Bagrecito Valiente
Bagrecito Valiente
Bagrecito Valiente
Un viejo bagre, de barbas muy largas, decía con su voz ronca en el penumbroso remanso
del riachuelito: «Yo conozco el mar. Cuando joven he viajado a él, y he vuelto».
Tanto oírlo, un bagrecito se le acercó una noche de luna y le dijo: «Abuelo, yo también
quiero conocer el mar».
- Si, abuelo.
Vivían en ese remanso de un riachuelito de la Selva Alta del Perú, un riíto con lecho de piedras menudas y delgado rumor.
Palmeras y otros árboles, desde las márgenes del remanso, oscurecía las aguas. Esa noche, en unrincón de la pozuela iluminada
tenuemente por la luna, el viejo bagre enseñó al bagrecito cómo debía llevar a cabo su viaje al lejano mar.
Y cuando el riachuelito se estremecía con el amanecer, el bagrecito partió aguas abajo. «Tienes que volver», le dijo,
despidiéndolo, el viejo bagre,quien era el único que sabía de aquella aventura.
El bagrecito sentía pena por su madre. Ella, preocupada porque no lo había visto todo el día, anduvo buscándolo. «¿Qué te
sucede?», le preguntó el anciano bagre con la cabeza afuera de un hueco de la orilla, una de sus tantas casas.
- No. Pero lo que te puedo decir es que no te aflijas. El muchacho ha de volver. Seguramente ha salido a conocer mundo.
- ¿Y si alguien lo pesca?
- No creo. Es muy sagaz. Y tú comprendes que los hijos no deben vivir todo
el tiempo en la falda de la madre. retorna a tu casa. El muchacho ha de volver.
La madre del bagrecito, más o menos tranquilizada con las palabras del viejo filósofo, regresó a su casa.
El bagrecito, mientras tanto, continuaba su viaje. Después de dos días y medio entró por la desembocadura del riachuelo en un
riachuelo más grande.
El nuevo riachuelo corría por entre el bosque haciendo tantos zigzags, que el bagrecito se desconcertó.
Su cauce era de piedras y, partes, de arena, salpicado de pedrones, sobresaliendo de las aguas con plantas florecidas en el
légamo de sus superficies; hondas pozas se abrían en los codos con multitud de peces de toda clase y tamaño; sonoras
corrientes, el bagrecito seguía, seguía ora nadando con vigor, ora dejándose llevar por las corrientes, con las aletas y barbitas
extendidas, ora descansando o durmiendo bajo el amparo de las verdes cortinas de limo.
Se alimentaba lamiendo las piedras, con los gusanillos que había debajo de ellas o embocando los que flotaban en los remansos.
Los riachuelos de la Selva Alta del Perú son transparentes; de ahí que los peces pueden ver el exterior.
El incidente que acababa de sucederle, hizo reflexionar al viajero con mayor seriedad sobre los peligros que amenazaban en su
larga ruta; además de los pescadores con anzuelo, las pescas con el barbasco venenoso, con dinamita y con red; la voracidad de
los martín pescadores y de las garzas, también de los peces grandes, aunque él sabía que los bagres no eran presas apetecibles
para dichas aves, por su aletas enconosas; ellas prefieren los peces blancos, con escamas.
Con más cautela y los ojos más abiertos, prosiguió el bagrecito su viaje al mar. En una corriente colmada de luz de la mañana
límpida, una vieja magra, todas arrugas, metida en las aguas hasta las rodillas, pescaba con las manos, volteando las piedras.
El bagrecito se libró de las garras de la pescadora, pasando a toda velocidad. –¡la misma muerte!-, se dijo, volviendo a mirar, en
su carrera, a la huesuda anciana, y ésta le increpó con el puño en alto: “Bagrecito bandido”.
Dentro del follaje de un árbol añoso, que cubría la mitad del riachuelo, cantaban un montón de pájaros. El bagrecito, con las
antenas de sus barbas, percibió las melodías de esos músicos y poetas de los bosques, y se detuvo a escucharlos.
Después de una tormenta, que perturbó la selva y el riachuelo, oscureciéndolos, el viajero ingresó en un inmenso claro lleno de
sol; a través de las aguas ligeramente turbias distinguió un puente de madera, por donde pasaban hombres y mujeres con
paraguas.
Pensó: «Estoy en la ciudad que el riachuelo de las mil vueltas divide en dos partes, como me indicó el abuelo».
«¡Ah, mucho cuidado!», se dijo luego ante numerosos muchachos que, desde las orillas, se afanaban en coger con anzuelos y
fisgas los peces, que, en apretadas manchas, se deslizaban por sobre la arena o lamían las piedras, agitando las colas.
El bagrecito salvó el peligroso sector de la ciudad con bastante sigilo. En la ancha desembocadura del riachuelo de las mil vueltas,
tuvo miedo; las aguas del riachuelo desaparecían, encrespadas, en un río quizá cien, doscientas veces más grande que su
humilde riachuelito natal. Permaneció indeciso un rato, luego se metió con coraje en las fauces del río.
Las aguas eran turbias y corrían impetuosas, peces gigantes, con los ojos encendidos, pasaban junto al bagrecito, asustándolo.
«No tengo otro camino que seguir adelante», se dijo resueltamente.
El río turbio, después de un curso por centenares de kilómetros de tupida selva, entregaba
bruscamente sus aguas a otro mucho más grande.
En las extensas curvas de ese río caudaloso hierven terribles remolinos que son prisiones
no sólo para las balsas y canoas que, para descuido de los bogas, entran en ellos, sino
también para los propios peces. Sin embargo, nuestro vivaz bagrecito los sorteaba
manteniéndose firme a lo largo de las corrientes que pasan bordeándolos.
Cerros de sal piedra marginan también, en ciertos trechos, este río bravo, Blancas montañas resplandecientes, Al bagrecito se le
ocurrió lamer una de esas minas durante una media hora, luego reanudó su viaje con mayor impulso.
Un espantoso fragor que venía de aguas abajo, le aterrorizó sobremanera. Pero él juzgó que, seguramente, procedía de los
«malos pasos», debidos al impresionante salto del río sobre una montaña, grave riesgo del cual le habló mucho el abuelo.
A medida que avanzaba, el estruendo era más pavoroso... ¡Los malos pasos a la vista!... Nuestro viajero temerario se preparó
para vencer el peligro... se sacudió el cuerpo, estiró las aletas y las barbitas, cerró los ojos y se lanzó al torbellino rugiente.
Quince kilómetros de cascadas, peñas, aguas revueltas y espumantes, pedrones, torrentes, rocas... El bagrecito iba a merced de
la furia de las aguas, aquí, chocó contra una roca, pero reaccionó en seguida; allá, un tremendo oleaje le varó sobre un pedrón,
pero, con felicidad, otra ola le devolvió a las aguas.
Cerrado rumor especial, que conmovía el río, llamó un caluroso anochecer la atención del viajero. Era una mijanada, avalancha de
peces en migración hacia arriba, para el desove. Todo el río vibraba con los millones de peces en marcha. Algunos brincaban
sobre las aguas, relampagueando como trozos de plata en la oscuridad de la noche.
El bagrecito se arrimó a una orilla fuertemente, contra el lodo, hasta que pasó el último pez. En plena jungla, el voluminoso río
desaparecía en otro más voluminoso.
Así es el destino de los ríos: nacen, recorren kilómetros de kilómetros de la tierra, entregan sus aguas a otros ríos, y éstos a otros,
hasta que todo acaba en el mar.
El nuevo río, un coloso, se unía con otro igual, formando el Amazonas, el río más grande de la Tierra. Nuestro bagrecito entró en
ese prodigio de la naturaleza a las primeras luces del día, cuando los bosques de las márgenes eran una sinfonía de cantos y
gritos de animales salvajes. Allá, en el remoto riachuelito natal, el abuelo le había hablado también mucho del Rey de los Ríos.
Por él tenía que llegar al mar, ya él no daba sus aguas a otro río... No se veía el fondo ni las orillas. Era, pues, el río más grande
del mundo.
«Debes tener mucho cuidado con los buques», le había advertido el abuelo. Y el bagrecito pasaba distante de esos monstruos
que circulaban por las aguas, con estrépito.
Una madrugada subió a la superficie para mirar el lucero del alba, digamos mejor para admirarlo, ya que nuestro bagrecito era
sensible a la belleza; el lucero del alba, casi sobre el río, parecía una victoria regia de lágrimas, después de bañarse de su luz, el
bagrecito se hundió en las aguas, produciendo un leve ruido y leve oleaje.
Durante varias horas de una tarde lluviosa lo persiguió un pez de mayor tamaño que un hombre para devorarlo. El pobre bagrecito
corría a toda velocidad de sus fuerzas, corría, corría, de pronto columbró un hueco en la orilla y se ocultó en él... de donde miraba
a su terrible enemigo, que iba y venía y, finalmente, desapareció.
Mucho tiempo viajó por el río más grande del planeta, pasando frente a puertos, pueblos, haciendas, ciudades, hasta que una
noche, con luna llena enorme, redonda, llegó a la desembocadura. El río era allí extraordinariamente ancho y penetraba
retumbando más de cien leguas al mar.
Vencía todos los peligros. Cruzó los «malos pasos» del río aprovechando
una creciente, y, a veces, a saltos por sobre las rocas y pedrones que no
estaban tapados por las aguas. En el riachuelo de las mil vueltas salvó
de morir, por suerte.
La alegría del viajero se dilató como el cielo cuando, al fin, entró en su riachuelito natal, cuando sintió sus caricias. Besó con
unción, las piedras de su cauce.
Llovía menudamente, los árboles de las riberas, sobre todo los almendros, estaban florecidos. Había luz solar por entre la lluvia
suave y dentro del riachuelo.
El bagrecito, loco de contento, nadaba en zigzags; de espaldas, de costado, se hundía hasta el fondo, sacaba sus barbas de las
aguas, moviéndolas en el aire. Sin embargo, en su pueblo ya no encontró a su madre ni al abuelo.
Nadie lo conocía.
Todo era nuevo en el remanso del riachuelito, ensombrecido por las palmeras y otros árboles de las márgenes.
Se dio cuenta, entonces, de que era anciano. En el fondo de la pozuela, con su voz ronca, solía decir, contoneándose
orgullosamente: «Yo conozco el mar. Cuando joven he viajado a él y he vuelto».
Los peces niños y jóvenes le miraban y escuchaban con admiración. Un bagrecito, de tanto oírlo, se le acercó una noche de luna
y le dijo:
- ¿Tú?
- Si, abuelo.