Estío y otros cuentos
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Los mejores cuentos de una narradora cuya obra se ha revalorado en los últimos años.
Antología de cuentos de la escritora sinaloense Inés Arredondo, verdadera escritora de culto y una de las autoras más interesantes de la llamada "Generación de medio siglo", a la que también pertenecen figuras como Juan García Ponce y Salvador Elizondo. La antología recoge los mejores cuentos de las tres colecciones de relatos que la autora publicó en vida. La curaduría y prólogo corren a cargo del también sinaloense Geney Beltrán Félix, uno de los jóvenes críticos mexicanos más importantes de los últimos años.
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Estío y otros cuentos - Inés Arredondo
INÉS ARREDONDO,
ENTRE EL PARAÍSO Y EL INFIERNO
En una casa de verano, frente al mar, una joven viuda pasa jornadas de descanso al lado de dos adolescentes: su hijo Román y un amigo de éste llamado Julio. La lenta convivencia de los días está nutrida por el ocio y el juego: una tarde se escapan los tres a bañarse a la playa, en otra ocasión los chicos pelotean al volibol, o van al pueblo para ver una película y pasear con las muchachas mientras ella permanece dormitando en su cama, o devora mangos frescos, o sale a vagar por los rumbos vecinos. Aunque el fuerte calor se hace ubicuo a lo largo del día, es éste un escenario deleitoso, un tropical locus amoenus en que habitan personajes con la vida resuelta, libres de cualquier peligro o adversidad y que, aun así, habrán de ser parte de un secreto conflicto. Se trata del ámbito apacible, inusual ante el cuadro de violencia que se lee en mucha de la narrativa mexicana de mediados del siglo XX, con que abre la obra de Inés Arredondo: «Estío» es el primer cuento de su libro de debut, La señal, salido de la imprenta con el sello de Ediciones Era el 10 de noviembre de 1965. Medio siglo de vitalidad, pues, ya ha cumplido la escritura elusiva de uno de los más notables nombres de la ficción breve mexicana.
Difícil prever que el marco de ensueño y fábula que se describe en «Estío» habría de dar paso en narraciones y libros posteriores a una imaginación de filones siniestros, a historias y personajes imbuidos de una opresiva tendencia por apostarse en las parcelas del decaimiento emocional y la derrota interior. Esto se debe al doble movimiento vivencial que la prosa de Arredondo revela: la búsqueda de la utopía y la belleza, por un lado, y, por otro, el descenso a la impureza, la angustia y la locura. El paraíso y el infierno en las mismas páginas.
Volvamos al primer avistamiento del paraíso. El conflicto está en «Estío» apenas insinuado; no se discierne hasta la última página. Si bien ve con gusto pasar los días en que su hijo y Julio departen como grandes amigos, la madre de Román vive inconsciente los ánimos de un flujo escondido que de cuando en cuando da señales. Una de ellas es el gusto, inocente en apariencia, con que devora «tres mangos gordos, duros», y que en su forma de relatarlo no reniega de inspiraciones sensuales: «Cogí uno y lo pelé con los dientes, luego lo mordí con toda la boca, hasta el hueso; arranqué un trozo grande, que apenas me cabía, y sentí la pulpa aplastarse y al jugo correr por mi garganta, por las comisuras de la boca, por mi barbilla». Un día, frente a la playa, los muchachos practican ejercicios de pentatlón; cuando Román ejecuta el «salto del tigre», la mujer describe morosamente los movimientos del chico: «El cuerpo como un río fluía junto a mí, pero yo no podía tocarlo». La pregunta no dicha es: ¿por qué en esa circunstancia habría de querer tocarlo? Todo esto deriva en un instante final, detonador: cuando, entre las sombras, ella y el joven Julio se besan, abrazan y acarician, pero la mujer rompe el éxtasis al pronunciar «el nombre sagrado»: el de su hijo.
El relato se despliega para conducir a la anagnórisis: ella se hace consciente, al fin, de su impulso incestuoso. Lo que me interesa señalar aquí por ahora es menos el tratamiento de un antiquísimo tabú en un libro de 1965, después de Sade, el romanticismo gótico y el surrealismo, cuanto la condición de un deseo femenino que desconoce su nombre, que no sabe expresarse porque late, constreñido, en un enclave adverso que ha sido hecho propio y naturalizado: es ésta una recurrencia en muchas de las mujeres que aparecen en la ficción de Arredondo. Hay en ellas una sexualidad renegada, contenida hasta el punto de la represión, en un entorno social de clases acomodadas donde lo masculino destapa un cariz dominante y expansivo.
Otra portadora del deseo borrado es Luisa, la joven rubia de «La Sunamita», una de las piezas perfectas de Arredondo. Luisa cuenta su propia historia; su dicción es firme, sobria, con un minucioso dominio de la adjetivación para erguir un mundo asfixiante y dibujar rostros equívocos. Vive en una ciudad que durante el verano «ardía en una sola llama reseca y deslumbrante» y donde la única concupiscencia que pareciera existir es la de los varones, ante la que su mismo cuerpo es una muralla: «Las miradas de los hombres resbalaban por mi cuerpo sin mancharlo y mi altivo recato obligaba al saludo deferente». Ella regresa al tórrido pueblo de su infancia para atender en su agonía a su tío Apolonio, esposo de la hermana de su madre. Presionada por el sacerdote y los bienintencionados vecinos, Luisa acepta a disgusto casarse en artículo de muerte con el anciano; así heredará sus bienes. La voz de la muchacha consigna con ávida vocación perceptiva los gestos de quienes la rodean, empezando por los de Apolonio quien, con todo, la toma desprevenida: «una mano descarnada que se pegaba a mi carne y la estrujaba con deleite, una mano muerta que buscaba impaciente el hueco entre mis piernas, una mano sola, sin cuerpo». El epígrafe del Primer Libro de los Reyes adelanta lo que ocurrirá: el hombre sana y al poco tiempo reivindica sus derechos de esposo: «¡Qué! ¿No eres mi mujer ante Dios y ante los hombres? Ven, tengo frío, caliéntame la cama. Pero quítate el vestido, lo vas a arrugar».
Dejo de lado la apropiación moderna de una leyenda del Antiguo Testamento para acercar la lupa al mundo anímico de Luisa: primero siente rabia, luego vergüenza. Lo que sigue es para ella «un sueño repugnante»; sólo ansía «la justa y necesaria muerte para mi carne corrompida». Cuando, años después, el hombre finalmente muere, la vida la ha llevado a un rincón irreversible de suciedad moral: «Ahora la vileza y la malicia brillan en los ojos de los hombres que me miran y yo me siento ocasión de pecado para todos, peor que la más abyecta de las prostitutas».
La pureza es, para Luisa, la condición original de su cuerpo. Haberla perdido es sinónimo de una caída irrevocable; se asume culpable desde la pasividad. Lo que resalto es no la dialéctica de lo puro y lo impuro sino en lo que esa noción sigilosamente se sustenta: el carácter asexuado de Luisa; su propio deseo omitido, nunca pronunciado, al parecer inexistente. No es que Luisa haya de responder con desafío o, mucho menos, gozosa aquiescencia a la humillante deriva de los hechos, sino que Apolonio y los demás varones con quienes se topa son los únicos que manifiestan en su relato tener una existencia con afanes sexuales. ¿Qué hay en el cuerpo de Luisa más allá del recato y la vergüenza? La lectura freudiana habría de permitirnos sospechar que las miradas lujuriosas de los varones son la proyección de sus mismos y no aceptados apetitos. La aspiración de la pureza no sería, o no sólo, una búsqueda de la trascendencia; sería también la vehemencia de una renuncia impuesta. Si, como ha apuntado el pensamiento feminista, para el sistema patriarcal la libido femenina es una desequilibrante amenaza a sus privilegios, su mayor triunfo es no el tener que reprimir en cada ocasión a cada mujer sino el que ella misma rechace su naturaleza de sujeto sexual mediante el ardid de un anhelo religioso de lo absoluto.
Otras instancias de una feminidad negada las hay en la prosa de Arredondo, con sus variaciones por supuesto. La más extrema es la de «Mariana» (La señal). Quien narra en un primer momento es una vieja compañera escolar de la protagonista; Mariana se enamora obsesivamente de un muchacho que parece que la golpea y que, cuando ya se han casado y tenido hijos, casi la asesina en un desplante de celos. «El día del casamiento ella estaba bellísima. Sus ojos tenían una pureza animal, anterior a todo pecado», cuenta tiempo después Fernando, el marido, revelando en el léxico («pureza», «pecado») su proyección de la moral religiosa superpuesta en el cuerpo de Mariana, e impidiendo una descripción de la otredad femenina en sus más fidedignos términos. Cuando Fernando es recluido en una institución psiquiátrica, Mariana tiene encuentros sexuales fortuitos, hasta que uno de sus amantes la mata. Lo más inquietante es que, a diferencia de otros cuentos, en «Mariana» la protagonista, una mujer vuelta objeto de la libido masculina, se ve privada de la voz: son los otros, esos mismos que la han agredido o reprobado o nunca la han entendido, quienes aun después de su muerte tienen el poder para fijar su versión de la historia al compartir sus testimonios.
Aunque éstos y otros textos fijan una representación de la represión inconsciente del deseo femenino, a un grado tal que sus mismas protagonistas han decidido desoírlo o sofocarlo, hay ocasiones en las que la forma hospitalaria para su expresión es la imagen poética, que podemos vincular en primer término con la concepción elevada del estilo literario característico de la promoción intelectual a la que perteneció Arredondo, en el contexto de la mitad del siglo XX. En «Para siempre» (La señal), una mujer acude al departamento de su amante para terminar su relación; ha decidido casarse con alguien más. Luego de sentirse paralizada por la mirada de desprecio de Pablo, tienen sexo llevados por una mezcla de despecho y arrebato («aquello fue una violación», contará ella). Y entonces la mujer describe el orgasmo con una expresión de indudable belleza, aunque ciertamente incorpórea: «Los párpados se me hicieron transparentes como si un gran sol de verano estuviera fijo sobre mi cara». También podemos preguntarnos: ¿es acaso la escritura de Arredondo demasiado pudorosa ante los dilemas y ansias del cuerpo de la mujer? ¿Sólo mediante el vuelo poético se habrá de referir el placer femenino, embelleciéndolo al tiempo que se le despoja de las referencias a lo más inmediato de la carne? En un ensayo del libro colectivo Lo monstruoso es habitar en otro, Evodio Escalante identifica en la obra de Arredondo «la presencia de un terror reprimido, un terror originario y congelado, puesto a distancia por gracia de la forma». Esther Seligson en A campo traviesa señala en los personajes de la autora «una pasión por el no-ser, por el vacío, por la nada», pues «se dejan llevar por la no menos voluptuosa sensualidad de la desesperanza, de la angustia».
Difícil rebatir ambas aserciones, pero querría ver el tema desde otro ángulo: ¿no habría también en esta escritura una deliberada represión que impide dar paso a una visión más concreta de la individualidad? ¿No hay —quiero decir— un recato impuesto inconscientemente por las estructuras culturales del machismo? ¿Es injusto exigir a toda escritora que con amplitud despliegue, reivindicándolos en su suceder, los talantes del deseo sexual de la mujer? En una entrevista de 1977 con David Siller y Roberto Vallarino publicada en unomásuno, la autora respondió: «no creo en el feminismo, no existe para mí… A mí me gustaría estar entre los cuentistas, pero sin distingo de sexo, simplemente con los cuentistas», con lo que reducía el feminismo a una política de discriminación positiva, rehusándose a hurgar con exigencia en las formas sociales que a lo largo de los siglos han imposibilitado o constreñido la expresión literaria de las mujeres y, con ello, la deposición franca de su inteligencia y sensibilidad.
Independientemente de las motivaciones de Arredondo, que en esta hora ya no importarían, sus cuentos dejan ver un punto de transición entre una prosa basada en el understatement, el sobreentendido —que por sus aspiraciones de universalidad renuncia a hacer explícitos tratamientos que serían considerados en su momento procaces, incompatibles con un ideal artístico apolíneo y puro—, y la mayor libertad expresiva de las generaciones recientes de escritoras, para quienes la exposición de los afanes del cuerpo no requiere someterse a la reticencia. Por otro lado, no se escapa que ya la misma obliteración narrativa de estas feminidades es un síntoma elocuente; es la tácita crítica a un país y una época en que, para no ir más lejos, las mujeres apenas habían conseguido pocos años