Conurbano Maldito
Conurbano Maldito
Conurbano Maldito
y Damián Snitifker
Primera edición: octubre 2016
Publicado Por:
Frente Juvenil Hagamos Lo Imposible
prensa.hagamosloimposible@gmail.com
Impresión:
El Zócalo. Gráfica & Ediciones
Santiago del Estero 995, C.A.B.A
Impreso en Argentina
PRÓLOGO
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quina, la bolsita y los fierros son la única salida. Múltiples son los
caminos para dar la batalla, este libro pretende ser uno de ellos.
Un ejemplo, entre tanto otros de literatura comprometida, que
no reniega, ni se olvida de la creación estética. Proponiéndose
en todo momento, indagar sobre la naturaleza humana, con ori-
ginalidad, audacia y experimentación narrativa, comprendiendo
primero su condición para luego interrogar, desentramar y des-
nudar el mundo en el que vivimos.
Este libro, a su vez, pretende convertirse en una denuncia
viva en manos de sus autores y lectores de la sociedad en la que
vivimos, desafiar sus horizontes, empuñar la tinta y el cuerpo
para no callarnos, para contar lo que nos sucede a diario. Nues-
tro desafío es que se retomen estos relatos y puedan convertirse
en literatura del pueblo, de los barrios, de la juventud, que están
conectadas con la realidad que viven la gran mayoría de los hom-
bres y las mujeres de este mundo. Que no solo descansen en los
estantes sino que cada uno de nosotros se convierta en hacedor
de su propia historia, de su propio relato, que podamos empuñar
el lápiz, escribir, crear y transformar.
Movimiento Cultural
Hagamos Lo Imposible.
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PEREJIL
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lobos codiciando a una oveja en el corral, mascullaron algo en
voz baja, uno utilizó el teléfono móvil y, aunque les preguntó a
quién buscaban, desaparecieron. Supuso que la presencia de dos
clientes salvó su vida. Demasiados testigos, demasiadas muertes,
cuestión de presupuesto.
Un ruido metálico lo llevó a la cocina, a la puerta que daba
al patio trasero. Espió a través de la ventana, con el treinta y ocho
martillado, sudando, asomando la mirada desde las sombras, sin
mover la cortina. El ruido hizo crujir la cerradura, sobresaltándo-
lo, potenciando sus sentidos. Alguien hacía palanca. Sin dudarlo,
disparó dos veces contra la puerta y, al olor a pólvora mezclándo-
se con un alarido, muerte y sudor, siguió un estallido de vidrios.
El otro asesino estaba entrando por el frente, por la ventana de
la sala.
Su padre, Manuel, había emigrado de Tucumán hacía una
vida. Con dieciséis años, el cuerpo magullado y la complicidad de
su madre, huyó de las palizas paternas y la rudeza del campo en
un vagón. Con lo puesto y la inocencia de los pueblos, terminó en
el conurbano bonaerense. El capataz de una obra en construc-
ción lo vio en la estación del ferrocarril esperando a nadie y, qui-
zá porque le recordase a alguien, le ofreció trabajo a cambio de
comida y un sitio con el sereno.
Manuel nunca gozó de un descanso, solo conoció trabajos
mal pagos, manos callosas y una miseria pegadiza, de la que huía
a fuerza de pegar ladrillos y doblar fierros. Los años trajeron el
amor, la familia y seis hijos, el último, el más pequeño, era César
Díaz. Un solo trabajo no podía alimentar tantas bocas. Llegó el
alcohol y las palizas. A los reclamos de su esposa y a los “tengo
hambre” de los niños respondía a puño limpio.
César, a los quince años, vio la casa paterna por última vez.
Derramó algunas lágrimas por su madre y huyó. Logró, gracias a
la intervención de su hermano mayor, alojarse en un taller mecá-
nico de mala muerte a cambio de trabajo. Recibió, aunque era el
blanco de las bromas de los mecánicos, buen trato y un plato de
comida. Comenzó limpiándolo todo, desde el suelo hasta las pie-
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zas, siguió ordenando herramientas, asistiendo a los que sabían
y, en breve, culminó armando y desarmando automóviles.
Durante su aprendizaje, notó que no había clientes, que las
personas traían los vehículos a las apuradas, los dejaban a cam-
bio de unos pesos o de nada, que debía desarmarlos a como diera
lugar, de día o de noche, y que el dueño del taller rendía cuentas,
cada quincena, a un policía. Entonces supo que el silencio era más
valioso que cualquier habilidad, jamás cuestionó a su patrón, lo
que le mandaba hacía, y el dinero no tardó en llegar.
A los veinte años alquilaba un departamento, tenía pareja,
un hijo de meses y una reputación forjada de complicidades. Ha-
bía ascendido a encargado, la voz y las manos del patrón, pero
necesitaba hacerse a un lado, tener un negocio propio. Sus am-
biciones perecieron cuando la policía federal allanó el taller sor-
presivamente.
Alguien debía pagar por los crímenes: robo de automotor,
desguace y venta ilegal de autopartes. La cuestión implicaba al
dueño del taller, a la comisaría y a la fiscalía. Pero surgió una al-
ternativa, que César pagase por todo y por todos. Lo confesó a
cambio de su vida y de una compensación. El penal de Ezeiza lo
aguardaba.
La reja chirrió y los oficiales del servicio penitenciario
abandonaron el pabellón, estaba solo y sus compañeros comen-
zaban a rodearlo. No sabía qué hacer. Durante su estadía en la
comisaría y en los traslados, algunos presos le habían dicho que
debía mantenerse fuerte o iba a pasarla muy mal. Las miradas
comenzaban a pesarle. Una “faca” rodó hasta sus pies. La tomó
y esperó.
Resistió cuanto pudo, un tajo en el vientre, otro sobre la ceja
izquierda y uno en la muñeca derecha lo desarmaron. Siguió una
golpiza de patadas, puñetazos y escupitajos. Trataba de erguirse,
pero era imposible. Los gritos desaparecieron hasta que desper-
tó en la enfermería. El terror lo dominaba, varias veces retrasó
el tratamiento causándose lesiones. Cuando volvió al pabellón,
lo recibió “Chanchi”, un hombre joven y corpulento, rapado, de
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mirada escrutadora e insostenible, cargado de tatuajes y algunas
cicatrices.
¿Qué pasa? ¿No te gustó la bienvenida? –preguntó “Chan-
chi”, sin hallar respuesta, sonriente- Otra pelotudez así, y no la
contás. Acá, el “poronga” soy yo y vos un “perejil”. Vas a hacer
todo lo que te digan, limpiar, cocinar, lavar, todo, como una “mina”.
Mientras paguen, vivís. Ahora, desaparecé.
César, que no había despegado la mirada del piso, obedeció
y, mientras resistió con los puños, lesionándose para terminar
en la enfermería o evitando las duchas y el patio, sufrió los abu-
sos que su jerarquía debía soportar. “Chanchi” lo tuvo entre cejas
hasta que consiguió transformarse en un fantasma silencioso y
hermanarse con los otros oprimidos del pabellón.
El tiempo rehízo su cuerpo y su realidad, era un muchacho
robusto y oscuro, había perdido a su familia, incluso la esperanza
de ver a su hijo. Solo esperaba salir del penal y huir lo más lejos
posible. Pero la llegada de “Willy”Krueger cambió ciertas cosas.
-Hola –saludó “Willy”, con un acento extraño, mientras las
rejas temblaban y los oficiales lo abandonaban a su suerte- No
quiero pelea –advirtió, desde su metro noventa de estatura y cien
kilos de musculatura tensándose, a los tres compañeros que lo
rodeaban. Pero una “faca” rodó hasta sus pies –¡No! No pelea –
repitió, sin recoger el arma y observando al grupo, la curiosidad
había sumado tres presos más.
“Chanchi” abandonó sus quehaceres y, a pesar de que nun-
ca asistía a las “bienvenidas”, fue a ver al nuevo. Tenía la espal-
da ancha, una cintura pequeña y aspecto de “milico”, pelo corto,
mirada firme, bigotes pequeños, ni una marca de haber estado
encerrado.
-¿Qué mierda pasa? –gritó “Chanchi”- Denle la puta “bien-
venida” a este gringo pelotudo.
Los primeros tres atacantes quedaron fuera de combate
rápidamente. “Willy” sabía pelear, había evitado que lo inmovili-
zasen y sus golpes resultaron demoledores. La tensión aumentó,
podía palparse. Volvieron a rodearlo. Ahora eran seis.
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-Basta ya –dijo “Willy”, contra las rejas- Amigos, no lastimo.
Atacaron todos a la vez, como si la voz del extranjero fuese
la señal. El primer atacante cayó pesadamente, había recibido un
certero golpe en la nuez de Adán y comenzaba a asfixiarse. El res-
to soportaba la andanada de puñetazos, buscando inmovilizarlo.
Había sangre en los rostros, en el suelo, podía olerse. “Willy” dis-
locó una rodilla de una patada y a los gritos de furia se asociaron
los de dolor. Apareció “Chanchi” con una “faca”, los primeros ta-
jos y el cansancio. Entonces, César vislumbró una oportunidad,
tomó un palo de escoba y lo partió en el cráneo de “Chanchi”. El
líder estaba fuera de combate y otros presos, que habían perma-
necido al margen de la “bienvenida”, que habían sido oprimidos,
pasaron a las filas del recién llegado.
La jornada terminó con cuatro lesionados más, castigos dis-
ciplinarios y un nuevo “poronga”: “Willy”. El extranjero resultó
un ex militar alemán. Despedido del ejército por adicción a las
drogas, había buscado suerte en la seguridad privada. Pero el
vicio lo llevó a Sudamérica, a desempeñarse como guardaespal-
das en Colombia y a una promesa de dinero fácil en Argentina:
Asaltar dos camiones de caudales. Llevó a cabo el atraco, junto a
una banda que desconocía. Después de varios meses huyendo, lo
atraparon en la frontera con Paraguay.
César estaba en el bando dominador. De pronto, era el lu-
garteniente del líder y manejaba ciertos negocios con algunos
oficiales del servicio penitenciario y otras facciones del penal. No
olvidó a “Chanchi” y sus secuaces, retribuyó con sadismo todos
los abusos que había soportado. La amistad que forjócon “Willy”
resultó honesta, compartieron sus desdichas y deseos. Cuando
recuperó la libertad, jurónunca olvidarlo. Aunque quería alejar-
se, perderse, intentar una vida tranquila, quizá instalar un taller
donde nadie lo conociese.
El asesino rompió y atravesó la ventana de la sala, supo-
niendo que le habían disparado a su compañero, que no tardaría
en enfrentarse con su víctima. Vio una puerta plegadiza abierta,
la delpasillo distribuidor que conducía al baño y al dormitorio,
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y otra que lo separaba de la cocina. Permaneció quieto, tenía el-
veintidóslisto y escuchaba una respiración agitada, olía una mez-
cla de pólvora y sudor. Dio tres pasos ruidosos en el mismo sitio
y, cuando la figura de César apareció desde la cocina, le disparó
cuatro veces al pecho. Fueron chasquidos luminosos, hasta que
el treinta y ocho rugió mordiéndole de un balazo el estómago y
destrozándole las entrañas.
El taller entretuvo a César, aunque nunca pudo deshacerse
de sus fantasmas, de los gritos, la sangre, las traiciones, el silen-
cio, las miradas que lo señalaban. Una mañana leyó en un diario
nacional que habían capturado a “Willy” Krueger, un peligroso
criminal, especialista en robo a camiones de caudales. Cuánto
tiempo había pasado. Sacó cuentas y concluyó que era el alemán.
Tuvo ganas de contactarse, de brindarle apoyo, pero las repri-
mió. El artículo no decía nada del posible destino del reo y, si
volvía al pasado, acabaría muerto.
El trabajo y el tiempo lograron despejarle los pensamien-
tos, comunicarlo con los habitantes del pueblo, pero otra noticia
volvió a perturbarlo: “Willy” estaba en el penal de Ezeiza, debía
cumplir doce años de condena. El pasado volvía con fuerza corro-
yéndolo por dentro. Había quedado en deuda y tenía que hacer
algo. Telefoneó al penal, informó sus datos y volvió a escuchar la
voz de su único amigo, ese acento inconfundible. Ambos rieron.
Prometió enviarle dinero y se despidió asegurándole que llama-
ría. Quince días después, dos asesinos los habían hallado.
César, recostado contra una pared de la cocina, respiraba
trabajosamente. Las heridas le ardían y sentía una jaqueca in-
soportable. No podía pararse. La sangre comenzaba a rodearlo,
debilitándolo, llevándose su vida. Sabía que de no recibir ayuda
rápidamente, moriría. Maldijo el calibre pequeño del asesino, la
agonía. Aunque era evidente que lo habían traicionado, no estaba
arrepentido de haber llamado a “Willy”.
Escuchó las voces de los vecinos, unos lo llamaban, otros
pedían auxilio. Vio la sala envuelta en la perezosa luz azul del pa-
trullero. El comisario pidió calma con su voz imperativa, lo llamó
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a grito pelado e ingresó a la sala por la ventana.
-La puta madre –masculló Sánchez, viendo el cadáver del
asesino en la sala. Desenfundó la pistola y comenzó a registrar
los ambientes, encendiendo las luces. Siguió un rastro de sangre
hasta dar con el rostro pálidode César.
-Teníamos un acuerdo –dijo el comisario, desarmándolo y
mirando, a través de la ventana, el cadáver del otro asesino ti-
rado junto a la puerta- Te cargaste a dos… Más de uno te quería
lejos y callado por “perejil”, pero no pudiste. Hace unos días me
ofrecieron unos pesos por tu cabeza, llamaron de Buenos Aires...
Soy un hombre de palabra –afirmó, sentándose en una silla, con
el respaldo al frente, observando una mirada oscura, una respi-
ración agitada- Pero trajiste “quilombo” y amistades indeseables
–limpió el treinta y ocho con un pañuelo y, apuntándole a la sien,
sentenció- Somos pocos y tengo que cuidarlos a todos.
El disparo retumbó en todos los ambientes, enmudeciendo
a los vecinos y alertando a los oficiales que aguardaban afuera
de la casa. La voz de Sánchez calmó los ánimos: Todos estaban
muertos.
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EVA
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pudieron levantar la losa Las de género en una cosa tenían razón:
una sale adelante con los hijos, aun sin marido, pero eso de que
no es obligatorio tener hijos no le entraba, los hijos son la rique-
za.
Al barrio había que darle tiempo. La Chanchería era nada
cuando llegaron, ella misma había pensado en volver con Macín
ni bien vio la porquería donde habían agarrado terreno. Pero hoy,
cuatro años después, tenían flor de losa, y los chicos trabajo y no
faltaba ni aceite ni garrafa, ni acolchado y Eva pensó que el tiem-
po no hay que tratar de volverlo para atrás. En cuanto al Abel,
bueno había que darle tiempo también. Ya iba a dejar la mari-
guana, por lo menos no era un paquero como otros y cuando lo
llamaban para trabajar salía. El Caito policía y Dios que cumpla
su parte.
CAITO
Nos habíamos ido de San Justo cuando mi vieja decidió
dejarlo al viejo, la Eva es brava, y averiguando nos enteramos
que esa noche se tomaban terrenos en la Chanchería, pasando La
Noria. Entonces Abel y yo, todavía pendejos, le hicimos el aguan-
te con la gente que nos llevó desde San Justo en un bondi alquila-
do, algunos con fierros, y a nosotros nos habían dado unos palos,
negociando el lugar con los de la política, la policía tratando de
sacarnos a patadas, los punteros que organizaban haciendo su
kiosko y llevándose su tajada. Muchos de los bolivianos que esta-
ban con nosotros, que pelearon por el terreno, mas tarde los ven-
dieron por unos billetes. El barrio era un pozo y ahora es un mar
de losas sin terminar. La nuestra la levantamos juntos yo y el Abel
y mi vieja que entró ladrillo sapo a lo bobo y cuidó día y noche
que no nos afanaran los hierros, Mi hermana que un mes después
paría a su pibe que no hace nada pero es otra boca para alimen-
tar. Que llegara Santino nos sirvió para que la municipalidad nos
ayudara con materiales y colchones, Todo a pulmón y yo que ya
estoy cansado de tanta gente dando vuelta.. Hace ya un año des-
pués de soñar, le di bola al de la Delegación y me fui a anotar en
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la Policía Local y también le rompí al Abel. Habíamos terminado
el Fines , casi nunca iba yo porque cuando no changueaba levan-
taba paredes, o iba a las manifestaciones porque eso me servia
para cuando pedía cosas en la Delegación, y cuando iba no esta-
ban los profesores, pero al final, pintó titulo y además Abel y me
vieja, que era la que mas entusiasmada estaba, me pasaban los
apuntes y los profesores lo sabían y eso sirvió para tener secun-
dario. Lástima que mi viejo y ni se enteró de que nos habíamos
recibido los tres con titulo, me hubiera gustado que venga a la
entrega, pero la Eva es rencorosa y no aflojó, hizo empanadas y
hubo fiesta en casa. Como los norteamericanos de las series, no-
sotros, los tres también tuvimos fiesta de graduación, y vinieron
los vecinos y pintó cumbia y bachata y fernet toda la noche. El
de la delegación, que se cree groso pero es un tarado, nos juntó a
todos los que egresamos y nos dijo, “anótense en la Policía Local,
ahí hay futuro, trabajo en blanco, arma reglamentaria, sos un se-
ñor”. No le hubiera dado mucha bola si no fuera por el sueño. Mi
vieja se hubiera anotado si le hubiera dado la edad, nos dijo. Esa
noche que me recibí soñé que había una presa, un animal vivo,
y yo daba vueltas olvidándome que estaba ahí, pero la presa me
olía y yo era la presa. Nos sacaban fotos, nos preguntaban quien
había cazado a quien, había sangre y alguien la lamía. Abel no
estaba en el sueño, pero a la mañana lo desperté y fuimos juntos
a anotarnos en la Policía Local. A raíz de eso perdió la changa
fija, en el mercado de la Salada, y de ahí en mas solo remisea,
al menos eso dice él. Había como doscientos monos, mas de la
mitad eran mujerio. Nos atendieron unas licenciadas que nos pi-
dieron que dibujáramos gilada. En la cola nos avivaron que tenía-
mos que dibujar paraguas, pero sabiendo eso y todo, yo entré y el
Abel quedó afuera. Me dio tanta bronca que cuando volvimos le
dije que yo si él no ingresaba, yo no quería ser cana. Me empezó a
gastar con que necesitábamos un gorra en la familia, que le tenia
que prestar el fierro, que las wachas del barrio se iban a piyar
encima cuando me vieran de uniforme. Lindo imaginarme con
uniforme y un sueldo en el banco cada mes, y darle una mano a la
Janice, porque del gil ese de Fernando no se podía esperar ni una
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lata de leche y un paquete de pañales por mes.. Así que, parece
que con ayuda de San Vicente, soy Pitufo de la local de Lomas,
con un 9 mm reglamentario mío propio, chaleco antibalas que
estoy pagando en cuotas, manejando un Toyota Helios, cero kilo-
metro, todo legal. Los seis meses de formación fueron un viento
que pasa y arrasa y después es como que me desperté en otro
planeta, El viejo Eugenio, uno de los instructores nos decía siem-
pre que el principal objetivo de un policía es volver a la casa a la
noche, vivo. El objetivo es mantenerse vivo. Ya tengo destino, es-
toy con el móvil frente al Frigorífico La Loja, cerca de Centenario,
pero lo suficientemente lejos de mi casa, para que no se me arme
bardo,conozco demasiado bien la gilada como para hacerme el
otario, y lo del uniforme con las guachas no funciona, porque
hay unos que venden paco acá nomas que una vez me empezaron
a fisurear y tuve que pensar muchas veces lo del viejo para no
sacar la reglamentaria. Desde ese momento, me saco el uniforme
en la comisaría y lo pongo en el bolso, como cualquier gil labu-
rante. Lo bueno es que estoy tranquilo, y cuido al móvil como si
fuera mio, y mi binomio es una piba macanuda, la Ariadna San-
tome, ella tiene mas experiencia, es de la primera promoción de
la local, y con mas huevos que un macho, con la que pasamos el
tiempo hablando, cuando no se enfrasca en el celular con su no-
vio, charlando. Una vez la vi en la calle, sin el peinado de oficial y
sin uniforme, y no la reconocí, mira como nos cambia la pilcha.
Lo que me preocupa es lo del Abel, desde que soy coba-
ni me mira mal, y nosotros éramos los mas unidos, carne y uña.
El viejo Macín, mi padre, nos recitaba al Martin Fierro, “cuando
ellos se pelean los devoran los de afuera” Pero este pendejo no
se que se cree, cada vez que le intento hablar, me frena diciendo,
eh boludo, te comiste un gorra, vos, que hablas. Y yo me quiero
acercar, darle una mano, darle consejos, yo veo muchas cosas y
algunas no las quiero ver, como la junta que tiene, que no lo va
a llevar a ningún lado, salvo la cárcel y él me mira como si fuera
un extraño, como si estuviera del otro lado. Se olvida todas la que
pasamos juntos, se olvida que fuimos a la primaria, que pasamos
hambre juntos, se olvida cuando lo operaron de la péndice y mi
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vieja iba a limpiar casas y yo estuve todo el tiempo en el hospital
de san justo con él. Un día que estaba en pedo me dijo “vos sos
otro”. Y se largo a llorar. SI él hubiera querido entrar a la Local,
hubiera podido, yo estando ahí adentro tengo un poco de banca,
le hubiera dicho como hacer el tipo del dibujito con el paragua y
que la casa no la haga tan chiquita y que la ponga en el medio, y
hasta hubiera hablado con la licenciada, que cada tanto me llama
para hacer dibujitos y para que le diga que todo está más que
bien. Pero el Abel me sacó cagando, me dijo que en esta casa ya
hay demasiado olor a chancho y yo no me ofendí porque se que
está dolido. Entonces, ayer, cuando la Eva me dijo “Caito, dame
una mano, mirá en que anda tu hermano” me hinché las pelotas
“sabía que la vieja estaba preocupada, pero le dije “acaso soy yo
el guardián de mi hermano?” y si bien nunca le falte el respeto,
casi que le levanté la voz. Que el pendejo haga lo que quiera, bas-
tante tengo yo en volver sano cada noche, no meterme en kilom-
bos por bocón, y mirar para un lado cuando tengo que mirar y
para otro cuando no tengo que ver.
ABEL
ARIADNA
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SEGÚN EL DATO
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me atendió.
Y el tipo que me atendió, que apenas dijo un hola bien fia-
coso, no hizo ningún comentario. De fondo se escuchaba el ruido
de otras voces.
—¿Escuchaste? —le dije, tratando de no levantar la voz en
esa cabina que olía a Ayudín desinfectante.
—¿Quién habla?
—El tipo que tiene a tu hija, pelotudo.
—¿Quién carajo habla?
—¿Sos sordo? Te dije que tenemos a tu hija. Así que vas a
tener que juntar un palito si querés volver a verla. Un palito.
—¿Qué hija?
Acá en un toque me cagó. Por suerte me acordé que, según
el dato, la piba se llamaba Karina.
—Karina —le dije.
—¿A quién?
—¡Karina, la concha de tu madre! —grité, y el dueño del
locutorio me miró con cara de ojete—. ¿Sos pelotudo?
—Me parece que vos sos el pelotudo. Yo no tengo ninguna
hija, así que la jodita te salió para la mierda.
¿Qué? ¿De qué habla este loco?
—Esperá —le dije—. ¿Sos Ernesto Paz?
—Si llamás al celular de Ernesto Paz lo más probable es que
te atienda Ernesto Paz. Así que sí, boludo, soy Ernesto Paz. ¿Vos
quién carajo sos?
Y entonces el tipo me dijo dos o tres boludeces más mezcla-
das con algunas puteadas y me cortó.
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—Yo les dije, forros —dijo Milton—, que era imposible que
la hija estudiara en esa escuela poronga.
—Te puede haber chamuyado—me dijo JC.
Según el dato, Paz era un importante sindicalista de la Fe-
deración Gremial del Personal de la Industria de la Carne y sus
Derivados (o sea, de los carneros) al cual le teníamos que sacar
un palo por su hija que, supuestamente, estudiaba en la 52 de
Claypole. Pero ahora resultaba que no tenía ninguna hija. Así que
teníamos a la hija de alguien en el baúl, pero no a la de un sindi-
calista del orto.
—Me parece que tu dato nos cagó —le dije a JC.
—No es mi dato. Te dije bocha de veces que no es mi dato.
—Me importa un choto. Pasame el teléfono del tipo.
—¿Otra vez con lo mismo? Te dije que no lo tengo, que las
dos veces que hablamos llamó a lo de Mancilla.
Mancilla era un jovato ex cana que, de vez en cuando, nos
conseguía laburitos medio pedorros. Como por ejemplo una sa-
lidera, vaciar la casa de un jubilado, robar computadoras de una
escuela, etc...
—¿Y la foto de la piba? —le dije a JC. No me cerraba nada.
—También se la mandó a Mancilla y Mancilla me la mandó
a mí.
Aunque lo conocía hacía banda de tiempo, en un toque no
pude dejar de pensar que JC me estaba caminando o que lo ha-
bían caminado a él con este laburito. Una de dos. Y ninguna de las
dos me gustaba.
—Entonces llamá a Mancilla —le dije—. Acá alguien va a
tener que dar explicaciones.
Arranqué el auto y me puse a dar un par de vueltas sin sen-
tido mientras JC decía que aprovechemos que tenemos una piba
secuestrada y que pidamos rescate a quién sea. Aunque nos den
diez lucas, algo teníamos que sacar.
—No da —dije, pero Milton se sumó y dijo que no le parecía
mala idea. Que había dos opciones: sacarnos a la piba de encima
y no recuperar ni para el gas, o jugarnos a ver cuánta guita podía-
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mos sacar por ese paquete.
En eso, mientras Milton decía que de última podíamos ven-
derla a algún tugurio, sonó el celular de JC. Era Mancilla. No lo
dejé ni saludar, le arranqué el teléfono de la mano a JC y me lo
puse en la oreja.
—¿Están en un Duna blanco? —fue lo primero que dijo
Mancilla. No me dio tiempo ni para putearlo como tenía pensado
hacerlo.
—¿Cómo sabés?
—Lo sabe todo el mundo.
—Nos recontra vendieron.
—Escuchen —dijo Mancilla—, hubo un problemita con el
dato. La pibita no era para ustedes.
—¿Qué?
—A la pibita no la tenían que levantar ahora, y menos us-
tedes.
—¿Quién es?
—La hija de un yuta de la 6TA. Así que les conviene que la
suelten ya mismo.
—No podés ser tan pelotudo.
—Después hablamos de eso —dijo Mancilla—. Ahora dejen
a la pibita o se pudre todo.
—¿El padre ya lo sabe?
—Lo sabe toda la bonaerense. Así que dejen a la pibita y
guardensé un buen rato. Después los llamo.
Mancilla me cortó. Di un par de vueltas largas mientras le
contaba a los pibes el nuevo quilombito. Cuando estábamos cer-
ca del Club Pucará, frené pero sin apagar el motor.
—Soltala a la mierda —le dije a Milton, que bajó sin chistar.
Me puse a pensar en el lindo bardo que nos había metido Man-
cilla. JC dijo que no le extrañaba nada de Mancilla, que ya era un
viejo gagá y que si alguien le ponía un corchazo en la cabeza le
haría un gran favor.
—¿O no? —me dijo JC—. Alguien con dos dedos de frente
no se confunde de foto. ¿O no?
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No dije nada. Milton se asomó por la ventanilla, con la boca
abierta como un pelotudo, y dijo:
—Creo que se desmayó, boludo.
Pero no, ni ahí se había desmayado. Cuando fuimos a verla
la encontramos bien muerta.
Su cara tenía una expresión como si se hubiera ahogado o
sofocado o algo de eso que le pasa a la gente que se muere aho-
gada o sofocada.
—Ah, cagamos —dijo JC—. ¿Y ahora?
—¿Seguro que está muerta? —dijo Milton.
—¿Vos decís que se quedó dormida y se olvidó de respi-
rar?— le dije, para no decirle que era un tremendo pelotudo.
—¿Y ahora? —repitió JC, al mismo tiempo que escuchamos
el ruido de una sirena por ahí. Una sirena de cana, más vale.
No se nos ocurrió otra idea que tirar a la piba en un contai-
ner lleno de basura y prender fuego el Duna cerca del Parque In-
dustrial de Burzaco. Aunque primero, esa misma tarde, pasamos
por lo de Mancilla y le hicimos el puto favor que nadie se animó
a hacerle. Por viejo, por boludo y por bocón. Después sí, nos fui-
mos a la mierda del barrio un par de meses. Hasta el día de hoy
que, según un dato, el cadáver de la piba se lo encajaron a unos
ex ratis que estaban en guerra con otros ratis. Algo así. Si el dato
lo dice debe ser posta.
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UN DÍA HERMOSO
Kike Ferrari
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Aguanta, pensó antes de ponérsela.
Se dio vuelta hacia la cama. Casi quince años juntos y toda-
vía lo calentaba como loco el dibujo del cuerpo bajo las sábanas,
el pelo renegrido desparramado en la almohada, la boca entrea-
bierta en un ronquido suave.
Cuánto hace que no la despierto a pijazos, pensó.
Sonrió enseguida, negando con la cabeza: cómo si se fuera
a despertar. Como si no supiera lo que iba a pasar, lo que acababa
de pasar: salí, dejame. Pensó que quizá el matrimonio termina
siendo eso: que la mujer que te calienta te descarte con un movi-
miento de hombro y sigan durmiendo una mañana de calor.
Levantó el jean y las topper del piso y se fue a la cocina.
Sacó la botella de agua fría de la heladera y dio un trago
larguísimo para tratar de apaciguar el incendio. Puso a calentar
la pava con el agua para el mate y se terminó de vestir.
Cuando la erección aflojó un poco fue hasta el biorsi a desa-
gotar. Se lavó los dientes y en el camino de vuelta a la cocina hizo
una parada en el cuarto de los pibes, que dormían profundo des-
patarrados como dos marionetas rotas, sin taparse y en cuero,
bajo el ondular monótono del ventilador de techo que hacía fla-
mear, una vuelta sí y la otra también, la bandera de Racing.
No tendría que ir a laburar hoy, pensó, ni ellos a la escuela.
Quedarnos en casa. Que peguen el faltazo y boludear un rato con
la manguera en la terraza o irnos a jugar a la pelota al parque.
Pero recordó la cuota de la heladera, el seguro de la moto, el ven-
cimiento de la concha de su madre. No.
Hoy no es el día, pensó.
Pensó que quizá la vida adulta es eso: que nunca sea el día.
Nunca tu día. Que el de quedarte con los pibes, jugar, reírse como
locos, es siempre otro. Mañana. O pasado, capaz. Nunca hoy.
Maldición, cantó bajito como si se arrullara, va a ser un día
hermoso.
Maldición.
Volvió a la cocina. Con el primer amargo prendió la radio
sólo para confirmar el calor de mierda e informarse del estado
26
del tránsito: marcha lenta en Lugones mano a Capital, un poco
más fluida en Dellepiane y la autopista Illía. El Acceso Norte to-
talmente detenido a la altura de Pacheco por un corte de ruta de
los trabajadores de Fate.
No tendría que ir un carajo, pensó una vez más, mientras
agarraba el casco, los anteojos negros, las llaves de la Yamaha y
salía a la calle.
27
El primer viaje le tocó a las diez y media.
– Piter –gritó Morgan.
Y le dio el papelito: Parisi 1074, Quilmes, preguntar por Na-
cho o Juan Manuel.
Once era un infierno de autos. El calor del asfalto se sumaba
al calor de febrero y no había hecho ni quince cuadras cuando
Morgan empezó a romper las pelotas con el Nextel –por dónde
andás, en cuánto llegás, llamaron los Parisi que necesitan los so-
bres antes de las doce en expreso Cruz del Sur– mientras Pedro
se aferraba a la locura del medio porro fumado en la vereda con
el Pelado para surfear la mañana de sol y las calles cortadas. Una
calle sí y otra también, cortadas por cansinas cuadrillas de traba-
jo que parecían estar arreglando lo que habían roto el día ante-
rior. O al revés, rompiendo lo arreglado.
Nada importa nada, pensó Pedro, es más la alegría dejar un
rato la Capital, de rajar de una vez para el sur.
Subió a la 25 de Mayo y enganchó con la autopista. Bajó en
la salida 9 y se metió en el Acceso hasta Bermejo. Llegando a Dar-
do Rocha un auto de altísima gama blanco que venía a las chapas
le hizo un esquive por la derecha, lo encerró contra un contene-
dor y casi lo tira a la mierda.
Cheto hijo de puta, pensó Pedro, orgulloso de su conciencia
de clase. Y aceleró.
Le mete pata hasta la Avenida La Plata y al doblar en Carlos
Pellegrini los agarra el semáforo.
Perdiste, muñeco, piensa.
Esquiva un par de coches y para de golpe junto a Altísima
Gama Blanco, al que las puertas le laten por el volumen de la mú-
sica. Aprieta los dientes con bronca y el sabor de la adrenalina en
la saliva. Confirma que si no se comió los mocos con la yuta en el
2001 no le va a perdonar la vida ahora a este cheto de mierda.
– A ver, hijo de mil puta –grita sin sacarse el casco ni bajar
de la moto.
La ventanilla polarizada baja con un zumbido inaudible
tras la música que sale grosera de unos parlantes así de grandes
28
y que hace temblar la puerta.
Cuando la mitad del polarizado desaparece en la puer-
ta blanca, Pedro se da cuenta que dentro del Altísima Gama no
viene el cheto que esperaba encontrar sino un morochito con la
mandíbula desencajada y los ojos inyectados bajo una gorra vio-
leta que dice NY en letras doradas. La música que escupen los
parlantes así de grandes, completa el cuadro.
Si tu viejo es zapatero,
zarpale la lata
Uy, piensa Pedro, un cabeza. Y bue, le va a caber igual, deci-
de y a la mierda con la conciencia de clase de la que se enorgulle-
cía un instante atrás.
– Bajate, dale.
Del mandibuleo desencajado del pibe de la gorra violeta
cuelga una sonrisa media asta que parece decir qué pasa, amigo.
Pero el pibe no dice nada. Nada. Pero a medida que la ventanilla
baja –el zumbido, el polarizado que se va, la música de mierda
cada vez más fuerte– delante de los ojos inyectados y la sonrisa
media asta aparece la boca negra de una metra que apunta entre
los ojos de Pedro, que todavía tiene tiempo de pensar una vez
más: no tendría que haber salido de la cama hoy, antes de que la
sonrisa media asta se transforme en risa franca y una ráfaga le
reviente la cabeza dentro del casco y el casco también.
Y cuando todo es gritos de vecinas que hasta recién hacían
las compras y porteros que dejaron de barrer la vereda para mi-
rar horrorizados el espectáculo –la rueda delantera de la Yamaha
girando lenta e inútil, el cuerpo de Pedro como un muñeco al que
un perro le hubiera arrancado la cabeza tiñendo el empedrado
de sangre– el Altísima Gama sale arando por Carlos Pellegrini,
con la ventanilla todavía baja y la música al taco –ahora los pibes
andamos viajando y el quieren que le conviden que levante las
manos– hasta perderse como una mancha blanca entre el tránsi-
to, más allá de Vélez Sarfield.
29
CUERDAS
Sandra Gasparini
1.
Ella estudia Turismo en Morón porque le queda cerca y
además la carrera está en pocas universidades. Se repite esta fra-
se como un mantra para impedir que el olor acre a orín y mier-
da le termine de llegar a la corteza cerebral. La cuerda le está
lacerando las muñecas. Mientras piensa esto recuerda con odio
creciente la frase del gordo asqueroso: quieta, muñeca, quieta.
La habitación o lo que ese lugar sea está cerrada y en
sombras. No tiene ventanas: cuando dejes de forcejear y patear y
te quedes mansita te pasamos a una con ventana, le dijo el gordo.
Hace unas horas no te resistías tanto, ríe.
30
Recordar, recordar. Tiene que lograrlo. Se esfuerza: la
parada del 1 en la estación, ella en la fila, carpeta y mochila en-
cima, celular con auriculares pegados casi a los tímpanos. Sube
al colectivo. Se ubica en el último asiento. Y de ahí en más, tal
vez minutos después, el mareo. La náusea. Todo le da vueltas. Y
la nada, la nada misma hasta que su cuerpo cae aquí, donde no
sabe, no escucha, no ve. Apagón total. Como cuando se ha desma-
yado otras veces: se desvanece el mundo en remolinos y, cuando
despierta, se despereza del sueño de la muerte, vertiginoso, tan
callado. Se da cuenta de que vuelve de algún lugar porque siem-
pre tres figuras de cabezas cónicas y alargadas la están observan-
do con sus rostros de tez rugosa, casi arbórea. Se esfuerzan por
mirarla, estudiarla. Ignora si la velan o la despiden. Todo sucede
tan rápido que no llegan a comunicarse porque, por fortuna, ella
se despierta definitivamente y pregunta qué pasó, qué pasó. Mu-
chas veces alguien la socorre y le explica. La trinidad ya no está.
Y esto a lo largo de sus veinticinco años.
Ahora es diferente. No recuerda un bajón de presión ni
el sitio donde se desmayó. El trío Los Triángulos no ha venido a
visitarla. Y sin embargo las piernas le pesan y el mareo no se va
del todo. Tiene la boca seca. Y no está en su casa, ni en la de su
madre.
Tiene sed. Pide en voz alta, dos veces: agua. Cómo no, se
escucha desde afuera, luego de un murmullo. Cuando el gordo
abre la puerta ella ve que el piso es de cemento, no tiene baldo-
sas, y afuera es de día, por la luz natural que adivina en el pasillo.
Le acerca la taza a la boca y ella sorbe el líquido y se moja la
remera. Tomá todo lo que quieras dice el gordo. Y se queda dor-
mida otra vez.
Ahora hay algo de luz. Se filtra por la rendija en el dintel
de la puerta. ¿Cuánto hace que está ahí? Siente un ardor en la
entrepierna pero no tiene voluntad ni para acomodar mejor los
isquiones en el piso. Las nalgas también le duelen, piensa que
puede deberse a estar sentada en el cemento frío y rugoso como
las caras de la Trinidad oscura. Siente que los párpados le pe-
31
san. Que la cabeza le pesa. Agua, vuelve a gritar, pero no escucha
nada que venga desde afuera. Pasa un tiempo hasta que entra un
hombre con una linterna. ¿Quién es?, pregunta, como si fueran a
responderle. Ahora apagala, dice la voz del gordo al flaco que ya
está cerca. No, no, dice el interpelado. Oscuridad total, no. No me
gusta. Entonces le vendo los ojos, accede secamente el gordo. Ella
se queda quieta. Es como si fuera otra persona. Desde un costa-
do de la habitación en semipenumbra cree ver a uno de los in-
tegrantes de la Trinidad, fosforescente, agazapado en un rincón,
casi tieso, confundido en las anfractuosidades del revoque mal
hecho. El hombre parece joven, no debe superar los treinta años.
Lo llega a adivinar antes de que la venden. Siente el desliz de un
pantalón y un cinturón. Unas manos torpes le sacan las calzas y
le meten un pene voluminoso y duro. Ardor, dolor. Asco. Y a la vez
inacción. Entrega: una sumisión casi inducida. Una actitud zombi
como la de algunos compañeros de trabajo en la oficina: vivir a
reglamento, o mejor, sobrevivir. Las ingles se contraen en un es-
pasmo muscular. El tipo se echa a un lado y golpea la puerta. El
gordo le dice pagame la otra mitad ahora. No escucha nada más.
Solo una puerta a lo lejos. Sobre-vivir, poco más o menos que un
zombi.
2.
32
remando en cemento, le dice desatame y vas a ver cómo se te va a
poner. No sabe si por estupidez o piedad el viejo accede. Cuando
se va, se vuelve a atar pero deja la soga floja. Y así pasa tal vez un
día, hasta que empieza a registrar que el gordo no entra. No se
escuchan ruidos en la casa. Se desplaza arrastrándose pero ense-
guida siente que puede ponerse de pie. Se libera de las sogas. La
puerta está cerrada pero parece muy liviana. La golpea. Sigue sin
aparecer nadie. Sigue golpeando y gritando hasta que se cansa.
Silencio. Tiene hambre y sed. Por la rendija se ve luz natural. Es
de día. Ahora distingue algunos ruidos como cascos de caballos
sobre asfalto y algún auto que pasa. Recorre la habitación con
el pie para examinar el terreno. Nada por aquí, nada por allá. Le
duelen la entrepierna, las ingles, el culo. Trata de no pensar ni to-
car su cuerpo. Pero no puede evitar llorar. Sigue caminando con
los pies pegados al piso. Patea algo: un celular. No puede ser. Sí,
un celular. Logra encenderlo, aunque tiene poca batería. La clave
de bloqueo cede al tercer intento. El tres es signo de su buena y
su mala suerte. ¿Será del viejo? La carrera contra el agotamiento
de la batería es ardua: logra sacarse dos fotos con flash y subirla
a las redes sociales del propietario (sí, es un viejo, cómo no) y a
las suyas. En pocas palabras denuncia el secuestro y su nombre
se desparrama por la web. Apagón otra vez.
3.
33
perdida diez días. La buscaron por todas partes. Hasta hubo una
marcha en Ramos Mejía días atrás, pidiendo justicia por ella. Su
foto inundó las redes. La encontraron por la IP del celular del
viejo, que confesó dónde lo habían llevado. Pero imposible dar
con el delincuente, ese hijo de puta. La casa, a medio construir,
estaba abandonada. Su sobrenombre no dice nada: la Roca. Tiene
la boca pastosa pero repite lo que acaba de escuchar: la Roca. Ella
no recuerda nada salvo su voz. Te drogaron, le explica la madre.
Pero no hay restos de nada en sangre. Te están haciendo un che-
queo, vas a estar un par de días más y te venís a casa con mamá
y tu hermana por un tiempo. Ya avisamos en el trabajo y la facul-
tad. Ella piensa en el horror de dar explicaciones, el horror de la
conmiseración y el horror de su cuerpo que ya no es tan suyo.
4.
34
5.
Hace un mes que vive en la casa de su madre. Retrocedió
en todo: no está cursando, no pudo volver al trabajo. Pero debe
regresar al Hospital a seguir con chequeos y rutinas. Su hermana
la acompaña esta vez. Cuando espera sentada en un pasillo des-
pués de que le extraigan sangre ve acercarse una figura con un
ambo celeste. Esos brazos, esa panza le parecen conocidos. Pero
el enfermero dobla en un pasillo y se pierde. Se da cuenta de que
el miedo tampoco se irá nunca de su cuerpo, ni la sensación de
haber sido sometida sin ofrecer demasiada resistencia: sumisión
química, esas palabras había usado la psicóloga para nombrar
lo que le había pasado. Algo que tiene una explicación científica
pero que no se perdonará nunca.
Va a terminar un trámite en la mesa de entradas del Hos-
pital y escucha esa voz muy por detrás. Su hermana fue al baño.
La dejó sola. Las paredes sucias y el techo altísimo se le vienen
encima como un terremoto y vuelve a desmayarse. No sabe cuán-
to tiempo pasa pero cree que el trío esta vez la arrastra hasta
un banco. La mujer la mira con ojos piadosos, pupilas dilatadas,
negras, como las de un ciervo y su mollera parece estirarse hasta
el infinito. No hablan, nunca le hablan. La despiertan las palabras
de alguien que le sostiene la cabeza y entonces cree escuchar al
oído qué hacés, putita, cómo estás. Pero sabe que no es posible,
no es posible. Su hermana pide un médico a los gritos y pasa en
la guardia un par de horas hasta que se estabiliza. En los electros
no sale nada raro, le dice un hombre de guardapolvo blanco que
tiene su historia clínica en la mano. Te descompensaste.
En el viaje de vuelta le cuenta a su hermana lo que es-
cuchó. La hermana permanece en silencio. Después: no sé qué
decirte. Empieza a darse cuenta de que nadie nunca ha sabido
qué decirle, ni tampoco escucharla. Pero esa voz inmunda la ha
definido, la ha delimitado, le ha asignado una función en el mun-
do precario de aquella habitación, esa porción del universo que
se ha ido agrandando y ocupando su conciencia y se pregunta
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si podrá zafar de eso. Entonces siente que si ella se impone otra
misión podrá salir de ese casillero en el que la han ubicado.
Vuelve al hospital una semana después, al lugar donde
se desmayó, el mismo día de la semana. Se sienta en un banco.
Pasan dos horas. Ve a ese enfermero de celeste. Lo sigue por el
pasillo. Ella es casi invisible, porque quiere retirarse del mundo.
Lo ve ir a almorzar al comedor sin que él la vea. Se sienta en una
mesa cercana. El tipo no hace otra cosa que revisar el celular. Re-
cibe una llamada y entonces ella escucha la voz. No hay dudas:
es él. Lo sabe. Se va, despacio, hacia la puerta. Toma el colectivo.
Ya no tiene miedo porque siente que su vida no vale nada. Es un
pedazo de papel a la deriva en la vida de otro. Esa noche no duer-
me. Escribe datos en una libreta. Busca información en su com-
putadora. Borra el historial. Si algo le ha enseñado lo que le pasó
es a cerrar las aplicaciones, las redes y no confiar en nadie. Los
mudos testigos de toda su vida la visitan en sueños esa noche,
por primera vez fuera del mundo de los desmayos profundos. El
o la más alta parece asentir con la cabeza.
No le resulta difícil averiguar la dirección. Una de las en-
fermeras es activista de una agrupación que lucha contra la vio-
lencia de género y ha colaborado mucho con ella y su madre. Has-
ta se ha expuesto revelando datos confidenciales del personal y
consiguiendo un alcaloide que circula clandestinamente entre
unos pocos compañeros del Hospital. Sabe que la chica salvada
de una muerte segura solo quiere comprobar qué le han metido
en el cuerpo y no va a comprometerlos.
36
BASURAL
Victoria Mora
38
madrugada, pero aún así, debería pasar algún auto, no escucha
ni siquiera algún ruido lejano. Es una noche sin tiros, ni gritos, ni
risas, ni motores que suenen a la distancia. Se extraña pero está
demasiado agitado y empieza a ponerse contento de poder esca-
par. No debería, pero quiere ir a la casa de Mariana. Hace mucho
que se separaron, no cree que vayan buscarlo ahí, pero aún así es
arriesgado. Tiene que ir lo decide más allá de la inconveniencia
bordea la ruta camina a paso apurado, ya no puede correr, las
piernas no le responden para seguir con ese ritmo. Se da vuelta
para mirar por encima de su hombro derecho. Nada. Ni una luz,
ni un ruido, la calle vacía. Vuelve la vista hacia delante. Mantiene
el ritmo, tiene que andar unos cuatrocientos metros costeando
la ruta y después bordear el barrio hasta el pasillo que da a la
casilla de Mariana. Se va a enojar. No puede llegar así sin más a
la madrugada, pero sus pies lo llevan ahí. No puede explicarlo, es
ahí donde tiene que estar.
Llega abre la puerta de chapa, está oscuro. Sigue sin oír
ningún sonido, se le ocurre la idea de que quizás se quedó sordo
por los golpes que le dieron para meterlo al patrullero. No tiene
tiempo de pensar en nada más porque Mariana se levanta del
colchón y se para frente a él. Él estira los brazos quiere tocarla,
lo logra. La abraza y hunde su nariz en el cuello de ella, la aprieta
con fuerzas.
Cae al piso. La sangre se mezcla con los pastos y restos
de basura. La tierra absorbe el líquido rojo que brota del agujero
que el cuerpo tiene en la nuca. El policía le patea las costillas para
chequear lo obvio. Vamos Ramírez, tema terminado. Caminan ha-
cia los patrulleros.
39
CELSO PETROSIAN Y LA PATRIA GRANDE
40
*
41
de la escuela, por lo que había averiguado no era de Claypole,
que había estado durante dos meses, y paraba el Bar de Willy el
tétrico, bar en el que solía invitar bebidas a todos. Quería viajar a
Santa Teresita, lo máximo que había podido averiguar había sido
con un llamado a cobro revertido a la terminal, un remisero decía
haberla visto, pero tenía que entrevistarlo en persona, pensó en
irse unos días a la costa y seguir la investigación pero ¿a quién le
iba a encajar un CD?
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frescas, era mediodía y el sol brillaba como una navaja circular.
Estaban en la terraza de la casa de una parejita con un chico de
tres años, el nene crecía y necesitaba su habitación y no quedaba
otra que crecer para arriba. Piojo estaba algo ido, se notaba que
le había abierto la puerta le había pegado una trompada senti-
mental, Bati vio como Piojo le miró los ojos, las tetas, y después
sus propios cordones, Bati era de hacer chistes, pero le pareció
que con el amor no se jodía. Crespo se puso en cuero y se acostó
en el cemento caliente de la terraza, “para boludo, va a venir tu
tío y va a ver que no estamos laburando”, “olvidate, el tío anda
con un travesaño, lo enganché el otro día, dándole un piquito en
el último 263 de la noche, ¿por qué se piensan que nos dice de
laburar acá?, anda con cola de paja, a esta hora la debe visitar” ,
Piojo se entusiasmó con el relato, y sacó un porro húmedo de la
media, lo trataron de asqueroso pero se prendieron enseguida,
Piojo sacó un encendedor que apenas chispeaba, los demás no
tenían encendedor, Crespo se ofreció a buscar un encendedor en
la cocina de la casa, “¿y si viene alguien?”, “no te precupes, está
de fiesta con el tío y el travesaño” respondió Crespo y los tres se
tentaron.
Volvió con un magiclick y una cerveza. Piojo prendió el
porro y enseguida tosió, estaba picante, áspero como los buenos
centrales del fútbol paraguayo. Crespo propuso un carioca, esta-
ban en argentina, fumando un paragua al estilo carioca, eran el
ejemplo vivo de la integración latinoamericana, la patria grande
del fasito. Se rieron, y también se paranoiquiaron, Crespo se puso
la remera por las dudas de que el tío apareciera, también com-
pletaron la botella de birra con agua, volvieron a taparla y la de-
volvieron a la heladera. Se quedaron colgados, mirando los pocos
autos que pasaban al mediodía, casi se tiran de palomita cuando
vieron pasar a tres rolingas, Piojo estaba engolosinado y quiso
fumarse la tuquita final, en una maniobra torpe fue a parar al bal-
de de cemento, arena, portland, esa tuquita sería para siempre
parte de las paredes donde ese niño encerraría sus miserables y
ortivas sueños.
43
*
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todos debieron bajar para no rebotar y la imagen de la chica y el
hombre de los tamagotchi volvió a invadirlo.
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bían visto nada que anduviera más rápido que eso, apretaban el
botón de la cámara cuando el auto estaba a cien metros, y aún así
no llegaban a sacar la foto que la mujer les pedía, ninguno de los
tres llegaba a verse entre sí, pero si se escuchaban, o al menos sí
se escuchó el aullido de Bati.
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lo esperaba un Fiat Europa preparado para carreras, “este te lo
largo por 5 lucas, si tenés el cash te lo llevas mañana, lo tengo
que lavar y darle una mano de pintura”, Petrosian miraba el auto
y trataba de seguirle la corriente, “me gusta che, no me lo digas
más que con estas cosas soy calentón” y cuando terminaba de
decirlo notó tirada en el piso, al lado del guardabarro, la camiseta
del Parma manchada con sangre.
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EL RETIRO
Fernando Aguirre
Don Alberto Vicari era una de los mejores orfebres del país.
Eran famosos sus mates y bombillas cincelados a mano con en-
vidiable precisión y buen gusto. Sus trabajos podían llevarle se-
manas y hasta meses, ya que no dejaba ningún detalle librado al
azar.
Detallista y perfeccionista, hacía de cada una de sus piezas
un motivo de conversación. Pero aún así el estaba convencido
que siempre podía hacerlo mejor, que su mejor trabajo estaba
aún por llegar, que faltaba ̈esa ̈ obra que lo hiciera retirarse de la
orfebrería por la puerta grande.
Viudo y dueño de un muy buen pasar económico, Vicari so-
lía dedicar gran parte del día a su arte, que hacía ya varios años
atrás se había vuelto en gran parte terapéutico.
Veinticinco años antes, en un confuso episodio policial nun-
ca resuelto, su hijo Manuel de 21 años había quedado atrapado
en un balacera brutal que se había llevado su vida, junto con las
ganas de vivir de Alberto y su mujer, Alba.
El tema salió rápidamente de los medios, era mucha la pre-
sión policial y política para taparlo y dejarlo diluir. Se hablaba de
negligencia e irresponsabilidad de los policías Flores y Urruñe,,
quienes había llevado la situación a un extremo inmanejable que
terminó con la vida de tres personas, entre ellos Manuel Vicari.
El intendente ofreció una disculpa y se comprometió pú-
blicamente, junto a los jefes de policía, a retirar de la fuerza a
los responsables y juzgarlos. Cosa que sucedió a medias porque
si bien Urruñe, estuvo preso 3 años, Flores no solo no fue juz-
gado sino que tampoco se lo retiró de la fuerza porque tenía un
acomodo muy grande en las altas esferas de la policía. El mismo
acomodo que con constancia lo haría llegar a comisario muchos
años después.
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Alba no pudo superar la muerte de su hijo y murió de cán-
cer y tristeza dos años después, y Alberto no pudo más que su-
mergirse en su trabajo, y encontrar en el, algún motivo para se-
guir adelante.
Unos meses antes de la visita de los Reyes de España a la
Argentina, la gente de cancillería le había encargado a Vicari un
mate de plata labrado para regalarle al Rey, que siendo admira-
dor del trabajo del orfebre, ya le había comprado dos piezas en su
visita anterior, de la que tenía una foto enmarcada en su comedor
donde se veían al Rey Juan Carlos y a la Reina Sofía junto a Alba y
él sonriendo en su taller, acompañados por un ministro y el em-
bajador de España.
Aún quedaban algunos días antes de la llegada de los reyes,
y don Alberto ya le estaba dando los toques finales a su pieza. El
sellado, el pulido y unos detalles a la estructura de la base, tam-
bién en plata, que sostenía al mate.
Mientras ponía un poco de pasta de pulir en la franela le
pareció oír el timbre. Dejó lo que estaba haciendo, salió del taller
que tenía en el jardín, y entró a la casa por la puerta con mosqui-
tero de la cocina.
Observó por la mirilla y vio a dos policías.
-¿Quién es? - preguntó por el portero eléctrico.
- Disculpe jefe ¿Usted es el que hace los mates esos de me-
tal? - se oyó en el portero.
- Si, pero ¿Quién es? - repitió Alberto.
- Somos de acá de la comisaría número 5, Sargento Ordóñez
y la cabo Santangeli, ¿Lo podemos interrumpir un momento? -
Vicari abrió la puerta con desgano y los miró en silencio.
- Disculpe que lo interrumpamos señor, le tenemos que ha-
cer una consulta - dijo Ordóñez.
- Dígame - contestó Vicari, con marcada sequedad en su voz.
- Resulta que se va retirar el comisario y en la seccional le
queremos hacer un regalo - dijo Ordóñez y se corrigió - Le tene-
mos, que hacer un regalo -.
- Y a él le gustan todas las cosas de campo vio - añadió San-
tangeli - Y Norma de la oficina de tránsito nos dijo que usted era
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el mejor con los mates y que le está haciendo un mate al rey de
España y nos dijo donde vivía.
- Ajá - contestó don Alberto cada vez más indiferente.
- Y bueno nada, eso. Queríamos saber si usted podría ha-
cerle un mate al comisario, se lo vamos a pagar eh - dijo Ordóñez
casi sarcásticamente sonriéndole a Santangeli, que como buen
cabo se ríe de todo lo que dice el sargento.
- Mire - dijo Alberto - Como usted bien dijo estoy trabajando
en una pieza para el Rey de España, así que en este momento no
puedo.
- ¡Pero algo sencillo Jefe! - interrumpió Santangeli - Algo
tipo para el querido comisario Flores – dijo Santangeli dibujando
la frase en el aire con un dedo.
A Alberto se le hizo un nudo en la garganta.
- ¿Flores dijo? - preguntó el orfebre.
- Si jefe, Comisario Adalberto Angel Flores, ¿Lo conoce? -
dijo entusiasmado Ordóñez.
- No - mintió don Alberto.
- Le repito jefe, algo simple, se lo vamos a pagar entre los
muchachos y la familia del comisario – dijo Ordóñez casi pidien-
do un favor. - Lo necesitamos para dentro de un mes -
Don Alberto pareció dudar unos instantes y les dijo:
- Vamos a hacer una cosa. - Yo voy a hacerle el mate al comi-
sario y no se los voy a cobrar. Pero con una condición.
- Si jefe, lo que usted diga - dijo Ordóñez.
- Quiero entregárselo personalmente. –
Lo único que aparecía en Google sobre el comisario Adal-
berto Angel Flores, o lo único que se habían ocupado de que apa-
reciera, era su historial de ascensos y un par de casos resonantes
de los últimos años.
Hubo uno en particular que llamo la atención de don Alber-
to. Aparentemente el comisario Flores había comenzado a recibir
unos sobres que llegaban a su despacho todas las semanas. El
contenido variaba, pero siempre iban cargados con algún tipo de
polvo de olor extraño y a veces cristales similares a la sal gruesa.
El caso había alcanzado los medios porque las primeras dos
50
veces que llegaron los sobres se llamó a escuadrones especiales,
y el hasta el comisario mayor de toxicología se había hecho pre-
sente en la comisaría.
Todo esto se encontraba en la página de internet del diario
La Palabra, donde el periodista Carlos Garmendia había seguido
la investigación y mostraba los pormenores.
Según Garmendia, todos los sobres se hacían analizar y
siempre los resultados daban que el polvo o los cristales eran
productos químicos de uso doméstico. Polvo para limpiar hor-
nos, bicarbonato teñido con tiza de color, cosas así.
En un tono un poco exagerado y novelesco, el periodista
decía:
Flores, a quien su entorno sabe hipocondríaco, se ha obse-
sionado con el tema y estaba convencido de que alguien quiere
envenenarlo. Parte de la comisaría cree que puede tener algún
tipo de relación con la explosión generada intencionalmente en
la planta química S.A.S.I.F.E y con la que el comisario Flores hizo
la vista gorda.
La nota tenía cuatro años aproximadamente. Don Alberto
no siguió leyendo más y apagó su computadora. Agradeció no ha-
ber encontrado nada sobre la relación de Flores con la muerte de
su hijo, siendo este uno de los episodios que habían desparecido
del historial público del comisario. Pero aún así no pudo evitar
sentir el dolor. Por Manuel, por Alba y por el.
Se enjuagó los ojos y refregó su cara con las manos varias
veces. Suspiró y levantó el teléfono.
- Hola ¿si? -
- Hola Polaco soy Alberto -
- ¡Albertito querido! ¿Cómo estás? -
- Bien Polaco - dijo Alberto y se quedó en silencio.
- ¿Alberto estás bien? ¿Pasó algo? -
- Polaco.. -
- ¡Decime Alberto! -
- Necesito un favor. -A solo una semana del retiro del comi-
sario, la comisaría tenía un movimiento inusual. Eran comunes
los llamados diarios de ex-compañeros, amigos y familiares de
51
Flores, así como también los regalos y tarjetas que llegaban y que
la cabo Santangeli se había ocupado de acomodar prolijamente
sobre el escritorio del comisario.
Flores se encontraba en su despacho leyendo una tarjeta
del club de remo, del que era vitalicio, felicitándolo por el retiro
y mirando una botella de whisky junto a una tarjeta que le había
enviado su primo José, también policía.
Dirigió su atención a un paquete del tamaño de una caja
de alfajores envuelto en un papel de regalo rojo con un moño
blanco. Lo abrió y dentro vio unos estupendos guantes de cuero
negro. Contento se los probó y apreciando su calidad se dispuso
abrir el sobre que venía dentro de la caja. Había una tarjeta en
una cartulina fina que rezaba: Esta vez es enserio.
Sorprendido y creyendo que se trataba de alguna broma de
algún ex compañero se quitó los guantes, y mientras lo hacía se
dio cuenta que algo caía de adentro de ellos. Tenía todas las ma-
nos llenas de un polvo blanco extraño. Entró en pánico.
- ¡Ordóñez! , ¡Ordóñez! - comenzó a gritar con desespera-
ción el comisario desde su despacho.
Habían pasado unos días desde que el orfebre había entre-
gado el mate para el Rey Juan Carlos en cancillería. Se encontraba
terminando el trabajo que le habían encargado para el comisario.
Un mate sencillo, en calabaza y alpaca, con el texto que le habían
pedido y unos pequeños ornamentos para darle cierta termina-
ción de categoría a un trabajo más bien austero.
Marcó el número de celular que Ordóñez le había dejado
para acordar la entrega y lo atendió el sargento.
- Hable - dijo Ordóñez.
- Ordóñez soy Vicari, ya tengo el mate listo
- Vicari disculpe, estamos con un problema con el comisa-
rio, lo tuvieron que llevar de urgencia en una ambulancia.
- ¿Le pasó algo?
- No, no le pasa nada, se puso un poco nervioso por un epi-
sodio, le están haciendo estudios - , en cuanto se acomode todo
un poco yo lo llamo así se lo viene a entregar usted como me lo
pidió.
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- De acuerdo, hasta luego - Dijo don Alberto mientras escu-
chaba como cortaban del otro lado.
Se sentó en el sillón de la sala de estar de su casa y prendió
la televisión en el canal de noticias. Varios periodistas, camaró-
grafos y técnicos agolpados delante de una clínica. En la pantalla
se sucedía diferentes títulos debajo de la imagen; - Ataque a un
comisario - el fantasma de la causa S.A.S.I.F.E - Había cianuro en
el regalo - y cosas por el estilo.
El periodista del canal que miraba don Alberto decía:
Reiteramos, el regalo que recibió el comisario tenía una
cantidad muy pequeña de cianuro, no suficiente para hacerle
daño, pero aún así la situación preocupa muchísimo, porque si
bien el comisario ya había recibido amenazas de este tipo, nunca
habían utilizado agentes tóxicos reales.-y añadió - recordamos
que el comisario está a horas de su retiro, que según rumores se
haría efectivo mañana mismo, para que luego que terminen de
hacerle algunos estudios pueda regresar a su casa con su familia.
Fuentes aseguran que todo esto, tiene que ver con la causa de la
planta química S.A.S.I.F.E, en la que se sabe el comisario Flores
tuvo un accionar confuso y desprolijo.
Si bien las amenazas dejaron de llegarle hace años, en las
últimas horas el comisario fue víctima nuevamente de un ata-
que.- Alberto apagó el televisor.
A las 11 de la mañana del día siguiente, en la habitación de
la clínica se encontraba todo en calma.
Graciela, la mujer del comisario leía el diario mientras este
abría los ojos después de haber dormido toda la noche como un
bebé.
En el momento en el que ella vio que su marido desper-
taba tomó su celular y mando un mensaje de texto. A los pocos
minutos se escuchó como Ordóñez golpeaba la puerta y pedía
permiso.
- Pase Ordóñez - dijo Graciela
- Disculpe Comisario - se atajó Ordóñez - Sabemos que no
es el mejor momento, pero con los muchachos de la comisaría y
su familia quisimos hacerle un regalo.-
53
El comisario se incorporó en la cama entusiasmado y miró
a su mujer que sonreía. Era una habitación grande, entraron cua-
tro policías más, sus dos hijos, su hermano y su cuñado. Todos
lo saludaron fervorosamente, entregándole regalos y abrazos. El
comisario estaba contento.
- ¡Pase don Alberto! - dijo Ordóñez
Don Alberto tomó coraje y con un nudo en la panza se aven-
turó dentro de la habitación.
- El es el señor Alberto Vicari comisario, es el mejor orfebre
del país - lo presentó Ordoñez
- Un gusto - dijo el comisario que no entendía muy bien que
hacía ese hombre allí y porque tenía una bolsa en una mano y un
termo en otra.
Don Alberto se acercó dejando el paquete y el termo en una
mesita y saludó a Flores.
- Comisario, feliz retiro. Este es un regalo de sus seres que-
ridos y compañeros -
Le entregó el paquete a Flores que miraba a todos con ex-
pectativa, mientras su mujer estaba al borde del llanto por la
emoción.
El comisario abrió el regalo y se encontró con un hermoso
mate con la frase que habían elegido para él. Habiendo sido días
bastante movidos, el comisario Flores se quebró. Comenzó a llo-
rar mientras todos lo abrazaban.
- ¡Un aplauso para Adalberto! - Vitoreó su cuñado mientras
todos aplaudían
Entre saludos, llantos y abrazos, don Alberto interrumpió.
- La tradición dice - mintió el orfebre - Que los primeros dos
mates son para el dueño, mientras tomaba el mate de las manos
del comisario y se disponía a llenarlo con yerba que sacó de la
bolsa que había traído.
- ¡Que lo pruebe! ¡Que lo pruebe! - cantaban a coro en la
sala.
Don Alberto abrió el termo y le sirvió un humeante mate al
comisario que lo recibió con gusto y se lo tomó de un solo sorbo.
Luego de servirle el segundo, que Flores bebió con la misma ce-
54
leridad, todos se acercaron al comisario a saludarlo nuevamente.
El orfebre recibió saludos varios y elogios mientras volvía
a quitarle el mate de las manos al comisario y fingiendo torpeza,
dejó caer la bombilla y parte de la yerba al piso a la vista de todos.
- Espere que lo ayudo don Alberto - le dijo Ordóñez
- No se preocupe - le dijo don Alberto mientras juntaba a
yerba del piso con un papel tissue. – Ahora enjuago la bombilla
en el baño y recargo el mate para que usted cebe una ronda para
todos.
Don Alberto se fue al baño de la clínica y volvió pocos mo-
mentos después dejando el mate, la bombilla, la yerba y el termo
en una mesa en la habitación listo para ser usados nuevamente.
Luego juntó sus cosas y se despidió.
- Buenas tardes para todos - . - Especialmente para usted
comisario. - Dijo el orfebre
Flores le extendió la mano y le agradeció nuevamente.
Don Alberto dejó la clínica y se subió a su auto. Manejó has-
ta su casa y fue al jardín.
Tomó la pala grande y cavó un pozo pequeño pero profun-
do. Allí metió la botellita de vidrio que había contenido el cia-
nuro que le había conseguido su amigo el Polaco y con el que
había embebido toda la calabaza del mate durante días. También
un envase pequeño que contenía una mezcla de talco y cianuro
que había metido dentro de los guantes de cuero. Luego metió
el mate, la yerba y la bombilla que el comisario había usado por
primera vez en la clínica, ya que cuando fue al baño luego de ha-
ber, tirado las cosas al piso, guardó estos en una bolsa y volvió a
la habitación con una réplica exacta de el mate y la bombilla que
había llevado consigo, y que dejó para que todos tomaran y por
si alguien se le ocurriera hacer revisar el mate. Tapó el pozo con
arena y luego con tierra. Arriba puso una maceta con un ficus
grande. Se fue al living y se durmió un rato en el sillón. Cuando
despertó prendió la televisión y puso el canal de noticias.
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UN MALEVO DEL SIGLO XXI
Luz Díaz
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HUELLAS EN EL AGUA
Natasha Rivas
I.
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callar.
La señora Donel era delicada y de voz dulce, pero sus ojos
reflejaban la intensidad de las mujeres de alma fuerte.
—Han asesinado a mi hija—comentó al tomar asiento.
Atenea alzó las cejas, invitándola a continuar.
—La policía está trabajando, pero no confío en ellos.
—¿Y quiere que descubra quién la asesinó?
—Y que luego me entregue las pruebas—soltó algunas lá-
grimas—. Para hacer justicia.
No era común que Atenea se sintiese conmovida, y tampoco
la agradaba interferir sentimientos con profesión.
—Le saldrá caro, y necesito toda la información que tenga
sobre...
—Elisa. El dinero no será un problema.
—Entonces tenemos un trato, y antes quiero dejarle en cla-
ro que todo el que trabaja conmigo debe cumplir su parte del
trato.
A menos que desee no poder nunca más hacer uno.
II.
Elisa tenía diecinueve años y para ser una persona sin inte-
reses tenía muchos amigos.
La habían asesinado un 12 de mayo a un horario cercano a
las 22:30.
Su cuerpo fue descubierto entre los arbustos cuando una
señora salió a pasear a su caniche al parque y llamó rápidamente
a la policía.
Había sido apuñalada, y luego de eso cubierta con cloro.
La señora Donel le contó que en el informe se decía que es-
taba embarazada, y junto a su marido lloro por el nieto no nacido,
y por la crueldad con que detuvieron los latidos en el pecho de
su hija.
Ese mismo día, Atenea comenzó a patear puertas.
La primera fue la de la habitación de la joven, cerrada con
62
una llave de la que nadie conocía.
A pesar del barrio privado en que Elisa vivía, su cuarto per-
tenecía a las calles.
Drogas, cuchillos y fotos con diversos personajes de aspec-
to problemático decoraban el lugar.
En el umbral de la puerta había escrito “Hay que salir del
agujero interior”.
Tomó una de las fotografías. Era un muchacho de unos vein-
tiséis años, tras la barra de un bar.
El espejo detrás suyo, reflejaba parte del nombre del lugar.
Atenea lo reconoció enseguida.
Parte de su trabajo consistía en conocer esos antros, obser-
var las crueldades más profundas y finalmente olvidar a la espe-
ra del pago.
Se despidió de la señora Donel, y manejo hasta donde creía
encontrar las primeras respuestas.
III.
63
cuchillo Aitor Oso Blanco que la acompañaba hace años, y unas
esposas para tortura, las cuál prefería no usar, no por compasión
sino porque siempre acababa manchando su ropa.
Aún deliberaba las condiciones del cuarto de Elisa, y la úni-
ca explicación lógica por las zonas que las imágenes enseñaban,
era que la joven formaba parte de una pandilla.
Eso explicaba también su asesinato rápido, brutal y con un
mensaje: el cloro. Aunque no sabía qué significaba, pensaba que
este era esencial en la búsqueda del asesino.
IV.
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—La noche que falleció estuvo con Ramiro, su novio. Tra-
baja en Kamel.
—¿Pertenecía a una pandilla?
—Su novio, sí. Ella solo recibía regalos y privilegios.
—¿Cómo drogas y cuchillos?
—Exactamente.
—Un gusto charlar contigo—caminó a la puerta aún arma-
da e intentó cerrarla pero esta cayó cuando lo hizo.
—No se preocupe detective, y buena suerte.
V.
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arrastró una silla frente a la cama para sentarse.
—¿Qué quiere? ¿Pertenece a los perros?
—Soy mucho peor que una pandillera—Quitó su cuchillo
Aitor y fingió jugar con él—¿Así que no querías ser padre?
—¡Claro que si! ¿Quién le ha dicho eso?
—Quizás el cuerpo sin vida de tu novia.
El muchacho demoro unos instantes en comprender—¡Yo
no la maté!
—¿No? ¿Y por qué dijeron que fuiste su última compañía?
¿Sabes qué el cloro lo arrojaron sobre su vientre? ¡Por su-
puesto que lo sabes! Preferías ahogar al niño en químicos antes
que tenerlo.
—Usted se equivoca—dijo Ramiro llorando—. Yo me des-
pedí de ella a las siete y vine a trabajar.
—Compruébalo—La detective lo tomó del brazo y camina-
ron en busca del registro.
Evidentemente Ramiro no había sido, se podía ver solo con
lo afectado por la muerte que se encontraba.
—¿Haz ido al entierro?—Preguntó una vez se hubiesen
arreglado.
—No, la madre de Elisa no quería gente de “mi clase” allí.
—¿Pandilleros?
—No, gente de color.
VI.
66
Entre montañas de prendas y perfumes se encontró con
una cruz de madera y una foto de Elisa con la frase “Te curaré de
impurezas para ser esclava del señor”.
La detective tomó asiento y espero. No oyó a la servidum-
bre pero sí un teléfono al ser marcado.
Media hora después la señora Donel subió las escaleras,
con la advertencia al cocinero de no llamar a la policía.
—La esperaba—dijo Atenea con cierto dramatismo.
—¿Encontró algo? Podía llamarme.
—Me contrató para que encontrase un culpable creíble que
enseñar a la policía. ¿Pensó que no sospecharía de usted? ¿Por
qué me llamó? ¿Por qué era su madre?
—No sé de qué me habla.
—¿Su religión aprueba su racismo? ¿Qué hay del cloro?
—Debía desinfectar la impureza del cuerpo de mi pobre
hija para que se elevase—gritó la señora Donel—. Usted no en-
tiende que hace una madre por amor.
—¿Es con uno de los tres cuchillos que le regalo Ramiro con
que la apuñalo?
—Necesitaba un arma de su raza para eliminar el feto.
—Su marido jamás sospecho nada.
Fue entonces cuando la sirena de una patrulla comenzó a
sonar, solo quedaba una pregunta.
—¿La miró a los ojos al asesinarla?
La señora Donel sonrió, a pesar de la policía y que el coci-
nero la defraudara, no había pruebas físicas en su contra, todas
eran cenizas y solo existían las suposiciones de una detective cer-
cana al retiro.
Atenea reconoció el significado de su sonrisa, y también
que sería el primer caso no resuelto en su vida. Tomó su cuchillo,
por Elisa, por su hijo, por Ramiro y por cada ser herido y discri-
minado sobre la tierra, y hundió la punta en el pecho de la señora
Donel.
Minutos después la policía cayó sobre ella.
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LOS AUTORES
68
un novio en el Supermercado”.
Victoria Mora. Soy de Del Viso, ciudad del conurbano norte. Soy
psicoanalista, docente y narradora. Me acerqué a la literatura
desde que descubrí la magia de las palabras. Insistí de muy pe-
69
queña para que me enseñarán a leer porque veía a mis viejos y yo
también quería poder descifrar las letras. Hace unos años decidí
formarme en el oficio asistiendo a talleres y leyendo y escribien-
do más que nunca.
En 2014 publiqué un libro de cuentos Un mundo oscuro por
Llantodemudo Ediciones. Se publicaron cuentos míos en dis-
tintas antologías, entre ellas en el libro por el II Certamen de
Cuentos Cortos del 1°de Mayo (Córdoba 2012), en la Antología II
Concurso Relato Breve Osvaldo Soriano UNLP (2014) y en Lista
Negra, Tomo 11 Colección Pelos de punta (2016).
70
mis padres, y modificándolos oralmente para sentirme parte de
ese mundo de fantasía. El año pasado se publicó un cuento mío
en la revista anuario del diario Mi Ciudad.
71
INDICE
Prólogo ….…………………………………………….………………………………3
Perejil
Fernando José Veglia …………………………...………………………………...5
Eva
Nilda Leonor Allegri …………………………………………………………….13
Según el dato
Enrique Antonio Rivas …..……………………………………………………..20
Un día hermoso
Kike Ferrari ……...………………………………………………………………...25
Cuerdas
Sandra Gasparini ….……………………………………………………………..30
Basural
Victoria Mora ...……………………………………………………………………37
El retiro
Fernando Aguirre ………………………………………………………………..48
Huellas en el agua
Natasha Rivas …………………………………………………………….……….61
72