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La Bella Durmiente

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LA BELLA DURMIENTE

Había una vez un


rey y una reina que
tuvieron una hija. Y
se pusieron tan
contentos, que
hicieron la mayor
fiesta que se
conocía.

A la fiesta fueron invitadas todas las hadas que se pudo


encontrar en el país, para que fueran madrinas de la niña, y en
total fueron invitadas siete hadas.

Cuando todos los convidados se disponían sentarse a la mesa en el


gran festín que se da en honor de las hadas, vino también a
sentase una vieja hada a la que no se había invitado y que estaba
por eso muy furiosa.

Durante la comida, una joven hada que estaba a su lado, la oyó


murmurar amenazas contra la princesita, y se dijo:

—Esta vieja gruñona es capaz de hacerle algún daño a nuestra


ahijada cuando llegue momento de regalarle nuestros dones.
Tengo que vigilarla para deshacer el mal que pueda hacerle —y se
escondió detrás de unas cortinas cerca de la cuna de la Princesa.
Las hadas fueron pasando al lado de la cuna para hacerle cada
una su regalo a la niña.

La más joven de las hadas dijo:

—La princesa será la más bella de todas las princesas.

Otra hada dijo:

—Será la más inteligente.

La tercera dijo:

—Sabrá danzar como ninguna.

La cuarta dijo:

—Cantará mejor que los ruiseñores.

La quinta dijo:

—Ninguna como ella será tan fina y graciosa.

La sexta, que era la mejor de las hadas, dijo:

—Ninguna como ella será tan buena para todo el mundo.

Llegó entonces el tumo a la vieja hada descontenta, que dijo:

—Sí, tendrá todas esas cualidades, pero un día se pinchará la


mano con un huso y morirá.
Al oír esta predicción, el rey y la reina se echaron a llorar
desconsolados. Pero entonces salió el hada que estaba escondida
detrás de la cortina y dijo:

—No se aflijan ustedes, buenos reyes; la princesa no morirá como


ha dicho el hada, sino que se quedará dormida por cien años,
hasta que llegue un príncipe a despertarla.

Para evitar que se cumpliera lo que el hada había anunciado, el


rey prohibió a todo el mundo en su reino el empleo del huso para
hilar y mandó que se destruyeran todos los husos que se
encontraran.

Pasaron quince años y el rey y la reina fueron a pasar una


temporada a uno de sus castillos del campo.

La joven princesa subía y bajaba, recorriendo todas las


habitaciones del castillo, y un día subió a lo alto de un torreón y
encontró allí un cuartito escondido. Dentro había
una viejecita que hilaba en su rueca.

— ¿Qué hace usted ahí, buena mujer? —preguntó


la princesa.

—Estoy hilando esta lana de un corderillo blanco —contestó la


anciana, que no conocía a la hija del rey.

— ¡Ah, qué bonito! ¡Cómo da vueltas! ¿Quiere dejarme que pruebe


yo a ver si lo sé hacer?
—dijo la princesa.

La anciana le ofreció el huso y, al instante,


la joven se hirió la mano y cayó como
muerta.

Vinieron los criados y los reyes a los gritos


de auxilio de la pobre viejecita. Todos
corrían, echaban agua a la cara de la
princesa, le frotaban las sienes con
vinagre...., todo fue en vano.

El rey recordó lo que habían anunciado las hadas y pensó que no


había remedio. Entonces hizo llevar a la princesa a la habitación
más hermosa del castillo y la acostaron allí en una cama bordada
de plata y oro.

La princesa estaba muy bella; las mejillas se conservaban su color


rosado, los labios continuaban rojos; tenía cerrados los ojos, pero
se la oía respirar dulcemente.

El hada buena que le había salvado la vida a la princesa


anunciando que dormiría durante cien años, estaba entonces a mil
leguas del castillo, pero fue avisada en seguida por un enanillo
que poseía botas de siete leguas.

Partió inmediatamente el hada y al cabo de una hora llegaba al


castillo en un carro de fuego tirado por dragones.
Fue a recibirla el rey y la condujo a la sala donde reposaba la
princesa y lloraba la reina.

Pensó el hada que cuando la princesa se despertara al cabo de


cien años se encontraría muy sola y desamparada en un castillo
tan grande y apartado. Y entonces, sin decir nada a nadie
recorrió todas las habitaciones, todos los salones, las cocinas, las
casas de los criados y jardineros, las cuadras. .. y por donde
pasaba tocaba con su varita mágica todo lo que encontraba.

Personas, animales, todos se quedaban dormidos en el mismo sitio


donde estaban, para no despertar hasta que la princesa
despertara. Así, cuando un día abriera los ojos la princesa, se
encontraría rodeada de sus criadas y pajes, de sus guardianes,
de todos los cocineros y criados dispuestos a servirla y a
continuar la vida que quedaba así suspendida durante cien años.

El rey y la reina abrazaron por última vez a su hija y salieron


llorando del castillo.

El hada hizo entonces crecer alrededor árboles pequeños y


árboles grandísimos, y las matas grandes y pequeñas
entrelazaban sus ramas formando un bosque espeso que nadie
habría podido atravesar. No se veía el castillo; solo de lejos se
divisaban las altas torres que protegían a la princesa y a toda su
corte dormida.

Al cabo de cien años, el hijo del rey que entonces remaba, y que
era de otra familia que la de la princesa dormida, pasó cazando
por los alrededores del castillo. Preguntó qué torres eran
aquellas que se veían desde lejos rodeadas del espeso bosque, y
las gentes le contaban historias diferentes. Un viejo campesino
le dijo:

—Hace más de cincuenta años oí contar a mi padre que una


princesa muy bella está allí dormida esperando al príncipe que ha
de despertarla para casarse con ella.

Al oír esto, el joven príncipe se dijo:

"Yo soy quien ha de despertarla."

Y comenzó a avanzar por el bosque. A su paso se separaban las


ramas y los árboles para dejarlo pasar. Las personas que lo
acompañaban no podían seguirlo, porque tras él se cerraban otra
vez las ramas y los árboles. Al final de una larga alameda vio el
castillo, y siguió avanzando sin miedo, porque era un príncipe
valiente.

Cuando llegó al castillo vio un espectáculo sorprendente. No se


oía ni un ruido, y por todos sitios había hombres y animales
inmóviles, como muertos. Fue observándolos bien y se dio cuenta
de que no estaban muertos; todos estaban tranquilamente
dormidos.

Atravesó un patio de mármol, subió por una ancha escalera,


atravesó puertas guardadas por soldados dormidos, pasó por
entre criados, señores y damas de la corte dormidos, unos de pie
y otros sentados, como los dejó la varita mágica del hada, y llegó
a un hermoso salón dorado.

Allí, tendida en el lecho bordado de plata y oro, vio a la más bella


princesa que jamás había visto. La princesa estaba tan joven, tan
fresca y bella como sus padres la dejaron allí hacía cien años.
Aproximose el príncipe tembloroso de emoción, se arrodilló junto
al lecho y tomó entre sus manos la mano de la
princesa. Y entonces abrió los ojos la bella
dormida y dijo:

— ¿Eres tú, príncipe mío? Cuánto tiempo te he


estado esperando!

El príncipe se sentía conmovido y feliz.

Desde el momento en que la princesa abrió los ojos, todos los que
en el castillo dormían se despertaron también. Las personas y los
animales continuaron sus trabajos y sus ocupaciones y algunos
terminaban los gritos y las palabras que no habían podido
terminar cuando les sorprendió el sueño hacía un siglo.

Cuando todo en el castillo volvió a estar arreglado y en orden, y


cuando el príncipe y la princesa se hubieron contado sus vidas, se
casaron.

Y hubo un gran banquete. Puede


uno imaginar con qué apetito
comerían aquellas gentes que no
habían comido ni bebido nada
desde hacía cien años.

El príncipe llegó a ser rey a la muerte de su padre, y la princesa


fue la reina. Y vivieron siempre felices.

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