El Abogado Colt - Ralph Barby PDF
El Abogado Colt - Ralph Barby PDF
El Abogado Colt - Ralph Barby PDF
Editorial Bruguera, S. A.
Informa
que sólo son debidas a la pluma de
MARCIAL LAFUENTE ESTEFANIA
el célebre autor que ha creado un estilo
propio en el género "Western", aquellas
obras en las que figura, de forma
destacada, el nombre
RALPH BARBY
EL ABOGADO COLT
Publicación semanal
© RALPH BARBY-1971
sobre la cubierta
En Colección COLORADO:
735 — Olor a pólvora en río Grande.
En Colección KANSAS:
694 — Pistolas que agonizan.
En Colección CALIFORNIA:
786—¡Escapa, Jake, escapa!
En Colección BISONTE:
1.106 — El futuro no es de los cobardes.
CAPITULO PRIMERO
CAPITULO II
La casa de la Flaca resultó un edificio muy bonito, pintado en un color
que no era el más apropiado: el blanco.
Era de planta y piso, con una complicada y vistosa pérgola, casi
cuadrado y aislado totalmente del vecindario.
Un muro de gruesas y altas tuyas de casi tres metros lo circundaba por
completo y entre ellas habían tendido alambre espinoso y tela metálica que
se hundía en la tierra para impedir el paso de cualquier alimaña.
Del cerco a la casa había más de quince pasos en el lugar donde la
distancia era inferior, de modo que quedaba un espacio libre y liso
rodeando la vivienda, cubierto únicamente por espeso y bien cuidado
césped que sólo pisaban media docena de mastines, los cuales tenían
diversas casetas de piedra para protegerse.
Sólo un paso con suelo de madera unía la puerta de la casa con la
entrada -del jardín, un paso cubierto con tejas de madera que protegía a los
visitantes en caso de lluvia. A ambos lados de dicho paso, una reja de
madera pintada en verde que los mastines respetaban.
Aquellos poderosos perros, de grandes y temibles fauces, estaban
adiestrados para que ni siquiera gruñeran a quienes pasaran por el largo
porche que unía la casa con la calle. Sin embargo, que nadie osara penetrar
por entre las tuyas porque terminaría despedazado.
Bajo el sol de la tarde, Jeff Dangerman empujó la doble puerta
basculante del jardín. Anduvo recto hacia el zaguán en el que dos columnas
y unos rosales protegían al visitante de miradas indiscretas.
Al llegar frente a la puerta llamó con el aldabón que era una figura de
mujer al estilo de las cariátides.
La hoja de madera no tardó en serle franqueada por un negro con no
menos de dos metros de altura y sus ciento veinte kilos de peso. No tenía
un solo cabello sobre' su reluciente cráneo y no podía decirse que su sangre
tuviera una sola gota de mezcla de raza blanca o amarilla.
—Tú eres Louis, ¿no?
—Sí, yo soy Louis.
—Me llamo Dangerman y soy el abogado de la patrona. Para
defenderla tengo que dar un vistazo a la casa.
—Como ordene, señor abogado.
La puerta daba a un saloncito circular, muy bien provisto de
cortinajes, sofás y alfombras pese al intenso calor.
En los sofás había una media docena de chicas, todas ellas con
escasísima ropa y abanicándose. Los ojos femeninos se clavaron en el
recién llegado y las miradas, primero curiosas, se tornaron admirativas.
Algunas de ellas se insinuaron descaradamente y otras cuchichearon
entre sí.
Jeff se adelantó hacia ellas. Girando ligeramente de derecha a
izquierda para no dejar de mirar a ninguna, dijo:
—Me llamo Jeff Z. Dangerman y soy el abogado que va a defender a
la patrona, a la que supongo llamaréis la Flaca.
—¿Y a nosotras no vas a defendernos con tu revólver? —preguntó la
más descarada. En seguida se produjeron risas.
Jeff se puso un cigarrillo entre los labios. Lo encendió parsimonioso y
dijo:
—Debo ver al juez, pero no tengo prisa, preciosas, y quiero deciros
que si alguna de vosotras sabe algo sobre el asesinato de Nick Hallen, será
mejor que me lo cuente. Si calla se hará cómplice del verdadero asesino y
eso puede acarrearle muchos problemas; es decir, yo mismo me encargaría
de enviarla a la cárcel y os aseguro que no se está tan ricamente como aquí.
Jeff buscó una mirada turbada en los rostros de las chicas, algo que
delatara una situación difícil. Todas le parecieron normales a excepción de
una de las chicas, menuda y morena, de labios muy pintados. Pese a estar
delgada, poseía senos muy abultados.
Su rostro había palidecido ligeramente, lo cual era difícil de advertir.
Sin embargo, aquel detalle no pasó desapercibido a Dangerman,
acostumbrado a buscar la verdad en los rostros de hombres y mujeres.
—Tú, ¿cómo te llamas?
—¿Yo? —preguntó la morena.
—Sí, tú.
—Vaya, chicas, estoy de suerte. Se ha fijado en mí —dijo con una
arrogancia no exenta de nerviosismo. —No me has dicho tu nombre.
—¿No te interesan otras cosas de mí, aparte del nombre? —inquirió
provocativa.
—No, no me agrada perder el tiempo. Louis...
—Diga, señor abogado.
—¿Cómo se llama la chica?
—Berta, señor.
—Gracias, Louis. Ahora, llévame al despacho de la patrona. Mientras,
vosotras recordad lo que hacíais el día del crimen, durante las horas en que
se supone se cometió. Os iré llamando una por una al despacho para
preguntároslo.
—¿No te atreves con todas a la vez? —le preguntó una rubia de
bonitas piernas.
—Tengo los oídos muy sensibles y el excesivo cacareo me aturde —
replicó agudamente.
—¿Hemos de recordar con quiénes estuvimos? —inquirió otra de las
féminas, que destacaba más por su prominente nariz que por su hermosura
física.
—Sí, es necesario.
—Menudo cacao se armará en la corte —rió una. —No os hagáis
ilusiones. Louis estará conmigo en el despacho.
Una de las chicas explicó despectiva: —Con él sí que no hay peligro.
Lo castraron de pequeño en la plantación donde era esclavo.
Jeff observó de reojo al negro y éste no modificó un ápice su actitud.
Sin embargo, el abogado pensó que no sería bueno molestarlo demasiado.
Sus manazas tendrían la fuerza de un búfalo y podrían cascar las cabezas de
aquellas palomas zainas como si se trataran de débiles nueces.
—Vamos, Louis, llévame al despacho de la patrona.
Mientras caminaban a solas hacia el despacho, el gigante negro dijo
con su voz algo fina dada su corpulencia:
—El ama me concedió la libertad antes de que viniera la guerra. Yo
daré mi vida por ella si me lo pide.
Jeff comprendió que la Flaca tenía en Louis a un incondicional, un
hombre dispuesto a matar por ella si hacía falta.
Toda la casa seguía el mismo estilo de recargado rococó.
El despacho de Vera Pawell estaba en la planta baja, no muy lejos de la
amplia escalera que subía al piso donde se ubicaban las habitaciones de las
chicas.
Observó atentamente el lugar del crimen y recordó la historia que le
contara la propia Vera Pawell.
«—Nick Hallen fue encontrado en mi despacho, medio oculto dentro
del armario con el cráneo rajado por un botellazo. Por lo visto, el asesino,
que se quedó con el gollete de la botella en la mano, lo utilizó para rematar
su obra por si acaso había la posibilidad de que Hallen reviviera. Lo
degollaron con los cristales cortantes. Fue una auténtica carnicería y todo
se llenó de sangre...»
Efectivamente, todo estaba lleno de sangre todavía, sangre reseca. Jeff
preguntó:
—¿Quién dio la alarma?
—El señor Hallen.
—¿No es el señor Hallen el occiso?
—Murió el señor Nick Hallen, señor abogado. Su hermano, Zaqui
Hallen, fue quien descubrió el cadáver. Los dos habían venido a pasar la
noche aquí. Ambos eran visitantes asiduos de esta casa.
—Entiendo, Louis. De modo que un hermano buscaba al otro y lo
encontró asesinado. Y tú, ¿dónde estabas?
—Dando de comer a los perros, señor abogado. Siempre lo hago a esa
hora, señor abogado.
—Suprime el señor y llámame abogado simplemente, o no
terminaremos nunca esta conversación. —Como usted diga, abogado.
—¿Crees que alguien pudo saltar la cerca de tuyas que rodea la casa?
—No, abogado, nadie pudo saltarla. Los perros lo hubieran olfateado y
despedazado. Sólo el ama y yo podemos acercarnos a ellos.
—Pero si tú les dabas comida a un lado de la casa, el otro quedaba
desprotegido.
—No, abogado. Los perros se dividen en grupos de tres y comen en
lados opuestos de la casa. Así lo quiere el ama.
Mientras observaba en derredor, Jeff Z. Dangerman recordó la
explicación exacta que le diera Vera Pawell.
«—Había estado acostada en una habitación que tengo en la planta
baja. Me levanté para ir a mi despacho porque Louis me advirtió que Nick
Hallen quería pagarme. El no pagaba cada vez que venía, lo hacía cuando le
iba bien, vendía reses o sacaba dinero del Banco, y lo cierto es que era
generoso. De modo que me levanté y fui al despacho. Estaba allí, muerto.
Me horroricé, pero para verlo había tenido que medio abrir el armario y me
había manchado el vestido y las manos de sangre. Era una carnicería.
Recogí el gollete del suelo, no sé por qué cometí esa tontería, y fue
entonces cuando entró Zaqui Hallen buscando a su hermano. Al verle
muerto, descubrí en sus ojos un instinto asesino. Creí que iba a matarme,
suerte que tengo la costumbre de hacer dejar las cananas con los revólveres
a la entrada. Hizo intención de abalanzarse sobre mí, pero Louis se
interpuso. El es el más fiel de los servidores y creo que me salvó la vida.
De ordenárselo, hubiera matado a Zaqui Hallen, pero no lo hice. Zaqui se
fue corriendo y yo me senté en una butaca, anonadada. Después, vino el
sheriff y me detuvieron.»
Jeff lo observó todo con atención. Se sentó en un sillón y ordenó a
Louis:
—Di a una de las chicas que venga.
—¿A cuál, abogado?
—No importa, cualquiera sirve. Pienso hablar con todas.
Louis obedeció y Jeff Z. Dangerman comenzó el interrogatorio para la
práctica de su defensa en favor de Vera Pawell.
Cada una de las chicas resultó un problema, pero Dangerman sabía
solventar todos los problemas sin excesivo trabajo.
Berta fue la última de las entrevistadas. Según ella, la noche del
crimen se hallaba en compañía de un desconocido.
Otras dos también dijeron que habían estado con forasteros. Amely
estuvo con Hofrey, un tahúr que había hallado acomodo en Saratoga City y
que solía frecuentar la casa de la Flaca. Por último, de las dos chicas
restantes, una de ellas había estado con Zaqui Hallen y la otra se
maquillaba para agradar al occiso.
—Todo muy interesante, Louis, muy interesante.
—¿Usted cree, abogado?
—Sí, Louis, aquí hay mucho por hurgar. El caso está bastante sucio,
hay que lavarlo y tenderlo al sol para que blanquee, lo malo es que una vez
blanco puede servir de sudario a alguien.
—Es preciso que la salve, abogado. La patrona es una mujer buena,
pese a lo que la gente cree.
—Su negocio no es muy moral, Louis.
—Después de todo, ella acoge a las chicas que vienen aquí muertas de
hambre. Véalas cómo están todas, no les falta de comer y si alguna quiere
marcharse, la patrona le abre la puerta. Ella no las retiene, sólo les da
cobijo.
—Aun así, no es justificable, Louis. Me sería difícil explicarte ahora
ciertos aspectos morales de este trabajo porque tú aprecias mucho a Vera
Pawell, pero el caso es que no he venido a juzgarla, sino a defenderla de un
asesinato que. ya empiezo a estar seguro no ha cometido. Por cierto, Louis,
¿tú abres la puerta a todos los visitantes de esta casa?
—Sí, abogado.
—Me han dicho que los hombres que vinieron aquella noche fueron
los dos Hallen, Hofrey el tahúr y que los otros tres eran desconocidos.
El gigante negro denegó con su cabeza totalmente calva.
—Todos no, abogado.
—¿Conocías a alguno de ellos?
—Sí, abogado, a uno que vive cerca de la ciudad, pero no en la misma
Saratoga.
—¿De quién se trata?
—De Bucone.
—¿Quién es Bucone?
—Un extranjero, por lo menos no se le entiende bien lo que habla. Es
muy hablador, pero nadie quiere escucharle, abogado.
—¿Por qué?
—Porque es el sepulturero de Saratoga City, abogado.
—Ya entiendo, todo un personaje. Y la chica que estuvo con él, ¿quién
fue?
—Berta.
—¿Berta? Ella podía conocerle; es decir, si Bucone venía mucho por
esta casa.
—No, abogado, venía muy de tarde en tarde. A la patrona no le
gustaba, decía que a las chicas las asustaba con su olor a cadáver.
—¿Berta le había visto antes?
—No lo sé, abogado; Berta es nueva aquí. Quizá la última vez que
vino Bucone ella no estaba aún.
—Louis, tengo que marcharme a ver al juez, pero tú has un esfuerzo y
trata de recordar si Berta había visto a Bucone anteriormente.
—¿Es importante, abogado?
—Podría serlo, Louis, y estoy seguro de que tú quieres ayudar a tu
patrona.
—Sí, abogado, claro que quiero ayudarla —dijo enfático con su voz de
timbre algo agudo, una voz que contrastaba con su gran corpulencia.
Louis debía de tener la fuerza de un buey, aunque en una pelea habría
de carecer de la fiereza de un toro. Sin embargo, no sería Dangerman quien
diera un par de centavos por el cuello de quien quedara encerrado entre las
manazas de aquel gigante de color.
CAPITULO III
CAPITULO VI
CAPITULO VII
***
Contra su costumbre, Bucone se había puesto camisa y levita, una
levita ajada, estrecha, que quizá había pertenecido a uno de los habitantes
del cementerio.
No le resultaba difícil al italiano procurarse la ropa que necesitaba,
incluso se comentaba que algunos muertos, bien sepultados en presencia de
la familia y con buenas ropas encima, eran desenterrados por la noche,
desnudados y vueltos a enterrar. No había podido comprobarse tal historia y
tampoco nadie tenía interés por comprobarlo. Ninguno quería saber ya nada
de los que habían partido. Los muertos eran más forasteros en Saratoga
City que cualquier viajero que arribara en el tren procedente del más lejano
lugar.
—No, no se puede entrar —le dijo el gigante Louis. cerrando la puerta
con su enorme figura.
—Es que tengo dinero para pagar —objetó Bucone mostrando unas
monedas al celador de la casa.
—Desde que el ama no está no ha entrado nadie. Louis le cerró la
puerta en las narices y Bucone rezongó malhumorado.
—Maldito negro... El día que tenga que enterrarte seguro que te pateo
la cara antes. L'Arlecchino, poo poo poo —dijo lanzando sus exorcismos,
arraigados en lo más profundo de su ser y nacidos en la lejana Italia.
Bucone había recibido la orden del juez y no quería fallar. No era un
hombre de pistolas, de desafíos, pero sí había fuerza en su obesa anatomía,
aunque él reconocía que se cansaba pronto.
—Esperaré, esa bruja tiene que salir de ahí dentro.
El gallinero anda revolucionado con el balazo que le han pegado a la
patrona.
Se dispuso a aguardar, merodeando a ratos cerca de la casa, de la que
no apartaba sus ojos.
Era ya de noche y Bucone estaba de muy mal humor cuando al fin vio
salir dos figuras femeninas. Una de ellas era Berta.
—Anda, Bucone, ahora es la tuya... —murmuró.
Bamboleando su enorme cuerpo se aproximó a las dos mujeres,
cortándoles el paso.
—Buona sera, ragazzas... Moho bellas las dos, moho bellas.
—Aparta, sepulturero, hueles a muerto —le espetó Lilian, que iba
cogida del brazo de Berta.
—Contigo no quiero hablar, ragazza, contigo no.
—Yo tampoco quiero hablarte —objetó Berta, nerviosa.
—Pues bien que aceptaste mi dinero en otras ocasiones —se lamentó
Bucone.
—La casa está cerrada. Vamos a ver a la patrona, que está moribunda
—explicó Lilian.
—Moho bene, moho bene. Adelántate tú, yo me quedo con Berta.
—No quiero hablar contigo —insistió Berta.
—Si sólo deseo charlar un poco, bella ragazza.
—Vamos, sepulturero, ya has oído lo que ha dicho Berta —espetó más
tajante Lilian, que era más vieja que su compañera—. Cuánto tenemos que
aguantar, y luego dicen que ésta es la vida fácil.
—Berta, tengo una cosa muy importante para ti.
—¿Qué es? —preguntó dubitativa.
—Vamos, Berta, no le escuches, ni aunque te propusiera casarse. Para
irse con un sepulturero, antes muerta.
—¡Si muertas todas venís a mí! —rió Bucone.
—Eres un puerco, sepulturero. Déjanos pasar.
—No, no; tú, Berta, te quedas conmigo. Tengo una bolsa repleta de
monedas de oro para ti.
—¿Y por qué ibas a darle a Berta una bolsa llena de monedas? —
inquirió Lilian, recelosa.
—Berta sabe por qué. Seguro que lo sabes, ragazza, ¿verdad que sí?
Ella se movió nerviosa, inquieta. Una bolsa repleta de monedas de oro
podía solucionarle muchos problemas.
—Lilian, adelántate. Ya iré luego.
—Caramba, Berta. Debiste de ser muy complaciente con Bucone para
que esté tan agradecido. Oye, sepulturero gordinflón, la bolsa puede ser tan
pequeña que sólo quepa dentro una moneda de cobre y tan grande que
quepa un millón. ¿Cuánto has conseguido robarles a los muertos?
El italiano rió.
—Eso es un secreto de profesión. La verdad es que no se gana mucho
como sepulturero. Los primeros buitres de los muertos ricos son su propia
familia.
—Adiós, Berta. Que tengas suerte.
Berta y Bucone quedaron solos. Ella, con cierto miedo pero intrigada,
preguntó:
—Y bien, ¿dónde está tu bolsa repleta de monedas?
—En la mía casa.
—Entonces, ve a buscarla y me la traes.
—Está enterrada. Hasta los ladrones llegan al cementerio.
—No creo que en el cementerio haya más ladrón que tú.
—No me haces justicia, ragazza. Tú me gustas, me gustas mucho.
—Bucone, no sigas por ese camino. Sé perfectamente por qué quieres
ofrecerme una bolsa repleta de monedas.
—¿Y por qué crees que soy tan generoso, ragazza? —Porque tienes
miedo.
El italonorteamericano, fácil a la carcajada, rió fuertemente, mas no
consiguió contagiar a la mujer que le observaba con fijeza.
—¿Bucone miedo, de quién? Si yo soy el sepulturero, mis vecinos son
los muertos...
—Temes que diga que tomé tu whisky y me dormí. Cuando desperté,
tú ya estabas en la habitación.
—Es cierto que te dormiste. Debías de estar cansada, pero que muy
cansada, ragazza bella.
—¿Qué maldita ponzoña echaste en el whisky para que me durmiera?
—No sé de qué me hablas.
—Vamos, sepulturero del demonio, tú me hiciste beber de tu propio
licor. Dijiste que era mejor que ninguno. Yo, por no molestarte, bebí y
comenzaron a pesarme los párpados hasta que caí dormida.
—Pero tú mismo has dicho que cuando despertaste estaba en tu
habitación. ¿De qué quieres que tenga miedo, ragazza?
—Cuando abrí los ojos por primera vez estabas lavándote las manos
en la palangana.
—¿Y qué tiene eso de malo? No querrías que te acariciara con las
manos sucias, ¿verdad?
—Claro que no, y menos, sucias de sangre.
—¿Qué dices, ragazza?
—Que tú fuiste quien mató a Nick Hallen. Supongo que tratarías de
robar a la patrona. Nick Hallen se presentó en el despacho para pagarle
como ella asegura y tú te lo cargaste de un botellazo, pero como debió
verte, preferiste rematarlo. Te manchaste las manos de sangre y te las
lavaste para que yo no lo viera, pero lo vi.
—Eso no es cierto, ragazza. Es verdad que tengo miedo, y no quiero
que digas a nadie que te dormiste. Podrían sospechar de mí y ya sabes que
los extranjeros no somos muy bien vistos. Primero te cuelgan y luego ni
rezan, ya tienen a un culpable. No, ragazza, sólo quiero que no me
compliques la vida. Per la Madonna, ¿por qué se me ocurriría a mí visitar
la casa de la Flaca aquella noche?
—Seguro que para robar, Bucone, para robar. Pude delatarte porque vi
el agua teñida de sangre, pero cuando vino el abogado no le dije nada. Las
chicas como yo solemos callar cuando nos preguntan, siempre nos acarrea
complicaciones el soltar la lengua. Tampoco nosotras somos bien vistas y
se nos condena con mucha facilidad. Le dicen a una que está implicada, que
era cómplice del asesino y a la cárcel a pudrirse. La verdad, tuve miedo,
pero ahora pienso que sabiendo que tú eres el asesino de Nick Hallen mejor
me llevo la bolsa de monedas que tienes y cojo el tren para marcharme
lejos, muy lejos. Tengo deseos de ir a Nueva York, donde nadie me
conozca. Allí, teniendo dinero, puedo iniciar una nueva vida, incluso puedo
pescar a algún hombre maduro con el que casarme. Sé mucho de cómo
tener contento a un hombre, no me sería muy difícil, pero hace falta dinero,
bastante dinero, y tú vas a dármelo, gordinflón del demonio.
—Yo te he prometido una bolsa de oro, pero tú debes asegurarme que
no has dicho nada. —Nada, y seguiré con la boca cerrada. —En ese caso,
ven a mi cabaña y allí te daré la bolsa. —No, no voy a seguirte, no soy tan
tonta. Tú me traerás el dinero aquí.
—Te has despabilado mucho, ragazza. La codicia por esa bolsa de oro
te pierde. Bucone sólo tiene unas cuantas cabras que se venden mal, sólo
dan para comer, y los muertos suelen llegar a mí con los bolsillos limpios.
Tenemos fama de buitres, pero otros son los que se llevan la lana. Ya sabes,
a lo sumo ropas estrechas. Per la Madonna que llevo una vida perra, pero
pronto seré rico, sí, señor, rico. —¿Rico?
—Sí, rico. En casa de la Flaca hay una fortuna, ragazza, una verdadera
fortuna.
—¿El dinero de la Flaca es lo que andas buscando?
—No, pero creo que hablamos demasiado. Ya lo ves, ragazza, todavía
no soy rico, no tengo esa bolsa de monedas que te he prometido.
—Yo quiero mi dinero ahora. ¿Por qué me lo has prometido, si no lo
tienes?
—Porque creía que de este modo me dirías lo que sabes y, la verdad,
sabes demasiado.
Berta sintió el peligro, presintió que algo grave iba a ocurrirle, mas no
pudo reaccionar a tiempo. Bucone le propinó un fuerte puñetazo que la
mandíbula de la fémina no pudo resistir.
Bucone la dejó desplomarse. La recogió después del suelo y se la
cargó sobre los hombros como si se tratara de una oveja. Se dirigió al
cementerio por los caminos más ocultos, amparándose en las sombras.
Cuando Berta abrió los ojos quedó pálida como la cera. El pánico
acudió a sus sentidos.
La infeliz mujer se hallaba dentro de un ataúd sin pintar, de pésima
calidad, amordazada y con las manos atadas a la espalda, así como los pies.
Escuchó ruidos. Temblando de pánico se incorporó dentro del ataúd y
descubrió a Bucone con una pala. Él le sonrió. Berta forcejeó con las
ligaduras, quiso gritar, pero su mordaza se lo impidió.
Bucone, riendo, se le acercó. Le puso la mano en la cara y la volvió a
meter en el féretro.
—Lo siento, ragazza, pero estoy muy molesto por tantos insultos. Que
si huelo a cadáver, que si gordinflón, que si italiano, que si extranjero, que
si sepulturero, que si puerco... Sí, enfadado, moho enfadado.
Berta movió la cabeza negativamente, de un lado a otro. Quiso
incorporarse, mas la manaza de Bucone, puesta sobre su pecho, se lo
impidió.
—Sí, soy un pobre hombre, todos se burlan de mí, pero pronto seré
rico, un gran señor. En San Francisco nadie se reirá de Bucone. No tendré
que ir con unas monedas detrás de las ragazzas, serán ellas las que vengan
a buscarme, y serán hermosas, moho más bellas que tú.
El solitario pero, paradójicamente, extravertido Bucone suspiró y
habló por la necesidad de explicar a alguien cuanto le ocurría.
—¿Sabes, ragazza? Seré rico porque tendré mucho oro. El estirado
juez Sullivan, el tahúr Hofrey y yo formamos pandilla. De un tahúr podía
esperarse que se aliara con un sepulturero, pero de un juez... Sin embargo,
ya ves, el juez también quiere oro. Él fue quien planeó lo de liquidar a
alguien en la casa de la Flaca. Hofrey también vigilaba aquella noche. El
me proporcionó el whisky con el que te dormí. El me protegía la retirada
desde otra habitación, y luego io, que siempre tengo que encargarme de las
cosas feas, le partí la botella al ganadero en la cabeza. Después lo rematé,
pero no para robarle a él ni a la Flaca. El juez dijo que las culpas se las
cargaría tu patrona y todo salió a pedir de boca cuando el hermano del
muerto sorprendió a la Flaca con el gollete de la botella en la mano. El juez
tiene más cerebro que todos, sabe hacer las cosas. Después, la Flaca sería
ahorcada y su casa subastada. Hofrey la compraría y entre los tres la
desmontaríamos, poquito a poco, hasta que por fin, ¡ricos, moho ricos!
Como la Flaca se muere de un balazo, todo será más fácil aún. Tú, ragazza,
has visto demasiado y por una vez cambiaré mi forma de trabajar. Siempre
entierro muertos, y esta vez enterraré una ragazza viva y hermosa. Bueno,
bien mirado no eres bella, sino sucia, una mujerzuela, y si querías irte lejos,
vas a salirte con la tuya.
Berta movió la cabeza con furia y quiso levantarse, mas no lo
consiguió. Riendo, Bucone cerró la tapa del ataúd, y mientras tarareaba una
canción desconocida para Berta, comenzó a clavetear la tapa.
Berta golpeaba inútilmente la madera del féretro con las rodillas, e
incluso la cabeza, ya que las manos y los pies los tenía atados.
Bucone, sin dejar de cantar, con la pala al hombro, salió de la cabaña.
Se dirigió al cementerio y allí comenzó a cavar una fosa bajo una luna
grande y espléndida.
El sudor perló la frente del italiano y la fatiga comenzó a hacer presa
en su cuerpo. Se sentó al borde de la fosa, ya bastante profunda.
—¿Qué más dan cinco pies de profundidad que seis?
De pronto, una figura alta y oscura se recortó entre las sombras del
cementerio.
—Eh, ¿quién anda ahí? No creo en los muertos, sólo creo en el
maleficio de L'Arlecchino, y lo tengo conjurado.
Alzó sus dedos, montados el corazón sobre el índice, para alejar al
Arlequín.
—Bucone, soy Hofrey.
—Ah, compañero, acércate.
Hofrey se aproximó hasta el mismo borde de la fosa cavada. La
observó y preguntó:
—¿Has cumplido el encargo que te dimos con respecto a Berta?
—Sí, asunto terminado. Tengo a la ragazza en la cabaña y ya no
hablará más. Lo sabía todo y esta fosa es para ella. Bucone siempre hace
bien las cosas, lástima que no he tenido suerte en la vida, pero ahora todo
cambiará.
—Claro que sí, Bucone, claro que sí. Tú liquidaste a Nick Hallen y
ahora a Berta, que era la única que podía delatarte. Tu trabajo ha terminado.
—Aún no, he de tapar esta fosa con la ragazza dentro.
—Esta fosa será para ti, Bucone. No pensarías que el juez y yo
repartiríamos el oro con un zafio sepulturero como tú, ¿verdad?
-¿Eh?
Antes de que pudiera reaccionar, Hofrey le hundió un afilado cuchillo
en su gran humanidad, cuchillo que había brotado traidoramente del
interior de su bocamanga.
—Perro traidor... —rugió Bucone.
Hofrey le propinó una patada, enviándole al interior del hoyo.
—Sólo eres un imbécil, un maldito imbécil, Bucone, nada más.
Bucone, herido de muerte, quedó tendido dentro de la sepultura con
los ojos abiertos y sufriendo en su agonía.
Hofrey tomó la pala y comenzó a tirarle tierra al rostro hasta ocultarlo.
—Pondremos también el cadáver de la chica junto a ti. Así tendrás
compañía.
CAPITULO IX
CAPITULO XI
CAPITULO XII
FIN