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Sbtte 1er Año Vientos de Guerra
Sbtte 1er Año Vientos de Guerra
Sbtte 1er Año Vientos de Guerra
ebookelo.com - Página 2
Steven Pressfield
Vientos de guerra
ePub r2.1
Titivillus 20.01.17
Título original: Tides of War
Steven Pressfield, 2000
Traducción: Carlos Urritz y José Antonio Soriano
Ilustración de portada: desconocido
Diseño de portada: ErebusMustDie
490
Los atenienses derrotan a los persas en Maratón
480
Trescientos espartanos resisten en las Termópilas.
Los atenienses y sus aliados derrotan a los persas en la batalla naval de Salamina
479
Los espartanos y sus aliados derrotan a los persas en la batalla de Platea.
Los atenienses destruyen los restos de la armada persa en la batalla naval de
Mícala.
TERCERA GUERRA
MÉDICA 454
Pericles instaura el imperio ateniense
449
Griegos y persas firman la Paz de Calias, dando por finalizadas las Guerras
Médicas
431
Inicio de la guerra del Peloponeso, enfrentó a la Liga de Delos (conducida por
Atenas) con la Liga del Peloponeso (conducida por Esparta).
429
La gran peste; muerte de Pericles
415 a 413
Expedición a Sicilia
410 a 407
Vicorias de Alcibíades en Helesponto
405
Victoria de Lisandro en Egospótamos
404
Rendición de Atenas
399
Ejecución de Sócrates.
Final de la época dorada de la Grecia clásica.
… los peores enemigos de Atenas no son aquellos que, como vosotros, la
han perjudicado con la guerra, sino los que han obligado a sus amigos a volverse
contra ella. La Atenas que yo amo no es la que es injusta conmigo ahora, sino
aquella en la que pude disfrutar de mis plenos derechos como ciudadano. El país
al que ahora ataco ya no parece ser el mío; es más bien como si estuviera
intentando recuperar una patria que ha dejado de pertenecerme. Por otro lado, el
hombre que ama de verdad la patria no es el que se niega a atacarla cuando se ha
visto injustamente expulsado de ella, sino el que la desea hasta el punto de no
ceder ante nada a fin de
volver a ella.
CONTRA
POLÉMIDES
I
MI ABUELO JASÓN
ASESINATO EN
MELISA
Dirigían la partida asesina [siguió mi abuelo] dos nobles persas bajo las órdenes
del gobernador del Gran Rey de Frigia. Se habían desplazado por mar desde
Abidos, sobre el Helesponto, hacia la fortaleza de Tracia en la que Alcibíades había
recalado en su exilio final, desde donde, al descubrir que su presa se había fugado,
la partida le persiguió a través de los estrechos hasta Asia. Acompañaban a los
persas tres Iguales de Esparta cuyo jefe, Endio, había sido amigo íntimo de
Alcibíades desde la infancia. Les había encargado la tarea el gobierno de su país,
aunque no la de participar en el asesinato, sino la de servir como testigos, a fin de
que sus propios ojos confirmaran el fallecimiento del hombre, cuyo último resquicio
de vida seguían temiendo. Era tal la fama en cuanto a fugas y resurrecciones de la
que se había hecho acreedor Alcibíades que muchos le creían incluso capaz de
burlar al magistrado definitivo, la Muerte.
Acompañaba a la partida un asesino profesional, Telamón de Arcadia, junto con
medía docena de esbirros que él mismo había seleccionado para planificar y
ejecutar el negocio. Su cómplice era Polémides el ateniense.
Polémides había sido amigo de Alcibíades. Sirvió como capitán de infantería de
marina en la espectacular serie de victorias de Alcibíades en la guerra del
Helesponto, permaneció a su lado como escolta cuando el conquistador regresó
glorioso a Atenas y se mantuvo a su derecha cuando Alcibíades restableció el desfile
por tierra en la celebración de los cultos mistéricos de Eleusis. Recuerdo
perfectamente su aspecto, en Samos, al ser reclamado Alcibíades, que estaba en el
exilio, para dirigir la flota. Un momento de gran exaltación en el que veinte mil
marineros y soldados de infantería, angustiados por su propio destino y la
supervivencia de su patria, rodearon el malecón denominado la Pequeña Choma
cuando el enorme barco recaló y Polémides desembarcó, protegiéndose de la
muchedumbre, que parecía tan dispuesta a apedrearle como a saludarle. Observé la
expresión de Alcibíades; no cabía la menor duda de que confiaba totalmente su vida
al hombre que tenía al lado.
Siete años después, Polémides tuvo el cometido de buscar a la víctima y, junto a
su adlátere, el asesino Telamón, llevar a cabo el crimen. Le fijaron como honorarios
un talento de plata del tesoro de Persia.
El hombre me informó de todo ello, sin ocultar nada, durante los minutos
iniciales de nuestra primera entrevista. Y lo hizo así, él mismo puntualizó, para
asegurarse de que yo persona con la que su familia compartía vínculos de
matrimonio con los Alcmeónidas, parientes de Alcibíades por parte de madre, y por
la devoción que yo mismo demostraba por Sócrates, cuya relación con Alcibíades
era bien conocida supiera lo peor de inmediato y tuviera la oportunidad de
apartarme del caso, si lo deseaba.
En los cargos contra aquel hombre no se hacía mención de Alcibíades.
Se acusó a Polémides de la muerte de un contramaestre de la flota denominado
Filemón, quien había sido asesinado unos años antes en una reyerta en un burdel de
Samos. Se presentó una segunda acusación contra él, la de traición. Evidentemente
fue este cargo el que llevó al jurado a decidir la consiguiente ejecución. Por aquella
época era corriente este tipo de actuación indirecta; sin embargo, el subterfugio
quedaba agravado por el código específico bajo el cual sus acusadores le habían
llevado a juicio.
Polémides no había comparecido ante la justicia ni bajo cargo de eisangelia, la
acusación habitual de traición, ni de dike phonou, la explícita de homicidio, pues
ambas le habrían permitido escoger el exilio voluntario y salvar la vida. Al
contrario, fue acusado (por un par de conocidos delincuentes, hermanos y
compinches de renombrados enemigos de la democracia) de endeixis kakourgias,
una tipificación de «fechoría» mucho más general. De entrada, llamaba la atención
por absurdo el hecho de que la acusación desconociera la ley. No obstante, una más
profunda reflexión sacaba a la luz su astucia. Bajo dicha tipificación, por un lado
podía encarcelarse al acusado antes del juicio y durante el transcurso de éste, sin
darle opción al exilio voluntario, y por otro, se le negaba también la fianza. Se
conseguiría la pena de muerte, y se celebraría el juicio, no ante el Areópago sino en
un tribunal del pueblo corriente, en el que se daba por supuesto que unos términos
como los de «traidor» y «amigo de Esparta» encenderían las iras del jurado. Estaba
claro que quienes acusaban a Polémides querían su muerte, por las buenas o las
malas. Era de prever que iban a salirse con la suya, pues pese a que muchos
odiaban a Alcibíades y le acusaban de la derrota de nuestra nación, otros tantos
seguían queriéndole. Estos no iban a mostrar su repulsa ante la ejecución del
hombre que había traicionado y asesinado a su paladín. A pesar de todo, observaba
Polémides, sus acusadores pertenecían, estaba convencido de ello, al bando
opuesto, al de quienes habían conspirado con los enemigos de su país, pretendiendo
comprar su propia seguridad al precio de la ruina de su nación.
En cuanto a su apariencia, Polémides era un hombre atractivo y singular, de
ojos oscuros, estatura ligeramente por debajo de la media, muy musculoso y, si bien
había cumplido hacía mucho los cuarenta, su cintura era estrecha como la de un
colegial. Tenía una barba del color del hierro y la piel, a pesar de la reclusión,
conservaba aquel oscuro cobrizo que suele verse en las personas que han pasado
gran parte de su vida en el roar. Se entrecruzaban en la piel de sus brazos, piernas y
espalda las cicatrices del fuego, la lanza y la espada. En la frente destacaba, aunque
decolorada
por la exposición a los elementos, la koppa, la marca de los esclavos de Siracusa,
recuerdo de la cautividad que sufrieron los supervivientes de las calamidades
sicilianas y símbolo del atroz sufrimiento.
¿Le detestaba yo? Estaba preparado para ello. Sin embargo, en el fondo, su
claridad de ideas y expresión, la franqueza y su absoluto deseo de auto-exculparse,
neutralizaban mis prejuicios. A pesar de sus delitos, se presentaba en mi
imaginación casi como lo hubiera hecho Odiseo, salido de los cantos de Homero.
Tampoco se comportaba de la forma brutal o insolente que caracteriza al soldado a
sueldo; al contrario, su conducta y porte eran los de un noble. Ofrecía en el acto el
vino que tenía a mano e insistía en ceder a la visita el único taburete que había, en
su celda, protegiéndolo para mi comodidad con el vellón que utilizaba para cubrir
el desnudo camastro de la estancia.
Durante aquella entrevista inicial, al tiempo que hablaba, llevaba a cabo una
serie de ejercicios gimnásticos pensados para mantenerse en forma a pesar de la
reclusión. Colocaba el talón contra la pared por encima de la cabeza y, apoyado en
la planta del otro pie, situaba tranquilamente la frente sobre la elevada espinilla. En
una ocasión en que le llevé unos huevos, agarró uno de ellos cerrando la mano y,
con el brazo extendido, me desafió a que le abriera los dedos o aplastara el huevo.
Lo intenté, aplicando todas mis fuerzas en el empeño, y fracasé, mientras él sonreía
maliciosamente.
Jamás tuve miedo con aquel hombre o de aquel hombre. En realidad, a medida
que fueron pasando los días, iba sintiendo una profunda simpatía por él, a pesar de
sus numerosos actos delictivos y de la falta de arrepentimiento que demostraba. El
nombre, Polémides, como bien sabes, significa «hijo de la guerra». No era, sin
embargo, hijo de una guerra cualquiera, antes bien de una guerra de escala y
duración sin precedentes, que se distinguió de todos los conflictos anteriores por su
desprecio del código del honor, de la justicia y de la contención voluntaria que
habían caracterizado los principios de las luchas anteriores entre los helenos. Fue
en realidad esta guerra, la primera guerra moderna, la que forjó el destino de
nuestro narrador y lo dirigió hacia su final. Empezó como soldado y acabó como
asesino.
¿Qué le diferenciaba de mí? ¿Quién negaría que yo o cualquier otro
no representáramos en la penumbra de nuestros corazones, por obra u
omisión, la misma oscura historia que interpretó a la luz del día nuestro
compatriota Polémides? Él fue, como yo mismo, un producto de nuestra época. De
la misma forma que para llegar al puerto, la carretera y la senda siguen distintos
trazados a lo largo de la costa, su camino corrió paralelo al mío y al de la
mayoría de nuestros
contemporáneos, aunque pasando por un país distinto.
III
EN LA CELDA DE POLÉMIDES
ORDALÍA Y PERPETRACIÓN
Cuando tenía diez años, mi padre me envió a Esparta para que se me educara allí.
No era nada insólito durante los años que precedieron la guerra, cuando los dos
grandes estados mantenían relaciones amistosas y con su alianza Grecia se había
salvado del yugo persa. Si bien se producían algunos choques y conflictos, la
disposición general hacia Esparta por parte de las capas dominantes atenienses
estaba marcada por el respeto. Un gran número de las familias más arraigadas, no
sólo de nuestra ciudad sino de Grecia entera, mantenía vínculos de amistad y
confianza con algunas familias de Esparta; todo este grupo de hacendados se
identificaba en general más con sus congéneres allende las fronteras que con sus
iguales en el propio estado, puesto que éstos, con su ostentación e insistencia en su
supremacía, además de minar la antigua cortesía, estaban adocenando y viciando a
las nuevas generaciones. ¿Qué mejor inoculación para aquellos retoños, razonaban
sus padres, que una temporada de formación en el agoge espartano, donde el
muchacho aprendería las antiguas virtudes del silencio, la continencia y la
obediencia?
Entre los antepasados de mi padre se contaban los héroes atenienses Milcíades y
Cimón, apreciado este último por los espartanos casi como un rey, afecto que Cimón
les devolvió con creces, dando a su primogénito el nombre de Lacedemonio, a quien
él mismo llevó a Esparta para que le educaran, aunque sólo hasta los dieciséis años.
Por medio de tales vínculos y con su propio esfuerzo, mi padre consiguió inscribir a
su heredero entre los contados forasteros a los que se permitía «permanecer, robar y
pasar hambre» junto a sus homólogos lacedemonios. Todos los años, entre veinte y
treinta anepsioi, «primos», partíamos a pie de toda Grecia y nos hacíamos un lugar
entre los setecientos autóctonos. El propio Alcibíades, si bien no se formó en
Lacedemonia, era xenos, compañero de hospedaje del caballero espartano Endio
(quien estuvo presente supervisando el asesinato de su amigo). El padre de Endio
también se llamaba Alcibíades, nombre lacedemonio que se iba alternando en ambas
familias. El de mi padre, Nicolaos, es laconio, como el mío de nacimiento,
Polémidas, aunque yo cambié su pronunciación y ortografía pasándola a ática a raíz
de mi alistamiento.
Tenía diecinueve años cuando empezó la guerra; en Esparta apenas me separaba
una estación de aquella ceremonia que se dio en llamar O y P, Ordalía y
Perpetración, un honor concedido a los no lacedemonios, que equivalía a su
iniciación como espartiatas, en el cuerpo de los Iguales, y a sus camaradas
«hermanastros», los
mothakes.
Pocos imaginaban que la guerra iba a durar más de una estación. Cierto es que
las tropas atenienses habían entrado en acción con el sitio de Potidea, aunque aquello
era exclusivamente un asunto interno entre Atenas y uno de sus estados tributarios, y
pese a que éste pudiera quejarse abiertamente, no se violaba la paz. No se trataba de
una cornada del toro de Esparta. El ejército espartano, azuzado por sus aliados, había
invadido el Atica como represalia, si bien se dio tan poca importancia a aquello que
yo participé sin demora en el alistamiento de dos divisiones de linea, a las que
reforzaron veinte mil soldados de infantería pesada pertenecientes a los aliados de
Esparta en el Peloponeso, que formaron las brigadas invasoras. Ayudaron también
todos los muchachos extranjeros. Nosotros no le dimos ninguna importancia. El
ejército iba a avanzar, a hacer estragos y a retirarse, a lo que seguiría algún tipo de
acuerdo negociado que llegaría en otoño o invierno. Ni siquiera se mencionó la idea
de que a nosotros, los aspirantes, fueran a mandarnos a casa.
En la víspera de la Gimnopedia, la festividad de los muchachos desnudos, me
enteré de que se había incendiado la propiedad de mi padre. Me habían escogido
como eirenos, capitán de juventudes, y aquella noche, por primera vez en mi vida,
me hice cargo de mi sección de muchachos. Estábamos en el coro, disponiéndonos a
iniciar la tarea, cuando uno de mis compañeros, un joven especialmente inteligente,
de nombre Filoteles, avanzó siguiendo la cuidadosa forma establecida por la ley —
vista baja, manos bajo la capa— y pidió permiso para dirigirse a mí. Su padre,
Cleandro, estaba con el ejército en el Atica y había enviado un mensaje a casa.
Conocía nuestra propiedad. Le habíamos acogido como huésped en más de una
ocasión.
«Permíteme expresar mi más sentido pesar a Polémidas —rezaba la carta,
empleando mi nombre laconio—. Me he servido de toda mi influencia para evitar
esta acción, pero Arquidamos eligió la región, aconsejado por los augurios. No podía
salvarse una hacienda cuando se prendía fuego a las demás».
Solicité de inmediato una entrevista con mi comandante, Fébidas, hermano de
Gilipo, cuyo mando en Sicilia y los centenares de muertos que provocó iban a tener
unos efectos calamitosos entre nuestras fuerzas. ¿Debía regresar o acabar mi periodo
de iniciación? Fébidas era un caballero, la encarnación de un pasado más noble. Tras
intensas deliberaciones, y considerando los augurios de Eo, se decidió que el deber
con los dioses del hogar y la patria se imponía a toda obligación contraria. Debía
volver a casa.
Me dirigí a pie a Acarnas, recorrí 320 estadios en cuatro días, sin ni siquiera un
perro que acompañara mis pasos, sin la menor conciencia del sinfín de aflicciones
que presagiaba aquel golpe. Me imaginaba que encontraría los viñedos y bosques
ennegrecidos por el fuego, muros derrumbados, terrenos de cultivo baldíos. Todo
esto, como muy bien sabes, Jasón, no puede considerarse una calamidad. La vid y los
olivos brotan de nuevo y nada puede matar la tierra.
Llegué a la hacienda de mi padre, el Recodo del Camino, en las horas de
penumbra. Todo tenía mal aspecto, aunque nada podía preparar mis ojos para la
devastación que presenciaron al alba. Los hombres de Arquidamos, además de haber
quemado los viñedos y olivos, habían cortado las plantas hasta la raíz. Habían
vertido cal en las agrietadas cepas y esparcido la mezcla por todo el terreno. La casa,
reducida a cenizas, así como sus anexos y establos. Habían sacrificado todo el
ganado. Incluso mataron a los gatos.
¿Qué tipo de guerra era aquélla? ¿Qué tipo de rey era Arquidamos para tolerar
tales estragos? Me enfurecí, y Demades, mi hermano menor, a quien llamábamos
León, se irritó aún más que yo cuando por fin logré localizarle en la ciudad.
Haciendo caso omiso de nuestro padre, que le había ordenado seguir con sus
estudios de música y matemáticas, Demades se había alistado en el regimiento de
Agis, fuera de nuestra tribu y con documentos falsos. Mis dos tíos más jóvenes y los
seis primos que teníamos se habían unido a sus compañías. Yo también me alisté.
La guerra había empezado. En la parte más septentrional, los potideanos,
embravecidos por la violencia de la incursión espartana en el Ática, habían extendido
la sublevación más allá de nuestro imperio. Les asediaban cien naves y nueve mil
quinientos soldados atenienses y macedonios. Alcibíades, el joven más insigne de
nuestra generación, también se había alistado. Como la impaciencia le impedía
esperar a cumplir los veinte años y pasar las pruebas de caballería, se embarcó como
infante en la Segunda Eurísaces, la compañía que su tutor, Pericles, había reclamado
como primer destino de mando. Cuando el tiempo y el fin de la estación de
navegación amenazaban con mantener varadas las últimas compañías acarnanias que
aún no habían zarpado, embarcamos en los pentecóntoros de dicha unidad. Levamos
anclas el octavo día de pianepsión, día de Teseo, bajo un huracanado viento del
norte. Entre los cientos de travesías que soporté durante las subsiguientes
estaciones, aquélla fue la peor. Ni siquiera se colocaron las plataformas de los
mástiles; las velas se usaron sólo como protección
contra los elementos, una protección lamentablemente
inadecuada contra aquel mar que retumbaba contra el armazón día y noche, sobre
las desnudas espaldas y hombros de los que hacíamos al tiempo las funciones de
remero y de infante, desprovistos de refugio en los navíos sin cubierta. Tardamos
dieciocho días en llegar a Torona, donde nuestras compañías acarnanias y las
escambónidas se habían reunido bajo el mando del general ateniense Paquete y,
reforzadas por dos escuadrones macedonios de caballería, habían sido enviadas de
regreso hacia nuestro punto de origen, por mar, con órdenes de capturar y ocupar las
fortalezas de Perrebia en Colidón y Madrete.
Aquellos lugares me resultaban desconocidos, al igual que toda la región; tenía la
misma sensación que el náufrago que se ve arrastrado hacia los confines de la tierra.
Evidentemente, aquel tiempo nos acompañaría tan sólo hasta las orillas del Tártaro.
Pusimos rumbo al sur, las veintidós embarcaciones —entre cuyas compañías se
encontraba entonces mi hermano, que había abandonado su regimiento primigenio—
atestadas de neófitos vomitando, muchachos aún más verdes que nosotros mismos,
mientras la caballería enemiga seguía el avance de la flotilla desde la costa,
impidiendo todo intento de desembarcar. Alcibíades se encontraba a bordo de nuestro
navío, el Higeia. Se había granjeado una pésima fama al haber asignado su turno en
los remos a su asistente (cuando ninguno menor de veinticinco años habría soñado
jamás en tal extravagancia) mientras él controlaba la travesía de la flota más como
un comandante que como un hoplita, como el resto. Llevaba sobre los hombros una
capa de lana negra en la que lucía un águila plateada, un trabajo de artesanía tan
espléndido que tenía que costar como mínimo la paga íntegra de un capitán de todo
un año. Todo en su equipo era de una calidad extraordinaria, y su aspecto… la
verdad es que tú lo conoces igual que yo. Ante él, uno se debatía entre la envidia,
pues todo el mundo estaba perfectamente al corriente de que nadaba en la
abundancia y le sobraban amantes, y un temor reverente al ver que el cielo había
dotado de tanta espectacularidad a un ser de carne y hueso. Durante tres días la
escuadra avanzó primero frente a la tormenta para meterse luego de lleno en ella; los
de la región la calificaban de «moderada», aunque para mí era más bien una infernal
embestida. Finalmente, a la tercera puesta de sol, se desencadenó una tempestad de
una furia asesina.
El buque insignia de Paquete hacía señas para que todas las embarcaciones
pusieran rumbo hacia la costa, a pesar de la presencia de la caballería enemiga.
¿Conoces, Jasón, el cabo denominado el Fuelle del Herrero? Quien ha oído
hablar de él jamás puede olvidarlo. Las embarcaciones más veloces arribaron a
sotavento; las naves pesadas, como la nuestra, fueron arrastradas mar adentro y
estuvieron a punto de hundirse. La tierra firme del cabo era como una lengua de
grava, cercada por los tres lados por unos acantilados de casi un estadio y protegida
en la parte del único canal de acceso por unos promontorios rocosos en los que
estallaban las blancas aguas, retumbando bajo el estruendo del potente oleaje. Tras
una titánica lucha, mantenida durante la terrorífica caída de la noche, nuestras
diezmadas fuerzas, diez embarcaciones, consiguieron embarrancar en el punto
denominado las Calderas, una playa tan estrecha que las proas de los navíos (ya que
empopar resultaba imposible en medio de tal tormenta) quedaban casi tocando los
peñascos. Olas más altas que un hombre iban rompiendo contra los palos de popa, en
un intento de engullirlos. Para colmo de hospitalidad, en aquel lugar, el enemigo se
había lanzado sobre nosotros, y desde lo alto de un precipicio tan empinado que
resultaba imposible escalarlo empezaba a arrojar piedras y a empujar rocas.
Alcanzaron a dos de los navíos en un abrir y cerrar de ojos; no hubo forma de que los
jóvenes de nuestras fuerzas respondieran a las órdenes de proteger las demás
embarcaciones; al contrario, se agazaparon en las grietas del pie del acantilado,
completamente empapados y muertos de terror.
Se había perdido el control. Paquete y los oficiales atenienses se habían visto
arrastrados más allá del cabo; tardamos una eternidad en establecer a quién
correspondía el mando de nuestro maltrecho grupo, que recayó en un capitán de
infantería macedonio, el cual, superado por aquella situación límite, se había
replegado al pie del acantilado y no había forma de hacerle salir del refugio.
Sobre la playa caían las piedras como si granizara. Con las embarcaciones llenas
de brechas, nuestra extinción estaba asegurada; el enemigo iba a limitarse a cerrar la
salida desde arriba y a mantenernos en el fondo a base de piedras y flechas. Junto al
Higeia, se había partido un barco que transportaba caballos. Muchos de ellos se
agitaban entre el oleaje, a punto de ahogarse; dos que habían alcanzado tierra firme
tenían el lomo partido por las piedras; sus relinchos perturbaban aún más a los
novatos. La propia nave cabeceaba entre los rompientes, amarrada tan sólo por sus
cabos de proa y popa, de cada de uno de los cuales se ocupaban los veinte
muchachos, presas del frenesí, hundidos hasta el pecho en la vorágine. Alcibíades y
su primo Euriptolemo se habían arrojado al rescate. Me encontré con mi hermano
León; los dos nos sumamos a la tarea. Tras un esfuerzo monumental, conseguimos
por fin llevar a la playa la nave de transporte. Sin necesidad de palabras, Alcibíades
se había convertido en nuestro comandante. Salió a grandes zancadas en busca de un
mando superior a quien informar, y nos ordenó que le siguiéramos en cuanto los
caballos estuvieran a salvo en tierra firme.
El vendaval seguía batiendo a cabeza de playa. No cesaba la lluvia de piedras; el
temporal no cejaba. Mi hermano y yo acabábamos de alcanzar el extremo de la playa
e íbamos en busca del puesto de mando; vimos a Alcibíades hablando con el capitán
macedonio. De repente, dicho oficial le asestó un golpe. Nos lanzamos hacia delante.
Aun en medio de la algarabía de la tempestad y las olas, la razón del enfrentamiento
estaba clara: Alcibíades exigía órdenes, el capitán se veía incapaz de
proporcionárselas. Éste se lanzó sobre el muchacho, veinte años más joven que él,
consciente, como todos nosotros, de su linaje y su reputación.
—Tu pariente Pericles no se encuentra aquí, jovencito, ¡no pretendas dar órdenes
en su nombre!
—Hablo por mí y en nombre de los que van a morir a causa de tu abandono —
replicó Alcibíades, abarcando con un ademán las embarcaciones, el vendaval y la
lluvia de pedruscos que seguía azotándonos—. ¡Toma una determinación o, por
Heracles, seré yo quien la tome!
Sólo quedaban intactas dos naves. Alcibíades se dirigió a ellas. El capitán le
hablaba a gritos, ordenándole que no se moviera, amenazándole con lo peor en caso
de desobediencia. El joven no respondió a sus desafíos y se limitó a seguir su
camino; nosotros, mi hermano y unos cuantos más, seguimos su marcha como
arrastrados por una cadena. Al llegar al escollo impartió órdenes. Nadie oyó una sola
palabra. Sin embargo, agarramos los remos y nos lanzamos contra el temporal, diez
en cada hilera sin ni siquiera fijar los canaletes, pues de nada iban a servir en aquel
mar. No sabría decir cómo salieron de allí las naves sin ni una sola pérdida humana.
Tal vez lo que salvó al grupo, aparte de la clemencia de los cielos, fueron los baos
de las naves y el
volumen de agua de mar que trasladaban como lastre adicional. De cada cuatro
golpes de remo, sólo uno surtía efecto. Cada cabezada impuesta por el vendaval
golpeaba el casco como una máquina de asedio, mientras que unas olas de doble
longitud que la de las naves las iban empujando como condenadas. Al caer en picado
hacia el seno, las proas hocicaban, lo que provocaba enormes cascadas de agua en las
sentinas; en el ascenso hacia la cresta, el viento batía la quilla al descubierto y
situaba los navíos en posición vertical, cual estacas de vid. En los remos, nos
encontrábamos prácticamente de pie en los puestos de nuestros compañeros de popa.
De una forma u otra, las dos embarcaciones consiguieron avanzar cuatro estadios
mar adentro. Los muchachos se comunicaban como los perros, por medio de unos
ladridos que el estruendo apagaba; no obstante, el objetivo estaba claro: llevar a cabo
el primer desembarco en la parte septentrional, trepar por la pared del acantilado y
situarse detrás del enemigo.
Alcibíades se puso a remar con tal vigor que movía a la emulación; en sus
órdenes, que iban pasando a gritos los hombres en los bancos, precisaba que había
que correr hacia la orilla del modo que fuera, prescindiendo de las embarcaciones y
pensando sólo en llegar por nuestro propio pie. La cresta que nos conducía se
deshizo a tal velocidad que prácticamente nos arrancó de los bancos. Nos lanzó por
la borda. Yo perdí el sentido con la caída y recuperé la conciencia entre las olas,
lastrado por el escudo, que me empujaba hacia el fondo con una violencia
inimaginable. Llevaba el antebrazo trabado por la abrazadera hasta el codo y
quedaba fijado como si llevara una manilla; gracias a la rotura de los remaches,
desencajados por la presión del choque, conseguí bracear hasta la superficie. Ante
mis ojos se ahogó uno de los muchachos, arrastrado hacia el fondo de la misma
forma. Los restantes se juntaron en la playa, exhaustos, sin armas ni protección. Las
dos embarcaciones estaban hechas añicos. Los muchachos temblaban como
azogados, completamente cárdenos.
Uno de ellos se volvió hacia Alcibíades, que estaba calado hasta los huesos y
desarmado, temblando convulsivamente como los demás, aunque regocijándose por
ello. No existe otra forma de describirlo. Respondió a los muchachos, agitados por
las pérdidas de los buques, que en caso de no haberse hundido, habría dado órdenes
para que se abrieran brechas en ellos y se afondaran.
—Debéis quitaros de la cabeza toda idea de retirada, hermanos. No nos queda
más vía que la de avanzar, más alternativa que la victoria o la muerte. —Ordenó que
se hiciera el recuento y, una vez que se hubo descubierto que faltaban tres, los que se
habían ahogado, señaló el sentido de su sacrificio. Lo que habíamos perdido carecía
de importancia al lado de la audacia del ataque—. La falta de armas no es un
obstáculo grave en esta oscuridad. Bastará aparecer de improviso a la espalda del
enemigo. Tal será su sorpresa que huirá despavorido.
Alcibíades nos dirigió en el ascenso. Era un caballero y sabía que, con un tiempo
como aquél, el enemigo lo primero que buscaría sería cobijo para sus monturas. No
estábamos perdidos, repitió, por más negra que fuera la tempestad, lo que teníamos
que hacer era seguir el borde, utilizando los relámpagos como faros, hasta descubrir
el lugar. Por supuesto, estaba en lo cierto. Apareció un peñasco. Ahí estaban ellos.
Nos precipitamos encima de los que cuidaban los caballos con piedras, palos y trozos
de remo. En un abrir y cerrar de ojos, nuestro comandante había conseguido que
ascendiéramos y empezáramos a atacar a lo largo del precipicio en una oscuridad tan
absoluta como la de una tumba. En la cima, el grueso de la fuerza enemiga se dio a la
fuga, tal como había pronosticado Alcibíades. Perseguimos a unos cuantos, yo
ansioso por arrebatar el escudo a alguno de ellos. Los que habían recibido una
formación espartana preferían la muerte al regreso del campo de batalla, incluso
victoriosos, con las manos vacías.
Cayó el primer hombre bajo mi golpe. Se hundió entre las rocas; oí cómo se le
partía el cráneo en la oscuridad. Mi hermano me apartó de él con la intención de
arrancarle el peto y el escudo. Estaba loco de alegría por haber sobrevivido, me
sentía invencible, como les ocurre a tantos jóvenes soldados al cometer actos de
barbarie en estados semejantes. León me arrastró de nuevo hacia el precipicio.
Nuestro grupo se había reunido, dominaba el terreno. ¡Habíamos vencido! Abajo,
nuestras tropas aclamaban su liberación. Me di cuenta de que habían formado una
cordada en la pared del acantilado; algunos habían subido desde la playa y se
encontraban ante nosotros. Vi allí al capitán macedonio. Estaba reprendiendo a
Alcibíades con vehemencia y rencor.
Acusó al joven de imprudencia e insubordinación, de vergüenza para su país y la
buena marcha de la alianza. ¡Tres muertos a causa de su acto de rebeldía, dos
embarcaciones perdidas por su usurpación de mando! ¿Dónde están nuestros escudos
y armas? ¿Conoces el castigo por tales pérdidas? Los ojos del capitán echaban
chispas. Alcibíades tendría que presentarse ante un tribunal, acusado de
amotinamiento, por no decir de traición, ¡y por Zeus que él bailaría sobre su tumba!
Tres suboficiales macedonios, compatriotas del capitán, le respaldaban con las
armas. Alcibíades no mudó su expresión, se limitó a esperar a que acabara la
diatriba.
—Una persona no debe hablar así —precisó— de espaldas a un precipicio.
Reprimiré mis deseos de exagerar el momento; antes bien citaré sólo que tres de
sus secuaces, al considerar su situación, agarraron al comandante y lo despeñaron.
El resto, los que acabábamos de experimentar por primera vez en nuestras
jóvenes vidas un bautismo de terror de aquellas dimensiones —y durante un período
de tiempo más prolongado de lo que jamás hubiéramos imaginado—, nos vimos
enfrentados a un desafío aún más desmesurado. ¿Qué sería de nosotros? Sin duda,
los de abajo informarían sobre el comportamiento de Alcibíades. Nosotros éramos
sus cómplices. ¿Acaso no nos juzgarían como asesinos? ¿No se mancillarían
nuestros nombres, no caerían la vergüenza y la deshonra sobre nuestras familias?
¿Nos mandarían a Atenas encadenados a la espera de la ejecución?
De repente, Alcibíades se acercó a los tres macedonios y, poniéndoles la mano
sobre el hombro, les aseguró que no albergaba ningún propósito siniestro. ¿Podían
informarle —preguntó— del nombre y la familia del que había sido lanzado al
abismo?
—Vais a redactar el siguiente parte —ordenó Alcibíades. Se dispuso a dictar el
texto de un elogio al valor. Cada uno de los actos de heroísmo que había llevado a
cabo él recaían en el capitán. Habló del valor del oficial ante el abrumador peligro;
de cómo el hombre, sin tener en cuenta su propia seguridad, se hizo a la mar en plena
tempestad, escaló la escarpada pared de roca para rodear y aplastar al enemigo,
salvaguardando con su actuación las embarcaciones y hombres de la compañía que
tenía abajo. En la cima del triunfo, cuando dio muerte con su espada al comandante
enemigo, la cruel fortuna se cernió sobre él. Cayó por el precipicio—. La gloria de
esta hazaña —concluyó Alcibíades— ha de perdurar, imperecedera.
Había que mandar el parte, añadió Alcibíades, al padre del capitán. Además, él
mismo informaría a Paquete y a los generales de Macedonia al regreso de nuestro
escuadrón. Se volvió entonces a nosotros, los jóvenes, y nos miró con detenimiento.
—¿Cuál de vosotros, hermanos, va a colocar su mano bajo la mía en este
documento?
Ni que decir tiene que ninguno de nosotros se negó a ello.
Nuestra informal compañía de infantería, reunida con la brigada bajo las órdenes
de Paquete, triunfó en su misión durante más de un mes de lucha, en el curso de la
cual, Alcibíades, a los diecinueve años, si bien no desempeñaba oficialmente el
mando, éste le fue otorgado por sus superiores con prontitud y espontaneidad, y se
convirtió en nuestro capitán efectivo. Cuando la unidad llegó por fin a Potidea,
nuestro destino, y se unió a las tropas que se ocupaban del asedio, fue disuelta con la
misma rapidez con que se había formado, y Alcibíades, sin ninguna condecoración
aunque también sin acusación ninguna, fue trasladado a su regimiento.
En cuanto al incidente, mi hermano observó más adelante que, si bien él, al igual
que yo, sirvió en las siguientes campañas junto a una serie de jóvenes que se
encontraban presentes ante el precipicio en aquella ocasión, jamás ninguno hizo
alusión a aquel acontecimiento.
V
EL HOMBRE INDISPENSABLE
preeminente en heroico
fuego, sin rival entre las
huestes.
LA MURALLA
LARGA
VI
Después de lo de Potidea estuve dos años y medio sin volver a Atenas, luchando
en una campaña tras otra. Ya sabes cómo era aquello. La herida que me llevó a casa
ni siquiera se produjo en el combate; salté de un andamio y me rompí el cráneo. Me
quedé una temporada ciego. Mis amados compañeros del hospital me desvalijaron
hasta la última pieza de mi equipo, salvo tres tetradracmas de plata que guardaba en
las nalgas; se habrían llevado el escudo y el peto también de no haber recostado la
cabeza contra el primero y doblado el brazo alrededor del segundo. Las cartas que
me escribió un compinche para mi hermana Meri jamás llegaron a Atenas, de forma
que, cuando descendí por la pasarela en Muniquia, nadie me esperaba allí y ni
siquiera conseguí sacar una moneda para poder llegar a la ciudad. Caminé solo,
cargando con las armas y la armadura, mientras el candente atizador que notaba en el
interior del cráneo me amenazaba con hacerme perder el conocimiento a cada paso.
Se había desencadenado la peste. Me costaba creer que pudiera provocar tantos
cambios. El camino de ronda, que se había ensanchado tanto en la época de mi
partida, veintiséis meses antes, hasta el punto de que los jóvenes lo utilizaban para
organizar carreras de caballos a medianoche, entonces tenía poco más o menos la
anchura de un carro, con sus lados atestados de casetas y barracones que se
extendían hasta la Muralla Larga, tugurios de los refugiados que habían tenido que
huir del campo. En la ciudad veías los callejones repletos de desposeídos. Había
desaparecido la cortesía. Ni el simple hecho de ver a alguien como yo, un joven
soldado herido, suscitaba una palabra amable ni el ofrecimiento de una mano para
subir una acera. En las avenidas que me resultaban familiares no veía más que
desconocidos que
manoseaban como campesinos los escasos óbolos mojados que no llevaban en
monederos.
De nuevo en la ciudad, pude descansar, mimado por mi dulce hermana. Meri
había guardado para mí unas cerezas, las últimas del año, pese al temor de no verme
nunca más. Su afecto era para mí un rayo de sol; quería disfrutarlo a todas horas. A
ella no le bastaba ver a su hermano. Tenía que tocarme el rostro y el pelo,
permanecer sentada horas y horas junto a mí.
—Tengo que estar segura de que realmente eres tú.
Ella y nuestro padre insistieron en que, en cuanto las fuerzas me lo permitieran,
acudiera a visitar a nuestra tía Dafne, quien había cuidado de mí de pequeño y
actualmente se consumía poco a poco sola y angustiada en su sexagésimo segundo
invierno. Meri mandó a un muchacho que se me anticipara y en la tercera hora me
dirigí hacia su casa.
Dafne era en realidad mi tía abuela. En su juventud había destacado por su
belleza. De soltera dirigió el grupo femenino de las Panateneas mayores y ofreció la
sagrada copa de leche a la Serpien te de la Acrópolis. Por aquel entonces, cinco
décadas más tarde, seguía ofreciendo sus posesiones a la ciudad. Sin que nadie la
hubiera coaccionado, cedió las plantas inferiores de su casa a una familia del campo.
Ésta, por su parte, había abierto sus puertas a otros que se encontraban en situación
desesperada, quienes hicieron lo mismo con otros hasta el punto de que al llegar al
patio quedé impresionado por la multitud congregada y el estado de deterioro y
pobreza que presentaba todo aquello. Arriba, no obstante, la atmósfera en la que
vivía mi tía no había cambiado; comprobé que seguía intacta incluso la habitación en
la que había vivido yo de niño. La anciana conservaba también sus encantos y, al
ofrecerme asiento en la estancia que en otra época había sido el salón de su cuarto
marido, convertida ahora en cocina y despensa, constaté que seguía irradiando la
seguridad de la persona que ha disfrutado de las atenciones de los demás y que sigue
poseyendo dotes de mando.
¿Había visto yo los tugurios de las calles?
—¡Por todos los dioses, si yo fuera hombre, Polémides, los lacedemonios iban a
lamentar su insolencia!
Mi tía se dirigía siempre a mí llamándome por mi nombre completo e
indefectiblemente con el mismo tono de reprobación.
—¿Cómo puede ponerse un nombre así? ¡«Hijo de la guerra», hay que ver! ¿En
qué estaría pensando tu padre, y su esposa, para acceder a tal capricho?
Se quejó, como siempre, de la prematura muerte de mi madre.
—Tu padre no quiso volver a casarse, aunque estaba abrumado por los tres
pequeños y las tareas agrícolas. Por ello te envió a estudiar fuera. Por eso y por el
miedo a que yo te tratara con excesivas contemplaciones.
Tomó mis encallecidas manos entre las suyas.
—De niño tenías las manos regordetas como la pechuga de un ganso y unos
suaves rizos que recordaban a Ganimedes. ¡Y vaya aspecto que tienes ahora!
Insistió en prepararme la comida. Cogí unos cuencos de los estantes más altos y
carbón de una canasta. Notaba sus ojos sobre mí, que no perdían detalle.
—Tienes el cráneo fracturado.
—No es nada.
—¡Por los dioses! ¿Crees que no he aprendido nada durante todos estos años?
Estaba al corriente de todas las campañas en las que había servido y me reprendía
por haberme ofrecido voluntario cuando había podido tomar un barco a casa hacía un
año y dieciocho meses. Conocía los nombres de cada uno de mis jefes y los había
interrogado a todos, si no en persona, a sus ayudantes, y de haberle fallado éstos, a
sus madres y hermanas.
—¿Qué locura se ha apoderado de ti, Polémides, para situarte en primera línea
sin preparación alguna? ¿No te habrán apedreado? —Se refería a la llamada de
reclutamiento de los katalogos para la ceremonia de iniciación de la piedra tribal—.
¿Te presentaste tan sólo para romper el corazón de tu hermana y el mío?
Me habló de Meri, cuyo prometido, un oficial de la infantería de marina, había
perdido la vida en Metimna. Mi hermana permaneció virgen, contaba entonces
diecisiete años, y disponía de una escasísima dote a causa de las estrecheces del
momento. ¡La cantidad de doncellas que iban consumiéndose como ella al haber sido
llamados todos los jóvenes a la guerra!
Mi tía insistió en que no pretendía que rehuyera el peligro, antes bien que llevara
a cabo el servicio con prudencia.
—Te educaron en Esparta para inculcarte la virtud y el autodominio, no para
prepararte como guerrero. ¡Eres un caballero! ¡Por todos los dioses! ¿Acaso no
sientes la llamada de la tierra?
Me sentí avergonzado.
—Tu hermano ha demostrado aún menos consideración que tú. En cuanto a tus
primos, tan sólo se interesan por los actores, los caballos y por su propio aspecto.
¿Quién va a protegernos, Polémides? ¿Quién conservará las tierras?
—Todo es discutible, ¿verdad, tía? Sobre todo con las compañías espartanas que
andan asando la carne con las astillas de nuestras camas y bancos.
—No me vengas ahora con estas impertinencias, muchacho. ¡Aún soy capaz de
colocarte sobre mis rodillas y pegarte unos azotes!
Inició una plegaria y colocó el cazo sobre las brasas.
Tenía yo dos primos, nietos de Dafne, Simón y Aristeo, que se habían criado
cabalgando; habían destacado en la caballería y conseguido, como me informó mi
tía, cierta fama dudosa. ¿Estaba yo al corriente de que por aquel tiempo se dedicaban
a montar jolgorio por la ciudad con aquel atajo de disolutos y pisaverdes que trataban
de ganarse el favor del barbilindo de Alcibíades?
—Lo he visto con mis propios ojos —precisó mi tía—. Tus primos cenan con
dramaturgos y prostitutas.
—Con los mejores dramaturgos, imagino.
—Sí. Y con consumadas prostitutas.
Ella misma había observado a aquella patulea un día de madrugada cuando se
encontraba frente al Paladio desfilando por la ciudad dionisíaca esperando el toque
de la trompeta.
—Allí apareció la pandilla, con coronas, retozando como sátiros, ebrios después
de toda una noche de orgía. ¡Allí estaban Simón y Aristeo! ¿Sabes dónde está la
tahona de la esquina del Banco del General? Cuando los postulantes salieron de allí
con las sagradas ofrendas, los beodos entraron en tromba a buscar comida. En efecto,
y además nos siguieron en la procesión cantando. Todos ellos, incluyendo a tus
primos, burlándose con procacidad de los cielos.
Mi tía se quejaba del libertinaje de aquel grupo de desalmados, pero sobre todo
de su cabecilla, de Alcibíades. Según me explicó ella, se había traído del norte a los
bastardos que tuvo con aquella mujerzuela extranjera, con Cleonice, dos muchachos,
y los instaló a todos en distintos aposentos en su mismo barrio, una avenida por
debajo de donde tienen que pasar todos los días sus hijas legítimas e Hiparete, su
esposa.
—¿Qué van a decir las muchachas cuando tengan uso de razón? ¿Ésos son los
vástagos fornecinos de nuestro padre? ¡Qué atractivos son!
Hice algún comentario para quitar importancia al asunto.
—¿No sois capaces tú y tu generación de encontrar algo de lo que
burlaros? Mi tía me miró, resignada y compungida.
—Tal vez tu padre te puso un nombre más adecuado de lo que yo creí. A decir
verdad, disfrutas con la guerra. Te sientes a gusto con todo lo que conlleva, con el
hedor del fuego en el que se prepara la comida, con el paso de tus compañeros junto
a ti. Tu abuelo era así. Es algo que admiro en ti; es varonil. Pero es el solaz del joven.
Y nadie, ni siquiera tú, puede mantener esta situación para siempre.
Hizo la ofrenda y me sirvió la comida.
—Tenemos que encontrarte esposa.
Me eché a reír.
—Esas prostitutas van a pegarte algo.
Por fin aquel agradable rostro se iluminó con una sonrisa. Estreché a aquella
noble dama que había sido siempre mi benefactora, una persona a quien admiraba.
Cuando me aparté de ella, ya no observé en su rostro la expresión de regocijo sino
más bien la de dolor.
—¿Qué será de nosotros, Pommo?
Le salió el grito desgarrado, acongojado, que incluía, sin haberlo pretendido ella,
mi nombre coloquial.
—¿En qué se ha convertido nuestra familia? ¿Qué será de ti? Se deshizo en
lágrimas.
—Esta guerra pondrá fin a todo lo que era justo y cortés.
Luego, volviéndose como movida por un impulso celestial, me cogió las dos
manos y las estrechó con un extraordinario vigor que contrastaba con su gran
delicadeza.
—Tienes que resistir, hijo. Prométemelo por Deméter y Core. ¡Qué alguien entre
nosotros consiga aguantar!
Se oyó en la calle el rudo grito de algún rufián, aunque ya no se trataba del típico
arriero o portador de otros tiempos sino de alguien que vivía ahí, abajo, y había
hecho suya la antes noble avenida.
—Júramelo, hijo. ¡Dame tu palabra!
Se la di, de la forma en que uno hace con una anciana excéntrica, sin recordar
nunca más aquella promesa.
VII
UN SILENCIO SIGNIFICATIVO
Fue la citada dama, [reanudó así la narración mi abuelo] quien dispuso la boda de
su sobrino nieto Polémides con la doncella Febe.
Tal vez te parecerá curioso, nieto mío, el hecho de que nuestro cliente, a lo largo
del repaso de todos los acontecimientos de su vida, no hiciera una sola mención de
su esposa citándola por su nombre. En realidad, dejando aparte una única
confesión hacia el fin de la historia, mencionó su existencia tan sólo tres veces, y
deforma indirecta. ¿Indicaba quizás esto una falta de afecto? Lejos de ello,
considero tal omisión como algo terriblemente significativo, indicio de exactamente
todo lo contrario. Permíteme que me explique.
Por aquella época, aún más que hoy en día, el hombre en muy raras ocasiones
hacía mención de su esposa. Las mayores virtudes de la mujer eran la modestia y la
discreción; cuanto menos se decía de ella, para bien o para mal, mejor. El lugar de
la esposa estaba en el interior de las estancias, su papel consistía en educar a los
hijos y llevar la casa.
Al muchacho que se criaba en aquel periodo, en especial a un muchacho como
Polémides, educado bajo los duros auspicios de los lacedemonios, se le enseñaba
básicamente a resistir, Sus virtudes eran las del hombre; la belleza, la belleza del
hombre; tengamos en cuenta la escultura de aquella época. Hasta hace muy poco la
forma femenina —y aún sólo la de las diosas— no se ha podido comparar a la
masculina en bronce y piedra. Se preparaba al joven de aquella época para que
idealizara la forma de otros hombres, aunque no con lascivia y libídine, sino como
modelo que emular. La contemplación en mármol del incomparable físico de
Aquiles y Leónidas, el hecho de admirar la perfección en los propios compañeros o
mayores, alentaba a la juventud a forjar sus propias carnes siguiendo la imagen de
dicho ideal, a encarnar internamente las virtudes que conllevaba tal perfección
exterior.
La fascinación que ejercía Alcibíades sobre sus coetáneos provenía en buena
parte, en mi opinión, del citado ímpetu. Quienes poseían una mente noble veían su
belleza como indicio de una más elevada perfección en su interior. ¿Por qué, si no,
los dioses le habrían dotado de tal aspecto? Entre los discípulos de nuestro maestro
se encontraba el poeta Aristocles, llamado Platón. Su teoría sobre las formas nace
de esta misma interpretación. De la misma forma que la manifestación material de
un caballo concreto encarna lo particular y lo transitorio, proponía Platón, debe
existir dentro de un terreno más elevado la forma ideal del Caballo, universal e
inmutable,
la cual «comparten» o de la cual «participan» todos los caballos corpóreos. Ante
este planteamiento, un hombre de la espectacular belleza de Alcibíades no podía
sufrir parquedad de lo divino, pues su perfección en la carne se acercaba a este
ideal que existe tan sólo en los planos superiores. Creo que por eso le seguían los
hombres y encontraban en él un reflejo.
Así, para Polémides y los de nuestra generación, la suya y la mía, la mera forma
masculina encarnaba la areté, la excelencia, y la andreia, la virtud. ¿Cómo pudo
responder nuestro hombre, al informarle su padre de la identidad de su futura
esposa? Si tenía algún parecido conmigo, tengo mis dudas de que en su vida
hubiera considerado la forma femenina como de especial belleza. En el sentido
carnal, sí, pero nunca idealizada como la masculina. ¿Hasta qué punto pudo
parecerle poco atractiva la doncella vecina de su casa, a quien sin duda conocía
desde que era una mocosilla?
No obstante, existe una alusión elocuente en la historia de Polémides. En una
ocasión afirmó que su esposa, Febe, cuando tenía diecisiete años y se había
convertido ya en madre de su hijo, solicitó iniciarse en los misterios de Eleusis. En
otro punto de la narración, Polémides expresó su aversión por el tema, el cual
consideraba poco más que superstición, y encima, superstición afeminada. Pues
bien, no sólo concedió dicho favor a su esposa sino que la acompañó en su
ejercicio: llevó a cabo la peregrinación por mar y realizó él mismo la iniciación.
¿Por qué haría todo esto Polémides? ¿Qué le movería a ello aparte de honrar a
su esposa y establecer con ella una más profunda unión? Llegados a este punto,
tendrá que permitírsenos especular con la imaginación. Vamos a imaginarnos a
Polémides a los veintidós o veintitrés años, ya veterano tras doce años de disciplina
espartana y dos y medio de guerra. Vuelve a casa herido; se recupera lo suficiente
para que su familia y su tía abuela le proporcionen una esposa. Puede que sus
pensamientos se ocuparan de la mortalidad; tal vez deseaba tener hijos, aunque
sólo fuera para alegrar a su padre, de edad avanzada. Se ha desencadenado la
peste. Mueren sus compatriotas por causas desconocidas; no se vislumbra un alivio
en el horizonte. No tiene a sus compañeros a mano; todos han ido a la guerra. Se
encuentra encerrado en la ciudad, en las estancias que comparte con su padre, con
su hermana, quizás con primos, tías y tíos.
Nuestro joven soldado acepta a la novia. Pertenece a una buena familia, es
amiga de su hermana Mérope; sin duda la muchacha posee inteligencia, habilidad
para la música y las artes domésticas. Se comporta con la modestia que caracteriza
a todas las jóvenes de alta cuna; deberíamos suponer que no le falta encanto físico.
Impedido como se encuentra, el joven marido descubre que debe confiar en su
esposa para la compañía y la conversación, incluso para ciertas necesidades, como
que le sirvan la comida, le lean o le ayuden a subir la escalera.
Descubre que su esposa es amable y paciente, que tiene talento a la hora de
administrar sus exiguos recursos. Es más joven, su corazón es alegre. Le hace reír.
Tengamos en cuenta que estamos hablando de un hombre curtido en la adversidad y
la abnegación, que tiene como suprema virtud el sacrificio de su vida en la guerra.
Reflexiona, sorprendido por la constatación de que dispone de otro remero en el
barco. Ya no está solo. Puede que por primera vez se ablande su corazón. La herida
le produce mareo; alarmado, busca a tientas el equilibrio; descubre, perplejo, a su
esposa junto a él, quien le sujeta con mano cariñosa. ¿No podemos imaginárnosla
sirviéndole junto a la cabecera de su cama el plato que más le gusta, colocando
unas flores en la ventana, cantando a su lado durante aquellas veladas?
Descubre el afecto de ella por su padre, y el amor por el hombre es
correspondido. Oye las risitas de la muchacha con su cuñada en la cocina. ¿Le hará
sonreír aquello? A pesar del horror que se vive fuera, la familia organiza alegres
veladas en casa.
En cuanto a los apetitos de la carne, el joven Polémides hasta entonces los había
saciado con las viejas brujas del campamento de las prostitutas o en relaciones
ilícitas con las mujeres de la calle. Entonces se encuentra en la cama conyugal, al
lado de su esposa. Ella tiene que ser inocente. Su tierna edad no le inspira la
escabrosa ansia del soldado, antes bien la dulce pasión del marido. ¿Cómo
descubren ellos su deseo? Puede que con titubeos. Sin podía negociarse ni pensar
en el soborno con oro. No daba cuartel; ningún indicio de sumisión iba a inducirle a
la retirada. Avanzaba en la oscuridad y en la luz del día, sin alerta de centinela que
pudiera disuadirle. Los muros de piedra no le detenían. No respondía a dios alguno
ni prestaba atención a ofrenda de ningún tipo. No se tomaba un día libre, ni permiso
alguno. No dormía ni establecía tregua. Nada conseguía saciar su apetito.
La peste no tenía favoritos. Su silenciosa guadaña abatía al insigne y al
desconocido, tanto al justo como al malvado. Día a día íbamos percibiendo sus
arrolladores efectos. En el cubículo del compañero en el gimnasio, dentro del que
ya no había una mano que sujetara la ropa. El puesto cerrado del vendedor, el
asiento vacante del mecenas en el teatro. Durante el día, aspirábamos el hedor del
crematorio; por la noche, los carros de los muertos retumbaban ante nuestras
puertas. Durmiendo oíamos el crujido de sus pasos; el terror invadía incluso
nuestros sueños. Atenas se agitaba en su autodecretado enclaustramiento bajo el
azote, silencioso e invisible, ante cuyos estragos nadie era invulnerable.
VIII
DIAGNÓSTICO: LA MUERTE
Por aquella época, como bien sabrás, Jasón [prosiguió Polémides], existían pocos
programas de estudios de medicina; una persona podía denominarse médico y
ofrecer sus servicios a cambio de unos honorarios. Aunque más a menudo se
designaba a un particular para socorrer a la población. Éste fue el caso de mi padre.
Tenía don para ello. Los amigos que se veían afectados recurrían a él. Mi padre les
aliviaba.
A partir de los años que pasó en el campo, mi padre adquirió conocimientos
sobre plantas y kataplasmata, emplastos y purgas, entablillados, fijaciones e incluso
cirugía: la práctica veterinaria popular que el agricultor aprende luchando por
mantener su ganado sano y próspero. Más positivo era aún su sistema de brindar
consuelo. En su presencia, las personas se sentían mejor. Mi padre veneraba a los
dioses de la manera sencilla y franca en que se hacía en su época. Era creyente; sus
amigos creían en él; funcionaba. Pronto acudieron a él. Así, Nicolaos de Acarnas,
privado de los ingresos de su propiedad, se vio capacitado para mantener su nuevo
hogar en la ciudad. Colgó el calzado de agricultor y empezó a ejercer como médico.
Conforme se iba extendiendo la epidemia se requerían cada vez más los servicios
de mi padre. Meri, mi hermana, asumió el papel de ayudante y le acompañaba en sus
visitas. Por aquella época yo también estaba en la ciudad. Me había casado y tenía un
hijo. A menudo igualmente me desplazaba con mi padre y mi, hermana, más para
proporcionarles seguridad con las armas en los barrios alejados donde se les
reclamaba que para asistirles en sus prácticas médicas.
No soportaba a los enfermos. Me daban miedo. No podía quitarme de la cabeza
que lo que había atraído su desgracia eran sus propios actos delictivos, mantenidos
ocultos ante los mortales pero conocidos por los dioses. También me horrorizaba el
contagio. Observaba la intrepidez de mi padre y mi hermana con temor reverente,
admiraba la valentía que tenían para penetrar en los habitáculos de los malditos.
Recuerdo en especial una noche en la que fuimos reclamados a un barrio de
chabolas, una especie de colmena hecha de tela y mimbre, sin ventilación de ningún
tipo, donde el vaho de los moribundos se elevaba perniciosamente hacia los cielos.
Por aquel tiempo estaba en su apogeo la locura de la religión de Teseo. Todo el
callejón estaba abarrotado de astas de toro escarlatas. En todas las paredes se leía:
Proseisin, «Están al llegar». La propia vecindad estaba atestada de inmigrantes,
ancianos y niños, los forasteros que se habían apiñado en la ciudad en sus décadas de
abundancia y se veían entonces aislados en su aflicción, muriendo como moscas.
Ni todo el oro de
Persia podía haberme seducido para entrar en aquel horrible lugar. Sin embargo, por
allí desfilaban ellos, mi padre y mi hermana, armados tan sólo con su hatillo de
plantas y un puñado de instrumentos médicos de poca utilidad: la varita para
explorar, la lanceta y el espéculo.
Permíteme que te muestre algo, Jasón. Es el registro de prescripciones de mi
padre; lo he guardado todos estos años.
Al margen, mi padre anotaba sus honorarios. Los que llevan un círculo eran los
pagados. Uno puede revisar entre veinte y treinta casos sin encontrar marca alguna.
Pero vayamos más abajo. Fueron pasando los meses. La economía rige las entradas.
Muerte.
Entonces vi a mi primo.
—¡Sal de aquí, Pommo! —me ordenó, saliendo de la cadena que formaban los
bailarines.
—No me iré sin ti —respondí.
—¡Eres un cerdo, Pommo!
Lo dijo Alcibíades, descendiendo de la tarima y apoyando el brazo, con gesto
alegre, en mi hombro.
—En una ocasión, hallándonos en un asedio, amigo mío, hiciste de aguafiestas y
yo te respeté. Pero se han vuelto las tornas. Ahora quien está asediado y enclaustrado
es nuestro país.
Empujó a la prostituta que tenía yo delante para que se pusiera de pie.
—¿Qué te parece esto? —dijo, rasgándole la vestimenta hasta la cintura—. ¿No
te impresiona? ¿Y esto? —La desnudó por completo. La muchacha no hizo ningún
esfuerzo para cubrir su cuerpo; al contrario, me miró fijamente, orgullosa de su
belleza.
—Déjale tranquilo, Alcibíades —intervino mi
primo. Vi que Euriptolemo se acercaba para
intervenir.
—¿No serás afeminado, verdad? —dijo Alcibíades teatralmente—. ¡Podemos
solucionar también estas necesidades! —Hizo un gesto hacia la penumbra para
llamar a los muchachos.
—¿Qué ha sido de tu célebre mithos, Alcibíades? ¿Qué va a pensar Atenas de
este comportamiento?
—¿Y quién va a informarla, Pommo? Tú no, por supuesto. Y éstos tampoco,
pues si Euforión está en lo cierto:
Mi padre murió aquella noche. Me habían arrebatado a todos mis seres queridos,
salvó mi tía, la esposa de mi hermanó, y los pequeños que habían mandado al norte
para que no les ocurriera nada y el propio León. Éste se había ido con la flota; yo me
ocupé de las exequias, atendiendo a los hermanos de mi padre y a las damas de la
familia. Las incursiones del enemigo nos habían cortado todo acceso al campo, a la
tumba familiar. Teníamos que inhumar los restos de mi padre y de Meri juntó a los de
mi esposa e hijo, bajo las losas de nuestra casa de la ciudad. Al articular la última
invocación,
animaba mi alma un único objetivo: ver los despojos de quienes había amado
bajó la tierra que les pertenecía, dónde podían hallar la paz. Aquello significaba
volver a la guerra, expulsar al enemigo. Encontraría un navío o una compañía de
infantes dónde embarcarme.
Unos días más tarde, tras despertarme solo, decidí vaciar la casa y, antes del alba,
inicié la tarea de colocar todas nuestras pertenencias en la acera. No había
amontonado aún tres objetos cuando una multitud se congregó frente a mí. Me puse
a reír.
—Dejadme tan sólo la armadura y algo para preparar la comida.
Todo aquello desapareció en un instante. Me creas o no, el populacho respetó mis
deseos. Ahí estaban intactos las vasijas de mi esposa y mi equipo militar. También
me dejaron la ropa de cama.
Al día siguiente, o tal vez durante la misma mañana, acudió a mí un caballero de
nuestra región, amigo de mi padre. Tenía muy mal aspecto. Me habló de épocas
mejores, de los juegos que organizábamos en el campo con sus hijos e hijas.
¿Accedería yo, en recuerdo de los antiguos vínculos, a realizar un servicio para él?
—Se trata de mi esposa —dijo, sin más.
Tardé un rato en comprender lo que me estaba pidiendo. Consternado, me
deshice de él.
Dos noches después volvió aquel hombre.
—Mi esposa te trajo al mundo, Pommo. Te pido por los dioses que ahora seas tú
quien la saques de él.
A veces uno cruza fronteras sin comprender lo que está haciendo en realidad.
Ésta no era tina de ellas. Con gran circunspección, accedí a llevar a cabo el servicio
que me solicitaba aquel hombre.
Al cabo de unos días, me solicitaron otras dos misiones parecidas. También las
cumplí. ¿Por qué no?
Sólo los buenos mueren jóvenes.
Seguí solicitando mi alistamiento en la flota, pero mi aspecto debía ser tan
deplorable que los oficiales me tomaron por enfermo. No había forma de obtener una
plaza.
Aparecieron otros personajes angustiados, unos conocidos y otros desconocidos,
que me pedían asistencia por misericordia. Iba perfeccionándome en la materia.
Aquello era como ejercer de médico, me decía a mí mismo. Al igual que mi padre,
libraba del tormento a los afligidos. En realidad, mi práctica médica era excelente;
mis remedios daban resultado. Ningún cliente se quejó jamás. Y el negocio
prosperaba.
Otra noche oí unos golpes distintos en la puerta. Era Euriptolemo, que llegaba a
caballo. Salí y observé, en las sombras, que le acompañaba Alcibíades, a lomos
también de un caballo.
—No te preocupes —le dije sin darle tiempo a hablar—. No he comentado nada
sobre tus prácticas rituales.
—¿Crees que he venido por esto?
—Nunca he sabido por qué haces las
cosas. En aquel momento le odiaba.
—¿Y tú, amigo mío —preguntó percatándose de mi actitud—, acaso estás libre de
pecado?
—Al parecer, hoy en día el pecado no es algo fácil de definir.
—En efecto.
Euro se acercó con una tercera montura.
—Nos vamos al puerto. Vente con nosotros.
Seguimos al paso por las silenciosas, calles.
—A Pericles se le ha secado la saliva —comentó Alcibíades con el tono falto de
afectación del desconsolado. De modo que el flagelo ha llegado incluso al de
Olimpia
—. Se situará junto a Teseo, Solón y Temístocles entre los que han forjado nuestra
nación, y nadie va a superarle.
No dijo más, ni tampoco su primo, durante el resto del camino hacia Muniquia.
Al llegar allí nos encontramos en la base naval el hormigueo de las atarazanas, de los
expedicionarios y los estibadores que se apresuraban para zarpar antes de la marea,
es decir, tal como nos informó uno de ellos, una hora antes del alba. Una flota bajo
las órdenes de Formión se preparaba para partir hacia Naupacto. Los barcos para
transportar las tropas se encontraban a lo largo del muelle, mientras que los de tres
órdenes de remos, los de guerra, permanecían a la espera con el aspecto de enormes
avispones con su aguijón, sesenta en total, casco contra casco, con sus cubiertas
iluminadas con antorchas, nebulosos todos ellos por el pulular de los calafates,
aparejadores, maestros de aja, sogueros y garrucheros. Los suboficiales vociferaban
órdenes entre el estrépito de poleas, mazos, cabrestantes, tornos y grúas. Las
pasarelas, un puro laberinto de guindalezas y amarras, de obenques de proa y popa,
la urdimbre de cuerdas, todo tipo de abrazaderas, escotas, elevadores y cualquier
cabo imaginable, tenían a su alrededor un hervidero de administradores, empleados
de la armada, intendentes y registradores de los katalogos, ediles, sacerdotes,
mercaderes y archiveros, conservadores del neorion, y el trabajo entre las cuadernas
avanzaba a un ritmo superior que el de los propios nautai, que recogían los petates y
los remos, abriéndose paso a duras penas entre el organizado caos de la «rúbrica en
el registro, las bajas y las cesiones», a tiempo para anticiparse a la trompeta del
apostolei. El armamento amontonado atestaba los muelles bajo los gallardetes de
cada unidad y los infantes, envueltos en el humo de los fuegos, aprovechaban para
engrasar el bronce y protegerlo de la sal, así como para resguardar los escudos
tapándolos con vellones.
A pie de muelle, Alcibíades hablaba con Formión y algunos de sus capitanes,
mientras Euriptolemo y yo ascendíamos por la escalera de piedra caliza, donde los
marineros habían grabado sus inscripciones y dibujos obscenos, así como la
omnipresente marca de un pie y una vulva que indicaba el camino hacia la casa de
mala nota más cercana, una taberna al aire libre llamada Ouros, Viento Fresco, que
daba a los muelles de embarque. Euro me preguntó si había visto alguna vez una
piedra de Magnesia; si sabía hasta qué punto atraía de forma irresistible las
limaduras de hierro. Se refería a su primo.
Veíamos abajo, en el puerto, el revuelo que había provocado la simple presencia
de Alcibíades, las maniobras de la infantería, al igual que había ocurrido en Potidea
al verle llegar. Casi todo el mundo se dirigía a él al pasar por allí; oíamos incluso a
algunos que le pedían que expresara su opinión con más audacia, que no permitiera
que la juventud lo contuviera, le instaban a apoderarse del mando. Los soldados, en
general, eran jóvenes, de nuestra edad. La dilación de los mayores les estaba
impacientando. «¡Dirígenos, hijo de Climas!», gritaba más de uno, con el puño en
alto y un gesto de afirmación.
En la taberna de los marineros, donde le esperábamos su primo y yo, las
expectativas sobre la llegada de Alcibíades habían enardecido a los concurrentes.
Acudían corriendo hasta allí las sirvientas y lavanderas de las calles colindantes,
pellizcándose las mejillas y arreglándose el pelo con sus mugrientos dedos.
¿Conocías ese antro, Jasón? Sirven rancho y vino. Su propietario es un fenicio de
Tiro; ha arreglado el local con motivos marineros e inventa nombres que evoquen
este origen para los platos que prepara. En cuanto vio entrar a Alcibíades, empezó a
recitar de un tirón su menú mientras le acompañaba a la mesa. ¿Tenía que
recomendarle la «estrella de la redada» o tal vez el «primor del mar»?
—Tomaré de éste —dijo Alcibíades señalando el puchero que estaba en el fuego
—. La «arcada del vómito».
El dueño dirigió una sonrisa a su huésped; ni una tiara del rey de Persia le habría
hecho tan feliz. Sin embargo, Alcibíades tenía un aire grave. Se veía a la legua que le
carcomía la envidia que sentía por Formión, la impaciencia por conseguir su propia
flota. La celebridad que había alcanzado le irritaba; era consciente de la fascinación
que ejercía sobre las masas y ardía en deseos de aprovecharse de ella. ¿Por qué
habría pedido a su primo y a mí que le acompañáramos?
—A excepción de nuestro amigo Sócrates, vosotros dos sois los únicos que
tenéis suficiente espíritu para decirme canalla a la cara. Ahora decidme algo y no me
mintáis: ¿cómo y dónde he de pasar a la acción?
La muerte de Pericles crearía un vacío, afirmó Alcibíades, en la dirección del
imperio. Los estados vasallos se rebelarían, los sucesores saldrían de quién sabe
dónde. Euriptolemo le cortó, indignado. ¿Cómo osaba hablar con tanta frialdad de un
familiar suyo, quien, si los dioses lo tenían a bien, podía vivir aún medio año más o
tal vez sobrevivir, como había hecho ya un considerable número de personas?
—No lo conseguirá —afirmó Alcibíades—. Lo he adivinado viéndole. Y no
hablo con frialdad, apreciado primo, sino con previsión, con la que le caracteriza a él
y desea para nosotros. ¿A quién elegiríamos en su lugar? ¿A Cleón, el que se rinde
ante la plebe? ¿A Androcles, incapaz de subir de la alcantarilla con una escalera de
mano?
¿O bien a Nicias, cuya timorata indecisión resulta aún más perniciosa? Escúchame
bien: si Atenas contara con dirigentes que tuvieran imaginación, yo sería el primero
en ofrecerme a su servicio. Los peores, matones y babosos, sólo son capaces de
manipular al populacho. Los mejores, como Formión y Demóstenes, son soldados;
no van a ensuciarse las manos con la política. Lo que muere con Pericles es su
perspectiva. Pero ni siquiera él ha visto lo que está más allá. La peste se acabará,
nosotros sobreviviremos. ¿Y luego, qué?
»Pericles estableció tres principios inamovibles en el proceso de la guerra: la
preeminencia de la flota, la seguridad de las largas murallas y no expandir el imperio
mientras siga la guerra. Los dos primeros tienen su lógica; hay que revocar el
tercero. No nos queda más opción que la de la expansión, y además redoblando el
impulso. Nuestros barcos deben ir a la conquista de Sicilia e Italia y posteriormente a
la de Cartago y todo el norte de África. En Africa no debemos conformarnos con un
punto de apoyo en la costa; antes bien avanzaremos en tierra firme y nos
enfrentaremos a quien nos rete, incluido el trono de Persia.
Euriptolemo le interrumpió con una carcajada.
—¿Cómo vamos a conquistar el mundo, primo, si ni siquiera podemos salir de
nuestros muros para echar una meada? ¿Con qué fuerzas contamos para llevar a cabo
un cometido de tal envergadura?
—Con los espartanos, al final —replicó Alcibíades, como si fuera algo obvio—.
De entrada, con sus aliados, en cuanto hayamos liquidado a los ancianos y atraído a
sus jóvenes a nuestra liga. —Hablaba en serio—. Pero aquí, amigos míos, se plantea
la cuestión: ¿me atreveré a hablar en público sobre esto? No he cumplido todavía los
veinticinco años, en una nación que establece el umbral del juicio en los cuarenta. La
contención va contra mi naturaleza y, por otra parte, la acción prematura puede
acabar conmigo antes de empezar. No podéis imaginar las noches que he pasado en
vela, atormentado por todo esto.
Los platos se iban enfriando a medida que los primos ahondaban en el tema.
Habló Euriptolemo. A aquel hombre noble, si bien había recibido el don de una
mente entusiasta como la de toda su familia, los dioses no le habían proporcionado el
agradable aspecto de los demás. A los veintinueve años había perdido casi todo el
pelo, y sus rasgos, si bien no podían calificarse de desagradables, tampoco formaban
un conjunto que resultara atractivo. Tal vez por ello se comportaba con una cordial y
oportuna modestia. Resultaba imposible no apreciarle, es más, no hacerlo a primera
vista. Empezó reprochando a su primo el desorden en su vida privada.
Si Alcibíades quería que le tomaran en serio, debía mantener a raya sus apetitos,
en especial la bebida y la carnalidad. Unos vicios que no son propios de un estadista.
—Si no eres capaz de envainártela, sé al menos discreto y mira dónde la metes.
No te dediques a andar por ahí con cortesanas mientras tu mujer se consume de
abatimiento en casa.
Euriptolemo dejó sentado que en el alma de Atenas existían dos fuerzas en pugna:
—El antiguo y elemental proceder, que venera los dioses y héroes de nuestros
ancianos y el nuevo proceder, que convierte a la propia ciudad en diosa. Todos
sabemos de qué lado estás tú, primo, pero no deberías dejarlo tan patente. Tampoco
vas a sufrir tanto por el simple hecho de demostrar cierta humildad, de rendir
homenaje al Olimpo o cuando menos simular que lo haces. La democracia es una
espada de doble filo. Emancipa al individuo, le hace libre y dispuesto a destacar
como ningún otro sistema de gobierno. Ahora bien, dicha espada posee también un
filo oculto. Genera rencor y envidia. Por eso Pericles se comportó con modestia; se
alejó de la multitud por miedo a sus celos.
—Estaba equivocado —puntualizó Alcibíades.
—¿De verdad? Te encuentras en una Atenas desconocida para el común de los
mortales, Alcibíades, un dominio cuyo brillo te impide ver la situación real en que
vive el resto, donde los cuencos no desbordan de vino sino de hiel y bilis. Es algo
que veo a diario en los tribunales. La envidia y el rencor dominan en nuestra ciudad
y medran tanto en tiempo de penuria como en la abundancia. Reflexionemos sobre
las posibilidades que ofrece el estado al envidioso para que aniquile a quien le
supera. Puede llevarle ante el Consejo o la Asamblea, ante los tribunales populares o
el Aerópago. Suponiendo que su víctima se presentara a la elección, él puede recurrir
al examen de la solicitud, y retenerla hasta su expiración. Si el desventurado sirve en
la flota, su enemigo puede llevarle a juicio ante los apostoleis o la Junta de Asuntos
Navales. Puede arrestarlo él mismo o esperar a que lo hagan los magistrados,
condenarle directamente, demandarle ante los árbitros o presentar información ante
el
arcontado. Nunca le faltarán cargos, pues el estado se los proporcionará en
abundancia. Puede empezar con el de negligencia en el cumplimento del deber,
malversación, desfalco; cohecho, robo, extorsión; abandono, desatención,
contravención. ¿Fallan todas estas figuras? Puede atajarse con la evasión de tributos,
asociación ilícita, malversación de patrimonio. ¿No basta con el asesinato y la
traición? Dejemos que al enemigo le parta el rayo de la impiedad, que conlleva la
pena capital, contra la que el acusado no solamente debe defender sus actos sino la
esencia de su alma entera.
»Ríes, primo, pero reflexiona sobre el fin de Temístocles, el salvador de nuestra
nación, exiliado en Persia. El sin par Arístides, desterrado. Milcíades, acosado hasta
la tumba, cuando no habían transcurrido ni dos años después de su victoria en
Maratón. Pericles consiguió la fama procesando al mayor héroe que ha visto esta
ciudad, a Cimón, quien expulsó a los persas del mar y edificó el imperio a partir de
sus cimientos; mientras que él, el olimpíaco, a duras penas salvó el pescuezo en un
puñado de ocasiones. Y tú mismo, primo. ¡Menudo blanco constituyes! ¡Por todos
los dioses, permíteme que te lleve ante un jurado! —Hizo un gesto señalando a los
admiradores que se habían congregado allí y le miraban embobados desde los
extremos de la terraza—. Soy capaz de conseguir que quienes te idolatran exijan tu
sangre.
Los primos rieron, secundados por la concurrencia, que oía la jocosa diatriba de
Euriptolemo.
—Aplaudo tu elocuencia, primo —siguió Alcibíades—. Pero estás en un error.
Interpretas mal el carácter del hombre. Nadie tiene como objetivo mancillarse con
sus propios fluidos elementales, sino elevarse sobre las alas del daimon que le anima.
Echemos un vistazo a los marinos e infantes que se encuentran en los muelles de
embarque. No es la bilis ni la cólera lo que les empuja, sino la sangre del corazón.
Van en busca de la gloria, la misma que ansiaban Teseo o Aquiles.
—La mitad de ellos pretende eludir el servicio y tú lo sabes muy bien.
—Por falta de perspectiva de sus dirigentes. Se acabó la época de dioses y
héroes, primo.
—Para mí, no, y tampoco para ellos.
Alcibíades señaló de nuevo las tropas que se veían al fondo.
—Me censuras, primo, insistiendo en que debo reivindicar una perspectiva que
vaya más allá de mi fama y gloria y lo mismo para nuestra nación. Pues bien, ¡no
existe nada más allá de la fama y la gloria! Son las aspiraciones más sagradas y
elevadas del alma humana, pues engloban el deseo de inmortalidad, de trascendencia
de todos los límites inherentes, la pasión que anima incluso a los dioses inmortales.
»Me acusas además, Euro, de malgastar mi tiempo con hombres de gran
brillantez y espléndidos caballos y perros en vez de ocuparlo con el común de las
gentes que conforma nuestra nación. Pero yo he observado a estos hombres, a los
normales y corrientes y a los de las castas intermedias, en presencia de dichos
caballos y perros. He visto cómo se apiñaban, al igual que las abejas alrededor de la
miel, junto a los grandes. ¿Por qué? ¿No será porque perciben en la nobleza de esos
paladines un indicio de la esencia que poseen en embrión en sus propios corazones?
Frínico nos advirtió:
LA PRIMERA
GUERRA
MODERNA
X
MANTINEA
UN COMPAÑERO DE LA FLOTA
UN PROGRAMA DE CONQUISTA
UN DISCURSO DE NICIAS
EL SUEÑO DE UN SOLDADO
La granja resistió, no tanto gracias a las fatigas de mi hermano y a las mías propias
como al sinfín de consejos y a la ayuda de una serie de tíos y ancianos del clan, por
no hablar de sus generosos aportes en herramientas, mano de obra y efectivo. León y
yo aún no nos habíamos dado cuenta de cuánto nos habían echado de menos y de lo
abandonada que se había sentido nuestra familia, como tantas otras después de la
peste y la guerra. Nada hay tan insustituible como la juventud ni persona tan querida
como la pródiga. Nuestros mayores podían ayudarnos y lo único que deseaban era
ver hijos y más hijos. Mi tía se desplazó desde la ciudad con el único objetivo de
comprobar que estábamos bien; plantada bajo el toldo del carro que la había llevado
hasta allí, nos miró a los dos, desnudos de cintura para arriba y sucios como perros,
mientras cavábamos una zanja para canalizar los residuos.
—Ahora ya puedo morir satisfecha.
No le presenté a Eunice aquel día ni la llevé conmigo a la ciudad un mes más
tarde, cuando fui a visitar a mi tía. Aquello desencadenó otra de las salvajes peleas
que solían producirse entre ella y yo, que duraban toda la noche y me herían en lo
más vivo.
—¿Qué es lo que no poseo yo, Pommo, que me impida cruzar el umbral de la
puerta de tu tía? ¿No tengo la piel suficientemente delicada? Tal vez opines que mis
pantorrillas no tienen la forma adecuada. Piensa, amigo mío, que no habrían
aparecido las arrugas en mi rostro ni los músculos en las piernas de no haber tenido
que andar de acá para allá a tu lado en aquel infierno, ¡desagradecido! ¿Será que no
soy ciudadana? Si es así, tú puedes solucionarlo. Mueve los hilos que convengan.
¡Habla con tus elegantes amigos, los que convierten lo blanco en negro y lo negro
otra vez en blanco!
Salió de su interior la ira que hacía tanto tiempo que reprimía.
—Yo te diré por qué no me presentarás a tu tía. Porque aún hoy busca una esposa
para ti, como te buscó a Febe, la virgen, hace unos años. Busca a alguien respetable,
de una respetable familia ateniense, con la que puedas tener hijos que se inscriban en
los censos y no unos mocosos forasteros como los que te ofrecería una puta de fuera
como yo, que ni puede votar, ni sacrificarse, ni exigir su educación cuando te dejes la
piel en la guerra.
Un mediodía me encontró reflexionando junto a la tumba familiar; se le metió en
la cabeza de que mi corazón pertenecía a mi difunta esposa y no a ella. Me
avergonzaba de ella, dijo. No era apropiada para mí. No encajaba allí.
Una noche se incorporó en la cama poseída de cólera.
—Ahora me dejarás de lado.
Yo estaba exhausto y lo que menos me apetecía era aquello. Me pegó un
tremendo bofetón.
—En esta cama sobra alguien, Pommo. No puedo dormir al lado del fantasma de
tu esposa. Uno de nosotros debe marcharse. Sin darme cuenta, de mis labios salieron
estas palabras:
—Pues vete.
La mujer arremetió enfurecida.
—Te diré algo: la niñita de tu esposa está en la tumba. Tu hermana también está
muerta. Y mientras tanto yo vivo.
Le pegué un puñetazo con la misma contundencia que se lo habría pegado a un
hombre. Topó contra la pared y cayó. Me sentí horrorizado de haberle propinado el
golpe, de haber pegado a una mujer, aunque al mismo tiempo la culpaba totalmente
de lo sucedido. Sólo ella podía llevarme a tales extremos.
—Te avergüenzas de estar conmigo. —Eunice escupió la sangre que tenía en los
labios—. Tienes en menos la vida que hemos llevado juntos y te gustaría que
desapareciera, hacer como si no la hubieras vivido. Pues la viviste, Pommo. La
viviste. He sido tu esposa de hecho aunque no por contrato, y tú has sido mi marido.
Tú eres mi marido.
Empezó a sollozar. Me arrodillé junto a ella, brindándole consuelo con mis
palabras, aunque en el fondo lo único que deseaba era marcharme, o que se marchara
ella.
—¿Qué será de mí? ¿Podré tener por fin un hijo o habré de seguir negándomelo,
como mandas tú?
Me suplicó que la llevara lejos de Atenas, lejos de las expectativas de la familia y
de la movilización para la guerra. Habló de ciertos lugares que habíamos visto en
nuestros desplazamientos, de lugares donde uno estaba a salvo. «¡Vámonos!
Tenemos lo que nos hace falta: nuestras manos, nuestros corazones…».
A pesar de que estaba tan cerca de ella que su rodilla se levantó entre las mías y
sus manos, apoyadas en mi brazo, notaba el corazón alejado y solitario, separado de
ella por enormes espacios de silencio.
—Me dejarás de lado, Pommo. Lo leo en tus ojos. Pero no es de mí de quien te
alejas, sino de ti mismo. Ninguna mujer te ofrecerá jamás lo que te he ofrecido yo.
Vete. No voy a detenerte. Pero ten en cuenta esta profecía y verás cómo se hace
realidad: comerás —dijo—, pero no saciarás tu hambre. Beberás y seguirás reseco.
Copularás y no hallarás en ello placer. Te encontrarás en una encrucijada y te dará lo
mismo tomar uno u otro camino. Nada te llevará a ninguna parte hasta que vuelvas
en ti, hasta que vuelvas conmigo.
Jasón, amigo mío, me habían disparado contra las entrañas cabezas de bronce
engrasadas: más aún, había conseguido arrancármelas. Se habían derrumbado muros
de piedra sobre mi cabeza. Pero jamás en mi vida un golpe me había dado en el
corazón como las palabras de aquella mujer.
Presentaría una historia mejor diciendo que en aquella ocasión ella se marchó o
que me marché yo. Pero en realidad seguimos juntos otros once meses. Tuvo un hijo
y de nuevo con un hijo a mi cargo me enrolé como oficial de infantería en el
Pandora, bajo Menesteo, del escuadrón Titán a las órdenes de Camedeo, de la
división Trueno que mandaba Alcibíades.
Aquel invierno la granja se había arruinado. Teonoe, la esposa de León, había
conseguido el divorcio. Con un montón de cuentas pendientes e hijos que mantener,
mi hermano fue incapaz de resistir con tres meses de soldada y como mínimo un año
de paga de oficial. Se embarcó como jefe de sección bajo Lámaco. Telamón se hizo
cargo de una unidad de cincuenta mercenarios, arcadios como él. Mi hermano y yo
dejamos la granja a mis tíos. Destiné la mitad de mi paga a Eunice y las primas a mi
abuelo, como entrada de la deuda pendiente con él y toda nuestra familia por la
ayuda prestada.
No podía ganarme la vida en la tierra. Aquello no era más que el sueldo de un
soldado. ¿Qué otra opción me quedaba sino volver a la guerra?
XVII
SICILIA
XVIII
UN TRASTORNO DE MEMORIA
CRÓNICA DE UN CONFLICTO
Alcibíades huyó en Turi. Primero hacia Argos, según dijeron los hombres, luego a
Elis, cuando las cosas empeoraron, a un paso de los informadores atenienses y los
buscadores de recompensas. Mi hermano se encontraba entre los que, a bordo del
Salamina, le persiguieron a lo largo de la bota italiana.
… no es un segundo Aquiles,
antes bien el propio Aquiles en carne y hueso.
O éste:
MAESTROS DE
GUERRA
Entre las características que distinguen a los espartanos de los demás pueblos cabe
citar la siguiente: cuando un aliado que se encuentra en peligro solicita su ayuda,
ellos no le envían tropas ni riquezas, sino sólo un general. Este, al asumir el mando
de las fuerzas asediadas, basta, según ellos, para dar la vuelta a los acontecimientos y
conseguir la victoria.
Todo el mundo sabe que así sucedió en Siracusa. El nombre del general era
Gilipos. Y le conocía de la época en que estuve en la escuela en Esparta. He aquí su
verdadera historia.
De pequeño, Gilipos fue un corredor extraordinariamente veloz. A los diez años
participó en la Hiacintada infantil y se adjudicó la victoria de la carrera larga, una
prueba a campo a través de ochenta estadios. La dura prueba que debían superar los
atletas se desarrolla de la forma siguiente: cada participante debe tomar suficiente
agua para llenarse los carrillos, mantenerla, sin tragar una gota durante la carrera, y
echarla una vez finalizada ésta en un recipiente de bronce que representa a Apolo
con las manos extendidas a modo de copa. Quien traga una parte del líquido queda
fuera de la competición. Casi todos los participantes lo hacen. A veces, un simple
tropezón basta para tragar el agua involuntariamente.
Gilipos había ideado un truco. Cuando se encontraba lejos de la mirada de los
jueces, tragó el agua y emprendió la carrera. Había escondido antes la cantidad de
líquido necesaria en una piedra hueca situada a unos ocho estadios de la meta. Llegó
al lugar llevando ventaja al resto de participantes, volvió a llenarse la boca y
conservó el líquido hasta la llegada. Con tal estratagema venció a los diez y también
a los once años. Pero una noche en que dormía al lado de Fébidas, su hermano
mayor, alardeó de la hazaña. Su hermano decidió darle una lección. Al año siguiente,
se fue hasta la piedra de la que él le había hablado y le dio la vuelta. Cuando Gilipos,
en cabeza, llegó al lugar, no encontró el líquido para llenarse de nuevo la boca, y los
otros muchachos se acercaban.
Gilipos aceleró el paso y llegó otra vez el primero a la meta. Cuando los jueces le
ordenaron que llenara las manos del dios, es decir, que soltara el agua, él obedeció.
Se había mordido la lengua y tenía la boca llena de sangre.
A los veinte años, cuando se encontraba al mando de una compañía bajo las
órdenes de Brásidas, en Tracia, se distinguió en varias ocasiones por su valor y al
tiempo cosechó importantes triunfos en la conducción de las tropas, compuestas por
ilotas que no poseían armadura adecuada y apenas habían recibido formación.
Parecía sentirse inclinado hacia aquellos bribones que no respetaban a nadie y poseer
un talento especial para convertirles en tropas de primera. Naturalmente aquello le
valió la elección por parte de los éforos como comandante de Siracusa.
Gilipos, convertido en polemarca y jefe a los treinta y seis años, con tres premios
al valor en su haber, incluyendo el de Mantinea, llegó a Sicilia con sólo cuatro naves,
dos secretarios, un joven oficial y un puñado de ilotas libertos como infantes. En
doce meses lo había trastocado todo. Empezó con la flota siracusana, la cual, antes
de su llegada, lucía un despliegue de colores espectacular, y les prohibió toda tela
que no fuera de color blanco, ordenando que se quemaran en público las vestimentas
que atentaban contra su dignidad e inaugurando al tiempo la fiesta del Poseidón
Desnudo, en dórico, la Gimnopotidea. A fin de evitar que sus falanges se dedicaran
al saqueo, instituyó un sacrificio ritual que había de celebrarse antes del alba y exigía
la presencia de todos los oficiales. Prohibió llevar la cabeza cubierta a los que se
encontraban en las naves, en parte con la idea de desterrar toda manifestación de
vanidad y sobre todo para conseguir que el sol curtiera y confiriera vigor a sus
hombres.
Gilipos fortificó el Puerto Pequeño, cuyos astilleros habían sido pasto de la
devastación ateniense, levantando espigones y empalizadas. Tras ello, organizó el
trabajo. Los arquitectos y constructores navales hasta entonces se habían considerado
artesanos, pertenecientes al escalafón más bajo. Gilipos cambió tal jerarquía,
adjudicando broches al honor y atribuyéndoles el apelativo de poleos soteres,
salvadores de la ciudad. Antes de llevar adelante la reforma, los muchachos menores
de dieciocho años no accedían a las listas del censo, mientras que a los que
superaban los sesenta, independientemente de sus habilidades o fuerza física, se les
imponía el retiro obligatorio. Gilipos revocó estas ordenanzas y atrajo a su cuerpo de
constructores navales a los jóvenes más listos como aprendices y a los mayores con
más experiencia como maestros. A finales del invierno, la flota de Siracusa casi
igualaba en número de embarcaciones de guerra a la de sus sitiadores, y sus mandos
habían adquirido tal audacia que podían desafiar al invasor en el mar nave contra
nave.
Gilipos también reformó el ejército. Puso a prueba a sus hombres para descubrir
cuáles de ellos ambicionaban más el honor que la riqueza o el poder, y a éstos les
nombró capitanes. Todos aquellos que se habían ganado el puesto gracias a su
riqueza o influencia tuvieron que solicitarlo de nuevo, sometiéndose al juicio de
Gilipos y al de sus nuevos mandos. Reorganizó también el ejército en compañías,
que ya no se agrupaban por tribus sino por la parte de la ciudad a la que pertenecían.
Enfrentó a las facciones que mantenían una rivalidad endémica, ofreciendo
recompensas en las competiciones entre ellos. De esta forma, el batallón de la parte
de Geloán se distinguió por encima de su adversario de Andetusia. Seguidamente
reunió a éstos como aliados contra los demás. Por medio de este tipo de ejercicios,
cada unidad iba
adquiriendo confianza en sí misma, y el ejército en su conjunto reforzaba su fe.
Al descubrir que les faltaban armas y otros instrumentos de defensa, Gilipos
ordenó a todos los que poseían escudo y peto que se presentaran en la plaza central.
Los ricos, aprovechando la oportunidad para lucirse, exhibieron unas armaduras
doradas y resplandecientes. Después de aquella demostración de orgullo, Gilipos
presentó su sencilla panoplia. Todo lo suntuario quedó eliminado, se vendió y lo
recaudado se invirtió en adquisición de armamento para los soldados rasos.
A fin de aumentar los ingresos, se valió de la siguiente estratagema. Temeroso de
que la introducción de un impuesto directo pudiera arrebatarle el apoyo de la
aristocracia, consiguió que la Asamblea exigiera a cada ciudadano presentarse un día
en concreto para dar cuenta de sus riquezas. Con aquello todo el mundo podía
constatar con sus propios ojos el alcance de lo que atesoraban los demás. Los
privilegiados se avergonzaron de no haber contribuido más, mientras que los
humildes, que habían servido con honor, fueron ensalzados. Llovieron los donativos.
La caballería pudo adquirir un buen número de animales y los sótanos rebosaban.
Aprovechando la afinidad lingüística entre los espartanos dóricos y los
siracusanos, Gilipos se valió también de las palabras para la causa. A los infantes de
marina con armadura les llamó homoioi, Iguales. Los regimientos recibieron el
nombre de lochoi, las divisiones, el de moral. Siguiendo otras costumbres espartanas,
obligó a cada miembro de una unidad militar a abandonar la costumbre de cenar en
casa o con los amigos, instaurando las comidas en la mesa común, junto a la
compañía. Así fomentaba el espíritu de unidad y todos se sentían iguales e
identificados.
Gilipos prohibió la embriaguez, declarando delito merecedor de azotes la
incapacidad de tenerse en pie. Estableció asimismo sanciones contra quienes echaran
barriga o encorvaran excesivamente los hombros. Introdujo himnos de burla, como
en Esparta, y reclutó a los niños de la ciudad para que se reunieran alrededor de
quienes se presentaran desaseados y les ridiculizaran con canciones. Gilipos
estableció éstas y otras reformas. Sin embargo, la mayor la logró con su sola
presencia, con el hecho de estar ahí para convivir con sus compañeros en el peligro y
ofrecerlo todo para garantizarles la libertad.
Una mañana de finales de invierno, mientras reunía sus batallones y nosotros nos
apresurábamos hacia nuestros puestos, vi que León estaba tomando notas.
—¿Te has fijado —me comentó— con qué disciplina van hacia sus puestos los
siracusanos ahora que Gilipos los ha modelado a su imagen?
Observé aquello. De todos nuestros aliados —atenienses, argivos y corcirenses
—, la mayor parte se encontraban arrodillados o en cuclillas. Los petos, esparcidos
por el suelo, los escudos, torcidos o colgados de cualquier forma. Los escuderos
hacían turnos dobles y triples, mientras sus compañeros llevaban tiempo empleados
como jornaleros. En el otro bando, hasta el último siracusano lucía su panoplia
completa, el escudo contra la rodilla, el escudero a su izquierda, sosteniendo el peso
del yelmo y la
coraza a la manera espartana.
Aquel día nos derrotaron. A finales de verano, su contrafuerte había cortado
nuestra defensa y con ello se había perdido toda esperanza de sitiar Siracusa. En un
asalto nocturno, Gilipos tomó Lábdalon, la fortaleza y depósito situados por encima
de Epípolas, donde, además de guardarse el equipo del sitio, estaba también el dinero
de nuestro oficial pagador. Fortificó Euríalo, el único reducto en las alturas
vulnerable, y siguió amurallando toda la parte alta. Incluso por mar, donde destacaba
aún la pericia de nuestros marinos, Gilipos lanzó su cuerpo naval a la ofensiva. En
aquel momento aprovechó el ingenio de sus mandos. Al darse cuenta de que la
batalla no iba a iniciarse por mar sino en el Puerto Grande hizo reforzar las proas y
los baos de los trirremes, triplicando sus dimensiones a fin de atacar de frente y no
lateralmente como acostumbraban los atenienses. De él aprendimos una nueva
palabra, boukephalos, cabeza de buey. Gracias a estos brutales instrumentos, pudo
atacar a nuestras naves más ligeras y perseguirnos por detrás de los dos rompeolas
hasta el puerto. Nos tocaba entonces a nosotros instalar pilotes en forma de
semicírculo y ocuparnos de la gabarra de dragado para colocar «erizos» y «delfines».
Hacia finales de otoño, las naves de combate de Gilipos habían hundido o
neutralizado cuarenta de las nuestras y sus tropas nos habían echado de Epípolas, a
excepción de la fortaleza del Círculo de Sice. Su propia flota había sufrido terribles
pérdidas: más de setenta naves dañadas o hundidas; aunque se repuso con rapidez de
estas pérdidas, trayendo madera nueva por el Puerto Pequeño y por tierra firme,
puesto que contaba con la protección del contra fuerte.
Gilipos nos tenía bloqueados e iba apretando el cerco. Los siracusanos podían
permitirse el lujo de perder doble número de hombres que nosotros, el doble de
naves y murallas, y día a día consolidaban sus posiciones a medida que las ciudades
sicilianas, al oler la sangre, se pasaban del lado del invasor al de sus compatriotas.
Nicias ordenó que se abandonaran las murallas superiores. Perdimos unos cuantos
puntos de apoyo esparcidos por la ciudad y el puerto y, por si esto fuera poco, el
molino para el pan, nuestra principal provisión. Los vendedores y seguidores de la
campaña, así como la mayoría de nuestras mujeres, iban esfumándose. Tuvimos que
arrastrarnos como ratas hacia la parte meridional, las marismas y el sumidero del
puerto. Entonces, en otro asalto nocturno, las tropas de Gilipos nos echaron del
Olimpieón, con lo que estuvimos a punto de perder también aquel endeble punto de
apoyo.
Mi vieja nave, Pandora, se había pasado el verano batallando por mantener
alejado al enemigo de Plemirión, pues su ataque no cesaba y no existía posibilidad
de retirarla para vararla. Cuando por fin fue conducida a la orilla para su reparación,
subí a bordo con la intención de controlar una grieta que tenía abierta en la parte
delantera de los baos. Al colocar el pie sobre el superior, me di cuenta de que la
madera cedía como una esponja.
Nuestras embarcaciones se estaban pudriendo.
Las reservas del oficial pagador se habían terminado; se acumularon retrasos de
tres, de cuatro meses. Los marineros extranjeros empezaron a desertar, mientras que
los guardas y esclavos que les sustituían cambiaban de bando al olerse los primeros
golpes. El estado de salud de Nicias empeoró; la moral estaba a la altura de las
letrinas. Los oficiales mercenarios se veían incapaces de mantener a raya a sus
hombres. Telamón había perdido una quinta parte de los suyos, que se había pasado
al enemigo.
A comienzos del segundo invierno llegó una carta de Simón. En ella contaba que
la esposa de León se había casado de nuevo, con una buena persona, un inválido de
guerra. Nuestro primo había visto a Eunice llena de rencor contra mí; había
encontrado también a mis hijos, que gozaban de buena salud.
Cuando llegó esta carta, cuatro meses después de haberse mandado, la flota bajo
las órdenes de Demóstenes había alcanzado Corcira. Diez días después aparecieron
las primeras naves ligeras. Siete días más tarde llegó la flota: setenta y seis naves,
diez mil hombres, armaduras, dinero y provisiones. El cuerpo de defensa de Gilipos
de retiró a Fondograso y a la Túnica del Pedagogo, su tercero y cuarto contrafuertes;
la flota retrocedió por detrás de Ortigia, hacia, el Puerto Pequeño.
Se había invertido de nuevo la trayectoria de la guerra. Saludaron con gran
algarabía las nuevas naves de Atenas todos los hermanos y compañeros reunidos en
el Puerto Grande. Algunos saltaron desnudos desde los puentes de sus propias
embarcaciones para alcanzar a nado las nuevas naves y subieron por la borda para
abrazar a sus tripulantes. León y yo nos encontramos con Simón en la orilla, con su
caballería sin caballos, y nos deshicimos en lágrimas mientras nos estrechábamos
con fuerza.
¡Cuánto tiempo había pasado! Dos amargos inviernos desde que la expedición
dejó la patria con el corazón henchido de esperanza; dos veranos de dilación y
desmoralización desde que sus hombres habían visto por última vez a sus amados
hermanos y amigos, oído de sus propios labios alguna noticia de casa o les habían
estrechado con sus brazos. No podía llegar en mejor momento aquel refuerzo.
Todos los de la primera expedición, en cuanto hubieron localizado a amigos y
parientes, quisieron ver con sus propios ojos a Demóstenes. Nuestro nuevo
comandante llegó a la orilla a pie, el yelmo bajo el brazo, la capa rozando el agua.
Por encima de las empalizadas, la tropa gritó hasta perder la voz. ¡Ahí está,
hermanos! Su piel no es amarillenta, como la de Nicias a causa de la enfermedad y
las medicinas, al contrario, le vemos curtido por el sol, rebosante de vigor y
seguridad en sí mismo. Tampoco se apresura a erigir un altar para pedir consejo a los
dioses; él avanza decidido para examinar la situación con sus propios ojos y su
juicio.
¡Demóstenes, compañeros! ¡Por fin tenemos a un triunfador, quien venció en Etolia,
en Acarnania y en el golfo, el que derrotó e hizo prisioneros a los espartanos en
Esfacteria!
La primera orden que impartió Demóstenes fue la de pagar a los hombres.
Cuarenta mil hombres desfilaron por las mesas en una tarde y se les pagaron todos
los atrasos con monedas con lechuzas y vírgenes acabadas de acuñar. Aquella noche
su discurso fue más escueto que el de un espartano.
—Varones, he echado un vistazo a este terrible lugar y he de deciros que no me
ha gustado nada. Hemos venido aquí para machacar a esos hijos de perra. Ha llegado
el momento de empezar.
Aquello fue aclamado con un estruendo de espadas contra escudos; el ejército
demostró a gritos su decisión y aprobación.
Al cabo de tres noches, una fuerza compuesta por cinco mil hombres recuperó el
Olimpieón. Al alba del día siguiente, diez mil más expulsaron a los siracusanos de la
bahía. La flota controló de nuevo la Roca y volvió a asediar la ciudad; se produjo otro
asalto nocturno durante el cual recuperamos ocho estadios de nuestra antigua muralla.
Se produjeron muchísimas bajas. En cuatro días, el total de muertos superó el de
un año entero, pero sabíamos que había que aguantar pues estábamos en el camino
de la victoria. Demóstenes no permitía que decayeran los ánimos. Recuperó las
armaduras de los fallecidos y heridos y convirtió a las tropas auxiliares e incluso los
encargados de cocina en soldados de infantería pesada. La unidad a caballo de la que
formaba parte mi primo se encontraba entre las remodeladas. Simón nunca había
combatido a pie, con armadura. No es una técnica que pueda adquirirse de la noche a
la mañana. Por otro lado, ni él ni sus compañeros podían permitirse el lujo de
empezar con cometidos fáciles.
El siguiente ataque sólo podía dirigirse a un lugar: Epípolas. Había que
reconquistar los altos; sin control sobre ellos no podía triunfar el ataque contra la
ciudad.
XXI
LA CATÁSTROFE DE EPÍPOLAS
Mi primo estaba obsesionado por la terrible idea de que aquella noche León y yo
íbamos a morir y que él, en cambio, se salvaría. Sería algo innoble, imaginaba él,
pues consideraba que él era quien más lo merecía. Y prometía cambiar su
comportamiento.
—Ninguno morirá —lo tranquilizó mi hermano.
—Efectivamente —le apoyó Sopa—. Nosotros somos
inmortales. Cuando nos llamaron, cogí a mi primo aparte.
—Arriba hará mucho calor; sudarás. No tomes vino, ¿entendido? Únicamente
agua. Come siempre que puedas o perderás energías. Y no te avergüence hacerte las
necesidades encima. A la salida del sol todos llevaremos los muslos enlodados. —
Oíamos que el portaestandarte ordenaba que nos reuniéramos; todos debíamos
formar en línea—. Todo te saldrá bien, Simón. Y también a nosotros. Tomaremos el
vino más tarde, para celebrar la victoria.
Se oyó la señal. Avanzamos en columna. Incluso a aquella hora, las piedras de la
ladera de poniente transmitían un calor espantoso, fruto del sol que había caído a
plomo sobre ellas toda la tarde. Había allí tres senderos, cada uno con la anchura
suficiente para el paso en fila; las curvas eran tan pronunciadas que uno,
serpenteando por su superficie, alcanzaba con la punta de su espada los escudos de la
columna que avanzaba por delante. Oíamos los gritos de batalla a doscientos pies por
encima de nosotros; llegó la orden de doblar el paso, como si aquello fuera posible.
Seguimos ascendiendo, agarrándonos a las cuerdas, sujetando al tiempo el equipo,
las herramientas, las espadas cortas y los puñales, con una lanza de nueve pies en la
mano derecha, el faldón de piel de vaca bajo el escudo para desviar los proyectiles,
los odres y el petate, con pan y vino. El sudor nos inundaba; uno se freía dentro de la
armadura.
Cuando nuestra unidad alcanzó la cima, la tropa de asalto y las unidades de
vanguardia habían expulsado al enemigo de la fortaleza de Labdalón. Salimos al
llano, donde nos volvimos a juntar.
—¡Las cabezas descubiertas! —gritó nuestro capitán. Nos deshicimos de nuestros
tocados de cornejo que nos protegían de un golpe accidental con las afiladas espadas.
El espacio de la cima medía unos veinticinco estadios de levante a poniente y apenas
dieciséis de anchura. Teníamos que cruzarlo por su parte ancha y con la mayor
rapidez.
—¡Cerrad filas!
—¡A vuestras posiciones!
De los dieciséis infantes del Pandora, habíamos perdido a nueve a causa de las
enfermedades o el combate en dos años; se habían añadido diez más procedentes de
unidades disueltas, y de éstos faltaban también siete. Los once restantes estábamos
agrupados en una sección etrusca cuyo capitán, pese a haber cumplido ya los
cincuenta, conservaba todo el brío, tenía el pulso firme como la cuerda de un ancla y
unos perniles como los de un buey. Se decía de él que era capaz de levantar en
brazos una mula, aunque es algo que yo nunca constaté con mis propios ojos.
—En un instante empezará a llover fuego, muchachos. Mantened cerradas las
filas, que se toquen los culos con los ombligos, si queréis correr algún día más detrás
de un coño.
La escuadra se puso en marcha con los escudos en alto. La fortaleza de Labdalón
nos había intranquilizado enormemente y sin embargo cayó sin apenas lucha. El
terreno era abrupto, en gran pendiente, interrumpido de vez en cuando por algún
curso seco y desfiladeros. En cierta manera, aquello era peor que estar en campo
abierto bajo el fuego enemigo. Las ramas se pegaban al escudo; la maleza dificultaba
el paso; resultaba imposible seguir en fila. Primero en pequeños grupos y más tarde
en secciones completas, nos íbamos desperdigando; se abrían huecos, que se
llenaban desde los flancos o detrás. Veíamos el fuego ante nosotros y oíamos los
gritos.
Un silbido rasgó la oscuridad. Aparecieron tres guerreros atenienses, que se
identificaron con el santo y seña, «Atenea protectora», y fueron conducidos hasta el
puesto de mando de Demóstenes, situado en algún punto impreciso a nuestra
derecha. Nuestro jefe etrusco se lanzó en su búsqueda. Los hombres bebieron agua y
atacaron los víveres. Volvió el etrusco. La primera fuerza defensiva se encontraba
dos estadios más adelante: una barrera de piedra con empalizada. En el suelo se
veían estructuras y troncos para la construcción de la muralla; el enemigo le había
pegado fuego, de ahí procedían las llamas que habíamos visto antes. El enemigo
seguía por allí. A la espera. La tropa de asalto estaba compuesta por gente dura, de
rostros ennegrecidos, con la cabeza cubierta por pilos, y no llevaban más que un palo
curvo y una hoz lacedemonia, el xyele. Estaban cansados y asustados; querían vino.
¿Y quién no?
León y yo organizamos dos filas de seis y de cinco, con los dos en cabeza. Hacía
un calor insoportable; el sudor corría a raudales bajo la armadura; casi podías oírlo
gotear sobre la piedra caliza, un sonido que recordaba a un perro meando. Cuando
escurrimos los protectores de la cabeza, el líquido salió a chorros, como de una
esponja. Uno de los infantes trató de quitarse el yelmo. Nuestro oficial etrusco le
pegó un coscorrón.
—¿Quieres que te machaquen los sesos?
León no permitía que sus hombres se abrieran los petos ni descansaran, si no era
sobre una rodilla. Podían echar un trago; todos lo necesitábamos. El miedo ya se
había apoderado de nosotros, Incluso lo oíamos mientras pasaban de mano en mano
los pellejos y cada soldado tragaba el valor en forma de líquido, que nunca parece
suficiente, y pronunciaban plegarias y conjuros, tocaban los amuletos que colgaban
de sus escudos y entonaban frases mágicas.
—Pase lo que pase, no nos separemos. Escudo contra escudo hasta llegar a la
cima. —León reunió a los once—. A quien corra, más le vale que yo muera. —Se
refería a que iba a matarlo en cuanto regresara.
Llegó la consigna: avance.
Oía la fatigosa respiración de mi hermano a mi lado.
—Pequeño León.
—Al infierno con él.
La tropa avanzaba en silencio. La pendiente se veía ancha, salpicada por rodales
de pinos enanos e hinojo. La formación alcanzó el ritmo que le permitía mantenerse
unida. Bajo nuestros pies crujía el carbón. ¿Dónde estaba el enemigo? Habíamos
cubierto ya medio estadio. Más o menos. De repente, cayó en la oscuridad una vasija
de pez en llamas, se hizo añicos y arrojó una cascada de fuego.
—¡Ahí están! —gritó una voz enemiga.
Con un grito, la fila avanzó, elevando los escudos como protección. La tierra se
había encendido con lo que arrojaba el enemigo. Se nos chamuscaban los pelos de
las piernas; el terror nos movía a inclinarnos hacia la derecha, a refugiarnos en el
escudo del que teníamos al lado.
—¡Alinearse! —gritó León—. ¡Adelante!
Todo el mundo se agachó formando un trapecio, colocando las piezas del yelmo
que protegían la nariz y las mejillas contra la mancha de sudor de la parte superior
del escudo, dejando sólo al descubierto las rendijas para no perder la visión, es decir,
la borrosa imagen a la que dan este nombre los soldados, bronce contra bronce,
preparados para resistir la arremetida que a la fuerza tenía que llegar, y pronto.
Oíamos el sonido de los primeros proyectiles sobre los aspides a lo largo y a lo
ancho. Todos colocamos el hombro izquierdo en la concavidad del extremo superior
del escudo. De forma simultánea, con el puño derecho, que blandía la espada,
agarrábamos la cuerda de cáñamo a la derecha de la cavidad interna y, sirviéndonos
del mango de la espada como apoyo, la asegurábamos con dos anillas de hierro al
extremo del escudo, bloqueándolo contra cualquier sacudida futura. Hasta el último
nervio entre la punta de los pies y la coronilla se iba tensando con aquella
prolongada y ondulante marcha.
Llegó una tormenta de piedras y proyectiles.
—¡Venga, muchachos! ¡Son sólo guijarros! ¡Ánimo, no dobléis las rodillas!
Como un montañero en la cresta planta los pies en el suelo y aguanta, con los
hombros firmes, la granizada, así las filas de atacantes avanzaron contra la tempestad
de piedras y plomo.
—¿Quién será el más valiente?
—¿Quién expulsará al enemigo primero?
Delante de la tormenta de fuego, los
arqueros.
—¡Palillos, contra ellos!
Las puntas de hierro retumbaban contra el revestimiento de cobre de los escudos,
rebotando hacia las lanzas levantadas. Los aspides de las primeras líneas quedaron
cubiertos como puerco espines por las saetas del enemigo, que atravesaban el bronce
para alojarse en el armazón interior de roble, consistente como una tabla de cocina e
impenetrable como ésta. Oías cómo rebotaban a tus pies y cómo zumbaban más allá
de tu cabeza las que no habían dado en el blanco.
—¡Adelante! —ordenó León a gritos. Para entonces éstos se habían generalizado
a medida que los hombres elevaban sus súplicas al cielo entre la mortífera lluvia.
Apareció la luna.
Con su luz pudimos ver el bastión.
—Jabalinas! —El soldado que tenía al lado soltó un grito y se desplomó. Llegó
la cerrada descarga mortífera. No soplaba ni una brizna de viento, por lo que las
jabalinas llegaban directas, sin desviación alguna. León cayó al suelo en medio del
atronador ataque.
—¡Estoy bien! —Hizo un esfuerzo para ponerse de pie a mi lado.
Se produjo una segunda descarga. Esta vez caí yo al suelo.
—¡Arriba, hijo de perra!
La línea lo es todo.
No debe cundir el terror; uno no tiene que huir. La línea lo es todo. No debe
cundir la furia; uno no debe lanzarse hacia delante.
La línea lo es todo. Si se mantiene, seguimos vivos; si se rompe, morimos.
—¡Maldición! ¡Maldición! —voceaba León. El enemigo se vino abajo antes de
que le alcanzáramos. Se dividió una línea. Los hombres dieron vivas de alegría.
—¡Silencio! ¡Apagad el fuego!
El etrusco nos reunió para el contraataque. La fatiga nos hacía caer al suelo como
si nos diera con un mazo. Se oía cómo claqueteaban los yelmos contra la piedra
caliza y también el sonido apagado de la caída de escudos y equipo.
—¡De pie! ¡Contraofensiva! ¡Que nadie rompa filas!
Habíamos tomado la primera barrera. La segunda nos llevó dos horas más,
durante las cuales casi nos partimos la espalda con el calor y el agotamiento. De los
seis que habían caído en nuestra sección, sólo dos estaban heridos. Los demás
sufrían tirones en la ingle y la corva, se habían roto algún hueso, habían padecido
contratiempos a causa del agotamiento y la sed o alguna caída por un barranco en la
oscuridad. Todos sufríamos calambres. Habíamos abandonado hacía mucho todo el
material de construcción; más tarde mandaríamos por él a los equipos de
recuperación.
Circulaban los rumores. Nuestras compañías en el asalto del fuerte del Círculo
habían sido derrotadas; Gilipos disponía de otros cinco mil hombres venidos de la
ciudad; se mantenía en el contrafuerte, la posición definitiva que debíamos ocupar.
Fuera o no cierta, la noticia animó a la tropa. Había que inmovilizar a aquellos
imberbes y Siracusa sería nuestra. Pegamos unos buenos tragos de agua y de vino y
nos dispusimos a seguir.
El segundo bastión no era todavía la colina Calcárea, la serie de baluartes que
había construido el enemigo durante el otoño cuando nos fue echando de los altos; al
contrario, se trataba de un bastión nuevo, mucho más alto, levantado en la cima de
una pronunciada pendiente. Contaba allí el enemigo con mil hombres; tendríamos
que tomarlo por asalto. Habían quemado un terreno equivalente a un estadio,
colocando en toda su extensión pacas o haces empapados de brea. Se habían
amontonado en sus extremos unas montañas de espinos que permitían dirigir a los
agresores hacia la zona de los honderos. Nuestras fuerzas incendiarias prendieron
fuego a toda la extensión. Brillaba una luna amarillenta entre la bruma.
Nos dieron órdenes de resistir hasta que se hubieran quemado los obstáculos.
Pero no había forma de contener a la tropa, presa de la fiebre por la contienda, de
terror al comprobar los refuerzos de Gilipos o aprensión ante la fatiga que se había
apoderado de todos. Todos se amontonaron sin orden ni concierto en aquel infierno,
sirviéndose de los escudos para protegerse de los encendidos proyectiles, mientras
que el enemigo concentraba su ataque algo más allá, donde avanzaban los atenienses,
los argivos y los aliados.
Nuestra compañía estaba en segunda posición. Los primeros cien se abalanzaron
contra la muralla. La pared era de piedra con un sinfín de puntiagudos palos
despuntado en la superficie. Desde lo alto, el enemigo arrojaba rocas. Avanzamos
como las tortugas, con los escudos sobre la espalda, abriéndonos camino entre las
piedras con las manos. Aparecieron veloces las tropas ligeras. Oíamos sus saetas y el
silbido de los proyectiles. Una roca cayó sobre mi columna vertebral y me lanzó
contra la puntiaguda muralla. Las piedras eran tantas que me resultaba difícil
apartarlas.
—¡A trepar! —gritaban todos.
Un cuerpo me cayó encima. Algún hijo de perra al que habían acribillado
nuestros arqueros. Intenté incorporarme; ¡y el granuja aquel resucitó! Noté que unos
dedos se clavaban en las cuencas de mis ojos y un filo se acercaba a mi cuello. Hice
bajar el ala del yelmo, apretando su borde contra la coraza y el terror me dio fuerza
para levantarme. El hombre se desplomó, atacado desde arriba por los suyos.
—¡Trepa! —gritaba León a mi lado. Vi su fornido cuerpo que ascendía por la
pared. Sentí una terrible vergüenza. Escalé a su lado. Los defensores seguían
lanzándonos brea encendida. Pero nuestro ascenso continuaba. Retrocedieron ante su
propio fuego. Nuestras descargas de jabalina les llegaban a través de la muralla. En
cuanto alcancé la cima, me encontré con un hombre que blandía una cuchilla;
descendí un poco y le embestí. Nos hundimos enlazados. No llevaba yelmo; le aticé
en el cráneo con mi espada. Oí vítores. Avanzaba la segunda compañía arrojando
sudor y saliva contra el enemigo en fuga. Caí en cuclillas sobre la humeante piedra.
—¡León!
—¡Estoy aquí, hermano!
Nos levantamos los yelmos para constatar que los dos habíamos sobrevivido y
acto seguido nos desplomamos de alivio y cansancio.
Se veía ya toda la luna. Los hombres se concentraban, camino del segundo fuerte.
—¡Arriba, arriba!
No había que ceder a la fatiga, sobre todo cuando el contrafuerte se mantenía y
Gilipos tenía tiempo para reforzarlo con más tropas. Los hombres llevaban horas
trepando y luchando. La noche no había refrescado lo más mínimo. La tropa llevaba
la lengua colgando como su fuera una manada de perros.
Detectamos a los argivos por su acento. Apareció en la oscuridad un capitán de la
élite de los Mil. Estaba cerrando las filas.
—¡Hay que conquistar otra roca!
Habían llamado a los oficiales. León vomitaba, tenía retortijones. Me dirigí hacia
allí. Me encontré con Demóstenes. Su unidad se nos había adelantado en dirección
hacia el fuerte de Labadlón; o él o nosotros habíamos perdido la posición. Sus
oficiales ordenaron que los hombres comieran. ¿Quién era capaz de tragar el pan sin
vino ni agua?
—La tropa está exhausta —informó un capitán—. La tercera oleada sigue
ascendiendo desde Euríalo, a nuestra espalda; ¿tal vez deberíamos detenernos y
permitirles el avance?
Demóstenes le miró como si creyera que se había vuelto loco.
—La luna está ya en lo alto. Asaltaremos ahora mismo ese
estercolero. Uno de los oficiales dijo que no sabía si sus hombres
aguantarían.
—No son los hombres quienes deben decir lo que hay que hacer —gritó
Demóstenes—. Nosotros se lo decimos a ellos.
El oficial veía que sus oficiales no se habían recuperado. Todos habían bebido en
exceso y, aunque el miedo y el agotamiento les había hecho sudar, el ardor de la uva
había hecho mella en su sangre, como le ocurriría a quien aguanta una borrachera
dos días seguidos, llevándoles a tal estado de postración que ningún acto de voluntad
hubiera podido vencer.
—¡Agrupaos, primos! —Demóstenes reunió a los oficiales como hubiera hecho
un padre con sus hijos—. Sé que los hombres están exhaustos. ¿Creéis que yo mismo
no lo estoy? Pero hay que tomar el fuerte Calcáreo. No puede aceptarse ningún otro
resultado.
»Si fracasamos esta noche, Gilipos nos echará mañana de los altos. Nos
encontraremos de nuevo donde empezamos; peor aún, pues el enemigo se afianzará.
En cambio, si asaltamos el fuerte Calcáreo esta noche, todo estará a nuestro favor.
Caerá el contrafuerte, sitiaremos la ciudad. ¡Arriba ese ánimo! No podemos conceder
tiempo al enemigo. ¡Acabemos con él ya y quitémonos de encima la pesadilla!
Sin embargo, Gilipos no esperó la arremetida. Situándose de espaldas al
contrafuerte, dirigió sus tropas hacia los atenienses que se estaban concentrando.
Oímos su paean y corrimos hacia nuestros puestos. León ya había movilizado a
nuestros soldados. Me lancé hacia delante entre ellos.
Ante nosotros, un número inconmensurable de enemigos. Cerramos filas; un
ejército se lanzó contra el otro. El desconcierto que siguió sólo podía recibir el
nombre de combate por sus dimensiones. Tan juntos se hallaban los cuerpos que
nadie era capaz de blandir una espada. Las lanzas se mostraron inútiles. Todo el
mundo las iba abandonando y optaba por utilizar el escudo como arma, batallando
por apartar el pie del contrario o atacarle al estilo espartano, con un golpe y adelante.
Cualquier parte del cuerpo protegida por la armadura se convertía en un arma.
Luchábamos con las rodillas, clavando el metal protector de éstas en los testículos
del contrario, atizándole con el codo en la garganta y la sien y rematándole, ya
en el
suelo, con el tacón. En medio del desconcierto, cualquiera agarraba el extremo del
escudo del enemigo y lo empujaba hacia abajo con todas sus fuerzas. Arañábamos
los ojos del que se nos plantaba delante, le escupíamos cuando éramos capaces de
reunir saliva suficiente y terminábamos mordiéndole. Nos dábamos cuenta de que el
enemigo cedía. Nos llegaron refuerzos desde atrás, que empujaron con su peso
aquella masa humana que formábamos. Al fondo, detrás, se veía la luna. El enemigo
salió a la desbandada.
Debe atribuirse la culpa de lo que sucedió luego a nuestros mandos, y yo me
incluyo entre ellos. Éramos incapaces de contener a nuestros hombres; se lanzaban
contra el adversario como animales desbocados. Aquella furia procedía sin duda de
los dos años de tribulaciones y frustración que habían vivido bajo Nicias. Estoy
convencido de que aquellos hombres también temían encontrarse al límite de su
capacidad de aguante; llevaban cinco horas luchando sin comer ni beber; tenían que
acabar rápidamente con el enemigo antes de que les fallaran las fuerzas.
Tú mismo presenciaste la aplastante derrota, Jasón. De haberse desarrollado de
forma adecuada, la caballería habría seguido al enemigo en fuga, le habría
inutilizado con el sable o liquidado directamente con la lanza. Aliados con la tropa a
caballo, los más ágiles podían haberse adelantado al enemigo en su huida y haber
acabado con él a golpes de lanza. Podían rematar a los heridos allí mismo. Sin
embargo, en las alturas, no disponíamos de fuerzas de caballería ni de lanzas; todo lo
habíamos abandonado o había sido destruido. Así pues, las tropas se precipitaron en
estampida golpeando a diestro y siniestro con la espada. Así no se mata a un hombre.
La herida infligida con la punta de la espada no es mortal de necesidad, ni siquiera
está claro que inmovilice a nadie, al contrario, provoca tal estado de desesperación
en quien la recibe que incluso incita al cobarde a darse la vuelta y pelear. En cambio,
si el ataque se realiza de modo efectivo, penetrando a fondo en el cuerpo, la persona
presentará la espalda y se podrá acabar con ella con facilidad. El segundo axioma
que hay que meter en la mollera del novato cuando el campo de batalla está en
desbandada es el de no enfrentarse jamás con el enemigo uno solo, sino de a dos y
desde lados opuestos.
Ambos principios fueron arrojados por la borda en la situación extrema a la que
les había llevado la fatiga. En la parte frontal, veíamos a nuestra infantería
acuchillando las corvas y los cuellos del, adversario, y más tarde, al caer los últimos,
se abalanzaban sobre el grupo que les seguía, dejando a los hombres heridos y
despojados, aunque también con cierta capacidad de respuesta, o bien, si se trataba
de alguno más astuto, fingía haber quedado inmovilizado para situarse luego entre
nuestras tropas cuando llegaba hasta él la siguiente fila. La línea se deshizo a lo
ancho del campo. Se iba ensanchando la zona que controlábamos. La colina
Calcárea, hacia la que huía el enemigo, quedaba a unos cuatro estadios, siguiendo
una superficie muy irregular. Nuestros hombres, extenuados, invirtieron la marcha,
mientras el enemigo utilizaba en su huida los páramos y las pendientes.
No obstante, el avance ateniense tropezó con escasa oposición; resonaron los
gritos de victoria al tiempo que nuestras tropas, en completo desorden, pasaban hacia
los baluartes que rodeaban la calcárea elevación que dominaba el contrafuerte.
Avanzábamos con la luna por encima de nuestros hombros; ante nosotros, el
enemigo se precipitaba en masa hacia las pocas salidas y veíamos el resplandor de
sus escudos y yelmos en la noche. Eran hábiles. Gilipos era hábil. No había optado
por mantener a sus hombres detrás de las almenas, contra las que habrían presionado
nuestras desorganizadas tropas, que se hubieran reorganizado al confluir. Al
contrario, el espartano decidió enfrentarse a nosotros en campo abierto, lanzando en
masa sus tropas frescas contra las nuestras, exhaustas e indisciplinadas.
El mundo conoce el espectacular triunfo de aquella táctica. León y yo habíamos
alcanzado a Sopa y a Astilla, así como a otros que habían quedado sueltos de otras
unidades y se habían unido espontáneamente a nosotros. Nuestro bando seguía su
avance; los Mil argivos situados a nuestra izquierda acribillaban a la división
siracusana en formación contra ellos. Veíamos el fuerte Calcáreo a medio estadio de
nosotros.
—¡Ha caído! —oí gritar a un oficial argivo.
En aquel preciso instante, el hombre que tenía a mi derecha se desplomó sobre
mí. Me agaché para sujetarlo, puesto que un hombre con armadura en el suelo
equivale a un muerto. Me volví hacia la derecha y me encontré con que el enemigo
se daba la vuelta y nos embestía desde el flanco.
Más tarde supimos que aquella era la división Cadmea, los voluntarios beocios y
el regimiento de Tespias de las Termópilas, dos mil en total, a los que Hegesandro
había situado ante el baluarte llamado Ravelino. Los demás estaban derrotados pero
éstos resistían. Al igual que la gran roca sobre la que baten las olas, ellos aguantaron
y nos devolvieron el embate.
Yo estaba en el suelo; me había caído a raíz del ataque. Me veía incapaz de
levantarme llevando encima un talento de carga. Uno de los nuestros hurgaba bajo
mi cuerpo, intentando que fueran mis carnes y no las suyas las que alcanzara la lanza
enemiga. Pasaron los beocios hundiendo las puntas. Oí como una de ellas daba en el
blanco; el sonido del cráneo reventado, los fluidos de la cavidad saliendo a
borbotones. Una rozó mi cadera y a punto estuvo de alcanzarme un ojo. El enemigo
siguió su camino. Pude darme la vuelta y liberarme. León me apartó arrastrando mi
cuerpo.
En la huida de la derrota uno no se pregunta si tiene la cabeza en su sitio, se
limita a abandonar toda la carga que puede, decidido a correr al máximo para
conservar la vida. Allí, en el alto, se cambió esta costumbre. Reinaba la oscuridad.
No existían caminos. La luna proyectaba unas sombras que todo lo sumergían en el
caos. Habíamos perdido la noción de nuestra posición; nos habían superado. Avanzar
era un suicidio, pero por otro lado al huir caías encima de las mismas tropas que
acababan de derrotarte.
Pero entonces nos desconcertó un nuevo peligro: el enemigo al que nuestras
tropas habían tomado la delantera en el avance. Aquellos hombres estaban otra vez
de pie disponiéndose a la ofensiva como carniceros. Recorrían el campo, cortando el
cuello a todo ateniense que encontraban. Yo estaba con León, Sopa, Astilla y un
puñado de compañeros. Por alguna razón nos habíamos ido desplazando hacia el
extremo derecho del campo. Ante nosotros, unos riscos con fuerte pendiente, más o
menos un estadio de profundidad. Sopa observó con León el panorama.
—¿Lo probamos?
—Tú primero.
Recorrimos el borde en busca de un lugar para descender. León y yo nos
situamos en una elevación para otear. Vimos una batalla a lo lejos.
Nos quitamos los yelmos y oímos el paean —dorio o nuestro, imposible
precisarlo— y el himno que todos los soldados conocen, el tañido y el fragor del
othismos cuando las formaciones se comprimen y chocan.
—Yo lo dejaría —comentó Astilla.
León le preguntó dónde estaba su afán de gloria.
—Lo perdí hace unas horas, junto con todo lo que guardaba en los intestinos.
Nos deslizamos por la pendiente, camino de la batalla. Al fondo veíamos unas
siluetas fantasmagóricas. Oímos acentos áticos.
—¿Atenienses?
—Adelante —gritó un oficial—. Vamos a formar más allá de la elevación.
Nos acercamos a las tropas, pero les perdimos en un desfiladero. Los bajos
estaban inundados de niebla, la luz era extraña. Cuando tenías la luna de cara
quedabas deslumbrado; si te quedaba a la espalda, avanzabas en la negrura.
Aparecieron de un páramo unos cientos de soldados de infantería; los oficiales les
alineaban. Nos metimos entre ellos, en busca de alguien a quien informar. Un
guerrero nos hizo señas para que nos situáramos atrás. Un hombre se dirigía a un
compañero. Hablaba en dialecto siracusano.
No eran los nuestros.
Nos encontrábamos entre el enemigo.
Un siracusano alto y esbelto me tiró del hombro. Iba a preguntarme algo. La
espada de León le cortó el cuello. Cayó como un saco, chorreando sangre.
Salimos disparados. Pedí a León que asumiera el mando. Yo estaba desquiciado;
no coordinaba las ideas.
—¿Cómo habían llegado hasta allí esos mal nacidos?
Nos metimos en un barranco, aterrorizados, agarrándonos uno a otro como críos.
—¿Estamos rodeados? ¿Cómo han conseguido situarse a este lado?
Intentábamos orientarnos por la luna, pero en el barranco no acertábamos a ver
de dónde procedía la luz. ¡Ruido! Hombres que avanzaban en formación compacta
desde donde habíamos huido.
—¡Son ellos!
Aparecieron tres soldados de asalto. Nos lanzamos contra ellos.
—¡Atenienses! —gritaron, presas del terror.
Les pedimos la contraseña.
La habían olvidado. Igual que nosotros.
—¡Por Zeus! ¿Sois atenienses?
—Sí, sí.
Ahí estaban nuestros compatriotas. Poco después apareció el grueso principal en
lo alto, una sección; localizamos a su oficial. León le informó de que habíamos
topado con el enemigo en dirección norte.
—Es la parte occidental.
—Imposible. Mirad la luna.
—Es la occidental, seguro.
—¿Dónde está, pues, la batalla?
—Se acabó. Nos han derrotado.
—¡Ni hablar!
Salimos de prisa en busca del combate. Ante nosotros vimos más hombres.
Formamos rápidamente ante el temor de encontrar al enemigo.
—Atenea Protectora —gritaron con el escudo en la cabeza. ¡La contraseña!
Respondimos a ella. Corrieron hacia nosotros.
—Por todos los dioses —comentó ya más tranquilo el más joven—, ¿qué
demonios ocurre?
Una lanza se hundió en sus entrañas. Cayeron también otros. El terror se apoderó
de nosotros.
No sabíamos si se trataba del enemigo, que había descubierto la contraseña, o si
eran de los nuestros que nos habían confundido con el enemigo. Nos empujaba un
objetivo: alcanzar nuestras propias líneas. Nos daba igual caer eviscerados un
instante después: debíamos reunirnos con nuestros compatriotas. La imperiosa
necesidad nos impedía reflexionar.
Veíamos siluetas imprecisas en la oscuridad, que huían y avanzaban en todas
direcciones. Todo el mundo guardaba silencio, aterrorizados. Un nuevo temor me
paralizó. Pensaba que podía encontrarme con mi primo y, al tomarnos por enemigos,
matarnos.
Al paso de los hombres grité:
—¡Simón!
—¡Silencio! —respondió León.
No podía callarme.
—¿Eres tú, Simón?
—¿Has perdido el juicio?
Abandonamos por fin la llanura. Un pequeño páramo de unos ocho estadios nos
llevó hasta el fuerte de Labdalón, el primero que habían tomado las tropas de asalto
aquella noche, aunque parecía haber transcurrido una eternidad desde entonces. Allí
se había reunido una gran multitud: retiraban los cadáveres y los heridos; los
mamposteros y carpinteros ascendían por las pronunciadas curvas de Euríalo; se
veían también centenares de supervivientes como nosotros, en desorden,
aterrorizados. Las tropas estaban en retirada. Los hombres se peleaban para llegar al
risco.
—¿Qué ha ocurrido?
—¡Se ha perdido! ¡Se ha perdido todo!
—¡Esperad! —León avanzó entre la corriente—. ¡A formar, hermanos! Hay que
armarse de valor.
El ver a nuestros compatriotas huyendo me avergonzó tanto que se reavivó en mí
el coraje, o cuando menos algo parecido a eso. Me coloqué junto a León.
—¿Has recuperado la cabeza, Pommo?
—Sí.
—Me asustaste muchísimo.
Los hombres desfilaban ante nosotros. Tomamos a unos cuantos, avergonzados
como nosotros, y organizamos una formación.
Reconocí a uno de ellos, a Conejo, que había luchado con Telamón. Le agarré del
brazo y vi que lloraba.
—He matado a un hombre —exclamó.
—¿Cómo?
—Nuestro. A uno de los nuestros.
Estaba trastornado; me suplicó que le cortara el cuello.
—Que Dios me ampare, no pude verlo… Pensé que era un enemigo.
—Déjalo, es por la oscuridad. Debes sobreponerte. Desenfundó la espada y
colocó la punta bajo su mandíbula.
—¡A formar! —le grité—. ¡Conejo! ¡A tu puesto!
Agarró la empuñadura con ambas manos y hundió la hoja hasta el cerebro.
—¡Conejo!
Se desplomó como una marioneta a la que se corta el hilo. Todos quedaron
boquiabiertos al contemplarlo. Oíamos el paean del enemigo.
—¡Firmes! —gritó León a nuestros compañeros—. Que nadie abandone el
puesto.
—¿Por qué? —preguntó uno de ellos. Salieron corriendo. Nosotros tras ellos.
XXII
Habrás oído hablar un sinfín de veces, Jasón, del eclipse lunar que se produjo un
mes después del desastre de Epípolas, y el terror en que quedó sumida la flota y el
ejército, al tener lugar en el momento en que las naves se disponían a zarpar para
ponerse a salvo. Muchos habían censurado a Nicias y acusado a las tropas de haber
cedido al pavor y a la superstición en el momento de su liberación, cuando habían
decidido como mínimo abandonar Siracusa y partir hacia la patria.
A quienes nos lo reprochan sólo puedo decirles una cosa: no estaban allí. No se
encontraban entre los nuestros para notar el horror que allí se respiraba, cuando la
luna ocultó su rostro protector. Me considero un hombre práctico y, sin embargo, yo
también tuve que volverme, turbado, acobardado, ante aquel prodigio celeste.
Desde Epípolas habíamos perdido a nueve mil hombres. Ante los precipicios,
muchos, presas del pánico, cayeron por centenares, Salí aquel primer día al alba con
León en busca de mi primo. Faltaban miles de hombres. Muchos de los que habían
intentado el regreso se habían perdido por el camino. Entonces, con la primera luz
del día, los jinetes siracusanos los estaban triturando. En la base del precipicio había
una gran extensión de cadáveres y soldados moribundos. Todos eran nuestros.
Algunos se habían caído cuando la aglomeración empujó hacia el borde y cada
hombre, aterrorizado por alcanzar un asidero, había ido desplazando a otros, los
cuales, por su lado, se iban precipitando sobre los que iniciaban el camino de vuelta
por el serpenteante sendero. Otros, en su desesperación, se lanzaron
deliberadamente, abandonando su armadura y entregándose al destino.
En lo alto del precipicio se reunían los grupos del enemigo. Gritaban para que les
oyéramos desde abajo, provocándonos:
—¡Qué listos sois, atenienses! ¿Os creíais capaces de volar?
Alardeaban de sus proezas lanzando brazos, piernas e incluso cabezas sobre los
amontonados cadáveres de nuestros soldados.
—¡Así es como abandonaréis Sicilia!
Telamón nos esperaba en el campamento. Había encontrado a Simón, sano y
salvo, atendiendo a los heridos. Me desplomé allí mismo y dormí durante todo el día.
De nuestros dieciséis infantes sólo quedaban cuatro; hicieron falta cinco compañías
para crear una nueva. Pasé el día al lado del Pandora, escribiendo cartas de pésame.
Su proa se había podrido del todo; se encontraba escorada en un punto al que los
soldados llamaban la playa del Perro, esperando nueva madera.
El campamento se había convertido en un gran lodazal que olía a chotuno.
Habíamos plantado las tiendas en el humedal en el que nos habían arrinconado las
tropas de Gilipos: cincuenta mil personas apiñadas en una ciénaga más estrecha que
el ágora de Atenas. A cada paso te ibas hundiendo en el lodo. Yo tenía por cama una
puerta colocada sobre un amasijo de cieno y la compartía con León y Astilla, por
turnos, como se hace a bordo. Los soldados habían puesto el nombre de «armadía» a
los camastros. Además, tenías que vigilar el tuyo para que no te lo robaran.
Los marineros extranjeros empezaron a deshacer los cabos. Era imposible
detenerlos; esperaban a que oscureciera y se lanzaban por ellos. Algunos se llevaban
incluso los remos. Falló el avituallamiento y la recogida de desperdicios; no
quedaban ya armeros, cocineros ni asistentes. Había que asignar a la tropa las tareas
de las que normalmente se encargaban los ganapanes; en diez días se produjeron
altercados que estuvieron a punto de provocar una sublevación. Lo que sí poseía la
tropa era dinero. Pero ¿qué podía comprarse? Ni un simple palmo de tierra donde
apoyar la cabeza o un terrón limpio en el que pudieras hacer tus necesidades. Ni
siquiera podíamos comprar agua; el enemigo había represado los arroyos que
desembocaban en el campamento e infectado la única fuente de aquellos alrededores.
Los enfermos se amontonaban por centenares en los ya atestados lugares en los que
permanecían los heridos en Epípolas, quienes empeoraban día a día en aquel
miasmático infierno.
Una frase recorrió el campamento: «Izar el akation». ¿Sabes a qué me refiero,
Jasón? La vela del trinquete del trirreme, la única que se despliega durante la batalla
y desde la que se efectúa el salto a vida o muerte en la huida. Todos ardían en deseos
de izar el akation. Epípolas había enfrentado a Demóstenes con el grueso de la
expedición. Bajo su perspectiva, Sicilia no era más que un atolladero; teníamos que
sacar de allí a nuestros muchachos enseguida, y de no ser posible aquello, retirarnos
a una parte de la isla que pudiera ocuparse por tierra, conseguir víveres y atender de
forma adecuada a los heridos y enfermos.
El único que tomó partido fue Nicias. Se negó a emprender la retirada sin
órdenes procedentes de la Asamblea de Atenas. Una noche cené con mi primo y con
el médico Pallas. El hombre pertenecía a la familia de los Euctemónidas, de Cefisia;
estaba emparentado con Nicias y le había asistido en una enfermedad de los riñones,
que aún le hacía sufrir mucho. El médico iba algo tiznado y no vaciló a la hora de
expresar su punto de vista:
—Si Nicias nos lleva a casa sin la victoria, ¿cómo expresará su reconocimiento el
demos? Él lo sabe, puedes creerlo. Los mismos oficiales que chillan exigiendo la
retirada, una vez a salvo, en Atenas, se volverán contra él para ocultar su vergüenza.
Le acusarán de cobardía o traición o bien de haberse dejado corromper por el
enemigo; los portavoces de sus acusadores enardecerán a la muchedumbre, y ésta
clamará por su cabeza, como ocurrió con Alcibíades. Puedes pensar lo que quieras,
pero Nicias es un hombre de honor. Preferiría morir aquí como soldado que verse
sacrificado en la patria como un
perro. Pasaban los días y nadie se
movía.
Volvió Gilipos de las ciudades sicilianas tras haber reclutado un segundo ejército,
aún más numeroso que él, primero. Se levantó un campamento de diez mil en el
Olimpieón y otro dos veces mayor en Ortigia. El enemigo había perdido todo temor.
Guarnecía sus filas a la luz del día y circulaba por nuestras empalizadas,
provocándonos.
Finalmente, Nicias se convenció de que la retirada era una salida juiciosa. Se
impartió la orden; aquella noche todo el mundo subiría a bordo de las naves. En el
campamento reinaba la euforia. Lejos de sentirse avergonzados por la decisión,
aquellos hombres respiraban de nuevo tranquilidad. La humildad y la piedad, a pesar
de haberse recuperado con retraso, les libraba de la ruina que les habían impuesto los
dioses, todos los reveses y males que había sufrido la expedición a partir de la
desaparición de Alcibíades. ¿Qué locura, reflexionaban entonces aquellos hombres,
nos pudo llevar a deshacernos de él? ¿Quién podía imaginar que con Alcibíades al
mando se podían haber sufrido aquellas calamidades? Siracusa habría caído dos años
antes. El ejército se encontraría a media bota de Italia; la flota habría reducido a los
cartagineses y daría ya la vuelta a Hesperia. Pero, evidentemente, los dioses no lo
habían dispuesto así. Quizás el cielo castigaba nuestro orgullo al acometer una
empresa de tal envergadura o por haber utilizado la fuerza contra un país que jamás
la había aplicado contra nosotros. Tal vez los inmortales envidiaban a Nicias su
suerte, o a Alcibíades su ambición. Todo era posible. Lo que importaba era que
volvíamos a casa.
Lo que importaba hasta que la luna desapareció.
No existe una noche tan oscura como aquélla, cuando la esfera iluminada se
hundió en la tenebrosa negrura. Nadie puede imaginar algo tan renegrido como el
mar sin estrellas, ningún hombre tan inclinado al terror como el que se encuentra en
peligro de muerte. Tan terribles eran los auspicios, cuando los adivinos los
interpretaron, que sólo fueron capaces de leer el oráculo después de sacrificar a la
tercera víctima; los videntes iban matando un animal tras otro esperando el que
sangrara de forma propicia.
Tres veces nueve días la flota debía aguantar: eso indicaban los
presagios. En un periodo de tres veces nueve días no pudo zarpar
ninguna nave.
XXIII
Gilipos se lanzó al ataque en el vigésimo segundo día. Asaltó las fortificaciones con
treinta mil hombres y setenta y seis embarcaciones de la flota que se encontraban en
la bahía. Las murallas resistieron; las naves no.
Se hundieron nuestras naves de vanguardia, las Cloto, Láquesis y Atropo. De los
doce infantes de marina que constituían nuestro nuevo grupo, exceptuando a León y
a mí, cinco cayeron muertos y cuatro fueron heridos de gravedad. En total, perdimos
cuarenta embarcaciones, incluyendo en ellas las dieciséis que encallaron en la
marisma denominada Las Astas, donde los hombres de Gilipos acorralaron a las
tripulaciones entre los espigones y machacaron hasta el último de los nuestros.
Pusieron luego las naves capturadas a su servicio, contra nosotros. La Ariadna de
Eurimedonte se perdió en Dascón. El enemigo fijó el cadáver de éste en la proa de la
nave y desfilaron ante nuestra empalizada incitándonos a todos a desear la muerte.
Se trató de una derrota de las mismas proporciones que la catástrofe de Epípolas.
Aquello partió el alma a nuestros hombres. No acababan de creerse que les hubieran
vencido de nuevo y de una forma tan aplastante, pero había algo aún más patente:
que lo peor estaba por llegar y no tardaría.
El enemigo empezaba a construir una barrera de naves a lo largo de la entrada del
puerto. Se corrió la voz de que íbamos a buscar una salida, intentar el todo o nada.
Habían quedado abandonadas las murallas superiores de nuestra fortificación y se
estaba levantando un nuevo contrafuerte que rozaba la orilla. Nuestra posición había
quedado reducida a un rectángulo de lodo, cuya base apenas medía ocho estadios,
cercado por todas partes menos por mar. Sesenta mil personas, incluyendo en ellas
nueve mil quinientos heridos, y ciento diez naves ocupaban hasta la última porción
de la apestosa tierra. Los últimos esclavos y auxiliares del campamento fueron
despedidos, pese a haberse mostrado leales y a sus súplicas por quedarse. Teníamos
pan tan sólo para cinco días; había que guardarlo para la tropa y los heridos.
Ya no quedaba espacio para sepultar a los muertos. Quienes se ocupaban de ello
apilaban los cadáveres formando cuadrados, colocando maderas de barco entre ellos,
alternadas de forma que los rostros quedaran visibles para la identificación. Los
pasadizos que se formaron entre estos túmulos se llenaron de hermanos y
compañeros que iban en busca de los suyos. Volvían de aquellas rondas tan
acongojados que eran incapaces de dormir o comer y ni las amenazas ni los
incentivos conseguían que obedecieran orden alguna. La enfermería se convirtió en
un lugar tan malsano, tan
desalentador y espeluznante que los propios médicos mandaban a sus ayudantes que
esparcieran los enfermos por el campamento. Los cadáveres de los que habían
muerto en el mar se iban juntando formando una barrera flotante, bloqueando la
orilla, mientras que aquellos a los que la fuerza del mar no empujaba hacia nuestra
empalizada los llevaban hasta allí las naves enemigas, acumulándolos en los ganchos
y picas.
Teníamos que romper el círculo o morir. Todos los que estaban preparados para
combatir pasaron a bordo. Se fijó como fecha el sexto día de boedromion, día de la
fiesta de Boedromia, en conmemoración de la victoria de Teseo sobre las amazonas.
Levaron anclas ciento quince trirremes; veintidós permanecieron allí; no
disponíamos de más remos. No se hizo nada por garantizar la seguridad de las naves.
Ya pensaríamos en ello más tarde. Nicias pronunció un discurso, una excelente
arenga, y Demóstenes también hizo lo propio. Nadie habló, como era costumbre, de
rehuir la batalla ni de aplazamientos de última hora. Antes de que saliera el sol todos
se encontraban en su puesto, no hubo que despertar ni a tino solo. Las tropas, en
número de nueve mil, defendieron ambos extremos del campamento, mientras otra
se ocupaba del espigón construido ante las marismas, más allá del cual se encontraba
el regimiento siracusano de los temenites, bajo el mando de Hermócrates, cuarenta
mil hombres reclutados entre las turbas doce meses antes, que ahora se habían
convertido en tropas de choque. La parte occidental, el promontorio denominado
Nefastas nuevas, estaba protegida por una estructura hecha con piedras y leña.
Cuatro mil de los nuestros tenían que enfrentarse a veinte mil de ellos.
Embarcaron veintisiete mil entre atenienses y aliados: once mil guerreros,
dieciséis mil en los remos. Las embarcaciones partieron en una oscuridad tan
absoluta que los timoneles no acertaban a determinar si podían virar a babor o a
estribor, tenían que decidirlo por el sonido, por la señal luminosa del oficial de proa
y el silbido para la niebla. Nos encontrábamos en un momento histórico. Todos
teníamos que participar en la batalla, vencer o morir, si queríamos ver de nuevo a
nuestros hijos, nuestra esposa y nuestra patria. Nadie abrió la boca, ni siquiera para
suspirar. Cada uno tenía que hacer lo que estuviera en su mano o morir.
Las naves avanzaron en columna hacia sus puntos de reunión para entrar luego
en una formación de veinticinco por cuatro en profundidad, con una reserva de diez
embarcaciones. El Pandora se encontraba en la sexta posición a la izquierda de la
primera línea, la división bajo las órdenes de Demóstenes. La barrera de naves
enemigas estaba situada a unos diez estadios hacia levante. La oscuridad y la niebla
no nos dejaban ver ni siquiera sus linternas.
Empezó la espera, el interminable intervalo durante el que cada uno se coloca en
su puesto. Las naves ligeras se iban trasladando para controlar todas las posiciones e
impartir las últimas instrucciones. En el agua se pasa mucho frío, los dientes
castañeteaban en la oscuridad. Los marineros, instalados en sus bancos, devoraban su
ración de pan, aceite y cebada. Los infantes de marina se acurrucaban bajo el manto,
arracimados, sin articular palabra. Se repitieron por vigésima vez sus órdenes. No
había rancho; alguien lo había olvidado.
Finalmente, con las linternas apagadas, la línea empezó a avanzar. No se oía
ruido alguno, ninguna orden, tan sólo el chirrido de los remos contra el cuero de la
sujeción, el golpe de sus palas en el agua y el deslizamiento del casco en la
superficie. Se oía el golpe de las piedras que marcaban la cadencia, con la máxima
nitidez, así como la respiración acompasada de los remeros al hundir el remo y
empujarlo de nuevo. El Pandora avanzaba siguiendo el oleaje.
Empezó a aclararse el cielo. Podíamos distinguir ya nuestras naves. El
espectáculo que ofrecían no podía presentar un contraste más deshonroso si se
comparaba con la impecable imagen que habían mostrado al abandonar nuestra
patria, unas estaciones antes, con tantas expectativas. Faltas de pintura, despojadas
de sus adornos, luciendo tan sólo las insignias imprescindibles para diferenciarlas de
las del enemigo, nuestras naves se hundían en las olas como barcazas, con tal carga
de hombres dispuestos al combate en sus cubiertas que en lugar de naves de guerra
parecían transbordadores. Sus cascos estaban revestidos con cuero y piel en la parte,
superior para desviar las flechas incendiarias del enemigo y a lo largo de la línea de
flotación para proteger a los remeros en sus puestos. Con aquel deplorable aspecto,
las embarcaciones parecían objetos abandonados que iban renqueando hacia el
enemigo.
Igual que ocurrió con las demás embarcaciones, los mástiles del Pandora se
habían, desmontado y abandonado en tierra. Se habían recortado la proa y la popa y
colocado unas plataformas protegidas con mamparas en las que se intercalaban unas
planchas abatibles a modo de rampas. El timonel cumplía su cometido parapetado
entre maderas y pieles. «¡Aféala al máximo!» —había ordenado el capitán Boros, el
sexto desde nuestra salida de Atenas, mientras luchaba en la oscuridad codo a codo
con sus hombres—. «Pandora tiene que convertirse en la caja de los truenos para el
enemigo».
En su parte delantera, donde se encontraba antes la cámara (mi antiguo refugio
para echar una siesta), habían reforzado la proa con maderas recuperadas de otros
cascos destrozados. La habían aparejado con un espolón de triple anchura a fin de
contrarrestar cualquier innovación que hubieran adoptado los corintios. Estos
aparejos exteriores no servían por el momento, aunque en la confrontación los
infantes se encaramarían a ellos equipados con garfios. Los epibatai, el pelotón al
que pertenecíamos León y yo, nos manteníamos entre la popa y la parte central del
barco, a fin de que la proa quedara suficientemente elevada y la cabeza de buey libre
del embate de las aguas. En el borde de la proa se encontraban agachados los
componentes de las tres unidades de fuego, los que habían de encender las flechas y
las teas. La segunda estaba junto a mí, en la parte central de la nave, y la tercera, al
lado del parapeto del timonel.
Desde la posición en la que me encontraba veía lo que sucedía ante nosotros. En
la Pandora entraba tanta agua que los remeros la tenían hasta los tobillos. Los
encargados de achicar el agua la iban sacando acompasadamente del pantoque y
lanzándola rozando las orejas de sus compañeros a través de las aberturas recubiertas
de cuero en las que estaban insertados los remos. Por encima de las cabezas de los
remeros se habían dispuesto nuevas cubiertas para alojar a la infantería, a los
arqueros y lanzadores de jabalina, que en aquellos momentos permanecían
agachados, a punto de vomitar.
Por fin vimos al enemigo. Su línea de naves se levantaba como una muralla; el
puerto se había convertido en un lago. Habían construido empalizadas, en las que se
veían pieles entrelazadas para atajar los proyectiles incendiarios; en su parte interna
habían dejado unas troneras desde las que lanzarían sus proyectiles. La superficie de
la empalizada estaba cubierta de palos y maderas. Quedaba un espacio de
aproximadamente un estadio. Entre la empalizada y el mar abierto veíamos su flota,
compuesta por más de cuarenta naves, que avanzaban en columna de tres y cinco en
fondo, a fin de impedir todo intento de romper el cerco por parte de los atenienses.
Cientos de embarcaciones menores se situaban como obstáculo, mientras otras
flotillas partían de la orilla. El enemigo controlaba nueve décimas partes del
perímetro del puerto. El ejército de Gilipos esperaba en la orilla. ¡Qué los dioses
ampararan a la nave y a la tripulación que cayeran en su mortífero radio de acción!
Procedíamos siguiendo el sistema de dos y uno, operando en la hilera de remos
por turnos. De pronto, unos cuatro estadios mar adentró, el contramaestre gritó:
«¡Todos a la vez!», y la Pandora se lanzó hacia el frente enemigo. El capitán Boros
daba órdenes a los oficiales sirviéndose de la bocina, indicándoles distintas
posiciones, como si cada uno pudiera determinar la embarcación a la que iba a
atacar. Salió correteando con aire jubiloso. «¡Delfines, muchachos! ¡Adelante!».
Soltando una carcajada, se precipitó hacia popa, al puesto del timonel. Apareció
luego el prostates, el oficial de proa, llamado Milo, al que habían sorprendido en un
prado con su amante y por ello se había ganado el sobrenombre de Rhodopygos,
Mejillas sonrosadas. Era un hombre inquieto, que siempre temía lo peor, y en
aquellos momentos avanzaba a duras penas transportando por encima de su cabeza
una tabla de roble que pesaba tanto como él.
—¿Han anunciado lluvia, joven? —le gritó León.
Rhodopygos iba pegando saltos hacia delante y hacia atrás, oteando para calcular
la distancia que nos separaba del enemigo. Cuando él avisara, teníamos que avanzar
como un solo hombre para lanzar los proyectiles mientras nuestro propio peso haría
descender el ariete en el instante más temible. Cuando menos, aquél era el plan. En
la práctica, como siempre, reinó la confusión.
Una nube de pequeñas embarcaciones situada a poco más de un estadio se dirigía
hacia nosotros envuelta en la neblina. Empezaron a llover sobre la cubierta los
dardos y flechas incendiarios. Uno de ellos hirió a Mejillas sonrosadas en el pie; en
un abrir y cerrar de ojos nos encontramos todos en los balancines, descargando
todo lo que
teníamos a mano. Teníamos delante la muralla de naves. No lo conseguiríamos. Dos
de las situadas en primera línea se acercaban hacia nosotros, un trirreme con el
mascarón de proa adornado con una figura femenina con los senos desnudos y una
galera sólida como una barcaza. Llevaban más de cien hombres a bordo. La Pandora
levantó la proa para embestir. El trirreme se precipitó contra nosotros lateralmente.
Los infantes de proa lanzaban girándulas; los arcos de humo recorrían el espacio
cada vez más reducido que quedaba entre las naves. Los hombres, colocados de
rodillas, arrojaban jabalinas, pero pronto tuvieron que tumbarse tras los protectores
para refugiarse del ataque enemigo. Uno y otro bando lanzaba recipientes de
humeante azufre colgados de una cuerda, a los que los siracusanos llamaban
«escorpiones» y los atenienses, «hola qué tal». Las tres embarcaciones ardían.
En aquel momento se produjo el choque entre la Pandora y la galera. Sin
embargo, formaban un ángulo agudo y las dos, con las proas unidas, empezaron a
virar lateralmente con los cascos trabados. Nuestros infantes de marina les asaltaban
intermitentemente arrojándoles garfios; el enemigo respondía con una lluvia de
flechas y piedras. Se habían desecho de los parapetos y los garfios rebotaban como si
fueran judías secas. En cuanto se enganchaban, el enemigo respondía a golpes de
mazo y hachazos. Un desafortunado hijo de perra había quedado enganchado por la
pantorrilla y colgaba de la base del mástil, mientras tres de los nuestros intentaban,
aplicando todas sus fuerzas, mantener dominada la nave. Instantes después, la Dos
Tetas pegó de costado contra la panza de la Pandora y, poco más tarde, nuestro
Intrépido se hincó en su trasero.
El enemigo tenía piedras enormes rocas que debían de pesar un talento,
amontonadas en la parte de proa y en los parapetos. Llevaba a bordo a los más
ciclópeos de sus hombres, los cuales levantaban sus proyectiles para arrojarlos contra
nuestras protecciones y las hacían añicos.
Dirigía uno de aquellos titanes. Aquella especie de buey que mediría casi siete
pies y llevaba el torso desnudo, con una enorme zancada saltó a nuestra proa
llevando como única arma una descomunal piedra, la cual empujaba por delante de
él y con ella iba derribando a nuestros infantes. Un joven llamado Elpenor le abrió el
brazo hasta dejarle el hueso al descubierto; el bruto se dio la vuelta vociferando,
soltó la roca, aplastó el cráneo del infante y, girando sobre sus talones, golpeó el
rostro de otro que tenía a mano. Con unos muslos que parecían troncos de roble, iba
apartando de su camino a quienes le impedían avanzar.
No era momento para heroicidades. Cogí a dos, a Metón, Quebrantabrazos, y a
Adastro, Cabeza de estopa, y los lancé contra la espalda del monstruo. Lo agarramos
entre tres y le clavamos una lanza en el hígado y otra en la cadera. Cabeza de estopa
le abrió la corva con una pica. La bestia humana cayó sobre una rodilla soltando
unos terribles alaridos. Ni siquiera se dio la vuelta para ver quién le había derribado;
se limitó a levantar de nuevo la piedra y lanzarla con todas sus fuerzas contra los
pantoques. Pasó por el compartimiento de los remeros, rompiendo instantáneamente
la rodilla de uno del segundo banco, para quedar aplastada contra la madera de la
sobrequilla, y con ello todo el casco tembló. Empezó a entrar el agua. La Pandora se
estaba hundiendo.
Resulta imposible reconstruir a posteriori la sucesión de los acontecimientos, la
sucesión de las sucesiones, pues todo se sucede con una velocidad vertiginosa en
medio del caos, cuando las propias facultades se encuentran alteradas por la furia y
el terror, por el miedo que uno siente por sus hombres y por uno mismo. En un
momento determinado, uno de los infantes enemigos me tenía agarrado por la barba
y golpeaba con su escudo la parte superior de mi yelmo con tal frenesí que me di
cuenta de que me partiría el cráneo. Le así con todas mis fuerzas por los testículos y
no le solté hasta que logré deshacerme de él. Resbalé por encima del parapeto
cubierto. León, desde atrás, lo decapitó con un certero golpe asestado con las dos
manos; la cabeza con el yelmo rebotó contra mi barriga, soltando sus fluidos, topó
luego con los palos y cayó al mar.
El combate en el mar tiene una particularidad: el hombre no tiene hacia donde
huir. De una u otra forma nuestra compañía consiguió capturar la galera, si es que
puede llamarse así a un amasijo de madera ardiendo a punto de hundirse, y el triunfo
se debió básicamente al hecho de que la carraca en cuestión hacía aguas por la parte
de popa y nosotros, al avanzar desde la proa teníamos ventaja, ya que nos
encontrábamos en una posición más elevada. Emprendimos el ataque contra el
enemigo tras una barrera de escudos. Se iniciaba entonces una batalla paralela,
horripilante como la que ya estaba en curso, en el canal que se había formado entre
los encendidos cascos, mientras los remeros de la Pandora y la Dos Tetas, obligados
a abandonar las embarcaciones, peleaban cuerpo a cuerpo con la intención de ahogar
al adversario. Las hachas y los palos habían reemplazado a las lanzas y las jabalinas.
Se utilizaban asimismo trozos de remo. Los guerreros golpeaban, cortaban y
ensartaban al enemigo en medio del agua incluso cuando iban cediendo bajo sus pies
las cubiertas sobre las que se encontraban. Por aquel entonces la tercera y cuarta
oleada atenienses habían alcanzado las murallas de naves enemigas y estaban
atacándolas a modo de tropas terrestres destinadas al asalto de una fortaleza. Nos
llevaron al Intrépido. Momentos después, nosotros también luchábamos en la
muralla.
Mi primo me contó más tarde lo que veía desde un punto de observación en la
orilla. Los heridos suplicaban a los cirujanos que los empujaran hacia el mar. La
suerte de todos dependía del resultado de la batalla; nadie podía quedarse al margen.
Incluso los guerreros que habían quedado en tierra se acercaban a la orilla, se
adentraban como podían en el mar, como hacían los siracusanos a lo largo de su
costa, forzando la vista en medio de la humareda en busca del menor indicio de
victoria o derrota.
Según mi primo, desde aquella perspectiva resultaba imposible ver el muro de
naves; veían tan sólo el humo, negro en su parte inferior y de tonos grisáceos en el
ascenso, formando unos nubarrones tan densos que se habría dicho que todo el
firmamento estaba en llamas. Alrededor del puerto se libraban unos combates tan
feroces que, de no encontrarse en el contexto de aquel holocausto, podrían haberse
cualificado de históricos, aunque, inmersos en aquella situación en la que participaba
un número tan elevado de hombres y embarcaciones, más bien parecían batallas
secundarias o epílogos. Las naves en pugna en mar abierto, comentaba mi primo,
habían abandonado hacía mucho el sentido de la maniobra y la táctica. Se limitaban
a forcejear, casco contra casco. Sé veía la superficie del puerto como sembrada de
pequeñas islas y archipiélagos de naves, a veces cuatro, seis o incluso diez
amalgamadas, mientras los hombres, en el puente, entablaban la pugna cuerpo a
cuerpo, a vida o muerte.
Alrededor de las naves, se aglomeraban un sinfín de embarcaciones siracusanas,
botes, zatas, armadías y balsas tripuladas por el último jovenzuelo o vejestorio capaz
de lanzar un artefacto incendiario o desparramar el cerebro de un marino con un palo
o una piedra. Se distinguían las embarcaciones atenienses por el enjambre de
pequeñas naves que las rodeaban intentando hacerse con el timón, lanzando
proyectiles o colocándose en los bancos para inutilizar los remos.
Como quiera que la suerte de la batalla se alternaba, la consternación entre los
que la presenciaban desde la orilla iba aumentando. De pronto veías a los
compañeros que se abrazaban llenos de júbilo, según contaba mi primo, mientras
nuestra armada expulsaba al enemigo. Pero apenas volvías la vista hacia otro lado,
en el que se imponía la fuerza contraria, la desesperación se apoderaba súbitamente
de ti; desechos en lágrimas, los espectadores gemían y se lamentaban por su destino.
Por si no bastara aquella expectación, se agolparon en lo alto de las almenas las
mujeres e hijas de los siracusanos, observando tan de cerca los acontecimientos que
los guerreros desde abajo oían sus gritos. Aquellos cuya nave embestía de lleno una
de los atenienses recibían una clamorosa ovación, mientras las que sufrían el asedio
provocaban una lluvia de gritos de desprecio.
En el muro de naves, nuestro bando iba venciendo.
El enemigo se cernía sobre doscientas embarcaciones, mercantes, barcazas,
galeras y buques de guerra, manteniendo la línea con cuerdas y madera, de forma
que el frente formaba un baluarte impenetrable para el atacante. Y contra éste se
lanzaban las naves atenienses. Un detalle diferenciaba aquella batalla de las demás
en las que había participado yo: en ningún punto del campo de batalla se podía
detectar una embarcación o a un solo hombre que huyera de la confrontación. Tan
obsesionados estaban los dos bandos por conseguir imponerse, los atenienses para
evitar la aniquilación, los siracusanos y sus aliados para vengarse de quienes habían
declarado la guerra con el fin de esclavizarles y, sobre todo, para alcanzar la
imperecedera fama de haber llevado a los atenienses a la ruina, que nadie se
planteaba por un instante salvar la piel al contrario, les movía sólo la intención de
superar al otro en pericia y valor. El sol se veía alto en el cielo cuando, abatido por
un «quebrantahuesos» me caí
del puente de una barcaza y fui a parar contra el casco, donde me hundí como una
piedra en una masa de agua que me llegaba hasta el pecho. Sopa tiró de mi cuerpo,
arrastrándolo hasta un refugio y allí se ocupó de mi pierna.
—Mira eso, Pommo —me dijo señalando la línea de la confrontación—. ¿Habías
visto en tu vida algo igual?
Hasta donde alcanzaban mis ojos, el mar era una cortina de naves envuelta en
humo. A nuestra izquierda, una de nuestras embarcaciones acababa de atacar a una
de las que formaban el muro; los tres órdenes de remos luchaban con furia, mientras
desde la brecha se iniciaba una tormenta de piedras, flechas y teas tan compacta que
tenías la sensación de que la atmósfera se había solidificado en hierro y fuego. En
cuanto el espolón ateniense logró desengarzarse de las entrañas del enemigo, un
segundo trirreme se abalanzó sobre la misma embarcación. El espolón arremetió
contra la popa del enemigo, hendiendo toda su parte posterior. Bajo su impulso, un
enjambre de guerreros saltó por los aires. Mientras la embarcación se hundía
arrastrada por su propio peso, y entre ambos bandos se intensificaban las descargas,
la primera nave, que había conseguido dar marcha atrás, acometió con nuevo ímpetu
en el mismo punto.
Desde el lado opuesto, tres galeras atenienses acababan de golpear contra las
naves del muro. Tan revueltos estaban los infantes de ambos bandos que se veían
más siracusanos que atenienses en los puentes de las embarcaciones atenienses, y en
las naves siracusanas ocurría lo mismo. Pasaron manteniendo cierta distancia con los
atacantes tres barcos atenienses de grandes dimensiones, de una lentitud
amenazadora, con arqueros que iban lanzando una lluvia de brea que volaba por
encima de las cabezas de sus hombres y se estrellaba contra el enemigo. Se prendió
fuego en una de las embarcaciones del muro y las llamas se propagaron
inmediatamente, alimentadas por el viento o por los hombres que no cejaban en su
empeño. Cuando el sol alcanzó el cenit, se habían abierto ya una docena de brechas
en la empalizada. Más tarde, León me contó que había visto tres naves atenienses,
dirigidas por la Implacable de Demóstenes, desfilando ya a través del muro enemigo
y haciendo señas para que le siguieran.
Habíamos vencido. Sin embargo…
El enemigo seguía controlando las dos mordazas del torno, el promontorio de la
ciudad, Ortigia, y Plemirión, La Roca, y en el centro el muro de naves fondeadas en
la bahía. Tenía cincuenta mil hombres en un extremo y veinte mil en el otro,
dispuestos a reunirse en el muro. A los puntos en los que se había abierto una brecha
en la línea de embarcaciones acudían pequeñas naves a rellenar los huecos. Otras
transportaban recambios mientras el resto se impulsaba encima de las maderas y las
cadenas que seguían sujetando el asediado muro. Había transcurrido toda una
mañana; estábamos pegando tal paliza al enemigo, causándole tantas bajas, que
realmente no podíamos esperar que resistiera mucho más.
En un combate tan cerrado, aquellos que no poseen experiencia, aunque sean
valientes como los siracusanos y sus aliados, cometen un error que en Esparta se
denomina «seguir la corriente» o «la ratonera». El hombre que se bate de esta forma
se planta ante el enemigo de cara, le asesta o recibe de él algún golpe y luego, los dos
ilesos, se hacen a un lado para abordar al siguiente e iniciar otra ronda de golpes y
así sucesivamente. Es el miedo el que le hace actuar así. Busca un escondrijo,
una
«ratonera» en medio de la matanza. En Esparta los muchachos son propensos a este
hábito. Por ello se les instruye en luchar hasta que uno de los contendientes cae al
suelo. Es lo que los lacedemonios denominan monopale, «de uno en uno». Los
siracusanos no habían aprendido aún el arte, pese a las pródigas instrucciones de
Gilipos. Entonces, en el muro de naves empezó a notarse la superioridad de los
atenienses en cuanto a experiencia. Lo enfocaron así: enfrentamiento sobre el puente,
veinte contra veinte, cuarenta contra cuarenta, una parataxis, batalla campal en
miniatura. O bien pelea por debajo del puente hombre contra hombre, con el agua
hasta los muslos o la cintura, los costados de la nave a menudo en llamas, rodeando a
los combatientes. Los atenienses le habían cogido el tranquillo. En el mar, quienes
están en situación de defensa han de matar hombres, tarea que nunca es fácil.
Quienes atacan, al contrario, deben destruir cuantas más cosas mejor. Los infantes de
la marina de Atenas penetraron en el costado con fuego y hachas. Iban abriendo las
entrañas de las naves, de una en una, prendiendo fuego a sus cascos. A lo largo de la
muralla las embarcaciones se iban a pique crepitando.
Encontré a León y a Telamón. Juntos destrozamos a hachazos una barrera de
troncos, ocho superpuestos sujetos con bandas de hierro, que unían las diversas
secciones de la línea enemiga. Extenuados, León y yo nos sentamos a horcajadas
sobre los troncos, golpeando con unas hojas tan poco afiladas como un cuchillo para
untar grasa. Apareció el enemigo. Unas pequeñas embarcaciones cargadas con
honderos se dirigían hacia nosotros. Nuestro grupo estaba formado por diez
hombres. Aparte de Telamón, León y Sopa, yo no conocía a nadie más. Los otros se
habían ido sumando de uno en uno o por parejas; ni me enteré de sus nombres. Uno
con barba rojiza pedía a gritos a una de nuestras naves que lanzara fuego. Mientras
se desgañitaba, un proyectil le partió la garganta; cayó como un saco de piedras. El
tirador empezó a pavonearse dispuesto de nuevo a disparar. Oí un grito de alarma
atrás. No sé cómo, otro grupo enemigo había penetrado en el casco que acabábamos
de cruzar. Se acercaban a nosotros otras dos embarcaciones de honderos. Todos
íbamos sin yelmo; nos habíamos desecho de los escudos. Éramos blancos seguros.
Los proyectiles silbaban a nuestro alrededor. Telamón soltó un grito para que
siguiéramos; nos arrojamos al mar. Una hora más tarde nos encontrábamos en otro
casco, desmantelando un nuevo haz de troncos, con tan sólo un pilos en la cabeza y
los andrajos que cubrían nuestro cuerpo como protección.
El enemigo insistía. Acudía a raudales desde Ortigia y La Roca. La procesión no
parecía tener fin. Eran hombres robustos, frescos, con la barriga llena y las piernas
descansadas. Sus carnes no habían catado la espada, el puño ni golpe de ningún tipo.
Los mangos de sus armas no habían sufrido el constante zarandeo de todo un día. No
tenían los huesos molidos como nosotros, que ya habíamos utilizado el tercero y
cuarto escudo, arrancado a los compañeros muertos o moribundos. El humo no había
asfixiado sus pulmones ni el fuego chamuscado su piel; circulaba agua fresca por sus
intestinos; aún eran capaces de sudar.
Pero a pesar de todo, los nuestros se habrían impuesto a no ser por el viento y el
reflujo de la marea. El sol se había desplazado ya y se hundía en el horizonte;
soplaba la brisa. La marea cambió en una pérfida conjunción. Existe un canal
denominado la Carrera, justo al abrigo de la isla de Ortigia, a través del cual la
corriente, comprimida por la configuración del litoral y la profundidad marina,
circula a una velocidad inusitada al cambiar la marea. El enemigo abrió una brecha
en el muro de las naves. La corriente empujó, impulsando nuestros trirremes hacia
atrás. Y por si esto fuera poco aparecieron veinte naves de combate corintias que
rodearon el muro desde la parte septentrional. Con la ayuda de la creciente brisa y
envalentonados sus hombres por un ímpetu divino, se precipitaron contra las naves
atenienses, incluyendo la Implacable.
Nuestros remeros se veían incapaces de controlar sus movimientos en el fuerte
temporal. Abatidos por el cansancio, empezaron a flaquear y a obstruirse entre sí. El
viento golpeaba contra la superficie de los remos y jugaba a su antojo con ellos. La
corriente se hacía más intensa. Las naves que conseguían mantener la posición y
enfrentarse a las rachas con la proa por delante descubrían su vulnerabilidad ante el
ataque lateral lanzado por los corintios, que iban llegando con sus tripulaciones
frescas, así como por el de los siracusanos, que se precipitaban hacia allí;
convencidos de que los dioses habían respondido a sus plegarias enviándoles la
imprevista tormenta para derrotar al enemigo. Me encontraba yo en aquellos
momentos a bordo del Aristeia, la quinta o sexta embarcación en la que había
servido durante el día, cuando oí que su comandante ordenaba invertir el sentido y
embestir a uno de los corintios que se acercaban. Tan fuerte era la tempestad que
nuestra embarcación se desplazaba marcha atrás. Los corintios evitaron el choque sin
problemas, invirtiendo el sentido de sus órdenes de remos, se situaron
perpendicularmente para contraatacar. La Arísteia alzó la popa en medio de una nube
de proyectiles. La nave corintia, obstaculizada también por el viento, que chocaba
perpendicularmente contra su casco, consiguió tan sólo asestar un golpe de refilón a
la proa del Aristeia, aunque le bastó para abrir una brecha lo suficientemente ancha
para que pasaran por ella dos hombres. El agua entró a chorro. La orilla quedaba aún
a diez estadios.
Los hombres remaban con la desesperación de aquel que, consciente de la
derrota, tiene al enemigo en sus talones y sabe que la guerra será a muerte. Oían a los
hombres de Gilipos, ávidos de sangre. Empezaron a escucharse lamentos de
desesperación; las extremidades presentaban el temblor que precede a la parálisis.
Nuestra embarcación navegaba bajo la sombra proyectada por las Epípolas, en las
oscuras aguas que nos separaban de la costa. Hacía el mismo frío que durante la
mañana.
El Aristeia chocó contra la empalizada ateniense. Las naves que habían acudido
en primer lugar al ataque del muro habían derribado los pilotes y destrozado sus
cascos precipitándose contra ellas. En aquellos momentos la tripulación y los
guerreros afluían a cientos en la superficie, en un desesperado intento de recomponer
el frente. Localicé a León y a Sopa trabajando con ahínco en la tarea. ¿Qué les movía
a una actitud tan noble? Me precipité hacia ellos gritando. No llevaba armas ni
calzado. Estaba completamente extenuado. Como todos, por otra parte. Se respiraba
la muerte, no sólo en el frío y la oscuridad sino en los propios huesos. Se oía a las,
naves corintias y siracusanas que se abalanzaban contra nuestra fortificación como
aves de rapiña. Avanzaban como en un sueño. ¡Por todos los dioses, qué bello
espectáculo! A mi lado, los submarinistas se afanaban en el agua intentando aparejar
en la empalizada la cadena que unía dos vallas de espinas sumergidas. El peso
mantenía el flotador abajo; ellos hacían enormes esfuerzos por lanzar el extremo a
los compañeros que se encontraban a horcajadas en la plataforma, pero les fallaba la
fuerza en los brazos; la cuerda iba topando contra la superficie con un chasquido sin
llegar nunca al punto marcado. Otras dos naves enemigas se habían situado ante la
brecha abierta en nuestra línea; se acercaban con tanta rapidez que los primeros
proyectiles lanzados por sus toxotai agitaban el agua ante nuestras narices.
Acudieron más hombres en nuestra ayuda desde la orilla. Tras un esfuerzo
sobrehumano, lograron introducir la cadena en el agujero pertinente y tensarla.
Con un titánico impacto, la embarcación que se encontraba más avanzada se
precipitó contra la empalizada. Vi a Sopa enmarañado entre las cuerdas. Una pica le
atravesó la nuca. Sumergidos, con la idea de salvar la vida, León y yo notábamos las
estacas hundidas, sólidas como árboles, que iban penetrando en las entrañas del
enemigo, así como las vallas de espinas que le desgarraban el fondo. Aun así, los
remeros corintios seguían peleando para abrir una brecha por la que pudieran
penetrar sus compañeros y atacar las naves atenienses destrozadas en la otra parte de
la barricada. Se inició entonces una refriega delirante. Los atenienses pululaban
como hormigas a lo largo del trirreme atravesado. Los muertos formaban una
alfombra en el agua. Nuestros hombres se afanaban con las manos vacías con la idea
de encaramarse en los agarraderos de los remos, y destrozar los bancos a través de
las portillas protegidas con cuero, mientras los infantes enemigos les golpeaban
desde la parte superior y los arqueros les lanzaban flechas a bocajarro. Nuestros
hombres iban recogiendo las flechas encendidas que caían como lluvia sobre sus
naves para lanzarlas de nuevo hacia los asaltantes. Los corintios se iban hundiendo, y
su casco entraba a formar parte del frágil baluarte que aún nos protegía. Más allá del
muro, un grupo de hombres armados se dirigía hacia el muro de naves, sus arqueros
iban lanzando dardos encendidos contra nosotros mientras los remeros entonaban el
paean con aire jubiloso y triunfal.
Encontré a León entre el amasijo de cadáveres. Sopa estaba muerto y a Astilla lo
habían destrozado a hachazos. Las olas, apenas capaces de derribar a un niño, nos
zarandeaban; avanzábamos con mucho esfuerzo, y tal era nuestro temblor que apenas
conseguíamos dominar las extremidades.
Nuestro primo Simón, nos tendió la mano en medio de aquel amasijo. Nos traía
vino y a mí me estrechó rodeándome con su capa. Otros arroparon a León y le
friccionaron el cuerpo para que la sangre recuperara el calor. Se respiraba la
desesperación y se veían aún más afligidos aquellos que durante todo el día no
habían podido participar en la lucha, los ilotas y los heridos que se habían visto
obligados a observar sin asestar golpe alguno. «Éste es el aspecto que ha de tener el
infierno», pensé al contemplar la orilla.
Más arriba, un grupo de marineros hacía lo posible por reanimar a un compañero.
No había nada que hacer. Por fin, el último que lo intentaba abandonó y se alejó.
Había caído la noche. En la bahía, ya sumida en la oscuridad, las naves enemigas
retomaban sus posiciones y los guerreros atacaban con sus lanzas a los que habían
quedado rezagados entre las olas, gritando que dentro de poco todos correríamos la
misma suerte. Aparte de León y de mi primo, la masa de marineros observaba con
aire ausente aquella terrorífica escena.
—¿Lo viste ahí? —dijo uno sobrecogido, lleno de pavor—. Estaba en las naves,
combatiendo para el enemigo.
—Ahí estaba cuando nos han asaltado, dirigiendo su nave.
¿A qué venían aquellas estupideces? ¿Acaso aquellos idiotas creían haber visto a
Poseidón, o al propio Zeus, entre los paladines del enemigo?
—¿De quién demonios habláis? —pregunté—. ¿Qué fantasma creéis haber visto,
lunáticos?
El marinero se volvió hacia mí como si el lunático fuera yo.
—Alcibíades —puntualizó.
XXIV
LA CUESTIÓN DE LA DERROTA
Más tarde, en las canteras, uno de los nuestros preguntó a un guardián siracusano si
era cierto que Alcibíades había participado en la batalla del puerto.
Él hombre se rió en sus narices:
—Vosotros, los atenienses, podríais poner un poco más de imaginación en
vuestras historias. ¿O es que no os entra en la cabeza que os derrote alguien que no
sea de los vuestros?
Existe en Sicilia un delito al que los autóctonos no griegos denominan
demortificare. Significa disponer las cosas de tal forma que alguien se sienta
avergonzado o bien ser consciente de tal sentimiento de congoja y no hacer nada por
aliviarlo, actitud igualmente reprobable. Para los siracusanos, que han hecho suya la
idea, se trata de un delito más grave que el asesinato, al que consideran un acto de
pasión o de honor y, como tal, aprueban o cuando menos aceptan los dioses.
Demortificare, sin embargo, es algo totalmente distinto. Vi en una ocasión cómo el
padre de uno de los rapazuelos que nos ayudaba en la colada pegaba a su hijo hasta
dejarle prácticamente sin sentido por haber dejado sola en las danzas a su prima.
Los siracusanos tenían mil razones para odiarnos, pero por encima de todo estaba
el habernos rendido ante ellos. Fue León quien lo constató, cuando recopilaba
observaciones para su historia, y hacía mentalmente, recitándolas luego en voz alta
para evitar que los compañeros se sumieran en la desesperación. «Los siracusanos
pueden perdonarnos por haberles declarado la guerra. Tolerarán incluso el saqueo de
su ciudad y la matanza de sus hijos. Pero nunca nos perdonarán nuestra vergüenza».
Tú eres un caballero, Jasón, pero también un guerrero. Y te consideras asimismo
filósofo. Yo estoy convencido de que lo eres. ¿Sabes por qué he acudido a ti para que
me ayudes en mi defensa? No lo he hecho creyendo que podrías echarme una mano.
Nadie lo conseguiría; han cavado ya mi tumba. He abusado más bien de tu buena
voluntad por interés personal. Quería conocerte. Te he admirado desde lo de Potidea.
¿Te sorprenderá saber que he seguido tu carrera? Conozco lo de la muerte, mejor
dicho, lo del asesinato de tus dos amados hijos a manos de los Treinta Tiranos. Y
también la ruina que cayó sobre la familia de tu segunda esposa. Soy consciente del
peligro que corriste tú y tu familia al defender al joven Pericles ante la Asamblea; leí
tu discurso con profunda admiración. Mantenerse del lado del honor una vida entera
es algo encomiable.
Me enorgullece tener en común con un hombre como tú, sino el honor, al menos
la intuición. He aquí mi delito, y para dar cuentas de él, llevo a toda Grecia conmigo
al banco de los acusados: para salvar la piel, abandoné a mis compañeros, en el
campo y en mi corazón. Pero vamos a decir las cosas sin tapujos. No sólo abandoné
a mis hermanos: me abandoné también a mí mismo. Me abandoné para salvarme.
Todo vicio tiene su origen en la carne; ¿acaso no nos lo ha enseñado Sócrates?
Como afirma Agatón en el discurso de Palamedes ante Troya, él mismo condenado a
muerte:
Pero ¿quién, de entre nosotros, lo ha hecho? Tu maestro, sin ir más lejos. Por ello
le odian, pues reconocer su nobleza implica admitir la propia bajeza, lo que nadie
hace voluntariamente. Le odian como el fuego odia al agua, como el mal odia al
bien. Nosotros que volvimos la espalda a nuestros compatriotas y a nuestra más
noble naturaleza, nosotros, a quienes una larga y brutal guerra ha llevado a tal
abjuración,
¿podemos definir como objeto de nuestra traición a otro que no sea nosotros
mismos?
¿Hay alguien a quien hayamos abandonado individual y colectivamente?
¿A quién sino a Alcibíades? Atenas le despreció no una vez, sino tres, cuando él,
arrodillado ante ella, le ofreció todo lo que poseía. ¿Y qué movió a Atenas a odiarle
aún más? Tan sólo el hecho de negarse a reconocer que le había abandonado.
Empujado por su propia naturaleza orgullosa, la que le llevó a renegar de sí mismo y
de su patria natal, Alcibíades demostró una profunda verdad del alma humana: lo que
nosotros desterramos vuelve para vengarse.
Es lógico, pues, que Atenas desprecie más a estos dos hombres que a todos los
demás: al más moderado, tu maestro, y al más imprudente, tu amigo. Y a ambos los
odia por la misma razón: porque entre los dos, uno con la lámpara de la sabiduría, el
otro con la antorcha de la gloria, han iluminado el espejo en el que se reflejaban las
almas abandonadas de sus compatriotas.
Pero me estoy apartando del tema. Volvamos al Puerto Grande, a la cuestión de la
derrota…
Con la muerte de Sopa y de Astilla, el Pandora perdió a todos los miembros de la
tripulación original, a excepción de León y yo. Tras la campaña de Iapigia, habían
causado baja por heridas Metón, de apodo Quebrantabrazos, Teres, Testa, Adrastro,
Cabeza de estopa, Colofón, Barbirrojo, y Menónides; por enfermedad, Agnón, El
Pequeño, Estrato, Marón y Diágoras; desertaron Teodectes y Milón, el pentatleta. Si
el valor de un oficial se mide por el número de hombres que devuelve a casa vivos,
la lista es bastante elocuente. Sólo puedo añadir como defensa que nadie lo hizo
mejor. De los sesenta mil ciudadanos libres, voluntarios de los estados tributarlos y
conscriptos de ambas flotas, poco más de mil consiguieron volver a casa, cada cual
por su cuenta y después de pasar terribles tribulaciones.
Por lo que se refiere a mis hombres, mía es la culpa. La formación en el campo
de la obediencia que recibí de niño, así como práctica adquirida en el servicio como
mercenario, habían sido excesivamente duras, demasiado espartanas, por así decirlo,
para imponerlas a los atenienses, sobre todo a aquellos valentones desharrapados que
conformaban el grueso de la fuerza naval. Era gente a la que no le faltaba valor e
iniciativa. Habían nacido para la discusión y la disputa, no se dejaban intimidar por
autoridad alguna y se mostraban descarados, briosos e indómitos como gatos.
Invencibles cuando todo estaba a su favor, aunque sin la rígida disciplina necesaria
para concentrarse cuando el cielo se volvía contra ellos, momento en que ni yo ni
León nos veíamos capaces de instilársela. Disponíamos de los implacables guerreros
a los que un mando inteligente y audaz podría llevar de victoria en victoria. Ahora
bien, cuando se veían obligados a soportar adversidades durante un largo periodo —
y no hablo sólo de la derrota sino de simples demoras o lapsos de inactividad—, el
espíritu de iniciativa que les distinguía se revolvía contra ellos y, como una rata
enjaulada, empezaba a roerles las entrañas. De las observaciones de León:
Los soldados y marineros atenienses habían vencido durante tanto tiempo que no
sabían perder. La derrota les amedrentaba como el golpe demoledor al luchador al
que nunca ha derribado un golpe. Nunca había visto a nadie perder armas y
armaduras como las suyas. Inquietos, propensos al aburrimiento, nuestros
ciudadanos combatientes no poseían la paciencia del guerrero ni se preocupaban por
adquirirla. La virtud de la obediencia, valorada en Esparta hasta el punto de ser
adorada como una diosa, para los atenienses no era más que carencia de visión o
falta de osadía. En la victoria despreciaban a sus oficiales; en la derrota se
amotinaban sin escrúpulos. Resultaba imposible convencerles de que la virtud de la
obediencia y el mando son las dos caras de la misma moneda. La fortuna elevaba a
veces al puesto de mando a algún estratega con dotes para el cargo, que ponía
delante de los ojos de sus hombres tinas virtudes —tolerancia, tenacidad, fortaleza—
que para ellos contaban tanto como sus propios orines, e impartía castigos
imposibles de aplicar en un ejército democrático. Lo único que puedo decir para
rendir honores a los caídos es que perecieron cuando la lucha podía llevar aún el
nombre del honor.
Dos noches después de la derrota en el Puerto Grande, el ejército partió; como
mínimo se pusieron en marcha los cuarenta mil que se encontraban en condiciones
de andar, en busca de alguna parte de la isla donde pudieran luchar por la
supervivencia. Iban a abandonar a su suerte a los enfermos y heridos.
Mi primo no quería dejarles morir. Me encontré con él cuando el ejército se
concentraba para el traslado. La noche era oscura como boca de lobo, pero aún así se
percibían las sombras de los lisiados y mutilados que, a rastras o renqueando, se
dirigían hacia la formación suplicando que les llevaran con ellos.
—¡Me dejaré arrastrar! ¡Tirad de mí como si fuera un saco! —suplicaba uno que
había perdido las piernas.
Había quien prometía oro para cuando regresaran a casa, o todo lo que poseyera
su padre. Otros rogaban en nombre de los dioses, de la piedad filial, de los vínculos
de la infancia, de algún juramento o de las tribulaciones vividas en común.
Llegó la orden de partir. Los enfermos se afanaban por hacer valer sus bienes.
—«¡Llévame contigo aunque sea durante tres estadios, amigo!»—, mientras los que
gozaban de salud colocaban todo lo que poseían en las apretadas manos de quienes
iban a abandonar. «Toma, compañero, rescata tu vida si tienes ocasión de ello». La
angustia de quienes imploraban para que se les admitiera no era tan intensa como el
suplicio de sus compañeros, que no tenían otra opción que dejarles allí. Supliqué a
Simón que partiera con nosotros. ¿Qué sacaba quedándose allí para morir? Los
desdichados le rodeaban, pidiéndole que se marchara.
—Vete, y llévame contigo.
Otros insistían ante León y Telamón, quienes, al habérseles endurecido su buen
corazón, pretendían disuadirlos. De pronto apareció un joven en las filas. Era uno de
los oficiales de proa del Pandora, Mejillas sonrosadas, a quien habían atravesado el
pie con una lanza. Me agarró de la capa.
—Amigo, puedo andar a la pata coja. Ofréceme tu brazo, te lo ruego.
En dos años de campaña militar nunca había cedido ante el terror o la ira.
Entonces se me revolvieron las entrañas. Me quité de encima al suplicante,
maldiciéndole a él y a todos los enfermos. «¿Por qué no estiráis la pata todos juntos
de una vez y acabáis con el suplicio?». Rogué a Simón que no se hundiera con todos
aquellos que estaban ya muertos. Me respondió pidiéndome la bendición. Le dije que
era un estúpido y merecía morir. Él me espetó:
—Dame tu bendición.
—Llévatela a los infiernos.
Mi hermano se acercó. Los dos abrazamos a nuestro primo llorando.
—Ocúpate de que mi hijo reciba instrucción y mi hija, su dote. —Simón colocó
en mi mano sus anillos y un amuleto de marfil que había obtenido en una
competición en Apaturia—. Por el Recodo del camino —dijo, refiriéndose a
Acarnas, su tumba.
La ruta más allá de la empalizada atravesaba las marismas que el enemigo había
defendido durante la batalla naval. Las habían desalojado. Los hombres se animaron
y apretaron el paso.
—Nos tiene miedo —dijo alguien, refiriéndose a Gilipos.
Los siracusanos se encontraban en el interior de las murallas de la ciudad,
celebrando la victoria. Se oían címbalos y tambores. No estábamos perdiendo una
gran fiesta.
Teníamos que dirigirnos al interior, al encuentro de los sículos para pasar luego a
Catane, unos ciento cincuenta estadios al norte. El recorrido, dado que no nos
atrevíamos a bordear las Epípolas, comprendía las pendientes rocosas que salían del
puerto. El ejército tenía que avanzar formando un cuadrilátero hueco, con los no
combatientes en su centro, pero a su alrededor empujaban bandadas de esposas en
busca de sus hombres. Berenice, la compañera de León, y su hermana, Herse, se
mantenían casi pegadas a nosotros; avanzábamos con una lentitud exasperante. La
formación se desplegaba a uno y otro lado del camino; cada vez que topábamos con
un muro, los hombres se amontonaban y se paralizaba la marcha.
Poco antes de que amaneciera, las patrullas de reconocimiento del enemigo nos
alcanzaron. Oíamos sus caballos y sus gritos entre la niebla. Por la noche todo su
ejército nos atacaría. Las mujeres tenían que marcharse de inmediato. León se
despidió de Berenice sin a penas detenerse, metiendo en su equipaje sus notas y todo
el dinero que llevaba encima. Otros se metían mano para desearse buena fortuna.
Muy pocos pudieron decirse adiós con una relación sexual. A éstos se les veía
agitándose por el suelo o empujando contra un árbol.
Había una encina junto al camino. Alguien habría clavado en ella un kyprídíon,
unos hilos de lana con el nudo de la pasión, el símbolo de Afrodita desposada, el
mismo que colgaban las mujeres en los dinteles de las casas de los recién casados
para desearles suerte. ¿Quién habría sido capaz de colocar tal invocación sobre el
árbol de la sangre, con cuya floración se tiñe la capa escarlata que Esparta y Siracusa
visten en la guerra? Ahora, la dama denominada Muerte era nuestra esposa. Me situé
al lado de León y ambos seguimos al mismo paso.
A mediodía, la columna llegó al primer río. Los siracusanos habían construido en
él una presa o lo habrían desviado porque estaba completamente seco. Nos
enteramos de ello, muchos estadios antes, por medio de la caballería enemiga, que
hablaba a gritos mientras pegaba fuego al sotobosque a un lado y otro del camino.
Comprendimos también por sus gritos que habían tomado nuestro campamento.
Habían ejecutado a los heridos y a quienes les atendían. Me dejé caer en la cuneta al
enterarme de la triste noticia, abatido de dolor, y debí permanecer en este estado
mucho tiempo pues León y yo perdimos de nuevo a nuestra compañía, por tercera o
cuarta vez en el curso de aquella retirada.
—¡Arriba! —dijo mi hermano tirando de mí—. ¡Pommo! ¡Debemos seguir en la
columna!
El camino seguía entre la maleza. La caballería enemiga la había encendido
siguiendo la dirección del viento y el paso estaba envuelto en una nube de humo.
—Eso ocurre porque Gilipos ha abierto la puerta —exclamó uno de caballería
que avanzaba a nuestra derecha—. ¿Por qué atacarnos dentro de las murallas si podía
conseguir que nuestros brillantes oficiales nos llevaran a sus yermos en los que la sed
puede quitarnos el sentido?
Finalmente, un caballero se situó junto a la línea. Los nuestros excavaban en el
seco lecho del río en busca de algún curso subterráneo.
—¿A qué esperamos? —gritó uno de infantería—. ¡Ataquemos curso arriba! Que
es donde se encuentra el enemigo… y el agua.
El de a caballo contravino la decisión de los estrategas: la maleza era demasiado
densa y, de avanzar por ella, nuestra situación empeoraría.
—Llevo dos días sin ver una gota de agua, compañero. ¿Aún pueden empeorar las
cosas?
La caballería nos atacó cuando llegamos a la llanura. No eran muchos, pues el
grueso de la fuerza había avanzado para fortificar el camino que íbamos a tomar. La
columna empujaba hacia adelante siguiendo aquella cadencia exasperante de
ensancharse y comprimirse, característica de una masa en movimiento. Llegamos a
una propiedad en la que había una fuente. Antes que nosotros, miles de hombres se
habían aprovechado de ella. Aún así, los nuestros se afanaban con la rezumante
arcilla, que exprimían en sus labios como si intentaran extraer el jugo de una
granada.
La columna llegó al segundo río al anochecer. Sus pozas presentaban un turbio
caldo. Cada hombre tomó un vaso de él. Luego proseguimos el camino.
Los hombres se iban fundiendo de dos en dos y de tres en tres en la maleza.
Enfrentándose como podían a su suerte. Telamón llegó a donde estábamos nosotros.
Dijo que había llegado el momento de rendirse. ¿Queríamos seguirle?
—Atenas —le respondió León— es nuestra patria.
—Con todos los respetos, amigos míos, a tomar viento, nuestra
patria. Nos reímos. Nos dimos la mano; no era hombre de largas
despedidas.
Dos días después, la columna llegó a una gran meseta. La cortaban dos barrancos
en la parte suroccidental; no había forma de dar la vuelta; el enemigo ocupaba las
alturas. Teníamos que avanzar, de lo contrario, no llegaríamos a ver Catane. Me
destinaron a una compañía bajo las órdenes de un capitán cuyo nombre nunca
conseguí memorizar, un hombre parlanchín a quien todos apreciaban Llegamos al
camino poco después del mediodía. Los hombres ascendían y morían. No se podía
hacer más. La compañía a la que pertenecía yo fue colocada bajo una fortificación
construida a toda prisa con piedras. Decidimos subir más tarde.
Por detrás de nosotros se extendía la columna. La caballería siracusana
organizaba incursiones en cien puntos distintos; miraras donde miraras, no veías más
que la polvareda que ascendía desde la maleza. Bajo nuestros pies, arcilla reseca; me
di cuenta de que si no conseguíamos agua moriríamos indefectiblemente.
León señaló la posición que ocupaba el enemigo, a la derecha de nuestra
fortificación, en donde se iniciaba la lluvia de proyectiles y piedras.
«Sal de ahí y resolverás tus problemas».
Tres veces subió la colina nuestra compañía. El paso había que dado reducido a
la anchura de una sola compañía; el enemigo lo había cerrado con un muro. Detrás
de éste se había reunido en formación de veinte hombres en línea y cien de fondo;
otros
cientos cubrían los flancos de la colina. Nos lanzaban piedras y jabalinas e incluso
nos alcanzaban los desprendimientos de tierra. Pasado ya el mediodía habían
mejorado su técnica: nos dejaban avanzar hasta el muro, donde ellos se parapetaban
contra las piedras, y así protegidos nos arrojaban sus proyectiles. Atacaban por
turnos; cuando habían caído demasiados o simplemente los hombres se
desplomaban, se producía un repliegue y llegaba una compañía de refresco. El
camino tenía ya otro nombre, Río de sangre, pero éste tampoco era el apropiado,
pues el líquido que se derramaba sobre él quedaba absorbido en el acto por la reseca
tierra. Al descubierto, en la parte ascendente del curso fluvial, nos arrastrábamos
como lagartos o nos agachábamos contra las rocas que formaban una improvisada
empalizada, escondiéndonos asimismo en las oquedades mientras las piedras del
enemigo se estrellaban contra nosotros. Se oía el ruido de los escudos de quienes
iban cayendo y se acumulaban en enormes pilas con las que tropezaban los soldados
que habían rechazado el contraataque; algunos resbalaban por la pendiente. Los
armazones de madera habían quedado reducidos a astillas por las piedras enemigas,
las insignias y los blasones ni se veían bajo el amasijo de polvo y sangre.
El camino ascendente se había convertido en una profundo surco en el que nos
hundíamos hasta las pantorrillas en un terreno reducido a polvo, macerado por orines
y sudor y compactado de nuevo por los cadáveres. Las compañías asaltaron la colina
durante todo el día. Y aquello se repitió al amanecer del siguiente. Habíamos
aprendido a romperlas jabalinas del enemigo, porque cada vez que retrocedíamos,
ellos las recuperaban para lanzárnoslas de nuevo. Las lanzas aterrorizaban a los
hombres, y no sólo por su impacto sino también por el ruido, y mucho peor eran los
efectos de las grandes piedras.
Se acercó un capitán de caballería en busca de voluntarios. Gilipos atacaba
nuestra retaguardia con cinco mil hombres; estaba erigiendo otro muro para
acorralarnos y exterminarnos. León y yo aceptamos con entusiasmo la empresa. Lo
que fuera con tal de salir de aquel infernal barranco.
En la retaguardia, nuestros diez mil hombres atacaron a los cincuenta mil de
Gilipos. Al anochecer el enemigo retrocedió, pues se les habían acabado los
proyectiles y las piedras. La compañía situada delante de la nuestra retomó el muro.
Rebuscó entre los pertrechos del enemigo pero no encontró ni una gota de agua. Las
distintas compañías tenían que reagruparse en el cuerpo principal, aunque se ordenó
que la nuestra y dos más permanecieran en su lugar para sepultar a los muertos y
establecer un perímetro donde pasar la noche. Nos desplomamos sobre el muro con
el cuerpo cubierto de polvo para observar cómo retrocedían a duras penas las
unidades. Desde nuestra posición estratégica veíamos la caballería enemiga, el polvo
que levantaba una incontable sucesión de escuadrones y, al otro lado de la llanura,
las columnas de infantería que convergían desde la parte septentrional y oriental:
cien mil, doscientos mil, concentrándose para la matanza.
La sed atormentaba al ejército. Los hombres lanzaban maldiciones contra Nicias
y Demóstenes, y también contra Alcibíades; mucho más contra él por habernos
abandonado. Yo también le odiaba por lo de mi primo, por todos los muertos, pero
sobre todo por no encontrarse a nuestro lado para protegernos.
Dos veces pasó Nicias a caballo. Había que reconocérselo: pese a su terrible
enfermedad, demostraba una inagotable determinación al supervisar repetidamente
las líneas, haciendo caso omiso de su propia aflicción, Le oí pronunciar este discurso
una hora después del anochecer del quinto día, rodeado por dos mil hombres:
—Hermanos y compañeros, debo deciros unas palabras y el tiempo apremia. Soy
consciente de que no tenemos agua y de que esta circunstancia hace más difícil el
camino para nosotros y para los animales que transportan nuestro armamento. Pero
esta noche invertiremos el sentido de la marcha para volver hacia el mar. A lo largo
del camino hacia Heloro encontraremos unos ríos de abundante caudal que el
enemigo no podrá represar.
»Mantened inquebrantable el ánimo, amigos míos, fortaleced vuestra
determinación teniendo siempre en mente que los cuarenta mil hombres con los que
cuenta nuestro ejército no son tan sólo una fuerza invencible sino una auténtica
ciudad, la mayor de Sicilia a excepción de Siracusa. Podemos ir adonde nos plazca,
expulsar a los habitantes de cualquier lugar e instalarnos en sus casas.
Encontraremos alimento y agua. Podemos construir naves y volver a casa. No debéis
olvidar nunca esto ni perder el ánimo. La fortuna no puede sernos indiferente
eternamente; incluso los más duros de entre los inmortales se conmoverán ante
nuestra difícil situación. En cuanto a la decisión que nos ha llevado a este paso,
asumo la plena responsabilidad. Vosotros no tenéis culpa alguna. Nunca ha
disminuido vuestro valor, mas el esfuerzo que habéis hecho ha sido malogrado por la
animadversión de los dioses y por nuestros errores estratégicos.
León observaba a los hombres, atentos al discurso. Le sorprendió, como comentó
más tarde, la viveza que reflejaban sus rostros; le recordaban la actitud de los atletas
en la arena a primera hora de la mañana, antes de una competición. Según mi
hermano, parecían valorar a Nicias como lo habrían hecho ante un actor,
clasificándolo como persona de primera o segunda clase. Sus expresiones revelaban
que veían en él a un hombre piadoso, valiente, incluso noble. Sin embargo, no era
Alcibíades. Ni tampoco lo era Demóstenes, a pesar de su valor y habilidad. ¿Acaso
dudaría alguien de que, de encontrarse Alcibíades al mando, no podría dar la vuelta a
la situación? Nicias tenía razón en algo: éramos un ejército temible, como no había
otro en aquellos momentos sobre la capa de la tierra. Pero también nos
encontrábamos destrozados y éramos conscientes de ello. Eso era precisamente lo
que me hacía odiar aún más a Alcibíades. Nadie podía sustituirle. Mientras Nicias
hablaba, se abatieron los corazones de aquellos hombres al asimilar la idea.
—Finalmente, amigos míos, recordad que sois atenienses, argivos y jónicos,
hijos de héroes y héroes vosotros mismos. Os habéis cubierto de gloria en esta guerra
y, si la fortuna nos es propicia, cosecharéis más éxitos. Recordad a vuestros padres
y las
pruebas a las que se enfrentaron con valor. Manteneos firmes, hermanos. Con la
ayuda de los cielos y nuestro esfuerzo, lograremos volver a nuestros hogares y ver a
nuestras queridas familias.
Se dieron órdenes de encender unos cuantos fuegos. El ejército los prendió y se
dispuso a partir. Al alba, la columna había llegado al camino que conduce a Heloro,
nuestro punto de partida. Esta vez íbamos a huir en dirección hacia el sur, a ascender
por el río, hacia el interior, a fin de describir un círculo e intentar de nuevo llegar a
Catane.
Durante todo el día y el siguiente, la caballería siracusana atacó la columna. No
disponíamos de caballos ni arqueros; no podíamos hacer más que seguir adelante. El
enemigo atacaba en compañías de ciento cincuenta hombres; nosotros nos
disponíamos en dos columnas, pues el cansancio apenas nos permitía movernos,
mientras el adversario lanzaba sus descargas contra nosotros. Al principio, los más
jóvenes de entre nosotros les asaltaban, apuntando a las piernas de sus caballos o
intentando abrirles el vientre con las lanzas. De todas formas, un hombre a pie es un
blanco fácil. Coincidían dos o tres de caballería, y si uno de los nuestros caía al suelo
lo pisoteaban o clavaban las lanzas en sus entrañas. Los compañeros tenían que
acudir a rescatarle. A cada incursión enemiga iban cayendo dos o tres de los
nuestros. Un brazo roto, un muslo astillado, una contusión. Había que trasladar a los
heridos. Los más fuertes transportaban a los débiles, y cuando desfallecían otros
debían ocuparse de su labor. Un oficial agrupó los asnos con el objetivo de
improvisar una caballería, pero los desdichados animales estaban excesivamente
exhaustos o aterrorizados para recibir órdenes. Pasamos por delante de un mulo
destripado y los nuestros, medio muertos de sed, sorbieron su sangre.
La columna se encontraba en campo abierto, sin protección alguna contra el sol.
Ya nadie sudaba; el sol quemaba, sin más. Los guerreros en marcha suelen aplicarse
entre sí la expresión de «atontado por el sol». La columna seguía hacia delante
enfebrecida, una procesión de condenados. Los sentidos iban generando espejismos.
Oías a uno gritar los nombres de sus hijos; sus compañeros, avergonzados ante la
escena, seguían penosamente la marcha. Por fin uno de ellos, incapaz de soportar
aquello por más tiempo, soltaba un grito para hacerle callar, y el primero, como
despertando de un sueño, ni siquiera recordaba haber gritado. Otro intentaba entonar
una canción algo subida de tono para animar la marcha. Nunca llegaba a la segunda
estrofa. La sed atormentaba a la columna. Algunos mascaban pequeñas ramas y
colocaban piedrecitas bajo su lengua.
—¡Ahí están!
Otro ataque, y el terror nos dejaba más exhaustos aún, y al acabar, tres heridos
más, otros tres a los que había que arrastrar.
Habíamos llegado a un punto en el que nadie ansiaba la dirección de Alcibíades.
Tampoco ninguno le odiaba por su ausencia. Era él quien nos había mandado aquel
azote; su orgullo nos había lanzado a las manos del enemigo. Él era quien, entre la
patria y su vida, había optado por la supervivencia, arrojándonos, a nosotros, sus
hermanos, al infierno.
—¡Que los dioses me conserven la vida —suplicaba al cielo uno de los nuestros
— para ver cómo sufre el castigo! Dejadme vivir, aunque sólo sea para darle muerte.
Dos días después, enloquecida por la sed, la columna llegó a Asinaro. Nosotros
nos encontrábamos en la retaguardia y nos enteremos más tarde de lo que ocurrió.
El enemigo no había represado el río. Se estaba alineando en la otra orilla, en
formación de doscientos por diez, con cincuenta soldados de caballería en nuestros
flancos, lo que obligaba a nuestra columna a avanzar hacia el grueso de su infantería
acorazada y sus lanzadores de proyectiles. Los arqueros y lanzadores de jabalina
siracusanos se habían situado en primera línea, en la orilla opuesta. Empezaron a
atacar cuando nuestras tropas se encontraban aún a medio estadio del agua. Nicias y
el resto de jefes pretendían contener a nuestros hombres, pero los guerreros se
precipitaron hacia el río, mientras el enemigo lanzaba una nube de proyectiles. Los
hombres caían y, moribundos, batallaban entre sí por llegar al agua. Cayeron en ésta
a miles; otros miles, en su huida, fueron apresados y sometidos a esclavitud. Detrás
de nosotros, la división de Demóstenes había sido arrollada por otros cincuenta mil
hombres de caballería, las columnas que habíamos avistado desde lo alto del muro de
Gilipos. Nuestro ejército estaba destrozado. Habíamos partido en número de cuarenta
mil; en aquellos momentos no llegábamos a los seis mil.
Nicias se rindió a la mañana siguiente. Al cabo de dos noches nos encontrábamos
ya en las canteras.
He. aquí como nos marcaron: disponían de cuatro pasadizos como los que usan
los pastores para las ovejas. Nos obligaban a avanzar en fila. Al final topábamos con
un montante que nos bloqueaba la cabeza. El hombre que manipulaba el hierro
candente daba instrucciones a un aprendiz:
—¡No como a un buey, muchacho! ¡Esta es piel humana y no cuero! Tiene que
ser como un beso… el beso que darías a tu amada, ¡así!
Recuerdo que me incorporé, en busca de una superficie en la que se pudiera
reflejar mi imagen para contemplar mi nuevo aspecto de esclavo, con la koppa
grabada en la frente. Pero no hacía falta: bastaba echar una ojeada a los compañeros.
En las canteras, los hombres se agarraban a la esperanza más quebradiza.
Muchos decían que si los siracusanos no nos habían matado aún era porque
pretendían hacernos trabajar o vendernos. Otros alimentaban la esperanza del
rescate. León se propuso hacer añicos tales ilusiones, pues creía que al sustentarlas
todo el mundo se desmoralizaba más. Teníamos que estar dispuestos a morir como
hombres. Los que habíamos abandonado en el Puerto Grande, nos recordó, lo habían
hecho así.
Siete mil hombres nos encontrábamos en las canteras; atenienses, argivos y otros
aliados libres. Quince mil habían encontrado la muerte en los caminos; unos cinco
mil habían sido apresados por el enemigo para convertirlos en esclavos sin
conocimiento de sus oficiales. De los trece mil restantes —mercenarios, ayudantes y
seguidores— la mayoría había sido salvajemente asesinada; a los demás los habían
vendido.
Las canteras eran de piedra caliza delimitadas por una hendidura —la infausta
spelaion, la «caverna»— que partía el risco; el resto permanecía al descubierto, a
una profundidad que oscilaba entre un cuarto de estadio y medio estadio. Se
encontraban en las afueras de la ciudad, cerca de Temenites. Nuestros carceleros nos
obligaban a descender por medio de escaleras, que retiraban en cuanto habíamos
bajado. Si alguno moría, no podía recibir sepultura; los cadáveres se iban
amontonando y despedían un hedor insoportable. Aquellos a los que sus carceleros
llamaban para administrarles un castigo o simplemente para divertirse con ellos, eran
arrastrados por los pies hacia arriba y tenían que protegerse la cabeza con los brazos,
pues iban rebotando contra la piedra a cada tirón de la polea.
La comida consistía en un cuenco de cereales, bazofia medio cruda, al día, y
medio cuenco de agua, lo que bajaban hacia nosotros en unos recipientes pensados
para que resultara imposible que llegara abajo todo su contenido, enviados asimismo
con tal precipitación que exponíamos nuestras vidas para cogerlos. Los carceleros
orinaban normalmente en el agua que nos suministraban; todos los días
encontrábamos excrementos en la comida.
Los centinelas nos llamaban «caballos», por la marca que llevábamos en la
frente. Sus oficiales nos contaron el día en que entramos; a partir de entonces, los
recuentos se hicieron ocho veces al día. Todos teníamos que levantarnos antes del
amanecer y no podíamos sentarnos hasta que oscurecía. Si te sorprendían
incumpliendo la norma, te lapidaban o te ponían los arreos para «montar» sobre ti.
Quienes salían con vida de estas sesiones no tardaban en morir.
Los siracusanos se dedicaron a desmoralizarnos eliminando a nuestros oficiales.
En cuanto identificaban a uno de ellos, lo izaban hasta el borde de la cantera, donde
los torturaban durante dos o tres días de forma que todos pudiéramos oír aquellas
atrocidades. Bajo tortura, le arrancaban los nombres de otros oficiales a los que
izaban también para infligirles semejantes tormentos. Arrojaban a los muertos al
fondo de la cantera. A quien intentara darles sepultura, le disparaban flechas o le
lanzaban jabalinas o piedras. El tormento siguió hasta que no quedó ni un solo oficial.
Pero todo no acabó aquí. A causa de algún malentendido, o tal vez por pura malicia,
nuestros captores declararon que quedaban aún tres oficiales. Ordenaron que se
identificaran enseguida. Ni que decir tiene que, de no haberse dado a conocer de
inmediato, el enemigo habría iniciado la carnicería al azar.
Tres hombres dieron un paso al frente: Pitodoro, hijo de Licofrón de Anaplisto,
Nicágoras, hijo de Mnesicles de Palene, y Filón, hijo de Filoxeno de Oa. Su
monumento, a los Tres Oficiales, se encuentra hoy en Atenas, en la cuesta situada
frente a Eleusinión. Mientras los siracusanos tiraban de aquellos hombres, ninguno
de los cuales ostentaba un cargo superior a jefe de pelotón, por los pies, los nuestros
empezaron a entonar espontáneamente el Himno a la Victoria.
Oh Diosa nacida del amargo parto,
Que nos proporcionas júbilo y nos revelas la verdad,
Oh Niké tanto tiempo buscada, nuestras voces
Aquellas estrofas generaron una emoción tal que uno tenía la impresión de que
llenaban el gran vacío como si fueran un líquido y de que en la cantera el sonido
resonaba como en ninguna otra parte.
En Sicilia, el final de verano ofrece días de asfixiante calor seguidos por noches
de crudo frío. No se nos permitía cubrirnos de noche ni hacer fuego; aquel lugar
estaba a la intemperie. Muchos de nosotros tenían heridas de guerra, otros estaban
enfermos; y en aquellas circunstancias empeoraban. Se difundió el estado
denominado aphydatosis, en el cual, los órganos, faltos de líquido, dejan de
funcionar. El cerebro se asa en el interior del cráneo. Uno no consigue orinar. Falla la
vista; las extremidades se inmovilizan con la parálisis.
Organizaban excursiones de las escuelas de la ciudad y llegaban los niños en
uniforme, acompañados por sus pedagogos, a ver a los que se habían hecho a la mar
para conquistarles y habían sido reducidos por el valor de sus padres. Izaban a los
cautivos para que los pequeños pudieran romperles los dientes a martillazos. En las
canteras, cada noche los hombres morían a puñados. Aun así, tal es la fuerza de la
existencia que se encuentre uno donde se encuentre, aunque sea en el propio
infierno, con el tiempo convierte el lugar en su casa.
Un pequeño montículo pasa a ser el Pnix; una depresión se convierte en el
theatron. Había allí un ágora y un Liceo, una Acrópolis y una Academia. Está
ilusoria geografía conformaba nuestros días, mientras los hombres se reunían en la
«plaza del mercado» y de ahí se dirigían a la «palestra». A fin de pasar el tiempo, se
impartían enseñanzas. El herrero transmitía sus conocimientos sobre el oficio; otros
traspasaban los suyos en carpintería, matemáticas y música. León les enseñaba a
luchar. De todas formas, le era imposible hacer demostraciones prácticas: habría
llamado la atención de los centinelas. De forma que tenía que limitarse a la teoría
y en voz muy baja
mientras él y los que se habían congregado a su alrededor soportaban el implacable
sol.
Los siracusanos localizaron a uno de los enseñantes, a un maestro de coro, y le
cortaron la lengua. Aquello fue un duro golpe para todos. Pero la desesperación
subsiguiente resultaba imposible de soportar. León reemprendió su labor. Enseñaba
gimnasia, ejercicios musculares y de concentración, así como técnicas de resistencia.
Daba lecciones sobre los humores de la sangre y sobre el grado de saturación que
debe mantenerse en los tejidos a fin de que el atleta consiga suficiente resistencia
para los juegos Olímpicos. Ese era el objetivo del ejercicio en los caminos, el remo y
la carrera en el estadio. Dichos terrenos, explicaba él, eran lo que el preparador
denominaba el recinto del dolor.
—De pequeño me enseñaron que una diosa reside ahí, que permanece en silencio
en ese santuario durante el momento culminante del dolor. Su nombre es Niké.
Echad una mirada a vuestro alrededor, hermanos. Ahora mismo nos encontramos en
el citado recinto. Y la diosa está con nosotros. Incluso aquí, amigos míos, podemos
entregarnos a ella y dejar que sus alas nos eleven.
Alguien pasó la información al enemigo. Nunca supimos quién. Los siracusanos
izaron a León y estuvieron torturándole durante tres días. No voy a contar lo que le
hicieron, me limitaré a decir que lo realmente atroz vino más tarde.
Le arrojaron al fondo. Yo estuve junto a él, abrazándole, toda la noche, mientras
otros acercaban sus cuerpos para mantener el calor. Cinco días más tarde
reemprendió sus enseñanzas. Nadie se acercaba a oírlas. «¡Pues las impartiré al
viento!», exclamó. Y eso es lo que hizo. Me situé delante de él; el único acto de mi
vida del que estoy realmente orgulloso. Otros imitaron mi comportamiento,
conscientes de que con ello firmaban la condena a muerte de León y también la suya.
Los siracusanos izaron de nuevo a León. Cuándo lo soltaron otra vez, habría
jurado que estaba muerto. Hice todo lo que estaba en mi mano para protegerle del
frío; entre todos reunimos un montón de trapos. Pasada la medianoche, se movió un
poco.
—Este cuerpo no es más que una fuente de problemas. ¡Qué alivio sería
deshacerse de él! —dijo.
Durmió durante una hora y luego recuperó el conocimiento, sobresaltado.
—Tienes que proseguir con mi historia, Pommo. Tú eres la única persona en la
que confío.
Me dormí meciéndole. Cuándo me desperté, estaba ya frío.
En una ocasión, de niños, habíamos ido a jugar a la pelota a un campo llamado el
Aspis, situado fuera de las murallas, junto al santuario de Atenea Tritogenea.
Imagino que conocerás el lugar, Jasón. En el camino hay una pendiente donde los
carreteros dejan que sus carros cojan velocidad para el ascenso hacia la puerta de
poniente. Por aquel entonces contaba yo nueve años, al igual que mis, compañeros,
pero León, que apenas había cumplido los seis, nos había suplicado tanto que le
admitiéramos que al
fin decidimos que se juntara al grupo. De repente, una de las pelotas salió del campo
y fue rebotando hasta el camino de los carreteros. León fue tras ella. Vi Cómo corría
a campo traviesa. A diferencia de otro muchacho de su edad, él era consciente de que
se precipitaba hacia el camino de un vehículo cuyas enormes ruedas de roble no
tenían posibilidad de maniobra. Él no conocía el miedo. Emprendí una desesperada
carrera y conseguí alcanzarle a tiempo. Bajo la lluvia de improperios del carretero,
levanté a León y le golpeé hasta dejarle el cuerpo ensangrentado, añadiendo a la
paliza mi propia invectiva, más violenta aún que la del carretero, por haberme dado
un susto de muerte. Cuándo nuestro padre le preguntó aquella noche por qué tenía un
ojo a la funerala, mi hermano no soltó prenda. A pesar de todo, yo recibí una buena
paliza, y otra al día siguiente cuándo de los inocentes labios de mi hermano salió una
réplica perfecta de mi diatriba del día anterior.
Sin embargo, allí, en las canteras, no podía salvarle de su propio valor.
Lo sepulté, como mejor pude, en el recinto más profundo, en la morada de la
diosa. Cualquier discurso habría resultado superfluo, salvo la simple enumeración de
sus hazañas. Él había sido, sin excepción alguna, el soldado más valeroso y la
persona mejor que había conocido en mi vida.
A la mañana siguiente me llamaron. Me izaron con la polea. Me avergüenza
confesar que la muerte seguía aterrorizándome. Pero lo que más me hacía sufrir era
no vivir el tiempo suficiente para que Alcibíades recibiera su merecido. «Que los
dioses me conserven la vida y no permitan que confiese ningún nombre».
La polea me llevó al borde de la cantera. El suelo estaba plagado de dientes.
Hacía calor. Las moscas se agolpaban revoloteando sobre determinados puntos,
manchados de sangre o atestados de trozos de carne, dedos de las manos y de los
pies. Vi unas planchas sobre las que destripaban a unos hombres atados. Junto a
éstas, otros bancos en los que había esparcidos instrumentos como los que se usan en
prácticas quirúrgicas. Identifiqué entre éstos algunas cuchillas y rompehuesos. No
conocía la función de los restantes. Un poco más allá vi una serie de postes de
ejecución. En aquel momento no había nadie atado en ellos, pero sus aristas y la
piedra caliza de la base eran un hervidero de moscas. No muy lejos se levantaban las
tiendas y un círculo de piedra, donde los guardianes comían. A su lado habían
montado un matadero en miniatura, en el que sacrificaban pollos y palomas para su
consumo. Me pareció ridículo que hubieran dispuesto los mataderos de hombres y
aves de corral casi juntos. Tuve que soltar una carcajada.
Un guardián me pegó un zurriagazo en los riñones. Me empujó hacia delante.
Otros preguntaban cómo me llamaba. Tuve que repetirlo una y otra vez mientras
consultaban la lista.
—Polémides, ¿hijo de Nicolaos de Acarnas?
—Sí.
—¿Hijo de Nicolaos?
—Sí.
—¿De Acarnas?
—Sí.
—Es él. Me lo llevo.
Estas últimas palabras fueron pronunciadas por una voz que yo no había oído
antes. Me volví y descubrí a un joven robusto, con un antojo rojizo en el rostro, un
par de jabalinas en la espalda y un xyele lacedemonio en la cadera. Era el escudero
de un guerrero espartano. Se plantó delante de mí, y me tendió un cuenco de madera
que contenía un poco de vino en el que nadaba un puñado de cebada.
—No te lo tragues de golpe, pues perderás el conocimiento. Moja pan ahí dentro.
Tenía las manos libres y en las muñecas notaba aún el hormigueo producido por
los grilletes.
—¿Quién eres? —le pregunté en tono suplicante.
—Cómete el pan —me ordenó.
Observé detenidamente su cara, consciente de que la había visto antes, aunque
sin recordar dónde. El joven me estudiaba también a mí, sin compasión, sopesando
cuánta fuerza podía quedarme y hasta qué punto soportaría lo siguiente.
—Sirvo al polemarca Lisandro de Esparta —dijo—. Por clemencia de los dioses,
se te perdona y se te ordena que me acompañes por mar a Esparta.
Libro V
ALCIBÍADES
EN
ESPARTA
XXV
EL SOLDADO EN INVIERNO
Alcibíades estuvo ausente casi todo el verano, trabajando como agente de Esparta en
Jonia y las islas. Si durante la paz su iniciativa había convertido a estados tan
importantes como Argos, Elis y Mantinea en aliados de Atenas, ahora consiguió
atraerlos al bando contrario. Tras incitar a Quíos, Eritras y Clazómenas a rebelarse
contra la metrópoli, viajó por mar a Mileto, donde obtuvo el mismo resultado.
Luego, dio el gran golpe: la alianza de Esparta con el rey de Persia. Indujo a Teos a
derribar sus murallas, y a Lebedos y Aeras, a la revuelta. Lo hizo solo, sin más apoyo
que un comandante espartano y cinco barcos. Convenció a Quíos para que extendiera
la sublevación a la isla de Lesbos, donde se le unieron los grandes estados de
Mitilena y Metimna, mientras fuerzas terrestres espartanas aseguraban Clazómenas y
capturaban Cumas. Y Alcibíades había conquistado otra provincia soberana: el
corazón de Timea, esposa del rey espartano Agis. Era su amante, según las criadas y
los golfillos de toda Lacedemonia, y el padre de la criatura que llevaba en su seno.
Entre tanto, yo me recuperaba lenta y laboriosamente. En verano aún no tenía
fuerzas suficientes para subir las cuestas de Therai, ni deprisa ni despacio. Los
soldados dicen que un hombre muere cuando tiene más seres queridos bajo tierra que
sobre su faz. Ése era mi caso. Pero el soplo vital es un río irresistible y el alba, una
diana demasiado apremiante para hacer oídos sordos.
Alcibíades se había ocupado de mí antes de marcharse y había hecho que me
entregaran un arcón con el equipo completo, una capa phoinikis y diez minas de oro,
una suma enorme, equivalente a lo que podría haber traído de Sicilia si la expedición
hubiera tenido éxito. Me alojaba en los pabellones de invitados de Limnai, donde
tenía mi propia habitación y el estatus de xenos, huésped, el mismo que un
embajador. Podía comer en el cuartel de Endio, el Anficteón. Podía entrenarme en
los gimnasios y cazar si me invitaban. Podía ofrecer sacrificios en cualquier templo,
salvo en los reservados a los dorios. Además, disfrutaba de ciertos privilegios
relacionados con las propiedades tanto de Endio como de su hermano Esfrodias.
Podía utilizar caballos y perros, e incluso pedir un ilota como sirviente. Podía sacar
agua de cualquier fuente o pozo público. Sólo carecía del derecho a llevar armas y
encender fuego. Por último, mi benefactor me había aconsejado que mantuviera la
boca cerrada hasta su regreso.
Era cierto que Alcibíades había intercedido en mi favor ante Lisandro; me lo
confirmaron antiguos amigos, compañeros de mi época de formación en Esparta, con
los que restablecí el contacto y a través de cuyos ojos y confidencias pude hacerme
una idea de la nueva situación de los laconios.
La ciudad había cambiado mucho en los años que llevaba fuera. Me invitaron a
una cacería. El trampero era un esclavo mesenio al que llamaban Rábano. Mientras
seguía el rastro con sus ayudantes, nuestro anfitrión, un Igual llamado Anfiario, le
gritó que aligerara.
—Se hace lo que se puede —contestó el aludido, prescindiendo del «amo» o del
«mi señor».
Diez años antes semejante insolencia habría dejado a aquel sujeto ekpodon,
«fuera de circulación». En la ocasión de marras, no suscitó más que un encogimiento
de hombros y unas risas.
La presencia de los neodamodeis, los «nuevos ciudadanos» que se habían ganado
la libertad sirviendo en el ejército, y los brasidioi, que habían hecho lo propio bajo el
gran general Brásidas, se dejaba sentir en todas partes. Ningún siervo consideraba
irremediable su condición, por ínfima que fuera. «La esperanza es un licor
peligroso», había declarado Lisandro, mi salvador, ante los éforos en el curso de un
parlamento tan subido de tono e inaudito en Lacedemonia que había sido puesto por
escrito y circulaba de mano en mano. «La guerra ha abierto la vasija, y nada podrá
taparla de nuevo».
Lisandro y Endio se habían erigido en valedores de los siervos, o al menos
aceptaban como inevitable incorporarlos a los asuntos del estado. Ninguno de los dos
era altruista, y menos aún demócrata, sino tan realistas como Alcibíades. Según mis
informadores, se habían reconciliado con él, o bien ambas partes habían
comprendido la conveniencia de explotarse mutuamente. Endio había conseguido
que su amigo fuera admitido dentro de las fronteras laconias, y Lisandro, como
polemarca, garantizaba su seguridad.
EN EL MUELLE DE SAMOS
En este punto del relato de Polémides [me explicó mi abuelo], la situación dio un
giro inesperado. Mis hombres, Mirón y Lado, se presentaron en mi despacho una
tarde. Estaban fuera de sí.
—¡Señor, la hemos encontrado! ¡Hemos encontrado a la mujer!
—¿Qué mujer?
—¡Eunice! La mujer de tu cliente, el asesino.
Aquello sí que era una noticia, tanto más cuanto que según Polémides Eunice
había muerto.
—Está en Atenas —insistió Mirón—, con sus hijos, y está dispuesta a hablar…
por una cantidad.
Concertamos una entrevista, que tuvo lugar en mí casa de la ciudad, en el Pireo.
Por desgracia, la conversación no dio mucho de sí, más allá de la revelación
involuntaria, pues se debió a un lapsus de Eunice, de que conocía y era conocida de
Colofón, hijo de Hestiodoro, el individuo que había formulado la acusación de
asesinato contra Polémides. Es más, la mujer me confirmó que había presenciado el
crimen, cometido en un kapeleion o taberna de baja estofa de Samos el año
vigésimo tercero de la guerra. Por más que insistí, no quiso seguir hablando del
tema; de hecho, se marchó tan deprisa que olvidó pedirme la suma acordada.
Tampoco volvió ni envío a nadie para cobrarla.
Informé de todo ello a Polémides al día siguiente, durante nuestra entrevista en
la cárcel. No parecía sorprendido de la presencia de la madre de sus hijos en
Atenas.
—De esa mujer se puede esperar cualquier cosa.
¿Deseaba ver a su hijo y a su hija? Quizá yo consiguiera convencer a Eunice,
mediante una compensación si era necesario, para que accediera a la reunión. La
respuesta del prisionero me desconcertó:
—¿Has visto a los niños con tus propios ojos? ¿Ha afirmado ella
categóricamente que los tuviera consigo?
Cuando le respondí que no, soltó un gruñido y dio la cuestión por zanjada. Lo
único que conseguí deducir, más de sus evasivas que de sus aseveraciones, fue que
los niños habían estado bajo su custodia recientemente, tras huir de la de su madre.
Al parecer, había ocurrido durante aquel mismo año, en El Recodo del Camino, la
propiedad familiar de Polémides en Acarnas. Le repetí la pregunta. Si conseguía
localizar a los niños, ¿le gustaría que fueran a visitarle?
—Prefiero que no me vean aquí.
La celda no tenía ventana, sino una tronera en el techo, que arrojaba un
rectángulo de sol en el muro norte. Polémides alzó la vista hacia la abertura, que
podía alcanzar a pesar de los grilletes; al cabo de unos instantes, se volvió hacia
mí. De pronto, recordé haberle visto hacía años. En una postura muy parecida, con
idéntica expresión en el rostro, de pie en la proa de un bote con la armadura puesta.
Saltó a tierra en cuanto la embarcación tocó el muelle de Samos, en el que esa
mañana los marineros y los soldados, bulliciosos e impacientes, se contaban por
miles. Lo acompañaban tres infantes, uno en proa y dos en popa. Escoltado por
ellos, Alcibíades avanzó muelle adelante.
—Eras su guardaespaldas, Polémides —dije impulsado por aquella imagen
súbita—. Te recuerdo. En el muelle de Samos, el día que volvió.
El prisionero no reaccionó, absorto —intuí— en el recuerdo de sus hijos, sin
duda ya bastante crecidos, y en las preocupaciones que pudieran inspirarle,
cualesquiera que fuesen. Por mi parte, no pude resistirme a aquel recuerdo recién
recuperado y me sentí arrastrado de vuelta a aquel lugar y aquella mañana.
Por aquel entonces, la flota fondeaba en Samos. Era el vigésimo primer año de
la guerra. Habían transcurrido siete, quizá ocho meses desde la conversación en
Esparta que acababa de referirme el prisionero.
Déjame relatarte brevemente lo ocurrido en ese intervalo.
Alcibíades, como contaba nuestro cliente, se había embarcado en Lacedemonia
con destino a Jonia, en compañía del espartano Calcideo, recién nombrado navarca
de la armada del Peloponeso. Dicha fuerza era aún un heteróclito puñado de
anticuados trirremes y pentecóntoros aportados por los aliados de Esparta, sobre
todo Corinto, Elis y Zacinto, además de unas cuantas galeras construidas en Giteón
y Epidauro Limera y tripuladas por voluntarios, pescadores y prófugos en su mayor
parte. No había un solo Igual entre todos ellos.
No obstante, en apenas dos meses, Alcibíades y Calcideo incitaron a la revuelta
no sólo a Quíos y sus escuadras de barcos de guerra (que convirtieron a la causa a
Anaia, Lebedos y Aeras), sino también a Eritras, Mileto, Lesbos, Teos y
Clazómenas, así como a Efeso, con su gran puerto, que con el tiempo se convertiría
en el bastión de Lisandro. Con aquellos reveses, Alcibíades había privado a Atenas
de un tercio del tributo de sus colonias, que necesitaba más que nunca tras el
desastre de Siracusa. Peor aún, aquellas plazas fuertes, ahora en manos enemigas,
amenazaban las rutas del grano del Ponto, imprescindible para la supervivencia de
Atenas.
Para colmo de males, corrían rumores de que Alcibíades se había puesto en
contacto con el gobernador persa Tisafernes y había conseguido encandilarlo.
Tisafernes era el sátrapa de Darío en Lidia y Caria. Además de disponer de un
tesoro ilimitado, mandaba la flota de guerra de Fenicia, doscientos treinta trirremes
(cuando Atenas podía dotar de hombres a poco más de cien) tripuladas por hombres
de Sidón y Tiro, los mejores marinos del levante. Si Alcibíades convencía al sátrapa
para que los pusiera al servicio del bando espartano, la destrucción de Atenas sería
inevitable.
La única noticia que hacía concebir esperanzas concernía igualmente a
Alcibíades. Se rumoreaba que había seducido y preñado a la ilustre Timea, esposa
del rey espartano Agis. Y, según los informes, la noble dama se cuidaba poco de
ocultar su aventura. Si en público llamaba a la criatura que crecía en su seno
Leotíquida, en privado se refería a ella con el nombre de Alcibíades.
El amor por aquel hombre le había hecho perder la cabeza.
¿Por qué animaba aquello a los atenienses? Porque nos daba a entender que
Alcibíades seguía haciendo de las suyas y acabaría cavando su propia tumba,
ayudado por la rabia de Agis y la inquina de los espartanos de la línea dura.
Por supuesto, eso es lo que ocurrió. Al cabo de cinco meses había añadido una
sentencia de muerte, pronunciada por Esparta, a la que había cosechado
anteriormente en Atenas.
Esta vez optó por huir a Persia, a la corte de Tisafernes, en Sardes, donde volvió
a rehacerse tras desechar el manto de tela basta de Lacedemonia y adoptar la
túnica púrpura de los pisaverdes palaciegos. Según me contaron, Tisafernes había
caído bajo su hechizo hasta el punto de nombrarlo consejero para todos sus asuntos
y llamar Alcibídeón a su «paraíso» (como llaman los persas a su cotos de ciervos)
favorito.
Entre tanto, Atenas estaba sola y en bancarrota. Todos los hombres aptos habían
sido reclutados para la flota. No quedaban más que ancianos y efebos para guardar
las murallas. El eros masculino que constituye la médula de toda ciudad había
desaparecido. Las calles clamaban por él. Los lechos de las esposas languidecían
sin él.
La democracia carecía de campeón. Su agotada tierra sólo producía retoños
enfermos, raquíticos y deformes. Sus piruetas en la escena política dejaban bien
claro hasta qué punto eran meras caricaturas y sólo servían para aumentar el dolor
del pueblo, privado por la peste y la guerra de la flor de dos generaciones. Criados
en semejante ambiente de empobrecimiento, los jóvenes crecían salvajes, sin respeto
a la ley y la decencia.
El civismo se había esfumado. Los viejos evadían sus deberes; los jóvenes
eludían el reclutamiento. En los teatros, los poetas cómicos eran quienes mostraban
mayor vitalidad, pero sólo para zaherir a los bufones que se atrevían a postularse
como hombres de estado. Los pocos con cualidades para servir a la ciudad se
mantenían al margen y dejaban el campo libre a aquellos cuya ambición de
notoriedad sólo iba a la zaga de su falta de escrúpulos para obtenerla.
El pueblo empezaba a acordarse de Alcibíades y a echarlo de menos.
En homenaje a su recuerdo, rememoraban los episodios de la guerra, cada uno
de los cuales les inducía a proclamar su visión y su energía. De joven nadie lo había
superado en valor. Una vez que obtuvo el mando, había castigado al enemigo como
ningún otro, hasta obligarle a jugarse su misma supervivencia en un solo día de
batalla en Mantinea. Su sola iniciativa había dado vida a la mayor armada de la
historia. De haber luchado bajo sus órdenes, no habríamos perdido en Sicilia. De
hacerlo en aquellos momentos, no estaríamos perdiendo en el Este. Los males que
había atraído sobre Atenas aconsejando al enemigo ya no eran vistos como
crímenes o traiciones, sino como pruebas de su talento militar y su audacia, dotes
que la ciudad necesitaba desesperadamente y no encontraba en ningún otro. A esas
alabanzas se unían las de los hombres de la flota, cuyos mejores comandantes
(Trasíbulo, Terámenes, Conón y Trásilo) eran amigos de Alcibíades u oficiales que
habían dado los primeros pasos bajo su tutela. Impúteselen los vicios de conducta o
motivación que se quiera, declaraba el demos, en cuanto hombre de estado, era
como un titán entre enanos. Y en las barberías y escuelas de lucha, la plebe
recordaba qué Alcibíades no se había pasado al enemigo por voluntad propia. ¡Lo
habíamos arrojado a los brazos de Esparta nosotros mismos! Habíamos sido lo
bastante necios para permitir que un hatajo de truhanes y conspiradores, celosos
del talento de Alcibíades, privaran al estado del adalid que tanto necesitaba.
Mi mujer y yo asistimos a la representación de una comedia de Éupolis en la que
un actor extravagantemente vestido hacía el papel de Alcibíades. La intención del
comediógrafo había sido ridiculizar a aquel lechuguino; sin embargo, la audiencia
coreó su nombre con entusiasmo. En la calle, el actor fue recibido por una multitud
y llevado a casa en triunfo.
Por toda la ciudad, los muros ostentaban la pintada: «Anakaleson», «Traedlo a
casa».
Tuvo que pasar otro año, querido nieto, pero al final Alcibíades fue llamado, si
no por la Asamblea de Atenas, por los hombres de la flota de Samos, que
prometieron a Tisafernes oro y una alianza con Persia.
Ese fue el momento que recordé a Polémides, cuando la proa de su bote tocó los
maderos del muelle de Samos y, rodeado por veinte mil marineros, soldados e
infantes de Atenas, Alcibíades se dirigió hacia la plataforma que llaman la
«Descarga», hasta la que los carreteros hacen retroceder sus carromatos para
recibir las capturas de los sardineros, y alrededor de la cual, bajo la colina de los
Defines, se congregó la muchedumbre de las divisiones terrestres y las
tripulaciones, que cubría además todos los tejados y pérgolas y se encaramaba a las
arboladuras y los espolones de los barcos, esperanzada y ansiosa por escuchar al
proscrito repatriado.
XXVIII
Dos veces empezó y dos veces le falló la voz, tan abrumado se sentía por el
espectáculo que se extendía ante sus ojos. Cuando se interrumpió por tercera vez,
quienes se apretujaban en las primeras filas empezaron a jalear.
—¡Qué hable! ¡Qué hable! —gritaban, y la multitud que abarrotaba el lugar
unió sus voces de inmediato en un inmenso rugido de estímulo. Cuando cesó el
alboroto, Alcibíades volvió a tomar la palabra, tan bajo al principio que los
heraldos, situados a intervalos para trasmitir sus palabras a los que habían subido
a la colina, debían volverse a los lados y repetirlas también a los compatriotas que
tenían cerca, e incluso a los que estaban más próximos al orador que ellos.
—No soy… —empezó a decir Alcibíades, y, cuando volvió a titubear, los
heraldos optaron por repetir tal cual aquel comienzo de frase:
»No soy…
… el hombre que era…
… el hombre que era…
»… hace un momento, al subir a esta plataforma. —Una vez más, los heraldos
lanzaron la frase en todas direcciones. Alcibíades consiguió al fin entonar la voz y,
haciéndoles señas para que se alejaran, retomó el hilo del discurso—. Tenía
pensado adoptar el papel de salvador. Presentarme ante vosotros como alguien que
puede liberaros facilitándoos la alianza con ese imperio cuya riqueza y poderío
naval os llevará a la victoria que no habéis podido obtener hasta ahora por vuestros
propios medios. Iba a dirigirme a vosotros como un caudillo y exigiros un voto de
fidelidad para el esfuerzo en que nos vamos a empeñar. Pero veros así… —Volvió a
fallarle la voz—. Veros, compatriotas, me parte el corazón. Me abruma la
vergüenza. No sois vosotros quienes tenéis que pronunciar un voto, sino yo. No sois
vosotros quienes tenéis que servir, sino yo. La Atenas que me exilió… —Una vez
más, Alcibíades, asiéndose con una mano a un pilar de la plataforma, tuvo que
hacer una pausa para recobrar la presencia de ánimo—. La Atenas que me exilió se
ha esfumado de mí memoria. Vosotros sois mi Atenas. Vosotros y eso… —Hizo un
gesto que abarcaba el cielo, el mar y la flota—. A vosotros y a todo esto ofrezco mi
voto de lealtad.
Un clamor que era mitad sollozo y mitad grito de aprobación se elevó de la
muchedumbre, desde los que se apretaban en las primeras filas hasta la periferia de
la audiencia. A sabiendas o no, Alcibíades había dado expresión al pesar y la
angustia por la patria que, tanto aquellos hombres como su recuperado líder,
sentían
tan remota como Océano y despojada no sólo de sus hijos, sino de su alma,
incomprendida y maltrecha.
—Si he ofendido a los dioses, y no cabe duda de que lo he hecho, imploro su
perdón ante vosotros. Por su clemencia, y por la fe con que me habéis honrado, juro
que ningún poder del cielo o de la tierra, incluidos los ejércitos del infierno, me
impedirán dar por vosotros y por nuestra patria todo cuanto poseo. Mi sangre, mi
vida, todo lo que soy y tengo, os lo ofrezco a vosotros.
Dicho aquello, retrocedió y desapareció entre el nutrido grupo de oficiales que
habían subido a la plataforma.
El muelle era un clamor unánime de entusiasmo y aprobación.
A continuación, habló Trasíbulo, al que siguieron en el uso de la palabra los
generales Diomedón y León. También se dirigieron a la asamblea representantes de
los nautai y los infantes. Los ánimos aún estaban encendidos tras el golpe y el
contragolpe que habían sacudido Samos hacía apenas unos días, en respuesta al
levantamiento que había derrocado el gobierno de la metrópoli. A esas alturas, todo
el mundo sabía que en Atenas la democracia había sido secuestrada. Los asesinatos
y los actos de terror habían acobardado al demos, y el régimen que se llamaba a sí
mismo de los Cuatrocientos se había enseñoreado de la Asamblea y de la voluntad
popular, proscribiendo de la participación política a la ciudadanía. La exasperación
de la flota iba en aumento ante los rumores de las atrocidades perpetradas contra
ciudadanos libres, los arrestos y ejecuciones ilegales, la confiscación de
propiedades y la derogación de la constitución de Clístenes y Solón. Los hombres de
Samos temían por sus familias y por su patria, que aquellos tiranos, como
aseguraban informes recientes, planeaban vender al enemigo para salvar la propia
piel.
Ahora, eufóricos por el regreso de Alcibíades, los presentes reclamaban
acciones y sangre a gritos. ¡Rumbo a Atenas! ¡Muerte a los autócratas! ¡Viva la
democracia!
Los soldados de infantería empezaron a golpearse los muslos y patear el suelo;
en los barcos, los marineros hacían crujir los puentes y las cuadernas de sus naves;
en los muelles, los pies de los infantes de la marina hacían temblar el puerto, e
incluso las mujeres y los niños producían tal estridencia de chillidos y silbidos que
resultaba imposible oír a quienes intentaban acallarlos. Dos taxiarcas se pusieron
en pie; la pita los obligó a sentarse de nuevo. Diomedón intentó hacer escuchar su
vozarrón, pero ni siquiera Trasíbulo, a quien los hombres, que lo respetaban,
dejaron hablar, pudo apaciguar el frenesí general. Los soldados de infantería se
levantaron y avanzaron hacia las pilas de armas. La multitud se agolpó junto a los
barcos, como si el embarque fuera inminente. Jaleaban a Alcibíades como un solo
hombre.
«¡Guíanos! ¡Llévanos a casa!».
El desatino de semejante empeño, evidente a los ojos más desapasionados de los
mandos, tenía sin embargo un atractivo tan irresistible para los hombres que ningún
comandante habría podido disuadirlos ni se atrevió a intentarlo. Ahora, Alcibíades
tendría que enfrentarse a aquella locura, de inmediato y echando mano, no de una
confianza ganada con el tiempo, de victorias compartidas y respeto ganado a pulso,
sino únicamente de su carisma.
—Si navegamos hasta Atenas, hermanos, venceremos a nuestros enemigos en la
patria fácilmente y estableceremos un gobierno obediente a nuestros caprichos y
gratíficante para nuestra vanidad. —Los hombres vitoreaban y aclamaban. El
orador pidió silencio con un gesto, y el gentío se mantuvo expectante—. Pero ¿qué
habremos dejado tras nosotros aquí, en el Egeo? Detengámonos a reflexionar,
compatriotas, y sí acabamos considerando acertado el propósito que os anima, no
transcurrirá otra hora sin que vosotros y yo nos hayamos hecho a la mar para
deponer a los usurpadores.
Más vítores y gritos de aclamación.
Alcibíades llamó a la asamblea al orden. Tal fue la expresión que empleó, y
obtuvo con ella el efecto deseado. Instó a cada uno de los presentes a imponer a su
anárquico corazón el autodominio que diferencia al hombre libre del esclavo y le
recuerda que es un ser racional, capaz de reflexionar y decidir. A renglón seguido,
los exhortó a hacer un esfuerzo y ponerse en el lugar del enemigo.
—Imaginad que sois Míndaro, comandante espartano de Mileto, y que os
enteráis de que hemos decidido poner rumbo a casa. No olvidéis, amigos míos, que,
antes de que anochezca, los espías que nos acompañan le habrán informado de todo
lo que hayamos debatido en el día de hoy…
Fría y racionalmente, Alcibíades les puso ante los ojos la oportunidad que la
retirada de la flota brindaría al enemigo, que debía aprovecharla y la aprovecharía
sin pérdida de tiempo. Se dirigía a sus oyentes no como un general arengando a sus
tropas, sino como un oficial exponiendo su parecer a sus iguales o un hombre de
estado disertando ante la ekklesia.
Si dejábamos el Egeo a su merced, los espartanos se apoderarían del
Helesponto y cortarían el suministro de grano para las colonias y para Atenas. El
enemigo dominaba Lámpsaco y Cícico, y había obtenido la defección de Bizancio.
Extendería su poder por toda Jonia y tomaría hasta el último enclave estratégico de
los estrechos. Tendríamos que volver de casa de inmediato, simplemente para evitar
la depauperación de lo que acabábamos de reconquistar. Y ¿con qué nos
encontraríamos a nuestro regreso? No, como en aquellos momentos, un enemigo en
el mar, donde le llevábamos ventaja, sino dueño de la tierra firme y encastillado en
fortificaciones de las que tendríamos que expulsarlo. Alcibíades preguntó a los
hombres si estaban dispuestos a luchar con los espartanos en tierra y en sus propios
términos. Y ¿desde qué base? La primera plaza que tomaría el enemigo sería
Samos, las mismas piedras y maderos que pisábamos en aquel instante.
A continuación, pasó a exponer la consecuencia más nefasta de nuestra
retirada: su efecto sobre el persa. ¿Cómo reaccionaría nuestro benefactor, del que
dependía todo, si levantábamos el campo inopinadamente? ¿Seguiría
considerándonos aliados fiables en los que podía depositar su confianza?
Tisafernes nos dejaría caer como un águila a un áspid, y volvería a aliarse con
los espartanos. No le quedaría otro remedio, pues temería que, libres de nuestro
antagonismo, volvieran su nuevo poder contra él e invadieran su satrapía.
—Recordad, esto, hermanos. Atenas será nuestra en el momento en que elijamos
tomarla. Pero Atenas no es sus ladrillos y sus piedras, ni siquiera la tierra sobre la
que alza. Atenas somos nosotros. Esto es Atenas. El enemigo está ahí —proclamó
señalando hacia el este y el sur, las ciudades ocupadas de Jonia y el bastión laconio
de Mileto—. He venido a luchar contra los espartanos y peloponesios, no contra mis
compatriotas. ¡Y por los dioses que os haré luchar contra ellos!
Un murmullo avergonzado recorrió la muchedumbre, que al fin cayó en la
cuenta, no sólo de su propia locura, en contraste con la lucidez de Alcibíades, sino
también de la habilidad de que había hecho gala su nuevo comandante para
quitarles de la cabeza aquel propósito suicida. Hacía apenas una hora que había
regresado y ya había conseguido preservar a la patria. Y lo que era más, se decían
los hombres, se había enfrentado a sus deseos sin ayuda y con una temeridad férrea
que nadie más habría podido mostrar. Saltaba a la vista que las aguas habían
vuelto a su cauce y que los hombres agradecían la firmeza de la mano de su caudillo
y comprendían el estrecho margen en el que les había hecho virar y volver la popa
al desastre.
—Pero si os lo dictan vuestros corazones, hermanos, poned rumbo a Atenas
ahora mismo. Pero antes mirad allí, a ese espigón que los samianos llaman el
«Gancho». Porque voy a fondear mi barco en él, y juro por Niké y Atenea
Protectora que caeré como el rayo sobre la primera nave que intente hacerse a la
mar, y después sobre la siguiente, hasta que alguna consiga echarme a pique. Quien
quiera navegar hacia Atenas tendrá que pasar sobre mi cadáver.
La aclamación que saludó aquellas palabras fue tal que consiguió acallar el
tumulto que la había precedido. Adelantándose de inmediato, Trasíbulo disolvió la
asamblea y ordenó que los hombres volvieran a sus tareas y todos los trierarcas y
jefes de escuadrón se presentaran en la comandancia de la flota.
Dicho cuartel general se hallaba instalado en la antigua aduana, que se llenó de
oficiales, cuyo número, contando capitanes de barco, comandantes de infantería y
oficiales, ascendía a más de cuatrocientos. Tras unos momentos de confusión,
Trasíbulo, Trasilo, Alcibíades y los taxiarcas se instalaron en una sala contigua,
empleada en otros tiempos para almacenar decomisos y ahora mástiles y velas de
repuesto, costillas para los cascos y todo tipo de aparejos y elementos de madera
para la flota. Varios comandantes tomaron la palabra y dieron su parecer sobre las
cuestiones más urgentes. Para Protómaco, lo principal era obtener fondos; había
que pagar a los hombres, que llevaban meses desmoralizados; Lisias consideraba
imperativo proseguir el adiestramiento; Erasínides llamó la atención sobre el
deficiente estado de los barcos; otros expusieron sus propias preocupaciones, a cual
más acuciante. Parecía que las quejas sobre las condiciones de hombres y naves
no
se acabarían nunca. Alcibíades cambiaba de postura con movimientos tan leves que
resultaban casi imperceptibles. El alboroto cesó de golpe. Enmudeciendo como un
solo hombre, los oficiales se volvieron espontáneamente hacia quien, si
técnicamente tenía tan sólo un tercio del mando tripartito, acababa de ser
reconocido tácitamente por la asamblea como comandante supremo.
—Apruebo cuanto decís, señores. Las necesidades de la flota son muchas y
urgentes. No obstante, hay una que se impone a todas las demás. Me refiero a
aquello que los hombres necesitan por encima de cualquier otra cosa y hemos de
darles sin falta ni dilación.
Como un poeta o un actor sobre el escenario, Alcibíades hizo una pausa y
consiguió captar con su silencio la absoluta atención de sus oyentes.
—Hemos de darles una victoria.
Libro VI
VICTORIA
EN EL MAR
XXIX
Con las pantallas levantadas, no resulta fácil ver algo desde la proa de una nave de
guerra que avanza a todo trapo. Las olas rompen contra el racel; el roción oculta la
serviola a cada cabeceo; las regalas están tan próximas a la línea de flotación y el
equilibrio de la nave es tan precario que cuando la borda se alza tan sólo medio
metro provoca una lluvia de juramentos, pues el peso desplazado, incluso por ese
breve instante, escora todo el barco. Los remeros, que dan la espalda al objetivo,
tampoco ven nada. Clavan los ojos en los infantes que permanecen en el puente, de
banda a banda de la crujía, intentando adivinar el instante del impacto.
En Cízico, tras el hundimiento del Resuelto ante Teos, el barco insignia de
Alcibíades era el Antíope. El remero al que tenía más próximo era un acarnio
apodado Carbonilla al que conocía porque habíamos formado parte de un coro de las
Leneas cuando éramos niños. Famoso por su glotonería, me estaba explicando la
mejor forma de preparar las anguilas para hacerlas a la brasa. La nave volaba en
dirección a una zona de la costa conocida como las «Plantaciones» hacia la que,
perseguidos por el Antíope y dos escuadras de dieciséis naves, habían huido cuatro
decenas de trirremes espartanos, cuyos marineros e infantes, en número superior a
ocho mil, se habían apresurado a vararlas y ponerlas a buen recaudo tras un baluarte.
Era un crimen echar a perder una cosa tan rica con un exceso de especias o salsa, me
advertía Carbonilla mientras remaba al ritmo del tambor; un poco de albahaca y
aceite bastaban para realzar la intrínseca suavidad de la carne. Esa fue la palabra que
empleó: intrínseca. Habíamos llegado a la zona de rompientes. Los infantes, de
rodillas junto a las bordas, arrojaban las jabalinas, pegajosas de sal después de la
escaramuza en el mar.
—Ya te la escribiré —acababa de murmurar Carbonilla, refiriéndose a la receta
de las anguilas, cuando una lanza magnesia lo alcanzó de lleno debajo de una oreja y
le salió por la base del cuello. Su remo cayó al suelo, y él lo siguió.
Mientras avanzábamos entre los malditos bajíos, por encima del pequeño dique
que protegía las plantaciones los defensores nos recibieron con una lluvia de
proyectiles, piedras, jabalinas y los mortíferos dardos de doble filo que los beocios
llaman «partecrismas» y los espartanos «horquillas». Sentí que dos de ellos me
arañaban la parte posterior de los muslos y monté en cólera. Una mano me obligó a
levantarme de un tirón.
—¿Qué haces, esconderte como una
rata? Era Alcibíades.
Echó a correr hacia la proa flanqueado por el resto de nuestro grupo, Timarco,
Macón y Xenocles, que compartían conmigo la responsabilidad de protegerle.
Infantes con armadura se habían subido a la serviola y las bordas de la roda, incluso
al espolón. La trompeta tocó «¡Ciar!»; los remeros metieron los pies en las correas y
empujaron los asidores al ritmo del tambor. Los infantes saltaban desde la proa y
desde ambas bordas. Alcibíades ya estaba en la playa y reclamaba rezones a gritos.
Secundados por la infantería persa de Farnabazo y una muchedumbre de
mercenarios magnesios, fáciles de reconocer por sus barbas negras como la tinta, que
llevan partidas y envueltas en redecillas, los lacedemonios nos recibieron con una
furiosa lluvia de proyectiles. Luchábamos en desventaja, pues teníamos que avanzar
por la pendiente de arena, y sólo llevábamos gorros de fieltro; no teníamos más
remedio si queríamos oír silbar las lanzas y desviarlas. De improviso, los espartanos
se lanzaron a la carga. Las dos líneas chocaron a lo largo de la playa. A mis espaldas,
oí blasfemar a Macón. ¿Dónde estaba Alcibíades?
Había abierto una brecha por su cuenta. Lo vimos corriendo cuesta arriba hacia la
tierra de nadie entre los espartanos y los barcos varados en la playa. Uno no conoce
el significado de la palabra rabia hasta que ha debido proteger a un hombre así de sus
propias ansias de victoria. Alcibíades no llevaba casco y sólo iba armado con el
escudo y un hacha. Llegó al primer barco y lanzó un rezón. Dos enemigos intentaron
soltarlo; Alcibíades le hundió el cráneo al primero con el escudo y desjarretó al
segundo con el hacha. Hincó el hierro en la madera de la proa enemiga. A sus
escoltas no nos quedaba otro remedio que imitarlo. Se necesita una habilidad
extraordinaria para defenderse de las jabalinas que te arrojan, sobre todo cuando
tienes que escudar a otro con el cuerpo. Nunca he maldecido a nadie como a nuestro
comandante; le insultaba sin dejar de lanzar piedras con la honda, igual que los otros.
Él ni siquiera nos veía.
Tres años y medio después, durante el sitio de Bizancio, asistí un simposio que
duró toda la noche. Alguien planteó la siguiente cuestión: «¿Cómo hay que dirigir a
hombres libres?».
—Siendo mejor que ellos —respondió Alcibíades de inmediato. Los presentes se
echaron a reír, incluidos Trasíbulo y Terámenes, nuestros generales—. Siendo mejor
y, en consecuencia, incitándoles a la emulación. —Estaba borracho, pero el vino,
lejos de nublarle el entendimiento, le hacía hablar con mayor sinceridad—. Cuando
aún no había cumplido veinte años, serví en infantería. Entre mis camaradas estaba
Sócrates, el hijo de Sofronisco. Durante una batalla, el enemigo nos había puesto en
fuga y estaba invadiendo nuestras posiciones. Yo estaba aterrorizado y, dispuesto a
huir, cogí mi equipo. Pero cuando vi a mi amigo, que ya tenía la barba gris, plantar
los pies en la tierra y encajar el hombro en su enorme escudo, una especie de eros, de
voluntad de vivir, se alzó en mi interior como una marea. Perdí todo temor y me sentí
obligado a plantar cara al enemigo junto a mi compañero.
»El papel de un comandante es encarnar la arete, la excelencia, a los ojos de sus
hombres. No hace falta azotarlos para que actúen con grandeza; basta con mostrarla
ante ellos. Su propia naturaleza les impulsará a emularla.
Los atenienses corrían por la playa llevando maromas y rezones hasta los barcos
enemigos. Alcibíades hizo arrastrar el primero, y luego otro, y otro. Entre tanto, las
tropas de Míndaro se defendían, como sólo los espartanos saben hacerlo, contra los
refuerzos encabezados por Terámenes y la caballería de Trasíbulo el Bravo.
Alcibíades cayó tres veces buscando a Míndaro, el jefe espartano, que acabó
pereciendo a consecuencia de las heridas. Cuando el enemigo se dispersó y huyó,
Alcibíades se lanzó en su persecución seguido por los todos demás, y cuando cayó al
suelo los primeros se detuvieron junto a él y lo levantaron, aterrados por la
posibilidad de que un dardo enemigo lo hubiera alcanzado. Pero sólo era
agotamiento. Yo mismo, que hacía apenas unas estaciones me había jurado acabar
con aquel hombre, había olvidado sus crímenes, incluido el asesinato de mi hermano.
Todo quedaba eclipsado por la llama que llevaba en nombre de nuestro país y
mediante la que lo conducía a la victoria.
Mencionaré un hecho de la batalla naval que había tenido lugar poco antes, no
para hacer el panegírico de Alcibíades, pues a ese respecto cualquier testimonio
resulta superfluo, sino como un ejemplo de aquella forma de coraje de que daba
prueba y que presenciamos con la misma frecuencia con que vemos grifos o
centauros.
La trampa en el mar había funcionado: según lo planeado, apenas surgieron de la
línea del horizonte, los cuarenta trirremes de Alcibíades atrajeron en su persecución
a los sesenta del enemigo, convencido de que aquellas eran todas nuestras fuerzas.
Las tripulaciones de Atenas, la flota de Samos, estaban tan bien entrenadas que,
cuando fingían huir mantenían tan buen orden que sus capitanes tenían que gritarles
que remaran con menos regularidad y simularan algún miedo. Antíoco era el piloto
de Alcibíades. A su señal, las naves viraron en redondo empleando el anastrofe, o
«contramarcha», característico de Samos, mediante el que los barcos no giran
simultáneamente de forma que el primero quede el último, sino uno tras otro, como
carros alrededor de un poste. Alcibíades ordenó aquella maniobra, especialmente
difícil, para asustar al enemigo, para hacerle saber que se había tragado el anzuelo y
lo pagaría caro.
De pronto, los triples de Trasíbulo aparecieron a popa de los espartanos. Desde
su escondite tras un promontorio, avanzaron en cuatro columnas de doce, remando,
como dice la saloma, «con todo lo que encontraron tieso, incluida la polla del
capitán», y se interpusieron entre Míndaro y el puerto. Los treinta y seis de
Terámenes surgieron de la borrasca y bloquearon la huida hacia el norte. Alcibíades
gritaba que localizáramos la enseña de Míndaro y prometía un talento al vigía que la
viera primero.
Los espartanos huyeron hacia la orilla, que se encontraba a diez estadios de
distancia. La división de Alcibíades inició la persecución desde el flanco, siguiendo
una trayectoria oblicua hacia el barco de cabeza. Era un jefe de escuadra, que, al ver
la enseña de Alcibíades, se aprestó al combate. A un estadio, viró hacia el puerto,
hizo un quiebro alrededor de dos de sus barcos, cuyos remos se habían enredado, y
se dirigió hacia nosotros. Antíoco eludió su embestida y pasó con tal rapidez ante sus
amuras que el enemigo se lanzó contra sus propias naves y las obligó a ciar con todas
sus fuerzas para evitarlo. Antíoco agujereó dos de ellas a placer, pero al embestir a la
tercera mientras huía, nuestro espolón quedó enganchado; la inercia de la nave nos
arrastró hacia su costado, y los remos se partieron como astillas. Cuando nuestro
flanco chocó con el de la nave espartana, sus infantes nos lanzaron todo lo que tenían
a mano. Nuestros hombres se apresuraron a ponerse a cubierto de la lluvia de
proyectiles que azotaba el puente del Antíope. Oí un rugido rabioso y alcé la vista.
En pie y solo en medio de la tormenta de hierro, Alcibíades recorría el mar con la
mirada buscando a su enemigo.
—¡Míndaro! —gritaba—. ¡Míndaro!
En la llanura del Macestos hay un muro de piedra, una simple represa de una
granja, hacia la que habían huido los espartanos al retirarse de la playa. Tras él, en la
penumbra del ocaso, la infantería se resistía con sorprendente tozudez, apoyada por
la guardia del sátrapa Farnabazo, que había acudido de Dascilio. El choque formó un
embudo en una abertura del ancho de un carro, mientras en torno los combatientes se
hundían en los campos de lino que el enemigo había inundado para impedir el
avance ateniense. Los caballos de ambos bandos pe hundían en el cenagal hasta la
panza; los jinetes seguían luchando sobre monturas agonizantes o ya muertas, que el
barro mantenían en pie.
Tal era la situación cuando Alcibíades, llegó galopando desde la playa. El cuello
de botella parecía insuperable. Tres escuadrones de nuestra caballería y más de mil
infantes estaban atascados allí. A un estadio de distancia se veía avanzar a la
caballería enemiga, seguida por un enjambre de tropas ligeras y paisanos, granjeros
blandiendo horcas y rastrillos, azuzados por los látigos de sus señores. Si no
conseguíamos abrir una brecha, nos desbordarían. Habríamos podido atravesar los
diques por el este o el oeste, pero no había tiempo, y si tan sólo una docena de
enemigos conseguía llegar antes no podríamos pasar.
Alcibíades montaba una yegua llamada Mostaza, que había pertenecido a
Agasicles, el asistente de Trasíbulo, abatido junto a los barcos. Cualquier caballo, sin
la presión de su jinete, sabe cómo abrirse paso en una ciénaga. Alcibíades soltó
riendas al animal y, tomando consigo a cuarenta jinetes y doscientos infantes, avanzó
por el fangal. Mostaza dio un rodeo de cinco estadios y, cubierta de barro, cruzó el
muro por una abertura en la retaguardia del enemigo. Desde allí, Alcibíades
encabezó el ataque contra la infantería espartana y dio muerte a su comandante,
Amonfareto, hijo de Polidamos, caballero y vencedor en Nemea. En el Eurisación
de Atenas, a la
izquierda según se entra, aún se conserva un bronce incomparable de un caballo de
guerra, no más alto de un palmo, con esta leyenda:
De la misma carta:
Otro fragmento:
Más tarde, cuando sitió Bizancio, el tenor del asedio fue, si semejante palabra
puede aplicarse al caso, alegre. Los hombres lo encararon convencidos, sin
refunfuñar ni fingirse enfermos, e incluso el enemigo, al capitular, no parecía abatido
sino optimista, confiado en el futuro.
Del mismo modo que castigaba a los hombres alejándolos de su presencia, los
premiaba permitiéndoles acercarse a él. Le gustaba verse rodeado por sus oficiales,
especialmente por la noche, mientras trabajaba.
—Tened presente, amigos míos, que el acceso a vuestra persona es un enorme
incentivo para quienes están a vuestras órdenes. Una sonrisa, una palabra amable, un
apodo empleado con afecto… Recordad el orgullo que sentíais de niños cuando
vuestro padre os sentaba en sus rodillas, o pensad en cómo una invitación a cenar
con vuestros comandantes os hace olvidar un día de dura brega contra un viento
adverso. No seáis parcos con vuestras personas. No hay dinero que pueda pagar
vuestra atención, y los hombres lo saben.
Aleccionaba a sus capitanes para que pensaran en términos de escuadras y alas,
no de barcos aislados, y a considerar siempre la flota como un todo, sabiendo qué
escuadras había en cada sitio y cuánto tardarían en llegar, o con qué rapidez podría
acudir en su ayuda la propia. Reaccionaba con furia cuando le informaban de que un
grupo de naves avanzaba fuera de formación. La expresión «en apoyo de» no faltaba
en ninguna de sus órdenes. Ante cualquier estrategia que le proponían, su primera
pregunta siempre era: «¿Qué barcos darán apoyo?».
Durante el avance quería que las naves se mantuvieran «remo con remo», de
forma que la proximidad diera ánimos a las tripulaciones. En el mar hacía transmitir
señales noche y día para mantener a los barcos en contacto, como una unidad. Se
negaba a evacuar a los heridos, que debían volver a puerto con sus compañeros de
tripulación, aunque la cubierta se llenara de charcos de sangre y angarillas que
dificultaban los movimientos de los remeros. Los hombres tenían que saber que
nadie sería abandonado y que sus compañeros se harían cargo de ellos.
—Nadie teme más a la muerte que quien lucha en el mar, pues el soldado de
infantería, al caer, entrega sus huesos a la tierra, de la que pueden ser recuperados,
mientras que el marinero los entrega al estéril y despiadado océano.
Esta iba dirigida a Pericles el joven, cuando supo que se había encolerizado con
uno de sus remeros:
Los soldados de infantería pueden luchar sin su capitán y huir sin él.
Pero el marinero se dirige a la batalla uncido a su comandante, sin nada que
lo separe del infierno más que su fe en ti y una tabla de cuatro dedos de
ancho.
… cada ala, y cada escuadra dentro de su ala, debe tener incentivos para
reafirmar su propia identidad, aquel talento o habilidad en los que destaca
especialmente y de los que se siente orgullosa. Dejemos que un ala lleve
doble dotación de infantes, que se adiestre particularmente en el uso del
arpeo y el botalón. Permitamos a otra que lleve serviolas al estilo corintio y
se autodenomine Pez Martillo o Carnero. Cuando los marineros de
diferentes escuadras coincidan en una taberna, quiero que arrecien los
insultos. Quiero trifulcas. Cuantas más, mejor, porque tras ellas los hombres
se sentirán aún más unidos que antes.
Para formar la caballería, actuó de la siguiente manera.
Las incursiones para apoyar a la flota lo habían familiarizado con Tracia, sus
hordas de jinetes y el espíritu de sus indómitos príncipes, dos en particular, Seutes,
hijo de Maisades, y Medoco, caudillos de los odrisios. Trasíbulo y Terámenes le
insistían en que negociara con ellos. El ejército no podría comprar jinetes en ningún
otro sitio. Pero Alcibíades comprendía los corazones de aquellos guerreros salvajes.
No era posible acercarse a ellos sin regalos, ni se les podía ofrecer amistad de un
modo que fuera menos que espectacular.
Había dos trierarcas a los que Alcibíades favorecía especialmente: Damón y
Nestórides, dos hermanos de su mismo distrito, Escambónidas. Con veintitrés y
veintidós años respectivamente, eran los más jóvenes de la flota. ¿Te acuerdas,
Jasón, de la indignación que produjo en Atenas el asunto del coro de muchachos?
Había ocurrido hacía diez años, antes de Siracusa. Axíoco, tío de Alcibíades, había
financiado un coro de imberbes durante las Panateneas; para celebrar su victoria,
Alcibíades había conseguido que los muchachos pasaran la noche en su propiedad en
lugar de volver a casa con sus padres. Tras poner a tono a sus pupilos dándoles a
probar vino por primera vez, hizo aparecer a una cuadrilla de despampanantes (y
crecidas) hetairai.
Y pasó lo que tenía que pasar.
El escándalo fue mayúsculo. Alcibíades tuvo que enfrentarse a una acusación de
hybris, la funesta arrogancia. Fue entonces cuando Meleto pronunció su famosa
frase:
«No culpéis a las putas, sino al chulo». Por supuesto, Alcibíades juzgaba que el
premio valía la pena. Consideraba a aquellos muchachos la flor de la ciudad, los
jefes del futuro. Orquestando aquel rito de paso a la virilidad, el más decisivo de sus
jóvenes vidas, pretendía ligarlos a él con cadenas inquebrantables.
Y ahora dos de aquellos adolescentes, Damón y Nestórides, habían llegado de
Atenas. Alcibíades los había alistado como simples infantes, pues eran demasiado
jóvenes para tener un mando en la flota sin provocar un motín entre el resto de los
capitanes. Sin embargo, no tardó en conseguirles sendos barcos. Envió a los
muchachos a realizar una serie de reconocimientos de los astilleros espartanos de
Abidos. Durante diez noches, trazaron planos de las atarazanas y sus alrededores.
Informaron de cuatro barcos en reparación, casi listos para hacerse a la mar.
—Traedme uno —les propuso Alcibíades—, y os nombraré sus capitanes.
Una noche lluviosa, los hermanos desembarcaron con treinta hombres, mientras
Antíoco permanecía al pairo con cuatro trirremes rápidos. Halaron y botaron no una,
sino dos naves, a las que llamaron Pantera y Lince. Aquel par de cachorros se
convirtieron en el terror de los mares. Calafatearon los cascos de negro y pintaron
ojos de gato en las proas. Se encargaban de misiones nocturnas que ponían los pelos
de punta a otros capitanes. Fueron ellos, jóvenes que aún no habían cumplido los
veinticuatro, quienes cortaron la cadena en Abidos y abrieron el puerto a la incursión
que prendió fuego a la mitad del barrio portuario, ejecutó a una veintena de
magistrados y administradores y capturó en la cama de su amante al secretario de
Farnabazo, con todos sus documentos. Pero su principal athlon, la hazaña que nos
proporcionó la caballería que necesitábamos, fue el rapto de trescientas mujeres.
Se trataba de dos partidas de esclavas, de ciento cincuenta mujeres cada una,
cuyos movimientos habían detectado los hermanos y a las que Alcibíades les había
ordenado mantener bajo vigilancia a lo largo de la costa que se extiende bajo el
monte Coppias. Las mujeres, cautivas odrisias, trabajaban excavando acequias. Una
noche, Alcibíades envió a los hermanos con doce barcos. Los muchachos saltaron al
agua y corrieron hacia ellas gritando de alegría, mientras los patronos persas les
arrojaban lanzas antes de salir huyendo como demonios valle del Caicos arriba.
Creyendo que Alcibíades planeaba vender a las mujeres en los burdeles, Damón y
Nestórides las llevaron a Sestos. Pero Alcibíades hizo que se bañaran y perfumaran,
y dio órdenes de que las trataran como a hijas de la nobleza.
Ya tenía el presente para los príncipes tracios.
Envió a los hermanos por delante, para informar a los montaraces nobles de que
Alcibíades deseaba reunirse con ellos y acordar la fecha y el lugar del encuentro. El
propio Alcibíades acompañó a las mujeres, que iban tocadas con guirnaldas de novia
para borrar la humillación de la cautividad y darles legitimidad como consortes que
los príncipes podrían poner al servicio de sus favoritas. Las embarcó en cuatro
galeras escoltadas por una docena de naves de guerra y desembarcó con ellas en la
playa salvaje de Salmidesos, donde las ofreció a Medoco, Bisantes y Seutes, los
grandes príncipes de las llanuras.
Por los dioses gemelos que aquellos hijos de puta sabían cómo dar las gracias.
Entregaron sendas mujeres a Antíoco y a los dos hermanos allí mismo, sin admitir
protesta, e hicieron traer de las colinas quinientos caballos, como regalo para
Alcibíades y la caballería. ¿Has visto quinientos caballos juntos alguna vez, Jasón?
Es todo un espectáculo. Los de la escolta no veíamos el momento de embarcar a los
animales y largarnos de allí antes de que aquellos salvajes cambiaran de opinión.
Pero faltaba lo mejor. Alcibíades rechaza el regalo de los príncipes. No está
dispuesto a aceptar los caballos. Lo que es peor, le dice a Seutes que lo ha ofendido
ofreciéndole aquellos caballos en lugar de lo que realmente desea. Es medianoche
pasada. En las inmediaciones brilla un centenar de fogatas; nuestros barcos esperan,
varados en la playa, mientras aquellos salvajes, hombres y mujeres borrachos como
cubas, zascandilean a nuestro alrededor y un ejército mil veces más numeroso que
nuestro grupo se extiende por la llanura hasta donde alcanza la vista. Para colmo de
males, nuestro anfitrión Seutes es un toro y está completamente ebrio, como suelen
estarlo la mayoría de sus paisanos. Y, como todos los tracios, cuando le hacen algún
favor, se toma a pecho devolverlo por duplicado; si no puede hacer un presente
mejor que el que ha recibido, ¿qué nos cabe esperar, aparte de un baño de sangre?
Alcibíades repite que el príncipe lo ha ofendido con su regalo y, volviéndose hacia
nosotros, los cuarenta de su escolta, nos ordena que embarquemos y nos larguemos.
Seutes no está dispuesto a dejarnos marchar. Ordena que traigan los caballos y,
dirigiéndose a sus invitados y sus propios compatriotas, comienza a cantar las
alabanzas de los animales, que, como todo el mundo sabe, los atenienses necesitan
desesperadamente, pues su caballería es escasa y se encuentra a merced de la
caballería real de Farnabazo cada vez que avanza tierra adentro y se aleja de sus
naves. El príncipe ha ido calentándose poco a poco y está de un humor de perros.
¿Qué clase de hombre, le pregunta a Alcibíades, qué caudillo rechaza una fortuna
como aquélla, si no para su propio uso, para el de los magníficos guerreros que tiene
a sus órdenes?
Alcibíades remueve los pies, tan colérico como su anfitrión, y asegura que, en
efecto, sería el hombre más afortunado de Oriente si el príncipe le diera lo que desea
en lugar de los caballos. ¿Y de qué se trata?, pregunta Seutes.
—De tu amistad.
En un abrir y cerrar de ojos, Alcibíades, que abarca con la mirada a todos los
tracios que nos rodean, está tan sobrio, frío y sereno que resulta evidente que no ha
perdido la cabeza ni por un instante.
—Si acepto esos caballos —dice—, zarparé llevándome un regalo magnífico,
pero seguiré siendo pobre. En cambio, si os dejo los caballos a vosotros, sus dueños,
y me llevo vuestra amistad —y se cruza de brazos ante Seutes, que parece estar tan
sobrio como él—, poseeré no sólo esos soberbios animales, pues podré pedírselos á
mi amigo siempre que los necesite, sino también valerosos guerreros para que los
monten y luchen a mi lado. Pues mi amigo no me enviará los caballos y dejará que
me enfrente a mis enemigos sin ayuda.
Pero Seutes no es ningún idiota. Sabe que el hombre que tiene enfrente lo ha
planeado todo desde el primer instante en que vio a las mujeres. Comprende la
astucia del plan y comprende que Alcibíades sabía entonces y sabe ahora que la
comprendería. Desea poseer esa misma astucia y sabe que, si se hace amigo de aquel
hombre, tendrá un mentor que le aconsejará y le enseñará a obtenerla. El joven
príncipe abraza a Alcibíades. Diez mil salvajes lanzan un grito de júbilo. Nuestro
grupo respira aliviado.
Y el príncipe Seutes apareció con sus caballos, no con quinientos, sino con dos
mil, cuando la flota y el ejército tomaron Calcedonia y Bizancio, cerraron los
estrechos e infligieron a los espartanos la peor derrota de la guerra. Pero me he
adelantado a los acontecimientos y he pasado por alto una historia y un punto de
inflexión que merecen ser recordados.
Bajando por el estrecho un mes después de la gran victoria de Cízico, la nave
insignia se encontró con un bote que traía un despacho de Samos. Era una noche de
luna, y la barca hizo señales de fuego. Las dos embarcaciones se pusieron al pairo en
el centro del canal. La galera Paralos, informaron los del bote, había llegado de
Atenas ese mismo día con la noticia de que una embajada espartana se había
presentado ante la Asamblea para negociar la paz. Los hombres vitorearon
entusiasmados y quisieron saber los términos propuestos por los lacedemonios, que
consistían en un armisticio inmediato, la retirada de cada bando de los territorios del
otro y la repatriación de todos los prisioneros. La tripulación volvió a dar vivas y
gritar que pronto estaría en casa.
—¿Los espartanos siguen en Atenas? —preguntó Alcibíades a los del bote.
—Sí, señor.
—¿Quién encabeza la embajada?
—Endio, señor.
Otra explosión de júbilo.
—Los lacedemonios han querido honrarte, Alcibíades. ¿Por qué si no iban a
enviar a Endio, tu amigo? —dijo Antíoco, piloto de Alcibíades y uno de los
desterrados que le habían acompañado a Esparta—. Es evidente que, aunque sigues
siendo un exiliado, te consideran el primero de los atenienses.
El Esforzado de Trasíbulo nos había dado alcance por sotavento y se había
puesto al pairo lo bastante cerca para oírlo todo. Su piloto preguntó si aquello
significaba de verdad que podíamos volver a casa. Alcibíades no respondió y siguió
inmóvil en la popa.
—Eso no es una oferta de paz —dijo con calma a los oficiales del alcázar y a los
remeros sentados a sus pies—, sino una estratagema para sembrar la discordia entre
nosotros y el pueblo de Atenas y llevarnos a la ruina a todos. —Se volvió hacia un
marinero—. Haz señales a todos los barcos. Que continúen hasta Samos. Y a
Trasíbulo, que nos siga solo —y dirigiéndose a Antíoco, que estaba al timón—:
Adelante, condúcenos a Aquileón.
XXX
La llanura del Escamandro sigue tan yerma y barrida por el viento como hace mil
años, cuando Troya cayó bajo la lanza de Aquiles. En la playa donde los aqueos de
Homero vararon sus naves de cincuenta remos sin puente, los atenienses y los samios
tocamos tierra con nuestros trirremes con espolones de bronce. La fuente a cuyo
alrededor Diomedes persiguió a Sarpedón sigue manando agua fresca y pura.
Nuestros hombres habían pasado la noche en aquel lugar una docena de veces,
haciendo un alto en la travesía hacia el Helesponto o el Egeo; pero hasta aquella
tarde nuestro jefe nunca nos había conducido tierra adentro, hasta los túmulos.
Hay dieciocho en total, siete grandes por las naciones de los aqueos, micénicos,
tesalios, argivos, lacedemonios, arcadios y focios, y once menores por los héroes
individuales, de los que el par final, unido, corresponde a Patroclo y Aquiles.
La noche es fría. El viento curva las hoces de hierba sobre las descuidadas
pendientes de las tumbas, en las que las ovejas han excavado peldaños. Compramos
una cabra a unos muchachos; les preguntamos cuál es el túmulo de Aquiles. Nos
miran de hito en hito.
—¿De quién?
Sobre esta llanura, observa Alcibíades, los hombres del Oeste hicieron la guerra a
los hombres del Este y los llevaron a la ruina.
Nuestro caudillo sueña con repetir la
hazaña. Aliarse con Esparta y volverse
contra Persia.
—En el tiempo que llevo con la flota —declara, como ha declarado con
anterioridad—, hemos creído que debíamos atraer a Persia a nuestro bando para
derrotar a los espartanos. Ahora debemos preguntarnos: ¿es una ilusión? Yo así lo
creo. Persia nunca se alineará con Atenas; nuestras ambiciones en el mar chocan con
las suyas; no puede permitir que ganemos esta guerra. Y, aunque derrotemos a los
ejércitos de sus sátrapas a todo lo largo de la costa, la riqueza del imperio del Este
volverá a levantarlos. El oro persa convierte en invencibles a sus aliados espartanos.
Apenas hemos destruido una flota, cuando ya han fletado otra. No podemos patrullar
todas las calas de Europa y de Asia.
Trasíbulo, hastiado de la guerra y deseoso de aceptar la oferta de armisticio,
protesta:
—El enemigo te ha honrado, Alcibíades. Basta con que estreches su mano, y la
paz será nuestra.
—Amigo mío, la intención de los espartanos no es honrarme, sino intrigar hasta
que nuestros compatriotas teman mi ambición. Me distinguen para avivar el miedo
de los atenienses a que, cuando regrese con las victorias que ha conseguido esta
flota, me convierta en un tirano. Si tienen éxito —es decir, si incitan al demos a
retirarme su confianza—, la victoria será de Esparta. Ése es su designio, no la paz.
Teníamos que conseguir más victorias, aseguró.
—Más, y después más, hasta que nuestras fuerzas dominen el Egeo
absolutamente, con los estrechos y todas sus ciudades, con las rutas del grano bien
sujetas en nuestro puño. Hasta que no llegue ese día no podremos volver a casa.
Quienes estábamos sentados alrededor del fuego no necesitábamos demasiada
imaginación para evocar los bastiones de Selimbria, Bizancio y Calcedonia, cada
uno tan formidable como Siracusa, y hacernos una idea de las penalidades que
tendríamos que sufrir para tomarlos. Trasíbulo arrojó las heces a las llamas.
—Querrás decir que tú no puedes volver a casa, Alcibíades. Yo sí puedo —dijo,
y se puso en pie con dificultad.
—Siéntate, Bravo.
—No pienso hacerlo. Ni obedecer tus órdenes. —Estaba ebrio, pero en
condiciones de hablar y decidido a hablar claro—. Es posible, amigo mío, que tú no
puedas volver a casa hasta que te hayas cubierto con tal manto de gloria que nadie se
atreva a tirarse un pedo a un estadio de ti. Pero yo puedo volver. Todos podemos,
porque estamos hartos de guerra y no queremos más.
—Ninguno de nosotros puede volver. Y tú menos que nadie, Bravo.
Los hombres callaban, divididos entre sus comandantes. A Alcibíades no le pasó
inadvertido.
—Amigos, si vuestros ojos no perciben los dictados de la Necesidad, os pido que
confiéis en los míos. ¿Os he conducido a otra cosa que no fuera la victoria? Los
espartanos agitan la paz delante de vuestras narices y vosotros os arrojáis sobre ella
como zorros en invierno. Para ellos, la paz significa un respiro que les permitirá
rehacerse. ¿Y para nosotros? ¿Cuándo se ha visto que un vencedor abandone el
campo de batalla poseyendo menos que al principio del combate, cuando hay tanto
que sólo está pidiendo que lo cojamos? Mirad a vuestro alrededor, amigos. Los
dioses nos han traído a esta playa, donde los griegos vencieron a los troyanos, para
mostrarnos su voluntad y nuestro destino. ¿Moriremos en nuestros lechos, alabando
la paz, esa ilusión con la que nos embaucaron nuestros enemigos, porque no podían
vencernos en buena lid sobre el mar? Desprecio una paz que significa traicionar
nuestro destino, y pongo la sangre de estos héroes por testigo. —Se levantó y,
volviéndose hacia Trasíbulo, añadió—: Me acusas, amigo, de perseguir la gloria a
expensas de la devoción que debo a nuestra patria. Pero no existe contradicción en
ello. El destino de Atenas es la gloria. Nació para alcanzarla, igual que nosotros, sus
hijos. No os subestiméis, hermanos, juzgando que valéis menos que estos héroes
cuyas sombras escuchan nuestras palabras en estos momentos. Eran hombres como
nosotros, nada más y nada menos. Hemos obtenido victorias iguales y mayores que
las suyas, y seguiremos obteniéndolas.
—Los hombres a quienes nos pides que emulemos, Alcibíades —terció Pericles
el Joven—, están muertos.
—¡Jamás!
—Señor, estamos acampados junto a sus tumbas.
—¡No morirán jamás! Están más vivos que nosotros, no en los Campos Elíseos,
donde, como dice Homero:
sino aquí, esta noche y siempre, dentro de nosotros. No podemos aspirar una
bocanada de aire sin su consentimiento, ni cerrar los ojos y no ver su herencia ante
nosotros. Ellos constituyen nuestro ser, más que los huesos o la sangre, y nos
convierten en lo que somos.
»Sí, me uniré a ellos, y os llevaré conmigo a todos. No en la muerte o en la otra
vida, sino en carne y hueso y en triunfo. Me dices, Bravo, que mire a quienes están
sentados alrededor de este fuego. Los estoy mirando. Pero no veo a hombres
escarmentados ni dóciles. Veo a un puñado de valientes capaces de forjar batallones
invencibles con su ejemplo; a unos camaradas que, cuando les llegue la muerte,
como nos llegará a todos, podrán decir que han apurado la copa hasta la última gota.
Discutamos esta noche como hermanos. ¿Podríamos hacer algo mejor que reunirnos
en este lugar con amigos valientes y famosos? ¿Podríamos estar con alguien más
grande? Pero su compañía no se compra con una moneda de plata. El precio es la
gloria inmortal, ganada por todo lo que se ama y arriesgando todo lo que se ama. Yo,
desde luego, estoy dispuesto a pagar ese precio. Cenemos, hermanos, con aquellos
que cayeron como el rayo sobre el Este y lo reclamaron para sí.
Frente a Alcibíades, Trasíbulo miraba las llamas, que su amigo y comandante
acababa de avivar.
—Me pones los pelos de punta, Alcibíades.
XXXI
Aquella chica era Timandra, en cuya ropa fue envuelto el cadáver de Alcibíades
apenas unos años después, en Frigia, a falta de algo mejor con que amortajarlo.
En la época de los estrechos, tenía veinticuatro años. Conquistó el corazón de
Alcibíades y ninguna otra mujer consiguió desplazarla. Era lo que él necesitaba;
ambos lo supieron al instante. Los parásitos a quienes no podían ahuyentar soldados
armados hasta los dientes echaban a correr ante una simple mirada de aquella
mocosa. Nunca oí a Alcibíades defender a otra mujer que no fuera su difunta esposa
salvo en broma o con ironía. Ahora se encolerizaba de tal modo a la menor ofensa
cometida contra Timandra que hombres que mandaban miles de soldados se
acercaban a ella de puntillas, apurados como adolescentes. Timandra era como la
paloma de Trapezos, que, al emparejarse con un águila, se convirtió también en
águila.
Se ha hablado hasta la saciedad de la caótica vida privada de Alcibíades, que,
según sus detractores, se habría tirado a una anguila si se hubiera estado quieta el
tiempo suficiente. Ya conoces a Eunice, Jasón. No es una anguila, pero se lo llevó a
la cama una noche, o él a ella, en Samos, un año antes de que apareciera Timandra.
Fue su forma de golpearme, cuando los golpes no habrían bastado, por no atenderla a
ella y a los niños, abandono del que seguramente era culpable. No podía
reprochárselo, pues, como todas las mujeres, estaba indefensa ante las tempestades
de su corazón, pero tenía que pedirle cuentas a él, que debería habérselo pensado dos
veces, y la perspectiva me producía no poca aprensión, lo confieso, a pesar de que no
me asustaba enfrentarme a ningún hombre cara a cara. Y no es que temiera que
invocara su autoridad contra mí, pues nunca se habría rebajado a algo así; sin
embargo, me preocupaba que la pasión del instante lo impulsara a atacarme.
Alcibíades era tal prodigio como atleta y luchador que, sólo estando yo armado y él
no, me parecía tener alguna posibilidad. Por supuesto las cosas no llegaron tan lejos.
Cuando le exigí una explicación, aprovechando un momento en que inspeccionaba
solo el astillero, me respondió con un remordimiento tan sincero que toda mi cólera
se esfumó al instante, para ceder el sitio, lo creas o no, a la pena que me causó su
relato de los hechos. Pues su incapacidad para gobernar sus apetitos era el único
defecto que le hacía sentirse mortal.
—Me dijo que ya no era tu mujer, que la habías echado a la calle. Me abordó
pretextando que necesitaba dinero. —Me miró a los ojos—. Sabía que era mentira,
pero aun así seguí adelante, porque soy como un perro. —Y, dejando caer los brazos,
añadió—: Vamos, golpéame ahora mismo, Pommo, no te lo tendré en cuenta.
¿Qué iba a hacer, pegarle una paliza a nuestro caudillo en mitad de las
atarazanas?
—Ni siquiera recuerdas su nombre, ¿verdad? —No recuerdo el de ninguna,
Pommo.
Dos tardes después, me estaba ejercitando en el rompeolas cuando pasó Mantiteo
en una barca de ocho remos manejados por efebos recién llegados de Atenas.
¿Tienes una verde limpia? —me gritó, refiriéndose a la capa de gala de la
infantería de la marina, de color verde oscuro—. Se requiere el placer de tu
compañía. ¡Y no te dejes en casa los buenos modales!
Así es como conocí a mi segunda mujer, o, para ser exactos, como ella me
conoció a mí. Era la hija del samio que fue nuestro anfitrión esa noche, y se llamaba
Aurora. Me enamoré de ella al instante y con todo el corazón, aunque apenas pude
disfrutar de su compañía, pues tuve tan mala fortuna que los dioses se la llevaron al
cabo de un año. Nunca supe lo que Alcibíades le contó a su padre de mí, ni en qué
tono. Pero desde el momento en que aquel hombre nos recibió en su umbral a
Mantiteo y a mí, me sentí como un príncipe ungido.
Así es como Alcibíades me compensó por su falta, ¿comprendes? Era su
desdichado sino, y el nuestro, que tuviera que compensar a tantos.
Timandra no podía cambiarle, pero sabía manejarle. En los estrechos, no
compartían la misma habitación; ella no lo consentía, porque no estaban casados,
pero tampoco quería casarse, aunque Alcibíades no se cansaba de pedírselo. Tenía
que ir a la cama de la chica y volver a la suya, salvo que ella le permitiera quedarse a
pasar la noche. Timandra tampoco se avino a mudarse cerca de él, para espiarle, sino
al ala opuesta, donde vivía y trabajaba. Tenía sus propios medios de subsistencia, que
administraba ella misma, y su principal interés era facilitarle las cosas a Alcibíades,
no en lo relativo a los asuntos de la guerra, en los que nunca se inmiscuyó, sino en
las cuestiones relacionadas con su bienestar y organización.
En cierta ocasión, Mitrídates y Arnapes se presentaron como embajadores de los
persas en la villa que Alcibíades tenía en la Punta Cabeza de Perro, y, al ser recibidos
por Timandra en perfecto arameo, la tomaron por la intérprete o la amante del
general y pasaron de largo en busca del despacho. Timandra hizo que los soldados
los detuvieran a punta de espada y, cuando los enviados expresaron su indignación y
le pidieron que se presentara, ella les contestó:
—Señores, he observado que quienes se acercan a aquellos a quienes los
hombres llaman grandes sólo lo hacen con uno de estos fines: servirlos o
combatirlos. Ni en un caso ni en el otro puede el gran hombre descubrir a alguien en
quien descargar su corazón con confianza. Ése es el servicio que presto a nuestro
comandante, y vosotros, que habéis tenido abundante trato con los grandes, podéis
juzgar su dificultad. —Sonrió No obstante, me he precipitado al deteneros por la
fuerza.
Consideraos libres, señores, de pasar cuando lo deseéis.
Los enviados le hicieron una de esas reverencias que los persas llaman ayana,
destinadas a príncipes o ministros.
—Ordena lo que desees, señora, pero acepta, por favor, nuestras disculpas por la
descortesía hasta que dispongamos de medios más materiales para expresarlas.
Desde la adolescencia, Timandra había sufrido el asedio de los pretendientes, que
ofrecían la luna y las estrellas a su madre, la cortesana Frasiclea, para poseerla, del
mismo modo que los hombres cortejaban a Alcibíades en su juventud. Puede que eso
fuera un vínculo entre ellos, algo que les hacía entenderse. En público, su relación
parecía tan casta como la del hermano y la hermana; sin embargo, era evidente que
sentían una devoción mutua y apasionada.
En la medida de lo posible, Timandra domesticó a Alcibíades y puso orden en las
caóticas jornadas de aquel genio, que hasta entonces lo organizaba todo
exclusivamente en su cabeza. Pero la presencia de aquella mujer era un arma de
doble filo, pues su enorme influencia sobre la figura capital de una coalición de
guerra contribuyó a crear en torno a Alcibíades un ambiente con cierto regusto
cortesano. Al fin y al cabo, ¿qué era ella? ¿La reina? ¿La favorita del emperador?
En cualquier caso, era evidente que alguien tenía que protegerlo del cúmulo de
distracciones que lo apartaban de los asuntos de la flota. A pesar de ostentar su
mismo rango, Trasíbulo y Terámenes nunca se vieron expuestos a semejante
avalancha de celebridad. Podían pasear sin que los molestara la nube de aduladores,
peticionarios y hembras en celo que envolvía constantemente a su colega.
Pero volvamos a mi embajada ante Endio. Tardé un mes en llegar a Atenas por la
ruta fijada; a esas alturas, la misión espartana se había marchado con la negativa de
Cleónimo y los demagogos. Me puse en camino de inmediato para darles alcance,
pero ya habían cruzado el istmo; tuve que entrar solo en el Peloponeso, aunque
conseguí alcanzarlos en el fuerte fronterizo de Caria.
Endio escuchó muy serio la propuesta de Alcibíades, pero no me dio ninguna
respuesta. Al amanecer, Derechazo me trajo un mensaje para Alcibíades escrito por
el propio Endio, que, según el angustiado mensajero, había demostrado al redactarlo
una abnegación extraordinaria o una temeridad inaudita. Preocupado por la suerte de
su señor si llegaban a interceptar la carta, Derechazo se negó a marcharse. Rompí el
sello. Destruí la carta yo mismo tras encomendar su contenido a la memoria, para
proteger a ese espartiata al que siempre había respetado, aunque hasta ese día no me
había inspirado especial afecto:
LA
VORACIDAD
DEL MONSTRUO
XXXIII
Debo insertar este capítulo por mi cuenta, querido nieto, pues afecta
poderosamente al destino de nuestro cliente, que sin embargo prefirió no confiarme
estos hechos como parte de su historia, por considerarlos demasiado personales. Se
refieren a la doncella samia Aurora, la hija de Telecles, que le presentó Alcibíades a
modo de desagravio por su comportamiento con Eunice.
Polémides tomó a la muchacha por esposa.
Ocurrió inmediatamente después de Bizancio, en la estela de la victoria, y antes
de que Alcibíades regresara a Atenas. Polémides se mostró tan reacio a hablar de
Aurora como lo había hecho en relación con Febe, su primera mujer. Lo que pude
averiguar procede del testimonio de otros y, sobre todo, de la correspondencia que
encontré en el arcón de Polémides con posterioridad.
Esto es un decreto del arcontado de Atenas concediendo la ciudadanía a Aurora
(como años más tarde la concedería a todos los samios por sus constantes servicios
a nuestra causa). Una carta, de su tía abuela Dafne, de Atenas, contenía al parecer
un prendedor de oro para el pelo que había pertenecido a la madre de Polémides,
como regalo de boda para la novia.
En esta carta a su tía, Polémides relata los pormenores de la ceremonia y retrata
con orgullo a su suegro y sus cuñados, ambos oficiales de la flota, a los que ya se
siente unido, no sólo por lazos familiares, sino también de amistad:
… por último, querida tía, me gustaría que hubieras podido ver a la mujer
que, sólo el cielo sabe por qué, ha aceptado convertirse en mi esposa. No sólo
me dobla en inteligencia, sino que además posee una belleza tan apasionada
como casta y una fuerza de carácter a cuyo lado mi orgullo guerrero parece
una preocupación pueril. En su presencia me embargan esperanzas como mi
corazón no se había permitido sentir desde la muerte de mi querida Febe, es
decir, el deseo de tener hijos, un hogar y una familia. Estaba convencido de
que no volvería a sentirlo; sólo a ti, y a ella, debo esta confianza. Traer
inocentes a este mundo me parecía no ya irresponsable, sino criminal. Pero,
con una sola mirada al hermoso rostro de esta muchacha, antes de haber oído
su voz o haberle dicho una palabra, la desesperación que llevaba arrastrando
tanto tiempo me abandonó como si nunca hubiera existido. No cabe duda de
que, como dicen los poetas, la esperanza es eterna.
Desde su puesto en la flota, a su mujer en Samos:
Es una suerte que no puedas verme, amor mío. Estoy gorda como un
lechón. Hace un mes que no me veo los dedos de los pies. Me muevo a
pasitos cortos y agarrándome a las paredes para no perder el equilibrio.
Temiendo que sufriera una caída, mi padre ha trasladado mi cama al piso de
abajo. Repito de todos los platos y devoro los postres. ¡Es estupendo! Todas
quieren estar preñadas como yo, hasta las niñas pequeñas, que se ponen
almohadones en la barriga. He contagiado a toda la granja. Mi felicidad —
nuestra felicidad— se ha derramado sobre ellos…
… ¿dónde estás, amor mío? Me tortura no saber qué aguas surca tu barco,
aunque, si lo supiera, mi tortura sería igual de insoportable. ¡Tienes que
salvarte! Sé cobarde. Si te obligan a luchar, ¡huye! Sé que no lo harás, pero es
lo que me gustaría. Ten cuidado, por favor. ¡No te ofrezcas voluntario para
nada!
De la misma carta:
Y también:
Polémides le responde:
Tengo miedo, amor mío, porque ahora debo mostrarme digno de ti. ¿Lo
conseguiré algún día?
Polémides da los pasos necesarios para romper sus lazos con Eunice. Le
concede la mitad de su paga para que se mantenga y mantenga a sus hijos, y solicita
para ellos la ciudadanía ateniense, alegando sus años de servicio y las penalidades
que Eunice y los niños han padecido a su lado. Les busca un medio de transporte a
Atenas y escribe a sus tíos y a los ancianos de su familia para que cuiden de ellos
hasta su vuelta.
Ésta es de Aurora:
STRATEGOS AUTOKRATOR
Y, regresando con
presentes, los entregó a los
mismos cuyo odio en otros
tiempos le expulsó de la
patria.
En el Museo, bajo la estatua de Niké, le esperaban sus hijos y los hijos de sus
parientes, vestidos con túnicas blancas de efebos, coronados con mirto y blandiendo
ramas de sauce. Aquel encuentro, pensaba el pueblo, pondría término al hosco
talante de Alcibíades. Sin embargo, ocurrió todo lo contrario. Porque ver a aquellos
muchachos de cuya infancia no había podido ser testigo, pues su exilio duraba ya
ocho años, sólo consiguió aumentar la amargura de su corazón y el dolor por quienes
ya no estaban. Sus familiares más próximos habían muerto hacía años: su madre, su
padre, su esposa, sus hijas de corta edad, su hermano y sus hermanas, víctimas de la
peste y la guerra, y los más ancianos habían fallecido en su ausencia. A
continuación, se le acercaron los miembros de su clan, niños que no habían nacido la
última vez que estuvo en la ciudad, doncellas que ahora eran mujeres casadas y
madres, y muchachos imberbes convertidos en hombres, cuyos rostros y nombres le
resultaban desconocidos en la mayoría de los casos, de modo que, cuando el heraldo
los nombró uno a uno, la aflicción de Alcibíades parecía:
A CUBIERTO DE LA ENVIDIA
Cinco días más tarde, los prytaneis convocaron la Asamblea. El Consejo había
preparado mucho trabajo, especialmente en lo relativo al erario, que estaba casi en
bancarrota; la reimplantación del tributo del imperio; la renovación de la eisphora, el
impuesto de guerra; las tasas sobre el paso de los estrechos; diversos asuntos
relacionados con la flota y el ejército, como la concesión de honores y la celebración
de consejos de guerra y juicios por negligencia y malversación; y, por último, la
prosecución de la guerra. El orden del día no podía ser más apretado; sin embargo,
nadie parecía dispuesto a hablar. La Asamblea se limitó a murmurar hasta que
apareció Alcibíades; a partir de ese momento, el pueblo le mostró tanto respeto y
adulación que no hubo manera de tratar ningún asunto, pues cada vez que se
proponía alguna medida o algún proyecto de ley alguien provocaba una aclamación.
El caos no disminuyó al día siguiente, ni durante la siguiente sesión; por el contrario,
cada vez que el epistates, el presidente de la Asamblea, planteaba una cuestión, todas
las cabezas se volvían hacia Alcibíades y sus compañeros esperando que expusieran
su parecer. Nadie gritaba un sí hasta que él no votaba afirmativamente, ni un no hasta
que no le veía fruncir el ceño.
La Asamblea estaba paralizada, pues el brillo de su miembro más ilustre había
anulado su capacidad de deliberar. Pero el trastorno no limitó sus efectos al debate
público. Hombres como Euriptolemo y Pericles, a quienes se atribuía cierto
ascendiente sobre Alcibíades, se vieron asediados no sólo por serviles peticionarios,
sino también por simples amigos y socios que les felicitaban y les ofrecían sus
servicios.
En la Asamblea sólo había partidarios de Alcibíades. La oposición brillaba por su
ausencia. Por más que pidió a los presentes que expresaran su desacuerdo sin temor,
quienes tomaban la palabra sólo lo hacían para secundar las propuestas de sus
adeptos o presentar otras que éstos, lo sabían, consideraban acertadas. Cuando
Alcibíades se ausentó para animar el debate, los congregados se levantaron y se
marcharon a casa.
¿Qué sentido tenía quedarse si no estaba Alcibíades? Si se marchaba a comer, el
pueblo le imitaba. No podía alejarse para orinar sin que una caterva de
conciudadanos le siguiera, se levantara la túnica y aliviara sus necesidades junto a él.
Su triunfo se celebró de inmediato en Eleusis. Alcibíades devolvió todo su
esplendor a la sagrada procesión en honor de los Misterios, que, sustituida por una
travesía marítima poco gloriosa, no se efectuaba por tierra desde el comienzo de la
ocupación espartana. La infantería y la caballería escoltaron a los neófitos e iniciados
a lo largo de los cien estadios del recorrido, mientras las fuerzas enemigas seguían a
la comitiva a distancia sin atreverse a actuar. Yo estaba presente y pude ver las caras
de las mujeres que se apretujaban para acercarse a su salvador derramando lágrimas
e invocando a las dos Diosas, cuya ira contra Alcibíades había sido el origen de
todos los recientes males, para que sostuvieran su fuerte brazo y le permitieran
protegerlas y honrarlas. Así pues, ahora parecía gozar del favor de todo el mundo, no
sólo de los hombres, sino también de los dioses.
Cabía esperar que aquella locura remitiera poco a poco, pero no fue así. La gente
se arremolinaba a su alrededor en todas partes, en tal cantidad que dejaba pequeñas a
las multitudes de Sarros y Olimpia. En cierta ocasión, al pasar por la calleja llamada
el Atajo, que desemboca frente a la parte posterior de la Cámara Redonda, la
muchedumbre rodeó al séquito de Alcibíades y aplastó contra los muros a Diotimo,
Adimantos y sus mujeres, que les acompañaban casualmente y echaron a gritar
temiendo morir asfixiadas. Los infantes de la escolta tuvieron que forzar a
empujones la entrada a una casa particular, por cuya puerta trasera se escabulleron
los notables y sus esposas, mientras los soldados se deshacían en disculpas por la
intrusión y las mujeres de la casa miraban embobadas a Alcibíades, que, sentado en
un poyo del patio, ocultaba la cara entre las manos, descompuesto por la histeria de
la masa.
Desalojábamos a los importunos de letrinas y tejados y de las tumbas de los
familiares de Alcibíades. Sus adoradores le daban serenatas nocturnas y arrojaban
piedras y trozos de madera envueltos en peticiones y poemas por encima de las
tapias de su casa, a veces en tal cantidad que los criados tenían que retirar los objetos
frágiles y los niños se veían obligados a jugar dentro para evitar que los
bienintencionados proyectiles les rompieran la crisma. Los mercachifles vendían la
efigie del héroe pintada en platos y hueveras, grabada en medallones, bordada en
cintas para el pelo y paños de cocina, en banderines y cometas. En todas las esquinas
podían adquirirse estatuillas de la buena suerte en forma de palo mayor con su vela,
que ostentaba las letras nu y alfa, por Niké y Alcibíades. Las reproducciones a escala
del Antíope costaban un óbolo. Los sencillos corazones del vulgo erigían santuarios
en su honor por todas partes; desde las puertas se atisbaban rincones atestados de
baratijas en el interior de las casas, como altares dedicados a un semidiós.
Se le presentaban delegaciones de hermandades y consejos tribales, de cultos a
héroes y antepasados, de asociaciones de veteranos y gremios artesanales, de
sociedades de residentes extranjeros y grupos sólo para mujeres, ancianos o jóvenes,
unos para solicitar la reparación de alguna injusticia, otros para manifestarle su
lealtad, y el resto para concederle la máxima distinción de su secta, absurdas
fruslerías que los soldados debían etiquetar, meter en cajas y trasladar en carretillas a
un almacén. Pero en la mayoría de los casos le importunaban sin razón alguna, por el
simple deseo de verlo y estar con él. De hecho, era un título de honor presentarse
ante su puerta espontáneamente, sin motivo ni previo aviso, dado que pedir
audiencia se
consideraba un indicio de codicia o interés. Y siguieron acudiendo; los ebanistas al
amanecer, los Hijos de Dánae a la hora del mercado, los vigilantes de los astilleros a
mediodía, los alfareros un poco después, seguidos por otros que ofrecían la misma
mezcla de palabrería, adulación y vanidad. Critias, que con el tiempo se convertiría
en tirano, llegó a poner en versó el sentimiento general:
Era imposible encontrar a nadie que hubiera votado contra él o formado parte de
un jurado que le hubiera condenado. Sus antiguos detractores debían de haber huido
a la región hiperbórea o al infierno. Los encomiastas de las delegaciones tampoco
podían terminar sus panegíricos, interrumpidos por los gritos de «¡Autokrator,
autokrator!» que lanzaban sus correligionarios. Los de la mañana querían un
Alcibíades dueño del estado y libre de toda cortapisa constitucional, y los de la tarde,
fraternidades más circunspectas de la clase ecuestre y de los hoplitas, de los hombres
de la flota y los gremios de comerciantes, secundaban el sentir popular y le
aconsejaban que se pusiera a cubierto de la envidia. Todos los grupos le ponían en
guardia contra la inconstancia del demos, que acabaría volviéndose contra él y
demostrando la inconsistencia de «su» presunta devoción. Cuando llegara ese
momento, le advertían aquellos partidarios de la obediencia, la autoridad de
Alcibíades debía ser absoluta. Estaba en juego nada menos que la supervivencia de la
nación.
La duodécima noche, la corporación más seria e influyente de Atenas se reunió
con Alcibíades en casa de Calias, el hijo de Hipónico. Su portavoz era el mismísimo
Critias. Si Alcibíades estaba de acuerdo, declaró, a la mañana siguiente propondría la
moción al pueblo. Sería aprobada por aclamación. La ciudad dejaría atrás sus
pasionales y suicidas oscilaciones y estaría en condiciones de reanudar la guerra y
ganarla.
Alcibíades no respondió, pero Euriptolemo lo hizo por él.
—¿Eres consciente, Critias, de que una moción semejante sería contraria a la ley?
—preguntó con toda calma.
—Con todos mis respetos, amigó mío, la ley la hace el demos, y lo que dice el
demos es ley.
Alcibíades seguía sin despegar los labios.
—No sé si lo he entendido bien —dijo Euriptolemo—. ¿Se supone que ese
mismo demos que desterró y condenó inconstitucionalmente a mi primo podría
ahora, con pareja ilegalidad, aclamarlo dictador?
—En aquella ocasión, el pueblo actuó con ligereza —declaró Critias
enfáticamente—. En ésta, actúa con sabiduría.
XXXVI
UN ESPEJO DEFORMANTE
Como sabes, Alcibíades desdeñó la oferta de Critias citando la advertencia del poeta:
»Así pues, ¿qué es posible? La paz, no. Grecia no la ha conocido nunca y nunca
la conocerá. Pero sí una guerra más noble. Una guerra que no sólo impedirá que el
Monstruo siga devorándose las tripas, sino que además lo pondrá ante una coyuntura
tan formidable y propicia como para permitir que los más humildes alcancen
prominencia y los más altos, gloria imperecedera.
Alcibíades nos sirvió el pan y la carne. Nosotros dos seguíamos pasmados ante la
temeridad de su visión y la desmesura de su ambición.
—Comprendo tu propósito, Alcibíades. Pero, con toda franqueza, ¿puede tener
éxito semejante aventura?
—Debe tenerlo y lo tendrá. —Se sentó y, advirtiendo la expresión de
incredulidad de Pericles, se lanzó a una disertación tan extraordinaria y tan
reveladora de la índole de su intelecto que, a nuestro regreso al cuartito, el joven
oficial tomó la extraordinaria medida de ponerla por escrito tan fielmente como le
permitieron su memoria y la mía. Aún conservo las notas en mi arcón de marino—.
La mayoría de los hombres —empezó diciendo Alcibíades— creen que lo que
llaman vigilia es su única existencia, mientras que los sueños son apariciones sin
sustancia que visitan nuestras conciencias dormidas. Las tribus salvajes que habitan
más allá de la Bitinia tracia están convencidas de lo contrario. Para ellos la auténtica
existencia tiene lugar en los sueños; en cambio, desprecian la vida consciente, a la
que consideran un fantasma y una ilusión. Pueden localizar la caza, es decir, predecir
donde aparecerá, basándose en los sueños que aseguran poder convocar la noche
anterior. He cazado con ellos y lo creo. Afirman que son capaces de entrar en los
sueños y salir de ellos a voluntad, y sólo temen morir mientras sueñan; en cambio,
no dan importancia a la muerte física, pues el sueño sobrevive incluso a la
desaparición del recipiente que lo alberga.
—¡Qué cosa más absurda! —exclamó Pericles—. Si mueres en sueños,
despiertas con vida. ¡Pero pálmala en la vida real y se acabó el soñar!
Alcibíades se limitó a sonreír.
—Todos presentimos que hay otro mundo debajo de éste. No un mundo de
sueños exactamente, sino de posibilidades. Lo que no existe todavía, pero podría
existir. Lo que podemos hacer realidad. Del mismo modo que un niño tumbado sobre
la hierba junto a un arroyo puede atravesar la superficie del agua con la mano para
coger un guijarro del fondo. En eso consiste nuestra vida, ¿no? Un animal no ve más
que las sustancias materiales, pero un hombre ve sueños.
»Yo me he alimentado de sueños. No sólo para sustentarme, sino para agasajar a
otros. En eso se reconocen mutuamente los grandes y así es como quien posee una
visión guía a hombres libres. Claro —añadió Alcibíades— que no sirve cualquier
sueño. Sólo uno, y ése, como el guijarro en la corriente, hace mucho tiempo que
recibió un nombre. Ese guijarro se llama Necesidad. La Necesidad es el sueño. El
que grita para nacer y llama a todos aquellos que se consideran dirigentes para que
sean sus parteros.
»De niño, observé a menudo que Pericles el Viejo era capaz de definir el presente
y el futuro, no sólo para sí mismo sino también para los demás, sin emplear más
fuerza que la de su propia persona. Podía decirles lo que veía y hacérselo ver, de
modo que ya no percibían las cosas con sus propios ojos sino con los de él. De ese
modo mantenía a la ciudad, y al mundo, bajo su hechizo.
»Entre los amantes, el mayor presta ese servicio al más joven, elevándole al
donarle su visión, más noble y de más largo alcance. Pues todos los muchachos, y la
mayoría de los hombres, son profundamente imperfectos, no sólo en sí mismos, sino
también en sus aspiraciones, que son mediocres, vanas y mezquinas. Ese fue el
regalo que me hizo Sócrates, exaltar mis aspiraciones; gracias a la fuerza con que se
apoderaron de mí, comprendí que aquel hombre era un don fastuoso para sus
semejantes, además de su más poderoso instrumento de ambición. Pues ¿qué puede
elevar más a un hombre en la estima de sus compatriotas que ser el artífice de su
dicha y su prosperidad?
»Sócrates —siguió diciendo Alcibíades— considera la Política inferior a la
Filosofía, y estoy de acuerdo con él. ¿Qué hombre culto no lo estaría? Pero la
Filosofía no podría existir sin la Política. Des de ese punto de vista, la Política es la
vocación más noble de todas las imaginables, pues hace posibles todas las demás. ¿Y
cómo definir la Política sino como el arte de conseguir un visión para el pueblo, esa
visión que es su destino pero que sólo intuye imperfecta y parcialmente?
—¡Eso no es un político, Alcibíades, sino un profeta!
—El profeta percibe la verdad, Pericles, mientras que el político la hace
manifestarse ante sus compatriotas y a menudo enfrentándose a su obstinada
oposición.
—Y, en el caso de Atenas —tercié yo—, a la de nuestros súbditos y enemigos. —
Había algo que deseaba preguntarle—. Supón, Alcibíades, que la justicia estuviera
sentada a esta mesa y te replicara: «Amigo mío, me has dejado fuera de tus cálculos.
Porque lo que tú llamas Necesidad otros lo llaman Injusticia, Opresión e incluso
Crimen». ¿Qué responderías a la diosa?
—Le recordaría a la Justicia, amigo mío, que la Necesidad es anterior a ella y fue
creada aun antes que la tierra. La Justicia, como ella bien sabe, no puede prevalecer
ni siquiera en el Cielo. ¿Por qué iba a prevalecer entre los mortales?
—Esa es una filosofía dura, Alcibíades.
—Es la filosofía del poder y de aquellos que lo poseen. La filosofía del imperio.
Y todos los que tenemos estados feudatarios, los espartanos, los persas y también los
atenienses, la hemos abrazado. Si no, ¡dejémoslos marchar! Pero entonces
caeríamos, fracasaríamos y seríamos infieles a nuestro destino. Eso, en mi opinión,
es un crimen mucho más grave que la injusticia, en especial, si es tan benigna como
la nuestra, que de hecho aporta a nuestros estados súbditos mayor seguridad y
bienestar material de los que serían capaces de obtener por su propia cuenta.
»Pero la cuestión, amigos míos, es ésta. Nuestros así llamados estados súbditos
no están sometidos a nosotros en el sentido fuerte de la palabra, es decir, sojuzgados
por la fuerza; su reconocimiento de nuestra excelencia les estimula a emular nuestras
mejores cualidades. Si no, ¿por qué acuden sus hijos a nuestra ciudad y se alistan en
nuestra flota, incluso en sus horas más bajas? Su fortuna prospera con la nuestra y es
inseparable de ella, como la de todos esos estados adormecidos cuyos ejércitos se
unirán libre y gustosamente a nuestra causa cuando avancemos contra Asia.
—Entonces, ¿tú ves no sólo por Atenas, sino también por sus súbditos y sus
enemigos?
—¡Y por el mundo entero! —exclamó Alcibíades y, soltando una carcajada
irónica y ligera como la espuma, señaló los platos y la bandeja que teníamos delante
—. Me limito a preparar el banquete y hacerme a un lado mientras mis amigos cenan.
Al volver a nuestro cuarto, pasamos junto a los de Anito, Critias y Caricles, que
seguían despiertos y conspirando entre susurros. Los enemigos de Alcibíades
intrigaban intentando idear el modo de provocar su caída. Ignoraban que el agente de
su desgracia, la de su adversario y la suya propia, ya había desembarcado a esas horas
en Castolos, Jonia, protegido por el Caranedion, la caballería real del príncipe Ciro de
Persia.
Libro VIII
TRES VECES
NUEVE AÑOS
XXXVIII
En este punto del relato —lo recuerdo porque mis notas se interrumpen a media
frase— un alboroto procedente del Patio de Hierro interrumpió a Polémides. Al
cabo de unos instantes, apareció un carcelero para informarnos de que una mujer
que afirmaba ser la esposa del prisionero se había colado en el puesto del vigilante
y exigía, con palabras soeces, que le dejaran ver a su marido. No podía ser otra que
Eunice.
—¿Qué le digo?
—Que estoy ocupado.
Podíamos oír sus juramentos, que dejaban chiquitos a los de cualquier
contramaestre, mientras el portero la obligaba a abandonar el patio.
—Es la única ventaja de estar encarcelado —observó Polémides—. La
intimidad. Sin embargo, había perdido la concentración. Yo tenía que atender a
otras
obligaciones, de modo que decidimos levantar la sesión. No obstante, querido nieto,
dispongo de varios documentos que puedo intercalar provechosamente en este punto
para suplir la narración de Polémides.
Esto son anotaciones de bitácora de Pericles el Joven, a la sazón capitán del
Calíope; me las entregó después del juicio contra los generales de Arginusas.
Forman un esbozo de la primera campaña contra Lisandro:
Era la respuesta del navarca espartano a las ansias de combate que dominaban
a sus enemigos. Eludir la batalla. No estaba dispuesto a luchar. Pericles escribe a
su mujer, Quíone:
LLORONES Y
MEONES
Era ella.
—¿Cómo? —insistí—. ¿Convirtiéndote en la amante de un hombre poderoso?
¿O buscaste a quienes sabías que tenían motivos para desear la muerte de tu
marido y te limitaste a sugerirles los crímenes que necesitaban para conseguir el
arresto?
Eunice se echó a llorar.
—No puedes imaginarte, señor, lo que es ser una mujer en un mundo de
hombres…
—¿Y eso justifica el homicidio?
—Los niños son míos. ¡No dejaré que me los quite!
Se dejó caer en la silla y empezó a sollozar. La historia brotó al fin de sus
labios. El problema era su hijo, que se llamaba Nicolaos, como el padre de
Polémides. El chaval tenía dieciséis años y le rebosaba la turbulenta savia de la
juventud. Como muchos chicos que se crían viendo pasar a numerosos «tíos» por la
cama de su madre, Nicolaos había acabado idealizando al padre, con el que sólo
había convivido intermitentemente, pero cuya participación en grandes
acontecimientos lo había rodeado, en la imaginación de su vástago, de un aura en
la que no había conseguido hacer mella su encarcelamiento por asesinato.
El chico, me contó Eunice, se había escapado para enrolarse en dos ocasiones,
utilizando nombres y documentos falsos. Devuelto a casa por los vigilantes de los
astilleros, había vuelto a huir a los muelles del Pireo, donde su padre compartía
cama con la viuda de un compañero de la flota. Eunice había acabado
localizándole, pero no había conseguido arrastrarle de vuelta a casa. Alguna
tripulación escasa de hombres acabaría aceptándole; sólo era cuestión de tiempo
que se hiciera a la mar, lo que sin duda significaría su muerte. Su padre era el único
que podía disuadirle. Necesitaba mi ayuda. ¡Tenía que ayudarla!
Sus exaltadas súplicas atrajeron al vigilante, que esa noche era el hijo del
cocinero, un muchacho muy despierto llamado Hermón. Era tarde y hacía frío.
—Tienes que comer algo, mujer. Entra en casa, por favor.
Indiqué a Hermón que encendiera fuego en el hogar de la cocina y acompañé
adentro a Eunice; le puse una silla junto al brasero y le di una piel de oveja para los
pies. Ya conoces ese rincón de la casa, querido nieto; es un sitio muy acogedor, que
el carbón caldea en unos instantes.
Puede que mi narración no haya sabido hacer justicia ni a la mujer ni a la
simpatía que era capaz de inspirar. Pues, aunque juraba como un carretero, era
todo sinceridad. Uno no podía por menos de admirar, si no otra cosa, su capacidad
para sobrevivir. Sólo el cielo sabía contra cuántas penalidades había tenido que
luchar para criar a sus hijos en los confines del mundo y rodeada de bárbaros.
Incluso su objetivo presente, salvaguardar a su hijo de la guerra, podía
considerarse noble si se olvidaban los medios que había empleado. Y la verdad sea
dicha, tampoco carecía de
atractivo físico, pues poseía la especie de generosa concupiscencia que algunas
mujeres adquieren pasada la juventud, cuando el tributo exigido por la dura
experiencia las hace sentirse a gusto dentro de su propia piel. Un marinero habría
dicho que aún se merecía unas estrepadas. Por mi parte, no podía evitar sentir
simpatía hacia ella, ni me costaba imaginármela con Polémides. Tal vez aún
pudiera conseguir que se reconciliaran, a pesar de todo lo ocurrido. Confieso que,
viéndola sentada ante el fuego, lamenté no haberlos conocido en sus buenos tiempos
(y en los míos), a ellos y a sus compañeros de taberna y puerto.
—¿Por dónde va? —me preguntó al cabo de unos instantes de
silencio. Se refería a qué parte de la historia me estaba contando.
Le respondí que por Samos y Efeso. Ella rió por lo bajo con amargura.
—Daría lo que fuera por oír esa sarta de mentiras.
El chico trajo pan y huevos duros. El tentempié pareció entonarla y atenuar su
hostilidad y su suspicacia.
—¿Y sí pudiera conseguir que retiraran los cargos? —ofreció—. Me iría a la
cama con quien fuera, y también conseguiría dinero para sobornos.
Demasiado tarde. Ya se había fijado la fecha del juicio.
—Polémides lo sabía hace tiempo, ¿verdad? Que eras tú quien estaba detrás de
su encarcelamiento. —La mirada de la mujer confirmó mi conjetura—. Él no te
odia, Eunice, de eso estoy seguro. —Le prometí hacer cuanto estuviera en mi mano
para conseguir que Polémides la ayudara; estaba convencido de que lo haría. Pero
una expresión dolorida nublaba sus facciones. Me sentí conmovido y quise
consolarla—.
¿Puedo preguntarte algo, Eunice?
—¿Es que sabes hacer otra cosa, capitán?
Le pedí que me hablara de su vida con Polémides. ¿Cuál había sido su mejor
época? ¿Cuándo habían sido más felices? Me miró con desconfianza. ¿Acaso me
burlaba?
—Nuestra buena época fue la buena época de Atenas. Samos y los estrechos.
Cuando Alcibíades obtuvo sus victorias. —Al fin se tranquilizó y, colocándose la
piel de oveja sobre el regazo deforma que el brasero le calentara un costado y la
lana el otro, le dio un sorbo al vino y comenzó su relato—: Teníamos una casita en
Samos. Pommo nos hizo mudarnos allí desde Atenas, a mí y a los niños. Era un sitio
muy bonito, llamado «las terrazas». Todas las casas de la calle estaban ocupadas;
todos los hombres pertenecían a la flota. Eran buenos tiempos, capitán. Y buena
gente. Las casitas estaban construidas en la colina de tal forma que podías cultivar
un pequeño jardín; por eso las llamaban las terrazas. Cultivábamos melones tan
grandes como tu cabeza, y flores; pensamientos y rosas, alhelíes y jazmines. Las
chimeneas tenían en lo alto esas ptera, alas, que giran como veletas y producen una
suave queja cuando el viento pasa entre ellas. Cada vez que vuelvo a oír ese sonido
se me parte el corazón.
»Nunca he visto tantos llorones y meones juntos. Todas las chicas estaban
preñadas o recién paridas; veías criaturas gateando por todas partes. Todas
queríamos hijos, porque no sabíamos cuánto tiempo tendríamos a nuestros hombres.
¡Y qué hermosos eran todos, capitán! No sólo mi Pommo, que estaba en la flor de la
edad, sino todos. Tan jóvenes, tan valientes… Y siempre heridos. Se habrían
avergonzado de no estarlo. Seguían remando con una pierna rota, o ciegos, o con
una «estrella de mar» sobre la tripa; tú lo sabes bien, señor. No habrían dejado en
la estacada a sus compañeros por nada del mundo. A las fracturas de cráneo las
llamaban dolores de cabeza. Me acuerdo de lo que le aconsejó el médico a uno con
una conmoción que lo había dejado bizco: «Siéntate».
»En nuestra calle teníamos una hucha. Ibas poniendo dinero, y quien lo
necesitaba lo cogía y lo devolvía cuando podía. Nadie robaba. Podías dejarla hucha
fuera toda la noche. No había bandos ni corrillos; todos éramos amigos. No
necesitábamos diversiones. Nos bastaba con estar juntos. Nadie engañaba; nadie
debía nada. Teníamos todo lo que necesitábamos: juventud y victoria. Teníamos los
barcos, teníamos a los hombres, teníamos a Alcibíades. ¿No era bastante, capitán?
¿No habría sido bastante para la mayoría de los hombres? —Eunice había pelado
una manzana mientras hablaba; arrojó al fuego la monda, que produjo un
chisporroteo—. Pero no lo era para Polémides de Acarnas. ¡Quia! Se buscó otra
mujer, ¿no te lo ha contado? No una fulana, no. Una jovencita respetable. Como lo
oyes. Se casó con ella y tuvo la cara de decirme que no me presentara en la boda.
¿Qué te parece? Me entregó la mitad de su paga, una miseria, como si eso lo
arreglara todo. Tenía un hijo y una hija de su propia sangre, y los largó con poco
más que un «Ahí os pudráis».
»Iba a ser un hacendado, como su padre. ¡Qué risa! Había intentado trabajar la
tierra conmigo y no distinguía la mierda de cerdo de la morcilla de cerdo. Pero
resulta que ahora era su sueño. Esa vez haría que funcionara, me dio.
»Maté a un hombre de un hachazo por él. ¿Te ha contado eso, capitán? En
Eritras. Le partí la cabeza en dos a aquel hijo de puta porque estaba borracho ciego
y se arrojó sobre Pommo. Si volviera a tener aquella hacha, la echaría en la sopa.
— Se quedó inmóvil y en silencio un buen rato, sosteniendo la manzana junto a la
boca y rodeándose el cuerpo con el otro brazo, como una niña—. Pero ¿para qué
vamos a seguir hurgando en el pasado, señor? Esa mujer está bajo tierra y él lo
estará pronto. Lo condenarán por Alcibíades, y esta vez no podrá escabullirse.
Le pregunté si lo quería.
—Yo quiero a todo el mundo, capitán. No me queda más remedio.
Se había hecho muy tarde. Saltaba a la vista que Eunice estaba tan agotada
como yo. Le aseguré que hablaría con Polémides sobre su hijo y trataría de
convencerle para que aceptara verla, de modo que ella misma pudiera exhortarle a
intervenir. Le recordé la cantidad que le había prometido y le ofrecí el doble.
¿Estaba segura de que quería echarse a la calle a aquellas horas? Podía hacer que
le prepararan una habitación sin ningún problema. Me dio las gracias, pero rehusó;
prefería no
preocupar a la gente con la que vivía. En la puerta, mientras le buscaba a alguien
para que la acompañara con una antorcha, un impulso súbito me obligó a hacerle
una pregunta:
—¿Puedes darme tu opinión sobre Alcibíades, como mujer? ¿Qué te parecía, no
como general o como personaje, sino como hombre?
Se volvió hacia mí sonriendo.
—Nosotras las mujeres ansiamos la gloria, capitán, igual que los hombres. Pero
¿de dónde proviene nuestra grandeza? No del hombre al que conquistamos, sino del
que traemos al mundo.
Intentaba, le dije, comprender a Timea de Esparta, la reina que no sólo se había
dejado seducir, sino que además alardeaba de su infidelidad.
Eunice no veía en ello ningún misterio.
—No había mujer en el mundo, ni Timea de Esparta ni la propia Helena si
hubiera seguido viva, que pudiera estar frente a aquel hombre sin sentar en su
vientre la llamada del dios. ¡Qué hijos me habría dado su semilla! ¡Qué hijos! —Se
echó la toca sobre los hombros; luego, levantándose el velo para colocárselo bien,
se detuvo—. ¿De verdad quieres saber cómo es Pommo? —Le aseguré que lo
deseaba sinceramente—. El corazón se le partió dos veces en su juventud —dijo
apartando los ojos de mí y mirando a un lado con expresión grave—. Por su
hermana y por su primera mujer. Cuando se las llevó la peste, enterró sus cuerpos,
pero no su recuerdo. ¿Qué mujer de carne y hueso puede competir con eso, señor? Y
las dos están muertas, así que ni siquiera puedo maldecirlas.
»Eso es lo que queda de él, capitán. Y de Atenas. La peste y la guerra se
llevaron las esperanzas de sus hijos. Y las tuyas también, señor, si no me engaño al
leer en tus ojos.
Medité sus palabras gravemente, impresionado por su verdad.
—Si necesitas alguna cosa, señora, no dudes en acudir a mí. Si está en mi mano,
trataré de complacerte.
Se puso el velo, dispuesta a marcharse, pero se volvió de nuevo.
Alcibíades les dio esperanza, ¿verdad, capitán? La sentían en el vientre, como
las mujeres, y le perdonaban todas sus faltas y todos sus crímenes. Tenía eros. Era
eros. Sólo eso pudo apoderarse de la ciudad de aquel modo y cambiarla de arriba
abajo.
XL
Era otoño [siguió contando Polémides] cuando Telamón y ye llegamos a Mileto, tras
desembarcar en Aspendo y atravesar Caria por la carretera de la costa. Ahora
contaba los días sirviéndome de un calendario diferente: el embarazo de Aurora.
Faltaban cuarenta y tres para que cumpliera, según las muescas del asta de mi lanza.
Advertí a mi compañero que no contara conmigo para entonces, porque estaría en
Samos al lado de mi mujer.
—La esperanza es un crimen contra el Cielo —rezongó Telamón sin dejar de
avanzar contra el viento que azotaba el camino, que recorrían a todas horas carros
enemigos con material de guerra y cuerpos de caballería e infantería. Todos los
lugares aptos para desembarcar estaban siendo fortificados y dotados de
destacamentos—. Antaño eras soberbio, Pommo, porque despreciabas tu vida. Pero
la esperanza te ha reducido a la nada. Debería abandonarte, y te abandonaría si no
fuera por nuestro asunto.
Todas las poblaciones de Caria tenían guarniciones espartanas. Habían cambiado,
sobre todo Mileto. Bajo el dominio ateniense, celebraba una fiesta llamada «de las
Banderas». Las matronas adornaban las calles con banderolas y estandartes; los
gremios y las hermandades abarrotaban las plazas; la ciudad entera permanecía en
fiestas toda la noche, con bailes en las calles, carreras de antorchas y cosas por el
estilo. Aquel año, no. Las fachadas de las casas estaban desnudas y los hombres,
trabajando en los muelles, como en un día cualquiera. Todo el mundo llevaba algo
rojo, un trapo o un pañuelo, para mostrar su lealtad a Esparta. Ya no se saludaba
exclamando «¡Ártemis!» para desear la bendición de la diosa, sino «¡Libertad!», para
mostrar aborrecimiento a la tiranía de Atenas. Era el saludo obligatorio.
Las guarniciones espartanas habían impuesto el estado de sitio, con toque de
queda incluido, pero los asuntos de las ciudades los llevaban los Diez, consejos
políticos de los ciudadanos más ricos, hacendados y gente por el estilo, que no
respondían ante Esparta, sino ante Lisandro. Bajo el dominio ateniense, los casos
civiles se juzgaban en Atenas, donde los buitres de los tribunales se encargaban de
dejar sin blanca a los colonos. Ahora esos chanchullos parecían benignos. En los
tribunales de Lisandro, cualquier delito civil se consideraba un crimen de guerra. El
incumplimiento de un contrato era abandono del deber y la pereza, traición. Aunque
los Diez hubieran querido ser justos, pongamos en una disputa de límites, entre un
campesino y su señor, una sentencia moderada habría podido costarles que les
denunciaran como demócratas y partidarios de Atenas. El puño debía golpear con
fuerza.
Toda Jonia se había convertido en un campamento de guerra. Lisandro había
hecho imposible la práctica de los oficios civiles. Tampoco permitía la menor
indisciplina. El castigo corporal estaba a la orden del día; en todos los muelles había
cepos y postes para propinar azotes. A todas horas se oía el grito del contramaestre:
«¡Formad para presenciar el castigo!»; las calles resonaban con el silbido de la vara y
el chasquido del gato. En el puerto, los perezosos debían trabajar con argollas de diez
kilos o arrastrando cadenas y bolas de hierro. Los delincuentes permanecían firmes
todo el día con un ancla sobre los hombros.
Nos cruzamos con Lisandro en la carretera de la costa, al sur de Clazómenas. Le
acompañaban doce jinetes, precedidos por una escolta de la caballería real persa,
hombres del príncipe Ciro. Tenías que saludar a su paso, a menos que prefirieras
recibir una paliza a manos de aquellos petimetres. Telamón admiraba a Lisandro. Era
un profesional. Había convertido a la chusma civil en un ejército y les había
enseñado a temerle más que al mismo enemigo. «¡Libertad!», exclamábamos en las
calles, con un pañuelo rojo anudado al cuello.
Lisandro había instalado su cuartel general en el bastión de Éfeso. Era un lugar
magnífico. Telamón buscaba a su antiguo comandante, Etimocles, a cuyas órdenes
seguía técnicamente. Pero el oficial había cumplido su periodo de servicio y había
regresado a casa. Le había reemplazado Teleutias, que más adelante llevaría a cabo
una espectacular incursión en el Pireo.
—¿Sois espías? —nos espetó el espartano a modo de saludo.
—Sólo él —respondió mi compañero.
—¡Lástima! Confiaba en liquidaros juntos.
Teleutias, que tenía asuntos más urgentes de los que ocuparse, nos envió
directamente a Lisandro. Al parecer, el navarca estaba al corriente de nuestros casos,
incluidos mi procesamiento y mi huida. Me habían condenado, me informó. Era la
primera noticia que tenía. Se echó a reír. Había olvidado hasta qué punto era
atractivo; su aplomo, considerable en los días en que carecía de poder, se había
multiplicado por diez después de su ascenso al mando supremo.
—Os ha enviado Alcibíades —observó sin rencor—. ¿Con qué instrucciones?
¿Asesinarme?
—Atestiguar, señor, la sinceridad de su oferta de alianza contra los persas y la
buena fe de las propuestas que te ha hecho.
—Sí —respondió Lisandro revolviendo entre sus papeles—, Endio me ha
informado con detalle por escrito, y he recibido otras dos embajadas secretas de
vuestro amo.
Su mirada escudriñó la mía en busca de una reacción a la ofensa. Me costó
disimular. En cuanto a Telamón, no se había inventado el insulto que pudiera hacerle
perder la calma.
¿Cómo andábamos de dinero? Lisandro garrapateó una nota. Ordenó a su
asistente persa, en persa, que nos buscara alojamiento de categoría seis, la de los
jefes de lochoi.
—Los juegos de Ártemis se celebran pasado mañana; dirigiré una arenga al
ejército. Estad presentes. Alcibíades tendrá su respuesta.
Como sabes, Éfeso es uno de los puertos más importantes del Este. El Pteron, «el
ala», su enorme rompeolas, es una de las maravillas del mundo. Por aquel entonces,
se habían construido, cuatro de sus seis estadios, y era lo bastante amplio en su parte
superior para permitir que se cruzaran dos carros. La obra estaba cubierta de
andamios en toda su longitud, con ataguías a intervalos para poner las zarpas. El mar
estaba blanco de yeso a diez metros de distancia.
El régimen de Lisandro daba sus frutos. Las bolsas estaban repletas y la moral,
alta. La disciplina impuesta por el espartano era considerada indispensable incluso
por quienes la padecían. Él tampoco la rehuía. Cualquiera podía verlo en el gimnasio
antes del alba, ejercitándose con dureza. Por las noches trabajaba hasta tan tarde
como Alcibíades. Se comportaba como si la victoria ya fuera suya y él, un
conquistador en vez de un comandante. La mierda rueda cuesta abajo, dicen los
soldados, pero también la confianza. Cualquiera podía verla hasta en el último de los
soldados.
El nuevo teatro, al oeste del temenos de Ártemis, dominaba el mar y era mayor
que el de Dionisos en Atenas. Allí fue donde se congregó el ejército inmediatamente
después de los juegos: quince mil en el anfiteatro y veinte mil en las laderas del
monte, con heraldos que repetían la alocución de Lisandro. El príncipe Ciro, rodeado
por los nobles de su guardia, los Compañeros, ocupaba el palco del navarca. Desde
las dos plataformas elevadas del teatro, «las orejas», se veían las escuadras
atenienses mandadas por Alcibíades que bloqueaban el puerto.
—Espartanos, peloponesios y aliados —empezó diciendo Lisandro—, el
espectáculo del vigor viril que habéis demostrado hoy es motivo de alegría no sólo
para las ciudades por cuya libertad lucháis, sino también para los dioses, que valoran
por encima de todo el coraje y la devoción. No obstante, sé que muchos de vosotros
estáis impacientes. Veis los barcos de guerra de nuestros enemigos avanzando con
impunidad hasta la misma cadena que cierra nuestro puerto y ardéis en deseos de
presentarles batalla. ¿Por qué debemos ejercitarnos continuamente?, preguntáis a
vuestros oficiales. Cada día se unen a nosotros más remeros expertos prófugos del
enemigo. Cada noche nuestras filas aumentan mientras que las suyas disminuyen.
¡Ataquémosles!, gritáis. ¿Hasta cuándo permaneceremos de brazos cruzados? Os
responderé, camaradas, explicándoos la diferencia entre nuestra raza, la doria, y la
jonia de la que procede nuestro enemigo.
»Nosotros, los espartanos y peloponesios, poseemos coraje.
»Nuestros enemigos poseen audacia.
»Ellos poseen thrasytes; nosotros, andreia.
»Escuchadme bien, hermanos. Ésta es una diferencia tan profunda como
irreconciliable. Ambos puntos de vista representan concepciones hostiles e
incompatibles de la adecuada relación del hombre con los dioses y, por ello, predicen
y hacen inevitable nuestra victoria.
»En casa de mi padre aprendí que los dioses reinan, y a temer y honrar sus
mandatos. Ésa es la mentalidad espartana, doria y peloponesia. Nuestra raza no
presume de dictar leyes a los dioses, sino que trata de descubrir su voluntad y se
adhiere a ella. Nuestro ideal de hombre es piadoso, modesto y comedido; nuestra
política ideal, armoniosa, uniforme, solidaria. Las cualidades más gratas a los dioses
son, a nuestro entender, el coraje para soportar las adversidades y el desprecio a la
muerte. Eso hace que nuestra raza no tenga igual en la guerra terrestre, pues en la
infantería mantener la posición lo es todo. No somos individualistas porque para
nosotros la atención a uno mismo es orgullo. Aborrecemos la soberbia y
consideramos que el hombre ha de someterse a la voluntad de los dioses, no retar su
supremacía.
»Los espartanos somos valientes pero no audaces. Los atenienses son audaces
pero no valientes.
»Detallaré para vosotros, amigos y aliados, el carácter de nuestro enemigo. Y
hacedme callar si miento. No dudéis en abuchearme, hermanos. Pero, si digo la
verdad, aclamad mis palabras. ¡Qué se os oiga bien alto!
»Los atenienses no temen a los dioses; quieren ser dioses. Creen que éstos
reinan, no mediante el poder, sino mediante la gloria. Los dioses gobiernan por
aclamación, dicen, por esa supremacía que infunde pasmo a los mortales y les
empuja a emularles. Creyendo tal cosa, los atenienses intentan complacerlos
convirtiéndose a sí mismos en dioses de arcilla. Los atenienses rechazan la modestia
y el recato como indignos de un hombre hecho a imagen de los dioses. Éstos
favorecen a los audaces. Y la experiencia, creen ellos, les da la razón. La audacia en
la acción les preservó de los persas en dos ocasiones, les proporcionó un imperio y
les ha permitido conservarlo. Los atenienses no tienen adversario en el mar, porque
la audacia gana en él. Un barco de guerra no consigue nada manteniéndose en línea;
debe embestir al enemigo. La audacia es una máquina poderosa, amigos, pero tiene
un alcance limitado, y hay un escollo contra el que se estrella. Nosotros somos ese
escollo.
Una aclamación tumultuosa interrumpió la arenga de Lisandro elevándose como
una ola de aquellos que estaban lo bastante cerca para oír su voz y extendiéndose a
los miles de hombres encaramados en las laderas cuando los heraldos repitieron las
palabras de su comandante.
—Ese escollo es nuestro coraje, hermanos, contra el que su audacia se estrella y
se va a pique. La thrasytes fracasa. La andreia resiste. Imbuíos de esta verdad y no la
olvidéis nunca.
»La audacia es impaciente. El coraje es sufrido. La audacia no soporta ni las
penalidades ni las demoras; es voraz, necesita alimentarse de victorias para no morir.
La audacia tiene su asiento en el aire; es una tela de araña y un fantasma. El coraje
planta los pies en la tierra y extrae su fuerza del sagrado fundamento de los dioses.
La thrasytes aspira a gobernar a los inmortales; fuerza la mano de los dioses y llama
a eso su virtud. La andreia reverencia a los inmortales; busca la guía del cielo y sólo
actúa para cumplir la voluntad de los dioses.
»Escuchad, hermanos, y os diré qué clases de hombres producen esas cualidades
contradictorias. El hombre audaz es orgulloso, desvergonzado, ambicioso. El hombre
valiente, tranquilo, temeroso de los dioses, constante. El hombre audaz busca dividir;
quiere su parte y hará a un lado a su hermano para obtenerla. El hombre valiente une.
Socorre a su semejante, pues sabe que lo que pertenece a la comunidad le pertenece
también a él. El hombre audaz codicia; denuncia a su vecino ante los tribunales de
justicia, intriga, miente. El hombre valiente se conforma con lo suyo; respeta la
porción que le han concedido los dioses y la cuida, comportándose con humildad
como sirviente de ellos.
»En los malos tiempos el hombre audaz se desespera con afeminada angustia,
tratando de extender su infortunio a sus vecinos, pues no tiene otra fuerza de carácter
a la que recurrir que su capacidad apara arrastrar a otros en su caída. El hombre
valiente en las horas bajas sufre en silencio, sin soltar una queja. Reverenciando la
rueda de las estaciones ordenada por los dioses, hace lo que ha de hacerse, sostenido
por la certeza de que soportar la injusticia con paciencia es una muestra de piedad y
sabiduría. Así son el hombre audaz y el valiente. Ahora, ¿cómo es la ciudad audaz?
»La ciudad audaz ensalza el engrandecimiento. No puede quedarse en casa,
contenta con lo suyo; tiene que aventurarse fuera para despojar a otros. La ciudad
audaz impone el imperio. Despreciando la ley divina, se convierte en su propia ley.
Antepone su ambición a la justicia y justifica los peores crímenes alegando el
imperativo de su propia ambición. ¿Hace falta que nombre a esa ciudad? ¡Se llama
Atenas! —La ovación que recibió a aquellas palabras resonó en todo el puerto y rodó
como el trueno hasta los barcos atenienses que lo bloqueaban—. Mirad allí, hacia el
mar, hermanos, hacia las escuadras del enemigo, que alardea de su presunta
supremacía ante las mismas puertas de nuestra ciudadela. Cuentan con nuestra
inexperiencia en el mar y con nuestra cautela, que consideran debilidades mediante
las que esperan vencernos. Pero se han olvidado de su propia impaciencia y
precipitación, que son sus defectos, y fatales. Nosotros podemos corregir nuestras
deficiencias con práctica y disciplina. Las suyas son intrínsecas, indelebles e
irremediables.
»Alcibíades piensa que nos bloquea, pero somos nosotros quienes le bloqueamos
a él. Cree que nos mata de hambre, pero es él quien se muere de hambre. Se muere
de hambre de victorias, que debe obtener a toda costa, que el demos de Atenas le
exige perentoriamente, porque no posee coraje, sino sólo audacia. Y si dudáis de la
verdad de estas palabras, amigos míos, recordad Siracusa. El mundo sabe cómo se
jugó aquella partida. Nuestros enemigos se equivocan fatalmente en su concepción
de la
auténtica relación del hombre con lo divino. Ellos están equivocados y nosotros, en
lo cierto. Los dioses están de nuestra parte, pues los tememos y reverenciamos, no de
la suya, pues sólo buscan abrirse paso a empujones hasta el Olimpo y erigirse en
dioses.
—Las aclamaciones lo interrumpían tan a menudo que tenía que hacer una pausa
casi después de cada frase y esperar a que cesara el clamor—. Nuestra raza,
hermanos, se ha dedicado a estudiar el coraje y ha acabado averiguando cuál es su
fuente. El coraje brota de la obediencia. Es hijo del desprendimiento, la hermandad y
el amor por la libertad. La audacia, en cambio, nace de la rebeldía y la irreverencia;
es hija bastarda del atrevimiento y la rapiña. La audacia sólo respeta dos cosas: la
novedad y el éxito. Se alimenta de ellos y sin ellos muere. Mataremos de hambre a
nuestros enemigos privándoles de esos bienes, que para ellos son como el pan y el
aire. Para eso nos ejercitamos, soldados. No para sudar por sudar, ni para remar por
remar, sino para que la práctica de la cohesión nos proporcione andreia, para llenar
los depósitos de nuestros corazones de confianza en nosotros mismos, en nuestros
compañeros de tripulación y en nuestros jefes.
»Hay quien dice que temo enfrentarme a Alcibíades y me acusa de falta de
intrepidez. Temo a Alcibíades, hermanos. Pero eso no es cobardía, sino prudencia.
Como no sería valentía enfrentarme a él barco contra barco, sino temeridad. Porque
conozco la pericia de nuestros enemigos y observo que la nuestra aún no la iguala. El
comandante sagaz honra el poder del enemigo. Su virtud no es atacar la fuerza del
contrario, sino su debilidad; no donde y cuando está listo, sino donde es vulnerable y
cuando menos lo espera. La debilidad del enemigo es el tiempo. La thrasytes es
perecedera. Es como una fruta madura y hermosa que apesta cuando se pudre.
»Por ello, infundid paciencia a vuestros corazones, hermanos. Oídme bien: me
alegro de que no estemos preparados. De estarlo, me inventaría alguna excusa para
seguir esperando. Pues cada hora en que privamos al enemigo de la victoria es otra
hora en que volvemos su fuerza contra sí mismo. En su impía vanidad, Alcibíades se
cree un segundo Aquiles. Pues bien, si lo es, la audacia es su talón, ¡y por el cielo
que se lo golpearemos y le derribaremos! —Las aclamaciones arreciaron, cerradas y
ensordecedoras—. Por último, soldados, dejadme hablaros de ese Alcibíades y de lo
que sé de él. Hombres valientes tiemblan al oír su nombre, tantas son las victorias
que ha dado a su nación. Pero yo os digo, y apostaría mi vida por ello, que llegará su
hora, por la mano de los dioses o de sus compatriotas. No puede ser de otro modo; su
propia naturaleza lleva aparejado ese sino. Porque ¿qué es ese hombre sino la
suprema encarnación de la thrasytes ateniense? Todas sus victorias se derivan de su
audacia, no de su coraje. Permitamos que nos aterre y le habremos entregado el
triunfo en bandeja. Pero basta con que nos mantegamos firmes e impertérritos ante
cualquier cebo que nos arroje, y se hará añicos y su nación con él.
»Conozco a ese hombre. Durmió bajo mi techo en Lacedemonia cuando huyó
allí, tras ser desterrado por sus propios compatriotas a causa de las ofensas que había
cometido contra los dioses. Lo aborrecía entonces y lo desprecio ahora. Juro que si
los dioses ponen a Alcibíades ante mi proa abatiré su orgullo y liberaré a Grecia de
su impiedad y de la tiranía de Atenas, bajo la que ese hombre pretende esclavizarnos
a todos.
»Pongo mi confianza en vosotros, hermanos, en vuestros brazos y vuestra
andreia. Pero ante todo la pongo en los dioses. No es un deseo ilusorio, sino la
observación objetiva de las leyes divinas, que considero tan fiables como las mareas
y tan inmutables como los movimientos de las estrellas.
»La audacia produce soberbia. La soberbia llama a Némesis. Y Némesis abate a
la audacia.
»Nosotros somos Némesis, hermanos. Desencadenada por la indignación del
Cielo ante el orgullo de ese aspirante a tirano y la presunción de su ciudad. Somos el
sagrado agente de los dioses, y no hay fuerza entre el mar y el cielo capaz de
prevalecer contra nosotros.
XLI
La alarma sonó bien entrada la tercera vigilia. Yo dormía como un tronco en la villa
que nos habían asignado a Telamón y a mí, en la que se alojaban una docena de
oficiales con sus mujeres. Los espartanos salieron a la calle a toda prisa.
—¿Es un simulacro? —gritó alguien desde una terraza.
El puerto se extendía a nuestros pies, a dos estadios de distancia; se veían barcos
en llamas atravesando la cadena y, a su resplandor, dos columnas de trirremes
atenienses que avanzaban rápidamente lanzando flechas incendiarias y disparando
las catapultas en todas direcciones.
Nos armamos y echamos a correr colina abajo. Ya conoces la ciudad, Jasón. El
monte Coreso domina el casco urbano y abarca la extensión de los barrios que
irradian del puerto. El gran rompeolas, el Pterón, cierra la entrada del puerto. Bajo su
base se extienden los muelles comerciales, el Emporio, y, más allá, la aduana, las
fortificaciones interiores y el bastión naval, la Capucha de la Caza dora. El río
Caístro, denso de légamo, desemboca entre el templo de las Amazonas y la gran
plaza del Artemisión, con las obras de drenaje y las marismas al sur, los terrenos de
caballería y los suburbios de extramuros. Estos últimos, construidos sobre colinas,
eran pasto de las llamas en su totalidad.
Para cualquiera que conociera la mentalidad de Alcibíades resultaba evidente que
aquel ataque era su respuesta al discurso de Lisandro y un intento de aprovechar la
presencia del príncipe Ciro en la ciudad. Dada su audacia, podía haber desembarcado
hasta el último regimiento o incluso traído a sus tracios, y que los dioses ayudaran a
quien tuviera que enfrentarse a ellos.
—Esto no me atrae ni pizca —le grité a Telamón entre la muchedumbre del
puerto, pues no me moría de impaciencia por ganarme un epitafio luchando por
ninguno de los dos bandos—. Busquemos un escondrijo y aguantemos hasta que a
ese hijo de puta le dé por marcharse.
Nos metimos en un almacén de la calle de los Armeros. Los barcos incendiarios,
galeras sin tripulación cargadas de brea y resplandecientes como el Tártaro,
iluminaban el puerto y sus alrededores como si fuera pleno día. Nunca había vivido
un ataque de Alcibíades desde el bando defensor. Era un espectáculo espeluznante de
caos y ruido, que había conseguido acobardar a los peloponesios. Botes de doce
remos remolcaban los barcos incendiarios a un ritmo endiablado, con las pantallas
levantadas para proteger a los remeros de la lluvia de proyectiles de los defensores,
que hasta el momento brillaba por su ausencia. Un grupo de embarcaciones
espartanas se aprestó a interceptar al bote de cabeza. Vimos que el atacante soltaba el
cable; dos embarcaciones enemigas le embistieron cuando el barco que remolcaba
entraba a la deriva en una rada donde fondeaba una docena de trirremes espartanos.
El impacto partió los botalones incendiarios, que resonaron como truenos y volcaron
su cargamento de brea y azufre en los puentes enemigos.
La segunda línea de barcos incendiarios asomó a popa de la primera. Su
repentina aparición sumió a los peloponesios en un estupor paralizante.
—¡No deis vueltas como jodidas ovejas! —gritó un oficial espartano a la
muchedumbre—. ¡Botad lanchas, maldita sea!
En ese instante, Lisandro en persona pasó al galope por la calle seguido por su
escolta. Vimos que el oficial corría hacia él para informarle de sus órdenes. Lisandro
las anuló. La infantería peloponesia empezaba a congregarse en el puerto. Los botes
atenienses seguían asolando los fondeaderos, a los que arrojaban girándulas y otros
proyectiles incendiarios.
—¿Acudimos al Pterón? —gritó el oficial a Lisandro, sugiriendo tomar el
rompeolas para repeler el desembarco.
Lisandro también rechazó aquello. No podía negarse que el bastardo tenía sangre
fría. Cualquier otro de su raza se habría lanzado sin pensarlo a las fauces de la
batalla, buscando la victoria o una muerte gloriosa. Pero Lisandro era listo.
Alcibíades le estaba tendiendo un lazo, como él se lo había tendido antes. Lisandro
no estaba dispuesto a caer en la trampa. Señaló hacia el Artemisión y la amplia
explanada de desfiles frente a la ciudad.
—¡Atrás! ¡Formad en la plaza!
Lisandro había construido muros para separar el barrio residencial de Antenoris
de los muelles, una empresa de la que se burlaban incluso sus propios oficiales como
de un trabajo baldío y absurdo. Ahora su genialidad saltaba a la vista. Las murallas
encauzaban a los atacantes que llegaran del mar —los que accedieran por el Pterón,
como hacían los atenienses— hacia la avenida de la Exposición, en el lado del mar,
con el agua a un lado y un muro en el otro. Era un callejón sin salida ideal para una
matanza. Todo lo que necesitaba Lisandro era esperar.
La zona en que me había ocultado con Telamón era tierra de nadie. Del mar
llegaban los atenienses y sus aliados; los espartanos y los peloponesios los esperaban
en tierra. Chocarían en el depósito cercado con piedras que teníamos delante, y
nuestras tropas serían aplastadas. Sin embargo, los planes de batalla siempre son
fútiles. De repente, surgió un imponderable donde menos podía esperarlo Lisandro, y
contra el que no podía luchar.
Era el príncipe Ciro, ansioso de obtener gloria.
Oímos cascos de caballos en la calle de los Armeros; un escuadrón de la
caballería real persa salió a campo abierto. El grupo se abrió paso entre la masa de
los peloponesios y siguió galopando hasta la plaza del Artemisión. El príncipe tiró de
las
riendas ante Lisandro. El muchacho no tenía más que diecisiete años y era delgado
como una caña, pero la nobleza de su sangre le espoleaba de tal modo y era tal su
deseo de emular las hazañas de sus antepasados que parecía envuelto en una aureola.
—¡Ahí está el enemigo, Lisandro! ¿A qué esperas?
«¡Ve a su encuentro! ¡Ataca!», parecía querer añadir.
El príncipe hizo volver grupas a su montura y la lanzó. Su escolta salió al galope
tras él. Los peloponesios y sus aliados no esperaron más; la muchedumbre corrió
hacia la avenida de la Exposición. Nuestro almacén estaba justo en su camino. Los
atenienses que habían llegado hasta allí dieron media vuelta y echaron a correr
arrojando sus antorchas a los aleros y las callejas.
Telamón y yo echamos un vistazo a nuestro escondite. Pintura. Habíamos ido a
elegir un almacén de brea y encausto. Salimos huyendo en el preciso momento en
que explotó. Sentí que el pelo y la barba me ardían; mi ropa chorreaba trementina
inflamada. Corrí hacia la calle golpeando las llamas con mi manto, pero también
estaba empapado de aceite y ardía. Telamón me lanzó sobre un montón de piedra
pómez, junto a un solar en construcción, momentos antes de que las hordas lo
invadieran. Un jefe de pelotón peloponesio se detuvo al llegar a nuestra altura y
empezó a golpearnos con la vara para obligarnos a unirnos al ataque. Yo tenía
quemado todo el costado izquierdo; no veía ni tocaba otra cosa que carne
chamuscada al pasarme la mano por la cara.
—¡Por todos los dioses, este hombre no puede luchar! —gritó Telamón
revolviéndose.
—¡Vete! —le insté dándole un empujón, antes de que le arrestaran o algo peor.
El príncipe Ciro cabalgaba avenida de la Exposición abajo seguido por las tropas
del Artemisión, más de treinta mil hombres, mientras Lisandro, furioso, perseguía al
muchacho a la cabeza de sus caballeros para salvarlo de su insensato valor…
El plan de Alcibíades, diseñado en una sola noche por los trierarcas y jefes de
escuadra bajo su dirección, era consecuencia del discurso pronunciado por Lisandro
como cierre de los juegos de Ártemis. Aquélla era la respuesta espartana, definitiva e
inapelable, a la oferta de alianza de Alcibíades. Lisandro lucharía hasta el final, con
la fe puesta menos en los dioses, como observó Alcibíades, que en la impaciencia del
electorado ateniense. Lisandro comprendía al Monstruo tan bien como su rival. Las
victorias en el interior, aunque implicaran el saqueo de ciudades importantes, no
saciarían la voracidad de la bestia, y menos ahora, inflamada como estaba por las
expectativas que había despertado su invencible comandante. Alcibíades tenía que
atacar, y atacar a Lisandro. Ningún objetivo inferior serviría. El Monstruo exigía la
cabeza de su enemigo, o la de quien fuera incapaz de proporcionársela.
Ese era el objetivo estratégico. Los tácticos eran tres: devastar los astilleros y los
talleres de reparación; destruir o llevarse tantos barcos de guerra como fuera posible,
de la forma más espectacular posible; y apoderarse del Pterón y derruirlo. El ataque
era una operación anfibia en la que participaban doce mil cuatrocientos hombres,
noventa y siete barcos mayores y ciento diez de apoyo. Implicaba la coordinación de
once fuerzas de asalto a lo largo de un frente de ciento sesenta estadios. Se habían
asignado cuarenta y seis objetivos. Los rollos de señales eran tan gruesos como mi
muñeca.
Los movimientos preliminares se habían iniciado dos días antes. Una escuadra de
veinticuatro naves a las órdenes de Aristócrates y otra de veintiocho a las de
Adimantos partieron de Samos, no con tripulaciones convencionales, sino con
infantes provistos de armadura que harían las veces de remeros, honderos y
jabalineros, tantos como admitían los barcos sin que el calado traicionara su número,
tumbados boca abajo en el puente, tras las pantallas. La escuadra de Aristócrates
puso proa al sudeste como si se dirigiera a Andros; la de Adimantos, al norte, hacia
el Helesponto. Ambas procuraron que los vigías de Lisandro en los montes Coresos
y Licón observaran sus movimientos. Se adentraron en el mar hasta perderse de vista
y regresaron al cabo de dos noches para desembarcar sus efectivos, Aristócrates, en
los campos de cultivo entre Priene y Efeso, Adimantos, al norte, en la colonia de
recreo conocida como el Garfio, desierta en esa época debido a los vientos Etesios.
La caballería hizo la travesía de Samos a Lada durante la noche y desembarcó en
una cala deshabitada conocida como la Media Luna. La mandaba Alcibíades.
Deteniendo a todo aquel que habría podido adelantarse para dar la alarma, las
unidades avanzaron por caminos rurales hasta enlazar con las compañías de
Adimantos desembarcadas en el Garfio. Desde allí, Alcibíades avanzó sobre la
ciudad. Los puestos avanzados cayeron tan rápidamente que nuestras fuerzas
alcanzaron los arrabales antes de que nadie pudiera avisar a Lisandro.
Desde el sur, las compañías de Aristócrates no sólo cortaron la calzada por la que
la ciudad podía recibir refuerzos, sino que además abrieron las compuertas del canal
e inundaron la llanura. Cortaron la cadena en el fuerte Cilón. Los nadadores
capturaron los islotes gemelos, el Yema y el Clara, donde estaban los amarres del
cable. A esas
alturas, los primeros barcos incendiarios iluminaban la ciudad. La infantería de
Erasínides forzó la puerta situada al norte de la avenida de la Exposición. Las naves
de Antíoco entraron en el puerto a la altura de Cilón. Mis veinticuatro permanecían
al pairo ante la cadena. Si los defensores conseguían rechazar a Antíoco,
protegeríamos su retirada. Si nos hacía señales de avanzar, atacaríamos en su estela
con todas nuestras fuerzas. Las hogueras de Cilón y Yema iluminaban el canal. Para
hacerse una idea de los daños basta saber que los incendios de los astilleros, el
rompeolas y el Emporio eran de tal magnitud que su resplandor se veía desde Quíos,
a unos quinientos estadios de distancia.
Mientras tanto, Alcibíades, como supimos más tarde, estuvo a punto de perder la
vida en las siguientes circunstancias. Su caballería había avanzado por los suburbios
adelantándose a la infantería de Adimantos y se dirigía hacia la puerta norte para
unirse a las compañías de infantería desembarcadas en el Pterón por Antíoco y
Erasínides. Los hombres de Alcibíades seguían a un guía a través del laberinto de
callejas que forma ese barrio. Desembocaron en una plaza. Para su asombro, un
ejército de mujeres había levantado barricadas de bancos y carros volcados en la
única salida y defendieron la posición con uñas y dientes. No eran amazonas, sino
mujeres del barrio decididas a proteger a sus hijos y sus hogares.
Las mujeres atacaron a la caballería de Alcibíades desde los tejados, arrojando
tejas, ladrillos y piedras con una temeridad pasmosa, y, lejos de amilanarse ante los
proyectiles con que les respondieron los atenienses, siguieron defendiéndose con,
una contumacia tan bulliciosa y obscena que, según atestiguaron los jinetes, producía
un terror más intenso que cualquier falange de espartanos o cualquier horda de
aullantes salvajes. Un ladrillo alcanzó a Alcibíades en un hombro. El golpe le
fracturó la clavícula, y tuvo que ser asistido por Mantiteo, que nunca se separaba de
él. Como de costumbre, Alcibíades luchaba sin casco; de haberle alcanzado un
palmo más arriba, el proyectil le habría partido la cabeza.
En la ciudad, los batallones del enemigo avanzaban por la avenida de la
Exposición. Se inició la lucha por el Pterón, el enorme rompeolas por el que se
batían hombres, caballos y barcos palmo a palmo. Los andamios se alzaban a ambos
lados; eran de pino y estaban en llamas de un extremo al otro. Las ataguías del
último tramo estaban erizadas de escombros, ladrillos y estacas, carretillas de
mortero, bombas de achique y piezas de hierro que las convertían en trampas
mortales. Los hombres y los caballos caían allí en un número espeluznante.
Antíoco nos hizo la señal de atacar. Yo había situado el Calíope a la izquierda de
la línea, para pasar cerca del Pterón y evaluar la situación. Devolvimos la señal y
avanzamos con toda la potencia de nuestros remos.
La lucha sobre el rompeolas era espectacular. Alcibíades, al mando de la
caballería y la infantería pesada, había conseguido abrirse paso hasta él, aunque aún
no podíamos verle desde nuestra posición. La masa del enemigo, una línea de un
centenar de escudos secundada por lo que parecían millares de hombres, había
retrasado su avance por la avenida de la Exposición. Unos cuatro o cinco mil
espartanos, incluidos jinetes, habían subido al rompeolas antes que Alcibíades y
Adimantos, y ahora empujaban y se abrían paso a hachazos hacia la garita situada en
su extremo, en un intento de llegar al cabrestante para volver a cerrar el puerto y
atrapar a nuestros barcos en su interior. Los infantes atenienses que habían tomado el
muelle y cortado la cadena defendían el último tramo del rompeolas, mientras, a su
altura, los barcos de ingenieros de Erasínides, de costado junto a la empalizada,
aplicaban poleas y cables a las estacas sumergidas, al tiempo que seguían
desembarcando infantes de los transportes fondeados. Al pasar junto al extremo del
Pterón a bordo del Calíope, pude ver entre la masa de los enemigos a un personaje
ricamente vestido, rodeado por una guardia de jinetes. No podía ser otro que
Lisandro.
Posponiendo cualquier otro objetivo, decidí atacarle inmediatamente. Estaba
dispuesto a sacrificar mi propia vida y la de toda mi tripulación si era necesario. Hice
señales a mi segundo, Licomenes, capitán del Teama, para que continuara con la
escuadra, y a Damodes, trierarca del Erato, éstas otras: «Sígueme» y «Desembarca a
los infantes».
Pude ver a Damodes el Oso en su racel de popa. También él había avistado al
enemigo y se moría de ganas por atacarle. Entretanto, en la bahía, el Tique de
Antíoco se había partido la roda y emprendía la retirada ciando hacia el Pterón.
Amarrar un triple a una muralla de siete metros de altura es toda una hazaña a plena
luz del día. Al resplandor de las llamas, el Calíope se acercaba como un cascarón
infame pilotado por un borracho. Antíoco se limitó a encajar la popa del Tique entre
dos ataguías y, lanzando una última andanada, subió detrás de una pantalla de fuego.
El combate sobre el Pterón había alcanzado un punto de tal densidad que hacía
imposible hasta las tácticas más elementales, tales eran las proporciones del caos. El
enemigo tenía cinco mil hombres sobre el rompeolas, apretados escudo contra
escudo, y varios miles más empujaban desde tierra. El grueso de nuestra caballería
luchaba desmontada, pues el enjambre de peloponesios embestía contra los caballos
con una saña asesina. Los pobres animales agonizaban en el suelo relinchando y
coceando, mientras otros se debatían en el agua y se ahogaban. Yo resbalé al saltar
una roca, caí de bruces con todo mi peso más el de la armadura y golpeé la roca con
el casco. Me produje moretones en ambos ojos y me rasgué la carne entre el pulgar y
el índice. En tales condiciones, conseguí encaramarme al fin al Pterón y busqué al
espartano.
No era Lisandro, sino el príncipe, Ciro de Persia, que había jurado hacer pedazos
su propio trono para abatir el poder de Atenas.
—¡Ciro! ¡Ciro!
Nuestros hombres gritaban su nombre y se abalanzaban sobre los campeones que
lo protegían. Los caballeros del príncipe se batían con sobrecogedora valentía y con
una habilidad de jinetes sólo superada por la de sus monturas, ejemplares adiestrados
para mantener la cohesión flanco contra flanco y para retroceder y descargar ambos
cascos delanteros y atacar con el espolón de su peto. Nunca podré olvidar la
expresividad de sus ojos.
—¡Matadlo! —aulló Antíoco desde la popa del Tique.
La caballería y la infantería pesada, Alcibíades y Adimantos, se abrieron paso
entre la masa. Los infantes luchaban alrededor del príncipe Ciro, gritando que le
tenían atrapado. Una alteración súbita, tan profunda como asombrosa, se apoderó de
Alcibíades. Aunque tenía la clavícula fracturada bajo la hombrera, como supimos
más tarde, la lesión, que habría obligado a retirarse, impotente y dolorido, a
cualquier otro, no le impidió enderezarse y levantar el escudo de nueve kilos con el
brazo afectado.
Se precipitó hacia el príncipe. Todos lo hicimos. Nos lanzamos hacia la marea de
cuerpos y armaduras que empujaba hacia el extremo del Pterón la muchedumbre de
refuerzos espartanos y peloponesios provenientes del puerto.
En ese momento, Lisandro llegó a la vanguardia de las fuerzas enemigas. Le
gritó a Ciro que retrocediera hacia él. «¡Ábrete paso, te salvaré!». El espacio que les
separaba estaba abarrotado de infantes atenienses, hombres aislados de los barcos
fondeados junto al rompeolas, como yo mismo, junto con nuestros comandantes,
Alcibíades y Adimantos, y los restos de la caballería. Las llamas bramaban en los
barcos, los belfos de los caballos parecían exhalar humo, los gritos de los hombres se
elevaban en una algarabía demencial.
—¿Lo estáis viendo, hombres de Grecia? —gritó Alcibíades al enemigo—. ¡Un
espartano luchando hombro con hombro con el bárbaro!
—¡Para liberarse de ti, maldito arrogante! —ladró Lisandro.
El espartano hincó las rodillas en su montura y lanzó la jabalina desde tan cerca
que el arma recorrió apenas tres veces su longitud antes de clavarse con un ruido
seco en el escudo de su enemigo. Alcibíades paró el golpe con el brazo fracturado.
La punta de la jabalina atravesó el bronce, hizo astillas el roble de debajo y penetró
cuatro dedos en su carne.
—¡Está herido! —gritaron los hombres de ambos bandos, mientras los
espartanos y los persas se lanzaban hacia él con renovados bríos y los atenienses y
sus aliados cerraban filas todavía más para alzar un muro de cuerpos ante su
comandante.
El infante más próximo a Alcibíades le ayudó a levantar el escudo que ya no
podía sostener. Las flechas acribillaron la espalda del héroe. Las lanzas, su montura.
Nubes de proyectiles volaban sobre su cabeza.
La caballería de Lisandro se abalanzó hacia él. Alcibíades lanzó su hacha entre la
lluvia de flechas y jabalinas. Yo estaba a apenas unos metros del espartano, tan cerca
que pude verle la barba bajo el guardapapo del casco mientras paraba el hacha con el
escudo.
—¡Tira ahí, Lisandro! —aulló Alcibíades señalando al príncipe Ciro—. ¡Tira ahí,
y sé como Leónidas! —añadió refiriéndose al rey espartano que con tanto valor
había
caído en las Termópilas, dos generaciones antes, defendiendo a Grecia de los persas.
—¿Ni ahora puedes dejar de cortejar a las masas, farsante? —le escupió
Lisandro, furioso.
—¡Tu rey Leónidas está aquí, y te señala como traidor a Grecia!
Nuestros infantes hicieron un último intento de llegar a Ciro. Los proyectiles
llovían desde los barcos y el rompeolas; el príncipe y sus caballeros retrocedían.
—¡Matadlo! —tronó Antíoco sobre el griterío.
El muchacho seguía retrocediendo hacia el final del Pterón empujado por el
ataque ateniense.
—¡Hombres de Persia —exclamó el príncipe en su lengua (o eso nos tradujeron
más tarde)—, de vosotros depende que vuestro príncipe viva o muera!
Sin un instante de vacilación, los campeones de Ciro lanzaron a sus pura sangres
contra las lanzas atenienses e hicieron retroceder a sus enemigos gracias a su
magnífico sacrificio. Ciro se lanzó al galope. Príncipe y caballo se abrieron paso
protegidos por los escudos de los caballeros espartanos.
Aquello precipitó el final. Masa contra masa, cada división se esforzó en arrojar
a la otra al mar. Todos callamos. Los hombres ya no gritaban ni gruñían. Ni siquiera
relinchaban los caballos; sólo se oía ese ruido que obliga a quien ha participado en
una batalla a despertar aterrado.
Los enemigos eran demasiados; nosotros, demasiado pocos. Retrocedimos.
Escapamos en los barcos. El ataque había terminado.
Alcibíades embarcó a bordo del Tique. Los hombres se arremolinaban a su
alrededor, según me contó Antíoco, señalando las llamas y aclamándolo.
En esos momentos no dijo nada. Al amanecer, una vez que desembarcamos en
Samos, bañado y vendado por los cirujanos, nos llamó a su lado, en confianza y
aparte, a Adimantos, Aristócrates, Antíoco, Mantiteo y a mí mismo. A partir de ese
momento, nos advirtió, debíamos procurar alejarnos de él.
—Después de esta noche —nos dijo—, mi estrella ha caído.
Se cuenta una anécdota de Lisandro en la estela de la batalla. Al parecer, al reunir
las tropas en el Artemisión, cuando los partes informaron de cuarenta y cuatro de los
ochenta y siete trirremes quemados o destruidos, junto con los astilleros,
instalaciones de reparación y todas las rampas de construcción del Pterón, el
espartano tuvo que enfrentarse no sólo al príncipe Ciro, que debía rendir cuentas a su
padre del rendimiento del oro persa, sino también a los representantes de los éforos,
técnicamente sus superiores, que casualmente acababan de llegar de Esparta.
—¿Y cómo llamas a esto, Lisandro? —le preguntaron los magistrados,
refiriéndose a la devastación del puerto.
—Lo llamo por su nombre —se cuenta que respondió Lisandro—. Victoria.
XLII
VIENTOS
DE
GUERRA
XLIII
Devolví las cartas a Polémides. Su expresión decía bien a las claras que
compartía la condena de su tía, tan profundamente como para que todo
razonamiento fuera inútil, al menos en aquel momento. Sentí que se me escapaba de
las manos como un cadáver arrastrado por las aguas, cuando no consigues
alcanzarle con el bichero y, empujado por la corriente, tu bote pasa de largo para
no volver jamás.
El carcelero volvió al fin, y me vi libre. Crucé el Patio de Hierro en dirección a
la celda de Sócrates, en cuya compañía pasé el resto de la tarde. Al maestro no le
quedaban más que tres días. El barco sagrado que regresaba de Dejos había sido
avistado a la altura de Sunion esa misma mañana; su llegada a Atenas pondría
punto
final al aplazamiento de la ejecución. Se esperaba la arribada de la nave esa noche.
Sin embargo, no se produjo. Un sueño de Sócrates lo había predicho. Se le había
aparecido una hermosa mujer vestida de blanco, nos contó a los presentes esa
tarde, y dirigiéndose a él por su nombre, le había declarado:
Unos días antes, después de mi segundo encuentro con Eunice, había llamado a
mis sabuesos Mirón y Lado y, tras prometerles una prima, les había instado a
redoblar sus esfuerzos para descubrir los particulares del homicidio del que se
acusaba a nuestro cliente. Mis hombres no se hicieron de rogar y se presentaron dos
días después por la mañana. Habían dado con cierto individuo, miembro de la flota
por aquellas fechas. Un testigo ocular. No testificara en persona, pues debía dinero
y no quería hacerse notar en la ciudad. No obstante, por una cantidad, estaba
dispuesto a dictar una declaración y a pronunciar un juramento sobre su veracidad.
Este es el documento. El hombre se identifica como ciudadano del distrito de
Anfítrope y antiguo suboficial de la armada:
UN ABOGADO EN LA PUERTA
Faltaban dos amaneceres para que Sócrates tuviera que beberse la cicuta. Yo me
pasaba las noches dando vueltas en la cama y acababa adormilándome a las
primeras luces del alba.
A esa misma hora un sirviente llamó a la puerta para informarme de que un
joven me esperaba en la entrada. Se había negado a dar su nombre, pero deseaba
verme con urgencia. Al parecer traía una suma de dinero que deseaba entregarme.
La curiosidad nos llevó hasta el umbral a mis dos hijos y a mí. El desconocido
resultó ser un mozalbete de dieciséis años a lo sumo, delgado como una caña. Le
invité a pasar.
—Te lo agradezco, señor; pero sólo he venido en representación de ciertos
ciudadanos preocupados. Un montón, a decir verdad. —El chico hablaba con tal
seriedad que daban ganas de echarse a reír, pues la forzada solemnidad de sus
frases evidenciaba que las había preparado de antemano y se las había aprendido
de memoria—. Sólo quiero confiarte este dinero, capitán, en nombre de Polémides,
el hijo de Nicolaos de Acarnas, para que lo emplees en su defensa como mejor te
parezca. Soy joven, señor, y no tengo experiencia en los tribunales. Sin embargo, no
es difícil imaginar que se originan ciertos gastos…
La cantidad que me ofrecía no era pequeña, pues ascendía a más de cien
dracmas. Un montón de tetras de plata recién acuñadas, que nos pareció, a mis
hijos y a mí, robado de una sola vez.
—¿De dónde ha sacado un mocoso como tú todo este dinero? —le preguntó mi
primogénito.
—Suena bien, ¿eh?
Su acento era un calco del de Eunice, lo mismo que su frente y sus
ojos. Así que aquél era el fugitivo.
—Ya lo creo, jovencito —respondí sopesando la bolsa—. ¿Y para qué se supone
que voy a usarlo? ¿Para sobornar al jurado?
—Las personas a las que represento, señor, confían en tu discreción.
—Y esos ciudadanos preocupados ¿qué interés en concreto tienen en el caso?
—Desean que se haga justicia, señor.
Era fácil hacer deducciones del aspecto del muchacho. Llevaba uno de esos
mantos excesivamente largos llamados «barrecalles», que, aunque parecía
cepillado la noche anterior, tenía la orla cubierta de polvo. Bajo sus pliegues, el
chico debía de
ir descalzo.
—¿Has comido algo hoy, muchacho? —Sí, señor. ¡Un piscolabis! Mis hijos se
echaron a reír.
—Vigila, no se te lleve una ráfaga de aire…
Volví a invitarle a entrar. Volvió a rechazar la invitación. Le tendí la bolsa del
dinero.
—¿Por qué no se lo llevas a Polémides tú mismo? —El chico tartamudeó y
retrocedió. Estaba claro que nos habíamos apartado de la conversación que tenía
preparada—. En mi opinión, deberías hacerlo. Un preso en su situación se
alegraría mucho al saber que tiene amigos que defienden su causa. —Coge la pasta,
capitán.
—Te diré lo que voy a coger. —A un gesto mío mis hijos agarraron al chico—. Te
llevaré a ti y al dinero delante del magistrado, y que él averigüe de dónde lo has
sacado.
—¡Soltadme, cabrones!
El chaval se debatía como un animal salvaje; mis dos hijos, luchadores
sobresalientes, tuvieron que emplearse afondo para inmovilizarlo.
—Ahora, amiguito, ¿vendrás conmigo a ver a Polémides o tendremos que llamar
a la puerta del arconte?
La agitación del muchacho iba en aumento a medida que nos acercábamos a la
cárcel.
—¿Me registrarán, señor? —Y, apenas lo preguntó, se sacó una daga de debajo
del brazo y un xyele espartano de una vaina atada al muslo.
Me detuve ante al pasillo donde estaba la celda de su padre. El chico se puso
blanco como la pared.
—¿Tú no entras, capitán?
—Hasta ahora has interpretado tu papel como un hombre —le dije para
tranquilizarle; y, poniéndole una mano en el hombro, le di un suave empujón.
Desde donde me encontraba no podía ver a Polémides, pero sí al chico, que
permanecía ante la puerta de la celda mientras el carcelero la abría. El muchacho
vaciló un instante mirando al interior como si la fiera enjaulada dentro fuera a
arrojársele encima. Confieso que, cuando se armó de valor y desapareció en la
celda, sentí un escozor en los ojos y un nudo en la garganta.
Padre e hijo permanecieron juntos toda la mañana, o al menos hasta que me
cansé de esperar al otro lado de la calle, en el refectorio de mi viejo camarada el
arquero de la marina Moretones. Mis hijos habían regalado al joven Nicolaos un
paquete de ropa, incluidos calzado y una túnica nueva, en teoría para que se los
entregara a su padre, aunque esperábamos que una vez a solas el orgullo le
permitiera quedárselos para sí mismo.
Sin embargo, el paquete apareció intacto en nuestra puerta a mediodía, con una
nota de agradecimiento y nada más.
XLVI
Estaba en Teos, a las órdenes del espartano Filoteles [empezó diciendo Polémides],
cuando llegaron informes sobre la muerte de Pericles y los demás generales. Los
espartanos no podían creerlo. Primero, la destitución de Alcibíades; ahora, la
ejecución de los mejores hombres del enemigo. ¿Se habían vuelto locos en Atenas?
A alguien se le ocurrió el siguiente chascarrillo:
Los dioses habían privado a Atenas del buen juicio en castigo a los excesos de su
imperio. Tal era la venganza de los dioses, proclamaban los profetas de mentidero,
por el pecado de orgullo imperial.
La moral espartana subió como la espuma. En Atenas, se multiplicaron las
deserciones. Ese otoño recorrí los puertos de Lisandro; vi las mismas caras que en
Samos, tantos eran los remeros isleños que se habían pasado al enemigo. Hasta los
barcos eran los mismos. El Cormorán, insignia de la escuadra de Lisias, era ahora el
Ortea. El Vigilante y el Pez Volador, capturados en Arginusas a los Ojos de Gato, se
habían convertido en el Polias y el Andreia. En las tabernas se oía murmurar a los
marineros e infantes, temerosos de encontrar la muerte antes de que acabara la guerra
y obtuvieran la licencia.
Atenas había reunido a toda prisa los restos de su flota. Se había enrolado hasta
al último marinero capaz de mear de pie, incluidos los caballeros. Los generales
tenían tanto miedo que ni siquiera robaban. Una derrota acabaría con ellos, mientras
que los espartanos, financiados por el oro persa, podían encajar una tras otra con la
confianza de rehacerse y volver a la lucha.
Desde Samos, había ido directamente a Éfeso. ¿A qué otro sitio podía acudir, con
un homicidio añadido a la traición a las espaldas? Y no es que nadie lo notara entre
la horda de desertores, renegados y facinerosos que hacían cola en las oficinas de
reclutamiento bajo la bandera roja. Me encontré con Telamón. Había llegado de
Esparta una nueva generación de oficiales, en muchos casos compañeros de mi
juventud. Habían ascendido o acudido al Este para conseguirlo.
Filoteles, que me había aceptado bajo su mando, era hijo del agoge de mi pelotón
de hacía veintiséis años, que con tanto pesar me había informado de la quema de la
granja de mi padre. Ahora era jefe de división, y se había propuesto reparar aquella
vieja injusticia.
—Cuando tomemos Atenas, te pondré el título de propiedad en la mano, Pommo,
y me encargaré de quien se atreva a protestar.
Así es como me convertí en sicario. Telamón y yo entrenábamos a infantes y
procurábamos no complicarnos la vida. Lisandro, que había sido llamado a Esparta
al expirar su mandato como navarca, estaba de vuelta. Los éforos le habían
nombrado segundo de Araco, dado que ningún espartano puede ostentar el mando
supremo por segunda vez. No obstante, Lisandro era el que llevaba la voz cantante
desde todos los puntos de vista. Uno de sus empeños, y no el menos importante, era
la eliminación de la oposición política en las ciudades. Los espartanos son maestros
en esas cuestiones, que aprendieron subyugando a sus propios ilotas. Ahora Lisandro
había reclutado a esa misma gente, los neodamodeis, los libertos, para que ejecutaran
su campaña de terror.
Los ilotas no son malos soldados en unidades mandadas por oficiales espartanos.
Pero, dejados a su aire, son brutales. Cuando las atrocidades empezaron a salir a la
luz, Filoteles decidió utilizar a Telamón y otros, entre ellos yo, de quienes podía
esperar que actuaran con comedimiento.
Nos llamaban «emplazadores». La cosa funcionaba así: se nos entregaban
órdenes llamadas «de remisión»; en ellas figuraban los nombres de funcionarios,
magistrados, oficiales de la armada y el ejército, y cualquiera que hubiera ejercido
algún cargo bajo el dominio ateniense y cuyas simpatías podían ser contrarias a la
«libertad». A los ojos de los espartanos, eran traidores, lisa y llanamente. Los
documentos eran sentencias de muerte. La ejecución seguía al arresto, de inmediato
y en el lugar donde se producía.
Procuramos ser clementes. Les concedíamos tiempo para ponerse en paz con los
dioses o garrapatear su testamento. Si el afectado había huido al interior y teníamos
que darle caza, le traíamos de vuelta. En la medida de lo posible, los cuerpos no
sufrían daños y se entregaban a la familia para que les dieran sepultura. La comisión
de aquellos homicidios sancionados por el estado tenía su ciencia. Lo mejor era
coger al reo en la calle o en el mercado, donde la dignidad solía impulsarle a guardar
la compostura. Una buena detención era un asunto civilizado. No hacía falta sacar
ningún arma, ni siquiera enseñarla. El sujeto mismo, comprendiendo su posición,
procuraba mantener el decoro. Los más valientes te soltaban alguna fresca. No
podíamos por menos de admirar su temple.
Te preguntarás cómo me sentía al respecto. ¿Me avergonzaba acabar como
matarife, después de haberme formado en la honrosa profesión de las armas?
Puedo decirte que Telamón no perdía el sueño y se burlaba de quien lo perdía.
Para él, aquel trabajo, aunque desagradable, era un aspecto de la guerra tan legítimo
como las operaciones de un sitio o la erección de una empalizada. En cuanto a las
víctimas, tenían los días contados. Si no hubiéramos acelerado su desafortunado final
nosotros, lo habría hecho cualquier otro, y con mucha menos habilidad.
Atenas también tenía los días contados. Por mis hijos y los de mi hermano, por
mi tía y mi cuñada, y también por Eunice, tenía que estar allí cuando la ciudad
cayera, y en una posición lo bastante firme para conseguir que se salvaran. Pensando
en ello me sentía menos culpable por mi participación en el terror.
Un día Telamón y yo estábamos de juerga, con nuestros compañeros y unas
mujeres, en la costa, cuando nos llamaron desde un barco de guerra que se dirigía
hacia el norte para bajar a tierra a un grupo de prisioneros. Cuando el bote llegó a la
orilla, vi que el oficial al mando era pelirrojo y tenía ojos color avellana.
Era Derechazo, el hombre de Endio.
Tenía la barba entrecana y se cubría los hombros con un manto escarlata. El
hombre al que había conocido como joven siervo era libre y tenía la ciudadanía. Lo
felicité de todo corazón.
—¿Y adónde vais, con rumbo norte, en esta época del año?
—Al Helesponto, a encontrarnos con Endio. Ahora está allí, negociando con
Alcibíades.
XLVIII
CAMINO DE
TRACIA
El viento tiene una enorme importancia en la cultura tracia. Los nativos son
conscientes en todo momento de su «golpe» o «nariz», como llaman al punto desde
el que sopla. Ningún guerrero puede interponerse entre el viento y un superior. El
más noble da la espalda al viento; el inferior lo recibe en el rostro.
Los campamentos se asientan según sopla el viento, y el séquito del príncipe se
elige del mismo modo. El de Seutes constaba de más de cien hombres, situados a su
alrededor según una jerarquía tan elaborada como la de la corte de Persia. Sólo ha
habido un extranjero que haya conseguido dominar la sutileza del orden ecuestre de
Tracia. ¿Hace falta que lo nombre?
Pasamos de largo cerca de su fortaleza de la costa y lo buscamos en el interior,
donde, según nos informó nuestro guía, participaba en un salydonis, una
combinación de caza y ritual mediante el que un señor rinde vasallaje a otro mayor, y
en la que le acompañaban los espartanos, la embajada de Endio, para comprobar con
qué tropas les invitaban a aliarse Alcibíades y Seutes. Durante dos días no vimos a
nadie, ni siquiera a los pastores de los rebaños de ovejas, cuya lana, en aquella
remota región, no esquilan sus propietarios, pues el código de hospitalidad autoriza a
cualquiera a coger lo que necesita. Luego, a media mañana, un jinete solitario
apareció en el horizonte, a unos dos estadios sobre nuestras cabezas, cabalgando con
la impávida gracia de un joven dios. El jinete bajó la pendiente en zigzag al tiempo
que nosotros la ascendíamos hacia él.
Sin embargo, cuando el desconocido estuvo cerca, comprobamos que era una
muchacha, calzada con botas de piel, como los hombres. A Telamón y a mí nos
impresionó su melena, larga, lustrosa y rubia como la arena, que llevaba anudada
sobre la cabeza en un moño del que escapaban mechones que el viento hacía volar
sobre su cara.
—Quedaos aquí —nos ordenó nuestro guía—. Cara al viento. —Y salió al trote
al encuentro de la joven.
El resto de la escolta nos dio alcance.
—¿Quién es ese pimpollo? —preguntó Telamón.
—Alejandra —respondió uno de los muchachos.
Era la mujer de Seutes, no una simple compañera de cama, sino su esposa, la
reina. No se dignó mirar a nuestro grupo, pero parlamentó con nuestro guía. Pregunté
si las mujeres solían viajar solas en Tracia.
—Quien las ofende, señor, se convierte en comida para los cuervos.
Nos habían advertido que nunca miráramos a la mujer de otro hombre. En aquel
caso era imposible. El pelo de la princesa brillaba como la piel de marta y sus ojos le
hacían juego como joyas. El caballo también tenía el mismo color, como si lo
hubiera elegido, como una mujer de ciudad un vestido, para que realzara sus ojos y
su piel. El animal parecía consciente de ello, hasta el punto de que bestia y mujer
formaban un conjunto de espectacular nobleza.
Llegamos al campamento de Alcibíades esa noche. Había unos cinco mil jinetes
odrisios y peonios, además de diez mil arqueros escitas y peltastas. Los oficiales
griegos habían improvisado una especie de fuerte en un lugar estratégico de la
llanura, cubierta de nieve hasta la altura de la pantorrilla, y en cuyo extremo se
alineaba el ejército de perros salvajes que sigue a las hordas tracias para alimentarse
de los desperdicios. En el ejercicio participaban dos alas de caballería que asaltaban
el fuerte desde el sur, cara al viento, mientras una tercera lo hacía desde el norte con
el apoyo de la infantería. En un visto y no visto, el simulacro se convirtió en un caos
de violencia. A los tracios no les entraba en la cabeza el concepto de práctica.
Empezaron a disparar en serio, y los oficiales griegos se las vieron y se las desearon
para detenerles. Los salvajes no tenían más objetivo que impresionar a sus príncipes
con su arrojo individual y su destreza como jinetes. Unos cabalgaban de pie sobre
sus monturas arrojando lanzas y hachas; otros se inclinaban para ocultarse tras el
costado del caballo y disparaban flechas por debajo de sus pescuezos. Sólo un
milagro evitó que se produjera un baño de sangre; luego, una vez acabado el
ejercicio, aquellos salvajes, empeñados en recuperar sus armas, iniciaron un
altercado y pelearon regocijados por su equipo llamando en su ayuda a los de su
clan.
Al oscurecer, se entregaron a la bebida y a las mujeres de un modo que desafía
cualquier descripción. Las hogueras formaban avenidas a lo largo de la llanura,
rodeadas de figuras que brincaban extáticas al ritmo de los tambores y los címbalos.
Uno no podía evitar sentir simpatía por aquellos individuos salvajes y libres. Pero, a
medida que avanzaba por el campamento, procurando no pisar a las parejas de
borrachos entregados a la cópula, comprendí por qué aquellos guerreros, que
constituían el ejército más numeroso y arrojado de la tierra, no había dejado un solo
trazo en la tablilla de cera de la Historia. Eran más indisciplinados que sus perros.
Acompañé a Endio y Telamón a ver a Alcibíades, que seguía despierto en su
podilion, una de esas cabañas tracias bajas, circulares y asombrosamente cómodas,
construidas con pieles y turba y excavadas de modo que se desciende a ellas como a
la madriguera de un tejón. Una especie de brasero las mantiene caldeadas incluso en
mitad de una tormenta de nieve. En su interior, se encontraban Mantiteo y Diotimo,
con los Ojos de Gato, Damón y Nestórides, que ahora iban cubiertos de pieles, y una
docena de hombres entre los que reconocí a algunos de los mejores oficiales de la
flota de Samos.
—¡Bienvenidos sean los proscritos y los piratas! —exclamó Alcibíades a guisa
de saludo.
Las conversaciones sobre política se prolongaron durante toda la noche. Yo
dormitaba entre dos sabuesos. Al cabo, cerca del alba, la charla cesó y Alcibíades,
levantándose entre el humo, me hizo señas de que le acompañara al exterior.
Se había enterado de la muerte de mi mujer y de mi condena por asesinato. No
había nada que decir y no lo intentó. Se limitó a caminar a mi lado sobre el suelo
helado, duro como el hierro. Nunca he sentido tanto miedo, ni en batalla ni ante
cualquier otro peligro, como en su presencia. A pesar de todo, seguía temiendo
decepcionarle. ¿Lo comprendes, Jasón? Tenía una voluntad tan formidable y una
inteligencia tan penetrante que había que echar mano de todos los recursos de que
disponías simplemente para escuchar sus consejos y no parecer idiota. Hizo un gesto
hacia los hombres que dormitaban en el campamento.
—¿Qué te parecen?
—¿En qué sentido?
Su risa llenó el aire de vaho.
—Como soldados. Como ejército.
—¿Me lo preguntas en serio?
Me explicó sus planes mientras caminábamos. Atenas carecía de un único
elemento, que no obstante le había impedido sacar partido de sus victorias navales: la
caballería.
—Te olvidas del dinero —repuse.
—La caballería produce dinero —replicó Alcibíades—. Dame Sardes y acuñaré
moneda en cantidad suficiente para llegar a Susa y plantar nuestras tiendas ante
Persépolis.
Esa vez fui yo el que reí.
—¿Y quién adiestrará a estos batallones invencibles?
—Tú, por supuesto. —Me puso la mano en el hombro—. Y tu amigo Telamón, y
los otros oficiales griegos y macedonios que ya tengo, y los que vendrán.
Habíamos subido a un altozano desde el que, a unos trescientos estadios, se
avistaba el brillo del mar. Dos fuerzas se disputaban el Egeo, me recordó Alcibíades:
de una parte, Atenas; de otra, Esparta y Persia.
—Hay una tercera fuerza. E irresistible. ¿Qué nación es más numerosa que la
tracia? ¿Cuál más guerrera? ¿Cuál posee más caballos o puede atacar con mayor
rapidez? A Tracia, que tiene todo eso, sólo le falta…
—Alguien como tú.
Un tercer poder aliado con uno de los dos bandos inclinaría la balanza, aseguró.
Había iniciado conversaciones con el persa Tisafernes, a quien Ciro le había cortado
las alas y que ardía en deseos de vengarse.
—Tisafernes odia a Lisandro y sembrará la discordia en la sucesión a la corona, a
la que aspira Ciro y por la que luchará en cuanto muera el rey Darío. Ése es el
motivo de que el príncipe busque el arrimo de Lisandro. Pero su plan fracasará.
Puede que los espartanos acepten el oro de Persia, pero nunca servirán a Persia; eso
es algo que
ni Lisandro conseguirá. Se ha ganado la enemistad de Endio alejándolo de sí para
acercarse al rey Agis. Ninguno de los dos puede moverse sin Atenas, y Atenas,
aparte de mí, no posee a nadie con suficiente estómago para pronunciar en voz alta la
palabra Lacedemonia. Ambos, aunque por distintas razones, tienen que mirar hacia
un tercer poder, o crearlo, si no existe.
Pero ¿cómo iba a atraer a Atenas a aquella alianza?
—Es un puente que ha ardido en dos ocasiones, Alcibíades. El demos nunca
aceptará un régimen presidido por ti, por mucho poder o expectativas que les
ofrezcas.
Alcibíades no respondió de inmediato; paseó la mirada por el campamento, en el
que los tracios, cubiertos de escarcha, empezaban a levantarse y sacudir la nieve de
la tienda de su señor, mientras los mozos, golpeándose el cuerpo envuelto en pieles,
extendían el forraje para los caballos y las bestias de carga, que iniciaron el alboroto
de rebuznos y relinchos que para el soldado en campaña es como el canto del gallo
para el granjero.
Cualquier otro, viéndose en aquella región hiperbórea, habría maldecido al
destino que le había llevado allí, a aquellos yermos tan alejados de la cuna de la
civilización, después de veintiséis años de guerra. Tratándose de Alcibíades, era una
reacción impensable. El lugar en el que se encontraba era siempre, y siempre lo
sería, el centro y el eje del universo.
—No necesito a Atenas. Atraeré a mí a los mejores, uno tras otro, como te he
atraído a ti. Echa un vistazo al campamento. Ya cuento con los cuadros navales más
preparados del mundo, con los comandantes de caballería más audaces, con los
constructores de barcos más hábiles. El dinero comprará a los marineros. La madera
de Seutes hará los barcos.
—Sí, si puedes controlarlo.
—Seutes es inteligente, Pommo, pero también un salvaje que se siente fascinado
ante mí. Durante toda la guerra, la iniciativa me ha seguido adondequiera que haya
ido. Ahora, me seguirá a Tracia; haré que me siga. Seutes no puede atraerla por sí
solo y lo sabe. Por el momento, eso me proporciona influencia. Puede que el ejército
sea suyo, pero fíjate hacia quién se vuelven esperando órdenes.
Señaló hacia el campamento, que despertaba poco a poco.
—¡Alcibíades!
—¡Comandante!
Los capitanes le saludaban; los oficiales de caballería espoleaban sus monturas
hacia él; otros muchos se acercaban a la carrera para recibir órdenes.
—Nos apoderaremos de los estrechos —siguió diciendo Alcibíades, en referencia
al Helesponto y Bizancio, cuya conquista había llevado a cabo con anterioridad con
un ejército diez veces menor—. Pero no cortaremos el suministro de grano a Atenas
ni le impondremos condiciones. Seguiremos abasteciéndola a nuestro capricho.
Lo haría, no me cabía duda, y yo estaría con él. Pero ¿quién metería en cintura a
aquellos salvajes que adoraban al viento e iban y venían a su antojo?
—Ni siquiera tú, Alcibíades, eres tan iluso como para imaginar que te
seguirán. Me miró con una expresión irónica.
—Me decepcionas, amigo mío. ¿Estás tan ciego como estos tracios a lo que
tenéis, tú y ellos, delante de las narices? No tenía ni la más remota idea de a qué se
refería.
—Su propia grandeza.
La de quien consiguiera empujarlos a obtenerla, quería decir.
—No permanecerán a mi lado para cumplir mi destino, Pommo, sino el suyo.
Porque su nación se asoma como un águila al borde del cielo y sólo carece de la
audacia para saltar y elevarse. Yo se la proporcionaré. Y, cuando la tengan, por todos
los dioses, las hazañas que llevarán a cabo transformarán el mundo.
Has oído las historias, Jasón, de quienes aseguran que se había vuelto loco, o
salvaje. Bailaba toda la noche, aseguraban los hombres, al son del címbalo y el
pandero. El licor puro había acabado por trastornarle. Yo mismo vi su caballo atado
en un bosquecillo de alisos junto al de Alejandra. Era un hecho que Seutes se
mostraba cada día más distante, y no tardó en mostrarse hostil. Atenas le halagaba
sin pudor: concedió la ciudadanía a sus hijos y envió a su corte poetas, músicos e
incluso peluqueros. Hacía el final, según los informes, el lenguaje de Alcibíades se
hizo pródigo en extravagancias como «la alquimia de la aclamación» o «la llanura de
la intercesión», que, según él mismo, era el campo en el que dioses y mortales se
encuentran y parlamentan. Prometía gobernar «dominando el mythos» y llamaba a su
filosofía «la política de la arete».
Empezó a referirse a si mismo en tercera persona, se decía, y a invocar a su
propio espíritu como sí fuera un dios. Brujos y hechiceros se sentaban a su diestra.
Afirmaba que era posible detener el sol. Según otros, se mutilaba alegando
despreciar la materia como un manto que hay que trascender o desechar. Soy testigo
de que ofrecía sacrificios durante noches enteras a Hécate y Necesidad. También se
aseguraba que Timandra era su mentora en la práctica de tales aberraciones, un
súcubo salido del infierno en vez de una mujer mortal. Subyugado por ella, decían,
se alejaba del trato de los hombres para dormir y convocar a los brujos para que
interpretaran sus sueños. En una ocasión afirmó que podía volar y que había viajado
a Ptía con alas de azogue para conversar con Néstor y Aquiles.
En verano me envió a Macedonia para conseguir madera para barcos. Una vez
allí, la casualidad puso en mí camino a Berenice, la mujer qué acompañaba a León
en campaña, y a quien afortunadamente le iban bien las cosas, pues se había casado
con un carretero. A pesar de las muchas penalidades que había pasado después de
Siracusa, había preservado la historia de su amante, que me entregó junto con el
arcón en que ahora la conservo, hecho por su marido. Me gustaba aquel hombre. Era
una plancha sin desbastar, como su predecesor. Se había mudado a Macedonia
después de trabajar «en el sur», transportando mercancías ilegalmente fuera del
Ática.
Los propios generales de Atenas estaban tan seguros de la inminencia de la derrota
que habían empezado a esconder sus bienes.
Seguía en Macedonia, en Pella, cuando me enteré del definitivo desastre de
Egospótamos. En los días previos a la batalla, después de que Lisandro tomara
Lámpsaco y alineara sus doscientos diez barcos de guerra en el estrecho, frente a los
ciento ochenta de Conón, Alcibíades se dignó salir de su fortaleza y acercarse a la
playa donde fondeaba la flota de sus compatriotas. Apareció envuelto en pieles de
zorro, se cuenta, y con el pelo suelto, que le llegaba hasta medía espalda. Le
escoltaban cuarenta jinetes odrisios, con un aspecto aún más salvaje. Reuniría
cincuenta mil hombres entre infantería y caballería, prometió, y atacaría a Lisandro
por tierra, sí los generales atenienses le proporcionaban transporte marítimo.
Reconquistaría Lámpsaco y se la devolvería sin pedir nada a cambio. Pero
rechazaron su oferta.
—Ya no mandas aquí, Alcibíades —se limitó a responderle el general Filocles,
aquel miserable cuyo concepto del código del guerrero incluía proponer la moción,
aceptada de forma tan infame por la Asamblea de Atenas, de cortarle la mano a
cualquier marinero enemigo hecho prisionero.
De esta forma, por tercera vez en su vida, Alcibíades se vio apartado de la
sociedad de sus compatriotas. Dieciséis meses más tarde, cuando la partida que le
dio muerte recorría aquella misma playa siguiéndole los pasos, Endio aludió con
pesar a la locura que era a un tiempo la maldición y el genio de Alcibíades, y a la que
se mantuvo irreductiblemente fiel toda la vida.
—Las naciones son demasiado insignificantes para él. El concepto que tiene de sí
mismo le induce a situarse por encima de las cuestiones de estado, y quienes no le
siguen y saltan con él al precipicio del mundo son enanos a sus ojos. Pues su visión
es el futuro, que el presente no puede, ni podrá nunca, tolerar de buen grado.
XLIX
EGOSPÓTAMOS
El buen orden de nuestra historia [siguió diciendo Polémides] exige que relatemos
ahora la derrota que doblegó a nuestra nación. La narración mejoraría si
convirtiéramos la batalla en un enfrentamiento formidable, con alternativas para
ambos bandos que permitían dudar del resultado hasta el último momento. Como
sabes, estaba perdida desde hacía años.
Seamos justos con Lisandro. La victoria, aunque carente de brillantez, fue el
resultado de una astucia y una paciencia magistrales, y puso de manifiesto una
disciplina, un autodominio y un conocimiento tan perspicaz de las debilidades del
enemigo como para constituir en sí misma un hecho que no suscitó un gran revuelo.
Lisandro esperó; la fruta cayó. Nadie puede negarle que obtuvo para su país y sus
aliados el triunfo que ningún otro había sido capaz de proporcionarle en tres veces
nueve años de guerra.
Permanecí en Tracia la mayor parte del invierno que precedió a la batalla, donde
me enteré de que los agentes de Lisandro se habían hecho con el poder en Mileto y
habían pasado a cuchillo a todos los demócratas. A continuación, tomó Laso, aliada
de Atenas en Caria, ejecutó a todos los varones en edad militar, vendió como
esclavos a las mujeres y los niños y arrasó la ciudad.
Aquel último invierno, Alcibíades sufrió una grave caída de un caballo. No pudo
andar durante meses; el dolor que le producía levantarse de la silla le dejaba blanco
como la pared. Los pueblos salvajes no tienen paciencia con los incapacitados.
Medoco levantó el campo y se llevó su ejército; Seutes hizo lo propio. El príncipe,
que debería haber odiado a Alcibíades por su asunto con Alejandra, demostró ser su
defensor más constante. Hizo que lo trasportaran en litera a Pactia, le envió su propio
médico, un halconero y animales para que los ofreciera en sacrificio. Le dio cinco
ciudades para la carne, el vino y el resto de sus necesidades. Cuando le preguntó qué
podía hacer por su espíritu, Alcibíades pidió tres cuerpos de guerreros, que puso a las
órdenes de Mantiteo, Druso el joven y Canocles, e hizo que los adiestraran como a
una especie de élite móvil desconocida hasta entonces, pues podían remar y luchar
como infantería pesada, cargados con sus respectivos petates y armaduras, sin
depender de los nobles ni del consejo de caudillos. Cuando Medoco despreció
aquella fuerza por su insignificancia numérica, Alcibíades declaró que podía triplicar
sus filas en un mes sin pagar un óbolo. Se limitó a vestirlos con colores de guerra y
pasearlos por las Montañas de Hierro. Fueron tantos los jóvenes deslumbrados por
su
formidable aspecto que reclutó a diez mil y tuvo que rechazar a otros tantos.
Al fin, en primavera, mejoró de la espalda. Ya podía cabalgar. Los clanes tracios
se reúnen al alzarse Arturo, y en ése festival Alcibíades participó en las
competiciones ecuestres y ganó la corona, a los cuarenta y seis años. Creo que
aquello le permitió recuperar el crédito perdido.
Lisandro había capturado Lámpsaco, al otro lado del estrecho, tan cerca que es
posible verla en los días sin niebla. A la playa que se extendía bajo la fortaleza de
Alcibíades, atraída por su perverso destino, llegó la última flota ateniense, mandada
por Conón, Adimantos, Menandro, Filocles, Tideo y Cefisodoto.
Se los llevó cautivos a Lámpsaco, los juzgó y los ejecutó como opresores de
Grecia. Cuando empezó la investigación del Consejo, las galeras habían empezado
a llegar al Pireo con el cargamento de la matanza. Lisandro devolvió a Atenas los
cuerpos de sus hijos, para que nadie pudiera acusarle de impiedad, pero sobre todo
para quebrantar la moral de la ciudad. Porque, aunque ya no tenía flota ni hombres
para tripularla, muchos habían jurado resistir hasta el final, con ladrillos y piedras
si era necesario, subidos a la Acrópolis, y arrojarse al vacío antes que rendirse al
enemigo.
Lisandro embarcó los cuerpos desnudos y despojados de cualquier cosa que
pudiera identificarlos. Con ello quería obligar a los funcionarios a exponer los
cadáveres juntos, como en una necrópolis, de modo que la gente, para identificar a
sus hijos y maridos, tuviera que recorrer los pasillos y las avenidas que formaban
los caídos y mirar cada rostro en busca de los de sus seres queridos. Imponiendo a
los atenienses aquella prueba pretendía aterrorizarlos y extirpar de sus corazones
la voluntad de resistir.
Su ejército lo integraba ahora toda Grecia, respaldado por el inagotable tesoro
de Ciro. El ejército de Agis sitió la ciudad; la flota de Lisandro la bloqueó por mar.
El dieciséis de muniquión, la misma fecha en que Atenas y sus aliados habían
preservado a Grecia de la tiranía de Persia en Salamina, la armada de Lisandro
entró en el Pireo sin oposición. El partido encabezado por Terámenes entregó la
ciudad. Dos batallones de infantería pesada tebana tomaron el Areópago y cerraron
todas las oficinas gubernamentales. Un regimiento corintio ocupó el ágora;
divisiones de Elis, Olinto, Potidea y Sición derribaron las puertas e iniciaron la
demolición de las fortificaciones del Pireo, mientras otras de Eniadas, Mitilene,
Quíos y el imperio, ya liberado, comenzaban a desmantelar la Muralla Larga al son
de la música de muchachas flautistas. Dos brigadas de infantería de la marina
espartana y peloponesia, que incluían brasidioi e ilotas manumitidos, neodamodeis,
bajo el mando de Pantocles, se apoderaron de la Acrópolis. Ofrecieron sacrificios a
Atenea Niké y asentaron el campo entre el Erecteon y el Partenón. La última
división, compuesta de infantes lacedemonios y mercenarios de Macedonia, Etolia y
Arcadia ocupó la Cámara Redonda y la sede de la Asamblea en la colina del Pnix.
Con ellos estaba Polémides, vestido de escarlata.
L
Alcibíades había abandonado Tracia y, tras pasar a Focea, había huido hacia el este,
adentrándose en el Imperio. Son tierras vastas, pero mal comunicadas; no es nada
difícil seguir a un hombre una vez que se ha encontrado su rastro. Desde Esmirna se
llega a Sardes en dos días; en otros tres, a la ciudad lidia de Cidrara y en otro, a
Golosas y Anaua, en Frigia. Al final de cada trayecto hay posadas que llaman
«ordinarias». Cada cinco días hay una hostería, y es costumbre del país pasar en ellas
dos noches para dar descanso al cuerpo y los animales. Otros viajeros nos
informaron sobre él. Viajaba con su amante, Timandra, y un puñado de mercenarios
misios, no más de cinco, que le hacían de escolta.
No éramos los únicos que queríamos darle caza. A Darío de Persia, que había
muerto aquella primavera, le había sucedido en el trono su hijo Artajerjes.
Alcibíades, consciente de que en Atenas los Treinta presionaban a Lisandro para que
le diera muerte, había tanteado al sátrapa Farnabazo, sobre el que tantas victorias
había obtenido, con el fin de proponerle una alianza. Deseaba ofrecer sus servicios al
trono de Persia y aseguraba poseer información referente a determinados peligros, en
especial el representado por el príncipe Ciro, que, desaparecida la amenaza ateniense
e instigado por Lisandro, planeaba apoderarse de la corona. Alcibíades convenció al
sátrapa de que podía ser de gran utilidad al rey en dicha coyuntura y mejorar la
posición del propio Farnabazo. El gobernador, deslumbrado por su nuevo amigo, le
proporcionó una escolta y le envió al interior. Los enviados de Esparta llegaron justo
después. La embajada advirtió al persa que, si no quería incurrir en la ira de Lisandro
y provocar una guerra a gran escala, le convenía reconsiderar la hospitalidad que
había ofrecido al único hombre vivo que amenazaba la hegemonía espartana en
Grecia. Farnabazo no necesitaba oír música para saber cuándo tenía que bailar. Envió
un destacamento de jinetes para que dieran alcance y muerte a Alcibíades. Pero el
ateniense consiguió escapar tras matar a varios. Sus misios se esfumaron y él hizo lo
propio.
En Dascilio, se organizó una segunda partida de perseguidores a las órdenes de
Susamitres y Mageo, lugartenientes y familiares de Farnabazo. Éste fue el grupo al
que nos unimos Telamón y yo, en Calatebos. Endio y otros dos Iguales espartanos
acompañaban a los persas, con órdenes de confirmar la muerte a Lisandro.
Los informes situaban a Alcibíades camino de Celenas. Nuestro grupo se dirigió a
Muker y los Túmulos de Piedra, bajo los cuales se dice que el Fénix depositó dos
huevos, que eclosionarán el día en que la raza de los hombres consiga amansar su
indomable corazón. Los cazadores de recompensas le seguían el rastro. El precio por
la cabeza de Alcibíades, nos dijo uno de ellos, era diez mil dáricos; según otro, cien
mil. Entre Canas y Utresh no hay ciudades, sólo una posada, un antro llamado la
Escoria. En dicho lugar encontramos a cinco hermanos odrisios que también
perseguían a Alcibíades. A mi caballo le había salido un quiste y sufría
terriblemente; uno de aquellos muchachos era diestro con el cuchillo; hizo el trabajo
del veterinario y no quiso aceptar que le pagara. Hablé con él aparte.
Alcibíades había deshonrado a su hermana, que a continuación se había quitado
la vida. Semejante ultraje se llama en la lengua de los tracios atame; sólo puede
lavarse con sangre. Los hermanos aseguraban haber batido la comarca durante la
noche en dirección este; juraban que su presa estaba detrás de nosotros; le habíamos
adelantado. Seguirían buscando en esa dirección; de hecho, el más joven salió esa
misma noche. Nuestros guías nos informaron que los odrisios no pueden ejecutar una
venganza de sangre, inatame, sin la autorización de su príncipe, en aquel caso,
Seutes.
Polémides alzó la vista y me miró a los ojos. Por un instante, creí que no podría
proseguir, y tampoco estaba seguro de desear que lo hiciera.
Pasé el último día de Sócrates en su celda [siguió diciendo mi abuelo], con los
demás. Estaba agotado y me quedé dormido. Tuve el siguiente sueño:
Cansado pero deseoso de escuchar al maestro con la claridad mental que
merecía, me puse a dar vueltas por la cárcel en busca de un rincón en el que echar
una cabezada. Mi búsqueda me llevó a la carpintería. Allí, colocado
horizontalmente, estaba el tympanon en el que Polémides encontraría la muerte ese
mismo día.
—Entra, señor —me dio el carpintero haciéndome una seña—. Duerme un poco.
Me tumbé y concilié el sueño de inmediato. Sin embargo, me desperté
sobresaltado para descubrir que los funcionarios me estaban sujetando al
instrumento. Las argollas de hierro me inmovilizaban las muñecas y los tobillos, y
la cadena me aprisionaba la garganta.
—¡Os habéis equivocado de hombre! —intenté gritar, pero el hierro ahogó mi voz
—. ¡Os habéis equivocado de hombre!
Me desperté de golpe y me vi en la celda de Sócrates. Había dado un grito y le
había asustado. Ya había ingerido la cicuta, me dieron, y, mientras esperaba a que
le hiciera efecto rodeado por sus amigos, se había echado en el catre y se había
tapado el rostro con un paño. Pedí perdón a todos. Ni que decir tiene que lo último
que necesitaba el maestro era agitación. Apesadumbrado, les pedí que me excusaran
y me apresuré a salir de la celda.
El día tocaba a su fin. Al salir al Patio de Hierro, vi a una mujer y un muchacho
que se dirigían hacia la salida. Eunice. Era extraño, pues Polémides se había
negado a verla repetidas veces. ¿Habría ocurrido algo?
El chico volvió enseguida. Nicolaos, el hijo de Polémides. No tenía intención de
marcharse; tan sólo había acompañado a su madre hasta la calle. Vino a mi
encuentro y, estrechándome la mano, me dio las gracias por todo lo que había
hecho por su padre. En el muchacho se había operado un cambio extraordinario.
Aunque tan escuálido y desgarbado como siempre, parecía haber accedido a la
virilidad súbitamente. Me hablaba como a un igual, hasta el punto de hacerme
sentir apuro e impulsarme, en un intento de aliviar lo que tomé por angustia, a
decirle lo siguiente: que, aunque su madre había sido la causa de aquella desgracia,
no había pretendido otra cosa que protegerle y evitar que huyera para participar en
la guerra.
El chico me lanzó una mirada extraña.
—Las cosas no ocurrieron así, señor. ¿No te lo ha contado mi padre?
Su madre, insistió, no había sido la causa de nada. No era la instigadora de la
acusación, sino su títere. Colofón, que había denunciado a su padre sin importarle
cometer perjurio había actuado, aseguró el muchacho, como instrumento de quienes
contrataron a Polémides durante el régimen de los Treinta para asesinar a
Alcibíades.
—Esos miserables, al saber que mi padre había vuelto a la ciudad, temieron que
revelara sus crímenes. Chantajearon a mi madre aprovechando su vulnerabilidad
como no ciudadana y la obligaron a contarles los pormenores del homicidio
accidental de Samos, lo que ha permitido a esos canallas obtener la sentencia de
muerte de mi padre.
Polémides había entregado su confesión, me explicó el muchacho, a cambio de
un acta de ciudadanía para Eunice y sus hijos, que sus acusadores le habían
propuesto en secreto garantizándole que estaban en condiciones de conseguirla.
Había preferido no revelármelo por miedo a que yo, indignado porque le costara la
vida, decidiera contarlo todo.
Junto a las escaleras que llevan a la calle hay un banco. De pronto, el cansancio
pudo más que yo. Tuve que sentarme. El muchacho me imitó. Se hizo de noche.
Encendieron antorchas y las colocaron en los tederos.
Recobré la noción del tiempo al cabo de un rato, sobresaltado por un alboroto
procedente del pórtico, al otro lado del patio. El vigilante discutía acaloradamente
con Simmias de Tebas, uno de los amigos más queridos de Sócrates. Al parecer, el
funcionario acababa de hacerle salir de la celda. ¿Habría muerto el maestro? Sin
perder un instante, crucé el patio seguido por el muchacho. El portero se había
sumado a la discusión, que, para mi sorpresa, giraba en torno a unos caballos.
—Puede que los hayas alquilado tú, señor —le decían el guardián y el portero a
Simmias—, pero son nuestros cuellos los que peligran si los ven.
Consternado, Simmias me llevó aparte.
—Por los dioses que la he hecho buena, Jasón.
Unos días antes, me explicó, confiando en obtener permiso de Sócrates para
planear su huida, había encargado a ciertos sujetos que alquilaran monturas y
compraran el silencio de carceleros e informadores. Lo tenía todo preparado antes
de que Sócrates se negara tajantemente a huir.
—¿Puedes creerlo, Jasón? Con todo lo demás, me había olvidado del asunto por
completo…
—No lo entiendo, Simmias.
—¡Los caballos y la escolta están aquí! ¿Qué hacemos?
Simmias era un manojo de nervios. Al parecer, el portero le había hecho salir de
la celda de Sócrates hacía apenas unos instantes, alarmado a más no poder y
exigiéndole que solucionara el problema inmediatamente. Simmias no sabía qué
partido tomar. Estaba claro que no deseaba otra cosa que volver de inmediato al
lado del maestro y no fallarle en su última hora.
—Déjalo de mi cuenta, Simmias.
—¡Qué el cielo se apiade de nosotros, Jasón! ¿Crees que conseguirás
solucionarlo, amigo mío?
Hay fronteras, me había dicho nuestro cliente en cierta ocasión, que uno cruza
sin darse cuenta. Aquélla no era una de ésas. Con Polémides y con nuestro maestro,
el demos no había tenido clemencia. Ahora, la mano de la fortuna había elegido a
un nuevo magistrado, y ese árbitro era yo. ¿Quién, si no yo, indultaría al
transgresor?
¿Quién más le absolvería, cuando él mismo había arrojado la piedra negra? Puede
que, mediante aquella subrogación, los dioses hubieran dispuesto la ocasión de
perdonar a todos, incluido yo.
Me volví hacia el muchacho.
—Tu padre asegura que ha hecho las paces con su ejecución…
—Sí, señor.
—¿Crees que podrás hacerle cambiar de opinión?
El muchacho me cogió ambas manos con las suyas.
—Pero ¿y tú, señor?
Temía que algún informador, al enterarse de mi participación, pusiera mi vida
en peligro.
—Aquellos cuyo silencio había que comprar han recibido su paga.
El vigilante lo había dicho todo y asintió corriendo hacia la celda de su padre.
¿Debía ir tras sus pasos para despedirme de Polémides, o seguir los de Simmias
hasta la celda del maestro? Miré al portero. Ya estaba despachando a su aprendiz
para comunicar el cambio de planes a los escoltas, que sin duda aguardaban en
algún callejón discreto. Le pregunté si aquello le incomodaba.
—Los caballos son caballos —replicó. Quién monta en ellos no es asunto mío.
No obstante, estaba nervioso, lo mismo que el vigilante, o cualquiera que se
dispone a cometer un delito.
—Más vale que te vayas, capitán.
Y, abriendo la marcha a través del patio, me acompañó afuera.
LIII
El cuerpo del maestro nos fue entregado al día siguiente; enterramos sus restos en
la tumba de sus mayores, en Alopecia. No puedo considerar esa fecha como aquella
en que perdí el interés por la política; cualquiera con sentido común había
desesperado de la capacidad del demos para gobernarse a sí mismo hacía mucho
tiempo. Al cabo de un año, abandoné la ciudad con mi mujer y mis hijas y fijé
nuestra residencia en el campo, en el Monte de la Encina. Y allí sigo.
Desde el día de mi vigésimo cumpleaños, consagré todas mis fuerzas y mi dinero
a nuestra nación durante treinta y nueve años. Le entregué la juventud y la madurez,
y perdí la salud por la causa de Atenas. Sacrifiqué tres hijos a sus fuerzas armadas,
y me robó otros dos en paroxismos de locura civil. Mediante la peste y las
privaciones acortó los días de mis dos primeras esposas.
Como oficial de la marina ostenté la trierarquía en siete ocasiones. He servido a
mi patria como consejero, magistrado y ministro. La he representado en embajadas
en el extranjero y unido mi nombre a su causa en misiones de paz y acciones de
guerra. En cierta ocasión estimé las contribuciones de mi clan al estado. La suma
ascendía a once talentos, aproximadamente el producto de todas nuestras tierras
durante veinte años. No me arrepiento de tal aportación y volvería a hacerla
gustoso por la causa de nuestro país. Sigo considerándome un demócrata, aunque,
como diría mi mujer, tu abuela, de los desengañados.
No supe nada de Polémides durante tres años. Una mañana, llegó corriendo un
muchacho para avisarme de que había un extranjero en la entrada. Me apresuré a
ir a su encuentro. Me encontré con un hombre enfundado en cuero y cargado con un
petate de soldado. Nunca había visto al arcadio Telamón, pero lo reconocí de
inmediato. No quiso quedarse, pero me entregó un par de cartas. Se las habían dado
en Asia hacía dos años.
Me comunicó que Polémides había muerto. No en acción, sino accidentalmente;
había pisado un clavo de hierro y había cogido el tétanos. Volví a pedirle que se
quedara a descansar.
—Llevas leguas caminando para hacerme este favor. Te ruego que te quedes a
cenar, si no por ti, por nosotros, o al menos acompáñame a casa y quítate el polvo
del camino.
El hombre aceptó acompañarme hasta el grupo de árboles que da sombra a la
fuente, donde, como sabes, hay un banco. Se sentó en él. Las chicas trajeron vino,
alphita y un opson excelente de pescado en salmuera con cebolla. Mientras el
viajero comía, leí las cartas.
La primera, fechada hacia dos años, era de Polémides. Decía estar bien y
esperaba que también fuera mi caso. Hada una alusión al estrecho margen por el
que se había librado del tympanon y bromeaba diciendo que me había enrolado en
«el bando de los indeseables».
… lo que digo ahora que me dirijo a los jefes que deben mandar vuestra
escrofulosa chusma, soldados, es que los dioses les protejan. ¿Queréis que os
cuente dónde aprendí a dirigir a hombres como vosotros? En los establos de
mi padre, de sus caballos. Y apelo a nuestro amigo Trasíbulo para que lo
confirme, pues estaba a mi lado cuando de niños nos maravillábamos ante
esos campeones los días en que se celebraban carreras. No necesitaban que
nadie les enseñara a correr. Apostando por caballos, aprendimos a valorar la
planta y la postura antes que la largura de los huesos o la musculatura de las
ancas. ¿Estáis de acuerdo en que un caballo de carreras puede poseer
nobleza?
¿Y qué nobleza es ésa que puede poseer una bestia lo mismo que un hombre?
¿No será la virtud espiritual por la que uno se entrega a un objetivo mayor
que su propio interés?
¿Cómo mandar a hombres libres? Sólo hay un medio: incitar a cada uno
de ellos a estar a la altura de su nobleza.
Cuando era niño, mi tutor me llevó al Pireo para que viera los botes que
competían entre Acte y Bahía Silenciosa. Mis ojos infantiles imaginaban que
cada embarcación era impulsada por una sola criatura, un único animal
magnífico con múltiples pares de brazos. Pero, cuando los botes estuvieron
cerca, vi a los hombres que manejaban los remos. ¿Me creeréis, amigos míos,
si os digo que me solté de mi pedagogo para acercarme a tocarlos con mis
propias manos y comprobar que eran reales? ¿Cómo era posible, les pregunté,
que seis remaran como uno? «Mira allí, muchacho, y verás a ciento setenta y
cuatro hacer lo mismo».
Un trirreme haciéndose a la mar: ¡por los dioses que era un espectáculo
espléndido! Y aún es más noble una línea avanzando, y lo más noble de todo,
la armonía de toda flota. Y vosotros, amigos míos, sois los mejores de todos
los que han navegado y navegarán. Cuando la vejez nos apresa en su garra,
¿qué nos queda? Padres y madres, esposas, amantes, incluso los hijos, todo
desaparece, creo yo, menos los camaradas con los que nos hemos enfrentado
a la muerte. No necesitamos otra cosa, amigos míos. Ellos son lo que pocos
llegan a sentir o conocer.
Vosotros no me necesitáis, hermanos. No hay fuerza sobre la faz de la
tierra capaz de haceros frente. Quieran los dioses llevaros de victoria en
victoria. Lo último que verán mis ojos cuando me vaya al infierno serán
vuestras caras. Gracias por honrarme con vuestra camaradería. Y ahora,
amigos míos, adiós. Os deseo lo mejor.