Nothing Special   »   [go: up one dir, main page]

El Abogado Colt - Ralph Barby PDF

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 83

GARANTIA

Editorial Bruguera, S. A.
Informa
que sólo son debidas a la pluma de
MARCIAL LAFUENTE ESTEFANIA
el célebre autor que ha creado un estilo
propio en el género "Western", aquellas
obras en las que figura, de forma
destacada, el nombre

y que aparecen en las colecciones:


CALIFORNIA BRAVO OESTE
HEROES DEL OESTE OESTE
LEGENDARIO
COLORADO CENTAURO
KANSAS CALIBRE 44
SALVAJE TEXAS
Cualquier otra obra, en la que no figure
este distintivo, aun cuando aparezca en
ella el nombre ESTEFANIA, no es del
autor que durante tantos años ha gozado,
y sigue gozando, del favor del público.

RALPH BARBY

EL ABOGADO COLT

Colección SALVAJE TEXAS n.° 814

Publicación semanal

Aparece los MARTES


EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA - BOGOTA - BUENOS AIRES - CARACAS - MEXICO
Depósito Legal B 40.607-1971

Impreso en España -Printed in Spain

1.a edición: diciembre, 1971

© RALPH BARBY-1971

sobre la parte literaria

© JORGE SAMPER -1971

sobre la cubierta

Concedidos derechos exclusivos a favor de EDITORIAL BRUGUERA, S. A. Mora la Nueva, 2.


Barcelona (España)
Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A.

Mora la Nueva, 2 - Barcelona - 1971

ULTIMAS OBRAS DEL MISMO AUTOR PUBLICADAS POR ESTA


EDITORIAL

En Colección COLORADO:
735 — Olor a pólvora en río Grande.

En Colección KANSAS:
694 — Pistolas que agonizan.

En Colección CALIFORNIA:
786—¡Escapa, Jake, escapa!

En Colección BRAVO OESTE:


554 — Ruta del cementerio.

En Colección SERVICIO SECRETO:


1.105 — El dragón amarillo.

En Colección SALVAJE TEXAS:


809 — Con el lodo hasta el cuello.

En Colección PUNTO ROJO:


484 — Para morir, traje de seda.

En Colección ASES DEL OESTE:


647 — Los torturados de Nogan.

En Colección BISONTE:
1.106 — El futuro no es de los cobardes.
CAPITULO PRIMERO

Tras unos largos pitidos, el tren se introdujo resoplante en los andenes


de la estación de Saratoga City. El grueso y oscuro penacho de humo se
elevaba hacia el cielo, enturbiándolo. Era un cielo limpio, azul, donde
imperaba el espléndido pero rabioso sol que resquebrajaba la tierra del
territorio de Wyoming.
Cuando las ruedas de hierro se detuvieron sobre los raíles, no sin un
fuerte chirrido que estremeció a más de una de las mujeres que viajaban en
el convoy, los vagones sufrieron unos leves choques entre sí y al fin
quedaron quietos. Por entre las ruedas de la locomotora escapaba el vapor
como si se tratara de un monstruo. Un monstruo férreo, cansado y jadeante
tras una larga carrera.
La figura alta y elegante de Jeff Z. Dangerman pasó de la plataforma
de uno de los vagones al piso de madera del andén, cargado con su bolsa de
viaje.
Dangerman era un hombre que frisaría en la treintena. Sus manos eran
cuidadas e iba correctamente rasurado. Sus ropas, pantalón, camisa blanca,
chaleco y chaqueta larga, eran de inmejorable calidad. El sombrero tenía el
ala doblada hacia arriba y el fieltro blanco adivinábase caro.
En Dangerman, aparte de sus rasgos acusados, muy varoniles, sus
pupilas color ceniza, su cabello cobrizo lacio y abundante, su mandíbula
altiva y agresiva, destacaba su revólver. Lo llevaba bajo, pegado al muslo al
estilo de los gun-men y ello contrastaba con las ropas elegantes, aunque la
culata del «Colt» 38 era de fina plata labrada y reverberaba cualquier luz.
Debía de ser forzosamente un revólver de tacto frío, al revés de los que
poseían cachas de caucho.
—¿Le llevo el equipaje, señor?
Dangerman clavó su mirada en el mozo de piel negrísima. Quizá,
cuando saliera de la marquesina de la estación que les protegía del sol,
aquella piel brillara intensamente.
—Sí, coge mi bolsa y llévala al hotel. Di que la guarden en la mejor
habitación que tengan, con ventana a la calle, para el abogado Dangerman.
Jeff Dangerman pasó un dólar a la mano del moreno y éste se apresuró
a decir:
—Sí, sí, señor Dangerman, cumpliré su encargo.
Jeff miró en derredor. En la calle había los curiosos de costumbre,
personajes que podían hallarse en cualquier estación de ferrocarril de
cualquier ciudad del Oeste. Viejos sin trabajo talladores de pipas,
vagabundos, gente que arribaba en el tren, mujeres que aguardaban en vano
la llegada de alguien.
Jeff Z. Dangerman, sin prisa por sacarse las volutas de hollín que se
habían pegado a sus pobladas cejas e incluso a sus ropas, libre ya del
equipaje, abandonó la estación adentrándose en Saratoga City bajo el fuerte
sol estival.
No conocía bien la ciudad, sólo había estado una vez en ella y de paso.
Se dijo que ahora tendría ocasión de visitarla, de conocerla a fondo. Cuando
llegaba a una población para esclarecer y defender un caso, no le quedaba
otro remedio que sacar a la luz los «trapos sucios», lo que solía originar
pleitos. Por ello llevaba revólver. Se había acostumbrado a él por haberse
visto obligado a usarlo en varias ocasiones en legítima defensa. Había
mucha gente que se molestaba, y muy profundamente, cuando sus «trapos
sucios» salían a la luz, por ello se le conocía por un apodo singular, el
Abogado Colt.
Sin prisas, se mezcló entre la gente bajo los porches de la calle
principal hasta que reparó en el rótulo de la Sheriff's Office.
Penetró en la oficina. Una penumbra agradable descansó sus ojos del
intenso sol exterior.
—¿Qué quiere, forastero? ¿Problemas?
Jeff se adelantó hasta la mesa tras la cual estaba sentado el hombre
que lucía en su pecho la estrella de sheriff. Junto al armero, un ayudante
limpiaba un fusil.
—Quiero ver a Vera Pawell.
—¿A la Flaca?
—Si ustedes la llaman así, ella será.
—Pues lo siento, no recibe visitas. Esto no es el hotel Imperial.
El ayudante corroboró las palabras de su superior añadiendo:
—Ya la verá el día del juicio, si es que coge asiento en la corte. Habrá
mucho público. Será la gran oportunidad para muchas mujeres de esta
ciudad que se llaman decentes, de poder enterarse de muchas cosas que
hacen sus maridos.
—Resulta que no puedo esperar hasta el día del juicio. Quiero verla
ahora.
—¿Y quién se ha creído que es? —inquirió peyorativo el sheriff.
—El abogado de Vera Pawell. Por tanto, tengo todos los derechos para
visitarla cuantas veces me parezca conveniente.
Receloso, el sheriff repitió:
—¿El abogado de la Flaca? Si ya tiene abogado... —No me diga. Suelo
trabajar sin compañía. —¿Cómo se llama, abogado? —Jeff Z. Dangerman.
El ayudante del sheriff brincó en su silla sin soltar el rifle que
limpiaba. —¡El Abogado Colt!
El sheriff, arrugando el ceño, observó a Jeff con mayor atención
tensando sus labios. Incrédulo, insistió:
—¿De veras es el Abogado Colt?
—Así me llaman algunos, pero los apodos no me gustan, sheriff.
Llámeme abogado Dangerman, es más correcto. Ahora, no me haga perder
más tiempo. Deseo visitar a mi cliente, a Vera Pawell.
—De acuerdo, de acuerdo —admitió el sheriff sacando un manojo de
llaves—. Ignoraba que fuera usted su abogado.
Sin pronunciar palabra, Dangerman lo siguió al corredor de las celdas.
En la última de ellas, aislada por una pared, se hallaba una mujer alta,
estirada, que en otro tiempo pudo ser bella.
Vestía ropas en rojo y negro, llamativas pero no atrevidas. Parecía
resignada, con una resignación cargada de sarcasmo y burla.
—Vera Pawell, aquí está tu abogado —anunció el
sheriff.
La mujer y Dangerman se observaron mutuamente. Ella comentó en
voz alta:
—Menos mal que me traéis a un mozo guapo y alto. Apuesto a que le
llevo veinte años, pero me gusta mucho más que el borrachín de Bryan.
Jeff, serio, sin pronunciar palabra, pasó al interior de la celda. Se
colocó junto a una de las paredes y apoyó su espalda en ella con descuido,
mientras sacaba un cigarrillo y le prendía fuego. Expulsó la primera
bocanada de humo mientras era observado por todos y dijo:
—Quiero hablar con mi cliente a solas.
—Sí, sí, claro —admitió el sheriff—. Ah, se me olvidaba. Tendrá que
entregarme su revólver. Ella, aunque mujer, está acusada de asesinato.
Usted conocerá las leyes por lo menos tan bien como yo.
Jeff sostuvo el cigarrillo entre sus labios. Soltó su canana y la entregó
al sheriff.
—Cuélguela, pero no toque nada. No me gusta que manoseen mis
cosas.
La seguridad con que Jeff hablaba dominó al sheriff y a su ayudante.
La propia Vera Pawell no le quitaba ojo de encima, admirada.
—Tome el cigarrillo. Supongo que querrá fumar.
Vera Pawell cogió el cigarrillo ya encendido de entre los dedos del
hombre. Sin dejar de observarlo dijo:
—Eres un tipo singular. Si te lo propones, apabullas, y eso no es fácil
de conseguir en Saratoga City.
—Ni en Saratoga ni en ninguna parte.
—Sí, es cierto. ¿Sabes? Me satisface que digas que eres mi abogado.
Por lo menos voy a tener a alguien con c... que me defienda.
Jeff sonrió ante el despropósito de la avezada mujer.
—Me pidieron que me ocupara de su caso.
—¿Quién? Yo no he sido. No me han dejado hablar con nadie; es decir,
sólo con Bryan.
—¿El abogado local?
—Sí. La verdad es que no es un cobardón, pero cuando bebe no sabe ni
dónde mete la nariz y yo lo conozco muy bien. Ha visitado muchas veces la
casa de la Flaca.
—¿Quiere aclararme eso de la casa de la Flaca?
—Sí, claro, cómo no —dijo mientras el hombre encendía un segundo
cigarrillo para sí mismo—. Pero antes dime quién te ha contratado, pollo.
Jeff, a otro le hubiera corregido la expresión, pero a aquella singular
mujer, no. Tenía una forma muy especial y extravertida de comportarse y
no iba a cambiarla a su edad.
—Me enviaron esta carta pidiéndome que viniera a encargarme de su
defensa.
—¿Una carta? Anda, léemela. Yo no me he traído las gafas a la cárcel.
No creo que me sienten demasiado bien para cuando me cuelguen de una
soga.
—Antes de colgarla tendrá que demostrarse su culpabilidad y
mientras, puede usar los lentes.
—Sí, sí, eso empiezo a pensar, ¿sabes, pollo?
—No me llame pollo —observó al fin, molesto.
—Está bien, picapleitos. Contigo a mi lado creo que sí voy a tener
tiempo de usar mis gafas antes de que me ahorquen y me convierta en el
gran espectáculo de la ciudad. La verdad es que hay docenas de
encopetadas mujeres que están deseando verme bailar al extremo de una
soga.
Prorrumpió en una carcajada. Dangerman no la acompañó en su
hilaridad.
—Quien ha escrito la carta ha sido un tal D. Benson. —¿D. Benson?
—Sí. ¿Acaso no le conoce? ¿Puede ser algún admirador suyo?
—Oh, no; se trata de Dora Benson.
—¿Dora Benson? Al parecer, todas las mujeres de esta ciudad no la
detestan como usted insinúa.
—Es que Dora Benson es...
Ante la actitud dubitativa de la mujer, Jeff apremió:
—Vamos, ¿quién es?
—La maestra de la escuela.
—Muy singular, ¿no cree? Suponiendo que es usted la...
—No soy la prostituta de Saratoga City si es lo que pretendes decir,
abogado —atajó rápida.
—Bueno, me ha dado demasiados datos para suponer que...
—Tengo una casa con chicas, nada más.
—Bien, tiene una casa con chicas, vamos entendiéndonos mejor, pero
no puedo felicitarla por su negocio, aparte de que tampoco es un negocio
original que digamos.
—Si no te gusta, ¿por qué vas a defenderme?
—Por varios motivos. El principal es que no me agrada que cuelguen a
una mujer y en su carta Dora Benson me decía que iba usted a ser juzgada
por asesinato y carecía de abogado.
—Y ahora que sabes que soy la propietaria de una casa de chicas,
¿qué?
—Lo mismo, no por eso deja usted de ser una mujer. Sus problemas
morales se los cuenta al reverendo, a mí no. No se la juzga por tener una
casa de chicas, sino por asesinato, de lo cual hablaremos más largo y
tendido, si es que quiere que me encargue del caso. Le advierto que en esta
carta pone que mis honorarios serán pagados religiosamente.
—Lo de religiosamente, bueno... —Se puso seria y de repente espetó
—: Mi vida vale más que unos cochinos dólares. ¿Cuál es tu precio?
—Se lo diré al final, según el trabajo que me dé su caso. Suelo ser
caro, pero justo.
—Si me cuelgan no vas a cobrar.
—Siempre corro ese riesgo, pero es mi norma no cobrar a los que
ahorcan.
—¿Te has quedado muchas veces sin cobrar?
—Por ese motivo, nunca.
—Eso le reconforta a una tanto como una piel de oso en invierno
cuando se está tiritando de frío.
—De acuerdo, seguiremos adelante, pero dígame por qué Dora Benson
se interesa por usted.
—Es mi sobrina.
—Me parece suficiente motivo, todo se va aclarando. Ahora, hábleme
de su supuesto asesinato, pero antes míreme .a los ojos.
—Pollo, ya sé que tienes los ojos muy... ¿cómo diría?
—Deje a un lado las bobadas y no me llame pollo. Míreme a los ojos.
—Está bien, po... digo, abogado.
—¿Es culpable o inocente?
—Inocente, sin ninguna duda, pero se han empeñado en ahorcarme y
lo conseguirán.
—Nadie conseguirá nada que no sea justo, se lo prometo.
—Caramba, un cigarrillo, tu aplomo, tu defensa... Sólo me haría falta
un trago de bourbon para sentirme como en mi casa, lástima que ahí afuera
está el sheriff que no me deja salir.
Jeff Dangerman aspiró el humo lentamente, escrutaba a la mujer.
Después, preguntó:
—¿A quién dicen que ha matado?
—A Nick Hallen, un rico ganadero de la región. ¿Por qué diablos se le
ocurriría al asesino de Hallen degollarlo en mi despacho?

CAPITULO II
La casa de la Flaca resultó un edificio muy bonito, pintado en un color
que no era el más apropiado: el blanco.
Era de planta y piso, con una complicada y vistosa pérgola, casi
cuadrado y aislado totalmente del vecindario.
Un muro de gruesas y altas tuyas de casi tres metros lo circundaba por
completo y entre ellas habían tendido alambre espinoso y tela metálica que
se hundía en la tierra para impedir el paso de cualquier alimaña.
Del cerco a la casa había más de quince pasos en el lugar donde la
distancia era inferior, de modo que quedaba un espacio libre y liso
rodeando la vivienda, cubierto únicamente por espeso y bien cuidado
césped que sólo pisaban media docena de mastines, los cuales tenían
diversas casetas de piedra para protegerse.
Sólo un paso con suelo de madera unía la puerta de la casa con la
entrada -del jardín, un paso cubierto con tejas de madera que protegía a los
visitantes en caso de lluvia. A ambos lados de dicho paso, una reja de
madera pintada en verde que los mastines respetaban.
Aquellos poderosos perros, de grandes y temibles fauces, estaban
adiestrados para que ni siquiera gruñeran a quienes pasaran por el largo
porche que unía la casa con la calle. Sin embargo, que nadie osara penetrar
por entre las tuyas porque terminaría despedazado.
Bajo el sol de la tarde, Jeff Dangerman empujó la doble puerta
basculante del jardín. Anduvo recto hacia el zaguán en el que dos columnas
y unos rosales protegían al visitante de miradas indiscretas.
Al llegar frente a la puerta llamó con el aldabón que era una figura de
mujer al estilo de las cariátides.
La hoja de madera no tardó en serle franqueada por un negro con no
menos de dos metros de altura y sus ciento veinte kilos de peso. No tenía
un solo cabello sobre' su reluciente cráneo y no podía decirse que su sangre
tuviera una sola gota de mezcla de raza blanca o amarilla.
—Tú eres Louis, ¿no?
—Sí, yo soy Louis.
—Me llamo Dangerman y soy el abogado de la patrona. Para
defenderla tengo que dar un vistazo a la casa.
—Como ordene, señor abogado.
La puerta daba a un saloncito circular, muy bien provisto de
cortinajes, sofás y alfombras pese al intenso calor.
En los sofás había una media docena de chicas, todas ellas con
escasísima ropa y abanicándose. Los ojos femeninos se clavaron en el
recién llegado y las miradas, primero curiosas, se tornaron admirativas.
Algunas de ellas se insinuaron descaradamente y otras cuchichearon
entre sí.
Jeff se adelantó hacia ellas. Girando ligeramente de derecha a
izquierda para no dejar de mirar a ninguna, dijo:
—Me llamo Jeff Z. Dangerman y soy el abogado que va a defender a
la patrona, a la que supongo llamaréis la Flaca.
—¿Y a nosotras no vas a defendernos con tu revólver? —preguntó la
más descarada. En seguida se produjeron risas.
Jeff se puso un cigarrillo entre los labios. Lo encendió parsimonioso y
dijo:
—Debo ver al juez, pero no tengo prisa, preciosas, y quiero deciros
que si alguna de vosotras sabe algo sobre el asesinato de Nick Hallen, será
mejor que me lo cuente. Si calla se hará cómplice del verdadero asesino y
eso puede acarrearle muchos problemas; es decir, yo mismo me encargaría
de enviarla a la cárcel y os aseguro que no se está tan ricamente como aquí.
Jeff buscó una mirada turbada en los rostros de las chicas, algo que
delatara una situación difícil. Todas le parecieron normales a excepción de
una de las chicas, menuda y morena, de labios muy pintados. Pese a estar
delgada, poseía senos muy abultados.
Su rostro había palidecido ligeramente, lo cual era difícil de advertir.
Sin embargo, aquel detalle no pasó desapercibido a Dangerman,
acostumbrado a buscar la verdad en los rostros de hombres y mujeres.
—Tú, ¿cómo te llamas?
—¿Yo? —preguntó la morena.
—Sí, tú.
—Vaya, chicas, estoy de suerte. Se ha fijado en mí —dijo con una
arrogancia no exenta de nerviosismo. —No me has dicho tu nombre.
—¿No te interesan otras cosas de mí, aparte del nombre? —inquirió
provocativa.
—No, no me agrada perder el tiempo. Louis...
—Diga, señor abogado.
—¿Cómo se llama la chica?
—Berta, señor.
—Gracias, Louis. Ahora, llévame al despacho de la patrona. Mientras,
vosotras recordad lo que hacíais el día del crimen, durante las horas en que
se supone se cometió. Os iré llamando una por una al despacho para
preguntároslo.
—¿No te atreves con todas a la vez? —le preguntó una rubia de
bonitas piernas.
—Tengo los oídos muy sensibles y el excesivo cacareo me aturde —
replicó agudamente.
—¿Hemos de recordar con quiénes estuvimos? —inquirió otra de las
féminas, que destacaba más por su prominente nariz que por su hermosura
física.
—Sí, es necesario.
—Menudo cacao se armará en la corte —rió una. —No os hagáis
ilusiones. Louis estará conmigo en el despacho.
Una de las chicas explicó despectiva: —Con él sí que no hay peligro.
Lo castraron de pequeño en la plantación donde era esclavo.
Jeff observó de reojo al negro y éste no modificó un ápice su actitud.
Sin embargo, el abogado pensó que no sería bueno molestarlo demasiado.
Sus manazas tendrían la fuerza de un búfalo y podrían cascar las cabezas de
aquellas palomas zainas como si se trataran de débiles nueces.
—Vamos, Louis, llévame al despacho de la patrona.
Mientras caminaban a solas hacia el despacho, el gigante negro dijo
con su voz algo fina dada su corpulencia:
—El ama me concedió la libertad antes de que viniera la guerra. Yo
daré mi vida por ella si me lo pide.
Jeff comprendió que la Flaca tenía en Louis a un incondicional, un
hombre dispuesto a matar por ella si hacía falta.
Toda la casa seguía el mismo estilo de recargado rococó.
El despacho de Vera Pawell estaba en la planta baja, no muy lejos de la
amplia escalera que subía al piso donde se ubicaban las habitaciones de las
chicas.
Observó atentamente el lugar del crimen y recordó la historia que le
contara la propia Vera Pawell.
«—Nick Hallen fue encontrado en mi despacho, medio oculto dentro
del armario con el cráneo rajado por un botellazo. Por lo visto, el asesino,
que se quedó con el gollete de la botella en la mano, lo utilizó para rematar
su obra por si acaso había la posibilidad de que Hallen reviviera. Lo
degollaron con los cristales cortantes. Fue una auténtica carnicería y todo
se llenó de sangre...»
Efectivamente, todo estaba lleno de sangre todavía, sangre reseca. Jeff
preguntó:
—¿Quién dio la alarma?
—El señor Hallen.
—¿No es el señor Hallen el occiso?
—Murió el señor Nick Hallen, señor abogado. Su hermano, Zaqui
Hallen, fue quien descubrió el cadáver. Los dos habían venido a pasar la
noche aquí. Ambos eran visitantes asiduos de esta casa.
—Entiendo, Louis. De modo que un hermano buscaba al otro y lo
encontró asesinado. Y tú, ¿dónde estabas?
—Dando de comer a los perros, señor abogado. Siempre lo hago a esa
hora, señor abogado.
—Suprime el señor y llámame abogado simplemente, o no
terminaremos nunca esta conversación. —Como usted diga, abogado.
—¿Crees que alguien pudo saltar la cerca de tuyas que rodea la casa?
—No, abogado, nadie pudo saltarla. Los perros lo hubieran olfateado y
despedazado. Sólo el ama y yo podemos acercarnos a ellos.
—Pero si tú les dabas comida a un lado de la casa, el otro quedaba
desprotegido.
—No, abogado. Los perros se dividen en grupos de tres y comen en
lados opuestos de la casa. Así lo quiere el ama.
Mientras observaba en derredor, Jeff Z. Dangerman recordó la
explicación exacta que le diera Vera Pawell.
«—Había estado acostada en una habitación que tengo en la planta
baja. Me levanté para ir a mi despacho porque Louis me advirtió que Nick
Hallen quería pagarme. El no pagaba cada vez que venía, lo hacía cuando le
iba bien, vendía reses o sacaba dinero del Banco, y lo cierto es que era
generoso. De modo que me levanté y fui al despacho. Estaba allí, muerto.
Me horroricé, pero para verlo había tenido que medio abrir el armario y me
había manchado el vestido y las manos de sangre. Era una carnicería.
Recogí el gollete del suelo, no sé por qué cometí esa tontería, y fue
entonces cuando entró Zaqui Hallen buscando a su hermano. Al verle
muerto, descubrí en sus ojos un instinto asesino. Creí que iba a matarme,
suerte que tengo la costumbre de hacer dejar las cananas con los revólveres
a la entrada. Hizo intención de abalanzarse sobre mí, pero Louis se
interpuso. El es el más fiel de los servidores y creo que me salvó la vida.
De ordenárselo, hubiera matado a Zaqui Hallen, pero no lo hice. Zaqui se
fue corriendo y yo me senté en una butaca, anonadada. Después, vino el
sheriff y me detuvieron.»
Jeff lo observó todo con atención. Se sentó en un sillón y ordenó a
Louis:
—Di a una de las chicas que venga.
—¿A cuál, abogado?
—No importa, cualquiera sirve. Pienso hablar con todas.
Louis obedeció y Jeff Z. Dangerman comenzó el interrogatorio para la
práctica de su defensa en favor de Vera Pawell.
Cada una de las chicas resultó un problema, pero Dangerman sabía
solventar todos los problemas sin excesivo trabajo.
Berta fue la última de las entrevistadas. Según ella, la noche del
crimen se hallaba en compañía de un desconocido.
Otras dos también dijeron que habían estado con forasteros. Amely
estuvo con Hofrey, un tahúr que había hallado acomodo en Saratoga City y
que solía frecuentar la casa de la Flaca. Por último, de las dos chicas
restantes, una de ellas había estado con Zaqui Hallen y la otra se
maquillaba para agradar al occiso.
—Todo muy interesante, Louis, muy interesante.
—¿Usted cree, abogado?
—Sí, Louis, aquí hay mucho por hurgar. El caso está bastante sucio,
hay que lavarlo y tenderlo al sol para que blanquee, lo malo es que una vez
blanco puede servir de sudario a alguien.
—Es preciso que la salve, abogado. La patrona es una mujer buena,
pese a lo que la gente cree.
—Su negocio no es muy moral, Louis.
—Después de todo, ella acoge a las chicas que vienen aquí muertas de
hambre. Véalas cómo están todas, no les falta de comer y si alguna quiere
marcharse, la patrona le abre la puerta. Ella no las retiene, sólo les da
cobijo.
—Aun así, no es justificable, Louis. Me sería difícil explicarte ahora
ciertos aspectos morales de este trabajo porque tú aprecias mucho a Vera
Pawell, pero el caso es que no he venido a juzgarla, sino a defenderla de un
asesinato que. ya empiezo a estar seguro no ha cometido. Por cierto, Louis,
¿tú abres la puerta a todos los visitantes de esta casa?
—Sí, abogado.
—Me han dicho que los hombres que vinieron aquella noche fueron
los dos Hallen, Hofrey el tahúr y que los otros tres eran desconocidos.
El gigante negro denegó con su cabeza totalmente calva.
—Todos no, abogado.
—¿Conocías a alguno de ellos?
—Sí, abogado, a uno que vive cerca de la ciudad, pero no en la misma
Saratoga.
—¿De quién se trata?
—De Bucone.
—¿Quién es Bucone?
—Un extranjero, por lo menos no se le entiende bien lo que habla. Es
muy hablador, pero nadie quiere escucharle, abogado.
—¿Por qué?
—Porque es el sepulturero de Saratoga City, abogado.
—Ya entiendo, todo un personaje. Y la chica que estuvo con él, ¿quién
fue?
—Berta.
—¿Berta? Ella podía conocerle; es decir, si Bucone venía mucho por
esta casa.
—No, abogado, venía muy de tarde en tarde. A la patrona no le
gustaba, decía que a las chicas las asustaba con su olor a cadáver.
—¿Berta le había visto antes?
—No lo sé, abogado; Berta es nueva aquí. Quizá la última vez que
vino Bucone ella no estaba aún.
—Louis, tengo que marcharme a ver al juez, pero tú has un esfuerzo y
trata de recordar si Berta había visto a Bucone anteriormente.
—¿Es importante, abogado?
—Podría serlo, Louis, y estoy seguro de que tú quieres ayudar a tu
patrona.
—Sí, abogado, claro que quiero ayudarla —dijo enfático con su voz de
timbre algo agudo, una voz que contrastaba con su gran corpulencia.
Louis debía de tener la fuerza de un buey, aunque en una pelea habría
de carecer de la fiereza de un toro. Sin embargo, no sería Dangerman quien
diera un par de centavos por el cuello de quien quedara encerrado entre las
manazas de aquel gigante de color.

CAPITULO III

El juez Sullivan no mostraba un aspecto muy amistoso tras su mesa de


despacho. La singularidad de Dangerman no solía favorecerle en sus
relaciones con los jueces que olvidaban su verdadero puesto en la justicia
para sentirse como poderosos directores de la ley, a veces demasiado
subjetiva.
—Abogado Dangerman, no quiero que venga a complicar la situación
en la ciudad.
—Creo haberle explicado ya que no he venido a buscar dificultades,
sino a defender a mi cliente Vera Pawell.
—Hasta ahora, jamás he tenido problemas en Sara-toga City. Los
ciudadanos creen en la justicia que aquí se aplica, por ello no hay
linchamientos. Si no estuvieran seguros de que la asesina de Nick Hallen
será sentenciada, ya la hubieran lapidado o ahorcado.
—¿Es usted adicto a los linchamientos como justicia expeditiva, juez?
Sullivan dio un manotazo sobre la mesa. Era evidente que Jeff Z.
Dangerman no gozaba de sus simpatías.
—¡No le tolero esas palabras!
—Juez, ¿no está usted dando por sentada excesivamente pronto la
culpabilidad de mi cliente? Eso es contrario a la Constitución de nuestro
país. No quisiera tener que recordarle que hasta que no sea sentenciada
Vera Pawell, es inocente. Por supuesto, confío en la legalidad del juicio, en
la imparcialidad del jurado y en que el sheriff local no abrirá la puerta de su
oficina para que una turba siempre sedienta de sangre satisfaga sus sucios
deseos. Aparte de defender a mi cliente como sea, tendría el placer de
elevar mis quejas al gobernador y luego a la corte federal suprema en
Washington.
—Abogado Dangerman, no sé si en otros lugares asusta a los niños o
no, pero aquí en Saratoga, los matones, aunque sean licenciados en leyes,
no tienen cabida. Le prevengo que en la corte no podrá lucir su llamativo y
altisonante «Colt» que vergüenza debería darle.
—A veces me causa más vergüenza tener que mirar cara a cara a
ciertos jueces. Ahora, como ya le he notificado mi presencia, nos veremos
en el juicio. No entrará mi revólver en la corte, pero si hay alguna
irregularidad en el juicio contra Vera Pawell, tendrá dificultades, juez. Por
suerte o por desgracia, los periodistas de toda la nación suelen ocuparse de
mí, del Abogado Colt como gustan llamarme. Algunas declaraciones mías
podrían hacer daño, mucho daño.
—Le prevengo que el infundio y la calumnia están penados por la ley.
—Sí, juez; pero sólo cuando no se tienen pruebas que los
fundamenten. Buenas tardes, juez Sullivan —dijo dispuesto a abandonar el
despacho.
—Aguarde, abogado. Es inútil que le advierta que en la corte no voy a
tolerar ninguna fanfarronada. Si comete algún desliz, tanto en la corte
como fuera de ella, le haré detener en el acto.
—Lo tendré en cuenta.
—Entonces, nos veremos en la corte pasado mañana.
—¿Pasado mañana? ¿Sólo cuarenta y ocho horas para preparar una
defensa?
—Buenas tardes, abogado Dangerman. —Ese plazo no es justo.
—Buenas tardes, abogado Dangerman —insistió Sullivan, desafiante.
—Como quiera, juez. Hubiera querido congeniar con usted, pero ya
que me plantea la guerra, sepa que yo no me vuelvo atrás.
Jeff abandonó el despacho dando un portazo.
Le desagradaba haber tenido aquel difícil encuentro dialéctico con el
magistrado de turno. El juez Sullivan no había querido darle tregua.
Mientras salía a la calle, Jeff se preguntó si la antipatía casi belicosa
que le había demostrado el juez era a causa del antagonismo que se había
suscitado entre ambos nada más verse, a la fama que le precedía como
Abogado Colt y su forma de actuar, o quizá hubiera algún otro motivo
soterrado que él debería descubrir.
Cuarenta y ocho horas es muy poco tiempo para salvar un cuello de la
horca, aunque ese cuello sea de mujer», gruñó para sí.
—¡Eh, forastero!
Jeff Z. Dangerman abandonó sus pensamientos para darse cuenta de
que se hallaba frente a cuatro hombres que le observaban con mirada hostil,
en especial uno de ellos, que era quien acababa de interpelarle.
—¿Se dirigen a mí?
—¿Eres tú el Abogado Colt?
—Bueno, mi nombre es Jeff Z. Dangerman y soy abogado.
—No te hagas el tonto, Abogado Colt, es a ti a quien nos dirigimos.
—Sí, pero resulta que yo no sé quiénes son ustedes.
—Me llamo Zaqui Hallen.
—Y los demás, ¿son sus perros?
Los otros tres hicieron ademán de abalanzarse contra Jeff, pero Zaqui
Hallen les contuvo.
—Quietos, hagamos las cosas bien.
—Eso me gusta —admitió Jeff, sin demostrar ningún miedo hacia los
cuatro sujetos.
Los curiosos observaban a distancia. Ya había corrido la noticia por la
ciudad. El famoso Abogado Colt estaba en Saratoga City para defender a
Vera Pawell, la asesina de Nick Hallen.
El ganadero mostró un billete en su mano y dijo bien claro:
—Aquí tengo un boleto de ferrocarril. Puedes ir con él hasta San
Francisco si lo deseas. Ahora, te acompañaremos a la estación. Dentro de
quince minutos pasa un tren, la verdad es que no sé en qué dirección va.
—Pues lo siento de veras, porque ya tengo mi equipaje en el hotel.
—Eso no es problema, alguien lo llevará del hotel a la estación. Te
acompañaremos hasta el tren. Será menos triste la despedida en este viaje
que vas a emprender, teniendo escolta.
—¿Y si no me apetece tomar el tren?
—En ese caso te buscarás problemas, muchos problemas —dijo
moviendo la cabeza de un lado a otro con una sonrisa de suficiencia.
—Pues ya ven, me apasionan los problemas, y a usted también deben
de apasionarle, Zaqui Hallen, cuando se empeña en empujar al patíbulo a
una mujer que según ustedes ha asesinado a Nick Hallen.
—Nick Hallen era mi hermano.
—Sí, y creo que su muerte le ha favorecido mucho. Si ella ha sido la
asesina, debería estarle agradecido por el rancho que ha puesto en sus
manos, claro que su sed de venganza puede tener otras causas.
—¿Otras causas...? ¿A qué te refieres, picapleitos?
—Para una víctima siempre hace falta un asesino, que en ocasiones no
es el verdadero autor del crimen. Se me ocurre pensar que si su hermano
era el dueño del rancho y usted un segundo dentro de él, que ahora pasa a
ser el propietario, tenía motivos más que sobrados para asesinar a su
hermano.
Los cuatro individuos hicieron ademán de abalanzarse sobre Jeff Z.
Dangerman, en especial Zaqui Hallen, que había enrojecido de ira.
—¡Vamos a partirte los huesos, hijo de perra!
Dangerman demostró su agilidad propinando una patada al que tenía a
su izquierda que lo lanzó fuera del porche, al tiempo que desenfundaba su
famoso y popular revólver con cachas de plata con el que encañonó a los
tres sujetos restantes mientras montaba el percutor.
—Un solo paso más y los envío al infierno. Si saben algo del Abogado
Colt, se habrán enterado de que oprimo el gatillo si me lo piden con
demasiado entusiasmo.
—Me has acusado de matar a mi hermano y eso lo pagarás muy caro.
—No le he acusado de nada, sólo he dicho que cabe esa posibilidad.
No se precipiten en juzgar a Vera Pawell. Ella irá a juicio y luego ya se verá
lo que sucede. Estoy aquí para defender a mi cliente y lo haré a conciencia.
—La Flaca será ahorcada —sentenció uno de los tres hombres que
acompañaban a Zaqui Hallen y que eran vaqueros de su rancho.
—Eso está por ver. Hallen, arroje ese boleto de ferrocarril al aire.
—Mejor sería que lo usaras, abogado. El cementerio de Saratoga City
es amplio y caben muchos muertos en él.
—Arrójelo.
—No estarás amenazando con dispararme, ¿verdad? —Como guste.
Jeff, aprovechando que la mano de Zaqui Hallen estaba baja
sosteniendo el billete, disparó.
La detonación obligó a la gente a retroceder, temerosa de resultar
herida o muerta.
Zaqui Hallen sintió una vibración en la mano y su rostro palideció sin
quitar la mirada de Dangerman.
Alzó el boleto y tanto él como los demás comprobaron que estaba
agujereado limpiamente por el balazo.
—Ya lo ve, Zaqui Hallen, el billete está taladrado, no sirve. En otra
ocasión no desperdicie su dinero comprando billetes para personas que no
sepa seguro van a aceptar marcharse.
—Has demostrado que sabes desenfundar a tiempo, ya teníamos
noticias de que eres más pistolero que abogado, pero esto no quedará así.
La asesina de mi hermano será ahorcada aunque tú la defiendas, y ándate
con cuidado. Piensa que no te has enfrentado sólo a los Hallen, sino a la
ciudad entera, porque todos exigen que la Flaca sea ahorcada por su crimen
y tú tendrás tropiezos, muchos tropiezos. Sería un triunfo para Saratoga
City terminar con la leyenda del Abogado Colt. Toda la Unión nos lo
agradecería.
—Es posible, Hallen; pero si ha sido usted el asesino de su hermano,
de hallarme en su lugar pondría mucha tierra de por medio. Sea quien sea el
asesino de Nick Hallen, terminaré por conocer su nombre.
Jeff Z. Dangerman, cauto, no enfundó su revólver hasta que los cuatro
sujetos se alejaron. El sheriff local se le acercó ceñudo.
—¿Ha sido usted quien ha disparado?
—Así es, sheriff. Había varios individuos interesados en saber si mi
«Colt» estaba bien engrasado.
—Abogado, no busque problemas al juez. Si hace escándalo público,
por muy abogado que sea, tendré que detenerle y encerrarlo.
—Sheriff, en vez de amenazarme vigile más a sus pupilos; es decir, a
los ciudadanos de Saratoga City.
Cuatro contra uno son demasiados para estarse quieto. A la próxima
ocasión acuda antes para imponer la ley y no me veré obligado a
desenfundar mi «Colt». Si de veras confiara en ustedes los sheriffs no
llevaría revólver, pero aprecio mi vida y no voy a permitir que la abulia, los
prejuicios, el miedo o los intereses particulares de los representantes de la
ley la pongan en peligro.
Ante el gesto hosco, hostil e irritado del sheriff, Jeff Z. Dangerman le
dio la espalda para dirigirse al hotel.
CAPITULO IV

—La habitación siete, abogado. Es como usted la ha pedido.


—Deme la llave.
—Sí, sí, claro, pero quería pedirle que hiciera el favor de leer el
letrero que está colgado ahí.
Jeff leyó el rótulo con una rápida ojeada. Luego observó:
—¿Una semana por adelantado? ¿Teme que muera antes o que intente
marcharme sin pagar?
—Es una norma de la casa, abogado, de este modo no doy hospedaje a
indigentes. Por supuesto, si está sólo tres días le devuelvo el dinero
sobrante. Aquí no estafamos a nadie, sólo es una pequeña garantía que
estoy seguro no le molestará.
—Una pequeña garantía que puede beneficiarle. —Sacó el dinero del
bolsillo para pagar e inquirió—: Dígame, ¿se le han muerto muchos
clientes antes de los siete días?
—Es usted muy chistoso, abogado.
Jeff tomó la llave y subió la escalera hasta el piso.
Se enfrentó con la habitación siete cuando a su espalda notó unos
pasos suaves, furtivos. Se revolvió con presteza al tiempo que tiraba de la
culata de su «Colt».
—Cuidado, puede disparársele.
La voz era femenina y el cuerpo que tenía ante él también lo era, cien
por cien. La joven tenía rostro terso y limpio, cabello trigueño y ojos
azules. Evidentemente se había sorprendido y asustado al verse
encañonada.
—Disculpe, pero no debe de acercarse por detrás a un hombre en
forma tan silenciosa. Puede traerle malas consecuencias. Yo suelo ser
bastante frío antes de apretar el gatillo, pero puede que otros no lo sean.
—Discúlpeme, no pretendía asustarle.
—No es susto precisamente, sino simple precaución.
—Es usted el abogado Dangerman, ¿verdad?
—Así es.
—Quería hablar con usted. He entrado por la parte posterior del hotel
y he aguardado aquí. No quisiera que me vieran abordándole.
—Usted debe ser Dora Benson. ¿Me equivoco?
—¿Cómo sabe mi nombre?
—Usted escribió la carta, ¿verdad?
—Sí, pero sólo puse D. Benson. Podía haber sido un hombre.
—Su tía me habló de usted, y si no quiere que nadie la vea
hablándome por miedo a posibles represalias, pase a mi habitación, si no
tiene inconveniente, claro.
—Oh, no, sé que es usted un caballero.
La figura espigada de Dora penetró en la alcoba rentada por Jeff Z.
Dangerman. Este cerró la puerta tras de sí y viendo su bolsa de viaje en el
suelo, la apartó para que no estorbara. Bajó las persianas, aislándose de las
miradas inoportunas que pudieran venir de la calle.
—Creo que ahora puede hablarme con toda claridad, señorita Benson.
Algo nerviosa, jugando con su bolso de mano ribeteado de encajes
color ocre, sin sentarse, Dora observó:
—La verdad, no creí que fuera usted tan joven. Lo suponía más, más...
—¿Viejo?
Ella rió algo insegura.
—Bueno, los licenciados en leyes suelen ser personas mayores y usted
tenía tanta fama por lo que he oído contar y leído en los periódicos que
pensé en usted.
—¿Para defender a su tía?
—Sí. El abogado Bryan no es muy de fiar.
—¿A qué se refiere, acaso se vende?
—No; es que puede presentarse ebrio en la corte y echarlo todo a
rodar. Además, no pone demasiado entusiasmo en las cosas.
—Deberían de tener algún otro abogado fijo en Sara-toga City.
—Sí, pero no lo hay. La verdad es que para defender a tía Vera he
tenido que recurrir a escribirle a usted. No estaba segura de que aceptara,
pero le serán pagados todos sus honorarios. Empeñaré cuanto tengo si se
hace necesario.
—No tengan prisa por mis honorarios. En cuanto a su tía, he aceptado
el caso porque acepto siempre que se. acusa a una mujer de asesinato. No
soporto la ejecución de mujeres.
—Al parecer no piensa usted como la gente de esta ciudad. Están
esperando como una gran fiesta la ejecución de mi tía.
—¿Sabe la gente de la ciudad que Vera Powell es su tía?
—No. Lo saben usted y mi propia tía, nadie más, por eso he preferido
que no me vieran.
Jeff sacó un cigarrillo y preguntó:
—¿Le molesta que fume?
—No, no, por mí no se prive.
—Bien. —Le prendió fuego parsimonioso, como era su costumbre.
Tras la primera bocanada de humo observó—: No se parece usted mucho a
su tía.
—Quizás es que nos hemos educado de distinta forma.
—Hábleme un poco de ustedes, por favor.
—¿Le interesa para su defensa?
—Siempre es conveniente conocer a fondo al cliente al que se va a
defender y usted puede hablarme mejor que nadie de Vera Powell. Por lo
menos, es la única persona que se preocupa de ella. Los demás prefieren
verla muerta.
—Sí, es cierto.
Por primera vez, Dora se acercó a una butaca para sentarse. Jeff pudo
observar lo erguido de sus senos, las curvas de su cuerpo joven. Dora
Benson era una belleza aún por descubrir, una belleza pura y sensible, y su
relación con Vera Pawell parecía incongruente.
—De pequeña vivía en Boston. De cuando en cuando nos visitaba la
tía Vera, que era hermana de papá. La verdad es que creo que mamá
siempre le ponía mala cara. Yo, por aquel entonces, ignoraba los motivos.
Ante la pausa que hizo Dora, Jeff Z. Dangerman se dejó caer sentado
en el borde de la cama.
—Entiendo, prosiga.
—Papá y mamá murieron al romperse una rueda de su calesín y
precipitarse éste por un terraplén. Creo que yo lo hubiera pasado muy mal
de no aparecer la tía Vera.
—¿La recogió?
—Me internó en el mejor colegio de Boston. La verdad es que mis
padres no tenían fortuna propia, vivíamos de lo que papá ganaba, e incluso
la casa era alquilada. Me hubiese quedado en la calle a los nueve años de no
ser por ella.
—Creo que su tía, como única parienta, tenía la obligación de
recogerla.
—Sí, pero otra en su lugar no hubiera cargado con el gasto que yo
signifiqué. Como le decía, me eduqué en uno de los mejores colegios de
Boston. Cuando llegaban las vacaciones, tía Vera venía a Boston y pasaba
un mes conmigo. No me faltaba de nada, me acostumbró a vivir demasiado
bien.
—Y cuando terminaban las vacaciones, ella marchaba de nuevo.
—Así es. Yo no sabía ni a dónde escribirle, sólo recibía cartas de ella.
Cuando finalicé mis estudios como maestra, además de cultura general y
otras disciplinas, decidí darle una sorpresa viniendo a Saratoga.
—¿Cómo supo su dirección?
—Por la directora del colegio, que me la facilitó al término de mis
estudios. Me dijo que si no lo había hecho con anterioridad es porque tenía
orden concreta de mi tía de no hacerlo, pero que acabada mi educación
debía dármela.
—Y se presentó aquí en Saratoga City.
—Sí. Cuando me hallé en casa de mi tía y comprendí lo que era sufrí
el mayor disgusto de mi vida después de la muerte de mis padres. No es
necesario que le cuente que lloré mucho y me sentí más sola que nunca.
—¿Y qué hizo su tía?
—Me dio un par de bofetadas.
—Eso corresponde a su forma de ser. ¿Y luego?
—Me dijo que ella tenía su vida y que yo no podía reprocharle nada.
Me sentí muy avergonzada al pensar que el dinero con que había pagado mi
educación había salido de semejante lugar.
—Bueno, las costas de un juicio también debe pagarlas un delincuente
y no es ése el motivo por el que la justicia se tapa los ojos.
—Tía Vera me dijo que podía hacer lo que quisiera, que ya era dueña
de mí misma. Era libre de regresar a Boston, quedarme en Saratoga o irme
al diablo, esas fueron sus palabras, pero...
—La estaba agradecida y le tenía afecto.
—Sí. Después de todo, yo no estaba en condiciones de juzgarla. Me
dijo que si me quedaba en Saratoga había una plaza como maestra, pero que
por mi bien no debíamos vernos a la luz del día ni decir que éramos
parientas. Ello me perjudicaría hasta el extremo de que se me negaría el
puesto de maestra.
—¿Y le agrada ser maestra de escuela?
—Sí, me encanta poder ayudar a los niños e incluso tengo una pequeña
pero cómoda casita. En fin, no soy mujer de grandes ambiciones.
—Eso la enaltece, Dora. Ahora, al ver a su tía en verdaderos apuros, ha
querido ayudarla.
—Sí, considero que es mi obligación.
—¿Está segura de su inocencia?
—Tía Vera tiene sus cosas, su forma de hablar es peculiar e incluso él
ser propietaria de una casa de mala nota no la favorece, pero es incapaz de
matar a un hombre, y menos de la forma en que murió asesinado Nick
Hallen.
—¿Y qué supuesto motivo podría haber tenido su tía para liquidar a
Nick Hallen?
—Dicen que fue una discusión por dinero.
Jeff, que la observaba fijamente, objetó:
—Creo que me oculta algo, Dora.
Ella movió la cabeza tratando de esconder sus ojos a la penetrante
mirada del abogado.
—Sé que en los juicios por homicidio acaban sabiéndose hasta las
cosas que se creían más ocultas. Quizá el fiscal, para atacar con más fuerza
a tía Vera, hurgue en su vida y me encuentre a mí en ella. Por ello, será
preferible que le hable a usted francamente.
—Lo que ha dicho es cierto. En un juicio por asesinato todo termina
saliendo a la luz pública. Ahora, prosiga. ¿Qué iba a decir de Nick Hallen?
—¿Se lo ha contado ya mi tía?
—No, sólo lo he empezado a deducir por sus palabras, Dora.
—Sí, claro —admitió la joven—, los abogados son buenos
observadores y psicólogos. Pues bien, Nick Hallen andaba tras de mí.
—¿La cortejaba oficialmente?
—No lo amaba, pero era el más cortés y aceptable de los hombres que
me han cortejado. El parecía educado y formal, claro que yo ignoraba
cuáles eran sus pasatiempos favoritos en casa de tía Vera. De saberlo lo
hubiera rechazado tajantemente en vez de ir dándole largas con ciertas
esperanzas.
—Damos por supuesto que Nick Hallen no conocía su parentesco con
Vera Pawell.
—Por mí no lo sabía.
—Pero teme que si el fiscal llega a averiguarlo utilice ese argumento
como motivo del crimen, ¿verdad? Dora asintió con la cabeza.
—Nick Hallen y tía Vera podían haber discutido por mi causa, pero ya
le he dicho que mi tía es incapaz de matar a nadie.
—Sí, eso creo yo también, pero va a ser muy difícil demostrar lo
contrario.
—¿Logrará demostrar su inocencia?
Ante la vehemente y ansiosa pregunta de la mujer, Dangerman
respondió con sinceridad:
—Me temo que sólo hay una forma de probar su inocencia, de lo
contrario la hallarán culpable.
—¿Y cuál es esa forma?
—Descubrir al verdadero culpable. Si éste no aparece, tal como están
las cosas y con el testimonio de Zaqui Hallen, no le veo salvación posible.
—Pero hallar al culpable será muy difícil.
—Sí, difícil y arriesgado, pero no tema, yo me encargo de ello. El caso
me interesa mucho y más después de conocerla a usted.
¿De conocerme a mí?.
—Sí. Tiene usted unos ojos preciosos, Dora, y una mirada muy pura.
Ha hecho bien en salir en ayuda de su tía.
Ella sonrojó sus mejillas al escuchar el halago. La personalidad de
Dangerman era muy acusada y su sensibilidad femenina no dejó de
acusarla.
CAPITULO V

El juez Sullivan rodeó el cementerio para guiar su cabriolé hasta la


cabaña de Bucone.
Bucone era italiano, de Sicilia concretamente, grueso y no muy alto,
con un robusto bigote bajo su nariz y unos fuertes tirantes sosteniendo sus
pantalones. No solía usar camisa y transpiraba copiosamente por sus
abundantes carnes.
Bucone era el sepulturero de Saratoga y como privilegio tenía aquella
cabaña en una tierra que pertenecía al municipio y en la que pastaban sus
cabras. Cuando no estaba enterrando a nadie, cuidaba de sus cabras y unas
pocas tierras de labor que labraba con el tiro de un buey que poseía. Por
supuesto, Bucone no tenía tienda de pompas fúnebres. El negocio era de un
irlandés, y el siciliano, nacionalizado norteamericano, se cuidaba tan sólo
de cavar las fosas y aligerar de lo que llevaran encima a aquellos que
morían sin parientes que pudieran pagar sus entierros.
A su llegada a la cabaña al caer de la tarde, cuando el sol desaparecía
por el Oeste y la noche se echaba encima rápidamente, salió a recibirle el
tahúr Hofrey.
—Hola, juez, sabía que terminaría por venir.
—Quería verle, Hofrey, también al cerdo de Bucone.
—¿Hablaba de mí, juez? Lo estaba escuchando. Sólo oigo el balar de
las cabras, ya que mis vecinos los muertos no dicen esta boca es mía.
—Cierra la boca, Bucone —cortó el juez, malhumorado.
—Io no he dicho nada malo!
—Cállate, Bucone, hay problemas —puntualizó el jugador.
Hofrey era un sujeto de manos delgadas y rostro anguloso. No era de
los que llevaban la pistola escondida en la manga, o si la llevaba, nadie la
había descubierto, pero sí portaba una «Smith & Wesson» en la cartuchera,
y muchos aseguraban que sabía utilizarla muy bien.
—Hofrey, el Abogado Colt es un tipo peligroso.
—He oído hablar de él, juez, pero quizá no sea tanto como dicen. Ya
sabe, los periódicos hinchan las cosas para ganar lectores.
—Ha estado a verme.
—Per favore, ¿de quién están hablando? ¿Quién es el Abogado Colt?
—inquirió Bucone.
—Me ha asegurado que hurgará en todo este asunto hasta esclarecerlo.
—¿Ese Abogado Colt es quien va a defender a la Flaca?
—Así es, Bucone, y los tres podemos tener complicaciones si averigua
demasiadas cosas.
—Mía boca está cerrada. Miren, miren cómo io me la tapo...
Bucone se cubrió la boca con el foulard rojo oscuro que rodeaba su
cuello.
—Deja de hacer el bufón, Bucone, esto es serio. Los tres estamos
metidos en este asunto. Creí que con el abogado Bryan no habría ninguna
clase de problemas.
—Así es como lo planeamos, juez. No entiendo cómo ha venido el
Abogado Colt a Saratoga City cuando, según creo, anteriormente no había
estado aquí jamás.
—No sé cómo la Flaca habrá podido comunicarse con él. Di órdenes
tajantes al sheriff para que no hablara con nadie. Ese abogado ha venido a
complicarnos las cosas.
—He supuesto que vendría por aquí para ver a Bucone.
—Este es un lugar ideal para citarnos, juez, pero, díganos, ¿ha tomado
alguna medida en contra de ese abogado?
—No puedo hacer nada. Ese sujeto se conoce muy bien las leyes y ha
llegado a amenazarme con recurrir a un tribunal de Washington si le
complico las cosas.
—De modo que legalmente es un hueso duro de roer.
—Lo es, Hofrey, lo es, pero le he dado un plazo muy corto para que
haga averiguaciones con respecto a la defensa de la Flaca.
—¿Qué plazo? —preguntó Hofrey, mientras Bucone, el más zafio del
grupo, miraba a uno y a otro alternativamente.
—Pasado mañana al amanecer comenzará el juicio contra la Flaca.
—Es una buena medida, pero no debemos de confiarnos. Esa clase de
tipos son capaces de alargar un juicio tanto como les interese para seguir
haciendo averiguaciones.
—Yo me encargaré de que eso no suceda —gruñó el juez Sullivan—.
Seré cortante con él. La opinión pública está en contra de la Flaca, e incluso
el jurado.
—Sí, eso es cierto, pero según cuentan, el Abogado Colt es muy listo y
puede hacer cambiar la opinión del jurado. Es una posibilidad, y si eso
ocurre, todo lo que hemos hecho no nos serviría de nada. ¿Se da cuenta de
lo grotesco que resultaría entonces?
—Eres muy fatalista, Hofrey.
—No, juez, sólo trato de ver las cosas claras.
—Pues apunta soluciones también.
—Si ese abogado del que hablan es un problema, io tengo una pala
para enterrarlo, y buona sera, abogado.
—No es tan fácil, Bucone. Además, no quiero complicar las cosas. Si
el abogado es asesinado se comenzará a dudar de la culpabilidad de la Flaca
y ello acarrearía problemas;
—Si hubiera hecho caso a Bucone, ahora sería la Flaca quien estaría
enterrada y no el ganadero.
—Bucone, siempre hablas de más —le corrigió el juez Sullivan—.De
ser la Flaca la occisa...
—¿Qué ha dicho?
—La muerta, imbécil.
—Si la Flaca está aún viva, su señoría.
—¿Serás idiota? En mala hora acepté este trato.
—No seas simple, Bucone. El juez habla en el caso supuesto de haber
asesinado a la Flaca, como tú proponías.
—Eso es. En ese caso, se buscaría a un asesino y el que se quedara con
la casa de chicas puesta a subasta pasaría a ser sospechoso, mientras que si
la Flaca es ahorcada por asesinato, será muy fácil para ti, Hofrey, adquirir
la casa cuando yo la ponga en subasta, ya que no se conoce ningún heredero
de la Flaca.
—Sólo faltaría que a estas alturas le saliera un heredero a la Flaca —
gruñó Hofrey.
—Yo la he interrogado al respecto y me ha dicho que no tiene
parientes.
—Si las cosas nos hubieran salido bien antes, ahora no estaríamos en
problemas de sangre, su señoría. lo no tengo ningún miedo.
—Ya lo veremos si lo tienes o no cuando empiece a cercarte el
Abogado Colt, que tiene buen olfato. Es como un lobo solitario.
—Si io no tengo miedo a los muertos, menos lo tendré a los vivos.
—Quería asegurarme de que ninguno de vosotros va a cometer una
tontería. Debemos de estar tranquilos hasta que la tormenta pase y todo
saldrá según nuestros planes.
—Eso será si frenamos a ese abogado. —¿Cómo?
—Juez, ¿no ha oído comentar el altercado que ha tenido con Zaqui
Hallen, el hermano del muerto?
—Sí, toda la ciudad lo ha comentado. En él se ha puesto en evidencia
la habilidad y rapidez con que el Abogado Colt maneja el revólver.
—Sí, y también ha quedado evidente que el abogado se ha enfrentado
a Zaqui Hallen e incluso a los vaqueros que le acompañaban. A nadie ha de
extrañarle que entre ellos haya pleitos.
—Es una feliz idea, Hofrey —apoyó el sepulturero—. Si el hermano
del muerto mata al abogado entrometido, asunto zanjado. ¿Qué le parece,
su señoría?
—Que es muy difícil que Zaqui Hallen mate al abogado.
—No es preciso que le mate, ya me las arreglaría yo para calentarle la
sangre a Zaqui Hallen. Con que respaldado por sus hombres le diese una
paliza, rompiéndole algunos huesos, el abogado no podría hacerse cargo de
la defensa. Para cuando estuviera bien, la Flaca ya habría sido juzgada,
sentenciada y ejecutada.
—No es mala idea la tuya, Hofrey, pero no debes de ponerte en
evidencia. Podrían sospechar de ti.
—No tiene que enseñarme a moverme o a hablar en un saloon, juez.
Yo tampoco le daré lecciones a usted de cómo hablar en la corte. Cada cual
en su sitio.
—Sí, por supuesto, cada cual en su sitio, pero nada puede salir mal.
Me juego demasiado.
—Lo mismo que Bucone y que yo, juez: su pellejo.
—Y mi pellejo es molto grande, su señoría, moho grande.
—Bien, Hofrey, yo me ocuparé del aspecto legal. Tú azuza a Zaqui
Hallen en contra del abogado.
—¿Y io qué hago, su señoría?
—Visitarás la casa de las chicas.
—¿La casa de las chicas? Si ya hemos buscado como locos en esa
maldita casa.
—No se trata de que sigas buscando, Bucone, sino de que visites a
Berta.
—Oh, Berta, una chica menudita. Me gusta mucho, me recuerda la mía
térra.
—Lo que conviene es que tú le recuerdes a ella que si comete una
tontería le costará caro.
—Si Berta no sabe que fui yo, ella no sabe nada... —Pero puede
suponerlo — apuntó Hofrey. —Io la dormí con aquel whisky que me dio
Hofrey... —Sí, pero puede llegar a pensar que mientras ella dormía tuviste
tiempo de asesinar a Nick Hallen.
—Ella no sabe nada —insistió el siciliano—. La ragazza dormía, nada
puede decir en la corte.
—Esa clase de chicas prefieren callar antes que buscarse problemas.
Suelen tener mucho miedo de una venganza, por eso no iría mal que la
visitaras de nuevo y le llevaras algún regalo que la pusiera contenta.
Asustarla sería contraproducente. Luego le dices que no quieres problemas
con la corte, que como italiano que eres no estás muy bien considerado.
Que no es preciso que diga a nadie que estuvo dormida algún tiempo.
—La ragazza no ha dicho nada por ahora, pero, ¿y si ese abogado del
que tanto hablan se empeña en sacarle la verdad? —preguntó Bucone.
—Si se pone nerviosa, dile que si habla tú dirás que ella es tu
cómplice, que prometiste pagarla bien si te ayudaba. Eso la asustará. A las
chicas siempre las asusta la posibilidad de ir a la cárcel y mucho más
nombrar la horca. Puede que hasta se le ocurra, para curarse en salud, coger
su maleta y largarse de Saratoga City.
—Lo que sería bueno para todos —apuntó Hofrey.
—Sí, eso sería lo mejor, también para ella. Cuando la Flaca sea
ahorcada, yo firmaré una orden para que todas las chicas de la casa sean
expulsadas de la ciudad como un peligro público.
—Muy bien, su señoría, todas fuera de la casita y la casita para
nosotros. Io me encargo de hablar con Berta. La ragazza se portará bien, ya
lo verá su señoría. Quizá hasta la convenza para que tome el tren y se
marche lejos.
Bucone, con su fácil hilaridad, comenzó a reír sonoramente y a
bambolear su abultado vientre. Su risa contagió primero a Hofrey y por
último al juez Sullivan.
Las carcajadas de los tres hombres no tardaron en turbar el silencio del
recinto cuando ya la noche se había adueñado de él y las lápidas blancas
destacaban con la luz de la luna.
Un búho salió del tronco de un árbol aledaño al cementerio. Miró en
todas direcciones con sus ojos muy abiertos y protestó sonoramente por
tanto escándalo.

CAPITULO VI

El sheriff tomó un rifle del armario que, gracias a la labor de su


ayudante, carecía de polvo. Lo cargó de balas y se dirigió a la puerta
cuando por ella apareció Jeff Z. Dangerman.
—Buenas noches, sheriff. ¿A practicar la ronda nocturna?
—Sí. ¿Qué le trae por aquí, abogado?
—Vengo a visitar a mi cliente.
—¿A estas horas? —gruñó Macpher, el ayudante.
—Cualquier hora es buena para ver al cliente de uno, máxime cuando
se tienen tan pocas horas para preparar la defensa.
El sheriff, con sarcástica satisfacción por molestar a Dangerman, dijo:
—Sí, ya me ha notificado el juez que la corte contra la Flaca se
celebrará pasado mañana por la mañana. El fiscal ya ha estado aquí.
—¿Y le ha entregado todos los datos en contra de Vera Pawell? —
inquirió Jeff con sarcasmo.
—Poco había que dar, sólo el gollete de botella manchado de sangre
con el que esa arpía degolló a Nick Hallen. Ahora, disculpe, abogado. Debo
hacer mi ronda y le ruego sea breve. No quiero pleitos y los ciudadanos de
Saratoga City se están molestando por lo que consideran interferencia de un
forastero en asuntos propios de la ciudad.
—Mientras no se irriten los que van a constituir el jurado, todo irá
bien.
—Me temo que el jurado, sea el que fuere, si está constituido por
ciudadanos honrados de Saratoga, hallarán culpable a Vera Pawell.
—¿Culpable de tener una casa de lenocinio o de asesinato? Hay
diferencia, sheriff. Además, no creo que muchos quieran oír citar sus
nombres. Supongo que no son dos ni tres los que han visitado la casa de la
que ustedes llaman la Flaca.
—Entréguele su revólver a mi ayudante, ya sabe cuál es el reglamento,
abogado —cortó el sheriff.
No deseaba enzarzarse en una discusión con Dangerman, sabiendo de
antemano que iba a perder.
Jeff entregó su revólver. Solo en la corte o en ocasiones como aquélla
se desprendía de él. Como buen abogado, conocía bien las leyes, aunque el
modo de defender a sus clientes fuera agresivo y muy singular.
El ayudante Macpher colgó la canana de Jeff en un perchero para
armas y le condujo a la celda de Vera Pawell.
—Hola, pollo. ¿Cómo va mi soga, la están trenzando ya?
—No me llame pollo.
—Como quieras, abogado.
Dangerman pasó al interior de la celda y Macpher cuidó de cerrarla,
regresando después a la oficina propiamente dicha.
—Bien, Vera Pawell, el juez Sullivan no parece tenerle mucha
simpatía.
—Siempre ha sido un viejo amargado.
—¿Ha sido cliente de su casa en alguna ocasión?
—No, el viejo Sullivan no es de ésos. Sus ambiciones son distintas.
—¿Dinero?
—Bueno, con el dinero se consiguen muchas cosas, incluso pueden
alimentarse aspiraciones políticas. El viejo Sullivan siempre ha ansiado
subir, pero carece de buenos amigos que le arropen y se halla anclado en
Saratoga City.
—Detrás de cada hombre se pueden descubrir dos cosas.
—¿En qué idioma hablas, abogado? No te entiendo.
—Quiero decir que detrás de cada hombre hay una ambición y una
mujer.
—Al viejo Sullivan se le pasó la edad de las mujeres. Debe de
conformarse con mirarlas.
—Pero tiene ambiciones y para esas ambiciones hace falta dinero. Yo
me pregunto qué podría ganar el juez Sullivan con la muerte de Nick
Hallen.
—Que yo sepa, nada. El heredero es Zaqui Hallen. El se llevará todo el
rancho de los Hallen.
—Sí, pero, ¿por qué ese odio contra usted?
—No sé. —Se encogió de hombros—. Quizá sea uno de esos fanáticos
puritanos.
—Es posible, pero intuyo que hay algo más.
—No sé el qué. ¿No será que se te ha calentado demasiado la cabeza
de tanto pensar? A ver, sóplame el aliento.
—Vamos, Vera Pawell, no sea infantil. No tiene usted años para eso.
—Sólo quiero saber si tu aliento apesta a alcohol. Tengo mucha
experiencia. La mayoría de los que vienen a mi casa huelen a licor.
Jeff apoyó su espalda contra los barrotes al tiempo que hundía los
pulgares por el interior de su cinturón.
—Se me ocurre una idea.
—Si se trata de preparar mi fuga, adelante. Creo que eres temerario y
arriesgado para eso y más.
—No, yo tengo mi forma particular de servir a la ley, pero no inflijo su
código. El que crea que es usted inocente no quiere decir que vaya a
ayudarla a escapar. Debe salir limpia de culpas y la frente bien alta.
—Me temo que saldré con el cuello bien alto.
—No sea morbosa, Vera Pawell.
—Está bien, está bien, suelta tu idea.
—Dígame, Vera Pawell, ¿qué podría ganar el juez Sullivan con su
muerte?
—¿Con mi muerte? —repitió perpleja, desconcertada.
—Sí, ¿qué beneficio podría reportarle?
La mujer se encogió de hombros. —Que yo sepa, ninguno. Por
supuesto, la casa de chicas desaparecería como tal y la vivienda, con su
solar y todo lo que contiene, pasaría por ley de herencia a mi sobrina Dora
Benson.
—¿Ha hecho algún testamento al respecto?
—No, no es necesario, ella es sobrina de sangre mía. Es hija de mi
hermano. En realidad me llamo Vera
Benson Pawell, aunque sólo empleo el apellido materno.
—Por lo visto nadie ha caído en esa coincidencia, claro que más
valdría que todo estuviera legalizado por si algún día ocurre su muerte.
—Pero eso sería delatar mi parentesco con Dora y a ella no le
conviene.
—Dejemos ahora aparte ese tema, Vera Pawell. Supongamos que
piensen que usted carece de herederos.
—Sí, creo que eso es lo que deben de pensar todos en Saratoga City.
Siempre he dicho que estoy sola en la vida, pero que sé defenderme bien y
me importa muy poco carecer de parientes.
—Bien. Suponiendo que no tiene parientes, su casa, con lo que
contiene, pasaría al estado. Sería puesta en subasta pública y el dinero que
se sacase de ella pasaría a engrosar las arcas de la nación.
—Prefiero que vaya a parar a los bolsillos de mi sobrina.
—Opino lo mismo, pero razonemos. Quien se encargaría de la subasta
sería posiblemente el juez Sullivan. ¿Qué podría ganar él con la venta de su
casa y de sus muebles?
—Si el dinero debe de ir a las arcas del estado, muy poco pasaría a su
bolsillo particular. No niego que una comisión siempre la cobraría, pero no
creo que sea suficiente para cometer un asesinato. El que no corre vuela, en
este puerco mundo en que vivimos.
—No me refiero a la comisión. Es obvio que sacaría demasiado poco
para hacer correr la sangre, pero existe otra posibilidad.
—¿Cuál?
—Dígame, Vera Pawell, ¿qué de interesante puede tener su casa?
—Pues, me ha costado mis buenos dólares edificarla, decorarla e
incluso levantar el muro de tuyas que la rodea, junto con los alambres de
espinos y los seis mastines. La verdad es que mi objetivo era que los
visitantes de mi casa se sintieran seguros en ella.
—Tengo la impresión de que si es su casa lo único que se puede llevar
a subasta...
—Yo no tengo nada más. Puedo jurarlo. Incluso en el Banco guardo
poco dinero.
—¿Y no tendrá algún rincón repleto de billetes?
—Vamos, abogado, no me tomes el pelo.
—En ese caso, debo de pensar que puede existir algo valioso en su
casa, a menos que sea Zaqui Hallen el asesino de su hermano. De todos
modos, creo que interesa a muchos que usted cargue con la culpa del
crimen. Una vez ejecutada sería muy fácil esperar y ver quién tiene
intereses propios en todo este sucio y sangriento asunto.
—No vas a esperar a que me ahorquen para averiguarlo, ¿verdad?
—Por supuesto que no.
Escucharon un alboroto en la oficina.
Dangerman se volvió, preocupado, pero desde detrás de las rejas,
colocadas de lado a la puerta que conducía a la oficina, no podía verse
nada. Al fin, la puerta se abrió y en el corredor irrumpieron cuatro
hombres.
Jeff frunció el ceño. Aquellos tipos habían bebido. Tenían la mirada
encendida en sangre y su aspecto era más que hostil, belicoso. Uno de ellos
llevaba un revólver en la mano y un manojo de llaves en la otra.
—¡Es Zaqui Hallen! —exclamó Vera Pawell.
—Sí, ya tengo el disgusto de conocerle —gruñó Jeff en voz baja.
Jeff intuía que si alguien no lo remediaba, iba a pasar un mal rato.
—Conque estás ahí dentro y desarmado, ¿eh, abogado? —se rió Zaqui
Hallen.
—Vamos, Hallen, guarde su pistola y devuelva las llaves al ayudante
del sheriff si no quiere tener problemas con la ley.
—Los problemas vas a tenerlos tú, Abogado Colt. Ahora ya no te harás
el matón con tu famoso revólver. Estás desarmado y el ayudante del sheriff
duerme muy profundamente.
—Con un buen golpe en la nuca —ratificó uno de sus vaqueros.
—Ya ha causado bastantes problemas, Zaqui Hallen. Váyase de aquí
—le dijo Jeff, sin perder el ánimo.
—¿Habéis oído? ¡Nos echa! —los cuatro rieron al mismo tiempo—.
Sí, abogado, nos iremos, pero después de darte la mayor paliza que puedas
recibir en tu perra vida. De un Hallen no se burla ni tú ni nadie, tampoco
esa arpía que colgará de una soga.
—El linchamiento es un delito grave. ¿Acaso lo ha olvidado?
—No sé de qué me hablas. A ella no la mataremos ahora, será la
justicia quien lo haga. Los Hallen siempre hemos sido fieles cumplidores
de la ley. Yo confío en el juez Sullivan. Ella irá a la horca, de eso no me
cabe la menor duda, pero tú no vas a tratar de salvarla, no señor. Lo siento,
Flaca, pero te vas a quedar sin abogado por descalabro físico del mismo y
tendrás que recurrir nuevamente al imbécil de Bryan.
—Está borracho. Hallen, está borracho. Ha tomado unas copas de más
y ahora, lleno de deseos de venganza, viene a saciarse —espetó Vera.
—Eso me hace pensar que no ha sido usted quien mató a su hermano.
Su actitud ciega, loca y estúpida de ahora no sería lógica en el homicida. Es
cierto que trataría de impedir que salvara a Vera Pawell, pero no lo haría de
la forma en que lo está haciendo.
—¿Qué te pasa, abogado, te mojas de miedo? ¿Tratas de dulcificarme
para que no te rompamos unos cuantos huesos?
—No le considero tan estúpido como para agredirme, Hallen. Si lo
hace tendrá que matarme, porque como me quede algo de vida le meto en la
cárcel y no podrá disfrutar de la herencia de su hermano.
Una de las llaves fue introducida en la cerradura de la puerta de la
celda. Zaqui Hallen no se echaba atrás. Jeff Z. Dangerman estaba
desarmado y eran cuatro contra uno. Además, ellos estaban armados.
—Maldita sea ¿Qué llave será?
Zaqui tuvo que probar tres más antes de acertar con la llave correcta.
Al fin, la puerta de barrotes se abrió.
—¡Adentro, muchachos, a por él! ¡Diez dólares por cada hueso que el
doctor diga que se le ha roto!
—¡Cobardes, sois unos malditos cobardes! —les gritó Vera Pawell.
Fue apartada de un manotazo que la envió a un rincón de la celda.
Jeff retrocedió lentamente de espaldas a la pared mientras era
acorralado. Vera Pawell echó a correr saliendo de la celda.
De pronto, Jeff saltó sobre el catre y propinó un puntapié al revólver
de Zaqui Hallen que voló por el aire. Disparó un puñetazo contra un rostro
que le quedaba bajo y antes de que pudieran darse cuenta de lo que ocurría,
Jeff saltó por encima del propio Hallen.
En dos zancadas salió de la celda, volteó la llave y tiró de ella hacia
fuera, dejándoles encerrados.
—¡Malditos, disparadle, vamos, disparadle, que escapa! —aulló
Hallen, recogiendo su revólver y disparando como pudo contra Jeff, que ya
había alcanzado la oficina.
Efectuaron varios disparos, causando un gran escándalo.
Dangerman encontró a Vera Pawell en la oficina. En el suelo, tendido,
se hallaba el ayudante.
—Dios mío, creí que iban a hacerte trocitos esos bestias borrachos.
—Apártese de la línea de tiro. Están convirtiendo la puerta en un
colador.
De pronto, al quedar cerca de la ventana, un disparo procedente del
exterior partió el cristal haciéndolo añicos y alcanzó a Vera Pawell en el
costado.
Jeff miró a través de la ventana, descubriendo el rostro de un hombre
alto, anguloso, bien vestido, un tipo que llevaba media chistera y un
chaleco de fantasía bajo la chaqueta.
Vio a Vera Pawell desplomarse, herida gravemente. Se inclinó hacia
ella, que mantenía los ojos abiertos y la boca desencajada.
—Me han dado... Sabía que esto terminaría mal, abogado, pero
prefiero que sea una bala en lugar de una soga...
Jeff perdió un brevísimo instante para mirar su herida y dijo:
—De esto no se muere todavía, Vera Pawell.
A sabiendas de que lo que había dicho eran sólo palabras de consuelo,
se levantó de un brinco para acercarse a su canana, colgada en el perchero.
Desenfundó su «Colt» cuando:
—Arriba las manos, abogado.

CAPITULO VII

Al volver la cabeza, Jeff Z. Dangerman vio al sheriff encañonándole


con su rifle «Winchester».
—No confunda la situación, sheriff. Hay que cazar al asesino que está
en la calle.
—¿Qué asesino?
—El que ha disparado contra Vera Pawell.
El tiroteo acababa de cesar. Zaqui Hallen y sus muchachos habían
saltado la cerradura de la celda a balazos y ahora se hallaban en la puerta de
madera, acribillada, con los revólveres en la mano.
El sheriff controló la situación.
—¡Quietos todos!
—Eh, sheriff, ese hijo de perra pretendía libertar a la Flaca —masculló
Zaqui Hallen.
—¡Le hemos dado! —masculló uno de sus hombres, al ver a Vera
Pawell tendida en el suelo.
—Sheriff, arreste a esos hombres y busque a un doctor corriendo. Hay
que salvar la vida de Vera Pawell.
El sheriff no parecía tener prisa, no se dejaba ganar por los nervios y
tampoco le importaba que Vera Pawell se desangrara a sus pies. El cumplía
con la ley poco a poco, metódicamente. Se acercó a Jeff.
Tomó su revólver y tocó el cañón, observando que estaba frío. Miró en
derredor y no vio ningún arma más por el suelo. Encarándose con Zaqui
Hallen, le conminó:
—¡Dejad caer las armas!
—Eh, sheriff, no nos busque pleitos ahora.
—Te has metido en un buen lío, Zaqui. Has liquidado a la Flaca y eso
te traerá problemas.
—El no ha sido, sheriff.
—¿Cómo? —preguntó desconcertado el representante de la ley,
encarándose con Jeff.
—No. Fíjese en la ventana. Han disparado desde el exterior.
—¿Quién?
—No conozco su nombre, soy forastero aquí, pero reconoceré a ese
sujeto en seguida que le vea. En cuanto a Zaqui Hallen y los otros tres, han
sido los que han golpeado a su ayudante.
—¿Es eso cierto, Hallen?
—Le hemos pedido permiso para entrar en la celda, sólo que aquí no
sabemos mucho de modales —rió estúpidamente el ganadero.
—Bien, revólveres al suelo todos. Os voy a encerrar y será lo que el
juez decida. En cuanto a usted, abogado, busque a un médico para su
cliente. Tres casas más abajo encontrará uno. Es extraño que no esté ya
aquí después de haberse oído el tiroteo.
Jeff Z. Dangerman salió a la calle, donde ya se agolpaban los curiosos,
mas entre ellos no descubrió al hombre que disparara contra Vera Pawell a
través de la ventana.
Un sujeto se abrió paso caminando hacia la oficina. En su mano
portaba un maletín y un gorro de dormir sobre la cabeza.
—¿Es usted el doctor?
—Yo mismo. ¿Cuántos heridos?
—Uno solo, Vera Pawell. Creo que es de gravedad.
De nuevo, se abrieron paso entre la muchedumbre y penetraron en la
oficina del sheriff. Jeff cerró la puerta y bajó las cortinas para aislarse del
exterior.
El sheriff había desarmado a Hallen y a sus tres secuaces,
encerrándolos en una celda común, ya que la que ocupara Vera Pawell se
había quedado sin cerradura.
El doctor, tras un primer vistazo, puntualizó:
—Está muy grave. Tendría que llevarla a mi casa y allí intentaría
extraerle la bala. Le ha interesado en una zona donde no hay hueso y ha
profundizado.
—La Flaca me ha sido confiada, no puede salir de la oficina —advirtió
el sheriff.
Jeff, que se había colocado su canana y cuando ya el ayudante
Macpher recobraba el conocimiento, objetó:
—No ha sabido defenderla, sheriff. Hallen y sus gorilas venían a
partirme todos los huesos e incluso le han puesto las manos encima a Vera
Pawell. Hemos tenido que ponernos a salvo por nuestros propios medios.
—Hallen pagará lo que ha hecho.
—Sí, pero ya nadie va a quitarle el balazo a Vera Pawell —repuso
tomando en brazos a aquella mujer que en el sufrimiento de la herida había
envejecido de golpe unos años. Quizá aquellos años eran los que siempre
tratara de ocultar a todo el mundo.
—¿Adonde va?
—A la casa del doctor. Si preguntan por ella, allí la encontrarán.
—Necesita una orden del juez.
—Pues que su ayudante vaya a buscarla. No voy a dejar que muera en
la espera. De todos modos, no debe de tener ningún miedo. En el estado en
que se halla no tratará de escapar.
El sheriff abrió la boca para hacer una objeción que no llegó a
formular.
Jeff sacó de la oficina a Vera Pawell y siguiendo al médico se abrió
paso entre los numerosos curiosos que multiplicaron sus comentarios.
Jeff pudo escuchar la opinión que más se repetía de boca en boca:
—Zaqui Hallen ha vengado a su hermano matándola.
Jeff sabía que aquello había podido ser cierto; sin embargo, no lo era.
Había sido otro hombre, un tipo al que ya buscaría.
Para casos de emergencia, el doctor tenía montada en su casa una
mesa con espejos y varios quinqués muy luminosos cerca de ella. Su esposa
parecía entrenada para situaciones de aquel tipo y ya hervía agua y
preparaba parte del instrumental mientras gruñía. .
—A una arpía como ésa habría que dejarla morir. Si no hubieran
mujeres como ella que protegen y agrupan a las mujerzuelas, muchos
maridos serían más fieles.
—Cierra la boca. Ella es un ser humano como los demás y está muy
grave.
De pronto, se escucharon fuertes y nerviosos golpes sobre la puerta.
—¿Quién diablos será ahora?
—Yo mismo iré a verlo. Ustedes sigan con su labor —se ofreció Jeff.
Se dirigió a la puerta y al abrirla se halló frente a Dora, que estaba
visiblemente angustiada.
—¿Y la tía Vera? He oído que le han disparado.
La mujer del médico, que había escuchado la pregunta, quedó perpleja.
Miró hacia el interior de la estancia, donde su esposo se preparaba
para extraer la bala y tratar de salvar a la mujer, y luego miró a Dora.
Abiertamente, con descaro, preguntó:
—¿Ella es tu tía?
—Sí, sí lo es.
—¡Vamos, hierve el agua aprisa! —le gritó el galeno.
La mujer desapareció por la cocina.
—Quieta, Dora, no estorbes ahora al doctor con tu presencia. Tu tía
está en peligro, el balazo es de gravedad. No debes albergar demasiadas
esperanzas.
—Dios mío, Dios mío, ¿por qué, por qué? Ella no es una asesina.
—Pero sí quien le ha disparado.
—¿Quién ha sido?
—Lo ignoro, pero le buscaré. Quizá tu sepas de quién se trata.
—¿Cómo es?
—Un sujeto anguloso, con media chistera, de manos supongo que
firmes pero que la distancia no me permitió ver bien. Además, es de noche.
Llevaba chaleco brillante de fantasía y Juraría que tiene el aire de un tahúr.
—Puede ser Hofrey. Ese hombre tiene fama de tahúr en la ciudad.
—¿Hofrey? Ese nombre me suena. —¿Le conocía?
—No, pero me parece recordar que él fue uno de los clientes que se
hallaban en casa de tu tía la noche que asesinaron a Nick Hallen.
—¿Cree que él pudo ser el asesino?
—Lo ignoro, pero cuando le encuentre tendrá que darme muchas
explicaciones.
Dora se dejó caer en una silla al tiempo que decía entre sollozos:
—Me arrepiento de haber ocultado mi parentesco con tía Vera.
Después de todo, ella cuidó de mí y me guió por el camino del bien, aunque
ella siguiera un sendero equivocado. No podía reprocharle nada y me
avergoncé de ella.
—Tenías tus motivos. Ella simbolizaba todo lo que te habían enseñado
a rechazar, y lo paradójico es que ella fuera quien se empeñara en que lo
comprendieras así. Opino que tu tía es todo un carácter. No se puede
aplaudir lo que ha sido su vida, pero no todo en ella es malo como muchos
creen. Según los evangelios, Cristo dejó que las pecadoras se le acercaran y
creo que ella todavía está a tiempo. Entre tú y el reverendo podréis
ayudarla en este difícil trance que está pasando.
—Gracias, Dangerman. Cuando el doctor termine de curarla estaré a
su lado cuanto tiempo haga falta y si me echan de la escuela por ser quien
soy, no me importa.
—No temas, no está todo tan negro tomo lo ves ahora. Las tormentas
asustan y todo lo oscurecen, pero cuando pasan, el sol es más limpio y
brillante. Quédate aquí. Yo iré en busca del reverendo. Tu tía es inteligente
y no lo rechazará.
—Gracias —dijo ella, dubitativa.
—Llámame Jeff, te será más fácil.
—Como quieras, Jeff —aceptó con un suspiro.
Dangerman se dejó llevar por un impulso que no supo explicar.
Alzó el rostro femenino tomándolo con delicadeza por el mentón y la
besó en ambas mejillas, mojando sus labios en las lágrimas de la mujer.
Por último, depositó en su boca un beso suave como un soplo, como
una brisa de mayo. Después, se apartó de ella, alejándose de la casa del
doctor. La noche prometía ser muy movida.
CAPITULO VIII

El juez Sullivan, sin previo aviso, soltó a boca de jarro:


—Aunque esté herida, debe permanecer en la cárcel.
—Juez, parece que tiene usted mucho interés en que Vera Pawell
muera.
—¿Qué trata de decir, abogado? Le advierto que las acusaciones sin
fundamento...
—No se precipite con amenazas, juez. Reconozca que Vera Pawell está
muy grave, casi agonizante. El doctor ha hurgado en su cuerpo cuanto ha
podido sin conseguir extraerle la bala asesina, que se ha internado más y
más. Puede morir en cualquier momento y eso le beneficiaría, juez.
—¿Volvemos a lo mismo? Yo soy un magistrado de la ley y no me
beneficio de nada, sólo quiero justicia. Por supuesto, Zaqui Hallen y sus
hombres tendrán su justo castigo por el asalto a la oficina, agresión a un
representante de la ley y escándalo público.
—Eso puede reducirse, con los atenuantes que le busque y por
excitación y borrachera, a una simple multa. Sin embargo, no puede llamar
escándalo a un intento de linchamiento. Además, indirectamente, ellos
provocaron el disparo contra Vera Pawell.
—El balazo que ha recibido ha sido un accidente fortuito.
—No ha sido accidente y yo encontraré al hombre que disparó.
—¿Y qué conseguirá con ello? Será la palabra de él contra la suya,
abogado. Usted sabe muy bien que eso significa nulidad en el juicio. No
podría sostener una denuncia.
—Conozco a ese sujeto, juez, y pagará caro lo que ha hecho.
—La venganza personal es un delito.
—Ese problema es cuenta mía, juez. Ahora, dígame, si Vera Pawell
fallece, ¿qué ocurrirá con sus pertenencias?
—¿Se refiere a su casa de chicas? —Sí.
—Las chicas serán expulsadas de la localidad por inmoralidad
manifiesta.
—Me refiero a la casa y a cuanto contiene, juez.
—Ah, bueno, pues lógicamente será subastada.
—¿Acaso Zaqui Hallen, además de esperar el juicio por asesinato,
pide indemnización por la muerte de su hermano? Es decir, si Vera Pawell
fuera condenada a la horca, ¿tendría un sobrecargo económico para
compensar a Zaqui Hallen?
—No, por supuesto. Zaqui Hallen ha sido perjudicado moralmente,
pero económicamente ha resultado beneficiado por la muerte de su
hermano.
—En ese caso, juez Sullivan, tengo que decirle que anda atrasado de
noticias.
—No entiendo. ¿Qué trata de decir?
—Que la casa no se subastará y por tanto ningún sujeto, con
escondidas intenciones, podrá comprarla.
—¿Por qué no? Aclare el asunto —exigió ligeramente pálido,
sobresaliéndole soberbio su labio inferior.
—Vera Pawell tiene herederos.
—¡No es posible! Carece de parientes.
—Se equivoca, juez, ya le he dicho que iba atrasado de noticias. El
doctor y su mujer ya lo saben.
Sullivan se había puesto lívido.
—Vamos, ¿qué hay de ese heredero?
—Heredero, no, juez, heredera.
—¿Quién es? —exigió nervioso—. No le tolero que bromee sobre
asuntos legales.
—No es una broma, juez. Vera Pawell tiene una heredera, pero ése no
es asunto de la corte, sino del testamento, en caso de que fallezca.
—Dígame de una condenada vez quién es.
—Vaya a visitar a Vera Pawell y puede que ella misma se lo cuente,
aunque no le aseguro que pueda hablarle, está muy mal. —Hizo intención
de marcharse del despacho, pero antes se volvió hacia Sullivan para añadir
—: Quien quiera beneficiarse con la muerte de Vera Pawell se llevará un
disgusto. Resulta estúpido, pero a veces se comete un crimen por nada,
claro que al final siempre está el patíbulo para el criminal. Por cierto, he de
investigar un poco a fondo a los sujetos que estuvieron la noche del crimen
en casa de la Flaca. ¿No es así como llaman a Vera Pawell?

***
Contra su costumbre, Bucone se había puesto camisa y levita, una
levita ajada, estrecha, que quizá había pertenecido a uno de los habitantes
del cementerio.
No le resultaba difícil al italiano procurarse la ropa que necesitaba,
incluso se comentaba que algunos muertos, bien sepultados en presencia de
la familia y con buenas ropas encima, eran desenterrados por la noche,
desnudados y vueltos a enterrar. No había podido comprobarse tal historia y
tampoco nadie tenía interés por comprobarlo. Ninguno quería saber ya nada
de los que habían partido. Los muertos eran más forasteros en Saratoga
City que cualquier viajero que arribara en el tren procedente del más lejano
lugar.
—No, no se puede entrar —le dijo el gigante Louis. cerrando la puerta
con su enorme figura.
—Es que tengo dinero para pagar —objetó Bucone mostrando unas
monedas al celador de la casa.
—Desde que el ama no está no ha entrado nadie. Louis le cerró la
puerta en las narices y Bucone rezongó malhumorado.
—Maldito negro... El día que tenga que enterrarte seguro que te pateo
la cara antes. L'Arlecchino, poo poo poo —dijo lanzando sus exorcismos,
arraigados en lo más profundo de su ser y nacidos en la lejana Italia.
Bucone había recibido la orden del juez y no quería fallar. No era un
hombre de pistolas, de desafíos, pero sí había fuerza en su obesa anatomía,
aunque él reconocía que se cansaba pronto.
—Esperaré, esa bruja tiene que salir de ahí dentro.
El gallinero anda revolucionado con el balazo que le han pegado a la
patrona.
Se dispuso a aguardar, merodeando a ratos cerca de la casa, de la que
no apartaba sus ojos.
Era ya de noche y Bucone estaba de muy mal humor cuando al fin vio
salir dos figuras femeninas. Una de ellas era Berta.
—Anda, Bucone, ahora es la tuya... —murmuró.
Bamboleando su enorme cuerpo se aproximó a las dos mujeres,
cortándoles el paso.
—Buona sera, ragazzas... Moho bellas las dos, moho bellas.
—Aparta, sepulturero, hueles a muerto —le espetó Lilian, que iba
cogida del brazo de Berta.
—Contigo no quiero hablar, ragazza, contigo no.
—Yo tampoco quiero hablarte —objetó Berta, nerviosa.
—Pues bien que aceptaste mi dinero en otras ocasiones —se lamentó
Bucone.
—La casa está cerrada. Vamos a ver a la patrona, que está moribunda
—explicó Lilian.
—Moho bene, moho bene. Adelántate tú, yo me quedo con Berta.
—No quiero hablar contigo —insistió Berta.
—Si sólo deseo charlar un poco, bella ragazza.
—Vamos, sepulturero, ya has oído lo que ha dicho Berta —espetó más
tajante Lilian, que era más vieja que su compañera—. Cuánto tenemos que
aguantar, y luego dicen que ésta es la vida fácil.
—Berta, tengo una cosa muy importante para ti.
—¿Qué es? —preguntó dubitativa.
—Vamos, Berta, no le escuches, ni aunque te propusiera casarse. Para
irse con un sepulturero, antes muerta.
—¡Si muertas todas venís a mí! —rió Bucone.
—Eres un puerco, sepulturero. Déjanos pasar.
—No, no; tú, Berta, te quedas conmigo. Tengo una bolsa repleta de
monedas de oro para ti.
—¿Y por qué ibas a darle a Berta una bolsa llena de monedas? —
inquirió Lilian, recelosa.
—Berta sabe por qué. Seguro que lo sabes, ragazza, ¿verdad que sí?
Ella se movió nerviosa, inquieta. Una bolsa repleta de monedas de oro
podía solucionarle muchos problemas.
—Lilian, adelántate. Ya iré luego.
—Caramba, Berta. Debiste de ser muy complaciente con Bucone para
que esté tan agradecido. Oye, sepulturero gordinflón, la bolsa puede ser tan
pequeña que sólo quepa dentro una moneda de cobre y tan grande que
quepa un millón. ¿Cuánto has conseguido robarles a los muertos?
El italiano rió.
—Eso es un secreto de profesión. La verdad es que no se gana mucho
como sepulturero. Los primeros buitres de los muertos ricos son su propia
familia.
—Adiós, Berta. Que tengas suerte.
Berta y Bucone quedaron solos. Ella, con cierto miedo pero intrigada,
preguntó:
—Y bien, ¿dónde está tu bolsa repleta de monedas?
—En la mía casa.
—Entonces, ve a buscarla y me la traes.
—Está enterrada. Hasta los ladrones llegan al cementerio.
—No creo que en el cementerio haya más ladrón que tú.
—No me haces justicia, ragazza. Tú me gustas, me gustas mucho.
—Bucone, no sigas por ese camino. Sé perfectamente por qué quieres
ofrecerme una bolsa repleta de monedas.
—¿Y por qué crees que soy tan generoso, ragazza? —Porque tienes
miedo.
El italonorteamericano, fácil a la carcajada, rió fuertemente, mas no
consiguió contagiar a la mujer que le observaba con fijeza.
—¿Bucone miedo, de quién? Si yo soy el sepulturero, mis vecinos son
los muertos...
—Temes que diga que tomé tu whisky y me dormí. Cuando desperté,
tú ya estabas en la habitación.
—Es cierto que te dormiste. Debías de estar cansada, pero que muy
cansada, ragazza bella.
—¿Qué maldita ponzoña echaste en el whisky para que me durmiera?
—No sé de qué me hablas.
—Vamos, sepulturero del demonio, tú me hiciste beber de tu propio
licor. Dijiste que era mejor que ninguno. Yo, por no molestarte, bebí y
comenzaron a pesarme los párpados hasta que caí dormida.
—Pero tú mismo has dicho que cuando despertaste estaba en tu
habitación. ¿De qué quieres que tenga miedo, ragazza?
—Cuando abrí los ojos por primera vez estabas lavándote las manos
en la palangana.
—¿Y qué tiene eso de malo? No querrías que te acariciara con las
manos sucias, ¿verdad?
—Claro que no, y menos, sucias de sangre.
—¿Qué dices, ragazza?
—Que tú fuiste quien mató a Nick Hallen. Supongo que tratarías de
robar a la patrona. Nick Hallen se presentó en el despacho para pagarle
como ella asegura y tú te lo cargaste de un botellazo, pero como debió
verte, preferiste rematarlo. Te manchaste las manos de sangre y te las
lavaste para que yo no lo viera, pero lo vi.
—Eso no es cierto, ragazza. Es verdad que tengo miedo, y no quiero
que digas a nadie que te dormiste. Podrían sospechar de mí y ya sabes que
los extranjeros no somos muy bien vistos. Primero te cuelgan y luego ni
rezan, ya tienen a un culpable. No, ragazza, sólo quiero que no me
compliques la vida. Per la Madonna, ¿por qué se me ocurriría a mí visitar
la casa de la Flaca aquella noche?
—Seguro que para robar, Bucone, para robar. Pude delatarte porque vi
el agua teñida de sangre, pero cuando vino el abogado no le dije nada. Las
chicas como yo solemos callar cuando nos preguntan, siempre nos acarrea
complicaciones el soltar la lengua. Tampoco nosotras somos bien vistas y
se nos condena con mucha facilidad. Le dicen a una que está implicada, que
era cómplice del asesino y a la cárcel a pudrirse. La verdad, tuve miedo,
pero ahora pienso que sabiendo que tú eres el asesino de Nick Hallen mejor
me llevo la bolsa de monedas que tienes y cojo el tren para marcharme
lejos, muy lejos. Tengo deseos de ir a Nueva York, donde nadie me
conozca. Allí, teniendo dinero, puedo iniciar una nueva vida, incluso puedo
pescar a algún hombre maduro con el que casarme. Sé mucho de cómo
tener contento a un hombre, no me sería muy difícil, pero hace falta dinero,
bastante dinero, y tú vas a dármelo, gordinflón del demonio.
—Yo te he prometido una bolsa de oro, pero tú debes asegurarme que
no has dicho nada. —Nada, y seguiré con la boca cerrada. —En ese caso,
ven a mi cabaña y allí te daré la bolsa. —No, no voy a seguirte, no soy tan
tonta. Tú me traerás el dinero aquí.
—Te has despabilado mucho, ragazza. La codicia por esa bolsa de oro
te pierde. Bucone sólo tiene unas cuantas cabras que se venden mal, sólo
dan para comer, y los muertos suelen llegar a mí con los bolsillos limpios.
Tenemos fama de buitres, pero otros son los que se llevan la lana. Ya sabes,
a lo sumo ropas estrechas. Per la Madonna que llevo una vida perra, pero
pronto seré rico, sí, señor, rico. —¿Rico?
—Sí, rico. En casa de la Flaca hay una fortuna, ragazza, una verdadera
fortuna.
—¿El dinero de la Flaca es lo que andas buscando?
—No, pero creo que hablamos demasiado. Ya lo ves, ragazza, todavía
no soy rico, no tengo esa bolsa de monedas que te he prometido.
—Yo quiero mi dinero ahora. ¿Por qué me lo has prometido, si no lo
tienes?
—Porque creía que de este modo me dirías lo que sabes y, la verdad,
sabes demasiado.
Berta sintió el peligro, presintió que algo grave iba a ocurrirle, mas no
pudo reaccionar a tiempo. Bucone le propinó un fuerte puñetazo que la
mandíbula de la fémina no pudo resistir.
Bucone la dejó desplomarse. La recogió después del suelo y se la
cargó sobre los hombros como si se tratara de una oveja. Se dirigió al
cementerio por los caminos más ocultos, amparándose en las sombras.
Cuando Berta abrió los ojos quedó pálida como la cera. El pánico
acudió a sus sentidos.
La infeliz mujer se hallaba dentro de un ataúd sin pintar, de pésima
calidad, amordazada y con las manos atadas a la espalda, así como los pies.
Escuchó ruidos. Temblando de pánico se incorporó dentro del ataúd y
descubrió a Bucone con una pala. Él le sonrió. Berta forcejeó con las
ligaduras, quiso gritar, pero su mordaza se lo impidió.
Bucone, riendo, se le acercó. Le puso la mano en la cara y la volvió a
meter en el féretro.
—Lo siento, ragazza, pero estoy muy molesto por tantos insultos. Que
si huelo a cadáver, que si gordinflón, que si italiano, que si extranjero, que
si sepulturero, que si puerco... Sí, enfadado, moho enfadado.
Berta movió la cabeza negativamente, de un lado a otro. Quiso
incorporarse, mas la manaza de Bucone, puesta sobre su pecho, se lo
impidió.
—Sí, soy un pobre hombre, todos se burlan de mí, pero pronto seré
rico, un gran señor. En San Francisco nadie se reirá de Bucone. No tendré
que ir con unas monedas detrás de las ragazzas, serán ellas las que vengan
a buscarme, y serán hermosas, moho más bellas que tú.
El solitario pero, paradójicamente, extravertido Bucone suspiró y
habló por la necesidad de explicar a alguien cuanto le ocurría.
—¿Sabes, ragazza? Seré rico porque tendré mucho oro. El estirado
juez Sullivan, el tahúr Hofrey y yo formamos pandilla. De un tahúr podía
esperarse que se aliara con un sepulturero, pero de un juez... Sin embargo,
ya ves, el juez también quiere oro. Él fue quien planeó lo de liquidar a
alguien en la casa de la Flaca. Hofrey también vigilaba aquella noche. El
me proporcionó el whisky con el que te dormí. El me protegía la retirada
desde otra habitación, y luego io, que siempre tengo que encargarme de las
cosas feas, le partí la botella al ganadero en la cabeza. Después lo rematé,
pero no para robarle a él ni a la Flaca. El juez dijo que las culpas se las
cargaría tu patrona y todo salió a pedir de boca cuando el hermano del
muerto sorprendió a la Flaca con el gollete de la botella en la mano. El juez
tiene más cerebro que todos, sabe hacer las cosas. Después, la Flaca sería
ahorcada y su casa subastada. Hofrey la compraría y entre los tres la
desmontaríamos, poquito a poco, hasta que por fin, ¡ricos, moho ricos!
Como la Flaca se muere de un balazo, todo será más fácil aún. Tú, ragazza,
has visto demasiado y por una vez cambiaré mi forma de trabajar. Siempre
entierro muertos, y esta vez enterraré una ragazza viva y hermosa. Bueno,
bien mirado no eres bella, sino sucia, una mujerzuela, y si querías irte lejos,
vas a salirte con la tuya.
Berta movió la cabeza con furia y quiso levantarse, mas no lo
consiguió. Riendo, Bucone cerró la tapa del ataúd, y mientras tarareaba una
canción desconocida para Berta, comenzó a clavetear la tapa.
Berta golpeaba inútilmente la madera del féretro con las rodillas, e
incluso la cabeza, ya que las manos y los pies los tenía atados.
Bucone, sin dejar de cantar, con la pala al hombro, salió de la cabaña.
Se dirigió al cementerio y allí comenzó a cavar una fosa bajo una luna
grande y espléndida.
El sudor perló la frente del italiano y la fatiga comenzó a hacer presa
en su cuerpo. Se sentó al borde de la fosa, ya bastante profunda.
—¿Qué más dan cinco pies de profundidad que seis?
De pronto, una figura alta y oscura se recortó entre las sombras del
cementerio.
—Eh, ¿quién anda ahí? No creo en los muertos, sólo creo en el
maleficio de L'Arlecchino, y lo tengo conjurado.
Alzó sus dedos, montados el corazón sobre el índice, para alejar al
Arlequín.
—Bucone, soy Hofrey.
—Ah, compañero, acércate.
Hofrey se aproximó hasta el mismo borde de la fosa cavada. La
observó y preguntó:
—¿Has cumplido el encargo que te dimos con respecto a Berta?
—Sí, asunto terminado. Tengo a la ragazza en la cabaña y ya no
hablará más. Lo sabía todo y esta fosa es para ella. Bucone siempre hace
bien las cosas, lástima que no he tenido suerte en la vida, pero ahora todo
cambiará.
—Claro que sí, Bucone, claro que sí. Tú liquidaste a Nick Hallen y
ahora a Berta, que era la única que podía delatarte. Tu trabajo ha terminado.
—Aún no, he de tapar esta fosa con la ragazza dentro.
—Esta fosa será para ti, Bucone. No pensarías que el juez y yo
repartiríamos el oro con un zafio sepulturero como tú, ¿verdad?
-¿Eh?
Antes de que pudiera reaccionar, Hofrey le hundió un afilado cuchillo
en su gran humanidad, cuchillo que había brotado traidoramente del
interior de su bocamanga.
—Perro traidor... —rugió Bucone.
Hofrey le propinó una patada, enviándole al interior del hoyo.
—Sólo eres un imbécil, un maldito imbécil, Bucone, nada más.
Bucone, herido de muerte, quedó tendido dentro de la sepultura con
los ojos abiertos y sufriendo en su agonía.
Hofrey tomó la pala y comenzó a tirarle tierra al rostro hasta ocultarlo.
—Pondremos también el cadáver de la chica junto a ti. Así tendrás
compañía.

CAPITULO IX

Todos aguardaron respetuosamente a que el sacerdote confesara a Vera


Pawell. El religioso tenía que hacer verdaderos esfuerzos para oírla. La
gravedad de la mujer era extrema.
El doctor había torcido el gesto. La ciencia ya no podía hacer más por
ella. La bala había escapado hacia el interior del cuerpo.
—Posiblemente muera mañana, no sabría decirles... —expresó el
médico.
Dora buscó protección en la proximidad de Jeff Z. Dangerman.
Por la puerta abierta de la casa apareció Lilian. Se le notaba a la legua
lo que era, pese a que debido a las circunstancias se había pintado y vestido
más discretamente.
El sacerdote administró la absolución y los santos óleos a la
moribunda, que cerró los ojos. Sin embargo, no había muerto, sino que
entraba en un sueño profundo. Su cuerpo oscilaba al ritmo de su
respiración.
—Abogado —interpeló el reverendo, acercándose.
—¿Todo bien, padre?
—Sí, abogado, todo bien. La mujer estaba verdaderamente necesitada
de auxilio religioso. Ahora podrá morir en la paz del Señor. Por cierto, al
margen de su confesión, me ha pedido una última voluntad.
Dora se adelantó, ligeramente emocionada.
—Dígale, padre, que será cumplida.
—Desea que se cierre su casa de, bueno, ya me entienden. Está
arrepentida de haberla edificado sobre la casa en ruinas que compró hace
algunos años.
—¡Cuernos! —exclamó Lilian, que lo había oído todo—. Bueno,
disculpen, pero es que nos quedamos en la calle.
El sacerdote se encaró con ella, objetando:
—No es preciso esperar a estar agonizante para arrepentirse del
pecado en que se está viviendo. A veces, la muerte nos sorprende sin darnos
tiempo a rectificar. Harías muy bien en cambiar de vida, hija; aprovecha la
oportunidad ya que la casa se clausura.
—Ya lo pensaré, reverendo; lo que no sé es adonde iremos a vivir
ahora.
Dora quiso decir algo, pero Dangerman la contuvo indicando a su vez:
—En el hotel estaréis bien. Luego, la que quiera, puede tomar su
billete de ferrocarril y marcharse de Saratoga City. El reverendo tiene
razón, se puede iniciar una nueva vida. Por cierto, quisiera hablar con
Berta.
—¿Berta? Esa sí ha encontrado el cuerno de la fortuna.
El religioso se había alejado discretamente. Sólo Dora y Jeff estaban
encarados con Lilian y fue el hombre quien preguntó:
—¿El cuerno de la fortuna?
—Sí, el gordinflón del sepulturero, ese sujeto que huele a cadáver.
—¿Te refieres a Bucone, el hombre que estuvo con Berta la noche del
asesinato de Nick Hallen?
—Sí, el mismo.
—¿Y qué ocurre con él?
—Le ha ofrecido una bolsa repleta de monedas.
—¿Y por qué motivo?
—No lo sé, ha dicho que ella sabía de qué iba. Yo no me iría con ese
tipo ni atada, pero Berta se ha quedado
hablando con él.
—¿Y dónde se han quedado?
—Al final de la ciudad, ya sabe que la casa de la Flaca está en las
afueras. Había que recorrer un cuarto de milla a oscuras y el sepulturero
nos estaba aguardando. Creo que ha intentado entrar en la casa y Louis le
ha cerrado el paso. Seguro que se la habrá llevado a su cabaña.
Dangerman, interesado, preguntó:
—¿Y dónde está su cabaña?
—Junto al cementerio. Vive con los muertos y unas cabras que tiene,
pero se tiene que comer la carne de las cabras él mismo porque nadie se las
compra. Dicen que se alimentan de las plantas que nacen de los muertos.
El médico se les acercó objetando:
—Mejor se van todos a descansar, la moribunda también lo necesita.
Aquí no harán más que estorbar y la agonía puede prolongarse. Cuando se
ponga peor ya haré que les avisen
—Es que quisiera quedarme aquí —pidió Dora.
Jeff, a su lado, indicó:
—Mejor será que descanses, de lo contrario mañana no podrás seguir
adelante con tus deberes. Tú. Lilian, regresa a la casa y comunica la noticia
a tus compañeras. Recoged vuestras cosas. Ya has oído que la casa queda
clausurada por expresa voluntad de su propietaria Vera Pawell.
—Sí, abogado, pero la noticia no va a sentar muy bien a las chicas.
Será difícil que encontremos a una protectora que nos trate como lo hacía
la Flaca. En fin, todo lo bueno se termina.
Jeff se ofreció a acompañar a las dos mujeres en la noche. Dejó a Dora
en su pequeña pero limpia casita que estaba en el mismo camino que la
casa de su tía y tras darle un suave beso en los labios, que la joven no
rechazó, se dispuso a acompañar a Lilian.
—Por lo visto, ha conseguido llevársela a su cabaña, porque no están
en el mismo sitio. A Berta le habrá caído como llovida del cielo esa bolsa
de oro, ahora que el negocio ha terminado.
Jeff se introdujo por el paso con valla de madera a ambos lados. Los
mastines estaban bien entrenados para no gruñir a quienes pasaran por el
corredor.
Jeff observó el pozo, rodeado de césped en mitad del jardín. A su
alrededor sólo correteaban los feroces perros.
Louis les abrió la puerta. Jeff dijo:
—Louis, por expreso deseo de la patrona, la casa queda clausurada.
Ayuda a las chicas a hacer sus equipajes y que abandonen la casa. Si Vera
Pawell les debe algo, ya se les pagará cuando sea oportuno.
—Bien, abogado, cumpliré sus órdenes. ¿Ha muerto ya la patrona?
—No; todavía no. En cuanto fallezca, su sobrina, como heredera
legítima, se hará cargo de esta casa y de cuanto haya en ella.
—Sí, abogado. ¿Quién es la nueva propietaria, es decir, la sobrina del
ama?
—Dora Benson, la maestra de la escuela. Ahora dime, ¿ha regresado
Berta?
—No, abogado. Se ha marchado junto con Lilian y no ha vuelto aún.
—De acuerdo. ¿Tienes algún caballo disponible?
—Sí, abogado, no es muy bueno, pero hay uno enganchado al cabriolé.
Está en la caballeriza que hay enfrente.
Jeff no se había fijado en que al otro lado del camino, tras un grupo de
árboles, había un barracón grande que se utilizaba como caballeriza. Por lo
visto, Vera Pawell no había querido hedores desagradables cerca de la casa
que tanto cuidaba.
En el establo encontró el cabriolé al que se hallaba enganchado un
pesado caballo.
Sacó el carruaje y con él se dirigió al cementerio, tomando el camino
principal.
La luna brillaba con una gran luz que hacía innecesario guiarse por
antorchas.
El equino era lento y el cabriolé hacía ruido en su avance.
Al llegar frente a la puerta del camposanto, se detuvo un instante. Dio
una ojeada hacia su interior y no descubrió nada anormal, sólo silencio y
quietud.
Alargó la vista y vio la cabaña del italiano en la que había luz.
Condujo su carruaje hacia ella. Tras la vivienda, en un cercado, las cabras
del sepulturero pasaban la noche. Algunas de ellas balaban lastimeras.
Saltó del cabriolé y se introdujo en la cabaña llamando:
—¡Bucone, Bucone!
De pronto, percibió unos ruidos que lo alertaron y obligaron a
inclinarse sobre un ataúd de pésima fabricación y sin pintar que se hallaba
sobre la mesa.
—¡Bucone!
De nuevo, golpes en el féretro.
—No cabe duda, aquí dentro hay alguien.
Buscó por los rincones hasta hallar una palanca de acero que le sirvió
para desclavar la tapa, lo cual hizo con rapidez.
En el interior descubrió a una mujer.
—¡Berta!
La mujerzuela se hallaba amordazada, con los tobillos y las manos
atadas. Sus ojos estaban abiertos obsesivamente y su piel tan blanca como
la de un cadáver. En su frente aparecían señales de golpes que ella misma
se había dado con la cabeza tratando de escapar del ataúd en el que iba a ser
enterrada viva.
—No temas, Berta, todo ha pasado. Supongo que ésta era la bolsa de
oro que quería darte Bucone. ¿Dónde está él?
Ya sin la mordaza, ella balbució y tartamudeó incapaz de articular
correctamente las palabras. El terror había hecho presa en su garganta.
Jeff la desató totalmente y la sacó del féretro.
—Vamos, Berta, todo ha pasado. ¿Dónde está Bucone?
—Oh, no lo sé. Quería enterrarme viva para que no hablara, es un
asesino. El mató a Nick Hallen, me lo ha dicho. Yo ya lo sospechaba.
Jeff observó que las raíces de los cabellos de la mujer se habían
tornado blancas y comprendió el miedo que debía de haber pasado ante la
terrorífica muerte que la aguardaba.
—Vamos, Berta, te llevaré en el cabriolé que tengo afuera y me
contarás más despacio todo lo que sabes.
Apenas sin voz, como una niña desamparada, suplicó:
—Quiero marcharme de la ciudad, del territorio, quiero marcharme...
—Vamos, haz un esfuerzo de voluntad para recuperarte. Por el camino
me explicarás cuanto sepas.
La sacó de la cabaña sin conseguir ver a Bucone. El sepulturero no
aparecía en el cementerio ni en sus inmediaciones.
Pese a los temblores, a las raíces blancas de sus cabellos, a los veinte
años que parecían haberle caído encima en breve tiempo, Dangerman
consiguió interrogar hábilmente a Berta, y ésta fue contándole cuanto sabía
durante el trayecto hasta la ciudad.
Jeff detuvo al fin el carruaje frente a la casa de Dora. Hizo bajar a
Berta y llamó a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó Dora desde el interior.
CAPITULO X

El juez Sullivan no disimuló su mal humor al ver al tahúr Hofrey en su


casa aquella noche, que además de larga estaba resultando muy movida.
Cerró la puerta y se apresuró a bajar las persianas para no poder ser
vistos desde el exterior. Luego ordenó:
—Sígueme. En mi despacho estaremos mejor.
Hofrey, en silencio, siguió al juez. Una vez en el despacho, sin pedir
permiso alguno, extrajo del interior de un burean una botella de whisky.
Bebió directamente de su gollete, saboreando ruidosamente la bebida.
—Me hacía falta, estoy muy cansado.
—¿Cansado? ¿Qué nuevas noticias me traes?
—Bueno, ya sabrá que le disparé a la Flaca.
—Sí, aprovechaste la ocasión del tiroteo de Zaqui Hallen, pero no
supiste hacerlo muy bien.
—Está moribunda, ¿no?
—Sí, pero el abogado te vio y te busca.
—¿Para matarme? —inquirió sardónico.
—No te burles, Hofrey. Desde que apareció ese maldito abogado, las
cosas se han torcido para nosotros. La Flaca tiene una heredera.
—¿Cómo?
—Por lo visto tú tampoco estabas enterado, ¿eh: Pues sí, el mismísimo
Abogado Colt ha venido a decírmelo en las narices. Creo que recela de mí.
—¿Y cómo es posible que sospeche del honorable juez Sullivan? —
inquirió Hofrey con sarcasmo.
—Ese abogado tiene un extraño olfato. Es peligroso, sumamente
peligroso.
—Pues habrá que matarlo. Ya que Zaqui Hallen no pudo hacerlo, lo
haremos nosotros. Sin embargo, lo que más me preocupa ahora es la
heredera de que me ha hablado. ¿Cómo podrá subastar la casa para que yo
la compre si ya tiene una heredera?
—Hofrey, piensa un poco. Sólo hay heredera cuando la heredada ha
muerto. Es decir, si Dora Benson fallece antes que la Flaca, al morir ésta ya
no tendrá herederos y, por tanto, nuestro plan seguirá adelante si el
Abogado Colt no lo impide.
—Creo, juez, que se preocupa demasiado por el abogado.
—No lo Subestimes, Hofrey, he sido yo quien ha tenido que hablar con
él y no tú.
—No, a mí me corresponde la parte más dura. No gruña, juez. Ahora
vengo del cementerio y tengo las manos rojas de usar la pala.
—¿Del cementerio? ¿Qué has hecho allí?
—¿No le dijimos a Bucone que se encargara de Berta?
—Sí, le dijimos que la hiciera callar. —Pues Bucone se ha llevado a
Berta al cementerio He andado siguiéndolo.
—¿Ha liquidado a la chica?
—He dejado que se marcharan al cementerio. Luego he merodeado la
casa del doctor para ver si de ella salía la noticia de la muerte de la Flaca y
me he dirigido al cementerio. He hallado a Bucone cavando una fosa.
—¿Para Berta?
—Sí, eso me ha dicho. Me ha contado que la había hecho callar para
siempre y estaba cavando la fosa para enterrarla. La verdad es que el hoyo
ya era suficientemente profundo y he creído que dentro cabrían dos sin
apreturas.
—¿Dos?
Hofrey sonrió cínicamente. Tomó un nuevo trago de whisky antes de
continuar.
—No estaría pensando de veras repartir las mil quinientas onzas de
oro con ese maldito y gordinflón sepulturero, ¿verdad?
—Hofrey, ¿qué has hecho? —inquirió Sullivan, sentándose despacio
tras su mesa-escritorio.
—Enviar a Bucone al infierno. Ha sido fácil y rápido, sin ruido.
—De modo que lo has eliminado.
—Sí. Las quinientas onzas de oro que le correspondían a él en la
repartición, serán nuestras. ¿No le parece bien el negocio? Después de todo,
Bucone ya no nos hacía ninguna falta y era demasiado hablador. Podía
resultar peligroso a la larga. Esa clase de sujetos, cuando tienen un poco de
dinero, se vuelven escandalosos y parlanchines.
—Bueno, después de todo, su parte del mapa la tengo yo.
—Caramba, juez, usted también actúa rápido. Creí que él se la había
llevado consigo.
—No, me fijé bien y luego la reproducí de memoria. Aquí la tengo.
De la pequeña caja fuerte, en la que precisamente el dinero no
abundaba, sacó una carta raída y amarillenta y otra nueva, del mismo
tamaño, pero con letra distinta.
—Sí, ya veo —dijo Hofrey—, pero da lo mismo. Aquí está mi carta.
Podemos completar el mapa de nuevo.
Las tres hojas de papel coincidieron y ambos hombres las observaron
con mucha atención. En ellas ha-había escritos idénticos, pero el mapa se
completaba con las tres cuartillas.
—No cabe ninguna duda. El lugar indicado es la casa de la Flaca.
—Sí, no hay otra en los alrededores. La casa donde se refugió el viejo
minero para morir fue ésa. Hizo el mapa y escribió las tres cartas, una para
cada uno de sus hijos que estaban en distintos puntos del país. Puso las
cartas en manos del correo y murió tranquilo pensando que las mil
quinientas onzas de oro que menciona en las cartas estaban seguras.
—Lo malo, juez, es que pese a hacerme asiduo visitante de la casa de
la Flaca y registrarla con más o menos disimulo, no he hallado el menor
indicio.
—Es difícil, ya que construyeron la casa nueva sobre la vieja.
Posiblemente el oro esté enterrado en sus cimientos.
—Cuando compre la casa, la desmenuzaré poco a poco hasta dar con
el oro, porque tengo la seguridad de que nadie lo ha tocado desde que el
viejo lo escondió para sus hijos. Qué poco suponía el infeliz' minero que
uno de sus hijos jugaría una partida de póker conmigo y se arruinaría.
—Sí, se jugó hasta su parte del mapa, que tú ganaste.
—Sí, la gané. Luego se puso terco diciendo que había hecho trampas y
tuve que matarlo.
—Pero hiciste trampas, ¿verdad, Hofrey?
—¿Y usted qué cree, juez? —preguntó cínico, riendo entre dientes.
El juez Sullivan suspiró.
—Eres un maldito tahúr. Jamás jugaría contigo.
—Vamos, juez, que la forma en que consiguió su mapa tampoco fue
muy limpia.
—A aquel sucio sujeto, el jurado lo declaró culpable y tenía que
sentenciarlo por haber matado a la chica del saloon.
—Usted sabe que la muerte de la chica fue accidental. El tipo la
empujó, ella se golpeó la nuca contra una mesa y se partió el cráneo. Fue
homicidio involuntario.
—El jurado lo halló culpable —insistió Sullivan.
—Porque usted se encargó de que el jurado lo declarara culpable. Le
cortó las alas al defensor y avivó el fuego del fiscal. Luego, su víctima
quiso comprarle.
—A un juez no se le soborna.
—No, claro, pero usted se quedó el mapa del acusado y lo mandó a la
horca. Una vez muerto, ¿cómo iba a reclamarle el mapa heredado de su
padre?
—Digamos que fue una casualidad que viniera a parar a mis manos,
como también fue casualidad pan Bucone.
—Sí, él lo halló cosido a la camiseta de un cadáver que murió de tisis.
Como Bucone era un buitre con los infelices que caían en sus manos, se
apoderó del mapa. Así por lo menos lo explicó él.
—Cuánto debieron de cambiar los tres hermanos viviendo cada cual
por su lado para que no llegaran a conocerse bien. Hambre, delgadez,
curtimiento por el tiempo...
—Sí, lo cierto es que los tres hermanos ya no se conocían entre sí o
quizá no coincidieron en la misma fecha. Hay que pensar que ha habido
varios años de por medio. Yo creo que ellos mismos ya habían perdido la
esperanza de hallar el oro de su padre. En las cartas decía que el uno de
enero deberían de coincidir frente al hotel de Saratoga City y unir los tres
pedazos de mapa. Sólo así hallarían el tesoro, ya que el viejo no quería que
un solo hijo se quedara con todo, dejando a los demás en la miseria.
—Sí, el minero era muy justo, al parecer.
—Si el uno de enero del primer año, a las ocho de la tarde, no
coincidían los tres mapas, deberían de aguardar al año siguiente para que se
reuniera el hermano que faltase, esperando los años que fueran precisos.
—Sí, y al final, un uno de enero, con mucho frío y nieve por todas
partes, coincidimos Bucone, tú y yo para juntar nuestras cartas. Qué poco
imaginaba el viejo minero que no serían sus hijos los que unieran los
pedazos del mapa que él había dibujado tan meticulosamente.
—Sí, luego el viejo se extendía en pequeñas consideraciones
recordando a sus hijos que para entrar en un desierto debían proveerse antes
de agua y que recordasen lo que su madre les decía siempre antes de acudir
a comer. En fin, cosas de viejo que termina hablando solo.
—Sí, mejor hubiera sido que pusiera el lugar exacto donde escondió
esas mil quinientas onzas de oro que arrancó a su mina.
—Es sarcástico pasarse la vida solo, partiéndose las uñas para sacar el
oro y cuando se ha conseguido, morirse.
—Mejor para nosotros que el minero muriera, pero ahora, por culpa de
ese maldito abogado, no tenemos el oro tan seguro. La verdad es que había
urdido un plan complicado para que jamás se nos pudiera acusar de nada,
pero está fallando.
—¿Fallando? ¿Quién nos puede acusar de nada? Además, nadie puede
quitarnos el oro. Los únicos que conocemos su existencia somos usted y yo,
juez, ya que Bucone está bien enterrado en el cementerio. Nadie va a
encontrarlo.
—La muerte de Bucone puede traer más dificultades —observó el
juez.
—¿Más dificultades, por qué? Todos creerán que se ha largado.
—¿Dejando sus pertenencias y sus cabras?
—Ya pasaré mañana en la noche por allí y prenderé fuego a todo. Lo
malo es...
—¿Qué es lo malo, Hofrey?
—Que cuando comenzaba a enterrar a Bucone ha aparecido el abogado
con un cabriolé.
—¿Cómo dices? ¡Eso no me lo habías contado!
—No quería ponerlo nervioso nada más comenzar a hablar. Después de
todo, no tiene demasiada importancia.
—Explícate. ¿Qué ha ido a hacer el Abogado Colt al cementerio?
—Al parecer sospechaba de Bucone e iba a buscarlo.
—¿Y...? —inquirió ansioso el magistrado. —Pues que en la cabaña de
Bucone ha encontrado a Berta.
—¿A Berta, muerta?
—No, a Berta viva.
—¿No has dicho que Bucone se había encargado de ella?
—Sí, eso es lo que yo había creído en un principio, pero por lo que he
deducido al visitar la cabaña tras marcharse el Abogado Colt, llevándose a
esa rameruela, es que Bucone había intentado enterrarla viva. Con razón me
ha dicho antes de morir que el asunto de Berta ya estaba resuelto. Ese
abogado la ha rescatado de la muerte.
—Ya decía yo que ese tipo se entromete en todo. Es peligroso, muy
peligroso. Me di cuenta cuando le vi aparecer por primera vez.
—No tema, juez. Aunque haya salvado a Berta, nada podrá hacer
contra nosotros.
—De eso no podemos estar seguros. Berta puede hablar.
—¿Y qué dirá? Que el italiano la durmió y luego ha tratado de
asesinarla. En realidad, sólo acusará a Bucone y él ya está muerto. Nadie
hallará su cuerpo.
—¿Lo has sepultado bien?
—Sí, y he cuidado de no dejar rastro esparciendo la tierra sobrante en
todas direcciones. Yo también sé trabajar.
—Sí, puede que todo se solucione ahora. Que el Abogado Colt quede
en un camino muerto sin saber qué dirección tomar.
—Quizá sospeche de nosotros, pero como nada podrá probar, nada
sucederá. Después de todo, ignora la existencia del oro en la casa de la
Flaca.
—Pero sospecha que esa casa puede tener algún valor especial.
—No es suficiente.
—Sí, no es suficiente; lo malo es que si la Flaca muere antes que su
sobrina, pueden complicarse mucho las cosas.
—Juez, yo ya me he manchado varias veces las manos de sangre. Es
hora de que se las ensucie usted, ¿no cree? Es muy fácil estarse siempre
sentado tras una mesa y dar órdenes. Cuando Nick Hallen, los apuros los
pasamos Bucone y yo. Después, la Flaca, a quien le pegué el tiro a través de
la ventana de la oficina del sheriff y finalmente Bucone. No estaría de más
que usted terminara ahora con la maestrita de la escuela.
—¿Yo? Yo no estoy acostumbrado a asesinar.
—Ya, usted sólo sentencia y el trabajo de verdugos es para los demás.
Por una vez podrían cambiarse los papeles.
—¿Y por qué ese interés en que me manche las manos de sangre,
Hofrey?
—Usted ya tiene las manos manchadas, juez, aunque sea
indirectamente, pero por si vienen malos aires, quiero que estemos en
igualdad de condiciones.
—¿Qué es lo que temes, Hofrey?
—No creo que exista la posibilidad de que algún día nos pillen, pero si
eso ocurriera, los dos iríamos a la horca. Si hay igualdad en la repartición,
también debe de haberla en el peligro.
—Es que tú tienes más experiencia. Yo jamás he matado a nadie
directamente.
—Sí, ya, usted dice «ahórquenlo» y listos. No, juez, esta vez deberá
ver el rostro de su víctima mientras agoniza. Suelen hacer muecas raras que
no se olvidan en lo que resta de vida. En fin, es asunto suyo liquidar a Dora
Benson. Después de todo, las cosas se han puesto de una forma que hay que
precipitar los acontecimientos y cambiarlos sobre la marcha si se hace
imprescindible.
—Admito que es cierto. Ese Abogado Colt nos ha estropeado el juego
y debemos modificarlo —suspiró con desánimo.
—Entonces, de acuerdo, juez. Usted termina con Dora, la maestrita. Si
le hace falta apoyo de artillería, yo estaré junto a usted con mi revólver. La
Flaca morirá por sí misma, creo que le di bien.
—Ya no podemos retroceder. Tú averigua cómo están las cosas y
prepárame el terreno, no fuera a cometer una torpeza y salieran las cosas
peor de lo que están.
—Correcto, juez, yo le prepararé el camino y usted se mancha las
manos como corresponde. A igual peligro, igual beneficio.
Rió levemente antes de tomar un larguísimo trago del buen whisky
que el juez Sullivan guardaba en su despacho. Por primera vez se sentía
más fuerte que el agrio magistrado.

CAPITULO XI

Cuando Hofrey abandonaba la casa del juez Sullivan amanecía en


Saratoga City. Las casas parecían más negras que durante la noche al
quedar recortadas sobre un cielo que clareaba lentamente.
El tahúr se vio sorprendido por una figura alta y elegante cuyo rostro
no podía ver por quedar a contraluz, ya que miraba hacia el Oeste. Era una
figura en la que destacaba la culata de un brillante «Colt».
—El Abogado Colt —se dijo en voz baja, como si conjurase una
maldición al estilo del asesinado Bucone.
—¡Hofrey!
El tahúr se detuvo.
Los dos hombres quedaron frente a frente en aquel amanecer fresco,
de brisa suave y palpable soledad, aquel amanecer en el que la muerte
danzaba sobre la ciudad su patético baile tras hacer oscilar su guadaña
ensangrentada, una guadaña que quizá no había terminado de usar.
Hofrey, buscando seguridad en sus propias palabras, preguntó:
—¿Quién es usted, forastero?
A lo lejos aulló un coyote en forma lastimera. El silencio reinante hizo
que su aullido llegara débil; pero nítido.
—Lo sabe muy bien, Hofrey.
—No sé de qué me habla, forastero. La verdad, no me gusta que me
aborden cuando tengo sueño y me dispongo a ir a dormir.
—¿Un sueño eterno? —le preguntó Dangerman enarcando las cejas.
—Siempre he opinado que un chiste al amanecer carece de gracia.
—No trato de embromarlo, Hofrey. Estoy hablando en serio.
Hofrey ansió echar a caminar, mas algo le retenía. ¿Miedo a un
inminente desafío?
—Si ha bebido unas copas de más, váyase al sheriff y pídale que le
deje un catre para dormir.
—No se haga el tonto, Hofrey. Sabe que soy el abogado Dangerman y
que le interpelo porque tengo muchos motivos para hacerlo.
—Ah, ya, el Abogado Colt. Me han contado que andaba por la ciudad
provocando pleitos. No creí que terminara metiéndose conmigo.
—Hofrey, sé mucho de usted. Antes no sabía nada, pero ahora sí.
—¿Y qué es lo que sabe?
—Que forma grupo con el juez Sullivan y el sepulturero Bucone, y que
este último asesinó a Nick Hallen por orden de ustedes dos.
—¿Y quién le ha contado tamaña tontería? ¿Acaso lo ha soñado,
Abogado Colt?
—No he soñado y sé que lo que buscan está en la casa de la Flaca.
—Ignoro de qué me habla. Buenas noches, Abogado Colt; es decir,
buenos días.
—No dé un paso más, Hofrey, o tendré que sacar mi revólver.
—¿Me está desafiando?
—Tómelo como guste, pero están perdidos. Es mejor que confiese.
—¿Confesar, el qué?
—¿Sigue haciéndose el tonto?
—Busque a Bucone y pídale que confiese por mí.
—¿Debo deducir que Bucone ya no hablará más?
Hofrey torció el gesto comprendiendo que había hablado
excesivamente. Dangerman era demasiado sagaz y captaba todas las
intenciones.
—Lo he nombrado porque usted lo ha hecho antes, eso es todo.
—Hofrey, usted le disparó a Vera Pawell a través de la ventana de la
oficina del sheriff y considero que lo hizo alevosamente y a traición.
Deseaba la rápida muerte de Vera Pawell para poder adquirir su casa en
subasta.
—Abogado, habla demasiado. Todos los picapleitos son iguales.
—Le acusaré de haber disparado contra Vera Pawell y será una
acusación muy grave porque la mujer está agonizando.
—Y si esa mujer muere, ¿a mí qué me cuenta? Después de todo, nadie
ignora lo que es y además está acusada de asesinato.
—Un asesinato que muy pronto se probará no cometió. Tengo un
testigo.
—¿Otra rameruela?
—¿Quién le ha dicho que se trate de una rameruela?
—Lo imagino. Después de todo, nadie va a creer en la palabra de una
chica de vida alegre. El juez desestimará cualquier acusación al respecto.
—El juez no podrá desestimar ninguna acusación porque él será uno
de los acusados. En cuanto al asesinato de Vera Pawell, y puede
considerarse asesinato porque el doc dice que no se salvará, yo le acusaré
formalmente.
—No podrá nada, abogado. Será su palabra contra la mía.
—Cree que está a cubierto de todo, ¿verdad?
—Soy prevenido. Jamás nadie ha conseguido llevarme a la corte por
motivo alguno.
—De acuerdo, Hofrey. Lo arreglaremos a su manera.
El tahúr vaciló viendo que Dangerman aproximaba su mano a la culata
del «Colt».
—¿A mi manera, qué trata de decir? .
—Cuando la justicia no puede imponer su ley por la vía legal, sólo
queda un camino.
Con sarcasmo y suficiencia, una suficiencia cimentada en la
inseguridad, Hofrey inquirió:
—¿Y qué camino es ése?
—Tiene la opción de confesarlo todo. Acójase al proverbio de que
«mientras hay vida hay esperanza». —No confesaré nada, no conciba
ilusiones.
—Entonces, pórtese tan valientemente como pretende. Muestre sus
agallas y desenfunde.
—¿Qué le ocurre, abogado, no confía en las leyes que quiere
convertirse en fiscal, juez, jurado y verdugo al mismo tiempo?
—Estoy sediento de justicia y para obtenerla no me importa jugarme
la vida ante un sujeto tan repugnante como usted.
—No va a provocarme, abogado. Estoy demasiado curtido. No se
enfrenta a un novato que lleva revólver nuevo.
—Sí, ya sé que es un tahúr de baja categoría que ni haciendo trampas
ha logrado enriquecerse.
—Sigue gastando saliva inútil, abogado, no voy a perder los nervios.
He oído que es muy hábil con el revólver y que dispara rápido.
—¿Está diciendo que me tiene miedo?
—Sólo estoy diciendo que no tengo deseos de dejarme matar. A mí no
se me empuja fácilmente a la muerte. No soy ningún niño que se chupa el
dedo.
—Entonces tendré que matarlo como a una rata.
—Hágalo si se atreve, yo no voy a desenfundar; es más, voy a darle la
espalda. Si me dispara será asesinato. El juez tendrá una magnífica
oportunidad para ahorcarlo, pero no, usted tampoco es tonto. Sólo intenta
asustarme para que muera de miedo y confiese, pero lo siento, ha tropezado
con un mal escollo en su camino. No me matará ni presentará ninguna
denuncia contra mí ni contra el juez. Perdería el tiempo lastimosamente.
Sólo tiene lo que puede decir una mujerzuela y su palabra contra la mía.
Total, nada. No es suficiente para llevarme a la corte. Después de todo ¿qué
le puede decir la chica, que fue Bucone quien asesinó a Nick Hallen?
—Yo no he dicho de quién era el testimonio ni lo que podían decir en
él.
—Da lo mismo, abogado. Mostremos el juego. Sí, es cierto, pero es su
palabra contra la mía, de modo que nada conseguirá y es inútil que busque
a Bucone. Se ha ido lejos, muy lejos.
Con aquellas palabras, seguro de sí y evitando el desafío propuesto por
Dangerman, Hofrey se alejó caminando despacio y ofreciendo su espalda.
No era una demostración de valentía, sino todo lo contrario. Sabía que el
abogado, por ser un hombre justo, jamás le dispararía por la espalda.
Jeff apretó los labios con fuerza. Le hubiera gustado ganar aquella
partida, habría solucionado las cosas el que Hofrey, por miedo a morir,
confesara. Era un truco que muchas veces daba resultado, pero Hofrey era
demasiado frío, demasiado astuto y resabiado, no en vano era un tahúr.
Dedujo que entre el juez Sullivan y Hofrey se habían desprendido de
Bucone como elemento peligroso. Posiblemente, una vez utilizado para el
crimen de Nick Hallen, ya no les serviría para nada.
Si Bucone había sido eliminado, sería difícil hallar su cadáver, pues el
sheriff no se dejaría convencer para buscarlo si el juez Sullivan le ponía
objeciones.
Pensativo, se dirigió a la recientemente clausurada casa de la Flaca.
Allí había oro escondido; pero, ¿de quién? De Vera Pawell, no, por
supuesto.
Cruzó la puerta de entrada al corredor cercado por la valla de madera
bien pintada en blanco y terminando en punta cada una de sus tablas. Al
otro lado de las mismas, los mastines le observaron con atención, pero sin
lanzar el más leve gruñido.
Louis le franqueó la entrada.
—Buenos días, abogado.
—Hola, Louis. ¿Cómo están las chicas?
—Hace poco que se ha marchado la última, abogado. Se han dado
"prisa en recoger sus cosas. Por lo visto temen a los malos augurios que
representan la muerte de un visitante a la casa y la de la patrona. En fin,
creo que algunas tomarán el ferrocarril hoy mismo para irse muy lejos. Por
cierto, Berta no ha venido a buscar sus cosas.
—Ya lo hará, Louis, ya lo hará. Ahora, tendríamos que registrar la
casa. Hemos de buscar algo de valor. Ignoro lo que es, posiblemente sea
una bolsa de oro o una caja. No lo sé, pero hay que hallar esa fortuna que se
supone escondida en la casa.
—No sabía que hubiera ningún tesoro, abogado; sin embargo, ahora
que recuerdo...
Jeff le miró interrogante.
—¿Sabes algo interesante?
—Bueno, yo cuido de la casa y en otras ocasiones he notado...
—¿El qué, Louis?
—Que las cosas habían sido registradas. Procuro que todo esté en su
sitio y el ama jamás ha tenido queja de mí, pero a veces he encontrado
cosas revueltas. Suponía que lo hacían las chicas descuidadamente. Son
muy revoltosas y juguetonas.
—Creo, Louis, que no fueron las chicas, sino alguien más que buscaba
lo mismo que nosotros vamos a buscar ahora.
—Como mande, abogado. Registraremos toda la casa, pero la verdad,
si hubiera algo de lo que dice ya lo habría descubierto.
—A veces se pasan detalles por alto, Louis, hay que considerar esa
posibilidad. Los asesinos de tu patrona lo buscaron sin éxito.
—¿Quiere decir que han disparado contra la patrona por hallar ese
tesoro del que habla?
—Así es, Louis, y tú me ayudarás a frustrar los deseos de esos
asesinos.
Comenzaron el registro por el desván, luego las habitaciones, la
cocina, el saloncito, el propio despacho de Vera Pawell, aún con sangre
reseca. Todo fue inútil.
—¿Hay sótano?
—Sí, con unos barriles y cajas. Creo que era el mismo sótano que
tenía la casa anterior sobre la que se edificó ésta, más grande y bonita.
—Pues vayamos al sótano, Louis.
Tras una puerta hallaron una escalera descendente por la que bajaron
al sótano.
Mediante una luz, comenzaron a registrarlo llenándose de polvo.
—Nada, ni volcando las barricas. No hay nada —dijo Jeff desalentado.
—Quizá no exista ese tesoro, abogado.
En aquellos instantes escucharon unos golpes. Louis levantó su mirada
hacia la puerta del sótano y dijo:
—Están llamando en la entrada.
—¿No pueden abrir desde el exterior?
—No, y es una puerta muy fuerte y resistente.
—Entonces, vayamos a ver quién es.
Subieron a lo alto y Louis abrió la puerta como era su costumbre.
—Hola, negro. ¿Está el abogado ahí dentro? —preguntó Macpher, el
ayudante del sheriff.
—¿Es sobre Vera Pawell? —inquirió Jeff apareciendo.
—Sí, acaba de expirar, dígaselo a su sobrina. Por cierto, ya dicen por
la ciudad que van a quitarla como maestra de la escuela. No se puede
tolerar que la parienta de una mujer como la Flaca cuide de los niños.
—¡Largo de aquí, Macpher, largo!
—Está bien, ya me voy, pero la maestrita tendrá que dedicarse a otra
cosa, claro que si desea seguir el ejemplo de su tía, puede que hasta yo me
decida a venir por aquí.
—¡Maldito sapo!
Dangerman salió de la casa en forma agresiva y al verle, Macpher
echó a correr por lo que pudiera pasar.
—Louis, quédate en la casa y no dejes entrar a nadie, ¿me entiendes?
A nadie. Ahora, la dueña de todo esto es Dora Benson.
—Sí, abogado, pero dígale que Louis la servirá en cuanto ordene.
—De acuerdo, Louis, se. lo diré —aceptó Dangerman.
Sin embargo, pensó que Dora no era de la clase de mujeres que
tomaban criados a su servicio.

CAPITULO XII

Era mediodía. El sol brillaba intensamente cuando Dangerman arribó a


la pequeña y coquetona casa de Dora Benson. El poder del astro rey era tan
intenso que cegaba y obligaba a semicerrar los párpados.
El hombre inclinó el ala del sombrero ligeramente para dar mayor
protección a los ojos con su sombra.
Llamó a la puerta, mas nadie le respondió.
«¿Estará junto al cadáver de su tía? Sin embargo, Berta debe de
hallarse dentro.»
Empujó la hoja de madera, que cedió. Se introduje en la casa y el
cañón de un revólver se le hundió entre las costillas.
—Cuidado, picapleitos. Un solo movimiento y lo envío al infierno.
Reconoció la voz de Hofrey. Hubiera actuado de inmediato de no ver a
Dora al otro lado del saloncito. El juez Sullivan estaba a su lado y también
tenía un revólver con el que encañonaba a la joven.
—Se ha metido en la boca del lobo, abogado —le dijo el juez a guisa
de saludo.
—Yo diría que ha sido usted, juez. No sabía cómo cargarlo de pruebas
para formular una acusación en regla.
Es difícil acusar a un magistrado, pero tenía la certeza de que acabaría
poniéndose en evidencia.
—Me ha puesto demasiadas dificultades y he tenido que obrar
directamente, abogado.
Dangerman notó cómo Hofrey le desarmaba tras cerrar la puerta para
que desde el exterior no se pudiera advertir lo que allí dentro sucedía.
—Antes me ha llamado cobarde, abogado, pero lo pagará pronto.
—¿Piensan seguir matando?
—Ha sido una mala suerte que la Flaca haya fallecido antes que su
sobrina.
—¿Acaso también quieren asesinar a Dora?
—No, por favor —suplicó la muchacha—, no maten a nadie más. Les
regalo la casa si eso es lo que quieren.
—Juez, me parece una buena proposición —dijo Hofrey—. Podríamos
darle el cariz de una compraventa.
—Sí, no es mala idea —aceptó Sullivan.
Dangerman objetó:
—Es inútil que se preocupen más por la casa. El tesoro que buscan no
está en ella. El juez palideció visiblemente. —¿Qué sabe del tesoro?
—Poco, sólo que lo he buscado y no he encontrado nada. No crean que
les engaño, pueden ir a la casa y la verán toda desordenada, desde el desván
al sótano. Como no esté dentro del pozo...
—¡El pozo! —exclamó súbitamente Hofrey, como si se hubiera
encendido una luz en su mente.
—¿Tú crees?
—¡Juez, recuerde lo que dicen las cartas del minero: «Agua antes de ir
al desierto...» Y también lo que les pedía la madre antes de comer, que se
lavaran, y para lavarse hace falta agua y el agua está en el pozo —exclamó
Hofrey, excitado.
—Creo que has dado en el clavo, Hofrey. Es muy posible que las mil
quinientas onzas de oro estén dentro del pozo, ya que el oro no se estropea
con el agua.
—Vaya, parece que les he dado un indicio —se lamentó Dangerman—.
Confieso que a mí no se me había ocurrido, pero temo que no podrán entrar
en la casa. Louis, el gigante negro, la custodia muy bien y le he dado orden
de que no abra la puerta a nadie.
Hofrey se apartó de su lado y caminó por la estancia seguro de que
Dangerman no actuaría, ya que además de estar desarmado, Dora se hallaba
frente al cañón de la pistola que portaba el juez.
—Puede que ese gigante negro no nos abra la puerta a nosotros —dijo
—, pero sí a usted y también a la nueva propietaria.
La puerta de una de las habitaciones se abrió y apareció Berta con
grandes ojeras y el cabello cenizo. Había envejecido ostensiblemente en
una sola noche. El propio Hofrey exclamó:
—Si pareces una bruja, Berta.
Berta semejaba haber enloquecido, miraba a un lado y a otro con
expresión idiotizada.
—¿Qué pasa con ella ahora? Puede estorbarnos —objetó Sullivan.
—No. Una vez ya le dimos un poco de somnífero para que durmiera y
ahora podemos repetir el tratamiento —opinó Hofrey cínicamente.
La puerta fue franqueada. El tahúr empujó a Dangerman hacia el
interior.
—Quieto, negro —ordenó Hofrey, al observar que el gigante se
alarmaba a la vista de las pistolas.
—Y ahora, ¿cómo sacarán el oro del pozo? —inquirió Dangerman.
—Tengo un plan, lo he venido madurando por el camino.
El juez masculló:
—Quien hace los planes soy yo.
—Ahora no, juez; ahora no. Déjeme a mí y verá qué bien sale todo.
Dentro de muy poco, si el oro está en el pozo, seremos ricos.
—¿Qué van a hacer con nosotros? —preguntó Dora, angustiada—.
Déjennos vivir y les doy todo lo que haya.
—Si el oro está en el pozo, ya no nos interesa tu casa, linda maestrita.
El pozo se puede controlar desde una ventana, ¿no? —preguntó Hofrey.
Louis asintió con la cabeza señalando uno de los ventanales, pero
luego objetó:
—Si alguien va al pozo, los perros lo matarán. Sólo yo puedo ir al
pozo.
—Pero, si alguien te acompaña, los mastines no le harán nada,
¿verdad, negro?
—No; si voy yo, no.
—Entonces, yo me quedaré aquí vigilando a la chica. Usted,
picapleitos, se cogerá a la soga del pozo y el negro, con su fuerza, lo bajará
hasta el fondo. Allí buscará el oro. En cuanto a usted, juez...
—¿Qué es lo que tengo que hacer? —masculló.
—Irá con ellos y cuando el abogado encuentre el oro, cuidará de que lo
cuelgue de la soga y de que el negro lo hice. Mil quinientas onzas pesarán
bastante. Recuérdelo, picapleitos, si comete una tontería, la chica muere y
parece que le gusta, ¿no es cierto?
—Vayamos al maldito pozo, Louis.
El juez Sullivan caminó tras ellos encañonándolos. Louis se sentía a
disgusto, pero obedecía.
El gigante de color abrió la valla de madera por un costado y pisó la
zona cubierta de césped que circundaba la casa.
Los fieros mastines movieron la cola amigables, pero su aspecto se
tornó más hostil al descubrir dos intrusos como Dangerman y el juez
Sullivan que se introducían en el terreno que ellos consideraban debían de
custodiar.
—¡Vamos, fuera, fuera todos!
Los perros, de mala gana y con algunos ladridos y gruñidos de
protesta, obedecieron dejándoles el paso franco.
—No me gustan nada esos perros. Yo los mataría a todos —masculló
el juez.
Llegaron al fin junto al pozo.
Todos miraron hacia la ventana de la casa que quedaba más próxima y
en ella vieron a Hofrey que tenía a Dora cogida por el brazo. El cañón de su
revólver se apoyaba en el cuello femenino amenazadoramente.
—Vamos, abogado, cójase al gancho de la cuerda y que Louis lo baje.
Dangerman se dijo que no tenía otro remedio que obedecer. Presentía
que podía pasarlo muy mal. Se subió al brocal del pozo construido en
piedra y se cogió de la soga. Louis comenzó a descenderlo despacio.
Para Jeff todo se tornaba cada vez más oscuro. El pozo resultó
bastante profundo, tendría unos cuarenta pies como mínimo.
Al fin sólo vio un ojo de luz sobre él y al fondo una oscuridad total.
Sus pies comenzaron a hundirse en el agua, muy fría en contraste con la
elevada temperatura exterior.
El pozo era abundante en agua. Se fue sumergiendo en ella hasta que
le llegó al mismísimo cuello. Entonces tocó fondo con los pies.
—¿Qué, abogado, ha encontrado algo?
—¡Aún no he empezado a buscar!
Tanteó con los pies. La circunferencia del pozo era angosta y Jeff
sintió frío. El agua, al empapar su cuerpo, le parecía más helada que en la
primera impresión.
Tanteó con los pies y se percató de que el agua le llegaba al cuello
porque estaba sobre algo que se movía si él lo hacía. Siguió tanteando con
los pies y comprobó que era una cosa rectangular que bien podía ser una
piedra.
Dispuesto a averiguar lo que era, contuvo la respiración y se sumergió
bajo el agua hasta tocar con la mano lo que había hallado y que resultó una
caja de bronce con una argolla que asió.
Al tirar hacia arriba, pese a estar debajo del agua, la arqueta resultó
excesivamente pesada. Jeff hubo de hacer un gran esfuerzo para levantarla
y la acción se complicó porque el agua lo cubría al faltar bajo sus pies la
base que antes constituyera la propia caja.
Sintiendo que el pecho iba a estallarle, pegó su espalda contra la pared
y apoyó los pies al otro lado del radio de la circunferencia. Caminó
ascendiendo en el agua hasta quedar fuera de ella.
Tras respirar hondamente gritó:
—¡Tengo una caja y parece que contiene oro!
—Bien, abogado, cuélguela del gancho; Louis la subirá.
Dangerman hizo lo que le pedían y la caja de bronce comenzó a
ascender.
Louis sacó la arqueta ante la mirada codiciosa del juez Sullivan y una
sonrisa de satisfacción por parte de Hofrey, que se hallaba al otro lado de la
ventana.
De pronto ocurrió algo imprevisto para Sullivan.
Louis, que poseía una fuerza enorme, cogió la caja entre sus brazos y
echó a correr tratando de alcanzar la valla y escapar por ella para que los
asesinos no consiguieran sus propósitos.
—¡Maldito negro, quieto, quieto!
El juez Sullivan le disparó por dos veces, alcanzándole en la espalda.
Louis todavía pudo correr unos pasos, pero al fin se tambaleó y cayó
sobre el verde césped, tiñéndolo de rojo.
Sullivan se percató entonces de que su situación era más
comprometida que antes. Los seis fieros mastines le habían rodeado y ya no
estaba el gigante negro para contenerlos.
—¡Fuera, fuera!
Los perros se abalanzaron contra él con evidentes intenciones de
despedazarlo con sus grandes y bien armadas mandíbulas.
Sullivan se defendió disparando contra los perros. Mató a tres de ellos,
pero las balas de su revólver se agotaron.
—¡Hofrey, dispárales, Hofrey!
—Lo lamento, juez. Ahora todo será para mí.
Dora volvió la cabeza para no ver el horrible espectáculo de la muerte
del juez Sullivan.
Hofrey la empujó hacia el exterior y ambos salieron de la casa.
Se aproximaron a la valla. Hofrey pasó al interior del jardín. Dora se
asustó al ver correr los mastines hacia ellos con los colmillos teñidos de
sangre, pero Hofrey les disparó fríamente, matándolos a todos.
Cuando los tres animales estuvieron muertos, Hofrey caminó tranquilo
hacia el cadáver de Louis, junto al cual yacía la caja de cobre.
—Si tratas de alejarte te mataré con facilidad, Dora —advirtió Hofrey
—. No podrías correr muy lejos. Vendrás conmigo, pequeña. Si los disparos
hacen que el sheriff acuda, tú serás mi rehén para la fuga.
Con gran sorpresa dentro de su angustia, Dora descubrió a Dangerman
apareciendo por el brocal del pozo, todo empapado y sucio. Este le hizo una
seña para que no delatara su presencia.
Jeff saltó al suelo. Tratando de no hacer ruido se acercó a Hofrey por
la espalda. Mas éste sorprendió la mirada ansiosa en los ojos de Dora y se
volvió descubriendo a Jeff.
—¡Eh, picapleitos!
Desenfundó su revólver y se dispuso a disparar contra Dangerman,
pero éste se había lanzado por el aire. Le golpeó el tórax con la cabeza,
derribándolo.
Ambos hombres se enzarzaron en una violenta pelea. Hofrey recuperó
la pistola tras golpear a Jeff, pero éste consiguió levantar la caja del oro y
la lanzó contra la mano armada del tahúr.
El disparo brotó, pero el proyectil fue desviado por la caja que en su
caída fracturó la mano de Hofrey dejándosela inutilizada.
—Todo terminó para usted, Hofrey. Sólo le espera la horca.
—¿Qué sucede aquí? —preguntó el sheriff, apareciendo acuciado por
los disparos.
—Sheriff, hágase cargo de este hombre. Es un asesino peligroso.
Luego se lo aclararé todo. Ahora tengo algo más importante que hacer.
—Jeff, Jeff —musitó Dora abrazándolo.
—Lo siento, no estoy muy limpio ni es la situación idónea para lo que
voy a preguntarte, pero respóndeme, porque es la única vez que voy a
decirlo.
—¿El qué, Jeff?
—¿Quieres casarte conmigo?
—¡Oh, sí, claro que sí!
—Eh, abogado, luego me cuenta lo de la carnicería, pero, ¿qué hay
dentro de esa caja?
—Todo lo que hay aquí es propiedad de Dora Benson. Ella es la
heredera de Vera Pawell.
—No la toque, sheriff. Ahí dentro hay un futuro para los hijos que
tendré que darle al Abogado Colt.
Y Dora Benson se entregó totalmente al largo beso que los unía.

FIN

También podría gustarte