Zaborov Mijail - Historia de Las Cruzadas PDF
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Los
..
antecedentes
...........
,E n ,l a p>:imera m ted del XI
las invasiones turcas, condiciona
das, como observa Pirenne, por la descomposición señorial del
Imperio de Bagdad y la crisis del Imperio chino de los Tang, arrui
naron, a la vez, el Imperio bizantino y el mundo islámico. Tales
invasiones yugularon las relaciones entre Bizancio y las ciudades
rusas, y, en consecuencia, con los países del Norte, así como los
caminos de caravanas que unían Constantinopla con el Asia Cen
tral por el puerto de Trebisonda. En líneas generales, ello impli
có, para Bizancio, el desencadenamiento de una grave crisis eco
nómica que a su vez influyó decisivamente en las perturbaciones
políticas que comienzan a manifestarse a mediados de siglo.
A partir del año 1050, la situación de los mundos bizantino
e islámico puede definirse como verdaderamente crítica. Por las
mismas fechas, el planteamiento del conflicto de las Investiduras
condiciona la descomposición del Sacro Imperio, la anarquía feu
dal en el Reich alemán. En Occidente, en cambio, se registra un
verdadero proceso de renovación, fraguado en los cuadros de la
sociedad feudal y particularmente notable en los aspectos espiri
tual (reforma cluniacense, trayectoria del Pontificado hacia el gre-
gorianismo) y económico (aumento demográfico, intensificación
de los cultivos, renacimiento industrial y mercantil). Esta recupe
ración de la Cristiandad occidental, en contraste con la crisis que
afecta al Imperio bizantino y al conglomerado islámico, constitu
ye el rasgo decisivo de la Historia en el siglo XI.
De Mijail Zaborov
Historia ele las cruzadas. Madrid, Akal, 1979.
C A U S A S Y P R E P A R A T IV O S D E L A S C R U Z A D A S
Las causas de las cruzadas son desde hace tiempo objeto de análi
sis de la ciencia histórica. Los historiadores del siglo pasado y del
presente han apuntado múltiples y diferentes motivos por los que m a
sas considerables de habitantes de E uropa Occidental, durante casi
dos siglos (las cruzadas duraron, con interrupciones, de 1096 a 1270),
llamados por la Iglesia católica, se lanzaron a conquistar los países
que hoy denom inam os O riente Próximo.
A utores de los prim eros decenios del siglo XIX, como F. W ilken y
G. M ichaud, muy influidos por la tradición eclesiástica católica, veían
en las cruzadas una m anifestación de la profunda religiosidad de los
pueblos de E uropa Occidental en la época medieval. Según esos his
toriadores, las cruzadas revelaron el sincero deseo de los pueblos,
imbuidos de un espíritu religioso, de arrebatar a los musulmanes la
ciudad de Jerusalén, con el Santo Sepulcro, y otros lugares sagrados de
Palestina, donde supuestam ente había nacido Jesucristo y donde, se
gún el Evangelio, había transcurrido la vida terrena del precursor del
cristianismo.
Posteriorm ente, con el desarrollo de la historiografía, con la reve
lación de nuevos hechos y m ediante una interpretación más crítica de
los docum entos históricos medievales, la mayoría de los historiadores
desechó la ingenua e idealista explicación de las causas que originaron
las cruzadas. Los historiadores de la segunda mitad del siglo XIX y de
principios del siglo X X , tras un análisis más profundo de la enorm e
cantidad de docum entos, se centraron en los diferentes fenómenos de
la vida económico-social de los siglos XI al x n i, que fueron los autén
ticos móviles de las cruzadas: la difícil situación de la masas populares
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en perm anente pugna. Las guerras feudales tam bién dividían a Ale
m ania, donde la hostilidad de las distintas agrupaciones feudales es
taba vinculada a la lucha por el poder entre los em peradores y los
papas. Tam bién en Italia y en otros países, entre los «partidos» feu
dales se registraban encarnizadas guerras intestinas.
El cam pesinado era la prim era víctima de esas interminables gue
rras feudales. D urante la guerra, los señores no respetaban los sem
brados campesinos; el mísero patrimonio del agricultor era saqueado,
su vivienda condenada a ser pasto de las llamas, los graneros destrui
dos. R efiriéndose a las luchas entre la nobleza norm anda de fines del
siglo XI, el cronista Orderico Vitalio dice: «La sed de guerra era tan
fuerte, que los campesinos y los habitantes pacíficos de las ciudades
no podían perm anecer tranquilam ente en sus casas.» D e las devasta
ciones originadas por las guerras feudales dan cuenta los documentos
conservados en los conventos. Uno de ellos, fechado en 1050, dice:
«A consecuencia de las frecuentes guerras, esa región (la de Ture-
na-M . Z .) quedó desierta, y durante casi siete años no la habitó nadie.»
O tro, de 1062, atestigua: «Los campos (en A njou - M. Z .) fueron
devastados y abandonados.» A tal punto la anarquía feudal em peoraba
la situación de las masas campesinas. Oprimidos por el yugo feudal,
los campesinos y sus familias llevaban una existencia mísera y el ham
bre era perm anente.
Tengam os en cuenta que el trabajo del campesino siervo era muy
poco productivo. A pesar de que en el cultivo de la tierra se habían
introducido algunas m ejoras, la técnica agrícola era muy primitiva; la
tierra se trabajaba fundam entalm ente con la pala y la azada. El arado
de m adera era arrastrado por vacas e inclusive por cabras. La tierra
apenas se abonaba. La fertilidad del suelo no restablecida se agotaba
rápidam ente. No es de extrañar que durante el siglo XI el ham bre por
las malas cosechas azotara con frecuencia a distintos países de E uro
pa. Algunos historiadores atribuían estas circunstancias a ciertas ano
malías climáticas, achacaban las causas de las desdichas campesinas a
fenóm enos naturales. Indudablem ente las sequías, el granizo, las ex
cesivas precipitaciones en tal o cual región tenían efectos desastrosos,
no en vano los cronistas del siglo XI los mencionan con frecuencia;
por otra parte, esos fenóm enos encontraban campo muy propicio en
el bajísimo nivel de la técnica agrícola y en el atraso general del régi
men social.
D e la m agnitud del ham bre en el siglo xi dan una idea los frecuen
tes casos de canibalismo. El cronista borgoñón Radulfo G laber afirma
que el canibalismo en la época del ham bre adquiría una amplia difu
sión en muchas regiones de Francia en 1032 y que duró tres años más.
Este analista piadoso, que como muchos de sus contem poráneos
achacaba el ham bre a la cólera divina contra la hum anidad pecadora,
dice: «La gente devoraba carne hum ana. Los caminantes eran ataca
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dos por los más fuertes, que los descuartizaban y comían, después de
haberlos asado... En muchos lugares sacaban los cadáveres de la tie
rra para calm ar el ham bre... Tanto se propagó el consumo de carne
hum ana, que hasta se puso en venta en el m ercado de Tournus como
si fuera carne de vaca; el vendedor fue detenido; no negó su crimen;
le ataron y le quem aron vivo en una hoguera. Pero la carne que él
vendía, y que fue enterrada, alguien la sacó de noche y se la comió.»
Lo que relata Radulfo G laber no fue un caso aislado en el siglo X I;
m uchos otros cronistas describen las miserias de la población en aque
llos años de ham bre, que se sucedían ininterrum pidam ente. El histo
riador francés D ares de la Chavanne calculó que durante el siglo XI
hubo veintiséis años de malas cosechas, es decir, más de un cuarto de
siglo. Sobre todo fue frecuente el ham bre en las aldeas a fines de
dicha centuria, cuando E uropa Occidental padeció consecutivam ente
«siete años flacos» (1087-1095).
Las constantes malas cosechas, la m ortandad de animales y, en
consecuencia, el ham bre, fueron el verdadero azote de la clase cam
pesina. A ellos se uníanlas pestes devastadoras. Las epidem ias, gene
ralizadas en los años de ham bre, causaban millares de m uertes en el
cam po y en las ciudades, entre las personas debilitadas por la desnu
trición. «Muchos pueblos quedaron sin labradores», anota lacónico
un cronista francés, refiriéndose a la peste de 1094. Según otro con
tem poráneo suyo, en tres meses esa epidem ia causó en Regensburgo
m ás de 8.500 m uertes. M ientras estas desgracias se cebaban en los
cam pesinos, aum entaba el yugo feudal, factor principal y decisivo de
la ruina de los campesinos del siglo X I, tanto del siervo como del que
iba camino de serlo.
L a opresión feudal provocaba una legítima protesta, que se expre
saba de distintas m aneras. E n algunas partes, los campesinos organi
zaron verdaderas rebeliones, «m otines», como las denom inaban los
cronistas. Tales motines se registraron en B retaña, en Flandes, en
Inglaterra. Tam bién en Francia se produjeron acciones campesinas
contra el yugo feudal poco antes de iniciarse la prim era cruzada. Los
cronistas cuentan que la gente em pujada por el ham bre y la miseria
incendiaba, saqueaba y devastaba los bienes de los ricos, dando su
m erecido a quienes, explotando la desesperada situación del pueblo,
prestaban dinero en condiciones de usura y les despojaban de su últi
mo patrim onio. «Los pobres castigaban a los ricos con el pillaje y los
incendios», se lam enta el m onje-cronista Sigeberto deJeanblas.
La protesta espontánea de los siervos en esa época tam bién solía
tom ar form as pasivas. Al no hallar salida a su situación de miseria y
de carencia de derechos, muchos caían en la desesperación. Se cono
cen casos de suicidios colectivos en los pueblos en los años noventa
del siglo XI. O tros buscaban la evasión de la realidad feudal en lo
«espiritual»: entre el pueblo se propagaban doctrinas religiosas que
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1(1 La pequeña propiedad agrícola era «absorbida» por la grande de disfinias for
mas. Generalmente, las propiedades de los feudales más pequeiios en el curso de la
faidas eran ocupadas por los señores más poderosos; a veces los pequeños cedían pro
piedades a los grandes feudales y a los monasterios para lograr determinadas prebendas
materiales y «espirituales» (la protección, un cargo, la «absolución de pecados, etc.).’
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IH St. Runciman: «A history of the crusades», Vol. I, Cambridge, 1951, pág. 44.
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m uy lim itada a los sentim ientos antifeudales de los pobres. Ese cami
no lo em prendían centenares, raram ente miles de personas. El movi-
' m iento más im portante de ese tipo tuvo lugar en 1064-65, cuando se
dirigieron a Jerusalén siete mil (según otras fuentes, trece mil) pere
grinos alem anes e ingleses conducidos por el arzobispo Sigfrido de
M aguncia y por el abad Ingulfo de Croyland 19. El historiador francés
Ivés Le Febvre calificó a esa peregrinación como un «prólogo de la
cruzada» 20.
El papado no podía desentenderse de los movimientos de esta cla
se, tanto más que ofrecían un evidente carácter religioso y transcu
rrían bajo la bandera de la religión. Los altos dignatarios del clero
católico tom aban parte en esas peregrinaciones. En el transcurso del
siglo XI visitaron Jerusalén los obispos italianos y franceses (Tierry,
obispo de V erdún; Pibon, obispo de Toul), los alem anes, los suecos
(en 1086 el obispo Roskild) y los prelados ingleses. Para ellos, el pe
regrinaje fue una form a de elevar el prestigio de la Iglesia ante los
fieles, uno de los principales propósitos de los reform adores eclesiásti
cos de la época. Con todo, los jerarcas de la Iglesia tam poco fueron
ajenos a los objetivos mercantiles de las peregrinaciones.
A sí, pues, varias décadas antes del comienzo de las cruzadas hacia
O riente, la Iglesia católica fue, por así decir, buscando las vías de
solución del principal problem a planteado ante ella, en su condición
de «centro internacional del sistema feudal», por el desarrollo social
de Occidente.
E n esos años la Iglesia hizo una revisión de los m étodos que se
disponía a utilizar. Por ejem plo, el fracaso de los franceses en España
fue evidente. Los feudales locales se resistían a com partir con sus
«aliados» tierras y riquezas. Los continuos conflictos entre los feuda
les franceses y españoles 21 hacían peligrar tanto los propósitos de la
nobleza francesa como los planes del papado con respecto a España.
Ello sq, hizo evidente a fines del siglo IX. Pero ya entonces la Iglesia
católica ofrecía un nuevo objetivo hacia el cual orientar las divergen
tes aspiraciones de los feudales y de los campesinos. Y la Iglesia logró
la convergencia de movimientos tan variados en su esencia, que per
m itían asegurar sus propios intereses y los de la clase feudal en su
conjunto. El objetivo y los medios para alcanzarlo fueron determ ina
dos por la situación internacional, bruscam ente alterada en la segunda
m itad del siglo XI.
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G regorio VII se proponía seriam ente que todos los «reyes cristia
nos» aceptaran su vasallaje, que les obligaría a pagar un tributo anual
al tesoro papal.
El más prolongado y tenso fue el choque de la Santa Sede con
em peradores del Sacro Imperio Rom ano, que devino prolongado con
flicto entre distintas agrupaciones feudales de Alemania e Italia (en la
H istoria figura, no del todo correctam ente, como la «lucha del papa
do contra el imperio» o la de «guerra de las investiduras»). La lucha
prosiguió con los sucesores de Gregorio VIL
D e este m odo, los papas surgidos del movimiento de Cluny actua
ban en el siglo XI como «Césares investidos de supremo sacerdote»,
según la acertada expresión del historiador alemán W. Norden. La
dom inación y el poder se convirtieron en lema de los papas 2c,\ Todo
ello, por supuesto, no obedecía a ambiciones personales ni a las an
sias de poder de tal o cual Papa; sus causas eran mucho más profun
das. Las ambiciones políticas de los «representantes de San Pedro»,
las tentativas de crear una teocracia papal «ecuménica», fueron sólo
m anifestaciones e indicios externos de la importancia adquirida por la'
Iglesia católica rom ana y su centro, la curia papal, en la Europa del
siglo XI. Hacia la segunda mitad de ese siglo, es decir, en los m om en
tos más graves de la lucha social en Occidente, la Iglesia católica
resultó ser la organización feudal más potente y más centralizada. E s
ta posición hacía de ella una fuerza directam ente interesada en el m á
ximo fortalecim iento del régim en feudal. El papado pretendía algo
más que defender los intereses materiales de la Iglesia: ser tam bién el
centro aglutinador de las desperdigadas fuerzas feudales. Ello explica
las pretensiones «ecuménicas» de Rom a, que no constituían un obje
tivo en sí mismo, sino más bien un medio para lograr el pleno fortale
cimiento del régimen y de la propiedad feudal frente a las discordias
que desgarraban a Occidente en el siglo XI.
U na parte esencial de ese program a lo constituía el empeño del
papado de liquidar la independencia de la Iglesia oriental, greco-
ortodoxa 25. Precisam ente en relación con esos propósitos se perfila
ron las prim eras previsiones del plan para organizar una campaña de
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conquista del O liente. Dicho plan fue propuesto, claro está, por G re
gorio VII. Su objetivo inmediato era colocar a la Iglesia ortodoxa
bajo el dominio de la sede apostólica, para luego som eter al propio
Im perio bizantino. Ello increm entaría sensiblem ente el poderío eco
nómico de la Iglesia católica rom ana y facilitaría al papado la ejecu
ción de su program a universalista en Occidente, particularm ente la
creación del Sacro Im perio Rom ano.
Para poner en práctica esos ambiciosos planes, el papado se valió
de los cambios de la situación internacional al comienzo de los años
setenta del siglo X I, que habían deteriorado sensiblem ente la situación
de Bizancio.
La heredera del Imperio romano en O riente había perdido hacía
tiem po gran parte de sus antiguas posesiones. La base territorial del
Im perio bizantino la constituían ahora principalm ente los Balcanes y
el Asia M enor. Pero m antener esas posesiones tam bién se hacía cada
vez más difícil. No obstante, las ciudades bizantinas desem peñaban
un im portante papel en el comercio m editerráneo y concentraban,
particularm ente Constantinopla, im portantes riquezas. A mediados
del siglo XI los dominios de Bizancio com enzaron a ser hostigados por
los pechenegos, tribus nóm adas de raza turca que se habían apodera
do de las enorm es estepas de Europa oriental, entre el D anubio infe
rior y el D nieper, y al este del mismo río. D esde 1048, los kanes
pechenegos realizaron frecuentes incursiones al territorio bizantino:
devastaron Bulgaria, M acedonia y Tracia, llegaron hasta A drianópo
lis y am enazaron a la propia capital, Constantinopla. A comienzos de
los años cincuenta del siglo XI Bizancio ahuyentó el peligro despla
zando a los pechenegos de los límites de Tracia y M acedonia; en su
lugar aparecieron otros nómadas: los oguztorkas y los polovianos. El
peligro de las incursiones de los nómadas esteparios tuvo en jaque
durante muchos años al Imperio.
M ás peligrosas aún para el Im perio fueron las incursiones de las
tribus nóm adas turcas de los selyúcidas, llegadas del Asia Central. En
los años cuarenta del siglo X I, los selyúcidas se apoderaron de las
regiones al sur del m ar Caspio, del Irán occidental y central, y en
1055, después de conquistar M esopotam ia, ocuparon Bagdad, capital
del otrora poderoso califato de los Abasidas. Los selyúcidas no se
lim itaron a esas conquistas. D urante el reinado del sultán Alp-Arslan
(1063-1072) invadieron A rm enia, cuya mayor parte se hallaba dom i
nada por Bizancio; combatieron contra Georgia y, en núm ero siem
pre creciente, penetraban en las provincias bizantinas de Capadocia y
Frigia, en el A sia M enor.
El pánico cundió en Bizancio. Del peligro selyúcida salió favoreci
do, en la lucha de los partidos feudales, el «partido militar» de las
dinastías del Asia M enor. La corona del Im perio cayó en poder deí
relevante jefe militar Rom án IV Díógenes (1068-1071), quien procuró
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guerreros m ercenarios, nadie m ejor que ellos podía valorar las rique
zas de Constantinopla. La suerte de Bizancio «preocupaba» no sólo
a los norm andos, sino tam bién a muchos príncipes y caballeros de
O ccidente, que sólo esperaban el momento propicio para caer sobre
las riquezas del Imperio griego. Téngase en cuenta, además, que para
los señores feudales de Occidente, que poco o nada sabían de geogra
fía, las tierras del em perador bizantino se extendían por todo el
O riente. No se podía consentir que una presa tan codiciada se hallara
en manos de los «infieles» selyúcidas.
El papado, que a la vez que protegía sus propios intereses velaba
por los de la clase dom inante, tenía bien presente la importancia de
las revueltas, de las fugas campesinas y del éxodo rural, la disposición
de las masas para el sacrificio ascético y tam bién los ánimos de con
quista entre los caballeros y grandes señores feudales. Ya en la déca
da de los setenta del siglo XI Roma había intentado satisfacer esos
afanes orientando contra los selyúcidas, con el pretexto de salvar a
Bizancio, a los elementos que suponían peligros para los intereses de
los terratenientes feudales. La nueva situación de principios de los
años noventa de ese siglo resultaba la más apropiada para poner en
práctica los planes que R om a se había trazado hacía veinte años.
La atm ósfera de Occidente se caldeaba. A fines del siglo las con
tradicciones sociales se agudizaron. Tras los «siete años flacos», la
miseria campesina se hizo insoportable. La indignación de los de
abajo aum entaba y adquiría las formas más distintas. Los caballeros
segundones se entregaban al bandolerismo sin freno. La sensación de
inseguridad en el futuro se apoderaba más y más de los feudales ecle
siásticos y laicos.
E l llam am iento de Bizancio no pudo ser más oportuno. El camino
a O riente lo habían m arcado los peregrinos, cuya ruta habitual pasaba
por el Rin y el Danubio y cruzaba Hungría hasta Constantinopla. La
anarquía reinante en el E stado selyúcida, dividido en principados,
prom etía que O riente sería una presa fácil. En esas condiciones, la
petición de Constantinopla, atendida rápidam ente por los caballeros,
fue uno de los primeros estímulos exteriores del movimiento de los
feudales occidentales en favor de la campaña hacia O riente. Ya en
1092 se hablaba de la cruzada p ara «salvar el Imperio de Grecia 37.
Los llamam ientos de A lejo I a los príncipes occidentales, en particu
lar al conde R oberto de Flandes 38, encendieron la avidez de los caba
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iglesias del mundo. Huelga hablar de los incalculables tesoros ocultos en los sótanos de
los anteriores emperadores y de los poderosos nobles griegos», etc.
Es dudoso que A lejo Comneno escribiera en tales términos. Probablemente el texto
de esta carta (en latín) sea una falsificación posterior de los cruzados para justificar sus
robos en la capital bizantina. No obstante, algunos historiadores estiman ¡sien que ese
texto latín se basa en un original perdido de la auténtica carta de A lejo Comneno. No
caben dudas que Bizancio solicitó la ayuda de los príncipes europeos en 1090-1091.
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•' B. Kügler: «Historia de las Cruzadas», San Petersburgo, 1895, pág. 22.
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m avera de ese año las prim eras multitudes campesinas desde Francia
septentrional y central, desde Flandes, Lorena y el Bajo Rin, inicia
ron el «santo peregrinaje». A esas m uchedum bres de pobres les si
guieron posteriorm ente otras multitudes de pobres de Escandinavia,
Inglaterra, E spaña e Italia. Por separado y sin ninguna sincroniza
ción, em prendían el camino turbas desorganizadas de campesinos de
num erosos países europeos. Iban casi totalm ente desarmados. Los ga
rrotes, las mazas, las guadañas, las hachas y los rastrillos reem plaza
ban a las lanzas y las espadas, aunque tampoco todos los campesinos
poseían esos aperos. «M uchedum bres desarm adas», posteriorm ente
definiría a esos «guerreros de Dios» la historiadora A na Comneno.
A penas llevaban provisiones. M archaban presurosos, en desorden, al
gunos a pie, otros en carros con las m ujeres y los hijos, llevando sus
míseras pertenencias, ansiando dejar a sus espaldas la esclavitud, la
opresión y el ham bre, guiados por la esperanza de una vida m ejor en
la «tierra de promisión». En largas filas rodaban esas caravanas por
los caminos que antes recorrieron los peregrinos, a lo largo del Rin y
del D anubio hacia Constantinopla.
E ran decenas de miles. La m uchedum bre campesina del norte de
Francia, dirigida por el arruinado caballero W alter el D esnudo, esta
ba integrada por unos quince mil hombres (sólo cinco mil de ellos
iban arm ados) 4. U n poco m enor, catorce mil cruzados, era la muche
dum bre que seguía a Pedro el Erm itaño; seis mil campesinos m archa
ban al frente del caballero francés Foulcher de Orleans; un número
casi igual seguía desde R enania al sacerdote Gottschalk; cerca de do
ce mil personas form aban el ejército de campesinos de Inglaterra y de
L orena, etc, 5.
El grueso de esos «innum erables ejércitos» lo integraban los sier
vos. Sin em bargo, de ese movimiento campesino ya entonces querían
aprovecharse en interés propio algunos caballeros segundones bélicos
y tam bién algunos feudales ricos. Para ellos la masa campesina era
una especie de «fuerza de choque», que les abriría el camino de
O riente. Estos sectores se hicieron con el m ando militar de las masas
campesinas. Los feudales estaban bien armados y protegidos con ar
m aduras, cosa que no tenían los campesinos. A dem ás iban a caballo,
que tam bién les daba ventaja sobre los campesinos. En Francia se
colocaron al frente de estas muchedum bres el caballero W alter el
4 Th. Wolff: «Die Baüernkreuzzüge des Jahres 1096», Tubingen, 1981, pág. 131.
5 Los cronistas exageran considerablemente el número de campesinos y dan á veces
cifras fantásticas de 600,000 hombres (Guillermo Malmesburry) y más. A los autores
de los siglos xi y xii les gustaba comparar las muchedumbres de cruzados con nubes de
langostas, con las arenas del mar, con las estrellas del cielo, etc. Las «incontables
muchedumbres» de los cronistas de la época, por regla, no pasaban de las 12-15.000
personas.
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Com o quiera que se miren las razones que impulsaron a los cam
pesinos a em prender la m archa, no se deben silenciar los aspectos
negativos. Los campesinos que huían a O riente de la opresión feudal
con la esperanza de hallar una suerte m ejor, por el camino se dedica
ban al pillaje. Al atravesar los territorios húngaros, búlgaros y bizan
tinos, arrebataban las provisiones a la población local. Cerca de Bel
grado el destacam ento de W alter el D esnudóse apoderó a principios
de junio de 1096 de gran cantidad de caballos, vacas y ovejas. Un
poco más tarde, a fines de junio, los cruzados, m andados por Foul-
cher de O rleans, se apoderaron por la fuerza de la localidad de Nev-
tra, en H ungría; luego destruyeron la ciudad de Zemlin (en el límite
de H ungría y de Bizancio), m atando a unos cuatro mil habitantes. El
camino de los ejércitos de Emicho de Leiningen, de Guillermo de
C harpantier y de otros quedó jalonado por las violaciones y los robos.
Para los pobres el robo era el único m edio de hallar sustento. A de
más, una parte im portante de los saqueos a húngaros, búlgaros y grie
gos fue perpetrado por las bandas de caballeros que se unieron a los
campesinos. Concretam ente los caballeros alemanes que se incorpora
ron a Pedro el Erm itaño en Colonia y en Suabia, saquearon la ciudad
búlgara de Nish (en julio de 1096). Los caballeros (particularm ente
los alem anes) fueron los responsables de la cruel m atanza de judíos
que los cruzados fanáticos perpetraron en Colonia, Speier, W orms,
T rier, Praga, M etz, Regensburgo y en otras ciudades al comienzo
mismo de la m archa. Esas m atanzas causaron un gran quebranto al
comercio en las ciudades renanas de A lem ania, pues obligaron a m u
chos com erciantes judíos a huir (principalm ente a Polonia) 10.
Finalm ente, tam bién es cierto que en las expediciones campesinas
pululaban en núm ero considerable ladrones profesionales y criminales
de distinta laya. Esos elem entos desclasados, capitaneados por los
feudales segundones, veían en la cruzada un am biente propicio para
el bandidaje.
Los húngaros y los búlgaros, y posteriorm ente los bizantinos, ofre
cieron una resistencia enérgica a los im portunos «libertadores del
santo sepulcro». E n num erosos combates con las turbam ultas de ca
balleros y de campesinos, aniquilaban sin compasión a los cruzados, a
quienes denom inaban «falsos cristianos» y «ladrones», les arrebata
ban el botín, perseguían a los rezagados. En esos com bates, los cruza
dos sufrieron grandes pérdidas. Algunos fueron dispersados; otros,
como los ejércitos de Gottschack, de Volkm ar y de Em icho de Lei
ningen, quedaron totalm ente destruidos en H ungría (cerca de Wiesel-
burg). Fue tan num erosa la m atanza de cruzados que, según los
anales de L orena, las aguas del Danubio bajaban rojas de sangre y
cubiertas de cadáveres que flotaban en el río.
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Mijail Z a b o r o v
don (donde faltaba el agua) a rendirse (posteriorm ente, los que que
daron con vida fueron vendidos como esclavos).
Pedro el E rm itaño, ante la imposibilidad de detener a la gente que
ardía en deseos de avanzar, regresó a Constantinopla. Poco después,
en el cam pam ento principal de Civitot cundió el rum or de que los
norm andos habían conquistado Nicea. Tal vez el rum or fue propalado
por el sultán de Nicea. Al conocer la noticia, todos los que perm ane
cían en Civitot m archaron apresuradam ente sobre Nicea, unos para
no perder su parte en el botín, otros para «vengar» la «profana
ción» de la fe cristiana por los selyúcidas. El 21 de octubre de 1096,
antes de llegar a Nicea, los cruzados se encontraron con el ejército
selyúcida, desplegado en orden de combate. En el choque, el «ejér
cito» cruzado perdió veinticinco mil hom bres. «Fue tal el núm ero de
galos y de norm andos abatidos por la espada de Ismael — escribe Ana
C om neno— , que sus cadáveres apilados no form aron una colina, ni
un m ontículo, sino una gran m ontaña.» En el combate cayeron Wal-
ter el D esnudo y demás caballeros que intentaron m andar en los cru
zados. D el exterminio se salvaron poco más de tres mil hom bres, que
se refugiaron en Civitot. De aquí los cruzados sobrevivientes fueron
trasladados a Constantinopla en navios bizantinos. Algunos procura
ron reto rn ar a sus hogares, otros quedaron en Constantinopla en es
pera del grueso de los cruzados.
Tal fue el trágico balance de la tentativa de los campesinos de
E uropa O ccidental de sacudirse el yugo feudal.
E n su raíz, la cruzada de los pobres fue nada más que una forma
singular, teñida de matices religiosos, de protesta social de los siervos
contra el sistema feudal. Esta protesta era la continuación de una
serie de m anifestaciones antifeudales campesinas, activas unas y pasi
vas otras. El movim iento de 1096 ofrece la particularidad de que fue
una protesta campesina contra sus enemigos de clase en su propio
país, hábilm ente desviada por la Iglesia católica hacia Oriente.
La m asa de siervos pagó muy cara su tentativa de hacer realidad
los sueños de liberación por medio del «sacrificio» religioso de la
cruzada. Esas ingenuas ilusiones, alimentadas por la Iglesia católica,
se perdieron al prim er choque con la realidad. Los campesinos sojuz
gados no hallaron en O riente ni tierra ni libertad, sino la m uerte.
L a lección fue pagada con decenas de miles de vidas brutal
m ente sacrificadas en aras de los intereses de los grandes feudales de
E uropa Occidental, a los que la Iglesia católica quiso librar así de los
«revoltosos» y de los «incendiarios». Muchos millares de campesi
nos fueron desviados de la lucha inmediata contra sus opresores y
encontraron una m uerte sin gloria en el «camino del Señor». No
fueron víctimas de sus afanes ignorantes, como opinan ciertos histo
riadores burgueses, para sustraer de la condena de la historia al papa
do, el culpable directo de la tragedia campesina de 1096.
69
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Mijuil Z a b o r o v
los hom bres, las m ujeres y los niños iban a pedir limosna a otras
regiones».
Los terceros, antes de em prender la «guerra santa» consideraron
conveniente vender o hipotecar sus tierras y demás bienes (total o
parcialm ente). La Iglesia no dejó escapar la ocasión de increm entar
sus posesiones y sus riquezas. Los feudales eclesiásticos de Francia
m eridional, aprovechando la coyuntura (los bajos precios, la necesi
dad de dinero por parte de los caballeros cruzados, etc.), com praban
febrilm ente las propiedades de los que em prendían la cruzada. Igual
procedían los sacerdotes de Lorena y de otras regiones. Godofredo de
Bouillón convino con los obispos de Lieja y de Verdún la venta por
tres mil marcos de plata de una serie de propiedades e hipotecó al
prim ero su castillo de Bouillón. Del mismo modo dispusieron de algu
nos de sus bienes Raim undo de Tolosa y sus futuros compañeros de
arm as de Languedoc. R oberto de Norm andía no vaciló en hipotecar
todas sus tierras al rey de Inglaterra, por diez mil marcos; y asi sucesi
vam ente.
Con dinero, los señores im portantes se aseguraban todo lo necesa
rio para la campaña. Su ejem plo fue secundado por los feudales m e
nores, que vendían sus derechos (de caza, de juzgado, etc.) e hipote
caban sus bienes inmuebles. Un cierto caballero Achard hipotecó a la
abadía de Cluny su castillo de M onmerle por mil sou lioneses y cuatro
muías ' 2. Los docum entos confirman que los monjes de Cluny, que
en sus sermones censuraban la avidez y el materialismo, en la realidad
m ostraron mucha diligencia para aum entar las riquezas de sus con
ventos por cuenta de los cruzados.
El arm am ento y el equipam iento de las milicias de caballeros eran
considerablem ente superiores a los de las milicias campesinas y su
organización m ejor, aunque no con mucho.
Las milicias de los caballeros feudales desde el comienzo de la
cruzada no representaban un ejército unido; eran más bien destaca-
ntentos separados, casi desvinculados. Cada señor feudal m archaba
con sus huestes. No existían jefes superiores ni inferiores, tampoco un
m ando único ni un plan común de ruta o de acciones militares. Las
diferentes milicias, agrupadas de form a espontánea en torno a los feu
dales más ilustres, variaban su composición con frecuencia, porque
los milites pasaban de un jefe a otro en busca de mayores beneficios.
A un antes de llegar a Constantinopla, esta pandilla ya tenía en su
haber robos y saqueos sin cuenta. Los caballeros de Lorena arrasaron
toda la Tracia inferior. Los caballeros normandos de Bohem undo de
T arento com etieron terribles abusos contra la población del Epiro, de
M acedonia y de Tracia. Actos de bandolerismo no menos salvajes
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7S .
Historia de ¡as cruza d as
14 Marash era el centro de los dominios del príncipe armenio Filaret Varazhnuni.
15 P. Rousset, en su «Introducción» a las conferencias sobre las cruzadas leídas en el
X Congreso Romano de Historiadores, afirma que la primera cruzada fue una demostra
ción de «fe y de unidad de Occidente» («Relazioni», vol. III, págs. 545-546).
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16 R. Grousset: Ob. cit., págs. 54 y 60. La presuma alianza de los armenios y de los
cruzados la apoya también el soviético G. G. Míkaelián en su «Historia del estado armenio
de Cilicia» (Erevan, 1952, págs. 76 y sigs., 92 y sigs.).
«Los armenios de Cilicia —escribe— ayudaban a los cruzados por considerarlos
aliados en su lucha contra los musulmanes» (página 93).
17 St. Runciman: «The Byzantine provincial peoples and the crusade». «Relazioni»,
vol. III, pág. 624.
SO
H istoria de las c ru zadas
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Mijail Zaborov
Luego de dom inar paso a paso Arm enia M enor (Cilicia), el grueso
de las fuerzas de los cruzados entró en Siria y se aproximó a A ntio
quía; era el 21 de octubre de 1097. La lucha por A ntioquía duró cerca
de un año y es pródiga en ejemplos de «asombrosa unidad» de los
feudales cruzados y de la manifiesta indiferencia ya revelada en Cili
cia hacia las cuestiones religiosas de algunos jefes.
A ntioquía era una de las ciudades más im portantes del M editerrá
neo oriental. En las últimas décadas del siglo X pasó a poder de B i
zancio: en 1084-1085 la conquistaron los selyúcidas y en 1087 estaba
gobernada por el emir selyúcida Bagui-Zian. Ciudad-fortaleza, las
m urallas de A ntioquía eran tan gruesas que, según los contem porá
neos, podían dar paso aúna cuadriga; a lo largo de ella había cuatro
cientas cincuenta torres y la ciudad por el Suroeste se alzaba sobre
m ontañas abruptas. La conquista de A ntioquía, tan im portante para
el comercio oriental, era empresa muy difícil y muy tentadora para los
caballeros occidentales. Iniciaron el sitio con ardor, pero desconoce
dores de las tácticas de asalto, cometían muchos fallos. En varios m e
ses sólo recogieron reveses. M ientras Ies llegaban los beneficios celes
tiales y terrenales, muchos caballeros practicaban un continuo saqueo
de los ricos alrededores de A ntioquía, sin reparar en las consecuen
cias futuras. Los sitiados lograban salir de la ciudad, que no estaba
bloqueada por el Sur, y fustigar con sus contraataques a los cruzados,
impidiéndoles el norm al pertrecho de víveres. Llegó el invierno con
interm inables lluvias. Al comenzar el tercer mes del sitio las provisio
nes expedicionarias se hallaban casi agotadas. Cuando a las comilonas
les sucedió el ham bre, muchos cruzados em pezaron a desanimarse.
Com enzaron a llegar refuerzos de Occidente. De las costas atlánti
cas y m editeráneas zarpaban para Antioquía decenas de naves geno-
vesas, flamencas e inglesas: más que de los mercaderes occidentales,
la ayuda provenía de los piratas. Por su parte, Bagui-Zian dem andó
ayuda de otros jefes selyúcidas. El emir Diucak, de Dam asco, envió
grandes refuerzos que fueron derrotados por el ejército unido de
veinte mil hom bres capitaneado por Bohem undo y por R oberto de
Flandes, que en diciembre de 1097, en búsqueda de provisiones, vol
vieron a saquear las regiones al Sur de la ciudad sitiada. Algo más
tarde fue repetido el ataque del ejército del emir Rydvan de Alepo.
Pero la situación de los cruzados se hacía cada día más difícil. H am
brientos, les desmoralizó la noticia de que por el Este m archaba hacia
A ntioquía un gran ejército de Kerbuga, emir de Mosul.
Los barones cruzados intentaron una alianza con el Egipto falim i
ta, nueva m uestra de que en circunstancias comprom etidas para la
cruzada los intereses políticos estaban muy por encima de toda consi
deración religiosa. Pero el visir egipcio Al-Afdal propuso repartir Si
Historia de las c ru zadas
ria y Palestina; Jerusalén quedaría en poder del Egipto; los jefes cru
zados rechazaron esas condiciones.
B ohem undo de T arento, que hacía tiempo pretendía posesionarse
de A ntioquía, no «por el bien de toda la cristiandad entera», sino en
provecho propio, decidió aprovecharse de la difícil situación. Logró
sobornar al jefe selyúcida que custodiaba una torre en la parte occi
dental de la ciudad, que accedió a abrir las puertas a los caballeros de
Bohem undo.
C uando los «libertadores de los santos lugares», atorm entados por
el ham bre y el tem or, parecían totalm ente desmoralizados, B ohem un
do anunció a los caudillos cruzados que podía acabar rápidam ente con
A ntioquía si se le concedía la ciudad de form a exclusiva. En un prin
cipio la insolente propuesta del aventurero norm ando provocó la pro
testa de los caudillos. Nadie quería ceder una presa tan tentadora al
señor norm ando; algunos bandoleros cruzados, y entre ellos el conde
R aim undo de Tolosa, aspiraban a ser príncipes de A ntioquía y le re
cordaron que había jurado vasallaje a Alejo Comneno. El príncipe de
T arento ño pensaba renunciar a sus propósitos, y ante la oposición de
otros jefes de la cruzada, hizo como que abandonaba su proyecto.
Los m ediocres milites, atem orizados por las noticias sobre la aproxi
m ación de K erbuga, finalm ente tuvieron que ceder.
O btenidas todas las garantías (de que Antioquía pasaría a su usu
fructo exclusivo, una vez salvara a los cruzados de su desesperada
situación), Bohem undo pasó inm ediatam ente a la acción y en la m a
drugada del 3 de junio de 1098 introdujo su ejército en la ciudad, por
una to rre que le fue entregada. Al mismo tiempo los cruzados ataca
ban por distintos sitios. Los selyúcidas fueron tomados por sorpresa;
la ciudad pasó am a ñ o s de'los cruzados. Los vencedores se resarcie
ron con creces de las calamidades soportadas durante el sitio;degolla
ron a todos los habitantes no cristianos de A ntioquía, saquearon toda
la ciudad y consum ieron en festines los pocos alimentos que quedaban
en la fortaleza tras los siete meses de asedio.
A los pocos días de la conquista de Antioquía por los cruzados, el
enorm e ejército del emir de Mosul puso cerco a la ciudad y los sitia
dores pasaron a ser sitiados. Kerbuga encerró a los cruzados en A n
tioquía con el propósito de rendirles por ham bre. Los sitiados se en
contraron en una situación crítica, al punto de que consumían hierba,
corteza de los árboles y carroña.
En tales circunstancias, algunos caballeros y señores perdieron to
das sus esperanzas de lograr una fortuna fácilmente. D esesperados,
los esforzados defendores del «santo sepulcro» huían de Antioquía
po r decenas y centenares, por separado o en grupos. G eneralm ente,
los desertores se deslizaban por la muralla con cuerdas hasta el mar,
para alcanzar en la oscuridad las naves próximas a la costa; por eso se
les llamó los «fugitivos de la cuerda».
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estaban reñidas con sus aspiraciones: «¿Por qué los jefes tienen que
burlarse siem pre de nosotros?», así podrían resumirse las quejas en el
ejército durante su perm anencia en la capital bizantina.
El descontento creció durante el paso por Asia M enor, cuando los
jefes de la cruzada, ocupados en apropiarse de riquezas y de tierras,
m ostraron una absoluta indiferencia hacia las necesidades de los gue
rreros shnples y pobres. Los grandes feudales se valían de algunos
elem entos de la masa campesina particularm ente aptos para la guerra
y se desentendían por com pleto de los demás. T rataban a esa masa
con desprecio. Para ellos los cruzados pobres sólo eran una rém ora,
que les impedía alcanzar sus objetivos. A veces procuraban quitarse
de encima a los pobres. Así ocurrió en Tarso, tom ada por Balduino.
Poco después de haber sido ocupada esta ciudad por los feudales,
llegaron unos trescientos hom bres que se habían rezagado en el cami
no. Escribe Guillermo de Tiro: «Estaban muy cansados de la larga
m archa, carecían de alimentos y muchos pedían que les dejaran en
trar en la ciudad.» Balduino les prohibió la entrada en Tarso. «En su
defensa —prosigue ese cronista— salieron los cruzados villanos que se
hallaban en la ciudad, pero tam poco les dejaron entrar... Com padeci
do de ellos, el pueblo bajaba desde las murallas de la ciudad canastas
de pan y odres de vino... D e noche todos fueron degollados por los
turcos.» E ste manifiesto desprecio de los jefes hacia la masa de los
cruzados, motivó una revuelta de los villanos que se encontraban en
T arso, indignados por la suerte de los pobres cruelm ente abandona
dos por orden de Balduino y de otros jefes feudales. Esa revuelta
adquirió gran envergadura y se convirtió en una acción arm ada contra
los caudillos feudales. En las crónicas de Guillermo de Tiro leemos:
«El pueblo, compadecido de los que perecieron en la noche, tom ó las
armas contra Balduino y otros jefes, considerándolos culpables de la
m uerte de sus com pañeros... Si los jefes no se hubiesen refugiado en
las torres, el pueblo habría vengado en ellos la m uerte de sus herm a
nos.» Cabe pensar tam bién que en la suerte de los trescientos cruza
dos villanos, abandonados a una m uerte segura por Balduino, los gue
rreros de fila vieron lo que les podía ocurrir a ellos mismos en un
futuro inm ediato.
Las dificultades de la cam paña ahondaron aún más el abismo en
tre los pobres y los ilustres. Los cruzados im portantes, como Esteban
de Blois, habían acrecentado sus riquezas explotando en provecho
propio las dificultades de la masa de los cruzados. D e igual m odo, los
allegados a Raim undo de Tolosa m ataban clandestinam ente caballos
y vendían la carne a sus «hermanos en la fe» a precios abusivos. Gui-
berto de N ogent al referirse a las enorm es riquezas hechas por un jefe
de la cruzada en el curso de la campaña escribe: «Los lingotes y las
m onedas de oro form aban m ontones en sus tiendas, como simples
hortalizas en las chozas de los campesinos.»
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H isto ria de las cruzadas
19 W. Porges: «The clergy, the poor and the non-combattants in the first crusade».
«Speculum», t. XXI, núm. 1, 1946, pág. 12.
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dos tan prim itivam ente. El Canto a Antioquía alude a los. jefes de
ias milicias de caballeros que se aproxim aban a los lafures sólo des
pués de haber tom ado todas las precauciones.
«El pueblo descalzo y andrajoso» no era muy partidario del amor •
cristiano hacia los señores feudales. En los m omentos críticos de la
cam paña, cuando las contradicciones sociales se agudizaban al máxi
mo y la diferencia de objetivos ahondaba la división del ejército cru
zado, la hostilidad clasista entre los pobres y los feudales se manifes
taba abiertam ente.
Así ocurrió en A ntioquía, y luego, a fines de 1098, en M aarra. E ra
tan m anifiesto el afán de acaparar de los jefes feudales, y sus pugnas
por cada palm o de tierra tan constantes, que deslucieron por com ple
to los supuestos fines piadosos de la empresa. Por el contrario, el
deseo de libertad de los pobres, causa principal de su participación en
la cam paña, con frecuencia se form ulaba por medio de un ideal reli
gioso: la liberación de Jerusalén del poder de los «infieles»— lema
lanzado por el Papa— , era para la enorm e mayoría de los cruzados el
objetivo que prom etía «una vida m ejor en la tierra de promisión».
El conflicto entre Bohem undo de Tarento y Raim undo de Tolosa,
originado por la posesión de A ntioquía, retrasó la marcha de la cru
zada por varios meses y provocó un fuerte descontento entre los
cruzados pobres, que exigían la continuación del avance. Según un
cronista, los pobres sólo tenían un deseo: llegar lo más rápidam ente al
«santo sepulcro». Es evidente que la diferencia no consistía tanto en
el espíritu religioso «del pueblo descalzo», como en que los planes de
conquista de los caudillos estaban reñidos con los ánimos antifeudales
de las masas, que se expresaban a través de un espíritu religioso.
El descontento del ejército contra los caudillos surgido en A ntio
quía, fue en aum ento y amenazó con convertirse en una revuelta más
grave que la de Tarso. «Los jefes frenan nuestra m archa a Jerusalén
— decían los descontentos— . Elijamos a un hom bre valeroso, que con
ayuda de Dios nos lleve al santo sepulcro.» Las protestas arreciaban.
U n cronista escribía sobre la determ inación de los cruzados de fila en
A ntioquía: «El que quiera que se apodere del oro del em perador y de
las riquezas de Antioquía; nosotros querem os ir adelante guiados por
Dios. M uera el que quiera quedarse en Antioquía. Si siguen las
discusiones / por poseer A ntioquía / destruiremos la ciudad... Así
quedara restablecida la concordia entre los jefes.»
A l analizar los acontecim ientos ocurridos en A ntioquía, el histo
riador alem án H . Siebel hace una observación muy característica: en
ese movim iento en favor de continuar la m archa hacia Jerusalén «ve
mos en toda su fuerza a los elem entos rebeldes» que participaron en
la em presa de W alter el Desnudo y de Pedro el Erm itaño. Efectiva
m ente, cuando los cruzados pobres dijeron que seguirían adelante
guiados por D ios, ¿acaso no expresaban, bajo el aspecto religioso, su
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La toma de Jerusalén.
Creación de los estados de los cruzados
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21 En 1101, Bohemundo fue hecho prisionero por un emir selyúcida; se liberó con
muchas dificultades y en 1107 se dirigió a Europa, donde, ayudado por Pascalio II,
empezó a reuijir fuerzas para una nueva cruzada contra... Bizancio, que no renunciaba
a sus intentos de recuperar Antioquía. Bohemundo no logró sus planes y fue derrotado
por los griegos en Durazzo y terminó sus días en Italia.
22 Balduino II (1118-1131) casó a su hija con un notable feudal francés, el conde'
Polco de Anjou, quien posteriormente ocupó el trono de Jerusalén; de ahí la denomi
nación de la dinastía Ardeno-Anjou.
23 W. porges: Ob. cit., pág. 3; J. Richard: «Le royaume latín de Jérusalem», París,
1953, pág. 23.
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26 Cl. Cahen: «Notes ur l’histoire des croisades et de 1’Orient latin». «Bulletin de la'
faculté des lettres de l’Université de Strasbourg», 1959, núm. 7, pág. 299.
27 R. Grousset: «L’empire du Levant». París, 1946, pág. 318.
28 R. C. Smail: «Crusaders castles of the tweifth century». «Cambridge historical
journal», 1951, vol. X , núm. 2.
29 J. Richard: Ob. cit., pág. 126.
30 M. E. Nickerson: «The seisneury of Beirut in the tweifth century and the prise-
barre family of Beirut-Blanchegarde». «Byzantion», t. XIX, 1949.
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sión Balduino I tuvo que anular una disposición sobre limpieza de las
calles de Jerusalén, porque no la había acordado previam ente con sus
barones.
D e cuando en cuando los barones y los caballeros se reunían en la
asam blea feudal. Esas reuniones se llamaban asises o curias, y en ellas
se decidían los asuntos feudales.
La curia real («alta cámara») limitaba y controlaba las atribucio
nes y derechos del soberano con respecto a sus vasallos. La «alta cá
m ara» era el tribunal feudal y el consejo político-militar. La curia
vigilaba además las costum bres feudales.
Las normas del derecho feudal se transm itían de una generación
de caballeros francos a la otra. Algunas de esas normas fueron fijadas
en 1120 en un código, en cuyos veinticuatro artículos se determ inaban
los poderes y la jurisdicción de la curia real. Esa reglamentación fue
aprobada por los barones, los prelados y el rey Balduino II reunidos
en Naplus. Posteriorm ente, a fines del siglo XII o comienzos del siglo
XIII, fueron codificadas otras costumbres feudales. Así se creó el prin
cipal cuerpo de leyes de ese reino, Asises de Jerusalén, una especie de
reglas jurídicas para los feudales cruzados y sus legistas (escrito en el
francés de la época).
E n los Asises quedó claram ente definida la organización de la cla
se superior de los estados cruzados. Los Asises definían con mucho
detalle el orden de prestación del servicio feudal, los derechos de los
señores, las obligaciones de los vasallos y sus m utuas relaciones recí
procas. Enum eraban con precisión las condiciones en que los vasallos
debían prestar su servicio al soberano, establecían en qué casos el rey
u otro soberano podía despojar al vasallo del feudo, etc. La debilidad
del poder central de los estados cruzados se refleja en esas reglamen
taciones feudales con toda nitidez.
Si el señor privaba al vasallo de form a ilegal, todos los demás
vasallos se com prom etían a ayudar al perjudicado a recuperar las po
sesiones perdidas. Ellos podían negarle sus servicios al señor y al rey
inclusive, si éste hubiera conculcado los derechos de algún vasallo. El
rey podía privar al vasallo del feudo sólo si lo aprobaba la curia. En
ciertas circunstancias, los vasallos hasta podían negar al rey el dere
cho de paso por sus posesiones. Se conocen casos de barones que
hicieron uso de ese derecho.
A sí, pues, en los Asies de Jerusalén se exponen los principios de la
jerarquía feudal en form a completa. Un investigador francés definió
el régim en político de Jerusalén como el de «una república feudal
encabezada por un rey», que existía sólo porque la pirám ide feudal
necesitaba de un vértice .
38 M. Grandeclaud: «Essai critique sur les livres des Assises de Jérusalem». París,
1923, pág. 150.
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Tam bién por el lado del desierto de Siria los estados cruzados
eran con frecuencia hostigados por las huestes de los pequeños jefes
selyúcidas. E n las fronteras fueron levantadas impresionantes fortale
zas (a una de ellas los cronistas le concedieron el título metafórico de
«roca de desierto»), que tam poco eran una garantía completa, pues
las incursiones desde Oriente a veces eran absolutamente inesperadas.'
Decíam os que los feudales de Occidente se hallaban en pugna
constante. E n esos casos, las diferencias m ateriales podían más que la
aparente religiosidad. La obtención de ventajas políticas y militares
era superior a las demás razones; por eso unos u otros «guerreros de
Cristo» concertaban alianzas con los gobernantes musulmanes, contra
sus propios correligionarios occidentales.
Finalm ente, la clase dom inante — los conquistadores feudales de
Siria y Palentina y sus descendientes— era poco num erosa. Al m ando
de los reyes de Jerusalén nunca había más de seiscientos caballeros
ecuestres (vasallos directos y subvasallos de distinta gradación). Eso
en el m ejor de los casos. Generalmente^ el núm ero de guerreros
feudales que acudían a prestar servicio era muy inferior.
Las fuerzas de los vasallos eran insuficientes para som eter a la
población autóctona y para rechazar los ataques de los vecinos musul
manes. Los reyes de Jerusalén y demás príncipes cruzados com pensa
ban la falta de hom bres con m ercenarios, reclutados entre peregrinos
nada piadosos, que después de la prim era cruzada frecuentaban la
«tierra santa» no para establecerse en ella, sino con el propósito de
saquear a los «infieles» y a los demás. El rey pagaba a cada «caballe-
ró-peregrino» una suma bastante alta (según datos posteriores, 500
besantes anuales, más que lo que rendía un feudo mediano a su due
ño). Pero los «caballeros-peregrinos» tampoco increm entaban sustan
cialmente el poder defensivo de los estados francos, porque su estan
cia en Palestina solía ser breve.
Los estadillos cruzados se caracterizaban por su población flo
tante.
E n las prim eras décadas del siglo XII los pobres y los caballeros de
Occidente seguían viajando a O riente en busca de tierras y de botín.
El triste sino de los cruzados del año 1101 no desanimó a los aventu
reros feudales; por otra parte,- su penosa situación seguía animando a
los campesinos de E uropa a em prender el «camino del Señor».
A nualm ente, en la prim avera (en vísperas de Pascua) y al fin del ve
rano, las naves de los m ercaderes de Venecia, Pisa, Amalfi y M arsella
desem barcaban en los puertos de Siria y Palestina a los peregrinos
—cruzados, llegados de Francia meridional, Italia, Alemania y Flan-
des— . Cada uno llevaba cosida en el hom bro una cruz roja o de otro
color, aunque en su abrum adora mayoría esos peregrinos no iban a
Palestina a orar en la iglesia del Santo Sepulcro ni a bañarse en el río
Jordán para después retornar a casa con una ram a de palm era recogi
108
Historia de las cru zadas
da en sus orillas. Los más hábiles traían a «tierra santa» distintas m er
cancías para venderlas con ventaja, y así cubrían los gastos del viaje.
A la vuelta de O riente llevarían cosas para revender en su país. Otros
se em barcaban en las amplias naves italianas y marsellesas con las
m anos casi vacias, guiados únicam ente por el afán de hacerse ricos
como fuera en tierras de O riente. El cronista M arino Sañudo escribía
de los peregrinos: «Era muy difícil hallar una persona no contagiada
por la avaricia.»
E n tre los «santos peregrinos» había muchos mendigos, gente des-
clasada y hasta delincuentes. La Iglesia católica conm utaba a veces la
pena de m uerte por el peregrinaje a Jerusalén («para expiar el pecado
com etido»). Com o escribe el fraile B urjardo, «el m alvado, el asesino,
el bandido, el ladrón, el perjuro, todos iban a ultram ar, a O riénte,
con el supuesto propósito de purgar sus crímenes, cuando en realidad
huían de la venganza que les amenazaba en casa. Se lanzaron hacia
allí de todas partes, m udando de cielo bajo el cual vivían, pero no de
costum bres. Cuando agotaban sus medios, em pezaban a com eter peo
res delitos que los anteriores». En el mismo sentido habla de esos
peregrinos Jacobo de Vitry, que menciona entre los mismos a ladro
nes, asesinos, piratas, borrachos, jugadores, m onjes y m onjas fugados
de sus conventos, perjuros, «pecadoras», etc. E ntre esos «santos pere
grinos» se reclutaban principalm ente los refuerzos que la Iglesia cató
lica rom ana enviaba a sus dominios de ultram ar.
Igual que sus predecesores de 1096, muchos de los peregrinos
campesinos perdieron la vida antes de alcanzar la m eta, otros se vie
ron obligados a mendigar. Algunos, especulando con su condición de
peregrinos, lograban buenos ingresos. Se conocen casos de verdade
ras fortunas, logradas con limosnas y donativos. Jacobo de Vitry ha
bla de algunos pobres «llegados» de Occidente y convertidos luego en
ricos por la generosidad de los señores feudales y por las limosnas de
los «fieles». C om praban bienes y castillos, superando con sus posesio
nes a muchos príncipes. N aturalm ente, se trataba de excepciones.
G uiberto de N ogent nom bra en los Hechos a un tal Balduino, que en
«tierra santa» se hizo dueño de fundos y hasta de ciudades. Según el
cronista, Balduino manifestaba: «Soy dueño de muchas cosas y en
abundancia: solam ente los castillos y las abadías me producen mil qui
nientos m arcos al año.»
A sí, pues, los sucesores de los «desnudos» y de los «pobres», jun
to con los elem entos desclasados, veían en el peregrinaje un método
más fácil de m ejorar m aterialm ente. Podemos afirm ar, con el histo
riador alem án H . Prutz, que se dirigían a O riente no para alcanzar
una posición digna honradam ente, sino para vivir por cuenta ajena y
sin trabajo 41.
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H isto ria de las cru za d a s
to m onacal) con una cruz roja de los Tem plarios, y la capa negra
—posteriorm ente roja— con una cruz blanca que distinguía a los H os
pitalarios, fueron puros símbolos. D ebajo de esa capa semimonacal
unos y otros llevaban arm adura.
E n sus comienzos, los Hospitalarios se dedicaban a obras de bene-
ficiencia: alrededor de 1070, los m ercaderes de Amalfi construyeron
en Jerusalén el hospital de San Juan, en cuyo derredor se agrupaban
inicialm ente los m iembros de la O rden (de allí su denominación de
H ospitalarios u O rden de San Juan de Jerusalén). Tenía la misión de
socorrer a los peregrinos llegados a Palestina, dándoles albergue,
curando a los enferm os, etc. (hospitales similares fueron creados tam
bién en otras ciudades del reino de Jerusalén). Poco después de la
prim era cruzada las finalidades benéficas de la Orden pasaron a se
gundo plano y ésta adquirió un carácter netam ente militar.
L a O rden de los Tem plarios, fundada alrededor de 1118 por un
grupo de caballeros franceses, tuvo desde sus comienzos misiones ex
clusivam ente militares. Su denominación de Templarios proviene de
que los caballeros fundadores de la O rden se instalaron inicialmente
en una parte del palacio del rey de Jerusalén, anexa al tem plo del
Salvador, construido en el lugar de la m ezquita árabe A l-A ksa (según
la leyenda, en ese mismo lugar se encontraba el tem plo del rey
Salomón) 42.
Las órdenes espirituales de caballeros eran ante todo formaciones
m ilitares de los feudales bajo la égida de la Iglesia católica. Recluta
ban a sus miembros en las distintas capas sociales, incluso entre los
ciudadanos. Es curioso señalar que los Tem plarios aceptaban de muy
buen grado a criminales, violadores, asesinos «arrepentidos» etc., a
los que se les prom etía el perdón de los pecados por su servicio de
Dios. Pero fundam entalm ente eran organizaciones de los feudales.
El objetivo principal de las órdenes no era la defensa de la «cris
tiandad», sino el som eter a la población local que no admitía el go
bierno de los francos, y luchar contra los estados m usulm anes vecinos
para defender y dilatar los dominios de los cruzados. A ese cometido
o bed ecía la rígida centralización de esas órdenes espirituales-
caballerescas. Al frente de la O rden estaba el gran m aestre, a quien
se subordinaban los jefes de subdivisiones («provincias») de la Orden
en las distintas localidades, los m aestres o grandes priores y otros
funcionarios: mariscales, com endadores, condestables, etc.; todos
ellos constituían el Consejo o Capítulo general, que asistía al gran
m aestre. El m ando superior de ambas órdenes pertenecía al Papa.
E l papado otorgó distintos privilegios a las órdenes, como fue la
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M ijaiI Zaborov
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H isto ria de las cru za d a s
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C a pítu lo III
L A S C R U Z A D A S D E L SIG L O XII
La segunda cruzada
M ientras los feudales cruzados de las prim eras generaciones se
asentaban en sus nuevos dominios «de ultramar» en un vano intento
de afincarse definitivam ente, los principados y Estados musulmanes
se fueron cohesionando en el siglo XII. En el O riente musulmán se
crearon alianzas estatales más o menos im portantes. Los invasores de
Occidente encontraban una creciente resistencia, aunque no sólo de
parte del m undo musulmán. Cada año em peoraban las relaciones de
los Estados cruzados con Bizancio. Los gobernantes bizantinos veían
con malos ojos al reino de Jerusalén, surgido en territorio que había
pertenecido a su imperio. Sobre todo irritaba a las esferas rectoras de
Bizancio la existencia del principado normando de Antioquía. Las
fuerzas terrestres y marítimas de los griegos con frecuencia atacaban
las fronteras del Estado creado por Bohem undo. La situación se hizo
muy crítica en 1137, cuando el em perador bizantino Juan Comneno
(1118-1143) llegó con sus tropas a Antioquía y tomó la ciudad, aun
que por poco tiempo.
Su sucesor, el em perador M anuel Comneno (1143-1180), desarro
lló en 1144 una ofensiva tan enérgica contra A ntioquía, que obligó al
príncipe R aim undo de A ntioquía a renovar su juram ento de vasallo al
em perador de Bizancio.
M ientras, los selyúcidas asestaron a los cruzados el prim er golpe
de im portancia. Imad al-Din Zangi, emir de Mosul, que había som eti
do algunos principados selyúcidas de M esopotam ia y Siria, en diciem
bre de 1144 tom ó y destruyó la ciudad de Edesa, apoderándose luego
de todo el territorio de ese condado. La caída de Edesa puso en serio
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H isto ria de las cru za da s
más aún. Los campesinos siervos seguían rebelándose contra los im
puestos, superiores a sus fuerzas, y contra los abusos señoriales. A de
más, los feudales eclesiásticos y laicos se encontraban ante, un nuevo y
poderoso adversario: los ciudadanos, fenóm eno social que en el si
glo XI sólo existía en Italia y en Francia. El siglo XII fue la época del
im petuoso auge de las ciudades en esos países y tam bién en Alemania
e Inglaterra. En las ciudades, al abrigo de sus m urallas, se refugiaban
los siervos de las aldeas, que aspiraban a convertirse en artesanos y
com erciantes libres. Ellos eran los que se alzaban contra la opresión
señorial en favor de sus fueros, a veces en lucha arm ada contra los
barones y los obispos.
Los ánimos de «rebeldía» iban en aum ento; ora en un sitio, ora en
otro, surgían «herejías» en las que se expresaba la protesta de los
aldeanos y de las capas inferiores de las ciudades contra el régimen
feudal. Fue la época, según el célebre librepensador A belardo, de
«las mil herejías». Estas iban en aum ento en Francia y Flandes, en
Inglaterra y la Alem ania renana. ¿Quién si no la Iglesia, entonces,
era la llam ada a erradicar las «herejías»?
A ntes de convertirse en el prom otor de la nueva cruzada, B ernar
do de Claraval se había revelado como enemigo encarnizado del libre
pensam iento. Persiguió por todos los medios al «hereje» A belardo,
que osó oponer su espíritu racionalista a los dogmas de la Iglesia y a
sus num erosos partidarios. E n el siglo XII se encendieron innum era
bles hogueras, en las que los Santos Padres quem aban a los herejes.
Pero el «espíritu de rebeldía» podía más que las llamas.
En ese contexto, la derrota infligida por los selyúcidas a un Estado
franco de Siria fue muy oportuna. Las esferas rectoras del catolicismo
resolvieron reanim ar la belicosa intransigencia de las masas para apla
car el «espíritu de rebeldía» en Occidente. La ola de entusiasmo que
despertaría la cruzada serviría para apagar el incipiente brote de des
contento popular. El papado y los jerarcas del catolicismo, entre los
que figuraban B ernardo de Claraval, utilizaron la caída de Edesa co
mo pretexto para renovar el llamamiento a la «guerra santa». Igual
que en el siglo XI, la Iglesia católica se proponía principalm ente asegu
rar el bienestar de la clase dirigente de Occidente y al mismo tiempo
satisfacer los habituales apetitos de los feudales laicos y eclesiásticos.
Y a la prim era cruzada había aportado considerables beneficios a la
propia Iglesia rom ana. ¿Por qué no repetir la ventajosa operación, si
existía un buen pretexto?
Por encargo del Papa, en la prim avera de 1146, el abad de Clara-
val acudió a la asam blea de barones, caballeros y jerarcas eclesiásticos
franceses reunida en Vezelay (Borgoña). Desde un alto estrado, cons
truido en el cam po con tal propósito, el enviado papel leyó la bula de
Eugenio III sobre la cruzada y pronunció una encendida arenga sobre
la necesidad de una nueva «guerra santa». Allí mismo Bernardo re
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H istoria de las cru zad a s
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Mijail Zaborov
tensa región del sur del país pasó a form ar parte de la corona fran
cesa. Las ciudades de A quitania intensificaban su comercio con el
Levante. A través de las ciudades de Italia del N orte, tam bién se incor
poraron al comercio con O riente las ciudades alemanas en los dom i
nios de los Staufen. El comercio m editerráneo aportaba crecientes
beneficios al poder real de Francia y de Alem ania. Ello anim aba a
Luis V II y a Conrado III a secundar la em presa papal. Este fue el
«milagro» que se adjudicaba B ernardo de Claraval.
L a decisión definitiva de iniciar la campaña fue adoptada en la
reunión de la nobleza francesa en Etam pes, en febrero de 1147. En
dicha reunión, dirigida por B ernardo de Claraval, estuvieron presen
tes los em bajadores alemanes.
E n el verano de 1147 fueron form adas las milicias de cruzados de
A lem ania y Francia. Cada una estaba compuesta por setenta mil ca
balleros, aproxim adam ente, que fueron seguidos, aunque en m enor
escala que en 1096, por m uchedum bres de millares de campesinos
pobres.
Luis V II encabezaba a los cruzados franceses, en compalía del le
gado papal. Conrado III se colocó al frente del ejército alemán. E ste
inició la m archa y las tropas francesas lo hicieron un mes más tarde.
Los caballeros alem anes, al atravesar el territorio húngaro y luego
los dominios griegos, saqueaban despiadadam ente a la población lo
cal, a pesar de que el Im perio germano era aliado de Bizancio. Sobre
todo fue azotada por los desmanes de los caballeros alemanes la p ro
vincia de Frigia, donde el em perador M anuel Com neno tuvo que con
tener a los cruzados con tropas. Cerca de A drianópolis, los alemanes
y los griegos m antuvieron una reñida batalla. M anuel propuso a su
aliado 3 que el ejército de los cruzados bordeara Constantinopla y
pasara por el H elesponto (D ardanelos) para preservar a la capital de
las depredaciones de los codiciosos caballeros teutones. Conrado III
rechazó la propuesta y llevó su ejército por el camino de G odofredo
de Bouillón.
El paso por Constantinopla de los caballeros alemanes fue jalona
do por saqueos (concretam ente del rico palacio im perial, próximo a la
capital), borracheras y otras proezas de esa ralea. Si en la capital se
hubieran juntado los camorristas caballeros alemanes y los franceses,
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H isto ria d e las cru za d a s
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M ijail Z a b ó ro v
los griegos igual que lo hicieron los caballeros germ anos), en una si
tuación bastante em barazosa frente a Bizancio. Constantinopla duda
ba cada vez más de las auténticas intenciones de los cruzados. ¿A qué
arreglo habrían llegado los em bajadores del jefe de los piratas nor
mando-sicilianos (R oger II) con el rey de Francia?. M anuel Comneno
procuraba poner al mal viento buena cara. Sus mensajes a “Luis VII
eran afectuosos y amistosos; m ientras, el Gobierno bizantino tom aba
sus medidas.
En respuesta a la agresión de Roger II, Bizancio concentró sus
fuerzas contra el reino de Sicilia. En el O este, el Im perio firmó una
alianza con V enecia, concediéndole m ayores privilegios com er
ciales 4. Y para tener libres las manos en O riente, M anuel Com
neno, tan fiel «aliado» de los cruzados como éstos de él, firmó la
paz con el sultanato de Iconia, contra el cual ya habían luchado sin
éxito los caballeros alem anes y aún lo harían los franceses. Los cruza
dos se encontraron entre dos fuegos: por una parte, el rey de Sicilia
había firmado un convenio con Egipto y atacado a Bizancio, lo cual
hacía aum entar la desconfianza hacia los cruzados. Roger II, valién
dose de triquiñuelas diplomáticas, hizo creer a la administración bi
zantina de que él estaba apoyado por Luis VII. Por otra parte, la
firma de la paz entre Bizancio y los selyúcidas ponía en peligro los
planes de los conquistadores occidentales. Así, pues, en la guerra
contra el sultanato de Iconio, los «peregrinos» no podían contar con
el apoyo de Bizancio.
Eri tales circunstancias, en 1147 las consignas religiosas comenza
ban a ser un obstáculo para los cruzados. Estos estaban dispuestos a
superar todo lo que se interpusiera a su guerra de rapiña en Oriente.
A fines de septiem bre de 1147, cuando el ejército francés se aproxi
m aba a Constantinopla, en sus filas se escucharon propuestas de to
m ar por la fuerza la capital del Im perio griego (aunque fuera cristia
no), para eliminar todo lo que les impedía alcanzar los objetivos de su
campaña.
Según el cronista Odón de Deul, algunos cortesanos proponían
entrar en contacto con Roger II, que ya se encontraba en guerra con
Bizancio, esperar la llegada de la flota siciliana, unirse al rey de Sicilia
y conquistar Constantinopla. El partidario más entusiasta de este plan
era el obispo G odofredo de Langres, discípulo y colaborador de B er
nardo de Claraval, que insistía tam bién en que las fortificaciones de la
capital griega eran pésimas, que los griegos no disponían de fuerzas
suficientes para la defensa de la ciudad, y que una vez sitiada, Cons
tantinopla caería rápidam ente en poder de los cruzados. El obispo de
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H isto ria d e las cru za d a s
123
ejércitos alemanes derrotados por los selyúcidas, les indicó esa nueva
ruta. El itinerario pasaba por ciudades bizantinas (Pérgam o, Esm irna,
Efeso y otras); no obstante, el paso por altas m ontañas y el cruce de
impetuosos ríos debilitaron seriamente el ejército. Los alemanes em
prendieron el regreso de Efeso a Constantinopla por m ar para reh a
cerse del descalabro que les causaron los «infieles». A dem ás, tam poco
lograron com penetrarse con los caballeros franceses, que se m ofaban
abiertam ente de sus aliados.
Á principios de 1148, las tropas francesas, extenuadas por la dura
m archa por caminos rocosos, partieron de Laodicea hacia el Sur. Los
selyúcidas hostigaban constantem ente y causaron im portantes bajas a
los cruzados; los franceses perdieron la mayor parte de los convoyes
con vituallas y forrajes, que caían en manos de los selyúcidas. Los
cruzados se vieron obligados a abandonar las acémilas por falta de
forrajes. La situación más difícil era la de los pobres campesinos p ar
ticipantes en la cruzada, que tenían que soportar las mayores calami
dades.
A pesar de la dureza de la cam paña, los señores feudales que iban
a O riente para aum entar sus riquezas no se privaban de las diversio
nes. Luis V II iba acom pañado de sus casquivana esposa, E leonora de
A quitania, que se entregaba a toda clase de entretenim ientos. El
ejem plo del rey fue seguido por otros señores. El lujoso cortejo del
rey y de los nobles, los vistosos trajes de sus «nobles compañeras», la
num erosa y abigarrada servidumbre (incluidos los músicos) al servicio
de las damas, todo eso contrastaba con las agotadas y andrajosas m u
chedum bres de pobres, que m archaban a países ignotos en búsqueda
de m ejor suerte.
En la segunda cruzada, igual que en la prim era, los feudales no se
desvivían por los míseros campesinos. Los consideraban un estorbo, y
en la prim era oportunidad propicia se libraron de ellos. Los cruzados
llegaron a comienzos de febrero de 1148 a la ciudad bizantina de
A ttalia (en la Panfilia) y su gobernador puso a su disposición las n a
ves que los trasladarían a Siria. En las naves griegas apenas cabían los
nobles, que se hicieron a la vela y abandonaron a los pobres a su
propia suerte en las costas del Asia M enor. En su mayor parte, éstos
fueron aniquilados por los selyúcidas, o perecieron de hambre.
El ejército, relativam ente pequeño, de los cruzados franceses, lle
gó a Antioquía. Poco tiem po después arribó también el pequeño ejér
cito de feudales alemanes de Conrado III, que desde Constantinopla
se dirigió por m ar a Acre. Entonces el reino de Jerusalén estaba en
guerra con Damasco. Los jefes de la cruzada, «olvidando» que su fin
prim ordial era vengar la tom a de Edesa por los paganos, abandona
ron sus planes de guerra contra Mosul, se unieron al ejército recluta-
do en el reino de Jerusalén y pusieron sitio a la bien fortificada ciudad
de Damasco.
124
El sitio fracasó. Las discrepancias entre los caballeros alemanes y
franceses no cesaban. Entre los barones del reino de Jerusalén apare
cieron «traidores a la causa de la cristiandad» sobornados por el oro
del em ir de Dam asco. Sin haber logrado su propósito, a fines de julio
de 1148 los caballeros de la cruz, abandonaron la em presa; además, el
em ir de Dam asco recurrió a la ayuda de Mosul: las tropas de Nur-al-
D in, el sucesor de Zangi, acudieron desde el N orte a la ciudad si
tiada.
Al ver que la situación era insostenible, Conrado III y los pocos
hom bres que le quedaban en la prim avera de 1149 regresaron por
Constantinopla a Alem ania. Algunos meses después regresó tam bién
Luis V II, cuyo entusiasm o bélico decayó, en buena m edida, debido a
las aventuras amorosas por «tierra santa» de su esposa E leonora, que
estableció relaciones «incestuosas» con su tío, el príncipe Raim undo
de A ntioquía.
La segunda cruzada no tuvo ningún resultado práctico para los o r
ganizadores ni para los participantes. La em presa, mal organizada y
peor ejecutada, sólo produjo enorm es pérdidas hum anas y m ateriales,
sobre todo a los franceses. Los cuantiosos medios m ateriales obteni
dos con la explotación de las masas fueron gastados en vano. La cru
zada tam bién dañó políticam ente al reino de Francia. E l papado y sus
partidarios en Francia, y antes que nada B ernardo de Claraval, pre
tendían debilitar el poder del rey. D urante la cruzada, Francia fue
azotada por otra oleada de guerras feudales internas. A ello hay que
añadir las grandes deudas contraídas por Luis V II con los Templarios
y los H ospitalarios, que le habían facilitado muchos miles de marcos
de plata para sufragar la cruzada.
La segunda cruzada, igual que la prim era, puso de relieve la des
unión de los señores feudales de Occidente. Los proyectos de la toma
de C onstantinopla dem ostraron que las razones religiosas pesaban ca
da vez m enos, Los monjes-cronistas del siglo XII ya se quejaban de
que en la segunda cruzada se había debilitado el fervor religioso.
Tam bién num erosos historiadores burgueses reconocen que desde
m ediados del siglo XII el program a oficial de las cruzadas se hizo puro
trám ite. E l conocido historiador belga H enri Pirenne considera que el
lam entable resultado de la expedición cruzada de 1147 se debió exclu
sivam ente a la im portante evolución espiritual sufrida por Occidente
en aquel entonces: a mediados del siglo XII «la disposición mística de
las m entes era m enor que cincuenta años atrás» . E n realidad, las
razones eran de naturaleza bien distinta a las espirituales.
La segunda cruzada fue un rotundo fracaso, en prim er lugar, por
que los afanes expansionistas de Occidente en el M editerráneo
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H istoria de las cru zad a s
Los feudales alem anes desde hacía mucho tenían puestas sus mira
das codiciosas en las tierras de los eslavos, al este del río Laba y en el
litoral báltico. En estas regiones, entre los siglos IX y X I, surgieron
muchas ciudades im portantes, con un animado comercio. M ercaderes
de diversos países llegaban a Volinia (en el delta del río O der), a
Stettin (la mayor ciudad de la costa), a A rcona (en la isla de R uian),
para adquirir pieles, sal, miel, cera y artesanía de oro, plata y marfil.
A m edida que aum entaba el bienestar de sus vecinos orientales, los
feudales germ anos sentían mayores deseos de invadirlos. Los coloni
zadores alem anes intentaron establecerse del otro lado del río Laba
en el siglo X , pero a fines de ese siglo fueron desplazados de la mayor
parte de las regiones ocupadas a causa de una potente sublevación
eslava. A m ediados del siglo XII los príncipes alemanes hicieron otro
intento de apoderarse de las tierras eslavas del Laba y de la costa.
C uando en 1147 B ernardo de Claraval proclam ó la cruzada a Palesti
na, una parte de los príncipes y caballeros de Alem ania decidieron
aprovechar esa oportunidad para buscar el botín m ucho más cerca.
La idea de conferir el carácter de «guerra santa» a la nueva agre
sión contra los eslavos, surgió en las esferas feudales de Sajonia. Los
dignatarios de la Iglesia católica apoyaron la idea; B ernardo de Clara-
val puso en juego toda su elocuencia y movilizó a sus m onjes cister-
cienses para organizar una cruzada contra el Oriente eslavo. E n m ar
zo de 1147 el abad habló en la dieta de Francfort, ante los príncipes y
obispos alem anes. En la asamblea hizo un llam am iento a todos los
católicos, a que tom asen las armas contra los paganos del L aba, para
«destruirlos o bien convertirlos a la religión cristiana». A los partici
pantes en la em presa les fueron prom etidos iguales beneficios en
cuanto a la «salvación del alma», que a los que se dirigían a la «tierra
santa».
Tres semanas después, el Papa Eugenio III confirmó las «gracias»
concedidas por el abad de Claraval. E n una bula especial exhortó a
los futuros cruzados a actuar en tierras eslavas con firmeza y sin com
pasión. Conociendo la codicia de los guerreros cristianos, el Papa les
prohibió recibir de los paganos «dinero o rescate alguno por perm ane
cer estancados en la irreligión».
D espués de aprobar la conquista de Siria y Palestina, la Iglesia
rom ana bendijo el «Drang nach Osten» (M archa hacia el E ste), como
posteriorm ente llam aron los historiadores nacionalistas alem anes a la
agresión de los caballeros germanos contra los eslavos y demás pue
blos del Báltico.
A l llam am iento a la «guerra santa» contra los paganos del otro
lado del Elba acudieron grandes y pequeños feudales de A lem ania, a
los que se unieron sus cofrades de D inam arca y Borgoña. En el vera
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11 Cf. N. Gratsiankii: «La cruzada de 1147 contra los eslavos, y sus resultados».’
«Voprosy istorii», 1946, núms. 2-3, pág. 91.
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La tercera cruzada ■
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O riente tierras y liberarse del yugo feudal, minó las ilusiones de los
siervos. A lo largo del siglo XII, los siervos de Occidente fueron op
tando por otros medios más seguros para aliviar su situación, como
era el de huir a las ciudades, que se hallaban en pleno desarrollo: esto
les perm itía liberarse en su patria de verdad, no en la quimérica. El
aire de la ciudad hace libre, afirmaba un adagio popular de la época.
La corriente campesina hacia Oriente quedó casi cortada; desde
fines del siglo XII la fuerza principal, aunque no la única, de las cru
zadas, fueron los caballeros y los grandes feudales de E uropa occi
dental. Tam bién se incorporaron activam ente a las nuevas «guerras
santas» los más jóvenes Estados feudales de Occidente. Tam bién se
produjo la incorporación, paulatina y cautelosa, de las repúblicas
italianas i3, que, como veremos, procuraban sacar de ello la mayor
tajada. El interés de las ciudades comerciales, principalmente de las
del N orte de Italia 14, por las cruzadas, se convirtió desde fines del
siglo XII en uno de los principales móviles de las expediciones.
E n el siglo transcurrido desde la prim era cruzada el comercio le
vantino alcanzó un fuerte desarrollo. En ese centenio se establecieron
relaciones comerciales perm anentes entre los países de E uropa occi
dental y Bizancio, Chipre, Egipto, Siria, Palestina, Arm enia y, a tra
vés de éstos, las regiones interiores de Asia y Africa. El comercio
levantino estaba principalm ente en manos de las ciudades italianas.
D e V enecia, Génova y Pisa, de las ciudades francesas de M arsella,
M ontpelier y otras, de las costas inglesas y más tarde de Barcelona,
salían hacia O riente flotillas de navios m ercantes, cargados con harina
(en los Estados de los cruzados escaseaba el trigo), m aderas para la
construcción, m etales (Inglaterra enviaba al Levante cobre y estaño),
cueros, paños (en cuya fabricación se especializaban las ciudades del
Sur de Francia), caballos y «mercancía hum ana», es decir, esclavos;
éstos eran suministrados a los países de O riente principalmente por
los venecianos, que desde hacia mucho m antenían el abominable ne
gocio de la caza del hom bre, particularm ente en las costas de Dalma-
cia. Los m ercaderes occidentales descargaban su mercancía en Cons
tantinopla, A lejandría, Tiro, Acre, A ntioquía y Jafa, y cargaban tam
bién allí las mercancías orientales, adquiridas en las ciudades portua
rias del Levante. Las naves venecianas, genovesas y marsellesas traían
a E uropa telas de seda y de algodón tejidas por los habilidosos artesa
nos sirios; frutas y nuez moscada, caña de azúcar, barriles de vino.
L1 Cl. Cahen hace hincapié en esta circunstancia en sus últimas obras, concretamen
te en su conferencia ante el Congreso de Historiadores en Roma sobre «Las Cruzadas y
el Islam» («Relazioni», vol. III, pág. 626).
M Venecia no tomó parte en la segunda cruzada; los mercaderes venecianos prefi-'
rieron a esa aventura un negocio mucho más lucrativo: ayudar a Bizancio contra R o
ger II de Sicilia a cambio de mayores exenciones comerciales en Constantinopla.
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raron a reconciliarse — aunque por corto tiem po— para apaciguar los
ánimos en sus respectivos países antes de abandonarlos, y convinieron
salir al mismo tiem po hacia el O riente. El ejem plo de los reyes fue
seguido por sus vasallos franceses e ingleses. Se acordó que los fran
ceses llevarían como distintivo una cruz roja cosida a su vestimenta;
los ingleses, una blanca, y los flamencos, una verde. Se ultim aban los
preparativos de la cruzada cuando volvió a estallar la guerra entre los
reyes. Felipe II lanzó contra Enrique II a su hijo Ricardo, conde de
Poitou y duque de A quitania. Todo eso retrasó el comienzo de la
cruzada. A l final de las hostilidades, en julio de 1189, falleció el rey
de Inglaterra. El lugar de Enrique II, en el trono y en la cruzada, fue
ocupado por su hijo Ricardo, llamado posteriorm ente Corazón de,
León. El se convirtió en el «gran» héroe de la tercera cruzada.
D e lo expuesto vemos que los principales protagonistas de la nue
va «guerra santa» no concedían m ayor im portancia a los motivos reli
giosos. E sta cruzada tenía todas las características de conquista feu
dal, alentada por el poder estatal 22. El interés por ella de los Estados
de E uropa occidental no se debía a una preocupación por la suerte
del cristianism o, sino obedecía a motivos de orden económico y po
lítico.
Los caudillos de la cruzada no tenían un plan m ilitar común y
actuaron separadam ente desde el principio.
E n m ayo de 1189 se puso en camino el ejército alem án, de unos
30.000 hom bres entre caballeros e infantes. Lo encabezaba Federico
B arbarroja.
E n vísperas de la campaña, Federico I negoció con H ungría y Bí-
zancio el paso de su ejército por territorios de esos países. Las nego
ciaciones parecían transcurrir por el buen camino. Bela III, rey de
H ungría, prom etió el paso a los cruzados por su país y el suministro, a
cambio de dinero, de las provisiones necesarias; efectivam ente, el p a
so por H ungría no ofrecía dificultades. Tam bién con los em bajadores
bizantinos que acudieron al Parlam ento de N urem bérg en diciembre
de 1188 se acordó el paso libre por los dominios de Bizancio del ejér
cito alem án, que a un módico precio obtendría provisiones y forrajes.
A su vez, Federico I aseguró a los em bajadores griegos que Bizancio
no debía tem er ninguna hostilidad por parte de su ejército.
Pero los cruzados, como auténticos cruzados, no estaban dispues
tos a cumplir las obligaciones contraídas: los caballeros nunca andu
vieron con cumplidos, y menos en tierras extrañas. Por su parte, las
esferas gobernantes de Bizancio, de palabra partidarias de la campa-
22 No hay razón alguna para considerar la tercera cruzada como «una expedición
básicamente popular», según afirma St. Runciman en su informe («Decadencia de las
ideas de las Cruzadas») al X Congreso Internacional de Historiadores en Roma («Rela-
zioni», vol. III, pág. 637).
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Ca pítu lo IV
LA CUARTA CRUZADA
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1 La importancia de esta crónica rusa «Sobre la conquista de Zargrad por los italia
nos», cuyo autor fue testigo de los acontecimientos, la resalta con acierto N. A, Mesh-
cherski en «Vizantiiski vremennilc», t. IX, 1955.
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H isto ria d e las cru za d a s
tos históricos exponen las más. encontradas opiniones sobre las causas
que m otivaron la modificación del rumbo de la cuarta cruzada. La
historia de esta expedición, en su conjunto, y sus diferentes episodios
han originado encendidas polémicas entre los historiadores. Es difícil
calcular la ingente labor desarrollada por los historiadores desde los
años sesenta del siglo pasado para alcanzar los motivos por los que los
cruzados se desviaron de Egipto a Constantinopla en 1202-1204, y
para explicar las peripecias de la cuarta cruzada. Los historiadores
han reunido y analizado una enorm e cantidad de documentos en la
tín, griego, francés antiguo, arm enio, ruso y otros idiomas, consi
guiendo llenar num erosas lagunas en la historia de la cuarta cruzada.
E n este campo son grandes los m éritos de los historiadores europeos
occidentales P. R iant, N. de Vally, G. H anotaux, K. Klimke, L.
Streit, G. Tessier, W. N orden, E. H erland y otros, y de losbizanti-
nistas rusos V. G. Vasilevsky y F. I. Uspensky, cuyas orientaciones
han perm itido aclarar numerosos aspectos del desarrollo de los acon
tecim ientos en 1202-1204.
E n este libro no tratarem os todas las teorías sobre la cuestión 2.
Pero señalarem os que, si bien es cierto que cada nueva teoría contie
ne un núcleo racional e impulsa las nuevas investigaciones, las obras
de los historiadores burgueses sin excepción son en mayor o m enor
m edida parciales en la form a de enfocar los acontecimientos. Esa p ar
cialidad refleja, en uno u otro grado, las ideas políticas y religiosas del
investigador. E n el fondo de esas diferencias que parecen puram ente
científicas y «académicas» subyacen los intereses ideológicos y políti
cos de determ inados grupos sociales de cada país. Sin entrar en la
larga historia de la polémica en torno a la cuarta cruzada, en la que se
vertieron, en ocasiones, juicios muy escépticos 3, nos limitaremos a
algunos ejem plos bastante reveladores.
A m ediados de los años setenta del siglo pasado, el investigador
francés P. R iant, en su libro «Inocencio III, Felipe de Suabia y Boni
facio de M ontferrato» 4, para explicar la historia de la tom a de Bizan-
cio por los cruzados, recurría a la teoría de las «intrigas alemanas».
Según esa teoría los principales acontecimientos de la cuarta cruzada,
que desviaron a sus participantes de su «verdadero» objetivo, se de
bieron a la ingerencia alem ana. Apoyándose en los testimonios de
2 Para conocer a fondo la historia de las polémicas en torno a las razones de los
«zigzags» de la cuarta cruzada véase P. Mitrofanov, «La modificación del rumbo de la
cuarta cruzada» («Vizantiiski vrenennik», t. IV, San Petersburgo, 1897), obra que con
serva su vigencia.
3 El historiador francés A . Luchire, por ejemplo, afirma que el problema de la
cuarta cruzada no tiene solución (A. Luchaire: «Innocent III. La questión d’Orient».
París, 1911, pág. 97).
4 P. Riant: «Innocent III, Philippe de Suabe et Boniface de Montferrat». Pa
rís, 1875.
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H isto ria áe las cruzadas
Preparativos de la cruzada
12 Ch. Diehl: «La quatriéme croisade». «Histoire du moyen áge», ser. «Histoire
| genérale», por M. Glotz, t. IX, 1-e partie, París, 1945.
13 J. Longnon: «L’empire latín de Constantinople et la principauté de Morée». Pa
rís, 1949.
14 P. W. Topping: «Feudale e institutions as revealed in the Assizas of Romanía the
law code of Frankish Greece». Philadelphia, 1949.
ls V. Nikolaev: «La crónica de Geoffroi de Villehardouin. La conquista de Zar-
grad». Sofía, 1947.
16 B. Primov: Ob. cit.
17 A Frolow: «La déviation de la 4-e croisade vers Constantinople», «Revue de
l’histoire des religions», t. CXLV, n. 2; t. CXLVI, n. 1-2, 1954. El autor toma en
consideración algunas conclusiones de los historiadores soviéticos sobre los sucesos de
los años 1202-1204. Pero en su obra salta a la vista la intención justificadora de los
participantes de la cuarta cruzada, común a algunas obras recientes. Frolow halla una
explicación bastante sorprendente ai cambio de dirección de la cruzada. Según él, la
cuarta cruzada, igual que las otras, estaba animada por la idea de la guerra santa;
aunque los participantes estuvieron sometidos a la influencia de hechos externos, como
«la coyuntura política» y la «ambición de los caudillos», no obstante la conquista de
Constantinopla no era una alteración del «programa permanente» de las cruzadas. Al
asaltar la capital bizantina los caballeros cruzados derramaban sangre por las reliquias
sagradas que allí se encontraban, es decir realizaban una proeza religiosa, una «con
quista santa». El abundante material que proporciona el estudio de Frolow refuta esa
idea del autor, por cuanto muestra que a los' cruzados no íes animaban motivos reli
giosos.
18 M. V. Levchenko: «Historia de Bizancio», Moskva, 1940; V. V. Stoklitskaia-
Tereshkovich: «La lucha de los Estados de Europa occidental por la hegemonía en el
Mediterráneo en la época de las cruzadas», «Izv. AN SSSR, ser. ist. i filosofii», 1944,
n.° 5; A . D . Epshtein: «La cuarta cruzada y la República de Venecia». «Kniga dlia
chteniia po istorii srendnij vekov», bajo la dirección de S. D . Skazkin. Moskva, 1948;
N, P. Solcolov: La parte veneciana en la «herencia» bizantina», «Vizantiiskii vremeri-
nik», t. V I, Moskva, 1953; N. A . Meshcherski: Ob. cit.. M. A . Zaborov: «El papado y
la conquista de Constantinopla por los cruzados a comienzos del siglo xm», «Vizantiis
kii vremennik», t. V .. Moskva, 1952.
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M ija il Z a b o ro v
más notables entre todos ios que ocuparon el trono de Rom a. Político
apasionado, hom bre de vasta cultura, notable diplom ático, Inocen
cio III hizo suyas las teorías teocráticas de Gregorio VII, introdujo en
el derecho canónigo la doctrina teocrática del poder y el derecho de los
Papas a disponer de las coronas reales, lo que llevó a la práctica con
toda su energía autoritaria. La línea de este político feudal en el trono
papal estuvo encam inada por entero a crear un E stado «universal»
encabezado por el pontífice rom ano, idea que abrigaron sus predece
sores hacía ya más de un siglo.
Cabe señalar que a fines del siglo XII y comienzos del XIII, la polí
tica de los jefes de Estado tenía un marcado carácter ecuménico
«universalista», es decir, tendía a crear un Estado «mundial» (en su
interpretación m edieval). Esas tendencias «ecuménicas» afectaron al
Imperio alemán de los Staufen, en mayor grado aún al Estado anglo-
francés de los Plantagenet, y en cierto modo a la misma Francia, don
de el poder real comenzaba a fortalecerse. Es significativo que el cro
nista anónim o francés, autor de «Los hechos de los reyes francps»
atribuye a Felipe II la siguiente expresión: «Basta un solo hom bre
para gobernar el mundo.»
Esas tendencias ecuménicas hallaban su más acabada expresión en
la política de la curia rom ana, ya que, como sabemos, la Iglesia católi
ca era el centro «internacional» del sistema feudal y sus proyectos de
expansión eran los de mayor envergadura. Esos proyectos encontra
ron en Inocencio III a un fervoroso impulsor.
El objetivo principal de Inocencio III fue establecer la supremacía
política de la curia romana sobre el m undo feudal de Occidente y de
O riente. Para llevar a cabo este program a cosmopolita del sumo pon
tífice el medio més apropiado sería la cruzada. Según un investigador,
la cruzada fue el prim ero y el último pensam iento del Papa. Apenas
subió al trono papal, Inocencio III llamó a Occidente a iniciar una
nueva *»guerra santa» contra los paganos-musulmanes para liberar
Jerusalén. E n sus epístolas a Francia, Alem ania, Inglaterra, Italia,
H ungría y\otros países (septiem bre de 1198) exhortaba a «todos los
fieles» a defender la «tierra sagrada» y reclam aba de los condes, de
los barones y de las ciudades reclutar, para marzo de 1190, los desta
camentos militares necesarios para la cruzada. V. Kluger escribía que
las trom petas de guerra santa sonaban en tiempos de Inocencio III
con más fuerza que en los tiempos de cualquier antecesor suyo 19.
Al mismo tiem po se iban tom ando las medidas prácticas para or
ganizar la cruzada. Los conventos e iglesias debían entregar para la
«guerra sa n ta » . la cuarentena de todos sus bienes e ingresos. Para
obligar a los canónigos y a los frailes a alargar la bolsa Inocencio III
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caballos, nueve mil escuderos y veinte mil infantes. Adem ás, los ve
necianos arm arían por cuenta propia cincuenta galeras como ayuda a
los cruzados. Estos, por su parte, abonarían a Venecia, en cuatro
plazos, ochenta y cinco mil marcos de plata; el último plazo con fecha
de fines de abril de 1202. A dem ás, Venecia se aseguraba la mitad de
lo que conquistaran los cruzados.
Las condiciones de este convenio eran muy ventajosas para V ene
cia. Los ochenta y cinco mil marcos que el dux reclam aba a los cruza
dos era una suma bastante im portante, aunque no tan grande como
para suponer que Dándolo ponía sus esperanzas en la insolvencia de
los cruzados. O tra era la tram pa que el ingenioso dux había prepara
do a los cruzados.
E n prim er lugar, el tratado entre Venecia y los jefes cruzados no
precisaba el lugar en el que la flota veneciana debía de desem barcar a
los cruzados. Aquellos contra quienes iba dirigida la campaña figura
ban en el tratado con el nombre genérico de «enemigos». Esos
«enemigos» ni siquiera se denom inaban «infieles»; como si los auto
res del texto evitaran designar por su verdadero nom bre a esos «ene
migos». La redacción imprecisa del tratado de 1201 sin duda ofrecía
una escapatoria a Venecia, dueña de las naves en que viajarían. Inclu
so los propios expedicionarios sólo después de la firma del convenio
se enteraron de que «se dirigían a ultram ar», según atestigua Vil-
lehardouin.
E n segundo lugar, y esto es lo más im portante, de acuerdo al tra
tado, los participantes de la cruzada se comprom etían a pagar los
ochenta y cinco mil marcos «independientem ente del núm ero de
hom bres transportados». El tratado m encionaba la cantidad de tropas
de a caballo y de a pie a transportar, pero en ninguna parte se decía
que la suma a pagar dependería del núm ero de cruzados que para una
fecha determ inada se reunieran en Venecia. Ahí estaba la tram pa que
V enecia tendía a los «estúpidos cruzados» (como les llamó Carlos
M arx). Los acontecim ientos posteriores dem ostraron que el dux D án
dolo ya en 1201 previo la posibilidad de que no se presentara el nú
m ero de cruzados previsto en el tratado. El pérfido propósito del G o
bierno veneciano consistía en aprovechar las dificultades con que tro
pezarían los cruzados (creadas por ese mismo Gobierno) e inducirles
a m archar hacia un objetivo distinto, acorde con los intereses de Ve-
necia.
Inocencio III intuía, indudablem ente, las intenciones secretas de
los venecianos: como dice M arx, el Papa veía el juego de Dondolo;
com prendía que el dux quería utilizar a los cruzados «para las con
quistas que interesaban a Venecia» 25. A pesar de ello, el 8 de mayo
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Toma de Zadar
31 Según las cifras de Roberto de Clari, sólo había mil caballeros en lugar de los
cuatro mil quinientos previstos; este cronista da un número de cincuenta mil infantes,
cifra evidentemente exagerada, en lugar de los cien mil fijados.
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32 D. Brader: «Bonifaz von Monferrat bis zum Antritt der Kreuzfahrt (1202)».
Berlín. 1907, S. 170.
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33 St. Runciman: «A history of the cruzades», vol. III, Cambridge, 1954, pág. 114.
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tales consejos que la insinuación de que los cruzados tenían que acep
tar la propuesta del dux y atacar Zadar? Convencer a los cruzados no
era nada difícil: en su mayoría, los «peregrinos» de 1202 eran unos
rufianes em pedernidos, a los que les daba lo mismo a quiénes y qué
saquear. Este tipo de caballeros constituía el grueso del ejército cru
zado: en su fuero interno eran indiferentes a las consignas oficiales de
la empresa. Los caballeros de la cruz estaban dispuestos a poner su
espada a disposición de cualquier causa lucrativa. La carencia total de
escrúpulos, junto a una ilimitada avidez, sobre todo define a los parti
cipantes en la cuarta cruzada. Esa circunstancia perm itió a los grandes
feudales, que dirigían directam ente o entre bastidores los aconteci
m ientos, lanzarlos contra las ciudades «cristianas». Z adar fue la pri
m era de ellas.
Los cruzados, salvo una pequeña excepción, consideraron ventajo
so aceptar las exigencias de Venecia. La flota de los cruzados, con
más de setenta galeras y cerca de ciento cincuenta naves de carga (con
vituallas, arietes y otros ingenios bélicos) salió de Venecia en octubre
de 1202. El 11 de noviembre irrumpió en la bahía cerrada de Z adar, y
el 24 de noviem bre, después de un asalto de cinco días, los cruzados
quebraron la tenaz resistencia de la guarnición húngara y tomaron la
ciudad. La población se defendió valientem ente de los caballeros de
la cruz: «En casi todas las calles — escribió Villehardouin más tar
de— se com batía con espadas, flechas y lanzas.»
Los caballeros y los venecianos hicieron una escabechina, des
truyeron num erosos edificios y se apoderaron de un rico botín. Tam
bién saquearon las iglesias. Zadar pasó a manos de Venecia, aunque
entre los cruzados y los venecianos estuvo a punto de producirse un
choque, peligroso para ambas partes.
La conquista de una ciudad cristiana de Dalmancia fue el prim er
«éxito» de la cuarta cruzada.
Com o cabía esperar, este hecho motivó un m ensaje indignado de
la sede apostólica a los cruzados. E n el mensaje, Inocencio III expre
saba su infinito pesar por la «sangre herm ana» vertida por los cruza
dos que infringieron su prohibición de «agredir tierras cristianas». La
ira papal no fue más allá. Los caballeros de la cruzada, para guardar
las formas enviaron a Rom a una delegación que expuso las circuns
tancias, presentó al Papa razones justificativas y le «aseguró» que los
cruzados, pese a todo, proseguirían su marcha a «tierra santa». Ino
cencio III perdonó sus «pecados». Los delegados de los cruzados con
el obispo Nívelon de Soisson al frente, probablem ente desconocían el
papel desem peñado por el propio pontífice rom ano en los aconteci
m ientos de 1202, que de hecho había contribuido a la caída de Zadar.
A unque consideró atenuante el que los que destruyeron Zadar no
actuaban por voluntad propia, sino «obedeciendo a una necesidad»,
Inocencio III dispuso la excomunión eclesiástica de los venecianos:
172
Historia de las cruzadas
resultaba un tanto incóm odo no adoptar ninguna medida ante tan de
sagradable historia. Mas para evitar m alentendidos, el Papa precisó
que, aunque los venecianos quedaban excomulgados, los cruzados po
dían utilizar su flota y m antener con ellos relaciones amistosas. ¡En
aras de unos «sublimes propósitos» hay que «soportar muchas co
sas», escribía el Papá a los cruzados!
Muy pronto esos «sublimes propósitos» se revelaron con bastante
nitidez. Poco después de la toma de Z adar, los caudillos visibles y
ocultos de la cruzada hicieron los últimos ajustes al plan de invasión
de Bizancio.
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Historia de ¡as cru zad as
35 El Cuerno de Oro es una profunda bahía que se adentra en tierra firme, separan
do casi en dos a Constantinopla.
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Historia d e tas cru zadas
otras tres cuartas parte se repartirían por igual entre los venecianos y
los cruzados (seis octavos a uno y a dos) 37. De tal m odo, según
M arx, los venecianos cedieron a los imbéciles cruzados un título im
perial vacío y un poder imposible de aprovechar y se quedaron con
los «beneficios reales de la empresa»
El acuerdo de marzo reflejó de form a inequívoca los planes de
conquista de los agresores feudales de Occidente: esos planes se fue
ron concretando a medida que se desarrollaban los acontecimientos.
Con la firma del acuerdo, los jefes de la cruzada dem ostraron su des
precio por el program a oficial de la cruzada. Ya no ocultaban más sus
intenciones de tom ar Constantinopla por la fuerza.
Poco después de que finalizaran los «preparativos diplomáticos»
para clear un nuevo Estado de los cruzados, term inaron los preparati
vos militares para dar la batalla decisiva a los griegos: fueron puestas
a punto las máquinas para el sitio, las escaleras de asalto y otros inge
nios bélicos.
El prim er intento de tom ar Constantinopla, el 9 de abril de 1204,
fue rechazado por los bizantinos. Una lluvia de flechas y de piedras
cayó sobre los cruzados desde las murallas de la ciudad. Villehar-
douin, en su obra «La conquista de Constantinopla», se jacta de que
los cruzados perdieron durante el sitio a un solo guerrero. En reali
dad, las bajas fueron importantes. Solamente el 9 de abril, en el asal
to a una de las muchas torres, m urieron, según un testigo ruso,
«unos d e n hom bres». El segundo asalto, tres días después, dio el
triunfo a los cruzados. El 12 de abril, un destacam ento provisto de
una pasarela superó las fortificaciones; otros guerreros abatieron las
puertas de la ciudad; los asaltantes irrum pieron y obligaron a retroce
der a las tropas de M ursufle (que había huido). Los cruzados volvie
ron a incendiar la capital. Al día siguiente, el 13 de abril de 1204,
Constantinopla quedó totalm ente ocupada por los cruzados.
La invasión obtuvo la aprobación de la Iglesia católica. En víspe
ras del asalto final, los obispos y demás representantes del clero cató
lico absolvían los «pecados» de los que se disponían a entrar en com
bate, fortaleciendo su fe en que la toma de la capital cristiano-
ortodoxa era una obra «grata a Dios». Así lo atestiguan R oberto de
Clari y Villehardouin. El mariscal de Cham paña transcribe con deta
lle los discursos de los representantes de la Iglesia en el último con
sejo de los jefes, poco antes del asalto final. Este historiador francés,
habitualm ente muy reservado en todo lo referente a la posición de la
curia rom ana, escribe: «Los obispos y todo el clero, todos los que
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Historia de las cru zadas
41 K. Burdach: «Walter von der Vogelweide und der vierte Kreuzzug». «Hist.’
Zeitschr», Bd. 145, München-Berlín, 1931, S. 40.
42 Entre los documentos que describen ei saqueo de Constantinopla destaca por su
relativa ecuanimidad la «Historia de la toma de Zargrad por los venecianos», incluida
en una crónica rusa. El autor, que entonces vivía en Constantinopla, da testimonio de
lo visto y oído; su relato se centra en la descripción de los abusos cometidos por los
cruzados con la reliquias religiosas, lo cual lamenta como hombre religioso y como
amante de los grandes monumentos arquitectónicos de la capital bizantina.
43 P. Riant: «Exuviae sacrae Constantinopolitanae». Genevae, 1877.
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política», ya que la destrucción de Bizancio fue fatal para la suerte de los Estados
cruzados de Siria y Palestina, que perdieron la ayuda que les prestaba Bizancio en la
lucha contra los musulmanes. Hemos visto que a los caudillos de la cruzada les tenía sin
cuidado la suerte de la «tierra santa».
47 C. Marx; «Notas, cronológicas». «Arjiv Marksa i Engelsa», t. V, pág. 198.
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pía. Cierto, los venecianos tuvieron que luchar por el dominio de Cre
ta con sus rivales comerciales, los genoveses. Adem ás de esos terri
torios y puertos Venecia obtuvo el derecho (del cual se valió gene
rosam ente) a instalar sus factorías en todas las ciudades del Imperio
latino. Algunos historiadores consideran que el Im perio se convirtió
en una «colonia» veneciana; otros afirman que, a consecuencia de la
cuarta cruzada, se form aron dos Imperios: el latino y el veneciano.
Los dux venecianos, empezando por Enrique D ándolo, se adjudica
ron el título de «dom inador del cuarto y del medio cuarto de] Im pe
rio bizantino», aunque el título no se correspondía con las verdaderas
dimensiones de las posesiones venecianas.
¿Qué consecuencias políticas tuvieron para el papado todas esas
adquisiciones de los señores y comerciantes latinos? Logró la curia
rom ana ejercer su dominio sobre la Iglesia cristiana del Oriente? Ino
cencio III hacía como que nada le preocupaba tanto como la suerte de
Jerusalén e insistía ante los caudillos cruzados que su principal objeti
vo fue y seguía siendo la salvación del «santo sepulcro» y que la
cruzada debía proseguir para rescatarlo de manos de los «infieles».
E n realidad, la sede apostólica no tenía otro propósito que som eter la
Iglesia del O riente a los pontífices romanos. Al Papa, la continuación
de la cruzada le preocupaba tan poco como a los caballeros partici
pantes en la misma. En Occidente comprendían perfectam ente el ver
dadero objetivo de la sede apostólica; algunos reprocharon a Ino
cencio III su «enfriamiento» hacia la em presa de liberar la «tierra
santa». El Papa, viendo que sus verdaderos propósitos ya no eran un
secreto para sus contem poráneos, escribía a fines de 1210: «No cesan
de m urm urar que fue idea de la sede apostólica que los ejércitos lati
nos se desviaran para conquistar Constantinopla.» Sabemos que así
fue. Tam bién sabemos que desde mediados de 1204 el principal obje
tivo de Inocencio III fue propagar el dominio de la Igleaia católica
rom ana en los antiguos territorios bizantinos, que ahora componían el
Im perio latino.
El Papa confirmó a Tommaso M orosini como patriarca de Cons
tantinopla, pero era difícil contar con él para convertir a los griegos al
catolicismo; este sacerdote veneciano aceptó el cargo de patriarca lati
no no para servir a los intereses de Rom a, sino a los de su república:
los venecianos confiaban en él para poner en práctica sus propios pla
nes políticos.
Por eso Inocencio III mandó en 1205 al Imperio latino a su lega
do, el cardenal Benedicto, con la misión de persuadir a los griegos de
la superioridad de la Iglesia católica. En Grecia, Benedicto puso m a
nos a la obra con energía: organizó numerosos debates religiosos con
el clero griego. Los debates tenían un carácter abstracto y teológico,
no obstante, reunían numeroso público. G eneralm ente, en esas discu
siones con el legado papal, triunfaban los clérigos griegos. E n parte,
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contra los griegos y contra sus vecinos: Bulgaria, los Imperios de Ni-
cea y de Trebisonda y el principado de Epiro. En 1222 el príncipe
(déspota) de Epiro se apoderó del reino de Tesalónica. Posteriorm en
te, entre los Estados griegos hostiles al Im perio latino adquirió par
ticular relevancia el Im perio de Nicea, que según definición de M arx se
había convertido en «el centro del patriotism o griego». Los gober
nantes de Nicea aprovecharon hábilm ente la hostilidad de sus súbdi
tos hacia la dominación latina. La resistencia y la lucha de las masas
populares contra los opresores, a fin de cuentas, llevaron al Im perio
latino al fracaso y a la perdición. En 1261, cuando los ejércitos fran
cos habían salido de Constantinopla para ayudar a Venecia en el m ar
N egro, la población de la capital bizantina introdujo en la ciudad a
Miguel Paleólogo, em perador de Nicea, que previam ente había firm a
do una alianza con Génova contra Venecia. Los genoveses proporcio
naron a su aliado dinero y naves y, de este m odo, Miguel Paleólogo
se apoderó de Constantinopla. Los francos, a su regreso, no pu
dieron entrar en la capital del Imperio latino. Los caballeros que
aún perm anecían en Constantinopla fueron expulsados de ella y,
posteriorm ente, de muchas otras regiones bizantinas. Algunas regio
nes de G recia C entral y M eridional aún quedaban en poder de los
latinos, pero el Im perio latino había desaparecido. Su existencia
duró sólo cincuenta y siete años. E n 1261 Bizancio recuperó la inde
pendencia. Sin em bargo, los años de dominación de los latinos no
pasaron en vano: Bizancio nunca logró recuperar su antiguo poderío.
El golpe asestado por la cuarta cruzada y el medio siglo de dominio
de los cruzados, convirtieron a Bizancio en una som bra del que fuera
Estado poderoso.
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C a p ít u l o V
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Historia de las cru zadas
2 La política del «segundo reino de Jerusalén» estaba más bien encaminada al juego
diplomático con los príncipes musulmanes que a guerrear contra ellos, como señala con
acierto J. Richard en «Le royaume latin de Jérusalem». París, 1953, pága. 161-162.
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H istoria d e las c ru za da s
naran D am ieta, cosa que hicieron sin dem ora a principios de septiem
bre de 1221. Perdida D am ieta, el desdichado ejército cruzado aban
donó Egipto, con lo cual acabó la quinta cruzada, costosa pero de
pobres resultados, que m inaron el prestigio papal.
A m edida que el tiem po transcurría, en Occidente iba decayendo
el entusiasm o por las cruzadas, que se convertían en simples correrías
feudales, de rapiña, que obedecían a distintos cálculos políticos del
papado y de otros organizadores de esas guerras «secularizadas».
Con la subida de Federico II al trono del Im perio romano se re
crudeció la lucha del papado, fortalecido durante el pontificado de Ino
cencio III contra ese rey. La sede apostólica, que vía una amenaza en la
política italiana de los Hohenstaufen, decidió explotar políticamente
el fracaso de la quinta cruzada, culpando de la derrota a ... Federi
co II, que en 1215 había prom etido participar y luego eludió el cum
plim iento de su prom esa. El anciano H onorio III, sucesor de Inocen
cio III, acusó abiertam ente a Federico II de m enospreciar la «causa
de Dios», am enazándolo con la excomunión si retrasaba más su salida
a O riente. Federico II prom etió al Papa recuperar.,el.tiem po perdido:
para 1225 quedó program ada una nueva cruzada. Por orden de F ede
rico II, en los puertos de Sicilia y de Italia fue iniciada la construcción
de cincuenta grandes naves, capaces de transportar un ejército de ca
ballería. No obstante, la renovada prédica de la «guerra sagrada» era
acogida con bastante indiferencia en todas partes, de modo que en la
fecha señalada, Federico II no logró reunir gente suficiente para la
cam paña de ultram ar. A dem ás, la situación en las posesiones que el
«Sacro Imperio» tenia en Italia meridional dem andaban la presencia
del em perador. El comienzo de la cruzada se aplazó hasta el año
1227. El Papa accedió a la prórroga, pero obligó al em perador a pa
gar en 1227 al patriarca católico de Jerusalén, para necesidades de la
«tierra santa», la enorm e sum a de 100.000 onzas de oro. Federico II
aceptó esas condiciones, pero se desquitó presentándose como pre
tendiente al trono de... Jerusalén, con cuya heredera (Yolanda) se
casó en 1225. A dem ás, Federico II decidió apoderarse de su nuevo
reino interviniendo en la guerra del sultán egipcio contra Damasco.
E n 1226, M alek el Kamil propuso a Federico II una alianza contra
Dam asco, y el em perador alemán comenzó las negociaciones que le
perm itirían hacer valer sus «legítimos» derechos sobre el reino de Je
rusalén sin desenvainar la espada. Sus relaciones con R om a eran cada
vez peores, porque Federico II se afincaba en Italia m eridional y mos
traba el claro propósito de som eter las ciudades-repúblicas de Lom-
bardía. Por fin, en 1227 se realizaron los que parecían decididos pre
parativos de la cruzada: en el verano, un ejército de varias decenas de
miles de hom bres, reclutados principalm ente en Alem ania y en parte
en Francia, Inglaterra e Italia, acampó cerca de Brindisi, m ientras
otra parte ya navegaba rumbo a Siria. Pero los grandes calores y la
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9 R. Sternfeld: «Ludwgs des Heiligen Kreuzzug nach Tunis und die Politik Karls I
von Sicilien».. Berlín, 1896.
10 W. Norden: «Papsttum und Byzanz». Berlín, 1903.
11 G. Caro: «Zur Geschichte des Kreuzzuges Ludwgs des Heiligen». «Hist. Vier-
teljahrschrift», 1898.
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1809; Heeren: «Versuch einer Entwicklung der Folgen der Kreuzziige». Gesammelte
Werken, Bd. II, Góttingen, 1821.
3 St. Runciman, autor de una «Historia de las cruzadas» en tres volúmenes (1951-
1954), señala acertadamente que a las cruzadas no se les puede atribuir una influencia
directa en el avance de la civilización occidental («A history of the crusades», vol. III,
Cambridge, 1954; pág. 470), aunque si en la arquitectura militar (en la construcción de
castillos) y en el robustecimiento de las monarquías en Occidente, debido esto último a
que las cruzadas arrastraron hacia el Oriente a los «barones más intranquilos y belico
sos» (Ob. cit., pág. 471). La opinión es errónea: la centralización política se debía a
razones internas.
4 V. G. Belinski: «Obras completas», t. IX, 1914, pág. 410.
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influencia cultural del Oriente: por los países de los francos en Siria y
Palestina, por España, por Sicilia o por Bizancio.
Lo que no cabe duda es que entre los siglos XII y XIII esa múltiple
influencia se producía por medio de las relaciones económicas inter
nacionales, a través del intenso intercambio comercial con Levante,
en el que desem peñaban un creciente papel las ciudades, que progre
saron con la separación de la artesanía y la agricultura. El intercam
bio comercial, y no las sangrientas guerras de los caballeros occiden
tales contra los pueblos m usulm anes; el intercambio de ideas y de
mercancías y no la exterminación recíproca en nombre de ficticios
objetivos religiosos, a eso se debió el provechoso, para Occidente,
contacto con el Oriente.
Indudablem ente, el comercio ocupaba un im portante lugar en la
vida económica de los Estados creados por los cruzados, que no se
interrum pía ni cuando las relaciones con el mundo musulmán se ha
cían extrem adam ente tensas: poco antes de comenzar la tercera cru
zada, el condado de Trípoli firmó por cuatro años un convenio comer
cial con Saladino, y en 1291, en vísperas de la derrota definitiva de los
cruzados, en el campamento del sultán egipcio en Acre aparecieron
m ercaderes cristianos. No sin ironía decían los musulmanes que los
codiciosos m ercaderes occidentales seguirían viajando al Oriente para
hacer sus negocios, aun cuando les sacaran un ojo.
Pero, como hemos señalado, la considerable actividad comercial
en el Levante de los genoveses, venecianos, marselleses, catalanes,
etcétera, fue debida fundam entalm ente al desarrollo económico inter
no de E uropa entre los siglos XI y XIII y, en mucha m enor medida, al
trato favorable que gozaban las colonias comerciales en los países de
los francos. Es significativo que con el tiempo, sobre todo en el si
glo XII, los m ercaderes occidentales em pezaron en núm ero creciente a
concertar contratos m utuam ente ventajosos con Egipto y demás paí
ses m usulmanes, convencidos de que esos contratos ofrecían una base
más sólida a su proceso comercial que los privilegios coloniales. En
consecuencia, tam bién los m ercaderes fueron perdiendo el interés por
las cruzadas, que muchas veces obstaculizaban la obtención «normal»
de beneficios.
Sería erróneo negar totalm ente el papel de las cruzadas y de los
países fundados por ellas en el desarrollo de la sociedad medieval del
Occidente. Las cruzadas ejercieron determ inada influencia en el m un
do feudal europeo, pero no fue una influencia directa y, menos toda
vía, decisiva. E l contacto con el Oriente contribuyó a modificar el
m odo de vida de los feudales. El caballero cruzado, cuando retornaba
a casa, ya no se avenía a vivir igual que antes. Lo robado no le duraba
mucho, pero ahora deseaba cambiar su grueso y áspero atuendo de
estam eña por las suaves y bellas vestimentas orientales; sustituir su
sencilla mesa por platos más selectos y condimentados; beber vinos
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En aspecto probablemente las cruzadas fueron una auténtica «escuela» para los
caballeros. Fue entonces, cuando se hizo célebre la expresión «beber como un templa
rio» (bibere templariter).
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C apítulo Prim ero: C ausas y preparativos de las cruzadas ....................... 23
C apítulo II: L a primera c r u z a d a ........................................................................... 57
C apítu lo III: Las cruzadas del siglo x n ............................................................ 115
C apítulo IV: La cuarta c r u z a d a ............................................................................. 149
C apítulo V: Las últim as cruzadas ......................................................................... 195
C on clu sión ........................................................................................................................ 2L3