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Grupo 8

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DOCENTE:

Mg. LUIS ANGEL ZAVALA ESPINO.

TEMA:

LAS TEORIAS Y EL PENSAMIENTO JOHN LOOKE

INTEGRANTES:
KEVIN CALLE CHUMACERO.

DANIEL ARELLANO MEZONES.

DAYVEKUR MORE ORTIZ.

MIGUEL VILEA HUAMAN.

LEONARDO MEJIA SALAZAR.

ADRIAN MARQUINA CRUCES.

CURSO:
DERECHO PARLAMENTARIO.

PIURA-PERU
La división de poderes es un principio de organización política que se basa en
que las distintas tareas asignadas a la autoridad pública están repartidas en
órganos distintos y separados. Los tres poderes básicos de un sistema político
serían el legislativo, el ejecutivo y el judicial. Ya Aristóteles atisbó esta división,
pero fueron Locke y, sobre todo, Montesquieu quienes plantearon esta clásica
división. El poder y las decisiones no debían concentrarse para evitar la tiranía.
Así pues, debían existir órganos de poder distintos que se controlarían unos a
otros, todo articulado en un sistema de equilibrios y contrapesos. La división de
poderes se convirtió en un punto básico de las Revoluciones liberales porque
atacaba de lleno una de los pilares de la Monarquía absoluta, la concentración
de los poderes en una institución, la Corona, en este caso. El sistema político
liberal que se diseñó en las Constituciones dejaba muy claro este principio en la
parte orgánica de las mismas, junto con el otro puntal de la nueva ideología, el
reconocimiento y garantía de los derechos, dogmática de los textos
constitucionales.

Pero la división de poderes se fue perfeccionando con otros mecanismos de


fragmentación y de relación entre los mismos. Se estableció la primacía del
poder legislativo sobre todos los demás, y se reconoció la independencia del
poder judicial. El poder legislativo, que pasó a estar ocupado por la burguesía,
pretendía controlar a la Corona.

En muchos sistemas políticos se estableció el bicameralismo en el seno del


legislativo. En unos casos era una consecuencia lógica de la estructura de los
Estados. La representación política ciudadana general debía compensarse con
la representación paritaria de los estados . En otros sistemas, en cambio, el
bicameralismo fue una consecuencia del triunfo de las tesis más conservadoras
o doctrinarias del liberalismo. Las cámaras altas -Senados- servían para
controlar las posibles tentaciones radicales de las cámaras bajas -Congresos de
los Diputados o Asambleas- y para evitar el choque directo entre la Corona,
poseedora de parte del poder ejecutivo, con el poder legislativo. Esas cámaras
altas estaban compuestas por miembros elegidos por sufragios mucho más
censitarios, es decir, más restringidos que los establecidos para elegir a los
miembros de cámaras bajas, además de por otros componentes por derecho
propio y/o designados por la propia Corona. En los sistemas ya plenamente
democráticos no se pudo seguir justificando con aquellas razones la existencia
de los Senados ni la forma en que eran elegidos sus componentes, por lo que, o
desaparecieron o perdieron gran parte de su inicial poder de contrapeso.

En el caso de los ejecutivos, en las Monarquías constitucionales liberales se


estableció la existencia de dos componentes, el propio monarca, y los gobiernos
en sí. El liberalismo más conservador siempre consideró que la soberanía era
compartida entre la Corona, representante del principio histórico, y la nación; de
ahí, las competencias ejecutivas de los reyes decimonónicos y de sus derechos
de veto sobre las decisiones del legislativo. En los sistemas democráticos estas
concepciones no podían tolerarse, ya que si se aceptaba el hecho monárquico
solamente podía serlo como Monarquía Parlamentaria y el ejecutivo debía ser
elegido y confirmado por el legislativo, quedando los poderes de la Corona muy
devaluados. De esta manera, el ejecutivo y el legislativo quedaron
estrechamente ligados y dependientes de la voluntad popular reflejada en las
urnas.

Por otro lado, en el caso del poder ejecutivo es importante destacar la aceptación
de la separación entre el gobierno y la administración, ya que los componentes
de la misma hasta un determinado nivel deben ser miembros elegidos por
procedimientos objetivos y no pueden ser separados por cambios del signo
político del gobierno. Costó poner en marcha este aspecto durante el siglo XIX
en algunos países, como en España, como se comprueba a través de la literatura
de Galdós con la figura de los cesantes.

La descentralización administrativa de sistemas políticos muy centralizados


tendría que ver también con la división de poderes, ya que generaría nuevos
poderes que harían de contrapeso de las administraciones centrales.

Pero en la actualidad existen graves riesgos de concentración de poder en los


sistemas políticos occidentales, tanto en los presidencialistas como en los
parlamentarios. Se trata del protagonismo y primacía de los ejecutivos frente a
los legislativos. En el caso de los sistemas presidencialistas es evidente que los
presidentes siempre han gozado de mucho poder, como se puede apreciar en el
caso norteamericano, pero estos sistemas tienen parlamentos muy poderosos,
ya que el legislativo parte de una legitimidad democrática radicalmente separada
de la que procede la cabeza del ejecutivo. En el caso del parlamentarismo, más
importante para nosotros, el peligro parte curiosamente cuando ambos poderes
se vinculaban estrechamente porque nacían de la misma legitimidad
democrática. Cuando se dan grandes mayorías los parlamentos quedan
relegados frente al poder ejecutivo. En estos momentos estamos viviendo una
situación así en nuestro país. Es verdad que las mayorías absolutas dan
estabilidad y evitan los peligros que se vivieron en los parlamentos europeos de
entreguerras, pero, curiosamente, pueden debilitar la calidad democrática que
es la esencia de la división de poderes, si no existe voluntad para un ejercicio
moderado del poder o reglamentos parlamentarios que establezcan mecanismos
efectivos de control de los gobiernos.

Por otro lado, la tendencia política creciente en el seno de las derechas políticas
y mediáticas sobre los supuestos peligros que generaran las Comunidades
Autónomas a la economía nacional y a la propia estructura del Estado es otro
ejemplo de la merma de la división de poderes en nuestro país. Se pretende
retornar al centralismo, y empleando de forma interesada la crisis económica y
el déficit presupuestario se esconde una profunda alergia a los contrapesos y a
la calidad democrática que se sustenta en los mismos.

Por fin, la reforma municipal actual vacía de contenidos y competencias a los


Ayuntamientos frente a las Comunidades Autónomas, y eso supone una merma
no sólo de la atención que merecen y demandan los ciudadanos, sino, además,
del contrapeso que ejercen.

Frente a la crisis de la división de poderes en todos los frentes se hace necesaria


una respuesta clara en tres direcciones. En primer lugar, es importante reforzar
al legislativo en su tarea de control al ejecutivo, apostando por la combinación
entre el poder del número y el respeto y trabajo de la oposición.

En segundo lugar, es urgente una reforma para la estructura del Estado, que
evite el nacionalismo, por un lado, y la negación de la diversidad por otro, El
federalismo supone una tensión permanente al reforzar la existencia de más
poderes, pero por ello, una mayor calidad democrática al obligar a negociar,
pactar y llegar a compromisos comunes. La política en un verdadero Estado
democrático tiene que ver con esas tensiones, negociaciones, acuerdos y
consensos.

Por fin, se hace necesaria una clara reforma en un sentido contrario al actual, ya
que pasaría, precisamente por la revalorización institucional del municipio, la
institución más cercana al ciudadano.
De acuerdo con John Locke es un pensador que ejerció una notable influencia
en el pensamiento político europeo y norteamericano, sobre todo al configurarse
la democracia liberal y constitucional.
De acuerdo con Locke, en un estado natural el ser humano ejerce dos clases de
poder, como son el hacer todo lo que estime conveniente para su conservación
y la de los suyos, y el de castigar los crímenes cometidos en agravio de sus
intereses personales o patrimoniales. Cuando la sociedad civil se organiza
políticamente, el individuo renuncia a tales poderes para transferirlos al estado,
de manera que esa libertad, así como el ejercicio de la auto defensa será
regulado a partir de entonces por la legislación que el aparato estatal crea y
aplica.
Para Locke el legislativo, es el poder supremo, considerándolo el alma del cuerpo
político, puesto que establece la primera y fundamental ley positiva de todos los
estados (la constitución). Además, que el poder legislativo no debe extenderse
más allá de lo que el bien publico exige, los derechos naturales de los hombres
no desaparecen, sino que, por el contrario, subsisten para limitar el poder social
y fundar el ejercicio real de la libertad. De esta forma la existencia del parlamento
y la constitución representan un primer esfuerzo por limitar y controlar el poder,
hasta entonces mas o menos absoluto, del gobernante.

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