Bisson, Thomas N - La Crisis Del Siglo XII PDF
Bisson, Thomas N - La Crisis Del Siglo XII PDF
Bisson, Thomas N - La Crisis Del Siglo XII PDF
BISSON
Traducción castellana de
Tomás Fernández Aúz y Beatriz Eguibar
CRÍTICA
BARCELONA
Título original:
The Crisis o fth e Twelfth Century. Power, Lordship, a n d the Origirn
o f European Government
Princeton University Press
Diseño de la cubierta: J a i m e F e r n á n d e z
Ilustración de la cubierta: G etty images
R ealización: Á tona. S.L.
F otocom posición: gam a si
* Libro del registro catastral realizado en Inglaterra en el año 1086. (N. délos r.)
dades evocan los episodios que las desorganizaron: también en nuestro
caso los magnicidios rivalizan con las guerras en el recuento de hechos
sobresalientes. Lo que Hannah Arendt ha descrito como «arbitrarie
dad» de la violencia tenia en el siglo XI un carácter de realidad común
y corriente todavía más marcado que en nuestros días; y además, para
quienes se hallaban libres del sufrimiento que dicha violencia causaba
resultaba fácil pasar por alto, precisamente por su vulgaridad, la exis
tencia de esos hechos violentos, lo que significa que el escaso número
de quienes poseían poder los ignoraban o los infravaloraban, igual que
nosotros, que tampoco los padecim os.12 En las sociedades de las que
nos ocupamos, el poder se ejercía de forma violenta, de modo que si las
crueldades que concurren en las conquistas y las cruzadas parecen de
índole epifenoménica, no por ello hay que dejar de considerarlas ex
presión de una realidad preponderante en la experiencia humana. Las
alusiones a la violencia son tan estridentemente frecuentes en los regis
tros documentales de los siglos XI y x u que los historiadores han su
cumbido a veces a la tentación de reducir su credibilidad y juzgarlas
exageraciones clericales interesadas; se ha llegado a proponer incluso
que, en las fuentes, la palabra violentia pudiera no significar en todos
los casos lo que parece.13 Sin embargo, podemos decir sin temor a
equivocamos que en los siglos x i y x u quienes montaban a caballo y
empuñaban las armas acostumbraban a herir o a intimidar de forma
habitual a la gente.
Y no siempre lo hacían sin un objetivo en mente. La violencia era
un medio de doble utilidad, ya que se empleaba tanto para obtener el
poder como para ejercerlo. Los jinetes de la A ntigua Cataluña am e
nazaban y saqueaban a los campesinos con la intención de alumbrar
señoríos y hacerse acreedores al respeto debido a los caballeros. En
Flandes, el clan de los Erembaldo, tras hacerse con el poder, aunque
no con la respetabilidad, asesinó al conde que, según sus temores,
podía aniquilarles. La crisis social subsiguiente no sólo puede com
pararse al cruento desplome de los protectorados regios que tuvo tu
garen Galicia (1112-1117) y en Inglaterra (1139-1 150), sino también
a toda una serie de sintomáticos levantamientos urbanos; los de Cam-
brai (1076), Le M ans (1077), Laon (1112) y Santiago de Compostela
(1117). Suele interpretarse, y no injustificadamente, que estos últi
mos ejemplos constituyeron otras tantas revueltas contra los señores;
sin embargo, da la impresión de que los alzados simplemente equivo-
carón su objetivo, pues no atacaron a quienes verdaderamente osten
taban el poder.14 De este modo pasamos de la violencia al estrés so
cial, a situaciones de normalidad presididas por un orden represivo
variablem ente vulnerable a las acometidas del castillo dominante o,
de cuando en cuando — aunque rara vez— , al enfurecido empuje de
las gentes sometidas.
Lo que amenazaba más profundamente la existente estructura de
poder era la dinámica de los cambios sociales y económicos, esto es, el
incremento de la población y la riqueza, así como la multiplicación del
número de individuos provistos de los medios y la determinación nece
sarios para coaccionar a otros. En el viejo mundo en trance de desapa
rición, habían gobernado los nobles, y la principal característica del
sistema estribaba en que dichos aristócratas eran poco numerosos. En
el floreciente nuevo mundo de la Primera Cruzada aumentaba en cam
bio sin cesar la cifra de castellanos y caballeros que pretendían hacerse
con las potestades asociadas con la aristocracia, y alcanzar así, inevita
blemente, una posición social más elevada. Lo que se observa de forma
casi sistemática es que tenían más ambiciones que recursos, lo que no
sólo les predisponía a emplear su fuerza de coacción contra los propios
campesinos que dependían de ellos a fin de garantizarse un patrimonio
suficiente para la desahogada vida de combates que ansiaban, sino a
utilizarla asimismo contra las tierras y los labriegos de terceros para
incitar de ese modo a los hombres de armas a buscar las recompensas
derivadas de entrar a su servicio y de manifestarles su lealtad. Los
hombres luchaban para hacerse con un señorío, o tomar parte en él, y se
habituaron a despreciar a los campesinos que se creían obligados a ex
plotar. La nobleza naciente podía mostrarse despiadada, pero por ello
mismo su dominación se revelaba en ocasiones precaria. ¿Podían los
principes frenar a estos hombres tan sañudos, o incorporarlos a sus
propios planes?
Terminarían haciendo ambas cosas, ya que les concedieron vicaria
tos, magistraturas e incluso funciones curiales a cambio de promesas de
lealtad, sin dejar no obstante de procurar limitar o someter a su control,
casi siempre en vano, la construcción de castillos. El papel de los beli
cosos «recién llegados» era probablemente más crucial para la cons
trucción del gobierno medieval que los miembros de las órdenes cleri
cales — de quienes tenemos amplia noticia gracias a Orderico Vitalis y
a sus modernos intérpretes— , ya que a los primeros aún tenía que incul
cárseles la diferencia entre la fidelidad y la com petencia.15 Y hemos de
decir que se trata de una lección que a los cortesanos de toda condición
les resultó difícil enseñar, y a menudo, según parece, también ardua de
aprender. Estaban acostumbrados a pensar en términos de esplendidez
y de generosidad, y habituados igualmente a disfrutar de unos patrimo
nios fijos. Con lo que no estaban en modo alguno familiarizados era con
el concepto de «incremento [incrementttm]» ni con sus implicaciones
económicas. Los hombres que surtían la mesa de los señores-condes o
que abastecían a sus séquitos debieron de sentir con idéntica frecuencia
la tentación de pasar por alto los defectos de un sistema consuetudina
rio del que ellos mismos se beneficiaban y la de recomendar a sus seño
res la adopción de un nuevo método de cálculo de prebendas que les
permitiera aprovecharse del crecimiento patrimonial.
Y además, la construcción de nuevos castillos y estructuras generó
un plano de tensiones más profundo. Las nuevas nociones de señorío
militar habían arraigado en unas sociedades cuya conversión al cristia
nismo era más imperfecta que en cualquier otra época anterior. Esto
dio lugar a una contradicción que angustió a los personajes del clero
afectos a sus principios, ya que no sólo empezaron a cuestionar el co
mercio de características aparentemente mundanales que se había or
ganizado en tomo a los altares, sino también el comportamiento de los
señores prelados con sus aparceros y vasallos, y sus pretextos. Cuando
el movimiento de reforma llegó al extremo de impugnar el control que
de forma consuetudinaria había venido ejerciendo el rey en relación
con el nombramiento de los obispos, los opuestos ideales de estos dos
conceptos divergentes del poder derivaron rápidamente en un conjunto
de conflictos. La Querella de las investiduras fue ei primer y más céle
bre incidente de una prolongada crisis de poder. Este desencuentro, que
señala el inicio de un período de tímida madurez en los asuntos de Eu
ropa, tuvo muchas facetas, como acertadamente han percibido los his
toriadores; dos de esos aspectos guardan una notable relación con el
tema de este libro. En primer lugar, el conflicto fue violento y destruc
tivo, ya que no sólo socavó la autoridad del monarca en Alemania, sino
que hizo padecer al pueblo de Roma el implacable pillaje de los aliados
normandos del papa. En segundo lugar, los cronistas empujados a jus
tificar las acciones o las reivindicaciones en liza expresarán ideas vin
culadas con la autoridad, el desempeño de los cargos, la elección, y la
aptitud (o idoneidad), ideas que habrían de difundirse con renovado
vigor entre los miembros de la Iglesia del siglo Xli y que hemos de su
poner influyeron necesariamente en todos aquellos que, siendo muy a
menudo clérigos a su vez, trabajaban por entonces en los reinos y los
principados laicos que estaban dotándose de nuevas instituciones.16 De
esta «crisis de la Iglesia y el estado», por em plear la habitual aunque
problemática fórmula, habría de derivarse la organización del gobierno
eclesiástico. ¿Podríamos considerar que esta crisis — que además era,
en notable medida, una misma crisis— tuvo parte en el inicio de los
gobiernos laicos?
* Nombre con el que se conoce el impuesto que establecieron los reyes medie
vales para pagar a los daneses por no realizar saqueos en sus costas. (N. de los l.)
por medio de la ley, entonces resultaba igualmente factible redefinir su
poder como un servicio a sus súbditos: lo que se concretaba del modo
más específico (según la exposición de Hildeberto) en ios campos de la
justicia, la garantía de unos derechos equitativos, y el auxilio a los afli
gidos. De hecho, lo que proponían era revertir el desarrollo de la insti
tución monárquica y pasar de su versión tradicional al señorío de los
príncipes, esto es, sugerían que se intentara poner en práctica un ideal
de justicia de carácter civil (o incluso «político») y sustituir con él el
modelo de la justicia impartida de forma directa y personal por un ha
cendado. Esta forma de pensar resultaba progresista, como bien seña
lara en su día sir Richard Southern; los estudiosos familiarizados con
Cicerón y Séneca «habían iniciado una nueva corriente de teoría políti
ca, basada en los derechos humanos y en las necesidades de la pobla
ción, así como en la innata dignidad del orden social laico».26 A este
respecto, sus prácticas público-legales resultan muy sugerentes. El
abate Pedro el V enerable de Cluny agradecía al obispo Enrique de
Winchester, en tomo al año 1134, que «hubiera dejado a un lado los
muchísimos entuertos de su comunidad [res publica en Inglaterra]» a
fin de visitar la Borgoña.27 Da la impresión de que Pedro piensa que los
señores-príncipes y sus ministros operan en un orden público, un orden
en el que los gobernantes ejercen su potestad en un territorio. El arzo
bispo Hildeberto establece la cuestión de modo aún más concreto, ya
que recomienda al conde Godofredo que disfrute con la «administra
ción» y el servicio en la res publica.2S Desde luego, no cabe dudar de
que, en cierto sentido, el orden público consiguió subsistir en Europa.29
Ahora bien, ¿qué relación guardaban esas imágenes con la realidad del
poder? ¿Puede decirse que la amedrentada corte de un condado fuese
una institución estatal? ¿Ejercía una justicia política el señor-rey que
distribuía favores?
El problema que plantea asumir que el poder se experimentara tan
to en el ámbito público como en el institucional es que nos impide ver
las pruebas incómodas. Pensemos en un ejemplo más concreto. A los
señores Richardson y Sayles, que censuraron severamente a William
Stubbs por sus fallos, les resultó extremadamente difícil mostrar, sin
duda correctamente, que la designación por la que se encarga a Rogelio
de Salisbury la supervisión de la justicia constituyó una útil innovación
del rey Enrique I. No obstante, cuando añaden, gratuitamente, que En
rique «crea el cargo de juez» para Rogelio y «le confiere ... el título de
magistrado jefe», es claro que ellos mismos están yendo más allá de lo
que las pruebas permiten, y que son víctima de sus propias ideas pre
concebidas.’0 Lo que los registros muestran es simplemente que se
confía a un competente clérigo del entorno del señor-rey una importan
te función nueva. ¿Tan magro argumento es éste? Nuestras propias au
toridades en la materia dicen lo siguiente: «Rogelio de Salisbury es un
personaje destacado y poderoso de la historia inglesa».35 Sin embargo,
carecemos de toda clase de información directa sobre su función, por
no hablar de lo poco que sabemos de su «cargo»; de lo único que tene
mos noticia es de algunos de sus actos (y aun así de muy pocos). El si
lencio documental puede jugarnos malas pasadas, pero no debemos
olvidar que es preciso tenerlo en cuenta. Las gentes de los condados
sabían que el obispo Rogelio era un hombre poderoso, que ejercía el
señorío del rey; ni él mismo en sus dictámenes judiciales ni las perso
nas del condado parecen haber puesto gran empeño en utilizar en su
caso otra denominación que no fuera la de «obispo» — y ése si que era
un título oficial— . Una de las gratas complejidades de esta investiga
ción radica en el hecho de que el poder pudiera concebirse —o en cual
quier caso, pensarse —de formas distintas en función de las situaciones
dadas.
Ateniéndonos al concepto de poder quizá quepa albergar mejores
esperanzas de identificar el desempeño de un cargo cuando las fuentes
nos señalen su existencia. En realidad, ta principal objeción que puede
hacerse al estudio de la gobernación medieval es que subestima el al
cance y el significado del cambio institucional. Pese a que la conducta
de los barones catalanes que se insubordinaron en la década de 1190
parezca sociológicamente diferente de la de sus antepasados del año
1050, tiene sentido que nos preguntemos si se trató en ambos casos de
un comportamiento político. Si la gobernación y la política son ele
mentos (de hecho) constantes en los asuntos humanos, entonces (como
es lógico) han tenido que experimentar cambios a lo largo de ía histo
ria. No obstante, en ese escenario es posible que los historiadores sien
tan la fuerte tentación de dar por supuestas la continuidad y el creci
miento acumulativo, poniendo al mismo tiempo en duda las pruebas
que hablan de desorganización o de transformación. La forma en que
se concibe actualmente la anarquía imperante en tiempos del rey Este
ban de Blois parece traslucir dicha tentación — además de una cierta
incomodidad con las características propias de ese período— ,n Es po
sible que las gentes que vivieran en esa época no fueran conscientes de
la introducción de novedades procedimentales, y que se sintieran abu
rridas de padecer tamas crueldades, pero cuando hablan de violencia en
contextos inesperados hemos de prestarles atención. La célebre carta
del arzobispo Hildeberto que hemos citado más arriba contiene una
extensa coletilla en la que se aborda el viejo tema del buen príncipe
rodeado de malos ministros que le prestan flacos servicios. Este pasaje
resulta tan notable por lo que calla como por lo que expone. Afirma que
el príncipe deberá rendir cuentas ante Dios, quien habrá de dirigirse a
él diciéndole: «has sido incapaz de reprimir la rapacidad y las exaccio
nes de tus [ministros]» - e l crudo tiiorwn resulta muy elocuente— .
Con todo, el texto no llega a sugerir que la responsabilidad terrenal
pudiera ser un remedio conveniente.33 Lo importante no es que el «go
bierno» al que aquí se exhorta sea de carácter rudimentario, dado que
esto es obvio, sino más bien que el poder en esta res publica se concibe,
incluso en sus ministerios, como un ejercicio de señorío personal.
Y pese a que en este mundo turbulento puedan hallarse en los seño
ríos, o asociados a ellos, algunas sociedades y organizaciones políticas
que se adecúen a las prescripciones de este protohumanismo, lo cierto
es que son muy escasas. Antes del año 1150, la administración colecti
va de este género que más cerca está de mostrar un carácter permanen
te es la del papado, institución que cada vez recurre más a los medios
burocráticos del derecho y los legados, y que también ofrece una res
puesta rutinaria a las demandas y las súplicas. Sin embargo, la Iglesia
católica romana era una monarquía electiva fundada en antiguos pre
ceptos y tradiciones. Hn este sentido era un vestigio del orden público
pregregoriano, pese a que pueda argumentarse con toda verosimilitud
que se sirvió de la crisis de desencantamiento del mundo que vivirá el
siglo xn para estimular las innovaciones administrativas que habrían
de venir después. En cualquier caso, lo que sabemos del papado de esta
época procede de sus propios registros, unos archivos compilados bajo
un impulso cada vez más colegiado y de forma crecientemente están
dar. En Alemania e Italia la justicia y el padrinazgo imperiales nunca
llegaron a perder por completo su naturaleza oficial. No ocurría lo mis
mo en las sociedades laicas de tipo dinástico o feudal, ya que en ellas lo
característico era que los privilegios fueran diseñados por los propios
beneficiarios, que los juicios constituyeran todo un acontecimiento, y
que el intento de organizar algo que pudiera parecerse a un gobierno
requiriera, como recurso temporal, la desaparición o la ausencia de los
señores príncipes. Orderico Vitalis nos dice que a pesar de que el conde
al que profesaban lealtad había sido encarcelado en el año 1098, los
barones del condado del Maine celebraban consejo diariamente y que
en él se debatían y atendían las cuestiones relativas al status de la res
publica}* Y sin embargo, también aquí la palabrería tendente a confe
rir visos clásicos al período ha podido distorsionar la realidad (por no
hablar de los efectos producidos por el transcurso de un prolongado
lapso de tiempo). Una cosa era concebir una función de vicegerencia
en un reino en expansión, como ocurre en el caso de las magistraturas
inglesas, y otra muy distinta instituir un señorío colectivo y laico —y
no digamos ya una república de barones acéfala— . La agitación que
recorre los reinos de Flandes entre los años 1127 y 1128, episodio en el
que se realizaron precoces esfuerzos por separar el interés general de
los apetitos particulares, podría proporcionamos más infonnación que los
hechos del año 1098, cuyos testimonios son menos seguros. En el norte
de Francia la independencia comunal fue notablemente efímera, y casi
inaudita en cualquier otra región situada al norte de los Alpes.
Fue por tanto en los señoríos, y fundamentalmente en los de loe prín
cipes y los reyes, donde comenzaron a dejarse percibir por primera vez
unos principios y unos mecanismos similares a los de una administra
ción pública. No deben sobrevalorarse las excepciones que desde luego
puedan contraponerse a esta afirmación. Algunos de los primitivos go
biernos comunales de Italia eran característicamente precarios, hasta el
punto de necesitar ser rescatados por terceros. También podemos tratar
de detectar en otros lugares la presencia de cortesanos cultos; y en tomo
al año 1200 sus presupuestos políticos les habrían parecido crecien
temente realistas a todos aquellos que tuvieran propiedades que perder
en Cataluña y en las tierras dominadas por Felipe Augusto, así como en
Inglaterra. La obligatoriedad de los procesos judiciales comenzaba a
arraigar en esta última región. En estos territorios comenzaron a apare
cer nuevas funciones, prácticas de contabilidad fiscal, y algo similar a
una actividad legisladora. No obstante, todo esto no tenía nada de inevi
table, ni siquiera en sentido orgánico. Lo que sí resultaba ineludible era
la supervivencia radical, por no decir el triunfo, del señorío personal
— la única aplicación práctica de la nobleza, por entonces más prestigia
da que nunca— . Los nacidos de buena cuna predominaban tanto por
razones afectivas” como por motivos funcionales, así que no es de ex
trañar que sus sirvientes trataran de emularles. Dadas las limitaciones y
ambiciones de orden económico y patrimonial, no debió de resultar fácil
redefinir la fidelidad en términos impersonales a fin de alcanzar metas
públicas. Esta es la razón de que la petición de cuentas a los dirigentes
desempeñara un papel fundamental en la crisis del siglo xu — más aún:
éste es el motivo de que podamos considerar que dicha responsabilidad
constituye, hablando con toda precisión, la cuestión «crítica»— . Y es
que ése es el punto en el que se manifestaba del modo más agudo la dis
paridad entre el imperativo moral y la arbitraria realidad, el vértice en el
que los preceptos bíblicos operaban de modo menos efectivo por pare
cer situados más allá de toda esperanza de materialización. Y era tam
bién en este punto donde la experiencia de la violencia convergía con la
vivencia del poder, ya que la tolerancia de esa violencia — una caracte
rística predominante en los señoríos del siglo xu— contribuye a expli
car otra tolerancia igualmente específica del período: la que llevaba a no
conceder importancia a la imprecisión en la concreción de los servicios
prestados a los poderosos.
E l a n t ig u o o r d e n
* Aunque no tenga nada que ver con la barcelonesa institución de gobierno me
dieval del Consejo de Ciento (C onsol de Cent, 1249-1716), empleamos aquí la voz
«ciento» para traducir el término inglés tnmdred, que en este caso alude a la división
administrativa de los condados en distritos (llamados así porque originariamente las
comarcas accedían a esa categoría en caso de constar de un mínimo de cien familias o
de poder mantener grupos armados integrados por cien hombres). (N. de los r.)
plean en las cláusulas de delimitación de lindes del M editerráneo, la
expresión «vía pública» (vía publica) se diferencia habitualmente de
los caminos pertenecientes a propiedades y terrenos privados, y lo mis
mo puede decirse sin duda alguna en todos los casos en que aparezca
mencionada alguna alusión a las «vías públicas». Quienes se sientan
seducidos por la teoría modernista no debieran olvidar que Jürgen Ha-
bermas, que opina que «lo público» carece de significado autónomo en
la «sociedad feudal», nunca ha leído un sólo cartulario medieval. Lo
cierto es que lo que él llama «sociedad feudal» es un concepto que re
sulta problemático precisamente por abarcar también la «esfera públi
ca» — o por ocupar de hecho el espacio propio de ésta— .2ü Los escriba
nos flamencos anotaban la palabra «públicamente» para referirse al
hecho de que se diera legitima publicidad a las transacciones; en el
Mediterráneo, las funciones notariales contaban con la sanción de un
conjunto de leyes escritas; y en todas partes la pervivencia de unos
procedimientos sujetos al empleo de fórmulas lijas indica que se con
servaban los vestigios de una cultura que no ignoraba la responsabili
dad pública. Como con toda razón ha subrayado Karl Ferdinand Wer-
ner, «la cosa pública no llegó nunca a desaparecer». Y los cronistas
cultos de los siglos xj y xu no dejaron en ningún momento de aludir a
la res publica.21
La prueba decisiva estribaba en si los gobernantes tenían o no capa
cidad para brindar protección a sus pueblos y mantener la paz. Y es que
en realidad apenas importaba otra cosa. La justicia adquirió un carácter
abstracto y se convirtió en un eficaz atributo (durante un tiempo), sobre
todo en los casos de desposesión y de violencia, es decir, se transformó
en un apéndice para la defensa y la paz. El antiguo orden, concebido
como una zona pasiva regida por una autoridad consagrada, no era ni
constitucional ni político (al menos no en el sentido moderno); no po
día ni promover ni evitar que se estableciera un concreto tipo de víncu
los: el que las distintas facciones de potentados trababan a fin de encau
zar sus intereses de padrinazgo o la procura de ventajas dinásticas,
vínculos que tanto hoy como entonces han de descansar necesariamen
te en una persuasión basada en principios. De los servicios de carácter
útil (que no fueran los relacionados con el ejército), sólo quedó en la
mayoría de los territorios el de la acuñación de moneda, actividad que
por regla general se desarrollaba de forma pública, aunque en la prácti
ca fuera de orden fundamentalmente fiscal, salvo probablemente en
Inglaterra. En torno al siglo xi, la acuñación de moneda, tanto en el
plano imperial como en el de las distintas monarquías, se mezcló con
los intereses de los príncipes y los prelados a quienes se encomendara
la tarea (y los beneficios) de la maneta.22 Sin embargo, las únicas cues
tiones en que los gobernantes compartían las preocupaciones de la so
ciedad eran las vinculadas con la defensa y la paz.
De hecho, puede argumentarse que la amenaza exlema de los vikin
gos, los magiares y los musulmanes contribuyó a preservar el orden
público y a mantener invariables sus condiciones. El territorio de In
glaterra se forjó en los contraataques dirigidos en el siglo x contra las
tierras en las que regían las leyes impuestas por los vikingos, en un
proceso que terminó desembocando en algo parecido a una recauda
ción pública de impuestos y que garantizó que las conquistas, fueran
internas o exteriores, no pudieran tener sino un carácter total. Algo si
milar estaba sucediendo en León y Navarra, donde los reyes, los baro
nes y los miembros de la Iglesia se mantuvieron cohesionados debido
en parte a la peligrosa proximidad de las fronteras con el mundo islámi
co. Con todo, lo que resulta sorprendente es que en todas partes el apa
ciguamiento de las presiones externas parezca haber estimulado o con
firmado muy poco el antiguo orden de los poderes públicos. A los
campesinos libres y otros propietarios de las tierras francas occidenta
les de fines del siglo x y principios del xi debió de resultarles más difí
cil que nunca lograr que se les hiciera justicia en los tribunales conda
les.23 La defensa reem plazaba el mantenimiento de la paz interna,
aunque difícilmente cabría considerar que los poderes públicos tuvie
ran más éxito en esto último.
En esta época, ei concepto de orden adquirió carácter ilusorio. Dejó
de corresponderse con la experiencia real del poder. Pero se mantuvo
en tanto que norma, no dejó nunca de existir como aspiración, y se ve
ría un día restaurado en lo esencial. Su persistencia en el ámbito de la
cultura literaria puede detectarse ya en las comunidades monásticas y
catedralicias que dominaban el latín clásico y en los decretos de los
concilios cristianos; para autores como Burcardo de Worms, Ivo de
Chartres, Graciano, Lamberto de Hersfeld, Suger de Saint-Denis y
Juan de Salisbury, las responsabilidades públicas de los reyes, prínci
pes, obispos y abates eran de evidencia axiomática. Cuando el rey Al
fonso VII de León convocó en la Palencia del año 1129 un consejo al
que asistieron sus prelados, junto con «condes y príncipes y personas
de potestad territorial», a fin de ratificar un programa de seguridad
frente a la violencia, estaba movilizando literalmente la «hacienda de
la Santa Madre Iglesia y de todo el reino».24 Estas manifestaciones de
orden público, que en esta época cuentan con numerosos testimonios,
eran tanto el cauce de expresión del concepto tradicional de goberna
ción como los heraldos de una nueva noción de estado. Nadie habría
podido sospechar que el orden público como tal tendría que ser resca
tado en el siglo xii . Y sin embargo, necesitaba desesperadamente que
alguien lo respaldara.
L a p r o c u r a d e l s e ñ o r ío y l a n o b l e z a
Por esa época, tanto el significado del orden público como el de las
realidades del poder habían experimentado una profunda transforma
ción. Esto mismo se exponía antiguamente diciendo que el feudalismo
acabó por destruir al estado. Si supiéramos en qué consistía el «feuda
lismo», quizá conviniésemos en que esta afirmación resulta aceptable,
pero el auténtico problema de esta desacreditada forma de explicar la
situación radica en el hecho de que las propias instituciones asociadas
con el concepto de feudalismo, según aparecen en los escritos de dis
tinguidos académicos — pienso en términos como los de señorío, vasa
llaje y feudo— , eran en su origen elementos de, y factores para, la
sustentación del régimen mismo que supuestamente habrían acabado
por subvertir.25 Desde luego, es posible que este tipo de cosas cambia
sen con el tiempo. Este es uno de esos casos en que resulta posible en
contrar opiniones favorables a dos posturas contrapuestas. El rey
Atelstan de Inglaterra pensaba que se atendía mejor a la justicia si los
hombres se sometían a un señor; y difícilmente cabría considerar sub
versivo que los reyes y los obispos mantuviesen económicamente a los
caballeros, como ocurrirá en Reims hacia ei año 935 y en las ciudades
lombardas una generación más tarde.26 En la M arca hispánica, así
como en la Italia imperial, la tenencia condicional de tierras — frecuen
temente denominadas «feudos»— era de índole fiscal, naturaleza que
conservaría durante mucho tiempo; es decir, se trataba de concesiones
otorgadas a cambio de la prestación de un servicio administrativo de
carácter público. Los vizcondados y los «honores» de la Aquitania de
principios del siglo XI podrían describirse como tenencias condiciona
les.-7 Las relaciones de señorío y dependencia modificaron callada
mente el viejo régimen de la propiedad dotada de garantías públicas,
quizá de modo más profundo en las tierras septentrionales, pero pro
gresivamente en todas partes.2*
Si pudiéramos saber las causas de esta transformación, alcanzaría
mos a determinar con mayor exactitud cuándo se produjo. La dificultad
estriba en que nuestras fuentes muestran un desfase respecto de las
realidades a las que (imperfectamente) apuntan. Cuando Burcardo de
Worms define al fin el estatuto legal del laicado en tom o al año 1020,
habla de «quienes presiden, como los emperadores, reyes y príncipes»
y de «quienes se hallan sujetos a su imperiurn».2í>Esta es una perfecta
descripción del antiguo orden público y del poder oficial. Sin embargo,
da la impresión de que los cargos de esos notables tienen ya por esta
época un carácter más próximo de lo ceremonial que de lo administra
tivo. En los concilios y tribunales del siglo x se conservan algunos
vestigios de documentación oficial, ya que ni siquiera han llegado has
ta nosotros restos de las acciones que se realizaban rutinariamente por
delegación.30 Esta situación apenas resulta mejor que la que nos obliga
a conjeturar que los mayordomos y los administradores de las tierras
sujetas a un régimen fiscal o constituidas en heredad tenían la obliga
ción de dar cuenta de sus servicios a los reyes, los condes, los obispos
o ios monjes;31 y es poco probable que las funciones de importancia
superior a las anteriores, que tendían a adquirir carácter hereditario
— las de los senescales o los chambelanes, por ejemplo— , conservasen
esa sujeción y se viesen abocadas a la exigencia de responsabilidades.
Este tipo de personas compartían el poder patrimonial y se hallaban
expuestas a la constante tentación de apropiárselo.
No hay duda de que esta conducta no era una novedad en el siglo x.
Sabemos que los condes carolingios tendían a pasar por alto ia distin
ción entre los ingresos derivados del ejercicio de un cargo y los debidos
a rentas de propiedad, una tendencia que resulta comprensible en las
sociedades agrarias, ya que en ellas solía haber escasez de monedas
acuñadas. Y es más, los derechos públicos ya se identificaban por en
tonces — de hecho, venía haciéndose desde el periodo tardío del impe
rio romano— con el patrimonio regio. Sin embargo, los registros del
siglo IX nos permiten observar que se entendía perfectamente bien la
diferencia entre los títulos regios de índole fiscal y los derivados de
la propiedad, ya que era frecuente tener que defender a los primeros de la
amenaza de usurpación de los segundos. Esta distinción se diluirá en
épocas posteriores. Los últimos reyes carolingios lucharán denodada
mente por preservarla, pero sin éxito. En el año 877, Carlos el Calvo se
aseguró el respaldo de su expedición final permitiendo que tanto los
hijos de los condes como los de Sos vasallos del rey heredaran la tenen
cia de sus padres, una normativa que de hecho difuminó las diferencias
entre las tenencias motivadas en causas fiscales (o públicas) y las deri
vadas de un acta de propiedad. Y cuando posteriormente su hijo Luis II
de Francia, el Tartamudo, trató de aplicar los antiguos privilegios para
poder disponer de los beneficios, se vio obligado a desistir ante el le
vantamiento de los potentados.32 En las generaciones siguientes, el ca
rácter hereditario de los condados y los honores a ellos vinculados pasó
a ser cosa normal en muchas regiones, aunque no en todas partes: en
Alemania, Aragón y Navarra hubo resistencias a ese cambio hasta fina
les del siglo xi, y en León e Inglaterra en períodos incluso posteriores.
Sin embargo, incluso en esos territorios lo que determinó el desenlace
de la cuestión fueron los imperativos del señorío regio, no los de la
gobernación. Nadie renunciaba al relumbrón de los altos cargos, pero
el poder se vinculaba ahora a la tenencia de fincas arrendadas y a la
posesión de tierras en régimen de cuasi propiedad. Sin dejar de consti
tuir una esfera de orden público, los reinos habían quedado convertidos
en una red de señoríos partícipes de la riqueza patrimonial.
La búsqueda de este tipo de fortuna constituirá una fuerza dinámica
en los siglos posteriores a la era carolíngia. Resulta fácil concebir este
período en términos económicos, y ésta es la razón de que los historia
dores hayan interpretado con tanta frecuencia que la feudalización vino
a suponer un fenómeno de carácter competitivo, cuando no de índole
cuasi mercantil — es decir, un esfuerzo encaminado a acumular feu
dos— ; y éste es también el motivo de que en época reciente un acadé
mico haya optado por resaltar la faceta por la que las tenencias condi
cionales se vinculan con la propiedad.3-1 Lo que habitualmente se ha
pasado por alto es que las tenencias de todo tipo, incluyendo las deriva
das de la concesión de derechos fiscales, no sólo implicaban una parti
cipación en la riqueza de un señorío mayor, sino que constituían inva
riablemente señoríos por derecho propio. Y es precisamente el señorío
lo que más nos aproxima a la experiencia vital del poder en los siglos
posteriores a Carlomagno. Esto no se debe a que la razón de ser de to
dos los señoríos estribara en la imposición de una fuerza coercitiva
personal; buena parte de la sociedad terrateniente, como siempre ha
sucedido en todas las épocas, estaba sin duda integrada por propieta
rios que ejercían su poder de forma impersonal. No obstante, hay bue
nas razones para suponer que la mayor parte de los nuevos señoríos que
se multiplicaron con el crecimiento demográfico de los siglos x y XI
nacieron con la doble intención de disponer de poder sobre la gente y
de movilizar riquezas, ya fuese por medio de la explotación de los be
neficios que permitían los arrendamientos o de la imposición de adua
nas protectoras o judiciales, y, en todo caso, lo que impulsaba a estos
señoríos de reciente creación era la aspiración a una más elevada posi
ción social, lograda por medio del mando y la coerción.
La importancia del señorío reside en el hecho de que las realidades
humanas del poder eran inseparables de él — esto es. la capacidad de
mando, el homenaje, la petición de cuentas, la coerción y la violen
cia— . Pocos habrán envidiado a las gentes que no contaran un señor en
la época que nos ocupa. Si los pastores y pequeños propietarios de los
valles pirenaicos apenas tuvieron contacto con el p o d er— y de hecho
ellos mismos no poseían ninguno—-, hay que decir que se hallaban ex
puestos, al igual que la mayoría de los campesinos, a las devastadoras
incursiones que podían efectuar las fuerzas armadas de cualquier señor
y que podían borrarles del mapa. En torno al siglo x, el señorío parecía
tan natural como venerable. Se basaba en una teología de la desigual
dad arraigada en una antigua cultura de dominación del paíetfamilias,
de sumisión a la autoridad y de servidumbre. Ya en los Salmos, con sus
cantos de dócil plegaria a Dios nuestro Señor, se encontraba expresado
claramente el fundamento necesario para poder concebirlo en términos
personales y afectivos; y en esos mismos textos quedaba igualmente
claro, como se observa en el Evangelio según san Juan (15, 15), que un
familiar señorío sobre los «amigos» resultaba preferible a la sujeción
del siervo, dado que éste «no sabe lo que hace su amo». Ya el señorío
de la Antigüedad, como la morada de Dios, poseía numerosas mansio
nes, mansiones que iban desde el ámbito político — como en la divina
dominación territorial y nacional (Salmos, 102, 22)— al arbitrario y
penoso sometimiento de los esclavos que aparecen mencionados en los
Evangelios y en el derecho romano.
Lo que contaba en la Edad Media era que tendían a confundirse
entre sí las distintas modalidades de señorío — fundamentalmente la de
carácter protector (o familiar) con la de corte arbitrario— . Esto ocurría
a pesar de que, desde época muy temprana, el señorío se asimilara al
desempeño de un cargo público. A partir del siglo iv, el titulo de empe
rador quedó «personalizado y abiertamente vinculado a una dinastía»:
un cronista habla de «nuestro señor Flavio», y añade que «todo el pue
blo se hallaba en situación de inferioridad ante el amo [dominas], pala
bra con la que se alude al jefe de una casa y al dueño de los esclavos».
De este modo, en torno al siglo vi, san Benedicto se referirá al abad
diciendo que se le daban «los nombres de señor y abate, porque se cree
que actúa en representación de Cristo»,34 Estas nociones del señorío
promovían la humildad como virtud colectiva expresada en forma de
sumisión, virtud que, en un acto célebre, vino a recalcar el papa G rego
rio Magno al adoptar el título de «siervo de los siervos de Dios». Sin
embargo, la experiencia de las hordas guerreras tribales dio pie a una
tradición que comprendía de modo distinto el poder vinculado con los
lazos afectivos. En este caso, la dinámica descansaba en el hecho de
que los seguidores de un jefe, pese a estar imbuidos de ambición y co
dicia, participaban de una relación que venía a desembocar en las vir
tudes asociativas de la largueza y la lealtad. Este tipo de conducta soli
daria, que se mostró de forma a un tiempo manifiesta y aborrecible en
los estragos de los vikingos después del año 850 aproximadamente,
hizo surgir también ideas de honor y fidelidad como las que aparecen
expresadas en los «cantares» de Maldon y Roldán.
Por consiguiente, hacia el siglo ix podemos decir que la experiencia
del señorío se vivía en amplias zonas y de modos diversos. Los histo
riadores distinguen acertadamente entre el paternal ismo eclesiástico, la
explotación patrimonial (seigneurie, concepto que con frecuencia se
considera inexistente en Inglaterra), el señorío de dominación feudal
de los vasallos, etcétera. No resulta difícil comprender por qué los se
ñores sobrados de patrimonio podían recibir con los brazos abiertos los
servicios de todos aquellos que anduvieran en busca de respaldo para la
materialización de sus hazañas y su ambición. Lo que no se comprende
tan bien — y quizá incluso se malinterprete— es que el señorío empe
zaba por entonces a convertirse en una realidad cada vez más sobresa
liente, y que su avance se producía a expensas de toda una serie de
vínculos con las cortes y los ejércitos regios. En opinión de un hagió-
grafo flamenco que escribe en torno al año 900, parece que la mayoría
de los hombres de cierta posición (la palabra que él emplea es «noble
za») se habían supeditado a unos amos a los que tenían obligación de
seguir — y a los que, es más, nuestro cronista llama «queridos seño
res», dando a entender así que e! carácter de esos lazos era de orden
afectivo— , con lo que no quedaban sino unos pocos individuos con el
suficiente patrimonio como para evitar verse obligados a encomendar
se a alguien y no tener que responder sino ante las eventuales «sancio
nes públicas».35 Aproximadamente por la misma época, y según san
Odón de Cluny, que redacta sus escritos una generación después, los
príncipes habían empezado a aprovecharse del perturbado «estado de
la república» para imponer su señorío a los «vasallos del rey», uno de
los cuales era el conde Gerardo de Aurillac, que parece haber resistido
la presión a la que se le quiso someter. ’6 De este modo, en las tierras
francas occidentales comienza a verse una doble dinámica en la que los
individuos dotados de menor poder buscan la remuneración de sus ser
vicios mientras los potentados, por su parte, se esfuerzan en reorgani
zar el poder territorial imponiendo lazos de lealtad a una élite subordi
nada. Pese a que las pruebas de estos procesos — que se efectúan al
margen del orden jurisdiccional— sean muy inadecuadas, parece razo
nablemente claro que se estaban multiplicando los señoríos de todo
tamaño y condición. El obispo Raterio de Verona (fallecido en el año
974) lamentaba la nueva e insistente recurrencia del apelativo sénior,
ya que eso parecía venir a justificar la aceptación del predominio de
unos hombres sobre otros, algo contrario a las afirmaciones patrísticas
de la igualdad ante Dios. Dios había dictaminado que los hombres ejer
ciesen un dominio sobre los animales, no unos sobre otros; y sin em
bargo, los acontecimientos habían evolucionado de tal modo que ahora
la gente suponía que la dominación del mismo Dios se ajustaba a las
formas de sojuzgamiento de los propios hombres, asumiendo así un
comportamiento marcado por la envidia de los beneficios ajenos, la
avidez de poder y posesiones, y el engrandecimiento derivado del libre
curso de ¡a codicia y la ambición.37
No debería sorprendernos que el obispo Raterio juzgue con tan mo-
ralizadora severidad el señorío laico. En su época, los pequeños seño
res y los castellanos de Italia, Lotaringia y las tierras francas occidenta
les se mostraban cada vez más proclives a la promoción personal y la
violencia. Raterio también fustigará la insidiosa pugna por la obtención
de señoríos que observa entre los canónigos de Verona.3* Sin embargo,
no puede decirse en modo alguno que rechazara la realidad del señorío,
que emanaba de Dios. Exhortaba a los señores a disciplinar a sus sier
vos por medio de la paciencia, no de la cólera, e instaba a los criados a
mostrarse lealmente sumisos. Sus cartas nos muestran que acostumbra
ba a interactuar con los señores prelados y los señores príncipes, y que
se dirigía a ellos con la obsequiosa retórica característica de la humil
dad clerical; dichas cartas suponen un interesante contraste con la nada
señorial familiaridad de vocación clásica que se manifiesta un siglo
antes en las de Lupo de Ferriéres.w En todo el cuerpo clerical se gene
ralizará a lo largo de las generaciones anteriores a la Querella de las
investiduras un discurso respetuoso en ei que se plasma una sumisa
disposición de servicio, un discurso que se verá alentado además por la
ininterrumpida tradición de predominio del clero en los concilios. Los
obispos y los sacerdotes que supervisaban el comportamiento moral
vigente en el creciente número de parroquias y altares habían sido edu
cados en medio de la liturgia propia de los monasterios y las catedrales
—unos ritos ceremoniales extraídos de los salmos, los evangelios y las
epístolas, textos todos ellos dedicados a alabar a Dios nuestro señor— ,
y encontraban en las parábolas una prefiguración conceptual de las fun
ciones señoriales y de las mayordomías.
Estas ideas, que gozaban de una amplia difusión y de un profundo
arraigo, se reflejaban en las actitudes y los procedimientos característi
cos de la demanda de favores y la prestación de servicios. Al elevar una
súplica a un gran señor a fin de que éste les concediera la merced solici
tada, las personas escenificaban su sumisión — es decir, venían práctica
mente a representarla al modo teatral— . «Postrado a nuestros pies y
envuelto en lágrimas», escribía en el año 971 el papa Juan XIII, el conde
Borrell de Barcelona «nos rogaba» que concediésemos la condición de
villa al obispado de Vic.-10 Una generación más tarde, el conde Bucardo
de Vendóme se esforzará en convencer al abate Maiolo de Cluny de que
asuma la tarea de reformar la vida monástica en Saint-Maur. «Una y
otra vez se postró a los pies del santo varón», dice la crónica, «solicitan
do que se aceptara la inclinación [affectus en latín] de su deseo. Abru
mado por las muchas preces del venerable conde», Maiolo accederá a
concederle lo pedido. Unos demandaban favores, otros un dictamen; y
el señor prelado o el señor príncipe actuaban o reaccionaban con interés
—aunque también con pasividad-—. El señor, de la clase que fuera, es
taba facultado para mostrarse obstinado, pero el ritual que hacía visible
esta modalidad de señorío vinculado al ejercicio de un cargo era la ex
presión de la rectitud de una cultura cuasi bíblica.41
No todos los señoríos estaban a la altura de la dignidad de esta ex
periencia, como veremos. No obstante, esta realidad difícilmente podrá
restar valor a la suposición que aquí nos ha llevado a considerar que
dicha conducta poseía un carácter normativo capital en las sociedades
cada vez más populosas de los siglos xi y xn. Es probable que el mode
lo del gracioso señorío merecedor de una humilde o reverencial actitud
de sumisión influenciara la construcción de una clientela de vasallos en
los más elevados peldaños de la jerarquía aristocrática, como sin duda
ocurrió en el caso de las congregaciones de benedictinos reformados.
«La esencia del rito de homenaje», escribe F.-L. Ganshof, «era la total
entrega personal (traditio) de un individuo, que de este modo se ponía
en manos de otro».42 Debió de ocurrir necesariamente con gran fre
cuencia que, para hacerlo, los vasallos se arrodillaran ante los señores,
como vemos en las láminas que se han conservado en el Líber feudo-
ruin maior de Cataluña. Pero también debieron de repetir ese mismo
gesto los campesinos, aunque sepamos mucho menos de las formas en
que éstos pudieran haber efectuado ese acto de respeto en fechas ante
riores a las postrimerías del siglo xu, época en que el fenómeno del
homenaje servil, como se aprecia en la región de la Tolosa francesa,
presenta todo el aspecto de ser un préstamo cultural que se realiza a
imitación de lo observado en las capas sociales superiores.43 Aun así,
podemos sospechar que la sumisión gestual guardaba relación con la
experiencia cristiana de la oración, ya que por medio de ella se promo
vía en el conjunto de la sociedad una actitud de humildad derivada de
la dependencia. Es posible que esto dificultara en algunos casos la pro
moción personal de los señores. Y es que a pesar de que el moralista
Pedro el Cantor (fallecido en el año 1197) afirmara implícitamente que
los postulantes debían arrodillarse ante los tiranos — esto es, ante cual
quiera— , lo cierto es que, en general las reflexiones que hace acerca de
los rezos resultan interesantes porque nos muestran que la virtud de la
humildad, tan plausible ante Dios y sus siervos oficiales, podía men
guar frente a personas de menor rango al entrar en juego motivaciones
menos elevadas44
Esta es la razón de que los nuevos y pequeños señoríos sean impor
tantes para comprender la historia del poder en el siglo y pico que va de
los años anteriores al 1100 a un período que se extiende ligeramente
después del 1200. Esta proliferación de señoríos es uno de los aspectos
de la expansión demográfica y de la inmensa multiplicación de los cas
tillos, y no hay duda de que llegaron a ser más numerosos que los nue
vos centros de mando presentes en las comunidades que se hallaban en
proceso de expansión. Considerados como protectorados, debieron de
resultar aceptablemente funcionales, aunque es menos frecuente tener
noticia de la existencia de buenos señoríos que de señoríos problemáti
cos. ¿Y qué sucedió con las obligaciones públicas de los arrendatarios
_libres de los nuevos patrimonios monásticos, como los del Monte
’Saint-Michel o Cluny? Aún es muy poco lo que sabemos acerca del
incremento del número de señoríos laicos benévolos. José Ángel Gar
cía de Cortázar dice que la difusión de la palabra sénior entre las tierras
de Cataluña y Galicia vino a cubrir como un manto la totalidad de la
España cristiana.45 Lo mismo puede decirse de la Occitania posterior al
año 970 aproximadamente. La voz sénior no sólo hace referencia a la
dominación militar o personal, sino que también designa a los indivi
duos de más edad en el seno de los grupos familiares o ascéticos, así
como a los delegados del poder regio. Los monjes de Cluny, junto con
los de otros monasterios benedictinos eran séniores', en Polonia, se de
cía que el duque Boleslao I había dado a sus obispos la consideración
de «señores» (domini) 46 En Navarra y Aragón, a partir de finales del si
glo x, acabó dándose la denominación de sennores a los asistentes del
rey, nombre que poco después pasaría a convertirse en un apelativo
utilizado para denotar el disfrute de una posición de élite. El hecho de
que en tomo al año 1060 los caballeros de la región de Vendóme aso
ciaran su nombre a los topónimos de la comarca indica el surgimiento
de nuevas reivindicaciones de señorío basadas en elementos que no se
limitaban a la posesión de propiedades rústicas.47
¿Podemos afirmar que la gente vivía contenta hallándose sometida
a sus señores; es decir, sujeta a aquellos de quienes no ha quedado
constancia de pesar? Si pensamos en primer lugar en las masas campe
sinas, ¿no cabe entender que el amparo de un señor suponía habitual
mente para ellos un «buen trato»; protección frente a ¡as fuerzas dañi
nas de un mundo en descomposición a cambio de servicios y pagos
consuetudinarios? No hay duda de que muchos señores desempeñaban
un papel positivo; y en el caso de los hombres que habían tenido la for
tuna de poder empuñar las armas o de haber sido ordenados, aún parece
más probable que su fidelidad sirviera para garantizarles como contra
partida el favor de aquellos señores que tuvieran propiedades o conce
siones que ofrecer. Esos hombres, los dominados, expresan un gran
número de quejas — y conocen innumerables conflictos— , aunque son
comparativamente pocos ios lamentos que, motivados por el compor
tamiento de los señores, hayan llegado hasta nosotros en forma escrita.
Entre los amargos recuerdos del obispo Roberto Bloet se cuenta uno
que le lleva a observar que el rey Enrique I de Inglaterra «no elogia
sino a quienes desea aniquilar por completo», lo que hace pensar que
ese estado de cosas debió de constituir un tema familiar en las cortes de
los señores príncipes.48 Nunca llegaremos a saber si las inmensas lagu
nas que existen en los archivos que se han conservado nos ocultan toda
una serie de experiencias normales del poder, experiencias que se con
trapondrían a las que si resulta posible documentar, Este problema re
correrá una y otra vez el debate aquí expuesto. Sin embargo, dos consi
deraciones se muestran desde el principio contrarias a toda tentación
que pueda inducimos a suponer que los casos que nunca nos será dado
conocer en relación con los modos de dominación pudieran haber sido
siquiera mínimamente más benignos que los que han quedado debida
mente consignados por escrito. En primer lugar, el número de campe
sinos era notablemente superior al de caballeros en este turbulento
mundo poscarolingio, lo que significa que había mucha más gente sus
ceptible de ser explotada que personas en la situación opuesta. Y en
segundo lugar, el modelo de señorío que predomina en todo el período
que abarca este libro responde a lo que podría denominarse el modelo
«servil». En términos conceptuales, el señorío se asociaba con la domi
nación de un conjunto de siervos, un sometimiento arbitrario que debía
sufrirse pacientemente y que desde luego no estaba pensado para gene
rar disfrute. En 1075, el papa Gregorio VII trató de distanciarse perso
nalmente de un lugar común ai exhortar al duque Géza de Hungría a
mostrar una leal obediencia diciéndole que la sumisión al señorío papal
era similar al de los «hijos», no al de los siervos (serví).49
Lo que hacía que esta idea f u e s e vtix populi era el hecho de que en
los siglos x y XI la vivencia h u m a n a del poder viniera abrumadoramen
te determinada por la experiencia de los terratenientes en su trato con la
creciente población de campesinos y urbanitas desprovistos de todo
bien, salvo el de su fuerza de trabajo. Y estamos hablando de señoríos
que también se incrementaban, aunque se parecieran muy poco a los
antiguos señoríos integrados por reyes, príncipes y obispos. La prolife
ración de castillos, caballeros y tenencias condicionales — por cierto,
también en manos de caballeros— adquirió en muchas partes de Fran
cia y del Mediterráneo las dimensiones de un fenómeno explosivo. Lo
que había comenzado con la simple colocación de guarniciones en los
viejos castillos de algunas regiones vulnerables a los ataques externos,
como la Provenza o la Lolaringia, se amplificó en todos aquellos luga
res en que las antiguas aristocracias perdieron el control de la construc
ción de baluartes. «La característica original del siglo x», escribe Ro-
bert Fossier, «radica en el modo en que Europa acabó erizándose de
fortalezas...»;50 y pese a que la colaboración entre los arqueólogos y los
historiadores en este campo sea aún reciente, se observa ya con clari
dad que las nuevas fortificaciones se multiplicaron en oleadas que, pro
cedentes del sur, fueron ascendiendo hacia el norte. En la Provenza se
erigieron más de un centenar de castillos en el siglo que media entre el
año 930 y el 1030, y en el Macizo Central francés se edificaron más de
ciento cincuenta en el medio siglo posterior al año 970.51 En el Anjeo y
en Normandía la fecha en la que comienza esta propagación — aunque
menos frenética— se sitúa en torno al año 1030; en Inglaterra y en
Sajonia (que no obstante experimentan un crecimiento distinto) el ini
cio se fija después del año 1066; y en León se observa con posteriori
dad al año 1109. Cada uno de estos castillos, por no decir cada uno de
los feudos que dependían de él, constituía un señorío, o (en el caso de
los castillos) un conjunto de señoríos. En Cataluña, el propietario de un
castillo y el arrendatario (custlá) eran por lo común personas diferen
tes, cada una de ellas investida de derechos particulares.52 No todos los
castellanos eran advenedizos, y sin embargo muchos, incluso aquellos
que realizaban, aunque en forma residual, las labores propias de una
jurisdicción pública, sintieron la tentación de generalizar su dominio
sobre el personal que dependía de ellos (o se vieron obligados a hacer
lo), tuvieran éstos la posición social que fuera. Por consiguiente, las
primeras transformaciones del hábitat rural se vieron seguidas de la
militarización del poder, ya que éste quedó en manos de un creciente
número de jinetes armados, hombres que se veían forzados, debido a su
reciente y precaria solidaridad — fundamentalmente en las zonas acci
dentadas de incipiente fortificación, pero también en los alrededores de
los castillos urbanos colindantes con fértiles extensiones de tierras pa
trimoniales— , a imponer por el temor su nuevo dominio a los campe
sinos y a extender a los trueques rurales este gobierno basado en la in
timidación.
No debe subestimarse el impacto de este fenómeno, al que se ha
dado el nombre de «revolución feudal». Por más problemático que re
sulte el concepto, alude sin la menor ambigüedad a la enorme y demos
trable multiplicación de señores y feudos laicos (feuda,feva), prolifera
ción que se produce entre los años 950 y 1150. Tarde o temprano, este
cambio habría de transformar el mapa del poder prácticamente en todas
partes. Sometió a miles de campesinos al señorío de unos amos caren
tes de título nobiliario, muchos de los cuales trataron de imponerles
obligaciones serviles; y para miles de personas más — las asentadas en
las viejas heredades pertenecientes a la antigua aristocracia y a la Igle
sia— la proximidad de unos caballeros desprovistos de riquezas y resi
dentes en amenazadores castillos demostró ser una dura hipoteca. Des
de luego, no todo resultaría desabrido o violento en esta época de
crecimiento cuando remitieran las incursiones externas. Estaba sur
giendo, como veremos, un nuevo mundo fundado en un orden público
aristocrático. No obstante, tan engañoso sería minimizar el problema
del desorden como exagerarlo, aunque es claro que los que vivieron en
esa época lo percibieron así, como tal desbarajuste. Las realidades ele
mentales del poder en la era del señorío se resumen con un par de tra
zos: hombres armados en los castillos o en sus inmediaciones — y en
cantidades crecientes en ambos casos— , y abundantes tentaciones de
obligar a los sometidos mediante el uso de la fuerza.
Pero examinemos los pormenores de esta exposición de los hechos.
Dos son los problemas de interpretación que se han presentado: en pri
mer término, el de determinar si podemos aceptar o no que la violencia
motivada por la ambición y conducente al empleo de vías coercitivas
—y que con tanta frecuencia aparece en las fuentes escritas— constitu
ye una representación plausible de «lo que sucedió»; y en segundo lu
gar, el de decidir si el hecho de que las pruebas indiquen que los siglos
x y XI estuvieron presididos por la «violencia» y el «desorden» viene
efectivamente a señalar la aparición de un cambio histórico rupturista
o puede llegar a considerarse incluso indicio de una transformación
revolucionaria.51 Resultaría útil tener presentes ambos problemas, sin
confundirlos. Lo que parece más allá de toda discusión es que la gente
que vivía en los núcleos territoriales del antiguo reino franco occiden
tal a finales del siglo x hablaba de la violencia, la coerción y el desor
den como de otros tantos azotes manifiestos y deplorables. «Mientras
lajusticia duerme en e! corazón de los reyes y los príncipes», escribe el
cronista de la abadía de Mouzon refiriéndose a las condiciones en que
se encontraba la diócesis de Reims en la década de 970, «los hombres
fuertes se levantan contra [el arzobispo ... y] comienzan, cada uno se
gún sus medios, a engrandecerse por su cuenta».54 En el año 987, el
célebre maestro y abate Gerberto de A urillac lo expresará de este
modo: «Es una gran temeridad ocuparse en estos días de los asuntos
públicos. Porque no hay duda alguna de que en esta esfera quedan con
fundidas las leyes divinas y las humanas debido a la enorme codicia y
depravada demasía de los hombres y a que sólo dan carta de legitimi
dad a cuanto por su rapacidad y su fuerza logran arrancar como bestias
salvajes».55
En estos testimonios, lo que define al viejo orden del poder es su
quebrantamiento. Ser expulsado de la abadía en la que uno se hallaba,
como creía Gerberto que acababa de ocurrirle, o de las tierras que uno
trabajaba, no era un acto de simple violencia, sino una violación de las
normas. Y en los textos, los transgresores aparecen presentados como
señores obsesionados con el engrandecimiento personal, además de
provistos del suficiente poder coercitivo como para imponer su volun
tad. Acostumbraban a infringir las leyes: así se afirma explícitamente
de los «tiranos» de Borgoña tras la muerte de Ricardo el Justiciero en
el año 921, al tiempo que se evoca la ausencia de un «rey» o un «juez
dispuesto a oponerse, con sanciones de auténtica justicia, a la maldad
de los hombres impíos».56 Horrorizados por los saqueos de los vikin
gos, los sarracenos y los rebeldes carentes de cualquier título nobilia
rio, los cronistas exponen un panorama de agravios explícitamente vin
culados al orden y al recurso legal, o a su fracaso. Sus excesos retóricos
difícilmente podrían ocultar el hecho de que en las tierras francas se
tuviera la impresión de que el orden y la justicia regios se hallaban en
proceso de descomposición.
En las denuncias de intención moralizante queda menos claro lo
que se entiende por experiencia humana del poder. Esto se debe a que
los medios violentos empleados por los transgresores eran una práctica
corriente, habitual: como el recurso a la fuerza bruta adoptaba formas
que ya habían impregnado notablemente la vida social, esa práctica de
la violencia llegó a considerarse parte integrante del antiguo orden. La
guerra era violenta por definición, no sólo por los choques armados o
las tomas de las ciudades o plazas, sino especialmente por las requisas,
las exigencias de abastecimiento de víveres y forraje para hombres y
caballos, y la devastación de los territorios enemigos. En el año 945,
los aliados normandos del rey Luis IV de Francia atacaron al duque
Hugo el Grande en el condado de Vermandois, asolando las cosechas,
apoderándose de las aldeas o entregándolas a las llamas, y violentando
las iglesias; en el año 947 un caballero saqueó los villorrios arzobispa
les de Reims partiendo de su cuartel general, sito en un castillo recién
construido junto al M ame.57 Del mismo modo, la violencia era también
normal en las rencillas de sangre, un sistema de venganzas consuetudi
narias que hundía sus raíces en el derecho hereditario y en los lazos
familiares. La única esperanza de las autoridades públicas estribaba en
lograr encauzar de algún modo esas enemistades a fin de limitar el pe
ligro que podían representar para terceras personas inocentes. Como
escribe Marc Bloc, «los odios mortales que engendraban los vínculos
de parentesco se cuentan sin duda entre las principales causas de aquel
generalizado desorden».5* La costumbre de tomar venganza obedecía a
una dinámica o lógica propia: si se desataba no podía estimular sino
una serie de impulsos tan destructivos y calamitosos como los que aca
so hubieran dado lugar en su día a la pendencia. Sin embargo, la vio
lencia podía adoptar formas distintas: por ejemplo las de la coerción, la
exacción fiscal o la extorsión. No todas estas conductas opresivas vio
laban las normas sociales. Da la impresión de que las costumbres e in
cluso los rescates relacionados con la organización militar franca co
existieron con prácticas muy duras, aunque legales, pese a que
estuviera claro que los clérigos y la población desarmada necesitaba
protección frente a los excesos de los ejércitos.
En cualquier caso, tanto los hábitos bélicos como las costumbres
vengativas alimentaban las modalidades de violencia predominantes
— la confiscación, la intimidación, la agresión física, el incendio pro
vocado o la exacción forzosa—. La gente tomó buena nota de lo ocurri
do en el año 972, fecha en la que una falange musulmana apresó al
abate Maiolo de Cluny y pidió un rescate a cambio de su libertad: aque
llo constituía una peligrosa lección para una sociedad repleta de caba
lleros pobres.5l) Y hay un intemporal patetismo en la representación
bordada en el Tapiz de Bayeux, en el que una mujer y un niño huyen de
una casa a la que unos fornidos miembros de la partida normanda pren
den fuego con antorchas.1'" Sin embargo, las habituales brutalidades de
la guerra y la venganza no pudieron haber reorganizado por sí solas el
orden social, ni en las tierras francas ni en ningún otro lugar. Lo más
importante es el modo en que las prácticas violentas terminaron por
afectar a las relaciones de señorío y dependencia. Y es que en este as
pecto la violencia adquirió un doble aspecto, a un tiempo instrumental
y cotidiano.
Del siglo x nos han llegado relatos de individuos laicos armados
que usurpan las pequeñas propiedades de los campesinos a fin de
agrandar sus señoríos o incluso para crearlos. Sin duda habría buenos
señores que brindarían protección a los lugareños dedicados al desbro
ce de nuevos campos; y sin embargo, de una biografía redactada en
torno al año 940 en la que se representa a l conde Gerardo de Aurillac
con aureola de santo por cuidar de sus aparceros y no oprimir a otros
podemos colegir que la mayoría de los señores de la A uvemia se com
portaban de forma distinta.61 Esos señores contaban en ocasiones con
séquitos de hombres armados cuya conducta aparece asociada — ya
desde el siglo IX— a prácticas de «violencia» (violentia): eran hombres
que tenían parte en los despojos de que se incautaba el señor y que a su
vez aspiraban a poseer feudos o señoríos propios. En este sentido la
«violencia» aparece asociada con los espacios fortificados. En Con
ques, en la región de Rouergue, los monjes recordaban que el conde
Raimundo III (961-1010) había insistido, contra la voluntad del claus
tro, en fortificar el precipicio suspendido sobre sus cabezas declarando
para ello que su intención estribaba en «imponer su señorío y someter
por su violencia [violentia .s»ci] a todos cuantos descuidaran rendirle la
debida pleitesía».62 Es razonable preguntarse si esas fueron realmente
las palabras del conde Raimundo, porque ¿qué señor principal se ha
bría tomado la molestia de admitir que el propósito de un castillo era
otro que el de la defensa de la región? ¿Y qué señor de segundo orden
se habría atrevido a hablar con tanta franqueza? En muchas regiones de
las tierras francas occidentales los señoríos laicos que no practicaban la
«violencia» — es decir, que no contaban con un castillo— se convirtie
ron en un elemento anómalo a principios del siglo xi. Más aún, el ca
rácter práctico del poderío asentado en las fortificaciones influyó deci
sivamente en la antigua institución de la defensa jurídica laica. Los
monasterios con propiedades extensas o aisladas no tenían más reme
dio que terciar en los conflictos generados por la violencia, aun tenien
do esa actitud un potencial coste para ellos. Ya en tiempos de Abón (c.
995) se tiene la im presión de que los letrados actúan violentamente,
como «señores» (domini).63
La abrasiva autoafirmación de los castellanos y caballeros se con
virtió casi en un método de ejercer señorío. Tanto la administración de
los castillos como las relaciones sociales que se desarrollaban en ellos
alimentaban la violencia. Aun en el caso de que las posesiones de un
señor bastaran para mantenerle, el sostenimiento de sus caballeros de
bió de haberse revelado crónicamente inadecuado. Es por tanto mani
fiesto que el espectáculo de unos campesinos prósperos debía de resul
tar insufrible, y que la competencia por mejorar la explotación de unas
tierras que no obstante escaseaban cada vez más tuvo que convertirse
por fuerza en un factor generador de violencia, aunque también motivo
de iniciativas de colaboración. Y para aquellos que eludieran sus res
ponsabilidades podía resultar peligroso mezclarse en exceso con los
campesinos. Armados, pretenciosos y pobres, los caballeros se aferra
ban a sus herméticos recintos pétreos y a sus charlas sobre armas, ges
tas, monturas, ataques y súplicas, prefiriendo centrar más sus conversa
ciones en estratagemas c incautaciones que en ingresos o formas de
administración. La petición de rescates constituyó desde un principio
una de las aplicaciones prácticas de las mazmorras, y de ello nos pro
porcionan ejemplos notables los golpes maestros de los vikingos y los
sarracenos, hasta terminar transformándose en una técnica tanto seño
rial como militar, fácilmente convertible en ganancias mediante el
chantaje económico.
El ejercicio de un señorío marcado por este tipo de vida era personal
y afectivo: esto es, belicoso y agresivo, pero inestable. Y tendió adquirir
un carácter administrativo en la medida en que comenzó a reivindicar la
facultad de practicar la potestad pública (banmim) que durante mucho
tiempo se había venido asociando con los castillos francos. Y no obstan
te, dado que eran pocos los baluartes de reciente construcción que po
seían tan honrosa genealogía, lo característico es que el señorío banal (o
seigneut ie batíale) obtuviera sus rendimientos de la caprichosa manipu
lación de las personas carentes de poder. No ha llegado hasta nosotros
prueba de ninguna clase que pueda mostramos que la élite castellana i
concibiera su señorío en términos normativos, ya que ninguno de sus
miembros ha dejado catastro alguno de sus fincas, y tampoco el menor
rastro de una contabilidad. Todo ocurre como si los siervos compartie- j
ran con ellos su actitud depredadora, y cabe pensar que, por su parte, las
correrías venían a reforzar la cáustica inmediatez de la dominación per
sonal. En términos sociales, el objetivo consistía en la procura de un
mayor rango. Unicamente los señores podían acceder a la condición
aristocrática, y sólo los nobles podían gobernar: es decir, sólo a ellos les
estaba permitido ejercer el poder de administrar justicia y de dar órde
nes, el poder que daba pie a la presunción de una elevada cuna. Sin
embargo, dos eran las dificultades que se alzaban y torcían esta aspira
ción. Las crecientes masas de jinetes armados habían hecho todo cuanto
estaba en su mano para evitar que se les tomara por campesinos. Nece
sitaban criados, personal dependiente y suplicantes; debían dominar y
mostrarse protectores. Tenían que reproducir todos los signos de la su
premacía del amo sobre sus esclavos. ¿Acaso no eran los rústicos tan
libres como ellos mismos — de no hallarse sojuzgados— ? Y todo esto
resultaba aún más difícil porque existían muchas probabilidades de que
los campesinos adivinaran sus pretensiones, eventualidad que tal vez
pueda contribuir a explicar los prolegómenos de la Tregua de Dios de
clarada en el Rosellón en la década de 1020.64 Además, los caballeros
compartían con los señores investidos de poderes regios una segunda
responsabilidad: la de que el ejercicio de la autoridad judicial (al mar
gen de la de ámbito local) hubiera empezado a perder todo el ascendien
te público que un día poseyera y se estuviera convirtiendo en un pretex
to para la exacción de dinero. Nada revela tan claramente la nueva
difusión del señorío afectivo como la aparición de «costumbres» (con-
suetudines) a finales del siglo x: esto es, el surgimiento de demandas
respaldadas más por la existencia de precedentes que por una concesión
regia. En tomo al año 1005, en el condado de Vendóme, tanto las cos
tumbres patrimoniales como las fiscales tenían carácter pecuniario; no
hay signos de que los tribunales generaran ingresos, únicamente tene
mos noticia de la existencia del «vicariato» como conjunto de «multas»
con las que salir al paso de las transgresiones delictivas. Ni siquiera la
residual conservación de los procedimientos públicos pudo desviar el
gran movimiento de arrastre que conducía al señorío, es decir, que ten
día a la instauración de una modalidad de poder patrimonial afectivo de
índole no política y arraigada en la voluntad en lugar de en el consenso.
Se dice que el conde Guillermo V de Poitiers declaró a Hugo, señor de
Lusiñán: «vos me pertenecéis ... y haréis mi voluntad».65 ¿Habría exigi
do menos a sus campesinos cualquiera de estos dos señores?
En resumen, parece más allá de toda duda razonable que la multi
plicación de los señores laicos, de los caballeros y de los castillos se vio
característicamente acompañada de la práctica de una violencia coerci
tiva. Por mucho que haya que relativizar estas nociones a fin de com
pensar las exageraciones y las tergiversaciones interesadas de los mon
jes y los litigantes, una enorme masa de docum entos probatorios
atestiguan que a partir del año 1150 el señorío fue de índole abrasiva
durante muchas generaciones. ¿Constituyó este fenómeno, en sus ini
cios, un acontecimiento rupturisia, supuso una fractura con el pasado?
¿Cabe considerar incluso, como hemos sugerido más arriba, que vinie
ra a representar una verdadera «revolución feudal»? A la luz de los re
cientes debates, tiene uno la impresión de que hoy es posible proponer
mejores respuestas a estas preguntas. Si empleamos el término «feu
dal» en sentido metafórico, y si lo definimos de modo que haga refe
rencia a los feudos, entonces el paso de una situación definida por un
ocasional recurso a la tenencia condicional de tierras pertenecientes al
erario público a otra provista de las características de la Francia recién
distribuida en feudos que observamos a finales del siglo xi constituye,
en efecto, una transformación tan descomunal como la que, en ese mis
mo sentido, tendrá lugar con el surgimiento de la revolución industrial
en los siglos xvm y xix. Las nuevas sociedades que vieron la luz, en
regiones cuya extensión superaba con mucho los límites de Francia, así
como el nuevo orden en que pasa a concretarse ahora el poder, forma
rán la materia que nutra los últimos capítulos. Sin embargo, lo esencial
de las revoluciones se fragua en sus orígenes; han de producirse como
consecuencia de la instigación de individuos subversivos, por no decir
incendiarios; y en el caso que nos ocupa los orígenes de esta (cuasi)
revolución resultan sospechosamente oscuros. Y no sólo eso: quizá
también desordenados, pues el auge de los belicosos señoríos de nue
vos castellanos en las tierras francas occidentales no fue sin duda más
que la manifestación de una omnipresente y generalizada implantación
de señoríos. Con independencia de la fuerza descriptiva que pueda po
seer (y es mucho lo que aún ha de decirse sobre el particular), la metá
fora de la revolución carece de contundencia explicativa.
No obstante, presentar argumentos contra este planteamiento rup-
turista es ya harina de otro costal. Es cierto que a lo largo de los siglos
x y xi no hubo interrupciones en la experiencia del poder — aunque a
veces esa vivencia fuera la de un poder desfalleciente— . Sin embargo,
dicha verdad, o perogrullada, no nos lleva demasiado lejos. Todo en la
historia se ve ininterrumpido. Más pertinente es el hecho de que desde
el siglo ix en adelante haya constantes pruebas del ejercicio de la vio
lencia. Con todo, si indagamos en las fuentes para tratar de averiguar
cuándo y dónde se observa que los contemporáneos de los hechos fue
ron conscientes — o cobraron conciencia— de que se estaba practican
do una violencia que subvertía el orden social, veremos que surgen dos
respuestas sugerentes. En primer lugar, las elocuentes denuncias de
una generalizada situación de desorden (según lo que nos refieren tanto
el cronista de Mouzon como Gerberto de Aurillac, citados más arriba)
parecen coincidir no sólo con la crisis dinástica del año 9K7 — en el
transcurso de la cual los potentados de la época apartarán bruscamente
al carolingio Carlos de Lorena, que aspiraba al trono, favoreciendo así
el acceso al poder del príncipe Hugo Capeto— ,66 sino también con un
conjunto de acontecimientos y signos de agitación observables en las
tierras francas carolingias, ya en su período tardío. En segundo lugar, la
más amplia perspectiva histórica de que disfrutaron los monjes que vi
vieron en el siglo xii les llevará a considerar que las generaciones que
habían operado a partir del año 900 aproximadamente habían constitui
do un punto de inflexión rupturista que marcaba la separación entre una
antigua era de propietarios libres y de patrimonios protegidos por un
lado y una época nueva de señorío y reconstrucción por otro.67 Es posi
ble conciliar estas dos perspectivas, ya que en ambas la generación del
cambio de milenio (o las situadas entre los años 975 y 1025) actúa en
un momento crítico en el que ya no resulta posible seguir conteniendo
el desorden.
Y será justo entonces, en las tierras francas occidentales, cuando las
antiguas autoridades y sus escribanos comiencen a reflejar en sus textos
el nuevo acontecimiento de la violencia señorial. Las «costumbres» em
piezan a aparecer en registros de todo tipo con posterioridad al año 900,
sin duda debido a que las imposiciones que los señores que reivindica
ban el derecho a ejercer el mando obligaban a asumir a sus arrendatarios
proliferaban por entonces sin más respaldo que el de la fuerza o los pre
cedentes. Sin duda, esas exigencias debían de venir produciéndose ya
desde fechas anteriores a las de los primeros documentos de que dispo
nemos sobre las costumbres, pero en esas circunstancias no hay modo
de justificar la explosión de alusiones documentales. Y ello porque
exactamente al mismo tiempo — la primera serie de concilios progra
máticos se produce entre los años 989 a 1014— la paz entre las gentes
carentes de armas y el clero quedó sometida al arbitrio de los decretos
religiosos. Instituida por vez primera en el Poitou y en Occitania, la
«Paz de Dios» constituía con toda claridad una reacción contra la vio
lencia, quizá incluso la prueba de que existía la percepción colectiva de
que ese fenómeno violento estaba empeorando. Y también exactamente
en ese mismo momento, toda una serie de amanuenses de menor dedi
cación profesional a su labor que sus antecesores, pero más realistas,
comienza a modificar el vocabulario utilizado para categorizar al poder:
se empieza a emplear la palabra miles en el nada clásico sentido de «ji
nete», junto con un equivalente muy evocador y casi vernáculo: caba-
llarius; y por su parte, la voz dominas, hasta entonces reservada a Dios,
a los reyes y a los obispos, y más tarde aplicada asimismo a los condes,
comienza a usarse para designar a los dueños de los castillos. También
se hicieron corrientes otras palabras relacionadas con el poder señorial:
potes/as, dominium, mandamentum (poder, señorío, mando). En modo
alguno ha de considerarse que el nuevo vocabulario de la función seño
rial fuese siempre de carácter peyorativo, aunque exactamente al mismo
tiempo, una vez más, empezamos a oír hablar de «malos usos» (matee
consuetudines)* En el Concilio de Le Puy. celebrado en tomo al año
994, se denuncian ya dichos malos usos, y posteriormente figurarán de
manera habitual en el sur, y más tarde, después del año 1000, se obser
varán también en l a Champaña, en la Picardía y en l a región de Macón.
Todos estos acontecimientos concurrentes indican que el caballero es el
nuevo tema causante de ansiedad. Los más tempranos ejemplos conoci
dos de juramento escrito con vistas a l mantenimiento de la paz, como
los que se firmaban en los concilios, o como el célebre Juramento de
Beauvais (c. 1023), exponen con detalle todo el programa de violencia
señorial al que era preciso renunciar. Con un lenguaje muy gráfico, se
obliga al caballero a prometer que no habrá de irrumpir en los santuarios
con la excusa de tener que hacerlo para proporcionar amparo a alguien,
que no incendiará ni demolerá ninguna vivienda sin buenos motivos
para tal acción, y que no destruirá los molinos ni se incautará del grano
que pueda encontrar en ellos.68
se había pasado, contra la voluntad del obispo Teuzo, al bando de los hi
jos de Gandolfo. Y de este modo, para que le conservaran sin riesgo entre
sus filas a fin de utilizarle contra el obispo, [el preboste] les cedió el casti
llo y las tierras de Rivalta. contra la voluntad del obispo y los canónigos.
A partir de aquel día sus persecuciones fueron incesantes,
C uando los traid o res vieron que [Esteban] era un hombre moderado,
afable y bueno, y que no hacía justicia, se dedicaron a perpetrar toda cla
se de horrores. Le habían rendido homenaje y jurado lealtad, pero no
cumplieron ninguna de sus promesas ... Y es que todos los grandes hom
bres habían construido su s castillos y los habían defendido contra él [el
rey], cubriendo toda la tierra de fortalezas. Afligieron a las desdichadas
gentes de la comarca obligándoles a laborar en los baluartes [es decir, a
levantarlos a base de trabajos forzados]; y una vez que los castillos estu
vieron en pie, los llenaron de hombres diabólicos y malvados ... [pues se
dedicaban a confiscar propiedades, a exigir rescates y a encarcelar y tor
turar a los lugareños]... No tengo palabras ... para referir todas las atroci
dades y acciones crueles con que martirizaron a los desgraciados habitan
tes de estas tierras. Esta situación duró los diecisiete inviernos que ocupó
Esteban el trono, y las cosas no hicieron más que empeorar. Exigían im
puestos a las aldeas cada dos por tres, y los llamaban «tenseries» [en rea
lidad se trataba de un chantaje económico a cambio de «protección» ... a
lo que hay qu e añadir sus incautaciones, incendios y saqueos] ... así que
la tierra quedó totalm ente arruinada a consecuencia de estos hechos.
Además, decían abiertamente que Cristo aprobaba sus acciones.*7
Con sólo recordar que, del año 1137 en adelante, Inglaterra estuvo
plagada de caballeros sin fortuna venidos del otro lado del Canal de la
Mancha reconoceremos que lo que dicho territorio estaba padeciendo
por entonces era, entre otras cosas, una particular versión del incipiente
fenómeno de los señoríos coercitivos que ya se habían materializado en
las tierras francas. Las personas que vivieron en esa época veían la si
tuación con la suficiente claridad como para condensarla en una misma
idea de coacción, y para ello emplearon las palabras tenserie (del fran
cés hablado) y /ensamentum (según la forma empleada por los cléri
gos). En el contexto de impulsos rupturistas que se vivía por esos años,
la crisis del reinado de Esteban fue el último episodio de este género, el
trance que puso fin a la serie de bretes similares que venían producién
dose desde el siglo x, aunque en modo alguno suponga la última crisis
de poder que conozca el siglo xu. Desde la conquista normanda habían
venido multiplicándose los señoríos — incluyendo los marcados por la
relación entre un señor feudal y sus vasallos— , de modo que el permi
sivo desorden que reinó en tiempos de Esteban — una época en la que
resulta característico que la creación de nuevos señoríos se verificara a
expensas de la desposesión del cam pesinado— constituyó en reali
dad una reacción contra la señorial rectitud y el puño de hierro de Enri
que I; una reacción motivada por la desesperación, pero que estaba
condenada a quedar desbaratada en poco tiempo.
No obstante, la «revolución feudal», considerada estrictamente
como la simple multiplicación de feudos, caballeros, castillos y seño
ríos coercitivos, había tenido un recorrido notablemente iargo. Si la
entendemos en cambio en función del significado que tuvo en la expe
riencia humana del poder aún tendremos más cosas que decir sobre el
particular en los próximos capítulos. Y juzgada en relación con las cri
sis dinásticas, es importante reconocer que los desórdenes no se limita
ron a la imposición de señoríos. Buena parte de la violencia que deplo
raban los coetáneos de la Inglaterra de Esteban era ejercida por ejércitos
mal controlados, un fenómeno que se repetiría a finales del siglo xn en
las regiones de Francia sujetas a una débil dominación. No obstante, el
ansia de hacerse con un señorío, ansia que corroía a los hombres de los
nuevos estratos sociales — pues perseguían dicha condición como un
medio con el que obtener licencia para exigir prebendas— , es lo que
constituye el meollo de todo este movimiento. Al menos en dos casos
—el de Polonia en la década de 1030 y el de León y Galicia en la de
1110— tenemos noticias de que se produjeron levantamientos contra
señores ya afianzados en su nueva posición, ío que quizá constituya
otro signo de la existencia de resentimientos contra unos usos que, se
gún se decía, eran notablemente severos. En tom o al siglo xn, la vio
lencia y la coerción se habían convertido en conductas tan normales
que apenas provocaban ya repercusión alguna, pese a que continuaran
denunciándose como elementos injustos y rupturistas allí donde pudie
ran ser presentados como una novedad — como ocurría, por ejemplo,
en las heredades fiscales de Barcelona hacia el año 1150— . El abate
Pedro de Cluny, en un texto redactado en tomo al año 1127, considera
voxpopuli que los señores laicos dominaban a sus campesinos con gran
rudeza, fueran hombres o mujeres, y que no se contentaban con las
rentas de costumbre, sino que cada vez exigían más, hasta el punto de
llegara saquearlos.*9
Con el crecimiento y la promoción de los nuevos patrimonios, así
como con la proliferación en la mayoría de las sociedades que hemos
venido mencionando hasta el momento de las dependencias vinculadas
a la existencia de feudos y al fenómeno del vasallaje, los señoríos lo
graron una nueva capacidad de prescindir de los focos de actuación
oficiales. El carácter de este proceso no fue — y nunca se insistirá lo
suficiente en este extremo— intrínsecamente despiadado. En todas
partes, el poder personal sobre la gente se expandió de forma benévola.
Además, hemos de decir que resultaba tanto más probable que así fuese
si quienes lo ejercían eran los príncipes, los vicarios, los barones, los
obispos, los abates y los priores, cuyo poder se beneficiaba en todos los
casos del impulso proporcionado por el crecimiento económico y de
mográfico. Sin embargo, y también prácticamente en todas partes, la
tentación de acumular riquezas y de disfrutar de oportunidades espoleó
una dinámica de autopromoción característica en la que la violencia
coercitiva terminó convirtiéndose en un instrumento habitual.
No es difícil comprender por qué. La violencia, tanto en sus aspectos
personales como en la práctica, constituía una flexible arma de guerra,
de modo que los saqueos que, según sabemos gracias a los textos, se
produjeron en Pomerania, en la Toscana, en los caminos que recoman
los peregrinos que se dirigían a Compostela, o en la Inglaterra del rey
Esteban de Blois, suponen en realidad un fenómeno en el que participa
ban tanto las bandas armadas como los señoríos. Se trata de un compor
tamiento particularmente asociado con la posición social. Había habido
un tiempo en el que se esperaba que cualquier hombre libre estuviese
dispuesto a combatir, un tiempo en que de hecho la libertad de esos
hombres dependía en realidad de! cumplimiento de esa obligación; y
quizá pudo no haber existido nunca una época en que los imperativos de
la venganza acabaran por adquirir carácter de privilegio exclusivo. Sin
embargo, en los siglos XI y xn, la mayoría de los enfrentamientos y las
acciones coercitivas eran obra de hombres que se presentaban a caballo,
y dado que la libertad para poder empuñar las amias, combatir y ejercer
el mando le elevaba a uno por encima de las masas incompetentes, ter
minó considerándose que la fuerza (en este caso la violentia, en un sen
tido particular) constituía un atributo que añadía distinción a la persona.
Dos fueron las circunstancias que contribuyeron a esta situación. La li
bertad que tenían las familias pertenecientes a la élite para combatir y
cazar, derivada en último término de sus vínculos con los reyes o sus
descendientes, quedó transformada en un envidiable símbolo de noble
za, mientras que la inmensamente numerosa clase de los hombres de
armas que luchaban por alcanzar la libertad que procuraba la condición
aristocrática, creyó conveniente apoyarse, como medio para conseguir-
Mapa 1. La «revolución feudal»: núcleos territoriales y vias de expansión.
Este mapa resulta tan problemático como el concepto que ilustra. Todo lo que
sabemos, aunque gracias a una ingente cantidad de materiales probatorios, es que los
castillos no controlados por los principes brotaban en grupos, en especial en las re
giones montañosas; además, en relación con ellos se observa la presencia de un cre
ciente número de caballeros, asi como un ejercicio de la violencia paulatinamente
más frecuente, proceso que. del siglo ix en adelante, se prolongará por espacio de
muchas generaciones. Pese a que la geografía se preste a la teoría de la difusión, qui
zá ilustrada por los casos de Sajonia e Inglaterra, el relieve sugiere igualmente que el
fenómeno tuvo tanto carácter sísmico como revolucionario. Quizá pudiéramos asi
milarlo a un encadenamiento de erupciones producido a lo largo de las líneas de falla
de los príncipes de poder debilitado, como se observa en la Borgoña y en las tierras
altas de Cataluña. Este proceso, que coincide con la multiplicación de los feudos, se
corresponde casi punto por pimío, en cuanto a su extensión territorial, con las zonas
en que estuvo vigente el poder carolingio en el siglo tx.
Este mapa trata de indicar, siquiera sea de forma muy esquemática, las principa
les mesetas y zonas montañosas relacionadas con los sistemas fluviales, y sugerir que
a menudo los señoríos opresivos debieron de surgir en torno a castillos de construc
ción relativamente reciente y situados en zonas altas. Más tiene aún de boceto la im
presión de que los señoríos explotadores asociados con la presencia de intercesores,
sobre todo en regiones como Flandes y la Lotaringia, en donde la Iglesia poseía vas
tas propiedades rústicas — y quizá también en Lonibardía y Baviera— , debían de
formar parte del mismo fenómeno.
lo, en una particular cultura de la violencia. Ésta es la razón de que los
caballeros, los intercesores y los alguaciles* se mostraran tan dispuestos
a imponerse dañinamente a los campesinos, ya que de ese modo refor
zaban la falta de libertad de éstos y exhibían su propia superioridad. Así,
la caballería, estigmatizada por los primeros acuerdos de paz, se presen
ta bajo el aspecto de una deshonrosa cultura de la violencia empeñada
en la procura de una esquiva posición social, una cultura que, andando
el tiempo, sería utilizada por la Iglesia — una vez refundida su ideología
de guerra y utilizada en favor de la causa de Cristo— . Y serían esos re
mozados caballeros de Cristo los que indujeran a la alta aristocracia a
aferrarse a esa nueva cultura de las armas y la destreza ecuestre gracias
a la cual la caballería quedaría convertida en el siglo xn en un elemento
de ritual relevancia para la nobleza.90
Si el señorío pasó a transformarse en un elemento esencial para esta
nueva caballería respetable, no por ello dejó de resultar problemático
para aquellos que, ya bien avanzado el siglo xil, se impusieron por la
fuerza a los campesinos, ya perteneciesen a sus tierras o a las ajenas.
Sin embargo, las mismas expresiones de desaprobación dan fe de la
persistencia del señorío opresivo —que tendía a justificarse a sí mis
mo— . A la célebre observación de Pedro el Venerable que hemos cita
do más arriba podría contraponerse la imagen de moralización negati
va que se ha conservado en las instrucciones que en el año 1118
dirigirá a su hijo un arrepentido caballero en su lecho de muerte:
L a s c u l t u r a s d i ;i . s k ñ o r í o
i
: señores-reyes, a los prelados y a las autoridades de rango secundario,
f Ningún papa había reclamado nunca para sí tan vasto dominio espiri
tual sobre la base de tan exiguos recursos materiales; de todos los hom
bres poderosos de la ¿poca, él era el único que podía pensar seriamente
en atribuirse la fe, la obediencia y la estabilidad en todas esas tierras. Y
. además perdía muy poco tiempo en regir tales cuestiones. Desde los
' primeros momentos de su pontificado (es decir, desde abril del año
1073), Gregorio se dedicó a exhortar a los caballeros franceses — a los
que empujaba a combatir a los musulmanes en España a condición de
s que reconocieran su suprema autoridad como pontífice— . Menos de un
año después apremiaría a los reyes de León y Navarra pidiéndoles que
‘«aceptasen el orden y los ritos de la Iglesia de Roma ... como ya [ha-
; bían] hecho los demás reinos de! oeste y del norte».- Pese a que seme
jantes metas debieron de parecer necesariamente el producto de una
mente visionaria, todas ellas habrían de satisfacerse en cierta medida
más adelante — y de hecho, comparadas con las épicas fantasías de un
rey de ilimitadas ansias conquistadoras venían a ser la encamación de
la sobriedad misma- . FJ Carlomagno que describe el poeta del Cantar
deRoidán tiene su patria en la «dulce Francia», aunque domina pue
blos que se extienden desde Escocia, Irlanda e Inglaterra hasta Baviera,
la Aquitania, la Pro venza y la Lombardía; y también dice que Aix-la-
Chapelle (Aquisgrán) es el «meillor sied de France» para juzgar el caso
de la traición de Canelón. Además, Carlomagno hace campañas milita
res en España — o «eavalcades», aunque le separe de esos territorios
tan peligrosa distancia- - a beneficio de los barones leales que reciben
de él el vasto patrimonio que se extiende desde el Mar del Norte hasta
los Pirineos.3
Éstas son las visiones que sugiere la autoridad en un mundo cristia
no que empezaba a cobrar conciencia de sus fronteras. Y muy distintas
serán las visiones, por cierto, en función del punto de vista: así diver
gen tan notablemente la de la mirada administrativa y la de la evoca
ción fantasiosa. Ambas coincidieron grosso modo durante un tiempo,
en la época en que los trovadores del siglo xu nos hablan de un «señor
papa» que establece una combativa alianza con el rey destinada a res
taurar el patrimonio italiano de Pedro.4 Sin embargo, la cultura cortesa
na de la épica primitiva no constituye sino una frágil indicación para el
conocimiento de las inquietas élites — los «Borguignuns / E Peitevins
eNormans e Bretnns»5-— cuyas expediciones, motivadas en su aspira
ción al señorío, habrían de reorganizar las fronteras europeas. Los can
tares de estos bardos ensalzaban el ideal de la lealtad en el vasallaje,
aunque también nos han dejado constancia de la ansiedad que provoca
ban las cuestiones vinculadas con las herencias — asunto capital para el
dominio señorial en el siglo xn— , pese a que, al mismo tiempo, apenas
nos digan nada acerca de los (demás) medios de alcanzar o de ejercer el
poder. Dichos cantares se basan en las tradiciones de la monarquía
franca que ellas mismas glosan, pero sólo recogen muy débilmente los
hechos relacionados con los asentamientos normandos de Italia o con
las ambiciones de los caballeros de habla alemana de las tierras eslavas
occidentales. Las culturas de estas últimas sociedades son aún más di
fíciles de discernir en las fuentes literarias, signo de que su transplante
fue más completo. España conservó su carácter de frontera visionaria
el tiempo suficiente como para dar lugar a que en las tierras francófo
nas se crease la mitología de un poder fundado en las baronías.6
E l PAPADO
León y Castilla
L a s TIERRAS IMPERIALES
Baviera
J
erno refrenado p o r In ley resultaba am enazante. Y sin embargo, se
te poco en la ley com o tul; no se registran nuevas ediciones de las
s leyes búvaras, cuyas for mas procedim entales estipulaban algu-
rcaicos protocolos para la interacción de las personas libres. Las
¡costumbres existentes venían a ratificar las jerarq u ías sociales y el ran-
k o d e las personas que participaban del p oder protector del condado y
m lglesia. Y cuando las propiedades de los po ten tad o s com enzaron a
Ejrse expuestas a los e fe cto s de la voluntad del rey, com o sucedería en
m;4écada de 1070, un p erio d o m arcad o p o r las rev u eltas sajo n as, la
mfción del am paro legal pasó a tener un sig n ificad o d ife re n te .106
p Las fu entes, in c o m p le ta s y fo rm u listas, no d e ja n del to d o claro
ómo era la vivencia cotidiana del poder en Baviera. Los condes apare
anmencionados en la periferia escrita d e las dispensas regias o de las
fomentaciones clericales; rara vez se encuentran alusiones a ellos en
•propias prom ulgaciones , ya sean de carácter oficial o patrimo-
107Con todo, puede apreciarse en esta región, al igual que en otros
res, algo parecido a una transmisión del poder oficial, ya que la
zncia de las costum bres en las normas hereditarias y el interés de
milias p o r consolidar los patrimonios o incrementarlos mediante
servación de ¡o adquirido tendía a redeñnir el poder en los térmi-
jpios del señorío.
rato de un proceso gradual. En el siglo xi el número de señores
de crecer, pero, según parece, las cifras de ese aumento se co-
lieron con el desarrollo demográfico, así que en este caso no
considerar que los hábitos del señorío y Ja sujeción pudieran
haber debilitado los de la acción oficial. Los condados, las tierras admi
nistradas y las funciones ministeriales se mantuvieron, aunque al con
signar por escrito los servicios prestados, la gente reconocía que algu
nos nobles con arriendos o encom iendas se com portaban como
propietarios. El ejercicio de un señorío sobre una serie de individuos
que al mismo tiempo adquirían derechos de tenencia se desarrolló muy
pronto, como en otras tierras occidentales alemanas, aunque sin que
eso significara que el señorío tuviera que renunciar a la expectativa de
poder solicitar servicios.108 Nadie se preocupó de establecer distincio
nes entre la posición oficial del conde Pilgrim y el interés patrimonial
cuando «su caballero Rodolfo» tomó posesión de la hacienda de Mau-
ggen a fin de donársela como gesto piadoso a los canónigos de Frisinga
(1053-1078).109 No hay duda de que los caballeros se multiplicaron,
pero lo más común es que, al mencionarlos, nuestras fuentes tiendan
más a describirlos como dependientes con derecho a una compensa
ción que a pintarlos como señores usurpadores o de conducta opresora,
La persistencia de la autoridad regia o ducal evitó que los castillos
y los caballeros no dependientes de una gratificación proliferaran tan
profusamente como en las tierras francas occidentales. Se siguió consi
derando que la violencia constituía una violación del orden ducal, has
ta el punto de que ese extremo se incorporó a las leyes escritas como
epígrafe específicamente designado así (De violentia), por no señalar el
hecho de que también se abordara la violencia en los distintos aparta
dos dedicados al robo, el incendio provocado y el embargo.110 Los pre
lados esperaban que el señor-rey protegiese sus propiedades de la usur
pación, m ientras que los campesinos temían principalm ente los
expolios causados por las incursiones de los jinetes venidos de Bohe
mia, o incluso los estragos de los propios ejércitos reales.111 No hay
nada en el Traditionsbücher que sugiera que la violencia de los peque
ños señores o de las enemistades heredadas se considerara normal o
novedosa. Se trata de una cuestión que vale la pena sopesar, ya que en
los diplomas de traspaso de tierras112 la vigilancia contra la usurpación
había tenido un carácter formulista y habría de revivir después del año
1100. Entre los años 1126 y 1129, aproximadamente, se declaró que un
funcionario ministerial llamado Gottschalk había «oprimido» a cuatro
campesinos reduciéndoles «a la servidumbre mediante la violencia» y
una «injusta sujeción» de la que estaban dispensados.113 En el siglo XI,
el sometimiento a la «condición servil» era una de las sanciones que se
imponían habitualmente para conseguir que se realizaran las obligacio
nes estipuladas, ya que en esta época, según Philippe Dollinger, el se
ñorío agrícola acostumbraba a ser benigno. Se seguía mancomunando
el gistum para evitar las tenencias individuales, y todavía no se cobra
ban habitualmente las tallas.1,4 Es posible que el señorío opresivo fue
se poco común en la Baviera anterior al siglo xu, época en la que se
hará visible en todos los estamentos sociales. En Ratisbona, en vísperas
de la Segunda Cruzada, el arrepentimiento dio lugar a dos ilustrativas
renuncias como mínimo. Un caballero llamado Sigardo de Padering
devolvió a los monjes de San Emerano una granja que había usurpado
«injustamente»; el obispo Enrique, por su parte, dispensó al abate del
«mal uso y la injusta exacción» de veinte libras en cumplimiento de
una de las cláusulas de un acuerdo por el que el abate se había compro
metido a compensar a los caballeros episcopales que participaran en la
cruzada.115 Sin embargo, no podemos descartar la posibilidad de que
los registros realizados por las iglesias bávaras durante los siglos x y
xi, unos registros notablemente formulistas, ocultaran buena parte de la
información relativa a los incidentes y los procedimientos relacionados
con las prácticas señoriales que tan comúnmente se observan en otras
regiones. Y si hay razones para creer que la pervivencia del ducado y
de sus leyes consiguió favorecer que los campesinos de Baviera disfru
taran de unas mejores condiciones de vida que los de otros lugares, no
es menos cierto que prácticamente no sabemos nada de los señoríos
laicos que se desarrollaron en esa zona a lo largo del siglo xi.
Lombardía
F r a n c ia
Todos los habitantes de las tierras situadas entre los valles del Mosa
y el Loira sabían quién era el rey. Sin embargo, le necesitaban menos
que los del sur y era fácil que, en los legajos, los escribanos omitieran
referirse a su año de reinado al consignar la fecha. Esa región constituía
el país de los «francos» — es decir, el territorio de los que hablaban (lo
que hoy llamamos) francés— ; y aunque esos francos franceses se ha
llaban sujetos, como siempre, a un rey, cuando buscaban protección y
justicia se dirigían a señores de menor rango: a condes, a vizcondes,
a castellanos e incluso a caballeros, así como a obispos, a abates y a
priores. El poder era aún más difuso que en Occitania, y los vínculos
de solidaridad entre los señoríos coercitivos mostraban un carácter más
diverso y complejo. En un clima benigno que favorecía la expansión y
la prosperidad de las sociedades campesinas eran más los elementos en
juego: más personas y mayores riquezas, en una zona cuyas tasas de
crecimiento probablemente superaran ya en el año 1050 las de las re
giones meridionales. A medida que fue disminuyendo el temor a las
incursiones devastadoras, las esferas de identidad consuetudinaria for
jadas en la acción provincial se vieron confirmadas: los francos se con
sideraban a sí mismos angevinos, borgoñones, normandos, flamencos,
etcétera. Se trataba, sin embargo, de pueblos dinásticos, y sus aspira
ciones se hallaban vinculadas a los proyectos de unos príncipes cuyos
territorios se habían visto constantemente amenazados, que combatían
para fraguar señoríos y alianzas lejos de sus fronteras, y que terminaron
por incorporar a Inglaterra al mundo de habla francesa, sometiéndola a
la más abrumadora dominación de la época; se trataba en suma de pue
blos que compartían una cultura del señorío que, pese a su gran disper
sión y fraccionamiento, se hallaba más próxima a la homogeneidad que
la de las gentes del Mediterráneo
El Anjeo *
* Se trata de Godofredo II del Anjeo, conde entre los años 1040 y 1060, y apo
dado Martel («Martillo»), No debe confundirse con otro Godofredo Martel (Godo
fredo IV del Anjeo) del que se hablará más adelante, fallecido en el año 1106, posi
blemente asesinado por su padre Fulco IV el Pendenciero (al haberse rebelado
Godofredo IV contra las políticas de su antecesor). (Aí. de los /.)
profesaban tenía un cierto carácter funcional, o incluso oficial; la pro
tección que brindaba a las iglesias, por problemática que resultase, era
una realidad. Y sin embargo, según todas las crónicas, Fulco de Nerra
fue un señor brutal. Cerca del 20 por 100 de las actas consignadas por
escrito que han llegado hasta nosotros guardan relación con el ejercicio
de actos violentos y con la solución buscada para ponerles fin; se trata,
en la mayoría de los casos, de una violencia ejercida por el propio Ful
co o por alguno de sus servidores y vasallos: quebrantamiento de los
usos, profanación de iglesias, exacciones de nuevo cuño... Sus impul
sivos actos de solemne penitencia servían a un tiempo para ocultar y
revelar la propensión del conde a ejercer el poder arbitrariamente; los
monjes y clérigos de Angers y Saint-Florent que preservaron su memo
ria tenían mucho que agradecerle. Más aún, en la década de 990 las
propias «costumbres» (consuetudines) eran una novedad en el Anjeo,
al igual que en otros lugares; no tenían un carácter necesariamente vio
lento, aunque presuponían la existencia de una nueva sanción para las
obligaciones que ahora no encontraban ya justificación en la ley o en el
orden regio. ¿Acaso no había sido el propio Fulco, viéndose en la nece
sidad de complacer a los ambiciosos caballeros, tan castellano como
conde? ¿No había sido ése su ejemplo y su legado? La verdadera lec
ción que extraemos de la proliferación de las costumbres es que los
poderes del señorío no podían quedar ya reservados únicamente a las
autoridades regias. El conde, como muy bien ha señalado Olivier Gui
llot, no parece haberse percatado de lo que significaba someterse per
sonalmente — o permitir que lo hicieran los escribanos de las iglesias
agraviadas— a las ominosas nuevas normas del poder consuetudinario:
en el siglo xi el señorío quedaría prácticamente equiparado al ejercicio
de las costum bres.145
Godofredo II Martel (1040-1060) fue el primero en prever la reno
vación del orden territorial en el Anjeo. No sólo culminaría la conquis
ta de la Turena que había iniciado su padre, sino que sería también el
primero de su linaje en proponerse como medida política la represión
de las costumbres violentas. No hay duda de que en el «tribunal gene
ral» que se celebró en Angers en el año 1040 — pese a que de él tenga
mos únicamente noticia a través de una cédula resolutiva dictada para
Saint-Florent— se logró el consenso de los señores eclesiásticos, can
sados de elevar súplicas por separado, y repetidamente, con motivo de
los «expolios ... las malévolas invasiones y los malos usos [que se ex
tendían por] las tierras de los santos». Y en efeclo, este acto vino a ser
una confirmación territorial de las inmunidades, ya que vinculó la vio
lencia ejercida en las cabalgadas de algunos grupos de hombres am a
dos — como las que, según se denunció, habían sufrido las vecinas tie
rras del Anjeo y el Poitou a lo largo de la década de 1040— con los
excesos de determinados señores y agentes condales laicos.146 Con
todo, la medida habría de revelarse iristemente prematura. Los condes
posteriores tuvieron que enderezar incesantemente los entuertos que se
causaban a los señoríos monásticos; y lo que es peor, al menos dos de
los sobrinos de Godofredo II Martel, Godofredo y Fulco de Nevers,
conde de Vendóme (conocido como Fulco el Ganso, o el Idiota), fue
ron a su vez destacados quebrantadores de la paz. El primero, al que se
adjudicó el apelativo de «nuevo Nerón», se enemistó de distintas ma
neras con personas y comunidades a la que más tarde habría de perse
guir, como haría con Berengario de Tours, con los monjes de Mar-
moutier y con el arzobispo de Tours. En el caso de la furiosa campaña
de Fulco el Ganso por las tierras monásticas de Vendóme, contamos
con los fragmentos de una carta de agravios escrita por los monjes a la
condesa viuda Inés, carta que es uno de los primeros testimonios exis
tentes de una práctica violenta en la Europa m edieval.147 Es posible que
otro sobrino, también llamado Fulco.* sucesor de Godofredo II en el
Anjeo, no tuviera un comportamiento mucho mejor. Orderico Vitalis le
recuerda corno a una persona que observó de forma notablemente ne
gligente la paz del Anjeo, y alega que acostumbraba a mostrarse indul
gente con los ladrones de cuyo botín se hubiera beneficiado a concien
cia. Orderico había albergado la esperanza de un mejor señorío al
quedar el poder en manos del llorado hijo de este Fulco, Godofredo IV
Martel (fallecido en el año 1106), dado que inició las luchas necesarias
para recuperar la dominación del señorío condal sobre los castillos.148
Fulco V (1109-1129) perseveraría en este objetivo, seguido de su hijo,
Godofredo Plantagenet (1129-1151).149
Incompleta y con frecuencia ineficaz, la dominación de los condes
no dejó por ello de resultar imponente, incluso en tiempos tan revuel
tos. La consolidación del poder en Tours o en las regiones limítrofes,
en Vendóme y por último en Maine, compensaría con creces la pérdida
Flandes
Al igual que los del Anjeo, también los condes de Flandes eran po
derosos señores príncipes. Su poder mostraba manifiestas característi
cas regias, debido a que les venía de Judith de Francia, bisnieta de
Carlomagno, y a que había sido consolidado de forma programática,
según la fórmula carolingia, ya en tiempos de Amulfo I, conde de Flan-
des (918-965). Los sucesivos condes de años posteriores — de los que
nos ocuparemos aquí— mantuvieron en todos los casos estrechos víncu
los con los reyes de Francia: un comportamiento que seguiría incluso
Carlos el Bueno (conde de Flandes entre los años 1119 y 1127), que era
hijo del rey Canuto IV de Dinamarca y que en el año 1125 parece haber
sido, al menos para algunos, candidato a suceder a Enrique V en el tro
no del im perio.180 Como ya sucediera en Barcelona y en el Anjeo, ia
posesión del condado se vio trastocada durante el tercer cuarto del si
glo xi, período en el que Roberto, hermano de Balduino VI, al ver que
éste no dejaba más que dos hijos menores de edad para sucederle,*
sentirá la tentación de usurpar el poder con escandalosa violencia. Ro
* Es decir, los regidores: el mismo significado parece tener la voz sca b b n e s que
figura en la página siguiente. ( V. tic los t.)
nes que había establecido en Saint-Amand el conde Roberto, regula
ciones vinculadas con el suministro de alimentos. Y en el caso del año
1120 que ya hemos mencionado, en el que un hombre de Gante llama
do Everwacker se ve obligado a responder a la acusación de haberse
incautado de las tierras pertenecientes a los monjes de Saint-Pierre, los
barones «em itieron su fallo de acuerdo a las costumbres generales
constituidas desde antiguo en la corle de los reyes francos y de los con
des de los habitantes de Flandes».199
En pocas palabras: la justicia era en Flandes prudente porque des
cansaba en la costumbre — es decir, en la reputación de la costum
bre— . Lithnot devolvió su feudo legali/er a fin de permitir que el con
de Balduino dispusiera de él para otros menesteres. Los barones
aconsejaron a este mismo conde que consultase a los scabiones en re
lación con los derechos de tránsito de Saint-Vaast. Sin embargo, una
costumbre podía invalidar otra, como sucederá en el año 1120 en el ya
citado caso de Gante, en el que observamos que la persistente cólera
del hombre que se había visto despojado de sus tierras obligó al conde
Carlos a llegar a un arreglo y a enmendar su dictamen a fin de permitir
que Everwacker siguiera vinculado al abate en el sentido de recibir de
él una compensación anual.200 Los avatares de la posición social, de la
situación patrimonial, se hacen así patentes. Sin embargo, sería un
error concluir que la justicia tuviese un carácter programático en este
señorío. De hecho, en una fecha tan tardía como la del período de go
bernación de Carlos el Bueno, período en el que se observa por primera
vez la multiplicación de los juicios curiales, no existe diplomática judi
cial. Los escribanos redactaban cartularios en los que registraban los
acuerdos alcanzados o los fallos emitidos, pero no se celebran iudicia
propiamente dichos: y tampoco podemos decir que sus cartularios co
rrespondan a lo que pudiéramos llamar registros de un tribunal. Más
aún, con anterioridad al año 1111, aproximadamente, no tenemos noti
cia de verdaderos iudicia sino de forma muy excepcional, y ello con
independencia de cómo quedaran consignados. De las cuatro décadas
anteriores a esa fecha, sólo dos juicios llegarán hasta nosotros, y en
épocas posteriores tampoco serán muy numerosos. Por fortuna, pode
mos deducir de otros registros que los cartularios son menos elocuentes
que el conjunto de los relatos vinculados con la justicia condal.
De Carlos el Bueno se afirma que reprobó al abate de Saint-Bertin
por haberse presentado en Bergues Saint Wínnoc, en la corte reunida
con motivo de ¡a Epifanía, cuando debiera de haber estado celebrando la
misa festiva con sus monjes. Cuando el abate explicó que se hallaba allí
porque tenía que exponer un agravio, el conde Carlos replicó: «¿Y por
qué no me lo ha hecho saber por su criado? Pues vuestro deber consiste
en orar por mí, y el mío, en efecto, proteger y defender a las iglesias».201
Esta invocación de la doctrina política carolingia apunta a la exis
tencia de tensiones más profundas, tensiones tendentes a un ejercicio
más enérgico de la justicia perentoria. El conde, al saber que un caballe
ro se había apoderado de las tierras de unos monjes que la habían explo
tado tranquilamente durante más de sesenta años, le condenó ipsofació.
Y tras señalar que el padre del caballero había mantenido silencio res
pecto de aquella situación. Carlos lanzó sobre el encausado la amenaza
de que, si volvía a tener noticia de alguna queja, estaba dispuesto a apli-
carle.el mismo castigo que ya habia empleado antes el conde Balduino
ycon otro caballero delincuente: quemarle vivo. Es Germán de Tournai
quien nos informa de este caso, autor que, como sabemos, también es el
responsable de los pormenores del caso anterior, así como relator de
otros incidentes comparables. El conde Balduino devolvió a una pobre
viuda la vaca que le habían robado, y para resolver su caso dejó a un
lado otros asuntos acuciantes que debía atender con un grupo de poten
tados. Sin embargo, la tradición que ha preservado Germán de Tournai
nos habla de unos señores-condes que inspiran un saludable temor. La
crónica en que nos refiere que un caballero fue arrojado con todas sus
armas a un caldero de agua hirviente ante una multitud congregada en
Brujas resulta tan horrenda como indeleble. «Tan gran terror invadió a
cuantos se hallaban presentes que en adelante nadie volvió a jactarse en
todo Flandes de haberse apoderado de nada.»202
Se ponía a la violencia un remedio de carácter sumariamente justo.
Nadie albergaba la expectativa de que los condes esperaran a recabar
pruebas: nunca lo hacían si la injusticia resultaba manifiesta. Y es que
los barones habían jurado mantener la paz del conde, si no en el año
1111, fecha en la que se dijo que Balduino había omitido imponer un
juramento a sus vasallos al acceder al poder, sí al menos en mayo de
1114, fecha en la que finalmente se verificó el juramento de toma de
posesión «en una solemne reunión de la corte en Saint-Omer».20J Otra
anécdota que refiere Germán evoca que en esos años existía un clima
de inquietud por la seguridad. En una ocasión, diez caballeros robaron
a un mercader que se dirigía al mercado de Thourout, a lo que el conde
respondió mandándoles prender y encarcelar rápidamente. Sus parien
tes suplicaron clemencia: rogaban a Balduino que obligase a los caba
lleros a pagar una multa en dinero o en caballos, pero que no les ahor
case. La reacción de Balduino consistió en idear un método para que
los caballeros se colgaran a sí mismos, lo que una vez más suscita la
siguiente exclamación de Germán: «¡Feliz pudiera considerarse Flan-
des de haber merecido mucho antes tal príncipe!».204
El primero de esos príncipes había sido Roberto el Frisón. Y lo sa
bemos no sólo porque Germán sostenga que se había comportado como
el guardián de «la paz y la seguridad», sino también por la información
incidental de que el conde Roberto encargara al castellano de Brujas
llevar un registro escrito de las matanzas ocurridas en esa ciudad y sus
alrededores en el año 1084.-(l5 Sin embargo, no está claro que Roberto I
hiciera especial hincapié en la paz — como parte de su plan de ac
ción— . Los únicos estatutos que se impusieron en Flandes en su época
fueron obra de un sínodo celebrado en Soissons y encabezado por el
arzobispo Reinaldo de Reims (1083-1093), personaje que no es otro
(dicho sea de paso) que el antiguo y cruel señor de Montreuil-Bellay,
de quien ya hemos hablado; y dichos estatutos dispusieron que las que
jas debían dirigirse al obispo o al archidiácono. Más aún, el propio
Roberto I habría de transgredir la paz. Tras ser acusado de apoderarse
de las propiedades de los clérigos fallecidos, el papa Urbano II le re
probaría en el año 1092; aunque en vano, al parecer, puesto que sus
vasallos y sus servidores continuaron perpetrando usurpaciones vio
lentas. Unicamente al recibir esos estatutos su espaldarazo definitivo
en una ceremonia celebrada en julio de 1099 en Saint-Omer descubri
remos a un conde Roberto II activamente implicado en su observancia,
aunque ni siquiera entonces lo estuviese hasta el punto de que podamos
probar, basándonos en dicha actitud, el rumbo que hizo adoptar a esa
paz. Los juramentos que se imponían a los «señores de los castillos y a
las ciudades» debían pronunciarse en presencia del obispo.206 Es posi-
ble que el conde no asumiera plenamente las dimensiones de su protec
torado sino después del año 1100.
La paz revestía un carácter crítico para este orden debido a que
Flandes era una región violenta. En un notable estudio basado en fuen
tes fundamentalmente hagiografías, Henri Platelle llega a la conclu
sión de que se trataba de una zona llamativamente violenta, en especial
en las costas, donde este autor detecta que se practican de forma ininte
rrumpida toda una serie de costumbres brutales a lo largo de un gran
número de generaciones. Platelle piensa asimismo que la violencia en
cuentra su raíz en el hecho de que el régimen señorial fuera impuesto
tardíamente.-07 Seguramente está en lo cierto. Buena parte de la violen
cia que aparece consignada por escrito, tanto en los cartularios como en
las crónicas, se presenta en forma de incautaciones arbitrarias, de usur
paciones de tierras a los clérigos y de pagos opresivos por el rescate de
propiedades — como los que en otros lugares serán síntoma del abuso
o la ambición de los señores o de quienes aspiran a serlo— ,-08 Las no
ticias que nos hablan de episodios de insubordinación entre los barones
son menos abundantes en Flandes que en Cataluña o en el Anjeo; 110
obstante, cuando el castellano Everardo de Toum ai se rebeló contra
Roberto I. se dijo que se había apoderado de «muchos hombres, tanto
ricos como pobres», y que les había obligado a pagar un rescate si que
rían salvar su propia vida. Hugo de Inchy arrasó la aldea de Feuchy,
incendiando y saqueando cuanto encontró a su paso y llevándose con
sigo a muchos desdichados varones.2^
Estos ejemplos sugieren que, en Flandes, los perpetradores de la
violencia coercitiva eran muy a menudo bandas de hombres armados,
y que, por su forma, debieron de asemejarse más a incidentes de guerra
que a abusos señoriales. Teodorico. «hombre noble y notablemente po
deroso» se hallaba en guerra con el conde Balduino de Mons, cuando,
«un buen día, habiendo reunido un considerable ejército, irrumpió vio
lentamente en sus tierras [de Balduino] e hizo gran botín en ellas»;
llegó a quemar incluso dos conventos de monjas en los que el conde
había colocado algunos «caballeros hostiles».210 Sin embargo, no de
beríamos forzar en exceso la distinción entre la hostilidad y la domina
ción. Es muy posible que los señores de Flandes sintieran antes la ten
tación de oprimir a los campesinos de otros hombres que a los suyos
propios, y que prefirieran apoderarse de sus riquezas. Frustrados por el
hecho de que no conseguían el apoyo del papa en una disputa surgida a
causa de unos derechos funerarios en Toumai, los canónigos de la ciu
dad contrataron a unos mercenarios a fin de acosar a los monjes de
Saint-Martin, Los así contratados para servirles (servientes) pasaron
una tarde merodeando por los alrededores de la granja que tenían los
monjes en Duissenpierre y la saquearon.211 Éstos eran los medios que
empicaban los hombres que buscaban la seguridad de la posición seño
rial, las vias a las que recurrían los caballeros, como con tanta frecuen
cia constatamos en los relatos de Germán de Tournai, pero también los
métodos de los miembros del séquito y los sirvientes de los condes y
los prelados. Las acusaciones que se hacían contra los hombres del
conde llegaban a sus oídos, y sin duda éste tendría noticia de más casos
de los que han llegado hasta nosotros a través de los registros conserva
dos. Los miembros del clero corriente trataban de disciplinar a sus pro
pios prebostes y administradores, pero era frecuente que tuviesen que
apelar a los condes. Los diplomas en los que se hace constar una rela
ción de protección están repletos de afirmaciones que señalan que se
consideraba notablemente probable que un agente de segundo orden
cometiese algún acto de violencia (infestado es el término que se utili
za habitualmente).212
La mejor prueba de la práctica de una violencia ministerial nos la
suministra Saint-Amand. Entre los años 1095 y 1097, aproximadamen
te, un tal Anselmo, que ejercía la advocafuní de Neuville y de otras
poblaciones de la comarca de Saint-Amand, exigió tributos forzosos a
los campesinos, arrancó rescates a otros arrendatarios, y «causó otros
muchos males». En un primer momento, el abate Hugo, junto con algu
nos monjes, razonó con él y le pidió que desistiera de su actitud, obte
niendo en penitencia su renuncia a tales actos; sin embargo, Anselmo
volvió poco después a las andadas. La siguiente iniciativa de los mon
jes consistió en apelar al conde Roberto II, que falló a su favor, aunque
sólo consiguieron que Anselmo volviese a reincidir, y con «mayor ma
licia aún», ya que se dedicó a construir molinos que contravenían los
derechos de Saint-Amand. El único recurso que le quedaba ya al abate
era proceder a excomulgar al infractor, una pena extrema que podía
volverse terrible si el castigado se exponía al influjo de las reliquias del
santo.* Esa excomunión era un acto de imperioso señorío que provocó
una enmienda más solemne: Anselmo se postró descalzo ante las reli
quias, pronunció un voto de renuncia a la violencia con el crucifijo en
la mano y, «envuelto en lágrimas, suplicó misericordia y absolución».
De este modo, «cediendo a su llanto y a sus peticiones», el abate le
* Puesto que la compartía con Ana de Kiev (r. 1024- i 075), esposa de Enrique I
de Francia. (N. cíe los t.)
fecunda unión con un mando de manifiesta fidelidad constituyó un ac
tivo nada despreciable que vino a desempeñar un importante papel en
la gestación del poder dinástico de los normandos. En el año 1063, Ro
berto el Frisón, hermano de Matilde, se casó con la viuda del conde de
Holanda, cuya hija Berta (hijastra de Roberto), se unió a su vez con el
joven rey Felipe, probablemente en el año 1072. Sin embargo, la alian
za flamenca había quedado desbaratada tras la violenta captura de Flan-
des por parte de Roberto en el año 1070, fecha en la que e! rey se había
asociado espontáneamente con Amulfo, hijo del difunto conde Baldui
no VI de Flandes y destinado a sucederle, aunque moriría en la batalla
de Cassel, en 1071. El matrimonio de Felipe con Berta formó parte de
un acuerdo con su padrastro, el nuevo conde de Flandes. No debió de
ser un matrimonio nada cómodo, pues si Matilde únicamente se aparta
ba de los ámbitos del poder ducal y regio obligada por sus frecuentes
partos, la reina Berta rara vez acompañaba a su marido en sus regias
promulgaciones, no dando a luz al futuro Luis VI sino tras toda una
serie de años marcados por la inquieta espera y las oraciones. Tras traer
posteriormente al mundo a una hija (y quizá también a otro hijo), se vio
repudiada por Felipe, que se unió a Bertrada de Montfort. esposa del
conde Fulco el Pendenciero, lo que desencadenó un escándalo que tras
tornó tanto los lazos dinásticos con los flamencos como los vínculos
con ¡os angevinos. Tal era la fragilidad de dichos lazos; no obstante, lo
cierto es que el príncipe Luis logró sortear las dificultades y hacer valer
su origen casi flamenco, ya que, de hecho, su mismo nombre da fe del
prestigio carolingio que se asociaba con la rama flamenca.216
En estas tierras septentrionales el poder se manifestaba principal
mente en los hechos de la soberanía regia, entre los que cabe destacar
las alianzas y los matrimonios, las tornadizas solidaridades que presi
dían la ambición y los intereses de los barones — una volubilidad que
en modo alguno resultaba fácil de controlar— , y el ejercicio de las po
testades personales de los señores-reyes. Es posible que en ningún tra
mo de la historia medieval comparable a éste pueda observarse una
influencia tan notable del carácter principesco como en el medio siglo
que media entre los años 1060 y 1110. Los historiadores no muestran
duda alguna respecto de las consecuencias que tuvo la determinación
—y el temple— del Conquistador, y tampoco vacilan al ponderar las
repercusiones de la diversidad temperamental de sus hijos. La mayor
debilidad de Felipe 1 residía claramente en su carácter. De ahí que fue
ra necesaria la intervención de dos prelados de profunda energía y vi
sión personales — Anselmo de Cantorbery e Ivo de Chartres— : ellos
ayudarían a sus señores a capear los temporales provocados por los
papas reformistas y sus aliados clericales.
Con todo, los señores-reyes de Francia c Inglaterra, como también
sucede en el caso de otras monarquías de finales del siglo XI, distaron
mucho de monopolizar el poder. Al unirse a Bertrada de Montfort, Fe
lipe I estaba lanzando un desafío a la región del Anjeo, ya que su ac
ción venía a poner en tela de juicio la lealtad de la pequeña aristocracia
militar de la Isla de Francia. La solidaridad efectiva en el seno de la
corte de los Capetos, asi como en su entorno inmediato, pasó a ser una
solidaridad entre castellanos, y la supresión de algunos de ellos — lo
suficientemente fuertes y arrogantes como para desafiar a los más ve
nerables protectorados regios— exigiría de Luis VI el empleo de toda
su capacidad batalladora. De manera similar, tanto en Inglaterra como
en Normandía. donde la acumulación de castillos por parte de los caba
lleros victoriosos y leales había creado algunas temibles baronías, las
circunstancias vinieron a favorecer la multiplicación de los señoríos
presididos por la coerción. Sólo un mapa en el que se detallara la ubi
cación de los castillos y las torres, diferenciando entre los antiguos y
los nuevos, podría damos una impresión fehaciente de lo que eran las
realidades del poder y del señorío en las tierras que Orderico y Suger
conocieron.
Pese a todo su aparente poderío, tanto los reyes normandos como
los Capetos padecieron las limitaciones que les impusieron en cada
caso las circunstancias. A lo largo de la década de 1070 habría de mo
derarse la euforia que habían provocado en Guillermo el Conquistador
los éxitos conseguidos — aunque más que un declive de la euforia casi
podría decirse que el monarca vio incluso invertido el signo de su suer
te-—. Con gran agudeza, Orderico Vitalis distinguió un punto de in
flexión en tomo al año 1077, tras la ejecución del conde W altheof.217
Ha sido precisa la investigación de un estudioso moderno, el profesor
J.-Fr. Lemarignier, para dejar patente que esc mismo año fue crucial
para el destino de Felipe I, ya que en lo sucesivo hubo de arreglárselas
sin ei respaldo de sus prelados.2[li El poder ducal normando no resultó
amenazador para Francia en tanto no quedó asociado con los recursos
de Inglaterra, sobre todo después de la batalla de Tinchebrai (1106),
aunque la situación ya había empezado a gestarse hacia el año 1097,
lecha en la que Guillermo el Rojo ataca Mantés y Chaumont. Suger
describe estos encontronazos, quizá de un modo no enteramente ten
dencioso, como un combate en el que se enfrentan un rey rico y bien
preparado, que cuenta además con la posibilidad de derrochar las ri
quezas de Inglaterra, y un joven e inexperto príncipe Luis, carente de
recursos, que sólo a fuerza de caballeresca gallardía consigue prevale
cer.219 Los franceses comandados por Felipe I no podían contar con
una solidaridad tan dinámica como la que era capaz de reunir el Con
quistador, ya que les resultaba imposible alardear de un éxito tan épico
como el suyo. Además, habían quedado expuestos a la violenta reac
ción adversa provocada tras la unión adúltera del rey con Bertrada de
Montfort. En uno y otro reino, los nuevos monarcas aplicaron nuevas
energías a los problemas heredados, adentrándose así en el siglo XI! y
definiendo un concepto m ás amplio del señorío regio.
La Inglaterra normanda
* Bisson habla aquí del Lummas-tide duy, una fiesta asociada, como se lia di
cho, con el inicio de la cosecha cuyo nombre procede probablemente de In voz
hlüfmcesse. un término del inglés antiguo que en el actual equivaldría a hqfmass,
es decir «misa de hogaza», debido a que los asistentes acudían a la iglesia en acción
' de gracias portando un pan de trigo amasado con las primicias del campo. (N. de
■lost.)
argumentar además que ese comportamiento era en todo caso más jui
cioso que el de tratar de dar nueva vida a las agrupaciones de condados,
como las que habían organizado y dominado el conde Godwin de Wes-
sex y sus hijos en tiempos de Eduardo el Confesor. No hay duda alguna
de que este Odón, obispo y conde simultáneamente, ejerció el poder
oficial, ya que él presidía los pleitos y movilizaba los tribunales del
condado; fue un admirado potentado en los círculos regios; y más tarde
habría de recordársele como a un principe dotado de gran poder y de
carácter altivo, «como un segundo rey de Inglaterra».25K Y lo que se
aprecia claramente en todas las fuentes es que su «poder» (magna po-
tentia) era el de un señor dedicado a tratar de conseguir personal de
pendiente y controlarlo, así como a buscar los medios precisos para
recompensarles por sus servicios. N ada más llegar a Inglaterra para
hacerse cargo del arzobispado de C'antorbery, Lanfranco descubrió que
el conde Odón y sus hombres habían estado usurpando parte de las
tierras de !a Iglesia que debía administrar el propio Lanfranco. No hay
duda de que durante el inquieto pontificado del arzobispo Stigand se
habían producido negligencias, pero en el sonado juicio celebrado en
Penenden Heath en el año 1072 se vio claramente que Odón había crea
do tenencias para sus caballeros a expensas de las tierras eclesiásticas.
Nadie pretendía alegar que Odón se hubiese extralimitado en el ejerci
cio de las facultades de su cargo (como tales), únicamente se adujo que
al tratar de afianzarse en el señorío había violado distintos derechos y
que debía proceder a la restitución de las tierras de las que se había
apoderado, como determinaría finalmente la sentencia, contraria a sus
argumentos.350
No todos los compañeros de armas del Conquistador, y quizá ni si
quiera la mayoría de ellos, crearon nuevos señoríos por la fuerza. Es
una lástima que los barones, que no disputaban entre sí, no hayan deja
do documentos, ya que su sociabilidad es el elemento que más nos
acerca a una experiencia alterada del poder en la Inglaterra normanda.
En este sentido, el Domesday Book apenas nos brinda ayuda alguna,
puesto que en la descripción de los patrimonios de la época, que apare
cen consignados con incomparable lujo de detalles — pensemos, por
ejemplo en sus alusiones a los dominio, las divisiones territoriales de
los condados, las encomiendas y vasallajes, las casas solariegas y las
tenencias— , se aferra tenazmente a una representación normativa del
señorío, una representación en la que los siervos, los villanos, los caba-
Ileros y los grandes hacendados poseen obligaciones y derechos, pero
prácticamente no encuentran nada que decirse unos a otros. En este
documento, los antiguos señoríos basados en la propiedad personal
(dominium) aparecen inextricablem ente mezclados con los nuevos,
fundados en la prestación de servicios; nos vemos por tanto reducidos
a no poder hacer otra cosa sino imaginar que los hombres libres de
Suffolk vasallos del hijo de Roberto Wimarc tenían más relación con
este último que con el abate de Bury, que les administraba directamen
te desde la división territorial.2" 1
Un segundo ejemplo, o grupo de ejemplos, nos dará una visión más
amplia de la relación que guardaba el señorío basado en la dominación
personal con la experiencia del poder en la Inglaterra normanda. En
una fecha que no conocemos con seguridad, el rey Guillermo el Rojo
(1087-1100) concedió una granja sujeta a renta y situada en el ciento de
Nonnancros al abate y a los monjes de Thomey, con el acuerdo de que
abonaran las cantidades acordadas al magistrado de Huntingdon.261 En
el año 1101, Enrique 1expresó el siguiente deseo: que «todos mis baro
nes y condes sepan» que he confirmado, dijo, que la abadía de Saint
Martin de Battle posee un tribunal.262 En junio de 1 107, el rey Enrique
envía desde C’irencester una carta al obispo y cabildo de Bayeux en la
que le comunica que el sacerdote Godofredo ha obtenido fallo favora
ble al probar la reivindicación planteada a la iglesia de Saint-Sauveur
en la plaza de Caen «en mi corte y ante mis obispos y mi clero».263 En
1113, o quizá al año siguiente, el rey confirió la magistratura del con
dado de Worcester a Gualterio de Beauchamp, concediéndosela como
si se tratase de un feudo e imponiéndole leal obediencia al obispo y a
los barones del condado.264 Y en el año 1127, el rey Enrique cursó a
todos los barones que poseyesen tierras en los cientos del obispo de Ely
una directriz según la cual debían acudir a los litigios del tribunal obis
pal del ciento al recibir la citación del alguacil del obispo, como en el
pasado.265 El interés de estos ejemplos no estriba en argumentar que los
cientos y las magistraturas fueran otra cosa que funciones públicas.
Hay pruebas que sugieren que Enrique I organizó la red de magistrados
y el control de los condados con el objetivo de preservar tanto los dere
chos regios como los comunales.266 Sin embargo, da la impresión de
que la antigua gobernación inglesa, al menos según ha llegado hasta
nosotros, quedó nuevamente sujeta al señorío después del año 1066. El
motivo de la confrontación que se hizo patente en Penenden Heath ra
dicaba en los derechos patrimoniales, no en las atribuciones del cargo
del encausado; el fallo favorable al arzobispo Lanfranco no encontró
más límite que el impuesto por los derechos reales relativos a la utiliza
ción de las vías públicas. Y en tomo al ano 1115, fecha en la que vere
mos a un jurista anónimo esforzarse en consignar por escrito las «le
yes» del reino, observaremos que dicho jurista no parece sentir la
necesidad de distinguir entre los poderes de los señores y los de los
funcionarios (como tales), dado que se limita a enumerar sin más el
ámbito de sus respectivas jurisdicciones: condados, cientos, .soc.v,*
diezmos y (agotados ya los sustantivos) el ámbito de garantía de los
señores. En otro pasaje, este mismo jurista argumenta implícitamente
que los hombres sujetos a los señores no tenían por qué estar en los
diezmos contemplados en los tribunales de los cientos.267 Todo el de
bate relacionado con la jurisdicción confirma que los señores contaban
normalmente con tribunales y que también resultaba normal, en todo el
perímetro de los cientos y los condados, que se establecieran acuerdos
entre pares en relación con las lindes, hasta el punto de sugerir una dis
tinción histórica entre los tribunales de las casas solariegas y los de los
señores; no obstante, en todos estos tribunales podía darse audiencia a
los pleitos a ellos remitidos, y todos ellos tenían igualmente la facultad
de aplicar las costumbres pertinentes al caso.
Estaría bien, por consiguiente, no exagerar la tensión que sin duda
existía en la Inglaterra normanda entre el poder de los cargos públicos
y el de los propietarios. Nadie consideraba anómalo que continuara
siendo incumbencia del señor-rey velar por el orden público, pese a que
todo el mundo pudiera ver perfectamente que el Conquistador tenía la
costumbre de recompensar a quienes, siendo amigos, combatieran ade
más junto a él, con grandes arrendamientos de base patrimonial obliga
dos a satisfacer costumbres y servicios de nueva creación. En la Europa
continental no se había materializado aún nada parecido a este orden
feudal (público) que acababa de imponerse en Inglaterra, pese a que del
otro lado del Canal de la Mancha las cargas que debía afrontar la socie
dad de explotación mutua regida por los barones no difirieran sino por
sus dimensiones. No obstante, los empeños públicos de Guillermo el
* El término «yugada» traduce aquí la voz hiele, una medida agraria de superfi
cie usada desde el siglo vil en Inglaterra y que equivale a la cantidad de tierra que
puede arar una yunta en un día. (.V. de los t.)
dado de Cambridge, se hizo tristemente célebre por su propensión a
incautarse de propiedades y a actuar opresivamente en las tierras del
obispo de Ely; y a su rapaz subordinado Gervasio, según los monjes, le
infligió un justo castigo la mismísima santa Etelreda.27R En una re
flexión retrospectiva sobre los años que le había tocado vivir, y en un
pasaje en el que parece expresar su opinión personal, Enrique de Hun
tingdon describe enérgicamente la situación de conjunto: «Los magis
trados y los jueces locales, cuya función consistía en administrar justi
cia y en dictar sentencia, se comportaban de modo más terrible que los
ladrones y los saqueadores, mostrándose más salvajes que el más feroz
de los bárbaros».279 Y en cuanto al conde Odón, es probable que el ele
mento más característico de su conducta se encontrara más en los abu
sos que cometía que en las atribuciones que reclamara para él Guiller
mo de Poitiers. Andando el tiempo, su propio hermano el rey terminaría
acusándole de oprimir a las iglesias y de fomentar la deslealtad, orde
nando finalmente su encarcelamiento.280
Orderico Vitalis no era el único cronista de la época que opinaba
que los normandos habían privado a los ingleses de su libertad, redu
ciéndoles a la esclavitud. De ese mismo parecer se muestra Frutolfo de
Michelsberg, que redacta su crónica en una tierra en la que los sajones
lamentaban haber sufrido la misma suerte. Y también se expresa en
similares ténninos Enrique de Huntingdon, quien sostendrá lo siguien
te: «Y es que Dios había elegido a los normandos para aniquilar a los
ingleses, pues Él habia visto que aventajaban a todos los demás pue
blos por su ejemplar salvajismo».281 Resulta fácil —y de hecho está de
moda— vincular estas exageraciones con las alusiones a la violencia
que viene a confirmar Orderico Vitalis con el comentario que acaba
mos de citar más arriba. David Knowles insiste en que, pese a todas las
lamentaciones que les aquejarán a lo largo del siglo XII, fueron pocas
las pérdidas que hubieron de encajar los monasterios ingleses, ya que
en la mayoría de los casos consiguieron que se les compensara oportu
namente. Su argumentación encuentra respaldo en el Domesday Book,
y aún contaría con mayores apoyos si pudiésemos saber con seguridad
que las alegaciones que aquí hemos expuesto, y en las que se nos habla
del quebrantamiento de! orden, no son un comentario característico de
la época.282 No obstante, si tratamos de imaginar la historia de los mon
jes y de sus arrendatarios, evidentemente expuestos al peligro en las
incendiarias circunstancias que registran todas las narrativas, y una vez
desechados los anacrónicos términos valorativos que hablan de inhu
manas y prolongadas agresiones a la integridad colectiva, lo que surge
ante nuestros ojos es una escena muy distinta. En el siglo xi, la palabra
esclavitud se utilizaba como metáfora para expresar una dependencia
radical; es decir, se empleaba para describir la experiencia del señorío
que tenía la gente corriente. Se obligaba al pueblo llano a construir
castillos, como ocurre en Huntingdon y en Lincoln, y se destruían sus
casas: se les gravaba con fuertes impuestos y se les embargaba a fin de
que realizasen trabajos pesados.283 Lo que atestiguan las crónicas ha de
interpretarse sin duda como una muestra característica de la experien
cia del poder, pero no debe elevarse a la categoría de prueba de que los
normandos introdujeran un nuevo señorío de naturaleza cáustica.
En la época de Guillermo el Rojo las nuevas costumbres ya habían
logrado arraigar. La violencia que llevó aparejada el catastro del Du-
mesílav Book debió de parecer a quienes la sufrieron una imposición
más tolerable que las represalias y las cargas fiscales del Conquistador,
y sin embargo, las fuentes de que disponemos lo presentan como un
instrumento de intromisión en el humano decoro carente de todo prece
dente.284 En tiempos de Guillermo II ei Rojo persistieron las prácticas
de la prestación forzosa de servicios, de los incesantes gravámenes tri
butarios y del normal ejercicio de la violencia por parte de los castillos.
Orderico Vitalis recuerda que Guillermo II no protegió a los campesi
nos de los desmanes de los caballeros, ya que permitió que los partida
rios de dichos caballeros asolaran a placer las tenencias cuya explota
ción resultara fructífera.2X? La práctica más llamativamente arbitraria de
este rey consistió en retener para sí los patrimonios de las iglesias que
quedaban vacías. Pocos son no obstante los elementos de la caprichosa
dominación de Guillermo el Rojo que puedan considerarse nuevos, a
excepción, quizá, de su incapacidad para consolidar la lealtad del clero,
gracias a la cual había logrado su padre preservar su reputación.286 La
utilidad dada a la zona de New Forest en la que Guillermo el Rojo m oli
da durante una partida de caza a consecuencia de un flechazo sería una
emanación de otra de las imposiciones de Guillermo el Conquistador, y
supondría además una onerosa y acerba carga para los lugareños po
bres, carga que por lo demás se mantendría en épocas posteriores
—convertida ya en un (mal) uso— por orden explícita de Enrique l.287
Si Enrique hubiera gobernado bien en su día, seguramente hoy ten
dríamos pruebas de ello. Lo que le importaba era el ejercicio de un
poder personal — y a perfeccionar la práctica de ese tipo de poder se
dedicó tan pronto como se vio libre del estorbo que le habían supues
to su padre y su hermano, ahora fallecidos, lo que sin duda debió de
haber despertado las envidias de los señores príncipes en todas par
tes— . Dicho poder se fundaba en primer lugar en la corrección puniti
va de los extravíos, llegando Enrique a desheredar incluso a los trans-
gresores, esto es, a cuantos le hubiesen sido desleales; en segundo
lugar, se basaba en el cultivo de la fidelidad de todos aquellos con quie
nes se hubiera complacido en compartir los beneficios de su señorío
— en este sentido, y por razones prácticas, terminaría organizando un
círculo íntimo y curial de auxiliares de confianza y un círculo extemo
de arrendatarios mayores— ; y sólo en tercer lugar se sostenía su fuerza
en la gestión de los condados y los cientos.2S!Í Ésta fue la fórmula de su
temprano éxito: procedió al brutal desbaratamiento de la aspiración de
su hermano mayor,* que reivindicaba el ducado de Normandía, y con
siguió, no sin sobresaltos, detener al rebelde Roberto de Belléme; no
obstante, esta actuación tendió —y tiende todavía— a dejar en la som
bra dos de los riesgos implícitos en la situación: 1) la creciente tensión
entre las viejas estructuras asociativas de seguridad y justicia por un
lado y los intereses patrimoniales de la élite normanda por otro; y 2) el
inconmovible interés de los barones anglononnandos en el futuro di
nástico del señorío regio del que dependía su propia posición social.
El primero de estos problemas debió de haber sido manifiesto a lo
largo del período inicial del reinado de Enrique. La calidad de la acuña
ción de moneda había comenzado a deteriorarse, dado que los inexper
tos normandos habían sucedido en las cecas a los monederos anglo
sajones, Tanto en los tribunales de los condados como en los de los
cientos, los magistrados se apropiaban de las ganancias, y sin duda se
aprovechaban también de los procedimientos rutinarios en curso. El
entorno del rey no dejaba de someter poco menos que a un saqueo sis
temático a las distintas comarcas por las que acertaba a pasar el señor-
rey, una infamia que exacerbaba la incompatibilidad entre el orden lo
U n a m a d u r e z ,in t r a n q u il a
Dificultades dinásticas
Una de las cosas que observa el modesto clérigo que en tomo al año
1113 decide referir las hazañas de los príncipes de los polacos es el muy
elevado número de gobernantes cuyas proezas, pese a ser dignas de
conmemoración, habían sido no obstante «mantenidas en silencio».
Consciente del «espacioso universo de las tierras del mundo», se pro
pone no caer en el mismo error, al menos en lo tocante a Polonia.2 Aun
que efectivamente no supiera nada de los textos conmemorativos escri
tos en las regiones occidentales de su propia patria — aceptando con
ello su palabra sobre el particular— , no hay duda de que debía de tener
alguna idea de lo que se decía en las cortes principescas. Y ello porque
su crónica de los primeras príncipes polacos se asemeja, en no menos
de tres cuestiones sustanciales, al singular y personal relato que había
compuesto en el año 1096 Falco el Pendenciero del Anjeo acerca de los
condes que le habían precedido. En primer lugar, ambos textos introdu
cen episodios de heroísmo épico acaecidos un siglo antes: los corres
pondientes a las gestas realizadas por Boleslao I el Bravo en Polonia
(992-1025) y por Fulco de N ena en el Anjeo (987-1040). En segundo
lugar, vemos que ambos relatos presentan las distintas conquistas de los
pueblos paganos a manos de los príncipes cristianos como otros tantos
momentos cruciales de la fundación de un poder legítimo — conquistas
que se producirán ames en el Anjeo que en Polonia— . Y en tercer y
más significativo lugar, lo que ambos autores nos ofrecen es una infor
mación que no sólo se ocupa de la sucesión dinástica — constituyendo
una y otra obra, en este sentido, una especie de genealogías comenta
das—, sino también de las disputas surgidas a raíz de los derechos su
cesorios, incluidas las que tropiezan con estallidos de violencia.3
Antes de volver sobre este último punto, resultará útil señalar algu
nas pruebas que, en relación con este examen, nos hablan de otras con
memoraciones dinásticas, ya que se da el caso de que la mayoría de los
textos comparables que han llegado hasta nosotros muestran las mis
mas tres características que acabamos de mencionar — me refiero a tex
tos compuestos antes del año 1160 y en los que también se aborden
cuestiones vinculadas con la sucesión dinástica— . Aún hemos de remi
timos aquí a otras dos piezas documentales más: las genealogías de
Flandes compiladas a principios del siglo xn en los establecimientos
religiosos de Saint-Omer, y las Gesta comitum Barcinonensium («Ges
tas de los condes de Barcelona», GcB), cuya redacción se iniciará en
tomo al año 1152 y finalizará (en un primer momento) una década más
tarde.4 De estos cuatro textos, los del Anjeo y Flandes no requieren
añadir comentario alguno, al margen del extremo que hemos dejado en
suspenso más arriba: y es que, pese a proporcionarnos información
acerca de la dominación señorial, apenas agregan nada nuevo a lo que
ya se ha dicho sobre sus regiones. En cambio, la mayoría de los datos
que conocemos sobre la Polonia anterior al año 1110 provienen de los
anónimos Deeds ofthe princes o f the Poles (GpP): y en el caso de Bar
celona, la escasez de las fuentes narrativas convierte a las Gesta comi-
tum en un precioso complemento de los registros archivísticos, que
aportan muy poca información sobre los objetivos dinásticos.
Estas dos historias (en el doble sentido de crónica y de fábula)
muestran curiosas analogías. A lo largo de las generaciones que se su
ceden después del año 1060, tanto el principado de Polonia como el de
Barcelona verán surgir vecinos poderosos junto a sus fronteras, veci
nos con Jos que rivalizarán por la obtención de posiciones ventajosas
en las hostilidades que los enfrentarán con los pueblos infieles. En am
bos territorios, el control de los caballeros empeñados en entregarse al
saqueo y aumentar su riqueza patrimonial resultó decisivo para garan
tizar el éxito de los señores príncipes, a quienes se consideraba decha
dos de nobleza. Una interpretación inversa de los hechos que las Gesta
nos refieren de un caballero, sin duda el que más notable éxito cosecha
rá en la región, nos proporciona una curiosa prueba de esta circunstan
cia. En las comarcas musulmanas del interior de la zona que se extien
de entre Zaragoza y Valencia, un caballero llamado Rodrigo Díaz,
conocido como el Cid (fallecido en el año 1099), logró hacerse con un
señorío principesco (y por ello casaría a su hija nada menos que con
Ramón Berenguer III). poniendo precio a los servicios prestados al rey
Alfonso VI y a otros príncipes, tanto cristianos como musulmanes, en
la lucha que (por regla general, aunque no exclusivamente) le había
enfrentado a los almorávides.5
En la España pirenaica, el conde Ramón Berenguer III (1096-1131)
se distinguió por reanudar las campañas contra los musulmanes, sobre
todo en la isla de Mallorca — entre los años 1114 y 1115— , y por rei
vindicar la dominación cristiana de Tarragona. Además, consolidó há
bilmente la sucesión de su propio hijo mayor al frente de los condados
de Besalú y de Cerdaña, con lo que conseguiría reinstaurar claramente
el principado que había desaparecido en el siglo x, víctima de la frag
mentación. Estas y otras proezas anunciaban ya las hazañas de su hijo,
el conde Ramón Berenguer IV (113 í- 1 162), empresas que en opinión
de un impresionado monje de Ripoll fueron aún mayores. Lo que esta
blecen meridianamente las Gesta eomitum Barcinonensium, así como
otros muchos documentos, es que el señorío principesco en el acrecido
condado de Barcelona estaba constituido por una inestable estructura
de alianzas militares con barones y caballeros que seguían participando
de los beneficios que generaban los antiguos patrimonios condales y
que también intervenían en las nuevas agresiones.6
Algo muy similar puede decirse de la Polonia de tiempos de Boles
lao III (apodado el Bocatorcida, i 102-1138), de quien incluso sabemos
bastante menos. En palabras de su panegirista, Boleslao III fue con
cebido milagrosamente y se le considera el monarca que devolvió a
Polonia «su prístino estado». Noble modélico entre todos los señores
príncipes, Boleslao renovaría las agresivas campañas contra los prusia
nos, los pomeranos y los bohemios, organizando al mismo tiempo la de
fensa contra Alem ania. Envuelto en las rivalidades de poder que le
enfrentaron a su hermano mayor, Zbigniew, Boleslao terminaría recu
rriendo a la brutalidad, lo que podría explicar que las Gesta principum
Polonorum se interrumpan en el año 1113, fecha en la que aún le que
daban al duque veinticinco años de reinado.
Realizaciones desordenadas
L a Ig l e s i a
U n a s s o c ie d a d e s a l t e r a d a s
* Hl futuro Hnrique V (aunque casi quince años antes también se había rebelado
contra él su primogénito varón, Conrado), f.V. ife los t.)
fodel rey, que escribe poco después del fallecimiento del viejo empe-
: rador en el año 1106, la acción no se resume únicamente en una des-
•; lealtad personal, es también una infidelidad a los planteamientos que se
* habían venido manteniendo hasta entonces. Y tanto la elocuencia con
- que defiende sus argumentos como el fulminante sarcasmo que infor-
i: ma la crónica que dedica a la Paz de Munich (1103) y a sus consecuen-
l cias convierten a este texto en la más relevante reflexión de la época
sobre la vasta crisis del siglo xn. Gracias a su hinchada y tendenciosa
retórica accedemos justamente a la parte del relato que Bruno y Lam
berto habían dejado de lado: la que nos refiere el empeño que en su día
pusieran los nobles en conservar su séquito y la incapacidad en que se
vieron para impedir que sus propios caballeros — carentes de tierras
pero no por ello menos ambiciosos-— se dedicaran a medrar entregán
dose a una destructiva violencia. No es de extrañar que se sintieran
molestos con el decreto de Maguncia, que según exclama el cronista
«¡concedió a los miserables y a los pobres tanto beneficio como perjui
cio causara a los perversos y a los poderosos!». Y en cuanto a todos
aquellos que habían dado un pésimo empleo a sus propiedades, cedién
doselas a sus caballeros a fin de aumentar el número de sus seguidores
armados, se vieron — al recaer sobre ellos la «licencia para saquear»—
«reducidos a trabajar duramente, sumidos en la pobreza, depauperadas
sus despensas por la penuria y el hambre. Aquel que en su día cabalga
ra sobre un fogoso corcel no tenía más remedio que arreglárselas ahora
con un tosco caballo de tiro». La «falta» del emperador — y la ironía
evoca aquí sin duda las palabras que debían de emplear sus partidarios
en sus discursos— había consistido en prohibir los delitos, en restaurar
la paz y la justicia, y en reabrir los caminos, los bosques y los ríos, con
virtiéndolos en vías seguras. «Devolved a sus campos a cuantos habéis
levantado en armas [y] restringid el número de caballeros adictos en
función de vuestros recursos.» Y tras exhortar de este modo a los em
pobrecidos magnates, a los que se insta a observar un comportamiento
más beneficioso para todos, el capítulo termina con un sentido anhelo,
expresado en forma de salvedad: «pero de nada sirve todo esto; es
como invitar al asno a [tañer] la lira. Los malos usos rara vez logran
eliminarse, admitiendo que alguna vez haya podido hacerse».117
¿Expresan estas últimas palabras un juicio digno de confianza? Los
señoríos que proliferaban por doquier en Alemania eran producto de la
costumbre: o mejor dicho, como ya ocurriera en buena parte de las tie
rras francas occidentales, no sólo de la implantación de unos nuevos
usos, sino también de la pobreza del creciente número de caballeros
obligados por su situación a rapiñar en cualquier punto en el que relum
brara la abundancia o a mendigar la prosperidad, llamando a todas las
puertas, sin dejar de saquear los domanios de sus enemigos. Dadas las
circunstancias de su ascenso al trono. Enrique V no se hallaba en situa
ción de reanudar la empresa pacificadora de su padre. Al contrario, su
única opción consistía en permitir que los príncipes fortificaran sus
señoríos, dado que le era más necesaria su fidelidad que el bienestar de
sus arrendatarios. Los hermanos Hohenstaufen, Federico y Conrado,
en quienes Enrique depositaría su confianza tras el desastre de Welfes-
holz, estaban organizando en cada caso un señorío que les convertía
prácticamente en soberanos, y lo mismo puede decirse de su adversa
rio, el arzobispo Adalberto de Maguncia; y habría de ser la victoria de
otro príncipe de superlativo poder, el duque Lotario de Supplinburg, lo
que pusiera fin al renovado intento del em perador por recuperar las
tierras sajonas de la corona. Y sería Federico de Hohenstaufen (1105-
1147) quien lograra precisamente en la región de la Alta Rcnania el
objetivo que tan esquivo les había sido en Sajonia a los reyes salios, ya
que consiguió someter los caseríos y lugares (vicinia), fortaleza por
fortaleza; o por utilizar un dicho de la época: «llevando prendido a la
cola de su caballo un nuevo castillo cada día».118
El éxito obtenido en último término por la revuelta sajona vino a
ratificar sus asombrosas consecuencias: un nuevo orden regio de seño-
res-príncipcs — «cabezas del reino», como se llamaban a sí mismos—
que pretendían actuar en favor del pueblo, investidos con poderes re
gios e independientes del rey .119 Este nuevo régimen se hallaba más
cerca que nunca de constituir un verdadero orden feudal, y en él la te
nencia de regalía concedidas «por el cetro» era un privilegio que reci
bían los obispos de manos del señor-rey antes de la consagración. El
hecho de que este ritual se viera normalmente acompañado de actos de
homenaje y de juramentos de lealtad, junto con la no menos importante
circunstancia de que las regalía se consideraran una tenencia condicio
nal, sugiere que en los pueblos de habla germana empezaba a distin
guirse ahora entre el «derecho feudal» y el «derecho público».120
Por consiguiente, para Enrique V la «paz» acabó por ser sinónimo
del establecimiento de acuerdos con los poderes rivales, es decir, con la
Iglesia y los príncipes, arreglos a los que hubo de llegar tras perder el
combate encaminado a preservar la monarquía teocrática. Para las masas
populares, los esfuerzos de Enrique por consolidar sus derechos regios
sobre los clérigos y sus derechos fiscales en Sajonia resultaban menos
interesantes que nunca, y en modo alguno les parecían cuestiones rele
vantes. Todos los señoríos llevaban aparejada la prestación de servicios
consuetudinarios y la imposición de exacciones económicas. Lo más que
podemos decir es que, en los años anteriores al 1116, la presencia del rey
y emperador supuso un cierto freno en la actividad de las comitivas ar
madas que constituían el principal elemento de la experiencia popular
del poder. El exacto significado de esa experiencia se desprende de las
páginas que dedica el abate Ekkehard a los nuevos episodios de disiden
cia y los estallidos de violencia que se producirán en el año 1123. No se
trataba simplemente de que «en todas partes hubiera ladrones que se [hi
cieran] llamar caballeros»: en torno a Worms las gentes maltratadas
creían ver a jinetes armados que «se reunían, ora aquí como en una corte,
ora allá como una horda de combatientes, para terminar regresando, en
tomo a la hora nona a algún cerro del que parecían haber salido». Fue
preciso que un intrépido testigo de aquel prodigio se animara a certificar
lo que ocurría para comprender que se trataba de «las almas de los caba
lleros muertos recientemente». Las ánimas en pena le habían confesado
que «las armas, los pertrechos y los caballos, que en un primer momento
habían sido instrumento de pecado, eran ahora motivo de tormento, pues
casi todo cuanto veis sobre nosotros está ardiendo, pese a que [las llamas
sean] invisibles a los ojos de la carne».121
Hay dos espléndidos pasajes de este tipo en la crónica de Ekkehard,
y éste es el segundo. En ambos describe Ekkehard los horrores que
obsesionaban a la población alemana después del año 1116, fecha en la
que Enrique V partió a Italia para hacerse con la herencia de Matilde.
Podemos interpretar sin peligro algunos de dichos párrafos. Escritos
con vehemencia y proclives a las grandes generalizaciones, se los pue
de tildar de exagerados, pero desde luego no se los podrá tener por in
venciones, pues además de las verdades simbolizadas en estas visiones
del año 1123, los relatos (incluyendo el de esta aparición fantasmagó
rica) contienen descripciones concretas, y hacen referencia a conductas
y circunstancias que aparecen explícitamente documentadas desde los
primeros días de la revuelta sajona. Según leemos en esos textos, al
ausentarse el rey, la calma de la década anterior llegó rápidamente a su
fin. «Todo el mundo comenzó a hacer lo que le venía en gana, no lo que
era justo.» Los primeros síntomas fueron el expolio de los campos del
enemigo y la extorsión a sus campesinos, víctimas de los conflictos en
curso que enfrentaban a los príncipes Hohenstaufen con los sajones y
con el arzobispo Adalberto. Después surgieron brotes de violencia
oportunista realizados por ladrones que «surgían de todas partes, y a
quienes no importaba nada ni el momento ni la persona, por así decirlo,
[y que se dedicaron] afanosamente a usurpar, agredir y matar, sin hacer
nada útil por sus víctimas». Y al final, las recíprocas matanzas en que
caían los caballeros de los bandos contrarios se vieron seguidas de
levantamientos en varias poblaciones, «se construyeron castillos en
lugares vedados por la costumbre», otros quedaron destruidos, se opri
mió de forma generalizada a los pobres y a los peregrinos, se confisca
ron tierras y propiedades para exigir luego un rescate...: «resultaría te
dioso», exclama Ekkehard, «referir todos los desmanes». La «paz de
Dios» se desmoronó, junto con los pactos jurados, así que en todas
partes «se devastaron campos, fueron pasto de la rapiña las aldeas, y
varios pueblos y regiones se vieron reducidas prácticamente al abando
no», sin que el clero pudiese celebrar los oficios religiosos. La breve
crónica del año 1123 que nos ofrece Ekkehard transmite la misma im
presión.122
La crisis sajona se había saldado con un generalizado desplome del
orden público en Alemania. Desde luego, algo de ese orden subsistía
— o de sus procedimientos judiciales cuando menos— , pero ahora no
sólo se observaba la intromisión de nuevas costumbres y señoríos, tam
bién comenzaron a perder fuerza y significado los antiguos títulos, y
además la multiplicación de séquitos y baluartes comenzó a transfor
mar la experiencia del poder. Los príncipes de Lotaringia, que en su día
habían gobernado un reino, pasaron a recibir ahora la consideración de
duques de Limburgo o de Lovaina.123 Un sinnúmero de hombres libres
ligados por vínculos de fidelidad con los primeros reyes salios queda
ron ahora subordinados mediante nuevas dependencias personales a
señores de todo tipo. ¿Lograron salir airosos estos señoríos? Desde lue
go, no hay duda de que eran funcionales, a! menos en cierto sentido.
Sin embargo, la más elocuente prueba con que contamos en este aspec
to es con frecuencia el silencio, así que dado el gran número de docu
mentos que nos hablan de los problemas que experimentaron las rela
ciones de dependencia en esta época — problem as que también
afectaron a algunos de los señoríos a que nos estamos refiriendo— , se
hace preciso aguzar mucho el oído para saber algo sobre el particular.
Un observador local escribe en el año 1112 lo siguiente: «en Colonia se
elevó una conjura en favor de la libertad».124 Y no se nos dice nada
más. Sin embargo, el amortiguado tañido de esta campana resulta fami
liar en el contexto en que nos estamos desenvolviendo, y de hecho tam
bién repicaban campanas en otros puntos.
En una de sus primeras campañas (la del año 1102), el príncipe Luis
de Francia capitaneó un ejército de élite en el choque militar con Ebal-
do, señor de Roucy. Según el abate Suger, que escribe una generación
más tarde, la secuencia de los hechos es como sigue: 1) la «noble igle
sia» de Reims había sido atacada y saqueada, junto con sus dependen
cias, a causa de la «tiranía» del «tumultuoso barón Ebaldo» y su hijo
Guiscardo; 2) las «hazañas militares» (m ilitia) de Ebaldo se habían
ido incrementando al mismo ritmo que su «maldad» (malitia): ¿acaso no
había encabezado en una ocasión un «muy grande ejército ... como sólo a
un rey corresponde mandar» y marchado con él a batallar a España?;
3) a oídos del rey Felipe 1 de Francia había llegado un centenar de que
jas «de hombre tan malvado», y a su hijo Luis «se le habían planteado
ya otras dos o tres», así que el príncipe decidió movilizar sus fuerzas.
Las dos siguientes observaciones de Suger son más complejas: 4) en
una campaña que se prolongó por espacio de dos meses el príncipe
Luis logró tomarse venganza por los ultrajes infligidos a las iglesias,
devastando y pillando las tierras de los «tiranos» a sangre y fuego.
«¡Cuán esplendorosa gesta!», comentará Suger, «este saqueo de los
saqueadores, esta tortura, igual e incluso peor, de los torturadores». Y
pese a todo esto, 5) la campaña de Luis difícilmente merecerá el califi
cativo de triunfa!. Viéndose enfrentado a unas «distinguidas huestes»
que contaban además con el refuerzo de los aliados lotaringios de Ebal
do, el príncipe Luis trató de lograr un acuerdo de paz, se vio en la nece
sidad de hacer frente en otro lugar a nuevos «problemas», y al final no
consiguió de Ebaldo más que la solemne promesa de que «habría paz
para las iglesias».,2S
Estos cinco extremos podrían contribuir tal vez a evocar un escena
rio de notable agitación en el principado capeto de Francia. Las quejas
de R eim s, que h a bían pro v o ca d o la acción del joven L uis, distaban
m u ch o de ser algo excepcional. Sabem os que a oídos de Luis VI llega
rían, tanto antes com o después de su coronació n en el año 1108, alega
c io n es de «m alos u sos» o de e pisodios de v io len cia p ro ced en tes de
unos veintisiete lugares d iferentes. Y dado que adem ás sabem os que,
antes del año 1100, su padre tam bién había sido el d estin atario de otro
gran n ú m ero de quejas de este tipo, la alusión de Suger al «centenar»
de expresiones de descontento que se le hacen llegar al rey, sólo desde
R eim s — afirm ación con la que pretende resaltar el co n traste entre el
aletarg am iento de Felipe y la resuelta determ in ació n de su h ijo — , no
p uede considerarse to talm ente e x a g e ra d a .126 Si hem os ten id o conoci
m iento de m uchas de esas quejas es gracias a las sentencias de un tribu
nal o a las actas de algún ju ic io , pero lo que a u m en tará la sensación de
inq u ietu d que esas protestas generan es la c ircu n stan cia de que m uy a
m en u d o los acusados no respondan a los em plazam ien to s regios, unida
al hech o de que en otros casos se d e sentiendan del fallo ad v erso que
p u d iera haberse dictado contra e llo s .127 En cualq u ier caso, tanto en su
época de príncipe com o en su etapa de rey. Luis se m ostrará dispuesto
a im p o n er o a h a c er c um plir los fallos, y ésta es la razón de que haya
llegado hasta nosotros noticia de que Luis realizara unas veinticinco
c am pañas entre los años 1101 y 1132, y de que a lo largo de su reinado
cap tu rara o asediara unos veintitrés c a stillo s.128 Las quejas, conflictos
y asedios proceden de todos los rincones de los do m in io s de los Cape-
tos, y en algunos lugares los lam entos se elevarán al rey en m ás de una
ocasión. Por su fecha, la m ayor p arte de estos testim o n io s quedan com
p rendidos en el período anterior al año 1120, lo cual no sólo constituye
un a indicación indudable de que los señ o res-rey es lo g raro n rem ediar
con cierto éxito las m en cionadas injusticias, sino tam bién de la consi
guiente índole de la e xperiencia del poder pred o m in an te en el seno de
esta sociedad.
A lo que hubo de enfrentarse Luis V I fue al co n stan te clam o r de un
co njunto de p erturbaciones locales provocadas p o r las aspiraciones al
señ o río que p roliferaban en unas aldeas y pueblos de c recien te patri
m onio: llam am ientos relacionados con ciertas «co stu m b res» ( consue-
tudines) o incluso co n «usos» e x p líc ita m e n te « m alo s» (malee, pra
va;).129 De acuerdo con el vocabulario acusato rio de los am anuenses y
los cronistas m onásticos que nos inform an, los culpables de estas prác
ticas aparecen categorizados com o «tiranos», y entre ellos destacan los
nombres de Ebaldo de Roucy o Tomás de M arle.'30 No obstante, lo
más frecuente es que se acuse de estos mismos abusos a individuos de
menor rango jerárquico, a personas que trataban de crear o acrecentar
pequeños señoríos, y sobre todo, corno es bien sabido, a los prebostes y
sirvientes de los propios señores-reyes. En tomo al año 1109, se acusó
al alcalde de la población de Fleury de imponer «malos usos» a los
arrendatarios monásticos y de «someter a sus sirvientes y a los prime
ros ediles de las aldeas de los alrededores, obligándoles a profesarle
lealtad y a rendirle homenaje».131 Ya en el año 1065 empieza a obser
varse la constante mención de lo que dio en llamarse una «infestación
de prebostes», expresión que se convertirá en algo habitual en la retóri
ca utilizada para manifestar las quejas hasta el año 1119. A partir de
esta fecha, esa expresión resonará en toda la región de Chartres junto a
la acusación, también recurrente, de que la gente abandonaba sus pro
piedades debido a la «adopción de malos usos y a la infestación de
hombres malos».132 En la cédula en la que Luis VI establece, sin duda
antes del año 1110, una «comunidad» en Mantés, quedan perfectamen
te claras las implicaciones de estas fechorías. Tras referirse a la «exce
siva opresión de los pobres», el señor-rey exige en prim er lugar que
«todo el mundo que resida en la comunidad sea considerado legalmen
te libre y exento de toda talla, de toda incautación injusta y de todo
préstamo [forzoso], así como de toda exacción que faltare a la razón,
sea quien sea ei hombre que la impusiere».133
En esta enumeración de entuertos podía verse reflejado cualquier
agitador, con independencia de cuál pudiera ser su rango social. Al
añadirse a los motivos de queja la prueba de la existencia de un reme
dio normativo observamos la aparición de un constante y extendido
fenómeno de mezquinas coerciones. Sin embargo, el problema fue
peor para el rey Luis, ya que lo agravaron los verdaderos «tiranos», los
hombres malos que poseían castillos y ejercían un poder banal, como
Ebaldo de Roucy, o aquellos que aspiraban a ese mismo grado de no
bleza, como León de Meung, En el año 1103, al usurpar este último la
parte que el obispo de Orleáns poseía en el castillo que regentaba con
juntamente con él, el príncipe Luis se deshizo de él con ejemplar vio
lencia y prontitud.134 La mayoría de sus adversarios se mostraron más
correosos, por los motivos que alega Suger al exponer (en el punto 2
mencionado más arriba) sus comentarios sobre el séquito de Ebaldo. Y
es que el hecho de que Luis VI movilizara unas tropas de caballeros
que a veces contaban con el refuerzo que les brindaban sus aliados ba
rones, significaba tomar partido en conflictos de orden local, es decir,
le obligaba a lanzar a sus propios caballeros contra unos castellanos
cuya mala fama no les impedía contar con sus propios aliados. La deli
cada situación en que le pusiera Ebaldo de Roucy (véase el punto 5) no
era la primera circunstancia de ese género m habría de ser la última. La
campaña emprendida en el año 1101 contra Bouchard de Montmoren-
cy, que había quebrantado los derechos del señorío de Saint-Denis, casi
se viene abajo al chocar con una coalición de castellanos aliados, dos
de los cuales terminarían perdiendo sus castillos a manos del príncipe
en ulteriores encontronazos.135 Los célebres adversarios que se enfren
tarían al rey Luis, ya en su madurez — su hermanastro Felipe, Hugo de
Puiset y Tomás de M arle— , contaron en todos los casos con el respal
do de partidas de caballeros que les habían jurado lealtad y que se re
partían los dominios de todo un conjunto de castillos.136 Además, Luis
sólo podía responder en especie. Sus campañas — y Suger no pretende
afirmar nada distinto— fueron valerosos actos de desquite. La devasta
ción de las tierras de M ontmorency en el año 1101 se produjo como
consecuencia de una campaña de explícita venganza: incendios, ham
brunas y espadas como vía para la «paz» (pacavit).u l ¿Y cómo hemos
de interpretar la entusiasmada ironía que muestra Suger al relatar el
saqueo a que se ven sometidos los saqueadores a consecuencia de la
cruel venganza que se había tomado el príncipe un año antes cerca de
Reims? Si nos recuerda a las burlonas reflexiones de fingido horror en
que se explaya el biógrafo del rey salió Enrique IV al referir los apuros
que pasaron los caballeros alemanes en tiempos de la pacificación del
año 1103, es porque, sin duda, los sentimientos de Suger debían de ser
muy similares.
En sus hazañas de coraje y venganza se revela el verdadero sem
blante de Luis VI. Y en los lisonjeros epítetos que dedica Suger tanto al
príncipe como a sus enemigos percibimos que el abate cronista com
partía esta misma escala de valores. No sólo habla de las «gestas» (ges
ta) de Luis, sino que es probable que sintiera prácticamente la misma
propensión que los miembros de la corte capeta a ver muy escasas dife
rencias entre el valor caballeresco y la sagrada misión de procurar am
paro a las iglesias y a los débiles.1w No obstante, este último es el obje
tivo que consignan tanto los diplomas como los escritos del abate
Suger, el objetivo que ambos designan como propósito explícito de las
; campañas emprendidas para remediar los abusos.140 Y es probable que
Luis VI terminara compartiendo la ideología clerical de paz, dado que
■ sabemos que en una de las coyunturas críticas de su reinado — aquella
en la que logrará apresar por primera vez a Hugo de Puiset y destruir su
castillo— no sólo optará por movilizar a los obispos a fin de que éstos
: den muestras de que respaldan la campaña sino que también decidirá
j|- señalar el triunfal desenlace mediante la promulgación de un verdadero
!' estatuto de privilegio general. Con este documento se declaraba que las
\ «posesiones de las iglesias y los monasterios» quedaban bajo «el am~
l' paro del rey», debiendo verse por tanto «libres de toda opresión y oca
sión injusta». A lo que el rey añade que un estado de ese tipo precisaba
de la acción conjunta del «derecho real» y la «sagrada autoridad de los
obispos».141 Este privilegio no sólo coincidió con un acontecimiento
crucial de la historia de la región de Chartres, sino también con la noti
cia de que las gentes de Laon habían constituido una comuna jurada
propia.
* Las crónicas castellanas dicen que el rey pegaba a Urraca «con manos y pies».
[bl.de ¡os I.)
matrimonio había planteado un desafío a la Iglesia y se hallaba unida a
un marido malhumorado, cruel y quizá inestable desde un principio
— aunque hemos de añadir que tampoco ella está libre de culpa en este
asunto, y que desde luego carecía de recursos— , hubo de luchar y ca
pear el tumultuoso reinado que te tocó vivir a fin de consolidar en la
persona de su hijo (Alfonso VII, rey entre los años 1126 y 1157) el
poder que muy pocos de sus súbditos consideraban que pudiera ser
ejercido por una mujer. «Reinó tiránicamente y con argucias femeninas
[tnuüebriter]», opinará un cronista, que añade a continuación que «ter
minaría sus infelices días» al dar a luz a un niño nacido de una relación
adúltera.177
No hay duda de que esta propensión a la calumnia evoca una de las
actitudes predominantes en su época. Carente de todo valor en cual
quier otro aspecto, esta tendencia contrasta marcadamente con la in
gente cantidad de pruebas que nos hablan de los padecimientos que
hubo de sufrir la gente, pues no es posible que quienes nos las refieren
las consideraran una consecuencia de su condición «femenina», sino
únicamente una espantosa consecuencia de la muerte de su padre. A los
ojos de aquellos con quienes contendía por la obtención del poder (su
hijo, su marido aragonés, e incluso en ocasiones el obispo Gelmírez),
no cabía imputar a Urraca el grueso de la responsabilidad en dichas
calamidades — dado que de hecho no la consideraban agente causal—.
Todos ellos eran «tiranos», no exactamente en el mismo sentido en que
se aplicaba ese término a los barones díscolos de Francia, sino en el de
que se hacían odiar por su tendencia a movilizar unos ejércitos cuyos
actos apenas lograban controlar.®
La violencia que se padecía no era únicamente la que ejercían sin
freno alguno las tropas que atravesaban aquellas tierras, tan ajenas
como prósperas. Sin embargo, lo que resultó ser contagioso y termina
ría por convertirse en una de las características que compartían los ca
balleros decididos a dominar a la gente — y no sólo en Galicia sino en
cualquier otro lugar de Europa— fue simplemente su hábito de condu
cirse de un modo desdeñosamente cruel. El obispo Diego, por ejemplo,
lanzó sobre Pedro Froilaz la acusación de saquear a los arrendatarios
del obispado «según la costumbre militar», y hay otras pruebas que
sostienen el fatigado comentario del canónigo Gerardo, quien mantie
ne que el ejercicio del «mando» implicaba la comisión de actos de
«violencia».179 Se dice que Alfonso de Aragón, al enterarse de que
«unos cuantos moros e infieles» de su ejército, entregado al saqueo,
habían penetrado por la fuerza en un establecimiento religioso y viola-
l do a unas monjas ante el altar había replicado: «Me importa un ardite lo
^ que mi ejército y mis soldados puedan hacer».180 No obstante, respecto
; al desorden general, lo que a Gerardo le conmocionaba tanto como el
' sufrimiento de los campesinos, los comerciantes o los peregrinos (y lo
que quizá afiija aún más a otros cronistas), era la inconstancia de los
i principes y los señores que les gobernaban.
| • Los casos de traición eran numerosísimos. En una célebre ocasión
*'(ocurrida en el año 1 111). en que Pedro Froilaz — que se encontraba a
í la sazón asediado junto a su esposa y su pupilo en la remota fortaleza
¡j de Cástrelo de Miño— se dispuso a consolidar en Galicia un consenso
s favorable a la coronación de Alfonso Raimúndez, los barones que se
. oponían a este arreglo convencieron al obispo Diego de que les ayuda-
; raa asegurarse de que se alcanzara un acuerdo. Tras una serie de nego
ciaciones presididas por una gran perfidia, y en las que hubo constantes
tumores de traición, unos hombres que habían jurado lealtad al obispo
surgieron de entre los congregados en el preciso instante en que se es
tablecía el acuerdo y apresaron al prelado, Mayor de Froilaz, y al infan-
.. te—pese a la desesperada oposición de Pedro Froilaz— , El canónigo
Gerardo habría de ver en este episodio una dura moraleja, agravada aún
más por el pillaje de los efectos religiosos del obispo — no es de extra
ñar que Gerardo acabara asociando la traición con la violencia— . No
obstante, la situación encontrará finalmente arreglo gracias al pacto por
el que Diego se avendrá a acordar con Pedro la coronación de Alfonso
Raimúndez, lo que equivalía a castigar con una dolorosa puya a los
traidores.181 El cabecilla de esta conspiración, Pedro Arias, que hacía
ya mucho tiempo que había quebrantado el juram ento por el que se
había ligado a Urraca y a su hijo en el año 1107, no se contentó en
modo alguno con limitarse a traicionar al obispo Diego. De manera si
milar, y respecto a la agitación que se vivía en Sahagún, el anónimo de
esa localidad sostiene que la ciudad fue liberada y puesta en manos
de la facción de Alfonso de Aragón, liberación que se produjo como
consecuencia de la traición del señor abate.182 En todas partes, la ten
sión provocada por las recompensas y las derrotas pervirtió el sagrado
carácter de los juramentos. Gerardo acabó vilipendiando la traición de
que había tenido noticia, considerándola un defecto étnico. «¿Quién
podrá luchar contra los hábitos de todos estos gallegos? Son amigos de
la fortuna, les interesa el éxito y quedan aplastados por la adversidad.
Un simple soplo de aire les empuja a cambiar de dirección; tienen por
suprema libertad la ligereza de mudar de amo y mostrarse rebeldes a
sus señores. Persiguen la riqueza, no la justicia.» Y continúa diciendo
que sólo afirman cuanto halaga los oídos de los poderosos, aunque no
reparen luego en dejar en la estacada a sus señores. Notables en el «arte
de la adulación», remata, cultivan «el perjurio y la traición».18-1
Una vez más, la verdad parece filtrarse por las rendijas de tan exa
gerada retórica. Gerardo admite también lo siguiente: «Sin embargo,
he querido decir estas cosas con el debido respeto a las buenas gentes
de G alicia».184 El relato de Sahagún, igualmente vehemente, nos refie
re un episodio comparable (aunque diste mucho de ser idéntico). Y en
la medida en que los burgueses y los campesinos podían quebrantar
tanto como los caballeros los juramentos que hacían, cabe concluir que
este asunto de la traición, que es un tema recurrente en nuestras fuen
tes, constituye una indicación de que en las tierras de la reina Urraca
existía una crisis de señorío generalizada. En un sínodo celebrado en
León en octubre del año 1114 se condenaría tanto a los traidores como
a los «perjuros manifiestos», consignándose la censura en unos capítu
los que Diego Gelmírez habría de adoptar en el sínodo que él mismo
reuniera pocas semanas más tarde.185
Aquí, como ya ocurriera anteriormente en Francia y en los Pirineos
orientales, alcanzamos a vislumbrar la aparición de una novedad: la del
señorío banal. En los respectivos séquitos de los protagonistas dinásti
cos se multiplican los caballeros, caballeros que caerán inevitablemen
te en la tentación de explotar los bienes de que se incauta el poder pú
blico y de aprovechar sus beneficios. Puede verse un signo revelador de
este estado de cosas en las crónicas que nos refieren las pretensiones de
los rebeldes. Es cierto que si nos ha llegado noticia de estas afirmacio
nes es únicamente gracias a lo que nos han transmitido los textos de
unos cronistas hostiles a dichos rebeldes. Sin embargo, cuando las dos
fuentes principales de que disponemos consignan en repetidas ocasio
nes que los conspiradores deseaban gobernar «como reyes», todo pare
ce indicar que se limitan a reflejar en sus escritos los retazos de un ru
mor verosímil. De los campesinos de los alrededores de Sahagún se
decía que, en caso de que algún noble decidiera favorecerles, mostra
ban inmediatamente el «deseo de convertirlo en su rey y señor».186 En
este rústico discurso del poder la monarquía conservó un carácter ñor-
mativo. Pese a que en los últimos tiempos los señores se habían com
portado como miembros de la realeza, o habían ejercido algún tipo de
dominación en el ámbito agrario, las tumultuosas circunstancias de los
enfrentados ejércitos principescos que competían por el poder, permi
tieron a los señores y a los caballeros exigir precios cada vez más altos
por sus servicios, no aviniéndose a prestarlos sino a cambio de las re
compensas que sólo los «poderes» públicos tenían posibilidad de ofre
cer.
¿Eran las cosas muy distintas en Inglaterra? Sólo unos pocos años
más tarde, el abate Gilberto de Gloucester llegaría a exclamar: «sufri
mos la opresión de tantos reyes como baluartes»; y Guillermo de New-
burgh se hará eco de esta misma idea: «Había tantos reyes, o mejor, ti
ranos, como señores de castillos».245 ¿Podemos decir, a fin de cuentas,
que las cosas fueran realmente distintas en parte alguna'! En la Borgo
ña, Pedro el Venerable lamentaba en el año 1138 el estado en que se
encontraba una tierra «sin rey ni príncipe», mientras que a Orderico
Vitalis, que escribe entre los años 1133 a 1135, la Normandía del du
que Roberto II se le antojaba un «Israel sin monarca ni duque».246 La
proliferación de situaciones de dominación basadas en el control de
una o varias fortalezas se había convertido en la tercera década del si
glo xn en un fenómeno general. Y era además una de las consecuencias
de las distintas crisis, como hemos visto, aunque su dimensión no se
detenga ahí. Los castellanos de la Francia de los Capelos no necesita
ban de ninguna disputa sucesoria para reafirmarse en sus ambiciones.
Y tampoco en Inglaterra precisaban de ninguna situación similar,
cabe argumentar aquí. Es cierto que el reinado de Esteban fue conse
cuencia de una crisis dinástica — una más, y no menor, de las que aquí
estudiamos— , y que podríamos atribuir la alterada experiencia del po
der que se vive después del año 1135 — en la medida en que las encon
tradas reivindicaciones de las tornadizas lealtades desencadenaron una
violencia de orden bélico- - a la muerte del legítimo heredero varón del
rey Enrique I, así como a la imposibilidad de poner de acuerdo a los
barones respecto al reconocimiento dinástico de Matilde. En diciembre
del año 1135. al invadir Inglaterra Esteban de Blois, su primera e inme
diata medida consistirá en desafiar a los barones y prelados que habían
jurado respaldar a Matilde. De este modo, el pretendiente prometió
—muy posiblemente para justificar que se hubiera apoderado de la co
rona y del tesoro— gobernar como un buen señor-rey; presionó a los
barones disidentes; socavó la posición de los obispos barones, princi
palmente de Rogelio de Salisbury. así como la de otros nobles que de
bían mucho al difunto rey; y se enfrentó a la invasión angevina de los
legitimistas partidarios de Matilde, Así fue como logró prevalecer poco
a poco en el conflicto «dinástico», gracias en parte a la insufrible y alta
nera afectación con que ejercía la dominación Matilde. Sin embargo, al
final, Esteban se avendría a reconocer al hijo de Matilde, Enrique II
Plantagenet, como legítimo sucesor al trono anglonormando.247
Este relato de los acontecimientos es muy conocido. El reinado de
Esteban es uno de los temas predilectos de los historiadores. Hay quien
ha argumentado que. a pesar de las pruebas en contrario, Esteban do
minó, y de hecho gobernó, a lo largo de todo su reinado, y que las ta
reas rutinarias del fisco y los condados se mantuvieron, pese a la desor
ganización. Con todo, pocos autores han dudado — y dos o tres han
insistido en ello recientemente— de que las célebres lamentaciones de
desorden que se observan en los documentos de la época tengan cierta
base y se apoyen en datos reales de la experiencia histórica.248 Y tan
pronto como abordamos este tema desde el punto de vista de la historia
continental de Europa podemos apreciar que la diferencia entre la
«anarquía» (concepto que nace, por lo que hace a este caso, en la pro
pia época que viene a calificar, como hoy sabemos) de los tiempos de
Esteban y los «desórdenes» de otros lugares radica principalmente en
la abundancia de testimonios coetáneos.
Ya hemos citado más arriba (en la página 89) el más famoso de esos
testimonios, un texto elegiaco posterior al reinado de Esteban cuyo au
tor es el antiguo erudito inglés de Peterborough. Cabe argumentar que
se trata de la consumada expresión medieval de una «revolución feu
dal». Lo que aquí importa es que la indignada denuncia que hace de los
episodios de violencia de los perjuros, la edificación de baluartes sin
permiso, la prestación obligada de servicios (destinados precisamente,
entre otras cosas, a la construcción de castillos), la exigencia de pagos,
las extorsiones y la comisión de actos de crueldad, aparece reiterada en
otros muchos documentos ingleses. El monje de Peterborough se basa
en uno o varios de esos textos, principalmente en el de Guillermo de
Malmesbury, autor que escribe en el año 1142; de hecho, la percepción
de este último, que habla de la «aspereza de la guerra» en 1140 —de la
multiplicación de castillos, de las incautaciones efectuadas con vistas a
la exigencia de un rescate, de los saqueos— figura en otras crónicas
antiguas, como la de Juan de Worcester. el autor anónimo de las Gesta
Stephcmi, o la de Orderico V italis-4g
Estos relatos adquieren un significado añadido si los abordamos
desde una perspectiva comparada. En ellos resuena la expresión de la
consternación continental ante las crisis de poder, acompañadas de vio
lencia, que acaban de vivirse, en los años inmediatamente anteriores,
en Sajonia, León y Normandía. Los autores ingleses pudieron así gene
ralizar (y exagerar) igual que sus mejores colegas, como Egiardo de
Aura, y referir sucesos muy similares, debido a que estaban experimen
tando la misma gran crisis, la crisis provocada por la multiplicación de
caballeros y castillos. De hecho, en Inglaterra, la peor parte de dicha
crisis había venido de fuera. Guillermo de M almesbury deploraba el
influjo de una serie de «caballeros de toda condición y de hombres pro
vistos de armas ligeras, procedentes fundamentalmente de Flandes y de
la Bretaña [francesa]... hombres del más rapaz y violento tipo...». No
es ninguna casualidad que la extorsión de dinero a cambio de «protec
ción», un azote de la época que se extendía prácticamente por todos los
rincones de la Europa latina, se presentara en Inglaterra embozado bajo
ropajes franceses, dado que la voz que se asocia con dicha práctica es
Jenserie (= te n sa m c n tim i)P °
Tanto en Inglaterra como en otros lugares, la construcción de casti
llos, las incautaciones, los encarcelamientos ordenados para exigir un
rescate y las extorsiones económicas se convirtieron en prácticas nor
males después del año 1137. Siendo realidades conocidas en amplias
zonas y unánimemente deploradas no iban a olvidarse fácilmente. En
Inglaterra, lo característico de la indignación generalizada es que sus
ecos se prolongaron largo tiempo, reflejados en el recuerdo de la crisis,
una vez pasada. Sin duda este estado de cosas tuvo algo que ver con la
determinación de Enrique 11(1154-1189), decidido a promover su ima
gen de restaurador, pero los recurrentes relatos de la violencia vivida
en los espantosos días pretéritos tiene todos los visos de ser producto
de una auténtica tradición local. En la década de 1170, un monje de
Beverley refiere el episodio en el que un potentado, Roberto de Stute-
ville, encarcela al hijo de un hombre de Lincoln para pedir un rescate,
y el monje Reinaldo de Durham recuerda que el señor de los caballeros
de Nottingham les había incitado a saquear el patrimonio de Saint Cuth-
bert y a robar el ganado de la propiedad; además, ambos autores se
explayan eo sendas digresiones en las que explican, con cierta exten
sión, que las cosas se desarrollaron de manera muy parecida durante el
reinado de Esteban de Blois.251
Los lamentos que proliferan en Inglaterra guardan una peculiar re
lación con las tradiciones de desorden que caracterizan a Normandía.
Pese a que Orderico Vitalis escriba incansablemente acerca de los pro
blemas de la «desdichada Normandía»,25- se aferrará obstinadamente a
la creencia de que la violencia generada por los barones y los castella
nos normandos era producto de! desorden y la rebelión. En varias oca
siones se dice que Enrique I logra restaurar la «paz» en Normandía
—en los años 1107. 1119, 1124 y 1128— , aunque también se insista en
que dicha paz desapareció al fallecer el rey en el año 1 135.253 Esta
creencia, pese a que posiblemente no fuera del todo errónea, resulta sin
duda engañosa. Y ello porque Orderico subraya igualmente que en au
sencia del duque, y también rey, Enrique, los normandos se vieron rei
teradamente sumidos en una serie de episodios de violencia autodes-
tructiva. Durante la Semana Santa del año 1105 Enrique se presentó en
Carentan y descubrió que en una iglesia sometida a asedio había un
gran numero de enseres arrancados a los campesinos. En el año 1119,
Hugo de Goumay, en un acto de indudable traición al señor-duque que
le había armado caballero, consiguió el respaldo de no menos de die
ciocho castellanos para plantarle cara, en lo que parece más una acción
de agresivo engrandecimiento señorial que una rebelión. La actuación
de Galerano de Beaumont en el año 1124. caracterizada por una gran
profusión de actos de brutalidad gratuita contra los campesinos, mues
tra la misma apariencia .254 Por consiguiente, las digresiones en que Or-
derico Vitalis lamenta la situación se refieren en su mayor parte a los
regímenes que encabezaron Roberto (de 1087 a 1097 y de 1101 a 1106)
y Esteban después del año 1135. Y esto es lo que resulta engañoso, ya
que el constante supuesto tácito de esta gran crónica es que ni siquiera
Enrique I consiguió dominar a los normandos tras la muerte de Guiller
mo el Conquistador .255 Rara vez dejaron de oponerse a Enrique los
vizcondados y las castellanías que competían con él por la obtención
del poder local, y tampoco el control de las iglesias era plenamente
seguro; y es que lo que Orderico viene virtualmente a probar es que
hubo muchos barones y castellanos — no sólo en Normandía y en Fran
cia sino en otras provincias septentrionales, salvo la de Flandes— que
en su lucha por la obtención y la consolidación de patrimonios y seño
ríos estaban dispuestos a desafiar a los señores-príncipes para garanti
zar sus fines. El duque y rey Enrique al que Orderico Vitalis dirige sus
elogios es el que regresa para rescatar a los oprimidos y pacificar la
región, no el que se ausenta. Y a pesar de que Hollistcr da seguramente
en la diana al detectar que en Normandía hay grandes barones que se
solidarizan con Enrique y le prestan su apoyo — lo que convierte la
derrota de Roberto de Belléme en el año 1112 en un acontecimiento
crítico de su reinado— , se trata no obstante, como con toda razón ha
indicado Stenton, de una «obediencia forzosa ».256
¿ U n a e d a d t ir á n ic a ?
Enfrente'. Lámina 3.
Arriba: Castillo de Oxford, visto por su cara oeste. Construido en el año 1171 por el barón
normando Roberto de Oyly. la mota que puede observarse (es decir, la estructura en fonna de?
montículo) conserva un aspecto muy similar a la original. En esta época se construyeron muebtir
castillos sobre eminencias naturales del terreno a las que a menudo se da el nombre depuigo
puy en las comarcas meridionales. (Fotografía del autor.) '
A bajo: Desde este ángulo, en el que se nos muestra la fachada sur, lo que vemos no es la torre ff
el alcázar original, sino simplemente el perfil del aspecto que debió de haber tenido en su día lá
estructura primigenia erigida sobre el montículo. F1 castillo de Oxford se ha utilizado como .
prisión estatal hasta época muy reciente; hoy ha sido renovado y convertido en museo y hotel.’;
(Fotografía del autor.)
4. Enrique IV de Alemania flanqueado por sus hijos l-niique (V) y Conrado. Bajo ellos ]
verse las figuras de tres abates de Saint Eninieram. ( Evangelios de Saint Rmmerani, man
208, infolio 2v, de la catedral de Cracovia; reproducido con permiso de la institución.)
.. La condesa Matilde de Tascaría, también conocida como Matilde de Canossa. Iluminación
leí año 1115 aproximadamente que se encuentra en un antiguo manuscrito de Donizo en el que
lérecoge la biografía de Matilde { lita Mathildis ic leb o rin u e principia Italia’...). (Manuscrito
atino del Vaticano 4922, infolio 7v. Reproducido con permiso de la Biblioteca Apostólica
Vaticana.)
6 T ím p a n o tic la p o rta d a tic la ig le sia tic la San ta l e de C o n q u es, en la pro v in cia d e R ouergue 1 1 3 0 -1 1.55). I\n la pa rte superior, a la die stra de
C risto se rep re se m a el b e n d ito o rd e n del Paraíso , c o n tra p u esto al d e m o n ia c o d eso rd en qu e figura a su izquierda (esto es, a la d ere ch a del
o b se rv a d o r), l-n los re lie v e s in fe rio re s v e m o s a C risto salien d o al e n cu e n tro de las alm as de los resu c ita d o s y a c o g ié n d o lo s en la b ea titu d d e su
c o n te m p la c ió n m ie n tra s :i su is'quieitla las h a stia le s qui jadas «tol infierno de v o ran a los conde n ad o s. (V an n i-A rt R esouree, N uev a Y ork.)
•ii«wín.»rl*>W*5'7T*^r* " . JowjrUf inflar t'<W
jí-lí U» A-c»T~f rwiá . Xfln j- \tfr
Ü ~ i ^ ‘ | v A £ | j .;
7A. Rúbrica autógrafa del «juez Miro» (Miro índex) estampada en un documento de donación
al rey Alfonso II de Aragón, conde de Barcelona. L-l texto lleva fecha de 13 de octubre de 117¡v
(Ministerio de Cutlura. Archi vo de la Corona de Aragón, Cancillería de pergaminos de Alfonso
II de Aragón, conde de Barcelona. 24"?. Reproducido con permiso de la institución.)
"Ii. til deán Ramón de Caldas junto al rev Alfonso II de Aragón 11 tic Cataluña), en la miniatura
oueaparece en el frontispicio del / ¡h*r Ju iu M ir g h («1 ibrodel señor-rey») - que injielm
ácvptiéssera dado a la im p re n ta co n el titu lo de /.//xv lemlontm maiiw {LFM) . ( ) h só rv e se In
pi's¡eión central qué ocupa el pergamino que se encuentra entre la s dos figuras humanas. Los
demás pergaminos representados resultan legibles, v cu algunos casos se conservan todavía los
engátales, (hn el frontispicio d e las l'.IC. I. — Fis< v i M am uts <>1 ( ¡italoiiia wuler the eaih
mmtf-kmp i 1151-12!.h p o ilfñ e n c o n trarse u n a r e p ro d u c ció n en c o lo r de e sta m iniatura. )
(Ministerio de Cultura, Arclm o de la ( orona de Aragón. Cancillería. R egistro.!, folio Ir.
Reproducido con permiso de la institución 1______________________________________________
8A. Ei conde de
!Jrt j Barcelona, Alfonso Id d
Cataluña y II de Aragóiv
dirige a ¡os prelados, los)
magnates, los caballeras!]
los habitantes de Jas j
poblaciones de Cataluña !
una gran carta de paz
impuesta que se rubricará
en Barbastro (¡en Aragón
en noviembre del año 11$
De las muchas cartas des
y de tregua que se firme®
Cataluña entre los años
1172 y 1214, ésta será la
única cuyo Origina! logre]
conservarse. (Ministerio^
Cultura, Archivo de la ‘
: • Corona de Aragón, ■«
. Cancillería, pergaminos d
. Alfonso II de Aragón,
1 ' conde de Barcelona, 639.
Reproducido con permiso
' ’ .J í de la institución.) „>j
t
de verse envuelto el imperio en el año 1191, fecha en que la pre-
muerte de Enrique VI (1190-1197) dejó el poder en manos de
Éjo, de sólo tres años de edad, dando pie a un largo período de con-
Jtos. Los reinos de España, Francia e Inglaterra se vieron libres de
pejante infortunio, o casi, hasta el año 1250. Y en Italia, la mengua-
jjjresencia imperial tras la Paz de Constanza (1183) lanzaría a los
íoríos urbanos a una competencia recíproca igualmente precaria .4
fcdelas reflexiones habituales que muchos se hacían, posiblemente
¡coladora en un gran número de casos, era que los poderosos de este
pido se veían así atados a una incesante y tornadiza rueda de la for-
' í
t-finales del siglo xu los apuros dinásticos se vieron superados por
sformación de distintas circunstancias, como la población, la ri-
íiy los apegos religiosos, lo que generó nuevas perspectivas de
fy de acción, dando asimismo lugar a nuevos desafíos. Todos los
Usos originales del siglo guardan relación con la experiencia popu-
lipoder. El señorío papal, inmensamente fortalecido, extendía su
poder hasta lejanas localidades por medio de jueces delegados que im
ponían y hacían cumplir unas normas de conducta cristiana cuyo alcan
ce carecía de todo precedente. El poder de la cátedra de san Pedro co
menzó en cambio a perder parte de su absolutismo señorial en las
ciudades, como se observa en Lyon o en Bolonia, donde a) parecer al
gunos individuos laicos, molestos con ia perversión clerical, comenza
rían a estimular compromisos poco ortodoxos en materia de fe y de
moral. Y cuando un demagogo de talento como Amoldo de Brescia
decidió explotar esta veta de disidencia, en Roma, los más grandes go
bernantes del mundo no encontraron problema alguno para ponerse de
acuerdo en aplastarle/’ La herejía parecía doblemente amenazadora: en
unos casos por servir de instrumento con el que engatusar y educar en
el miedo, y en otros porque avivaba el impulso de atacar al infiel. Entre
los años 1146 y 1209 se organizaron nada menos que cuatro grandes
cruzadas, y todas ellas habrían de poner a prueba tanto el ingenio de sus
promotores como los medios económicos de los súbditos de éstos .7
No tan visibles como estas manifestaciones, aunque difícilmente
podamos considerarlas menos cargadas de consecuencias, fueron las
nuevas tendencias perceptibles en las metas, los recursos, las leyes, la
erudición, la explotación patrimonial y la experiencia asociativa de los
señores. Si dichas tendencias se observan en todas las empresas de la
época, y en todos sus aspectos — aunque resulten menos evidentes,
como siempre, en los señoríos de pequeña entidad— , las novedades
que iban a traer consigo estaban llamadas a ejercer su más importante
efecto en la dominación de los príncipes y los reyes. La gente que había
estudiado y aprendido, bien a pensar conceptualmente, bien a manejar
los números, se concentraba en unos entornos de poder que pronto pa
sarían a denominarse «cortes» {curia). En todas partes se reconocía y
se hacía frente a las dificultades inherentes y heredadas del señorío: la
insubordinación y la violencia de los castellanos y los administradores,
sobreañadida a la desesperación o la avaricia de los caballeros —sin
olvidar una rendición de cuentas prescriptiva pero escasamente funcio
nal, basada en la confianza personal— . En los arriendos vinculados a
una prestación de servicios comenzaría a hacerse más difícil preservar
los beneficios derivados de su explotación, y más fácil distinguir entre
una atribución de derechos de orden afectivo y una relación de servicio
meramente funcional. Además, los intereses en liza, definidos con toda
deferencia como derechos y obligaciones de pago y de prestación de
servicios, sufrirían tantas presiones y se multiplicarían a tal punto en
las sociedades de la época, inmersas en un acelerado proceso de creci
miento, que inevitablemente habría de promoverse una redefinición
asociativa de dichos intereses. Las conversaciones de los hombres cuya
presencia era requerida en las grandes cortes comenzarán a mostrar un
tono y una significación diferentes.
No resulta fácil averiguar cómo o cuándo se produjeron dichos
cambios. Buena parte de la historia del poder de finales del siglo x ii
guarda relación con los señoríos de orden dinástico y consuetudinario.
Sin embargo, no hay duda de que las inestabilidades derivadas del he
cho de que se hubiera puesto un gran número de dominaciones y servi
cios en manos de una importante cantidad de aspirantes al poder que no
rendían cuentas ante nadie debieron de suponer una considerable pre
sión e inducir la necesidad de aliviar esas dominaciones. Desde este
punto de vista, hay tres cambios o ajustes que no presentan un cariz
meramente reactivo, sino que supondrán una transformación favora
ble; la justicia y la rendición de cuentas — dos aspectos que en este con
texto constituyen prácticamente un único asunto-—; la existencia de
nuevas protestas por la conducta oficial; y el reconocimiento de que se
estaba contribuyendo a un objetivo social por parte de aquellos que ser
vían a los señores príncipes y a las comunidades urbanas.
P r o s p e r id a d y c r is is d e l o s g r a n d e s s e ñ o r í o s
* D e r e c h o c o m ú n . (.V. de lo .< t )
Lo que conferiría fuerza a esta decisión, y consumaría la caída de
"Enrique el León, sería el entendimiento entre el emperador y un cierto
número de príncipes que se sabían más amenazados por Enrique que
,*por Federico. No era posible defender un orden principesco encamado
■; en una dinastía extremadamente poderosa que, además, había dado
f muestras de aspirar a la condición regia en el norte de Alemania. Para
hacer cumplir la sentencia sería preciso invadir los dominios sajones de
I? Enrique, en una campaña que no sólo vendría a confirmar el fallo del
f tribunal, sino que serviría para consolidar la lealtad como arrendatarios
del nuevo grupo de potentados a los que se habían concedido los feu-
í dos de Enrique, Alemania quedó así desprovista de sus antiguos princi-
pados, de los que apenas quedaba ya nada. Sus dirigentes lograron co
hesionarse en tomo a una incipiente costumbre que parecía proteger los
arriendos y las herencias sin excesivo coste, ya que en esta zona no
llegaron a conocerse los amparos e incidentes que sí tuvieron influen
cia en las regiones occidentales. Y Barbarroja, por su parte, sólo tenía
s que justificar ante sus nuevos aliados las causas y expediciones que
requerían de su colaboración.^
l Convertido ahora en rey indiscutido de Alemania, así como de la
Borgoña e Italia (aunque con algunos reveses en este último caso), Bar
barroja había logrado alcanzar al fin la cumbre del poder imperial. En
l tanto que señorío, este poder halló consumada expresión en una espec
ié tacular ceremonia cortesana celebrada en Maguncia el día de Pentecos
tés del año 1184, ceremonia con la que se vino a festejar que Enrique
y Federico, los hijos del emperador, iban a ser armados caballeros.
La ocasión, equivalente literal de una moderna exposición universal
,. con miles de hombres pertenecientes a los séquitos de sus respecti-
^ vos principes y magnates, venidos «de todo el orbe romano», y reuni-
í dos en edificios temporales— , venía a constituir al mismo tiempo la
:: representación de una vida doméstica de ensueño, presidida por una
I' sumisión honorífica en la que reyes y duques actuaban como despense-
- ros, coperos, chambelanes y mariscales. Lo que no significa que, en
tanto que manifestación cultural, esta escenificación fantástica difiriera
I, realmente de los objetivos regios. Lejos de insistir en el ejercicio del
f: poder oficial y de librar guerras imperiales, como se pensaba hace algu-
nos años, Barbarroja se hallaba por esta época dedicado a sacar adelan-
l le una política dinástica concebida para consolidar la supremacía patri-
monial de los Hohenstaufen sobre los güelfos y otros competidores. Y
uno de sus planes — en modo alguno el menos importante, pese a resul
tar atípico— pasaba por prometer al príncipe Enrique con Constanza
de Sicilia, cosa que no sólo lograría en el año 1184, sino que terminaría
dando sus frutos, dado que Constanza heredaría inesperadamente Sici
lia (en 1189) y se convertiría (en el año 1193) en madre del verdadero
sucesor de Barbarroja.* El hijo del emperador, Enrique VI (1190-
1197), moriría joven, seguido por su esposa un año después, y el matri
monio dejaría todos sus reinos a su descendiente, Federico, cuyo tu
multuoso reinado (1212-1250) se vería precedido por una serie de
conflictos civiles. La nueva solidaridad partidaria de la monarquía feu
dal de los Hohenstaufen se encontró con el desafío de una reacción
partisana favorable a los güelfos. La consecuencia negativa del intento
por el que Barbarroja había tratado de restaurar la sucesión dinástica se
concretaría en lo accidentado de su prem atura sucesión; por consi
guiente, cuando en el año 1201 el papa Inocencio III decidiera apoyar
a Otón de Brunswick, hijo de Enrique el León, se pondría sobre la mesa
una situación que vendría a exponer la fragilidad de la sumisión de los
príncipes alemanes. Federico II de Sicilia, hijo de Enrique VI, siguió
tratando de sacar adelante su programa salio-italo-siciliano, aun a costa
de efectuar concesiones que terminarían confirmando la existencia, en
la Alemania medieval posterior, de la heredad de príncipes que virtual
mente había creado su abuelo .30
En Francia, el rey Felipe Augusto (1180-1223) se dispuso a hacerlo
mismo que había intentado lograr Barbarroja y obtuvo resultados más
duraderos. No le resultó fácil, ya que su rival era un príncipe coronado
que además poseía vastos dominios en una región vecina que se extendía
desde el Canal de la Mancha hasta los Pirineos. En tiempos de Luis VII,
los homenajes de los duques y los condes, frecuentemente celebrados en
regiones fronterizas, habían tendido a definir una situación marcada más
por las alianzas que por la sumisión Lo que condujo a un ejercicio de
regio señorío de redoblada intensidad fue el hecho de que al conjunto de
sucesiones problemáticas a los distintos condados se sumara la insumi
sión del rey Juan sin Tierra, que se negó a atender los llamamientos por
los que el rey Felipe le instaba a presentarse en su corte. En el año 1192
se exigieron indemnizaciones inmensamente gravosas, como si se tratara
I:
, La «paz imperfecta»
i
Sería claramente erróneo imaginar que los grandes personajes de
: finales del siglo xn no conocieron sino episodios de éxito y felicidad.
Sólo entre los monarcas, las crisis de poder adquirían ya dimensiones
espectaculares y, además, no eran en modo alguno efímeras. Con todo,
hemos de decir que. salvo unas cuantas excepciones — como la crisis
! que desembocará en la redacción de la Carta Magna (y que aún no he
lamos examinado) o la derivada de los fallos judiciales contrarios a Enri-
s que el León y Juan sin Tierra (que sí hemos mencionado más arriba)— ,
la atención que tan prolijarnente han dedicado los eruditos a estos pe
ríodos problemáticos resulta desproporcionada si tenemos en cuenta su
verdadera importancia histórica. El enfrentamiento que protagonizarán
el papa y el emperador en Besanzón (en el año 1157), pese al interés
ideológico (y jurídico) que sin duda tiene, sería un reflejo intrascenden
te de unas pretensiones obsoletas y fútiles. El levantamiento de los hi
jos de Enrique II de Plantagenet en la década de 1170 no vino a consti
tuir sino una ruidosa repetición de la serie de conflictos dinásticos
anteriores, que no habían causado demasiadas alteraciones en la socie
dad. Los reñidos episodios de violencia que surgirán entre los cortesa
nos de Sicilia después del año 1160 aproximadamente tendrán escasa
repercusión entre los miembros de las clases trabajadoras. Y pese a que
los historiadores modernos especializados en el estudio del imperio
juzguen acertadamente que el período de minoría de edad de Federico
II supuso un lapso de tiempo crítico para Alemania, el punto de vista de
estos académicos responde en cierta medida a una visión «política»
elitista que se halla distorsionada por efecto del anacronismo regio .34
Aun teniendo en cuenta que las crisis de poder capaces de afectar a
sociedades enteras fueron menos numerosas después del año 1150 que
antes de esa fecha, la verdad (o al menos lo que más se aproxima a ella)
parece consistir en que todas esas crisis se vieron acompañadas, en
muchos lugares, por presiones derivadas tanto del poder explotador de
los señoríos como de las ambiciones militares — el mismo tipo de pre
siones que ya antes habían causado conmoción en regiones como las de
Sajonia, León o Inglaterra, entre otras— . Puede que el extremo rele
vante en este caso no resulte obvio para los lectores educados en las
teorías de la demolición del «feudalismo» — y para hacer justicia a sus
fuentes, hemos de decir que realmente no tiene nada que ver con el
feudalismo— . Con lo que guarda relación es con la experiencia del
poder. Como ya señalara el abate Esteban de Cluny en torno al año
1165, «los castellanos y caballeros de la región se batían unos con
otros, pero únicamente las iglesias sufrían sus maldades y sus locuras,
sólo los pobres notaban sus efectos [solípauperes sentium ]».35 El aba
te Esteban de Cluny tiene en mente la región de la Borgoña cuando
escribe, y sin embargo, apenas cabe dudar de que en su época el estilo
de persuasión que seguía predominando en muy amplias zonas fuera de
carácter cáustico. Esta persistencia no se correspondía con los nuevos
impulsos del poder ni con los instrumentos que éste manejaba ahora,
unos instrumentos que a su vez se ajustaban a la mudable expresión de
las formas de dominación estimuladas por el ansia de autopromoción.
Con todo, se trataba de algo más que de una simple coincidencia. Pese
a que todavía fuesen pocas las personas que abordaran la realidad de la
violencia y la coerción, ya había algunos individuos que hacían recaer
la responsabilidad de dicha situación sobre los hombros de los señores-
reyes, 56
Las regiones en que este fenómeno ha quedado mejor registrado
son las de Francia. Cataluña y la Lorena, circunstancia que muy posi
blemente no sea accidental. Se trataba de zonas en las que se habían
manifestado los rasgos más sobresalientes de la llamada «revolución
feudal»; si en algún lugar puede decirse que haya subsistido un espíritu
caballeresco fundado en la salvaguarda de los intereses propios de ese
grupo social es sin duda aquí. Los canónigos de Toul parecen haber
comprendido este extremo con el devenir histórico, ya que en tomo al
año 1151, en un asombroso memorando en el que dirigen un llama
miento al arzobispo de Tréveris, vienen a explicar que el conde Reinal
do II de Bar (1150-1170) se dedicaba a practicar un señorío violento y
a apoderarse de propiedades situadas en sus tierras, ajustándose de ese
modo a la pauta de una «tiranía» hereditaria que venía perpetrando sus
desmanes ¡desde el siglo x! El documento expone explícitamente un
caso de «usurpación» en el que se habían violado las prerrogativas se
ñoriales de la Iglesia, imponiéndose posteriormente nuevas exacciones
tributarias, así como la obligada prestación de servicios en los castillos
del conde. Aunque tendencioso, el informe parece una descripción fia
ble de la agresiva expansión de un antiguo señorío público .37
No se trata, sin duda, sino del relato parcial de un suceso local, y es
además la única parte que ha llegado hasta nosotros. Cabe imaginar
razonablemente que en las anteriores generaciones, los arrendatarios
de Saint-Mihiel estuvieran más dispuestos a aceptar unos usos que ha
bían terminado por considerarse una costumbre señorial de carácter
explotador. Con todo, aunque rechazáramos el relato de Toul por con
siderarlo incluso ficticio, no por ello dejaría el documento de resultar
útil como ilustración de dos puntos fundamentales: 1 ) que un señorío
ásperamente explotador era capaz de perturbar la vida de un gran nú
mero de personas, aun en el caso de responder a la costumbre; y 2 ) que
en una fecha tan tardía como la del año 1150 los individuos pertene
cientes a la antigua élite social podían contagiarse de los hábitos agre
sivos o las ambiciones de los caballeros carentes de tierras.
Éstas eran las realidades reinantes de hecho en gran parte del con
junto de Francia; unas realidades tan tristemente notorias en aquella
época como oscuras en la nuestra, A continuación nos detendremos a
contemplar varias escenas concretas, escenas cuyo relato no tiende úni
camente a confirmar lo consignado en Saint-Mihiel, sino también a
resaltar la durabilidad de un viejo régimen de poder.
* Documento que se copiaba por duplicado en uii mismo pergamino con un es
pacio en el medio en el que figuraba la palabra chirographtim por la que se cortaba en
dos el escrito, dándose una copia a cada una de las parles intervinientes en lo firma
ndo. (N. de tos l.)
expulsar a los flamencos y en ordenar la destrucción de los castillos-;
«construidos para saqueara los pobres». De hecho, los barones que se ;
someterían al monarca en el año 1155, incluso aquellos a los que Enri-
que ya conocía, habían tenido un comportamiento relativamente simi- ¡
lar al de Gerardo Berlai .47 ■\
cuarto, y reclamó las rentas que venían desviando a sus propias arcas
un ciudadano y un castellano. I’ras censurar en vano el comportamien
t o de Ricardo de Peire. que gravaba con impuestos injustos a los arren
datarios de Saint-Prival, y las prácticas de los malos castellanos de La
, ’Garde-Guérin, que saqueaban y daban palizas a los viajeros que pasa
b a n por delante de su cubil —ya que lo que tenían no era un casirum,
«•según reza la crónica, sino una spelunca — ,49 obligó a ambos a acatar
■^asnormas, valiéndose para ello de un ejército armado.
En todas estas iniciativas, el obispo Aldeberto debió de contar sin
í iduda con el apoyo de las masas populares. A los derrotados castellanos
? de La Garde les llegaría el «día del ajuste de cuentas» en una celebra
ció n pública en la que los malhechores «renunciaron a sus malas cos
tumbres» mediante el pronunciamiento de sendos y solemnes juram en
tos en presencia de los caballeros y sus hijos, del personal dependiente
fifcerv/], y de las gentes del lugar, jóvenes y viejos, es decir, «ante los
^Ojos de todo el pueblo » .50 No obstante, otras de las gestas del obispo
izarán lugar a distintos problemas (aunque de modo diferente). Cuando
í$lprelado reivindicara tener derecho a cobrar un diezmo sobre las ren
cas devengadas por las minas de plata de la región (mostrándose sin
jjmbargo lo suficientemente astuto como para someter también este
f’ásunto a la consideración de una asamblea), la gente — «que no se sen-
Mía nada contenta con los beneficios» que estaba obteniendo el obis-
■po— rechazaría la pretensión, evidentem ente sobre la base de que
'Aquel cobro formaba parte de los derechos reales, y consultaría el asun
to con el conde de Barcelona, quien se manifestaría de acuerdo con
ellos y prohibiría la imposición. Pese a todo, el obispo Aldeberto deci
diría recaudar el gravamen, cuya suma ascendía a cuatrocientos marcos
J de plata anuales (una suma enorme ).51
?:},■ Lo hizo convencido de ser él quien ejercía ahora el poder regio del
monarca de Francia. Y de hecho, no hay duda de que las gentes del Gé-
vaudan debían de conocer que Aldeberto se había presentado en París
*§nel año 1161 para explicar al rey Luis V il todo cuanto estaba hacien
d o en su diócesis — como muestra de lealtad a su señor-rey— , y que
|&abía regresado con la recompensa buscada bajo el brazo: la llamada
imbuía de oro» por la que el rey Luis V il había concedido a Aldeberto y
I:# sus sucesores, en presencia de «todos sus barones», el arriendo del
¡Chispado de Mende, junto con la capacidad de «hacer justicia con la
[^espada material».52
Al producirse en el periodo mismo en que Aldeberto se esforzaba
en lograr la paz — ¿o era el poder acaso lo que trataba de alcanzar?—,
este golpe de efecto debió de causar consternación en los castillos del
Gévaudan. Pese a que el texto anónimo que aquí seguimos no consiga
abordar sino en términos morales toda oposición al obispo, como se
observa en los comentarios que ofrece en relación con el rechazo de las
atenciones pastorales del prelado, la conclusión a la que llega no deja
de ser realista: «y es que a partir del día en que sus súbditos se entera
ron de que el obispo había sido investido de poderes regios, nutrieron
su corazón de odio hacia su persona y comenzaron a causar problemas
al señor obispo ».53 Lo que queda sin una explicación explícita son los
motivos de la escisión entre los campesinos arrendatarios y sus amos,
ya que no es posible que los primeros se hubieran opuesto a Aldeberto
en materia de jurisdicción. Tanto en el Gévaudan como en otros luga
res, el único momento en el que conseguimos vislumbrar la generaliza
da experiencia del señorío explotador son las ceremonias de renuncia
que han quedado registradas. Sin embargo, el obispo apostó por reor
ganizar el señorío público, y reforzó su iniciativa con una campaña
personal destinada a imponer la paz en los castillos — una campaña que
habría de generar mucho malestar— . Siendo una empresa realizada en
la década de 1150, se cuenta entre los primeros empeños de esta índole
que se efectúan en toda Europa. No es de extrañar que Luis V il termine
pidiendo ayuda al obispo Aldeberto en A uvemia .54 Con todo, su empu
je era aún prematuro y por ello sus esfuerzos resultarán en gran medida
fútiles, dado que el poder que prevalecía en todas estas tierras pertene
cía a un orden distinto.
U n a j u s t ic ia v i n c u l a d a a l a r e s p o n s a b i l i d a d
* O diván, cuyo sentido propio (legajo o libro) termina extendiéndose hasta se
ñalar el registro provincial do las pagas del ejército. Fue establecido por los árabes en
la época de Abderramán I. en la segunda mitad del siglo VIII, Más tarde su significado
se generalizará hasta denotar toda teneduría de cuentas y finalmente cualquier alto
■ organismo o consejo de gobierno en varios países islámicos. Es el origen etimológi
co de Sa palabra española «aduana» como control de cuentas y bienes. (,V. de los i.)
de los catastros y listas fiscales que se conocen en todos los demás lu
gares de la Europa latina.97 Y si había algo que la contabilidad pres-
criptiva no fuera capaz de hacer de forma adecuada era justamente eso:
mantener sus cuentas al día en relación con el crecimiento fiscal: si era
preciso proceder a una revisión del estudio catastral (o peor aún, si de
venía imperativo volver a redactarlo) tras la aparición de cualquier
nuevo arrendatario, de toda nueva granja o de cada nuevo portazgo,
entonces se resquebrajaba la entera idea de la lealtad a un domanio in
mutable. El Domesday Book debió de haber servido al menos para dar
por aprendida una amarga lección poco después de haber sido elabora
do: la de que no sólo no resultaba posible utilizarlo para examinar las
cuentas con los administradores, sino que tampoco era posible reescri-
birlo.98 También esto fue materia de crisis en el siglo xu, una crisis
prolongada cuya causa residiría en la falta de perspectiva y de técnica
y que obligaría a su vez a imponer nuevas estratagemas a los hombres
que se escondían tras las fachadas cortesanas; de hecho, la situación era
tan compleja que, en la década de 1170, Ricardo Fitz Nigel no logrará
identificarla m ejor de lo que lo había hecho el monje Guimann de
Saint-Vaast. No era posible seguir pasando por alto el crecimiento eco
nómico. Pronto se difundió la comprensión de que para mantener una
extensa propiedad era necesario explotar con beneficio los domamos,
es decir, gestionarlos y no limitarse simplemente a vivir de ellos, y con
ello se comprendió al mismo tiempo que para obtener beneficios de los
señoríos era preciso tener la capacidad de calcular las ganancias me
diante la realización de periódicos exámenes de cuentas.
* C á lc u lo . V é a s e el G lo s a r io . (.Y. de fm t.)
Blas con unos legajos fiscales desechados en los que aparecian
¡bnsignados los ingresos de las propiedades condales. Los cosió a otras
^tainas de pergamino en blanco e hizo cuanto pudo por borrar las lí
neas de texto de los documentos inservibles. Afortunadamente para
Bosotros, no demostró excesiva pericia en su afán de borrar dichas lí
neas. Exactamente en el medio, donde el documento se pliega, algunas
jje las antiguas marcas escritas lograron escapar al rascador, y por ello
resulta posible leerlas hoy en el original de L am berto."1
Ahora bien, dado que sabemos que Lamberto escribió esos folios
entorno al año 1118, las cuentas fiscales que utilizó para continuar su
trabajo han de ser anteriores; y si imaginamos que el legajo desechado
andaba tirado por ahí o se había visto sustituido por otro, podría haber
sido redactado en una fecha tan temprana como la del año 1100, poco
más o menos. En todo caso, no hay la menor duda de que se trata de un
documento fiscal. Esto es todo cuanto ha quedado de él:
d cap cccc
C o a c c ió n , c o m p r o m is o y a d m in is t r a c ió n
* Acta regia por ía que se reserva el uso exclusivo de ciertos bosques al esparci
miento de los reyes y los miembros de la alta nobleza — los cuales los utilizaban por
lo general para dedicarse a la caza —. Serían los normandos quienes introdujeran la
costumbre en Inglaterra en el siglo xi. Su aplicación alcanzará el máximo apogeo
entre los siglos xu y XHt, aunque se mantendrá hasta mediados del xvn. Quedaban
sometidas a esta «ley forestal» no sólo las zonas arboladas, sino también las prade
ras, las aldeas, las poblaciones y los campos de cultivo de una determinada zona. Las
penas que se imponían a un plebeyo que cazara los venados del rey podían ser muy
severas: brinque 11de Inglaterra dieta por ejemplo, en la ley de 1184, que se deberá
cegar a los trausgresores. (N. de !ox i )
donados. Sus desarrollos no son tan distintos. En la inmensa mayoría
de los lugares, este tipo de convulsiones comenzaron a evitarse tan
pronto como los obispos y los condes comprendieron el interés de re
nunciar a los elementos de crónica arbitrariedad de sus respectivos se
ñoríos, aunque sin dejar por ello de aferrarse a los beneficios derivados
de su jurisdicción y de los mercados.
; Esta es la razón de que, en la Tolosa francesa, el «concejo común»
de notables gobierne con el parecer del conde Raimundo V (este con
cejo podía estar integrado por una o varias personas, y además había
iniciado sus tareas legislativas ya en el año 1152, lo que resulta llama
tivamente excepcional para la época).183 Cierto que una generación
más tarde, los cónsules tratarían de sacudirse el yugo impuesto por el
mismo señorío del conde, ya entrado en años. Aun así mantendrían,
incluso en el apogeo del poder autónomo que llegarían a ejercer, la re
lación de lealtad mutua que les unía al conde. En enero del año 1189 se
llegó en la iglesia de Saint-Pierre-des-Cuisines a un acuerdo por el que
el conde y los cónsules en un acto en el que Raimundo proclamaba
ser su «buen señor»— se prestaban recíproco juramento de fidelidad,
haciéndolo además en los específicos términos de gobierno que en
otros lugares se asignaban a los consulados.1X6 Es más, a los condes
tolosanos de esa época, más preocupados en resaltar su identidad y su
nombre que los lazos de la solidaridad oficial, les encantaba la confor
table condición señorial, ya que es patente que ellos mismos la ansia
ban.187 El conde Raimundo VI (1194-1222) pondría el listón todavía
más alto en Nimes, ya que en esa ciudad promulgará en el año 1198
una regulación del consulado urbano que vendrá a constituir un rutilan
te modelo de precocidad de la iniciativa cívica, además de un ejemplo
de tenacidad por parte del viejo señorío público.1Kíi Por esta época, las
ciudades italianas empezarían a buscar el apoyo de señores externos
—los podestci— para mantener el orden. En el juramento que pronun
cie en Pisa, entre los años 1206 y 1207, el podesta Gerardo Cortevec-
chia podrá apreciarse que la presión derivada del anhelo de pacificar
tanto las disputas entre distintas facciones como las enemistades here
ditarias comienza a trastornar los intereses del orden cívico, reciente
mente reactivados.l!WHay todo un conjunto de urgencias de tipo muy
similar que contribuyen a explicar que la dominación condal no sólo se
verá restaurada en Tolosa durante las cruzadas albigenses, sino tam
bién después de ellas.11)0
Lo que resulta llamativo en esta tendencia es que tanto en la década
de 1140 como en fechas posteriores Genova y Pisa ya hubieran conoci
do la experiencia de un gobierno comunal, es decir, sorprende que con
taran ya con instituciones más o menos autónomas que no sólo se dedi
caban a la consecución de metas colectivas, sino que además establecían
registros escritos de sus actividades. Los cónsules de estas ciudades
eran por tanto funcionarios en el sentido más habitual, esto es, el de
agentes de un servicio público: su trabajo ha quedado consignado en
las afirmaciones de compromiso (brevi) que ellos mismos realizaban y
por las que se ligaban a la ciudad, no a los señores — situación que no
se encuentra prácticamente en ningún otro lugar— .|,JI Después del año
1150, aproximadamente, empezó a poder disponerse, en cientos de lu
gares situados tanto en el norte como en el sur de Europa, de ayudantes
juramentados, de scabini (funcionarios cuyo cargo constituía una adap
tación del concebido en la época carolingia), de jueces, de alcaldes y de
figuras similares. De todos estos lugares son muy pocos los que nos
han dejado alguna prueba, siquiera sea mínima, de las rutinas de traba
jo que venían a practicar. La costumbre de reclamar que las alcaldías
rurales fuesen consideradas como una propiedad hereditaria continuó
manteniéndose.192
Por consiguiente, la tendencia a la creación de funcionariados sólo
resulta visible en un marco más amplio: el de la narrativa del señorío,
una institución dotada de sus propias credenciales para el desempeño
de labores sociales. La cronología y la dinámica del poder parece obe
decer a derivas más accidentales que intencionadas, y deber más a si
tuaciones de desfase que a procesos de progresión paulatina'. No hay
duda de que quienes vivieron en esta época pudieron percibir los cam-^
bios. Sin embargo, de lo que hablaban, imagino, era de la violencia y
de las formas de ponerle remedio, así como de los tornadizos y proble
máticos usos de la lealtad jurada.
Cataluña
Inglaterra
a saber, dos clérigos y dos laicos, todos elegidos de entre los miembros
de su entorno personal ¡Jimtilhi). Y decretó que esos cinco [hombres]
atendieran las súplicas [clamores} del reino e hicieran justicia; y [añadió]
que no debían abandonar la corte, sino permanecer en ella para juzgar los
litigios populares, a (in de poder presentar el caso, si viniera a surgir cual
quier circunstancia capaz de impedir un arreglo, ante el tribunal del rey y
poder de este iñudo decidir lo que él mismo y los más prudentes hombres
del reino consideraran justo.21*
* El autor hace aquí un juego de palabras, ya que la voz unwritten que Bisson
emplea en la expresión umvritien writmg significa propiamente «consuetudinario» o
«tácito». (,V. de los I.)
tipo de desposesión y dirá de ella que se trata de un remedio ya acepta-
' do anteriormente que sin em bargo viene a cobrar nueva pertinencia en
razón de la reciente rebelión de los hijos del rey. ¡Otra vez la violencia!
Y sería justam ente esta medida la que terminara multiplicando a tal
’ punto el número de ju ec e s que sería preciso proceder a la reforma del
: año 1178, reforma con la que se pondrá fin a una notable fase de inven
tiva procesal.-3
Las innovaciones de este período van m ás allá de cuanto hayamos
conocido en cualquiera de las monarquías de la Europa continental.
Otra circunstancia peculiar de Inglaterra, quizá la más notable de todas,
viene a probar que esas novedades no fueron accidentales. El empeño
que empujaba al rey a extender el alcance de la dominación territorial
; responsable exigía que un conjunto de hombres cercanos al señor-rey
colaboraran con el poder, y que el monarca acudiera, mientras se efec
tuaba dicha labor, a informarse de lo que entuba sucediendo. Podemos
situar prácticamente el comienzo de estas intervenciones y reconoci
mientos regios en los primeros años de la década de 1170, momento en
el que un cronista da inicio al relato de los hechos de Enrique II y con
signa como fecha de la obra no una cifra fijada a partir del instante de la
Creación, el nacimiento de Cristo, o la conquista de Inglaterra por los
normandos — ni siquiera optará por apuntar un año contado a partir de
la emblemática fecha de 1154 (correspondiente a la coronación de En
rique II)— : elegirá iniciar su cálculo a partir de la Navidad del año
1170 (o 1169, según nuestro cómputo). Ésa había sido la fecha de
arranque de un tumultuoso año. el de la gran «Investigación de los ma
gistrados», examen que había venido precedido por una terrible tor
menta y al que seg u iría el a sesin a to de T om ás Becket. Partiendo de
esos acontecimientos, el au to r de la crónica — que prácticamente con
toda certeza debía de ser el amanuense laico Rogelio de Howden—
compondría un relato casi de actualidad en el que prestará detallada
atención al poder regio. Es posible incluso que hubiera trabajado para
el rey en la fecha de la «Investigación», ya que desde luego no hay
duda alguna de que entre los años 1174 y 1175 estaba efectivamente a
su servicio. Esta vinculación con el rey en 1170 explicaría que en la
convencional crónica que habrá de redactar — sin duda más tarde— in
cluyera cartas y registros de la década de 1160.22i)
Howden reorienta el tradicional discurso sobre el poder dinástico
centrándose de forma novedosa en los objetivos y las órdenes del se
ñor-rey. Gracias a las copias que él mismo realice de dichos documen
tos podrán llegar hasta nosotros las actas de Clarendon (1166) y Nor-
thampton (1176), junto con las que se ocupan de la regulación del uso
y la transmisión de armas (1181) y del control jurídico de los bosques
(1184), además de los documentos relativos a la «Investigación de los
magistrados» (1170). En 1180 se dará en Oxford el visto bueno al texto
de una importante acta sobre la acuñación de moneda, pero Howden
no lo consignará entre los demás documentos — y no será el único, ya
que lo mismo sucederá al parecer con todos los demás compiladores—;
si sabemos que dicho texto imponía una nueva moneda y distinguía
legalmente las operaciones de la acuñación y el intercambio de dinero
es gracias a las alusiones fiscales y a algunas pruebas de orden numis
mático.225 Howden debió de haber tenido en sus manos los textos de
los años 1166 y 1170, o al menos debió de haber podido acceder a ellos
al comenzar su relato, ya que éste arranca con un amplio resumen de la
«Investigación de los magistrados»; además, solía incluir en sus pro
pios textos pasajes de estos documentos normativos como si se tratara
de los datos mismos a los que ha de dedicar su atención — aunque lo
cierto es que se trata de unos «hechos» (gesta) a los que hace referencia
un copista anterior— ,226 Que sepamos, no existe todavía ninguna otra
obra que venga a recopilar este tipo de documentos pensados para
divulgar órdenes, aunque haya ejemplares de trabajo que muy bien
pudieran datar de la época de Howden y haber salido de los mismos
círculos a los que él pertenecía. No hay mención alguna a ningún «ar
chivo» como tal. Howden no e s inequívocamente archivista, como Ra
món de Caldas, sino más bien una especie de instructor encargado de
duplicar las directivas escritas a fin de que queden disponibles para uso
local. Como también sucede en el caso de otros autores que incluyen en
sus textos material relacionado con los requerimientos judiciales —por
ejemplo, el monje Gervasio y el cronista (o cronistas) de la abadía de la
pequeña población de Battle, en el Sussex oriental— ,227 el impulso que
le lleva a concretar su empeño es de carácter público, aunque no plena
mente funcionarial. Algunas de las actas a que nos referimos han logra
do conservarse gracias a la intervención de un clérigo cuya identidad
sigue resultando hoy problemática.
Y esto no es todo. Se da la circunstancia de que Howden no era en
modo alguno el único oscuro amanuense (a nuestros ojos) que trabaja-
ba en el entorno del señor-rey, y no era fácil disimular el interés huma- --
no que despertaban sus competencias, ni siquiera en un contexto prc-
burocrático como éste. Por los mismos años (1177-1189) en que
Howden nos presenta a un Enrique II entregado a la enérgica dirección
de distintos equipos de jueces encargados de hacer frente a las crecien
tes demandas de justicia regia, dos hombres familiarizados con las la
bores de este cuerpo darán en escribir sendos libros de asombrosa ori
ginalidad: el Dialogue ofth e Exchequer (1177-1179) y el Treatise on
the laws and customs o f the Kingdom o f England (\ 187-1189). Ambos
textos son obras de un experto y en honor a la verdad es preciso decir
que el tema que comparten es justamente el de un experimentado cono
cimiento del poder. El Dialogue es obra de Ricardo Fitz Nigel, tesorero
de la Hacienda pública inglesa (c. 1160-1198) y más tarde obispo de
Londres. El Treatise on the laws lleva la firma de un tal Glanvill, aun
que hoy nadie considera que su autor pueda haber sido Ranulfo de
Glanvill (juez entre los años 1180 y 1189), así que la identidad del juez
que lo redactó (pues sin duda se trataba de alguien con esa profesión)
sigue estando en entredicho. Pero esto no es todo, ya que los conoci
mientos que poseían estos autores en materia de contabilidad y justicia
se producen en el seno de una esfera mediadora, la de una cultura cor
tesana de la que nos ha llegado un comentario algo menos técnico, pero
más humano — y bastante menos optimista— gracias precisamente a
un tercer libro, el titulado On courtiers’trifles, de Gualterio Map. Gual
terio era un amanuense laico consagrado al servicio del rey desde el
año 1173 aproximadamente, fecha en la que ejerció personalmente
el cargo de juez real. Dada esta trayectoria, Gualterio conocía de pri
mera mano los importantes cambios que estaba experimentando la vida
en el señorío regio. Las anécdotas que comienza a recopilar entre los
años 1181 y 1182 describen a los empleados de la administración de
justicia y de la Hacienda pública como a otros tantos miembros de una
«corte» inescrutable, y tan proclives a las intrigas propias de una sórdi
da ambición como a los roccs de una útil competencia.228
En la forma en que ha llegado hasta nosotros, el conjunto de regis
tros normativos — copiados en su mayor parte por Rogelio de How
den— pertenece a un período comprendido entre los años 1166 y 1181,
época que marcará el período de mayor implicación de Enrique II de
Inglaterra con la organización de! orden interno de su reino. Dichos
textos obligan a los amanuenses del rey, así como a los jueces y a los
magistrados condales —-aun confirmando a los barones de la Hacienda
pública— , a hacer cumplir toda una serie de directrices prescriptivas
que abarcan buena parte de la vida inglesa: el mantenimiento de la pal
y el orden en las localidades, la aplicación de nuevos remedios a lá£
quejas comunes, la supervisión de la acuñación de moneda, el control
de las obligaciones militares, y la vigilancia de los bosques. En este
contexto resulta difícil discernir las medidas que pudieran haberse
adoptado con vistas a la conservación de archivos, pero no deberíamos
minimizarlas. Los escribanos se habían puesto a reunir de nuevo las
actas legales y las listas normativas, ya que no todas se habían perdido
— como se desprende del hecho de que fueran sustituidas en el siglo
x i i i — . Más aún, la probable circunstancia de que precisamente a partir
F r a n c ia
* Recuérdese que entre finales del verano del año 1190 y diciembre de 1191.;;
Felipe, partido a las cruzadas, se hallará ausente de París. (N. de los t.) v -í
Hasta donde nos es dado saber (incluyendo los datos que nos apor
tan los registros del año 1194), es posible que una o más de esas direc
trices ya se hubieran intentado aplicar con anterioridad, antes de ser
finalmente impuestas en junio de 1190. Felipe debía de estar sin duda
al tanto de las iniciativas angevinas en materia de justicia curial e itine
rante, dado que conocía personalmente a Enrique II y a sus hi jos. Tanto
este último como sus cortesanos debían de haber comprobado ya el
interés de consultar a los personajes locales en relación con los asuntos
públicos o en cuestiones vinculadas con las assises normandas. Felipe
estaba intentando recuperar el control de su patrimonio a fin de salvar
el abismo que mediaba entre los prebostes encargados de la explota
ción de sus posesiones y los hombres de su corte. Para ello nombraría
alguaciles a algunos de los miembros de esta última y les encargaría no
sólo que actuasen como mediadores y supervisores, sino también que
hicieran llegar la justicia del rey a las localidades pequeñas. Lo cierto
es que el mandamiento judicial que les permitía realizar dichas tareas
no sólo sería efectivamente promulgado sino que lograría perdurar,
como se aprecia en algunos casos juzgados en Etampes (en el año
1192) y en Orleáns (en 1203). Además, el hecho de que se recurriera a
las investigaciones juradas para hacer justicia — algo carente de prece
dentes hasta entonces— parece emanar de la misma norma.275 Pode
mos decir que, por todos conceptos, esta ordenanza-testamento define
un señorío regio que no sólo aparece dotado de metas más objetivas
que en épocas pretéritas, sino que se muestra más atento a los intereses
asociativos y posee además un carácter menos egoístamentc subjetivo.
Con todo, da la impresión de que estas tendencias pudieran ser el
resultado de una insistencia más decidida en la justicia reparadora. La
ordenanza de 1190 debería interpretarse a la luz de la persistente exis
tencia de «quejas» (clamores) como las que aparecen en los más desta
cados capítulos del texto, ya que ésa era justamente la experiencia del
poder que predominaba en la época. Tanto en Francia como en otros
lugares, los culpables que se señalaban en dichas lamentaciones se
guían siendo los propios funcionarios a quienes se otorgaba.no sólo la
potestad de frenar las usurpaciones de los señores acantonados en for
tificaciones, sino también la facultad de gravar a la población con im
puestos y la responsabilidad de defenderles de los abusos. En tomo a la
década de 1150, a juzgar por algunas de las cartas que recopilará Hugo
de Champfleuri, las probabilidades de que surgieran protestas contra
los prebostes eran ias mismas de que se escucharan quejas por el comr *-
portamiento de los vicarios en el sur de Francia o por la conducta de los
magistrados condales en Inglaterra. Entre los años 1165 y 1166, el aba¡>
te Rogelio de Saint-Euverte (monasterio situado en Orleáns) suplicaría
a Luis VII de Francia que aliviara la situación causada por la «plaga»
que representaban, decía, «vuestros prebostes».276 La capacidad de los i
prebostes en general para perturbar la tranquilidad resultaba casi indis^ ¿
tinguible de su recurso a la violencia, una violencia interesada y sin
justificación. Así las cosas, el rey de Francia terminaría tomando la 1
decisión en el año 1190, como ya sucedieraen Inglaterra dos décadas
antes, de que se le informara, incluso hallándole él ausente, de todos
los cargos que pudieran imputarse tanto a los prebostes como a los al
guaciles. Para denunciar el comportamiento de estos últimos había que
recurrir a la reina y al arzobispo en las reuniones cuatrimestrales desig
nadas en la ordenanza del año 1190; allí podían plantearse las acusa
ciones relacionadas con las prácticas violentas, las conductas venales o
la incompetencia, y los informes que se redactaban á instancias de los
acusadores —así como los cursados por las denuncias en que los algua
ciles inculpaban a los prebostes— eran enviados al rey Felipe. Fueri
cual fuese la eficacia que pudieran tener estas medidas, difícilmente
puede considerárselas un instrumento destinado a mejorar la informa
ción del rey sobre la gestión de su patrimonio. Por regla general, Felipe
II se dirigía a «sus» prebostes, e incluso a sus alguaciles, en términos
impersonales; aun así, las cartas de protección que promulga (y que
envía a sus prebostes a fin de instarles a cumplir las leyes — incluso en
una fecha tan tardía como la del año 1200— ) vienen a presuponer que
siguen inclinados a cometer actos de coerción o violencia ilegítimos.277
3) Y sin embargo, será precisamente a lo largo de la década crítica
en la que Felipe II abandone Francia para regresar después y poner en
marcha costosas guerras con los duques de N onnandía y reyes de In
glaterra Ricardo y Juan cuando el soberano francés emprenda la tarea
de mejorar la contabilidad fiscal de su reino, en plena fase de expan
sión. Es casi seguro que esto se produjo en parte por la sospecha de que
los prebostes no estaban comportándose lealmente, ya que la primera
vez que topemos con un escrito en el que se deje constancia de la reali
zación de una auditoría fiscal — en un documento de los años 1202 a
1203— veremos que si los prebostes participan en él es en calidad de
contables demandados y deseosos de quedar exonerados de sus enfi-
teusis, cobranzas, pagos y gastos. Es más, lo que se observa en este
^documento es que los alguaciles han de rendir cuentas de su actuación
|en el desempeño de una amplia gama de funciones que, en número
precíente, invaden progresivamente las competencias de los antiguos
■(e inflexibles) próvótés,-7S Los alguaciles, repito, son sin duda alguna
i anteriores a la ordenanza de 1190; y resultaría verosímil, aunque carez
cam os de pruebas, asociar el nuevo ímpetu proporcionado a esos fun-
i cionarios curiales — iniciado quizá en torno al año 1185— con una re
forma de la contabilidad fiscal,
i Lo que está claro es que debió de producirse necesariamente algo
similar a una reforma, porque el célebre primer exercice en el que, por
lo que sabemos, se fiscalizan las cuentas del reino en tres cuatrimestres
(en el año 1202 a 1203) no se parece a ningún otro registro fiscal fran-
; cés conocido o conservado de fecha anterior. Durante mucho tiempo se
i ha supuesto sencillamente que las fiscalizaciones previas (de este tipo)
se habían perdido; y desde que hemos tenido noticia — a través de un
cronista que pertenece casi a esa misma época— de que en el ataque de
Fréteval se confiscaron o destruyeron las «contabilidades» del reino (o
más exactamente, los libros de cuentas: libelli computorum),279 dicha
asunción dominante ha quedado a un tiempo reforzada y alimentada
por todo un conjunto de pruebas negativas. No obstante, este plantea-
; miento es insostenible. Los archivos capetos anteriores a la década de
1190 no aportan prueba alguna de que se realizaran auditorías fiscales
del tipo que cada vez se observa con mayor frecuencia en Inglaterra,
. Normandía, Flandes y Cataluña. En esas tierras, y quizá también en
Sicilia y en el imperio, la vieja contabilidad prescriptiva de los activos
• patrimoniales se vio superada por una nueva práctica consistente en
exigir a los contables que aportaran pruebas fehacientes de su buen
hacer en materia de cobranzas, gastos y balances contables; sin embar
go, en la Francia de los primeros años de Felipe Augusto aún no se
había tenido esa experiencia. La explicación más probable para esta
demora en la aplicación de los procedimientos contables en Francia ha
de ser necesariamente de índole económica. En el año 1190, lo que es
peraba conseguir Felipe al prescribir que los prebostes y los alguaciles
rindieran cuentas de su gestión mientras él se hallara ausente en la cru
zada era que abonaran los ingresos recaudados en París, de manera que
el señor-rey tuviera a su alcance al menos una parte de los mismos
siempre que así lo precisara y requiriera.280 Y si esa expectativa hubie
ra sido por entonces normal, los dominios reales franceses habrían al
canzado una situación de prosperidad antes de que estallaran las gue
rras angevinas y de que la cruzada se convirtiera en un factor de grave
merma de los recursos. Ya a mediados de la década de 1180 Felipe se
había visto obligado a renegociar los arriendos, haciendo para ello res
ponsables a las comunas de sus propios prévótés-, y hay asimismo otros
signos que indican que el señorío de Felipe, de inmensa extensión, em
pezaba a poner en el incrementum el mismo interés que ya pusieran en
su día Suger y Bernardo Bou.281
Por consiguiente no seria descabellado suponer que el joven Felipe,
que no sólo era plenamente consciente de la mala reputación de los pre
bostes sino que estaba aprendiendo rápidamente a interesarse por los
suministros, pudiera haber animado tanto a sus propios escribanos como
a los de sus senescales a iniciar algunos experimentos de carácter conta
ble. Está claro que los hombres de Compiégne ya habían sido emplaza
dos en otro lugar a «rendir cuentas» de los ingresos regios, una práctica
ajena al derecho consuetudinario a la que el rey se mostrará dispuesto a
renunciar en la carta que dicte en el año 1186. Y en la ordenanza de
1190, volverá a ser la convocatoria por la que el rey inste a otras pobla
ciones a rendir cuenta pública de su gestión lo que nos llame la atención,
dado que justamente en esto radica la auténtica innovación regia.283
¿Acaso no se constituye esta misma ordenanza en el origen de una
nueva forma de rendir cuentas? La disposición por la que los prebos
tes y los alguaciles quedan obligados a llevar sus ingresos a París en
plazos prefijados y por la que se estipula que un escribiente del rey
habrá de dejar constancia escrita de dichas entregas presenta un aspec
to estimulantemente similar al de los archivos contables del período
comprendido entre los años 1202 y 1203. Inspeccionados más de cerca,-,
no obstante, surgen algunas dudas, dado que todo lo que se muestra
claramente en este texto es que el concepto de esa clase de rendición
de cuentas se había materializado ya en el año 1190 (o antes). La escueta
prescripción contenida en el documento de 1190 difiere en determina
dos aspectos de los legajos contables archivados en el año 1202. Dicha
prescripción no habla de arriendos, cartas de pago y desembolsos, sino,.
que se limita a ofrecer la lista que, establecida por el recaudador, seña
la los pagos fiscales a efectuar y a designar un lugar específico para la '
entrega. ¿Se limitaban el rey o su amanuense a generalizar sin más en
el documento de 1190, desentendiéndose de la verdadera experiencia '
Viñeta publicada el 16 de noviembre de 1980, en los días en que se celebraba una con
ferencia internacional para conmemorar que ocho siglos antes había ascendido al trono
el rey Felipe Augusto. (Morgan, Le Monde, reproducido con permiso del diario.)
* El q u e le h a b ía un id o en ag o b io d e I 19 3 c o n ls a m b u r de D in a m a r c a , a la que
repudió in m ed iatam e n te y de la q u e se se p a r a r ía tres añ o s d e sp u é s, tras d e c re ta r una
asam blea de b a r o n e s y o b is p o s a liñ e s la n u lid ad d e l c a s a m ie n to . E l p ap a In o c e n c io
no rec o n o c ería e s a n u lid a d y la n z a ría re p e tid o s lla m a m ie n to s al m o n a rc a in s tá n d o le
\ a reinstaurar a Is a m b u r e n el tron o, c o n lo q u e se in ic ia r ía u na r o c a m b o le sc a situ a
ción de b ig a m ia q u e te rm in a ría tr á g ic a m e n te c o n la m u erte de la se g u n d a e s p o s a de
Felipe, In és de M e :a n o . ju stó d e sp u é s d e d a r a lu z a un h e re d ero . í,V. de los I.)
junta ecuménica. De manera similar, cabría suponer que lo que termi
naría obligando a Inocencio III a reconocer las órdenes mendicantes de
Francisco de Asís y de Domingo de Caleruega sería la concatenación
de un conjunto de irresistibles circunstancias, ya que la causa de ambos
místicos constituía en la práctica un desafío que más le valía encabezar,
si no quería asumir el riesgo de verse arrastrado por su empuje.319
Esta ampliación de los imperativos sociales constituirá un fenóme
no generalizado en toda Europa, Los síntomas que la anuncian, cuya
fecha de aparición es imposible de establecer con precisión, se obser
van ya de forma bien patente después del año 1150. Y empezamos a
adivinar por qué. La inadecuación de la contabilidad prescriptiva en
unos domanios que se hallaban en plena fase de expansión, así como el
contagioso malestar generado por la arbitraria imposición fiscal, esta
ban llamadas a actuar como nuevas circunstancias apremiantes. Sin
embargo, son más los elementos que intervienen en la transformación,
ya que aún hemos de averiguar cómo es posible que pueblos enteros
llegaran a engarzar con el poder. ¿Podía compararse el derecho dinás
tico de los monarcas con la percepción pontificia de la ortodoxia cris
tiana? Más visibles aún en los grandes y bien documentados planes de
Inocencio III que en los de los reinos laicos, los principados y las ciu
dades, los intereses en liza — que empezaban a presentar el aspecto de
causas (políticas o religiosas)— tenían una característica común: el
coste de su materialización era muy superior a Jos límites aceptables de
las ayudas consuetudinarias, los pagos debidos y las rentas. A finales
del siglo XII nada venía a sobresaltar tanto los señoríos de todo tipo
como el incremento de los gravámenes públicos. ¿Acaso no debía con
siderarse que todo nuevo gravamen constituía un mal uso? Esta cir
cunstancia se hallaba igualmente vinculada con el predominio de los
señoríos arbitrarios, que se revelarían incapaces de resistir la tentación
de recurrir a la «razón» de alcanzar objetivos sociales y que verían en
ella un pretexto idóneo para insistir en su derecho consuetudinario a
imponer tributos y a ejercer coerciones. En todas partes, será en las
ciudades donde se aprecie de forma más clara esta confrontación, ya
que sus estatutos impulsarán los objetivos colectivos, fueran cuales
fuesen las concesiones que hubieran de hacerse a los señores. «La pes
ca es pública», leemos en las costumbres de M ontpellier del año 1204; i
lo que nos lleva a preguntarnos si el papa, enfrascado en sus diversos *
frentes de combate, podría haber dicho lo mismo de la herejia o de ‘
cruzadas. De hecho, la carta de M ontpellier va más allá que la mayoría
de las promulgaciones de su época en cuanto a definir un verdadero
condominio de poder administrativo. Se estipula explícitamente que el
alguacil del señor-rey (Pedro I de Barcelona — II de Aragón— ) ha de
rendir cuentas «ante aquel a quien designe el señor», y se añade que los
demás alguaciles locales también responden ante él; un conjunto de
«hombres buenos y prudentes» de la población, elegidos por designa
ción directa, está llamado a servir en la corte del señor, aunque no sin
haber jurado antes negarse a aceptar cualquier clase de soborno; y entre
otras muchas cosas que también se afirman, tanto el alguacil como ios
hombres enviados a la corte quedan facultados para su tarea mediante
un solemne compromiso realizado ante el señor de M ontpellier, un
compromiso que no es ya un juramento de lealtad, sino un juramento
funcjonarial específica y concretamente detallado. Y sin embargo, por
muy cabalmente fiel que sea al derecho'romano en sus disposiciones
legales, y pese a haber sido promulgada prácticamente ante «todo el
pueblo de Montpellier» reunido en un «común coloquio», esta carta de
pública gobernación está repleta de señales vestigiales que indican re
celo. Y no se trata únicamente del simple resto de una suspicacia preté
rita: en el capítulo sesenta de la carta, el señor de M ontpellier renuncia
rá, de forma explícita y absoluta, a todo «traslado de una causa judicial
aun tribunal de superior instancia, al cobro de impuestos, a la exigen
cia de donaciones forzosas o a cualquier exacción obligada».-120
¿No estaban acaso los grandes magnates exentos de esta dinámica,
dada su residual faceta pública y oficial? En absoluto. Con todo, habría
de ser en las crisis de finales del siglo xn cuando los avatares de la go
bernación pasaran a actuar como tenaces precursores del estado.
i Capítulo 6
Las c u l t u r a s d e l p o d e r
Cantos de fidelidad
Hablillas cortesanas
Sermones eruditos
* Caña o palo en el que se llevaban las cuernas por medio de muescas. (¿V. de los t.)
ta historia» de la Hacienda pública de la época! Con todo, no han de
minimizarse los logros que según afirma el Dialogue se habían conse
guido en la institución. Las personas competentes, incluyendo a los
técnicos expertos en contabilidad escrita, trabajaban con orgullo en fa
vor de un interés social manifiestamente más amplio que el del señorío
regio con cuyos atavíos se adornaba. Los privilegios que hemos men
cionado se juzgan en el D ialogue tan embarazosos como anómalos.
Con el tiempo, es decir, llegados ya los primeros años del reinado de
Enrique III, la vanidad y la precisión en la consignación de propiedades
irán trocándose en una rigidez que terminará por suscitar la aparición
de perturbaciones y reformas (aunque rara vez acabe generándolas).127
Sin embargo, parece claro que se había logrado algo parecido al profe
sionalismo, dado que entre los años 1158 y 1180 aproximadamente la
restaurada Hacienda pública crearía la primera institución asociativa
de gobernación territorial de Europa.
La p a c if ic a c ió n
L a p o l it iz a c ió n d e l p o d l r
* En otras fuentes figura como Gerardo II del Rosellón. OV. de los l.)
pertinentes, la misma arenga, contiene dos o tres anomalías sospecho
sas. En la fecha no consta más que el año, como si el mes y el día hubie
ran quedado en blanco tras haber dejado el hueco pertinente en un per
gamino preparado al efecto. Y el lugar al que se vincula su promulgación
no es una ciudad, sino (con toda probabilidad) la diminuta aldea de
Fondarella, en la árida llanura que se extiende al este de Lérida. En la
lista que figura al final del documento únicamente aparecen señalados
once barones, pese a que en este caso se diga explícitamente que ha
bían prestado juramento junto con el rey.2:4
El problema que plantean estas grandes cartas, con independencia
de cómo las interpretemos nosotros, es que constituían enfáticas pro
mulgaciones de gobierno. Se las concebía con la finalidad de permitir
que su promotor se entrometiera en los asuntos de todas las tierras en
las que debía ejercer su protección y arbitrar justicia. No deben confun
dirse con las anteriores versiones de las disposiciones de paz, aunque
no menos de diez de las quince disposiciones de Perpiñán deriven de la
tregua et pax de Toulouges (1062-1Ü66),225 documento del que los
hombres del conde y rey Alfonso conservarían un ejemplar. Práctica
mente todas las disposiciones de Perpiñán encuentran un precedente en
los textos de los señoríos principescos en los que se estipula la colabo
ración de los obispos; ninguno de dichos textos incluye la arenga; del
rey que aparece en el documento del año 1173, y cuyo más próximo
pariente ha de verse en los Usatges regios promulgados en tomo al año
1150. Además, en los nuevos estatutos, los objetivos asociativos apare
cen vinculados al ámbito territorial sin la menor concesión de inmuni
dad a los barones.226
Si consideramos el conjunto de estos nuevos estatutos, dos son los
extremos que se hacen patentes. En primer lugar, que casi todas las dispo
siciones comunes a ambos habrán suscitado la oposición de los castella
nos necesitados y de los pequeños príncipes de las tierras altas catalanas.
Ya se tratara de las prácticas de abuso con intimidación a los frailes, a las
monjas o a los campesinos (capítulos 2.4, 6), de pequeñas incautaciones,
de pillajes o de invasiones de los domamos clericales (1, 3, 5, 7, 9-13), o
aun de los cómodos saqueos de las iglesias fortificadas (¡2!), prácticamen
te todos los hábitos asociados con el ejercicio del señorío y el enfrenta
miento militar se verán atacados en esos estatutos, unos estatutos que pre
tenden haber sido promulgados con su consentimiento.227 Y en segundo
lugar, hay signos de que, a pesar de haberse tomado nota de ella, ladiscre-
pancia de los barones seria finalmente pasada por alto. En la carta de
Fondarella se omitió una cláusula por la que se debía prohibir la destruc
ción o el incendio de las viviendas de los campesinos.-2* Por otro lado,
este último texto contiene, además de tres artículos nuevos, un párrafo
en el que excluye de «esta paz» a todos aquellos que «traicionen a sus se
ñores».229
¿Qué expectativas podían albergar los autores de estas programáti
cas cartas estatutarias? May una indicación en la que aún no hemos
profundizado: la lista de los nombres añadidos como apéndice a los
ejemplares de cada uno de los textos. El obstáculo al que aquí nos en
frentamos estriba en que hoy sólo podemos trabajar con copias. En la
carta de Perpiñán, los nombres incluidos al final figuran en forma de
una enumeración simple, sin ninguna fioritura; en la de Fondarella se
indica explícitamente que cada uno de los barones consignados se ha
unido al señor-rey en el juramento prestado por éste, extremo que apa
rece registrado de forma clara en ambos documentos.231*No hay duda
de que en ambas asambleas se pronunciaron juram entos destinados a
conferir solidez a la paz firmada; y tampoco hay duda de que uno de los
copistas omitió simplemente las palabras «[nosotros], que esto ju ra
mos» en la carta de Perpiñán. En realidad, es casi seguro que la inten
ción original consistía en distribuir copias de las cartas por toda Cata
luña a fin de conseguir la adhesión jurada de los barones y de los
caballeros de todas las comarcas.
Este objetivo debió sin duda de quedar frustrado. La paz instituida
en el año 1173 se halla envuelta en un ominoso silencio, un silencio
roto por estallidos de violencia y por muestras de desacuerdo. En el año
1176, el asesinato de Ramón Folc 111 de Cardona, que había jurado
junto al señor-rey en Fondarella, privaría a Alfonso de uno de los pocos
aliados con que aún contaba en las tierras altas. Una vez regresado de
su exilio en la década de 1180, el asesino, Guillermo de Berguedá, aña
diría a su enemistad con el rey la animadversión de sus vecinos; con
todo la bronca invectiva que lanzara habría de espolear una creciente
disidencia regional. ¿Acaso no había dado Pedro de Llusá un mal ejem
plo a los vizcondes y a los castellanos al someterse al señor-rey cuando
éste le instó en el año 1180 a poner en sus manos el poder de sus casti-
llos?2JI Entre los años 1173 y 1186, hallándose atareado en la consoli
dación de la fidelidad de los castillos y los aliados con que contaba en
sus dominios del litoral, Alfonso perdería contacto con el vizconde de
Cabrera y Ager, así como con el de Castellbó y sus respectivos depen
dientes.232 Existen buenas razones para poner en duda que estos hom
bres se hubieran mostrado conformes con la paz instituida. En el perío
do comprendido entre los años 1178-1 188 conoceremos al menos los
nombres de tres nobles a los que explícitamente se acusa de la presunta
violación de las disposiciones de paz en Urgel y en la Cerdaña, entre
los que figura el de Arnaldo de Castellbó.233 Alfonso optaría por no
forzar las cosas, pero al seguirles el juego lo que perseguía era introdu
cir una cuña entre sus máximos adversarios y sus aliados, a fin de sepa
rarlos. En el año 1186, al apalabrar la liberación de Ponce III de Cabre
ra de la prisión de Castilla en la que había sido recluido, Alfonso
impondría un acuerdo por el que el vizconde quedaba obligado a ceder
el control de varios castillos.234 En 1190, Alfonso se aliaría con el con
de y obispo de Urgel para combatir a Arnaldo, vizconde de Castellbó,
y a un poderoso acólito.235 Con todo, el señor-rey se vería obligado a
esperar hasta el año 1 194 para conseguir llegar a un pleno entendi
miento con su más poderoso aliado principesco, el conde Armengol
VIH de Urgel (1 184-¿1209?), y poder contar con él para suprimir esta
resistencia e imponer nuevos asentamientos en un «pleno de la corte»
celebrado en Poblet en agosto del año 1194.2Vl
Por esos años, la lucha por la paz, pese a que todavía estuviera muy
lejos de haberse acabado, había empezado a dar muestras de politiza
ción. El problema no estribaba tanto en la nueva ideología monárquica
— que aún no se había desarrollado— como en las consecuencias prác
ticas de los estatutos del año 1173. Sus autores no habían adoptado
ninguna disposición realista para velar por su cumplimiento. Se había
determinado que las alegaciones relacionadas con los quebrantamien
tos de lo estipulado quedaran en el ámbito jurisdiccional del obispo
(véase Fondarella, capítulos 1 y 4, aunque también venga a sostenerse
implícitamente en otros apartados), o, alternativamente, que fueran
juzgados conjuntamente entre el obispo y el rey o su administrador
(capítulos 2, 9, 10, 14 y 16).237 No es posible que estas medidas supu
sieran un serio elemento de disuasión para los señores-barones dedica
dos a prácticas opresivas. Esto hizo que se decidiera reformar —quizá
calladamente en el entorno del rey, ya que no ha llegado hasta nosotros
ningún registro que lo atestigüe— el viejo vicariato laico y que se op
tara por confiar la gestión de la paz a unos vicarios que respondían ante
el rey. Por lo que puede leerse en los estatutos revisados del año 1188,
esta reforma concedería a los vicarios y a los obispos la potestad de
convocar a los propietarios y de instarles a acudir a la diócesis para
combatir a los malhechores recalcitrantes.238 La adopción de una nueva
medida vendrá a probar prácticamente que la que acabamos de mencio
nar debió de dictarse antes del año 1188 (tanto en Cataluña como en el
Gévaudan). En los estatutos revisados se incluyó asimismo una prome
sa del señor-rey por la que éste se comprometía a no nombrar en lo su
cesivo sino a vicarios catalanes.239 Esta disposición no sólo deja traslu
cir una queja explícita de los barones, también arroja una muy
bienvenida luz con la que se aclaran un tanto los esfuerzos que dio en
realizar el rey Alfonso II de Aragón por apaciguar a los insubordinados
magnates de los Pirineos. Y es que hemos de tener en cuenta que en el
año 1183, Alfonso había designado a un caballero aragonés llamado
Pedro Jiménez y le había encargado que se ocupara del patrimonio re
gio en la Cerdaña. De hecho, dos años más tarde, cuando pasara a con
vertirse en feudatario del rey en el señorío del valle de Querol, Pedro
debía de ser ya un aliado intimidante. En agosto del año 1188, este vi
cario, transformado ya en magnate, firmaría la concesión de una licen
cia regia a Guillermo de So a fin de que este pudiese construir un casti
llo en la comarca del Capcir.240
Este último movimiento formaba parte de un plan concebido por el
señor-rey para rodear a sus adversarios mediante el fortalecimiento de
su poder en los valles del Tet y del Segre. El problema del proyecto era
que el conde Armengol VIII, suegro del díscolo Ponce, no había dado
su consentimiento a los estatutos de Fondarella (una localidad situada
en la frontera de Urgel), y por supuesto no los había jurado. Al parecer
si se había negado a ambas cosas no había sido porque le molestara su
contenido, sino porque exigía para sí la misma consideración regia que
se daba a Alfonso. De este modo, en el año 1187 actuaría de forma sin
gularmente apropiada y coherente con dicha aspiración al promulgar
una carta propia de «tregua y paz», redactada de modo que su señorío
sobre el vizconde Ponce III quedara reafirmado. Esta gran carta nos
invita a compararla en todos sus aspectos con los estatutos regios.
Adopta el formato de la carta lubricada en Fondarella, aunque en modo
alguno pueda decirse que se trate de una copia de dicho documento.
Armengol invoca más cabalmente la teología de la paz que el modelo
en el que se inspira, y menciona haber realizado consultas con «mis
potentados», así como con el arzobispo Berenguery el obispo Arnaldo
de Urgel. Es la primera carta de este tipo que sugiere un remedio arma
do contra «todo aquel que quebrante la paz y se niegue a enmendar su
conducta». En ella se afirma además que su aprobación se realizó me
diante los juramentos de los presentes, primero en Agramunt, la capital
meridional de Urgel, y después en Castelló de Farfanya, ya en los do
mamos del vizcondado de Ager, donde Ponce utilizaría la fórmula
«ante vos, mi señor E»* al jurar que habría de observar lo estipulado en
el acta de paz. Se decía que ambos príncipes habían exigido que sus
seguidores confirmaran lo rubricado mediante un juramento, así que al
final del pergamino se deja constancia de la que es, con mucho, la más
larga lista de nombres que pueda encontrarse en cualquiera de estos
documentos de paz. Se trata principalmente de los nombres de los se
guidores que ambos tenían en ¡as baronías de Ager y de Urgel, cuyos
titulares debieron de estampar la firma en un pergamino original que
todavía se conservaba cuando se elaboró, entre los años 1190 y 1200,
la copia más antigua que ha logrado llegar hasta nosotros.241
Ahora se comprenderá la enorme pertinencia de este último detalle.
En agosto del año 1188, el conde y rey Alfonso convocará a sus poten
tados en Gerona a fin de renovar la paz. L a única versión medieval que
se ha conservado del texto resultante comienza como lo haría una copia
del de Fondarella, pero después comienzan a surgir las diferencias.
Nada menos que once de sus veintitrés capítulos son originales; y aun
que la circunstancia de que el documento prescriba la creación de un
ejército coercitivo como remedio de los posibles quebrantamientos
añada dureza a un programa ya de por sí muy riguroso, los últimos cua
tro capítulos (20 a 23) presentan el aspecto de otras tantas concesiones
a los barones. En dichos apartados se incluyen, entre otras cosas, ga
rantías de que «este estatuto» no debe en modo alguno derogar el
«itsalge escrito» relativo al control de los castillos; de que el rey no
habrá de imponer en lo sucesivo ningún impuesto, ni por el bovatge
(bovaje o bouaticum, sinónimo de la «paz de las bestias») ni por la
«paz constituida», y ello en n i n g u n a de las comarcas de Cataluña; a lo
que se añade que todos los vicarios que designe tendrán que ser catala
nes.242 Al modo de una gran cana, como otras del mismo estilo, el texto
aludirá a una consultación celebrada en Gerona (con el arzobispo Be-
* La «I-» corresponde a Ennengol, setum la grafía catalana del nombre que cas
tellaniza en Armengol. (N. de los /.)
renguer y unos cuantos potentados locales cuyos nombres no aparecen
mencionados); además, el documento concluirá con un protocolo rela
tivo a Vilafranca del Penedés, en el que se da noticia de que el rey ha
prestado un juram ento que le obliga a respetar los estatutos, y que él
mismo los ha rubricado siendo la suya la única firma que lleva es
tampada el documento, en marcado contraste con el pergamino del año
1187— . ¿Cómo explicar esta anomalía?
Lo que sucedió, con luda seguridad, es que la tensión provocada
por un agrio debate había dado al traste con la práctica diplomática del
ensalzamiento del poder. Podemos reconstruir la escena como sigue.
No sólo los vizcondes rebeldes se sentían molestos por la creación de
esos nuevos ejércitos que, para hacer cumplir las disposiciones de paz,
se ponían ahora a las órdenes de los vicarios, había también un gran
número de barones catalanes que compartían su mismo malestar. Se
opusieron por ello a esta innovación, tan contraria a las costumbres, y
da la impresión de que también les indignaban las recientes reivindica
ciones por las que se venía a reclamar el control de los castillos, extre
mo que no podía justificarse en los Usatges. Además, todos ellos se
mostrarían contrarios a los esfuerzos destinados a exigir un impuesto
con el que subvenir a los gastos de la paz (empeño del que, por lo de
más, no sabemos prácticamente nada).245 Casi puede escucharse la pro
testa que les había llevado a objetar la designación del vicario arago
nés, Pedro Jiménez. Y en cuanto al rey Alfonso, no hay duda de que
tanto él como el arzobispo debieron de tratar de disuadir a los barones,
aunque sin éxito. Basaron sus argumentos en la justicia, la equidad y el
«interés común», pero en vano.244 Tras ver el borrador presentado en
Gerona, nadie se mostró dispuesto a jurar. Por consiguiente, da la im
presión de que se preparó un borrador revisado, de que en él se incluye
ron unos cuantos capítulos nuevos, pensados para salir al paso de las
objeciones de los barones, y de que el texto final se presentó, cierto
tiempo después, a la consideración del rey. A partir de ese momento,
todo lo que el monarca podía hacer, no teniendo la posibilidad de con
vocar una asamblea inmediata, fue jurar, rubricar de su puño y letra lo
pactado, y difundir el documento allá por donde pasara. Cabe imaginar
que el texto original contara con el respaldo de algunos notables, pero
a la luz de lo que sucedería después, parece más probable que alguno
de los canónigos de Gerona terminara quedándoselo y que un siglo más
tarde alguien lo copiara.-*5
La «paz constituida», que, según lo definido en los estatutos, había
pasado a convertirse en la primera disposición de gobierno territorial
de Cataluña, quedaría así sumida en una profunda crisis, y lo peor esta
ba aún por llegar. El propio rey Alfonso lo expresaría tristemente en el
año 1192 con estas palabras:
Una de las lecciones que nos ofrecen las pruebas halladas en los
reinos de España podría ser la de que durante un período de varios
años, que se prolongará hasta el siglo xm, la situación del reino —esto
es, las condiciones en que se encontraban las personas y las cosas, in
cluyendo los propios dominios del rey— habría de verse sometida a un
lento proceso de politización. Ahora bien, ¿quiénes sino unos cuantos
— y por motivos sospechosos, cuando no claramente sesgados— po
drían haber deseado que las cosas fueran de otro modo? En el período
comprendido entre los años 1200 y 1225, y prácticamente en todas
partes, la experiencia consuetudinaria de un poder consagrado acabaría
por favorecer más que nunca a los señoríos regios, aunque el papel de
los reyes no consistía en suscitar debates, sino en proclamar sus resul
tados. Los grandes actos de los años 1188 y 1189 que llevaron a los
soberanos cristianos a tomar la cruz fueron acontecimientos religiosos,
no políticos; el diezmo de Saladino vino a ser en la práctica una especie
de nueva exacción, en este caso destinada al Señor.336 Además, Inocen
cio III tampoco albergaba deseo alguno de que la cruzada terminara
convirtiéndose en una causa susceptible de debate en los reinos cristia
nos; lo que había que hacer en el IV concilio de Letrán era no sólo
predicar en sti favor y promoverla — de hecho resultaba preferible no
tener que defenderla— . sino dejar bien claro que se trataba de una cau
sa pontificia; ésa fue la forma elegida por Inocencio para comprobar ei
estado de la situación en la cristiandad.337 Tras la Cuarta Cruzada, que
los barones, faltos de fondos, desviarían a Bizancio, serían muchos los
que se preguntaran a quien sino a los señores reyes podría confiarse la
capitanía de las expediciones armadas a Tierra Santa. O a cualquier
otro sitio, dicho sea de paso.
En Francia, la violencia no debió de generar a Felipe Augusto tan
tas presiones en materia de seguridad como a los reyes peninsulares, y
menos aún después de Bouvines. Con todo, iniciaría su reinado supri
miendo a los magnates de mala reputación, y al parecer, nada habría de
causarle tanta satisfacción en todos sus años de monarca, dado que no
había medida que extendiera de mejor modo los consolidados límites
de su dominación. Todavía en el año 1210 darían lugar a sonadas cam
pañas regias las quejas por las obras de fortificación ilícitas que estaba
efectuando el conde Guido de Auvernia en la linde bretona y por los
ataques de este mismo señor a las iglesias de la región. La segunda de
esas campañas, que culminaría en el año 1213 el capitán real Guido de
Dampierre, pondría fin a la autonomía del condado de Auvernia. Al
haber financiado la campaña con dineros procedentes del tesoro real, el
señor-rey insistió en añadir el condado a sus dominios.338 Ahora bien,
si contemplamos el problema desde una perspectiva más amplia y tene
mos en cuenta que, en esta situación, las élites de rango inferior preten
dían hacerse con un señorío de mayor entidad y rivalizar de este modo
con el poder de la aristocracia dinástica, se obtiene la impresión de que
Felipe Augusto vino a encontraren dicha circunstancia la oportunidad
de desplegar un medio más con el que frenar esa tendencia. Entre los
años 1213 y 1223 le veremos dictar más de catorce leyes en las que
confirmará o impondrá acuerdos en los que se obliga a los señores de
escaso rango a renunciar a los derechos que venían reivindicando a las
tierras del clero, o a ceder el control de sus castillos. Por no mencionar
más que un ejemplo, en el año 1219 el señor-rey pondría fin a la larga
disputa que había enfrentado a Ponce de Montlaur con el obispo de Le
Puy. Decretaría para ello que ambos implicados compartieran los in
gresos derivados de un portazgo impuesto en el punto en el que la vía
pública confluía con el ramal de acceso al castillo del obispo en Char-
bonnier; y que únicamente el obispo pudiera fortificar dicho baluarte (o
autorizar la construcción de cualquier otro en su domanio); cláusulas a
las que añadiría una declaración: la de que Ponce había rendido home
naje ligio al rey y jurado prestarle un «leal servicio» en otros seis casti
llos.339 El objetivo del señor-rey queda aquí eficazmente satisfecho, y
lo mismo ocurrirá en otros asentamientos de este tipo dispersos poruña
zona cada vez más amplia en la que irán multiplicándose las muestras
de lealtad; y en cuanto a su contenido, dicho objetivo consistía princi
palmente en desalentar la comisión de abusos por parte de los castella
nos carentes de título nobiliario, confirmando no obstante sus seño
ríos.-^
Felipe Augusto no contribuiría demasiado a promover los intereses
colectivos, salvo los que pudieran llevar aparejados sus propios pro
yectos, fundamentalmente la Tercera Cruzada y las guerras contra Ri
cardo y Juan. El éxito que obtuvo en su enfrentamiento con este último,
junto con la astucia que demostraría al explotar su posición en Nor-
mandía y conseguir beneficiar por igual tanto a los normandos como a
los franceses acabaría simplemente por desbaratar toda oposición po
tencial. En el año 1207, los canónigos de Reims aceptarían la obliga
ción de servir al rey «siempre que [éste] les emplazara, según [era]
costumbre en el reino de Francia y en toda la cristiandad [a fin de ga
rantizar] la defensa de la corona y el reino ... al igual que los demás
cabildos de Francia».341 En el plano conceptual, la situación de este
reino se definía tanto en términos territoriales como públicos, y su rea
lidad iba algo más allá del hecho de que se manifestara en el consenso
que mantenía unidos a los barones, un consenso que hundía sus raíces
en el norte y el este del Loira. El rey Felipe consideraba que Tolosa era
«una de las mayores baronías de nuestro reino», pese a que su conde,
Raimundo VI, nunca le hubiera prestado el servicio militar que él le
exigía.3'4-
En todas pai tes resulta uniformemente invisible todo interés en la
sociedad que no sea el de verificar la observancia de lo impuesto. El
hecho de que los asesores y los amanuenses del rey clasificaran a los
arrendatarios en función de su posición social nos proporciona escasa
ayuda. Felipe Augusto trataba a las ciudades como a otros tantos seño
ríos, juzgando que cuanto mejor fortificadas estuviesen más firmemente
habrían de contribuir a los objetivos que se trazaran sus habitantes o él
mismo: en este sentido sus cartas son en todos los casos formas de esti
pulación local enfocadas a la prestación de servicios, al cobro de im
puestos y a la impartición de justicia. No se ha conservado el menor
rastro de ninguna iniciativa colectiva urbana, salvo quizá en la mención
de una «gran carta» perdida en la que el rey aceptará suavizar las obliga
ciones locales, gesto que por lo demás sólo sabemos que se hiciera en
Auxerre.343 Aunque es posible que se dirigiera de manera colectiva a las
comunas, no tenemos noticia de que el rey Felipe tuviera costumbre de
convocarlas.344 Y en cuanto a los barones, lo que se aprecia es que la
consecución de sus metas era uno de los principales motivos que les
animaban a prestar servicio y acompañamiento al rey. Eran sus aliados,
aunque no siempre resultara fácil mantenerlos en el redil, y no hay duda
de que debían de recibir con frecuencia cartas del monarca — dirigidas
incluso a título individual--.345 Los intereses de los barones se distin
guían de los del clero, como se observa en una indagación relativa a los
derechos de padrinazgo sobre las iglesias de Normandía. En una carta
anómala fechada el 13 de noviembre de 1205, veintidós barones, enca
bezados por el conde Reinaldo de Boulogne, aunque entre su número
figuraran también algunos notables normandos, dejarán constancia de
su aceptación de las prácticas del pasado, y en su conclusión se mostra
rán amistosamente dispuestos — en vista de que se hallan ausentes algu
nos de los citados y de que a los presentes les falla la memoria en algu
nas cuestiones— a seguir trabajando y a convocar una nueva reunión.346
El alto clero tenía más experiencia en la procura de sus intereses
que el resto de los estamentos, al haber adquirido práctica a través de
las audiencias y los debates sinodales. En el año 1207, el rey actuaría a
petición de los obispos normandos, instituyendo un procedimiento de
avenencia para aquellos casos en que el padrinazgo diera lugar a dispu
tas.347 Con todo, en los dos casos normandos que acabamos de citar
salta a la vista una cierta preocupación por conseguir la unanimidad. Y
volvemos a tener claramente esta misma impresión en los registros de
una insigne junta general celebrada en Melun en el año 1216, fecha en
la que el señor-rey presidiría un juicio por el que se desestimará la ape
lación que había planteado Erardo de Brienne en relación con la suce
sión al señorío de la Champaña. Se trataba de un caso en el que los de
rechos iban en la misma dirección que las medidas políticas, y será una
de las primeras ocasiones en las que se dé a los grandes prelados y a los
barones asistentes al juicio el nombre de «pares»; además, cuando el
obispo Manasés de Orleáns tenga la «temeridad» de «oponerse al dic
tamen de los pares de Francia» se le procesará públicamente en presen
cia del rey y de esos mismos pares.34S
Esto es cuanto cabe decir de la oposición que el monarca pudiera
haber encontrado en su propia corte. No obstante, flotaba en el ambien
te un aire de novedad, según sabemos gracias a un registro de muy
singular interés. En abril del año 1220. Felipe Augusto enviaría una
reclamación por escrito a un sínodo de legados papales que se celebra
ba por entonces en París, y a continuación, sin esperar una respuesta,
decidiría proclamar públicamente que los alguaciles y los prebostes
debían anular todas aquellas relaciones mercantiles en cuyas transac
ciones hubieran desempeñado algún papel los juramentos. En una carta
dirigida a los obispos de la provincia de Reims, el arzobispo Pierre de
Sens explicará que esa medida resultaba perjudicial para la «Iglesia
galicana», y que, tras consultar a sus consejeros, había solicitado al rey
que revocara dicho estatuto y aguardase la respuesta de los prelados, a
quienes debería recurrir en lo sucesivo. A «esto nos replicó», escribiría
más adelante et arzobispo, «que no podría darnos ninguna respuesta en
tanto no hubiese consultado con sus barones, a los que acababa de con
vocar a un parlamento [parlamentum]».24<)
Esta es la primera vez que observamos que el rey de Francia apare
ce implicado en algo parecido a una negociación política. Hemos de
subrayar dos extremos llamativos de la carta del arzobispo. En primer
lugar, resulta llamativo el hecho de que reproduzca con detalle los di
mes y diretes relacionados con los divergentes planteamientos con que
se enfocan en esta ocasión las costumbres y las medidas políticas. Difí
cilmente cabría decir que estos debates fuesen nuevos en el año 1220
— dado que tanto el análisis de las crónicas en que se nos refieren de
manera narrativa los pormenores de los tratados y las elecciones como
el examen de los preámbulos de las cartas nos permiten imaginar, sin
miedo a equivocamos, cómo debieron de desarrollarse— :150 con todo,
parece oportuno recordar aquí cómo se vivían esas controversias. En
segundo lugar, este documento no sólo contiene la más antigua alusión
conocida a un «parlamento»* que haya quedado registrada en una
fuente diplomática francesa; también establece explícitamente que en
dicha reunión debía abordarse un asunto susceptible de ser sometido a
debate. Y es que ése es seguramente el uso que tiene la palabra parla-
mentuni en el vocabulario de un prelado que algunos años antes había
enseñado teología al futuro Inocencio III y que gozaba de la confianza
de Felipe Augusto, ya que hacía mucho tiempo que ambos se conocían.
La carta de este arzobispo aparece redactada con la terminología propia
del derecho canónico, y al hablar del asunto el mitrado indicará que
está afectando negativamente a la «situación de la Iglesia» y que «per
judica a la Iglesia galicana».351 Y ya en la ordenanza testamentaria del
año 1190 se había aludido justamente a unas cuestiones de esta índole
diciendo que se trataba de «asuntos relacionados con la situación del
reino» de Francia.352
Aun cuando empiece a observarse la aparición de nuevos impulsos
en los debates que mantienen las élites y en los consensos que alcan
zan, el poder sigue encontrando su fundamento en las leyes y en el de
recho (o en su ausencia). No se había elaborado aún una sola teoría,
viene a señalar Gavin Langmuir, que «concediera un lugar legitimo a
los intereses enfrentados».353 En la práctica, no obstante, sí que se les
hacía un hueco, y si es frecuente observar que los intereses rivales ter
minaban reduciéndose a lo que en términos modernos llamaríamos
cuestiones de derecho, lo cierto es que en Francia la experiencia rela
cionada con la presentación de argumentos y la toma de decisiones es
taba cambiando — como en todas partes (aunque quizá las transforma
ciones francesas sean un tanto sui géneris)— . A Felipe Augusto le
bastaba con poder influir en sus obispos y barones predilectos, ejer
ciendo así sobre sus más veteranos colaboradores (y a lo largo de buena
parte de su reinado) una dominación afectiva ajena en gran medida a
toda traba burocrática. Al menos en una ocasión hablará de la «regia y
pública autoridad de todos los eclesiásticos y príncipes del reino»,
como si se tratara de una situación en 1a que se compartiera el poder
C a p í t u l o 1: I n t r o d u c c i ó n
C a p ít u l o 2: L a i.d a » d k l s i .ñ o k io (875-1150)
C a p ítu lo 5: R e s o lu c ió n : L a s in tr u s io n e s de lo s
GOBERNANTES (1150-1215)
C a p ít u l o 7: E pílogo
Hemos omitido aquí las obras que aparecen citadas por extenso en las
Abreviaturas (páginas 17-24). Los nombres de las poblaciones en que se rea
liza la publicación figuran en castellano siempre que el uso haya consagrado
formas propias (por ejemplo. Bruselas, Milán, Burdeos). Las fechas entre
paréntesis hacen referencia a ediciones príncipe.
1. O b r a s c l á s ic a s
Fuentes manuscritas
Fuentes impresas
Láminas
Viñeta
(p ág. 4 6 3 )
Prefacio ............................................................................................................................................... 9
Notación y convenciones .................................................................................................... 15
Abreviaturas...................................................................................................................................... 17
C a p ít u lo 1
I n t r o d u c c i ó n ............................................................................................................................... 25
C a p ítu lo 2
L a e d a d del . señ or ío ( 8 7 5 - 1 1 5 0 ) ............................................................. 49
El antiguo orden ............................................................................................................................ 52
La procura del señorío y la nobleza .......................................................................... 59
O b lig a c ió n , v io le n c ia y d e s o r g a n iz a c ió n ........................................... 68
Las culturas del señorío ........................................................................................................ 97
C a p ítu lo 3
L a d o m in a c ió n d i; l o s s e ñ o r e s ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) : l a e x p e r ie n c ia
D EL P O D E R ...................................................................................................................................... 115
El papado ............................................................................................................................................ 118
Los reinos del Mediterráneo occidental............................................................... 126
L eón y C a s t i l l a ........................................................................................................................ 127
A l o s p i e s d e l o s P i r i n e o s ............................................................................................. 135
Las tierras im periales ........................................................................................................... 142
B a v ie r a ................................................................................................................ 147
L o m b a r d ía ........................................................................................................ 151
Francia ................................................................................................................................................... 160
E l A n j e o ......................................................................................................................................... 161
F l a n d e s ............................................................................................................................................ 175
Los reinos del n o r te ................................................................................................................. 188
L a F r a n c i a d e l o s C a p e l o s .......................................................................................... 192
L a I n g l a t e r r a n o n n a n d a ................................................................................................. 203
C a p ít u lo 4
C r i s i s d e p o d e r ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) ............................................................................................. 219
Una madurez intranquila ....................................................................................................... 220
D i f i c u l t a d e s d i n á s t i c a s ................................................................................
R e a l i z a c i o n e s d e s o r d e n a d a s ....................................................................................... 229
La Ig lesia ............................................................................................................................................... 234
Unas sociedades alteradas ................................................................................................. 251
L a r e v u e l t a s a j o n a y s u s c o n s e c u e n c i a s ( 1 0 7 3 - 1 1 2 5 ) ......................... 251
L a F r a n c i a c a s t e l l a n a ( c . 1 1 0 0 - 1 1 3 7 ) ................................................................... 269
P r o b l e m a s e n l a r u t a d e l o s p e r e g r i n o s ( 1 1 0 9 - 1 1 3 6 ) ........................... 284
F l a n d e s : E l a s e s i n a t o d e C a r l o s e l B u e n o (1 1 2 7 - 1 1 2 8 ) .................... 301
I n g la te r r a (1 1 3 5 - 1 1 5 4 ) : « E s t a n d o C r is t o y s u s s a n t o s
d o r m i d o s » .............................................................................................................................. 310
¿Una edad tirá n ic a ? ................................................................................................................. 320
C a p ítu lo 5
R e s o l u c ió n : L a s in t r u s io n e s d e l o s g o b e r n a n t e s ( 1 1 5 0 - 1 2 1 5 ) . 331
Prosperidad y crisis de los grandes señoríos .................................................. 335
L a « p a z i m p e r f e c t a » .............................................................................................................. 349
Una justicia vinculada a la responsabilidad ..................................................... 360
L a f i d e l i d a d c o m o r e n d i c i ó n d e c u e n t a s ( 1 0 7 5 - 1 1 5 0 ) .................... 366
P r i m e r o s p a s o s h a c i a l a r e n d i c i ó n d e c u e n t a s d e la
a d m i n i s t r a c i ó n p ú b l i c a ( 1 0 8 5 - 1 2 0 0 ) ......................................................... 374
Coacción, compromiso y administración ............................................................ 397
C a r ta s d e f r a n q u ic ia : u n a s c u a n t a s le c c i o n e s p e r t i n e n t e s 398
E n l o s u m b r a l e s d e u n a a d m i n i s t r a c i ó n p ú b l i c a ........................................ 405
I n g l a t e r r a ........................................................................................................................................ 428
F r a n c i a ............................................................................................................................................... 450
L a I g l e s i a c a t ó l i c a r o m a n a ............................................................................................. 470
C a p ít u lo 6
C O N M E M O R A R Y P ER SU A D IR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) ............................................................ 481
Las culturas del p o d e r .......................................................................................................... 487
C a n t o s d e f i d e l i d a d ............................................................................................................. 488
H a b l i l l a s c o r t e s a n a s ........................................................................................................... 496
S e r m o n e s e r u d i t o s ............................................................................ 503
C o m p e t e n c i a p r o f e s i o n a l : d o s a s p e c t o s ......................................................... 514
U n g r a n s e ñ o r í o d e c o n s e n s o ................................................................................... 606
P a s o s h a c ia u n o s e s ta m e n t o s r e g u la d o s p o r p r á c tic a s
a s o c i a t i v a s ........................................................................................................................... 614
E l d e s p u n t a r d e l h á b i t o d e l c o n s e n s o p a r l a m e n t a r i o ........................ 622
C a p ít u lo 7
E p í l o g o ............................................................................................................................................... 641
N o ta s ...................................................................................................................................................... 653
G losario ............................................................................................................................................... 755
B ibliografía ..................................................................................................................................... 759
Indice a n a lític o .................................................................................................. 815
Lista de ilustraciones .............................................................................................................. 843
Indice de m a p a s ........................................................................................................................... 844