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Balzarino Angel - Hombres Y Hazañas (Doc)

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Angel Balzarino

HOMBRES Y HAZAÑAS
Prologo - Los paisajes interiores

Narrador tajante. Hace de la síntesis un recurso poderoso que le permite referirse


a circunstancias y sitios sin mencionarlos totalmente, sólo los sugiere, deja que
sus lectores intuyan y con ello logra una participación visceral.

En este nuevo libro: "HOMBRES Y HAZAÑAS", Ángel Balzarino sigue su estilo


inconfundible, ajeno a los paisajes exteriores; lo que le interesa es el paisaje de la
naturaleza interna, las emociones, el intrincado devenir, las fatalidades.

Los diez cuentos son como una delgada epidermis que recubre aconteceres de
historias a veces lejanas, a veces recientes, donde no caben ternuras ni
serenidades, porque los personajes se enfrentan a los desafíos linderos entre la
vida y la muerte; generalmente se mueven de la pasión a la crueldad, del acecho a
la agonía. Y todas estas desventuras adquieren de pronto sonidos corporizados y
pasan a ser figuras protagónicas; así son los soldados grávidos de frío y
mutilaciones, el poeta arrumbado en una celda, o legendarios y espectrales
hombres que transitaron por tierras americanas. Criaturas vivas, fuertes, soberbias
y también frágiles, golpeadas por los martirios.

Traiciones, trampas, saltos y finales sorpresivos. Elementos que Balzarino


gobierna a su antojo para crear un universo literario sin moverse de la ciudad que
habita desde niño. Como si a través de sus ventanas descubriera la sabiduría y
supiera los secretos de los hombres de todos los tiempos. Como si desde su
eterna silla de ruedas lograra apresar un conocimiento claro, pero a la vez
amargo, de la materia vulnerable con la que estamos moldeados los seres
humanos.

Elda Massoni
EL POZO

A pesar del cansancio, siguió hundiendo la pala con el mismo ritmo. Lento.
Mecánicamente. Como lo había hecho por primera vez, dos días atrás, cuando se
produjo la denigrante y jamás pensada rendición de las filas patriotas y entonces
los otros, los enemigos que habían soñado y jurado destruir con mayor rapidez y
facilidad que aplastar una mosca, se revelaron imponentes y soberbios,
dispuestos a emplear un despótico rigor sobre los prisioneros como él. Sí. El peor
trabajo. El que nunca imaginé ni hubiera elegido. Sin alternativa para sublevarse.
Como tampoco pudo hacerlo aquella tarde cuando llegó a la casa la nota escueta,
rotunda, extremadamente fría, que lo urgía a presentarse en el Regimiento del
Ejército. Aunque la perspectiva de participar en un conflicto bélico lo sacudió con
violencia, procuró mantener la calma para desvanecer el temor que se había
apoderado de sus padres y, sobre todo, de Julieta, incapaces de aceptar la idea
de tan súbita separación. Será por unos días. Todo se arreglará muy pronto. No
logró esgrimir otro argumento, tanto por la necesidad de aferrarse a esa
esperanza, bastante débil y nebulosa, como por impulso de la fuerza y seguridad
que pretendía transmitir a través de cada palabra el teniente Bertoldi. La patria
está en peligro. Debemos defenderla. Sin miedo ni vacilación. Hasta destruir
completamente al enemigo. Probarle nuestra capacidad de lucha. No llegó a
sentirse contagiado por semejante fervor, como tampoco la mayoría de los
muchachos que ascendieron con él al avión para marchar al frente de batalla en la
remota zona austral; más bien el miedo, cierta desorientación y hasta un aire de
velada impotencia los embargó cuando padres, hermanos, novias, agitaron los
brazos en señal de un saludo que no hacía presentir una separación breve ni
pasajera. Parece la despedida final. Como si nunca volveremos a vernos.
Después, sobrellevando con extrema dificultad el azote del frío, sin llegar a saciar
el hambre con la comida escasa y desabrida, debieron superar cualquier gesto de
flaqueza y, por imperio de frías disposiciones, armarse vigor y resolución para
cumplir el deber ineludible de echar de las islas a los aviesos invasores. No. No
será tan fácil ni terminará tan rápido. La certidumbre creció con la voracidad de un
cáncer en el curso de los días, atenuando el optimismo que mandos superiores
pretendían insuflar sobre pronta victoria. La caída de incontables compañeros
acentuó el progresivo pánico ante el poder destructivo de las fuerzas enemigas.
Para no caer en el desánimo o tener tal vez bruscos ataques de locura, procuraba
evocar sitios familiares, rostros queridos, en una febril tentativa por recuperar todo
aquello que había integrado su mundo y ya consideraba remoto, casi perdido.
Julieta. La soledad parecía tornarse más aguda cada vez que la recordaba,
golpeado por el hecho desgarrador de no poder tenerla entre los brazos,
acariciarla, besarla. Hundió la pala en la tierra. Una y otra vez. Ahora impetuoso.
Frenético. No por el deseo de acabar cuanto antes el pozo, sino como una forma
de apartar el asedio de recuerdos perturbadores o, más bien, para descargar la
dosis de rabia, terror, desesperanza. Vanamente. Lo supo con desoladora
claridad. Porque ya resultaba demasiado tarde para evadirse de esa especie de
trampa. Sin alternativa de elección y obligado a cumplir una disciplina estricta, se
había visto precipitado a intervenir, sin preparación y escaso armamento y
arrebatado de miedo, en una pugna que de antemano parecía destinada al
fracaso. Como si se tratara de una broma macabra y nosotros fuéramos simples
muñecos de trapo convertidos en el blanco del ataque de ellos. Desesperado por
ser parte de un rebaño que, obediente y sin capacidad para armar una sólida
defensa, se afanaba por sobrevivir en desigual puja. Por eso no le sorprendió la
rendición. Cayendo prisionero, se vio sometido a reglas que los otros,
enseñoreados por el triunfo, se encargaron de hacer cumplir con recia
determinación. Sin piedad. Soberbios. Y así le había tocado apuntalar edificios
deteriorados por los bombardeos, limpiar los escombros que cubrían los caminos,
excavar la tierra para sepultar a los muertos. El peor trabajo. El que jamás hubiera
querido hacer. Sobre todo por tratarse de los amigos con quienes había
compartido la lucha, el temor, la desolación. Al fin, exhausto, advirtió que el pozo
tenía el tamaño de tantos otros. Como lo exigían sus captores. Entonces el grito le
hizo volver la cabeza. Notó la firme actitud del soldado que lo vigilaba. Sí. Este es
para mí. Lo comprendió súbitamente. Mientras el fusil vomitaba fuego.
EL HOMBRE ACECHADO

A pasos decididos, impulsada por una ansiedad que no le daba tregua, se dispuso
a cumplir la cita de todos los días. Obstinada. Con la sensación de reavivar una
punzante herida. Es lo único que puedo hacer ahora. Comprendiendo, sin
embargo, que era demasiado poco el diario ritual, no sólo para compensar el amor
prodigado por él con desmesurada dosis de pasión y entrega, sino también para
encontrar una razón, justificativo o mero consuelo para seguir andando por el
camino que se presentaba árido y despiadadamente solitario. Verla. Tenerla entre
mis brazos. Una vez más. La modesta y ya única pretensión que abrigaba ahora
mientras los ojos enturbiados por el cansancio y la fiebre vigilaban obsesivos la
puerta a la espera de la figura querida. Sabía que era inútil. Él mismo le había
pedido que dejara de visitarlo. Sí. Es lo mejor. Ahorrarte el dolor y el bochorno de
verme convertido en una piltrafa. Asumir solo, sin proferir un grito de protesta, la
condena de encontrarse postrado en el mísero camastro que le habían asignado
en la celda fría y maloliente, ya demasiado débil no sólo para permanecer sentado
sino para aferrar un lápiz y escribir algunos de los tantos versos que hubiera
querido dedicarle. Ya el único puente de comunicación lo establecía el cesto de
comida que todos los viernes ella le hacía llegar como el regalo más precioso,
reconfortante, a través del cual pretendía expresarle toda la dedicación, el amor, la
fidelidad. Es un arrebatado. Incapaz de esperar un minuto para tener lo que
quiere. Súbitamente había comenzado el acoso de él, primero al pasar todos los
días frente al taller de costura donde ella trabajaba y, después, siguiéndola por la
calle o cualquier otro sitio. Fogoso. Desbordante. Incansable. Como si se tratara
de un juego en el que tenía la carta de triunfo, demoró en ceder, en dar una señal
de aprobación. Halagada, sin llegar a definir si era por cierta piedad al notarlo tan
impaciente y desesperado, o vencida por tanta tozudez, o más bien para relegar el
peso de la rutina y la soledad. Impulsados por gustos y afinidades comunes,
comenzaron los encuentros. Cotidianos. Plenos de ansiedad y fervor. En lugares
apartados, libres de la curiosa y acusadora mirada de los habitantes de Orihuela.
Aprendieron a conocerse a través de los besos dulces y las manos irrefrenables,
transformadas en el medio más adecuado para entenderse, escapar a la odiosa
chatura de los días, disfrutar con mayor intensidad el placer que anhelaban para
siempre. Todo fue demasiado breve. Como si un inesperado huracán hubiera
arrasado nuestros sueños. Brutalmente. Un sentimiento de añoranza y desolación
solía acometerla cada vez que evocaba aquellos meses en que, enfervorizados y
ajenos de cuanto los rodeaba, llegaron a ser verdaderamente felices, antes de
sobrevenir la separación y las huidas y el acecho implacable de la muerte. El dolor
de cabeza. Acuciante. Grave. Impidiéndole cualquier instante de reposo, lo
obligaba a revivir, sin escapatoria, aquel tiempo de la infancia en que a través de
los golpes en la cabeza su padre pretendía sofocar las ansias de libertad y
obligarlo a cuidar las majadas, repartir leche por el pueblo, realizar otras duras
tareas del campo. Sin presentir ni importarle que él sólo anhelaba plasmar en
poemas aquello que alentaba como un pájaro impetuoso en su corazón, leer toda
la noche hasta quedarse dormido o recostarse con una inefable sensación de
gozo y serenidad junto al río Segura. Por fin, en un acto de súbito arrojo, se dirigió
hacia Madrid. La única tabla de salvación. Ansioso por huir sin ligaduras y obtener
el alentador reconocimiento por el cúmulo de poemas que representaba su tesoro
más preciado. Inútil. Le bastaron pocos meses para ser ganado por la mayor
decepción al sentirse perdido en la ciudad hostil y desconocida, sin amigos,
acorralado por la extrema pobreza. Llevando a cuestas el estigma de la ruina y el
fracaso, debió regresar al hogar pueblerino. Cuando ya se creía aplastado por un
muro siniestro, surgió algo. Inesperadamente. Con la gratificación de una suave y
alentadora caricia. Ella. La muchacha de profundos ojos negros. Josefina. Sola.
Cuando más necesitaba tenerlo a mi lado. Empezaba a sentir la fuerza del hijo
que iba creciendo en su vientre cuando la guerra, anunciada con repetidos actos
de protesta y beligerancia, lo apartó de su lado, al enrolarse en las filas milicianas
dispuesto a defender los valores de la República. La constante zozobra prosiguió
a la separación. Sin saber dónde estaba ni si volvería a verlo. Consumida por la
espera. Morosa. Interminable. Y nada -ni el desarrollo del trabajo diario, ni la
inminente llegada del hijo, ni atender a su madre enferma- lograba cubrir el vacío.
Hasta que regresó. Fugazmente. Para dejarme la terrible certeza de haber
recibido su última visita. Entonces conocí la violencia y el dolor de la muerte. Allí,
en los campos de batalla, junto a las trincheras, en la lucha cuerpo a cuerpo. Y
quiso sustraerse a tanto horror. Escribiendo. Durante los escasos momentos
libres, robando horas al descanso. Como una forma de reafirmar la vida. Poemas
y poemas leídos con voz fervorosa a sus compañeros de batallón, gobernado por
el deseo de estrechar más aún los lazos de amistad, de alcanzar una mutua cuota
de ánimo y confianza. Hasta que sobrevino el derrumbe. Destrozadas las fuerzas
del ejército republicano, comenzó a peregrinar de un sitio a otro, sin tregua, con el
creciente terror de verse apresado por manos aviesas. Urgido por la necesidad de
estar junto a Josefina y al hijo de escasos meses. Aunque era el lugar menos
seguro, regresó a Orihuela. Nada más gratificante que estrecharlos contra mi
pecho. Soñar con la posibilidad de vivir juntos para siempre. Imposible conseguir
eso allí donde resultaba fácil blanco para sus perseguidores. Prefiero saber que
estás vivo en algún lugar y no verte caer muerto a mi lado, le confesó ella un día,
desolada, sin poder soportar ya la situación de permanente inquietud. Sí. Tal vez
sea lo mejor. Hasta que desaparezca el peligro. Pero tácitamente ninguno llegó a
creer demasiado en eso. Alcanzar un estado libre de sobresaltos les resultó una
meta muy lejana. La inevitable separación tuvo un carácter desgarrador. De nuevo
solo, deambulando como un paria, sin encontrar el amparo de una mano amiga ni
un ínfimo hueco para guarecerse, abrigó el deseo de abandonar el país. Pasó por
Sevilla y Huelva, pero al llegar a la frontera portuguesa las sombras tantas veces
presentidas se materializaron en rostros tallados en piedra y manos imperiosas y
fusiles cargados de amenaza. Esporádicamente le llegaron noticias sobre el lugar
donde se encontraba él: la Prisión Celular de la calle de los Torrijos, las cárceles
de Palencia y Ocaña, finalmente el reformatorio para adultos de Alicante. Allí pudo
verlo, a través de las rejas del locutorio, todos los viernes. Como si fuera otro
hombre. Quebrado, esforzándose por hilvanar las palabras, sin ánimo para
esbozar la sonrisa tan espontánea y habitual en otro tiempo. Impotente para
brindarle una ayuda. Deseando romper las rejas y apretarlo entre mis brazos,
cubrirlo de besos hasta devolverle las fuerzas y la alegría. Inútil. Lo supo con
abrumadora violencia ese viernes que no le permitieron verlo y ni siquiera
aceptaron que dejara, como era habitual, el cesto lleno de comida. Mi cabeza.
Convertida en codiciado trofeo. A lo largo del torvo itinerario de prisión en prisión,
los guardias se habían confabulado en centrar allí -como lo hizo su padre muchos
años atrás- la mayor reciedumbre del castigo, sin duda por considerar lo más
delicado e importante, lo que necesitaba preservar tanto para resistir los
interrogatorios y los golpes como para volcar en el papel el torrente de palabras
que expresaran sus anhelos, desilusiones, bronca, rebeldía, soledad. Han logrado
su propósito. Abatirme. Reducir cualquier atisbo de protesta. Impedir la expresión
del más pequeño de mis sueños. Y por eso el hecho de transformar la condena a
muerte en una pena de treinta años de reclusión le parecía el fruto de una broma
macabra, despiadada, como si ellos -los carceleros ya convertidos en dueños
absolutos de su vida- le hubieran concedido la gracia de tener esperanza, de creer
que podría sobrevivir tanto tiempo. No. Resultaba absurdo dejarse encandilar por
semejante idea. Sobre todo a partir del día en que, incapaz de moverse para ir al
dispensario, el médico comenzó a atenderlo en la celda. ¿Cuántas veces volveré a
ver la luz del día? Y el hálito de vida que se le escabullía brutalmente quería
ocuparlo en pensar sólo en ellos, Josefina y el hijo, como una instintiva forma de
darse ánimo, pero también dominado por la certeza de que esas presencias
queridas le pertenecían cada vez menos. Sí. Han logrado despojarme de las
cosas más sentidas. Aquellas que justificaban una razón para vivir. Y esa mañana,
cuando ya el menor movimiento le exigía un esfuerzo sobrehumano, sintió el
impulso de escribir algo de todo eso que le martilleaba la cabeza. Con mano
temblorosa, en garabatos casi ininteligibles sobre el papel arrugado. ¡Adiós
hermanos, camaradas, amigos: despedidme del sol y de los trigos! Se detuvo al
fin, agitada, y quedó contemplando el pequeño rectángulo de mármol con una
mezcla de dolor e incredulidad, todavía sin poder aceptar el hecho de que él se
encontraba allí. Después, con gestos mecánicos, desenvolvió el ramo de flores.
Sí. Lo único que puedo hacer ahora. Como cada día, en un acto que llevaba
implícito una dosis de pesadumbre, desamparo y, sobre todo, amor, colocó los
claveles junto a la lápida donde solamente se leía "Miguel Hernández, poeta".
LA BÚSQUEDA

Primero fue un grisáceo remolino de tierra, después el contorno cada vez más
nítido de algunas figuras. Sí. Es un grupo de ellos. Apretando las riendas, clavó la
vista en los jinetes que se acercaban. Casi hipnotizado. Con una desconocida
sensación de alivio al comprender que al fin estaba a punto de concluir casi diez
años de búsqueda. Afanosa. Sin tregua. Desde aquella tarde en que las hordas
del cacique Garcete habían irrumpido en el Fortín Yunká. Feroces. Incontenibles.
En desaforado griterío. Transformando la calma de la siesta en desorden y pánico.
Nunca en sus doce años se sintió tan desvalido, incapaz de moverse, casi sin
comprender lo que pasaba a su alrededor. El comandante dictando órdenes
imperiosas, la urgencia de soldados por aprestarse a la lucha, el chillido de las
mujeres, la despiadada embestida de los atacantes. Sólo quiso estar junto a su
madre para sentirse protegido. La llamó en desesperado clamor mientras era
tragado por la violencia y el fragor del combate. Por fin, sucio de tierra y sangre,
cayó pesadamente al suelo. La fatiga y el dolor lo fueron hundiendo en una
creciente nebulosa. Hasta percibir el grito. Sorpresivo. Horadante. Superando el
estampido de los fusiles y el golpe de las lanzas y el quejido de los heridos. Tan
claramente familiar que no tuvo la menor posibilidad de confundirlo con otro. De
manera instintiva, como si respondiera a un perentorio llamado, consiguió abrir los
ojos. Entonces la vio. Con los brazos abiertos, la cara petrificada en una mueca, el
pecho cubierto de sangre por obra del lanzazo devastador. Debió limitarse a
observarla. Sin fuerzas para moverse. Impotente. Desesperado. Y fue ese
momento, esa escena, lo que habría de prevalecer más claro y poderoso a través
del tiempo. La única forma de evocarla. Recordándome siempre la obligación de
vengar su muerte. Una obsesión desde entonces atrapar al cacique Garcete y sus
hombres. Relegando a plano secundario cualquier cosa que no fuera alcanzar esa
meta impuesta por el rencor, el afán de justicia, la soledad. Y para ejercer el acto
vindicativo, esperó. Días, meses, años. Primero, junto a quienes le curaron las
heridas, le brindaron amparo y cariño, quisieron ayudarlo a lograr un estado de
olvido y resignación; después, aprendiendo con febril entusiasmo a montar a
caballo, a utilizar el puñal y el fusil, a conocer todos los secretos de la lucha
cuerpo a cuerpo; y por fin, participando en la acción para repeler el ataque de los
indígenas, al formar parte del Regimiento de Gendarmería de Línea.

Entonces creí tener la oportunidad de conseguir lo esperado. Vengarme,


apaciguar el odio que me consumía, empezar tal vez a olvidar. Y se entregó a la
lucha. Pujante. Implacable. Sin la menor duda, casi desprovisto de cualquier
vestigio de compasión. En cada indio creí ver uno de aquellos que mataron a mi
madre y destruyeron el Fortín y me rompieron todos los huesos. Sólo quise
cobrarme la deuda. A cualquier precio. Obsedido por la búsqueda impaciente,
tediosa, inacabable. Para ello no eludió enfrentar a los malones que azotaban la
frontera del norte, ni perseguir a quienes arrasaban algún poblado, ni penetrar en
las tolderías en busca de cautivos. La decisión, el coraje indomable, la frialdad que
solía conservar en los momentos más difíciles, llegaron a despertar una corriente
de admiración y envidia en los otros soldados y le hicieron ganar la confianza de
sus superiores. Cada vez le asignaron tareas más riesgosas. Logró cosechar
progresivos honores. Pero nada colmaba su objetivo. Los repetidos entreveros
sólo le dejaban el sabor de la frustración, el vacío de la espera inútil, la desoladora
comprobación de que la muerte no servía para aplacar el resentimiento, sino más
bien acrecentaba el horror. Cada vez me sentí más salpicado por tanta sangre.
Como si fuera uno de ellos. Alguien dedicado a matar. Simplemente. De improviso
creyó evadirse de la pesadilla en que había estado inmerso durante años. Como
una especie de revelación comprendió no sólo que tal vez nunca podría atrapar a
Garcete, sino también lo absurdo y desatinado que resultaba el intento por
concretar la venganza a través de otras personas. Entonces lo acosó un
sentimiento en el que se mezclaban el desencanto, la furia, el remordimiento, pero
sobre todo el creciente sentido del fracaso. Sí. No he conseguido vengar a mi
madre, ni atrapar a los asesinos, ni siquiera demostrar que puedo hacer algo más
que usar un puñal o disparar un fusil. Y debió esforzarse para continuar realizando
las habituales tareas, para no reflejar ante los demás la recia tormenta que
turbaba su corazón. Hasta esa noche en que -incapaz ya de fingir, queriendo
escapar de espectrales figuras que no le daban tregua-, convertido en sombra
sigilosa, abandonó el Fortín. Y marchó en carrera desenfrenada, sin rumbo. Al
surgir la primera claridad del día, divisó a una cuadrilla de indios.

Sí. Ahora podré conseguirlo. Con implacable lucidez comprendió que tenía el
modo de alcanzar el anhelado alivio. Desistiendo al fin de la búsqueda que lo
había torturado durante años. Sin verse acometido por el afán vengativo. Con la
posibilidad de abandonar por fin un peregrinar jalonado por el dolor, la
desesperanza, el odio, la muerte. Descubriendo un cauce liberador en los jinetes
que se acercaban. Imponentes. Cada vez más fuertes las voces enronquecidas.
Altas y amenazantes las lanzas.

Y tranquilo, sin miedo ni ánimo para luchar, se limitó a esperarlos.


EL REGRESO

No lograba definir si era alivio o intranquilidad, alegría o un invencible temor, el


sentimiento que prevalecía ahora, hundido en el asiento, atisbando a través de la
ventanilla el monótono paisaje formado por la hilera de árboles, algunas vacas
dispersas y el campo casi infinito. Sin interés ni curiosidad, más bien como una
manera de comprobar el avance del tren que, después de un año y medio, lo
llevaba de regreso a su pueblo. Es por ella. Únicamente. Le resultaba claro el
motivo que lo mantenía tenso, a la expectativa. Tal vez cree que la explosión me
dejó inútil como hombre. Que ya nunca más podré... En vano pretendía desalojar
la idea impuesta en los últimos meses. Obsesiva. Implacable. Convertida en un
enigma cuya revelación podría conferirle una renovada dosis de esperanza o, por
el contrario, iba a precipitarlo en un estado de soledad ya inmodificable. Sólo al
llegar a la estación lo sabré.

(-¡Nuestra próxima misión será volar el puente de Fitz Roy!

Al dictar la orden, la voz del capitán Zárate resonó tan cortante y gélida como el
viento que azotaba el patio del cuartel, donde él y los otros soldados que
integraban el regimiento permanecían en silencio, rígidamente alineados. Como
una simple manada. Sin importar lo que pensamos o queremos. Obligados a
cumplir directivas. Mientras el capitán daba detalles de la operación, lo asaltó otra
vez la ola de furor e indignación experimentada al recibir la cédula que no sólo
significaba un llamado a luchar estoica y generosamente para defender parte del
territorio de la patria, sino también alejarse de cuanto constituía lo más preciado e
importante: sus padres, el trabajo, los amigos, ella. Gladys. Durante los primeros
días en las islas, repetir el nombre querido consiguió darle la ilusoria y casi
resignada sensación de tenerla cerca; después, debido sin duda al tenaz
aislamiento, ni la fuerza del recuerdo, ni recibir alguna carta de tanto en tanto,
lograron ser un consuelo y, mucho menos, aplacar la urgente necesidad de
abrazarla, de gozar la fragancia de piel, de poseerla largamente. ¿Cuándo podré
tenerla otra vez? ¿Cuándo?

-¡Todos listos! ¡Dentro de media hora iniciaremos la operación!)

El sol declinaba cuando la marcha del tren se hizo cada vez más lenta y pudo
observar, semejante a una tarjeta postal que iba adquiriendo progresiva nitidez, la
conocida fisonomía del pueblo. Todo igual. Menos yo. Golpeado por la
comprobación del cambio sufrido en el curso de los meses de ausencia, no sólo
en su cuerpo sino especialmente en el modo de ver el acontecer de la vida, pleno
de escepticismo y desaliento, como si un cúmulo de años se hubiera desplomado
de improviso sobre él.

Muy pronto se vio sustraído de esa especie de letargo. Primero, por la presencia
de hombres, mujeres y niños apiñados en el andén, y después, al ingresar el tren
en la estación, por los rostros sonrientes y las voces repitiendo su nombre y los
brazos levantados en saludo de bienvenida. Parecen dispuestos a iniciar una
fiesta. Como si yo tuviera ánimo o motivo para celebrar algo.

Antes de que el tren se detuviera, algunos ascendieron al vagón. Tumultuosos.


Voces y risas en bullicio casi ensordecedor. Impacientes por abrazarlo. Y sin poder
hacer nada para detener la desordenada avalancha, simplemente los esperó.

(No quiero hacer esto. No. Se mordió los labios para reprimir un grito de protesta y
rechazo al verse obligado a participar en la nueva misión. Aunque el capitán
Zárate recalcó que resultaba muy riesgosa, no era por miedo. Se trataba de otra
cosa: bronca, desolación, impotencia. Casi los mismos sentimientos que lo
asaltaron cuando partió del pueblo para intervenir en una contienda absurda, casi
demencial. Los enemigos usurparon nuestras tierras. No podemos permitir
semejante ofensa. Hay que echarlos como perros. Sin la menor compasión. Las
arengas enalteciendo el honor, la dignidad, el coraje para luchar por una noble
causa, no lograron despertarle algo de fervor o interés. Estamos aquí para matar o
morir. Lo único claro. Irrefutable. Y como tantas otras veces, mientras se deslizaba
junto a sus compañeros por el sendero escarpado de piedras y arbustos hacia el
objetivo asignado, procuró evadirse de esa odiada realidad evocando hechos
agradables: el baile de los sábados en el pueblo, los partidos de fútbol con los
amigos, las horas pasadas junto a Gladys.

Hasta que sobrevino el horror. Bruscamente. Cuando alguien pisó una mina. El
estruendo de la explosión se confundió con los gritos de alarma y dolor.
Desarticulados, los cuerpos saltaron envueltos en una espesa nube gris.)

No tuvo tiempo para reponerse de la sorpresa ni esbozar una tímida protesta.


Incontables brazos lo levantaron, convertido de pronto en leve bolsa de plumas.
Abiertamente confabulados en otorgarle al hecho de regresar al pueblo un
carácter jubiloso, pleno de luz, que le permitiera no sólo empezar a relegar el
espanto de la contienda en la que ha participado, sino también recuperar el calor y
la alegría por encontrarse de nuevo en su hogar, lo bajaron del vagón. Mientras
cruzaban el andén, deslizó la mirada sobre las personas agolpadas. Inquieto. En
denodada búsqueda del rostro querido. No ha llegado todavía. Después, cuando
lo colocaron en el palco de madera levantado en un rincón de la plaza, siguió
escrutando cada figura que se acercaba para saludarlo. A la expectativa.
Impaciente. Pero poco a poco comprendió que era más débil la esperanza de
verla. Es inútil. Seguramente decidió no venir.

(No pudo definir cuánto tiempo pasó sumido en una especie de nebulosa -allí, en
el cuarto blanco y saturado por el olor a remedios y alcohol, rígido en la cama,
manipulado por médicos y enfermeras en curaciones dolorosas-, antes de sentir el
creciente peso de la impotencia y el desamparo. Por la ausencia de rostros
familiares, por la tortura de verse envuelto todavía en el fragor de la explosión, por
el futuro que presentía sombrío y desalentador. Tal vez deberé acostumbrarme a
esto. Para siempre.
La llegada de los esperados visitantes tampoco le otorgó cierto aliento. El capitán
Zárate. Cordial. Elogiando el coraje que había demostrado en la tarea
encomendada. Optimista sobre su pronta rehabilitación. Vino por compromiso.
Una obligación pesada, pero ineludible. No encontró otra explicación para justificar
las palabras demasiado obvias, la sonrisa con que pretendió despejar cualquier
síntoma de malestar o preocupación, la negativa a informarle sobre el estado en
que habían quedado sus compañeros de partida, la impaciencia por alejarse
cuanto antes de allí. Algo semejante ocurrió con los otros visitantes. Como si
nunca se hubiera producido aquella explosión. Como si no fuera por eso que estoy
aquí, con el cuerpo destrozado. Su madre, sólo capaz de hilvanar escasas
palabras, vencida por el llanto que no pudo definir si era un desahogo por
abrazarlo después de tantos meses o la desesperada reacción al verlo postrado
en la cama. Los viejos amigos -el Cholo, Rodrigo, el negro Fernández-,
confabulados en hacer bromas y evocar momentos festivos, con el propósito de
reanimarlo y relegar cualquier sombra funesta. Pareciera que no hay motivo para
preocuparme. Y estoy aquí simplemente gozando unos días de descanso.

Sólo la actitud de Gladys fue distinta. Tensa. Reflejando claros signos de


nerviosidad. La sonrisa apenas una mueca. El largo tiempo de espera para
besarla, abrazarla, tenerla a su lado para salvarse de la soledad, se derrumbó en
la mayor frustración. No puede disimular. Es como si nunca hubiéramos tenido
algo en común. Completamente extraños. Sin huella de los incontables gestos de
amor, de los sueños que habían pensado concretar juntos. El beso fugaz y el roce
de la mano que no llegó a ser caricia parecieron expresar no la alegría del
reencuentro, sino más bien el saludo por una despedida final. Sin duda cree que
nunca podré desempeñarme como hombre. Convertido en simple muñeco. Sin
movimiento ni deseo. Inútil.).

No. Ya no vendrá. Poco a poco desistió de recuperarla, de que su regreso al


pueblo podría acercarlos, de revivir un tiempo pleno de promesas y luminosidad.
Ahora represento una carga demasiado grande. Y no debe tener fuerzas ni ganas
de llevar a su lado. Golpeado por la ausencia de ella participó como mero testigo
del acto en que los habitantes del pueblo le otorgaron el carácter de figura
principal. Oyendo sin interés la voz estentórea del presidente comunal al darle la
bienvenida y expresar el gusto de tenerlo allí y el orgullo de toda la gente por la
destacada labor cumplida en las lejanas tierras del sur en defensa de la soberanía
nacional. Recibiendo indiferente la medalla de oro, el reloj y tantos otros objetos
convertidos en testimonio de cariño, reconocimiento, admiración. Sin verse
contagiado por el júbilo desbordante que todos expresaban a través de aplausos y
gritos y la incesante repetición de su nombre.

Hubiera querido manifestar el repudio por todo eso. Revelar abiertamente que ya
nada tendría sentido ni valor para él, ahora que ella no iba a estar más a su lado y
debería permanecer para siempre en un sillón de ruedas, cercenadas las piernas
por la explosión de una mina.
LA CULPA TARDÍA

Desaparecer. El único propósito que lo animaba al marchar sigiloso por las calles
oscuras, cubierto el rostro con un poncho. De tanto en tanto volvía la cabeza.
Inquisitivo. No. Nadie me está siguiendo. Y aunque no descubría el acecho de
ninguna figura, le costaba alcanzar un estado de sosiego y despreocupación. Ya
resultaba habitual en los últimos días. Intranquilidad. Sobresalto por cualquier
ruido. La sensación de cuerpos espectrales a punto de caer sobre él. Es por lo que
hice. Por mi traición. Jamás podrán perdonarme. Presentía la venganza
temerosamente cercana, despiadada, para hacerle pagar el bochornoso acto que
había cometido en un instante de flaqueza, seducido por el fascinante tintinear de
las monedas de oro con las que creyó tener al fin la oportunidad de concluir la
denigrante condición de esclavo, sin poseer una vivienda decorosa ni un mísero
pedazo de tierra, sometido a los caprichos de los conquistadores. Y claudicó.
Necesitaba el dinero. Para sentirse fuerte, seguro, y poder vivir sin ataduras.
Quería disfrutar eso. Evadirse del estado de humillación y sometimiento padecido
por sus padres y tantos otros antepasados, incapaces de proferir un grito de
protesta o exigir la posesión de los bienes utilizados por los otros como si fueran
los dueños absolutos. No pude soportarlo. No estaba dispuesto a pasar toda la
vida aplastado como una rata. Y sin la menor duda ni atisbo de miedo, arrebatado
por la determinación de echar a los intrusos, se plegó al grupo de mancebos que
anhelaba quitar al flamenco Simón Jacques del gobierno. Libertad. Libertad. El
grito creció poderoso en las voces de los criollos que aquel 31 de mayo de 1580
ganaron las calles de la incipiente ciudad en un clima de contagioso entusiasmo,
alentados por un incontenible furor pero también con el aire de triunfo por dar el
primer grito de rebeldía, semejantes a una bandada de pájaros que lograba
romper los cerrojos de la jaula. Tumultuosos. Incontenibles. Y yo estaba entre
ellos. Orgulloso de participar en esa gesta. Gozando el beneplácito y apoyo de
quienes habían nacido en esas tierras y experimentaban la desgarrante sensación
de ser estafados por los extranjeros que se apropiaban de los mejores solares y
ocupaban los cargos más destacados en el gobierno de la ciudad y los obligaban
a cumplir todas las leyes. Ese día dijimos basta. Unidos por un afán común
capturaron en sus propios domicilios al teniente de gobernador Jacques, y al
alcalde Pedro de Olivera, y al escribano Alonso Fernández Montiel, y al capitán
Francisco de Vera y Aragón, todos los que ostentaban la autoridad conferida por el
fundador Juan de Garay. Un operativo rápido y sin llegar a derramar una gota de
sangre. Después, enfervorizados por la victoria y el hecho de tener por primera
vez el poder de decisión, eligieron a quienes habrían de ocupar los principales
cargos. Y la suerte me favoreció. Yo, Cristóbal de Arévalo, el nuevo teniente de
gobernador. La euforia por sentir su nombre vivado con estruendoso fervor por la
gente agolpada frente al Cabildo no sólo resultaba ya irrecuperable, sino que
ahora se había transformado en angustia, desencanto, pero sobre todo en pertinaz
culpa, mientras cruzaba la ciudad a pasos rápidos y nerviosos, echando furtivas
miradas a su alrededor, más que por el miedo de ser atrapado de improviso, para
eludir cualquier trozo de los cuerpos de los cabecillas de la revolución vilmente
ajusticiados. Por mí. Yo provoqué eso. Casi estalló en grito desaforado como un
intento por desalojar la piedra que iba creciendo en su pecho y alcanzar,
tardíamente, una cuota de tranquilidad. Traicioné la confianza que tuvieron al
elegirme. No había tenido escrúpulos ni tampoco se detuvo a considerar
demasiado las consecuencias que tendría su accionar, cuando cedió encandilado
al sortilegio inefable de la bolsa llena de monedas de oro que depositaron en sus
manos. Representaba una cantidad de dinero mayor de la que había tenido ni
visto nunca. De inmediato se sintió dispuesto a realizar cualquier cosa para no
perderlo. Sólo por mí. Por la facilidad de conseguir cuanto quisiera. Olvidado
repentinamente de los nobles propósitos de honor, justicia, dignidad, que había
compartido con todos los que se alzaron en armas aquella víspera de Corpus
Christi. Buscó su propio beneficio. Egoísta. Obnubilado por el privilegio del poder.
Y permaneció casi desdeñoso, como si ya pudiera desinteresarse del asunto luego
de recibir el pago convenido y pronunciar el nombre de ellos, de Benialvo y Ruíz y
Leiva y Gallego y Romero y Villalta y Mosquera, los que lo acompañaron en la
patriada revolucionaria, hasta que el castigo sobre los complotados se concretó de
manera drástica, con alevosía, a fuerza de estocadas, golpes y puñaladas. Como
ejemplar escarmiento para los que abrigaban similar ánimo subversivo, los
cuerpos fueron descuartizados y repartidos por los caminos. Nunca pretendí esto.
Nunca. Súbitamente horrorizado por el insospechado desenlace de su traición,
perdió toda huella de serenidad al sentirse manchado por la sangre de sus
hermanos de raza. Comenzó a pasar las noches en agotadora vigilia por el acecho
de fantasmales figuras, apresado por el miedo, la zozobra, el terror de sufrir una
justa y cruel represalia en manos de los mancebos defraudados. Nunca podrán
perdonarme. Ninguna palabra o gesto será capaz de justificar lo que hice. Y
acorralado, sin lograr tener ya un instante de reposo, esa noche decidió
abandonar la ciudad. Un acto inútil. Lo supo de improviso. Mientras concretaba la
huida desenfrenada. No. Jamás conseguiré algo de paz ni olvido. Aun lejos de la
ciudad y marchando por caminos solitarios que parecían libres de cualquier
peligro. Porque la bolsa abarrotada de monedas con las que imaginó disfrutar un
estado de poder y esplendor, ahora no iba a servirle para desalojar la visión de los
cuerpos destrozados ni rechazar la furia vindicativa de quienes había traicionado
ni, mucho menos, aplacar el sentimiento de culpa que, con increíble violencia, lo
golpeaba más y más.
JUAN, EL ÚNICO AMOR

Debo llegar. El único pensamiento que ahora la guiaba. Obsesivo. Para ayudarla a
superar el largo trayecto que aún necesitaba recorrer, pese a las estrías por las
que sangraban sus rodillas al arrastrarse por el suelo pedregoso y la creciente
fatiga del cuerpo escuálido, espantosamente frágil. Aguante, general. Ya estamos
por llegar. Las palabras se reiteraban en Lacasa y Frías y Álvarez y en los
soldados que componían la reducida partida y en ella, como si no encontraran ni
hubiera otras para expresar la preocupación, el temor, la casi desesperanza que
los embargaba mientras pretendían, después de la atroz derrota sufrida en
Famaillá, llevar a un lugar cómodo y seguro al amado general que, cruzado sobre
su caballo, era sacudido por bruscas convulsiones y profería de tanto en tanto
leves quejidos. Marcharon leguas y leguas en alocada carrera, por caminos
escarpados, cruzando algún montecito, silenciosos y sin dejarse abatir por el
agotamiento, hasta que una voz alentadora dio el aviso. Allí está. Por fin. Miren. Y
la mano tendida señaló el conjunto de viviendas de Jujuy que las últimas luces del
día recortaban contra el horizonte. A pesar de las palabras de ternura y
conmiseración de quienes pasaban a su lado, no levantaba la cabeza del suelo
por el que arrastraba sus rodillas, concentrada, sin permitir que nada perturbara el
arduo cometido dictado por un sentimiento en el que alentaban la fe religiosa, la
necesidad de purgar viejas culpas y, sobre todo, efectuar una fervorosa
recordación del hombre que había logrado despertar el amor más fuerte y
apasionado. Le pareció un cuerpo desconocido, casi sin forma dentro del uniforme
excesivamente abultado, ajeno al que había palpado tantas veces en lentas
caricias, vibrante de placer, dotado de inagotable vigor. Mi amor. Pobrecito. Un
sentimiento de lástima e infinita ternura la invadió y tuvo que llevarse las manos a
la boca para ahogar un grito de rabia, dolor, total impotencia al observar el modo
lento, cuidadoso, con que los soldados tomaban el cuerpo del general -creyendo
sin duda que tenía la fragilidad de un chico y cualquier descuido podía dañarlo- y
lo depositaban sobre un catre desvencijado. Al quedar a solas con él, se inclinó
sobre el cuerpo que parecía azotado por un imbatible temblor. Querido.
Desbordante de amor lo abrazó en un intento por calmarlo, por prodigarle la fuerza
y amparo que ahora tanto necesitaba, pues el coraje y determinación demostrados
repetidas veces en los campos de batalla se habían derrumbado en una extrema
debilidad. Desoladoramente indefensa, con el instintivo temor de una niña a punto
de recibir una dura reprimenda, se sintió aquella tarde al encontrarse por primera
vez ante él, el hombre alto y delgado, que parecía imponer respeto con un simple
gesto o mirada. Vengo por mi hermano y mi tío. Quiero rogarle por sus vidas,
general. Casi de manera atropellada manifestó el motivo de la visita, nerviosa,
impulsada tal vez no tanto por un estado de angustia y desesperanza, sino más
bien por la perplejidad, la inquietud, casi la especie de embrujo que llegó a
experimentar al sentirse traspasada, desnudada con violencia, por los ojos de él.
Impida la ejecución. Por favor, general. Mientras trataba de conferirle el mayor
fervor y convicción a su pedido, él pareció sumido en una postura fría y lejana. Sin
atender a las palabras. Observándola. Pendiente de cada gesto. Fascinado. Y esa
comprobación había resultado más clara al recibir la respuesta en la que no pudo
descubrir el menor signo de cordialidad, indignación o desagrado, sino que
simplemente reflejó la perentoria autoridad empleada sin duda al dirigirse a sus
soldados. Lo siento. Nada se puede hacer. Ya he dado la orden de ejecutarlos.
Acostándose a su lado, lo besó. Repetidamente. Como si se tratara de la primera
vez, en una ceremonia plena de ternura y encanto, a través de la cual abrigaba el
íntimo anhelo de librarlo de todo dolor, de mitigar los reiterados quejidos y, sobre
todo, devolverle a su cuerpo el acostumbrado ímpetu y fortaleza. Tal vez nunca
más. Tal vez ya no podré gozarlo como tantas noches. El brusco pensamiento la
estremeció. Quiso rechazarlo, destruirlo de inmediato. Furiosa. Odiándose por
dejar que la invadiera la desolación, el miedo, al verlo tan frágil, desprotegido.
Deslizó las manos en caricias a las que pretendió otorgarles un carácter nuevo,
más deslumbrante que nunca, que tuvieran la virtud de despertar el conocido
ardor y vitalidad. Tal vez nunca volveré a tenerlo. Nunca. Abatida por el infructuoso
intento, por considerar de pronto remota e inalcanzable esa aspiración, ante la
perspectiva de encontrarse sola y desvalida, sin el sostén, la seguridad, el goce
que le brindaba la compañía de él. A pesar de que sólo un leve temblor agitaba el
cuerpo vencido por la enfermedad y el agotamiento, lo mantuvo apretado,
frenética, con el ansia recóndita de prolongar indefinidamente ese instante, los dos
solos, sin verse acosados por los fantasmas del pasado ni temerosos ante el
incierto futuro, sino disfrutando únicamente el presente que, ansiosa y
desesperada, no quería perder. Así. Para siempre. Estaba hundiéndose en una
plácida zona de placer y adormecimiento cuando, abruptamente, unos golpes en
la puerta y gritos destemplados, la obligaron a incorporarse. Te volviste loca. No
podés hacer eso. Es una barbaridad. Diversas razones, todas negativas, debió
escuchar de parte de quienes, guiados por el afecto o la amistad o tal vez el
simple deseo de evitar que cometiera un error y se expusiera a ignotos peligros,
procuraron frustrar la descabellada idea de acompañar al general Lavalle y el
puñado de hombres sobrevivientes de la derrota de Famaillá en el largo camino
hacia Jujuy. ¿Acaso ya no te importa el daño que te causó ese hombre? Algunos
apelaron al recuerdo más lacerante, tratando de escarbar la herida dejada por él al
desatender el ruego de impedir la ejecución de su hermano y su tío, lo cual sin
duda merecía un gesto de eterno repudio e inmisericordia. No fue así, sin
embargo. Y no alcanzó a hallar una explicación lógica. Sí. Tal vez sea una locura.
Pero no puedo hacer otra cosa. Sin oponer resistencia ni ceder a falsos
escrúpulos, decidió seguirlo impulsada por un súbito y poderoso vigor en el que
alentaban cierto juvenil enamoramiento, un extraño atractivo por la enigmática
figura del general y también el deseo de trabajar en beneficio de la patria. Tuvo la
sensación de haber caído en una trampa. Sutil. Devoradora. Inevitable. Como si
desde el momento en que se habían visto por primera vez hubiera quedado
establecido, tácitamente, un pacto por el cual debían permanecer unidos,
superando cualquier sombra nacida del odio, del anhelo de venganza o de la
brutal presencia de la muerte. Desdeñando los consejos y las prevenciones,
provista de algunas cosas personales se aprestó, con ahínco y pasión, a compartir
la riesgosa y fascinante aventura de integrar la maltrecha partida del general
Lavalle. Enemigos a la vista, general. Reconfortada advirtió que se estremecía el
cuerpo de él, como si el tono perentorio de Lacasa hubiera tenido la virtud de
otorgarle renovadas energías. Parpadeando repetidas veces, trató de sentarse.
Hay que organizar la defensa. Rápido. Procuró ayudarlo, sin preocuparse
demasiado por el anunciado peligro sino más bien repentinamente jubilosa, libre
de los sombríos presagios de las últimas horas, al verlo movilizarse, dispuesto a
ocupar el cargo de jefe. Mi espada. Presuroso, Lacasa se la alcanzó y luego los
tres marcharon hacia la puerta. Desde el exterior llegaron más fuertes los ruidos:
el galope de caballos, las voces dictando órdenes o profiriendo gritos de alarma,
los primeros disparos. Vamos. No hay que perder tiempo. Bruscamente pareció
recuperar la firmeza que le era habitual, superado ya cualquier rastro de la
debilidad y el cansancio que habían minado su cuerpo. Apartando las manos que
pretendían sostenerlo, caminó resuelto. Con gesto altivo. Sí. Tal vez todo vuelva a
ser como antes. De nuevo se dejó ganar por una furtiva esperanza. Al llegar al
patio los paralizó una estruendosa descarga. No supo cuánto tiempo permaneció
así, sin atinar a nada, mientras estallaba el grito espantado de Lacasa y veía cómo
él se llevaba las manos al cuello. Ansioso. Desesperado. Con el inútil afán de
contener la sangre que brotaba a borbotones. Reaccionando por fin, abrazó el
cuerpo querido. Y durante largo rato pretendió infundirle todo su calor y ternura y
vitalidad, hasta comprender, al notarlo cada vez más rígido y frío, que en ese
momento a ella también empezaba a escapársele la vida. Ya las rodillas se habían
convertido en llagas sangrantes cuando se detuvo ante el altar de la Catedral.
Exhausta. Aliviada por haber logrado su objetivo. Y como tantas otras veces, se
entregó a un rezo íntimo, ferviente, con el propósito de hallar el sosiego y la fuerza
para sobrellevar la soledad. Ardua pero infructuosa tentativa. Porque cada vez le
resultaba más profundo el vacío en que se había hundido cuarenta años atrás,
cuando una trágica madrugada la muerte le arrebató sorpresivamente a Juan, su
único amor.
EL DÍA NEGADO

Después de trasponer la puerta, dio unos pasos por el comedor, en una especie
de reconocimiento, de afanoso intento por familiarizarse otra vez con todas esas
cosas que durante dieciocho años habían formado parte del afecto, los sueños, los
juegos, pero que ahora, de improviso, asumían el carácter de algo raro, casi
desconocido.

-Está guardada en tu dormitorio -su madre tuvo la virtud de presentir el motivo de


la indecisión o búsqueda-. Nadie la tocó mientras estuviste ausente.

Hizo un leve gesto a modo de agradecimiento. Imaginó el celo y la dedicación de


sus padres para mantener limpio, inmaculado, lejos de manos extrañas, el
instrumento que le habían regalado no sólo como premio por las excelentes notas
obtenidas en los estudios, sino también con el propósito de estimularlo para
perseverar en la vocación elegida desde muy chico. Tiene condiciones de sobra.
Llegará a ser un gran concertista. Palabras reiteradas que constituían un modo de
halago y empuje para alimentar sin pausa el recóndito anhelo de convertirse en
una figura relevante. Ser el centro de la atención. Ocupar la primera plana de
diarios y revistas, aparecer por televisión, presentarse en las salas más
importantes del mundo. Despertar envidia, admiración, celos. Por eso, durante
meses y años, desdeñando la compañía de familiares y amigos, sin permitirse
recreos que significaran distracción o pérdida de tiempo, se concentró sólo en un
aprendizaje férreo, obstinado, con la pretensión de alcanzar un estado de
seguridad y plenitud para el día en que, desde un escenario, le tocara demostrar
su capacidad.

No llegó ese día, sin embargo. No. Fue otra cosa lo que estuve obligado a realizar.
Sin buscarla ni quererla. Bruscamente hecho trizas los sueños y el cúmulo de
proyectos y la libertad que deseaba conservar como uno de los bienes más
preciados. Entonces debí empuñar otro instrumento. Menos agradable. Creado
para provocar la muerte. La llegada de la citación escueta, imperativa, no le dio la
menor posibilidad de protesta. Debía cumplir lo ordenado. Mansamente. Y al
presentarse en el Regimiento de Infantería número nueve, tuvo la revelación de la
guerra inminente y escuchó las encendidas arengas sobre la soberanía y el honor
y la necesidad de luchar en defensa del territorio nacional. Creyó quedar apresado
en una maraña asfixiante. Sin tener el recurso de un gesto negativo. Obedecer. Lo
único. Dejando que los otros impusieran las reglas. Y casi antes de comprenderlo,
se encontró en un lugar inhóspito, obligado a cavar trincheras y empuñar un fusil y
disparar los morteros, asediado por el frío implacable y la cercana presencia de la
muerte en los proyectiles arrojados en cada ataque de los aviones. Sintiéndose
atrozmente aislado. Sin defensa. Golpeado por todo aquello que le habían
arrebatado: el afecto de sus padres y amigos, los estudios, el deseo de cumplir la
vocación elegida. Y por eso, cada segundo que estaba allí, entre el fragor de la
lucha y la queja de los heridos y las órdenes secas y categóricas, le resultó
irremediablemente perdido para el logro de la meta anhelada. Sí. Tal vez lo mejor
sea abandonar para siempre la idea de dar un concierto, de revelar algún día
quién soy. Y la impotencia, el miedo, la progresiva desesperanza crecieron no sólo
por las noches, cuando el sueño quedaba relegado por la invasión de escenas,
hechos, rostros, que habían formado parte de su íntimo y pequeño mundo, ya tan
despiadadamente lejano, sino mucho más después de la explosión. Cuando todo
pareció quedar petrificado, destruido, sin ningún sentido para él.

- Vamos. Allí está. Tomala.

Estremecido por la súbita voz, tardó unos segundos en tener noción de que estaba
de nuevo en la casa, alejado del estruendo y el horror de las contiendas, frente a
su madre. Mecánicamente observó el sitio que le indicaba. Sí. Como si me hubiera
estado esperando. Pero no efectuó ningún movimiento en respuesta a la invitación
de ella, casi temeroso de aferrar el querido instrumento como había deseado
hacerlo tantas veces en las islas en vez del fusil o la metralleta y, sobre todo
después, aislado en la gélida pieza de un hospital, mientras duraba la lenta
recuperación. Lo único que podía otorgarle sentido a la vida o, al menos,
devolverle una cuota de fervor y esperanza. Pero al observar el abultado vendaje
que cubría sus manos, comprobaba que los luminosos proyectos habían quedado
sepultados en aquella tierra lejana. No. Ya nada será igual. Ahora deberé
acostumbrarme a vivir de otra forma. A pesar de la actitud jubilosa de los médicos,
las enfermeras, los amigos y, especialmente, de su madre, empeñados en librarlo
de cualquier vestigio de temor y zozobra sobre el resultado de las incontables
operaciones para quitar las esquirlas de la granada. Como si hubiera ido a las
islas de vacaciones. Sin correr ningún peligro. Y ahora estoy herido por unas
simples espinas. Rechazando el afanoso intento de los otros por presentarle una
realidad grávida de alentadoras promesas, olvidados de que sólo él debía sufrirla
en carne propia, sin subterfugio ni ayuda.

Por fin, en un acto esforzado, cruzó el umbral. Lentamente fue hasta la cómoda
sobre la cual se encontraba la guitarra. Quedó observándola, incrédulo todavía de
tenerla al alcance de las manos después de tantos meses. Y ese hecho lo
sacudió. Implacable. Al comprobar que sus dedos cortados, convertidos en
muñones, jamás le permitirían tocar las cuerdas.

Y violentamente, mientras estallaba el grito histérico de su madre, comenzó a


golpearla contra la pared.
LOS VERDUGOS

- ¿Se ve algo?

- No.

- Tal vez no vendrá hoy.

- Nunca falla. Ya debe estar por llegar.

Las palabras, proferidas en tono apenas audible, trasuntaban el estado de


impaciencia y nerviosidad que embargaba a los cuatro hombres que,
abroquelados en el hueco de una casa, permanecían quietos, los ojos clavados en
la calle oscura y desierta, fuertemente cerradas las manos en los puñales
disimulados entre la ropa.

(Una ráfaga de pujanza y legítimo orgullo lo invadió cuando, erguido en la litera


llevada por sus hombres a paso lento, penetró en la plaza de Caxamarca y advirtió
que todos los ojos se clavaban en él. Aquí estoy. Sin asomo de miedo ni
vacilación. Hubiera querido gritar que ostentaba el título de emperador del
magnífico y poderoso imperio incaico y estaba acostumbrado a enfrentar cualquier
obstáculo y dificultad. Como el hecho de encontrarse allí, con una reducida
escolta, para entrevistarse con los hombres llegados de tierras remotas. El intento
por alcanzar la paz y la concordia revelaba sin duda una actitud precavida, plena
de respeto, admiración y aun temor, en procura de evitar cualquier enfrentamiento
en el territorio donde él contaba con toda la fuerza y autoridad.

Cuando detuvieron la litera en el centro de la plaza, uno de los extranjeros se le


acercó. A pasos torpes debido a la gordura fofa, con una gran cruz de madera
colgada del cuello, sosteniendo en las manos una especie de caja, voluminosa,
forrada de cuero. Entonces la sorpresa se transformó en desagrado y, por último,
en furor descontrolado, tanto por el tono de la voz como por el sentido de las
palabras que le iban traduciendo en su lengua. De pronto comprendió el propósito
de los visitantes. Someterlos, en una postura altiva y exigente, más que lograr el
establecimiento de un estado de unión y amistad. Como si fueran los dueños
absolutos de todo el imperio y no ellos, sus hermanos de sangre, los hombres y
mujeres nacidos allí y que, a través de generación en generación, aportaron su
lucha y afecto y sacrificio para resguardarlo de cualquier peligro. El hombre
amenazó con declarar la guerra y tomar sus bienes y provocar los mayores males
si no aceptaba el requerimiento de reconocer a la Iglesia por señora y superiora
del universo, y al Sumo Pontífice en su nombre, y al Rey y a la Reina de España
como superiores y señores de esas tierras. A modo de corolario, lo instó a colocar
una mano sobre la caja y jurar un compromiso de fidelidad y obediencia.

-¡No! -lo apartó con gesto brusco y rabioso- ¡Jamás!


La perplejidad e indignación enrojecieron el rostro del hombre gordo. Comenzó a
mover los brazos y proferir gritos desaforados, como expresión de repudio o más
bien en urgente pedido de ayuda.

Abruptamente quedó revelado el engaño, la burla, el subrepticio ataque preparado


por los invasores. Al surgir las figuras. Numerosas. Incontenibles. Demoledoras.
Cubriendo la plaza desde todos los rincones. Y muy pronto el primer estampido
quebró la quietud de la tarde soleada.)

Al trasponer la puerta, observó el habitual panorama de todas las noches: el


carruaje, los soldados que formaban guardia, la soledad de la calle. Aspirando el
aire que atenuaba un poco el intenso calor, ascendió al vehículo. Sí. Amo y señor
de hombres y haciendas. El que dispone y ordena. Recostado en el asiento, sintió
el deseo de lanzar una carcajada plena de satisfacción al imaginar lo que le
esperaba: los amigos reunidos en el salón del Palacio; la comida sabrosa y
abundante, acompañada con vinos especialmente elegidos; la charla salpicada
con divertidas bromas; la compañía de una mujer para aplacar las urgencias del
cuerpo. El recreo que podía disfrutar cada noche resultaba el premio cosechado
tras la exitosa expedición al Perú. Pocos creyeron que podría hacerlo. Como si no
hubiera tenido cojones para someter a unos indios miserables y extraer todos los
tesoros de aquellas tierras. Constituía una forma de cobrarse los esfuerzos, el
acoso del hambre y las enfermedades, el desdén y la falta de apoyo que habían
jalonado la ardua campaña a través de la cual se propuso no sólo conquistar gloria
y riqueza, sino también llevar a cabo un desafío. Audaz. Irresistible. Lo hice. Fui y
aplasté a esos indígenas y volví con un cargamento de joyas y oro como ningún
conquistador pudo hacerlo jamás. Por eso ahora, regocijado, sólo deseaba
recoger los frutos de su hazaña.

(Engañado. Como un pájaro cayendo inocentemente en la trampa artera,


preparada con cuidado y alevosía. Sin tener la menor posibilidad de evitarla, de
esgrimir una defensa. Y ahora, encerrado entre cuatro paredes desnudas e
inviolables, lo golpeaba sin piedad el recuerdo de la infernal escena vivida en la
plaza de Caxamarca, con el remordimiento nacido del error, la improvisación o
excesiva confianza con que había actuado ante los visitantes, sin presentir que,
tras la apariencia de alcanzar una relación fraterna y pacífica, veladamente
estaban maquinando la traición. Fulminante. Despiadada. Haber visto caer a
hombres y mujeres de su pueblo por el disparo de los arcabuces y el accionar de
las espadas y la carga briosa e incontenible de los caballos, le dejó un sabor
amargo, la persistencia de una culpa que agigantaba el dolor, la furia, el
resentimiento. Vengar la sangre de ellos. Hacer algo para proteger a mi pueblo
antes de que sea completamente destruido. Rápidamente. No sólo para demostrar
el poder del imperio incaico, sino también como una obligación o deber hacia
quienes acataban fieles y obedientes cada uno de sus mandatos. Les haré pagar
caro la muerte de mi gente. Se arrepentirán para siempre de haber pisado
nuestras tierras. Y arrebatado por ese propósito, marchaba por la celda, incapaz
de alcanzar un momento de sosiego y alivio. Días y días. Hasta que decidió
efectuar una propuesta al jefe de los extranjeros. Deslumbrante. Casi increíble.
Comprar la anhelada libertad por todo el oro y plata que podía contener la pieza
donde estaba encerrado. Notó el brillo de la codicia y el goce en los rostros de sus
enemigos. Sin disimulo. Después, mientras llegaban desde todos los pueblos y
montañas y más apartados rincones del imperio los preciados objetos que iban a
representar su salvación, se dedicó a planear con ardor y meticulosidad el modo
de concretar la venganza. Estas tierras son nuestras. El legado más valioso de
nuestros antepasados. Y no permitiré que nadie nos eche de aquí. Obsedido por
esa idea, esperó -sin tregua, consumido por la impaciencia, con odio creciente- el
momento de ejercer plenamente los atributos que le confería ser emperador de los
incas.)

- Ya parece inútil seguir esperando.

- No debe tardar. Viene todas las noches.

- A lo mejor hoy cambió de idea.

El tedio de la espera impuso poco a poco un clima de malhumor y desmoralización


entre los hombres. Abandonando la actitud cautelosa que los había mantenido
apretujados junto a la pared, comenzaron a hablar con voz más fuerte y dar pasos
cortos y nerviosos.

- Tendríamos que haber ido a...

- ¡Silencio! ¡Escuchen!

Los cascos de caballos desalojaron la quietud de la calle.

- Sí. Ahí viene el carruaje. ¡Prepárense!

(No. No. Quemante, el grito. Provocado por el estupor, la indignación, el sentido de


absoluta impotencia cuando los otros decidieron quebrar de manera abrupta el
acuerdo establecido para recuperar su libertad. Por segunda vez tuvo la certeza
de sufrir una burla cruel, de ser pisoteado como un mísero insecto. Al resultar claro
que no estaban dispuestos a cumplir lo prometido. Poco antes de vencer el plazo
de dos meses para llenar la pieza de oro y plata, inventaron una siniestra
artimaña. Feroces. Implacables. No quisieron correr el riesgo de que me pusiera al
frente de mi pueblo para echarlos de nuestras tierras. Entonces lo acusaron de
traidor, de estar preparando una conspiración, de rendir culto a dioses falsos.
Como si aislado en la celda pudiera hacer otra cosa que dar pasos en círculo o
lastimarse los puños golpeando impotente las paredes o sentir el peso lacerante
de la soledad. Sometido a un juicio vilmente preparado, incapaz de articular la
menor defensa, con los hombres y mujeres de su raza masacrados sin piedad por
los visitantes, comprendió que estaba condenado de antemano. Sí. Ofrecerles
diez o cien piezas como ésta llenas de oro también habría sido inútil. Sólo les
interesa mi sangre. El trofeo más importante de la conquista. Y lo abatió el sentido
de la derrota, no tanto por él, sino por su pueblo, por los queridos hermanos que
siempre le dieron muestras de lealtad y confianza. Sin poder hacer nada para
salvarlos de la esclavitud y la muerte. Y aunque presentía que una sombra
ignominiosa iba a caer sobre el imperio afanosamente construido a lo largo de
tantos años, no quiso otorgarles a sus enemigos el placer de verlo flaquear. No.
Firme, hierático, casi desafiante enfrentó el suplicio.)

Permaneció recostado en el asiento mientras el carruaje efectuaba el habitual


recorrido, como si necesitara un breve reposo antes de gozar, con pasión e
intensidad, las largas horas de holgura que le deparaba cada noche. Sí. Un
merecido premio. Reconfortado. Queriendo paladear cada segundo del halo de
prestigio y gloria que había empezado a cosechar después de la triunfal campaña
al Perú.

Bruscamente se desvaneció la zona de placidez y regocijo. Una ráfaga de


sorpresa, desconcierto, aun miedo, lo paralizó al detenerse el vehículo y percibir
palabras entrecortadas y algunos golpes secos y contundentes. No pudo definir
cuánto demoró en reaccionar. Vacilante abrió la portezuela. Al descender notó
algunas siluetas movilizándose en la oscuridad de la calle.

- ¡Marqués Francisco Pizarro!

La voz tuvo un acento lejanamente familiar. Creyó ser acosado por sombras del
pasado. Impetuosas. Abrumadoras.

- Sí. ¿Quién me...?

No pudo continuar. Figuras indefinidas cayeron sobre él. Silenciosas.


Inmovilizándolo. Con decisión y vigor.

Entonces sintió el frío acero en la garganta.


EL INSTANTE SUPREMO

Supo que había llegado el momento. Sí. Ahora o nunca. Y a pesar de tener la
cabeza embotada por los golpes que lo habían hecho rodar seis veces por la lona,
comprendió que no podía claudicar. La oportunidad única, tal vez irrepetible,
esperada desde aquellos lejanos días en que sostenía repetidas peleas con otros
muchachos, al principio como una forma de ejercicio, después para demostrar el
rotundo vigor de sus puños y, por último, por resultar no sólo lo que más le
gustaba sino también por ser una forma de revelar su hombría. Llegó a sentirse
solo en esa patriada, luego de la temerosa reacción de sus padres que le
aconsejaron dedicarse a otro trabajo menos peligroso y, sobre todo, del brusco
alejamiento de Yolanda, al comprender que era incapaz de apartarlo del camino
elegido. Es lo único que sé hacer. No sirvo para otra cosa. Trataba de justificarse,
con el orgullo de confiar plenamente en sus fuerzas, pero también algo
desmoronado por la impotencia al no poder ofrecer otra cosa más atractiva o
agradable para vencer el rechazo de ellos. El boxeo o yo. Elegí. Inflexible, ella no
admitió la menor duda o vacilación. Como si ya no tuviera importancia mi amor.
Como si se hubiera olvidado de todos los proyectos que forjamos juntos. Y
después de marcharse de Junín, ya instalado en la capital donde anhelaba
concretar los sueños de grandeza y esplendor, la ruptura con ella lo golpeó
cruelmente. La soledad y el desaliento se agudizaron mientras pasaba las noches
en sombrías pensiones y trataba de ocupar un lugar respetable en la ciudad hostil,
desconocida, que parecía observar desconfiada sus movimientos lentos y pocos
ágiles a pesar de que la potencia de su derecha derribaba las pretensiones de los
más osados rivales. Ahora, con una mezcla de alivio y gratificación, supo que al fin
se desvanecían los años que había sobrellevado la desgastante y ansiosa espera
de poder encontrarse allí, entre las cuerdas, frente al campeón mundial. Sí. Tengo
que ganar. Lo único claro, excluyente, definitivo. Sólo el ansia de alcanzar ese
objetivo le había permitido mantenerse firme, incólume, a pesar de los sacrificios,
las privaciones, el creciente desánimo. Si estuvieran ellos aquí. Si pudieran verme.
Sobre todo ella. Anhelaba paladear el dulce sabor de la venganza, al demostrarles
a todos -y especialmente a la muchacha que no había querido corresponder a su
amor- que había llegado a la cúspide, ahora, sosteniendo la disputa más
importante de su vida, ante la mirada de incontables hombres y mujeres aunados
en un griterío ensordecedor. Quitarle la corona. Convertirme en campeón mundial.
Lo que en otros tiempos había sido una quimera o el producto de febriles
elucubraciones, de pronto se presentaba como una meta accesible, gratamente
cercana, a pesar de las reiteradas caídas y de la coraza indestructible que parecía
resguardar el cuerpo de su adversario. Tocarlo con mi derecha. Una vez, al
menos. Obsedido por ese propósito mientras caía una y otra vez, sin poder
detener la andanada de golpes, pendiente del momento en que el campeón se
tomara un respiro o bajara la guardia para efectuar el primer ataque, aplicar el
derechazo fulmíneo por el cual un periodista lo había bautizado como el Toro
Salvaje de las Pampas. No. Él tampoco podrá resistirlo. Seguro de su carta de
triunfo. La que le había granjeado el respeto y la admiración de todos. Y quiso
utilizarla. Urgentemente. Antes de sufrir tal vez una derrota ya incontrastable.
Descubrió la oportunidad de improviso. Al levantarse por séptima vez, advirtió que
el otro mantenía los brazos bajos. Despreocupado. Como si se hubiera cansado
de golpearlo. Sintiéndose ya triunfador. Sí. Ahora. Alentado por una repentina luz
de esperanza, sin reparar en el dolor, arrojó el puñetazo. Abruptamente. Y lo vio
tambalearse. Desfigurado el rostro. Con evidentes signos de flaqueza y
desconcierto. Comprendió que no podía perder un segundo. Convertido en
huracán, atacó. Incontenible. Y entonces, con un orgasmo de placer que tal vez
nunca más iba a experimentar, pudo vivir el instante supremo de sentirse imbatible
cuando, por obra de sus puños, el cuerpo descomunal de Jack Dempsey pasaba
entre las cuerdas y caía fuera del cuadrilátero, como un pájaro ciego y
descontrolado.
LA SENTENCIA

Dando vueltas a pasos cortos, semejante a un toro enjaulado, trató de aplacar la


nerviosidad y cierto furtivo temor. No tardará en llegar. Los dos aguardamos
demasiado este momento. Incapaz de admitir que algo pudiera frustrar el
encuentro convenido con la muchacha que, al embarcarse en Tenerife, tuvo la
virtud de conferirle un súbito atractivo a la monótona expedición. Por la tentadora
forma de su cuerpo, por el modo de mirarlo y sonreírle, por la alegre complicidad
que se estableció entre ellos. De inmediato había desplazado a segundo plano el
anhelo de conocer nuevas tierras y vivir deslumbrantes aventuras y aun
apropiarse de una buena carga de oro y plata. Tenerla entre mis brazos. Gozar su
cuerpo. Nada podrá ser más hermoso. Poco a poco se transformó en la única
obsesión. Por eso ahora, mientras la esperaba, procurando superar cualquier
atisbo de inquietud, sólo quiso dejarse ganar por una anticipado regocijo.

Al marchar por la bahía en precipitada carrera, casi sin rumbo, un escalofrío


recorre mi cuerpo. Resabio de la mezcla de sorpresa, horror, indignación que me
produjo conocer la sentencia dictada contra él. Alevosa. Inexorable. Y ahora sólo
quiero resguardarlo de los hombres dispuestos a ultimarlo. Comprendiendo que el
afán de vivir aquí, en la bahía, las soñadas horas de amor, habrá de convertirse tal
vez en una trampa donde la muerte surgirá victoriosa, provocando la definitiva
separación entre nosotros. Por eso ruego a Dios poder verlo antes que ellos.

- Allí está, capitán.

Juan de Ayolas dirigió la mirada hacia el punto que indicaba la mano tendida del
soldado. Una leve sonrisa de satisfacción asomó a su rostro al distinguir, en un
claro de la tupida vegetación de la bahía, la figura apuesta, enfundada en jubón y
calzas de raso, del maestre de campo. Ahora dejará de ser una molestia. Ahora
recibirá su merecido.

-No lo perdáis de vista. Esperad mis órdenes para atraparlo.

(- Ya resulta intolerable).

- Está creando un gran malestar entre los hombres.

- Sí. Desde hace varios días anda diciendo que no deben obedecerle a usted, sino
que cada uno haga lo que quiere.

- Así pretende un amotinamiento, señor.

Se limitó a oírlos. Abstraído, con un infinito cansancio nacido tanto de las palabras
tozudamente repetidas por Juan de Ayolas y Galaz de Medrano como del cuerpo
cubierto de úlceras dolorosas, malolientes, que lo obligaban a permanecer
postrado en su cámara, casi sin fuerzas para moverse, aislado de lo que ocurría a
bordo.
- Vuestra autoridad y aun vuestra vida pueden correr serio peligro.

Aunque otras veces no había querido dar crédito a tales denuncias -vertidas
también por el escribano Martín Pérez de Haro y el contador Cáceres- sobre el
carácter levantisco, de clara beligerancia, que tenía la conducta de Juan de
Osorio, de pronto se vio sacudido por una sombra de duda y desorientación. Sí.
Tal vez sea cierto. Tal vez todos tengan razón y sólo yo me resisto a creerlo o
admitirlo. Por resultarle completamente descabellado el menor gesto de
desobediencia o traición por parte de Osorio, a quien había nombrado su maestre
de campo con el encargo de reclutar la gente y distribuir los oficios de la milicia
para la expedición encomendada por el Rey para conquistar y poblar los pueblos y
provincias del Río de la Plata.

-Debe recibir un escarmiento, señor. Antes de que sea demasiado tarde.

Le pareció que se encontraba en una situación ya insostenible. Sometido a una


intensa puja entre el sentimiento de confianza y casi afecto que experimentaba por
Osorio y la necesidad de actuar con la firmeza impuesta por su condición de jefe.
Aunque debo permanecer en este camastro convertido en una miserable piltrafa,
todavía soy el que dicta las órdenes. No permitiré que ninguno de mis hombres se
comporte como si yo fuera un cobarde o un miedoso.

- Llamad al escribano. Dictaré la sentencia.

El repentino sonido de algunos pasos y el movimiento de ramas y hojas lograron


evadirlo del tedio de la espera. Sí. Debe ser ella. Por fin. Entre impaciente y
alborozado deslizó la mirada en torno, a la búsqueda de la presencia querida.

Entonces se vio cercado por los hombres que surgieron bruscamente del espeso
follaje. Decididos, con una mueca torva en los semblantes, las espadas y puñales
apuntándole al pecho. Sin darle posibilidad de efectuar un gesto de protesta o
defensa.

-¡Quieto!

A cada paso crece la desesperación. Al presentir que no podré evitar el propósito


de ellos. Tan poderosos, casi invencibles, desde que don Pedro dictó la sentencia
contra él, contra el hombre que supo conquistar mi corazón. Acusado de
amotinador por obra de habladurías nacidas del odio, la envidia, los celos. Pero
bastaron para que don Pedro, incapaz ya de distinguir lo que está bien y lo que
está mal, lo condenara. Hubiera querido gritarle que había sido engañado, que él
era inocente. De nada habría servido. En esta expedición yo sólo debo brindarle
mi compañía, curarle las úlceras que despiden un olor cada vez más
nauseabundo, consolarlo en los momentos de amargura y desánimo. Además, no
quería dejar al descubierto la relación entre Juan de Osorio y yo. Siempre tuvimos
los encuentros en secreto, como dos ladrones llenos de miedo, mientras
aguardábamos la llegada a la bahía de Janeiro. El lugar donde al fin podríamos
estar a solas, libres, sin testigos.

Súbitamente un grito me taladra los oídos. Sí. Es él. Comprendo que ya lo


encontraron. Y me detengo. Sin aliento. Petrificada.

("...que do quiera y en cualquier parte que sea tomado el dicho Juan de Osorio, mi
maestre de campo, sea muerto a puñaladas o estocadas o en otra cualquier
manera que lo pudiera ser, las quales le sean dadas hasta que el alma le salga de
las carnes; al qual declaro por traydor y amotinador, y le condeno en todos sus
bienes..."

Luego de leer la sentencia, el escribano Martín Pérez de Haro le alcanzó la pluma.

-Ya está. Podéis firmarla, señor.)

Sólo el grito. Horadante. Desgarrador. La única manera de expresar, primero, el


rechazo por la furiosa arremetida de los hombres, y después, cuando Juan de
Ayolas le aferró un brazo y Galaz de Medrano el otro, el total sentido de
impotencia y desconcierto al verse tratado como una simple alimaña.
Precisamente por ellos, por los hombres con quienes desde hacía tres meses
compartía los trabajos, las esperanzas, los sinsabores que les deparaba la
expedición. Asumiendo el carácter de enemigos, cargaron sobre él. Impetuosos.
Trémulas de urgencia las manos que sostenían los punzantes aceros.

Y mientras se hundía en una tenebrosa oscuridad, procuró evocar la figura de


Catalina Pérez con la furtiva esperanza de obtener algo de consuelo o más bien
darle el desolador saludo final.

Sí. Ya lo han hecho. Esta certidumbre me quita el deseo y las fuerzas para
reanudar la marcha. El fervor y la ansiedad con que había esperado el momento
de encontrarme con él se convierten de pronto en total abatimiento. Desgarrada
por el hecho de haber perdido algo vital, querido, definitivamente irrecuperable. Y
sólo atino a preguntarme cómo haré para sobrellevar el peso de la soledad.

(Con extrema lentitud Pedro de Mendoza tomó la pluma y, esforzándose por


superar el temblor de la mano, garabateó la firma con rasgos grandes y
desparejos. Luego tendió la hoja hacia los hombres quietos y expectantes.

-Tomad. Esta es mi disposición. Cumplidla.)

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