Bases Fundamentales Del Aprendizaje
Bases Fundamentales Del Aprendizaje
Bases Fundamentales Del Aprendizaje
Aprender es el proceso por el cual adquirimos una determinada información y la almacenamos, para
poder utilizarla cuando nos parece necesaria. Esta utilización puede ser mental (p. ej., el recuerdo
de un acontecimiento, concepto, dato), o instrumental (p. ej., la realización manual de una tarea).
En cualquier caso, el aprendizaje exige que la información nos penetre a través de nuestro sentidos,
sea procesada y almacenada en nuestro cerebro, y pueda después ser evocada o recordada para,
finalmente, ser utilizada si se la requiere.
Por ello, los procesos que consideramos esenciales van a ser la motivación, la atención, la memoria
y la comunicación. En íntima asociación a esos procesos se va a encontrar el mundo de las
emociones. La cognición elaborada con esas bases y con la contribución ineludible del mundo
emocional, influirá decisivamente sobre la dimensión última de la actividad humana: su función
ejecutiva.
Atención
Mediante los sistemas que nuestro cerebro posee para regular la atención, los objetos y
acontecimientos externos (visuales, auditivos, etc.) primero evocan o llaman nuestra atención,
haciendo que nos orientamos hacia algo concreto y nos desentendamos (nos desenganchemos) de
los demás estímulos; así estamos preparados para captar el mensaje que nos llega. En una segunda
fase, si ese acontecimiento o mensaje continúan y consideramos que vale la pena seguir
recibiéndolos, ponemos de nuestra parte y mantenemos la atención, la prestamos (incluso, a veces,
decimos que "ponemos los cinco sentidos"). Y si nos interesa en grado superlativo, nuestra atención
se enfrasca en el objeto. Ya podemos adelantar que nuestros intereses (motivación, afecto) van a
influir decisivamente en la operatividad de nuestra atención.
Pues bien, en la atención intervienen varias áreas y núcleos del cerebro. Unos están relacionados
con las áreas responsables de recibir y, sobre todo, de integrar la información que nos llega por los
sentidos. Otros están relacionados con la retención inmediata de la información para saber de qué
va, y para contrastar su importancia ("¿es nueva o ya conocida?, ¿vale la pena retenerla?, ¿vale la
pena seguir recibiéndola?, ¿me interesa?"). Otros están encargados de rechazar y filtrar todo
aquello que nos pueda distraer y cambiar el objeto de nuestra actual atención.
Motivación
Es la propiedad que nos impulsa y capacita para ejecutar una actividad. Por eso se encuentra tanto
en la base de atención (porque si no estamos motivados no mantendremos la atención y menos aún
llegaremos a enfrascarnos), como en la base de la memoria (como elemento de reforzamiento
importantísimo: cómo recordamos lo que más nos afecta), y en la base de la realización de cualquier
actividad: nos impulsa a la acción.
La motivación tiene que ver mucho con la afectividad que, en su aspecto positivo, nos inclina, nos
atrae o nos une hacia un objetivo determinado; y en su aspecto negativo nos repele, nos disgusta,
nos amenaza.
La motivación nos hace superar cansancios y dificultades. La falta de motivación nos frena en la
realización de tareas. En su ejecución intervienen importantes núcleos cerebrales (muy
especialmente la amígdala, pero también diversas áreas cerebrales). Verás una amplia explicación
de las características, propiedades de la motivación y de los mecanismos cerebrales que intervienen
en estas dos páginas del Portal:
Memoria
Comunicación
La comunicación es fundamental para captar cualquier tipo de información verbal, sea visual o
auditiva, y por consiguiente, para aprenderla. Pero en la especie humana, la comunicación en
cualquiera de sus formas ha adquirido tal grado de protagonismo que se ha convertido en elemento
que influye de modo decisivo sobre los otros tres grandes procesos del aprendizaje. Por eso, la
comunicación necesita de amplias zonas del cerebro y de complicados mecanismos de
funcionamiento que aseguren la comprensión y la expresión de lo comunicado, sea a través de la
expresión corporal y gestual, o del lenguaje en sus variadas formas, de las que el oral es muy
importante pero no el único.
Dada la frecuencia con que las personas con síndrome de Down manifiestan problemas de lenguaje
oral, le prestamos particular atención en una sección propia que verá accediendo al menú principal
de EDUCACIÓN, Comunicación.
En conclusión
Sentadas las bases del aprendizaje (atención, memoria, motivación, comunicación y función
ejecutiva), estamos en condiciones de analizar cuáles son los principales problemas que apreciamos
en los niños con síndrome de Down en cada una de estas dimensiones, para aplicar sistemas de
intervención que les ayuden a iniciar y avanzar en su proceso de aprendizaje. Los iremos abordando
poco a poco.
LA ATENCIÓN
1.- Concepto
Ver o escuchar, atender y percibir no son procesos sinónimos. Atender o prestar atención nos
permite enfocar los órganos de los sentidos sobre determinada información y focalizar
selectivamente nuestra consciencia, filtrando y rechazando la información que no es deseada para
la realización de una tarea que se lleva a cabo, resolver la competencia entre estímulos para su
procesamiento en paralelo, temporizar las respuestas apropiadas, controlar la conducta y facilitar
la percepción, memoria y aprendizaje (Cooley y Morris, 1990; Bench et al., 1993; Desimone y
Duncan, 1995).
A grandes rasgos, la atención se puede dividir en dos grandes bloques: a) la atención voluntaria, que
depende del individuo y de sus motivaciones personales, y b) la atención involuntaria, producida
por la atraccion del medio eteriorucida por la atracci de sus motivaciones personales, y b) la
atencironales que interactón del medio exterior (Rosselló-Mir, 1996).
2.-Características de la atención
3. Tipos de atención
James (1890) fue el primero en hablar de la naturaleza múltiple de la atención; desde entonces,
otros muchos autores han intentado describir los componentes que la conforman (Posner y
Petersen, 1990; Ríos-Lago et al., 2004). La mayoría de investigadores están de acuerdo en que la
atención no es simple ni única (Mesulam, 1986; Allport, 1993; Sohlberg y Mateer, 2001). Por ello, se
han descrito al menos 9 tipos distintos de atención:
La red de alerta tiene que ver con los aspectos intensivos de la atención, la vigilancia en la
preparación atencional dirigida a un objetivo. En este sistema, el hemisferio derecho y las regiones
contralaterales asumen un papel importante (Fan et al., 2005). También incluye el denominado
“arousal” que representa el suministrador del tono atencional y que se refiere a la activación general
inespecífica de carácter involuntario, basado en una red córticosubcortical del hemisferio derecho,
en la que el cíngulo anterior funciona como coordinador central (Bruna et al., 2011). Esta red de
alerta se sustenta en la corteza prefrontal y parietal derechas jugando un papel importante en tareas
en las que el sujeto debe mantener la atención durante ciertos períodos de tiempo. El papel
“ejecutivo” de la corteza prefrontal derecha sería el de supervisor y regulador de los niveles de
“arousal”, posiblemente junto con la participación del cíngulo anterior y otras estructuras mediales
frontales (Fan et al., 2005).
La red de atención ejecutiva, también denominada por Norman y Shallice (1986) anterior o
supervisora, recluta y controla áreas cerebrales para ejecutar tareas cognitivas complejas (Trèmols,
2010). De este sistema dependería la integridad de las categorías clínicas de “atención dividida”,
“atención de preparación”, “inhibición” y “atención sostenida”. Su disfunción daría lugar, entre
otros síntomas, a perseveraciones, distractibilidad o trastornos de vigilancia o de concentración
(Estevez-González et al., 1997). Integrada principalmente por zonas del cingulado anterior y
prefrontales laterales y sus conexiones, así como también el caudado, el orbitofronal y el sistema
frontal superior.
Por tanto, el funcionamiento del proceso atencional implica la participación de varias estructuras
cerebrales. Según los conceptos propuestos por Posner (Posner y Dehaene, 1994), la atención
comprende cuatro subprocesos:
A pesar de que la atención es una función bilateral, cada hemisferio parece estar funcionalmente
especializado. El hemisferio izquierdo ejerce un control unilateral (contralateral) y el derecho
ejerce un control bilateral; además de regular el sistema de "arousal" y mantener el estado de
alerta (Posner y Driver, 1992) tiene un importante papel regulador de la corteza frontal y de sus
conexiones con el estriado. El hemisferio derecho está mejor capacitado para regular la atención
selectiva (Cooley y Morris, 1990; Heilman et al., 1980, 1986; Stefanatos y Wassertein, 2001). En
esta línea, se ha descrito la base reguladora de la atención como subyacente al sistema
frontoestriatal del hemisferio derecho, sobre todo a través de las vías noradrenérgicas y, en menor
medida, las serotoninérgicas. El hemisferio izquierdo, a su vez, actúa mediante vías
dopaminérgicas y, minoritariamente, colinérgicas. De este modo, a través de las vías
noradrenérgicas, el hemisferio derecho tiene mayor capacidad que el izquierdo para regular la
atención selectiva (Cooley y Morris, 1990).
La corteza prefrontal participa en una serie de funciones cognitivas y ejecutivas, y tiene un papel
fundamental en el control voluntario de la atención, como etapa final filogenética y ontogenética
de corticalización, permitiendo que la atención involuntaria del niño se transforme progresivamente
durante su desarrollo en atención controlada y voluntaria. Presenta conexiones córtico-corticales
(funciones de naturaleza asociativa integrando información multimodal) y córtico-subcorticales y
límbicas. La corteza prefrontal juega un papel importante en la capacidad de priorizar estímulos,
referenciar a representaciones internas, dirigir apropiadamente el 'arousal', monitorizar la
secuencia temporal de acontecimientos, formular conceptos abstractos y llevar a cabo otras
funciones ejecutivas.
Sistemas neuroquímicos. Destacan las aferencias que surgen de los núcleos monoaminérgicos
(noradrenalina, dopamina y serotonina) y colinérgicos (acetilcolina) (Chandler et al., 2013; Chandler
et al., 2014). El noradrenérgico libera noradrenalina y tiene su origen principalmente en el locus
coeruleus (LC), así como en unos pequeños grupos neuronales próximos a él, los núcleos
subcoeruleus. El dopaminérgico libera dopamina y tiene su origen en el área tegmental ventral
(ATV). Tanto las neuronas del LC como del ATV son estimuladas por impulsos extrínsecos e
intrínsecos y, una vez activadas, emiten sus respuestas hacia zonas diversas de la corteza prefrontal
y otras áreas corticales. La actividad noradrenérgica se relaciona principalmente con el estado de
vigilia ('arousal'), con tareas que demandan atención y cognición. La actividad dopaminérgica se
responsabiliza más del tono de reforzamiento de una conducta en función de la satisfacción
experimentada y de la motivación. Ambos sistemas actúan sinérgica y complementariamente, lo
que explica la estrecha relación que existe entre atención y motivación: sin prestar atención no es
posible la motivación, pero la motivación refuerza la atención y el aprendizaje. El sistema
serotonérgico que accede a la corteza prefrontal y frontal, proviene de las neuronas que se localizan
en el núcleo dorsal del rafe (NDF) que se encuentra implicado en la regulación de los ciclos de sueño
y la vigilia, así como en el estado de ánimo. Las terminaciones nerviosas de naturaleza colinérgica
que alcanzan la corteza prefrontal nacen en el núcleo basal de Meynert. En general, el sistema
colinérgico se encuentra ampliamente implicado en procesos de activación que incluyen la atención,
la vigilia, la memoria y el aprendizaje. En lo que respecta a la atención, la acetilcolina liberada por
las terminaciones colinérgicas activa distintos subtipos de receptores colinérgicos de naturaleza
nicotínica (Poorthuis y Mansvelder, 2013). El subtipo de receptor nicotínico que contiene la
subunidad α7 es un canal iónico implicado en la señalización de calcio en el cerebro y participa como
mediador en la liberación de dopamina (Seipel y Yakel, 2010). Los fenómenos de atención están
fuertemente asociados a los de la función ejecutiva que será analizada en el capítulo 13, dada la
implicación de la corteza prefrontal en ambos procesos.
En la actualidad se presta particular atención al sistema dopaminérgico, por las implicaciones que
pueda tener en el desarrollo y expresión del trastorno de déficit de atención con hiperactividad
(TDAH). El funcionamiento de la actividad dopaminérgica se realiza mediante la activación de dos
familias de receptores dopaminérgicos, el receptor dopaminérgico D1 que estimula la adenililciclasa
y la consiguiente formación de AMP cíclico (AMPc), y el D2 que ejerce una acción opuesta: inhibición
del sistema. A la familia del receptor D2 pertenece un particular receptor, el D4 (DRD4) que es
codificado en el cromosoma 11. Su función moduladora actuaría sobre el equilibrio de las redes y
circuitos neuronales en la corteza prefrontal. De hecho, ha sido asociado frecuentemente a la
expresión de la atención y la función ejecutiva, por su capacidad de modular la serie de cascadas de
señalización que dependen de la formación de AMPc. Precisamente, el DRD4 se expresa de modo
selectivo en la corteza prefrontal, el lóbulo temporal medial y el cerebelo (Durston et al., 2009). En
el gen que codifica el DRD4 se han descrito varios polimorfismos consistentes en la repetición de un
determinado segmento, repeticiones que pueden ser de 2 a 11. El alelo con 7 repeticiones (7R) se
caracteriza por mostrar supresión de función; es decir, pierde afinidad y fuerza para ejecutar su
función dopaminérgica. Pues bien, un meta-análisis elaborado por Faraone y Mick (2010) mostró la
existencia de una asociación positiva entre la sobreexpresión de 7R y el TDAH.
Junto a estos sistemas situados en las áreas anteriores del cerebro, existe otro segundo sistema
denominado “sistema de atención posterior”, o de atención selectiva, o de exploración de la
información del entorno (Posner y Petersen, 1990). Es el que nos permite orientarnos hacia los
estímulos, localizarlos. Su correlato fisiológico se localiza en zonas de la corteza parietal posterior
(con predominio del hemisferio derecho), el núcleo pulvinar lateral del tálamo y el colículo superior.
Específicamente el núcleo pulvinar está implicado en la supresión de los estímulos irrelevantes y
potenciación de los significativos. La corteza parietal posterior está implicada en la atención de
desplazamiento, es decir, la orientación voluntaria hacia la localización de interés (Posner y
Dehaene, 1994; Corbetta et al., 2000). Respecto a las diferencias hemisféricas, la corteza parietal
posterior izquierda controla la atención perceptiva del hemicampo espacial contralateral, mientras
que la parietal posterior derecha controla ambos hemicampos (Posner y Driver, 1992; Corbetta et
al., 1993; Posner y Dehaene, 1994).
6. Desarrollo de la atención
El niño, desde sus primeros días de vida, recibe multitud de estímulos que provienen del medio a
través de los sentidos. La atención involuntaria comienza a desarrollarse en las primeras semanas
de vida, poco después de que aparezcan el reflejo de orientación y la capacidad orientadora
(Londoño, 2009). Paulatinamente irá mostrando su interés en relación a los objetos que le rodean y
a las acciones realizadas con ellos. En la etapa infantil, comienza a dominar la atención voluntaria;
en parte, gracias a la acción mediadora del adulto quien orienta, organiza y dirige la atención del
niño a través de actividades y acciones que le sean llamativas. Por ello, las fuentes de la atención
voluntaria son propiciadas por la acción del adulto, sobre todo a través del juego y las actividades
propuestas, fomentando que mantenga la atención a un buen nivel (Ruíz, 2013).
Cuando los niños son pequeños les resulta difícil concentrarse mucho tiempo en una actividad, y
más si ésta es monótona y poco atractiva; por ello, pocas veces logran ocuparse de una misma tarea
durante un tiempo prolongado. Poco a poco, aumentarán el tiempo de su interés por algo
(mantendrá su atención mientras no decaiga su interés) y dirigirán su atención hacia el objeto de su
interés, a guiarla conscientemente y a mantenerla dirigida hacia el centro de su atención, siendo
ésta cada vez más concentrada y estable. El niño llegará con posterioridad a guiar la atención por sí
mismo.
En el segundo año de vida, la atención se hace más selectiva. Los niños de 3 y 4 años pueden jugar
a un mismo juego durante 30 o 50 minutos, mientras que a los 5 o 6 años la duración del juego
aumenta hasta hora y media. Esto es debido a que en el juego se reflejan las relaciones e
interrelaciones más complejas entre las personas, y el interés hacia él se manifiesta en la constante
introducción de situaciones nuevas. El niño va aumentando su nivel de atención, sobre todo cuando
observa láminas ilustradas, escucha cuentos, etc. De esta manera, el tiempo de permanencia en la
contemplación de una lámina aumenta mucho al final de la etapa infantil. Pero un niño de seis años
no sólo permanece más tiempo que uno de tres sobre una lámina sino que la capta mejor,
destacando más detalles en ella.
A lo largo de la infancia aumenta notablemente el uso del lenguaje para organizar la atención. Al
principio, los adultos organizan la atención del niño mediante indicaciones verbales, recordatorios
y explicaciones. Más tarde, el niño comienza por sí solo a denominar verbalmente los objetos y
fenómenos sobre los que debe prestar atención para lograr el resultado deseado. Esto se manifiesta,
por ejemplo, por el hecho de que a la hora de cumplir las tareas siguiendo las instrucciones del
adulto, los niños de 5 a 6 años se ponen de acuerdo en lo que van a hacer con una frecuencia diez
o doce veces mayor que los niños de 4 a 5 años. De este modo, la atención voluntaria se forma a lo
largo de la etapa infantil en relación con el aumento general del papel del lenguaje en la regulación
de la conducta del niño. A medida que se desarrolla la función planificadora del lenguaje, el niño es
capaz de organizar previamente su atención en relación a las condiciones de la actividad a realizar,
expresar verbalmente hacia qué se debe orientar (Bruna et al., 2011). El lenguaje, pues, juega un
papel fundamental en el desarrollo de la atención, algo a tener en cuenta cuando se analice el
desarrollo de la atención en el niño con síndrome de Down.
En síntesis, la primera infancia se caracteriza por una mayor elaboración de las conductas
sensoriales y motoras, con un importante incremento en la capacidad de respuesta del niño
respecto a los estímulos del medio ambiente (Londoño, 2009). La segunda infancia (entre los 6 y 12
años) y la adolescencia (entre los 12 y 18 años) se caracterizan por el desarrollo de funciones
cognitivas cada vez más complejas (Roselli y Ardila, 1997). Por tanto, la atención se desarrolla
durante la infancia y adolescencia, se dirige hacia estímulos relevantes y se hace cada vez más
flexible (Téllez, 2002). A su vez, las habilidades cognitivas maduran y se vuelven más eficientes
siendo el lenguaje el principal regulador de la atención cuando el niño es mayor ya que organiza la
atención (Ruíz, 2013) y la motivación incide sobre la dirección y la estabilidad de la atención.
1. Concepto
El término función ejecutiva hace referencia a un conjunto de procesos que tienen por objeto el
modo en que una persona es capaz de manejarse a sí misma y de utilizar sus propios recursos con
el fin de conseguir un nuevo objetivo. Es una especie de término “paraguas” bajo el cual se agrupan
toda una serie de habilidades capaces de regular la acción y la conducta, mediante la asignación de
recursos cognitivos dirigidos a explorar, asociar, decidir, controlar y evaluar las situaciones (Grieve
y Gnanasekaran, 2009).
Su base neurológica en el cerebro se extiende en el lóbulo frontal, especialmente en la corteza
prefrontal, como se expondrá más adelante. Las funciones ejecutivas son la esencia de nuestra
conducta, son la base de los procesos cognitivos y constituyen el elemento con mayor valor
diferencial entre el ser humano y las restantes especies (Portellano, 2005), ya que incluyen un grupo
de habilidades cuyo objetivo principal es facilitar la adaptación del individuo a situaciones nuevas y
complejas, yendo más allá de conductas habituales y automáticas (Collette et al., 2006).
Las habilidades resguardadas bajo el paraguas de la función ejecutiva son las siguientes, de acuerdo
con Gioia et al. (2000a, b).
Inhibición. Es la capacidad para interrumpir nuestra propia conducta en el momento oportuno, lo
que incluye tanto acciones como pensamientos o actividad mental. Lo opuesto de la inhibición es la
impulsividad. Si tenemos debilidad para interrumpir la acción dirigida por nuestros impulsos, somos
entonces “impulsivos”.
Cambio. Es la capacidad para pasar libremente de una situación a otra, y para pensar con flexibilidad
con el fin de responder adecuadamente a una situación.
Control emocional. Es la capacidad para modular respuestas emocionales, de modo que utilicemos
pensamientos racionales para controlar los sentimientos.
Iniciación. Es la capacidad para comenzar una tarea o actividad y para generar de manera
independiente ideas, respuestas o estrategias capaces de solucionar los problemas.
Memoria operativa. Es la capacidad para retener la información en nuestra mente con el propósito
de cumplir una tarea. Es la forma de memoria responsable de almacenar temporalmente y procesar
la información en tanto se llevan a cabo las tareas cognitivas relacionadas con esa información.
Planificación. Es la capacidad de manejar las exigencias de una tarea orientadas tanto al presente
como al futuro.
Organización de materiales. Es la capacidad para poner orden en el trabajo, en el juego y tiempo
libre y en los espacios dedicados al almacenamiento.
Seguimiento de uno mismo. Es la capacidad para hacer el seguimiento de nuestras propias
realizaciones y de medirlas o evaluarlas en relación con un estándar previamente fijado sobre lo que
se necesita o lo que se espera.
Las funciones ejecutivas promueven un funcionamiento adaptativo y autónomo, ya que operan
como un sistema de autocontrol y guía en el desempeño de conductas con intención. Abarcan una
serie de procesos cognitivos entre los que destacan la planificación, decisión y evaluación o reajuste
de conductas adecuadas para formular y alcanzar objetivos, así como de anticipar los posibles
resultados (Tirapu et al., 2011; Grieve y Gnanasekaran, 2009; Lezak, 2004; Diamond, 2013).
Corresponden a constructos independientes pero moderadamente relacionados (Miyake et al.,
2000). Pueden agruparse en varios componentes:
a) las habilidades necesarias para formular metas u objetivos, en las que se requiere la capacidad de
iniciar la conducta o una actividad con propósito y de inhibir la respuesta automática o conducta
inducida por el entorno. Requiere, por tanto, cierto conocimiento de las capacidades de uno mismo
en cuanto a la habilidad de llevar a cabo una tarea,
b) las habilidades implicadas en la organización y planificación de los procesos y las estrategias para
lograr los objetivos. Asimismo, las tareas requieren la formulación de subobjetivos o pasos
específicos que deben secuenciarse de manera correcta para alcanzar el objetivo y modificar el plan
si es preciso,
a) la memoria operativa que permite tener en mente y de manera activa la información mientras se
trabaja en una tarea, es decir, mantener la información, manipularla y actuar en función de ésta
b) la interiorización del habla que permite a uno pensar para sí, seguir reglas e instrucciones, así
como autorregular la conducta, logrando actuar de forma reflexiva y no impulsiva
c) la autorregulación, el control de las emociones y la motivación que ayuda a conseguir metas y
modular la intensidad de las emociones que nos interfieren
d) la flexibilidad mental que nos ayuda a adaptar el comportamiento a los cambios que puedan
producirse en el entorno, así como a la capacidad de ser creativos y combinar nuevamente los
distintos componentes para lograr nuevas acciones.
En síntesis, las funciones ejecutivas comprenden una serie de procesos cognitivos entre los que
destacan la anticipación, la elección de objetivos, la planificación, la selección de la conducta, la
autorregulación, el autocontrol y el uso de la retroalimentación o feedback (Sholberget al., 1993)
para lograr llevar a cabo una conducta eficiente. Son muy importantes en el ámbito emocional,
conductual y funcional y operan en función del contexto (externo, interoceptivo y metacognitivo) y
de la previsión de nuestros objetivos futuros (Verdejo-García y Bechara, 2010).
Como se puede observar, las funciones ejecutivas conforman un conjunto de habilidades diversas
pero relacionadas e imbricadas. Para comprender a una persona, es importante observar cuáles son
sus habilidades ejecutivas problemáticas y en qué grado lo son. De hecho, se dispone de escalas de
evaluación que se utilizan para crear el “perfil ejecutivo” de una persona (ver más adelante).
Tanto los estudios realizados sobre las funciones cognitivas tras lesiones de determinadas partes
del cerebro (visión negativa), como los de neuroimagen funcional obtenida durante la realización
de determinadas tareas (visión positiva), coinciden en señalar a la corteza prefrontal como la región
por excelencia donde reside la capacidad para que surjan y se desarrollen las funciones ejecutivas.
La corteza prefrontal es la gran corteza de asociación del lóbulo frontal, que atiende a los aspectos
ejecutivos de la cognición, en especial la organización temporal de acciones en las esferas de la
conducta, el lenguaje y el razonamiento (Fuster, 2014). Esta corteza ejecutiva se desarrolla al
máximo en el cerebro humano donde ocupa casi una tercera parte de toda la neocorteza.
La corteza prefrontal tiene tres regiones anatómicas: lateral, medial y ventral u orbital (Fuster,
2002). El territorio prefrontal se caracteriza en todos los mamíferos por una capa IV granular
prominente y una firme conectividad recíproca con el núcleo dorsolateral del tálamo. La corteza del
lóbulo frontal está excepcionalmente bien conectada con otras estructuras cerebrales, tanto
corticales como subcorticales. En particular, la corteza prefrontal es la zona mejor conectada. Las
tres regiones prefrontales, medial, lateral y orbital, están conectadas recíprocamente unas con
otras, y con los núcleos del tálamo dorsal y anterior (Verdejo-García y Bechara, 2010; Grieve y
Gnanasekaran, 2009; Tirapu et al., 2011; García-Molina et al., 2009).
Adicionalmente, la corteza prefrontal dorsolateral, situada en la cara lateral del lóbulo frontal y
anterior del área premotora, selecciona información relacionada con la tarea desde memorias
almacenadas en otras áreas cerebrales, y la retiene en la memoria operativa para la planificación de
la acción apropiada en relación con los objetivos. La corteza prefrontal medial, se encuentra en la
parte interior de cada lóbulo frontal, y está asociada al sistema límbico, el cual guía la valoración
afectiva de la conducta. La corteza cingulada anterior se encuentra en la cara medial del lóbulo
frontal sobre el cuerpo calloso. Esta área activa el sistema supervisor de la atención cuando la tarea
requiere otra operación o estrategia. Actúa como sistema de control y resuelve conflictos en los
requerimientos de tareas.
Las regiones medial y anterior están además conectadas con el hipotálamo y otras estructuras
límbicas; algunas de estas conexiones son indirectas, a través del tálamo. Las regiones laterales
envían conexiones a los ganglios basales y están conectadas con las cortezas de asociación de los
lóbulos occipital, parietal y temporal (Fuster, 2002). El circuito prefrontal dorsolateral se ha
implicado básicamente en la función ejecutiva, incluyendo capacidades de resolución de problemas
complejos como aprender nueva información, planificar, activar memorias remotas, regular la
acción de acuerdo con estímulos del entorno, cambiar el patrón de conducta de forma apropiada,
generar programas motores y ordenar temporalmente los eventos recientes. Las disfunciones de
este circuito ocasionan problemas de razonamiento y flexibilidad mental. Se ha propuesto
diferenciar las principales habilidades de la función ejecutiva en dos clases: las "cálidas" que se
refieren a las que tienen relación con el afecto y la motivación y dependerían fundamentalmente
de las regiones ventromediales de la corteza prefrontal, y las "frías", relacionadas
fundamentalmente con las funciones de carácter cognitivo y estarían asociadas con la corteza
prefrontal dorsolateral (Hongwankishkul et al., 2005).
En resumen, las áreas prefrontales están asociadas a los procesos cognitivos superiores que
planifican, controlan y modifican la acción y la conducta, y desempeñan un importante papel en la
memoria operativa y el lenguaje. De todas las grandes vías de conexión intracerebral, ninguna es
más importante para la cognición que la que enlaza, en cada hemisferio, la gran área de asociación
parieto-temporo-occipital situada en el cerebro posterior, de carácter eminentemente perceptual,
con la corteza prefrontal ejecutiva: es el fascículo longitudinal superior. En este tracto, las
conexiones son bidireccionales; es decir, van en ambos sentidos, de atrás adelante y de delante
atrás. Van a ser esenciales para toda clase de conductas estructuradas de manera temporal en que
la percepción guiará la acción y viceversa, a través del entorno.
Dicho de forma sencilla, los lóbulos frontales y la corteza prefrontal constituyen la base anatómica
o biológica de la función ejecutiva. Aunque no son sólo éstas las regiones del cerebro responsables
de las habilidades de control mental, los lóbulos frontales son los últimos en madurar de forma
completa. Puesto que la corteza prefrontal es la que se desarrolla más tardíamente y no alcanza su
pleno crecimiento y mielinización hasta la tercera o cuarta década en la vida de un individuo, es
lógico que las funciones a las que atiende vayan desarrollándose progresivamente a lo largo de ese
espacio temporal. Las consecuencias de este hecho son importantes, sobre todo en lo relativo a la
madurez cognitiva y, por supuesto, a la libertad de acción y la responsabilidad ligadas a la misma
(Fuster, 2014). En gran medida, el extraordinario crecimiento evolutivo de la corteza prefrontal en
la especie humana, el cerebro humano "se abre al futuro". En personas con retraso en estas áreas,
el desarrollo puede continuar después de ese periodo.
Así como esperamos que los niños anden y hablen a determinadas edades, también confiamos que
aprendan a planificar, organizarse y ejecutar las tareas de forma más eficaz e independiente
conforme se hacen mayores, es decir, conforme va evolucionando, enriqueciéndose, la corteza
prefrontal.
El desarrollo de las funciones ejecutivas está relacionado tanto con los procesos biológicos de la
maduración del cerebro (naturaleza) como con la experiencia (educación), así como con factores
motivacionales y emocionales. Este desarrollo conduce y traslada a los niños desde la dependencia
de estructuras y apoyos elaborados por el adulto, a modos más independientes y flexibles de pensar
y de actuar. Existe una gran variabilidad en la velocidad a la que los niños desarrollan el control
ejecutivo. Algunos experimentan retrasos en el desarrollo de estas importantes habilidades.
Algunos consiguen superarlos pero otros siguen arrastrando debilidades ejecutivas en la edad
adulta.
Resulta difícil medir y valorar cómo se desarrolla la función ejecutiva. En primer lugar, la variedad
de tests que se han aplicado para su evaluación en edades más avanzadas no siempre resultan
válidos para las primeras edades. En segundo lugar, es complejo el papel del contexto en la
realización de las funciones ejecutivas; puede haber una disparidad en la evaluación de unos
determinados componentes de la función ejecutiva, según que los evaluadores sean los padres que
juzgan las tareas del niño en el ambiente familiar y cotidiano, o los maestros en el ambiente escolar.
Por otra parte, es frecuente que la evaluación se haga en un ambiente tranquilo, de laboratorio,
donde se aplica un determinado test para medir una determinada dimensión valorada por un
profesional; ¿en qué grado el resultado es comparable al del funcionamiento multidimensional
dentro de un contexto ordinario? (Gioia et al., 2010).
El desarrollo de las funciones ejecutivas son de inicio temprano (Sastre-Riba, 2006) y éste se
prolonga hasta la edad adulta; por tanto, son las que tardan más en desarrollarse. El rendimiento
en diversas tareas consideradas ejecutivas, experimenta mejoras significativas en los primeros años
de vida (Carlson, 2005) y presentan distintos “picos” madurativos a lo largo de su desarrollo.
Aun así, y en breve referencia al desarrollo de las distintas habilidades que engloban las funciones
ejecutivas, cabe destacar que antes del año, el niño reacciona a los estímulos que le proporciona el
entorno inmediato casi de manera automática. Sin embargo, antes de los dos años pueden
observarse los primeros indicios de conducta ejecutiva. Progresivamente, hacia los tres años, el niño
muestra mayor capacidad de controlar su conducta y mejorar el control de la inhibición para
contener impulsos, resistir a la distracción y no responder impulsivamente (Bausela, 2010).
Es a partir de los cuatro años aproximadamente cuando empieza a autorregular los propios procesos
cognitivos, es decir, se inicia en el proceso de la metacognición (García-Molina et al., 2009) gracias
al proceso de mediación que ejercen las personas con las que interactúa. Todo ello favorece la
capacidad de controlar y manejar sus emociones para lograr una adaptación adecuada al entorno,
siendo el lenguaje su mayor herramienta.
Entre los 6 a 8 años de edad se adquiere la capacidad de autorregulación de la conducta siendo
capaz de anticiparse a los eventos sin perder las instrucciones externas, aunque está presente cierto
grado de descontrol e impulsividad (Bausela, 2010). La función reguladora del lenguaje es
importante para los procesos de inhibición motora y control de impulsos, aunque no es hasta los 10
años cuando alcanza el pleno dominio de la capacidad inhibitoria.
Al igual que otros procesos ejecutivos, la capacidad de planificación y organización sigue un proceso
de desarrollo que abarca un amplio período evolutivo, y alrededor de los 12 años alcanza una
organización cognoscitiva similar a la que se observa en el adulto.
Las funciones ejecutivas se desarrollan a lo largo de la infancia y la adolescencia en paralelo con los
cambios madurativos que moldean la corteza prefrontal y sus conexiones con el resto del cerebro.
Desde un punto de vista neuroevolutivo, la corteza prefrontal es conocida por ser la región del
cerebro de desarrollo más lento y que muestra cambios significativos en su desarrollo incluso hasta
en la edad adulta. En los primeros 5 años, gracias a la neuroplasticicidad, ocurren cambios cruciales
en el desarrollo de funciones cognitivas básicas que tienen amplias implicaciones para el desarrollo
posterior (Whitebread y Basilio, 2012).
Hay niños y adultos que muestran debilidad en su función ejecutiva. En la mayoría de ellos no existe
una causa conocida. Los describimos como debilidad del desarrollo porque no aparece ningún hecho
o factor que se pueda identificar como responsable de haber interferido el desarrollo del cerebro.
En la mayoría de estos niños que experimentan retrasos en su función ejecutiva, probablemente su
debilidad se debe a que la comunicación entre las regiones del cerebro resulta ineficiente, y no a un
problema claro y localizado, como podría ser la lesión de una determinada área del cerebro.
Sabemos ciertamente que la exposición al alcohol, a ciertos fármacos o toxinas durante el
embarazo, así como el nacimiento prematuro, son factores de riesgo en el retraso del desarrollo
cognitivo. Niños que han sufrido de forma prematura el abuso, el abandono familiar u otras
experiencias traumáticas son también vulnerables a retrasos en el desarrollo. Sabemos también que
la debilidad ejecutiva (relacionada, por ejemplo, con el déficit de atención/trastorno de
hiperactividad y otras discapacidades de aprendizaje) cursa en familias aunque desconocemos cómo
funciona exactamente la transmisión genética. Sabemos igualmente que un proceso patológico o
una lesión en el cerebro pueden provocar una disfunción ejecutiva adquirida en niños que
previamente tenían un desarrollo normal. También se dan retrasos y déficit en la función ejecutiva
en niños y adolescentes con todo un espectro de problemas del neurodesarrollo, psiquiátricos y
médicos. Así, por ejemplo, podemos observar esta debilidad en la discapacidad de aprendizaje no
verbal, síndrome de Tourette, trastornos epilépticos, trastornos y deprivación del sueño, síndrome
de Turner, síndrome velocardiofacial, síndrome X-frágil; en trastornos psiquiátricos como pueden
ser trastornos de ansiedad (incluido el trastorno obsesivo-compulsivo), la depresión, el trastorno
bipolar y el nuevo cuadro denominado trastorno grave de la regulación del ánimo, los trastornos
psicóticos. Puede verse también en niños que padecen trastorno emocional serio por estar
sometidos en su ambiente a agentes estresores. Finalmente, numerosos cuadros que cursan con
discapacidad intelectual muestran signos de debilidad en su función ejecutiva; tal es el caso en
el síndrome de Down. Interesa saber si los diversos síndromes muestran sus propios perfiles
específicos en esta función (Carney et al., 2013).
En relación con la evolución y progreso de las funciones ejecutivas durante las etapas del desarrollo
de una persona, no resulta fácil precisar si dicho desarrollo es homogéneo o muestra componentes
que son disociables. Los estudios en niños con problemas del desarrollo, parecen indicar la
existencia de perfiles de la función ejecutiva en que las modalidades aparecen disociables, lo que
inclinaría a pensar en un modelo de componentes múltiples y disociables (Gioia et al., 2002a,b). Más
aún, en un determinado trastorno del desarrollo pueden apreciarse componentes de la función
ejecutiva que se encuentran más débiles de lo que indicaría su edad mental y, en cambio, otros más
acordes con dicha edad. Cabe hablar, por tanto, de un perfil de la función ejecutiva que sea
específico para una determinada discapacidad.
Mucha gente piensa que las personas con alto grado de inteligencia, reflejada en su coeficiente de
inteligencia (CI), han de tener por definición buenas habilidades ejecutivas. Esperamos que los niños
“inteligentes” tengan también elevados hábitos de trabajo y capacidad para manejar con facilidad
las exigencias diarias en casa y en la escuela. Pero inteligencia y habilidades ejecutivas muestran
sólo una débil correlación. Esto significa que un estudiante altamente dotado puede mostrar un
control de sus impulsos, una capacidad de planificación y unas habilidades de organización que
están por debajo de la media. Después de todo, la capacidad para analizar intelectualmente y
comprender una tarea no significa que el niño pueda iniciarla y terminarla de modo eficiente. En el
otro extremo del espectro, aunque la mayoría de las personas con retraso mental importante tienen
también débiles habilidades ejecutivas, podemos ver niños que teniendo CI por debajo de la media,
poseen buenas habilidades para aprender rutinas y manejarse en las tareas diarias.
Esta débil correlación entre los aspectos mencionados puede ser parcialmente explicada por la
influencia y el peso específico que los factores motivacionales y emocionales pueden llegar a jugar
en estos procesos. Dicho de otra manera más sencilla, a veces no es suficiente con saber hacer algo,
sino que es necesario querer hacerlo. Así pues, los elementos motivacionales y emocionales actúan
como catalizadores de la habilidad o función correspondiente. Por ejemplo, no es suficiente saber
cómo solicitar ayuda a otra persona (habilidad) sino que es necesario creerse capaz de hacerlo
(sentimiento de competencia), relacionar dicha habilidad con experiencias exitosas anteriores
(estilos atribucionales adaptativos) y mantener un control emocional adecuado (control de la
ansiedad situacional, del miedo escénico, de la expectativa de ser rechazado, etc.).
Pero más que rotular e insistir en diagnósticos causantes de la debilidad en la función ejecutiva,
debemos fijarnos sobre todo en analizar y comprender el perfil de cada niño, joven o adulto si de
verdad deseamos determinar el modo de ayudarle. Decir que un joven de 14 años tiene síndrome
de Asperger no nos indica cómo es su personalidad, sus habilidades para procesar la información,
su funcionamiento académico, sus intereses, su ambiente familiar y escolar y sus específicas
habilidades ejecutivas. Sólo analizando todos estos elementos podremos establecer intervenciones
y apoyos realmente eficientes. El diagnóstico de una patología nos dice a menudo muy poco sobre
los puntos fuertes y las necesidades de una persona concreta.
Las consecuencias de un desorden en la función ejecutiva, también denominado síndrome
disejecutivo, son determinantes en cualquier ámbito en el cual es necesario la adecuación de
conductas adaptadas, por ejemplo, en la toma de decisiones, en las relaciones interpersonales, en
la resolución de problemas y en la planificación de las tareas de la vida cotidiana. Asimismo
comprende la dificultad para centrarse en una tarea y finalizarla sin un control ambiental externo,
la presencia de un comportamiento rígido, perseverante y en ocasiones con conductas
estereotipadas, dificultades en el establecimiento de nuevos repertorios conductuales junto con la
ausencia de estrategias operativas, limitaciones en la productividad y la creatividad con pérdida de
flexibilidad cognitiva. Como consecuencia, una de las dificultades mayores que conlleva en
ocasiones la presencia de un comportamiento social disfuncional es la falta de inhibición de las
conductas inapropiadas.
Las funciones ejecutivas están vinculadas a la conciencia de la metacognición y el conocimiento. La
falta de conciencia de uno conlleva la incapacidad para detectar errores, anticiparnos a los
problemas e idear estrategias, así como la dificultad en prestar atención a más de una cosa a la vez.
Por ello, las rutinas aprendidas y habituales que están fijadas en la memoria y se llevan a cabo sin
necesidad de prestar demasiada atención no exigen en demasía la capacidad de regular cambios de
conducta o evaluar estrategias para efectuar esos cambios. Por contra, las actividades no rutinarias
requieren la implementación de nuevos patrones de conducta y la adaptación y organización de
destrezas ya fijadas (Grieve y Gnanasekaran, 2009), y en éstas la metacognición sí tiene un papel
importante.
Un desorden ejecutivo conlleva dificultades en la atención, por tanto, disminución del rendimiento
y falta de persistencia; dificultades en la inhibición de interferencias, mayor distracción,
fragmentación y desorganización de la conducta; dificultades en la planificación debido a la
impulsividad y comportamiento errático; dificultades en la supervisión y control de la conducta o
deshinibición y escasa corrección de errores; y dificultades en la flexibilidad conceptual, por tanto,
perseveración, rigidez y fracaso ante las tareas novedosas (Muñoz y Tirapu, 2001).
DISCAPACIDAD INTELECTUAL
1. El planteamiento de partida
Cuando se comunica que un niño —engendrado o nacido— tiene síndrome de Down, muy
probablemente el sentimiento que con mayor fuerza atenaza el ánimo de los padres es la
consideración de que va a tener lo que antiguamente se denominaba retraso mental y actualmente
se conoce como discapacidad intelectual. Es una mezcla de desconsuelo y de temor ante algo que
nos resulta imprevisto y desconocido. Con los meses y los años, el trato diario y la íntima relación
con el hijo va desprendiendo los prejuicios y limpiando las nieblas que impiden ver de cerca una
realidad mucho más rica y compleja de lo que se había imaginado. Y empiezan los padres a
comprobar mejor que nadie el extraordinario caudal de que están dotados los seres humanos, a
pesar de sus limitaciones. Es decir, junto a claras insuficiencias se aprecian evidentes cualidades y
capacidades.
Esa travesía que los padres han sabido recorrer en muy poco tiempo, las instituciones, los grupos
profesionales y la sociedad en general han tardado muchos años en transitarla. Pero el avance es
claro y en la correcta dirección. Este avance tiene su mejor expresión en la modificación que se ha
hecho en la misma terminología que define o encabeza la realidad. Ya no se acepta el término
“retraso mental” porque posee un carácter peyorativo que subraya lo negativo. El término ha sido
sustituido por el de “discapacidad intelectual” que no define ni condena irreversiblemente a la
persona, sino que nos alerta hacia una situación o estado especial evolucionable, cargado de luces
y sombras, que exige, eso sí, una atención también especial para limitar problemas y potenciar
capacidades.
Es preciso, pues, que acertemos a interpretar los contenidos que encierra el término de
discapacidad intelectual, tal como es definido por las organizaciones especializadas tras mucha
reflexión y debate, porque esos contenidos nos han de ayudar a adoptar una posición decidida y
positiva hacia la persona. Nos van a ayudar no sólo a definir un diagnóstico sino, sobre todo, a
establecer una evaluación global de toda la riqueza que adorna a una persona, a promover
soluciones concretas en cada área o dimensión, y a realizar un seguimiento permanente para
controlar los resultados de nuestra intervención.
En la exposición que presentamos a continuación hemos seguido estrechamente los conceptos
elaborados por el Comité Técnico sobre Terminología y Clasificación de la American Association on
Intellectual and Developmental Disabilities (AAIDD, anteriormente AAMR), tal como quedaron
expuestos en su libro Discapacidad Intelectual, 11ª edición (Alianza Editorial, Madrid 2011).
Premisa 2. Una evaluación válida ha de tener en cuenta la diversidad cultural y lingüística, así como
las diferencias en comunicación y en aspectos sensoriales, motores y conductuales. Es decir, para
que la evaluación tenga sentido debe contemplar la diversidad y la singularidad de la persona que
ha de responder. La cultura y el origen étnico (incluyendo el idioma familiar), la comunicación no
verbal y las costumbres que pueden influir en los resultados de la evaluación, habrán de ser tenidos
en cuenta para que la evaluación sea válida.
Premisa 3. En una persona, las limitaciones coexisten habitualmente con capacidades. Esto significa
que la persona con discapacidad intelectual es un ser humano complejo que posee determinados
talentos junto con ciertas limitaciones. Como todo el mundo, a menudo hacen unas cosas mejor
que otras. Algunos tendrán capacidades y competencias con independencia de su discapacidad
intelectual (p. ej., buenas habilidades sociales, o físicas, o especial capacidad adaptativa en
determinadas situaciones).
La inteligencia se considera como la capacidad mental general que comprende las siguientes
funciones (Luckasson y col., 2002):
el razonamiento
la planificación
la solución de problemas
el pensamiento abstracto
la comprensión de ideas complejas
el aprendizaje con rapidez
el aprendizaje a partir de la experiencia
Como se puede apreciar, es un funcionamiento intelectual global que va más allá del rendimiento
estrictamente académico o de respuesta a tests; se trata más bien de esa amplia y profunda
capacidad para comprender nuestro entorno e interactuar con él. El concepto de inteligencia
representa un intento de clarificar, organizar y explicar el hecho de que los individuos difieran en su
habilidad para comprender ideas complejas, adaptarse eficazmente a los contextos, aprender de la
experiencia, emplear varias formas de razonamiento y superar obstáculos mediante el pensamiento
y la comunicación.
En lo que se refiere a la evaluación del CI en las personas con síndrome de Down, recomendamos
el artículo de Ruiz (2001).
Entendemos como conducta adaptativa “el conjunto de habilidades que se despliegan en el terreno
de los conceptos (p. ej., lenguaje, lecto-escritura, dinero), en el ámbito social (p. ej., responsabilidad,
autoestima, probabilidad de ser engañado o manipulado, seguimiento de normas), y en la práctica
(actividades de la vida diaria como son el aseo o la comida; actividades instrumentales como son el
transporte, el mantenimiento de la casa, la toma de medicina o el manejo del dinero), y que son
aprendidas por las personas para funcionar en su vida diaria” (Luckasson y col., 2002).
La capacidad de adaptación marca de modo especial la habilidad de funcionamiento del individuo
porque las limitaciones en la conducta adaptativa son las que más van a afectar tanto a la vida diaria
como a la habilidad para responder a los cambios constantes e imprevistos que ocurren
permanentemente en nuestras vidas y en las demandas que impone el ambiente en que vivimos.
Tres puntos clave: a) la evaluación de la conducta adaptativa se basa en el rendimiento habitual de
la persona en tareas diarias y circunstancias variables, no en el rendimiento máximo; b) las
limitaciones en habilidades adaptativas a menudo coexisten con puntos fuertes en otras áreas de
habilidades adaptativas; y c) los puntos fuertes y las limitaciones en las habilidades adaptativas de
una persona han de ser documentados en situaciones de ambientes comunitarios típicos de los
iguales en edad y asociados con las necesidades de apoyo individualizados de la persona.
El criterio para considerar significativas las limitaciones en esta dimensión, al igual que al evaluar la
inteligencia, debe ser el de dos desviaciones típicas por debajo de la media. Existen buenos
instrumentos con propiedades psicométricas suficientes como para evaluar esta dimensión (en
inglés: escalas de AAMR, Vineland, Bruininks, Adams), si bien no disponemos todavía de buenas
adaptaciones en español. En cambio disponemos de excelentes publicaciones para planificar los
apoyos necesarios para trabajar y progresar en la adquisición de estas capacidades.
El funcionamiento adaptativo engloba tres dominios: conceptual, social y práctico. Específicamente:
Dominio práctico: está relacionado con el grado de aprendizaje, cómo la persona incorpora la
instrucción, el grado de autogestión en su vida cotidiana (cuidado personal, funcionamiento y
gestión de las responsabilidades en el trabajo, domicilio y/o escuela).
La salud es aquí entendida en su más amplio sentido: un “estado de completo bienestar físico,
mental y social”. Todos tenemos amplia experiencia de que el funcionamiento humano se ve
influenciado por cualquier condición que altere su salud física o mental. La discapacidad intelectual
producida por una causa determinada puede ir acompañada inexcusablemente de una alteración
de la salud (trastornos congénitos, epilepsia, etc.) que, a su vez, puede repercutir sobre el desarrollo
de las demás dimensiones. Pero incluso cuando no es así, la preocupación por la salud de los
individuos con discapacidad intelectual y los apoyos que debemos prestar se basan en que pueden
tener dificultad para reconocer sus problemas físicos y de salud mental, para gestionar su atención
en los servicios comunitarios de salud, para comunicar sus síntomas y sentimientos, para
comprender y ejecutar los planes de tratamiento y su seguimiento.
Cuando hablamos de salud mental, no podemos prescindir de la incidencia con que el entorno y sus
variables pueden influir sobre un terreno adaptativamente menos favorable y más vulnerable. De
ahí que el bienestar emocional y psicológico deban ser considerados como objetivos a tener en
cuenta en los planes dirigidos a mejorar los apoyos.
El tema de la salud mental en el síndrome de Down será ampliamente tratado en los capítulos 15 y
16.
Mientras que las otras dimensiones se centran en los aspectos personales o ambientales, en este
caso el análisis se dirige a evaluar las interacciones del individuo con los demás, su funcionamiento
en la sociedad. Es decir, se trata de destacar la importancia que se concede a estos aspectos en la
vida de la persona; de resaltar el importante papel que juegan las oportunidades y restricciones que
rodean a un individuo para participar en la vida de su comunidad: en el hogar, en el colegio, en el
vecindario, en el trabajo, en el ocio y diversión.
Habrá un funcionamiento adaptativo del comportamiento de una persona en la medida en que se
encuentre activamente involucrada con (asistiendo a, interaccionando con, participando en) su
ambiente. El rol social deberá ser ajustado a las actividades que sean las normales para un grupo
específico de edad: aspectos personales, escolares, laborales, comunitarios, afectivos, espirituales,
etc.
Pero esta participación e interacción se pueden ver profundamente alteradas por la falta de recursos
y servicios comunitarios, por la presencia de barreras físicas o sociales.
Se trata de contemplar las condiciones interrelacionadas en las cuales las personas viven
diariamente. Se describen tres niveles de acuerdo con su proximidad al individuo:
Sin duda, los ambientes de integración –en educación, vivienda, trabajo, ocio– son los que mejor
favorecen el crecimiento y desarrollo de las personas. Pero hay que valorar el grado real en que tal
integración se puede llevar a efecto y ejecutar, porque dependerá de su presencia real en los lugares
habituales de la comunidad, de la posibilidad de elección y de tomar decisiones, de la competencia
(que proviene del aprendizaje y de la ejecución de actividades), del respeto al ocupar un lugar
valorado por la propia comunidad, y de la participación comunitaria con la familia y amigos.
Los factores contextuales engloban factores ambientales y factores personales. Todos ellos influyen
en la persona, por lo que es necesario considerarlos en la evaluación del funcionamiento humano.
Los recursos ambientales, en su más amplio sentido, condicionan el bienestar final de la persona, y
comprenden realidades tan diversas como la salud, la seguridad, la comodidad material y la
seguridad financiera, el ocio y las actividades recreativas, la estimulación cognitiva y el desarrollo,
la disponibilidad de un trabajo que resulte interesante y sea adecuadamente remunerado. Este
ambiente, por otra parte, ha de ser estable, predecible y controlado.
La dimensión cultural es otro elemento que debe ser tenido en cuenta, y más en esta época de
grandes y rápidos flujos migratorios, con sus correspondientes problemas de adaptación para las
personas con discapacidad.
Los factores personales son las características de un individuo: sexo, raza, edad, motivación, estilo
de vida, hábitos, educación, estilos de afrontamiento, origen social, nivel educativo,
acontecimientos vitales pasados y presentes, temperamento y carácter, recursos psicológicos.
Al evaluar los factores contextuales, hay que centrarse en la vida, la educación, el empleo, la
seguridad, el bienestar material, la seguridad económica. Se podrán definir así los puntos fuertes y
débiles del funcionamiento de una persona en cada una de las siguientes áreas: el entorno
inmediato (familia, cuidador), la vecindad y comunidad (servicios asistenciales y residenciales), el
mundo cultural y político de un país.
Los apoyos son recursos y estrategias cuyo propósito es promover el desarrollo, la educación, los
intereses y el bienestar personal necesarios para el funcionamiento personal.
Las personas con discapacidad intelectual se diferencian del resto de la población por la naturaleza
e intensidad de los apoyos que necesitan para participar en la vida comunitaria. Su menor nivel
intelectual y las limitaciones en su conducta adaptativa se manifiestan en la vida cotidiana. Se
enfrentan a retos importantes en su aprendizaje y desarrollo, tienen con frecuencia dificultades
para participar en actividades de la vida diaria dentro de sus respectivas comunidades, y son
especialmente vulnerables a la explotación por parte de otros. De ahí la importancia que adquieren
los apoyos: su patrón y su intensidad guardan relación con el grado en que la persona ha de
participar en las actividades relacionadas con un funcionamiento individual estándar.
Se ha de considerar en primer lugar el desajuste que una persona concreta con discapacidad
intelectual experimenta entre su competencia personal y las demandas de su entorno concreto, tal
como anteriormente se ha definido. Este desajuste señala las necesidades de apoyo que exigen unas
intensidades y tipos concretos de apoyos individualizados. En la medida en que estos apoyos se
basen en una planificación y aplicación adecuadas, aumentarán las probabilidades de que mejore el
funcionamiento humano y los resultados personales. Los tipos e intensidad de los apoyos prestados
a una determinada persona se ajustan a las necesidades, que pueden variar según las circunstancias
y ser aplicadas durante espacios concretos de tiempo; en ocasiones pueden durar un espacio
limitado de tiempo, pero en otras pueden ser permanentes ya que su retirada podría implicar una
disminución en la calidad del funcionamiento personal.
El valor y el papel de los apoyos a la hora de definir y evaluar la discapacidad intelectual, desde los
criterios del DSM V, quedan reflejados en el Recuadro 1 (Esteba-Castillo, 2015).
RECUADRO 1
Valor de los apoyos en el marco referencial del DSM V
1. Esteba-Castillo
En función del nivel de afectación y de la intensidad de los apoyos necesarios para cada uno de
estos dominios, se hablará de apoyo intermitente, limitado, extenso o generalizado. Las
intensidades de los apoyos proporcionan información útil a los equipos de planificación, a las
instituciones y servicios para atender las necesidades de apoyo a las personas con TDI. La
información sobre el comportamiento adaptativo y sobre los apoyos que necesita la persona debe
ser valorada con pruebas psicométricas culturalmente adaptadas y validadas a la población con TDI
en cuestión. Cabe tener en cuenta que la prevalencia de alteraciones conductuales en este colectivo
es alta, y que, por tanto, a la hora de concretar los apoyos necesarios, este aspecto debe ser
cuidadosamente estudiado.
En función del nivel de afectación y de la intensidad de los apoyos necesarios para cada uno de
estos dominios, se hablará de apoyo intermitente, limitado, extenso o generalizado. Las
intensidades de los apoyos proporcionan información útil a los equipos de planificación, a las
instituciones y servicios para atender las necesidades de apoyo a las personas con TDI. La
información sobre el comportamiento adaptativo y sobre los apoyos que necesita la persona debe
ser valorada con pruebas psicométricas culturalmente adaptadas y validadas a la población con TDI
en cuestión. Cabe tener en cuenta que la prevalencia de alteraciones conductuales en este colectivo
es alta, y que, por tanto, a la hora de concretar los apoyos necesarios, este aspecto debe ser
cuidadosamente estudiado.
Actualmente, para facilitar el intercambio y la comunicación entre diferentes profesionales, se han
instaurado sistemas clínicos de información dirigida a concretar los apoyos. Entre estos últimos
destacan:
Inventario para la planificación de Servicios y Programación individual (ICAP) (Montero, 1991).
El ICAP es un instrumento estructurado y diseñado para evaluar la situación actual de la
persona, su funcionamiento adaptativo, los problemas de conducta y los servicios y atenciones
que necesita la persona con TDI en función de sus conductas y limitaciones. Consta de diez
apartados en que se diferencian 8 áreas de evaluación: autoagresiones, estereotipias, falta de
atención o retraimiento, heteroagresividad, destrucción de objetos, conductas disruptivas,
conducta social ofensiva y conductas no colaboradoras. La valoración de los diferentes ítems
se realiza según la gravedad y la frecuencia. El ICAP permite la obtención de un Índice de
Servicio que combina las puntuaciones de conducta adaptativa en un 70% y un 30% en los
problemas conductuales, para ofrecer una estimación de la intensidad en la atención y
supervisión que la persona requiere.
Adaptative Behaviour Scale Residential and Community (ABS-RC 2) (Nihira et al., 1993). es una
escala de valoración del comportamiento adaptativo. Está dividido en dos partes. La primera
se centra en la independencia personal y evalúa habilidades personales necesarias e
importantes para lograr una responsabilidad e independencia personal para la vida diaria. Los
comportamientos de la primera parte se distribuyen en 10 dominios y 21 subdominios. Los
dominios principales son: funcionamiento independiente, desarrollo físico, actividad
económica, desarrollo del lenguaje, números y tiempo, actividad doméstica, actividad
prelaboral y laboral, autodirección (autogestión), responsabilidad, socialización. La segunda
parte hace referencia a comportamiento social. estos comportamientos están agrupados en 8
dominios: comportamiento social, conformidad, fidelidad, estereotipias e hiperactividad,
comportamiento sexual, autoagresividad, obligación social, comportamiento social disruptivo.
Una vez pasado el test, se marcan las habilidades de cada persona en cada dominio y se
compara su desempeño con el de su grupo normativo.
Escala de Intensidad de Apoyos (EIS) (Thompson, 2004). La escala de intensidad de los soportes
proporciona información útil para los equipos de planificación, instituciones y servicios para
entender las necesidades de apoyo de las personas con TDI. Consta de 3 secciones. La primera,
conocida con el nombre de Necesidades de Apoyo o Sección 1, consta de 49 actividades de
vida que están agrupadas en 6 subescalas de apoyo. La escala de acción complementaria o
sección 2, consta de 8 ítems relacionados con Actividades de Protección y Defensa. La sección
3 conocida con el nombre de Escala de Necesidades de Apoyo Conductual y Médico
Excepcionales, incluye 15 condiciones médicas y 13 conductas problemáticas que exigen unos
niveles más altos de apoyo además de las necesidades relativas de apoyo de la persona en las
otras áreas de actividad de la vida.
Se considera que hay déficit en la conducta adaptativa cuando, al menos uno de los dominios
citados, presenta compromiso y, por tanto, requiere que la persona reciba apoyos para poder
desempeñarse adecuadamente en sus distintos entornos (trabajo, escuela y domicilio, entre otros).
Para poder cumplir los requisitos de TDI, los déficit en las habilidades adaptativas deben estar
directamente relacionadas con los descritos en el criterio del funcionamiento intelectual.
Dentro del constructo de TDI van a existir diversos grados de afectación (leve, moderada, grave y
profunda). Hasta ahora, el DSM-IV-TR medía el funcionamiento intelectual y su severidad mediante
la obtención de un CI. De esta manera, se consideraba que existía un TDI cuando el CI se encontraba
por debajo de 70. Atendiendo a este cociente se establece una primera clasificación de gradiente
de TDI diferenciando entre: DI leve (para valores de CI entre 50-55 y 70), DI moderada (CI entre 35-
40 y 50-55), DI grave (entre 20-25 y 35-40) y DI profunda para valores de CI inferiores a 20-25. En
términos de edad Mental (EM) y referido exclusivamente a las capacidades cognitivas, la DI
equivaldría a una EM entre 8 y 11 años, en los casos de DI moderada se estima que su desarrollo
mental se movería entre los 5 años 7 meses y los 8 años 2 meses, y en los casos de DI grave y
profunda se considera una edad mental inferior a 5 años (Roces, 2008).
A diferencia del DSM-IV-TR, el DSM-V propone centrarse no en la determinación de un CI, sino en
el funcionamiento adaptativo y el nivel de apoyos que va a necesitar la persona para graduar el
nivel de afectación. así por ejemplo, se hablará de una persona con necesidad de apoyo
intermitente para hacer referencia a personas con un nivel de DI leve. Una persona con necesidad
de apoyo limitado va a corresponder a una DI moderada; se utilizará el término de intensidad de
apoyo extenso para aquellas personas que presentan una equivalencia a una DI grave, y apoyo
generalizado para personas con DI profunda (tabla 1).
Tabla 1. Clasificación de niveles de DI según DSM-IV-TR y DSM-V, y equivalencia en edad mental
La discapacidad intelectual no puede ser definida por un elemento único. Hace referencia a un
estado de funcionamiento específico que comienza en la infancia, es multidimensional y es afectado
positivamente por la aplicación de apoyos especializados. Su naturaleza es eminentemente
multidimensional. En consecuencia, a) reconoce las inmensas complejidades biológicas y sociales a
ella asociadas, b) capta las características esenciales de la persona con discapacidad, c) establece un
marco ecológico (persona - entorno) para la provisión de apoyos, d) reconoce que la presencia de
discapacidad intelectual incluye la interacción recíproca y dinámica entre habilidad intelectual,
conducta adaptativa, salud, participación, contexto y apoyos individualizados.
Comprende un conjunto de condiciones que la van conformando hasta expresarse en un individuo
determinado. Algunas de estas condiciones son inherentes a la persona, son sus puntos fuertes y
sus puntos débiles, que es preciso descubrir para poder intervenir adecuadamente. Pero otras son
inherentes a su entorno y a los recursos de que dispone o de que deja de disponer.
Por eso la discapacidad intelectual de un individuo no es una entidad fija e incambiable. Va siendo
modificada por el crecimiento y desarrollo biológicos del individuo y por la disponibilidad y calidad
de los apoyos que recibe. En una interacción constante y permanente entre el individuo y su
ambiente.
La tarea primordial es la detección de las limitaciones y de las capacidades, en función de su edad y
de sus expectativas futuras. Con el único fin de proporcionar los apoyos necesarios en cada una de
las dimensiones o áreas en las que la vida de la persona se expresa y se expone.
LA MEMORIA
1. Aspectos conceptuales
Desde un punto de vista neuropsicológico se define la memoria como una función neurocognitiva
que permite registrar, codificar, consolidar, retener, almacenar, recuperar y evocar la información
previamente almacenada (Flórez, 1999). Mientras que el aprendizaje es la capacidad para adquirir
nueva información, la memoria es la capacidad para retener la información aprendida de modo que
pueda ser evocada. De esta definición de memoria se desprende que existen multitud de procesos
necesarios para que el funcionamiento de la memoria sea óptimo, así como también son necesarias
varias estructuras neurales tanto corticales como subcorticales que fundamentan y sustentan esos
procesos. En efecto, puesto que la memoria es una función supramodal, no unitaria, depende del
funcionamiento integrado de numerosos circuitos que se localizan en distintas estructuras del
sistema nervioso central.
2. Formas de memoria
A lo largo de la historia del estudio científico de la memoria, unos teóricos han acentuado sus
aspectos estructurales, otros los procesos mnésicos implicados y otros los sistemas diferentes de
memoria que existen en el cerebro humano (Atkinson y Shiffrin, 1968; Craik y Lockhart, 1975; Squire,
1987, 1992, 2009; Roediger, 1990; Tulving y Schacter, 1994).
El modelo modal o multi-almacén de Atkinson y Shiffrin (1968) que ha sido uno de los más conocidos
e influyentes para explicar el funcionamiento de la memoria. Su modelo entendía la memoria desde
una concepción estructural, como una estructura que almacena información y la recupera cuando
es necesario. El modelo modal o estructural proponía que el procesamiento de la información se
produce de una manera secuencial a lo largo de tres estructuras: a) el almacén sensorial, b) el
almacén a corto plazo o memoria a corto plazo, y c) el almacén a largo plazo o memoria a largo
plazo.
Hablamos de memoria sensorial para referirnos a almacenes de gran capacidad y duración muy
limitada en los que se retiene brevísimamente información sensorial (fracciones de segundo) que
llega en paralelo a partir de diversas modalidades sensoriales, por ello se le llama modal. Se trata
de un tipo de memoria muy próxima a la percepción. Las memorias sensoriales más estudiadas hasta
el momento han sido la visual o memoria icónica y la auditiva o memoria ecoica, y tienen la función
de almacenar rápidamente toda la información posible en bruto para que esté disponible para su
procesamiento posterior. Lo que no queda en el almacén sensorial, se pierde irremediablemente.
Dedicaremos una mayor atención a los otros dos tipos de memoria: la memoria a corto plazo y la
memoria a largo plazo.
Para algunos autores, memoria a corto plazo y memoria de trabajo u operativa no son términos
equivalentes ya que atribuyen al primero su carácter pasivo y destacan del segundo su carácter
activo. Sin embargo, Baddeley (1999) asimila ambos términos considerando que la memoria a corto
plazo representa no uno, sino un conjunto complejo de subsistemas interactivos, al cual engloba
bajo el término working memory. Además, la tendencia actual se inclina a considerar la memoria
como un proceso activo y, en este sentido, el constructo que mejor la representa sería el de
memoria activa u operativa y al cual nosotros nos acogemos en este capítulo.
Bajo esta concepción, no es de extrañar que se considere fundamental la memoria operativa en los
modelos vigentes sobre el funcionamiento intelectual, hasta el punto de que en las últimas décadas
se viene estudiando como factor explicativo de primer orden en importantes campos; por ejemplo,
en el ámbito educativo, en relación con los determinantes del desarrollo y el aprendizaje y, en
el ámbito clínico, en relación con el deterioro cognitivo asociado al envejecimiento.
En la propuesta inicial de Baddeley y Hitch (1974), el constructo working memory se trataba de un
modelo multiunitario cuya estructura podía desglosarse en al menos tres componentes, que incluían
dos sistemas subordinados, el bucle articulatorio o fonológico y la agenda visuoespacial,
controlados por un tercer componente, el ejecutivo central , componente que puede relacionarse
con el sistema atencional anterior de Posner (1980) o el de Norman y Shallice (1986).
Los dos primeros se diferenciaban entre sí por el tipo de información que procesan, pero también
por las características de su operación. Así pues, estarían especializados en el mantenimiento y
manejo de la información verbal y viso-espacial respectivamente; mientras que el ejecutivo central
sería el subsistema encargado de controlar y coordinar el funcionamiento de los dos anteriores a
través de una capacidad atencional de amplitud limitada.
Squire (1992) propone que la memoria se divide, según el tipo de información, en dos grandes
sistemas, declarativo o explícito y no declarativo o implícito, cada uno de los cuales incluiría a su vez
otras formas de memoria. Por un lado, la memoria declarativa o explícita es aquella en la que se
almacena información sobre hechos. Contiene información referida al conocimiento sobre el mundo
y las experiencias vividas por cada persona (memoria episódica), así como información referida al
conocimiento general, a conceptos extrapolados de situaciones vividas (memoria semántica). Tener
en cuenta estas dos subdivisiones de la memoria declarativa es importante para entender de qué
modo la información está representada y es recuperada diferencialmente. La distinción inicial entre
memoria semántica y episódica la propuso Tulving (1972, 1983) y Tulving y Schacter (1994). Por otro
lado, la memoria procedimental o implícita sirve para almacenar información acerca de
procedimientos y estrategias que permiten interactuar con el medio ambiente, pero que su puesta
en marcha tiene lugar de manera inconsciente o automática, resultando prácticamente imposible
su verbalización. La memoria procedimental puede considerarse como un sistema de ejecución,
implicado en el aprendizaje de distintos tipos de habilidades que no están representadas como
información explícita sobre el mundo. Consisten en una serie de repertorios motores (escribir) o
estrategias cognitivas (hacer un cálculo) que llevamos a cabo de modo inconsciente.
Los innumerables estudios llevados a cabo con personas que tienen alguna alteración en la
memoria, conducen a pensar que, aunque la participación cerebral en el proceso de la memoria es
muy extensa, las distintas zonas no juegan el mismo papel.
3. Neuroanatomía de la memoria
No se puede estudiar la memoria sin relacionarla con el aprendizaje que, desde la neurociencia, se
entiende como el proceso mediante el cual las experiencias generan modificaciones en el sistema
nervioso del individuo y, consecuentemente, modifican sus formas de conocer y de comportarse. El
individuo, a partir de sus experiencias de interacción, avanza en su desarrollo. Dichas experiencias
intervienen decisivamente en sus futuras formas de respuesta, se fortalecen determinadas
conexiones sinápticas y se crean otras nuevas. Las interconexiones cerebrales a modo de red que se
van creando, registran, guardan y recuperan información mediante el aumento de probabilidad de
activar una representación similar a la experiencia anterior. De esta forma, lo que se aprende
constituye la memoria. Por todo ello, la experiencia es necesaria para que ciertas regiones
neuronales generen cambios neuroquímicos y estructurales en el sistema nervioso que posibiliten
la memoria a largo plazo.
¿Cuáles son los mecanismos neurales que nos permiten recordar nombres, caras, lugares, músicas
e incluso ir en bicicleta, aunque esto último sea algo que hagamos muy de vez en cuando? Y
¿cuáles son las estructuras neurales que sustentan todo ese conjunto de memorias en nuestro
cerebro? Hoy se sabe que amplias zonas cerebrales, interconectadas mediante redes neuronales
con sus múltiples conexiones sinápticas, juegan un rol importante en la memoria (Baddeley et al.,
1995; Goldman-Rakic, 1999; Petrides, 2000; Fuster, 2014).
Según Budson y Price, 2005
Además de la intensa investigación experimental con animales que se ha realizado en torno al
estudio de la memoria, en los últimos cincuenta años se han llevado a cabo numerosos estudios con
pacientes que presentaban alteración en esta función cognitiva debido a una lesión cerebral y, todos
ellos, hacen pensar que son varias las estructuras neurales que participan en los procesos de
memoria (Aggleton y Brown, 1999; Brown y Aggleton, 2001).