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Inca Sí, Indios No. Cecilia Méndez

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Incas sí, indios no:

apuntes para el estudio del


nacionalismo criollo en el Perú

Cecilia Méndez

98
99
Prólogo a la segunda edición1

Este artículo es sobre el presente. El presente en que fue escrito


y el presente en el que es leído. Fue concebido entre 1991 y
1992, en circunstancias muy especiales de reencuentro con el
Perú y descubrimiento de amigos. Muchas ideas, tal como han
sido trazadas en este artículo, no hubieran germinado sin ellos;
ninguna fuera del Perú.
Han pasado tres años desde que concluí la primera versión
de este artículo y no estoy en el Perú. El momento y el lugar
en los que escribo este prólogo quedan muy lejos de lo que
me llevó a escribir Incas sí, indios no; y ello dificulta la revisión
del texto. Pues el momento en el que fue escrito Incas sí... y
la reflexión histórica que está en el centro de sus argumentos
están totalmente unidos. Modificarlo sustancialmente resultaría
en otro artículo, que no creo estar en condiciones de escribir
porque ello es parte de un largo proyecto y porque, en lo sus-
tancial, sigo suscribiendo las ideas originales del texto. A pesar
de haber cambiado el momento político, y de no ser hoy la
violencia política el centro del drama peruano como lo era en
1991 y 1992, creo que las premisas centrales de Incas sí, indios
no, siguen vigentes. Precisamente porque el texto partía por
llamar la atención en lo constructivo que emergía en el Perú,
a pesar de la violencia, o al lado de ella, y que ahora, supera-
da relativamente, quizá hasta podría percibirse más claramente.
En esta segunda edición me he limitado a enriquecer algunas
referencias, añadir otras, y a definir mejor algunas ideas que
quedaban poco explícitas, sobre todo en la primera sección.

1
Nota de la autora: esta edición ha subsanado los errores tipográficos de
la segunda edición y sus múltiples reimpresiones, y ha introducido, también,
ligeras modificaciones de contenido, sin alterar la estructura y argumentos
centrales del texto.

100
A los agradecimientos originales debo sumar los de los
amigos y colegas que, dentro y fuera del Perú, han seguido
contribuyendo, con su entusiasmo, a que el texto siga teniendo
sentido, al menos para mí; entre ellos, a Carlos Aguirre, Susana
Aldana, Beatriz Garland, Pedro Guibovich, Martha Irurozqui,
Natalia Majluf, Víctor Peralta, Alfredo Tapia, Silvio Rendón,
Guillermo Rochabrún; y, más recientemente, a Rolena Ador-
no, Alejandro Cañeque, Roberto Fernández, Deborah Leven-
son, Juan Martín y Fermín del Pino, Deborah Poole, Sergio
Serulnikov Mark Thurner, Brett Troyan, Gerardo Rénique,
Barbara Weinstein, amigos y colegas en España y los Estados
Unidos. Mi gratitud no menos sincera a todos los lectores de
la primera edición, porque es a ellos a quienes se debe esta
segunda.

Brooklyn, junio de 1995

101
Para interrogar hay que colocarse en algún sitio. Hace falta
situarse si se quiere oír y comprender. Sería gran ilusión
creer que puede convertirse uno en puro espectador, sin
peso ni medida, sin memoria ni perspectiva, y contemplar-
lo todo con una simpatía uniformemente repartida. Seme-
jante indiferencia (…) es la ruina de la apropiación y de la
asimilación.

Paul Ricoeur, Finitud y Culpabilidad

Ideas preliminares:
la historia como reconocimiento*

El Perú de hoy se desangra. La muerte de ciudadanos, niños


y adolescentes en manos de las fuerzas policiales ha pasado de

*Agradecimientos a la primera edición, 1993: Este ensayo es la versión re-


visada de un texto que fue preparado para un coloquio sobre cultura, orga-
nizado por la Facultad de Sociología de la Pontificia Universidad Católica
del Perú (Lima) en noviembre de 1991. La maduración de algunas ideas que
presento aquí le debe mucho a las conversaciones sostenidas con Guillermo
Nugent y Juan Carlos Estenssoro. Muchas personas leyeron la primera ver-
sión y me ayudaron a confirmar que tenía sentido. Agradezco especialmente
a Cecilia Monteagudo, Marcela Llosa, César Rodríguez Rabanal, Enrique
Carrión, Carlos Iván Degregori, Jaime Urrutia, Orin Starn, Rafael Tapia,
Sisi Acha, Fany Muñoz, Marisol de la Cadena, Nicanor Domínguez, Betford
Betalleluz y mi hermano Pedro Méndez. Las discrepancias y escepticismo de
Gabriela Ramos, Gonzalo Portocarrero, Carlos Contreras y Ricardo Por-
tocarrero me llevaron a buscar una mejor fundamentación para alguna de
mis propuestas. A todos mi reconocimiento. En Stony Brook mi gratitud a
Brooke Larson, Paul Gootenberg y Eleonora Palco, con quienes la distancia
no impidió la comunicación. Este ensayo representa un “excurso” de una
investigación dedicada a estudiar las relaciones entre los campesinos y el Es-
tado en el Perú posindependiente y cuenta con el apoyo económico de la
Wenner-Gren Foundation for Anthropological Research y el Social Science
Research Council de Nueva York.
102
accidental a rutinaria. Un partido que se dice popular asesina
diariamente a inermes pobladores y campesinos. Estas dos si-
tuaciones, que no son las únicas que nos conmueven, grafican
con suma claridad la realidad en la que parecemos estar inmer-
sos: un “mundo al revés”. El que debe protegernos nos acecha,
el que dice representar al pueblo lo humilla y asesina. Todo pa-
rece correr peligro, hasta lo más valioso: la vida. La percepción
de la realidad se hace difícil en momentos de tal trastocamiento.
Y para quienes estamos justamente abocados a la interpreta-
ción y análisis de lo que nos circunda, el reto además de huma-
no es intelectual. La apabullante densidad de la realidad pone
en duda las más firmes convicciones teóricas y hace tambalear
nuestros propios esquemas conceptuales. Frente a ello hay dos
caminos: o buscamos renovarnos y, creativamente, tratamos de
encontrar en la propia realidad los nutrientes que renovarán
nuestro pensamiento o resolvemos que esta situación (¿este
país?) no tiene remedio: sucumbimos al pesimismo.
El pesimismo es una postura intelectual de larga trayec-
toria en el Perú. Hace más de medio siglo, el historiador Jor-
ge Basadre resaltó, con agudeza, su carácter conservador: “los
representantes más genuinos de la clase aristocrática colonial
asumieron desde los primeros tiempos de la república una ac-
titud de condena y de protesta. La primera literatura de la des-
ilusión sobre las cosas peruanas la hicieron hombres reaccionarios” (el
énfasis es mío)1. La sentencia adquiere tanto más peso cuanto
que nadie podría calificar a Basadre de extremista. Lo que el
autor no dijo, sin embargo, podríamos sugerirlo. El pesimismo
de los aristócratas decimonónicos no estaba tanto en relación
a su propia clase sino al resto del país; a un pueblo que veían
muy por debajo de ellos, inculto e irremediable. En nuestro
siglo el pesimismo se “democratizaría” —sin perder su heren-
cia aristocrática— al incorporar claramente a los sectores altos

1
Véase: Basadre (1979), p. 156.

103
en el espectro de la decepción. Desde José de la Riva-Agüero,
por lo menos, se empezó a increpar a las clases dirigentes por
su ineptitud y abulia. “La mayor desgracia del Perú”, pensaba
Riva-Agüero, fue la ausencia de una “verdadera” clase directi-
va2. La herencia de Riva-Agüero la retomó, curiosamente, el
marxismo-dependentismo de los setenta en su condena a las
“burguesías entreguistas” presuntamente poco emprendedoras
y nacionalistas.
Lo cierto es que el pesimismo, en cualquiera de sus vertien-
tes, suele conllevar un rechazo y desprecio por lo propio, por el
país en general (por insalvable), y se refugia, como contrapeso,
en la admiración de “lo otro”, lo extranjero, lo que se presume
sí llegó a ser lo que nosotros no podemos (¿no pudimos?) ser3.

2
“Nuestra mayor desgracia fue que el núcleo superior jamás se constituyera
debidamente, ¿Quiénes, en efecto, se aprestaban a gobernar la república re-
cién nacida? Pobre aristocracia colonial, pobre boba nobleza limeña, incapaz
de toda idea y de todo esfuerzo”, véase: Riva-Agüero (1969), p. 159.
3
El asidero, entre los intelectuales peruanos, de la famosa pregunta “¿cuándo
se jodió el Perú?” —tomada de una novela de Vargas Llosa— expresa bien las
convicciones pesimistas a las que me refiero. Quien parte de esta pregunta
para interpretar la realidad peruana asume, obviamente, la idea de un “país
jodido” (el ejemplo más explícito, en Milla Batres 1990). Las críticas al pe-
simismo intelectual peruano han comenzado desde los propios intelectuales
y no estuvieron ausentes de las preocupaciones de Flores Galindo (1987a),
pp. 121-123, tomo I. En este texto particular Flores-Galindo alude crítica-
mente a estas tendencias, en una vena que podríamos considerar autocrítica
(teniendo en cuenta que en su Aristocracia y plebe, que acababa de escribir,
él mismo suscribía el escepticismo rivagüerino sobre la élite y la idea de un
“país sin salida”). Sin embargo, el más contundente ensayo crítico respecto a
las visiones derrotistas en la historiografía peruana le corresponde a Chocano
(1987). Aunque discrepo del tratamiento que Chocano hace de Basadre (cuya
producción ensayística soslaya), no conozco otro ensayo historiográfico de
ese calibre innovador. En este mismo sentido, véase Rochabrún (1991), pp.
131-136. Para profundizar el tema de los intelectuales peruanos y su fijación
con “la élite” puede resultar útil la lectura de Meisel (1962).

104
El pesimismo en el Perú es una actitud comprensible, dado
el drama que vivimos. Pero preferimos optar por una actitud
no pesimista. No solo por ser menos reaccionaria (en el sentido
basadrino), sino también por ser más necesaria y acaso también
más creativa.
Vemos, entonces, que en medio del caos, la muerte y la
apariencia irredenta de nuestro país, algo nuevo, y más bien
positivo, viene emergiendo en los últimos lustros. Algunos han
hablado de cholificación del país; otros (con tufillo a viejos
temores criollos) de “desborde popular” mientras hay quienes
han preferido aludir a la “andinización” de las ciudades. Lo
cierto es que estamos frente a un incontenible proceso de fu-
sión cultural e integración en el que las comunicaciones y la
migración vienen jugando un rol preponderante que parece
estar marcando el nacimiento de una nueva nación. Tan se-
ria aseveración requeriría un tratado para quedar cabalmente
sustentada. Pero eso no lo podemos hacer hoy. Pues la propia,
extrema, contemporaneidad del hecho nos impide formula-
ciones más precisas, y tampoco es el caso en este ensayo. Sin
embargo, hay hechos innegablemente claros que pueden servir
de indicios. Una manera de perfilar lo nuevo es definiendo el
campo de lo viejo, de lo que está en crisis.Y lo que definitiva-
mente está en crisis desde hace algún tiempo en el Perú es la
normatividad oligárquica. Una crisis que se hizo palmaria con
el gobierno de Velasco, pero que hoy adquiere contornos to-
davía más nítidos. Los esquemas de clasificación social del Perú
oligárquico no tienen sentido.Y ello tiene que ver lógicamente
con la extinción de los actores sociales de ese Perú oligárqui-
co (los terratenientes y la oligarquía como clase gobernante),
pero sobre todo con el trastocamiento del lugar asignado a
quienes se suponía debían estar siempre debajo: los “indios”4.

4
Respecto a los criterios de clasificación social del orden oligárquico es
sugerente lo que sostiene Guillermo Nugent: “la diferencia entre los criterios
de selección colonial y los del neo-criollismo del 900 estaba en la dirección

105
Pues desde hace algún tiempo, también, las poblaciones andinas
simplemente se han resistido, mayoritaria y abrumadoramente,
a seguir ocupando el lugar subordinado que les deparó el orden
oligárquico.Y queremos subrayar lo de mayoritario, pues desde
luego siempre hubo indios que no se resignaron a ser simples
“colonizados”. Pero justamente la particularidad de los cam-
bios que ocurren en el Perú está dada por su carácter masivo.
Cualquiera sea la sociedad nueva que emerge, esta se presenta
menos jerarquizada, estamental y discriminatoria que la de la
República Aristocrática. Pongamos un ejemplo significativo. La
concesión del voto a los analfabetos hace apenas once años
puede asombrar por su carácter tardío, considerando que so-
mos una república independiente desde hace ciento setenta y
siete años. Pero esta tardanza es precisamente un indicio de esos
cambios que nos interesa señalar. Las masas campesinas anal-
fabetas, las poblaciones que siempre fueron mayoritarias en el
país, han reconquistado hace apenas quince años, su derecho a
participar formalmente en las decisiones políticas nacionales.Y
decimos “reconquistado” pues en teoría podían votar después
de fundada la república hasta que la ley electoral de 1896 esta-
bleció la literacidad como requisito de ciudadanía.
Este trastocamiento del “viejo orden” implica también el
derrumbamiento de viejos mitos. Uno de los de mayor dura-
ción en la historia peruana es el mito criollo del indio. El ocaso
de este mito es concomitante al de una ideología, a la que nos
referiremos como “nacionalismo criollo” que, con variantes, ha
estado vigente como ideología del poder hasta por lo menos el
gobierno de Velasco (1968-1975). Las siguientes páginas cons-
tituyen un análisis de las tempranas formulaciones republicanas

de los límites: en el primer caso, se trataba de regular el ascenso, pues impor-


taba garantizar la ‘pureza’ la cúpula. En este siglo, el esquema clasificatorio
apuntó al revés, hacia abajo. Se establecieron distinciones no para regular el
ascenso, sino para definir quién está abajo, en el límite de la subordinación”,
véase: Nugent (1990), p. 42 (manuscrito).

106
de esta ideología criolla, hoy en debacle. Este no es un análisis
en profundidad del nacionalismo criollo. Ello exigiría el rastreo
de una impresionante cantidad de fuentes, empezando por la
producción intelectual del último tercio del siglo xviii, en que
sugerimos deben buscarse los orígenes de esta ideología. El en-
sayo tiene apenas la pretensión de identificar algunos de sus
rasgos, que aparecen ya con bastante nitidez en una etapa de
nuestra historia que entre los historiadores recientes ha recibi-
do una más bien pobre atención: los inicios de la República.
Concretamente, analizaremos los elementos de esta ideología
que se van perfilando en los debates políticos en el contexto de
la Confederación Perú-boliviana (1836-1839) y que tienden
a consolidarse tras la derrota de la Confederación. Con ello
intentamos, también, llamar la atención sobre la importancia
del periodo para cualquier estudio de las ideologías y de los
prejuicios en el Perú.
Ha sido tópico en la historiografía marxista-dependentista
de los setenta desestimar el valor analítico de la etapa inicial de la
historia republicana. Ella ha sido vista como una época incom-
prensible, caótica; una sucesión de enfrentamientos “irracionales”
de caudillos ávidos de poder: la “edad oscura” de la República.
Nada parecía rescatable del análisis sino los “grandes cambios
económicos” que por cierto no ocurrieron en esta etapa, de
allí que la mayor parte de estudios se concentraran en la etapa
del auge de la explotación del guano y el periodo posterior. El
énfasis que la escuela dependentista puso en las “continuidades
coloniales” de las jóvenes repúblicas latinoamericanas empal-
maba bien con el economicismo marxista (de base igualmen-
te estructuralista), y tuvo quizá el mayor peso en el desinterés
por esta presumida “época de las tinieblas”. Lo que, no obstante,
pasó desapercibido para estas teorías de las “grandes verdades”
(las económicas) fue justamente el impacto de los cambios que
sí ocurrieron: los cambios políticos y su potencia, y riqueza, para
el estudio de las ideologías. Fue una convicción marxista tanto
como una tendencia dependentista, por ejemplo, incidir en la

107
ausencia de nacionalismo tanto de los grupos criollos que parti-
ciparon en la independencia, como de los vilipendiados caudillos
(¡ni qué decir de la plebe o los campesinos!). Las consecuencias
de tal razonamiento se tradujeron en un vacío historiográfico: si
no había “nacionalismos”, ¿de qué ideologías se podía hablar?5
El segundo obstáculo para el entendimiento del periodo
se lo debemos a la historiografía oficialista, justamente la que
mejor encarna el nacionalismo criollo. La Confederación ha
sido un tema tabú en las historias oficiales porque se la tomó
como sinónimo de invasión, en lugar de lo que realmente fue:
un proyecto político alternativo para el Perú. Esta historiogra-
fía tomó automáticamente partido por el caudillo Salaverry,
quien fuera un tenaz opositor de Santa Cruz, y quien justa-
mente representaba a los sectores criollos limeños aristocrá-
ticos aterrados con una probable “invasión de Bolivia”. Esta
historiografía descuidó el hecho de que fue el propio gobierno
peruano, liderado por Orbegoso, quien llamó a Santa Cruz, y
que encumbrados liberales y amplios sectores de los departa-
mentos del sur hicieron suyo el proyecto de la Confederación.
Es decir, esta historiografía no tomó en cuenta el hecho de
que para un sector importante de peruanos la Confederación
fue alternativa, no invasión. El viejo desdén criollo por lo pro-
vinciano y la convicción de que lo criollo (o lo limeño en
su acepción decimonónica) encarnaba al Perú no podían estar
mejor representados que por esta interpretación de este perio-
do de la historia peruana6.

5
Entre las interpretaciones marxista-dependentistas que causaron mayor
impacto en nuestro medio estarían las de Bonilla (1974); Cotler (1978) y
Yepes (1971). Para la etapa de la independencia, el ensayo de Bonilla (ed.),
(1972), Gootenberg (1989a), y (1989b). Ambos trabajos transforman la ima-
gen dependentista de nuestras “clases dominantes” en la temprana República.
Para una aproximación crítica al marxismo-dependentismo, a partir del mun-
do rural, véase: Méndez (1991), y Walker (1988).
6
Historiadores de la talla de Riva-Agüero, Nemesio Vargas y Vargas Ugarte,

108
Hemos hablado de ideologías en crisis. Y hemos aludido a
crisis, no a extinción, pues es bien cierto que nothing ever wholly
dies7. Es decir, nada muere del todo, y menos en materia de
percepciones e ideologías. Si es evidente que ciertas formula-
ciones del nacionalismo criollo suenan cada vez más anacró-
nicas en los discursos políticos, sospechamos que algunos de
los prejuicios que le son inherentes permanecen secretamente
arraigados en nuestros juicios cotidianos y en la valoración de
lo que nos circunda. De manera que si lo que acá digamos
sobre Santa Cruz, Felipe Pardo y la Confederación suscita al-
guna reflexión sobre subjetividades vigentes, ese es justamente
el propósito. Porque quisiéramos que las páginas que siguen
sean leídas no únicamente como ejercicio del conocimiento
sino también del reconocimiento.
Durante mucho tiempo los historiadores, partiendo de hi-
potéticos “deber ser” retrospectivos, han incidido en lo que no
somos, lo que no fuimos o no tuvimos. Quizá es tiempo de em-
pezar a hacer una historia en positivo. Muy probablemente no
todo lo que vayamos descubriendo nos agrade. Pero bueno es,
sin tremendismos, admitirlo. Porque hacer historia es también
una manera de reconocemos, un esfuerzo por definirnos.Y si es
verdad que el reconocimiento, como sostiene una familiar disci-
plina, es el primer paso de la cura, entonces hacer historia en el
Perú, en estos convulsos tiempos, es sencillamente una urgencia.

se han mostrado benevolentes, cuando no abiertamente simpatizantes de


Santa Cruz y la Confederación en sus respectivas obras de síntesis. Basadre es
más bien ponderado, o variable, dependiendo de cuál texto suyo pueda citar-
se. Sin embargo, ni los textos escolares de las últimas décadas ni los museos
nacionales suelen recoger estas perspectivas en su reconstrucción del periodo,
y tienden a reproducir los tonos chauvinistas característicos de los detractores
contemporáneos de Santa Cruz, inspirándose, tal vez, en la obra decimonó-
nica de Mariano Felipe Paz Soldán o en la propia tradición prosalaverrista
inaugurada por Felipe Pardo.
7
Véase: Hill (1988), p. 379.

109
Pero, por otro lado, al plantear una historia como reco-
nocimiento queremos también confrontarla con otra forma
de hacer historia: la de la idealización del pasado, o la “utopía
andina”, que es la que últimamente viene suplantando a la his-
toria de las negaciones (más típica de los setenta), no obstante
contener algunos ingredientes de ella. Pues si se idealiza o exal-
ta el pasado, en este caso el más remoto, es justamente en com-
pensación por lo que se ve negado en el presente. De manera
que, mientras los historiadores pesimistas ven al Perú como una
especie de colofón de frustraciones históricas, insalvable derro-
tero de oportunidades perdidas, y donde poco queda más que,
en los sentidos literal o metafórico, irse; los utópicos, viendo
un presente igualmente negado, buscan en el pasado la fuen-
te de compensación del malestar de hoy, y más creativamente,
aunque no todos con el mismo acierto, plantean, a través de
esta idealizada veta, los elementos para la construcción de una
identidad nacional de la que se supone carecemos hoy. Y en
este proceso viene jugándose tanto con el término andino, que
no se encuentran dos personas que puedan ponerse de acuerdo
en su definición. Mas sea lo que fuere “lo andino” que se pro-
pone como esencia de la “utopía”, este pareciera dar espaldas
al presente. Precisamente porque la utopía andina se plantea
como una lectura del pasado en función del futuro, soslaya los
elementos constructivos que pudieran estarse gestando en el
presente8.
Quizá aquí valgan algunas precisiones, tanto conceptua-
les como personales. El historiador que con mayor lucidez,
agudeza y sensibilidad propuso, en nuestro medio, la historia
como discurso utópico fue, en su último libro, el recordado Al-
berto Flores-Galindo9. Puede objetarse que en su concepción

8
He desarrollado más extensamente estos puntos en Méndez (1992a), pp.
13-14 y (1992b), pp. 15-17 y 4l.
9
Véase: Flores-Galindo (1987b).

110
idealizada del pasado planteó claramente los matices. Y nadie
puede poner en cuestión la legitimidad de su preocupación
por los problemas del Perú ni su enorme contribución a nues-
tra vida intelectual y a la historiografía. Pero quiero aclarar que
no estoy criticando a un historiador (a quien además he esti-
mado profundamente y debo mucho) tanto como una forma
de hacer historia. Una forma de hacer historia que supone al
historiador como responsable de preservar, articular, o delimi-
tar el campo de la "identidad nacional", porque ello conlleva
un riesgo evidente de subordinar la historia a la política. No
me refiero a la política en el sentido más amplio, porque nin-
guna historiografía, ni estas páginas, obviamente, se sustraen a
ella. Sino a la política concebida como un movimiento "del in-
telectual al pueblo", donde la historia es más instrumento que
conocimiento; instrumento de un cambio anhelado vagamente
por los intelectuales, y en función al cual, precisamente, se in-
ventan, recrean o glorifican, los héroes, los tiempos dorados y
los mitos. Está claro que semejante modelo no es privativo de
la utopía andina (o de lo que esta pudo haber devenido de no
haber arrebatado la muerte al recordado Flores-Galindo). El
modelo trasciende las orientaciones políticas; es el mismo que
adoptan las historias oficiales, porque también es preocupación
de éstas delimitar el campo de la identidad nacional; en este
caso, no para un cambio, sino para preservar el statu quo. Y en
ello, precisamente, radica el peligro de la defensa historiográfica
del mito10.

10
El mito es el sistema ideal de reproducción de una ideología, sea cuál esta
fuere, y sea cual fuere la instancia desde donde esta ideología se quisiera im-
poner. La idea del “mito movilizador” que Mariátegui tomó de Sorel, y en la
cual Flores-Galindo se inspiraba, creo que debe ser repensada en el Perú pos
Sendero: un país que está muy lejos de ser esa República Aristocrática en la
que Mariátegui y otros vanguardistas de su tiempo vivieron y escribieron. La
experiencia reciente del Perú ha demostrado que del “mito movilizador” al
fundamentalismo y la invitación a la muerte hay apenas un pequeño trecho.

111
Los episodios que trataremos en la siguientes páginas no
son gloriosos; no son dignos de imitarse o repetirse; no po-
drían ser idealizados. Ningún peruano podría enorgullecerse
de la entronización del racismo que acompañó y contribuyó a
la derrota de la Confederación Perú-Boliviana; menos aún de
que este racismo fuera un ingrediente consustancial del nacio-
nalismo que ha prevalecido más largamente en la historia y la
sociedad peruanas. Pero al exponer estos hechos no estamos
pensando solamente en el pasado, ni únicamente en una élite,
como el lector, seguramente, tampoco lo está. No en otra cosa
consiste el reconocimiento. Reconocer, admitir, lo bueno es
fácil; idealizado más aún. Lo difícil es admitir lo que sentimos
como negativo; o más precisamente, admitir que lo negativo
que criticamos pueda pertenecer no solo a una lejana élite, o a
un bárbaro pasado, sino a nosotros mismos. Sin duda la historia
así entendida exige una dosis de autoreflexión y de apertura al
psicoanálisis. Pero más que aplicar el psicoanálisis al pasado (y a
sus personajes) —tentación siempre seductora y hoy en boga—
se trata de aplicarlo a nuestra relación con él. Reconstruir el
pasado de esta forma podría ser un camino para liberarnos de
todo lo que de él pueda afectarnos, herimos, dañamos, ya sea en
tanto individuos o como colectividad. Ser capaces de admitir
antes que negar. De enfrentar antes que eludir o lamentar. La
historia como reconocimiento supone un estado de concien-
cia reñido con el derrotismo, que no es sino una forma de
sometimiento al pasado. Pero también nos invita a trascender
la ilusión del mito11.

11
Más de medio siglo atrás (1938) Benedetto Croce escribió un her-
moso libro dedicado justamente a reflexionar acerca del rol liberador del
conocimiento histórico. “La historiografía nos liberta de la historia” (1938:
35), escribió. Podríamos agregar también del mito (se entiende, la buena
historiografía).

112
El mariscal Santa Cruz y la confederación
Perú-boliviana, ¿un conquistador indio contra el
país de los incas?

La Confederación fue un proyecto con antecedentes en la his-


toria prehispánica y colonial. Lazos comerciales unieron al sur
del Perú con Bolivia durante siglos y lazos étnico-culturales
unen a ambos países aún hoy. El proyecto de Santa Cruz fue
crear un estado confederado sobre la base un mercado interno
que integrara los territorios históricamente unidos del Perú
y Bolivia. El proyecto implicaba, en alguna medida, la rees-
tructuración de viejos circuitos mercantiles que habían arti-
culado a ambas regiones en la Colonia, a la vez que promovía
una política librecambista con el Atlántico Norte y los Estados
Unidos. Este plan, que tuvo una considerable acogida en los
departamentos del sur peruano, resultaba, sin embargo, con-
trapoducente para las élites comerciales de Lima y de la costa
norte del Perú, cuyos intereses económicos estaban estrecha-
mente vinculados al comercio con Chile, vía el Pacífico12. Y
esta alianza entre las élites mercantiles de Lima y del norte
peruano con Chile fue la que finalmente se impuso, en 1839,
para derrotar a la Confederación. El conflicto fue, no obstante,
bastante más que esa guerra comercial tan bien descrita por el
historiador Gootenberg. Fue también una guerra ideológica
librada en libelos y periódicos que competían en virulencia de
invectivas. Las más agresivas provenían de los opositores de la
Confederación, y su más conspicuo artífice fue el poeta satírico
limeño Felipe Pardo y Aliaga.
En su breve existencia (1836-1839), la Confederación sus-
citó, en los sectores más militantes de la oposición limeña, lo
que podríamos considerar la exteriorización más vívida de sen-
timientos racistas desde que se fundó la República. Se trató de

12
Sobre esta guerra comercial véase: Gootenberg (1989a) y (1989b).

113
un momento crucial en la elaboración de concepciones sobre
lo que era “nacional-peruano” y lo que no. El rasgo más rele-
vante del discurso político antisantacrucino fue precisamente la
definición de lo nacional-peruano a partir de la exclusión y el
desprecio del indio, simbólicamente encarnado por Santa Cruz.
Interesa reparar en algunos epítetos que se emplearon para
atacar a Santa Cruz. En primer lugar se le recriminó su condi-
ción de extranjero. Pero esta alusión, reveladoramente, parecía
adquirir más fuerza cuando aludía a su condición étnica (el
“indio”) que cuando se refería a su nacionalidad (el bolivia-
no). La recurrencia con que sus enemigos que lo tildaban de
extranjero, se valieron de su fenotipo indígena para atacarlo,
pone al descubierto la verdadera connotación del término “ex-
tranjero”. Santa Cruz era más extranjero por ser indio que por
ser boliviano. La idea de nacionalidad peruana, escasamente ve-
lada en las sátiras de Pardo, implicaba un primordial rechazo
al elemento indígena. Más aun, este rechazo era un requisito
de nacionalidad. Poco importaba que el padre de Santa Cruz
hubiese sido un criollo peruano nacido en Huamanga, que se
hubiese educado en el Cusco, que desde la llegada de San Mar-
tín hubiese combatido en los ejércitos patriotas por la propia
independencia del Perú13. El estigma venía de su madre, una
mujer aymara de apellido Calahumana, cacica de Huarina, de
quien la pluma racista de Pardo también se ocupó.
Una segunda recriminación significativa fue la de “con-
quistador” o “invasor”. Pero, nuevamente, estos términos solo
adquirían la connotación despectiva deseada si eran seguidos de
adjetivos que aludieran a la procedencia indígena del caudillo.
Comunes fueron las alusiones al “Alejandro Huanaco”, y a “La
Jeta del Conquistador”; expresiones ambas de la inventiva de
Pardo14. El delito no era ser conquistador, sino que un “indio”

13
Para una biografía de Santa Cruz véase: Crespo (1944).
14
Las alusiones al “Alejandro Huanaco” aparecen en la letrilla “La Cacica

114
se atreviese a serlo. La denuncia, en los indignados denostadores
del caudillo paceño, no conoció matices:

Que la Europa un Napoleón


Pretendiese dominar
Fundando su pretensión
En su gloria militar
¿Qué tiene de singular?
Mas, que el Perú lo intente
un indígena ordinario
Advenedizo, indecente,
Cobarde, vil, sanguinario,
eso sí es estraordinario15

El Conquistador Ridículo, título de uno de los periódi-


cos que criticó a Santa Cruz, y las analogías con Guillermo
de Normandía —el “bárbaro”— son igualmente elocuentes16.

Calaumana” publicada en el Coco de Santa Cruz (Lima, 25 de setiembre de


1835), y luego reproducida en el salvaterrista Para Muchachos. Las octavas “La
Jeta del Conquistador” están publicadas en Monguió (1973). Los periódicos
citados en este trabajo se encuentran en la Oficina de Investigaciones Biblio-
gráficas de la Biblioteca Nacional de Lima, excepto El Comercio que ha sido
consultado en el Instituto Riva-Agüero.
15
La Libertad Restaurada, Cusco, 7 de julio de 1841 (reproducido de El Co-
mercio N.º 609: nota del original). La composición corresponde a una etapa
posterior a la derrota de la Confederación, cuando se supo de una incursión
de Santa Cruz por el norte, y no podemos asegurar que se trate de Pardo.
Pero el sentido de los versos es fiel a la idea que trasuntan las letrillas del
satírico limeño en la época que nos ocupa.
16
Véase: La Bandera Bicolor, Arequipa 30 de marzo de 1839, periódico ga-
marrista que combatió a La Confederación. Ramón Castilla clamó también
contra “el nuevo ridículo Macedonio”. Véase, El General de Brigada Ramón
Castilla a sus conciudadanos, Quillota, 10 de octubre de 1836 Instituto Ri-
va-Agüero.

115
Puede hacer el ridículo quien escapa a los moldes de conducta
de él esperados, quien se sale de su lugar. Si Santa Cruz aparecía
como ridículo ante Pardo y otros opositores fue precisamente
porque siendo “indio” (inferior o bárbaro), se atrevía a hacer
alarde de sus conocimientos de francés y a exhibir condecora-
ciones obtenidas del gobierno de Francia (lo civilizado-supe-
rior)17. Escribió Pardo:

De poder y metálico
vive tras este sólido
y de placer idálico,
ansioso un indio estólido
que aspira a prócer gálico18

Lo que incomodaba a Pardo y al sector criollo a quien


él representaba es que un indio (un dominado) fungiera de
conquistador (dominador): la imagen de la conquista invertida.
Entre sátiras, y aún antes del triunfo de la Confederación, las
letrillas de Pardo clamaban para que volviese a “su” lugar:

Farsante de Belcebú
No ves que á tu madre aquejas
¿Por quí hombre, el Bolivia dejas?
¿Por quí buscas la Pirú?
Mira la pobre señora
Tanta derrota y carrera
que el pimpollo que adora

17
En noviembre de 1836 Santa Cruz recibió del encargado de Negocios
de Francia las insignias de Gran Oficial de la Legión de Honor Francesa.
Pardo se burlaba de la ostentación que Santa Cruz supuestamente hacia de
la condecoración pues aseguraba que se trataba de una distinción de baja
graduación.Véase: Monguió (1973), p. 402.
18
Citado en Tamayo Vargas (1956), p.533.

116
forman la gloria guerrera.
Esto su suerte le avisa,
mas por vida del dios Baco!
¿tal ambición no da risa?
Que este Alejandro Huanaco
extiende hasta el Juanambú
sus aspiraciones viejas! ¿Por quí hombre, el Bolivia dejas?
¿Por quí buscas la Pirú?
La india dice: Huahuachay
el balas vos no te gustas
don Salaverry ay! ay! ay!
pronto el clavijas te ajustas.
La cosa no está sencillo
vos tu suerte no onozco:
¿piensas bañar la Chorrillo
porque ya entraste la Cozco?
Vuelve a tu madre quietú.
Andrescha, a ruina te alejas.
¿Por quí hombre el Bolivia dejas?
¿Por quí buscas la Pirú? 19

Nada más denigrante, para un criollo como Pardo, que


verse subyugado por un indio. Un indio que además es presen-
tado como un cholo con atributos raciales negros:

Santa Cruz propicio


trae cadena aciaga
El bravo peruano
humille la frente;
que triunfe insolente

19
Citamos la versión tal como apareció en Para Muchachos. N° 1, 10 de
octubre de 1835. En versiones posteriores la palabra buscas aparece como
“boscas”.

117
el gran Ciudadano.
Nuestro cuello oprima
feroz el verdugo.
Cuzco besa el yugo
Humíllate Lima.
Así nos conviene.
Torrón, ton, ton, ton!
Que viene, que viene
el Cholo jetón!20

El discurso antisantacrucino proveniente de Lima, tan bien


encarnado en la producción literaria y periodística de Felipe
Pardo fue, pues, primordialmente racista. Reflejó estereotipos,
prejuicios y temores criollos sobre el indio más que una ame-
naza real de conquista del Perú por Bolivia. Santa Cruz, a la
sazón presidente de Bolivia, inició su campaña militar luego de
un llamado del propio presidente Orbegoso y tras un acuerdo
de la Convención Nacional. La idea de la Confederación había
sido previamente aceptada por connotados liberales peruanos
como Luna Pizarro y otros caudillos de la independencia como
el Mariscal Riva-Agüero21. Existía en ellos una esperanza de
que la Confederación pusiera fin a la ola de anarquía, tan crí-
tica en esos momentos, en el Perú. Santa Cruz tuvo además
el apoyo de sectores importantes en Puno, Cusco y Arequipa.
Esta realidad pone en evidencia el carácter altamente ideologi-
zado de las acusaciones de invasión o conquista.
Un tercer aspecto merece atención. El discurso antisan-
tacrucino, claramente despectivo de lo indígena, buscó, no
obstante, legitimar su autodefinido nacionalismo (que no ha-
lló contradicción en la alianza con Chile) con alusiones a la
memoria de los incas. Tales los versos de Pardo en su “Oda al

20
“Letrilla” en Para Muchachos, 10 de octubre, 1835.
21
Véase: Basadre (1983), pp. 2-3 y 17-35.

118
Aniversario de la Independencia del Perú” (1828):

Oh sol, oh padre de la patria mía!


Cuanta hoy el alma siente
inefable alegría
al verte abandonando
el encendido alcázar de oriente
y tu luz en la esfera derramando!
(…)
Junín tus campos fueron
de su valor [los peruanos] testigos;
en cadáveres vieron
tornarse inmensa plaga de enemigos
y pagar a la prole soberana
del sabio Manco-Cápac
el tributo primero en sangre hispana22

Años más tarde (1835) el mismo Pardo vendría a clamar,


furibundo, desde El Coco de Santa Cruz: “Ha profanado [San-
ta Cruz] el suelo sagrado de los incas? Y el caudillo Salave-
rry, a coro con él: “Desaparezcan los vándalos que Orbego-
so ha introducido en el seno de la patria, y purgando de esa
plaga el suelo de los incas, reciba de un Congreso general el
decreto de su suerte futura. Yo seré el primero en atacarlo”23.
Similares alusiones se repiten hasta el cansancio24. El indio es,

22
Véase: Monguió (1973), p.306.
23
El Coco de Santa Cruz, 25 de setiembre de 1935. Para Pardo el Perú no
puede caer en “manos tan impuras” como las de Santa Cruz. Véase: El Coco
de Santa Cruz, 22 de setiembre de 1835.
24
Véase: El Limeño, N.° 5, 29 de mayo de 1834, periódico antiliberal y
antisantacrucista. Más tarde, un periódico cusqueño de similar tendencia, y
declaradamente gamarrista, elogiaba a quienes combatieron “(…) para con-
tener y castigar al imbécil invasor que se atrevió a hollar el sacro suelo de les
Incas (…)”, La Libertad Restaurada, 23 de mayo de 1839. Este mismo medio

119
pues, aceptado en tanto paisaje y gloria lejana. Es “sabio” si es
pasado y abstracto, como Manco Cápac. Es bruto o “estólido” e
“impuro” y “vándalo” si es presente, como Santa Cruz25. Apelar
a la memoria de los incas para despreciar y segregar al indio. Las
raíces de la más conservadora retórica indigenista criolla, cuyos
ecos son perceptibles en nuestros días, deben buscarse aquí.
Pardo no fue en modo alguno un personaje aislado. Sus
letrillas llegaron a cobrar tanta popularidad entre los opositores
del caudillo paceño que algunas de ellas fueron musicalizadas
y se cantaron en teatros, plazas y “jaranas arrabaleras”26. Con-
tribuyeron, así, en forma no desestimable, a formar la opinión
pública en contra de Santa Cruz antes de que este ingresase a
Lima.
Pero la labor ideológica de Pardo, tan bien plasmada en su
producción literaria y periodística, fue complementada con la
del político. Pardo, conservador a ultranza, había fustigado du-
ramente a los liberales agrupados tras el presidente Orbegoso
cuando este asumió el poder (1833).Y cuando Salaverry, caudi-
llo limeño y tenaz opositor de Santa Cruz, llega a la presidencia
vía golpe de Estado (1835), encontraría en Pardo a su mejor
aliado intelectual. Lo nombra ministro y le encarga comisiones
diplomáticas en España, Bolivia y Chile. Desde este país, Par-
do trabajará incesantemente para desbaratar todo proyecto de
Santa Cruz. Más tarde, muerto ya Salaverry, seguirá su campaña
antisantacrucista al lado del presidente Gamarra (con quien, sin

denunciaba al vilipendiado caudillo, quien, se decía, “está en Guayaquil des-


pués de haber inundado en sangre y lágrimas la tierra sagrada de los incas, a
fuerza de conspiraciones y perfidias (…)”, La Libertad Restaurada 18 de mayo
de 1839, reproducido de un diario guayaquileño.
25
Para Pardo el Perú no puede caer en “manos tan impuras” como las de
Santa Cruz.Véase: El Coco de Santa Cruz, 22 de setiembre de 1835.
26
Véase: Porras Barrenechea (1953), p. 269; Basadre (1930), p.45, tomo II.

120
embargo, la relación tuvo algo de distensión)27. Gamarra fue, al
igual que Salaverry, un presidente abiertamente autoritario y
estaba respaldado por una importante facción de conservadores
doctrinarios. Anteriormente, desde La Verdad, los gamarristas
abogaron por la necesidad de una aristocracia para que gober-
nara el Perú28. Similares postulados fueron suscritos, sin amba-
ges, por Felipe Pardo a pocos días de la revolución de Salaverry:
“Nosotros —decía— estamos persuadidos de que una dictadu-
ra ejercida por un jefe ilustrado es el único medio de salvación
que le queda al Perú”29. Y tan abiertamente como proclamó
su adhesión a las doctrinas autoritarias, fustigó a los liberales, a
quienes tanto él como los demás conservadores solían enrostrar
la anarquía reinante y su proximidad a lo popular. La lógica de
este pensamiento era transformada en creación satírica, una vez
más. Nótese cómo en las “operaciones de aritmética satírica”
que siguen, los liberales se asocian a lo feo, lo inculto, lo sucio y
lo impuro. Atributos que la lógica despectiva de Pardo siempre
asoció a lo popular y de los que, como vimos, no se libraría, en
tanto conspicuo enemigo, Santa Cruz.

SUMAR
Veinte arrobas de ignorancia
Cuatrocientas de torpeza
Cero de honor y pureza
Veinte varas de jactancia
Ochocientas de arrogancia
mil de sama y otros males
Narices largas bestiales
Ni un adarme de talento

27
Sobre este punto véase las referencias de Basadre (1983) y la introdución
de Monguió (1973). Pero el texto crucial sobre Pardo sigue siendo el brillan-
te ensayo de Porras arriba citado.
28
Véase: Basadre (1983), pp. 98 y 274-276, tomo IV.
29
Citado en Porras (1953), p. 261.

121
Propiedades de jumento
Suma total liberales

RESTAR
De un quintal de estupidez
sacando tres de torpeza,
quedan cinco de vileza
cincuenta de impavidez:
Si esto restas otra vez
y en lugar de substractor
le pones un salteador
hallarás por diferencia
un pillastrón de insolencia
o un liberal y un traidor30

El enemigo político no era un par sino un ser ubicado en


un plano inferior. Pocos podrían disputar a Pardo un mayor
ingenio para expresar el desdén.
En el otro espectro de la política, Santa Cruz y sus parti-
darios. No prescindieron estos de la sátira, el arma por exce-
lencia del periodismo político de entonces. Pero estas com-
posiciones eran más pobres, no solo en calidad literaria sino
también en capacidad de expresar contenidos ideológicos; lo
que en modo alguno quiere decir que dejaran de hacerlo31.
En cuestión de manifiestos y periódicos, sin embargo, no se
quedaron atrás. Si ciertos medios, como el cusqueño La Aurora
Peruana alentaron la llegada de la Confederación explicitando
las ventajas de una liberalización de las barreras aduaneras en-
tre Perú y Bolivia, otros como El Perú Boliviano, tuvieron un

30
Citado en Porras (1953), p. 257. La frase “operaciones de aritmética satí-
rica” es también de Porras.
31
Para un ejemplo véase la letrilla “Por delante y por detrás”, en alusión a
Salaverry, en El Fiera-Bras N° 5, Cusco, 29 de enero de 1836.

122
contenido más social. Ad portas el triunfo de la Confederación,
en sus páginas se podía leer:

Improvisadas nuestras constituciones en medió del horrí-


sono estruendo de las armas, o en el seno de las tormentas
revolucionarias, por hombres formados exclusivamente
por los libros, que tomaban por base de nuestra organiza-
ción nociones abstractas, o ejemplos inadecuados, y que
miraban las bellas teorías como el último límite de los
conocimientos políticos, no se hizo la parte debida a los
dos poderes que impelen la sociedad (…). Desatendién-
dose asimismo la necesidad de simplificar la legislación, y
de formar una adaptada a nosotros, que todos entendieran,
y que no consumiese el tiempo la paciencia y las fortunas
de los hombres verdaderamente desgraciados que tienen
que presentarse ante un tribunal, quedando por tanto sin
mejorarse nuestra condición civil, (énfasis nuestro)32.

El texto, de la pluma de García del Río, no traduce un libe-


ralismo doctrinario, pero tampoco desecha el valor intrínseco de
“las nuevas ideas”. Lo que cuestionaba era el poco sentido de la
realidad con que estas quisieron aplicarse, el afán de mimetizar,
las exageraciones en su aplicación. Los caudillos y legisladores
de la independencia, proseguía el redactor de El Perú Boliviano,
“se olvidaron de que cada pueblo encierra en sí el germen de
su legislación y de que no siempre lo más perfecto es lo mejor
( … ). Desde entonces se dio una falsa dirección a las ideas y se
pusieron en boga los principios democráticos más exagerados”33.
Pero lo que más destaca en la propuesta pro-santacruci-
na de García del Río, es su discurso a favor del cambio, de la
transformación que él prevé de triunfar la Confederación. Esta

32
El Perú Boliviano, Lima, 18 de abril de 1836.
33
Loc. cit.

123
es comparada en los mejores términos con una “revolución”:
el momento en que podrían empezar a realizarse los sueños de
“un nuevo orden” no cumplidos desde 1824: “Un nuevo or-
den de cosas se prepara ( … ). Es tiempo, en fin, de que recoja
el Perú los óptimos y sazonados frutos que la humanidad y la
filosofía están aguardando de la Revolución Americana”34.
La poca claridad del proyecto político encerrado en esta
propuesta no oscurece su vocación de futuro y contrasta con
la rigidez doctrinaria y el atemorizado conservadurismo de
sus adversarios. Si estos hablaban de invasión y veían a San-
ta Cruz como un extranjero mancillando el territorio patrio,
amenazando la integridad nacional, es porque en su concep-
ción esa integridad nacional existía, se encontraba definida. Los
adversarios de la Confederación con frecuencia aludieron a su
eventual triunfo sobre ella como una “segunda independen-
cia”. Logrado este en Yungay, dicha terminología devino oficial.
Áncash se convirtió en un nombre análogo al de Ayacucho35.
Cierto es, como hemos dicho, que la militancia de los
adversarios de la Confederación tuvo móviles económicos:
muchos veían en ella la amenaza de la desarticulación de los cir-
cuitos comerciales que garantizaban su prosperidad. Pero nada
de ello resta la carga estrictamente ideológica de los discursos
antisantacrucistas. Esta, tan visible en las letrillas de Pardo, cobró
vida propia. Su producto más importante fue la consolidación
de una idea criolla de nación, fundamentalmente racista.
Así, mientras para unos la nación era algo definido y ce-
rrado, para los otros, algo aún indefinido, pero abierto, recién

34
Loc. cit.
35
Encontramos abundantes ejemplos en El Comercio y La Libertad Restaurada.
Felipe Pardo llegó a equiparar la decisiva intervención chilena en el conflicto,
de la Confederación con la expedición libertadora de 1820, “que por entonces
(dice de estos ejércitos) fueron a romper el yugo de una monarquía, hoy van a
hacer pedazos el de un tiranuelo oscuro y vulgar, mas insoportable, mil veces
más afrentoso para los pueblos que lo sufren”. Citado en Porras (1953), p. 280.

124
posible. Mientras para los unos la Confederación contrapuso
civilizado con bárbaro, costa con sierra y culto con inculto,
para los otros se trataba de la oposición de lo “viejo” con lo
“nuevo”: los que quieren el cambio contra los que se resisten a
él. Mientras los unos apelaron a una retórica de grandeza inca
para despreciar lo indio, los otros, sin necesariamente acudir a
aquel discurso, respaldaron un proyecto de Estado-nación cuya
composición étnica sería abrumadoramente indígena36.
No se trató, empero, del enfrentamiento de dos gru-
pos homogéneos. Hondas divergencias separaban a los cau-
dillos que con igual energía se opusieron a Santa Cruz. Por
un lado Salaverry, representante de los sectores limeños más
aristocráticos, criollos o “blancos”, también representados por
Felipe Pardo. Por otro, Gamarra, cusqueño, la encarnación del
caudillo mestizo, cuya oposición a la Confederación aparecería
contradictoria habida cuenta de que la anexión de Bolivia al
Perú fue una idea siempre presente en sus ambiciones políticas
(su muerte en Ingavi, en 1841, no podría ser más simbólica).
Gamarra mismo, además, había sido blanco de burlas racistas
con anterioridad a la Confederación37. Pero lo que por sobre

36
Debo aclarar que mi análisis se desprende únicamente de la prensa pro-
ducida en lo que hoy es el Perú. Cabe la posibilidad de que desde el lado
boliviano se hubiese buscado legitimar el proyecto de la Confederación ape-
lando a los orígenes altiplánicos del Tawantinsuyu. Pero este tipo de discurso,
si existió, y hasta donde tengo revisado, no partió nunca del propio Santa
Cruz cuyo paradigma imperial estaba más cerca de la Francia napoleónica
que del Imperio de los Incas.
37
Sobre manifestaciones de racismo en contra de Gamarra: Basadre (1983),
p. 291, tomo II. Existió un nacionalismo gamarrista, sin duda, no siempre
compatible con el nacionalismo de Pardo. Mientras era obvio que para Par-
do y otros criollos la nacionalidad se irradiaba desde lima, para Gamarra el
centro era el Cusco. Unos y otros nacionalistas se disputaban, no obstante, la
legitimidad de la herencia del pasado inca.Y siendo Gamarra cusqueño tenía
mayores posibilidades retóricas para reivindicar la herencia cultural de Man-
co Cápac y, por lo tanto, su calidad de “fundador” del “Perú”. Los criollos

125
estas discrepancias unía a los antisantacrucistas era el terreno
ideológico: un conservadurismo doctrinario, una vocación
nacionalista-autoritaria que para legitimarse apeló a la glori-
ficación de lo inca. Santa Cruz, de otro lado, recibió el res-
paldo de sectores más bien liberales en el Perú y sus planes en
lo económico contemplaron tratados de libre comercio con
potencias como Inglaterra y Estados Unidos. Por nada de lo
arriba expuesto debe, pues, inferirse que la Confederación per-
seguía la creación de una república india aislada del contacto
‘occidental’. Las mutuas simpatías de Santa Cruz con Inglaterra
y Francia son bien conocidas. Su admiración por la cultura
francesa y sus conocimientos de francés, de los que siempre
hizo alarde, fueron justamente el blanco de las mordaces sátiras
de Pardo. Tampoco, por último, fue Santa Cruz un personaje
exento de autoritarismo o cesarismo, como lo han reconocido
sus propios simpatizantes38. Pero, y esto es importante, el auto-
ritarismo doctrinario no fue el rasgo que definiera, como sí fue
el caso de sus adversarios, a los partidarios de la Confederación.
Y una diferencia adicional, que es esencial: si algo más
distanciaba a conservadores tras Salaverry y Gamarra, de los li-
berales que apoyaron a Santa Cruz, fue la mayor predisposición
de estos últimos para establecer alianzas con los sectores popu-
lares. Orbegoso tuvo el respaldo de la plebe y los bandidos en la
costa de Lima, y se dice que cuando el famoso negro León Es-
cobar y otros bandidos prácticamente se posesionaron de Lima,

de Lima hallaron mayores complicaciones para legitimar esta apropiación


simbólica del pasado imperial. Pero ello le da un carácter más soberbiamente
complejo a su ideología. Para este análisis resulta particularmente rica la pren-
sa gamarrista producida en el Cusco, especialmente La Libertad Restaurada,
así como toda la gama de periódicos por entonces publicados en Lima.
38
Véase, por ejemplo, Riva-Agüero (1965), p. 497. Según Basadre, el “ce-
sarismo” fue, en ese entonces, una de las actitudes características del caudi-
llismo: “(…) aquellos coroneles, aquellos generales sentían (…) la influencia
totémica de Napoleón”. Basadre (1930), p. 116, tomo II.

126
en medio de la anarquía de 1835, hicieron su entrada vivando
a Santa Cruz39. Las analogías que hacían Pardo y otros conser-
vadores entre liberales, “vándalos”, “salteadores” y Santa Cruz,
no parecían estar totalmente infundadas. La relación entre libe-
rales, Santa Cruz y los sectores campesinos es menos conocida.
Pero no deja de ser significativo el hecho de que el caudillo
boliviano supiese ganarse a su favor un grupo de campesinos
que desde que se fundó la República la habían combatido con
enjundia: los iquichanos de Huanta, contumaces realistas, quie-
nes, no obstante, llegaron a prestar todo su apoyo a Santa Cruz.
Si bien su administración no se caracterizó por una legislación
distintitiva ni una particular política para con las poblaciones
indígenas, el caudillo hizo gala de una sagacidad, de la que ca-
reció Bolívar, al ganar el respaldo político de sectores indígenas
cuya fama de belicosidad era ya un mito.40
Es imprescindible tomar todos estos factores en cuenta en
cualquier análisis del significado de la derrota de Confedera-
ción. Esta fue seguida por una ola de gobiernos marcadamente
autoritarios y conservadores como los de Gamarra y Vivan-
co. La década de 1840 representó una etapa de refulgir, sin
precedentes, del pensamiento conservador en el Perú. Desde
un reestructurado Convictorio de San Carlos, el clérigo ultra-
montano Bartolomé Herrera empezaba a impartir su doctrina.
El proceso de reestructuración del estado peruano tras la
derrota de la Confederación fue llamado en su tiempo “res-
tauración”. Pero Basadre acierta al decir que lo que en reali-
dad hubo fue una “consolidación”. “Porque en 1839 quedó

39
Para la relación liberales-plebe véase Charles Walker, “Montoneros, ban-
doleros, malhechores: criminalidad y política en las primeras décadas republi-
canas”, en: Walker y Aguirre (1990).
40
Véase: Méndez (1991). Nota de la autora a la edición del 2015: este texto
ha sido superado por otros publicados posteriormente por la autora; véase
especialmente La República plebeya: Huanta y la formación del Estado peruano,
1820-1850. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2014.

127
aclarado que el Perú sería, en lo futuro, el Perú. Hasta entonces,
el país había vivido periódicamente bajo la sensación íntima de
la transitoriedad de sus instituciones”41. No deja de ser, pues,
significativo que este proceso de “consolidación” peruano se
haya efectuado en el marco de un resurgimiento conservador.
Más allá de las divergencias y faccionalismos, lo que se consoli-
dó con el triunfo de Yungay en 1839 fue, en términos ideoló-
gicos, un nacionalismo de raigambre elitista y autoritaria, cuyo
más inmediato propulsor y beneficiario político fue el caudillo
Gamarra. Con el tiempo, no obstante, lo que iría a primar en
este nacionalismo sería más el legado de Pardo que el de Ga-
marra, ambos artífices de la derrota de la Confederación. Es
decir, la definición de lo nacional no tanto en función de un
rechazo xenófobo a lo extranjero (Gamarra), sino, fundamen-
talmente, del desprecio o segregación de lo indio (Pardo).
Dos hechos más son importantes, en términos más bien
simbólicos, para comprender el sentido de esta consolidación.
Y ambos ocurren en 1839, el mismo año de la derrota de la
Confederación. El primero es la firma de un pacto entre los
representantes de las comunidades llamadas iquichanas y del es-
tado peruano, mediante el cual estos campesinos de la provincia
de Huanta en Ayacucho juraron obediencia y sometimiento a la
Constitución y a las leyes: el llamado Pacto de Yanallay42. El se-
gundo, la fundación de El Comercio, diario de mayor antigüedad,
estabilidad y duración en la historia del Perú.
El valor del pacto de Yanallay es más bien simbólico por-
que los iquichanos no abandonaron con él su actitud desa-
fiante en relación al Estado. Pero era importante someterlos
por lo que representaban. Declarados realistas, enemigos de la
“patria”, se levantaron primero contra Bolívar y luego com-
batieron a Gamarra y respaldaron al “invasor” Santa Cruz. La

41
Véase: Basadre (1983), p. 119, tomo II.
42
Véase: García Calderón (1879), tomo II (Yanallay).

128
consolidación del Perú no solo implicaba, pues, el sometimien-
to del indio simbólico encarnado en Santa Cruz, sino de los
indios realmente existentes representados por los iquichanos.
La fundación de El Comercio tiene un valor igualmente
simbólico, aunque también histórico. Emerge como un diario
de tipo comercial y, en lo político, más bien pluralista; incenti-
vó la polémica oficiando de tribuna para las más encontradas
tendencias y opiniones. De vocación liberal, sus fundadores, Au-
mántegui y Villota, entablaron no obstante excelentes relaciones
con Felipe Pardo, a quien le dedicaron elogiosas páginas por la
aparición de su propio periódico, El Espejo de Mi Tierra, en 1840.
Pero con el tiempo y cambió de dirección, El Comercio fue to-
mando un carácter más netamente político y partidarizado. En
1871 lanzó la candidatura de Manuel Pardo, fundador del Parti-
do Civilista y primer presidente civil del Perú43. Manuel Pardo
fue preclaro exponente de una oligarquía que por cien años
gobernaría el Perú.Y era —¡nada menos!— que el primogénito
de nuestro celebérrimo satírico, poeta y escritor.
En un bello libro, Benedict Anderson ha llamado la aten-
ción sobre el rol de los periódicos en la formación de una
“conciencia nacional”. Las naciones, ha sugerido Anderson,
son ante todo, “comunidades imaginadas”.Y el periódico, jun-
to con la novela, fueron medios a través de los cuales fue po-
sible representarse el tipo de comunidad imaginada que es la
nación44. Y en efecto, a través de El Comercio, por primera vez
de manera diaria y sistemática, un grupo de peruanos podía
acceder a noticias de las más lejanas provincias, y construirse,
en base a estos fragmentos, su propia imagen del Perú45. Pero

43
Para una historia de El Comercio, véase López Martínez (1989).
44
Véase: Anderson (1990).
45
Un observador foráneo describió, con elocuencia, la popularidad alcanzada
por el nuevo diario: “Qué crees que contenga El Comercio?. Desde las provin-
cias lejanas, a El Comercio vienen tu rencillas del prefecto, del gobernador, del

129
al mismo tiempo, este diario fue adquiriendo relevancia como
medio a través del cual se fueron forjando ciertas solidaridades
de clase. Una clase sin duda influyente en la política y que a su
vez orientaría la opinión pública sobre lo que pensaba que era,
o debía ser, el país. No es que los demás periódicos no lo hicie-
ran. Pero no deja de ser significativa la existencia de un medio
de expresión diario tan estable en un país caracterizado polí-
ticamente por la inestabilidad. Sugerimos, en todo caso, que la
fundación de El Comercio puede ser considerada como un hito
importante en la formación de una conciencia sobre el Perú,
coadyuvando a la formulación de una determinada imagen de
lo que era, o debía ser, el país. Sin duda jugó un rol importante
a la vez que fue expresión del proceso de consolidación poste-
rior a la Confederación.
En la década de 1850 el país experimenta una apertura al
liberalismo. Pero el estado liberal que se funda con Castilla y
tras unos trastabilleos (que incluyeron el propio giro al conser-
vadurismo de Castilla, en su segundo periodo) se afianza luego
con Manuel Pardo, no podría escapar a su origen literalmente
conservador. Castilla era un héroe de la restauración y Manuel
Pardo hijo de don Felipe. Esta continuidad genética en la polí-
tica no fue azarosa. Expresaba lo que estaba ocurriendo a nivel
del Estado y la sociedad. La clase rectora del Estado, ahora pre-
dominantemente liberal, no se había renovado. Simplemente se
había adaptado a las nuevas y favorables circunstancias creadas
por el negocio del guano46.Y el Estado, como bien ha sugerido
Trazegnies, inició un proceso de “modernización tradicionalis-
ta; es decir, una modernización capitalista limitada por una pro-
funda resistencia, por parte de las élites, a modificar las jerarquías

aduanero, allí se admite todo ( … ), No crea que solo los grandes señores aquí
leen; el artesano, el trabajador de toda clase ahorra para tener El Comercio y el
más pobre lo busca prestado. El que no sabe leer, escucha, entre los comen-
tarios, discurre como los demás”. Citado en: Basadre (1983), p. 296, tomo II.
46
Véase Gootenberg (1989a)

130
sociales tradicionales47. Es muy probable que con ello el libera-
lismo peruano de la segunda mitad del siglo (al menos el que
detentó el poder) perdiera el cariz popular que pudo tener en la
primera. Las ideas decimonónicas de progreso, el positivismo y
el desarrollo de la biología al servicio del racismo, se harían sen-
tir con el correr del siglo en nuestro medio e influirían para dar
“solidez científica” a esa ideología de desprecio y segregación
del indio tan bien expresada por Pardo48. Una “república sin
indios” parecía ser el lema del progreso. La inmigración blanca
aparecía como solución a los problemas del país. Sobre tales ci-
mientos ideológicos se fundaría; más tarde, la llamada República
Aristocrática (1895-1919), ese Estado oligárquico cuyas bases
serían severamente resquebrajadas recién con Velasco y de cuyo
desmoronamiento viene emergiendo una realidad que, con
toda su violencia y desgarramiento, pareciera estar marcando
los síntomas de la construcción de una nueva nación.

De la retórica al discurso histórico

Si hemos privilegiado la figura de Felipe Pardo en el análisis


previo, es por varias razones. La primera es que en su produc-
ción es posible distinguir de forma especialmente rica elemen-
tos de una ideología a la que hemos llamado nacionalismo crio-
llo, y que serán reelaborados y permanecerán vigentes durante
la mayor parte de nuestro siglo. Existen en Pardo elementos de
una retórica que el siglo xx convertirá en un discurso histórico

47
Véase: Trazegnies (1980), pp. 30-34 y 41-48.
48
Gerbi ha expresado bien el espíritu del pensamiento decimonónico: “El
progreso hacia la civilización, dogma del iluminismo, se convierte y se oierde
en la evolución biológica. El problema del salvaje, problema histórico filo-
sófico, se transforma en el problema del hombre, entendido en el sentido
naturalista como especie o raza”, véase: Gerbi (1946).

131
instrumental al poder. Y nos interesa Pardo porque representa,
además, una corriente de opinión significativa en un momento
histórico sobre el cual ha habido una escasa reflexión entre los
historiadores modernos, y que no obstante consideramos crucial
en la definición de las categorías acerca de lo nacional-peruano.
El análisis del discurso de Pardo es particularmente revelador no
solo de la importancia histórica, sino sobre todo simbólica, de
los acontecimientos que se definían en aquel periodo.
Tampoco es casual que hayamos privilegiado a un literato.
La producción literaria no solo expresa sino que es parte del
proceso de construcción de identidades, colectivas y persona-
les.Y su asimilación puede tener tanto o más peso que la de los
propios discursos historiográficos en la formación y reafirma-
ción de dichas identidades. Pongamos el ejemplo más simple.
Entre la declamación de una letrilla racista de Pardo contra
los bolivianos y una arenga de Sucre a las tropas patriotas, lo
primero podría impactar más que lo segundo a un escolar a
quien se le pretende inculcar “nacionalismo”. Porque mientras
Sucre habla de una patria inasible, Pardo se refiere al cholo que
invade, y también habla de la patria. El texto literario tiene la
capacidad de movilizar la subjetividad del lector a niveles difí-
cilmente alcanzables a través de un texto puramente histórico.
Torna concreto lo más abstracto. La defensa de la patria y la
nación, para quien se identificara con una letrilla de Pardo, im-
plicaba también la definición de una sensibilidad en relación al
medio social y humano en su entorno. La defensa de la patria,
en este caso, estaba claramente asociada con el rechazo al “indio
conquistador”.
Nos interesa Pardo, entonces, justamente porque la rique-
za expresiva de su producción satírica nos permite profundizar
el análisis ideológico. Pardo se burla y se ríe. Queremos reparar
en el sentido de esta risa. No se trata de una risa carnavales-
ca, en la acepción de Bajtín. Su risa no tiene el sentido de la
risa popular, festiva, “donde están incluidos los que ríen (…),
una risa que escarnece a los mismos burladores y (…) dirigida

132
contra toda concepción de superioridad”49. No es este el caso.
La risa de Pardo es más bien la del “autor satírico que solo
emplea el humor negativo, se coloca fuera del objeto aludido
y se le opone (…)”50. Es por tanto una risa que refuerza el
sentido de las jerarquías. Escarnece lo que considera inferior,
lo que desprecia. Pardo no solo desprecia lo indio sino toda la
expresión estética y política que pueda tener un cariz popular:
su racismo en relación a los negros fue igualmente abierto. Y
ya vimos cómo en su burla a Santa Cruz le asigno también este
elemento racial. Pero si hemos puesto énfasis en el desprecio
del indio es porque, en el contexto en que es expresado por
Pardo, resulta singularmente revelador de una de las paradojas
más desconcertantes del nacionalismo criollo. Como veíamos,
no se desprecia a cualquier indio sino, particularmente, al que
se ha salido de “su lugar”. Y su sometimiento es necesario para
preservar la “integridad nacional”. Y aquí, creo, no hay segun-
das interpretaciones (o vuélvase a leer las letrillas citadas pági-
nas atrás). La paradoja no fuera tal si solamente los indios no
formasen la mayoría de la población en esa nación cuya inte-
gridad se pretendía defender.
Pardo, entonces, interesa no solo porque su producción
encierra un discurso ideológico sino porque expresa una sensi-
bilidad que está asociada a él: el desprecio.Y el desprecio, como
señala Nugent, forma, aun hoy, parte de nuestra vida pública
cotidiana y constituye “una de las más arraigadas enseñanzas de
nuestra socialización”51. Pero las sensibilidades también tienen
su historia. Y la del desprecio al indio en el Perú no es ni tan
simple, ni tan obvia, ni tan claramente remota.
El desprecio surge por la convicción de la inferioridad de
aquel a quien se desprecia. Podría argumentarse que el desprecio

49
Véase: Bajtín (1971), p. 17.
50
Loc. cit.
51
Véase: Nugent (1990), p. 8.

133
al indio es tan antiguo como la creación misma del concepto,
producto de la conquista en el siglo xvi. Puesto que indio, si bien
para los españoles fue sinónimo de colonizado, no fue siempre
el equivalente de un ser intrínsicamente inferior, degradado o
bruto. Una vez superadas las polémicas sobre la humanidad de
los indios que enfrentaron las clásicas posiciones de Las Casas y
Sepúlveda, los administradores coloniales aprendieron a reco-
nocer las cualidades de organización política de las poblaciones
indígenas, aun cuando fuera para utilizarlas a su favor. Es decir,
el segregacionismo paternalista no le impidió al Estado colonial
reconocer en los indios cualidades y habilidades (antes bien, era
necesario conservarlas, rescatarlas y aun cultivarlas para explo-
tarlas). Por otro lado, la propia existencia de una aristocracia
indígena impedía una ecuación exacta de indio con ser inferior.
Si era noble merecía cierta consideración entre los individuos
de su misma clase en el mundo criollo y español, y aun com-
partió muchos de sus rasgos culturales: vestido, religión, lengua,
acceso a una educación privilegiada. Pero las cosas cambiarían
mucho tras la derrota de la rebelión tupacamarista, en 1781,
que fue seguida por la paulatina extinción de la nobleza incai-
ca, y en lo inmediato, su deslegitimación. Estos cambios, que
afectaron profundamente a la sociedad indígena misma, incidie-
ron también en la percepción de los criollos y españoles sobre
los indios. Por un lado, porque despojada de su aristocracia, la
población indígena tendería a ser vista, de manera más indife-
renciada, como colonizada o inferior. Pero por otro lado, y esto
es mas importante, porque la rebelión de Túpac Amaru fue un
hecho traumático para los criollos. Marcó en ellos un profundo
recelo y temor frente a las poblaciones indígenas, ahondando
abismos, alimentando fantasías de horror. La rebelión de Túpac
Amaru, acierta Monguió: “vino a endurecer la postura relativa
al indio de toda una generación de peruanos ilustrados”52. Es

52
Véase: Monguió (1985), p. 350.

134
decir, el desprecio y visión negativa del indio crecieron a la par
de los temores de un “desborde” y la consiguiente necesidad
del sometimiento de estas poblaciones.Y si bien estas preocupa-
ciones y temores fueron los del estado colonial luego de Túpac
Amaru, marcarían todavía más claramente la ideología de los
criollos que precisamente participaron en el proceso de eman-
cipación. Porque eran los criollos quienes tenían que disputar
con los indios no solo la legitimidad del liderazgo, en la lucha
anticolonial sino, y sobre todo, el lugar que le correspondería
a cada quien en una nueva, potencial, nación. La necesidad de
marcar distancias se hacía más imperativa, y la consiguiente jus-
tificación de la natural inferioridad e inacapacidad de los indios
más necesaria”53. Las ideas de la ilustración, con su afán clasifica-
torio, regulador y jerarquizante, habrían coadyuvado a moldear
las nuevas percepciones de los criollos sobre los indios, posi-
bilitando la racionalización teórica de unos temores que eran
producto de una experiencia histórica sin duda decisiva54.
El desprecio de Pardo —buen ejemplo del ilustrado en el
temprano siglo xix— tenía, pues, una historia. Y se haría más
vívido ante la amenaza de una, real o hipotética, invasión india.
Podemos, ahora, observar otro rasgo que tipifica el dis-
curso nacionalista criollo: la exaltación del pasado inca.Vimos

53
Con demasiada claridad lo expresa una opinión oficial de la Sociedad de
Amantes del País, en respuesta a la carta de un lector que sugería la conve-
niencia de una unión entre las “dos repúblicas”: “Dexamos establecido (…)
que tenemos por imposible la unión y comun sociedad del Indio con el
Español, por oponerse a ella una grande diferencia en be caracteres, y una
distancia tan notable en la energía de las almas (…)”.Y, tras otros argumentos,
se añade: “todas estas y algunas mas distinciones que se dexan ver en todo
Indio de un modo 6 de otro, aun uando mas se adorne y asee, son otras tantas
diferencias que dificultan naturalmente esa union ideada, o propuesta…”,
véase: Biblioteca Nacional (1966), p. 264 y 277.
54
Para un análisis del discurso ilustrado sobre el indio americano véase
Gerbi (1981). También útil en este sentido Duchet (1975).

135
cómo este elemento estuvo presente en la juvenil “Oda a la
Independencia” de Pardo. Pero, más importante aún, se tra-
tó de un recurso retórico ampliamente utilizado por los pro-
pios caudillos y políticos antisantacrucistas para legitimar su
discurso nacionalista. Al igual que el desprecio del indio, la
exaltación del pasado inca tenía ya una historia cuyos vai-
venes estuvieron, asimismo, profundamente signados por la
rebelión tupacamarista. Como sabemos, la sociedad colonial
experimentó durante el siglo xviii un fenómeno cultural que
John Rowe denominó “el movimiento nacional inca”. Este
movimiento implicó el resurgimiento y la reelaboración de
diversas tradiciones incas y se plasmó en el teatro, la pintura,
el vestido, y otras representaciones artísticas. Se trató de un
movimiento dirigido por la nobleza inca, que tuvo nada in-
significantes móviles y expresiones políticas y que culminó
en el gran levantamiento de 178055. La represión que siguió
a la rebelión implicó , entre otras medidas, la supresión de los
cacicazgos rebeldes (es decir, la virtual extinción de la aristo-
cracia nativa) y la prohibición explícita, para las poblaciones
indígenas, de todo tipo de manifestaciones que pudiesen re-
vivir la tradición inca. Se prohibió, incluso, que en adelante
ningún indio firmase como Inca. A partir de entonces, serían
los propios criollos quienes asumirían la reproducción de las
tradiciones y la simbiología incas. Pero, estas manifestaciones,
como sugiere Estenssoro, serían “estilizadas fuertemente por
la retórica oficial”, neutralizando así “el contenido político de
los elementos culturales de origen indio”56. Esta recurrencia
al simbolismo inca y la apelación a una retórica de exaltación
del pasado imperial por parte de los criollos se hizo aun más
evidente en la época de la independencia. Basadre ha aludido
al fenómeno como un primer indigenismo. Otros hablan de

55
Véase: Rowe (1954). Se reproduce en Flores-Galindo (1976), pp. 13-53.
56
Véase: Estenssoro (1990), p. 533, tomo III.

136
incaísmo. Una extinción definitiva de la nobleza inca tuvo su
golpe de gracia con el decreto de abolición de los curacazgos
dado por Bolívar en 1825. Es muy probable que este hecho
haya reforzado el carácter criollo, o bien intelectual-mestizo,
de toda retórica de exaltación del pasado inca en lo sucesivo,
hasta el día de hoy.
Pero esta retórica de glorificación del pasado inca apropia-
da por los criollos convivía con una valoración despreciativa del
indio (o lo que por tal se tuviera). Esta situación aparentemen-
te contradictoria tenía, sin embargo, una lógica. Apropiándose
y oficializando un discurso que originalmente perteneció a la
aristocracia indígena, los criollos neutralizaban el sentido polí-
tico que pudieran tener las expresiones propias de los indios.Y
además, apelar a las reales o imaginadas glorias incas para de-
fender al Perú de una invasión, era una manera de establecer el
carácter “ya dado” de la nacionalidad, y de negar la posibilidad
de que esta se fuera forjando desde, y a partir de, los propios sec-
tores indígenas, los mestizos, la plebe y las castas.Y de ello no se
librarían en lo sucesivo, los mejor intencionados indigenismos.
A medida que transcurriera la república, los elementos ya
presentes en esa retórica nacionalista criolla temprana serían ra-
cionalizados y articulados en un discurso histórico instrumental al
poder, coadyuyando a la reproducción de una ideología que ten-
día al mantenimiento de las jerarquías sociales. La historiografía
peruana del siglo xx —ciertamente la historiografía neocriolla
más conservadora— ha jugado un rol decisivo en este proceso.
Es sumamente sugerente que en el discurso historiográfico neo-
criollo la revolución tupacamarista sea reivindicada no por su
contenido indígena, sino a pesar de él57.Y, buenas intenciones al
margen, el discurso criollo fue un discurso que al no renocer en

57
“Los estudios recientes sobre la revolución de Túpac Amaru confirman su
significado nacionalista, indicado ya admirablemente por Riva-Agüero. Pues
no solo incluyó a los mestizos sino también a los criollos. No tuvo el carácter
de una rebelión exclusivamente indígena”, véase: Belaúnde (1968), p. 94.

137
los indios capacidad para expresarse y representarse por sí mis-
mos, les negaba la personalidad, atribuyéndoles, a cambio, una
imaginada. Cualesquiera fueran los adjetivos que se usaron —y
que oscilaron entre los despreciativos de torpe, bestia, falto de
entendimiento, o los más comniserativos de dócil y sumiso, o
ingenuo y bueno—, hubo uno que fue una constante, y muy evi-
dente en el discurso historiográafico de nuestro siglo: arcaico58.
Los criollos se reservaron para sí los atributos de la modernidad.
Y aquí llegamos a un punto que no ha sido tocado en el
análisis previo pero que podría ser profundizado en un estudio
más detenido. Vimos que el debate ideológico en torno a la
Confederación suponía, para los criollos enemigos de esta, no
solo la oposición de blancos con indios, superior con inferior,
sino también civilizado con bárbaro. La manera más antigua de
expresar lo que hoy es más comúnmente dicotomizado como
moderno y tradicional. El indio Santa Cruz era ridiculizado
por su afrancesamiento, por sus ansias de hacer suyos los atri-
butos de una civilización “superior” o moderna; y como es
tan claro en la reacción criolla, estos no eran, ni podían ser, los
atributos de un indio. Nuevamente esa necesidad normativa
de establecer el lugar de cada quien. El establecimiento de las
jerarquías sociales tenía así su correlato en una suerte de nece-
sidad de normar las apariencias estéticas. Había y debía haber
una para cada quien. Aquí el discurso criollo no careció de
ambivalencias. Pues, desde la época que nos ocupa, los dife-
rentes gobiernos enarbolaron, con mayor o menor intensidad,
la bandera de la educación como la mejor manera de sacar a
las poblaciones indígenas de la “postración” y el “atraso”. Pero
quienes esto impulsaban no dejaban de temer las consecuencias

58
“El indio de la costa y de la sierra (…) tuvo como característica esencial
un tradicional instinto, un sentimiento de adhesión a las roma adquiridas, un
horror a la mutación y al cambio, un afán de perennidad y de perpetuación
del pasado, que se manifiesta en todos sus actos y costumbres…”, véase: Po-
rras Barrenechea (1969), p. 21.

138
de semejante proceso y establecieron también discursos para-
lelos donde la necesidad de mantener a los indios tal cual no
dejaba de ser expresada. Se trataba de un registro no oficial,
ciertamente, más bien velado en la ironía, pero no por ello
menos válido o significativo59.
El tema de la ideología criolla y su identificación con lo
moderno, entendido como el aporte de los elementos cultura-
les de occidente, es ciertamente más complejo. Y desarrollarlo
rebasa los límites de este ensayo. Pero sugerimos que la pro-
pia obra de Felipe Pardo podría ser un importante punto de
partida. Pues se trató de un conservador cuya producción, no
obstante, representó innovaciones significativas en la creación
estética de su tiempo (la narrativa y el teatro). Pardo fue en
muchos sentidos también un moderno. Pero lo que en todo
caso queremos resaltar aquí es que su propio interés de innovar
la creación estética nacional con los aportes europeos60 lo llevó
a asumir posiciones conservadoras al rechazar explícita mente
las manifestaciones estéticas populares (lo que se tradujo en su

59
“Es muy digno de notarse que los subdelegados, curas, recaudadores, y
demás funcionarios, no permitían á los indijenas jovenes vestirse con decen-
cia: muchas veses se há visto, que con el pretesto de cualquiera ligera falta,
despues de asotarlos barbaramente les mandaban quitar las medias y zapatos,
y los hacían pisar barro encargándoles que no debían vestirse como los es-
pañoles; porque para ellos solamente estaba consignada la baieta el país, y las
sandalias de cuero crudo: habiéndose preguntado la causa de tanta injusticia,
respondían que los indígenas que se vestían como los españoles se hacían
orgullosos y desobedientes: este era el común sentir de los mandatarios en
los años inmediatos a la independencia”, véase: Choquehuanca (1833), p.
69. En ciertos lugares la tradición oral ha perpetuado este sentir de las élites,
tan bien captado por Choquehuanca, entonces diputado por Puno, en frases
como. “indio de jerga buen indio, indio de paño mal indio, indio de casimir
Dios me libre” (informante: Arturo Tineo, Ayacucho comunicación de Jefrey
Gamarra).
60
Véase, especialmente, “Opera y Nacionalismo” de Pardo, en: El Espejo de
Mi tierra. Periódico de Costumbres, N.º 2, Lima, 1840.

139
enfrentamiento con Manuel Ascencio Segura) y en un afán de
establecer rígidamente los contornos de esa modernización61.
Se trató de un caso típico de despotismo ilustrado, como sugi-
rió Porras. Es decir, de una modernidad que tendía a reforzar, y
solo podía lograrse, con el mantenimiento de las jerarquías so-
ciales. Un lugar para cada cosa y cada quien. En otras palabras,
su modernidad como literato fue perfectamente coherente con
su conservadurismo como político.

Epílogo

Hemos llegado al fin de estos apuntes. Decíamos, al comenzar,


que el nacionalismo criollo es una ideología en crisis. Y que
esta crisis expresa el fin de un largo ciclo: el de la normativi-
dad oligárquica. Y que la mejor expresión de esta crisis es la
emergencia, en el Perú de los últimos veinte años, de procesos
sociales que justamente cuestionan y desafían esa normatividad.
Queremos terminar con un juego de imágenes, primero, y otro
de preguntas, después.
Cuando en 1835 el proyecto de la Confederación Pe-
rú-Boliviana estaba a poco de convertirse en realidad, los
criollos de Lima anunciaron una temida conquista del Perú
por el indio.Y derrocharon energías, viajes, tinta, dinero, amar-
guras y mucho ingenio para combatirla. Se habló también de
invasión. Pues bien, aunque justamente la ausencia de referen-
tes actuales para una ideología de tan largo aliento nos impide
utilizar libremente la palabra “indio”, habiéndose esta sustitui-
do por las de poblador andino o campesino, creo que cualquier
peruano entenderá las analogías que me permito hacer al decir
que “la conquista del Perú por el indio” es precisamente lo

61
Respecto a la polémica Pardo-Segura, véase las breves pero agudas obser-
vaciones de García Calderón (1910), pp. 11-12.

140
que en los últimos veinte años se ha producido. Y si bien la
palabra “indio” ha entrado en desuso, no lo han sido las de
“conquista” o “invasión” como tan claramente revelan los títu-
los de dos libros que se han dedicado a estudiar este proceso62.
Pero quizá lo que le da el carácter revolucionario (permítaseme
nuevamente una palabra en desuso) a este proceso es que la
connotación que se le ha dado a estos términos hoy ha deve-
nido en positiva. Se habla de la conquista de la ciudadanía, y
de una invasión que es justamente el punto de partida de un
proceso de construcción de nuevas identidades (“de invasores
a ciudadanos”). De un proceso en el cual estas identidades pre-
cisamente se están construyendo y forjando; no son “dadas”.
Y creo, por eso, que aquellos viejos términos con estos nuevos
contenidos grafican mejor el proceso que describen, que la más
reciente calificación de “desborde”63. Porque, tal parece, son los
viejos temores criollos que tal palabra connota justamente los
que han entrado en retirada. Pero, aquí volvemos una vez más
al comienzo. Decimos en crisis y en retirada porque recuérdese
que “nada muere del todo”. Entonces, son las preguntas para
el reconocimiento: ¿qué ha muerto y qué queda de ese con-
junto de ideas, temores, prejuicios, discursos, retórica, sensibi-
lidades y recursos satíricos que hemos rescatado de la historia
en estas pocas páginas, en el Perú de hoy?, ¿qué como discurso
abierto y político?, ¿qué como registro oculto, íntimamente
sentido? Habrá probablemente tantas respuestas como lectores.
Pero sin duda algo queda.Y en tanto sea así, entonces tenemos
todavía mucho por hacer, decir, investigar, polemizar. En suma,
construir.

62
Véase: Degregori, Blondet y Lynch (1986), y Golte y Adams (1990).
63
Véase: Matos Mar (1985).

141

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