Marazzi M - La Sociedad Micenica PDF
Marazzi M - La Sociedad Micenica PDF
Marazzi M - La Sociedad Micenica PDF
Massimiliano Marazzi
La sociedad micénica
I
I
AKAL/UNIVERSITARIA
No resulta empresa fácil recoger una serie de estudios sobre
el m undo micénico, con el fin de presentar un cuadro lo más
completo posible a la vez que sencillo y accesible para el lec
tor no especializado en el tema. En efecto, muchas dificulta
des se reúnen para complicar el logro de tal objetivo. Inten
taremos individualizarlas.
El fenómeno cultural llamado convencionalmente «civiliza
ción micénica» se presenta verdaderamente como una reali
dad histórica mucho más compleja, que se desarrolla, con
sus características peculiares, desde mediados del II milenio
hasta su final.
La civilización micénica, aun teniendo su núcleo principal o,
mejor dicho, sus principales centros, en los poblados fortifi
cados de Grecia, se extendió en el período cronológico antes
señalado; se difunde por las islas del mar Egeo, ocupa Creta,
establece permanentes puntos de contacto en el Levante,
consigue que sus productos de exportación lleguen hasta
Egipto, Anatolia, Siria y Palestina, para insertarse de esta
manera en la espesa red de intercambios entre los gran
des reinos orientales vecinos entre sí.
Mil
IM
AKAL EDITOR
MASSIMILIANO MARAZZI
LA SOCIEDAD
MICENICA
Traducción: Manuel Bayo
Revisión: M.a E. Sanahuja
akal editor
Maqueta RAG
Motivo: Cabeza de estuco pintado. Micenas
Atenas. Museo Nacional
Directores: Jordi Estevez/Vicente Lull
Título original: La societá micenea
© Editore Riuniti
© Akal editor, 1982
Ramón Akal González
Paseo Sta. María de la Cabeza, 132. Madrid-26.
Teléfs: 460 32 50 - 460 33 50
I.S.B.N.: 84-7339-601-4
Depósito legal: M-10.947-1982
Impreso en España/Printed in Spain
Impreso en: Técnicas Gráficas, S.L.
C / de las Matas, 5 - Madrid.-29
PROLOGO
Vicente L u ll
Bellaterra, julio 1981
9
INTRODUCCION
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sobre el continente griego. Dichos elementos, que podemos agrupar
en tres categorías —fuentes literarias griegas (incluidos los poemas
homéricos) que contienen referencias a una sociedad más antigua,
documentos sobre tablillas de arcilla en escritura silábica llam ada Li
neal B y hallazgos arqueológicos— presentan, dentro de cada uno de
los apartados indicados, problemas de organización y sistematiza
ción muy importantes y difícilmente comprensibles para quien no es
té en continua relación con ellos. A lo que hay que añadir, sobre todo
en relación a los datos que podemos conocer por la literatura griega y
por la investigación arqueológica, que la tarea de divulgación o de
enseñanza en las escuelas, pertinente al conocimiento del m undo mi
cénico, se ha llevado a cabo con una perspectiva completamente dis
torsionada respecto a la realidad de los problemas que se plantean
por el contrario a nivel de estudios especializados.
Conviene poner de manifiesto, con debida claridad, este hecho,
que no es casual, para que el lector no se lleve desilusiones a lo largo
del análisis que se intentará en las páginas siguientes, mediante la
presentación de una serie de ensayos sobre el tema. Las raíces de este
tipo de divulgación se investigan, naturalmente, en el propio plan
teamiento que los estudios micénicos tuvieron en las pasadas décadas
y tienen, en gran parte, actualmente.
La investigación micénica, campo de estudio todavía joven, nació
prácticamente con los descubrimientos efectuados hacia finales de la
anterior centuria, en Grecia y Turquía, por H. Schliemann, partida
rio del fundamental valor histórico de la tradición homérica; se de
sarrolló con las excavaciones de A rthur Evans, en Knossos, y entró
en la historia con el desciframiento, realizado por Michael Ventris,
de la escritura Lineal B *. Cada vez más se la considera, debido preci
samente a la influencia que dichos descubrimientos fündamentales
han producido sobre sí misma, como la confirmación de aquel m un
do heroico del que habla Hom ero, como la poderosa y aguerrida pro
ductora de las imponentes ciudadelas ceñidas por murallas ciclópeas
y palacios decorados con maravillosos frescos, como la constructora
de las sugestivas tum bas de tholos, fabricante de joyas, espadas con
incrustaciones, máscaras mortuorias de oro y de variopintas vajillas
en las que se repiten los temas de mundos marinos y vegetales transfi
gurados mediante la fantasía y la interpretación de los ceramistas cre-
1 Indicam os aquí solam ente las tres «etapas» convencionales de la historia de los
estudios m icenológicos y egeos en general. El desarrollo de las investigaciones y del in
terés por la Grecia preclásica, que tuvo lugar al iniciarse las excavaciones de H .
Schliemann en M icenas y Troya, cuenta, naturalmente, con un grupo de ilustres estu
diosos, com o D örpfeld, Tsountas, G lotz, Biegen, W ace y otros m uchos n o m enos im
portantes que los citados. Recordam os principalmente un útil volum en recientem ente
editado por W illiam A . M cD onald, P rogress into the P ast. The R ediscovery o f M y c e
naean C ivilisation, London-N ew York, 1967, donde se expone, con extraordinaria cla
ridad e igual rigor científico, la historia de la investigación y, al m ism o tiem po, la clari
ficación de los datos obtenidos en este cam po de estudio.
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tenses, o, finalmente, como la «premisa» (debido a la form a arcaica
de la lengua griega en la que están redactadas, en escritura silábica,
las tablillas encontradas en los palacios) de aquella civilización griega
que, todavía hoy, muchos consideran como el «milagro» de la ge
nialidad y del espíritu racional de Occidente.
Todos estos aspectos «característicos», que, desde luego, tienen
también su base de realidad, pero que no constituyen ipso facto la
«civilización micénica», se han traducido, a nivel de divulgación o di
dáctico, en varios maravillosos libros, espléndidamente ilustrados,
en sugestivas reconstrucciones históricas, o bien en breves prólogos a
la historia y a la historia del arte griegas (especialmente en los libros
de texto y en los manuales para escuelas superiores), o, finalmente,
en largos y confusos capítulos de literatura homérica en los que se de
muestra lo que Homero (o quien por él) había tom ado verdaderamen
te del m undo micénico, o, por el contrario, había elaborado por su
cuenta, basándose en los testimonios contemporáneos.
Pero los experimentos quizá más peligrosos se pueden determinar
en el estudio histórico-artístico de las piezas arqueológicas y en las re
construcciones «globales» a partir de las tablillas en Lineal B. No hay
duda de que los aspectos más llamativos de la civilización micénica
ejercen una particular fascinación, así como de que, todavía hoy, la
palabra «arqueología» se identifique, incluso en los estudios supe
riores, con la historia del arte antiguo2. Se puede decir que este tipo
de planteamiento de la investigación se ha llevado hasta sus últimas
consecuencias en el caso de los testimonios micénicos. Todo esto ha
provocado, en efecto, no sólo una enorme serie de estudios sobre los
distintos monumentos privilegiados (frescos, joyas, elementos u r
banísticos de especial relieve, motivos pictóricos en los vasos de ce
rámica de lujo, analizados en la mayor parte de los casos por su exclu
sivo valor «artístico») y un parcial desinterés por otros testimonios
materiales considerados como «menores» (objetos de uso corriente,
estructuras urbanas secundarias, cerámica doméstica, etc.), examina
das solamente en pocos estudios de un extraordinario nivel de espe
cialización; sino también un tipo de investigación sobre el tema y de
elaboración de los datos disponibles que han dejado en la oscuridad
la mayor parte de las fuerzas productivas existentes en la Grecia del
II milenio.
Intentarem os aproximarnos a algunos problemas y a algunas con
secuencias.
Del «esplendor» de la civilización micénica, conocemos efecti-
2 El tema es m uy am plio. Implica tanto una visión diferente de la historia del arte
clásica com o una recuperación de la investigación arqueológica y del objeto de su estu
dio. En relación con el problem a, recordam os, m eram ente, a título inform ativo, dos
ensayos recientem ente editados: el de Ranuccio Bianchi Bandinelli, In trodu zion e
a tl’archeologia, Barí, Laterza, 1976. Edición española, en prensa. E d. Akal, y el de
Andrea Carandini, A rch eologia e cultura m ateriale. L a vo ri sen za gloria n ell’antichitá
classica. Bari, D e D on ato, 1975.
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vamente la parte más «esplendorosa»; la mayor parte de las gran
des excavaciones se han concentrado fundamentalmente sobre los
centros más prestigiosos (Micenas, Tirinto, Pilos, etc.), mientras que
el estudio de los materiales, y en consecuencia la selección de los
ejemplares dentro de las diversas categorías, se ha basado en las m a
nifestaciones de m ayor relieve, al especular sobre los diversos niveles
de sensibilidad artística y determinado sentido estético. La organiza
ción territorial, las formas de utilización del suelo, la producción de
manufacturas como índice de un determinado nivel técnico alcanza
do y también como señal de cierto tipo de organización de las fuerzas
productivas, la clasificación estadística y tipológica de los diversos
hallazgos «domésticos», son elementos que se han dejado frecuente
mente en segundo plano (tema de estudio especializado que solamen
te conocen los especialistas), cuando no son ignorados completam en
te. Por lo cual, en la literatura corriente, «micénico» se convierte en
sinónimo de ciudadela, de tesoro descubierto en las tum bas de fosa
en Micenas, de espléndidos vasos decorados con fantásticos animales
marinos (el «pulpo» es el más frecuente entre todos).
Pero, ¿cuál era la población que vivía en las aldeas situadas alre
dedor de la ciudadela?, ¿qué «cultura» detentaba?, ¿cómo organiza
ba su trabajo?, ¿por qué y bajo la guía de quién se desarrollaba?
No es una casualidad el que no se haya dado respuesta a estas pre
guntas ni que se continúen ofreciendo al público grandes colecciones
de bellas fotografías.
El hecho es que, descubierta la civilización micénica siguiendo las
huellas de la épica homérica, pasó a pertenecer casi automáticamente
a las disciplinas «clásicas» y, sobre todo, al tipo de planteamiento
que encuentra en el estudio del arte en sí mismo el objetivo principal
de la investigación «arqueológica».
P ara complicar y hacer todavía más crítica la cuestión se añadió
el desciframiento de la escritura Lineal B, con el descubrimiento, pre
cisamente, de que la lengua que tras ésta se ocultaba no era otra que
una forma muy arcaica del griego. Se ha pretendido llenar los falsos
huecos de la documentación arqueológica mediante la interpretación
del contenido de dichas tablillas, bajo la influencia de los archivos ya
descubiertos en el Próximo Oriente Antiguo y la sugestión de estable
cer posibles correlaciones con la producción y tradición homéricas.
Sin embargo, la verdad es que los documentos micénicos, como ha
advertido justam ente Pugliese C arratelli3, no son más que «docu
mentos de la administración palatina y registran entradas y salidas de
la residencia real, tributos en productos agrícolas e industriales, en
animales y materias primas entregados por la com unidad y por parti
culares a Palacio, las prestaciones de trabajo por parte de humiliores,
3 D a l regno m iceneo alla polls, en Actas del convenio internacional sobre el tema
«D alla tribú alio Stato», R om a, 13-16 abril 1961; P roblem i attu ali d i Scienza e C ultu
ra, LIV (1962), pág. 175 y ss., reeditado en S critti su l m o n d o antico, N apoli, 1976,
pág. 135 y ss.
14
el valor de los depósitos en los almacenes, así como las ofrendas de
los sacrificios y las distribuciones hechas en nombre del soberano a
santuarios y a su personal, a dignatarios y a subalternos; además, es
tas anotaciones se refieren a un período que no supera los límites de
un año y que finaliza con la destrucción del palacio». En efecto, las
tablillas que han llegado hasta nosotros aparecen cocidas por los in
cendios que determinaron el final de la ciudadela, pero, normalmen
te, se las dejaba simplemente que se secaran al sol y después se las co
locaba en los archivos, dentro de adecuados contenedores de madera
o en canastas. En conclusión, el tema del que tratan los textos de
las tablillas y, por consiguiente, la función que desempeñaban, es
simplemente anotar, con suma precisión, algunos aspectos de las re
laciones que debían mediar entre el palacio y los centros rurales y pe
riféricos (incluso los de carácter presumiblemente religioso), distri
buidos por la región dependiente de palacio. Todas las referencias
que encontramos en las tablillas (excepto algún etnónimo o topóni
mo para identificar la procedencia de algunas categorías entre el per
sonal femenino que trabaja en palacio), son relativos únicamente a
hechos y asuntos de «economía interna» y, por otra parte, no descri
ben —a no ser marginalmente— ni la organización social interna de
los palacios, ni la de centros rurales y periféricos ni las modalidades
institucionalizadas de las relaciones políticas entre el palacio y los
centros rurales. A esto hay que añadir, dado el tipo silábico de escri
tura, absolutamente inadecuado para restituir la lengua griega, que
muchos términos permanecen inciertos, mientras que otros, identifi
cados en el vocabulario griego posterior, deben ser considerados te
niendo en cuenta las posibilidades del desarrollo semántico que se
han podido verificar en el transcurso de los siglos.
Por estos indicios se puede deducir lo mucho que interviene la hi
pótesis, y con frecuencia la fantasía, en esas reconstrucciones «globa
les» de la sociedad micénica, que pretenden partir de los documentos
escritos contemporáneos, pero, principalmente, los peligros en que se
incurre al querer proyectar tales «migajas» de organización social,
que las tablillas nos permiten conocer, fuera del circuito interno
representado por las relaciones entre palacio y aldeas o centros reli
giosos contenidos en el territorio del palacio.
Si quisiéramos, en fin, adentrarnos en el laberinto de las interpre
taciones en clave «homerística» del m undo micénico, terminaríamos
por enturbiar todavía más las aguas, sin aportar ningún dato digno de
credibilidad histórica. Creemos que cuanto han escrito al respecto
Fausto Codino, en su Introduzione a Omero; P. Vidal-Naquet, en
Homère et le monde mycénien, y Pugliese Carratelli, en Dal regno
miceno alla p o lis4, es suficiente para indicar que, aunque la épica ho
mérica puede ofrecer un interés histórico en relación con el m undo
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micénico, debe considerarse en función de las alusiones que puede
contener sobre las modalidades de desarrollo y de articulación de al
gunos componentes de aquel m undo subalterno y rural, vivido en
edad micénica bajo la hegemonía del palacio, para comenzar desde el
momento en que, destruidas las ciudadelas, una vez decaído el poder
central, tom an ventaja las autoridades locales que hasta entonces de
bieron hacer de intermediarios entre la comunidad de la aldea y el li
derazgo de la ciudadela. P or otra parte, incluso en este sentido, la
tradición homérica aparece bastante problemática, dado el amplio
marco temporal en que se encuadra su formación y, por tanto, el
proceso de encuentro y fusión de las diversas temáticas que la carac
terizan5.
Frente a un cuadro tan complejo, con el que debe contar el espe
cialista, y, sobre todo, frente a lo específico de un campo de investi
gación todavía en formación y bastante mal conocido por quien no lo
trabaja desde dentro, se im ponían algunas elecciones para quien, co
mo el que escribe, tenía que presentar una selección de ensayos que
tratasen sobre el tem a general de la «sociedad micénica».
Una reconsideración de dichas elecciones se presenta, por tanto,
conveniente, bien para esclarecer los criterios que han provocado a
inclinarse por un escrito antes que por otro, bien para introducir en
la lectura de estas contribuciones y reconsiderar, en los casos en que
sea necesario, algunos temas o ciertos argumentos que puedan apare
cer insuficientemente explicados.
Ante todo, es preciso señalar que se im ponía una elección de fon
do: si se debían escoger esencialmente ensayos de carácter general,
del tipo que podemos llamar tradicional, que presentaran, a través de
todos los testimonios y disposiciones, una reconstrucción «global»
de los usos, costumbres, actividades económicas, estructura política
de los «micénicos», acompañados quizá de un buen repertorio gráfi
co y fotográfico. En tal caso, se reincidiría en los trabajos de corte
clásico (de los que hay abundantes y destacadas publicaciones),
con el agravante, además, en nuestro caso, de no haber respeta
do el carácter de «instrum ento» que nos habíamos propuesto. De
este modo, los diversos niveles de la investigación se habrían allana
do en el cuadro general que habría resultado, como de costumbre,
una representación únicamente de los aspectos «esplendorosos»
(o, quizá mejor, hegemónicos) del mundo micénico y no de la socie
dad mecánica completa. Otra solución hubiera podido ser la de tipo
«manualístico», ejemplificando los varios aspectos de la investiga
ción micenológica al reunir lo mejor y lo más claro (características
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que no siempre son concomitantes) que se haya escrito hasta hoy. P e
ro en este caso, prescindiendo de las dimensiones que hubiera alcan
zado semejante trabajo, tendríamos que preguntarnos por la utilidad
que hubiera tenido tanto para el «no especialista» como para quien
tuviera la intención de llegar a serlo, desde el m om ento en que, mejor
que una síntesis de fragmentos extraídos de diversos manuales y re
vistas (gramática micénica, tratados de cerámica, estudios de las fo r
mas arquitectónicas, etc.), resulta útil una buena bibliografía que di
rija al interesado a cada una de las obras específicas. Además, desde
el momento en que la realidad histórica no es globalmente sinteti-
zable, ni siquiera a nivel de introducción a su estudio, dentro de las
páginas de un manual (titulado tal vez «La Micenología»), se habría
realizado un trabajo tan incompleto como inútil.
P or estos motivos he elegido una tercera solución, quizá la más
criticable desde el punto de vista del especialista y la más enojosa p a
ra el simple interesado: es decir, la de una selección argumentada, o r
ganizada de tal modo que pueda abarcar los temas considerados
esenciales para la caracterización de la sociedad micénica. Y tales te
mas se han especificado, por una parte, en las posibles contradic
ciones internas de sus fuerzas productivas, por otra, en aquellas
características extremadamente dinámicas que parecen determinar el
papel jugado en la cuenca del Mediterráneo durante los siglos (xv-
XIII) de m ayor desarrollo.
Tal planteamiento ha permitido, por una parte, afrontar los
problemas referentes a la organización productiva, en relación con
los coetáneos estados del Próximo Oriente y al papel desempañado
por la comunidad aldeana subalterna durante y después de la hege
monía de las administraciones burocráticas de los palacios; por otra
parte, ha supuesto indudablemente descompensaciones en cuanto
al perfil de ciertas nociones básicas correspondientes a diversas ra
mas de la investigación, frecuentemente desconocidas para el no es
pecialista, el cual podrá encontrarse frente a fragmentos de lectura
bastante difícil. Tales insuficiencias se agudizan particularmente en
las contribuciones directamente relacionadas con el análisis de los
documentos en Lineal B. (Cfr. parte 2 .a, titulada: Los documentos
escritos). Lo que se debe a dos razones: en primer lugar a la dificul
tad y a la complejidad inherentes a la interpretación de los textos de
los mismos documentos, que aparecen fragmentarios, a menudo de
oscuro significado, avaros en cuanto a datos directamente utilizables
en el plano histórico y, en la mayor parte de los casos, comprensibles
solamente cuando se han visto correlacionados contemporáneamente
con otros textos; en segundo lugar, por no haber podido dar suficien
te espacio a una clarificación de las técnicas de organización y de
análisis de estos documentos; es decir, por haber renunciado a un
planteamiento de manual para el trabajo que, en este caso específico,
habría resultado de gran utilidad. Pero renunciar a incluir las contri
buciones referentes directamente al análisis de los contenidos de las
tablillas, habría supuesto, por otra parte, un peligro todavía mayor:
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el de no proporcionar una idea suficiente del estado efectivo de la do
cumentación escrita y del tipo de datos que ésta puede proporcionar,
corriendo el riesgo, como frecuentemente sucede incluso en las obras
de inteligente documentación, de simplificar los problemas ligados a
la interpretación de los textos en la medida en que vienen provistas
las únicas resultantes propuestas en el plano histórico.
Se ha intentado remediar tales insuficiencias (y se podrían en
contrar muchas otras, incluso en el plano de la documentación ar
queológica, que tam bién cuenta con problemas en la organización de
los datos), bien con una breve sección bibliográfico-documental,
añadida al final del trabajo, bien mediante la confección de esquemá
ticas introducciones incluidas al principio de cada una de las tres p ar
tes generales en las que se ha dividido el trabajo, y de un aparato
crítico suplementario de notas a las colaboraciones presentadas. Lo
que ha permitido, por ejemplo, esbozar breves excursus sobre argu
mentos que no están directamente conectados al tema de este estudio,
pero tienden a clarificar el planteamiento metodológico y la elabora
ción teórica que se encuentra en algunos autores cautelosos, con el
fin de comprender mejor los problemas relevantes dentro de lo espe
cífico de la colaboración.
Finalmente, se puede decir que el presente trabajo no pretende ser
totalmente exhaustivo y completo respecto al tema propuesto en el
título. Debe considerarse sobre todo como un «instrumento» ade
cuado para sugerir, pese a sus imperfecciones, una serie de proble
mas a quien tenga la paciencia de leerlo*.
Advertencia
18
NOTA BIBLIOGRAFICA
Segunda parte:
Tercera parte:
19
sity o f Chicago, 4-7 diciembre, 1968. Ed. for planning com m , by Carl H. Kraeling
and Robert M, A dam s, University o f Chicago Press, 1960: Palace econ om ies f r o m
the angle o f m on ey uses. Subm onetary devices in M ycenae, págs. 17-32.
J. P. O l i v i e r , Une loi fisca le m ycénienne, e n Bulletin de C orrespondence Hellénique,
XCV1I1, 1974, págs. 23-35.
J. P . V e r n a n t , L es origines de la pen sée grecque, Paris, P U F , 1975, 3 .a ed.; cap. II,
L a M onarquía m icénica, págs. 19-31.
A. B r e l i c h , ponencia presentada al I Congresso Internazionale de M icenologia, R o
ma, 1967, con el título Religione micenea: osservazioni m etodologiclie, en Atti dei
Congresso, R om a, Edizioni d ell’A teneo, serie Incunabula Graeca X X V , 2 .° vol.,
Roma, 1968, págs. 919-928.
20
PRIM ERA PARTE
HISTORIA
Con los tres ensayos que se ofrecen a continuación, de los que son
autores G. Childe, C. Starr y G. Bockisch-H. Geiss, se pretende es
tablecer la premisa de una discusión que se desarrollará en la segunda
y tercera partes.
El cuadro de la sociedad micénica que ofrecen los cuatro investiga
dores citados es, indudablemente, de carácter general. Para cons
truirlo se han fundado tanto en los testimonios arqueológicos como
en los documentos escritos, resaltando los puntos de contacto. Por
otra parte, un interés común agrupa las investigaciones de estos espe
cialistas, cuyos trabajos se han ordenado aquí, también por tal m oti
vo, en base a criterios cronológicos.
Lo mismo Childe que Starr y los dos investigadores alemanes in
tentan precisamente puntualizar el papel original desempeñado por el
m undo micénico dentro del desarrollo del continente griego. Sobre
esta base común se pueden destacar, después, los intereses más espe
cíficos que provocan dicha operación.
P ara Childe, como veremos más claramente al final de esta intro
ducción, la finalidad inmediata es individualizar, en la función de las
ciudadelas micénicas, la aparición por vez prim era de una «civiliza
ción europea», cuyo nacimiento, estimulado y precipitado por la exis
tencia de los grandes estados «despóticos» del Próximo Oriente,
elabora automáticamente las formas que permitirán a los grupos
europeos progresar en la historia.
P ara Starr, el problema consiste principalmente en precisar una
caracterización autónom a de la sociedad micénica que impida se
guirla considerando como un mero «apéndice» del mundo griego clá
sico, situándola incluso como una «introducción» a la época arcaica
o a la clásica en los textos de historia o de historia del arte en las es
cuelas superiores (y no solamente en éstas), o para utilizar como
comprobación de una presunta veracidad de los poemas homéricos.
23
Hoy, indudablem ente, semejante batalla podría considerarse vencida
de antem ano; sin em bargo, en el campo de los estudios histórico-
literarios especialmente, todavía resulta válida y esencial (por otra
parte, data del año 1963 el fuerte ataque de P . Vidal-Naquet, H o m è
re et le m onde mycénien, à propos d ’un livre recent et d ’une polém i
que ancieenne, en A nnales 18, 1963, págs. 703 ss., al fam oso libro
debido a A. J. B. W ace y F. H . Stubbings, A Companion to H om er,
London, 1962, en el que se intentaba dem ostrar, no sin gran com pe
tencia y profundidad de análisis, la tesis de la validez del testimonio
homérico para com prender el m undo micénico y viceversa). La de
m ostración de Starr pretende, aunque no sin algún pasaje un tanto
simplista, devolver al m undo micénico su carácter específico y.
destruir el mito de la «edad de transición», subsiguiente a la caída de
las ciudadelas micénicas, como una época oscura y de estancam iento,
tendiendo de esta m anera a recuperar el concepto de «diferencia»
entre el m undo micénico y el medievo helénico, incluso dentro de una
continuidad en el desarrollo histórico.
El investigador m arca, pues, las premisas de la discusión que se
afronta plenamente en el trabajo de Bockisch y Geiss, donde se tien
de a especificar qué tipo de continuidad (y a qué niveles sociocultura-
les) relaciona las dos épocas. En general, Starr ofrece una visión del
m undo micénico bastante estática y reiterativa, incluso recogiendo la
tem ática childeana que considera la sociedad micénica com o «la p un
ta más avanzada de civilización en la Edad del Bronce», respecto al
resto de Europa, e incluso reconociendo en ella cierta independencia
«de los influjos del Proxim o Oriente». Esto se debe quizá a que, en
su opinión, dicho m undo se reduce a «un esfuerzo irrelevante y m e
cánico por absorber las influencias de la C reta m inoica y, en m enor
medida, del Próxim o Oriente», o bien por su lim itada base, fundada
exclusivamente en el leadership (liderazgo) del palacio. Tam bién
puede deberse a que la invasión doria tuvo que realizar escaso es
fuerzo para barrer «la frágil superestructura de la centralización m o
nárquica» (Cfr. H istoria del m undo antiguo, edición española.
M adrid, 1974, 1.a ed., págs. 213-217). Estos juicios de valor dejan
efectivamente abierta una serie de problemas a los que Starr no pare
ce dar respuesta. P o r ejemplo, ¿qué papel social desempeñan los co
merciantes «micénicos» que, según la opinión del investigador, de
sarrollan una función tan im portante en el proceso de acumulación
de riquezas en el interior de las ciudadelas (no es gratuito que en la
obra citada, H istoria del m undo antiguo, el breve capítulo sobre el
m undo micénico se titule E l rey y los comerciantes micénicos)? Pero,
sobre todo, ¿cómo entender el térm ino «superestructura», referido a
la adm inistración palatina?
E n este sentido, el cuadro histórico que encontram os en el estudio
de Bockisch y Geiss (el breve com entario al trabajo más reciente de
G. Bockisch sobre la form ación de la polis, debatido en la introduc
ción al ensayo de C. P arain en la tercera parte) tiene m ayor am plitud
24
de miras y representa, quizá, uno de los escasos intentos por ofrecer
una reconstrucción orgánica y m otivada en todas sus partes.
Iniciar una antología de escritos sobre la sociedad micénica con el
capítulo de un libro publicado en 1958 puede parecer un anacronis
mo, sobre todo cuando, como en este caso, se ha dado el subtítulo de
«historia» a la sección en que se incluye. Se podría creer que quizá re
sultara más oportuno comenzar con un trabajo reciente, dado que en
opinión general y especialmente en el campo histórico-arqueológico,
«reciente» es sinónimo de mayor riqueza en datos y, por tanto, de
mayores posibilidades de conocimiento.
Sin negar este último hecho, conviene, sin embargo, recalcar (en
el caso de que fuera necesario) que conocimiento significa esencial
mente posibilidad y modos de interpretación. Se justifica así la selec
ción del capítulo de Gordon Childe referente al m undo micénico, a la
vez que, al colocarlo como «ensayo inicial», se clarifica también la
dirección en que se ha orientado la antología.
En consecuencia a cuanto hasta aquí se ha dicho, será verdadera
mente oportuno delinear brevemente los trazos esenciales que carac
terizan el planteamiento general de la investigación realizada por el
arqueólogo australiano, para volver después más específicamente al
cuadro que nos ofrece de la sociedad micénica. Se pueden sintetizar,
en parte, en los siguientes puntos:
— Se considera al hombre como elemento en oposición a la n atu
raleza. Su evolución aparece proporcional a la independencia cada
vez más marcada que alcanza respecto a las relaciones con la misma
naturaleza; es decir, esencialmente en el tránsito de depender de ella a
dominarla (o sea, en el tránsito de recolector de alimentos a produc
tor de alimentos; cfr. Los orígenes de la civilización, edición castella
na. F.C .E . México, 1970).
— El m ediador de tal proceso es el instrum ento técnico, el medio
material, que supone un bagaje de experiencias técnicas que lo han
hecho posible; por tanto, el instrumento, en cuanto tal y en su sig
nificado generalizado, es índice de categorías mentales y de experien
cias acumuladas por el hombre como animal social que produce y
elabora modelos no por sí solo, sino dentro de una estructura social
que garantiza y transmite el patrimonio técnico adquirido con el
tiempo (cfr. Qué sucedió en la historia. Ed. L a Pléyade. Buenos
Aires 1973. (Trad. esp.). Progreso y arqueología. Ed. La Pléyade.
Buenos Aires 1973.
— El progreso técnico, el continuo perfeccionamiento del instru
mental, resulta ser el m otor del «progreso» y, al mismo tiempo, es
por sí mismo portador de un mensaje técnico-social del ambiente cul
tural que lo ha producido (cfr. Societá e conscenza. Trad. ita. M ila
no, 1962).
— La transm isión de técnicas, testimoniada por la introducción
de instrumentos más perfeccionados, es, por tanto, la difusión de
ideas que se mueven desde los centros donde el progreso está más
avanzado tecnológicamente. El evolucionismo multilineal, y, por
25
tanto, el difusionismo childeano, se mueve en este sentido, que
podríamos definir como «culturológico», y no en el «ecológico», en
tendido como la función desempeñada en form a determ inante por
las condiciones naturales para el desarrollo cultural diferenciando
área por área (cfr. sobre la relación entre G. Childe y las corrientes
evolucionistas, M. Arioti, Introduzione all’evoluzionismo, Milano,
1975; de G. Childe, vd. La Evolución Social. Ed. Ciencia Nueva.
M adrid, 1965).
— Así, pues, el progreso técnico marca y caracteriza, según un
esquema multilineal y según cambios específicos propios de cada
área cultural, los estados evolutivos generales a través de los cuales la
hum anidad pasa: del estado salvaje al de la barbarie, de éste al de la
civilización, caracterizado precisamente por el logro de una serie de
conquistas técnicas cada vez más perfeccionadas, que, al mismo
tiempo, dan testimonio del grado de complejidad social que se ha al
canzado.
— Ampliando la perspectiva a la generalidad de los «datos m ate
riales» descubrimos que son siempre el reflejo (o «mensaje») de las
categorías de conocimiento dentro de un grupo; son, por tanto, el
índice, aunque indirecto, de la organización social del mismo grupo,
tanto en su relación de apropiaciones respecto a la naturaleza, como
en su proceso productivo (cfr. Società e conoscenza, op. cit.).
Resulta evidente que «arqueología», o estudio de las m anifesta
ciones tangibles del hom bre, se considera al mismo tiempo histo
ria y que el término de prehistoria se convierte en un simple conven
cionalismo para indicar la historia de los grupos hum anos cuyo
mensaje pasa solamente a través del instrumento m anufacturado y
no por el instrum ento-escritura (cfr. Qué sucedió en la historia. Ed.
La Pléyade. Buenos Aires 1973. (Trad, esp.), op. cit.; Ifra m m e n ti
delpassato. Trd. It. M ilano, 1960; recientemente se ha reconsiderado
el problem a por A. Carandini en el pequeño volumen Archeologia e
cultura materiale, Barí, 1975).
Sería un error creer que en Childe el papel principal desempeñado
por el instrumento desemboque en un rígido determinismo de causa-
efecto entre nivel material (o, como generalmente entienden los lla
mados «materialistas-culturales», económico) y nivel ideológico (es
decir, de elaboración de categorías de com portamiento). P ara aclarar
los términos se reproduce un párrafo del capítulo I de Qué sucedió en
la historia. Ed. La Pléyade. Buenos Aires 1973. (Trad, esp.): «Tam
bién el investigador de la cultura material debe estudiar una sociedad
como organización cooperativa destinada a producir medios para sa
tisfacer sus necesidades, para reproducirse y para producir nuevas
necesidades. Pretende ver el funcionamiento de la economía. Pero la
economía influye en la ideología y está influida por ella. El «concep
to materialista de la historia» afirm a que la economía determ ina la
ideología. Es más seguro y más preciso repetir en otros términos lo
que ya está establecido; a la larga una ideología puede sobrevivir so
26
lamente si facilita el pleno y eficaz funcionamiento de la economía»
(op. cit., págs. 20-21).
También en esto se diferencia Childe de los evolucionistas (antro
pólogos y arqueólogos), sobre todo estadounidenses, que llegan a de
term inar rígidas leyes de causalidad entre una presunta «estructura
económica» y una superestructura económica, dando la máxima im
portancia a la relación de causa-efecto «naturaleza-hom bre», o sea,
«sistema ecológico-estructura económica», para llegar inm ediata
mente a la formulación de sistemas en los que el elemento humano se
convierte únicamente en «uno de los elementos» que, sin ningún ne
xo de dependencia, se relacionan entre ellos (véase a este respecto el
planteamiento expuesto en la interesante obra de M. Harris, E l de
sarrollo de la teoría antropológica, ed. Siglo XXI, M adrid 1978, con
particular atención a los capítulos XXII-XXIII). En este sentido es ab
solutamente justa la consideración de que «nunca Childe ha sostenido
que la historia cultural del hombre pueda ser explicada a partir de
una visión ecológica. Efectivamente, la im portancia que otorgaba a
la tecnología en cuanto medio de producción, producto del trabajo,
exponente de la división del trabajo y, en general, del m odo de p ro
ducción —entendido como relación dialéctica entre fuerzas producti
vas (medio tecnológico, trabajo humano y naturaleza) y relaciones so
ciales de producción (relación entre los hombres)— , presupone
una gran atención respecto al factor «ambiente» en cuanto elemento
de las fuerzas productivas, pero sin excluir los otros factores que
suponían «dentro» de la sociedad el m otor del movimiento diacróni-
co. En este sentido pudo observar una unidad en el devenir del de
sarrollo histórico, pese a las diversas formas particulares cotejables
ante las diversas sociedades, y unir al aspecto del trabajo, considera
do como relación entre hom bre y hom bre y entre hom bre y natura
leza, el proceso de adaptación cultural» (F. Giacinti, cit. en M.
Arioti, Introduzione all’evoluzionismo, op. cit., en Orgini VIII). A
partir de aquí se comprende el significado del estudio tipológico de
los datos materiales en arqueología, dado que todo tipo dentro de
una clase específica encierra en sí mismo los rasgos tradicionales de la
sociedad que lo ha producido; a partir de aquí tam bién se establece la
definición según la cual «el conjunto de tipos reconocibles que se dan
contemporáneamente en un área determinada se llama cultura» (cfr.
Qué sucedió en la historia, op. cit.).
Aproximémonos ahora al problema de la im portancia que cobra
el papel desempeñado por la sociedad micénica en el panoram a histó
rico general de Europa y de sus relaciones con el Próximo Oriente, tal
como lo expone Childe en su Prehistoria de la sociedad europea, del
que ofrecemos una parte del capítulo IX.
Ante todo conviene citar algunas observaciones de fondo que el
autor pone de manifiesto en la introducción a la segunda edición de
la obra, pocos meses antes de su muerte repentina (págs. 5-7): «¿Por
qué los europeos no han permanecido como salvajes analfabetos de
la Edad de Piedra al igual que los pieles rojas o los habitantes de Pa-
27
puasia? Los investigadores de la prehistoria están de acuerdo en la
respuesta que dar a esta prim era pregunta: Europa está próxim a a
Egipto y a M esopotamia y solamente en el valle del Nilo y en el delta
del Tigris y del Eúfrates se pudo realizar la organización política y
económica indispensable para el nacimiento de una industria m etalúr
gica. Al surgir ésta, hace 5.000 años, se dio el primer paso hacia ese
«progreso» que ha hecho al viejo m undo tan diferente del nuevo. Los
salvajes europeos se beneficiaron de los tres frutos de este descubri
miento y salieron de la Edad de Piedra (...). «En la prim era y segun
da edición de mi Dawn o f Eurpean Civilisation, de 1925 y 1939, res
pectivamente, proporcionaba un conjunto de argumentos de técnica
arqueológica en favor de la respuesta clásica, argumentos que podían
term inar por inducir al lector a creer que las culturas europeas de la
Edad del Bronce eran meramente copias inferiores y bárbaras de las
civilizaciones orientales. Al mismo tiempo, en mi New L ight on the
M ost Ancient East (El nacimiento de las civilizaciones orientales) y
en What Happened in History (Lo que sucedió en la H istoria), me es
forzaba en form ular un juicio completo sobre la im portancia de la
contribución oriental. Pero en 1940, C.F.C. Hawkes, en su Prehisto
ric Fundation o f Europe, adoptó decididamente una nueva posición,
afirm ando que la E dad del Bronce en Europa no solamente no cons
tituye en absoluto una imitación de la oriental, si no que, es más, pre
senta claramente innovaciones debidas a los europeos, que suponen
un progreso frente a la última. Hawkes no proporcionaba todavía al
lector explicaciones precisas en apoyo de su propia tesis. Revisando
en 1955 el texto de mi Dawn o f European Civilisation, tuve la im pre
sión de haber llegado finalmente a distinguir el porqué y en qué m o
do los europeos de la Edad del Bronce pudieron diferenciarse de sus
modelos orientales y efectivamente se diferenciaron».
No es gratuito que el capítulo IX, en el que se describen las so
ciedades minoica y micénica, lleve por título Nacimiento de una cul
tura europea, y que vaya precedido de una larga serie de considera
ciones sobre las influencias, portadoras de nuevos conocimientos y
técnicas, que desde el Próximo Oriente llegaron a las regiones occiden
tales del M editerráneo, entre el III y el II milenio, gracias a la me
diación de las gentes del Egeo.
Esta función de «trait-d’union» realizada por las poblaciones
egeas determinó, según la hipótesis childeana, las bases del tránsito
de la barbarie a la civilización. Pero si el impulso original se sitúa en
el adelantado Próximo Oriente, el desarrollo que tiene lugar en Gre
cia asume características autónom as y originales.
En cuanto al problema de la aplicación de la «form a asiática» al
m undo micénico, referido a su génesis y estructuración social (cfr. la
introducción al ensayo de C. Parain en la tercera parte), Childe llegó
a plantear, con extraordinaria lucidez, los términos fundamentales
de la problemática histórica relativa a la civilización micénica y, al
tratar la función de «trait-d’union» entre Oriente y Occidente, expu
28
so uno de los puntos más interesantes y discutidos de la investigación
contemporánea.
El n a c im ie n t o d e u n a c iv il iz a c ió n
EUROPEA
por Gordon Childe
29
de fosa estaban coronadas de estelas esculpidas o de lápidas sepulcra
les representando al rey en un carro tirado por un caballo m archando
sobre un enemigo caído, o bien cazando un león. Las tum bas se
hallaban repletas de armas de bronce, entre las que figuraban enor
mes estoques, adornos y vasijas de metales preciosos, piedras pre
ciosas talladas, cuentas de piedras semiprecíosas y de ám bar y vasijas
fabricadas a torno. No cabe duda que muchos de estos objetos
habrían sido fabricados por artesanos y artistas minoicos, si bien és
tos debieron trabajar algunas veces en la misma Micenas y no en C re
ta. Parece más bien como si las riquezas y el poder económico de los
reyes de las tumbas de fosa procedieran de incursiones victoriosas lle
vadas a cabo en los palacios cretenses4, parte de sus tesoros sería p ro
ducto del botín, otra sería obra de artesanos minoicos hechos cauti
vos o atraídos por el botín de los conquistadores. Los reyes de las
tumbas de fosa habrían anexionado así, por la fuerza y la violencia,
una parte del excedente oriental, del que se habrían apropiado los
sacerdotes-reyes m inoicos5.
Se cree que los cementerios de tumbas de fosa de Micenas fueron
utilizados desde el 1600 a. J. C. o un poco antes, hasta por lo menos
el 1450 a. J. C. Después del 1500 empezó la construcción de tumbas
tam bién reales de un tipo bastante diferente —las th o lo i6 en varios
lugares del Peloponeso, del centro de Grecia y de Tesalia, y, por últi
mo, también en la misma Micenas. Aquí, las tholoi, nueve en total,
habrían podido indicar el ascenso a la realeza de una nueva dinastía
que hubiera destronado a los reyes de las tum bas de fosa, exacta
mente los mismo que los Pelópidas sustituyeron a los Perseidas, se
gún la tradición heroica griega. Las tholoi micénicas son grandes
tumbas de cúpula, de planta circular, muy bien construidas, que se
alzan bajo un túmulo de piedras o en un entrante en la ladera de una
4 Sobre este problem a, ampliam ente debatido y estrechamente relacionado con los
orígenes del m undo m icénico véase lo que O. P . T . K. D ickinson considera reciente
m ente en The S h aft G raves a n d M ycenaean O rigins en Bull. Inst. O f Class. St. o f the
university o f L o n d o n , 1972, págs. 146-147. Tam bién la reciente publicación de las
tumbas del Círculo B de M ylonas (The G rave Circle B o f M ycenae, Lund 1964; id .,
<?0 'ταφικΰί κύκXoj ß των Μυκενων» Atenas 1973 ha permitido relacionar este m o
m ento inicial de la civilización m icénica y el m undo m inoico. A l respecto, ver también
E. Vermeule, The A r t o f the Sh aft G raves o f M ycenae, Cincinnati 1975 (n .d .c .).
5 Se debe tener en cuenta que el calificativo de «rey-sacerdote» para los señores de
los palacios cretenses es m uy discutible (n .d .c .).
6 Sobre la datación, distribución y procedencia de las th oloi cfr. E . Verm eule, op.
cit. n. 1 y especialmente en el inventario de la pág. 363 y ss. de la ed. inglesa. Véase
tam bién H o o d , S ., T holos T om bs o f the A egean, in Antiquity 34, 1960, pág. 166 ss.
Sobre los problemas de su origen m inoico cfr. P ini, L ., Beiträge zu r m inoischen G rä
berkunde, W iesbaden 1968.
D ebem os evidenciar que la datación de las primeras th oloi se eleva hasta el s. X V I,
con lo que se verifica la contem poraneidad de las primeras th oloi con la época de m a
yor uso de las tumbas de fo sa . Por otra parte, se debe tener en cuenta que si bien el ori
gen de las th oloi debe encontrarse en Creta (aunque todos los investigadores n o estén
de acuerdo) en cam bio, las tumbas de fosa deben ser el resultado de una evolución
autóctona. Continúa, pues, abierto el problem a de explicar esta superposición crono
lógica entre los dos tipos de enterramiento (n .d.c.).
30
colina, desde donde sólo sobresalía el vértice cubierto de un bajo
m ontículo artificial; en ambos casos, un pasadizo am urallado, au n
que sin techo, daba acceso a la cám ara funeraria. Así, estas tholoi
parecen versiones ampliadas de las tum bas colectivas del M editerrá
neo occidental y de la Europa atlántica, si bien, a diferencia de estas
últim as, no parecen que hayan servido nunca de sepulcros familiares
sino p ara el entierro de un soló rey, acom pañado a veces del cuerpo
de la reina y de uno o dos hijos jóvenes. Los plebeyos eran enterrados
en cámaras funerarias excavadas en la roca, que constituían auténti
cos sepulcros familiares, utilizados en sucesivos enterramientos a lo
largo de varias generaciones. Las tholoi, que excepcionalmente fue
ron encontradas intactas, contenían un ajuar ta n suntuoso como el
de las tum bas de fosa más antiguas7. El ajuar de las tum bas corrien
tes excavadas en la roca, aunque menos suntuoso, era tam bién de
una riqueza notable; abunda el ajuar de metal, a pesar de que se con
serva poco oro o plata. (Puede que los oficiantes de los enterram ien
tos posteriores hubieran robado las joyas que acom pañaban los p ri
meros enterram ientos).
Las tholoi se encuentran aisladas o agrupadas en pequeños ce
menterios —las nueve de Micenas form an el grupo m ayor que se
conoce— y la m ayoría se encuentran en los mismos lugares donde es
taban las localidades de los héroes legendarios. M uchas de ellas están
situadas de m anera significativa en las cabeceras de golfos situados
frente al m ar —como, por ejemplo, el golfo de Volo, en Tesalia— o
cerca de puertos situados en las rutas m arítim as, como sucede a lo
largo de la costa occidental del Peloponeso, de m anera que sus
emplazamientos se hallaban particularm ente expuestos a la penetra
ción m inoica, al tiempo que estaban bien situados para servir de b a
se a las incursiones marítim as contra Creta. Las tum bas constituyen
nuestra m ejor guía para valorar la extensión de la civilización micéni
ca. Los lugares domésticos se conocen de m anera menos exhaustiva.
La misma Micenas era apenas una ciudad. Se tratab a más bien de
una ciudadela sólidamente fortificada, que ocupaba casi cuatro hec
táreas y media y que contenía el palacio real y las m oradas de los fu n
cionarios y servidores. Alrededor de la ciudadela se agrupaban varios
poblados, cada uno de ellos con su cementerio de cámaras funera
rias. No hay duda que existían verdaderas ciudades, pero sus em pla
zamientos, como los de Argos y de Tebas, se hallan sobrecargados de
edificios clásicos y m odernos, por lo que su im portancia debe infe
rirse p or el tam año de los cementerios anejos y por algunos restos de
edificios tales como el palacio de Tebas. A unque se han excavado o
7 E n general, véase to d o lo expuesto por M ylonas en M y cen a e... eit. pág. I l l ss.
N o obstante debem os advertir que la afirm ación de un lim itado tiem po de uso para las
th o lo i (enterram iento únicam ente del soberano y com o m áxim o, de otros m iem bros de
su fam ilia) no se puede generalizar. U n nuevo estudio de las antiguas excavaciones rea
lizadas en M esenia hacen pensar, al igual que ocurre con las tum bas de cámara, un
uso continuado por m ás generaciones (n .d .c .).
31
examinado bastantes ciudadelas y algunos poblados abiertos, no ha
salido a la luz nada que se parezca a un templo, a pesar de que los
templos son los monumentos más grandiosos y mejor conocidos del
período histórico griego8. [...]
32
Los textos del lineal B mencionan dos categorías de personas por
debajo de la del rey: los que poseen individualmente tierras concedidas
por el rey a cambio de la prestación del servicio militar («nobles»), y
aldeanos que poseen el usufructo de parcelas en las tierras comunales
sujetas a redistribución. Los «nobles» eran enterrados en tumbas de
cámara funeraria que contienen abundancia de armas. ¿Eran enterra
dos los aldeanos en este mismo tipo de tum ba? No ha sido posible
identificar ningún otro tipo de tum ba corriente. Palmer ha sostenido
que los artesanos pertenecían a una categoría inferior, y en algunos
textos se pretende que los artesanos son mencionados en calidad de
agricultores, como si no fueran artesanos especializados dedicados
exclusivamente a su oficio. Pero en otro lugar hemos citado pasa
jes homéricos que indicaban la libre movilidad de los artesanos, lo
cual es incompatible con cualquier suposición de que estuvieran liga
dos a la tierra, como podrían estarlo los campesinos. En realidad, la
situación de los artesanos debería ser, por lo menos, tan afortunada
como en los primeros tiempos egeos9.
33
En Grecia y en Creta, la revolución urbana no creó un solo estado
capaz de coartar la libertad de movimiento de las personas. Esta re
volución había creado un cierto número de reyezuelos10virtualmente
independientes, lo bastante ricos cada uno de ellos para ser patronos
generosos. Y, aunque «nacidos de dioses», eran hombres prácticos,
no sólo aptos para com batir en la guerra, sino también capaces en
tiempos de paz de colaborar en trabajos manuales como la construc
ción de los barcos. Los reyes no eran tampoco los únicos posibles
clientes de los artesanos. Los ajuares de las tum bas excavadas en la ro
ca revelan la existencia de una importante y próspera clase media,
cuyos miembros adquirían sin duda los productos de los artesanos.
P or último, el gran número de cortes y de ciudades independientes,
muchas de las cuales estaban tan próximas las unas de las otras que la
distancia entre ellas podía ser recorrida con un simple paseo a pie,
habrían podido engendrar fácilmente una competencia en relación
con los servicios de un artesano hábil. Los artesanos micénicos, esti
mulados por el acceso a tantos mercados, desplegaron la misma ori
ginalidad y capacidad de invención que sus antepasados minoicos.
Aunque las industrias micénicas posteriores al 1400 a J. C. son estéti
camente inferiores a los productos minoicos de fecha anterior, no
por ello se detuvo el progreso técnico.
No cabe duda de que los micénicos, quizá también los minoicos,
se habían asegurado una participación en el excedente oriental, en
parte mediante la simple ra p iñ a 11. [...]
Pero la m ayor parte de esta riqueza se obtenía por medio de un
comercio de acuerdo con las normas protoegeas primitivas y mi-
noicas. Chipre, la isla del cobre, se convirtió en una colonia micéni-
10 En efecto, no queda claro qué relaciones existieron entre las diversas ciudadelas
y cóm o se correlacionaban la una con la otra. Si se piensa que, por ejem plo, las fechas
de las destrucciones definitivas de la fortaleza de Tebas y, en parte, de la m ism a M ice
nas, son aún objeto de discusión, y si se tiene presente lo p oco que sabem os de la orga
nización territorial de Grecia en este período, podem os darnos cuenta de que cualquier
conclusión sobre una centralización del poder en toda Grecia m icénica (vista por
m uchos estudiosos en la ciudadela de M icenas) o una convivencia de varios centros
(com o parecía más probable) perm anece a un nivel de pura hipótesis. Ciertam ente no
puede excluirse que federaciones o acuerdos de carácter transitorio, finalizados al ter
minar empresas de diverso tipo, podrían ser verificados al nivel de diversas entidades
políticas autónom as (¿ciudadelas?). En esta perspectiva pueden incluirse trabajos de
saneam iento del tipo del lago Copais en Beocia, cuyas extensiones aguanosas fueron
saneadas por m edio de obras de ingeniería hidráulica extrem adamente avanzadas, a
fin de conseguir nuevas áreas para el aprovecham iento agrícola (cfr. todo lo observado
en el ensayo de C. Parain, 3 .a sesión. El estudio de los trabajos de saneam iento del
área de G la y de la funcionalidad de las construcciones eregidas en la acrópolis ha sido
guiado por S. Iakovidis, en H isto ry o f Bellenic W orld, cit., pág. 319 y ss. Id. en Ai
Μυκηραικαι AicpojróXeis, cit., pág. 143 y ss.
11 El tema de la acum ulación de riqueza inicial m ediante saqueos y acciones de
piratería contem poráneas y ligadas a la aparición de una especie de «leadership», ca
racterizada por sus m éritos y por su pericia bélica-organizativa, pero todavía inserta en
una com unidad fundada sobre bases de parentesco, es recogido y desarrollado, con
una cierta «ortodoxia engelsiana», por Bockish y Geiss en el ensayo presentado en esta
primera sesión.
34
ca, junto con Rodas y otras islas egeas. En las costas del Levante, en
Ugarit (Ras Shamra), el mejor puerto para las comunicaciones con
M esopotamia, se estableció una factoría, prim ero m inoica (1500-
1400 antes de J. C.) y después micénica. En Colofón, parece que
tam bién se instaló una especie de colonia. A Egipto, Palestina y Siria
se im portaban enormes cantidades de vasos, sobre todo entre el 1400
y el 1300 a. de J. C. Estos vasos llegaban llenos de vinos, de aceite y
de ungüentos y constituyen los únicos documentos arqueológicos que
se conservan relativos a un comercio muy im portante de materias o r
gánicas perecederas y de objetos fabricados. En el 1800 a. de J. C.,
los tejidos cretenses son mencionados en los textos procedentes de
Mari, en el Eúfrates. Los barcos que transportaban estas mercancías
micenominoicas y los mercaderes que disponían de ellas en los m er
cados orientales eran tam bién micénicos. Así, todos los beneficios de
este comercio fueron a enriquecer la economía micénica y a aumentar
incluso las reservas de alimentos, ya que una parte de los productos
del comercio y de los obtenidos por las incursiones debieron de con
sistir en productos alimenticios n .
35
Sin embargo, no todas las mercancías transportadas en las naves
minoicas y vendidas por mercaderes micénicos en los mercados orien
tales fueron solamente productos de Grecia y de Chipre. Es segu
ro que los micénicos im portaban de la Europa bárbara materias pri
mas, particularm ente estaño, que volvían a exportar con beneficio
al Oriente y de las que se servían también para abastecer sus propias
industrias domésticas y de armam ento. Respecto al ám bar, era ya
muy apreciado por los reyes de las tumbas de fosa, que lo alababan
por sus virtudes mágicas. La codicia supersticiosa que en ellos des
pertaba fue heredada por los reyes de las tholoiy por los vasallos más
prósperos del rey que vivían en el contingente griego y en Creta. El
ám bar, naturalmente, procedía del Báltico, aunque parte de él parece
que llegó indirectamente a través de Gran Bretaña, elaborado. En
dos tumbas de fosa de Micenas y en una tholos de la costa occidental
se encontraron collares de cuentas de ámbar en form a de luna cre-
1 cíente con espacios curiosamente perforados. A hora bien, los colla
res de este tipo en form a luna creciente se estilaban m ucho en las islas
británicas13. [...]
[...] No es posible determinar la procedencia del estaño; teniendo
en cuenta que las pruebas relativas a la existencia de cierto tipo de co
mercio entre el Egeo y la G ran Bretaña se hallan docom entadas tanto
por los objetos im portados como por los exportados, podemos,
pues, inferir con certeza que los micénicos extraían estaño de Cor-
nualles con el fin de satisfacer su propia dem anda y para satisfacer la
del mercado oriental de este producto raro y de vital im portancia.
Por otra parte, puede que tam bién obtuvieran suministros de estaño
de Bohemia.
El estaño de Cornualles pudo haber llegado al Egeo a través de las
rutas marítimas occidentales, lo mismo que llegaría mil años des
pués. El comercio micénico en el Mediterráneo se halla abundante
mente documentado, llegando al occidente hasta Sicilia. Vasos micé
nicos y otros artículos fabricados llegaron en grandes cantidades has
ta el sudeste de Sicilia, entre el 1400 y el 1300 a. de J. C. A Lipari, en
las islas eólicas, llegaron objetos de cerámica en cantidades todavía
mayores; parte de estos objetos están documentados en el 1500 a. de
J. C., junto con cuentas de pasta vitrea. Parece que Lipari sirvió de
36
escala de transbordo para un comercio con toda seguridad indirecto.
La expansión de este comercio hacia occidente resulta difícil de
reconstruir14.
[...] En todo caso, la Creta minoica y la Grecia micénica propor
cionaban un mercado seguro a algunos productos de la Europa b á r
bara y la participación de ambas en el excedente oriental aum entaba
en la medida en que estos productos eran exportados de nuevo.
Gracias a su participación en este comercio, los pueblos egeos es
tuvieron en condiciones de crear una civilización urbana sin someter
se a la extrema concentración de poder económico, que había sido la
condición indispensable de la revolución urbana de Egipto y de M e
sopotam ia, y sin llegar tampoco a tener que someterse a la dom ina
ción económica de compradores totalitarios. Puede que incluso en el
Egeo la revolución urbana redujera al campesinado a una clase social
inferior form ada virtualmente por siervos. No hay duda de que una
parte im portante del capital oriental transferido a Creta y a Grecia
había sido acumulado en manos de los reyes. Pero, a juzgar por el
contenido de las tumbas privadas, una parte bastante grande de este
capital debió de repartirse entre una extensa clase media compuesta
de ciudadanos y de «compañeros», que no estaban separados de los
reyes por ninguna barrera económica infranqueable. En particular,
la revolución había dejado a los artesanos casi las mismas posibilida
des que habían tenido en los tiempos del primitivo egeo. En este sen
tido, la sociedad micénica puede ser ya considerada como europea.
37
N a c im ie n t o y d e c a d e n c ia d e l m u n d o
m ic é n ic o *
por Chester G. Starr
38
res de Pilos, Orcomenos, Micenas, Tirinto y otras fortalezas vivían
en palacios de múltiples columnas y se rodeaban de tesoros de marfil,
oro y bronce, trabajados por hábiles artesanos. El centro de esta civi
lización estuvo en Micenas, desde donde se difundió a la Grecia m eri
dional y central.
La época micénica es atractiva. En los últimos años, no obstante,
ha sido objeto de tanta atención que su verdadero lugar en la prehis
toria egea se ha falseado frecuentemente. Tratar de todas las particu
laridades de la época nos llevaría muy lejos de nuestro principal pro
pósito; lo que aquí hace falta es prestar atención a los aspectos por
los que el mundo micénico se diferenciaba señaladamente de los
siglos siguientes, cuando surgió la civilización griega propiamente
dicha. Sin embargo, debemos de recordar tam bién que el mundo del
Bronce Tardío abrió el camino de posteriores desarrollos. Las áreas
en que floreció la civilización micénica corresponden muy estrecha
mente a las regiones en las que tuvo sus principales sedes la civiliza
ción griega histórica; a medida que avancemos encontraremos conti
nuidad histórica y geográfica. La decadencia y el hundimiento del
mundo mincénico, en particular, precisan una atenta consideración a
fin de poder determinar las causas, fechas y alcance de una nueva
influencia de los bárbaros.
39
meraciones urbanas del Oriente medio. Grecia permaneció muy por
debajo del nivel oriental durante la Edad del Bronce Tardío.
Sin embargo, la riqueza de sus señores no se puede explicar sim
plemente como la consecuencia de los tributos de los campesinos. A r
tesanos de origen cretense o local, bajo la guía de los adm inistra
dores del palacio, trabajaban continuamente en la producción de ce
rámicas, numerosas armas de bronce y otros artículos, siguiendo m o
delos fijos; además del material arqueológico, tenemos actualmente
referencias a los artesanos en las tablillas de Pilos, que parecen indi
car como en un área relativamente pequeña se encontraban 193 arte
sanos en activo (y 81 inactivos). Estos hombres retiraban del palacio
pequeñas cantidades de bronce y lo devolvían en form a de armas. Los
testimonios materiales m uestran también que los hombres de este
mundo también eran muy activos como marineros. En ocasiones fa
vorables se dedicaban sin duda a la rapiña y al saqueo, pero en otros
momentos debieron ejercitarse en el comercio y elegir lugares de resi
dencia. La riqueza de estas fuentes también se vertía en las manos de
los reyés.
H asta que, posteriormente, tratemos de los comerciantes, el
principal aspecto de la sociedad micénica que salta a la vista son los
reyes. Este hecho constituye una de las diferencias fundamentales
entre la Edad del Bronce Tardío y el m undo griego histórico, que pri
mero se dividió en tribus bajo jefes locales y después en ciudades-
estado. La misma cultura micénica estuvo directamente en contacto
con la consolidación de los poderosos reinos griegos y avanzó por el
territorio a la vez que surgieron los grandes palacios. G ran parte de
su cerámica se puede clasificar con razón como estilo de corte, por
que los campesinos sólo abandonaron los estilos del Heládico Medio
en form a lenta e incom pleta2. En las tumbas de los monarcas se han
encontrado tesoros de oro, marfil y otros materiales.
Los capitanes que dirigieron las invasiones, a comienzos del helá
dico medio, se encontraron ante un mundo en el que los señores lo
cales predom inaban política y socialmente. Cuando ellos mismos
zarparon por mar y llegaron a Creta descubrieron allí una centraliza
ción todavía más avanzada; el último paso consistía en conocer las
m onarquías orientales en sus tierras. Como resultado, los señores de
Grecia imitaron, se diría que deliberadamente, este modelo en su
madre patria. Aunque no tengamos noticias directas sobre las pro
porciones de los reinos micénicos, las grandes distancias que separan
los mayores palacios que hasta ahora se han identificado sugieren
que cada señor gobernaba en una amplia comarca. Seguramente, los
reyes podían reunir una gran cantidad de trabajo hum ano, esclavos
prisioneros o campesinos locales, para construir sus palacios y las
2 Para la afirm ación del nuevo estilo cerámico relativo a los inicios del Bronce
Tardío (M icénico 1), cfr. el reciente ensayo O .T .P .K . D ickinson The defin ition o f L ate
H e lla d ic i, in A n n u al o f the british sc h o o l at A th en s 69, 1 9 7 4 ,pág. 1 0 9 y ss . (n .d .e.).
40
grandes tum bas de falsa cúpula o tholoi, excavadas en las laderas de
las colinas y cuidadosamente labradas en piedra.
Los investigadores modernos tienden a dirigirse a la épica hom é
ric a 3 para completar nuestros conocimientos de los reyes micéni
cos y de su m undo en general; precisamente en años recientes la opi
nión más divulgada hace coincidir notablem ente la edad homérica
y la micénica. Considero que esta tendencia resulta excesivamente
atrevida en sus suposiciones, equivocada en su lógica y desorientado-
ra históricamente en peligrosa medida. No podemos fiarnos nunca de
la Ilíada y de la Odisea como testimonios directos de las condiciones
del II milenio. Entre los siglos x m y el vin, en los que la épica adopta
su form a actual, se produjeron verdaderas épocas de agitación e
incluso caóticas. Y el espíritu fundamental de los poemas homéricos
corresponde principalmente a los períodos finales del medioevo.
Además de este punto (...) hay otros serios argumentos para
rechazar los testimonios homéricos y mitológicos para la Edad del
Bronce Tardío. La raíz, tanto épica como mítica, puede remontarse
a esta época —en las tablillas micénicas aparecen como nombres
de personas los usados más tarde para héroes troyanos y figuras
míticas— , pero el historiador no dispone de un instrumento válido
para separar la tradición popular de la elaboración tardía. En estas
circunstancias, aunque pueda resultar fascinante hurgar en los mitos
y en la época para convertir en viva una narración, gris de lo contra
rio, y basada en vasijas rotas o en piedras ralladas, el procedimiento
estaría completamente equivocado desde el punto de Vista histórico.
P ara épocas más tardías tenemos a veces una leyenda de la que tam
bién conocemos la situación histórica en que nació: Nibelungenlied,
por ejemplo, que pertenece a la corte burgundia del siglo V d. C.;
aquí podemos observar como, mientras un suceso importante puede
ser recordado durante mucho tiempo, su detalle y también su form a
son alterados por la tradición poética.
La tendencia común a considerar que Hom ero y el mito pueden
reflejar las condiciones micénicas encuentra muchas dificultades, a
menos que se demuestre lo contrario. Los investigadores que han
pretendido recavar una realidad históricamente detallada en este m a
terial tradicional han terminado por urdir débiles construcciones y se
encuentran en desesperado desacuerdo entre sí. Las descripciones ho
méricas, aunque sean de temas concretos, se pueden relacionar muy
raram ente con los prototipos micénicos. Respecto al argumento que
tenemos en las manos, las referencias épicas a Agamenón y a los
otros personajes nacidos de Zeus no concuerdan bien, como podría
parecer a primera vista, con nuestros conocimientos del reino de la
Edad del Bronce Tardío. Los caballeros ganaderos de los poemas ho
méricos se encuentran situados espiritualmente en el medievo, no en
41
el amplio mundo de los tiempos micénicos; no es exacto decir que la
tradición épica muestre algo más que un vago recuerdo de la
geografía política micénica.
Hoy podemos dejar fácilmente de investigar en la épica homérica
sobre este tema ya que disponemos de un notable testimonio coetá
neo en las tablillas de la burocracia p alatina4. Los investigadores m o
dernos refutaron durante mucho tiempo las esporádicas indicaciones
escritas por los griegos del segundo milenio y describieron a los seño
res de Micenas prácticamente como bárbaros; pero este desprecio no
puede durar por mucho tiempo. Inmediatamente antes y después de
la segunda guerra mundial se descubrieron en Pilos grandes cantida
des de tablillas de arcilla en Lineal B; un obstinado trabajo de m u
chos investigadores, cuyas dificultades resolvió el genio de Michael
Ventris, proporcionó prácticamente la clave para leer la escritura si
lábica de este material. Pese a que una interpretación detallada de las
tablillas resulta frecuentemente desatinada, la lengua en que están
escritas es una form a clara del griego. Tal y como los filógogos
habían supuesto, el dialecto de finales del II milenio (o, por lo me
nos, su forma escrita) es semejante al posterior arcadio o chipiotra,
pero también parece haber sido un antepasado de todos los dialectos
griegos orientales. Aparentemente, la lengua era la misma donde
quiera se escribiese el Lineal B —en Knosos, en Pilos, en Micenas, en
Atica y en Beocia— y la escritura presenta pequeñísimos cambios en
el curso de los siglos en que se utilizó. Mientras que sería mucho más
correcto el llamar micénico a este dialecto, el término «aqueo» se ha
fijado sólidamente en el lenguaje histórico gracias a la épica hom éri
ca; de cualquier m odo se puede dudar que todos los pueblos de len
gua griega en la Edad del Bronce Tardío se aplicaran a sí mismos este
nombre.
El desciframiento del Lineal B ha revelado el m undo micénico,
visto por los administradores de los palacios. La capacidad de escri
bas y contables reales es menos vasta de lo que se podría desear, pe
ro pese a ello sus límpidos registros administrativos son muy im por
tantes. El cuadro general es el conocido en los estados orientales,
donde la burocracia real desempeñó por mucho tiempo su táctica
centralista. Artesanos y campesinos se incluían ampliamente en una
economía de palacio bajo el control real, aunque contaran también
con una organización de cierta independencia en el marco de las
estructuras aldeanas. Los dioses, que eran en general las divinidades
de la Grecia más tardía, parece que dispusieron de sus propis dom i
nios con sacerdotes y esclavos. La estructura de clase se formó m e
diante siervos y esclavos, señores y consejeros de aldea (basileis, ge-
rontia y semejantes) hasta los partidarios y representantes del gran
42
rey, el w anax5. Se cree que al menos treinta escribas o secretarios ad
m inistradores trabajaban en Knossos y tam bién en Pilos. Parece ser
que la tierra pertenecía en parte al rey y en parte a la organización de
la ald ea6; pero últimamente abundan más las conjeturas al respecto
que las pruebas.
La documentación de las tablillas micénicas prueba que, para as
pectos tales como la lengua y la religión, ya existía antes del 1200
mucho de lo que aparece en los siglos posteriores; además, los testi
monios arqueológicos muestran claramente cómo en muchos campos
se dio una continuidad de la época micénica en el m undo griego. De
todos modos, los aspectos de la superestructura social y política1, li
gados al poder siempre creciente de los reyes, poderosos en la guerra
y en el comercio, no sobrevivieron a esta época.
El rasgo más significativo de la edad micénica en el extranjero era
el gran poder expansionista de su sociedad, totalmente diferente a las
condiciones predominantes en el siguiente m edioevo. Los pueblos gre-
coparlantes del II milenio eran menos cívicos que los de las regiones
orientales, pero, apenas pasada la agitación de los movimientos m e
dievales heládicos, aprovecharon valerosamente la situación. La gran
oleada colonizadora griega histórica tuvo una notable anticipación8
5 Los térm inos «siervo», «esclavo», «consejero de aidea» están utilizados por
Starr con cierta aproxim ación y, digám oslo tam bién, superficialidad. Se trata, en efec
to, de definiciones que suponen análisis históricos muy precisos. Ya se puede anticipar
aquí (pero se verá m ejor más adelante, tanto en lo expuesto por Bockisch y G eiss, en
esta parte, com o en lo que se expone en la tercera parte) que no se puede hablar de ser
vidumbre o de esclavitud en el m undo m icénico com o situaciones efectivas descollan
tes de los grupos sociales inferiores, sino de contraposiciones y contradicciones entre el
palacio, con su articulación interna, y la com unidad de la aldea (también con su parti
cular estructuración) fundada esencialmente sobre base «gentil» y sobre la propiedad
com ún de la tierra (N. del E .).
6 La clara diferenciación entre la tierra del rey y la tierra de la aldea no parece la
más indicada para identificar las relaciones de p roducción/explotación que debían m e
diar entre el «palacio» y la com unidad de la aldea. Quizá, hablar de p ro p ie d a d y p o s e
sión (propietario = Eigentüm er; poseedor = B esitzer) refiriéndose, respectivam ente,
al palacio y a los miembros de las com unidades rurales (y a la com unidad rural en su
conjunto en las confrontaciones del palacio) permitiría un tipo de análisis más p rofun
do (cfr. al respecto lo expuesto en la tercera parte en relación con el trabajo de Parain)
(N. del E.).
7 La cursiva es del encargado de la edición. Véase lo expuesto en la introducción
(N. del E .).
8 Es preciso recordar que el término «colonización» tiene un significado muy pre
ciso que rebasa los simples «puntos de apoyo» o «lugares de encuentro» con fines em i
nentemente com erciales, com o parecen haber sido la mayor parte de los puntos señala
dos en la distribución de las cerámicas micénicas de im portación. La discusión entre
los historiadores m icenólogos está al rojo vivo y se ha desarrollado especialmente en el
reciente congreso sobre la presencia m icénica en el M editerráneo oriental (citado en la
nota 12 de la colaboración de G. Childe). Se puede decir que, en general, es hipotética
la presencia de efectivas colonias «m icénicas» (cuyos tiem pos y m odos están todavía
por definir), particularmente en el área levantina y a lo largo de la costa anatólica. P a
ra el O ccidente, el problem a se com plica bastante más debido al estado de las investi
gaciones todavía en curso. D e todos m odos, teniendo en cuenta los conocim ientos que
poseem os actualm ente, no parece que se pueda hablar de «colonias m icénicas» en O c
cidente, distinguiendo los posibles fenom enos de culturización, por obra de grupos re
43
en el vigor y velocidad de los viajes micénicos más allá de los mares;
los efectos de este primer lanzamiento hacia el exterior tuvieron un
peso considerable en la preparación del panoram a de los siglos futu
ros. Cuando los griegos salieron una vez más de su patria, buscaron
prácticamente las mismas áreas de sus predecesores y encontraron el
camino empedrado de residuos de la precedente oleada, que a veces
dejó instalaciones duraderas.
Al oeste, los mismos exploradores micénicos siguieron el camino
de los tiempos antiguo-cicládicos y probablemente por las mismas ra
zones: a la búsqueda de los metales cada vez más usados por los arte
sanos de la Edad del Bronce Tardío. La cerámica micénica de los
siglos XV al XIII y otros objetos se han hallado en la Grecia occiden
tal, a lo largo del camino marítim o, en Sicilia y en varios puntos de la
Italia meridional; se cree que Tarento fue probablemente un verda
dero lugar de residencia, pues la cerámica de tipo micénico se hacía in
loco 9 incluso después de romperse las relaciones, alrededor del 1200.
En las islas Lipari, donde se dirigieron los comerciantes minoicos, se
han encontrado depósitos micénicos muy extendidos a partir del siglo
X V I. Más al oeste, en Francia y en España, no se encuentran objetos si
milares, pese a que las influencias micénicas irradiaran indirectamen
te hasta Inglaterra. En compensación, en una casa de Micenas se ha
encontrado un molde de piedra usado para fundir hachas de doble fi
lo, perteneciente a un tipo común en el norte de Italia y en el Danubio
superior 10. Además, la presencia de ámbar del Báltico en las tumbas
de la época micénica, sugiere que el comercio se movía entre el Egeo
y la Europa central, seguramente en busca de metales. Las minas de
cobre de esta región se explotaban mucho más intensamente y sus
culturas recibían estímulos que tuvieron importantes consecuencias
hasta el primer milenio.
En los tiempos micénicos se dirigía, sobre todo, a través del Egeo,
hacia los principales centros de la civilización oriental. En Grecia
propiamente dicha, organizaciones políticas de tipo micénico avan
ducidos, que pudieran realizarse después de la caída de las ciudadelas (cfr. al respecto
lo expuesto en Egeo e d O ccidente alia fin e del II milenio a. de C. C on sideration i p e r
l'im postazion e di uno stu d io storico su i rapporti f r a il m on do egeo e ¡’am bien te itálico
e sicu/o nei secoli X I I I -X a. de C. (Egeo y Occidente al final del II m ilenio a. de C.
Consideraciones para el planteam iento de un estudio histórico sobre las relaciones
entre el m undo egeo y la sociedad itálica y sicula en los siglos xtli-x a. de C.). Rom a,
1976. (N. del E.).
9 La producción de cerámica m icénica (o de im itación) en Occidente no es un
hecho com probado con seguridad (prescinciendo de las m anufacturas, relativamente
tardías, de las llamadas cerámicas yapigias protogeométricas y similares; cfr. G. F. Lo
P orto en N o tizie degli sca vi (Noticias de las excavaciones), 1964, pág. 209 y ss.). C on
súltese a propósito el trabajo de W. Taylour, M ycenaean P o tte ry in Italy a n d A d ja c e n t
A reas, Cambridge, 1958; de F. Biancofiore, L a civiltà m icenea nelVIalia m eridionale,
I La ceramica, Rom a, 1967, 2 .a ed.; de L. Vagnetti, I M icenei in Italia: !a docum enta-
zion e archeologica, en L a p a ro la d el passato, 1970, pág. 359 y ss. (N. del E .).
10 Cfr. A . M . Bietti Sestieri, op . cit., en la n ota 13 del texto de C hilde, pág. 396 y
ss. N o se trata de hachas de doble filo , sino de hachas de aletas. (N. del E .).
44
zaron a través de Beocia hasta Tesalia, donde se encontró reciente
m ente un palacio en Yolcos; asimismo, cerámica y productos m etáli
cos de esta época llegaron hasta la costa septentrional del Egeo y de
M acedonia a través de Troya VI-VII. Esta últim a fue probablem ente
atacada por los señores de Grecia, más por sus riquezas que p o r su
dom inio del Helesponto o de las llanuras noroccidentales de Asia Me
nor; por lo tanto, cierta base de realidad se encuentra quizá más allá
del fam oso ciclo épico troyano. H asta ahora, tenemos testimonios
dispersos de un comercio micénico, o de un asentam iento en Délos y
a lo largo de la costa occidental de Asia M enor; especialmente en M i
leto la cerámica griega aparece sobre vasijas minoicas, y continúa en
los siglos siguientes. Muy lejos, en el centro de Asia M enor, los seño
res hititas tuvieron contacto con los A hhijaw a (aqueos) de finales del
siglo x iv ; pero las referencias hititas son muy vagas para permitir
una localización precisa de los Ahhijawa sobre la costa o más allá de
é s ta 11.
Antes de la caída de Knossos, en el camino m arítim o hacia el este,
se dio un gran movimiento de hombres del continente griego. Mien
tras que los contactos con Egipto quizá fueron más estrechos antes
y durante la época de El A m arna (a m ediados del siglo xiv) y pu
dieron establecerse en parte por medio de C reta, las conexiones mi-
cénicas con Siria fueron seguramente directas y se hicieron cada vez
más intensas hasta el siglo x m . Las mercancías micénicas se en
cuentran a lo largo de la costa siria y tam bién en el interior en canti
dades mucho mayores que las de origen minoico. Además de la cerá
mica, el m undo egeo comerciaba aceite y vino, metales, como el plo
mo y el estaño, extraídos en Grecia y al oeste; esclavos, etc., a cam
bio de m arfil, oro, tejidos (incluidos el lino y la lana de color p úrpu
ra), adornos de pasta vitrea, miel, papiro, perfum es y ungüentos, es
pecias y otros productos acabados. Si este comercio oriental está en
relación con los testimonios micénicos al oeste, se justifica tal vez la
conclusión de que el espíritu aventurero de los egeos desempeñó el
papel de prim er interm ediario entre el Oriente y Europa.
Las abundantes manifestaciones de cerámica micénica a lo largo
del camino de Siria, la docum entación lingüística de tiempos más
tardíos y el incierto testimonio de la tradición, todo sugiere que las
45
colonias micénicas se extendieron desde Grecia hacia el este. En las
islas egeas se producía localmente cerámica de tipo continental du
rante el siglo XIII. En la parte noreste de Rodas, en la accesible llanu
ra de Trianda, aparecen colonos micénicos al lado de hombres de ori
gen minoico por prim era vez alrededor de 1450; después suplantan a
los cretenses hacia el año 1400. Knossos cae por últim a vez alrededor
de esta última fecha y la variedad de influencias continentales en Cre
ta, entre las que se cuenta la introducción del idioma griego, indica
sin lugar a duda un asentamiento del continente griego. Tam bién se
ha hablado de colonización en Cilicia y en Chipre, pero es más discu
tible. La aparición de un dialecto arcaico griego en Chipre, muy afín
al arcadio y al «micénico», puede reflejar un asentamiento en los
inciertos días posteriores a la caída de la época micénica; pero, por
otra parte, el hecho de que un gran número de mercancías micéni
cas aparecieran anteriorm ente en Chipre y el que estén confeccio
nadas en el lugar, podría convalidar fácilmente la hipótesis de que
los pueblos de lengua griega llegaron a este punto del Oriente antes
del 120012.
En comercio, asentamientos y rapiñas los reyes y comerciantes de
la época micénica llegaron muy lejos, hasta los confines, tanto orien
tales como occidentales del M editerráneo. Esta actividad ultram arina
ayudó, en aquellos tiempos, a mantener el lujo de la superestructura
micénica e influyó en el carácter de su civilización 13; a largo plazo, la
expansión de los pueblos del continente no estará totalm ente desliga
da del sucesivo florecimiento griego en los tiempos históricos. Entre
ambas oleadas, el caos del antiguo medievo fue solamente un parcial
paso atrás. No se perdieron todas las áreas asimiladas en la época m i
cénica y el contacto por vía marítim a con Siria probablem ente no se
interrumpió nunca.
46
Civilización micénica
I c. 1550 a. C.
II c. 1500
III A c. 1425
III B c. 1300
III C (incluido el submicénico) c. 1230-1050
47
cuando se sistematiza cada pequeño depósito y se definen las fases de
transición (especialmente de IIII B a IIII C).
Hasta ahora en ninguna excavación se han descubierto niveles
estratificados de cerámica micénica que se extiendan a lo largo de to
da la época, pero las grandes cantidades de mercancías provenientes
de muchísimos lugares bastan para indicar las diferentes vías de de
sarrollo. Se han obtenido resultados considerables. P or prim era vez
en la historia egea podemos seguir los cambios artísticos siglo por
siglo y, en algunos casos, incluso podemos esperar a individualizar a
cada artista; la uniform idad de la cerámica, cualquiera que sea el lu
gar en que está fabricada, permite establecer una relación entre las
diversas localidades de la cuenca del Egeo; también se pueden orde
nar con perspectiva histórica otros muchos aspectos de esta civiliza
ción, que presenta las mismas tendencias generales encontradas en
las vasijas.
Las fechas absolutas a. C. indicadas en el cuadro suponen un pro
blema completamente diferente. Se basan en descubrimientos de va
sijas micénicas en contextos datables en Egipto y en Siria; es decir, se
gún la cronología egipcia. La cual es más bien segura y las relaciones
con los materiales egeos son suficientes para sugerir el ritmo del
progreso del m undo micénico; sin embargo, las relaciones distan
mucho de ser las adecuadas para definir con exactitud los estilos de
cerámica. Cualquier fecha absoluta que se asigne a la cerámica micé
nica resulta todavía imprecisa en un margen de alrededor de medio
siglo. Especialmente en el período III C, cuando declina rápidam ente
el comercio entre el Egeo y Oriente, las correlaciones desaparecen
prácticamente; lo que significa una grave dificultad para el im portan
tísimo problema de fijar el final de la época micénica.
La cultura micénica fue, bajo muchos aspectos, una clara y ver
dadera adaptación de la cultura minoica; bajo otros, sus hombres co
piaron del Oriente mucho peor de cómo lo hicieran los artistas de
Creta. Ambas características, junto a una relativa riqueza, distin
guen nítidamente la Edad del Bronce Tardío de la pobreza de los
siglos posteriores. Además, la diferencia entre los esquemas micéni
cos y los de la Grecia histórica aparecen claramente en cualquier p ar
te donde se consideren los testimonios artísticos15. Las formas de la ce
rámica micénica tenían más alto el centro de gravedad; muchas de las
vasijas son completamente diferentes a las de tiempos posteriores;
elementos decorativos, tom ados en gran parte de la vida m arina y ve
getal, tienen un aspecto absolutamente diferente, sobre todo en el
Micénico I y II, reflejan en su aplicación a la vasija un sentido de la
lógica y del orden totalmente diferente. Las escasas obras de los es
cultores micénicos ofrecen las mismas desigualdades, así como las de
los pintores de frescos y las de los artesanos del oro y del bronce.
48
E sta profunda diferencia en el m undo cultural se m anifiesta ad
mirablemente al viajar desde la Atenas clásica, que se hiergue fuerte y
libre en la llanura ática, hasta Micenas, situada en un tranquilo p a ra
je de la Argólida. La tum ba de tholos llam ada Tesoro de Atreo repre
senta el m ayor m onum ento arquitectónico del continente europeo,
pero, p or im presionante que sea su acabado trabajo en el ensamblaje
de las piedras, la firme cúpula y la noble entrada, se construyeron en
honor de un rey, no del dios protector de una ciudad-estado. Todavía
es más sugestiva la severa y arrogante fortaleza que circunda el
amable palacio de los reyes micemcos. El m undo que se expresa aquí
era tosco y bárbaro, aunque los señores concentrarán las energías de
sus súbditos para su propio lujo. H ubo poder y fuerza suficientes p a
ra levantar las espléndidas estucturas de Micenas: no se volvió a p ro
ducir algo semejante durante siglos en Grecia. Sin em bargo, cuando
el m undo egeo alcanzó de nuevo un avanzado nivel, dirigió su reno
vado vigor social y económico hacia otros fines y sujetó sus creacio
nes dentro de un esquema más disciplinado intelectualmente. La
cultura micénica no constituye un sistema del que surgiera directa
mente la cultura griega.
Merece la pena subrayar la im portancia de esta observación. La
cultura de la E dad del Bronce Tardío, no obstante, no se debe sepa
rar del fondo griego, puesto que el m undo micénico no era una
simple provincia de inspiración cretense y oriental. D urante la época
micénica se prolongó claramente gran parte de la estructura vital, así
como del pensamiento del Heládico M edio. Persistieron los tipos de
tum ba de los tiempos precedentes, tam bién form as de cerámica y de
decoración derivadas del Bronce Medio, los habitantes de las aldeas
vivían indudablem ente casi como antes bajo la superestructura de los
palacios, incluso los lugares de sus residencias continuaron siendo los
de la época precedente. Detrás de la corriente superficial de copias
minoicas y orientales yacen interesantes señales de una escondida
línea de desarrollo nativo. Cuando los investigadores de hoy definen
a veces las estelas funerarias colocadas sobre las tum bas en Micenas y
la fam osa P uerta de los Leones como primeras obras maestras de la
civilización griega, ignoran demasiado la diferencia que acabo de se
ñalar; sin embargo, se puede percibir en estas obras el em brión inicial
de la lucha por expresar la concepción de la vida que más tarde llegó
a su grandeza en los siglos de la Grecia histórica. Igualmente signifi
cativa es la atención dispensada al megarón, una unidad simétrica
centralizada interiorm ente, completamente diferente de los desorde
nados edificios de origen minoico (...).
La época micénica está form ada por una receptiva mezcla de
fuerzas, tanto en su escultura, arquitectura y cerámica, como en sus
manifestaciones sociales, políticas y religiosas. Nunca la historia h u
m ana es un desarrollo mecánico y cíclico, pero la experiencia micéni
ca constituye, sin embargo, un interesante precedente de la síntesis de
influencias locales y orientales que caracterizó al gran siglo de la re
volución en los años 750-650 a. de C. La semejanza es suficiente para
indicar algunas de las fuerzas duraderas que influenciaron el de
sarrollo egeo a lo largo de la época; las diferencias tam bién son evi
dentes. Si la síntesis posterior debía de ser más libre y producir resul
tados más significativos, su mejor fruto se tiene que atribuir en pri
mer lugar a una base mayor de cultura griega surgida durante el me
dievo: la civilización micénica estuvo demasiado encerrada dentro de
un limitado círculo alrededor de sus monarcas. Otro factor lo consti
tuye la sólida asimilación de los estímulos más antiguos que se produ
jo en los lentos siglos que siguieron a la caída del mundo micénico 16.
En términos generales se puede afirm ar que el continente griego
durante su fase del Bronce Tardío estuvo obstaculizado por un pro
blema insoluble. El continente no se pudo sustraer a los atractivos
de la sociedad minoica, cuyo dominio fue notable al principio del
período micénico. Al mismo tiempo tendía a recoger su herencia
medio-heládica. Este animoso experimento encontró los mayores
obstáculos en las halagüeñas tentaciones de los más avanzados m oti
vos y técnicas cretenses; la innovación solamente podía ser débil y ca
si inconsciente. Los ceramistas estaban más interesados por la técnica
y por la cantidad de la producción que por su originalidad. Un inves
tigador moderno define su trabajo como «más ordenado que imagi
nativo»; términos como «comercialización» y «copia» aparecen casi
inevitablemente en toda discusión sobre esta cerámica. Las va
riaciones locales, que lentamente se hacen discernibles a medida que
se estudia la cerámica más a fondo, estuvieron muy limitadas hasta
sus últimos períodos. Históricamente, el problem a fundam ental de
integrar la inspiración ajena con la autóctona tuvo que causar una
catástrofe, pero también supone un nuevo comienzo en un plano
mucho más simple. Los hombres de aquel tiempo heredaron mucho
de la época micénica, pero se pudieron mover más libremente.
O r ig e n y d e s a r r o l l o d e l o s e s t a d o s m ic é n ic o s *
por G. Bockisch, H . Geiss
50
tumbas de fosa o en cúpula, las cuales están en relación directa con
la fundación de ciudadelas y establecimientos de necrópolis, en cuyos
alrededores surgirán centros rurales, que indican la formación de un
poder real de carácter despótico. Precisamente en esta época comien
za a establecerse, aunque de form a limitada, el intercambio de p ro
ductos, en competencia con la isla de Creta, cuya organización diri
gen dichas ciudadelas.
Otro aspecto que se puede asociar a la disolución de la originaria
estructura social de base familiar es la aparición de las razzias m ilita
res, inicialmente dirigidas contra regiones fuera de Grecia y, a conti
nuación, contra las ciudadelas vecinas (por ejemplo, Tebas en Be-
ocia); el jefe de la tribu se apropiaba de la m ayor parte del botín ob
tenido. Estas razzias condujeron a la sumisión de las ciudadelas y al
nacimiento de mayores unidades territoriales.
Micenas, en la Argólida, representa el centro más destacado en
tal sentido y, tal y como ocurrió con Knossos en la isla de Creta, se
transform ó en el polo dominante dentro del ám bito de la civilización
micénica.
Las tum bas de fosa, que datan aproximadamente de principios
del 1600 a. de C., indican la formación de un linaje privilegiado
dentro de la aristocracia tribal, que llegó a consolidar su poder al
asumir las funciones de caudillaje en las acciones bélicas y en las raz
zias. Las tum bas de fosa más antiguas, que cuentan con un equipo
funerario todavía relativamente modesto, pertenecen al círculo B,
descubierto en Micenas entre 1951 y 19541. Dichas tumbas aparecen
como fosas cuadrangulares cubiertas de piedras, frecuentemente de
considerables dimensiones, y están situadas en el interior o en las
proximidades de las estructuras amuralladas que circundan la ciuda
dela. Dado que en alguna de estas tum bas se encuentra reunida a
51
veces una familia principesca, se puede deducir que, dentro del linaje
dominante, el orden gentil permanecía todavía intacto, al menos des
de el punto de vista cultural. En las aldeas situadas al pie de las ciuda
delas se encuentran tam bién agrupamientos de tum bas usadas por
varias generaciones, aunque de construcción más simple y con
ajuares funerarios más modestos.
Las famosas tum bas de fosa, descubiertas en el círculo A de la
ciudadela de Micenas por Schliemann, datan de 1570a 1560 a. de C.
Sus características arquitectónicas todavía primitivas, así como la
fase todavía poco desarrollada de la producción coetánea de la lla
m ada cerámica minia, contrasta con la presencia en los ajuares fu
nerarios de objetos de metales preciosos, sobre todo arm as, que no
encuentran paralelos en el continente griego. Las diademas y los
cetros, los objetos de uso cotidiano y los de adorno se caracterizan
por los motivos propios del estilo cretense de Camares; por tanto, su
m anufactura indica que proceden de la isla de Creta, donde, por el
contrario, tales trabajos artesanales se realizan sobre modelos de ce
rámica y no de metal n o ble2. P or otra parte, tampoco el tipo de habi
lidad artística del artesanado micénico que aparece en las máscaras
de oro colocadas sobre el rostro de los cadáveres y en los bajorre
lieves decorativos que aparecen en otros objetos del mismo metal, se
pueden comprobar en la época precedente3. Así, pues, se puede admi
tir que artesanos minoicos se establecieron en Micenas en esta época.
Además, no está com probado que soldados mercenarios micéni-
cos prestaran servicio en Egipto, ni tampoco se encuentran para la
época de las tum bas en pozo hallazgos de origen egipcio en el conti
nente griego, excepto las cuentas de pasta vitrea; tam poco está claro
si el uso del carro de guerra como nueva técnica de combate, que en
contramos representado por prim era vez alrededor de 1570 a. de C.
en las estelas colocadas sobre las tumbas de fosa, se haya introduci
do en el ambiente micénico a través de Creta o de Egipto.
M ientras que los jefes de tribu en la edad protomicénica no esta
ban todavía en posesión de un efectivo poder político sobre quiénes
producían los bienes, para el período micénico medio (siglos X V -X IV
a. de C.) se puede hablar, en función de los testimonios de la cultura
m aterial, de la formación de clases sociales y del nacimiento de un
poder estatal. Efectivamente, una posterior especialización en el cam
po de las actividades artesanales, refinadas por el contacto con los
modelos cretenses, conduce, aunque de manera todavía limitada, a
un desarrollo de la actividad de intercambio de productos: las m a
nufacturas micénicas se comienzan a afirmar en los almacenes cre
tenses de Melos, Rodas y Mileto. A finales del siglo X V el fuerte
proceso de estabilización comprobable en la artesanía del bronce in-
52
dica que la ruta comercial marítima del metal desde oriente hasta oc
cidente, desde Chipre a lo largo de las costas de Asia M enor, estaba
bajo control micénico; por el otro lado, la ruta terrestre cruzaba los
Dardanelos para llegar a la ciudad de Troya, cuya competencia, con
el curso del tiem po, term inaría por incomodar a Micenas.
Bajo el impulso del aumento de la división del trabajo y al pasar
del simple intercambio de productos a un comercio orientado hacia
lejanas regiones, se disgregó definitivamente en el continente griego
la organización social fundada sobre la base familiar. El nacimiento
de instituciones de tipo estatal y de una economía de palacio se verifi
ca del mismo modo que en la isla de Creta, aunque no se pueda defi
nir con seguridad hasta qué punto las formas organizativas cretenses
del siglo XV fueran adoptadas por los habitantes de Micenas. A c
ciones bélicas y razzias, dirigidas por los príncipes micénicos, empe
zaron a llevarse a cabo no sólo contra Creta, sino también contra
las ciudadelas del territorio griego: un testimonio lo constituye la
destrucción de la ciudadela de Tebas, el mítico palacio real de C ad
mo, que tuvo lugar en el siglo X V . Efectivamente, al convertirse la
ciudadela de Micenas, desde los principios del 1400 a. de C., aproxi
madamente, en el centro económico y cultural de la civilización micé
nica, resulta bastante verosímil que al menos la destrucción del Cad-
meion se pueda relacionar con las luchas por el poder entre los
príncipes de las diversas dinastías4.
Las reestructuraciones urbanísticas que se realizaron en la época
micénica tardía, aproximadamente a partir del 1400 a. de C., han re
movido y destruido los estratos arqueológicos más antiguos de las
ciudadelas, hasta el punto de que poco o nada se ha conservado de
los establecimientos de la época micénica m edia5. Por otra parte, no
poseemos para esta época ningún tipo de material epigráfico, por lo
que solamente es posible establecer una situación aproximada de la
división del trabajo a partir de los testimonios que nos proporcionan
los hallazgos de productos artesanales; mientras que la aparición de
53
tumbas de cúpula, alrededor del 1500 aproximadamente, nos induce
a m antener la hipótesis de la formación de un poder estata l6. Efecti
vamente, dichas tum bas de cúpula debieron servir para los enterra
mientos de los jefes de linaje, tanto masculinos como femeninos, se
gún se puede deducir del tipo de ornamentos funerarios que conser
van. En Micenas, al igual que en Creta, aparecen personajes femeni
nos relacionados con el cumplimiento de prácticas cultuales. H asta
ahora solamente se pueden establecer hipótesis respecto a la im por
tancia efectiva de las personalidades de rango femenino en el ámbito
de las ciudades, lo mismo que respecto al papel de la m ujer dentro de
la sociedad micénica. Un hecho destaca de todos modos: las tumbas
de cúpula, cuyos orígenes se pueden rem ontar al m undo cretense, no
se encuentran nunca dentro del área de la ciudadela, contrariam ente
a las más antiguas tum bas de fosa, sino en las inmediaciones. Se
construyeron en parte al mismo tiempo que se realizaron las obras de
reestructuración y ampliación de los recintos de las ciudadelas; sus
dimensiones son tales que permiten relacionarlas verosímilmente con
la época en que la figura del jefe de la tribu ya se había afirmado.
Además, desde el momento en que aproximadamente en el mismo
período se puede señalar el desarrollo de las tumbas de cámara, si
tuadas también en las proximidades de la ciudadela y reagrupadas
formando necrópolis, aparece como igualmente verosímil el creer
que estas estuvieran relacionadas con una nobleza de linaje que
tendía a estructurarse como nobleza cortesana semejante al modelo
cretense.
Aunque el poder estatal, representado en la época micénica media
por la figura del jefe de linaje o déspota, había sometido a los cam
pesinos, les había convertido también en arrendatarios de la tierra
que trabajaban, puesto que dentro del estado micénico permaneció
siempre intacta la actividad agrícola, dirigida por cada familia y fun
dada en la parcelación del terreno; por otra parte, es muy probable
que dentro de la economía centralizada de palacio existieran centros
rurales relativamente independientes.
Los resultados de la investigación arqueológica, afirmados a fines
del siglo XIX con las excavaciones de Schliemann en Micenas y de
sarrollados a continuación con el descubrimiento de los sistemas de
escritura lineal realizados por Evans, nos inducen a afirm ar que en el
II milenio, tanto en Creta como en el continente griego, se llegaron a
form ar estados. Estos testimonios tan recientes naturalm ente que no
pudieron ser utilizados por Engels cuando, contando con la única b a
se de la tradición literaria y , más en particular, de los poemas hom é
ricos, llegó a la conclusión de que los griegos de la época heroica per
tenecieron al último período de la barbarie y de que, en el tránsito a
la civilización, dieron vida mediante la función cumplida por «jefe
militar, consejo, asamblea popular» a los «organismos de la sociedad
54
gentilicia que se desarrolla progresivamente en una democracia mili
tar». Esta fase, en la cual «la guerra y la organización para la guerra
se convirtieron en funciones regulares» y, es más, en la que «el régi
men de guerras aum enta el poder de los jefes superiores y de los sub
jefes», corresponde, en nuestra opinión, precisamente a la época
protomicénica, o sea, a la época de las tum bas de fo sa 7. Precisamen
te «la guerra como ram a de producción permamente» llevó a las ex
pediciones y a las razzias contra la isla de Creta y, probablemente,
también a la destrucción de la ciudadela de Tebas. Contem poránea
mente, la cada vez mayor división del trabajo, conectada con el de
sarrollo de un artesanado especializado, y la relevante posición asu
mida por la familia del príncipe, indican la definitiva disolución de la
organización gentilicia fundada en el linaje; este hecho condujo,
aproximadamente alrededor del año 1400 a. de C ., a la afirmación de
un poder de tipo estatal.
55
La economía de palacio micénica no se basa solamente en los pro
ductores que trabajan en sus dependencias; por otra parte, se carac
teriza por un desarrollo diferente al que encontramos en Creta y
corresponde a la estructura social de base gentilicia propia de las es
tirpes aqueas que penetraron en Grecia alrededor del III milenio. En
efecto, sobre todo, en el terreno de la producción agrícola, que repre
senta la base de la producción, continuaban existiendo comunidades
rurales, cuyas prestaciones respecto a palacio presentaban más el as
pecto de un cambio interno de productos, dirigido y organizado por
palacio, que el de una verdadera y típica form a de im puesto10. Esta
característica, comprobable en las relaciones de propiedad de la so
ciedad micénica, se puede destacar especialmente gracias al testim o
nio de un grupo específico de tablillas provenientes del palacio de Pi-
los (...).
Las tablillas de la serie E de P ilo s 11 se refieren de todos modos,
con cierta seguridad, a la posesión de la tierra, como indica clara
mente el ideograma principal que las caracteriza. Este ideograma,
que representa la mayor unidad de cantidad o de peso de grano, se
guido de otras medidas más pequeñas, nos indica la correspondiente
unidad de semillas para un lote de terreno determinadas dim en
siones. A su vez, tal lote de terreno aparece sujeto a diversas rela
ciones de propiedad, como parecen indicar los siguientes signos que
continuamente se repiten en los textos:
56
propietarios que la concedían a su vez a los arrendatarios sometidos a
tributo. Así, la tierra llamada ki-ti-me-na tendría su origen en las
nuevas tierras de cultivo englobadas bajo la directa vigilancia del p a
lacio. Tal estructuración en clases sociales, que estaba basada en Mi-
cenas en las diferentes categorías de propietarios superintendentes,
arrendatarios y propietarios de tierras comunales, se corresponde
con un cierto tipo de organización política.
El estado micénico era una m onarquía de tipo despótico orien
tal 12, representada por el wanax, es decir, el señor que residía en pala
cio. Tanto el wanax como el lawagetas disponían de un temenos, eran,
por tanto, propietarios de un lote de terreno de cuyos productos se be
neficiaban. Relaciones de propiedad semejantes encontramos en la
Ilíada, donde se habla del temenos, perteneciente a diversos héroes,
así como en la Odisea, en el episodio de Nausica 13.
Desde el momento en que el título de wanax se atribuía también a
los dioses y, en la época siguiente, el temenos cobró el significado de
lote de terreno dedicado a los dioses, podemos considerar que el m o
narca micénico desempeñara también funciones sacerdotalesl4. En
cualquier caso es necesario ver en el personaje del wanax al jefe y se
ñor supremo del palacio, de la ciudadela, por tanto, y de todos los que
en ella realizaban una actividad productiva.
La función del lawagetas15 permanece todavía poco clara: podría
tratarse del representante del rey-sacerdote y, al mismo tiempo, del la
os (es decir, de la aristocracia); de todos modos, para está época, no se
puede hablar todavía con seguridad de una form a de división de los
poderes.
Con el nom bre de telestai, que también aparece en los archivos, se
podría entender a los propietarios de la tierra llam ada ki-ti-me-na,
que debían representar la nobleza cortesana dentro de las ciuda
delas mientras que, entre las diversas titulaciones que conservamos,
ko-re-te y basileus debían representar una especie de cargo con m an
do local, ligado, por tanto, a los centros rurales. El ko-re-te, en
efecto, parece que fue el representante de los telestai, responsable de
los beneficios que se derivaban del tipo de tierra llamado ki-ti-me-na,
mientras que el basileus era seguramente el anciano de la tribu o de la
aldea, ligado a la tierra llamada ke-ke-me-na. En el ámbito de las al
57
deas también está docum entada la superviviencia de un consejo de
ancianos, hecho que indicaría un fenómeno de permanencia de una
situación de democracia militar dentro de la organización del damos
(es decir, de las masas populares), que no estaría completamente in
tegrado en la economía del palacio. La existencia del papel de p ro
ductor agrícola, que se mantiene como campesino libre dentro de su
aldea, representa el elemento determinante de los que será después,
tras el final del m undo micénico, el desarrollo económico y social de
la historia griega.
El excedente derivado de la producción agrícola, absorbido en
parte bajo form a de impuesto (= Abgaben) y en parte bajo form a de
cambio interno organizado por las ciudadelas, servía para el m ante
nimiento de la corte del monarca: bien para el aprovisionamiento de
la nobleza cortesana, de la servidumbre y de los artesanos residentes
en las ciudadelas; bien para la economía de acumulación, o bien, fi
nalmente, para el comercio con los países extranjeros (...)
La variedad de los ideogramas, evidente en las tablillas, propor
ciona la posibilidad de precisar una división del trabajo diferenciada
según las diversas funciones. Los artesanos recibían lo necesario para
su m anutención sólo en parte directamente del palacio: en realidad
poseían con m ucha probabilidad lotes de terreno cuyos beneficios
disfrutaban, aunque no esté claro quiénes se dedicaban a cumplir con
tales tra b a jo s 16. Además, los palacios micénicos tam bién poseían
esclavos, aunque no se puede afirm ar rotundam ente que la esclavitud
jugará un papel prim ario en el proceso productivo. A este propósito
se puede recordar que en el archivo de Pilos están catalogadas num e
rosas mujeres que realizan diferentes servicios, como hilar la lana,
moler el grano y transportar el agua; según la interpretación sumi
nistrada por Ventris, los países de origen de dichas mujeres
correspondían a regiones en la que es reseñable la presencia del co
mercio micénico, aunque también parece posible que fueran raptadas
o esclavizadas, incluso compradas como m ercancías17.
Las ciudadelas micénicas exportaban productos agrícolas y m a
nufacturas de su artesanía; dichas mercancías, sin embargo, no fue
ron suficientes como contrabalanza para los productos de im porta
ción que debían de consistir no solamente en materias primas para
el trabajo de los metales, sino también en géneros de lujo como el
marfil, las especies y el ám bar. Por tanto, se puede considerar como
58
probable que las ciudadelas disponían de otras fuentes de riqueza que
nosotros no podemos precisar con certeza, tales como operaciones
comerciales particularmente convenientes cuya función declarada era
la de trait-d ’union entre diversas regiones, papel que ya había desem
peñado precedentemente la isla de Creta, pero, sobre todo, las ac
ciones de piratería y de razzia. Las naves micénicas se dirigieron h a
cia el Occidente y alcanzaron regiones más alejadas de las que sabe
mos visitadas por los cretenses: se puede com probar la im portación
de productos micénicos en Sicilia, en la Italia meridional, hasta en las
islasEólicas y en Isquia. Esta línea de penetración testimonia la inge
rencia de los micénicos, como comerciantes con función de interme
diarios, en la ruta del comercio del estaño, que se desarrolla durante
esta época en las regiones occidentales y tiene como cabeza las zonas
mineras de España y de las islas británicas.
En el ámbito de las islas del Egeo se ha com probado la presencia
micénica en Melos, Délos, Paros, Naxos, Thera, Rodas, Cos, Samos
y Chipre; sobre la costa del Asia Menor, en Mileto, Colofón y, en
menor me;dida, en Efeso y Focea.
Esta expansión de la actividad comercial micénica, que se de
sarrolló hasta Egipto, Siria (Ugarit) y, en Asia M enor, desde Mileto a
Troade y en Cilicia, representa el fondo histórico sobre el que situar
la guerra de Troya. De cualquier modo la Ilíada de Homero no se
puede entender como una verdadera crónica relativa a tales hechos 18;
parece más verosímil considerarla como la tentativa por parte de los
micénicos de apoderarse de la llanura del Escamandro y, por tanto,
del puerto de enlace con el final de la ruta del cobre, puerto represen
tado por la ciudad de Troya. También puede ser posible que los micé
nicos se establecieran en colonias precisamente en las zonas donde ya
ocupaban los centros comerciales estratégicos y, como consecuencia,
provocaran encuentros bélicos con la población local de Asia Menor.
Las causas de semejante expansión económica y bélica encuen
tran su motivación en el desarrollo coetáneo destacable del continen
te griego. La cultura micénica tenía su centro en la Argólida y se
desarrollaba en las regiones limítrofes, desde C orinto a Acaya, Elide,
Arcadia, Mesenia y Laconia hasta el Atica, B eoda, Eúbea, Fócida,
Etolia, Acarnania y Tesalia. De las 390 instalaciones en el continente
griego, cuya pertenencia a la cultura micénica se da como segura, las
de Arcadia, Acaya y Elide se remontan al período de las tumbas de
fosa, o sea, a la época en que se verificó en Grecia la formación del
estado. Todas las regiones parece que estuvieron bajo el control de
las diversas ciudadelas en las que se concentraba el poder territorial.
Las ciudadelas y palacios más im portantes, cuya tradición histórica
59
está reflejada en los ciclos legendarios, eran Micenas, Tirinto y Mi-
dea en la Argólida, Vafio en Laconia, Pilos en Mesenia, Yolcos en Te
salia, Orcomenos y Gla en el lago Copais y el Cadmeion de Tebas en
Beoda; finalmente, el más antiguo establecimiento fortificado se al
zaba sobre la acrópolis de Atenas en el Atica. Las ciudadelas fortifi
cadas solamente son comprensibles si se admite la existencia de hosti
lidades entre cada centro de poder territorial.
Dado que en el continente griego faltan los presupuestos para un
trabajo de tipo comunitario bajo la dirección de una autoridad estatal
centralizada, exceptuando las obras como las de drenaje del lago
Copais o las de regadío del valle del Eurotas, no se llegó a la creación
de grandes estados territoriales, como por el contrario se form aron
en Oriente, sino simplemente al desarrollo de menores unidades terri
toriales estatales, caracterizadas precisamente por la presencia de
sendas ciudadelas19. Resulta ciertamente posible el adm itir la realiza
ción de una empresa conjunta por parte de todos los señores locales,
similar a la recordada en la Ilíada, tanto en el caso de una guerra de
conquista como en el de una acción de razzia en tierras lejanas.
La instalación de los palacios micénicos se conserva sobre todo en
Micenas y en la vecina Tirinto. P or lo que respecta a sus estructuras,
hoy todavía visibles, ambos datan alrededor del 1350 a. de C ., del
período de mayor ñorecim iento del estado micénico. Alrededor del
año 1250 toda la extensión de las estructuras defensivas se reforzó y,
en parte, se renovó. Las imponentes murallas de Micenas, provistas
de pasajes y de casam atas, rodean una zona de 300 m etros por 200,
aproximadamente, incluyendo las estructuras del palacio y el círculo
de las tumbas de fosa: la entrada a la ciudadela la constituye la fa
mosa Puerta de los Leones que, por las características de su construc
ción, es contem poránea a la tum ba de cúpula llam ada del rey Atreo.
En el centro del palacio está colocado el megarón, form ado por tres
partes: un atrio provisto de dos columnas, un recinto interior y la sa
la principal en la que se encontraba el hogar sagrado.
Tirinto se estructura de m anera semejante. Mientras en Micenas
los barrios habitados por la servidumbre y por los artesanos estaban
colocados fuera del recinto am urallado, Tirinto está form ada por
una fortaleza superior, otra inferior y una tercera para ser usada co
mo refugio, que ofrecía la posibilidad de defensa en caso de ataque
enemigo. Los edificios de la ciudadela aparecen ricamente decorados
con estucados en las fachadas de los palacios y sobre los pavimentos,
así como con frescos en las paredes, cuyos motivos reproducen m o
delos minoicos (...).
Aunque en las ciudades micénicas la organización de la actividad
60
comercial y la de producción de bienes parece que estuvieron en m a
nos de la aristocracia cortesana, pese a las posibles consecuencias de
enriquecimiento y de formación de propiedad privada, esto no llevó
a la destrucción de la economía centralizada del palacio, dado que
debieron existir posibilidades de empresas coloniales en regiones fue
ra de la esfera de influencia político-económica de los respectivos
señores del palacio 20. Las contradicciones fundamentales dentro de
la sociedad micénica se comprueban, sin embargo, en la coexistencia
junto a la organización estatal de tipo antiguo oriental, de los centros
rurales no integrados en la economía de palacio y regulados por el
anciano de la aldea (el basiléus) y por el consejo de ancianos. La p ar
ticipación de los basileis en las acciones de expansión emprendidas
por las ciudadelas contribuyó indudablemente al enriquecimiento de
dichas personalidades locales y, en consecuencia, a un fenómeno de
descentralización conectado al desarrollo de los centros de poder m e
nores, hecho que, aunque bajo otra forma, encuentra sus raíces en
Creta.
P o r otra parte, la llam ada a las armas de todos los hombres útiles
del territorio y una acción conjunta de varias ciudadelas, debieron de
significar una necesidad urgente para la defensa contra la persecu
ción de las estirpes implicadas en el gran movimiento invasor de prin
cipios del 125021.
Durante la fase final del estado micénico se puede destacar, en el
campo de la técnica bélica, una im portante innovación, que llegará a
ser determinante en el siguiente desarrollo de la historia griega: un
cambio del papel jugado por el combatiente sobre carro, a favor de
las tropas de infantería. El llamado «Vaso de los guerreros» y una es
tela funeraria descubierta en la acrópolis de Micenas representa filas
de soldados en m archa, armados con lanza, espada y escudo. Las
tropas de infantería existirían ciertamente en la época precedente,
aunque no serían determinantes en la batalla, donde el papel decisivo
lo desempeñaría cada guerrero de ascendencia noble. A tal efecto, re
sulta particularm ente sobresaliente el hecho de que, en un territorio
tan caracterizado geográficamente como el griego, era imposible o r
ganizar cualquier form a de defensa basada en una técnica militar, co
mo la más antigua, fundada en el carro de guerra y en la función de
20 Este punto no lo aclaran suficientemente los autores, com o tam poco aparece
claro en Childe ni en Starr. El problem a de la relación o identificación entre las tres
categorías posibles en la organización del palacio entendida en sentido estricto, o sea,
bajo el m ando directo del príncipe, los ejecutores materiales del com ercio ultramarino
y los eventuales em prendedores responsables, continúa siendo hoy tema de suposi
ciones (N. del E.).
21 El deu s ex m achina de las invasiones dorias es un tem a bastante peligroso en la
literatura sobre M icenas, que induce a descuidar un análisis de las posibles contradic
ciones internas en la sociedad m icénica. Tam poco en este caso los autores han escapa
do de caer en la tentación, aunque en parte hayan tocado algunos puntos focales del
efectivo proceso de corrupción de la estructura estatal m icénica (véase a continuación
en la introducción al ensayo de C. Parain, parte tercera) (N . del E .).
61
cada guerrero. No es posible decir en qué medida tal consolidación
de las tropas de infantería se pueda señalar como síntoma del mayor
relieve alcanzado por los productores rurales y, por consiguiente, de
una crisis de la economía de palacio micénica. En efecto, precisamen
te en este período asistimos a la destrucción de las distintas ciudade
las (...).
Con la destrucción de las ciudadelas también desapareció en las
zonas habitadas de Grecia la form a estatal del despotismo oriental
antiguo.
Así, justo en la edad de las grandes invasiones, se establecieron
las premisas a partir de las que se desarrollaron las relaciones de pro
ducción que caracterizaron la forma antigua y la polis, en las cuales,
como ya se ha dem ostrado, confluyeron determinados elementos que
se form aron en la época de los estados micénicos.
62
SEGUNDA PARTE
65
dos a cualquier categoría de personas por parte de las diferentes enti
dades (el palacio directamente o las autoridades locales de un centro
rural), significa en términos reales un variado número de tablillas
escritas, clasificadas según los diversos momentos y los diversos ni
veles de la operación de registro: en función a los nombres de cada
asignatario, a los diferentes estatutos a que podían estar sujetas las
tierras en cuestión, a posibles consuntivos o elencos generales según
los diversos criterios funcionales, etc. Si estas necesidades, breve e
imprécisamente señaladas, se proyectan sobre toda la esfera de los in
tereses que el palacio podía tener en relación con las diversas produc
ciones sometidas bajo su control (sobre este problema, véase cuanto
se indica en la tercera parte, en la introducción a la colaboración de
K. Polanyi y J. P . Oliver), se comprende lo significativo que es el
análisis y la caracterización en términos «archiveros» de los docu
mentos escritos que han llegado hasta nosotros, precisamente para la
reconstrucción y comprensión de todos esos mecanismos. Dichos do
cumentos nos permiten adentrarnos en la «organización del poder»,
reconstruir el funcionam iento de los «oficios» pertenecientes a los re
gistros y del personal que los regentaba.
En el preciso momento en que se intenta recoger en corpus los do
cumentos escritos provenientes de un palacio, todos estos aspectos
juegan un papel fundamental en relación a los criterios elegidos para
su clasificación.
Lo delicado de este aspecto de la investigación y las dificultades
que conlleva se pueden comprender si se lee, por ejemplo, la exposi
ción de J. Chadwick durante las sesiones del 5.° Coloquio interna
cional de estudios micénicos (Salamanca, 1970), The Classification
on the Knossos Tablets (pág. 20 sgs. de las Actas) y la discusión m an
tenida a continuación por los principales especialistas en la m ateria.
Estas breves advertencias no agotan, naturalmente, el problem a
(cuya bibliografía esencial se recoge en la parte documental al final
de este libro); pero, al menos, sirven para acentuar este aspecto esen
cial de los estudios micenológicos que en la presente obra, por las ra
zones de economía del trabajo expuestas en la introducción, no en
cuentra el puesto preeminente que ocupa en la praxis de la investiga
ción. Por, otra parte, tam bién se pretende reivindicar su valor desde el
punto de vista histórico, puesto que los mecanismos reguladores y re
gistradores de los que se puede servir el elemento hegemónico dentro
de una formación cultural, inciden de manera a menudo determ inan
te sobre la organización y el desarrollo de las fuerzas productivas su
balternas.
Los trabajos cuya traducción ofrecemos se han ordenado crono
lógicamente. Se ha partido del famoso libro Documents in M ycenae
an Greek (abreviado: Docs.), escrito por el descifrador de la Lineal
B, Michael Ventris y por el filólogo John Chadwick, quien pronto se
unió al primero en el trabajo de poner en orden y desarrollar los
resultados obtenidos. La publicación de la primera edición de D o
cuments, en 1956, supuso la prim era tentativa de ofrecer un cuadro
66
completo del mundo revelado al descifrar las tablillas; en efecto, no
es erróneo afirm ar que la mayor parte de las aportaciones publicadas
a continuación, a cargo de otros investigadores, parte de la riquísima
serie de elementos que la de Ventris y Chadwick puso a su disposi
ción. Después de una reimpresión corregida y aum entada, en el año
1959, los Documents se han vuelto a publicar, "completamente ac
tualizados, en 1973, en un volumen de casi el doble de páginas que la
primera edición. El ingente trabajo de actualización, llevado a cabo
por J. Chadwick, permite que los investigadores encuentren en esta
obra un m étodo de investigación de excepcional im portancia, aunque
en la actualidad, debido al desarrollo de los estudios «micenológi-
cos» de los últimos años, el panoram a de la investigación en este
campo se presente mucho más complejo y articulado.
Los dos pasajes que se reproducen, Organización social y Pose
sión y uso de la tierra, muestran características bastante diferentes en
su planteamiento. El primero, en efecto, es uno de los apartados, el
cuarto, de un capítulo introductor (cap. V: Evidence o f the Tablets)
que se incluye en la primera parte del libro, con el título de: Escritura,
lengua y cultura. Se trata de una discusión fundada en los testimo
nios ofrecidos por las tablillas, pero de carácter muy general y, en
cierto sentido, de resumen. Los problemas referentes a las personali
dades del entram ado social micénico (siempre dentro de los límites
que podemos conocer por los documentos escritos) no se han an a
lizado específicamente sino sólo aludidos o descritos teniendo en
cuenta las formulaciones realizadas por otros investigadores. Así
pues, la lectura resulta relativamente fácil y no presupone un conoci
miento directo de la documentación escrita.
El segundo pasaje, por el contrario, no es más que la introduc
ción a uno de los capítulos, el VIII, en el que se recopilan por temas
los textos de las tablillas que form an la segunda parte del libro, bajo
el título de Tablillas escogidas. Por tanto, la lectura resulta bastante
más problem ática para quien desconozca la m ateria o para quien no
tenga a su alcance los textos en cuestión.
El criterio seguido para la selección de estos dos fragmentos entre
otros muchos, que hubieran ofrecido igualmente un extraordinario
interés, es innegablemente discutible. Se basa en las siguinetes consi
deraciones: si es cierto que, como se ha recalcado en el interesante en
sayo de S. Hiller y O. Panagl recientemente publicado en Alemania
(citado en la nota 9 de la colaboración de G. Childe), el m undo des
cubierto por las tablillas se refiere, fundamentalmente, a la organiza
ción de las relaciones entre el palacio y las tierras bajo su jurisdic
ción, o a las formas en base a las que la leadership que vivía en la
ciudadela se aseguraba la explotación de las gentes, tanto habitantes
en el campo bajo su jurisdicción como en el interior del palacio a su
directo servicio, para disponer de una determ inada cantidad de p ro
ductos de prim era necesidad para su m antenimiento o un cierto pote-
cial de fuerza-trabajo artesanal, entonces resulta de primordial im
portancia intentar comprender ante todo qué aparato administrativo
67
y qué tipo de gestión de las tierras se desprende de tales documentos.
Por otra parte, no se puede considerar como fortuito que todos los
otros argumentos específicos, tratados claramente en las tablillas o
que se puedan deducir de su lectura, aparezcan estrechamente ligados
o estén en función de estos dos temas fundamentales para nuestra in
vestigación.
Hay que señalar una diferencia que se refiere al diferente carácter
de los dos textos escogidos: mientras que para la organización social
no se trata de testimonios directos, sino de deducciones extraídas de
las tablillas referentes a los asuntos más diversos (listas de ofertas,
anotaciones de contribuciones a entregar o ya entregadas al palacio,
distribución por parte del palacio a los centros periféricos de m ate
rias primas, tales como metales para trabajar en el caso de preparati
vos bélicos, etc.), en el caso del uso y pertenencia de la tierra nos en
contramos ante testimonios directos que nos proporcionan elementos
que permiten deducir cómo funcionaba la producción agrícola, aun
que con frecuencia no lo expliquen expresa y claramente.
En este sentido, no conviene olvidar que existe una serie im por
tante de estudios, realizados durante estos últimos años, sobre todo
por L. Godart, J. T. Killen y J. P. Oliver, dedicados a un aspecto
que, con toda probabilidad, es igualmente esencial para la vida eco
nómica de los palacios micénicos: el de la cria de ganado ovino, di
rectamente relacionada con la producción lanera y con el desarrollo
de la industria textil (L. Godart, The grouping o f the placenames in
the Cn Tablets, en Bulletin o f the Institute o f Classical Studies o f the
Univ. o f London, 17, 1970, págs. 159 sgs.; id. Valeur des Idéogram
mes OVISm, OVIsf, C APm , C APf, SUSm,B O S m, BOSf dans les ta
blettes de Cnossos et de Pylos, en Kretika Chronika, 23, 1971, págs. 89
sgs.; id. Les tablettes de la serie Co de Cnossos, en A cta Mycenaea,
vol. II, Salamanca, 1972, págs. 418 sgs.; J. T. Killen, The Wool In
dustry o f Crete in the Late Bronze Age, en A nnual o f the British
School at A thens 59, 1964, pág. 1 sgs.; id. The Knossos L c Cloth
Tablets, in Bulletin o f the Institute o f Classical Studies, op. cit., 13,
1966, págs. 105 sgs.; J. P. Olivier, La serie Dn de Cnossos, en Studi
micenei e egeo-anatolici 2, 1967, págs. 71 y sgs.; id., L a serie Dn de
Cnossos reconsiderée, en Minos 13, 1972, págs. 22 sgs.; de reciente
publicación sobre la totalidad del tema, acompañado de exhaustiva
bibliografía: S. Hiller O. Panagl, Die frühgriechischen Texte aus my-
kenischer Zeit, Darm stadt, 1975, capítulos XII, XIII y XVIII). Debi
do a la complejidad del tem a y a las investigaciones actualmente en
curso, teniendo asimismo presente la falta de un trabajo general al
respecto (al que se dedica L. Godart) se ha preferido no afrontar
dicho tema en este lugar. Sin embargo, se debe de tener en cuenta la
im portancia, que se desprende de la lectura de los estudios más arriba
reseñados, que este sector productivo debió desempeñar en el con
junto de las interrelaciones entre el palacio y la fuerza-trabajo que le
estaba sometida.
De particular interés para el tema (especialmente respecto a una
68
valoración de los distintos grados de intervención-dirección por parte
del palacio en los procesos de producción que se desarrollaron en las
zonas que m antenía controladas) son las recientes observaciones de
L. G odart y J. P . Oliver en Tiryns V III(1975) N ouveaux Textes en li
néaire B de Tirynthe, donde se analizan comparativamente los meca
nismos de control y registro por parte de la autoridad central en el
panoram a de la producción y de la elaboración de la lana y de la cerá
mica.
Todos estos elementos se apoyan y en parte confirman el cuadro
de relaciones que nos ofrecen los documentos relativos a la asigna
ción de las tierras. P or tanto, hay que tenerlos presentes como factor
complementario.
La tercera colaboración que aquí se ha incluido presenta un signi
ficado diferente; se trata del trabajo de L. R. Palmer relativo tam
bién a la organización social del mundo micénico. Hay que decir ante
todo que la publicación del libro The Interpretation Mycenaean Gre
ek Texts (1.a ed., Oxford, 1963; 2 .a ed., con breves notas para su
puesta al día, págs. 483-496, Oxford, 1969), del que se ha extraído el
fragmento seleccionado, ha representado y representa todavía hoy,
pese a las muchas críticas que haya recibido, sobre todo en cuanto al
aspecto metodológico, un interesante intento de síntesis histórica m e
diante una ampliación de la perspectiva de análisis, basado en el estu
dio com parado, en el campo de la lingüística indoeuropea, de las ins
tituciones que podían aproximarse a aquellas de las que daban testi
monio incompleto las tablillas o que podían explicar en parte los m e
canismos socioeconómicos que los documentos en Lineal B por sí so
los no alcanzaban a poner en evidencia claramente. Las virtudes y los
defectos de una investigación planteada en tal sentido están presentes
en los pasajes ya recordados de Ventris-Chadwick (sobre todo en lo
relativo al uso y pertenencia de la tierra) y tam bién, aunque quizá de
manera demasiado polémica, en la breve introducción de K. Wund-
sam, también seleccionada en esta parte, a su ensayo sobre la estruc
tura político-social de las ciudadelas micénicas.
Hay que señalar que, aunque metodológicamente las com paracio
nes que establece Palmer adolecen de muchos defectos (entre los que
no es el menor la falta de relieve con que presenta la diacronía y las
variaciones dentro de las que se form a y se desarrolla un sistema so
cioeconómico), las sugerencias que se derivan de los paralelos p ro
puestos, especialmente con el mundo anatólico, contribuyeron a su
perar, en el seno de los estudios micenológicos, la acostumbrada vi
sión «micenocéntrica» que indudablemente dañó, y perjudica todavía
en la actualidad, un planteamiento histórico correcto del estudio de
dicha cultura. La parte del capítulo que se refiere a las instituciones
sociales, extraída del libro de Palmer, obtiene su valor principal co
mo documento relativo a la «historia de los estudios» más que por
los datos que incluye, por interesantes que estos sean.
El tercer trabajo aquí seleccionado, el de Lejeune, se refiere, sin
embargo, a un tema específico, al de la organización de los centros
69
rurales periféricos, a la estructuración del elemento «subalterno»
dentro de la sociedad micénica. La importancia de este elemento para
comprender el «modo de producción egeo» (si se nos permite utilizar
esta definición) ya ha quedado bien clara con la lectura de los tres en
sayos históricos que constituyen la primera parte, en particular con el
análisis que los dos investigadores alemanes, Bockisch y Geiss, llevan
a cabo en su escrito. En efecto, desde el momento en que se preten
den reconstrucciones de gran amplitud, del tipo de la intentada por
los dos autores recientemente citados, existe siempre el peligro de ca
er en peligrosas generalizaciones; al menos, de no evidenciar con la
claridad debida como algunos elementos, en los que se fundan cierto
tipo de reconstrucciones, carecen de seguridad o no han sido total
mente comprendidos. Igualmente existen puntos todavía oscuros en
cuanto se refiere al damos, a su función y características dentro de la
sociedad micénica completa, particularmente en las relaciones del lea
dership palatino. P or otra parte, la hipotética autonom ía relativa de
esta estructura social en relación con palacio, se puede proponer, con
un alto grado de credibilidad, como punto de partida (hecho que se
debe principalmente a los documentos referentes al uso y pertenencia
de la tierra).
La investigación de Lejeune se refiere a un tem a específico a la
vez que a uno de los enfoques de las relaciones de producción que ca
racterizan a toda la sociedad micénica. Aum enta el interés de este en
sayo, tanto su corrección metodológica como la categoría científica
del autor, uno de los mayores lingüistas en el campo indoeuropeo.
También hay que tener en cuenta que muchos de los estudios realiza
dos por Lejeune están dedicados precisamente al problem a de las re
laciones entre el palacio y los centros secundarios, así como a la arti
culación de éstos (véanse los estudios recogidos en el libro titulado
Mémoires de Philologie Mycénienne, entres volúmenes: París, 1958;
Roma, 1971; Roma, 1972, y en particular el famoso ensayo Les f o r
gerons de Pylos, en Mémoires II, cap. XXIII, relativo a las relaciones
entre el palacio y la mano de obra especializada en el trabajo del m e
tal).
Finalmente, casi a modo de conclusión de los problemas que han
puesto de manifiesto los escritos que hasta aquí se han considerado,
se ha juzgado interesante y oportuno incluir, como quinta aporta
ción, la introducción de K. W undsam a su ensayo sobre la estructu
ra sociopolítica de las «Residencias» micénicas. El mérito de dicha
introducción consiste en la reconsideración, a veces es posible que en
exceso polémica, de las varias corrientes, tanto en el campo más
estrictamente lingüístico como en el de la reelaboración histórica,
que han caracterizado la investigación en este terreno durante los úl
timos diez años (hasta 1968, fecha de publicación del referido ensa
yo).
Tras el desarrollo alcanzado recientemente por el análisis estruc
tural interno de los documentos micénicos, sobre todo gracias a las
contribuciones de investigadores como J. P. Oliver, L. G odart, A.
70
Sacconi y el mismo J. Chadwick, la inclusión de K. W undsam puede
parecer, en cierto sentido, anacrónica (téngase en cuenta que un libro
de im portancia fundamental para la correlación de los diferentes gru
pos de documentos entre ellos y el estudio de la organización b u
rocrática en el interior de palacio, como lo es el de J. P. Olivier sobre
los escribas de Knossos —Les scribes de Cnossos. Essai de classement
des archives d ’un Palais mycénien, Rom a, 1967— se puede decir que
apareció contemporáneamente al trabajo de W undsam). Sin em bar
go, sobre todo con relación a los problemas que surgen en el mom en
to que se intenta una transposición de los datos específicos que ofre
cen los documentos escritos al plano de la reconstrucción histórica
global, resulta en extremo interesante la polémica abierta por W und
sam (quizá uno de los primeros filólogos no marxistas que al menos
tuvieron en cuenta los intentos de reelaboración «marxista» en este
terreno, aunque no comprendiera completamente la problemática).
Como conclusión de estas pocas líneas de introducción sobre el
carácter de los ensayos reunidos en esta parte (sobre los que verdade
ramente habría mucho más que decir), téngase en cuenta los siguien
tes criterios que conform aron la presentación:
— Se ha intentado, dentro de los límites de lo posible, evitar el
«despedazamiento» de los fragmentos seleccionados, con la finalidad
de dar al lector una idea completa del escrito (aun a costa de presen
tar algunos pasajes cierta complejidad para el no especialista).
— En donde se ha realizado cualquier «corte», nos hemos pre
ocupado de resumir en una nota las ideas expresadas, a la vez que in
dicar bibliografía al respecto.
— La bibliografía, con frecuencia por el autor en form a abre
viada, se ha reproducido completa y, en algunas ocasiones, repetido
dentro del mismo ensayo.
— Las referencias a las tablillas, incluidas tanto en los fragmen
tos reproducidos como en las notas, se han efectuado o modificado
en función de las nuevas colecciones de reciente publicación:
P ara Pilos: The Pylos Tablets Transcribed, vols. I-II, Roma,
1973-1976, a cargo de Emmett L. Bennett y J. P . Olivier.
P araK nosos: The Knossos Tablets IV , Cambridge, 1971, a cargo
de J. Chadwick, J. T. Killen y J. P. Olivier.
P ara Micenas: Corpus delle iscrizioni in Lineare B di Micene,
Roma, 1974, a cargo de A. Sacconi.
P ara Tebas: Linear B Tablets fr o m Thebes, en M inos X , 2,
1969, págs. 115-137, a cargo de J. Chadwick.
The Thebes Tablets II, en Supl. &M inos, Salamanca, 1975, a car
go de Th. G. Spyropoulos y J. Chadwick.
— Además, para las colaboraciones de Ventris-Chadwick, se han
citado en nota con asterisco también los números de las tablillas rela
tivos a la numeración progresiva de los textos seleccionados en la
obra; para las rectificaciones de 1973, contenidas en la segunda parte
de la últim a edición del libro, se ha preferido, para la contribución
sobre la organización social, citar el texto en nota bajo la indicación
71
rectificación Chadwick y la indicación de la página, mientras que pa
ra el uso y pertenencia de la tierra, dado el carácter de breve m o
nografía que la misma rectificación de Chadwick presentaba, se ha
considerado oportuno añadirlo como apéndice a continuación del
texto del 56.
P ara las referencias a otros pasajes de los D ocuments relaciona
dos con los temas de organización social y de pertenencia de la tierra
o a otras tablillas allí analizadas, se ha empleado en nota la abre
viatura Docs. (Documents; 2 .a ed.) seguida del número de la pági
na o del de la tablilla indicado en la obra, señalado por + y precedi
do por la sigla y por el núm ero referente a las colecciones poco antes
citadas.
— Téngase en cuenta, finalmente, que según las convenciones es
tablecidas en el terreno de los estudios micenológicos, cada número
de inventario de tablilla va precedido por:
1. Sigla relativa a la procedencia del documento :
PY = Pilo; MY = Micenas; KN = Knossos; TH = Tebas, etc.
2. Sigla relativa a la clase de pertenencia:
A-B = registro de personas.
C-D = registro de animales.
E-U = registro de productos agrícolas, artesanales, armas, etc.
3. Sigla secundaria, escrita en letras minúsculas, que indica bien
el tipo de tablilla (en form a de hoja o de página), bien el lugar de pro
cedencia dentro de una misma clase de pertenencia.
(Para todas las características ligadas a la catalogación de los do
cumentos micénicos, véase, en cualquier caso, las ilustraciones y bi
bliografía de la cuarta parte).
O r g a n iz a c ió n s o c ia l
por M. Ventris y J. Chadwick
72
table, tanto en base a los testimonios arqueológicos como a la luz de
la investigación comparativa; lo que resulta evidente en los documen
tos referentes a sus incumbencias civiles es que su poder fue al mismo
tiempo temporal y religioso. Cierto número de artesanos —un alfare
ro, un batanero y un armero (?)— aparecen calificados efectivamente
como «reales» (wanakteros) y el mismo térm ino, que se repite en un
contexto poco claro en un jarro de Tebas, parece probar al menos la
existencia de otro reino en aquel lugar2 (...).
En la distribución de los τβμίνη 3 en Pilos, encontram os, inme
diatamente después de la asignación relativa al rey, la hecha al
lawagetas4. Esta última denominación representa un conocido térm i
no griego que sobrevive en la épica bajo la form a de Xayerm , au n
que en este ámbito signifique aparentemente sólo «leader» o «prín
cipe», sin el significado técnico específico que debió tener el micé
nico. En las tablillas faltan indicios directos de su función particu
lar, pero tanto la etimología como los paralelismos germánicos adu
cidos por P alm er5 sugieren que se tratará del com andante militar en
cargado de conducir el ejército a la guerra. Si el paralelismo germáni-
73
co fuera exacto (cfr. Tácito, Germania, 7), podríamos adm itir que
solamente fuese elegido en tiempo de guerra y podríam os estar segu
ros, gracias a las tablillas de tem a militar, que en aquel período Pilos
estaba precisamente en estado de g u erra6. Dicho título tam bién se
encuentra en Knossos, donde hasta ahora no se ha sabido de ninguna
indicación sobre preparativos contra un ataque enemigo. C onfrónte
se al respecto J J 1, 22-24 de la autobiografía del rey hitita Hattusilis
III: «Pero cuando mi padre Mursili se hizo dios, mi herm ano Muwa-
tallis ocupó el trono del padre, y delante de mi hermano me convertí
en je fe de las fuerzas armadas (EN KI.KAL.BAD)». Encontram os
además nombres profesionales que están calificados con el adjetivo
lawagesios1.
La lista relativa a la asignación de un temenos enumera, inm e
diatamente después, algunas personalidades llamadas te-re-ta, re\ea-
TaC, título oficial que sobrevivió en la Elide hasta el período clásico8.
A éstos se les asigna en total la misma cantidad de grano (¿tierra?)
que al rey, dividida entre tres poseedores, de m odo que las propieda
des individuales vienen a resultar las mismas que la del lawagetas.
74
P alm er9 equipara a los telestai con los LÚ ILKI, «poseedores de
feudo», hititas, que tenían una obligación especial en sus relaciones
con el rey, y los contrapone a los «artesanos», a quienes equipara con
los δημιοερ-γοί homéricos, término que todavía no se ha encontrado
en las tablillas, aunque el término damos sea muy común. Se puede
dar por cierto cualquier clase de sistema feudal de posesión de la
tierra; pero el punto de vista de Palmer se presta a objecciones, espe
cialmente en relación a un nuevo texto de Pilos Un 718 10, donde los
telestai aparecen equiparados al damos. Un núm ero considerable de
telestai parece confirmado según la tablilla En 6 0 9 11, de la que resul
ta que el distrito de Pa-ki-ja cuenta solamente con catorce, mientras
que para Knossos tenemos la tablilla Am 826 l2, en la que se m en
cionan al menos cuarentaicinco telestai de A ptara. Es probable que el
verbo te-re-ja-e (¿ teleiaen ?) expresara la función del telestas, puesto
que en otros casos es sustituido por wo-ze-e (worzeen), que parece re
ferirse a la función del ka-ma-e-u, probablem ente debe de indicar
cualquier tipo de servicio feudal. El ka-ma-e-u es simplemente el p o
seedor de la tierra llam ada ka-ma.
La explicación más natural es que sea el obsoleto nom bre * χαμά
del que se formó el locativo χαμαί, conclusión que corrobora una
glosacretenseenHesiquio (χαμάν τον cxjqov). De cualquier modo, su
significado es más específico y denota un tipo particular de posesión
feudal. Los hombres distinguidos con este título parecen tener un h u
milde status: están incluidos un panadero (?) y un «esclavo del
dios» 13.
Un título más im portante es el e-qe-ta, hequetas = έ-κίτη%. Se
trata de una palabra rara en el griego clásico y parece que no significa
otra cosa que «compañero, secuaz». Pero Palm er 14 tiene probable-
9 L. R. Palm er, op. cit., en la nota 1, pág. 39. Sobre las aproxim aciones entre la
sociedad hitita y la m icénica deben confrontarse las anotaciones críticas a la n ota 10
del ensayo P osesión y uso d e la tierra que se ofrece a continuación (N . del E.).
10 Cfr. D oes. 2 171 + , pág. 282, notas de rectificación, pág. 458. La discusión de
esta tablilla se encuentra también en Lejeune, E l dam os en la sociedad micénica, pre
sentado en esta parte. La equiparación dam os = telestai que aquí se señala no resulta
tan absolutam ente segura com o se desearía. El reciente estudio de M. Lejeune en M i
nos, X IV , 1973, pág. 60 y ss., donde se confrontan las tablillas relativas a los τβμένη
(serie Er) con Un 718 (que fija las ofertas religiosas de un cierto número de categorías
de propietarios de tierras, indicados en Er, en función de la extensión de las p ose
siones), confirm a lo infundado de tal ecuación (N . del E .).
11 ( = 114 + ).
12 Cfr. 47 + , pág. 179, notas de rectificación en D oes. 2, pág. 426.
13 T oda la bibliografía más reciente sobre la term inología relativa a la posesión de
la tierra se recoge en el trabajo de S. Hiller-O. P anagl, op. cit., cap., X IV (N. del E .).
14 L. R. Palm er, op. cit., nota 1, pág. 51.
Posteriorm ente se ha descubierto un detalle relacionado con los e-qe-ta en la
tablilla PY Sa 790 ( = 288 + ) , en la que se muestra que tenían un signo característico
de rueda de carro; por tanto, podem os suponer que poseyeran carros. Debieron de sel
los oficiales de la corte real y se distinguían de los oficiales locales enviados a los desta
cam entos de vigilancia costera. Según las tablillas, parece que su principal m isión fue
la militar; versosím ilmente pudieron mandar los regim ientos del ejército de Pilos, pero
esto no excluye otras funciones relacionadas con la casa real ni el carácter religioso de
75
mente razón al ver en esta palabra el equivalente del ετα ίρ ο s hom é
rico y al entenderla en su significado de «compañero del rey», como
más tarde el térm ino latino comes y otros semejantes en celta y en
germánico. La prueba de su posición se desprende de las tablillas m i
litares donde regularm ente están señalados por un patroním ico, otra
distinción igualmente rara. Estos cargos parecen asignados a cuerpos
del ejército en carácter de oficiales de estado m ayor, quizá com o ofi
ciales de enlace representantes de la autoridad central, m ientras que
el m ando directo estaba en las manos de los señores locales. P o r otra
parte, aparecen mencionados ocasionalmente en contextos relativos
a la posesión de tierras 15. Pueden tener escalvos y visten indum enta
ria característica16.
Junto a ellos encontram os tam bién muchos adm inistradores que
parecen estar destinados en las regiones más distantes. Efectivam en
te, no aparecen en relación con Pilos o con Knossos, sino con ciuda
des secundarias.
El título de qa-si-re-u está claramente ligado con el ßaötXevs h o
mérico, que no es un rey, sino un tipo de señor feudal, dueño del p ro
pio territorio, pero con com prom iso de fidelidad al rey. Carratelli di
siente de este punto de vista y prefiere ver en estos ßaai\eis fun
cionarios religiosos como los <pv\oßarikeis. Pero su asociación con
las ciudades lejanas es significativa. Tienen una qa-si-re-wi-ja, quizá
un «séquito», menos probablem ente un «palacio» (...). La ke-ro-si-
ja, geronsia = γερουσία es, tal vez, el consejo del basiléus, puesto
que en la tablilla PY An 261 esta palabra se encuentra asociada con
un hom bre al que en otro lugar se le llam a qa-si-re-u. Resulta menos
seguro que ke-ro-te, que se encuentra en KN B 800, sea g erontes17.
algunas referencias (cfr. L. R. Palm er, The In terp reta tio n ..., cit., págs. 87, 151-153)
(rectificación C h adw ick, pág. 409).
Para el problem a de la defensa costera de P ilos, en conexión co n la fun ción de
«oficial de enlace» de los e-qe-ta, véase cuanto se ha dicho en la n ota 6 (N . del E .).
15 Cfr. P Y A n 724 ( = 55 + ) y E d 3 1 7 ( = 142 + ) , donde uno o m ás están jun to a
la sacerdotisa, a los «guardianes de la llave» y a un hom bre llam ado w e-te-re-u. (U n
personaje relacionado con el culto — i-e-re-u— y usufructuario de un lote de terreno
del tipo kitim ena; cfr. P osesión y uso de la tierra y la tabla adjunta de las asignaciones
de tierras) (N . del E .).
16 Cfr. D oes. 2, p á g s. 258-357 (N. d el E .).
17 Para cuanto concierne a la hipótesis de Pugliesi Carratelli, cfr. N u o v i s tu d i su i
testi m icenei, en L a p a ro la d e l p a ssa to , 36, pág. 217. PY A n 261 = 40 * (N . del E .).
La equiparación del qa-si-re-u con el ßaaiXevs clásico difícilm ente se puede poner
en duda, mientras que todavía perm anece incierto cuál fuera el status de los individuos
que llevaban dicho títu lo. Palm er (The In terp reta tio n ..., op . cit., págs. 39-280) se
inclina a poner en duda ¡a identificación con el ß<xai\evs, que sosteniendo que se trata
de sim ples superintendentes responsables de los grupos de artífices. Tanta prudencia
carece de justificación , pero el valor sem ántico en m icénico debía ser el de «jefe» , a
partir del que es bastante fácil ver cóm o el significado de «rey» se haya desarrollado
después del hundim iento de los reinos m icénicos gobernados por los w an aktes. H o
m ero, com o de costum bre, utiliza una term inología confusa y no establece las distin
ciones exigidas por las costum bres m icénicas.
Consideraciones sem ejantes se aplican a la ke-ro-si-ja, que m uy probablem ente de
be de entenderse com o geronsia, pero que se articula de manera com pletam ente d ife
76
Otro título que podría estar relacionado con las provincias es el
de mo-ro-qa 18, que probablemente se pueda interpretar como mo-
roppas (Palmer: μοιρότταζ) «poseedor de una porción, ocupante de
una parte». Su im portancia está com probada por el hecho de que
Klumenos, que resulta ser moroppas en la tablilla PY Aq 64, resulta
ser también comandante de un ejército en la tablilla PY An 65419. Su
colocación regional se deduce de una serie de indicaciones: su presen
cia en el elenco de los tributos PY Jo 43820; el hecho de que Ka-do-
wo moroppas en PY Aq 64 sea en otro lugar asociado con el topóni
mo Ma-ro; la anotación, sobre la misma tablilla, que demuestra que
Klumenos era ko-re-te del lugar llamado I-te-re-wa.
Finalmente, sabemos de un funcionario local llamado ko-re-te,
que parece ser una especie de alcalde. La palabra indica un sustantivo
agente en -ter; sin embargo, no ha sido hasta ahora explicada satis
factoriam ente, pero su status se deduce con bastante claridad de PY
Jn 82921, en la que se nom bran 16 lugares y la contribución en bron
ce, para cada uno de ellos, ko-re-te y del po-ro-ko-re-te. El prefijo
pro- debe de significar en este caso «vice» o «sub», signigicado que
no permanece en ninguna palabra compuesta clásica. El encabeza
miento de esta tablilla enumera no solamente a estos dos, sino tam
bién otros títulos que se mencionan a continuación. ¿Quizás podemos
explicar esto por el hecho de que el encabezamiento dé todos los p o
sibles títulos equivalentes a los dos términos generales de ko-re-te y
po-ro-ko-re-te? Se puede defender contra esta hipótesis que los kla-
wiphoroi son en otros lugares femeninos, aunque resulte menos p ro
bable que lo mismo sea verdad para du-ma-te. El da-mo-ko-ro, que
aparece mencionado en algunas ocasiones, puede ser, tal vez, algún
otro título relativo a un oficial local designado por el rey. Hay tam
bién otras referencias ocasionales relativas a «instalados», ki-ti-ta, y
a «habitantes de una colonia» (?), me-ta-ki-ti-ta, pero no sería p ru
dente por ahora extraer conclusiones de estas palabras.
Todavía menos se puede decir de los miembros más humildes de
la población22. La variedad de los oficios ejercidos señala una divi
77
sión del trabajo muy desarrollada, pero no está claro hasta qué punto
fueran los artesanos servidores reales, esclavos o a qué status per
tenecían. Hay una omisión absolutamente obvia en la lista de ofi
cios: la ausencia de cualquier término que implique que el cuidado de
las cosechas fuera una ocupación específica. P or el contrario, los do
cumentos de posesión de tierras mencionan a obreros especializados
como los bataneros y a trabajadores del campo como los pastores.
Todo lo cual sugiere que cada individuo cultivaba una porción de
tierra, además de dedicarse a su propia ocupación específica.
Entre las denominaciones profesionales hay muchas que todavía
no se han interpretado de una manera satisfactoria y, en algunos ca
sos, se ha perdido el significado específico de la palabra; la etimo
logía resulta con frecuencia una guía mediocre para analizar el sig
nificado; por eso se considera incompleta la lista de los oficios. Sa
bemos que entre los funcionarios públicos se encontraban un mensa
jero y un heraldo (a-ke-ro, ka-ru-ke), pero todavía no hemos locali
zado el nombre del escriba. Los trabajadores agrícolas reseñados
incluyen pastores (po-me), cabreros (ai-ki-pa-ta), cazadores (ku-na-
ke-ta-i) y leñadores (do-ru-to-mo). Los oficios referentes a la cons
trucción están representados por albañiles (to-ko-do-mo) y carpinte
ros (te-ko-to); la construcción de navios representa un trabajo aparte
(na-u-do-mo). El personal empleado en la elaboración del metal
comprende trabajadores del bronce (ka-ke-u) y fabricantes de espa
das (pi-ri-je-te?); otros artesanos son los fabricantes de arcos (to-ko-
so-wo-ko), de sillas (?) (to-ro-no-wo-ko) y los alfareros ke-ra-me-
we). La m anufactura de las telas era un trabajo femenino: sabemos
de cardadoras, hilanderas y tejedoras (pe-ki-ti-ra2, a-ra-ka-te-ja, i-te-
ja-o), además se utilizan términos diferenciados para quienes tejen el
lino (ri-ne-ja) y quizás también para quienes confeccionan algunos ti
pos determinados de indum entaria (a-pu-ko-wo-ko, e-ne-re-ja, o-nu-
ke-ja). El prensado de la tela era una ocupación masculina (ka-na-pe-
u) y el rey tenía su propio batanero. La confección de los vestidos se
dividía entre hombres y mujeres (ra-pte, ra-pi-ti-ra2). Los oficios con
cernientes a los artículos de lujo están certificados por los preparado
res de ungüentos a-re-pa-zo-o) y por los orfebres (kii-ru-so-wo-ko).
También se encuentra una referencia a un médico (i-ja-te). La molien
da, la medida del grano, eran trabajos realizados por mujeres (me-re—
ti-ri-ja, si-to-ko-wo), mientras que la preparación del pan corría a car
go del personal masculino (o-to-po-ko). Biegen23 mantiene injusta
mente la hipótesis de que la figurilla micénica que representa al pana
dero sea de sexo femenino. Parece que se pueden identificar ocupa
que tela. Los fogoneros (pu-ka-w o podrían ser los custodios del fuego sagrado. Las
trabajadoras empleadas en la producción textil son esclavas o, por lo m enos, maestras
obreras de los talleres de palacio, ya que, tanto en Pilos com o en K nossos, el palacio es
responsable de su alim entación (rectificación Chadw ick, pág. 409).
23 C. W . Biegen, A M ycenaean breadm aker, tn A n n u a rio deüa Scuola archeologi-
ca d i A ten e, N uova serie, 8-10, 1950, págs. 13-16.
78
ciones más humildes en los fogoneros (pu-ka-wo), en los conductores
de bueyes (ze-u-ke-u-si) y, entre las mujeres, el personal de los baños
(re-wo-to-ro-ko-wo) y de servicio (a-pi-ko-ro).
Es segura la existencia de una determinada form a de esclavitud.
Algunos esclavos (do-e-ro, do-e-ra) están claramente definidos como
propiedades de algunos: por ejemplo, las mujeres de A m p h iq uhoitas
(KN Ai 824)24, los que pertenecen a los artífices y continúan el oficio
de su maestro (PY Jn 310 )25. El esclavo de We-da-ne-u se encuentra
además en la situación de tener que contribuir al beneficio de su
patrón y su tratam iento no es diferente del que reciben el resto de los
individuos en condición de libertad. La tablilla PY An 60726 sugiere
que si uno cualquiera de los padres era esclavo también lo era el hijo,
contrariamente a la costumbre de la Grecia clásica; con esto no se
quiere decir que se establece una regla válida para todos los casos.
Las tablillas de Pilos de las clases Aa y Ab implican que la fuerza-
trabajo se reclutaba mediante correrías cuyo resultado era llevar a la
patria mujeres y niños prisioneros para que fueran adiestrados en di
ferentes oficios; tal conclusión parece confirm ada por la palabra
prisioneros» (ra-wi-ja-ja) referida a algunas mujeres; sin embargo, hay
otras a las que se designan con apelativos étnicos27. La serie Ad pare
ce indicar que los hijos de los esclavos constituyeron un im portante
elemento de la fuerza-trabajo disponible. También se encuentran al
gunos testimonios de mujeres asalariadas que se incluían en esta clase
(e-ke-ro-qo-no); pero es muy posible que su remuneración no la reci
bieran para su propio beneficio, sino que estuvieran alquiladas para
aumentar los ingresos del palacio.
En su mayor parte, los esclavos mencionados en Pilos son «escla
vos del dios (o de la diosa)». Hay dos posibles explicaciones: lo m is
mo podemos suponer que un determinado núm ero de esclavos se
había convertido en propiedad de una divinidad en vez que de un
individuo, como que el título esconde en realidad un status comple
tamente diferente del que correspondía a los esclavos normales. En
24 KN Ai 824 = 20 + .
25 PY Jn 310 = 253 + .
26 PY An 607 = 28 + .
27 C onviene reconsiderar la hipótesis de que los étnicos referidos a algunas de estas
mujeres indiquen las localidades que sufrieron razzias de los barcos de P ilos. Si las m i-
ra-ti-ja provienen de M ileto en la Jonia, parece que era en la época una colonia griega
y es im posible que haya estado som etida a razzias con el fin de procurarse esclavos.
Parece, por tanto, más probable que los lugares así nom brados representen los puntos
de encuentro comercial o mercados de esclavos donde se podían comprar las mujeres,
mientras que el em pleo de la palabra «prisioneros», referido a un grupo, podría signi
ficar que los otros se compraban de m odo diferente. Se ha sugerido que los lugares
nombrados con este propósito pertenecieran a los dom inios de Pilos; destaca el hecho
de que un nombre (ti-nwa-si-ja) esté m encionado en otros lugares de las tablillas apa
rentemente en la zona del dom inio de P ilos. Los nombres incluen: m i-ra-ti-ja (M ileto),
ki-ni-di-ja (Cnido), ra-m i-ni-ja (Lem no), a- + 64-ja (quizá A sw ia i de A sia, la Lidia clá
sica), ze-pu 2-ra¡ (Zephyria = H alicarnasos?); así se relacionan uno con otro y presen
tan un cuadro de referencias com erciales esparcidas a lo largo de las costas occidenta
les de A sia M enor (rectificación C hadw ick, pág. 410).
79
el primer caso no resulta indicado pensar exclusivamente en Cegó-
δ'ονλοι, esclavos ligados al tem plo, como está com probado para épo
cas posteriores. L a dedicación a una divinidad podría ser un tipo de
posesión relativo a la propiedad pública, como sabemos que se dio el
caso en las tierras de Dionisio y Atenea por las famosas tablillas de
Heraclea. La otra alternativa resulta atrayente por el hecho de que
los esclavos del dios tenían tierras en alquiler y parecían vivir como
hombres libres en realidad. La traducción de «esclavo» nos lleva en
este caso, probablem ente, a una representación equivocada del status
social y sería preferible adoptar la terminología feudal de «siervo» o
«villano». El paralelismo con las sociedades del Próxim o Oriente,
cuyos títulos semejantes son efectivamente honoríficos, no es válido
probablem ente para la Grecia micénica. En efecto, se dan algunos
casos aislados en los que el esclavo de un hom bre parece disfrutar del
mismo status que el esclavo de un dios, mientras que los esclavos de
la sacerdotisa alcanzan una posición em barazosa en la jerarquía
social.
M ientras que para Knossos no sabemos casi nada de la organiza
ción militar, aparte de la existencia del lawagetas, en Pilos descubri
mos que se efectuaban preparativos contra un ataque enemigo; hay
una serie de tablillas relacionadas con temas de carácter naval y mili
tar. Según estas tablillas, parece que el m ando de los cuerpos destaca
dos para la vigilancia de la costa se encontraba en m anos de los se
ñores locales, cada uno de los cuales estaba asistido por un pequeño
grupo de oficiales; a cada sector estaba asignado además un hequetas,
que puede haber sido un oficial de enlace representante del rey. Las
características específicas de las tropas permacenen oscuras, puesto
que los términos que se refieren a ellas, ke-ki-de y ku-re-we, no se
han explicado de m anera satisfactoria. P alm er28 sugiere que el segun
do término significa en otros lugares «hombreé en arm as», pero tam
bién sostiene que aquí se trata solamente de un topónim o. Otros gru
pos de hombres se designan solamente por apelativos étnicos. El n ú
mero total de las tropas registradas en las tablillas conservadas de la
serie m ilitar es de 740. Los remeros para equipar los barcos de guerra
parece que se tom aban, según las necesidades del m om ento, de las
ciudades costeras; es probable que éstos se enrolaran con tal fin, en
vez de tratarse de remeros profesionales, al menos si nuestra interpre
tación de PY An 724 29 es correcta. También hay algunos rem e
ros mencionados en Pilos como padres de hijo de mujeres esclavas
(Ad 684) 30. Sorprendentem ente, en Knossos los remeros figuran en
una lista de oficiales locales que proporcionan o reciben ganados (C
902)31.
80
P o s e s ió n y u s o d e l a t ie r r a
por M. Ventris y J. Chadwick
81
Las ktoinai suelen definirse como ki-ti-me-na y también como
ke-ke-me-na: el exacto significado de esta distinción es motivo de dis
cusión. El primer térm ino, limitado al «primer set» 2 de tablillas, que
parecen registrar clara, verdadera y típicamente ktimenai, de la mis
ma raíz kti- «instalarse», y formalmente idéntico al participio que se
encuentra en:
los estudios sobre el tem a diciendo que el excesivo interés semántico específico ha per
judicado una clarificación funcional de los significantes en su conjunto (en este aspec
to puede resultar ilum inador el proyecto de elaboración de los datos proporcionados
por las tablillas m ediante calculador, ilustrado por H . Geiss en K adm os, 1972, pág. 14
y ss.). Por otra parte, con frecuencia se han establecido precipitadam ente las confron
taciones con determinadas situaciones registradas en los docum entos del P róxim o
Oriente, lo que no ha servido para m ucho y, en la mayoría de los casos, se ha tratado
de correlaciones entre elem entos específicos y particulares, no entre sistem as.
En este campo tan discutido de la epigrafía m icénica se puede encontrar un punto
de referencia en los cuatro trabajos fundam entales de M. Lejeune (a los que nos referi
remos frecuentemente a continuación). El primero, cuya traducción ofrecem os en esta
m isma parte (el da m o s en la sociedad m icénica), relativo a la organización de los
centros rurales y a la adm inistración interna de las tierras (los lotes de tierras califica
dos p a -ro da-m o y definidos ke-ke-m e-na); el segundo, L e récapitu latif du cadastre Ep
de P ylo s (en P roceedings o f the Cam bridge Colloquium on M ycenaeam Studies, 1966),
sobre las categorías sociales en función de las que verosímilm ente se redactaron los d o
cum entos sobre las tierras asignadas por las administraciones locales (es decir, las
tierras ke-ke-m e-na); el tercero, Sur l-intitulé de la tablette pylien n e En 609 (en R evu e
de P hilologie, 48, 1974), relativo a los criterios de intitulación (es decir, en base a las
precisas categorías de posesores) de las series de tablillas Ep y En en form a de página
en la que se registran, según grupos de personas, tanto los ocupantes de las tierras di
rectamente asignadas por el palacio (En, tierras ki-ti-m e-na), com o los de las tierras
asignadas por d am o (Ep, tierras ke-ke-m e-na); finalmente, el últim o, L e dossier sa-ra-
pe-da du scribe 24 d e P ylo s (en M im os, XIV, 1973), relativo tanto a las tablillas de la
serie Er (800, 312), en las que se registran los posesores de la titrra en la localidad de
sa-ra-pe-da, comprendido el tem enos del monarca (wa-na-ka-te-ro), com o a la ta
blilla Un 718, que indica cuáles de dichos posesores estaban obligados a una entrega
de productos naturales (vino, grano, harina, etc.) establecida en función de la exten
sión de las propias tierras (con interesantes referencias también al similar registro de
las posesiones inmobiliarias en la localidad de ki-ri-ti-jo, que se encuentra en la serie
Es).
A teniéndonos a estas contribuciones de Lejeune y a las nuevas proposiciones de
Chadwick en D oes. 2, hem os intentado resolver gráficamente, en un cuadro colocado
al final de esta parte, la situación del registro de las tierras en la localidad de P akijani-
ja.
Para una posterior discusión de la bibliografía principal, se debe de consultar, ade
más de las referencias contenidas en las notas siguientes, al cuadro confeccionado por
S. Hiller y O. Panagl, D ie frügriechischen T exte... op. cit., cap. XIV (N . del E .).
2 En la obra de Ventris y Chadwick el «primer set» comienza con la tablilla PY En
609 ( = 114 + ) , que representa, jun to a En 74, 467, 659, la llamada «version A » de la
catalogación de las tierras en cuestión. En efecto, tal «version A », caracterizada por
las tablillas en form a de página (que contienen hasta un m áxim o de 29 líneas), repre
senta una especie de registro definitivo respecto a una catalogación primaria de las
tierras kitim en a registrada en tablillas más pequeñas (del tipo llamado «en hoja de pal
m a», que contiene un m áxim o de cinco líneas) que constituyen la serie E o , también lla
mada «versión B» y que es cronológicam ente anterior a la A (véase el esquem a resumi
do de los registros de tierras incluido en esta parte). Sobre la organización y sucesión
temporal de las diferentes catalogaciones y redacciones, consúltense las notas de recti
ficación de J. Chadwick, en D oes. 2, págs. 446-447. Sobre el problem a en general, vé
ase también O. Panagl, E ine W ortstellungsopposition im M ykenischen, en A c ta C las
sica Univ. Scient. D ebrecensis, IX, 1973, pág. 3 y ss. (N. del E.),
82
Odisea, XXIV, 226:
τον δ’ οΐον π α τέ ρ ’ eîigev ίϋ-κτιμβνη èv ά λ ω »?3
Odisea IX, 130:
ο ι x e σφιν κα ι ρήσον εν-κτιμίνην εκά μ ο ντο 4
Carratelli sostiene que la oposición ktim enai/kekeim enai (?) per
mite distinguir la tierra «cultivada» de la «en barbecho» o «no culti
vada». Tam bién aquí se da un paralism o con Ugarit en la distinción
entre sd ubdy «campos en barbecho o no cultivados» y los n ’m y «en
flo r» 5. Es difícil considerar como una coincidencia el hecho de que
kekeim enai (?) se limite casi exclusivamente a los campos adm inistra
dos por el damos o «aldea» (término que tanto podría referirse a los
habitantes como a la tierra) 6 (...).
Nuestra interpretación seguirá, provisionalm ente, lo que ha p ro
puesto Furum ark, traduciendo los dos participios por los términos
«privado» y «com ún», respectivamente, aunque precisando que se
deben entender según su valor práctico más que en el etimológico.
Ktim enai pudo significar en un tiempo «tierra fuera del ager publicus
reclam ada por la iniciativa privada». W ebster establece un parangón
con la Odisea XXIV, 205-7 (y el comentario de M. Nilsson en H om er
and M ycenae, London, 1933, pág. 242):
oí δ’ êirii έκ ττολιοί χατέβα ν, τά χα δ’ ά ^ρον Χκοντο
καλόν Α αέρταο τβτνγμένον, ον ρά π ο τ’ avTos
Α α έρτηί κτβάτισσεν, èirèi μάλα ττόΧΚ’ Ιμό'^ησβν 1.
Bajo este punto de vista, los ktoinai ktim enai corresponden ap ro
ximadam ente a la categoría de la yf¡ ιδιόκτητος en el sistema egipcio
de la posesión de la tierra recordado en Tebtunis (cfr. M. Rostovt-
zeff, Historia Social y Econom ía del M undo Helenístico, Espasa-
Calpe, M adrid, 1967, págs. 277-297). Otras alternativas menos p ro
bables son: «Tierra efectivamente ocupada por los propietarios» o
«tierra con vivienda separada en ella», sugeridas por la acostum brada
traducción del texto homérico βϋ-κτι'μίνοs por: «Buena para ser habi
tada».
El segundo térm ino, ke-ke-me-na, se puede relacionar tal vez con
κείμαι, κείμ-evos, cuya raíz m uestra la duplicación en Skt. çiçye; a u n
83
que haya otras derivaciones posibles (por ejemplo, de la raíz del ho
mérico yé'ντο «poseído»).
P alm er8 conecta kekeim enai(l) con κοινόs, «común» y con el
germánico haim- «núcleo de asentamiento de aldea»: el significado
«comunal» estaría confirm ado por la frase ke-ke-me-na, ko-to-na-
ko-na (Ep 212.3), si la transcripción representara efectivamente: ke-
keimenas (?) ktoinas koinas, y no un error de repetición de sílaba por
parte del escriba. Además, P alm er9 establece un parangón al propó
sito con las cláusulas del códice hitita (párrafos 39-40, trad. Götze,
en Pritchard, 1950)l0: «Si el habitante de una ciudad detenta la pose
84
sión de los campos de otro, deberá cumplir también con el respectivo
servicio feudal al feudatario; si deja sin cultivar los campos, otro hom
bre puede tom arlos, pero no debe venderlos.
Si un «artesano» desaparece y un beneficiario feudal es asignado
en su puesto, si el beneficiario dice: «Esta es mi posesión de artesano,
pero esta otra es mi posesión feudal», se asegurará un acta sellada
respecto a los campos; entonces tendrá la posesión legal de la p ro
piedad del artesano y deberá además atender a los deberes relativos a
la posesión feudal. Si rehúsa la prestación del artesano, se declararán
vacantes los campos del artesano y la gente de la ciudad los trabaja
rá. »
De ésta y otra cláusula, más bien oscuras, sobre el tema, se des
prende que la tierra hitita se dividía al principio en dos clases (cfr.
O. R. Gurney, The Hittites, London, 1952). La tierra inalienable del
poseedor de bienes feudales sujetos a prestaciones de servicios (o
«detentador del feudo») y poseída bajo específicos términos de servi
cio (llamado sah han) a cuya muerte el feudo vuelve al palacio; la p ro
piedad del artesano («el hom bre del utensilio»), o miembro de la cla
se artesana, cuyo título proviene de la autoridad local, puede ser
comprada o vendida, pero vuelve a los «hombres de la aldea» cuando
se pierda el título.
Los poseedores de ktoinai ktimenai en Pilos, entre los que no se
encuentran mujeres, están clasificados como te-re-ta, probablemente
telestai; cfr. el texto eleo: aire féras aíre reXeará «sea un ciudadano
privado o un m agistrado». En base del t- inicial, y no del qu-, el tér
mino micénico deriva probablemente de τέλη «servicios debidos» y
no de TeXos «cumplimiento», y puede implicar obligaciones feudales
originarias por parte de los poseedores de dicha tierra. Palmer 11 su
giere un parangón directo entre estas obligaciones y el sahhan de los
propietarios de terrenos hititas. Traduce telestai por el término «ba-
term inado, tener presentes las m odificaciones que se han verificado (confróntese al
respecto la útil selección de R. H aase, D ie Fragm ente der hethitischen Gesetze. Trans
kribiert und nach Paragraphen geordnet, W iesbaden, 1968; cfr. para una útil actuali
zación bibliográfica, A . Kammenhuber, K eilsch rifttexte aus B ogazköy (K B o X IX ), en
Orientalia, 43, 1974, pág. 114 y ss.; finalm ente, sobre los problem as de la historia del
derecho, véase A. Archi, Sulla fo rm a zio n e del testo delle leggi ittite, en S tu di m icenei
ed egeo-anatolici, VI, 1968, pág. 54 y ss.).
Com o inciso, se ha de advertir que la extrapolación de los párrafos 39 y 40 ya
representa un peligro de distorsión del cuadro que pueden ofrecer las leyes hititas al
respecto (cfr. D jak on off, op. cit., pág. 326 y ss.).
Desde luego que el m undo m icénico, tal com o aparece en parte a la luz de la d ocu
m entación escrita, se puede considerar, efectivam ente, por razones de com odidad de
análisis, casi com o un «apéndice» del m undo del Próxim o Oriente, a condición de que
(como se verá más adelante en el ensayo de C. Parain) no se caiga en cualquier forma
de etiquetación (por ejem plo; «M odo de producción asiático», deteriorado ya por la
rigidez de su form ulación que frecuentemente se propone en los estudios del antiguo
Oriente Próxim o) y de que no se olvide que la com paración entre cada institución de
dos sistemas sociales diferentes en el espacio y en el tiem po no puede ofrecer ninguna
validez histórica (N. del E.).
11 O p. cit., nota 1, pág. 13.
85
roñes», sosteniendo que dicho término, quizá derivado del germáni
co bara relativo a φ ό ρ ο ς «tributo», puede reflejar una organización
feudal paralela.
De la misma m anera, Palm er equipara las tierras administradas
por el damos de Pilos con la «tierra de la aldea» hitita, sugiriendo
que el apelativo homérico δημιοεργο?, referido a los artesanos, me
nestrales y médicos, significara precisamente en su origen «los que
trabajan la tierra de la aldea», es decir, una clase paralela a los
«hombres del utensilio» h itita s12.
Sacar conclusiones respecto a las precisas condiciones de la po
sesión de la tierra en el mundo micénico a partir de la aparente eti
mología de los términos empleados, es, naturalmente, un procedi
miento más bien inseguro si se piensa en las adaptaciones históricas a
las que tanto el sistema como su termimología pueden haber estado
sometidas desde la época del asentamiento original de los griegos en
el país. Las mismas dificultades encuentra la tentativa de Palmer al
usarlos para una reconstrucción de las instituciones «indoeuropeas»
que pudieron introducir en el país (como también el descuidar las p o
sibles influencias de las instituciones «minoicas»); pero representa el
primer paso decidido en una línea necesaria de investigación.
El testimonio de las tablillas no nos permite admitir con seguri
dad el hecho de que la tierra adm inistrada por el damos fuera verda
deramente un ager publicus, en el sentido de estar poseída colectiva
mente y de estar sujeta a redistribuciones periódicas. Es inimaginable
que las kekeimenai (?) ktoinai signifiquen solamente el residuo de un
sistema semejante, quizá la «tierra que queda abandonada», cuya
propiedad se ha perdido por muerte o por castigo, y que solamente
entonces vuelve a ser adm inistrada por la aldea —como parece ser el
caso de la tierra «falta de propiedad» del artesano en las cláusulas hi
titas (...) 13.
P ara la discusión teórica sobre la posesión primitiva de la tierra se
puede consultar el libro de Thomson, The prehistoric Aegean, Lon
don, 1949, págs. 297-331. El autor pone de manifiesto que los δ ή μ ο ι
representan las unidades de instalación clásica, fundadas incialmente
en una administración colectiva de la tierra. La aglomeración de las
aldeas originarias en ciudades centralizadas no estaba, evidentemen
te, muy avanzada en los tiempos micénicos: Tucídedes (I, 5 y 10)
mantiene el recuerdo de «7ró\eis no fortificadas, cuyos habitantes
vivían en aldeas dispersas».
12 Sobre la proxim idad entre el L Ú G,SKU hitita y la clase de los :: δημιουργοί, cfr.
F. Imparati, op. cit., pág. 226 (N . del E .).
13 Chadwick y Ventris recuerdan en este punto las notas de Gardiner relativas a la
categoría de la tierra kh ato del papiro de W ilbour. (A. H . Gardiner, The W ilbour
P apyrus, O xford, 1948, v ol. II, pág. 210). Tam bién debem os añadir que un parangon
directo con un docum ento com plejo, com o lo es el papiro de W ilbour, no ayuda
m ucho. La cita de un fragm ento de este docum ento no resulta particularmente útil pa
ra una clarificación de la situación m icénica, com o se verá al reproducirla al final de
este apartado (N. del E.).
86
La mayor parte de las referendas relativas al damos en las tablillas
de Pilos está en conexión, probablemente, no con el propio centro de
«Pilos» (¿comprendiendo sólo el Palacio y la sede de la administra
ción?), sino más bien con la aldea de Pa-ki-ja, una de las nueve que se
encuentran frecuentemente enumeradas siguiendo un orden fijo. En la
mayor parte de los casos, la solución gráfica de este nombre parece
implicar un nominativo plural en -anes, que podría ser un nombre tri
bal o de un clan más que un nombre de lugar (cfr.^EXXa^ei, Ά χ α ρ pa
pes)·· Se puede admitir que el theos que aparece con tanta frecuencia en
los documentos de esta aldea (cfr. PY Tn 316)14represente la divinidad
tutelar del clan. Thomson (op. cit. págs. 361-2) sostiene, basándose en
la Odisea III, 7, que Pilos consistía en nueve δήμοι; la posible conexión
con las nueve aldeas recordadas en las tablillas hace ya tiempo que se
puso en evidencia por Biegen y por B ennett15.
Aunque la «primera serie» de Pilos contenga registros de ktoinai
ktimenai como tales, no comprende, sin embargo, tablillas que cata
loguen la tierra del damos más que en la form a de o-na-ta (singular
o-na-to, evidentemente neutro). Tales o-na-ta constituyen una espe
cie de título subordinado para el uso de los campos particulares, tra
ducidos por el término de «tierras en alquiler». Los que en el «primer
set» tienen «en alquiler» las ktoinai kitimenai son llamados o-na-te-
re (nom. plural), término que se puede equiparar con «arrendata
rios». P or otra parte, no está claro que los onata paro dämöi repre-
14 PY Tn 316 = 172 + ,
Se trata de un docum ento de difícil interpretación a causa de una confusión inicial
entre el «derecho» y el «revés» (cfr. D oes. 2, págs. 458-459, 462). La interpretación
propuesta inicialmente, la de un calendario ritual (ibidem , pág. 284 y ss. y también
págs. 459-462), se debería m odificar, en líneas generales, por la de una serie de
ofrendas/sacrificios (?) efectuados por la com unidad y por la ciudadela (si wa-tu en la
línea 1 del «derecho» debe interpretarse efectivam ente com o wastu; ; Ventris y C had
wick: «city») de P ilos en Xin mes determinado en el lugar de P akijan e y ante los orato
rios de algunas divinidades (N . del E .).
15 M ucho se ha discutido, sin que se haya conseguido llegar a una conclusión c o
mún, sobre la división del reino de P ilos en dos provincias. U na estaría caracterizada
por nueve centos principales y se localizaría más hacia aquí (respecto a P ilos) del m aci
zo que divide la costa occidental de Mesenia del golfo de M esena hasta el cabo Acrita
(definida en los textos com o de-w e-ro-a3-ko-ra-i-ja); la otra se caracterizaría por siete
centros principales y se localizaría en la región más allá de ese m acizo, asom ándose
sobre el citado golfo (en los textos: pe-ra3-ko-ra-i-ja). Es evidente, que el tema se en
cuentra íntimamente ligado con el estudio arqueológico sobre el emplazamiento de P i
los (examínese cuanto se ha expuesto en relación con la colaboración de G. Childe). El
problema se ha replanteado en su totalidad recientem ente por S. Hiller y O. Panagl,
Die Friigriechschen T ex te..., op. cit., cap. X X V I (ibidem para la bibliografía
esencial). Recordam os ahora solam ente las m ás recientes aportaciones al tema: J.
Chadwick: The M ycenaean D ocum ents, en The M innesota M essenia E xpedition, cit.
en la nota 8 de la colaboración de G. Childe; id ., The G eograph y o f the Pylian K in g
dom , en Bulletin o f the Ins. o f the Class. Stud, o f the U niversity o f L on don , 19, 1972,
págs. 147-148; id ., The G eography o f the Further P rovin ce o f P ylos, en A m erican
Journal o f A rch aeology, 77, 1973, pág. 276 y ss.; S. Hiller, Studien zu r G eographie de
Reiches um P ylos nach den m ykenischen und hom erischen Texten, W ien, 1972 (N. del
E.).
87
senten el único modo en que era cultivada la tierra «com unal», dado
que los registros conservados se limitan a algunas restringidas
categorias de posesión, en las que estaban particularm ente interesa
das las autoridades palatinas (...).
La clase de los onateres comprende bataneros, alfareros y otros
oficios, además de uno o dos sacerdotes o sacerdotisas; sin embargo,
a la mayor parte se los describe como «siervos del dios», incluyendo
tanto a los hombres (theoio doelos) como a las mujeres (t. doelä).
Probablemente, se trata de un título formal y no se relaciona con la
clase de los doeloi y de las doelai de las otras tablillas en que están
enumerados, pero no se mencionan con nombres propios. Resulta
tentador trazar un parangón con el apelativo de ίβροδόυ\οι dado a
los cultivadores de las tierras del templo en Egipto l6, pese a que su
status preciso permanezca oscuro para nosotros. ¿El gran núm ero de
estos Theodules, y de adeptos al culto recordados en el «tercer set» 17,
indica quizá que la posesión de la tierra indicada en estas tablillas se
relacionase principalmente con la organización de las instituciones
religiosas en Pilos? ¿Se debe, tal vez, al hecho de que ciertos artesa
nos favoritos y acogidos en el templo eran las únicas personas por de
bajo del nivel del telestas, a quienes les estaba permitido m antener
tierras en alquiler? ¿Puede ser que los theoio doeloi fueran solamente
agricultores, cuya obligación de pagar impuestos al templo se registra
de tal manera? ( . .. ) 18.
La relación entre los registros de posesiones de tierras y sus
correspondientes cantidades de GRANO se expresa mediante la fór
mula to-so-(de) pe-m o o pe-ma. Ya que pe-ma se aplica a la semilla
de cilandro en KN Ga 674 es natural leerlo como σπέρμα «semilla» (o
siembra», generalmente en clásico σπορά o σπόρος). Pe-m o aparen
temente tiene el mismo significado, tanto como variante ortográfica
{-mo ¿de * -mn?) que como duplicado εη-ιηος,οΐτ.ρδνρμόί/δδυρμα,
χα ά α ρμό ς/χά ά α ρμ α en Esquilo.
No está claro si la cantidad de grano indicada en los documenos
se refiere a una efectiva operación concreta (¿del tipo de una distri
19 PY En 609 = 114 + .
Sobre la presunta unidad de m edida a la que aquí se recurre (dam ate D a 40) debe
verse lo estudiado por el propio Chadwick en D oes. 2, pág. 447; cfr. adem ás el reciente
artículo de Y. D uhoux, Les m esures mycéniennes de surface, en K adm os, 1974, pág.
34 y ss. Sin em bargo, la solución más aceptable parece ser la que da Lejeune en el re
ciente y fundam ental articulo Sur l ’in titulé de la tablette pylien n e En 609, en Revue de
philologie, d e litérature et d ’histoire ancienne, 48, 2, 1974, págs, 247 y ss. La im por
tancia de esta aportación, que está esrechamente ligada a la que se refirieren las
tablillas de recapitulación de la serie Ed (cit. en la nota 18: la sigla Ep se ha cambiado
en Ed para esta serie de tablillas de recapitulación de las tierras kekem ena), no radica
solam ente en el hecho de haber proporcionado pruebas suficientes para excluir el p o
sible valor de medida de «D A 40», sino también en haber dado un cuadro orgánico y
creíble de la estructuración de los registros definitivos de las tierras en el distrito de P a-
kijane. La intitulación de En 609, según la interpretación de Lejeune, supone la intitu
lación general de las versiones A de las tierras kekem ena y kitim ena, de m odo que en el
número 40 se determina la cantidad de tierras parceladas según las «disposiciones in s
titucionales y permanentes» (véase también el cuadro de registros de las tierras que se
encuentran al final de esta parte). El m ism o Lejeune (en M in os, XIV, citado ya varias
veces) pone en claro la relación existente entre extensión de las tierras (al m enos para
las registradas en Er 880 y 312) y envíos de los detentadores de esas parcelas (¿tasa o
tributo?; Un 718) (N. del E.).
20 H . Lewy, Origin an d d evelopm en t o f the sexagesim al system o f num eration, en
Journal o f A m erican O riental Society, 69, 1949, pág. 1 y ss.
Incluso en el caso de la confrontación con los docum entos de Nuzi conviene em ple
ar cierta cautela debido a su am plitud y com plejidad. Una reciente y exhaustiva inves
tigación sobre la relación entre dimensiones de los cam pos y volum en de cosecha en
Nuzi se encuentra en el trabajo de C. Zaccagnini, The y ie ld o f the fie ld s at Nuzi, en
Oriens A n tiqu u s, X IV , 1975, pág. 13 y ss. (N. del E.).
21 T. B. L. W ebster, op. cit., en n ota 1, pag. 13.
22 Sobre el esquem a de las unidades de m edida para sólid os, conviene señalar que
la discusión parte de la interpretación de las raciones m ensuales de grano y de higos
entregadas por el palacio a grupos de trabajadores de diferentes edades y sexo (serie A
de Pilos y K nossos, cfr. D oes. 2, págs. 58-60, 115 y ss.). Ventris y Chadwick, basándo-
89
de grano fuesen las distribuidas efectivamente para la siembra de una
estación, no los teóricos equivalentes de superficie, y que la m itad de
la tierra se dejara m ientras tanto en barbecho; en tal caso podemos
se en éstas y en las relaciones relativas, ya com probadas en los textos, entre la unidad
de m edida y sus subm últiplos, establecen los siguientes valores:
R elación con la
M edidas Valores en litros m edida anterior
Basándose en los estudios realizados por M . Lang sobre la capacidad de las vasijas
de P ilos (E xcavations o f the P alace o f N esto r, Part II, A m erican Jou rn al o f A rch a e
ology, 6 8, págs. 99-105). C hadwick corrigió posteriorm ente estas valoraciones (cfr.
D ocs. 2, págs. 393-4), según el siguiente esquema:
R elación con la
M edidas Valores en litros m edida anterior
T T T 1 unidad = 96 1. —
Ί ‘I <| 1 unidad = 9 ,6 1. 1 /1 0
-o -o -9 1 unidad = 1,6 1. 1 /6
1 unidad = 0 ,4 1. 1 /4
P alm er (The Interpretation..., cit., pág. 11 y ss.), también a partir del estudio de
las listas del personal aprovisionado por el p alacio, llega a asignar valores absolutos
todavía m ás bajos:
R elación con la
M edidas Valores en litros m edida anterior
T T T 1 unidad = 60 1. —
<1 <1 Ά 1 unidad = 6 1. 1 /1 0
Ό TI T3 1 unidad = 1 1. 1 /6
1 unidad = 1 /4 1. 1 /4
Sobre la discusión entre Palm er y Chadwick cfr. D oes. 2, págs. 393-394, 418. T am
bién ha tenido lugar un intercam bio de cartas entre investigadores; se han publicado en
N esto r, 1 agosto 1975, págs. 1.003-1.004; 1 octubre 1975, págs. 1.011-1.012; 1 enero
90
llegar a duplicar el área del temenos del rey y de las ktoinai ktimenai
que habíamos calculado en relación a la cantidad de sperma. La p ro
puesta alternativa, en base a la que pe-mo se considera no como gra
no sembrado, sino como una especie de tasa impuesta sobre las reco
lecciones de kto in a i23, no supone ninguna m ejora de las cifras, ya
que un impuesto razonable sobre una cosecha de grano podría muy
bien ser mayor que la cantidad de semillas necesaria para producir tal
cosecha; pero no se puede excluir únicamente en base de este criterio.
Lewy 24 ha dem ostrado que la muestra de siembra que adoptan los
documentos mesopotámicos anteriores al 1000 a. de C. era consi
derablemente inferior respecto a las cifras actuales. Indica la medida
de 150 litros para los períodos neosumerio y casita, 60 litros para los
textos de Nuzi y aporta pruebas de Mishna para un sistema más anti
guo del cultivo de cereales, según el cual en vez de dejar un campo en
tero en barbecho durante una estación, los agricultores del antiguo
Próximo Oriente prevenían el agotamiento del suelo dividiendo sus
campos en surcos que alternativamente se trabajaban o dejaban en
barbecho. La distancia entre estos surcos sembrados debió de ser tres
o más veces más ancha que la utilizada posteriormente. P ara que sea
posible o no emplear esta explicación para la Grecia micénica, puede
ser interesante el ver cuáles son las superficies que resultan para las
tierras de Pilos, considerando una siembra de 50 litros por hectárea y
un valor para la unidad de medida del grano de 120 litros (es decir, un
factor de 2,4 hectáreas por unidad de m edida)25.
Siembra Población
■Area
de grano alimentada
91
Las pequeñas dimensiones de algunos campos no son sorprenden
tes para el territorio griego y tienen un paralelismo con las tablillas de
A lalakh26 y con el Papiro de Wilbour (se verá a continuación). Las
cifras relativas a la población alimentada se estiman en base de un
rendimiento quintuple respecto a las dimensiones (que es el límite su
perior para el grano mencionado en las tablillas de N uzi27, y en ra
zón de una ración mensual de T 2Vi = 30 litros; este resultado, natu
ralmente, no está influenciado por las variaciones de la muestra de
siembra que se recibe. Las tablillas conservadas registran evidente
mente nada más que una fracción muy pequeña de la superficie total
que servía para alimentar a la población de Pilos y a sus instalaciones
periféricas. Se puede admitir que, en tal caso, o bien los arrendata
rios menores tuvieran más tierra para sustentar a sus familias respec
to a los pequeños onata registrados en las tablillas que han llegado
hasta nosotros, o bien que dichos onata no fueran más que lotes con
los que se integraban las entradas provenientes de otro tipo de traba
jo, como parece evidente en el caso de los bataneros y alfareros. P or
establecer un parangón, en el ámbito anglosajón la posesión normal
de una familia campesina, que tuviera dos bueyes de tiro, era de !4
«hide» (30 acres), aunque los campesinos arrendatarios pudieran
mantenerse solamente con cinco acres. Aún se podría considerar
si las cifras relativas al pe-m o, en vez de referirse a la semilla de gra
no, pudieran, en efecto, «representar solamente una fracción de
92
la siembra total»; así se puede im aginar, por ejem plo, que los grane
ros de palacio proveyeran la m itad o una cuarta parte de las semillas
necesarias, probablem ente en situación de emergencia; tam bién se
podría creer incluso que los graneros del palacio recibieran de los
campesinos una tasa igual a la m itad o a un cuarto de lo sembrado
por ellos (...).
Efectivam ente, no hay testimonios explícitos que perm itan ofre
cer una respuesta definitiva a este difícil problem a.
Podem os tom ar, como ejemplo para una com paración, dos ta
blillas cuneiformes con texto bastante similar 29.
1. Tablilla sumeria de Lagag (H. De Genouillac, Tablettes su
mériennes archaïques (LagaS), París, 1909, XXXVIII:
«2.580 litros de g ra n o 30 (primera vez), 600 litros de grano (segun
da vez) y 1.250 litros de cebada se han extraído del campo de Dati-
ramm a: el adm im istrador Enniggal los envió del edificio Ekiqala al
superintendente de la factoría Ur-Enki (sexto año)».
2. N u zi (A nnual o f the American School o f Oriental Research,
16, 1935-36, núm . 87):
«500 litros de cebada, entregados a Kipali para sem brar cinco
iméru de tierra pertenecientes a Uzna; las tierras de Uzna son para la
«sociedad» (cfr. ¿o-na-to?) y Kipali no podrá disponer de ellas».
H ay que señalar que las dotaciones de grano para la siembra en
Babilonia incluyen frecuentemente un extra en relación con lo que se
ha calculado de la superficie de terreno para la alim entación de los
animales de tiro.
El paralelismo más acusado con la organización de las tablillas E-
de Pilos se encuentran en los párrafos del largo papiro de W ilbour
(Gardiner, op. cit.). En éste se contiene un registro catastral, efec
tuado aproxim adam ente en el 1150 a. de C ., de un gran número de
93
campos situados a lo largo de la orilla izquierda del Nilo, junto a su
valoración para la imposición del tributo en grano. Pese a la elabora
da fraseología y a los cálculos de cada párrafo, Gardiner admite que
gran parte del verdadero significado y finalidad de las series perm a
nece oscuro, al igual que en el caso de las tablillas de P ilo s 31.
Los varios términos que diferencian los campos, m uestran distin
ciones: 1) de propiedad, según sea individual, del templo, real, etc.;
2) de condición: «apenas roturado», «(normalmente) arable», «ago
tado», «no cultivado», etc.; 3) de colocación, en relación con las cre
cidas y decrecidas del Nilo. Los registros de pequeños propietarios,
que constituyen el tem a de muchos párrafos recuerdan los de Pilos en
su catalogación de nombres propios y ocupaciones, así como en el
hecho de que aparecen muchas mujeres.
Ejemplo:
Párrafo 84.
El embarcadero del faraón en Hardai. Medidas realizadas al sur
de P-ma:
La señora H athor, junto a sus hermanos: 3 arouras = 14 (ta-
sable) y a 114 sacos de grano (por aroura).
Repartido para Suchus de P-m a, cultivado por mano de Hori: 10
arouras = 214 a VA sacos de grano.
El auriga P ra ’ (hi) wenmaf, cultivado por mano del campesino
Amenemope: (20) 5 arouras = 14 a VA sacos de grano.
La señora Tkamen: 5 arouras = 14 a l lA sacos de grano.
El pastor Set (em) hab: 5 arouras = 14a 114 sacos de grano.
El agricultor Pkhore: 5 arouras = lA a 114 sacos de grano.
El servidor Nakhthikhopshef: 5 arouras = Vi a 114 sacos de
grano.
El encargado de establo Kenhikhopshef: 5 arouras = 14 a 1 14 sa
cos de grano.
El esclavo Shedemdei: 3 arouras = 14 a 114 sacos de grano.
Las dimensiones de propiedades tan pequeñas varían de un mí
nimo de 0,0164 hectáreas (1/25 acre) hasta 11 hectáreas (27 acres),
mientras que los campos de tierra khato, pertenecientes a la corona,
varían entre 0,55 y 93 hectáreas (1 1/3 - 230 acres): Gardiner (op. cit.,
vol. II, pág. 98) cita a Lozach-Hug con respecto al hecho de que en
tiempos recientes alrededor del 40 por 100 de las propiedades en Egip
to alcanzan 14 acre e incluso menos.
31 El m onum ental trabajo de Gardinier ofrece una lectura bastante com plicada.
Una exposición de los problem as y del significado de este docum ento se encuentra en
la reciente aportación de M . Liverani, II m o d o d i produ zion e, en L ’alba delta civiltá,
vol. II, Torino, 1976. Para un tratam iento más general en relación con las condiciones
económ icas del m undo egipcio, véase el reciente trabajo de W. H elck, W irtschafts
geschichte des alten A eg yp ten , en H andbuch d er O rientalistik, 1. A b t., 1 B d ., 5 A b s
chnitt, Leiden, 1975, parte 3 . a: N eu es Reich, pág. 200 y ss. (N . del E .).
94
Notas adicionales a la «posesión y uso de la tierra»
95
ta vano. Indudablemente, la tierra arable se debió de trabajar en for
ma intensiva para alimentar a la población, pero los detalles del pro
ceso se nos escapan por completo. El palacio distribuía grandes can
tidades de grano todos los meses: el fragmento Fg. 253, con su total
de GRANO 192 T 7 representa probablemente la ración mensual de
las mujeres que aparecen en las listas de las tablillas Ab; dicha canti
dad supone alrededor de los 18.500 litros. Ciertamente debió de dar
se un sistema eficaz de cobro con el fin de satisfacer semejante necesi
dad, pero no nos resulta posible determinarlo mediante los documen
tos conservados.
En segundo lugar, aparece claro que la tierra puede corresponder
a una de las dos categorías llamadas en las tablillas ke-ke-me-na y ki-
ti-me-na. La etimología del primer término es todavía un problem a
por resolver; m ejor dicho, no faltan las soluciones plausibles, de lo
que carecemos es del medio para elegir entre ellas. El significa
do efectivo lo recogió Furum ark y se acepta generalment la idea de
que dicha tierra sea «comunal». El término opuesto, ki-ti-me-na,
debe significar, por consiguiente, la tierra «privada», aunque eti
mológicamente sea el participio presente de un verbo atemático
* ktiem i = κ τ ί ζ ω , del que tenemos la tercera persona del plural del
presente de indicativo ki-ti-je-si en el documento Na 25035. La oposi
ción entre este participio presente y ke-ke-me-na, que casi con toda
seguridad es un participio perfecto duplicado, debe, por tanto, en
contrar su explicación en el ám bito etimológico de estos términos. Es
suficiente para desmentir la sugestión de que ki-ti-me-na signifique
«reclamada por la iniciativa privada»; debe de significar «habitada»
o «cultivada» y, dado que también ke-ke-me-na era cultivada, quizá
la distinción se daba entre las tierras en las que la aristocracia tenía
las casas de campo y las tierras dejadas a la ocupación por parte de
las comunidades locales ( ...) 36.
Como tercer punto, conviene admitir que cometimos un error al
emplear el término «feudal» a lo largo de nuestra discusión sobre el
35 P y N a 520 = 193 + .
36 En cuanto a la posición crítica adoptada por diversos investigadores respecto al
análisis etim ológico del primer térm ino, recordemos: A . H eubeck, M y k . «ke-ke-m e-
no», en Z iva A n tik a , 17, 1 9 6 7 ,págs. 17-21; C. J . Ruijgh, E tu des su r ta gram m aire et te
vocabulaire du grec m ycénien, Am sterdam , 1967; este últim o ve en ke-ke-m e
na = kekhem ena ei participio perfecto de +kikhem i «abandonar» (cfr. xijgai
«viuda»), hom. χιφ τω < * χιχώ>\ω, con significado de «alcanzar (en la carrera)»; por
tanto, en base a un desarrollo sem ántico del tipo «abandonar, dejar detrás de sí «al
canzar (en la carrera) (op. cit., párrafo 328); cfr. también Y. D uhoux, A sp ects du v o
cabulaire économ ique m ycénien, Louvain, 1971, vol. I. I. H eubeck, negando la p osi
bilidad de tal pasaje sem ántico si se lo sitúa en la época postm icénica, propone la lectu
ra kekesm enos, de la raíz + kes- «cortar» (cfr. xeaioi, xetων). Para una relación con
xowbs (por alternancia de una raíz com ún + kei-), cfr. lo expuesto por K. W undsam ,
D ie p o litisch e und Soziale S tru ktu r in den m ykenischen Residenzen nach den L in ear B
Texten, cit. pág. 143 y notas 35-36; esta interpretación parece también aceptada, en un
plano de análisi histórico, por G. Bockisch, en D ie R olle der Volksm assen in der
frü h en P otis, cit., pág. 89 (N . del E .).
96
tema, lo que ha dado lugar a muchas discusiones y malentendidos.
Efectivamente, dicho término se debería de limitar exactamente al
sistema que encontramos en la Europa medieval; sin embargo, se ha
empleado libremente para designar cualquier sistema en el que la
tierra sea ocupada a cambio de prestaciones. Puesto que una eco
nomía no m onetaria se ve obligada en la práctica a instituir un sis
tema semejante, no hay nada de extraordinario (y mucho menos de
indoeuropeo) en la existencia de un sistema «feudal» en Pilos, enten
dido en este sentido. Surgirá espontáneamente en cualquier lugar
donde se den condiciones paralelas. Sin embargo, las características
específicas del feudalismo medieval están ausentes o, por lo menos,
no comprobadas. Por ejemplo, no hay nada que demuestre que una
de las obligaciones impuestas a los ocupantes sea el servicio militar.
Aclarado esto, podemos admitir que posesiones de tierras aparezcan
asociadas con el desempeño de servicios determinados, puesto que se
indica que algunos ocupantes «debían» llevar a cabo algunos actos
que, por el contrario, no efectuaron (cfr. los documentos Ep 704.7;
Ep 613.4)37. Sin embargo, la naturaleza de estos servicios sigue sien
do tema de conjeturas; en ambos casos la obligación concierne a la
tierra ke-ke-me-na y, por consiguiente, al damos. No se registra una
obligación similar para quienes detentan la tierra ki-ti-me-na, aunque
se pueda suponer que, si eran «barones», sus posesiones implicaran
prestaciones relacionadas con el re y 38.
Lo que hacen estos ocupantes privados es alquilar parte de sus
posesiones a onïïtêres, traducido por el término «arrendatario»; aun
que se eviten las implicaciones de tal término. Estos om tëres son per
sonas que disfrutan efectivamente de los productos de la tierra, pero
no se especifica lo que dan a cambio. Se puede presumir que los
nobles cultivasen parte de su propiedad y alquilaran otras exten
siones a los «arrendatarios» a cambio de una parte del producto o de
cualquier otro «canon de alquiler» 39 (...) 40.
El cuarto punto lo constituye la discusión relativa al status de las
personas catalogadas. Algunos son artesanos, como el batanero del
97
re y 41, pero la mayoría, excepto altos funcionarios llamados te-re-ta,
son personajes pertenecientes a la esfera religiosa: la sacerdotisa,
los portadores de llaves y los numerosos te-o-jo do-e-ro y do-e-ra. El
predominio de una sacerdotisa y el hecho de que Pa-ki-ja-ne sea la se
de de Potnia, sugiere que en este caso theos sea femenino. Pero el sta
tus de sus siervos no es el de los esclavos, ya que poseen lotes de terre
no; debe tratarse más bien de siervos del templo o íegódovXoi, una
posición relativamente honorable.
Como quinto punto, está el hecho de que la relación entre la can
tidad de grano registrado y la tierra poseída necesita una explicación.
La práctica de medir la tierra mediante la cantidad de semillas nece
saria para sembrarla está ampliamente extendida desde la antigua
Babilonia hasta los modernos países mediterráneos. En las islas egeas
todavía es posible oír hablar de una viña de dos «pinakia», donde el
pinaki es una medida de volumen. Sin embargo, el motivo práctico
del sistema no se ha llegado a comprender. No hay equiparación ab
soluta posible entre medida en semillas y superficie, puesto que la re
lación entre semillas y área variará según los tipos de tierra. Una pen
diente escarpada y pedregosa producirá claramente menos grano por
acre en comparación con una llanura rica y nivelada. Pero, si ambas
se miden en términos de productividad, es posible parangonar pose
siones de tipo diferente. Presumiblemente sería conocido el producto
medio, mientras que la cantidad de semillas sería una proporción fija
(...). Quizá las medidas de siembra mencionadas en la antigüedad se
basan en fértiles tierras para el cultivo del grano, mientras que los
declives rocosos de las colinas mesenias exigirían una medida infe
rior. Pero, aun admitiendo una medida de 50 litros por hectárea, las
propiedades rurales siguen siendo pequeñas, como se ha señalado an
teriormente, y hay que tener en cuenta que la indicada reducción de
dimensiones de la unidad métrica las hace disminuir en un q u in to 42.
Si, además, la unidad realmente se demedia o más, el problem a se
agudiza. Es difícil creer que pe-m o sea otra cosa que σπέρμα o que
haya un factor escondido por el que se multipliquen todas estas ci
fras 43 (...).
Estructura de la s o c ie d a d m ic é n ic a
por L. R. Palmer
41 P y En 74.3 = 115 + .
42 Cfr. cuanto se ha expuesto en la nota 22 (N. del E .).
43 N o hem os reproducido las últimas cinco líneas donde Chadwick ya no considera
com o válida (o, por lo m enos, no com o segura) la identificación de e-ke-ra2-w o con el
wanax, a partir de la que se habían deducido las dimensiones del tem en os real. Véase
lo ya aducido en las notas 22 y 25 (N . del E.).
98
textos en c o n ju n to 1. Aquí nos limitaremos a recapitular el tem a,
prestando especial atención a la metodología aplicada, lo que es esen
cial p ara cualquier valoración de los resultados, pese a que hasta ah o
ra haya sido su bvalorada2.
En base a los textos de la serie E de Pilos, referentes a la posesión
de la tierra, podemos establecer la siguiente relación de propietarios y
de sus respectivas posesiones:
wanax: temenos.
lawagetas: temenos.
te-re-ta: ki-ti-me-na ko-to-na.
damos: ke-ke-me-na ko-to-na.
P ara examinar cada enunciado, procederemos teniendo en cuenta
los siguientes apartados:
a) Diagnosis m ediante el análisis contextual.
b) Tentativa de identificar la palabra dentro del vocabulario del
griego histórico.
c) Valoración de la evidencia proporcionada por el significado
de la palabra identificada.
d) Estudio com parativo de la estructura social en que se produ
ce.
El prim er enunciado de los que acabamos de presentar supone
pocas dificultades. Difícilmente el wanax pude ser otra cosa que el
rey. El gran registro de tierras contenido en la serie E 3 se refiere, con
toda probabilidad, a las propiedades del wanax en el lugar sagrado
de pa-ki-ja-ne (s), donde se encuentra precisamente el santurario de
po-ti-ni-ja. En efecto, todo el lugar parece ser que estuvo consagrado
99
a él. Respecto a este tema, podemos recordar que Alcinoo tenía su te-
menos cerca del bosquecillo de Atenas (Odisea, 6.921). Otro elemen
to se desprende del hecho de que el wanax y po-ti-ni-ja estén coloca
dos uno al lado del otro en PY Un 219.74, y de que wanax sea tam
bién, probablemente, el título de un dios, identificado por nosostros
como el «Joven D io s» 5. Todo ello parece apoyar la hipótesis de que
el wanax micénico fuera un rey sagrado. Coinciden muy bien con es
ta interpretación su conexión con Potnia y el gran predominio de ad
ministradores del culto que aparecen como poseedores de tierras en
pa-ki-ja-ne (s).
En cuanto al ra-wa-ke-ta es muy significativo que, mientras
muchos de los arrendatarios en pa-ki-ja-ne(s) se describen como wa-
na-ka-te-ro, no aparezca esta palabra en la serie Ea, donde encontra
mos, sin embargo, ra-wa-ke-si-jo. En particular, podemos constatar
la presencia de a-mo-te-u ra-wa-ke-si-jo; es decir, «el aúriga del ra-
wa-ke-ta» (...) 6.
Ahora, identificamos fácilmente la palabra (ra-wa-ke-ta) como
Xafce-yeras, que significa claramente «jefe del Xafós; si damos al \a -
f os el significado que tiene preferentemente en Homero y que corro
bora el análisis etim ológico7 el título de «conductor de escuadras en
guerra» resulta perfectamente compatible con el análisis textual.
El wanax y el lawagetas son las dos únicas personalidades de Pilos
a las que se atribuye un temenos. Es más, el que representen a dos
personajes de relieve tam bién lo indica el espaciado de Er 312, donde
el escriba ha dejado cuidadosamente una línea vacía tras los dos pri
meros registros, en los que se refiere a ellos, antes de pasar a los de
los te-re-ta; sería imprudente ignorar semejante indicación.
Si volvemos ahora a los testimonios griegos más tardíos, en
contramos en Hom ero que las personas que poseen un temenos son
principalmente el rey y el caudillo. Odiseo posee uno. Podemos aña
dir el testimonio de Herodoto (IV 161) que señala, significativamen
te, el hecho de que a Bato, rey de Cirene, se le permitiera conservar
sus reßeyea y ίβρωσύνα·,. Respecto al temenos del caudillo no es nece-
100
sario recordar a Meleagro y Belerofonte. Sarpedonie (II. 12. 310 ss.)
relaciona precisamente su temenos con la obligación de com batir al
frente de los licios.
Los térm inos te-re-ta y da-mo no se pueden estudiar separada
mente de los térm inos de posesión a los que están ligados en los tex
tos. Ki-ti-me-na ko-to-na están siempre poseídas por pa-ro X , repre
sentando X al individuo que se menciona. El análisis textual debe
preceder a la identificación etimológica. De esta form a, basándonos
en los testimonios a nuestra disposición, la tierra ki-ti-me-na es, en
prim er lugar, la poseída por los individuos llam ados te-re-ta. El aná
lisis puro y simple, sin intentar ninguna identificación etimológica,
m uestra además que te-re-ta es un térm ino genérico que incluye ocu
paciones como pastor, alfarero, batanero. Además, cuando a las
mismas personas se las indica como propietarios de tierra ke-ke-me-
na, dada por el damos, su designación cambia p or ko-to-no-o-ko. De
ello podem os deducir que es un térm ino ligado a la posesión de tierra
y que es inseparable del status del poseedor de ki-ti-me-na. Además,
el térm ino wa-na-ka-te-ro designa a un cierto núm ero de arrendata
rios de esta tierra. Parece, por tanto, que los te-re-ta gozan de este
status en virtud de su relación con el wanax. N o hay ninguna clase de
prueba de que los te-re-ta tuvieran funciones religiosas. Una indica
ción im portante la constituye su colocación en los registros de tierras:
en las tablillas no se los incluye agrupados ju n to a personajes de los
que se conoce su función religiosa. En Knossos tam bién aparecen
agrupados con los «carpinteros», lo que concuerda con las tablillas
de Pilos. La palabra se ha identificado generalmente con T e k e a r á s ,
que significa literalmente «hombre de la prestación (del gravamen)».
Esta palabra no adquirió significado religioso hasta el siglo II a. de
C. Ateniéndonos a las pruebas disponibles, el título debía designar a
los hom bres al servicio del rey (hay que señalar que el término te-re-
ta no reaparece en la serie Ea, donde se encuentra ra-wa-ke-si-jo en
lugar de wa-na-ka-te-ro).
E n los textos aparece claro la identificación de da-mo con damos,
así como que éste sea una sociedad colegiada con órganos y voluntad
propia (véase en el caso de disputa relativa a la propiedad)8. A la luz
de la constante asociación con la frase pa-ro da-mo, el término ke-ke-
me-na se interpreta generalmente en el sentido de «tierra comunal»,
bajo el control del damos. Esto constituye el prim er paso, efectuado
solamente a base del análisis contextual, antes de intentar cualquier
identificación etimológica de la palabra. Esta últim a pone a ke-ke-
me-na en posible relación m orfológica con xoivós, aunque el núcleo
se presente como una raíz kei. En un posterior estudio del vocabula
rio griego se descubrieron otros miembros pertenecientes a la misma
familia en los términos * x é α μ ι , χ ε ά ζ ω «divido», κ ώ μ η (originalmen
101
te «tierra dividida», de aquí su equivalencia con δ ά μ ο ς , que también
es un término derivado de un verbo que significa «distribuir») y χώ-
μος «una banda de hombres». De cualquier modo, el cuadro de la si
tuación micénica surge del simple análisis contextual, aparte de las
posibles identificaciones etimológicas. Ninguna división de opiniones
al respecto puede modificar la identificación de la tierra ke-ke-me-na
como tierra del damos.
La situación que se desprende del análisis de los textos es la si
guiente: un rey sagrado estaba al frente de la sociedad de Pilos y
estrechamente relacionado con Potnia. Le sigue un personaje cuyo
título significa «jefe de escuadras». Después de los τβμένβα asignados
a éstos, la principal dicotomía relativa a la posesión de la tierra se es
tablece entre la poseíada por individuos que deben prestaciones de di
versos tipos al wanax y la del damos, que posee tierra propia. Parte
de ésta se arrendaba a gente del palacio de varias clases ( ...) 9.
Solamente en esta etapa del análisis se busca la confirmación
confrontando las instituciones de otras sociedades, en prim er lugar,
la hitita con su gobierno monárquico «indoeuropeo», no asiático, y
la asam blea plenaria de la n o b le z a 10. Allí encontram os una
dicotomía similar, con la tierra del palacio en manos de los
«Hombres del servicio» y la tierra controlada por la aldea. Em inen
tes investigadores en el campo de los estudios anatólicos han de
mostrado la existencia de una clase de especiales «burgueses» que se
han comparado a los δημιουργοί griegos. Ya que éstos recibían tierra
de la aldea, ha sido posible sugerir una interpretación del desconcer
tante término δ ή μ ιο ( ε ρ γ ο Γ , que no parecía adecuado a una traduc
ción anacrónica de δη μ η - como «público» ",
9 En este punto, Palmer añade la siguiente consideración: «but the idiom (esto es
el verobo e-ke-qe, em pleado en las concesiones en usufructo por parte del dam o: «Fu
lano recibe del dam o en form a de o n a to ...» , etc.) suggests the that it (il dam o) was the
final instance in its disposal (de las tierras para dar en concesión)». C om o se puede ver
en las páginas sucesivas (pág. 189 y ss.), tal suposición se funda en una interpretación
particular de e-ke-qe, considerado com o é'xei-’ la partícula qe, entendida en sentido
«perspectivo», de donde el significado « ...fu la n o debe recibir..., etc.». El hecho de
que tal fórmula aparezca principalmente en la prinera lista de las tierras otorgadas en
usufructo (esto es, en la versión B, serie Eb para las tierras kekem ena), supone para el
autor la confirm ación de esta interpretación: solam ente en la relación posterior de las
tablillas incluidas en Ep; por consiguiente, la versión A , se confirm a la asignación de
tierra, sólo «form ulada» con anterioridad (para los casos en que e-ke-qe aparece tam
bién en la versión A , Palm er añade: «The use o f e-ke-qe in the exceptional dam o tenu
res o f the second version im plies that the proposal sitll requires ratification» [el uso de
e-ke-qe que aparece excepcionalm ente en los registros de las tierras del d a m o relativas
a la segunda versión nos indica que la asignación material se tiene que ratificar
todavía]). Ruijgh, E tu d es..., op. cit., págs. 280-284, ha dem ostrado am pliam ente que
tal interpretación, esencial para la reconstrucción de las distintas m odalidades en la
asignación de las tierras, no ofrece, sin em bargo, serios fundam entos lingüísticos, c o
mo pide Palmer, y que la partícula -qe mantiene también en este caso su sustancial
función coordinativa (entre dos predicados de los que el primero se sobreentiende, co
m o en: ...fu la n o (es poseedor de la tierra) y tien e..., etc.») (N. del E .).
10 Cfr. L. R. Palmer, A c h a ea n s..., op. cit.; id ., M ycenaean T ex ts..., op. cit.
11 Cfr. L. R. Palm er, A c h a ea n s..., op. cit., pág. 12 y s s . ; , í d M ycenaean T exts...,
102
A partir del m undo germánico se han podido establecer los para
lelismos más notables. La palabra haims se utiliza efectivamente en
gótico para traducir κ ώ μ η , a la que es etimológicamente correlativa;
en germánico tiene los significados de «aldea colectiva» y tierra
( α γ ρ ο ί ) que le pertenece.
La palabra griega cubre aproximadamente el mismo campo se
mántico que su pariente germánico; recordemos la aseveración de
Aristóteles según la cual κ ώ μ η se utilizaba en el Peloponeso como
equivalente del ático δ ή μ ο s (Pol. III, 1448a 36), que se refiere tanto a
un grupo o clase social como al territorio que le pertenece. A hora
bien, la familia de haim- se encuentra bastante difundida por todo el
m undo indoeuropeo y las palabras se refieren a los diversos aspectos
de la instalación y de la «familia». El concepto de «tierra dividida»
ha pervivido, como lo demuestra la palabra del inglés antiguo ge-
dalland y, sobre todo, por la céltica (galesa) rhandir «tierra dividi
da», que continuó siendo el término técnico para la aldea openfield
hasta tiempos recientes.
La sociedad germánica nos ofrece todavía equivalentes más exac
tos de los términos técnicos descubiertos por el análisis de los docu
mentos de Pilos. También aquí tenemos un rey (= Hom bre de la es
tirpe), un caudillo del ejército 12 y, sobre todo, un equivalente muy
curioso para el «Hombre del telos»: baro «Hombre del gravamen».
A la luz de las modernas connotaciones de «barón», que inducen al
error, conviene recordar el análisis de R. Much 13, en el que afirma
op. cit., pág. 42 y ss.; id ., M ycenaean Tablets a n d E conom ic H istory, op. cit., pág. 17,
así com o la bibliografía que cita.
(N. del E.): Ya hemos señalado los problemas y peligros que presentan este tipo de
apartados (cfr. la colaboración de Ventris y Chadwick, Posesión y uso de la tierra,
núm. 10). Permanece com o hipótesis el que una clase determinada de «burgueses» pu
diera existir efectivam ente dentro de la sociedad hitita (aunque se debería prestar m a
yor atención en el em pleo de semejantes términos con sabor dem asiado m odernista, tal
vez). Pero la sociedad hitita, com o la m icénica, encierra un desarrollo secular, por lo
que es absolutam ente im posible construir semejantes generalizaciones. Además de las
referencias bibliográficas anteriormente citadas, se pueden añadir las siguientes apor
taciones sobre el tema: A . G ötze, State and S ociety o f the H ittites, en Neuere H eth iter
forsch un g, H istoria Einzelschriften, 7, W iesbaden, 1964, pág. 23 y ss.; E. Laroche,
com entario a la interpretación de tipo «feudal» de G ötze, en Bibliotheca Orientalis,
X X III, 1-2, 1966, pág. 58 y ss.; K. Riemschneider, Zum Lehnswesen bei den H eth i
tern, in A rch iv Orientalni, 33, 1965, pág. 30 y ss.; V. Korosec, Einige Beiträge zu r ge
sellschaftlichen S tru ktu r nach hetitischen Rechtsquellen, en Gesellschaftsklassen im
A lten Z w eistrom land, H rgs. D. O. Edzard, M ünchen, 1972, pág. 105 y ss.; respecto al
problem a en su totalidad: A . Archi, II «feu d a lesim o » ittita, op. cit, donde también se
exam ina la posición de Palmer. Igualmente, es necesario admitir, prescindiendo de
cualquier observación m etodológica sobre la validez del m étodo comparativo que la
dicotom ía tierras del palacio-tierras de la com unidad de la aldea, evidenciada por P al
mer (también de manera quizá dem asiado simplificada y con ribetes interpretativos de
carácter feudal), centra uno de los puntos focales sobre la organización de las tierras
dentro del estado hitita (cfr. D jak onoff, op. cit., A . Archi, B ureaucratie.,,, op. cit.).
12 Cfr. L. R. Palm er, M ycenaean Texts fro n t P ylos, op . cit., pág. 36 y las referen
cias bibliográficas que contiene.
13 Ibidem , pág. 40.
103
que los barones fueron originalmente «zinspflichtige L eu te» y que el
término debe su significado como status social a causa de su uso para
referirse a los servidores del rey. De todas m aneras, aun tenemos que
insistir en el hecho de que todo esto se desprende del análisis directo
de los textos micénicos, que mantiene su validez autónom a (...).
El mismo rigor m etodológico se aplica tam bién al análisis de los
e-qe-ta. En prim er lugar se ha señalado que éstos eran los únicos per
sonajes que se adornaban de nom bre y patroním ico a m odo de la
gran tradición é p ic a 14. Aparecen, al final de los párrafos relativos a
la serie o-ka, como acom pañantes de contingentes de hom bres desti
nados a tareas de vigilancia co stera15, por lo que se les consideraba
como personas de excepcional dignidad e im portancia. Solamente al
llegar a este punto se procedió a la identificación etimológica; esto es,
después del análisis contextual según los enunciados principios m eto
dológicos. Los im portantes personajes se revelaron como «com pañe
ros». Se han buscado otros paralelismos en el m undo hom érico ante
todo, luego en el macedonio; finalm ente, ha sido el m undo germáni
co el que una vez más ha proporcionado otro preciso paralelismo con
sus diversos térm inos referentes a los «condes» al servicio del rey.
También en este caso, sin embargo, la analogía con otras formas de
sociedad ha servido simplemente de telón de fondo para las poste
riores interpretaciones de un térm ino ya delimitado m ediante el aná
lisis contextual (...). De todas m aneras se debe de poner en evidencia
que es frecuente entre los historiadores el método de analizar el signi
ficado literal de un térm ino y buscar en otro lugar analogías que ilu
minen el cuadro tan provisoriam ente elaborado. Por ejemplo, M.
Finley, mediante el análisis etimológico, ha llegado a sostener la hi
pótesis de que los δ ή μ ι ο ν ç y o í fueran «trabajadores públicos» y ha
buscado, como pruebas que defendieran esta idea, el ejemplo de las
kabilas del norte de Africa 16.
104
(§ 3-4); por otra, mediante la discusión de los textos en que el térm i
no se encuentra atestiguado (§§ 5-13). Es más, el carácter contable de
nuestros documentos hace que los datos a nuestra disposición presen
ten lagunas y sean con frecuencia inciertos a las formas instituciona
les y, por consiguiente, también a las realidades materiales. Además,
incluso los datos mismos varían según los diferentes lugares: actual
mente Tebas y M icenas2 no ofrecen nada particularm ente interesan
te, mientras que la documentación de Pilos nos aparece mucho más
precisa sobre el tema que la de K nossos3. A título de hipótesis de tra
bajo (los datos que ofrecen Knossos, incluso dentro de su escasez, no
parecen contradecir los de Pilos), hay que adm itir que todo lo que se
discutirá a continuación puede ser válido para el conjunto de reinos
micénicos hacia el 1200 a. de C.
3. A un nivel más bajo, la producción en el mundo micénico p a
rece estar basada en la esclavitud. La existencia de esclavos (doero,
doera) está asegurada por los textos a nuestra disposición4, así como
105
su carácter de objeto vendible y la transmisión hereditaria de la con
dición servil5.
El que la población «libre» se dividiera en tres clases a su vez
(correspondientes a las tres «funciones» en las que G. Dumézil ve je
rarquizada la sociedad indoeuropea primitiva) no pasa de ser una
hipótesis de trabajo propuesta por L. Palmer, nosotros mismos y
otros. Hipótesis que no parece estar en contradicción con los datos
disponibles, pero, al mismo tiempo, éstos no le proporcionan más
que un apoyo efímero, debido a sus abundantes lagunas y a su form a
106
alusiva más bien que explícita respecto a lo esencial. Pese a todo, se
la aceptará como supuesto previo.
Con la «prim era función», la doble soberanía política y religiosa
se relaciona indudablem ente el complejo aparato adm inistrativo y
dedicado al culto que dejan entrever los textos conocidos, así como el
gran núm ero de funcionarios civiles y religiosos (sin que tengamos
claro cuáles eran sus atribuciones precisas). Sin embargo, todo esto
no basta para establecer la existencia de una verdadera clase en el
sentido de la palabra. P or otra parte, es verdad que el término ¡άναξ
se refiere, en nuestros textos, tanto al soberano del estado de Pilos
como a algunas deidades; ¿todo esto basta para afirm ar la efectiva
com penetración de las dos fuentes de la realeza? En efecto, si Aga
m enón es α ναξ en Hom ero, de la misma m anera se podrá considerar
que se trata de pura tradición oral, referida a un status culural más
antiguo que debió conocer, si no el rey-dios, al menos el rey-
sacerdote. ¿Qué nos garantiza que ya en el estadio cultural micénico
la ambigüedad del término jával; no sea ella misma un hecho dife
rente respecto a la herencia lingüística de un status social ya supera
do? De todas m aneras, el carácter singular y eminente de la
«soberanía» en el estado está indicado por la derivación en -regos del
adjetivo wanakatero, lo que implica la existencia de dos ámbitos dis
tintos entre sí: en uno se incluye cuanto se ha relacionado con el já-
ναξ, en el otro, todo lo d em ás7.
Seguramente, el estado micénico contaba con una organización
militar muy desarrollada8, caracterizada por una aristocracia guerre-
ta que com batía sobre carro s9. En este sentido es como quizás nos
aproximamos a la realidad de una verdadera «clase». Además hemos
de tener en cuenta, para cada reino semejante al de Pilos, la existen
cia de un personaje cuyo título es el de rawaketa = X âf-c^érâs, el
cual, según diversas indicaciones, se puede considerar como la segun
11 Bien con su nombre: K u ro 2 (Ea 814), R u k o ro (Ea, 132, 782, 823, 882, 1.424)
bien con nom bre de oficio: a m oteu («conductor de carro», Ea 421, 809), m aratew e
(plural en rj jes, de dudoso significado, N a 245), su q o ta («porquero», Ea 822). U n o u
otro para la palabra m utilada, que com ienza por e[, de Ea 59.
12 H ay que añadir N a 245, que localiza en ew itew ijo los .m aratew e raw akesijo; sin
108
wanakatero, las personas de la «casa» del jávat· 13, se m encionan so
lam ente en el censo E o /E n de pakijanija (escriba 41 p ara la prim era
versión, escriba 1 para la segunda14. Sin duda, los τβμένη de los dos
grandes personajes se localizaban en regiones diferentes, así como
tam bién sus «casas», esto es, el personal adscrito a los τβμένη. N atu
ralm ente, de todo esto no se puede derivar una subdivisión territorial
de las esferas de autoridad del \α να ξ y del Xáf áyérás, ni mucho me
nos una pluralidad de los Xafóryerai (.··)15·
Si el Xcéf ós constituye una clase, esta clase tiene, dentro de cada
reino micénico, su representante supremo en la persona del Xäf άγέ-
Tás. Es, pues, con esta situación con la que conviene, en nuestro ca
em bargo, los otros registros de este topónim o (Mn 456, V n 130) n o permiten situar
dicho centro, ni siquiera saber a cuál de las provincias perteneciese.
13 U n k a n a p eu (« b a ta n ero » ) llam ad o p e k ita (E o 2 76.2 = E n 7 4 .3 ; Eo
160.3 = En 74.3), un keram eu («alfarero») llam ado p irita w o (Eo 371 = En 467.5),
un ete d o m o (¿«arm ero»?) llam ado atu ko (Eo 212.2 = E n 609.5).
14 Si la restitución del texto es correcta, un personaje (w an a)katero debería figurar
en Eb 903; el catastro E b /E p , com o tam bién el E o /E n , pertenece al distrito de p a k ija
nija por lo que hay un cierto número de usufructuarios com unes en am bos.
15 P or lo que hasta aquí se ha dicho parecería posible concluir que en las dos re
giones, cuyas tierras aparecen, respectivam ente, registradas en las series Ea y E b /E p -
E o /E n , se pueden situar los τβμίνη de los dos personajes en cuestión o , por lo m enos,
que los lotes de terreno de propiedad del caudillo y del rey debían de estar situados en
regiones diferentes.
E sta conclusión se com plica al añadir cuanto ha puntualizado el m ism o Lejeune en
su reciente contribución Sur l ’in titu lé de la ta b lette p ylien n e En 609, op. cit.; donde
tras haber exam inado los «inventarios globales por localidad» (par. 1, l a y Ib), pasa el
autor a las «encuestas de los beneficiarios individuales de parcelas según posesiones».
Sobre este tema afirm a lo siguiente (págs. 246-7); «Las parcelas (k o to n a = χτοΐνα ),
tanto de tierra kitim en a com o de tierra kekem en a, están determ inadas en base a su es
tado jurídico y a su superficie (elem entos que debían bastar para la definición de la na
turaleza y de la sum a de las obligaciones contraídas por lo s beneficiarios). N unca se
encuentran identificadas en base a su posición (es decir, m ediante un conjunto de deli
m itaciones de propiedad); de aquí proviene la im propiedad del térm ino «catastros»
em pleado por los m icenólogos de lengua francesa; pese a to d o , m ejor que crear una
nueva d enom inación, se continuará usando la palabra «catastro». ( ...) Hecha esta re
serva, los catastros de P ilos llegados hasta nosotros, que se refieren siempre a d om i
nios (tierras de santuarios u otros) y no a circunscripciones adm inistrativas, son cinco:
a) D om inio de p a k ija n ija : serie E o /E b (escriba 41), serie E n /E p (escriba 1), serie
Ed (escribas 1 y 41).
b) D om inio X: serie Ea (escriba 43).
c) D om inio Y: serie Eq 36 (junto a 1451, 1452)y 146 (escriba 1).
d) D om inio de k iritijo : Es 650 (escriba 11).
e)D om inio de sarapeda: Er 880 y 312 (escriba 24)».
La tablilla Er 312 es precisam ente la relativa a los π μ evr¡ del w anax y del law agetas
y se incluye en el m ism o « d om in io», el de sarapeda (a propósito del d a m o con él rela
cionado, véase más adelante). Todavía se ha de destacar que los elencos de las tierras
se refieren a d o m in io s y no a circunscripciones. Se trata de un concepto que ciertam en
te estaría m ejor especificado, sobre todo en relación con las consecuencias de carácter
«geográfico-arrendatario» que supondría. Precisam ente en relación con la confusión
que podría surgir por P a kijan e, Lejeune añade (nota 10 y pág. 248): «E n un so lo caso
se da una hom onim ia entre un dom inio (pakijanija = santuario de τ ο τ ν ια cerca de
P ilos) y una circunscripción (p akijan ija — subdivisión de la provincia próxim a)» (N.
del E .).
109
so, confrontar los datos relativos al δάμος (relativos, por tanto, a la
«tercera función»),
5. En nuestros textos el damo se presenta como una entidad ad
ministrativa local de carácter agrícola:
a) Posee tierras, parte de éstas se parcelan y reparte a benefi
ciarios individuales en usufructo (§ 6), mientras que otra persona
permanece seguramente en condominio.
b) Esta parte en condominio debía de ser objeto de aprovecha
miento colectivo; podemos suponer verosímilmente que se emplearán
en ella «esclavos del δ ά μ ο ς » y «animales de carga del δ ά μ ο ι » , unos y
otros seguramente de propiedad colectiva; en los pastos comunales,
vaqueros y porqueros opidamijo criaban el ganado colectivo.
c) El δ ά μ ο s obtenía productos agrícolas y ganaderos que le
permitían, por una parte, asegurar la subsistencia comunal y, por
otra, procurarse, mediante el intercambio, los artículos que necesita
ba; además, debían servir para satisfacer sus obligaciones fiscales
respecto al palacio y las obligaciones religiosas (§ 7) ante el santura-
rio. Estas entradas provenían bien del exceso de producción en espe
cies entregado por los beneficiarios de las tierras parceladas, bien de
la explotación colectiva de las tierras en condominio.
d) Aunque bajo la vigilancia, o al menos bajo el control de un
funcionario en representación del palacio, el δ ά μ ο ς parece ser que es
tuvo administrado por un colegio de cultivadores agrícolas (§ 8).
6. Se sabe que nuestros catastros de Pilos distinguen las parce
las (kotona = κ τ ο ΐ ν α ι ) (§ 9) en dos tipos: las llamadas kitimena
( = χ τ ί μ α ν α ι ) y las llamadas kekemena ( = ¿* χ ε κ β σ μ έ ν α ι Ί ) . El gru
po de los dos grandes censos E o /E n y E b/E p pakijanija considera se
paradamente las tierras kitimena (Eo/En) y las tierras kekem ena
(Eb/Ep); solamente por estas últimas se relaciona con el δ ά μ ο s. El
escriba 41 registró los documentos preparatorios tanto de Eo como
de Eb, mientras el escriba 1 se encargó del registro definitivo tanto de
En como de Ep; finalmente, el escriba 43 registró los documentos
preparatorios de otros dos catastros (Ea), uno de parcelas del tipo
kitimena 16 y el otro del tipo kekem ena 17, pertenecientes a una región
diferente a la de pakijanija. La redacción definitiva de estos últimos
puede no haberse llegado a realizar o estar perdida. Además, en las
tablillas Ea, la mención del damo 18 y la del carácter kekem ena de las
tierras consideradas no se encuentran expresamente unidas; se admi
tirá, sin embargo, que la mención de uno u otro es suficiente para in
dicar una situación jurídica análoga a la del catastro E b /E p , al que se
refieren las observaciones que siguen.
La intervención del damo consiste en hacer objeto de concesión
110
en usufructo 19 individual20 algunas parcelas kekem ena sacadas de su
patrim onio en tierras; se ha dicho del beneficiario21 que conserva
(eke = é\ei) la parcela en calidad de usufructo >m ediante un pago anticipado22 al δάμος (paro dam o = παρό δάμωι).
Norm alm ente, las asignaciones de este tipo no revierten a terceros23.
En realidad, sobre un total de tierras kekem en a 24 en Ep, que se
puede evaluar en más de 8.000 1. de grano, las que se dan en concesión
a título de etonijo25 representan más de 1.000 1.; por el contrario, las
que se dan en concesión a título de k a m a 26 representan casi 5.000 1.;
539.7, a beneficio de m ereu); entonces las obligaciones del kam aeu pasaban (¿propor
cionalm ente a la porción cedida?) al nuevo ovcm¡Q.
21 N os quedan once de las doce tablillas Eb correspondientes a esta categoría; en
todas el escriba reprodujo la m ención de k o to n o o k o . Pero el escriba 1 la om itió en Ep
301 para las cinco primeras personas de su lista (líneas 2-6); debe de haberse dado
cuenta (y quizás la línea 7, dejada en blanco, corresponde precisamente a este m om en
to) y redactó la parte final de la lista (líneas 8-14) cuidando de señalar k o to n o o k o al la
do de cada uno de los siete nom bres. D espués, se sintió obligado a corregir el principio
del texto, añadiendo, no sin dificultad, k o to n o o k o para la primera lista en el p oco es
pacio que había sobre la línea 2. Finalm ente, debió de renunciar a efectuar tan desa
fortunada corrección para las líneas 3-6 (pensando, quizás, que el k o to n o o k o , añadido
a la línea 2 , podía ser válido tam bién para las siguientes).
28 C oncesiones de las que con ocem os el m ontante: 1741. (I), 841. (X ), 72 1. (X II),
60 1. (II), 48 1. (Ill, IX ), 12 1. (X I), 6 1. (VIII).
29 El problem a al que alude Lejeune en este punto es el siguiente. En el encabeza
m iento de la tablilla En 609.2 se nom bran 14 tereta; sin em bargo, en la m ism a serie En
solam ente se enumeran 13. U na de las soluciones propuestas es que las dos κτοϊνοι
poseídas por los tereta p a ra k o y tataro, recordados en la serie E o , pero n o citados m ás
en En, hayan sido quitadas a las dos personas en cuestión, por cualquier m otivo, en el
espacio de tiem po com prendido entre la primera encuesta (Eó) y la redacción d efiniti
112
rako (Eo 224.3) y tataro (Eo 224.7). Así, pues, cada uno de estos no
tables tenía, además de su onaîo de kotonooko, otras concesiones de
un valor que va generalmente desde el doble al cuádruple30.
Resumiendo, para los catastros de pakijania, una cuarta parte de
las tierras kekem ena se encontraba repartida entre una cincuentena
de kotoneta a título de onato paro damo; estos cincuenta kotoneta
comprendían los doce kotonooko (§ 8) y otros beneficiarios, la m a
yor parte de los cuales parece relacionada con la dirección del culto
(ijereit, ijereja, kiritewija, una treintena de teojo doero o doera,
etc.). Los otros 3/4 de las tierras se repartían en parcelas del tipo eto-
nijo o del tipo kama.
Lo que permanece oscuro es a base de qué procedim iento31, por
qué duración y mediante qué contrapartidas en especie, se llevaban a
cabo estas diversas concesiones.
Por otra parte, parece verosímil que el término kekemena no se
aplicara a todo el conjunto de las tierras del δάμοί, sino solamente a
las que se parcelaban (hecho que, dicho sea de paso, favorece, entre
las diversas lecturas de kekemena, la que implica etimológicamente la
idea de repartición: raíz de κ(άξω). En efecto, es necesario pensar
que, además de lo que se concedía bajo form a de onato paro damo,
kama o etonijo, quedaba intacto un im portante patrim onio de tierras
en condominio (§ 5), los cuales no aparecerían en el catastro (que so
lamente es un proceso verbal de repartición).
Se podrá objetar con motivo que el inventario Ep se inicia, antes
de cualquier mención, incluso la relativa a los kotonooko, con una
línea (Ep 301.1 = Eb 818) dedicada a la valoración (132 1.) de la lla
mada kekemena kotona anono, y que anono (&ν-ωνο$) se presenta,
en su forma, como privativo respecto a ovaros. Pero no se debería
ver en éste la tierra propiamente en condominio del δάμος, debido a
dos razones: ante todo, es improbable que los bienes comunales de
va (En), y devueltas a am aruta (En 609.10-18). Esta solución, la que se admite en este
apartado, se ha com plicado recientemente por Lejeune, quien vería en el tereta suko,
señalado con este título en la registración de las tierras kekem ena (Ep 613.4-5 = Eb
149 + 940), al tereta que falta efectivamente en la serie En, que por cualquier m otivo
debió perder su koton a, sin que se tuviera que cambiar el número 14 por los tereta, es
tablecido según un reglam ento fijo (esta hipótesis presupone que un registro Eo
fuera destruido en el m om ento de tal variación y que el nom bre su ko se haya hecho de
saparecer también de la serie En, ya escrita en el m om ento de la elim inación de suko
por los posesores de la tierra kitim ena, hecho que Lejeune identificaría con la posible
rotura intencionada de la parte inferior al final de la tablilla En 467). Toda la recons
trucción en Sur l ’in titu lé..., op. cit., en la nota 15 (N. del E .).
30 De este m odo tenemos (primera cifra: concesión en condición de k o to n o o k o ; se
gunda cifra: concesión de otro tipo) adam ao: 48 + 216 1.; aiqeu: 72 + 1441.; a ,tijo -
qo: 174 + 188 1.; kotu ro: 12 + 60 1.; parako: 84 + 120 1.; wanatajo: 60 + 242 1.
31 En una ocasión (Ep 613.10 = Eb 159) se registra un sorteo respecto a la atribu
ción de un kam a, que, en consecuencia, pasa de las m anos de sirijo a las de pereqota:
(pere)qota padew eu (e)keqe kam a on ato sirijo(jo) rake (Ep: sirijo (sic); Eb si(ri)jojo);
bvcabv Ηλοι (ver Τύίοιο) ictxe representaría un paréntesis explicativo añadido a la fór
mula acostumbrada: eke(qe) kam a. (N . del E.: Véase tam bién la diferente solución en
D oes. 2, pág. 450).
113
pakijanija, los cuales permanecen como propiedad colectiva, repre
senten solamente el 1,5 por 100 del conjunto; además (en otro ca
tastro), se pueden descubrir concesiones individuales efectuadas
sobre esta tierra a n o n o32. P or ello, resulta oportuno pensar que con
el nombre de anono se designe el (modesto) sobrante de tierras del
δάμο s destinadas a la parcelación (kekemena), que todavía no se han
dado en concesión, pero que son susceptibles de posteriores asigna
ciones.
Nuestros catastros no recogen la situación de las tierras del δάμο$
destinadas a permanecer en condominio y de las que, por tanto, igno
ramos tanto su denominación (diferente de kekemena) como su im
portancia.
7. El damo del catastro E p/E b (relativo a la localidad de pakija
nija) y el damo del catastro Ea deben de ser entidades de la misma n a
turaleza, pero distintas geofráficamente. El acontecimiento por el
que llegamos a los textos ha permitido también que conozcamos (Un
718) otro damo de Pilos, relativo a la localidad de sarapeda. No nos
descubre su organización interna, pero sí una de sus obligaciones co
lectivas.
Algunas de las ofrendas agrícolas a Poseidón están presentadas,
efectivamente, por dos grupos de sometidos, claramente diferenciados
entre sí por la redacción y la disposición de la tablilla33. En el primer
grupo encontramos un personaje llamado ekera2wo (para 480 1. de
grano, 108 1. de vino, etc.) y el damo-(para, 240 1. de grano, 72 1. de
vino, etc.); en el segundo, el rawaketa (72 1. de harina, 24 1. de vino,
etc.) y el kama worokijonejo (72 1. de grano, 12 1. de vino, etc.).
Se trata del único texto encontrado hasta hoy sobre prestaciones
colectivas pedidas por un δάμος (damo dose = δάμοs δώσει) y, en
particular, prestaciones de carácter religioso. Pero es probable que
los δάμοι estuvieran también obligados a prestaciones de tipo fiscal y
que figurasen entre los contribuyentes que aseguraban el palacio, por
cada distrito, un stock anual de productos agrícolas (serie M a, etc.).
32 Cfr. Ea 992.
N . del E.: A propósito de anono Chadwick señala (Docs. 2, pág. 448): «The o-na-
to is a position o f a holding wich is surrendered to som eone else; thus «not subjet to
o-na-to m ay mean only that the holder does not have any o-na-te-re, but enjoy the full
use o f the land him self» (el o-na-to consiste en una posesión que ha sido cedida a cual
quier otro; así la expresión «no sujeto a o-na-to» solam ente puede significar que el p o
sesor no tiene o-na-te-re y m antiene, por tanto, enteramente para sí el uso del terreno).
33 Cfr. el análisis de L. R. Palm er, The Interpretation o f the M ycenaean Greek
Texts, O xford, 1963, pág. 215 y ss.
N . del E.: La relación entre los tributos al ente/entidad religiosa que aquí se m en
cionan y la extensión de las tierras poseídas por los contribuyentes (tablillas Er 880,
312), así com o la identificación de las posibles categorías privilegiadas no sujetas al pa
go, han sido ilustradas por Lejeune en L e dossier sa-ra-pe-da..., op . cit. Para una dis
cusión relativa a los circuitos internos de circulación de los bienes, nos rem itim os a la
introducción al ensayo de K. Polanyi, parte 3 .a.
34 Este hecho ya se ha indicado desde hace tiempo y los dos textos en cuestión han
sido objeto de numerosas discusiones y análisis; cfr. últim am ente L. R. Palm er, The
In terp reta tio n ..., op. cit., pág. 211 y ss.
114
8. Que el δ ά μ ο s no representa solamente una entidad territorial,
de la que una parte debía ser exactamente susceptible de parcelación
a favor de los usufructuarios (§ 6), así como que tam poco representa
una agrupación asociada de arrendatarios agrícolas, sometidos a
prestaciones respecto a un santuario o quizás al palacio (§ 7), sino que
constituye una entidad administrativa dotada realm ente de poder
jurídico, es lo que aparece a través del curioso recuerdo contenido en
el catastro E b /E p sobre una controversia surgida en relación con una
parcela de cierta im portancia detentada por la sacerdotisa erita:
Ep 704.5, erita ijereja eke euketoque etonijo eke teo damodemi
pasi kotonao kekem enao onato ekee. ..
Eb 297, ijereja ekeqe euketoqe etonijo ekee teo koto nookode k o
tonao kekem enao onata ekee...
La prim era parte de la frase ¡está (clara: ί έ ρ ε ι α ε χ ε ι ε ϋ χ ε τ ό ι r e
* ε τ ώ ν ι ο ν ε χ ε ε ν θε'ώι «la sacerdotisa detenta (esta parcela) y declara
que la detenta para la divinidad35 a título de etonijo». Sigue después
una segunda parte, opuesta a la primera m ediante δ ε . En la versión
Ep, a esta parte está ligado un verbo pasi = φ ά σ ι , cuyo sujeto no
puede ser más que damo: δ ά μ ο ς δ ε μ ί ν φ ά σ ι κ τ ο ι ν α ω ν * κ ε κ ε σ μ ε ν α ω ν
ο ν & τ ό ν ε χ ε ε ν : «pero el δ ά μ ο s afirm a que ella la detenta en usufructo
en cuanto sacada de las parcelas kekemena». En la versión Eb el se
gundo miembro no tiene el verbo en indicativo: ε ν χ ε τ ο ι debe fu n
cionar como factor común para los dos miembros; el sujeto de ε χ ε ε ν
no está (Ep: μ ι ν ) , pero se puede deducir fácilmente de la prim era p a r
te; en este aspecto, la redacción Eb resulta más rápida y elíptica que
la de Ep; ésta, sin embargo no es menos exacta e inteligible: κ τ ο ι ν ο -
ό χ ο ι δ ε [ μ ι ν ε υ χ ο ν τ ο ι ] κ τ ο ι ν α ω ν * χ ε κ ε σ μ ε ν α ω ν ¿ ν α τ ά 16 ε χ ε ε ν .
La confrontación de las redacciones pone en evidencia la equiva
lencia δ ά μ ο ς = κ τ ο ί ν ο ό χ ο ι : dentro de la controversia abierta (pero
todavía sin resolver en el momento del inventario), una de las partes
que se enfrentan jurídicam ente (el dem andante precisamente) y el δά-
μ ο $ , colectividad local, representado por el colegio (de doce miem
bros) de los κ τ ο ί ν ο ό χ ο ι (§ 6).
9. Al llegar a este punto, conviene abrir un paréntesis respecto a
/cotona y a los derivados o compuestos que provienen de ella. En
K nossos37 tenemos tres ejemplos (Uf 981, 1022, 1031) de la fórmula:
o δ ε ί ν α ε χ ε ι x T o í v a v j φ υ τ η ρ ί α ν (eke kotoina puterija). Pero la p a
labra se ha com probado, sobre todo, en Pilos (175 ejemplos aproxi
115
madamente): catastro E b /E p de las tierras llamadas kekem ena de pa-
kijanija (donde figuran los kotonooko), catastro E o /E n de las tierras
kitim ena d e pakijanija, junto a otros documentos catastrales (Ea; A q
64; W a 784). El térm ino, determ inado la m ayor parte de las veces por
los epítetos kekem ena y kitimena, se encuentra tanto en nom inativo
(con el nom bre de quien la detenta en genitivo), como en acusativo
(objeto del verbo εχειν «detentar»), o en genitivo ligado a ον&τόν
(«concesión en usufructo de una κτοίνά»).
De la raíz *kse i 31b se dan en micénico: un presente * κ τεΐμ ι38, con
los participios y adjetivos vervales κτίμενοs y ά κ τιτο s 39; un nom bre
de agente, κ τίτά ί, con com puesto μετακτίτας", finalm ente, el deriva
do κτοίνά. Parece que todos estos términos poseen un sentido abs
tracto fundam entalm ente y no concreto y que se refieren a las institu
ciones inmobiliarias y no a la im plantación material de edificios o de
cultivos. Kitimena debía significar, con mayor exactitud, «tierras de
fundación», esto es, tierras (probablemente en relación con un san
tuario) repartidas (atendiendo a cierto reglamento) entre miembros
(en núm ero de doce) de un colegio de τελεσταi. En Pilos, los ca
tastros E o /E n y Es (aunque en este último no aparecen explí
citamente los términos kitim ena ni tereta) se relacionan (para dos
santuarios diferentes) con este tipo de instituciones. P or el contrario,
las tierras del δάμος, exceptuando la parte dedicada a la explotación
colectiva, susceptibles de una explotación no orgánica y m ucho más
variadas, se llam aban «tierras de repartir» (kekemena). D entro de es
te cuadro es necesario adm itir que el significado primitivo de κτοίνά
(* «fundación») tiene doble acepción. De una parte, se tiene que p a
sar de lo abstracto (institución) a lo concreto (resultado) de la aplica
ción de la institución) para llegar a individualizar la «parcela» (atri
buida al reKéar&s en base al reglamento de fundación); por otra p ar
te, su uso se extendió secundariamente a las «parcelas» cultivables de
otro origen, procedentes del fraccionamiento del δάμοί.
La palabra sobrevivió, aunque débilmente, en el griego del prim er
milenio; quizá en B eoda (desde el momento en que no se ve otro p o
sible origen para la form a de vocalismo radical -v- transm itida por
Hesiquio), seguramente en Rodas (inscripciones); en Beocia, por lo
menos hasta el siglo III (ya que οι < υ es anterior al 250), en Rodas
hasta la época rom ana.
La glosa: κτύνα ι η κτοΐναι ' χωρήσεις προγονικώ ν Ιερβίων, η δή
μος μ ε μ ερ ισ μ εν ο ί d eb e leerse p r o b a b le m e n te 40: κ τϋ ν (η ) η
37b En cuanto respeta a la hipótesis de una «gutural» en explosión sibilante del tipo
* K s, con resultados ξ,αχ,χτ cfr. M . Lejeune, P h on étiqu e historique du m ycénien e t du
grec ancien, Paris, 19722, § 28 (N . del E .).
38 Este será reem plazado m ás tarde por χτίζω; 3 .a pers. pl. xnevsi (kitiesi, P Y N a
1179; k itijesi, PY N a 520).
39 Para la sucesión de los térm inos a k itito , k itita y m etakitita, nos rem itim os al In
dex gén éra u x ..., op. cit. (N . del E .).
40 En el m om ento en que oí pasa au en b eocio, a iy a hace más de un siglo que pa
só a η, de ahí nuestra enm ienda κτνν(η). Las otras dos correlaciones ya se han p ro
puesto por los com entaristas de las inscripciones de Rodas.'
116
κτοι^αι 'χωρ(()σιις TrqoyovixGiv κρ(ώ)ρ, η δήμος μβμίριομέιππ. Esta
conserva el recuerdo, cerca de mil años después de los documentos
micénicos, de una institución parcelaria de doble origen, que con
viene relacionar con la de las tierras kitimena y kekem ena de las
tablillas.
En Rodas, ντοΐνά no designa la «parcela», pero conserva el senti
do de «comunidad colegial» (regida por un reglamento de
fundación); los miembros de la comunidad recibían el nombre de
κτοίΐ'άται o xToivérca (cfr. micénico kotoneta). Las κτοίται de R o
das pudieron ser bastante numerosas y un decreto de los camireos o r
ganizó su censo; actualmente, conocemos los nombres de dos de ellas
(Υίοτιδαίΐωΐ'', Ματιών). La κτοίνα celebraba asambleas regulares,
realizaba sacrificios, votaba decretos de honras y las atribuciones de
la corona; algunas tierras de la κτοίνα podían ser objeto de dona
ciones.
En micénico, kotona ha servido como base para el compuesto ko-
tonooko y para los derivados kotoneta y kotoneu, de los que es inte
resante precisar los respectivos significados.
A juzgar por la relación entre la fase preparatoria (Ed 236, 317,
847, 901) y la redacción definitiva (Ep) del catastro kekemena de
pakijanija4I, el término kotoneta (Ed 901) = xro iv tra s42 no designa
a cualquier detentador de kotona, sino al que detenta una parcela en
usufructo perteneciente al δαμο$ (onato paro damo); el término ko-
tonooko (Ep 301.2-14) = κτοινοοχοs43 indica una aceptación
todavía más restringida y se aplica a una categoría limitada y jurídi
camente privilegiada de kotoneta.
Por el contrario, sí que se presentan dificultades para determinar
el significado del término derivado xroivevs44. Tenemos únicamente
un testimonio (en PY Ae 995, escriba no identificado), elemento
aislado (y mutilado: falta el número final de la tablilla) de un inven
tario de personal del que no se sabe a qué subdivisión administrativa
de Pilos pertenece: kotonewe VIR (con la variedad 103 45 del ideogra
ma VIR, reservado (a juzgar por el ejemplo de Knossos) al personal
117
de condición humilde o servil: ¿se trata quizá de esclavos sometidos
al trabajo agrícola en las χτοιναίΊ
10. En caso de controversia sobre el reparto de las tierras del
δάμο* (¿en el origen de esta repartición?) intervenía un colegio de k o
tonooko. No sabemos cómo éstos eran designados, ni siquiera sabe
mos qué atribuciones administrativas les correspondían; tam poco las
que fueran competencia de un representante (o más representantes)
del poder central46.
Por lo que podemos entrever sobre el tema de la organización
parcialmente autónom a de la comuna rural, ¿podemos suponer que a
niveles más elevados (¿distrito? ¿provincia?) se encontraran persona
jes encargados de las cuestiones concernientes a los δάμοι, al igual
que, a nivel del estado, un personaje cuyas funciones le llevaran a
simbolizar el Δάμος en cuanto clase (en lo que relaciona con los
nombres propios) junto al \ά να ξ y al λά (άγέτά??
Efectivamente, la discusión sobre el damokoro se establece preci
samente por la misma form a del término; esta institución es común,
una vez más, a Knossos y a Pilos, pero los dos ejemplos de K nossos47
no nos sirven de gran ayuda, mientras que los de Pilos (Ta 711.1; On
300.7) nos proporcionan datos difíciles de interpretar.
Si, dentro de este compuesto, damo- es de lectura segura (aunque
el significado sea discutible: ¿δάμοι o Δάμο$Ί), el segundo término,
-koro, resulta de lectura ambigua y, por consiguiente, de incierto sig
nificado. La solución más aceptable es la de reconocer el mismo
nombre agente que en axógos (micénico da koro), νβωκόρος, a condi
ción, sin embargo, de no ver en este nombre (sin etimología) un
«barrendero», sino un «superintendente» (sea κορέω «barrer» resul
tante de una especialización secundaria del significado, sea un térm i
no de otro origen). En este caso, el significado de dam okoro perm a
nece todavía más vago.
11. La intitulación (Ta 711.1 : owide pu2keqiri ote wanaka teke
aukewa damokoro) del inventario de utensilios Ta sugiere las siguien
tes observaciones:
a) Parece que conviene distinguir los inventarios regulares, exi
gidos por la contabilidad anual del palacio, de los inventarios oca
sionales. En esta últim a categoría deben incluirse dos inventarios de
Pilos cuya intitulación comienza con la fórmula: ojs j ίδε o δείνα (con
el nombre del inspector encargado de la documentación) y continúa
46 ¿Quizá era un eqeta (í -kÍ tos) el que desempeñaba la tutela ante el δοφ os? Para
pakijanija, en el catastro de las tierras kekem ena, apim ede (Ep 539.14 = Eb 473), que
es probablemente el eq eta nom brado en Ed 317, es el único beneficiario im portante de
carácter civil y no religioso; goza de un eton ijo de considerables dimensiones (552 1.) y
es con su nombre con el que concluye el escriba primero el catálogo Ep que com enzara
con los k o to n o o k o .
(N. del E.: Sobre este problem a, confróntense también los dos ensayos de Lejeune,
Sur l ’in stitu lé..., op. cit.; L e ré capitu latif..., op. cit.).
47 Para los registros en Knossos nos remitimos al In dex gén éraux..., op. cit. (N.
del E .).
118
con la indicación de las circunstancias en que tuvo lugar la inspec
ción: por una parte, Eq 213.1 owide akosota toroqejomeno aroura
a2risa4e; por otra, Ta 711.1, owide p u 2keqiri ote wanakct teke auke-
wa da m o ko ro 49; en el primer caso, la ocasión queda explícita por un
participio ( τ ρ ο π ε ό μ β ν ο τ ) , en el segundo por una proposición tem po
ral (ore â î j x e ) .
b) Partiendo de la idea de que el ajuar inventariado en la serie
Ta pertenece a una tum ba real, L. R. P alm er50 interpreta wanaka te
ke como «rex sepeliuit». Tiene que tratarse de un gran personaje p a
ra que un rey presidiera los funerales, probablemente fuera de un
miembro de la familia real; dado que nada indica que el aukewa re
gistrado en An 192 y Jo 483 lo sea, puede tratarse de otro aukewa de
alto rango y, por tal razón, designado (lo que de por sí es excepcional
en micénico) por medio de un nombre individual + patronímico. Se
m antendrá, por tanto, Αήμοκλοs = As/xoxXefetos. Se da el caso de
que también On 300 enumera (sucesivamente, para la provincia pró
xima y para la lejana) un cierto número de funcionarios: ante todo
los responsables locales (un korete por distrito), después un duma y,
finalmente, un último personaje todavía; la lista de la provincia leja
na tiene como último personaje (sin indicar la función) teposeu, que
es un antropónim o: se deberá ver como un gobernador de provincias
(demasiado conocido para que se tenga que precisar su función); p a
ra term inar, desde el momento en que la lista de la provincia próxima
(esto es, la que comprende la capital Pilos) finaliza, simétricamente,
con damokoro, se le deberá ver como al hijo de Damocles, que es
nuestro aukewa, con cargo de gobernador de la provincia de Pilos,
hecho que lo califica para presidir los funerales reales.
c) Esta reconstrucción contiene dos elementos disociables: la
explicación dada a wanaka teke y la hipótesis de que damakoro sea
un nom bre propio. Nada impediría mantener la prim era y rechazar la
segunda. Efectivamente, si damakoro significara algo como «gober
nador de provincia», la teoría general de Palmer no quedaría afecta
da. En realidad, pretendemos rechazar tanto una como otra.
d) Indudablemente, la serie Ta inventaría utensilios de lujo,
describe con minuciosidad la rica decoración; incluso menciona en
algunas ocasiones objetos en mal estado, como el trípode cuyos so-
119
portes han sido deteriorados por el fuego (641.1) (tiripo... apu ke-
kaum eno kerea2: tq Íttos ... άπυκβκαυμένος σκέ\εα); es difícil adm itir
que este hecho exluya51 la hipótesis de una decoración destinada a la
sala del trono y no la de una decoración perteneciente a u n a tum ba
real. P or otra parte, no se encuentra en griego ni un solo ejem plo52
de ϋ α ν α ι empleado indeterm inadam ente en el sentido de «enterrar».
e) Además, nunca en griego un hipocorístico (como sería en el
caso de Ααμοκ\ο$) está ligado a otro antropónim o con función de
designación patroním ica; en micénico, como en eólico del prim er m i
lenio, esta función está desempeñada por los adjetivos en -tos: diko-
naro adaratijo (A. ‘Α δτά σ η ο ς, PY An 654), neqeu etewokere-
weijo ( A \exTQvjo3v ’ErefoxXef éïos, PY An 654), neqeu etewokere-
weijo (N, Έ ., P Aq 64), rouko kusamenijo (Λ. Κυρσαμένιος, PY
Aq 218 y PY An 519), etc.
f) M antenem os, pues, que conviene permanecer fieles a la in
terpretación trad icio n al53 que hace de wanaka el sujeto, de aukewa el
complemento objeto, de dam okoro (designación de función) el atri
buto de aukewa y que da a tírjxe el significado, por lo demás perfec
tam ente establecido, de «instituit», «creâuit». Todo esto a condición
de aclararlo.
g) Nos encontram os ante un inventario del guardián real de la
decoración (que conserva, eventualmente, los objetos en m al estado a
la espera de que sean reparados o sustituidos). El funcionario encar
gado de esta misión era, hasta aquel m om ento, cierto aukewa. Fue
transferido y nom brado damakoro, a la vez que fue reem plazado por
cierto p u 2keqiri. Desde el m om ento en que el valor de la decoración
en cuestión tenía que ser establecido, se procede, como de costum
bre, a realizar un inventario en el m om ento de la transm isión de p o
deres: inventario ocasional, cuya fórm ula es: ώδ Ji<5e... tíre...
12. Desconocemos, cualquiera que fuese su nivel, cóm o se p ro
ducía en la sociedad micénica la asignación de las funciones tanto de
orden civil como militar o religioso.
Los textos no nos proporcionan ningún testimonio sólido sobre
una atribución de funciones que sea, por ejemplo, h ered itaria54, elec
tiva o ligada al azar. El único docum ento que m enciona una designa
ción (incluso de una m anera accidental) es el texto Ta 711, en el que
el J á r a f nom bra un δαμοκόρος.
120
No se puede partir de lo anteriormente expuesto, ya que faltan
términos de comparación, para efectuar una valoración de la im por
tancia jerárquica del damakoro. Si el soberano se encarga absoluta
mente de tom ar las decisiones en el nom bram iento de funcionarios,
¿hasta qué nivel alcanza su intervención (provincia, distrito, etc.)?
Por otra parte, ¿quién nos garantiza que wanaka teke no sea más que
una fórm ula administrativa de uso generalizado, que incluye, junto a
las nóminas procedentes en directo del soberano, tam bién las que, a
niveles inferiores, realizan otros en su nombre?
13. Queda el testimonio de On 300, texto mutilado y de difícil
com prensión55, que menciona una distribución de mercancías (no
identificadas), ideograma * 154, entre los funcionarios principales de
la provincia próxima (líneas 1-7), seguida de la provincia lejana
(líneas 8-12), enumerando primero los prefectos de los distritos (ko-
rete), después de un duma (líneas 6 y 12) y, finalmente, un damokoro
(línea 7) y teposeu (línea 12), respectivamente.
El texto presenta numerosas lagunas. Además, no está completa
mente conforme con el sistema administrativo «canónico», ya que, si
se puede adm itir (especulando con las lagunas) que enumerase nueve
korete para la provincia próxima, no indica posiblemente que fueran
seis para la provincia lejana (en lugar de los siete que sería de
esperar). En tercer lugar, se trata de una redacción que no es hom o
génea: para la provincia próxima encontramos (línea 2) entre los k o
rete (designados solamente por el título y la indicación de su distrito)
un antropónim o apia2ro), sin que sepamos si se trata o no del nom
bre de un korete; en caso afirmativo, desconocemos el m odo de ex
plicar esta particularidad en la redacción. Otra disparidad: el duma
de la línea 6 debía ser identificado, respectivamente, por su nombre,
(du)nijo, por la indicación de su título y por la de su lugar; el· de la
línea 12, sin embargo, no puede ser identificado más que por su
nombre o por su lugar (la segunda posibilidad resulta más verosímil),
aunque conste su título. Ultima disparidad: tenemos un apelativo da
m okoro, línea 7) y un antropónim o (teposeu, línea 12) que forman
pareja al final de las dos líneas. Todas estas observaciones menosca
ban la fe que se pueda tener sobre el rigor en la presentación del tex
to.
Consideraremos las indicaciones de On 300, aunque no sin reser
vas, como simétricas para las dos provincias y dispuestas, respectiva
mente, en un orden jerárquico decreciente. Aceptando esta hipótesis,
el texto enum eraría, para cada provincia, ante todo, los responsables
de distrito (los koretere), después dos funcionarios provinciales (de
quienes ignoramos sus respectivas competencias), un duma y un da-
55 Cfr. L. R. Palm er, In terpretation ..., op. cit. págs. 89-374 y ss.; ya hem os trata
do sobre este docum ento en el artículo L es circoscriptions adm in istratives de Pylos, en
R evu e des E tu d es A nciennes, LXV II, págs. 5-24. (N. del E.: Reeditado en M ém oires
d e ph ilo lo g ie m ycéniennes, III serie, R om a, 1972, pág. 115 y ss.; véase tam bién Chad
wick, D ocs. 2, pág. 466 y ss.).
121
m okoro. P or simetría, se debería adm itir que teposeu (línea 12) fuera
un damakoro. En relación a Ta 711, se podría considerar que auke-
wa. fuera, o estuviera a punto de serlo, el dam okoro de la provincia
próxim a (línea 7 )56.
En conclusión, en la m edida en que nos podemos basar sobre On
300, tendremos que adm itir al dam okoro como personaje im portante
(pero no el único) dentro de la provincia (no del estado), personaje
del que ni los textos conocidos ni el análisis de la palabra perm iten
precisar sus atribuciones.
E s t r u c t u r a p o l ít ic a d e l a s
RESIDENCIAS M ICÉNICAS
por K. W undsan
123
descifrado del Lineal B para la reconstrucción de la historia de la
Grecia micénica solamente se pueden demostrar infundadas median
te un trabajo especializado, como el que se realiza en este apartado.
En el casp de la segunda objeción, la primera fuente documental
que se nos presenta como posible medio de integración es, indudable
mente, la homérica (esto es, la tradición épica). Palmer demuestra
una actitud de extrema confianza al respecto cuando escribe: «P ara
estas conjeturas confusas, Hom ero será nuestro constante g u ía» 5. La
idea de que Hom ero reconstruya sencillamente el cuadro de la so
ciedad de los siglos X y IX está considerada por el investigador como
«safe and unprovable»6. P or el contrario, M. I. Finley adopta una
postura opuesta y llega a la conclusión7 de que Homero no sólo no
puede significar una guía para la interpretación de las tablillas en Li
neal B, sino que «no nos sirve». Efectivamente, una confrontación
entre la terminología de las tablillas y la homérica ha demostrado más
puntos de divergencia que de concordancia8. Debemos añadir a todo
esto que también conviene tener en cuenta las variaciones de signifi
cado de las que pueden ser objeto algunos térm inos9. Con tal pers
pectiva resulta fácilmente comprensible el por qué muchos investiga
dores se muestran particularm ente desconfiados respecto a una rela
ción demasiado estrecha entre Micenas y Homero 10; G. Kirk expone
124
el tema con extraordinaria claridad: «Las diferencias en la estructura
social, económica y en la especialización en el trabajo son las más no
tables.» 11
A partir de lo que hasta aquí se ha dicho, surge espontáneamente
la pregunta sobre el tipo de relaciones sociales que Hom ero bosquejó
en sus o b ra s 12.
Como para todo poema, que no puede representar una verdadera
y exacta fuente en el sentido estricto de la palabra, también en este
caso resulta imposible dar una respuesta precisa. Pese a todo, pode
mos afirmar con cierta seguridad que muchas de las referencias rela
cionadas con el ambiente social proporcionadas por Hom ero se si
túan en la época del p o e ta 13, lo que concuerda perfectamente con la
opinión de que la poesía épica griega, tal como ha llegado hasta no
sotros, encontró probablemente su form a definitiva en los «siglos os
curos» 14. Por tanto, cuando Palmer 15 ve en los textos micénicos una
A rchaeology, 11, 1958, pág. 60; F. P apazoglu, Z ur Frage d er K o n tin u itä t zwishen der
m ykenischen und der hom erischen Gesellschaftsordnung, en B iblioth eca Classica
Orientalis, 8, 1963, pág. 22 y ss.; A . Bartonek en N eue Beiträge zu r Geschichte der A l
ten Welt, I v ., 1964, pág. 159; J. A . Lencman, D ie Sklaverei im m ykenischen und h o
merischen Griechenland, en Bibliotheca Classica Orientalis, 9, 1964, pág. 202 y ss.
11 «Las diferencias en la estructura social en la organización económ ica y en activi
dades laborales especializadas aparecen con toda evidencia» (G. Kirk, The Songs o f
H om er, Cambridge, 1962, pág. 38).
12 La pregunta la plantea precisamente J. A. Lencman, op. cit., pág. 205.
N . del E. : Consideram os que el problema ha estado correctamente expuesto y re
suelto en parte por F. C odino, op. cit.
13 A . Lesky, Geschichte der griechischen L iteratur, 2 . a ed ., 1963, pág. 73.
14 M. I. Finley, H o m er an d M ycen ae..., op. cit., pág. 159; id ., The Trojan War,
en Journal o f H ellenic Studies, 84, 1964, pág. 8; G. Kirk, op. cit.; A . Lesky, op. cit.,
pág. 76.
15 En M N H M H C X A P IN , op. cit., pág. 69; id ., The M ycenaean Tablets and E co
nom ic H istory, en The E conom ic H istory R eview , 11, 1958, pág. 90; id ., M ycen aeam
an d M inoans, 2 . a ed ., L ondon, 1965 (trad, it., Torino, 1969), pág. 98 y ss.
N . del E.: En efecto, si se excluyen las ingenuas sim plificaciones «hom eristas», el
razonam iento de Palm er, por lo menos en este caso, no es tan sim ple com o Wundsam
pretende hacer creer, y no se refiere a toda la sociedad micénica, al m enos no en su as
pecto «hegem ónico», sino a la organización de los centros agrícolas. Tam poco se
puede liquidar de la manera que desearía Wundsam la hipótesis según la cual, al caer
los palacios hacia el final del II m ilenio, se afirmase aquella cultura «subalterna», que
se estaba desarrollando durante la segunda mitad del segundo m ilenio en conexión con
el m undo rural y con el pequeño artesanado periférico, así com o que en Hom ero
quedan ecos de lo que se ha llam ado «dem ocracia primitiva» (cfr. F. Codino, op. cit.),
en descendencia directa de la organización del dam o al que aluden las tablillas. Efecti
vam ente, si hubo continuidad (y no admitim os la credibilidad histórica de los cuadros
catastróficos de las «grandes invasiones»), ésta debe de haber im plicado precisamente
a las com unidades agrícolas y artesanales, parcialmente independientes de palacio, co
mo las referencias al d a m o en los docum entos en Lineal B parecen reflejar. El verdade
ro problem a, com o se verá más adelante al tratar el tema del m odo «asiático» (intro
ducción a la colaboración de C. Parain en la tercera parte), es otro: el por qué al caer
un sistema económ ico-social, com o el representado por los palacios m icénicos, que se
aproximaba por sus características burocrático-adm inistrativas al m undo del Próximo
Oriente, no se reconstruye algo similar, sino que sale a la superficie un aspecto que
hasta entonces era subalterno y explotado. Un problem a de tanto alcance, que de otras
maneras se han propuesto tantos investigadores marxistas m ás o m enos ligados a un
125
confirmación de las teorías de W. S. Ridgew ay16, basándose en el
hecho de que en algunas tablillas se encuentran referencias a un
open-field System (kekemena kotona paro damo), tal como Ridge
way dedujo en H om ero, no se da cuenta de que cae en un círculo
cerrado. P ara poder argum entar que los textos micénicos p ropor
cionan una confirmación de las teorías de Ridgeway sería necesario
aceptar previamente una continuidad entre Micenas y H om ero. A un
que se dieran por válidas dichas teorías, no se confirm aría dicho fe
nómeno de continuidad, puesto que siempre quedaría abierta la posi
bilidad de que el open-field System existiera tanto en la época micéni
ca como en la hom érica. El resultado al que se llega puede expresarse
de la siguiente m anera: «En cuanto se refiere a las relaciones socio
económicas, no está hoy todavía lo suficientemente claro lo que del
poem a épico puede referirse a la época micénica y lo que pertenece a
la homérica» 17.
Los problemas no se resuelven, desde luego, con la simple afirm a
ción de que es prácticam ente imposible atribuir a cada época diferen
te determinadas características de los poemas épicos. L a poesía oral,
que se puede reconocer en la épica homérica, no tenía en absoluto la
finalidad de m ostrar un cuadro exacto de una época histórica, sino
la de ofrecer una época heroica 18, una especie de paraíso perdido.
A través de la tradición oral era necesario reducir personas y acon-
mientos a figuras y representaciones simbólicas» (F. Schacherm eyr)19,
por lo que se puede llegar a variaciones especialmente notables, como
lo ha dem ostrado claramente M. F inley20, a partir de ejemplos tom a
dos de la Canción de Roldán, del C anto de los Nibelungos y de los
poemas eslavos del sur sobre la batalla de Kossovo. No se puede con
siderar como posible extraer el núcleo histórico o, en otras palabras,
planificar lo que encontram os en form a «concentrada»21.
P or tanto, tenemos que reconocer en el m undo homérico un m un
do propio del poem a, que ha hecho suyas unas características que
pertenecen a épocas diversas, pero que, en realidad, nunca existió22.
De lo anteriorm ente expuesto se desprende la advertencia de que los
parangones que se establezcan entre el m undo micénico y el homérico
127
consiste en considerar que Troya VII fuera la ciudad a la que se re
fiere Hom ero y en cuya destrucción también tom asen parte los aque-
os, asociados a los «pueblos del norte».
Tras estos com entarios sobre la poesía épica y su traslado históri
co, conviene plantearse la pregunta de si es posible adquirir conoci
mientos más seguros sobre el m undo micénico y el griego más tardío.
La lengua de los docum entos en Lineal B era, sin duda, griega o,
para decirlo m ejor, un dialecto griego; sería una indudable y gran
ayuda para nuestras investigaciones el que se pudiera establecer que
estaba em parentada con uno de los dialectos de la época clásica. Que
el micénico sea diferente a la lengua empleada en la ép ica30, no es co
sa que sorprenda, puesto que, del mismo modo que el m undo hom é
rico nunca existió, tam poco la lengua homérica fue hablada ja m á s 31.
Encontram os notables dificultades, por otra parte, cuando queremos
alcanzar una exacta precisión sobre el tipo de dialecto contenido en el
Lineal B, dificultades que se deben tanto al carácter de la escritura
como a su uso, a cargo de escribas de baja condición social con fines
no literario s32. De todos m odos, se pueden delinear algunas confron
taciones, entre los dialectos históricos, con el llamado grupo griego-
oriental 33 y, más especialmente, con el arcadio-chipiotra, hecho que
ha sido particularm ente destacado por L. R. P alm er34.
Nos encontram os frente a una serie de innovaciones fonéticas que
diferencian profundam ente al micénico del resto de los dialectos
griegos ( ...) 35.
Se observa que, aunque la lengua en Lineal B presente muchos
128
puntos en común con el arcadio-chipriota, no se la puede considerar
como directo precedente de este dialecto ni de ningún otro ( ...) 36.
Si no es posible encontrar en el ám bito de la posterior cultura
griega una base de partida para una investigación sobre el m undo m i
cénico, todavía permanecen abiertas dos posibilidades que conviene
considerar.
Ante todo, se puede plantear la pregunta de si no es posible llegar
a algunas consecuencias en el campo de la investigación política y so
cial a partir de la constatación de que el objeto de estudio es una cul
tura que data de la segunda m itad del II milenio. En segundo lugar,
no podemos preguntar si el mismo hecho de que los ptotagonistas
de la civilización micénica hablaran una lengua de tipo indogerm á
nico 37 no nos permite alcanzar algunas conclusiones en el plano-
sociopolítico. Considerando la época en que tiene lugar esta cultura,
se tendrá la tentación de pensar en una fase inicial de desarrollo38. Sin
embargo, de un examen de las tablillas resulta claro que la estructura
estatal y social era muy com pleja39 y, por consiguiente, tam bién la
organización adm inistrativa. Se puede encontrar una explicación
bastante sencilla si se piensa que los documentos en nuestra posesión
se refieren todos al último año de existencia de los palacios; datan del
siglo X III —con seguridad, al menos, por lo que se refiere a Pilos y
M icenas40— ; es decir, después de algunos siglos de lento desarrollo
36 Sobre las diferentes posiciones adoptadas por los distintos investigadores, tanto
respecto al fonetism o m icénico com o a sus im plicaciones en relación con los siguientes
dialectos griegos, véase cuanto se ha indicado en las notas 33 y 35. U n reciente cuadro
resum ido, con am plias indicaciones bibliográficas, se ofrece en el trabajo de O . Panagl
y S. H iller, D ie frühgriechischen Texte aus m yken ischer Z eit, D arm stadt, 1976, cap.
VIII: D ie m yken ische Sprache, pág. 78 y ss. (N . del E .).
37 Subrayo la elección, en absoluto casual, del térm ino «indogerm ánico» en lugar
de «indoeuropeo», ya que el primero se relaciona con un concepto estrictam ente
lingüístico, mientras que el segundo n o, puesto que «Europa» no representa ningún
concepto lingüístico.
38 A . J. Tjum enev, V estnik D revn ej Istorij, op. cit., pág. 32, nota 9.
39 M . Jam eson, op. cit., pág. 60. S. G alderone, en Siculorum G ym nasium , 13,
1960, pág. 102.
40 EI problem a de la datación ¡de las tablillas de Knossos y de Tebas se relaciona
estrechamente en la actualidad al de la posible producción de algunos vasos inscritos
en la región occidental de la isla de Creta y con la exportación hacia los centros de G re
cia. Las recientes excavaciones efectuadas en Khania (¿se puede identificar con la ku -
d o-n i-ja de las tablillas de K nossos?) han sacado a la luz una serie de vasos inscritos
provenientes de estratos arqueológicos datables del M inoico Tardío IIIB. Esta com pli
cada serie de datos perm itiría, de acuerdo con las tesis de P alm er, rebajar la datación
de las tablillas de K nossos y, por tanto, tam bién del llam ado «últim o palacio» (o de
una parte). P or otra parte, para la tablillas de Tebas parece prevalecer una similar baja
datación (véase tam bién la n ota 4 a la contribución de Bockisch y Geiss presentada en
la primera parte). T od a la bibliografía sobre el tem a ha sido recogida recientem ente
por O. Panagl y S. H iller en los capítulos III, IV y V del trabajo citado en la nota 36;
confróntese tam bién el debate de L. Godart y J. P . Olivier, en Tiryns, V III, cit., pág.
37 y ss.; por últim o, S. H iller, W inajo u n d die «S qu atters»-U berlegu n gen zu m K n os-
so sp ro b lem , en K a d m o s, X V , 2, 1976, pág. 108 y ss. (N . del E .).
129
del m undo estatal micénico, de sus manifestaciones culturales, de su
sociedad y de sus estructuras adm inistrativas41.
El tem a asume un aspecto particular a la luz de la teoría m arxista.
Efectivamente, en u na visión m arxista, resulta impensable el paso de
una sociedad ya dividida en clases, como se considera que fuese la mi
cénica, a una todavía fundada sobre una base gentilicia. Este proble
m a se ha identificado y estudiado por dos investigadores de dicha
corriente42. Según su punto de vista, se puede hablar de sociedad divi
41 Cfr. M . I. Finley, en The E con om ic H isto ry R eview , 10, op. cit., pág. 132: E .
Will, en R evu e des E tu d es A nciennes, 58, op. cit., pág. 59; M . Jam eson, op . cit.; J.
Chadwick, en D iogen es, 26, op . cit., pág. 22; F. Schachermeyr, G riechische G eschich
te, Stuttgart, 1960, págs. 65-68.
42 F. P apazoglu, en B iblioth eca Classica Orientalis, 9, 1964, pág. 202 y ss.; id .,
D ie S k la verei..., op . cit., pág. 203 y ss. Sigo, en parte textualm ente, cuanto han afir
m ado estos investigadores sobre el tem a.
N . del E.: Consideram os necesario precisar algunas puntualizaciones sobre los
problem as que tratarem os más adelante, con una perspectiva m ás am plia, a propósito
de la aportación de C. P arain, presentada en la tercera parte. En efecto, nos parece
que W undsam , aunque asegure haber seguido en parte ai pie de la letra (w örtlich ) a es
tos autores, asim ilados dem asiado genéricam ente a la ((m arxistische T heorie», no ha
com prendido com pletam ente cuáles son efectivam ente los problem as de fo n d o debati
dos. Con este fin, convendrá resumir tres puntos fundam entales, tom an d o com o parti
da la reciente e interesante contribución de G. Bockisch, D ie R olle d e r V olksm assen ...,
op. c it., en la n ota 10 del ensayo de Bockisch y Geiss, incluido en la prim era parte, y de
este m ism o últim o ensayo, afectados am bos por la precedente colaboración de Lenc-
man: a) com o causa de la caída de las ciudadelas m icénicas, aunque se descubra una
posible contradicción interna en la m ism a sociedad m icénica (m undo del dam o-m u n áo
del palacio), se recurre siempre al tem a de las «grandes invasiones» (verdaderam ente
sobre este tema habría m ucho que discutir); b) contrariamente a lo que encontram os
en el P róxim o Oriente, cuyos m odelos de organización sociopolítica se avecinan, con
las debidas discrim inaciones, a la estructura del palacio m icénico, no tenem os en el
m undo egeo, tras los desórdenes causados por las invasiones, una reconstrucción de
las relaciones de producción de tipo «oriental» y despótico que existían anteriormente;
c) la base sobre la que se reconstruyen las nuevas relaciones de producción sería la
representada por los centros rurales provinciales, form ados por cam pesinos libres y ar
tesanos, organizados según estructuras sociales de tipo gentilicio. Aquí es donde se in
serta la consideración de L encm an, según la cual «la sociedad hom érica heredó (...) de
la edad m icénica solam ente la cultura de las grandes m asas de la pob lación »
(B ibliotheca Classica O rientalis, 9, 1964, pág. 204). En este punto se abre, casi au to
m áticam ente, una serie de problem as (los que Lencm an, en su ensayo, intenta resolver
precisam ente con los térm inos «tradicionalm ente» esclavistas, propios de una determ i
nada elaboración teórica de la escuela histórica soviética (cfr. M . Liverani, en O riens
A n tiqu u s, 1971, pág. 226 y ss.), que tratan el papel de la leadership que vivía en la
ciudadela, su definición en la relación con los centros rurales y, sobre to d o , una acla
ración de su función (problem as que, en parte ya exam inados por Bockisch y Geiss en
el ensayo que se ha presentado, han vuelto a ser reconsiderados por B ockisch en el tra
bajo recordado m ás arriba). Sin alargarnos aquí sobre las diferentes respuestas dadas
al respecto, bastará con poner en evidencia que en esta perspectiva se relacionan el
problem a del sucederse de los diversos m odos de producción y el de una com prensión
de la estructura econ óm ica de la sociedad m icénica (por tanto, de una d efinición gene
ral). Tam bién en este sentido se plantea la cuestión de la «continuidad» entre m undo
m icénico y sociedad griega entre los siglos x y vm (es ilustrativo sobre el tem a el fam o
so ensayo de G. Pugliese Carratelli, D a l regno m iceneo alia polis, en P ro b le m i attu ali
di scien za e cultura, R om a, 1962, pág. 175 y ss.).
Se com prende, por tanto, que, contrariam ente al análisis de W undsam , el punto de
partida propio de la corriente científica considerada no es él de la pertenencia de una
130
dida en clases solamente para las capas superiores ligadas al p ala
cio, m ientras que la m asa de la población habría continuado viviendo
en una organización fundada sobre una base gentilicia.
Si la estratificación en clases de la sociedad micénica se apoyaba
en una base tan restringida, se puede com prender su disolución cuan
do los estratos sociales más altos, detentadores de la cultura micéni
ca, cayeron al mismo tiempo que los palacios: «L a sociedad hom éri
ca heredó (...) de la edad micénica solamente la cultura de las grandes
masas de la p o b lación»43.
Se deben a L. R. P alm er44 los posibles paralelismos entre la
estructura social micénica y la de los germánicos y los hititas. Las
teorías subyacentes en estas correlaciones, muchas veces aclaradas y
defendidas por el autor, observarían una estructuración en clases co
mo patrim onio común indogerm ánico45, aunque los criterios que es
coge, p ara u n a prim era interpretación de los textos, solamente son
los de un m étodo etimológico y de un análisis in tern o46. Sus ideas re
lativas a la estrecha relación entre aqueos, hititas y germánicos, las
han reconsiderado J. Puhvel y V. V. Iv an o v 47. Sin em bargo, muchos
prestigiosos investigadores han rechazado las propuestas de Palmer:
«Conclusiones basadas en analogías deben considerarse con gran
cautela sobre todo cuando algunos investigadores (Palmer) han in
tentado explicar las particularidades de la estructura social de Pilos,
fundándose en las características inherentes a la raza indoger
mánica» 48. Aquí aparece claramente la problem ática ligada a las dos
131
Esquema de la organización de los textos relativos a la asignación de
las tierras de «Pakijane».
Lejeune (a-b).
Chadwick, págs. 452-3.
i Serie E d \
! (Ed 236, 317, 847, 901) |
-► I elencos totales de las tierras
Chadwick)
j kem ena (Escriba 1)
p. 452
132
— J P Y E d 411 (tablillas en hoja de palma)
a, i l . Total general de las tierras kitim ena deducido de la suma de las pose-
SJ siones de los tereta + las dadas por éstos en usufructo a los onatere
~S\ (Escriba 41?)
1 2. T otal general de las tierras kekem ena, expresado en form a abreviada
(del tipo: kam aew e, etc.?), en base a los censos totales Ed. (Escriba 1)
133
expresiones «indoeuropeas» (cfr. nota 37) e «indogermánico». Desde
luego, no se puede hablar de una «raza»49 indogermánica; por otra
parte, el mismo Palm er no ha pretendido nunca plantear la cuestión
en este sentido; hay que reconocer, al mismo tiempo, que no se puede
deducir una semejanza en la estructuración social a partir de una uni
dad lingüística. Como mucho, se puede hablar de un origen de orden
económico y, por consiguiente, de formas de «estigm atización»50,
que se verán siempre independientemente del hecho lingüístico. Todo
se hace particularm ente más complicado cuando los objetos de com
paración son términos de la vida política y social. Frente a la fe de
m ostrada al respecto por J. Pyhvel, que encuentra paralelismos de ti
po morfológico-semántico entre el micénico y el védico51, me parece
más prudente la postura escéptica adoptada por M. I. Finley52 y
A. B artonek53, que afirm a al propósito: «Se ha cometido en este caso
el error de proyectar indirectamente en un plano de identidad de con
tenidos paralelismos entre dos términos de carácter etimológico»
(...).
Seguramente tuvieron lugar relaciones con el Oriente Próximo y,
particularmente, con las ciudades de Levante (menos con las culturas
mesopotámicas, sin em bargo)54, pero podrían haberse limitado al
simple ámbito económico (en ambos casos se trata de economía de
palacio).
En todo caso, quiero aclarar que no es en absoluto mi intención
negar los posibles paralelismos que se puedan establecer entre el
mundo micénico, Hom ero, el mungo griego más tardío, el Oriente
Próximo o los pueblos emparentados por la base lingüística indoger
mánica; pese a todo, para una investigación sobre la estructura socio-
política de las residencias micénicas, no se puede partir de tales para
lelismos postulados apriorísticamente. Precisamente por las razones
que hemos aclarado en este apartado, dichas interconexiones deben
estudiarse solamente después de alcanzar cierto conocimiento de las
relaciones existentes en la Grecia micénica.
49 J. A . Lencman, B iblioth eca Classica Orientalis, 9, op. cit., todavía más crítico
en D ie S k laverei..., op. cit., pág. 124, donde, sin embargo, permanece el equívoco
(indogerm ánico-indoeuropeo). Más objetivo y sin equívocos term inológicos, pero no
m enos incisivo, R. W enskus, Stam m esbildung und Verfassung, 1961, pág. 166, cfr.
también la nota 126: «A dem ás de que tal vision (la investigación de un área de origen
indogerm ánica) parece influenciada por la ya superada concepción de un «originario
pueblo indogerm ánico», representa un punto débil el que Palmer se funde en una p o
sible situación cultural «indogerm ánica» todavía íntegra, que, con gran probabilidad,
jam ás existió»; adem ás, es un error identificar fenóm enos de expansión cultural con
los de invasiones de pueblos.
50 F. Schadermeyr, Grieechische Geschichte, op. cit., pág. 29, n ota 10.
51 J. Puhvel, A M ycen aean -V edic Titular Coincidence, en Z eitsch rift f ü r ver
gleichende Sprachforschung, 79, 1964, pág. 7.
52 Cfr. H o m er an d M y cen a e..., op . cit., pág. 140, n ota 1.
53 En N eu e Beiträge zu r Geschichte der A lten Welt, 1964, pág. 153.
54 A . J. Tjum enev, en V e tsn ik D rev n e jIsto rij, op. cit., pág. 32; J. A . Lencm an, en
Bibliotheca Classica O rientalis, 8 , op. cit., pág. 278; F. Schachermeyr, A egäis und
Orient, W ien, 1967.
134
ASPECTOS PARTICULARES Y PROBLEMAS
EJEMPLIFICADORES
TERCERA PARTE
La confección de esta parte del trabajo presenta algunas carac
terísticas específicas que justifican una introducción más articulada.
Efectivamente, los aspectos abordados en los varios ensayos que se
ofrecen son vastísimos y frecuentemente diferentes entre sí. Deben
considerarse como un estímulo para profundizar teóricamente en al
gunos temas afrontados contextualmente en las dos partes preceden
tes.
Es de destacar que, si se excluye el trabajo de J. P. Olivier, como
apéndice al ensayo de K. Polanyi, ninguno de los autores incluidos se
puede definir como «micenólogo» en el sentido estricto de la p a
labra, lo que ya demuestra el nivel de generalización y, sobre todo, de
interés metodológico que se ha intentado hacer prevalecer.
De las contribuciones elegidas, las de C. P arain y de K. Polanyi
quizá sean las únicas que mantengan una estrecha conexión, y por tal
motivo se las ha colocado una detrás de la otra.
Establecidas estras premisas, se comprenderá mejor por qué se ha
decidido crear tantas subsecciones como ensayos recopilados y dar
un breve título a cada una de ellas. La ordenación elegida sigue un
criterio general. Si con el ensayo de C. Parain entramos en contacto
con el problema de las «fuerzas productivas» y de las «relaciones de
producción» que caracterizan la sociedad micénica de bienes con el
de Polanyi tocamos el mundo de la circulación de los bienes e in
directamente de la actividad comercial a gran distancia. El trabajo de
Vernant se inserta muy bien como tercer punto, precisamente en rela
ción con las características del elemento social —el príncipe—, que
personificaría la «entidad superior» que hace de trámite entre el cir
cuito interno del m undo micénico y el circuito externo de la
producción/adquisición y circulación de bienes. Finalmente, m e
diante la puntualización de A. Brelich sobre la religión (única contri-
bucioú, a nuestro juicio, suficientemente válida sobre el tema) pode
mos percatarnos de qué dificultades se presentan cuando se intenta
penetrar en los mecanismos que podemos llamar «ideológicos» y qué
peligros se afrontan simplemente al plantear el problema.
137
L. CHARLES PARAIN Y EL «MODO DE PRODUCCION
ASIATICO» EN LA GRECIA M ICENICA
139
también para el m undo micénico, se ha llegado a la definición de so
ciedad esclavista, con todas las consecuencias para la interpretación
de las tablillas en Lineal B 1.
También es necesario decir que en el ámbito del renacimiento del
interés por el «modo de producción asiático», a comienzos de los
años 60, caracterizado sobre todo por la actividad de la sección de es
tudios asiáticos y africanos del Centro de Estudios de Investigaciones
Marxistas (véase la vastísima bibliografía en G. Sofri, op. cit.; tam
bién, la recopilación de varios escritos titulada Sul modo di produ-
zione asiatico, Milano, 1972, a cargo de D. Giori), la tentativa de P a
rain es, quizá, la única que, aunque a nivel de gran generalización,
pretende aportar al debate sobre la sociedad asiática los nuevos datos
surgidos en el campo de la investigación micenológica. Como se ha
podido observar, también a través de las colaboraciones recogidas (si
excluimos, en parte, la de Bockisch y Geiss), el tema del parentesco
del m undo micénico con el Próxim o Oriente reaparece un poco en to
dos los trabajos especializados sobre la sociedad micénica. General
mente, se limita a un nivel de mera comparación de algunas institu
ciones y términos, cuando no a una genérica afirmación de principios
(no es este el caso de G. Childe, como ya se ha podido com probar),
sin profundizar «históricamente en el por qué y los límites de tal se
mejanza en un cuadro que comprenda los problemas relacionados
con la metodología de la investigación y las categorías de análisis2.
140
Es evidente que, en parte, las causas de esta laguna dependen de
las dificultades interpretativas de los mismos documentos micénicos;
en nuestra opinión, hay que añadir que en buena parte han contri
buido otros dos factores concomitantes: la polarización, indudable
mente comprensible, de la investigación sobre los datos proporciona
dos por las tablillas y la decadencia subsiguiente del testimonio ar
queológico como objeto de análisis casi exclusivo de la historia del
arte tradicional. En este sentido resulta de máximo interés la publica
ción a cargo de M. Majewski de una recopilación de ensayos arqueo
lógicos, editados en los países socialistas durante los últimos cin
cuenta años, bajo el título de La cuestión du «mode de production
asiatique» dans la civilisation égéenne à la lumière des sources ar
chéologiques, Varsovia, 1969. Por otra parte, si se excluye alguna
alusión muy genérica de M. Godelier (cfr. El concepto del modo de
producción asiático..., op. cit., págs. 125 y sgs.), los antropólogos
culturales no han dado ningún estímulo al tema.
Teniendo presentes estas premisas, consideramos que puede ser
interesante poner en evidencia algunos puntos esenciales que sirven
de hilo conductor en el desarrollo expuesto por Parain y compararlos
con la reciente aportación de G. Bockisch (Die Rolle der Volksmas
sen bei der Entstehung der frühen Polis, en Die Rolle del Volksmassen
in der Geschichte der vorkapitalistischen Gesellschaftsformationen,
Berlin, 1975, págs. 87 y sgs.), que ya hemos recordado y que repre
senta una profundización y una reconsideración de algunos concep
tos ya esquemáticamente evidenciados en el trabajo elaborado junto
con H. Geiss, que hemos presentado anteriorm ente3.
Procedamos con orden. La introducción de Parain sobre los p ro
blemas conectados a una definición del «modo de producción asiá
tico» resulta verdaderamente de extraordinario interés. La demos
tración del autor se centra en la «esclavitud generalizada», concep
to que más parece un punto de llegada que de partida. Volvamos
a considerar el análisis de M. Godelier y algunas observaciones de
G. Sofri, que parecen bastante clarificadoras.
Respecto a la naturaleza del «modo de producción asiático», el
investigador francés escribe lo siguiente: «A través del concepto de
modo de producción asiático, Marx nos ha dado la imagen de so
ciedad en cuyo seno determinadas comunidades aldeanas están some
tidas al poder de una minoría de individuos que representan una co
munidad superior, expresión de la unidad real o imaginaria de cada
comunidad. Un poder que tiene su origen en el cumplimiento de fu n
141
dones de interés común y que se transform a gradulamente, sin per
der su naturaleza, en un poder de explotación. Las ventajas particu
lares de las que se beneficia esta m inoría a título de servicios presta
dos a la comunidad se transform a en obligaciones sin contrapartida,
es decir, en explotación (...). Se da, pues, una explotación del
hombre y la aparición de una clase explotadora sin que exista la p ro
piedad privada del suelo. Nos parece que esta imagen pone en eviden
cia una forma de organización social caracterizada por una estructu
ra contradictoria» (op. cit., págs. 134-135).
Con anterioridad, el antropólogo francés sacó a la luz la «fun
cionalidad originaria» en beneficio de cada comunidad de esta espe
cie de leadership, que se crea en cuanto que satisface las necesidades
«comunes» que precisan una coordinación «superior»: «La unidad
que reúne como instancia superior las varias comunidades constituye
la condición de la eficacia del trabajo y de la apropiación del suelo de
las comunidades locales» (op. cit., pág. 112).
De esta m anera se llega al punto más problemático, que nos afec
ta particularmente de cerca, en el análisis de Parain. ¿Cuáles serían
las necesidades cuya satisfacción está garantizada por esta unidad su
perior (en este caso, el palacio, de modo que permita su consolación?
Refiriéndose a las alusiones sobre el tema, contenidas en los escritos
de Marx y Engels, Godelier considera: «(Marx y Engels) ligaban esta
aparición sobre todo a los grandes trabajos, en particular a los de
riego; transform ación que parece adaptarse particularmente a ciertas
sociedades de Asia y que ofrecía la clave para comprender el «despo
tismo oriental» (op. cit., pág. 121).
Llegamos así al concepto de «esclavitud generalizada» o, mejor
dicho, de «general esclavitud del Oriente». Sin embargo, unir esen
cialmente este concepto a la vasta movilización de mano de obra para
grandes empresas de construcción o de riego y conectarlo con la afir
mación de Marx, para el que «un estudio más especializado de las for
mas de propiedad común asiática, en particular indias, dem ostraría
cómo de las diferentes formas de la propiedad común espontánea re
sultan diferentes formas de su disolusión. Así, por ejemplo, los dife
rentes tipos originales de la propiedad privada rom ana y germánica
se pueden derivar de diferentes formas de propiedad común india».
(K. Marx, Per la critica dell’economiapolitica, trad. it. Rom a, 1974,
págs. 15-16, nota), significaría limitar la form a asiática a la caracteri
zación del «despotismo oriental» y a la realización de grandes obras
públicas (de carácter esencialmente agrícola). Y nos parece que, b a
sándose en esta relación «esclavitud generalizada-grandes obras pú
blicas», se ha llegado no sólo a interpretaciones aberrantes (como
las de K. Wittfogel), sino también, en nuestro caso particular, a una
calle sin salida en el análisis de Parain (véase también P . Vidal-
Naquet, H om ère..., op. cit.), que se ve obligado a agarrarse a un cla
vo ardiendo para buscar en el m undo micénico cualquier form a de
«gran movilización para vastos trabajos públicos».
Creemos que se adaptan muy bien dos consideraciones sobre el
142
tema, una de Sofri y otra de Godelier; el primero observa los siguien
te: «La aparente oscuridad (del pasaje de Marx antes citado) depende
del empleo relativamente equívoco que Marx hace de los adjetivos
«asiático» e «indio». Por una parte, definen un tipo particular, ana
lizado y descrito con riqueza de detalles de la prim era form a (donde
dice «las condiciones comunes de la efectiva apropiación mediante el
trabajo, sistemas de riego, muy importantes para los pueblos asiáti
cos, medios de comunicación, etc,, aparecen ahora como trabajo de
la unidad superior, del gobierno despótico que se yergue por encima
de las pequeñas comunidades», K. Marx, Form e..., op. cit, pág. 73).
P or otra parte, Marx tiende a identificar «tout court», como ya se ha
dicho, la form a asiática o «india» con la «propiedad de la comuni
dad» (...). E n este segundo sentido, donde la form a asiática aparece
como matriz originaria también de la antigua y de la germánica. Es
obvio, por tanto, que en este caso el uso de los adjetivos «asiático» e
«indio» no tiene ningún significado geográfico y no puede evocar el
despotismo oriental, los grandes trabajos públicos, los embalses,
etc., sino solamente la propiedad común del suelo» (op. cit., pág.
48).
Más adelante: «Se puede decir que (Marx) divide las formas pre-
capitalistas en dos grandes grupos. El primero incluye las formas más
primitivas, las que incluso estando ya notablemente diferenciadas (en
m odo y manera variable) se caracterizan todavía de algún modo por
la persistencia de la comunidad primitiva. Estas son la form a asiática
(...), la form a antigua y la form a germánica. Un segundo grupo
comprende las formas caracterizadas por el sometimiento, tanto en
su aspecto de la esclavitud de la gleba como en el de la esclavitud ver
dadera» (op. cit., pág. 51).
Godelier, por otra parte, siempre a propósito del modo asiático, a
partir de las consideraciones ya indicadas, sustancialmente de que «el
estado es propietario del suelo en cuanto que personifica todas las co
m unidades», mientras «la dependencia de un individuo a un fun
cionario del estado es indirecta, mediatizada por la dependencia de la
comunidad de origen al estado que este funcionario representa», y
recordando la im portancia del papel desempeñado por las grandes
obras públicas, llega a la siguiente consideración: «Supongamos que
pueda existir otra forma de modo de producción, otro camino a tra
vés del cual una minoría domine y explote a la comunidad sin interve
nir directamente en las condiciones de producción, pero intervinien
do indirectamente llevándose, como provecho, un surplus en trabajo
o en productos naturales. Efectivamente, en Africa occidental la apa
rición de los reinos de Ghana, Mali y Sanghai no nació de la organi
zación de grandes trabajos, sino que parece ligada al control del co
mercio intertribal o inter-regional (...), en M adagascar (...) apareció
el reino Sakalase que se basaba en la ganadería nóm ada y en el co
mercio (...). Confrontando las dos formas de m odo de producción
asiático, con o sin grandes trabajos, constatamos que tienen un ele
mento en común: la aparición de una aristocracia que dispone de un
143
poder estatal y funda las bases de su explotación en la acaparación de
una parte del producto de las comunidades (en trabajo o en especie»)
(op. cit,, pág, 137),
Según el investigador, se relaciona con el hecho de que la form a
asiática no representa otra cosa que la fase de paso de la sociedad sin
clases a la de clase: «Nos parece que esta hipótesis técnica permite
comprender por qué se ha recurrido siempre más el concepto de «mo
do de producción asiático» para esclarecer determinadas épocas y so
ciedades de Europa (monarquías minoico-micénicas)... de Africa
negra (,.,), de América precolombiana» (op. cit., pág. 135).
De aquí, la conclusión final teórica-práctica de «construir una
tipología de las diversas formas de este modo de producción con o sin
grandes trabajos, con o sin agricultura, y de construir contem porá
neamente una tipología de las formas de comunidad en cuyo seno se
edifica dicho modo de producción» (pág. 138).
Volvamos ahora al ensayo de C. Parain y, teniendo presente cuan
to pueda haber surgido de la lectura de las colaboraciones incluidas en
la primera y en la segunda parte, veamos qué elementos, relacionados
con una caracterización en sentido «asiático» de la sociedad micénica,
vuelve a considerar G. Bockisch en su reciente ensayo arriba citado.
El factor esencial, que da sumo interés a este escrito e impulsa a com
pararlo con el de Parain, radica en que Bockisch intenta resolver la
confusión, en la que parece haber caído Parain, delineando el «tipo»
particular de «form a asiática» que caracterizaría la sociedad micéni
ca. La puntualización se verifica, como si el autor siguiera el propósi
to de Godelier, a tres niveles:
\ c)
κ
Consiguiente particular tipo
de relaciones que se estable
cen entre palacio y com uni
dades locales.
Donde:
a) «La mayor parte de los productores vivía dentro de las comu
nidades aldeanas, en las que la organización de carácter «gentil» se
había mantenido» (pág. 89). En un análisis más profundo, con
expresa referencia a la tipología expuesta por Marx en los Grundrisse,
resultaría que «las sociedades de tipo oriental egeas representan, en
cuanto concierne a los productores directos dentro del proceso, de
producción agrícola, el tipo de trabajo realizado por cada uno, inde
pendiente, con su familia en la parcela de terreno hereditaria asigna
da (trabajo sobre tierra parcelada); la unidad, en cuanto relación
entre los jefes de familia, por tanto, la form a democrática o de de
144
mocracia militar, y la posesión privada hereditaria (pág. 91) («pose
sión», repárese bien, y no «propiedad», que permanece, por el
contrario, en último análisis, en las manos de la comunidad superior
a través de la mediación de las comunidades aldeanas» (cfr. K. Marx,
Form en..., op. cit., pág. 95).
b) «Este tipo de comunidad aldeana está en estrecha relación
con las condiciones que permitieron en las regiones del Egeo el naci
miento de una sociedad de tipo oriental antiguo. Esta se formó, aun
que faltase la necesidad de efectuar obras colectivas por parte de to
dos los productores directos, y, por tanto, tam bién la dirección de
tales trabajos a través de una «unidad superior» para el riego y sanea
miento de las tierras, factores que, sin embargo, son típicos en los
principales territorios de las sociedades antiguas orientales como In
dia, M esopotamia y el antiguo Egipto. En el Egeo, la organización
del trabajo y la explotación de los poseedores dependientes, realiza
dos por las ciudadelas, se concentró sobre la producción artesanal,
así como sobre el comercio, efectuado a larga distancia y también
sobre comisión» (ibidem).
c) «Estas comunidades aldeanas no se encuentran en situación
de sometimiento en relación a las ciudadelas. Los productos agríco
las y artesanales, que se entregaban al palacio, deben entenderse como
un equivalente de una especie de cambio interno de productos, orga
nizado por las ciudadelas, mejor que como el cumplimiento de una
entrega por parte de los poseedores dependientes del «déspota» en
cuanto «padre de muchas colectividades» (pág. 89).
Es evidente que nos encontramos ante un alto nivel de generaliza
ción que resulta estimulante respecto a una serie de problemas sobre
los que induce a reflexionar. Ante todo, hay que tener presente el ti
po de relación entre palacio y centro rural en cuanto a los productos
debidos, considerado por el investigador alemán como una especie de
circuito interno de cambio de productos (binnenländischer P rodukte
naustausch), que aparece, sin embargo, contradecir cuanto han seña
lado Polanyi y J. P. Olivier en sus aportaciones, que se ofrecen a
continuación. Queda claro que este punto se encuentra estrechamen
te ligado y en cierto sentido es consecuente a la «funcionalidad» ori
ginaria de la unidad superior, el palacio, y, por tanto, a su mismo n a
cimiento. Llegamos a abordar un problema muy delicado que impli
ca tanto el nacimiento de la leadership micénica, señalada por la ap a
rición de las famosas tumbas de fosa en Micenas, como el desarrollo
de la intensa actividad comercial micénica en el extranjero, que no
parece incluir el presunto circuito interno.
U na respuesta a la primera pregunta se puede encontrar en el en
sayo, incluido en la primera parte, de los dos investigadores alema
nes, apareciendo estrechamente ligada, al mismo tiempo, con lo que
Childe ya había puntualizado en la edición del 57 de su Prehistoria de
la sociedad europea. Pero siempre queda el problem a de la participa
ción activa de una parte de la población al menos (¿cómo se la puede
caractericar socialmente?), que vivía en las comunidades aldeanas,
145
en la organización y también en las «ganancias» que proporcionara
la actividad comercial. P or otra parte, si se acepta como posible esta
hipótesis (que Bockisch y Geiss formulan en el ensayo aquí recogido),
permanece la interrogante sobre el tipo de beneficios (comprendien
do incluso los eventuales «bienes ideológicos») que el palacio podía
dar a cambio a las comunidades aldeanas en el ámbito del postulado
circuito de cambio interno. Además, si es una característica esencial
de la situación grecomicénica el que no se reconstituyera con la caída
de los palacios la organización estatal y burocrática de tipo asiático,
sino que, al contrario, se afirm aran las estructuras fundadas en el p a
rentesco que caracterizaron las comunidades aldeanas, entonces hay
que preguntarse en consecuencia, no tanto cuál pudo ser la causa
ocasional de la caída de las ciudadelas, sino en qué m anera se estruc
turaba la misma ciudadela, como entidad social, cuál fue su activi
dad «externa», que le permitía una cierta acumulación de bienes, y
qué relación ya había consolidado con el m undo rural que le propor
cionaba no solamente ingresos regulares de productos naturales, sino
también una determ inada fuerza-trabajo artesanal a su disposición
(recordemos, por ejemplo, que una serie de tablillas de Pilos registra
cantidades de metal dadas para que lo trabajasen broncistas repar
tidos por varios centros secundarios (cfr. M. Lejeume, Les forgerons
de Pylos, en M émoires de philologie mycénienne, Deuxième série,
Roma, 1971, págs. 167 y sgs.).
Por otra parte, recientes investigaciones y estudios, tanto de ca
rácter arqueológico como epigráfico, han vuelto a plantear con parti
cular insistencia dos problemas principales, a los que frecuentemente
se alude en la literatura micenológica (y que de vez en cuando tam
bién aparecieron en los diferentes ensayos presentados en las partes
precedentes), pero que, por escasez y estado de los datos que dispo
nemos, no se han podido afrontar hasta hoy de manera directa. En
primer lugar, nos referimos a las indicaciones sobre posibles empre
sas de «racionalización» en el uso del terreno mediante el empleo de
fuerza-trabajo a gran escala (tema que afecta directamente las m oti
vaciones del ensayo de C. Parain); en segundo lugar, a una precisa
caracterización económica del elemento religioso-institucional que
parece, según la lectura de las tablillas, entrar en múltiples niveles de
los procesos productivos del mundo rural y artesanal micénico (tema
que se relaciona también con los problemas de circulación interna de
los bienes, problemas que se abordan más adelante a propósito de las
colaboraciones de K. Polanyi y J. P. Olivier).
Respecto a este último punto, por ejemplo, el estudio ya varias
veces citado de Lejeune sobre las entregas en productos naturales a
que están obligados los detentadores de tierras de la localidad de sa-
rapeda (tablillas Er, 880, 312; Un, 718) y el similar mecanismo de
entrega que encontramos para la localidad de kiritijo (serie Es; véase
también Does.2, págs. 276 sgs, 456 sgs.), pone en evidencia cómo los
encargados de recibirlos, oficialmente registrados, petenecen a la es
fera de las instituciones religiosas (los mismos broncistas de Pilos,
146
arriba recordados, no parecen, en parte, extraños a esta esfera,
mientras que aparecen nuevos problemas relacionados con este tema
en las nuevas tablillas tebanas de la serie O f (cfr. J. Chadwick en The
Tebes Tablets II, op. cit.). Es evidente que en todos estos casos, y se
podrían citar otros, pero sobre todo en el de las entregas regulares de
productos agrícolas efectuadas en base a la extensión de los campos,
nos encontramos frente a un triángulo sociopolítico (las comunida
des rurales, el palacio y la entidad/institución religiosa), cuyas in-
terrelaciones, en el juego de la producción y circulación de los p ro
ductos naturales y m anufacturados, no aparecen todavía bien claras.
Un elemento, sin embargo, resulta evidente: como justamente
han hecho notar L. Godart y J. P. Olivier (cfr. Tirnys VIII, op. cit.,
págs. 39 sgs.) en el caso de la mención de personajes particulares que
parecerían dirigir la producción de alfarería y las ganaderías de ovi
nos, personajes que tal vez no aparecen más que como simple refe
rencia, o quizá en lugar del adjetivo calificante la «casa real», el
simple hecho de que todas estas operaciones económicas (tanto de
producción como de entrega) se encuentren cuidadosamente registra
das en las tablillas conservadas en los archivos de palacio, es índice,
al menos, de un control general que este último realizaba en todos los
sectores (con posibilidades, naturalmente, de una vasta gama de ti
pos de gestión directa/indirecta).
En cuanto a las efectivas posibilidades de movilización de grandes
masas trabajadoras para obras a gran escala de mejoramiento en el
uso agrícola del terreno, el único punto de referencia seguro continúa
siendo el relativo al desecamiento de la gran cuenca palúdica alrede
dor de la ciudadela de Gla (Beocia, cuenca del lago de Copais; cfr. la
contribución de C. Parain que sigue). Si las investigaciones prelimi
nares dirigidas por S. Iakovidis (cfr. notas bibliográficas indicadas
en la nota 10, a la colaboración de Childe) han dado en el blanco, se
deberá considerar la ciudadela de Gla no ya como la sede de un m o
narca, sino como la de dos altos funcionarios (dependientes de,
¿qué/cuáles palacios?) pertenecientes bien a la dirección de los traba
jos de m anutención de las obras de saneamiento, bien a la recolec
ción de los productos agrícolas que la vasta zona desecada debía
ofrecer (esclareciéndose así la función de los «recintos-almacenes»
que ocupan el área tradicionalmente definida como «agora» (cfr.
ilustraciones de la parte documental).
Pero, ¿qué factores permitieron, también en este último caso, la
movilización de tales masas de fuerza-trabajo? Precisando mejor:
¿Bajo qué condiciones se pudo form ar tal poder central y en qué m e
dida estaba culturalmente integrado en el tejido productivo represen
tado por las «comunidades de aldea»?
El hecho es que, «arqueológicamente», bien poco sabemos hasta
hoy de la organización territorial de las comunidades del Bronce m e
dio y tardío. Dado el desarrollo del tráfico ultram arino que parece
caracterizar el m undo micénico, el análisis de la afirmación de una lea
dership sobre el continente griego en la edad del Bronce tardío no
147
se deberá realizar separadamente de la situación político-económica
que caracterizó al M editerráneo centro-oriental en esa época (recuér
dese el análisis esquemático de O .T.P.K . Dickinson, The Shaft Gra
ves and Mycenaean Origins, en Bulletin o f the Institute o f Classical
Studies o f the University o f London, 1972, págs. 146 sgs.; F. H.
Stubbings, en Cambridge A ncient History II, 2, Cambridge, 19753,
cap. XXII (a), págs. 179-80).
148
P r o t o h is t o r ia m e d it e r r á n e a
Y MODO DE PRODUCCIÓN ASIÁTICO
por Charles Parain
149
mente contestada, no pudiendo ponerse sobre el mismo plano si no
queremos ahogar en definiciones demasiado vagas e imprecisas la
originalidad, que es necesario adm itir, del modo de producción
asiático, a menos que eliminemos de estas definiciones su dinamismo
propio. Así parece posible retener, provisionalmente, tres conjuntos
de civilizaciones: civilización megalítica, civilización cretomicé-
nica y civilización etrusca, que parecen haber avanzado en dife
rentes grados por la línea de desarrollo del modo de producción
asiático. A hora bien, estos tres conjuntos no se constituyeron espon
táneam ente en razón a una pretendida regularidad de tránsito de la
sociedad prim itiva a la sociedad «asiática». Unos y otros recibieron
el impulso, con intensidad y fortuna variadas, de los modelos pro
puestos por las grandes civilizaciones del Próxim o Oriente, todas de
tipo «asiático», y particularm ente de Egipto, el modelo más acaba
do 1 se constata, por otra parte, que este impulso no se propagó de
m anera autom ática y con una rapidez —o lentitud— idéntica. No
basta que exista un modelo para que sea autom áticam ente, im itado;
es necesario que la evolución del pueblo receptor' esté lo suficiente
mente avanzada como para permitir la asimilación de un modelo ex
terior.
150
sistemáticamente al dominio económico, y es qui donde las conse
cuencias adquieren la mayor importancia para el desarrollo histórico
general, o bien ocasionalmente a dominios que no son sino contra
fuertes del económico, ya se trate del dominio religioso, acerca del
cual existe la ilusión común de que en este estadio juega un papel de
primer orden.
Se notará por lo demás que la esclavitud generalizada, por sí sola,
suministra de algún modo la clave del m odo de producción asiático.
Este modo de explotación del hombre no se concibe, en efecto, más
que en un régimen económico social en el que aún no hay lugar para
individuos netamente diferenciados, un régimen en que la explota
ción del hom bre se practica por intermedio de las colectividades que
constituyen las comunidades aldeanas; por otra parte, tal modo de
explotación del hombre necesita un mando a la vez centralizado y
autoritario, un régimen despótico.
Así, vemos que para poner en claro la cuestión del m odo de p ro
ducción asiático es indispensable caracterizar con más nitidez y preci
sión de lo que se hace habitualmente la naturaleza y posibilidades de
la esclavitud generalizada, com parándola por una parte con la escla
vitud propiam ente dicha, y por otra, con lo que se llama bastante
impropiamente la servidumbre feudal: bastante impropiamente por
que cuando ya la servidumbre ha sido abolida, subsiste e incluso fun
ciona con gran eficacia el modo de producción feudal. No tendremos
una idea verdaderamente clara del modo de producción asiático más
que en la medida en que nos hagamos una idea precisa de lo que
representa la esclavitud generalizada (lo cual exige análisis minu
ciosos de sus formas históricas concretas).
1) Esclavitud generalizada.— A grandes líneas, se trata de una
mano de obra que se tiene la posibilidad de utilizar, en la medida en
que esta disponible, y de una mano de obra, si no gratuita, al menos
del menor costo, en el sentido en que no es mantenida, y eso muy so
meramente (simplemente alimentada al mínimum), más que durante
el tiempo en que se recurre a ella. No es necesario comprar al trabaja
dor, como en el caso de la esclavitud propiam ente dicha, en la que el
propietario de esclavos se ve obligado a subvenir todas las necesida
des elementales (alimento, alojamiento, vestido), aunque no tenga
que distribuir un salario correspondiente al mínimun de subsistencia
del trabajador y su familia, y sabemos que el salario está inevitable
mente destinado a sobrepasar el estricto mínimum, tanto como resul
tado de las luchas colectivas de los trabajadores activos y cualifica
dos.
Por otra parte, esta mano de obra es abundante, puesto que la
gran masa de la población está obligada al trabajo. Estas dos
características explican un despilfarro del que las grandes pirámides
de Egipto constituyen un caso particularmente típico.
Pero, al mismo tiempo, se trata de una mano de obra no espe
cializada, aplicable solamente a la ejecución de grandes trabajos,
siendo confiado el acabado o los trabajos más delicados a un pe
151
queño número de artesanos especializados que dependen del déspota.
En este estado de desarrollo de la sociedad el nivel técnico permanece
poco elevado. P ara que haya tiempo disponible es necesario que se
trate de una explotación relativamente extensiva de la tierra. Parale
lamente es, no menos necesario que las condiciones naturales asegu
ren una buena productividad del suelo.
Tal como se presenta, con sus comodidades y sus insuficiencias,
la esclavitud generalizada hizo posibles enormes trabajos que condu
jeron a una mejora a veces considerable de las condiciones de la p ro
ducción, en primer lugar por el dominio del agua, tanto por deseca
ción como por irrigación. Entre los trabajos productivos añadire
mos, entre otros, la m ejora de los medios de comunicación. Pero si la
esclavitud generalizada pudo tener como consecuencia directa la me
jora de las condiciones generales de la producción agrícola, y como
consecuencia indirecta un florecimiento cultural y artístico, no se ve
que favoreciera el mismo progreso en las técnicas de producción
agrícolas; de ahí una especie de impase en el movimiento de conjunto
hacia delante de las fuerzas productivas.
2) Corvea feu d a l.—Las similitudes son innegables, pero sola
mente superficiales. Mientras que el recurso a la esclavitud generali
zada dependía únicamente de la decisión del déspota, las corveas
feudales eran fijadas por convenciones, reglamentadas y de una pe
riodicidad regular, al menos en la generalidad de los casos. Además,
y este es un punto extremadamente im portante para un funciona
miento satisfactorio del sistema feudal las corveas debían ser m ante
nidas en un número o una duración estrictamente limitados. El nivel
general de las fuerzas productivas es sensiblemente más elevado que
en el régimen de m odo de producción asiático; como consecuencia,el
tiempo de terrazguero es más precioso; hay que reservarlo esencial
mente, y en condiciones determinadas de antemano, al buen fun
cionamiento de su explotación individual, lo que va al mismo tiempo
en interés del señor. En estas condiciones, los aldeanos se ven impul
sados a unirse y luchar para obtener poco a poco mejores condi
ciones, al menos para poner tope a las pretensiones del señor.
3) Esclavitud propiamente dicha. —Aquí el esclavo es propiedad
privada de un empresario esclavista que ha tenido que com prarlo y
que debe mantenerlo de form a permanente. Fuera de los grupos de
esclavos empleados en la casa para confort o prestigio, el esclavista
está obligado, o si no la empresa no tendría sentido, a calcular para
obtener el más alto rendimiento del esclavo. No pueden haber hábi
tos de despilfarro ni utilización del esclavo únicamente para grandes
obras. El nivel de las fuerzas productivas se ha elevado ya y continúa
elevándose. En la misma producción, y no simplemente en las obras
que nosotros llamamos de arte, se ha impuesto una verdadera especia
lización del trabajo. El esclavista tiene interés en procurarse esclavos
ya formados o en formarlos él mismo. El esclavo, convertido en una
mercancía, debe ser en la medida de lo posible productor de
mercancías, excepción hecha, naturalmente, de los esclavos domésti-
152
cos. El súbdito del déspota, por el contrario, no es utilizado en la
esclavitud generalizada más que esencialmente como productor de
valores de uso, tanto en interés de la sociedad entera como para satis
facer los caprichos del déspota y su camarilla. La diferencia entre las
dos clases de «esclavitud» salta a la vista. [...]
* * *
La civilización creto-micénica.
3 L es origines d e la p en sée grecque, París, 1962; de ese libro en esta tercera sección
presentam os el capítulo E l reino m icénico. (n. d. p .).
4 M . Lejeune, II «d a m o s» nella societá m icenea (que hem os presentado en la se
gunda sección (n. d. p .).
153
No hay lugar aquí para el comercio privado, una de las fuentes
principales del desarrollo de la propiedad privada. La descripción de
la organización estatal convendría perfectamente al modelo egipcio.
Con eso lo decimos todo. P or otro lado, encontramos la estructura
típica de la comunidad de aldea en el clamos que Michael Lejeune ca
racteriza como una entidad administrativa local de vocación
agrícola, y cuyo funcionamiento reconstruye de una manera extre
madamente sugestiva. El clamos posee tierras de las cuales una parte
es parcelada y concedida en usufructo a beneficiarios individuales,
pero otra parte permanecía seguramente indivisa y comunitaria. Esta
parte indivisa debía ser objeto de una explotación colectiva. Así el
damos tenía una renta de productos de cultivo y de cria de ganado
que debía permitirle por una parte asegurar la subsistencia del per
sonal comunal, por otra procurarse por trueque el m aterial que le
fuera necesario, y también satisfacer sus obligaciones fiscales con
respecto al palacio y sus obligaciones religiosas. Este ingreso
provenía sin duda, por una parte de rentas en especie entregadas por
los beneficiarios de las tierras distribuidas, y por otra de la explota
ción colectiva de las tierras indivisas. En fin, bajo la supervisión o el
control de algún funcionario representante del palacio, el damos p a
rece haber sido adm inistrado por un colegio de productores
agrícolas5.
P ara seguir penetrando en la estructura de la sociedad micénica se
impone una anotación previa: la lentitud en imitar el modelo creten
se, tan próximo, sin embargo. En Creta, los primeros palacios (Cnos-
sos, Festos, Malia), datan de 2000-1700, iniciándose la época de los
segundos palacios en 1700. En Micenas las tumbas en fosa son
fechables en 1580-1500, pero la civilización micénica no aparece for
mada más que en 1450. Se debe anotar, por lo tanto, un retraso de
alrededor de medio milenio, es decir, de una duración semejante a la
que ha sido constatada en la zona donde se desarrolló la civilización
megalítica. Aunque es verdad que aquí no se trata ya de un asimila
ción grosera, sino de la reproducción de un modelo a un nivel muy
elaborado.
¿Cuál es la explicación de este retraso? Seguramente se debe a la
necesidad de una evolución interna que hiciera la asimilación posible
y deseable. Un desfase igual existe para los hititas. Estos penetran en
Asia Menor a comienzos del segundo milenio, aproximadamente en
la época en que las primeras oleadas indoeuropeas alcanzaban Gre
cia. Sin embargo, tenemos que esperar hasta 1600 para ver edificarse
el Antiguo Imperio hitita, que dura hasta 1450. El Nuevo Imperio hi-
tita se coloca exactamente en la misma época que el pleno desarrollo
154
de la civilización micénica, entre 1450 y 1200. Y, sin embargo, la
influencia asiría se había ejercido desde bastante tem prana época en
la región donde se establecieron los hititas, con las colonias de Capa-
docia fechadas en 1950-18506.
Todo esto demuestra una vez más que el establecimiento de las
formas típicas de una organización estatal del tipo del modo de pro
ducción asiático supone una especie de aprendizaje prolongado,
incluso con la proximidad de un modelo.
Sin embargo, se ha planteado la siguiente cuestión: ¿no es más
precisamente explicable el retraso micénico por la ausencia de las ne
cesidades de organización de la producción que condujeron en los
modelos del m odo de produción asiático al empleo sistemático de la
esclavitud generalizada. Jean Pierre Vernant ha notado, a propósito
de Micenas, que se impone una comparación
155
Parece que la cuestión merece ser recogida y profundizada. En
primer lugar, además de su utilización para el aprovechamiento de
las condiciones de la producción, la esclavitud generalizada en
contraba su empleo y una especie de justificación en los grandes tra
bajos de defensa, como la muralla de China. Las llamadas construc
ciones ciclópeas en la Grecia protohistórica nos indican necesa
riamente una mano de obra a la vez abundante y poco costosa.
Contrariamente a la civilización cretense, que descansaba sobre una
base menos sólida puesto que fue derrocada por los micénicos, la ci
vilización micénica, como la hitita, tiene un carácter guerrero muy
pronunciado y las guerras de rapiña eran una de las principales fuen
tes de acumulación de tesoros, tesoros que enseguida era preciso
proteger por medio de poderosas fortificaciones. Las murallas de Mi-
cenas o Tirinto son el signo de que los soberanos micénicos esban or
ganizados para movilizar autoritariam ente las fuerzas de trabajo de
sus pueblos.
Pero, además, la desecación del lago Copais ¿es un hecho aisla
do? Hay que hacer notar que los centros de la vida micénica se sitúan a
menudo en planicies en parte pantanosas, donde las condiciones natu
rales eran más favorables a la cría de animales, pero cuyo papel en la
época esclavista se eclipsó o tom ó, como en Esparta, un carácter p ar
ticular, ya se trate de la Tesalia de Aquiles y de los Argonautas, de la
Laconia de Menelao o incluso de la Argólida de Agamenón. Estas
planicies, a causa de su exceso de humedad, no podían ser la base de
producciones de exportación, como el vino o el aceite, o de centros
propicios al gran comercio. En la época esclavista, el Atica estaba
destinada a tom ar ventaja.
Existen testimonios, al menos indirectos, del espíritu emprende
dor de los soberanos micénicos para el control de las aguas, además
de la desecación, muy representativa por lo demás del lago Copais.
Así tenemos dos episodios de la leyenda de Hércules: los pájaros del
lago Estinfalo y la hidra de Lerna. La cubeta del lago Estinfalo, co
mo la del lago Copais, no desagua más que por emisarios subterráne
os naturales, llamados katavothres, que tenían tendencia a obstruir
se, provocando la presencia de pantanos febrosos. El m ito de los p á
jaros del lago parece tener como origen las fiebres que asolaban la re
gión antes de la construcción de diques y canales. En cuanto a los
pantanos de Lerna, están situados en los bordes del golfo de Argóli
da, junto a fuentes que corresponden a la salida de los katavothres de
las altas planicies de Mesania. Los trabajos de saneamiento no
podían ser realizados más que según un plan y una ejecución de con
junto. Hicieron falta trabajos de construcción de diques para asegu
rar el paso entre la m ontaña y la costa, paso que de otro modo habría
sido obstruido por los pantanos.
En fin, existe otro indicio mítico de la atención prestada por los
héroes micénicos al control de las aguas. Una leyenda relata que
Diómedes había emprendido al sur del monte Gargano, en Italia me
ridional, la excavación de un canal que dejó inacabado. Un estudio
156
más meticuloso del papel variable de las condiciones naturales según
las épocas y los modos de producción sucesivos sería ciertamente útil,
particularmente en el ámbito griego7.
H abría que considerar también el papel que pudo jugar en la fo r
mación del modo de producción esclavista, la existencia previa en
Grecia de sociedades del tipo «asiático». La transmisión de técnicas
fue, seguramente, de una importancia considerable.
Pero hay otro aspecto que tiene interés en cuanto que ayuda a
comprender mejor el lugar ocupado en el conjunto del sistema por
comunidades de aldea en las que no dom inaba todavía la apropiación
privada de la tierra. La sociedad micénica fue brutalm ente destruida
por las llamadas invasiones dorias. Las sociedades de tipo asiático
adolecen, en efecto, de una gran fragilidad, a pesar de su aspecto im
ponente. En Egipto se registran dos destrucciones brutales del Estado
faraónico, después del Antiguo y después del Imperio Medio, para
no hablar de la suerte del Imperio Nuevo. Pero cada vez, pasada la
tempestad, el sistema se reconstituía con algunos perfeccionamien
tos. La historia de Mesopotamia, de los sumerios en el Imperio Nue
vo babilónico, es de una extrema complicación a causa de los cambios
constantes de hegemonía; pero las sucesivas dominaciones se estable
cen siempre en el cuadro del modo de producción asiático.
En Grecia no ocurrió tal cosa, a pesar del dinamismo de la so
ciedad micénica. Y fue porque el desarrollo de la propiedad priva
da había destruido la coherencia de las comunidades de la aldea, y el
equilibrio social que de ellas resultaba. A menos de abandonarse a la
deseperación y a la inercia, se hizo necesario para las víctimas inten
tar reconstruir la sociedad sobre otras bases. L os Trabajos y los Dias
de Hesiodo, fechado a m itad del siglo vm , suministran indicaciones
7 Generalm ente, las genealogías m íticas son testim onios anteriores a la im planta
ción del culto de los dioses uranios y su inserción en estas genealogías, antes del adve
nimiento de Zeus y el triunfo de los m itos indoeuropeos, el agua y más concretam ente
los ríos, ocupaban un lugar determinante en las concepciones religiosas. Paralelam en
te se encuentran en ocasiones, diferentes trazos de la fam ilia m atrilineal, com o en las
sociedades de tipo «asiático»: transm isión de la herencia de las hijas (puesto en rela
ción con el papel dominante de las grandes diosas), libertad sexual de éstas, expresado
por las relaciones de las princesas con lo s dioses. Se asiste en el curso del tiempo a la
introducción del régimen patriarcal en el sentido de que ya son los príncipes, los héroes
los que llegan a ser los amantes de las diosas. Los ríos Escam andro en T roya, Inachos
en A rgolida, Penes en O rcom enos, A sopus en Corinto, son así los primeros antepasa
dos de las líneas reales. Según Pausanias, el caso del río A sopus es particularmente
típico: tenía tres hijas, una de las cuales, Egina, fue raptada por Zeus; su hijo P eleo,
llegó a ser el amante de Tetis.
El proceso se encuentra de alguna forma concretizado en el combate del río Janto y
de A quiles, en el canto X X I de la Iliada. Aquiles provoca al río, después de haber m a
tado a A steropeo, hijo de A xio, exclam ó: «D ifícil era que tú, engendrado por un río,
pudieses disputar la victoria a los hijos del prepotente Cronos; más yo me jacto de per
tenecer al linaje del gran Zeus... Y com o es más poderoso que los ríos que corren al mar,
así también los descendientes de Zeus son más fuertes que los de los ríos, veam os si el río
que está junto a ti es capaz de ayudarte...» El Janto desbordado pone a Aquiles en
peligro. Es entonces cuando de una form a significativa, H era m anda al industrioso
H efesto que lanzando llamas ardientes abrasa las aguas del río y le obliga a sucumbir.
157
de extremo interés sobre el comienzo del proceso y sobre las transfor
maciones sociales que éste puso en movimiento. En un librito muy
sugestivo titulado Crisis agraria y actitud religiosa de Hesiodo, M ar
cel Detiénne describe muy claramente la situación reinante en esta
ép o ca8.
158
El medio, el único, de salir del aislamiento a que se está condena
do, es enriquecerse. Detras de la confianza en la justicia divina, reco
nocemos en Hesiodo al candidato al enriquecimiento.
159
II. LA APROXIM ACION DE KARL POLANYI A LOS
PROBLEM AS DE LA CIRCULACION DE LOS
BIENES Y EL INTERCAMBIO EN EL MUNDO M ICENICO
161
El desarrollo de la corriente llamada «sustantivista» se sitúa, alre
dedor de los años 50, como antítesis de la aproximación a los proble
mas de economía sobre grupos de interés etnológico o en el m undo
antiguo, que tom a el nombre de «formalista». Esta últim a corriente
se puede considerar en filiación directa con las teorías «subjetivistas»
y «marginalistas», que dominan en gran parte todavía hoy en el cam
po de los estudios económicos surgidos con el desarrollo de la so
ciedad capitalista (un buen encuadramiento histórico de estos proble
mas se puede encontrar en ¡a obra de A . Pesenti, M anual de Econo
mía Política. Ed. Akal, M adrid, 1979, vol. I, cps. I, V 2.
Establecidas estas premisas, se puede comprender la im portancia,
en el campo de la investigación histórica y etnológica, de la escuela
«sustantivista», así llamada por fundam entar la investigación en el
significado «sustantivo» de economía, basándose en la constatación
empírica de las actividades económicas del hombre en las diversas re
alidades sociales dentro de las que se explican.
Si la escuela formalista no había hecho más que ampliar a las so
ciedades etnológicas y al mundo antiguo conceptos y categorías de
análisis adaptables solamente al estudio de una realidad completa
mente diferente, como las sociedades capitalistas, el fin que se p ropo
ne la corriente sustantivista es, sin embargo, el de «expresar los con
ceptos exigidos por las esencias sociales mediante el análisis de todas
las economías empíricas pasadas y presentes» (K. Polanyi). La obra
que intenta llevar a cabo resulta la de analizar los hechos económicos
2 Los principios que nos inform an sobre esta aproxim ación llam ada form al por- .
que pretende, basándose en una estructura form al preconstituida especificar el aspecto
«económ ico» dentro de toda realidad cultural, se pueden caracterizar así:
a) El hombre, en cuanto individuo, visto históricam ente, siente la necesidad de
satisfacer una serie cualitativam ente infinita de necesidades; b) los m edios que tienp a
su disposición son lim itados y escasos en relación con las necesidades a satisfacer; c)
por tanto, finaliza los m edios lim itados y escasos que tiene a su disposición para satis
facer sus necesidades que son ilim itadas. Sobre la base de estas prem isas, objeto de la
investigación «económ ica», tiene lugar el com portam iento y la actividad hum ana que
tiende a finalizar, m axim izándolos, m edios escasos para conseguir sus propios objeti
vos. A signando, por esto, a la antropología económ ica, el estudio de la variedad de los
com portam ientos hum anos tendentes a com binar de la m ejor manera posible m edios
determinados para alcanzar fines específicos, se efectúan las siguientes operaciones: 1)
toda la atención de la investigación se concentra sobre los sectores donde es notable (o
se cree poder notar) una form a de com petencia entre individuos o grupos; 2) lo « eco
nóm ico» se ve so lam en te en el fenóm eno de com petencia intencional, precisamente
sobre el m odelo de m ercado com petitivo típico de las sociedades capitalistas; 3) en
consecuencia, se aplican las categorías propias de la sociedad capitalista (mercado,
cam bio, provecho, renta, capital), donde la econom ía se entiende com o esfera en sí
misma, independientem ente de lo social, con propias leyes que no se fundan en el fac
tor fundam ental, que es el trabajo hum ano, sino sobre el juego de la oferta y de la de
m anda que tiene lugar precisamente en el mercado basado en la libre com petencia; 4)
el análisis científico que deriva de esto es superficial y ahistórico, porque, olvidando
penetrar las efectivas estructuras sociales de un grupo cultural y las m otivaciones ide
ológicas que lo sostienen, no llega a comprender el origen y la función social de las ins
tituciones a través de las que, incluso no verificándose fenóm enos de com petencia in
ternacional, pasan importantes actividades de relevancia económ ica para la vida del
grupo en cuestión.
162
solamente desde la perspectiva de un proceso que se realiza dentro de
específicas realidades sociales, determinada cada una por las propias
y características instituciones que tienen como función regular la vida
y las actividades de sus miembros: «La economía es un proceso insti
tucional. Hay dos conceptos particularmente relevantes: el de «pro
ceso» y el de «institucionalización» (...) el término proceso sugiere
un análisis en términos de movimiento. Los movimientos se refieren
a los cambios, tánto en la ganancia como en la apropiación o en am
bas (...). Los movimientos de ganancia incluyen, junto al transporte,
la producción, pára la que es igualmente esencial el cambio en el es
pacio de los objétos (...). El movimiento de apropiación gobierna
tanto lo que normalmente se llama circulación de bienes como su ad
ministración (...). La institucionalización del proceso económico
confiere a este mismo proceso unidad y estabilidad, añadiendo así un
significado a su historia» (K. Polanyi, L a economía como actividad
institucionalizada, bp. cit., págs. 289-317).
El intento de superar una visión de tipo m odernista, que emple
aba para las sociedades precapitalistas las categorías de cambio-
comercio-mercado-nioneda en estrecha relación entre sí, lo efectúan
Polanyi y su escuela proponiendo un esquema de análisis alternativo
form ado por tres modelos fundamentales de integración económica
que, a veces, separadamente o también en combinación, son empíri
camente constatables dentro de las diversas formaciones sociales:
Form a de
integración
económ ica Proceso Institucionalización
163
Sin embargo, es necesario decir que, ya desde un prim er esbozo
de los principios que inform an las teorías «sustantivistas», se pueden
precisar varios elementos contradictorios de fondo. La aproxim ación
formalista, es decir, la exaltación del «mercado» fundado en la libre
competencia y en el principio de la demanda y de la oferta, perm a
nece en Polanyi, aunque en negativo, como término de referencia
de todas sus elaboraciones. Sus análisis parten de la referencia cons
tante a lo que «no es economía de mercado», excepto para el tercer
modelo de integración, que no es más que el típico modelo económi
co usado en las sociedades capitalistas, el cual no privilegia el trabajo
humano como factor fundamental, que da valor a los bienes, sino el
juego de mercado de la dem anda y de la oferta basado en el principio
de la escasez de un bien y de las ilimitadas necesidades hum anas que
satisfacer. La oposición de Polanyi a los principios que inform an los
presupuestos «formalistas» se muestra, finalmente, como una oposi
ción de carácter terminológico-operativo, pero no epistomológico.
Pero lo que tiene más im portancia y que también se puede consta
tar en el trabajo aquí presentado es que, en el plano del analisis
empírico de las sociedades precapitalistas, el planteamiento «sustan
tivista» lleva a una nueva y más elaborada tipología del intercambio y
de la circulación de bienes, pero no llega en absoluto a esclarecer los
problemas relacionados con la producción de los mismos bienes y
con la instauración de ciertas relaciones sociales entre los producto
res antes que otras (hemos visto, en la introduccioón a la colabora
ción de C. Parain, lo fundamentales que resultan estas cuestiones
para una seria comprensión histórica de la civilización micénica). En
resumen, se queda a un nivel, aunque más refinado, de descripción
del funcionamiento de los diversos mecanismos sociales (por tanto,
de las instituciones) que regulan el movimiento de los bienes, pero rio
se llega a comprender por qué estos «mecanismos» nacieron, se de
sarrollaron y se establecieron ni tampoco qué intereses protegen ni
sobre qué base ideológica se fundan (lo que aborda, por ejemplo, el
complejo problem a de la funcionalidad de la unidad superior, que
hemos visto a propósito del «modo de producción asiático», y su
característica de personalizar, a los ojos de las comunidades alde
anas, la unidad de las mismas diferentes comunidades).
Volviendo ahora a la contribución que presentamos, se puede
comprender mejor el tipo de demostración que Polanyi pretende
efectuar: esto es, el de la posibilidad de usos m onetarios específicos o
expedientes submonetarios en ausencia de un mercado, y, por tanto,
de la form a de integración del cambio modernamente entendida. En
su ensayo L ’economía come processo ¡nstituzionale, op. cit., se
expresa del siguiente modo (pág. 132): «La definición sustantiva de
moneda, como la de comercio, es independiente de los mercados. De
riva de los usos determinados a que se dedican objetos cuantificables,
usos que son los de pago, patrón y cambio. P or tanto, la m oneda se
define como objeto cuantificable empleado en cualquiera o en varios
de estos usos.»
164
Además: «La moneda antigua es una m oneda con fines espe
ciales. Se adaptan diferentes objetos para usos monetarios; además,
los usos se institucionalizan independientemente uno del otro. Las
implicaciones tienen un enorme alcance. No hay contradicción, por
ejemplo, en «pagar» con un medio con el que no se puede comparar,
ni en emplear como «patrón» (uso contable de la moneda) objetos
que no se usan como medio de cambio» (págs. 134-5).
Téngase presente al respecto que, cuando Polanyi habla de «inter
cambio» para las sociedades arcaicas, no se refiere al intercambio pai-
excellence, el que tiene lugar hoy normalmente en una economía de
mercado donde el precio está determinado por la ley de la oferta y de
la demanda (y que hemos visto como tercera forma de integración
económica en el esquema de Polanyi), sino al intercambio «decisio
nal», esto es, a una tasa fijada administrativamente por la autoridad
central, que está estrechamente ligado a la form a de comercio que
llama «comercio controlado». Hay que recordar cuanto el autor pre
cisa al respecto: «El comercio controlado tiene su sólido fundamento
en relaciones establecidas mediante actos que son más o menos for
males. Puesto que normalmente el interés por la importación es de
term inante para ambas partes, el comercio discurre a través de cana
les controlados por el gobierno. El comercio de exportación se orga
niza habitualm ente de manera semejante. El comercio entero, por
consecuencia, se desarrolla con métodos administrativos, lo que se
extiende también al m odo en que se trata el negocio, comprendiendo
los acuerdos respecto a las «tasas» o proporciones de las unidades
cambiadas, las posibilidades de escala, el peso, los controles de cali
dad, el intercambio físico de bienes, el almacenamiento y la custodia,
el control del personal perteneciente al comercio, el reglamento de los
«pagos», los créditos y las diferencias de precio» (pág. 130).
Está claro que una visión de este tipo, que tiende por completo a
la identificación de los mecanismos establecidos institucionalmente
por las burocracias centrales, deja muy poco espacio, en el caso del
mundo micénico, para una hipótesis como la que parecería surgir de
la lectura de Childe y de Starr y que consideraría la figura del merca
der como elemento independiente de las administraciones palatinas;
por otra parte, sin embargo, siempre en el caso del mundo micénico,
no llega a explicar ni aclarar hasta el fondo sobre qué tipo de organi
zación se pudiera fundar el comercio entre el Este y el Oeste (definido
por Bockisch y Geiss como «comercio por comisión»), indicado por
la distribución de las cerámicas micénicas en Europa y en el Próximo
Oriente (para el mismo Próximo Oriente, cuyo cuadro esbozado por
Polanyi parecería poderse aplicar con mayor verosimilitud, no resul
ta siempre válido el modelo del comercio controlado, de intercambio
con tasas fijas, y de la posición social del mercader del tipo de Polanyi
—véanse, por ejemplo, las breves notas de A. Archi en el Dibattito
sull’edizione italiana della Storia economica del mondo antico di E.
Heichelheim, en Dialoghi di archeologia VII, 1973, 2-3, págs. 297
sgs.).
165
Finalmente, ténganse presentes algunas consideraciones que tra
tan más de cerca al m undo micénico.
El trabajo de E. L. Bennett, Fractional Quantities in M inoan B o
okkeeping, en American Journal o f Archaeology 54, 1950, constitu
ye la primera contribución de cierto relieve que pone en evidencia la
función, despachada por una serie de ideogramas, de indicar, con re
laciones exactas entre si, cantidades fraccionarias relativas a las me
didas de peso y capacidad (sólidos y líquidos). El tema fue considera
do de nuevo por Ventris y Chadwick en la prim era edición de los D o
cuments (págs, 53 sgs.), donde se intentaba también una valoración
en términos absolutos de los diversos símbolos (véase, al respecto,
cuanto se ha considerado en la segunda parte sobre las medidas de
capacidad para sólidos en el apartado Posesión y uso de la tierra).
Polanyi parte en su ensayo de las consideraciones expresadas en ese
lugar por Ventris y Chadwick. Consideramos útil, precisamente en
relación a esto, reproducir preliminarmente las breves anotaciones de
Ventris y Chadwick al respecto (Does., pág. 54), dada la complejidad
y lo condensado de algunos pasajes del texto de Polanyi, sobre todo
acerca de las diferencias en las notaciones de las medidas entre el sis
tema micénico y el minoico:
«Para una vasta gama de productos agrícolas e industriales, me
didos en razón del peso y del volumen, el escriba micénico tenía a su
disposición una serie de signos que indicaban cantidades fracciona
rias (...). Un peso determinado de metal se expresaba por la forma:
1 ¿ 22 2 i 6
166
grano en recipientes de 1/10 y 1/60 respecto a la unidad, cada uno de
los cuales se rellenaba tantas veces como lo exigiera el residuo»3.
Como conclusión de lo expuesto, que, por razones de economía
de trabajo, se ha debido encerrar en los límites de una simple intro
ducción esquemática, se puede intentar, brevemente, una valoración
de la contribución de K. Polanyi. Como ya se ha señalado al princi
pio, no deja de ser incitante; pese a todo, queda incompleta en
muchos de sus puntos y no solamente a causa de su carácter de breve
demostración dentro de un tratado más amplio. El problema del
«circuito interno» de la circulación de los bienes, mediante el expe
diente de las proporciones fijas de un determinado número de pro
ductos naturales, aparece desligado del problem a, señalado sólo bre
vemente al final, de la inserción de la sociedad micénica en el «m un
do del cambio» en el Próximo Oriente. Esto último implica, en efec
to, toda una serie de posibles hipótesis sobre el conocimiento por
parte de los mercaderes micénicos del uso monetario del metal en pe
so y sobre las posibilidades de unir el sistema de peso micénico a los
otros sistemas usados en aquella época en las diversas regiones del
Próximo Oriente (véase al respecto cuanto se ha señalado brevemente
en la nota 7 al texto de Polanyi), hecho que el autor sólo señala indi
rectamente cuando considera la importancia del uso de connotar m e
diante nombres específicos y submúltiplos de las diversas unidades de
medida.
De todos modos, el verdadero gran ausente en el tratado de P o
lanyi sigue siendo el proceso productivo, lo que significa toda esa se
rie de problemas que hemos tenido ocasión de ver con relación a la
aportación de C. Perain y sin cuya base no es posible dar un signifi
cado «histórico» de los mecanismos que parecen dirigir la circulación
interna y externa de los bienes.
E c o n o m ía d e p a l a c io d e s d e e l p u n t o
DE VISTA DE LOS USOS MONETARIOS.
INSTRUMENTOS SUBMONETARIOS
EN MICENAS
por K. Polanyi
3 Sobre los ideogram as m icénicos relativos a los signos de m edida, véase A. S acco
ni, en K a d m o s, X , 1971, pág. 135 y ss. (para el cuadro relativo a los signos de m edida
de capacidad para áridos, cfr. la n ota 22 al ensayo de\Ventris y Chadwick, P osesión y
uso d e la tierra; para los signos de m edida de p eso, cfr. el cuadro en la nota 8 de la c o
laboración de Olivier).
167
cenas y comprende este lugar, Pilos en el Peloponeso y Knossos en
Creta.
Micenas, como llamaremos brevemente a toda la Grecia micéni
ca, floreció en el siglo X III. Su economía de palacio era de tipo
extremadamente particular, hasta muy bien puede ser el único caso
registrado en que una com unidad letrada haya rechazado el uso de la
moneda en la contabilidad. Micenas es, por tanto, interesante para el
investigador de antiguas situaciones monetarias. En ausencia de «al
go que se aproxime a la circulación monetaria», los medios reales de
contabilidad empleados en la economía micénica de palacio pueden
proporcionar una huella para determinar una fase muy antigua en el
desarrollo de la moneda.
El historiador económico de la antigüedad no puede utilizar con
ceptos como dinero, precio, etc., heredados de la economía de mer
cado del siglo X IX , sin un considerable afinamiento de estos térm i
nos. Se sugiere que la «moneda» debe definirse como «cosas fun
gibles para usos definidos, patrón de medida, cam bio»1, mientras
que «precio» se debería sustituir por el término más amplio de
«equivalencia», que trasciende el mercado.
Las definiciones operativas de moneda provienen de un uso parti
cular al que se pueden someter los fungibles. En el derecho rom ano
res fungibles son las cosas quae numero, pondere ac mensura conc-
sistunt. En términos quizá más aceptables para el economista, son
objetos durables, cuantificables por medio del cálculo o por medio
de la medida. Los usos de tales objetos para pago, medida y cam bio2
se definen de tal m anera que eviten que cualquier concepto implícito
de moneda se insinúe en las formulaciones. Esto exige situaciones so
ciológicamente definidas, en las que los objetos se someten a cual
quiera de los tres usos en m anera definida operativamente.
El «pago» se define como entrega de fungibles con el efecto de
cumplir una obligación (siempre dentro de la hipótesis de que más de
un tipo de obligación pueda ser cumplida por la entrega de un tipo de
fungible). P ara el uso como «patrones de medida» (standard) los
fungibles sirven como referentes numéricos; dos diferentes tipos de
fungibles, como manzanas y peras, que están «enganchados» al stan
dard, se pueden sumar. En su uso de «cambio» los fungibles se tratan
como términos medios (B) en cambios indirectos, en los que se
compra C en lugar de A mediante B. «Someterse a una obligación»,
«sumar peras y m anzanas» y «cambiar indirectamente» son así si
tuaciones definidas sociológicamente, mientras que los actos de
«consignar», «referirse» o «engancharse» y «cambiar en dos m o
mentos» se definen operativamente. Afirmar que la m oneda estaba
ausente en Micenas significa, en sentido estricto, que ningún produc
to natural (staple) se m anejaba en situaciones y modos, tales como
para que su uso equivaliese como pago, standard o cambio. El gana
168
do, como en el caso de las atractivas esposas de los poemas épicos, no
se designa metafóricamente como «standar» de valoración en las
tablillas micénicas. Prescindiendo de una lista de pequeños pesos de
oro, lo metales preciosos se nom bran raram ente, aunque pequeños
objetos uniformes de oro, parecidos a las unidades de atesoramiento
egipcias, se encontraran en la acrópolis micénica. La plata —el térm i
no chyrsos deriva del semita— no aparece prácticamente en las
tablillas. El bronce se menciona repetidamente como material bruto
para armas, distribuido en cantidades de peso determinadas a los
fabricantes por el palacio, pero, aparte de esto, solamente aparece
una vez y no en un contexto valuable. Bienes de prestigio como los
trípodes, que servían de moneda-utensilio en los poemas homéricos,
faltan en nuestras listas, como también faltan conchas y aljófares or
namentales. Respecto a la presencia de los productos empleados más
comúnmente en función del dinero, por ejemplo, la cebada, en Su
mer y en Babilonia, o el cacao, en el México precolonial, la categóri
ca negación de Ventris regula la cuestión.
Frente a esto nos quedamos sorprendidos, a pesar de que se
puedan evaluar más amplias implicaciones si se considera el alcance
de las operaciones de contabilidad.
El verdadero centro de la economía micénica era la casa real con
sus almacenes y su administración, que catalogaba personal, pose
siones territoriales y ganaderas, fijaba los suministros de harina, ceba
da, aceite, olivas, higos y otros muchos productos naturales (en parte
no identificados) y distribuía las raciones. El resto es conjetura: las
nueve ciudades homéricas que pertenecían al rey de Pilos se han en
contrado rodeadas de un número considerable de aldeas con tierras
comunales y haciendas campesinas. Estaban los esclavos, una clase
de trabajadores dependientes, y también soldados y remeros, quienes
frecuentemente eran beneficiarios de raciones que en la mayor parte
de los casos se entregaban a las mujeres y a los niños. La actividad
manufacturera la despachaban artesanos y obreros especializados,
muchos de los cuales pertenecían al palacio, mientras que otros se
proveían allí de las materias primas solamente. De todas formas, el
hecho más sobresaliente respecto a los inventarios y a las cuentas es y
sigue siendo la completa ausencia de moneda. Un tipo de bien nunca
puede ser equiparado o sustituido por una determ inada cantidad de
bien de otro tipo. Las cuentas estaban rigurosamente separadas para
cada tipo.
Entonces, ¿cómo podía la administración de palacio sostener la
economía de una amplia ciudad-estado? La respuesta se encuentra en
los mecanismos que podían, hasta un cierto punto, susituir la m one
da y hacer posible unas finanzas basadas en productos de primera ne
cesidad (staple finance), que permitiera una form a elemental de tasa
ción sin que interviniese la moneda.
La staple finance consiste en manipular los productos fundam en
tales a larga escala, usando la contabilidad y el inventario, con el fin
de planificar, equilibrar, controlar y verificar los balances. Normal-
169
mente —y esto se comprende claramente— la staple finance exige el
uso de la moneda, lo que se verifica recurriendo a equivalencias es
tablecidas entre varios productos y utilizando uno de ellos como
standar, de modo que funcione como moneda. La staple finance
queda, entonces, siempre en naturaleza, aunque su contabilidad utili
ce o no la moneda; la ausencia de equivalencias reduce necesariamen
te el modo de empleo de los productos a una «hacienda» sin moneda.
Por tanto, es posible planificar, equilibrar, controlar y verificar b a
lances solamente en el ámbito de un tipo de producto. La operación
vital de recoger bienes en un centro mediante el mecanismo de la ta
sación se realiza casi a ciegas. Las cuentas no nos m uestran el grava
men total a que estaba sometida la unidad contribuyente, sea un indi
viduo o la aldea. No es posible decir lo que este gravamen fue aumen
tado o disminuido por los cambios efectuados en cada caso. Ni está
al alcance de la mano una medida mediante la cual aum entar las tasas
proporcionalmente al aumento de la población o mantener la igual
dad de las cargas impuestas entre comunidades grandes y pequeñas.
Un remedio bastante obvio, todavía a nivel subm onetario, es p o
sible mientras que la tasación en especie tiene lugar en el ámbito
de una región ecológicamente homogénea. Una unidad compuesta,
consistente siempre en los mismos productos fundamentales en pro
porciones físicas definidas e invariables, se puede form ar aquí para
efectuar la tasación. Entonces, la tasa está fijada, en base a las di
mensiones de cada aldea, en múltiplos de esta unidad. Las propor
ciones físicas en vigor entre los bienes no significan en ningún caso
que los productos puedan ser sustituidos uno por otro en aquellas
proporciones, ni que el contribuyente pueda consignar un tipo de
producto en lugar de otro. N ada de esto; pero el m ontante de cada ti
po de entrada se establece mucho más fácilmente por la unidad com
puesta, como también la adaptación de la tasa a cambios en la pobla
ción. Además, y esto no hay que olvidarlo, se evitan algunas serias
desventajas de la acuñación de moneda. El requisito básico para un
balance en especie se da verdaderamente cuando, en cualquier m o
mento, las raciones y toda otra obligación debida son posibles de
hallar en especie. Pero cualquier equivalencia que se acepte como
standard puede inducir a la sustitución de los productos, tanto en la
consignación como en la distribución, y, por tanto, anular el requisi
to de base. Se perdería toda seguridad de «liquidez efectiva»; una
unidad compuesta de tasación, por el contrario, evita este peligro 3.
El Lineal B, la escritura en que se registraba la contabilidad micé
nica, prueba precisamente la existencia de un mecanismo semejante a
éste. En dos casos tenemos la explícita rendición de cuentas de las
3 Se trata de un hecho m uy im portante, ya que no nos indica solam ente sobre qué
productos el palacio podía fiar con cierta garantía, sino tam bién, indirectamente, qué
tipo de producción agrícola o m anufacturada se efectuaba principalmente en los
centros rurales. El tem a, con las indicaciones bibliográficas actualizadas, lo considera
Olivier en el apéndice siguiente, notas 1, 2 y 5 (N . del E .). ,
170
proporciones materiales en que la tasa compuesta comprendía los
productos naturales; el primero en las tablillas Ma de Pilo: «A un
número de ciudades se atribuye una contribución de seis productos
diferentes, todavía no identificados en su m ayor parte. La escala de
contribuciones totales varía para cada ciudad, pero las proporciones
entre sí de los seis productos permanecen constantes en la medida de
7:7:2:3:1 1/2:150»4.
El segundo caso lo encontramos en las tablillas Me de Knossos,
que «contienen listas de cuatro productos, uno de los cuales ha sido
identificado por Evans como cuerno de cabra agrimi para la fabrica
ción de arcos compuestos. Sus cantidades corresponden, con va
riaciones más amplias respecto a las tablillas de M a de Pilo, a la rela
ción de 5:3:2:4»5.
Repetimos que no aparece en ningún sitio una equivalencia, ni
cualquier cosa que se aproxime, a un standar o, con mayor motivo,
a moneda.
Un mecanismo submonetario obra de m anera completamente
operativa. Complicados resultados aritméticos, que en la esfera eco
nómica se obtienen usualmente a través de cálculos en términos m o
netarios, se obtienen en la sociedad antigua mediante instrumentos
operativos, sin intervención de moneda y sin hacer cuentas. A la luz
de estas consideraciones intentaremos penetrar en la historia más an
tigua de la moneda.
Desde tiempos inmemoriales en la com unidad aldeana in d ia6 la
harina se distribuía entre quienes tenían derecho: campesinos, arte
sanos pertenecientes a las respectivas familias, funcionarios de la al
dea y, finalmente, pero no los últimos, el latifundista y el príncipe
por el simple sistema de repartir el grano del pósito en un cierto or
den de precedencia, que combina porciones de cantidades absolutas
con un grupo de unidades de medida que se distribuyen alternativa
mente. El orden de precedencia tradicional es extremadamente
complicado. Pese a todo el método es de máxima sencillez: no se ne
cesita conocer cuantas unidades tenga el m ontante ni a cuantas unida
des tenga derecho cada uno, ni cuanto obtenga efectivamente, puesto
que, una vez que el pósito esté agotado, semejantes preguntas resul
tan inútiles frente a la seguridad de que cada uno ha recibido lo que
debía, ni más ni menos. Otro mecanismo subm onetario, concernien
te esta vez al comercio y muy distinto del ejemplo del pósito de gra
no, se recoge en pasajes de Ezequiel, cap. 27, y cerca de doscientos
cincuenta años más tarde, en la Política de Aristóteles. El profeta del
Viejo Testamento describe el complejo comercio con el extranjero re
171
alizado por Tiro, reina de los mares, mientras Aristóteles ofrece un
análisis del papel desempeñado por los medios monetarios en el co
mercio a distancia. Ezequiel habla de los comerciantes que «calcu
lan» los respectivos artículos por cuenta propia, mientras Aristóteles
dice que la moneda pone el límite y el paso al comercio. Ambos pare
cen tener ante sí la misma imagen operativa. Quien vende una carga
de grano estibado en su barco, quien retira ovejas del cercado o
aceite del almacén del templo, lleva a fuera los propios bienes en los
que tiene parte —unidad por unidad— y hace mover los bienes de su
socio comercial al mismo ritm o en el sentido opuesto —unidad por
unidad— hasta que las provisiones de uno u otro no se agoten. El
método no podría ser más simple: no es necesario conocer las unida
des de bienes que cada uno posee ni —si la relación no es de 1:1—
cuántas unidades de otros bienes deba reducir cada uno ni tampoco
cuántas se reciben efectivamente mientras el ritmo con que se realiza
la operación es el convenido, puesto que ambos habrán recibido ne
cesariamente la cantidad justa en cualquier momento en que se in
terrum pa la transacción. Como en el caso precedente, no se precisan
moneda ni cálculos.
Estos dos casos de mecanismos submonetarios derivan de si
tuaciones muy diferentes. Uno puede haber sido común al Egipto fa
raónico, con su economía de almacenaje, el otro al Creciente Fértil,
que no habría podido sobrevivir sin el comercio a larga distancia.
Uno pertenece al reino de la redistribución, el otro al del cambio.
Verdaderamente es algo más que una coincidencia el que el Lineal
B se haya separado del originario Lineal A precisamente en el m o
mento en que se refleja especialmente este tipo de diferencia. El Line
al A era la escritura más bien primitiva de los nativos de Creta de len
gua minoica (que todavía desconocemos). Los invasores griegos la
continuaron y desarrollaron en el Lineal B con la finalidad de escribir
el propio lenguaje con m ayor riqueza de signos silábicos e ideogra
mas. Estos cambios estuvieron acompañados por otra innovación,
que es difícil no conectar con una diferenciación respecto a la
economía minoica de los nativos por parte de la de los recién llegados
griegos: esto es, una diferente notación de fracciones. Mientras el Li
neal A utilizaba una notación numérica semejante a la egipcia, el Li
neal B cambió el sistema de medidas fraccionarias, usado exclusi
vamente en el Creciente Fértil. La notación numérica empleaba ci
fras del tipo 1/2, 1/4, 1/3, 1/6, 2/3, mientras las medidas fracciona
rias tenían nombres equiparables a los modernos hundredweights,
pounds y ounces o bushels, gallons, quarts y pints. El cambio simul
táneo a favor de la lengua griega y de las medidas fraccionarias tuvo
lugar, aproximadamente, hacia la m itad del II milenio a. de C ., en un
período en el que la redistribución del grano procedente de los alm a
cenes faraónicos dom inaba la escena egipcia, mientras crecía el co
mercio entre Grecia continental y Asia occidental7. Parece obvio que
7 El problem a de las posibles relaciones entre el sistema de peso m icénico y los uti
172
los marineros griegos estuvieran más interesados en el comercio con
el este de cuanto lo estuvieran los nativos de lengua minoica, cuya
escritura estaba tom ada en préstamo y cuya economía se asemejaba a
la egipcia8.
lizados en el Próxim o Oriente se com plica fundam entalm ente por la total inseguridad
respecto a los valores absolutos que se pueden asignar a los sím bolos de las medidas de
peso. Por otra parte, el análisis y la sistem atización de los patrones (o de los supuestos
patrones) de p eso, pertenecientes a diversas localidades del área greco-egea, presenta
enormes dificultades, perm itiendo solam ente formular hipótesis de trabajo. En cuanto
respecta al conocim iento del metal pesado, parece acertada para el m undo m icénico,
mientras para el uso del metal pesado com o m edio de cam bio, las relaciones com er
ciales mantenidas por los mercaderes m icénicos con el P róxim o Oriente y su pretendi
da función de enlace entre los puntos de aprovisionam iento de materias primas occi
dentales y los «m ercados» orientales, hacen pensar, por lo m enos dentro de los limites
de este «circuito exterior», en su conocim iento y aplicación. Es obvio que nos
encontraríamos ante un problem a vasto y com plicado si nos preguntáramos el porqué
de un tráfico y de una actividad «exterior» tan desarrollados, que suponen un am plio
conocim iento técnico, y la ausencia en el circuito «interior» (al m enos por lo que nos
dicen las tablillas) de la aplicación de cualquier tipo de producto que funcionase com o
equivalente. Es lógico que la causa de esta situación (en el caso de que verdaderamente
se diera) se busque en un determinado interés económ ico-político. Sobre este tema, re
m itim os a los siguientes trabajos: N . Parise, A p p u n ti p e r lo stu dio d el sistem a p o n d é
rale m iceneo, en L a pa ro la d el passato, X IX , 1964, pág. 5 y ss.; R icerchi pondérait.
P esi cretesi riesam inati, en A n n ali delV Istituto italiano di num ism ática, IX-XI, pág. 9
y ss.; id ., I p a n i d i ram e d e l segundo m ilenio a. C. C on siderazioni prelim inari, en Atti
del I Congresso internazionale di m icenología, Rom a, 1968, v. I, pág. 117 y ss.; id .,
U n ’u n ità po n d era le egea a C apo Gelidonya, en S tu di m icenei e d egeo-anatolici, X IV ,
1971, pág. 163 y ss. (N. del E .).
8 N o es éste el lugar indicado para profundizar en un problem a de este tipo, ya que
escapa del tema específico de este trabajo. Pero es necesario destacar que una activi
dad m inoica de ultramar exclusivam ente limitada a Egipto contrasta con los num ero
sos hallazgos de cerámica m inoica de im portación, encontrados desde la costa anatóli-
ca hasta las islas Eólidas. Bastará leer los resúmenes de las conferencias pronunciadas
en septiembre de 1968 en el Institut o f Classical Studies de la Universidad de Londres
(publicados en Bulletin, X V I, 1969, pág. 115 y ss.) y especialmente la contribución de
F. C adogan, E vidence f o r the M in oan s ou stside Creta, págs. 157-158, del diferente
cuadro resultante. H ay que recordar que el sistem a fraccionario m inoico ha sido anali
zado de nuevo globalm ente por D . A . Was en una serie de colaboraciones aparecidas
en la revista K a d m o s (colaboraciones I-V, 1971-1974). A la luz de estos nuevos análi
sis, el cuadro general esbozado por Bennett, del que se ha hablado en la introducción,
no se m odifica sustancialm ente, aunque en algunos casos parece que se pueden identi
ficar m edidas fraccionarias, tanto de peso com o de capacidad, con la efectiva función
de «sub-unidad», es decir, registradas com o m últiplos (cfr. las tablillas H T 86 y 120).
Estos artículos ofrecen además interesantes sugerencias sobre la existencia de un
sistema paralelo de fraccionam iento (decimal y sexagesim al) para las medidas de peso
(cfr. K a d m o s, 12, 1973, pág. 134 y ss.) (N. del E .).
173
III. LA CONTRIBUCION DE JEAN PIER RE OLIVIER
175
zado por el palacio en relación con sus propias necesidades (es decir,
a las cantidades de los distintos productos exigidos), m anteniendo fi
ja la proporción entre los productos en cuestión (calculando, por tan
to, este total en form a de múltiplos de la unidad compuesta de base,
representada por las cifras contenidas en la misma proporción). Esta
suma de unidades compuestas de contribución se subdividiría en las
dos provincias (el análisis de Shelmerdine tiene en cuenta solamente
los documentos de Pilos) según agrupamientos y subagrupamientos
de distritos —verosímilmente según una lógica geográfica— para ob
tener un total de unidades de contribución constante para cada agru
pación (y permitiendo dentro de los subagrupamientos, que van de
un mínimo de uno a un máximo de tres distritos, un juego de integra-
ción/com plem entariedad en el número de las unidades a pagar según
las posibilidades de entrega peculiares de cada distrito). Cada provin
cia se encuentra, por consiguiente, subdividida idealmente en dos
agrupamientos y cada agrupamiento en dos subagrupamientos,
comprendiendo un núm ero diferente de distritos.
Prescindiendo de los respectivos cálculos y procedimientos de ve
rificación realizados por los dos investigadores para conseguir de
m ostrar el sistema, los presupuestos de que parten se pueden repre
sentar gráficamente (para las tablillas de Pilos nada más, pero tenien
do en cuenta que en el trabajo de Olivier los cálculos se efectúan uni
ficando las proporciones considerables en la serie Me de Knossos;
véase esquema de la página siguiente).
Queda claro cómo en ambos casos se habla de una supuesta plani
ficación preventiva realizada por el palacio, considerada por Olivier
en términos de demografía fiscal, por Shelmerdine en términos de ne
cesidad de aprovisionamiento.
No es precisamente este el lugar adecuado para una valoración de
los procesos demostrativos seguidos por los dos investigadores; sin
embargo, puede ser útil señalar como, tanto en la primera como en la
segunda reconstrucción, destacar respectivamente el elemento de
mográfico o el de program ación de las necesidades no significa que se
excluya automáticamente el otro punto de vista: en el primer caso se
puede suponer qué posibles variaciones, derivadas de las necesidades
de aprovisionamiento, influyen sobre el coeficiente (mejor dicho,
sobre los coeficientes) relativo a los géneros considerados; en el se
gundo caso se pueden calcular variaciones demográficas a nivel de
subagrupamientos en el juego de las complementariedades del núm e
ro de las unidades compuestas de base entregadas por cada distrito.
Todavía es necesario aclarar dos puntos, ambos relativos a los
procesos que verdaderamente se debían de verificar verosímilmente a
nivel de distrito. El prim ero concierne a las efectivas modalidades de
pago seguidas por cada individuo o grupos de individuos contribu
yentes, problema que todavía no se ha abordado (pero téngase en
cuenta la nueva contribución de M. Lejeune, Sur la fiscalité pylienne
(Ma), presentado en el sexto coloquio de estudios micénicos en
Chaum ont). El segundo se refiere a un elemento que debemos dedu-
176
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177
interés por parte del palacio respecto a este último aspecto. P or otra
parte, el estudio realizado por Lejeune (Le dossier sa-ra-pe-da..., op.
cit.) sobre las contribuciones debidas por los detentadores de tierra
registrados en las tablillas 880 y 312 de la serie Er y en Un 718 (pero
téngase en cuenta también la serie Es) en relación con las dimensiones
de las posesiones, parece convalidar este estado de cosas: «Se sabe
que las contribuciones micénicas se regulan en base a esquemas de re
ferencias cuantitativas: cuando se trata de impuestos según localida
des (serie Na) o distritos (serie Ma) el reparto es proporcional a la im
portancia y a la población activa de estas unidades territoriales;
cuando se trata (como en el caso de las tablillas Er 880, 312, Un 718 y
de la serie Es) de remesas ligadas a arriendos territoriales, la reparti
ción es proporcional a las dimensiones de las posesiones sometidas a
estas entregas. H ay que tener presente que en el ámbito de estas listas
de contribución, la naturaleza de los géneros alimenticios no se deter
mina en función de la producción específica del contribuyente: éste
debe preocuparse por su cuenta, probablemente cambiando sus pro
ductos, para conseguir los géneros fijados en la lista» (M. Lejeune,
ibidem, pág. 67).
Una l e y f is c a l m ic é n ic a
por J. P . Olivier
178
Ninguno, por lo que me consta, ha declarado que se trata en am
bos casos (en Creta y en el continente en vísperas de la destrucción de
los palacios de Pilos y de K nossos3) de dos aspectos de una misma y
única operación administrativa (la fijación de un impuesto en p ro
ductos diferentes: seis para Pilos y cuatro para K nossos4) efectuada
según la misma ley fiscal.
Siguiendo la misma ley fiscal: esto es im portante.
Se podrá discutir mucho sobre la naturaleza específica de los diez
productos exigidos por el palacio5; también se podrá confeccionar
un sistema más o menos ingenioso6 para explicar cómo funcionaba
con exactitud esta ley fiscal; se podrá intentar encontrar —y se conse
guirá encontrarlas— otras aplicaciones de la misma ley en el ámbito
de los archivos en Lineal B y quizá también en los de Lineal A; se
podrá dedicarse a la búsqueda del origen extracretense —y espero
que se llegará a ello— de este sistema: todo lo cual demuestra que a la
hermenéutica de los textos micénicos todavía le esperan tiempos feli
ces.
Mi propósito está voluntariamente limitado. Estoy convencido de
que ante todo es necesario poner en evidencia cómo, en la exacción
de ciertos impuestos, las administraciones de los palacios de Pilos y
de Knossos obraron exactamente de la misma manera, lo que, en re
sumidas cuentas, no está falto de interés para la historia de Grecia en
la época micénica.
Evidentemente, tanto Knossos como Pilos (por no hablar de Mi-
cenas, Tebas y Tirinto) tenían, en la época que aquí nos interesa, más
de un punto en común y no es necesario alargarse más sobre el tema.
Pero, ¿podía esta «unidad» llegar hasta la posesión y aplicación
de un solo y único «código de impuestos»? Esto es precisamente lo
que tengo intención de demostrar.
Si tomamos separadamente en consideración las dos series de d o
cum entos7 se llega bastante fácilmente a las siguientes conclusiones:
1) Las cantidades de los seis productos relativos en las tablillas de la
serie M a de Pilo (productos que se han definido convencionalmente
3 Siguiendo la tradicional com m unis opinio: fin del M inoico Tardío IIIAI (1375
ap.) para K nossos, fin del H eládico Tardío IIIB (1230 ap.) para Pilos.
4 Que se trata de un im puesto está fuera de dudas, al m enos para Pilos: la presen
cia del término a -p u -d o -si/a p u d o sis/ pago, de la expresión pe-ru-si-no-w o- o-pe-
ro/p eru sin w o n o p h e lo s/ «del año pasado», algunas esenciones concedidas a catego
rías de individuos (principalmente artesanos) representan suficientes indicios.
5 Para la identificación de estos productos (de carácter presumiblemente agrícola o
derivados de la ganadería) véanse las obras citadas en la n ota 1; para el carácter de es
tos productos (al m enos los de la serie Ma de P ilos, lo que se puede ampliar para K n os
sos), téngase presente lo que ha observado justam ente C. Shelmerdine, op. cit., pág.
263: «Cada producto debió ser: 1) algo directamente disponible en todo el reino de P i
los y /o , 2) tasado en tan pequeñas cantidades que todas las ciudades pudieran suplir el
m ontante exigido».
6 D esde luego que solam ente uno será el justo y se acabará por encontrarlo: en
cuanto a m í, debo confesar el no haberlo conseguido.
7 C om o hacen, por ejem plo, Ventris y Chadwick en los D ocu m en ts.
179
con las letras A, B, C, D, E y F) presentan entre sí variantes que pare
cen responder a una «regla de proporcionalidad» relativamente fija,
la de «7:7:2:3:1,5:150»; 2) Las cantidades de los cuatro productos de
las tablillas Me de Knossos (indicados con las letras G. H , I y J) pre
sentan entre sí variantes del mismo tipo, según las cuales la «regla»
parece ser aproximadamente «5:3:2:4».
Fácilmente se podrá encontrar el fundamento de esta doble con
clusión examinando las dos tablas, aquí reproducidas, que dan tanto
para Pilos (tabla I) como para Knossos (tabla II) las cifras correspon
dientes a las cantidades8 de cada producto registrado en cada
tablilla.
Llegados a este punto, conviene hacerse la siguiente pregunta:
«¿Qué hay de común entre estas dos tablas, la de Pilos y la de Knos
sos? ¿Qué hay en común entre estas dos «reglas», la de Pilos
(7:7:2:3:1:1,5:150) y la de Knossos (5:3:2:4)?».
La respuesta es: «Todo». Efectivamente, se trata de dos fragm en
tos —que se cruzan parcialm ente— de un cuadro más amplio, corres
pondiente a una «regla» común, que puede esquematizarse así:
E I C H D J G AB F
1,5 2 3 3,5 7 150
180
de las tablas I y II, se suceden según las crecientes cantidades de p ro
ductos A y B para Pilos y del producto G (y donde la cifra en cues
tión falta, del producto J o H) para Knossos; sus seis columnas prin
cipales presentan, según el orden numérico creciente, los datos de E e
I, C y H , D y J, A y B y, finalmente, F (cfr. el esquema arriba indica
do); para mayor claridad, las columnas relativas a E e l , C y H , D y
J, A y B se han sudividido en dos subcolumnas para no confundir, en
este punto de la investigación, las cifras relativas a los respectivos
productos diferentes.
P ara comodidad de consulta, la tabla se subdivide en 11 zonas
horizontales, cada una de las cuales presenta, grosso m odo, cifras si
milares.
La legitimidad de este cuadro unificado se deduce fácilmente de
las siguientes constataciones:
Col. E I, zona III: 1 vez «6» en PY (y 1 vez «5») 1 vez «6» en KN.
— Todas las cifras de las tablas provienen de las últimas ediciones de los textos (J.
Chadwick-J. T. Killen-J. P. Olivier, The K nossos, tablets IV , Cambridge, 1971; E.
L. Bennet-J. P . Olivier, The P ylos, tablets Transcribed I, Rom a, 1973, con excep
ción del producto J de KN Mc 4454: 25[ que al contrario que 26 com o en K T IV ,
se debe de haber deducido del 26 de KN Mc 5809 (pero sobre la tablilla no se ven
más que cuatro unidades, que deben ser los restos de un 5 ó de un 6).
— Las cifras seguidas o precedidas de corchete se indican con caracteres más p e
queños cuando había razones para creer que estaban incom pletas, mientras que,
cuando existía una buena probabilidad de que estuvieran igualmente com pletas,
aunque el estado de la tablilla no permitiera afirmarlo con seguridad, se indican
con caracteres norm ales, dejando, sin embargo, la indicación del paréntesis com o
invitación a la prudencia.
— En los sitios que las cifras han desaparecido com pletam ente, se han señalado dos
corchetes encerrando un espacio vacío; el único caso en que una cifra se ha om itido
voluntariam ente por parte del escriba (PY M a 365) se ha indicado con «nihil».
— L as cifras claram ente anóm alas (las que se alejan en más de dos puntos de la cifra
«esperada»: dos casos en P ilos, uno en Knossos) se han marcado con asterisco.
A :7 B :7 C :2 D :3 E : 15 F : 150
M a 90 63 63 8 12 6 600
Ma 120 28 28 17 27 [ ] 1.350
181
TABLA I: SERIE M a DE PILOS (Continuación.)
A :7 B :7 C :2 D :3 E : 15 F : 150
Ma 123 24 24 7 10 5 500
Ma 124 23 23 7 10 5 500
Ma 193 17 17 5 7 4 362
Ma 216 70 70 20 30 *20 1500[
Ma 221 22 22 7 10 4[ 400[
Ma 222 23 23 7 10 5 500
Ma 225 28 28[ 8 *22 [ ] 600
Ma 330 42 42 12 18 8 900
Ma 333 46 46 [ ] [ ] 10 1000[
Ma 335 23 23 4[ 10 [ ] [ ]
Ma 346 18 18 4 [ ] [ ] 200[
Ma 365 17 14 5 8 4 nihil
Ma 378 24 24 7 10 5 500
Ma 393 28 28 8 12 5 600
Ma 397 24 24 2[ [ ] [ ] 500
N o ta s relativas a ta tabla I
— Se consideran aquí solam ente las cifras presentes en la primera línea de cada docu
mento: representan la «base» del im puesto relativa a cada localidad; más adelante
volverem os sobre algunas cifras contenidas en las otras líneas (tabla V).
— N o se ha tenido en cuenta M a 126 donde no se fija ninguna base de im puestos y
que, por tanto, debe ser un docum ento de otro tipo.
G :5 H :3 I :2 J :4
Me 4453 24 [ 17 12 24
Me 4454 29 16 13 25[
Me 4455 28 17 12 24
Me 4456 16 10 7 14
Me 4459 23 15 10 20
Me 4460 14 7[ 6 12[
Me 4462 61 *30 26 52 [
Me 4463 10[ [ ] 5 [ ]
Me 4464 12 [ 1 5 [ ]
Me 5118 [ ] 15 [ ] 20
Me 5809 [ ] 16[ [ ] 26
Me 5818 15[ [ ] 3[ ] 10[
Me 8447 [ ] 10 [ ] [ ]
Me 8448 [ ] 14 10[ [ ]
182
N ota s relativas a la tabla I I
F. 1 C H u .1 G A B F
M a 193 4 5 7 17 17 362
l Ma 365 4 5 8 17 141 mhll
Ma 346 Í 1 4 I J 18 18 200 [
Me 4463 5 1 1 [ ] 10!
Me 4464 5 1 1 [ ] 12
Ma 221 41 7 10 22 22 400[
Ma 124 5 7 10 23 23 500
Ma 222 's 7 10 23 23 500
IT Ma 335 1 ' .1 4| 10 23 23 [ 1
Ma 123 5 7 10 2Ί 24 500
Ma 378 5 7 10 24 24 500
Ma 397 1 1 21 [ ] 24 24 500
Me 4460 6 Ά 121 14
m Ma. 393 5 8 12 28 28 600
Ma 90 6 8 12 28 28 600
Ma 225 [ 1 8 -22 28 28[ 600
Me 4456 7 10 14 16
IV Me 5818 3r [ i [ 1 13[
Me 8447 [ J 10 |I0[ [ ]
V Ma 330 8 12 18 42 42 900
Me 8448 J10 14 1 ] [ 1
Me 4459 10 15 20 23
Me 5118 [ ] 15 20 r i
Ma 333 10 f 1 [ 1 46 46 lOOOf
V il M e 4453 12 17 24 241
M e 4455 12 17 24 28
IX M a 120 1 1 17 27 63 63 1350
183
b) Comparación entre las columnas G (KN) y A B (PY).
Tom ando en consideración una sola cifra (la más «regular») para
cada columna de cada zona, y uniendo las cifras de Knossos con las
de Pilos, se obtiene un cuadro (tabla IV) que presenta un «efecto de
regularidad» que no podría ser casual.
TABLA IV
E I C H D J G A B F
184
, p /j ..., representando ρ la cifra de la población fiscal9 y a, b, .. .j,
..., los coeficientes propios de cada uno de los productos A, B,
...J, . . . » 10.
La reconstrucción de las modalidades de aplicación depende de
dos factores:
a) El conocimiento de la población fiscal de cada una de las
«ciudades» en cuestión.
b) La determ inación, por un lado, de los coeficientes propios de
cada producto, y, por otro, de la m anera práctica con la que se apli
caban estos coeficientes.
Examinemos ordenadam ente estos dos factores:
a) L a población fiscal
9 Bien porque esta población fiscal se confundiera con la población real, bien p or
que se estableciera según criterios basados en la fam ilia o en otra m anera, no afronta
rem os aquí estos problem as; pese a tod o, es im probable que adm inistraciones que c o n
taban m inuciosam ente hasta el últim o carnero «faltante» de un rebaño que contaba
con m ás de cien mil cabezas, o que repartía una tonelada de bronce, de m edia libra en
m edia libra, entre m ás de quinientos artesanos cuyos nombres anotaba, no conocieran
la cifra exacta, aldea por aldea, incluso hogar por hogar, de la población que controla
ban. Tam bién es im probable qu e, en consecuencia, no utilizaran estas cifras para cal
cular la base de los im puestos según circunscripciones adm inistrativas. T od o esto, a mi
parecer, basta para im pugnar en gran parte la teoría de las «unidades de tasación» de
W yatt, recogida por Shelmerdine (cit. en la nota 1).
10 Ya por L ejeune, en L a série M a de P ylos, op . cit., p ágs. 82-90 (pero sólo para
P ilos).
11 Las estim aciones «m inim ales» de Lejeune representan verdaderamente un
m ínim o m ás allá del cual sería im posible llegar.
12 Más o menos: ya que las cifras de la colum na F están claram ente redondeadas,
com o m ucho, hasta la cincuentena o el centenar (a excepción de M a 193 en que se lee
362, escrita adem ás sobre raspado).
13 En PY Ma 90.2 (localidad: m e-ta-pa) se señala una esención de im puestos para
una clase de personas llam adas ku-re-w e; no están obligadas al pago de 100 unidades
de F; podría ser que se tratara efectivam ente para esta localidad de 100 ku-re-we, pero
es una hipótesis relativam ente frágil. En PY A n 654.3.4 se registran 50 hom bres, ca lifi
cados com o m e-ta -p i-jo k e-ki-de (Los ke-ki-de de m etapa»), que form an parte de la
unidad militar de un cierto ku-ru-m e-no; en la m ism a tablilla, en las líneas 15-16, en
otra unidad del m ism o tipo (bajo las órdenes de una persona llam ada ta-ti-qo-w e-u ) se
encuentran 20 ku-re-w e por 10 ke-ki-de; si la m ism a proporción existiera también para
m e-ta-pa (pero se trata de una suposición), entonces a los 50 m e-ta-pi-jo ke-ki-de
corresponderían 100 ku-re-we.
14 R econstuyéndola para K nossos, donde no está docum entada, y m odificando li
geram ente, de m anera em pírica, los casos anorm ales de P ilos (para com pensar el re
dondeam iento del que se ha hablado en la nota 12).
b) L o s coeficientes
ei ch dj g a b f
1 1 1 3 3 1
100 75 50 128 64
15 Por esta razón no he considerado, por ejem plo, los coeficientes 1/98: 1/77:
1/49: 1/42: 1/21: 1; aunque bajo m uchos aspectos hubieran sido m ás «satisfactorios»
que los indicados en el texto, hubieran im plicado el uso de las fracciones 1 /7 y 1/11.
16 1 / 1 0 0 = 1 / 2 X 1 / 2 X 1 / 5 X 1 / 5 ; 1/75 = l / 3 x l / 5 x l / 5 ; 1/ 50 =
1/2 X 1/5 X 1/5; 1/128 = 1/2 x 1/4 x 1/4 x 1/4; 1/64 = 1/4 x 1/4 x 1/4; está claro que
esta aplicación supone el conocim iento de las fracciones y m ultiplicaciones relativas (o
de su división, que es lo m ism o); pero, ¿quién podrá poner seriamente en duda que los
escribas m icénicos fueran incapaces de realizar estas operaciones aritm éticas que, en
con jun to, son bastante simples? T eniendo en cuenta, adem ás, que debían de existir
tablas fraccionarias, con lo que resultaba más fácil que extraer el tercio del quinto de
un número cualquiera, pudiendo tam bién utilizar tablas más elaboradas que perm i
tieran dar, en relación con una población fiscal X , la cantidad Y del producto a entre
gar com o im puesto.
17 Indiferentem ente, parece, del estado actual de nuestros conocim ientos; esta
operación era im prescindible para los productos co n tados (lo que no significa que no
conocieran las fracciones su sistem a de pesos y medidas lo prueba); para los produc
tos p esa d o s nos m aravilla que el primer subm últiplo M se usara prácticam ente com o
una especie de unidad indivisible (por tanto, redondeable); éste es el testim on io de las
tablillas en cuestión (excepto dos casos: P Y Ma 365.2: B = N 2 y P Y M a 90.2:
C = M l N 2). Sobre el problem a del redondeam iento, cfr. M . Lejeune, op . cit., págs.
85-86).
186
No hay problem as: el «modelo» funciona de m anera satisfacto
ria; fácilmente se podrá constatar que, además de los tres casos an ó
malos (señalados con asterisco), ya m encionados, aparecen solamen
te tres rechazables —tres casos en los que se supera la unidad supe
rior o inferior (marcados con **: en M a 193.3, pero hay muchas
tachaduras en no pocas cifras de esta tab lilla18— , en Mc 4459 y en Mc
5118 19. Tres rechazables sobre casi ciento diez cálculos: se adm itirá
que son bastante pocos.
Así, en este «modelo» en que la cifra relativa a la población es hi
potética —pero plausible— y en que los coeficientes de los productos
sometidos a impuestos se dan exempli gratia —pero no están muy le
janos de los coeficientes reales— la ley fiscal especificada se aplica
sin serios obstáculos.
Todavía quedan por realizar numerosas investigaciones en cuanto
a la fiscalía micénica (y he indicado algunas posibles direcciones al
principio de este artículo, pero hay otras aún); en esta etapa, sin em
bargo, resultaba más prudente atenerse a hechos generales y certifi
cados: las comprobaciones y las investigaciones en detalle p ropor
cionarán una m ayor libertad de acción.
18 A sí, el 40 (F) de M a 193.3 se encuentra sobre otro núm ero borrado que debía in
dicar, com o m ínim o, 60 (si hubiera sido un 70, el «4» se explicaría por redondeam ien
to de 3,28 = 3 /6 4 de 70).
19 Idéntico desecho en estos dos últim os casos, lo que debería excluir la hipótesis
de un sim ple error, al m enos a primera vista.
N o ta s relativas a la tabla V.
— D esde el m om ento en que sostengo que la ley fiscal puesta de m anifiesto se aplica
ba no solam ente al cálculo del im puesto base (primera linea de las tablillas de P i
los), sino tam bién al de las esenciones de im puestos de los ka-ke-w e, de los ku-re-
we, etc., y al de un p a g o parcial diferente a los otros (a-pu-do-si, en P Y M a 393.2)
he am pliado la tabla en 11 líneas horizontales (las primeras) para que den cuenta
de estos casos particulares.
— El orden de las lineas de la tabla III no se ha m odificado, aunque suponga que las
«poblaciones fiscales ejem plificativas» no se suceden en orden num érico estricta
m ente creciente.
— En cada una de las cinco colum nas e i, c h, d j , g y a b se encuentran prim ero las
cifras de las tablillas, después, tras los dos puntos, el resultado de la aplicación del
coeficiente que relaciona esa colum na con las cifras relativas a la «p ob lación fiscal
ejem plificativa».
188
Tabla V
\
1
ejemplificativa
población
1 1 1 3
fiscal
e i — -c h : - f : I
»
d ¡ j h : —
1
100
30
75 50 64
,
M a 365.2 1: 0.46 10 lit
0,5: 0,46
Ma 123.3 1: 0,46 10 10
Ma 225.2 1: 0,75 16 16
Ma 124.2 1: 0,40 1: 0,93 20 20
Ma 221.2 1: 0.20 1: 0,40 1: 0,93 20 20
Ma >97.3 2: 1,17 125 25
Ma 193.3 •• 4 : 1,87 40 40
Ma 378.2 1 0,80 2: 1,20 3: 2,81 60 60
Ma 90.2 1,5 1,33 2: 2,00 4: 4,68 100 100
Ma 393.3 2: 1,50 2 2,00 3: 3,00 7: 7,03 150 150
Ma 393.2 5: 4.40 6 5,86 8: 8,80 21:20,62 450 440
189
IV. EL O RIG EN DE LAS FORMAS DEL PENSAM IENTO
GRIEGO Y LA REVISION IM PUESTA PO R EL
DESCIFRA DO DE LA LIN EAL B
191
análisis de la historia socioeconómica del m undo griego, m inuciosa
mente diferenciada bajo el perfil diacrónico (véase, por ejemplo, el
ensayo L a lutte des classes, en Eirene IV, 1965, reeditado en M ythe et
société, op. cit, pág. 11 y ss.).
Admitidas estas premisas, se puede comprender m ejor el signifi
cado de este capítulo sobre la «realeza», que no está colocado por ca
sualidad al principio de una obra que se propone enfocar la form a
ción de ciertos sistemas de pensamiento que caracterizan la Grecia de
las épocas arcaica y clásica. El concepto de «realeza», tal como ap a
rece en los testimonios micénicos, no parece reencontrarse en el m un
do helénico directamente, por lo que se presentan los problem as de
continuidad/discontinuidad a los que se aludía más arriba. Trazar
una historia del pensamiento griego, trabada al desarrollo de los
cambios socioeconómicos, supone no prescindir del im portante m o
m ento, y único en sí, que representa la sociedad micénica, así como
intentar precisar si esta herencia pudo llegar, y de qué m anera, a
influenciar la Grecia clásica. Si todas las observaciones recogidas por
Vernant en este capítulo se consideran desde esta perspectiva, asu
men, en su form ulación, un significado que transciende la simple
descripción cuidadosa de datos com probados. Todo esto puede pre
sentar, naturalm ente, num erosos peligros (pero tengamos presente
que el trabajo se publicó en 1962). El m ayor es, indudablem ente, el
de caer en la rígida oposición entre la articulación territorial de las re
sidencias minoicas y las de las ciudadelas micénicas, com paradas,
quizá un tanto simplistamente, a los «castillos». P or otra parte, co
mo ya hemos indicado anteriorm ente, resulta muy peligroso aplicar
directamente al m undo micénico los resultados de una investigación
com parativa como la realizada por Palm er. Es verdad que Vernant
rechaza etiquetas como «feudal» o «asiático», pero tam bién hay que
decir que definiciones como el «hom bre del instrum ento», derivadas
de un contexto próxim o-oriental (hitita) poco claro, a su vez, se vuel
ven cada vez más anacrónicas.
L A M ONARQUÍA M ICÉNICA*
por J.-P . Vernant
192
A los problem as ordinarios de interpretación se agregan dificultades
de lectura, ya que la Lineal B, derivada de una escritura silábica no
creada para representar el griego, expresa muy imperfectamente los
sonidos del dialecto hablado por los micenios. P o r otra parte, el n ú
mero de docum entos que poseemos es reducido todavía: no se dispo
ne de verdaderos archivos, sino de algunos inventarios anuales escri
tos sobre ladrillos crudos, que indudablem ente habrían sido b o rra
dos para volver a utilizarlos si el incendio de los palacios, al cocerlos,
no los hubiera conservado. Un solo ejemplo bastará para dem ostrar
las lagunas de nuestra inform ación y las precauciones que se im po
nen. La palabra te-re-ta, que aparece frecuentemente en los textos,
ha recibido no menos de cuatro interpretaciones: sacerdote, hom bre
del servicio feudal; baron, hom bre del damos obligado a prestacio
nes, sirviente. P o r lo tanto, no se puede tener la pretensión de dar el
esquema de la organización social micénica. Sin em bargo, aun las
más opuestas interpretaciones concuerdan en algunos puntos que
quisiéramos destacar y que se pueden considerar suficientemente es
tablecidos en el estado actual de nuestras fuentes.
La vida social aparece centrada en torno del palacio, cuya fu n
ción es religiosa, política, militar, adm inistrativa y económica a la
vez. En este sistema de economía que se denom ina palatina, el rey
concentra y reúne en su persona todos los elementos del poder, todos
los aspectos de la soberanía. P o r intermedio de sus escribas, que
constituyen una clase profesional enraizada en la tradición, merced a
una jerarquía compleja de dignatarios de palacio y de inspectores re
ales, el rey controla y reglam enta m inuciosamente todos los sectores
de la vida económica, todos los dominios de la actividad social.
Los escribas contabilizan en sus archivos lo concérniente al ganado
y a la agricultura, la tenencia de las tierras, evaluadas en medidas de
cereales (como norm a de los tributos o como raciones de semillas)
—los distintos oficios especializados, con las asignaciones de materias
primas y los encargos de productos elaborados—, la m ano de obra,
disponible u ocupada —los esclavos, hombres, mujeres y niños, los de
los particulares y los del rey— , las contribuciones de toda índole im
puestas por el palacio a los individuos y a las colectividades, los bienes
ya entregados, los que quedan por percibir —las levas de hombres en
ciertas poblaciones, a fin de equipar de remeros los navios reales— , la
composición, los comandos, el movimiento de las unidades militares,
los sacrificios a los dioses, las tasas previstas p ara las ofrendas, etc.
En una economía de esta clase no parece haber lugar para el co
mercio privado. Si existen términos que significan adquirir o ceder,
no se encuentra testimonio de form a alguna de pago en oro o en plata
133-159 y «T he m ycenaean tablets and econom ic history», en The eco n om ic history re
view , 2 . a serie, 10, 1957, págs. 128-141 (con una réplica de L . R. Palm er, ibid., 11,
1958, págs. 87-96); M . S. Ruípérez, «M ycenaean land-division and livestock grazing»,
en M in os, 5, págs. 174-207; G. T h om son , «On greek land tenure», en S tu dies R o b in
son , II, p á g s. 840-857; E . W ill, « A u x origines du régim e f o n d e r grec», en R evue des
É tu d es A nciennes, 59, 1957, págs. 5-50.
193
o de una equivalencia establecida entre mercancías y metales pre
ciosos. Aparentem ente, la adm inistración real reglam entaba la distri
bución y el intercam bio, así como la producción de los bienes. P or
interm edio del palacio, que, en el centro de la red ejerce el control
del doble circuito de prestaciones y pagos, circulan y se intercam bian
los productos, los trabajos, los servicios, igualmente codificados y
contabilizados, ligando entre sí los distintos elementos del país.
Este régimen se ha podido denom inar m onarquía burocrática. El
térm ino, que tiene resonancias demasiado m odernas, subraya uno de
los aspectos del sistema, pues su lógica lo lleva a un control cada vez
más riguroso, cada vez más amplio, hasta detalles que hoy nos pare
cen insignificantes. Se lo debe com parar con los grandes Estados flu
viales del Cercano Oriente, cuya organización parece responder, en
parte al menos, a la necesidad de coordinar en una vasta escala los
trabajos de desecamiento, irrigación y conservación de los canales in
dispensables para la vida agrícola. ¿Los reinos micénicos tuvieron
que resolver problem as análogos? Efectivamente, el desecamiento
del lago Copáis se emprendió en la época micénica. P ero, ¿qué ocu
rrió con las planicies de Argólida, Mesenia y Atica? No parece que
las necesidades técnicas del aprovechamiento del suelo según un plan
de conjunto hayan podido suscitar o favorecer en Grecia una centra
lización adm inistrativa avanzada. La economía rural de la Grecia an
tigua aparece dispersada en la escala de la aldea; la coordinación de
los trabajos no va más allá del grupo de los vecinos.
No sólo en el dominio de la agricultura se distingue el m undo m i
cénico de las civilizaciones fluviales del Cercano Oriente. Aun reco
nociendo la función del palacio como eje de la vida social, L. R. P al
mer ha señalado claramente los rasgos que vinculan a la sociedad
micénica con el m undo indoeuropeo. La analogía es im presionante
sobre todo con los hititas, quienes, aun orientalizándose, han conser
vado ciertas instituciones características ligadas a su organización
militar. A lrededor del rey, la gran familia hitita agrupa los persona
jes más próximos al soberano. Son dignatarios del palacio, cuyos
títulos destacan sus elevadas funciones adm inistrativas pero que ejer
cen tam bién com andos militares. Junto con los com batientes que es
tán bajo sus órdenes, form an elpanlcus, asamblea que representa a la
com unidad hitita, es decir, que agrupa el conjunto de los guerreros
con exclusión del resto del pueblo, según el esquema que contrapone,
en las sociedades indoeuropeas, el guerrero al hom bre de la aldea,
pastor o agricultor. E n esta nobleza guerrera, constituida en clase se
parada y, por lo menos en lo que a los más grandes concierne, ali
m entada en sus feudos por paisanos afincados en las tierras, se reclu
tan los aurigas, fuerza principal del ejército hitita. La institución del
pankus puede haber dispuesto, en su origen, de poderes amplios: la
m onarquía habría comenzado por ser electiva; posteriorm ente, a fin
de evitar las crisis de sucesión, se habría sustraído a la asamblea de
los guerreros la ratificación del nuevo rey; finalmente, el pankus, del
que se habla por últim a vez en una proclam a del rey Telepinu de fines
194
del siglo XVI, habría caído en desuso; la m onarquía hitita se habría
aproxim ado así al modelo de las m onarquías absolutas orientales,
apoyándose menos en una clase de nobles cuyos servicios militares
fundaban sus prerrogativas políticas, que en una jerarquía de adm i
nistradores directam ente dependientes del re y 1.
El ejemplo hitita ha sido invocado por los eruditos que oponen
a la interpretación «burocrática» de la m onarquía micénica un es
quem a de rasgos «feudales». En realidad, ambas expresiones parecen
ser igualmente inadecuadas y, en su misma oposición, anacrónicas.
En efecto, en todos los peldaños de la adm inistración palatina hay un
vínculo personal de sumisión que une a los distintos dignatarios del
palacio con el rey: éstos no son funcionarios al servicio del Estado si
no servidores del rey, encargados de m anifestar, dondequiera que su
confianza los haya colocado, aquel poder absoluto de m ando que se
encarna en el m onarca. Se com prueba tam bién, dentro del cuadro de
la economía palatina, junto a una división a m enudo m uy detallada
de las tareas y a una especialización funcional con una verdadera ca
tarata de vigilantes y supervigilantes, cierta fluctuación en las atribu
ciones adm inistrativas, que se superponen unas a otras, ejerciendo
cada representante del rey, por delegación y en su propio nivel, una
autoridad cuyo principio cubre sin límites todo el campo de la vida
social.
El problem a, no está, pues, en oponer el concepto de m onarquía
burocrática al de m onarquía feudal, sino en señalar, por detrás de los
elementos comunes al conjunto de las sociedades de economía p alati
na, los rasgos que definen más precisamente el caso micénico y que
tal vez expliquen por qué ese tipo de soberanía no sobrevivió en G re
cia a la caída de las dinastías aqueas.
En esta perspectiva resulta fructífero el parangón con los hititas,
porque destaca en todo su relieve las diferencias que separan al m un
do micénico de la civilización palatina de C reta que le h a servido de
modelo. El contraste entre esas dos m onarquías se plasm a en la a r
quitectura de sus palacios2. Los de Creta, dédalos de habitaciones
dispuestas en aparente desorden en derredor de un patio central, es
tán edificados en el mismo plano que la tierra circundante, sobre la
que se abren sin defensa por medio de amplias calles que term inan en
el palacio. La m ansión micénica, con el megarón y la sala del trono
en el centro, es una fortaleza rodeada de m uros, una guarida de jefes,
que dom ina y vigila el llano que se extiende a sus pies. Construida p a
ra resistir un asedio, esta fortaleza resguarda, junto a la residencia
principesca y sus dependencias, las casas de los familiares del rey, je
fes militares y dignatarios palatinos. Su función militar parece, sobre
todo, defensiva: preserva el tesoro real, en el cual, junto con las re
servas norm alm ente controladas, acumuladas y repartidas por el p a
195
lacio dentro del cuadro de la economía del país, se acum ulan bienes
preciosos de otra clase. Se trata de productos de una industria suntua
ria: sortijas, copas, trípodes, calderos, piezas de orfebrería, armas
artísticamente trabajadas, lingotes de metal, tapices, telas bordadas.
Símbolos de poder e instrum entos de prestigio personal expresan en
la riqueza un aspecto propiam ente regio. Constituyen la m ateria de
un comercio generoso que desborda ampliamente las fronteras del
reino. Objeto de dádivas y contradádivas, sellan alianzas m atrim o
niales y políticas, crean obligaciones de servicio, recom pensan a las
vasallos, establecen, hasta en países lejanos, vínculos de hospitali
dad; son tam bién objeto de competición y de conflicto: como se los
recibe de regalo, se los conquista tam bién armas en m ano; se organi
za una expedición guerrera o se destruye una ciudad p ara apoderarse
del tesoro. Finalmente, se prestan más que otras formas de riqueza, a
una apropiación individual que podrá perpetuarse más allá de la
muerte: colocadas al lado del cadáver como «pertenencias» del di
funto, lo seguirán a su tu m b a 3.
El testimonio de las tablillas nos permite precisar este esquema de
la corte y del palacio micénicos. En la cima de la organización social,
el rey lleva el título de wa-na-ka, wánax. Su autoridad parece ejer
cerse en todos los niveles de la vida militar: es el palacio el que regla
m enta los comandos de arm as, el equipamiento de los carros, las le
vas, la Subordinación, composición y movimiento de las unidades.
Pero la competencia del rey no queda lim itada ni al dom inio de la
guerra ni al de la economía. El wánax gobierna tam bién la vida reli
giosa: ordena con precisión su calendario, vela por la observancia del
ritual y la celebración de las fiestas en honor de los distintos dioses.
Fija los sacrificios, las oblaciones vegetales, las tasas de las ofren
das exigibles a cada cual según su categoría. Cabe pensar que si el
poderío real se ejerce así en todos los dominios, es porque el sobera
no, como tal, se encuentra especialmente en relación con el m undo
religioso, asociado a una clase sacerdotal que se presenta num erosa y
po ten te4. En apoyo de esta hipótesis, nótese que en Grecia se ha per
petuado, hasta dentro del cuadro mismo de la ciudad, el recuerdo de
una función religiosa de los reyes, y que ese recuerdo h a sobrevivido
bajo una form a mítica, la del rey divino, mágico, señor del tiem po,
dispensador de la fertilidad. A la leyenda cretense de M inos, que se
somete cada nueve años en la caverna del Ida a la prueba que tiene
que renovar, m ediante un contacto directo con Zeus, su poder re a l5,
responde en E sparta la ordalía que cada nueve años im ponen los éfo-
ros a sus dos reyes, escrutando el cielo en el secreto de la noche, para
leer en él si los soberanos no habrán cometido tal vez alguna falta que
196
los descalifique para el ejercicio de la función real. Piénsese también
en el rey hitita, que abandona en plena cam paña la conducción de sus
ejércitos si sus obligaciones religiosas le exigen retornar a la capital
para realizar en ella, en la fecha prefijada, los ritos a su cargo.
Al lado del wa-na-ka, el segundo personaje del reino, el lä-wä-ge-
täs, representa al jefe del laos, propiam ente el pueblo en arm as, el
grupo de los guerreros. Los e-qe-ta, hepetai (cfr. el homérico he-
tairoi), los compañeros que llevan como uniform e un m anto de m o
delo especial, son, como la gran familia hitita, dignatarios del pala
cio que constituyen el séquito del rey, al mismo tiem po que jefes
puestos al frente de una okha, una unidad m ilitar, u oficiales que
aseguran las relaciones de la corte con los m andos locales. Tal vez
correspondan igualmente al laos los te-re-ta, telestai, si se admite con
Palm er que se tra ta de hombres del servicio feudal, de barones feuda
les. Tres de ellos serían, según una tablilla de Pilos, personajes tan
im portantes como para poseer un témenos, privilegiado del wa-na-ka
y del lâ-wâ-ge-tàs6. El témenos designa en la epopeya, en la cual es el
único de todos los términos del vocabulario micénico relativo a
bienes raíces que se ha m antenido, una tierra, de labrantío o vitícola,
ofrecida, con los campesinos que la ocupan, al rey, a los dioses o a al
gún personaje im portante, en recompensa de sus servicios excep
cionales o de sus hazañas bélicas.
L a tenencia del suelo se presenta como un sistema complejo, que
hace más oscura aún la ambigüedad de muchas expresiones7. La
plena posesión de una tierra, así como su usufructo, parece haber
implicado, como contrapartida, servicios y prestaciones múltiples.
Es, a m enudo, difícil resolver si un térm ino tiene una significación
puram ente técnica (tierra inculta, tierras privadas con propietarios, a
diferencia de las tierras de labrantío, tierra de m ayor o m enor dim en
sión), o si designa un ordenam iento social. Sin em bargo, se perfila
claramente una oposición entre dos tipos de tenencia de las tierras
que designan las dos formas diferentes que puede tener u n a ko-to-na,
un lote o porción de tierra. Las ki-ti-me-na-ko-to-na son tierras priva
das con propietarios, a diferencia de las ke-ke-me-na ko-to-na, ads
critas al damos, tierras comunales de los demos aldeanos, propieda
197
des colectivas del grupo rural, cultivadas según el sistema del open-
fie ld y que, tal vez, son objeto de una redistribución periódica. T am
bién sobre este punto, L. R. Palm er ha señalado una semejanza su
gestiva con el código hitita, que distingue, asimismo, dos formas de
tenencia del suelo. La del hom bre del servicio feudal, el guerrero,
depende directam ente del palacio y retorna a éste cuando se in
terrum pe el servicio. P or el contrario, los «hombres de las h erra
mientas», esto es los artesanos, disponen de una tierra llam ada «de la
aldea» que la colectividad rural les concede durante un tiem po y que
recupera cuando ellos se v a n 8. Recuérdense tam bién los hechos in
dios que dan prueba de una estructura análoga. Al vaiçya, el agricul
tor fviç, cf. latín vicus, griego oikos, grupo de casas), es decir, al
hom bre de la aldea, se opone el ksatrya, el guerrero (de ksatram: po
der, posesión), el hom bre de la posesión individual, como el barón
micénico es el hom bre de la ki-ti-me-na ko-to-na, de la tierra de p ro
piedad individual, en contraposición a la tierra comunal de la aldea.
En consecuencia, las dos form as diferentes de tenencia del suelo
responderían, en la sociedad micénica, a una polaridad más funda
mental: frente al palacio, a la corte, a todos los que de él dependen,
ya directamente, ya en cuanto a la tenencia de sus feudos, se entrevé
un mundo rural, organizado en villorrios con vida propia. Esos «de
mos» aldeanos disponen de una parte de las tierras en las cuales se
asientan; reglamentan, de conform idad con las tradiciones y las
jerarquías locales, los problemas que plantean, en su nivel, los trab a
jos agrícolas, las actividades pastoriles y las relaciones de vecindad.
Es en ese cuadro provincial donde aparece, inesperadam ente, el per
sonaje que lleva el título que norm alm ente hubiésemos traducido por
rey, el qa-si-re-u, el basiléus homérico. No es precisamente el rey en
su palacio, sino un simple señor, dueño de un dominio rural y vasallo
del wánax. Este vehículo de vasallaje, en un sistema de economía en
que todo está contabilizado, reviste también la form a de una respon
sabilidad adm inistrativa: vemos al basiléus que vigila la distribución
de las asignaciones en bronce destinada a los herreros que, en su
territorio, trabajan para el palacio. Y, naturalm ente, él mismo
contribuye, con otros ricos señores del lugar, según una cuota debi
damente fijada, a esos suministros de m etal9. Junto al basiléus, un
Consejo de los Ancianos, la ke-ro-si-ja (gerousia), confirm a esta re
lativa autonom ía de la com unidad aldeana. En esta asamblea inter
vienen, sin duda, los jefes de las casas más poderosas. Los simples
villanos, hombres del dam os en sentido propio, que proveen de
peonaje al ejército y que, para adoptar la fórm ula hom érica, no cuen
8 Sobre el problem a de identificar al «hom bre de las herram ientas» con el térm ino
griego dem iou rgos n os rem itim os a lo indicado en la 2 . a see. P osesión y uso de la
tierra, notas 10 y 12, com párese asim ism o con lo expuesto por P alm er en su artículo
(n .d .c.),
9 Sobre qa-si-re-u, ke-ro-si-ja y otros térm inos del m ism o tipo véase el artículo de
Ventris-Chadwick sobre la organización social y tam bién el de Lejeune sobre el d a m o s
(n .d .c.).
198
tan más en el consejo que en la guerra, son, en el m ejor de los casos,
espectadores, escuchan en silencio a los que tienen título para h a
blar y no expresan sus sentimientos más que con u n rum or de aproba
ción o descontento.
Otro personaje, el ko-re-te, asociado al basiléus, aparece como
una suerte de prefecto de la aldea. C abría preguntarse si esta duali
dad de direcciones en el nivel local no corresponde a la que hemos
com probado en el cuadro del palacio: como el wánax, el basiléus
tendría prerrogativas principales religiosas (piénsese en los phy-
lobasiléis de la Grecia clásica); el ko-re-te, como el lä-wä-ge-täs, ejer
cía una función militar.
H abría que relacionar el término con koiros, tro p a armada;
tendría el sentido del kóiranos homérico, casi sinónimo de hegemon,
pero que, asociado a basiléus, parece indicar, si no una oposición,
por lo menos una popularidad, una diferencia de planos. P or lo de
más, el llamado Klumenos, ko-re-te de la aldea de I-te-re-wa, depen
diente del palacio de Pilos, figura en otra tablilla como com andante
de una unidad militar; una tercera le da el calificativo de mo-ro-qa
moiropas), poseedor de una moira, de un lote de tierra.
P o r incom pleta que sea nuestra inform ación, parece posible
extraer de ella algunas conclusiones generales referentes a los rasgos
característicos de las m onarquías micénicas.
1. A nte todo, su aspecto bélico. El wánax se apoya en una aris
tocracia guerrera, los aurigas, sometidos a su autoridad, pero que
constituyen, dentro del cuerpo social y de la organización militar del
reino, un grupo privilegiado, con su organización particular, su m o
do de vida propio.
2. Las comunidades rurales no están, respecto del palacio, en
una dependencia tan absoluta que no puedan subsistir sin él. Supri
mido el control real, el dam os continuaría trabajando las mismas
tierras con las mismas técnicas. Como en el pasado, pero en un m ar
co en adelante ya puram ente aldeano, tendría que alim entar a los re
yes y a los ricos señores del lugar por medio de entregas, obsequios y
prestaciones más o menos obligatorias.
3. La organización del palacio, con su personal adm inistrativo,
sus técnicas de contabilidad y de control, su reglam entación estricta
de la vida económica y social, presenta un carácter de imitación. T o
do el sistema reposa sobre el empleo de la escritura y la constitución
de archivos. Son los escribas cretenses, pasados al servicio de las
dinastías micénicas, quienes, transform ando la escritura lineal usada
en el palacio de Knossos (Lineal A) a fin de adaptarla al dialecto de
los nuevos señores (Lineal B), les han aportado los medios de im plan
tar en la Grecia continental los métodos adm inistrativos propios de la
economía palatina. La extraordinaria fijeza del idiom a de las
tablillas a través del tiempo (más de 150 a ñ o s 10 separan las fechas de
199
los documentos de Knossos y de Pilos) y del espacio (Knossos, P i
los, Micenas, pero tam bién Tirinto, Tebas, Orcómeno), m uestra que
se trata de una tradición m antenida dentro de grupos estrictamente
cerrados. A los reyes micénicos, aquellos centros especializados de
escribas cretenses les sum inistraron, al mismo tiempo que las técni
cas, los esquemas para la adm inistración de sus palacios.
P ara los m onarcas de Grecia, el sistema palatino representaba un
notable instrum ento de poder. D aba la posibilidad de establecer un
control riguroso del Estado sobre un extenso territorio. A bsorbía y
les perm itía acum ular toda la riqueza del país y concentraba, bajo
una dirección única, recursos y fuerzas militares im portantes. Posibi
litaba tam bién las grandes aventuras en países lejanos, para estable
cerse en tierras nuevas o p ara ir a buscar, allende los m ares, el metal y
los productos que faltaban en el contienente griego. Se advierte una
estrecha relación entre el sistema de economía palatina, la expansión
micénica a través del M editerráneo y el desarrollo en Grecia misma,
junto a la vida agrícola, de una artesanía ya muy especializada, orga
nizada en gremios según el m odelo oriental.
La invasión doria destruye todo este conjunto. Rom pe, por m u
chos siglos, los vínculos de Grecia con Oriente para convertirse en
una barrera. Aislado, replegado sobre sí mismo, el continente griego
retorna a una form a de economía puram ente agrícola. El m undo h o
mérico no conoce ya una división del trabajo com parable a la del
m undo micénico ni el empleo en una escala tan vasta de la m ano de
obra servil. Desconoce las múltiples corporaciones de «hombres de
las herram ientas», agrupadas en las cercanías del palacio o situadas
en las aldeas apara ejecutar allí las órdenes reales. Al caer el imperio
micénico, el sistema palatino se derrum ba por entero; jam ás volverá
a levantarse. El término wánax desaparece del vocabulario pro
piamente político. Lo reemplaza, en su empleo ténico, para designar la
función real, la palabra basiléus, cuyo valor estrictamente local hemos
visto y que, más que a una persona única que concentre en sí todas
las form as del poder, designa, empleada en plural, una categoría de
grandes que se sitúan, tanto unos como otros, en la cúspide de la
jerarquía social. Suprimido el reinado del wánax, no se encuentran
huellas ya de un control organizado por el rey, de un aparato adm i
nistrativo, ni de u na clase de escribas. La escritura misma desapare
ce, como arrastrada por el derrum be de los palacios. Cuando los
griegos vuelven a descubrirla, a fines del siglo ix , tom ándola esta vez
de los fenicios, no será sólo una escritura de otro tipo, fonética, sino
producto de una civilización radicalm ente distinta: no la especialidad
de una clase de escribas, sino el elemento de una cultura com ún. Su
significación social y psicológica se habrá transform ado —p o
dríamos decir invertido— : la escritura no tendrá ya por objeto la
tema las puntualizaciones de O . P anagl y S. H iller en D ie frü h griech isch en Texte aus
M yken isch er Z eit, Darm stadt, 1976, pág. 40 sgg., 50 sgg.' (n .d .c.).
200
creación de archivos para uso del rey en el secreto de un palacio, sino
que responderá en adelante a una función de publicidad; va a perm i
tir divulgar, colocar por igual ante los ojos de todos, los diversos as
pectos de la vida social y política.
201
V. ANGELO BRELICH Y LOS PROBLEM AS
M ETODOLOGICOS DE UN ESTUDIO SOBRE LAS
M ANIFESTACIONES RELIGIOSAS EN RELACION
CON EL M UNDO M ICENICO
204
Long, The A yia Triada Sarcophagus. A Study o f L ate M inoan and
Mycenaean Funerary Practies and Beliefs, en Studies in M editerrane
an Archaeology X LI, Göteborg, 1974.
Finalmente, hay que tener presente un detalle. La contribución de
A. Brelich, aquí incluida, no es otra cosa que la comunicación pre
sentada por el investigador en el I Congreso internacional de mice-
nología, que tuvo lugar en Rom a durante el otoño de 1967. Este dato
aclara el tono inicial del escrito que se ha querido dejar intacto, preci
samente por su carácter crítico.
R e l ig ió n m ic é n ic a : o b s e r v a c io n e s
M ETODOLÓGICAS
por A . Brelich
20.'
imágenes». Tam bién se puede decir que, si no se supiera con certeza
que los documentos figurativos y los textos proceden del mismo am
biente cultural, a nadie se le hubiera ocurrido nunca relacionar los
unos con los otros. Las representaciones en las que se supone un m o
tivo religioso parecen m ostrar escenas rituales, gestos, danzas, sím
bolos a los que ningún texto se refiere; m uestran figuras antropom ór-
ficas, teriom orfas e híbridas consideradas sobrehum anas, con
características ·—atributos, posiciones, gestos, etc.— a losvque tam
poco se refiere ningún texto, de m odo que la identificación de estas
figuras con cualquier divinidad m encionada en los textos es puro ar
bitrio. P o r otra parte, los textos mencionan divinidades, lugares
sagrados, ofrendas, fiestas tal vez, y, en cualquier caso, un calenda
rio religioso al que ninguna de las figuras corresponde con evidencia.
La razón más clara de esta singular independencia entre las referen
cias religiosas de las imágenes y las textuales radica en el diferente
destino de ambas fuentes: los textos tienen exclusivo carácter adm i
nistrativo; registran las ofrendas y, por tanto, tam bién sus destinata
rios, el lugar de destino y la fecha en que se deben realizar, pero sin
ningún interés por los aspectos no directamente implicados en la ope
ración adm inistrativa; las representaciones gráficas —en la m ayor
parte gemas y sellos— tam poco tiene un directo destino religioso;
ilustran, entre tantos otros, tam bién con temas religiosos; represen
tan, en el plano de las artes decorativas, los aspectos visuales de las
acciones y de las ideas religiosas.
¿Qué interés podían tener para los escribas los símbolos y las dan
zas y para los grabadores las raciones de ofrendas? Textos y figuras
se mueven en dos planos que no se rozan. Esta explicación, por ap ro
piada que pueda resultar, no es suficiente. En muchas ocasiones se ha
subrayado que las representaciones figurativas micénicas no se dis
tinguen por su tem ática de las minoicas: teniendo en cuenta el «libro
de imágenes» nadie se esperaba los nombres divinos griegos en los
textos. A un considerando el diferente destino de ilustraciones y escri
tos, queda una duda: ¿se refieren exactamente a la misma religión
—quiero decir— al mismo estrato de la religión micénica? ¿Basta
solamente con pensar en un pasivo perpetuarse de la tradición ico
nográfica m inoica en el arte micénico y negar por eso a éste toda
aportación precisa a la religión? ¿Se deberá adm itir la posibilidad de
que en la religión micénica continuarán, poco menos que inmutables
por los nuevos elementos «griegos», las tradiciones minoicas? En este
caso, ¿los dos filones estaban unidos en una síntesis que se nos esca
pa a causa de la naturaleza distintam ente unilateral de ambas docu
mentaciones, figurativa y escrita? O, por el contrario, ¿se acom paña
ban solamente, representando una, por ejemplo, a la clase dirigente
(de la que proceden los documentos administrativos) y la otra a las
masas populares? Preguntas éstas a las que ni siquiera se intentará
responder, pero que sirven para m anifestar como el estado de la do
cumentación nos deja en la incertidumbre tam bién para lo que res
pecta a las cuestiones más fundamentales.
:u6
En esta situación, ¿qué se puede hacer?
Ante esta pregunta me parece que divergen las posturas de arqueó
logos y filólogos por una parte y del historiador de las religiones por
otra. Perm aneciendo, de cualquier form a, dentro de la docum enta
ción incierta o parcial e ignorantes o indiferentes frente a la problemá
tica histórico-religiosa, los micenólogos —como frecuentemente los
arqueólogos y filólogos clásicos que disponen, sin embargo, de muy
diferente docum entación— toleran con frecuencia hipótesis que sola
mente se refieren a algún detalle. Ilustraré lo que quiero decir con al
gunos ejemplos. Respecto a la conocida representación de una figura
femenina sentada a la que se aproxim an otros personajes femeninos
con flores, así resume Mylonas 1 el estado de la cuestión: «No se ha
establecido su identidad. E n varias ocasiones se la ha identificado co
mo la Tierra, Rea Cibeles y sus ninfas, A frodita U rania, una princesa
m ortal con sus acom pañantes, la gran diosa minoica, la diosa del ár
bol, una diosa curadora, Demeter, la diosa de la naturaleza en gene
ral.» Ante tales «interpretaciones» el historiador de las religiones no
encuentra ningún sentido, porque no com prende en qué sentido se
quiere hablar de A frodita U rania o de Rea Cibeles en el II mile
nio a. de C ., ni qué significa una «diosa del árbol» o una «diosa de
la naturaleza en general». Frente a la representación de algunos seres
teriom órficos, pero en posición erguida, que llevan recipientes hacia
un personaje femenino sentado, lee el historiador que se trata de la
oferta del prim er vino más bien que de un rito mágico para la llu v ia2,
queda asom brado al com probar como frente a un determinado tipo
de problemas los arqueólogos se abandonan a la fantasía, renuncian
do al rigor que con tanto éxito aplican en distinguir y datar estilos de
cerámica. Cuando ve la gran suerte que obtuvo la propuesta de in
terpretar el térm ino micénico di-pi-si-joA, que indica destinatarios
de ofrendas, m ediante la conjetural traducción en dipsioi, a los
m u erto s3, queda perplejo frente a la simple constatación de que ni en
Grecia ni en ninguna otra religión de la zona m editerránea existía se
m ejante denom inación para los m uertos, que nunca el texto hace
verosímil qué se trate de una ofrenda a los m uertos y que la única ra
zón de dicha hipótesis se encuentra precisamente en la traducción
conjetural.
Las ocurrencias inspiradas en pura arbitrariedad son un juego
inocente en relación con las interpretaciones que pretenden fundarse
en la com paración. Se rem onta a 1959 la adm onición de G u th rie4
contra la excesiva fe en la com paración que —según este au to r—
supondría un pattern com ún para las religiones del Próxim o Oriente
y, en segundo lugar, la difusión de este pattern en Grecia. Desde
207
luego que si la com paración histórico-religiosa se fundara solamente
en esta idea —propia, por lo demás, de una escuela determ inada que
tuvo su cuarto de hora de suerte— se la podría abolir com pletam en
te. Pero precisamente esta pseudocom paración basada en esquemas
preconcebidos vuelve constantem ente a escena en los estudios sobre
la religión micénica. E n un reciente volumen que ofrece una preciosa
síntesis de la civilización micénica, leemos: «Solamente es natural su
poner que los minoicos y los micénicos com partían igualm ente el
concepto de una Diosa M adre y de su divino hijo, a veces esposo,
destinado a morir o a ser sacrificado con la muerte del año viejo que
simbolizaba él mismo y a renacer en prim avera»5. H asta aquí, pues,
se trata de una suposición, aunque se la defina como «natural»; pero
prosigue el autor: «El renacimiento era celebrado con gran solemni
dad acom pañada de ritos de fertilidad», después añade: «Intim a
mente ligado con esta creencia está el hieros gam os...». En realidad,
no me consta que haya un solo dato en los textos ni una sola imagen
que pruebe la creencia en «un hijo, a veces esposo» de la «Diosa
M adre», mucho menos que estuviera destinado a m orir, precisam en
te al final del año, y a renacer en prim avera, ni que este renacim iento
se celebrara con o sin ritos de fertilidad (...).
O tra dirección com parativa es la que pretende interpretar los d a
tos micénicos en función de la religión griega docum entada a partir
de cinco siglos más tarde. La dificultad, obviamente, no radica en el
número de siglos y quizá tam poco en el hecho, hoy claro, de que
entre los cultos micénicos y los cultos griegos no se da ninguna conti
nuidad directa: radica más bien en la global diferencia de carácter
entre civilización micénica y civilización griega posthom érica. Pero,
ahora lo sabemos, los micénicos eran «griegos»: hablaban griego. Y
a muchos investigadores les parece que esto basta para suponer una
sustancial identidad o, al menos, una estrecha afinidad entre religión
micénica y religión griega. En vez del prejuicio del pattern próximo-
oriental, que para algunos debía de valer forzosam ente para la reli
gión micénica, aunque faltara cualquier indicio preciso, p ara otros la
preconcebida identificación entre lengua, ethnos y cultura hace creer
que la religión micénica no pudiera ser muy distinta de la griega más
reciente. La base más concreta de esta tesis —pero tam bién se puede
decir: casi la única base— consiste en la docena escasa de nom bres di
vinos griegos que aparecen en las tablillas micénicas: Zeus, H era, P o
seidon, Artemisa, Dioniso, Hermes, etc. Están acom pañados, en
las tablillas, de otros muchos nombres divinos que no figuran en
la religión posthom érica, en la que, por el contrario, figuran m u
chas decenas de nombres divinos, que, por lo menos hasta ahora,
no se han encontrado en los textos micénicos. Aun queriendo supo
ner que los nombres comunes a la religión micénica y a la griega clási
ca indicaran figuras divinas sustancialmente iguales, es necesario re
5 W . Taylour, The M ycenaeans, London, 1964, pág. 61 y ss. (trad, it., M ilano,
1966).
208
conocer que estas figuras divinas comunes se incluían en dos pante
ones diferentes. Pero, ¿la identidad de nom bre garantiza verdadera
mente una identidad de concepto? Adm itiendo esto, deberemos pen
sar que el Zeus pater de los griegos hubiera sido la misma divinidad
que en la religión védica figura como Dyaus p ita r y en la religión ro
m ana como Júpiter: ahora bien, incluso prescindiendo del manifies
to absurdo de divinidades «idénticas» en religiones diferentes, una
suposición semejante no haría otra cosa que dem ostrar cómo, pese a
la presencia de divinidades «idénticas», las religiones pueden ser p ro
fundam ente diferentes, y entonces esta posibilidad también vale
—pese a los nombres divinos comunes— para las relaciones entre re
ligión micénica y religión «griega». P ara afirm ar una sustancial afi
nidad entre ambas religiones se necesitaría tener otras bases muy di
ferentes que la de unos pocos nombres divinos en común. Pero, ¿qué
sabemos de enteras esferas esenciales de la religión micénica —de una
mitología, por ejemplo, de una reglamentación de fiestas, de rituales
complicados— para poder realizar precisas confrontaciones con la
religión de la Grecia clásica? No obstante, el prejuicio de la sustan
cial afinidad influye am pliamente en las investigaciones. Basándose
en este prejuicio, varios autores se inclinan a interpretaciones no m e
nos aventuradas y arbitrarias de los lacónicos textos micénicos de las
que otros han dado imágenes en función del presunto pattern orien
tal. Basta una palabra como mu-jo-me-no — ¡en una tablilla de P i
los!— para descubrir en la religión micénica los misterios eleusinos y
precisamente tal y cómo eran éstos en Atica a partir del siglo vil. En
otra reciente y elegante síntesis de la civilización m icénica6, a partir
de la interpretación —no son competentes para decir hasta qué punto
sostenible— de las palabras u-pu-jo po-ti-ni-ja como Señora de la
Tejeduría y del hecho de que, según parece, en Pilos se ofrecían u n
güentos p ara las vestiduras de esta P otnia, se llega fulminantemente
a la conclusión de que «por lo tanto, la entrega votiva del peplo a
Atenas, celebrado con la memorable procesión de las panateneas, se
revela como un rito micénico en honor de la diosa tejedora».
Ejemplos de similares procedimientos se cuentan por decenas. Pero
la presunta «continuidad» religiosa se proyecta, en algunos estudios,
no sólo hacia adelante, del micénico al griego, sino también hacia
atrás, del micénico a un pasado más lejano. Uno de los mayores espe
cialistas sobre la civilización micénica escribe que, pese a la fuerte
influencia m inoica, los micénicos parecen haber conservado rasgos
ancestrales en su religión. Las ofrendas a Zeus, Poséidon y otros
dioses «olímpicos» ·—y pese a que nada se encuentra en la religión
micénica sobre un Olim po— parecerían indicar que los «grandes
dioses ancestrales de los micénicos nunca fueron olvidados ni susti
tuidos por la G ran Diosa m inoica»7. Una afirmación como ésta da
6 L . A . Stella, L a civiltà m icenea nei docu m en ti con tem poran ei, R om a, 1965, pág.
230.
7 M ylonas, op. cit., pág. 137.
209
por descontado que ya los antepasados de los micénicos tuviesen su
panteón —lo que perteneció a los griegos— bien definido incluso an
tes de experimentar la influencia minoica. Pero ello no solam ente no
está docum entado, es tam bién inverosímil: ¿qué antepasados de los
micénicos debían poseer un panteón politeísta tan bien articulado?,
¿quiénes, durante el Heládico Medio, cuya cultura es de tal pobreza
que incluso representan un retroceso respecto a la cultura no-griega
del Heládico Antiguo?
Ante lo infundado, o al menos la debilidad de la m ayor parte de
las interpretaciones propuestas, se podría pensar que sería m ejor
abandonar las investigaciones sobre la religión micénica. A hora bien,
puede ocurrir que verdaderam ente estas investigaciones no prom etan
muchos resultados, hasta que se produzcan nuevos hallazgos o hasta
que se descifren las otras escrituras del ambiente histórico. Pero, des
de luego, no se debe abandonarlas antes de clarificar lo poco que
puede ser clarificado. P ara hacer esto es oportuno tener constante
mente presente la naturaleza de las fuentes y resistir la tentación de
pedirles más de lo que pueden dar; renunciar a las combinaciones a r
bitrarias o fundadas en esquemas preconcebidos e incontrolados. En
lugar de todo esto, es necesario concentrar la atención, ante todo,
sobre lo que es seguro: aunque se trata de poco, este poco puede re
sultar significativo con tal de que se coloque en las justas perspectivas
proporcionadas por la com paración histórico-religiosa.
Claro está que no es dentro de los márgenes de una breve com uni
cación donde se puede intentar alcanzar una exposición objetiva. P e
ro querría indicar por lo menos alguna línea por la que podrán resul
tar fructuosas futuras investigaciones. Me limitaré a una observación
de carácter más bien general que después intentaré estrechar por dos
lados, mediante la com paración de los documentos.
Ante todo hay que señalar que es un hecho perfectam ente seguro
que la religión de los micénicos era una religión politeísta. La consta
tación parecerá trivial sólo a quien no se de cuenta de la posición his
tórica del politeísmo, fundam entalm ente distinto de toda form a reli
giosa primitiva; este tipo de religión, afianzado en la veneración de
una pluralidad de seres divinos complejos, diferenciados e incluidos
en un panteón, es un producto histórico de las primeras civilizaciones
superiores. Con la difusión de las formas de la civilización superior,
que, a partir de M esopotam ia y Egipto, en cualquier parte que
arraiguen, llevan a nuevas y originales síntesis, surgen las religiones
politeístas, igualmente diferentes entre sí, pero definidas por com u
nes principios estructurales. Las formas de la civilización superior
—o por los menos sus influencias parciales— son, sin em bargo, sola
mente las condiciones necesarias para la form ación de una religión
politeísta, pero no la provocan autom áticam ente: algunas civiliza
ciones superiores, como la iraní o la hebraica, se convierten en
monoteístas; otras, como la china, producen una religión por lo m e
nos no típicamente politeísta, no dom inada por grandes figuras divi
nas bien diferenciadas. Precisamente por esto, no podem os adm itir
210
en principio que, por ejemplo, la religión m inoica fuera —o en qué
medida fuera— politeísta: el material figurativo no nos presenta p er
sonajes divinos bien diferenciados y netam ente reconocibles por tipo
iconográfico, atributos invariables o escenas características en las
que, cada uno distintam ente, estén incluidos. Precisamente es el ca
rácter poco diferenciado de las figuras a las que se atribuye, con
m ayor o m enor probabilidad, un rango sobrehum ano, lo que sugiere
a los investigadores los vagos términos de «diosa m adre», «diosa de
la vegetación», etc. La ausencia de templos independientes, la ausen
cia de imágenes dedicadas al culto y la frecuencia, sin embargo, de
símbolos anicónicos, contribuye a alim entar la sospecha —sin, por lo
demás, p robarlo— de que no se trata de una religión politeísta típica;
sospecha no despejada por el hecho de que m uchos nombres divinos
griegos tienen nom bres prehelénicos, tal vez minoicos, en su origen;
porque siempre es posible que los portadores de dichos nombres
fueran en su origen figuras míticas o seres sobrehumanos de tipo p ri
mitivo, transform ados en dioses con el surgir de una religión
politeísta en una segunda época. Además, hasta que se descifraron
los textos micénicos, incluso para la religión micénica se podía alber
gar la misma sospecha, mientras que ahora ya está claro que tenía di
vinidades bien diferenciadas. Esto nos debe inducir a suspender el
juicio sobre la religión minoica, porque m uestra, por una parte, que
una religión cuyos documentos figurativos no lo prueban con eviden
cia, puede ser politeísta, pero no demuestra, desde luego, que lo deba
ser. En todo caso, la presencia de nombres divinos de origen in d o
europeo en el panteón micénico pone de m anifiesto que la religión
micénica no proviene completamente de la m inoica: se trata de una
creación de la civilización micénica, aunque, naturalm ente —al igual
que todas las creaciones culturales— no se ha producido ex nihilo, si
no a partir de la elaboración original de herencias más antiguas,
incluidas,, indudablem ente, las influencias absorbidas.
Sin embargó, como se ha dicho hace poco, entre las religiones
politeístas pueden darse grandes diferencias. Debemos preguntarnos
de qué carácter fue la micénica. Y aquí, de nuevo, tenemos que recor
dar el carácter de nuestros documentos: no son tales que nos perm i
tan saber, por ejemplo, cómo era y, en rigor, ni siquiera si existía una
mitología micénica (aunque, por varias razones que aquí no puedo
discutir, es plausible suponerlo). Los textos no describen detallada
mente los rituales, no dan más que fragmentos dispersos de norm as
religiosas, etc. Es necesario cuidarnos para no hacernos una idea a r
bitraria sobre esta religión politeísta, proyectándole, por ejemplo, los
caracteres de la religión griega posthomérica. Cuando se habla de
politeísmo se piensa involuntariam ente —al menos en occidente—
siempre en las religiones griegas; sin embargo, habría que recordar
que las religiones griegas —como, por lo demás, todas las religio
nes— tienen caracteres específicos que no se pueden atribuir al
politeísmo en general. Baste con señalar aquí, donde una larga
ilustración sobre el argumento estaría fuera de lugar, algunas de estas
211
características; por ejemplo, la casi total ausencia de una elaboración
sacerdotal de la religión y la gran im portancia de la elaboración poé
tica, la no dependencia de una determ inada clase dirigente y la plasti
cidad, espontaneidad y flexibilidad en su desarrollo, debido a la
constante participación creativa de toda la sociedad, así como a la
pluralidad de estados, cada uno con sus propias reglas culturales,
pero en continuo contacto e intercam bio entre sí, etc. Lo que resulta
de todo esto —a diferencia de numerosas religiones politeístas y en
particular de las del Próxim o Oriente antiguo— es una extraordina
ria diferenciación de las figuras divinas que aparecen antropom órfi-
cas en un sentido casi desconocido en otro lugar, en el sentido de es
tar dotadas de verdaderas personalidades propias, inconfundibles y
reconocibles incluso independientemente de los atributos físicos. No
era así el politeísmo egipcio ni el babilonio ni el hitita ni el fenicio.
Pero los caracteres específicos de las religiones griegas dependen de
una particular configuración histórica que no se proyecta en la época
micénica ni, mucho menos, en el Heládico Medio (...).
Al intentar captar el carácter del politeísmo micénico se encuentra
el obstáculo de la naturaleza especial y unilateral de la docum enta
ción, además de su pobreza. Se podría creer quizá que si de las reli
giones griegas de época clásica no se tuvieran otros docum entos que
las relaciones relativas a la adm inistración del templo, las encontra
ríamos menos ricas y variadas de lo que eran. Pero, en prim er lugar,
nunca es casual la clase de documentos que nos quedan de una civili
zación: no es casual que la religión védica nos haya dejado casi exclu
sivamente escritos sacerdotales de contenido litúrgico, la hebrea más
antigua una historia sagrada, etc. Si la religión micénica nos dejó una
docum entación escrita, lim itada a la contabilidad adm inistrativa, es
to depende tam bién —hechas las concesiones debidas a eventuales
escritos desaparecidos o todavía no encontrados— al notable de
sarrollo de la burocracia centralizada de la corte, al predom inio de
un sutil estrato dirigente, de precisos caracteres de la sociedad, de los
que no podían ser independientes los de la civilización y de la reli
gión. Se trata de caracteres, sea dicho como inciso, muy diferentes de
los de la sociedad griega clásica.
Pero, en segundo lugar, tam bién a través de esta docum entación
pobre y unilateral, se entrevén algunos rasgos particulares del poli
teísmo micénico.
En una tablilla de Pilos (Tn 316) encontram os un elenco de ofren
das para presentar en varios lugares sagrados. No me corresponde a
mí decidir si el térm ino po-ro-w i-to indica verdaderam ente el nom bre
del mes en el que se debían presentar estas ofrendas, tam poco cuál
debe ser el significado preciso del térm ino i-je-to, sobre el que tanto
se ha discutido. Lo que de todos modos es seguro es que el elenco dis
tingue una pluralidad de lugares sagrados en el mismo estado de P i
los. Este hecho ya nos lleva lejos de las vagas ideas sobre una diosa
madre omnipresente y de un único y no m ejor definido paredro m as
culino. Estos lugares sagrados tiene algunos caracteres bien concre
212
tos, cualquiera que fuese su form a sobre el terreno. Ante todo, algu
nos de ellos se prestan a la presentación de ofrendas a u na pluralidad
de seres divinos: en Pakijane, las ofrendas se dirigen, en primer lu
gar, a P otnia (que en otros documentos resulta la principal divinidad
de este lugar, situado, según parece, fuera de la ciudad, consituyendo
una zona sagrada de gran im portancia); después, a otras dos divini
dades femeninas (M anasa y Posidaeia) y a dos seres masculinos
(Trisheros y Dopota). En el santuario de Zeus, nom brado en cuarto
lugar, se presentan ofrendas al mismo Zeus, a H era y a un tercer p er
sonaje, no im porta aquí si definido como hijo de Zeus. Otros desti
natarios de ofrendas tam bién se mencionan juntos, aunque cada uno
con su propio santuario. Todo esto m uestra claram ente la existencia
de agrupaciones particulares de cultos; el principio de la agrupación
difícilmente puede ser otro que el de las relaciones entre las divinida
des: lo prueban tanto los innumerables casos en otras religiones
politeístas como aquí, en concreto —aunque sólo a la luz de los acon
tecimientos griegos de época más reciente— la presencia, en el mismo
santuario, de Zeus y H era. La religión de Pilos conocía, pues, un
panteón articulado. Además, en la misma tablilla se com prueba una
especie de jerarquía entre los seres venerados, que tam bién en otras
religiones politeístas se expresa de m anera análoga: en Pakijane, P o t
nia y M anasa reciben cada una un vaso de oro y una m ujer; Trisheros
y D opota sólo una copa de oro cada uno; repartos semejantes se en
cuentran tam bién para los otros grupos.
Estas relaciones, agrupam ientos, diferencias de jerarquías, etc.,
entre divinidades, dan una idea del grado de desarrollo del
politeísmo, pero hay otro grupo de tablillas que ilumina un rasgo que
distingue con m ayor nitidez el politeísmo micénico del griego clásico.
C ualquiera que esté familiarizado con los cultos griegos sabe lo rica
que es la variedad de géneros de ofrendas y víctimas en Grecia y tam
bién sabe que cada culto y, por tanto, tam bién sus destinatarios, se
diferencian según la preferencia por una u otra clase de ofrendas:
existen cultos que admiten solamente ofrendas de vegetales, otros
que exigen una determ inada víctima o un modo especial de sacrifi
carla, otros que excluyen el vino o ciertas víctimas animales, etc. P or
lo demás, cada lugar de culto tiene tam bién su propia fiesta periódi
ca, colocada en un determ inado momento del año (o de otra unidad
de tiempo). Esta espléndida diferenciación parece faltar en los cultos
micénicos: en algunas series de tablillas de Knossos (Fp, F, Gg) en
contram os que cada mes varios lugares de culto recibían ofrendas del
mismo género, sólo cuantitativam ente diferenciadas, como se ha
ilustrado anteriorm ente. En algunos meses la ofrenda es de aceite, en
otros de miel, en otros cinantro e hinojo. Es verdad que no todas las
tablillas incluyen el nom bre del destinatario; si se tuviera un m ayor
núm ero de tablillas de este tipo, enteras o fragm entarias, como casi
todas las que tenemos, quizá se podría precisar la diferente posición
de cada destinatario de ofrendas y comprender por qué algunas divi
nidades (como la da-pu-ri-to-jo po-ti-ni-ja o Pipituna, etc.) figuran
213
sólo en una de las tablillas conocidas, relativa a un solo mes y a una
sola clase de ofrenda; pero queda siempre el caso de otros cultos
—como el de «todos los dioses» de Am niso— que en los meses de las
ofrendas de aceite reciben aceite, en los de las ofrendas de miel, la
miel; en otros, cinantro e hinojo. Aunque con variaciones, cuyo alcan
ce es difícil de precisar, dado el estado de los documentos, la situación
base parece ser la siguiente: en cada mes se ofrecen los productos de la
estación a las divinidades, en sus santuarios, y a sus sacerdotes (como
la «sacerdotisa de los vientos»). Se trata, en todo caso, de entregas
regulares que no están ligadas a determinadas fiestas de cada divini
dad y que fácilmente se podrían considerar como sacrificios.
No querría entrar aquí en la discusión del problem a del sacrificio
en la religión micénica, pero en la literatura micenológica no lo he en
contrado, ni siquiera planteado. Quizá por esto no será inútil señalar
por lo menos que en los textos no he podido encontrar hasta ahora
—aquí los colegas micenólogos me podrán corregir— , ningún tipo
que indique con seguridad «sacrificio», ni una referencia segura al
acto sacrificial, m ientras que también entre las figuras son extrem a
damente raras las que representan con certeza la muerte ritual de una
víctima animal, acto central del culto griego. Quede bien claro que
con esto no pretendo poner en duda que el sacrificio —incruento y
cruento— existiera en la religión micénica, sino, al menos, por el m o
m ento, exponer sólo la probabilidad de que tuviera en esta religión
un puesto diferente del que ocupaba en la religión de la Grecia clási
ca. E n los textos micénicos las ofrendas de animales figuran en los
mismos contextos de las ofrendas de productos vegetales, de objetos
preciosos y de personas hum anas; la posición común indica un desti
no común que no puede ser el sacrifico —no se sacrifica una vasija de
oro ni una cantidad de grano. Es muy característica u n a tablilla de
Pilos (Un 718) en la que las víctimas animales —un toro, dos
carneros— se entregan a Poseidón junto con el grano, vino, diez
quesos, una piel de oveja, miel, etc.: como se ha observado desde h a
ce m ucho tiem p o 8, se podría tratar de los ingredientes de un gran
banquete sacrificial.
Se ofrecían a las divinidades los bienes más variados —porque las
divinidades eran propietarias de terrenos y dueñas del personal de los
tem plos— y parte de los bienes alimenticios ofrecidos servía quizá
para su comida. Si es así, bajo este aspecto la religión micénica
ofrecería una estrecha afinidad con las religiones del Próxim o Orien
te, en las que el acto sacrificial tam bién casi desaparece, convirtién
dose en la preparación de la comida divina. A las mismas religiones
se añade igualmente el aspecto adm inistrativo burocrático del culto,
no ausente tam poco, obviamente, en la religión de la Grecia clásica,
donde, sin embargo, queda como en segundo plano, detrás de la so
lemnidad de los ritos, entre los que se encuentra el sacrificio. Y en
tonces se recordará que también los agrupamientos de las divinidades
214
y su elaborada jerarquía, como tam bién una cierta uniform idad de
ios rituales y la implícita m enor individualización de las figuras divi
nas —descubiertas hace poco tiempo en la religión micénica— son
otros tantos rasgos que relacionan más esta religión con las religiones
del Próxim o Oriente que con la de la Grecia arcaica y clásica.
Cuando los estudios sobre la religión micénica, liberándose del
peso m uerto de prejuicios y de esquemas sin fundam ento, se con
centren más sobre los temas fundamentales de la com paración
histórico-religiosa que no sobre las frágiles hipótesis relativas a de
talles, se podrá llegar a una colocación tipológica más precisa de esta
religión: se tendrá entonces la plataform a adecuada para exponer el
problem a histórico de las relaciones de la religión micénica con la mi-
noica y las del Próxim o Oriente, por una parte; por otra, de las rela
ciones de la religión griega clásica con la micénica.
CUARTA PARTE
DOCUMENTOS
I. BREVES NOTAS SUPLEM ENTARIAS SOBRE LAS
TABLILLAS EN ESCRITURA LIN EAL B
219
parados y preceder al ideogram a principal. Finalmente, una clase es
pecial de ideogramas está representada por m onogram as, que son un
signo resultante de la com binación de los fonogram as que form an
una determinada palabra de la que se quiere indicar la noción.
Las modalidades de clasificación y transcripción de los signos de
la escritura Lineal B se pueden sintetizar así: los signos silábicos se
han num erado del 1 al 91 y se transcriben, en función de su valor fo
nético, en minúscula cursiva, cuando tal valor se conoce, mientras
que cuando todavía no se ha identificado, se usa el núm ero de orden
correspondiente, precedido de un asterisco. Las sílabas que form an
las palabras pueden escribirse una a continuación de la otra (por
ejemplo, kekemena, wanaka, etc.) o separadas, m ediante guiones
(por ejemplo, ke-ke-me-na, wa-na-ka, etc.).
Los ideogramas, num erados desde 100 en adelante, se transcriben
generalmente en redondilla mayúscula con la palabra latina corre-
pondiente a la noción indicada (por ejemplo, * 120 = GRAnum);
cuando se desconoce el significado se usa el núm ero de orden prece
dido por el asterisco. Las siglas se transcriben en mayúsculas (cursi
va) por medio de la notación del valor fonético del signo silábico
correspondiente, m ientras que en el caso de ligadura, se transcribe el
ideogram a principal, unido por un signo de + al elemento secunda
rio (ejemplo: RO TA + TE). Teniendo presente que cuanto se ha
dicho no es más que una breve referencia a una m ateria que es mucho
más amplia y com pleja (y que está sujeta a variaciones y m odifica
ciones a medida que el avance de las investigaciones perm ite nuevos
perfeccionamientos en las interpretaciones y en las técnicas de tran s
cripción), ofrecemos a continuación el esquema de los signos silábi
cos y de los ideogram as, según lo que se estableció en 1970 durante
los trabajos del Congreso de Estudios Micénicos en Salam anca (en
A t ti, vol. I, págs. XV-XXIII, así como las variaciones en las reglas de
transcripción y los nuevos valores fonéticos de algunos signos; cfr. la
bibliografía que se incluye a continuación).
E n cuanto respecta a los signos de medida, téngase presente que
en micénico tenemos signos de capacidad para áridos, para líquidos y
signos de medida de peso. Indicamos a continuación el núm ero de los
signos, su transcripción y las relaciones respecto a la unidad base, re
mitiendo para los valores absolutos a la discusión incluida en la nota
a la contribución sobre el uso y posesión de la tierra de Ventris y
Chadwick, (segunda parte) (de A. Sacconi, en Kadmos, 1971, pág.
135 sgs.).
T *112 = T (1/10).
<| *111 = V (1/60).
* 110 = Z (1/240).
220
Signos de m edida de capacidad para líquidos:
^ *113 = S (1/3).
4 *111 = V (1/13).
QC7 *110 = Z (/72).
áh *118 = L (1).
I *117 = M (1/30).
# *116 = N (1/120).
I *115 = P (1/1440).
\ * 114 = (1/8640).
1 = 1 0= 100 - ^ - = 10 000
— = 10 ,φ-= 1000
/v > O O -----III
V -^ o — II
221
Er 312: Registro de los τβμένη del rey, del läwägetäs, de los lotes de
terreno de tres tereta y de una porción de otro tipo de tierra (¿de ca
rácter religioso?), en tablilla «en página»:
222
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Tabla de los signos y de los ideogramas:
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Ideogramas (según numeración progresiva):
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225
Ejemplo de ánfora inscrita de Tebas (TH Z 839, de A. Sacconi,
op. cit.) con la mención del adjetivo «real»:
226
dos exclusivamente a su conservación (archivos), como en los señala
dos con el núm ero 8 en la ilustración del Palacio de Pilos, sino tam
bién en lugares que, posiblemente, se utilizaran como almacenes o
talleres o de oficinas de los superintendentes. En tales circunstancias,
resulta de máximo interés la com paración entre el contenido del texto
de las tablillas y los testimonios arqueológicos sacados a la luz en ta n
tos lugares (véase, por ejemplo, la interesante aportación de A. Sac
coni, Indice topográfico dei docum enti nel Palazzo de Pilo, en S tu d i
micenei ed egeo-anatolici 2, 1967, pág. 94 y sgs.; tam bién para Pilos,
el breve análisis de confrontación entre el contenido de las tablillas y
la caracterización arqueológica de los lugares en G. M ylonas, M yce
nae... op. cit, pág. 52 y sgs. y fig. 13).
4. O tro elemento im portante está representado por la identifica
ción de las características de los escribas en los diferentes grupos de
tablillas (identificación de las diversas manos de los escribas). En la
relación entre lugares de hallazgos, características de los escribas y
contenido de los documentos se puede realizar el estudio de la organi
zación burocrática de las administraciones palatinas y, por lo tanto,
de un amplio sector de la articulación socioeconómica de las ciudade-
las y de sus medios de control sobre la producción del territorio.
En cuanto se refiere a la clasificación de las tablillas, en la in tro
ducción a la segunda parte, ya se ha indicado, en líneas generales, el
funcionam iento de las siglas que preceden al núm ero de inventario
para cada tablilla. Solamente se añade aquí que las siglas V, W, X, Z
indican respectivamente: registro sin ideogramas, sellos de arcilla ins
critos, tablillas no clasificables y vasijas inscritas. Basta, además, con
recordar que, ju n to al concepto de «serie», con la finalidad de identi
ficar dentro de una serie un cierto núm ero de tablillas que formen
juntas un texto completo, J. Chadwiek introdujo el concepto de «set»
(«A set is a group o f tablets wlíich were intended by their writers to
be sead as a single docum ent», J. Chadwick, en Studia Mycenea, B r
no, 1966, pág. 12). E stá claro que tanto el lugar de hallazgo como las
características de los escribas, además del contenido de los textos, n a
turalm ente, ya que representa el factor principal, resultan esenciales
para el agrupam iento en «sets» de los docum entos micénicos.
Conviene recordar todavía que las notaciones efectuadas en los
documentos com prenden un arco de tiempo de un año (toto weto =
= τοΰτο éVos), exceptuando algunas referencias, relacionadas con el
pago de tributos, al año precedente (perusinuwo, cfr. griego περυσι-
pói) y al año siguiente (a2tero weto = líregov eros). Si a esto se añade
que el año al que se refieren nuestros documentos es, probablem ente,
en el que tuvo lugar la caída del palacio, podem os comprender muy
bien sobre qué corto lapso de tiempo pueden arro jar luz. Estando así
los términos del problem a, se puede com prender tam bién lo im por
tante que es la fijación de la fecha de la destrucción de los diferentes
palacios que han proporcionado documentos escritos, ya que nos da
autom áticam ente la cronología de nuestros docum entos. Las fechas
propuestas pueden resumirse así:
227
— P ara Micenas, Pilos y, al menos, parte de las tablillas de Te
bas (excavaciones 1970, publicadas por J. Chadwick, en The Thebes
Tablets II, op. cit.), se puede fijar con cierta seguridad la fecha hacia
fines del siglo x m .
— P ara Tirinto, entre los siglos x m y x n .
— P ara las tablillas descubiertas en Tebas, en la vía Pelópida
(1963), se propone datarlas a finales del siglo XIV, aunque hoy se
tienda a rebajarlas en un siglo y a igualarlas con las de los hallazgos
procedentes de las excavaciones del año 1970.
— P ara Knossos, no se ha extinguido todavía la fam osa polém i
ca entre quienes daban una fecha alta, mediados del siglo x iv , y los
que daban una fecha baja, siglos xm -xii. Parece que hoy prevalece la
fecha baja (al m enos para un cierto núm ero de inscripciones).
Ofrecemos a continuación algunas indicaciones bibliográficas,
con especial referencia a las obras en italiano, que podrán servir de
orientación al lector.
a) P ara un conocimiento básico de los problemas relacionados
con la epigrafía, lengua y organización de los documentos micénicos:
(En italiano):
b) Léxicos:
228
C. Sourvinou, Index généraux du Linéaire B, R om a, 1973, donde se
recoge el patrim onio lexical micénico, provisto de índice inverso,
ideogramas, grupos de silabogramas que contienen silabogramas to
davía no transcritos, lista alfabética de los grupos de silabogramas y
de los ideogramas de Knossos, grupos de silabogramas en inscrip
ciones de vasijas, lista de los prefijos usados en las ediciones recientes
de las tablillas de Knossos, Pilos y Micenas (antes de la publicación
del Corpus, de A. Sacconi), lista de las tablillas de Pilos, Knossos y
Micenas y la tabla de los signos para los silabogramas y los ideogra
mas.
c) Recopilaciones de textos :
229
— Id., Burocracia di uno stato miceneo, en Rivista di filología e
di istruzione classica, 40, 1962, pág. 337 y sgs.
— I. Tegyey, Die Organisation des Pylischen Staates, en A cta
A n tiq u a Acad. Scient. H ung., 15, 1967, pág. 225 y sgs.
— Id., Som e A spects o f M ycenaean Archives and E conom y, en
A cta Classica Inv. Scient Debrecen., 5, 1969, pág. 129 y sgs.
— J. P . Olivier, L es scribes de Cnossos. Essai de classement des
archives d ’un Palais M ycénien. Rom a, 1967.
— Id., Pinacologie mycénien, en A tti Congr. int. micenologia.
Rom a, 1968, vol. II, pág. 507 y sgs.
— L. G odart, L ’archivistica minoico-micenea, ponencia presen
tada en el 4, Intern. C retologkal Congress, Iraklion, 1976.
Recuérdese finalmente: el óptimo trabajo, ya varias veces citado,
de S. Hiller y O. Panagl, Die frühgriechischen Texte aus mykenischer
Zeit, D arm stadt, 1976, que representa una valiosa guía para todos
los problemas presentados por los documentos micénicos; los tres vo
lúmenes de la recopilación de ensayos de M. Lejeune, con el título de
M émoires de philologie mycénienne, editados respectivamente en
París, 1958; R om a, 1971; R om a, 1972, cuyo volumen tercero con
tiene un índice de las palabras, de las tablillas y de los temas tratados
en toda la obra. Recuérdense finalmente dos trabajos de recopilación
docum ental de gran utilidad: M. Lindgren, The People o f Pylos.
Prosopographical and M ethodological Studies in the P ylos Archives,
vols. I-II, Upsala, 1973; Y. Duhoux, A spects du vocabulaire écono
mique mycénien, A m sterdam , 1976.
230
II. REVISTAS ESPECIA LIZADA S, CONGRESOS, SERIES
231
Wisconsin, publicada en form a de hojas de actualidad, con la finali
dad de tener inform ados a los especialistas sobre las nuevas publica
ciones, especiales descubrimientos y discusiones en el campo egeo
(índices generales por autores y por temas al final de cada año).
— Studies in M ycenaean Inscriptions and Dialect, Institute o f
Classical Studies o f the University of London (cuyos primeros diez
números recogieron en un único volumen, publicado en R om a en la
serie Incunabula Graeca, XX, 1968, a cargo de L. Baumbach), que
tiene igual carácter bibliográfico, pero en el sector más específi
camente filológico-histórico, y contiene útiles índices sobre el tem a.
— Bulletin o f the Institute o f Classical Studies o f the University
o f London, desde 1966 publica los resúmenes de los trabajos presen
tados en el Seminario micénico de la misma universidad cada año.
Entre las reseñas de inform ación bibliográfica lingüística se en
cuentran las tres siguientes publicaciones que dedican una sección a
la micenología:
— Bibliographie Linguistique. C om ité International Perm anent
des Linguistes, Utrecht-A n verse (anual).
— Die Sprache. Zeitschrift f ü r Sprachwissenschaft, W ien (se
mestral).
— L ’anné philologique. Bibliographie critique et analitique de
l ’antiquité gréco-latine. Les Belles Lettres. París (anual).
Se recuerdan los siguientes congresos sobre temas de historia y
filología micénicas:
— E tudes mycéniennes. Acts du Colloque international sur les
textes mycéniennes (Gif-sur-Yvette, 3-7 Avril 1956), ed. a cargo de
M. Lejeune.
— A tti 2 .° Colloquio internazionale di studi minoico-micenei,
Pavia, 1-5 sttembre 1958, publicadas en Athenaeum , 46, 1958, pág.
229 y sgs.
— Mycenaean Studies. Proceedings o f the Third International
Coloquium fo r Mycenaean Studies, W ingspread, 4-8 September,
1961; ed. a cargo de E. L. Bennett, M adison, 1964.
— Proceedings o f the Cambridge Colloquium on M ycenaean
Studies, 8-12 April 1965; ed. a cargo de L. R. Palm er y J. Chadwick,
Cam bridge, 1966.
— Studia Mycenaea. Proceedings o f the M ycenaean Sym po
sium, Brno, April 1966; ed. a cargo de A. Bartonék, Brno, 1968.
— A tti e memorie del 1 .0 Congresso internazionale di micenolo-
gia, Rom a, 29 settembre-3 ottobre 1967, Rom a, 1968.
— A cta Mycenaea. Proceedings o f the F ifth International Collo
quium on Mycenaean Studies, Salam anca, 30.3-3.4 1970; ed. a cargo
de M. S. Ruipérez, Salam anca, 1972.
— 6 .e C o llo q u e in tern a tio n a l des étu d es m ycén ien n es à
C haum ont (Neuchâtel), 7-13 septembre 1975 (Actas en preparación;
cfr. las reseñas publicadas en K adm os 15 y Studi micenei ed egeo-
anatolici XVII).
Finalmente, existen series de m onografías que se refieren espe-
232
cialmente al m undo egeo durante el segundo milenio; entre éstas se
ñalamos:
— Studies in Mediterranean Archaelogy (Lund, Suecia).
— Incunabula Graeca (Istituto di studi micenei ed egeo-
anatolici, Roma).
— Archaelogia Homerica (a cargo del Deutsches Archaelo-
gisches Institut, Berlin).
233
III. CENTROS MAS IM PORTANTES
Y G EO G RA FIA DE G R EC IA E N LA
EPO C A M ICENICA
Pilos:
Micenas:
Tirinto:
Tebas:
Gla:
Atenas:
236
C. Renfrew, Patterns o f Population Growth in the Prehistoric
Aegean, en M an, Settlem ent and Urbanism, ed. by P . J. Ucko-R.
Tringham -G. W. Dimbleby, London, 1972, pág. 383 y sgs.; id ., en
The Emergence o f Civilisation, London, 1972, caps. XIV-XV.
— W. A. M cDonald-R. Hope-Simpson, Prehistoric H abitation
in Southwestern Peloponnese, en Am erican Journal o f Archaeology,
65, 1961, pág. 221 y sgs.
— W. A. M cDonald, Overlands C om m unications in Grece d u
ring L H III, with Special Reference to Southw est Peloponnese, en
Mycenaen Studies, M adison, 1964, pág. 217 y sgs.
— W. A. M cDonald-R. Hope-Simpson, Further Exploration in
Southwstern Peloponnese, en American Journal o f Archaeology, 68,
1964, pág. 229 y sgs.
— W. A. M cDonald, Archaeological Prospecting in Greek
Lands, en Archaeology, 17, 1964, pág. 112 y sgs.; id., Exploration in
Messenia, A tti I Congresso internazionale micenologia, Rom a, 1968,
pág. 131 y sgs.
— W. A. M cDonald-R. Hope-Simpson, Further Exploration in
Southwestern Peloponnese, en Am erican Journal o f Archaeology,
73, 1969, pág. 123 y sgs.
Cronología
238
Tabla de la cerámica micénica y tardo-minoica
239
M apa de distribución de los lugares en que se han encontrado ins
cripciones en Lineal B. Signos convencionales: A Hallazgos de
tablillas; ■ inscripciones en vasos. Lugares: 1, Micenas; 2, Tirinto;
3, Pilos: 4, Eleusis; 6, Orcomeno; 7, Tebas; 8, Knossos; 9, M amelu
co; 10, Kania.
240
Mapa de los principales y más fam osos lugares micénicos: 1, Mi-
cenas; 2, Tirinto; 3, Argos; 4, Asine; 5, Kakovatos; 6, Pilos; 7, Vafio;
8, Atenas; 9, Tebas; 10, Perati; 11, Gla; 12, Orcomeno; 13, Delfos;
14, Yolco; 15, Troya; 16, Mileto; 17, Knossos; 18, Festos; 19, Hagia
Triada; 20, Tiliso; 21, Kania.
241
Mapa esquemático de la expansión comercial micénica en el M e
diterráneo (basado en la distribución de las cerámicas de im porta
ción del MYC I-II al M Y C IIIB-C). Signos con ven ci on ales área
de penetración directa, dependiente del establecimiento de puntos fi
jos de apoyo;--------- "direcciones d&penetración indirecta o secunda
ria.
242
Ciudadela de Pilos: A) Palacio principal: 1, Pórtico de entrada;
2, P atio interior; 3, Pórtico interior de entrada al megarón; 4, Mega-
rón con la sala del trono; 5, Sala de representación (llamada «sala de
la reina»); 6, Baño; 7, Patios secundarios; 8, Archivos; 9, Cuerpo de
guardia; 10, Torre (?); a) Almacenes; b) Zonas de servicio y com uni
cación; B) Urbanización nororiental; C) U rbanización norocciden-
tal; D) Almacén de vino (según Biegen).
Ciudadela de Pilos: Reconstrucción ideal (según McDonald).
M apa de Mesenia con la supuesta localización de los lugares m en
cionados en las tablillas micénicas: La localización de Pilos (en el m a
pa Pu-ro) es el único punto de referencia seguro; la de-we-ro-a3~ko-
ra-i-ja y la pe-ra-3-ko-ra-i-ja, señaladas con caracteres más grandes,
representan las dos provincias en que se dividía el territorio de Pilos
(cfr. nota 15 a la colaboración de Ventris y Chadwick sobre el uso y
posesión de la tierra).
Signos convencionales : ESlSül zonas a más de 500 m. sobre el nivel
del mar; — ------ límite entre las dos provincias de P ilo s;---------sub
divisiones territoriales modernas (según Chadwick).
245
Acrópolis de Atenas: Estructura de la ciudadela micénica: a) Re
cinto del palacio; b) E ntrada con doble puerta; c) Fuente; d) Acceso
norte; e) Cuerpo de guardia; f) Torre; g) Acceso del sudoeste; h) Ca
sas; i) Tumbas (según Vermeule).
246
Ciudadela de Gla: Foto aérea que representa la originaria si
tuación de «isla», que tenía la ciudadela antes de que el lago de Co
pais fuera desecado. Zonas que se identifican: a) Zona del palacio; b)
Zona llamada del ágora; c) Accesos a la ciudadela (según Mylonas).
247
Gla: Instalaciones urbanas de la ciudadela: E) Acceso oriental
con el cuerpo de guardia; F) Acceso del sur con el cuerpo de guardia;
G) E ntrada sudoriental al palacio; H) Entrada sudoccidental al pala
cio; L) Zona libre (llamada ágora) de uso incierto, flanqueada por
construcciones probablemente comerciales; M) E ntrada sur al ágora,
comunicada con la entrada sur de la ciudadela (A) (según Mylonas).
248
Topografía de Micenas y de ¡a zona circundante: A) Círculo A de
las tum bas de fosa; B) Círculo B de las tumbas de fosa; C) Tum ba (de
tholos) de Clitemnestra; D) Tum ba (de tholos) de Egisto; E) Tum ba
de los Leones; F) Casa del Comerciante de Vinos; S) Casa del C o
m erciante de Aceite; L) P uerta de los Leones; P) Palacio; T) Tesoro
de A treo (según Mylonas).
249
A P u e rta de los Leones. L T em plo.
B G ranero. M Sala del tro n o .
C R am pa. N P a tio .
•2 D C irculo de tum bas A . P E scalinata.
" S E C asa de la Ram pa. Q M egarón.
g F C asa del vaso de los G uerreros R P o rtillo .
£ G C asa Sur. S E scalera de la cisterna.
H Casa T sountas. T Acceso de emergencia.
I E n tra d a del palacio. W C asa de las C olum nas.
K M uros de contención. Y T orre.
250
Reconstrucción ideal del Círculo A de las tum bas de fosa en Mi-
cenas y de la zona interior de la ciudadela adyacente a la Puerta de
los Leones (según Piet de Jong).
a) Reconstrucción esquemática de una tum ba de tholos (según
Wace-Stubbings).
b) Reconstrucción esquemática de una tum ba de cám ara (según
Wace-Stubbings).
252
A PE N D IC E BIBLIOGRAFICO-CRITICO
253
B. Monografías de carácter histórico general:
254
De especial interés, precisamente en relación con las colabora
ciones aquí recogidas, es el ensayo de L. G odart, L ’economia d e iP a
lazzi (en L a civiltà micenea, op. cit., pág. 99 y sgs.), dedicado espe
cialmente al aspecto económico de im portancia fundam ental que es
la cría de ovinos y la producción y m anufactura de la lana (véanse las
indicaciones bibliográficas recogidas en la introducción a la segunda
parte). El panoram a que nos presenta el investigador de dicho sector
económico (se dem uestra especialmente interesante la aproxim ación
de este sector productivo con el del trabajo del metal) se inserta en la
doble visión de las relaciones palacio-centros rurales que surge de la
yuxtaposición de las colaboraciones aquí presentadas: a) el palacio
como simple receptor (¿tam bién a través de posibles instituciones re
ligiosas?) interesado en un determ inado núm ero de productos de p ri
m era necesidad, establecidos en proporción fija y no intercam bia
bles, señalados tanto en base a la posible «población fiscal» de los
centros rurales como en base a los lotes de terreno detentados por al
gunas categorías de personas; b) el palacio como explotador
(?)/aprovechador, pero tam bién organizador, de un determinado de
pósito de fuerza-trabajo especializada en los sectores que podían in
tegrarse en el circuito de circulación de bienes/m ercancías que lo re
lacionaban con los centros de adquisición y cambio en la cuenca del
M editerráneo (véase sobre el tem a cuanto se ha dicho en la introduc
ción y en la nota 7 a la colaboración de K. Polanyi).
255
zada hasta 1975 y suficientemente sistematizada se encuentra en el
trabajo de S. Hiller-O. Panagl, Die frühgriechischen Texte..., op.
cit., pág. 93 y sgs.).
2. L a perspectiva bajo la que se considerará la discusión es
extremadamente limitada: afecta, en realidad, solamente a las impli
caciones histórico-sociales que comprenden los diferentes plantea
mientos y soluciones del debate.
Ante todo se puede form ular como punto de partida la visión tra
dicional de los hechos históricos.
1. El descifrado de la Lineal B tuvo como inm ediata consecuen
cia un desplazamiento hacia atrás en el tiempo (generalmente a p rin
cipios del II milenio) de la colocación del fenómeno de infiltración (o
invasión) en la Grecia clásica de los grupos parlantes de una fo q n a
arcaica del griego.
2. Un problem a que se presentó casi inm ediatam ente a los in
vestigadores fue puntualizar de qué tipo o de qué especie de dialecto
griego se trataba, en relación con los grupos dialectales conocidos del
I milenio, así como las consecuencias que dicha puntualización pu
dieran tener en la reconstrucción histórica de los mismos dialectos
griegos (véase, por ejemplo, el famoso artículo de E. Risch, Die
Gliederung der griechischen D ialekte in neuer Sicht, en M useum H el
veticum, 12, 1955, pág. 61 y sgs.; tam bién se puede encontrar una
abundante bibliografía en W arren G. Cowgill, A ncient Greek Dialec
tology in the L ig h t o f Mycenaean, en A ncient Indo-European
Dialects, H . Birnbaum -J. Puhvel, Ed. Berkeley-Los Angeles, 1966,
pág. 27 y sgs.; J. Chadwick, Greek and Pre-Greek, en Trans, o f the
Phil. Soc., 1969, pág. 80 y sgs.).
3. Son muy variadas las posiciones de los diferentes investiga
dores sobre este tem a, cada uno tiende a resaltar las relaciones que el
micénico pudiera presentar con uno u otro dialecto del prim er mile
nio (cfr. Die frühgriechischen Texte..., op. cit.). En un punto, sin
embargo, se ha producido el consenso general en el hecho de que el
micénico no puede tener ninguna relación con los dialectos greco-
occidentales. Lo que salva la veracidad histórica de la invasión doria
(o presunta invasión doria) de la que se podía com probar con exacti
tud su recuerdo en las fuentes literarias referentes al mítico retorno
de los Heráclidas.jEs más, precisamente este retorno/invasión habría
determ inado la caída de las ciudadelas micénicas, y, por lo tanto, de
la misma civilización micénica, alrededor del final del siglo xm .
4. Un im portante adelanto en la m etodología del planteam iento
del problem a se puede encontrar en el trabajo de E. Risch, Les d iffé
rences dialectales dans le mycénien, en Proc. Cambridge Colloquium
on M yc. Studies, Cambridge, 1966 (1964), pág. 150 y sgs.; id., en
Studia Mycenaea, Proc. o f the Myc. Sym posium, Brno, 1968,
Conclusions, pág. 207 y sgs. (véase tam bién el interesante debate
entre los diferentes investigadores en A tti, A ppendix I: Dialectal
Classification...).
El análisis de Risch tiene el mérito de partir directam ente de un
256
estudio dentro del «micénico» y no de una com paración entre «micé
nico» y los dialectos del I milenio (comparación que, por las diferen
cias diacrónicas de los términos que contiene, no podía ser com pleta
m ente correcta desde el punto de vista metodológico). Basándose en
los progresos realizados contem poráneam ente en la identificación de
los diversos escribas en las oficinas de los palacios, Risch aisla una se
rie de variantes dentro de categorías fonéticas y morfológicas que se
relacionan con determ inadas manos de los escribas. Estas variantes
(indicadas en su totalidad con el térm ino «micénico especial»)
m uestran características que se han encontrado más tarde en los
dialectos del I milenio, m ientras que las formas standard que caracte
rizan al «micénico» (indicadas con el térm ino «micénico normal»)
aparecen como desarrollos originales, sin contactos ni subsiguientes
evoluciones en los dialectos del I milenio).
Esta subdivisión indica, más o menos directamente, algunas im
plicaciones de carácter histórico-social y, sobre todo:
a) El «micénico» se sitúa como «lengua de corte» lim itada a las
clases que la com ponían.
b) C ontem poráneam ente se postulaba la existencia de dialectos
solamente hablados en los ambientes donde precisam ente se recluta
ban los escribas que inadvertidamente incluyeron las variantes espe
ciales en los documentos de los archivos.
5. El problem a, diversamente discutido en los años siguientes
(véase el A p p en d ix 1 en Studia M ycenaea antes citado), fue reconsi
derado por Lejeune en u na com unicación presentada al I Congreso
internacional de micenología, Rom a, 1967 (Rapport sur le grec m ycé
nien, A tti, 1968, pág. 726 y sgs., ahora traducido al italiano en la re
copilación L a civiltâ micenea, op. cit., pág. 141 y sgs.; véase tam bién
C. J. Ruijgh, en E tudes sur la grammaire et le vocabulaire du grec
mycénien, Am sterdam , 1967, pág. 35 y sgs.), que demuestra cómo
las supuestas innovaciones o características particulares del «micéni
co norm al» de Risch pueden explicarse a la luz del desarrollo históri
co del grupo dialectal definido como arcadio-chipriota. Las conclu
siones a las que llegaba Lejeune se pueden sintetizar así:
a) «Micénico» como lengua de corte, o m ejor como lengua a rti
ficial de cancillería construida sobre una base proto-arcadio-chi-
priota.
b) Consecuentemente, no se identificaba el micénico como arca-
dio-chipriota, sino al arcadio-chipriota como una evolución histórica
del micénico.
c) Al mismo tiempo se afianzaba la existencia de otros posibles
dialectos hablados contem poráneam ente sobre el terriotorio griego
(con la excepción del dórico, naturalm ente), con indicios de las fo r
mas alternantes que aparecen más o menos esporádicam ente en los
documentos en Lineal B, cuya determinación geográfica, sin em bar
go, no es factible.
6. Finalmente, una puntualización de todo el problem a la llevó
a cabo A. Batonek en dos ponencias presentadas en el 5.° Coloquio
257
de Estudios Micénicos en Salam anca el año 1970 (Relevance o f the
Linear B fo r the Classification o f Mycenaean, pág. 329 y sgs.; The
Brno Inquiry into the Problem s o f the Dialectal Classification o f M y
cenaean, pág. 346 y sgs. de las Actas). El cuadro presentado por Bar-
tonek, aunque en realidad replanteaba de form a más articulada lo
que había propuesto Lejeune en el Congreso de Rom a se fundaba en
la identificación de un núm ero determ inado de isoglosas relevantes
para la identificación de los grupos dialectales, es decir, de las isoglo
sas proyectables del I milenio, hacia atrás en el tiem po, sobre la si
tuación confirm ada del «micénico». El mismo autor no ocultaba lo
peligroso y difícil que resulta una com paración entre una situación
«de hecho», como la atestiguada en los documentos micénicos, y una
«reconstruida», como la representada por las isoglosas que se consi
deran proyectables hacia atrás en el tiempo.
Si se quisiera representar esquemáticamente las tres posiciones
principales surgidas de lo dicho hasta ahora, se podría sintetizar así:
dórico
sucesivos procesos
proto-eólico de desarrollo y diferen otros dialectos
proto-iónico ciación del I milenio
dórico
258
consideraba el problem a de la situación dialectal del micénico en un
cuadro más amplio, que se puede resumir com o sigue (cfr. On
Dialectal A nom alies in Pylian Texts, en A tti del I Congresso interna-
zionale di micenologia, Rom a, 1968, pág. 663 y sgs.; Greek Dialects
and the Transformation o f an Indo-European Process, H arvard,
1970; ju n to con F. W. Householder, Greek A Survey o f Recent
Work, Paris, 1972):
I I
«micénico» como lengua (hablada I I
y escrita) de cancillería
260
de sus argumentaciones lingüísticas. En efecto, m uchos puntos pues
tos de manifiesto por Chadwick como pruebas a favor de su teoría,
resultan comprensibles al referirse (por lo menos así parece) a los
análisis realizados por Nagy (análisis criticables todo lo que se quie
ra, pero orgánicos y consecuentes, pese a todo). Además, falta una
precisa caracterización en sentido geográfico o social de la posición
de los presuntos parlantes greco-occidentales. Identificarlos simple
mente como «clase inferior» puede ser un prim er paso (verdadera
mente muy estimulante) que nos debe conducir a un nuevo tipo de in
vestigación histórica, fundada sobre otros presupuestos m etodológi
cos. Finalmente, por lo que respecta al «m ito» de la invasión doria,
conviene señalar que aun admitiendo todos los elementos concordan
tes con la crítica de Chadwick, queda siempre la necesidad de u n aná
lisis puntual de las fuentes (por fin no en ingenua clave evemerista)
para contestar, punto por punto, a las precipitadas interpretaciones
que de ellas se han dado desde principios del siglo pasado. En este
sentido, nos parece especialmente puntual el análisis de J. T.
H ooker, op. cit., cap. 7 y apéndice 1, que, basado en una detallada
crítica de las fuentes, llega a las mismas conclusiones que Chadwick
(véanse tam bién las consideraciones de Pugliese Carratelli, en A t ti IV
Convegno di studi sulla Magna Grecia, T aranto, 1964, pág. 31 y
sgs.).
En efecto, el cuadro que se desprende de las contribuciones y de
las observaciones recopiladas en este libro, indica la im portancia que
cobra el planteam iento del problem a del fenómeno histórico micéni
co basado en un contraste que, para emplear dos términos hoy fre
cuentes en el lenguaje antropológico-cultural, se podría explicar me
diante la expresión cultura hegemónica-cultura subalterna. La pers
pectiva que se propone es la de determ inar las conexiones, o m ejor, el
grado de integración entre dos niveles.
Como ya se ha tenido ocasión de poner de manifiesto varias ve
ces, esta aclaración está estrechamente ligada a la comprensión de las
condiciones socioconómicas que permitieron la form ación del nivel
privilegiado. P or otra parte, el hecho de que la estructura sociopolí-
tica que caracteriza la esfera hegemónica se muestre como un fenó
meno limitado en el tiempo y que no se restaura (la «superestructu
ra» de la que habla Chester Starr), haría pensar que su grado de in
tegración en el entram ado de las fuerzas productivas de la Grecia del
II milenio fuese extremadamente débil. Las causas de su decadencia
habría que buscarlas, en nuestra opinión, en dos direcciones: de un
lado, en las posibles contradicciones internas (téngase presente el sig
nificado de la colaboración de Bockisch y Geiss, incluida en la prim e
ra parte), que pueden haber conducido a situaciones tensas y corrom
pidas del cuidado sistema de explotación (tanto en form a de remesas
como de utilización de fuerza-trabajo especializada) dirigido p o r el
palacio; por otro lado, en el cambio de las condiciones económicas
que debieron perm itir el inicio y la subsiguiente acumulación de ri
quezas en las manos de la que podemos considerar como una estabili-
261
zada leadership, que ocupaba la ciudadela (elemento que Chadwick
ya había identificado y valorado en su dimensión histórica). Con este
propósito consideramos que el estudio de los procesos de intercam
bio en la cuenca del M editerráneo, en los .que se implicó buena parte
de la fuerza organizativa de las administraciones centrales, puede de
cirse, desde el principio de su existencia, se podrán aportar datos
muy valiosos, sin recurrir a catastróficos cuadros de invasiones, que
tanto recuerdan las teorías en términos de Völkerwanderungen de un
período bien determ inado de la m oderna ciencia histórica.
INDICE
Prólogo ................................................................................................ 7
Introducción ........................................................................................ 11
P R IM E R A P A R T E
H I S T O R I A ............................................................................................... 21
V . G o r d o n C h il d e
El nacimiento de una civilización eu ro p e a ..................................... 29
C h est e r G . Sta r r
Nacimiento y decadencia del m undo m icén ico ............................ 38
G . B o c k is c h y H. G e is s
Origen y desarrollo de los estados m icénicos................................. 50
M. V e n t r is y J. C h a d w ic k
Organización so c ia l............................................................................ 72
Posesión y uso de la tie r r a ................................................................. 81
Notas adicionales a la «posesión y uso de la tie rra » .................... 95
L. R. P alm er
Estructura de la sociedad m icénica................................................. 98
M. L e je u n e
El «Damos» en la sociedad m icénica............................................. 104
K. W UN DSA N
Estructura política de las residencias m icénicas........................... 122
TERCERA PA RTE
ASPECTOS PARTICULARES Y PROBLEMAS EJEMPLIFICADORES ... 135
C h a r l e s P a r a in
Protohistoria m editerránea y m odo de producción a siá tic o ...... 149
K . P o lanyi
Econom ía de palacio desde el punto de vista de los usos m one
tarios. Instrum entos subm onetarios en M icenas.......................... 167
J. P . O l iv ie r
U na ley fiscal m icén ica.............................................................;........ 178
J. P . V ernant
L a m onarquía m ic é n ic a .................................................................... 192
A. B r e l ic h
Religión micénica: observaciones m etodológicas........................ 205
CUARTA PARTE
DOCUMENTOS ...................................................................................... 217