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Therese Raquin. Reseña

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Reseña de Thérèse Raquin de Émile Zola

Trejo García Ángel Antonio 312132112


Historia del Arte Teatral 6
Lic. Daniel Huicochea Cruz

Un capitán engendra una niña en una mujer indígena y, sin saber que hacer con ella, se la entrega a su
hermana. La niña, Therese, crece bajo la férre disciplina con que su tía busca prolongar la vida de su hijo,
Camile, débil y enfermizo.
Therese sufre en silencio una educación que contraria su temperamento, ardiente y febril, acaso por
llevar en sus venas la sangre africana de su madre y la sangre de un padre aventurero. Su espíritu se
ahoga en la tienda de su tía, en la habitación de enfermo de su primo; sus pasiones, ahogadas, se
convierten en un hastío infinito del que apenas es conciente, pero que siente, como un instinto, en su
sangre, que se rebela silenciosa contra su situación, aunque, en el exterior, se somete, dócil y
agradecida con el afecto de su tía, al matrimonio con Camile.
No lo cuestiona: acepta que las cosas son así, vive su vida como ausente, marcada por el ritmo
monótono del reloj que indica cuando abrir y cerrar la tienda, cuándo preparar la comida de su esposo
y, sobre todo, la solemne celebración de las tertulias del jueves, donde la feliz familia Raquin recibe a
sus amigos, reuniones que entusiasman a la tía y al esposo, y a las que Therese asiste, indiferente.
Pero un día fatídito, su marido trae a su casa a un viejo amigo de la infancia, Laurent, cuyo
temperamento ardiente enciende, de pronto, la revolución que se gestaba, desde que llegó a la tienda
de su tía, en las venas de Therese.
Zola despoja de todo idealismo el amor de Therese: lo presenta como un hecho físico, como una simple
reacción de su cuerpo, ajeno a cualquier elemento racional. Zola resalta, en su afán científico, la
importancia del temperamento, que sustituye aquí el hado implacable de la tragedia griega; los cuerpos
de Therese y de Laurent reaccionan como dos substancias químicas al ponerse juntas en el crisol. Hay
algo en la sangre de Therese que la precipita en los brazos de Laurent y que se rebela contra los valores
burgueses encarnados por su tía y su esposo, que viven en una perfecta mediocridad. Las instituciones
sociales, el matrimonio, la religión, son puestos en crisis en esta novela, inútiles al tratar de poner freno
a la fuerza de la naturaleza, a la animalidad que hay en el ser humano. En algunos seres humanos,
quizás, pues algunos de ellos se adaptan perfectamente a la rutina de un trabajo burgués como el de
Camile, y encuentran su mayor satisfacción en las reuniones de lo jueves; Laurent ve con ironía todo
esto, aunque también aspira a una comodidad burguesa, a vivir desahogadamente, razón por la cual no
es capaz de entregarse plenamente a la pintura.
Los amantes se vuelven cada vez más audaces: se aman bajo las narices de la señora Raquin y de su hijo,
que nunca desconfían de Laurent, a quien consideran su mejor amigo, un miembro más de la familia.
Therese está totalmente entregada a su amante, y a esta entrega responde él con una fría proposición:
¿qué necesidad tienen de amarse a escondidas, de tener miramientos con su marido? Un accidente le
pasa a cualquiera...
En Laurent se mezcla el temperamento sanguíneo con el cálculo y la fría razón: Therese se entrega a él,
él la utiliza para su placer y, posteriormente, para cimentar su patrimonio. Nos encontramos todavía
frente a los valores burgueses, pero en este personaje están desprovistos de cualquier idea de virtud, se
muestra en la desnudez del cálculo y la supervivencia. Laurent triunfa: mata a su rival, se queda con su
esposa, con su patrimonio... la supervivencia del más fuerte; Camile fue mantenido con vida a pesar de
no ser apto para la vida, en una infancia perpetua, en una dependencia infinita, y los cuidados excesivos
de su madre no hicieron sino acrecentar estos factores congénitos.
El placer de los amantes desaparece con la muerte de Camile, y todavía más cuando logran su cometido
y se casan, orillando a la propia señora Raquin a proponerlo, al convertirse Laurent en el protector de la
pobre viuda y un hijo sustituto para la anciana: juegan con la fantasía familiar de la señora, se
aprovechan de la estructura burguesa de la sociedad, incluso consiguen el apoyo de los amigos de las
reuniones de los jueves, para dar legitimidad a su pasión.
Pero esta pasión, encerrada en la institución del matrimonio, acaba por ahogarlos... no son
verdaderamente libres: ocultan un crimen, y siguen encerrados en la casa de esa señora, en el polvo de
su tienda, en la calidez ascéptica de su hogar. En este tedio insoportable, en este fingimiento, anida el
remordimiento que los vuelve locos.
"¡No tenemos de que preocuparnos! Estas personas están ciegas, ¡no aman!", exclama Therese en un
arrebato de pasión, antes de planear el asesinato de Laurent. Y el tema de la mirada es crucial en el
desarrollo de la novela: Therese se divertía cuando su gato los miraba consumar su pasión, pero a
Laurent la idea lo aterraba, él es mucho más temeroso y pragmático que su apasionada amante. Una vez
vueltos marido y mujer, la mirada del gato los enloquece y, hacia el final de la novela, la mirada
acusadora de la señora Raquin, que enferma hasta quedarse muda y paralítica.
Al principio, se siente feliz y agradecida con el destino, pues tiene a sus dos hijos para cuidarla, como
una niña. Pero al no tener ya razones para ocultar su crimen, y arrastrados por la pasión del
remordimiento (su racionalidad tambalea cada vez más, el cuerpo los domina), pierden los estribos y
revelan la verdad; la señora Raquin escucha horrorizada e impotente que ellos mataron a su hijo, que su
vida es una farsa, que ha sido traicionada. Intenta en vano, en un patético episodio, comunicar a los
invitados de los jueves la verdad, haciendo un esfuerzo enorme por superar su parálisis, pero estos
malintepretan su mensaje y ella se consume en la impotencia.
Sólo tiene un consuelo: es testigo del infierno que viven los asesinos de su hijo. Se queda impasible,
esperando el desenlace: Laurent golpea a Therese por las noches, tienen violentas peleas, desconfían el
uno del otro y miran llenos de temor a la señora, a la que alimentan y no dejan morir.
Al final de la novela, ambos están dispuestos a matar al otro, pero se descubren mutuamente y llega la
reconciliación. Se miran a los ojos, llenos de terror y compasión: se abrazan como niños, se consuelan.
En su mirada hay agradecimiento mutuo: beben juntos el veneno y se dejan caer, exhaustos, hastiados
de si mismos y del mundo. Encuentran la paz.
La última imagen que nos ofrece Zola es la de la señora Raquin, como una divinidad griega de la
venganza, terrible, inmóvil frente a los cadáveres, sin poder saciar su mirada de ese espectáculo. Es,
probablemente, el momento más feliz de su vida, y en el que tiene más vitalidad. Y es un perfecto
retrato de la novela, la imagen de lo que ocultan las instituciones burguesas, la falsedad de sus valores y
su mediocridad.
No hay ningun elemento trascendente en la novela de Zola, ningun consuelo: el ansia de libertad en la
sangre de Therese la conduce solamente a la destrucción. Zola describe el desarrollo de su desgracia
como si se tratase de una enfermedad: se centra en lo orgánico, habla del estado físico de sus
personajes, de sus nervios y de su sangre. Disecciona las instituciones y los valores burgueses, muestra
aspectos negados de la naturaleza humana: cuestiona la racionalidad en aras de la animalidad, y reduce
los valores más sagrados a mero cálculo, a fría comodidad, a conformismo y mediocridad, de manera
que ni siquiera las aparantes virtues de la señora Raquin y de Camilo se presentan como admirables; no
hay personajes virtuosos en la novela, no hay un bien al que se oponga el crimen de los amantes. Solo la
mezquindad humana, el egoísmo y la imposibilidad de contactar con el otro; en su amor absorbente, la
señora Raquin es también egoísta, incapaz de un sentimiento verdaderamente apasionado, sólo busca
su comodidad; la pasión la conoce, irónicamente, solo en la venganza y el rencor. Los seres humanos son
mostrados como animales, y no existe espacio para la reflexión: tenemos únicamente la comodidad, el
ennui, la pasión y el crimen. Nada hay que frente a la irracionalidad humana, y Zola muestra que los
valores y las instituciones que lo intentan son irrisorias frente a ella.
¿Qué veríamos si estuviéramos en una posición semejante a la señora Raquin, si ya nadie fingiera frente
a nosotros, si fuéramos mudos testigos del infierno que se oculta tras la paz cotidiana? ¿Qué se nos
revelaría de nuestra vida y nuestras relaciones? Es la gran reflexión que me llevo de esta lectura.

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