solitario en una aventura de
ese tipo. Creo que lo más sensato es que siga viviendo aquí, con ustedes, en “Kingsfield
Manor”.
–Sí, estoy de acuerdo con su recomendación. Te agradezco tus buenos consejos,
John –habló mirando a su secretario–, pero creo que en este caso seguiré las indicaciones
del comisario. Y si me disculpan… Se ha hecho demasiado tarde para mí, no estoy
acostumbrado a trasnochar tanto, así que les ruego que me excusen.
Sólo le faltó, padre, enfundarse una de esas blancas pelucas que usan los juristas
británicos en las cortes de justicia y golpear con un mazo fuertemente sobre la mesa
mientras decía eso de “se levanta la sesión”, pero el efecto fue el mismo, ya que en pocos
segundos la biblioteca quedó vacía y cada cual se retiró a su casa o a sus aposentos.
Antes de separarnos Charles se acercó a mí para despedirse dándome un fuerte
abrazo mientras, en un tono casi inaudible, me decía que no me preocupara ni entristeciera,
porque todo había salido como él había previsto.
Seguramente me dijo eso para tranquilizarme, pero lo que consiguió fue justamente
el efecto contrario.
18

Los días siguientes fueron muy extraños. Me había acostumbrado a la compañía, en


muchas ocasiones alocada aunque siempre interesante, de Charles Kingsfield. Y a pesar de
que apenas me dio tiempo para aburrirme, ya que su padre se tomó más en serio que antes,
si cabe, mi educación en el tema de los negocios, no dejé de echarle en falta ni un segundo.
Añoraba sus chanzas, su arrojo, su optimismo innato. Incluso añoraba nuestro clandestino
trabajo como detectives. Jamás pensé que esa aventura a la que me había incorporado a
regañadientes, para no defraudar la confianza que mi nuevo amigo había depositado en mí,
iba a calarme de un modo tan profundo. Todos los días, con la excusa de perfeccionar mi
inglés, leía los periódicos que llegaban a “Kingsfield Manor” y los escudriñaba con avidez,
en busca de posibles noticias sobre los asesinatos de Mary Ann Nichols y Annie Chapman,
aunque en vano. Scotland Yard, al parecer, no se estaba mostrando muy eficaz en la
investigación de esos crímenes. Incluso me leía de la primera letra a la última la crónica de
sucesos para ver si se había producido alguna muerte más, lo que para mi alivio no ocurrió,
pese a que Charles había pronosticado que los de Mary Ann y Annie no iban a ser los
últimos asesinatos cometidos por el misterioso caballero al que habíamos estado
persiguiendo. Si existía ese caballero, por supuesto. No es que dudara de ello, pero la
inactividad y el hecho de no poder hablar con mi amigo sobre el tema hacía tambalear en
ocasiones mi creencia de que habíamos hecho lo correcto.

Lo más positivo de todo aquello fue que pude encontrarme más a menudo con
Elizabeth. Casi siempre había alguien a su lado, al modo de lo que en España se denominan
“carabinas”, ya se sabe, la hermana mayor o señorita de compañía que acostumbra a
acompañar a la chica cuando pasea con su novio, para evitar que haga cosas inconvenientes
o deshonrosas. El caso es que casi nunca podíamos estar solos, salvo cuando quien ejercía
de carabina era Constance, que solía apañárselas muy bien para dejarnos libres. Pero aun
así, cada minuto que pasaba con ella, aunque fuese rodeado de férreos cancerberos, era
como si estuviera en la gloria.
Los dos domingos siguientes volví a acompañarla a la iglesia en la que estaba
enterrada su madre y así, además de cumplir con mis deberes religiosos, pude hablar de
nuevo con el padre FitzGerald. Estaba convencido de que por su ascendiente sobre la
comunidad irlandesa tendría que poseer información rigurosa y certera sobre todo el asunto
relativo a O’Malley, y aunque muchas de las cosas que sabría estarían cubiertas por el
sagrado secreto de confesión, seguramente habría otras muchas, como chismorreos,
rumores, charlas al acabar la misa o similares sobre las que confiaba poder sonsacarle, pero
todos mis intentos en ese sentido resultaron infructuosos. Lo único que conseguí de él fue
un afectuoso consejo acerca de que era mucho mejor dejar que los muertos descansaran en
paz, y cuando le contesté que los muertos merecían que se les hiciera justicia me dijo que
esa justicia ya se había producido. Intentó darme a entender que se refería a la justicia
divina, pero me dio la impresión de que sabía mucho más de lo que me comentaba y que
por eso se mostraba tan tranquilo y no le interesaban mis preguntas acerca de lo que podría
haberle sucedido a O’Malley, del que por otra parte me indicó que había sido un buen
feligrés. Incluso me confesó, y ése fue el único dato nuevo que obtuve de su boca, que en
su infancia había sido monaguillo.
–Era un poco torpe –se rió abiertamente, como si rememorara tiempos más felices–,
siempre tenía que recordarle que me acercara las vinajeras, pero era voluntarioso y ponía
empeño en mejorar. Confío en que Dios le tenga en su gloria.
–¿O’Bannion también fue monaguillo? Creo que es de la misma edad que
O’Malley, además de íntimo amigo suyo –aproveché para sacar el tema del irlandés felón,
aunque al padre FitzGerald en ningún momento le hablé de su traición.
–¿O’Bannion? –el sacerdote pareció sorprenderse por mi pregunta–. ¿O’Bannion? –
repitió, como si deseara ganar tiempo antes de responderme–. No, O’Bannion nunca fue
monaguillo, al menos de esta parroquia, y dudo que de ninguna otra. La verdad es que no le
interesaban mucho los asuntos de la iglesia. Venía a misa todos los domingos porque sus
padres le traían arrastrándole por las orejas y se confesaba una vez al mes porque le
obligaban, pero no era especialmente devoto, ni muy religioso. Todos los irlandeses somos
católicos. Bueno, menos los que son protestantes –se rió de su propio chiste–, pero no todos
vivimos la religión con la misma intensidad. Espero que Dios le haya perdonado sus
pecados.
El tiempo verbal utilizado por el padre FitzGerald para hablar sobre O’Bannion, en
pasado, y sobre todo sus últimas y enigmáticas palabras, “espero que Dios le haya
perdonado sus pecados”, despertaron mis sospechas de que el sacerdote sabía más de lo que
me decía y que O’Bannion estaba muerto, pero era consciente de que si insistía sobre ese
punto me lo negaría y no sacaría nada en claro. Además, quizás a su modo, no se ofenda,
padre, pero si hay algún gremio ducho en la retórica y las medias palabras tras mil
novecientos años de existencia es el de ustedes, los curas. Bueno, como le iba diciendo,
quizás a su modo me estaba confirmando lo que Charles y yo sospechábamos desde hacía
algunos días, que el hombre que traicionó a O’Malley estaba muerto. Muerto y enterrado.
Como ya le comenté en una ocasión anterior nunca pudimos confirmar de modo fehaciente
esa idea, pero estoy convencido de que es cierta, tanto como que muy próximamente seré
yo el que tenga que encomendar su alma a la divina providencia.
Pero no nos pongamos tristes, padre, que ya habrá tiempo para ello el día de mi
funeral, y proseguiré con mi historia.
A pesar de haber quedado francamente satisfecho por mi habilidad para sonsacar al
padre FitzGerald, pese a que hoy sé que no le sonsaqué nada sino que me dijo tan sólo lo
que creía que yo debía saber, comprendí que, como había vaticinado el comisario Anderson
cuando intervino en mi favor para que no tuviera que acompañar a mi amigo en su
destierro, yo en realidad no sabía nada del trabajo detectivesco. Aunque hubiera querido
continuar las investigaciones en el punto en el que las dejó mi amigo Charles, no habría
sabido qué hacer, qué rumbo tomar, a quién acudir. Era tan sólo un extranjero, sin un
conocimiento exhaustivo del idioma ni experiencia de la vida y que lo desconocía todo
sobre el trabajo policial. Era frustrante, pero era lo que había, y por más que me devanaba
los sesos me sentía incapaz de dar un solo paso en la buena dirección. O en alguna
dirección siquiera, aunque no fuera la buena.
Me intrigaba la última frase que me dedicó Charles antes de trasladarse a Glasgow,
eso de que todo había salido como él había previsto, y a menudo me preguntaba por qué se
había mostrado tan feliz y optimista, pero no tenía respuesta para ello. La intuía levemente,
pero sin seguridad alguna. Diariamente esperaba recibir alguna carta suya, con la misma
ansia que la novia espera recibir noticias de su amado, pero todo fue en vano. No supe nada
de él durante aquellos días, y tampoco Elizabeth o Constance –eso es lo que me aseguraron
y de la primera, al menos, me fiaba ciegamente– habían tenido ningún contacto con él.
Dos semanas y media después del exilio de mi amigo, al volver de una dura jornada
de aprendizaje en una de las empresas de su padre, un mendigo se acercó hacia donde yo
estaba cuando bajé del carruaje y, extendiéndome una mano mugrienta, en la que se
adivinaban los estragos que sin duda había causado alguna enfermedad de la piel, solicitó
que le diera una limosna. Automáticamente saqué de mi bolsa unos cuantos peniques y se
los di.
–Usted siempre tan generoso, Sabino –escuché de repente una voz conocida, una
voz que llevaba días sin escuchar.
Iba a mostrar mi alegría quizás de un modo imprudente, cuando un rápido gesto de
Charles, pues era él quien se escondía tras los harapientos andrajos del mendigo al que
acababa de socorrer, me hizo callar.
–No tiene usted muy buen aspecto, querido amigo –añadió en un tono de voz casi
inaudible–. Quizás debería acudir sin falta a la consulta del doctor Richardson, un viejo
compañero de nuestro común amigo Arthur Conan Doyle, en el que éste confía ciegamente.
Mañana a la hora del almuerzo, por ejemplo.
Luego, gritando de modo que se le oyera en varias millas a la redonda el
agradecimiento por la limosna que acababa de darle, “digna sin duda de un gran señor al
que deseo prosperidad y muchos sanos y recios vástagos ingleses”, según expresó en un
tono de voz tan ampuloso como irónico, desapareció como si se hubiese sumergido en el
interior de la famosa neblina londinense, casi sin que yo me diera cuenta.
Aquella noche apenas pude cenar, preso como estaba de la excitación por el
inesperado reencuentro con mi amigo, lo que me ayudó a convencer al señor Kingsfield
para que me diera un día de asueto, con la finalidad de poder asistir a la consulta del doctor
Richardson que, según me explicaron algo más tarde, cuando volví a “Kingsfield Manor”
tras mi inesperado encuentro con Charles, no sólo era un viejo conocido del padre de
Sherlock Holmes sino que atendía a los pacientes que éste le recomendaba al no poder
tratarles directamente, por no tener consulta abierta en Londres.
Constance debía de saber algo porque acercándose a mí y tocándome la frente
corroboró mis palabras, diciendo que ardía a causa de la fiebre. Elizabeth, que, con gesto de
preocupación, había hecho lo mismo que su amiga, no pudo disimular su extrañeza al
comprobar que ésta había mentido de un modo evidente, pero una disimulada patada de la
propia Constance en uno de sus tobillos le obligó a cambiar de opinión y exclamar que, “en
efecto, lo más prudente sería que el señor Arana acudiera mañana al médico, no fuera a
recaer de laenfermedad que padeció hace algunas semanas”. Y como lord Kingsfield no
estaba por la labor de comprobar en persona si, efectivamente, mi frente ardía, dio por
bueno lo manifestado por las dos jóvenes y me liberó de las tareas que me tenía
encomendadas para el día siguiente, dándome orden expresa de que visitara sin demora
alguna al doctor Richardson, un excelente médico, me dijo, además de amigo de la familia.
Cuando me quedé a solas con las dos jóvenes, después de que lord Kingsfield
excusara su ausencia alegando que al día siguiente tenía mucho trabajo y Latimer, a
regañadientes, hiciera lo mismo, Constance me dijo que seguramente esa noche no dormiría
nada, así que lo mejor sería que empleara el tiempo en algo más productivo. La verdad es
que no tenía muchas ganas de dedicarme al estudio, respondí, lo que provocó sus carcajadas
mientras señalaba en dirección a Elizabeth, consiguiendo que ésta se pusiera como la grana
mientras le decía a su amiga que cómo se atrevía, que esa vez se había pasado de graciosa y
que su broma había sido bastante chabacana.
Al rememorar aquella escena, padre, que seguramente a usted le habrá
escandalizado, no puedo evitar sonreírme de lo ingenuo que era aquel Sabino que, sin poder
disimular la vergüenza que sentía en aquel momento, intentó despedirse de las dos mujeres
con palabras ininteligibles, a cuál más torpe. Afortunadamente la risa sustituyó al enfado en
la cara de Elizabeth y yo también acabé por reírme. Un casto beso en la mejilla de la joven
a la que amaba selló la paz entre nosotros, una paz extraña ya que no había habido guerra, y
me retiré a mi habitación maldiciendo mi educación católica, que me acababa de impedir
seguir los consejos de mi amiga Constance. Y no se me subleve, padre, que usted sabe
perfectamente que siempre he defendido con pasión a nuestra Santa Madre Iglesia así como
seguido escrupulosamente sus preceptos, aunque a veces, como en aquella ocasión, me
haya supuesto un gran sacrificio personal.
Como me había vaticinado Constance, aquella noche apenas pegué ojo. Los dos
hermanos Kingsfield ocupaban por completo mis pensamientos, aunque obviamente por
motivos diferentes, uno dulce y otro inquietante. Por desgracia, así es la naturaleza humana,
la sonrisa con la que me había obsequiado Elizabeth al desearme buenas noches se fue
difuminando y en mi cabeza sólo quedó lugar para la intriga y las suposiciones. ¿Qué hacía
Charles en Londres en lugar de estar en Glasgow, como le había ordenado su padre con el
consentimiento y apoyo del comisario-asistente Anderson? ¿Por qué iba vestido o, mejor
dicho, disfrazado de mendigo? ¿Qué pintaban el doctor Conan Doyle y su colega
Richardson en todo aquel asunto? Por más que me estrujara las meninges no tenía
respuestas para esas preguntas ni para otras que fueron surgiéndome a lo largo de aquella
interminable noche. Confiaba, aunque sin tener una seguridad absoluta, visto lo amigo que
era Charles del misterio, que al día siguiente tendría respuestas si no para todas sí para gran
parte de las preguntas que se paseaban por mi mente, pero hasta que llegara ese momento lo
único que podía hacer era especular y plantearme las más disparatadas de las ideas. El
resultado fue que a la mañana siguiente lord Kingsfield, preocupado por el semblante que
tenía y lo ojeroso que estaba, me instó a acudir sin mayores dilaciones a la consulta del
médico. Como dice el refrán español, no hay mal que por bien no venga.
Charles me había dicho que me esperaba al mediodía, por lo que aproveché para dar
un paseo con Elizabeth, con la excusa de que lucía una mañana muy hermosa, de esas que
no se ven a menudo en Londres. Constance nos acompañaba aunque, según nos explicó
entre risas, tenía algún problema en los pies que le impedía seguir nuestros pasos, por lo
que prácticamente caminábamos solos, ajenos al mundo que nos rodeaba.
Siempre he sabido guardar un secreto y jamás he faltado a la palabra dada ni he
defraudado a quienes han confiado en mi discreción, pero ante Elizabeth era como un libro
abierto. Por eso, cuando me dijo que me veía estupendamente para tener treinta y nueve
grados de fiebre y necesitar que me viera un médico, no pude evitar balbucear hasta el
infinito. Y cuando con esa sonrisa capaz de derretir la sólida masa polar me preguntó si
últimamente había tenido noticias de su hermano, me azoré más que un chaval al que pillan
haciendo novillos.
–Por desgracia no sé nada, ya me gustaría –dije finalmente, mientras notaba cómo
unas gotas de sudor caían por mi frente–. Desde que su hermano partió para Escocia no
hemos estado en contacto en ningún momento.
–¡Qué mal miente usted, Sabino! Tendría que practicar mucho más –dijo riéndose.
Luego, poniéndose súbitamente seria, continuó hablándome–. De todos modos aprecio
enormemente la lealtad que mantiene a mi hermano, y por eso no le reprocho su torpe
mentira, sino todo lo contrario, me agrada que sea usted una persona en la que se puede
confiar. Pero puede hablarme sin tapujos. Constance me ha dicho que su repentina
enfermedad no es más que una excusa para reunirse con Charles en la clínica del doctor
Richardson.
–Está usted tan bien informada, Elizabeth, que no se lo puedo negar. Pero le ruego
que no insista. Aunque, en verdad, poco podría sacarme, porque no sé qué es lo que quiere
Charles de mí.
–Le quiere a usted, Sabino, le quiere a usted. Mi hermano necesita a un amigo. Le
necesita a usted. No le falle, por favor.
Me sorprendió la vehemencia y pasión que acababa de poner Elizabeth en sus
palabras, pero le juré por Dios y por todos mis antepasados que cumpliría mis promesas y
que jamás les fallaría.
–Ni a su hermano ni a usted, mi amada Elizabeth. Sabe que le pertenezco en cuerpo
y alma.
–Lo sé, Sabino, lo sé. Y créame cuando le reitero que esos sentimientos son mutuos.
Pero también sé o, mejor dicho, intuyo que tanto usted como mi hermano corren un gran
peligro. Lo que voy a pedirle puede ser terrible, sobre todo ahora que le he desnudado mi
corazón, pero por favor, pase lo que pase, no abandone a mi hermano. Soy consciente de
que eso puede colocarle en una situación muy difícil, pero se lo ruego, Sabino. Se lo
suplico.
–No hace falta que me ruegue ni suplique, Elizabeth. Cualquier palabra, cualquier
deseo suyo será una orden para mí.
–¡Es usted tan bueno y generoso, Sabino! Lástima que yo no pueda ser tan generosa
como usted, pero hay secretos que no me pertenecen y que ni siquiera puedo confesar a la
persona a la que amo más que a nada en este mundo.
Tras escuchar aquello hubiera sido capaz de emular a san Jorge y arremeter contra
todos los dragones que se interpusieran en mi camino. Pero como no se vislumbraban
dragones en lontananza me limité a enrojecer desde la cabeza hasta los pies, aunque
delicadamente Elizabeth hizo caso omiso de ello.
Sí, ya lo sé, padre, soy consciente de que llevo varios minutos rozando la cursilería
y mostrándome más empalagoso que los versos de amor de un adolescente que aún no ha
salido del cascarón, pero qué quiere, le he prometido contárselo todo tal y como ocurrió y
así es como me sentía en aquellos momentos. Quizás un líder político no deba hacer alardes
de esas muestras de flaqueza, pero ¿qué más me da? Lo que le estoy narrando no va a salir
de aquí, al menos hasta el día en que fallezca, ya que es usted libre a partir de ese momento
de utilizar mis revelaciones como crea más conveniente, y una vez muerto, ¿qué me
importa lo que diga la gente? ¿Que Sabino Policarpo de Arana y Goiri, el fundador del
Partido Nacionalista Vasco, tuvo momentos de heroísmo y cobardía, de amor y desamor, de
certezas y vacilaciones? Pues como todos los seres humanos. Porque eso es lo que soy, un
ser humano, y más en estos momentos en los que estoy próximo a aquello que nos iguala a
todos los hombres. La muerte.
De todos modos creo que es hora de abandonar estas reflexiones, un tanto
morbosas, y retornar a aquel paseo londinense en compañía de Elizabeth. Tras sus últimas
palabras estuvimos caminando un rato en silencio, hasta que de repente se paró delante de
mí y me preguntó si yo la amaba de verdad, si no se trataba, para mí, de un capricho
pasajero.
–Creo que eso ya ha quedado más que claro, Elizabeth. No sé cómo ha podido
dudar de ello. Si no la quisiera tanto me sentiría ofendido por su pregunta.
–Lo sé, Sabino, lo sé. Siempre lo he sabido, desde que nos conocimos, desde que
nos vimos por primera vez. Era tan sólo un absurdo preámbulo a la pregunta que de verdad
me cuesta hacer, pero que necesito formularle imperiosamente. ¿Confía usted en mí,
Sabino?
–¿Que si confío en usted, Elizabeth? Pondría mi vida en sus manos.
–También lo sé, Sabino, y por eso me duele mucho más haber defraudado su
confianza. No, calle, por favor –me conminó, al comprender que yo pretendía hablar–, sé lo
que va a decir, pero tengo que reconocerlo. A pesar del amor que le profeso, no le he dicho
todo lo que sé. Quizás pueda excusarme el que es un secreto que no me pertenece, pero
creo que ha llegado el momento de serle totalmente sincera.
–Charles me ha contado cómo le arrastró a usted a esa aventura de intentar resolver
los asesinatos de las prostitutas de Whitechapel. Supongo que tendría que haberle
desanimado de lo que aparentemente es una locura. Dos jóvenes sin experiencia de ningún
tipo intentando hacer un trabajo propio de curtidos profesionales de ScotlandYard… Sí,
parece una locura. Y sin embargo creo que hacen lo correcto. Y le agradezco, Sabino, desde
el fondo de mi corazón, que haya apoyado sin vacilaciones a mi hermano. Muy poca gente
lo habría hecho. Incluso creo que estoy exagerando. Sólo usted podría haberlo hecho. Estoy
segura de ello. Por eso creo que debo serle leal: hay algo más, Sabino. No sé exactamente
qué, pero hay algo más. Usted hace tiempo que lo sospecha, pese a que tanto Charles como
yo hemos intentado disuadirle. Pero tiene usted razón, Sabino, hay algo más. ¿Qué? No se
lo puedo decir. En parte porque aún no lo sabemos, pero Charles está convencido de que la
muerte de esas pobres mujeres, con ser una auténtica tragedia, no es lo más im portante de
lo que está ocurriendo. Hay algo que todavía se nos escapa. Por eso, y porque Charles me
ha solicitado que guarde el secreto, no puedo decirle mucho más. Salvo pedirle que siga
confiando en mí y en mi hermano. Jamás permitiríamos que le ocurriera nada malo.
–Estoy seguro de ello, Elizabeth. Y disipe todos sus temores. De hecho ya me había
imaginado, y su hermano me lo confirmó, aunque sin ser muy explícito, que detrás de esos
asesinatos hay, o puede haber, algo más de lo que se percibe a simple vista. Así que no ha
habido ningún tipo de engaño u ocultación. Y no sólo sigo confiando en usted y queriéndola
más que a mi misma vida, sino que esos sentimientos se han acrecentado todavía más, si
cabe, tras escuchar lo que acaba de decirme. Comprendo que tanto su hermano como usted
tienen unos secretos que no les pertenecen y no seré yo quien me obstine en violentarlos.
Por toda respuesta Elizabeth me dio un rápido beso en la mejilla, lo que fue
celebrado con un leve carraspeo y las posteriores risas con las que Constance, que se había
vuelto a acercar a donde estábamos, nos interrumpió.
–Ya vale, tortolitos –nos dijo–, que estáis en plena vía pública y nuestra amada reina
Victoria, que Dios guarde, no aprueba ese tipo de efusiones. Además, Sabino –añadió en
tono más serio–, se acerca la hora de su cita. No querrá hacer esperar al médico, supongo.
Constance tenía razón. Hablando con Elizabeth había transcurrido el tiempo tan
rápidamente que casi sin darnos cuenta se había ido aproximando la hora de mi cita, por lo
que me despedí de las jóvenes y me encaminé con paso firme a la consulta del doctor
Richardson, que estaba muy cerca de la calle en la que nos encontrábamos.
Debían de estar esperándome porque no tuve que tirar de la campanilla que había
sobre la puerta de la vivienda, sino que ésta se abrió cuando me encontraba enfrente de ella.
Una doncella me hizo pasar y me acompañó hasta una estancia en la que se encontraba
sentado, hojeando un periódico, mi amigo Charles. Vestía como lo hacía habitualmente,
despojado de los harapos que le habían hecho pasar por un mendigo. Comprobé también
que estaba solo. Ni el dueño de la casa ni ninguna otra persona le hacía compañía. Nada
más verme soltó el periódico y levantándose de su sillón se acercó a mí para darme un
fuerte abrazo.
–Gracias por venir, Sabino –me dijo–. Espero que no le haya molestado mi pequeña
farsa.
–Molestarme no, pero sí que me sorprendió. Le hacía en Glasgow. ¿Cuándo ha
vuelto?
–En realidad no me he ido. En ningún momento he estado fuera de Londres.
–Entonces, ¿ha desobedecido a su padre?
–En cierto modo.
–¿Cómo que en cierto modo? No entiendo lo de “en cierto modo”. O le ha
obedecido o no le ha obedecido –le dije–. No es un reproche, supongo que tendrá su
explicación, pero se arriesga usted a despertar la ira de su padre.
–¡Bah!, no es para tanto. El viejo puede refunfuñar todo lo que quiera, pero ¿qué va
a hacerme? ¿Desheredarme? Soy un Kingsfield. O, si lo prefiere, ya que sé que está al tanto
de nuestro pequeño secreto familiar, un MacCathmhaoil. Sangre de su sangre. Eso no puede
cambiarlo por mucho que se enfade conmigo.
Me quedé de piedra. Así que Charles sabía que Elizabeth me había confesado el
secreto familiar. Por una parte me quitaba un peso de encima, pero no dejaba de
sorprenderme cómo mi amigo parecía ir siempre algo por delante de mí.
–¡No ponga esa cara, Sabino! Fui yo quien le aconsejó a Elizabeth que se lo contara.
Sé que es usted un devoto católico y, a pesar de conocer lo que sentía por ella, pese a que
intentara disimularlo de una manera muy torpe –se rió con esa risa suya tan peculiar que
hacía días que no oía–, temí que al pensar que profesaba otra religión decidiera sacrificarse
y no, ¿cómo dicen ustedes, cortejarla?, sí, y que no la cortejara. Así que ya lo sabe: aunque
mi padre ha ocultado celosamente ese dato de su biografía, en realidad somos irlandeses.
Celtas, no anglosajones –dijo con orgullo–. Y católicos.
–¿Usted también es católico, entonces?
–En realidad, no. Sólo lo he dicho porque me siento identificado con un pueblo
eminentemente católico, pero en ese punto concreto no soy excesivamente irlandés.
Lamento decepcionarle, Sabino, porque sé que para usted ese tema es muy importante, pero
yo no soy nada. Ni católico ni protestante, ni judío ni mahometano. Ni siquiera agnóstico o
ateo. Si Dios está por ahí creo que se ha olvidado de nosotros, así que yo he optado por
olvidarme de él, en justa reciprocidad.

Al oír aquellas palabras en boca de Sabino, aunque no fueran suyas, reconozco que
me escandalicé. Me parecían indignantes y blasfemas. Así se lo dije, pero él se limitó a
encogerse de hombros, o lo más parecido a ese gesto cuando se está postrado en el lecho, y
decirme que seguramente tenía razón, pero que si hubiera conocido a Charles Kingsfield
no hubiera observado, como tampoco él observó, nada indignante ni blasfemo en su
actitud.
Ahora, en cambio, soy yo el que piensa que Dios se ha olvidado de nosotros. Se
mire por donde se mire sólo vemos muerte y desolación, guerra y más guerra, con todos
sus pecados capitales a cuestas, que en las contiendas civiles se exacerban al máximo. La
ira y la soberbia, por supuesto. Y la lujuria, siempre la lujuria. Es inaceptable que los
soldados del bando que se autodenomina defensor de la fe violen sin recato alguno a todas
las mujeres que encuentran a su paso. Bueno, es inaceptable en ningún bando, pero en el
franquista, además de inaceptable, es hipócrita. Por no hablar de la avaricia, que va unida
a la envidia. ¿Cuántas denuncias ha habido, no por motivos políticos, sino por venganza,
por envidiar al vecino e intentar, de paso, hacerse con sus bienes? Quizás los únicos
pecados capitales que no tienen cabida en una guerra sean la pereza, porque al que se
muestra remiso a acatar las órdenes se le fusila, y la gula, porque la guerra además de
destrucción también trae hambre. Aunque no para todos. Dudo mucho que quienes desde
sus despachos envían a los hombres a morir a las trincheras sufran estrecheces.
Pero volviendo a las teorías que, según Sabino, sostenía Charles Kingsfield, en
estos momentos pienso que tal vez tuviera razón, es decir, que quizás sea cierto que Dios se
ha desentendido de nosotros. Pero no por una decisión previa, sino decepcionado al ver en
qué nos hemos convertido.
Seguramente no son estos momentos, en los que acecha el pelotón de fusilamiento,
los más adecuados para enemistarme con el Creador, pero cuando muera y esté cara a
cara con Él, si mis pecados me lo permiten, le preguntaré por qué ha permitido todo este
horror. Aunque supongo que llegado ese momento la respuesta no tendrá la menor
importancia.
Lo que ahora sí tiene importancia es la historia que me contó Sabino, así que le
devolveré la palabra.

–Pero dejémonos de teologías –me dijo Charles–. Ya tendremos tiempo, cuando


todo esto acabe, para hablar de religión o de lo que nos apetezca. Ahora creo que lo que
procede es que le explique lo que ha ocurrido desde que se supone que marché para
Glasgow y, sobre todo, por qué sigo en Londres. Si alguien tiene derecho a saberlo es usted,
Sabino.
–Bueno, yo no diría que tengo derecho alguno, pero le confieso que sí que tengo
curiosidad e interés por conocer lo que ha sucedido.
–Recordará usted seguramente que cuando Anderson se despidió de mi padre
aquella noche, en la biblioteca de “Kingsfield Manor”, le dije que no se preocupara ni
entristeciera, porque todo había salido como yo mismo había previsto.
–Sí, lo recuerdo perfectamente, pero más que tranquilizarme me intrigó bastante.
–Lo entiendo, pero en esos momentos no podía ser más explícito. Como usted
también recordará, mi destierro a Glasgow fue propiciado por la intervención del comisario
Robert Anderson, que nos delató a mi padre, al explicarle a qué nos habíamos estado
dedicando los días anteriores.
–Sí, y debo decirle que no me extrañó que lo hiciera. Aún recuerdo que el comisario
nos exigió que abandonáramos nuestra investigación si no deseábamos tener que
arrepentirnos por sus consecuencias. La verdad es que sonó a amenaza y, por lo que se ve,
la llevó a cabo.
–Acierta tan sólo al cincuenta por ciento, Sabino. Sí que era una amenaza, pero no
la llevó a cabo.
–No entiendo, Charles. Fue él quien le contó a su padre lo que estábamos haciendo
y propició su exilio a Glasgow.
–Así es, Sabino, pero hay una cosa que usted no sabe. Anderson y yo actuábamos de
común acuerdo.
–¿Usted y Anderson? ¿De acuerdo?
Si en ese momento Charles me hubiera hundido un cuchillo en el pecho no habría
sangrado. Estaba acostumbrado a las excentricidades de mi amigo, pero en aquella ocasión
había sobrepasado mis límites para la sorpresa.
–Sí, Anderson y yo. Ambos dos. De acuerdo. Estamos trabajando juntos en esto.
Tendría que habérselo dicho, Sabino, pero pensamos que era mejor que no lo supiera para
que pudiera actuar con total naturalidad cuando se encontrara con mi padre.
–Por eso no se preocupe, puedo entenderlo. Pero que el comisario Anderson y usted
trabajen juntos… Debo decir que me cuesta asimilarlo.
–Bueno, no es que nos hayamos enamorado mutuamente el uno del otro –sonrió de
nuevo Charles al hablar–, pero hemos decidido unir nuestras fuerzas. Como usted ha
sospechado en más de una ocasión, Sabino, estoy convencido de que hay algo más que la
acción de un loco detrás del asesinato de las dos prostitutas. Y el comisario Anderson está
de acuerdo conmigo. También lo estaba el día que fuimos a hablar con él, pero en aquellos
momentos pensaba que nosotros podíamos ser un elemento distorsionador en su
investigación.
–¿Y por qué ha cambiado de opinión? –le pregunté asumiendo el papel de abogado
del diablo.
–Por el mismo motivo por el que se hacen muchas cosas en esta vida, Sabino. Por
necesidad. Simple y llanamente, por necesidad. Anderson, al principio, no quería vernos ni
en pintura, pero las circunstancias han cambiado. Y al igual que pienso yo, él también cree
que detrás de los asesinatos de las prostitutas hay algo más. Y aunque los intereses que
defendemos son diferentes, esa creencia, o sensación si prefiere que utilicemos esta palabra,
nos ha unido.
–¿Todo eso tiene algo que ver con Irlanda? Porque, si no me equivoco, usted,
Charles, aunque jamás lo ha expresado claramente, supongo que por prudencia, parece
simpatizar con los fenianos, mientras que Anderson es el responsable de la lucha contra la
Hermandad Republicana. Y aunque el comisario sea pariente lejano de O’Malley, las cosas
no me encajan. De todos modos, y a pesar de lo que acabo de decirle, sigo sin comprender
qué tiene que ver el asesinato de esas pobres desgraciadas con la cuestión irlandesa. Si es
que tiene algo que ver.
–Vuelve a dar en la diana, Sabino. Pero en muchas ocasiones, y ésta es una de ellas,
las cosas nunca son totalmente blancas ni negras, sino que puede haber matices, puntos de
encuentro… Por eso el comisario Anderson y yo estamos colaborando, ambos desde la
clandestinidad. Curioso, ¿no? Se supone que yo me encuentro en Glasgow, dirigiendo los
negocios que mi padre tiene en Escocia, y que el comisario más laureado de Scotland Yard
está de vacaciones en Suiza, un bonito país, aunque extremadamente aburrido, muy a
propósito para recuperar las fuerzas tras agotadores meses de incansable trabajo.
Con su habilidad característica Charles había eludido responder a mis comentarios
sobre la conexión irlandesa del asunto que llevábamos entre manos, pero sus últimas
palabras me interesaron tanto que acepté sin protestar el cambio de tema.
–Creo que puedo entender por qué lo hacen, Charles, aunque de todos modos, por
muy bien que lo hayan ocultado hasta ahora, antes o después se sabrá que usted no ha
salido de Londres y que Anderson no ha pisado suelo suizo –le contesté finalmente.
–Ahí, con toda su inteligencia y perspicacia, Sabino, vuelve a mostrar su total
ingenuidad. El Reino Unido es un país que hace gala de su respeto a los derechos
individuales, y es verdad hasta cierto punto, pero incluso en un país como el nuestro un
importante jefe de policía tiene poder, mucho poder. Así que ese flanco está cubierto. A los
ojos de todo el mundo yo estoy en la tierra de los hombres con faldas y Anderson en la
Confederación Helvética.
–¿Y Conan Doyle? Se refugia usted en la consulta de un amigo suyo, y sin embargo
fue quien nos previno contra Anderson y los masones.
–Lo de los masones era una pista falsa, como yo suponía y así se lo dije en su
momento. Y en cuanto a lo que nos dijo el doctor literato, él mismo lo ha olvidado ya.
Arthur es un hombre de mente abierta, que no se obceca en una idea por acertada que pueda
parecerle en un principio, y ha comprendido que la teoría de la conspiración masónica no
era más que carnaza que alguien había lanzado en forma de rumores, para adormilar a la
sociedad o, al menos, a sus componentes más dinámicos.
–¿Y quién se supone que ha lanzado esa carnaza?
–En eso estamos, amigo Sabino, en eso estamos. Si lo supiéramos todo este asunto
habría acabado ya –repentinamente se puso más serio antes de decir lo siguiente–. Por eso
sigo necesitando su ayuda.
–Sabe que puede contar con ella, Charles.
–Lo sé, nunca lo he dudado. Pero lo que le voy a pedir, lo que le vamos a pedir
porque ya le he confesado que no estoy solo en este asunto, es muy delicado. Incluso usted,
y yo lo entendería perfectamente, podría considerarlo inmoral. O, al menos, impropio de
una persona de su condición.
Se calló, como si él mismo reflexionara sobre lo que acababa de decir. ¿Qué podría
ser más inmoral que asesinar salvajemente a dos mujeres, aunque pertenecieran al estrato
más putrefacto de la sociedad? O quizás no al más putrefacto, sino al más desgraciado y
desfavorecido. ¿Y qué podría tener de inmoral cualquier proyecto dirigido a detener a su
asesino? Recordé, de mis lecturas, la frase atribuida a Nicolás Maquiavelo, aunque la
verdad es que la utilizó por primera vez Napoleón Bonaparte en sus comentarios a la obra
El Príncipe: el fin justifica los medios. ¿Los justifica de verdad? Siempre lo he dudado,
aunque en ocasiones…, pero bueno, padre, ése no es el tema. Charles me había dicho que
quizás lo que iba a pedirme pudiera parecerme inmoral o, en el mejor de los casos,
impropio. El dilema era: ¿cómo debía actuar yo en esa tesitura? De momento hice lo único
que podía hacer, preguntarle a qué se estaba refiriendo.
Un Charles Kingsfield al que por primera vez desde que nos conocimos veía
inseguro suspiró antes de contestar.
–Es difícil, pero intentaré explicarme. Tanto el comisario Anderson como yo nos
encontramos en un callejón sin salida. Creemos saber lo que se esconde detrás de esos
asesinatos y ambos deseamos pararlos, por motivos diferentes, pero que nos convierten en
aliados circunstanciales. El problema estriba en que no tenemos más que intuiciones,
incluso podríamos decir que certezas, ya que estamos seguros al cien por cien de lo que
pensamos, pero sin pruebas suficientes para llevar a la corte. Y sin pruebas todo lo que
hacemos podría acarrear un escándalo, o algo peor, de incalculables consecuencias. Incluso
con pruebas, pero eso, en todo caso, sería un problema que le correspondería arreglar al
comisario.
Mientras me decía todo eso pude observar cómo en los ojos de mi amigo había
desaparecido su antigua alegría y vitalidad, como si estuviese asumiendo, lo que
seguramente era cierto, una responsabilidad excesiva para sus hombros. Quizás la pausa
que hizo fue para darme pie a que le preguntara cuáles eran esas “certezas” o qué se
escondía tras los asesinatos, pero opté por permanecer callado. La experiencia me indicaba
que Charles sólo me diría lo que él mismo creyera que yo debía saber, así que me permití la
pequeña maldad de no darle la réplica.
–Un problema añadido es que tanto el comisario como yo estamos convencidos de
que el asesino, el misterioso caballero del que nos hablaron tanto Emily Holland como la
infortunada Annie Chapman, volverá a matar –retomó mi amigo el uso de la palabra, al
comprobar que persistía obstinadamente en mi silencio–. Pero no sabemos ni cuándo, ni
dónde, aunque suponemos que repetirá escenario y por tanto lo hará en Whitechapel, ni a
quién, sobre todo ni a quién. Porque lo que está claro es que no elige a sus víctimas al azar.
Eso parece evidente en el caso de la señora Chapman, pero también en el de Mary Ann
Nichols, a la que previamente había regalado un sombrero.
–Pero ¿no es eso muy peligroso para él? –pregunté–. ¿No sería más sencillo, e
incluso más seguro, estar al acecho y escoger a una mujer cualquiera, dejándose guiar por
el azar?
–Puede ser, pero el hecho indudable es que antes de matarlas contactó con ellas. Me
imagino que de ese modo entiende que minimiza los riesgos, porque sabe dónde va a estar
su víctima y así evita sorpresas desagradables. Además, el comisario Anderson ha admitido,
finalmente, que las dos mujeres asesinadas eran sus confidentes, lo que nos proporciona un
nexo de unión entre las víctimas que descarta, necesariamente, el azar. Pero de momento,
ya que no podemos saber con total seguridad cómo elige a sus víctimas el asesino, lo único
que podemos hacer es partir de la idea de que establece algún contacto con ellas, aunque
sea mínimo, antes de matarlas. Para intentar prevenir nuevos crímenes hemos hecho correr
la voz entre las prostitutas que desarrollan sus labores en Whitechapel, pero sin esperar
ningún resultado efectivo, por desgracia. ¿Se imagina usted cuántas hay? Estamos hablando
de una cantidad inmensa, lo que convierte en una tarea casi imposible hablar con todas.
Además, seguramente no nos harían caso. Es la condición humana, Sabino. Nadie se ve a sí
mismo en el papel de víctima. Eso es algo que siempre les ocurre a los demás. Y luego está
la codicia. ¿Quién de estas infelices se va a resistir a los halagos y, sobre todo, regalos de
un caballero que por el simple hecho de serlo está libre de toda sospecha?
–Por lo que veo estamos –decidí incluirme a mí en el grupo– en un callejón sin
salida. Pero todo eso, con ser muy interesante desde el punto de vista, ¿cómo suele decir
usted?, ¿criminológico?, sí, criminológico. Pues eso, aunque desde un punto de vista
criminológico sus razonamientos sean apasionantes, me gustaría que, dejándonos de teorías
sobre cómo elige el asesino a sus víctimas, me explicara sus palabras anteriores, eso de que
quizás me iba a pedir algo que rozara lo inmoral. Sabe, Charles, que estoy a su lado, pero
hay cosas que jamás haría ni por el mejor de mis amigos, ni por mis padres y hermanos. Ya
sé que usted se ha reído en ocasiones por esa actitud mía, pero para mí la ley de Dios está
por encima de la de los hombres.
–Lo sé y le admiro por ello, Sabino. Y cuando me río, como usted dice, de esa fe
que usted mantiene tan fuertemente, quizás sea mi manera de lamentarme de que yo, por
desgracia, me encuentre incapaz de compartirla. Pero en fin, no es momento para hablar de
nuestros diferentes puntos de vista sobre nuestras creencias. Tenemos un asesino al que
descubrir, eso es lo único importante en estos momentos. Y por eso tengo que pedirle que
me ayude con algo que, como ya le he insinuado anteriormente, usted podría considerar
inmoral o inapropiado.
Con el tiempo, padre, he aprendido a conocer a la gente y discernir si lo que me
decían era verdadero o falso. No niego que en ocasiones hayan conseguido engañarme, no
soy perfecto, tampoco en ese sentido –una leve tos ahogó lo que se había iniciado como una
risa, pero afortunadamente Sabino pudo continuar su historia sin mayores problemas–, pero
antes o después, si eres mínimamente observador, eres capaz de pillar al que miente. En
aquella época yo era, como ya he comentado varias veces, un jovenzuelo que prácticamente
no había salido del cascarón, ingenuo y sin mucha experiencia de la vida, pero había
empezado a conocer a mi amigo e intuía que no me iba a decir toda la verdad. Tal vez no
me iba a mentir, pero algo me decía que de nuevo iba a ocultarme cosas. Aun así, le animé
a manifestar la petición que quería hacerme.
–Bueno, en realidad si se contempla con perspectiva seguramente no es inmoral,
aunque pudiera llegar a ser delictivo. Usted juzgará, Sabino.
Yo entonces ya conocía la diferencia entre lo justo y lo legal. Muchas leyes pueden
ser injustas, en nuestra tierra lo sabemos de sobra, aunque ya le he dicho, padre, que no
quiero convertir esta confesión extrasacramental en materia de discusión política, por lo
que le pido excusas y le ruego que no entremos en ese debate. Pero independientemente de
lo que cada persona opine sobre la justicia o no de las leyes, todos hemos tenido en algún
momento, y ya no hablo de política sino de la vida cotidiana, la sensación de que una
norma es injusta y que, si pudiéramos saltárnosla, nos la saltaríamos. Y así se lo expresé a
mi amigo. Aunque la perspectiva de que esa trasgresión se convirtiera en delito, con las
consecuencias que podría conllevar, no constituía precisamente un estímulo en ese sentido.
–Bueno, quizás he exagerado algo –replicó, nervioso, Charles–. En realidad lo que
le voy a pedir podría considerarse técnicamente un hurto, pero no creo que lo sea
estrictamente. Necesito que la próxima vez que visite uno de los mataderos propiedad de mi
padre me consiga un poco de sangre. No creo que eso pueda molestar a nadie, sobre todo
porque es algo que no se va a utilizar ni a vender. Por eso le he dicho que, aunque
judicialmente podría ser considerado como hurto, nadie, ni siquiera mi padre, le podrá
reprochar nada. Como mucho, lo considerarían una excentricidad más a las que tan
aficionados son los jóvenes de hoy en día –se rió al decir esto, pero su risa no fue tan
espontánea como en anteriores ocasiones.
–¿Sangre? ¿Me ha dicho que necesita sangre? –pregunté sorprendido por el giro que
estaban dando los acontecimientos–. ¿Para qué la necesita?
–Tranquilícese, Sabino –en esta ocasión su risa me sonó más natural–, que no voy a
participar en misas negras ni espectáculos de ese tipo. Es tan sólo para un experimento que
queremos hacer. Y ni siquiera se trata de sangre humana, por Dios, sino de animal,
cualquiera sirve. Una sangre que iba a ser desperdiciada y cuya sustracción, por tanto, no
causa daño a nadie, salvo a los pobres animales que previamente han sido degollados. Y ni
siquiera a ellos, porque iban a ser degollados de todos modos, independientemente del uso
que se diera a su sangre.
Visto así el asunto no parecía, efectivamente, ni inmoral ni delictivo. Tal vez
pudiera acarrearme consecuencias negativas de algún tipo, pero no serían en ningún caso
extremas. Lo peor que podría ocurrirme era tener que regresar a mi Abando natal, aunque
bien mirado eso no era tan grave, salvo por el hecho de que me alejaría de Elizabeth. Pero
cuando llegara ese problema, si llegaba, ya pensaría en la solución. No, el problema era
otro.
Charles se había desdicho de sus primeras palabras sobre la posible inmoralidad de
lo que acababa de pedirme, y como ya le he dicho, padre, estaba de acuerdo en que lo que
me había pedido podía considerarse algo insólito, aunque no estrictamente inmoral. Pero…,
ya se sabe, siempre tiene que aparecer el dichoso “pero”. Ya le he explicado que tuve la
sensación de que cambió su historia. Que lo que me pedía, efectivamente, era tan sólo algo
inusual, aunque no inmoral, pero que lo que no me había explicado, lo que había omitido,
es decir, lo que pensaba hacer con esa sangre, sí que lo era. O podía serlo.
A pesar de ello decidí seguir adelante. No deseaba echarme atrás, y no sólo por él.
Aún recordaba que le había prometido a Elizabeth que ayudaría a su hermano de un modo
incondicional. Además, como ya he dicho en ocasiones anteriores y lo recalco en este
momento por ser muy importante para mí, le había dado mi palabra de estar a su lado
pasara lo que pasara y no podía negarle, como san Pedro negó a Nuestro Señor, tan sólo por
albergar unas sospechas que quizás no fueran más que el producto de una mente
calenturienta. Así que a los pocos días cumplí con el encargo y sin mayores problemas, en
eso tuvo razón Charles, conseguí la sangre que me pedía y se la entregué.
Por desgracia, aunque ya empezaba a vislumbrar algunas hebras, todavía no podía
contemplar el tapiz en su totalidad. Ojalá lo hubiese visto desde el primer momento o, al
menos, desde aquel día. Seguramente nada de lo que ocurrió hubiese cambiado, pero me
queda la duda. Y como le he dicho en alguna ocasión anterior, no hay nada más frustrante y
atormentador que la duda.
19

Durante unos cuantos días no volví a tener noticias de Charles. Pensé varias veces
en ir a buscarle a la consulta del doctor Richardson, pero no estaba seguro de que ése fuera
su auténtico alojamiento. Quizás el colega de Conan Doyle se había limitado a cederle tan
sólo una habitación para nuestra entrevista y no estaba viviendo allí, lo que, dentro de las
medidas de seguridad que tanto el comisario Anderson como él mismo se habían visto
obligados a tomar, me parecía lo más lógico, por mucho que mi amigo confiara ciegamente
en mí. Además, ya me llamó cuando me necesitó y, aunque me reconcomía la curiosidad,
era plenamente consciente de que debía esperar hasta que nuevamente decidiera contactar
conmigo.

Tampoco es que me pasara todo el tiempo pensando en los crímenes de Whitechapel


y suspirando por volver a la acción de la mano de Charles y su nuevo aliado. Lo reconozco.
La mayor parte del tiempo que no se me iba en trabajar para el patriarca de la familia lo
empleaba en consolidar mi incipiente, pero ya intensa, relación con Elizabeth. Así que, para
serle sincero, padre, mi escondido amigo pasó a un segundo plano sin que por ello me
remordiera lo más mínimo la conciencia.
Fue precisamente Elizabeth quien, por decirlo de algún modo, me obligó a desviar
nuevamente la atención hacia su hermano. Era el 27 de septiembre de 1888, recuerdo
perfectamente la fecha, aunque hubiese preferido olvidarla, pero así de bromista es la
memoria, que nunca aparece cuando la necesitas y en cambio, cuando quisieras que hubiese
desaparecido, ahí está, riéndose de ti a carcajadas. Sí, era el 27 de septiembre, tres días
antes de…, pero no adelantemos acontecimientos, así que me ceñiré de momento a ese día.
Me encontraba en la biblioteca, que lord Kingsfield había puesto gentilmente a mi
disposición, repasando algunos documentos comerciales que, tanto por su contenido
rigurosamente técnico como por estar escritos en inglés, me costaba entender, cuando
Elizabeth entró en ella, sin ser anunciada previamente por una doncella como acostumbraba
a hacer por mor de la discreción, y se sentó enfrente de mí. Verla siempre era un gozo para
mis sentidos, pero en aquella ocasión comprendí que algo grave estaba ocurriendo, como
me lo confirmó cuando se dirigió a mí sin ningún tipo de cortesías previas.
–Tengo que hacerle una pregunta, Sabino. Si no quiere contestarla no se lo
reprocharé, por supuesto. Lo entenderé, pero, por favor, no me mienta.
–Jamás le mentiría, Elizabeth –protesté–, lo sabe usted muy bien. Pregúnteme lo
que quiera que, si está en mis manos, le contestaré sinceramente, sin engaños ni mentiras.
–¿Le dijo mi hermano para qué necesitaba la sangre que le encargó sustraer de uno
de los mataderos de mi padre?
La pregunta no me sorprendió en exceso porque yo mismo, en múltiples ocasiones,
me había preguntado lo mismo, sin encontrar una respuesta satisfactoria. Lo que sí me
sorprendió fue su tono perentorio, como si Elizabeth supiera, o al menos sospechara, qué
había detrás de aquel encargo.
–Lo ignoro –respondí finalmente–. Créame que lo ignoro. Y lo lamento
profundamente. Sólo me dijo que la necesitaba para un experimento, pero no me explicó de
qué tipo de experimento se trataba. Y por más vueltas que le he dado en mi cabeza no he
llegado a ninguna conclusión, salvo la de que quizás me precipité al hacerle caso. Pero
supongo que ya es tarde para eso.
–Si es por lo que pienso –suspiró Elizabeth–, sí que es tarde. Muy tarde. Pero usted
no tiene la culpa de las locuras de mi hermano. Lea esto y dígame qué le parece.
Extendió delante de mí el periódico que llevaba en la mano y señaló una carta que
allí se hallaba publicada. Según fui leyendo, con la ayuda de la propia Elizabeth, me iba
horrorizando. Al parecer era el asesino de las dos prostitutas de Whitechapel quien la había
escrito.
No recuerdo en su integridad, no sólo porque estaba escrita en inglés sino por el
tiempo transcurrido, el contenido literal de dicha carta. Supongo que podría encontrarse en
periódicos antiguos, pero desde que volví a Euskadi decidí, hasta estos momentos, no
rememorar lo ocurrido, así que no los he consultado, pero más o menos, si mi memoria no
me falla, la carta decía lo siguiente:

Querido Jefe:
Oigo decir constantemente que la policía me ha cogido, pero no me van a echar
mano tan pronto.
No puedo evitar reírme cuando parecen tan listos y dicen que están sobre la pista
correcta. Incluso me partí de risa con ese chiste sobre un tal Mandil de Cuero.
Odio a las putas y no dejaré de destriparlas hasta que me canse. La última vez hice
un gran trabajo, ni siquiera le dio tiempo de gritar a la mujer. ¿De verdad cree que me van
a atrapar?
Me encanta lo que hago y en cuanto tenga una oportunidad volveré a empezar, así
que pronto tendrán nuevas noticias de mí y de mis divertidos jueguecitos.
He guardado algo de sustancia roja en una botella de cerveza de jengibre, para
poder escribir con ella, pero se puso tan espesa como la cola, así que no la pude usar. La
tinta roja me servirá igual, supongo. Ja, ja. La próxima vez le cortaré las orejas a la dama
elegida y se las enviaré a la policía para divertirme.
Guarden esta carta en secreto hasta que efectúe un nuevo trabajo y después
publíquenla sin rodeos. Mi cuchillo es tan bonito y afilado que estoy deseando tener la
oportunidad de utilizarlo de nuevo cuanto antes.
Buena suerte. Sinceramente suyo. Jack el Destripador.

Post-Data: No se moleste si le doy mi nombre profesional. No estaba preparado


para enviarle esto antes de quitarme toda la tinta roja de las manos, pero ¡maldita sea!, no
ha habido suerte.
Y ahora dicen que soy médico, ja, ja.

Cuando acabé su lectura, todavía horrorizado por el contenido de la carta, miré


sorprendido a Elizabeth, antes de preguntarle qué significaba aquello.
–Y, sobre todo –añadí–, qué tiene que ver con su hermano.
Me miró fijamente, como si quisiera convencerme de la seriedad y trascendencia de
lo que iba a decirme y pedirme que la escuchara con idéntica seriedad y trascendencia.
–Creo que es él quien ha escrito esa carta.
–¡No es posible, Elizabeth! –exclamé–. Tiene que estar usted en un error. Admito
que su hermano Charles es un tanto extravagante, y que en ocasiones sus ideas pueden
llegar a ser descabelladas, pero no es un asesino. De ningún modo. Todo lo contrario, sus
acciones de los últimos tiempos han ido encaminadas, acertadamente o no, eso aún no lo
sabemos, a descubrir quién es el autor de los terribles asesinatos de Whitechapel y así evitar
más muertes.
–Tiene usted razón, Sabino, pero no se confunda, yo no he dicho que mi hermano
sea el asesino. Estoy igual de convencida que usted, o quizás más, porque le conozco desde
que nací, que por frívolo que aparente ser es incapaz de cometer una atrocidad como los
asesinatos de esas pobres mujeres. Lo que le he dicho es que creo que esta carta ha salido
de su puño y letra.
–¿Y por qué iba a hacer algo así, si no es el asesino? No tiene ningún sentido.
–No lo sé. Supongo que tendrá sus razones, y seguramente él pensará que son unas
buenas razones, pero yo no lo sé. Lo único que sé es que si sigue adelante puede ponerse en
peligro. Más en peligro de lo que ha estado hasta ahora, que no es poco.
Sobre eso último no albergaba yo la menor duda, pero aun así no comprendía por
qué Elizabeth se empecinaba en afirmar que el autor de tan ominosa carta era su hermano.
–Usted no puede darse cuenta porque, pese a lo asombroso de sus progresos en
nuestro idioma, aún no lo domina por completo, pero aunque algunos párrafos de la carta
parecen confusos e incoherentes, incluso con una sintaxis diabólica, supongo que eso lo ha
buscado deliberadamente, hay palabras y expresiones que son típicas de Charles.
–Es posible, usted le conoce en ese aspecto mejor que yo, pero supongo que lo
mismo que esas palabras y expresiones son típicas de su hermano lo serán de muchos
ciudadanos de Londres. Las muletillas que suele emplear la gente se transmiten de unas
personas a otras, incluso se suelen transmitir de generación en generación, por lo que son
multitud quienes las usan.
–Seguramente está en lo cierto, Sabino, pero es la única persona que utiliza esas
expresiones y que está interesado en los crímenes de Whitechapel.
–Eso no significa nada, Elizabeth, y perdone mi insistencia, pero no se puede
afirmar, con total seguridad, que no haya más gente involucrada en esos asesinatos, o
interesadas en ellos, que utilicen esas muletillas –me dolía tener que llevarle la contraria a
la mujer que amaba–. Además, en la misma carta se indica que ésta ha sido escrita con tinta
roja, no con sangre.
–Sí, pero también se dice que no pudo usar una sustancia roja, que imagino que es
su forma macabra de referirse a la sangre, y que por eso se sirvió de tinta. Lo que quiere
decir que en un primer momento el autor de la carta, sea mi hermano u otra persona,
pensaba utilizar sangre para escribirla. Además, quizás sí esté escrita con sangre y la
alusión a la tinta roja es, simplemente, un engaño dentro de otro engaño mayor.
Aunque Elizabeth razonaba con una lógica impecable, me resistía a aceptar sus
argumentos, que, por otra parte, me parecían muy cogidos por los pelos, y así se lo dije.
–No importa. Dentro de poco sabremos si mis sospechas son fundadas o no –zanjó
la cuestión–. Se lo preguntaremos al propio Charles.
Lo que acababa de escuchar no sólo me sorprendió, sino que me dejó aturdido por
completo. ¿Acaso sabía Elizabeth dónde había estado escondido su hermano durante todo
este tiempo? Por lo que acababa de decir habría que colegir que sí, que lo sabía, pero no me
atreví a preguntárselo. No deseaba abrir una grieta en la confianza que había entre nosotros
sobre todo teniendo en cuenta que, aunque lo manteníamos en secreto, estábamos
prometidos; no obstante, debió de intuir mis pensamientos, ya que inmediatamente me
contó todo lo que me había estado ocultando hasta entonces.
–Como usted bien sabe, porque él mismo se lo dijo, Charles no se fue a Glasgow,
como le ordenó nuestro padre, sino que se quedó en Londres. Más concretamente en la
mansión que la familia Gore-Booth posee en la ciudad.
–¿La familia Gore-Booth?
–Los padres de Constance –me aclaró Elizabeth, al percatarse de que me había
olvidado de cómo se apellidaba su amiga–. Poseen una mansión aquí, en Londres, y aunque
Constance, cuando viene a Inglaterra, prefiere alojarse junto a nosotros, la casa familiar se
encuentra perfectamente cuidada por un ejército de sirvientes y está siempre a punto para
ser habitada. Y como usted también sabe, Charles y Constance se llevan más que bien –
sonrió al decir esto–. No es que no apruebe su relación, él es mi hermano y ella mi mejor
amiga, pero quizás deberían llevarlo con más discreción y, sobre todo, más púdicamente,
aunque me temo que ambos son espíritus rebeldes y sin ningún respeto por las directrices
de la Iglesia sobre cómo deben ser las relaciones entre hombres y mujeres.
No deja de ser curioso, padre, que yo, que siempre he sido respetuoso con los
mandamientos de la Iglesia, incluso de un modo exacerbado, simpatizara con la situación
que vivían Charles y Constance, quizás porque los conocía y les profesaba un sincero
afecto. Sé que lo que siempre me ha parecido mal en otras personas no debería disculparlo
en ellos, pero me temo que los seres humanos somos así, tan firmes en algunos momentos
como incoherentes y contradictorios en otros, sobre todo cuando nuestros principios dejan
de ser una teoría y nos los encontramos en nuestra vida diaria o afectan a las personas que
queremos.
De todos modos, y como veo que usted quiere interrumpirme, supongo que para
clarificar la postura oficial de la Iglesia sobre ese tema, tras decirle que la acato, como no
podría ser de otro modo, y más en estos momentos en los que estoy abriendo mi alma a
Dios, que pronto tendrá también mi cuerpo, le ruego que me permita seguir con mi
narración.
–Sé perfectamente –me dijo Elizabeth– que no he sido leal con usted al ocultarle
dónde se encontraba mi hermano, pero era un secreto que no me pertenecía. Espero que me
comprenda porque también usted, por lealtad a Charles, me ha ocultado cosas. Pero le
prometo, Sabino, que cuando estemos unidos ante Dios y ante los hombres no habrá nunca
más secretos entre nosotros.
¿Qué podía hacer, padre, tras escuchar esas palabras? Solamente abrazarla con
ternura y decirle que no tenía nada que reprocharse, que lo entendía perfectamente.
–No perdamos más tiempo, entonces –dijo con resolución Elizabeth–. Todavía es
temprano, así que seguramente le encontraremos en la mansión de los Gore-Booth. Vamos,
Sabino, acompáñeme hasta las cocheras.
Pocos minutos después nos hallábamos los dos sentados en el carruaje familiar,
conducidos por Taylor, el cuñado del difunto O’Malley. Pese al carácter educado y afable
del cochero, no podía dejar de pensar en que seguramente había sido él quien con sus
propias manos, esas manos que sujetaban con firmeza las riendas, había acabado con el
asesino de su cuñado. Y aunque sabía que no corría ningún peligro junto a él, no podía
evitar el sentir cierta inquietud. Por eso, cuando bajamos del carruaje, enfrente de lo que sin
duda era la vivienda de la familia de Constance, sentí un notable alivio.
Tras hacer sonar fuertemente la campanilla que había junto a la puerta, una
doncella, que dio muestras de reconocer a Elizabeth, nos preguntó qué deseábamos.
–Queremos ver a mi hermano, el señor Charles Kingsfield.
–Lo siento, señorita Elizabeth –contestó la doncella, visiblemente azorada–, pero el
señorito Charles no se encuentra en la mansión. Hace mucho tiempo que no lo hemos visto
por aquí.
–En ese caso –dijo Elizabeth, sin mostrar signo alguno de contrariedad–, le ruego
que avise a la señorita Constance de nuestra presencia.
–Yo…, esperen un momento, por favor –volvió a decir la doncella, visiblemente
turbada, que entornando la puerta llamó a un tal señor Atkinson, al que explicó lo que le
estábamos pidiendo.
Poco después un hombre mayor, de aspecto distinguido y voz profunda y engolada,
que se presentó como el mayordomo de la familia Gore-Booth, volvió a decirnos que ni
Charles ni Constance se hallaban en la casa.
–Creo que no me está diciendo la verdad, señor Atkinson –contestó Elizabeth. No
parecía enfadada, pero sí firme.
–Señorita Kingsfield, se lo ruego. ¿Cómo puede decir eso? –el tono del mayordomo
no difería del que habría empleado para pedir una pieza de carne en el mercado. Luego
añadió, en el mismo tono–. Seguramente la han informado mal.
–Hay un modo muy fácil de saberlo. ¿Nos permite la entrada? –preguntó,
manteniendo una actitud cordial, Elizabeth.
–Me temo que no va a ser posible, señorita Elizabeth –respondió despectivamente el
mayordomo.
–Se equivoca usted, Atkinson –respondió Elizabeth, sin perder la calma–. Yo creo
que sí va a ser posible.
Sin perder la sonrisa se volvió hacia donde nos esperaba aparcado el carruaje y
metiéndose dos dedos en la boca lanzó un estridente silbido, del estilo de los que suelen
practicar los muchachos jóvenes en Euskadi y me imagino que en todos los países del
mundo. Empecé a pensar que la hermana de Charles era una auténtica caja de sorpresas,
pero no me dio mucho tiempo a profundizar en ese pensamiento porque segundos después
apareció ante nosotros Taylor.
–Gracias por acudir a mi llamada, Taylor –dijo Elizabeth–. Tenemos un problema
que sin duda usted nos podrá ayudar a solucionar. Este amable señor, el mayordomo de la
familia Gore-Booth, se ha confundido y cree que nos está vedada la entrada a la mansión.
Quizás usted, que por haberme traído muchas veces en el carruaje a esta casa conoce
perfectamente a sus propietarios, podría intentar disuadirlo.
Taylor –creo que ya se lo he dicho en alguna ocasión anterior, padre– era un hombre
muy fornido. Aunque no era muy alto y visto de lejos podría haber dado la sensación de que
estábamos contemplando un barril de cerveza, era todo músculo y sus brazos podrían haber
sustituido a las columnas del Partenón de Atenas sin la menor dificultad. Por eso, pese a
que no hizo ningún gesto amenazador y se limitó a quedarse quieto, mirando fijamente a
Atkinson, éste, tragando bilis y con los ojos chispeantes de rabia, reculó y admitió que
quizás le habían informado mal.
–Esperen un momento, por favor –nos dijo con un hilo de voz–, comprobaré si por
alguna extraña casualidad el señor Charles y la señorita Constance aún se encuentran en la
casa.
–Le estaremos eternamente agradecidos –manifestó Elizabeth, sin perder la
compostura.
Debo reconocer, padre, que me sorprendió extremadamente la actitud de Elizabeth.
En un primer momento me pareció muy poco femenino por su parte, pero luego rectifiqué
pensando no sólo en las jóvenes británicas que mostraban a menudo una independencia de
pensamiento y unas inquietudes sociales y culturales inconcebibles en las pacatas mujeres
españolas, sino también en nuestras emakumes[4]y en el tradicional matriarcado de nuestra
tierra, en el que unas mujeres fuertes y poderosas fueron, en muchas ocasiones, el puntal de
la familia y el caserío. Incluso soñé con una aventura compartida entre ella y yo, en la que
con nuestro ímpetu y liderazgo conseguiríamos la independencia de los territorios vascos,
pero sobre ese tema prefiero no seguir profundizando. Al fin y al cabo jamás llegó a
suceder y, en todo caso, sería otra historia. Además, mis ensoñaciones se disiparon cuando
Atkinson, el mayordomo, nos pidió disculpas por su lamentable error, disculpas de
boquilla, ya que su expresión era más airada que penitencial, y nos informó de que el señor
Kingsfield y la señorita Constance estaban esperándonos en la biblioteca de la mansión.
La biblioteca de la familia Gore-Booth era similar a la de los Kingsfield, supongo
que en todas las mansiones de la gente adinerada de Londres serían más o menos iguales,
con la diferencia de que los volúmenes que albergaba parecían haber sido leídos y releídos
abundantemente. Charles nos recibió sentado en un confortable, al menos esa impresión
daba, butacón, enfundado en un batín de seda y fumándose una pipa, como si fuera el señor
de la casa. A su lado, Constance nos sonrió con mirada pícara y divertida.
–Querida hermana, amigo Sabino, sed bienvenidos –nos dijo Charles, arrogándose
las funciones de anfitrión–, aunque no sé qué hacéis aquí ni cómo nos habéis encontrado.
Bueno, esto último me lo imagino –añadió mientras miraba a Constance, que nos guiñó un
ojo al escuchar sus palabras.
–¡Deja de hacer teatro, por el amor de Dios! –Elizabeth parecía haber perdido la
compostura que había estado mostrando hasta ese momento– y explícanos qué es esto –le
requirió, mientras le mostraba el periódico que acababa de leerme hacía un rato.
Charles fingió leerlo con interés antes de decirnos que parecía obvio, que era una
carta que el asesino de las dos prostitutas de Whitechapel, un tipo que se había bautizado
con el sobrenombre de Jack el Destripador, había remitido a la prensa londinense.
–Gracias por enseñármelo, hermanita, pero ya lo conocía. De hecho, está en boca de
todos los ciudadanos de Londres y supongo que del resto de los dominios de Su Graciosa
Majestad la Reina Victoria, a quien Dios guarde muchos años para mayor gloria del
Imperio y de sus sufridos ciudadanos.
Parecía imposible que una persona pudiera resoplar indignada y hablar al mismo
tiempo, pero Elizabeth lo consiguió.
–Ya te he dicho que dejes de decir tonterías –le espetó su hermana–. Esta carta –
añadió arrebatándole el periódico y blandiéndolo como una espada– la has escrito tú.
–Estás loca, Liz –respondió su hermano–. ¿Cómo puedes pensar semejante
barbaridad?
Elizabeth no dijo nada. Se limitó a mirarle fijamente. Si en ese momento de sus ojos
hubiesen surgido unas llamaradas de fuego, no me habría sorprendido lo más mínimo.
–De acuerdo, tú ganas –se rindió finalmente Charles, incapaz de soportar la mirada
de su hermana–. Tienes razón, he sido yo quien ha escrito esa carta, pero no se trata de
ninguna locura ni arrebato estúpido. Todo tiene una explicación perfectamente lógica y
comprensible.
–Pero, pero… ¿cómo se te ha ocurrido hacer algo así? –la confirmación de su
hipótesis, en lugar de alegrarla, pareció sumirla en una profunda depresión–. Siempre has
sido impulsivo y más dado a actuar que a reflexionar, pero esto traspasa todos los límites.
No sólo del sentido común sino también del buen gusto. Sin contar con que puedes meterte
en un buen embrollo con Scotland Yard.
–Por eso último no te inquietes demasiado, hermanita. La escribí, precisamente, en
connivencia con el comisario Anderson. De hecho fue idea suya.
–¿De Anderson? –preguntó extrañada Elizabeth–. ¿No se supone que se encuentra
en Suiza, de vacaciones?
–Sí, lo mismo que yo me encuentro en Glasgow, atendiendo los negocios de nuestro
padre –se rió abiertamente Charles.
Las risas de mi amigo, si bien no desarmaron del todo a su hermana, sí lograron
distraerla y que en lugar de seguir recriminándole por su actitud le preguntara cuáles eran
las disparatadas razones que Anderson y él podían esgrimir para justificar que hubiesen
suplantado al asesino y escrito esa carta tan infame.
–¿Infame? ¿Cómo que infame? –protestó, haciendo una serie de muecas cómicas–.
Es un prodigio de creación literaria, si me permitís la inmodestia.
–¡Charles! –Elizabeth no dijo nada más, pero sólo con pronunciar el nombre de su
hermano fue más eficaz que si le hubiese soltado una parrafada de más de una hora.
–De acuerdo, de acuerdo, vuelves a tener razón –hizo un gesto conciliador dirigido
a su hermana–, no es una gran carta, pero es que nuestro objetivo no era, no me queda más
remedio que admitirlo deportivamente, ganar un concurso literario.
–Entonces ¿cuál era vuestro objetivo? –le volvió a preguntar su hermana.
Charles me miró con ojos suplicantes, como si necesitara mi apoyo moral, pero
como no sabía qué decirle me limité a sonreírle y a asentir en silencio. No debió de
quedarse satisfecho porque me preguntó si yo estaba de acuerdo con su hermana.
–Siempre le he dicho la verdad, Charles, y no voy a cambiar ahora, aunque corra el
riesgo de disgustarle con lo que voy a decir. Sí: creo, al igual que su hermana, que ha sido
una acción disparatada. Diría incluso que inmoral, si no le conociera lo suficientemente
bien como para pensar que seguramente su intención no ha sido ofensiva y que no le ha
movido en ningún momento el deseo de hacer escarnio de cosas sagradas. Pero, de todos
modos, me gustaría conocer esa explicación tan lógica y comprensible de la que hace poco
ha hablado a su hermana Elizabeth.
–Sí, Sabino, admito que tiene razón y que les debo una explicación. Si hay dos
personas que tienen derecho a saberlo todo son precisamente usted, que me ha mostrado su
lealtad y amistad en múltiples ocasiones, y mi hermana, que siempre me ha apoyado, pese a
no haber podido atemperar, del modo que le hubiese gustado, lo que ella denomina mis
locuras.
–Pero vayamos al grano. Antes os he dicho que tenemos una explicación lógica y
comprensible, y es completamente cierto, aunque me temo, por desgracia, que se
fundamenta tan sólo en especulaciones. Tanto el comisario Anderson como yo creemos que
detrás de esas dos muertes no está, como cree la gente, la mano de un loco, sino que hay
algo más terrible, que hay una conspiración en marcha. No, permitidme que siga hablando
–alzó su mano al comprobar que tanto Elizabeth como yo queríamos interrumpirle–, ni
Anderson ni yo somos unos paranoicos. Podría entender que pensarais eso de mí –se sonrió
tristemente al decir esto–, pero nadie osaría decir algo así del más famoso y renombrado
comisario-asistente de Scotland Yard.
–Sí –retomó Charles su perorata–, ambos creemos que hay una extraña y macabra
conspiración en marcha y los dos, por motivos diversos, pero que nos convierten
circunstancialmente en aliados, deseamos pararla.
–Eso lo puedo entender, incluso hace tiempo que llevaba sospechándolo –me atreví
finalmente a interrumpirle–, pero no acabo de ver qué relación puede tener esa extraña y
macabra carta firmada por un inexistente Jack el Destripador con su interés por desarticular
esa conspiración.
–Pues es muy sencillo de entender. Quizás algo retorcido al exponerlo, pero en el
fondo muy sencillo. Si detrás de los crímenes, como pensamos Anderson y yo, hay una
conspiración en marcha, la carta aparecida en la prensa seguramente desconcertará a la
persona o grupo que esté detrás de la misma y quizás ganemos tiempo antes de que vuelva
a actuar. Por otra parte, si acrecentamos en la opinión pública la idea de que el autor de los
crímenes no es más que un loco, tal vez desbaratemos el objetivo final de quienes estén
dentro de esa conspiración, ya que podrían no ser creíbles cuando, de algún modo u otro, su
macabro montaje saliera a la luz.
Hasta ese momento, con más o menos reticencias, había estado siempre de acuerdo
con mi amigo, pero aquella vez no pude contenerme. Y es que no estaba nada convencido,
sino todo lo contrario, de que en esa ocasión, por mucho que le avalara una autoridad
policial tan importante como la del comisario Anderson, estuviera en lo cierto. Jugar a
creerse Dios siempre me ha parecido algo peligroso, y no estoy pensando tan sólo en el
sentido religioso del término, padre, sino que creo que intentar controlar el destino de los
hombres, como si estuvieran en nuestras manos, como si fuéramos las tres parcas, Nona,
Décima y Morta, que hilando escribían el destino de los hombres, desde su nacimiento
hasta su muerte, sin que nadie pudiera borrar lo escrito hasta que cortaran el último hilo que
habían tejido, no podía traer nada bueno. Lo pensaba entonces y lo sigo pensando ahora,
aunque como usted bien sabe, padre, nunca he creído en el destino, sino en la divina
providencia, a la que pronto voy a entregar mi último aliento. Pero en aquel día, en el que
pese a estar asustado hasta lo indecible me sentía totalmente vivo y dispuesto a la lucha, me
creí en el deber de advertir a mi amigo de las posibles consecuencias que podían acarrear
sus irreflexivos actos.
–¿Y si en lugar de detener a los conspiradores los estimula? ¿Y si aceptan a ese
inexistente asesino creado por ustedes, Jack el Destripador, y continúan su macabro juego,
confiados en que sabrán darle la vuelta en su momento en beneficio de los intereses que
estén persiguiendo? ¿Han pensado en eso? –no pude contenerme.
–Sí, Sabino, también hemos pensado en eso –me contestó en tono sombrío– y no
podemos descartar que ocurra. Tan sólo nos queda esperar y confiar en que no sea así. De
todos modos estamos convencidos de que los conspiradores no van a detenerse, tan sólo
hemos intentado desconcertarlos, en la medida de lo posible, y conseguir que paren por un
tiempo hasta que calibren la situación tras la aparición en escena de ese nuevo personaje
que hemos creado, Jack el Destripador. Así que si no lo conseguimos podemos decir en
conciencia que no hemos sido los causantes de las nuevas muertes que puedan producirse
sino, en todo caso, que hemos fracasado al intentar evitarlas.
No quise profundizar en la herida que llevaba mi amigo, así que me limité a desear
que hubieran acertado con el envío de esa extraña misiva.
Desgraciadamente no fue así. Tres días después, Jack el Destripador –continuaré
usando ese apelativo ya que en pocos días se popularizó y todo el mundo se refería al
asesino con ese nombre inventado por mi amigo o su cómplice, el comisario– volvió a
actuar.
Por partida doble.
Capítulo IV
LAS MUERTAS NÚMEROS TRES Y CUATRO

20

Se llamaban Elizabeth Stride y Catherine Eddowes. Ambas, según la prensa, fueron


asesinadas la madrugada del día 30 de septiembre, aunque no simultáneamente. Primero
falleció, bueno, no falleció, que cuando usamos esa palabra parece que estamos hablando
de causas naturales, sino que fue asesinada Elizabeth Stride, cuyo cadáver se descubrió a la
una de la madrugada. La segunda, Catherine Eddowes, fue encontrada algo menos de una
hora después.
Los periódicos que se hicieron eco de la noticia no contaban mucho más. No
especificaban si habían sido asesinadas del mismo modo, si presentaban las mismas heridas
o incluso si la muerte les había pillado en el mismo lugar. Con el transcurso de los días fue
fluyendo algo más de información, pero ni Elizabeth ni yo nos conformábamos con leer las
noticias de los periódicos. Queríamos saber más, mucho más. Tengo que reconocer, padre,
que me había aficionado a eso de hacer de detective, y no me resignaba a quedar reducido,
como parecía que había ocurrido en las últimas semanas, a la categoría de simple
espectador del drama. Quería ser, si no el protagonista de la obra, al menos uno de los
personajes principales, uno de esos actores cuyo papel, pese a ser aparentemente
secundario, les obliga a estar casi todo el tiempo en escena. Como usted puede comprobar,
padre, no estoy exento del pecado de la vanidad.
El problema estribaba en que a pesar de mis ínfulas juveniles yo no era, como ya lo
he reconocido en anteriores ocasiones, ni detective ni policía, y sin una mano que me
guiara, como la de Charles, me encontraba totalmente perdido, sin saber qué hacer.
Por supuesto, padre, que se me ocurrió ir en busca de mi amigo, no soy tan tonto
como usted parece pensar, ni siquiera en aquella época. No, no hace falta que se disculpe,
yo habría pensado lo mismo de estar en su pellejo. Elizabeth y yo volvimos a la mansión de
los Gore-Booth, pero en esa ocasión ni con la ayuda de Taylor pudimos encontrar ni a
Charles ni a Constance. Habían desaparecido. Se habían esfumado, como el conejo en la
chistera del prestidigitador. Y ni Atkinson ni el resto del servicio supo decirnos dónde se
encontraban. No habían dejado ninguna dirección alternativa. Por decirlo claramente,
habían borrado su rastro por completo.
Nuestro siguiente paso fue acudir a la clínica del doctor Richardson, para ver si él
podía ponernos sobre la pista de la pareja, pero no pudo decirnos nada, tan sólo
confirmarnos lo que ya sabíamos, que había accedido a acogerle el día en que me entrevisté
con él tan sólo porque se lo pidió su buen amigo Arthur Conan Doyle, pero que desconocía
dónde podía estar en esos momentos. Incluso, tras entrevistarnos con su colega, decidimos
acudir a Portsmouth, la ciudad en la que el médico aficionado a las historias de detectives
tenía abierta su consulta, encontrándonos con la desagradable sorpresa de que también él
había desaparecido y nadie sabía dónde se le podía localizar. Es posible que Sherlock
Holmes lo hubiese podido encontrar –se rió Sabino al decir esto, aunque había aprendido a
controlarse y afortunadamente no se ahogó, como en anteriores ocasiones–, aunque
seguramente, siendo una criatura suya, le habría sido fiel y no le hubiese delatado.
Por último, a pesar de nuestras prevenciones, y reconozco también que de nuestros
temores, nos acercamos a Scotland Yard, donde un empleado muy amable, tanto que no
parecía policía, nos dijo que lamentablemente no podíamos entrevistarnos con el comisario-
asistente Robert Anderson, ya que según sus noticias se encontraba de vacaciones en Suiza
y no había dado aviso de cuándo iba a regresar. El inspector Abberline sí estaba, pero se
negó a recibirnos. Nos lo comunicó cariacontecido, como si de verdad le importara, el
mismo funcionario que nos había recibido al llegar, que intentó animarnos diciéndonos que
el inspector se encontraba muy agobiado en esos momentos por culpa del trabajo. Ya saben,
nos explicó, por lo de ese chalado que mata prostitutas, ese tal Jack el Destripador, pero me
ha pedido que les diga que cuando lo cacen, porque lo cazarán, añadió muy enfático, podrá
dedicarles algunos minutos, concluyó.
Nos encontrábamos, por tanto, bloqueados y sin saber qué hacer, así que decidimos
tomárnoslo con filosofía y esperar a ver qué rumbo tomaba la situación y a que Charles, o
Anderson, o los dos a la vez, se pusieran nuevamente en contacto con nosotros. Porque de
lo que estaba convencido es de que ninguno de los dos se había quedado en su habitación
llorando desconsoladamente por el fracaso de su iniciativa para evitar más muertes y que,
seguramente, habrían reanudado sus intentos por desenmascarar qué y quiénes se
encontraban detrás de aquella etérea, aunque por los datos que teníamos hasta ahora
bastante factible, conspiración.
Acerté a medias, porque no fue ni Charles ni el comisario quien se puso en contacto
conmigo, sino el hombre que nos había esquivado no hacía mucho tiempo, el propio
inspector Abberline. Me sorprendió doblemente. En primer lugar porque nunca me creí esa
historia que nos contó el atento recepcionista de Scotland Yard acerca de que no podía
atendernos en ese momento, pero que en cuanto pudiera lo haría. Y en segundo lugar
porque esa hipotética cita, en la que yo no había confiado, se produciría, según nos dijo el
mismo agente, una vez resuelto el asunto de los asesinatos de Whitechapel. ¿Significaba ese
cambio de actitud, por tanto, que habían detenido ya al asesino? ¿Se habría desbaratado la
hipotética conspiración de la que hablaban tanto mi amigo como el comisario, en caso de
existir? El avinagrado semblante que traía plasmado en su rostro el inspector parecía
desmentirlo, pero no podía asegurarlo. La experiencia me ha demostrado, en más ocasiones
de las que me habría gustado vivir, que no siempre lo que a los policías les agrada es algo
bueno para mí, y viceversa. Pero admito que en ese tema no soy imparcial, aunque tenga
mis motivos.
Le estábamos esperando en la biblioteca, a donde le condujo una de las doncellas de
la familia. Me había acostumbrado a esa estancia de la mansión, de la que podía disponer a
placer, y consideré que recibirle allí me concedía cierta ventaja anímica, visto el respeto
reverencial que la policía británica sentía por los miembros de su clase alta, en la que yo
estaba temporalmente incluido en mi calidad de pupilo de lord Kingsfield. Me acompañaba
Elizabeth, lo que no satisfizo en demasía a Abberline, pero lo disimuló como pudo, aunque
dejando claro que yo era su único interlocutor, no sé si porque despreciaba a la hermana de
mi amigo, pensando que por ser mujer no merecía su atención, o porque había recibido
órdenes estrictas de dirigirse tan sólo a mí. Porque eso sí, desde el primer momento nos
dejó bien claro que había acudido a “Kingsfield Manor” no por propia voluntad, sino en
estricto cumplimiento de una orden del comisario Anderson.
El inspector, cuando le pregunté por el motivo de su visita, no me contestó, sino que
se limitó a decir que el comisario-asistente Robert Anderson requería mi presencia. Solo,
puntualizó. A pesar de ello, cuando le dije que si no me acompañaba Elizabeth no me
movería de “Kingsfield Manor”, salvo que me sacara de allí a la fuerza, en calidad de
detenido, se limitó a encogerse de hombros y a decirme que bueno, que si no había más
remedio podía acompañarme la señorita Kingsfield, como si en realidad le diera todo igual
y no fuera más que un emisario resignado, en lugar de un veterano detective de Scotland
Yard.
Abberline había venido en un carruaje propiedad de la policía londinense y nos
invitó a subir a él. Me gustaría poder decir que nos invitó amablemente a subirnos a él, pero
mentiría, y no quiero añadir un pecado más a mi lista justo antes de comparecer ante el
último juez de la creación, padre, así que me limitaré a decir que aceptamos esa invitación y
nos acomodamos, es un decir, en el carruaje.
Si el inspector hubiese respondido con simples monosílabos a nuestras preguntas
podría decirle que tuvimos una intensa conversación, pero cada una de las cuestiones que le
planteábamos rebotaba en él como las pelotas que los jóvenes de nuestra tierra utilizan en
los frontones cuando golpean en la pared, usted tiene que saberlo bien, porque a menudo
están situados en los pórticos de las iglesias.
Viendo su mutismo desistimos muy pronto de intentar sonsacarle y nos fijamos en
las calles por las que transcurría el carruaje. Por eso comprendimos ambos que nos
dirigíamos a la mansión en la que el doctor Richardson tenía su consulta. Cuando
finalmente nos detuvimos comprobamos que no nos habíamos equivocado. Nunca supe si
el colega del médico escritor aficionado a las historias de detectives estaba al tanto de los
manejos de Anderson y Charles o se limitaba a prestar sus instalaciones a requerimientos
del padre literario de Sherlock Holmes, el caso es que daba la impresión de que el doctor
Conan Doyle volvía a estar en el epicentro del drama, aunque para ser fiel a la verdad,
tengo que puntualizar que ni él ni su colega, el doctor Richardson, nos recibieron al llegar,
sino que quienes lo hicieron fueron Robert Anderson y Charles Kingsfield, esa extraña
pareja formada por el viejo y el joven, el experimentado policía y el novato voluntarioso, el
hombre que estaba al servicio de la Corona y el Imperio Británicos y el que simpatizaba
con la causa de los rebeldes fenianos. Jamás me he encontrado ante un contraste tan
evidente; sin embargo la necesidad les había convertido en aliados y no iba a ser yo quien
desbaratara esa alianza.
En realidad no nos estaban esperando a la entrada de la casa sino que fue Abberline
quien la abrió y nos introdujo en una sala de espera, mientras nos conminaba a no
marcharnos de allí, como si a esas alturas quisiéramos perdernos algo del asunto. Supongo
que no hacía más que ejercer, tal vez de un modo inconsciente, de policía. O quizás lo hacía
conscientemente y quería indicarnos con ello quién estaba al mando.
Que no era él, por supuesto. Lo sabíamos de sobra, pero cuando al cabo de pocos
minutos entró el comisario Anderson, la actitud rígida y servil del inspector nos lo
confirmó. Tras el jefe de policía entró Charles, que nos saludó afectuosamente.
–Ya le dije yo, comisario –dijo mirando a Anderson–, que mi hermana no iba a
aceptar tan fácilmente quedar reducida al papel de una espectadora pasiva que espera,
acurrucada en sus aposentos, el regreso de su héroe.
–No tiene importancia –dijo el comisario–. Si es tan inteligente y avispada como
usted me ha dicho, también podría sernos útil.
–¿Útil para qué? –preguntó la aludida, más intrigada que enfadada.
–Calma, hermanita –fue Charles quien respondió–. Todo a su debido tiempo. Estoy
seguro de que dentro de poco quedarán disipadas vuestras dudas, pero antes será mejor que
escuchéis lo que tiene que deciros el comisario.
Mientras se producía esta introducción, tanto Abberline como Charles y el
comisario se habían acomodado en otras tres sillas que había en la sala de espera e,
involuntariamente, habíamos cerrado un círculo. Con esa inconsciencia propia de la
juventud bromeé para mis adentros sobre si íbamos a presenciar una de esas sesiones de
espiritismo a las que tan aficionados eran los ingleses de la época, incluyendo al propio
doctor Conan Doyle, pero me abstuve de comentar en voz alta lo que hubiese sido una
frivolidad. Además, de lo único que estaba seguro en aquellos momentos era de que nos
enfrentábamos a unos asesinos despiadados, no a unos espíritus burlones.
No había alejado aún de mi cabeza esos pensamientos cuando la voz profunda del
comisario hizo que se disolvieran como el azúcar en una taza de café. Como llevaba algo
más de un mes practicando el idioma y Anderson hablaba en un tono pausado, en aquella
ocasión no tuve necesidad de que me tradujeran sus palabras.
–Es un placer volverle a ver, señor Arana. Y también a usted, señorita Kingsfield –
quizás sus palabras no fueran muy sinceras, pero sí extremadamente educadas–. Espero que
disculpen las molestias causadas y créanme cuando les digo que agradezco su presencia en
nuestro, por decirlo de algún modo, escondite clandestino.
Ante esas diplomáticas y versallescas palabras a Elizabeth y a mí no nos quedó más
remedio que asentir en silencio, sin reprocharle la forma en la que habíamos sido
convocados a la reunión.
–Señor Arana –se dirigió inesperadamente a mí–, en primer lugar quiero pedirle
disculpas por haberle subestimado. Aunque el señor Kingsfield, aquí presente, ya me había
hablado de su inteligencia y agudeza de ingenio, no le creí. Me dejé llevar por los prejuicios
contra los extranjeros. Ya sabe, tenemos demasiado asumido que somos un Imperio y nos
aferramos con uñas y dientes al lema “Britannia rules the waves”.[5] En mi descargo puedo
decir que soy yo, precisamente, uno de los hombres encargados de la seguridad del
Imperio. Al menos aquí, en el centro del mismo, en la irrespirable ciudad de Londres.
Pensé, al escuchar esas palabras, que también los vascos estábamos sujetos al
dominio de un Imperio, aunque en este caso no en expansión sino en franca decadencia,
pero me abstuve de hacer ningún comentario. No sólo porque seguramente hubiera
resultado improcedente, y en aquellos momentos no me sentía con fuerzas ni recursos para
expresar abiertamente mis incipientes ideas políticas, sino porque sabía que nada podría
detener al comisario mientras se encontrara en el uso de la palabra.
–Cuando ustedes –decidió incluir a Elizabeth en sus explicaciones– visitaron al
señor Charles Kingsfield en la mansión de la familia Gore-Booth, el señor Arana planteó la
posibilidad de que la carta enviada con el apelativo de Jack el Destripador, que por cierto,
no sé si feliz o desgraciadamente, ha hecho fortuna entre los ciudadanos de Londres, en
lugar de desconcertar a quienes se encontraran detrás de los dos primeros asesinatos y
conseguir, si no pararlos sí retrasar los siguientes, surtiera el efecto contrario, el de que se
aprovecharan del interés morboso que había despertado la misiva para volver a atacar. Debo
admitir que tenía usted razón, señor Arana –cabeceó afirmativamente en dirección hacia
donde yo estaba–, y no nosotros. Lamentablemente. Aunque lamentarse no conduce a nada.
En cierto modo tras esas dos muertes hemos conseguido avanzar un poco más en la niebla
que nos envuelve. No podemos contárselo todo, aún no, y no por desconfianza sino para no
ponerles en peligro a usted y su prometida –al parecer a Charles se le daba muy mal eso de
mantener secretos personales–, pero el señor Kingsfield ha creído, y yo he estado de
acuerdo con él, que le debíamos una explicación.
–Como ya les he dicho, por desgracia no se ha producido tan sólo una muerte, sino
dos en la misma noche. Ustedes ya habrán tenido noticia de ellas a través de la lectura de la
prensa, aunque los periódicos, lógicamente, no lo conocen todo. Las muertas se llamaban…
–Conocemos perfectamente sus nombres, señor comisario –le interrumpió, airada, la
hermana de Charles–. Elizabeth Stride y Catherine Eddowes. Dos mujeres que,
independientemente del oficio al que se dedicaban, jamás tendrían que haber sido
asesinadas.
–En eso, señorita Kingsfield, tiene usted razón y no la tiene, al mismo tiempo –
sonrió tristemente el comisario–. No es que quiera jugar a las paradojas –alzó la mano en
dirección a Elizabeth, como pidiéndole que no le interrumpiera de nuevo–. Tiene usted
razón al decir que no deberían haber muerto. Ninguna mujer, ningún ser humano en
general, por abyecta que sea su profesión, se merece ser asesinado de ese modo. Ni de ese
modo ni de ningún otro. Pero estoy convencido –añadió tras una leve pausa– de que antes o
después habrían sido asesinadas.
Elizabeth y yo nos miramos sorprendidos al escuchar estas palabras. Sobre todo
cuando nos percatamos de que a Charles, en cambio, no le había extrañado nada lo que
acabábamos de escuchar sino que, más bien al contrario, asintió con un leve cabeceo.
–¿Recuerda, señor Arana, que cuando el señor Kingsfield y usted vinieron a verme a
mi despacho de Scotland Yard me preguntaron si Mary Ann Nichols y Annie Chapman
habían sido mis confidentes?
–Lo recuerdo perfectamente –le contesté tras unos segundos de vacilación, al
comprobar que esperaba una respuesta–. Y también recuerdo que usted dijo algo así como
que en caso de ser cierto no nos lo iba a confirmar, porque si de verdad no fueran
confidentes policiales tendría que decirnos que, efectivamente, no lo eran, pero que si lo
fueran también tendría que negarlo. Aunque finalmente admitió que era posible que en
alguna ocasión hubiese utilizado los servicios, como confidentes, de las dos mujeres.
–Me complace comprobar, señor Arana, que no sólo es tan inteligente como me ha
indicado el señor Kingsfield, sino que también posee una extraordinaria memoria. Sí,
efectivamente, ha repetido casi palabra por palabra todo lo que yo les dije. Y no les mentí
del todo, aunque admito que tampoco les dije toda la verdad. Porque, efectivamente, las dos
primeras mujeres asesinadas eran mis confidentes. Lo mismo que las infortunadas Elizabeth
Stride y Catherine Eddowes. Hay una pauta coincidente en los cuatro asesinatos y es,
precisamente, ésa: que las cuatro mujeres habían trabajado para mí. Tenemos la certeza –
añadió señalando a Charles– de que los asesinos no eligen a sus víctimas al azar, sino
teniendo en cuenta esa circunstancia. Por eso creo que, independientemente de la falsa carta
del asesino que hemos enviado a la prensa, esas dos mujeres estaban ya sentenciadas. No
eran las únicas candidatas, por supuesto. Como ustedes pueden comprender tengo más
confidentes a mis órdenes. Pero de no haber sido ellas habrían sido otras como ellas, así que
no les miento cuando les digo que al menos dos mujeres estaban ya sentenciadas.
–Pero si es como usted…, como ustedes dicen –rectifiqué al momento para que
Charles no se sintiera marginado–, esa misteriosa conspiración con la que especulan
últimamente, ¿no podría estar dirigida contra usted? –y en esta ocasión me refería, sin el
menor equívoco, al comisario Anderson.
–Me temo que no soy tan importante –se rió jovialmente el comisario–. O quizás sí
lo sea, no voy a aparentar una humildad que no poseo, pero no al menos tan importante
como para que alrededor de mí se teja una maraña conspiratoria tan intrincada como la que
sospechamos que subyace bajo los asesinatos de esas cuatro infelices. Es cierto que mucha
gente mataría por ocupar mi puesto, dicho sea en sentido figurado. Incluso nuestro amigo,
aquí presente, el honrado inspector Abberline lo haría…
–Por favor, señor comisario, ¿cómo puede usted pensar eso de mí? –contestó,
balbuciente, el aludido.
–No se enfade conmigo, Abberline. Sé que es usted tan leal a mi persona como buen
policía, pero del mismo modo que según Napoleón Bonaparte todo soldado raso lleva en su
mochila el bastón de mariscal, es totalmente legítimo que todo inspector de policía quiera
llegar a comisario. Legítimo e imprescindible, ya que eso le obliga a trabajar cada día más y
mejor. Salvo que se quieran buscar atajos, lo que desgraciadamente también abunda,
aunque sé que no es su caso, Abberline.
–Me alegra oírle decir eso, señor –contestó, aparentemente más aliviado, el
inspector.
–Era lo menos que podía hacer para aclarar el sentido de mis palabras. Pero lo que
quería hacerle entender, señor Arana, es que la conspiración que, según nuestra opinión, se
esconde tras los asesinatos no va dirigida contra mi humilde persona.
–En ese caso, ¿no podría ir dirigida contra ellas precisamente por eso, por ser sus
confidentes?
–De nuevo acaba de hacer una inteligente observación, señor Arana, pero la
respuesta vuelve a ser negativa. No voy a negarle que, por lo general, a nadie, sobre todo en
el submundo de la delincuencia, le gustan los confidentes. Y en más de una ocasión éstos
han pagado con su vida el ser excesivamente lenguaraces. Pero cuando un criminal acaba
con uno de ellos procura que todo el mundo se entere. No se les elimina sólo por venganza,
que también, sino sobre todo para dar ejemplo, para que si alguien tenía pensado imitarles
opte prudentemente por no hacerlo. Así que, por atractiva que sea su teoría, me temo que es
errónea.
–Una última cuestión –de repente estaba lanzado y quería demostrar al gran policía
que yo también era capaz de sacar conclusiones–. Admitiendo, ya que usted sabe mucho
más que yo de esos temas, que la conspiración no va contra usted y que no las han
asesinado simplemente por el hecho de ser sus confidentes, ¿el motivo no tendría que ver
con sus “confidencias”?
–No entiendo a qué se refiere, señor Arana –me respondió Anderson, aunque estaba
seguro de que sí lo entendía.
–Pues me refiero a si las cuatro le informaban sobre el mismo asunto.
–¿Sobre qué asunto? –me preguntó, sonriente, el comisario, haciendo caso omiso
del creciente nerviosismo que parecía estar apoderándose de Charles.
–No lo sé –lo admití–, eso sólo puede saberlo usted. Pero si las cuatro le hubieran
hecho confidencias sobre un mismo asunto, tal vez ahí, en ese asunto, estribe el intríngulis
de todo lo que está sucediendo, incluso de los asesinatos de Whitechapel.
–Creo que está usted en lo cierto, señor Arana –admitió Anderson, para sorpresa de
Charles, que le miraba asombrado–, pero me temo que no estoy en condiciones de darle una
respuesta más clara. Ya sabe, confidente viene de confidencial, y algo confidencial es algo
que confiesa una persona a otra porque confía en que esta última mantendrá la reserva, o el
secreto si usted lo prefiere así, de lo que se le ha dicho.
Tras decir esto último el comisario hizo un gesto displicente, como si quisiera dejar
bien claro que así estaban las cosas y que no iban a cambiar por mucho que yo hiciera o
dijera. Podía entenderlo. Lo que no entendía era por qué me habían hecho ir hasta ahí, si no
me iban a proporcionar ningún tipo de información.
–Creo que ahora es usted injusto, señor Arana. ¿No opina usted lo mismo,
Kingsfield?
–Así es –contestó mi amigo–. Me parece, Sabino –añadió mirándome a los
ojos–, que ahora sabe mucho más que antes de venir aquí.
–Puede ser, lo admito, pero lo que sé no me sirve de nada si desconozco lo que es de
verdad fundamental.
–No nos guarde rencor, señor Arana –intervino nuevamente Anderson–. Porque
además no le hemos citado tan sólo para que compruebe lo listos que somos y las
interesantísimas cosas que hemos descubierto, sino porque necesitamos su ayuda.
–Estoy dispuesto a ayudarles. Siempre lo he estado, Charles puede verificarlo –el
aludido cabeceó levemente en señal de asentimiento–, pero tal y como están las cosas no sé
qué puedo hacer por ustedes.
Anderson miró fijamente a mi amigo, como recordándole que había llegado su turno
de hablar, lo que hizo al momento, como si en lugar de una sugerencia hubiese recibido una
orden.
–En muchas ocasiones, Sabino, le he comentado que usted se subestima en exceso y
que no valora, como debiera, su inteligencia natural. Pues bien, ahora necesitamos que haga
funcionar nuevamente esa inteligencia natural.
–No entiendo a dónde quiere llegar, Charles –le dije, y era completamente sincero.
–Como ya le hemos dicho, el comisario Anderson y yo no hemos estado quietos
estos últimos días, y hemos hecho unas cuantas averiguaciones, así como llegado a algunas
conclusiones. Creemos que por fin empezamos a vislumbrar qué hay detrás de los crímenes
de Whitechapel –en realidad ya lo sabían en ese momento, y yo intuía que lo sabían,
aunque era poco lo que podía hacer al respecto–, pero necesitamos una mentalidad libre de
prejuicios como la suya. Una mente virgen, por decirlo de algún modo, para que libremente
nos dé sus opiniones sobre lo que hemos descubierto hasta este momento.
Iba a decir algo, ya no recuerdo qué, padre, se ve que las palabras no pronunciadas
se desvanecen en nuestra mente mucho más rápidamente que aquellas que salen de nuestra
boca, como si éstas tuvieran eco, pero el comisario volvió a tomar la palabra antes de que
yo fuese capaz de balbucear ni una sola sílaba.
–Quiero, señor Arana –y ese “quiero” era algo más que la muestra de un deseo, era
una orden que inexorablemente debía acatar–, que escuche el relato que el inspector
Abberline va a hacerle de lo que sabemos sobre los dos últimos asesinatos, los de las
infortunadas Elizabeth Stride y Catherine Eddowes. Le ruego –añadió, aunque su tono
expresaba claramente que no se trataba de una súplica– que escuche con suma atención y
que cuando crea haber oído algo interesante, o que se salga de lo común, o que a usted le
parezca importante, nos lo haga saber, sin miedo alguno a interrumpir la narración.
No exagero, padre, si le confieso que ésa ha sido la petición más extraña que me han
hecho en mi vida, pero tras consultar a Elizabeth con la mirada, decidí aceptar.
–Abberline, proceda –dijo Anderson al comprobar que aceptaba seguirle el juego.
Ni siquiera me dio las gracias, como si pensara que yo había hecho lo único que podía
hacer. Lo que quizás, después de todo, era totalmente cierto.
El inspector Abberline, sin disimular la incomodidad que le producía esa extraña
situación, sacó un bloc de notas que llevaba en uno de sus bolsillos e, irguiéndose todo lo
que podía, con su espalda casi paralela al respaldo de la silla, empezó a leer con tono
pausado y monocorde, lo que me facilitó la comprensión de sus palabras.
–En la madrugada del pasado 30 de septiembre dos nuevas mujeres, ambas
conocidas en Whitechapel por hacer la calle, llamadas Elizabeth Stride y Catherine
Eddowes, fueron asesinadas aparentemente por el hombre conocido como Jack el
Destripador.
No pude evitar una sonrisa al escuchar cómo quienes habían inventado a ese
inexistente personaje utilizaban su nombre para referirse al asesino, pero Abberline era un
hombre con escaso sentido del humor e inmune a las ironías, por lo que continuó leyendo
monótonamente su libreta.
–La primera mujer asesinada fue Elizabeth Stride –aunque no dejaba de mirar sus
anotaciones daba la impresión de que se sabía de memoria lo que estaba diciendo–, una
mujer de origen sueco, cuyo apellido original era Gustafsdotter –trastabilló un poco al
pronunciarlo, como acabo de hacerlo yo, por motivos perfectamente comprensibles–. Era
conocida popularmente como “Long Liz”…
–Espere un momento, por favor, Abberline –aunque apenas había empezado su
exposición el inspector, decidí interrumpirle. Al fin y al cabo, si no había entendido mal,
eso era lo que querían de mí Charles y el comisario–. ¿No había una testigo del asesinato de
Annie Chapman que se llamaba Elizabeth Long?
–Veo que tiene usted tan buena memoria como excelentes reflejos –se sonrió el
comisario–, y su pregunta es muy pertinente, pero no, no son la misma persona. En el caso
de Elizabeth Stride, “Long” era un apodo, no su apellido. Así que lo mejor será que el
inspector Abberline continúe con su explicación.
–Gracias, señor –respondió educadamente el aludido, antes de retomar su
narración–. Como había empezado a decir, Elizabeth Stride era conocida popularmente
como “Long Liz” debido a su altura, superior a la media, y tenía cuarenta y cuatro años en
el momento de su muerte. Vivía en una pensión del barrio de Spitalfields.
–Spitalfields –le interrumpió Anderson, aunque me dio la impresión de que era una
interrupción esperada– es una zona de Londres poblada por nuestros más notorios
criminales. En ocasiones –añadió en un curioso ejercicio de cinismo– hemos pensado que
quizás convendría quemarlo del todo, pero los criminales seguramente se irían a otro sitio
o, lo que es peor, se desperdigarían por toda la ciudad, y en el fondo es mejor tenerlos
concentrados, y a buen recaudo, en un mismo lugar.
–Según declaraciones de un testigo –prosiguió Abberline, al percatarse de que
Anderson no iba a decir nada más–, un inmigrante húngaro de origen judío llamado Israel
Schwartz, que no domina muy bien nuestro idioma, un hombre agredió a una mujer, a la
que identificó como la señora Stride, arrojándola al suelo e introduciéndola posteriormente,
a empujones, en un callejón. La mujer chilló, aunque no de un modo muy fuerte ni
especialmente escandaloso. Según el testigo, el agresor era un hombre joven, de unos
treinta años, tocado con una gorra con visera negra y aspecto de gandul.
Como me habían dicho previamente que podía interrumpir al inspector en cualquier
momento, aproveché ese instante para mostrar mi extrañeza sobre la personalidad del
agresor.
–No entiendo. Se supone que estamos detrás de un caballero, no de un gañán. ¿No
hay ninguna duda sobre ese aspecto?
–Una interesante reflexión, sin duda –apostilló Anderson–. Me alegra comprobar
nuevamente que usted no es de los que habla por hablar. Pero de momento dejemos que el
inspector continúe con su exposición.
–Gracias, señor –dijo mecánicamente Abberline, y continuó leyendo su bloc de
notas, como si el contenido le tuviese hipnotizado–. Según declaró el señor Schwartz,
mientras eso sucedía un segundo hombre salió del interior de una taberna de la calle y
contempló con interés la agresión que se estaba produciendo, pero sin intervenir, mientras
se limitaba a fumar en pipa. Se trataba de un hombre vestido con elegancia y decoro. Según
el testigo, el hombre que estaba agrediendo a la mujer le insultó o amenazó, no está seguro
por su desconocimiento del idioma, por lo que se escabulló sin perder ni un instante, lo
mismo que el hombre elegante, aunque éste se alejó del lugar más parsimoniosamente,
como si no tuviera la menor prisa.
–¡El caballero! –grité totalmente excitado–. Tiene que ser el caballero del que
hemos hablado en anteriores ocasiones.
–Podría ser, señor Arana, podría ser –mostró su asentimiento el comisario
Anderson–, en el caso hipotético de que ese caballero exista y no sea fruto de su
imaginación.
–Sabe usted perfectamente que no es fruto de nuestra imaginación, que ese
caballero existe –protesté–. Y si es así avala su teoría de la conspiración. Sobre todo si
tenemos en cuenta que hay, por lo menos, dos personas involucradas: un hombre elegante
que da las órdenes y un asesino a su servicio que las obedece.
–Sin embargo –al comisario Anderson le encantaba hacer de abogado del diablo–,
se supone, si admitimos la tesis que sostienen usted y el señor Kingsfield, aquí presente,
que los dos crímenes anteriores fueron ejecutados en persona por el hombre elegante, por el
caballero, no por un subordinado.
–Es posible. Pero quizás no sea más que un truco para despistar a la propia policía
mientras llevan adelante sus designios criminales, sean éstos los que sean. Pero sobre eso
no puedo opinar, son ustedes –miré alternativamente al comisario y a Charles– quienes
creen saber cuáles son y si encajarían en este modo de actuación.
–Encajarían, señor Arana, encajarían perfectamente –me sonrió Anderson al decir
esto último, como el profesor que comprueba que uno de sus alumnos más torpes por fin es
capaz de recitar, sin incurrir en ningún error, la tabla de multiplicar–. Tengo que volver a
admitir que sus observaciones son muy sagaces y útiles, pero permitamos al inspector
Abberline que continúe con su interesante exposición.
Con el ya consabido “gracias, señor”, que más parecía un soniquete del que el
inspector no podía prescindir que una auténtica señal de agradecimiento, absurda por otra
parte, ya que se limitaba a cumplir las órdenes de su superior, Abberline retomó la lectura
de su bloc.
–A la una de la madrugada Louis Diemschutz, portero del Club Educativo
Internacional de Trabajadores, ubicado cerca de donde Israel Schwartz vio la agresión
sufrida por Elizabeth Stride, se topó con el cadáver de la mujer. Aún manaba sangre de una
herida, por lo que los médicos que la atendieron estimaron que acababa de fallecer hacía
muy poco.
Abberline dejó de hablar. En esta ocasión no tuve que interrumpirle, sino que fue
precisamente el silencio que se generó lo que me indicó que estaban esperando de nuevo mi
intervención. No sabía si se trataba de una prueba para ver si, efectivamente, poseía dotes
detectivescas, pero comprendí enseguida que en la exposición había una laguna y decidí
aferrarme a ella.
–¿Cómo murió la señora Stride? Quiero decir, ¿cómo la asesinaron? Y, sobre todo,
¿cómo estaba su cuerpo al ser descubierto?
Al escuchar mis preguntas Abberline, como si no hubiera dejado de hablar
voluntariamente en ningún momento, y sin esperar el permiso de Anderson ni darle,
consecuentemente, las gracias, continuó su monocorde lectura.
–La muerte se produjo como consecuencia de que le segaran la garganta de
izquierda a derecha. Por otra parte, en su cuerpo no se encontró ningún tipo de
mutilaciones, al contrario que en los de Mary Ann Nichols y Annie Chapman. Tampoco se
le extrajo ningún órgano. Por último, como dato que puede resultar de interés, parece
desprenderse, del estudio del propio cadáver, que se utilizó para asesinarla una navaja de
muelle –dicho esto cerró su libreta, como indicándonos que ya no tenía nada más que
añadir.
–¿Alguna sugerencia? –me preguntó Anderson.
Me tomé un tiempo para pensar. Sabía que no era un examen sino que de verdad
Charles y Anderson –Abberline parecía ajeno a todo lo que allí ocurría, salvo a sus
apuntes– tenían interés en saber cuál era mi opinión, pero aun así no quería meter la pata. Si
mi amigo y el comisario pensaban que Elizabeth Stride había sido asesinada por Jack el
Destripador, seguramente estaban en lo cierto; sin embargo no esperaban de mí que
asintiera mecánicamente a sus teorías, sino que pensara por mi cuenta, así que me animé a
expresar mis dudas.
–Por lo que acaba de contar el inspector –dije finalmente–, la señora Stride no sufrió
ningún tipo de mutilación ni se le extirparon los órganos. Eso no parece encajar con el
modo de actuar en las dos ocasiones anteriores del hombre al que ustedes han bautizado
como Jack el Destripador. Tampoco el instrumento utilizado, una navaja de muelle. Si no
recuerdo mal, en los otros dos asesinatos se utilizó un cuchillo, aunque admito que las dos
son armas blancas y que un experto podría utilizarlas indistintamente.
Charles y el comisario Anderson asintieron en silencio a mis palabras, como si
estuvieran esperando, precisamente, que fuera eso lo que dijera. Y fue el policía, quien
parecía haberse convertido en el portavoz del extraño y circunstancial tándem que habían
formado, el que volvió a ponerme a prueba.
–Es decir, que según usted a Elizabeth Stride no la asesinó Jack el Destripador.
–Si ese inexistente Jack el Destripador –recalqué lo de “inexistente”– fuese
simplemente un loco, un iluminado que ha decidido limpiar Londres de prostitutas, diría
que no, aunque no con una seguridad absoluta, ya que la omisión del desmembramiento de
la víctima podría deberse al miedo a ser visto por algún otro testigo. Pero si lo que hay
detrás de los crímenes es una conspiración –hice una leve pausa, como si quisiera fijar bien
en mi cabeza lo que iba a decir–, ese detalle no tendría la menor importancia. La sensación
de horror ya está fijada a sangre y fuego en la mente de los ciudadanos. Por eso, que una de
las muertas no hubiese sido eviscerada no tendría la menor importancia. Y vuelvo al detalle
del caballero que, según el testigo citado por el inspector, presenció, sin intervenir para
detenerla, la agresión. Ese caballero podría haber cometido los dos primeros crímenes,
seguramente posee la habilidad necesaria para extraer los órganos, y en cambio a la señora
Stride la habría matado, por órdenes suyas o de quienes estén a la cabeza de esa hipotética
conspiración, un lacayo sin esos conocimientos.
–Se me ocurre también otra teoría para explicar por qué no se le extirparon los
órganos. Que el caballero que estaba observando la agresión se percatara de que había un
testigo, ese tal Israel Sch…lo que sea.
–Schwartz –vino en mi ayuda, aunque en tono jocoso, el comisario.
–Sí, eso mismo. Lo que quería decir es que si el caballero se había dado cuenta de
que alguien había contemplado la agresión, es posible que decidiera no actuar con esa
víctima del mismo modo que con las dos primeras, precisamente para evitar que se le
relacionara con ellas.
–Asombroso, señor Arana, sencillamente asombroso –el comisario Anderson
parecía sincero al decir esto–. Observo con satisfacción que ha llegado a las mismas
conclusiones que nosotros. Si finalmente decide no regresar a su país y afincarse en la vieja
Inglaterra, le recomendaré para que ingrese en Scotland Yard, a pesar de ser extranjero.
Agradecí su buena disposición, aunque no estaba entre mis planes aceptar tan
generosa oferta. Y de paso aproveché para preguntarle sobre las circunstancias del segundo
asesinato, el de Catherine Eddowes.
–Veo que no le gusta perder el tiempo, señor Arana –volvió a sonreír Anderson–, así
que lo mejor será que el inspector, como ha hecho anteriormente, le ponga al tanto de las
vicisitudes de ese segundo, cuarto en realidad, asesinato. Por favor, Abberline, cuando usted
quiera.
–Gracias, señor –dijo su subordinado, para no perder la costumbre, mientras volvía
a sacar su libreta y fijaba sus ojos en ella con más intensidad que si se hubiese convertido
repentinamente en búho–. Catherine Eddowes, que también utilizaba los nombres de Kate
Conway, Kate Kelly y Mary Ann Kelly, fue la segunda víctima del Destripador la
madrugada del pasado 30 de septiembre. En el momento de su fallecimiento tenía cuarenta
y seis años de edad. Y al igual que Elizabeth Stride residía en Spitalfields. Y también, al
igual que las otras tres mujeres asesinadas, se dedicaba a la prostitución, aunque en su caso
se trataba de una actividad ocasional, ya que sólo recurría a ello cuando andaba muy
necesitada de dinero.
–Según informes procedentes de nuestra propia organización, Scotland Yard, que
por tanto no pueden ponerse en duda en ningún momento, la tarde del día 29 fue detenida
por deambular en un notable estado de embriaguez en la calle Aldgate High y llevada a la
comisaría de Bishopsgate, de donde fue liberada unas cuatro horas y media más tarde, a eso
de la una de la madrugada, aunque la borrachera no se le había disipado por completo.
Según manifiestan tres testigos que la vieron media hora después, no se dirigió a su
domicilio sino que se alejó de él, deambulando por el barrio, donde fue vista hablando con
un hombre junto a la Iglesia del Cristo, a la una y treinta y cinco, minuto arriba, minuto
abajo.
–Ese hombre –creí llegado el momento de interrumpir nuevamente a Abberline–,
¿qué aspecto tenía?
–No nos consta ese dato, señor Arana –contestó el inspector, con el mismo tono con
el que podría haber indicado al ecónomo de Scotland Yard que necesitaba una libreta
nueva–. Había poca luz en el lugar y los testigos, aunque están seguros de que la señora
Eddowes estaba hablando con un hombre, no le vieron lo suficientemente bien como para
describirle.
Ya que no tenía ningún motivo objetivo para pensar que Abberline me estaba
mintiendo, a pesar de que en mi fuero interno estaba convencido de ello, le agradecí su
contestación y le insté a que continuara, aunque en este caso no utilizó el consabido
“gracias, señor”.
–El cadáver de la señora Eddowes fue encontrado por el agente Edward Watkins
mientras realizaba su ronda nocturna. Pronto, tras dar el pertinente aviso, aparecieron otros
agentes y el doctor Frederick Gordon Brown, que fue quien practicó la autopsia. Una
autopsia obligatoria, según prescribe la ley, pero innecesaria, ya que la causa de la muerte
estaba clara desde el principio, puesto que no era difícil percibir, con un simple vistazo, que
le habían asestado un tajo que se iniciaba en el esternón y finalizaba en la vagina, así como
que los intestinos habían sido sacados fuera del vientre, y no sólo eso, sino que fueron
situados encima de su hombro derecho.
Siento, padre, ser tan crudo y brutalmente descriptivo. Tengo que decirle que, al
igual que usted ahora, sentí un fuerte escalofrío al escuchar lo que el inspector Abberline,
con su monótona retahíla, iba desgranando, pero ya le he dicho desde el principio que no
tenía la intención de omitir ningún detalle, por escabroso que pudiera parecer.
–Un detalle que diferencia éste de los anteriores asesinatos –continuó Abberline,
que no se había inmutado al hacer la anterior descripción– es la postura en la que se
encontró a la víctima, con las palmas de las manos abiertas y extendidas hacia delante, lo
que parece indicar que se encontraba situada frente a su asesino en el momento en que éste
le dio muerte.
–Eso podría significar que vio cómo su asesino sacaba el arma de, no sé, de algún
bolsillo, supongo. ¿No intentó defenderse? –me animé a preguntar, cumpliendo con el papel
que se me había asignado de detective aficionado con ideas disparatadas aunque quizás
aprovechables.
–No, no intentó defenderse en ningún momento. Por lo menos ni el médico que la
examinó ni los agentes que la encontraron percibieron señales de ese tipo. ¿Por qué lo
pregunta, señor Arana? ¿Le parece una cuestión importante? –fue el propio Anderson quien
me contestó, no Abberline, como yo había esperado.
–No sabría qué decirle, comisario, pero tal vez pueda serlo. Si nos encontráramos
ante un loco podría ser significativo, al igual que en el caso de la señora Stride, a la que no
le extirparon las vísceras. Pero si, como ustedes dicen, lo que hay detrás de todo este asunto
es una conspiración, tal vez no sea necesario que todas las mujeres sean asesinadas de la
misma manera. Como les he comentado hace tan sólo un momento, puede ser suficiente
con que entre los ciudadanos se extienda una sensación de terror, e incluso de indefensión,
para conseguir sus objetivos, dependiendo de cuáles sean éstos, por supuesto, lo que de
momento desconozco –hice una pausa para ver si alguno de mis interlocutores se animaba a
disipar mi ignorancia, pero sin resultado positivo alguno, así que continué con mi pequeña
disertación–. Además, si en el caso de las dos primeras víctimas parece que se había
producido un contacto previo y por eso ninguna de las dos mujeres sospechó lo que les
podía ocurrir, esa misma pauta podría haberse reproducido en el caso de la señora
Eddowes. Quizás había conocido anteriormente a su asesino y, debido a eso, como no
recelaba de él, su acción le pilló totalmente por sorpresa y no le dio tiempo a oponer ningún
tipo de resistencia.
–Muy bien pensado, señor Arana –dijo el comisario–, muy bien pensado. ¿Alguna
idea más?
–Sólo una –respondí–. Quizás, si después de todo estamos hablando de un loco o de
un ser totalmente depravado, el hecho de que fuese interrumpido mientras asesinaba a la
señora Stride y no pudiese extirparle ningún órgano le causó una profunda frustración, y
por eso buscó inmediatamente otra víctima.
–Esa tesis sería razonable si, efectivamente, nos enfrentáramos a un loco o, como
usted ha dicho, un ser totalmente depravado, pero ya sabe que, al menos de momento,
hemos desechado esa posibilidad –dijo el comisario–. Por lo menos como motivo principal
de sus acciones, ya que está claro que para hacer algo así hay que ser un auténtico
depravado, en eso estamos totalmente de acuerdo. Pero bueno, dejémonos de divagaciones.
Como usted verá nuestro querido inspector Abberline ha cerrado su libreta. Ya sabe usted
tanto como nosotros, así que creo que podemos dar por acabada esta agradable reunión.
Salvo que desee añadir algo más –sonrió al decir esto último.
–No, creo que ya he dicho todo lo que tenía que decir.
–No sé por qué, pero tengo la sensación de que nos está ocultando algo –volvió a
sonreír el comisario.
Anderson había acertado. Había una cosa que me inquietaba desde el principio, pero
era tan poco consistente… Se trataba de dos de los apodos que utilizaba Catherine
Eddowes: Kate Kelly y Mary Ann Kelly. No es que de repente me hubiese convertido en un
especialista en onomástica gaélica, pero tenía entendido que Kelly era un apellido irlandés.
Seguramente ese dato no tenía la menor importancia, pero para encontrarme en Inglaterra
me daba la impresión de que estaba rodeado de irlandeses. O’Malley y O’Bannion eran
irlandeses, al igual que el padre FitzGerald. Los Kingsfields, aunque el padre hubiese
renegado de sus orígenes, también eran irlandeses y el propio comisario Anderson había
nacido en Irlanda y alcanzado fama y honores, además de su actual posición en Scotland
Yard, por su lucha contra los revolucionarios de la Hermandad Republicana Irlandesa.
Hasta Constance Gore-Booth, a pesar de pertenecer a una aristocrática y tradicional familia
británica, había nacido en el país celta y simpatizaba con los fenianos. Quizás todo fueran
casualidades, simples casualidades, pero en mi humilde opinión eran casualidades
excesivas. Aun así, por prudencia, preferí no exponer una idea que parecía muy cogida por
los pelos. Por prudencia y porque, en vista de que en esa habitación todos mantenían
secretos, opté por mantener yo también alguno, y así se lo dije al comisario y al resto de los
presentes.
Cuando escuchó esto último Anderson se limitó a sonreír de nuevo, antes de dar,
esta vez sí, por acabada la reunión y despedirse de nosotros muy educadamente.
21

Volvimos a “Kingsfield Manor” con un nuevo pasajero en el carruaje. Al parecer a


Charles le habían levantado su inexistente destierro y decidió acompañarnos cuando
abandonamos la consulta del doctor Richardson. Se le veía incómodo en nuestra presencia,
como si temiera habernos fallado o, aún peor, traicionado, y durante gran parte del trayecto
fue imposible sacarlo de su mutismo. No se parecía en nada al joven simpático y
dicharachero que había acudido a recibirme a mi llegada a Inglaterra. Y parecía que toda la
confianza que siempre había tenido en sí mismo se había disipado.
–Supongo, Sabino, que le he decepcionado. Y sin embargo puedo jurarle, por lo más
sagrado, que he actuado del modo que he creído mejor. No sólo para descubrir a las
personas que están detrás del asesinato de las prostitutas, sino para protegerle a usted y a mi
familia.
–¿De qué necesitamos ser protegidos exactamente, Charles? –le preguntó su
hermana.
Charles no contestó. Se limitó a mirarla con tristeza, hasta que Elizabeth no pudo
aguantar su mirada y volvió su cara hacia un costado del carruaje.
–No tiene por qué disculparse, Charles –decidí intervenir, para de ese modo aliviar
la tensión que había dentro del carruaje–. Estoy convencido de que todo lo que ha hecho,
acertada o erróneamente, lo ha hecho de buena fe y guiado por unos loables propósitos.
Pero también estoy convencido, y discúlpeme si hablo de lo que no debo, de que Anderson
y usted ya saben qué es lo que se esconde detrás de esos asesinatos. ¿Me equivoco?
–No, no se equivoca –admitió Charles, en un tono muy bajo, como si le costara
pronunciar la más simple palabra.
–Entonces, ¿por qué no lo paráis? ¿Por qué no le dais fin? –preguntó nuevamente,
en tono rabioso, Elizabeth.
–No es tan fácil, hermana –contestó Charles, aunque me dio la impresión de que
más que para Elizabeth y para mí hablaba para sí mismo–. No, no es tan fácil. Ya os dije en
una ocasión que el esclarecimiento del tema, si no actuamos con suma prudencia, puede
acarrear graves consecuencias. Hay personas muy importantes implicadas y podría
generarse un escándalo de los que pueden hacer temblar a todo un país, no, a todo un país
no, a todo un Imperio.
–¿Desde cuándo te preocupan tanto los escándalos, Charles? Sobre todo, si afectan
al país y al Imperio –volvió a hablar en tono airado Elizabeth–. ¿Y, de todos modos, acaso
vais a permitir, para que no se produzca ese escándalo, que mueran más mujeres?
Charles se puso lívido al escuchar esa acusación de boca de su hermana. Boqueó
ostensiblemente, como si las palabras que quería pronunciar se negasen a salir de su boca,
pero finalmente no dijo nada. Quise intervenir en ayuda de mi amigo, pero la propia
Elizabeth me cortó.
–Lo siento, Sabino –me dijo–. Sé que sus intenciones son buenas, pero creo que ha
llegado el momento de que mi hermano se sincere con nosotros.
–Es lo que más deseo en el mundo –habló finalmente Charles, que había empezado
a sudar copiosamente–, pero no puedo hacerlo, ya os lo he dicho. He dado mi palabra y la
mantendré. Pero os aseguro que no la voy a mantener tan sólo por cabezonería, sino porque
creo que estoy haciendo lo más correcto.
–Nuestra mayor obsesión –prosiguió tras una breve pausa– es que no se produzcan
más víctimas mortales. Ya sé que no lo hemos conseguido, pero trabajamos para ello. Eso
es lo único que puedo deciros por el momento. No os pido que estéis de acuerdo conmigo,
ni que aprobéis lo que estamos haciendo Anderson y yo, pero sí que tengáis paciencia y que
admitáis que todo lo que estamos haciendo es porque creemos que es lo correcto. Y no sólo
eso, sino que es lo único que podemos hacer en estas circunstancias.
Habíamos llegado ya prácticamente a “Kingsfield Manor”, por lo que dejamos de
hablar, cada uno concentrado en sus propios pensamientos. La llegada del señorito
Kingsfield, al que esperaban todos los miembros de la servidumbre, fue saludada con
alegría y regocijo por quienes no estaban, lógicamente, al tanto de lo sucedido. Incluso el
siempre adusto y comedido lord Kingsfield le estrechó la mano –jamás les vi besarse o
abrazarse– y le hizo sentarse a su derecha en la mesa, cuando nos llamaron a comer, como
si su exilio hubiese sido tan sólo un paréntesis que ya estaba cerrado. El resto del día lo
ocuparon discutiendo los problemas que Charles había encontrado en Glasgow, por lo que
se veía no había descuidado ningún detalle con tal de que su padre se convenciera de que,
efectivamente, había pasado esos días en Escocia, y para cuando cayó la noche estaba tan
exhausto que se disculpó con nosotros aduciendo que no tenía ganas de cenar y que se iba a
acostar sin sentarse a la mesa, para lo que obtuvo el permiso de su padre.
Cuando coincidimos la mañana siguiente, a la hora del desayuno, pude comprobar
por su aspecto que el descanso nocturno había surtido en él efectos balsámicos, todo lo
contrario de mi caso, ya que no pude conciliar el sueño, como lo atestiguaban las
ostensibles ojeras que podían observarse bajo mis párpados. Eludí contestar a los
comentarios que hizo a ese respecto lord Kingsfield aludiendo a que de vez en cuando me
atacaba el insomnio y me solía despertar con unas ojeras parecidas o aún mayores. Como el
patriarca de la familia era un hombre reservado y poco dado a los chismorreos ahí se paró,
afortunadamente para mí, la conversación.
Esa mañana Charles, que supuestamente acababa de regresar de Glasgow, le pidió a
su padre que nos diera el día libre y, pese a que su lema era “trabajar, seguir trabajando y
cuando acabemos el trabajo volver a trabajar”, o al menos eso solía decir cómicamente su
hijo, accedió a sus ruegos, por lo que poco después, ya más distendidos y olvidada la
conversación del día anterior, nos animamos a dar un paseo, en compañía de Elizabeth y
Constance, por las calles de Londres. Un chicuelo pecoso, tocado con una gorra que
seguramente había pertenecido a un hermano mayor y vestido con unos pantalones que ya
le habrían quedado prietos haría unos cinco años, estaba voceando la prensa. Charles sacó
una moneda y le compró un ejemplar de un periódico llamado Daily Telegraph, algo así
como “Telégrafo Diario” en español. Mi amigo lo ojeó, cada vez más sonriente, y sin
perder su sonrisa lo releyó varias veces. Luego, tras guardarse el periódico, nos anunció
solemnemente:
–Vaya, parece que estamos de enhorabuena. Han detenido a Jack el Destripador y
sus cómplices.
Como usted bien puede comprender, padre, nos quedamos atónitos. No sólo por la
noticia que mi amigo acababa de darnos, sino por el tono en el que nos la había transmitido.
Las preguntas, los cómo, cuándo, por qué, quiénes, qué ha ocurrido, etcétera, etcétera,
etcétera, se sucedieron en nuestras bocas, sin darle tiempo a contestarlas. Por fin, cuando
todos estuvimos callados, Charles nos dijo que, al parecer, había sido un reportero del
propio periódico quien había desenmascarado al culpable.
–Del mismo modo que nosotros nos embarcamos en una investigación para
desenmascarar a los responsables de tan execrables crímenes, muchos periodistas
londinenses han intentado hacer lo mismo. No por un acrisolado afán de justicia, me temo,
sino porque eso es un buen negocio para sus periódicos e, indirectamente, para ellos
mismos. Durante estas últimas semanas Whitechapel ha debido de estar más llena de
periodistas que de prostitutas y maleantes, lo que ya es decir. Y finalmente ha sido un
aguerrido reportero del Telegraph quien se ha llevado el gato al agua. Si lo tuviera delante
de mí me quitaría el sombrero, en señal de reconocimiento.
–Entonces, Charles, ¿se han acabado los crímenes? –le preguntó, esperanzada, su
hermana–. ¿Ha sido neutralizada la conspiración de la que hablabais tú y el comisario
Anderson?
–Me temo que no, hermanita –le contestó Charles, sin perder la sonrisa–, me temo
que no.
–Pero, pero… –titubeó Elizabeth–, si el periódico dice que han sido detenidos…
–El periódico dice, el periódico dice –se rió ostensiblemente Charles de su
hermana–. ¿Y si el periódico dijera que Jesucristo ha regresado a la tierra a castigarnos por
nuestros pecados, lo creerías?
–Si viniera a castigarte a ti, por los tuyos, sí que me lo creería –contestó, primero
mostrando enfado y luego divertida, Elizabeth–. Pero hablando en serio, ¿tú crees que el
Daily Telegraph mentiría sobre un asunto tan grave, sólo por vender más ejemplares?
–No sabría qué contestarte, hermanita. En primera instancia no lo dudaría ni un
momento. Lo que los periódicos desean, por encima de todo, no es informar a los
ciudadanos, como hipócritamente suelen decir, sino vender cuantos más ejemplares mejor,
para tener más ganancias. Pero si la gente se entera de que les han engañado es posible,
aunque no seguro, que dejen de comprarlo y, en ese caso, sus mentiras se volverían en
contra de ellos. Por eso me inclino a pensar que, simplemente, alguien ha metido la pata al
dar esa noticia. De todos modos especular sobre ello es ridículo cuando podemos conocer,
de primera mano, lo que ha ocurrido.
Mientras decía eso último hizo un gesto a un carruaje que transitaba por la calle sin
pasajeros y lo mandó parar. Cuando subimos a él, y tras cerrar el precio del viaje, le dijo al
cochero que nos llevara hasta la sede central de Scotland Yard.
–¿También a las señoritas? –preguntó el conductor, un hombre mayor a quien, al
parecer, no debía de parecerle correcto que dos mujeres jóvenes presumiblemente
pertenecientes a la alta sociedad, como delataban su porte y sus vestimentas, tuvieran
contacto con la policía londinense.
–Si usted quiere que se apeen del coche –replicó Charles, impertérrito–, por mí no
hay inconveniente, pero tendrá que bajarlas por la fuerza, porque dudo mucho que ellas lo
hagan voluntariamente.
El viejo farfulló algo así como que la juventud estaba podrida por completo y que el
Imperio Británico tenía muy poco futuro si acababa en sus manos, pero nos acercó hasta el
lugar indicado sin poner mayores objeciones. O, al menos, sin expresarlas verbalmente. Y
mientras nos conducía, con más brusquedad de la que solía ser habitual en los conductores
de carruaje londinenses, por las empedradas calles, Charles aprovechó para hacernos un
resumen de lo que había leído en el Daily Telegraph.
–Como ya he dicho anteriormente, Sabino y yo no hemos sido los únicos detectives
aficionados que decidieron investigar los terribles crímenes de Whitechapel, sino que una
pléyade de aprendices de policía se han echado a las calles con el mismo objetivo. Entre
ellos muchos periodistas en busca de una buena historia que les proporcionara fama y
dinero.
–Al grano, Charles –le cortó, impaciente, su hermana.
–Vale, vale, era sólo una pequeña introducción para situar el relato –se defendió mi
amigo–. Uno de esos reporteros ávidos de fama y dinero de los que he hablado trabaja en el
Daily Telegraph y, al igual que otros muchos colegas, empezó a salir de noche por las calles
de Whitechapel con la esperanza de toparse con el asesino o, al menos, con algo que poder
imprimir en su periódico. Al parecer con excelentes resultados ya que la noche pasada le
sonrió la diosa Fortuna. Según sus propias palabras el periodista se encontraba situado junto
a una casa de mal aspecto, me imagino que con esa expresión se referiría a un burdel,
cuando vio pasar un coche cuya marcha le pareció sospechosa. Se escondió para que no le
vieran y pudo observar cómo del carruaje bajaban cuatro hombres que acarreaban un bulto
voluminoso que, por sus formas, bien podría tratarse del cadáver de una persona. Con gran
peligro de su vida, siempre según su propio relato, se armó de valor acercándose lo más
posible al bulto que, como se había maliciado, se correspondía con el cuerpo de una mujer
muerta.
–Inmediatamente el reportero hizo sonar fuertemente un silbato que llevaba por
precaución y enseguida acudieron unos cuantos agentes de policía que redujeron a los
cuatro hombres y los llevaron detenidos a los calabozos. Uno de los detenidos, según se
recoge en el periódico, es un médico que, según confesó a la policía, había iniciado una
cruzada cuyo objetivo sería disminuir la población del planeta, para lo cual consideraba
necesario esterilizar a las mujeres en edad de concebir, de ahí que extrajera los úteros de sus
víctimas, para poder estudiarlos. De esa manera, al no traer más criaturas al mundo, se
acabaría con la miseria y los pobladores que quedaran en la Tierra vivirían felices y
contentos.
–Ese hombre tiene que estar loco –comentó Constance, con el asentimiento de
Elizabeth. A mí, en cambio, era otra cosa la que me preocupaba.
–Entonces, Charles, ese hombre, ese médico, ha confesado, ¿no? ¿Por qué iba a
acusarse de unos crímenes tan horribles si no fuera de verdad el culpable?
–Quizás porque, como han dicho Constance y mi hermana, esté completamente
loco. O tal vez porque, como Eróstrato, el hombre que quemó el templo de Diana, en Éfeso,
considera que es su única manera de pasar a la posteridad y se recuerde su nombre, al no
ostentar ningún mérito más para ello. ¡Quién sabe! La mente humana sigue siendo el mayor
de los misterios de la Creación.
–No lo sé, no estoy seguro. Posiblemente tendría razón, Charles, si se tratara de un
hombre aislado. Pero los detenidos son cuatro. No me encaja con la teoría de un loco, pese
a esa absurda idea de esterilizar a las mujeres para que disminuya la población de la Tierra.
–Bueno –respondió, condescendiente, Charles–, si lo piensa más detenidamente,
esas otras tres personas podrían ser delincuentes pagados por el doctor a los que no les
importaría nada la cordura o locura de su patrón siempre que éste aflojara la bolsa. Pero
quizás lo mejor sea que dejemos de imaginarnos cosas extrañas ya que confío en conseguir
dentro de poco las respuestas que buscamos.
Segundos después de que mi amigo dijera eso el carruaje paró enfrente del edificio
que proporcionaba cobijo a Scotland Yard. Un policía que se encontraba custodiando la
entrada nos dio el alto y nos indicó que estaba prohibido el paso. Tampoco nos permitió
entrar cuando Charles le dijo que queríamos entrevistarnos con el inspector Abberline, pero
se le demudó el rostro cuando mi amigo sacó un papel, del que no pude apreciar el
contenido, pero sí una firma y un sello, y se lo mostró. No sólo nos dejó pasar sino que se
deshizo en disculpas y reverencias.
–Es lo bueno de tener amigos influyentes –respondió Charles a la tácita pregunta
que le hice con la mirada–. Sobre todo amigos con mando en el propio Scotland Yard –
añadió, en una referencia velada al comisario Anderson.
Seguíamos sin gustarle un ápice a Abberline, según me di cuenta nada más entrar en
su despacho, pero por su parte él continuaba siendo un policía disciplinado y, si su superior
jerárquico le había indicado que tenía que proporcionarnos toda la información que le
solicitáramos, él cumpliría con las órdenes recibidas. Aunque tuviera un aspecto similar al
que seguramente mostró Abraham cuando no le quedó más remedio que acatar el mandato
divino de que sacrificara a su hijo Isaac.
Charles no se perdió en preámbulos y le preguntó directamente qué era eso de que
había sido detenido el asesino de prostitutas.
–Cosas de la prensa –se encogió de hombros Abberline–. Estoy seguro de que
ustedes ya saben que, por desgracia, los auténticos criminales andan sueltos.
–Lo sé –contestó agriamente mi amigo, como si quisiera demostrar que la falta de
afecto y simpatía entre Abberline y él era mutua–, pero lo que me gustaría conocer es,
precisamente, lo que no hemos podido leer en el Daily Telegraph.
–Pues no hay mucho más, señor Kingsfield. Si ha leído el periódico ya sabe que, a
instancias de uno de sus reporteros, unos agentes detuvieron a cuatro personas mientras
acarreaban el cadáver de una mujer. Inmediatamente fueron traídos a los calabozos y se les
interrogó sin perder ni un segundo. Por eso mismo estamos seguros de que no tienen nada
que ver con los asesinatos de Whitechapel.
A Abberline se le notaba incómodo, muy incómodo, y no parecía deberse a nuestra
presencia, con la que había lidiado en anteriores ocasiones. Charles no pasó por alto ese
detalle, y pese al carácter reservado que se atribuye a los británicos, no dudó en preguntarle
a qué se debía su nerviosismo.
–Sabe, señor Kingsfield, que no he aprobado en ningún momento que usted y su
amigo extranjero interfirieran en una investigación que es de exclusiva competencia
policial, pero el comisario-asistente Robert Anderson me ordenó que les ayudara y confiara
en ustedes como si fueran él mismo y así lo he hecho. ¿Pueden darme su palabra de que lo
que les diga no va a llegar a oídos extraños?
Tanto Charles como yo le dimos solemnemente nuestra palabra. En cambio no
solicitó lo mismo de Elizabeth y Constance, se ve que el inspector pertenecía a esa clase de
personas que no otorgan la menor importancia a lo que pueda decir una mujer.
–De acuerdo, señores. Confío en ustedes. El motivo de mi desazón, no sólo de la
mía sino de toda Scotland Yard, se debe a que uno de los detenidos, Edward Rackett, es
agente de policía –al comprobar nuestras caras de asombro hizo una pausa breve, antes de
seguir hablando–. No es que nos haya sorprendido, ya andábamos detrás de él porque
sospechábamos que no era trigo limpio, pero si la opinión pública le relacionara con los
crímenes de Jack el Destripador, aunque no tenga nada que ver con ellos, el prestigio de
Scotland Yard sufriría un duro golpe. Aunque, por otra parte, precisamente por estar
implicado en el acarreo del cadáver con el que fue encontrado, podemos estar seguros de
que no tiene nada que ver con esos crímenes.
–¿No ha habido, por tanto, una quinta víctima?
–No, señor Kingsfield –contestó Abberline más sereno–. En realidad la mujer
llevaba muerta varios días y, por lo que nos han dicho los médicos, falleció de muerte
natural.
–¿Resurreccionistas? –preguntó escuetamente Charles.
–En efecto, señor Kingsfield, resurreccionistas. No sé si su amigo sabe qué son los
resurreccionistas –cuando le dije que sí, que lo sabía, continuó hablando–. Aunque
creíamos que habían pasado a la historia hacía ya varios años, en la actualidad, y debido a
la creación de una nueva escuela de Anatomía en Cambridge, como posiblemente ya saben,
se han convertido en una auténtica plaga. Y no sólo eso sino que además tienen la
desfachatez de decir que realizan una buena acción, ya que gracias a su trabajo los médicos
pueden diseccionar e investigar los cuerpos que les proporcionan y así estar mejor
preparados para combatir las enfermedades. No sé si eso será verdad o no, pero creo que
profanar el sagrado descanso de los muertos contradice directamente las leyes de Dios y de
los hombres.
–Hablando de médicos, creo que uno de los detenidos lo es.
–Así es, veo que está bien informado. Se trata del doctor Jack Robinson. Es uno de
los médicos de los que sospechábamos que solía tener tratos con los resurreccionistas, pero
hasta el momento no habíamos podido probar nada a ese respecto.
–Sin embargo –insistió mi amigo–, se ha declarado autor de los crímenes de
Whitechapel. Eso no tiene ningún sentido, porque el castigo por matar a unas mujeres,
aunque fuesen prostitutas, es más gravoso que el que podrían infligirle por comerciar con
cadáveres.
–No soy abogado, Dios no lo permita –exclamó Abberline–, pero supongo que si se
hace el loco, y teniendo en cuenta su profesión y su posición social, los magistrados serían
benévolos e incluso podrían olvidarse de sus tratos con los resurreccionistas. Además, como
médico, sabría perfectamente que en cuanto un forense diseccionara el cadáver dictaminaría
que había fallecido por causas naturales, con lo que no podría acusársele de asesinato.
Seguramente se trata de eso. Tal vez Robinson no sea un loco, sino todo lo contrario, un
tipo muy listo.
Como ya nos había dicho todo lo que podía interesarnos, nos despedimos
educadamente del inspector y volvimos a la calle. La famosa niebla londinense se estaba
desarrollando ante nuestros ojos, lentamente, pero por si acaso Charles mandó parar un
coche que circulaba sin pasajeros cerca de donde estábamos nosotros. Cuando le dijo al
cochero que nos llevara de vuelta a “Kingsfield Manor”, pensé que por aquel día ya se
habían acabado nuestras aventuras, pero me llevé una gran sorpresa cuando después de
llegar a nuestro destino, y tras bajarse del coche Constance y Elizabeth, me guiñó un ojo y
me dijo que parecía que se imponía una visita a Fleet Street. Las protestas de su hermana y
de su amiga, que al escuchar eso dijeron que deseaban acompañarnos, no conmovieron a
Charles, que se mantuvo inflexible aduciendo que si las llevábamos con nosotros no íbamos
a ser bien recibidos. No estoy seguro de que eso fuera totalmente cierto, pero el hecho fue
que continuamos nuestro camino sin su compañía, lo que lamenté profundamente, aunque
por motivos que no tenían nada que ver con nuestra investigación.
Fleet Street, padre, es la calle de Londres en la que se ubican todos los periódicos
que se publican en la ciudad, aunque yo no lo sabía por aquel entonces. Por eso, cuando
Charles dijo que teníamos que ir a esa calle, que no se encontraba muy lejos de la
residencia de los Kingsfield, al principio no entendí qué era lo que deseaba hacer, pero
pronto salí de mi ignorancia cuando nos acercamos a la redacción del Daily Telegraph, en
busca del valiente periodista que había desenmascarado a Jack el Destripador.
El portero del edificio, que por su aspecto y sus modales daba la impresión de que
era el mismísimo lord Mayor del Almirantazgo, se negó rotundamente a dejarnos pasar a la
redacción, pero o no tenía nada que ver con el Ministerio de Marina británico o éste pagaba
muy mal a sus funcionarios, porque unas cuantas monedas que pasaron del bolsillo de
Charles al suyo obraron el milagro de abrirnos las puertas del Telegraph. Nunca había
estado en el interior de un periódico y debo decir que la actividad que allí se desplegaba me
fascinó. Supongo que, además de la necesidad de hacer propaganda de mis ideas
patrióticas, eso contribuyó a que años después fundara varias publicaciones.
Desgraciadamente, entre los periodistas que se afanaban en componer el diario no se
encontraba el hombre que dio el aviso a la policía, pero uno de sus compañeros nos dijo que
seguramente le encontraríamos en el “Bower and Co.”, un establecimiento de bebidas de la
misma calle.
–Ya saben –añadió, sin disimular la risa–, no hay nada mejor que beber para olvidar.
No nos costó mucho adivinar quién era el autor del reportaje. Se trataba del único
hombre que estaba bebiendo solo. Tenía en su mano una cerveza, lo que en Inglaterra
llaman una pinta, y en su rostro se adivinaba una profunda tristeza y autocompasión.
Charles se presentó, lo que suscitó el interés del periodista.
–¿Charles Kingsfield? ¿El hijo de lord Kingsfield? –le preguntó.
–En efecto. Lord Kingsfield es mi padre –contestó risueño mi amigo.
–¿Y qué puede querer de mí el primogénito de un ilustre miembro de la Cámara de
los Lores? –había más amargura que interés en su pregunta.
–Hablar acerca de la detención de Jack el Destripador y sus secuaces –le dijo mi
amigo.
–¿Ustedes también? –nos dio la espalda, acercándose de nuevo al mostrador,
mostrando su jarra vacía para que se la llenaran–. Pensaba que los retoños de nuestra clase
dirigente tenían cosas mejores que hacer que burlarse de un honrado periodista.
–No nos estamos burlando de usted. Créame –contestó mi amigo–. Simplemente no
sabíamos cuál era el mejor modo de abordarle. Mire, permítanos invitarle a una pinta
mientras charlamos tranquilamente.
El periodista aceptó nuestra oferta. Total, como nos dijo, la cosa ya no tenía
excesiva importancia. Y si por lo menos conseguía a cambio bebida gratis…
–En ningún momento he intentado engañar a nadie –nos explicó, tras dar un buen
trago a la cerveza que acababan de servirle–. Yo no dije en ningún momento que el doctor
Robinson fuera Jack el Destripador, eso lo dijo él mismo. ¿Cómo iba a pensar nadie, en su
buen juicio, que una persona pueda acusarse a sí mismo de unos crímenes tan atroces sin
haberlos cometido? Menos mal que el propietario del periódico, que es pariente lejano de
mi prometida, lo ha entendido así, aunque la rechifla entre mis colegas ha sido
considerable. ¡Pandilla de cabrones!
Dio otro sorbo a su cerveza, acabándola por completo, momento que aprovechó mi
amigo para pedir que le rellenaran nuevamente la jarra, y durante unos segundos se quedó
ensimismado, como si pensara en las vueltas que da la vida. Un día eres el periodista más
prestigioso de la nación y al siguiente el objeto de las burlas de tus compañeros de
redacción. Tanto Charles como yo optamos por respetar su silencio, convencidos, como
estábamos, de que iba a volver a hablar sin que nosotros se lo pidiéramos.
–¿Saben qué es lo más curioso de todo? Que antes de que aparecieran esos cuatro
hombres, acarreando el cadáver de una mujer, yo sí estaba convencido de que iba a dar caza
a Jack el Destripador.
–¿Sí? ¿De verdad? –fingió extrañeza mi amigo. O quizás no fingía, a esas alturas yo
ya no sabía a qué atenerme–. ¿Cómo estaba tan seguro?
–En realidad, seguro, seguro no es que estuviera, pero la información que me
proporcionaron me pareció muy creíble. No al principio, uno no puede fiarse de todo lo que
le dicen, pero cuando vi aparecer a esos cuatro hombres en el mismo lugar que me había
chivado mi informante y comprobé que lo que llevaban entre manos era el cadáver de una
mujer, creí a pies juntillas que me había dicho la verdad.
–Si no he entendido mal, su informante le dijo que quienes iban a aparecer eran el
Destripador o sus secuaces.
–En efecto –contestó el periodista, acabándose de un trago lo que le quedaba de
cerveza y pidiéndose otra, que cargó a la cuenta de mi amigo–, eso es lo que me dijo.
Obviamente no le creí, pero pensé que por probar no iba a perder nada, así que acudí al
punto que me había indicado. Y cuando vi lo que ocurría admito que me entusiasmé,
pensando que por fin había conseguido la gran noticia. Pero como ya les he dicho, no me
inventé que el doctor Robinson fuera Jack el Destripador. Fue él mismo quien confesó ser
ese asesino, por eso lo publicamos. En realidad, como ven, no ha sido culpa mía si
finalmente la noticia ha resultado ser falsa.
–Le creemos, puede tener la absoluta seguridad de que le creemos. Me temo que
usted ha sido la víctima de un engaño.
–Así es, señores, así es –nos contestó el periodista, poniendo cara de mártir
conducido a la hoguera.
–Y sin embargo, su informante sabía que alguien iba a aparecer en el lugar indicado.
Alguien cuya actitud haría que usted creyera que, efectivamente, se encontraba ante Jack el
Destripador. Curioso, ¿no cree?
–Sí, eso parece –admitió el periodista del Telegraph, tras meditar durante un buen
rato, o aparentar que meditaba, sobre lo que acababa de escuchar. Por lo visto el constante
trasiego de cerveza estaba afectando su capacidad de pensamiento–. Supongo que se
equivocó al darme la información. Seguramente pensaba que se trataba del Destripador
cuando tan sólo eran unos vulgares resurreccionistas.
–De todos modos, como le he dicho antes –insistió mi amigo–, no deja de ser raro
que su contacto pensara que esa noche, delante de sus propias narices, y perdóneme el
vulgarismo, iba a aparecer el temido Jack el Destripador, uno de los hombres más odiados
en estos momentos en Londres. ¿Qué digo en Londres?, en toda Inglaterra. ¿No hubiese
sido más lógico que, de creer que eso iba a ocurrir, se ocupara él del asunto? Imagínese la
gloria y fama que le hubiese proporcionado.
–Sí, seguro –contestó amargamente el periodista–, ya ven la fama y la gloria que me
ha producido a mí.
–Lo sabemos y créanos cuando le decimos que simpatizamos con usted –contestó
mi amigo, mientras hizo un gesto al tabernero para que le sirviera una nueva jarra de
cerveza al reportero–, pero el hecho incontrovertible es que si esa información hubiese sido
del todo fiable, lo lógico es que quien se la proporcionó la hubiese usado en su propio
beneficio, y no en el de una tercera persona.
El periodista del Telegraph pareció meditar sobre lo que acababa de decir Charles
mientas estrenaba su nueva jarra, antes de decirnos que bien mirado tampoco parecía tan
raro.
–En muchos casos –añadió–, nuestros informantes prefieren no aparecer en escena,
bien por discreción o para no meterse en líos.
–Sí, parece razonable –admitió mi amigo–. Pero me gustaría saber, si tiene a bien
decírnoslo, una cosa. ¿Esa fuente era del todo fiable?
–¿A qué se refiere? –preguntó, desconfiado, el periodista.
–Bueno, yo no soy del oficio –admitió sonriente Charles–, pero tengo algunos
amigos que sí lo son –soltó una retahíla de nombres, para mí desconocidos, pero que
parecieron impresionar al hombre del Telegraph– y, por lo general, no suelen fiarse de
cualquiera que les ofrezca una información importante si no viene ésta avalada por algún
tipo de prueba fiable.
El periodista pareció enfurruñarse al escuchar lo que acababa de decir Charles, pero
una nueva pinta de cerveza pareció disipar por completo su enfado. Yo estaba temiendo que
en cualquier momento se cayera al suelo a consecuencia del exceso de alcohol que estaba
trasegando, pero se notaba que, o bien era un hombre con un hígado más fuerte de lo
habitual, o bien estaba acostumbrado a beber a ese ritmo sin que ello le supusiera el menor
contratiempo. Fuera lo que fuese volvió a sonreír, eso sí, tras dar el primer trago a su nueva
pinta, y admitió que lo que le estaba comentando mi amigo parecía razonable.
–Ése suele ser también mi sistema de trabajo –añadió–, pero no siempre es posible
contrastar las informaciones recibidas. Y en el caso que nos ocupa, ¿qué podía perder si
hacía caso a mi informante? ¿Pasar una noche en vela sin obtener ningún resultado
positivo? No habría sido la primera vez que me ocurriera algo parecido. Y seguramente no
será la última –añadió melancólico.
–¿Conocía de antemano a ese informante? –volvió a preguntarle Charles.
–No, nunca había tratado con él –respondió el periodista–. Pero como ya les he
dicho, tratándose de un asunto de tanto interés como el de Jack el Destripador, cualquiera
de los aquí presentes –señaló vagamente al resto de los clientes del “Bower and Co.”, cuya
mayoría debía de ser, precisamente, periodistas– vendería su alma al diablo por conseguir
una información, cualquier información por nimia que fuese, sobre ese asunto. Y, como
acabo de decirles, no tenía nada que perder si hacía caso a mi informante. O eso era lo que
pensaba, porque me he convertido en el hazmerreír de mis compañeros.
–En realidad no ha sido para tanto –terció compasivamente mi amigo–. Si el propio
doctor Robinson dijo, en un primer momento, que era Jack el Destripador, a usted no le
quedaba más remedio que hacerse cargo de la noticia. Si finalmente resultó que Robinson,
por el motivo que fuere, mintió, eso no es achacable a usted y, cuando se calmen las cosas,
todo el mundo, colegas y editores, lo entenderá así.
–Es cierto –se iluminó el rostro del periodista–. ¡Brindemos por eso!
Charles, que por el momento no había acabado su primera pinta, y el hombre del
Telegraph estrecharon sus copas. Por mi parte también me sumé al brindis, aunque en mi
caso la jarra seguía intacta, tan llena de cerveza como cuando me la sirvieron.
–Una cosa que me intriga –aprovechó mi amigo ese momento de euforia para
continuar su interrogatorio– es cómo y por qué se puso en contacto con usted su
informante.
–El cómo es fácil de explicar –contestó el periodista–. Fue aquí mismo, en el
“Bower and Co”. Al parecer no conocía en persona a ningún periodista, pero sabía que esta
taberna es un lugar típico de reunión de quienes nos dedicamos a este oficio. Supongo que
eso explicaría también el por qué. Como no conocía a nadie en persona se acercó a mí,
seguramente porque en esos momentos estaba bebiendo solo, en lugar de con algunos de
mis colegas, y me preguntó si trabajaba en un periódico importante. Cuando le dije que sí,
me invitó a una pinta y me dio el chivatazo. Vamos, que me tocó a mí como le podía haber
tocado a cualquier otro. ¡Maldita suerte la mía! –finalizó con gesto amargo.
–¿Recuerda alguna característica especial de su informante? –volvió a preguntarle
Charles.
El reportero miró ceñudo a mi amigo, incluso desafiante, antes de decirle que un
buen periodista nunca revela a nadie sus fuentes.
–Estoy totalmente de acuerdo con usted –admitió mi amigo, con una sonrisa en los
labios–, pero me da la impresión de que esa fuente, como usted la llama, no era muy fiable.
Incluso creo que le engañó conscientemente, haciéndole quedar en ridículo ante los lectores
y sus compañeros de profesión. Un tipo así no me parece que sea acreedor de ningún tipo
de lealtad.
El periodista pareció reflexionar sobre lo que acababa de decirle Charles antes de
admitir que tenía razón.
–Lo que usted dice es tan certero como la Biblia –acabó respondiendo, tras
finalizarse también su última pinta–. A una persona que te engaña no se le debe ningún tipo
de lealtad, así que estoy dispuesto a contestarle. Y esta vez –añadió con aspecto pícaro–, no
hace falta que me invite a otra cerveza. Creo que empiezo a tener el buche lleno y si sigo
bebiendo no podré serle de utilidad. Así que pregúnteme todo lo que quiera, que si puedo
responderle lo haré de buen grado. ¿Qué es exactamente lo que desea saber sobre el hombre
que me engañó?
–Todo.
–¿Todo?
–Sí, todo lo que pueda contarme acerca de él. Aspecto físico, edad, apariencia,
acento, si tenía alguna marca visible de algún tipo en el cuerpo. En fin, ese tipo de cosas.
Me imagino que usted, como periodista veterano que es, estará acostumbrado a fijarse en
ese tipo de detalles.
–Así es, en efecto. Aunque no es mucho lo que puedo decirle. No tenía ninguna
característica especial. Era rubio y de ojos grises, pero como muchos londinenses. En este
local, si se fijan bien, hay unos cuantos clientes con ese mismo aspecto. De estatura podría
decirse que era algo más alto que la media, aunque no se le podría calificar como gigante,
ni siquiera como alguien exageradamente alto. Eso sí, tal vez era demasiado delgado para
su estatura, sin llegar a ser enjuto. Quizás lo más curioso en él fuera su acento.
–¿Por qué? ¿Tenía algún acento especial? ¿Era tal vez extranjero o de alguna zona
concreta del Imperio?
–No, no –rechazó el periodista, divertido, las hipótesis de mi amigo–. Era inglés,
totalmente inglés. Sólo que su acento era fingidamente cockney.
–¿Fingidamente cockney?
–Si, eso he dicho. Me refiero a que su acento era el típico de los habitantes del East
End, pero a mí no se me engaña tan fácilmente. Llevo muchos años pateándome esta ciudad
de cabo a rabo como para no darme cuenta de que ése no era su acento natural. Además los
acentos pueden fingirse, y él no lo hacía nada mal, las cosas como son, pero el lenguaje no,
y el suyo era demasiado culto como para salir de la boca de unos patanes como los
cockneys.
Durante unos segundos se quedó en silencio, como si estuviera pensando en lo que
acababa de decirnos. Charles, prudentemente, en lugar de hacerle una nueva pregunta
esperó a que el periodista volviera a hablar, como así hizo.
–Es curioso lo que me ha preguntado antes, acerca de si el hombre era extranjero.
Como ya le he dicho, era totalmente inglés, estoy dispuesto a comerme mi sombrero si me
equivoco; sin embargo el nombre con el que se identificó no tenía nada de inglés. Aunque
es una cosa a la que en ese momento no le di la menor importancia, ya que no es nada raro
que nuestros informantes oculten su verdadera identidad.
–¿Y cuál era ese nombre tan poco inglés? –preguntó, intentando aparentar
indiferencia, mi amigo.
–Pues no lo recuerdo bien, entiéndame, no tengo facilidad para los idiomas, pero
sonaba algo así como Sioban Arrein. Aunque, como le he dicho, no estoy seguro. Pero
bueno, algo parecido a eso.
Charles me miró socarrón antes de hacer su siguiente pregunta.
–¿No podría ser, quizás, Sabino Arana el nombre que le dio? –lo pronunció a su
modo inglés, no como suena en nuestro idioma, pero estaba claro que acababa de
pronunciar mi nombre.
–Sí, eso –confirmó entusiasmado el periodista–. Ése es el nombre que me dio,
Sabian, Sabion, bueno, el nombre que usted acaba de pronunciar.
Charles no pudo evitar lanzar una sonora carcajada al oír la respuesta del periodista,
para desconcierto de éste. Yo también estaba desconcertado, aunque por un motivo muy
diferente. Alguien había usado mi nombre para engañar al periodista. No me hacía muy
feliz, pero, sobre todo, me parecía algo inquietante.
–No creo que tenga que preocuparse por eso, Sabino –me dijo mi amigo tras
abandonar la taberna–, pero no deja de ser curioso que aquel hombre diera su nombre. Eso
significa que nos conoce, que está muy cerca de nosotros –golpeó con su puño derecho la
palma de su mano izquierda–. Pero quien haya sido se ha pasado de listo al desafiarnos con
ese jueguecito. Sí, se ha pasado de listo. Creo que al comisario Anderson, cuando se lo
cuente en su refugio de Suiza –volvió a reírse del modo estridente que solía–, le va a
encantar. Sí, le va a encantar –volvió a sonreír, como si estuviera degustando con
anticipación ese momento.
–Me da la impresión de que usted sospecha de alguien –le dije.
–Así es, Sabino, así es. Y estoy convencido de que usted, que no es nada tonto,
también sospecha de la misma persona.
–Es posible. Creo que…
–No pronuncie ningún nombre –me cortó Charles–. Es mejor actuar con discreción
y no alimentar prejuicios, por si acaso. Pero creo que cada vez estamos más cerca de
destapar la conspiración que hay tras el asesinato de las mujeres de Whitechapel. Sí, cada
vez estamos más cerca. Extremadamente cerca, podríamos decir, sin miedo a equivocarnos.
El tono que utilizó mi amigo al pronunciar sus últimas palabras no fue de triunfo,
como podría haberse esperado, sino más bien sombrío. Como si en lugar de estar cerca de
llegar a puerto presintiera que se iba a enfrentar, que nos íbamos a enfrentar, a una auténtica
galerna en medio del mar, muy alejados de la costa y sin ningún navío cercano capaz de
acudir al rescate. Quizás por eso no se dio cuenta, o eso pensé en aquel momento, ya que
posteriormente, y tras reflexionar sobre lo ocurrido, he puesto en duda que bajara la guardia
y cometiera un error de tal calibre, de lo que estaba diciendo y comentó, como para sí
mismo más que para mí, que alguien, efectivamente, se estaba pasando de listo.
–No sólo por usar su nombre, Sabino, sino porque creemos saber quién va a ser su
próxima víctima.
Le mentiría, padre, y no es éste un buen momento para pecar contra el octavo
mandamiento, si le dijera que esa revelación no me sorprendió. Como ya le he dicho en
varias ocasiones, era perfectamente consciente de que Charles me estaba ocultando
información y que sabía mucho más de lo que me decía, como por otra parte él mismo me
había confirmado, pero aquello me parecía, no sé cómo definirlo: ¿Excesivo?
¿Desmesurado? Que de repente me dijera así, con total naturalidad, como si no tuviera la
menor importancia, que creían, supongo que con ese plural se refería también al comisario
Anderson, saber quién iba a ser la próxima víctima me produjo una sensación que si la
califico de extraña e inquietante me quedo corto.
Lógicamente le pedí que me ampliara la información, pero con una sonrisa triste me
dijo que era tan sólo una sospecha y que por eso prefería no contarme nada.
–Ni siquiera tendría que habérselo dicho ahora –añadió–, pese a que confío
plenamente en usted, Sabino, y en su criterio. Pero hay cosas que es mejor que las
guardemos en nuestro interior hasta estar seguros de que lo que pensamos se ve confirmado
por la realidad.
No insistí porque noté a mi amigo desasosegado, como si por primera vez desde que
iniciáramos esta aventura pensara que le estaba superando, e incluso que quizás se
arrepentía de haberme arrastrado a ella. Seguramente había algo de esto último ya que tras
repetir por enésima vez que se enorgullecía de nuestra amistad y que me agradecía de todo
corazón la confianza que había tenido siempre en él y la ayuda que le había prestado, me
indicó que durante un tiempo quedaba rota nuestra sociedad.
–Me refiero, por supuesto, a la investigación sobre los crímenes atribuidos a Jack el
Destripador –sonrió al decirme esto, como si se avergonzara de utilizar el nombre que él
mismo se había inventado–, no a nuestra amistad, por supuesto. Espero que lo comprenda,
Sabino. O al menos, si no lo comprende, yo mismo admito que en su caso no lo
comprendería del todo, que no se lo tome a mal ni lo considere como una muestra de falta
de afecto o consideración a su persona. Pero en el estado en que se encuentra la
investigación lo único que conseguiríamos sería ponerle a usted en un peligro inmerecido e
innecesario. Y quién sabe si no pondríamos en peligro también la propia investigación.
Estuve a punto de protestar, ya que me había llegado a meter tanto en el caso que
me pareció una afrenta que de repente decidieran prescindir de mí, como si ya no me
necesitaran para nada. Además, el argumento que acababa de darme mi amigo no era nada
convincente. Desde el primer momento intuí que nuestra aventura era peligrosa, y Charles
era plenamente consciente de ello, por lo que sus palabras no eran más que una torpe
excusa para camuflar su decisión. Y en cuanto a sus alusiones a que yo, que siempre había
estado a su estela, pudiera poner en peligro la operación, tampoco tenían muchos visos de
constituir una excusa razonable. Pero más por la triste mirada que me dirigió mientras me
hablaba que por el propio contenido de sus palabras, le dije, con un nudo en la garganta y
haciendo de tripas corazón, que estuviera tranquilo, que lo entendía y no iba a oponerme a
su decisión.
–Se lo agradezco de nuevo, Sabino. Además –volvió a recuperar su sonrisa más
pícara, como si con mi actitud le hubiese quitado un fuerte peso de encima–, así tendrá más
tiempo para estar con mi hermana.
Seguí el consejo, entre irónico y bienintencionado de mi amigo, y durante los
siguientes días me dediqué exclusivamente a trabajar, con más ahínco si cabe que hasta
entonces, en los negocios del patriarca de los Kingsfield y a procurar pasar el mayor tiempo
posible junto a Elizabeth. Es cierto que en muy contadas ocasiones pudimos encontrarnos a
solas, ya que casi siempre la acompañaba una doncella de confianza, pero no me importaba,
lo consideraba algo normal. El simple hecho de que estuviera al alcance de mis ojos era
para mí más que suficiente. Incluso durante esos días casi me olvidé de que había un
asesino, o varios si las últimas sospechas del comisario Anderson y mi amigo eran ciertas,
que se dedicaban a matar y mutilar cruelmente a prostitutas en el barrio de Whitechapel, a
lo que contribuyó el que hubiese transcurrido poco más de un mes desde que se encontraron
sus dos últimas víctimas. Parecía como si el mundo hubiese encontrado, por fin, su
equilibrio y yo también hubiese hallado el mío, a la par que el propio mundo. Pero como
dice el refrán, la alegría dura muy poco tiempo en la casa de un pobre, y ese equilibrio
pronto se rompió. Y no en Whitechapel, precisamente, sino en el mismísimo “Kingsfield
Manor”.
La noche del 6 de noviembre, poco después de acostarme, cuando estaba ya sumido
en el más profundo de los sueños, me desperté de un modo brusco, al escuchar unas
sucesiones de gritos y golpes extraños.
Durante unos segundos no supe cómo reaccionar, pero finalmente me vestí
apresuradamente y, no sabiendo exactamente a qué se debían esos ruidos y golpes, cogí a
modo de arma un atizador de chimenea por si fuera necesario ayudar a mis anfitriones ante
alguna intromisión externa. Pertrechado de esa guisa me acerqué, sigilosamente, al
dormitorio del que procedía toda aquella alharaca, que resultó ser, para mi sorpresa, el de
lord Kingsfield, el padre de Charles y Elizabeth.
No sabiendo qué hacer, ya que todo podía deberse a causas justificadas y no deseaba
irrumpir en la intimidad de los aposentos de mi anfitrión, pregunté con voz quizás más
débil de la que requería el momento si ocurría algo y se necesitaba mi ayuda. En lugar de
contestarme, a los dos segundos se abrió la puerta y apareció, con el semblante totalmente
demudado, mi amigo Charles, al que acompañaba su hermana, cuya cara, ya de por sí
pálida, parecía haberse blanqueado hasta el extremo, como si se hubiera aplicado sobre ella
una capa de harina.
Por unos momentos me dio la impresión de que ninguno de los dos recordaba quién
era yo y qué hacía allí, en esa casa, pero pronto Charles recompuso el gesto y agradeciendo
mi ofrecimiento me dijo que no me preocupara, que estaba todo controlado, y me instó a
retirarme a la biblioteca, en el caso de que no deseara volverme a la cama, prometiendo
contarme lo que había ocurrido en cuanto tuviera ocasión. Así lo hice, aunque antes de que
volvieran a cerrar la puerta pude atisbar, de reojo, cómo el padre de los Kingsfield estaba
siendo reducido por dos hombres de gran fortaleza que le tenían maniatado.
Ese descubrimiento no hizo más que aumentar mi zozobra y durante unos minutos
sopesé si no sería mejor retirarme a mi habitación y hacer como si no hubiese ocurrido
nada. Pero sí había ocurrido. Además, los hermanos tenían que haberse percatado de que yo
había visto, aunque fuera fugazmente, lo que estaba pasando en el interior del dormitorio,
con lo que hacerme el distraído no me hubiese servido de nada. Como mucho, habría
parecido una señal de desconfianza hacia ellos. Y aunque no hubiese sido por Charles, en el
que, a pesar de mantener en secreto sus últimas andanzas, siempre había confiado, no podía
quedar delante de Elizabeth como una persona que a la menor contrariedad se esconde y
elude los problemas, sin afrontarlos cara a cara. Ése fue el motivo de que me dirigiera a la
biblioteca y les esperase intentando leer un libro, del que no pasé de la primera página, y no
porque estuviese escrito en alemán, ya que ni siquiera me había fijado en ese nimio detalle.
Tardaron más de media hora en acudir a mi encuentro, pero cumplieron su palabra.
Aún se les veía pálidos, incluso ojerosos, pero lucían mejor aspecto, como si lo peor ya
hubiera pasado. De todos modos se les notaba intranquilos, nerviosos, como si no supieran
de qué modo abordar el tema, por lo que me ofrecí a liberarles de su promesa de explicarme
lo que había ocurrido en el dormitorio paterno.
–No tienen por qué contarme nada, y menos si pertenece al más íntimo ámbito de su
familia –les dije, quizás de un modo rebuscado, pero que consideré el más pertinente.
–Creo, Sabino –me contestó dulcemente Elizabeth–, que ha quedado bien claro que
entre nosotros dos no va a haber más secretos.
–Y aunque por motivos diferentes a los de mi hermana –Charles intentó sonreír al
decir esto, pero le salió una grotesca muesca–, estoy completamente de acuerdo con ella.
–Ustedes dirán, entonces –les dije, aunque sinceramente se lo confieso, padre,
hubiese preferido que aceptaran mi oferta de no contarme nada.
–Verá, Sabino –Charles asumió ser el portavoz de los hermanos–, mi padre sufre de
lo que antaño se conocía como el mal francés, lo que en terminología médica se conoce
como sífilis.
Hizo una pausa, supongo que más porque buscaba en su interior cómo continuar que
porque esperara que yo hiciera algún comentario, lo que en ningún momento pasó por mi
cabeza. Pese a mi poca experiencia de la vida yo ya sabía lo que era la sífilis, una
enfermedad venérea, de esas que se contraen por yacer con quien no debes. Con prostitutas,
por ejemplo. No en vano últimamente nuestras vidas habían girado, aunque no por esos
motivos, alrededor del mundo de esas pobres desgraciadas,
–Aunque la sífilis no produce directamente trastornos mentales –volvió a tomar la
palabra, con un considerable esfuerzo, Charles–, de vez en cuando a nuestro padre le
vienen, no sé cómo decirlo, ciertos arrebatos, sí, ésa sería la palabra, que hacen que pierda
transitoriamente la razón. Nada importante, créame, pero sí lo suficiente como para que
tengamos que recluirle un par de días, hasta que se le pase.
–Obviamente no le ingresamos en uno de esos centros donde se lleva a quienes
están irremediablemente locos o trastornados. Estamos hablando de sir Peter Kingsfield, un
ilustre miembro de la Cámara de los Lores. Y, mucho más importante para nosotros,
estamos hablando de nuestro padre. Por suerte contamos con la amistad y comprensión del
doctor Conan Doyle, que aunque no se dedica a tratar ese tipo de…, llamémoslo
perturbaciones, nos recomendó los servicios de su buen amigo el doctor Richardson, que,
como usted ya sabe, nos ha prestado no hace mucho tiempo otros servicios de tipo
diferente, no estrictamente médicos. Richardson, aunque no sea su especialidad, ha
trabajado en ocasiones con pacientes cuyas características y conducta son similares a las de
nuestro padre, por lo que siempre ha accedido a tenerle controlado, hasta que se recupere.
Ése es el motivo de lo que ha sucedido esta noche. La verdad es que llevaba una época
buena, sin recaer ni sufrir ninguna crisis, pero desgraciadamente éstas son impredecibles.
Lamentamos que haya tenido que ocurrir estando usted alojado entre nosotros.
–Por eso no se preocupen –respondí–. Entiendo la situación y, por lo que a mí
respecta, pueden estar tranquilos, que les guardaré el secreto.
Y así lo he hecho hasta ahora, padre. He guardado durante todos estos años ese
secreto, y alguno más, pero ya no tiene sentido hacerlo. Y me alegra contárselo, aunque
haya tenido que esperar, para hacerlo, a estar a punto de rendir cuentas al Creador. Porque
ha sido una carga pesada, muy pesada. Demasiado pesada para un hombre solo.
Capítulo V
LA MUERTA NÚMERO CINCO

22

Tres días después de que lord Kingsfield tuviera que ser reducido por dos fornidos
celadores e ingresado en la clínica del doctor Richardson, la quinta y última de las víctimas
de Jack el Destripador fue encontrada en la cama de su dormitorio, en su domicilio de
Spitalfields, cuando aún no eran las once de la mañana. Tenía una profunda herida en la
garganta y le habían extirpado todos los órganos del abdomen, así como el corazón.
En un asunto en el que, como ya le he mencionado en alguna vez anterior, padre,
había estado en permanente contacto con irlandeses, Mary Jane Kelly, ése era su nombre,
resultó ser la primera víctima de esa nacionalidad. A través de la prensa, así como por las
informaciones policiales, pude enterarme de que había nacido en Limerick, en el año de
gracia de 1863. Era, por tanto, la más joven de las prostitutas asesinadas por Jack el
Destripador.
Su existencia, como la de la mayoría de las mujeres que no sólo en Inglaterra sino
en todos los países acaban ejerciendo el denominado oficio más viejo del mundo,
constituyó un cúmulo de desgracias. Con tan sólo dieciséis años se casó con un minero que
falleció antes de que pudieran celebrar su primer aniversario, debido a una explosión en la
mina en la que trabajaba. Sin marido y sin dinero no le quedó más remedio que dedicarse al
comercio carnal antes de haber cumplido los diecisiete años.
A partir de entonces, y sin otra perspectiva profesional ni laboral, su vida fue
haciéndose cada vez más agitada. En 1884 llegó a Londres, a trabajar en el West End, y
algo más tarde se trasladó a Francia, pero no debió de encontrarse muy a gusto en la patria
de Juana de Arco, o quizás tuvo problemas con las autoridades, porque al poco tiempo
regresó a Inglaterra, donde comenzó su declive al caer, como la inmensa mayoría de sus
colegas, en el alcoholismo. Un alcoholismo que le hizo albergar unas absurdas fantasías de
grandeza, llegando a afirmar a sus íntimos, aunque no está demostrado, que disfrutó por un
tiempo de una vida cómoda llena de lujos gracias a la generosidad de un millonario. Fuese
eso cierto o no, aunque lo más probable es que se tratara de un invento de su mente,
abotargada por los excesos, cuando Jack el Destripador inició su carrera criminal ella se
había sumergido ya en una clara decadencia, tanto profesional como personal.
Como ya le he dicho anteriormente, padre, había transcurrido un mes desde el doble
asesinato de Elizabeth Stride y Catherine Eddowes y eso hizo que toda la población
londinense se relajara pensando que la pesadilla por fin había terminado. Lo mismo
debieron de creer todas las mujeres que a lo largo y ancho de Whitechapel se dedicaban a la
prostitución, a falta de otra manera más digna de ganarse el sustento cotidiano, ya que
fueron retomando con normalidad, en el caso de que esta palabra pueda aplicarse a lo que
hacían, el único trabajo en el que sabían y podían desempeñarse. Y poco a poco todas
fueron volviendo a aquellos lugares, por lo general mugrientas tabernas, en los que, entre
copa y copa con las que aplacar el alcoholismo en el que habían caído, contactaban con sus
clientes. Una de estas mujeres que volvió a hacer una vida normal fue, precisamente, Mary
Jane Kelly, que, al igual que había ocurrido en el caso de las víctimas que le precedieron, el
día en que fue asesinada no pudo pagar la habitación en la que vivía y se encontraba
desesperada por el temor a un más que posible desahucio. A pesar de ello su juventud, ya
que no su cuerpo ajado, aún atraía suficientemente a los varones necesitados de un
desahogo carnal y por eso no andaba escasa de clientes. De hecho, la madrugada anterior a
que se hallara su cuerpo, el paso de hombres por su habitación, según comentaron
posteriormente amigas y compañeras de piso, fue muy elevado.
Aquel 9 de noviembre era domingo, pero no todo el mundo celebraba el día del
Señor descansando. El casero de Mary Jean Kelly, un hombre llamado John McCarthy, lo
dedicó a repasar sus cuentas, constatando que su inquilina le debía la importante cantidad
de una libra y nueve chelines, por lo que ordenó a uno de los empleados que se ocupaba de
sus cobros, un tal Thomas Bowyer, que acudiera inmediatamente a la habitación ocupada
por la joven prostituta irlandesa y le exigiera, sin más demoras, el pago de su deuda, lo que
aquel hizo sin perder el tiempo, pero cuando llamó a la puerta de la habitación nadie le
respondió. Sospechando que era una añagaza de Mary Jean para no dar la cara, se acercó a
una ventana, desde la que pudo, gracias a una rotura que aún no había sido reparada, tal vez
pensando precisamente en que podría serles útil en ocasiones parecidas, introducir una
mano y descorrer la cortina, accediendo de ese modo a la estancia y descubriendo, no sin
espanto, el cadáver de la mujer.
De acuerdo con la descripción que posteriormente la policía hizo de la escena,
puede afirmarse que el descubrimiento de Bowyer fue uno de los más tétricos y macabros
de los que hasta el momento recordaban los propios agentes de Scotland Yard. Mary Jean
Kelly reposaba, aunque admito que quizás esta palabra no sea la más adecuada, sobre la
cama, bañada totalmente en sangre. Estaba cubierta por un pequeño camisón que apenas
ocultaba nada, por lo que el hombre que pretendía cobrarle el alquiler pudo apreciar,
horrorizado, cómo le habían seccionado nariz, senos y orejas. Y por si eso fuera poco,
también tenía el estómago abierto en canal. Así mismo, junto a su cuerpo podían
contemplarse trozos de muslos y piel, mientras a su alrededor, e incluso sobre la mesilla de
noche, se esparcían los riñones, el hígado y otros órganos que habían sido brutalmente
seccionados.
Siento ser tan morbosamente expresivo, padre, y comprendo perfectamente su gesto
de disgusto, pero ya le dije desde el primer momento que quería descargar todo lo que sé
sobre aquel asunto, por duro y escabroso que fuera. Y lo era mucho. El propio McCarthy, su
casero, declaró posteriormente ante el juez que daba la impresión de ser más la obra de un
demonio que de un ser humano.
A pesar de las pesquisas policiales ulteriores nunca se descubrió al asesino, cuya
identidad sigue siendo totalmente desconocida. Afortunadamente fueron pasando los días,
los meses, los años, y como Jack el Destripador no volvió a matar a ninguna mujer más la
gente se olvidó de él, pasando a constituir, en todo caso, un misterio inexplicable e incluso
un mito, una de esas historias que pasan de boca en boca y para las que todo el mundo tiene
una aparente solución, por descabellada que ésta pueda parecer.
De todos modos, aunque lo que le he contado sobre esta última víctima es cierto –
cualquier persona que domine el inglés y tenga acceso a periódicos o documentos policiales
de la época podría corroborarlo–, no es toda la verdad. En todo caso es una verdad oficial,
pero no la única verdad, ni siquiera su parte más importante. Pero para eso tendré que
volver a contarle la historia de esta última muerte, aunque desde un punto de vista muy
diferente, si es que Dios, en su infinita misericordia, me da fuerzas para hacerlo.
La muerte de Mary Jean Kelly no fue la única que se produjo aquel 9 de noviembre
–volvió a hablar, con voz extrañamente firme, Sabino, tras tomarse un pequeño descanso–.
Ni siquiera fue la primera de la que tuve noticia. Aquel día era domingo, creo que ya lo he
comentado, y por eso acompañé nuevamente a Elizabeth y Constance a la pequeña iglesia
católica regentada por el padre FitzGerald. En aquella ocasión mi amada y su amiga, lejos
de miradas indiscretas, ya que Latimer no apareció por el templo, no tuvieron que disimular
e incluso Elizabeth se atrevió a confesarse y comulgar. Parecía ser una mañana perfecta.
Hasta que regresamos a “Kingsfield Manor”.
El primer indicio de que algo iba mal lo tuvimos al entrar en la mansión y ser
recibidos por una de las doncellas, que, entre lágrimas e hipidos, no dejaba de decir “qué
desgracia, Dios mío, qué desgracia”.
Alarmados por su actitud y no habiendo conseguido que nos explicara a qué
desgracia se estaba refiriendo, nos abalanzamos hacia la escalera, en busca de más
información en los pisos superiores, cuando fuimos interceptados por Charles, que nos
informó nada más vernos, sin ningún tipo de preparación previa, como si la noticia le
quemara en la boca y tuviese que sacarla afuera, de que su padre acababa de fallecer.
–Siento decírtelo, Liz –habló mirando tristemente a su hermana–, pero nuestro
padre se ha suicidado.
El grito de Elizabeth fue desgarrador. Por unos instantes pensé que seguramente se
había escuchado en todo Londres, pero pronto se recompuso y dijo que quería verlo para
darle su último adiós.
–No me parece prudente –protestó su hermano–. Es mejor que te quedes con su
imagen de cuando estaba vivo y pletórico. Verlo no te va a ayudar en nada, y menos en el
estado en el que se encuentra, tras haberse descerrajado un tiro en la cabeza.
Seguramente mi amigo fue brutal al decir esto último, pero le excusé para mis
adentros pensando en el estado de nerviosismo y ansiedad en el que sin lugar a dudas se
encontraba. Además, supuse que tenía razón. Ver el cadáver de su padre no podía aportarle
ningún beneficio a Elizabeth y así se lo dije yo también, pero ella no cejó en su empeño y
no nos quedó más remedio que aceptar. Al fin y al cabo era su hija y tenía todo el derecho
del mundo a darle su último adiós. A lo único que nos negamos fue a permitir que entrara a
solas en la habitación de lord Kingsfield, imponiéndole nuestra presencia.
En realidad yo hubiese preferido no entrar, no me apetecía ver el cadáver, pero de
alguna manera me sentía obligado con los hermanos, por eso les acompañé y pude observar
cómo, en efecto, tenía la cara destrozada y en el suelo, perpendicular a su mano derecha, se
hallaba tirada una escopeta de las que se utilizan para la práctica de la caza mayor.
No podíamos hacer ya nada por el patriarca de los Kingsfield, por lo que nos
limitamos a rezar un padrenuestro. Al menos eso es lo que hicimos Elizabeth y yo, ya que
Charles se mantuvo imperturbable, sin pronunciar ni una sola palabra. Si dedicó una
oración por la salvación del alma inmortal de su padre tuvo que hacerlo en silencio, pero
dudo mucho que efectivamente lo hiciera y no me atreví a preguntárselo.
Cuando tras rezar ese último padrenuestro Elizabeth se derrumbó, Charles llamó a
Pauline, su doncella de confianza, para que la acompañara a sus aposentos y le preparara
una tila. Posiblemente en el estado en el que se encontraba no le haría ningún efecto, pero
de momento era lo único que podíamos hacer por ella. Cuando su hermano y yo nos
quedamos solos hice un amago para salir de la habitación, pero mi amigo me lo impidió
sujetándome por el hombro.
–¿No ha observado nada raro, Sabino? –me preguntó.
Estuve tentado de decirle que no, pero seguramente no me habría creído y, además,
en su momento había jurado serle fiel, así que no me quedó más remedio que decirle que
me parecía muy extraño que hubiera tan poca sangre en el rostro de su padre y en la cama.
Charles asintió en silencio y, con una entereza de ánimo envidiable, dio la vuelta al
cuerpo de su padre, mostrándome un orificio en su espalda por el que casi con toda
seguridad –no soy un experto, pero el propio Charles me lo corroboró– había entrado una
bala.
–¿Conoce a alguien que se haya suicidado disparándose por la espalda? –me
preguntó.
Para serle totalmente sincero tuve que contestarle que no conocía a nadie que se
hubiese suicidado, ni pegándose un tiro ni cortándose las venas ni saltando por un barranco,
pero reconocí que, efectivamente, no parecía nada lógico matarse disparándose en la propia
espalda.
–Sólo que en ese caso –concluí–, tuvo que ser asesinado. No entiendo, entonces, por
qué fingir un suicidio. Y quién lo ha preparado de ese modo.
–He sido yo –me confesó Charles, y por su tono comprendí que me decía la
verdad–. Yo le he disparado en el rostro con esa escopeta –señalo al suelo, al lugar en el que
reposaba el arma– y he preparado todo para que pareciera un suicidio, con la inestimable
ayuda del inspector Abberline, que me ha asegurado que no habrá problemas con los
forenses.
–Pero ¿por qué? ¿Quién le ha matado, entonces? ¿No le interesa averiguarlo? ¿Y el
inspector? ¿Qué pinta en todo esto?
–Si le respondo a la primera pregunta, amigo mío, quedarán también aclaradas las
restantes. Porque es mucho más digno decir que mi padre se ha suicidado, al no poder
soportar los dolores que le estaba produciendo una extraña enfermedad, como sostendrán,
llegado el caso, nuestro buen amigo el doctor Conan Doyle y su colega, el doctor
Richardson, a que se sepa que ha muerto a manos de la policía.
–¿A manos de la policía? ¿Me está usted diciendo, Charles, que a su padre lo han
matado agentes de Scotland Yard?
Charles asintió en silencio antes de ponerme al corriente de lo que había sucedido.
Todo empezó la madrugada del sábado al domingo. Lord Kingsfield se encontraba
recluido desde hacía tres días en la clínica del doctor Richardson. Aunque ese lugar no
contaba con las medidas de seguridad que tienen otro tipo de centros en los que se interna a
las personas con desórdenes mentales, teóricamente el paciente no debería haber generado
ningún problema ya que se encontraba fuertemente drogado. Al menos hasta que el doctor
dictaminara que podía volver a hacer vida normal, como ya había sucedido en ocasiones
anteriores. Pero algo falló: seguramente unas manos ajenas, aunque eso es pura
especulación, cambiaron la medicación que tomaba por otra más suave e inocua. El caso es
que, bien solo, bien ayudado por terceras personas, esa misma noche se escapó de la
consulta. No se sabe dónde se refugió, ya que no volvió a su domicilio, lo que sí se sabe es
que cuando aún no había amanecido encaminó sus pasos hacia el barrio de Whitechapel.
Previamente había sustraído de la consulta en la que había permanecido recluido un afilado
bisturí que, con mucho cuidado, guardó entre sus ropas.
En su recorrido se encontró con bastantes prostitutas, pero no hizo caso a ninguna
de ellas. No buscaba al azar, sino que iba detrás de una mujer concreta.
–Como usted ya habrá supuesto, buscaba a Mary Jean Kelly –me dijo Charles–. Ya
sabe que Anderson y yo pensábamos que los asesinos se habían pasado de listos y que, de
alguna manera, nos estaban retando. No sólo porque usaran su nombre para engañar al
periodista del Telegraph sino porque nos habían puesto sobre la pista de la próxima víctima.
Como usted ya sabe la cuarta mujer asesinada, Catherine Eddowes, utilizaba también los
nombres de Kate Kelly y Mary Ann Kelly. Y la última víctima, Mary Jean Kelly, era una de
las más importantes confidentes, debido a su origen irlandés, del comisario Anderson, el
implacable perseguidor de la Hermandad Republicana. Por eso sospechábamos, y por
desgracia se ha demostrado que teníamos razón, que iba a ser la siguiente víctima de Jack el
Destripador.
–En ese caso, ¿cómo es posible que no tomaran medidas para protegerla, por Dios?
–le pregunté, más asombrado que enfadado.
–Las tomamos, amigo Sabino, puedo jurarle por lo que usted más quiera que las
tomamos –me respondió con tristeza–. Pero había algo con lo que no contábamos.
Lord Kingsfield, ajeno a esas medidas que al parecer habían tomado su hijo y el
comisario Anderson, continuó deambulando, buscando a su objetivo, que era, como habían
predicho Charles y el policía, Mary Jean Kelly, la pelirroja confidente del azote de los
fenianos. Estaba ya venciendo la noche cuando la encontró, no muy lejos del edificio en el
que tenía alquilada la habitación y, sin percatarse de que estaba siendo observado por dos
hombres, se abalanzó sobre ella.
Un viejo conocido, el inspector Chandler, que era uno de los dos policías a los que
se había encomendado la protección de Mary Jean, alzó su arma dispuesto a dar el alto al
hombre que amenazaba a la prostituta, pero antes de que pudiera pronunciar ni una palabra
notó primero un fogonazo y casi simultáneamente cómo una bala se incrustaba en uno de
sus omoplatos. Extrañado miró hacia atrás y vio cómo su compañero, un agente apellidado
Sanders, se acercaba hacia él, dispuesto a rematarlo. Afortunadamente su agresor estaba tan
confiado, pensando que le había malherido, que no se percató de que Chandler aún tenía su
propia arma en la mano y le abatió de un tiro certero en el corazón, aunque no pudo evitar
que el padre de mi amigo asesinara a la mujer a la que debía proteger. A lo que sí le dio
tiempo fue a dispararle por la espalda, mientras intentaba huir, causándole la muerte en el
acto.
Eso fue lo que me contó Charles sobre el fallecimiento de su padre. También me
explicó dónde y cómo se encontró, horas más tarde, el cadáver de Mary Jean Kelly,
repitiéndome la versión oficial que acabaría saliendo a la luz y que yo le he contado hace
un par de horas, padre. Esa última información me dejó totalmente perplejo. Y es que había
cosas que no me encajaban. Por ejemplo, qué pintaba en todo ese embrollo el policía que
había intentado matar a Chandler. Pero, sobre todo, por qué, si lord Kingsfield había
fallecido instantes después de asesinar a Mary Jean Kelly, había aparecido el cuerpo de ésta
encima de su cama, terriblemente mutilado.
–Es una buena pregunta, señor Arana –oí decir detrás de mí–. Sí, una muy buena
pregunta. Es usted un tipo listo, no me cabe la menor duda. Siempre lo he sabido, pero cada
vez que me encuentro con usted tengo la satisfacción de comprobarlo.
Me giré y pude comprobar cómo quien acababa de hablarme de ese modo era el
propio comisario-asistente de Scotland Yard Robert Anderson. Me pregunté cuánto tiempo
llevaría allí, acechándonos, y como si hubiese adivinado mis pensamientos me dijo que
había estado el suficiente para escuchar nuestra conversación prácticamente en su totalidad.
–Aunque debo añadir –dijo–, que el señor Kingsfield hijo no ha pecado de
indiscreción. Tenía mi autorización para contarle todo lo sucedido en esta madrugada y no
sólo lo que atañe a su padre sino, también, cómo y cuándo ha sido hallado el cadáver de la
infortunada señora Kelly. Y le he dicho que “sobre todo” –recalcó esas palabras– quería que
estuviera al tanto de las circunstancias del hallazgo del cadáver porque eso es lo que se va a
decir públicamente. Ni más ni menos, tan sólo eso. Y estoy seguro de que usted tendrá no
sólo la necesaria discreción sino también la suficiente inteligencia como para no
desmentirlo. Aunque seguramente si intentara contar la verdad nadie le creería –añadió–,
pero por si acaso. Podríamos hacerlo de otro modo, podríamos detenerle bajo la acusación
de ser un espía, un espía del gobierno español –se rió–. No dejaría de ser irónico
conociendo cuáles son sus ideas políticas, ¿verdad? Pero Charles Kingsfield ha intercedido
en su favor y, además, a pesar de que soy consciente de que usted no tiene una opinión muy
buena sobre mi persona, soy un hombre civilizado y no me gusta detener a una persona
inocente. Salvo que sea estrictamente necesario para la salvaguarda del Imperio, por
supuesto, aunque creo que no es éste el caso. Espero no equivocarme.
No sabía qué decir. ¿Darle las gracias por su magnanimidad? ¿Pedirle explicaciones
sobre lo que había ocurrido? ¿Pedírselas a Charles? Finalmente opté por recordarle a
Anderson lo que hacía muy poco le había preguntado a mi amigo: qué pintaba en todo ese
embrollo el policía que había intentado matar a Chandler y por qué, si lord Kingsfield había
fallecido instantes después de asesinar a Mary Jean Kelly, había aparecido el cuerpo de ésta
encima de su cama, terriblemente mutilado.
–La respuesta a la segunda de sus preguntas es muy fácil. Fueron hombres a mis
órdenes quienes, con la discreción debida, trasladaron el cuerpo de la infortunada Mary
Jean a su habitáculo y fue un médico que trabaja para Scotland Yard el que efectuó la
desagradable labor de extraer sus órganos.
–¡No puede ser! –dije–. Seguramente me está usted tomando el pelo. No me lo
puedo creer.
–¿De verdad piensa que estoy bromeando, señor Arana? ¿No entiende por qué
tomamos esa decisión? Quizás, después de todo, he sobreestimado su inteligencia.
No me ofendió su último comentario porque prácticamente ni reparé en él.
Sencillamente me había quedado sin habla al mismo tiempo que empecé a temblar al darme
cuenta de que Anderson me estaba diciendo la verdad.
–No soy un monstruo, señor Arana, sino en todo caso un perseguidor de monstruos,
aunque es cierto que en ocasiones uno puede convertirse en el reflejo de aquellos a quienes
persigue. Pero confío en que ése no sea el caso, todo tiene su explicación. Necesitábamos
ganar tiempo. Conoce usted perfectamente la teoría que a lo largo de este tiempo hemos
sostenido su amigo Charles y yo de que detrás de los crímenes de Whitechapel no se
encontraba un loco, o al menos no sólo había un loco, sino que los asesinatos de prostitutas
eran el instrumento de una conspiración. Tal vez extremadamente loca, eso sí, pero una
conspiración en toda regla. Pues bien, la muerte de Mary Jean Kelly, una vez que no
pudimos evitarla, no podía ser un asesinato más, circunstancial por decirlo de algún modo,
como cualquier otro que puede producirse en Londres, sino que tenía que quedar claro que
su asesino había sido Jack el Destripador para no levantar, de ese modo, sospechas en sus
cómplices y poder desbaratar de una vez por todas el grupo que estaba detrás de esos
horrendos crímenes. He estado al lado del médico cuando manipulaba las vísceras de esa
pobre desgraciada, lo que no ha sido nada agradable, supongo que el pobre hombre sufrirá
pesadillas el resto de su existencia, pero debe creerme cuando le digo que era algo
totalmente necesario.
Miré en dirección a Charles como si le pidiera, en silencio, que me confirmara lo
que estaba escuchando y eso fue lo que hizo, asintiendo levemente con la cabeza. Me
costaba admitir lo que acababa de oír de boca del comisario Anderson, pero sabía que me
había dicho la verdad. Por último, como parecía que ambos estaban esperando que hiciera
algún comentario, me limité a comentar algo así como “finalmente tenían ustedes razón, los
crímenes no eran la obra de un perturbado sino que había detrás una auténtica
conspiración”. No fue una intervención muy brillante por mi parte, lo admito, pero algo
tenía que decir para romper el hielo y dar pie al comisario –o a Charles, tanto daba– para
que continuaran hablando. Y por lo visto debió de funcionar ya que Anderson se animó a
retomar la palabra.
–Sí, señor Arana, había una conspiración. No era una teoría absurda ni una fantasía
urdida por nuestras imaginativas mentes, sino que detrás de esos horrendos crímenes había
una intencionalidad política. Aunque para ser sincero, creo que esa intencionalidad política
no era sino la excusa de una personalidad megalómana y ambiciosa.
–¿Se está refiriendo a…? –por respeto a mi amigo Charles no me atreví a finalizar
la pregunta que tal vez imprudentemente, y sin pensármelo demasiado, había empezado a
salir de mi boca, pero el aludido se dio cuenta.
–No, Sabino –me contestó tristemente–, no se refiere a mi padre aunque, como ya
ha podido usted comprobar, no esté exento de culpa.
–El señor Kingsfield tiene razón –afirmó Anderson–, pero ya llegará el momento de
explicárselo todo. De momento es suficiente con que sepa que están siendo detenidos todos
los partícipes en la maquinación. Obviamente no serán acusados de los asesinatos de
Whitechapel, supondría un escándalo que no convendría ni a los intereses del Imperio ni a
los de la Corona. Se lo digo así, con toda sinceridad, para que usted sepa a qué atenerse y
no tenga que arrepentirme en el futuro por no haberle tocado un pelo.
Sonaba a amenaza, y lo era, pero decidí jurarle que mis labios estarían sellados en el
futuro, aunque lo hice más por lealtad a mi amigo que al comisario o al Imperio británico.
Y he mantenido hasta hoy ese juramento, que acabo de romper no porque me considere un
perjuro, sino porque hay momentos en los que lo mejor para el alma de un ser humano es
poder descargar esos secretos, sobre todo los más oscuros, que le han acompañado durante
toda su vida. Anderson debió de quedarse convencido de que mis palabras eran sinceras
porque continuó hablando.
–Anteriormente, en un par de ocasiones, si no me equivoco, ha mostrado usted su
extrañeza por que uno de los policías a mis órdenes, el agente Sanders, disparara contra el
inspector Chandler cuando éste se disponía a intervenir para evitar que lord Kingsfield
asesinara a Mary Jean Kelly. La explicación es muy sencilla, tanto que seguramente usted
ya la habrá descubierto usando su propia cabeza. Sanders era uno de los miembros del
grupo conspirador. Desgraciadamente no lo sabíamos, por eso lo elegí, junto al propio
Chandler, para que cuidara de quien pensábamos que iba a ser la quinta víctima del
Destripador –se sonrió al utilizar el apodo que habían inventado entre él y mi amigo–. Por
desgracia, aunque acertamos al suponer cuál iba a ser su objetivo, no lo hicimos al confiar
en ese agente. Pero como ustedes dicen, no hay mal que por bien no venga, ya que Sanders,
no sabemos si por un descuido incomprensible en un policía de su experiencia o porque no
se fiara de sus conmilitones, guardaba en su casa una documentación que nos ha venido
muy bien para poder acabar con todo el grupo de conjurados o, al menos, con la mayoría de
ellos. Si hubiéramos dispuesto anteriormente de esa información… –suspiró, tal vez
pensando en que aunque la pesadilla había acabado lo había hecho muy tarde, lo que
confirmaron sus últimas palabras–, sí, si lo hubiéramos sabido quizás se habrían podido
evitar, si no todas, sí unas cuantas muertes. En fin, al menos tendremos que felicitarnos
porque no van a producirse más asesinatos en el futuro.
En eso acertó, padre. Como todo el mundo sabe, Jack el Destripador dejó de
asesinar prostitutas y la calma volvió a Whitechapel y a todo el Reino Unido, aunque
oficialmente jamás fue detenido nadie ni, mucho menos, se supo la verdad. Pero yo aún
quería saber dos cosas.
–Supongo, querido amigo –me dijo Charles–, que se refiere a qué había detrás de la
conspiración y qué papel jugaba en ella mi padre.
–Así es, Charles –admití–. Aunque comprendo que eso último tiene que ser muy
doloroso para usted, así que si prefiere no contármelo respetaré su decisión.
–No, Sabino, se lo agradezco, pero tiene usted derecho a saberlo. Aunque quizás
sería mejor que primero le explicara el comisario en qué consistía la conspiración que hoy
hemos conseguido erradicar definitivamente, antes de hablar de la participación que tuvo en
ella mi padre.
–A ver, déjenmelo adivinar. ¿Esa conspiración tiene algo que ver con Irlanda y los
fenianos?
Anderson y Kingsfield se miraron, el primero como si le reprochara al segundo que
se hubiese ido de la lengua y mi amigo, en cambio, sonriente, como si estuviera diciéndole
al policía “ya lo ve, comisario, este Sabino es un tipo listo, no se le escapa nada ni se le
puede engañar”.
–Así es –contestó escuetamente Anderson.
–Estaba convencido de ello –asentí–, aunque no soy capaz de entenderlo. ¿En qué
podía beneficiar o perjudicar a la Hermandad Republicana Irlandesa el asesinato y posterior
descuartizamiento de esas pobres desgraciadas?
–Antes de prejuzgar los hechos –me respondió el comisario–, tiene que tener en
cuenta que detrás de todo esto se halla, como ya le he insinuado anteriormente, un hombre
con una personalidad megalómana inmensa. Pero a pesar de todo, su plan podría haber
funcionado. Afortunadamente nunca lo sabremos.
–¿Y cuál era ese plan? –pregunté, intrigado.
–La idea consistía en crear primero el terror entre la población y, posteriormente,
echar la culpa de los crímenes a los fenianos, aprovechando que, como usted ya sabe, hasta
el momento todas las muertas trabajaban para mí como confidentes policiales. Además,
para culminar su obra, también acabarían asesinándome a mí, que, como es público y
notorio, soy el máximo responsable de la lucha contra los revolucionarios –dijo Anderson.
–Pero eso es absurdo –no pude evitar mostrar mi extrañeza–. ¿Qué pretendían
conseguir con ello? ¿Desprestigiar a los patriotas irlandeses? ¿Para qué? Los seguidores de
los fenianos, seguramente, no se lo creerían y tan sólo lograrían convencer a los ya
convencidos.
–Sí, tiene usted razón, señor Arana –admitió Anderson–, parece absurdo, pero es
que no sólo querían desprestigiar al movimiento republicano. Lo que pretendían era
conseguir un auténtico levantamiento popular, que las masas, indignadas, emprendieran la
caza del irlandés. Su último objetivo era una matanza, tanto en Inglaterra como en la propia
Irlanda, para así acabar de una vez y para siempre con el problema.
–¡Eso es más absurdo aún! –exclamé.
–¿Está usted seguro, Sabino? Lo que un predicador fanático puede conseguir de una
masa aborregada es impredecible. Todos los políticos lo saben, aunque ninguno se ha
atrevido a llegar a esos extremos. Pero en cierto modo tiene usted razón, se trataba de un
plan totalmente absurdo, soy muy consciente de ello. Lo somos –rectificó, como si por un
momento se hubiese olvidado de la presencia de Charles y quisiera rectificar su error–. Pero
ya le he dicho que detrás de esa conjura tan delirante se encuentra una personalidad
extremadamente megalómana. Y resentida también. Y ese tipo de gente acostumbra creerse
sus propias fabulaciones. Además, las personas son impredecibles. Lo que seguramente
nadie haría a solas, tras pensar y reflexionar sobre las consecuencias de sus acciones, bien
pueden hacerlo unas masas embrutecidas y enfurecidas, como ya le he explicado. Y no
podíamos arriesgarnos a que el plan, por estrambótico que pareciera, funcionara.
–Entiéndame bien, señor Arana –añadió con un tono que de sincero que era
bordeaba el cinismo–, no es que me importe en exceso que sobre la tierra haya un irlandés
de más o de menos. Lógicamente, no me malinterprete, no estoy a favor de que se asesine a
nadie, ni siquiera a un feniano, pero mi misión en Scotland Yard no es ésa, sino proteger la
seguridad del Imperio. Y éste no puede arriesgarse a que se produzca una masacre de
irlandeses. No sería nada bueno, no señor, y no sólo porque en los países católicos los
ciudadanos seguramente pedirían a sus gobiernos que tomaran medidas contra nosotros,
sino porque además aumentaría en la propia Irlanda el apoyo a los rebeldes e incluso
muchos ingleses bienintencionados se horrorizarían y hasta podrían ver con buenos ojos
que diéramos la autonomía a Irlanda. Todo esto es política, lo admito, pero es que mi cargo
me hace, en ocasiones, pensar más como un político que como un policía, aunque sea esto
último. Por eso, por ambas cosas, tanto por mi responsabilidad política como porque en mi
condición de policía estoy obligado a descubrir e incluso evitar, en lo posible, los crímenes,
he luchado con todas mis fuerzas contra la conspiración que se ocultaba detrás de los
asesinatos de Jack el Destripador, aunque para eso haya tenido que unir mis fuerzas –se
sonrió levemente al decir lo siguiente– con un simpatizante de la causa irlandesa, como el
joven señor MacCathmhaoil.
Charles no se sorprendió al oír cómo el comisario Anderson le llamaba por su
apellido originario en lugar de por el que había adoptado su padre, sino que asintió con un
leve cabeceo a lo que acabábamos de escuchar, lo que me indicó el grado de complicidad,
más que de compenetración o simpatía, al que habían llegado el jefe de policía y mi amigo.
Decidí aprovechar la ocasión para volver a hacerle la pregunta que me estaba quemando los
labios.
–Lo que no entiendo, Charles, o mejor dicho, quizás pueda llegar a entenderlo, pero
me parece inconcebible, es que su padre participara en esa conspiración. Admito que para
ascender socialmente ocultara sus orígenes irlandeses, pero llegar a eso... No sabe cuánto lo
lamento, querido amigo, porque me imagino cómo estará sufriendo.
Tras escuchar mis palabras, Charles miró fijamente al comisario, como si le pidiera
consejo, y fue éste quien le dijo que a él le correspondía contestarme si así lo deseaba, que
era su derecho y privilegio.
–Además –añadió Anderson–, una vez que ha fallecido y la conspiración ha sido
derrotada, ya no tiene mucha importancia, salvo lógicamente, y espero que me excuse si
mis palabras son un tanto brutales, por lo que a usted le atañe personalmente.
–De acuerdo, señor comisario, tiene usted razón. Además –se dirigió a mí–,
contárselo, Sabino, seguramente me hará más bien que mal. No, amigo mío, mi padre no
era parte de la conspiración sino una víctima más, por contradictorio que pueda parecerle
esto, sabiendo que ha sido el responsable directo de la muerte y descuartizamiento de varias
de las mujeres. Es cierto que con tal de triunfar en sus negocios y ascender en la escala
social procuró borrar toda huella o vestigio de sus orígenes y ni siquiera nos lo contó a sus
hijos, pero jamás habría participado, estando en sus cabales, en una operación de ese tipo.
En primer lugar porque no era un fanático y, en segundo y más importante, por respeto a mi
madre. Estaba muy enamorado de ella y quizás, o sin quizás, de ahí provinieron sus
problemas.
–Como muchos caballeros de este hipócrita Imperio, a los que se dedicó a imitar
para intentar asemejarse a ellos lo más posible, mi padre tenía una doble moral. Una mujer
en casa, a la que amaba y reverenciaba, y otras muchas en la calle. Prostitutas en su
mayoría, mujeres de usar y tirar, por dura que parezca la expresión. Las consecuencias ya
las conoce usted, porque se lo dijimos hace unos días. Contrajo la sífilis. Y no sólo eso, sino
que se la transmitió a mi madre, que falleció víctima de esa horrible enfermedad. Eso
originó en mi padre un exacerbado sentimiento de culpabilidad. Es curioso, siempre se ha
achacado eso a los católicos irlandeses, un elevado sentimiento de culpa, y se ve que mi
padre fue capaz de renunciar a sus orígenes, a su apellido, a su acento, a su idioma, pero no
pudo sustraerse a algo tan irlandés como el sentimiento de culpa. Sí, se sentía culpable de la
muerte de mi madre, y del mismo modo empezó a pensar que, si no hubiera sido por esas
desgraciadas mujeres de Whitechapel, por esas prostitutas tiradas, él jamás habría padecido
la sífilis y no se la hubiera contagiado a su esposa, con lo que empezó a odiar a esas
rameras que habían sido, según él, las causantes, en última instancia, de la perdición de la
mujer que amaba.
Charles continuó su relato:
–Cuando el otro día le expliqué los motivos de que encerráramos a mi padre en la
consulta del doctor Richardson le dije que era algo absolutamente necesario, ya que en
ocasiones perdía la cabeza. Desgraciadamente, hasta que fue demasiado tarde no nos dimos
cuenta de que su mente estaba siendo manejada por alguien cercano a él que le convenció
de que el único modo de lavar su culpa era exterminar a esas prostitutas que habían sido las
auténticas responsables de la muerte de su mujer, e incluso le indicaba quiénes tenían que
ser sus víctimas, manipulándole hasta el extremo de hacerle creer que estaba rindiendo un
importante servicio tanto a la Corona como al Imperio. Le estoy hablando de un hombre en
el que, por desgracia, confiaba totalmente, sin darse cuenta de que no era más que un
instrumento en sus manos. Mi padre, amigo Sabino, es el responsable de la muerte de esas
desgraciadas, pero su grado de responsabilidad es el mismo que el del cuchillo que empuña
un asesino que degüella a su víctima o el de la escopeta con la que le dispara.
Durante unos segundos, tras las palabras de Charles, nos quedamos los tres callados,
como si rumiáramos en nuestro interior lo que acabábamos de oír. Pero mi incipiente mente
detectivesca empezó a sacar conclusiones, y aunque hasta ese momento no lo había
considerado en serio, porque no deseaba guiarme por mis prejuicios, ante el silencio de mis
contertulios me animé a avanzar un nombre:
–¿Latimer?
Lo pregunté con cierto miedo. No tenía, en realidad, ninguna base para acusarlo,
salvo mi antipatía hacia él y el hecho de que era la persona más cercana, fuera de su ámbito
familiar, a lord Kingsfield y, casi con toda seguridad, el único con la capacidad de
influencia suficiente para manejarlo del modo en que había sido manejado. Pero ese miedo
a decir una inconveniencia o hacer el ridículo se disipó cuando observé cómo Anderson y
Charles asentían a mis palabras.
–Latimer, en efecto –corroboró el comisario–. Un megalómano y ambicioso
miembro de una familia de la pequeña aristocracia rural empobrecida, que no podía aceptar
que un advenedizo de origen irlandés hubiera acumulado una gran fortuna y llegado a ser
miembro de la Cámara de los Lores mientras él tenía que mendigar un puesto de trabajo
como secretario y hombre para todo. Supongo que en su fanatismo pensaría que, con la
caída en desgracia de los irlandeses en general y de lord Kingsfield en particular, él podría
haberse quedado con su título y su fortuna. Lo más gracioso de todo, aunque admito que el
asunto no tiene la menor gracia, es que jamás habría sido recompensado por su acción.
Incluso si hubiese triunfado en un primer momento, le esperaba lo que ahora mismo le
espera –terminó sombrío.
–¿Y qué es exactamente lo que le espera? –me atreví a preguntar, aunque no estaba
seguro de querer saber la respuesta.
–Eso, señor Arana, me temo que es secreto de Estado. Como usted comprenderá, no
podemos llevar a juicio a los conspiradores. Sería un auténtico escándalo y a nuestra amada
reina Victoria, que Dios guarde, no le gustan nada los escándalos. Así que a algunos los
encerraremos acusándoles de diferentes delitos, reales o inventados, ¿qué más da?, mientras
sepan mantener la lengua quieta sus condenas no serán muy duras. Un segundo grupo de
implicados, policías y funcionarios por lo general, recibirán en los próximos días una carta
en la que se les comunicará que han sido destinados, por necesidades del Imperio, a alguna
remota aldea del Punjab o de nuestras posesiones africanas. Y por último, están los
cabecillas. Por los motivos que le he explicado anteriormente, no sería nada conveniente
llevarles a juicio. Pero tampoco podemos limitarnos a decirles que lo que han hecho ha
estado mal o enviarles a la India para que mediten sobre lo inconveniente de sus acciones.
No, tendremos que tomar otro tipo de medidas, tal vez desagradables, pero necesarias. Y
por favor, señor Arana, no cometa la indiscreción de preguntarme cuáles son esas medidas.
Primero, porque obviamente no le voy a contestar. Y en segundo lugar porque, como le he
dicho anteriormente, su discreción es su propia salvaguardia. ¿He hablado lo
suficientemente claro?
Sí, lo había hecho, y no tuve más remedio que admitirlo. Sospechaba a qué se
refería Anderson cuando hablaba de las medidas que necesariamente habrían de tomar con
los cabecillas y esa sospecha, certeza en realidad, me dividía internamente. Por una parte
me rebelaba contra el excesivo poder de las autoridades públicas, de policías y gobiernos,
un poder que les daba la capacidad para hacer lo que quisieran y salir impunes. Pero por
otra era consciente de que los asesinatos de esas desgraciadas mujeres de Whitechapel no
podían quedar sin castigo. Moralmente, padre, es una dicotomía diabólica, ¿no está de
acuerdo?

Se trataba, también en este caso, de una pregunta retórica, por eso no le respondí,
pero de tener que hacerlo no sé en qué sentido lo hubiese hecho. ¿Actuaba bien el
comisario Anderson al querer proteger la seguridad del Imperio Británico castigando a los
culpables sin ofrecerles la posibilidad de defenderse ante un tribunal? ¿O estaba
rompiendo con todo aquello que era más sagrado, no sólo con las leyes divinas sino con
las leyes humanas que, supongo, estarían vigentes en aquella época, como lo están hoy, en
el Reino Unido?
Como entonces era joven y vehemente es muy posible que de haberle dado una
respuesta a Sabino ésta hubiera ido en el sentido de que por encima de todo, incluso por
encima de la ley, había que hacer justicia, pero hoy ya no estoy muy seguro de que esa
postura fuera la adecuada. En cierto modo la guerra que sufrimos hoy en día se debe a que
algunos han querido hacer lo que llaman “su justicia”, saltándose las leyes. Ya sé que
ambos casos no son comparables, pero ¿dónde ponemos el límite? ¿Dónde podemos
colocar la línea que separa cuándo está bien saltarse las leyes y cuándo está mal?
El propio Sabino, aunque aquel día no le quedó otra opción que acatar en silencio
lo que le estaba diciendo el comisario, jamás resolvió, por lo que me confesó, esa duda.
Seguramente esperaba, consciente de lo poco que le quedaba de vida terrenal, que tras el
juicio divino le llegara la respuesta no sólo a esa sino a todas las dudas que desde los
albores de la creación han acompañado a los seres humanos. En el fondo es lo que espero
yo, saber si todo lo que he hecho en esta vida no ha sido en vano. Me queda muy poco
tiempo para ello, pero de momento lo que tengo que hacer es pedir nuevamente excusas,
porque he vuelto a incidir en mi historia cuando la que quiero y debo contar es la de
Sabino.

Tras las últimas palabras, o amenazas, del comisario, volvimos a quedarnos los tres
callados, cada uno sumido en sus propios pensamientos. No puedo saber, aunque a menudo
he intentado imaginármelo, cuáles eran los de Charles y Anderson, pero sí que recuerdo
perfectamente los míos, que muy pronto abandonaron las cuestiones morales planteadas por
el comisario para abordar problemas más terrenales y, para mí, más perentorios también.
Tras la muerte de lord Kingsfield, que oficialmente era mi tutor mientras estaba en Londres,
y la detención y posterior castigo, en su caso, de los conspiradores, ¿en qué posición
quedaba yo? Sabía que Charles no iba a poner ningún inconveniente para que yo siguiera
residiendo en “Kingsfield Manor” todo el tiempo que considerara conveniente, aunque
seguramente tendría que asumir nuevas responsabilidades que le ocuparían gran parte del
suyo, pero era consciente de que Anderson deseaba tenerme lo más lejos posible de
Londres y cuanto antes mejor. Era eso o sufrir, al igual que los conspiradores aunque por
diferentes motivos, las iras de los servicios de seguridad de la Corona Británica. No es que
en el tiempo que estuve allí me hubiera encariñado en exceso con Inglaterra –mi país, mi
patria, estaba junto a los Pirineos–, pero en Londres vivía Elizabeth. Nos habíamos
prometido. Quizás como adolescentes insensatos, quizás movidos por nuestra
circunstancias personales. Eso daba igual. Lo importante era que nos habíamos prometido.
Yo le pertenecía a Elizabeth y ella me pertenecía a mí. Volver a Bilbao suponía separarme
de ella, porque de momento no podría llevármela conmigo. Tendríamos que mantener una
relación epistolar y esperar el momento propicio para reunirnos, bien en Londres, bien en
Euskalerria. Debía tener paciencia, pero usted sabe, padre, que ésa no es una de mis
cualidades más reseñables. Y si no lo es ahora, mucho menos lo era entonces, cuando a mis
veintitrés años creía que nada ni nadie podría interponerse en mi camino.
Todas esas elucubraciones, y algunas más que habían aparecido en mi cabeza,
fueron interrumpidas por la impetuosa entrada en la biblioteca del inspector Abberline, que
mostraba inequívocos signos de agitación. Anderson debió de observar algo raro en su
actitud, porque le preguntó si todo había salido bien y ya habían sido detenidos los
conspiradores.
El inspector pareció tomar aire antes de responder que sí, que todo había ocurrido
como estaba previsto. Bueno, casi todo, sólo se les había escapado una persona.
–¿Quién? –preguntó, ceñudo, el comisario, aunque creo que, al igual que yo, había
adivinado su identidad.
–El señor Latimer –respondió, con voz queda, Abberline–. No nos explicamos cómo
ha podido suceder, porque hemos tomado todas las precauciones posibles y actuado
conforme a las prácticas habituales, pero…
–Conforme a las prácticas habituales, conforme a las prácticas habituales… –
refunfuñó Anderson–. Latimer no es un delincuente de poca monta, ¿para qué sirven las
prácticas habituales con gente como él? Aunque supongo que no puedo reprocharles nada,
ni a usted ni a sus hombres. El negligente he sido yo, que en lugar de encabezar el operativo
he venido aquí, a impresionar a los señores Kingsfield y Arana con mi preclara inteligencia,
como un petimetre cualquiera. En fin, lo hecho, hecho está. Habrá que dictar una orden de
búsqueda y captura contra él, lo que complicará las cosas, pero afortunadamente todo se
puede arreglar. Todo –al pronunciar esta palabra nos miró a Charles y a mí, como
recordándonos cuál era nuestra situación y a qué nos habíamos comprometido.
Aunque en estos momentos, padre, soy capaz de recordar y recuperar lo que dijo
aquel día el comisario Anderson, ni yo mismo me puedo explicar cómo se fijaron en mi
memoria, ya que tenía mi cabeza y todos mis sentidos atentos a otra cuestión. Y todavía no
sé si fue una reacción intuitiva o si, efectivamente, mis sentidos percibieron algo, porque
dejando al jefe de Scotland Yard con la palabra en la boca me levanté de mi sillón como si
me hubieran espoleado con un akullu[6] y salí de la estancia en la que nos encontrábamos
con una rapidez que ni yo mismo imaginaba que pudiera tener, dirigiéndome al piso
superior.
Cuando entré en la habitación de Elizabeth comprobé que mi instinto no me había
engañado. Allí estaba Latimer, encima de mi amada, que daba la sensación de estar inerte,
con sus manos rodeándole la garganta, estrangulándola. Me lancé sobre él, pero soltando su
presa me recibió con un golpe que me tumbó, lanzándome contra el suelo. No sé cómo me
alcé de nuevo y volví a enfrentarme al secretario de lord Kingsfield, pero no estaba
acostumbrado a pelearme y mi voluntad no era suficiente para vencer a alguien que sí lo
estaba, y antes de que pudiera tocarle ni un pelo me dio una patada en los testículos que no
sólo me hizo rodar nuevamente por el suelo sino que me obligó a aullar de dolor.
Intenté sobreponerme, pero ni siquiera veía dónde me encontraba. Sólo pude
vislumbrar, a través de una neblina que se cernía sobre mis ojos, cómo Latimer empuñaba
una daga, o quizás fuese una navaja o un puñal, y se abalanzaba sobre mí, rasgándome el
hombro. De nuevo un fuerte dolor, unido al olor de la sangre que estaba derramando, me
dejaron inerme. Ya sólo quedaba esperar el golpe definitivo. Intenté balbucear para mis
adentros unas oraciones, sintiendo que había llegado mi hora, pero ni siquiera tuve tiempo
de ponerme a bien con Dios, ya que perdí el conocimiento casi en el mismo momento en
que oía gritar a varias personas, supongo que se trataban de Charles y los dos policías, que
entraban en la estancia.
Mi primera reacción cuando nuevamente volví a abrir los ojos fue de sorpresa.
Sorpresa por estar vivo, sorpresa por encontrarme tumbado sobre una cama en una
habitación que no me era familiar. Y sorpresa porque una señora de edad madura y aspecto
bondadoso me ordenó callar antes de ofrecerme un vaso de agua que bebí con avidez.
Luego me dijo que me quedara tranquilo, que pronto una persona autorizada me explicaría
lo que me había ocurrido y dónde me encontraba. O eso me parece recordar, porque me
dormí de nuevo poco después de beberme el agua.
Algo más tarde, no sé si fueron horas o minutos, volví a despertarme. En esta
ocasión pude ver el rostro tranquilo, aunque preocupado, del doctor Conan Doyle, que me
confirmó que estaba ingresado en la clínica de su amigo, el doctor Richardson, y me dijo
que aunque hubo momentos en los que pensó que me iba a perder, me estaba recuperando
muy bien de mis heridas. Cuando le pregunté cómo había llegado allí y qué había sido de
mis amigos no me contestó sino que se limitó a auscultarme y a preguntarme si me
encontraba en condiciones anímicas de recibir visitas.
–Hemos avisado de su mejoría al comisario Anderson, que se ha acercado hasta la
consulta, y si usted lo autoriza le daré permiso para que entre. Él podrá explicarle mejor lo
sucedido hace tres días en “Kingsfield Manor”.
Así que había pasado tres días inconsciente, entre la vida y la muerte. Aunque creí
al doctor, para mí era como si sólo hubieran transcurrido segundos, ya que no recordaba
nada de ese período, ni siquiera había tenido una de esas pesadillas que en ocasiones
asociamos a este tipo de circunstancias. Cuando de repente recordé el motivo de que me
hubiese despertado en la consulta de un médico un estremecimiento me sacudió y mi mente
se llenó de negros presagios. Aunque quizás ésa no sea la palabra adecuada. Presagio hace
referencia a algo que va a pasar en el futuro, mientras que lo que roía mi cabeza era el
presentimiento de que sabía qué me iban a decir sobre lo ocurrido hacía tres días. No quería
confirmar mis temores, pero era consciente de que lo sucedido, por malo que fuera, ya no
podía cambiarse ni podía yo cerrar los ojos ante ello, por eso decidí decirle finalmente al
doctor que sí, que estaba dispuesto a recibir a Anderson.
Éste entró con su semblante y paso firme de siempre, atemperados por la prudencia
y comedimiento que suponemos en quien visita a un enfermo o, como era mi caso, a un
convaleciente. Y como suele ser habitual en estos casos, nada más llegar a mi altura me
preguntó cómo me encontraba.
–Estoy vivo, y supongo que de momento eso es suficiente –le respondí, quizás de un
modo más arisco del que yo mismo había pretendido–. Y por lo que respecta a mi salud, me
imagino que el doctor Conan Doyle le habrá informado convenientemente así que, por
favor, ahorrémonos los preámbulos. Acabo de enterarme de que he permanecido tres días
en el limbo, por lo que me haría usted un inmenso favor si me explicara qué es lo que
ocurrió en la residencia de los Kingsfield desde el momento en el que me desvanecí.
Anderson me miró con unos ojos que parecían penetrar en mi interior con la misma
facilidad que el cuchillo lo hace en la mantequilla y, moviendo la cabeza en señal de
asentimiento, como si conviniera conmigo en que tenía derecho a saber la verdad, me
informó, sin mayores preámbulos, de que Charles Kingsfield estaba muerto.
–Le salvó la vida, señor Arana –añadió–. Cuando vio que Latimer iba a asestarle
una puñalada mortal se interpuso entre ambos, con la mala suerte de que el cuchillo que el
infame secretario de su padre blandía le desgarró el corazón. Mi disparo, aunque destrozó la
cabeza del asesino, no llegó a tiempo de desviar su brazo. Lo siento.
Me pareció sincero al decir esto último, pero no supe dilucidar si lo sentía porque lo
consideraba un fracaso personal o porque lamentaba la muerte de Charles. Tampoco se lo
pregunté, no era ésa la cuestión que quemaba mis labios.
–¿Y Elizabeth? –me atreví a decir, tras unos segundos que se me hicieron eternos.
Anderson volvió a asentir en silencio, como si hubiese estado esperando esa
pregunta, pero en lugar de contestarme se limitó a entregarme una carta. Cuando vi mi
nombre escrito en el sobre supe que la carta la había escrito ella.
La leí y releí una, dos, tres, cien veces, mientras las lágrimas que no había
conseguido generar el dolor de las heridas que me había asestado Latimer empezaron a
deslizarse abundantemente por mis mejillas. En su misiva Elizabeth me explicaba su
voluntad de recluirse en un convento, en Irlanda, la tierra de sus antepasados, para expiar
los pecados de su padre y la muerte de su hermano. Me pedía que la perdonara y que no
intentara cambiar su decisión, porque no iba a lograrlo y lo único que haría sería aumentar
el dolor que le causaba esa decisión. Yo no lo entendía, estábamos en el siglo XIX, no en la
Edad Media, pero nada más leer la carta supe que lo que decía Elizabeth era verdad, que
aunque la finalizaba diciendo que me había querido desde el primer momento en que me
vio y me seguiría queriendo hasta el final de sus días, nada ni nadie le haría cambiar de
opinión. Un par de días después me visitó Constance, que me confirmó la firmeza de la
decisión de su amiga y, entre lágrimas, me rogó que respetara su voluntad, un ruego que no
era necesario hacerme, porque a pesar del dolor que sentía supe desde el primer momento
que ésa era mi obligación.
Mientras estuve sumergido en el contenido de la carta Anderson no dijo nada,
respetando mis sentimientos, pero cuando fui capaz de volver a mirarle cara a cara acabó de
contarme lo que ocurrió aquel día. Muertos Latimer y Charles y detenidos todos los
conspiradores que se ocultaban tras la capa del inexistente Jack el Destripador, la
investigación concluyó tan en secreto como empezó. Ninguno de los arrestados
comparecería ante un tribunal, aunque todos, me aseguró el comisario, recibirían un castigo
proporcionado a sus crímenes. Además, en el fragor de la pelea, la llama de un candelabro
caído prendió en una cortina de la habitación de Elizabeth y al poco tiempo toda la mansión
estaba en llamas.
–“Kingsfield Manor” no existe ya, como tampoco existen la familia Kingsfield ni
Jack el Destripador. Como tampoco existirá, en el futuro, el más pequeño rastro, ni siquiera
el más nimio o insignificante, de lo sucedido en Whitechapel en este otoño de terror. Antes
o después todo lo que ha ocurrido se desvanecerá, oculto por la capa del olvido. O, quién
sabe, tal vez con el paso del tiempo se convierta en leyenda. Y como usted sabe, las
leyendas no tienen nada que ver con la realidad. Eso es, al menos, lo que piensa la mayoría
de la gente. Y si eso es lo que piensa la gente, no somos nosotros quienes vamos a caer en
la insensatez de desmentirlo, ¿no cree?
Lo que yo creyera a ese respecto no tenía la menor importancia, así que para
intentar alejar en vano todos esos pensamientos de mi mente le pregunté qué sería de los
sirvientes de la familia, a muchos de los cuales había acabado por coger cariño.
–Es muy loable su preocupación por ellos –me contestó el comisario, no sé si
irónicamente o en serio, en aquellos momentos mi capacidad de percepción no era muy
buena–, pero puede estar tranquilo, todos han sido recolocados y no perderán sus empleos.
Incluso Taylor, al que hemos reclutado para que preste a la Corona uno de esos servicios de
los que usted, lógicamente, jamás tendrá noticias.
Me estremecí un poco al oír eso último, pero supuse que era el destino adecuado
para un hombre como el antiguo conductor del carruaje de los Kingsfield.
–En cuanto a usted, querido amigo –prosiguió hablando el comisario–, su estancia
en Inglaterra ha llegado a su fin. Nos hemos puesto en contacto con su hermano Luis,
explicándole cómo el viejo socio de su padre y su hijo murieron en un incendio provocado
por un ladrón al que usted se enfrentó heroicamente, sufriendo unas heridas que le han
tenido encamado unos pocos días. Eso es lo que, por otra parte, han contado todos los
periódicos de Londres, aunque sin mencionarle para nada en aras de la discreción, una
discreción que jamás ha sido más necesaria que en estos momentos. Espero que usted no
desmienta la historia. No sería nada conveniente. Ni para usted ni para los supervivientes.
Además, y créame si se lo digo con cierta pena, porque he acabado cogiéndole afecto, usted
jamás podrá regresar a Londres. Ni a ningún otro lugar de Inglaterra.
Aunque hizo una mención genérica a los supervivientes yo pensé inmediatamente
en Elizabeth. Quizás, después de todo, su alejamiento de las vanidades del mundo no había
sido totalmente voluntario. Pero no quería ponerla en peligro, así que le juré por Dios,
aunque Anderson no era católico me obligó a hacer ese juramento, sabedor de mis fuertes
convicciones religiosas, que me llevaría el secreto de lo ocurrido a la tumba. Y ya ve, padre,
justo cuando estoy a un paso de esa tumba que entonces me parecía muy lejana, he optado
por romper ese juramento. Aunque creo que con lo que estoy haciendo no incumplo
ninguna obligación sagrada, sino que pongo mi secreto en manos de un siervo del Señor,
para que él, usted, haga lo que crea más conveniente. De todos modos, aunque ya me la dio
anteriormente, le pediría que me diera nuevamente la absolución, para enfrentarme
totalmente limpio al juicio divino. Porque me temo que con el final de mi historia también
ha llegado el de mi vida. Que Dios, en su infinita misericordia, se apiade de mi alma
inmortal.
Capítulo VI
LA DESPEDIDA DEL SACERDOTE

23

Está amaneciendo. Queda ya muy poco tiempo, seguramente minutos tan sólo, para
que me lleven ante el pelotón de fusilamiento. ¿Dolerán las balas? ¡Y qué más da!, a poca
puntería que tengan los soldados fascistas mi muerte será instantánea. Por lo menos he
podido finalizar íntegra la transcripción de la historia que Sabino Arana me contó desde su
lecho de muerte.
Es curioso, Sabino falleció pocos minutos después de narrármela, del mismo modo
que yo moriré poco después de haberla recopilado por escrito. Es como si Dios nos hubiese
otorgado a ambos el tiempo suficiente para hacerlo, para que la verdad sobre lo acaecido en
aquel miserable barrio londinense en el año 1888 siguiera viva. Pero ¿por qué? ¿Qué
sentido tiene eso a estas alturas, en caso de tener alguno?
A menudo se dice que Dios escribe derecho con renglones torcidos. Seguramente yo
soy uno de esos renglones, porque después de guardar durante más de treinta años el gran
secreto de Sabino ahora he decidido romper mi silencio. Es cierto que el hombre que me lo
transmitió me dio permiso para hacer con él lo que quisiera, pero durante todos estos años
he estado callado, al igual que lo estuvo el fundador del Partido Nacionalista Vasco. ¿Por
qué, entonces, he decidido contarlo ahora?
Se supone que los seres humanos sabemos por qué hacemos lo que hacemos, que
somos conscientes de nuestras acciones; sin embargo, aún me pregunto el motivo de que
cuando me queda tan poco tiempo de vida, en lugar de poner en orden mis propias
vivencias y sentimientos, haya decidido hacerlo con los de alguien que murió hace treinta y
cuatro años. ¿Será, acaso, pecado de orgullo, al entender que estoy limpio de toda tacha y
pensar, por tanto, que no tengo que preocuparme por mis actos sino por los de los demás?
No, no creo que sea por eso. Soy un simple cura, con muchos defectos y, seguramente, con
muchos pecados, pero no con el de la soberbia. Al menos hasta ese punto. Por eso creo, por
pretencioso que parezca, que ha sido la voluntad de Dios la que me ha obligado a escribir la
historia. Otra cosa muy diferente es intentar escudriñar qué pretendía Nuestro Señor al
instarme a hacerlo. Quizás, tan sólo, mostrar que los seres humanos no hemos mejorado
nada.
Jack el Destripador, o quienes se ocultaban bajo ese nombre, asesinó a cinco
personas, cegado por la locura y la ambición. Y ahora mismo en España, en ambos bandos,
son asesinadas miles de personas también a causa de la locura y la ambición, de la codicia y
el fanatismo, de la sinrazón de quienes sólo buscan su propio beneficio y el de su gente, por
encima del interés general, por encima de la ley de Dios que dice que todos los hombres
somos hermanos.
Oigo pasos acercándose fuera de mi celda. Es el fin. Ya no me quedan minutos,
apenas algunos segundos. Dentro de poco conoceré la verdad de todas las cosas. O quizás
no, si siempre he estado equivocado y Dios no existiera, pero en este último caso, como
jamás sabría que he puesto toda mi confianza en un ser inexistente, tampoco podría
decepcionarme ese hecho así que, casi más como una apuesta personal que como un acto de
fe, sigo aferrándome a mis creencias y aprovecho los pocos instantes que me quedan para
rezar. Rezo por mí, pidiendo la indulgencia divina y el perdón de mis pecados y faltas. Y
rezo por todas las víctimas de esta cruenta guerra que está devastando familias, territorios,
personas, de esta guerra sin sentido que hemos sido incapaces de evitar.
Y rezo por Sabino Arana, y por Charles Kingsfield, su hermana y su padre. Y
también por las prostitutas que tan injustamente fueron asesinadas. Que Dios se haya
apiadado de sus almas. Que se apiade de todos nosotros. Y, sobre todo, que se apiade de
todos los que nos sucedan en los años que están por venir. Van a necesitarlo en este mundo
tan cruel e inhumano que nos hemos empeñado en construir desde que Adán y Eva fueron
expulsados del Paraíso.
Notas

[1] Los “galtzagorris” (literalmente “pantalones rojos”, por el color de su


vestimenta) son personajes de la mitología vasca que tienen una fuerza y una velocidad
sobrehumana, y que son tan pequeños que en un alfiletero caben cientos de ellos.

[2] Con la denominación de “jauntxo” se hace referencia, en Euskadi, al hombre


poderoso y rico que no duda en hacer ostentación de dichos poder y riqueza.

[3] “¡Oh, patria mía, tan hermosa y perdida!, ¡oh, recuerdo, tan grato y fatal!”

[4] Emakume: “mujer” en euskera. En realidad el plural sería emakumeak, pero se


usa la ese final al ser una conversación transcrita en castellano.

[5] “Bretaña gobierna las olas”, canción patriótica del año 1740 que se convirtió
entre los ingleses en un símbolo de su expansión marítima e imperial.

[6] En euskera, vara con la que se aguijonea a los animales, sobre todo a los bueyes
en las idi-probak o pruebas de bueyes.

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