Ancient Greece">
Nothing Special   »   [go: up one dir, main page]

Sbtte 1er Año Vientos de Guerra

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 409

El asesino de Alcibíades, el ateniense Polémides, va a ser juzgado por

traición y previsiblemente ejecutado. Jasón se hace cargo de su defensa con


mucho desagrado: Polémides no sólo es un asesino sino también, lo que es
peor, un traidor, que no dudó en ponerse al servicio de Esparta en contra de
su patria. Jasón, pues, debe escuchar la historia de Polémides y no puede
evitar sentirse conmovido por ella. Es la historia de un soldado subyugado
por el encanto de Alcibíades, a quien siguió durante todas las guerras del
Peloponeso, que acabaron con la destrucción del poder ateniense. Y que al
final se encontró con que había perdido todo: jefe, amores, honor… y
también, posiblemente, la vida.

ebookelo.com - Página 2
Steven Pressfield

Vientos de guerra
ePub r2.1
Titivillus 20.01.17
Título original: Tides of War
Steven Pressfield, 2000
Traducción: Carlos Urritz y José Antonio Soriano
Ilustración de portada: desconocido
Diseño de portada: ErebusMustDie

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
Para Christy
CON GRATITUD
Por su generosa autorización para usar material traducido: Rex Warner y Penguin
Classics por el discurso de Alcibíades de la Historia de la Guerra del Peloponeso de
Tucídides. Asimismo a Rex Warner y Penguin Classics por el parte espartano de
Historia de mi tiempo de Jenofonte. Y a la memoria de John Dryden por los versos
citados por Plutarco en Vidas paralelas (Alcibíades). El resto de las citas son ficticias
o adaptadas por el autor.
NOTA HISTÓRICA
Esparta y Atenas, con las victorias sobre los persas en el 490 y 480/479 a. C., que
marcaron un hito, establecieron su preeminente dominio en Grecia y el Egeo:
Esparta en tierra firme, Atenas en el mar.
Durante cincuenta años, los estados mantuvieron un frágil equilibrio. Atenas
inauguró durante estos años la edad de oro de la democracia de Pericles. Se
construyó el Partenón, se iniciaron las representaciones de las tragedias de Esquilo,
Sófocles y Eurípides; Sócrates comenzó su magisterio.
No obstante, en el 431, el poder de Atenas aumentó hasta tal punto que los
estados libres de Grecia no pudieron soportarlo. Surgió la guerra: el conflicto al que
Tucídides denominó «el mayor de la historia», que duró, tal como había predicho el
oráculo, tres veces nueve años y acabó con la capitulación de Atenas en el 404.
Más que ningún otro, un hombre dejó su impronta, para bien o para mal, en este
conflicto. Éste fue Alcibíades de Atenas.
Familiar de Pericles, amigo íntimo de Sócrates, él fue, tal como atestiguan las
fuentes de la antigüedad, el hombre más apuesto e inteligente de su época, así como
el más disoluto. Como general, jamás sufrió una derrota.
SIGLO V a. C.

PRIMERA GUERRA MÉDICA

490
Los atenienses derrotan a los persas en Maratón

480
Trescientos espartanos resisten en las Termópilas.
Los atenienses y sus aliados derrotan a los persas en la batalla naval de Salamina

SEGUNDA GUERRA MÉDICA

479
Los espartanos y sus aliados derrotan a los persas en la batalla de Platea.
Los atenienses destruyen los restos de la armada persa en la batalla naval de
Mícala.

TERCERA GUERRA

MÉDICA 454
Pericles instaura el imperio ateniense

449
Griegos y persas firman la Paz de Calias, dando por finalizadas las Guerras
Médicas

GUERRA DEL PELOPONESO

431
Inicio de la guerra del Peloponeso, enfrentó a la Liga de Delos (conducida por
Atenas) con la Liga del Peloponeso (conducida por Esparta).

429
La gran peste; muerte de Pericles

415 a 413
Expedición a Sicilia

410 a 407
Vicorias de Alcibíades en Helesponto

405
Victoria de Lisandro en Egospótamos

404
Rendición de Atenas

399
Ejecución de Sócrates.
Final de la época dorada de la Grecia clásica.
… los peores enemigos de Atenas no son aquellos que, como vosotros, la
han perjudicado con la guerra, sino los que han obligado a sus amigos a volverse
contra ella. La Atenas que yo amo no es la que es injusta conmigo ahora, sino
aquella en la que pude disfrutar de mis plenos derechos como ciudadano. El país
al que ahora ataco ya no parece ser el mío; es más bien como si estuviera
intentando recuperar una patria que ha dejado de pertenecerme. Por otro lado, el
hombre que ama de verdad la patria no es el que se niega a atacarla cuando se ha
visto injustamente expulsado de ella, sino el que la desea hasta el punto de no
ceder ante nada a fin de
volver a ella.

ALCIBíADES ante la asamblea espartana, en Historia de la guerra del Peloponeso,


Tucídides

Ella [Atenas] le ama, le odia y ansía tenerle de nuevo a su lado…

ARISTÓFANES, a propósito de Alcibíades en Las ranas


Libro I

CONTRA
POLÉMIDES
I

MI ABUELO JASÓN

Mi abuelo Jasón, hijo de Alexicles, de la región de Alopecia, murió, hace un año,


poco antes de la puesta del sol del decimocuarto día de boedromión, dos meses
antes de cumplir los noventa y dos años. Era el último superviviente de aquel
familiar y al tiempo terriblemente devoto círculo de compañeros y amigos que
seguía al filósofo Sócrates.
El período en que vivió mi abuelo va desde la época imperial de Pericles, la
construcción del Partenón y el Erecteón, pasando por la Gran Peste, hasta el
ascenso y caída de Alcibíades, durante aquella desastrosa conflagración que duró
veintisiete años, denominada en nuestra ciudad la Guerra Espartana y conocida en
toda la Magna Grecia, tal como registra el historiador Tucídides, como la Guerra
del Peloponeso.
De joven, mi abuelo sirvió como oficial de la flota en Sibota, Potidea y Esciona.
Posteriormente en Oriente, como comandante de trirreme y de una compañía en las
batallas de la Tumba de la Loba, en Abidos (en las que perdió un ojo y la movilidad
de la pierna derecha y por las cuales se le concedió el premio al valor), y en las
islas Arginusas. Como ciudadano, fue el único de la Asamblea, a excepción de
Euriptolemo y Axíoco, que se enfrentó a la turba enfurecida en defensa de los Diez
Generales. Enterró a dos esposas y a once hijos. Sirvió a su ciudad en el cenit de su
preeminencia, cuando contaba con doscientos estados tributarios, hasta el momento
de la derrota en manos de sus más despiadados enemigos. En resumen: fue un
hombre que no sólo presenció los acontecimientos más significativos de la era
moderna, sino que participó en ellos y conoció personalmente a muchos de sus
principales artífices.
En la época de declive de la vida de mi abuelo, cuando empezó a fallarle el
vigor y ya no conseguía andar si no era con la ayuda de un brazo amigo, iba a
visitarle a diario. Al parecer, siempre surge alguien en el seno de una familia, como
atestiguan los médicos, que se ofrece con gran disposición y sobre el que recae el
deber de socorrer a sus miembros más ancianos y enfermos.
Para mí, esto nunca fue una carga. Por un lado, tenía en alta estima a mi
abuelo, y por otro, me deleitaba en su compañía, con una emoción tal que a menudo
rayaba en el éxtasis. Era capaz de escucharle durante horas y me temo que conseguí
abrumarle más que ayudarle con todas mis preguntas e importunidades.
Para mí él era como una de nuestras resistentes vides áticas, asaltada temporada
tras temporada por la antorcha y el hacha del invasor, abrasada por el sol
veraniego, cubierta de escarcha en invierno, y a pesar de todo, indoblegable, con la
resistencia extraordinaria que extrae la fuerza de lo más profundo de la tierra para
producir, a despecho de todas las privaciones o tal vez a causa de ellas, el más dulce
y meloso de los vinos… Tenía la viva impresión de que con su fallecimiento iba a
cerrarse una era, y no sólo la de la grandeza de Atenas, sino la del calibre de un
hombre con el que nosotros, sus contemporáneos, ya no estábamos familiarizados y
cuyas cotas de virtud ni siquiera podíamos soñar alcanzar.
La pérdida a causa del tifus de mi querido hijo, de dos años y medio, un poco
antes, por aquella misma época, me había alterado muchísimo. No me veía capaz de
encontrar el consuelo si no era en compañía de mi abuelo. Aquel frágil asidero de
los mortales a la existencia, la fugaz naturaleza de las horas pasadas bajo el sol,
permanecía con toda su intensidad en mi corazón; sólo a su lado pude encontrar el
equilibrio en un terreno pedregoso pero al mismo tiempo más estable.
Durante aquellas mañanas tenía por costumbre levantarme antes de que saliera
el sol y, tras llamar a mi perro Centinela (o, mejor dicho, tras responder a su
llamada), bajaba a caballo hacia el puerto por el camino de los Carros y volvía por
las estribaciones de las colinas hasta la propiedad de nuestra familia en el Cerro de
la Encina. Las primeras horas constituían para mí un bálsamo. Desde lo alto del
camino, veía a la tripulación de las naves, ocupada en sus quehaceres en el puerto.
Nos cruzábamos con otros ciudadanos de camino hacia sus propiedades,
saludábamos a los atletas que se entrenaban en las calzadas y agitaba la mano ante
los jóvenes soldados de caballería que maniobraban en las colinas. En cuanto
concluía mi trabajo agrícola matinal, dejaba la montura en el establo y seguía a pie,
con Centinela, ascendiendo por la pendiente salpicada de olivos, hasta la casita de
mí abuelo.
Le llevaba la comida. Charlábamos a la sombra, en el soportal que dominaba el
paisaje, y en alguna ocasión nos limitábamos a permanecer sentados, uno al lado
del otro, con Centinela echado sobre las frías losas entre los dos, sin decir nada.
—La memoria es una extraña diosa, cuyos dones sufren metamorfosis con el
paso de los años —comentó mi abuelo una de aquellas tardes—. Uno se ve incapaz
de recordar lo que ha ocurrido hace una hora y en cambio puede traer a la mente
acontecimientos de hace setenta años, como si se desarrollaran ante nuestros ojos.
Le interrogaba, a menudo sin piedad, me temo, sobre las recónditas reservas
que guardaba en su corazón. Puede que él agradeciera la entusiasta atención de la
juventud, pues en una ocasión abordó un relato que fue persiguiendo, incansable
luchador como era, con todo detalle hasta su conclusión. En su época no había
triunfado aún el arte del escriba; la facultad del recuerdo no estaba atrofiada. Los
hombres eran capaces de recitar largos pasajes de la Ilíada y la Odisea, de repetir
estrofas de cien himnos y de relatar episodios y versos de la tragedia que habían
visto representar unos días antes.
Más vívidos eran aún los recuerdos que tenía mi abuelo de los hombres.
Rememoraba a sus amigos y a los héroes, pero también a los esclavos, los caballos
y perros, incluso los árboles y las vides que habían dejado huella en su corazón. Era
capaz de evocar el recuerdo de una antigua amada, setenta y cinco años atrás, y
resucitar su ilusión en unos colores tan reales que uno creía verla delante, llena de
juventud, encantadora, en carne y hueso.
Pregunté en una ocasión a mi abuelo a quién consideraba más excepcional de
entre todos los hombres que había conocido.
—El más noble —respondió sin vacilar, Sócrates. El más audaz e inteligente,
Alcibíades. El más valiente, Trasíbulo, el bravo. El más perverso, Anito.
El impulso me llevó a una pregunta lógica:
—¿Hay alguno cuyo recuerdo sea el más imborrable? ¿Uno hacia el que
vuelvan constantemente tus pensamientos?
Ante aquello el hombre se irguió. Qué curiosa pregunta, respondió, pues en
efecto existía un hombre que, por razones que no podía precisar, había ocupado
últimamente sus pensamientos. Aquella persona, afirmó mi abuelo, no se encontraba
entre las filas de los personajes célebres o de renombre; no fue navarca ni arconte,
ni encontraríamos su nombre registrado en los archivos, salvo en forma de oscura y
acusadora glosa casi ilegible.
—En mi opinión, este hombre fue el más perseguido. Era un aristócrata de
Acarnas. En una ocasión colaboré en su defensa, en un juicio del que dependía su
vida.
Aquello me intrigó de inmediato e insistí para que mi abuelo entrara en detalles.
Sonrió, diciendo que una empresa de esta envergadura le llevaría muchas horas,
puesto que los acontecimientos de la historia de aquel hombre se desarrollaron
durante una serie de décadas por las tierras y los mares de casi todo el mundo
conocido. Aquella perspectiva, lejos de desalentarme, intensificó mi interés.
—Te lo ruego —le supliqué—; el día se está consumiendo ya, pero situémonos
como mínimo al principio.
—Eres insaciable, rapaz.
—No me cansaría de oírte hablar, abuelo, en eso sí soy insaciable. El hombre
sonrió.
—Empecemos, pues, y veamos adónde nos lleva la historia. Por aquella época
— dio mi abuelo— aún no había nacido la casta profesional de los re-ricos y
especialistas en asuntos judiciales. En un juicio, un hombre lleva a su propia
defensa. Aunque si lo deseaba, podía designar a otra persona, al padre, a un tío, tal
vez a un amigo o un ciudadano influyente, para que le ayudara a preparar el caso.
»El hombre en cuestión, me solicitó a mí por medio de una carta escrita desde la
prisión. Era algo extraño, pues yo no tenía una relación personal con él. Los dos
habíamos servido al mismo tiempo en distintos escenarios de batalla y habíamos
asumido puestos de responsabilidad junto a Pericles el Joven, hijo de Pericles el
Viejo y Aspasia, a quien ambos teníamos el privilegio de contar como amigo; esto,
de todos modos, no tenía nada de insólito en aquellos días y no podía constituir ni
de lejos un vínculo. Por otro lado, se trataba de una persona que cuando menos
habría que cualificar de muy conocida. Por medio de un oficial de reconocido valor
que había prestado durante mucho tiempo importantes servicios al estado, entró en
Atenas en el momento de la capitulación, y no sólo bajo el estandarte del enemigo
espartano, sino también envuelto en el manto escarlata de Esparta. Yo consideraba,
y así se lo dije, que una persona culpable de tal infamia tenía que recibir el castigo
supremo, y que no estaba dispuesto a contribuir de ninguna forma a tal exoneración
de un criminal.
»No obstante, el hombre insistió. Acudí a visitarle a su celda y escuché su
historia. A pesar de que por aquel tiempo el mismo Sócrates había sido condenado y
sentenciado a muerte, de hecho vivía a la espera de la ejecución entre los muros de
la misma cárcel, y yo tenía que prestarle primero ayuda a él; pese a que los asuntos
de mi propia familia también me reclamaban, accedí a asistir al hombre en la
preparación de su defensa. No lo hice por creer que pudiera ser absuelto ni que lo
mereciera (él mismo ratificó sin reparos su propia inculpación), sino porque creía
que su historia debía hacerse pública, aunque sólo fuera frente a un jurado, para
reflejar fielmente a la democracia que, al condenar al más noble de sus ciudadanos,
mi maestro Sócrates, estaba poniendo de manifiesto la iniquidad de coronar y
consumar su propia inmolación.
Mi abuelo permaneció un rato en silencio. Casi veía cómo volvía los ojos hacia
el interior y cómo su corazón evocaba el recuerdo de aquella persona, así como el
tono y el estilo de su época.
—¿Cómo se llamaba el hombre, abuelo?
—Polémides, el hijo de Nicolaos.
Recordaba vagamente el nombre pero no acertaba a situarlo ni por asomo en su
contexto.
—Fue el hombre —apuntó mi abuelo— que asesinó a Alcibíades.
II

ASESINATO EN

MELISA

Dirigían la partida asesina [siguió mi abuelo] dos nobles persas bajo las órdenes
del gobernador del Gran Rey de Frigia. Se habían desplazado por mar desde
Abidos, sobre el Helesponto, hacia la fortaleza de Tracia en la que Alcibíades había
recalado en su exilio final, desde donde, al descubrir que su presa se había fugado,
la partida le persiguió a través de los estrechos hasta Asia. Acompañaban a los
persas tres Iguales de Esparta cuyo jefe, Endio, había sido amigo íntimo de
Alcibíades desde la infancia. Les había encargado la tarea el gobierno de su país,
aunque no la de participar en el asesinato, sino la de servir como testigos, a fin de
que sus propios ojos confirmaran el fallecimiento del hombre, cuyo último resquicio
de vida seguían temiendo. Era tal la fama en cuanto a fugas y resurrecciones de la
que se había hecho acreedor Alcibíades que muchos le creían incluso capaz de
burlar al magistrado definitivo, la Muerte.
Acompañaba a la partida un asesino profesional, Telamón de Arcadia, junto con
medía docena de esbirros que él mismo había seleccionado para planificar y
ejecutar el negocio. Su cómplice era Polémides el ateniense.
Polémides había sido amigo de Alcibíades. Sirvió como capitán de infantería de
marina en la espectacular serie de victorias de Alcibíades en la guerra del
Helesponto, permaneció a su lado como escolta cuando el conquistador regresó
glorioso a Atenas y se mantuvo a su derecha cuando Alcibíades restableció el desfile
por tierra en la celebración de los cultos mistéricos de Eleusis. Recuerdo
perfectamente su aspecto, en Samos, al ser reclamado Alcibíades, que estaba en el
exilio, para dirigir la flota. Un momento de gran exaltación en el que veinte mil
marineros y soldados de infantería, angustiados por su propio destino y la
supervivencia de su patria, rodearon el malecón denominado la Pequeña Choma
cuando el enorme barco recaló y Polémides desembarcó, protegiéndose de la
muchedumbre, que parecía tan dispuesta a apedrearle como a saludarle. Observé la
expresión de Alcibíades; no cabía la menor duda de que confiaba totalmente su vida
al hombre que tenía al lado.
Siete años después, Polémides tuvo el cometido de buscar a la víctima y, junto a
su adlátere, el asesino Telamón, llevar a cabo el crimen. Le fijaron como honorarios
un talento de plata del tesoro de Persia.
El hombre me informó de todo ello, sin ocultar nada, durante los minutos
iniciales de nuestra primera entrevista. Y lo hizo así, él mismo puntualizó, para
asegurarse de que yo persona con la que su familia compartía vínculos de
matrimonio con los Alcmeónidas, parientes de Alcibíades por parte de madre, y por
la devoción que yo mismo demostraba por Sócrates, cuya relación con Alcibíades
era bien conocida supiera lo peor de inmediato y tuviera la oportunidad de
apartarme del caso, si lo deseaba.
En los cargos contra aquel hombre no se hacía mención de Alcibíades.
Se acusó a Polémides de la muerte de un contramaestre de la flota denominado
Filemón, quien había sido asesinado unos años antes en una reyerta en un burdel de
Samos. Se presentó una segunda acusación contra él, la de traición. Evidentemente
fue este cargo el que llevó al jurado a decidir la consiguiente ejecución. Por aquella
época era corriente este tipo de actuación indirecta; sin embargo, el subterfugio
quedaba agravado por el código específico bajo el cual sus acusadores le habían
llevado a juicio.
Polémides no había comparecido ante la justicia ni bajo cargo de eisangelia, la
acusación habitual de traición, ni de dike phonou, la explícita de homicidio, pues
ambas le habrían permitido escoger el exilio voluntario y salvar la vida. Al
contrario, fue acusado (por un par de conocidos delincuentes, hermanos y
compinches de renombrados enemigos de la democracia) de endeixis kakourgias,
una tipificación de «fechoría» mucho más general. De entrada, llamaba la atención
por absurdo el hecho de que la acusación desconociera la ley. No obstante, una más
profunda reflexión sacaba a la luz su astucia. Bajo dicha tipificación, por un lado
podía encarcelarse al acusado antes del juicio y durante el transcurso de éste, sin
darle opción al exilio voluntario, y por otro, se le negaba también la fianza. Se
conseguiría la pena de muerte, y se celebraría el juicio, no ante el Areópago sino en
un tribunal del pueblo corriente, en el que se daba por supuesto que unos términos
como los de «traidor» y «amigo de Esparta» encenderían las iras del jurado. Estaba
claro que quienes acusaban a Polémides querían su muerte, por las buenas o las
malas. Era de prever que iban a salirse con la suya, pues pese a que muchos
odiaban a Alcibíades y le acusaban de la derrota de nuestra nación, otros tantos
seguían queriéndole. Estos no iban a mostrar su repulsa ante la ejecución del
hombre que había traicionado y asesinado a su paladín. A pesar de todo, observaba
Polémides, sus acusadores pertenecían, estaba convencido de ello, al bando
opuesto, al de quienes habían conspirado con los enemigos de su país, pretendiendo
comprar su propia seguridad al precio de la ruina de su nación.
En cuanto a su apariencia, Polémides era un hombre atractivo y singular, de
ojos oscuros, estatura ligeramente por debajo de la media, muy musculoso y, si bien
había cumplido hacía mucho los cuarenta, su cintura era estrecha como la de un
colegial. Tenía una barba del color del hierro y la piel, a pesar de la reclusión,
conservaba aquel oscuro cobrizo que suele verse en las personas que han pasado
gran parte de su vida en el roar. Se entrecruzaban en la piel de sus brazos, piernas y
espalda las cicatrices del fuego, la lanza y la espada. En la frente destacaba, aunque
decolorada
por la exposición a los elementos, la koppa, la marca de los esclavos de Siracusa,
recuerdo de la cautividad que sufrieron los supervivientes de las calamidades
sicilianas y símbolo del atroz sufrimiento.
¿Le detestaba yo? Estaba preparado para ello. Sin embargo, en el fondo, su
claridad de ideas y expresión, la franqueza y su absoluto deseo de auto-exculparse,
neutralizaban mis prejuicios. A pesar de sus delitos, se presentaba en mi
imaginación casi como lo hubiera hecho Odiseo, salido de los cantos de Homero.
Tampoco se comportaba de la forma brutal o insolente que caracteriza al soldado a
sueldo; al contrario, su conducta y porte eran los de un noble. Ofrecía en el acto el
vino que tenía a mano e insistía en ceder a la visita el único taburete que había, en
su celda, protegiéndolo para mi comodidad con el vellón que utilizaba para cubrir
el desnudo camastro de la estancia.
Durante aquella entrevista inicial, al tiempo que hablaba, llevaba a cabo una
serie de ejercicios gimnásticos pensados para mantenerse en forma a pesar de la
reclusión. Colocaba el talón contra la pared por encima de la cabeza y, apoyado en
la planta del otro pie, situaba tranquilamente la frente sobre la elevada espinilla. En
una ocasión en que le llevé unos huevos, agarró uno de ellos cerrando la mano y,
con el brazo extendido, me desafió a que le abriera los dedos o aplastara el huevo.
Lo intenté, aplicando todas mis fuerzas en el empeño, y fracasé, mientras él sonreía
maliciosamente.
Jamás tuve miedo con aquel hombre o de aquel hombre. En realidad, a medida
que fueron pasando los días, iba sintiendo una profunda simpatía por él, a pesar de
sus numerosos actos delictivos y de la falta de arrepentimiento que demostraba. El
nombre, Polémides, como bien sabes, significa «hijo de la guerra». No era, sin
embargo, hijo de una guerra cualquiera, antes bien de una guerra de escala y
duración sin precedentes, que se distinguió de todos los conflictos anteriores por su
desprecio del código del honor, de la justicia y de la contención voluntaria que
habían caracterizado los principios de las luchas anteriores entre los helenos. Fue
en realidad esta guerra, la primera guerra moderna, la que forjó el destino de
nuestro narrador y lo dirigió hacia su final. Empezó como soldado y acabó como
asesino.
¿Qué le diferenciaba de mí? ¿Quién negaría que yo o cualquier otro
no representáramos en la penumbra de nuestros corazones, por obra u
omisión, la misma oscura historia que interpretó a la luz del día nuestro
compatriota Polémides? Él fue, como yo mismo, un producto de nuestra época. De
la misma forma que para llegar al puerto, la carretera y la senda siguen distintos
trazados a lo largo de la costa, su camino corrió paralelo al mío y al de la
mayoría de nuestros
contemporáneos, aunque pasando por un país distinto.
III

EN LA CELDA DE POLÉMIDES

Me preguntas, Jasón [intervino el prisionero Polémides], cuál es el aspecto más


desagradable del arte del asesino. Consciente de que eres el parangón de la probidad,
sé que esperas sin duda una respuesta que implique responsabilidad por el
derramamiento de sangre o corrupción ritual, tal vez cierto rechazo al propio crimen.
Ni lo uno ni lo otro. La parte más dura es la de entregar la cabeza.
Tienes que hacerlo para conseguir la paga.
Telamón de Arcadia, mi mentor en las lides del homicidio, me enseñó a
introducirla en aceite de oliva y entregarla dentro de un recipiente. Durante la
primera época de la guerra no se exigía esta prueba. Bastaba con un anillo o un
amuleto, cuando menos de esto me informó más tarde mi tutor, puesto que por
aquella época no había sido yo contratado para el «arte silencioso», sino que servía
como soldado raso, al igual que los demás. Las exigencias al asesino se
recrudecieron a medida que fue avanzando la guerra. Las víctimas que tuvieron la
oportunidad de hacerlo suplicaron, algunas de forma bastante elocuente, por su vida.
Yo consideré deshonroso, por no decir un mal negocio, ceder ante tales halagos. Yo
cumplía con mis compromisos.
Veo que sonríes, Jasón. Debes tener en cuenta que no siempre fui un villano.
Entre mis antepasados figura el héroe Fileo, hijo de Ayax, antepasado de Milcíades y
de Cimón, aquel a quien se concedieron los derechos de la ciudad al igual que a su
hermano Eurísaces, de quien Alcibíades afirmaba ser descendiente. Mi padre era
caballero de Meleagro y criaba caballos de carreras, entre los que tenía algunos de
excepcional linaje, destacando la yegua Briareia, la que participó en el equipo de
carreras de Alcibíades que ganó la corona en Olimpia, en el año de su espléndido
triple, cuando el propio Eurípides entonó la oda por la victoria. Éramos personas de
bien. Personas de rango.
Una vez dicho esto, no voy a fingir inocencia en cuanto al asesinato de
Alcibíades ni en cualquier otra acusación. Pero estos sinvergüenzas no me
persiguen por ello,
¿verdad? Les sigue satisfaciendo demasiado verme muerto. No hay nada que deteste
tanto el hombre como el espejo que se sostiene ante él, cuyo reflejo muestra su
fracaso en demostrarse a sí mismo su valor. Lo mismo ocurre con el delito de tu
maestro, de Sócrates el filósofo. Tendrá que tragar la cicuta por ello. Me temo que
mis propias transgresiones siguen sin verse mancilladas por tal aspiración al honor.
En cuanto a esta acusación de asesinato, me refiero al del desafortunado
Filemón…, he de afirmar que soy inocente. ¡Fue un accidente! Pregúntaselo a
cualquiera de los que lo presenciaron.
¡Pero fíjate cómo estoy suplicando por mi vida! No me diferencio en nada del
resto de los canallas que están sepultados aquí. [Risas]. Si tuviera una bolsa de oro
enterrada en el huerto, créeme que la sacaría a la luz ahora mismo. ¡Y te ofrecería,
además, mi esposa y mi hija! [Risas de nuevo].
De todas formas, escúchame, Jasón: te agradezco que hayas venido. Soy
consciente de que te reclaman en otras partes y he de darte las gracias por el tiempo
que me has dedicado. Sé que, si no me desprecias a mí, desprecias mis faltas. En
cuanto a la absolución, el apostador hace tiempo que ha comprado la pala para cavar
mi tumba. Pero te ruego que no te retires. Sigue conmigo la trayectoria del hombre al
que se dice que asesiné y nuestros entrecruzados destinos: el suyo, el mío y el de
nuestra nación.
Si yo soy culpable, lo es también Atenas. ¿Qué hice yo sino lo que deseaba ella?
De la misma forma que le amaba la ciudad, así le amé yo a él. Y como le odió ella, le
odié también yo. Vamos a contar esta historia, vamos a hablar de cómo embrujó a
nuestro estado y de cómo tal hechizo nos llevó a la ruina, y lo pondremos todo en el
mismo saco. Mientras imploro por mi vida como el perro que soy, tal vez
consigamos desenterrar algo de oro del huerto, el tesoro de la perspicacia y la
iluminación. ¿Qué dices a ello, Jasón? ¿Vas a asistirme? ¿Ayudarás a un villano a
investigar el origen de su vileza?
IV

ORDALÍA Y PERPETRACIÓN

Cuando tenía diez años, mi padre me envió a Esparta para que se me educara allí.
No era nada insólito durante los años que precedieron la guerra, cuando los dos
grandes estados mantenían relaciones amistosas y con su alianza Grecia se había
salvado del yugo persa. Si bien se producían algunos choques y conflictos, la
disposición general hacia Esparta por parte de las capas dominantes atenienses
estaba marcada por el respeto. Un gran número de las familias más arraigadas, no
sólo de nuestra ciudad sino de Grecia entera, mantenía vínculos de amistad y
confianza con algunas familias de Esparta; todo este grupo de hacendados se
identificaba en general más con sus congéneres allende las fronteras que con sus
iguales en el propio estado, puesto que éstos, con su ostentación e insistencia en su
supremacía, además de minar la antigua cortesía, estaban adocenando y viciando a
las nuevas generaciones. ¿Qué mejor inoculación para aquellos retoños, razonaban
sus padres, que una temporada de formación en el agoge espartano, donde el
muchacho aprendería las antiguas virtudes del silencio, la continencia y la
obediencia?
Entre los antepasados de mi padre se contaban los héroes atenienses Milcíades y
Cimón, apreciado este último por los espartanos casi como un rey, afecto que Cimón
les devolvió con creces, dando a su primogénito el nombre de Lacedemonio, a quien
él mismo llevó a Esparta para que le educaran, aunque sólo hasta los dieciséis años.
Por medio de tales vínculos y con su propio esfuerzo, mi padre consiguió inscribir a
su heredero entre los contados forasteros a los que se permitía «permanecer, robar y
pasar hambre» junto a sus homólogos lacedemonios. Todos los años, entre veinte y
treinta anepsioi, «primos», partíamos a pie de toda Grecia y nos hacíamos un lugar
entre los setecientos autóctonos. El propio Alcibíades, si bien no se formó en
Lacedemonia, era xenos, compañero de hospedaje del caballero espartano Endio
(quien estuvo presente supervisando el asesinato de su amigo). El padre de Endio
también se llamaba Alcibíades, nombre lacedemonio que se iba alternando en ambas
familias. El de mi padre, Nicolaos, es laconio, como el mío de nacimiento,
Polémidas, aunque yo cambié su pronunciación y ortografía pasándola a ática a raíz
de mi alistamiento.
Tenía diecinueve años cuando empezó la guerra; en Esparta apenas me separaba
una estación de aquella ceremonia que se dio en llamar O y P, Ordalía y
Perpetración, un honor concedido a los no lacedemonios, que equivalía a su
iniciación como espartiatas, en el cuerpo de los Iguales, y a sus camaradas
«hermanastros», los
mothakes.
Pocos imaginaban que la guerra iba a durar más de una estación. Cierto es que
las tropas atenienses habían entrado en acción con el sitio de Potidea, aunque aquello
era exclusivamente un asunto interno entre Atenas y uno de sus estados tributarios, y
pese a que éste pudiera quejarse abiertamente, no se violaba la paz. No se trataba de
una cornada del toro de Esparta. El ejército espartano, azuzado por sus aliados, había
invadido el Atica como represalia, si bien se dio tan poca importancia a aquello que
yo participé sin demora en el alistamiento de dos divisiones de linea, a las que
reforzaron veinte mil soldados de infantería pesada pertenecientes a los aliados de
Esparta en el Peloponeso, que formaron las brigadas invasoras. Ayudaron también
todos los muchachos extranjeros. Nosotros no le dimos ninguna importancia. El
ejército iba a avanzar, a hacer estragos y a retirarse, a lo que seguiría algún tipo de
acuerdo negociado que llegaría en otoño o invierno. Ni siquiera se mencionó la idea
de que a nosotros, los aspirantes, fueran a mandarnos a casa.
En la víspera de la Gimnopedia, la festividad de los muchachos desnudos, me
enteré de que se había incendiado la propiedad de mi padre. Me habían escogido
como eirenos, capitán de juventudes, y aquella noche, por primera vez en mi vida,
me hice cargo de mi sección de muchachos. Estábamos en el coro, disponiéndonos a
iniciar la tarea, cuando uno de mis compañeros, un joven especialmente inteligente,
de nombre Filoteles, avanzó siguiendo la cuidadosa forma establecida por la ley —
vista baja, manos bajo la capa— y pidió permiso para dirigirse a mí. Su padre,
Cleandro, estaba con el ejército en el Atica y había enviado un mensaje a casa.
Conocía nuestra propiedad. Le habíamos acogido como huésped en más de una
ocasión.
«Permíteme expresar mi más sentido pesar a Polémidas —rezaba la carta,
empleando mi nombre laconio—. Me he servido de toda mi influencia para evitar
esta acción, pero Arquidamos eligió la región, aconsejado por los augurios. No podía
salvarse una hacienda cuando se prendía fuego a las demás».
Solicité de inmediato una entrevista con mi comandante, Fébidas, hermano de
Gilipo, cuyo mando en Sicilia y los centenares de muertos que provocó iban a tener
unos efectos calamitosos entre nuestras fuerzas. ¿Debía regresar o acabar mi periodo
de iniciación? Fébidas era un caballero, la encarnación de un pasado más noble. Tras
intensas deliberaciones, y considerando los augurios de Eo, se decidió que el deber
con los dioses del hogar y la patria se imponía a toda obligación contraria. Debía
volver a casa.
Me dirigí a pie a Acarnas, recorrí 320 estadios en cuatro días, sin ni siquiera un
perro que acompañara mis pasos, sin la menor conciencia del sinfín de aflicciones
que presagiaba aquel golpe. Me imaginaba que encontraría los viñedos y bosques
ennegrecidos por el fuego, muros derrumbados, terrenos de cultivo baldíos. Todo
esto, como muy bien sabes, Jasón, no puede considerarse una calamidad. La vid y los
olivos brotan de nuevo y nada puede matar la tierra.
Llegué a la hacienda de mi padre, el Recodo del Camino, en las horas de
penumbra. Todo tenía mal aspecto, aunque nada podía preparar mis ojos para la
devastación que presenciaron al alba. Los hombres de Arquidamos, además de haber
quemado los viñedos y olivos, habían cortado las plantas hasta la raíz. Habían
vertido cal en las agrietadas cepas y esparcido la mezcla por todo el terreno. La casa,
reducida a cenizas, así como sus anexos y establos. Habían sacrificado todo el
ganado. Incluso mataron a los gatos.
¿Qué tipo de guerra era aquélla? ¿Qué tipo de rey era Arquidamos para tolerar
tales estragos? Me enfurecí, y Demades, mi hermano menor, a quien llamábamos
León, se irritó aún más que yo cuando por fin logré localizarle en la ciudad.
Haciendo caso omiso de nuestro padre, que le había ordenado seguir con sus
estudios de música y matemáticas, Demades se había alistado en el regimiento de
Agis, fuera de nuestra tribu y con documentos falsos. Mis dos tíos más jóvenes y los
seis primos que teníamos se habían unido a sus compañías. Yo también me alisté.
La guerra había empezado. En la parte más septentrional, los potideanos,
embravecidos por la violencia de la incursión espartana en el Ática, habían extendido
la sublevación más allá de nuestro imperio. Les asediaban cien naves y nueve mil
quinientos soldados atenienses y macedonios. Alcibíades, el joven más insigne de
nuestra generación, también se había alistado. Como la impaciencia le impedía
esperar a cumplir los veinte años y pasar las pruebas de caballería, se embarcó como
infante en la Segunda Eurísaces, la compañía que su tutor, Pericles, había reclamado
como primer destino de mando. Cuando el tiempo y el fin de la estación de
navegación amenazaban con mantener varadas las últimas compañías acarnanias que
aún no habían zarpado, embarcamos en los pentecóntoros de dicha unidad. Levamos
anclas el octavo día de pianepsión, día de Teseo, bajo un huracanado viento del
norte. Entre los cientos de travesías que soporté durante las subsiguientes
estaciones, aquélla fue la peor. Ni siquiera se colocaron las plataformas de los
mástiles; las velas se usaron sólo como protección
contra los elementos, una protección lamentablemente
inadecuada contra aquel mar que retumbaba contra el armazón día y noche, sobre
las desnudas espaldas y hombros de los que hacíamos al tiempo las funciones de
remero y de infante, desprovistos de refugio en los navíos sin cubierta. Tardamos
dieciocho días en llegar a Torona, donde nuestras compañías acarnanias y las
escambónidas se habían reunido bajo el mando del general ateniense Paquete y,
reforzadas por dos escuadrones macedonios de caballería, habían sido enviadas de
regreso hacia nuestro punto de origen, por mar, con órdenes de capturar y ocupar las
fortalezas de Perrebia en Colidón y Madrete.
Aquellos lugares me resultaban desconocidos, al igual que toda la región; tenía la
misma sensación que el náufrago que se ve arrastrado hacia los confines de la tierra.
Evidentemente, aquel tiempo nos acompañaría tan sólo hasta las orillas del Tártaro.
Pusimos rumbo al sur, las veintidós embarcaciones —entre cuyas compañías se
encontraba entonces mi hermano, que había abandonado su regimiento primigenio—
atestadas de neófitos vomitando, muchachos aún más verdes que nosotros mismos,
mientras la caballería enemiga seguía el avance de la flotilla desde la costa,
impidiendo todo intento de desembarcar. Alcibíades se encontraba a bordo de nuestro
navío, el Higeia. Se había granjeado una pésima fama al haber asignado su turno en
los remos a su asistente (cuando ninguno menor de veinticinco años habría soñado
jamás en tal extravagancia) mientras él controlaba la travesía de la flota más como
un comandante que como un hoplita, como el resto. Llevaba sobre los hombros una
capa de lana negra en la que lucía un águila plateada, un trabajo de artesanía tan
espléndido que tenía que costar como mínimo la paga íntegra de un capitán de todo
un año. Todo en su equipo era de una calidad extraordinaria, y su aspecto… la
verdad es que tú lo conoces igual que yo. Ante él, uno se debatía entre la envidia,
pues todo el mundo estaba perfectamente al corriente de que nadaba en la
abundancia y le sobraban amantes, y un temor reverente al ver que el cielo había
dotado de tanta espectacularidad a un ser de carne y hueso. Durante tres días la
escuadra avanzó primero frente a la tormenta para meterse luego de lleno en ella; los
de la región la calificaban de «moderada», aunque para mí era más bien una infernal
embestida. Finalmente, a la tercera puesta de sol, se desencadenó una tempestad de
una furia asesina.
El buque insignia de Paquete hacía señas para que todas las embarcaciones
pusieran rumbo hacia la costa, a pesar de la presencia de la caballería enemiga.
¿Conoces, Jasón, el cabo denominado el Fuelle del Herrero? Quien ha oído
hablar de él jamás puede olvidarlo. Las embarcaciones más veloces arribaron a
sotavento; las naves pesadas, como la nuestra, fueron arrastradas mar adentro y
estuvieron a punto de hundirse. La tierra firme del cabo era como una lengua de
grava, cercada por los tres lados por unos acantilados de casi un estadio y protegida
en la parte del único canal de acceso por unos promontorios rocosos en los que
estallaban las blancas aguas, retumbando bajo el estruendo del potente oleaje. Tras
una titánica lucha, mantenida durante la terrorífica caída de la noche, nuestras
diezmadas fuerzas, diez embarcaciones, consiguieron embarrancar en el punto
denominado las Calderas, una playa tan estrecha que las proas de los navíos (ya que
empopar resultaba imposible en medio de tal tormenta) quedaban casi tocando los
peñascos. Olas más altas que un hombre iban rompiendo contra los palos de popa, en
un intento de engullirlos. Para colmo de hospitalidad, en aquel lugar, el enemigo se
había lanzado sobre nosotros, y desde lo alto de un precipicio tan empinado que
resultaba imposible escalarlo empezaba a arrojar piedras y a empujar rocas.
Alcanzaron a dos de los navíos en un abrir y cerrar de ojos; no hubo forma de que los
jóvenes de nuestras fuerzas respondieran a las órdenes de proteger las demás
embarcaciones; al contrario, se agazaparon en las grietas del pie del acantilado,
completamente empapados y muertos de terror.
Se había perdido el control. Paquete y los oficiales atenienses se habían visto
arrastrados más allá del cabo; tardamos una eternidad en establecer a quién
correspondía el mando de nuestro maltrecho grupo, que recayó en un capitán de
infantería macedonio, el cual, superado por aquella situación límite, se había
replegado al pie del acantilado y no había forma de hacerle salir del refugio.
Sobre la playa caían las piedras como si granizara. Con las embarcaciones llenas
de brechas, nuestra extinción estaba asegurada; el enemigo iba a limitarse a cerrar la
salida desde arriba y a mantenernos en el fondo a base de piedras y flechas. Junto al
Higeia, se había partido un barco que transportaba caballos. Muchos de ellos se
agitaban entre el oleaje, a punto de ahogarse; dos que habían alcanzado tierra firme
tenían el lomo partido por las piedras; sus relinchos perturbaban aún más a los
novatos. La propia nave cabeceaba entre los rompientes, amarrada tan sólo por sus
cabos de proa y popa, de cada de uno de los cuales se ocupaban los veinte
muchachos, presas del frenesí, hundidos hasta el pecho en la vorágine. Alcibíades y
su primo Euriptolemo se habían arrojado al rescate. Me encontré con mi hermano
León; los dos nos sumamos a la tarea. Tras un esfuerzo monumental, conseguimos
por fin llevar a la playa la nave de transporte. Sin necesidad de palabras, Alcibíades
se había convertido en nuestro comandante. Salió a grandes zancadas en busca de un
mando superior a quien informar, y nos ordenó que le siguiéramos en cuanto los
caballos estuvieran a salvo en tierra firme.
El vendaval seguía batiendo a cabeza de playa. No cesaba la lluvia de piedras; el
temporal no cejaba. Mi hermano y yo acabábamos de alcanzar el extremo de la playa
e íbamos en busca del puesto de mando; vimos a Alcibíades hablando con el capitán
macedonio. De repente, dicho oficial le asestó un golpe. Nos lanzamos hacia delante.
Aun en medio de la algarabía de la tempestad y las olas, la razón del enfrentamiento
estaba clara: Alcibíades exigía órdenes, el capitán se veía incapaz de
proporcionárselas. Éste se lanzó sobre el muchacho, veinte años más joven que él,
consciente, como todos nosotros, de su linaje y su reputación.
—Tu pariente Pericles no se encuentra aquí, jovencito, ¡no pretendas dar órdenes
en su nombre!
—Hablo por mí y en nombre de los que van a morir a causa de tu abandono —
replicó Alcibíades, abarcando con un ademán las embarcaciones, el vendaval y la
lluvia de pedruscos que seguía azotándonos—. ¡Toma una determinación o, por
Heracles, seré yo quien la tome!
Sólo quedaban intactas dos naves. Alcibíades se dirigió a ellas. El capitán le
hablaba a gritos, ordenándole que no se moviera, amenazándole con lo peor en caso
de desobediencia. El joven no respondió a sus desafíos y se limitó a seguir su
camino; nosotros, mi hermano y unos cuantos más, seguimos su marcha como
arrastrados por una cadena. Al llegar al escollo impartió órdenes. Nadie oyó una sola
palabra. Sin embargo, agarramos los remos y nos lanzamos contra el temporal, diez
en cada hilera sin ni siquiera fijar los canaletes, pues de nada iban a servir en aquel
mar. No sabría decir cómo salieron de allí las naves sin ni una sola pérdida humana.
Tal vez lo que salvó al grupo, aparte de la clemencia de los cielos, fueron los baos
de las naves y el
volumen de agua de mar que trasladaban como lastre adicional. De cada cuatro
golpes de remo, sólo uno surtía efecto. Cada cabezada impuesta por el vendaval
golpeaba el casco como una máquina de asedio, mientras que unas olas de doble
longitud que la de las naves las iban empujando como condenadas. Al caer en picado
hacia el seno, las proas hocicaban, lo que provocaba enormes cascadas de agua en las
sentinas; en el ascenso hacia la cresta, el viento batía la quilla al descubierto y
situaba los navíos en posición vertical, cual estacas de vid. En los remos, nos
encontrábamos prácticamente de pie en los puestos de nuestros compañeros de popa.
De una forma u otra, las dos embarcaciones consiguieron avanzar cuatro estadios
mar adentro. Los muchachos se comunicaban como los perros, por medio de unos
ladridos que el estruendo apagaba; no obstante, el objetivo estaba claro: llevar a cabo
el primer desembarco en la parte septentrional, trepar por la pared del acantilado y
situarse detrás del enemigo.
Alcibíades se puso a remar con tal vigor que movía a la emulación; en sus
órdenes, que iban pasando a gritos los hombres en los bancos, precisaba que había
que correr hacia la orilla del modo que fuera, prescindiendo de las embarcaciones y
pensando sólo en llegar por nuestro propio pie. La cresta que nos conducía se
deshizo a tal velocidad que prácticamente nos arrancó de los bancos. Nos lanzó por
la borda. Yo perdí el sentido con la caída y recuperé la conciencia entre las olas,
lastrado por el escudo, que me empujaba hacia el fondo con una violencia
inimaginable. Llevaba el antebrazo trabado por la abrazadera hasta el codo y
quedaba fijado como si llevara una manilla; gracias a la rotura de los remaches,
desencajados por la presión del choque, conseguí bracear hasta la superficie. Ante
mis ojos se ahogó uno de los muchachos, arrastrado hacia el fondo de la misma
forma. Los restantes se juntaron en la playa, exhaustos, sin armas ni protección. Las
dos embarcaciones estaban hechas añicos. Los muchachos temblaban como
azogados, completamente cárdenos.
Uno de ellos se volvió hacia Alcibíades, que estaba calado hasta los huesos y
desarmado, temblando convulsivamente como los demás, aunque regocijándose por
ello. No existe otra forma de describirlo. Respondió a los muchachos, agitados por
las pérdidas de los buques, que en caso de no haberse hundido, habría dado órdenes
para que se abrieran brechas en ellos y se afondaran.
—Debéis quitaros de la cabeza toda idea de retirada, hermanos. No nos queda
más vía que la de avanzar, más alternativa que la victoria o la muerte. —Ordenó que
se hiciera el recuento y, una vez que se hubo descubierto que faltaban tres, los que se
habían ahogado, señaló el sentido de su sacrificio. Lo que habíamos perdido carecía
de importancia al lado de la audacia del ataque—. La falta de armas no es un
obstáculo grave en esta oscuridad. Bastará aparecer de improviso a la espalda del
enemigo. Tal será su sorpresa que huirá despavorido.
Alcibíades nos dirigió en el ascenso. Era un caballero y sabía que, con un tiempo
como aquél, el enemigo lo primero que buscaría sería cobijo para sus monturas. No
estábamos perdidos, repitió, por más negra que fuera la tempestad, lo que teníamos
que hacer era seguir el borde, utilizando los relámpagos como faros, hasta descubrir
el lugar. Por supuesto, estaba en lo cierto. Apareció un peñasco. Ahí estaban ellos.
Nos precipitamos encima de los que cuidaban los caballos con piedras, palos y trozos
de remo. En un abrir y cerrar de ojos, nuestro comandante había conseguido que
ascendiéramos y empezáramos a atacar a lo largo del precipicio en una oscuridad tan
absoluta como la de una tumba. En la cima, el grueso de la fuerza enemiga se dio a la
fuga, tal como había pronosticado Alcibíades. Perseguimos a unos cuantos, yo
ansioso por arrebatar el escudo a alguno de ellos. Los que habían recibido una
formación espartana preferían la muerte al regreso del campo de batalla, incluso
victoriosos, con las manos vacías.
Cayó el primer hombre bajo mi golpe. Se hundió entre las rocas; oí cómo se le
partía el cráneo en la oscuridad. Mi hermano me apartó de él con la intención de
arrancarle el peto y el escudo. Estaba loco de alegría por haber sobrevivido, me
sentía invencible, como les ocurre a tantos jóvenes soldados al cometer actos de
barbarie en estados semejantes. León me arrastró de nuevo hacia el precipicio.
Nuestro grupo se había reunido, dominaba el terreno. ¡Habíamos vencido! Abajo,
nuestras tropas aclamaban su liberación. Me di cuenta de que habían formado una
cordada en la pared del acantilado; algunos habían subido desde la playa y se
encontraban ante nosotros. Vi allí al capitán macedonio. Estaba reprendiendo a
Alcibíades con vehemencia y rencor.
Acusó al joven de imprudencia e insubordinación, de vergüenza para su país y la
buena marcha de la alianza. ¡Tres muertos a causa de su acto de rebeldía, dos
embarcaciones perdidas por su usurpación de mando! ¿Dónde están nuestros escudos
y armas? ¿Conoces el castigo por tales pérdidas? Los ojos del capitán echaban
chispas. Alcibíades tendría que presentarse ante un tribunal, acusado de
amotinamiento, por no decir de traición, ¡y por Zeus que él bailaría sobre su tumba!
Tres suboficiales macedonios, compatriotas del capitán, le respaldaban con las
armas. Alcibíades no mudó su expresión, se limitó a esperar a que acabara la
diatriba.
—Una persona no debe hablar así —precisó— de espaldas a un precipicio.
Reprimiré mis deseos de exagerar el momento; antes bien citaré sólo que tres de
sus secuaces, al considerar su situación, agarraron al comandante y lo despeñaron.
El resto, los que acabábamos de experimentar por primera vez en nuestras
jóvenes vidas un bautismo de terror de aquellas dimensiones —y durante un período
de tiempo más prolongado de lo que jamás hubiéramos imaginado—, nos vimos
enfrentados a un desafío aún más desmesurado. ¿Qué sería de nosotros? Sin duda,
los de abajo informarían sobre el comportamiento de Alcibíades. Nosotros éramos
sus cómplices. ¿Acaso no nos juzgarían como asesinos? ¿No se mancillarían
nuestros nombres, no caerían la vergüenza y la deshonra sobre nuestras familias?
¿Nos mandarían a Atenas encadenados a la espera de la ejecución?
De repente, Alcibíades se acercó a los tres macedonios y, poniéndoles la mano
sobre el hombro, les aseguró que no albergaba ningún propósito siniestro. ¿Podían
informarle —preguntó— del nombre y la familia del que había sido lanzado al
abismo?
—Vais a redactar el siguiente parte —ordenó Alcibíades. Se dispuso a dictar el
texto de un elogio al valor. Cada uno de los actos de heroísmo que había llevado a
cabo él recaían en el capitán. Habló del valor del oficial ante el abrumador peligro;
de cómo el hombre, sin tener en cuenta su propia seguridad, se hizo a la mar en plena
tempestad, escaló la escarpada pared de roca para rodear y aplastar al enemigo,
salvaguardando con su actuación las embarcaciones y hombres de la compañía que
tenía abajo. En la cima del triunfo, cuando dio muerte con su espada al comandante
enemigo, la cruel fortuna se cernió sobre él. Cayó por el precipicio—. La gloria de
esta hazaña —concluyó Alcibíades— ha de perdurar, imperecedera.
Había que mandar el parte, añadió Alcibíades, al padre del capitán. Además, él
mismo informaría a Paquete y a los generales de Macedonia al regreso de nuestro
escuadrón. Se volvió entonces a nosotros, los jóvenes, y nos miró con detenimiento.
—¿Cuál de vosotros, hermanos, va a colocar su mano bajo la mía en este
documento?
Ni que decir tiene que ninguno de nosotros se negó a ello.
Nuestra informal compañía de infantería, reunida con la brigada bajo las órdenes
de Paquete, triunfó en su misión durante más de un mes de lucha, en el curso de la
cual, Alcibíades, a los diecinueve años, si bien no desempeñaba oficialmente el
mando, éste le fue otorgado por sus superiores con prontitud y espontaneidad, y se
convirtió en nuestro capitán efectivo. Cuando la unidad llegó por fin a Potidea,
nuestro destino, y se unió a las tropas que se ocupaban del asedio, fue disuelta con la
misma rapidez con que se había formado, y Alcibíades, sin ninguna condecoración
aunque también sin acusación ninguna, fue trasladado a su regimiento.
En cuanto al incidente, mi hermano observó más adelante que, si bien él, al igual
que yo, sirvió en las siguientes campañas junto a una serie de jóvenes que se
encontraban presentes ante el precipicio en aquella ocasión, jamás ninguno hizo
alusión a aquel acontecimiento.
V

EL HOMBRE INDISPENSABLE

En el asedio de Potidea, dos jóvenes se hicieron indispensables: Alcibíades y mi


hermano. A raíz de su comportamiento, tanto a la hora de la acción como del
consejo, había quedado claro que el primero era:

preeminente en heroico
fuego, sin rival entre las
huestes.

En todas las unidades se le consideraba el más inteligente y audaz, poseedor de


un desbordante talento para la guerra. En Atenas, por su juventud, había visto
limitado su campo de acción al deporte y la seducción. La campaña trastocó esto y le
ofreció una actividad acorde con sus dotes. Demostró su valía de la noche a la
mañana. No eran pocos quienes consideraban que, a pesar de no haber cumplido aún
los veinte, podía haber sido elevado al mando supremo y, además de dirigir el asedio
con mayor vigor y sagacidad, lo habría llevado a un feliz desenlace con menores
pérdidas de vidas humanas.
En cuanto a mi hermano, se hizo un nombre como héroe entre nuestros hombres.
La experiencia enseña que por más numeroso que pueda llegar a ser un ejército,
quienes llevan a cabo las tareas de la guerra son las pequeñas unidades, y para
resultar efectivas, cada una debe poseer un hombre como León, que no conoce el
miedo y se levanta todas las mañanas alegre, a pesar de las dificultades, dispuesto a
echarse al hombro la carga de otro con una sonrisa, presto a llevar a cabo todo tipo
de cometidos, por humildes que sean. Una unidad en la que falte un hombre como
León no aguantará, mientras que la que disponga de un hombre así puede recibir
duros golpes pero resistirá.
Las cartas de nuestro padre nos llegaron cuando estábamos en Potidea. Nos
convocaron, a León y a mí, a la tienda del ayudante de Paquete, un capitán de Exone
de cuyo nombre no me acuerdo. El oficial leyó en voz alta el escrito de nuestro
padre, en el que confirmaba la edad de mi hermano, sus dieciséis años y tres meses,
y suplicaba que se le dispensara inmediatamente del servicio, al tiempo que se
responsabilizaba del pago de todos los cargos y gastos de transporte.
—¿Qué dices a esto, joven? —preguntó el capitán.
León enderezó el cuerpo de pies a cabeza y juró por las aguas del Estige que no
tenía veinte años sino veintitrés. Afirmó que nuestro padre, con la mejor intención,
estaba trastornado tras la devastación de la zona en la que vivíamos y ahora temía, lo
cual era comprensible, perder a sus hijos; de ahí, la solicitud de Atenas, presentada
con una convicción tan conmovedora como persuasiva. Cuando el capitán mandó
llamar a unos testigos de nuestra región, quienes dieron testimonio fehaciente de la
veracidad de la carta, León se negó a doblegarse. ¡No era la edad lo que hacía al
soldado sino la pasión y el entusiasmo! El capitán le interrumpió. Jamás he visto a
alguien tan inconsolable como León; ofrecía una imagen casi cómica al arrastrarse a
bordo del navío que iba a llevarle a casa.
Me tocó a mí pagar por las fechorías de mi hermano, como es lógico, siendo yo
el mayor. Se me impuso como sanción la paga de tres meses, se me apartó de mis
tareas y se me asignó el mando de una sección de muchachos, los dedicados a cortar
leña. No nos proporcionaron armas sino hachas, así como mulas y rastras para los
troncos.
Tú estabas en Potidea, Jasón. Lo recuerdo bien. Apareciste con Eurimedonte al
final de la primavera; la flota transportaba a los destacamentos de relevo de
caballería y al reemplazo de las tropas de asalto que se había llevado la peste.
Tuviste suerte. Evitaste el invierno.
En la época de nuestro padre, el invierno era estación de inactividad. ¿Quién
podía siquiera soñar en la lucha en medio de la nieve y el hielo? El verano era la
estación de la guerra; en Esparta ni tan sólo existía una palabra que designara el
verano; lo llamaban strateiorion, temporada de campaña. De todas formas, un asedio
no puede llevarse a cabo sólo a pleno sol. De ahí surgió la necesidad de un nuevo
calendario para un nuevo tipo de guerra.
Era aquél un asedio poroso. En la línea de combate, los soldados establecían más
relaciones con el enemigo que con sus propios compatriotas. Vendíamos comida y
leña; los potidenses lo intercambiaban por valiosos bienes: primero oro, luego joyas
e hilo. Vendían sus armaduras y espadas. Hacia mitad del verano, empezaron a
ofrecer a sus hijas.
Por todos los dioses, qué frío hacía allí arriba. La orina echaba vapor en el aire y
se convertía en hielo antes de llegar al suelo. La armadura nos despellejaba la piel en
los puntos en que la rozaba el helado bronce. La gloria de morir por el propio país
había perdido el descolorido lustre que en un tiempo tuvo; en especial, perder la
pelleja a causa de la peste bubónica o de algún avieso infortunio, como un flechazo
al azar procedente de una almena, todo para que se terminase la campaña en
primavera gracias a un tratado, a partir del cual de repente todos volvían a aliarse.
Acampamos allí, helados y abatidos, cerca de la ciudad de los potidenses, que
destacaba en el promontorio, helada y abatida como todos nosotros.
Las tres puertas septentrionales, las que miraban hacia tierra, permanecían
cerradas sólo durante el día. Cuando caía la noche se convertían en paseo para
quienes recogían los excrementos, los que hurgaban en los desperdicios y en la
escoria. Veías sus huellas en la nieve, anchas como baluartes. Mandaba nuestra
compañía un capitán que se dejaba sobornar, de nombre Gnosos. He aquí lo que
hacía: de cada ocho árboles talados, pasábamos cuatro al ejército; los otros cuatro
iban al enemigo. Éste pagaba a nuestro capitán con mujeres. Pero no con prostitutas
sino con esposas e hijas respetables de la ciudad. Se arrastraban detrás de nosotros
para conseguir leña. Negué a mis muchachos el permiso de participar en aquellas
orgías, en las que era corriente que una sola mujer pasara por doce hombres antes de
volver de nuevo tras los muros de la ciudad. Aquella degeneración, tolerada por su
superior, iría degradando el poco espíritu guerrero que poseían nuestros muchachos.
Por otra parte, pese a ser consciente de que podría parecer algo pundonoroso
teniendo en cuenta mis hazañas posteriores, he de afirmar que no soportaba ver los
estragos que infligía tal comercio en las propias mujeres.
Me llamaron la atención por ello. A mi espalda, mis compañeros empezaron a
llamarme «el espartano». Corría la voz de que estaba en concomitancia con el
enemigo y que mi mojigata intransigencia no sólo minaba la moral de la juventud
sino que, al desafiar las disposiciones de mi capitán, la actitud podía calificarse
cuando menos de insubordinación y en el peor de los casos, de traición. En un
enfrentamiento que tuve con éste, se me escapó la palabra «alcahuete». Me apartaron
del servicio.
Acudí a Alcibíades en busca de ayuda. Aquel otoño, el ejército había entablado
un encarnizado combate con el enemigo, que intentaba romper el cerco por la fuerza
y exigía la movilización de todos nuestros efectivos; Alcibíades había destacado en el
combate; en realidad se le había concedido el premio al valor, al considerarle el
hombre más valiente de los seis mil que se encontraban en el campo de batalla. La
corona y la armadura tardaron unos meses en llegar. Precisamente, había recibido la
corona la tarde en que acudí a él. Lo estaba celebrando con sus compañeros de tienda.
Como bien sabes, Jasón, cualquier campamento establecido durante un largo
periodo en un lugar, se convierte en una ciudad. Su mercado se transforma en el
ágora, sus campos de instrucción, en el gimnasio. Esta polis, para combatir el
aburrimiento, crea sus propias diversiones y distracciones, sus personajes y sus
payasos. La ciudad tiene una parte buena y otra mala, un barrio al que uno acude por
su cuenta y riesgo y una zona privilegiada y de nota, que embelesa a todos.
Indefectiblemente, una tienda, por el esplendor de sus ocupantes, se impone como
epicentro del campamento.
La tienda de Alcibíades, Aspasia Tres (las principales calles de los siete
campamentos fortificados que rodeaban la ciudad recibían los nombres de famosas
cortesanas de Atenas), se había convertido en dicho centro. No sólo por la fama de
él, sino también por la inteligencia y conversación de sus dieciséis compañeros, entre
los que se encontraba su propio maestro, Sócrates (no tan famoso por aquel entonces
como filósofo, sino como robusto y aguerrido combatiente de cuarenta años), el
célebre actor Alceo, Mantiteo, boxeador olímpico, y Acumenos, médico. Aquellos
personajes eran de lo más divertido. Todo el mundo quería estar con ellos. Se
valoraba más una cena en Aspasia Tres que una condecoración. Justamente por esta
razón había rehuido yo a Alcibíades, pues no deseaba presentarme a él sin invitación
y también porque consideraba nuestra relación como algo cordial pero al mismo
tiempo distante.
En aquellos momentos, sin embargo, la gravedad de mi situación me empujó a
hacerlo. Esperé al punto de la noche en que creí que habría concluido la comida
vespertina y me encaminé a la tienda de Aspasia con la única intención de robar a
Alcibíades unos momentos, pensando en hablar tal vez con él fuera de la tienda y
conseguir que intercediera por mí ante los mandamases. Imaginaba que con unos
golpes en el poste solucionaría el asunto.
Tuve la sorpresa de que, a diferencia de las demás zonas valladas del
campamento, cuyos callejones permanecían a oscuras, desiertos, de no ser por algún
soldado suelto que corría en busca de refugio en medio del frío, la entrada de la
tienda de Alcibíades resplandecía, con antorcha y brasero, la intersección de los
callejones era un animado hormiguero de variopintos oficiales fuera de servicio,
infantes, vendedores de vino, malabaristas, pasteleros, un grupo de acróbatas en
plena representación sobre un escenario montado con troncos y un bufón profesional,
por no citar a una serie de mujerzuelas desdentadas procedentes del campamento de
las prostitutas que merodeaban por allí con gran brío. Los aromas de la carne que
crepitaba al fuego parecían incrementar la animación; las fogatas ardían con gran
resplandor en el suelo, que se había descongelado. Mientras me abría paso entre el
gentío, vi abrirse la entrada de la tienda y salir al espécimen femenino más
deslumbrante que jamás contemplaron mis ojos.
Tenía el pelo rojizo; sus ojos, de un violeta tan intenso que parecían destellar
como diademas bajo la luz de la antorcha. Llevaba un manto de marta cibelina que la
cubría de pies a cabeza y la escoltaban dos oficiales de caballería, altos como torres,
ataviados con las capas con orla de armiño del enemigo. Ninguno de los sitiadores se
había atrevido a ponerles las manos encima; en realidad, nuestros muchachos les
acercaron los caballos, ayudándolos a montar. La dama salió al galope, aunque no en
dirección hacia la ciudad sino por el camino hacia el risco denominado de Asclepio,
donde, por lo que supe más tarde, se había acondicionado una pequeña casa para su
uso particular y el de su escolta.
—Es Cleonice —aventuró un vendedor de cebolla frita—. La amiga de
Alcibíades.
Habría permanecido sin duda toda la noche plantado ante la puerta de no haber
pasado por casualidad por allí Euriptolemo, el primo de mi anfitrión, quien, al
reconocerme, me llevó aparte. Muy animado, me informó de que aquella dama,
Cleonice, era la esposa de Macaón, el ciudadano más acaudalado de Potidea.
Alcibíades tenía relaciones con ella con el objetivo de que su marido traicionara a su
ciudad.
—Se ha enamorado de él y no quiere volver a casa. Dice incluso que espera un
hijo suyo. ¿Qué se puede hacer?
Euriptolemo, a quien sus compañeros llamaban Euro, me mandó esperar mientras
él se metía en la tienda. Poco después oí la risa de Alcibíades; se abrieron las
cortinas y sin darme cuenta me vi apartado del gentío y acogido por la calidez del
interior.
—Pommo, amigo mío, ¿dónde te habías metido? ¡No andas solitario por los
bosques con aquellos inocentes!
Según pude saber, Alcibíades se había erigido en maestro de placeres. Estaba
sentado en el banco de honor, la corona ante él, las mejillas enrojecidas por el vino.
Le habían herido; bajo la túnica se adivinaban las vendas de las costillas. Me
presentó como su compañero de las Calderas y mandó que dispusieran para mí
asiento y vino. Estaba al corriente de mis problemas.
—¿Es cierto que llamaste alcahuete al capitán?
Mi llegada había interrumpido la conversación; intenté desviar la atención de mi
persona para que siguiera la charla. El grupo no siguió ese camino. Mantiteo el
olímpico me pidió que expusiera mis objeciones a un inofensivo retozo. Repliqué
que se trataba de una práctica ni de lejos inocua, que, por el contrario, minaba la
moral de la juventud que estaba a mi cargo.
—Yo mismo tengo una hermana pequeña, Meri —añadí, casi sin darme cuenta,
con gran pasión—. Sería capaz de sacar las tripas al hombre que tuviera la osadía de
poner la mano sobre su vestido sin permiso de mi padre. ¿Cómo voy a quedarme con
los brazos cruzados observando cómo se mancilla a las doncellas, aunque sean hijas
del enemigo?
Aquello levantó un irónico coro de «Oye, oye». Ante mi sorpresa, quien
intervino en mi defensa fue Alcibíades. Su intervención fue recibida con irónicas y
desdeñosas burlas, que él soportó sonriendo afablemente.
—Podéis reír, amigos, al oírme romper una lanza a favor del sexo débil, pues mi
fama como seductor de mujeres no es inconsecuente. Pero soy yo el más indicado
para afirmar que conozco lo que representa ser mujer.
Hizo una pausa y, volviéndose hacia mí, dijo que debía dejar de lado toda
preocupación en cuanto a los cargos de que se me acusaba. Alguien movería los
hilos adecuados. De momento, lo que tenía que hacer era beber, aunque no con
moderación, como los espartanos, sino a fondo, al estilo ateniense, para superar a
quienes me llevaban ventaja. Si no, insistió mi anfitrión, las chanzas podrían perder
chispa, y la conversación, profundidad. Se volvió de nuevo hacia los demás y siguió:
—Imaginémonos, amigos míos, que un bello joven se parece mucho a una mujer.
Se le hace la corte, se le adula, se ensalzan unas virtudes que no posee aún y en
general se le aclama por unas cualidades que, lejos de ser suyas, son accidentes de
nacimiento. Y no sonrías, Sócrates, puesto que el asunto se acerca mucho al punto
sobre el que estabas disertando. Me refiero a la diferencia existente entre el
verdadero yo del político y el mithos que éste debe proyectar si quiere participar en
la vida pública. Afirmaba yo, y tú no has puesto en tela de juicio la exactitud de mi
aserción, que yo mismo o cualquier otra persona que entra en la política debe ser dos
al mismo
tiempo: el Alcibíades que conocen mis amigos y «Alcibíades», esa ficticia
personalidad que a mí me resulta desconocida pero cuya fama debo alimentar y
conformar si pretendo que se imponga mi influencia en la arena política.
»Una mujer bella se encuentra en el mismo aprieto. A la fuerza ha de tener una
imagen de sí como dos seres: el alma particular que conocen sus allegados y el
sustituto externo que sus atractivos muestran al mundo. La atención que recibe puede
satisfacer su vanidad, pero se trata de algo vacío, de lo que ella es consciente.
Termina pareciéndose a los pilluelos que vemos en la fiesta de Teseo, que empujan
unas carretillas pintadas con un par de astas de toro delante. Se da cuenta de que sus
admiradores no la aman por sí misma, es decir, no aman a la que lleva la carretilla,
sino por la fantasía que ésta tiene delante. Esta es la definición de la degradación. Y
precisamente por ello, amigos, desde muy joven he despreciado a los pretendientes
que me hacían la corte. Ya de niño comprendí que no era a mí a quien amaban.
Buscaban tan sólo la superficie, movidos por su propia vanidad.
—Aun así —intervino Mantiteo, el boxeador—, no rechazas las insinuaciones de
nuestro compañero Sócrates, como tampoco rehúyes la amistad del resto del grupo.
—Porque vosotros sois mis auténticos amigos, Mantiteo. Aunque tuviera el
rostro magullado como tú, seguirías queriéndome.
Alcibíades intentó llevar a Sócrates a la conclusión de su disertación sobre el
tema que había interrumpido mi llegada, pero no lo consiguió, ya que Alceo, el actor,
sacó de nuevo la cuestión de las humilladas mujeres de Potidea.
—No empleemos a la ligera la palabra «degradación», compañeros. La guerra es
degradación. Tiene como objetivo la degradación definitiva: la muerte. Estas mujeres
no han sido sacrificadas. Sus magulladuras curarán.
—Me sorprendes, excelente amigo mío —respondió Alcibíades—. Sobre todo
como actor, deberías saber que la muerte toma muchísimas formas malignas, aparte
de la física. ¿Acaso no es lo que trata la tragedia? Piensa en Edipo, en Clitemnestra,
en Medea. Sus heridas también cicatrizarán. No obstante, ¿no se les destrozó
totalmente por dentro?
Habló luego Mantiteo:
—En mi opinión, no son estas mujeres las que sufren el verdadero envilecimiento
sino sus padres y hermanos, que permiten que se las utilice de una forma tan
aborrecible. Estos hombres tienen otras salidas. Podrían morir de hambre. Podrían
luchar hasta la muerte. A decir verdad, estas jóvenes son heroínas. Pensemos que
cuando un hombre lo arriesga todo en defensa de su país, se le concede la corona del
valor. ¿No son iguales estas muchachas? ¿Es que no sacrifican sus bienes más
preciados, su virginidad, su reputación de virtuosas para socorrer a sus atribulados
compatriotas? ¿Y si, llegada la primavera, sus aliados espartanos se despiertan y
acuden en su ayuda? ¿Y si nosotros mismos salimos derrotados? ¡Por todos los
dioses, los potidenses deberían erigir estatuas en honor de estas valientes muchachas!
En realidad, visto así, nuestro joven amigo —me señaló— no está librando de la
vergüenza a las nobles muchachas sino negándoles su opción a la inmortalidad.
Las risas y coros de «Otra vez, otra vez» acogieron la disertación, así como el
acompañamiento de golpes con los cuencos de vino contra las cajas y baúles de
madera dispuestos a modo de mesas para el banquete.
—Un momento —interrumpió Alcibíades—. Veo sonreír a nuestro amigo
Sócrates. Está a punto de hablar. Sinceramente, creo que debemos advertir a nuestro
compañero Polémides, o tal vez, como hizo Odiseo al acercarse a la isla de las
sirenas, taparle los oídos con cera. Puesto que en cuanto haya oído el suave discurso
de nuestro amigo, se encontrará esclavizado para siempre, como nos ocurre a todos.
—Sigues mofándote de mí como siempre, Alcibíades —dijo Sócrates—. ¿He de
soportar tal abuso, compañeros, sobre todo procedente de la persona que menos tiene
en cuenta mis consejos y no persigue más que su propia popularidad?
Sócrates, el hijo de Sofronisco, estaba sentado frente a mí. De todos los allí
reunidos, su aspecto era en realidad el menos atractivo. Era un hombre bajo y
fornido, de labios delgados y nariz chata, casi calvo ya a los cuarenta años, con una
capa de tela basta manchada de sangre a raíz de una escaramuza que había tenido
lugar a principios del mes, de una calidad digna de un espartano.
Aquellos hombres empezaron a zaherirle sobre un incidente ocurrido unos días
antes. Al parecer, Sócrates, a media mañana, se encontraba ensimismado al aire libre,
aguantando el frío glacial, dándole vueltas a algún enigma o problema irresoluble.
Siguió así, con las sandalias metidas en el hielo, reflexionando sobre el tema todo el
día, para desconcierto de todos los que observaban, tiritando a cubierto, con los pies
protegidos por un vellón. Los soldados se asomaban por turnos; Sócrates seguía allí.
Hasta que cayó la noche y hubo resuelto su perplejidad no se levantó para ir a cenar
junto al fuego. Incitados por Alcibíades, los del grupo quisieron saber qué misterio
había ocupado con tanta tenacidad la cabeza de su amigo.
—Estábamos hablando de degradación —empezó Sócrates—. ¿Y en qué consiste
ésta? ¿No se trata de la percepción de un individuo basándose en una cualidad
aislada, hasta la exclusión de las múltiples facetas de su alma y su ser, utilizando así
a la persona? En el caso de estas desgraciadas mujeres, dicha cualidad es su carne y
la utilidad de ésta a la hora de satisfacer nuestros propios deseos básicos.
Desestimamos todo lo demás que las convierte en humanas, descendientes de los
dioses.
»Tened además en cuenta, compañeros, que esta cualidad específica por la que
condenamos a dichas mujeres y las sentenciamos a apartarse de la humanidad es una
cualidad sobre la que ellas mismas no poseen autoridad alguna, una cualidad que se
arrojó sobre ellas sin comerlo ni beberlo en el momento de nacer. ¿Acaso no nos
encontramos ante la antítesis de la libertad? Es la utilización que uno hace del
esclavo. Tratamos incluso mejor a nuestros perros y caballos, prestando atención a las
sutilezas y contradicciones de su carácter, apreciándoles o desdeñándoles según ellas.
Sócrates se detuvo y preguntó al grupo si alguno no estaba de acuerdo con su
reflexión. Todos compartieron su opinión y le animaron a continuar.
—Y además nosotros, que nos consideramos hombres libres, a menudo actuamos
así, no sólo respecto a los demás sino también hacia nosotros mismos. Damos cuenta
y definimos nuestras propias personas por medio de unas cualidades que nos fueron
otorgadas o de las que nos privaron al nacer, excluyendo las que nos hemos
granjeado o hemos adquirido posteriormente, por medio de la iniciativa y la
voluntad. Para mí ése es un mal mayor que la degradación. Es autodegradación.
Dirigió una sutil mirada a Alcibíades. Nuestro maestro de placeres captó
claramente el gesto y se lo devolvió, divertido e intrigado, aunque no sin una cierta
ironía.
Sócrates siguió:
—Considerando tal estado de autoesclavitud, empecé a cavilar. ¿Cuáles son
exactamente las cualidades que hacen libre al hombre?
—Nuestra voluntad, como has dicho tú mismo —apuntó Acumenos, médico.
—Y la fuerza para ejercitarla —añadió Mantiteo.
—Exactamente lo que yo pensaba, amigos. Nuestros pensamientos van por el
mismo camino, incluso dejan atrás mis pobres consideraciones. Pero ¿qué es el libre
albedrío? Estamos de acuerdo en que lo que no posea libre albedrío no puede
calificarse de libre. Y lo que no tiene libertad está degradado; es decir, queda
reducido a un estado inferior al que pretendieron los dioses.
—Creo ver hacia dónde se encamina todo esto —terció Alcibíades con una
sonrisa—. Noto que se acerca la reprimenda, compañeros, para mí y para todos
nosotros.
—¿Debo interrumpir? —preguntó Sócrates—. Tal vez nuestro maestro de goces
está fatigado; el heroísmo y la adulación de sus semejantes le han dejado exhausto.
El grupo insistió para que su compañero reanudara el tema.
—He estado observando a los jóvenes soldados del campamento. ¿Verdad que su
impulso dominante es el de obrar conforme a las normas? Cada uno de ellos cuida
espontáneamente sus rizos a imagen de los demás, se acomoda el dobladillo a la
misma altura que los otros, se pasea e incluso adopta posturas siguiendo una
tendencia idéntica. La inclusión en la jerarquía lo es todo; la exclusión, es el mayor
temor.
—Eso no tiene trazas de libertad —intervino Acumenos.
—Las tiene de democracia —respondió Euriptolemo con una carcajada.
—¿Estaríais de acuerdo, amigos, en que estos jóvenes, tiranizados por la opinión
de sus semejantes, no poseen libertad? Todos coincidieron.
—En realidad, son esclavos, ¿es cierto o no? No actúan siguiendo los dictados de
su propio corazón sino que buscan complacer a los demás. Dos palabras describen tal
actitud. Demagogia y moda.
El grupo respondió con silbidos y ovaciones.
—Afortunadamente tú, Sócrates, eres inmune a tales dictados precisó Alcibíades.
—Sin duda, con mi miserable capa y la barba recortada con la espada, todo el
campamento me ve como un personaje de quien chancearse. Sin embargo mantengo
que, ajeno a las limitaciones que impone la moda, yo soy el más libre de los
hombres.
Sócrates amplió la metáfora para abarcar la asamblea de Atenas:
—¿Acaso existe bajo la capa del cielo un espectáculo más degradante que el de
un demagogo lanzando su perorata ante las masas? Cada una de sus sílabas chirría
por el enorme descaro, ¿y por qué? Porque nosotros discernimos, al oír al infeliz
sinvergüenza bravuconear ante la multitud, que trabaja con oficio y astucia para
someter a su antojo al populacho. Busca su propio ascenso mediante su aceptación, y
es capaz de decir lo que sea, lo más infame y perverso, para elevar su imagen a los
ojos de ellos. Dicho de otra forma: el político es el esclavo supremo.
Alcibíades disfrutaba muchísimo con este toma y daca.
—En otras palabras, tú dirás de mí, amigo mío, que al seguir con la política actúo
como un alcahuete y un coime, en busca de un ascendente entre mis semejantes, y
que al hacerlo pongo mi yo más noble al servicio de mi yo más innoble.
—¿Eso es lo que respondería yo?
—¡Pues ahí te he cazado, Sócrates! ¿Y si lo que un hombre persigue no es seguir
a sus semejantes sino guiarles? ¿Y si su discurso no arranca de las falsedades del
halagador sino de los recovecos más sinceros de su corazón? Politico ¿no es acaso la
definición del hombre de la polis? ¿De quien no actúa para sí sino para su ciudad?
La conversación siguió briosa y animada durante casi toda la velada. Debo
admitir que no seguí, o no pude seguir, buena parte de sus giros y vueltas
inesperados. Al final, no obstante, la conversación pareció resumirse en una cuestión
que el grupo había estado debatiendo antes de mi llegada: en una democracia, ¿podía
describirse como «indispensable» a un hombre, y de ser así, merecía tal persona una
dispensa mayor que sus coetáneos de menos valía?
Sócrates se puso de parte de las leyes, las cuales, a pesar de sus defectos, afirmó,
ordenan que todos los hombres sean iguales ante ellas. Alcibíades tachó aquello de
absurdo y con una carcajada manifestó que su amigo no podía estar convencido de
ello, que en realidad no lo estaba.
—De hecho, yo te declaro, por encima de todo, indispensable. Sería capaz de
sacrificar batallones enteros para conservar tu vida, lo mismo que haría cada uno de
los presentes en esta mesa.
Un coro de «sigue, sigue» lo secundó.
—Y no me mueve sólo el afecto —continuó el joven—, sino el provecho del
estado. Porque él te necesita, Sócrates, como médico, para el cuidado de su alma. Sin
ti, ¿qué sería de él?
Sócrates no pudo contener una carcajada.
—Me decepcionas, amigo mío, puesto que esperaba descubrir amor en lugar de
política en el fondo de la devoción que proclamas de forma tan apasionada. Sin
embargo, no vamos a tomarnos la cuestión a la ligera, amigos, pues en su fondo
radica la materia que nos lleva al examen más riguroso. ¿Qué tiene prioridad según
nosotros, el hombre o la ley? Situar a un hombre por encima de la ley es negar por
completo la ley, ya que si ésta no es igual para todos no rige para nadie. El hecho de
situar a un hombre en un pedestal crea el tramo de escalera por la que puede
ascender otro más tarde. En realidad sospecho, como les ocurrirá a todos, hermanos
míos, que cuando mi compañero me ha proclamado indispensable, tenía la intención
de establecer el precedente mediante el que luego poder ungirse a sí mismo.
Alcibíades, riendo, se declaró realmente indispensable.
—¿No fueron indispensables Temístocles, Milcíades y Pericles? El estado se
habría convertido en ruinas sin ellos. Y no nos olvidemos de Solón, quien nos
proporcionó unas leyes en cuya defensa se mantiene firme nuestro amigo. No me
interpretéis mal. No pretendo derogar la ley sino observarla. Sería absurdo declarar
«iguales» a los hombres de no existir el mal. En realidad, el argumento que pretende
difamar a un hombre declarándole «por encima de la ley» es superficialmente falso,
habida cuenta de que dicho hombre, ya sea Temístocles o Cimón, conforma sus actos
a una ley superior, cuyo nombre es Necesidad. El hecho de poner obstáculos en
nombre de la «igualdad» al hombre indispensable es la locura del que ignora el
trabajo de este dios, el que antecede a Zeus, a Cronos y a la propia Gea y se sitúa
perennemente como su, como nuestro, legislador y progenitor.
Más risas y golpes con los cuencos de vino. Sócrates se disponía a responder
cuando un alboroto fuera le interrumpió. Un brasero derribado había incendiado la
tienda de al lado; todo el mundo salió en tropel para colaborar en la extinción del
fuego. El grupo se disolvió. Me encontré al lado de Alcibíades. Éste indicó a su
asistente que fuera a buscar caballos.
—Vamos, Pommo, te acompañaré hasta tu campamento.
Di el santo y seña al centinela de turno y emprendimos el camino en el frío.
—¿Qué? —dijo Alcibíades en cuanto hubimos superado la primera línea de
estacas—. ¿Qué opinión te merece nuestro profesor calvete?
Respondí que no acertaba a formarme una opinión de él. Sabía que los sofistas se
hacían ricos con sus honorarios. En cambio Sócrates, ataviado como el pueblo llano,
parecía más bien…
—¿Un pedigüeño? —preguntó Alcibíades, riendo—. Porque se niega a
aprovecharse de lo que persigue a través del amor. Si pudiera, pagaría, no se
considera maestro sino alumno. Y te diré algo más. Mi corona al valor… ¿te has
percatado esta noche de que en ningún momento la he colocado, como habría hecho
cualquiera, sobre mi cabeza? Se debe a que el premio le pertenece a él, a nuestro
desastrado maestro del discurso.
Alcibíades explicó que en el punto álgido de la batalla por la que se le había
distinguido había caído, magullado y herido, atacado desde todos los flancos por el
enemigo.
—Sólo Sócrates acudió en mi defensa, desafiando su propia seguridad para que
pudiera guarecerme bajo su escudo, hasta que nuestros compañeros consiguieron
congregarse y volver con refuerzos. Mantuve con gran vehemencia que la
recompensa le pertenecía, pero él convenció a los generales para que me la
concedieran a mí, sin duda con la intención de educar mi corazón a fin de que
aspirara a otras formas de gloria más nobles que las de la política.
Seguimos el resto del trayecto en silencio. Más allá de las almenas de la asediada
ciudad se vislumbraba el humo de los fuegos para preparar la comida.
—¿Reconoces este olor,
Pommo? Era carne de caballo.
—Están asando la caballería —puntualizó Alcibíades—. En primavera estarán
acabados, ellos lo saben bien.
En el campamento de los leñadores, Alcibíades convirtió su llegada en un
espectáculo, dejando claro, sin articular palabra que me tenía en gran estima y que
cualquiera que me contrariara se las tendría que ver con él. Evidentemente, diez días
después mi comandante recibió órdenes de trasladarse de nuevo a Atenas y le
sustituyó un oficial que tenía instrucciones de dejarme libre para dirigir mi sección
como quisiera.
Me apeé del caballo y devolví las riendas a mi amigo.
—¿Qué piensas hacer durante el resto de la velada? —preguntó. Iba a escribir
una carta a mi hermana.
—¿Y tú? ¿Volverás para seguir las discusiones filosóficas? Se echó a reír.
—¿Qué otra cosa puedo hacer?
Observé su partida arrastrando el caballo que me había traído. Sus huellas sobre
la nieve no seguían, sin embargo, la línea de estacas que llevaba a Aspasia Tres sino
que ascendían por la pendiente denominada de Asclepio, hacia la cabaña de abeto
donde le esperaba la dama, Cleonice, la de los ojos color violeta.
Libro II

LA MURALLA
LARGA
VI

EL SOLAZ DEL JOVEN

Así [prosiguió mi abuelo] concluyó mí primera entrevista con Polémides el asesino.


Le dejé y me apresuré a ver a Sócrates. Me vino a la cabeza al cruzar el Patio de
Hierro, en el que confluían las distintas alas de la prisión, que la mención de
aquella velada de treinta años atrás podía llevar una sonrisa a los labios de nuestro
amigo. Por otra parte, sentía curiosidad. ¿Se acordaría Sócrates del joven soldado
llamado Pommo? Decidí no entrar en ello pues no tenía intención de seguir
abrumando su mente ya suficientemente agobiada. Imaginé asimismo que la
aglomeración de amigos y seguidores me impediría hablar un momento aparte con
nuestro maestro.
No obstante, al llegar a su celda le encontré solo. Aquel día, los Once
Administradores de Justicia habían establecido la forma de su ejecución: tomaría
cicuta. Si bien dicho método afortunadamente libraba a la carne de la mutilación, el
reciente dictamen, que marcaba el fin de nuestro maestro, había llevado a sus
amigos a tal estado que Sócrates, para disfrutar de un intervalo de paz, se había
visto obligado a apartarlos de su lado. De todo ello me informó el guardián a mi
llegada. Esperaba un despido similar pero me alivió ver que Sócrates se levantaba
y, con un gesto, me animaba encarecidamente a entrar.
—¿De modo, Jasón, que vienes de visitar a tu otro cliente?
Estaba totalmente al corriente del caso de Polémides. En efecto, recordaba al
joven, tal como confirmó, y no sólo habló de aquella noche del asedio sino también
de sus posteriores servicios en la infantería y, a partir de las informaciones de los
días de gloria de Alcibíades en Oriente, del cargo de Polémides como capitán de
infantería de marina. Nuestro maestro comentó la conjunción entre los dos
acusados, el filósofo sentenciado por haber instruido a Alcibíades y el asesino a la
espera de juicio por haberle dado muerte.
—Parecería lógico que un jurado coherente, al haber declarado culpable a uno,
tendría que absolver al otro. Es un buen augurio —observó— para Polémides, tu
cliente.
A la sazón, Sócrates había pasado ya setenta veranos si bien, dejando aparte la
barba, completamente blanca, y la noble amplitud de su contorno, se habría dicho
que era la viva estampa de la descripción que hizo de él Polémides durante el
asedio de Potidea. Sus extremidades eran fuertes y robustas, el porte, enérgico y
resuelto; no hacía falta mucha imaginación para ver a aquel veterano agarrar con
rapidez el escudo y la armadura y pasar de nuevo al ataque.
Naturalmente, el filósofo manifestó curiosidad por su compañero recluso y
también ofreció consejos sobre la mejor forma de defenderle.
—Es tarde ya para presentar una contrademanda, un paragraphe, que declare
ilegal la acusación, tal como lo es en realidad. Tal vez un dike pseudomartiriou, una
demanda por falso testimonio, que puede invocarse en el momento del voto del
jurado. —Se puso a reír—. Como ves, mi propio suplicio me ha convertido en algo
así como un abogado de prisión.
Hablamos de la amnistía, concedida a raíz de la restauración de la democracia,
que eximía de juicio a todos los ciudadanos encarcelados por delitos anteriores.
—Ten en cuenta, Sócrates, que los enemigos de Polémides le han dado la vuelta
con suma habilidad, acusándole de «mala conducta». Eso remueve mucho lodo y,
como admite él mismo, tal vez el suficiente para enterrarle. —Seguí con una breve
narración de la historia de Polémides, basada en lo que me había contado él hasta
entonces.
—Conocía a algunos miembros de su familia —dijo Sócrates cuando concluí la
crónica—. Nicolaos, su padre, fue un hombre de una integridad excepcional, que
murió asistiendo a los apestados. Mantuve una relación cordial, si bien casta, con
Dafne, su tía abuela, quien dirigió de hecho el Consejo de Gobernadores Navales
por medio de su segundo y tercer esposo. Fue la primera aristócrata que, en su
viudez, se hizo cargo enteramente de sus asuntos, sin hombre alguno que le hiciera
las veces de kirios o administrador, sin disponer siquiera de un solo criado en casa.
Nuestro maestro expresó su preocupación por el bienestar de Polémides.
—Hace un calor sofocante en esa parte del patio, según tengo entendido.
Llévale, por favor, esta fruta y este vino; yo no debería beber más, pues dicen que
estropea el sabor de la cicuta.
Cuando, al caer la tarde, volvieron los demás, se consiguió algo de distracción a
partir de la coincidencia en el confinamiento del asesino y el filósofo. Intervino
Critón, el seguidor más acaudalado y devoto de Sócrates. Durante los días
anteriores al juicio contra nuestro maestro, había contratado investigadores y había
puesto en marcha una indagación sobre el entorno de los acusadores del filósofo,
intentando sacar a la luz sus delitos particulares y con ello desacreditar tanto a
ellos como sus acusaciones. Se me ocurrió en aquel momento que yo podría hacer lo
mismo por Polémides.
Tenía por aquel entonces contratada a una pareja de mediana edad, Mirón y
Lado. Eran unos chismosos incorregibles que se deleitaban sobre todo en sacar los
trapos sucios de los que se encontraban en las posiciones más elevadas. Decidí
poner en marcha a los dos sabuesos. ¿Qué había sido de la familia de Polémides?
¿Qué motivos impulsaron a sus acusadores? ¿Alguien les había dado la idea y, de
ser así, quién? ¿Qué asunto importante encubierto pretendían sacar adelante?
Mientras tanto, nieto mío, intuyo que no acabas de asimilar el relato. Necesitas
más antecedentes. Polémides y yo éramos coetáneos; al hablar era consciente de
que
yo estaba al corriente de lo que sucedía por aquel tiempo y no me hacían falta más
detalles sobre el ambiente y la atmósfera. Tú, como miembro de una generación
posterior, podrías necesitar una breve digresión histórica.
Durante los años anteriores a la guerra, en el periodo de mi propia infancia y la
de nuestro narrador, Atenas no vivía aquella situación de desvaído esplendor que
suele caracterizarle. No había dejado atrás sus mejores días, al contrario, estaban
en su presente, a mano, resplandecientes y luminosos. Había enviado su armada al
imperio asiático y había expulsado a los persas del mar. A ella afluían los tributos
de doscientos estados. Era una conquistadora, un imperio, la capital cultural y
comercial del mundo.
La guerra espartana quedaba situada muy lejos, en el futuro; sin embargo, las
perspectivas de Pericles le habían inspirado para ir preparándola. Él fue quien
fortificó los puertos de Muniquia y Zea, reforzó la Muralla Larga en toda su
extensión e hizo construir la Muralla meridional, la «Tercera Pata», para que, caso
de hundimiento de la septentrional o Muralla de Falero, la ciudad siguiera siendo
inexpugnable.
Tú, nieto mío, que has conocido estas diamantinas maravillas en su versión
reconstruida toda tu vida, das por supuesta su existencia. Pero en aquella época
constituyeron una proeza de la técnica como no podía soñar otra ciudad griega, por
no decir ya atreverse a tal empresa. La extensión de las almenas de la ciudad, siete
kilómetros por un extremo, casi la misma longitud por el otro, la acción de vincular
la parte alta de la ciudad a los puertos del Pireo, uniéndolos por todas partes menos
por el mar, y convertir con ello Atenas en una isla invencible por su fortificación…
todo esto fue considerado una temeridad por la mayoría y una locura por muchos.
Mi propio padre y gran parte de la clase ecuestre habían adoptado una postura
de violenta oposición a esta empresa, enfrentándose en primer lugar a Temístocles y
posteriormente a Pericles, quien ejecutaba la misma política. Los terratenientes del
Ática se daban cuenta claramente de que Pericles el Olímpico, como le llamaban,
pretendía dejarnos indefensos ante el invasor cuando llegara la guerra, hacernos
abandonar, de hecho, nuestras propiedades, ganados y viñedos, incluyendo éste que
ves por encima de los campos en los que estamos ahora mismo sentados. La
estrategia de Pericles consistía en hacer retirar a los ciudadanos tras la Muralla
Larga, permitiendo al enemigo saquear a su antojo nuestras viviendas y
dependencias. Dejarles agotar su espíritu guerrero en las tareas de esclavos de
cortar viñas y encender graneros. Cuando se hubieran aburrido lo suficiente,
volverían a casa. Mientras tanto, Atenas, que controlaba el mar y podía cubrir sus
necesidades gracias a los estados de su imperio, contemplaría tranquilamente al
invasor, a salvo detrás de sus inexpugnables fortificaciones.
Todo giraba en torno a la armada.
Las grandes casas de Atenas, los nobles, los Cecrópidas, Alcmeónidas y
Pisistrátidas, los Licomedeos, Eomólpidas y Fílidas, se enorgullecían de su
condición de caballeros y hoplitas. Sus antepasados y ellos mismos habían
defendido la nación en la caballería o como caballeros guerreros hoplitas. En
aquella época, Atenas había pasado a ser una nación de remeros. La flota empleaba
y servía para que el pueblo llano se envalentonara, y éste llenaba la Asamblea. La
aristocracia odiaba todo aquello, pero se veía impotente a la hora de enfrentarse a
aquella oleada de cambio. Por otra parte, la armada les enriquecía. Las reformas
iniciadas por Pericles y otros establecían los pagos por el servicio público, y los
cargos no se asignaban por votación sino que se echaban a suertes, y así se
amañaban las magistraturas y los tribunales con hoi poloi, la mayoría. A los del
«Partido del Bien y la Verdad», que expresaban su rechazo ante aquel espectáculo
en el que los paladines de nuestra ciudad deambulaban por las avenidas que
llevaban al puerto con sus remos y cojines, Pericles respondía que Atenas no se
había convertido en una potencia naval y en un imperio por su política. La historia
se había ocupado de ello. Había sido nuestra flota, tripulada por nuestros
ciudadanos, la que había derrotado a Jerjes en Salamina; nuestra flota, la que
había expulsado a los persas de los mares; nuestra flota, la que había restablecido
la libertad en las islas y ciudades griegas de Asia. Y también nuestra flota la que
nos traía las riquezas del mundo, de las que nos beneficiábamos todos.
La construcción de la Muralla Larga no significaba arrojar el guante a la
historia, replicaba Pericles, sino el reconocimiento puro y simple de la realidad de
la época. Jamás podríamos derrotar a los espartanos en tierra. Su ejército era
invencible y siempre lo seria. El destino de Atenas estaba en el mar, como el propio
Apolo había establecido al declarar:

sólo el muro de madera no os fallará,

y como demostraron en Salamina Temístocles y Arístides, así como Cimón y


todos nuestros generales conquistadores de la siguiente generación, entre los que se
encontraba el mismo Pericles, confirmaron una y otra vez.
Otros arremetieron contra dicha política de «muros y barcos» afirmando que el
expansionismo imperial iba a exacerbar, como en realidad había hecho, el recelo
entre los espartanos. Dejémoslos en paz y ellos harán lo mismo con nosotros; ahora
bien, acorraladlos, herid su orgullo con nuestro creciente poder y se verán
obligados a responder de la misma forma.
Aquello era cierto y Pericles jamás lo rebatió. Sin embargo, era tal el descaro,
la insolencia, la arrogancia de aquellos años que la ciudadanía de Atenas no se
dignaba a llegar a ningún acuerdo con otros estados, puesto que sus comerciantes e
incluso sus prostitutas se resistían a ceder la mano a sus superiores en la vía
pública.
¿Por qué tenían que hacerlo? Ellos que habían derrotado al ejército y a la armada
más poderosos de la tierra, que habían convertido el Egeo en su represa de molino,
¿qué negligencia iba a dejar su ciudad desprotegida por miedo a ofender la
delicadeza espartana? ¿Acaso el marido no asegura su jardín con una valla de
piedra? ¿No rodean los espartanos sus campamentos con estacas y centinelas
armados? Que vivan, pues, con la armada y la Muralla Larga. Y si no son capaces
de ello, que sea el tiempo quien decida.
Y decidió la guerra. Serví durante las primeras temporadas como oficial en la
marina, aunque durante el segundo invierno me trasladaron al asedio del norte, al
que describía nuestro cliente, el de Potidea. Las penurias fueron mayores de lo que
él contaba. Había llegado la peste; se llevó una cuarta parte de la infantería.
Trasladamos a casa sus cenizas en unas vasijas de arcilla que llevábamos bajo los
bancos de los remeros, guardando sus escudos y armadura protegidos en cubierta.
Durante la tercera primavera cayó Potidea. La guerra en su conjunto cumplía
entonces dos años. Quedaba claro que no iba a terminar pronto. Los estados
griegos se habían dividido entre Atenas y Esparta, se habían visto obligados a
tomar partido por un bando u otro. Corcira con su flota había entrado a formar
parte del ejército como aliada de Atenas. Argos mantenía las distancias. Salvo
Platea, Acarnania, Tesalia y Naupacto mesenia, todos los estados continentales se
alinearon con Esparta: Corinto, con su riqueza y su armada; Sición y las ciudades
de la Argólida; Elis y Mantinea, las grandes democracias del Peloponeso; al norte
del istmo, Ambracia, Léucade, Anactorión; Megara, Tebas y toda Beocia con sus
poderosos ejércitos; Fócida, Lócrida con su inigualable caballería.
Las islas del Egeo y toda la Jonia se mantuvieron bajo la hegemonía de Atenas;
nuestros barcos de guerra seguían dominando el mar. Estallaron, sin embargo, una
serie de sublevaciones en Tracia y la Calcídica, zonas vitales para la provisión de
madera, cobre y ganado de Atenas, así como en el indispensable Helesponto, el
granero que abastecía la ciudad de cebada y trigo.
El Atica se había convertido en el patio de juego espartano. El enemigo pasó la
frontera por Eleusis, dejó yerma por segunda vez la llanura de Trías y seguidamente
dobló el monte Egaleo para quemar otra vez las regiones de Acarnas, Cefisia,
Leuconíon y Colona. Las tropas espartanas saquearon la región de Paralia, hasta
Lauríón, comenzando por la parte que mira hacia el Peloponeso y siguiendo por la
que da a Eubea y Andros. Los ciudadanos de Atenas, observaban desde lo alto de la
Muralla Larga los pliegues de los montes Parnés y Brileso, más allá de los que se
levantaba el humo de las últimas estatuas que sucumbían ante el fuego. En las
puertas de la ciudad, el invasor rompió en mil pedazos las tiendas y viviendas de los
barrios de las afueras, e incluso arrancó las losas que pavimentaban la Academia.
Polémides sirvió bajo Formión en el golfo de Corinto, primero en Naupacto y en
la Argos anfiloquiana. En Etolia, sufrió, entre otras, una herida en el cráneo, que le
dejó ciego durante una temporada y le exigió reclusión en casa por espacio de más
de un año. De ello me informaron mis sabuesos, como fruto de sus rastreos. No
pudo localizarse a ningún miembro de la familia de Polémides. Las dos has de su
hermano León, ya mayores por aquel entonces, se habían casado y recluido en las
casas de sus
maridos. Polémides tuvo también un hijo y una hija, pero los que seguían sus
huellas no pudieron descubrir más que los nombres de éstos. Al parecer, existió una
segunda boda, con una tal Eunice de Samotracia; no obstante, resultó imposible
conseguir el registro de tal unión.
Lo cierto es que Polémides se casó una vez, durante el tiempo en que se
recuperaba después de Etolia, con la hija de un amigo de su padre. La esposa se
llamaba Febe, «brillante». Como tantos en la época del dominio de la guerra,
Polémides se casó joven, con tan sólo veintidós años. La novia tenía quince.
Cuando, en el curso de mi siguiente visita, intenté interrogarle sobre este tema,
él puso sus objeciones, con cortesía pero también con firmeza. Se lo respeté y
renuncié a ir más al fondo. Mi importunidad, no obstante, había llevado a la mente
de nuestro cliente el recuerdo de la matriarca de su familia, la persona que había
dispuesto aquella unión, por quien el prisionero sentía un profundo afecto y cuya
memoria revivía en aquellos momentos. Evocó una entrevista con ella en sus
aposentos a la vuelta de las citadas campañas. «¡Qué curioso! —comentó—. Hacía
veinte años que no pensaba en aquel día. No obstante, gran parte de lo que se trató
allí tiene relación con nuestra historia, precisamente en esta coyuntura». Me mordí
la lengua; poco después, Polémides empezó:

Después de lo de Potidea estuve dos años y medio sin volver a Atenas, luchando
en una campaña tras otra. Ya sabes cómo era aquello. La herida que me llevó a casa
ni siquiera se produjo en el combate; salté de un andamio y me rompí el cráneo. Me
quedé una temporada ciego. Mis amados compañeros del hospital me desvalijaron
hasta la última pieza de mi equipo, salvo tres tetradracmas de plata que guardaba en
las nalgas; se habrían llevado el escudo y el peto también de no haber recostado la
cabeza contra el primero y doblado el brazo alrededor del segundo. Las cartas que
me escribió un compinche para mi hermana Meri jamás llegaron a Atenas, de forma
que, cuando descendí por la pasarela en Muniquia, nadie me esperaba allí y ni
siquiera conseguí sacar una moneda para poder llegar a la ciudad. Caminé solo,
cargando con las armas y la armadura, mientras el candente atizador que notaba en el
interior del cráneo me amenazaba con hacerme perder el conocimiento a cada paso.
Se había desencadenado la peste. Me costaba creer que pudiera provocar tantos
cambios. El camino de ronda, que se había ensanchado tanto en la época de mi
partida, veintiséis meses antes, hasta el punto de que los jóvenes lo utilizaban para
organizar carreras de caballos a medianoche, entonces tenía poco más o menos la
anchura de un carro, con sus lados atestados de casetas y barracones que se
extendían hasta la Muralla Larga, tugurios de los refugiados que habían tenido que
huir del campo. En la ciudad veías los callejones repletos de desposeídos. Había
desaparecido la cortesía. Ni el simple hecho de ver a alguien como yo, un joven
soldado herido, suscitaba una palabra amable ni el ofrecimiento de una mano para
subir una acera. En las avenidas que me resultaban familiares no veía más que
desconocidos que
manoseaban como campesinos los escasos óbolos mojados que no llevaban en
monederos.
De nuevo en la ciudad, pude descansar, mimado por mi dulce hermana. Meri
había guardado para mí unas cerezas, las últimas del año, pese al temor de no verme
nunca más. Su afecto era para mí un rayo de sol; quería disfrutarlo a todas horas. A
ella no le bastaba ver a su hermano. Tenía que tocarme el rostro y el pelo,
permanecer sentada horas y horas junto a mí.
—Tengo que estar segura de que realmente eres tú.
Ella y nuestro padre insistieron en que, en cuanto las fuerzas me lo permitieran,
acudiera a visitar a nuestra tía Dafne, quien había cuidado de mí de pequeño y
actualmente se consumía poco a poco sola y angustiada en su sexagésimo segundo
invierno. Meri mandó a un muchacho que se me anticipara y en la tercera hora me
dirigí hacia su casa.
Dafne era en realidad mi tía abuela. En su juventud había destacado por su
belleza. De soltera dirigió el grupo femenino de las Panateneas mayores y ofreció la
sagrada copa de leche a la Serpien te de la Acrópolis. Por aquel entonces, cinco
décadas más tarde, seguía ofreciendo sus posesiones a la ciudad. Sin que nadie la
hubiera coaccionado, cedió las plantas inferiores de su casa a una familia del campo.
Ésta, por su parte, había abierto sus puertas a otros que se encontraban en situación
desesperada, quienes hicieron lo mismo con otros hasta el punto de que al llegar al
patio quedé impresionado por la multitud congregada y el estado de deterioro y
pobreza que presentaba todo aquello. Arriba, no obstante, la atmósfera en la que
vivía mi tía no había cambiado; comprobé que seguía intacta incluso la habitación en
la que había vivido yo de niño. La anciana conservaba también sus encantos y, al
ofrecerme asiento en la estancia que en otra época había sido el salón de su cuarto
marido, convertida ahora en cocina y despensa, constaté que seguía irradiando la
seguridad de la persona que ha disfrutado de las atenciones de los demás y que sigue
poseyendo dotes de mando.
¿Había visto yo los tugurios de las calles?
—¡Por todos los dioses, si yo fuera hombre, Polémides, los lacedemonios iban a
lamentar su insolencia!
Mi tía se dirigía siempre a mí llamándome por mi nombre completo e
indefectiblemente con el mismo tono de reprobación.
—¿Cómo puede ponerse un nombre así? ¡«Hijo de la guerra», hay que ver! ¿En
qué estaría pensando tu padre, y su esposa, para acceder a tal capricho?
Se quejó, como siempre, de la prematura muerte de mi madre.
—Tu padre no quiso volver a casarse, aunque estaba abrumado por los tres
pequeños y las tareas agrícolas. Por ello te envió a estudiar fuera. Por eso y por el
miedo a que yo te tratara con excesivas contemplaciones.
Tomó mis encallecidas manos entre las suyas.
—De niño tenías las manos regordetas como la pechuga de un ganso y unos
suaves rizos que recordaban a Ganimedes. ¡Y vaya aspecto que tienes ahora!
Insistió en prepararme la comida. Cogí unos cuencos de los estantes más altos y
carbón de una canasta. Notaba sus ojos sobre mí, que no perdían detalle.
—Tienes el cráneo fracturado.
—No es nada.
—¡Por los dioses! ¿Crees que no he aprendido nada durante todos estos años?
Estaba al corriente de todas las campañas en las que había servido y me reprendía
por haberme ofrecido voluntario cuando había podido tomar un barco a casa hacía un
año y dieciocho meses. Conocía los nombres de cada uno de mis jefes y los había
interrogado a todos, si no en persona, a sus ayudantes, y de haberle fallado éstos, a
sus madres y hermanas.
—¿Qué locura se ha apoderado de ti, Polémides, para situarte en primera línea
sin preparación alguna? ¿No te habrán apedreado? —Se refería a la llamada de
reclutamiento de los katalogos para la ceremonia de iniciación de la piedra tribal—.
¿Te presentaste tan sólo para romper el corazón de tu hermana y el mío?
Me habló de Meri, cuyo prometido, un oficial de la infantería de marina, había
perdido la vida en Metimna. Mi hermana permaneció virgen, contaba entonces
diecisiete años, y disponía de una escasísima dote a causa de las estrecheces del
momento. ¡La cantidad de doncellas que iban consumiéndose como ella al haber sido
llamados todos los jóvenes a la guerra!
Mi tía insistió en que no pretendía que rehuyera el peligro, antes bien que llevara
a cabo el servicio con prudencia.
—Te educaron en Esparta para inculcarte la virtud y el autodominio, no para
prepararte como guerrero. ¡Eres un caballero! ¡Por todos los dioses! ¿Acaso no
sientes la llamada de la tierra?
Me sentí avergonzado.
—Tu hermano ha demostrado aún menos consideración que tú. En cuanto a tus
primos, tan sólo se interesan por los actores, los caballos y por su propio aspecto.
¿Quién va a protegernos, Polémides? ¿Quién conservará las tierras?
—Todo es discutible, ¿verdad, tía? Sobre todo con las compañías espartanas que
andan asando la carne con las astillas de nuestras camas y bancos.
—No me vengas ahora con estas impertinencias, muchacho. ¡Aún soy capaz de
colocarte sobre mis rodillas y pegarte unos azotes!
Inició una plegaria y colocó el cazo sobre las brasas.
Tenía yo dos primos, nietos de Dafne, Simón y Aristeo, que se habían criado
cabalgando; habían destacado en la caballería y conseguido, como me informó mi
tía, cierta fama dudosa. ¿Estaba yo al corriente de que por aquel tiempo se dedicaban
a montar jolgorio por la ciudad con aquel atajo de disolutos y pisaverdes que trataban
de ganarse el favor del barbilindo de Alcibíades?
—Lo he visto con mis propios ojos —precisó mi tía—. Tus primos cenan con
dramaturgos y prostitutas.
—Con los mejores dramaturgos, imagino.
—Sí. Y con consumadas prostitutas.
Ella misma había observado a aquella patulea un día de madrugada cuando se
encontraba frente al Paladio desfilando por la ciudad dionisíaca esperando el toque
de la trompeta.
—Allí apareció la pandilla, con coronas, retozando como sátiros, ebrios después
de toda una noche de orgía. ¡Allí estaban Simón y Aristeo! ¿Sabes dónde está la
tahona de la esquina del Banco del General? Cuando los postulantes salieron de allí
con las sagradas ofrendas, los beodos entraron en tromba a buscar comida. En efecto,
y además nos siguieron en la procesión cantando. Todos ellos, incluyendo a tus
primos, burlándose con procacidad de los cielos.
Mi tía se quejaba del libertinaje de aquel grupo de desalmados, pero sobre todo
de su cabecilla, de Alcibíades. Según me explicó ella, se había traído del norte a los
bastardos que tuvo con aquella mujerzuela extranjera, con Cleonice, dos muchachos,
y los instaló a todos en distintos aposentos en su mismo barrio, una avenida por
debajo de donde tienen que pasar todos los días sus hijas legítimas e Hiparete, su
esposa.
—¿Qué van a decir las muchachas cuando tengan uso de razón? ¿Ésos son los
vástagos fornecinos de nuestro padre? ¡Qué atractivos son!
Hice algún comentario para quitar importancia al asunto.
—¿No sois capaces tú y tu generación de encontrar algo de lo que
burlaros? Mi tía me miró, resignada y compungida.
—Tal vez tu padre te puso un nombre más adecuado de lo que yo creí. A decir
verdad, disfrutas con la guerra. Te sientes a gusto con todo lo que conlleva, con el
hedor del fuego en el que se prepara la comida, con el paso de tus compañeros junto
a ti. Tu abuelo era así. Es algo que admiro en ti; es varonil. Pero es el solaz del joven.
Y nadie, ni siquiera tú, puede mantener esta situación para siempre.
Hizo la ofrenda y me sirvió la comida.
—Tenemos que encontrarte esposa.
Me eché a reír.
—Esas prostitutas van a pegarte algo.
Por fin aquel agradable rostro se iluminó con una sonrisa. Estreché a aquella
noble dama que había sido siempre mi benefactora, una persona a quien admiraba.
Cuando me aparté de ella, ya no observé en su rostro la expresión de regocijo sino
más bien la de dolor.
—¿Qué será de nosotros, Pommo?
Le salió el grito desgarrado, acongojado, que incluía, sin haberlo pretendido ella,
mi nombre coloquial.
—¿En qué se ha convertido nuestra familia? ¿Qué será de ti? Se deshizo en
lágrimas.
—Esta guerra pondrá fin a todo lo que era justo y cortés.
Luego, volviéndose como movida por un impulso celestial, me cogió las dos
manos y las estrechó con un extraordinario vigor que contrastaba con su gran
delicadeza.
—Tienes que resistir, hijo. Prométemelo por Deméter y Core. ¡Qué alguien entre
nosotros consiga aguantar!
Se oyó en la calle el rudo grito de algún rufián, aunque ya no se trataba del típico
arriero o portador de otros tiempos sino de alguien que vivía ahí, abajo, y había
hecho suya la antes noble avenida.
—Júramelo, hijo. ¡Dame tu palabra!
Se la di, de la forma en que uno hace con una anciana excéntrica, sin recordar
nunca más aquella promesa.
VII

UN SILENCIO SIGNIFICATIVO

Fue la citada dama, [reanudó así la narración mi abuelo] quien dispuso la boda de
su sobrino nieto Polémides con la doncella Febe.
Tal vez te parecerá curioso, nieto mío, el hecho de que nuestro cliente, a lo largo
del repaso de todos los acontecimientos de su vida, no hiciera una sola mención de
su esposa citándola por su nombre. En realidad, dejando aparte una única
confesión hacia el fin de la historia, mencionó su existencia tan sólo tres veces, y
deforma indirecta. ¿Indicaba quizás esto una falta de afecto? Lejos de ello,
considero tal omisión como algo terriblemente significativo, indicio de exactamente
todo lo contrario. Permíteme que me explique.
Por aquella época, aún más que hoy en día, el hombre en muy raras ocasiones
hacía mención de su esposa. Las mayores virtudes de la mujer eran la modestia y la
discreción; cuanto menos se decía de ella, para bien o para mal, mejor. El lugar de
la esposa estaba en el interior de las estancias, su papel consistía en educar a los
hijos y llevar la casa.
Al muchacho que se criaba en aquel periodo, en especial a un muchacho como
Polémides, educado bajo los duros auspicios de los lacedemonios, se le enseñaba
básicamente a resistir, Sus virtudes eran las del hombre; la belleza, la belleza del
hombre; tengamos en cuenta la escultura de aquella época. Hasta hace muy poco la
forma femenina —y aún sólo la de las diosas— no se ha podido comparar a la
masculina en bronce y piedra. Se preparaba al joven de aquella época para que
idealizara la forma de otros hombres, aunque no con lascivia y libídine, sino como
modelo que emular. La contemplación en mármol del incomparable físico de
Aquiles y Leónidas, el hecho de admirar la perfección en los propios compañeros o
mayores, alentaba a la juventud a forjar sus propias carnes siguiendo la imagen de
dicho ideal, a encarnar internamente las virtudes que conllevaba tal perfección
exterior.
La fascinación que ejercía Alcibíades sobre sus coetáneos provenía en buena
parte, en mi opinión, del citado ímpetu. Quienes poseían una mente noble veían su
belleza como indicio de una más elevada perfección en su interior. ¿Por qué, si no,
los dioses le habrían dotado de tal aspecto? Entre los discípulos de nuestro maestro
se encontraba el poeta Aristocles, llamado Platón. Su teoría sobre las formas nace
de esta misma interpretación. De la misma forma que la manifestación material de
un caballo concreto encarna lo particular y lo transitorio, proponía Platón, debe
existir dentro de un terreno más elevado la forma ideal del Caballo, universal e
inmutable,
la cual «comparten» o de la cual «participan» todos los caballos corpóreos. Ante
este planteamiento, un hombre de la espectacular belleza de Alcibíades no podía
sufrir parquedad de lo divino, pues su perfección en la carne se acercaba a este
ideal que existe tan sólo en los planos superiores. Creo que por eso le seguían los
hombres y encontraban en él un reflejo.
Así, para Polémides y los de nuestra generación, la suya y la mía, la mera forma
masculina encarnaba la areté, la excelencia, y la andreia, la virtud. ¿Cómo pudo
responder nuestro hombre, al informarle su padre de la identidad de su futura
esposa? Si tenía algún parecido conmigo, tengo mis dudas de que en su vida
hubiera considerado la forma femenina como de especial belleza. En el sentido
carnal, sí, pero nunca idealizada como la masculina. ¿Hasta qué punto pudo
parecerle poco atractiva la doncella vecina de su casa, a quien sin duda conocía
desde que era una mocosilla?
No obstante, existe una alusión elocuente en la historia de Polémides. En una
ocasión afirmó que su esposa, Febe, cuando tenía diecisiete años y se había
convertido ya en madre de su hijo, solicitó iniciarse en los misterios de Eleusis. En
otro punto de la narración, Polémides expresó su aversión por el tema, el cual
consideraba poco más que superstición, y encima, superstición afeminada. Pues
bien, no sólo concedió dicho favor a su esposa sino que la acompañó en su
ejercicio: llevó a cabo la peregrinación por mar y realizó él mismo la iniciación.
¿Por qué haría todo esto Polémides? ¿Qué le movería a ello aparte de honrar a
su esposa y establecer con ella una más profunda unión? Llegados a este punto,
tendrá que permitírsenos especular con la imaginación. Vamos a imaginarnos a
Polémides a los veintidós o veintitrés años, ya veterano tras doce años de disciplina
espartana y dos y medio de guerra. Vuelve a casa herido; se recupera lo suficiente
para que su familia y su tía abuela le proporcionen una esposa. Puede que sus
pensamientos se ocuparan de la mortalidad; tal vez deseaba tener hijos, aunque
sólo fuera para alegrar a su padre, de edad avanzada. Se ha desencadenado la
peste. Mueren sus compatriotas por causas desconocidas; no se vislumbra un alivio
en el horizonte. No tiene a sus compañeros a mano; todos han ido a la guerra. Se
encuentra encerrado en la ciudad, en las estancias que comparte con su padre, con
su hermana, quizás con primos, tías y tíos.
Nuestro joven soldado acepta a la novia. Pertenece a una buena familia, es
amiga de su hermana Mérope; sin duda la muchacha posee inteligencia, habilidad
para la música y las artes domésticas. Se comporta con la modestia que caracteriza
a todas las jóvenes de alta cuna; deberíamos suponer que no le falta encanto físico.
Impedido como se encuentra, el joven marido descubre que debe confiar en su
esposa para la compañía y la conversación, incluso para ciertas necesidades, como
que le sirvan la comida, le lean o le ayuden a subir la escalera.
Descubre que su esposa es amable y paciente, que tiene talento a la hora de
administrar sus exiguos recursos. Es más joven, su corazón es alegre. Le hace reír.
Tengamos en cuenta que estamos hablando de un hombre curtido en la adversidad y
la abnegación, que tiene como suprema virtud el sacrificio de su vida en la guerra.
Reflexiona, sorprendido por la constatación de que dispone de otro remero en el
barco. Ya no está solo. Puede que por primera vez se ablande su corazón. La herida
le produce mareo; alarmado, busca a tientas el equilibrio; descubre, perplejo, a su
esposa junto a él, quien le sujeta con mano cariñosa. ¿No podemos imaginárnosla
sirviéndole junto a la cabecera de su cama el plato que más le gusta, colocando
unas flores en la ventana, cantando a su lado durante aquellas veladas?
Descubre el afecto de ella por su padre, y el amor por el hombre es
correspondido. Oye las risitas de la muchacha con su cuñada en la cocina. ¿Le hará
sonreír aquello? A pesar del horror que se vive fuera, la familia organiza alegres
veladas en casa.
En cuanto a los apetitos de la carne, el joven Polémides hasta entonces los había
saciado con las viejas brujas del campamento de las prostitutas o en relaciones
ilícitas con las mujeres de la calle. Entonces se encuentra en la cama conyugal, al
lado de su esposa. Ella tiene que ser inocente. Su tierna edad no le inspira la
escabrosa ansia del soldado, antes bien la dulce pasión del marido. ¿Cómo
descubren ellos su deseo? Puede que con titubeos. Sin podía negociarse ni pensar
en el soborno con oro. No daba cuartel; ningún indicio de sumisión iba a inducirle a
la retirada. Avanzaba en la oscuridad y en la luz del día, sin alerta de centinela que
pudiera disuadirle. Los muros de piedra no le detenían. No respondía a dios alguno
ni prestaba atención a ofrenda de ningún tipo. No se tomaba un día libre, ni permiso
alguno. No dormía ni establecía tregua. Nada conseguía saciar su apetito.
La peste no tenía favoritos. Su silenciosa guadaña abatía al insigne y al
desconocido, tanto al justo como al malvado. Día a día íbamos percibiendo sus
arrolladores efectos. En el cubículo del compañero en el gimnasio, dentro del que
ya no había una mano que sujetara la ropa. El puesto cerrado del vendedor, el
asiento vacante del mecenas en el teatro. Durante el día, aspirábamos el hedor del
crematorio; por la noche, los carros de los muertos retumbaban ante nuestras
puertas. Durmiendo oíamos el crujido de sus pasos; el terror invadía incluso
nuestros sueños. Atenas se agitaba en su autodecretado enclaustramiento bajo el
azote, silencioso e invisible, ante cuyos estragos nadie era invulnerable.
VIII

DIAGNÓSTICO: LA MUERTE

Por aquella época, como bien sabrás, Jasón [prosiguió Polémides], existían pocos
programas de estudios de medicina; una persona podía denominarse médico y
ofrecer sus servicios a cambio de unos honorarios. Aunque más a menudo se
designaba a un particular para socorrer a la población. Éste fue el caso de mi padre.
Tenía don para ello. Los amigos que se veían afectados recurrían a él. Mi padre les
aliviaba.
A partir de los años que pasó en el campo, mi padre adquirió conocimientos
sobre plantas y kataplasmata, emplastos y purgas, entablillados, fijaciones e incluso
cirugía: la práctica veterinaria popular que el agricultor aprende luchando por
mantener su ganado sano y próspero. Más positivo era aún su sistema de brindar
consuelo. En su presencia, las personas se sentían mejor. Mi padre veneraba a los
dioses de la manera sencilla y franca en que se hacía en su época. Era creyente; sus
amigos creían en él; funcionaba. Pronto acudieron a él. Así, Nicolaos de Acarnas,
privado de los ingresos de su propiedad, se vio capacitado para mantener su nuevo
hogar en la ciudad. Colgó el calzado de agricultor y empezó a ejercer como médico.
Conforme se iba extendiendo la epidemia se requerían cada vez más los servicios
de mi padre. Meri, mi hermana, asumió el papel de ayudante y le acompañaba en sus
visitas. Por aquella época yo también estaba en la ciudad. Me había casado y tenía un
hijo. A menudo igualmente me desplazaba con mi padre y mi, hermana, más para
proporcionarles seguridad con las armas en los barrios alejados donde se les
reclamaba que para asistirles en sus prácticas médicas.
No soportaba a los enfermos. Me daban miedo. No podía quitarme de la cabeza
que lo que había atraído su desgracia eran sus propios actos delictivos, mantenidos
ocultos ante los mortales pero conocidos por los dioses. También me horrorizaba el
contagio. Observaba la intrepidez de mi padre y mi hermana con temor reverente,
admiraba la valentía que tenían para penetrar en los habitáculos de los malditos.
Recuerdo en especial una noche en la que fuimos reclamados a un barrio de
chabolas, una especie de colmena hecha de tela y mimbre, sin ventilación de ningún
tipo, donde el vaho de los moribundos se elevaba perniciosamente hacia los cielos.
Por aquel tiempo estaba en su apogeo la locura de la religión de Teseo. Todo el
callejón estaba abarrotado de astas de toro escarlatas. En todas las paredes se leía:
Proseisin, «Están al llegar». La propia vecindad estaba atestada de inmigrantes,
ancianos y niños, los forasteros que se habían apiñado en la ciudad en sus décadas de
abundancia y se veían entonces aislados en su aflicción, muriendo como moscas.
Ni todo el oro de
Persia podía haberme seducido para entrar en aquel horrible lugar. Sin embargo, por
allí desfilaban ellos, mi padre y mi hermana, armados tan sólo con su hatillo de
plantas y un puñado de instrumentos médicos de poca utilidad: la varita para
explorar, la lanceta y el espéculo.
Permíteme que te muestre algo, Jasón. Es el registro de prescripciones de mi
padre; lo he guardado todos estos años.

Mujer, 30, fiebre, náuseas, convulsiones abdominales. Prescripción:


digital y valeriana, purga con estricnina en vino. Diagnóstico: malo.

Bebé, 6 meses, fiebre, convulsiones abdominales. Prescripción: infusión


de corteza de sauce, astringente de consuelda y eléboro en supositorios de
cera de abeja. Diagnóstico: malo.

Al margen, mi padre anotaba sus honorarios. Los que llevan un círculo eran los
pagados. Uno puede revisar entre veinte y treinta casos sin encontrar marca alguna.
Pero vayamos más abajo. Fueron pasando los meses. La economía rige las entradas.

Hombre, 50. Peste.

Muerte. Niño, 2. Peste.

Muerte.

Por aquel entonces yo tenía veintitrés años. No estaba dispuesto a morir ni


tampoco a seguir cruzado de brazos mientras iban sucumbiendo mis seres queridos.
Pero ¿qué podía hacerse? La impotencia te devoraba las entrañas. El padre de mi
madre se quitó la vida, a pesar de no estar atacado por la epidemia; el patriarca no
soportaba tener que sobrevivir a otra generación de los que amaba. Mi padre y yo
llevamos sus restos, en un carro de niño, pasando por la puerta denominada entonces
de los Valientes, que ahora es la Puerta de las Lágrimas, hasta nuestra tumba, en el
campo. Nos acompañaron medio centenar de desconsolados; el desfile se extendía
hasta el Anaceo. Los espartanos, después de completar el saqueo de la temporada, se
habían retirado, dejando tan sólo algunas patrullas de caballería. Una de ellas nos
siguió durante el recorrido de todo el camino de Acarnas. Su teniente nos exhortó a
entrar en razón y a buscarla paz. «Esto no es la guerra —gritó, escandalizado su
corazón de caballero ante el horror que se cernía sobre los niños y las mujeres—. Es
el infierno».
Yo mismo había visto muy poco de la nobleza de la guerra que pregonaban con
tanta elocuencia los compatriotas de aquel mando, quienes me habían educado a mí.
En Etolia, nosotros habíamos incendiado pueblos y envenenado pozos. En Acarnania
utilizamos las espadas para degollar ovejas, sin detenernos siquiera a despellejarlas,
arrojándolas al mar mientras se desangraban. La única batalla real que había visto yo
era la de Mitilene bajo las órdenes de Laques, el jefe más capacitado, dejando aparte
el espartano Brásidas y Alcibíades.
A éste le habían concedido el segundo premio al valor en el asalto al puerto
espartano de Giteón, e iba a recoger otro en Delión, donde salvó la vida de su
maestro Sócrates, en esta ocasión como oficial de caballería: en definitiva, uno
«triple», por tierra, mar y a caballo. Ya entonces había introducido su primer carro de
guerra en Olimpia, aunque su conductor había volcado, lo que le impidió concluir la
hazaña.
Por aquellos días no tuve noticia alguna de Alcibíades. La epidemia había
atacado su hogar con dureza. Además de Pericles, había perdido a su madre,
Deinómaca, a una hija que le había dado su esposa Hiparete y a los dos hijos de su
amante Cleonice, quien pereció poco después. Habían muerto asimismo sus primos,
Paralos y Jantipo, al igual que Amiclas, la niñera espartana que se mantuvo leal pese
a que su país la reclamó.
Fuera de los muros esperaba la guerra; en su interior, la epidemia. Apareció
luego el tercer azote: nuestros propios campesinos, desesperados por los dos
primeros. Los más pobres actuaron antes. Empujados por la necesidad, empezaron a
saquear las casas de los medianamente acomodados, es decir, los más desprotegidos,
puesto que se habían quedado sin sirvientes y administradores, al haber desaparecido
todos salvo los de más confianza, quienes, a su vez, tuvieron que optar por el delito
para poder pagar al médico o al sepulturero, oficios que venían a ser lo mismo. ¿De
qué servía el dinero si uno no iba a vivir para gastarlo? El caballero sucumbía y
legaba su hacienda a los hijos; éstos, previendo su inminente extinción, dilapidaban
todo con la rapidez de un rayo, instigados por todo tipo de parásitos y sanguijuelas
que olían el jugo en cuanto se derramaba. Todo el mundo lo veía, Jasón. La
enfermedad se llevaba la esposa y los hijos de un hombre; éste, privado de
esperanza, prendía fuego a su propia vivienda y sobrevivía luego entumecido en la
katalepsis, sin negar siquiera el delito a las autoridades que se apresuraban hacia el
lugar de los hechos mientras las llamas consumían las posesiones de sus vecinos.
Cerca de Leocorión, vi a un hombre destrozado por tales fechorías. Otros
provocaban incendios por pura maldad. En cuanto oscurecía, la visión de las llamas
se convertía en una distracción.
Por aquel entonces, mi hermano servía en la infantería bajo las órdenes de
Nicias, en Megara; él y otros muchos iban y venían regularmente con partes. Cada
vez insistía en que saliera de ahí. Enrólate como infante de marina, como remero en
un buque de carga, lo que sea para abandonar esta antecámara del infierno, la ciudad
asediada. Había enviado a su esposa Teonoe y a sus hijos a casa de unos parientes del
norte; mientras tanto, mi esposa y mi hijo seguían en Atenas.
«Están muertos —me dijo León con gran vehemencia—. Sus tumbas están ya
excavadas. Lo mismo que ocurrirá con nuestro padre y con Meri, y con nosotros
mismos si seguimos con la locura de quedarnos aquí». Me decía esto una noche en
que los dos bebíamos mano a mano, aunque no por placer sino para perder
totalmente el juicio sin ningún rubor. «Escucha, hermano, tú no eres como esos
mojigatos que
ven la epidemia como una maldición de los dioses. Tú eres un soldado. Sabes que no
hay que levantar un campamento en una ciénaga ni beber de un riachuelo que viene
de un estercolero. ¡Echa una mirada a tu alrededor, muchacho! Nos encontramos
entre la inmundicia como las ratas, diez personas amontonadas en un espacio para
dos, y el aire que respiramos está contaminado por el amasijo de muertos».
Este era el tipo de conversación de entonces. Tenlo en cuenta, Jasón. Se
anunciaba la verdad con la franqueza del condenado. La civilidad se arrastraba por el
pestilente marasmo hacia el canal de desagüe con escrúpulos y miramientos. ¿Qué
sentido tenía obedecer las leyes cuando uno estaba ya sentenciado a muerte? ¿Por
qué habría que honrar a los dioses cuando sus peores augurios resultaban
insignificantes comparados con lo que estábamos soportando? En cuanto al futuro,
encararlo con esperanza era una locura, contemplarlo con temor hacía aún más
insufrible la aflicción presente. ¿A qué objetivo respondía la virtud? Comportarse
con paciencia y sobriedad era un disparate; la irresponsabilidad y la búsqueda del
placer, el sentido común. Resultaba absurdo postergar el deseo; socorrer a los
afligidos constituía el camino más rápido para llegar al propio fin.
La desesperación engendraba descaro, la muerte lenta cortejaba la extinción. Las
bandas deambulaban por las calles armadas con losas y travesaños, armas de las que
podían afirmar que eran inofensivas cuando la autoridad les detenía, algo que no
ocurría casi nunca. Aquellos bravucones garrapateaban bulderías en los edificios
públicos, pintarrajeaban incluso los refugios de los muertos y nadie les paraba los
pies. Cada acción insolente que quedaba impune generaba más desvergüenza. Esa
escoria iba a la caza del forastero, cuanto más débil, mejor, y los apaleaba con una
saña nunca vista. En más de una ocasión, mi padre y mi hermana, al acudir en
auxilio de algún necesitado, se vieron obligados a atender a algún herido al que
habían dejado en la calzada para que se desangrara. Las túnicas blancas de los que
socorrían a los demás les protegían en sus rondas, aunque aparecieron luego quienes
se disfrazaban con ellas para entrar en una casa, a revolverlo todo a pesar de que sus
ocupantes, medio moribundos, se lamentaran. Un día vi a una mujer a quien habían
apedreado en el mismo umbral de la puerta de la casa que acababa de saquear,
mientras los desaprensivos huían con el botín de la malhechora dejando que su
sangre fuera fluyendo por la acera. Estaban prohibidas las armas, y también las teas:
nadie podía tener una que iluminara el camino. A quienes cogían con astillas para
prender fuego y yesca los condenaban a muerte.
Lo aleatorio de la desaparición desencadenaba lo peor y lo mejor en los hombres.
Mi hermana Meri organizaba en casa reuniones de información para sanadoras y
médicos, buscando la receta, el régimen o el remedio que pudieran aliviar el
sufrimiento. Ningún tratamiento podía considerarse descabellado. La fiebre que
consumía a los afectados les producía tal tormento que su piel no resistía el contacto
con la tela más fina. Entrabas en una casa y te encontrabas con un montón de gente
desnuda. Los apestados, encendidos en su estado febril, se sumergían en las fuentes
públicas, donde otros, que morían de sed, acudían a beber. El fresco de la noche no
atenuaba el tormento, ya que la desazón de permanecer sobre la cama enloquecía a
los enfermos. Los médicos prescribían baños y diuréticos; sangraban a algunos
enfermos, purgaban a otros. Nada surtía efecto.
Los propios médicos presentaban un aspecto peor que los moribundos. Mi esposa
alimentaba a esos espectros y ella misma se iba demacrando día a día. Con el tiempo,
la búsqueda de remedios quedó desplazada por la de los recursos encaminados a
adormecer el dolor, a los que siguieron las benévolas soluciones para acabar para
siempre con el sufrimiento. Algunos bebían sangre de toro, otros se tragaban piedras.
Yo mismo participé en este lamentable manejo. Recorrí los mercados de los
marineros en busca de adormidera y brusela, de cicuta y belladona. Mi hermana me
enseñó a preparar brebajes para acabar con los moribundos. En poco tiempo habían
aumentado tanto que resultaba imposible cuidarles.
Mi hijo se puso enfermo. Sus gritos, que no cesaban ni de noche ni de día, me
destrozaban el corazón. Mi esposa le mecía, cantándole con voz suave, mientras ella
misma se iba debilitando. Cuando el dolor de ambos se hizo insoportable, mi
hermana empezó a administrarles solano, las últimas provisiones de que disponía,
para ayudarles a exhalar el último suspiro.
Mi primo Simón, capitán de caballería, se había trasladado a nuestra casa junto
con Clímene, su esposa, y sus dos hijos gemelos. Fue allí donde empezó a arderle
también la frente. Una noche nos abandonó y tan sólo se llevó el caballo. Pasaron
unos días y Climene fue apagándose; se pasaba las horas llorando por él. Me dediqué
a recorrer todos sus escondrijos, incluso los que habíamos compartido de niños. Un
día, a medianoche, desesperado, decidí acudir a Alcibíades, y me dirigí a su
propiedad, situada en la colina de los Caballeros.
Por aquella época, las calles, incluso las que habitaban los más acomodados, se
habían convertido en corredores del horror. Morían los vecinos, dejando
abandonados a sus animales domésticos; otros, al no poderlos alimentar o
encontrarse demasiado enfermos para cuidarlos, los soltaban. Circulaban manadas de
perros salvajes. Sin embargo, no se dirigían a los cadáveres, su instinto animal no se
lo aconsejaba; antes bien iban a la caza de los vivos, entraban en las casas, arañaban
los postigos y se plantaban en los umbrales de las puertas mientras sus infames
aullidos y gruñidos retumbaban por los desiertos caminos. Permanecí horas inmerso
en aquel suplicio y por fin llegué al portal de la casa de Alcibíades.
Las antorchas iluminaban el espacio; no vi a vigilante alguno por allí. Se oía una
alegre música en el interior. Entré en el patio, donde vi a un hombre de mi edad, que
me resultó desconocido, tonteando ante una fuente seca, agarrando desde atrás los
desnudos pechos de una prostituta. Otra se encontraba de rodillas frente a él.
Seguí hacia el interior. Las antorchas lo iluminaban todo y un grupo de gente
disipada circulaba por allí. Sonaban los tambores. Habían organizado una procesión,
que avanzaba cantando y bailando. Sobre una tarima, unos cuantos hombres y
mujeres vestidos de acólitos con unas varas de sauce en la mano. Representaban una
burla de los ritos de la tracia Cotitto, la diosa de la orgía.
Ahí destacaba Alcibíades, ridiculizando los oficios del sacerdote, o tal vez habría
que decir de la sacerdotisa. Llevaba ropa de mujer, los labios pintados, los rizos
dispuestos en una grotesca caricatura del sátiro al estilo sagrado. Iba descalzo y
estaba completamente borracho. Me acerqué a él para preguntarle sobre el paradero
de mi primo.
Me miró de hito en hito. No tenía ni idea de quién era yo. Los bailarines
brincaban licenciosamente a su alrededor.
—¿Quién es el intruso que se atreve a entrar sin permiso en este recinto sagrado
sin haber pasado por la iniciación? ¡Arrodíllate, suplicante, y venera a la diosa!
Insistí en preguntar por mi primo.
Entonces Alcibíades me reconoció. Levantó su bastón, y fue cuando vi que se
trataba de una pala de cocina, de las de remover la sopa.
—Inclínate, forastero, y manifiesta tu deferencia a los cielos; de lo contrario, con
el poder que se me ha otorgado, te apalearé hasta dejarte sin sentido.
Dos prostitutas se estaban enroscando en sus rodillas. Empujó a una de ellas
hacia delante, la cual empezó a tambalearse y, a gatas, se acercó a mi capa, bajo la
que colgaba una espada xiphos del talabarte.
—¿De modo que el intruso llega armado? ¡Impío! ¿Qué castigo merece? —
Alcibíades levantó su cuenco de vino simulando una terrible indignación—.
¡Ocupaos, postulantes, de este sucio hereje! Ha llegado, como dice Menecio,

al lugar en el que ningún mortal puede,


sin recibir castigo, echar una mirada y marcharse.

Entonces vi a mi primo.
—¡Sal de aquí, Pommo! —me ordenó, saliendo de la cadena que formaban los
bailarines.
—No me iré sin ti —respondí.
—¡Eres un cerdo, Pommo!
Lo dijo Alcibíades, descendiendo de la tarima y apoyando el brazo, con gesto
alegre, en mi hombro.
—En una ocasión, hallándonos en un asedio, amigo mío, hiciste de aguafiestas y
yo te respeté. Pero se han vuelto las tornas. Ahora quien está asediado y enclaustrado
es nuestro país.
Empujó a la prostituta que tenía yo delante para que se pusiera de pie.
—¿Qué te parece esto? —dijo, rasgándole la vestimenta hasta la cintura—. ¿No
te impresiona? ¿Y esto? —La desnudó por completo. La muchacha no hizo ningún
esfuerzo para cubrir su cuerpo; al contrario, me miró fijamente, orgullosa de su
belleza.
—Déjale tranquilo, Alcibíades —intervino mi
primo. Vi que Euriptolemo se acercaba para
intervenir.
—¿No serás afeminado, verdad? —dijo Alcibíades teatralmente—. ¡Podemos
solucionar también estas necesidades! —Hizo un gesto hacia la penumbra para
llamar a los muchachos.
—¿Qué ha sido de tu célebre mithos, Alcibíades? ¿Qué va a pensar Atenas de
este comportamiento?
—¿Y quién va a informarla, Pommo? Tú no, por supuesto. Y éstos tampoco,
pues si Euforión está en lo cierto:

¿Quién osa llamarle ladrón,


cuando tiene la mano dentro de la bolsa de éste?

Euro se acercó a mí, encogido y avergonzado.


—Pommo ha perdido a su esposa e hijo —informó a su primo.
—Y yo, madre, hijos, hija, tíos y primos. Y como dicen los espartanos: «¿Y a
quién no le ha ocurrido lo mismo?».
Monté en cólera.
—Un día afirmaste que eras dos: Alcibíades y «Alcibíades». ¿Cuál de ellos eres
ahora?
—El tercer Alcibíades. El que no soporta a los otros dos.
—Pues este Alcibíades —exclamé— es un cerdo.
Los ojos se le encendieron de furia, pero de repente se transformó y adoptó una
expresión irónica y desesperada.
—¿Puedes tú considerarte amigo de uno de los Alcibíades al tiempo que desdeñas
a los otros?
—Yo nunca he sido amigo tuyo.
Di media vuelta.
—¡Vuelve, Pommo! Haz los votos. ¡Únete a nosotros!
Me largué a toda prisa, y les oía cómo me llamaban, entre carcajadas.
—Sólo los buenos mueren jóvenes. ¿Acaso no te enseñaron esto los espartanos?
Cuídate, amigo. ¡No tientes a los dioses con la virtud!
En el patio, agarré a mi primo y le supliqué que volviera a casa, que lo hiciera
por sus hijos. No quiso, pero me sujetó con fuerza, mientras su frente presentaba el
brillo de la fiebre que tan bien conocía yo, e insistió para que me quedara allí, donde
aún reinaban la risa y la música.
—¡Pues vuelve a casa! —gritó al ver que me retiraba, indignado—. Vuelve en
busca de la muerte. Yo permaneceré aquí con la vida, mientras me quede una pizca
para seguir adelante.
Aquí tienes, Jasón, otra entrada en el cuaderno de mi padre:
Hombre, 54. Peste. Muerte.

El justificante de la fatalidad, autodiagnosticada.


Unos días después, el hombre empezó a decaer. Mi hermana aplicó todos sus
conocimientos en su caso. Poco más tarde ella también presentó los mismos
síntomas. No estaba dispuesta a calmar su dolor con los pocos farmaka de que
disponía, pues los reservaba para otros.
Mi padre se desesperaba buscando el modo de acabar con el sufrimiento de ella.
En dos ocasiones tuve que frenarlo. ¿Cuánto puede durar? Diez días, respondió, en
este infierno de dolor.
Me quedaba toda la noche en vela junto a ella, que se retorcía.
—¿Me quieres, Pommo?
Sabía lo que deseaba.
—No permitas que nuestro padre lo haga.
Recorrí de nuevo las calles. Que el cielo se la lleve, suplicaba.
Pero al volver siempre la encontraba viva. Su agonía se intensificaba por
momentos.
—Eres un soldado, Pommo. Sé fuerte como ellos.
La trasladé, con ayuda de mi padre, hasta la bañera. Su cuerpo era ligero como el
de una niña.
—Que los dioses te bendigan —dijo.
Ordené a mi padre que la sujetara bien en el momento en que le hacía también
una señal con la cabeza. Y le corté las venas.
—Que los dioses te bendigan —dijo mi hermana.
Me sujetó la mano con fuerza y también la de mi padre, tan débil como la suya.
—Que los dioses te bendigan.
[Aquí Polémides perdió el control. La emoción le entrecortó la voz. Tuvo que
hacer un enorme esfuerzo para seguir y las frases se iban interrumpiendo con los
sollozos.]
¿Cómo pueden articular los labios de una persona tales palabras?
Vi morir a mi esposa y a mi hijo. ¿Nos concedieron los dioses el don de la
palabra para utilizar un lenguaje tan infame? Corté las venas de mi hermana.
[El hombre escondió su rostro entre las manos. Me levanté para abrazarle. Sus
brazos me agarraron fuertemente y unos lastimeros gemidos convulsionaron su
pecho.
Volvió la cabeza. Comprendí su situación y me incorporé para alejarme.
Al salir eché una mirada hacia atrás. El hombre seguía en el rincón de su celda,
la mejilla contra la piedra de la pared, sujetándose desesperadamente el cuerpo
mientras el recuerdo de la aflicción le iba hundiendo.]
IX

UNA VOCACIÓN HEREDADA

Mi padre murió aquella noche. Me habían arrebatado a todos mis seres queridos,
salvó mi tía, la esposa de mi hermanó, y los pequeños que habían mandado al norte
para que no les ocurriera nada y el propio León. Éste se había ido con la flota; yo me
ocupé de las exequias, atendiendo a los hermanos de mi padre y a las damas de la
familia. Las incursiones del enemigo nos habían cortado todo acceso al campo, a la
tumba familiar. Teníamos que inhumar los restos de mi padre y de Meri juntó a los de
mi esposa e hijo, bajo las losas de nuestra casa de la ciudad. Al articular la última
invocación,

Que la tierra descanse suavemente sobre ti,

animaba mi alma un único objetivo: ver los despojos de quienes había amado
bajó la tierra que les pertenecía, dónde podían hallar la paz. Aquello significaba
volver a la guerra, expulsar al enemigo. Encontraría un navío o una compañía de
infantes dónde embarcarme.
Unos días más tarde, tras despertarme solo, decidí vaciar la casa y, antes del alba,
inicié la tarea de colocar todas nuestras pertenencias en la acera. No había
amontonado aún tres objetos cuando una multitud se congregó frente a mí. Me puse
a reír.
—Dejadme tan sólo la armadura y algo para preparar la comida.
Todo aquello desapareció en un instante. Me creas o no, el populacho respetó mis
deseos. Ahí estaban intactos las vasijas de mi esposa y mi equipo militar. También
me dejaron la ropa de cama.
Al día siguiente, o tal vez durante la misma mañana, acudió a mí un caballero de
nuestra región, amigo de mi padre. Tenía muy mal aspecto. Me habló de épocas
mejores, de los juegos que organizábamos en el campo con sus hijos e hijas.
¿Accedería yo, en recuerdo de los antiguos vínculos, a realizar un servicio para él?
—Se trata de mi esposa —dijo, sin más.
Tardé un rato en comprender lo que me estaba pidiendo. Consternado, me
deshice de él.
Dos noches después volvió aquel hombre.
—Mi esposa te trajo al mundo, Pommo. Te pido por los dioses que ahora seas tú
quien la saques de él.
A veces uno cruza fronteras sin comprender lo que está haciendo en realidad.
Ésta no era tina de ellas. Con gran circunspección, accedí a llevar a cabo el servicio
que me solicitaba aquel hombre.
Al cabo de unos días, me solicitaron otras dos misiones parecidas. También las
cumplí. ¿Por qué no?
Sólo los buenos mueren jóvenes.
Seguí solicitando mi alistamiento en la flota, pero mi aspecto debía ser tan
deplorable que los oficiales me tomaron por enfermo. No había forma de obtener una
plaza.
Aparecieron otros personajes angustiados, unos conocidos y otros desconocidos,
que me pedían asistencia por misericordia. Iba perfeccionándome en la materia.
Aquello era como ejercer de médico, me decía a mí mismo. Al igual que mi padre,
libraba del tormento a los afligidos. En realidad, mi práctica médica era excelente;
mis remedios daban resultado. Ningún cliente se quejó jamás. Y el negocio
prosperaba.
Otra noche oí unos golpes distintos en la puerta. Era Euriptolemo, que llegaba a
caballo. Salí y observé, en las sombras, que le acompañaba Alcibíades, a lomos
también de un caballo.
—No te preocupes —le dije sin darle tiempo a hablar—. No he comentado nada
sobre tus prácticas rituales.
—¿Crees que he venido por esto?
—Nunca he sabido por qué haces las
cosas. En aquel momento le odiaba.
—¿Y tú, amigo mío —preguntó percatándose de mi actitud—, acaso estás libre de
pecado?
—Al parecer, hoy en día el pecado no es algo fácil de definir.
—En efecto.
Euro se acercó con una tercera montura.
—Nos vamos al puerto. Vente con nosotros.
Seguimos al paso por las silenciosas, calles.
—A Pericles se le ha secado la saliva —comentó Alcibíades con el tono falto de
afectación del desconsolado. De modo que el flagelo ha llegado incluso al de
Olimpia
—. Se situará junto a Teseo, Solón y Temístocles entre los que han forjado nuestra
nación, y nadie va a superarle.
No dijo más, ni tampoco su primo, durante el resto del camino hacia Muniquia.
Al llegar allí nos encontramos en la base naval el hormigueo de las atarazanas, de los
expedicionarios y los estibadores que se apresuraban para zarpar antes de la marea,
es decir, tal como nos informó uno de ellos, una hora antes del alba. Una flota bajo
las órdenes de Formión se preparaba para partir hacia Naupacto. Los barcos para
transportar las tropas se encontraban a lo largo del muelle, mientras que los de tres
órdenes de remos, los de guerra, permanecían a la espera con el aspecto de enormes
avispones con su aguijón, sesenta en total, casco contra casco, con sus cubiertas
iluminadas con antorchas, nebulosos todos ellos por el pulular de los calafates,
aparejadores, maestros de aja, sogueros y garrucheros. Los suboficiales vociferaban
órdenes entre el estrépito de poleas, mazos, cabrestantes, tornos y grúas. Las
pasarelas, un puro laberinto de guindalezas y amarras, de obenques de proa y popa,
la urdimbre de cuerdas, todo tipo de abrazaderas, escotas, elevadores y cualquier
cabo imaginable, tenían a su alrededor un hervidero de administradores, empleados
de la armada, intendentes y registradores de los katalogos, ediles, sacerdotes,
mercaderes y archiveros, conservadores del neorion, y el trabajo entre las cuadernas
avanzaba a un ritmo superior que el de los propios nautai, que recogían los petates y
los remos, abriéndose paso a duras penas entre el organizado caos de la «rúbrica en
el registro, las bajas y las cesiones», a tiempo para anticiparse a la trompeta del
apostolei. El armamento amontonado atestaba los muelles bajo los gallardetes de
cada unidad y los infantes, envueltos en el humo de los fuegos, aprovechaban para
engrasar el bronce y protegerlo de la sal, así como para resguardar los escudos
tapándolos con vellones.
A pie de muelle, Alcibíades hablaba con Formión y algunos de sus capitanes,
mientras Euriptolemo y yo ascendíamos por la escalera de piedra caliza, donde los
marineros habían grabado sus inscripciones y dibujos obscenos, así como la
omnipresente marca de un pie y una vulva que indicaba el camino hacia la casa de
mala nota más cercana, una taberna al aire libre llamada Ouros, Viento Fresco, que
daba a los muelles de embarque. Euro me preguntó si había visto alguna vez una
piedra de Magnesia; si sabía hasta qué punto atraía de forma irresistible las
limaduras de hierro. Se refería a su primo.
Veíamos abajo, en el puerto, el revuelo que había provocado la simple presencia
de Alcibíades, las maniobras de la infantería, al igual que había ocurrido en Potidea
al verle llegar. Casi todo el mundo se dirigía a él al pasar por allí; oíamos incluso a
algunos que le pedían que expresara su opinión con más audacia, que no permitiera
que la juventud lo contuviera, le instaban a apoderarse del mando. Los soldados, en
general, eran jóvenes, de nuestra edad. La dilación de los mayores les estaba
impacientando. «¡Dirígenos, hijo de Climas!», gritaba más de uno, con el puño en
alto y un gesto de afirmación.
En la taberna de los marineros, donde le esperábamos su primo y yo, las
expectativas sobre la llegada de Alcibíades habían enardecido a los concurrentes.
Acudían corriendo hasta allí las sirvientas y lavanderas de las calles colindantes,
pellizcándose las mejillas y arreglándose el pelo con sus mugrientos dedos.
¿Conocías ese antro, Jasón? Sirven rancho y vino. Su propietario es un fenicio de
Tiro; ha arreglado el local con motivos marineros e inventa nombres que evoquen
este origen para los platos que prepara. En cuanto vio entrar a Alcibíades, empezó a
recitar de un tirón su menú mientras le acompañaba a la mesa. ¿Tenía que
recomendarle la «estrella de la redada» o tal vez el «primor del mar»?
—Tomaré de éste —dijo Alcibíades señalando el puchero que estaba en el fuego
—. La «arcada del vómito».
El dueño dirigió una sonrisa a su huésped; ni una tiara del rey de Persia le habría
hecho tan feliz. Sin embargo, Alcibíades tenía un aire grave. Se veía a la legua que le
carcomía la envidia que sentía por Formión, la impaciencia por conseguir su propia
flota. La celebridad que había alcanzado le irritaba; era consciente de la fascinación
que ejercía sobre las masas y ardía en deseos de aprovecharse de ella. ¿Por qué
habría pedido a su primo y a mí que le acompañáramos?
—A excepción de nuestro amigo Sócrates, vosotros dos sois los únicos que
tenéis suficiente espíritu para decirme canalla a la cara. Ahora decidme algo y no me
mintáis: ¿cómo y dónde he de pasar a la acción?
La muerte de Pericles crearía un vacío, afirmó Alcibíades, en la dirección del
imperio. Los estados vasallos se rebelarían, los sucesores saldrían de quién sabe
dónde. Euriptolemo le cortó, indignado. ¿Cómo osaba hablar con tanta frialdad de un
familiar suyo, quien, si los dioses lo tenían a bien, podía vivir aún medio año más o
tal vez sobrevivir, como había hecho ya un considerable número de personas?
—No lo conseguirá —afirmó Alcibíades—. Lo he adivinado viéndole. Y no
hablo con frialdad, apreciado primo, sino con previsión, con la que le caracteriza a él
y desea para nosotros. ¿A quién elegiríamos en su lugar? ¿A Cleón, el que se rinde
ante la plebe? ¿A Androcles, incapaz de subir de la alcantarilla con una escalera de
mano?
¿O bien a Nicias, cuya timorata indecisión resulta aún más perniciosa? Escúchame
bien: si Atenas contara con dirigentes que tuvieran imaginación, yo sería el primero
en ofrecerme a su servicio. Los peores, matones y babosos, sólo son capaces de
manipular al populacho. Los mejores, como Formión y Demóstenes, son soldados;
no van a ensuciarse las manos con la política. Lo que muere con Pericles es su
perspectiva. Pero ni siquiera él ha visto lo que está más allá. La peste se acabará,
nosotros sobreviviremos. ¿Y luego, qué?
»Pericles estableció tres principios inamovibles en el proceso de la guerra: la
preeminencia de la flota, la seguridad de las largas murallas y no expandir el imperio
mientras siga la guerra. Los dos primeros tienen su lógica; hay que revocar el
tercero. No nos queda más opción que la de la expansión, y además redoblando el
impulso. Nuestros barcos deben ir a la conquista de Sicilia e Italia y posteriormente a
la de Cartago y todo el norte de África. En Africa no debemos conformarnos con un
punto de apoyo en la costa; antes bien avanzaremos en tierra firme y nos
enfrentaremos a quien nos rete, incluido el trono de Persia.
Euriptolemo le interrumpió con una carcajada.
—¿Cómo vamos a conquistar el mundo, primo, si ni siquiera podemos salir de
nuestros muros para echar una meada? ¿Con qué fuerzas contamos para llevar a cabo
un cometido de tal envergadura?
—Con los espartanos, al final —replicó Alcibíades, como si fuera algo obvio—.
De entrada, con sus aliados, en cuanto hayamos liquidado a los ancianos y atraído a
sus jóvenes a nuestra liga. —Hablaba en serio—. Pero aquí, amigos míos, se plantea
la cuestión: ¿me atreveré a hablar en público sobre esto? No he cumplido todavía los
veinticinco años, en una nación que establece el umbral del juicio en los cuarenta. La
contención va contra mi naturaleza y, por otra parte, la acción prematura puede
acabar conmigo antes de empezar. No podéis imaginar las noches que he pasado en
vela, atormentado por todo esto.
Los platos se iban enfriando a medida que los primos ahondaban en el tema.
Habló Euriptolemo. A aquel hombre noble, si bien había recibido el don de una
mente entusiasta como la de toda su familia, los dioses no le habían proporcionado el
agradable aspecto de los demás. A los veintinueve años había perdido casi todo el
pelo, y sus rasgos, si bien no podían calificarse de desagradables, tampoco formaban
un conjunto que resultara atractivo. Tal vez por ello se comportaba con una cordial y
oportuna modestia. Resultaba imposible no apreciarle, es más, no hacerlo a primera
vista. Empezó reprochando a su primo el desorden en su vida privada.
Si Alcibíades quería que le tomaran en serio, debía mantener a raya sus apetitos,
en especial la bebida y la carnalidad. Unos vicios que no son propios de un estadista.
—Si no eres capaz de envainártela, sé al menos discreto y mira dónde la metes.
No te dediques a andar por ahí con cortesanas mientras tu mujer se consume de
abatimiento en casa.
Euriptolemo dejó sentado que en el alma de Atenas existían dos fuerzas en pugna:
—El antiguo y elemental proceder, que venera los dioses y héroes de nuestros
ancianos y el nuevo proceder, que convierte a la propia ciudad en diosa. Todos
sabemos de qué lado estás tú, primo, pero no deberías dejarlo tan patente. Tampoco
vas a sufrir tanto por el simple hecho de demostrar cierta humildad, de rendir
homenaje al Olimpo o cuando menos simular que lo haces. La democracia es una
espada de doble filo. Emancipa al individuo, le hace libre y dispuesto a destacar
como ningún otro sistema de gobierno. Ahora bien, dicha espada posee también un
filo oculto. Genera rencor y envidia. Por eso Pericles se comportó con modestia; se
alejó de la multitud por miedo a sus celos.
—Estaba equivocado —puntualizó Alcibíades.
—¿De verdad? Te encuentras en una Atenas desconocida para el común de los
mortales, Alcibíades, un dominio cuyo brillo te impide ver la situación real en que
vive el resto, donde los cuencos no desbordan de vino sino de hiel y bilis. Es algo
que veo a diario en los tribunales. La envidia y el rencor dominan en nuestra ciudad
y medran tanto en tiempo de penuria como en la abundancia. Reflexionemos sobre
las posibilidades que ofrece el estado al envidioso para que aniquile a quien le
supera. Puede llevarle ante el Consejo o la Asamblea, ante los tribunales populares o
el Aerópago. Suponiendo que su víctima se presentara a la elección, él puede recurrir
al examen de la solicitud, y retenerla hasta su expiración. Si el desventurado sirve en
la flota, su enemigo puede llevarle a juicio ante los apostoleis o la Junta de Asuntos
Navales. Puede arrestarlo él mismo o esperar a que lo hagan los magistrados,
condenarle directamente, demandarle ante los árbitros o presentar información ante
el
arcontado. Nunca le faltarán cargos, pues el estado se los proporcionará en
abundancia. Puede empezar con el de negligencia en el cumplimento del deber,
malversación, desfalco; cohecho, robo, extorsión; abandono, desatención,
contravención. ¿Fallan todas estas figuras? Puede atajarse con la evasión de tributos,
asociación ilícita, malversación de patrimonio. ¿No basta con el asesinato y la
traición? Dejemos que al enemigo le parta el rayo de la impiedad, que conlleva la
pena capital, contra la que el acusado no solamente debe defender sus actos sino la
esencia de su alma entera.
»Ríes, primo, pero reflexiona sobre el fin de Temístocles, el salvador de nuestra
nación, exiliado en Persia. El sin par Arístides, desterrado. Milcíades, acosado hasta
la tumba, cuando no habían transcurrido ni dos años después de su victoria en
Maratón. Pericles consiguió la fama procesando al mayor héroe que ha visto esta
ciudad, a Cimón, quien expulsó a los persas del mar y edificó el imperio a partir de
sus cimientos; mientras que él, el olimpíaco, a duras penas salvó el pescuezo en un
puñado de ocasiones. Y tú mismo, primo. ¡Menudo blanco constituyes! ¡Por todos
los dioses, permíteme que te lleve ante un jurado! —Hizo un gesto señalando a los
admiradores que se habían congregado allí y le miraban embobados desde los
extremos de la terraza—. Soy capaz de conseguir que quienes te idolatran exijan tu
sangre.
Los primos rieron, secundados por la concurrencia, que oía la jocosa diatriba de
Euriptolemo.
—Aplaudo tu elocuencia, primo —siguió Alcibíades—. Pero estás en un error.
Interpretas mal el carácter del hombre. Nadie tiene como objetivo mancillarse con
sus propios fluidos elementales, sino elevarse sobre las alas del daimon que le anima.
Echemos un vistazo a los marinos e infantes que se encuentran en los muelles de
embarque. No es la bilis ni la cólera lo que les empuja, sino la sangre del corazón.
Van en busca de la gloria, la misma que ansiaban Teseo o Aquiles.
—La mitad de ellos pretende eludir el servicio y tú lo sabes muy bien.
—Por falta de perspectiva de sus dirigentes. Se acabó la época de dioses y
héroes, primo.
—Para mí, no, y tampoco para ellos.
Alcibíades señaló de nuevo las tropas que se veían al fondo.
—Me censuras, primo, insistiendo en que debo reivindicar una perspectiva que
vaya más allá de mi fama y gloria y lo mismo para nuestra nación. Pues bien, ¡no
existe nada más allá de la fama y la gloria! Son las aspiraciones más sagradas y
elevadas del alma humana, pues engloban el deseo de inmortalidad, de trascendencia
de todos los límites inherentes, la pasión que anima incluso a los dioses inmortales.
»Me acusas además, Euro, de malgastar mi tiempo con hombres de gran
brillantez y espléndidos caballos y perros en vez de ocuparlo con el común de las
gentes que conforma nuestra nación. Pero yo he observado a estos hombres, a los
normales y corrientes y a los de las castas intermedias, en presencia de dichos
caballos y perros. He visto cómo se apiñaban, al igual que las abejas alrededor de la
miel, junto a los grandes. ¿Por qué? ¿No será porque perciben en la nobleza de esos
paladines un indicio de la esencia que poseen en embrión en sus propios corazones?
Frínico nos advirtió:

Ella es una amplia cama


En la que caben la democracia y el imperio,

pero él también andaba desencaminado. La democracia tiene que ser imperio. El


apetito que inflama la libertad en el individuo tiene que tener un objetivo acorde con
su grandeza.
Entonces fue Euro quien golpeó la mesa.
—¿Y quién va a encender esa llamó?
—Yo lo haré —declaró Alcibíades.
Se puso a reír. Los dos estallaron en carcajadas.
—Entonces, éste es el rumbo que debes tomar, primo. —Euriptolemo se inclinó
un poco, como presa de una inspiración celestial—. Suponiendo que tus
compatriotas no te presten atención, pues recelan de tu juventud, lleva el caso a otros
tribunales y a otros consejos. Comienza por el extranjero, con nuestros adversarios y
aliados. Los cancilleres de los demás estados pronto estarán al corriente de la
enfermedad de Pericles. ¿Quién va a dirigir Atenas?, preguntarán. ¿Con quién deben
establecer un trato para asegurar el bien de sus naciones?
Euriptolemo hizo una sucinta exposición de sus argumentos. ¿Qué príncipe
extranjero, viendo a Alcibíades ante él, escuchándole, no adivinaría el futuro de
Atenas? Sería una locura rechazar al héroe por su juventud, y nadie podría captarlo
mejor que el más agudo y el visionario. Al comprender lo que a la fuerza tiene que
suceder, verían enseguida que era de sabios situarse de entrada a su lado. Alcibíades
podría afianzarse en las cortes extranjeras; asegurando alianzas, forjaría coaliciones.
¿Quién más lo conseguiría? La fama de su linaje le abriría las puertas de un sinfín de
estados y sus bien ganados laureles como guerrero, por no decir también como
criador y jinete (un noble vicio que comparten los señores de todas las naciones), le
servirían en el resto.
—¡Has acertado, primo! —intervino Alcibíades—. Te aplaudo.
Siguieron conversando durante una hora más, sin dejar el tema de las
consecuencias e implicaciones de tal política. Su base era la guerra. La paz tendría
funestas consecuencias.
—¿Y tú qué dices, Pommo? —Al cabo de un rato Alcibíades se dirigió a mí—.
No has abierto boca en toda la noche.
Al ver que vacilaba, me dio unas palmadas en el hombro.
—La política aburre a nuestro amigo, Euro. Él es soldado. Dinos, pues,
Polémides, ¿qué es lo que opina un soldado?
Sé tú mismo, fue todo lo que pude decirle.
—Sí. —Se echó a reír—. ¿Pero cuál de mis ellos?
—Vete a la guerra. Lucha directamente. Vence. Trae las victorias a Atenas. Deja
que el enemigo te critique si se atreve.
Nos separamos al amanecer; Alcibíades estaba fresco como si hubiera dormido
toda la noche. Se iba hacia el mercado, a buscar a otros amigos y seguir su
investigación. Agradeció mi franqueza.
—¿Necesitas algo, Pommo? ¿Dinero? ¿Un cargo?
—Quisiera ver regresar a mi primo, si puedes prescindir de él.
—Puede decidir por su cuenta, como tú o como yo.
Le di las gracias por aquello. Necesitaba imperiosamente dormir.
Un hombre me esperaba delante de la puerta de casa. Tenía más de treinta años,
la tez curtida como el cuero e iba armado como un mercenario. Me recibió con una
mueca.
—¿Sabe usted que me está dejando sin trabajo?
Tomó asiento sobre unas piedras y se puso a desayunar pan mojado con vino. Le
pedí su nombre.
—Telamón. De Arcadia.
Había oído hablar de él; era un asesino. Lleno de curiosidad, le invite a entrar.
—Si pretende ganarse la vida cortando venas —dijo en tono de reproche—, al
menos tenga el decoro de cobrar por el servicio. Si no, ¿cómo puede medirse con
usted un pobre?
Le dije que lo hacía por Prometeia. Como penitencia.
—Un noble gesto —comentó. Me cayó bien el hombre. Le ofrecí el pan que me
quedaba, y él se lo metió en el equipaje, junto con una ristra de cebollas. Iba a
embarcarse al cabo de diez días en una brigada al mando de Lámaco para una
expedición al Peloponeso. Dijo que podía llevarme con ellos si yo quería—. Por lo
que he oído, a su trabajo le falta sutileza. Venga conmigo y yo le enseñaré.
—Quizás en otro momento.
Al levantarse, colocó una moneda sobre un cofre. No hizo caso de mi protesta.
—Yo espero que se me pague y por ello también cumplo.
Observé desde el umbral cómo se alejaba, cargando con el enorme peso del
equipo, y luego me metí en la desmantelada casa de la muerte.
Tal vez algo había cambiado. Por fin, me dije, alguien me ofrecía trabajo.
Libro III

LA PRIMERA
GUERRA
MODERNA
X

LAS ALEGRÍAS DE LA MILICIA

No acepté la oferta de un cargo por parte de Alcibíades ni tampoco seguí a Telamón


como mercenario. Hice caso, no obstante, del consejo del arcadio y me embarqué
como hoplita bajo las órdenes de Eucles hacia el Quersoneso de Tracia. En cuanto
concluimos la campaña, y me conté aún entre los vivos, me alisté en otra, igualmente
deslucida, y tras ésta, en otra.
Estábamos luchando en una guerra de nuevo cuño, de modo que a nosotros, los
reclutas hoplitas, nos instruían los veteranos de la vieja guardia. En su época, los
hombres libraban batallas. Se armaban y se enfrentaban fila contra fila y determinaba
la victoria la honrosa prueba de las armas. Nosotros, sin embargo, no seguíamos
dicho proceso. Nuestra guerra no se lidiaba entre estados, sino facción contra facción
en el seno de éstos: los pocos contra los muchos, los poseedores frente a los
desposeídos.
Como atenienses, nos situamos al lado de los demócratas, o mejor dicho,
obligamos a quienes reclamaban nuestra ayuda a convertirse en demócratas, a
condición de que su democracia alcanzara tan sólo el grado democrático que
permitiéramos nosotros. En este nuevo tipo de guerra, al asaltar una ciudad, no nos
enfrentábamos con unos héroes que se habían unido en defensa de su patria, sino con
una banda a los que la suerte había ofrecido el dominio temporal del estado, mientras
que nuestros aliados eran los de la facción desterrada, asociados con nosotros, los
invasores, con el objetivo de lograr la restitución.
En Mitilene conseguí mi primer mando. Habían asignado a nuestra compañía a
los desterrados, los demócratas de la ciudad derrotados en la sublevación
oligárquica, que en aquellos momentos eran algo así como asistentes políticos de las
tropas de asalto atenienses. En mi vida había visto hombres como aquéllos. No eran
guerreros ni patriotas, sino más bien fanáticos. Con nosotros estaba Tersandro, a
quien llamábamos Péñola. El capitán nos llamó para recibir a los alistados.
El destino constituía un certificado de defunción. Incluí en la relación a los
paisanos de Péñola que, una vez tomada la ciudad, tendría que arrestar y ejecutar
nuestra compañía. Él mismo había confeccionado la lista; nos acompañaría en la
syllepsis, la redada de identificación. No es la primera vez que ves una relación de
este tipo, Jasón. Están escritas con sangre. La relación de Péñola no era un fiel
inventario de enemigos civiles o de adversarios políticos: englobaba en ella a
vecinos, amigos, compañeros y familiares que en su momento habían labrado su
ruina. Habían
asesinado brutalmente a su mujer e hijas. Habían arrancado del altar a su hermano
para sacrificarlo delante de sus propios hijos. Nunca había conocido a alguien que
odiara como Péñola. Ya no era un ser humano sino un recipiente en el que se había
vertido el odio. No había negociación posible con una persona como aquélla, y los
demás eran como él.
Más tarde, cuando cayó la ciudad, en nuestra compañía había ochenta y dos
cautivos de aquella lista, incluyendo a seis mujeres y dos niños. Llovía y soplaba un
cálido viento de poniente, de modo que sudábamos al tiempo que nos íbamos
empapando. Metimos a los prisioneros como si fueran ganado en unos corrales.
Apareció otro de Mitelene, que no era Péñola, con instrucciones para nosotros.
Teníamos que dar muerte a los apresados.
¿Cómo, me pregunto yo, hay que ejecutar este tipo de órdenes? No
filosóficamente sino prácticamente. ¿Quién da el primer paso a la hora de proponer
el sistema? Nunca el mejor, eso garantizado. Quemadlos, gritó uno de los nuestros
situado en las filas de atrás; cerrad el corral y prended fuego ahí. Otro quería
descuartizarlos como corderos. Me negué de plano a llevarlo a cabo.
El ayudante de Péñola se enfrentó a mí. ¿Quién me había sobornado? ¿Sabía yo
que era un traidor?
Mi juventud me hizo montar en cólera.
—¿Cómo voy a dar esas órdenes a éstos? —exclamé, señalando a mis hombres
—. ¿Cómo podré exigirles el cumplimiento del deber cuando hayan cometido tales
atrocidades? ¡Quedarán destrozados!
Apareció Péñola.
—Son enemigos —gritaba, apuntando con el dedo a los desdichados que se
encontraban en el aprisco.
—Mátalos tú mismo —le
respondí. Me plantó la lista ante
las narices.
—¡Voy a incluir tu nombre en ella!
Me salvó el mal genio, pues, al arrebatarle la tabla y garabatear algo en ella,
pareció enloquecer y querer atacarme de lleno, aunque el tumulto que se armó
contrarrestó momentáneamente el impulso asesino. De todas formas, no voy a
erigirme en libertador. Aquellos pobres diablos fueron exterminados al día siguiente
por otra compañía, y yo, degradado a soldado raso, me embarqué de nuevo hacia el
norte.
Pasaron los años como si los hubiera vivido otra persona. Echo una mirada hacia
atrás y veo los reclutamientos y las licencias, los justificantes de pago y la
correspondencia, las cabezas de bronce de las flechas arrancadas de mi propia carne
y escondidas como recuerdos en el fondo de mi equipaje; de éste extraigo baratijas y
presentes, los nombres de hombres y mujeres, también de amantes, sobre el fieltro
del armazón de mi yelmo y garabateados con la punta de la espada en las correas del
macuto. No recuerdo ninguno.
La temporada transcurrió como una sola noche, con aquella especie de sueño
profundo y trepidante del que uno despierta a intervalos sin recordar más que el agrio
olor de la torturada ropa de la cama. Al parecer, recuperé la conciencia de nuevo en
Potidea, al asediar por segunda vez la ciudad siete años después del primer sitio. No
sabría decir ahora mismo si aquello era un sueño o formaba parte de la realidad.
Tras la muerte de mi esposa, pasé dos inviernos sin sentir la llamada de la pasión.
Y ello no era fruto de la virtud ni de la aflicción, tan sólo de la desesperación. De
pronto, una noche entré en el campamento de las prostitutas y ya no volví a salir de
allí. Tú sabrás echar cuentas, amigo mío. Haz la suma por mí. ¿Qué cantidad en
pagas, sin olvidar las primas y complementos de desmovilización, puede acumular
un soldado que sirve durante toda una campaña, sin ni siquiera retirarse en invierno,
exceptuando las épocas en las que debe recuperarse de alguna herida, durante toda
una década? Una suma generosa, diría yo. Suficiente dinero para adquirir una
pequeña propiedad agrícola, con ganado, mozos de labranza e incluso una bella
esposa.
Dilapidé hasta el último céntimo. Lo forniqué o me lo bebí, y al final ni yo
mismo daba crédito al hecho de que en otra época hubiera albergado alguna
esperanza respecto a mí mismo.
Llegó la paz, la denominada paz de Nicias, bajo la que ambos bandos, exhaustos
después de tantos años de lucha, pactaron una retirada hasta poder recuperar el
aliento, dibujando en el intervalo unas líneas que unos y otros se comprometieron a
no traspasar. Volví a casa. Alcibíades había cumplido ya los treinta años, le habían
elegido para el Consejo de los Diez Generales, el gobierno del estado, es decir, le
habían concedido el mismo cargo que había ocupado Pericles, su tutor. Sin embargo,
su estrella aún no destacaba. Quien ejercía el mando era Nicias, mayor que él y
decidido oponente, quien había negociado la paz con los espartanos; mejor dicho,
éstos le habían designado para tal cometido, a fin de privar a Alcibíades, pues temían
su empuje, del reconocimiento y el prestigio. Mi amigo me ofreció un puesto, con la
paga de capitán, que sacaba de su propio bolsillo, como enviado especial ante los
lacedemonios, o más bien unos espartanos en concreto —Jenares, Endio, Míndaro—,
con quienes conspiraba para hacer fracasar la paz. Yo no soy diplomático. Echaba de
menos la acción. La necesitaba.
Uno acude así a la llamada para convertirse en mercenario: como un criminal
hacia el crimen. En realidad, la guerra y el crimen son dos gemelos de la misma
camada de mal nacidos. Por qué, si no, el magistrado presenta su eterna oferta a la
juventud errante: la servidumbre o el ejército. Ambos se reclutan mutuamente, la
guerra y el crimen, y cuanto más atroz es el delito, más profundamente debe
zambullirse el criminal para reivindicarse a sí mismo, olvidándose de familia y país,
perdiendo la cuenta de cada una de sus fechorías, hasta que, al fin, el único enigma
que descifra el soldado es el que permanece más oculto a los ojos de todos: ¿por qué
sigo aún con vida?
Para mí, la paz era la guerra con otro nombre. Nunca dejé de trabajar. A falta de
licencia para servir como soldado a mi propio país, me ofrecí a los demás. Al
principio, me limitaba a los aliados, pero cuando los tiempos empiezan a presentar
mal cariz… el antiguo enemigo se convierte en el patrón más entusiasta. Tebas sentía
un gusto especial por el poder y había fustigado a Atenas en Delión. La guerra había
llevado a su redil a Platea, a Tespias y la mitad de las ciudades de la Liga Beocia; no
vio ventaja alguna en participar en la paz espartana. Corinto permaneció excluida y
ofendida. El tratado no había devuelto ni Anactorión ni Solión; había perdido su
influencia en el noroeste, por no hablar de Corcira, con cuyo alzamiento se había
iniciado la guerra. Megara no soportaba ver su puerto de Nisea ocupado por las
tropas atenienses, y Elis y Mantinea, democracias ambas, habían perdido ya la
paciencia con la vida que llevaban bajo el yugo espartano. Por el norte, Amfipolis y
la región de Tracia desafiaban el tratado. Yo trabajé para todos ellos. Todos lo
hicimos.
Bajo el tratado de paz, los estados daban prioridad a los mercenarios sobre las
tropas reclutadas entre el pueblo. Aquellas vidas no complicaban la existencia de los
políticos; podían renegar de sus actos si lo creían conveniente; en caso de
sublevación, les retenían la paga; y si morían, ya no tenían que pagarles.
Tú has observado la vida del mercenario, Jasón. ¿En qué puede resumirse un año
de campaña, en diez de lucha efectiva? Si lo reducimos a los momentos en que uno
se encuentra bajo las garras del peligro, la cuenta asciende a unos pocos instantes.
Todo lo que necesita uno es sobrevivir y con ello se ha ganado otra temporada. En
efecto, el mercenario tiene más en común con el enemigo, por lo que se refiere a
conservar la vida y el sustento, que con sus propios mandos, que persiguen la gloria.
¿Qué es la gloria para el soldado a sueldo? Prefiere la supervivencia.
El mercenario nunca utiliza este nombre para sí. Si posee armadura y se ofrece
como hoplita, es un «escudo». Quienes lanzan la jabalina son «lanzas», los arqueros,
«arcos». Un intermediario, a quien se denominaba piloforos por la gorra de fieltro
que llevaba, diría: «Necesito cien escudos y treinta arcos».
Jamás un escudo dispuesto a vender sus servicios circulará solo. El peligro del
robo le obliga a buscar algún compañero; siempre es mejor ofrecerse en pareja o
incluso en tetras. En cada ciudad encontramos puntos concretos en los que se
congregan los soldados en busca de trabajo. En Argos, éste se encuentra en una
taberna llamada El Himno, en Ástacos, en un burdel llamado El Codillo. En
Heraclion hay dos lugares: uno junto a la fuente seca llamada Opunte y el otro en la
cuesta oriental del Santuario de las Amazonas, al que los de aquella zona llaman
Hisacópolis, la Ciudad del Coño.
En el campo encontramos también lugares de reunión de este tipo. Entre Sunion
y Pella existe una serie de campamentos denominados «gallineros». «Necesito una
docena de escudos». «Acércate al Asopo, pues he visto a una multitud cacareando».
Algunos de estos lugares no son más que pendientes secas junto a un arroyo; otros
— entre los que puede citarse el de Triteos, cerca de Cleonas, el que se encuentra
a lo
largo del Peneo, junto a Elis, simplemente Potamou Campsis, el lugar donde
serpentea el río— están muy apiñados, a la sombra de unos bosquecillos, con
mercado durante unas horas e incluso unos cobertizos hechos con bastas telas de
nombre «a horas», en los que el soldado que va con una mujer consigue algo de
intimidad para pasárselo a otra pareja más tarde.
Los cobertizos de caza abandonados son lugares muy socorridos para pasar la
noche los escudos en su camino. Uno localiza estos populares refugios desde las
pendientes que los rodean por la tala de árboles para el fuego. Por aquel entonces se
había establecido un servicio de correos que cubría el país de modo informal aunque
curiosamente eficaz. Los soldados metían en el interior de su equipo cartas, paquetes
y «palos», que les entregaban las esposas, amantes o un compañero especial que
habían conocido en el camino. Cada nueva llegada armaba un gran revuelo en el
gallinero en busca de tales efectos. Cuando uno de los hombres oía pronunciar en
voz alta el nombre de un conocido, cogía la carta dirigida a él y a veces la
transportaba medio año hasta que por fin conseguía entregarla.
Las ofertas de empleo, denominadas trapos colgados, se esparcían por los
gallineros y burdeles, incluso por los árboles que hacían las veces de mojón o bien
junto a las fuentes más conocidas. Cuando corría la voz de una oferta de trabajo, el
gallinero entero se ponía en marcha y escogía de camino a sus mandos. El escalafón
mercenario no es tan formal como el del ejército del estado. El capitán recibe su
nombre según el número de hombres que tiene a su cargo. Puede ser un «ocho» o un
«dieciséis». Los oficiales son «hombres de grado» o «banderines», nombre que
procede de las bandas con que adornan sus lanzas, a modo de estandartes agrupados.
A un buen oficial nunca le faltan hombres dispuestos a servir bajo sus órdenes, de la
misma forma que los grandes jefes esperan contratarle. Una persona encuentra un
grupo de confianza y se mantiene en él.
Es un oficio en el que ves a menudo las mismas caras. Todo el mundo va
haciendo el mismo recorrido. Yo mismo me topé con Telamón en dos ocasiones, en
el transbordador a la salida de Patrás y en un gallinero de Alfeo antes de enrolarme
junto a él en la primera batalla de Tracia. Muy pocos utilizan su nombre real.
Abundan los sobrenombres y los nombres de guerra. Los macedonios, los «maces»,
conforman el grueso de la soldadesca, los de ojos castaños y pelo anaranjado. Nunca
serví en una unidad en la que no hubiera un bermejazo, un bermejillo y un montón
entre ellos.
No se ofrece paga a ningún hombre no iniciado o probado. De entrada, uno debe
servir de balde y no recibe comida ni accede al fuego hasta que ha demostrado que se
mantiene firme en la lucha. Más adelante, en la plaza de concentración, se acerca a él
el hombre de grado. «¿Cuándo recibiste la última paga?». «Aún no he recibido
ninguna, señor». El oficial le pide el nombre y le ofrece un par de monedas.
«Empieza mañana». Así de simple. Está enrolado.
La disciplina es también menos ceremoniosa entre los contratados. En Heraclea,
Tracia, en la primera refriega bajo las órdenes de Telamón, uno de los nuestros
desertó durante el asalto. Sorprendentemente, el granuja aquel nos esperaba en el
campamento al regreso, donde, con aires de suficiencia, se acercó a Telamón con una
retahíla de excusas. Nuestro capitán, sin perder el paso, le atizó con la espada con tal
fuerza que el hierro asomó un par de palmos entre los dos omóplatos del hombre. En
el preciso instante en que éste se tambaleaba, atravesado por el arma de Telamón,
nuestro oficial blandió su espada y le cortó en redondo el cuello. Sin mediar palabra
alguna, despojó el cadáver y el equipo del hombre y arrojó su contenido a las
prostitutas y muchachos del aprovisionamiento, dejando en el suelo unos restos
desnudos y deshonrados. Me encontraba yo al lado de un escudo ateniense al que
llamábamos Conejo. Este se volvió a mí sin expresión en el rostro: «He recibido el
mensaje».
El ritmo de la vida del mercenario es estupefaciente, algo parecido a la pasión
que experimenta el putañero o el jugador, que marcan el rumbo que persigue
circunstancialmente el escudo a sueldo, el que responde fielmente a este nombre. El
fluir de sus vidas borra todo lo sucedido anteriormente y lo que ha de ocurrir
después. En primer lugar, y por encima de todo, está la fatiga. El infante exhala
agotamiento noche y día. Incluso en plena tormenta en el mar, el soldado que acaba
de sentir las arcadas junto a la barandilla se desploma contra el piso de madera y
derrama todo lo que lleva dentro con la barba enterrada en la sentina.
En segundo lugar encontramos el aburrimiento y en tercer lugar, el hambre. El
soldado tiene los pies martirizados. Avanza en la marcha hacia cierto objetivo, que
ve a su alcance sólo cuando está a punto de ser sustituido por otro, igualmente
desprovisto de significado. La tierra aguanta bajo sus pasos, y él se halla siempre
dispuesto a hundirse pesadamente en ella, cuando no debido a la muerte, a causa del
agotamiento. El soldado nunca ve el paisaje: únicamente la agobiada espalda del
hombre que marcha penosamente en columna ante él.
Los líquidos dominan la vida del soldado. El agua, a la que debe llegar si no
quiere morir. El sudor, que fluye de su frente y desciende en regueros por su caja
torácica. El vino, que necesita al final de la marcha y al principio de la batalla. El
vómito y los meados. El semen. Éste nunca se le agota. Como penúltimo, la sangre, y
más allá de ésta, las lágrimas.
El soldado vive de sueños y nunca se cansa de enumerarlos. Añora a su amada y
su hogar y al mismo tiempo vuelve al frente, alegre, sin hablar del tiempo que ha
pasado alejado.
Los manuales nos cuentan que la lanza y la espada constituyen el armamento del
infante. Esto es erróneo. El pico y la pala son su recurso, la azada y el azadón, la
palanca y la alzaprima; estos instrumentos y también el capacho del argamasero, el
hacha del leñador y, sobre todo, la sera del cantero, el omnipresente utensilio que el
novato aprende a crear a base de juncos y manojos de ramas. Y encima disponerlo de
forma adecuada, amigo mío, con las correas que descansan en la frente y la
concavidad entre los hombros, sin nudo alguno que martirice la carne, pues cuando
la carga de escombros y piedras alcanza la mitad del peso de quien lo acarrea, éste
debe poder levantarlo. Hacia arriba por aquella escalera, ¿está claro? Hacia el punto
en que el armazón de madera espera el relleno que ha de convertirle en el muro
circundante de la ciudad, cuyas almenas escalaremos, derribaremos y erigiremos de
nuevo.
El soldado es agricultor. Sabe cómo dar forma a la tierra. Es carpintero; levanta
fortificaciones y empalizadas. Es minero: excava trincheras y túneles; es
mampostero: labra el camino a partir de la áspera piedra. El soldado es el médico que
practica la cirugía sin anestesia, es el sacerdote que inhuma al difunto sin salmo
alguno. Él es el filósofo que dilucida los misterios de la existencia, el lingüista que
pronuncia «coño» en mil lenguas. Es arquitecto y demoledor, apagafuegos e
incendiario. Es una bestia que mora en la tierra, un gusano, con boca y ano y entre
uno y otro, nada más que apetito.
El soldado contempla el horror y finge indiferencia ante él. Salta con displicencia
por encima de los cadáveres que se encuentra en el camino y se deja caer para
engullir su ración de gachas sobre las piedras ennegrecidas por la sangre. Se empapa
de historias capaces de quitar el color a la cabellera de Hades y las supera con las de
cosecha propia, riendo, para volverse después y ofrecer su último óbolo a la dama y
el pilluelo perdidos por allí, a los que no volverá a ver si no los encuentra por
casualidad insultándole desde lo alto de un muro o un tejado, arrojándole tejas y
piedras para partirle el cráneo.
Crucé un puñado de veces las Termópilas con los «maces» de nuestro gallinero.
Viajeros incansables, entrábamos en tropel por el muro y excavábamos en busca de
cabezas de bronce persas en el altozano de los Trescientos que participaron en la
inmortal resistencia. ¿Qué pensarían esos caballeros de antaño al contemplar la
guerra como la estábamos librando? No era Helena contra los bárbaros en defensa de
la sagrada tierra, sino griegos contra griegos a causa de la fidelidad y el fervor
ciegos. No era ejército contra ejército, hombre contra hombre, sino grupo contra
grupo, padre contra hijo, incluida la participación de los niños y la madre en el
lanzamiento de una piedra o en un degollamiento. ¿Qué pensarían estos héroes de la
antigüedad de la conflagración civil en las calles de Corcira, cuando los demócratas
rodearon a cuatrocientos aristoi en el templo de Hera, les sedujeron con sagradas
promesas y les exterminaron luego delante de sus propios hijos? ¿Y de la inmolación
de seiscientos en la misma ciudad, cuando el demos, el pueblo, cercó a sus enemigos
en la posada, arrancó el tejado de ésta, arrojó sobre los congregados ladrillos y
piedras mortíferos hasta el punto en que los infelices encerrados, presas de
desesperación, se autoinmolaron clavándose en el cuello las mismas flechas que les
lanzaban de fuera y se colgaron de las correas de las literas? ¿Qué sacarían en limpio
del posterior destino de Melos o Esciona, cuando Atenas ordenó matar a todos los
hombres y vender a las mujeres y niños como esclavos? ¿Cómo podrían aceptar la
matanza llevada a cabo por sus compatriotas contra los hombres de Hisias o su
conducta en el asedio de
Platea, cuando los hijos de Leónidas plantearon a sus cautivos una sola pregunta,
«¿Qué servicio has prestado a Esparta?», y luego aniquilaron hasta el último
hombre? Por aquellos días tuve una mujer, procedente de Samotracia, si bien
cuando se embriagaba afirmaba ser de Trecén. Se llamaba Eunice, justa victoria.
Había sido la esposa de campamento de mi compañero, un capitán de ocho
llamado Automedón, quien murió, pero no a causa de las heridas sino por culpa
justamente de una muela infectada. Eunice acudió a mi cama aquella misma
noche. «No deberías mezclarte
con las prostitutas». Con tal rapidez se convirtió en mi mujer.
¿En qué se diferenciaba de mi esposa, Febe? ¿Te interesa, Jasón? Te lo contaré
de todas formas.
Así como mi querida esposa era un capullo que creció en un jardín enclaustrado,
esta dama, Eunice, era un brote nacido de una tormenta. Una flor que creció
silvestre. Era de esas mujeres que puedes dejar con un compañero y nunca te la
pegarán a tus espaldas. Volverás y les encontrarás riendo, ella le estará preparando la
comida y cuando éste se disponga a marcharse, te cogerá aparte diciendo: «Si te
alcanza el hierro, yo cuidaré de ella». El supremo cumplido.
Eunice era sensata. Cuando venía a ti, colocaba los tobillos junto a tus orejas y
con las manos te apretaba las costillas. Notabas su ansia por ti y por tu simiente, y a
pesar de que eras consciente que pasaría al siguiente, sin ceremonias, como había
hecho contigo, no tenías nunca motivos de queja. Había integridad en su conducta.
Nos encontrábamos en Tracia, bajo contrato de un año con Atenas, asaltando
poblaciones en apoyo de la flota. Un cometido absurdo; cuarenta hombres andaban
por espacio de tres días por las colinas y volvían con un solo cordero medio
desfallecido. Las tribus salvajes defendían sus rebaños con las caras pintadas y unos
símbolos mágicos pintarrajeados en las ijadas de sus caballos. Aquello parecía la
guerra de una era anterior a la del bronce, mil generaciones antes de Troya. Aquello
de llegar aunque fuera a duras penas vivo al campamento, sin ni siquiera un toldo
como cobijo y lanzarse sobre la mujer que te esperaba recostada en la estepa…
tampoco era tan malo.
La vida del soldado es lo primero; una vez que se ha sometido a ella, se sitúa en
un estadio no sólo anterior a la escritura sino prehistórico. Éste es su atractivo.
Yo había sacrificado a mi hermana
Meri. Con mi daga le había abierto el
cuello.
¿Qué me quedaba sino errar hasta dónde me llevara la guerra, vagar por la tierra,
desangrarme en ella y desafiarla para que me envolviera en su manto? Naturalmente,
no lo hizo. ¿Por qué? ¿Había perdido toda la valía, hasta el punto de ser capaz de
vivir eternamente?
Durante el segundo invierno de la paz, nuestro gallinero tuvo oportunidad de
trabajar con una buena paga en la reconstrucción de las murallas de Argos y la
fortificación de Nauplia, su puerto. Todo era cosa de Alcibíades; había traicionado a
Endio, su amigo espartano, lo que desembocó en la misión diplomática a Atenas con
el objetivo de impedir una alianza argiva, cosa que le hizo aparecer como un
impostor y un mentiroso ante las personas que, enfurecidas, no sólo sellaron el pacto
con Argos sino con Elis y Mantinea. En aquellos momentos Alcibíades se
encontraba en Argos, con cuatrocientos carpinteros y mamposteros llegados de
Atenas. Se cumplían los deseos de Euriptolemo: su primo llevaría su ambición a
tierras extranjeras. Por medio de la fuerza de su personalidad y ánimo de persuasión,
tanto en asamblea abierta como en conciliábulos privados con los dirigentes,
Alcibíades había conseguido acercar a Atenas a las tres principales democracias del
Peloponeso, dos de las cuales habían sido aliadas de Esparta.
Nuestro gallinero quedaba boquiabierto ante la magnitud de la construcción.
Desde la ciudadela de Larisa, hasta donde te alcanzaba la vista, la ciudad quedaba
circundada por andamios y construcciones en pendiente, cabrias y plataformas con
ruedas, abrecaminos, aserraderos, puestos de mercaderes y carreteros, con tal
multitud aplicada al trabajo que quienes carecían de capachos para transportar la
argamasa la acarreaban a la espalda, sujetándola entre los brazos, con los dedos
entrelazados debajo de ella. Localicé a Euriptolemo, que andaba en busca de un
puesto de trabajo para nuestro gallinero. Me dio unas palmadas de bienvenida en el
hombro y me explicó que podíamos aprovechar mucho mejor nuestro tiempo.
Nos contrató para adiestrar a los mesenios libertos como hoplitas, a unos
doscientos que habían pertenecido a Esparta, aunque huyeron a los fortines
construidos por Alcibíades y Nicias, donde consiguieron la libertad. Teníamos que
entrenarlos durante todo el verano, para acompañar en otoño a Alcibíades a Patrás a
fin de conseguir también que la ciudad entrara en la alianza. Cuando protesté ante
nuestro mando, al conseguir por fin audiencia, diciendo que aquellos mesenios no
estarían en disposición de luchar en otoño, éste me miró riendo. «¿Quién ha hablado
de lucha?».
Iba a ganar Patrás por medio del
amor. Y así fue. He aquí cómo.
Patrás, como bien sabes, domina la puerta occidental que da al golfo de Corinto.
Era una democracia y se mantenía neutral. En aquellos momentos, no obstante, al
haber conseguido Atenas la alianza con otras importantes democracias del
Peloponeso —Elis, Mantinea y Argos—, Patrás era ya una fruta madura.
¿Has vivido en Patrás, Jasón? Es una ciudad muy agradable. Guisan allí
calamares en su tinta y sirven tordo al horno. La gente no acude a comer al mercado
sino a unos establecimientos denominados «banderas», que en realidad son casas
particulares, muchas de ellas con terraza con vistas al mar. Cuando uno entra en una
de estas casas, coge una bandera de vivos colores con un símbolo, un del delfín o un
tridente, pongamos por caso, y se la ata alrededor de los hombros. Con ella, pasa a
formar parte de la familia. Toma la porción que desea o pide a la propietaria un plato
y ella se lo prepara. Al final de la comida, envuelve el importe en la bandera y la deja
sobre el banco.
El gobierno de Patrás está formado por dos cámaras: el Consejo de los Ancianos
y la Asamblea del Pueblo. Alcibíades acudió en primer lugar a los dirigentes que
conocía personalmente y, tras apaciguar sus temores en cuanto a sus intenciones y las
de su patria, consiguió permiso para dirigirse al pueblo. Contaba entonces treinta y
dos años, había sido general de Atenas en dos ocasiones y era el que más prometía
de la nueva hornada de Grecia. Se dirigió a ellos diciendo:
—Hombres de Patrás, doy por supuesto que vosotros, como helenos libertos,
preferiréis la independencia y la autodeterminación para vuestro estado antes que
tolerar que un poder ajeno rija sus destinos. Convendréis con neutralidad en que ya
no existe otra opción. Hoy todos los estados de Grecia deben situarse al lado de
Atenas o de Esparta; no tienen otra alternativa.
La Asamblea de Patrás se reúne al aire libre, en un promontorio denominado El
Collar, con vista al golfo. Alcibíades señaló aquellos estrechos.
—¿A qué elemento, mar o tierra, va unido el futuro de vuestra nación? Considero
que éste es el factor decisivo, pues si la respuesta es la tierra, su destino ha de estar
vinculado a Esparta. Así conseguirá la mayor seguridad. Ahora bien, si las
esperanzas de cada uno se sitúan en el extranjero, en el intercambio y el comercio,
debemos reconocer que el poder que domina el mar no debe aguantar otro estado que
se aproveche de dicho elemento en beneficio propio, si éste implica agravio.
»Patrás está situada en el mar, amigos míos, en el promontorio más estratégico. Y
esto constituye una ventaja para vuestra nación, pues le da un incomparable valor
ante Atenas como aliada, pero constituirá un peligro en el caso de que se convierta
en vuestra enemiga. No os engañéis pensando que esta paz será duradera. Volverá la
guerra. Debéis prepararos ahora mismo, decidiendo qué rumbo os reportará mayor
seguridad: la alianza con esta potencia naval que os necesita y os ha de proteger,
cuyo poder abre para vosotros la posibilidad de utilización de todos los puertos y
rutas marítimas del mundo, protegiendo al tiempo vuestros mercantes hasta donde
les lleve su ambición y proporcionándoles tribunales que han de salvaguardar sus
intereses, o bien la alianza con una potencia terrestre, con Esparta y su Liga, incapaz
de defenderos contra un asalto por mar, que reclutará a vuestros jóvenes para luchar
como infantes en el campo en el que están peor preparados y equipados, y bajo cuya
hegemonía habréis de sufrir aislamiento y pobreza, la interrupción del comercio que,
aparte de proporcionaros lo que hace agradable la vida, os ofrece los excedentes sin
los que la seguridad no es más que una ilusión.
Pretendía que Patrás edificara unas largas murallas que unieran la parte alta de la
ciudad con el puerto. En el momento en que un consejero se opuso a él,
exponiéndole su temor de que Atenas pudiera engullir a Patrás, Alcibíades
respondió: «Lo que tú dices puede ser cierto, amigo mío. Pero si Atenas lo hace, será
de forma gradual y desde abajo. Esparta os arrancará la cabeza de un bocado».
De todas formas, su argumento más contundente no tenía ni que expresarse. Se
trataba de la perspectiva de los libertos mesenios, quienes, enardecidos por su odio
hacia Esparta, se habían convertido en unidad de choque. Ahí está lo que la libertad
y Atenas pueden hacer por vosotros, decía su sola presencia. Sed como ellos o
plantadles cara.
Patrás se pasó a nuestro bando. Con ello, Alcibíades había separado de Esparta
en sus mismas puertas a tres poderosos estados y había sacado a un cuarto de la
neutralidad. Formó una coalición cuyas fuerzas armadas no tenían nada que envidiar
a las de su antiguo amo, adhiriéndose al tiempo al tratado de paz y sin dejar en
peligro una sola vida ateniense. E iba a avanzar, él o sus representantes, contra un
quinto estado, Epidauro, cuya caída redondearía la táctica por la que el sexto y más
importante aliado espartano, Corinto, se vería también aislado y desprotegido.
Entonces vimos por primera vez a los espartanos y sus representantes. Su
caballería aparecía por toda Acaya y Argólida, seguida por la infantería escarlata de
las setenta ciudades laconias, los llamados Vecinos, hoplitas adiestrados hasta tal
extremo que superaban a todos exceptuando el propio Cuerpo de los Iguales. Llegó
Míndaro, el mariscal de campo, así como Endio y Cleóbulo, dirigentes de los
partidarios de la guerra. Ellos y sus capitanes fueron apareciendo por los gallineros,
y para nosotros era la primera ocasión de ver a espartanos reclutando escudos y
lanzas por cuenta propia. Entre ellos, uno destacaba por su fervor y diligencia. Se
trataba de Lisandro, hijo de Aristocleito, el mismo Lisandro cuyo nombre había de
destacar en los anales atenienses como sinónimo de maldición.
Telamón aceptó el trabajo que le ofrecía y a mí me reprendió por mi renuencia.
Otros de nuestro gallinero se ocuparon también de distribuir «mandatos». No
hablaban de tales cometidos ni siquiera conmigo. Sabíamos tan sólo que los llevaban
a cabo de noche y les pagaban bien por ellos.
Con Telamón, escuché a Lisandro dirigiéndose al Consejo de Patrás:
«Varones de Patrás, el discurso del general ateniense —refiriéndose a Alcibíades,
quien se había dirigido a la Asamblea unos días antes—, de todos conocido, ha sido
refutado por los embajadores de mi ciudad, cuya elocuencia aventaja de lejos a la
mía. No obstante, es tal el respeto que me inspira vuestra nación que, pese a
presentarme ante vosotros sólo como soldado, he visto la necesidad de prestar mi voz
para tales refutaciones. No os engañéis, amigos míos. El rumbo que decidáis ahora
ha de tener profundas consecuencias. Os suplico que luchéis contra el impulso que
puede llevaros a la precipitación. Dicen que la liebre puede saltar hacia la olla, pero
no pega el brinco para salir de ella en cuanto se ha colocado la tapa.
»Permitidme que os hable de la diferencia que existe entre el carácter ateniense y
el espartano. Quizá no habéis reflexionado sobre ello. ¿Qué tipo de nación es la
espartana? Nosotros no somos marineros, ni está en nuestro ánimo codiciar un
imperio. Mantenemos nuestra parte del Peloponeso, satisfechos, y no pretendemos su
engrandecimiento. Hemos establecido unas alianzas defensivas. Aun cuando
atacamos allende los mares a nuestros enemigos, nuestro objetivo no es el de la
conquista, antes bien acabar con el posible peligro. Cierto es que asimos con fuerza
los estados que nos rodean. No obstante, a medida que aumenta la distancia, vamos
aflojando las riendas.
»Vuestro estado queda a un paso del nuestro, varones de Patrás. ¿Qué es lo que
queremos de vosotros? Únicamente que permanezcáis libres, independientes y
fuertes. Estamos convencidos que en ello radica nuestra propia seguridad, puesto que
un estado libre resiste la incursión con todo su empuje. ¿Teméis acaso que os
perjudiquemos? Todo lo contrario, Esparta os prestará ayuda de todas las formas
posibles para proteger vuestra independencia, siempre que no os volváis contra
nosotros.
»Tomemos ahora en consideración a los atenienses. Ellos son una potencia naval.
Edifican imperios. Tienen sometidas ya a doscientas ciudades. Patrás va a
convertirse en la doscientos uno. El orador que se presentó ante vosotros, aquel
general ateniense, os dirigió almibaradas palabras y os infundió seguridad. Sin
embargo, debéis ver lo que se oculta tras ello, amigos míos, ya que con tales lisonjas
han arrebatado la libertad a otros estados. Planteaos si el hombre os parecerá tan
atractivo cuando vuelva con sus buques de guerra para exigir tributo a vuestras arcas,
cuando os arrebate a la juventud para su flota e imponga a vuestra nación los códigos
y leyes atenienses. ¿Os parecerá equitativa esta supuesta alianza cuando tengáis que
entregarle las últimas monedas que guardáis cada uno en la bolsa a cambio de las
«lechuzas» de Atenas? Vuestro huésped os ha prometido protección bajo las leyes
atenienses. ¿Qué significa esto, sino que ni el pleito más modesto y privado podrá
resolverse ya en vuestros propios tribunales, antes bien deberá dilucidarse en Atenas,
ante los jurados atenienses, entre una corrupción y codicia que pido a los dioses que
no tengáis que soportar jamás?
»Los que pertenecéis a la nobleza tenéis terrenos en propiedad y pertenecéis a la
clase ecuestre. Cuando se reanude la guerra, y esto sucederá —en este punto dijo la
verdad nuestro amigo ateniense—, ¿quién de vuestros compatriotas sufrirá más? ¿Va
a ser el pueblo llano, quien encontrará trabajo con la flota y verá mejorar su situación
con la guerra, o vosotros mismos, que tenéis el patrimonio situado fuera de las
exageradamente alabadas largas murallas, y quedará yermo? ¿De quién serán hijos
los primeros que morirán, qué propiedad quedará menguada y devastada?
Mis compañeros llevaban a cabo otras tareas para Lisandro. Durante aquel otoño,
por una de ellas se pagaban treinta dracmas, el salario de un mes por dos noches de
trabajo, aunque exigían que el hombre conociera bien los caminos del interior de
Lacedemonia.
Cuando Telamón informó a su empleador de que su paisano era un anepsios,
educado en Esparta, me mandaron a mí. A la sazón Lisandro tenía su cuartel general
en una posada llamada El Caldero, en Ptolis, en la frontera de Mantinea. Nos
introdujeron en ella después de la medianoche, cuando se habían retirado ya los
demás oficiales y los posibles testigos.
Lisandro dijo acordarse de mí de la época de la instrucción, algo poco probable,
ya que él seguía un curso tres años superior al mío y estaba en una fuerza escogida
de adiestramiento. De todas formas, yo sí me acordaba de él. De las cuatro,
menciones de honor que un joven podía obtener durante el curso, en lucha, coro,
obediencia y castidad, Lisandro se llevó tres. No obstante, era de tan baja cuna y se
consideraba que hacía tantos esfuerzos por congraciarse con sus superiores que tales
virtudes no le reportaron el rápido ascenso que parecían deparar. Además, la paz
retrasó también su carrera, Tendría unos treinta y cinco años; debería tener ya el
grado de lochagoi. Pero no era más que capitán de caballería, un grado de poco
prestigio en el ejército espartano. En realidad, aquella noche nada de él me
impresionó tanto como su atractivo, que me pareció casi tan sugestivo como el de
Alcibíades. Era alto, con ojos grises y larga melena hasta los hombros. En aquellos
momentos resultaba imposible concebir que aquel individuo pudiera presidir algún
día el desmembrado imperio de los atenienses y regir como un dios el vasto mundo
helénico.
Lisandro detalló la futura misión. Telamón y yo teníamos que llevar a Esparta en
una jaula un polluelo de lechuza, presente que él mismo ofrecía a Cleóbulo, jefe de
los partidarios de la guerra. El cometido real, no obstante, consistía en entregar un
despacho, el cual, por temor a ser descubierto, debía aprenderse de memoria y
transmitirse sólo a él. Se trataba de una súplica dirigida al consejo de magistrados a
fin de que abordaran seriamente las intrigas de Alcibíades. Los éforos tenían que
actuar, con la máxima rapidez, puesto que las medidas que había puesto en marcha
aquel ateniense por su cuenta, en opinión de Lisandro, ponían en peligro la propia
supervivencia de Esparta. Cuando me mostré reacio a aceptar, por miedo a perjudicar
a mis compatriotas, Lisandro se echó a reír: «Debes recordar que siempre puedes
presentar esta información, así como todo lo que además veas y oigas en
Lacedemonia, a tu amigo —refiriéndose a Alcibíades—, en nombre del amor o de la
ganancia». Aún hoy recuerdo el texto.

… el peligro no radica en el caballero Nicias ni en los llamados


dirigentes populares de Atenas —Hipérbolo, Androcles y los demagogos—,
cuya visión no va más allá de halagar a la plebe cara a las elecciones del
próximo año, sino más bien en el aristócrata empujado hacia la gloria, el
único que posee visión estratégica y al tiempo una voluntad implacable. Se
sirve de esta paz como si fuera la guerra, con el objetivo de trasladar su
fama particular a través de la sumisión de otros estados y de apartar a
nuestra nación de sus aliados del Peloponeso. Tenemos que atajar esta
conspiración antes de que sea demasiado tarde, amigo mío, sin escrúpulos
en cuanto a medios o medidas.

Lisandro conocía a Alcibíades, desde aquellos veranos de su infancia en que éste


y sus hermanos acudían a visitar a su xenos, amigo invitado, Endio, en Esparta.
Como ya he dicho antes, Lisandro, de joven, era un pobretón; consiguió entrar en la
instrucción como mothax, es decir, «hermanastro» o patrocinado, con los gastos
pagados por el padre de Endio, según Alcibíades. Uno puede imaginar hasta qué
punto tal subordinación encendía el orgullo de dicho joven y alimentaba el
resentimiento que sentiría durante toda su vida por su adversario.
Llevé a cabo aquel cometido y también otros, en general tareas de correo. En
Esparta uno notaba realmente el cambio. Los partidarios de la guerra tenían la
supremacía; los jóvenes (y más curioso aún, las mujeres) pedían a gritos una
actuación que restableciera el orgullo espartano. La batalla estaba en ciernes. Se
respiraba en el aire.
Durante aquel verano, el ejército salió al campo, y en las dos ocasiones a raíz del
llamamiento del rey Agis. Cuando fracasó la primera campaña en las mismas puertas
de Argos, los espartanos se volvieron hacia su rey enfurecidos por su
irresponsabilidad. Alcibíades aprovechó entonces la ocasión. Incitando a los aliados,
tomaron Orcómenos, asegurándose así la llanura y los pasos hacia el norte de
Mantinea y aislando a Esparta de los aliados que tenía más allá del golfo. Quedaron
así desprotegidas también Tegea y Oresteón. El ejército espartano no contaba con
estas caídas, que abrían todo el valle del Eurotas. Sin embargo, los éforos no
tomaron cartas en el asunto. Los caballeros y jefes militares tildaron de torpe y
cobarde a su rey y nadie confió en los libertos ilotas, que por aquel entonces
conformaban una significativa parte del ejército. El caldero hervía con escaso caldo.
Una noche apareció Telamón con una misión. Íbamos a librarlo a caballo junto
con dos escudos atenienses, Conejo y Sopa, llamado así éste por su incapacidad de
retener alimento cuando nos encontrábamos en el mar. La tarea consistía en
descender por el valle hasta Tegea, unos cuatrocientos estadios; a partir de ahí
escoltaríamos en secreto a Anaxibio, jefe de la guarnición espartana, hasta el fortín
de Tripolis, donde éste recibiría órdenes del gobierno. Teníamos que estar allí con él
a la segunda vigilia y de vuelta a Tegea al amanecer.
Lisandro no nos informó, pero en aquellos momentos Alcibíades se encontraba
en Tegea. Había llegado allí con sus mesenios libertos para dirigirse al Consejo.
Localizamos al espartano y emprendimos el camino. Apenas habíamos recorrido
doce estadios cuando nos interceptó un mensajero de Lisandro. Habían cambiado los
planes; teníamos que desviarnos hacia el santuario de Artemisa, en el camino de
Tegea a Palantión.
Anaxibio, nuestro espartano, era un jefe y no le costaba nada aplicar el fresno de
su vara contra quien se retrasaba o contra los duros de mollera. En dos ocasiones
azotó a Sopa en las costillas, vociferando sobre quién demonios nos habría
adiestrado y qué tipo de estupidez llevábamos entre manos.
Llegamos al santuario en plena segunda vigilia. Quedaba claro que nuestro
irascible jefe no estaría de vuelta al alba. Tampoco encontramos a Lisandro al subir
las escaleras.
—¡Por los gemelos! —Anaxibio golpeó la piedra con el extremo de la vara con
tanta contundencia que casi nos rompe los tímpanos—. Os voy a desollar vivos por
vuestra insolencia, como haré también en su momento con el bastardo mothax.
Por detrás de una columna apareció Lisandro, acompañado tan sólo por su
ayudante, a quien llamaban Fresa por una mancha de nacimiento. Imploró el perdón
de Anaxibio, quien respondió blandiendo la vara ante él, asestando fuertes golpes
contra la piedra y tomando en vano los nombres de una serie de divinidades.
Lisandro le pidió que dejara de comportarse así, ya que las tropas estaban acampadas
en los alrededores y podían tomar el barullo como señal de alarma.
—Aplicad la vara contra mí, si lo deseáis, pero oíd el mensaje que me han
ordenado transmitir.
Finalmente, el otro bajó el palo. Y en aquel preciso instante, Lisandro agarró su
espada y, atacando la desprotegida derecha de Anaxibio, le asestó tal golpe de revés
que le partió el cuello hasta el hueso y prácticamente lo decapitó. Anaxibio cayó
como un saco de un carro; el líquido manaba de su cuerpo como podría derramarse
el de un cubo volcado. Los cuatro contemplamos boquiabiertos cómo Fresa giraba
aquella masa, la colocaba boca arriba sobre las losas y, hundiendo una y otra vez la
lanza de nueve pies en ella, dejó el cuerpo tan agujereado que una inspección
posterior forzosamente tendría que achacarlo a la acción de unos cobardes asesinos.
Mis compañeros esgrimieron armas; nuestro grupo estaba en formación, espalda
contra espalda, conscientes de que nuestros asesinos estaban al acecho, a las órdenes
de otros aliados de Lisandro. Pero no se oyó ruido alguno. No surgieron de las
sombras los temidos grupos. Suponiendo que fuera cierto lo del campamento en las
cercanías, nadie se movió.
—Qué desperdicio.
Fue Lisandro quien rompió el silencio, señalando el cadáver de su compatriota.
Escupió sangre. Se había mordido el labio por casualidad, como suele suceder en
tales circunstancias.
—Era un buen oficial.
—Y a nosotros se nos tendrá en cuenta esta muerte —replicó Telamón,
señalándose a sí mismo y también a nuestro grupo.
—No van a citarse nombres —respondió fríamente nuestro empleador.
Lisandro se arrodilló para examinar aquello que había sido un hombre y ahora no
era más que un montón de carne.
Uno capta paulatinamente la perfidia. El asesinato de Anaxibio se atribuiría a
unos agentes de Atenas. No aparecerían los nombres de los que lo habían perpetrado
y, por tanto, no iban a apresarnos; aquella acción bastaría para desencadenar la
indignación entre los espartanos. El gobierno del país vencería la pereza y se
despabilaría a tiempo para arrebatar Tegea.
—¿Vas a matarnos ahora, capitán? —preguntó Telamón.
Lisandro se levantó, presionando con el dedo su labio cortado.
Comprendimos, por su actitud, que ni por un momento le había pasado por la
cabeza tal cosa.
—Los hombres como vosotros, que se mantienen al margen de la lealtad hacia un
estado, tienen para mí un valor inestimable.
Hizo un gesto hacia su ayudante, quien nos entregó la paga.
—Con eso no tenemos bastante —dijo Telamón. Nuestro jefe se echó a reír.
—Estoy sin blanca.
—Entonces nos llevaremos los caballos. Lisandro dio su aprobación.
Conejo había llegado al pórtico; nos indicó que no había peligro. Mi sangre, que
se había helado durante aquel rato, recuperó su calidez.
—Quien asesina a los suyos, capitán —inconscientemente, me estaba dirigiendo
al espartano—, menosprecia tanto a los dioses como al hombre.
Los ojos de Lisandro se clavaron en los míos, con la fuerza de una lanza.
—Acepta la parte del hombre que te corresponde, Polémidas, y deja que sea yo
quien me ocupe de los dioses.
XI

MANTINEA

De no haber sido por mi hermano, no habría ido a Mantinea. Él se encontraba en


Orcómenos, con Alcibíades, y me hizo llegar un mensaje.

Está a punto de librarse la mayor batalla de la historia. Intentaré


reservarte un puesto, si te apresuras.

Hay que hacerse cargo de la topografía del Peloponeso para comprender el


peligro que corría el estado de Esparta de no haber resistido aquel día. Desde
Mantinea, los argivos y los aliados, caso de haber salido victoriosos, habrían
recorrido la llanura hasta Tegea, para dirigirse hacia el sur, a Asea y Oresteón, desde
donde se abría a la espada todo el valle del Eurotas. Los siervos de Esparta se
habrían alzado, y suponían diez veces más efectivos que sus dominadores. Los
muchachos y las mujeres de Esparta habrían perdido la vida bajo las azadas y
azadones. Los defensores, aliados con lo que quedara del Cuerpo de los Iguales,
hubieran resistido hasta exhalar el último aliento y perecido luego en un inaudito
baño de sangre.
Llegué la mañana de la batalla, en el séquito, con Telamón y nuestros mesenios,
tan abatido por la fiebre que lo mejor hubiera sido para mí viajar en el carro con los
infantes, las mujeres embarazadas del campamento y las astas de lanza de repuesto.
Jamás había visto tantas tropas ni tan preparadas. En una ocasión, de niños, León
y yo nos habíamos dedicado a juguetear tras los corredores en la carrera de la
antorcha de las Panateneas. Les seguimos desde la estatua del Amor de la Academia,
donde los participantes encendían sus teas, hacia la Puerta Sagrada, cruzando el
ágora, pasando por el altar de los Doce Dioses y dando la vuelta desde allí a la
Acrópolis, camino del Heracleion, y durante todo el recorrido vimos una inmensa
aglomeración. Pues aquello no era nada comparado con Mantinea. Todo el ejército
de Argos se encontraba en pie de guerra, encuadrado por su cuerpo más selecto, los
Mil, así como las tropas de Mantinea, regimiento tras regimiento, los cleonenses y
orneanos, los aliados y las tropas a sueldo de Arcadia, con mil hoplitas de Atenas,
dispuestos en «posición defensiva», para no obstaculizar la paz. Y además, o eso
parecía, toda alma viviente de la Argólida capaz de arrojar un dardo o lanzar una
piedra, cinco o seis por cada hoplita.
Nos cruzamos con los mesenios detrás del resto de las tropas. Yo estaba
completamente mareado, vomitando como un perro. Sin embargo, tenía que
armarme
de valor, de lo contrario no podría volver a mirar a la cara a mis compañeros. Apenas
había empezado, instigado por Eunice, cuando vi a León que frenaba el caballo en la
parte de arriba. Llevaba un banderín de guía y arrastraba una segunda montura, una
yegua que, según me contó, había arrojado al suelo al jinete.
Tenía que montarla para llevar los despachos. Alcibíades había dado órdenes de
que ese puesto no lo cubrieran aquel día los pajes sino los oficiales. Alcibíades no se
encontraba allí como mando (había perdido las últimas elecciones para el Consejo de
Generales de Atenas), sino como enviado. Evidentemente, se trataba de una
distinción gratuita, puesto que cada cargo que cubría pasaba a convertirse en el
centro y la médula espinal simplemente por la entrega que le dedicaba. Así arrancó
la batalla.
Se había producido un falso comienzo tres días antes, un alarde abortado por
Agis, quien lanzó piedras antes de establecerse el contacto. Los espartanos se habían
retirado hacia el sur, camino de Tegea. Nadie sabía qué llevaban entre manos. Según
los aliados, intentaban inundar la llanura. Corría el mes de boedromión; ningún curso
de agua superaba en caudal los meados de un viejo. Pasó un día entero; luego otro.
Los aliados tenían miedo de que Agis planeara algo realmente descabellado.
Descendieron por el monte Alesion, una posición inexpugnable, hacia la garganta de
la llanura, al norte del bosque de Pelagos. Corrió el rumor de que los espartanos
avanzaban desde el sur con todos los equipos y armas que podían acarrear. Eso
cuando llegué yo. Los aliados se habían situado en formación, ocupaban unos treinta
estadios de anchura, lo que impedía el acceso a la llanura.
Circuló luego otro rumor: los espartanos habían retrocedido. No se libraría la
batalla; los nuestros también retrocederían. El regimiento de arriba, en el que nos
encontrábamos mi hermano y yo, se había congregado bajo unos perales, los únicos
cultivos que no habían incendiado los espartanos porque su fruto no había madurado
aún y las tropas, aburridas, se habían dedicado a mordisquear las verdes peras.
Aquellos hombres hacían de vientre como los patos. Abandonaban la formación de
dos en dos y de tres en tres, siguiendo al parecer la llamada de la naturaleza pero en
realidad aprovechaban para levantar el campamento.
De repente vimos un polvillo.
Las volutas ascendían desde el bosque de Pelagos, a unos doce estadios de allí.
Al principio parecían producto de la quema de broza en otoño, cuando los olivareros
recogen sus montones bajo la cubierta de los árboles y les prenden fuego. Poco a
poco, los hilillos se fueron transformando en estelas y éstas, en nubes. Cesó todo el
movimiento en nuestra formación. El frente de polvo fue espesándose; iban
juntándose las columnas de humo. El paso de treinta mil hombres no podía levantar
tal polvareda; el contingente del enemigo tenía que doblar aquel número. Y a pesar
de todo, nadie veía el destello de un escudo, ni siquiera a un explorador que hiciera
el reconocimiento en primera línea. Polvo y nada más, que ascendía en espesos
nubarrones desde las copas de los robles, hasta que el bosque se convirtió en niebla
de un extremo al otro.
León se detuvo a mi lado; teníamos que acercarnos a los jefes para recibir
órdenes. Me indicó el atajo más rápido. De repente, de forma inexplicable, nuestras
tropas empezaron a avanzar.
Se trata de un movimiento que todo el mundo ha presenciado en una multitud
congregada. Los soldados en formación a menudo ni siquiera oyen una señal
reglamentaria a causa de la algarabía del campo. Cada cual se pone en movimiento
siguiendo la acción de los demás; más o menos como les ocurre a los componentes
de un rebaño de ovejas o de una bandada de gansos. Fuera como fuese, la formación
empezó a moverse.
—Hacia el frente —gritó mi hermano, señalándome la llanura—. ¡Hay que
descubrir qué demonios pasa!
Ya he dicho que no pertenezco a la caballería. Además, la yegua era rebelde;
cuando intentaba dirigirla en medio del remolino, empezó a brincar y a corcovear. La
formación se encontraba entre huertas, como he explicado anteriormente, y las ramas
amenazaban con partirme el cráneo, por no hablar ya del bosque de lanzas en alto
que tuvimos que superar mientras, con las rodillas y los tobillos, me apretaba al
animal al tiempo que clavaba las uñas en su crin. Llegamos a un claro.
Aparecieron las primeras columnas enemigas procedentes de Pelagos. Luego
supimos que los espartanos sintieron un gran pavor al salir del bosque con la súbita
arribada del ejército aliado que se precipitaba hacia ellos. Sin embargo, era tal la
disciplina y el orden con que se desplegaron en formación de batalla que fuimos
nosotros y no ellos quienes quedamos paralizados de miedo.
Volví a nuestro campo, a la propiedad de Euctemón, fuera quien fuese el
personaje, lugar donde se habían concentrado los ejércitos aliados. Aparecieron por
la izquierda y por la derecha, aunque no por el centro. Avanzaban en dos columnas,
separadas entre sí por tres estadios de distancia. ¡Por todos los dioses, qué desorden!
Los ejércitos enemigos seguían en formación desde el bosque. Ahora estaba claro
el alcance de la movilización espartana. Tan serio era el peligro que suponían era
obra de Alcibíades, que el enemigo había recurrido a siete u ocho reemplazos, ocho
mil espartanos bajo el mando de los dos reyes, Agis y Pleistoanactes, junto con los
Iguales y cuatro de los cinco éforos presentes en el campo de batalla como oficiales
de servicio. Habían movilizado asimismo las fuerzas de las setenta ciudades
lacedemonias, a veinte mil hoplitas, obligados a «seguir a los espartanos adonde
éstos les llevaran», junto con todo el ejército de Tegea, que defendía su patria de
origen, los aliados arcadios de Herea y Menalia, además de los ilotas libertos, los
brasidioi y los
«nuevos ciudadanos», los neodamodeis. Con los argivos, los mantineos y los aliados,
nos encontrábamos ante la más imponente concentración de griegos contra griegos
de la historia.
Entonces fue cuando vi a Alcibíades. Incluso a distancia se le reconocía por el
brío con el que cabalgaba. Por fin surgía el centro aliado, con él y otros oficiales al
galope para juntarse con los mandos de la primera línea.
Había despuntado ya del bosque, a unos ocho estadios, el grueso de las fuerzas
enemigas. En la extensión que quedaba entre los ejércitos, vimos aparecer, como
preludio de todas las batallas, a los muchachos a pie o montados, e incluso se veían
por allí muchachas con los ojos fuera de las órbitas. Algunos, dejándose llevar por la
emoción del momento, se arrojaban al campo y perdían la vida; otros alcanzaban la
categoría de héroes al recoger a los caídos; y muchos merodeaban por allí con el
objetivo de registrar los cadáveres. Se oía ladrar a los perros. Las manadas salvajes
olían la batalla, pero incluso los sabuesos domesticados, azuzados por el lastimero
lamento que oye tan sólo su raza, se veían empujados hacia el campo para su propia
extinción. Corrí hacia los jefes. Se les veía inquietos ante el impecable avance del
enemigo.
—¡Ahora! —gritó Alcibíades en medio del estruendo—. ¡Ahora!
La vanguardia del enemigo se encontraba a un estadio. León me pegó un tirón.
Los primeros proyectiles empezaron a pulverizar los terrones a nuestros pies;
momentos después, las piedras repiquetearon con un estruendo atroz. No me veía
capaz de alcanzar a los mandos, esparcidos en sus unidades. Mi hermano me gritó
que había llegado el momento de luchar como caballería. Aparecieron nuestros
arqueros y lanceros, montones de ellos que se movían de un lado para otro, y detrás,
la masa de hoplitas, argivos, mantineos y atenienses, orneanos y cleonenses, así
como los mercenarios de la Arcadia; la llanura temblaba bajo sus pies. Empezaban a
entonar el paean, el himno a Cástor que sus allegados dóricos, los espartanos, harían
suyo momentos más tarde.
A la derecha del campo confluían un cauce seco y los restos de un viñedo
incendiado poco antes por el enemigo. Por allí avanzaba la escirítide espartana, una
línea de ochenta escudos por ocho de fondo, cuyo lugar de honor se encuentra
siempre a la izquierda. A su lado empujaban otras mil seiscientas capas escarlatas,
los regimientos que habían luchado en Tracia bajo el mando de Brásidas; ellos y los
nuevos ciudadanos, doscientos escudos más que lucían la lambda de Lacedemonia.
A su derecha apareció el Cuerpo de los Iguales. Era inconfundible la precisión de
su orden y el esplendor de su atuendo de campaña. Todas las demás naciones de
Grecia avanzan en la batalla al son de la trompeta; únicamente los espartanos utilizan
aulós, flautas. Éstas, en aquellos momentos, interpretaban el acompasado quejido
que en parte es música y en parte grito que hiela la sangre. Agis, el rey, avanzaba por
el centro, flanqueado por los Trescientos, la agema de Caballeros. Toda la fuerza, los
siete regimientos, progresaba en un solo tono escarlata, con los escudos cruzados y
las lanzas, de nueve pies, en alto.
El aire transmitió el grito de «¡Al ataque!». Se animó el ritmo y todos los cuerpos
alzaron la voz como un solo hombre entonando el himno a Niké. La formación, con
los escudos al frente, perfectamente alineados, se situó al fondo de la llanura. Agarré
la crin de mi yegua y empecé a espolearla frenéticamente.
Apareció la formación de lambdas. Los mantineos que tenían que entrar en
pugna con ellos se encontraban en un estado de gran frenesí. El miedo les hacía
gritar y aporrear sus escudos; sus oficiales, al frente, intentaban en vano controlar la
agitación. Dos estadios separaban ahora a los hoplitas. La formación aliada fue
derivando hacia la derecha, como haría cualquier ejército, a medida que cada uno de
sus componentes busca cobijo en el escudo del hombre que tiene al lado, de forma
que nuestra ala se enfrentó a los espartanos en una extensión de un estadio. Una
orden atronó en la línea; los flautistas la recogieron; la escirítide se situó en el
escalón izquierdo, abriéndose para ajustarse a los mantineos que se aproximaban. Se
formó un hueco entre ellos y las compañías contiguas. Algo había fallado. No
avanzaba reserva alguna para llenar el citado vacío. Los mandos de la escirítide,
apercibiéndose de su debilidad, transmitieron con las flautas la orden de volver a la
derecha. Demasiado tarde. Quedaba aún medio estadio. Las lanzas descendieron
dispuestas al ataque. Los mantineos, lanzando un grito, cerraron filas y se
precipitaron sobre el ala izquierda espartana.
De todos los instantes de furia concentrada vividos en aquella larga y amarga
guerra, pocos superaron el que nos ocupa, cuando los cuerpos de Mantinea, luchando
por su hogar y su patria contra quienes les habían tratado con prepotencia durante
siglos, arremetieron contra el sanguinario enemigo, mientras la aislada izquierda de
la escirítide y los brasidíoi seguían hombro con hombro, atrincherándose para
aguantar la avalancha del othismos.
Mi hermano y yo nos encontrábamos en el límite derecho, con la caballería y los
hoplitas de Mantinea. Los espartanos que quedaban permanecían aislados por ambos
lados, a la derecha, por el vacío entre ellos y el Cuerpo de los Iguales, y a la
izquierda por el ala de los mantineos. He aquí la posición que más teme la fuerza de
ataque: quedar rodeada.
Los arqueros y lanzadores de jabalina de ambos lados, a quienes habían
adelantado los hoplitas en su avance, inundaban los resquicios, atacándose entre sí y
azuzando a la apiñada infantería. Los arqueros se encontraban tan inmersos en la
batalla que incluso lanzaban sus astas por encima del hombro de sus compañeros,
contra el rostro del enemigo. Y desde el bando contrario les pagaban con la misma
moneda. Las nubes de proyectiles dibujaban arcos que ascendían, caían en picado y
desaparecían en medio de las columnas de polvo. Los hoplitas mantineos pasaron
arrasando junto a León y a mí, como trirremes en el mar, efectuando la maniobra «de
penetración», acribillando a los espartanos y girándose luego para atacar desde el
flanco y desde atrás. El ala enemiga, doblada sobre sí misma, resistía con
espectacular valor. Pero la masa de mantineos, diez mil contra menos de cinco mil,
los iba hundiendo. El enemigo se agolpaba en la retaguardia. Caía una descarga
impresionante sobre sus temblorosas filas, mientras las pesadas armaduras de
Mantinea seguían embistiendo con sus filas de treinta o cuarenta hombres de fondo.
Estalló un espectacular grito de júbilo en el momento en que los mantineos, hasta
entonces intimidados por aquellos dueños del Peloponeso, intuyeron por un instante
la derrota de Esparta. Se habría dicho que nada podía impedirlo.
Los aliados hicieron retroceder a la escirítide, a través del cauce seco, por en
medio de los árboles, hacia el campo espartano, donde se encontraban los ancianos y
los pertrechos. Lo quemaron todo y pasaron a cuchillo a quienes encontraron allí.
El guerrero debe luchar contra el desorden que, en el arrebato de la evidente
victoria, le quita el control sobre sí mismo. Encontré a mi hermano y me detuve
junto a él. Nuestros propios arqueros nos atacaban a nosotros y a la caballería aliada,
movidos por la euforia ante la perspectiva de unos blancos tan expuestos.
—¡Tenemos que cruzar! —gritó León, refiriéndose a la parte izquierda del
campo, donde libraban la batalla las tropas atenienses y la caballería. Reunimos a
todos los jinetes que pudimos y nos encaminamos hacia allí.
Una serie de desfiladeros nos impidieron el paso; las tropas ligeras saltaban por
allí como langostas. El humo y el polvo hacían irrespirable la atmósfera.
Esperábamos que subiendo una cuesta veríamos el choque del cuerpo central. En
lugar de ello, nos percatamos de que aquel espacio se había evacuado y quedaban tan
sólo en él algunos heridos de Mantinea y Argos. Dirigimos la vista hacia la derecha,
en busca de los espartanos en fuga. Tampoco vimos nada.
Pasamos a la izquierda. Podían vislumbrarse, a unos cuatro estadios, las últimas
filas del Cuerpo de los Iguales, a Agis, los Caballeros y los siete regimientos.
Acosaban a los argivos como hacen los perros con las ovejas. Lo que infundía más
terror era la implacable precisión del avance espartano. Sin la voracidad y el
entusiasmo que muestran otros ejércitos en la cumbre del triunfo, antes bien en
orden, empujando a un ritmo constante, hacia delante sin tregua. Al igual que la mies
se rinde ante la guadaña, los aliados caían ante el avance de Esparta. Su centro se
encontraba a unos cuatro estadios y vencían en toda la línea.
Oí un grito muy cerca de mí. Un jinete fue derribado. Los proyectiles silbaban en
nuestros oídos. Las avanzadas del enemigo, ya sin formar en compañías sino como
huestes desperdigadas, se precipitaron contra nosotros junto a la orilla. Nuestro
grupo salió disparado; mi yegua se plantó de nuevo. León acudió en mi ayuda. Nos
saltó encima una multitud de hombres y muchachos; sus flechas y bodoques nos
rozaban con el sonido de la rasgadura de una tela.
Llegamos a una zanja, pero en el ascenso de la pendiente mi montura se cayó.
Me di de bruces contra el suelo con el animal encima. Mi hermano había salvado el
desnivel y seguía espoleando su caballo. En el borde, el enemigo seguía lanzando
piedras y dardos. Observé, perplejo, que la yegua se alzaba. ¡Era un caballo de
batalla! Me agarré a sus lomos, mucho más lacerados que mi propia espalda. Pero la
pronunciada pendiente nos separó de nuevo. Tres muchachos se habían situado en la
zanja; eran honderos y se encontraban demasiado cerca para atacar; se dedicaron
pues a avanzar y retroceder lanzando blasfemias a gritos e intentando luego cortar el
tendón del corvejón de la yegua con sus hoces y a trabarle las patas con las correas
de
las hondas. En pocas ocasiones había experimentado un terror como el que me
infundían los ojos de aquellos mozalbetes sedientos de sangre. Apareció mi
hermano, como caído del cielo, a salvarme, junto con nuestro grupo, el que se
situaba a la derecha del campo. La yegua brincó en la zanja.
—¡Eres tú quien debe guiar el caballo y no al contrario! —exclamó León
mientras salíamos al galope.
En el límite izquierdo se encontraban nuestros compatriotas y también la
caballería, con Alcibíades. Teníamos que llegar hasta ellos, aunque sólo fuera para
morir a su lado. Pero en el terreno, como sembrado con puntiagudas estacas, nos
esperaban más escaramuzas. Allí arriba éramos unos blancos perfectos. ¡Qué me
parta un rayo si vuelvo a montar otra vez a caballo! De pronto, los principales
cuerpos espartanos invirtieron el sentido de la marcha. Se produjo una de aquellas
inconcebibles situaciones que ves a veces en la guerra. El enemigo abandonó la
persecución de los argivos y los orneanos y fue en ayuda de los espartanos que se
daban a la fuga en su parte izquierda. Eso nos salvó de los honderos que nos seguían
la pista. Pasaron en tropel los hoplitas, dificultando la tarea de nuestros
perseguidores. A caballo, quedábamos fuera del alcance de la infantería pesada de
los Iguales. Siguieron avanzando, lo suficientemente cerca de nosotros para que
pudiéramos percatarnos de los detalles de los banderines de su unidad e incluso ver
los ojos de aquellos hombres a través de las cuencas de bronce.
Por la izquierda, nuestros atenienses habían quedado derrotados; la infantería
había abandonado, dejando en manos de la caballería el terreno invadido y
defendiendo como podían a los heridos. Vi el caballo de Alcibíades, muerto en el
suelo, y algo más allá, en una zanja, su yelmo.
Con la claridad de una revelación, vi que nuestra nación no sobreviviría a tal
pérdida. Tal vez el tormento que sentía era fruto de la fatiga. Llevaba horas sin
probar bocado. La fuerza había huido de mis brazos al forcejear durante todo el día
con aquel animal salvaje, sobre cuyos lomos el traqueteo me había minado toda la
resistencia que podía quedar en mis propias ancas y también en las rodillas. Sin
embargo, con la lucidez que uno adquiere al agotar su último empuje, el temor que
sentía por Alcibíades me pareció de lo más lógico.
Tenía que encontrarle. Tenía que protegerle. Seguí todos los recorridos posibles
con mi indómita yegua, cuyo nombre nunca supe ni me preocupé por saber, en busca
de Alcibíades.
No conseguí encontrarle. Pero de vuelta al campamento, cuando la caída de la
noche aplazó por fin la contienda, apareció procedente del campo, con una armadura
de soldado de infantería, que al parecer había sacado de un cadáver en plena batalla y
con la que había seguido la lucha durante todo el día. No se despojó de ella; al
contrario, se alineó entre las tropas de Argos y los aliados, con el escudo al hombro,
negro de sangre, y los ojos que parecían pábilos ennegrecidos.
En la derrota uno aprende quién es su amigo y quién cuenta con él. Pasada la
medianoche, el asistente de Alcibíades nos llamó, a mi hermano y a mí, para que
acudiéramos a su tienda. Había reunido allí sólo a sus más allegados: su primo
Euriptolemo, Mantiteo, Antíoco, el piloto, Diotimo, Adimanto, Trasíbulo y unos
cuantos más. Aquél fue un singular honor en nuestras vidas, en la de León y la mía, y
ambos lo tuvimos siempre presente.
Aquélla fue una triste reunión. Las enseñanzas que podíamos sacar de la
calamidad se trincharon allí como se hubiera hecho con un pato asado y se
repartieron entre la inapetente concurrencia.
La derrota había significado la sentencia de muerte para la alianza conseguida.
Mantinea y Elis se encontrarían de nuevo bajo la égida de Esparta, al igual que
Patrás, quien vería derribar sus largas murallas. Resultaría imposible mantener
Orcómenos; Epidauro y Sición se irían asfixiando bajo las garras del enemigo. Los
espartanos desterrarían o ejecutarían a los últimos demócratas y tomarían como
rehenes a los hijos de las familias implicadas. En Argos caería la democracia; en
poco tiempo entraría también en el saco espartano.
Alcibíades no habló en toda la noche, cedió la palabra a Euriptolemo, como
sustituto suyo, algo que hacía a menudo, pues la compenetración entre los dos
primos era perfecta. Euro rogó a su primo que saliera para Atenas al alba. Habían
llegado allí noticias sobre la derrota; él tenía que presentarse para resistirlo con honra
y ofrecer su apoyo a quienes siguieran a su lado.
Alcibíades no podía marcharse. Debía seguir allí para recoger a los muertos.
—La presa se ha derrumbado, primo —dijo—. No podremos contener la riada.
Nadie durmió aquella noche. Antes del amanecer se organizaron los grupos de
recuperación. Se habían aparejado mulas y asnos, incluso monturas de caballería con
planchas de madera denominadas «parihuelas de panadero»; se habían reunido los
carros de intendencia, a los que se habían juntado otras angarillas y literas; los
hombres llevaban capas y mantas con las que iban a transportarse los cadáveres. Los
espartanos habían enviado sus sacerdotes de Apolo para santificar el campo y dar un
carácter oficial al permiso de recuperación de los muertos. Ellos ya habían solicitado
los suyos.
Al rayar el día se entonó el himno a Deméter y Core; los clanes salieron.
Alcibíades iba con sandalias y una larga túnica de lana blanca sin emblema ni
distintivo de grado. Se le veía serio aunque no abatido. Recogió a los muertos en
silencio, trabajando codo con codo con los ayudantes de los soldados e incluso con
los esclavos.
En los puntos en que habían vencido los tegeatas y los lacedemonios, los
cadáveres de los aliados yacían desnudos. Les habían despojado de su armadura y de
las armas; el enemigo les había arrebatado incluso los zapatos.
En cambio en la zona en la que habían triunfado los Iguales, los cadáveres no
habían sufrido vejación. Seguían todos tendidos donde habían caído, con el escudo y
la armadura intactos. Los espartanos les habían concedido el honor de no sufrir esta
humillación. Muchos lloraron, entre ellos mi hermano, al constatar tanta grandeza de
corazón.
Al mediodía, Alcibíades se detuvo ante el grupo en el que trabajábamos mi
hermano y yo.
—¿Es cierto, Pommo, que recorriste el campo de batalla intentando salvarme? —
Alguien se lo había contado; me pareció que aquello le llenaba de alegría—. No
sabía que me quisieras tanto.
Repliqué bromeando sobre el hecho de que los infantes le necesitábamos, pues él
sabía cómo pagarnos. No rió aquella lamentable ocurrencia; al contrario, nos dirigió
una grave mirada, primero a mi hermano y luego a mí.
—En cuanto a la recompensa, lo único que sé yo, amigos míos, es cómo
corresponder a los que se muestran sinceros.
Nos dijeron luego que aquella misma tarde Alcibíades había pasado por el límite
derecho del campo, la zona donde nos encontrábamos nosotros cuando los mantineos
habían desviado la escirítide espartana. Se encontraba hablando con unos oficiales
mantineos cuando pasó un capitán de la caballería espartana y paró a su lado.
Era Lisandro. Los dos adversarios conversaron tranquilamente y pospusieron la
lucha para después de la tregua. Lisandro hizo hincapié en la magnitud de la victoria
de los aliados en aquella parte. De haberse extendido, el resultado habría sido
catastrófico para Esparta. «Así de cerca habéis estado de ello, Alcibíades», dijo, al
parecer, Lisandro.
Su adversario citó, como respuesta, el proverbio: «Así no se consiguen las
coronas».
Y a ello respondió Lisandro: «Que Dios te lo conceda como epitafio»; se dio la
vuelta y salió al galope.
Cuando las sombras empezaron a alargarse, los Iguales iniciaron la retirada. Los
veíamos despuntar en la pendiente del bosque y dirigirse en columna hacia el camino
de Tegea. Agis iba a la vanguardia, flanqueado por los Caballeros, y los siete
regimientos le seguían en orden. León señaló hacia allí. Ahí estaba Lisandro; había
intentado atraerse la simpatía de su caballería concediéndole el puesto de guardia
real. Ésta avanzaba al lado de los polemarcas, los jefes militares, y los pithioi, los
sacerdotes de Apolo. El grueso del grupo seguía su camino al son de las flautas.
Eran ocho mil, todos de escarlata, con las lanzas al hombro, con sus ayudantes,
uno por hombre, a su lado, llevándoles el escudo, reluciente como un espejo. Donde
nos encontrábamos nosotros, entre el polvo del campo, todos se agachaban en las
sombras. Los vencedores avanzaban al sol.
Cantaban. Era un cántico rítmico: «Hemorroides, repelos e infierno», en un tono
que denotaba un irreverente desprecio hacia la muerte. Llevaban las lanzas
enfundadas, pero sus yelmos destacaban como el oro bajo el sol.
Alcibíades articuló unas palabras. Cuando me volví, vi su rostro enrojecido; las
lágrimas asomaban a sus ojos. Primero interpreté aquello como una expresión de
dolor ante el fracaso de la iniciativa. Al reflexionar sobre ello, sin embargo, descubrí
que no había arrepentimiento en su gesto. Se había emocionado, como todos
nosotros, con la magnificencia de la disciplina y la voluntad del enemigo.
—Espléndida apostura, los hijos de mala madre.
XII

UN COMPAÑERO DE LA FLOTA

Al terminar la sesión de aquel día con Polémides, el asesino [prosiguió mi abuelo],


cuando ya nos despedíamos, aquel hombre me pidió un favor.
Dijo que tenía su arcón guardado en el almacén de avituallamiento de la base
naval de Muniquia, al cuidado del portero. ¿Podía rescatárselo? En él guardaba
unos documentos que deseaba mostrarme. Añadió luego si quería quedarme con él
tras su ejecución.
Le dije que no se adelantara a los acontecimientos. Aún era posible la
absolución, quizás incluso probable, teniendo en cuenta la condena de Sócrates y la
terrible asociación mental del pueblo entre el filósofo y Alcibíades. La fama de éste
se encontraba en su peor momento; lo cual en sí no constituía un augurio
desfavorable para nadie que se opusiera a él.
—Por supuesto —sonrió Polémides—. Lo había olvidado.
Cuando me disponía a salir de la cárcel, una fuerte tormenta me detuvo ante el
portal. Mientras esperaba que amainara, se acercó a mí un muchacho que salía del
puesto de aprovisionamiento, el cual, tras confirmar mi identidad, me dio permiso
para permanecer allí un rato. Desde aquel sitio veía a un hombre mayor, que,
renqueaba por el pasadizo que daba al citado puesto. El hombre pasó por delante
de mí y tuve la sensación de encontrarme ante un mendigo. Retrocedí un poco, más
dispuesto a enfrentarme con el chaparrón que a soportar el ataque de aquel
silencioso miserable.
—No me reconoces,
¿verdad? Su voz me era
familiar.
—Soy Eumelo, de Oa, capitán. El Moretones. Del Europa.
—¿Moretones? ¡Por los sagrados gemelos! ¿Es posible?
El hombre aquel había servido conmigo en Abidos y en la Tumba de la Zorra
bajo las órdenes de Alcibíades, veinte y once años atrás. Había sido toxotes,
arquero de la escuadra y, para mí, algo así como un ordenanza particular. Un
boxeador aunque algo inexperto, de ahí el sobrenombre, si bien poseía el valor del
águila y abrigaba esperanzas de ascender en el servicio. En Abidos, me había
sacado del alcázar del Europa cuando me rompí la pierna en acto de servicio.
Moretones había permanecido movilizado hasta el amargo final: Egospótamos.
Lisandro le había apresado y sentenciado a muerte, pero le apartaron del grupo de
esclavos y conmutaron la pena al mentir, diciendo que su madre era de Megara y,
por
tanto, él no podía considerarse ciudadano ateniense.
—En cuanto me hubieron marcado con fuego, me largué. Llegué a casa a tiempo
para ver cómo arribaba Lisandro y aceptaba nuestra rendición.
El hombre me hizo entrar en el puesto de abastecimiento. Él regentaba el
establecimiento; el muchacho era su nieto. Afirmó que su nuera le había conseguido
un contrato con los Once Administradores; aprovisionaba a los celadores e
internos, ya que el refectorio había cerrado en la última campaña. Moretones me
había visto entrar y salir de la prisión, pero según dijo, aquél era el primer día que
había reunido valor para abordarme.
Hablamos de los compañeros que habían desaparecido y de los tiempos que ya
no volverían. Citó el caso de Sócrates. Moretones había estado entre los quinientos
un miembros del jurado; había votado a favor de la condena.
—Se me acercó un hombre en el Anaceo y me dio que si me interesaba mi
contrato, debía lanzar la piedra negra.
Cuando me disponía a salir, mi antiguo compañero de nave me llevó a un lado
para confiarme una cuestión: probablemente se acercaría a mi algún carcelero sin
escrúpulos o algún otro del grupo del filósofo proponiéndome que por una suma
podían dejar escapar al prisionero. Era una situación que él estaba acostumbrado a
presenciar: el caballo de medianoche, la veloz huida hacia la frontera, la traición.
—Al primer indicio, capitán, acuda a mí. Conozco a estos canallas. Líberaría yo
a su amigo antes de permitir que ellos pusieran su mano izquierda sobre él.
Me tomé en serio la información y se la agradecí sinceramente.
La tormenta había amainado; estaba a punto de salir. Pero antes debía
preguntar a mi antiguo compañero si él había conocido a Polémides. Resultó que sí.
—Un buen marino; no existía otro mejor.
¿Y qué había de su intervención en el asesinato de Alcibíades?, intenté
sondearle, puesto que sabía que Moretones, como tantos de la escuadra de Samos,
respetaba a su antiguo jefe y guardaba un apasionado recuerdo de él. Me
sorprendió comprobar que no sentía rencor alguno hacia el asesino.
—Pero traicionó a Alcibíades —insistí.
Moretones encogió los hombros.
—¿Y quién no?
Aquella noche en casa, tal vez animado por la petición de Polémides de que
recuperara su arcón, subí al desván en busca del mío. Aún hoy, quienes han luchado
en el mar marcan sus arcones siguiendo una larga tradición: tallan en el pino los
nombres de los lugares en los que han servido y clavan junto a éstos una moneda de
dicha provincia. Bajé el arcón. Al día siguiente, cuando el portero me entregó el de
Polémides, no encontré otro sitio donde guardarlo que al lado del mío.
¡Qué diferentes éramos el asesino y yo, habiendo servido los dos a nuestro país
a lo largo de tres veces nueve años de guerra! ¿Quién podía imaginarlo observando
los arcones?
Abrí el mío. Noté de inmediato todos los olores de las campañas, de los
combatientes, del pasado. Tuve que sentarme, vencido, y llorar por los compañeros
a los que había sepultado la eterna noche, así como por el filósofo y el asesino que
iban a entrar pronto en el oscuro pasadizo.
Se me acercó por casualidad en aquel momento mi esposa, tu abuela, quien, al
encontrar a su marido en aquel estado, me preguntó con gran cariño qué me
ocurría. Había tomado una decisión, le dije: en aquel preciso instante.
¡Por todos los dioses, iba a trabajar sin descanso por la exoneración de
Polémides, sin ceñirme a los límites de la ley para verle libre!
XIII

TRES VECES EL NOMBRE DEL VENCEDOR

Los juegos olímpicos que siguieron a la campaña de Mantinea [prosiguió Polémides]


fueron aquellos en los que los equipos de Alcibíades consiguieron el primero, el
segundo y el tercer lugar en la carrera de los cuatro caballos. Ni el triunfo en Troya
ni la aparición del propio Apolo en una cuadriga alada habrían causado una mayor
sensación. Dos veces cien mil rodearon el hipódromo. ¿Recuerdas la oda a la victoria
que compuso Eurípides? ¿Cómo decía? «Hijo de Clinias… no sé qué, no sé qué…
Esta gloria»

… ha de ser la cima de la fama,


al oír al heraldo gritar tres veces
el mismo nombre del vencedor.

Yo me perdí la carrera. Nuestro gallinero llegó tarde pues venía de Naupacto, de


comer de balde. Nos contaron que había aparecido Alcibíades con los tres equipos en
un banquete que organizó en su honor la ciudad de Bizancio, cuya ciudadela había
tomado él por asalto hacía menos de diez años. Agis, el rey espartano, se encontraba
allí con cuarenta de sus caballeros. La muchedumbre le abandonó para poder echar
un vistazo a los jinetes de Alcibíades. Éfeso, Quíos, Lesbos y Samotracia erigieron
pabellones en su honor. Los saurios enviaron una barcaza llena de vírgenes que
entonaban himnos, la cual encalló y salieron todos los luchadores con sus laureles
para rescatarlas. Si no recuerdo mal, el río no llegaba a un palmo de profundidad.
Exainetos de Sicilia se llevó la corona en la carrera del stadion en aquellos
juegos olímpicos; nadie le dirigió una sola mirada. La muchedumbre sólo tenía ojos
para Alcibíades y, a falta de él, para sus caballos. Se armó un gran revuelo a cuenta
de boñigas. Cierto, yo mismo lo vi. En cuanto uno de aquellos campeones levantaba
la cola, un puñado de hombres metían la cabeza bajo ella, como si el agujero del
trasero de aquel equino fuera una fuente de la que manaran pepitas de oro. Incluso se
llevaban las huellas de los cascos: las recortaban en la tierra y las guardaban como si
fueran improntas de albañil. Jamás había visto tantos borrachos ni me había
emborrachado yo tanto. El índice de fornicación pública fue espectacular.
Por lo que se refiere a Alcibíades, no te podías acercar a él a una distancia menor
de la de un tiro de flecha. A los treinta y cuatro años brillaba ya en el firmamento,
como campeón de campeones, la máxima celebridad no sólo de Grecia sino también
de Macedonia y Tracia, Sicilia e Italia, lo que equivale a decir que, dejando Persia
aparte, era la persona más célebre del mundo.
Los propios juegos marcaron época en un sentido más amplio. Cabe recordar que
los anteriores fueron aquellos en los que Esparta quedó excluida por la polémica con
los sacerdotes eleáticos de Zeus. Sin los lacedemonios faltó el lustre en todas las
coronas. Pero en esta ocasión estaban allí. El boxeador Polidoro, el pentatleta
Esfenelaides, además de dos equipos en la carrera de cuatro caballos, ninguno de los
cuales había sido vencido excepto por el otro. Mantinea recuperó su orgullo.
Reconquistaron su michos, como habría dicho Alcibíades, y se enorgullecieron de él.
Por lo que a mí se refiere, la presencia espartana tuvo un significado más
personal. Tenía la impresión de irme encontrando a cada paso a los antiguos
compañeros de la instrucción, así como a los oficiales y a los capitanes jóvenes que
nos habían adiestrado. En el exterior del Pabellón de los Campeones topé con
Fébidas, mi antiguo comandante, y su hermano Gilipos, quien castigó más tarde a las
fuerzas atenienses con tanta dureza ante Siracusa. Me encontré también con Endio,
amigo de la infancia y, según algunos, amante de Alcibíades. Era capitán de los
Caballeros y al año siguiente iba a formar parte de los éforos.
Circulaban por allí muchos como yo, de los que no lucíamos los colores de
nuestra nación sino la desollada piel del expatriado, del escudo a sueldo. Las
temporadas transcurrían tan sin transición, una tras otra, que la persona no se
percataba de los cambios sufridos por ella misma hasta que los veía reflejados en el
aspecto de un compañero al que no había visto en años. Apareció por allí Alceo,
compañero de tienda de Sócrates, el divertido actor de Aspasia Tres. Se había
convertido en entrenador. Pandión, su discípulo, había caído aquella mañana
amarrado a la piedra, prefiriendo la muerte antes que el segundo lugar, Pandión de
Acarnas, quien había prestado juramento efébico al lado de mi hermano el verano
anterior, o así me parecía a mí. Y los encuentros continuaban. Todos localizaban a
algún compañero de la época escolar, al que la última vez había visto imberbe.
¿Cómo se había posado la gris mancha en la barba del amigo, de dónde procedían las
cicatrices que se veían en sus extremidades? Y las preguntas sobre una hermana o
madre, una esposa o hijo daban como resultado las mismas respuestas tácitas. En
poco tiempo cesaba el interrogatorio. Cada cual miraba a los ojos al compañero y en
ellos leía la pérdida que, sin darse cuenta, llevaba grabada en los suyos.
Al tercer día, al alba, Eunice me despertó zarandeándome en el campamento que
teníamos instalado a lo largo del Alfeo.
—¡Levántate, dormilón! E intenta echar un vistazo al caballero.
Vi a León en la orilla. Nos habíamos despedido en Mantinea dos veranos antes y
yo no había respondido al montón de cartas que me habían llegado de él y que
seguían en mi equipaje.
Iba acicalado, pulcro, se notaba que había prosperado, había abandonado el
servicio. Le di unas alegres palmadas. Aquel imprudente pilluelo de Potidea era
ahora
como una columna, con treinta años, con hijos de más de diez y la propiedad de
nuestro padre, que administraba en aquellos momentos en solitario. Emprendimos la
marcha hacia la ciudad por un camino muy transitado.
Me reprochó el hecho de seguir la vía de la guerra.
—La soldada vale la pena —fue mi defensa.
—Pues invítame a comer.
Los dos nos reímos.
—Tú no soltarías un óbolo ni por el trasero…
Según me dijo, tía Dafne estaba enferma. ¿Sabía yo que seguía siendo la niña de
sus ojos?
—Está preocupada por ti, hermano. Y yo también lo estoy. —Pretendía que
volviera a casa con él, a trabajar la tierra. Como copropietario, al cincuenta por ciento
—. Yo no puedo con toda la propiedad, Pommo. Pero entre los dos podríamos
conseguir que rindiera.
Mi hermano y yo pasamos el día juntos y ni uno ni otro fue capaz, hasta el
momento de despedirnos, de abordar el tema que más nos llegaba al alma.
—¿Ya has colocado en su lugar sus huesos?
Me refería a los de mi esposa e hijo, a los de mi padre y de Meri, en la tumba de
Acarnas, su hogar.
—Tú eres el mayor, Pommo. Sabes bien que eres tú quien debe hacerlo.
Con aquella respuesta, se desvaneció en mí toda la alegría que podían depararme
a partir de entonces los juegos. Tenía que volver a casa. Preparé el equipaje a la
mañana siguiente, lo que desencadenó una solemne disputa con Eunice, para quien
era artículo de fe que algún día me «daría aires de caballero» y la abandonaría. No
soporto este tipo de escenas con las mujeres. Tenía ya el equipo a punto cuando vino
a buscarme al campamento un hombre de armas, un escudero de los espartanos. Era
un hombre de Endio, a quien apodaban Derechazo por su habilidad con el hacha. Me
transmitió la invitación de su jefe para cenar en su mesa aquella noche. En ella
incluía a mis compañeros y a las respectivas mujeres.
El banquete del caballero no se celebró en el pabellón de los huéspedes sino en
una propiedad privada situada en Harpine, en las afueras de la ciudad de Olimpia.
Derechazo nos recogió para llevarnos hasta allí. Contaba yo por aquel entonces
treinta y cuatro años; Endio había cumplido ya los cuarenta y cinco. De joven, mi
categoría había sido tan inferior a la suya que incluso entonces, sin darme cuenta, me
dirigía a él con el tratamiento de «señor» y me situaba al lado de su escudo, como
deferencia.
—Tranquilo, Pommo. Ahora podemos ser amigos.
El caballero se mostró cortés, casi diría encantador con nuestras mujeres, al
permitirles cenar junto a él y sus compañeros, una familiaridad, sin precedentes en
Lacedemonia.
—¿Es cierto —aventuró la deslenguada Eunice— que las mujeres espartanas
aparecen completamente desnudas en las fiestas?
—Nosotros no decimos desnudas —respondió nuestro anfitrión— sino
bienaventuradas.
—¿Y qué pasa con las gordas?
—Precisamente por ello no engordan.
Eunice asimiló aquello con sentido del humor.
—¿De verdad que las mujeres espartanas son las más bellas de Grecia?
—Eso afirma Homero —replicó Endio citando a las hijas de Tindáreo, la Helena
de la antigüedad y Clitemnestra, así como a su prima Penélope, a quien Odiseo había
dejado en Ítaca.
Hacia el final de la cena apareció otro espartiata. Era Lisandro. Desde lo de
Mantinea había ascendido a lochagoi de hoplitas. Tomó asiento al lado de Endio.
Cuando se hubo entonado el himno de acción de gracias, dando por terminado el
banquete, los dos nos hicieron señas a Telamón y a mí para que no nos retiráramos.
Era tarde pero había claro de luna. ¿Aceptaríamos acompañarles al campo para
tomar un poco el aire? Nos habían preparado ya las monturas; los escuderos de los
Iguales saldrían primero con sus teas.
¿De qué podía tratarse? Durante la cena se había evitado toda mención de
Alcibíades, nadie había citado proeza alguna poniéndose su nombre en los labios. El
mismo Endio se había limitado a articular un par de palabras sobre su amigo,
respondiendo a una observación hecha por Telamón, sobre el hecho de que el
pabellón más espléndido erigido en honor al vencedor era el de Argos, la cual, desde
lo de Mantinea, se había convertido por segunda vez en democracia y entre cuyos
influyentes Alcibíades contaba con un montón de aliados y amigos. ¿Estaría
explotando políticamente la situación? «Nada de lo que hace él —precisó Endio— se
aleja de la política».
Habíamos recorrido ya unos cuantos estadios junto al Alfeo. Ante nosotros se
extendía un paisaje cubierto de olivares y campos de cebada. Endio comentó que
aquellas tierras, en concreto la propiedad por la que pasábamos entonces, pertenecían
a Anacreón de Elis, familiar de su esposa, quien tenía importantes deudas con él. A
un gesto de Endio, los escuderos de los espartanos se detuvieron junto al risco que
daba al río.
—Lo que vamos a hablar mi compañero y yo ahora mismo —empezó el caballero
— no tiene nada que ver con los reyes y magistrados de Lacedemonia, nos atañe tan
sólo a nosotros, como particulares. ¿Nos atenderás sin repetir una palabra de lo que
oigas?
Se me puso la carne de gallina.
—Podemos volver a pie —respondí, descabalgando. La mano de Telamón me
detuvo.
—Estos caballeros desean hacer un trato, Pommo. Yo también estoy en él. —Me
dio unos toques en la rodilla para tranquilizarme. No perdía nada prestando atención
a una propuesta de trabajo.
—¿Te consideras patriota? —preguntó Endio dirigiéndose a mí. Era capaz de
llegar a Atenas al despuntar el día, si es que se refería a eso.
—Lo que quiero decir es: ¿defenderías tu ciudad contra sus enemigos?
¿Prescindirías del valor de tu vida si con ella tu país conservara la libertad?
Confiando en los dioses, respondí que esperaba conservar las dos. Sonrió,
echando una mirada a Telamón. Mi compañero se mantenía en silencio. Habló luego
Lisandro, dirigiéndose a mí:
—Has dicho que sacrificarías la vida contra el enemigo que amenazara tu país.
Te creo y eso te honra. Pero sigamos con la suposición. En caso de que azotara tu
nación una gran epidemia, una hambruna, pongamos por caso, una desgracia…
—Habla sin tapujos, amigo mío.
—… ¿Responderías con la misma audacia? Suponiendo que con un único golpe
certero pudieras salvar…
—¿Me tomas por un homicida, Lisandro? Endio le interrumpió, acalorado:
—Quien mata a un tirano no es un asesino sino un patriota. ¡Un libertador de su
país como Harmodio y Aristogitón!
—Caballeros, caballeros —intervino Telamón levantando la mano—. Estamos
hablando de negocios, no nos apasionemos.
Endio no le hizo caso y siguió dirigiéndose a mí con gran ardor:
—¿No le llamarías salvador a quien librara de tal azote a su patria?
—¡Endio!
La exclamación salió de Lisandro, en tono implacable.
Aquél hizo un esfuerzo por recuperar el control.
—Vamos a hablar claro. Se acabaron las evasivas. Tienes ojos en la cara,
Polémidas; no eres estúpido. El enemigo de tu país no es Esparta. Su adversario real
está en sus propias entrañas. No vamos a ser nosotros sino la serpiente tres veces
coronada, cuya ambición ha llegado a un límite febril, quien va a destruirla con sus
excesos.
—¿Tanto le temes, Endio?
—Le temo y le odio. Y también le amo, como tú.
Se volvió. Durante un buen rato nadie abrió la
boca.
—¿Cuál sería la parte correspondiente al patriota —intervino mi compañero—
que lograra arrancar a esa víbora del pecho de Atenas?
—Todo lo que ves.
Eso lo dijo Lisandro, señalando los olivares y los campos de cebada. Telamón
soltó un silbido.
—Un incentivo de gran interés. Ahora bien, ¿cuánto tiempo sobreviviría el
salvador para disfrutarlo?
—Bajo nuestros auspicios, hasta la vejez.
—¿Desde cuándo se preocupa tanto Esparta —preguntó a los dos Iguales— por el
bienestar de un enemigo?
—¡Basta ya! —gritó Endio—. ¿Vas a matarle?
—Más dispuesto estaría a acabar con vosotros dos, y por la mitad de este precio.
Las rodillas de los Iguales se hundieron tanto en la montura que los caballos
hasta se asustaron. Lisandro tuvo que reaccionar para controlar las riendas.
—Tranquilidad, amigo mío —dijo, dirigiéndose a Endio—. No vamos a
persuadir a nuestros compañeros esta noche. Puede que estén en lo cierto. Si Atenas
es en realidad la enemiga de nuestra nación, nuestra obligación, la vuestra y la mía,
es la de socorrer a todos los que por su actuación la debilitan. —Sonrió, mirándome
a los ojos
—. Que los cielos encumbren a nuestro amigo, el que luce la triple
corona. Telamón y yo descabalgamos. Endio se giró sobre la inquieta
montura.
—Oídme bien porque voy a anunciar una profecía: llegará un día en que Atenas
quedará arruinada, con su flota hundida, las largas murallas arrasadas, las viudas y
los huérfanos gimiendo por sus calles. Y todo ello sucederá a causa de un hombre…
Ardía en deseos de interrumpirle con algo brusco, pero sus palabras iban
helándome la sangre; no fui capaz de concebir una réplica.
—¿Cuál es, hermanos, el delito —siguió Endio— que más aborrecen los dioses?
No es el asesinato. No es la traición. ¡El orgullo! Y para sofocarlo, el propio Zeus
lanza sus flechas desde el cielo. —Giró de nuevo, levantando la mano—. Tened en
cuenta lo que os digo esta noche.
El caballero se dispuso a partir, hombre y montura salieron como un rayo.
Lisandro permaneció quieto y se dirigió luego a sus escuderos, quienes montaron en
los caballos que nos habían llevado a Telamon y a mí al promontorio. Bajo nuestros
ojos, los árboles y los campos mostraban sus plateados destellos gracias a la luna.
—Disfrutad de la panorámica, compañeros —dijo Lisandro—. Quizás a cuenta
de ella podremos cerrar algún trato en otra ocasión.
XIV

UN PROGRAMA DE CONQUISTA

Después de los juegos, mi hermano y yo nos dirigimos a pie a Atenas, y dedicamos


los cuatro días a ponernos mutuamente al corriente sobre nuestras vidas. Arreglé mis
cuentas y mandé a Eunice con el transbordador, vía Patrás y el istmo; ella viajaría
más protegida con Telamón y Sopa. Otros de nuestro gallinero se habían dirigido
también a la ciudad. Allí encontrarían trabajo con la nueva flota para Sicilia.
Ya en casa, mi hermano y yo desenterramos los restos de mi padre y hermana, así
como los de mi esposa e hijo, que permanecían en aquel lugar tan inapropiado, y los
llevamos a la tumba de nuestros antepasados en Acarnas, donde quizás, por fin,
podrían descansar en paz. De pie ante la tierra que llevaba tanto tiempo apartada de
los hijos e hijas de nuestra familia, sentí un dolor tan intenso que no fui capaz de
sostenerme de pie durante el rito y caí de rodillas, embargado por la emoción.
¿Tú qué opinas, Jasón, qué poder destila nuestra tierra natal para poseernos y
mantenernos cautivos? Tenemos la impresión de habernos apoderado de ella y en
cambio es ella quien se ha apoderado de nosotros. No nos pertenece, sino que le
pertenecemos.
De pequeño, había pasado unas cuantas temporadas en el campo. Mi tía me llevó
a la ciudad a los cuatro años; a los diez, partí para la instrucción. En realidad nunca
conocí a fondo al padre de mi padre ni a sus primos y hermanos. Fue entonces
cuando me familiaricé con ellos, básicamente al tener que afrontar, con León, su
fuerte endeudamiento.
Tú has llevado una explotación agrícola, Jasón. Quien no lo ha hecho no conoce
el significado de la pobreza. En la guerra, como mínimo uno mantiene la soldada en
el puño durante una noche, antes de esparcirla al viento. El agricultor ni siquiera eso.
Antes de que la semilla penetre en la tierra, ha tenido que hipotecar su cosecha, de
modo que aun cuando ésta sea abundante y pueda llevar al mercado generosas cargas
de higos y peras, los beneficios pasan fugazmente al contable, al recaudador de
impuestos y a la propia familia ansiosa. Decir que un hombre es propietario de una
explotación agrícola sería ridículo si no fuera tan cruel. Más bien la acarrea, como un
buey o un áncora de hierro, siempre a la espalda.
El soldado cree conocer el miedo. Que se lo cuente al agricultor. En vísperas de
una batalla, yo mismo me he embriagado y he dormido como un tronco; en aquellos
momentos, en cambio, tumbado sobre el jergón no paraba de moverme, insomne
como Cerbero. El agricultor saluda el alba siempre con la misma pregunta: ¿qué
calamidad se habrá producido esta noche? Nunca había sabido de cuántas maneras
puede enfermar un cordero o agriarse un manantial.
. En una granja siempre se estropea algo. Empiezas a repararlo de madrugada y
no acabas hasta la medianoche. Ni la misma Troya sufrió jamás estos ataques. Los
hongos se infiltran en forma de moho, añublo, roya y putrefacción; hay que luchar
contra las úlceras y la parálisis, las fiebres palúdicas, el cólico y el moquillo. Todo lo
que trepa o se arrastra es un enemigo. En mis campañas pegaba un manotazo a los
insectos y no me acordaba más de ellos; pero en aquellos días los tenía presentes en
mis pesadillas. Termitas, zompopos, avispas y avispones, langostas, ácaros, áfidos y
escarabajos del grano, mariposas nocturnas, garrapatas, gorgojos y moscardas; los
que roen el corazón de la fruta y los que la desgarran, los que hurgan en ella y los
que la devoran. Sólo Dios podría dar fe de los seres que infestan las entrañas del
ganado; cancros y orugas, sanguijuelas y tenías; y en cuántos estercoleros ha de
hundirse el agricultor hasta el codo. Uno no puede ni confiar en la tierra, puesto que
a cada alborada descubre un muro derribado, una zanja hundida. Cada tarea conlleva
un gasto y el propietario nunca tiene dinero. La moneda del agricultor es el sudor, el
único bien que posee a raudales. La lluvia es su Némesis, excesiva o escasa, así
como el sol, el viento, el fuego y el tiempo. El jornalero lleva sólo a cabo el trabajo
que corresponde al jornal y el que enloquece e invierte en uno o dos esclavos no
hace más que añadir problemas. Mi hermano y yo, hundidos hasta la pantorrilla en el
fiemo de las ovejas, nos planteábamos en silencio esta pregunta: ¿cómo demonios se
las arreglaba nuestro padre?, ¿cómo podía un hombre solo estrujar la porquería para
sacar provecho de ella cuando nosotros, enyuntados, nos veíamos completamente
derrotados? El agricultor se hace viejo a los cuarenta. Aguanta temporada tras
temporada con el apoyo de un solo aliado: su perro.
Incansable, fiel incluso, el compañero del agricultor (el resto de descastados
comprende un inútil montón de vagabundos) le sigue los pasos desde el canto del
gallo y trabaja con él sin descanso durante todo el día, contento, sin más recompensa
que el sonido de la voz del amo y unas rápidas palmadas y algún mimo al final de la
jornada. Él es el señor de todas las bestias, el centinela nocturno, el baluarte de la
línea, sin el cual la granja no sobreviviría.
Sin duda, el campo representa para el niño la felicidad; para él, cada tarea es un
motivo de diversión y cada ser, un compañero de juego. La mujer también se
manifiesta tal como es en una granja. Eunice se deleitó allí. La esposa de León,
Teonoe, era una dama de ciudad; el campo la aburría. En cambio a sus hijos les
sentaba de maravilla, lo que desencadenaba en mi mujer aquel ansia que conoce tan
sólo la que no ha tenido hijos. Si deseaba quedarme, tenía que convertir a Eunice de
manera oficial en mi mujer; ya no aguantaría más el constante ir y venir.
Durante aquel otoño recibimos noticias de Euriptolemo. Iba a organizarse una
armada para invadir Sicilia; a su mando estaría Alcibíades. Podía enrolarme en ella,
así como mi hermano. Se nos ofrecían tres meses de paga y doble salario para los
oficiales si aquello se prolongaba.
Eunice no podía quedarse en la estancia donde León y yo discutimos el asunto.
Poco después apareció Alcibíades para presentar sus planes ante nuestro clan.
Llegó hasta la Colina del Tiempo, en Acarnas, la antigua casa de campo con cubierta
de tejas de mi abuelo. Allí nos reunimos una treintena de familiares: básicamente los
mayores, aunque también nos acompañó algún miembro de sangre joven. Alcibíades
se dirigió a los congregados después de la comida. Buscaba dinero para la escuadra.
No se trataba de los ingresos del eisphora, el tributo de guerra, que por aquel
entonces se había exigido ya a todos los ciudadanos, sino de un avance sin garantías
de devolución y voluntario. En concreto iba en busca de patrocinadores particulares,
personas dispuestas a hacerse cargo en su nombre o como sociedad de unas naves de
guerra. Contaba con que construirían las naves desde la quilla, correrían con todos
los gastos de construcción y prueba y harían donación de ellas a la flota, junto con
los fondos para un año de salario de oficiales y tripulación. Era para Sicilia, para la
gran invasión.
Cabe citar aquí una destacada característica del estilo político de Alcibíades: su
temeridad en la presentación de una causa, despojándola de todo protocolo. Si bien
había sido elegido en cuatro ocasiones para el Consejo de los Generales, aquella
noche su prestigio no venía respaldado por una autoridad estatal ni la generaba
ninguna instancia oficial. Se presentaba ante nosotros por su cuenta.
Por lo que se refiere al cometido en Sicilia, daba la casualidad, como tú sabes,
que a la sazón Atenas poseía un tratado de mutua defensa con la ciudad de Segesta;
poco antes, los representantes de dicha ciudad habían hecho un llamamiento a la
Asamblea, en busca de apoyo en una contienda con sus vecinos, los selinuntinos,
quienes, con la ayuda de las fuerzas de Siracusa, les tenían asediados. Alcibíades y
otros partidarios de la guerra habían aprovechado aquello como pretexto; de la noche
a la mañana el pueblo ratificó la medida. Se asignaron fondos para una expedición;
se nombraron tres generales: Alcibíades, Nicias y Lámacos. No obstante, ciertos
adversarios, entre los cuales estaba el propio Nicias, se habían confabulado para
poner un límite al desembolso con la esperanza de socavar la operación antes de su
inicio. Alcibíades llevó su propuesta al pueblo, mejor dicho, a los adinerados, a las
mejores familias y asociaciones políticas privadas. La noche que se presentó ante la
nuestra ya había organizado como mínimo tres encuentros de este tipo y programado
otros cuatro para las cuatro noches siguientes. En total, se calculaba que había
influido en más de doscientos clanes y hermandades; aquello le llevó todo el otoño y
parte del invierno. Se solía bromear sobre estas campañas nocturnas diciendo que
cuando menos le mantenían alejado de los burdeles.
Sin embargo, era un asunto grave y Alcibíades lo abordaba con la mayor
seriedad. Antes de acudir a la velada con los hombres de nuestra familia, se había
preocupado de ver en privado a los principales miembros, ya fuera en el campo o en
la ciudad, donde pudiera establecer con el hombre un contacto a solas y sin
ceremonial. Era una
táctica para ablandarlos. Además, cada posible benefactor había recibido en casa un
programa, y él mismo llevaba otros, actualizados, a las reuniones, donde los
distribuía. Cabe destacar que dos de mis tíos, cuyos recursos eran demasiado exiguos
para afrontar una contribución tan monumental, no recibieron los programas sobre la
escuadra sino unas instrucciones más modestas en las que se solicitaban donaciones
para la caballería. Recuerdo la sorpresa, por no decir indignación, de mi abuelo al
constatar la información recabada por Alcibíades sobre las mejores propiedades de
nuestra familia, ¿hasta qué punto estaría al corriente de la situación de los principales
eupátridas de la ciudad, los auténticos ricos de toda la vida?
El atardecer se presentó claro y glacial. Se dispusieron unos braseros en la terraza
meridional de la casa de mi abuelo, protegidos por unas mamparas de lana, que
dejaban abierto tan sólo el costado que daba a Decelea. Alcibíades llegó pronto,
acompañado por Menesteo y Pitíades y también por el arquitecto naval Aristofonte,
dispuesto a responder a las cuestiones técnicas. Todos estábamos al corriente de que
los dos compañeros de Alcibíades habían recibido premios al valor por parte de la
flota, Menesteo, como capitán de nave en Mitilene, Pitíades, como comandante de
escuadra en Cos, y que ambos tenían ya una edad, cierta inclinación oligárquica, por
lo que sin duda les había reclutado a fin de contrarrestar su juventud y notoriedad
como paladín del pueblo. Una vez concluida la cena y el himno, recogida ya la mesa,
Alcibíades saludó a sus anfitriones y les agradeció la asistencia y hospitalidad.
—Permitidme acometer el tema que nos ocupa y, al igual que los espartanos,
seguir el dicho de lo bueno si breve dos veces bueno. Si bien, como todos sabéis, se
me ha elegido para el Consejo de los Generales y se me ha brindado la oportunidad
de compartir el mando de la escuadra expedicionaria, he acudido esta noche ante
vosotros sólo en calidad de ciudadano. Por tanto, me dirijo a vosotros, amigos míos,
exclusivamente en mi nombre. Alguien puede recriminármelo, tachando la actitud de
vanidosa o impertinente. Eso es lo que opinarían nuestros enemigos, los espartanos,
quienes actúan, cuando deciden hacerlo, siguiendo únicamente las pautas
establecidas y por las vías que corresponde. Por ello nuestro sistema de gobierno es
superior al suyo y por lo mismo jamás nos han aventajado ni nos aventajarán. Puesto
que nuestro sistema dispone que cualquier ciudadano puede plantear la cuestión que
sea a otro o a un grupo, buscando por medio del razonamiento y la persuasión un
consenso para su causa. Esto es la democracia en el mejor de sus sentidos. No se
trata de dirigirse con el engreimiento de los demás a la multitud, sino de hacer una
fría y comedida llamada al sensato y al prudente, en interés de todos.
»Soy consciente, conciudadanos, de que algunos os mostráis escépticos respecto
a mí y no me tenéis en gran estima. Permitidme que encare directamente esta
cuestión para poder convenceros de que mis cualidades personales que podrían
inquietaros desempeñarían en las presentes circunstancias no el papel de rémoras
sino el de bazas en beneficio de nuestra causa como individuos y de nuestra ciudad
en general.
»Otros reprobarán mi ambición, la cual no oculto. Tal vez os parezca ultrajante;
algunos temen sus consecuencias. Tendré también en cuenta a los que se han
escandalizado a causa de mi comportamiento personal. Si se me permite decirlo, ¡yo
mismo me he escandalizado! Pero esto no puede achacarse más que a la juventud,
caballeros, y a un exceso de ardor. Cuando alguien adquiere un potro para las
carreras, no busca en él la docilidad sino el brío. Va por un caballo que corra. Que
sean los adiestradores quienes lo amaestren. Y eso es lo que os pido esta noche a
vosotros, caballeros. Tendedme la mano. Ajustad mi ímpetu a vuestra moderación. A
partir de este equilibrio se forjan los grandes equipos y se ganan las carreras
importantes.
»Sicilia es una carrera importante. Tiene un vasto territorio, más fértil que todo el
Peloponeso y una extensión cultivable mayor que toda Grecia. En Sicilia crece la
cebada, el trigo, el centeno y la avena. Allí se hace pujante el olivo y todo tipo de
frutales. Sicilia posee agua, madera y caballos. Quien cuenta con Sicilia no necesita
el grano del mar Negro. Dispone además de una gran variedad de minerales: oro,
plata, hierro, cobre y estaño. Sus ciudades, en número de cincuenta, pueden
equipararse a las poleis griegas en cuanto a recursos y tesoros.
»Y lo más tentador es que Sicilia se encuentra en el umbral de Italia. No hace
falta que entre en detalles sobre la riqueza de estas tierras inexplotadas. No creo que
nadie me lo discuta, caballeros. Perfecto. Sin embargo, ahora se plantea una clara
cuestión que nadie expresa: ¿qué voy a sacar yo de ello?
»Todos vosotros tenéis hijos, algunos de los cuales tienen a su vez los suyos.
Cada heredero debilita vuestro patrimonio, porque deben dividirse las propiedades.
¿Qué vamos a dejar a nuestros sucesores? ¿Dónde encontrarán la parte que les
corresponde? Vosotros, amigos míos, pertenecéis a la clase ecuestre, de la
pentakosiomedimnos; sois terratenientes y caballeros. Permitidme que os formule
una pregunta. ¿Qué es más fácil: construir una gran propiedad con barro y piedras o
conquistar una entera, una propiedad que posea ya sus campos desbrozados y
sembrados, con agua, cercas, pastos e incluso campesinos que conocen el arte de
cultivar la tierra? Cuando nos apoderemos de Sicilia, ¿a los hijos de quién
corresponderá la mejor parte del lote? ¿A quién pueden entregarse si no a los que
han sufragado las armas con las que se ha hecho posible la conquista?
»Estaréis pensando: la guerra no es una empresa loable, Alcibíades. Acarrea un
sinfín de perjuicios; puede que su resultado sea la calamidad. Os plantearéis
asimismo: Sicilia es fuerte, sus cincuenta ciudades no van a limitarse a darse la
vuelta y rendirse. Os respondería que ojalá tuviera más ciudades, puesto que cuanto
mayor es la división con más facilidad se someten. Pensemos que esas ciudades son
islas. Lo que son en realidad. Va cada una por su cuenta, movida por su propio
interés, envidiosa de todas las demás. Nos apoderaremos de estas ciudades como lo
hicimos con las islas de nuestro imperio: aliándonos con la más fuerte contra la más
débil, conquistando lo principal y pasando luego a la parte que opone resistencia.
Dejaremos una o dos independientes, para poder señalarlas ante ellos como prueba
de
que no hemos coaccionado a nadie para que forme parte de nuestra alianza.
»Muchos de vosotros habéis tenido un cargo en la flota. Comprendéis lo que
significa el poder naval. Cuestionáis la viabilidad de un proyecto con tantas ligas, tan
alejado de cualquier puerto amigo, del reabastecimiento. Os responderé, amigos
míos, que aun cuando la escuadra fuera innecesaria, buscaría un pretexto para que
pudiera hacerse a la mar, de todas formas. Permitidme que os cuente por qué. Ante
una recompensa de la envergadura de Sicilia no basta la fuerza bruta, hace falta
diplomacia y audacia, y por encima de todo la súbita y espectacular presentación de
una fuerza abrumadora. Y para ello nada mejor que una escuadra. Escuchadme con
atención, caballeros.
»Las fuerzas terrestres, por numerosas que sean, presentan a la vista un
espectáculo de confusión y falta de delimitación. Cuando avanzan por el campo de
batalla su número queda a menudo desdibujado entre los sembrados o bien oculto
tras los desfiladeros y montañas. Mil soldados de infantería ocupan un espacio poco
mayor que esta propiedad. Un ejército, aunque reúna cincuenta mil soldados, suele
quedar eclipsado por el paisaje u oculto entre el polvo que levanta su propia marcha;
a pesar del número, produce una impresión lastimosa y muy poco intimidatoria.
»¡Ah, pero una escuadra! Su exhibición abarca sin fisuras el horizonte del
piélago, con el brillo de las velas extendidas y de —los bancos de remos. Un ejército
en el campo de batalla tiene el aspecto de una multitud, la armada, el de la cólera de
los dioses. Y no lo olvidéis: el enemigo jamás verá eclipsada nuestra flota por la
inmensidad del océano. Nos contemplará siempre entre los confines de su propio
puerto, el cual habremos llenado de un extremo a otro con naves de guerra y
hombres para amilanarles y acorralarles.
»Pero el despliegue de la fuerza naval tiene otro aspecto revelador. Su temeridad.
La escuadra lleva consigo la audacia de su empresa. El enemigo que se encuentra en
casa queda impresionado por su súbita aparición. Al ver la fuerza naval avanzando
hacia él, procedente de las capas celestiales, queda sobrecogido por el terror, como le
ocurrió a Príamo cuando vio las negras naves de Aquiles ante Troya.
»La flota reduce al mínimo el riesgo y las víctimas. Por medio de su espectáculo,
amedrentaremos una ciudad tras otra y las introduciremos paulatinamente en nuestro
saco. Region, Mesana, Camarina, Catane, Naxos y la originaria Sícelo, todas se
unieron a nuestra causa en el pasado; actuaron correctamente y volverán a hacerlo.
Nuestro avance adquiere un impulso propio, y el enemigo es incapaz de no verlo
como el destino. Se da cuenta de que no puede imponerse y por voluntad propia se
enrola bajo nuestra bandera. Sí, sí, me diréis, todo esto en teoría parece admirable,
Alcibíades. ¿Pero quién lo hará realidad?
»He de dejar ahora a un lado la delicadeza para hablar con claridad, sin ambages.
Sé que algunos sienten celos de mí, de mi celebridad. Es algo que yo comprendo,
amigos míos. Os pido, sin embargo, que penséis que ahora mismo pongo dicha fama
a vuestra disposición para unirla a vuestros objetivos. Lo que consiga yo con mis
esfuerzos particulares redunda tanto en beneficio de Atenas como en el mío propio.
Recordad lo que ocurrió en Olimpia; los principales dirigentes de Sicilia se
encontraban en el estadio cuando mis caballos consiguieron la triple victoria.
Erigieron pabellones en honor de ésta y gritaron junto a mí, en busca de mi amistad.
¿Acaso no se mostrarán bien dispuestos cuando yo mismo, junto a los jefes que me
acompañen, con el apoyo de esta formidable armada, me dirija a ellos como estoy
haciendo con vosotros esta noche, sin arrogancia, sin amenazar con destruir sus
hogares y esclavizar a sus familias, al contrario, buscando su alianza, ofreciéndoles
que se unan a nosotros? Aunque pueda parecer inmodesto, voy a preguntaros: ¿qué
otra persona en Atenas podría inspirar la misma atención?
»Y con otros dos puntos voy a concluir, caballeros.
»En primer lugar, a quienes protestan diciendo que nuestra nación vive ahora en
paz, que tenemos un tratado con los espartanos y que esta empresa siciliana, si bien
técnicamente no representa un quebrantamiento, a la larga ha de sumirnos en una
guerra a gran escala, les responderé con otra pregunta: ¿qué tipo de paz vivimos en la
actualidad si las ciudades de Grecia en realidad están luchando ahora en más frentes
que antes? ¿Qué paz es ésta cuando la tercera parte de nuestros jóvenes opta por
servir como mercenarios de estos estados? Volverá la guerra, qué duda cabe. Lo que
debemos decidir nosotros es cuándo. ¿Se reanudará en el momento en que nuestros
enemigos se encuentren mejor dispuestos, cuando sus fuerzas estén mejor
preparadas? ¿O bien seremos nosotros quienes elijamos, cuando nuestra causa tenga
más posibilidades de imponerse?
»Pasemos ahora al meollo del problema. Para otros, caballeros, yo podría limitar
mi llamada siguiendo unas consideraciones de ganancia y riesgo, que no son
intrascendentes. Para vosotros, no obstante, para los que consideráis la cuestión con
los ojos de la sabiduría, he de hablar de designios más profundos.
»Nuestra nación es grande. Pero la grandeza engendra obligaciones. Debe
demostrar su valía si no quiere derrumbarse. Todos habéis constatado lo que esta
guerra, llevada a cabo de forma poco sistemática, sin vigor, así como la denominada
paz, han conseguido generar en el espíritu de nuestros jóvenes. Quienes están a
punto de llegar a la madurez reclaman acción, mientras que los veteranos se ven
sumidos en la decepción y el resentimiento. Se están echando a perder… Digámoslo
por su nombre. Sicilia es el antídoto. Una llamada al esplendor que rescate a nuestra
juventud del agotamiento y la desesperación. Pericles cometió un error al situarnos a
la defensiva. No es propio de Atenas. No es propio de nuestro estilo. Estamos
muriendo día a día, constreñidos por esta innoble paz, en declive, no por falta de
recursos sino por carencia de gloria.
»Atenas es una espada que se oxida en su funda. Nosotros, los atenienses, no
podemos, cruzarnos de brazos. La inactividad es fatídica para todos. Y lo que más
aborrezco de esta paz son las consecuencias sobre el alma de nuestra nación.
Acabará con nosotros, amigos míos, como una derrota en la guerra. Atenas no es una
mula de
tiro sino un espléndido caballo de carreras; no debemos engancharla a un arado,
antes bien a un carro… a un carro de guerra.
»Finalmente, caballeros, hablaré para aquellos que desconfían de mí y temen mi
ambición. Cuando esta escuadra se sitúe ante Siracusa, no me veréis amilanarme
frente al enemigo. Mi ariete será el primero en buscar al adversario y en arremeter
contra él. Puede que acaben conmigo. Pero entonces vosotros os habréis librado de
mí. Mi orgullo ya no os irritará. Pero tened presente que…
»La escuadra permanecerá.
»Mucho después de que mis huesos se hayan convertido en polvo en la tierra
dispondréis de ella. Atenas dispondrá de ella. Será vuestra y la utilizaréis a vuestro
antojo.
»Reflexionad sobre esta propuesta, amigos míos. El botín de nuestra empresa lo
compartirán todos, incluso los que habrán permanecido a salvo lejos del combate.
Pero el honor y la gloria se reservarán para los primeros que se hayan alistado. Uníos
a mí, hermanos y compatriotas. Zarpemos desde nuestros puertos con esta imponente
armada y que el mundo se maraville ante ella.
XV

UN DISCURSO DE NICIAS

El debate que siguió a la partida de Alcibíades en casa de mi abuelo fue un fiel


reflejo, en ardor y vivacidad, de lo que destilaba hasta el último poro la concurrencia
ante las palabras de aquel hombre.
Más allá del mérito de la presentación de nuestro anfitrión, se estuviera o no de
acuerdo con él, lo que realmente impresionaba a quien le escuchara era la fuerza de
su personalidad. La mayor parte de ancianos del clan sólo había tenido ocasión de
ver a Alcibíades en la Asamblea. Era la primera vez que disponían de la oportunidad
de observarlo de cerca, en su propio consejo, donde podían mirarle a la cara, ver la
inteligencia en sus ojos, la expresividad en sus manos, la determinación en su voz.
Era la fuerza personificada. Su fe en la empresa que defendía era tan auténtica, la
transmitía con tal convicción, que incluso los que se mostraban reacios ante su
sabiduría o sus acérrimos detractores debían echar mano de una cierta frialdad para
resistirse a su persuasión. La belleza de aquel hombre conquistaba con facilidad a los
ya predispuestos, pero desarmaba también a quienes detestaban su carácter y
comportamiento.
Hasta el ceceo actuaba en su favor. Era un defecto; le hacía humano. Anulaba su
arrogancia y conseguía que el público, a pesar de todos los recelos, viera a
Alcibíades como a un igual. Pese a que acabo de presentar su discurso como si él lo
hubiera pronunciado sin interrupciones, en realidad su efecto se intensificaba gracias
a una serie de simpáticas rarezas.
Cuando la memoria le fallaba y no encontraba la palabra o frase que buscaba,
acostumbraba a hacer una pausa, que podía durar unos momentos, ladeando la
cabeza, hasta que se le ocurría el giro o expresión buscados. Aquella actitud
resultaba atractiva por la falta de artificio, por su ingenuidad y autenticidad. Con ella
vencía.
Se produjeron espectaculares reacciones entre nuestro clan. Mi tío Hemón,
acérrimo entusiasta de «lo bueno y verdadero», menospreció la caracterización que
hizo nuestro invitado de la expedición como honorable y de sí mismo como patriota.
—Hace la rosca al vulgo, pura y llanamente, y la llamada proeza siciliana
pretende hacer pasar por justicia la audacia de la acción y lo desmedido de la
ambición, presentándola como una cuestión de honor. Pero no se trata de honor sino
de thrasytes, atrevimiento, sin más.
Hablaron otros y hubo división de opiniones. Mi abuelo fruncía el ceño sin
manifestarse. Acuciado por fin por su hijo, Ión, hermano de mi padre, rechazó a
Alcibíades diciendo:
—Lleva faldón demasiado largo.
El comentario fue recibido por un fuerte griterío por parte de los más jóvenes.
—Echa otra cabezadita, abuelo —saltó mi primo Calicles. El patriarca respondió:
—Nuestras generaciones anteriores llevaban el dobladillo más; arriba, como
muestra de veneración hacia sus orígenes, la época en la que araban la tierra, cuando
sus vestiduras no tenían que arrastrarse sobre el fango y el estiércol. Pero la nueva
generación, nacida en la ciudad, no conoce nada de la tierra, por ello permite que sus
faldones rocen el suelo sin recato ni decoro. Mis temores no se centran en los
bosques ni viñedos, Calicles, antes bien en las virtudes que nos enseña el cultivo de
la tierra: la modestia, la paciencia, la veneración a los dioses, de todo lo cual
Alcibíades conoce muy poco y le importa menos. Es un producto de la ciudad y él
mismo pone de manifiesto todos sus defectos: la vanidad, la arrogancia, la
impaciencia y la inmodestia ante los cielos.
Calicles le respondió con gran brío:
—Yo puedo citarte otras muchas virtudes del campo, anciano. Estrechez de
miras, misantropía, tacañería y pobreza de horizontes. ¡Al cuerno con todo ello! La
ciudad tiene como virtudes la audacia, la imaginación, la perspectiva y la totalidad.
—El hombre del campo —siguió mi abuelo— está interesado en la paz, el de la
ciudad está al servicio de la guerra.
—Un servicio que no ha hecho ningún daño a tu bolsillo, abuelo. Ni a nadie que
viva bajo este techo.
Aquello provocó un gran revuelo.
—Caballeros, caballeros. —Mi tío Ión restableció el orden. De todos los reunidos
era el que mejor encarnaba la sagacidad a la que la gente del campo denomina
«sabiduría de la tierra»: el sentido común de la madurez. ¿Qué opinaba él, quisieron
saber sus parientes, no sólo de la propuesta de nuestro invitado sino del hombre en
sí?
—Le temo. Pero más miedo aún me da rechazarlo. Mientras le observaba esta
noche, a la fuerza tenía que imaginármelo, como él mismo sugería, dirigiéndose a
concurrencias como ésta en Sicilia, enfrentándose a los nobles de aquellas tierras,
solicitándoles su alianza. Sicilia es rica, de acuerdo, pero también es basta.
Podríamos comparar a sus príncipes con los nuestros de hace cien años.
Probablemente no se sentirán tan impresionados por el poder de Atenas como por su
agresividad y audacia, cualidades que ellos temen, admiran y envidian, y que nuestro
invitado encarna en grado sumo. Él es Atenas, o aquella parte de ella capaz de
intimidar y doblegar a esos caballeros de allende los mares.
»Es acertado también el punto expuesto por el capitán Pitíades, sobre el hecho de
que Siracusa, cuya conquista, en eso estamos todos de acuerdo, constituye la llave
que ha de abrir Sicilia, es una democracia. Hemos visto la atracción que siente la
muchedumbre por nuestro joven héroe. Quizás también esto vaya a favor de la
expedición. Sin embargo…
—Sin embargo, nada —le interrumpió Calicles, nuestro joven agitador. Habló de
su servicio, durante el invierno anterior, en Recursos Navales. Entre sus cometidos
estaba el de hablar con los intermediarios que representaban a los marineros
extranjeros: los isleños de Samos, Quíos, Lesbos y los otros estados marítimos que
servían a sueldo en la flota ateniense. Calicles afirmó conocer aquellos hombres.
—No son piratas ni lobos de mar hartos de vino, sino profesionales de gran
responsabilidad con espíritu de aventura, que abrigan esperanzas de prosperar. Saben
cuánto vale su destreza y se valoran con astucia. De todas formas, estos extranjeros
no sirven en nuestra armada tan sólo por dinero, pues éste podrían conseguirlo en
otra parte, sino por un imponderable mucho más contundente.
»Están enamorados de Atenas.
»Observadlos —siguió Calicles—, cualquier día de asueto. Desfilan en los
festivales, abarrotan los bancos de las danzas y coros. Durante sus horas libres se
reúnen en el Liceo y en el Leocorión, en el mercado, en la Academia y en los
bosques y parajes en los que se juntan los filósofos con sus alumnos. Todos les
habéis visto, primos. Permanecen cerca de allí escuchando embelesados a Protágoras
de Abdera, Hipias de Elis, Gorgias de Leontino, Pródico de Cos y el sinfín de
sofistas y retóricos que montan su tenderete al aire libre ofreciendo la mercancía de
la sabiduría. Se arraciman alrededor de Sócrates. Y sobre todo se entusiasman con el
teatro.
»Antes de una competición se les ve por centenares en el patio, buscando la
sombra bajo las estatuas de los generales o saliendo de la arboleda del Amazoneón
con sus amantes y la cesta de la comida en la mano, con la manta de lana que usan en
el mar sobre el hombro, y los mismos cojines en los que se sientan para remar les
sirven a la hora del espectáculo.
»Les he visto en los gimnasios en los que admiten extranjeros. Los marineros
hebreos soportan el dolor que producen aquellas abrazaderas de cobre llamadas
«sombrero de hongo» que tensan la circuncidada piel de sus miembros, situándola
por encima del descubierto prepucio, a fin de que una vez desnudos puedan parecer
griegos, atenienses. Tal es el delirio que les inspira nuestra ciudad. Si abriéramos las
listas de la ciudadanía, el número de solicitudes tendría una longitud que superaría
las tres vueltas al ágora.
»He aquí mi opinión, caballeros. En todos los puertos extranjeros en los que he
atracado, han acudido a mí veinte veces al día los marinos extranjeros, navegantes de
primera clase en busca de mi influencia para conseguir una litera en nuestras naves.
La mayoría se ofrece sin esperar paga alguna. Desean tan sólo aprender bajo las
órdenes de un capitán ateniense, para perfeccionar su destreza y conseguir sus
aspiraciones.
»Estoy convencido de que estos extranjeros se verán empujados a servir bajo las
órdenes de un jefe como Alcibíades. Los mejores, los más ambiciosos serán los que
más desearán navegar con él, puesto que saben que él les llevará a la victoria y
también porque se asemejan a él. Sueñan en convertirse en él. Alcibíades lo sabe y
sabe también cómo sacar partido de ello.
»Recordemos que todos estos marineros se conocen entre sí. Frecuentan los
mismos antros y casas llanas; conocen a todos los oficiales de todas las escuadras y
saben qué marineros navegan con él. No estoy abogando por Alcibíades. Pienso,
empero, que la oportunidad de servir bajo su mando arrastrará a los mejores
navegantes del mundo. Dejo que cada cual valore por su cuenta las consecuencias
que ello ha de tener sobre Sicilia y sobre nuestros enemigos del Peloponeso.
Aquel invierno muchos hacendados presentaron garantías para construir las
quillas. Pero como suele ocurrir con los humanos, al llegar la primavera encontraron
excusas para la demora. Alcibíades y su círculo siguieron por su cuenta. Euriptolemo
y Trasíbulo pusieron en servicio el Atalanta y el Afrodisia; otros el Vigilante, el
Contrabalanza y el Temible. Alcibíades inició la construcción del Antíope y del
Olimpia; éstos, además de los cuatro que había donado con anterioridad. ¿Podía
permitirse tal desembolso? Quizás no, pero aquel inicio atrajo a otros que esperaban
un mejor momento. El espectáculo de aquellas naves que se construían en los
astilleros de Muniquia y Telegonia, el incesante golpeteo de azuelas y formones que
tallaban los baos, el hedor de la brea y la estopa que se embutía en las junturas de los
cascos con ensambladura de mortaja y espiga, así como la multitud de technitai y
archítectones, carpinteros y constructores navales empleados a este efecto, producían
un efecto magnético e irresistible. En poco tiempo se cubrió de cascos en
construcción un espacio costero de más de ocho estadios en Cantaros y otro de doble
longitud en el camino de Sunion, por no citar los que iban surgiendo
simultáneamente en las zonas madereras de Macedonia y el Quersoneso, mientras los
muelles se poblaban de establecimientos de carpintería, de manufacturas de velas,
almacenes y fundiciones, herrerías, armerías, puestos de sogueros y manufacturas de
mástiles y palos. Los banderines y enseñas coloreaban los callejones; bajo los
colgajos circulaban los carros día y noche, suministrando material para la
construcción.
Había calado la fiebre. En la ciudad no se hablaba más que de Sicilia. En el
mercado, se quitaban unos a otros de las manos las maquetas de barro de la isla;
hombres y muchachos esbozaban su perfil en la tierra y ensalzaban sus maravillas en
la barbería y en la talabartería. Era como si se hubiera conquistado ya y no hubiera
que discutir más que la distribución del botín.
El aristócrata Nicias se dirigió a la Asamblea en una calurosa mañana, en la que
el Pnix, convertido en un horno, estaba de bote en bote.
—Atenienses: veo que la aventura os ha robado el corazón. Al dirigirme hoy a
esta concurrencia no he podido localizar a mi ayudante. Le han encontrado más tarde
por fin entre los mozos, parloteando, fascinado, sobre Sicilia. ¿Qué otra cosa podía
esperarse? Nosotros, varones de Atenas, tenemos por costumbre contar como nuestro
algo en lo que hemos puesto nuestras esperanzas y, en cuanto hemos tomado una
resolución, no permitimos que nadie se oponga a nuestro antojo. A quien se atreviera
a hacerlo, le haríamos callar a gritos, como si creyéramos que con sus palabras nos
está arrebatando lo que ya poseemos y no aconsejando por nuestro propio bien sobre
aquello que tal vez nunca consigamos, en cuya persecución podemos encontrar
incluso nuestra propia ruina.
»Veo también ante mí, en la primera fila, al joven, y a sus aliados, cuya ambición
ha inflamado vuestros corazones con esta insensatez. Sonríe el orgulloso criador de
caballos, el corruptor de la moral pública, pues sabe que digo la verdad. No soporto
ver esa sonrisa, amigos míos, por atractiva que pueda parecer. No permitáis,
caballeros, caso de encontraros junto a los secuaces de este catrín, que os intimiden
sus bravatas, ni os sintáis avergonzados cuando os llamen cobardes al poner alguna
objeción a la expedición en ciernes. En efecto, sus amigos me están interrumpiendo.
Dejémosles. Ahora bien, si estos fanáticos no atienden seriamente a mis palabras,
ruego que vosotros, sus mayores, quienes debéis darles ejemplo, lo hagáis.
»Veo asimismo, en aquel protegido recinto en el que goza de popularidad, a
Sócrates, el filósofo, cuyos consejos escucha tan sólo nuestro joven héroe. Todos
sabemos de qué lado estás, amigo nuestro. Has expresado tu opinión en contra de la
aventura siciliana, calificándola de injusta, de declaración de guerra a un pueblo que
no abriga intenciones de desencadenarla contra nosotros. Dilo en voz alta, amigo
mío, si es que miento. Tu célebre daimon, la voz que te advierte del peligro o de lo
descabellado, te ha desaconsejado tal aventura, ¿o no es así? Sin embargo, no veo
que nadie preste atención a tus canas ni a las mías.
»Permitidme, pues, varones de Atenas, que os hable, no en oposición a tal
empresa, puesto que intuyo que habéis tomado ya partido y nada puede desviaros,
sino desde el desván de la experiencia, como suele decirse, precisando que debemos
discutir este asunto si deseamos lograr la espectacular proeza y no acabar fracasando
por completo.
Nicias expuso los peligros que entrañaba alejarse tanto de la metrópoli y de los
puntos de reabastecimiento, de cruzar unos mares tan distantes y traicioneros,
precisando que en invierno tal distancia, incluso la nave más veloz, tardaría cuatro
meses en cubrirla. En las anteriores campañas allende los mares, habíamos contado
con el baluarte de los puertos aliados, como lejanas bases y territorios amigos, para
asegurar el abastecimiento. Aquél no era el caso de Sicilia. Nos encontraríamos en
los confines de la tierra, sin un mendrugo que llevarnos a la boca aparte del que
lleváramos con nosotros. Advirtió asimismo que al acometer a este nuevo enemigo,
dejábamos a otro en el umbral de nuestra puerta, los espartanos y sus aliados, que
habían estado a punto de destruirnos y quienes, a pesar de ceñirse a los acuerdos de
paz, reemprenderían sus operaciones redoblando los esfuerzos en cuanto nos
hubiéramos centrado en el frente occidental, y además, suponiendo que sufriéramos
allí un revés, con nuevo coraje, y apoyados por nuevos aliados tan crecidos como
ellos, intensificarían la guerra para acabar con nosotros.
Habló de los mercaderes, los artesanos y marineros de fuera, que llenaban los
muelles y astilleros, y en la misma proporción, los bancos de la flota. ¿Cómo
podíamos confiar en aquellas personas que no compartían nuestra sangre, sabiendo al
mismo tiempo que sin ellos no teníamos ninguna esperanza de dominio? ¿Acaso no
nos situábamos en la misma posición peligrosa en la que se encontraban nuestros
enemigos, los espartanos, que tenían que luchar con un ojo clavado en el enemigo y
el otro en sus propios siervos? En la guerra, a menudo no podíamos contar ni
siquiera con nuestros propios compatriotas. Mucho menos con quienes sirven a
sueldo.
—Al dirigirme hoy a esta asamblea, he observado que se están construyendo
gran cantidad de viviendas y establecimientos. Eso es buena señal. Pero no debéis
olvidar, atenienses, que se trata de las mismas propiedades que fueron abandonadas,
incluso incendiadas por sus dueños, durante la peste. ¿Es que lo habéis olvidado,
amigos míos? ¿Recordáis la huida en aquellas horas en las que vuestra supervivencia
colgaba de un hilo, en las que no existía riqueza, poder ni súplica a los dioses que
valiera para apartar de nosotros el asedio de los cielos? La paz, que yo mismo
negocié, nos ha reportado sus beneficios. Hemos podido abrir las puertas de la
ciudad, cabalgar de nuevo hacia nuestras propiedades, ponerlas en orden y
sembrarlas otra vez. Han nacido ya niños que no conocen el hedor del fuego
incendiario del enemigo ni han visto trasladar de noche los cadáveres de sus madres.
Habéis llegado a puerto sanos y salvos, compatriotas míos. ¿Y qué fue lo primero
que visteis? Apenas han podido encontrar el descanso en sus tumbas los restos de
vuestros propios padres y ya estáis deseando que los vuestros vayan a parar a su
lado. ¿No sois capaces de disfrutar de una vida tranquila? ¿Tan anciano soy que
encuentro el desahogo junto al fuego al acabar el día y que disfruto observando jugar
a mis hijos en el patio?
»Sin embargo, no es ésta nuestra naturaleza, varones de Atenas. Nada para
vosotros es más insoportable que la paz. Cada momento de asueto es para vosotros
un intervalo desperdiciado, una oportunidad de victoria echada a perder. El labrador
ha aprendido que debe dejar los campos en barbecho y que el fruto llega tan sólo en
su tiempo. En cambio, habéis rechazado estos límites. Vivís en otro dominio, en un
país ficticio al que llamáis el futuro. Soñáis en lo que será y desdeñáis lo que es. No
os definís a vosotros mismos como quienes sois sino como quienes podéis ser y os
apresuráis allende los mares hacia la orilla que nunca alcanzáis. Lo que hoy poseéis
no cuenta para vosotros y valoráis únicamente lo que ganaréis mañana. Y aun así, en
cuanto ponéis las manos sobre tal tesoro, renegáis de él en el acto y seguís adelante
en busca de lo nuevo. No es de extrañar que tengáis en alta estima a ese joven, a ese
triunfador en las carreras, pues él vive aún más que vosotros por encima de sus
posibilidades.
¿Qué carencia en vuestro carácter, amigos míos, os empuja a buscar la guerra
cuando disfrutáis de la paz? ¿No os bastan vuestros propios problemas? ¿Debemos
salir a la mar en busca de otros? Os suplico, amigos míos, que desechéis tales
imprudencias. Te ruego, presidente de la Asamblea, que pongamos de nuevo a
votación este asunto.
Después de Nicias hablaron unos cuantos, la mayoría expresando su punto de
vista a favor de la expedición. Cuando por fin se alzó Alcibíades, llamado por
aclamación, se ciñó a los puntos fundamentales.
—He de agradecer a nuestro maestro —dijo, inclinando la cabeza hacia Nicias—
su perspicaz y saludable sermón. Qué duda cabe que nuestro carácter, como
atenienses, está plagado de imperfecciones. No hemos llegado, ni de lejos, al modelo
a que aspiramos. Aunque, si se me permite hablar con franqueza, debemos ser
quienes somos.
Una tumultuosa aclamación dio la bienvenida a aquellas palabras. Yo me
encontraba en el epotis, la «oreja» del Pnix. Veía cómo Nicias, rodeado de
ciudadanos, sonreía con aire misterioso y movía la cabeza.
—En realidad —siguió Alcibíades—, no podemos ser más que eso, ni como
individuos ni como estado.
Un nuevo clamor le interrumpió. Prosiguió luego rebatiendo las opiniones de
Nicias con gran lucidez, punto por punto, cada contragolpe en ascenso hasta llegar a
la siguiente conclusión:
—En cuanto a nuestro carácter inquieto, atenienses, en mi opinión no indica
imperfección en el modo de ser, antes bien la prueba de empuje e iniciativa. Nuestros
padres no hicieron retroceder a los persas sentados junto al fuego ni consiguieron su
imperio contemplando cómo sus hijos jugaban en el patio. Nicias afirma que el fruto
llega a su tiempo. Y yo digo que el tiempo ya ha llegado. A la afirmación de nuestro
amigo de que la seguridad se obtiene desde una posición de cautela y defensa, le diré
que es algo que puede regir para otras ciudades pero no para nosotros. Resulta
fatídico cambiar la forma de actuación de un pueblo activo. Nuestro temperamento
nos lleva a la aventura lejos de casa, a la audacia. Ahí reside nuestra seguridad y no
en la defensa.
»Nicias ha hablado de los remeros forasteros: nos reprocha que nuestra escuadra
no pueda hacerse a la mar sin ellos, y se refiere a ello como si fuera un lastre.
Demuestra, según él, que nuestros recursos son insuficientes. Para mí, representa
todo lo contrario. En efecto, nada podría mostrar mejor en su justa medida la
profundidad de nuestra vitalidad y el magnetismo de nuestro mithos. ¿Por qué
acuden a nosotros estos forasteros y no a otra nación de la Hélade? Porque saben que
aquí y sólo aquí podrán ser libres.
»En cuanto al agravio que lleva implícita su afirmación de que estos recién
llegados son inferiores a nosotros, he de decirle que no los conoce y que no les hace
justicia a ellos ni a nosotros. Reflexionemos sobre los peligros a los que se han
expuesto estos hombres, amigos míos, a los que Nicias minusvalora y degrada. Han
dejado atrás hogar y familia, su tierra y su cielo natal; han renunciado a sus propios
dioses para aventurarse al otro lado del mar, para llegar a esta tierra extranjera en la
que no podrán disfrutar ni de la protección que ofrece la ley ni participar en el
proceso político, donde serán relegados y excluidos, donde no poseerán nombre, ni
voz, ni voto. No obstante, siguen viniendo y ninguna fuerza bajo la capa celestial les
detendrá. ¿Por qué? Porque saben que la vida en los confines de la tierra, en Atenas,
es mejor que la vida en el centro del universo, en su patria. Nicias se equivoca,
amigos míos. Tal vez estos forasteros no sean el ladrillo y la piedra de nuestra
nación, pero sí son su argamasa. Y seguirán siéndolo.
Unos ensordecedores aplausos secundaron aquellas palabras. No se les pasó por
alto a los aliados y los enemigos del orador que el repique de sus palabras iba a
repetirse como un eco durante toda la noche entre los marineros y artesanos
forasteros, quienes iban a aclamarle a partir de entonces con más fuerza como
patrono y héroe.
Alcibíades siguió de pie, llamando al orden. Cuando finalmente se calmó el
tumulto, se volvió, sin rencor ni engreimiento, dirigiéndose a su adversario.
—Se te ha encomendado el cargo de primer comandante, Nicias, justamente el
que exige tu historial de servicios y el que yo acepto sin reservas. Aprecio tu
sabiduría y no en menor grado tu demostrada buena estrella. No es mi deseo
sustituirte, señor mío, antes bien quisiera que te alistaras entusiasmado en la causa de
nuestro país. Que nos ayudaras. No nos digas por qué vamos a fracasar sino cómo
podemos triunfar.
»Te emplazo ahora, no como adversario sino como compatriota, a dar otro paso
al frente. Las reservas que has expresado tienen su sentido. Decidnos, pues, ahora, lo
que precisamos para vencer. Presentadnos cifras concretas. Queremos oír la dura
verdad. Y os haré una promesa: si Atenas no puede garantizarnos lo que creéis que
necesita la expedición para el éxito, yo mismo me situaré a tu lado en la oposición a
ella.
»Pero, caso de que nos garantice lo que consideres imprescindible, te pido que,
con el mismo espíritu, accedas a la disposición de vuestros compatriotas. No eludas
el mando con el que se te ha honrado, al contrario, acéptalo con vigor. Te
necesitamos, Nicias. Dinos qué debemos poseer para que confíes en la victoria.
Nicias aceptó el desafío de su adversario. Subió inmediatamente al estrado y
procedió a detallar una lista, que parecía interminable, de provisiones y armamento,
de pertrechos y material bélico, una enumeración que iba desde los mástiles y velas
de recambio hasta la cebada tostada y los panaderos y hornos que habían de
convertirla en pan. Exigió una abrumadora superioridad en las fuerzas navales: un
mínimo de cien buques de guerra, una infantería pesada superior en número a toda
fuerza que el enemigo pudiera reunir contra nosotros, reforzada por un número
idéntico de tropas ligeras, arqueros y honderos para neutralizar la caballería enemiga,
puesto que no podríamos transportar la nuestra a aquellos confines del mar.
Por otra parte, la expedición necesitaría forjadores y mamposteros, zapadores e
ingenieros de asedio, naves de carga y de transporte de tropas. Alcibíades había
pedido cifras concretas y Nicias se las ofreció. Cien talentos para contratar naves de
aprovisionamiento, doscientos para intendencia y pañoles durante la expedición,
otros doscientos para adquirir caballos para la caballería sobre el terreno, y en el
caso de
que los nativos sículos nos negaran dicha ayuda, la misma cantidad para financiar los
asaltos y poder vencer mediante el uso de la fuerza. Evidentemente, la cifra no
incluía la infantería ni su asistencia, como tampoco a los marineros ni el
mantenimiento de los buques de guerra. Aquello ascendería a mil talentos, y otros
mil deberían destinarse a reserva. Quedaba, implícito que el total cubría únicamente
el verano; la suma se duplicaría en invierno y, suponiendo que la expedición no
hubiera cubierto su objetivo durante el primer año, Atenas tendría que organizar otra
que acudiera en ayuda de la primera. Las exigencias de Nicias se iban multiplicando.
Quedaba claro que preveía que un desembolso tan enorme, expuesto a la
concurrencia de una forma tan cruda y brutal, surtiría el mismo efecto que un cubo
de agua fría contra el rostro de un soñador.
Sin embargo, Alcibíades comprendía muchísimo mejor el carácter de sus
compatriotas que su adversario. Los ciudadanos, lejos de amilanarse ante las
exigencias de Nicias, decidieron que eran plausibles y las asumieron con
determinación. Cuanto mayor fuera la expedición, más asegurarían la victoria.
Cuando Nicias hubo terminado su lista de requerimientos, se dio cuenta, como el
resto de los ciudadanos reunidos en la Asamblea, de que Alcibíades le había
superado en táctica militar y de que el prestigio de éste iba aumentando por más
empeño que pusiera él en debilitarlo. Toda Atenas vio que, además de estar a punto
de poseer una escuadra de insuperable capacidad, tenía en Alcibíades un general
cuyo ingenio y temple iba a llevarle a la gloria. De un solo golpe, Alcibíades no sólo
había conseguido todo lo que deseaba sino que, pese a su cargo de comandante
secundario, se había hecho con el control de la expedición, convirtiéndola en suya.
XVI

EL SUEÑO DE UN SOLDADO

La granja resistió, no tanto gracias a las fatigas de mi hermano y a las mías propias
como al sinfín de consejos y a la ayuda de una serie de tíos y ancianos del clan, por
no hablar de sus generosos aportes en herramientas, mano de obra y efectivo. León y
yo aún no nos habíamos dado cuenta de cuánto nos habían echado de menos y de lo
abandonada que se había sentido nuestra familia, como tantas otras después de la
peste y la guerra. Nada hay tan insustituible como la juventud ni persona tan querida
como la pródiga. Nuestros mayores podían ayudarnos y lo único que deseaban era
ver hijos y más hijos. Mi tía se desplazó desde la ciudad con el único objetivo de
comprobar que estábamos bien; plantada bajo el toldo del carro que la había llevado
hasta allí, nos miró a los dos, desnudos de cintura para arriba y sucios como perros,
mientras cavábamos una zanja para canalizar los residuos.
—Ahora ya puedo morir satisfecha.
No le presenté a Eunice aquel día ni la llevé conmigo a la ciudad un mes más
tarde, cuando fui a visitar a mi tía. Aquello desencadenó otra de las salvajes peleas
que solían producirse entre ella y yo, que duraban toda la noche y me herían en lo
más vivo.
—¿Qué es lo que no poseo yo, Pommo, que me impida cruzar el umbral de la
puerta de tu tía? ¿No tengo la piel suficientemente delicada? Tal vez opines que mis
pantorrillas no tienen la forma adecuada. Piensa, amigo mío, que no habrían
aparecido las arrugas en mi rostro ni los músculos en las piernas de no haber tenido
que andar de acá para allá a tu lado en aquel infierno, ¡desagradecido! ¿Será que no
soy ciudadana? Si es así, tú puedes solucionarlo. Mueve los hilos que convengan.
¡Habla con tus elegantes amigos, los que convierten lo blanco en negro y lo negro
otra vez en blanco!
Salió de su interior la ira que hacía tanto tiempo que reprimía.
—Yo te diré por qué no me presentarás a tu tía. Porque aún hoy busca una esposa
para ti, como te buscó a Febe, la virgen, hace unos años. Busca a alguien respetable,
de una respetable familia ateniense, con la que puedas tener hijos que se inscriban en
los censos y no unos mocosos forasteros como los que te ofrecería una puta de fuera
como yo, que ni puede votar, ni sacrificarse, ni exigir su educación cuando te dejes la
piel en la guerra.
Un mediodía me encontró reflexionando junto a la tumba familiar; se le metió en
la cabeza de que mi corazón pertenecía a mi difunta esposa y no a ella. Me
avergonzaba de ella, dijo. No era apropiada para mí. No encajaba allí.
Una noche se incorporó en la cama poseída de cólera.
—Ahora me dejarás de lado.
Yo estaba exhausto y lo que menos me apetecía era aquello. Me pegó un
tremendo bofetón.
—En esta cama sobra alguien, Pommo. No puedo dormir al lado del fantasma de
tu esposa. Uno de nosotros debe marcharse. Sin darme cuenta, de mis labios salieron
estas palabras:
—Pues vete.
La mujer arremetió enfurecida.
—Te diré algo: la niñita de tu esposa está en la tumba. Tu hermana también está
muerta. Y mientras tanto yo vivo.
Le pegué un puñetazo con la misma contundencia que se lo habría pegado a un
hombre. Topó contra la pared y cayó. Me sentí horrorizado de haberle propinado el
golpe, de haber pegado a una mujer, aunque al mismo tiempo la culpaba totalmente
de lo sucedido. Sólo ella podía llevarme a tales extremos.
—Te avergüenzas de estar conmigo. —Eunice escupió la sangre que tenía en los
labios—. Tienes en menos la vida que hemos llevado juntos y te gustaría que
desapareciera, hacer como si no la hubieras vivido. Pues la viviste, Pommo. La
viviste. He sido tu esposa de hecho aunque no por contrato, y tú has sido mi marido.
Tú eres mi marido.
Empezó a sollozar. Me arrodillé junto a ella, brindándole consuelo con mis
palabras, aunque en el fondo lo único que deseaba era marcharme, o que se marchara
ella.
—¿Qué será de mí? ¿Podré tener por fin un hijo o habré de seguir negándomelo,
como mandas tú?
Me suplicó que la llevara lejos de Atenas, lejos de las expectativas de la familia y
de la movilización para la guerra. Habló de ciertos lugares que habíamos visto en
nuestros desplazamientos, de lugares donde uno estaba a salvo. «¡Vámonos!
Tenemos lo que nos hace falta: nuestras manos, nuestros corazones…».
A pesar de que estaba tan cerca de ella que su rodilla se levantó entre las mías y
sus manos, apoyadas en mi brazo, notaba el corazón alejado y solitario, separado de
ella por enormes espacios de silencio.
—Me dejarás de lado, Pommo. Lo leo en tus ojos. Pero no es de mí de quien te
alejas, sino de ti mismo. Ninguna mujer te ofrecerá jamás lo que te he ofrecido yo.
Vete. No voy a detenerte. Pero ten en cuenta esta profecía y verás cómo se hace
realidad: comerás —dijo—, pero no saciarás tu hambre. Beberás y seguirás reseco.
Copularás y no hallarás en ello placer. Te encontrarás en una encrucijada y te dará lo
mismo tomar uno u otro camino. Nada te llevará a ninguna parte hasta que vuelvas
en ti, hasta que vuelvas conmigo.
Jasón, amigo mío, me habían disparado contra las entrañas cabezas de bronce
engrasadas: más aún, había conseguido arrancármelas. Se habían derrumbado muros
de piedra sobre mi cabeza. Pero jamás en mi vida un golpe me había dado en el
corazón como las palabras de aquella mujer.
Presentaría una historia mejor diciendo que en aquella ocasión ella se marchó o
que me marché yo. Pero en realidad seguimos juntos otros once meses. Tuvo un hijo
y de nuevo con un hijo a mi cargo me enrolé como oficial de infantería en el
Pandora, bajo Menesteo, del escuadrón Titán a las órdenes de Camedeo, de la
división Trueno que mandaba Alcibíades.
Aquel invierno la granja se había arruinado. Teonoe, la esposa de León, había
conseguido el divorcio. Con un montón de cuentas pendientes e hijos que mantener,
mi hermano fue incapaz de resistir con tres meses de soldada y como mínimo un año
de paga de oficial. Se embarcó como jefe de sección bajo Lámaco. Telamón se hizo
cargo de una unidad de cincuenta mercenarios, arcadios como él. Mi hermano y yo
dejamos la granja a mis tíos. Destiné la mitad de mi paga a Eunice y las primas a mi
abuelo, como entrada de la deuda pendiente con él y toda nuestra familia por la
ayuda prestada.
No podía ganarme la vida en la tierra. Aquello no era más que el sueldo de un
soldado. ¿Qué otra opción me quedaba sino volver a la guerra?
XVII

UN DOCUMENTO DEL ALMIRANTAZGO

Permíteme, nieto mío, que te muestre algo. Se trata de la Orden de la Es cuadra de


zarpar hacia Sicilia, mejor dicho, una de los centenares de copias, redactada por
los demosioi, los secretarios de los navarcas. Toca el papel; no junco ni pasta sino
tela. Es tejido.
Era un documento pensado para que durara. Tenía que marcar época,
convertirse en un instrumento de prestigio que cada oficial legaría a sus herederos
de generación en generación. Ahora yo mismo te lo cedo, hijo mío, aunque no por
las razones previstas por sus creadores, ya que los designios de dioses son
incognoscibles.
El arconte de la Sección de Guerra se responsabilizó de la producción de este
documento, del que se distribuyó una copia a cada comandante de trirreme de la
escuadra, así como a todos los pilotos y capitanes de infantería, patrones de flota y
agrupaciones de oficiales, al Consejo de Generales, los cien miembros del Consejo
de Construcción naval y los Responsables de los Astilleros, además de los máximos
responsables y constructores privados, los maestros de aja, proveedores, veleros y
fabricantes de armamento, que habían construido y aprovisionado la flota. Yo
mismo trabajé en este documento, junto con otros seis oficiales, noche y día durante
siete meses.
Fíjate en lo que lleva debajo. Es una carta de piloto del Pireo, el Puerto Grande
y el Cántaros, que se extiende desde el fuerte y las instalaciones navales de Eitionea
hasta el Emporio y del Puerto Tranquilo a Acte, con indicaciones de sondeos en
flujo y reflujo, emplazamientos de todos los indicadores de canal, desde Diazeugma
a Efebio, incluyendo las distancias de dique a dique y los ángulos de triangulación
entre los cuatro faros y veinticuatro bancos, deforma que el patrón del buque
pudiera determinar, trazando acimuts hacia las distintas grímpolas, su posición en
un radio equivalente a la longitud del barco en cualquier punto del puerto. Este
grado de precisión fue establecido por Nicias y Alcibíades, con conformidad de
pareceres por una vez, y cada una de las trescientas sesenta y cuatro naves
principales de la flota podía así situarse en el punto que tenía asignado y la colosal
flota zarparía siguiendo un orden y una simetría espléndidos a ojos del humano y
agradables a los divinos.
En la cubierta se indican los puestos designados a los sacerdotes y magistrados.
Los cuadraditos situados a lo largo del canal navegable corresponden a las
barcazas
fijas construidas para el arconte principal, los cultrarios de las Diez Tribus y la
sacerdotisa de Atenea Poliacos, protectora de la ciudad, así como los sacerdotes y
guardianes de los santuarios de Agraulo, Enialio, Ares, Zeus, Talos, Auxo y
Hegemone. Cada jefe magistrado disponía asimismo de su propia barcaza, además
de unas tribunas de observación financiadas con fondos privados, que sumaban más
de doscientas y se extendían en una longitud de unos veinticinco estadios frente al
camino Sounio. El embarcadero, la Coma, se reservaba a los miembros del Consejo
y se encontraba engalanado, montado sobre unos escalones con vistas, al otro lado
del agua, al templo de Afrodita, señora de la navegación, en cuyo recinto
permanecían las delegaciones de mujeres, esposas y madres de los comandantes de
trirreme, vestidas de blanco, con varitas de tejo y jacinto. Al fondo de la bahía se
alzaba el altar de Poseidón, sobre el cual se sacrificó un toro en honor del mar.
Los estragos del tiempo han dañado mi vista; el documento que tienes en la
mano para mí no es más que una especie de mancha. No obstante, aún soy capaz de
ver, buque por buque, la espléndida armada desfilando ante mis ojos cincuenta
años atrás.
En primer lugar y en escolta de ceremonia avanzaban las galeras del estado,
Paralos y Salamina, las más veloces del mundo. Sus velas, como las de toda la flota,
se arrizaban sobre el obenque mayor a la espera de la orden de «¡A la vela!» al son
de la trompeta. Una vez impartida la orden, cada cabo se fue aflojando uno detrás
de otro, mientras los marineros encaramados en los aparejos soltaban la tela,
desplegándola con los pies al descender, de modo que, al igual que un banderín
encarado de repente con la brisa, las velas chascaron y se hincharon con tremendas
sacudidas. Surgieron los vítores de los millares que se habían agrupado en la orilla
cada vez que una nueva vela, adornada con un motivo que hacía honor a la
divinidad o heroína que daba nombre a la embarcación, se iba hinchando y
tensando. Eran todo velas ceremoniales, preparadas exclusivamente para la
ocasión, innecesarias hasta el absurdo, puesto que todos los buques avanzaban
exclusivamente gracias a los remos. ¡Pero su aspecto era magnifico! Se comentó
que habría bastado el suspiro de alivio de los auxiliares de los navarcas para poner
los barcos en marcha, ya que habían sentido tanto terror ante los malos augurios
sobre la calma o los vientos adversos.
La división de Lámacos avanzó primero, a pesar de que él mismo y su buque
insignia, el Hegemonía, habían llegado allí con el escuadrón para asegurar el cabo
y avisar a nuestros aliados corcírenses de la salida de la flota. Seguidamente se
movieron las naves rápidas, llamadas «degolladoras», en columnas de dos, dieciséis
en total, seguidas por las galeras de cincuenta remos, treinta y seis, flanqueando el
carguero, las tropas y los transportes de caballos que avanzaban compactos en el
centro. Estos, en número de ciento sesenta y siete, tardaron una hora en desfilar
ante las tribunas de revista.
Tras ellos avanzaban los buques de guerra, los trirremes, en formación de
escuadrón, diez y doce a lo largo y cuatro a lo ancho, con sus comandantes a la
izquierda, en el puesto de honor. En primer lugar, el Procne, de ciento setenta y
cuatro remos, la embarcación de Autocles, vicenavarca de Lámacos. Le
acompañaban los Pompo, Áyax, Ptolemais, Gorgona y Grampus, con velas carmesí
y la imagen de su animal guardián; seguidamente, Circe, Tordo, Hipólita, Zeama,
Carnero e Implacable.
Bajo la vela carmesí y el emblema del grifo aparecieron Pirpnous, Aliento de
fuego, la embarcación de Pitíades, el héroe de Cos. Le seguían los Indómito,
Dinamis, Traseia, Anfítrite, Euxinaia, Aquilea, Centaura, y las trillizas Tisífone,
Megara y Alecto.
El escuadrón Nereida bajo las órdenes de Aristógenes: Tetis, Pito, Panope,
Galatea, Balte, Alcíone, Euploia, Águila pescadora, Invencible, Empeño y Aianateia.
Seguidamente, Dos de la mano, Epítome, Vigilante, Contrabalanza, Temible y
Medusa.
Tridente, el buque insignia de Nicias dirigía la división de Océano, con las velas
moradas y gualda y el tajamar de tres puntas con revestimiento de bronce.
Flanqueándolo, avanzaban Tetis, Doris, Eurínome, Céfiro, Aias y Antígona, y a
continuación, los Mentor y Bahía de Maratón, las embarcaciones gemelas Stix y
Aquerón, financiadas por Gritón, el adepto de Sócrates. Le seguían los Lucha,
Castalia, Escila, Cécrope, con su recamado medio mujer medio dragón, y Afrodisia,
cuyo mascarón de proa, con los pechos descubiertos, había sido tallado por el
propio Fidias.
Luego los Tifón, Medea, Cerbero, Antesteria, Taurópolis, Clitemnestra, Miedo y
Discordia; Himno, Infatigable e Intrépido. Finalmente, Sintaxis, Hipotontis, Eleusis,
Hécate, Despiadado, Ostracón y Arete.
Venía después la división Relámpago, cuarenta y un buques, bajo las órdenes de
Alcibíades. Su timonel era Antíoco, sus comandantes de sección, Camedemos,
Menesteo y Adimantos. Por delante avanzaba el buque insignia, Artemisa, seguido
por Atalanta y Partenos, la Virgen, arrastrada por las Amazonas, Antíope, Hipólita
y Pentesilea, con los Iris, Áquila, Valor y Europa.
Seguidamente, Leaina, Leona, flanqueado por los Histeria, Temerario, Olimpia,
Furia, Sofia, Dánae, Rea, Psique y Eufranousa. Luego, Palladio, Sémele, Altea,
Ruiseñor y Leopardo. Hebe, Devastador, Dafne, Érebo, las tres Moiras, Cloto,
Láquesis y Atropo. Finalmente, Pandora, Veloz, Terror, Penélope, Lechuza, Corsario,
Necrópolis y Calipso.
Era la más imponente armada que había zarpado bajo el estandarte de una
ciudad. Tan densamente apretadas estaban las velas de la segunda y tercera
divisiones que su masa cortaba el aire de la primera. En la poca extensión de agua
que quedaba libre se apiñaban las pequeñas embarcaciones, de tal forma que
cualquiera habría podido pasar de Etión a Muniquia sin mojarse los pies. Debía de
haber como mínimo mil «embarcaciones enanas» con niños a bordo que iban
remando con tal ímpetu alrededor de los barcos de guerra que el propio empuje de
los remos les volcaba a puñados. Los niños gritaban de entusiasmo al hundirse,
agarrándose a las quillas de sus botes volcados.
Te noto impaciente, nieto mío. Quieres que pase al célebre incidente de las
columnas de Hermes. He aquí como me enteré yo de ello.
Faltaban veintiún días para la salida. Me había pasado yo toda la noche en
Asuntos Navales, atareado por un lado por finalizar este documento y por otro
recogiendo el despacho, que iba a trasladarse a los tinglados de la Coma en el
puerto. Junto con otros dos oficiales, mi amigo Orestíades, capitán del Resolución, y
el joven Pericles, hijo del gran Pericles y de la cortesana Aspasia, salí al rayar el
día de nuestro recinto del sótano. En la vigilia se había celebrado el Día de espigar,
el inicio de la siega de la cebada, durante el que se concedía a las viudas y
huérfanos unas horas para recoger el grano suelto y luego, una vez limpios los
rastrojos, se incendiaba la zona que queda entre la ciudad y Eubea. La neblina que
circulaba por el canal y se mezclaba con la bruma del mar proyectaba una
misteriosa cortina sobre la ciudad. Nos dirigíamos al mercado cuando nos adelantó
un agolpamiento de mujeres en la calle de los tejedores. Iban gimiendo y profiriendo
gritos de angustia.
Cogimos hacia la plaza del Consejo. Otra multitud clamaba allí. Dos esclavos
huían. Pericles agarró a uno de ellos y le preguntó qué ocurría.
—¡Han cortado todos los penes!
—¡Por Heracles, habla más claro!
—Las columnas de Hermes, capitán. ¡Toda la ciudad ha quedado sin vergas!
Durante la noche, un grupo o unos grupos de vándalos, cuya identidad se
desconocía, había hecho estragos en muchos puntos; se habían dedicado a
desfigurar las estatuas de Hermes que se erigían con sus falos erectos, como
representación de buen augurio, ante ciertas viviendas particulares y edificios del
gobierno. Los delincuentes habían derribado dichas protuberancias e incluso
destrozado los rostros de las estatuas.
¿Quién podía haber cometido tal atrocidad? Ninguna sentencia que no
implicara la pena de muerte podía castigar una profanación como aquélla. No
habían violado tan sólo un clan o tribu sino la propia confederación, la divinidad
que protege a todo viajero y apoya el sistema político de nuestra ciudad. La multitud
—presa de terror ante la idea de la venganza de los cielos que iba a desencadenarse
ante tal arranque de maldad, por no hablar del mal augurio que representaba todo
ello para la flota— iba mascullando ya los nombres de algunos conocidos
malhechores. Enseguida aparecieron grupos de vigilancia. La multitud estaba
enfurecida.
Recuerdo la consternada expresión del rostro de mi compañero, el joven
Pericles. No quedaba más que él en una familia tan devastada por la peste y la
guerra como eslabón entre Alcibíades y Pericles padre. Por esta razón, y también
por el talento del joven, Alcibíades le había sujetado con firmeza, más como un
hermano mayor que como un primo lejano; Pericles le apreciaba sin reservas.
—Eso es obra de Androcles —dio enseguida el joven—. De él o de Filaidas,
conchabados con Anito y los de su ralea. —Nos hizo reparar en unos hombres que
circulaban por allí enardeciendo a la muchedumbre. Tenía que tratarse de unos
provocadores, reclutados para fomentar el malestar—. Acusarán a Alcibíades. He
de encontrarlo e informarle enseguida.
Aquella mañana se presentaron cargos contra Alcibíades. Aparecieron testigos,
esclavos y libertos; los primeros habían sido torturados y a los segundos se les
garantizó la inmunidad. En la rueda, muchos fueron los que pronunciaron el
nombre esperado por sus torturadores. En la Asamblea, Pitónicos, Androcles,
Tésalo y Anito pidieron la pena de muerte.
Se presentó Alcibíades y rechazó tales acusaciones, calificándolas de torpe
intento por parte de sus enemigos de achacarle un delito que sólo podía cometer un
demente. ¿Acaso sus enemigos creían que era estúpido para llevar a cabo una
atrocidad semejante en vísperas del triunfo que más anhelaba, de sabotear su
propia causa de una forma tan absurda?
Alcibíades negó todos los cargos y exigió que se le procesara de inmediato.
Había que olvidar aquella histeria antes de que la flota se hiciera a la mar. Sin
embargo, sus enemigos, apoyados por Procles, Eutidemo, Hagnón y Mirtilo,
presentaron otras acusaciones, entre las que cabe citar la de profanación de los
misterios. Los acusadores presentaron esclavos y guardianes que, bajo garantía de
inmunidad, hablaron de una serie de veladas en casas particulares durante las que
Alcibíades y otras personas de su círculo, ataviados con vestimentas sagradas como
mofa y brincando con ánimo de caricaturizar a los sacerdotes e iniciados en los
misterios, se habían divertido organizando parodias de iniciaciones, faltando
gravemente al respeto a la divina Deméter. Hicieron hincapié en tales delitos
considerándolos no sólo como ultrajes contra los dioses, que por sí solos merecían
la pena de muerte, sino también como prueba del desprecio demostrado por sus
autores hacia la misma democracia. Se consideraron acciones propias de un futuro
tirano, de alguien que se situaba por encima de todas las leyes.
Alcibíades no fue el único acusado; un sinfín de personas, podríamos hablar
incluso de centenares, de todos los bandos, salieron en las declaraciones de los
informadores. El pueblo consideraba que había llegado a tal extremo la
profanación que no podía achacarse más que a una coalición, o a unas coaliciones
en connivencia con otras de ideas parecidas, con el objetivo de derrocar a los
gobernantes.
Empezaron las rondas de detenciones. Se presentaba un informante de una
facción que podía ofrecer entre cincuenta y setenta nombres. Inmediatamente
después aparecía un segundo títere, como portavoz de la facción acusada, para
denunciar a los que habían denunciado a los suyos.
El pueblo, aterrorizado, los metía a todos en la cárcel. Las detenciones duraron
días, y no sólo las llevaban a cabo las autoridades en conformidad con el debido
proceso, sino también grupos armados que se dedicaban a buscar a las víctimas por
la calle e incluso en sus propias casas. El ágora permanecía desierta; nadie se
atrevía a acudir a ella por miedo a las detenciones. Se hacía caso omiso a las
convocatorias del tribunal; los mismos magistrados temían que se les detuviera a
ellos. Tan grande era el caos en la Asamblea que no sólo se aplazaban las sesiones
a causa de los disturbios sino que se suspendían del todo. El dominio del terror no
amainó con el tiempo; al contrario, exacerbado por sus propios desafueros, se
agudizó e intensificó hasta situar al estado en el umbral de la anarquía.
¿Qué había desatado la locura en la ciudad?
Personalmente, opino que la razón era Sicilia: el miedo que sentía el pueblo
ante una empresa que marcaba un hito, así como el miedo a su impulsor y a su
monumental orgullo. Recuerda, nieto mío, que a Alcibíades no le faltaban enemigos.
Como el rayo, su ambición desataba la desconfianza y el odio tanto de los
demócratas como de los oligarcas. Los aristócratas le temían como traidor a su
clase. Consideraban que les había vendido para llevar adelante su ambición de
paladín de las masas. En opinión de los nobles, la expedición siciliana no iba a
reportar más que su propia extinción. Suponiendo que Alcibíades volviera victorioso
—algo innegable, apoyado por aquella insuperable flota—, ¿qué haría en cuanto
desembarcara? Con el visto bueno de la plebe, se erigiría en tirano. Y no demoraría
durante mucho tiempo su segunda ofensiva, o eso creía la aristocracia terrateniente,
a saber, arrancarles el poder y quitarles la vida. Los enemigos de Alcibíades que
pertenecían a la nobleza lo veían así.
En cuanto al pueblo llano, sus enemigos eran igual de virulentos: los bribones
de poca monta que habían alcanzado la fama a hombros de la multitud antes de que
les arrebatara el consenso. Hipérbolo, el archidemagogo, a quien había conseguido
desterrar Alcibíades gracias a la conspiración; Androcles, su sucesor, quien le
guardaba rencor y quería tomarse el desquite por lo de su amigo; Cleónimo, el más
redomado sinvergüenza; Tidipo, Cleofón y el bravucón Arquedemos. Aquellos
villanos se caracterizaban por su salvaje astucia y desvergüenza. No había
atrocidad imposible para ellos. Sabían manipular los instintos más bajos del pueblo
y nada los detenía en el camino de alcanzar sus objetivos.
Lo que nos lleva de nuevo a la demencial hazaña de la mutilación de las estatuas
de Hermes. ¿Quién podía llevar a cabo algo semejante? Ambos extremos tenían el
mismo incentivo, y la misma falta de escrúpulos. ¿Y por qué había de reaccionar el
pueblo con tanta histeria?
Polémides, en su relato sobre el fracaso en Sicilia, habla de la táctica de acoso
que empleó el enemigo con nuestro ejército en retirada. El enemigo, aparte de
concentrar su ataque en toda la columna, se concentraba también en un punto de la
retaguardia. Tenía como meta infundir el pánico en un sector para que éste lo
transmitiera, como ocurre con frecuencia en grandes concentraciones de hombres,
al resto.
Una ciudad puede ser también presa del pánico. Un sistema de gobierno puede
hacerse añicos.
Lo pernicioso del pánico es que incluso el hombre más valiente se siente incapaz
de resistirlo y o bien queda anonadado o huye despavorido, lo que le iguala al
cobarde.
Por aquella época conocía yo a un tal Bías, oficial dé un barco, condecorado
tres veces, a quien no podía achacársele una acción reprobable. A pesar de ello, lo
detuvieron y lo condenaron a muerte. Desesperado el hombre, recurrió a la
siguiente táctica: se declaró culpable de unos delitos no cometidos y, con la
inmunidad garantizada, prometió decir los nombres de quienes habían conspirado
con él. Citó entonces sólo los de aquellos que habían sido ya denunciados por otros
o habían huido de la ciudad y se encontraban a salvo. Funcionó la estratagema, lo
liberaron. Pero uno de los hombres que él había citado, Epicles, hijo de Automedon,
aún no se había marchado; lo detuvieron y lo ejecutaron. Polites, hermano de
Epicles, consternado ante aquello, se presentó en casa de Bías, lo sacó a la calle y
lo mató a plena luz del día y nadie se atrevió a acusarle por ello.
Las situaciones límite, multiplicadas por mil, tenían atenazada la ciudad.
Imagínate que tu amigo te coge aparte y te pregunta en honor de la amistad: «Dime
la verdad: ¿tienes alguna información sobre los culpables?». Si es así, y se lo
confiesas, puede que dicho amigo informe en contra tuya, bajo presión, nunca se
sabe. De modo que le dices la verdad como si fuera una mentira o una mentira
como si fuera la verdad, y él, a su vez, hace lo mismo. Así, el amigo se ve
perjudicado por el amigo, incluso el hermano por el hermano, puesto que en un
ambiente de terror y de desconfianza uno no puede fiarse ni de su propia sombra.
Al final, cuando todos los soplones hubieron cantado y los informadores fueron
descolgados del potro de tortura, salió a la luz que había llevado a cabo aquellos
excesos un grupo político de cien miembros. En mi opinión, una flagrante estupidez.
Arremetieron como críos resentidos, sin tener idea de los males que
inconscientemente podían desencadenar.
Recuerda lo que vio Euriptolemo, y contó nuestro cliente Polémides, aquella
tarde en Viento Fresco, la taberna del puerto. Manifestó que en el alma de Atenas
confluían dos corrientes enfrentadas: el antiguo sistema, que venera a los dioses, y
el moderno, que convierte a la propia ciudad en dios.
Quien se rebelaba entonces era el antiguo sistema. Aquellos jóvenes aristócratas
descerebrados habían mutilado de noche a las divinidades de la ciudad y aquello
infundió en las masas el terror divino. El baluarte que aguanta toda sociedad tembló
y se desmoronó ante la afrenta hecha a los dioses. A partir de entonces, la audacia
de montar aquella espectacular empresa allende los mares se convirtió para ellos en
el orgullo que atrae las iras del Olimpo. Les falló el coraje. Recordaron la peste y
los barcos que volvían a casa con las cenizas de sus hijos. Al contemplar las rotas
estatuas de Hermes, del que acompaña a los hombres al otro mundo, temieron
el
infierno y sintieron terror de los dioses. La flota de Sicilia les pareció la armada de
la fatalidad. Retrocedieron ante la envergadura de su propia ambición y,
enardecidos por aquellos que tenían como objetivo sacar provecho de la situación,
atacaron a su artífice.
Se había ejecutado a muchos. Otros tantos se consumían en la cárcel; huyeron
de la ciudad por centenares. Pero a pesar de todo, los enemigos de Alcibíades no se
atrevían a detenerle, pues conocían el apoyo que tenía en la flota y el ejército, entre
los marineros de fuera y los aliados. Optaron por atacarle con rumores y
difamación. Según decían, se preparaba contra él un cargo por traición. Corrían
rumores de que Alcibíades se había aliado con Esparta para destruir la flota. Sus
enemigos mancillaban la memoria de su padre y de sus abuelos, citando el origen
lacedemonio de sus nombres, y el del mismo Alcibíades, desacreditando incluso sus
heroicas muertes en combate contra los persas, al recordar que habían luchado
aliados con los guerreros de Esparta. Ni tan sólo quedó intacta la memoria de
Amiclas, la nodriza lacedemonia de Alcibíades. Ya de recién nacido, afirmaban sus
enemigos, Alcibíades había «mamado del pecho de Esparta».
Mi compañero, el joven Pericles, preocupado por la suerte de su familiar, fue en
busca de él una mañana.
—Era aún pronto, aquella hora en la que las sombras se alargan y los
vendedores del mercado todavía no han montado sus tenderetes, cuando Orestíades
y yo dimos con él en el Liceo. La plaza estaba desierta; él hablaba con Sócrates, los
dos desdibujados entre la neblina matinal, bajo el plátano que se alza en la colina,
por encima de la fuente. Tan enfrascados estaban los dos que mi compañero y yo
nos detuvimos a una cierta distancia, pues no deseábamos importunarles.
»Alcibíades permanecía ante el filósofo en una postura de abatimiento. En mi
vida le había visto tan castigado o contrito. Le colgaba la cabeza; las lágrimas
descendían por sus mejillas. Sócrates le había colocado la mano sobre el hombro,
con gesto amable. Le hablaba en voz baja aunque con cierta fuerza. De repente,
Alcibíades apoyó una rodilla en el suelo y hundió el rostro en la capa de su maestro.
A pesar de que nos encontrábamos lejos, mi compañero y yo veíamos el
estremecimiento de sus hombros al emitir aquellos desgarradores sollozos. Nos
retiramos al unísono, ya que no deseábamos que se nos viera ni que nuestro amigo
supiera que habíamos estado allí.
A pesar de la insistencia de Alcibíades en que le procesaran sin demora, sus
enemigos habían conspirado para aplazar la comparecencia. Sabían que si
permitían que su adversario hablara ante un jurado, arrastraría al pueblo hacia él.
Sus enemigos le querían fuera, en el mar con la flota, para poder procesarle sin
estar él presente, para que no pudiera hablar en defensa propia.
Durante aquella terrible experiencia, Alcibíades siguió con sus sesiones de
preparación física y pendiente de la flota. Una mañana me encontraba yo en las
dependencias de las fuerzas expedicionarias, situadas temporalmente en un almacén
junto al puerto, cuando llegó Alcibíades. Le acompañaba su preparador; venían
directos del gimnasio y tenían aún la piel moteada por el polvo del foso de lucha. Vi
a Alcibíades muy angustiado.
—¿Qué más quieren de mí? He entregado todo lo que poseo a la ciudad, mi
fortuna, hasta el último óbolo, ¡y ahora hasta difaman la memoria de mis padres!
Estaba impaciente por acudir ante el tribunal. Que el demos le declarara
culpable enseguida y siguiera con la locura cuando estuviera ya muerto.
—Ya no puedo soportarlo más. ¡No puedo!
Tenía el pelo enmarañado y apelmazado de sudor. Andaba descalzo, desnudo de
cintura para arriba, con el aspecto, imaginaba uno, de Aquiles en su tienda ante
Troya, enfurecido por los malos tratos de Agamenón. De pronto su hombro rozó con
un montón de loza y tiró sin darse cuenta unos cuantos recipientes al suelo.
—¡Qué me carguen también eso en cuenta!
A fin de desviar la atención de Alcibíades hacia una cuestión menos dolorosa,
un oficial presentó una serie de documentos de los navarcas, que exigían la
aprobación de Alcibíades y confirmaban la disposición de la flota para hacerse a la
mar. Aquello intensificó aún más su desánimo.
—¿Quién tiene la culpa de esto? —Se estrujó el pelo con los dedos—. Nadie más
que yo. Nadie más que yo.
Habían pasado por las puertas del embarcadero unos cuantos capitanes, que se
iban reuniendo junto a él, dándole fe de su lealtad. A Alcibíades se le empañaron los
ojos; por un momento pareció vencido. Luego, observando la consternación en los
rostros de sus compañeros, captó el aspecto cómico del gesto y estalló en una
carcajada.
—Animo, amigos míos; nuestros enemigos sólo me han apuñalado con la pluma.
De mi cuerpo mana tinta, no sangre.
Empezó a andar por el embarcadero, seguido por los oficiales, y desde sus
tablas se zambulló en la bahía. Se oyeron unos vítores; una serie de manos tiraron
de su cuerpo, que chorreaba. Le colocaron una capa sobre los hombros. Los
hombres le rodearon.
—Al diablo con esos chacales —saltó un capitán denominado Euríloco—. Que el
mar nos quite de encima sus mentiras.
Patroclo, otro capitán de trirreme, lo secundó con pasión.
—Olvidémonos del juicio —apremió a Alcibíades—, y embárcate ahora mismo
con la flota.
—Dios no creó un bálsamo mejor que la victoria.
Alcibíades se detuvo, claramente consciente de la resonancia del nombre de
aquel hombre y de su glorioso antepasado, el bienamado compañero de Aquiles.
—Patroclo, amigo mío, ¿acaso tu nombre es un presagio? ¿Será mi cólera, como
en el caso de Aquiles, la causa de tu muerte y la mía?
El instante quedó suspendido como una espada de un hilo. Luego aquellos
hombres exclamaron al unísono:
—¡Sicilia!
Alcibíades les miró.
—¿Vamos a zarpar, hermanos, dejando enemigos a nuestra espalda?
—¡Sicilia! —retumbaron con más ardor las voces.
Allí mismo, más allá de su hombro, las embarcaciones de la flota esperaban
balanceándose sobre el ancla, una línea tras otra, saturando el puerto, mientras él,
que con su voluntad y ambición había dado a luz aquella armada y la había
dispuesto hasta el último detalle, daba un paso atrás con gravedad, sopesando en lo
más profundo de su corazón la decisión que la necesidad y su propio destino le
había obligado a tomar a él y a su propio país.
—¡Sicilia! —exclamaron una y otra vez los oficiales—. ¡Sicilia!
Libro IV

SICILIA
XVIII

UN TRASTORNO DE MEMORIA

Antes de ir a Sicilia [prosiguió Polémides] jamás había luchado en la marina. Las


técnicas de la lucha en el mar eran nuevas para mí. No conocía nada de los dos
contra uno o los concéntricos, de la penetración o la reducción; en mi vida había
arrojado una jabalina arrodillado ni me había precipitado por el puente de un trirreme
de forma que mi peso y el de mis compañeros hiciera descender la dirección del
espolón de proa a fin de que este destrozara por completo al enemigo bajo la línea de
flotación.
He tenido una pesadilla aquí en la cárcel, que se ha ido repitiendo noche tras
noche. En el sueño me encuentro en Sicilia, en el Puerto Grande de Siracusa. De
nuestras ciento cuarenta y cuatro naves de guerra, el conjunto de las flotas de Atenas
y de Corcira, quedan tan sólo cincuenta a punto para la lucha. Estas han ido a parar a
la costa, bajo el Olimpieón y forman un amasijo junto a la empalizada. Las naves de
guerra siracusanas y corintias se dirigen hacia nosotros; las hachas de sus infantes
atacan las torres con sus pesados «delfines», mientras los arqueros nos lanzan
cabezas de hierro.
Fuera, en el puerto, nuestras embarcaciones se queman y se hunden. A lo largo
de la costa espera la infantería enemiga. En el lugar en que me encuentro, en la
empalizada, el enemigo continúa avanzando. Ataque y retirada, ataque y retirada.
Qué acierto el de estos hijos de perra. Llevan ya diez horas y las espadas todavía
golpean al unísono. Caigo hacia atrás por los golpes. La superficie se ve atestada de
flechas, jabalinas y remos hechos trizas. Las fuerzas me abandonan. Pasa una
embarcación. Me estoy hundiendo definitivamente cuando me despierto presa de
terror.
Sé por experiencia que en determinados momentos de la batalla o en otros de
peligro extremo, la realidad tal como se experimenta normalmente se ve sustituida
por un estado como de ensueño en el que parece que los acontecimientos se
desarrollan con una lentitud majestuosa, una demora que casi se diría de holganza, y
entonces nosotros mismos nos situamos aparte, como observadores de nuestro propio
peligro. Una sensación de asombro lo invade todo; uno se hace consciente vívida,
prodigiosamente, por un lado del peligro y por otro de la belleza. Vemos y valoramos
con entusiasmo tales sutilezas en el juego de la luz sobre el agua, incluso cuando su
superficie ha adquirido un tono coralino con la sangre de los camaradas a los que
tanto apreciamos o con nuestra propia sangre. Entonces la persona es capaz de decir
para sus adentros «ahora voy a morir», y asimilarlo con ecuanimidad.
A mi hermano le fascinaba este fenómeno del trastorno. Afirmaba que era
producto del miedo. Un miedo tan aplastante que arranca de la carne el espíritu que
la anima, al igual que en la muerte. En momentos como aquéllos, según León, en
realidad estamos muertos. Ha desaparecido el elemento del alma. Debe buscar su
recipiente carnal y volver a habitar en él. En alguna ocasión, afirmaba León, el alma
no deseaba hacerlo. Se encontraba más a gusto en el lugar al que había accedido. Se
trataba de la locura de la batalla, mania maches; el alma perdida, la «mirada de mil
estadios».
León estaba convencido de que la ambición también era capaz de arrancar el
alma del cuerpo, como podía hacerlo el amor apasionado, la avaricia o el poder del
vino y las drogas. Aseguraba que ciertas formas de gobierno, o de desgobierno,
arrebataban el alma del pueblo. Pero me estoy apartando de nuestro relato.
Debes tener paciencia conmigo, amigo mío, si los recuerdos de aquellos días se
van sucediendo en la mirada interior como restos de naufragio y desechos del mar,
desatados de los amarraderos del tiempo. Así se encuentra Sicilia, o circula a la
deriva, en mis recuerdos: ni como un sueño ni como una realidad, sino como un
tercer estado, apresado de nuevo en forma tan sólo de fragmentos, como una batalla
que se entrevé a través de la niebla sobre el mar.
Recuerdo la víspera del día en que reclamaron a Alcibíades. Nos encontrábamos
en Catane, en Sicilia, llevábamos tres meses fuera de Atenas. León y yo nos
habíamos embarcado en unos puestos que no se encontraban directamente bajo el
mando de Alcibíades, aunque éste había ordenado que nosotros y otros a los que
conocía dé tiempo atrás fuéramos asignados a su cargo. Deseaba contar con hombres
de confianza. Y quería presentar el grupo mejor coordinado cuando abriera
negociaciones con las ciudades sicilianas.
Naxos se pasó a nuestro lado inmediatamente; Catane, después de un cierto
forcejeo. A Mesana le bastó un ligero empujón. Llevó una delegación de cuatro
naves a Camarina, la cual, pese a ser dórica, había sido aliada de Atenas en otro
tiempo y, según afirmaban los agentes, estaba a punto de caer. Sin embargo, había
atrancado sus puertas e incluso se negó a permitirnos el desembarco. Alcibíades
ordenó que la minúscula flotilla volviera a Catane. Cuando llegó allí, le estaba
esperando la galera del estado, Salamina, con unas órdenes que revocaban su mando.
Estaba yo con Alcibíades cuando apareció el capitán de la Salamina,
acompañado por dos enviados de la Asamblea. Ambos procedían de Escambónidas,
como el mismo Alcibíades, quien los conocía bien y por ello no le despertaron
recelos. Iban todos desarmados. Los oficiales presentaron los documentos
pertinentes y le ordenaron que les acompañara a Atenas, donde sería juzgado por
impiedad, profanación y traición. Lamentaron la desafortunada naturaleza de su
misión. Precisaron que, si así lo deseaba, Alcibíades podía seguirles con su propia
nave, sin necesidad de subir en calidad de prisionero a bordo de la Salamina. Pero
tenía que embarcar cuanto antes, a lo más tardar por la mañana.
Aquella noche no se habló más que de la perspectiva de un golpe de estado.
Nicias y Lámacos llamaron a los infantes, entre los cuales nos encontrábamos León y
yo; estábamos de vigilancia, ocho en cada nave, repartidos en compañías armadas
que patrullaban la orilla.
Unos años después serví en el Calíope con Pericles el joven. Antíoco había sido
su oficial y mentor en la guerra naval. Según el propio Pericles, Antíoco le había
comentado que Alcibíades, previendo la citación para el proceso, había estado
organizando durante meses una campaña mediante el correo entre sus aliados que
seguían en Atenas, cuyo objetivo era conseguir una nueva formulación de los cargos
presentados contra él y la retirada de la acusación de profanación, la única que le
inspiraba un franco temor por el horror que provocaba en el pueblo. Las cartas que se
recibieron dos días después confirmaron que se había logrado el objetivo. Éstas eran
las noticias que había estado esperando Alcibíades. Estaba convencido de que
conseguiría imponerse ante tal reducción de cargos, defendiéndose a sí mismo ante
la Asamblea. Ahora bien, allí, en la ribera de Catane, los enviados le informaron, al
parecer sin conciencia de sus consecuencias, de que no se habían retirado los cargos
por profanación. Habían traicionado a Alcibíades, de forma inteligente y ya era tarde
para responder con un contraataque.
Entre los consejeros de Alcibíades, Mantiteo, Antíoco y su primo, también
llamado Alcibíades, fueron los que más presionaron para dar un golpe de estado,
mientras que Euriptolemo y Adimantos se oponían a él. Quienes abogaban por dicha
reacción instaban a Alcibíades a hacerse con el mando de la expedición allí y
entonces, encarcelando o, en caso de que fuera necesario, dando muerte a quienes se
negaran a situarse a su lado. Los radicales no se conformaban con esto: proponían
abandonar la campaña de Sicilia y poner toda la flota rumbo a Atenas, donde
Alcibíades, apoyado por el ejército y la marina, se declararía amo y señor de la
ciudad.
Fue el propio Alcibíades quien rechazó la propuesta.
—No voy a tomar a Atenas como amante —afirmó—, sino como esposa.
Muchos se burlaron de aquella frase, tachándola de fácil y falta de ingenio,
manteniendo que Alcibíades aceptaba el acuerdo de la Asamblea porque estaba
convencido de que tenía en Atenas suficientes aliados para hacer triunfar su causa; o
bien que sus agentes habían ya sobornado suficientes testigos como para conseguir la
exoneración. Yo no lo creo. Creo que pensaba exactamente lo que dijo. Y no lo
afirmo en defensa del hombre, a fin de presentarlo como caballeroso o digno de
honor (si bien puede afirmarse de él tanto lo uno como lo otro) porque hay que tener
en cuenta que tal afirmación denota una arrogancia por un lado suprema y por otro
pasmosa.
Estoy seguro de que sus sentimientos debían ser éstos. Atenas no era para él una
ciudad a la que servir sino una consorte a la que seducir; obtenerla de cualquier otro
modo que no fuera por su afecto espontáneo hubiera sido un deshonor para ella y
también para él. No ansiaba el amor y el poder sino las dos cosas, que se
fundamentaban y alimentaban mutuamente.
Para entonces yo no había pensado en nada de esto, cuando los enviados le
presentaron su requerimiento junto al Artemisia, varado allí. Estoy convencido, sin
embargo, de que todos comprendieron la reflexión de Alcibíades. Le miré a los ojos.
No vi en su expresión odio ni deseos de venganza, a pesar de que estos sentimientos
marcaron su conducta posterior. Percibí en él la tristeza. Creo que en aquel instante
supo situarse aparte de su destino, como el hombre que se encuentra en una situación
de máximo peligro, al que se eleva para ofrecerle una perspectiva amplia del campo
de batalla. Al igual que un jugador experto, Alcibíades percibía la jugada y la réplica
con gran antelación; ninguna auguraba nada bueno y sin embargo él no era capaz de
idear un golpe maestro que pudiera librar a su ciudad de aquel terrible final.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Euriptolemo, su primo.
Alcibíades le dirigió una mirada grave, sin parpadear.
—No volveré a mi país para que me asesinen, eso es seguro.
XIX

CRÓNICA DE UN CONFLICTO

Alcibíades huyó en Turi. Primero hacia Argos, según dijeron los hombres, luego a
Elis, cuando las cosas empeoraron, a un paso de los informadores atenienses y los
buscadores de recompensas. Mi hermano se encontraba entre los que, a bordo del
Salamina, le persiguieron a lo largo de la bota italiana.

… la tan cacareada flor y nata de las naves estatales es una buena


invención, hermano. Pese a pertenecer al culto de Ayax, y ser por ello
hermanos de su presa, le persiguieron como a un perro rabioso. En Padras
se rumoreaba que se había refugiado en una posada; nuestra partida de
reconocimiento incendió el lugar de noche, y por poco no quemamos a un
puñado de inocentes, aunque no nos detuvimos para ofrecer compensación
por el daño; al contrario, otro rumor sobre el paradero del hombre a quien
acosábamos nos llevó a seguir perdiendo el tiempo. Esos hijos de su madre
no cejan en su empeño, Pommo. Torturaron a un pobre zagal que no tenía
más de doce años. Seguidamente le tocó el turno a un pescador. Esos
herederos de Eurísaces se lo llevaron a una distancia de dieciséis estadios,
arrojaron primero a uno de sus hijos al agua, luego al otro y por fin le
ahogaron a él. Éstas son las proezas que llevan a cabo los oficiales del
ejército sin inmutarse, entre risas.
Sin duda temían las consecuencias de volver a casa sin haber cumplido
su cometido; aunque no es tan sólo eso, Pommo. ¿Cómo pueden odiarle
hasta tal punto? ¡Sus propios hermanos! Su fanatismo es más despiadado
que el de los que nos oponían resistencia en las islas. Incluso estas palabras
que he escrito tendré que sacarlas clandestinamente. Si esos pájaros les
echan el ojo, me desollarán y extenderán mi piel, así como la tuya, sobre la
primera puerta que encuentren.

Alcibíades no fue el único al que reclamaron en Atenas para ser juzgado.


También acusaron a Marititeo, capitán del Penélope, a Antíoco, el mejor timonel de
Grecia, a Adimantos y al primo de Alcibíades, su homónimo. Además citaron a otros
seis oficiales.
Según mi primo Simón, que se encontraba en Atenas:
… la Salamina volvió. Pero no Alcibíades. Éste puso pies en polvorosa
en Italia al enterarse de que la Asamblea le había condenado a muerte en
ausencia, aunque probablemente ya estés al corriente de ello. «Se enterarán
en Atenas —comentan que dijo— de que estoy vivito y coleando».

Llegó el invierno. Con la ausencia de Alcibíades y sus compañeros, la flota,


aparte de haber perdido a sus oficiales más intrépidos y emprendedores, tampoco
contaba con los que con más fervor seguían en la expedición. Compartían el mando
Nicias y Lámacos. De golpe había desaparecido toda la iniciativa. En lugar de
avanzar con vigor contra las ciudades de Sicilia, apartando a Siracusa de sus aliados
naturales, Nicias dio un paso con cierta desgana encaminado a intimidarla, para
ordenar seguidamente a la flota que se retirara a Catane a pasar el invierno. Allí me
consumí yo durante dos meses antes de que enviaran el Pandora a Iapigia, en busca
de caballos para la caballería. Allí estaba también León en el Medusa.
La Iapigia, como bien sabrás, es el tacón de la bota de Italia. Allí sopla un viento
de mil demonios, con unos temporales que los nativos no griegos denominan
nocapelli, cabeza calva. A pesar de todo, uno recibe todas las noticias; todas las
embarcaciones hacen escala en Caras, y las tripulaciones, cargadas de chismorreos,
se alegran de encontrar un agradable fuego ante el que poder explayarse. León y yo
tuvimos noticias de nuestro comandante huido gracias a un capitán de cabotaje del
Tirreno que las traía de un contramaestre de Corinto que había superado el bloqueo
de Conón en el golfo. Dicho corintio acompañó a su capitán a Esparta; pasó dos
noches en el Hiacinteón e incluso se le permitió cruzar los pórticos de la apella, la
Asamblea, donde se permite en alguna ocasión a los forasteros asistir a los debates.
Alcibíades no había huido hacia Italia ni tampoco hacia la luna, nos comunicó el
informador. Estaba en Esparta.
—Y no cuelga de la horca. Está libre, mostrando todo su esplendor, y es el centro
de atracción de toda Lacedemonia.
Dicha información fue recibida con silbidos de incredulidad por parte de los
infantes que se agolpaban en la sala.
—El gallito vanidoso —siguió el capitán, impasible— que en la Asamblea de
Atenas apareció envuelto en púrpura, dejando que su túnica se arrastrara por el suelo,
el mismo disoluto y libertino, es decir, este ateniense típico, ahora en Esparta ha
experimentado un cambio y ha dado nacimiento a un nuevo Alcibíades, al que no
reconoce nadie de los que le conocieron anteriormente.
»El nuevo Alcibíades se atavía con la sencilla tela escarlata espartana, camina
descalzo, la rizada cabellera suelta hasta los hombros, al estilo lacedemonio. Come
en la mesa común, se baña en el glacial Eurotas y se acuesta todas las noches sobre
un lecho de juncos. Cena un caldo negro y toma vino con suma moderación. Su
discurso es parco, se diría que las palabras son oro y él es un avaro. Al alba puede
vérsele corriendo a campo traviesa, empapado de sudor, entrenándose para la
carrera. Más
tarde se le encuentra en el gimnasio o en las pistas atléticas, sumergiéndose en la
práctica con una pasión que supera incluso la de los más apasionados y hábiles
huéspedes. En resumen: el hombre es ahora más espartano que los espartanos y por
ello le idolatran. Los muchachos le siguen adonde quiera que va, los Iguales se
pelean por llamarle amigo y las mujeres…, fácil de imaginar. Las leyes de Licurgo
promueven la poliandria, como bien sabéis, de modo que hasta las mujeres casadas
pueden aspirar abiertamente a este dechado de virtudes, de quien todos afirman:

… no es un segundo Aquiles,
antes bien el propio Aquiles en carne y hueso.

Los marineros respondieron con un rumor de golpes de nudillos contra los


bancos. Más tarde, León y yo interrogamos al capitán tirreno aparte, con más calma.
¿Qué le había dicho su amigo sobre las intenciones de Alcibíades? Estaba claro que
no había levantado el campamento para ir a Esparta a jugar a la pelota o entrenarse
para las carreras.
—Ésta es una vela que aún no he desplegado, compañeros. Dudo que os hubiera
movido a la sonrisa.
—Extiéndela al viento, amigo.
—Trabaja contra vosotros, hermanos, con todas sus fuerzas. Con la misma
avidez con la que hizo la corte a Atenas en el pasado, trama ahora su ruina. Sabéis
que los lacedemonios son hogareños y cuánto les cuesta pasar a la acción. Pues bien,
Alcibíades les ha transmitido el fuego ateniense en sus discursos y ha conseguido
que esos estúpidos despertaran de su modorra.
»Los espartanos mantenían que el destino de Sicilia no afectaba a sus intereses.
Alcibíades les convenció de lo contrario. ¿Quién, les preguntó, ha de conocer el
objetivo de la expedición mejor que su propio autor? Y éste, según él, no es Sicilia,
ni Italia, ni Cartago aunque la conquista de estas tierras servirá de trampolín para la
meta final: la conquista de Esparta. En términos más que apasionados exhortó a sus
huéspedes a enviar a Siracusa toda la ayuda posible, al tiempo que les daba otros
consejos para esparcir el mal entre sus compatriotas.
Volvimos a Catane en primavera. El lugar me pareció aún más lúgubre de cómo
lo recordaba. Estaba bajo toque de queda. Las pagas llegaron con retraso, y no en
forma de monedas sino de vales; todos los días de paga se producían peleas. Simón
refiere la opinión que se tenía en nuestra patria de Alcibíades:

… la Asamblea ha llegado al punto de promulgar una moción de


imprecación; los sacerdotes eumólpidas lo maldijeron. ¡Qué homérico! Se
agruparon tantos que se desencadenó una revuelta. Y no hablo en broma,
Pommo. Alcibíades buscará sin duda llevar al ejército espartano contra
vosotros o cuando menos lo convencerá para enviar a un hábil estratega.
Venced rápidamente, primo. O mejor dicho, volved a casa.

El segundo día de muniquión, el ejército partió hacia Siracusa. León llevó


consigo a su nueva mujer, Berenice. Lo teníamos casi todo en común, incluso la
correspondencia. Cuando acabé de leer en voz alta la carta de nuestro primo Simón,
Berenice me pidió si podía guardarla.
—Para la Historia de León.
Mi hermano redactaba una crónica de la guerra.
—¿Por qué no iba a hacerlo? ¿Acaso no conozco yo las alfas y betas como todo
hijo de vecino? Por otra parte, se trata de una narración que vale la pena, una
publicación que reportará fama y gloria a su autor y le resarcirá de las horas
desperdiciadas con gente como tú.
Afirmé que se trataba de una noble ambición.
—Sigue mi lógica, Pommo. Escucha estos versos de Homero:

… en plena carnicería avanzaba el hijo sin par de Peleo,


el divino Aquiles, y en sus
filas doblegó al enemigo…

O éste:

… de ellos dejó en el campo un gran


número, un festín para los perros y los
cuervos…

—Y ahora te plantearé algo más, hermano. ¿Quiénes seríamos tú y yo en caso de


que nos encontráramos en aquel campo mil años atrás? Aquiles, no, ¡qué duda cabe!
Al contrario, los desventurados bastardos caídos bajo la hoja de su espada. ¿Y cuál
iba a ser nuestro obituario? Una línea mal trazada en medio de cincuenta cifras más.
¿Acaso no ves que éstos son los hombres que merecen pasar a la historia? ¡Nuestra
historia! Para los dioses, nosotros también somos héroes. Y quienes pagan, ¿no son
gente como nosotros? Gentilhombres de los hoplitas. Ellos serán los que engullirán
ávidamente mi historia, la que yo recitaré en salones y auditorios de nuestra nación.
Tal vez le ponga música y yo mismo me acompañe con la lira.
Se había reunido allí un grupo de compañeros con sus respectivas mujeres.
—¿Y quién —preguntó nuestro amigo Sopa— será tu Aquiles? —Pues
Alcibíades, ¡por supuesto!
»La Ilíada —aclaró León a sus oyentes— narra la historia de la ira de Aquiles.

y la destrucción que dejó su estela, la cual trastornó


a los aqueos lanzando a los infiernos
las almas de tantos valerosos
héroes…

»Considerad lo siguiente, compañeros. Aquiles, injustamente tratado por su rey,


enfunda la espada y se retira a su tienda. Dirige esta plegaria: que sus compatriotas
descubran, por el sufrimiento que habrán de soportar, que él les supera en mucho, y
que se lamenten amargamente de haber dejado que le infligieran un trato tan innoble.
»¿No es idéntico lo que le ocurrió a Alcibíades, amigos míos, si exceptuamos el
hecho de que nuestro Aquiles moderno ha superado a su homólogo de la antigüedad?
Por un lado, se ha retirado de la contienda privándonos de su destreza y consejo,
aunque por otro se une a la causa del enemigo, aplicando toda su ira y su habilidad
contra nosotros.
Quienes escuchaban a León empezaron a sentirse incómodos.
—Y la cosa empeora, hermanos. Ya que a este enemigo, Esparta, nunca le ha
faltado valor ni pericia guerrera. Lo que no tiene es lo que puede proporcionarle
nuestro Aquiles moderno: visión y audacia. Alcibíades ofrecerá a nuestro enemigo la
motivación para iniciativas que en su vida habría soñado de no ser por el empuje de
él, y le proporcionará el genio estratégico que nunca habría tenido.
—¡Basta, León! —gritó Sopa alzando las manos.
—Ah, amigos míos, aún no percibís toda la genialidad de mi empresa. Puesto
que mi épica, a diferencia de la de Homero, no extrae su significado de la acción de
sus divinos héroes y sus destinos sino de aquí, del polvo, de entre nosotros, los hijos
de los mortales que debemos soportarlos. En nosotros, en los miserables héroes de
mi narración, descansa el honor de dotarla de significado. Alcibíades se pondrá al
servicio de nuestra historia y no nosotros al de la suya. En esto se diferencia la
guerra moderna de la mítica.
A mi primo, aquel verano:

… al fin hemos entrado en acción, si así puede llamársele a la


construcción de un muro. El ejército tomó los cerros, denominados las
Epípolas, que dominan la ciudad. Murieron allí unos centenares, casi todos
enemigos. Así están las cosas. Empezamos a construir el muro. Los
siracusanos inician un contrafuerte, en ángulo recto al nuestro. Avanzan en
masa y levantan una empalizada. Detrás de ella construyen su muro,
seguidamente alzan otra empalizada y así sucesivamente. Están muertos de
miedo y trabajan a un ritmo febril.

Unos días más tarde:

… las compañías escogidas atacaron el muro enemigo a mediodía,


cuando el calor del sol vuelve insensatas a las personas. Lo derribaron.
Levantaron otro, en las marismas que se encuentran junto al puerto,
llamadas de las fiebres. Llamaron a nuestros infantes en ayuda de unos dos
mil hombres de la infantería pesada. Iniciamos la marcha por la marisma,
transportando puertas y tablas para colocar sobre el barro. En un momento
determinado, nuestros muchachos clavaban sus pies en el lodo para
sostenernos con sus cuerpos a los que debíamos caminar y luchar por
encima de ellos. Cuando la situación se agravó lo indecible, la flota, que se
había mantenido al norte, llegó al puerto con las velas desplegadas. Aquello
fue la salvación. Los siracusanos corrieron a buscar refugio. De todas
formas, Lámacos perdió la vida. Ahora Nicias está solo al mando.
Los siracusanos están derrotados. Ahora es sólo cuestión de construir el
muro, refugiarse en el mar y después completar el sitio de la ciudad. Una vez
concluido, se acabó Siracusa.

El arquitecto encargado de la obra era Calímaco, hijo de Calicrates, el que


construyó la tercera fase de la Muralla Larga por encargo de Pericles. Tenía a su
disposición seis tejerías y veinte fraguas que preparaban los materiales. Nicias había
conquistado el promontorio llamado Plemmirio, al que se le impuso posteriormente
el nombre de la Roca por su escasez de agua, en la otra parte del puerto enfrente de
la ciudad. Siracusa quedaba, pues, sin acceso al mar. El enemigo ya no se aventuraba
más allá del muro para combatir.

… el asolado terreno de la parte oriental de la ciudad había albergado,


antes de nuestra llegada, un agradable conjunto de templos y paseos. Allí se
encontraba antes una escuela, viviendas residenciales y un campo para
jugar a la pelota. Ahora todo son escombros. Han quedado derruidas todas
las casas, el muro y la vía. Las piedras ahora forman parte de la muralla. Se
han talado todos los árboles para madera destinada a moldes, estructuras y
empalizadas; recorres gran cantidad de estadios sin ver una sola brizna de
hierba. Queda tan sólo en pie un molino que abastece los hornos de los
panaderos. El ejército y su séquito está formado por cientos de miles.
Nuestro campamento es tan grande como Siracusa; en él no se ven sendas
sino sólo avenidas. Abundan las letrinas; de lo contrario uno se perdería
desplazándose para ir a hacer sus necesidades.
A través de la llanura, ves los montones de piedras a lo largo de la línea
que va a seguir la muralla. Ante ésta, están las zanjas con puntiagudos palos
y protegidas por empalizadas. De noche, los veinte estadios que nos separan
del mar se iluminan con fuegos y antorchas. Todo un espectáculo. Y eso sin
tener en cuenta la flota, anclada en el puerto o maniobrando en el mar. Se
diría una ciudad que asedia a otra.
León y yo decidimos hacer una visita a Telamón, cuyos arcadios se encontraban
en el extremo meridional de la muralla, en un bella zona denominada el Olimpieón.
El mercenario elogió la tarea literaria de su compañero, si bien con un gesto irónico
que exasperó al aspirante a historiador. León quería escuchar lo que opinaba
Telamón. Nuestro mentor le miró fijamente como si hubiera perdido el juicio.
León le ofreció pagarle. Aquello cambió las cosas. El tema fue el heroísmo.
¿Acaso tenía el mismo valor el hombre que el campeón singular?
—En mi país tenemos un proverbio —dijo Telamón anónimo—: «El heroísmo
produce bellos cantos pero una sopa magra». Lo que significa que uno debe
mantenerse a distancia de los héroes. Su moneda es la pasión. León ha elegido bien
su héroe en Alcibíades, pues es un personaje que emana pasión y al tiempo la
inspira. Acabará mal.
León le rogó que se explicara mejor.
—En Arcadia no construimos ciudades; no nos gusta. La ciudad es un semillero
de pasiones y héroes. ¿Dónde encontraríamos a un hombre de ciudad más
consumado que Alcibíades?
—¿No estás diciendo, Telamón, que el heroísmo no tiene sentido para ti, para un
soldado profesional?
—A los héroes se les reconoce por sus tumbas.
Protesté ante aquello. ¡El mismo Telamón era un héroe!
—Confundes la prudencia con el valor, Pommo. Yo combato en primera línea
porque me parece el lugar más seguro. Y si lucho para vencer, la verdad… los
muertos no forman fila para recibir la paga.
Telamón había dicho lo que tenía que decir; se dispuso a salir. León insistió:
—¿Y qué me dices de la paga, amigo mío? Ella sí despertará tu pasión.
—Me sirvo del dinero pero jamás permito que él se sirva de mí. El servicio por la
paga te sitúa lejos del objeto de los deseos del jefe. Esta es la adecuada utilización
del dinero; convierte en virtud el servicio prestado en su honor. El amor por el propio
país o la gloria, por otra parte, une al guerrero al objeto de su deseo. Y así se
convierte en vicio. El patriota y el bobo sirven sin esperar que se les pague.
—El patriota lo hace por amor a su país —apuntó León.
—Porque se ama a sí mismo. ¿Qué es el propio país sino el reflejo multiplicado
de uno mismo? ¿No es eso acaso vanidad? Te repito, amigo mío, tu elección del
héroe es excelente, pues ¿quién de todos los mortales se ama más a sí mismo que
Alcibíades? ¿Y quién personifica más el amor al país?
—¿Y es un vicio el amor a la patria?
—No tanto un vicio como una locura. De todas formas, todo amor es locura, si
por ello se entiende aquello que el hombre estrecha contra su corazón sin poder
distinguir entre sí mismo y lo que ama.
Entonces, según tu opinión, ¿es Alcibíades un esclavo de Atenas?
—Nadie existe más abyecto que él.
—¿Aun cuando aplica todas sus fuerzas contra ella?
—Otra cara de la misma moneda.
—Luego nosotros —sugirió León, señalando a los soldados que se encontraban
en la tienda—, ¿somos bobos y esclavos?
—Servís a lo que dais valor.
—¿Y tú, Telamón, a quién sirves, aparte del dinero?
El tono de León denotaba la indignación. Le había ofendido. Telamón sonrió.
—Sirvo a los dioses —declaró.
—Un momento…
—A los dioses, he dicho. A ellos sirvo. Y se retiró.
Continuó la construcción de la muralla. La expedición ya no estaba inmersa en la
guerra, suponiendo que lo hubiera estado en algún momento. Se había convertido en
una empresa de obras públicas. Y aquello tenía un defecto: cuando los hombres
dejan de comportarse como guerreros, dejan de ser guerreros.
Hacia la mitad del verano se hizo evidente. Unos soldados pagaban a otros para
que les hicieran las guardias y con dinero evitaban el trabajo en el muro. Contrataron
a sículos, nativos no griegos de aquel lugar, o bien a seguidores de la campaña, y
ellos mismos pasaban las horas inactivos. Incluso los marineros empezaron a buscar
sustitutos, y cuando, sus oficiales intentaron poner fin a aquella situación los
hombres votaron contra ellos y los reemplazaron por otros que supieran, al igual que
el cachorro del zorro de mármol,

De qué tetilla manaba la leche y de cuál el agua.

El ocio generó descontento y el descontento, insurrección. Los hombres dormían


con toda tranquilidad durante las guardias; pasaban las horas muertas en las tiendas
de los barberos y se amontonaban en el campamento de las prostitutas, en cualquier
lugar menos en el campo de adiestramiento. Los nuevos oficiales recién nombrados
se veían incapaces de imponer disciplina, ya que debían el puesto justamente a
quienes les despreciaban. La indolencia fue convirtiéndose en epidemia. Los
soldados abandonaban su puesto sin previo aviso y a la vuelta ni siquiera se
dignaban presentar una excusa. De noche se disolvían las unidades, cada cual se iba
por su lado sin más objetivo que el de buscar camorra. Se extendió el hurto. Como
respuesta se organizaron rondas de vigilancia. Cualquiera podía destripar a un
compañero por una sandalia o por celos respecto a una mujer o un muchacho.
¿Dónde estaba Nicias, nuestro comandante? En su tienda, enfermo, atacado por
la nefritis. Había cumplido ya sesenta y dos años. Los hombres se reían de él, de los
videntes y adivinos que iban y venían por su tienda como gaviotas por los
desperdicios.
Aquel espíritu de iniciativa que, dirigido por oficiales prudentes y capaces, da
lugar a un ejército disciplinado, entonces desviado de su propio curso fluía formando
unos canales malignos. Los que habían comprado el relevo de su trabajo dedicaban
el tiempo libre así conseguido al comercio, de mujeres e incluso de pertrechos.
¿Quién iba a frenarlo? Eran hombres de negocios, mercaderes, personas que sabían
cuándo hay que tender la mano y cuándo untar a alguien. Los más honrados, ante
aquella corrupción, viendo que sus jefes no conseguían detenerla, perdieron todo
incentivo por conservar su propia integridad. Los equipos de los soldados tenían un
aspecto deplorable. La higiene se había ido al traste. Se veían más hombres enfermos
en su lecho que trabajando en la muralla. Hasta yo sucumbí en aquel pozo de
desorganización. A raíz de mis continuas protestas llevaba ya tiempo como soldado
raso. Me dediqué a la caza. Poseía perros y batidores, una auténtica empresa
venatoria. Abandonaba el campamento durante diez días seguidos y nadie se daba
cuenta de ello. Los infantes del Pandora se habían diseminado, unos habían vuelto a
la nave, pues preferían el trabajo a bordo que transportar capazos; otros esquivaban
la labor en los rincones oscuros del campamento. León y yo nos fuimos al
Olimpieón, junto a los mercenarios de Telamón.
Un atardecer salimos a andar por los Epípolas. León estaba inquieto,
reflexionando sobre los errores que habían corrompido tanto al ejército. Telamón
orinaba; ni siquiera levantó la cabeza.
—Sin Alcibíades no hay imperio.
Cayó la noche; la fortaleza denominada El Círculo estaba iluminada por
antorchas. Veíamos desde allí la ciudad y el puerto.
—Nicias ha concluido su carrera —continuó Telamón—. Ahora es como el viejo
caballo de labranza que sólo desea volver al establo. El mercenario señaló con un
gesto el hormiguero humano que se extendía a nuestros pies, hasta el mar.
—¡Observad qué infierno! ¿Quién cruzaría los mares para asediar una ciudad que
nunca ha representado un peligro? No le movería a ello el miedo, ni siquiera la
avaricia. Sólo hay una fuerza que le empujaría a hacerlo: ¡un sueño! Y el sueño se ha
desvanecido. Desertó con vuestro compañero Alcibíades.
Según Telamón, nos encontrábamos en el bando equivocado. Íbamos a perder.
León y yo nos echamos a reír. ¿Cómo podíamos perder? Siracusa estaba aislada. Las
ciudades venían a reunirse con nosotros. Ningún ejército acudía en ayuda de los
siracusanos, y por supuesto ellos no se salvarían solos. ¿Quién les enseñaría a
hacerlo?
—Los espartanos —declaró Telamón, como si fuera algo evidente—. En cuanto
Alcibíades los envíe a adoctrinar a sus compañeros dorios de Siracusa.
XX

MAESTROS DE

GUERRA

Entre las características que distinguen a los espartanos de los demás pueblos cabe
citar la siguiente: cuando un aliado que se encuentra en peligro solicita su ayuda,
ellos no le envían tropas ni riquezas, sino sólo un general. Este, al asumir el mando
de las fuerzas asediadas, basta, según ellos, para dar la vuelta a los acontecimientos y
conseguir la victoria.
Todo el mundo sabe que así sucedió en Siracusa. El nombre del general era
Gilipos. Y le conocía de la época en que estuve en la escuela en Esparta. He aquí su
verdadera historia.
De pequeño, Gilipos fue un corredor extraordinariamente veloz. A los diez años
participó en la Hiacintada infantil y se adjudicó la victoria de la carrera larga, una
prueba a campo a través de ochenta estadios. La dura prueba que debían superar los
atletas se desarrolla de la forma siguiente: cada participante debe tomar suficiente
agua para llenarse los carrillos, mantenerla, sin tragar una gota durante la carrera, y
echarla una vez finalizada ésta en un recipiente de bronce que representa a Apolo
con las manos extendidas a modo de copa. Quien traga una parte del líquido queda
fuera de la competición. Casi todos los participantes lo hacen. A veces, un simple
tropezón basta para tragar el agua involuntariamente.
Gilipos había ideado un truco. Cuando se encontraba lejos de la mirada de los
jueces, tragó el agua y emprendió la carrera. Había escondido antes la cantidad de
líquido necesaria en una piedra hueca situada a unos ocho estadios de la meta. Llegó
al lugar llevando ventaja al resto de participantes, volvió a llenarse la boca y
conservó el líquido hasta la llegada. Con tal estratagema venció a los diez y también
a los once años. Pero una noche en que dormía al lado de Fébidas, su hermano
mayor, alardeó de la hazaña. Su hermano decidió darle una lección. Al año siguiente,
se fue hasta la piedra de la que él le había hablado y le dio la vuelta. Cuando Gilipos,
en cabeza, llegó al lugar, no encontró el líquido para llenarse de nuevo la boca, y los
otros muchachos se acercaban.
Gilipos aceleró el paso y llegó otra vez el primero a la meta. Cuando los jueces le
ordenaron que llenara las manos del dios, es decir, que soltara el agua, él obedeció.
Se había mordido la lengua y tenía la boca llena de sangre.
A los veinte años, cuando se encontraba al mando de una compañía bajo las
órdenes de Brásidas, en Tracia, se distinguió en varias ocasiones por su valor y al
tiempo cosechó importantes triunfos en la conducción de las tropas, compuestas por
ilotas que no poseían armadura adecuada y apenas habían recibido formación.
Parecía sentirse inclinado hacia aquellos bribones que no respetaban a nadie y poseer
un talento especial para convertirles en tropas de primera. Naturalmente aquello le
valió la elección por parte de los éforos como comandante de Siracusa.
Gilipos, convertido en polemarca y jefe a los treinta y seis años, con tres premios
al valor en su haber, incluyendo el de Mantinea, llegó a Sicilia con sólo cuatro naves,
dos secretarios, un joven oficial y un puñado de ilotas libertos como infantes. En
doce meses lo había trastocado todo. Empezó con la flota siracusana, la cual, antes
de su llegada, lucía un despliegue de colores espectacular, y les prohibió toda tela
que no fuera de color blanco, ordenando que se quemaran en público las vestimentas
que atentaban contra su dignidad e inaugurando al tiempo la fiesta del Poseidón
Desnudo, en dórico, la Gimnopotidea. A fin de evitar que sus falanges se dedicaran
al saqueo, instituyó un sacrificio ritual que había de celebrarse antes del alba y exigía
la presencia de todos los oficiales. Prohibió llevar la cabeza cubierta a los que se
encontraban en las naves, en parte con la idea de desterrar toda manifestación de
vanidad y sobre todo para conseguir que el sol curtiera y confiriera vigor a sus
hombres.
Gilipos fortificó el Puerto Pequeño, cuyos astilleros habían sido pasto de la
devastación ateniense, levantando espigones y empalizadas. Tras ello, organizó el
trabajo. Los arquitectos y constructores navales hasta entonces se habían considerado
artesanos, pertenecientes al escalafón más bajo. Gilipos cambió tal jerarquía,
adjudicando broches al honor y atribuyéndoles el apelativo de poleos soteres,
salvadores de la ciudad. Antes de llevar adelante la reforma, los muchachos menores
de dieciocho años no accedían a las listas del censo, mientras que a los que
superaban los sesenta, independientemente de sus habilidades o fuerza física, se les
imponía el retiro obligatorio. Gilipos revocó estas ordenanzas y atrajo a su cuerpo de
constructores navales a los jóvenes más listos como aprendices y a los mayores con
más experiencia como maestros. A finales del invierno, la flota de Siracusa casi
igualaba en número de embarcaciones de guerra a la de sus sitiadores, y sus mandos
habían adquirido tal audacia que podían desafiar al invasor en el mar nave contra
nave.
Gilipos también reformó el ejército. Puso a prueba a sus hombres para descubrir
cuáles de ellos ambicionaban más el honor que la riqueza o el poder, y a éstos les
nombró capitanes. Todos aquellos que se habían ganado el puesto gracias a su
riqueza o influencia tuvieron que solicitarlo de nuevo, sometiéndose al juicio de
Gilipos y al de sus nuevos mandos. Reorganizó también el ejército en compañías,
que ya no se agrupaban por tribus sino por la parte de la ciudad a la que pertenecían.
Enfrentó a las facciones que mantenían una rivalidad endémica, ofreciendo
recompensas en las competiciones entre ellos. De esta forma, el batallón de la parte
de Geloán se distinguió por encima de su adversario de Andetusia. Seguidamente
reunió a éstos como aliados contra los demás. Por medio de este tipo de ejercicios,
cada unidad iba
adquiriendo confianza en sí misma, y el ejército en su conjunto reforzaba su fe.
Al descubrir que les faltaban armas y otros instrumentos de defensa, Gilipos
ordenó a todos los que poseían escudo y peto que se presentaran en la plaza central.
Los ricos, aprovechando la oportunidad para lucirse, exhibieron unas armaduras
doradas y resplandecientes. Después de aquella demostración de orgullo, Gilipos
presentó su sencilla panoplia. Todo lo suntuario quedó eliminado, se vendió y lo
recaudado se invirtió en adquisición de armamento para los soldados rasos.
A fin de aumentar los ingresos, se valió de la siguiente estratagema. Temeroso de
que la introducción de un impuesto directo pudiera arrebatarle el apoyo de la
aristocracia, consiguió que la Asamblea exigiera a cada ciudadano presentarse un día
en concreto para dar cuenta de sus riquezas. Con aquello todo el mundo podía
constatar con sus propios ojos el alcance de lo que atesoraban los demás. Los
privilegiados se avergonzaron de no haber contribuido más, mientras que los
humildes, que habían servido con honor, fueron ensalzados. Llovieron los donativos.
La caballería pudo adquirir un buen número de animales y los sótanos rebosaban.
Aprovechando la afinidad lingüística entre los espartanos dóricos y los
siracusanos, Gilipos se valió también de las palabras para la causa. A los infantes de
marina con armadura les llamó homoioi, Iguales. Los regimientos recibieron el
nombre de lochoi, las divisiones, el de moral. Siguiendo otras costumbres espartanas,
obligó a cada miembro de una unidad militar a abandonar la costumbre de cenar en
casa o con los amigos, instaurando las comidas en la mesa común, junto a la
compañía. Así fomentaba el espíritu de unidad y todos se sentían iguales e
identificados.
Gilipos prohibió la embriaguez, declarando delito merecedor de azotes la
incapacidad de tenerse en pie. Estableció asimismo sanciones contra quienes echaran
barriga o encorvaran excesivamente los hombros. Introdujo himnos de burla, como
en Esparta, y reclutó a los niños de la ciudad para que se reunieran alrededor de
quienes se presentaran desaseados y les ridiculizaran con canciones. Gilipos
estableció éstas y otras reformas. Sin embargo, la mayor la logró con su sola
presencia, con el hecho de estar ahí para convivir con sus compañeros en el peligro y
ofrecerlo todo para garantizarles la libertad.
Una mañana de finales de invierno, mientras reunía sus batallones y nosotros nos
apresurábamos hacia nuestros puestos, vi que León estaba tomando notas.
—¿Te has fijado —me comentó— con qué disciplina van hacia sus puestos los
siracusanos ahora que Gilipos los ha modelado a su imagen?
Observé aquello. De todos nuestros aliados —atenienses, argivos y corcirenses
—, la mayor parte se encontraban arrodillados o en cuclillas. Los petos, esparcidos
por el suelo, los escudos, torcidos o colgados de cualquier forma. Los escuderos
hacían turnos dobles y triples, mientras sus compañeros llevaban tiempo empleados
como jornaleros. En el otro bando, hasta el último siracusano lucía su panoplia
completa, el escudo contra la rodilla, el escudero a su izquierda, sosteniendo el peso
del yelmo y la
coraza a la manera espartana.
Aquel día nos derrotaron. A finales de verano, su contrafuerte había cortado
nuestra defensa y con ello se había perdido toda esperanza de sitiar Siracusa. En un
asalto nocturno, Gilipos tomó Lábdalon, la fortaleza y depósito situados por encima
de Epípolas, donde, además de guardarse el equipo del sitio, estaba también el dinero
de nuestro oficial pagador. Fortificó Euríalo, el único reducto en las alturas
vulnerable, y siguió amurallando toda la parte alta. Incluso por mar, donde destacaba
aún la pericia de nuestros marinos, Gilipos lanzó su cuerpo naval a la ofensiva. En
aquel momento aprovechó el ingenio de sus mandos. Al darse cuenta de que la
batalla no iba a iniciarse por mar sino en el Puerto Grande hizo reforzar las proas y
los baos de los trirremes, triplicando sus dimensiones a fin de atacar de frente y no
lateralmente como acostumbraban los atenienses. De él aprendimos una nueva
palabra, boukephalos, cabeza de buey. Gracias a estos brutales instrumentos, pudo
atacar a nuestras naves más ligeras y perseguirnos por detrás de los dos rompeolas
hasta el puerto. Nos tocaba entonces a nosotros instalar pilotes en forma de
semicírculo y ocuparnos de la gabarra de dragado para colocar «erizos» y «delfines».
Hacia finales de otoño, las naves de combate de Gilipos habían hundido o
neutralizado cuarenta de las nuestras y sus tropas nos habían echado de Epípolas, a
excepción de la fortaleza del Círculo de Sice. Su propia flota había sufrido terribles
pérdidas: más de setenta naves dañadas o hundidas; aunque se repuso con rapidez de
estas pérdidas, trayendo madera nueva por el Puerto Pequeño y por tierra firme,
puesto que contaba con la protección del contra fuerte.
Gilipos nos tenía bloqueados e iba apretando el cerco. Los siracusanos podían
permitirse el lujo de perder doble número de hombres que nosotros, el doble de
naves y murallas, y día a día consolidaban sus posiciones a medida que las ciudades
sicilianas, al oler la sangre, se pasaban del lado del invasor al de sus compatriotas.
Nicias ordenó que se abandonaran las murallas superiores. Perdimos unos cuantos
puntos de apoyo esparcidos por la ciudad y el puerto y, por si esto fuera poco, el
molino para el pan, nuestra principal provisión. Los vendedores y seguidores de la
campaña, así como la mayoría de nuestras mujeres, iban esfumándose. Tuvimos que
arrastrarnos como ratas hacia la parte meridional, las marismas y el sumidero del
puerto. Entonces, en otro asalto nocturno, las tropas de Gilipos nos echaron del
Olimpieón, con lo que estuvimos a punto de perder también aquel endeble punto de
apoyo.
Mi vieja nave, Pandora, se había pasado el verano batallando por mantener
alejado al enemigo de Plemirión, pues su ataque no cesaba y no existía posibilidad
de retirarla para vararla. Cuando por fin fue conducida a la orilla para su reparación,
subí a bordo con la intención de controlar una grieta que tenía abierta en la parte
delantera de los baos. Al colocar el pie sobre el superior, me di cuenta de que la
madera cedía como una esponja.
Nuestras embarcaciones se estaban pudriendo.
Las reservas del oficial pagador se habían terminado; se acumularon retrasos de
tres, de cuatro meses. Los marineros extranjeros empezaron a desertar, mientras que
los guardas y esclavos que les sustituían cambiaban de bando al olerse los primeros
golpes. El estado de salud de Nicias empeoró; la moral estaba a la altura de las
letrinas. Los oficiales mercenarios se veían incapaces de mantener a raya a sus
hombres. Telamón había perdido una quinta parte de los suyos, que se había pasado
al enemigo.
A comienzos del segundo invierno llegó una carta de Simón. En ella contaba que
la esposa de León se había casado de nuevo, con una buena persona, un inválido de
guerra. Nuestro primo había visto a Eunice llena de rencor contra mí; había
encontrado también a mis hijos, que gozaban de buena salud.

… distintos informes sobre Gilipos y sus fechorías. La culpa sólo es de


Atenas. ¿Qué esperaban que hiciera Alcibíades, agradecerles que le
hubieran condenado a muerte?
Los que nos encontramos en nuestra patria estamos también en deuda
con nuestro amigo. Además de mandar a Gilipos, ha convencido a los
espartanos para que redoblen sus esfuerzos contra nosotros. El rey Agis se
encuentra ante nuestras murallas con todo su ejército y no tiene intención de
invertir la marcha. Han fortificado Decelea, otro de los golpes planeado por
Alcibíades. Han acudido ya allí veinte mil esclavos. Trescientos se desplazan
cada noche, privando a la ciudad de los hábiles artesanos que tanta falta le
hacen. Ya no llega trigo ni cebada a tierra firme a través de Eubea. Todo
debe pasar por mar dando la vuelta por Sunion. Una ración de pan cuesta el
salario de un día. A mí, la casa de empeños me ha arrebatado la última capa
de calidad. Los de Meleagro me ha borrado de la lista de caballeros. No les
recrimino por ello, pues ya no tengo ni caballo. Ah, pero la fortuna me ha
sonreído…
Una segunda flota a las órdenes del héroe Demóstenes está a punto de
zarpar en vuestra ayuda. Sobornando con mi última moneda al oficial de
reclutamiento, me han aceptado en caballería sin montura. Adquiriremos los
caballos en Sicilia, al menos esto dicen nuestros jefes. Animo, pues, primos.
¡Cabalgaré (o correré) a rescataros!

Cuando llegó esta carta, cuatro meses después de haberse mandado, la flota bajo
las órdenes de Demóstenes había alcanzado Corcira. Diez días después aparecieron
las primeras naves ligeras. Siete días más tarde llegó la flota: setenta y seis naves,
diez mil hombres, armaduras, dinero y provisiones. El cuerpo de defensa de Gilipos
de retiró a Fondograso y a la Túnica del Pedagogo, su tercero y cuarto contrafuertes;
la flota retrocedió por detrás de Ortigia, hacia, el Puerto Pequeño.
Se había invertido de nuevo la trayectoria de la guerra. Saludaron con gran
algarabía las nuevas naves de Atenas todos los hermanos y compañeros reunidos en
el Puerto Grande. Algunos saltaron desnudos desde los puentes de sus propias
embarcaciones para alcanzar a nado las nuevas naves y subieron por la borda para
abrazar a sus tripulantes. León y yo nos encontramos con Simón en la orilla, con su
caballería sin caballos, y nos deshicimos en lágrimas mientras nos estrechábamos
con fuerza.
¡Cuánto tiempo había pasado! Dos amargos inviernos desde que la expedición
dejó la patria con el corazón henchido de esperanza; dos veranos de dilación y
desmoralización desde que sus hombres habían visto por última vez a sus amados
hermanos y amigos, oído de sus propios labios alguna noticia de casa o les habían
estrechado con sus brazos. No podía llegar en mejor momento aquel refuerzo.
Todos los de la primera expedición, en cuanto hubieron localizado a amigos y
parientes, quisieron ver con sus propios ojos a Demóstenes. Nuestro nuevo
comandante llegó a la orilla a pie, el yelmo bajo el brazo, la capa rozando el agua.
Por encima de las empalizadas, la tropa gritó hasta perder la voz. ¡Ahí está,
hermanos! Su piel no es amarillenta, como la de Nicias a causa de la enfermedad y
las medicinas, al contrario, le vemos curtido por el sol, rebosante de vigor y
seguridad en sí mismo. Tampoco se apresura a erigir un altar para pedir consejo a los
dioses; él avanza decidido para examinar la situación con sus propios ojos y su
juicio.
¡Demóstenes, compañeros! ¡Por fin tenemos a un triunfador, quien venció en Etolia,
en Acarnania y en el golfo, el que derrotó e hizo prisioneros a los espartanos en
Esfacteria!
La primera orden que impartió Demóstenes fue la de pagar a los hombres.
Cuarenta mil hombres desfilaron por las mesas en una tarde y se les pagaron todos
los atrasos con monedas con lechuzas y vírgenes acabadas de acuñar. Aquella noche
su discurso fue más escueto que el de un espartano.
—Varones, he echado un vistazo a este terrible lugar y he de deciros que no me
ha gustado nada. Hemos venido aquí para machacar a esos hijos de perra. Ha llegado
el momento de empezar.
Aquello fue aclamado con un estruendo de espadas contra escudos; el ejército
demostró a gritos su decisión y aprobación.
Al cabo de tres noches, una fuerza compuesta por cinco mil hombres recuperó el
Olimpieón. Al alba del día siguiente, diez mil más expulsaron a los siracusanos de la
bahía. La flota controló de nuevo la Roca y volvió a asediar la ciudad; se produjo otro
asalto nocturno durante el cual recuperamos ocho estadios de nuestra antigua muralla.
Se produjeron muchísimas bajas. En cuatro días, el total de muertos superó el de
un año entero, pero sabíamos que había que aguantar pues estábamos en el camino
de la victoria. Demóstenes no permitía que decayeran los ánimos. Recuperó las
armaduras de los fallecidos y heridos y convirtió a las tropas auxiliares e incluso los
encargados de cocina en soldados de infantería pesada. La unidad a caballo de la que
formaba parte mi primo se encontraba entre las remodeladas. Simón nunca había
combatido a pie, con armadura. No es una técnica que pueda adquirirse de la noche a
la mañana. Por otro lado, ni él ni sus compañeros podían permitirse el lujo de
empezar con cometidos fáciles.
El siguiente ataque sólo podía dirigirse a un lugar: Epípolas. Había que
reconquistar los altos; sin control sobre ellos no podía triunfar el ataque contra la
ciudad.
XXI

LA CATÁSTROFE DE EPÍPOLAS

Diez mil hombres ascendieron durante la segunda vigilia de la noche, la infantería


pesada y los infantes de la flota con víveres para resistir cuatro días (pues
contábamos con el contrafuerte), junto con un batallón de apoyo de balística.
Aquello significaba que, aparte de los marineros y el pueblo llano, no quedaba nadie
que pudiera defender el perímetro ante un contraataque dirigido a la flota.
Demóstenes estaba convencido de que la apuesta valía la pena. Reunió todos sus
efectivos y se lanzó contra Gilipos.
Yo estaba convencido del éxito del asalto; sólo me aterrorizaba la situación de mi
primo. No era un guerrero y podía suceder cualquier cosa entre aquellas rocas, sobre
todo en la oscuridad y formando parte de una caballería sin montura ni preparación
alguna para el ataque con armadura y para una escalada. Peor aún, el oficial que
tenía Simón al mando era Apsefión, un idiota que los dos conocíamos del tiempo de
Acarnas, el cual, jugando al héroe, consiguió llevar a sus muchachos al lugar donde
la batalla iba a ser más cruenta: el acceso occidental a la ciudad, que pasaba por
Euríalo, el camino del parque, donde la pendiente quedaba más a la vista y el
enemigo tenía su posición mucho más fortificada.
La caballería de a pie de mi primo formaría parte de la tercera línea de ataque, a
las órdenes del general Menandro. León y yo estábamos en la primera, en el ala
izquierda, tras la infantería pesada de los argivos y los mesenios, once mil en total,
con el apoyo de cuatrocientos hombres de las tropas ligeras y arqueros de Turi y el
Metaponto. El centro, una vez que se hubiera reconstituido, estaría compuesto
exclusivamente por atenienses, tropas tribales de Leonte y Egeo, unidades de
primera, dotadas de armas arrojadizas e incendiarias. A su izquierda se encontraban
las tropas mercenarias, en las que se incluían los arcadios de Telamón, apoyados por
doscientos infantes de la marina corcirense, con sus jabalinas, y junto a ellos otro
regimiento ateniense, los erecteos. Entre ellos y nuestra falange se encontraban
cuatrocientos guerreros de Andros y Naxos, y etruscos con corazas como hoplitas, y
los míos entre éstos, con cien arqueros cretenses y cincuenta arqueros de la tribu de
los mesapios de Iapigia. Las unidades pesadas atacarían las murallas y la unidad de
balística, inmediatamente detrás, dispararía por encima para despejar la fortificación.
La Cumbre, como llamaba la tropa a Epípolas, se encuentra a unos cientos de
pies de altura y está formada por piedra caliza poco consistente cubierta por carmel y
carrasco, escarpada en tres vertientes, a excepción de la occidental, empinada aunque
de relativamente fácil acceso. En su extremo hay un camino denominado Poliduceo,
el último espacio plano, y en él se reunieron las tropas de asalto durante la primera
vigilia de la noche. Un pelotón ligero, compuesto por doscientos asaltantes, había
iniciado ya el ascenso. Tenía como cometido poner cuerdas en la vertiente para
protegernos del abismo.
Era una noche calurosa y oscura como boca de lobo. Las tropas habían
permanecido despiertas todo el día, nerviosas e impacientes; pocos habían conciliado
el sueño la noche anterior por la inquietud. Cada hombre llevaba encima sesenta
minas de peso entre el escudo, el yelmo, el peto y cuarenta más en herrajes y equipo,
pues teníamos órdenes de derribar el contrafuerte y construir el nuestro. Nos
acompañaban todos los mamposteros y carpinteros. Apelotonados en el punto de
reunión, los hombres sudaban a mares, probaban todo tipo de posturas y apoyaban
sus cabezas en escudos, piedras y extremidades ajenas. Muchos se quitaban el yelmo
por el calor y la falta de visión en la oscuridad; otros abandonaban el peto y las
grebas. La diosa Miedo había hecho su aparición. Se esparcían por el campo quienes
evacuaban el intestino y vaciaban sus vejigas.
—Esto empieza a oler a batalla —observó León.
En aquel momento apareció nuestro primo Simón. Nos había visto pasar y
obtuvo permiso para acercarse. Iba equipado con la panoplia completa, incluido el
yelmo con crin de caballo.
—¿Y ahora qué?
—Esperar.
Lo presenté a los que estaban junto a nosotros; conocía a Sopa de Atenas, a
Astilla, otro de nuestros compañeros, de Fegas, cerca de Maratón.
—¿Cómo le llamáis a eso? —preguntó éste, señalando la crin de Simón.
—Afectación —apuntó Sopa.
Tomaban el pelo a Simón, riendo con nerviosismo.
—¿Hace calor —dijo Simón— o sólo es miedo?
—Lo uno y lo otro.
Le quité el yelmo.
—¿Estás asustado, Pommo?
—Petrificado.
Entre las notas de León figura esta observación:

Cuando los soldados pretenden poner nombre al objeto de su terror,


pocas veces citan su verdadero origen sino alguna de sus consecuencias, que
no guardan relación con él e incluso son absurdas.

Mi primo estaba obsesionado por la terrible idea de que aquella noche León y yo
íbamos a morir y que él, en cambio, se salvaría. Sería algo innoble, imaginaba él,
pues consideraba que él era quien más lo merecía. Y prometía cambiar su
comportamiento.
—Ninguno morirá —lo tranquilizó mi hermano.
—Efectivamente —le apoyó Sopa—. Nosotros somos
inmortales. Cuando nos llamaron, cogí a mi primo aparte.
—Arriba hará mucho calor; sudarás. No tomes vino, ¿entendido? Únicamente
agua. Come siempre que puedas o perderás energías. Y no te avergüence hacerte las
necesidades encima. A la salida del sol todos llevaremos los muslos enlodados. —
Oíamos que el portaestandarte ordenaba que nos reuniéramos; todos debíamos
formar en línea—. Todo te saldrá bien, Simón. Y también a nosotros. Tomaremos el
vino más tarde, para celebrar la victoria.
Se oyó la señal. Avanzamos en columna. Incluso a aquella hora, las piedras de la
ladera de poniente transmitían un calor espantoso, fruto del sol que había caído a
plomo sobre ellas toda la tarde. Había allí tres senderos, cada uno con la anchura
suficiente para el paso en fila; las curvas eran tan pronunciadas que uno,
serpenteando por su superficie, alcanzaba con la punta de su espada los escudos de la
columna que avanzaba por delante. Oíamos los gritos de batalla a doscientos pies por
encima de nosotros; llegó la orden de doblar el paso, como si aquello fuera posible.
Seguimos ascendiendo, agarrándonos a las cuerdas, sujetando al tiempo el equipo,
las herramientas, las espadas cortas y los puñales, con una lanza de nueve pies en la
mano derecha, el faldón de piel de vaca bajo el escudo para desviar los proyectiles,
los odres y el petate, con pan y vino. El sudor nos inundaba; uno se freía dentro de la
armadura.
Cuando nuestra unidad alcanzó la cima, la tropa de asalto y las unidades de
vanguardia habían expulsado al enemigo de la fortaleza de Labdalón. Salimos al
llano, donde nos volvimos a juntar.
—¡Las cabezas descubiertas! —gritó nuestro capitán. Nos deshicimos de nuestros
tocados de cornejo que nos protegían de un golpe accidental con las afiladas espadas.
El espacio de la cima medía unos veinticinco estadios de levante a poniente y apenas
dieciséis de anchura. Teníamos que cruzarlo por su parte ancha y con la mayor
rapidez.
—¡Cerrad filas!
—¡A vuestras posiciones!
De los dieciséis infantes del Pandora, habíamos perdido a nueve a causa de las
enfermedades o el combate en dos años; se habían añadido diez más procedentes de
unidades disueltas, y de éstos faltaban también siete. Los once restantes estábamos
agrupados en una sección etrusca cuyo capitán, pese a haber cumplido ya los
cincuenta, conservaba todo el brío, tenía el pulso firme como la cuerda de un ancla y
unos perniles como los de un buey. Se decía de él que era capaz de levantar en
brazos una mula, aunque es algo que yo nunca constaté con mis propios ojos.
—En un instante empezará a llover fuego, muchachos. Mantened cerradas las
filas, que se toquen los culos con los ombligos, si queréis correr algún día más detrás
de un coño.
La escuadra se puso en marcha con los escudos en alto. La fortaleza de Labdalón
nos había intranquilizado enormemente y sin embargo cayó sin apenas lucha. El
terreno era abrupto, en gran pendiente, interrumpido de vez en cuando por algún
curso seco y desfiladeros. En cierta manera, aquello era peor que estar en campo
abierto bajo el fuego enemigo. Las ramas se pegaban al escudo; la maleza dificultaba
el paso; resultaba imposible seguir en fila. Primero en pequeños grupos y más tarde
en secciones completas, nos íbamos desperdigando; se abrían huecos, que se
llenaban desde los flancos o detrás. Veíamos el fuego ante nosotros y oíamos los
gritos.
Un silbido rasgó la oscuridad. Aparecieron tres guerreros atenienses, que se
identificaron con el santo y seña, «Atenea protectora», y fueron conducidos hasta el
puesto de mando de Demóstenes, situado en algún punto impreciso a nuestra
derecha. Nuestro jefe etrusco se lanzó en su búsqueda. Los hombres bebieron agua y
atacaron los víveres. Volvió el etrusco. La primera fuerza defensiva se encontraba
dos estadios más adelante: una barrera de piedra con empalizada. En el suelo se
veían estructuras y troncos para la construcción de la muralla; el enemigo le había
pegado fuego, de ahí procedían las llamas que habíamos visto antes. El enemigo
seguía por allí. A la espera. La tropa de asalto estaba compuesta por gente dura, de
rostros ennegrecidos, con la cabeza cubierta por pilos, y no llevaban más que un palo
curvo y una hoz lacedemonia, el xyele. Estaban cansados y asustados; querían vino.
¿Y quién no?
León y yo organizamos dos filas de seis y de cinco, con los dos en cabeza. Hacía
un calor insoportable; el sudor corría a raudales bajo la armadura; casi podías oírlo
gotear sobre la piedra caliza, un sonido que recordaba a un perro meando. Cuando
escurrimos los protectores de la cabeza, el líquido salió a chorros, como de una
esponja. Uno de los infantes trató de quitarse el yelmo. Nuestro oficial etrusco le
pegó un coscorrón.
—¿Quieres que te machaquen los sesos?
León no permitía que sus hombres se abrieran los petos ni descansaran, si no era
sobre una rodilla. Podían echar un trago; todos lo necesitábamos. El miedo ya se
había apoderado de nosotros, Incluso lo oíamos mientras pasaban de mano en mano
los pellejos y cada soldado tragaba el valor en forma de líquido, que nunca parece
suficiente, y pronunciaban plegarias y conjuros, tocaban los amuletos que colgaban
de sus escudos y entonaban frases mágicas.
—Pase lo que pase, no nos separemos. Escudo contra escudo hasta llegar a la
cima. —León reunió a los once—. A quien corra, más le vale que yo muera. —Se
refería a que iba a matarlo en cuanto regresara.
Llegó la consigna: avance.
Oía la fatigosa respiración de mi hermano a mi lado.
—Pequeño León.
—Al infierno con él.
La tropa avanzaba en silencio. La pendiente se veía ancha, salpicada por rodales
de pinos enanos e hinojo. La formación alcanzó el ritmo que le permitía mantenerse
unida. Bajo nuestros pies crujía el carbón. ¿Dónde estaba el enemigo? Habíamos
cubierto ya medio estadio. Más o menos. De repente, cayó en la oscuridad una vasija
de pez en llamas, se hizo añicos y arrojó una cascada de fuego.
—¡Ahí están! —gritó una voz enemiga.
Con un grito, la fila avanzó, elevando los escudos como protección. La tierra se
había encendido con lo que arrojaba el enemigo. Se nos chamuscaban los pelos de
las piernas; el terror nos movía a inclinarnos hacia la derecha, a refugiarnos en el
escudo del que teníamos al lado.
—¡Alinearse! —gritó León—. ¡Adelante!
Todo el mundo se agachó formando un trapecio, colocando las piezas del yelmo
que protegían la nariz y las mejillas contra la mancha de sudor de la parte superior
del escudo, dejando sólo al descubierto las rendijas para no perder la visión, es decir,
la borrosa imagen a la que dan este nombre los soldados, bronce contra bronce,
preparados para resistir la arremetida que a la fuerza tenía que llegar, y pronto.
Oíamos el sonido de los primeros proyectiles sobre los aspides a lo largo y a lo
ancho. Todos colocamos el hombro izquierdo en la concavidad del extremo superior
del escudo. De forma simultánea, con el puño derecho, que blandía la espada,
agarrábamos la cuerda de cáñamo a la derecha de la cavidad interna y, sirviéndonos
del mango de la espada como apoyo, la asegurábamos con dos anillas de hierro al
extremo del escudo, bloqueándolo contra cualquier sacudida futura. Hasta el último
nervio entre la punta de los pies y la coronilla se iba tensando con aquella
prolongada y ondulante marcha.
Llegó una tormenta de piedras y proyectiles.
—¡Venga, muchachos! ¡Son sólo guijarros! ¡Ánimo, no dobléis las rodillas!
Como un montañero en la cresta planta los pies en el suelo y aguanta, con los
hombros firmes, la granizada, así las filas de atacantes avanzaron contra la tempestad
de piedras y plomo.
—¿Quién será el más valiente?
—¿Quién expulsará al enemigo primero?
Delante de la tormenta de fuego, los
arqueros.
—¡Palillos, contra ellos!
Las puntas de hierro retumbaban contra el revestimiento de cobre de los escudos,
rebotando hacia las lanzas levantadas. Los aspides de las primeras líneas quedaron
cubiertos como puerco espines por las saetas del enemigo, que atravesaban el bronce
para alojarse en el armazón interior de roble, consistente como una tabla de cocina e
impenetrable como ésta. Oías cómo rebotaban a tus pies y cómo zumbaban más allá
de tu cabeza las que no habían dado en el blanco.
—¡Adelante! —ordenó León a gritos. Para entonces éstos se habían generalizado
a medida que los hombres elevaban sus súplicas al cielo entre la mortífera lluvia.
Apareció la luna.
Con su luz pudimos ver el bastión.
—Jabalinas! —El soldado que tenía al lado soltó un grito y se desplomó. Llegó
la cerrada descarga mortífera. No soplaba ni una brizna de viento, por lo que las
jabalinas llegaban directas, sin desviación alguna. León cayó al suelo en medio del
atronador ataque.
—¡Estoy bien! —Hizo un esfuerzo para ponerse de pie a mi lado.
Se produjo una segunda descarga. Esta vez caí yo al suelo.
—¡Arriba, hijo de perra!
La línea lo es todo.
No debe cundir el terror; uno no tiene que huir. La línea lo es todo. No debe
cundir la furia; uno no debe lanzarse hacia delante.
La línea lo es todo. Si se mantiene, seguimos vivos; si se rompe, morimos.
—¡Maldición! ¡Maldición! —voceaba León. El enemigo se vino abajo antes de
que le alcanzáramos. Se dividió una línea. Los hombres dieron vivas de alegría.
—¡Silencio! ¡Apagad el fuego!
El etrusco nos reunió para el contraataque. La fatiga nos hacía caer al suelo como
si nos diera con un mazo. Se oía cómo claqueteaban los yelmos contra la piedra
caliza y también el sonido apagado de la caída de escudos y equipo.
—¡De pie! ¡Contraofensiva! ¡Que nadie rompa filas!
Habíamos tomado la primera barrera. La segunda nos llevó dos horas más,
durante las cuales casi nos partimos la espalda con el calor y el agotamiento. De los
seis que habían caído en nuestra sección, sólo dos estaban heridos. Los demás
sufrían tirones en la ingle y la corva, se habían roto algún hueso, habían padecido
contratiempos a causa del agotamiento y la sed o alguna caída por un barranco en la
oscuridad. Todos sufríamos calambres. Habíamos abandonado hacía mucho todo el
material de construcción; más tarde mandaríamos por él a los equipos de
recuperación.
Circulaban los rumores. Nuestras compañías en el asalto del fuerte del Círculo
habían sido derrotadas; Gilipos disponía de otros cinco mil hombres venidos de la
ciudad; se mantenía en el contrafuerte, la posición definitiva que debíamos ocupar.
Fuera o no cierta, la noticia animó a la tropa. Había que inmovilizar a aquellos
imberbes y Siracusa sería nuestra. Pegamos unos buenos tragos de agua y de vino y
nos dispusimos a seguir.
El segundo bastión no era todavía la colina Calcárea, la serie de baluartes que
había construido el enemigo durante el otoño cuando nos fue echando de los altos; al
contrario, se trataba de un bastión nuevo, mucho más alto, levantado en la cima de
una pronunciada pendiente. Contaba allí el enemigo con mil hombres; tendríamos
que tomarlo por asalto. Habían quemado un terreno equivalente a un estadio,
colocando en toda su extensión pacas o haces empapados de brea. Se habían
amontonado en sus extremos unas montañas de espinos que permitían dirigir a los
agresores hacia la zona de los honderos. Nuestras fuerzas incendiarias prendieron
fuego a toda la extensión. Brillaba una luna amarillenta entre la bruma.
Nos dieron órdenes de resistir hasta que se hubieran quemado los obstáculos.
Pero no había forma de contener a la tropa, presa de la fiebre por la contienda, de
terror al comprobar los refuerzos de Gilipos o aprensión ante la fatiga que se había
apoderado de todos. Todos se amontonaron sin orden ni concierto en aquel infierno,
sirviéndose de los escudos para protegerse de los encendidos proyectiles, mientras
que el enemigo concentraba su ataque algo más allá, donde avanzaban los atenienses,
los argivos y los aliados.
Nuestra compañía estaba en segunda posición. Los primeros cien se abalanzaron
contra la muralla. La pared era de piedra con un sinfín de puntiagudos palos
despuntado en la superficie. Desde lo alto, el enemigo arrojaba rocas. Avanzamos
como las tortugas, con los escudos sobre la espalda, abriéndonos camino entre las
piedras con las manos. Aparecieron veloces las tropas ligeras. Oíamos sus saetas y el
silbido de los proyectiles. Una roca cayó sobre mi columna vertebral y me lanzó
contra la puntiaguda muralla. Las piedras eran tantas que me resultaba difícil
apartarlas.
—¡A trepar! —gritaban todos.
Un cuerpo me cayó encima. Algún hijo de perra al que habían acribillado
nuestros arqueros. Intenté incorporarme; ¡y el granuja aquel resucitó! Noté que unos
dedos se clavaban en las cuencas de mis ojos y un filo se acercaba a mi cuello. Hice
bajar el ala del yelmo, apretando su borde contra la coraza y el terror me dio fuerza
para levantarme. El hombre se desplomó, atacado desde arriba por los suyos.
—¡Trepa! —gritaba León a mi lado. Vi su fornido cuerpo que ascendía por la
pared. Sentí una terrible vergüenza. Escalé a su lado. Los defensores seguían
lanzándonos brea encendida. Pero nuestro ascenso continuaba. Retrocedieron ante su
propio fuego. Nuestras descargas de jabalina les llegaban a través de la muralla. En
cuanto alcancé la cima, me encontré con un hombre que blandía una cuchilla;
descendí un poco y le embestí. Nos hundimos enlazados. No llevaba yelmo; le aticé
en el cráneo con mi espada. Oí vítores. Avanzaba la segunda compañía arrojando
sudor y saliva contra el enemigo en fuga. Caí en cuclillas sobre la humeante piedra.
—¡León!
—¡Estoy aquí, hermano!
Nos levantamos los yelmos para constatar que los dos habíamos sobrevivido y
acto seguido nos desplomamos de alivio y cansancio.
Se veía ya toda la luna. Los hombres se concentraban, camino del segundo fuerte.
—¡Arriba, arriba!
No había que ceder a la fatiga, sobre todo cuando el contrafuerte se mantenía y
Gilipos tenía tiempo para reforzarlo con más tropas. Los hombres llevaban horas
trepando y luchando. La noche no había refrescado lo más mínimo. La tropa llevaba
la lengua colgando como su fuera una manada de perros.
Detectamos a los argivos por su acento. Apareció en la oscuridad un capitán de la
élite de los Mil. Estaba cerrando las filas.
—¡Hay que conquistar otra roca!
Habían llamado a los oficiales. León vomitaba, tenía retortijones. Me dirigí hacia
allí. Me encontré con Demóstenes. Su unidad se nos había adelantado en dirección
hacia el fuerte de Labadlón; o él o nosotros habíamos perdido la posición. Sus
oficiales ordenaron que los hombres comieran. ¿Quién era capaz de tragar el pan sin
vino ni agua?
—La tropa está exhausta —informó un capitán—. La tercera oleada sigue
ascendiendo desde Euríalo, a nuestra espalda; ¿tal vez deberíamos detenernos y
permitirles el avance?
Demóstenes le miró como si creyera que se había vuelto loco.
—La luna está ya en lo alto. Asaltaremos ahora mismo ese
estercolero. Uno de los oficiales dijo que no sabía si sus hombres
aguantarían.
—No son los hombres quienes deben decir lo que hay que hacer —gritó
Demóstenes—. Nosotros se lo decimos a ellos.
El oficial veía que sus oficiales no se habían recuperado. Todos habían bebido en
exceso y, aunque el miedo y el agotamiento les había hecho sudar, el ardor de la uva
había hecho mella en su sangre, como le ocurriría a quien aguanta una borrachera
dos días seguidos, llevándoles a tal estado de postración que ningún acto de voluntad
hubiera podido vencer.
—¡Agrupaos, primos! —Demóstenes reunió a los oficiales como hubiera hecho
un padre con sus hijos—. Sé que los hombres están exhaustos. ¿Creéis que yo mismo
no lo estoy? Pero hay que tomar el fuerte Calcáreo. No puede aceptarse ningún otro
resultado.
»Si fracasamos esta noche, Gilipos nos echará mañana de los altos. Nos
encontraremos de nuevo donde empezamos; peor aún, pues el enemigo se afianzará.
En cambio, si asaltamos el fuerte Calcáreo esta noche, todo estará a nuestro favor.
Caerá el contrafuerte, sitiaremos la ciudad. ¡Arriba ese ánimo! No podemos conceder
tiempo al enemigo. ¡Acabemos con él ya y quitémonos de encima la pesadilla!
Sin embargo, Gilipos no esperó la arremetida. Situándose de espaldas al
contrafuerte, dirigió sus tropas hacia los atenienses que se estaban concentrando.
Oímos su paean y corrimos hacia nuestros puestos. León ya había movilizado a
nuestros soldados. Me lancé hacia delante entre ellos.
Ante nosotros, un número inconmensurable de enemigos. Cerramos filas; un
ejército se lanzó contra el otro. El desconcierto que siguió sólo podía recibir el
nombre de combate por sus dimensiones. Tan juntos se hallaban los cuerpos que
nadie era capaz de blandir una espada. Las lanzas se mostraron inútiles. Todo el
mundo las iba abandonando y optaba por utilizar el escudo como arma, batallando
por apartar el pie del contrario o atacarle al estilo espartano, con un golpe y adelante.
Cualquier parte del cuerpo protegida por la armadura se convertía en un arma.
Luchábamos con las rodillas, clavando el metal protector de éstas en los testículos
del contrario, atizándole con el codo en la garganta y la sien y rematándole, ya
en el
suelo, con el tacón. En medio del desconcierto, cualquiera agarraba el extremo del
escudo del enemigo y lo empujaba hacia abajo con todas sus fuerzas. Arañábamos
los ojos del que se nos plantaba delante, le escupíamos cuando éramos capaces de
reunir saliva suficiente y terminábamos mordiéndole. Nos dábamos cuenta de que el
enemigo cedía. Nos llegaron refuerzos desde atrás, que empujaron con su peso
aquella masa humana que formábamos. Al fondo, detrás, se veía la luna. El enemigo
salió a la desbandada.
Debe atribuirse la culpa de lo que sucedió luego a nuestros mandos, y yo me
incluyo entre ellos. Éramos incapaces de contener a nuestros hombres; se lanzaban
contra el adversario como animales desbocados. Aquella furia procedía sin duda de
los dos años de tribulaciones y frustración que habían vivido bajo Nicias. Estoy
convencido de que aquellos hombres también temían encontrarse al límite de su
capacidad de aguante; llevaban cinco horas luchando sin comer ni beber; tenían que
acabar rápidamente con el enemigo antes de que les fallaran las fuerzas.
Tú mismo presenciaste la aplastante derrota, Jasón. De haberse desarrollado de
forma adecuada, la caballería habría seguido al enemigo en fuga, le habría
inutilizado con el sable o liquidado directamente con la lanza. Aliados con la tropa a
caballo, los más ágiles podían haberse adelantado al enemigo en su huida y haber
acabado con él a golpes de lanza. Podían rematar a los heridos allí mismo. Sin
embargo, en las alturas, no disponíamos de fuerzas de caballería ni de lanzas; todo lo
habíamos abandonado o había sido destruido. Así pues, las tropas se precipitaron en
estampida golpeando a diestro y siniestro con la espada. Así no se mata a un hombre.
La herida infligida con la punta de la espada no es mortal de necesidad, ni siquiera
está claro que inmovilice a nadie, al contrario, provoca tal estado de desesperación
en quien la recibe que incluso incita al cobarde a darse la vuelta y pelear. En cambio,
si el ataque se realiza de modo efectivo, penetrando a fondo en el cuerpo, la persona
presentará la espalda y se podrá acabar con ella con facilidad. El segundo axioma
que hay que meter en la mollera del novato cuando el campo de batalla está en
desbandada es el de no enfrentarse jamás con el enemigo uno solo, sino de a dos y
desde lados opuestos.
Ambos principios fueron arrojados por la borda en la situación extrema a la que
les había llevado la fatiga. En la parte frontal, veíamos a nuestra infantería
acuchillando las corvas y los cuellos del, adversario, y más tarde, al caer los últimos,
se abalanzaban sobre el grupo que les seguía, dejando a los hombres heridos y
despojados, aunque también con cierta capacidad de respuesta, o bien, si se trataba
de alguno más astuto, fingía haber quedado inmovilizado para situarse luego entre
nuestras tropas cuando llegaba hasta él la siguiente fila. La línea se deshizo a lo
ancho del campo. Se iba ensanchando la zona que controlábamos. La colina
Calcárea, hacia la que huía el enemigo, quedaba a unos cuatro estadios, siguiendo
una superficie muy irregular. Nuestros hombres, extenuados, invirtieron la marcha,
mientras el enemigo utilizaba en su huida los páramos y las pendientes.
No obstante, el avance ateniense tropezó con escasa oposición; resonaron los
gritos de victoria al tiempo que nuestras tropas, en completo desorden, pasaban hacia
los baluartes que rodeaban la calcárea elevación que dominaba el contrafuerte.
Avanzábamos con la luna por encima de nuestros hombros; ante nosotros, el
enemigo se precipitaba en masa hacia las pocas salidas y veíamos el resplandor de
sus escudos y yelmos en la noche. Eran hábiles. Gilipos era hábil. No había optado
por mantener a sus hombres detrás de las almenas, contra las que habrían presionado
nuestras desorganizadas tropas, que se hubieran reorganizado al confluir. Al
contrario, el espartano decidió enfrentarse a nosotros en campo abierto, lanzando en
masa sus tropas frescas contra las nuestras, exhaustas e indisciplinadas.
El mundo conoce el espectacular triunfo de aquella táctica. León y yo habíamos
alcanzado a Sopa y a Astilla, así como a otros que habían quedado sueltos de otras
unidades y se habían unido espontáneamente a nosotros. Nuestro bando seguía su
avance; los Mil argivos situados a nuestra izquierda acribillaban a la división
siracusana en formación contra ellos. Veíamos el fuerte Calcáreo a medio estadio de
nosotros.
—¡Ha caído! —oí gritar a un oficial argivo.
En aquel preciso instante, el hombre que tenía a mi derecha se desplomó sobre
mí. Me agaché para sujetarlo, puesto que un hombre con armadura en el suelo
equivale a un muerto. Me volví hacia la derecha y me encontré con que el enemigo
se daba la vuelta y nos embestía desde el flanco.
Más tarde supimos que aquella era la división Cadmea, los voluntarios beocios y
el regimiento de Tespias de las Termópilas, dos mil en total, a los que Hegesandro
había situado ante el baluarte llamado Ravelino. Los demás estaban derrotados pero
éstos resistían. Al igual que la gran roca sobre la que baten las olas, ellos aguantaron
y nos devolvieron el embate.
Yo estaba en el suelo; me había caído a raíz del ataque. Me veía incapaz de
levantarme llevando encima un talento de carga. Uno de los nuestros hurgaba bajo
mi cuerpo, intentando que fueran mis carnes y no las suyas las que alcanzara la lanza
enemiga. Pasaron los beocios hundiendo las puntas. Oí como una de ellas daba en el
blanco; el sonido del cráneo reventado, los fluidos de la cavidad saliendo a
borbotones. Una rozó mi cadera y a punto estuvo de alcanzarme un ojo. El enemigo
siguió su camino. Pude darme la vuelta y liberarme. León me apartó arrastrando mi
cuerpo.
En la huida de la derrota uno no se pregunta si tiene la cabeza en su sitio, se
limita a abandonar toda la carga que puede, decidido a correr al máximo para
conservar la vida. Allí, en el alto, se cambió esta costumbre. Reinaba la oscuridad.
No existían caminos. La luna proyectaba unas sombras que todo lo sumergían en el
caos. Habíamos perdido la noción de nuestra posición; nos habían superado. Avanzar
era un suicidio, pero por otro lado al huir caías encima de las mismas tropas que
acababan de derrotarte.
Pero entonces nos desconcertó un nuevo peligro: el enemigo al que nuestras
tropas habían tomado la delantera en el avance. Aquellos hombres estaban otra vez
de pie disponiéndose a la ofensiva como carniceros. Recorrían el campo, cortando el
cuello a todo ateniense que encontraban. Yo estaba con León, Sopa, Astilla y un
puñado de compañeros. Por alguna razón nos habíamos ido desplazando hacia el
extremo derecho del campo. Ante nosotros, unos riscos con fuerte pendiente, más o
menos un estadio de profundidad. Sopa observó con León el panorama.
—¿Lo probamos?
—Tú primero.
Recorrimos el borde en busca de un lugar para descender. León y yo nos
situamos en una elevación para otear. Vimos una batalla a lo lejos.
Nos quitamos los yelmos y oímos el paean —dorio o nuestro, imposible
precisarlo— y el himno que todos los soldados conocen, el tañido y el fragor del
othismos cuando las formaciones se comprimen y chocan.
—Yo lo dejaría —comentó Astilla.
León le preguntó dónde estaba su afán de gloria.
—Lo perdí hace unas horas, junto con todo lo que guardaba en los intestinos.
Nos deslizamos por la pendiente, camino de la batalla. Al fondo veíamos unas
siluetas fantasmagóricas. Oímos acentos áticos.
—¿Atenienses?
—Adelante —gritó un oficial—. Vamos a formar más allá de la elevación.
Nos acercamos a las tropas, pero les perdimos en un desfiladero. Los bajos
estaban inundados de niebla, la luz era extraña. Cuando tenías la luna de cara
quedabas deslumbrado; si te quedaba a la espalda, avanzabas en la negrura.
Aparecieron de un páramo unos cientos de soldados de infantería; los oficiales les
alineaban. Nos metimos entre ellos, en busca de alguien a quien informar. Un
guerrero nos hizo señas para que nos situáramos atrás. Un hombre se dirigía a un
compañero. Hablaba en dialecto siracusano.
No eran los nuestros.
Nos encontrábamos entre el enemigo.
Un siracusano alto y esbelto me tiró del hombro. Iba a preguntarme algo. La
espada de León le cortó el cuello. Cayó como un saco, chorreando sangre.
Salimos disparados. Pedí a León que asumiera el mando. Yo estaba desquiciado;
no coordinaba las ideas.
—¿Cómo habían llegado hasta allí esos mal nacidos?
Nos metimos en un barranco, aterrorizados, agarrándonos uno a otro como críos.
—¿Estamos rodeados? ¿Cómo han conseguido situarse a este lado?
Intentábamos orientarnos por la luna, pero en el barranco no acertábamos a ver
de dónde procedía la luz. ¡Ruido! Hombres que avanzaban en formación compacta
desde donde habíamos huido.
—¡Son ellos!
Aparecieron tres soldados de asalto. Nos lanzamos contra ellos.
—¡Atenienses! —gritaron, presas del terror.
Les pedimos la contraseña.
La habían olvidado. Igual que nosotros.
—¡Por Zeus! ¿Sois atenienses?
—Sí, sí.
Ahí estaban nuestros compatriotas. Poco después apareció el grueso principal en
lo alto, una sección; localizamos a su oficial. León le informó de que habíamos
topado con el enemigo en dirección norte.
—Es la parte occidental.
—Imposible. Mirad la luna.
—Es la occidental, seguro.
—¿Dónde está, pues, la batalla?
—Se acabó. Nos han derrotado.
—¡Ni hablar!
Salimos de prisa en busca del combate. Ante nosotros vimos más hombres.
Formamos rápidamente ante el temor de encontrar al enemigo.
—Atenea Protectora —gritaron con el escudo en la cabeza. ¡La contraseña!
Respondimos a ella. Corrieron hacia nosotros.
—Por todos los dioses —comentó ya más tranquilo el más joven—, ¿qué
demonios ocurre?
Una lanza se hundió en sus entrañas. Cayeron también otros. El terror se apoderó
de nosotros.
No sabíamos si se trataba del enemigo, que había descubierto la contraseña, o si
eran de los nuestros que nos habían confundido con el enemigo. Nos empujaba un
objetivo: alcanzar nuestras propias líneas. Nos daba igual caer eviscerados un
instante después: debíamos reunirnos con nuestros compatriotas. La imperiosa
necesidad nos impedía reflexionar.
Veíamos siluetas imprecisas en la oscuridad, que huían y avanzaban en todas
direcciones. Todo el mundo guardaba silencio, aterrorizados. Un nuevo temor me
paralizó. Pensaba que podía encontrarme con mi primo y, al tomarnos por enemigos,
matarnos.
Al paso de los hombres grité:
—¡Simón!
—¡Silencio! —respondió León.
No podía callarme.
—¿Eres tú, Simón?
—¿Has perdido el juicio?
Abandonamos por fin la llanura. Un pequeño páramo de unos ocho estadios nos
llevó hasta el fuerte de Labdalón, el primero que habían tomado las tropas de asalto
aquella noche, aunque parecía haber transcurrido una eternidad desde entonces. Allí
se había reunido una gran multitud: retiraban los cadáveres y los heridos; los
mamposteros y carpinteros ascendían por las pronunciadas curvas de Euríalo; se
veían también centenares de supervivientes como nosotros, en desorden,
aterrorizados. Las tropas estaban en retirada. Los hombres se peleaban para llegar al
risco.
—¿Qué ha ocurrido?
—¡Se ha perdido! ¡Se ha perdido todo!
—¡Esperad! —León avanzó entre la corriente—. ¡A formar, hermanos! Hay que
armarse de valor.
El ver a nuestros compatriotas huyendo me avergonzó tanto que se reavivó en mí
el coraje, o cuando menos algo parecido a eso. Me coloqué junto a León.
—¿Has recuperado la cabeza, Pommo?
—Sí.
—Me asustaste muchísimo.
Los hombres desfilaban ante nosotros. Tomamos a unos cuantos, avergonzados
como nosotros, y organizamos una formación.
Reconocí a uno de ellos, a Conejo, que había luchado con Telamón. Le agarré del
brazo y vi que lloraba.
—He matado a un hombre —exclamó.
—¿Cómo?
—Nuestro. A uno de los nuestros.
Estaba trastornado; me suplicó que le cortara el cuello.
—Que Dios me ampare, no pude verlo… Pensé que era un enemigo.
—Déjalo, es por la oscuridad. Debes sobreponerte. Desenfundó la espada y
colocó la punta bajo su mandíbula.
—¡A formar! —le grité—. ¡Conejo! ¡A tu puesto!
Agarró la empuñadura con ambas manos y hundió la hoja hasta el cerebro.
—¡Conejo!
Se desplomó como una marioneta a la que se corta el hilo. Todos quedaron
boquiabiertos al contemplarlo. Oíamos el paean del enemigo.
—¡Firmes! —gritó León a nuestros compañeros—. Que nadie abandone el
puesto.
—¿Por qué? —preguntó uno de ellos. Salieron corriendo. Nosotros tras ellos.
XXII

LA CARA OPUESTA DEL PARAÍSO

Habrás oído hablar un sinfín de veces, Jasón, del eclipse lunar que se produjo un
mes después del desastre de Epípolas, y el terror en que quedó sumida la flota y el
ejército, al tener lugar en el momento en que las naves se disponían a zarpar para
ponerse a salvo. Muchos habían censurado a Nicias y acusado a las tropas de haber
cedido al pavor y a la superstición en el momento de su liberación, cuando habían
decidido como mínimo abandonar Siracusa y partir hacia la patria.
A quienes nos lo reprochan sólo puedo decirles una cosa: no estaban allí. No se
encontraban entre los nuestros para notar el horror que allí se respiraba, cuando la
luna ocultó su rostro protector. Me considero un hombre práctico y, sin embargo, yo
también tuve que volverme, turbado, acobardado, ante aquel prodigio celeste.
Desde Epípolas habíamos perdido a nueve mil hombres. Ante los precipicios,
muchos, presas del pánico, cayeron por centenares, Salí aquel primer día al alba con
León en busca de mi primo. Faltaban miles de hombres. Muchos de los que habían
intentado el regreso se habían perdido por el camino. Entonces, con la primera luz
del día, los jinetes siracusanos los estaban triturando. En la base del precipicio había
una gran extensión de cadáveres y soldados moribundos. Todos eran nuestros.
Algunos se habían caído cuando la aglomeración empujó hacia el borde y cada
hombre, aterrorizado por alcanzar un asidero, había ido desplazando a otros, los
cuales, por su lado, se iban precipitando sobre los que iniciaban el camino de vuelta
por el serpenteante sendero. Otros, en su desesperación, se lanzaron
deliberadamente, abandonando su armadura y entregándose al destino.
En lo alto del precipicio se reunían los grupos del enemigo. Gritaban para que les
oyéramos desde abajo, provocándonos:
—¡Qué listos sois, atenienses! ¿Os creíais capaces de volar?
Alardeaban de sus proezas lanzando brazos, piernas e incluso cabezas sobre los
amontonados cadáveres de nuestros soldados.
—¡Así es como abandonaréis Sicilia!
Telamón nos esperaba en el campamento. Había encontrado a Simón, sano y
salvo, atendiendo a los heridos. Me desplomé allí mismo y dormí durante todo el día.
De nuestros dieciséis infantes sólo quedaban cuatro; hicieron falta cinco compañías
para crear una nueva. Pasé el día al lado del Pandora, escribiendo cartas de pésame.
Su proa se había podrido del todo; se encontraba escorada en un punto al que los
soldados llamaban la playa del Perro, esperando nueva madera.
El campamento se había convertido en un gran lodazal que olía a chotuno.
Habíamos plantado las tiendas en el humedal en el que nos habían arrinconado las
tropas de Gilipos: cincuenta mil personas apiñadas en una ciénaga más estrecha que
el ágora de Atenas. A cada paso te ibas hundiendo en el lodo. Yo tenía por cama una
puerta colocada sobre un amasijo de cieno y la compartía con León y Astilla, por
turnos, como se hace a bordo. Los soldados habían puesto el nombre de «armadía» a
los camastros. Además, tenías que vigilar el tuyo para que no te lo robaran.
Los marineros extranjeros empezaron a deshacer los cabos. Era imposible
detenerlos; esperaban a que oscureciera y se lanzaban por ellos. Algunos se llevaban
incluso los remos. Falló el avituallamiento y la recogida de desperdicios; no
quedaban ya armeros, cocineros ni asistentes. Había que asignar a la tropa las tareas
de las que normalmente se encargaban los ganapanes; en diez días se produjeron
altercados que estuvieron a punto de provocar una sublevación. Lo que sí poseía la
tropa era dinero. Pero ¿qué podía comprarse? Ni un simple palmo de tierra donde
apoyar la cabeza o un terrón limpio en el que pudieras hacer tus necesidades. Ni
siquiera podíamos comprar agua; el enemigo había represado los arroyos que
desembocaban en el campamento e infectado la única fuente de aquellos alrededores.
Los enfermos se amontonaban por centenares en los ya atestados lugares en los que
permanecían los heridos en Epípolas, quienes empeoraban día a día en aquel
miasmático infierno.
Una frase recorrió el campamento: «Izar el akation». ¿Sabes a qué me refiero,
Jasón? La vela del trinquete del trirreme, la única que se despliega durante la batalla
y desde la que se efectúa el salto a vida o muerte en la huida. Todos ardían en deseos
de izar el akation. Epípolas había enfrentado a Demóstenes con el grueso de la
expedición. Bajo su perspectiva, Sicilia no era más que un atolladero; teníamos que
sacar de allí a nuestros muchachos enseguida, y de no ser posible aquello, retirarnos
a una parte de la isla que pudiera ocuparse por tierra, conseguir víveres y atender de
forma adecuada a los heridos y enfermos.
El único que tomó partido fue Nicias. Se negó a emprender la retirada sin
órdenes procedentes de la Asamblea de Atenas. Una noche cené con mi primo y con
el médico Pallas. El hombre pertenecía a la familia de los Euctemónidas, de Cefisia;
estaba emparentado con Nicias y le había asistido en una enfermedad de los riñones,
que aún le hacía sufrir mucho. El médico iba algo tiznado y no vaciló a la hora de
expresar su punto de vista:
—Si Nicias nos lleva a casa sin la victoria, ¿cómo expresará su reconocimiento el
demos? Él lo sabe, puedes creerlo. Los mismos oficiales que chillan exigiendo la
retirada, una vez a salvo, en Atenas, se volverán contra él para ocultar su vergüenza.
Le acusarán de cobardía o traición o bien de haberse dejado corromper por el
enemigo; los portavoces de sus acusadores enardecerán a la muchedumbre, y ésta
clamará por su cabeza, como ocurrió con Alcibíades. Puedes pensar lo que quieras,
pero Nicias es un hombre de honor. Preferiría morir aquí como soldado que verse
sacrificado en la patria como un
perro. Pasaban los días y nadie se
movía.
Volvió Gilipos de las ciudades sicilianas tras haber reclutado un segundo ejército,
aún más numeroso que él, primero. Se levantó un campamento de diez mil en el
Olimpieón y otro dos veces mayor en Ortigia. El enemigo había perdido todo temor.
Guarnecía sus filas a la luz del día y circulaba por nuestras empalizadas,
provocándonos.
Finalmente, Nicias se convenció de que la retirada era una salida juiciosa. Se
impartió la orden; aquella noche todo el mundo subiría a bordo de las naves. En el
campamento reinaba la euforia. Lejos de sentirse avergonzados por la decisión,
aquellos hombres respiraban de nuevo tranquilidad. La humildad y la piedad, a pesar
de haberse recuperado con retraso, les libraba de la ruina que les habían impuesto los
dioses, todos los reveses y males que había sufrido la expedición a partir de la
desaparición de Alcibíades. ¿Qué locura, reflexionaban entonces aquellos hombres,
nos pudo llevar a deshacernos de él? ¿Quién podía imaginar que con Alcibíades al
mando se podían haber sufrido aquellas calamidades? Siracusa habría caído dos años
antes. El ejército se encontraría a media bota de Italia; la flota habría reducido a los
cartagineses y daría ya la vuelta a Hesperia. Pero, evidentemente, los dioses no lo
habían dispuesto así. Quizás el cielo castigaba nuestro orgullo al acometer una
empresa de tal envergadura o por haber utilizado la fuerza contra un país que jamás
la había aplicado contra nosotros. Tal vez los inmortales envidiaban a Nicias su
suerte, o a Alcibíades su ambición. Todo era posible. Lo que importaba era que
volvíamos a casa.
Lo que importaba hasta que la luna desapareció.
No existe una noche tan oscura como aquélla, cuando la esfera iluminada se
hundió en la tenebrosa negrura. Nadie puede imaginar algo tan renegrido como el
mar sin estrellas, ningún hombre tan inclinado al terror como el que se encuentra en
peligro de muerte. Tan terribles eran los auspicios, cuando los adivinos los
interpretaron, que sólo fueron capaces de leer el oráculo después de sacrificar a la
tercera víctima; los videntes iban matando un animal tras otro esperando el que
sangrara de forma propicia.
Tres veces nueve días la flota debía aguantar: eso indicaban los
presagios. En un periodo de tres veces nueve días no pudo zarpar
ninguna nave.
XXIII

SOBRE LA MURALLA DE LAS NAVES

Gilipos se lanzó al ataque en el vigésimo segundo día. Asaltó las fortificaciones con
treinta mil hombres y setenta y seis embarcaciones de la flota que se encontraban en
la bahía. Las murallas resistieron; las naves no.
Se hundieron nuestras naves de vanguardia, las Cloto, Láquesis y Atropo. De los
doce infantes de marina que constituían nuestro nuevo grupo, exceptuando a León y
a mí, cinco cayeron muertos y cuatro fueron heridos de gravedad. En total, perdimos
cuarenta embarcaciones, incluyendo en ellas las dieciséis que encallaron en la
marisma denominada Las Astas, donde los hombres de Gilipos acorralaron a las
tripulaciones entre los espigones y machacaron hasta el último de los nuestros.
Pusieron luego las naves capturadas a su servicio, contra nosotros. La Ariadna de
Eurimedonte se perdió en Dascón. El enemigo fijó el cadáver de éste en la proa de la
nave y desfilaron ante nuestra empalizada incitándonos a todos a desear la muerte.
Se trató de una derrota de las mismas proporciones que la catástrofe de Epípolas.
Aquello partió el alma a nuestros hombres. No acababan de creerse que les hubieran
vencido de nuevo y de una forma tan aplastante, pero había algo aún más patente:
que lo peor estaba por llegar y no tardaría.
El enemigo empezaba a construir una barrera de naves a lo largo de la entrada del
puerto. Se corrió la voz de que íbamos a buscar una salida, intentar el todo o nada.
Habían quedado abandonadas las murallas superiores de nuestra fortificación y se
estaba levantando un nuevo contrafuerte que rozaba la orilla. Nuestra posición había
quedado reducida a un rectángulo de lodo, cuya base apenas medía ocho estadios,
cercado por todas partes menos por mar. Sesenta mil personas, incluyendo en ellas
nueve mil quinientos heridos, y ciento diez naves ocupaban hasta la última porción
de la apestosa tierra. Los últimos esclavos y auxiliares del campamento fueron
despedidos, pese a haberse mostrado leales y a sus súplicas por quedarse. Teníamos
pan tan sólo para cinco días; había que guardarlo para la tropa y los heridos.
Ya no quedaba espacio para sepultar a los muertos. Quienes se ocupaban de ello
apilaban los cadáveres formando cuadrados, colocando maderas de barco entre ellos,
alternadas de forma que los rostros quedaran visibles para la identificación. Los
pasadizos que se formaron entre estos túmulos se llenaron de hermanos y
compañeros que iban en busca de los suyos. Volvían de aquellas rondas tan
acongojados que eran incapaces de dormir o comer y ni las amenazas ni los
incentivos conseguían que obedecieran orden alguna. La enfermería se convirtió en
un lugar tan malsano, tan
desalentador y espeluznante que los propios médicos mandaban a sus ayudantes que
esparcieran los enfermos por el campamento. Los cadáveres de los que habían
muerto en el mar se iban juntando formando una barrera flotante, bloqueando la
orilla, mientras que aquellos a los que la fuerza del mar no empujaba hacia nuestra
empalizada los llevaban hasta allí las naves enemigas, acumulándolos en los ganchos
y picas.
Teníamos que romper el círculo o morir. Todos los que estaban preparados para
combatir pasaron a bordo. Se fijó como fecha el sexto día de boedromion, día de la
fiesta de Boedromia, en conmemoración de la victoria de Teseo sobre las amazonas.
Levaron anclas ciento quince trirremes; veintidós permanecieron allí; no
disponíamos de más remos. No se hizo nada por garantizar la seguridad de las naves.
Ya pensaríamos en ello más tarde. Nicias pronunció un discurso, una excelente
arenga, y Demóstenes también hizo lo propio. Nadie habló, como era costumbre, de
rehuir la batalla ni de aplazamientos de última hora. Antes de que saliera el sol todos
se encontraban en su puesto, no hubo que despertar ni a tino solo. Las tropas, en
número de nueve mil, defendieron ambos extremos del campamento, mientras otra
se ocupaba del espigón construido ante las marismas, más allá del cual se encontraba
el regimiento siracusano de los temenites, bajo el mando de Hermócrates, cuarenta
mil hombres reclutados entre las turbas doce meses antes, que ahora se habían
convertido en tropas de choque. La parte occidental, el promontorio denominado
Nefastas nuevas, estaba protegida por una estructura hecha con piedras y leña.
Cuatro mil de los nuestros tenían que enfrentarse a veinte mil de ellos.
Embarcaron veintisiete mil entre atenienses y aliados: once mil guerreros,
dieciséis mil en los remos. Las embarcaciones partieron en una oscuridad tan
absoluta que los timoneles no acertaban a determinar si podían virar a babor o a
estribor, tenían que decidirlo por el sonido, por la señal luminosa del oficial de proa
y el silbido para la niebla. Nos encontrábamos en un momento histórico. Todos
teníamos que participar en la batalla, vencer o morir, si queríamos ver de nuevo a
nuestros hijos, nuestra esposa y nuestra patria. Nadie abrió la boca, ni siquiera para
suspirar. Cada uno tenía que hacer lo que estuviera en su mano o morir.
Las naves avanzaron en columna hacia sus puntos de reunión para entrar luego
en una formación de veinticinco por cuatro en profundidad, con una reserva de diez
embarcaciones. El Pandora se encontraba en la sexta posición a la izquierda de la
primera línea, la división bajo las órdenes de Demóstenes. La barrera de naves
enemigas estaba situada a unos diez estadios hacia levante. La oscuridad y la niebla
no nos dejaban ver ni siquiera sus linternas.
Empezó la espera, el interminable intervalo durante el que cada uno se coloca en
su puesto. Las naves ligeras se iban trasladando para controlar todas las posiciones e
impartir las últimas instrucciones. En el agua se pasa mucho frío, los dientes
castañeteaban en la oscuridad. Los marineros, instalados en sus bancos, devoraban su
ración de pan, aceite y cebada. Los infantes de marina se acurrucaban bajo el manto,
arracimados, sin articular palabra. Se repitieron por vigésima vez sus órdenes. No
había rancho; alguien lo había olvidado.
Finalmente, con las linternas apagadas, la línea empezó a avanzar. No se oía
ruido alguno, ninguna orden, tan sólo el chirrido de los remos contra el cuero de la
sujeción, el golpe de sus palas en el agua y el deslizamiento del casco en la
superficie. Se oía el golpe de las piedras que marcaban la cadencia, con la máxima
nitidez, así como la respiración acompasada de los remeros al hundir el remo y
empujarlo de nuevo. El Pandora avanzaba siguiendo el oleaje.
Empezó a aclararse el cielo. Podíamos distinguir ya nuestras naves. El
espectáculo que ofrecían no podía presentar un contraste más deshonroso si se
comparaba con la impecable imagen que habían mostrado al abandonar nuestra
patria, unas estaciones antes, con tantas expectativas. Faltas de pintura, despojadas
de sus adornos, luciendo tan sólo las insignias imprescindibles para diferenciarlas de
las del enemigo, nuestras naves se hundían en las olas como barcazas, con tal carga
de hombres dispuestos al combate en sus cubiertas que en lugar de naves de guerra
parecían transbordadores. Sus cascos estaban revestidos con cuero y piel en la parte,
superior para desviar las flechas incendiarias del enemigo y a lo largo de la línea de
flotación para proteger a los remeros en sus puestos. Con aquel deplorable aspecto,
las embarcaciones parecían objetos abandonados que iban renqueando hacia el
enemigo.
Igual que ocurrió con las demás embarcaciones, los mástiles del Pandora se
habían, desmontado y abandonado en tierra. Se habían recortado la proa y la popa y
colocado unas plataformas protegidas con mamparas en las que se intercalaban unas
planchas abatibles a modo de rampas. El timonel cumplía su cometido parapetado
entre maderas y pieles. «¡Aféala al máximo!» —había ordenado el capitán Boros, el
sexto desde nuestra salida de Atenas, mientras luchaba en la oscuridad codo a codo
con sus hombres—. «Pandora tiene que convertirse en la caja de los truenos para el
enemigo».
En su parte delantera, donde se encontraba antes la cámara (mi antiguo refugio
para echar una siesta), habían reforzado la proa con maderas recuperadas de otros
cascos destrozados. La habían aparejado con un espolón de triple anchura a fin de
contrarrestar cualquier innovación que hubieran adoptado los corintios. Estos
aparejos exteriores no servían por el momento, aunque en la confrontación los
infantes se encaramarían a ellos equipados con garfios. Los epibatai, el pelotón al
que pertenecíamos León y yo, nos manteníamos entre la popa y la parte central del
barco, a fin de que la proa quedara suficientemente elevada y la cabeza de buey libre
del embate de las aguas. En el borde de la proa se encontraban agachados los
componentes de las tres unidades de fuego, los que habían de encender las flechas y
las teas. La segunda estaba junto a mí, en la parte central de la nave, y la tercera, al
lado del parapeto del timonel.
Desde la posición en la que me encontraba veía lo que sucedía ante nosotros. En
la Pandora entraba tanta agua que los remeros la tenían hasta los tobillos. Los
encargados de achicar el agua la iban sacando acompasadamente del pantoque y
lanzándola rozando las orejas de sus compañeros a través de las aberturas recubiertas
de cuero en las que estaban insertados los remos. Por encima de las cabezas de los
remeros se habían dispuesto nuevas cubiertas para alojar a la infantería, a los
arqueros y lanzadores de jabalina, que en aquellos momentos permanecían
agachados, a punto de vomitar.
Por fin vimos al enemigo. Su línea de naves se levantaba como una muralla; el
puerto se había convertido en un lago. Habían construido empalizadas, en las que se
veían pieles entrelazadas para atajar los proyectiles incendiarios; en su parte interna
habían dejado unas troneras desde las que lanzarían sus proyectiles. La superficie de
la empalizada estaba cubierta de palos y maderas. Quedaba un espacio de
aproximadamente un estadio. Entre la empalizada y el mar abierto veíamos su flota,
compuesta por más de cuarenta naves, que avanzaban en columna de tres y cinco en
fondo, a fin de impedir todo intento de romper el cerco por parte de los atenienses.
Cientos de embarcaciones menores se situaban como obstáculo, mientras otras
flotillas partían de la orilla. El enemigo controlaba nueve décimas partes del
perímetro del puerto. El ejército de Gilipos esperaba en la orilla. ¡Qué los dioses
ampararan a la nave y a la tripulación que cayeran en su mortífero radio de acción!
Procedíamos siguiendo el sistema de dos y uno, operando en la hilera de remos
por turnos. De pronto, unos cuatro estadios mar adentró, el contramaestre gritó:
«¡Todos a la vez!», y la Pandora se lanzó hacia el frente enemigo. El capitán Boros
daba órdenes a los oficiales sirviéndose de la bocina, indicándoles distintas
posiciones, como si cada uno pudiera determinar la embarcación a la que iba a
atacar. Salió correteando con aire jubiloso. «¡Delfines, muchachos! ¡Adelante!».
Soltando una carcajada, se precipitó hacia popa, al puesto del timonel. Apareció
luego el prostates, el oficial de proa, llamado Milo, al que habían sorprendido en un
prado con su amante y por ello se había ganado el sobrenombre de Rhodopygos,
Mejillas sonrosadas. Era un hombre inquieto, que siempre temía lo peor, y en
aquellos momentos avanzaba a duras penas transportando por encima de su cabeza
una tabla de roble que pesaba tanto como él.
—¿Han anunciado lluvia, joven? —le gritó León.
Rhodopygos iba pegando saltos hacia delante y hacia atrás, oteando para calcular
la distancia que nos separaba del enemigo. Cuando él avisara, teníamos que avanzar
como un solo hombre para lanzar los proyectiles mientras nuestro propio peso haría
descender el ariete en el instante más temible. Cuando menos, aquél era el plan. En
la práctica, como siempre, reinó la confusión.
Una nube de pequeñas embarcaciones situada a poco más de un estadio se dirigía
hacia nosotros envuelta en la neblina. Empezaron a llover sobre la cubierta los
dardos y flechas incendiarios. Uno de ellos hirió a Mejillas sonrosadas en el pie; en
un abrir y cerrar de ojos nos encontramos todos en los balancines, descargando
todo lo que
teníamos a mano. Teníamos delante la muralla de naves. No lo conseguiríamos. Dos
de las situadas en primera línea se acercaban hacia nosotros, un trirreme con el
mascarón de proa adornado con una figura femenina con los senos desnudos y una
galera sólida como una barcaza. Llevaban más de cien hombres a bordo. La Pandora
levantó la proa para embestir. El trirreme se precipitó contra nosotros lateralmente.
Los infantes de proa lanzaban girándulas; los arcos de humo recorrían el espacio
cada vez más reducido que quedaba entre las naves. Los hombres, colocados de
rodillas, arrojaban jabalinas, pero pronto tuvieron que tumbarse tras los protectores
para refugiarse del ataque enemigo. Uno y otro bando lanzaba recipientes de
humeante azufre colgados de una cuerda, a los que los siracusanos llamaban
«escorpiones» y los atenienses, «hola qué tal». Las tres embarcaciones ardían.
En aquel momento se produjo el choque entre la Pandora y la galera. Sin
embargo, formaban un ángulo agudo y las dos, con las proas unidas, empezaron a
virar lateralmente con los cascos trabados. Nuestros infantes de marina les asaltaban
intermitentemente arrojándoles garfios; el enemigo respondía con una lluvia de
flechas y piedras. Se habían desecho de los parapetos y los garfios rebotaban como si
fueran judías secas. En cuanto se enganchaban, el enemigo respondía a golpes de
mazo y hachazos. Un desafortunado hijo de perra había quedado enganchado por la
pantorrilla y colgaba de la base del mástil, mientras tres de los nuestros intentaban,
aplicando todas sus fuerzas, mantener dominada la nave. Instantes después, la Dos
Tetas pegó de costado contra la panza de la Pandora y, poco más tarde, nuestro
Intrépido se hincó en su trasero.
El enemigo tenía piedras enormes rocas que debían de pesar un talento,
amontonadas en la parte de proa y en los parapetos. Llevaba a bordo a los más
ciclópeos de sus hombres, los cuales levantaban sus proyectiles para arrojarlos contra
nuestras protecciones y las hacían añicos.
Dirigía uno de aquellos titanes. Aquella especie de buey que mediría casi siete
pies y llevaba el torso desnudo, con una enorme zancada saltó a nuestra proa
llevando como única arma una descomunal piedra, la cual empujaba por delante de
él y con ella iba derribando a nuestros infantes. Un joven llamado Elpenor le abrió el
brazo hasta dejarle el hueso al descubierto; el bruto se dio la vuelta vociferando,
soltó la roca, aplastó el cráneo del infante y, girando sobre sus talones, golpeó el
rostro de otro que tenía a mano. Con unos muslos que parecían troncos de roble, iba
apartando de su camino a quienes le impedían avanzar.
No era momento para heroicidades. Cogí a dos, a Metón, Quebrantabrazos, y a
Adastro, Cabeza de estopa, y los lancé contra la espalda del monstruo. Lo agarramos
entre tres y le clavamos una lanza en el hígado y otra en la cadera. Cabeza de estopa
le abrió la corva con una pica. La bestia humana cayó sobre una rodilla soltando
unos terribles alaridos. Ni siquiera se dio la vuelta para ver quién le había derribado;
se limitó a levantar de nuevo la piedra y lanzarla con todas sus fuerzas contra los
pantoques. Pasó por el compartimiento de los remeros, rompiendo instantáneamente
la rodilla de uno del segundo banco, para quedar aplastada contra la madera de la
sobrequilla, y con ello todo el casco tembló. Empezó a entrar el agua. La Pandora se
estaba hundiendo.
Resulta imposible reconstruir a posteriori la sucesión de los acontecimientos, la
sucesión de las sucesiones, pues todo se sucede con una velocidad vertiginosa en
medio del caos, cuando las propias facultades se encuentran alteradas por la furia y
el terror, por el miedo que uno siente por sus hombres y por uno mismo. En un
momento determinado, uno de los infantes enemigos me tenía agarrado por la barba
y golpeaba con su escudo la parte superior de mi yelmo con tal frenesí que me di
cuenta de que me partiría el cráneo. Le así con todas mis fuerzas por los testículos y
no le solté hasta que logré deshacerme de él. Resbalé por encima del parapeto
cubierto. León, desde atrás, lo decapitó con un certero golpe asestado con las dos
manos; la cabeza con el yelmo rebotó contra mi barriga, soltando sus fluidos, topó
luego con los palos y cayó al mar.
El combate en el mar tiene una particularidad: el hombre no tiene hacia donde
huir. De una u otra forma nuestra compañía consiguió capturar la galera, si es que
puede llamarse así a un amasijo de madera ardiendo a punto de hundirse, y el triunfo
se debió básicamente al hecho de que la carraca en cuestión hacía aguas por la parte
de popa y nosotros, al avanzar desde la proa teníamos ventaja, ya que nos
encontrábamos en una posición más elevada. Emprendimos el ataque contra el
enemigo tras una barrera de escudos. Se iniciaba entonces una batalla paralela,
horripilante como la que ya estaba en curso, en el canal que se había formado entre
los encendidos cascos, mientras los remeros de la Pandora y la Dos Tetas, obligados
a abandonar las embarcaciones, peleaban cuerpo a cuerpo con la intención de ahogar
al adversario. Las hachas y los palos habían reemplazado a las lanzas y las jabalinas.
Se utilizaban asimismo trozos de remo. Los guerreros golpeaban, cortaban y
ensartaban al enemigo en medio del agua incluso cuando iban cediendo bajo sus pies
las cubiertas sobre las que se encontraban. Por aquel entonces la tercera y cuarta
oleada atenienses habían alcanzado las murallas de naves enemigas y estaban
atacándolas a modo de tropas terrestres destinadas al asalto de una fortaleza. Nos
llevaron al Intrépido. Momentos después, nosotros también luchábamos en la
muralla.
Mi primo me contó más tarde lo que veía desde un punto de observación en la
orilla. Los heridos suplicaban a los cirujanos que los empujaran hacia el mar. La
suerte de todos dependía del resultado de la batalla; nadie podía quedarse al margen.
Incluso los guerreros que habían quedado en tierra se acercaban a la orilla, se
adentraban como podían en el mar, como hacían los siracusanos a lo largo de su
costa, forzando la vista en medio de la humareda en busca del menor indicio de
victoria o derrota.
Según mi primo, desde aquella perspectiva resultaba imposible ver el muro de
naves; veían tan sólo el humo, negro en su parte inferior y de tonos grisáceos en el
ascenso, formando unos nubarrones tan densos que se habría dicho que todo el
firmamento estaba en llamas. Alrededor del puerto se libraban unos combates tan
feroces que, de no encontrarse en el contexto de aquel holocausto, podrían haberse
cualificado de históricos, aunque, inmersos en aquella situación en la que participaba
un número tan elevado de hombres y embarcaciones, más bien parecían batallas
secundarias o epílogos. Las naves en pugna en mar abierto, comentaba mi primo,
habían abandonado hacía mucho el sentido de la maniobra y la táctica. Se limitaban
a forcejear, casco contra casco. Sé veía la superficie del puerto como sembrada de
pequeñas islas y archipiélagos de naves, a veces cuatro, seis o incluso diez
amalgamadas, mientras los hombres, en el puente, entablaban la pugna cuerpo a
cuerpo, a vida o muerte.
Alrededor de las naves, se aglomeraban un sinfín de embarcaciones siracusanas,
botes, zatas, armadías y balsas tripuladas por el último jovenzuelo o vejestorio capaz
de lanzar un artefacto incendiario o desparramar el cerebro de un marino con un palo
o una piedra. Se distinguían las embarcaciones atenienses por el enjambre de
pequeñas naves que las rodeaban intentando hacerse con el timón, lanzando
proyectiles o colocándose en los bancos para inutilizar los remos.
Como quiera que la suerte de la batalla se alternaba, la consternación entre los
que la presenciaban desde la orilla iba aumentando. De pronto veías a los
compañeros que se abrazaban llenos de júbilo, según contaba mi primo, mientras
nuestra armada expulsaba al enemigo. Pero apenas volvías la vista hacia otro lado,
en el que se imponía la fuerza contraria, la desesperación se apoderaba súbitamente
de ti; desechos en lágrimas, los espectadores gemían y se lamentaban por su destino.
Por si no bastara aquella expectación, se agolparon en lo alto de las almenas las
mujeres e hijas de los siracusanos, observando tan de cerca los acontecimientos que
los guerreros desde abajo oían sus gritos. Aquellos cuya nave embestía de lleno una
de los atenienses recibían una clamorosa ovación, mientras las que sufrían el asedio
provocaban una lluvia de gritos de desprecio.
En el muro de naves, nuestro bando iba venciendo.
El enemigo se cernía sobre doscientas embarcaciones, mercantes, barcazas,
galeras y buques de guerra, manteniendo la línea con cuerdas y madera, de forma
que el frente formaba un baluarte impenetrable para el atacante. Y contra éste se
lanzaban las naves atenienses. Un detalle diferenciaba aquella batalla de las demás
en las que había participado yo: en ningún punto del campo de batalla se podía
detectar una embarcación o a un solo hombre que huyera de la confrontación. Tan
obsesionados estaban los dos bandos por conseguir imponerse, los atenienses para
evitar la aniquilación, los siracusanos y sus aliados para vengarse de quienes habían
declarado la guerra con el fin de esclavizarles y, sobre todo, para alcanzar la
imperecedera fama de haber llevado a los atenienses a la ruina, que nadie se
planteaba por un instante salvar la piel al contrario, les movía sólo la intención de
superar al otro en pericia y valor. El sol se veía alto en el cielo cuando, abatido por
un «quebrantahuesos» me caí
del puente de una barcaza y fui a parar contra el casco, donde me hundí como una
piedra en una masa de agua que me llegaba hasta el pecho. Sopa tiró de mi cuerpo,
arrastrándolo hasta un refugio y allí se ocupó de mi pierna.
—Mira eso, Pommo —me dijo señalando la línea de la confrontación—. ¿Habías
visto en tu vida algo igual?
Hasta donde alcanzaban mis ojos, el mar era una cortina de naves envuelta en
humo. A nuestra izquierda, una de nuestras embarcaciones acababa de atacar a una
de las que formaban el muro; los tres órdenes de remos luchaban con furia, mientras
desde la brecha se iniciaba una tormenta de piedras, flechas y teas tan compacta que
tenías la sensación de que la atmósfera se había solidificado en hierro y fuego. En
cuanto el espolón ateniense logró desengarzarse de las entrañas del enemigo, un
segundo trirreme se abalanzó sobre la misma embarcación. El espolón arremetió
contra la popa del enemigo, hendiendo toda su parte posterior. Bajo su impulso, un
enjambre de guerreros saltó por los aires. Mientras la embarcación se hundía
arrastrada por su propio peso, y entre ambos bandos se intensificaban las descargas,
la primera nave, que había conseguido dar marcha atrás, acometió con nuevo ímpetu
en el mismo punto.
Desde el lado opuesto, tres galeras atenienses acababan de golpear contra las
naves del muro. Tan revueltos estaban los infantes de ambos bandos que se veían
más siracusanos que atenienses en los puentes de las embarcaciones atenienses, y en
las naves siracusanas ocurría lo mismo. Pasaron manteniendo cierta distancia con los
atacantes tres barcos atenienses de grandes dimensiones, de una lentitud
amenazadora, con arqueros que iban lanzando una lluvia de brea que volaba por
encima de las cabezas de sus hombres y se estrellaba contra el enemigo. Se prendió
fuego en una de las embarcaciones del muro y las llamas se propagaron
inmediatamente, alimentadas por el viento o por los hombres que no cejaban en su
empeño. Cuando el sol alcanzó el cenit, se habían abierto ya una docena de brechas
en la empalizada. Más tarde, León me contó que había visto tres naves atenienses,
dirigidas por la Implacable de Demóstenes, desfilando ya a través del muro enemigo
y haciendo señas para que le siguieran.
Habíamos vencido. Sin embargo…
El enemigo seguía controlando las dos mordazas del torno, el promontorio de la
ciudad, Ortigia, y Plemirión, La Roca, y en el centro el muro de naves fondeadas en
la bahía. Tenía cincuenta mil hombres en un extremo y veinte mil en el otro,
dispuestos a reunirse en el muro. A los puntos en los que se había abierto una brecha
en la línea de embarcaciones acudían pequeñas naves a rellenar los huecos. Otras
transportaban recambios mientras el resto se impulsaba encima de las maderas y las
cadenas que seguían sujetando el asediado muro. Había transcurrido toda una
mañana; estábamos pegando tal paliza al enemigo, causándole tantas bajas, que
realmente no podíamos esperar que resistiera mucho más.
En un combate tan cerrado, aquellos que no poseen experiencia, aunque sean
valientes como los siracusanos y sus aliados, cometen un error que en Esparta se
denomina «seguir la corriente» o «la ratonera». El hombre que se bate de esta forma
se planta ante el enemigo de cara, le asesta o recibe de él algún golpe y luego, los dos
ilesos, se hacen a un lado para abordar al siguiente e iniciar otra ronda de golpes y
así sucesivamente. Es el miedo el que le hace actuar así. Busca un escondrijo,
una
«ratonera» en medio de la matanza. En Esparta los muchachos son propensos a este
hábito. Por ello se les instruye en luchar hasta que uno de los contendientes cae al
suelo. Es lo que los lacedemonios denominan monopale, «de uno en uno». Los
siracusanos no habían aprendido aún el arte, pese a las pródigas instrucciones de
Gilipos. Entonces, en el muro de naves empezó a notarse la superioridad de los
atenienses en cuanto a experiencia. Lo enfocaron así: enfrentamiento sobre el puente,
veinte contra veinte, cuarenta contra cuarenta, una parataxis, batalla campal en
miniatura. O bien pelea por debajo del puente hombre contra hombre, con el agua
hasta los muslos o la cintura, los costados de la nave a menudo en llamas, rodeando a
los combatientes. Los atenienses le habían cogido el tranquillo. En el mar, quienes
están en situación de defensa han de matar hombres, tarea que nunca es fácil.
Quienes atacan, al contrario, deben destruir cuantas más cosas mejor. Los infantes de
la marina de Atenas penetraron en el costado con fuego y hachas. Iban abriendo las
entrañas de las naves, de una en una, prendiendo fuego a sus cascos. A lo largo de la
muralla las embarcaciones se iban a pique crepitando.
Encontré a León y a Telamón. Juntos destrozamos a hachazos una barrera de
troncos, ocho superpuestos sujetos con bandas de hierro, que unían las diversas
secciones de la línea enemiga. Extenuados, León y yo nos sentamos a horcajadas
sobre los troncos, golpeando con unas hojas tan poco afiladas como un cuchillo para
untar grasa. Apareció el enemigo. Unas pequeñas embarcaciones cargadas con
honderos se dirigían hacia nosotros. Nuestro grupo estaba formado por diez
hombres. Aparte de Telamón, León y Sopa, yo no conocía a nadie más. Los otros se
habían ido sumando de uno en uno o por parejas; ni me enteré de sus nombres. Uno
con barba rojiza pedía a gritos a una de nuestras naves que lanzara fuego. Mientras
se desgañitaba, un proyectil le partió la garganta; cayó como un saco de piedras. El
tirador empezó a pavonearse dispuesto de nuevo a disparar. Oí un grito de alarma
atrás. No sé cómo, otro grupo enemigo había penetrado en el casco que acabábamos
de cruzar. Se acercaban a nosotros otras dos embarcaciones de honderos. Todos
íbamos sin yelmo; nos habíamos desecho de los escudos. Éramos blancos seguros.
Los proyectiles silbaban a nuestro alrededor. Telamón soltó un grito para que
siguiéramos; nos arrojamos al mar. Una hora más tarde nos encontrábamos en otro
casco, desmantelando un nuevo haz de troncos, con tan sólo un pilos en la cabeza y
los andrajos que cubrían nuestro cuerpo como protección.
El enemigo insistía. Acudía a raudales desde Ortigia y La Roca. La procesión no
parecía tener fin. Eran hombres robustos, frescos, con la barriga llena y las piernas
descansadas. Sus carnes no habían catado la espada, el puño ni golpe de ningún tipo.
Los mangos de sus armas no habían sufrido el constante zarandeo de todo un día. No
tenían los huesos molidos como nosotros, que ya habíamos utilizado el tercero y
cuarto escudo, arrancado a los compañeros muertos o moribundos. El humo no había
asfixiado sus pulmones ni el fuego chamuscado su piel; circulaba agua fresca por sus
intestinos; aún eran capaces de sudar.
Pero a pesar de todo, los nuestros se habrían impuesto a no ser por el viento y el
reflujo de la marea. El sol se había desplazado ya y se hundía en el horizonte;
soplaba la brisa. La marea cambió en una pérfida conjunción. Existe un canal
denominado la Carrera, justo al abrigo de la isla de Ortigia, a través del cual la
corriente, comprimida por la configuración del litoral y la profundidad marina,
circula a una velocidad inusitada al cambiar la marea. El enemigo abrió una brecha
en el muro de las naves. La corriente empujó, impulsando nuestros trirremes hacia
atrás. Y por si esto fuera poco aparecieron veinte naves de combate corintias que
rodearon el muro desde la parte septentrional. Con la ayuda de la creciente brisa y
envalentonados sus hombres por un ímpetu divino, se precipitaron contra las naves
atenienses, incluyendo la Implacable.
Nuestros remeros se veían incapaces de controlar sus movimientos en el fuerte
temporal. Abatidos por el cansancio, empezaron a flaquear y a obstruirse entre sí. El
viento golpeaba contra la superficie de los remos y jugaba a su antojo con ellos. La
corriente se hacía más intensa. Las naves que conseguían mantener la posición y
enfrentarse a las rachas con la proa por delante descubrían su vulnerabilidad ante el
ataque lateral lanzado por los corintios, que iban llegando con sus tripulaciones
frescas, así como por el de los siracusanos, que se precipitaban hacia allí;
convencidos de que los dioses habían respondido a sus plegarias enviándoles la
imprevista tormenta para derrotar al enemigo. Me encontraba yo en aquellos
momentos a bordo del Aristeia, la quinta o sexta embarcación en la que había
servido durante el día, cuando oí que su comandante ordenaba invertir el sentido y
embestir a uno de los corintios que se acercaban. Tan fuerte era la tempestad que
nuestra embarcación se desplazaba marcha atrás. Los corintios evitaron el choque sin
problemas, invirtiendo el sentido de sus órdenes de remos, se situaron
perpendicularmente para contraatacar. La Arísteia alzó la popa en medio de una nube
de proyectiles. La nave corintia, obstaculizada también por el viento, que chocaba
perpendicularmente contra su casco, consiguió tan sólo asestar un golpe de refilón a
la proa del Aristeia, aunque le bastó para abrir una brecha lo suficientemente ancha
para que pasaran por ella dos hombres. El agua entró a chorro. La orilla quedaba aún
a diez estadios.
Los hombres remaban con la desesperación de aquel que, consciente de la
derrota, tiene al enemigo en sus talones y sabe que la guerra será a muerte. Oían a los
hombres de Gilipos, ávidos de sangre. Empezaron a escucharse lamentos de
desesperación; las extremidades presentaban el temblor que precede a la parálisis.
Nuestra embarcación navegaba bajo la sombra proyectada por las Epípolas, en las
oscuras aguas que nos separaban de la costa. Hacía el mismo frío que durante la
mañana.
El Aristeia chocó contra la empalizada ateniense. Las naves que habían acudido
en primer lugar al ataque del muro habían derribado los pilotes y destrozado sus
cascos precipitándose contra ellas. En aquellos momentos la tripulación y los
guerreros afluían a cientos en la superficie, en un desesperado intento de recomponer
el frente. Localicé a León y a Sopa trabajando con ahínco en la tarea. ¿Qué les movía
a una actitud tan noble? Me precipité hacia ellos gritando. No llevaba armas ni
calzado. Estaba completamente extenuado. Como todos, por otra parte. Se respiraba
la muerte, no sólo en el frío y la oscuridad sino en los propios huesos. Se oía a las,
naves corintias y siracusanas que se abalanzaban contra nuestra fortificación como
aves de rapiña. Avanzaban como en un sueño. ¡Por todos los dioses, qué bello
espectáculo! A mi lado, los submarinistas se afanaban en el agua intentando aparejar
en la empalizada la cadena que unía dos vallas de espinas sumergidas. El peso
mantenía el flotador abajo; ellos hacían enormes esfuerzos por lanzar el extremo a
los compañeros que se encontraban a horcajadas en la plataforma, pero les fallaba la
fuerza en los brazos; la cuerda iba topando contra la superficie con un chasquido sin
llegar nunca al punto marcado. Otras dos naves enemigas se habían situado ante la
brecha abierta en nuestra línea; se acercaban con tanta rapidez que los primeros
proyectiles lanzados por sus toxotai agitaban el agua ante nuestras narices.
Acudieron más hombres en nuestra ayuda desde la orilla. Tras un esfuerzo
sobrehumano, lograron introducir la cadena en el agujero pertinente y tensarla.
Con un titánico impacto, la embarcación que se encontraba más avanzada se
precipitó contra la empalizada. Vi a Sopa enmarañado entre las cuerdas. Una pica le
atravesó la nuca. Sumergidos, con la idea de salvar la vida, León y yo notábamos las
estacas hundidas, sólidas como árboles, que iban penetrando en las entrañas del
enemigo, así como las vallas de espinas que le desgarraban el fondo. Aun así, los
remeros corintios seguían peleando para abrir una brecha por la que pudieran
penetrar sus compañeros y atacar las naves atenienses destrozadas en la otra parte de
la barricada. Se inició entonces una refriega delirante. Los atenienses pululaban
como hormigas a lo largo del trirreme atravesado. Los muertos formaban una
alfombra en el agua. Nuestros hombres se afanaban con las manos vacías con la idea
de encaramarse en los agarraderos de los remos, y destrozar los bancos a través de
las portillas protegidas con cuero, mientras los infantes enemigos les golpeaban
desde la parte superior y los arqueros les lanzaban flechas a bocajarro. Nuestros
hombres iban recogiendo las flechas encendidas que caían como lluvia sobre sus
naves para lanzarlas de nuevo hacia los asaltantes. Los corintios se iban hundiendo, y
su casco entraba a formar parte del frágil baluarte que aún nos protegía. Más allá del
muro, un grupo de hombres armados se dirigía hacia el muro de naves, sus arqueros
iban lanzando dardos encendidos contra nosotros mientras los remeros entonaban el
paean con aire jubiloso y triunfal.
Encontré a León entre el amasijo de cadáveres. Sopa estaba muerto y a Astilla lo
habían destrozado a hachazos. Las olas, apenas capaces de derribar a un niño, nos
zarandeaban; avanzábamos con mucho esfuerzo, y tal era nuestro temblor que apenas
conseguíamos dominar las extremidades.
Nuestro primo Simón, nos tendió la mano en medio de aquel amasijo. Nos traía
vino y a mí me estrechó rodeándome con su capa. Otros arroparon a León y le
friccionaron el cuerpo para que la sangre recuperara el calor. Se respiraba la
desesperación y se veían aún más afligidos aquellos que durante todo el día no
habían podido participar en la lucha, los ilotas y los heridos que se habían visto
obligados a observar sin asestar golpe alguno. «Éste es el aspecto que ha de tener el
infierno», pensé al contemplar la orilla.
Más arriba, un grupo de marineros hacía lo posible por reanimar a un compañero.
No había nada que hacer. Por fin, el último que lo intentaba abandonó y se alejó.
Había caído la noche. En la bahía, ya sumida en la oscuridad, las naves enemigas
retomaban sus posiciones y los guerreros atacaban con sus lanzas a los que habían
quedado rezagados entre las olas, gritando que dentro de poco todos correríamos la
misma suerte. Aparte de León y de mi primo, la masa de marineros observaba con
aire ausente aquella terrorífica escena.
—¿Lo viste ahí? —dijo uno sobrecogido, lleno de pavor—. Estaba en las naves,
combatiendo para el enemigo.
—Ahí estaba cuando nos han asaltado, dirigiendo su nave.
¿A qué venían aquellas estupideces? ¿Acaso aquellos idiotas creían haber visto a
Poseidón, o al propio Zeus, entre los paladines del enemigo?
—¿De quién demonios habláis? —pregunté—. ¿Qué fantasma creéis haber visto,
lunáticos?
El marinero se volvió hacia mí como si el lunático fuera yo.
—Alcibíades —puntualizó.
XXIV

LA CUESTIÓN DE LA DERROTA

Más tarde, en las canteras, uno de los nuestros preguntó a un guardián siracusano si
era cierto que Alcibíades había participado en la batalla del puerto.
Él hombre se rió en sus narices:
—Vosotros, los atenienses, podríais poner un poco más de imaginación en
vuestras historias. ¿O es que no os entra en la cabeza que os derrote alguien que no
sea de los vuestros?
Existe en Sicilia un delito al que los autóctonos no griegos denominan
demortificare. Significa disponer las cosas de tal forma que alguien se sienta
avergonzado o bien ser consciente de tal sentimiento de congoja y no hacer nada por
aliviarlo, actitud igualmente reprobable. Para los siracusanos, que han hecho suya la
idea, se trata de un delito más grave que el asesinato, al que consideran un acto de
pasión o de honor y, como tal, aprueban o cuando menos aceptan los dioses.
Demortificare, sin embargo, es algo totalmente distinto. Vi en una ocasión cómo el
padre de uno de los rapazuelos que nos ayudaba en la colada pegaba a su hijo hasta
dejarle prácticamente sin sentido por haber dejado sola en las danzas a su prima.
Los siracusanos tenían mil razones para odiarnos, pero por encima de todo estaba
el habernos rendido ante ellos. Fue León quien lo constató, cuando recopilaba
observaciones para su historia, y hacía mentalmente, recitándolas luego en voz alta
para evitar que los compañeros se sumieran en la desesperación. «Los siracusanos
pueden perdonarnos por haberles declarado la guerra. Tolerarán incluso el saqueo de
su ciudad y la matanza de sus hijos. Pero nunca nos perdonarán nuestra vergüenza».
Tú eres un caballero, Jasón, pero también un guerrero. Y te consideras asimismo
filósofo. Yo estoy convencido de que lo eres. ¿Sabes por qué he acudido a ti para que
me ayudes en mi defensa? No lo he hecho creyendo que podrías echarme una mano.
Nadie lo conseguiría; han cavado ya mi tumba. He abusado más bien de tu buena
voluntad por interés personal. Quería conocerte. Te he admirado desde lo de Potidea.
¿Te sorprenderá saber que he seguido tu carrera? Conozco lo de la muerte, mejor
dicho, lo del asesinato de tus dos amados hijos a manos de los Treinta Tiranos. Y
también la ruina que cayó sobre la familia de tu segunda esposa. Soy consciente del
peligro que corriste tú y tu familia al defender al joven Pericles ante la Asamblea; leí
tu discurso con profunda admiración. Mantenerse del lado del honor una vida entera
es algo encomiable.
Me enorgullece tener en común con un hombre como tú, sino el honor, al menos
la intuición. He aquí mi delito, y para dar cuentas de él, llevo a toda Grecia conmigo
al banco de los acusados: para salvar la piel, abandoné a mis compañeros, en el
campo y en mi corazón. Pero vamos a decir las cosas sin tapujos. No sólo abandoné
a mis hermanos: me abandoné también a mí mismo. Me abandoné para salvarme.
Todo vicio tiene su origen en la carne; ¿acaso no nos lo ha enseñado Sócrates?
Como afirma Agatón en el discurso de Palamedes ante Troya, él mismo condenado a
muerte:

… en la medida en que un hombre vincula la concepción de su propio


valor a la carne, será un malvado. En la medida en que la vincula a su alma,
será divino.

Pero ¿quién, de entre nosotros, lo ha hecho? Tu maestro, sin ir más lejos. Por ello
le odian, pues reconocer su nobleza implica admitir la propia bajeza, lo que nadie
hace voluntariamente. Le odian como el fuego odia al agua, como el mal odia al
bien. Nosotros que volvimos la espalda a nuestros compatriotas y a nuestra más
noble naturaleza, nosotros, a quienes una larga y brutal guerra ha llevado a tal
abjuración,
¿podemos definir como objeto de nuestra traición a otro que no sea nosotros
mismos?
¿Hay alguien a quien hayamos abandonado individual y colectivamente?
¿A quién sino a Alcibíades? Atenas le despreció no una vez, sino tres, cuando él,
arrodillado ante ella, le ofreció todo lo que poseía. ¿Y qué movió a Atenas a odiarle
aún más? Tan sólo el hecho de negarse a reconocer que le había abandonado.
Empujado por su propia naturaleza orgullosa, la que le llevó a renegar de sí mismo y
de su patria natal, Alcibíades demostró una profunda verdad del alma humana: lo que
nosotros desterramos vuelve para vengarse.
Es lógico, pues, que Atenas desprecie más a estos dos hombres que a todos los
demás: al más moderado, tu maestro, y al más imprudente, tu amigo. Y a ambos los
odia por la misma razón: porque entre los dos, uno con la lámpara de la sabiduría, el
otro con la antorcha de la gloria, han iluminado el espejo en el que se reflejaban las
almas abandonadas de sus compatriotas.
Pero me estoy apartando del tema. Volvamos al Puerto Grande, a la cuestión de la
derrota…
Con la muerte de Sopa y de Astilla, el Pandora perdió a todos los miembros de la
tripulación original, a excepción de León y yo. Tras la campaña de Iapigia, habían
causado baja por heridas Metón, de apodo Quebrantabrazos, Teres, Testa, Adrastro,
Cabeza de estopa, Colofón, Barbirrojo, y Menónides; por enfermedad, Agnón, El
Pequeño, Estrato, Marón y Diágoras; desertaron Teodectes y Milón, el pentatleta. Si
el valor de un oficial se mide por el número de hombres que devuelve a casa vivos,
la lista es bastante elocuente. Sólo puedo añadir como defensa que nadie lo hizo
mejor. De los sesenta mil ciudadanos libres, voluntarios de los estados tributarlos y
conscriptos de ambas flotas, poco más de mil consiguieron volver a casa, cada cual
por su cuenta y después de pasar terribles tribulaciones.
Por lo que se refiere a mis hombres, mía es la culpa. La formación en el campo
de la obediencia que recibí de niño, así como práctica adquirida en el servicio como
mercenario, habían sido excesivamente duras, demasiado espartanas, por así decirlo,
para imponerlas a los atenienses, sobre todo a aquellos valentones desharrapados que
conformaban el grueso de la fuerza naval. Era gente a la que no le faltaba valor e
iniciativa. Habían nacido para la discusión y la disputa, no se dejaban intimidar por
autoridad alguna y se mostraban descarados, briosos e indómitos como gatos.
Invencibles cuando todo estaba a su favor, aunque sin la rígida disciplina necesaria
para concentrarse cuando el cielo se volvía contra ellos, momento en que ni yo ni
León nos veíamos capaces de instilársela. Disponíamos de los implacables guerreros
a los que un mando inteligente y audaz podría llevar de victoria en victoria. Ahora
bien, cuando se veían obligados a soportar adversidades durante un largo periodo —
y no hablo sólo de la derrota sino de simples demoras o lapsos de inactividad—, el
espíritu de iniciativa que les distinguía se revolvía contra ellos y, como una rata
enjaulada, empezaba a roerles las entrañas. De las observaciones de León:

Un soldado no debe poseer excesiva imaginación. En la victoria,


recalienta su ambición; en la derrota, aviva sus temores. Un hombre
valeroso que posea imaginación no conservará mucho tiempo el valor.

Los soldados y marineros atenienses habían vencido durante tanto tiempo que no
sabían perder. La derrota les amedrentaba como el golpe demoledor al luchador al
que nunca ha derribado un golpe. Nunca había visto a nadie perder armas y
armaduras como las suyas. Inquietos, propensos al aburrimiento, nuestros
ciudadanos combatientes no poseían la paciencia del guerrero ni se preocupaban por
adquirirla. La virtud de la obediencia, valorada en Esparta hasta el punto de ser
adorada como una diosa, para los atenienses no era más que carencia de visión o
falta de osadía. En la victoria despreciaban a sus oficiales; en la derrota se
amotinaban sin escrúpulos. Resultaba imposible convencerles de que la virtud de la
obediencia y el mando son las dos caras de la misma moneda. La fortuna elevaba a
veces al puesto de mando a algún estratega con dotes para el cargo, que ponía
delante de los ojos de sus hombres tinas virtudes —tolerancia, tenacidad, fortaleza—
que para ellos contaban tanto como sus propios orines, e impartía castigos
imposibles de aplicar en un ejército democrático. Lo único que puedo decir para
rendir honores a los caídos es que perecieron cuando la lucha podía llevar aún el
nombre del honor.
Dos noches después de la derrota en el Puerto Grande, el ejército partió; como
mínimo se pusieron en marcha los cuarenta mil que se encontraban en condiciones
de andar, en busca de alguna parte de la isla donde pudieran luchar por la
supervivencia. Iban a abandonar a su suerte a los enfermos y heridos.
Mi primo no quería dejarles morir. Me encontré con él cuando el ejército se
concentraba para el traslado. La noche era oscura como boca de lobo, pero aún así se
percibían las sombras de los lisiados y mutilados que, a rastras o renqueando, se
dirigían hacia la formación suplicando que les llevaran con ellos.
—¡Me dejaré arrastrar! ¡Tirad de mí como si fuera un saco! —suplicaba uno que
había perdido las piernas.
Había quien prometía oro para cuando regresaran a casa, o todo lo que poseyera
su padre. Otros rogaban en nombre de los dioses, de la piedad filial, de los vínculos
de la infancia, de algún juramento o de las tribulaciones vividas en común.
Llegó la orden de partir. Los enfermos se afanaban por hacer valer sus bienes.
—«¡Llévame contigo aunque sea durante tres estadios, amigo!»—, mientras los que
gozaban de salud colocaban todo lo que poseían en las apretadas manos de quienes
iban a abandonar. «Toma, compañero, rescata tu vida si tienes ocasión de ello». La
angustia de quienes imploraban para que se les admitiera no era tan intensa como el
suplicio de sus compañeros, que no tenían otra opción que dejarles allí. Supliqué a
Simón que partiera con nosotros. ¿Qué sacaba quedándose allí para morir? Los
desdichados le rodeaban, pidiéndole que se marchara.
—Vete, y llévame contigo.
Otros insistían ante León y Telamón, quienes, al habérseles endurecido su buen
corazón, pretendían disuadirlos. De pronto apareció un joven en las filas. Era uno de
los oficiales de proa del Pandora, Mejillas sonrosadas, a quien habían atravesado el
pie con una lanza. Me agarró de la capa.
—Amigo, puedo andar a la pata coja. Ofréceme tu brazo, te lo ruego.
En dos años de campaña militar nunca había cedido ante el terror o la ira.
Entonces se me revolvieron las entrañas. Me quité de encima al suplicante,
maldiciéndole a él y a todos los enfermos. «¿Por qué no estiráis la pata todos juntos
de una vez y acabáis con el suplicio?». Rogué a Simón que no se hundiera con todos
aquellos que estaban ya muertos. Me respondió pidiéndome la bendición. Le dije que
era un estúpido y merecía morir. Él me espetó:
—Dame tu bendición.
—Llévatela a los infiernos.
Mi hermano se acercó. Los dos abrazamos a nuestro primo llorando.
—Ocúpate de que mi hijo reciba instrucción y mi hija, su dote. —Simón colocó
en mi mano sus anillos y un amuleto de marfil que había obtenido en una
competición en Apaturia—. Por el Recodo del camino —dijo, refiriéndose a
Acarnas, su tumba.
La ruta más allá de la empalizada atravesaba las marismas que el enemigo había
defendido durante la batalla naval. Las habían desalojado. Los hombres se animaron
y apretaron el paso.
—Nos tiene miedo —dijo alguien, refiriéndose a Gilipos.
Los siracusanos se encontraban en el interior de las murallas de la ciudad,
celebrando la victoria. Se oían címbalos y tambores. No estábamos perdiendo una
gran fiesta.
Teníamos que dirigirnos al interior, al encuentro de los sículos para pasar luego a
Catane, unos ciento cincuenta estadios al norte. El recorrido, dado que no nos
atrevíamos a bordear las Epípolas, comprendía las pendientes rocosas que salían del
puerto. El ejército tenía que avanzar formando un cuadrilátero hueco, con los no
combatientes en su centro, pero a su alrededor empujaban bandadas de esposas en
busca de sus hombres. Berenice, la compañera de León, y su hermana, Herse, se
mantenían casi pegadas a nosotros; avanzábamos con una lentitud exasperante. La
formación se desplegaba a uno y otro lado del camino; cada vez que topábamos con
un muro, los hombres se amontonaban y se paralizaba la marcha.
Poco antes de que amaneciera, las patrullas de reconocimiento del enemigo nos
alcanzaron. Oíamos sus caballos y sus gritos entre la niebla. Por la noche todo su
ejército nos atacaría. Las mujeres tenían que marcharse de inmediato. León se
despidió de Berenice sin a penas detenerse, metiendo en su equipaje sus notas y todo
el dinero que llevaba encima. Otros se metían mano para desearse buena fortuna.
Muy pocos pudieron decirse adiós con una relación sexual. A éstos se les veía
agitándose por el suelo o empujando contra un árbol.
Había una encina junto al camino. Alguien habría clavado en ella un kyprídíon,
unos hilos de lana con el nudo de la pasión, el símbolo de Afrodita desposada, el
mismo que colgaban las mujeres en los dinteles de las casas de los recién casados
para desearles suerte. ¿Quién habría sido capaz de colocar tal invocación sobre el
árbol de la sangre, con cuya floración se tiñe la capa escarlata que Esparta y Siracusa
visten en la guerra? Ahora, la dama denominada Muerte era nuestra esposa. Me situé
al lado de León y ambos seguimos al mismo paso.
A mediodía, la columna llegó al primer río. Los siracusanos habían construido en
él una presa o lo habrían desviado porque estaba completamente seco. Nos
enteramos de ello, muchos estadios antes, por medio de la caballería enemiga, que
hablaba a gritos mientras pegaba fuego al sotobosque a un lado y otro del camino.
Comprendimos también por sus gritos que habían tomado nuestro campamento.
Habían ejecutado a los heridos y a quienes les atendían. Me dejé caer en la cuneta al
enterarme de la triste noticia, abatido de dolor, y debí permanecer en este estado
mucho tiempo pues León y yo perdimos de nuevo a nuestra compañía, por tercera o
cuarta vez en el curso de aquella retirada.
—¡Arriba! —dijo mi hermano tirando de mí—. ¡Pommo! ¡Debemos seguir en la
columna!
El camino seguía entre la maleza. La caballería enemiga la había encendido
siguiendo la dirección del viento y el paso estaba envuelto en una nube de humo.
—Eso ocurre porque Gilipos ha abierto la puerta —exclamó uno de caballería
que avanzaba a nuestra derecha—. ¿Por qué atacarnos dentro de las murallas si podía
conseguir que nuestros brillantes oficiales nos llevaran a sus yermos en los que la sed
puede quitarnos el sentido?
Finalmente, un caballero se situó junto a la línea. Los nuestros excavaban en el
seco lecho del río en busca de algún curso subterráneo.
—¿A qué esperamos? —gritó uno de infantería—. ¡Ataquemos curso arriba! Que
es donde se encuentra el enemigo… y el agua.
El de a caballo contravino la decisión de los estrategas: la maleza era demasiado
densa y, de avanzar por ella, nuestra situación empeoraría.
—Llevo dos días sin ver una gota de agua, compañero. ¿Aún pueden empeorar las
cosas?
La caballería nos atacó cuando llegamos a la llanura. No eran muchos, pues el
grueso de la fuerza había avanzado para fortificar el camino que íbamos a tomar. La
columna empujaba hacia adelante siguiendo aquella cadencia exasperante de
ensancharse y comprimirse, característica de una masa en movimiento. Llegamos a
una propiedad en la que había una fuente. Antes que nosotros, miles de hombres se
habían aprovechado de ella. Aún así, los nuestros se afanaban con la rezumante
arcilla, que exprimían en sus labios como si intentaran extraer el jugo de una
granada.
La columna llegó al segundo río al anochecer. Sus pozas presentaban un turbio
caldo. Cada hombre tomó un vaso de él. Luego proseguimos el camino.
Los hombres se iban fundiendo de dos en dos y de tres en tres en la maleza.
Enfrentándose como podían a su suerte. Telamón llegó a donde estábamos nosotros.
Dijo que había llegado el momento de rendirse. ¿Queríamos seguirle?
—Atenas —le respondió León— es nuestra patria.
—Con todos los respetos, amigos míos, a tomar viento, nuestra
patria. Nos reímos. Nos dimos la mano; no era hombre de largas
despedidas.
Dos días después, la columna llegó a una gran meseta. La cortaban dos barrancos
en la parte suroccidental; no había forma de dar la vuelta; el enemigo ocupaba las
alturas. Teníamos que avanzar, de lo contrario, no llegaríamos a ver Catane. Me
destinaron a una compañía bajo las órdenes de un capitán cuyo nombre nunca
conseguí memorizar, un hombre parlanchín a quien todos apreciaban Llegamos al
camino poco después del mediodía. Los hombres ascendían y morían. No se podía
hacer más. La compañía a la que pertenecía yo fue colocada bajo una fortificación
construida a toda prisa con piedras. Decidimos subir más tarde.
Por detrás de nosotros se extendía la columna. La caballería siracusana
organizaba incursiones en cien puntos distintos; miraras donde miraras, no veías más
que la polvareda que ascendía desde la maleza. Bajo nuestros pies, arcilla reseca; me
di cuenta de que si no conseguíamos agua moriríamos indefectiblemente.
León señaló la posición que ocupaba el enemigo, a la derecha de nuestra
fortificación, en donde se iniciaba la lluvia de proyectiles y piedras.
«Sal de ahí y resolverás tus problemas».
Tres veces subió la colina nuestra compañía. El paso había que dado reducido a
la anchura de una sola compañía; el enemigo lo había cerrado con un muro. Detrás
de éste se había reunido en formación de veinte hombres en línea y cien de fondo;
otros
cientos cubrían los flancos de la colina. Nos lanzaban piedras y jabalinas e incluso
nos alcanzaban los desprendimientos de tierra. Pasado ya el mediodía habían
mejorado su técnica: nos dejaban avanzar hasta el muro, donde ellos se parapetaban
contra las piedras, y así protegidos nos arrojaban sus proyectiles. Atacaban por
turnos; cuando habían caído demasiados o simplemente los hombres se
desplomaban, se producía un repliegue y llegaba una compañía de refresco. El
camino tenía ya otro nombre, Río de sangre, pero éste tampoco era el apropiado,
pues el líquido que se derramaba sobre él quedaba absorbido en el acto por la reseca
tierra. Al descubierto, en la parte ascendente del curso fluvial, nos arrastrábamos
como lagartos o nos agachábamos contra las rocas que formaban una improvisada
empalizada, escondiéndonos asimismo en las oquedades mientras las piedras del
enemigo se estrellaban contra nosotros. Se oía el ruido de los escudos de quienes
iban cayendo y se acumulaban en enormes pilas con las que tropezaban los soldados
que habían rechazado el contraataque; algunos resbalaban por la pendiente. Los
armazones de madera habían quedado reducidos a astillas por las piedras enemigas,
las insignias y los blasones ni se veían bajo el amasijo de polvo y sangre.
El camino ascendente se había convertido en una profundo surco en el que nos
hundíamos hasta las pantorrillas en un terreno reducido a polvo, macerado por orines
y sudor y compactado de nuevo por los cadáveres. Las compañías asaltaron la colina
durante todo el día. Y aquello se repitió al amanecer del siguiente. Habíamos
aprendido a romperlas jabalinas del enemigo, porque cada vez que retrocedíamos,
ellos las recuperaban para lanzárnoslas de nuevo. Las lanzas aterrorizaban a los
hombres, y no sólo por su impacto sino también por el ruido, y mucho peor eran los
efectos de las grandes piedras.
Se acercó un capitán de caballería en busca de voluntarios. Gilipos atacaba
nuestra retaguardia con cinco mil hombres; estaba erigiendo otro muro para
acorralarnos y exterminarnos. León y yo aceptamos con entusiasmo la empresa. Lo
que fuera con tal de salir de aquel infernal barranco.
En la retaguardia, nuestros diez mil hombres atacaron a los cincuenta mil de
Gilipos. Al anochecer el enemigo retrocedió, pues se les habían acabado los
proyectiles y las piedras. La compañía situada delante de la nuestra retomó el muro.
Rebuscó entre los pertrechos del enemigo pero no encontró ni una gota de agua. Las
distintas compañías tenían que reagruparse en el cuerpo principal, aunque se ordenó
que la nuestra y dos más permanecieran en su lugar para sepultar a los muertos y
establecer un perímetro donde pasar la noche. Nos desplomamos sobre el muro con
el cuerpo cubierto de polvo para observar cómo retrocedían a duras penas las
unidades. Desde nuestra posición estratégica veíamos la caballería enemiga, el polvo
que levantaba una incontable sucesión de escuadrones y, al otro lado de la llanura,
las columnas de infantería que convergían desde la parte septentrional y oriental:
cien mil, doscientos mil, concentrándose para la matanza.
La sed atormentaba al ejército. Los hombres lanzaban maldiciones contra Nicias
y Demóstenes, y también contra Alcibíades; mucho más contra él por habernos
abandonado. Yo también le odiaba por lo de mi primo, por todos los muertos, pero
sobre todo por no encontrarse a nuestro lado para protegernos.
Dos veces pasó Nicias a caballo. Había que reconocérselo: pese a su terrible
enfermedad, demostraba una inagotable determinación al supervisar repetidamente
las líneas, haciendo caso omiso de su propia aflicción, Le oí pronunciar este discurso
una hora después del anochecer del quinto día, rodeado por dos mil hombres:
—Hermanos y compañeros, debo deciros unas palabras y el tiempo apremia. Soy
consciente de que no tenemos agua y de que esta circunstancia hace más difícil el
camino para nosotros y para los animales que transportan nuestro armamento. Pero
esta noche invertiremos el sentido de la marcha para volver hacia el mar. A lo largo
del camino hacia Heloro encontraremos unos ríos de abundante caudal que el
enemigo no podrá represar.
»Mantened inquebrantable el ánimo, amigos míos, fortaleced vuestra
determinación teniendo siempre en mente que los cuarenta mil hombres con los que
cuenta nuestro ejército no son tan sólo una fuerza invencible sino una auténtica
ciudad, la mayor de Sicilia a excepción de Siracusa. Podemos ir adonde nos plazca,
expulsar a los habitantes de cualquier lugar e instalarnos en sus casas.
Encontraremos alimento y agua. Podemos construir naves y volver a casa. No debéis
olvidar nunca esto ni perder el ánimo. La fortuna no puede sernos indiferente
eternamente; incluso los más duros de entre los inmortales se conmoverán ante
nuestra difícil situación. En cuanto a la decisión que nos ha llevado a este paso,
asumo la plena responsabilidad. Vosotros no tenéis culpa alguna. Nunca ha
disminuido vuestro valor, mas el esfuerzo que habéis hecho ha sido malogrado por la
animadversión de los dioses y por nuestros errores estratégicos.
León observaba a los hombres, atentos al discurso. Le sorprendió, como comentó
más tarde, la viveza que reflejaban sus rostros; le recordaban la actitud de los atletas
en la arena a primera hora de la mañana, antes de una competición. Según mi
hermano, parecían valorar a Nicias como lo habrían hecho ante un actor,
clasificándolo como persona de primera o segunda clase. Sus expresiones revelaban
que veían en él a un hombre piadoso, valiente, incluso noble. Sin embargo, no era
Alcibíades. Ni tampoco lo era Demóstenes, a pesar de su valor y habilidad. ¿Acaso
dudaría alguien de que, de encontrarse Alcibíades al mando, no podría dar la vuelta a
la situación? Nicias tenía razón en algo: éramos un ejército temible, como no había
otro en aquellos momentos sobre la capa de la tierra. Pero también nos
encontrábamos destrozados y éramos conscientes de ello. Eso era precisamente lo
que me hacía odiar aún más a Alcibíades. Nadie podía sustituirle. Mientras Nicias
hablaba, se abatieron los corazones de aquellos hombres al asimilar la idea.
—Finalmente, amigos míos, recordad que sois atenienses, argivos y jónicos,
hijos de héroes y héroes vosotros mismos. Os habéis cubierto de gloria en esta guerra
y, si la fortuna nos es propicia, cosecharéis más éxitos. Recordad a vuestros padres
y las
pruebas a las que se enfrentaron con valor. Manteneos firmes, hermanos. Con la
ayuda de los cielos y nuestro esfuerzo, lograremos volver a nuestros hogares y ver a
nuestras queridas familias.
Se dieron órdenes de encender unos cuantos fuegos. El ejército los prendió y se
dispuso a partir. Al alba, la columna había llegado al camino que conduce a Heloro,
nuestro punto de partida. Esta vez íbamos a huir en dirección hacia el sur, a ascender
por el río, hacia el interior, a fin de describir un círculo e intentar de nuevo llegar a
Catane.
Durante todo el día y el siguiente, la caballería siracusana atacó la columna. No
disponíamos de caballos ni arqueros; no podíamos hacer más que seguir adelante. El
enemigo atacaba en compañías de ciento cincuenta hombres; nosotros nos
disponíamos en dos columnas, pues el cansancio apenas nos permitía movernos,
mientras el adversario lanzaba sus descargas contra nosotros. Al principio, los más
jóvenes de entre nosotros les asaltaban, apuntando a las piernas de sus caballos o
intentando abrirles el vientre con las lanzas. De todas formas, un hombre a pie es un
blanco fácil. Coincidían dos o tres de caballería, y si uno de los nuestros caía al suelo
lo pisoteaban o clavaban las lanzas en sus entrañas. Los compañeros tenían que
acudir a rescatarle. A cada incursión enemiga iban cayendo dos o tres de los
nuestros. Un brazo roto, un muslo astillado, una contusión. Había que trasladar a los
heridos. Los más fuertes transportaban a los débiles, y cuando desfallecían otros
debían ocuparse de su labor. Un oficial agrupó los asnos con el objetivo de
improvisar una caballería, pero los desdichados animales estaban excesivamente
exhaustos o aterrorizados para recibir órdenes. Pasamos por delante de un mulo
destripado y los nuestros, medio muertos de sed, sorbieron su sangre.
La columna se encontraba en campo abierto, sin protección alguna contra el sol.
Ya nadie sudaba; el sol quemaba, sin más. Los guerreros en marcha suelen aplicarse
entre sí la expresión de «atontado por el sol». La columna seguía hacia delante
enfebrecida, una procesión de condenados. Los sentidos iban generando espejismos.
Oías a uno gritar los nombres de sus hijos; sus compañeros, avergonzados ante la
escena, seguían penosamente la marcha. Por fin uno de ellos, incapaz de soportar
aquello por más tiempo, soltaba un grito para hacerle callar, y el primero, como
despertando de un sueño, ni siquiera recordaba haber gritado. Otro intentaba entonar
una canción algo subida de tono para animar la marcha. Nunca llegaba a la segunda
estrofa. La sed atormentaba a la columna. Algunos mascaban pequeñas ramas y
colocaban piedrecitas bajo su lengua.
—¡Ahí están!
Otro ataque, y el terror nos dejaba más exhaustos aún, y al acabar, tres heridos
más, otros tres a los que había que arrastrar.
Habíamos llegado a un punto en el que nadie ansiaba la dirección de Alcibíades.
Tampoco ninguno le odiaba por su ausencia. Era él quien nos había mandado aquel
azote; su orgullo nos había lanzado a las manos del enemigo. Él era quien, entre la
patria y su vida, había optado por la supervivencia, arrojándonos, a nosotros, sus
hermanos, al infierno.
—¡Que los dioses me conserven la vida —suplicaba al cielo uno de los nuestros
— para ver cómo sufre el castigo! Dejadme vivir, aunque sólo sea para darle muerte.
Dos días después, enloquecida por la sed, la columna llegó a Asinaro. Nosotros
nos encontrábamos en la retaguardia y nos enteremos más tarde de lo que ocurrió.
El enemigo no había represado el río. Se estaba alineando en la otra orilla, en
formación de doscientos por diez, con cincuenta soldados de caballería en nuestros
flancos, lo que obligaba a nuestra columna a avanzar hacia el grueso de su infantería
acorazada y sus lanzadores de proyectiles. Los arqueros y lanzadores de jabalina
siracusanos se habían situado en primera línea, en la orilla opuesta. Empezaron a
atacar cuando nuestras tropas se encontraban aún a medio estadio del agua. Nicias y
el resto de jefes pretendían contener a nuestros hombres, pero los guerreros se
precipitaron hacia el río, mientras el enemigo lanzaba una nube de proyectiles. Los
hombres caían y, moribundos, batallaban entre sí por llegar al agua. Cayeron en ésta
a miles; otros miles, en su huida, fueron apresados y sometidos a esclavitud. Detrás
de nosotros, la división de Demóstenes había sido arrollada por otros cincuenta mil
hombres de caballería, las columnas que habíamos avistado desde lo alto del muro de
Gilipos. Nuestro ejército estaba destrozado. Habíamos partido en número de cuarenta
mil; en aquellos momentos no llegábamos a los seis mil.
Nicias se rindió a la mañana siguiente. Al cabo de dos noches nos encontrábamos
ya en las canteras.
He. aquí como nos marcaron: disponían de cuatro pasadizos como los que usan
los pastores para las ovejas. Nos obligaban a avanzar en fila. Al final topábamos con
un montante que nos bloqueaba la cabeza. El hombre que manipulaba el hierro
candente daba instrucciones a un aprendiz:
—¡No como a un buey, muchacho! ¡Esta es piel humana y no cuero! Tiene que
ser como un beso… el beso que darías a tu amada, ¡así!
Recuerdo que me incorporé, en busca de una superficie en la que se pudiera
reflejar mi imagen para contemplar mi nuevo aspecto de esclavo, con la koppa
grabada en la frente. Pero no hacía falta: bastaba echar una ojeada a los compañeros.
En las canteras, los hombres se agarraban a la esperanza más quebradiza.
Muchos decían que si los siracusanos no nos habían matado aún era porque
pretendían hacernos trabajar o vendernos. Otros alimentaban la esperanza del
rescate. León se propuso hacer añicos tales ilusiones, pues creía que al sustentarlas
todo el mundo se desmoralizaba más. Teníamos que estar dispuestos a morir como
hombres. Los que habíamos abandonado en el Puerto Grande, nos recordó, lo habían
hecho así.
Siete mil hombres nos encontrábamos en las canteras; atenienses, argivos y otros
aliados libres. Quince mil habían encontrado la muerte en los caminos; unos cinco
mil habían sido apresados por el enemigo para convertirlos en esclavos sin
conocimiento de sus oficiales. De los trece mil restantes —mercenarios, ayudantes y
seguidores— la mayoría había sido salvajemente asesinada; a los demás los habían
vendido.
Las canteras eran de piedra caliza delimitadas por una hendidura —la infausta
spelaion, la «caverna»— que partía el risco; el resto permanecía al descubierto, a
una profundidad que oscilaba entre un cuarto de estadio y medio estadio. Se
encontraban en las afueras de la ciudad, cerca de Temenites. Nuestros carceleros nos
obligaban a descender por medio de escaleras, que retiraban en cuanto habíamos
bajado. Si alguno moría, no podía recibir sepultura; los cadáveres se iban
amontonando y despedían un hedor insoportable. Aquellos a los que sus carceleros
llamaban para administrarles un castigo o simplemente para divertirse con ellos, eran
arrastrados por los pies hacia arriba y tenían que protegerse la cabeza con los brazos,
pues iban rebotando contra la piedra a cada tirón de la polea.
La comida consistía en un cuenco de cereales, bazofia medio cruda, al día, y
medio cuenco de agua, lo que bajaban hacia nosotros en unos recipientes pensados
para que resultara imposible que llegara abajo todo su contenido, enviados asimismo
con tal precipitación que exponíamos nuestras vidas para cogerlos. Los carceleros
orinaban normalmente en el agua que nos suministraban; todos los días
encontrábamos excrementos en la comida.
Los centinelas nos llamaban «caballos», por la marca que llevábamos en la
frente. Sus oficiales nos contaron el día en que entramos; a partir de entonces, los
recuentos se hicieron ocho veces al día. Todos teníamos que levantarnos antes del
amanecer y no podíamos sentarnos hasta que oscurecía. Si te sorprendían
incumpliendo la norma, te lapidaban o te ponían los arreos para «montar» sobre ti.
Quienes salían con vida de estas sesiones no tardaban en morir.
Los siracusanos se dedicaron a desmoralizarnos eliminando a nuestros oficiales.
En cuanto identificaban a uno de ellos, lo izaban hasta el borde de la cantera, donde
los torturaban durante dos o tres días de forma que todos pudiéramos oír aquellas
atrocidades. Bajo tortura, le arrancaban los nombres de otros oficiales a los que
izaban también para infligirles semejantes tormentos. Arrojaban a los muertos al
fondo de la cantera. A quien intentara darles sepultura, le disparaban flechas o le
lanzaban jabalinas o piedras. El tormento siguió hasta que no quedó ni un solo oficial.
Pero todo no acabó aquí. A causa de algún malentendido, o tal vez por pura malicia,
nuestros captores declararon que quedaban aún tres oficiales. Ordenaron que se
identificaran enseguida. Ni que decir tiene que, de no haberse dado a conocer de
inmediato, el enemigo habría iniciado la carnicería al azar.
Tres hombres dieron un paso al frente: Pitodoro, hijo de Licofrón de Anaplisto,
Nicágoras, hijo de Mnesicles de Palene, y Filón, hijo de Filoxeno de Oa. Su
monumento, a los Tres Oficiales, se encuentra hoy en Atenas, en la cuesta situada
frente a Eleusinión. Mientras los siracusanos tiraban de aquellos hombres, ninguno
de los cuales ostentaba un cargo superior a jefe de pelotón, por los pies, los nuestros
empezaron a entonar espontáneamente el Himno a la Victoria.
Oh Diosa nacida del amargo parto,
Que nos proporcionas júbilo y nos revelas la verdad,
Oh Niké tanto tiempo buscada, nuestras voces

Se alzan en un canto hacia ti.


Tú, la más severa de entre los inmortales,
Aunque clemente con el audaz,
Al que sostienes,
Tú borras todo mal.

Aquellas estrofas generaron una emoción tal que uno tenía la impresión de que
llenaban el gran vacío como si fueran un líquido y de que en la cantera el sonido
resonaba como en ninguna otra parte.

Oh veleidosa hija del trueno,


Nosotros penetramos en tus recintos de
contienda. A ti, Resplandeciente, o a la Muerte
Entregamos nuestras almas.

En Sicilia, el final de verano ofrece días de asfixiante calor seguidos por noches
de crudo frío. No se nos permitía cubrirnos de noche ni hacer fuego; aquel lugar
estaba a la intemperie. Muchos de nosotros tenían heridas de guerra, otros estaban
enfermos; y en aquellas circunstancias empeoraban. Se difundió el estado
denominado aphydatosis, en el cual, los órganos, faltos de líquido, dejan de
funcionar. El cerebro se asa en el interior del cráneo. Uno no consigue orinar. Falla la
vista; las extremidades se inmovilizan con la parálisis.
Organizaban excursiones de las escuelas de la ciudad y llegaban los niños en
uniforme, acompañados por sus pedagogos, a ver a los que se habían hecho a la mar
para conquistarles y habían sido reducidos por el valor de sus padres. Izaban a los
cautivos para que los pequeños pudieran romperles los dientes a martillazos. En las
canteras, cada noche los hombres morían a puñados. Aun así, tal es la fuerza de la
existencia que se encuentre uno donde se encuentre, aunque sea en el propio
infierno, con el tiempo convierte el lugar en su casa.
Un pequeño montículo pasa a ser el Pnix; una depresión se convierte en el
theatron. Había allí un ágora y un Liceo, una Acrópolis y una Academia. Está
ilusoria geografía conformaba nuestros días, mientras los hombres se reunían en la
«plaza del mercado» y de ahí se dirigían a la «palestra». A fin de pasar el tiempo, se
impartían enseñanzas. El herrero transmitía sus conocimientos sobre el oficio; otros
traspasaban los suyos en carpintería, matemáticas y música. León les enseñaba a
luchar. De todas formas, le era imposible hacer demostraciones prácticas: habría
llamado la atención de los centinelas. De forma que tenía que limitarse a la teoría
y en voz muy baja
mientras él y los que se habían congregado a su alrededor soportaban el implacable
sol.
Los siracusanos localizaron a uno de los enseñantes, a un maestro de coro, y le
cortaron la lengua. Aquello fue un duro golpe para todos. Pero la desesperación
subsiguiente resultaba imposible de soportar. León reemprendió su labor. Enseñaba
gimnasia, ejercicios musculares y de concentración, así como técnicas de resistencia.
Daba lecciones sobre los humores de la sangre y sobre el grado de saturación que
debe mantenerse en los tejidos a fin de que el atleta consiga suficiente resistencia
para los juegos Olímpicos. Ese era el objetivo del ejercicio en los caminos, el remo y
la carrera en el estadio. Dichos terrenos, explicaba él, eran lo que el preparador
denominaba el recinto del dolor.
—De pequeño me enseñaron que una diosa reside ahí, que permanece en silencio
en ese santuario durante el momento culminante del dolor. Su nombre es Niké.
Echad una mirada a vuestro alrededor, hermanos. Ahora mismo nos encontramos en
el citado recinto. Y la diosa está con nosotros. Incluso aquí, amigos míos, podemos
entregarnos a ella y dejar que sus alas nos eleven.
Alguien pasó la información al enemigo. Nunca supimos quién. Los siracusanos
izaron a León y estuvieron torturándole durante tres días. No voy a contar lo que le
hicieron, me limitaré a decir que lo realmente atroz vino más tarde.
Le arrojaron al fondo. Yo estuve junto a él, abrazándole, toda la noche, mientras
otros acercaban sus cuerpos para mantener el calor. Cinco días más tarde
reemprendió sus enseñanzas. Nadie se acercaba a oírlas. «¡Pues las impartiré al
viento!», exclamó. Y eso es lo que hizo. Me situé delante de él; el único acto de mi
vida del que estoy realmente orgulloso. Otros imitaron mi comportamiento,
conscientes de que con ello firmaban la condena a muerte de León y también la suya.
Los siracusanos izaron de nuevo a León. Cuándo lo soltaron otra vez, habría
jurado que estaba muerto. Hice todo lo que estaba en mi mano para protegerle del
frío; entre todos reunimos un montón de trapos. Pasada la medianoche, se movió un
poco.
—Este cuerpo no es más que una fuente de problemas. ¡Qué alivio sería
deshacerse de él! —dijo.
Durmió durante una hora y luego recuperó el conocimiento, sobresaltado.
—Tienes que proseguir con mi historia, Pommo. Tú eres la única persona en la
que confío.
Me dormí meciéndole. Cuándo me desperté, estaba ya frío.
En una ocasión, de niños, habíamos ido a jugar a la pelota a un campo llamado el
Aspis, situado fuera de las murallas, junto al santuario de Atenea Tritogenea.
Imagino que conocerás el lugar, Jasón. En el camino hay una pendiente donde los
carreteros dejan que sus carros cojan velocidad para el ascenso hacia la puerta de
poniente. Por aquel entonces contaba yo nueve años, al igual que mis, compañeros,
pero León, que apenas había cumplido los seis, nos había suplicado tanto que le
admitiéramos que al
fin decidimos que se juntara al grupo. De repente, una de las pelotas salió del campo
y fue rebotando hasta el camino de los carreteros. León fue tras ella. Vi Cómo corría
a campo traviesa. A diferencia de otro muchacho de su edad, él era consciente de que
se precipitaba hacia el camino de un vehículo cuyas enormes ruedas de roble no
tenían posibilidad de maniobra. Él no conocía el miedo. Emprendí una desesperada
carrera y conseguí alcanzarle a tiempo. Bajo la lluvia de improperios del carretero,
levanté a León y le golpeé hasta dejarle el cuerpo ensangrentado, añadiendo a la
paliza mi propia invectiva, más violenta aún que la del carretero, por haberme dado
un susto de muerte. Cuándo nuestro padre le preguntó aquella noche por qué tenía un
ojo a la funerala, mi hermano no soltó prenda. A pesar de todo, yo recibí una buena
paliza, y otra al día siguiente cuándo de los inocentes labios de mi hermano salió una
réplica perfecta de mi diatriba del día anterior.
Sin embargo, allí, en las canteras, no podía salvarle de su propio valor.
Lo sepulté, como mejor pude, en el recinto más profundo, en la morada de la
diosa. Cualquier discurso habría resultado superfluo, salvo la simple enumeración de
sus hazañas. Él había sido, sin excepción alguna, el soldado más valeroso y la
persona mejor que había conocido en mi vida.
A la mañana siguiente me llamaron. Me izaron con la polea. Me avergüenza
confesar que la muerte seguía aterrorizándome. Pero lo que más me hacía sufrir era
no vivir el tiempo suficiente para que Alcibíades recibiera su merecido. «Que los
dioses me conserven la vida y no permitan que confiese ningún nombre».
La polea me llevó al borde de la cantera. El suelo estaba plagado de dientes.
Hacía calor. Las moscas se agolpaban revoloteando sobre determinados puntos,
manchados de sangre o atestados de trozos de carne, dedos de las manos y de los
pies. Vi unas planchas sobre las que destripaban a unos hombres atados. Junto a
éstas, otros bancos en los que había esparcidos instrumentos como los que se usan en
prácticas quirúrgicas. Identifiqué entre éstos algunas cuchillas y rompehuesos. No
conocía la función de los restantes. Un poco más allá vi una serie de postes de
ejecución. En aquel momento no había nadie atado en ellos, pero sus aristas y la
piedra caliza de la base eran un hervidero de moscas. No muy lejos se levantaban las
tiendas y un círculo de piedra, donde los guardianes comían. A su lado habían
montado un matadero en miniatura, en el que sacrificaban pollos y palomas para su
consumo. Me pareció ridículo que hubieran dispuesto los mataderos de hombres y
aves de corral casi juntos. Tuve que soltar una carcajada.
Un guardián me pegó un zurriagazo en los riñones. Me empujó hacia delante.
Otros preguntaban cómo me llamaba. Tuve que repetirlo una y otra vez mientras
consultaban la lista.
—Polémides, ¿hijo de Nicolaos de Acarnas?
—Sí.
—¿Hijo de Nicolaos?
—Sí.
—¿De Acarnas?
—Sí.
—Es él. Me lo llevo.
Estas últimas palabras fueron pronunciadas por una voz que yo no había oído
antes. Me volví y descubrí a un joven robusto, con un antojo rojizo en el rostro, un
par de jabalinas en la espalda y un xyele lacedemonio en la cadera. Era el escudero
de un guerrero espartano. Se plantó delante de mí, y me tendió un cuenco de madera
que contenía un poco de vino en el que nadaba un puñado de cebada.
—No te lo tragues de golpe, pues perderás el conocimiento. Moja pan ahí dentro.
Tenía las manos libres y en las muñecas notaba aún el hormigueo producido por
los grilletes.
—¿Quién eres? —le pregunté en tono suplicante.
—Cómete el pan —me ordenó.
Observé detenidamente su cara, consciente de que la había visto antes, aunque
sin recordar dónde. El joven me estudiaba también a mí, sin compasión, sopesando
cuánta fuerza podía quedarme y hasta qué punto soportaría lo siguiente.
—Sirvo al polemarca Lisandro de Esparta —dijo—. Por clemencia de los dioses,
se te perdona y se te ordena que me acompañes por mar a Esparta.
Libro V

ALCIBÍADES
EN
ESPARTA
XXV

EL SOLDADO EN INVIERNO

Tardé medio año en llegar a Lacedemonia. Mi salud empeoró durante la travesía a


Regio y de nuevo en el viaje a pie desde Cilene; tuve que quedarme en una aparcería
del kleros —la propiedad— de Endio, en el extremo septentrional del valle del
Eurotas. No vi Esparta hasta la primavera.
Pasé todo el invierno en cama, con el óbolo en el puño, como dicen los
lacedemonios. Tenía la piel del pecho tensa y fina como papel, y un esqueleto me
devolvía la mirada desde el espejo. En Sicilia había recibido veintisiete heridas en las
piernas, que seguían sin cerrarse: pinchazos, cortes y desolladuras, incluidas dos de
tres dedos de ancho por encima de los tendones de Aquiles. Tenía doce fracturas en
las costillas y la parte superior del cráneo tan magullada que, cuando me afeitaron la
cabeza para restregármela con lejía, la carne era de color púrpura y se pelaba como
una cebolla. Necesitaba comer y dormir. Mis benefactores, una pareja de campesinos
ancianos, me instalaron en el cuarto que había pertenecido a su hijo y me dejaron
descansar. Durante el día, permanecía tumbado al sol en el patio del lado sur; al caer
la tarde, me sentaba ante el fuego, arrebujado en el manto sin orla que usan los
campesinos. En la granja había un viejo perro de caza que respondía al nombre de
Trotón; cuando recobré las fuerzas, empecé a recorrer las colinas en su compañía,
encorvado sobre un bastón, como un carcamal.
Las noches eran largas y soñaba a menudo. Me sentía viejo, tan antiguo como
Cronos. Las sombras desfilaban ante mis ojos, incluida la mía; vi a mi padre y a mi
hermana, a León y Simón, y a mi mujer y mi hijo. Las conversaciones que mantenía
con ellos durante toda la noche eran de tal profundidad que habrían debido servir
para reformar mi alma definitivamente; pero cuando despertaba, las palabras,
inconsistentes como humo, se habían volatilizado. No recordaba nada. Sombra y sol
eran una sola cosa para mí, pues las visiones se presentaban a capricho y ni siquiera
la cruda luz del día conseguía disiparlas. Volví a ver a los heridos del Puerto Grande
y a los que murieron durante la retirada. Volví a ascender en columna al Asinaro.
Cien noches desperté aterrorizado, para confirmar tan sólo mi nueva condena: seguir
vivo.
¿Por qué privilegio seguía pisando la faz de la tierra cuando tantos mejores que yo
yacían bajo ella? Una medianoche descorrieron la cortina; Alcibíades surgió ante mí.
Su aparición, incluida la fíbula de colmillo de lobo que ganó en Potidea, fue tan
vívida que lo creí en la habitación en carne y hueso. Él, y no Lisandro, me aseguró,
había sido el artífice de mi salvación. En lugar de agradecérselo, lo increpé:
—¿Por qué me salvaste? ¿Por qué a mí en vez de a mi hermano?
—Tu hermano no habría venido.
La verdad de aquella afirmación me hirió en lo más hondo. Quise arrojarme
sobre mi torturador, estrangular su testimonio en su misma fuente; pero los
miembros se negaron a obedecerme. La pena me henchía el corazón de tal modo que
me privaba del movimiento y del habla.
—Necesitaba a mi lado a alguien que hubiera cruzado la misma puerta que yo —
dijo Alcibíades.
A la luz del día era capaz de sobrellevar mi cobardía, incluso de justificarla. De
noche, sudaba como si estuviera ante un tribunal. Me vi en Freato, en el Pireo, donde
quienes han sido acusados de haber cometido un homicidio en ultramar deben
defenderse en el barco, pues las leyes de impureza ritual prohíben que sus pies
mancillen el suelo del Ática en tanto pese sobre ellos la sospecha de derramamiento
de sangre. En sueños, intentaba sacrificar a los dioses, pero los sacerdotes no
aceptaban mis ofrendas. Me pasaba la noche inmolando víctimas y leyendo mi
condena en sus entrañas. Lejos de perder el miedo al Cielo, estaba poseído por él o,
para ser más exacto, por el temor a esa tierra de nadie donde vagan y se
entremezclan mortales e inmortales y donde, como afirma Crátero, los vivos y los
muertos, los que aún no han nacido y los, moribundos,

comparten charla y canto en la misma mesa.

Sólo el recuerdo de mis hijos parecía prometerme la absolución. Me aferraba a la


imagen de sus rostros como un náufrago a un madero. No tenía derecho. ¿Qué les
había dado? Ni siquiera el apellido. La guerra me había llamado y yo había acudido.
Y ahora estaba asqueado de ella. La granja en la que me recuperaba era lo que
llaman una aparcería vitalicia; el liberto y su mujer tenían perales. Los observaba
injertar y llenar cajas. ¡Con qué fuerza me encogían el corazón sus sencillas labores!
No quería volver a despertar al toque de trompeta, sino al canto de la alondra,
anhelaba oír de nuevo risas infantiles. Que otro ocupara mi puesto en la
formación y respondiera
«¡Presente!» cuando sonara su nombre en la lista. De mis treinta y ocho años, había
pasado diecinueve luchando. Era suficiente.
Pero cada noche que pasaba en aquella casa aumentaba mi deuda con Esparta y
Lisandro. ¿Podía huir? ¿Adónde? No tenía suficiente resuello para apagar una vela;
necesitaba toda la fuerza de ambos brazos para cambiar de postura en la cama. Si no
me encontraba Lisandro, lo harían sus agentes, capaces de perseguir a su presa por
dinero hasta las puertas del Tártaro. Aunque aún no lo sabía, antes de volver a
instalarme en mi patria, yo iba a convertirme en uno de ellos.
Aquella primavera oí hablar a Alcibíades. Fue en una asamblea al aire libre ante
los reyes, los éforos y el cuerpo de los Iguales. Gilipos había vuelto de Siracusa en
loor de multitudes; el saldo de la derrota de Atenas era estremecedor. Mi patria y sus
aliados habían perdido veintinueve mil hombres y doscientos de sus mejores barcos
de guerra, además de un número incalculable de mercantes y transportes. Las
pérdidas en oro, que ascendían a cuatro mil talentos, dejaban en bancarrota las arcas
del estado. Pero lo más devastador para la moral del pueblo era que la expedición se
había perdido en su integridad, hasta el último barco y la última vela, hasta el último
hombre y la última armadura.
—Hombres de Esparta —empezó diciendo Alcibíades—, habéis solicitado mi
consejo sobre las cuestiones que serán objeto de debate ante esta asamblea en el día
de hoy, y no puedo hacer otra cosa que complaceros, por más que la ocasión diste de
causarme alegría. Mis compatriotas han sufrido una derrota calamitosa. Hombres a
quienes conocía y amaba han perecido, y buena parte de la responsabilidad de su
desgracia debe adjudicárseme. Los consejos que os dispensé han contribuido a su
ruina.
La acrópolis espartana, la Ciudad Alta, tiene tan poca elevación que los niños
dicen que es tan alta como sus rodillas. Sin embargo, su emplazamiento le
proporciona una acústica extraordinaria y, a pesar de su falta de pretensiones, no deja
de tener cierta majestad. Además del cuerpo de los Iguales, que ronda los ocho mil
hombres y se hallaba presente en su totalidad, había embajadas de varias naciones
extranjeras, entre ellas, de la propia Atenas. Asistían además entre diez y quince mil
espartanos de condición inferior, incluidos mujeres y niños, encaramados en las
colinas hasta los terrenos de juego y el templo de Artemis Ortea, adonde las palabras
de los oradores llegaban repetidas por heraldos.
Hacía dos inviernos que no veía a Alcibíades. La belleza de aquel hombre volvió
a impresionarme con la misma fuerza que siempre. Frisaba los cuarenta; en el
lustroso cobre de sus rizos empezaban a brillar las hebras de plata, que, lejos de
mermar su atractivo, realzaban la dignidad de su porte. La sencilla indumentaria
espartana tiene, entre otras virtudes, la de proporcionar una favorecedora modestia.
No podía evitar que se me fueran los ojos hacia los guerreros y atletas que rodeaban
al orador, al que escuchaban con sobrio decoro. No existe pueblo capaz de rivalizar
en belleza con el espartano. La sencillez de su dieta, el rigor de sus hábitos y hasta el
agua y el aire de sus cuidados campos se combinan para hacer de ellos magníficos
ejemplares humanos. En un espacio de treinta pasos, pude contar una docena de
incomparables atletas, de hermosas y proporcionadas formas. Y, no obstante, volver
la vista hacia Alcibíades era como apartarla de la luna para mirar el sol, tanto
excedían sus atributos a los de quienes lo rodeaban.
—Os debo agradecimiento, espartanos. Cuando me disteis asilo, como exiliado
de mi patria bajo pena de muerte, me prometí y os prometí que diría ni más ni menos
que la verdad y dejaría al arbitrio de los dioses que la escucharais o no. No aspiraba a
ganarme vuestro afecto, ni ignoraba que toleraríais mi presencia en la medida en que
sirviera a vuestros intereses.
»En cuanto al perjuicio que mis consejos podían acarrear a mi patria, me
exculpaba a mí mismo diciéndome que ya no era tal, que la Atenas que amaba había
sido suplantada por otra a la que no debía lealtad y contra la que podía emplear mis
energías sin escrúpulos de conciencia. Pero había pasado por alto una cosa. El estado
que vosotros y vuestros aliados habéis llevado a la ruina con mi ayuda no es una
abstracción inerte, sino una suma de hombres de carne y hueso que sangran y
mueren. Echáis sobre mis hombros una pesada carga, hombres de Esparta, volviendo
a pedirme consejo para aumentar la desgracia de mis compatriotas. Pero he unido mi
destino al vuestro. Sea lo que haya de ser. Lo que expondré a continuación es lo que
la razón me dicta como mejor.
»En primer lugar, no os apresuréis a celebrar el infortunio que se ha abatido
sobre vuestro enemigo. La osa nunca es más fiera que cuando está herida y
acorralada. Atenas ha perdido una flota, es cierto. Dos, si queréis. Pero el poder
naval que aún conserva sigue siendo el mayor de Grecia, y el carácter de los
atenienses es tal que los impulsará a resucitar ese poder de inmediato y por todos los
medios a su alcance.
»Atendiendo a vuestra petición, voy a deciros lo que debéis hacer para derrotar a
vuestro enemigo. Pero antes, sabiendo cuánto apreciáis la concisión, os suplico que
me permitáis una digresión. Pues lo que voy a proponeros no tiene precedentes, y
vuestra primera reacción puede ser el rechazo. Pero considerad, espartanos, que hubo
un tiempo en que vuestro actual estilo de vida tampoco tenía precedentes.
»Cuando vuestro antepasado Licurgo promulgó sus leyes, en una antigüedad tan
remota que nadie puede asegurar si era un hombre o un dios, ningún estado las había
tenido o imaginado semejantes. ¿Cuándo se habían visto cosas como prohibir el
dinero y castigar su posesión con la muerte; borrar toda distinción derivada de la
riqueza o la cuna y declarar a todos los hombres iguales; proscribir el comercio
ultramarino para impedir que las costumbres extranjeras corrompieran a la patria;
prohibir la práctica de cualquier oficio que no fuera el de las armas, así como otras
muchas reformas menores, como prohibir que vuestras mujeres usen cosméticos o
que vuestros carpinteros coloquen vigas cuadradas en vuestras casas? Todas esas
medidas las instituyó Licurgo y vosotros las aceptasteis, para convertir a vuestra
nación en una máquina unida e invencible. Aquello, amigos míos, no tenía
precedentes. Pero era una respuesta acorde con los tiempos. Vuestros antepasados
comprendieron su genialidad y se adhirieron a ella. Y acertaron.
»Del mismo modo, cuando, en tiempos de nuestros abuelos, surgió la amenaza
de Persia, vuestros reyes Cleómenes y Leónidas tuvieron la clarividencia de adoptar
nuevos métodos para un nuevo tipo de guerra. Obligaron a las ciudades desunidas de
Grecia a establecer una coalición para resistir al enemigo exterior. Por si fuera poco,
asociasteis a vuestro plan a los ilotas, a los que armasteis y permitisteis luchar a
vuestro lado en un número que excedía ampliamente el vuestro. También eso
prosperó. Ahora, si queréis derrotar a Atenas y poner fin a esta guerra, debéis tener la
sabiduría necesaria para llevar a cabo otra revolución.
»Ante todo, tenéis que instituir el imperio y adoptar el dinero. Tenéis que
familiarizaros con ambos y dejar de despreciarlos.
Al oír aquello, la agitación se apoderó de la asamblea. Un griterío indignado
obligó a callar a Alcibíades. Las voces aullaban que el imperio degrada, que las
modas extranjeras envilecen y la codicia lo corrompe todo; que el comercio enfrenta
al ciudadano con el ciudadano y la avaricia empuja a los hombres a perseguir la
riqueza en lugar de la virtud. Las protestas arreciaban en torno al orador con tal
violencia que por un instante creí que corría peligro. Pero, apaciguada por
magistrados y censores, la muchedumbre acabó calmándose.
—El dinero no es malo en sí, pueblo de Esparta —siguió diciendo Alcibíades—;
antes bien, como la lanza y la espada, cuya utilidad comprendéis y no menospreciáis,
es bueno o malo según el uso que se hace de él. En la guerra, el dinero es un arma.
Pero, puesto que su introducción os repugna tanto, dejadme proponeros esto: usadlo
tan sólo en ultramar. No lo autoricéis en la patria. Porque no os queda más remedio
que usarlo, y por ello la segunda reforma que os aconsejo es ésta:
»Tenéis que extender vuestro poderío al mar. Necesitáis una flota. No un puñado
de cascarones tripulados por aliados y aficionados como el que poseéis ahora, sino
una flota de primer orden capaz de plantar cara a Atenas en el elemento que
considera el suyo. No estoy sugiriendo, espartiatas, que renunciéis al escudo y la
lanza y saltéis a los bancos de los remeros. Antes os pediría que os cortarais el brazo
derecho. Pero podéis aprender a luchar en el mar. Podéis ser oficiales; podéis
mandar.
Una vez más, las palabras de Alcibíades provocaron la indignación general,
aunque esta vez no tanto en forma de gritos airados como de murmullos de
preocupación, que señalaban que el poderío marítimo degrada al Estado, pues eleva a
los peores y les anima a luchar por la igualdad con los mejores. Fletar una armada
era tanto como instaurar la democracia, y eso la liga espartana no lo permitiría jamás.
Alcibíades esperó a que amainara el clamor.
—Algunos estados tributarios de Atenas ya han acudido a vosotros, hombres de
Esparta, para que los ayudéis a sacudirse el yugo imperial. Ahora es el momento de
escucharles, mientras Atenas se repone del descalabro de Siracusa. Pero ¿cómo
podríais acudir en ayuda de esos rebeldes en ciernes, siendo como son estados
insulares y ciudades de Asia Menor? Vuestro ejército no puede llegar a nado.
Necesitáis una flota. Pensad, también, que cada estado súbdito de Atenas que
empujéis a la revuelta atraerá a otros a vuestra causa, pues cada cual, temiendo las
represalias si fracasa en su insurrección, buscará aliados para compartir los riesgos.
Cada estado que se alce contra Atenas la priva de su tributo y empobrece sus arcas.
Hay una máxima infalible: mientras Atenas domine el mar, no será vencida. Pero la
inversa es igual de cierta. Derrotad a su flota y derrotaréis a Atenas.
»Ahora me dispongo a exponer el tercer y último punto, que juzgaréis diez veces
más odioso que los dos anteriores. Podéis acallarme a gritos. Pero, mientras lo
hacéis, admitid al menos la inevitabilidad de lo que propongo. Pues, sin la asunción
de esta tercera medida, las otras carecen de utilidad.
»Tenéis que tratar con el bárbaro.
»Tenéis que aliaros con Persia.
Para mi asombro, y para el de Alcibíades, a juzgar por su expresión, su última
propuesta no levantó la previsible ola de indignación. Al parecer, las reacciones se
dividían entre el pasmo y la ponderación, incluso la aquiescencia, pues nadie habría
podido negar, al menos en su fuero interno, que semejante política llevaba años en
vigor, aunque clandestinamente desarrollada y torpemente ejecutada.
—Sólo los persas son lo suficientemente ricos para comprar y dotar de
tripulaciones los barcos que derrotarán a Atenas. Tenéis que tragaros vuestro orgullo,
espartanos, y pactar con ellos, no como ahora, con repugnancia y desprecio, sino
sincera y totalmente. Podéis encontrar representantes capaces de negociar sin dejarse
engañar por los bárbaros (pues de sobra conocemos la astucia de sus cortesanos) ni
enajenaros la adhesión de vuestros aliados helenos, que os consideran, como
vosotros mismos os preciáis de ser, los libertadores de Grecia.
Un acuerdo con los medos, como Alcibíades calificó al fin su propuesta, no
significaba dejarse atar a la cama persa, sino sólo establecer una confederación de
conveniencia, para explotarla mientras sirviera a los intereses de Esparta y
abandonarla tan pronto los perjudicara.
—Por odioso que pueda sonar a vuestros oídos, hijos de Leónidas, cuyo
heroísmo salvó a Grecia del yugo medo, mi consejo posee la inevitabilidad de la
Historia. Persia tiene el oro. El Gran Rey teme a Atenas. Sus tesoros pagarán la flota
que os dará la victoria. Lo único que falta es vuestra voluntad de obtenerla.
Alcibíades hizo una pausa. Ni siquiera miró a los enviados de Atenas, aunque sin
lugar a dudas era consciente de que acababa de proponer una abominación al definir
el conjunto de acciones que llevarían a la derrota y la postración de su patria. Una
especie de arrobo paralizaba a la asamblea. Lo que había propuesto Alcibíades era
una traición de dimensiones tan sobrecogedoras que, como una tragedia sobre el
escenario, provocaba el terror y la piedad con su mera enunciación. Nunca me había
inspirado tanto temor el Cielo como en aquellos momentos. Me abrí paso hacia
Alcibíades esperando descubrir algún signo de miedo o aprensión en su rostro. No lo
había. El proscrito se había encaramado a un promontorio que nadie más se había
atrevido a pisar.
—Me habéis pedido consejo, hombres de Esparta, y os lo he dado.
Recuerdo haber escuchado otras dos opiniones ese mismo día. La primera,
inmediatamente después del parlamento de Alcibíades.
El ateniense había bajado de la tribuna y se abría paso entre la muchedumbre
cuando el caballero Calicrátidas, que tanto se distinguiría más tarde luchando por la
causa que entonces condenaba, se interpuso en su camino. Admitiendo la utilidad de
los consejos de Alcibíades, preguntó a sus compatriotas si su objetivo era la victoria
a toda costa.
—¿En qué nos habremos convertido, hermanos, cuando, tras llevar a la práctica
esa sucesión de infamias, ascendamos victoriosos a la acrópolis de Atenas? ¿Qué
clase de hombres seremos si nos ponemos del lado de los tiranos para esclavizar a
hombres libres? Nuestro ilustre huésped ha aprendido a vestir como nosotros, a
ejercitarse como nosotros, a hablar como nosotros… Pero, según dicen, el camaleón
puede adoptar cualquier color menos el blanco. —Se volvió para mirar a su
antagonista—. ¿En qué nuevo estado quieres convertirnos, Alcibíades? Lo llamaré
por su auténtico nombre: ¡Atenas! —Gritos de aprobación secundaron aquel golpe
de efecto. Calicrátidas siguió dirigiéndose a Alcibíades—: Si seguimos tu consejo,
¿no nos convertiremos en codiciosos remeros atenienses? ¿Tendremos otro orgullo
que el de haber esclavizado a toda Grecia como ellos? Y ¿quién gobernará ese
remedo de Atenas que propones, esa… democracia?
El caballero gesticuló con desprecio hacia Lisandro, Endio y un grupo de sus
partidarios, con los que sin duda se había aliado Alcibíades. Ellos, cediendo el
derecho a réplica a su socio ateniense, guardaron silencio.
—Era lo que esperaba de ti, Calicrátidas, y lo comprendo. Yo en tu lugar
probablemente habría respondido lo mismo. Pero comprende tú esto. Lo que he
expuesto a la asamblea no lo he hecho en mi propio beneficio —¿en qué podría
beneficiarme?—, sino como alguien que aconseja a un amigo al que quiere bien.
Detesto lo que os he propuesto. Pero lo he propuesto al dictado de un dios, y ese dios
se llama Necesidad. Lo haréis voluntariamente, tras meditarlo con detenimiento, o a
la fuerza, empujados, por los acontecimientos. Pero lo haréis. O pereceréis.
El segundo cambio de pareceres se produjo momentos más tarde; lo oí por
casualidad cuando intentaba acercarme a Lisandro, con quien aún no había
conseguido hablar, mientras él se alejaba entre el gentío. El éforo Antálcidas, un
anciano de sesenta años que se había distinguido tanto en la batalla de Mantinea
como en la de Anfípolis, se había acercado a Lisandro y lo había llevado aparte en
plena discusión.
—… desearía de todo corazón, querido tío —le decía Lisandro empleando el
tratamiento deferente y afectuoso para dirigirse a alguien de mayor edad— que las
opciones fueran tan claras como en tiempos de nuestros abuelos. Pero no estamos en
las Termópilas ni somos Leónidas. Hoy en día, Lacedemonia es como un barco
empujado por una tormenta; no puede volver atrás ni permanecer al pairo. Su única
posibilidad es seguir avanzando a todo trapo.
—Y a todo trapo —replicó Antálcidas— ¿quiere decir tratar con déspotas y
manchar nuestro honor con engaños y duplicidad?
—Si la piel de león no es suficiente, habrá que juntarla con piel del zorro.
—Que los dioses se apiaden de nosotros, Lisandro, si Lacedemonia acaba
cayendo en manos de hombres como tú. Como tú y como ese miserable de Atenas
cuyo nombre maldito me niego a pronunciar. ¡Una pareja engendrada en el infierno,
para gobernar estos tiempos del infierno!
—Los tiempos cambian —repuso tranquilamente Lisandro—; y ¿qué los hace
cambiar, sino la voluntad de los dioses? Dime, anciano. ¿Acaso no honran los
mortales al Cielo cambiando a la par de los tiempos y lo ofenden aferrándose
estúpidamente a las antiguas maneras de hacer las cosas?
—Lisandro, llevas la blasfemia a extremos sin precedentes.
—¿Qué quieres que hagamos, Antálcidas? ¿Juntarnos a la orilla del mar y
entonar himnos a las glorias del pasado, mientras el futuro pasa a nuestro lado tan
deprisa como un barco de guerra?
El anciano se volvió hacia Alcibíades, que acababa de acercarse a Lisandro. Su
mirada iba del uno al otro como si ambos, más representativos de su generación que
de sus respectivas patrias, fueran sus enemigos en igual medida.
—Doy gracias a los dioses todopoderosos, Lisandro, porque no viviré para ver la
Esparta en la que tú y hombres como tú acabaréis mandando.
XXVI

ENTRE LOS HIJOS DE LEÓNIDAS

Alcibíades estuvo ausente casi todo el verano, trabajando como agente de Esparta en
Jonia y las islas. Si durante la paz su iniciativa había convertido a estados tan
importantes como Argos, Elis y Mantinea en aliados de Atenas, ahora consiguió
atraerlos al bando contrario. Tras incitar a Quíos, Eritras y Clazómenas a rebelarse
contra la metrópoli, viajó por mar a Mileto, donde obtuvo el mismo resultado.
Luego, dio el gran golpe: la alianza de Esparta con el rey de Persia. Indujo a Teos a
derribar sus murallas, y a Lebedos y Aeras, a la revuelta. Lo hizo solo, sin más apoyo
que un comandante espartano y cinco barcos. Convenció a Quíos para que extendiera
la sublevación a la isla de Lesbos, donde se le unieron los grandes estados de
Mitilena y Metimna, mientras fuerzas terrestres espartanas aseguraban Clazómenas y
capturaban Cumas. Y Alcibíades había conquistado otra provincia soberana: el
corazón de Timea, esposa del rey espartano Agis. Era su amante, según las criadas y
los golfillos de toda Lacedemonia, y el padre de la criatura que llevaba en su seno.
Entre tanto, yo me recuperaba lenta y laboriosamente. En verano aún no tenía
fuerzas suficientes para subir las cuestas de Therai, ni deprisa ni despacio. Los
soldados dicen que un hombre muere cuando tiene más seres queridos bajo tierra que
sobre su faz. Ése era mi caso. Pero el soplo vital es un río irresistible y el alba, una
diana demasiado apremiante para hacer oídos sordos.
Alcibíades se había ocupado de mí antes de marcharse y había hecho que me
entregaran un arcón con el equipo completo, una capa phoinikis y diez minas de oro,
una suma enorme, equivalente a lo que podría haber traído de Sicilia si la expedición
hubiera tenido éxito. Me alojaba en los pabellones de invitados de Limnai, donde
tenía mi propia habitación y el estatus de xenos, huésped, el mismo que un
embajador. Podía comer en el cuartel de Endio, el Anficteón. Podía entrenarme en
los gimnasios y cazar si me invitaban. Podía ofrecer sacrificios en cualquier templo,
salvo en los reservados a los dorios. Además, disfrutaba de ciertos privilegios
relacionados con las propiedades tanto de Endio como de su hermano Esfrodias.
Podía utilizar caballos y perros, e incluso pedir un ilota como sirviente. Podía sacar
agua de cualquier fuente o pozo público. Sólo carecía del derecho a llevar armas y
encender fuego. Por último, mi benefactor me había aconsejado que mantuviera la
boca cerrada hasta su regreso.
Era cierto que Alcibíades había intercedido en mi favor ante Lisandro; me lo
confirmaron antiguos amigos, compañeros de mi época de formación en Esparta, con
los que restablecí el contacto y a través de cuyos ojos y confidencias pude hacerme
una idea de la nueva situación de los laconios.
La ciudad había cambiado mucho en los años que llevaba fuera. Me invitaron a
una cacería. El trampero era un esclavo mesenio al que llamaban Rábano. Mientras
seguía el rastro con sus ayudantes, nuestro anfitrión, un Igual llamado Anfiario, le
gritó que aligerara.
—Se hace lo que se puede —contestó el aludido, prescindiendo del «amo» o del
«mi señor».
Diez años antes semejante insolencia habría dejado a aquel sujeto ekpodon,
«fuera de circulación». En la ocasión de marras, no suscitó más que un encogimiento
de hombros y unas risas.
La presencia de los neodamodeis, los «nuevos ciudadanos» que se habían ganado
la libertad sirviendo en el ejército, y los brasidioi, que habían hecho lo propio bajo el
gran general Brásidas, se dejaba sentir en todas partes. Ningún siervo consideraba
irremediable su condición, por ínfima que fuera. «La esperanza es un licor
peligroso», había declarado Lisandro, mi salvador, ante los éforos en el curso de un
parlamento tan subido de tono e inaudito en Lacedemonia que había sido puesto por
escrito y circulaba de mano en mano. «La guerra ha abierto la vasija, y nada podrá
taparla de nuevo».
Lisandro y Endio se habían erigido en valedores de los siervos, o al menos
aceptaban como inevitable incorporarlos a los asuntos del estado. Ninguno de los dos
era altruista, y menos aún demócrata, sino tan realistas como Alcibíades. Según mis
informadores, se habían reconciliado con él, o bien ambas partes habían
comprendido la conveniencia de explotarse mutuamente. Endio había conseguido
que su amigo fuera admitido dentro de las fronteras laconias, y Lisandro, como
polemarca, garantizaba su seguridad.

Todos los grandes estados —rezaba la transcripción del discurso de


Lisandro— se fundan sobre una violencia contra la naturaleza, de la que
nace tanto su vigor como su vulnerabilidad. La locura de Atenas se llama
democracia. Para bien, esa forma de abuso espolea el espíritu de iniciativa
de los ciudadanos en una medida insólita en estados regidos con manó más
firme, y desencadena energías que pueden impulsar a la nación hacia una
prosperidad sin precedentes. Por desgracia, también siembra la envidia en
el cuerpo de la polis. La democracia devora a su juventud. Cuanto más alto
asciende un hombre, tanto más ahínco ponen sus conciudadanos en procurar
su caída, de tal modo que, cuando se alza un individuo de auténtica valía, el
estado puede beneficiarse de su talento el poco tiempo que tarda la chusma
en inmovilizarle en la estaca y aplicarle antorchas a los pies.
En cuanto a Lacedemonia, nuestra aberración es la servidumbre que
hemos impuesto a los ilotas. El sudor de nuestros esclavos produce,
nos
decimos, ese mismo poder bajo el que los mantenemos subyugados. Pero
¿quién domina a quién? Nos acostamos sobre una alfombra formada por
quienes nos comerían vivos en mitad de la noche y aún nos sorprende que la
pasemos dando vueltas sobre ella. Y nuestro ejército, a despecho de su fama
de invencible, se encamina hacia el campo de batalla tarde y de mala gana,
temeroso de dar la espalda a los cuchillos de cocina que deja en casa. En
campaña, hacemos que nuestros centinelas vigilen el campamento, más
preocupados por aquellos que nos sirven que por el enemigo. La masa de
nuestros esclavos es la espada que nos hará prosperar o perecer, y tenemos
que empuñarla o dejar que nos mate.

Lisandro quería una flota. Propugnaba la expansión y la manumisión. Pero la


antigua constitución no daba margen a las reformas. Las cosas no podían cambiar.
No cambiarían. Sin embargo, debían cambiar, y aquellos jóvenes lo sabían.
Aquél era el fenómeno más preocupante: las asociaciones políticas o «aceite y
trapo», como se les llamaba, las escuelas de lucha. Focos de agitación semejantes no
habían existido nunca. Ahora abundaban y lo dominaban todo.
Parte del genio de las antiguas leyes que habían mantenido intacta la forma de
gobierno espartana durante más de seis centurias consistía en haber fomentado la
tutela de los mayores sobre los jóvenes en todas las instituciones. En ninguna
faltaban veteranos; no había asociación o camarilla que escapara a la supervisión de
los mayores. Los nuevos grupos políticos habían roto con la norma. Eran sociedades
juveniles y, como tales, hervideros de impaciencia. Apostaban por el futuro, y sus
líderes eran Lisandro y Endio, Calcideo y Míndaro. Gilipos, por su parte, era
miembro de «El Anillo», como el héroe Brásidas antes que él. En definitiva, aquél
era el campo que atraía a los laconios más brillantes y ambiciosos, fueran cuales
fuesen su nacimiento y su fortuna.
Endio era el más rico, con diferencia. Su propiedad del valle septentrional
producía un vino excepcional al que se calificaba de meliades, «dulce como la miel»,
además de cebada, higos y quesos suficientes para permitirle patrocinar a no menos
de ocho decenas de caballeros cuyas fortunas habían decaído hasta el punto de
impedirles costearse su asiento en un comedor militar. Al pagar por ellos, Endio
restablecía su condición de espartiatas. Además, tutelaba a numerosos mothakes,
hijos bastardos de Iguales, a cuya formación subvenía. Unos y otros eran ahora tan
leales a Endio como al estado. Habida cuenta de los ilotas que lo consideraban su
patrón, se decía que Endio mandaba un ejército privado sólo inferior al del rey.
Erigirse en campeón de Alcibíades había aumentado si cabe su influencia. Cada
triunfo de su amigo en ultramar aumentaba la popularidad de Endio en casa. En su
criadero de caballos de Cranioi, que ocupaba cuarenta y cinco hectáreas, había
instalado un cuartel general en el exilio para su aliado. La víspera de la partida al
Este de Alcibíades, tuve que acudir allí para agasajarle a él y a sus camaradas,
Iguales de
Esparta y atenienses desterrados. Cuando llegué, terminaba una competición ecuestre
infantil; los invitados, en especial Alcibíades y Endio, convirtieron la entrega de
premios en una bufonada, para regocijo general. Siguieron los sacrificios y el
banquete, durante el que no se oyó una palabra de preocupación. Al cabo, la fiesta se
trasladó a la guarida de Alcibíades, que me hizo llamar y sentarme en su mismo
banco.
—Cuéntame lo de Sicilia —me ordenó.
Estábamos en la habitación que le servía de despacho. Por todas partes había
transcripciones de actas de asambleas, actas de tribunales y documentos
administrativos de Atenas, Argos, Tebas, Corinto… Mirara adonde mirase, veía
pólizas de flete, comprobantes de construcción, órdenes de embarque,
transcripciones de tribunales de guerra, skylatai decodificados y todos los informes
de espionaje militar y político imaginables; los casilleros, que llegaban hasta el
techo, rebosaban de cartas personales listas para ser enviadas, como pude descubrir
echando un rápido vistazo, a todas las ciudades de Grecia, las islas del Egeo, Jonia y
Asia continental.
—Lo has oído mil veces.
—Pero no de ti.
Se lo conté. Tardé en hacerlo toda la noche. Endio y los otros entraban y salían, o
roncaban acurrucados en un rincón. Alcibíades no se movió. Escuchaba con una
atención constante, interrumpiéndome tan sólo para exigirme más pormenores
cuando, en su opinión, me daba demasiada prisa en cambiar de tema o suceso.
Quería oírlo todo y oír lo peor. Si surgía un nombre, me pedía particulares sobre
la suerte que había corrido el individuo de marras. Ningún detalle le parecía
insignificante. Una broma que había gastado el aludido, cómo era su mujer, cómo
había muerto… La estrategia y la topografía le traían sin cuidado. Sobre el contorno
de Epípolas o el despliegue de la flota le bastaron unas palabras. No dejó traslucir
ninguna emoción. Durante las partes más duras, sólo se inmutaban sus ojos y esos
músculos de debajo de la mandíbula que, como cualquier soldado sabe, mueven
involuntariamente los sometidos a tortura.
—¿Estás cansado, Pommo? ¿Lo dejamos para más tarde?
—No, acabemos de una vez.
—Me muero de aburrimiento —protestó Endio.
—Pues vete a dormir.
—¿Cuántas veces tendremos que oír lo mismo?
—Hasta que haya oído lo bastante.
Alcibíades me hizo contarle casos de sacrificio individual o intrepidez, no sólo
de atenienses, sino también de sus aliados, e incluso de esclavos. Sus secretarios
tomaban nota del nombre, patronímico y comarca de residencia del aludido, y me
hacían repetirlos para mayor certeza.
—¡Endio, deja de dar vueltas, o vete a dormir!
Acabé mi relato cuando apuntaba el día. Alcibíades no se había movido en toda la
noche.
—Ya está —dije, y me levanté.
Me encaminé hacia el potrero. La finca empezaba a despertarse. Los mozos se
disponían a iniciar sus tareas, asperjaban y rastrillaban el corral o sacaban los
caballos a pasear. Sentí la presencia de Alcibíades a mi espalda, en la oscuridad, pero
no me volví para hablarle o darme por enterado de su presencia.
—No sé de nadie que me odie tanto como tú.
—No te hagas ilusiones. Hay muchos que te odian más. Alcibíades rió por lo
bajo.
—Viniste a matarme. ¿Por qué no lo has hecho?
—No lo sé. Supongo que no he tenido agallas.
Me volví hacia él. En mi vida he visto una expresión como la que tenía su rostro
en esos momentos.
Daba la impresión de ser el hombre más solitario del mundo. Alguien que no
podía confiar en los hombres, y menos aún en los dioses. Era evidente que nada le
importaba menos que su propia muerte. Más bien, como un agonista en la palestra,
parecía poseído por el genio perverso que le permitía percibir los dictados de la
necesidad con mayor claridad que el resto de los hombres de su generación y le
otorgaba, para servir a ese don, los poderes de pasión y persuasión necesarios para
expresar sus imperativos. Sin embargo, sus compatriotas habían rehusado
beneficiarse de su clarividencia, a diferencia de sus enemigos, cuyo odio crecía en
proporción al provecho que obtenían de ella.
Cualquier otro caudillo guerrero ostentaba alguna graduación o dignidad, hablaba
o mandaba en virtud de alguna autoridad. Alcibíades estaba solo y no poseía ni
condición social, ni credenciales, ni siquiera el manto que le cubría los hombros. Allí
estaba, sin patria y maldito, arrojado entre sus peores enemigos y, no obstante, nadie
como él, espartano o ateniense, manipulaba el curso de la guerra con su sola
voluntad y su solo empuje.
Más adelante, bajo pabellón persa, me sentiría intermitentemente presa de un
pánico indescriptible. Tenía la sensación de estar demasiado lejos de todo lo que
conocía. ¿Cómo había vencido aquella angustia mi benefactor? ¿Qué frontera podía
ser más remota que la que ya había cruzado? ¿Qué mayor crimen podía cometer?
¿Qué mayor soledad podía sentir? Y, sin embargo, estaba poseído. No, como
aseguraban sus enemigos, por la ambición de riquezas o gloria. Creo que ni siquiera
por el deseo de redimirse. Más bien, estaba enzarzado en una lucha contra el destino,
el Cielo o aquel genio aciago que dio al traste con todos sus esfuerzos y acarreó la
destrucción y la desgracia a aquellos a quienes sólo deseaba beneficiar.
—¿Me perdonarás algún día por haberte salvado la vida, Pommo?
Clavé los ojos en la fíbula que le sujetaba el manto en el hombro. Era el colmillo
de lobo de Potidea. Experimenté ese fenómeno que los espartanos llaman un
«retorno», durante el cual uno tiene la sensación de volver a vivir determinado suceso
tal como ocurrió en su momento.
—¿Por qué me salvaste a mí —me oí preguntar—, en vez de a mi hermano?
—Tu hermano no habría venido.
Lo dijo sin un asomo de malicia, como una observación sencilla y evidente.
—¿Y por qué me hiciste venir?
—Necesitaba a mi lado a alguien que hubiera cruzado la misma puerta que yo.
Era la frase, idéntica, palabra por palabra, que había pronunciado su aparición en
mi sueño febril. ¿Se lo decía? ¿Para qué?
—¿Y qué puerta es ésa? ¿La del infierno?
No respondió. Con una expresión entre compungida e irónica, se limitó a llevarse
la mano al colmillo de lobo y quitárselo del hombro. La inscripción rezaba: «Al
valor». Me lo enganchó en el manto.
—Tenía otro motivo para conseguir que te indultaran.
El cielo se había iluminado tras el monte Parnon. Alcibíades miró en aquella
dirección. Yo seguía esperando.
—Cuando me maten, quiero que lo haga alguien que me odie de verdad. —Se
volvió hacia mí y me miró directamente a los ojos—. ¿Te das cuenta del tiempo que
llevamos luchando en esta guerra, Pommo? Cuando empezó, éramos unos críos. Los
que nacieron entonces ya se han hecho hombres.
Me preguntó si estaba cansado de luchar.
—A más no poder.
Los ilotas se dispersaban por los campos para iniciar las labores agrícolas.
—Lisandro te hará llamar pronto. Debes hacer lo que te diga.
—¿Por qué?
—Por mí.
Sentí su mano sobre el hombro, firme como la de un amigo.
—No sigas atormentándote de ese modo, Pommo. A veces vivir es más duro que
morir. Además, no tenías elección. El Cielo te creó para este fin, como a mí para el
mío. —Me soltó el hombro y lanzó una carcajada—. ¿Todavía no lo has
comprendido, amigo mío? Tú y yo estaremos en esto hasta el final.
Pasaba las primeras horas de una tarde espléndida en el monte Carneo, en las
afueras de Esparta, cuando Lisandro me mandó llamar. La ciudad se había
engalanado para el Festival de Apolo; todos los ejercicios militares habían sido
suspendidos. Me encontré con él junto al campo de pelota que llaman El Islote.
—Has servido como infante en la marina —me espetó Lisandro sin más
preámbulos—. Volverás a hacerlo.
—¿No me quieres como sicario?
—No te pases de listo conmigo, hijo de puta. Si por mí fuera, seguirías
pudriéndote en las canteras. Y no te pavonees como si tu amigo te hubiera salvado el
culo por lo mucho que te quiere. No tardará en dar el salto. Por eso estás aquí.
Porque cree que seguirás a su lado.
—¿De veras?
—Tú salta cuando yo lo diga y no respires sin mi permiso.
Lisandro no era un hombre físicamente poderoso. Sólo me llevaba media cabeza
y no era más ancho de hombros que yo; pero no me avergüenza confesar que me
daba pánico.
—Si tan seguro estás de que te traicionará —dije—, ¿por qué no lo matas ya?
—Porque me es útil, como yo a él. Por ahora nos queremos como hermanos.
A su lado, Fresa le hizo una seña; nos observaban. Lisandro abrió la marcha bajo
las acacias frente a la pista de carreras y el pequeño bronce del dios Risa. Llegamos
por la vía Amiclea hasta la Cinta, la pista recta donde, descalzas y en camisa, se
entrenan las niñas.
—Detengámonos aquí —ordenó Lisandro señalando un espacio entre un grupo
de espinos en el que su caballo podría pastar—. Tienes que comprender lo que
ocurrirá.
»Esparta se aliará con Persia. El precio serán las ciudades griegas de Asia. Se las
venderemos a Darío a cambio de oro y una flota para acabar con Atenas. Alcibíades
cerrará el trato. Ningún espartano, incluidos Endio y yo mismo, lo conseguiría. Tras
obtener el acuerdo, Alcibíades nos traicionará. Debe hacerlo y lo hará. No habrá
fuerza que pueda impedirle volver a casa y redimirse a los ojos de sus compatriotas.
»Ahora viene lo más peliagudo. Tres fuerzas procurarán destruirlo. Sus
compatriotas, que le odian, sus enemigos en el campo espartano y cualquier persa
con suficiente visión de futuro para intuir que les prepara una trampa. —Se volvió
hacia mí—. Lo mantendrás con vida, Polémidas —dijo, usando mi nombre laconio
—. Tú y los infantes que pagaré y a los que entrenarás.
—Hasta que decidas que ha llegado el momento de matarlo, ¿no es eso?
El espartano me miró fijamente. Estaba claro que mi persona y mi pretendida
rectitud le traían sin cuidado. Pero la cuestión en sí misma merecía consideración.
Por un momento su pétreo semblante se dulcificó y, como si viera en mí, no a un
igual al que podía confiarse, sino al representante de un grupo de electores, me miró
a los ojos con pesar.
—No seré yo quien exija la desaparición de nuestro amigo, Polémides, sino ese
dios solitario al que rinde culto.
—¿Y qué dios es ése?
—La Necesidad.
XXVII

EN EL MUELLE DE SAMOS

En este punto del relato de Polémides [me explicó mi abuelo], la situación dio un
giro inesperado. Mis hombres, Mirón y Lado, se presentaron en mi despacho una
tarde. Estaban fuera de sí.
—¡Señor, la hemos encontrado! ¡Hemos encontrado a la mujer!
—¿Qué mujer?
—¡Eunice! La mujer de tu cliente, el asesino.
Aquello sí que era una noticia, tanto más cuanto que según Polémides Eunice
había muerto.
—Está en Atenas —insistió Mirón—, con sus hijos, y está dispuesta a hablar…
por una cantidad.
Concertamos una entrevista, que tuvo lugar en mí casa de la ciudad, en el Pireo.
Por desgracia, la conversación no dio mucho de sí, más allá de la revelación
involuntaria, pues se debió a un lapsus de Eunice, de que conocía y era conocida de
Colofón, hijo de Hestiodoro, el individuo que había formulado la acusación de
asesinato contra Polémides. Es más, la mujer me confirmó que había presenciado el
crimen, cometido en un kapeleion o taberna de baja estofa de Samos el año
vigésimo tercero de la guerra. Por más que insistí, no quiso seguir hablando del
tema; de hecho, se marchó tan deprisa que olvidó pedirme la suma acordada.
Tampoco volvió ni envío a nadie para cobrarla.
Informé de todo ello a Polémides al día siguiente, durante nuestra entrevista en
la cárcel. No parecía sorprendido de la presencia de la madre de sus hijos en
Atenas.
—De esa mujer se puede esperar cualquier cosa.
¿Deseaba ver a su hijo y a su hija? Quizá yo consiguiera convencer a Eunice,
mediante una compensación si era necesario, para que accediera a la reunión. La
respuesta del prisionero me desconcertó:
—¿Has visto a los niños con tus propios ojos? ¿Ha afirmado ella
categóricamente que los tuviera consigo?
Cuando le respondí que no, soltó un gruñido y dio la cuestión por zanjada. Lo
único que conseguí deducir, más de sus evasivas que de sus aseveraciones, fue que
los niños habían estado bajo su custodia recientemente, tras huir de la de su madre.
Al parecer, había ocurrido durante aquel mismo año, en El Recodo del Camino, la
propiedad familiar de Polémides en Acarnas. Le repetí la pregunta. Si conseguía
localizar a los niños, ¿le gustaría que fueran a visitarle?
—Prefiero que no me vean aquí.
La celda no tenía ventana, sino una tronera en el techo, que arrojaba un
rectángulo de sol en el muro norte. Polémides alzó la vista hacia la abertura, que
podía alcanzar a pesar de los grilletes; al cabo de unos instantes, se volvió hacia
mí. De pronto, recordé haberle visto hacía años. En una postura muy parecida, con
idéntica expresión en el rostro, de pie en la proa de un bote con la armadura puesta.
Saltó a tierra en cuanto la embarcación tocó el muelle de Samos, en el que esa
mañana los marineros y los soldados, bulliciosos e impacientes, se contaban por
miles. Lo acompañaban tres infantes, uno en proa y dos en popa. Escoltado por
ellos, Alcibíades avanzó muelle adelante.
—Eras su guardaespaldas, Polémides —dije impulsado por aquella imagen
súbita—. Te recuerdo. En el muelle de Samos, el día que volvió.
El prisionero no reaccionó, absorto —intuí— en el recuerdo de sus hijos, sin
duda ya bastante crecidos, y en las preocupaciones que pudieran inspirarle,
cualesquiera que fuesen. Por mi parte, no pude resistirme a aquel recuerdo recién
recuperado y me sentí arrastrado de vuelta a aquel lugar y aquella mañana.
Por aquel entonces, la flota fondeaba en Samos. Era el vigésimo primer año de
la guerra. Habían transcurrido siete, quizá ocho meses desde la conversación en
Esparta que acababa de referirme el prisionero.
Déjame relatarte brevemente lo ocurrido en ese intervalo.
Alcibíades, como contaba nuestro cliente, se había embarcado en Lacedemonia
con destino a Jonia, en compañía del espartano Calcideo, recién nombrado navarca
de la armada del Peloponeso. Dicha fuerza era aún un heteróclito puñado de
anticuados trirremes y pentecóntoros aportados por los aliados de Esparta, sobre
todo Corinto, Elis y Zacinto, además de unas cuantas galeras construidas en Giteón
y Epidauro Limera y tripuladas por voluntarios, pescadores y prófugos en su mayor
parte. No había un solo Igual entre todos ellos.
No obstante, en apenas dos meses, Alcibíades y Calcideo incitaron a la revuelta
no sólo a Quíos y sus escuadras de barcos de guerra (que convirtieron a la causa a
Anaia, Lebedos y Aeras), sino también a Eritras, Mileto, Lesbos, Teos y
Clazómenas, así como a Efeso, con su gran puerto, que con el tiempo se convertiría
en el bastión de Lisandro. Con aquellos reveses, Alcibíades había privado a Atenas
de un tercio del tributo de sus colonias, que necesitaba más que nunca tras el
desastre de Siracusa. Peor aún, aquellas plazas fuertes, ahora en manos enemigas,
amenazaban las rutas del grano del Ponto, imprescindible para la supervivencia de
Atenas.
Para colmo de males, corrían rumores de que Alcibíades se había puesto en
contacto con el gobernador persa Tisafernes y había conseguido encandilarlo.
Tisafernes era el sátrapa de Darío en Lidia y Caria. Además de disponer de un
tesoro ilimitado, mandaba la flota de guerra de Fenicia, doscientos treinta trirremes
(cuando Atenas podía dotar de hombres a poco más de cien) tripuladas por hombres
de Sidón y Tiro, los mejores marinos del levante. Si Alcibíades convencía al sátrapa
para que los pusiera al servicio del bando espartano, la destrucción de Atenas sería
inevitable.
La única noticia que hacía concebir esperanzas concernía igualmente a
Alcibíades. Se rumoreaba que había seducido y preñado a la ilustre Timea, esposa
del rey espartano Agis. Y, según los informes, la noble dama se cuidaba poco de
ocultar su aventura. Si en público llamaba a la criatura que crecía en su seno
Leotíquida, en privado se refería a ella con el nombre de Alcibíades.
El amor por aquel hombre le había hecho perder la cabeza.
¿Por qué animaba aquello a los atenienses? Porque nos daba a entender que
Alcibíades seguía haciendo de las suyas y acabaría cavando su propia tumba,
ayudado por la rabia de Agis y la inquina de los espartanos de la línea dura.
Por supuesto, eso es lo que ocurrió. Al cabo de cinco meses había añadido una
sentencia de muerte, pronunciada por Esparta, a la que había cosechado
anteriormente en Atenas.
Esta vez optó por huir a Persia, a la corte de Tisafernes, en Sardes, donde volvió
a rehacerse tras desechar el manto de tela basta de Lacedemonia y adoptar la
túnica púrpura de los pisaverdes palaciegos. Según me contaron, Tisafernes había
caído bajo su hechizo hasta el punto de nombrarlo consejero para todos sus asuntos
y llamar Alcibídeón a su «paraíso» (como llaman los persas a su cotos de ciervos)
favorito.
Entre tanto, Atenas estaba sola y en bancarrota. Todos los hombres aptos habían
sido reclutados para la flota. No quedaban más que ancianos y efebos para guardar
las murallas. El eros masculino que constituye la médula de toda ciudad había
desaparecido. Las calles clamaban por él. Los lechos de las esposas languidecían
sin él.
La democracia carecía de campeón. Su agotada tierra sólo producía retoños
enfermos, raquíticos y deformes. Sus piruetas en la escena política dejaban bien
claro hasta qué punto eran meras caricaturas y sólo servían para aumentar el dolor
del pueblo, privado por la peste y la guerra de la flor de dos generaciones. Criados
en semejante ambiente de empobrecimiento, los jóvenes crecían salvajes, sin respeto
a la ley y la decencia.
El civismo se había esfumado. Los viejos evadían sus deberes; los jóvenes
eludían el reclutamiento. En los teatros, los poetas cómicos eran quienes mostraban
mayor vitalidad, pero sólo para zaherir a los bufones que se atrevían a postularse
como hombres de estado. Los pocos con cualidades para servir a la ciudad se
mantenían al margen y dejaban el campo libre a aquellos cuya ambición de
notoriedad sólo iba a la zaga de su falta de escrúpulos para obtenerla.
El pueblo empezaba a acordarse de Alcibíades y a echarlo de menos.
En homenaje a su recuerdo, rememoraban los episodios de la guerra, cada uno
de los cuales les inducía a proclamar su visión y su energía. De joven nadie lo había
superado en valor. Una vez que obtuvo el mando, había castigado al enemigo como
ningún otro, hasta obligarle a jugarse su misma supervivencia en un solo día de
batalla en Mantinea. Su sola iniciativa había dado vida a la mayor armada de la
historia. De haber luchado bajo sus órdenes, no habríamos perdido en Sicilia. De
hacerlo en aquellos momentos, no estaríamos perdiendo en el Este. Los males que
había atraído sobre Atenas aconsejando al enemigo ya no eran vistos como
crímenes o traiciones, sino como pruebas de su talento militar y su audacia, dotes
que la ciudad necesitaba desesperadamente y no encontraba en ningún otro. A esas
alabanzas se unían las de los hombres de la flota, cuyos mejores comandantes
(Trasíbulo, Terámenes, Conón y Trásilo) eran amigos de Alcibíades u oficiales que
habían dado los primeros pasos bajo su tutela. Impúteselen los vicios de conducta o
motivación que se quiera, declaraba el demos, en cuanto hombre de estado, era
como un titán entre enanos. Y en las barberías y escuelas de lucha, la plebe
recordaba qué Alcibíades no se había pasado al enemigo por voluntad propia. ¡Lo
habíamos arrojado a los brazos de Esparta nosotros mismos! Habíamos sido lo
bastante necios para permitir que un hatajo de truhanes y conspiradores, celosos
del talento de Alcibíades, privaran al estado del adalid que tanto necesitaba.
Mi mujer y yo asistimos a la representación de una comedia de Éupolis en la que
un actor extravagantemente vestido hacía el papel de Alcibíades. La intención del
comediógrafo había sido ridiculizar a aquel lechuguino; sin embargo, la audiencia
coreó su nombre con entusiasmo. En la calle, el actor fue recibido por una multitud
y llevado a casa en triunfo.
Por toda la ciudad, los muros ostentaban la pintada: «Anakaleson», «Traedlo a
casa».
Tuvo que pasar otro año, querido nieto, pero al final Alcibíades fue llamado, si
no por la Asamblea de Atenas, por los hombres de la flota de Samos, que
prometieron a Tisafernes oro y una alianza con Persia.
Ese fue el momento que recordé a Polémides, cuando la proa de su bote tocó los
maderos del muelle de Samos y, rodeado por veinte mil marineros, soldados e
infantes de Atenas, Alcibíades se dirigió hacia la plataforma que llaman la
«Descarga», hasta la que los carreteros hacen retroceder sus carromatos para
recibir las capturas de los sardineros, y alrededor de la cual, bajo la colina de los
Defines, se congregó la muchedumbre de las divisiones terrestres y las
tripulaciones, que cubría además todos los tejados y pérgolas y se encaramaba a las
arboladuras y los espolones de los barcos, esperanzada y ansiosa por escuchar al
proscrito repatriado.
XXVIII

LA COLINA DE LOS DELFINES

Dos veces empezó y dos veces le falló la voz, tan abrumado se sentía por el
espectáculo que se extendía ante sus ojos. Cuando se interrumpió por tercera vez,
quienes se apretujaban en las primeras filas empezaron a jalear.
—¡Qué hable! ¡Qué hable! —gritaban, y la multitud que abarrotaba el lugar
unió sus voces de inmediato en un inmenso rugido de estímulo. Cuando cesó el
alboroto, Alcibíades volvió a tomar la palabra, tan bajo al principio que los
heraldos, situados a intervalos para trasmitir sus palabras a los que habían subido
a la colina, debían volverse a los lados y repetirlas también a los compatriotas que
tenían cerca, e incluso a los que estaban más próximos al orador que ellos.
—No soy… —empezó a decir Alcibíades, y, cuando volvió a titubear, los
heraldos optaron por repetir tal cual aquel comienzo de frase:
»No soy…
… el hombre que era…
… el hombre que era…
»… hace un momento, al subir a esta plataforma. —Una vez más, los heraldos
lanzaron la frase en todas direcciones. Alcibíades consiguió al fin entonar la voz y,
haciéndoles señas para que se alejaran, retomó el hilo del discurso—. Tenía
pensado adoptar el papel de salvador. Presentarme ante vosotros como alguien que
puede liberaros facilitándoos la alianza con ese imperio cuya riqueza y poderío
naval os llevará a la victoria que no habéis podido obtener hasta ahora por vuestros
propios medios. Iba a dirigirme a vosotros como un caudillo y exigiros un voto de
fidelidad para el esfuerzo en que nos vamos a empeñar. Pero veros así… —Volvió a
fallarle la voz—. Veros, compatriotas, me parte el corazón. Me abruma la
vergüenza. No sois vosotros quienes tenéis que pronunciar un voto, sino yo. No sois
vosotros quienes tenéis que servir, sino yo. La Atenas que me exilió… —Una vez
más, Alcibíades, asiéndose con una mano a un pilar de la plataforma, tuvo que
hacer una pausa para recobrar la presencia de ánimo—. La Atenas que me exilió se
ha esfumado de mí memoria. Vosotros sois mi Atenas. Vosotros y eso… —Hizo un
gesto que abarcaba el cielo, el mar y la flota—. A vosotros y a todo esto ofrezco mi
voto de lealtad.
Un clamor que era mitad sollozo y mitad grito de aprobación se elevó de la
muchedumbre, desde los que se apretaban en las primeras filas hasta la periferia de
la audiencia. A sabiendas o no, Alcibíades había dado expresión al pesar y la
angustia por la patria que, tanto aquellos hombres como su recuperado líder,
sentían
tan remota como Océano y despojada no sólo de sus hijos, sino de su alma,
incomprendida y maltrecha.
—Si he ofendido a los dioses, y no cabe duda de que lo he hecho, imploro su
perdón ante vosotros. Por su clemencia, y por la fe con que me habéis honrado, juro
que ningún poder del cielo o de la tierra, incluidos los ejércitos del infierno, me
impedirán dar por vosotros y por nuestra patria todo cuanto poseo. Mi sangre, mi
vida, todo lo que soy y tengo, os lo ofrezco a vosotros.
Dicho aquello, retrocedió y desapareció entre el nutrido grupo de oficiales que
habían subido a la plataforma.
El muelle era un clamor unánime de entusiasmo y aprobación.
A continuación, habló Trasíbulo, al que siguieron en el uso de la palabra los
generales Diomedón y León. También se dirigieron a la asamblea representantes de
los nautai y los infantes. Los ánimos aún estaban encendidos tras el golpe y el
contragolpe que habían sacudido Samos hacía apenas unos días, en respuesta al
levantamiento que había derrocado el gobierno de la metrópoli. A esas alturas, todo
el mundo sabía que en Atenas la democracia había sido secuestrada. Los asesinatos
y los actos de terror habían acobardado al demos, y el régimen que se llamaba a sí
mismo de los Cuatrocientos se había enseñoreado de la Asamblea y de la voluntad
popular, proscribiendo de la participación política a la ciudadanía. La exasperación
de la flota iba en aumento ante los rumores de las atrocidades perpetradas contra
ciudadanos libres, los arrestos y ejecuciones ilegales, la confiscación de
propiedades y la derogación de la constitución de Clístenes y Solón. Los hombres de
Samos temían por sus familias y por su patria, que aquellos tiranos, como
aseguraban informes recientes, planeaban vender al enemigo para salvar la propia
piel.
Ahora, eufóricos por el regreso de Alcibíades, los presentes reclamaban
acciones y sangre a gritos. ¡Rumbo a Atenas! ¡Muerte a los autócratas! ¡Viva la
democracia!
Los soldados de infantería empezaron a golpearse los muslos y patear el suelo;
en los barcos, los marineros hacían crujir los puentes y las cuadernas de sus naves;
en los muelles, los pies de los infantes de la marina hacían temblar el puerto, e
incluso las mujeres y los niños producían tal estridencia de chillidos y silbidos que
resultaba imposible oír a quienes intentaban acallarlos. Dos taxiarcas se pusieron
en pie; la pita los obligó a sentarse de nuevo. Diomedón intentó hacer escuchar su
vozarrón, pero ni siquiera Trasíbulo, a quien los hombres, que lo respetaban,
dejaron hablar, pudo apaciguar el frenesí general. Los soldados de infantería se
levantaron y avanzaron hacia las pilas de armas. La multitud se agolpó junto a los
barcos, como si el embarque fuera inminente. Jaleaban a Alcibíades como un solo
hombre.
«¡Guíanos! ¡Llévanos a casa!».
El desatino de semejante empeño, evidente a los ojos más desapasionados de los
mandos, tenía sin embargo un atractivo tan irresistible para los hombres que ningún
comandante habría podido disuadirlos ni se atrevió a intentarlo. Ahora, Alcibíades
tendría que enfrentarse a aquella locura, de inmediato y echando mano, no de una
confianza ganada con el tiempo, de victorias compartidas y respeto ganado a pulso,
sino únicamente de su carisma.
—Si navegamos hasta Atenas, hermanos, venceremos a nuestros enemigos en la
patria fácilmente y estableceremos un gobierno obediente a nuestros caprichos y
gratíficante para nuestra vanidad. —Los hombres vitoreaban y aclamaban. El
orador pidió silencio con un gesto, y el gentío se mantuvo expectante—. Pero ¿qué
habremos dejado tras nosotros aquí, en el Egeo? Detengámonos a reflexionar,
compatriotas, y sí acabamos considerando acertado el propósito que os anima, no
transcurrirá otra hora sin que vosotros y yo nos hayamos hecho a la mar para
deponer a los usurpadores.
Más vítores y gritos de aclamación.
Alcibíades llamó a la asamblea al orden. Tal fue la expresión que empleó, y
obtuvo con ella el efecto deseado. Instó a cada uno de los presentes a imponer a su
anárquico corazón el autodominio que diferencia al hombre libre del esclavo y le
recuerda que es un ser racional, capaz de reflexionar y decidir. A renglón seguido,
los exhortó a hacer un esfuerzo y ponerse en el lugar del enemigo.
—Imaginad que sois Míndaro, comandante espartano de Mileto, y que os
enteráis de que hemos decidido poner rumbo a casa. No olvidéis, amigos míos, que,
antes de que anochezca, los espías que nos acompañan le habrán informado de todo
lo que hayamos debatido en el día de hoy…
Fría y racionalmente, Alcibíades les puso ante los ojos la oportunidad que la
retirada de la flota brindaría al enemigo, que debía aprovecharla y la aprovecharía
sin pérdida de tiempo. Se dirigía a sus oyentes no como un general arengando a sus
tropas, sino como un oficial exponiendo su parecer a sus iguales o un hombre de
estado disertando ante la ekklesia.
Si dejábamos el Egeo a su merced, los espartanos se apoderarían del
Helesponto y cortarían el suministro de grano para las colonias y para Atenas. El
enemigo dominaba Lámpsaco y Cícico, y había obtenido la defección de Bizancio.
Extendería su poder por toda Jonia y tomaría hasta el último enclave estratégico de
los estrechos. Tendríamos que volver de casa de inmediato, simplemente para evitar
la depauperación de lo que acabábamos de reconquistar. Y ¿con qué nos
encontraríamos a nuestro regreso? No, como en aquellos momentos, un enemigo en
el mar, donde le llevábamos ventaja, sino dueño de la tierra firme y encastillado en
fortificaciones de las que tendríamos que expulsarlo. Alcibíades preguntó a los
hombres si estaban dispuestos a luchar con los espartanos en tierra y en sus propios
términos. Y ¿desde qué base? La primera plaza que tomaría el enemigo sería
Samos, las mismas piedras y maderos que pisábamos en aquel instante.
A continuación, pasó a exponer la consecuencia más nefasta de nuestra
retirada: su efecto sobre el persa. ¿Cómo reaccionaría nuestro benefactor, del que
dependía todo, si levantábamos el campo inopinadamente? ¿Seguiría
considerándonos aliados fiables en los que podía depositar su confianza?
Tisafernes nos dejaría caer como un águila a un áspid, y volvería a aliarse con
los espartanos. No le quedaría otro remedio, pues temería que, libres de nuestro
antagonismo, volvieran su nuevo poder contra él e invadieran su satrapía.
—Recordad, esto, hermanos. Atenas será nuestra en el momento en que elijamos
tomarla. Pero Atenas no es sus ladrillos y sus piedras, ni siquiera la tierra sobre la
que alza. Atenas somos nosotros. Esto es Atenas. El enemigo está ahí —proclamó
señalando hacia el este y el sur, las ciudades ocupadas de Jonia y el bastión laconio
de Mileto—. He venido a luchar contra los espartanos y peloponesios, no contra mis
compatriotas. ¡Y por los dioses que os haré luchar contra ellos!
Un murmullo avergonzado recorrió la muchedumbre, que al fin cayó en la
cuenta, no sólo de su propia locura, en contraste con la lucidez de Alcibíades, sino
también de la habilidad de que había hecho gala su nuevo comandante para
quitarles de la cabeza aquel propósito suicida. Hacía apenas una hora que había
regresado y ya había conseguido preservar a la patria. Y lo que era más, se decían
los hombres, se había enfrentado a sus deseos sin ayuda y con una temeridad férrea
que nadie más habría podido mostrar. Saltaba a la vista que las aguas habían
vuelto a su cauce y que los hombres agradecían la firmeza de la mano de su caudillo
y comprendían el estrecho margen en el que les había hecho virar y volver la popa
al desastre.
—Pero si os lo dictan vuestros corazones, hermanos, poned rumbo a Atenas
ahora mismo. Pero antes mirad allí, a ese espigón que los samianos llaman el
«Gancho». Porque voy a fondear mi barco en él, y juro por Niké y Atenea
Protectora que caeré como el rayo sobre la primera nave que intente hacerse a la
mar, y después sobre la siguiente, hasta que alguna consiga echarme a pique. Quien
quiera navegar hacia Atenas tendrá que pasar sobre mi cadáver.
La aclamación que saludó aquellas palabras fue tal que consiguió acallar el
tumulto que la había precedido. Adelantándose de inmediato, Trasíbulo disolvió la
asamblea y ordenó que los hombres volvieran a sus tareas y todos los trierarcas y
jefes de escuadrón se presentaran en la comandancia de la flota.
Dicho cuartel general se hallaba instalado en la antigua aduana, que se llenó de
oficiales, cuyo número, contando capitanes de barco, comandantes de infantería y
oficiales, ascendía a más de cuatrocientos. Tras unos momentos de confusión,
Trasíbulo, Trasilo, Alcibíades y los taxiarcas se instalaron en una sala contigua,
empleada en otros tiempos para almacenar decomisos y ahora mástiles y velas de
repuesto, costillas para los cascos y todo tipo de aparejos y elementos de madera
para la flota. Varios comandantes tomaron la palabra y dieron su parecer sobre las
cuestiones más urgentes. Para Protómaco, lo principal era obtener fondos; había
que pagar a los hombres, que llevaban meses desmoralizados; Lisias consideraba
imperativo proseguir el adiestramiento; Erasínides llamó la atención sobre el
deficiente estado de los barcos; otros expusieron sus propias preocupaciones, a cual
más acuciante. Parecía que las quejas sobre las condiciones de hombres y naves
no
se acabarían nunca. Alcibíades cambiaba de postura con movimientos tan leves que
resultaban casi imperceptibles. El alboroto cesó de golpe. Enmudeciendo como un
solo hombre, los oficiales se volvieron espontáneamente hacia quien, si
técnicamente tenía tan sólo un tercio del mando tripartito, acababa de ser
reconocido tácitamente por la asamblea como comandante supremo.
—Apruebo cuanto decís, señores. Las necesidades de la flota son muchas y
urgentes. No obstante, hay una que se impone a todas las demás. Me refiero a
aquello que los hombres necesitan por encima de cualquier otra cosa y hemos de
darles sin falta ni dilación.
Como un poeta o un actor sobre el escenario, Alcibíades hizo una pausa y
consiguió captar con su silencio la absoluta atención de sus oyentes.
—Hemos de darles una victoria.
Libro VI

VICTORIA
EN EL MAR
XXIX

LA CONJUNCIÓN DE NECESIDAD Y LIBRE


ALBEDRÍO

Con las pantallas levantadas, no resulta fácil ver algo desde la proa de una nave de
guerra que avanza a todo trapo. Las olas rompen contra el racel; el roción oculta la
serviola a cada cabeceo; las regalas están tan próximas a la línea de flotación y el
equilibrio de la nave es tan precario que cuando la borda se alza tan sólo medio
metro provoca una lluvia de juramentos, pues el peso desplazado, incluso por ese
breve instante, escora todo el barco. Los remeros, que dan la espalda al objetivo,
tampoco ven nada. Clavan los ojos en los infantes que permanecen en el puente, de
banda a banda de la crujía, intentando adivinar el instante del impacto.
En Cízico, tras el hundimiento del Resuelto ante Teos, el barco insignia de
Alcibíades era el Antíope. El remero al que tenía más próximo era un acarnio
apodado Carbonilla al que conocía porque habíamos formado parte de un coro de las
Leneas cuando éramos niños. Famoso por su glotonería, me estaba explicando la
mejor forma de preparar las anguilas para hacerlas a la brasa. La nave volaba en
dirección a una zona de la costa conocida como las «Plantaciones» hacia la que,
perseguidos por el Antíope y dos escuadras de dieciséis naves, habían huido cuatro
decenas de trirremes espartanos, cuyos marineros e infantes, en número superior a
ocho mil, se habían apresurado a vararlas y ponerlas a buen recaudo tras un baluarte.
Era un crimen echar a perder una cosa tan rica con un exceso de especias o salsa, me
advertía Carbonilla mientras remaba al ritmo del tambor; un poco de albahaca y
aceite bastaban para realzar la intrínseca suavidad de la carne. Esa fue la palabra que
empleó: intrínseca. Habíamos llegado a la zona de rompientes. Los infantes, de
rodillas junto a las bordas, arrojaban las jabalinas, pegajosas de sal después de la
escaramuza en el mar.
—Ya te la escribiré —acababa de murmurar Carbonilla, refiriéndose a la receta
de las anguilas, cuando una lanza magnesia lo alcanzó de lleno debajo de una oreja y
le salió por la base del cuello. Su remo cayó al suelo, y él lo siguió.
Mientras avanzábamos entre los malditos bajíos, por encima del pequeño dique
que protegía las plantaciones los defensores nos recibieron con una lluvia de
proyectiles, piedras, jabalinas y los mortíferos dardos de doble filo que los beocios
llaman «partecrismas» y los espartanos «horquillas». Sentí que dos de ellos me
arañaban la parte posterior de los muslos y monté en cólera. Una mano me obligó a
levantarme de un tirón.
—¿Qué haces, esconderte como una
rata? Era Alcibíades.
Echó a correr hacia la proa flanqueado por el resto de nuestro grupo, Timarco,
Macón y Xenocles, que compartían conmigo la responsabilidad de protegerle.
Infantes con armadura se habían subido a la serviola y las bordas de la roda, incluso
al espolón. La trompeta tocó «¡Ciar!»; los remeros metieron los pies en las correas y
empujaron los asidores al ritmo del tambor. Los infantes saltaban desde la proa y
desde ambas bordas. Alcibíades ya estaba en la playa y reclamaba rezones a gritos.
Secundados por la infantería persa de Farnabazo y una muchedumbre de
mercenarios magnesios, fáciles de reconocer por sus barbas negras como la tinta, que
llevan partidas y envueltas en redecillas, los lacedemonios nos recibieron con una
furiosa lluvia de proyectiles. Luchábamos en desventaja, pues teníamos que avanzar
por la pendiente de arena, y sólo llevábamos gorros de fieltro; no teníamos más
remedio si queríamos oír silbar las lanzas y desviarlas. De improviso, los espartanos
se lanzaron a la carga. Las dos líneas chocaron a lo largo de la playa. A mis espaldas,
oí blasfemar a Macón. ¿Dónde estaba Alcibíades?
Había abierto una brecha por su cuenta. Lo vimos corriendo cuesta arriba hacia la
tierra de nadie entre los espartanos y los barcos varados en la playa. Uno no conoce
el significado de la palabra rabia hasta que ha debido proteger a un hombre así de sus
propias ansias de victoria. Alcibíades no llevaba casco y sólo iba armado con el
escudo y un hacha. Llegó al primer barco y lanzó un rezón. Dos enemigos intentaron
soltarlo; Alcibíades le hundió el cráneo al primero con el escudo y desjarretó al
segundo con el hacha. Hincó el hierro en la madera de la proa enemiga. A sus
escoltas no nos quedaba otro remedio que imitarlo. Se necesita una habilidad
extraordinaria para defenderse de las jabalinas que te arrojan, sobre todo cuando
tienes que escudar a otro con el cuerpo. Nunca he maldecido a nadie como a nuestro
comandante; le insultaba sin dejar de lanzar piedras con la honda, igual que los otros.
Él ni siquiera nos veía.
Tres años y medio después, durante el sitio de Bizancio, asistí un simposio que
duró toda la noche. Alguien planteó la siguiente cuestión: «¿Cómo hay que dirigir a
hombres libres?».
—Siendo mejor que ellos —respondió Alcibíades de inmediato. Los presentes se
echaron a reír, incluidos Trasíbulo y Terámenes, nuestros generales—. Siendo mejor
y, en consecuencia, incitándoles a la emulación. —Estaba borracho, pero el vino,
lejos de nublarle el entendimiento, le hacía hablar con mayor sinceridad—. Cuando
aún no había cumplido veinte años, serví en infantería. Entre mis camaradas estaba
Sócrates, el hijo de Sofronisco. Durante una batalla, el enemigo nos había puesto en
fuga y estaba invadiendo nuestras posiciones. Yo estaba aterrorizado y, dispuesto a
huir, cogí mi equipo. Pero cuando vi a mi amigo, que ya tenía la barba gris, plantar
los pies en la tierra y encajar el hombro en su enorme escudo, una especie de eros, de
voluntad de vivir, se alzó en mi interior como una marea. Perdí todo temor y me sentí
obligado a plantar cara al enemigo junto a mi compañero.
»El papel de un comandante es encarnar la arete, la excelencia, a los ojos de sus
hombres. No hace falta azotarlos para que actúen con grandeza; basta con mostrarla
ante ellos. Su propia naturaleza les impulsará a emularla.
Los atenienses corrían por la playa llevando maromas y rezones hasta los barcos
enemigos. Alcibíades hizo arrastrar el primero, y luego otro, y otro. Entre tanto, las
tropas de Míndaro se defendían, como sólo los espartanos saben hacerlo, contra los
refuerzos encabezados por Terámenes y la caballería de Trasíbulo el Bravo.
Alcibíades cayó tres veces buscando a Míndaro, el jefe espartano, que acabó
pereciendo a consecuencia de las heridas. Cuando el enemigo se dispersó y huyó,
Alcibíades se lanzó en su persecución seguido por los todos demás, y cuando cayó al
suelo los primeros se detuvieron junto a él y lo levantaron, aterrados por la
posibilidad de que un dardo enemigo lo hubiera alcanzado. Pero sólo era
agotamiento. Yo mismo, que hacía apenas unas estaciones me había jurado acabar
con aquel hombre, había olvidado sus crímenes, incluido el asesinato de mi hermano.
Todo quedaba eclipsado por la llama que llevaba en nombre de nuestro país y
mediante la que lo conducía a la victoria.
Mencionaré un hecho de la batalla naval que había tenido lugar poco antes, no
para hacer el panegírico de Alcibíades, pues a ese respecto cualquier testimonio
resulta superfluo, sino como un ejemplo de aquella forma de coraje de que daba
prueba y que presenciamos con la misma frecuencia con que vemos grifos o
centauros.
La trampa en el mar había funcionado: según lo planeado, apenas surgieron de la
línea del horizonte, los cuarenta trirremes de Alcibíades atrajeron en su persecución
a los sesenta del enemigo, convencido de que aquellas eran todas nuestras fuerzas.
Las tripulaciones de Atenas, la flota de Samos, estaban tan bien entrenadas que,
cuando fingían huir mantenían tan buen orden que sus capitanes tenían que gritarles
que remaran con menos regularidad y simularan algún miedo. Antíoco era el piloto
de Alcibíades. A su señal, las naves viraron en redondo empleando el anastrofe, o
«contramarcha», característico de Samos, mediante el que los barcos no giran
simultáneamente de forma que el primero quede el último, sino uno tras otro, como
carros alrededor de un poste. Alcibíades ordenó aquella maniobra, especialmente
difícil, para asustar al enemigo, para hacerle saber que se había tragado el anzuelo y
lo pagaría caro.
De pronto, los triples de Trasíbulo aparecieron a popa de los espartanos. Desde
su escondite tras un promontorio, avanzaron en cuatro columnas de doce, remando,
como dice la saloma, «con todo lo que encontraron tieso, incluida la polla del
capitán», y se interpusieron entre Míndaro y el puerto. Los treinta y seis de
Terámenes surgieron de la borrasca y bloquearon la huida hacia el norte. Alcibíades
gritaba que localizáramos la enseña de Míndaro y prometía un talento al vigía que la
viera primero.
Los espartanos huyeron hacia la orilla, que se encontraba a diez estadios de
distancia. La división de Alcibíades inició la persecución desde el flanco, siguiendo
una trayectoria oblicua hacia el barco de cabeza. Era un jefe de escuadra, que, al ver
la enseña de Alcibíades, se aprestó al combate. A un estadio, viró hacia el puerto,
hizo un quiebro alrededor de dos de sus barcos, cuyos remos se habían enredado, y
se dirigió hacia nosotros. Antíoco eludió su embestida y pasó con tal rapidez ante sus
amuras que el enemigo se lanzó contra sus propias naves y las obligó a ciar con todas
sus fuerzas para evitarlo. Antíoco agujereó dos de ellas a placer, pero al embestir a la
tercera mientras huía, nuestro espolón quedó enganchado; la inercia de la nave nos
arrastró hacia su costado, y los remos se partieron como astillas. Cuando nuestro
flanco chocó con el de la nave espartana, sus infantes nos lanzaron todo lo que tenían
a mano. Nuestros hombres se apresuraron a ponerse a cubierto de la lluvia de
proyectiles que azotaba el puente del Antíope. Oí un rugido rabioso y alcé la vista.
En pie y solo en medio de la tormenta de hierro, Alcibíades recorría el mar con la
mirada buscando a su enemigo.
—¡Míndaro! —gritaba—. ¡Míndaro!
En la llanura del Macestos hay un muro de piedra, una simple represa de una
granja, hacia la que habían huido los espartanos al retirarse de la playa. Tras él, en la
penumbra del ocaso, la infantería se resistía con sorprendente tozudez, apoyada por
la guardia del sátrapa Farnabazo, que había acudido de Dascilio. El choque formó un
embudo en una abertura del ancho de un carro, mientras en torno los combatientes se
hundían en los campos de lino que el enemigo había inundado para impedir el
avance ateniense. Los caballos de ambos bandos pe hundían en el cenagal hasta la
panza; los jinetes seguían luchando sobre monturas agonizantes o ya muertas, que el
barro mantenían en pie.
Tal era la situación cuando Alcibíades, llegó galopando desde la playa. El cuello
de botella parecía insuperable. Tres escuadrones de nuestra caballería y más de mil
infantes estaban atascados allí. A un estadio de distancia se veía avanzar a la
caballería enemiga, seguida por un enjambre de tropas ligeras y paisanos, granjeros
blandiendo horcas y rastrillos, azuzados por los látigos de sus señores. Si no
conseguíamos abrir una brecha, nos desbordarían. Habríamos podido atravesar los
diques por el este o el oeste, pero no había tiempo, y si tan sólo una docena de
enemigos conseguía llegar antes no podríamos pasar.
Alcibíades montaba una yegua llamada Mostaza, que había pertenecido a
Agasicles, el asistente de Trasíbulo, abatido junto a los barcos. Cualquier caballo, sin
la presión de su jinete, sabe cómo abrirse paso en una ciénaga. Alcibíades soltó
riendas al animal y, tomando consigo a cuarenta jinetes y doscientos infantes, avanzó
por el fangal. Mostaza dio un rodeo de cinco estadios y, cubierta de barro, cruzó el
muro por una abertura en la retaguardia del enemigo. Desde allí, Alcibíades
encabezó el ataque contra la infantería espartana y dio muerte a su comandante,
Amonfareto, hijo de Polidamos, caballero y vencedor en Nemea. En el Eurisación
de Atenas, a la
izquierda según se entra, aún se conserva un bronce incomparable de un caballo de
guerra, no más alto de un palmo, con esta leyenda:

Guié, y Niké me siguió

Esa tarde pereció Míndaro, el mejor general espartano. De un total de noventa


barcos enemigos, hundimos cincuenta y ocho y capturamos veintinueve. Las
brigadas de laconios y peloponesios, junto con la caballería persa que les daba
apoyo, fueron derrotadas en la llanura del Macestos por Trasíbulo y Alcibíades. A la
noche siguiente, Alcibíades entraba en Cízico y reclutaba carreteros para cargar las
contribuciones en metálico; veinte días después había hecho lo propio en Perinto y
Selimbria, y fortificado Crisópolis para cerrar el estrecho y cobrar un décimo de
todas las mercancías como peaje para financiar la flota. Un despacho interceptado,
dirigido a Esparta por los restos de su ejército, decía lo siguiente:

Barcos hundidos, Míndaro muerto, los hombres pasan hambre. No


sabemos qué hacer.

No hace falta, Jasón, que te recite la letanía de las victorias de Alcibíades. Tú


estabas allí. Ganaste el premio al valor en Abidos, merecidamente. ¿Sabías que fui
yo quien recomendó que te lo concedieran? Ésa era una de mis tareas por aquel
entonces. Veo que te ruborizas; no te avergüenzo más, aunque recuerdo la mención,
palabra por palabra.
Para los soldados y marineros jóvenes, que no habían conocido otra cosa que
aquellas victorias bajo Trasíbulo y Alcibíades, nuestra bonanza era sencillamente la
consecuencia lógica de su superioridad, su derecho de nacimiento como atenienses.
Pero, para los de nuestra generación, que nos habíamos curtido en la época de la
peste y las calamidades, la experiencia de tanta fortuna, el hecho de que una victoria
siguiera a otra tan rápidamente, se producía como en mitad de un sueño. No hay
pharmakon como la victoria, dice el proverbio. Y, aunque al principio quienes
teníamos cicatrices de Siracusa nos resistimos a darles crédito, cuando los triunfos
siguieron llegando: Tumba de la Cierva, Abidos, Metimna, bahía del Capirote,
Clazómenas, Las Hondonadas, Quíos y la cala de los Ochenta Estadios, otra vez
Quíos y Eritras, en un mismo día, también nosotros empezamos a creer, como los
jóvenes desde un principio, que aquella racha no era ni casualidad ni suerte; que al
fin, conjuntados en un solo campo, Atenas poseía naves, tripulaciones y
comandantes tan buenos como para hacerla invencible, salvo quizá ante los propios
hijos de Gea si hubieran ascendido del Tártaro.
Estábamos escribiendo la Historia. Hasta los ciegos lo veían. Para cumplir el
deseo que me había expresado León en las canteras, me propuse ampliar su crónica,
o
al menos conservar en mi arcón de marino documentos que me imaginaba
organizando y publicando en nombre de mi hermano, una vez que me hubiera
retirado. Llegué incluso a tomar notas y esbozar mapas. Con el tiempo comprendí
que dejar constancia de las acciones y las tácticas no era lo que me interesaba, ni a
mí ni a nadie.
Lo que nos arrastraba a todos no era lo que hacía nuestro caudillo, sino cómo lo
hacía. Era evidente que manipulaba alguna fuerza a la que los demás no teníamos
acceso. Aunque en ocasiones dispuso de superioridad numérica, nunca la necesitó
para derrotar al enemigo. Siempre se mostraba clemente con los vencidos, y era
incapaz de vengarse de quienes habían trabajado para perjudicarle. Actuaba de ese
modo, no por humanidad o altruismo, sino porque lo contrario le parecía innoble y
falto de elegancia. Lo siguiente forma parte de un comunicado a Tisafernes, a quien
llamaba amigo a pesar del famoso arresto en Sardes y de que los persas ofrecían diez
mil dáricos por su cabeza:

… no es la posesión de fuerza lo que conduce a la victoria, sino su


aparición. Un jefe capaz no maneja ejércitos, sino percepciones.

Y del siguiente párrafo:

… la utilidad de maniobrar ordenadamente durante una batalla consiste


en producir en la mente de los nuestros la convicción de que no pueden
perder y en la de los enemigos, la de que no pueden ganar. El orden es
indispensable por ese motivo, más que por cualquier otro.

La ortografía no era el fuerte de Alcibíades. Cuando trabajaba hasta tarde, sus


dudas aumentaban, y no le daba reparo despertar a quien tuviera más a mano.
«Espabila, Bravo. ¿Cómo se escribe epiteichísmos?». Su problema era que escribía
igual que hablaba, hasta el punto de que sus secretarios decían que ceceaba al
redactar. De modo que muchas cartas a medio escribir iban a parar a la papelera, y de
allí a mi arcón.
En esta nota, dirigida a Anito, su gran enemigo en Atenas, pero redactada
sabiendo que circularía por los grupos políticos sobre los que ejercía su influencia,
Alcibíades pretende tranquilizar a quienes habían presentado los cargos que le
habían acarreado el exilio, temerosos de que, volviendo a la cabeza de una flota
victoriosa, buscara vengarse:

… mis enemigos me acusan de querer imponer mi voluntad sobre los


acontecimientos porque aspiro a la fama, la fortuna o, en el caso de quienes
admiten que soy un patriota, a la prosperidad de mi país. Nada más erróneo.
No creo en la voluntad individual, ni he creído en ella desde que tengo uso de
razón. Lo que siempre he intentado es seguir los dictados de la Necesidad.
Tal es el solitario dios al que rindo culto y el único que existe en mi opinión.
El drama del hombre es que vive desgarrado entre la Necesidad y el libre
albedrío. Lo que distingue a los estadistas como Temístocles y Pericles es su
capacidad de oír los dictados de la Necesidad antes que los demás, pues el
primero comprendió que Atenas debía convertirse en una potencia naval y
Pericles, que la supremacía en el mar lleva irremisiblemente al imperio.
Cuando el individuo o la nación se alinean con la Necesidad sus acciones
son irresistibles. El problema es que cada momento lleva aparejadas tres o
cuatro necesidades. Por añadidura, la Necesidad es como un tablero de
juego. Por cada opción que se cierra surge una nueva necesidad. Lo que ha
desfigurado mi carrera es que, aunque he percibido la Necesidad, no he
sabido convencer a mis compatriotas para que actuaran según sus dictados.
Mi esperanza respecto a ti, Anito, es que podamos actuar como políticos
maduros…

De Trasíbulo a su colega el general Terámenes, intranquilo al ver eclipsada su


estrella por el sol de Alcibíades:

… me ha sido de gran utilidad considerarlo no tanto un hombre como


una fuerza de la naturaleza. Mi única preocupación es Atenas. Al hacerlo
volver del exilio, es como si hubiera puesto la cabeza en el tajo del verdugo,
del mismo modo que alguien enfrentado en el mar a un enemigo insuperable
solicita a los dioses una gran tempestad, o enfrentado a un ejército en tierra
firme, un fuerte terremoto.

De la misma carta:

… recuerda, amigo mío, que el propio Alcibíades no comprende su don,


del que se sirve en la misma medida en que es gobernado. Su inmodestia, por
irritante que pueda resultarte, para él es objetividad. Se considera superior.
¿Por qué disimularlo? Para una mente como la suya, sería una hipocresía, y
no puede negarse que no hay hombre más sincero que él.

Otro fragmento:

aunque sus detractores le acusan de pérfido, nada le es más ajeno que la


duplicidad, pues no puede negarse que siempre ha advertido de todo lo que
ha hecho a amigos y enemigos con sobrada antelación.
Los hombres querían a Trasíbulo y temían y respetaban a Terámenes, pero
Alcibíades les inspiraba el mismo amor ciego que un niño dotado de poderes
mágicos. ¿Había dormido? ¿Había comido? Cincuenta veces al día, se me acercaban
marineros e infantes preocupados por el bienestar de su caudillo, como si la llama de
su buena fortuna corriera el peligro de provocar la envidia de los dioses. Nuestro
cometido ya no era protegerlo de sus enemigos, sino del excesivo afecto de sus
propios hombres y de las continuas importunidades de los aduladores y pedigüeños
que le seguían los pasos día y noche.
Las mujeres no se quedaban atrás. Acudían en bandadas, no sólo hetairai,
cortesanas y pornai, putas vulgares y corrientes, sino también mujeres libres,
doncellas y viudas, algunas ofrecidas por sus propios hermanos. Más de una vez tuve
que quitarle de encima a un jovenzuelo que hacía de alcahuete de su madre. ¿La
respuesta de la matrona? «¿Y tú qué dices, buen mozo?». Los auxiliares más rijosos
de nuestro comandante no daban abasto para consolar a tanta rechazada.
Para Alcibíades, sin embargo, el libertinaje había perdido su encanto. No
necesitaba la promiscuidad; tenía la victoria. Había cambiado. Una favorecedora
modestia se asentó sobre sus hombros como la sencilla capa de infante que usaba,
aunque sujeta al cuello con una fíbula de oro. Era un Alcibíades nuevo, y se sentía
satisfecho. Nunca vi a un hombre tan contento por los triunfos de sus camaradas, que
no le inspiraban la menor envidia, ni siquiera en el caso de aquellos que podían ser
considerados sus rivales, Trasíbulo y Terámenes. Cuando le ofrecieron una villa en el
cabo Pennon, en Sestos, la rechazó alegando que no quería desalojar a sus moradores
y siguió pernoctando en una tienda, junto a su barco. Incluso se negó a que le
pusieran un suelo de madera, hasta que los carpinteros lo colocaron por propia
iniciativa mientras estaba ausente con la flota. Se volvió, si no dejado, frugal. Todo
su dinero y todo su tiempo eran para los hombres.
La correspondencia. Enviaba un centenar de cartas al día. Se le pasaban las horas
muertas en esos menesteres, ayudado por secretarios que hacían turnos, a menudo
durante toda la noche, el día siguiente y parte de la noche posterior. Era la pesada
rutina de las alianzas, el ejercicio cotidiano de la influencia y la persuasión.
—¿Cómo puedes soportarlo? —le pregunté un día.
—Soportar ¿qué? —replicó.
Le encantaba. Para él aquellas cartas no eran obligaciones enojosas sino
hombres, un coro que dominaba al fin desde el estrado.
Había otras misivas, la mayoría en realidad, cuyas líneas dictaba o escribía de su
puño y letra al final. Eran cartas a viudas, elogios de los mutilados y los caídos, diez,
veinte, treinta al día… Las dirigía personalmente al propio interesado si aún vivía,
pero a menudo hacía que las entregaran al padre, la madre o la esposa, sin
conocimiento del hombre merecedor de la distinción. ¿Puedes imaginarte, Jasón, el
orgullo y el alivio que tales mensajes proporcionaban a quienes permanecían en casa,
muertos de miedo por sus maridos o sus hijos? Con el tiempo conocí a muchos de
ellos; seguían guardando celosamente aquellas cartas, que sacaban con reverencia
para leerlas en voz alta y hacer saber a hijos y nietos el valor que habían demostrado
sus padres.
Cuando Alcibíades deseaba honrar a un hombre de la flota, enviaba carne o vino
con sus felicitaciones a la mesa del oficial. A otros los distinguía invitándolos a la
suya. Pero cuando quería manifestar a alguien un aprecio especial no le mandaba
regalos, le encomendaba misiones. Le elegía para las tareas más peligrosas, pues a
éstas, solía decir, enviaba soldados y recibía capitanes. Como había dicho Endio,
ninguno de sus actos carecía de visión política.
No gobernaba a golpe de decreto, sino por la fuerza del ejemplo. En lugar de
ordenar a los comandantes que intensificaran la instrucción, se hacía al mar al mando
de su propia ala y empezaba. Si quería que la flota dominara determinada maniobra,
sus propias escuadras eran las primeras en practicarla. Cuando deseaba que
alcanzaran algún objetivo, hacía que sus propios barcos lo superaran. No ordenaba
que la flota embarcara antes del alba; simplemente, cuando los capitanes se
levantaban, descubrían que los barcos habían zarpado hacia la zona de ejercicios.
A su amigo Adimantos, jefe de escuadrón:

… si es necesario emplear la fuerza con un subordinado, procura que sea


mínima. Si te ordeno «Coge ese cuenco» y te pongo la punta de la espada en
la espalda, obedecerás, pero no asumirás la acción como tuya. Siempre
podrás alegar: «Me obligó a hacerlo, no tuve elección». Pero si me limito a
hacerte una sugerencia y tú la sigues, no tendrás más remedio que reconocer
tu conformidad y, en consecuencia, hacerte responsable de ella.

Más tarde, cuando sitió Bizancio, el tenor del asedio fue, si semejante palabra
puede aplicarse al caso, alegre. Los hombres lo encararon convencidos, sin
refunfuñar ni fingirse enfermos, e incluso el enemigo, al capitular, no parecía abatido
sino optimista, confiado en el futuro.

El mejor modo de poner sitio a una ciudad es ofrecer al enemigo un


conjunto de salidas tal que se vea obligado a elegir la rendición o la alianza,
no como si se las hubieran impuesto por la fuerza, sino como si las hubiera
elegido libremente. Una decisión tomada de ese modo no será abandonada
en el futuro, cuando necesitemos que nuestro nuevo aliado nos ayude a
enfrentarnos a algún peligro.

En la planificación del asedio de Cízico, cuando Terámenes acabó de exponer a


los comandantes una ingeniosa estratagema que permitiría rodear completamente al
enemigo, Alcibíades se mostró de acuerdo, pero propuso una alteración: dejarle una
escapatoria. «No para que huya, sino para que sepa que, al no hacerlo, ha actuado
con cobardía. De ese modo, no sólo habremos quebrantado sus fuerzas ese día,
también habremos hecho tal mella en su espíritu que no se atreverá a enfrentársenos
de nuevo».
Cuando tenía que aplicar un correctivo a algún hombre de la flota, actuaba de
modo semejante. En lugar de ordenar que lo azotaran, lo apartaba de la compañía de
sus camaradas. En su opinión, ese castigo dejaba intacta la moral del reo y lo
incitaba a reintegrarse a su puesto con vigor y voluntad renovados. Si reincidía en la
misma falta, era relegado a la retaguardia con la impedimenta y los cobardes. Con
esa medida y otras semejantes, Alcibíades convirtió tales puestos en padrones de
ignominia.
Yo había participado en varias acciones con Pericles el joven, un jefe de escuadra
que ya destacaba entre los oficiales. Alcibíades lo tenía subyugado.
—Es la mediocridad, Pommo, ¿lo comprendes? Alcibíades la ha proscrito por
completo. Cualquiera de nosotros preferiría morir a defraudar sus expectativas.
¿Recuerdas la noche en que nos equivocamos sondando frente a Eleo? Le estaba
informando, e intentaba presentar lo ocurrido de la mejor forma posible. Alcibíades
no despegó los labios. Se limitó a lanzarme una mirada… Por los dioses, antes me
dejaría azotar delante de toda la flota que volver a fallarle. Con aquella mirada era
como si me dijera: «Esperaba tanto de ti, Pericles… Pero me has decepcionado».
El principio de la mínima fuerza tenía como corolario el de la mínima
supervisión. Cuando Alcibíades asignaba los cometidos en combate, se limitaba a
especificar el objetivo y dejaba los medios para conseguirlo al arbitrio del oficial en
cuestión. Cuanto más arriesgada era una misión, tanto más informales eran sus
instrucciones. Nunca lo vi dar órdenes desde detrás de una mesa.

Ordena a cada hombre más de lo que se considera capaz de hacer.


Oblígalo a ponerse a la altura de las circunstancias. De ese modo lo estarás
incitando a descubrir nuevos recursos, tanto en sí mismo como en sus
hombres, y a ampliar las capacidades de cada cual, mientras los sometes a
todos a las exigencias del riesgo y la gloria.

Otra carta a Adimantos:

Así como procuramos que nuestros enemigos se sientan responsables de


la derrota que les hemos infligido, hemos de procurar que nuestros hombres
se sientan artífices de la victoria que han obtenido. Cuanto menos le das a
un combatiente para conseguir el triunfo, tanto más lo valora. Recuerda que
sólo disponemos de dos medios para mejorar la flota. Pagando a mejores
hombres o mejorando a los que tenemos. Aun en el caso de que fuera
practicable,
rechazaría la primera, porque un mercenario puede alquilar sus servicios a
otro patrón, mientras que un hombre que se convierte en su propio patrón
sigue siendo leal para siempre.

En el Mnemósine había un remero que no sabía nadar. Sus compañeros lo habían


intentado todo para enseñarle. Tras enterarse, Alcibíades en una barca, se adentró en
el mar una mañana con aquel hombre, frente a su nave, anclada a medio estadio.
Decir que el espectáculo era extraordinario sería como no decir nada; se habían
congregado centenares de hombres, que estaban pendientes de la escena. Alcibíades
habló en voz baja con el remero un buen rato. De pronto, aquel individuo cerró los
ojos y se zambulló en el agua. Cuando llegó a su nave, la playa era un clamor.
¿Qué le había dicho Alcibíades?
—Me dijo que podía hacerlo, y consiguió que lo creyera —me explicó el remero.
Cuando el Panegyris y el Atalanta sufrieron serios daños en la Cala de los
Ochenta Estadios y no había forma de consolar a sus trierarcas, que se sentían
culpables, Alcibíades los hizo llamar a su presencia y, desnudándose ante ellos, les
pidió que se fijaran en las cicatrices que le cubrían el cuerpo.
—Prefiero a un hombre que ha recibido heridas haciendo frente al enemigo que
cien barcos con los adornos intactos. Puedo encontrar capitanes sin un rasguño en
cualquier parte. Pero ¿dónde conseguiré hombres valientes como vosotros y vuestras
tripulaciones?
Esta carta iba dirigida Pericles el joven y sus oficiales, que le habían solicitado
más barcos:

Nunca olvidéis que tenéis a vuestras órdenes a atenienses y que las


cualidades que hacen grandes a nuestros compatriotas son intangibles.
Audacia e inteligencia, adaptabilidad e iniciativa. Convertidlos en dinero y
os conseguiré todos los barcos que necesitéis.

Del mismo modo que castigaba a los hombres alejándolos de su presencia, los
premiaba permitiéndoles acercarse a él. Le gustaba verse rodeado por sus oficiales,
especialmente por la noche, mientras trabajaba.
—Tened presente, amigos míos, que el acceso a vuestra persona es un enorme
incentivo para quienes están a vuestras órdenes. Una sonrisa, una palabra amable, un
apodo empleado con afecto… Recordad el orgullo que sentíais de niños cuando
vuestro padre os sentaba en sus rodillas, o pensad en cómo una invitación a cenar
con vuestros comandantes os hace olvidar un día de dura brega contra un viento
adverso. No seáis parcos con vuestras personas. No hay dinero que pueda pagar
vuestra atención, y los hombres lo saben.
Aleccionaba a sus capitanes para que pensaran en términos de escuadras y alas,
no de barcos aislados, y a considerar siempre la flota como un todo, sabiendo qué
escuadras había en cada sitio y cuánto tardarían en llegar, o con qué rapidez podría
acudir en su ayuda la propia. Reaccionaba con furia cuando le informaban de que un
grupo de naves avanzaba fuera de formación. La expresión «en apoyo de» no faltaba
en ninguna de sus órdenes. Ante cualquier estrategia que le proponían, su primera
pregunta siempre era: «¿Qué barcos darán apoyo?».
Durante el avance quería que las naves se mantuvieran «remo con remo», de
forma que la proximidad diera ánimos a las tripulaciones. En el mar hacía transmitir
señales noche y día para mantener a los barcos en contacto, como una unidad. Se
negaba a evacuar a los heridos, que debían volver a puerto con sus compañeros de
tripulación, aunque la cubierta se llenara de charcos de sangre y angarillas que
dificultaban los movimientos de los remeros. Los hombres tenían que saber que
nadie sería abandonado y que sus compañeros se harían cargo de ellos.
—Nadie teme más a la muerte que quien lucha en el mar, pues el soldado de
infantería, al caer, entrega sus huesos a la tierra, de la que pueden ser recuperados,
mientras que el marinero los entrega al estéril y despiadado océano.
Esta iba dirigida a Pericles el joven, cuando supo que se había encolerizado con
uno de sus remeros:

Los soldados de infantería pueden luchar sin su capitán y huir sin él.
Pero el marinero se dirige a la batalla uncido a su comandante, sin nada que
lo separe del infierno más que su fe en ti y una tabla de cuatro dedos de
ancho.

Alcibíades entrenaba a la flota sin descanso en la forma de presentarse, de modo


que pocos parecieran muchos y muchos parecieran pocos. Practicaba el
aprovechamiento de cabos y promontorios para disimular nuestra presencia y
número. Acostumbraba a los hombres a navegar fuera cual fuese el estado de la mar,
pues las tormentas y las borrascas no sólo favorecían la ocultación, sino que
magnificaban el teatro de terror con el que intimidar al enemigo. En la gran victoria
de Cízico, ocultó la flota aprovechando un chubasco que había predicho meses antes,
pues el estudio de la zona le había convencido de que a determinada hora de
determinado día cabía esperar aquel tiempo.
Antes de que llegara, los hombres tendían a juntarse por especialidades, y los
infantes despreciaban a los nautai, los remeros del banco superior a los del inferior y
la caballería a todos los demás cuerpos. Alcibíades puso fin a aquellas distinciones,
no con castigos, sino con victorias. Más tarde, cuando Trasíbulo volvió de Atenas
con mil soldados de infantería y cinco mil marineros adiestrados para lanzar
jabalinas, pero fue derrotado en Éfeso, los hombres de Alcibíades se negaron a
permitirles la entrada en el campamento; quienes nunca habían sido vencidos
despreciaban a sus compatriotas por permitir que el enemigo erigiera un trofeo a su
vergüenza. Alcibíades acabó con aquello poniéndolos hombro con hombro frente al
grueso del
ejército espartano. La victoria volvió a eliminar las disensiones.
Aprovechaba las escuadras que no estaban en campaña o misiones de pillaje para
fascinar a la población civil. La presencia de naves de guerra atenienses, aunque sólo
fueran dos o tres ancladas en una cala, atraía a gentes que vivían a varios estadios de
distancia. En lugar de ahuyentar a los curiosos, Alcibíades ordenaba que les
permitieran subir a bordo. Quería que supieran qué aspecto tenían los barcos de
guerra y sus tripulaciones. Sobre todo, pretendía encandilar a los muchachos, pues su
juventud los impulsa a buscar héroes y modelos de emulación. Nos lo contaban todo.
Las características de las mareas, las corrientes y el tiempo, que Alcibíades apreciaba
más que la plata. A diferencia de los espartanos, que los despreciaban, sentía
debilidad por los pescadores. No había cena en la que faltara uno de aquellos
personajes, a quienes interrogaba después sobre las particularidades de las mareas y
los canales, de las tormentas y las estaciones.

En plena batalla no puedo consultar las cartas de navegación, pero sí


escuchar a un piloto que me sugiere virar para aprovechar una corriente.

A menudo encabezaba él mismo las incursiones y, materializándose en la


oscuridad, se abatía sobre un puerto empuñando el hacha y la espada, o
desembarcaba en él a plena luz del día, de modo que la población lo temía más que a
la guarnición de la plaza. Le encantaba sacar de la cama a las autoridades y los
magistrados. Solía interrogarlos personalmente, tras lo cual los devolvía a sus casas
con presentes y abrumados por el poder de la flota,

pues aquel a quien se sorprende en plena noche retiene todo lo que ve


con ojos desorbitados por el terror y magnifica en sus informes la
invencibilidad de sus captores.

No adiestraba a la flota para proporcionarle una mediocre uniformidad, sino para


estimular la individualidad y el espíritu de iniciativa.

… cada ala, y cada escuadra dentro de su ala, debe tener incentivos para
reafirmar su propia identidad, aquel talento o habilidad en los que destaca
especialmente y de los que se siente orgullosa. Dejemos que un ala lleve
doble dotación de infantes, que se adiestre particularmente en el uso del
arpeo y el botalón. Permitamos a otra que lleve serviolas al estilo corintio y
se autodenomine Pez Martillo o Carnero. Cuando los marineros de
diferentes escuadras coincidan en una taberna, quiero que arrecien los
insultos. Quiero trifulcas. Cuantas más, mejor, porque tras ellas los hombres
se sentirán aún más unidos que antes.
Para formar la caballería, actuó de la siguiente manera.
Las incursiones para apoyar a la flota lo habían familiarizado con Tracia, sus
hordas de jinetes y el espíritu de sus indómitos príncipes, dos en particular, Seutes,
hijo de Maisades, y Medoco, caudillos de los odrisios. Trasíbulo y Terámenes le
insistían en que negociara con ellos. El ejército no podría comprar jinetes en ningún
otro sitio. Pero Alcibíades comprendía los corazones de aquellos guerreros salvajes.
No era posible acercarse a ellos sin regalos, ni se les podía ofrecer amistad de un
modo que fuera menos que espectacular.
Había dos trierarcas a los que Alcibíades favorecía especialmente: Damón y
Nestórides, dos hermanos de su mismo distrito, Escambónidas. Con veintitrés y
veintidós años respectivamente, eran los más jóvenes de la flota. ¿Te acuerdas,
Jasón, de la indignación que produjo en Atenas el asunto del coro de muchachos?
Había ocurrido hacía diez años, antes de Siracusa. Axíoco, tío de Alcibíades, había
financiado un coro de imberbes durante las Panateneas; para celebrar su victoria,
Alcibíades había conseguido que los muchachos pasaran la noche en su propiedad en
lugar de volver a casa con sus padres. Tras poner a tono a sus pupilos dándoles a
probar vino por primera vez, hizo aparecer a una cuadrilla de despampanantes (y
crecidas) hetairai.
Y pasó lo que tenía que pasar.
El escándalo fue mayúsculo. Alcibíades tuvo que enfrentarse a una acusación de
hybris, la funesta arrogancia. Fue entonces cuando Meleto pronunció su famosa
frase:
«No culpéis a las putas, sino al chulo». Por supuesto, Alcibíades juzgaba que el
premio valía la pena. Consideraba a aquellos muchachos la flor de la ciudad, los
jefes del futuro. Orquestando aquel rito de paso a la virilidad, el más decisivo de sus
jóvenes vidas, pretendía ligarlos a él con cadenas inquebrantables.
Y ahora dos de aquellos adolescentes, Damón y Nestórides, habían llegado de
Atenas. Alcibíades los había alistado como simples infantes, pues eran demasiado
jóvenes para tener un mando en la flota sin provocar un motín entre el resto de los
capitanes. Sin embargo, no tardó en conseguirles sendos barcos. Envió a los
muchachos a realizar una serie de reconocimientos de los astilleros espartanos de
Abidos. Durante diez noches, trazaron planos de las atarazanas y sus alrededores.
Informaron de cuatro barcos en reparación, casi listos para hacerse a la mar.
—Traedme uno —les propuso Alcibíades—, y os nombraré sus capitanes.
Una noche lluviosa, los hermanos desembarcaron con treinta hombres, mientras
Antíoco permanecía al pairo con cuatro trirremes rápidos. Halaron y botaron no una,
sino dos naves, a las que llamaron Pantera y Lince. Aquel par de cachorros se
convirtieron en el terror de los mares. Calafatearon los cascos de negro y pintaron
ojos de gato en las proas. Se encargaban de misiones nocturnas que ponían los pelos
de punta a otros capitanes. Fueron ellos, jóvenes que aún no habían cumplido los
veinticuatro, quienes cortaron la cadena en Abidos y abrieron el puerto a la incursión
que prendió fuego a la mitad del barrio portuario, ejecutó a una veintena de
magistrados y administradores y capturó en la cama de su amante al secretario de
Farnabazo, con todos sus documentos. Pero su principal athlon, la hazaña que nos
proporcionó la caballería que necesitábamos, fue el rapto de trescientas mujeres.
Se trataba de dos partidas de esclavas, de ciento cincuenta mujeres cada una,
cuyos movimientos habían detectado los hermanos y a las que Alcibíades les había
ordenado mantener bajo vigilancia a lo largo de la costa que se extiende bajo el
monte Coppias. Las mujeres, cautivas odrisias, trabajaban excavando acequias. Una
noche, Alcibíades envió a los hermanos con doce barcos. Los muchachos saltaron al
agua y corrieron hacia ellas gritando de alegría, mientras los patronos persas les
arrojaban lanzas antes de salir huyendo como demonios valle del Caicos arriba.
Creyendo que Alcibíades planeaba vender a las mujeres en los burdeles, Damón y
Nestórides las llevaron a Sestos. Pero Alcibíades hizo que se bañaran y perfumaran,
y dio órdenes de que las trataran como a hijas de la nobleza.
Ya tenía el presente para los príncipes tracios.
Envió a los hermanos por delante, para informar a los montaraces nobles de que
Alcibíades deseaba reunirse con ellos y acordar la fecha y el lugar del encuentro. El
propio Alcibíades acompañó a las mujeres, que iban tocadas con guirnaldas de novia
para borrar la humillación de la cautividad y darles legitimidad como consortes que
los príncipes podrían poner al servicio de sus favoritas. Las embarcó en cuatro
galeras escoltadas por una docena de naves de guerra y desembarcó con ellas en la
playa salvaje de Salmidesos, donde las ofreció a Medoco, Bisantes y Seutes, los
grandes príncipes de las llanuras.
Por los dioses gemelos que aquellos hijos de puta sabían cómo dar las gracias.
Entregaron sendas mujeres a Antíoco y a los dos hermanos allí mismo, sin admitir
protesta, e hicieron traer de las colinas quinientos caballos, como regalo para
Alcibíades y la caballería. ¿Has visto quinientos caballos juntos alguna vez, Jasón?
Es todo un espectáculo. Los de la escolta no veíamos el momento de embarcar a los
animales y largarnos de allí antes de que aquellos salvajes cambiaran de opinión.
Pero faltaba lo mejor. Alcibíades rechaza el regalo de los príncipes. No está
dispuesto a aceptar los caballos. Lo que es peor, le dice a Seutes que lo ha ofendido
ofreciéndole aquellos caballos en lugar de lo que realmente desea. Es medianoche
pasada. En las inmediaciones brilla un centenar de fogatas; nuestros barcos esperan,
varados en la playa, mientras aquellos salvajes, hombres y mujeres borrachos como
cubas, zascandilean a nuestro alrededor y un ejército mil veces más numeroso que
nuestro grupo se extiende por la llanura hasta donde alcanza la vista. Para colmo de
males, nuestro anfitrión Seutes es un toro y está completamente ebrio, como suelen
estarlo la mayoría de sus paisanos. Y, como todos los tracios, cuando le hacen algún
favor, se toma a pecho devolverlo por duplicado; si no puede hacer un presente
mejor que el que ha recibido, ¿qué nos cabe esperar, aparte de un baño de sangre?
Alcibíades repite que el príncipe lo ha ofendido con su regalo y, volviéndose hacia
nosotros, los cuarenta de su escolta, nos ordena que embarquemos y nos larguemos.
Seutes no está dispuesto a dejarnos marchar. Ordena que traigan los caballos y,
dirigiéndose a sus invitados y sus propios compatriotas, comienza a cantar las
alabanzas de los animales, que, como todo el mundo sabe, los atenienses necesitan
desesperadamente, pues su caballería es escasa y se encuentra a merced de la
caballería real de Farnabazo cada vez que avanza tierra adentro y se aleja de sus
naves. El príncipe ha ido calentándose poco a poco y está de un humor de perros.
¿Qué clase de hombre, le pregunta a Alcibíades, qué caudillo rechaza una fortuna
como aquélla, si no para su propio uso, para el de los magníficos guerreros que tiene
a sus órdenes?
Alcibíades remueve los pies, tan colérico como su anfitrión, y asegura que, en
efecto, sería el hombre más afortunado de Oriente si el príncipe le diera lo que desea
en lugar de los caballos. ¿Y de qué se trata?, pregunta Seutes.
—De tu amistad.
En un abrir y cerrar de ojos, Alcibíades, que abarca con la mirada a todos los
tracios que nos rodean, está tan sobrio, frío y sereno que resulta evidente que no ha
perdido la cabeza ni por un instante.
—Si acepto esos caballos —dice—, zarparé llevándome un regalo magnífico,
pero seguiré siendo pobre. En cambio, si os dejo los caballos a vosotros, sus dueños,
y me llevo vuestra amistad —y se cruza de brazos ante Seutes, que parece estar tan
sobrio como él—, poseeré no sólo esos soberbios animales, pues podré pedírselos á
mi amigo siempre que los necesite, sino también valerosos guerreros para que los
monten y luchen a mi lado. Pues mi amigo no me enviará los caballos y dejará que
me enfrente a mis enemigos sin ayuda.
Pero Seutes no es ningún idiota. Sabe que el hombre que tiene enfrente lo ha
planeado todo desde el primer instante en que vio a las mujeres. Comprende la
astucia del plan y comprende que Alcibíades sabía entonces y sabe ahora que la
comprendería. Desea poseer esa misma astucia y sabe que, si se hace amigo de aquel
hombre, tendrá un mentor que le aconsejará y le enseñará a obtenerla. El joven
príncipe abraza a Alcibíades. Diez mil salvajes lanzan un grito de júbilo. Nuestro
grupo respira aliviado.
Y el príncipe Seutes apareció con sus caballos, no con quinientos, sino con dos
mil, cuando la flota y el ejército tomaron Calcedonia y Bizancio, cerraron los
estrechos e infligieron a los espartanos la peor derrota de la guerra. Pero me he
adelantado a los acontecimientos y he pasado por alto una historia y un punto de
inflexión que merecen ser recordados.
Bajando por el estrecho un mes después de la gran victoria de Cízico, la nave
insignia se encontró con un bote que traía un despacho de Samos. Era una noche de
luna, y la barca hizo señales de fuego. Las dos embarcaciones se pusieron al pairo en
el centro del canal. La galera Paralos, informaron los del bote, había llegado de
Atenas ese mismo día con la noticia de que una embajada espartana se había
presentado ante la Asamblea para negociar la paz. Los hombres vitorearon
entusiasmados y quisieron saber los términos propuestos por los lacedemonios, que
consistían en un armisticio inmediato, la retirada de cada bando de los territorios del
otro y la repatriación de todos los prisioneros. La tripulación volvió a dar vivas y
gritar que pronto estaría en casa.
—¿Los espartanos siguen en Atenas? —preguntó Alcibíades a los del bote.
—Sí, señor.
—¿Quién encabeza la embajada?
—Endio, señor.
Otra explosión de júbilo.
—Los lacedemonios han querido honrarte, Alcibíades. ¿Por qué si no iban a
enviar a Endio, tu amigo? —dijo Antíoco, piloto de Alcibíades y uno de los
desterrados que le habían acompañado a Esparta—. Es evidente que, aunque sigues
siendo un exiliado, te consideran el primero de los atenienses.
El Esforzado de Trasíbulo nos había dado alcance por sotavento y se había
puesto al pairo lo bastante cerca para oírlo todo. Su piloto preguntó si aquello
significaba de verdad que podíamos volver a casa. Alcibíades no respondió y siguió
inmóvil en la popa.
—Eso no es una oferta de paz —dijo con calma a los oficiales del alcázar y a los
remeros sentados a sus pies—, sino una estratagema para sembrar la discordia entre
nosotros y el pueblo de Atenas y llevarnos a la ruina a todos. —Se volvió hacia un
marinero—. Haz señales a todos los barcos. Que continúen hasta Samos. Y a
Trasíbulo, que nos siga solo —y dirigiéndose a Antíoco, que estaba al timón—:
Adelante, condúcenos a Aquileón.
XXX

JUNTO A LA TUMBA DE AQUILES

La llanura del Escamandro sigue tan yerma y barrida por el viento como hace mil
años, cuando Troya cayó bajo la lanza de Aquiles. En la playa donde los aqueos de
Homero vararon sus naves de cincuenta remos sin puente, los atenienses y los samios
tocamos tierra con nuestros trirremes con espolones de bronce. La fuente a cuyo
alrededor Diomedes persiguió a Sarpedón sigue manando agua fresca y pura.
Nuestros hombres habían pasado la noche en aquel lugar una docena de veces,
haciendo un alto en la travesía hacia el Helesponto o el Egeo; pero hasta aquella
tarde nuestro jefe nunca nos había conducido tierra adentro, hasta los túmulos.
Hay dieciocho en total, siete grandes por las naciones de los aqueos, micénicos,
tesalios, argivos, lacedemonios, arcadios y focios, y once menores por los héroes
individuales, de los que el par final, unido, corresponde a Patroclo y Aquiles.
La noche es fría. El viento curva las hoces de hierba sobre las descuidadas
pendientes de las tumbas, en las que las ovejas han excavado peldaños. Compramos
una cabra a unos muchachos; les preguntamos cuál es el túmulo de Aquiles. Nos
miran de hito en hito.
—¿De quién?
Sobre esta llanura, observa Alcibíades, los hombres del Oeste hicieron la guerra a
los hombres del Este y los llevaron a la ruina.
Nuestro caudillo sueña con repetir la
hazaña. Aliarse con Esparta y volverse
contra Persia.
—En el tiempo que llevo con la flota —declara, como ha declarado con
anterioridad—, hemos creído que debíamos atraer a Persia a nuestro bando para
derrotar a los espartanos. Ahora debemos preguntarnos: ¿es una ilusión? Yo así lo
creo. Persia nunca se alineará con Atenas; nuestras ambiciones en el mar chocan con
las suyas; no puede permitir que ganemos esta guerra. Y, aunque derrotemos a los
ejércitos de sus sátrapas a todo lo largo de la costa, la riqueza del imperio del Este
volverá a levantarlos. El oro persa convierte en invencibles a sus aliados espartanos.
Apenas hemos destruido una flota, cuando ya han fletado otra. No podemos patrullar
todas las calas de Europa y de Asia.
Trasíbulo, hastiado de la guerra y deseoso de aceptar la oferta de armisticio,
protesta:
—El enemigo te ha honrado, Alcibíades. Basta con que estreches su mano, y la
paz será nuestra.
—Amigo mío, la intención de los espartanos no es honrarme, sino intrigar hasta
que nuestros compatriotas teman mi ambición. Me distinguen para avivar el miedo
de los atenienses a que, cuando regrese con las victorias que ha conseguido esta
flota, me convierta en un tirano. Si tienen éxito —es decir, si incitan al demos a
retirarme su confianza—, la victoria será de Esparta. Ése es su designio, no la paz.
Teníamos que conseguir más victorias, aseguró.
—Más, y después más, hasta que nuestras fuerzas dominen el Egeo
absolutamente, con los estrechos y todas sus ciudades, con las rutas del grano bien
sujetas en nuestro puño. Hasta que no llegue ese día no podremos volver a casa.
Quienes estábamos sentados alrededor del fuego no necesitábamos demasiada
imaginación para evocar los bastiones de Selimbria, Bizancio y Calcedonia, cada
uno tan formidable como Siracusa, y hacernos una idea de las penalidades que
tendríamos que sufrir para tomarlos. Trasíbulo arrojó las heces a las llamas.
—Querrás decir que tú no puedes volver a casa, Alcibíades. Yo sí puedo —dijo,
y se puso en pie con dificultad.
—Siéntate, Bravo.
—No pienso hacerlo. Ni obedecer tus órdenes. —Estaba ebrio, pero en
condiciones de hablar y decidido a hablar claro—. Es posible, amigo mío, que tú no
puedas volver a casa hasta que te hayas cubierto con tal manto de gloria que nadie se
atreva a tirarse un pedo a un estadio de ti. Pero yo puedo volver. Todos podemos,
porque estamos hartos de guerra y no queremos más.
—Ninguno de nosotros puede volver. Y tú menos que nadie, Bravo.
Los hombres callaban, divididos entre sus comandantes. A Alcibíades no le pasó
inadvertido.
—Amigos, si vuestros ojos no perciben los dictados de la Necesidad, os pido que
confiéis en los míos. ¿Os he conducido a otra cosa que no fuera la victoria? Los
espartanos agitan la paz delante de vuestras narices y vosotros os arrojáis sobre ella
como zorros en invierno. Para ellos, la paz significa un respiro que les permitirá
rehacerse. ¿Y para nosotros? ¿Cuándo se ha visto que un vencedor abandone el
campo de batalla poseyendo menos que al principio del combate, cuando hay tanto
que sólo está pidiendo que lo cojamos? Mirad a vuestro alrededor, amigos. Los
dioses nos han traído a esta playa, donde los griegos vencieron a los troyanos, para
mostrarnos su voluntad y nuestro destino. ¿Moriremos en nuestros lechos, alabando
la paz, esa ilusión con la que nos embaucaron nuestros enemigos, porque no podían
vencernos en buena lid sobre el mar? Desprecio una paz que significa traicionar
nuestro destino, y pongo la sangre de estos héroes por testigo. —Se levantó y,
volviéndose hacia Trasíbulo, añadió—: Me acusas, amigo, de perseguir la gloria a
expensas de la devoción que debo a nuestra patria. Pero no existe contradicción en
ello. El destino de Atenas es la gloria. Nació para alcanzarla, igual que nosotros, sus
hijos. No os subestiméis, hermanos, juzgando que valéis menos que estos héroes
cuyas sombras escuchan nuestras palabras en estos momentos. Eran hombres como
nosotros, nada más y nada menos. Hemos obtenido victorias iguales y mayores que
las suyas, y seguiremos obteniéndolas.
—Los hombres a quienes nos pides que emulemos, Alcibíades —terció Pericles
el Joven—, están muertos.
—¡Jamás!
—Señor, estamos acampados junto a sus tumbas.
—¡No morirán jamás! Están más vivos que nosotros, no en los Campos Elíseos,
donde, como dice Homero:

el dolor y la pena no pueden seguirnos,

sino aquí, esta noche y siempre, dentro de nosotros. No podemos aspirar una
bocanada de aire sin su consentimiento, ni cerrar los ojos y no ver su herencia ante
nosotros. Ellos constituyen nuestro ser, más que los huesos o la sangre, y nos
convierten en lo que somos.
»Sí, me uniré a ellos, y os llevaré conmigo a todos. No en la muerte o en la otra
vida, sino en carne y hueso y en triunfo. Me dices, Bravo, que mire a quienes están
sentados alrededor de este fuego. Los estoy mirando. Pero no veo a hombres
escarmentados ni dóciles. Veo a un puñado de valientes capaces de forjar batallones
invencibles con su ejemplo; a unos camaradas que, cuando les llegue la muerte,
como nos llegará a todos, podrán decir que han apurado la copa hasta la última gota.
Discutamos esta noche como hermanos. ¿Podríamos hacer algo mejor que reunirnos
en este lugar con amigos valientes y famosos? ¿Podríamos estar con alguien más
grande? Pero su compañía no se compra con una moneda de plata. El precio es la
gloria inmortal, ganada por todo lo que se ama y arriesgando todo lo que se ama. Yo,
desde luego, estoy dispuesto a pagar ese precio. Cenemos, hermanos, con aquellos
que cayeron como el rayo sobre el Este y lo reclamaron para sí.
Frente a Alcibíades, Trasíbulo miraba las llamas, que su amigo y comandante
acababa de avivar.
—Me pones los pelos de punta, Alcibíades.
XXXI

LA INTREPIDEZ DE LOS DIOSES

Yo estaba en Atenas [me dijo mi abuelo] cuando Alcibíades tomó Calcedonia,


Selimbria y Bizancio, como dijo que debía hacer y que haría.
A la primera la rodeó con un muro de mar a mar y, cuando el persa Farnabazo
atacó con sus infantes y su caballería, al tiempo que Hipócrates, el jefe espartano de
la guarnición, se lanzaba contra los nuestros desde la ciudad, dividió sus fuerzas,
los venció a ambos y mató a Hipócrates. En Selimbria, había escalado la muralla
con una avanzada, sabiendo que nuestros partidarios del interior traicionarían la
plaza, cuando, al fallarle los nervios a uno de ellos, los demás tuvieron que dar la
señal prematuramente. Alcibíades se encontró aislado, apoyado por tan sólo un
puñado de hombres y acosado por un enjambre de defensores. Ordenó tocar la
trompeta y, pidiendo silencio, conminó a los habitantes a entregar las armas a
cambio de clemencia, con tal tono de autoridad que les hizo creer que ya había
tomado la ciudad (lo que era casi cierto, pues los tracios, que se contaban por
miles, clamaban que saquearían la plaza entera), y consintieron en rendirse con tal
de que los librara de aquellos salvajes. Alcibíades cumplió su promesa; no permitió
que maltrataran a nadie y se limitó a exigir que la ciudad restableciera la alianza
con Atenas y mantuviera abierto el estrecho en su nombre.
Para tomar Bizancio, utilizó la siguiente estratagema. Tras poner cerco a la
ciudad y bloquear también la salida por mar, hizo correr el rumor de que un asunto
urgente le obligaba a ausentarse y, embarcando con gran aparato bajo las murallas
de la ciudad, se hizo a la mar, para regresar en plena noche y sorprender a la
guardia, escasa y confiada.
Ya había conseguido todo lo que había prometido, asegurar el Helesponto y
vencer a todas las fuerzas que se le oponían. Como había predicho Trasíbulo, se
había cubierto de toda la gloria que necesitaba para regresar a casa.
Como te decía, yo estaba en Atenas, recuperándome de las heridas de Abidos.
Los cirujanos me cortaron carne de la pierna en dos ocasiones, y en ambas la
supuración atacó a mis tejidos faltos de ejercicio. Mi mujer casi se volvió loca de la
impresión. A mí no me resultó tan duro. Era un héroe. Quienes habían promovido el
destierro de Alcibíades y quienes lo habían permitido con su aquiescencia buscaban
mi trato y el de cualquier otro oficial que hubiera compartido las victorias de
nuestro caudillo, así como el de todos aquellos a quienes Alcibíades, Trasíbulo y
Terámenes seguían enviando a casa como otros tantos ramos de flores. Pronto
también ellos,
nuestros jefes, volverían a casa. Atenas suspiraba por ellos como una novia por su
amado.
Como supe luego, Polémides también pasó una breve temporada en Atenas, que
conviene relatar, pues pudo haber influido, sí no en el curso de la guerra, sí en la
dirección que habría tomado si los acontecimientos hubieran sido distintos.
Polémides reanudó su relato el veintiocho de hecatombaión, el Día de Atenas,
casualmente el mismo día que su hijo —llamado Nicolaos, como su abuelo— se
presentó ante mi puerta pidiéndome que le permitiera acompañarme a la cárcel.
Pero ese episodio tendrá que esperar un momento. Volvamos al Helesponto… y a la
narración de Polémides:

La noticia de la misión de paz de Endio —siguió contando Polémides— había


llegado a los estrechos dos días antes de que los barcos de Alcibíades regresaran de
su visita a las tumbas. Muchos, creyendo que la guerra había acabado, estaban de
celebración. Yo empezaba a ponerme a tono cuando me convocaron para ordenarme,
en nombre de Mantiteo y Alcibíades, que recogiera mi equipo sin informar a nadie y
me presentara en el puesto de mando a última hora, cuando se hubieran ido los
secretarios.
Recuerdo aquella noche también por otro motivo, un encuentro con Damón, el
mayor de los dos Ojos de gato. En este punto, debo explicar que me había retirado
del servicio personal de Alcibíades. Había pedido que me sustituyeran porque estaba
cansado de espantarle las moscas. Ahora servía a las órdenes de Pericles el Joven en
el Calíope.
La cosa funcionaba así. Muchos competían por proporcionar carne femenina a
sus jefes. Ciertos oficiales se habían convertido en proveedores profesionales e
importaban género de tierras tan lejanas como Egipto. Cualquier belleza con la que
tropezaban en campaña iba al saco y acababa ante la puerta de su superior. A veces,
Alcibíades necesitaba dos o tres la misma noche, sólo para coger el sueño. Eso era
asunto suyo. Pero yo estaba harto de montar guardia ante su puerta impidiendo el
paso a amantes desdeñadas y aspirantes a suicida. Cuando presenté, la dimisión, se
echó a reír.
—Me asombra que hayas durado tanto, Pommo. Debes de quererme más de lo
que pensaba.
Esa noche, cuando me dirigía al puesto de mando, me encontré con el Ojo de gato
Damón. Lo acompañaba una chica, su novia, dijo. Quería presentársela a Alcibíades.
¿Me importaba que entraran antes? Vi lo bastante del rostro de la muchacha para
convencerme de que era una belleza, aunque no más atractiva que cualquiera de las
docenas que habían dejado un surco en el patio hasta la fecha. Les dejé pasar. Esperé.
Llegó mi turno.
Alcibíades estaba solo; no había ni jóvenes oficiales ni soldados.
—Esta mañana ha salido una embajada para Endio en el Paralos —dijo
Alcibíades—, llevando la respuesta oficial de los generales a la oferta de paz de los
espartanos. Tú llevarás la oficiosa. Y sólo mía.
No llevaría ningún documento, me explicó, ni me registraría en ninguna frontera,
ni transmitiría su propuesta a nadie salvo al propio Endio. Si me interrogaban sobre
mi misión, podía contar lo que quisiera con tal de que fuera falso. A continuación,
me preguntó si quería saber por qué me enviaba precisamente a mí.
—Porque Endio te creerá. No tendrás que hacer nada, Pommo, sólo ser tú mismo.
Un soldado con una misión de soldado.
Se trataba de lo siguiente: si Alcibíades podía convencer a Atenas, ¿podría Endio
convencer a Esparta para acabar la guerra y luchar como aliadas en la conquista de
Persia?
Se echó a reír.
—¡Ni siquiera has pestañeado, Pommo!
—Hace tiempo que te conozco.
—Bien. Entonces, escúchame con atención. Después de Cízico, cuando
acabamos con Míndaro, imaginaba que los espartanos enviarían a sustituirlo a Endio
o a Lisandro, que son sus mejores generales con diferencia. Que hayan convertido a
Endio en enviado de paz significa que su partido ha caído. Lisandro lo abandonará, si
no lo ha hecho ya.
»No pierdas tiempo tratando de convencer a Endio de la conveniencia de lo que
propongo; hace años que piensa como yo. No obstante, reaccionará con suspicacia.
Creerá que quiero dirigir la coalición. Dile que le cedo el mando, a él o a cualquiera
que nombre en su lugar, y, si se echa a reír, que se echará, y dice que ya estoy
intrigando para desplazar al pobre hijo de puta que se atreva a cruzarse en mi
camino, ríete tú también y dile que tiene razón, pero que, estando las cosas así de
claras, el tal hijo de puta habrá tenido tiempo para prepararse.
»Dile que los éforos se han pasado de listos eligiéndole como enviado; ahora no
puedo volver a casa hasta que no haya barrido del mar a los enemigos de mi patria.
Él lo sabe. El problema es que entonces será demasiado tarde. Si puede convencer a
su país, tiene que ser enseguida, o el demos de Atenas, enardecido por las victorias
que le proporcionaré, pondrá tales condiciones que Esparta no podrá aceptarlas
nunca.
»Si Endio te pregunta sobre Persia y su vulnerabilidad, cuéntale lo que has visto
con tus propios ojos. No hay flota persa que pueda plantar cara a la armada
ateniense, ni fuerza terrestre al ejército espartano. Darío está en las últimas. Las
luchas por la sucesión harán pedazos el imperio.
»Una vez que te haya oído, Endio dará por sentado que, además de enviarte a ti,
habré mandado embajadores a la corte persa para volver a proponerles una alianza,
sabiendo como sé que también los espartanos han enviado mensajeros al Gran Rey.
Limítate a decirle que tengo que jugar mis cartas, como él las suyas, pero que la
Necesidad será la que diga la última palabra; antes o después, alguien tendrá que
confiar en alguien. Con la ayuda de los dioses, seremos él y yo.
»Averigua todo lo que puedas sobre los partidos de Lacedemonia, pero sin
presionarlo. El sabrá si se puede hacer algo. No obstante, pregúntale si cree factible
atraer a nuestra causa a Lisandro, o incluso a Agis. Cualquiera de ellos, o ambos,
sería bienvenido. Por supuesto, Endio comprenderá que la alianza de nuestras dos
ciudades acabará en una nueva guerra una vez que hayamos vencido a los persas.
Dile que preferiría esa guerra futura a ésta de ahora, que sólo puede destruirnos a
todos y hacer que nuestros enemigos triunfen sin mover un dedo.
¿Y si Endio me pedía que volviera con él a Lacedemonia para repetir el
ofrecimiento a otros dirigentes de su partido?
—Hazlo. Necesito todo el apoyo que puedas conseguir. Pero sé discreto. Si te
ven en cualquier ciudad, nuestros enemigos sabrán que vas de mi parte y a quién te
he enviado. La audacia de la maniobra es lo que le da alguna posibilidad de éxito.
Pero, si se descubre prematuramente, estará condenada al fracaso.
Me dio dinero y contraseñas y me asignó el barco que me llevaría hasta Paros,
desde donde tendría que seguir por mi cuenta.
—¿Esto va en serio, Alcibíades? —le pregunté antes de salir—. ¿O voy a
jugarme el cuello por una intriga de las tuyas?
Como siempre que reía, su rostro recuperó el color de la juventud.
—Cuando volvamos a casa, Pommo, lo que ocurrirá a su debido tiempo, Atenas
se me ofrecerá en bandeja. Entonces correremos más peligro que nunca, pues se
crearán tales expectativas que decepcionarlas sería una calamidad mayor que la de
Siracusa. ¿Sabes por qué llamo «el Monstruo» a los hombres y la flota? Porque hay
que alimentarlos, hoy, mañana y pasado mañana; si no los alimentamos, nos
devorarán a ti y a mí, y luego se devorarán ellos mismos —dijo con toda calma,
como el jugador que, habiendo apostado su dinero y su casa, no duda en añadir al
envite su propia vida. Intuí entonces, y creo ahora, que su audacia no era la de los
hombres, sino la de los dioses—. Derrotar al enemigo es un juego de niños
comparado con alimentar a ese monstruo, que a su vez no es nada al lado del demos
de Atenas, el Supremo Monstruo, que estará más hambriento que nunca cuando
volvamos llevándole la gloria. ¿Lo entiendes, amigo mío? Debemos colocar ante ese
monstruo una empresa a la altura de su apetito. —Se echó a reír, feliz como un niño
—. En eso consiste el destino. En conseguir, como esta noche, la conjunción de
Necesidad y libre albedrío. —Oí ruido en la alcoba y, al volverme, atisbé una forma
femenina que avanzaba y retrocedía en la sombra—. Ahora vete, viejo amigo,

… que no te sorprenda el alba


lejos del undoso piélago.

Al pasar ante la Taberna del Congrio, vi al joven Damón, solo, borracho y


emborrachándose aún más. Le pregunté dónde estaba la chica.
—Soy un imbécil —masculló—. Y tengo lo que se merece un imbécil.
XXXII

SOBRE LA VIRTUD DE LA CRUELDAD

Aquella chica era Timandra, en cuya ropa fue envuelto el cadáver de Alcibíades
apenas unos años después, en Frigia, a falta de algo mejor con que amortajarlo.
En la época de los estrechos, tenía veinticuatro años. Conquistó el corazón de
Alcibíades y ninguna otra mujer consiguió desplazarla. Era lo que él necesitaba;
ambos lo supieron al instante. Los parásitos a quienes no podían ahuyentar soldados
armados hasta los dientes echaban a correr ante una simple mirada de aquella
mocosa. Nunca oí a Alcibíades defender a otra mujer que no fuera su difunta esposa
salvo en broma o con ironía. Ahora se encolerizaba de tal modo a la menor ofensa
cometida contra Timandra que hombres que mandaban miles de soldados se
acercaban a ella de puntillas, apurados como adolescentes. Timandra era como la
paloma de Trapezos, que, al emparejarse con un águila, se convirtió también en
águila.
Se ha hablado hasta la saciedad de la caótica vida privada de Alcibíades, que,
según sus detractores, se habría tirado a una anguila si se hubiera estado quieta el
tiempo suficiente. Ya conoces a Eunice, Jasón. No es una anguila, pero se lo llevó a
la cama una noche, o él a ella, en Samos, un año antes de que apareciera Timandra.
Fue su forma de golpearme, cuando los golpes no habrían bastado, por no atenderla a
ella y a los niños, abandono del que seguramente era culpable. No podía
reprochárselo, pues, como todas las mujeres, estaba indefensa ante las tempestades
de su corazón, pero tenía que pedirle cuentas a él, que debería habérselo pensado dos
veces, y la perspectiva me producía no poca aprensión, lo confieso, a pesar de que no
me asustaba enfrentarme a ningún hombre cara a cara. Y no es que temiera que
invocara su autoridad contra mí, pues nunca se habría rebajado a algo así; sin
embargo, me preocupaba que la pasión del instante lo impulsara a atacarme.
Alcibíades era tal prodigio como atleta y luchador que, sólo estando yo armado y él
no, me parecía tener alguna posibilidad. Por supuesto las cosas no llegaron tan lejos.
Cuando le exigí una explicación, aprovechando un momento en que inspeccionaba
solo el astillero, me respondió con un remordimiento tan sincero que toda mi cólera
se esfumó al instante, para ceder el sitio, lo creas o no, a la pena que me causó su
relato de los hechos. Pues su incapacidad para gobernar sus apetitos era el único
defecto que le hacía sentirse mortal.
—Me dijo que ya no era tu mujer, que la habías echado a la calle. Me abordó
pretextando que necesitaba dinero. —Me miró a los ojos—. Sabía que era mentira,
pero aun así seguí adelante, porque soy como un perro. —Y, dejando caer los brazos,
añadió—: Vamos, golpéame ahora mismo, Pommo, no te lo tendré en cuenta.
¿Qué iba a hacer, pegarle una paliza a nuestro caudillo en mitad de las
atarazanas?
—Ni siquiera recuerdas su nombre, ¿verdad? —No recuerdo el de ninguna,
Pommo.
Dos tardes después, me estaba ejercitando en el rompeolas cuando pasó Mantiteo
en una barca de ocho remos manejados por efebos recién llegados de Atenas.
¿Tienes una verde limpia? —me gritó, refiriéndose a la capa de gala de la
infantería de la marina, de color verde oscuro—. Se requiere el placer de tu
compañía. ¡Y no te dejes en casa los buenos modales!
Así es como conocí a mi segunda mujer, o, para ser exactos, como ella me
conoció a mí. Era la hija del samio que fue nuestro anfitrión esa noche, y se llamaba
Aurora. Me enamoré de ella al instante y con todo el corazón, aunque apenas pude
disfrutar de su compañía, pues tuve tan mala fortuna que los dioses se la llevaron al
cabo de un año. Nunca supe lo que Alcibíades le contó a su padre de mí, ni en qué
tono. Pero desde el momento en que aquel hombre nos recibió en su umbral a
Mantiteo y a mí, me sentí como un príncipe ungido.
Así es como Alcibíades me compensó por su falta, ¿comprendes? Era su
desdichado sino, y el nuestro, que tuviera que compensar a tantos.
Timandra no podía cambiarle, pero sabía manejarle. En los estrechos, no
compartían la misma habitación; ella no lo consentía, porque no estaban casados,
pero tampoco quería casarse, aunque Alcibíades no se cansaba de pedírselo. Tenía
que ir a la cama de la chica y volver a la suya, salvo que ella le permitiera quedarse a
pasar la noche. Timandra tampoco se avino a mudarse cerca de él, para espiarle, sino
al ala opuesta, donde vivía y trabajaba. Tenía sus propios medios de subsistencia, que
administraba ella misma, y su principal interés era facilitarle las cosas a Alcibíades,
no en lo relativo a los asuntos de la guerra, en los que nunca se inmiscuyó, sino en
las cuestiones relacionadas con su bienestar y organización.
En cierta ocasión, Mitrídates y Arnapes se presentaron como embajadores de los
persas en la villa que Alcibíades tenía en la Punta Cabeza de Perro, y, al ser recibidos
por Timandra en perfecto arameo, la tomaron por la intérprete o la amante del
general y pasaron de largo en busca del despacho. Timandra hizo que los soldados
los detuvieran a punta de espada y, cuando los enviados expresaron su indignación y
le pidieron que se presentara, ella les contestó:
—Señores, he observado que quienes se acercan a aquellos a quienes los
hombres llaman grandes sólo lo hacen con uno de estos fines: servirlos o
combatirlos. Ni en un caso ni en el otro puede el gran hombre descubrir a alguien en
quien descargar su corazón con confianza. Ése es el servicio que presto a nuestro
comandante, y vosotros, que habéis tenido abundante trato con los grandes, podéis
juzgar su dificultad. —Sonrió No obstante, me he precipitado al deteneros por la
fuerza.
Consideraos libres, señores, de pasar cuando lo deseéis.
Los enviados le hicieron una de esas reverencias que los persas llaman ayana,
destinadas a príncipes o ministros.
—Ordena lo que desees, señora, pero acepta, por favor, nuestras disculpas por la
descortesía hasta que dispongamos de medios más materiales para expresarlas.
Desde la adolescencia, Timandra había sufrido el asedio de los pretendientes, que
ofrecían la luna y las estrellas a su madre, la cortesana Frasiclea, para poseerla, del
mismo modo que los hombres cortejaban a Alcibíades en su juventud. Puede que eso
fuera un vínculo entre ellos, algo que les hacía entenderse. En público, su relación
parecía tan casta como la del hermano y la hermana; sin embargo, era evidente que
sentían una devoción mutua y apasionada.
En la medida de lo posible, Timandra domesticó a Alcibíades y puso orden en las
caóticas jornadas de aquel genio, que hasta entonces lo organizaba todo
exclusivamente en su cabeza. Pero la presencia de aquella mujer era un arma de
doble filo, pues su enorme influencia sobre la figura capital de una coalición de
guerra contribuyó a crear en torno a Alcibíades un ambiente con cierto regusto
cortesano. Al fin y al cabo, ¿qué era ella? ¿La reina? ¿La favorita del emperador?
En cualquier caso, era evidente que alguien tenía que protegerlo del cúmulo de
distracciones que lo apartaban de los asuntos de la flota. A pesar de ostentar su
mismo rango, Trasíbulo y Terámenes nunca se vieron expuestos a semejante
avalancha de celebridad. Podían pasear sin que los molestara la nube de aduladores,
peticionarios y hembras en celo que envolvía constantemente a su colega.
Pero volvamos a mi embajada ante Endio. Tardé un mes en llegar a Atenas por la
ruta fijada; a esas alturas, la misión espartana se había marchado con la negativa de
Cleónimo y los demagogos. Me puse en camino de inmediato para darles alcance,
pero ya habían cruzado el istmo; tuve que entrar solo en el Peloponeso, aunque
conseguí alcanzarlos en el fuerte fronterizo de Caria.
Endio escuchó muy serio la propuesta de Alcibíades, pero no me dio ninguna
respuesta. Al amanecer, Derechazo me trajo un mensaje para Alcibíades escrito por
el propio Endio, que, según el angustiado mensajero, había demostrado al redactarlo
una abnegación extraordinaria o una temeridad inaudita. Preocupado por la suerte de
su señor si llegaban a interceptar la carta, Derechazo se negó a marcharse. Rompí el
sello. Destruí la carta yo mismo tras encomendar su contenido a la memoria, para
proteger a ese espartiata al que siempre había respetado, aunque hasta ese día no me
había inspirado especial afecto:

Endio a Alcibíades, saludos.


Te envío este mensaje, amigo mío, sabiendo que su descubrimiento
podría significar mi muerte. Tienes razón; no puedo negar la sensatez del
plan que me propones. Sin embargo, no puedo hacer nada en su favor. No
porque nuestro partido haya caído en desgracia; su forma de ver las cosas
sigue
siendo la predominante. Sino porque he sido desbancado. Ahora domina
Lisandro. Ya no puedo controlarlo.
Escucha bien lo que voy a decirte. Lisandro se ha convertido en el
mentor del joven Agesilao, hermano del rey Agis, que ascenderá al trono en
su momento. A través del hermano menor, se ha ganado el apoyo de Agis,
que te odia, ya sabes por qué. Agis aceptaría encantado tu cabeza o tu
hígado, pero nada más.
Lisandro no se cansa de intrigar para que lo nombren navarca de la
flota. Está convencido de que conseguirá manejar a los persas, a diferencia
del resto de nuestros navarcas, que no pueden disimular su desprecio por los
bárbaros ni dejar de despreciarse a sí mismos por haber aceptado su oro.
Conoces el carácter de Lisandro perfectamente. Para él la mentira y la
verdad valen lo mismo; utiliza lo que pueda servirle para obtener sus fines.
En su opinión, la justicia sólo es un tema de conversación y el orgullo
personal, un lujo que un guerrero no puede permitirse. Considera estúpidos
a todos los compatriotas que no están dispuestos a arrodillarse ante los
persas, como él ante Agis y otros para aumentar su influencia con cada
genuflexión. Lisandro dista de ser un malvado; es, en cambio, muy eficaz. Ve
la naturaleza humana tal como es, a diferencia de ti, que no puedes evitar
sondarla para descubrir lo que podría ser. De lo que pudieras reprocharle,
sólo debes culparte a ti mismo, pues Lisandro ha estudiado en tu academia y
ha memorizado tus lecciones. A su lado, los demás jefes espartanos son
como niños, pues saben luchar pero nada más. Lisandro sabe de todo.
Comprende el funcionamiento de la democracia ateniense, especialmente las
veleidades del demos. Te considera capaz de vencer a cualquiera, salvo a tus
compatriotas. Asegura que acabarán destruyéndote, como a cualquiera de
los grandes hombres que te precedieron. En otras palabras, no te teme.
Quiere luchar. Cree que puede vencerte.
Lisandro posee todas tus virtudes guerreras y diplomáticas, y una más.
Es cruel. Es capaz de ordenar asesinatos, torturas y matanzas, pues para él
no son más que medios, como el perjurio, el soborno o el cohecho. No
dudará en aterrorizar incluso a sus propios aliados. Como el tirano
Polícrates, opina que sus amigos le estarán más agradecidos cuando les
devuelva lo que les haya quitado que antes de que se lo quitara. Su único
principio es la victoria.
Por último, cree que te conoce. Comprende tu carácter. Te ha estudiado
durante todo el tiempo que pasaste en nuestro país, sabiendo que un día
tendría que enfrentarse a ti. No esperes una lucha limpia. Amagará y
remoloneará, pues carece de todo orgullo como guerrero; luego, aparecerá
como surgido de la nada y te vencerá.
Aunque no te sirva de consuelo, te diré que creo que el plan que
propones, la alianza griega contra Persia, obtendría el beneplácito de
Lisandro, si le
conviniera en estos momentos.
Te regalo esta máxima de su cosecha: no subestimes la crueldad ni el
empleo de la fuerza bruta. Tu estilo es evitar la coacción, que a tus ojos
degrada a todos y a la larga se paga cara. Pero, amigo mío, a la larga todo
se paga.
No bajes la guardia. Puede que este hombre te haga morder el polvo.

La guerra por el dominio del Helesponto prosiguió; Alcibíades obtenía victoria


tras victoria. Durante ese año y el siguiente, Lisandro fracasó en su intento de
conseguir el mando de la flota espartana.
En cuanto a mí, serví en el mar con Pericles el joven y en unidades terrestres,
principalmente a las órdenes de Trasíbulo. Cortejé, por carta y en persona cuando la
acción me llevaba al sur, cerca de Samos, a la alegría de mi corazón, Aurora. Con el
tiempo, mi afecto se extendió también a su padre y sus hermanos, por quienes llegué
a sentir tanto cariño y estima como sólo me habían inspirado León y mi padre.
Volví a la escuadra de Alcibíades a tiempo para asistir a la capitulación de
Bizancio. Fue la batalla más dura de toda la guerra helespóntida, contra tropas
escogidas espartanas, los Iguales y perioikoí de Selasia y Pelena, reforzados por
mercenarios arcadios e infantería pesada beocia de la guarnición de Cadmo, la
misma que nos había rechazado en Epípolas. En un momento de la lucha, un millar
de jinetes tracios a las órdenes de Bisantes se lanzó contra los espartanos, cuyo
número se había reducido a menos de cuatrocientos, pues llevaban toda la noche
combatiendo ante las murallas. Los espartanos los hicieron picadillo, caballos
incluidos.
Cuando al fin hicimos retroceder al enemigo, abrumado por nuestra superioridad
numérica y por la deserción de sus aliados bizantinos, Alcibíades tuvo que recurrir a
toda su fuerza, en persona y escudo al brazo, para impedir que los príncipes tracios
mataran hasta al último adversario. Se vio obligado a ordenar a nuestras tropas que
empujaran a los espartanos hacia el mar, como si fueran a ahogarlos, para que
aquellos salvajes sedientos de sangre, que le temen al agua tanto como nosotros al
infierno, desistieran.
Esa noche no varamos nuestros barcos, que quedaron anclados frente a la playa,
con los espartanos muertos y heridos. Yo asistí a un cirujano del enemigo, a quien
llamé Simón por error más de una vez.
Por la mañana, el estrecho estaba lleno de maderos humeantes y cuerpos que
flotaban donde la corriente de salida se encuentra con la de entrada. Alcibíades
ordenó que se limpiara el canal y se encendieran fogatas en ambas orillas, Bizancio y
Calcedonia. Ahora, Atenas dominaba ambas, y el Helesponto con ellas.
Alcibíades había acabado dominando el
Egeo. Al fin podía regresar a casa.
Libro VII

LA
VORACIDAD
DEL MONSTRUO
XXXIII

LOS BENEFICIOS DE LA PAZ

Debo insertar este capítulo por mi cuenta, querido nieto, pues afecta
poderosamente al destino de nuestro cliente, que sin embargo prefirió no confiarme
estos hechos como parte de su historia, por considerarlos demasiado personales. Se
refieren a la doncella samia Aurora, la hija de Telecles, que le presentó Alcibíades a
modo de desagravio por su comportamiento con Eunice.
Polémides tomó a la muchacha por esposa.
Ocurrió inmediatamente después de Bizancio, en la estela de la victoria, y antes
de que Alcibíades regresara a Atenas. Polémides se mostró tan reacio a hablar de
Aurora como lo había hecho en relación con Febe, su primera mujer. Lo que pude
averiguar procede del testimonio de otros y, sobre todo, de la correspondencia que
encontré en el arcón de Polémides con posterioridad.
Esto es un decreto del arcontado de Atenas concediendo la ciudadanía a Aurora
(como años más tarde la concedería a todos los samios por sus constantes servicios
a nuestra causa). Una carta, de su tía abuela Dafne, de Atenas, contenía al parecer
un prendedor de oro para el pelo que había pertenecido a la madre de Polémides,
como regalo de boda para la novia.
En esta carta a su tía, Polémides relata los pormenores de la ceremonia y retrata
con orgullo a su suegro y sus cuñados, ambos oficiales de la flota, a los que ya se
siente unido, no sólo por lazos familiares, sino también de amistad:

… por último, querida tía, me gustaría que hubieras podido ver a la mujer
que, sólo el cielo sabe por qué, ha aceptado convertirse en mi esposa. No sólo
me dobla en inteligencia, sino que además posee una belleza tan apasionada
como casta y una fuerza de carácter a cuyo lado mi orgullo guerrero parece
una preocupación pueril. En su presencia me embargan esperanzas como mi
corazón no se había permitido sentir desde la muerte de mi querida Febe, es
decir, el deseo de tener hijos, un hogar y una familia. Estaba convencido de
que no volvería a sentirlo; sólo a ti, y a ella, debo esta confianza. Traer
inocentes a este mundo me parecía no ya irresponsable, sino criminal. Pero,
con una sola mirada al hermoso rostro de esta muchacha, antes de haber oído
su voz o haberle dicho una palabra, la desesperación que llevaba arrastrando
tanto tiempo me abandonó como si nunca hubiera existido. No cabe duda de
que, como dicen los poetas, la esperanza es eterna.
Desde su puesto en la flota, a su mujer en Samos:

… antes de conocerte, creía que el siguiente jalón de mi existencia sería la


muerte, que esperaba en cualquier momento, asombrado de que aún no
hubiera dado conmigo. Todo lo que pensaba y hacía tenía su origen en la
simple resolución de ser un buen soldado hasta el final. Era un viejo, y me
daba por muerto. Ahora, tras el milagro de tu aparición, vuelvo a ser joven.
Hasta mis crímenes han sido lavados. Tu amor y la sencilla perspectiva de
una vida contigo, lejos de la guerra, me han hecho renacer.

Aurora, embarazada, le escribe a su puesto en la flota:

Es una suerte que no puedas verme, amor mío. Estoy gorda como un
lechón. Hace un mes que no me veo los dedos de los pies. Me muevo a
pasitos cortos y agarrándome a las paredes para no perder el equilibrio.
Temiendo que sufriera una caída, mi padre ha trasladado mi cama al piso de
abajo. Repito de todos los platos y devoro los postres. ¡Es estupendo! Todas
quieren estar preñadas como yo, hasta las niñas pequeñas, que se ponen
almohadones en la barriga. He contagiado a toda la granja. Mi felicidad —
nuestra felicidad— se ha derramado sobre ellos…

Otra de la joven esposa:

… ¿dónde estás, amor mío? Me tortura no saber qué aguas surca tu barco,
aunque, si lo supiera, mi tortura sería igual de insoportable. ¡Tienes que
salvarte! Sé cobarde. Si te obligan a luchar, ¡huye! Sé que no lo harás, pero es
lo que me gustaría. Ten cuidado, por favor. ¡No te ofrezcas voluntario para
nada!

De la misma carta:

… ahora debes considerar tu vida como si fuera la mía, pues si caes,


pereceré contigo.

Y también:

Dadnos el poder a las mujeres, y esta guerra terminará mañana. ¡Qué


locura! Si todas las cosas buenas son fruto de la paz, ¿por qué se empeñan los
hombres en buscar la guerra?
Otra de Aurora:

… la vida me parecía tan complicada… Me sentía como un animal dando


vueltas en su jaula sin encontrar otra cosa que barrotes y más barrotes. Ahora
que estoy contigo, amor mío, todo es sencillo. Me basta con vivir, amar y ser
amada por ti. ¿Para qué queremos el cielo, teniendo tanta felicidad en la
tierra?

Polémides le responde:

Tengo miedo, amor mío, porque ahora debo mostrarme digno de ti. ¿Lo
conseguiré algún día?

Polémides da los pasos necesarios para romper sus lazos con Eunice. Le
concede la mitad de su paga para que se mantenga y mantenga a sus hijos, y solicita
para ellos la ciudadanía ateniense, alegando sus años de servicio y las penalidades
que Eunice y los niños han padecido a su lado. Les busca un medio de transporte a
Atenas y escribe a sus tíos y a los ancianos de su familia para que cuiden de ellos
hasta su vuelta.
Ésta es de Aurora:

… he aprendido de mi padre y mis hermanos que la conducta de un


hombre en la guerra no puede medirse por el mismo rasero que en tiempos de
paz, y menos aún la tuya, pues has pasado la juventud y la madurez sirviendo
en el ejército lejos de casa y poniendo tu vida en peligro constantemente. Las
cosas que hiciste antes de que nos conociéramos te pertenecen en exclusiva;
no puedo juzgarlas. Sólo me gustaría poder ayudar, procurando evitar que
nuestra felicidad cause la infelicidad de aquellos a quienes queremos
socorrer. Has de saber que ayudaremos a los hijos de esa mujer llamada
Eunice, sean o no tuyos, con nuestros recursos, tuyos y míos, y con los de mi
padre.

Polémides sueña con recuperar la granja de su padre, El Recodo del Camino, en


Acarnas, e instalarse en ella con su mujer y su hijo. Ahora la paz, o una victoria que
expulse a los espartanos del Ática, lo es todo para él. Escribe a su tía animándola a
unírseles y a los aparceros que trabajaron para su padre. Incluso se informa del
precio de las semillas y compra, a precio de saldo, una reja de arado de hierro del
inventario de un comerciante de Metimna. Embarca la herramienta en el mercante
Eudia, que viaja a la metrópoli escoltado por la flota de Alcibíades, con Polémides
de nuevo a bordo de la nave insignia Antíope, en la que el comandante supremo
regresa a Atenas en triunfo.
XXXIV

STRATEGOS AUTOKRATOR

A Alcibíades le habría gustado regresar al comienzo del invierno; pero las


elecciones en Atenas se habían aplazado. Tuvo que mantenerse alejado y matar el
tiempo atacando los astilleros espartanos de Giteón y llevando a cabo acciones por el
estilo. Las noticias llegaron al fin. No podían ser mejores. Alcibíades había vuelto a
ser elegido estratego, lo mismo que Trasíbulo, que lo había traído de Persia,
Adimantos, su amigo y compañero de exilio, y Aristócrates, que había apoyado su
regreso ante la Asamblea. El resto de los estrategos eran neutrales u hombres de
irreprochable independencia. Cleofón, líder de los demócratas radicales y acérrimo
enemigo de Alcibíades, había perdido su puesto, que había ocupado Arquidamos, un
truhán, aunque tratable, y abogado de Critias, amigo íntimo de Sócrates.
Trasilo ya estaba en Atenas con el grueso de la flota, que respaldaría a su
comandante en todo. No obstante, Alcibíades, cuya sentencia de muerte aún no había
sido revocada, seguía teniendo dudas sobre la disposición del pueblo. Su primo
Euriptolemo le había escrito desde Atenas aconsejándole que la llegada de los barcos
de guerra, una sola escuadra insignia de veinte trirremes, fuera precedida por galeras
cargadas de grano (veintisiete esperaban ya en Samos, a las que debían unirse otras
catorce que ya habían zarpado del Ponto), que debían ser barcos conocidos de casas
prominentes, particularmente de aquellas que más perjuicios habían sufrido a manos
de los espartanos, cargados para la ciudad, con el fin de recordarle que debía aquella
bonanza al hijo al que había repudiado. Era pura cuestión de cortesía, señalaba la
carta de Euro, pues sería grosero presentarse a una fiesta con las manos vacías.
Así pues, las galeras arribaron al Pireo dos días antes que la escuadra,
acompañadas por un correo rápido con instrucciones de regresar para informar de la
acogida que les habían dispensado. Pero la llegada de los mercantes, y la noticia de
que los barcos de Alcibíades estaban cerca, provocó tal entusiasmo en el puerto que
el pueblo no permitió que la barca zarpara de nuevo hasta que pudiera prepararse una
escolta adecuada para acompañarla. Entre tanto, la escuadra, que seguía avanzando
ignorante de lo que la esperaba, empezó a temer lo peor. Al doblar el cabo Sunion
con fuerte viento del oeste, los barcos de cabeza avistaron una veintena de trirremes
que se acercaban con el sol en popa, de forma que era imposible distinguir sus
enseñas, y el joven Pericles, que mandaba la vanguardia, ya había ordenado
zafarrancho de combate cuando comprendió que las naves que se aproximaban, lejos
de constituir una amenaza, eran una comitiva de bienvenida, adornada con
guirnaldas
y atestada de familiares y notables.
Pero Alcibíades seguía temiendo una trampa. Llevaba bajo la capa, no la ligera
coraza de ceremonia, sino el peto de bronce de campaña. Los infantes recibieron
instrucciones de permanecer junto a él y mantenerse alerta… Los barcos, que
avanzaban en dos columnas, formaron una hilera al acercarse a la embocadura del
puerto de Eitionea. El Antíope, que ocupaba el séptimo lugar, se separó de la
formación con la intención de virar en redondo al menor indicio de traición.
Avistamos las murallas. Se veían destellos, como de puntas de lanza o armaduras de
infantería. Pero, cuando los barcos se aproximaron al bastión, nos dimos cuenta de
que los objetos que producían reflejos no eran armas arrojadizas o piezas de
armadura, sino las joyas de las mujeres y los espejuelos de los niños. Una lluvia de
guirnaldas cayó sobre nosotros. Los jóvenes arrojaban al aire caramelos, suspendidos
de las hélices de abeto que suelen tallar los viejos sentados en el muelle y que son
capaces de recorrer muchos estadios arrastrados por las corrientes de aire. Ahora nos
caían sobre la cabeza, resonaban contra los cascos y golpeaban el agua entre los
remos.
Desde las pequeñas embarcaciones que se arremolinaban a nuestro alrededor nos
aclamaban como a héroes. Parecía que toda la ciudad estaba en fiestas. Los barcos se
habían colocado paralelos a la Coma, donde, en su día, los trierarcas de la flota de
Siracusa se habían reunido solemnemente ante los apostoleís para recibir la
bendición y la orden de embarcar. La multitud era tal que no se veía el muelle. El
Atalanta, que se había colocado a estribor, nos ocultaba del gentío. Entre los aparejos
de popa de nuestro compañero de escuadra, distinguimos la calva reluciente de
Euriptolemo, que destacaba sobre la muchedumbre. El noble tenía una mano pegada
al pecho, como si intentara contenerse con ella, y agitaba entusiasmado el sombrero
de paja con la otra.
—Pero ¿eres tú, primo? —murmuró Alcibíades, e, inclinándose hacia él,
respondió al saludo con el brazo.
Ante nosotros se alzaba el frontón del Bendidion y, debajo, la pendiente del
desembarcadero de Artemis Tracia. El Cratiste y el Alcipe ya habían virado en
redondo para arrimar sus popas al muelle. Efebos adornados con guirnaldas
esperaban junto a las poleas para remolcar al Antíope. Oímos un repiqueteo metálico.
La gente nos arrojaba dinero. Los niños saltaron a bordo y se disputaron las monedas
que llovían sobre el puente.
La zona donde el camino de los Carros, la dolorosa carretera por la que había
regresado sólo dos años después de Potidea, corre paralela a la Muralla Norte,
ocupada por los tabucos de los moribundos en la época de la peste, se había
convertido ahora en un alegre paseo, donde un grupo de caballos aguardaba a los
comandantes. Sus cascos hollaban una alfombra de espliego. Aunque los demás
generales abrieron la marcha, la multitud sólo tenía ojos para Alcibíades. Los padres
lo señalaban a sus hijos y las mujeres, tanto doncellas como matronas, se llevaban la
mano al pecho y suspiraban arrobadas.
Lo condujeron al Pnix, cuyas laderas rebosaban de gente, encaramada incluso a
las ramas de los árboles, como pájaros. La ceremonia se celebró ante el Eleusinion,
en el mismo lugar en el que, el día del destierro de Alcibíades, el rey arconte había
decretado ante la muchedumbre que se borrara el nombre del exiliado del katalogos
de ciudadanos y se erigiera una estela infamante, para que el pueblo no olvidara
nunca su perfidia y su traición. Ahora, un nuevo basileus avanzó tembloroso para
ofrecer a aquel mismo hombre la restitución de sus propiedades en la ciudad y su
criadero de caballos en Erquias, que le habían sido confiscados a raíz del destierro, y
una panoplia completa, el premio tardío por su valor en Cízico. La estela había sido
hecha pedazos, declaró el arconte, y arrojada al mar.
Durante toda la celebración, Alcibíades mantuvo una actitud tan seria y distante
que acabó provocando el temor del pueblo. Pues el hombre ante el que ahora
danzaban suplicantes ya no era el mismo al que habían desterrado sin
contemplaciones, sino un comandante victorioso al mando de una flota y un ejército
que se apoderarían del estado y les harían picadillo a todos a una orden suya. La
multitud buscaba con la mirada los nubarrones de su frente, como niños cogidos en
falta que observan la vara en la mano del maestro. Y, cuando se mostró impaciente, e
incluso desdeñoso, con los halagos de sus conciudadanos, y entregó a sus asistentes
los diversos encomios y cartas de felicitación sin mirarlos siquiera, la alarma cundió
entre la muchedumbre.
En la plaza del Amazoneón los carros triunfales alcanzaron a la procesión
llevando las enseñas y los espolones de las naves enemigas, sus arietes y los escudos
y corazas de sus generales. La aglomeración era tal que tardaríamos horas en llegar a
la Acrópolis para ofrecer los trofeos a la Diosa, de modo que Alcibíades ordenó con
gestos, pues el alboroto habría impedido oír sus palabras, que descargaran el botín
allí mismo. Fue una decisión impremeditada; no obstante, el glorioso cargamento
acabó a los pies de la gran estatua de mármol de Antíope, que daba nombre al barco
insignia de nuestra flota y cuyo pedestal ostenta los siguientes versos a Teseo:

Y, regresando con
presentes, los entregó a los
mismos cuyo odio en otros
tiempos le expulsó de la
patria.

En el Museo, bajo la estatua de Niké, le esperaban sus hijos y los hijos de sus
parientes, vestidos con túnicas blancas de efebos, coronados con mirto y blandiendo
ramas de sauce. Aquel encuentro, pensaba el pueblo, pondría término al hosco
talante de Alcibíades. Sin embargo, ocurrió todo lo contrario. Porque ver a aquellos
muchachos de cuya infancia no había podido ser testigo, pues su exilio duraba ya
ocho años, sólo consiguió aumentar la amargura de su corazón y el dolor por quienes
ya no estaban. Sus familiares más próximos habían muerto hacía años: su madre, su
padre, su esposa, sus hijas de corta edad, su hermano y sus hermanas, víctimas de la
peste y la guerra, y los más ancianos habían fallecido en su ausencia. A
continuación, se le acercaron los miembros de su clan, niños que no habían nacido la
última vez que estuvo en la ciudad, doncellas que ahora eran mujeres casadas y
madres, y muchachos imberbes convertidos en hombres, cuyos rostros y nombres le
resultaban desconocidos en la mayoría de los casos, de modo que, cuando el heraldo
los nombró uno a uno, la aflicción de Alcibíades parecía:

la de aquellos que al mirarse cara a cara


no recuerdan el cariño de la infancia.

Llevaron ante él a la hija de su primo Euriptolemo, una muchacha de dieciséis


años casada y con un niño de pecho, ella, representando a Core con una guirnalda de
tejo y serbal, y su criatura, vestida de violeta, por Atenea. Al adelantarse a la
muchedumbre, la pobre muchacha tartamudeó intentando recordar las estrofas de
bienvenida, se puso roja y se echó a llorar. Alcibíades, que la había cogido del codo,
tan abrumado como ella, no pudo reprimir las lágrimas por más tiempo.
Los diques se rompieron en todos los corazones, pues cada cual, embargado por
sus sentimientos, contagió al vecino, hasta que nadie pudo resistir los embates de la
emoción, que se apoderó de la multitud. Porque el pueblo, que hasta entonces había
temido o la ambición de Alcibíades o su venganza —en otras palabras, que se había
limitado a pensar en sus propios intereses—, acababa de descubrir en el rostro de su
caudillo, que seguía sosteniendo a la llorosa muchacha, el dolor que había soportado
durante tantos años y lejos de aquellos a quienes quería. Olvidó los perjuicios que le
había causado y sólo recordó los beneficios que le debía. Y, comprendiendo que
aquel momento constituía el ápice de reconciliación de la ciudad y su hijo, abandonó
toda preocupación por sí mismo y se dejó llevar por la compasión y la alegría de
ponerse en sus manos. Por aclamación, la Asamblea lo nombró strategos autokrator,
comandante supremo en tierra y mar, y le concedió una corona de oro.
Alcibíades empezó a hablar entre sollozos:
—Cuando era niño en casa de Pericles, los días de Asamblea, solía acudir con
mis amigos a aquellos árboles que veis allí, en la ladera del Pnix, para escuchar los
discursos y los debates, hasta que mis compañeros se cansaban y me pedían que los
acompañara a jugar; pero yo me quedaba solo en mi atalaya, atento a los oradores y
las discusiones. Ya entonces, cuando aún no era capaz de expresarlo, percibía el
poder de la ciudad, que se me antojaba semejante a una magnífica leona o un animal
legendario. Me asombraba la iniciativa de tantos hombres individuales, con
ambiciones tan diversas y contradictorias, y el resultado de todo ello, la ciudad, que
por sublime alquimia uncía a todos bajo el mismo yugo y engendraba un todo mayor
que las partes, cuya esencia no era ni la riqueza, ni el poder de las armas, ni la
excelencia arquitectónica o artística, aunque producía en abundancia todas esas
cosas,
sino una cualidad espiritual, intangible, cuya esencia era la audacia, la intrepidez y el
empuje.
»La Atenas que me exilió no era la Atenas que yo amaba, sino otra, carente de
nervio, muerta de miedo ante la evidencia de su propia grandeza y desterrada de sí
misma por ese miedo, del mismo modo que ella me desterraba a mí. Odiaba a esa
Atenas y puse todo mi empeño en humillarla.
»Estaba equivocado. He causado graves perjuicios a la ciudad que amo. Hoy hay
aquí no pocos cuyos hijos y hermanos perdieron la vida a consecuencia de acciones
propuestas o ejecutadas por mí. Soy culpable. No puedo alegar nada para
exonerarme, a no ser el funesto destino que nos ha perseguido a mi familia y a mí, y
que dicha estrella, alejándome de Atenas y alejando a Atenas de mí, nos ha
perjudicado a ambos con sus siniestros designios. Que esa nave cargue con nuestras
culpas, las mías y las vuestras, y se las lleve lejos sobre los mares del cielo. —Fue tal
la aclamación, acompañada de pateos y aplausos, que provocaron aquellas palabras
que la plaza parecía temblar y las columnas del santuario, a punto de venirse abajo.
El pueblo gritaba su nombre sin descanso—. Durante años, mis enemigos han
intentado sembrar el miedo en vuestros corazones, afirmando que mi objetivo era
gobernar sobre vosotros. No hay falsedad más malintencionada. Nunca he
perseguido otra cosa, amigos míos, que ganarme vuestro aprecio y obtener para
vosotros beneficios tales que os indujeran a honrarme. Pero esta expresión es
imprecisa. Pues en mi mente la ciudad nunca ha sido un recipiente pasivo en el cual
yo, su benefactor, vertía mis dones. Semejante presunción sería no sólo insolente,
sino vergonzosa. Por el contrario, como un oficial entrando en batalla a la cabeza de
sus hombres, deseaba servirle de llama e inspiración, provocar, con mi confianza en
ella, su nacimiento y renacimiento, moldeándola según los dictados de la Necesidad,
pero teniendo siempre en mente su auténtico ser, esa ciudad hambrienta de gloria que
fue, es y debe seguir siendo, y ese dechado de libertad e iniciativa al que el resto del
mundo mira con asombro y envidia. —Un griterío ensordecedor le obligó a hacer
una larga pausa
—. Ciudadanos de Atenas, me habéis tributado un exceso de honores al que ningún
hombre puede corresponder solo. Así pues, permitidme que pida refuerzos. —Y
diciendo aquello, hizo señas a los otros comandantes, que habían permanecido en
silencio a su lado hasta aquel momento—. Me enorgullezco de presentaros a
vuestros hijos, cuyos hechos de armas nos han deparado esta hora de gloria.
Permitidme que diga sus nombres, y dejad que vuestros ojos se gocen en su
victoriosa virilidad. Trasíbulo está ausente, pero aquí están Terámenes, Trasilo,
Conón, Adimantos, Erasínides, Timócares, León, Diomedón, Pericles. —Los
nombrados dieron un paso al frente y saludaron alzando el brazo o inclinándose,
entre aclamaciones que parecía que no fueran a acabar nunca—. Estos hombres están
ante vosotros no sólo por sus propios méritos, sino también en representación de los
miles que siguen en ultramar, gracias a los cuales podemos decir al fin y aclamar
como cierto que el enemigo ha sido barrido de los mares. —El clamor que recibió
aquellas palabras eclipsó a todos
los precedentes. Alcibíades esperó a que amainara el tumulto—. Sin embargo,
conviene que juzguemos la situación con objetividad. Nuestros enemigos ocupan aún
la mitad de los estados de nuestro imperio. El tesoro que los persas han puesto a su
disposición es diez veces mayor que el nuestro, y nuestras victorias, lejos de
disminuir su combatividad, la han incrementado y exacerbado. Pero ahora y al fin,
amigos míos, Atenas posee la voluntad y la cohesión necesarias para enfrentarse a
ellos y prevalecer. Nos basta con ser nosotros mismos para vencer.
El alboroto alcanzó tales proporciones que las tejas empezaron a caer.
—¡Dejadle ver su casa! —gritó alguien.
Como un solo hombre, la muchedumbre invadió el estrado y arrastró al grupo a
Escambónidas, hasta la antigua propiedad de Alcibíades, restituida a propuesta de la
Asamblea y restaurada en previsión de su regreso. El gentío llenaba la plaza, a pesar
de sus monumentales proporciones, y las entradas, suficientemente amplias incluso
para la gran procesión de las Panateneas, no bastaban para dar paso a la
enfervorizada multitud.
En el momento de mayor júbilo, un ciudadano de unos sesenta años se adelantó y
gritó hacia Alcibíades:
—¿Dónde están los de Siracusa, maldito traidor? —La gente intentó acallar al
anciano con gritos coléricos—. ¡Sus fantasmas no han venido a jalearte, impío
renegado!
La muchedumbre se tragó al viejo en un abrir y cerrar de ojos. Sólo se veían
puños alzándose y volviendo a caer, y pies pateando al disconforme, indefenso en el
suelo. Me volví para comprobar la reacción de Alcibíades, pero no pude verlo, pues
me lo ocultaba la gente. Sin embargo, Euriptolemo estaba cerca. Sus facciones
expresaban un sobrecogimiento y una aprensión capaces de ensombrecer al mismo
sol de un mediodía sin nubes.
XXXV

A CUBIERTO DE LA ENVIDIA

Cinco días más tarde, los prytaneis convocaron la Asamblea. El Consejo había
preparado mucho trabajo, especialmente en lo relativo al erario, que estaba casi en
bancarrota; la reimplantación del tributo del imperio; la renovación de la eisphora, el
impuesto de guerra; las tasas sobre el paso de los estrechos; diversos asuntos
relacionados con la flota y el ejército, como la concesión de honores y la celebración
de consejos de guerra y juicios por negligencia y malversación; y, por último, la
prosecución de la guerra. El orden del día no podía ser más apretado; sin embargo,
nadie parecía dispuesto a hablar. La Asamblea se limitó a murmurar hasta que
apareció Alcibíades; a partir de ese momento, el pueblo le mostró tanto respeto y
adulación que no hubo manera de tratar ningún asunto, pues cada vez que se
proponía alguna medida o algún proyecto de ley alguien provocaba una aclamación.
El caos no disminuyó al día siguiente, ni durante la siguiente sesión; por el contrario,
cada vez que el epistates, el presidente de la Asamblea, planteaba una cuestión, todas
las cabezas se volvían hacia Alcibíades y sus compañeros esperando que expusieran
su parecer. Nadie gritaba un sí hasta que él no votaba afirmativamente, ni un no hasta
que no le veía fruncir el ceño.
La Asamblea estaba paralizada, pues el brillo de su miembro más ilustre había
anulado su capacidad de deliberar. Pero el trastorno no limitó sus efectos al debate
público. Hombres como Euriptolemo y Pericles, a quienes se atribuía cierto
ascendiente sobre Alcibíades, se vieron asediados no sólo por serviles peticionarios,
sino también por simples amigos y socios que les felicitaban y les ofrecían sus
servicios.
En la Asamblea sólo había partidarios de Alcibíades. La oposición brillaba por su
ausencia. Por más que pidió a los presentes que expresaran su desacuerdo sin temor,
quienes tomaban la palabra sólo lo hacían para secundar las propuestas de sus
adeptos o presentar otras que éstos, lo sabían, consideraban acertadas. Cuando
Alcibíades se ausentó para animar el debate, los congregados se levantaron y se
marcharon a casa.
¿Qué sentido tenía quedarse si no estaba Alcibíades? Si se marchaba a comer, el
pueblo le imitaba. No podía alejarse para orinar sin que una caterva de
conciudadanos le siguiera, se levantara la túnica y aliviara sus necesidades junto a él.
Su triunfo se celebró de inmediato en Eleusis. Alcibíades devolvió todo su
esplendor a la sagrada procesión en honor de los Misterios, que, sustituida por una
travesía marítima poco gloriosa, no se efectuaba por tierra desde el comienzo de la
ocupación espartana. La infantería y la caballería escoltaron a los neófitos e iniciados
a lo largo de los cien estadios del recorrido, mientras las fuerzas enemigas seguían a
la comitiva a distancia sin atreverse a actuar. Yo estaba presente y pude ver las caras
de las mujeres que se apretujaban para acercarse a su salvador derramando lágrimas
e invocando a las dos Diosas, cuya ira contra Alcibíades había sido el origen de
todos los recientes males, para que sostuvieran su fuerte brazo y le permitieran
protegerlas y honrarlas. Así pues, ahora parecía gozar del favor de todo el mundo, no
sólo de los hombres, sino también de los dioses.
Cabía esperar que aquella locura remitiera poco a poco, pero no fue así. La gente
se arremolinaba a su alrededor en todas partes, en tal cantidad que dejaba pequeñas a
las multitudes de Sarros y Olimpia. En cierta ocasión, al pasar por la calleja llamada
el Atajo, que desemboca frente a la parte posterior de la Cámara Redonda, la
muchedumbre rodeó al séquito de Alcibíades y aplastó contra los muros a Diotimo,
Adimantos y sus mujeres, que les acompañaban casualmente y echaron a gritar
temiendo morir asfixiadas. Los infantes de la escolta tuvieron que forzar a
empujones la entrada a una casa particular, por cuya puerta trasera se escabulleron
los notables y sus esposas, mientras los soldados se deshacían en disculpas por la
intrusión y las mujeres de la casa miraban embobadas a Alcibíades, que, sentado en
un poyo del patio, ocultaba la cara entre las manos, descompuesto por la histeria de
la masa.
Desalojábamos a los importunos de letrinas y tejados y de las tumbas de los
familiares de Alcibíades. Sus adoradores le daban serenatas nocturnas y arrojaban
piedras y trozos de madera envueltos en peticiones y poemas por encima de las
tapias de su casa, a veces en tal cantidad que los criados tenían que retirar los objetos
frágiles y los niños se veían obligados a jugar dentro para evitar que los
bienintencionados proyectiles les rompieran la crisma. Los mercachifles vendían la
efigie del héroe pintada en platos y hueveras, grabada en medallones, bordada en
cintas para el pelo y paños de cocina, en banderines y cometas. En todas las esquinas
podían adquirirse estatuillas de la buena suerte en forma de palo mayor con su vela,
que ostentaba las letras nu y alfa, por Niké y Alcibíades. Las reproducciones a escala
del Antíope costaban un óbolo. Los sencillos corazones del vulgo erigían santuarios
en su honor por todas partes; desde las puertas se atisbaban rincones atestados de
baratijas en el interior de las casas, como altares dedicados a un semidiós.
Se le presentaban delegaciones de hermandades y consejos tribales, de cultos a
héroes y antepasados, de asociaciones de veteranos y gremios artesanales, de
sociedades de residentes extranjeros y grupos sólo para mujeres, ancianos o jóvenes,
unos para solicitar la reparación de alguna injusticia, otros para manifestarle su
lealtad, y el resto para concederle la máxima distinción de su secta, absurdas
fruslerías que los soldados debían etiquetar, meter en cajas y trasladar en carretillas a
un almacén. Pero en la mayoría de los casos le importunaban sin razón alguna, por el
simple deseo de verlo y estar con él. De hecho, era un título de honor presentarse
ante su puerta espontáneamente, sin motivo ni previo aviso, dado que pedir
audiencia se
consideraba un indicio de codicia o interés. Y siguieron acudiendo; los ebanistas al
amanecer, los Hijos de Dánae a la hora del mercado, los vigilantes de los astilleros a
mediodía, los alfareros un poco después, seguidos por otros que ofrecían la misma
mezcla de palabrería, adulación y vanidad. Critias, que con el tiempo se convertiría
en tirano, llegó a poner en versó el sentimiento general:

A mi propuesta se dictó el edicto


que del tedioso exilio te devolvió a la patria.
Yo fui el primero en conmover al pueblo,
y quien con voz más firme se batió por tu causa.

Era imposible encontrar a nadie que hubiera votado contra él o formado parte de
un jurado que le hubiera condenado. Sus antiguos detractores debían de haber huido
a la región hiperbórea o al infierno. Los encomiastas de las delegaciones tampoco
podían terminar sus panegíricos, interrumpidos por los gritos de «¡Autokrator,
autokrator!» que lanzaban sus correligionarios. Los de la mañana querían un
Alcibíades dueño del estado y libre de toda cortapisa constitucional, y los de la tarde,
fraternidades más circunspectas de la clase ecuestre y de los hoplitas, de los hombres
de la flota y los gremios de comerciantes, secundaban el sentir popular y le
aconsejaban que se pusiera a cubierto de la envidia. Todos los grupos le ponían en
guardia contra la inconstancia del demos, que acabaría volviéndose contra él y
demostrando la inconsistencia de «su» presunta devoción. Cuando llegara ese
momento, le advertían aquellos partidarios de la obediencia, la autoridad de
Alcibíades debía ser absoluta. Estaba en juego nada menos que la supervivencia de la
nación.
La duodécima noche, la corporación más seria e influyente de Atenas se reunió
con Alcibíades en casa de Calias, el hijo de Hipónico. Su portavoz era el mismísimo
Critias. Si Alcibíades estaba de acuerdo, declaró, a la mañana siguiente propondría la
moción al pueblo. Sería aprobada por aclamación. La ciudad dejaría atrás sus
pasionales y suicidas oscilaciones y estaría en condiciones de reanudar la guerra y
ganarla.
Alcibíades no respondió, pero Euriptolemo lo hizo por él.
—¿Eres consciente, Critias, de que una moción semejante sería contraria a la ley?
—preguntó con toda calma.
—Con todos mis respetos, amigó mío, la ley la hace el demos, y lo que dice el
demos es ley.
Alcibíades seguía sin despegar los labios.
—No sé si lo he entendido bien —dijo Euriptolemo—. ¿Se supone que ese
mismo demos que desterró y condenó inconstitucionalmente a mi primo podría
ahora, con pareja ilegalidad, aclamarlo dictador?
—En aquella ocasión, el pueblo actuó con ligereza —declaró Critias
enfáticamente—. En ésta, actúa con sabiduría.
XXXVI

UN ESPEJO DEFORMANTE

Como sabes, Alcibíades desdeñó la oferta de Critias citando la advertencia del poeta:

La tiranía es un podio espléndido


del que no hay modo de bajar.

Y, como también sabes, cuando la noticia de su renuncia llegó al pueblo, su


popularidad alcanzó cotas sin precedentes.
No obstante, sus enemigos no tardaron en idear el modo de explotarla. Era un
espectáculo tremendamente irónico ver a individuos como Cleofón, Anito, Cefisofón
y Mirtilo, adalides de los oligarcas, cerrando filas con los demócratas radicales, no
sólo contemporizando, sino abogando por las medidas que más probabilidades tenían
de obtener el favor de los partidarios de Alcibíades; en otras palabras, convirtiéndose
en sus más ardientes y sumisos secuaces, con la exclusiva intención, que elucidaron
los poetas cómicos más tarde, de producir tal hartazgo de Alcibíades que el pueblo
acabara empachado y tuviera que vomitarlo.
Nadie percibía aquel peligro con más claridad que el propio Alcibíades, que
redujo el círculo de sus íntimos a aquellos amigos de la juventud y la guerra
(Euriptolemo, Adimantos, Aristócrates, Diotimo y Mantiteo) que le querían por sí
mismo y no le veían, en frase del poeta Agatón, a través del espejo deformante de
sus propias esperanzas y temores. Yo también percibí que aumentaba su confianza
hacia mí.
Me encomendaba misiones cada vez más importantes y delicadas. Me envió a
hablar con grupos de familiares de los caídos en Sicilia y me eligió para formar parte
del comité que debía elegir un emplazamiento para el monumento conmemorativo.
Ofrecí sacrificios, representé a la infantería de la marina en actos oficiales, me
entrevisté con posibles aliados e intenté sobornar o intimidar a enemigos potenciales.
Aquellas tareas acabaron resultándome insoportables y pedí a Alcibíades que me
relevara. Quiso saber el motivo.
—Me aplauden, no por lo que soy, sino por lo que represento, y se dirigen a un
Polémides imaginario en lugar de dirigirse a mí.
Alcibíades se echó a reír.
—Ahora ya eres un político.
Hasta ese momento, había conseguido mantenerme al margen de los tejemanejes
partidistas. Ahora me resultaba imposible. La política invadió mi vida. Si me
encontraba con cualquiera, ya no podía saludarlo como a un amigo o conocido; ante
todo, debía tener en cuenta si era correligionario o contrincante y tratarlo en
consecuencia: preguntarme qué podía hacer por nuestra causa, hoy mejor que
mañana, mientras él hacía lo propio y me tomaba la medida basándose en idéntico
criterio. Ya no conversaba, negociaba; no hablaba, interpretaba. Todo eran
cambalaches; vivía para cerrar tratos. Pero obtenerlos era tan difícil como agarrar el
humo, pues, por cada sí recibía diez noes, y sin él sí no tenía nada. El valor de cada
hombre subía o bajaba como el precio de un carnero en el mercado, de acuerdo con
un patrón que no era ni el dinero ni el khous, sino la influencia. Nunca sonreí tanto
con tan poca sinceridad, ni hice tantos amigos a quienes les importara menos. En
todas las cosas, la apariencia suplantaba a la sustancia. Uno no podía pedir garantías
a los demás, ni ofrecerlas en ningún asunto, por trivial que fuera, pues debía
mantener abiertas todas las opciones y hacer su apuesta en el último momento; si
había dado su palabra a un amigo, faltaba a ella y saltaba sobre la oferta más
ventajosa tan rápido como pudiera. Al amanecer, con una guirnalda al cuello,
sacrificaba a los dioses; por la noche, cerraba tratos con títeres y canallas. No era mi
estilo. Odiaba aquella vida. Para colmo, sabía lo mucho que nos jugábamos con
aquellos manejos, así que debía pensar, y de hecho lo hacía, no sólo en cómo
conseguir que nuestro partido obtuviera ventaja sobre sus oponentes, sino también en
cómo anularles en el momento crítico. Echaba de menos a mi mujer, pero también a
su padre y sus hermanos, y añoraba la sencillez de aquellos campesinos que, como
comprendía ahora que estaba lejos, se habían convertido en mi hogar y mi familia.
Estaba atrapado en la tela de araña de la política.
Me alojaba en Melite, con mi tía. Le confié mis planes de obtener la exención o
la baja del servicio y volver a explotar El Recodo del Camino con mi mujer y mi
hijo. Deseaba de todo corazón que mi tía se mudara con nosotros. Le construiría una
casita; podría hacer de matriarca y propietaria. Respondió que siempre le había
tentado la idea de poseer una casita en el campo. Le estreché las manos. Parecía que
sólo me separaba de la felicidad la última línea de bajíos.
Me presenté en el Registro para hacer constar mi deseo de construir en nuestras
tierras de Acarnas. Para mi asombro, el empleado me informó de que las habían
reclamado. ¿Qué broma era aquélla? El hombre me mostró los documentos. Un tal
Axiómenes de Colona, de quien nunca había oído hablar, había solicitado la
propiedad alegando mi desaparición en ultramar y el previo fallecimiento de mi
padre y mi hermano. Incluso había depositado el parakatabole, igual a una décima
parte del valor de las tierras.
Al alba estaba ante el secretario del arconte, fijando fecha para una diamartyria,
una sesión en la que testigos reconocidos por el tribunal darían fe de que yo era el
hijo de mi padre y su legítimo heredero. Eso, me dije, pondría fin a aquel
despropósito. Pero a mediodía fui a caballo hasta la granja y descubrí cuadrillas de
peones en plena faena. Los hijos del tal Axiómenes, nada menos que tres,
aparecieron de improviso y, tratándome con intolerable arrogancia, me enseñaron el
título de propiedad y me conminaron a abandonar mis tierras. Casualmente iba de
uniforme, con una espada ceremonial al cinto. Un daimon maligno se apoderó de mí.
Mi mano voló al pomo del acero y, aunque recobré la calma antes de desenvainarlo,
el gesto y la furia con que lo hice bastó para que mis antagonistas retrocedieran
aterrados e indignados. Se alejaron jurando sacarme las tripas ante el tribunal.
—Y no le vayas con el cuento a tu amigo Alcibíades —chilló el mayor—.
Porque ni siquiera él está por encima de la ley.
Un político hubiera comprendido de inmediato el designio que encubría aquella
treta. Yo no. Estaba tan disgustado que pedí consejo a varios amigos, incluido mi
comandante, Pericles el joven, que, tan ingenuo como yo, me acompañó a casa del
dichoso Axiómenes. Le pedí disculpas y, en tono comedido, me reafirmé en mi
posición, que era inatacable; no había muerto en combate; la granja me pertenecía;
no había más que resolver el asunto de la mejor manera posible. Estaba dispuesto a
pagar una compensación por mi desafortunado arrebato.
—Ya lo creo que lo harás —respondió aquel miserable.
Me había denunciado ante el Consejo.
—¿Por qué?
—Por traición.
Aquel canalla había hecho las averiguaciones oportunas y descubierto los
pormenores de mi liberación de las canteras de Siracusa. Yo era, afirmaba la
acusación de eisangelia, un «agente e instrumento de Esparta». Se mencionaba mi
formación en Lacedemonia y mi repatriación a aquel país después de Sicilia, mi
servicio con Alcibíades en Asia, «aliado con los enemigos de Atenas», e incluso el
origen de mi nombre y el de mi padre, junto con otras injurias, calumnias y
falsedades.
Aquello iba en serio; el delito no sólo llevaba aparejada la pena de muerte, sino
también la apagoge, detención sumaria. No podía cerrar los ojos sin miedo a que mis
enemigos me prendieran a punta de espada.
Decidí solucionar el asunto sin molestar a Alcibíades. Pero llegó a sus oídos, y
me hizo llamar. Acudí a su criadero de caballos de Erquias, donde cabalgaba
temprano para ejercitarse y aclararse la mente.
—Esta acción —dijo apenas llegué— no va dirigida contra ti, amigo mío, sino
contra mí. Y no es la única.
Me explicó que en los últimos diez días se habían presentado unas cuarenta
denuncias dirigidas contra partidarios suyos y por el mismo motivo: colaboración
con el enemigo. Sus oponentes esperaban que el efecto acumulativo de las
acusaciones conseguiría fomentar la desconfianza hacia Alcibíades y presentarlo
como aliado encubierto de Esparta. Mi caso carecía de importancia. El tal
Axiómenes, me explicó Alcibíades, era un paniaguado de Eutidemos de Cidateneo,
tío de Antifón y miembro
del culto de Heracles de ese distrito, un grupo político ultraoligárquico aliado en su
odio a Alcibíades con veintenas de grupos similares decididos a provocar su caída.
—Siento mezclarte en mis asuntos, Pommo. Pero, sin saberlo, nuestros enemigos
pueden habernos dado un triunfo en una partida más importante. ¿Confías en mí,
viejo amigo?
Podía serle útil si aceptaba su plan.
Anularía la concesión de la propiedad presentando un dike pseudomartyriou, una
acusación de falso testimonio, tras lo cual conseguiría que la granja pasara
provisionalmente a manos del pariente que yo eligiera, que la administraría hasta mi
regreso.
—¿Mi regreso? ¿De dónde?
—En lugar de defenderte de la acusación de traición, Pommo, actúa como si
fueras culpable. Debes huir.
Sólo podía pensar en mi mujer y mi tía. ¿Cómo iba a explicarles aquello? ¿Cómo
iba a cuidar de mi hijo? Si huía de la justicia, Aurora y el niño no podrían venir a
Atenas. En cuanto a mí, ¿no confirmaría mi huida mi culpabilidad y me acarrearía un
destierro de por vida?
—¿He dejado de protegerte alguna vez, Pommo?
Me garantizó que mientras tuviera poder no habría ley ni acción humana capaces
de perjudicarnos ni a mí ni a mi familia. Él pondría las cosas en su sitio, y con
intereses.
—Nuestros enemigos quieren hacerte pasar por agente de Esparta. Muy bien.
Dejaremos que lo hagan.
Quería que me pasara al enemigo. Que viajara a Éfeso, bastión espartano del
Egeo y cuartel general de Lisandro, que había sido nombrado navarca de la flota.
Mis previas relaciones con Lisandro y las credenciales de los cargos de que se me
acusaba me abrirían las puertas. Ante el resto de la gente debía presentarme como un
simple prófugo; pero, cuando Lisandro me llamara para interrogarme, cosa que haría
con toda certeza, me declararía enviado de Alcibíades. Insistiría en la buena fe de su
propuesta de alianza con los espartanos y me ofrecería como correo para los
mensajes que Lisandro deseara confiarme.
En cuanto a la sentencia que pudiera dictarse contra mí en Atenas, Alcibíades se
limitaría a decretar un indulto en su calidad de strategos autokrator.
—Entonces hazlo ahora —le pedí.
Se puso muy serio y me clavó la mirada, ni fría ni colérica, y sin embargo
insostenible.
—Es un asunto de gran trascendencia, Pommo.
—Es un asunto tuyo.
—Estoy tan atrapado en él como tú.
Tenía un motivo adicional para reprocharme mi tibieza. Unos diez días antes,
habían llegado varias compañías de prisioneros de guerra procedentes de la Calcídica.
Entre ellos estaba mi viejo compañero Telamón. Había conseguido que lo soltaran;
ahora estaba en el hospital, recuperándose de sus heridas. No había informado a
Alcibíades ni a ninguno de mis superiores, por considerarlo innecesario. Por
supuesto, Alcibíades se había enterado.
—Saca a tu amigo de la barraca del matasanos. Viajad juntos al Este y ofreceos
como sicarios. Eso aumentará tu credibilidad ante Lisandro; puede que incluso
quiera emplearte para liquidarme.
Iría. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—No disfruto sacando partido de tu situación, Pommo. Pero los problemas
desesperados exigen soluciones desesperadas. Ya sé que te trae sin cuidado, pero esta
misión, si triunfa, cambiará el destino no sólo de Grecia, sino del mundo.
—Tienes razón —respondí—. Me trae sin cuidado.
Casualmente, Euriptolemo y Mantiteo regresaban en ese momento de su
cabalgada por las colinas. Hablamos del apuro en que me encontraba y de los planes
de mi comandante. Según Euriptolemo, estaba claro que debía agachar las orejas
ante aquel cargo de traición; no podía permitir que me metieran entre rejas. Podían
pasar meses hasta la celebración del juicio; ¿quién podía predecir la disposición del
demos para entonces? Sería una locura tentar a la suerte ante un jurado ateniense,
especialmente teniendo en cuenta que quienes podían defenderme deberían partir de
nuevo a la guerra, y pronto.
—¡Alegra esa cara, Pommo! Esto redondea tu historial. —Y, echándose a reír,
Euriptolemo me puso una mano en el hombro—. ¿O es que no sabes que nadie es
auténtico hijo de Atenas hasta que no le destierran y le condenan a muerte?
XXXVII

UNA CACERÍA EN PARNES

Mi situación era consecuencia de una estratagema que Alcibíades había puesto en


práctica varios días antes. La campaña de acciones legales sólo era uno de los
elementos de la respuesta de sus enemigos. Tienes parientes y amigos, Jason, que
estuvieron presentes la noche a la que me refiero; sin duda, recuerdas lo ocurrido.
Deja que te lo cuente tal como lo conserva mi memoria.
Unos días después de su regreso a Atenas, apenas celebrado su triunfo en Eleusis,
Alcibíades organizó una cacería en las laderas del Parnes, a la que invitó no sólo a
individuos predispuestos en su favor, sino también a un puñado de enemigos
personales y políticos, entre los que figuraban Anito y Cefisofón, el futuro tirano
Critias, Lampón, Hagnón y tu tío Mirtilo, los tres últimos, representantes del ala
extrema del «Partido del Bien y la Verdad», que habían sido los perseguidores más
encarnizados de Alcibíades durante el asunto de los Misterios. Cleofón y Cleónimo
representaban a los fanáticos de los demócratas radicales. También estaba invitado
Caricles, quien, con Peisandro, había puesto al pueblo en contra de Alcibíades en la
época mencionada y, durante el reinado del terror que su intransigencia había
contribuido a fomentar, habían propuesto entre otras medidas revocar la ley que
prohibía torturar a un ciudadano. Alcibíades les había dado a entender que la cacería
de Parnes era un gesto de buena voluntad. Deseaba hacer las paces con sus antiguos
enemigos.
La cacería propiamente dicha fue una bravuconada de nuestro anfitrión, pues la
región seguía infestada de espartanos, dado que el fuerte de Decelea se encontraba a
tan sólo sesenta estadios al este. La audacia de Alcibíades dejó boquiabierta a toda la
ciudad, porque ni siquiera los cazadores más empedernidos se habían atrevido a
organizar una partida en aquellas colinas desde hacía años. De hecho, los invasores
se habían adueñado de la zona hasta tal punto que, durante la temporada, los
cazadores espartanos se instalaban en el pabellón, llenaban la despensa e incluso
habían reconstruido la chimenea después de que un temblor de tierra la echara abajo.
Teniendo en cuenta que la ciudad estaba pendiente del acontecimiento y que se había
presentado una muchedumbre de voluntarios de caballería para ofrecernos
protección, nadie podía rechazar la invitación. Además, todos estábamos impacientes
por averiguar lo que tramaba Alcibíades.
Los elementos no pudieron mostrarse más contrarios: los chaparrones castigaron
a la partida durante las dos jornadas. No obstante, la cacería fue magnífica, y hay que
decir en honor de los cazadores que —una vez que regresaron al pabellón para
quitarse las túnicas empapadas y colgarlas a secar ante el fuego, pusieron a remojo
sus doloridos huesos en enormes calderos, se dejaron masajear con aceite caliente y
acabaron de relajarse probando el famoso tinto de la región para acompañar las
peras, los higos y el queso— ninguno se quejó del tiempo ni de la cena: urogallos,
venados y gansos asados. Luego, los invitados, cansados pero satisfechos, ocuparon
los asientos del enorme salón, en cuyas cuatro chimeneas de cobre ardían dos fuegos
por cabeza. Cecheros, batidores, perreros y sirvientes abandonaron la reunión;
contando los asistentes personales, cuya discreción estaba fuera de duda, quedarían
en la sala unos treinta caballeros. Euriptolemo, Adimantos, Mantiteo, Aristócrates y
Pericles el Joven formaban el consejo de nuestro anfitrión; Terámenes, Trasilo,
Procles, Aristón y el resto de su grupo representaban a los moderados; y los
anteriormente citados constituían la oposición. La deferencia que suponía la
invitación había contribuido en gran medida a apaciguar su hostilidad. Todo el
mundo parecía estar en la mejor disposición cuando nuestro anfitrión, vestido con la
capa de cazador, se puso en pie junto a una chimenea y tomó la palabra.
Entró en materia sin preámbulos proponiendo que pusiéramos fin a la guerra de
inmediato y nos aliáramos con Esparta. Sus invitados aún seguían boquiabiertos
cuando afirmó que debíamos hacer la guerra a Persia con nuestros aliados, con el
objetivo no sólo de liberar las ciudades griegas de Asia Menor, sino también de
avanzar tierra adentro contra Sardes, Susa y Persépolis. En otras palabras, de
conquistar todo el imperio hasta la India.
La temeridad de semejante empresa era tan sobrecogedora que varios de los
presentes, recobrando el habla, no repararon en echarse a reír o preguntar si su
anfitrión había perdido la chaveta.
Alcibíades expuso en primer lugar los beneficios prácticos, el más inmediato de
los cuales sería la evacuación del Ática por parte de los lacedemonios, que
regresarían a su país. Eso solo obraría prodigios: acabaría con el descontento de los
hacendados y pondría fin a sus intrigas contra la democracia. En cuanto recuperaran
sus viñedos y sus cuadras se les quitaría de la cabeza la idea de desestabilizar el
estado. Pero las bondades de semejante política no beneficiarían tan sólo a la
aristocracia. También prosperaría el demos, y no sólo los ciudadanos humildes, sino
también los residentes extranjeros sin voto, los metecos e incluso los esclavos, la
mayoría de los cuales estaban más impacientes por actuar que nuestros propios
compatriotas. Si les proponíamos una iniciativa capaz de proporcionarles beneficios
y gloria, luchando no contra sus hermanos, sino contra bárbaros que nadaban en oro,
también cerrarían el pico.
—Es, señores, lo que llamo «alimentar al monstruo». Significa proporcionar a las
irreductibles facciones de nuestra nación un objetivo a la altura de sus aspiraciones,
una empresa que en lugar de enfrentarlos entre sí reconcilie sus contradictorios
intereses. Hoy en día el monstruo es toda Grecia, pues esta guerra ha sacudido las
conciencias de todos los helenos. Todos se han convertido en atenienses, incluidos
los espartanos.
Acto seguido, llevo a cabo una convincente disertación sobre los partidos de
Lacedemonia. La corriente expansionista encabezada por Endio aceptaría la
propuesta con entusiasmo, una vez que se convenciera de su sinceridad, lo mismo
que Calicrátidas y la vieja guardia, que aborrecía a los bárbaros y no soportaba
humillarse para obtener su oro. El partido de Agis y Lisandro se opondría a nosotros,
no porque no creyeran en la empresa (pelearían por encabezarla si la consideraran
beneficiosa para sus intereses), sino porque su ambición estaba unida de forma
demasiado estrecha a la bolsa del príncipe Ciro de Persia. Embajadas privadas,
confesó Alcibíades, habían sondeado a unos y otros hacía tiempo, y otras estaban en
camino; lo que no pudiera conseguirse con argumentos, se conseguiría con oro.
La imbatibilidad persa era un mito, siguió diciendo Alcibíades. Su ejército,
compuesto de conscriptos y ciudadanos de estados vasallos, huiría en desbandada
ante una fuerza espartana de segunda, como lo había hecho ante la nuestra durante
toda la guerra del Helesponto, y su flota no podría hacer nada contra la armada de
Atenas. Describió el sistema persa de satrapías independientes y la división
fomentada entre ellas por el rey. La salud de Darío declinaba; las luchas por la
sucesión harían pedazos toda Asia, y las victorias de nuestros ejércitos darían el
golpe de gracia al imperio. En sus labios, el plan sonaba tan plausible que parecía
inevitable, en particular en cuanto a lo de aliarnos con los macedonios y los tracios,
cuyos príncipes simpatizaban como Alcibíades, y con las ciudades de Jonia, que
siempre habían perseguido la independencia y se alzarían como una sola bajo la
bandera de la madre patria unida.
Sus oyentes eran políticos profesionales y sabían distinguir los propósitos de los
resultados. Alcibíades también tenía respuesta para aquello.
—Considerad, señores, la situación en que coloca a los espartanos esta propuesta.
Han conseguido unir a los estados aliados con su lema de «libertad», que no significa
otra cosa que sacudirse nuestro yugo. Ahora nosotros encabezaríamos ese noble
designio, obligándoles a hacer una elección que sacudirá los cimientos de su estado.
»Imaginad ahora la reacción de los estados griegos independientes. Todos temen
seguir a una potencia como Esparta o Atenas por miedo a ser absorbidos y
convertidos en súbditos, o que ambos enemigos se alíen y los sometan por completo.
Pero unirse a una liga formada por ambas ciudades para luchar contra no griegos les
ofrece una perspectiva mucho menos amenazadora. Si el asunto no cuaja, siempre
podrán apoyar a la una contra la otra; si fracasa, sólo habrán arriesgado hombres y
naves, no su soberanía; y, si tiene éxito, cosecharán riqueza y gloria en cantidades
inimaginables.
»Por último, señores, pensad en el efecto de esta iniciativa sobre los persas. Los
espartanos son sus aliados. Aunque rechacen nuestra oferta, los medos no podrán por
menos de preguntarse, ante cada nuevo navarca llegado de Esparta, a qué partido
pertenece y hasta qué punto pueden confiar en él. De modo que, aun en el caso de
que tengamos que continuar esta guerra, habremos sembrado la suspicacia entre
nuestros enemigos, y sin ningún coste para nosotros. —Alcibíades hizo una pausa
para preparar su golpe de efecto—. Quiero que hagas la propuesta tú, Cleofón, y
vosotros, Anito y Caricles. Yo no puedo presentarla.
»Una iniciativa semejante debe ser planteada por mis enemigos. Escuchadme,
por favor, y sopesad estas consideraciones. Si yo o cualquiera de mi partido presenta
este plan ante el pueblo, será interpretado como una temeridad nacida del orgullo. Se
me acusará de simpatía hacia los espartanos debido a mi antigua asociación con
ellos, o, peor aún, de haberme dejado sobornar por ellos, lo que desencadenará las
consabidas acusaciones de traición, ambición inmoderada, codicia, etcétera, etcétera.
No me cabe duda de que vosotros mismos las formularíais. Por el contrario, señores,
si vuestros partidos, cuya implacable enemistad con los espartanos es pública y
notoria, presentan esta propuesta, obtendrá una credibilidad inmediata; lo que es
más, será aplaudida por su clarividencia y su valentía. Vosotros os ganaréis todo el
crédito. Y yo os respaldaré con todo lo que poseo.
No estaba hablando con idiotas. Todos comprendieron de inmediato la genialidad
del plan y de su corolario, esto es, hacer que lo presentaran sus enemigos. Si Anito y
Caricles, por los oligarcas, o Cleofón, por los demócratas radicales, hacían lo que
proponía Alcibíades y planteaban la idea a título personal, éste habría conseguido su
objetivo declarado, si ésa era su auténtica intención, o, lo que era más probable,
habría atraído a sus enemigos a una trampa, pues podría denunciar la propuesta como
traición y a ellos como traidores, alegando no saber nada de la misma y exigiendo
que sus artífices fueran castigados con toda la fuerza de la ley. Por otra parte, si sus
adversarios intentaban adelantársele y le traicionaban ante el pueblo presentando el
plan como suyo y rechazándolo, corrían el riesgo de descubrir que el demos estaba a
favor, y quedarían en una posición falsa por su mezquindad y su perfidia. En ambos
casos, estarían perdidos. Y él, Alcibíades, aparecería como el estadista clarividente y
generoso que había regalado aquella oportunidad de gloria a sus enemigos, tan
ciegos como para despreciarla, o como el intachable patriota apuñalado por la
espalda por los mismos miserables que ya habían privado a la ciudad de su genio con
anterioridad. Sólo saldrían indemnes si el pueblo rechazaba el plan. Pero ¿quién
podía arriesgarse a confiar en ello en aquellos momentos, cuando mayor era el
ascendiente de Alcibíades?
Caricles, el futuro maestro de torturadores, se levantó.
—¿Por qué llegas a extremos tan extravagantes para arruinarnos, Alcibíades?
¿Por qué no te limitas a hacernos asesinar? Es lo que haríamos nosotros.
Alcibíades se echó a reír.
—¡No sería tan divertido! —Y, recobrando la seriedad, repitió que proponía el
plan con absoluta buena fe.
—¡Y una mierda! —le espetó el oligarca—. ¡Combatiré a tu lado ante Persépolis
en el infierno! —añadió, y se marchó refunfuñando.
El debate se prolongó hasta bien entrada la noche, con muchas proposiciones de
Critias, Cleofón y Anito, que defendieron sus diversos puntos de vista. Critias, como
cabía esperar, se mostró favorable a la alianza con Esparta, pero manifestó sus
temores respecto a la respuesta del pueblo, mientras que Anito atacó el plan como
indigno de Atenas y, en el fondo, constitutivo de traición, e insinuó que Alcibíades
utilizaba a la ciudad como instrumento para su propia gloria, pues de hecho Atenas
sólo era para él «una piedra más que incrustar en tu tiara». Ha de reconocérsele que
dijo todo aquello a la cara de su enemigo y con absoluta franqueza.
Pasada la medianoche me retiré con Pericles el joven al cuchitril que
compartíamos. Seguimos oyendo las voces de la sala durante un buen rato, al cabo
del cual el pabellón quedó en silencio. Sin embargo, resultaba difícil conciliar el
sueño tras semejante simposio; nos despertamos con hambre y decidimos hacer una
incursión en la despensa. Para nuestro asombro, Alcibíades seguía despierto en la
cocina, a solas con su amanuense, al que dictaba cartas.
—¡Mis queridos Pommo y Pericles! ¿Qué os trae por aquí, una cena tardía o un
desayuno madrugador?
Se levantó al instante y, acercando bancos a la enorme mesa, se empeñó en
hacernos de camarero y prepararnos un tentempié de carne fría y pan. Envió a la
cama al somnoliento amanuense y, tras interesarse por nuestra salud y la de nuestras
familias, prosiguió con su tarea.
—No me he atrevido a preguntártelo delante de los otros, Alcibíades —dijo el
pariente de nuestro anfitrión, ansioso por aprovechar aquella oportunidad—; pero
¿va en serio el asunto de Persia?
—Tan en serio como la muerte, amigo mío.
—Seguro que no esperas que la reunión de esta noche permanezca en secreto. No
me extrañaría que la noticia estuviera ahora camino de Atenas.
Alcibíades sonrió.
—Mi discurso de esta noche iba dirigido a muchas audiencias, Pericles, a
cualquiera más que a quienes lo han escuchado en persona. —Se puso en pie y,
adoptando el tono confidencial de quien no desea seguir disimulando, se dirigió a
nosotros como un jefe a sus acólitos o un hierofante a sus iniciados—: Debéis
preguntaros qué podemos conseguir. La victoria sobre Esparta es una quimera. Con
el dinero persa o sin él, su ejército sigue siendo invencible. Y, en caso de que fuera
posible, no deberíamos desear vencerla, porque de conseguirlo, como dijo Cimón,

… lisiaríamos a Grecia y privaríamos a Atenas de su compañero de yugo.

»Así pues, ¿qué es posible? La paz, no. Grecia no la ha conocido nunca y nunca
la conocerá. Pero sí una guerra más noble. Una guerra que no sólo impedirá que el
Monstruo siga devorándose las tripas, sino que además lo pondrá ante una coyuntura
tan formidable y propicia como para permitir que los más humildes alcancen
prominencia y los más altos, gloria imperecedera.
Alcibíades nos sirvió el pan y la carne. Nosotros dos seguíamos pasmados ante la
temeridad de su visión y la desmesura de su ambición.
—Comprendo tu propósito, Alcibíades. Pero, con toda franqueza, ¿puede tener
éxito semejante aventura?
—Debe tenerlo y lo tendrá. —Se sentó y, advirtiendo la expresión de
incredulidad de Pericles, se lanzó a una disertación tan extraordinaria y tan
reveladora de la índole de su intelecto que, a nuestro regreso al cuartito, el joven
oficial tomó la extraordinaria medida de ponerla por escrito tan fielmente como le
permitieron su memoria y la mía. Aún conservo las notas en mi arcón de marino—.
La mayoría de los hombres —empezó diciendo Alcibíades— creen que lo que
llaman vigilia es su única existencia, mientras que los sueños son apariciones sin
sustancia que visitan nuestras conciencias dormidas. Las tribus salvajes que habitan
más allá de la Bitinia tracia están convencidas de lo contrario. Para ellos la auténtica
existencia tiene lugar en los sueños; en cambio, desprecian la vida consciente, a la
que consideran un fantasma y una ilusión. Pueden localizar la caza, es decir, predecir
donde aparecerá, basándose en los sueños que aseguran poder convocar la noche
anterior. He cazado con ellos y lo creo. Afirman que son capaces de entrar en los
sueños y salir de ellos a voluntad, y sólo temen morir mientras sueñan; en cambio,
no dan importancia a la muerte física, pues el sueño sobrevive incluso a la
desaparición del recipiente que lo alberga.
—¡Qué cosa más absurda! —exclamó Pericles—. Si mueres en sueños,
despiertas con vida. ¡Pero pálmala en la vida real y se acabó el soñar!
Alcibíades se limitó a sonreír.
—Todos presentimos que hay otro mundo debajo de éste. No un mundo de
sueños exactamente, sino de posibilidades. Lo que no existe todavía, pero podría
existir. Lo que podemos hacer realidad. Del mismo modo que un niño tumbado sobre
la hierba junto a un arroyo puede atravesar la superficie del agua con la mano para
coger un guijarro del fondo. En eso consiste nuestra vida, ¿no? Un animal no ve más
que las sustancias materiales, pero un hombre ve sueños.
»Yo me he alimentado de sueños. No sólo para sustentarme, sino para agasajar a
otros. En eso se reconocen mutuamente los grandes y así es como quien posee una
visión guía a hombres libres. Claro —añadió Alcibíades— que no sirve cualquier
sueño. Sólo uno, y ése, como el guijarro en la corriente, hace mucho tiempo que
recibió un nombre. Ese guijarro se llama Necesidad. La Necesidad es el sueño. El
que grita para nacer y llama a todos aquellos que se consideran dirigentes para que
sean sus parteros.
»De niño, observé a menudo que Pericles el Viejo era capaz de definir el presente
y el futuro, no sólo para sí mismo sino también para los demás, sin emplear más
fuerza que la de su propia persona. Podía decirles lo que veía y hacérselo ver, de
modo que ya no percibían las cosas con sus propios ojos sino con los de él. De ese
modo mantenía a la ciudad, y al mundo, bajo su hechizo.
»Entre los amantes, el mayor presta ese servicio al más joven, elevándole al
donarle su visión, más noble y de más largo alcance. Pues todos los muchachos, y la
mayoría de los hombres, son profundamente imperfectos, no sólo en sí mismos, sino
también en sus aspiraciones, que son mediocres, vanas y mezquinas. Ese fue el
regalo que me hizo Sócrates, exaltar mis aspiraciones; gracias a la fuerza con que se
apoderaron de mí, comprendí que aquel hombre era un don fastuoso para sus
semejantes, además de su más poderoso instrumento de ambición. Pues ¿qué puede
elevar más a un hombre en la estima de sus compatriotas que ser el artífice de su
dicha y su prosperidad?
»Sócrates —siguió diciendo Alcibíades— considera la Política inferior a la
Filosofía, y estoy de acuerdo con él. ¿Qué hombre culto no lo estaría? Pero la
Filosofía no podría existir sin la Política. Des de ese punto de vista, la Política es la
vocación más noble de todas las imaginables, pues hace posibles todas las demás. ¿Y
cómo definir la Política sino como el arte de conseguir un visión para el pueblo, esa
visión que es su destino pero que sólo intuye imperfecta y parcialmente?
—¡Eso no es un político, Alcibíades, sino un profeta!
—El profeta percibe la verdad, Pericles, mientras que el político la hace
manifestarse ante sus compatriotas y a menudo enfrentándose a su obstinada
oposición.
—Y, en el caso de Atenas —tercié yo—, a la de nuestros súbditos y enemigos. —
Había algo que deseaba preguntarle—. Supón, Alcibíades, que la justicia estuviera
sentada a esta mesa y te replicara: «Amigo mío, me has dejado fuera de tus cálculos.
Porque lo que tú llamas Necesidad otros lo llaman Injusticia, Opresión e incluso
Crimen». ¿Qué responderías a la diosa?
—Le recordaría a la Justicia, amigo mío, que la Necesidad es anterior a ella y fue
creada aun antes que la tierra. La Justicia, como ella bien sabe, no puede prevalecer
ni siquiera en el Cielo. ¿Por qué iba a prevalecer entre los mortales?
—Esa es una filosofía dura, Alcibíades.
—Es la filosofía del poder y de aquellos que lo poseen. La filosofía del imperio.
Y todos los que tenemos estados feudatarios, los espartanos, los persas y también los
atenienses, la hemos abrazado. Si no, ¡dejémoslos marchar! Pero entonces
caeríamos, fracasaríamos y seríamos infieles a nuestro destino. Eso, en mi opinión,
es un crimen mucho más grave que la injusticia, en especial, si es tan benigna como
la nuestra, que de hecho aporta a nuestros estados súbditos mayor seguridad y
bienestar material de los que serían capaces de obtener por su propia cuenta.
»Pero la cuestión, amigos míos, es ésta. Nuestros así llamados estados súbditos
no están sometidos a nosotros en el sentido fuerte de la palabra, es decir, sojuzgados
por la fuerza; su reconocimiento de nuestra excelencia les estimula a emular nuestras
mejores cualidades. Si no, ¿por qué acuden sus hijos a nuestra ciudad y se alistan en
nuestra flota, incluso en sus horas más bajas? Su fortuna prospera con la nuestra y es
inseparable de ella, como la de todos esos estados adormecidos cuyos ejércitos se
unirán libre y gustosamente a nuestra causa cuando avancemos contra Asia.
—Entonces, ¿tú ves no sólo por Atenas, sino también por sus súbditos y sus
enemigos?
—¡Y por el mundo entero! —exclamó Alcibíades y, soltando una carcajada
irónica y ligera como la espuma, señaló los platos y la bandeja que teníamos delante
—. Me limito a preparar el banquete y hacerme a un lado mientras mis amigos cenan.
Al volver a nuestro cuarto, pasamos junto a los de Anito, Critias y Caricles, que
seguían despiertos y conspirando entre susurros. Los enemigos de Alcibíades
intrigaban intentando idear el modo de provocar su caída. Ignoraban que el agente de
su desgracia, la de su adversario y la suya propia, ya había desembarcado a esas horas
en Castolos, Jonia, protegido por el Caranedion, la caballería real del príncipe Ciro de
Persia.
Libro VIII

TRES VECES
NUEVE AÑOS
XXXVIII

EL PESO DEL ORO

¿Has visto alguna vez un carro cargado de oro, Jasón?


No es gran cosa. Sólo dos lingotes, envueltos en borra y no más grandes que
troncos de chimenea, pero tan pesados que, según nos contaron los oficiales de la
escolta a Telamón y a mí, tras permitirnos echarles un vistazo a las puertas del erario
de Éfeso, hubo que cargarlos arrastrándolos con poleas sobre una plataforma de
rodillos. Cada barra tenía que ir exactamente sobre un eje para que el peso no
desfondara el carro, que debían remolcar bueyes, pues un tiro de caballos o mulas
podía arrastrarlo en terreno llano, pero no cuesta arriba.
El príncipe Ciro había enviado diez lingotes como aquéllos a Castolos, con
instrucciones de su padre, Darío de Persia, de entregar a los espartanos todo lo que
necesitaran para destruir la flota de Atenas. Por si eso no bastara, añadían los
informes, el príncipe había puesto su fortuna personal a disposición de sus aliados,
prometiéndoles hacer pedazos su trono de oro en caso necesario. En total eran cinco
mil talentos, diez veces el tesoro de Atenas. Ahora, amigo mío, dime quién gano la
guerra para Lisandro.
Los marineros atenienses cobraban tres óbolos; Lisandro pagaba cuatro. Una
tripulación ateniense tenía tres cuartas partes de extranjeros; algunos barcos llevaban
apenas veinte ciudadanos. Los reclutadores de Lisandro podían pagar
espléndidamente a esos extranjeros. Y los espartanos pagaban «unto al proís», y el
sueldo entero cada mes, no la tercera parte, como nuestros pagadores, que retienen el
resto hasta la llegada al puerto de origen…

En este punto del relato —lo recuerdo porque mis notas se interrumpen a media
frase— un alboroto procedente del Patio de Hierro interrumpió a Polémides. Al
cabo de unos instantes, apareció un carcelero para informarnos de que una mujer
que afirmaba ser la esposa del prisionero se había colado en el puesto del vigilante
y exigía, con palabras soeces, que le dejaran ver a su marido. No podía ser otra que
Eunice.
—¿Qué le digo?
—Que estoy ocupado.
Podíamos oír sus juramentos, que dejaban chiquitos a los de cualquier
contramaestre, mientras el portero la obligaba a abandonar el patio.
—Es la única ventaja de estar encarcelado —observó Polémides—. La
intimidad. Sin embargo, había perdido la concentración. Yo tenía que atender a
otras
obligaciones, de modo que decidimos levantar la sesión. No obstante, querido nieto,
dispongo de varios documentos que puedo intercalar provechosamente en este punto
para suplir la narración de Polémides.
Esto son anotaciones de bitácora de Pericles el Joven, a la sazón capitán del
Calíope; me las entregó después del juicio contra los generales de Arginusas.
Forman un esbozo de la primera campaña contra Lisandro:

8 de hecatombaión, estrecho de Micale. Asediando al Pedagogo [los


atenienses llamaban así a Lisandro, además de Maestro y Profesor]. No
quiere salir a jugar.

12 de hec. Bloqueando Éfeso. Los setenta y seis del Profe no asoman la


nariz para enfrentarse a nuestros cincuenta y cuatro.

27 de hec. Incursiones en los pueblos al este de Eleo. Sesenta prisioneros,


en su mayoría mujeres, que en total no valen una mina. Seis heridos, cuatro
graves. Paga: cuarenta días de retraso.

3 de metageitnión, Imbros. Perseguimos dos escuadras de seis y ocho


durante todo el día desde Mirina. Vararon y huyeron durante la noche.

11 de meta. Atinos, Tracia. Saqueo. Cuatro heridos. Sin paga.

14 de meta. Más pueblos. Sin paga.

2 de boedromión, Samos. Llega el Indomable. Alcibíades ha estado


persiguiendo a Lisandro con tres escuadras desde Aspendo. Seguimos sin
entrar en acción.

Era la respuesta del navarca espartano a las ansias de combate que dominaban
a sus enemigos. Eludir la batalla. No estaba dispuesto a luchar. Pericles escribe a
su mujer, Quíone:

Una cosa es que los mandos entendamos la estrategia de Lisandro y nos


armemos de paciencia esperando vencerle, y otra muy distinta explicársela a
los hombres. Las tripulaciones pagan su frustración no con Lisandro, sino
con nosotros.

A su lijo Jantipo, empezando a enseñarle el oficio de comandante:

… el dinero es la pesadilla de los oficiales de la armada. Nada, ni siquiera


un criadero de caballos, lo devora como un barco, y ningún barco con más
voracidad que un trirreme. Cambiar una simple plancha ensamblada a
mortaja y espiga exige carenar la nave y a menudo reemplazar toda una
sección del casco, tarea extraordinariamente compleja que requiere toda la
habilidad de los carpinteros de ribera, por no mencionar la madera adecuada
de la edad adecuada y de las dimensiones adecuadas. ¿Y dónde encuentras
todo eso cuando lo necesitas? Pero el principal gasto son los hombres, que
despilfarran hasta el último óbolo en cuanto lo reciben; ¿y quién puede
culparlos, si se matan a trabajar haga buen o mal tiempo y ponen su vida en
peligro constantemente? Atrévete a decirles, después de diez días de
dieciocho horas de faena, manduca fría, falta de sueño y patrullas a lo largo
de una costa hostil, que no puedes pagarles ni el tercio del sueldo.
El trierarca dilapida el capital de su credibilidad cada vez que da largas a
sus hombres, y lo lamentará amargamente en cuanto tenga que entrar en
acción. Si es rico (y para los hombres siempre lo es, pues en caso contrario la
ciudad no le habría endilgado el mando de una nave de guerra), los remeros
se preguntan irritados por qué no echa mano a su propia bolsa de una vez y
arregla cuentas con el erario más tarde. Por supuesto, muchos lo hacen, y
acaban arruinándose. Porque, una vez que pagas a la tripulación de tu propio
bolsillo, ya nunca podrás volver a decirles que no. Has dejado de ser su
capitán para convertirte en su esclavo.
Una de los talentos más sobresalientes de Alcibíades, mediante el que ha
mantenido en pie la flota, que estaba prácticamente arruinada, durante tanto
tiempo, consiste en obtener dinero de una ciudad o distrito rural contra su
voluntad. Porque, créeme, esos destripaterrones son capaces de enterrar sus
tesoros tan profundamente que te cansarías de cavar antes de desenterrarlos, y
ponerles la espada en el cuello no sirve más que para hacerle el juego al
enemigo. Alcibíades es el único que sabe hacerles soltar la pasta.
Contribuciones. Los engatusa, los estafa o escribe sus famosas O. C., órdenes
de compensación. La flota no puede enviar a ningún otro capaz de obrar ese
prodigio. Nadie se las apaña como él. Lo que provoca un nuevo problema,
porque Alcibíades debe abandonar el mando para conseguir dinero. Eso
devora la moral como el ácido; pero la flota no tiene otra alternativa, y
Lisandro lo sabe.
Nuestros comandantes, agobiados por la penuria, no tienen más remedio
que avenirse al terrible trabajo del pillaje. Su principal inconveniente es la
situación en que coloca a los hombres. Los marineros no están preparados, ni
física ni mentalmente, para la guerra terrestre; les angustia. Los que son
líderes en el barco, se echan atrás cuando la columna avanza tierra adentro y
dejan que los sádicos y los canallas tomen la delantera. El fuerte del remero
no es asaltar empalizadas, robar ovejas o secuestrar a golfillos y abuelas para
venderlos a los tratantes de esclavos. Si un pueblo ofrece resistencia, los
hombres se echan atrás, se niegan a atacar. Si el enemigo cede, se vuelven
locos. Cometen atrocidades. No hay cosa que tema más un oficial. Porque
cada virgen violada significa otra aldea entregada en bandeja al enemigo y, lo
que es más peligroso a corto plazo, el hostigamiento de los familiares de la
víctima, que, decididos a vengarla, aprovechan el momento en que
regresamos al barco para arrojar una lluvia de dardos y piedras sobre nuestra
retaguardia o montar a caballo y cargar como locos contra nosotros
blandiendo jabalinas, hasta obligarnos a abandonar el botín por el que hemos
arriesgado la piel, para aligerar la carga y huir.
Las partidas siempre regresan con heridos, y eso produce un efecto
desastroso en el barco. Un solo hombre gritando con las tripas al aire se las,
revuelve a todos los demás, y aún es peor si se ha quedado ciego o le han
quemado. Dios no quiera que hayan herido a alguno en sus partes; sus
compañeros se acobardan, y sólo una acción inmediata y radical evita que los
aspirantes a demagogos de la tripulación lleven a los hombres al borde del
motín. Puedes azotarles. Puedes mandarlos al escobén. Puedes hacer que los
infantes elijan a uno y den un escarmiento. Pero a un barco de guerra lo
mueve el corazón tanto como el sudor. Debe haber concordia entre los
hombres, o estás acabado.
XXXIX

LLORONES Y

MEONES

Ese día tenía otras obligaciones [siguió contando mi abuelo], relacionadas en su


mayoría con Sócrates, para cuya fecha de ejecución sólo faltaban cuatro salidas de
la estrella del atardecer; era bien pasada la medianoche cuando llegué a casa.
Imagina cuál sería mi asombro al ver a Eunice, que me esperaba sola en el patio
delantero, con un manto sobre los hombros para protegerse del frío. Llevaba allí
todo el día, me explicó, desde que había salido de la prisión. Mi mujer le había dado
de cenar y había puesto a un sirviente a su disposición para que la acompañara a
casa, pero el asunto que deseaba tratar conmigo era urgente, me aseguró, de modo
que había preferido quedarse. Tenía que hablar con Polémides. La cosa no podía
esperar.
Estaba agotado y no deseaba otra cosa que un cuenco de vino y una cama
caliente, pero intuí que tenía la ocasión de llegar al fondo del asunto de una vez por
todas.
—¿Quién ha puesto la denuncia por asesinato contra Polémides? —le pregunté
tan brusca como perentoriamente—. Ya sé el nombre que figura en la acusación;
ahora quiero conocer el del auténtico denunciante. ¿Quién está detrás de todo esto
y por qué? —Eunice se levantó indignada y negó saberlo. Empezó a dar vueltas
refunfuñando, y acabó rompiendo en un torrente de blasfemias—. ¿Quién te aloja en
su casa? —le pregunté empleando, no oi kos, sino oikema, por sus connotaciones de
burdel.
Colofón, me respondió colérica, el hijo de Hestiodoro de Colitos. Yo sabía que
era sobrino de Anito, acusador de Sócrates y uno de los más encarnizados enemigos
de Alcibíades, y que su hermano Andrón había jurado ante el tribunal que era
compañero de fratría de la víctima y conseguido que dictaran una orden para
permitir la acusación a pesar del tiempo transcurrido.
—¿Y también compartes la cama con ese Colofón?
—¿Qué es esto, un tribunal? —replicó la mujer volviéndose con furia—. ¿Desde
cuándo soy yo la acusada?
—¿Quién quiere ver muerto a tu marido, Eunice? No ese miserable, ni su
hermano, a quienes les bastaría con quedarse con sus tierras y mandarlo al exilio.
Alguien quiere acabar con él definitivamente. ¿Quién?
Me miró a los ojos con una expresión que nunca olvidaré. Tuve la sensación de
que me fallaban las piernas, como a quien, en palabras de Hermipo,
tropieza con la verdad.

Era ella.
—¿Cómo? —insistí—. ¿Convirtiéndote en la amante de un hombre poderoso?
¿O buscaste a quienes sabías que tenían motivos para desear la muerte de tu
marido y te limitaste a sugerirles los crímenes que necesitaban para conseguir el
arresto?
Eunice se echó a llorar.
—No puedes imaginarte, señor, lo que es ser una mujer en un mundo de
hombres…
—¿Y eso justifica el homicidio?
—Los niños son míos. ¡No dejaré que me los quite!
Se dejó caer en la silla y empezó a sollozar. La historia brotó al fin de sus
labios. El problema era su hijo, que se llamaba Nicolaos, como el padre de
Polémides. El chaval tenía dieciséis años y le rebosaba la turbulenta savia de la
juventud. Como muchos chicos que se crían viendo pasar a numerosos «tíos» por la
cama de su madre, Nicolaos había acabado idealizando al padre, con el que sólo
había convivido intermitentemente, pero cuya participación en grandes
acontecimientos lo había rodeado, en la imaginación de su vástago, de un aura en
la que no había conseguido hacer mella su encarcelamiento por asesinato.
El chico, me contó Eunice, se había escapado para enrolarse en dos ocasiones,
utilizando nombres y documentos falsos. Devuelto a casa por los vigilantes de los
astilleros, había vuelto a huir a los muelles del Pireo, donde su padre compartía
cama con la viuda de un compañero de la flota. Eunice había acabado
localizándole, pero no había conseguido arrastrarle de vuelta a casa. Alguna
tripulación escasa de hombres acabaría aceptándole; sólo era cuestión de tiempo
que se hiciera a la mar, lo que sin duda significaría su muerte. Su padre era el único
que podía disuadirle. Necesitaba mi ayuda. ¡Tenía que ayudarla!
Sus exaltadas súplicas atrajeron al vigilante, que esa noche era el hijo del
cocinero, un muchacho muy despierto llamado Hermón. Era tarde y hacía frío.
—Tienes que comer algo, mujer. Entra en casa, por favor.
Indiqué a Hermón que encendiera fuego en el hogar de la cocina y acompañé
adentro a Eunice; le puse una silla junto al brasero y le di una piel de oveja para los
pies. Ya conoces ese rincón de la casa, querido nieto; es un sitio muy acogedor, que
el carbón caldea en unos instantes.
Puede que mi narración no haya sabido hacer justicia ni a la mujer ni a la
simpatía que era capaz de inspirar. Pues, aunque juraba como un carretero, era
todo sinceridad. Uno no podía por menos de admirar, si no otra cosa, su capacidad
para sobrevivir. Sólo el cielo sabía contra cuántas penalidades había tenido que
luchar para criar a sus hijos en los confines del mundo y rodeada de bárbaros.
Incluso su objetivo presente, salvaguardar a su hijo de la guerra, podía
considerarse noble si se olvidaban los medios que había empleado. Y la verdad sea
dicha, tampoco carecía de
atractivo físico, pues poseía la especie de generosa concupiscencia que algunas
mujeres adquieren pasada la juventud, cuando el tributo exigido por la dura
experiencia las hace sentirse a gusto dentro de su propia piel. Un marinero habría
dicho que aún se merecía unas estrepadas. Por mi parte, no podía evitar sentir
simpatía hacia ella, ni me costaba imaginármela con Polémides. Tal vez aún
pudiera conseguir que se reconciliaran, a pesar de todo lo ocurrido. Confieso que,
viéndola sentada ante el fuego, lamenté no haberlos conocido en sus buenos tiempos
(y en los míos), a ellos y a sus compañeros de taberna y puerto.
—¿Por dónde va? —me preguntó al cabo de unos instantes de
silencio. Se refería a qué parte de la historia me estaba contando.
Le respondí que por Samos y Efeso. Ella rió por lo bajo con amargura.
—Daría lo que fuera por oír esa sarta de mentiras.
El chico trajo pan y huevos duros. El tentempié pareció entonarla y atenuar su
hostilidad y su suspicacia.
—¿Y sí pudiera conseguir que retiraran los cargos? —ofreció—. Me iría a la
cama con quien fuera, y también conseguiría dinero para sobornos.
Demasiado tarde. Ya se había fijado la fecha del juicio.
—Polémides lo sabía hace tiempo, ¿verdad? Que eras tú quien estaba detrás de
su encarcelamiento. —La mirada de la mujer confirmó mi conjetura—. Él no te
odia, Eunice, de eso estoy seguro. —Le prometí hacer cuanto estuviera en mi mano
para conseguir que Polémides la ayudara; estaba convencido de que lo haría. Pero
una expresión dolorida nublaba sus facciones. Me sentí conmovido y quise
consolarla—.
¿Puedo preguntarte algo, Eunice?
—¿Es que sabes hacer otra cosa, capitán?
Le pedí que me hablara de su vida con Polémides. ¿Cuál había sido su mejor
época? ¿Cuándo habían sido más felices? Me miró con desconfianza. ¿Acaso me
burlaba?
—Nuestra buena época fue la buena época de Atenas. Samos y los estrechos.
Cuando Alcibíades obtuvo sus victorias. —Al fin se tranquilizó y, colocándose la
piel de oveja sobre el regazo deforma que el brasero le calentara un costado y la
lana el otro, le dio un sorbo al vino y comenzó su relato—: Teníamos una casita en
Samos. Pommo nos hizo mudarnos allí desde Atenas, a mí y a los niños. Era un sitio
muy bonito, llamado «las terrazas». Todas las casas de la calle estaban ocupadas;
todos los hombres pertenecían a la flota. Eran buenos tiempos, capitán. Y buena
gente. Las casitas estaban construidas en la colina de tal forma que podías cultivar
un pequeño jardín; por eso las llamaban las terrazas. Cultivábamos melones tan
grandes como tu cabeza, y flores; pensamientos y rosas, alhelíes y jazmines. Las
chimeneas tenían en lo alto esas ptera, alas, que giran como veletas y producen una
suave queja cuando el viento pasa entre ellas. Cada vez que vuelvo a oír ese sonido
se me parte el corazón.
»Nunca he visto tantos llorones y meones juntos. Todas las chicas estaban
preñadas o recién paridas; veías criaturas gateando por todas partes. Todas
queríamos hijos, porque no sabíamos cuánto tiempo tendríamos a nuestros hombres.
¡Y qué hermosos eran todos, capitán! No sólo mi Pommo, que estaba en la flor de la
edad, sino todos. Tan jóvenes, tan valientes… Y siempre heridos. Se habrían
avergonzado de no estarlo. Seguían remando con una pierna rota, o ciegos, o con
una «estrella de mar» sobre la tripa; tú lo sabes bien, señor. No habrían dejado en
la estacada a sus compañeros por nada del mundo. A las fracturas de cráneo las
llamaban dolores de cabeza. Me acuerdo de lo que le aconsejó el médico a uno con
una conmoción que lo había dejado bizco: «Siéntate».
»En nuestra calle teníamos una hucha. Ibas poniendo dinero, y quien lo
necesitaba lo cogía y lo devolvía cuando podía. Nadie robaba. Podías dejarla hucha
fuera toda la noche. No había bandos ni corrillos; todos éramos amigos. No
necesitábamos diversiones. Nos bastaba con estar juntos. Nadie engañaba; nadie
debía nada. Teníamos todo lo que necesitábamos: juventud y victoria. Teníamos los
barcos, teníamos a los hombres, teníamos a Alcibíades. ¿No era bastante, capitán?
¿No habría sido bastante para la mayoría de los hombres? —Eunice había pelado
una manzana mientras hablaba; arrojó al fuego la monda, que produjo un
chisporroteo—. Pero no lo era para Polémides de Acarnas. ¡Quia! Se buscó otra
mujer, ¿no te lo ha contado? No una fulana, no. Una jovencita respetable. Como lo
oyes. Se casó con ella y tuvo la cara de decirme que no me presentara en la boda.
¿Qué te parece? Me entregó la mitad de su paga, una miseria, como si eso lo
arreglara todo. Tenía un hijo y una hija de su propia sangre, y los largó con poco
más que un «Ahí os pudráis».
»Iba a ser un hacendado, como su padre. ¡Qué risa! Había intentado trabajar la
tierra conmigo y no distinguía la mierda de cerdo de la morcilla de cerdo. Pero
resulta que ahora era su sueño. Esa vez haría que funcionara, me dio.
»Maté a un hombre de un hachazo por él. ¿Te ha contado eso, capitán? En
Eritras. Le partí la cabeza en dos a aquel hijo de puta porque estaba borracho ciego
y se arrojó sobre Pommo. Si volviera a tener aquella hacha, la echaría en la sopa.
— Se quedó inmóvil y en silencio un buen rato, sosteniendo la manzana junto a la
boca y rodeándose el cuerpo con el otro brazo, como una niña—. Pero ¿para qué
vamos a seguir hurgando en el pasado, señor? Esa mujer está bajo tierra y él lo
estará pronto. Lo condenarán por Alcibíades, y esta vez no podrá escabullirse.
Le pregunté si lo quería.
—Yo quiero a todo el mundo, capitán. No me queda más remedio.
Se había hecho muy tarde. Saltaba a la vista que Eunice estaba tan agotada
como yo. Le aseguré que hablaría con Polémides sobre su hijo y trataría de
convencerle para que aceptara verla, de modo que ella misma pudiera exhortarle a
intervenir. Le recordé la cantidad que le había prometido y le ofrecí el doble.
¿Estaba segura de que quería echarse a la calle a aquellas horas? Podía hacer que
le prepararan una habitación sin ningún problema. Me dio las gracias, pero rehusó;
prefería no
preocupar a la gente con la que vivía. En la puerta, mientras le buscaba a alguien
para que la acompañara con una antorcha, un impulso súbito me obligó a hacerle
una pregunta:
—¿Puedes darme tu opinión sobre Alcibíades, como mujer? ¿Qué te parecía, no
como general o como personaje, sino como hombre?
Se volvió hacia mí sonriendo.
—Nosotras las mujeres ansiamos la gloria, capitán, igual que los hombres. Pero
¿de dónde proviene nuestra grandeza? No del hombre al que conquistamos, sino del
que traemos al mundo.
Intentaba, le dije, comprender a Timea de Esparta, la reina que no sólo se había
dejado seducir, sino que además alardeaba de su infidelidad.
Eunice no veía en ello ningún misterio.
—No había mujer en el mundo, ni Timea de Esparta ni la propia Helena si
hubiera seguido viva, que pudiera estar frente a aquel hombre sin sentar en su
vientre la llamada del dios. ¡Qué hijos me habría dado su semilla! ¡Qué hijos! —Se
echó la toca sobre los hombros; luego, levantándose el velo para colocárselo bien,
se detuvo—. ¿De verdad quieres saber cómo es Pommo? —Le aseguré que lo
deseaba sinceramente—. El corazón se le partió dos veces en su juventud —dijo
apartando los ojos de mí y mirando a un lado con expresión grave—. Por su
hermana y por su primera mujer. Cuando se las llevó la peste, enterró sus cuerpos,
pero no su recuerdo. ¿Qué mujer de carne y hueso puede competir con eso, señor? Y
las dos están muertas, así que ni siquiera puedo maldecirlas.
»Eso es lo que queda de él, capitán. Y de Atenas. La peste y la guerra se
llevaron las esperanzas de sus hijos. Y las tuyas también, señor, si no me engaño al
leer en tus ojos.
Medité sus palabras gravemente, impresionado por su verdad.
—Si necesitas alguna cosa, señora, no dudes en acudir a mí. Si está en mi mano,
trataré de complacerte.
Se puso el velo, dispuesta a marcharse, pero se volvió de nuevo.
Alcibíades les dio esperanza, ¿verdad, capitán? La sentían en el vientre, como
las mujeres, y le perdonaban todas sus faltas y todos sus crímenes. Tenía eros. Era
eros. Sólo eso pudo apoderarse de la ciudad de aquel modo y cambiarla de arriba
abajo.
XL

EL TRAPO ROJO DE ESPARTA

Era otoño [siguió contando Polémides] cuando Telamón y ye llegamos a Mileto, tras
desembarcar en Aspendo y atravesar Caria por la carretera de la costa. Ahora
contaba los días sirviéndome de un calendario diferente: el embarazo de Aurora.
Faltaban cuarenta y tres para que cumpliera, según las muescas del asta de mi lanza.
Advertí a mi compañero que no contara conmigo para entonces, porque estaría en
Samos al lado de mi mujer.
—La esperanza es un crimen contra el Cielo —rezongó Telamón sin dejar de
avanzar contra el viento que azotaba el camino, que recorrían a todas horas carros
enemigos con material de guerra y cuerpos de caballería e infantería. Todos los
lugares aptos para desembarcar estaban siendo fortificados y dotados de
destacamentos—. Antaño eras soberbio, Pommo, porque despreciabas tu vida. Pero
la esperanza te ha reducido a la nada. Debería abandonarte, y te abandonaría si no
fuera por nuestro asunto.
Todas las poblaciones de Caria tenían guarniciones espartanas. Habían cambiado,
sobre todo Mileto. Bajo el dominio ateniense, celebraba una fiesta llamada «de las
Banderas». Las matronas adornaban las calles con banderolas y estandartes; los
gremios y las hermandades abarrotaban las plazas; la ciudad entera permanecía en
fiestas toda la noche, con bailes en las calles, carreras de antorchas y cosas por el
estilo. Aquel año, no. Las fachadas de las casas estaban desnudas y los hombres,
trabajando en los muelles, como en un día cualquiera. Todo el mundo llevaba algo
rojo, un trapo o un pañuelo, para mostrar su lealtad a Esparta. Ya no se saludaba
exclamando «¡Ártemis!» para desear la bendición de la diosa, sino «¡Libertad!», para
mostrar aborrecimiento a la tiranía de Atenas. Era el saludo obligatorio.
Las guarniciones espartanas habían impuesto el estado de sitio, con toque de
queda incluido, pero los asuntos de las ciudades los llevaban los Diez, consejos
políticos de los ciudadanos más ricos, hacendados y gente por el estilo, que no
respondían ante Esparta, sino ante Lisandro. Bajo el dominio ateniense, los casos
civiles se juzgaban en Atenas, donde los buitres de los tribunales se encargaban de
dejar sin blanca a los colonos. Ahora esos chanchullos parecían benignos. En los
tribunales de Lisandro, cualquier delito civil se consideraba un crimen de guerra. El
incumplimiento de un contrato era abandono del deber y la pereza, traición. Aunque
los Diez hubieran querido ser justos, pongamos en una disputa de límites, entre un
campesino y su señor, una sentencia moderada habría podido costarles que les
denunciaran como demócratas y partidarios de Atenas. El puño debía golpear con
fuerza.
Toda Jonia se había convertido en un campamento de guerra. Lisandro había
hecho imposible la práctica de los oficios civiles. Tampoco permitía la menor
indisciplina. El castigo corporal estaba a la orden del día; en todos los muelles había
cepos y postes para propinar azotes. A todas horas se oía el grito del contramaestre:
«¡Formad para presenciar el castigo!»; las calles resonaban con el silbido de la vara y
el chasquido del gato. En el puerto, los perezosos debían trabajar con argollas de diez
kilos o arrastrando cadenas y bolas de hierro. Los delincuentes permanecían firmes
todo el día con un ancla sobre los hombros.
Nos cruzamos con Lisandro en la carretera de la costa, al sur de Clazómenas. Le
acompañaban doce jinetes, precedidos por una escolta de la caballería real persa,
hombres del príncipe Ciro. Tenías que saludar a su paso, a menos que prefirieras
recibir una paliza a manos de aquellos petimetres. Telamón admiraba a Lisandro. Era
un profesional. Había convertido a la chusma civil en un ejército y les había
enseñado a temerle más que al mismo enemigo. «¡Libertad!», exclamábamos en las
calles, con un pañuelo rojo anudado al cuello.
Lisandro había instalado su cuartel general en el bastión de Éfeso. Era un lugar
magnífico. Telamón buscaba a su antiguo comandante, Etimocles, a cuyas órdenes
seguía técnicamente. Pero el oficial había cumplido su periodo de servicio y había
regresado a casa. Le había reemplazado Teleutias, que más adelante llevaría a cabo
una espectacular incursión en el Pireo.
—¿Sois espías? —nos espetó el espartano a modo de saludo.
—Sólo él —respondió mi compañero.
—¡Lástima! Confiaba en liquidaros juntos.
Teleutias, que tenía asuntos más urgentes de los que ocuparse, nos envió
directamente a Lisandro. Al parecer, el navarca estaba al corriente de nuestros casos,
incluidos mi procesamiento y mi huida. Me habían condenado, me informó. Era la
primera noticia que tenía. Se echó a reír. Había olvidado hasta qué punto era
atractivo; su aplomo, considerable en los días en que carecía de poder, se había
multiplicado por diez después de su ascenso al mando supremo.
—Os ha enviado Alcibíades —observó sin rencor—. ¿Con qué instrucciones?
¿Asesinarme?
—Atestiguar, señor, la sinceridad de su oferta de alianza contra los persas y la
buena fe de las propuestas que te ha hecho.
—Sí —respondió Lisandro revolviendo entre sus papeles—, Endio me ha
informado con detalle por escrito, y he recibido otras dos embajadas secretas de
vuestro amo.
Su mirada escudriñó la mía en busca de una reacción a la ofensa. Me costó
disimular. En cuanto a Telamón, no se había inventado el insulto que pudiera hacerle
perder la calma.
¿Cómo andábamos de dinero? Lisandro garrapateó una nota. Ordenó a su
asistente persa, en persa, que nos buscara alojamiento de categoría seis, la de los
jefes de lochoi.
—Los juegos de Ártemis se celebran pasado mañana; dirigiré una arenga al
ejército. Estad presentes. Alcibíades tendrá su respuesta.
Como sabes, Éfeso es uno de los puertos más importantes del Este. El Pteron, «el
ala», su enorme rompeolas, es una de las maravillas del mundo. Por aquel entonces,
se habían construido, cuatro de sus seis estadios, y era lo bastante amplio en su parte
superior para permitir que se cruzaran dos carros. La obra estaba cubierta de
andamios en toda su longitud, con ataguías a intervalos para poner las zarpas. El mar
estaba blanco de yeso a diez metros de distancia.
El régimen de Lisandro daba sus frutos. Las bolsas estaban repletas y la moral,
alta. La disciplina impuesta por el espartano era considerada indispensable incluso
por quienes la padecían. Él tampoco la rehuía. Cualquiera podía verlo en el gimnasio
antes del alba, ejercitándose con dureza. Por las noches trabajaba hasta tan tarde
como Alcibíades. Se comportaba como si la victoria ya fuera suya y él, un
conquistador en vez de un comandante. La mierda rueda cuesta abajo, dicen los
soldados, pero también la confianza. Cualquiera podía verla hasta en el último de los
soldados.
El nuevo teatro, al oeste del temenos de Ártemis, dominaba el mar y era mayor
que el de Dionisos en Atenas. Allí fue donde se congregó el ejército inmediatamente
después de los juegos: quince mil en el anfiteatro y veinte mil en las laderas del
monte, con heraldos que repetían la alocución de Lisandro. El príncipe Ciro, rodeado
por los nobles de su guardia, los Compañeros, ocupaba el palco del navarca. Desde
las dos plataformas elevadas del teatro, «las orejas», se veían las escuadras
atenienses mandadas por Alcibíades que bloqueaban el puerto.
—Espartanos, peloponesios y aliados —empezó diciendo Lisandro—, el
espectáculo del vigor viril que habéis demostrado hoy es motivo de alegría no sólo
para las ciudades por cuya libertad lucháis, sino también para los dioses, que valoran
por encima de todo el coraje y la devoción. No obstante, sé que muchos de vosotros
estáis impacientes. Veis los barcos de guerra de nuestros enemigos avanzando con
impunidad hasta la misma cadena que cierra nuestro puerto y ardéis en deseos de
presentarles batalla. ¿Por qué debemos ejercitarnos continuamente?, preguntáis a
vuestros oficiales. Cada día se unen a nosotros más remeros expertos prófugos del
enemigo. Cada noche nuestras filas aumentan mientras que las suyas disminuyen.
¡Ataquémosles!, gritáis. ¿Hasta cuándo permaneceremos de brazos cruzados? Os
responderé, camaradas, explicándoos la diferencia entre nuestra raza, la doria, y la
jonia de la que procede nuestro enemigo.
»Nosotros, los espartanos y peloponesios, poseemos coraje.
»Nuestros enemigos poseen audacia.
»Ellos poseen thrasytes; nosotros, andreia.
»Escuchadme bien, hermanos. Ésta es una diferencia tan profunda como
irreconciliable. Ambos puntos de vista representan concepciones hostiles e
incompatibles de la adecuada relación del hombre con los dioses y, por ello, predicen
y hacen inevitable nuestra victoria.
»En casa de mi padre aprendí que los dioses reinan, y a temer y honrar sus
mandatos. Ésa es la mentalidad espartana, doria y peloponesia. Nuestra raza no
presume de dictar leyes a los dioses, sino que trata de descubrir su voluntad y se
adhiere a ella. Nuestro ideal de hombre es piadoso, modesto y comedido; nuestra
política ideal, armoniosa, uniforme, solidaria. Las cualidades más gratas a los dioses
son, a nuestro entender, el coraje para soportar las adversidades y el desprecio a la
muerte. Eso hace que nuestra raza no tenga igual en la guerra terrestre, pues en la
infantería mantener la posición lo es todo. No somos individualistas porque para
nosotros la atención a uno mismo es orgullo. Aborrecemos la soberbia y
consideramos que el hombre ha de someterse a la voluntad de los dioses, no retar su
supremacía.
»Los espartanos somos valientes pero no audaces. Los atenienses son audaces
pero no valientes.
»Detallaré para vosotros, amigos y aliados, el carácter de nuestro enemigo. Y
hacedme callar si miento. No dudéis en abuchearme, hermanos. Pero, si digo la
verdad, aclamad mis palabras. ¡Qué se os oiga bien alto!
»Los atenienses no temen a los dioses; quieren ser dioses. Creen que éstos
reinan, no mediante el poder, sino mediante la gloria. Los dioses gobiernan por
aclamación, dicen, por esa supremacía que infunde pasmo a los mortales y les
empuja a emularles. Creyendo tal cosa, los atenienses intentan complacerlos
convirtiéndose a sí mismos en dioses de arcilla. Los atenienses rechazan la modestia
y el recato como indignos de un hombre hecho a imagen de los dioses. Éstos
favorecen a los audaces. Y la experiencia, creen ellos, les da la razón. La audacia en
la acción les preservó de los persas en dos ocasiones, les proporcionó un imperio y
les ha permitido conservarlo. Los atenienses no tienen adversario en el mar, porque
la audacia gana en él. Un barco de guerra no consigue nada manteniéndose en línea;
debe embestir al enemigo. La audacia es una máquina poderosa, amigos, pero tiene
un alcance limitado, y hay un escollo contra el que se estrella. Nosotros somos ese
escollo.
Una aclamación tumultuosa interrumpió la arenga de Lisandro elevándose como
una ola de aquellos que estaban lo bastante cerca para oír su voz y extendiéndose a
los miles de hombres encaramados en las laderas cuando los heraldos repitieron las
palabras de su comandante.
—Ese escollo es nuestro coraje, hermanos, contra el que su audacia se estrella y
se va a pique. La thrasytes fracasa. La andreia resiste. Imbuíos de esta verdad y no la
olvidéis nunca.
»La audacia es impaciente. El coraje es sufrido. La audacia no soporta ni las
penalidades ni las demoras; es voraz, necesita alimentarse de victorias para no morir.
La audacia tiene su asiento en el aire; es una tela de araña y un fantasma. El coraje
planta los pies en la tierra y extrae su fuerza del sagrado fundamento de los dioses.
La thrasytes aspira a gobernar a los inmortales; fuerza la mano de los dioses y llama
a eso su virtud. La andreia reverencia a los inmortales; busca la guía del cielo y sólo
actúa para cumplir la voluntad de los dioses.
»Escuchad, hermanos, y os diré qué clases de hombres producen esas cualidades
contradictorias. El hombre audaz es orgulloso, desvergonzado, ambicioso. El hombre
valiente, tranquilo, temeroso de los dioses, constante. El hombre audaz busca dividir;
quiere su parte y hará a un lado a su hermano para obtenerla. El hombre valiente une.
Socorre a su semejante, pues sabe que lo que pertenece a la comunidad le pertenece
también a él. El hombre audaz codicia; denuncia a su vecino ante los tribunales de
justicia, intriga, miente. El hombre valiente se conforma con lo suyo; respeta la
porción que le han concedido los dioses y la cuida, comportándose con humildad
como sirviente de ellos.
»En los malos tiempos el hombre audaz se desespera con afeminada angustia,
tratando de extender su infortunio a sus vecinos, pues no tiene otra fuerza de carácter
a la que recurrir que su capacidad apara arrastrar a otros en su caída. El hombre
valiente en las horas bajas sufre en silencio, sin soltar una queja. Reverenciando la
rueda de las estaciones ordenada por los dioses, hace lo que ha de hacerse, sostenido
por la certeza de que soportar la injusticia con paciencia es una muestra de piedad y
sabiduría. Así son el hombre audaz y el valiente. Ahora, ¿cómo es la ciudad audaz?
»La ciudad audaz ensalza el engrandecimiento. No puede quedarse en casa,
contenta con lo suyo; tiene que aventurarse fuera para despojar a otros. La ciudad
audaz impone el imperio. Despreciando la ley divina, se convierte en su propia ley.
Antepone su ambición a la justicia y justifica los peores crímenes alegando el
imperativo de su propia ambición. ¿Hace falta que nombre a esa ciudad? ¡Se llama
Atenas! —La ovación que recibió a aquellas palabras resonó en todo el puerto y rodó
como el trueno hasta los barcos atenienses que lo bloqueaban—. Mirad allí, hacia el
mar, hermanos, hacia las escuadras del enemigo, que alardea de su presunta
supremacía ante las mismas puertas de nuestra ciudadela. Cuentan con nuestra
inexperiencia en el mar y con nuestra cautela, que consideran debilidades mediante
las que esperan vencernos. Pero se han olvidado de su propia impaciencia y
precipitación, que son sus defectos, y fatales. Nosotros podemos corregir nuestras
deficiencias con práctica y disciplina. Las suyas son intrínsecas, indelebles e
irremediables.
»Alcibíades piensa que nos bloquea, pero somos nosotros quienes le bloqueamos
a él. Cree que nos mata de hambre, pero es él quien se muere de hambre. Se muere
de hambre de victorias, que debe obtener a toda costa, que el demos de Atenas le
exige perentoriamente, porque no posee coraje, sino sólo audacia. Y si dudáis de la
verdad de estas palabras, amigos míos, recordad Siracusa. El mundo sabe cómo se
jugó aquella partida. Nuestros enemigos se equivocan fatalmente en su concepción
de la
auténtica relación del hombre con lo divino. Ellos están equivocados y nosotros, en
lo cierto. Los dioses están de nuestra parte, pues los tememos y reverenciamos, no de
la suya, pues sólo buscan abrirse paso a empujones hasta el Olimpo y erigirse en
dioses.
—Las aclamaciones lo interrumpían tan a menudo que tenía que hacer una pausa
casi después de cada frase y esperar a que cesara el clamor—. Nuestra raza,
hermanos, se ha dedicado a estudiar el coraje y ha acabado averiguando cuál es su
fuente. El coraje brota de la obediencia. Es hijo del desprendimiento, la hermandad y
el amor por la libertad. La audacia, en cambio, nace de la rebeldía y la irreverencia;
es hija bastarda del atrevimiento y la rapiña. La audacia sólo respeta dos cosas: la
novedad y el éxito. Se alimenta de ellos y sin ellos muere. Mataremos de hambre a
nuestros enemigos privándoles de esos bienes, que para ellos son como el pan y el
aire. Para eso nos ejercitamos, soldados. No para sudar por sudar, ni para remar por
remar, sino para que la práctica de la cohesión nos proporcione andreia, para llenar
los depósitos de nuestros corazones de confianza en nosotros mismos, en nuestros
compañeros de tripulación y en nuestros jefes.
»Hay quien dice que temo enfrentarme a Alcibíades y me acusa de falta de
intrepidez. Temo a Alcibíades, hermanos. Pero eso no es cobardía, sino prudencia.
Como no sería valentía enfrentarme a él barco contra barco, sino temeridad. Porque
conozco la pericia de nuestros enemigos y observo que la nuestra aún no la iguala. El
comandante sagaz honra el poder del enemigo. Su virtud no es atacar la fuerza del
contrario, sino su debilidad; no donde y cuando está listo, sino donde es vulnerable y
cuando menos lo espera. La debilidad del enemigo es el tiempo. La thrasytes es
perecedera. Es como una fruta madura y hermosa que apesta cuando se pudre.
»Por ello, infundid paciencia a vuestros corazones, hermanos. Oídme bien: me
alegro de que no estemos preparados. De estarlo, me inventaría alguna excusa para
seguir esperando. Pues cada hora en que privamos al enemigo de la victoria es otra
hora en que volvemos su fuerza contra sí mismo. En su impía vanidad, Alcibíades se
cree un segundo Aquiles. Pues bien, si lo es, la audacia es su talón, ¡y por el cielo
que se lo golpearemos y le derribaremos! —Las aclamaciones arreciaron, cerradas y
ensordecedoras—. Por último, soldados, dejadme hablaros de ese Alcibíades y de lo
que sé de él. Hombres valientes tiemblan al oír su nombre, tantas son las victorias
que ha dado a su nación. Pero yo os digo, y apostaría mi vida por ello, que llegará su
hora, por la mano de los dioses o de sus compatriotas. No puede ser de otro modo; su
propia naturaleza lleva aparejado ese sino. Porque ¿qué es ese hombre sino la
suprema encarnación de la thrasytes ateniense? Todas sus victorias se derivan de su
audacia, no de su coraje. Permitamos que nos aterre y le habremos entregado el
triunfo en bandeja. Pero basta con que nos mantegamos firmes e impertérritos ante
cualquier cebo que nos arroje, y se hará añicos y su nación con él.
»Conozco a ese hombre. Durmió bajo mi techo en Lacedemonia cuando huyó
allí, tras ser desterrado por sus propios compatriotas a causa de las ofensas que había
cometido contra los dioses. Lo aborrecía entonces y lo desprecio ahora. Juro que si
los dioses ponen a Alcibíades ante mi proa abatiré su orgullo y liberaré a Grecia de
su impiedad y de la tiranía de Atenas, bajo la que ese hombre pretende esclavizarnos
a todos.
»Pongo mi confianza en vosotros, hermanos, en vuestros brazos y vuestra
andreia. Pero ante todo la pongo en los dioses. No es un deseo ilusorio, sino la
observación objetiva de las leyes divinas, que considero tan fiables como las mareas
y tan inmutables como los movimientos de las estrellas.
»La audacia produce soberbia. La soberbia llama a Némesis. Y Némesis abate a
la audacia.
»Nosotros somos Némesis, hermanos. Desencadenada por la indignación del
Cielo ante el orgullo de ese aspirante a tirano y la presunción de su ciudad. Somos el
sagrado agente de los dioses, y no hay fuerza entre el mar y el cielo capaz de
prevalecer contra nosotros.
XLI

FUEGO DESDE EL MAR

La alarma sonó bien entrada la tercera vigilia. Yo dormía como un tronco en la villa
que nos habían asignado a Telamón y a mí, en la que se alojaban una docena de
oficiales con sus mujeres. Los espartanos salieron a la calle a toda prisa.
—¿Es un simulacro? —gritó alguien desde una terraza.
El puerto se extendía a nuestros pies, a dos estadios de distancia; se veían barcos
en llamas atravesando la cadena y, a su resplandor, dos columnas de trirremes
atenienses que avanzaban rápidamente lanzando flechas incendiarias y disparando
las catapultas en todas direcciones.
Nos armamos y echamos a correr colina abajo. Ya conoces la ciudad, Jasón. El
monte Coreso domina el casco urbano y abarca la extensión de los barrios que
irradian del puerto. El gran rompeolas, el Pterón, cierra la entrada del puerto. Bajo su
base se extienden los muelles comerciales, el Emporio, y, más allá, la aduana, las
fortificaciones interiores y el bastión naval, la Capucha de la Caza dora. El río
Caístro, denso de légamo, desemboca entre el templo de las Amazonas y la gran
plaza del Artemisión, con las obras de drenaje y las marismas al sur, los terrenos de
caballería y los suburbios de extramuros. Estos últimos, construidos sobre colinas,
eran pasto de las llamas en su totalidad.
Para cualquiera que conociera la mentalidad de Alcibíades resultaba evidente que
aquel ataque era su respuesta al discurso de Lisandro y un intento de aprovechar la
presencia del príncipe Ciro en la ciudad. Dada su audacia, podía haber desembarcado
hasta el último regimiento o incluso traído a sus tracios, y que los dioses ayudaran a
quien tuviera que enfrentarse a ellos.
—Esto no me atrae ni pizca —le grité a Telamón entre la muchedumbre del
puerto, pues no me moría de impaciencia por ganarme un epitafio luchando por
ninguno de los dos bandos—. Busquemos un escondrijo y aguantemos hasta que a
ese hijo de puta le dé por marcharse.
Nos metimos en un almacén de la calle de los Armeros. Los barcos incendiarios,
galeras sin tripulación cargadas de brea y resplandecientes como el Tártaro,
iluminaban el puerto y sus alrededores como si fuera pleno día. Nunca había vivido
un ataque de Alcibíades desde el bando defensor. Era un espectáculo espeluznante de
caos y ruido, que había conseguido acobardar a los peloponesios. Botes de doce
remos remolcaban los barcos incendiarios a un ritmo endiablado, con las pantallas
levantadas para proteger a los remeros de la lluvia de proyectiles de los defensores,
que hasta el momento brillaba por su ausencia. Un grupo de embarcaciones
espartanas se aprestó a interceptar al bote de cabeza. Vimos que el atacante soltaba el
cable; dos embarcaciones enemigas le embistieron cuando el barco que remolcaba
entraba a la deriva en una rada donde fondeaba una docena de trirremes espartanos.
El impacto partió los botalones incendiarios, que resonaron como truenos y volcaron
su cargamento de brea y azufre en los puentes enemigos.
La segunda línea de barcos incendiarios asomó a popa de la primera. Su
repentina aparición sumió a los peloponesios en un estupor paralizante.
—¡No deis vueltas como jodidas ovejas! —gritó un oficial espartano a la
muchedumbre—. ¡Botad lanchas, maldita sea!
En ese instante, Lisandro en persona pasó al galope por la calle seguido por su
escolta. Vimos que el oficial corría hacia él para informarle de sus órdenes. Lisandro
las anuló. La infantería peloponesia empezaba a congregarse en el puerto. Los botes
atenienses seguían asolando los fondeaderos, a los que arrojaban girándulas y otros
proyectiles incendiarios.
—¿Acudimos al Pterón? —gritó el oficial a Lisandro, sugiriendo tomar el
rompeolas para repeler el desembarco.
Lisandro también rechazó aquello. No podía negarse que el bastardo tenía sangre
fría. Cualquier otro de su raza se habría lanzado sin pensarlo a las fauces de la
batalla, buscando la victoria o una muerte gloriosa. Pero Lisandro era listo.
Alcibíades le estaba tendiendo un lazo, como él se lo había tendido antes. Lisandro
no estaba dispuesto a caer en la trampa. Señaló hacia el Artemisión y la amplia
explanada de desfiles frente a la ciudad.
—¡Atrás! ¡Formad en la plaza!
Lisandro había construido muros para separar el barrio residencial de Antenoris
de los muelles, una empresa de la que se burlaban incluso sus propios oficiales como
de un trabajo baldío y absurdo. Ahora su genialidad saltaba a la vista. Las murallas
encauzaban a los atacantes que llegaran del mar —los que accedieran por el Pterón,
como hacían los atenienses— hacia la avenida de la Exposición, en el lado del mar,
con el agua a un lado y un muro en el otro. Era un callejón sin salida ideal para una
matanza. Todo lo que necesitaba Lisandro era esperar.
La zona en que me había ocultado con Telamón era tierra de nadie. Del mar
llegaban los atenienses y sus aliados; los espartanos y los peloponesios los esperaban
en tierra. Chocarían en el depósito cercado con piedras que teníamos delante, y
nuestras tropas serían aplastadas. Sin embargo, los planes de batalla siempre son
fútiles. De repente, surgió un imponderable donde menos podía esperarlo Lisandro, y
contra el que no podía luchar.
Era el príncipe Ciro, ansioso de obtener gloria.
Oímos cascos de caballos en la calle de los Armeros; un escuadrón de la
caballería real persa salió a campo abierto. El grupo se abrió paso entre la masa de
los peloponesios y siguió galopando hasta la plaza del Artemisión. El príncipe tiró de
las
riendas ante Lisandro. El muchacho no tenía más que diecisiete años y era delgado
como una caña, pero la nobleza de su sangre le espoleaba de tal modo y era tal su
deseo de emular las hazañas de sus antepasados que parecía envuelto en una aureola.
—¡Ahí está el enemigo, Lisandro! ¿A qué esperas?
«¡Ve a su encuentro! ¡Ataca!», parecía querer añadir.
El príncipe hizo volver grupas a su montura y la lanzó. Su escolta salió al galope
tras él. Los peloponesios y sus aliados no esperaron más; la muchedumbre corrió
hacia la avenida de la Exposición. Nuestro almacén estaba justo en su camino. Los
atenienses que habían llegado hasta allí dieron media vuelta y echaron a correr
arrojando sus antorchas a los aleros y las callejas.
Telamón y yo echamos un vistazo a nuestro escondite. Pintura. Habíamos ido a
elegir un almacén de brea y encausto. Salimos huyendo en el preciso momento en
que explotó. Sentí que el pelo y la barba me ardían; mi ropa chorreaba trementina
inflamada. Corrí hacia la calle golpeando las llamas con mi manto, pero también
estaba empapado de aceite y ardía. Telamón me lanzó sobre un montón de piedra
pómez, junto a un solar en construcción, momentos antes de que las hordas lo
invadieran. Un jefe de pelotón peloponesio se detuvo al llegar a nuestra altura y
empezó a golpearnos con la vara para obligarnos a unirnos al ataque. Yo tenía
quemado todo el costado izquierdo; no veía ni tocaba otra cosa que carne
chamuscada al pasarme la mano por la cara.
—¡Por todos los dioses, este hombre no puede luchar! —gritó Telamón
revolviéndose.
—¡Vete! —le insté dándole un empujón, antes de que le arrestaran o algo peor.
El príncipe Ciro cabalgaba avenida de la Exposición abajo seguido por las tropas
del Artemisión, más de treinta mil hombres, mientras Lisandro, furioso, perseguía al
muchacho a la cabeza de sus caballeros para salvarlo de su insensato valor…

Polémides prosiguió su narración, a la que volveré en su momento. Entre


tanto, dado que su objetivo durante el resto de la batalla no era ni participar
ni observar, sino salvar la vida, cambiaré de narrador.
Alcibíades había asignado a Pericles el Joven el mando de la ola de
barcos atacantes que sucederían a los de Antíoco, los mismos que Polémides
había visto romper la cadena del puerto y llevar el asalto hasta la orilla. Ya
he citado esas anotaciones de bitácora, que me entregó su mujer después del
juicio por lo de las Arginusas. También me confió varios diarios que Pericles
había redactado por aquellas fechas para que sus hijos no dieran crédito a
las calumnias de sus acusadores y también, creo yo, para conservar la razón
durante aquella dura prueba, cuya crónica haré a su debido tiempo. Pero,
volviendo a Efeso y al diario de Pericles:

El plan de Alcibíades, diseñado en una sola noche por los trierarcas y jefes de
escuadra bajo su dirección, era consecuencia del discurso pronunciado por Lisandro
como cierre de los juegos de Ártemis. Aquélla era la respuesta espartana, definitiva e
inapelable, a la oferta de alianza de Alcibíades. Lisandro lucharía hasta el final, con
la fe puesta menos en los dioses, como observó Alcibíades, que en la impaciencia del
electorado ateniense. Lisandro comprendía al Monstruo tan bien como su rival. Las
victorias en el interior, aunque implicaran el saqueo de ciudades importantes, no
saciarían la voracidad de la bestia, y menos ahora, inflamada como estaba por las
expectativas que había despertado su invencible comandante. Alcibíades tenía que
atacar, y atacar a Lisandro. Ningún objetivo inferior serviría. El Monstruo exigía la
cabeza de su enemigo, o la de quien fuera incapaz de proporcionársela.
Ese era el objetivo estratégico. Los tácticos eran tres: devastar los astilleros y los
talleres de reparación; destruir o llevarse tantos barcos de guerra como fuera posible,
de la forma más espectacular posible; y apoderarse del Pterón y derruirlo. El ataque
era una operación anfibia en la que participaban doce mil cuatrocientos hombres,
noventa y siete barcos mayores y ciento diez de apoyo. Implicaba la coordinación de
once fuerzas de asalto a lo largo de un frente de ciento sesenta estadios. Se habían
asignado cuarenta y seis objetivos. Los rollos de señales eran tan gruesos como mi
muñeca.
Los movimientos preliminares se habían iniciado dos días antes. Una escuadra de
veinticuatro naves a las órdenes de Aristócrates y otra de veintiocho a las de
Adimantos partieron de Samos, no con tripulaciones convencionales, sino con
infantes provistos de armadura que harían las veces de remeros, honderos y
jabalineros, tantos como admitían los barcos sin que el calado traicionara su número,
tumbados boca abajo en el puente, tras las pantallas. La escuadra de Aristócrates
puso proa al sudeste como si se dirigiera a Andros; la de Adimantos, al norte, hacia
el Helesponto. Ambas procuraron que los vigías de Lisandro en los montes Coresos
y Licón observaran sus movimientos. Se adentraron en el mar hasta perderse de vista
y regresaron al cabo de dos noches para desembarcar sus efectivos, Aristócrates, en
los campos de cultivo entre Priene y Efeso, Adimantos, al norte, en la colonia de
recreo conocida como el Garfio, desierta en esa época debido a los vientos Etesios.
La caballería hizo la travesía de Samos a Lada durante la noche y desembarcó en
una cala deshabitada conocida como la Media Luna. La mandaba Alcibíades.
Deteniendo a todo aquel que habría podido adelantarse para dar la alarma, las
unidades avanzaron por caminos rurales hasta enlazar con las compañías de
Adimantos desembarcadas en el Garfio. Desde allí, Alcibíades avanzó sobre la
ciudad. Los puestos avanzados cayeron tan rápidamente que nuestras fuerzas
alcanzaron los arrabales antes de que nadie pudiera avisar a Lisandro.
Desde el sur, las compañías de Aristócrates no sólo cortaron la calzada por la que
la ciudad podía recibir refuerzos, sino que además abrieron las compuertas del canal
e inundaron la llanura. Cortaron la cadena en el fuerte Cilón. Los nadadores
capturaron los islotes gemelos, el Yema y el Clara, donde estaban los amarres del
cable. A esas
alturas, los primeros barcos incendiarios iluminaban la ciudad. La infantería de
Erasínides forzó la puerta situada al norte de la avenida de la Exposición. Las naves
de Antíoco entraron en el puerto a la altura de Cilón. Mis veinticuatro permanecían
al pairo ante la cadena. Si los defensores conseguían rechazar a Antíoco,
protegeríamos su retirada. Si nos hacía señales de avanzar, atacaríamos en su estela
con todas nuestras fuerzas. Las hogueras de Cilón y Yema iluminaban el canal. Para
hacerse una idea de los daños basta saber que los incendios de los astilleros, el
rompeolas y el Emporio eran de tal magnitud que su resplandor se veía desde Quíos,
a unos quinientos estadios de distancia.
Mientras tanto, Alcibíades, como supimos más tarde, estuvo a punto de perder la
vida en las siguientes circunstancias. Su caballería había avanzado por los suburbios
adelantándose a la infantería de Adimantos y se dirigía hacia la puerta norte para
unirse a las compañías de infantería desembarcadas en el Pterón por Antíoco y
Erasínides. Los hombres de Alcibíades seguían a un guía a través del laberinto de
callejas que forma ese barrio. Desembocaron en una plaza. Para su asombro, un
ejército de mujeres había levantado barricadas de bancos y carros volcados en la
única salida y defendieron la posición con uñas y dientes. No eran amazonas, sino
mujeres del barrio decididas a proteger a sus hijos y sus hogares.
Las mujeres atacaron a la caballería de Alcibíades desde los tejados, arrojando
tejas, ladrillos y piedras con una temeridad pasmosa, y, lejos de amilanarse ante los
proyectiles con que les respondieron los atenienses, siguieron defendiéndose con,
una contumacia tan bulliciosa y obscena que, según atestiguaron los jinetes, producía
un terror más intenso que cualquier falange de espartanos o cualquier horda de
aullantes salvajes. Un ladrillo alcanzó a Alcibíades en un hombro. El golpe le
fracturó la clavícula, y tuvo que ser asistido por Mantiteo, que nunca se separaba de
él. Como de costumbre, Alcibíades luchaba sin casco; de haberle alcanzado un
palmo más arriba, el proyectil le habría partido la cabeza.
En la ciudad, los batallones del enemigo avanzaban por la avenida de la
Exposición. Se inició la lucha por el Pterón, el enorme rompeolas por el que se
batían hombres, caballos y barcos palmo a palmo. Los andamios se alzaban a ambos
lados; eran de pino y estaban en llamas de un extremo al otro. Las ataguías del
último tramo estaban erizadas de escombros, ladrillos y estacas, carretillas de
mortero, bombas de achique y piezas de hierro que las convertían en trampas
mortales. Los hombres y los caballos caían allí en un número espeluznante.
Antíoco nos hizo la señal de atacar. Yo había situado el Calíope a la izquierda de
la línea, para pasar cerca del Pterón y evaluar la situación. Devolvimos la señal y
avanzamos con toda la potencia de nuestros remos.
La lucha sobre el rompeolas era espectacular. Alcibíades, al mando de la
caballería y la infantería pesada, había conseguido abrirse paso hasta él, aunque aún
no podíamos verle desde nuestra posición. La masa del enemigo, una línea de un
centenar de escudos secundada por lo que parecían millares de hombres, había
retrasado su avance por la avenida de la Exposición. Unos cuatro o cinco mil
espartanos, incluidos jinetes, habían subido al rompeolas antes que Alcibíades y
Adimantos, y ahora empujaban y se abrían paso a hachazos hacia la garita situada en
su extremo, en un intento de llegar al cabrestante para volver a cerrar el puerto y
atrapar a nuestros barcos en su interior. Los infantes atenienses que habían tomado el
muelle y cortado la cadena defendían el último tramo del rompeolas, mientras, a su
altura, los barcos de ingenieros de Erasínides, de costado junto a la empalizada,
aplicaban poleas y cables a las estacas sumergidas, al tiempo que seguían
desembarcando infantes de los transportes fondeados. Al pasar junto al extremo del
Pterón a bordo del Calíope, pude ver entre la masa de los enemigos a un personaje
ricamente vestido, rodeado por una guardia de jinetes. No podía ser otro que
Lisandro.
Posponiendo cualquier otro objetivo, decidí atacarle inmediatamente. Estaba
dispuesto a sacrificar mi propia vida y la de toda mi tripulación si era necesario. Hice
señales a mi segundo, Licomenes, capitán del Teama, para que continuara con la
escuadra, y a Damodes, trierarca del Erato, éstas otras: «Sígueme» y «Desembarca a
los infantes».
Pude ver a Damodes el Oso en su racel de popa. También él había avistado al
enemigo y se moría de ganas por atacarle. Entretanto, en la bahía, el Tique de
Antíoco se había partido la roda y emprendía la retirada ciando hacia el Pterón.
Amarrar un triple a una muralla de siete metros de altura es toda una hazaña a plena
luz del día. Al resplandor de las llamas, el Calíope se acercaba como un cascarón
infame pilotado por un borracho. Antíoco se limitó a encajar la popa del Tique entre
dos ataguías y, lanzando una última andanada, subió detrás de una pantalla de fuego.
El combate sobre el Pterón había alcanzado un punto de tal densidad que hacía
imposible hasta las tácticas más elementales, tales eran las proporciones del caos. El
enemigo tenía cinco mil hombres sobre el rompeolas, apretados escudo contra
escudo, y varios miles más empujaban desde tierra. El grueso de nuestra caballería
luchaba desmontada, pues el enjambre de peloponesios embestía contra los caballos
con una saña asesina. Los pobres animales agonizaban en el suelo relinchando y
coceando, mientras otros se debatían en el agua y se ahogaban. Yo resbalé al saltar
una roca, caí de bruces con todo mi peso más el de la armadura y golpeé la roca con
el casco. Me produje moretones en ambos ojos y me rasgué la carne entre el pulgar y
el índice. En tales condiciones, conseguí encaramarme al fin al Pterón y busqué al
espartano.
No era Lisandro, sino el príncipe, Ciro de Persia, que había jurado hacer pedazos
su propio trono para abatir el poder de Atenas.
—¡Ciro! ¡Ciro!
Nuestros hombres gritaban su nombre y se abalanzaban sobre los campeones que
lo protegían. Los caballeros del príncipe se batían con sobrecogedora valentía y con
una habilidad de jinetes sólo superada por la de sus monturas, ejemplares adiestrados
para mantener la cohesión flanco contra flanco y para retroceder y descargar ambos
cascos delanteros y atacar con el espolón de su peto. Nunca podré olvidar la
expresividad de sus ojos.
—¡Matadlo! —aulló Antíoco desde la popa del Tique.
La caballería y la infantería pesada, Alcibíades y Adimantos, se abrieron paso
entre la masa. Los infantes luchaban alrededor del príncipe Ciro, gritando que le
tenían atrapado. Una alteración súbita, tan profunda como asombrosa, se apoderó de
Alcibíades. Aunque tenía la clavícula fracturada bajo la hombrera, como supimos
más tarde, la lesión, que habría obligado a retirarse, impotente y dolorido, a
cualquier otro, no le impidió enderezarse y levantar el escudo de nueve kilos con el
brazo afectado.
Se precipitó hacia el príncipe. Todos lo hicimos. Nos lanzamos hacia la marea de
cuerpos y armaduras que empujaba hacia el extremo del Pterón la muchedumbre de
refuerzos espartanos y peloponesios provenientes del puerto.
En ese momento, Lisandro llegó a la vanguardia de las fuerzas enemigas. Le
gritó a Ciro que retrocediera hacia él. «¡Ábrete paso, te salvaré!». El espacio que les
separaba estaba abarrotado de infantes atenienses, hombres aislados de los barcos
fondeados junto al rompeolas, como yo mismo, junto con nuestros comandantes,
Alcibíades y Adimantos, y los restos de la caballería. Las llamas bramaban en los
barcos, los belfos de los caballos parecían exhalar humo, los gritos de los hombres se
elevaban en una algarabía demencial.
—¿Lo estáis viendo, hombres de Grecia? —gritó Alcibíades al enemigo—. ¡Un
espartano luchando hombro con hombro con el bárbaro!
—¡Para liberarse de ti, maldito arrogante! —ladró Lisandro.
El espartano hincó las rodillas en su montura y lanzó la jabalina desde tan cerca
que el arma recorrió apenas tres veces su longitud antes de clavarse con un ruido
seco en el escudo de su enemigo. Alcibíades paró el golpe con el brazo fracturado.
La punta de la jabalina atravesó el bronce, hizo astillas el roble de debajo y penetró
cuatro dedos en su carne.
—¡Está herido! —gritaron los hombres de ambos bandos, mientras los
espartanos y los persas se lanzaban hacia él con renovados bríos y los atenienses y
sus aliados cerraban filas todavía más para alzar un muro de cuerpos ante su
comandante.
El infante más próximo a Alcibíades le ayudó a levantar el escudo que ya no
podía sostener. Las flechas acribillaron la espalda del héroe. Las lanzas, su montura.
Nubes de proyectiles volaban sobre su cabeza.
La caballería de Lisandro se abalanzó hacia él. Alcibíades lanzó su hacha entre la
lluvia de flechas y jabalinas. Yo estaba a apenas unos metros del espartano, tan cerca
que pude verle la barba bajo el guardapapo del casco mientras paraba el hacha con el
escudo.
—¡Tira ahí, Lisandro! —aulló Alcibíades señalando al príncipe Ciro—. ¡Tira ahí,
y sé como Leónidas! —añadió refiriéndose al rey espartano que con tanto valor
había
caído en las Termópilas, dos generaciones antes, defendiendo a Grecia de los persas.
—¿Ni ahora puedes dejar de cortejar a las masas, farsante? —le escupió
Lisandro, furioso.
—¡Tu rey Leónidas está aquí, y te señala como traidor a Grecia!
Nuestros infantes hicieron un último intento de llegar a Ciro. Los proyectiles
llovían desde los barcos y el rompeolas; el príncipe y sus caballeros retrocedían.
—¡Matadlo! —tronó Antíoco sobre el griterío.
El muchacho seguía retrocediendo hacia el final del Pterón empujado por el
ataque ateniense.
—¡Hombres de Persia —exclamó el príncipe en su lengua (o eso nos tradujeron
más tarde)—, de vosotros depende que vuestro príncipe viva o muera!
Sin un instante de vacilación, los campeones de Ciro lanzaron a sus pura sangres
contra las lanzas atenienses e hicieron retroceder a sus enemigos gracias a su
magnífico sacrificio. Ciro se lanzó al galope. Príncipe y caballo se abrieron paso
protegidos por los escudos de los caballeros espartanos.
Aquello precipitó el final. Masa contra masa, cada división se esforzó en arrojar
a la otra al mar. Todos callamos. Los hombres ya no gritaban ni gruñían. Ni siquiera
relinchaban los caballos; sólo se oía ese ruido que obliga a quien ha participado en
una batalla a despertar aterrado.
Los enemigos eran demasiados; nosotros, demasiado pocos. Retrocedimos.
Escapamos en los barcos. El ataque había terminado.
Alcibíades embarcó a bordo del Tique. Los hombres se arremolinaban a su
alrededor, según me contó Antíoco, señalando las llamas y aclamándolo.
En esos momentos no dijo nada. Al amanecer, una vez que desembarcamos en
Samos, bañado y vendado por los cirujanos, nos llamó a su lado, en confianza y
aparte, a Adimantos, Aristócrates, Antíoco, Mantiteo y a mí mismo. A partir de ese
momento, nos advirtió, debíamos procurar alejarnos de él.
—Después de esta noche —nos dijo—, mi estrella ha caído.
Se cuenta una anécdota de Lisandro en la estela de la batalla. Al parecer, al reunir
las tropas en el Artemisión, cuando los partes informaron de cuarenta y cuatro de los
ochenta y siete trirremes quemados o destruidos, junto con los astilleros,
instalaciones de reparación y todas las rampas de construcción del Pterón, el
espartano tuvo que enfrentarse no sólo al príncipe Ciro, que debía rendir cuentas a su
padre del rendimiento del oro persa, sino también a los representantes de los éforos,
técnicamente sus superiores, que casualmente acababan de llegar de Esparta.
—¿Y cómo llamas a esto, Lisandro? —le preguntaron los magistrados,
refiriéndose a la devastación del puerto.
—Lo llamo por su nombre —se cuenta que respondió Lisandro—. Victoria.
XLII

LAS MISERIAS DEL PILLAJE

Me cabe el honor de conservar los diarios de Pericles el Joven [siguió diciendo mi


abuelo], junto con esta enseña del Calíope, hundido posteriormente en la batalla de
las Rocas Azules, y del Esforzado, cuyo timón manejó en las islas Arginusas. Fue el
último barco que mandó. Pero a eso, querido nieto, llegaremos en su momento.
Volvamos con Polémides, a quien dejamos cuando se iniciaba el ataque a Efeso.
Consiguió huir de la ciudad, me contó, aprovechando la oscuridad y el caos de
la batalla. No obstante, las quemaduras y el agotamiento le obligaron a detenerse
en los campos al sur de la ciudad. Tenía que buscar un escondrijo.
Inmediatamente después del ataque, la guardia costera de Lisandro dobló la
vigilancia y las patrullas. Se ofrecieron recompensas por los atenienses que
hubieran quedado en tierra; los locales, muchachos e incluso mujeres, se lanzaron a
la caza del hombre. Polémides sobrevivió alimentándose de ratas y lagartos, que
ensartaba en los canales en los que se ocultaba, y puerros y rábanos que robaba
durante la noche en los huertos de las casas. Veía pasar barcos de guerra atenienses
en misiones de reconocimiento nocturno; les hacía señales y en una ocasión intentó
alcanzar uno a nado, pero le fallaron las fuerzas. Siguió escondiéndose, dio, como
una rata.
La fecha en que cumplía Aurora, su mujer, llegó y pasó. Ahora tenía un hijo, o
eso esperaba, pero no se atrevía a viajar de día, buscar un barco o mandar una
carta. Aunque, como de costumbre, no quiso confiarme aquellas cuestiones que
consideraba demasiado personales, no era difícil imaginar su desesperación y la
angustia por su vida, que ansiaba preservar más que nunca por su mujer y su hijo; a
lo que ha de añadirse la consternación por no haber podido reunirse con Aurora
para el parto y por la zozobra que debía de sentir su mujer al no saber siquiera si
seguía vivo.
Por esas mismas fechas, me encontraba en Atenas. La ciudad estaba contrita y
escarmentada, y refunfuñaba al despertar con resaca de su borrachera de pasión
por Alcibíades. Como la respetable matrona que vuelve a ceñirse la faja y
recompone su dignidad tras los excesos de las Dionisíacas, la ciudad de Atenea se
estremecía, se echaba agua a la cara y abrazaba la amnesia colectiva. ¿De
verdad hicimos eso?
¿Dijimos lo otro? ¿Prometimos lo de más allá? Quienes habían bailado con más
desvergüenza al son de su nuevo ídolo volvían en sí y, arrepintiéndose de sus faltas,
se animaban al gélido y tonificante contacto de la abjuración. De tal modo que
cuanto más indignamente se había arrastrado un hombre solicitando el favor de
Alcibíades o entregando donaciones para su causa, tanta más indiferencia fingía
ahora y con mayor desfachatez juraba no haber caído en semejante servidumbre.
A medida que comprendían lo cerca que habían estado de entregar su libertad,
los ciudadanos se reafirmaban en la decisión de no caer en semejante locura nunca
más. Los elementos oligárquicos cerraron filas, temerosos de la ira de la
muchedumbre; los demócratas se autoflagelaron por su precipitación en renunciar
a su independencia. El código de las masas era tan conciso como unánime:
cualquier tallo que levantara la cabeza por encima de los demás debía ser
arrancado de cuajo. Los nuevos radicales, encabezados por Cleofón, no se
postrarían ante Alcibíades ni ungirían a ningún otro omnipotente por encima de
ellos, el pueblo soberano.
Estaba claro que el poder de Alcibíades dependía hasta un punto extraordinario
de su presencia en la ciudad. La mayoría de sus incondicionales lo acompañaba en
la flota, y los que se habían quedado (Euriptolemo, Diotimo, Pantítenes) no poseían
un programa específico ni una filosofía que pudieran poner en práctica. Alcibíades
había abandonado la ciudad y en ésta no había quedado otro proyecto que la
adulación de su persona; sin el estímulo de su presencia y su celebridad para
impulsar el consenso, se creó un vacío de poder. Y sus enemigos se apresuraron a
llenarlo.
Los despachos que relataban la incursión en Efeso, considerada una gran
victoria, no consiguieron provocar la alegría de la ciudad. Las peticiones de dinero
de la flota llegaban a diario. Por esa época, yo trabajaba en la Inten dencia Naval.
Éramos diez, uno por cada tribu, con un epistates, un presidente, que cambiaba
diariamente. Sólo Patroclo, hijo del oficial del mismo nombre caído en Sicilia, y yo
votábamos invariablemente a favor de financiar a la flota. Nuestros colegas se
resistían, por legítimas consideraciones económicas, pero sobre todo por las
presiones de los enemigos de Alcibíades, que deseaban provocar su caída
escatimándole el dinero.
Anteriormente sólo se recibían solicitudes de los curadores de los astilleros, del
Colegio de Arquitectos, de los Diez Generales o de los taxiarcas de las tribus. Ahora
admitíamos peticiones de dinero de los jefes de escuadra e incluso de
contramaestres e infantes, a razón de veinte al día. Aquí tienes una moción
proponiendo conceder la ciudadanía a todos los remeros extranjeros de la flota.
Esto es una carta en la que se pide a los propietarios que habían alquilado a sus
esclavos como remeros que renuncien a su comisión, y que se asigne un salario a
dichos hombres para evitar que deserten. Y esta otra, para que también se les
conceda la ciudadanía.
Los centenares de demandas legales presentadas por los enemigos de Alcibíades
empezaron a cobrarse víctimas. Cada partidario condenado, como Polémides, por
colaborar con el enemigo, era otro golpe propinado a Alcibíades. ¿Por qué no
había conseguido tomar Efeso? ¿Por qué, si no por su amistad con Endio y su
antigua asociación con Lisandro? Sus enemigos aprovecharon la coyuntura para
desvelar su
plan de alianza con Lacedemonia contra los persas. ¿Qué otra cosa podía ser
aquello aparte de una estratagema para vender la ciudad al enemigo?
En mi propia familia, el miedo por la suerte del estado avivó el debate. Dada la
insensata intemperancia de los demócratas radicales, temíamos su acceso al poder
casi tanto como el de Alcibíades. Un personaje de su estatura, aunque fuera noble,
imposibilitaba el libre intercambio de intereses políticos dentro del estado. Incluso
aquellos que le amaban, o que como yo le aclamaban como comandante y hombre
clarividente, acabamos temiendo su regreso, con victorias o sin ellas.
Pero lo que más le perjudicó fueron sus famosas OC. Las órdenes de
compensación —que había emitido en nombre de Atenas durante toda la Guerra del
Helesponto y que habían permitido financiar la flota mediante contribuciones sin
necesidad de recurrir al pillaje— empezaron a vencer. Por supuesto, no podían
pagarse; el erario estaba en bancarrota. Pero su simple existencia dio la razón a los
aliados, que demostraron su penuria volcando la caja del dinero y dejando caer la
última polilla. Los enemigos de Alcibíades utilizaron el asunto para acusar a su
régimen de ruinoso y corrupto. Y, cuando dejó de obtener victorias, cuando no pudo
conquistar Andros, cuando el empuje de Lisandro revigorizó la flota peloponesia,
cuando se dispararon las deserciones de nuestros remeros isleños, atraídos por el
oro de Ciro, los susurros se convirtieron en murmullos y los murmullos en voces.
Esa primavera me asignaron mi séptimo barco, el trirreme Europa, y partí hacia
Samos para unirme a la escuadra de Pericles el Joven. Los problemas empezaron
antes de zarpar. Una veintena de remeros esclavos desertaron en el mismo puerto y
el doble de nautaí extranjeros, en Andros, donde recalamos para participar en el
sitio; de modo que llegamos a Samos «a media palamenta», con la tripulación tan
menguada que sólo podíamos cubrir dos bancos de remeros. Alcibíades no estaba
allí. Llevaba dos meses en el Quersoneso, intentando recaudar fondos.
Los marineros, querido nieto, ya se sabe: necesitan beber. Más incluso que
fornicar, necesitan entregarse a la purga de la euforia y la estupefacción. En mi
opinión, es menos un vicio que un hecho natural. Los marineros necesitan el vino
cuando están en acción y aún más cuando no lo están. La dureza de la vida en el
mar es de sobra conocida; lo que no se comprende tanto es el tributo que se cobra el
miedo. El hombre de tierra firme cree que los marineros aman el mar y se sienten en
él como en casa. Nada más equivocado. A la mayoría el líquido elemento les
produce terror, incluso en tiempo bonancible; durante las tormentas, hay que
obligarles a permanecer en sus bancos a latigazos. Por otra parte, la mano del
hombre no ha construido barco menos marinero que el trirreme. En el costado de
babor de los talamites, la obra muerta tiene menos de un metro; a la menor
marejada, las olas inundan el puente constantemente. Es un barco construido por su
velocidad, no por su resistencia. Con mala mar, las planchas tiemblan y se comban.
Con oleaje constante se hincha y salta. Con viento de popa, hunde el espolón; su
precario asiento lo convierte en un infierno cuando hay que maniobrar con viento
de costado,
y su largo y esbelto perfil lo expone a zozobrar con cualquier viento fuerte.
Sobrevivir a una tempestad deja al marinero menos endurecido contra el peligro
que aterrorizado ante el próximo. Añade el miedo al enemigo y a morir en el yermo
de agua, y tendrás un terror que pocos pueden soportar, incluso durante poco
tiempo, y casi nadie, estación tras estación.
En la flota corrían rumores de que Alcibíades se estaba quedando con parte del
producto del pillaje. Se decía que su amante Timandra, a quienes los marineros
llamaban La Sícula, pues era natural de Hicara, había sustraído más de cinco
talentos para comprar refugios en Tracia en previsión de que la evolución de los
acontecimientos aconsejara la huida de Alcibíades. Los hombres no se limitaban a
refunfuñar. «Nos roba nuestra bebida y nuestros coños», se quejaban, y con razón.
La escasez de fondos empujó a Alcibíades a actuar deforma temeraria. Con los
príncipes Seutes y Medoco se dedicó a hacer incursiones en el interior de Tracia.
Pero los naturales demostraron tal disposición para la lucha y tal capacidad para
ocultar sus posesiones que las bajas superaron a los beneficios en una proporción
de diez a uno. Los hombres se negaron a alejarse un paso de los barcos. Alcibíades
ya no podía «tomar prestado» de comarcas amigas o hacer cambalaches con sus
órdenes de compensación. A medida que Lisandro reforzaba la fortificación de las
ciudades costeras, hasta tomar tierra para aprovisionarse de agua o comer a
mediodía se convirtió en una empresa llena de peligros.
Nuestra escuadra fue enviada a apoyar a Alcibíades en Focea. Mi bitácora
recoge que hicimos escala en Tercale. Los lugareños acudieron a centenares a la
playa donde desembarcamos, apedrearon los barcos y nos cubrieron de
improperios; cuando, después de mucho parlamentar, vencimos sus suspicacias y
conseguimos tomar tierra, las mujeres nos rodearon llorando. Las tropas de
Alcibíades habían arrasado cuatro poblaciones, aseguraban, y se habían llevado el
dinero y el ganado. Pericles les aseguró que estaban equivocadas; los piratas sólo
podían ser hombres de Lisandro que se hacían pasar por atenienses para provocar
una insurrección.
Seguimos hacia el norte. Podíamos ver las nubes de humo que ascendían de las
colinas; los pescadores nos repitieron la historia de las mujeres: columnas de
campesinos huían hacia el interior. Nos cruzamos con el Teama y el Panegiris,
trirremes a las órdenes de Alcibíades, que regresaban a Samos con rehenes, hijos de
nuestros aliados, secuestrados para pedir rescate. ¿Tan desesperada era nuestra
situación? Llegamos a Cumas. Ya conoces esa ciudad, nieto. Erigida en torno a una
bahía llamada El Platillo, su ambiente es oriental y relajado.
Alcibíades había exigido al distrito veinte talentos. Los habitantes le habían
suplicado que les eximiera alegando su pobreza y recordándole las extraordinarias
levas con que habían contribuido a nuestra causa, hasta ver amenazada su
supervivencia. El comandante les replicó que las necesidades de la flota estaban por
encima de cualquier otra consideración. Incapaces de pagar, los ciudadanos le
cerraron las puertas. Alcibíades atacó. La acción fue un error mayúsculo. Las
unidades atenienses se mostraron reacias a atacar a sus aliados, y varias
desobedecieron las órdenes. El único cuerpo que siguió a Alcibíades sin rechistar
fueron los dii, los más salvajes de los tracios. Con posterioridad, salieron a la luz
atrocidades que no podían taparse. La ciudad fue tomada y despojada de su tesoro.
Nuestra escuadra llegó inmediatamente después. Ya se habían celebrado los
consejos de guerra, con un saldo de cuatro oficiales atenienses y sesenta y un
hombres condenados. Los cargos, originados en una acción naval, no podían
reducirse a simple insubordinación. Se había producido un motín. La pena era la
muerte.
Alcibíades consiguió exculpar a varios condenados con diversos pretextos e hizo
la vista gorda ante la huida de otros. Pero nueve remeros, encabezados por un tal
Oréstides de Maratón, se negaron a confirmar su culpabilidad recurriendo a
subterfugios. Mantenían que eran inocentes. Lo criminal eran las órdenes.
Era poco después de mediodía, bajo un sol abrasador y un fuerte viento etesio.
Los condenados permanecían bajo custodia en una guarnicionería, en la explanada
que llaman «de la Verdad». Alcibíades estaba borracho, no tanto como para no
saber lo que ocurría, pero sí lo suficiente para acallar sus sentimientos de culpa.
Sólo deseaba hallar un modo de salvar a aquellos hombres, pero no podía
comprometer su autoridad negociando en persona con los amotinados, de modo que
encargó de ello a Pericles. Yo acompañé a mi amigo voluntariamente.
Hablamos con los condenados mientras los infantes los sacaban y los ataban a
los postes de ejecución. El tal Oréstides me pareció uno de los hombres más
honrados que había conocido. Al oírle defender su causa y la de sus compañeros sin
vacilación ni retórica, Pericles y yo no pudimos contener las lágrimas. No contó
ninguna mentira. Su dolor y su indignación ante el estado de la flota eran tales que
sus hombres y él, según sus propias palabras, «preferían perder la vida antes que
pedir clemencia».
Alcibíades ordenó la ejecución. Los infantes se negaron a obedecerle. Nunca he
presenciado semejante escena de duelo y consternación. Alcibíades contaba con dos
compañías de dii tracios. Les ordenó hacerlo.
Lo hicieron.
La flota se sintió tan ultrajada al saber que unos atenienses habían sido
ejecutados por salvajes que Alcibíades, temiendo por su vida, tuvo que permanecer
toda una noche a bordo del Indomable. Al amanecer, ordenó el saqueo de Cumas,
cuyo producto cupo en el hueco de dos escudos y fue expuesto por los pagadores en
la playa del desembarco. Los hombres desfilaron ante las mesas. Ninguno quiso
coger su parte.
Esa noche supimos lo de Notion.
Dos días antes se había librado una batalla naval ante las costas de dicha
ciudad. Las escuadras de Lisandro habían barrido a las nuestras, mandadas por
Antíoco, que había perecido a manos del espartano. Quince barcos atenienses
habían
sido hundidos o capturados; no era una gran pérdida en términos numéricos, pero
sí calamitosa para la moral.
Alcibíades se apresuró a volver a Efeso y congregó a la flota en la entrada del
puerto. Pero Lisandro era demasiado astuto para salirle al encuentro. El Pterón,
que ya estaba acabado, protegía el bastión perfectamente. Las tropas espartanas y
peloponesias controlaban hasta el último palmo de costa.
Dieciséis días más tarde llegó este informe de Atenas: se había efectuado el
recuento de votos para el Consejo de generales de aquel año. Alcibíades no había
sido reelegido.
Dos días más tarde, al amanecer, pronunció su discurso de despedida ante la
flota.
No se atrevía a regresar a casa por miedo a que le juzgaran; tendría que
retirarse, tal vez a Tracia, si los rumores de que Timandra había comprado fuertes
en la región eran ciertos. Disolvió a la tripulación del Indomable y permitió que los
hombres buscaran otros barcos. Ciento cincuenta y cuatro remeros e infantes
decidieron compartir su suerte; seguirían a Alcibíades.
Esa noche, mi barco, el Europa, realizó maniobras ante el rompeolas, El
Gancho, dirigiendo un ejercicio de señales con varias naves y correos rápidos
samios. Volvimos tarde y viramos en redondo para fondear a la luz de las teas.
Cuando nos disponíamos a varar de popa, avistamos un barco de guerra que
abandonaba la playa y se hacía al mar, con la mitad de los remos, contra la marea.
Lo observamos alejarse. La nave no llevaba ni luces de navegación ni lámpara
de señales; la tripulación remaba en silencio. Sólo se oía el crujido de los toletes.
Era el Indomable.
Habían transcurrido once meses desde la apoteosis del jefe de nuestra flota en
Atenas hasta aquella sigilosa huida hacia el exilio, en una noche sin luna.
Libro IX

VIENTOS
DE
GUERRA
XLIII

ENTRE LA TIERRA Y EL MAR

En Atenas [me explicó mi abuelo], la marcha de Alcibíades fue recibida con un


alivio que rayaba en el éxtasis (al menos, por lo que me explicaba mi mujer en una
carta que recibí ese otoño en Samos), a tal extremo había llegado el temor del
pueblo, no sólo a la tiranía de la que imaginaban haberse librado milagrosamente,
sino a la imprevisibilidad de un único y todopoderoso comandante cuya conducción
de la guerra se había vuelto en el mejor de los casos discutible y cuyo estilo,
caracterizado por la preeminencia de sus amigos y su amante, empezaba a lindar
con lo regio. La Asamblea sustituyó a Alcibíades por un colegio de diez generales
para impedir cualquier tentativa de concentración del poder y nombró un cuerpo
suplementario compuesto por diez taxiarcas tribales que servirían como capitanes
de barco, para que actuara como garantía adicional contra la reiteración de los
excesos. Por si tales frenos no fueran suficientes, la Asamblea reforzó la flota
recuperando a un puñado de antiguos generales y concediéndoles el mando de
barcos aislados. La nómina de trierarcas se llenó de nombres ilustres. El Europa
formó parte de una escuadra que hizo la travesía a Metimna; dos barcos por delante
iba el Alcíone, mandado por Terámenes, mientras a nuestro costado remaba el
Infatigable, a las órdenes del gran Trasíbulo.
Funcionó. Ahora, el mando estaba repartido por todo el espectro político; la
rivalidad disminuyó y volvió a reinar el orden. Compartidas con aquellos hombres,
la escasez y las penalidades nos pesaban menos. Habían desertado al enemigo
tantos buenos marineros que por primera vez en la Historia una flota ateniense se
aprestaba al combate en inferioridad de condiciones. Eso acabó de serenar a
nuestras fuerzas. Las tripulaciones se entrenaban de buena gana; la disciplina se
reforzaba internamente, entre compañeros, sin necesidad de que la impusieran los
oficiales. Puedo decir que, de todos los contingentes que acompañé a ultramar,
aquel conjunto de hombres y barcos fue, si no el más brillante, ciertamente el más
capaz.
La partida de nuestro comandante supremo también tuvo profundas
consecuencias para Polémides, que, según me contó, se enteró de ella mientras
permanecía escondido tras la batalla de Efeso.
Con Alcibíades desposeído del mando, Polémides no podía volver a casa.
Perdería el Recodo del Camino, si aún no lo había perdido, y con él todos los
medios de subsistencia de sus hijos y los de su hermano. Su condena por traición
seguía en pie. Ahora era un hombre perseguido por ambos bandos. Incluso
cruzar a Samos
para reunirse con su mujer y su hijo llevaba aparejados enormes riesgos. Estaba
atrapado, como dice el poeta, entre la tierra y el mar.

La propiedad de mi suegro, el padre de Aurora [siguió contando Polémides], era una


parcela en una región montañosa alejada del puerto de Samos, en la ladera de una
colina que dominaba el extremo norte de la bahía de Pilion. Desde la ciudad se
llegaba por la calzada de Heraion. No obstante, yo preferí desembarcar en el extremo
más alejado de la isla, en el lado de la bahía, en un cabo llamado la Teta de la Vieja,
mientras aún era de noche. Había pasado del continente al islote de Tragia; luego,
transcurrido más de un mes desde de la fecha en que cumplía mi mujer, hice la
última travesía en un bote que un chico de catorce años llamado Sofrón había robado
a su padre. El muchacho no quiso que le pagara; ni siquiera me preguntó mi nombre;
según dijo, sólo lo hacía por amor a la aventura.
Llegué a la propiedad por el camino posterior, empinado y pedregoso; cuando el
sol y las tejas de la casa brillaron dándome la bienvenida, estaba empapado en sudor.
La granja se veía a lo lejos: el par de edificios auxiliares de piedra, el camino que
bajaba la colina entre ellos y la senda flanqueada por alcanforeros que conducía a la
vivienda principal. Al pasar junto a la tumba familiar, situada al borde del camino,
advertí, colgadas en el dintel, dos epikedeioi stephanoi, las guirnaldas de tamarisco y
laurel que los isleños ofrecen a Deméter y Core para que intercedan por sus muertos.
¿Habría fallecido el viejo?, me pregunté, recordando al abuelo de Aurora, que vivía
en una casita, bajando la cuesta. Apreté el paso diciéndome que no debía permitir
que mi alegría por el ansiado regreso perturbara el luto de la familia. A un tiro de
piedra, vi a mi cuñado Anticles, que, seguido por su perro Flecha, salió de detrás de
uno de los graneros. Lo acompañaban dos mamposteros con sus mazos y sus
plomadas.
—¿Ha vuelto a caerse el muro del jardín? —le grité a modo de saludo.
Anticles se volvió hacia mí. Sus facciones se alteraron de tal modo que la sonrisa
se heló en mis labios. Su hermano Teodoro apareció en el camino que bajaba la
colina. Me vio, se inclinó sin dejar de andar y, agarrando una piedra en cada puño,
avanzó hacia mí.
—¡Tú! —fue todo lo que dijo.
—¿Qué ha ocurrido? —me oí preguntar.
Las piedras pasaron rozándome las
orejas.
—¡No queremos verte por aquí!
Solté el petate y las armas y, enseñándoles las manos desnudas, les pedí
clemencia en nombre de los dioses.
—¡Vete al infierno! —me escupió Anticles—. ¡No has traído a esta casa más que
desgracias!
Los hermanos avanzaron hacia mí. Los mamposteros se les unieron. Se oía ladrar
a los perros.
—¿Dónde está Aurora? ¿Qué ha pasado?
—¡Largo de aquí, miserable!
Una piedra lanzada por Teodoro me alcanzó en la cadera.
Supliqué a los hermanos que me contaran lo ocurrido. Que me permitieran hablar
con Aurora.
—Es mi mujer, y me ha dado un hijo.
—Espérales allí —replicó Teodoro señalando hacia las tumbas.
Todos los que hemos sido soldados las hemos conocido, Jasón: esas horas en que
el dolor físico o espiritual supera la capacidad del corazón para soportarlo. No podía
creer que aquella pesadilla fuera real. ¿Cómo podían avanzar contra mí aquellos dos
hombres, mis hermanos, con semejante odio? ¿Cómo podían ser aquellas guirnaldas
para los dos seres a quienes más amaba en este mundo?
—¡Vete de nuestras tierras! —me gritó Anticles avanzando a grandes zancadas y
blandiendo un garrote—. Por los dioses que, si vuelves a cruzarte en mi camino, ésa
será tu última hora o la mía.
Me fui. En el límite de la propiedad me encontré con dos muchachos que
quemaban matorrales. Por ellos supe que mi mujer había fallecido hacía dos meses.
Envenenada. El hijo que llevaba en el vientre había muerto con ella.
Pasaba de mediodía. Volví a subir la colina. Al llegar a la valla, una jauría de
perros me cortó el paso. Anticles descendía la cuesta al galope.
—¿Qué puedo hacer, hermano —le supliqué—, para aliviar vuestro dolor…?
No respondió. Hizo caracolear a su montura mirando a quien tenía debajo con tal
odio como no puede sentirse por otro ser humano, sino por una aparición o un
espectro, carente de vida pero visible, al que se le ha negado el descanso bajo tierra.
—Has robado el sol de nuestro cielo, tú y quien te envió. Ojalá tus días, y los
suyos, sean tan negros como los nuestros.
XLIV

UN TESTIGO DEL HOMICIDIO

Incapaz de continuar, Polémides se mantuvo en silencio durante unos instantes.


Cuando al fin consiguió recuperarse, declaró que había cambiado de opinión
respecto al juicio. Ya no deseaba negar los cargos; se declararía culpable. Llevaba
tiempo pensándolo, me explicó, pero hasta ese momento no había comprendido que
era la salida más digna. Sólo lamentaba que yo hubiera dedicado tanto tiempo a sus
asuntos, dijo, con tanta generosidad e interés, por lo que me pedía disculpas.
Me sentí indignado ante aquella deserción y monté en cólera. ¿Cómo se atrevía
a abusar de la simpatía de mi corazón y difamar, atrayéndola a su causa, el
recuerdo de mis queridos camaradas? ¿Creía que había aceptado aquella tarea a
la ligera?
¿Porque lo admiraba o pensaba que merecía la absolución? Lo despreciaba y
despreciaba todo lo que había hecho, le espeté, y había aceptado ser su abogado
sólo para que el relato de sus indignidades sirviera como manifiesto de infamia para
nuestros compatriotas. Su causa había dejado de ser suya en el instante en que me
pidió que le asistiera; ¿cómo se atrevía a echarse atrás en el último momento?
—¡Sí, muérete —me oí exclamar—, y déjanos en paz a todos!
Di dos zancadas hasta la puerta y la aporreé llamando al carcelero.
Sólo el eco respondió a mis voces. Comprendí que el funcionario debía de estar
cenando en el refectorio, al otro lado de la calle. A mis espaldas, Polémides reía
por lo bajo.
—Me parece que estás tan preso como yo, amigo mío.
—Eres un bellaco, Polémides.
—Nunca he dicho lo contrario, compañero.
Al volverme, sentí que la cólera empezaba a abandonarme y comprendí hasta
qué punto había llegado a importarme la suerte de aquel miserable. Una sonrisa
suavizó las facciones del veterano. Reconoció la justeza del veredicto que había
pronunciado sobre él y añadió que su único defecto era su incapacidad para acabar
lo que empezaba.
Prosiguió, no con palabras, sino abriendo su arcón y sacando dos cartas; por su
expresión, deduje que las había releído hacía poco y que su contenido le había
afectado profundamente. Me las tendió.
—Siéntate, amigo mío. De todas formas, no podrás salir hasta dentro de un rato.
La primera carta, dirigida a su tía abuela Dafne, estaba fechada unos meses
después de la definitiva destrucción de la flota ateniense en Egospótamos, el
desastre
que hizo inevitable la capitulación de la ciudad y, tras veintisiete años de guerra, su
derrota a manos de Esparta y de sus aliados peloponesios y persas.
En esa época, me explicó Polémides, estaba al servicio de Lisandro y condenado
por traición y asesinato en su patria. Escribe a su tía, a Atenas, advirtiéndole que se
prepare para el sitio y la inevitable rendición:

… facciones de nuestros compatriotas se ofrecerán para procurar lo que


ellos llaman la paz. La soberanía será entregada; la flota, desmantelada; la
Muralla Larga, derribada. Se impondrá a Atenas un gobierno títere. Habrá
represalias. Tal vez a mi regreso pueda mitigar, al menos en lo tocante a ti y
tu familia, los efectos de la anarquía que sin duda reinará.
Debes abandonar la ciudad y marcharte al campo, tía. Llévate a los hijos
de León. ¿Podrás localizar a los míos? Por favor, ponlos a salvo. El sello de
esta carta es el del Estado Mayor de Lisandro. Te protegerá, pero no lo
utilices salvo que sea cuestión de vida o muerte, pues determinados
compatriotas te lo harán pagar más tarde.
Por último, querida tía, no acudas al Pireo cuando arriben las escuadras
de Lisandro, o verás lo que una patriota como tú no podría soportar sin que se
le partiera el corazón: el niño al que criaste, con el escarlata del enemigo.
Estoy curado del amor a la patria y más que curado de toda vergüenza. Sólo
actúo, como han hecho y harán otros, para salvar mi vida.

Ésta es la respuesta de su tía:

¡Hombre sin honor! ¿Cómo te atreves a preocuparte por mi persona para


ocultar tu perfidia? Ojalá hubieras muerto en las canteras, o en alguno de tus
indignos enredos, para que pudiera seguir considerándote hijo de tu padre y
no el infame que tan inicuamente has demostrado ser. Los dioses saben que
no volveré a mirarte a la cara. Has dejado de existir para mí. No tengo
sobrino.

Devolví las cartas a Polémides. Su expresión decía bien a las claras que
compartía la condena de su tía, tan profundamente como para que todo
razonamiento fuera inútil, al menos en aquel momento. Sentí que se me escapaba de
las manos como un cadáver arrastrado por las aguas, cuando no consigues
alcanzarle con el bichero y, empujado por la corriente, tu bote pasa de largo para
no volver jamás.
El carcelero volvió al fin, y me vi libre. Crucé el Patio de Hierro en dirección a
la celda de Sócrates, en cuya compañía pasé el resto de la tarde. Al maestro no le
quedaban más que tres días. El barco sagrado que regresaba de Dejos había sido
avistado a la altura de Sunion esa misma mañana; su llegada a Atenas pondría
punto
final al aplazamiento de la ejecución. Se esperaba la arribada de la nave esa noche.
Sin embargo, no se produjo. Un sueño de Sócrates lo había predicho. Se le había
aparecido una hermosa mujer vestida de blanco, nos contó a los presentes esa
tarde, y dirigiéndose a él por su nombre, le había declarado:

A la grata tierra de Ptía


llegarás al tercer día.

Una terrible desesperación se apoderó de mi ánimo, debido en parte a


Polémides, cuyo relato de las horas de la caída de nuestra patria se añadía a la
inminencia de la ejecución de mi maestro, que para mí era una segunda y más
aciaga derrota, pues anunciaba, lo intuía, no sólo el final de nuestra soberanía, sino
también de la misma democracia.
Esa noche, fui el último en abandonar la prisión. Estaba decidido a no volver a
hablar con Polémides en persona ni comunicar sus deseos a las autoridades. Había
hecho su elección: a él le correspondía llevarla a efecto. El pasadizo de salida
estaba en silencio, salvo por un carpintero que hacía una puerta en el taller de la
prisión. Eché un vistazo al interior. Al principio, tomé las argollas de hierro por
goznes o abrazaderas. De pronto, reconocí el instrumento.
No era una puerta.
Era el tympanon en el que ejecutarían a Polémides. Lo atarían desnudo a la
plancha, que a continuación colocarían en posición vertical. Nadie podría
acercarse o prestarle ayuda; sólo permanecería a su lado el verdugo, para aplicarle
el tormento prescrito por el tribunal y certificar la defunción del condenado. El
carpintero me invitó a entrar con un gesto y se puso a parlotear amigablemente sin
dejar de trabajar. Me explicó que tenía que hacer un instrumento nuevo para cada
ejecución.
—No te imaginas lo que pueden soltar las tripas de un hombre.
A renglón seguido, me explicó cómo funcionaba el instrumento. Cuatro argollas
inmovilizaban los miembros de la víctima y una cadena le sujetaba la garganta.
Unas clavas giratorias tensaban esta última hasta estrangularlo. La mayor ventaja
del aparato era que ahorraba el derramamiento de sangre.
Le pregunté si aquel instrumento en concreto era para Polémides. El carpintero
no lo sabía; no tenía por costumbre preguntarlo. No obstante, observó, los
ajusticiados por traición no pueden ser enterrados en el Ática «ni en ninguna tierra
bajo dominio ateniense». El cadáver seria abandonado para que lo devoraran los
perros y los cuervos.
Para el carpintero, aquel invento era lo último en instrumentos de ejecución.
—Mucho mejor que arrojar al condenado al Pozo del Muerto, como hicieron
con los generales de las Arginusas. Eso fue una salvajada. Mi padre hizo las
trampillas. Nadie había hecho seis de una vez, de modo que tres tuvieron que
esperar. Fue
espantoso, porque se oyeron los golpes cuando cayeron los tres primeros. Pericles el
Joven y Diomedón no llevaban capucha. Ninguno dio nada, salvo Diomedón.
«Acabemos de una vez».
Lo mejor, dice Teógnides, sería no nacer:

… pero, habiendo nacido, lo mejor


es correr hacia el infierno y
descansar bajo el pesado escudo de
la tierra.

Unos días antes, después de mi segundo encuentro con Eunice, había llamado a
mis sabuesos Mirón y Lado y, tras prometerles una prima, les había instado a
redoblar sus esfuerzos para descubrir los particulares del homicidio del que se
acusaba a nuestro cliente. Mis hombres no se hicieron de rogar y se presentaron dos
días después por la mañana. Habían dado con cierto individuo, miembro de la flota
por aquellas fechas. Un testigo ocular. No testificara en persona, pues debía dinero
y no quería hacerse notar en la ciudad. No obstante, por una cantidad, estaba
dispuesto a dictar una declaración y a pronunciar un juramento sobre su veracidad.
Este es el documento. El hombre se identifica como ciudadano del distrito de
Anfítrope y antiguo suboficial de la armada:

… ocurrió en Samos, en uno de esos antros que los de allí llaman un


«soda». El Poleo. Las tripulaciones de algunos barcos solían reunirse en él;
era su lugar favorito. La puta de Polémides, Eunice, andaba por allí esa
noche, con otras doce que hacían la calle; también había niños, era uno de
esos tugurios… Se había echado a llover, y el techo tenía goteras. Había
cacharros sobre las mesas, y cosas así…
De pronto, entra Polémides. Sin mirar ni a derecha ni a izquierda, se va
derecho a por Eunice y le echa las manos al cuello, como si quisiera
partírselo. Dos o tres hombres saltan sobre él y los separan. Polémides
forcejea con ellos y logra soltarse. Coge un cuenco de hierro lleno de agua de
lluvia y vuelve a abalanzarse sobre la mujer. El tal Filemón intenta cortarle el
paso. Polémides le arrea con el cacharro, y el otro cae redondo… Fiambre
antes de tocar el suelo.
Polémides se le queda mirando y luego se vuelve hacia Eunice y sus críos
y los mira boquiabierto, como si estuviera ido. Reacciona al ver a los
mocosos. Da media vuelta y se va a toda prisa. Todo el follón pasó en la
mitad del tiempo que se tarda en contarlo. Nadie había dicho una palabra de
principio a fin.
Las mujeres se encargaron de airear los trapos sucios. Resulta que esa
Eunice es una loba de cuidado. Había dado belladona a la señorita con la que
se había casado Polémides. La había envenenado. La muchacha estaba
preñada, así que el hijo que llevaba en el vientre la palmó con ella. Por lo
menos, así lo que me contaron.
Eso es lo que ocurrió, capitán. Polémides se cargó al pobre bastardo de
Filemón, no adrede, sino porque se metió en medio cuando iba a arreglarle
las cuentas a su mujer. Esa es la verdad. Yo estaba allí y lo vi.
XLV

UN ABOGADO EN LA PUERTA

Faltaban dos amaneceres para que Sócrates tuviera que beberse la cicuta. Yo me
pasaba las noches dando vueltas en la cama y acababa adormilándome a las
primeras luces del alba.
A esa misma hora un sirviente llamó a la puerta para informarme de que un
joven me esperaba en la entrada. Se había negado a dar su nombre, pero deseaba
verme con urgencia. Al parecer traía una suma de dinero que deseaba entregarme.
La curiosidad nos llevó hasta el umbral a mis dos hijos y a mí. El desconocido
resultó ser un mozalbete de dieciséis años a lo sumo, delgado como una caña. Le
invité a pasar.
—Te lo agradezco, señor; pero sólo he venido en representación de ciertos
ciudadanos preocupados. Un montón, a decir verdad. —El chico hablaba con tal
seriedad que daban ganas de echarse a reír, pues la forzada solemnidad de sus
frases evidenciaba que las había preparado de antemano y se las había aprendido
de memoria—. Sólo quiero confiarte este dinero, capitán, en nombre de Polémides,
el hijo de Nicolaos de Acarnas, para que lo emplees en su defensa como mejor te
parezca. Soy joven, señor, y no tengo experiencia en los tribunales. Sin embargo, no
es difícil imaginar que se originan ciertos gastos…
La cantidad que me ofrecía no era pequeña, pues ascendía a más de cien
dracmas. Un montón de tetras de plata recién acuñadas, que nos pareció, a mis
hijos y a mí, robado de una sola vez.
—¿De dónde ha sacado un mocoso como tú todo este dinero? —le preguntó mi
primogénito.
—Suena bien, ¿eh?
Su acento era un calco del de Eunice, lo mismo que su frente y sus
ojos. Así que aquél era el fugitivo.
—Ya lo creo, jovencito —respondí sopesando la bolsa—. ¿Y para qué se supone
que voy a usarlo? ¿Para sobornar al jurado?
—Las personas a las que represento, señor, confían en tu discreción.
—Y esos ciudadanos preocupados ¿qué interés en concreto tienen en el caso?
—Desean que se haga justicia, señor.
Era fácil hacer deducciones del aspecto del muchacho. Llevaba uno de esos
mantos excesivamente largos llamados «barrecalles», que, aunque parecía
cepillado la noche anterior, tenía la orla cubierta de polvo. Bajo sus pliegues, el
chico debía de
ir descalzo.
—¿Has comido algo hoy, muchacho? —Sí, señor. ¡Un piscolabis! Mis hijos se
echaron a reír.
—Vigila, no se te lleve una ráfaga de aire…
Volví a invitarle a entrar. Volvió a rechazar la invitación. Le tendí la bolsa del
dinero.
—¿Por qué no se lo llevas a Polémides tú mismo? —El chico tartamudeó y
retrocedió. Estaba claro que nos habíamos apartado de la conversación que tenía
preparada—. En mi opinión, deberías hacerlo. Un preso en su situación se
alegraría mucho al saber que tiene amigos que defienden su causa. —Coge la pasta,
capitán.
—Te diré lo que voy a coger. —A un gesto mío mis hijos agarraron al chico—. Te
llevaré a ti y al dinero delante del magistrado, y que él averigüe de dónde lo has
sacado.
—¡Soltadme, cabrones!
El chaval se debatía como un animal salvaje; mis dos hijos, luchadores
sobresalientes, tuvieron que emplearse afondo para inmovilizarlo.
—Ahora, amiguito, ¿vendrás conmigo a ver a Polémides o tendremos que llamar
a la puerta del arconte?
La agitación del muchacho iba en aumento a medida que nos acercábamos a la
cárcel.
—¿Me registrarán, señor? —Y, apenas lo preguntó, se sacó una daga de debajo
del brazo y un xyele espartano de una vaina atada al muslo.
Me detuve ante al pasillo donde estaba la celda de su padre. El chico se puso
blanco como la pared.
—¿Tú no entras, capitán?
—Hasta ahora has interpretado tu papel como un hombre —le dije para
tranquilizarle; y, poniéndole una mano en el hombro, le di un suave empujón.
Desde donde me encontraba no podía ver a Polémides, pero sí al chico, que
permanecía ante la puerta de la celda mientras el carcelero la abría. El muchacho
vaciló un instante mirando al interior como si la fiera enjaulada dentro fuera a
arrojársele encima. Confieso que, cuando se armó de valor y desapareció en la
celda, sentí un escozor en los ojos y un nudo en la garganta.
Padre e hijo permanecieron juntos toda la mañana, o al menos hasta que me
cansé de esperar al otro lado de la calle, en el refectorio de mi viejo camarada el
arquero de la marina Moretones. Mis hijos habían regalado al joven Nicolaos un
paquete de ropa, incluidos calzado y una túnica nueva, en teoría para que se los
entregara a su padre, aunque esperábamos que una vez a solas el orgullo le
permitiera quedárselos para sí mismo.
Sin embargo, el paquete apareció intacto en nuestra puerta a mediodía, con una
nota de agradecimiento y nada más.
XLVI

AL OTRO LADO DEL PATIO DE HIERRO

Esa noche, al abandonar la celda de Sócrates, sus amigos cruzamos el Patio, de


Hierro eh dirección al despacho de Lisímaco de Oa, secretario de los Once. La
ejecución del maestro estaba fijada para el día siguiente. A petición del condenado,
la cicuta se le administraría a la caída de la tarde. El secretario nos enseñó el
recipiente, un simple cuenco de madera con tapa; al parecer, la composición del
jugo se alteraba al contacto con el aire. Había que ingerirlo de inmediato y, a ser
posible, de un solo trago.
El ejecutor, un médico de Braurón, que casualmente se encontraba en la prisión
por otro motivo, tuvo la amabilidad de concedernos unos momentos a Critóbulo,
Critón, Simmias de Tebas, Cebes, Epígenes, Fedón de Samos y el resto del grupo. El
facultativo, a quien no habíamos visto con anterioridad y cuyo nombre no se nos
reveló, llevaba una sencilla túnica blanca de lana, como todos nosotros. Nos
informó de que al día siguiente vestiría la ropa de su profesión; deseaba advertirnos
para que la sorpresa no nos impresionara en exceso.
Se nos permitiría permanecer en la celda con Sócrates hasta el final y reclamar
su cuerpo tan pronto se le declarara muerto y se extendiera el certificado de
defunción. No habría «última cena», pues el estómago del condenado debía estar
vacío; tampoco podría beber vino después de mediodía, porque su efecto podía
contrarrestar el del veneno.
Critón le preguntó si podíamos hacer algo para hacer más llevadero el tránsito
de nuestro amigo. La cicuta no le produciría ningún dolor, nos aseguro el médico.
Su efecto era una pérdida progresiva de sensibilidad, que se iniciaba en los pies y
ascendía paulatinamente hacia la cabeza, mientras el sujeto permanecía consciente
y lúcido hasta los momentos finales. Podía sentir náuseas cuando la droga
alcanzara la zona media del cuerpo; a partir de ese momento, la insensibilidad se
aceleraba, seguida por la pérdida de conciencia y, por último, el corazón dejaba de
latir. El inconveniente de la cicuta era su lentitud, pues a veces llegaba a tardar dos
horas en culminar su trabajo. Era conveniente que el sujeto permaneciera inmóvil.
La agitación podía retrasar el efecto del veneno y hacer necesaria una segunda
dosis, e incluso una tercera.
—Tendrá frío, señores. Convendría que le trajeran un manto de lana o algodón
para que se lo eche por los hombros.
Nuestro grupo salió en silencio. Me había olvidado por completo de Polémides
(que a esas alturas debía de haber entregado su confesión de culpabilidad), y me
habría marchado sin pensar en él si el portero no me hubiera llamado cuando
cruzábamos el patio para preguntarme a quién debía entregarse el cuerpo de mi
cliente. Por un instante, temí que ya se hubiera cumplido la sentencia, y el dolor y la
angustia se apoderaron de mí. Pero no, me informó el portero, la ejecución de
Polémides se llevaría a cabo al día siguiente, como la de Sócrates.
La pena se le aplicaría en el tympanon. No podía decirme cuánto tiempo harían
durar la agonía. El asesino —que, como me hizo notar el hombre, sabía lo que se
hacía— no se había declarado culpable de traición, sino de una «fechoría». Con ese
subterfugio, había eludido técnicamente (pues ésa era la acusación concreta contra
él) la vergüenza de que su cuerpo fuera abandonado a la intemperie fuera de las
fronteras del Ática; iría a parar al depósito de cadáveres, junto a la Muralla Norte,
donde podrían recogerlo sus familiares.
—Un chico que dice ser hijo del condenado ha estado rondando por aquí, señor.
A falta de otro familiar, ¿pueden entregarle el cuerpo los funcionarios?
—¿Qué ha dicho el prisionero?
—Que te lo preguntáramos a ti.
Hacía rato que había anochecido; llevaba despierto una noche y un día y sabía
que me esperaba otro tanto. Sin embargo, estaba claro que no podía irme a casa.
Llamé a un «alondra» y, poniéndole una moneda en la mano, le envié a comunicar a
mi mujer que llegaría tarde.
Cuando entré en la celda, Polémides estaba escribiendo. Se levantó de
inmediato, me dio la bienvenida y me estrechó la mano. Parecía tener la moral alta.
¿Había estado con Sócrates? En la prisión no se hablaba de otra cosa.
Creí que cumpliría aquel deber de mala gana y que seguiría sintiéndome
colérico contra él por el trabajo que me había obligado a hacer para nada. Para mi
sorpresa, ocurrió todo lo contrario. En cuanto entré en la celda, me sentí liberado
del peso de la angustia. El hecho de que el asesino aceptara su suerte resultaba
reconfortante. Sentí vergüenza.
—¿Qué estás escribiendo?
—Cartas.
—¿A quién?
—Una a mi hijo. Otra a ti.
No pude contener las lágrimas; un sollozo escapó de mi garganta. Tuve que
ocultar el rostro.
—Siéntate —me pidió Polémides—. Mi hijo me ha traído vino. Echa un trago. —
Acepté—. Déjame acabar esto. Sólo será un momento.
Mientras escribía, me preguntó por Sócrates. ¿Saldría el filósofo por su propio
pie o montado en la «yegua de medianoche»? Se echó a reír. Entre aquellos muros,
nada permanecía en secreto mucho tiempo, dio; se había enterado de los planes de
fuga, de que Simmias y Cebes tenían que alquilar caballos y escoltas armados;
sabía
qué funcionarios habían aceptado sobornos, y hasta las cantidades. Varios
informadores habían chantajeado a Critón y Meneceo y cobrado para mantener la
boca cerrada.
—No huirá —le aseguré—. Es tan testarudo como tú.
—Claro, como que los dos somos filósofos.
Polémides me contó que había charlado con Sócrates en varias ocasiones,
cuando los sacaban a hacer ejercicio a la misma hora. Le pregunté de qué habían
hablado.
—Sobre todo, de Alcibíades. Y también hemos hecho conjeturas sobre la vida y
la muerte —dio, y volvió a reír—. Me tienen preparada «la puta», ¿lo sabías?
Se había enterado de que lo ejecutarían en el tympanon.
Me preguntó de qué parloteábamos nosotros, todo el día pegados al maestro. En
otro momento no le habría hablado de aquello, pero dadas las circunstancias…
—Hablamos de la ley y de la necesidad de someterse a ella aun a costa de la
propia vida.
Polémides consideró mis palabras con expresión grave.
—Me habría gustado oírlo.
Me quedé observando al sicario mientras redactaba su despedida. Lo hacía con
mano firme y segura. Al verle detenerse cada tanto buscando la palabra justa, no
pude por menos de acordarme de Alcibíades, que tenía la costumbre, tan seductora
cuando hablaba, de hacer una pausa hasta que la siguiente frase acudía a su mente.
A la luz de la lámpara, el preso parecía más joven. Su estrecha cintura,
resultado de los muchos años de campañas, facilitaba la tarea de imaginar al
muchacho de Lacedemonia, con todas sus esperanzas intactas, hacía más de tres
veces nueve años. Me sentí impresionado por la ironía, por la fatalidad de su
coincidencia con Sócrates en aquel encierro y aquel final.
¿Lo importunaba en exceso si le pedía que concluyera su relato? ¿Serviría de
algo? Sin duda, ya no para preparar la defensa. Sin embargo, deseaba oír el resto
de la narración de sus labios, hasta el punto final.
—Antes —repuso—, cuéntame tú algo. Un toma y daca. Tú me repites lo que ha
dicho hoy Sócrates sobre la ley… y yo te cuento mi historia hasta el final.
Me resistí, pues buena parte de las palabras del maestro eran elogiosas para mí.
—¿Y cómo no iban a serlo, Jasón? Yo sólo me trato con los mejores. Acabé
accediendo. La conversación se había desarrollado del siguiente modo.
Nuestro grupo estaba reunido en la celda de Sócrates. Varios de nosotros
seguíamos instándole a huir. Con una escolta armada, el maestro no tenía nada que
temer. Podría viajar a un lugar seguro, que nosotros, o sus amigos de otras
naciones, nos encargaríamos de buscarle.
Yo, tonto de mí, esperaba una respuesta directa. Ni que decir tiene que el
filósofo no nos la dio. Por el contrario, se dirigió al hijo de Critón, el más joven de
los presentes, que permanecía sentado a sus pies, contra el muro.
—¿Qué opinas, Critóbulo? ¿Es lícito distinguir entre justicia y ley?
Mi garganta dejó escapar un gruñido tan violento que provocó las risas de
todos, incluida la de Sócrates. Volví a exponer mis razones. ¡Ya no quedaba tiempo
para debates filosóficos! Ahora era una cuestión de vida o muerte. ¡Había que
actuar!
No fue Sócrates quien me reprendió, sino Critón, su amigo más antiguo y fiel.
—¿Eso es para ti la filosofía, amigo Jasón? ¿Un pasatiempo para la barbería,
con el que nos entretenemos mientras el destino nos muestra clemencia, y al que
damos la espalda a la hora de la verdad?
Respondí que podían reconvenirme cuanto quisieran, con tal de que siguiesen el
camino que les proponía. Sócrates me miraba pacientemente, lo que acabó de
enfurecerme; pero volvió a tomar la palabra sin dirigirse a mí.
—¿Recuerdas, Critón, el discurso que pronunció ante el pueblo nuestro amigo
Jasón durante el juicio a los generales?
—Ya lo creo. ¡Nunca lo he visto tan encendido!
Rogué al maestro que no siguiera burlándose de mí, pues lo tratado en aquella
ocasión hablaba, precisamente, a favor de mi postura.
—¿Cómo así, querido amigo?
¡Porque se había pervertido la justicia! ¡Porque habían dado muerte a hombres
justos en un arrebato de locura!
—El demos puede hacerte volver de Elis o Tebas, Sócrates, pero no del infierno.
—¡Sí, ése es el fuego, Jasón! El ardor que mostraste aquel día y el brillo que te
ha acompañado toda tu vida. Entonces me sentí orgulloso de ti como me he sentido
de pocos antes o después. —Sus palabras me llenaron de apuro y no supe qué decir
—. Siguiendo a Euriptolemo, que había pronunciado un valiente discurso de
defensa, hablaste de la ley y conminaste al pueblo a que no la olvidara. Ese fue el
crimen que le imputaste, si la memoria no me traiciona. Afirmaste que la envidia
empuja al hombre mezquino a destruir a quien es mejor que él. ¿Me equivoco? Sólo
quiero recordar lo que diste exactamente, deforma que podamos examinar la
cuestión y quizá iluminarla.
Dije que estaba en lo cierto, pero que, no obstante, deseaba volver al asunto de
la huida.
—Creo que lo que te angustia —siguió diciendo el maestro— es el temor a que
se repita la misma injusticia. Mi condena, aseguras, no tiene su origen en ningún
crimen, sino en el odio de los hombres hacía alguien que se considera mejor que
ellos. ¿Es correcto, Jasón?
—¿Acaso no es exactamente lo que ha ocurrido?
—¿Crees al pueblo capaz de gobernarse a sí
mismo? Respondí con un no rotundo.
—Y, según tú, ¿quién debería gobernarle?
—Tú. Nosotros. Cualquiera menos él mismo.
—Déjame formularte la pregunta de otro modo. ¿Crees que debemos obedecer la
ley, incluso cuando es injusta? ¿O, por el contrario, puede el individuo decidir por
su cuenta qué leyes son justas y cuáles no, qué leyes merecen ser obedecidas y
cuáles violadas?
Repliqué que lo que había recibido no era justicia, de modo que la
desobediencia estaba justificada.
—Oigamos tu opinión, Jasón. ¿Qué es preferible, perecer por causa de una
injusticia que nos infligen otros o vivir tras haber cometido una injusticia contra
ellos?
Había perdido la paciencia con todo aquello y protesté con vehemencia.
Sócrates no cometería una injusticia contra nadie dándose a la fuga. ¡Tenía que
vivir! ¡Y por los dioses que todos y cada uno de nosotros haríamos lo posible y lo
imposible para preservar su vida!
—Te olvidas de alguien, Jasón, contra quien cometería una injusticia. La Ley.
Imagina que la Ley estuviera sentada con nosotros en estos momentos. ¿No te
parece que diría algo así: «Sócrates, te he servido durante toda mi vida. Bajo mi
protección, creciste hasta hacerte un hombre, te casaste y formaste una familia; te
ganaste la vida y practicaste la filosofa; aceptaste las ventajas y la seguridad que te
proporcionaba. Y ahora, cuando mi veredicto ya no te favorece, quieres darme de
lado.»? ¿Qué podríamos responderle a la Ley?
—Algunos hombres están por encima de las leyes.
—¿Cómo puedes decir semejante cosa, amigo mío, habiendo defendido con
tanto ardor lo contrario en aquella ocasión?
La vergüenza volvió a enmudecerme. Me sentía impotente ante tamaña
convicción.
—Permíteme que te refresque la memoria, mi querido Jasón, a ti y a aquellos de
nuestros amigos que estuvieron presentes ese día, y que ponga en antecedentes a los
demás, pues eran demasiado jóvenes por aquel entonces.
»Tras proscribir a Alcibíades a raíz de la derrota de Notion, la ciudad envió a
Conón para que asumiera el mando. No obstante, para que el poder no estuviera
concentrado en las manos de un solo hombre, el Consejo nombró un cuerpo de diez
generales, entre los que estaban nuestros amigos Aristócrates y Pericles el Joven.
Bajo dicho mando colegiado, la flota libró una importante batalla contra el enemigo
en las islas Arginusas, en la que destruyó setenta de sus barcos de guerra, incluidas
nueve de las diez naves espartanas, mientras que perdía veinticinco de las nuestras.
Tú estabas allí, Jasón. ¿Lo he contado con exactitud? Corrígeme si me equivoco,
por favor.
»En aquella ocasión, al final de la lucha, era evidente que la fortuna había
favorecido a los atenienses. Pero después de la batalla se desencadenó una
tempestad súbita, como, según dicen, suelen serlo las de esas latitudes en esa época
del año, y los hombres que permanecían en el agua —los compatriotas que
tripulaban aquellos de nuestros barcos que se habían ido a pique— no pudieron ser
salvados. Quienes, por su probada experiencia, habían sido nombrados líderes por
los generales, entre ellos Trasíbulo y Terámenes, no pudieron hacer nada. Todos los
que estaban en el agua perecieron, es decir, las tripulaciones de unos veinticinco
barcos, cinco mil hombres. Cuando se supo lo ocurrido, en la ciudad se produjeron
reacciones encontradas: la de quienes exigían, escandalizados y coléricos, la sangre
de los que no habían sido capaces de rescatar a los náufragos, y la de quienes se
esforzaban en digerir la catástrofe como otra más de la guerra, alegando la
intensidad de la tormenta, que confirmaban todos los informes, y valorando en su
justa medida la importancia de la victoria.
»Casualmente —tú que estabas allí no puedes por menos de recordarlo—, poco
después de la batalla se celebraba la Fiesta de la Apaturia, esa ocasión
habitualmente gozosa en la que las hermandades se congregan para confirmar sus
vínculos y admitir a los jóvenes. Como decía, eran tantos los huecos que los
marineros y los infantes habían dejado en las filas de las fraternidades que
resultaba imposible no hacerse cargo de la magnitud de la tragedia. Y la
desesperación, azuzada por la retórica de determinados individuos, unos, movidos
por la buena fe, otros, por el deseo de eludir su propia responsabilidad, estalló con
inusitada violencia. La ciudad exigía sangre. Seis de los generales fueron arrestados
(los otros cuatro, puestos sobre aviso, se dieron a la fuga). El pueblo los juzgó de
inmediato, no individualmente, como prescribe la ley, sino en bloque. Pericles,
Aristócrates y sus cuatro colegas tuvieron que defenderse a sí mismos cargados de
cadenas, como traidores. ¿Es así como ocurrió, Jasón? Y vosotros, Critón y Cebes,
que también estabais allí, corregidme si me aparto de la verdad.
Todos admitimos que el relato de Sócrates era fiel en el espíritu y en los detalles.
—Los generales fueron juzgados en asamblea abierta. La pritanía le
correspondía a mi tribu y, casualmente, el turno como epistates, a mí. Fui el
presidente de la Asamblea, por única vez en toda mi vida, y por un solo día, tal
como prescriben las leyes.
»Los acusadores hablaron en primer lugar; a continuación lo hicieron los
generales, uno tras otro, en defensa propia; pero la impaciencia de la muchedumbre
les impidió conservar el uso de la palabra el tiempo que concede la ley. Sólo dos
hombres hablaron en su defensa: primero, Axíoco; luego, Euriptolemo, y ni él ni
nadie de su familia ha honrado nunca su apellido como en aquella hora. Su discurso
se limitó, astutamente a los ojos del pueblo, a propugnar que cada general tuviera
su propia sesión ante el tribunal. «De ese modo, podéis tener la certeza de que se
hará justicia en toda la extensión de la palabra, y podremos castigar a los culpables
con la máxima severidad, al tiempo que evitamos cometer el terrible crimen de
condenar a quienes nada tienen que reprocharse».
»El pueblo le escuchó, e incluso aprobó su moción; pero, acto seguido,
Menecles puso una objeción deforma y, sometida a una segunda votación, la
propuesta de Euriptolemo quedó en minoría, lo que de hecho implicaba la condena
de Pericles y
sus compañeros. No obstante, antes de dicha votación, te levantaste tú, Jasón. Como
presidente, te di la palabra, aunque muchos te abuchearon, porque conocían tu
amistad con Pericles el joven, por no hablar de tu honroso historial al servicio de la
flota. ¿Me permitís, queridos amigos, que intente capturar el espíritu, si no la letra,
de la alocución de nuestro camarada? ¿O preferís que me limite a contar lo
ocurrido?
Los otros deseaban ardientemente que el maestro prosiguiera. Sócrates se volvió
hacia mí; luego, se dirigió a los demás con expresión grave:
Jasón dio lo siguiente: «Estáis impacientes, hombres de Atenas, por acabar con
este asunto. Permitidme, pues, que os ofrezca una salida. Como ya habéis decidido
que estos hombres son culpables, ahorremos al Estado las costas del juicio y la
deliberación, y considerémosles tales. Decidamos que, violando las leyes de los
dioses y de los hombres, abandonaron su deber hacia sus camaradas en peligro.
¿Estáis de acuerdo? Siendo así, ¡lancémonos sobre ellos como una jauría y
estrangulémosles con nuestras propias manos!
»Me abucheáis, hermanos. Hay que hacerlo como ordena la ley, gritáis. ¿A qué
ley os referís, a la que violáis a capricho o a la que queréis para vosotros mismos?
Porque mañana, cuando despertéis, manchados con la sangre de estos inocentes, no
habrá canon ni estatuto que pueda disfrazar vuestra iniquidad.
»Replicaréis, como los fiscales que han hablado en vuestro nombre: ¡Estos
acusados son asesinos! Pintaréis, como han pintado vuestros acusadores, el
desgarrador retrato de nuestros compatriotas náufragos pidiendo una ayuda que
nunca llegó, hasta que les fallaron las fuerzas y dejaron de luchar contra el líquido
elemento. He combatido en el mar. Todos lo hemos hecho. Que Dios se apiade de
nosotros; perecer en ese campo de batalla es la suerte más espantosa que le cabe
correr a un hombre, porque ni sus huesos, ni los jirones de su ropa, pueden
recuperarse para darles sepultura en la tierra que lo vio nacer.
»Sí, la sangre de nuestros hermanos clama venganza; pero ¿cómo la
obtendremos? ¿Pisoteando las mismas leyes por las que dieron la vida? En mi
familia nos consideramos demócratas. Los arcones de mi padre guardan menciones
honoríficas escritas por Pericles el Viejo, padre de uno de los acusados en el día de
hoy, que, como todos sabéis, es amigo mío. Esos documentos son objeto de culto
bajo nuestro techo, talismanes de nuestra democracia. Estamos reunidos en sagrada
Asamblea, atenienses, como hacían nuestros padres y los padres de nuestros padres
antes que nosotros. Pero ¿deliberamos? ¿Llamáis deliberar a esto? Mi corazón
percibe una semilla negra. Miro vuestros rostros y me pregunto: ¿Dónde he visto
esa expresión? Os diré dónde no la he visto. No la he visto en las caras de los
guerreros que se enfrentan al enemigo con coraje. La vuestra es una expresión
completamente distinta, y lo sabéis perfectamente.
»¿Qué sacrílego imperativo, hombres de Atenas, os empuja, contra toda razón y
contra vuestro propio interés, a destruir a los mejores de entre vosotros?
»Temístocles salvó el Estado cuando mayor peligro corría; sin embargo, lo
condenasteis y lo exiliasteis. Milcíades os dio la victoria en Maratón; pero le
cargasteis de cadenas y os moríais de ganas de arrojarle al Pozo. A Cimón, que os
dio un imperio, le acosasteis hasta llevarle a la tumba. ¿Y Alcibíades? Por los
dioses, no disteis tiempo a que sus pies entibiaran el pedestal al que lo habíais
subido antes de derribarles a ambos y bailar regocijados sobre los pedazos. El
ácido y la bilis son para vosotros como la leche de vuestra madre. Preferiríais ver el
Estado arrasado por vuestros enemigos antes que preservado por quienes son
mejores que vosotros y veros obligados a reconocerles como tales. El destino más
amargo que sois capaces de concebir, hombres de Atenas, no es la derrota a manos
de quienes os odian, sino aceptar los dones de quienes sólo buscan vuestro amor.
»Cuando era niño, mi padre me llevó al astillero de Telegonea, donde su primo,
carpintero de ribera, estaba construyendo una barca. Había terminado el casco, y
nos sentamos dentro para comer y celebrar por adelantado la finalización del
trabajo. En tono grave, el primo de mi padre dijo que a partir de ese momento no le
quedaba más remedio que permanecer junto a la embarcación incluso de noche. Al
advertir mi perplejidad, me puso una mano en el hombro: `Para desanimar a los
saboteadores. Los hombres somos envidiosos —me dio mi pariente, deseoso de
aleccionara mi ingenuo corazón—. De todo lo que puede ocurrirles bajo la capa del
cielo, lo que menos soportan es tener menos éxito que un amigo’.
»Nuestros enemigos nos observan, hombres de Atenas. Lisandro nos vigila. Si
pudiera acabar con los diez generales de sus enemigos en el campo de batalla, ¿con
qué honores no lo distinguirían sus compatriotas? ¡Y somos nosotros mismos
quienes nos disponemos a hacerlo en su lugar!
»¿Qué locura se ha apoderado de vosotros, compatriotas? Vosotros, que
clamáis contra la tiranía más alto que ningún otro pueblo, os habéis convertido en
tiranos. Porque ¿qué es la tiranía sino el nombre que damos a esa forma de
gobierno que se mofa de la justicia y se funda en el poder de la fuerza?
»He subido a esta plataforma muerto de miedo. Anoche, en el lecho de mi
esposa, me eché a temblar y necesité la fuerza de su animoso corazón, como hoy he
necesitado la de mis camaradas, para subir a hablaros. Pero ahora, oyéndoos
vociferar, ya no siento miedo por mí, sino algo mucho peor: pánico por vosotros y
por nuestra patria. Vosotros no sois demócratas. Preguntad a los hombres de la
flota. No encontraréis uno solo que condene a estos hombres. Vivieron la tormenta,
como la viví yo. Los náufragos ya estaban muertos, que los dioses se apiaden de
ellos. Pero no es ése el crimen por el que perseguís a estos generales. Son culpables
de otro. Son los mejores de entre vosotros, y vuestros mezquinos corazones jamás los
absolverán de semejante delito.
»Sí, abucheadme, hombres de Atenas, pero os conocéis mejor que nadie. No
seáis hipócritas. Si pretendéis violar la ley, por las pezuñas de Quirón, hacedlo
como hombres. Vosotros, los de allí, derribad las estelas de las leyes. Y vosotros,
coged
martillo y cincel y borrad las tablas de la constitución. ¡En pie todo el mundo!
Marchemos, como la chusma que somos, contra la tumba de Solón y mandemos al
infierno sus sagrados huesos. Eso es lo que hacéis condenando a estos hombres
contra toda ley y todo precedente.
»Estas palabras, mi querido Jasón, u otras muy parecidas, fueron las que
pronunciaste ese día. En esa ocasión, oíste rugir a la plebe contra ti, como la oí
rugir contra mí momentos después, cuando me negué, como presidente de la
Asamblea, a someter a votación aquella moción inconstitucional. Pidieron mi
cabeza, amenazaron a mi mujer y a mis hijos… Jamás había oído un clamor
semejante, ni siquiera en plena batalla, en boca de un enemigo sediento de sangre.
Pero había pronunciado el juramento de la pritanía y no podía actuar deforma
contraria a la ley. No sirvió de nada, como sabes bien. Él pueblo se limitó a esperar
al día siguiente, cuando terminó mi turno y el nuevo epistates les concedió lo que
exigían.
»No obstante, la cuestión es que no puede culparse a las leyes en ninguno de los
dos casos: ni en la condena de los generales ni en la mía. Fue el pueblo quien
conculcó las leyes. Por lo cual creo que acertaste defendiendo la ley entonces y que
acierto aceptándola yo ahora. Por favor, amigos, ¿podemos dar por zanjada la
cuestión de la huida?
Me di por vencido y escarmentado. Sócrates me puso la mano en el hombro
afectuosamente y me preguntó, aunque se dirigía a todos:
—¿Puede el demos gobernarse a sí mismo? Tal vez te tranquilice recordar,
amigo mío, que los ideales a los que aspira el amante de la sabiduría —la
supremacía del espíritu sobre el cuerpo, el descubrimiento de la verdad, el dominio
de las pasiones de la carne…— son no sólo despreciables, sino también absurdos
para el común de los mortales. La mayoría de los hombres no pretenden gobernar
sus apetitos, sino satisfacerlos; para ellos la justicia es un obstáculo en el camino de
su codicia, y los dioses, simples entelequias hueras a las que invocan para
enmascarar sus propias acciones, motivadas por el miedo, la conveniencia y el
egoísmo. Él demos no puede ser elevado como demos sino como conjunto de
individuos. A la postre, uno sólo puede gobernarse a sí mismo. Por consiguiente,
dejemos a la masa a su aire.
»Lo que más me duele, Jasón, es tu desesperación y su consecuencia: el
alejamiento de la filosofía. Es como si pudieras soportarlo todo sin traicionar
nuestra vocación, salvo este golpe, mi propia desaparición, que tu corazón no puede
tolerar. Nada podría causarme más pena o darme más miedo que saber que mis
esfuerzos, y toda mi vida, han sido vanos. —Las lágrimas afloraron a mis ojos; no
obstante, seguía sintiéndome incapaz de suscribir su postura—. ¿Te acuerdas de lo
que ocurrió tras el juicio a los generales? —me preguntó Sócrates—. ¿Recuerdas
que los amigos de Pericles el Joven nos reunimos frente al calabozo del Baratron, el
Pozo del Muerto, y reclamamos su cuerpo a los funcionarios?
»Arifrón y Jenócrates, parientes de Pericles, habían conseguido un carruaje
para trasladar el cuerpo a su casa. Su mujer, Quíone, «Nieve», se opuso a
utilizarlo.
Mandó a sus hijos al puerto para coger una carretilla pública. Todos sabéis cómo
son, amigos míos. Las hay en todos los muelles, en grupos de dos o tres, para que
los marineros recién llegados trasladen sus cosas hasta los carros de alquiler.
Llevan la leyenda «Epimeletai ton Neorion», «Propiedad de la Armada».
»Sobre una simple carretilla de marinero llevamos a casa el cuerpo de nuestro
amigo. Éramos veinte e íbamos todos juntos, pues temíamos la reacción de la gente.
Sin embargo, nadie nos molestó; estaban ahítos de sangre.
Jantipo, el hijo de Pericles, fue el más valiente. Sólo tenía catorce años, pero
caminaba delante del grupo, erguido y sin soltar una lágrima. Se encargó de vestir
a su padre, cuando aún temíamos que los Once prohibieran enterrarle en el Ática, y
esa noche le cortó el pelo a su madre y le puso las ropas de luto. Se había dictado la
orden de confiscar las propiedades de Pericles. ¿Lo recordáis? Nos reunimos para
acoger en nuestras casas a todos y todo lo que pudiéramos. No obstante, la cosa
acabó así: al cabo de dos días, el pueblo recobró la cordura y comprendió que
había cometido una locura. El remordimiento colectivo se apoderó de la ciudad, y la
gente reconoció la enormidad de su crimen y lamentó amargamente su
apasionamiento y su precipitación.
»Quíone se negó a confinarse en las habitaciones de las mujeres. «Que me
detengan», decía. Vestida de luto, se lanzó a la calle, sin velo, con los rizos cortados,
como un reproche viviente hacia todo y hacia todos. A los pocos que tuvieron el
coraje de acercársele no les dirigió la palabra; se limitó a exhibir la cabeza rapada,
día tras día.
»¿Lo comprendes, Jasón? Era una filósofa. Sin necesidad de maestro, su
animoso corazón intuyó lo que exigían las circunstancias y le infundió el coraje
para actuar. Ni Brásidas ni Leónidas, ni siquiera el mismo Aquiles mostraron nunca
tanta entereza ni tanta generosidad en el amor por el hogar y la patria. Ante
semejante ejemplo, ¿cómo podría yo, amigos míos, que llamo amor a la sabiduría a
mi vocación, cómo podría permitirme una acción indigna de la filosofa y de
Quíone? Debo saltar al precipicio, por decirlo así, tan silenciosamente como
Pericles, su marido. Y vosotros, amigos, podéis lanzaros a la calle con la cabeza
rapada, como ella —dijo Sócrates, y con esas palabras concluí yo también el relato
que me había pedido mi cliente.
Absorto en sus pensamientos, Polémides permaneció en silencio largo rato.
—Gracias —dijo al fin; luego, sonriendo, sacó un documento de su arcón y me
lo tendió.
—¿Qué es esto?
—Échale un vistazo.
Empecé a leer el prólogo. Era mi defensa de Pericles el Joven, el mismo
discurso al que acababa de referirme con las palabras de Sócrates.
—¿De dónde lo has sacado?
—Me lo entregó Alcibíades, en Tracia. Le gustaba mucho, como a mí. Y no era la
única copia que circulaba entre nuestros hombres.
Volvió a hacérseme un nudo en la garganta al recordar a los seres queridos,
tanto míos como de Polémides, de los que ya no nos quedaba más que el recuerdo.
Era bien entrada la noche; oí los pasos del portero en el patio, que se retiraba a su
cuchitril. Ahora tendría que armar un auténtico escándalo para que me dejaran
salir.
«Es igual», me dije. Mi mujer no se inquietaría, pues se figuraría que había
decidido pasar la noche en casa de algún amigo. Me volví hacia mi compañero, que
me miraba divertido, como si pudiera leerme el pensamiento.
—Te toca cumplir tu parte del trato, Pommo: acabar tu relato. ¿O estás
demasiado cansado para seguir? —Una expresión extraña animó sus facciones—.
¿Porque sonríes así? —le pregunté.
—Nunca me habías llamado Pommo.
—¿De veras?
Tendría mucho gusto en concluir su historia, aseguró. Me confesó que había
temido que hubiera dejado de interesarme, toda vez que ya no necesitaba preparar
su defensa.
—Ahora, llevemos el barco a puerto, si te parece, y dejémoslo bien amarrado,
con la ayuda de los dioses.
XLVII

LA HISTORIA HASTA EL FINAL

Estaba en Teos, a las órdenes del espartano Filoteles [empezó diciendo Polémides],
cuando llegaron informes sobre la muerte de Pericles y los demás generales. Los
espartanos no podían creerlo. Primero, la destitución de Alcibíades; ahora, la
ejecución de los mejores hombres del enemigo. ¿Se habían vuelto locos en Atenas?
A alguien se le ocurrió el siguiente chascarrillo:

Las lechuzas votaban


con dos ojos y
acertaban. Ya sólo votan
con uno,
el que tienen en el culo.

Los dioses habían privado a Atenas del buen juicio en castigo a los excesos de su
imperio. Tal era la venganza de los dioses, proclamaban los profetas de mentidero,
por el pecado de orgullo imperial.
La moral espartana subió como la espuma. En Atenas, se multiplicaron las
deserciones. Ese otoño recorrí los puertos de Lisandro; vi las mismas caras que en
Samos, tantos eran los remeros isleños que se habían pasado al enemigo. Hasta los
barcos eran los mismos. El Cormorán, insignia de la escuadra de Lisias, era ahora el
Ortea. El Vigilante y el Pez Volador, capturados en Arginusas a los Ojos de Gato, se
habían convertido en el Polias y el Andreia. En las tabernas se oía murmurar a los
marineros e infantes, temerosos de encontrar la muerte antes de que acabara la guerra
y obtuvieran la licencia.
Atenas había reunido a toda prisa los restos de su flota. Se había enrolado hasta
al último marinero capaz de mear de pie, incluidos los caballeros. Los generales
tenían tanto miedo que ni siquiera robaban. Una derrota acabaría con ellos, mientras
que los espartanos, financiados por el oro persa, podían encajar una tras otra con la
confianza de rehacerse y volver a la lucha.
Desde Samos, había ido directamente a Éfeso. ¿A qué otro sitio podía acudir, con
un homicidio añadido a la traición a las espaldas? Y no es que nadie lo notara entre
la horda de desertores, renegados y facinerosos que hacían cola en las oficinas de
reclutamiento bajo la bandera roja. Me encontré con Telamón. Había llegado de
Esparta una nueva generación de oficiales, en muchos casos compañeros de mi
juventud. Habían ascendido o acudido al Este para conseguirlo.
Filoteles, que me había aceptado bajo su mando, era hijo del agoge de mi pelotón
de hacía veintiséis años, que con tanto pesar me había informado de la quema de la
granja de mi padre. Ahora era jefe de división, y se había propuesto reparar aquella
vieja injusticia.
—Cuando tomemos Atenas, te pondré el título de propiedad en la mano, Pommo,
y me encargaré de quien se atreva a protestar.
Así es como me convertí en sicario. Telamón y yo entrenábamos a infantes y
procurábamos no complicarnos la vida. Lisandro, que había sido llamado a Esparta
al expirar su mandato como navarca, estaba de vuelta. Los éforos le habían
nombrado segundo de Araco, dado que ningún espartano puede ostentar el mando
supremo por segunda vez. No obstante, Lisandro era el que llevaba la voz cantante
desde todos los puntos de vista. Uno de sus empeños, y no el menos importante, era
la eliminación de la oposición política en las ciudades. Los espartanos son maestros
en esas cuestiones, que aprendieron subyugando a sus propios ilotas. Ahora Lisandro
había reclutado a esa misma gente, los neodamodeis, los libertos, para que ejecutaran
su campaña de terror.
Los ilotas no son malos soldados en unidades mandadas por oficiales espartanos.
Pero, dejados a su aire, son brutales. Cuando las atrocidades empezaron a salir a la
luz, Filoteles decidió utilizar a Telamón y otros, entre ellos yo, de quienes podía
esperar que actuaran con comedimiento.
Nos llamaban «emplazadores». La cosa funcionaba así: se nos entregaban
órdenes llamadas «de remisión»; en ellas figuraban los nombres de funcionarios,
magistrados, oficiales de la armada y el ejército, y cualquiera que hubiera ejercido
algún cargo bajo el dominio ateniense y cuyas simpatías podían ser contrarias a la
«libertad». A los ojos de los espartanos, eran traidores, lisa y llanamente. Los
documentos eran sentencias de muerte. La ejecución seguía al arresto, de inmediato
y en el lugar donde se producía.
Procuramos ser clementes. Les concedíamos tiempo para ponerse en paz con los
dioses o garrapatear su testamento. Si el afectado había huido al interior y teníamos
que darle caza, le traíamos de vuelta. En la medida de lo posible, los cuerpos no
sufrían daños y se entregaban a la familia para que les dieran sepultura. La comisión
de aquellos homicidios sancionados por el estado tenía su ciencia. Lo mejor era
coger al reo en la calle o en el mercado, donde la dignidad solía impulsarle a guardar
la compostura. Una buena detención era un asunto civilizado. No hacía falta sacar
ningún arma, ni siquiera enseñarla. El sujeto mismo, comprendiendo su posición,
procuraba mantener el decoro. Los más valientes te soltaban alguna fresca. No
podíamos por menos de admirar su temple.
Te preguntarás cómo me sentía al respecto. ¿Me avergonzaba acabar como
matarife, después de haberme formado en la honrosa profesión de las armas?
Puedo decirte que Telamón no perdía el sueño y se burlaba de quien lo perdía.
Para él, aquel trabajo, aunque desagradable, era un aspecto de la guerra tan legítimo
como las operaciones de un sitio o la erección de una empalizada. En cuanto a las
víctimas, tenían los días contados. Si no hubiéramos acelerado su desafortunado final
nosotros, lo habría hecho cualquier otro, y con mucha menos habilidad.
Atenas también tenía los días contados. Por mis hijos y los de mi hermano, por
mi tía y mi cuñada, y también por Eunice, tenía que estar allí cuando la ciudad
cayera, y en una posición lo bastante firme para conseguir que se salvaran. Pensando
en ello me sentía menos culpable por mi participación en el terror.
Un día Telamón y yo estábamos de juerga, con nuestros compañeros y unas
mujeres, en la costa, cuando nos llamaron desde un barco de guerra que se dirigía
hacia el norte para bajar a tierra a un grupo de prisioneros. Cuando el bote llegó a la
orilla, vi que el oficial al mando era pelirrojo y tenía ojos color avellana.
Era Derechazo, el hombre de Endio.
Tenía la barba entrecana y se cubría los hombros con un manto escarlata. El
hombre al que había conocido como joven siervo era libre y tenía la ciudadanía. Lo
felicité de todo corazón.
—¿Y adónde vais, con rumbo norte, en esta época del año?
—Al Helesponto, a encontrarnos con Endio. Ahora está allí, negociando con
Alcibíades.
XLVIII

CAMINO DE

TRACIA

Telamón y yo regresamos a Teos, para descubrir que habíamos perdido el favor de


los espartanos. De vez en cuando, había que hacer purgas entre quienes realizaban
tareas como la nuestra. Filoteles nos consiguió otro trabajo antes de que fuera
demasiado tarde: viajar al norte, a los nuevos dominios de Alcibíades, y «evaluar la
situación».
Alcibíades tenía tres fortalezas cerca de los estrechos, en Ornoi, Bisantes y
Neonteicos. Según se decía, se las había conseguido Timandra con dinero robado de
los botines de la flota de Samos. Desembarcamos en la misma playa de Egospótamos
en la que, menos de un año después, Atenas derramaría la poca sangre que le
quedaba.
Los odrisios tracios detienen sin excepción a cualquier extranjero que pise su
suelo. Requisan tus pertenencias y te obligan a emborracharte. Su bebida favorita, la
coroessa, es un licor espeso como jarabe o resina que quema como el fuego y que
ellos toman puro. No hay que resistirse a su efecto, sino ceder y pillar una tajada tan
grande como se pueda. Así es como determinan tu aedor, tu aliento o hedor, que para
ellos es el atributo supremo y decisivo de cualquier hombre. Soportamos aquella
prueba con los pasajeros de dos barcos que habían varado antes que nosotros. Al
parecer, tres viajeros carecían de aliento. Los odrisios los largaron en el siguiente
barco; no estaban dispuestos a permitirles el paso.
Nuestra escolta llegó del interior para acompañarnos a nuestro destino. Eran
muchachos, jinetes prodigiosos con botas de piel de zorro y bridas de plata.
—¿A qué príncipe servís? —les preguntó Telamón, admirado de su porte.
—Al príncipe Alcibíades —declaró nuestro guía.
El chico nos aseguró con orgullo que la fortuna de su señor, obtenida atacando a
las tribus del este de las Montañas de Hierro, excedía los cuatrocientos talentos. Si el
odrisio no exageraba, Alcibíades, era más rico que la propia Atenas, que había
dilapidado hasta su última reserva de emergencia. Los espartanos y los persas le
cortejaban, nos explicó muy ufano el muchacho, y el mismo príncipe Seutes seguía
su parecer en todo. Le preguntamos qué tropas tenía a su mando, imaginando que
serían peltastas e, irregulares, salvajes que le dejarían en la estacada al primer copo
de nieve.
—Hippotoxotai —respondió en griego el muchacho.
Arqueros a caballo. Cambié una mirada con Telamón, que estaba tan sorprendido
como yo. Unos estadios más adelante nuestro guía nos hizo tirar de las riendas a la
entrada de un valle cubierto de brezo. En la llanura, que habría bastado para albergar
toda Atenas, la hierba aparecía hollada por cascos de caballos y salpicada en toda su
extensión de basura de un campamento, en la que escarbaban mujeres y perros. Se
habían alzado grandes túmulos para los sacrificios; vimos plataformas ante las que
habían desfilado las tropas y presas construidas en los arroyos para abrevar miles de
caballos.
—Hippotoxotai —repitió el muchacho.
Cabalgamos todo el día. Esa parte de Tracia carece de árboles. El suelo está
cubierto de arbustos bajos que dan flores y prosperan a pesar del frío, plantas
parecidas al brezo que producen bayas rojizas, muy bonitas, y proporcionan una
alfombra sobre la que los caballos pueden galopar a toda velocidad y los hombres,
dormir como criaturas envueltos en mantos de pieles. El agua de los arroyos es tan
fría que te traspasa los dientes y te deja los dedos entumecidos. Dichas corrientes
señalan los límites de los territorios de las tribus. Abrevar el caballo en la tierra de
otra es una declaración de guerra, y de hecho así es como la provocan.
En Tracia abundan las pulgas, incluso en invierno. Lo infestan todo, desde las
barbas hasta la ropa de la cama; no hay otra manera de librarse de ellas que
zambullirse en agua helada. Los caballos son pequeños, pero resistentes como cuero
sin curtir; pueden cargar con un peso equivalente al suyo todo el día y no le temen a
nada, salvo al oleaje de la playa, o tal vez al olor de la sal, que los vuelve locos de
terror.
En cuanto a mí, desembarqué en aquellas tierras tan abatido como cabía estarlo.
El país consiguió levantarme la moral. Era como haber muerto y estar en el infierno.
Nada podía ser peor, de modo que era fácil animarse. Creo que Alcibíades se
benefició del mismo efecto tónico. La gente tenía energía. Sus dioses eran de una
tosquedad reconfortante. Y las mujeres… En las culturas que viven del pillaje los
hombres llevan consigo todo lo que desean perder. Aquellos salvajes cargaban con
hermanas, madres, hijas y esposas, a cual más peligrosa. Supongo que un hombre
con mi historial debería haber aborrecido al género femenino. Pero las órdenes del
capitán que nos cuelga entre los muslos son tan inapelables que la vida, o al menos la
lujuria, acaba imponiéndose contra viento y marea. Descubrí que me alegraba de
volver a estar en campaña. La vida del soldado era mi vida. Cierto día, observando a
una mujer que ordeñaba a una perra (las tracias mezclan la leche de perra con mijo
para hacer gachas para sus criaturas), comprendí que seguían interesándome las
cosas. Ese es el supremo misterio de la vida: que, aun sabiendo exactamente en qué
consiste, seguimos agarrándonos a ella. Y la vida, a pesar de los pesares, acaba
encontrando la manera de engañar a nuestros desengañados corazones.
El tracio utiliza la misma palabra para referirse al viento y al cielo: aedor, el
nombre de un dios, que no es ni femenino ni masculino, sino tan antiguo, creen ellos,
que antecede a los sexos. Los tracios creen que lo que sustenta al mundo no es la
tierra, sino el cielo, elemental y eterno. Cantan el siguiente himno:

Antes que tierra y mar existía el cielo,


que seguirá existiendo después de ellos.
También en el hombre lo primero es el
aedor, y lo último que lo abandona.

El viento tiene una enorme importancia en la cultura tracia. Los nativos son
conscientes en todo momento de su «golpe» o «nariz», como llaman al punto desde
el que sopla. Ningún guerrero puede interponerse entre el viento y un superior. El
más noble da la espalda al viento; el inferior lo recibe en el rostro.
Los campamentos se asientan según sopla el viento, y el séquito del príncipe se
elige del mismo modo. El de Seutes constaba de más de cien hombres, situados a su
alrededor según una jerarquía tan elaborada como la de la corte de Persia. Sólo ha
habido un extranjero que haya conseguido dominar la sutileza del orden ecuestre de
Tracia. ¿Hace falta que lo nombre?
Pasamos de largo cerca de su fortaleza de la costa y lo buscamos en el interior,
donde, según nos informó nuestro guía, participaba en un salydonis, una
combinación de caza y ritual mediante el que un señor rinde vasallaje a otro mayor, y
en la que le acompañaban los espartanos, la embajada de Endio, para comprobar con
qué tropas les invitaban a aliarse Alcibíades y Seutes. Durante dos días no vimos a
nadie, ni siquiera a los pastores de los rebaños de ovejas, cuya lana, en aquella
remota región, no esquilan sus propietarios, pues el código de hospitalidad autoriza a
cualquiera a coger lo que necesita. Luego, a media mañana, un jinete solitario
apareció en el horizonte, a unos dos estadios sobre nuestras cabezas, cabalgando con
la impávida gracia de un joven dios. El jinete bajó la pendiente en zigzag al tiempo
que nosotros la ascendíamos hacia él.
Sin embargo, cuando el desconocido estuvo cerca, comprobamos que era una
muchacha, calzada con botas de piel, como los hombres. A Telamón y a mí nos
impresionó su melena, larga, lustrosa y rubia como la arena, que llevaba anudada
sobre la cabeza en un moño del que escapaban mechones que el viento hacía volar
sobre su cara.
—Quedaos aquí —nos ordenó nuestro guía—. Cara al viento. —Y salió al trote
al encuentro de la joven.
El resto de la escolta nos dio alcance.
—¿Quién es ese pimpollo? —preguntó Telamón.
—Alejandra —respondió uno de los muchachos.
Era la mujer de Seutes, no una simple compañera de cama, sino su esposa, la
reina. No se dignó mirar a nuestro grupo, pero parlamentó con nuestro guía. Pregunté
si las mujeres solían viajar solas en Tracia.
—Quien las ofende, señor, se convierte en comida para los cuervos.
Nos habían advertido que nunca miráramos a la mujer de otro hombre. En aquel
caso era imposible. El pelo de la princesa brillaba como la piel de marta y sus ojos le
hacían juego como joyas. El caballo también tenía el mismo color, como si lo
hubiera elegido, como una mujer de ciudad un vestido, para que realzara sus ojos y
su piel. El animal parecía consciente de ello, hasta el punto de que bestia y mujer
formaban un conjunto de espectacular nobleza.
Llegamos al campamento de Alcibíades esa noche. Había unos cinco mil jinetes
odrisios y peonios, además de diez mil arqueros escitas y peltastas. Los oficiales
griegos habían improvisado una especie de fuerte en un lugar estratégico de la
llanura, cubierta de nieve hasta la altura de la pantorrilla, y en cuyo extremo se
alineaba el ejército de perros salvajes que sigue a las hordas tracias para alimentarse
de los desperdicios. En el ejercicio participaban dos alas de caballería que asaltaban
el fuerte desde el sur, cara al viento, mientras una tercera lo hacía desde el norte con
el apoyo de la infantería. En un visto y no visto, el simulacro se convirtió en un caos
de violencia. A los tracios no les entraba en la cabeza el concepto de práctica.
Empezaron a disparar en serio, y los oficiales griegos se las vieron y se las desearon
para detenerles. Los salvajes no tenían más objetivo que impresionar a sus príncipes
con su arrojo individual y su destreza como jinetes. Unos cabalgaban de pie sobre
sus monturas arrojando lanzas y hachas; otros se inclinaban para ocultarse tras el
costado del caballo y disparaban flechas por debajo de sus pescuezos. Sólo un
milagro evitó que se produjera un baño de sangre; luego, una vez acabado el
ejercicio, aquellos salvajes, empeñados en recuperar sus armas, iniciaron un
altercado y pelearon regocijados por su equipo llamando en su ayuda a los de su
clan.
Al oscurecer, se entregaron a la bebida y a las mujeres de un modo que desafía
cualquier descripción. Las hogueras formaban avenidas a lo largo de la llanura,
rodeadas de figuras que brincaban extáticas al ritmo de los tambores y los címbalos.
Uno no podía evitar sentir simpatía por aquellos individuos salvajes y libres. Pero, a
medida que avanzaba por el campamento, procurando no pisar a las parejas de
borrachos entregados a la cópula, comprendí por qué aquellos guerreros, que
constituían el ejército más numeroso y arrojado de la tierra, no había dejado un solo
trazo en la tablilla de cera de la Historia. Eran más indisciplinados que sus perros.
Acompañé a Endio y Telamón a ver a Alcibíades, que seguía despierto en su
podilion, una de esas cabañas tracias bajas, circulares y asombrosamente cómodas,
construidas con pieles y turba y excavadas de modo que se desciende a ellas como a
la madriguera de un tejón. Una especie de brasero las mantiene caldeadas incluso en
mitad de una tormenta de nieve. En su interior, se encontraban Mantiteo y Diotimo,
con los Ojos de Gato, Damón y Nestórides, que ahora iban cubiertos de pieles, y una
docena de hombres entre los que reconocí a algunos de los mejores oficiales de la
flota de Samos.
—¡Bienvenidos sean los proscritos y los piratas! —exclamó Alcibíades a guisa
de saludo.
Las conversaciones sobre política se prolongaron durante toda la noche. Yo
dormitaba entre dos sabuesos. Al cabo, cerca del alba, la charla cesó y Alcibíades,
levantándose entre el humo, me hizo señas de que le acompañara al exterior.
Se había enterado de la muerte de mi mujer y de mi condena por asesinato. No
había nada que decir y no lo intentó. Se limitó a caminar a mi lado sobre el suelo
helado, duro como el hierro. Nunca he sentido tanto miedo, ni en batalla ni ante
cualquier otro peligro, como en su presencia. A pesar de todo, seguía temiendo
decepcionarle. ¿Lo comprendes, Jasón? Tenía una voluntad tan formidable y una
inteligencia tan penetrante que había que echar mano de todos los recursos de que
disponías simplemente para escuchar sus consejos y no parecer idiota. Hizo un gesto
hacia los hombres que dormitaban en el campamento.
—¿Qué te parecen?
—¿En qué sentido?
Su risa llenó el aire de vaho.
—Como soldados. Como ejército.
—¿Me lo preguntas en serio?
Me explicó sus planes mientras caminábamos. Atenas carecía de un único
elemento, que no obstante le había impedido sacar partido de sus victorias navales: la
caballería.
—Te olvidas del dinero —repuse.
—La caballería produce dinero —replicó Alcibíades—. Dame Sardes y acuñaré
moneda en cantidad suficiente para llegar a Susa y plantar nuestras tiendas ante
Persépolis.
Esa vez fui yo el que reí.
—¿Y quién adiestrará a estos batallones invencibles?
—Tú, por supuesto. —Me puso la mano en el hombro—. Y tu amigo Telamón, y
los otros oficiales griegos y macedonios que ya tengo, y los que vendrán.
Habíamos subido a un altozano desde el que, a unos trescientos estadios, se
avistaba el brillo del mar. Dos fuerzas se disputaban el Egeo, me recordó Alcibíades:
de una parte, Atenas; de otra, Esparta y Persia.
—Hay una tercera fuerza. E irresistible. ¿Qué nación es más numerosa que la
tracia? ¿Cuál más guerrera? ¿Cuál posee más caballos o puede atacar con mayor
rapidez? A Tracia, que tiene todo eso, sólo le falta…
—Alguien como tú.
Un tercer poder aliado con uno de los dos bandos inclinaría la balanza, aseguró.
Había iniciado conversaciones con el persa Tisafernes, a quien Ciro le había cortado
las alas y que ardía en deseos de vengarse.
—Tisafernes odia a Lisandro y sembrará la discordia en la sucesión a la corona, a
la que aspira Ciro y por la que luchará en cuanto muera el rey Darío. Ése es el
motivo de que el príncipe busque el arrimo de Lisandro. Pero su plan fracasará.
Puede que los espartanos acepten el oro de Persia, pero nunca servirán a Persia; eso
es algo que
ni Lisandro conseguirá. Se ha ganado la enemistad de Endio alejándolo de sí para
acercarse al rey Agis. Ninguno de los dos puede moverse sin Atenas, y Atenas,
aparte de mí, no posee a nadie con suficiente estómago para pronunciar en voz alta la
palabra Lacedemonia. Ambos, aunque por distintas razones, tienen que mirar hacia
un tercer poder, o crearlo, si no existe.
Pero ¿cómo iba a atraer a Atenas a aquella alianza?
—Es un puente que ha ardido en dos ocasiones, Alcibíades. El demos nunca
aceptará un régimen presidido por ti, por mucho poder o expectativas que les
ofrezcas.
Alcibíades no respondió de inmediato; paseó la mirada por el campamento, en el
que los tracios, cubiertos de escarcha, empezaban a levantarse y sacudir la nieve de
la tienda de su señor, mientras los mozos, golpeándose el cuerpo envuelto en pieles,
extendían el forraje para los caballos y las bestias de carga, que iniciaron el alboroto
de rebuznos y relinchos que para el soldado en campaña es como el canto del gallo
para el granjero.
Cualquier otro, viéndose en aquella región hiperbórea, habría maldecido al
destino que le había llevado allí, a aquellos yermos tan alejados de la cuna de la
civilización, después de veintiséis años de guerra. Tratándose de Alcibíades, era una
reacción impensable. El lugar en el que se encontraba era siempre, y siempre lo
sería, el centro y el eje del universo.
—No necesito a Atenas. Atraeré a mí a los mejores, uno tras otro, como te he
atraído a ti. Echa un vistazo al campamento. Ya cuento con los cuadros navales más
preparados del mundo, con los comandantes de caballería más audaces, con los
constructores de barcos más hábiles. El dinero comprará a los marineros. La madera
de Seutes hará los barcos.
—Sí, si puedes controlarlo.
—Seutes es inteligente, Pommo, pero también un salvaje que se siente fascinado
ante mí. Durante toda la guerra, la iniciativa me ha seguido adondequiera que haya
ido. Ahora, me seguirá a Tracia; haré que me siga. Seutes no puede atraerla por sí
solo y lo sabe. Por el momento, eso me proporciona influencia. Puede que el ejército
sea suyo, pero fíjate hacia quién se vuelven esperando órdenes.
Señaló hacia el campamento, que despertaba poco a poco.
—¡Alcibíades!
—¡Comandante!
Los capitanes le saludaban; los oficiales de caballería espoleaban sus monturas
hacia él; otros muchos se acercaban a la carrera para recibir órdenes.
—Nos apoderaremos de los estrechos —siguió diciendo Alcibíades, en referencia
al Helesponto y Bizancio, cuya conquista había llevado a cabo con anterioridad con
un ejército diez veces menor—. Pero no cortaremos el suministro de grano a Atenas
ni le impondremos condiciones. Seguiremos abasteciéndola a nuestro capricho.
Lo haría, no me cabía duda, y yo estaría con él. Pero ¿quién metería en cintura a
aquellos salvajes que adoraban al viento e iban y venían a su antojo?
—Ni siquiera tú, Alcibíades, eres tan iluso como para imaginar que te
seguirán. Me miró con una expresión irónica.
—Me decepcionas, amigo mío. ¿Estás tan ciego como estos tracios a lo que
tenéis, tú y ellos, delante de las narices? No tenía ni la más remota idea de a qué se
refería.
—Su propia grandeza.
La de quien consiguiera empujarlos a obtenerla, quería decir.
—No permanecerán a mi lado para cumplir mi destino, Pommo, sino el suyo.
Porque su nación se asoma como un águila al borde del cielo y sólo carece de la
audacia para saltar y elevarse. Yo se la proporcionaré. Y, cuando la tengan, por todos
los dioses, las hazañas que llevarán a cabo transformarán el mundo.
Has oído las historias, Jasón, de quienes aseguran que se había vuelto loco, o
salvaje. Bailaba toda la noche, aseguraban los hombres, al son del címbalo y el
pandero. El licor puro había acabado por trastornarle. Yo mismo vi su caballo atado
en un bosquecillo de alisos junto al de Alejandra. Era un hecho que Seutes se
mostraba cada día más distante, y no tardó en mostrarse hostil. Atenas le halagaba
sin pudor: concedió la ciudadanía a sus hijos y envió a su corte poetas, músicos e
incluso peluqueros. Hacía el final, según los informes, el lenguaje de Alcibíades se
hizo pródigo en extravagancias como «la alquimia de la aclamación» o «la llanura de
la intercesión», que, según él mismo, era el campo en el que dioses y mortales se
encuentran y parlamentan. Prometía gobernar «dominando el mythos» y llamaba a su
filosofía «la política de la arete».
Empezó a referirse a si mismo en tercera persona, se decía, y a invocar a su
propio espíritu como sí fuera un dios. Brujos y hechiceros se sentaban a su diestra.
Afirmaba que era posible detener el sol. Según otros, se mutilaba alegando
despreciar la materia como un manto que hay que trascender o desechar. Soy testigo
de que ofrecía sacrificios durante noches enteras a Hécate y Necesidad. También se
aseguraba que Timandra era su mentora en la práctica de tales aberraciones, un
súcubo salido del infierno en vez de una mujer mortal. Subyugado por ella, decían,
se alejaba del trato de los hombres para dormir y convocar a los brujos para que
interpretaran sus sueños. En una ocasión afirmó que podía volar y que había viajado
a Ptía con alas de azogue para conversar con Néstor y Aquiles.
En verano me envió a Macedonia para conseguir madera para barcos. Una vez
allí, la casualidad puso en mí camino a Berenice, la mujer qué acompañaba a León
en campaña, y a quien afortunadamente le iban bien las cosas, pues se había casado
con un carretero. A pesar de las muchas penalidades que había pasado después de
Siracusa, había preservado la historia de su amante, que me entregó junto con el
arcón en que ahora la conservo, hecho por su marido. Me gustaba aquel hombre. Era
una plancha sin desbastar, como su predecesor. Se había mudado a Macedonia
después de trabajar «en el sur», transportando mercancías ilegalmente fuera del
Ática.
Los propios generales de Atenas estaban tan seguros de la inminencia de la derrota
que habían empezado a esconder sus bienes.
Seguía en Macedonia, en Pella, cuando me enteré del definitivo desastre de
Egospótamos. En los días previos a la batalla, después de que Lisandro tomara
Lámpsaco y alineara sus doscientos diez barcos de guerra en el estrecho, frente a los
ciento ochenta de Conón, Alcibíades se dignó salir de su fortaleza y acercarse a la
playa donde fondeaba la flota de sus compatriotas. Apareció envuelto en pieles de
zorro, se cuenta, y con el pelo suelto, que le llegaba hasta medía espalda. Le
escoltaban cuarenta jinetes odrisios, con un aspecto aún más salvaje. Reuniría
cincuenta mil hombres entre infantería y caballería, prometió, y atacaría a Lisandro
por tierra, sí los generales atenienses le proporcionaban transporte marítimo.
Reconquistaría Lámpsaco y se la devolvería sin pedir nada a cambio. Pero
rechazaron su oferta.
—Ya no mandas aquí, Alcibíades —se limitó a responderle el general Filocles,
aquel miserable cuyo concepto del código del guerrero incluía proponer la moción,
aceptada de forma tan infame por la Asamblea de Atenas, de cortarle la mano a
cualquier marinero enemigo hecho prisionero.
De esta forma, por tercera vez en su vida, Alcibíades se vio apartado de la
sociedad de sus compatriotas. Dieciséis meses más tarde, cuando la partida que le
dio muerte recorría aquella misma playa siguiéndole los pasos, Endio aludió con
pesar a la locura que era a un tiempo la maldición y el genio de Alcibíades, y a la que
se mantuvo irreductiblemente fiel toda la vida.
—Las naciones son demasiado insignificantes para él. El concepto que tiene de sí
mismo le induce a situarse por encima de las cuestiones de estado, y quienes no le
siguen y saltan con él al precipicio del mundo son enanos a sus ojos. Pues su visión
es el futuro, que el presente no puede, ni podrá nunca, tolerar de buen grado.
XLIX

EGOSPÓTAMOS

El buen orden de nuestra historia [siguió diciendo Polémides] exige que relatemos
ahora la derrota que doblegó a nuestra nación. La narración mejoraría si
convirtiéramos la batalla en un enfrentamiento formidable, con alternativas para
ambos bandos que permitían dudar del resultado hasta el último momento. Como
sabes, estaba perdida desde hacía años.
Seamos justos con Lisandro. La victoria, aunque carente de brillantez, fue el
resultado de una astucia y una paciencia magistrales, y puso de manifiesto una
disciplina, un autodominio y un conocimiento tan perspicaz de las debilidades del
enemigo como para constituir en sí misma un hecho que no suscitó un gran revuelo.
Lisandro esperó; la fruta cayó. Nadie puede negarle que obtuvo para su país y sus
aliados el triunfo que ningún otro había sido capaz de proporcionarle en tres veces
nueve años de guerra.
Permanecí en Tracia la mayor parte del invierno que precedió a la batalla, donde
me enteré de que los agentes de Lisandro se habían hecho con el poder en Mileto y
habían pasado a cuchillo a todos los demócratas. A continuación, tomó Laso, aliada
de Atenas en Caria, ejecutó a todos los varones en edad militar, vendió como
esclavos a las mujeres y los niños y arrasó la ciudad.
Aquel último invierno, Alcibíades sufrió una grave caída de un caballo. No pudo
andar durante meses; el dolor que le producía levantarse de la silla le dejaba blanco
como la pared. Los pueblos salvajes no tienen paciencia con los incapacitados.
Medoco levantó el campo y se llevó su ejército; Seutes hizo lo propio. El príncipe,
que debería haber odiado a Alcibíades por su asunto con Alejandra, demostró ser su
defensor más constante. Hizo que lo trasportaran en litera a Pactia, le envió su propio
médico, un halconero y animales para que los ofreciera en sacrificio. Le dio cinco
ciudades para la carne, el vino y el resto de sus necesidades. Cuando le preguntó qué
podía hacer por su espíritu, Alcibíades pidió tres cuerpos de guerreros, que puso a las
órdenes de Mantiteo, Druso el joven y Canocles, e hizo que los adiestraran como a
una especie de élite móvil desconocida hasta entonces, pues podían remar y luchar
como infantería pesada, cargados con sus respectivos petates y armaduras, sin
depender de los nobles ni del consejo de caudillos. Cuando Medoco despreció
aquella fuerza por su insignificancia numérica, Alcibíades declaró que podía triplicar
sus filas en un mes sin pagar un óbolo. Se limitó a vestirlos con colores de guerra y
pasearlos por las Montañas de Hierro. Fueron tantos los jóvenes deslumbrados por
su
formidable aspecto que reclutó a diez mil y tuvo que rechazar a otros tantos.
Al fin, en primavera, mejoró de la espalda. Ya podía cabalgar. Los clanes tracios
se reúnen al alzarse Arturo, y en ése festival Alcibíades participó en las
competiciones ecuestres y ganó la corona, a los cuarenta y seis años. Creo que
aquello le permitió recuperar el crédito perdido.
Lisandro había capturado Lámpsaco, al otro lado del estrecho, tan cerca que es
posible verla en los días sin niebla. A la playa que se extendía bajo la fortaleza de
Alcibíades, atraída por su perverso destino, llegó la última flota ateniense, mandada
por Conón, Adimantos, Menandro, Filocles, Tideo y Cefisodoto.

El relato que podía hacer Polémides de la batalla de Egospótamos era


necesariamente sumario, puesto que cuando se produjo se encontraba en
Macedonia comprando madera para barcos y también porque lo narraba a alguien
como yo, que conocía lo ocurrido con detalle. En atención a ti, querido nieto,
permíteme que tome el relevo y dé cuerpo a aquello que nuestro cliente pasó por
alto en la relación que me hizo.
Egospótamos está justo enfrente de Lámpsaco, al otro lado del Helesponto. No
es un puerto, sino apenas un fondeadero. Hay dos pequeñas aldeas, pero carecen de
mercado. El viento sopla del nordeste, continuo y fuerte; la intensa corriente que
discurre frente a la playa hace difícil hacerse a la mar y más aún varar, puesto que
los barcos, huelga decirlo, deben tomar tierra ciando. La playa propiamente dicha
mide más de diez estadios, extensión más que suficiente para los barcos y un
campamento de treinta mil hombres, que, no obstante, tienen que caminar más de
treinta estadios hasta Sestos para encontrar comida. Egospótamos tiene buena
agua, salvo cuando sube la marea, que asciende por los arroyos; hay que
remontarlos dos estadios para obtener agua potable. Parecía una locura asentar el
campo en aquella playa inhóspita, teniendo tan cerca la ciudad aliada de Sestos. No
obstante, retirarse a ella, como aconsejaban muchos, incluido Alcibíades, habría
sido conceder Lámpsaco al enemigo, cosa a la que no se atrevían los generales, que
tenían bien presente la suerte que habían corrido sus predecesores tras Arginusas.
Por otra parte, no veían el momento de enfrentarse a Lisandro. Fueran cuales
fuesen los inconvenientes de Egospótamos, al menos estaba justo enfrente del
enemigo. Lisandro no podría escabullirse; tarde o temprano tendría que salir y
presentar batalla.
Este documento, procedente de la investigación que llevó a cabo el Consejo con
posterioridad, es lo declarado bajo juramento por mi viejo compañero Moretones,
que sirvió a bordo del Hipólita en aquella playa:

Bajó de su castillo. Todos dejamos los que estábamos haciendo y nos


arremolinamos a su alrededor. Era Alcibíades, desde luego, pero parecía un
salvaje. Ya sabéis, señores, cuánta facilidad tenía para adquirir los hábitos de
la gente con la que convivía. Los generales no estaban dispuestos a permitir
que se dirigiera a las tropas, pero hasta la última de sus palabras se extendió
como el fuego por todo el campamento. No dijo nada que los hombres no
hubieran oído una y otra vez: que aquel lugar era una trampa mortal y que
nos retiráramos a Sestos. Que dispersarnos a lo largo de kilómetros para
conseguir manduca nos hacía vulnerables. ¿Y si los espartanos nos atacaban
por sorpresa? Pero no podíamos irnos, o Lisandro se largaría. Y lo siguiente
sería la llegada de Atenas del Salamina para convocar a los generales a casa y
juzgarlos por negligencia. Todos sabíamos que la cosa acabaría así.
Alcibíades trajo comida, pero los generales no permitieron que los
hombres la aceptaran. Juró que nos proporcionaría un mercado, o que haría
que nos trajeran productos del campo, gratis. Tenía a sus tracios, dijo, diez
mil, entrenados para luchar a pie, a caballo y en el mar. Seutes estaba en
camino, lo mismo que Medoco. Otros cincuenta mil. Los pondría bajo el
mando ateniense, del que renunciaba a formar parte.
Si no aceptaban sus tropas, al menos podían darle un barco. Serviría bajo
el comandante que le asignaran. Pero los generales tampoco podían hacer
eso. Concederle algo era concederle todo. Si vencíamos a Lisandro, se
llevaría toda la gloria; si perdíamos, la mierda nos llovería encima a nosotros.
¿Cómo iban a decir que sí a eso los generales? Los ejecutarían en cuanto
pusieran los pies en el Ática.
Propuso servir no como capitán de barco, sino como simple infante. Lo
echaron del campamento. Era demasiado grande, ¿comprendéis? A su lado
todos parecían enanos. Y tenían razón. A los ojos de los generales, era el peor
enemigo de Atenas; lo temían más que a Lisandro.

Durante cuatro mañanas, Lisandro situó sus fuerzas en orden de batalla en


mitad del estrecho. Durante otras tantas, la flota de Atenas se situó enfrente. A
mediodía, Lisandro se retiraba a Lámpsaco y los atenienses, a Egospótamos. Todos
los días, nuestros hombres tenían que dispersarse para buscar comida, mientras que
los de Lisandro, con la ciudad a sus espaldas, tenían la suya al alcance de la mano,
junto a sus barcos. Al quinto mediodía, Lisandro realizó la misma maniobra: sacó
las naves y volvió a retirarlas. Atenas le imitó. Pero ese día, cuando nuestros
marineros se desperdigaron para comer…

Cayeron sobre nosotros con el triple de fuerzas: doscientos diez barcos de


guerra y cuarenta y dos mil hombres. No hace falta que os diga cuáles eran
nuestras posibilidades. Sólo hay un modo de subir a bordo de un trirreme: por
compañías, en orden. Pero ¿cómo lo haces con los hombres desperdigados a
lo largo de treinta estadios de guijarros? Botamos el Hipólita con un solo
banco de remeros. A nuestros flancos, el Pandia y el Implacable ni siquiera
consiguieron reunir tantos. Nadie intentó organizar el ataque. Simplemente
nos lanzamos contra ellos. Nos agujerearon de proa a popa. Cualquiera que
estuviera en el agua podía darse por muerto. Los espartanos cazaron al resto
en la playa.
Lisandro los había entrenado a conciencia; conocían el terreno y cortaron
ambos torrentes y todos los caminos de escape. Sus barcos lanzaron rezones a
los nuestros y los remolcaron. Lisandro fue listo; nada de infantería pesada,
que se habría quedado atascada en la arena, sólo peltastas y jabalineros. Y, en
lugar de lanzarse a ciegas a la carga, avanzaron formados por compañías y
destrozaron el campamento como perros de presa. Si volvías la cabeza, lo
veías todo escarlata.
Lisandro hizo la friolera de veinte mil prisioneros. Vendió a los isleños y
los esclavos, y sólo retuvo a los ciudadanos atenienses.

Se los llevó cautivos a Lámpsaco, los juzgó y los ejecutó como opresores de
Grecia. Cuando empezó la investigación del Consejo, las galeras habían empezado
a llegar al Pireo con el cargamento de la matanza. Lisandro devolvió a Atenas los
cuerpos de sus hijos, para que nadie pudiera acusarle de impiedad, pero sobre todo
para quebrantar la moral de la ciudad. Porque, aunque ya no tenía flota ni hombres
para tripularla, muchos habían jurado resistir hasta el final, con ladrillos y piedras
si era necesario, subidos a la Acrópolis, y arrojarse al vacío antes que rendirse al
enemigo.
Lisandro embarcó los cuerpos desnudos y despojados de cualquier cosa que
pudiera identificarlos. Con ello quería obligar a los funcionarios a exponer los
cadáveres juntos, como en una necrópolis, de modo que la gente, para identificar a
sus hijos y maridos, tuviera que recorrer los pasillos y las avenidas que formaban
los caídos y mirar cada rostro en busca de los de sus seres queridos. Imponiendo a
los atenienses aquella prueba pretendía aterrorizarlos y extirpar de sus corazones
la voluntad de resistir.
Su ejército lo integraba ahora toda Grecia, respaldado por el inagotable tesoro
de Ciro. El ejército de Agis sitió la ciudad; la flota de Lisandro la bloqueó por mar.
El dieciséis de muniquión, la misma fecha en que Atenas y sus aliados habían
preservado a Grecia de la tiranía de Persia en Salamina, la armada de Lisandro
entró en el Pireo sin oposición. El partido encabezado por Terámenes entregó la
ciudad. Dos batallones de infantería pesada tebana tomaron el Areópago y cerraron
todas las oficinas gubernamentales. Un regimiento corintio ocupó el ágora;
divisiones de Elis, Olinto, Potidea y Sición derribaron las puertas e iniciaron la
demolición de las fortificaciones del Pireo, mientras otras de Eniadas, Mitilene,
Quíos y el imperio, ya liberado, comenzaban a desmantelar la Muralla Larga al son
de la música de muchachas flautistas. Dos brigadas de infantería de la marina
espartana y peloponesia, que incluían brasidioi e ilotas manumitidos, neodamodeis,
bajo el mando de Pantocles, se apoderaron de la Acrópolis. Ofrecieron sacrificios a
Atenea Niké y asentaron el campo entre el Erecteon y el Partenón. La última
división, compuesta de infantes lacedemonios y mercenarios de Macedonia, Etolia y
Arcadia ocupó la Cámara Redonda y la sede de la Asamblea en la colina del Pnix.
Con ellos estaba Polémides, vestido de escarlata.
L

EN EL RECODO DEL CAMINO

A pesar del desprecio que le inspiraban mi conducta y mi persona [siguió contando


Polémides], mi tía permitió que cargara sus pertenencias en la plataforma de un carro
y que la ayudara a subir al asiento del carretero. Se vino conmigo a Acarnas para
instalarse en el Recodo del Camino. En la ciudad se había impuesto la tiranía.
Respaldados por la guarnición espartana, los Treinta, pues así se les llamaba,
consolidaban su poder manipulando los tribunales y gobernando por el terror. Intenté
evacuar a la viuda de mi hermano y a sus hijos en diversas ocasiones; pero, mujer de
ciudad, Teónoe se negó a acompañarnos a la granja. Durante dos meses, mi tía y yo
nos hicimos mutua compañía; yo trabajaba en el campo y ella cocinaba, lavaba,
remendaba y llevaba la casa sin la ayuda de sirvientes, como había hecho en la de su
marido, donde mandaba sobre docenas.
Al cabo, la anarquía que se había adueñado de la ciudad decidió a mi cuñada a
abandonarla; llegó el uno de hecatombaión, el día del cumpleaños de León, con su
hija, mi sobrina. El otro hijo de mi hermano se había exiliado voluntariamente; tenía
diecinueve años y se había convertido en guerrillero y jurado no dar tregua a los
vencedores de su patria. Teónoe trajo también consigo a un niño de nueve años y a
una niña de siete, fruto de su segundo matrimonio con un marinero de la flota
mercante, muerto en una de tantas acciones anónimas. Localicé a Eunice en Acte, en
una casa de vecinos. No consintió que viera a mis hijos, pues temía mi influencia
sobre el chico.
En Acarnas la democracia había sido abolida y los ciudadanos habían perdido los
derechos y las armas. Se estaba redactando una nueva constitución, o al menos eso
aseguraban los Treinta. Pero fueron pasando los meses sin que se promulgara ningún
artículo. En su lugar, había listas. Si tu nombre aparecía en ellas, no se te volvía a ver
el pelo.
El ejecutivo elegido por el pueblo, el Consejo de los Diez Generales, dejó de
existir y el Areópago, de reunirse. Volvieron los exiliados, es decir, quienes habían
sido desterrados con anterioridad como enemigos de la democracia. Se convirtieron
en agentes de los Treinta. Los tribunales se cerraron a los pleitos civiles, pues se
consideraba que dicha materia favorecía la causa demócrata; cuando volvieron a
abrir, se habían convertido en instrumentos de persecución. Como bajo cualquier
tiranía, la legitimidad de la acusación se extendió a lo preventivo. Un hombre podía
ser ejecutado no sólo por los actos que había cometido, sino también por los que
podía cometer. Y la persecución no se limitaba a los enemigos políticos. Los Treinta
actuaban contra cualquiera que tuviera dinero. La lista de bajas ascendía a mil
quinientos, y seguía ascendiendo. Los demócratas que eludieron al verdugo fueron
enviados a servir a Lisandro en las líneas de choque.
Un día, Telamón apareció a caballo en el Recodo del Camino, trayendo vino y
cebada tostada, que aceptamos encantados. Le pregunté qué pensaba hacer ahora que
había acabado la guerra. Se echó a reír.
La guerra no acaba nunca.
Había venido a reclutarme. Para nadie en concreto; sólo para volver al camino.
Me hizo notar que la granja no seguiría en mis manos eternamente. Tarde o
temprano, aunque sólo fuera porque necesitaba aliados, Esparta tendría que levantar
la bota de la garganta ateniense. La democracia reviviría. Los pájaros que, como yo,
hubieran anidado en el alero del enemigo volverían a verse en mitad de la tormenta.
Si no nos asesinaban nuestros vecinos en plena calle, nos juzgarían legalmente antes
de ejecutarnos. Por suerte, añadió Telamón, todos los miembros de mi familia eran
mujeres y niños. La venganza acabaría conmigo; el demos dejaría en paz a aquellos
inocentes.
Observé a mi mentor mientras exponía sus razones. ¡Qué joven parecía! Daba la
impresión de no haber envejecido un mes en veintisiete años de guerra.
—¡Cuéntanos el secreto de tu inmortalidad!
Me daría unas cuantas lecciones sobre los vicios, replicó. Aborrecía tres: el
miedo, la esperanza y el patriotismo. Pero había otro que aún odiaba más: cavilar
sobre el pasado o el futuro. Según Telamón, es una ofensa contra la naturaleza, pues
nos induce a tener aspiraciones, a buscar resultados que dependen de fuerzas que
están por encima y por debajo de la tierra y que los mortales no podemos
comprender ni alterar. Ése era el crimen de Alcibíades, sentenció mi amigo, junto
con otra violación de las leyes divinas.
Alcibíades consideraba la guerra como un medio, cuando lo cierto era que
constituía un fin en sí misma. Si nuestro comandante aseguraba honrar sólo a la
Necesidad, Telamón decía servir a una divinidad más primordial.
—Se llama Éride. Discordia. Todo es discordia, amigo mío; tenemos que luchar
hasta para salir del vientre de nuestra madre. Mira aquellos halcones en plena caza;
sirven a Éride, lo mismo que esas hierbas, cuyas raíces luchan bajo tierra por cada
pizca de alimento.
»La discordia es el fundamento más antiguo y más sagrado de la vida. Bromeas,
amigo mío, diciéndome que no he envejecido. No obstante, si fuera cierto, se debería
a mi obediencia a esa dama, que es a un tiempo vieja como la tierra y joven como el
alba de mañana.
—¿Sabes cuántas veces me has soltado ese sermón? —le pregunté sonriendo.
—Y aún así sigues sin aprender la lección.
La guerra emprendida por interés sólo acarrea la ruina. Sin embargo, no conviene
menospreciarla, pues es tan constante como las estaciones y tan eterna como las
mareas.
—¿Qué mundo andas buscando, Pommo, «mejor» que éste? ¿Imaginas, como
Alcibíades, que vosotros, o Atenas, podéis elevaros o elevar a otros a una esfera más
alta? Este mundo es el único que existe. Aprende sus leyes y obedécelas. Ésa es la
auténtica filosofía.
Puede que tuviera razón. Sin embargo, yo no estaba dispuesto a cargar con el
perenne petate del soldado y enrolarme, más allá de toda esperanza, en los batallones
de la Discordia.
Me quedé.
¡Cómo me despreciaba mi tía! Entre los dos, ayudamos a parir a las ovejas,
descalzos y con delantales.
—¡No creas que nos has salvado la vida! Estaríamos aquí igualmente sin tu
intercesión.
—Gracias, tía.
En la mesa, había asumido el papel de patriarca, del que yo había abdicado, y
empleaba aquella tribuna para infundir el amor a la libertad y el odio a la tiranía en el
corazón de los jóvenes. Supe hasta dónde llegaba su desesperación de patriota el día
que en su arenga salió a relucir el nombre de Alcibíades.
—¡Por la Sagrada Pareja, no queda otro con redaños para resucitar el estado!
En los mercados campesinos se respiraba un ambiente similar. Los agricultores
preguntaban a los mercaderes que llegaban de la ciudad si Alcibíades seguía vivo.
¿Lo habíamos alejado de nuestra causa definitivamente?
Para mí, aquello era pura demencia. Por lo visto, ahora se había pasado a los
persas. Sólo Dios sabía con qué ropas se disfrazaba y qué ficciones tejía para salvar
la piel. Dejad que Atenas, y sus devastadas y empobrecidas tierras, se cuiden de sí
mismas. ¡Dejadla descansar! ¡Dejadlo en paz a él!
Un día fui andando hasta el puerto con mi sobrino y un vinatero de la granja del
otro lado de la colina. En Butadas, desde lo alto del camino, vimos los muros de la
ciudad, intactos y tan imponentes como siempre. Luego, giramos a la altura de la
Academia, donde confluían el camino de los Carros y la Muralla Norte.
No quedaba nada.
El barrio al oeste de Mélite había sido arrasado a lo largo de un estadio. Pasamos
por Maronea, junto a las minas de plata abandonadas, a las que habían arrojado los
ladrillos y las piedras. Tenían la suficiente profundidad para enterrar una flota, que
era justo lo que habían hecho. Cuando llegamos a la zona donde antaño se alzaban
las Patas, los muros que unían la ciudad y el puerto, comprobamos que no quedaba
nada que estorbara la vista, hasta tal punto habían desmantelado las fortificaciones.
Aunque me creía curado de espanto, el espectáculo me encogió el corazón. A mi
lado, el vinatero lloraba.
Mi tía Dafne murió el veintitrés de boedromión, el último día de los Misterios.
Mi hijo, como en ocasiones anteriores, apareció por casa tras huir de la de
Eunice. Tenía que llevarle con ella, pero por el momento le dejé quedarse conmigo.
Me secundó en el entierro de la anciana. Cantamos el Himno por los Caídos, por
primera vez en mi familia por una mujer. Se lo había ganado.
Unos días después, una partida procedente de la ciudad se presentó en el Recodo
del Camino. Volvía del campo y los vi antes que ellos a mí. ¿Huía? ¿De qué habría
servido? Me llevaron a Atenas y me metieron en una casa particular abandonada, a
dos manzanas de la Vía Sacra. Las ventanas estaban condenadas con ladrillos y los
muebles habían desaparecido. En el sitio que había ocupado el hogar sólo quedaba la
piedra, negra de, sangre.
Me hicieron entrar en una habitación. Había otros hombres, armados, y, sentados
tras un sencillo escritorio, dos individuos a los que no conocía, pero cuya actitud les
delataba como agentes de los Treinta.
—Tu nombre ha aparecido en una lista —dijo el más alto.
—¿Qué lista?
Se encogió de hombros.
El más bajo puso dos documentos sobre la mesa y me preguntó cuál prefería
firmar. El primero era mi certificado de defunción; el segundo, el acta de concesión
de la ciudadanía ateniense para mis dos hijos.
—Queremos que hagas un trabajo.
Antes de que hablaran, ya sabía de qué se trataba.
—Lo considero mi amigo —declaré—, y la última esperanza de nuestra patria.
Oí un ruido en una de las puertas laterales y me volví hacia ella. Telamón llenaba
el marco hasta el dintel, con su equipo de guerra. Me volví hacia los agentes.
—Precisamente por eso —dijo el más alto— tienes que matarlo.
LI

UNA MUERTE EN LA MONTAÑA DEL


CIERVO

Alcibíades había abandonado Tracia y, tras pasar a Focea, había huido hacia el este,
adentrándose en el Imperio. Son tierras vastas, pero mal comunicadas; no es nada
difícil seguir a un hombre una vez que se ha encontrado su rastro. Desde Esmirna se
llega a Sardes en dos días; en otros tres, a la ciudad lidia de Cidrara y en otro, a
Golosas y Anaua, en Frigia. Al final de cada trayecto hay posadas que llaman
«ordinarias». Cada cinco días hay una hostería, y es costumbre del país pasar en ellas
dos noches para dar descanso al cuerpo y los animales. Otros viajeros nos
informaron sobre él. Viajaba con su amante, Timandra, y un puñado de mercenarios
misios, no más de cinco, que le hacían de escolta.
No éramos los únicos que queríamos darle caza. A Darío de Persia, que había
muerto aquella primavera, le había sucedido en el trono su hijo Artajerjes.
Alcibíades, consciente de que en Atenas los Treinta presionaban a Lisandro para que
le diera muerte, había tanteado al sátrapa Farnabazo, sobre el que tantas victorias
había obtenido, con el fin de proponerle una alianza. Deseaba ofrecer sus servicios al
trono de Persia y aseguraba poseer información referente a determinados peligros, en
especial el representado por el príncipe Ciro, que, desaparecida la amenaza ateniense
e instigado por Lisandro, planeaba apoderarse de la corona. Alcibíades convenció al
sátrapa de que podía ser de gran utilidad al rey en dicha coyuntura y mejorar la
posición del propio Farnabazo. El gobernador, deslumbrado por su nuevo amigo, le
proporcionó una escolta y le envió al interior. Los enviados de Esparta llegaron justo
después. La embajada advirtió al persa que, si no quería incurrir en la ira de Lisandro
y provocar una guerra a gran escala, le convenía reconsiderar la hospitalidad que
había ofrecido al único hombre vivo que amenazaba la hegemonía espartana en
Grecia. Farnabazo no necesitaba oír música para saber cuándo tenía que bailar. Envió
un destacamento de jinetes para que dieran alcance y muerte a Alcibíades. Pero el
ateniense consiguió escapar tras matar a varios. Sus misios se esfumaron y él hizo lo
propio.
En Dascilio, se organizó una segunda partida de perseguidores a las órdenes de
Susamitres y Mageo, lugartenientes y familiares de Farnabazo. Éste fue el grupo al
que nos unimos Telamón y yo, en Calatebos. Endio y otros dos Iguales espartanos
acompañaban a los persas, con órdenes de confirmar la muerte a Lisandro.
Los informes situaban a Alcibíades camino de Celenas. Nuestro grupo se dirigió a
Muker y los Túmulos de Piedra, bajo los cuales se dice que el Fénix depositó dos
huevos, que eclosionarán el día en que la raza de los hombres consiga amansar su
indomable corazón. Los cazadores de recompensas le seguían el rastro. El precio por
la cabeza de Alcibíades, nos dijo uno de ellos, era diez mil dáricos; según otro, cien
mil. Entre Canas y Utresh no hay ciudades, sólo una posada, un antro llamado la
Escoria. En dicho lugar encontramos a cinco hermanos odrisios que también
perseguían a Alcibíades. A mi caballo le había salido un quiste y sufría
terriblemente; uno de aquellos muchachos era diestro con el cuchillo; hizo el trabajo
del veterinario y no quiso aceptar que le pagara. Hablé con él aparte.
Alcibíades había deshonrado a su hermana, que a continuación se había quitado
la vida. Semejante ultraje se llama en la lengua de los tracios atame; sólo puede
lavarse con sangre. Los hermanos aseguraban haber batido la comarca durante la
noche en dirección este; juraban que su presa estaba detrás de nosotros; le habíamos
adelantado. Seguirían buscando en esa dirección; de hecho, el más joven salió esa
misma noche. Nuestros guías nos informaron que los odrisios no pueden ejecutar una
venganza de sangre, inatame, sin la autorización de su príncipe, en aquel caso,
Seutes.

Alcibíades se había convertido en fugitivo de los espartanos, atenienses, persas y


tracios.
Nuestra partida avivó el paso. Entre Endio y yo se había establecido un lazo
peculiar, como suele ocurrir entre los que viajan juntos durante mucho tiempo.
Cabalgábamos todo el día uno al lado del otro, sin hablar ni mirar en la dirección del
compañero, pero conscientes de su estado de ánimo y su desasosiego. Cuando
acampábamos, Endio se juntaba con sus compatriotas lacedemonios; por la mañana,
al reemprender la marcha, volvía a ponerse a mi costado.
—¿De verdad lo matarás, Polémides? —me preguntó un mediodía rompiendo el
silencio que había mantenido hasta ese momento.
—¿Y tú?
—Agradezco a los dioses que no sea mi cometido.
De nuestro grupo, sólo él y yo parecíamos angustiados por la misión que
motivaba nuestro viaje.
—Si sales huyendo o intentas ponerle sobre aviso —me dijo otro día arrimando
su montura a la mía—, tendré que matarte.
Le pregunté si me amenazaba así en su nombre o en el de Lacedemonia. Para mi
asombro, se echó a llorar.
—¡Por los dioses, qué catástrofe! —Y, con los ojos arrasados en lágrimas, espoleó
al caballo y se alejó hacia la cabeza del grupo.
En Frigia, en el distrito de Melisa, donde el camino de Efeso a Metrópolis tuerce
hacia el este y las provincias centrales, hay un lugar llamado Elafobounos, la montaña
del Ciervo, bendecido por la naturaleza y por la mano del hombre. Desde el pueblo,
Antara, excelentemente construido y cultivado, se domina uno de los panoramas más
hermosos del mundo. Un atardecer, estando acampados en dicho lugar, tomé una
determinación.
No podía cometer aquel asesinato. Huiría esa misma noche sin ni siquiera
advertírselo a Telamón, para no implicarle. Haría lo que estuviera en mi mano por
mis hijos, incluido llevarlos conmigo adondequiera que fuese. Había tomado la
decisión, e incluso empezado a trasladar mis cosas de los mulos a mi propio caballo,
cuando una enorme conmoción alborotó el valle.
Se había incendiado una granja. Los hombres de la propiedad acudieron a
nosotros aterrorizados. El chico, el menor de los odrisios, apareció a caballo y
desmontó de un salto. Habían vuelto del oeste, nos explicó atropelladamente,
después de dar con la pista de su presa y pasar de largo junto a nuestro campamento
para adelantársenos.
—¡Etoskit Alkibiad! —gritó el muchacho señalando el incendio—. ¡Tenemos a
Alcibíades!
Todos saltamos a los caballos y nos lanzamos al galope, con enorme riesgo para
los animales y para nosotros mismos, pues el terreno estaba sembrado de rodrigones
para las viñas y lleno de zanjas y socavones. Se veía una casa. La vivienda de la
granja. Al parecer, los hermanos la habían rodeado al amparo de la oscuridad y
habían apiñado leña contra sus muros. El edificio ardía como la yesca. Sin duda, las
llamas habían sacado a la presa de la cama y la habían obligado a colocarse en una
posición tan expuesta que sus cazadores podían dispararle sin correr ningún riesgo.
Hinqué los talones en las costillas de mi caballo. Nuestro grupo galopaba hacia la
casa como una exhalación. No veía a Alcibíades, que permanecía oculto tras el muro
del patio delantero, pero sí a los hermanos. Junto a la entrada, los dos que iban a
caballo le disparaban flechas a bocajarro desde su aventajada posición. Los otros tres
y sus siervos ocupaban posiciones encima y detrás del muro, desde donde arrojaban
jabalinas y venablos. Los hermanos se habían arrimado tanto a las llamas que su pelo
y sus ropas, chamuscados, echaban humo.
Fui el primero en llegar al patio. El calor era insoportable. Mi montura se
encabritó y volvió grupas; salté a tierra.
En ese momento, vi a Alcibíades. Estaba desnudo y empuñaba el escudo y un
xiphos, la espada corta de los espartanos. Tenía la espalda achicharrada como un
asado y el escudo erizado de lanzas y saetas. Tras él, tumbada boca abajo, Timandra
se protegía del fuego con una alfombra o un vestido grueso.
Aunque nuestro grupo llegó vociferando, los hermanos, lejos de apartarse, se
lanzaron al ataque con nuevos bríos farfullando en su salvaje lengua que la
recompensa era suya y que matarían a cualquiera que intentara robársela. Los
espartanos y los persas les redujeron de inmediato.
Endio, Telamón y yo corrimos hacia la entrada. El fuego bramaba y nos arrancaba
el aire de las gargantas. Tomándonos la delantera, el espartano agarró a la mujer para
obligarla a salir del patio. Ella se aferraba a las piernas de su amante gritando algo
que no pudimos oír. Telamón y yo entramos al recinto protegiéndonos el rostro con
los mantos. Alcibíades se volvió hacia nosotros bruscamente, como si fuera a
atacarnos; luego, se derrumbó como suelen hacerlo los muertos, hacia delante, sin
protegerse con los brazos. El escudo golpeó el suelo y él cayó encima, con el
antebrazo aún en la embrazadura. Su cabeza resonó como una roca. Nunca había
visto a un hombre atravesado por tantas flechas.
Le sacamos de aquel infierno. Le senté contra la parte más alejada del muro. No
me cabía duda de que estaba muerto. Mi propósito, seguramente absurdo, era
impedir que aquellos cobardes vieran a su presa tumbada en el polvo.
Estaba vivo e intentó levantarse.
Llamó a Timandra con una angustia como nunca he oído. La mujer le respondió
con idéntica aflicción mientras Endio se la llevaba a rastras. Al ver que estaba a
salvo, Alcibíades se calmó. Su mano me agarró por el pelo.
—¿Quién eres? —gritó.
Estaba ciego. Las llamas le habían desfigurado la mitad del rostro. Le grité mi
nombre. No me oía. Grité más alto, junto a su oreja. Sentía un dolor que no podría
describir con palabras. A mis espaldas, los tracios reclamaban la recompensa con un
griterío demencial. La casa seguía derrumbándose por secciones. Volví a gritarle al
oído. Esa vez me oyó. Su puño me sujetaba como la garra de un grifo.
¿Quién más?
Le nombré a Endio y los persas.
Un gruñido terrible escapó de su pecho. Era como si hubiera esperado justo
aquello y, una vez confirmado, reconociera su destino. Su puño me aferró con más
fuerza.
—La mujer… no puede quedarse indefensa en este país. Le juré que la protegería.
Su enorme escudo, el mismo que utilizaba desde hacía tres veces nueve años, desde
nuestro bautismo de sangre al pie de los acantilados que llaman las Calderas,
descansaba contra su pecho y sus hombros. Se lo había puesto así para ocultar su
desnudez. Alcibíades se agitó intentando desembarazarse de él. Con la fuerza que le
quedaba, apartó el bronce y dejó al descubierto el cuello y el pecho.
—Ahora, amigo mío —murmuró—. Haz lo que has venido a hacer.

Polémides alzó la vista y me miró a los ojos. Por un instante, creí que no podría
proseguir, y tampoco estaba seguro de desear que lo hiciera.

Lisandro había dicho de Alcibíades que, tarde o temprano, la necesidad acabaría


con él. Puede que estuviera en lo cierto, pero fue mi mano la que dio el golpe de
gracia. No maté ni a un general ni a un estadista, como le recordará la Historia, sino
a un hombre, odiado por muchos y amado por más, entre los que yo no era el
último.
Dejemos a un lado sus hazañas y sus crímenes. Si lo admiro es por esto: porque
condujo la nave de su alma adonde se juntan el mar y el cielo y luchó allí sin miedo,
como pocos antes que él, quizá sólo tu maestro, su primer instructor. ¿Quién volverá
a navegar tan lejos?
Y yo, que me gané la condenación por mis actos durante la Peste y la guerra, en
la montaña del Ciervo descubrí con asombro que no sentía pena ni remordimiento.
Más que actuar, obedecí. Al asestarle el golpe definitivo, fui el brazo del propio
Alcibíades, como lo había sido desde aquella noche de nuestra juventud sobre una
playa azotada por la tormenta. ¿Quién es el culpable? Yo y él, Atenas y toda Grecia,
pues preparamos nuestra ruina con nuestras propias manos.
Polémides había acabado. Era suficiente. No había nada más que contar. Más
tarde, en su arcón de marinero, encontré esta carta escrita por Alcibíades. No
llevaba salutación y estaba salpicada de faltas de ortografía, lo que indica que era
un borrador, aunque es imposible saber a quién iba dirigida. Por la fecha, el diez de
hecatombaión, podría ser lo último que escribió:

… mi final, aunque me llegue a manos de extranjeros, lo habrán planeado


y pagado mis compatriotas. Soy lo que más aprecian y menos soportan: su
propia imagen amplificada. Mis virtudes —ambición, audacia, emulación de
los dioses antes que humildad ante ellos— son las suyas, multiplicadas. Mis
vicios también son los suyos. Las cualidades de que carezco —modestia,
paciencia, abnegación— son las que más desprecian, pero mi naturaleza me
ha liberado de esas trabas completamente; las suyas a ellos, no. Temen y
adoran a un tiempo la brillantez a la que les incita mi ejemplo, pero no
poseen suficiente espíritu para alcanzarla. Enfrentada al hecho de mi
existencia, Atenas sólo tiene dos opciones: emular o eliminar. Cuando ya no
exista, llorará por mí. Pero nunca volveré. Soy el último. No producirá más
como yo, por muchos que enarbolen su bandera.
LII

UNA MAGISTRATURA CLEMENTE

Pasé el último día de Sócrates en su celda [siguió diciendo mi abuelo], con los
demás. Estaba agotado y me quedé dormido. Tuve el siguiente sueño:
Cansado pero deseoso de escuchar al maestro con la claridad mental que
merecía, me puse a dar vueltas por la cárcel en busca de un rincón en el que echar
una cabezada. Mi búsqueda me llevó a la carpintería. Allí, colocado
horizontalmente, estaba el tympanon en el que Polémides encontraría la muerte ese
mismo día.
—Entra, señor —me dio el carpintero haciéndome una seña—. Duerme un poco.
Me tumbé y concilié el sueño de inmediato. Sin embargo, me desperté
sobresaltado para descubrir que los funcionarios me estaban sujetando al
instrumento. Las argollas de hierro me inmovilizaban las muñecas y los tobillos, y
la cadena me aprisionaba la garganta.
—¡Os habéis equivocado de hombre! —intenté gritar, pero el hierro ahogó mi voz
—. ¡Os habéis equivocado de hombre!
Me desperté de golpe y me vi en la celda de Sócrates. Había dado un grito y le
había asustado. Ya había ingerido la cicuta, me dieron, y, mientras esperaba a que
le hiciera efecto rodeado por sus amigos, se había echado en el catre y se había
tapado el rostro con un paño. Pedí perdón a todos. Ni que decir tiene que lo último
que necesitaba el maestro era agitación. Apesadumbrado, les pedí que me excusaran
y me apresuré a salir de la celda.
El día tocaba a su fin. Al salir al Patio de Hierro, vi a una mujer y un muchacho
que se dirigían hacia la salida. Eunice. Era extraño, pues Polémides se había
negado a verla repetidas veces. ¿Habría ocurrido algo?
El chico volvió enseguida. Nicolaos, el hijo de Polémides. No tenía intención de
marcharse; tan sólo había acompañado a su madre hasta la calle. Vino a mi
encuentro y, estrechándome la mano, me dio las gracias por todo lo que había
hecho por su padre. En el muchacho se había operado un cambio extraordinario.
Aunque tan escuálido y desgarbado como siempre, parecía haber accedido a la
virilidad súbitamente. Me hablaba como a un igual, hasta el punto de hacerme
sentir apuro e impulsarme, en un intento de aliviar lo que tomé por angustia, a
decirle lo siguiente: que, aunque su madre había sido la causa de aquella desgracia,
no había pretendido otra cosa que protegerle y evitar que huyera para participar en
la guerra.
El chico me lanzó una mirada extraña.
—Las cosas no ocurrieron así, señor. ¿No te lo ha contado mi padre?
Su madre, insistió, no había sido la causa de nada. No era la instigadora de la
acusación, sino su títere. Colofón, que había denunciado a su padre sin importarle
cometer perjurio había actuado, aseguró el muchacho, como instrumento de quienes
contrataron a Polémides durante el régimen de los Treinta para asesinar a
Alcibíades.
—Esos miserables, al saber que mi padre había vuelto a la ciudad, temieron que
revelara sus crímenes. Chantajearon a mi madre aprovechando su vulnerabilidad
como no ciudadana y la obligaron a contarles los pormenores del homicidio
accidental de Samos, lo que ha permitido a esos canallas obtener la sentencia de
muerte de mi padre.
Polémides había entregado su confesión, me explicó el muchacho, a cambio de
un acta de ciudadanía para Eunice y sus hijos, que sus acusadores le habían
propuesto en secreto garantizándole que estaban en condiciones de conseguirla.
Había preferido no revelármelo por miedo a que yo, indignado porque le costara la
vida, decidiera contarlo todo.
Junto a las escaleras que llevan a la calle hay un banco. De pronto, el cansancio
pudo más que yo. Tuve que sentarme. El muchacho me imitó. Se hizo de noche.
Encendieron antorchas y las colocaron en los tederos.
Recobré la noción del tiempo al cabo de un rato, sobresaltado por un alboroto
procedente del pórtico, al otro lado del patio. El vigilante discutía acaloradamente
con Simmias de Tebas, uno de los amigos más queridos de Sócrates. Al parecer, el
funcionario acababa de hacerle salir de la celda. ¿Habría muerto el maestro? Sin
perder un instante, crucé el patio seguido por el muchacho. El portero se había
sumado a la discusión, que, para mi sorpresa, giraba en torno a unos caballos.
—Puede que los hayas alquilado tú, señor —le decían el guardián y el portero a
Simmias—, pero son nuestros cuellos los que peligran si los ven.
Consternado, Simmias me llevó aparte.
—Por los dioses que la he hecho buena, Jasón.
Unos días antes, me explicó, confiando en obtener permiso de Sócrates para
planear su huida, había encargado a ciertos sujetos que alquilaran monturas y
compraran el silencio de carceleros e informadores. Lo tenía todo preparado antes
de que Sócrates se negara tajantemente a huir.
—¿Puedes creerlo, Jasón? Con todo lo demás, me había olvidado del asunto por
completo…
—No lo entiendo, Simmias.
—¡Los caballos y la escolta están aquí! ¿Qué hacemos?
Simmias era un manojo de nervios. Al parecer, el portero le había hecho salir de
la celda de Sócrates hacía apenas unos instantes, alarmado a más no poder y
exigiéndole que solucionara el problema inmediatamente. Simmias no sabía qué
partido tomar. Estaba claro que no deseaba otra cosa que volver de inmediato al
lado del maestro y no fallarle en su última hora.
—Déjalo de mi cuenta, Simmias.
—¡Qué el cielo se apiade de nosotros, Jasón! ¿Crees que conseguirás
solucionarlo, amigo mío?
Hay fronteras, me había dicho nuestro cliente en cierta ocasión, que uno cruza
sin darse cuenta. Aquélla no era una de ésas. Con Polémides y con nuestro maestro,
el demos no había tenido clemencia. Ahora, la mano de la fortuna había elegido a
un nuevo magistrado, y ese árbitro era yo. ¿Quién, si no yo, indultaría al
transgresor?
¿Quién más le absolvería, cuando él mismo había arrojado la piedra negra? Puede
que, mediante aquella subrogación, los dioses hubieran dispuesto la ocasión de
perdonar a todos, incluido yo.
Me volví hacia el muchacho.
—Tu padre asegura que ha hecho las paces con su ejecución…
—Sí, señor.
—¿Crees que podrás hacerle cambiar de opinión?
El muchacho me cogió ambas manos con las suyas.
—Pero ¿y tú, señor?
Temía que algún informador, al enterarse de mi participación, pusiera mi vida
en peligro.
—Aquellos cuyo silencio había que comprar han recibido su paga.
El vigilante lo había dicho todo y asintió corriendo hacia la celda de su padre.
¿Debía ir tras sus pasos para despedirme de Polémides, o seguir los de Simmias
hasta la celda del maestro? Miré al portero. Ya estaba despachando a su aprendiz
para comunicar el cambio de planes a los escoltas, que sin duda aguardaban en
algún callejón discreto. Le pregunté si aquello le incomodaba.
—Los caballos son caballos —replicó. Quién monta en ellos no es asunto mío.
No obstante, estaba nervioso, lo mismo que el vigilante, o cualquiera que se
dispone a cometer un delito.
—Más vale que te vayas, capitán.
Y, abriendo la marcha a través del patio, me acompañó afuera.
LIII

LAS FLORES DE LA ENCINA

El cuerpo del maestro nos fue entregado al día siguiente; enterramos sus restos en
la tumba de sus mayores, en Alopecia. No puedo considerar esa fecha como aquella
en que perdí el interés por la política; cualquiera con sentido común había
desesperado de la capacidad del demos para gobernarse a sí mismo hacía mucho
tiempo. Al cabo de un año, abandoné la ciudad con mi mujer y mis hijas y fijé
nuestra residencia en el campo, en el Monte de la Encina. Y allí sigo.
Desde el día de mi vigésimo cumpleaños, consagré todas mis fuerzas y mi dinero
a nuestra nación durante treinta y nueve años. Le entregué la juventud y la madurez,
y perdí la salud por la causa de Atenas. Sacrifiqué tres hijos a sus fuerzas armadas,
y me robó otros dos en paroxismos de locura civil. Mediante la peste y las
privaciones acortó los días de mis dos primeras esposas.
Como oficial de la marina ostenté la trierarquía en siete ocasiones. He servido a
mi patria como consejero, magistrado y ministro. La he representado en embajadas
en el extranjero y unido mi nombre a su causa en misiones de paz y acciones de
guerra. En cierta ocasión estimé las contribuciones de mi clan al estado. La suma
ascendía a once talentos, aproximadamente el producto de todas nuestras tierras
durante veinte años. No me arrepiento de tal aportación y volvería a hacerla
gustoso por la causa de nuestro país. Sigo considerándome un demócrata, aunque,
como diría mi mujer, tu abuela, de los desengañados.
No supe nada de Polémides durante tres años. Una mañana, llegó corriendo un
muchacho para avisarme de que había un extranjero en la entrada. Me apresuré a
ir a su encuentro. Me encontré con un hombre enfundado en cuero y cargado con un
petate de soldado. Nunca había visto al arcadio Telamón, pero lo reconocí de
inmediato. No quiso quedarse, pero me entregó un par de cartas. Se las habían dado
en Asia hacía dos años.
Me comunicó que Polémides había muerto. No en acción, sino accidentalmente;
había pisado un clavo de hierro y había cogido el tétanos. Volví a pedirle que se
quedara a descansar.
—Llevas leguas caminando para hacerme este favor. Te ruego que te quedes a
cenar, si no por ti, por nosotros, o al menos acompáñame a casa y quítate el polvo
del camino.
El hombre aceptó acompañarme hasta el grupo de árboles que da sombra a la
fuente, donde, como sabes, hay un banco. Se sentó en él. Las chicas trajeron vino,
alphita y un opson excelente de pescado en salmuera con cebolla. Mientras el
viajero comía, leí las cartas.
La primera, fechada hacia dos años, era de Polémides. Decía estar bien y
esperaba que también fuera mi caso. Hada una alusión al estrecho margen por el
que se había librado del tympanon y bromeaba diciendo que me había enrolado en
«el bando de los indeseables».

… confío, amigo mío, en que no albergues esperanzas respecto a mi


reforma. Bailo, como siempre, al son que tocan los tiempos. Como a todos
los dejados de la mano de los dioses, la suerte sigue acompañándome. Nada
consigue matarme y las mujeres se sacan los ojos por hacerse un hueco bajo
la ropa de mi cama.

La segunda era de su hijo, que, según me explicaba el mercenario, servía con él


a las órdenes del lochagoi espartano Filoteles, en las brigadas de Agesilao, que
combatía contra el rey de Persia. Nicolaos me informaba de la muerte de su padre.
Había ocurrido en Frigia, en el valle del Menderes, a menos de seis estadios de la
Montaña del Ciervo.

… en cuanto al contenido del arcón de mi padre, él se habría sentido muy


honrado, señor, sabiendo que lo conservabas como si fuera tuyo. Yo no sabría
darle buen uso. No es lo mío.

El arcón lo había traído a mi casa, un mes después de la huida de Polémides, mi


viejo compañero de tripulación Moretones, que, como recordarás, regentaba el
refectorio de enfrente de la prisión. Moretones me hizo el siguiente relato de aquella
última noche.
Era él quien había contratado los caballos para la huida y, después de mi
marcha, quien los había llevado a la calleja a la que daba el patio. Entre tanto, el
vigilante había soltado a Polémides, quien, con su hijo, le había seguido hasta las
escaleras de la entrada. Cuando bajaron a la calleja donde le esperaba Moretones
con los caballos, doblaron la esquina tres hombres, Lisímaco, secretario de los
Once, y dos magistrados, que se dirigían a la cárcel para supervisar los
preparativos de las ejecuciones.
Los funcionarios estaban en una posición inmejorable para frustrar la fuga.
Habría bastado un grito para atraer al personal de la cárcel. El propio Moretones
me confesó que casi se meó de miedo en el empedrado. ¿Qué pasó por las mentes de
aquellos magistrados, elegidos por el demos para llevar a cabo la ejecución de sus
conciudadanos más nobles? Siendo como eran simples hombres y ejemplares de su
raza, ¿cayeron en la cuenta de la enormidad que se disponían a cometer? Puede
que,
en cierto modo, llegaran a percibir a Polémides, aquel caballero convertido en
delincuente, como un espejo, si no de Sócrates, de sí mismos. Era tan culpable como
ellos, no sólo de los actos de los que se le acusaba, sino de mil más, que no habían
tenido testigos ni denunciantes, durante tres veces nueve años de guerra. Puede que
su silencio implicara una convicción semejante a la mía. Dejémosle vivir, por
nuestro propio bien. Juguemos a ser Zeus por esta vez y seamos clementes con este
hombre, por todas las maldades que hemos cometido.
Como quiera que fuese, los funcionarios miraron para otro lado. Con el corazón
en un puño, Polémides y el muchacho emprendieron la huida. La última súplica del
fugitivo al vigilante fue que me hiciera llegar el arcón cuando fuera posible sin
ponerme en peligro.
Permíteme intercalar aquí, querido nieto, un último documento. Lo encontré en
el arcón de nuestro cliente hace sólo unos días, mientras buscaba otro que quería
enseñarte. Es una transcripción del discurso que Alcibíades dirigió a los hombres
de la flota de Samos en su segunda despedida, después de Notion, el exilio del que
nunca regresó:

… lo que digo ahora que me dirijo a los jefes que deben mandar vuestra
escrofulosa chusma, soldados, es que los dioses les protejan. ¿Queréis que os
cuente dónde aprendí a dirigir a hombres como vosotros? En los establos de
mi padre, de sus caballos. Y apelo a nuestro amigo Trasíbulo para que lo
confirme, pues estaba a mi lado cuando de niños nos maravillábamos ante
esos campeones los días en que se celebraban carreras. No necesitaban que
nadie les enseñara a correr. Apostando por caballos, aprendimos a valorar la
planta y la postura antes que la largura de los huesos o la musculatura de las
ancas. ¿Estáis de acuerdo en que un caballo de carreras puede poseer
nobleza?
¿Y qué nobleza es ésa que puede poseer una bestia lo mismo que un hombre?
¿No será la virtud espiritual por la que uno se entrega a un objetivo mayor
que su propio interés?
¿Cómo mandar a hombres libres? Sólo hay un medio: incitar a cada uno
de ellos a estar a la altura de su nobleza.
Cuando era niño, mi tutor me llevó al Pireo para que viera los botes que
competían entre Acte y Bahía Silenciosa. Mis ojos infantiles imaginaban que
cada embarcación era impulsada por una sola criatura, un único animal
magnífico con múltiples pares de brazos. Pero, cuando los botes estuvieron
cerca, vi a los hombres que manejaban los remos. ¿Me creeréis, amigos míos,
si os digo que me solté de mi pedagogo para acercarme a tocarlos con mis
propias manos y comprobar que eran reales? ¿Cómo era posible, les pregunté,
que seis remaran como uno? «Mira allí, muchacho, y verás a ciento setenta y
cuatro hacer lo mismo».
Un trirreme haciéndose a la mar: ¡por los dioses que era un espectáculo
espléndido! Y aún es más noble una línea avanzando, y lo más noble de todo,
la armonía de toda flota. Y vosotros, amigos míos, sois los mejores de todos
los que han navegado y navegarán. Cuando la vejez nos apresa en su garra,
¿qué nos queda? Padres y madres, esposas, amantes, incluso los hijos, todo
desaparece, creo yo, menos los camaradas con los que nos hemos enfrentado
a la muerte. No necesitamos otra cosa, amigos míos. Ellos son lo que pocos
llegan a sentir o conocer.
Vosotros no me necesitáis, hermanos. No hay fuerza sobre la faz de la
tierra capaz de haceros frente. Quieran los dioses llevaros de victoria en
victoria. Lo último que verán mis ojos cuando me vaya al infierno serán
vuestras caras. Gracias por honrarme con vuestra camaradería. Y ahora,
amigos míos, adiós. Os deseo lo mejor.

Me quedé observando al mercenario Telamón mientras acababa de comer.


Aunque, según mis cálculos, debía de tener más de cincuenta años, estaba tan
delgado y fuerte que no aparentaba más de treinta y cinco. Nada me habría gustado
tanto como interrogarle sobre las últimas campañas que había compartido con
Polémides.
Un vistazo bastó para convencerme de que no me respondería. Me limité a
preguntarle adónde se dirigía. Al puerto, respondió, a embarcarse para la guerra.
En el granero guardaba un par de botas y un manto de lana mucho mejores que
los que llevaba. No hubo manera de que los aceptara. Se puso en pie y se echó el
petate al hombro.
Dejó una moneda sobre el banco.
Le dije que ofendía la hospitalidad de la granja.
Sonrió.
—Es de Pommo, capitán. Pensaba que la encontrarías interesante.
Cogí la moneda. Era un dórico de oro de Frigia, la paga de un mes para un
soldado de infantería. El reverso ostentaba un trirreme y una Niké alada; el
anverso, a Atenea Triunfante flanqueada por una lechuza y una rama de olivo.
La pieza se llamaba alcibiádico, me dijo Telamón. Era una moneda muy
utilizada, válida en toda Asia.
El camino que atraviesa la granja divide en dos las dependencias auxiliares. La
cocina de los peones y las viviendas del servicio quedan al oeste, como sabes, junto
con varias casitas y el pabellón de invitados. Al otro lado están los cobertizos de los
aperos, en esa pendiente que llamamos «la arruga», y, más allá, los corrales.
Mientras el mercenario caminaba hacia la salida, un grupo de curiosos, fascinados
por su aspecto y su indumentaria, le seguía con la mirada. El corro estaba
compuesto no sólo por muchachos y doncellas, sino también por peones y matronas
que habían interrumpido sus faenas. Cuando estaba a punto de llegar a la cerca, se
le adelantaron dos chicos para que no tuviera que descorrer el pestillo, y lo habrían
seguido a distancia hasta el final del camino, o hasta llegar al mar, si sus padres no
les hubieran llamado a gritos.
Encandilado por aquella figura, yo tampoco fui capaz de dar media vuelta hasta
que desapareció por el paseo de las encinas, de cuyas flores se obtiene el tinte
escarlata que siempre ha sido el color de la capa de campaña de los soldados.
AGRADECIMIENTOS
Cualquier obra ambientada en la época de la Guerra del Peloponeso empieza y
termina con Tucídides, por no mencionar a Platón, Jenofonte, Plutarco, Arístófanes,
Díodoro, Andócídes, Antifón, Lisias, Eliano y Cornelio Nepote. Una alineación de
lujo que merece todo mi agradecimiento.
En cuanto a los especialistas modernos, debo mencionar especialmente las obras
de Irving Barkan, Jacob Burckhardt, Walter Ellis, The Ambition to Rule de Steven
Forde, Armada from Athens de Peter Green; Donald Kagan, D. M. MacDowell,
J. H. Morrison; The Athenian Trireme de J. E Coates; Barry Strauss, Alcibiade de
Jean Hatzfeld y, con especial agradecimiento, a la doctora Christine Henspetter por
traducirme este último (y en letra legible) del francés.
Entre los amigos y colegas, los doctores Ralph Gallucci y Walter Ellis aplicaron
el escoplo y el cincel al manuscrito con excelente criterio. Gracias, por encima y más
allá de lo que me exige el deber, al doctor Ippokratis Kantzios, que fue mi
indispensable consejero desde el principio, así como un gran y auténtico amigo. Y a
la baronesa C. S. von Snow, mi compañera y cartógrafa en las tierras de la
Antigüedad.
Mi profunda gratitud a mis editores de Doubleday and Bantam, Nita Taublib,
Kate Burke Miciak y Shawn Coyne, y especialmente a Shawn, que hizo lo que solían
hacer los editores de antaño: remangarse, zambullirse en la faena y reducir a
latigazos al monstruo que era mi manuscrito hasta que ambos consideramos que se
había convertido en un libro apto para el consumo literario.
Por último, Vientos de guerra es ficción, no historia. Me he tomado libertades
con los hechos y la cronología y he interpretado a los personajes históricos, confío en
que por una buena causa. La responsabilidad por los errores y carencias del libro es
enteramente mía.
GLOSARIO
Arcadia: Región del Peloponeso famosa por sus guerreros, especialmente
mercenarios.
agema:: Fuerza de élite que protegía al rey en el ejército espartano.
agoge:: «Formación»; sistema educativo espartano.
agon:: Lucha; competición.
ágora: Plaza que constituía el centro político y social de Atenas y otras ciudades
griegas y comprendía el mercado, diversos edificios civiles, templos, etc.
akation:: La vela menor de un trirreme, en contraposición a la vela mayor.
alphita:: Pan de cebada.
anastrophe:: Contramarcha.
andreia:: Coraje, hombría.
apagoge:: Detención sumaria.
Apaturia:: Festival de las hermandades de Atenas.
apella:: La asamblea espartana.
apostoleis:: Administradores superiores de la flota ateniense.
Arcanas Deme: o distrito de Atenas, a unos once kilómetros al norte de la
ciudad.
arconte: Cada uno de los nueve magistrados supremos de Atenas, elegidos
anualmente.
architectones: Arquitectos.
Areópago: Tribunal superior de Atenas, cuyos miembros se elegían anualmente.
areté: Excelencia, virtud.
argivos: Habitantes de Argos.
aristoi: La nobleza; «los mejores».
Ártemis Ortea: Ártemis Honesta, muy venerada en Esparta.
asamblea: órgano soberano de Atenas, abierto a todos los ciudadanos varones
adultos. También, ekklesia.
aspis: Escudo de la infantería pesada; plural, aspides.
Ática: Región de Grecia central, cuya capital era Atenas.
bárbaro: Para los griegos, cualquiera que no lo fuese; el término se aplicaba
especialmente a los persas, cuya lengua sonaba como «bar-bar» a los oídos
griegos.
basileus: El «rey arconte» de Atenas, cuya principal función consistía en oficiar
las ceremonias religiosas.
brasidioi: Tropas ilotas que se habían ganado la libertad luchando a las órdenes
del general espartano Brásidas.
cabeza de hierro: Flecha.
Cámara redonda: El Tholos, lugar donde se reunían los prytaneis, que
constituían el comité ejecutivo del Consejo de Atenas.
carrera del estadio: Carrera de velocidad que cubría un estadio, poco menos de
doscientos metros.
Cimón: General ateniense hijo de Milcíades; sus victorias a mediados del siglo V
a. C. expulsaron a los persas del Egeo y establecieron la hegemonía marítima
de Atenas.
Coma: Muelle ceremonial del Pireo en el que la flota se embarcaba para la
guerra.
«concéntrico» Kyklos o «círculo», táctica naval mediante la cual una flota
trazaba círculos alrededor de la enemiga buscando el punto débil para atacar.
Consejo de los quinientos: Órgano deliberativo de Atenas que preparaba los
asuntos que debía tratar la Asamblea.
coraza: Peto de la armadura.
daimon: Espíritu inherente a cada individuo; en latín, genius. El daimon de
Sócrates le advertía de lo que no debía hacer, pero no de lo que debía hacer.
dárico: Moneda persa de oro que hizo acuñar el rey Darío.
Decelea: Lugar del Ática fortificado por los espartanos durante la última fase de
la guerra, conocida como «deceleica».
«delfín» Objeto pesado elevado sobre una verga o botalón para arrojarlo sobre el
puente de un barco enemigo y agujerearlo.
deme: Barrio o distrito de Atenas.
demos: Electorado de una democracia, el «pueblo».
Demóstenes: General ateniense, homónimo del orador del siglo IV, vencedor de
los espartanos en Pilos y Esfacteria; encabezó la expedición de refuerzo a
Sicilia.
dike: Pleito civil.
dike phonou: Acusación de asesinato.
«dos y uno» En el trirreme, la práctica de dar descanso a un banco de remeros
mientras remaban los otros dos.
dracma: «Puñado», moneda equivalente a la paga diaria de un soldado de la
infantería acorazada.
efebo: En Atenas, joven entre dieciocho y veinte años que estaba recibiendo
entrenamiento militar.
éforo: Magistrado supremo de Esparta. Cada año se elegía a cinco, que
constituían el auténtico poder del estado, por encima de los reyes.
Egospótamos: «Arroyos de las cabras», enclave del Helesponto donde en 405
a. C. la armada espartana bajo el mando de Lisandro derrotó a la flota de
Atenas y decidió la victoria en la Guerra del Peloponeso.
eirenos (eirene) Joven de veinte años en la agoge espartana que estaba al mando
de una boua («rebaño») de sus compañeros.
eisangelia: En la legislación ateniense, procedimiento formal para presentar
diversos cargos graves, generalmente de traición, ante el Consejo o la
Asamblea.
ekklesia: La Asamblea del pueblo.
endeixis: Un tipo de acusación o denuncia ante la ley.
endeixis kakourgias: En Atenas, acusación por «fechoría», marbete que lo
incluía todo, desde el hurto al asesinato. Kakourgoi = criminales.
epibatai: Infantes de marina protegidos por armaduras que combatían en los
puentes de los barcos.
epimeletai ton neorion: En Atenas, los inspectores del puerto y las dependencias
navales.
epinikion: Epinicio, himno triunfal o canto de victoria.
Epípolas: «Las alturas», meseta que dominaba Siracusa.
epistates: En Atenas, presidente del comité ejecutivo del Consejo, elegido a
suertes para servir un solo día.
epiteichismos: Táctica militar consistente en construir un fuerte en territorio
enemigo para asolar los campos y acoger a los desertores y esclavos del otro
bando.
Eurotas: Río de Esparta.
Farnabazo: Sátrapa o gobernador persa de Frigia y el Helesponto, con capital en
Dascilio.
Gilipos: General espartano que venció a los atenienses en Siracusa.
graphe: Acusación o juicio públicos.
Hélade: Grecia.
heleno: Griego.
hermai: Estatuas de piedra de Hermes, mensajero de los dioses y protector de los
viajeros, que se colocaban ante los domicilios particulares y los edificios
públicos. Solían ostentar un falo erecto y se creía que atraían la buena suerte.
hetairai: Cortesanas.
homoioi: La clase de los ciudadanos espartanos de pleno derecho; los Iguales.
hoplita: Soldado de infantería que luchaba con armadura, de hoplon, «escudo»;
todo aquel que poseía una panoplia completa.
hybris: Orgullo, soberbia. También «atropello», punible en Atenas con la
muerte; acto malicioso e intencionado realizado con el fin de humillar a
alguien de forma irreparable.
Igual: Ciudadano espartano de pleno derecho.
ilota: Siervo espartano.
impiedad: En Atenas, crimen punible con la muerte; delito por el que fue
condenado Sócrates.
kantharos: Cántaros, el puerto principal del Pireo.
katalogos: En Atenas, censo de los ciudadanos, que servía para llamar a filas a
los varones.
khous: Medida de capacidad equivalente a tres litros y medio.
kleros: En Esparta, finca agrícola de un Igual. El antiguo legislador Licurgo
dividió el estado en nueve mil parcelas de idéntica extensión, cada una de las
cuales debía servir para mantener a un guerrero y su familia.
koppa: Letra del alfabeto griego correspondiente a la «q».
kyrios: Tutor legal. En Atenas, ciudadano varón que velaba por los intereses de
las mujeres, los niños y los esclavos de la casa, dado que carecían de
derechos políticos.
Lacedemonia: Región de Grecia cuya capital era Esparta; Laconia.
lambda: Letra del alfabeto griego correspondiente a la «l». Los infantes
lacedemonios ostentaban una lambda en sus escudos.
la Sagrada Pareja: En Atenas, la diosa Deméter y su hija Perséfone, la Core o
«doncella». En Esparta, los Dioscuros o «gemelos», Cástor y Pólux.
Leneas: Fiestas atenienses en honor de Dionisos, durante las cuales se celebraban
los certámenes dramáticos.
Leónidas: Rey espartano y comandante de los Trescientos que perecieron
defendiendo el paso de las Termópilas contra los persas en 480 a. C.
Licurgo: Antiguo legislador de Esparta.
lochagoi: jefe de un tochos.
lochos: Regimiento espartano; plural, lochoi.
los Treinta: Gobierno títere encabezado por Critias que dirigió Atenas tras la
rendición a Esparta en 404 a. C. De infausta memoria por instalar un régimen
de tiranía y represión.
medo: Usualmente, sinónimo de persa; en realidad, nombre de otra raza guerrera,
del reino de Media, conquistado por Ciro el Grande e incorporado al imperio
persa.
meses: Para los atenienses el año empezaba con el solsticio de verano:
hecatombaión, metageitnión, boedromión, pianepsión, memacterión,
poseideón, gamelión, antesterión, elafebolión, muniquión, targelión y
eskiroforión.
Milcíades: General ateniense que venció a los persas en Maratón, en 490 a. C.
mina: Unidad monetaria teórica equivalente a cien dracmas.
Misterios de Eleusis: Fiesta ateniense en honor de Deméter y Perséfone que
duraba nueve días. Todos los años, durante el mes de boedromión
(septiembre), los iniciados y los neófitos peregrinaban a Eleusis. Durante la
guerra, la ocupación espartana del Ática impuso a los atenienses la
humillación de realizar la procesión por mar, hasta que Alcibíades la devolvió
a su forma habitual.
mothax: «Hermanastro», clase espartana, constituida en su mayor parte por
bastardos de los Iguales a los que se permitía formarse en la agoge bajo el
patrocinio de ciudadanos de pleno derecho; plural, mothakes.
Muralla Larga: Fortificaciones que unían Atenas, con el puerto del Pireo.
nautai: Marineros; remeros.
navarca: Almirante espartano.
Némesis: Diosa que personificaba la venganza divina, generalmente provocada
por la soberbia humana, la hybris.
neodamodeis: «Nuevos ciudadanos»; ilotas espartanos manumitidos en premio a
sus servicios en la guerra.
neorion: Instalaciones y régimen administrativo de un puerto o base naval.
Niké: Diosa de la victoria.
óbolo: Moneda equivalente a la sexta parte de la dracma.
oikos: Casa, domicilio particular.
oligoi: «Los escogidos», los aristócratas.
opson: «Salsa» para mojar pan.
othismos: En las guerras de la antigüedad, enfrentamiento de dos ejércitos en
formación cerrada.
paean: Himno cantado por la infantería doria, espartana, siracusana y argiva, pero
no ateniense (jónica) mientras marchaba hacia la batalla.
Palamedes: Guerrero griego de la guerra de Troya acusado injustamente por
Ulises; paradigma del hombre injustamente acusado.
Panateneas: Fiesta ateniense en honor de Atenea, la más importante de la ciudad.
panoplia: Armadura completa del soldado de infantería: casco, peto, escudo y
grebas. Sólo los muy pudientes podían costeársela.
parakatabole: En Atenas, fianza depositada por quienes litigaban por una
herencia, igual a un décimo del valor de la propiedad en disputa.
Peloponeso: Península meridional de Grecia, literalmente, «isla de Pélope»,
héroe de la antigüedad.
«penetración» Diekplous, maniobra naval en la que un barco se deslizaba
rápidamente entre dos del enemigo para virar en redondo y embestir sus
costados.
Pericles: Estadista y general ateniense de mediados del siglo V a. C., llamado «el
olímpico»; constituye la figura más destacada de la Edad de Oro de la
democracia, el imperio y la creación artística ateniense. Pariente y tutor de
Alcibíades.
perioikoi: Los «vecinos», habitantes de las ciudades próximas a Esparta.
Autónomos pero carentes del estatus de ciudadanos y obligados a seguir a los
espartanos «adondequiera que fueran».
pharmakon: Analgésico; plural, pharmaka.
phatriai: «Fratrías», hermandades atenienses cuyos miembros pertenecían a una
misma tribu.
phoinikis: Manto escarlata de Lacedemonia.
piedra de púgil: Los boxeadores olímpicos peleaban atados a una piedra, de
modo que no pudieran huir del contrincante.
pilos: Gorro de fieltro que solía llevarse bajo el casco de la armadura.
Pnix: Colina al sudoeste de la Acrópolis en la que la Asamblea de Atenas se
reunía al aire libre para deliberar.
polemarca: Arconte que desempeñaba la función de jefe del ejército.
polis: Ciudad estado; plural, poleis.
porne: Prostituta; plural, pornai.
Pozo del muerto: El barathron de Atenas, al que eran arrojados los criminales.
Los estudiosos siguen discutiendo si se empujaba a los condenados a su
interior o tan sólo se arrojaban sus cadáveres, tras ejecutarlos en algún otro
lugar.
prostates: Oficial de proa de un trirreme; «el que va delante».
prytaneis: Los cincuenta «presidentes» atenienses que representaban a su tribu
en el Consejo de los quinientos. Cada grupo servía durante una pritanía, una
décima parte del año, como comité ejecutivo del Consejo y de la Asamblea.
pseudos: Mentira.
Ptía: Región de Tesalia de la que era natural Aquiles.
«puercoespín» Estaca bajo la superficie del mar, que formaba parte de una
empalizada de protección de los puertos y se utilizaba para abrir vías de agua
en los cascos de los barcos enemigos.
pythioi: Sacerdotes espartanos de Apolo; guerreros que oficiaban las ceremonias
religiosas en campaña.
«recorte» Periplous, maniobra naval mediante la que un barco se adelanta a otro
del enemigo hasta presentarle la popa y vira en redondo para embestir contra
su proa o contra uno de sus costados.
Samos: Isla del Egeo y aliado incondicional de Atenas; bastión naval en ultramar
de ésta a lo largo de toda la guerra en el Este.
scíritae: Soldados espartanos del distrito de Sciritis.
serviola: En un trirreme, madero muy resistente que sobresalía de la borda cerca
de la proa y servía de soporte al botalón.
sículo: Habitante no griego de Sicilia.
skytalai: Varitas en forma de huso que servían para cifrar mensajes. Para
codificar los despachos, los espartanos enviaban skytale de determinado
grosor a sus generales en campaña y conservaban un duplicado en Esparta.
Cuando era necesario enviar un mensaje, se enrollaba oblicuamente una tira
de cuero alrededor del skytale que quedaba en la ciudad y se escribía el
mensaje en ella; luego se desenrollaba y se enviaba. Sólo podía descifrarse al
enrollarlo a un skytale de idéntico tamaño.
sobrequilla: Tablón que va endentado de popa a proa en las varengas del barco,
ligando las cuadernas.
Solón: Pensador y estadista ateniense del siglo vi a. C. Elaboró las leyes que
establecieron las bases de la democracia ateniense.
spartiatai: «Espartiatas», espartanos de la clase dirigente.
strategos: General ateniense, comandante en jefe del ejército o uno de los diez
generales que se elegían anualmente y constituían, en cierto modo, el brazo
ejecutivo de la democracia.
sykophantai: Informadores y chantajistas que explotaban a quienes litigaban en
los tribunales atenienses.
talento: Cantidad de plata que equivalía aproximadamente a seis mil dracmas, lo
que aproximadamente costaba subvenir a las necesidades de un barco de
guerra durante un mes.
Tártaro: Abismo tenebroso situado bajo el Hades en el que Zeus encerró a los
Titanes. Si se dejaba caer un yunque desde el Olimpo, tardaría nueve días en
llegar a la Tierra y otros nueve en alcanzar el Tártaro.
taxiarca: Cada una de las diez tribus de Atenas debía proporcionar un regimiento
de infantería, o taxis, al ejército de la nación. Su comandante era el
taxiarchos.
technitai: Artesanos.
temenos: Recinto sagrado que rodeaba a un templo o santuario.
Temístocles: Estadista y general ateniense que venció a los persas en la batalla
de Salamina en 480 a. C. Fortificó el Pireo, emprendió la construcción de las
Murallas Largas y puso las bases para que Atenas se convirtiera en potencia
naval y cabeza de un imperio.
Termópilas: Desfiladero de la Grecia central en el que trescientos espartanos y
sus aliados contuvieron durante seis días el avance del formidable ejército
persa del rey Jerjes en 480 a. C.
tetras: Grupo de cuatro.
thalamitai: Remeros del banco inferior de un trirreme.
thranitai: Remeros del banco superior de un trirreme.
thrasytes: Audacia.
Tisafernes: Sátrapa persa de Lidia y Caria, con capital en Sardes.
toxotes: Arquero de la marina; plural, toxotai.
trierarca: Capitán de trirreme. Los ateniense acaudalados se veían obligados a
mandar, y financiar, un barco de guerra durante un año. Semejante distinción
solía constituir una auténtica sangría económica.
trierarquía: En Atenas, el deber cívico de servir como trierarca.
trieres: Trirreme; plural, triereis.
trirreme: El barco de guerra más usual en la época, propulsado por tres bancos
de remeros, con una tripulación de unos doscientos hombres.
xenos: Extranjero; también «huésped», vínculo privilegiado entre familias de
diferentes estados.
xiphos: Espada corta que utilizaban los espartanos.
xyele: Arma semejante a una hoz utilizada por los jóvenes espartanos.
zygitai: Remeros del banco intermedio del trirreme, situados entre los thalamitai
y los thranitai.
STEVEN PRESSFIELD. Nació en Puerto de España, Trinidad en 1943, en la base
militar de la Marina Norteamericana en que estaba destinado su padre. Se graduó en
1965 en la universidad de Duke y un año después se unió al Cuerpo de Marines. Una
vez de vuelta a la vida civil, realizó diversos trabajos desde profesor de escuela a
conductor de trailers o temporero de recogida de fruta. Narró las peripecias que tuvo
que realizar para triunfar como escritor, incluyendo la temporada que vivó en el
maletero de su coche, en su libro The War of Art.
Su primer libro La leyenda de Bagger Vance se publicó en 1995 y fue transformado
en película por el director Robert Redford. También ha realizado guiones para varias
películas de Hollywood.
Marcado por su etapa como Marine, se ha especializado en la novela histórica de
corte militar definiéndose por dos rasgos; primero por reflejar en primera persona la
parte oscura de la guerra: la sangre, la deshonra y el miedo. Los personajes son
humanos sangran, mueren, lloran, se deprimen, caen en las drogas y el alcohol para
superar el pánico. En segundo lugar por dar gran importancia a la estrategia militar,
formación, equipamiento y demás detalles que hacen caer la victoria de un bando u
otro.
Su segunda novela, Puertas de Fuego sobre los espartanos en la batalla de las
Termópilas, se enseña en las academias militares de la Marina, los Marines y de la
Infantería americanos.

También podría gustarte