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Textos de Angel Olgoso

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LOS RIVALES

(Ángel Olgoso)

Un desafío concertado a sable con punta, filo y contrafilo. Dos caballeros frente a frente, al atardecer,

sin padrinos, médicos ni público. Sólo el juez de campo los ve lanzarse a fondo, sortear las acometidas, romper

saltando en retroceso. Son buenos esgrimidores, de movimientos elegantes y parejo dominio, se conocen, se

respetan, se han batido con frecuencia, azuzados por padrinos indignos que intentaban hacerles un cartel de

duelistas. Hoy, una vez más, desean zanjar dignamente tan enojoso asunto. Pero ninguna estocada pone fuera de

combate a los adversarios, unos rasguños a lo sumo, una caída, una rotura de arma, un cuerpo a cuerpo. Tampoco

en esta ocasión se resuelve el lance. Cansados, aplazan el cruento ajuste, confraternizan. El manco, con la vieja

camisa zurcida a la vista, parece menos hosco, más frágil y melancólico. El inglés, de temperamento lenguaraz y

desenvuelto, se despide con ampulosos ademanes. Cien años después, en el mismo lugar, los dos caballeros

descienden de sus landós e intercambian corteses saludos. Una niebla helada desdibuja los perfiles del prado. El

juez mide el terreno, procede al sorteo, lee las actas, les entrega las pistolas de cañón rayado. A veinte pasos, con

las armas en guardia alta, esperan la orden de fuego. Apuntan durante treinta segundos. Aprietan el gatillo: los

tiradores permanecen en pie tras las detonaciones consecutivas. Un proyectil ha silbado sobre el manco y aún

humea el impacto del plomo a los pies del inglés. Sin menoscabo de su insuperada reputación, con objeto de

poner fin a esta absurda rivalidad en la que nadie ha recibido ofensas, los dos gallardos contendientes, Miguel de

Cervantes y William Shakespeare, volverán a comparecer una y otra vez en el campo del honor.

EL INCIDENTE AVELLANEDA
(Ángel Olgoso)

En un apéndice del libro colectivo “¿Dónde estás, Avellaneda?” (Ediciones Grafisol, Tarragona), el

historiador y filólogo Martín Canseco afirma haber dilucidado el misterio: el Quijote de Avellaneda no fue obra

del soldado aragonés Jerónimo de Pasamonte, compañero de milicia de Cervantes, ni del Doctor Christoval

Svarez de Figueroa, ni siquiera de Lope de Vega, sino del mismísimo Miguel de Cervantes. Según esta peregrina
tesis, Cervantes, experto mixtificador, no sólo se permitió crear una vulgar falsificación de su propia obra -una

historia, no lo olvidemos, traducida de la escrita por Cide Hamete Benengeli-, un libro tosco, “malo y más duro

que las peñas (…) lleno de viento y borra”, trabajado con descuido y materiales de acarreo, en el que dota a don

Quijote de un carácter brutal, carente de dignidad y gracia, lejos del noble humor y la melancólica filosofía del

original; también fingió un indignado dolor ante el hurto de ese autor apócrifo que se ocultaba bajo el seudónimo

del licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, ampliando así las amarguras de su vida real a su vida

imaginaria; y respondió a “ese desventurado que ha querido usurpar mi nombre y honrarse con mis

pensamientos”, imitándolo a su vez de forma paródica aunque obsesiva, lo que permitió que el apócrifo actuara

como fuente por repulsión de la última entrega del Quijote. Cervantes, que se defendió en el prólogo de su

Segunda parte de las groseras acusaciones y de los insultos que acumuló Avellaneda contra él en el prólogo de la

Segunda parte espuria (pobre, viejo, manco, cornudo, falto de amigos y protectores, murmurador, colérico y

envidioso), se presentó a sí mismo acuciado por el robo literario y por las injurias recibidas y llegó a inmiscuir a

sus propios personajes en un asunto real, confiándoles la labor de desenmascarar al autor del falso Quijote,

impostor en los reinos de la imaginación, “escritor fingido y tordesillesco que se atrevió a escribir con pluma de

avestruz grosera y desaliñada las hazañas de mi valeroso caballero”. De ser cierta la teoría de Martín Canseco,

Cervantes pergeñó en realidad una trilogía, un irónico juego de espejos, una enloquecida empresa acerca de un

caballero andante aficionado a los Amadises que quiso imitar las aventuras de otros caballeros de ficción, de su

doble que vive una vida paralela, y del autor de ambos que se miente, se vitupera y se desacredita para

asegurarse la autenticidad de sus criaturas, personajes que incluso se rebelan contra la realidad al hacerlo contra

el autor plagiario, componiendo de este modo el más fabuloso y extremado caso metaliterario de la historia de

los libros.

MEDIO REAL

(Ángel Olgoso)

La casa de Diego Torrearias, vieja pero notable y rebozada de cal, estaba más allá del Corredorcillo de

San Bartolomé, por la cuesta del río, esquina a la calle Maldegollado. En ese tal Callejón del Alcahoz se

levantaban pocas casas y una ringla de tapias de tierra prensada que tenían por fondo patizuelos, corrales o el

mismo campo. Torrearias, barbero y médico cirujano respetado por la mucha diligencia en el ejercicio de sus
armas, bajo, barbisaliente, próvido de vello y pantorrillas, regresó a media tarde. El sol aún quemaba y las

sombras eran gratas. Ató a la reja del ventano el borrico, quedando este como aquella burra de Balaam que vio

un ángel, se sacó el sombrero y restregó las suelas en la estera de esparto del soportal. Un manojito de espigas

colgaba del muro de la entrada. Encontró la puerta abierta, e iba a trasponer el zaguán ancho y fresco cuando

llegó hasta él con desconcierto su esposa Mencía, perdido el donaire: hacía casi dos horas que se vino a tierra un

lienzo de pared. Los alarifes que enmendaban el tejado terrero habían pisado en falso al cabo del corredor, junto

al humero de la cocina. Espantado, el médico se apresuró hacia el último descansillo de la vivienda seguido por

los sollozos de Mencía. Allí, sin mostrar enojo, y sin dejar de catar las pruebas del desastre que había

sobrevenido, se paró a escuchar los esclarecimientos que daban del trance los alarifes, dos hermanos simples y

recios como bueyes. Primero fue un agujero no mayor que el de la cerradura de un aposento. Luego, para

alumbrar con un velón el interior de la discreta oquedad, ensancharon la grieta con comedimiento, como un

postiguillo por el que poder recibir mejor la luz. Y en ese momento se derrumbó hacia dentro el entrepaño sobre

lo que parecía una alacena tapiada de antiguo. Estaba vacío el lugar y, tras aquella pared frontera, sólo dieron con

eso que uno de los hermanos traía temeroso entre las manos: varios cartapacios encuadernados en cuero

deslucido y un rimero de papeles añejos con manchas en los márgenes. Hallaron además los abultados pliegos

envueltos en medio metro de lino que con piedras de sal se cubría. Torrearias mandó a los alarifes limpiar las

ruinas que dejara tal desatino, y a su esposa enfriarse la nuca. Después subió al camaranchón sin boquetes y, a la

luz pobre de una candela, como si estuviese en un bufetillo o leyera de asiento ante una escribanía, desató los

cartapacios y barajó los papeles descubiertos. Pero no tuvo que mirar y remirar los legajos para desentrañar,

turbado, su sentido: reparó en seguida en esas grecas de las letras arábigas que corrían bailadoras por todas sus

páginas. Acostumbrado a pasar del pensamiento al acto, el médico lo escondió todo al fondo del desván, bajo las

vigamentas, entre sacos y trebejos.

Aquellas nuevas y sobresaltos le hurtaron el sueño. Cogitabundo, veía una pincelada de viva luz que

fuera ahilando, como un dedo muy afilado y diáfano, la honda oscuridad de la alacena clausurada. Seguidamente

se abría una claror rotunda que encendía las foscas paredes donde, hacía cien años a lo menos, los cazos de

azófar colgarían de las espeteras, el aceite se guardaría en tinajas vidriadas y los alcaparrones en orcitas, habría

horcas de ajos y cebollas, cántaros panzudos, alcarrazas rezumando su agua fresca, anaqueles ordenados con

escudillas, jícaras y cucharas de boj. Al trasluz, como esfumado por una camisa de finísima holanda, veía

también ir y venir a los lejanos moradores, envolver con gran prevención los papeles prohibidos, cosas

atañaderas sin duda a moriscos secretos, y esconderlos con no poca lástima en el paramento fingido de la
bodeguilla ya vacía, mudos, a oscuras durante años, esperanzados sus dueños de encontrarlos íntegros a su

regreso. Torrearias sabía de los desafueros contra los mestizos de sangre, contra esos extranjeros en su tierra de

nacimiento, de sus peligros y prisiones, de los huesos de jamón que debían llevar en sus alforjas para librarse de

recelos, de los inquisidores persiguiendo a los sospechosos de apostasía. Pero al médico, que no quería chocarse

con los justicias por el paradero de aquellas carpetas, le sobrevino cierta calentura de dineros. Corrían a la par su

cautela de cristiano viejo y el desvelo por su hacienda, que no era pingüe. Si iba con tiento, bien pudiera sacar

por el hallazgo medio real o una fanega de harina: los cosarios compraban género por panillas y no por arrobas.

Desvelado todavía al alba, con el inconveniente de las cosas muy advertidas, el médico determinó encargarle a

su hijo la venta de los cartapacios a un sedero, buen y socorredor amigo, que tenía el puesto en la calle

Cordonerías.

Estebanillo, de diez y siete años, moreno y zanquilargo, era de la piel del diablo pero, cuando quería,

podía ser también industrioso y bien mandado. Prevenido con un cordial envión en el cogote, su padre le acababa

de dar la encomienda de vender unos escritos gastados y, con ello, de soltarlo en mitad del paraíso: nada gustaba

más a Estebanillo que, sorteando los adarves de la ciudad, caer en el rebullicio de la calle del Hombre de Palo, de

la Cuesta del Pez o del Corralillo de San Miguel, cerca del claustro de la Iglesia mayor, en su tropel de gente

voceadora y furiosa, alegre y dicaz, escuchar la melodía de las fraguas y los alfares, las pisadas de una caballería

en las pedrezuelas de la calle de la Sal o a las puertas de la sinagoga del Tránsito, respirar los olores de diversas

suertes, el rastro de especias y bosta, de cuartos de carnero y unciones de algalia, de quesos enrejalados y

gallinas desplumadas, cruzarse con trajinantes que cargaban pellejos, con tundidores y clérigos ambulatorios, con

guarnicioneros y dueñas de negra toca vendedoras de mixturas y panaceas, con mozos de cebada e hilanderas,

con aurífices y estudiantes, con confiteros y militares empenachados con airones de todos los colores.

A todo esto, andaba por las mismas calles del mercado de la Alcaná un hombre ya de días, ojuelos entre

joviales y melancólicos, frente dilatada, dientes desparejos, lacios y caídos los bigotes, la barba rojiza tirando a

cana. El cuerpo, magro, espetado, parecía contrahecho en un punto. Vestía pañillo negro y antiguo y tomaba los

recovecos de la judería con paso quedo. Era un hombre honesto, prudente, que en el pasado anduvo temerario

por tierra y por mar entre variados lances y calamidades, y ahora, desengañado de las muchas cosas que atraíllan

a los demás, miraba todo con compasión. Las mudanzas de la fortuna, las envidias, las deudas, las vanas cartas

de favores, las burlas ingratas y las disputas familiares habían hecho almoneda de su vida. Descansaba en una

áspera camita sobre duros bodoques de lana. Sufría hidropesía y otras dolencias. Hacía mucho que no se

asomaba a una olla de canónigo. Pero aunque no estaba a cubierto de la necesidad y los achaques, ni desasido del
todo del temor a perder su pan en la vejez, o del pensamiento de entrar como novicio en una orden, sonreía

bondadosamente. Acaso porque las letras eran su solo afán, y su consuelo, y él de los que ponían las cosas en

leyendas ante un tintero de loza. Acaso porque recordó los palabras del clásico que declaraban que, aparte del

sabio, nadie es libre. Acaso porque, desfilando entre los mercaderes de la calle Ropería o de la calle Nuncio

Viejo, podría hallar por ventura otra edición de ese Entremés de los romances que con tanto deleite había leído

durante toda su vida de infortunios, o ponerle coto a la Tercera parte de Florisel de Niquea.

Como interrogando con sosiego estos juicios, llegó aquel hombre de bien a la calle Cordonerías. En la

puerta del sedero, reparó al pronto en un muchacho muy alto que llevaba un atadijo de papeles. Lo requirió y le

pidió permiso para apreciar el abundante recado que había en los cartapacios. Apenas fue servido y los tuvo en

las manos, aquel hombre flaco guarnecido de ropilla oscura, aquel hombre sereno, tolerante y templado en el

beber, sintió una tilde de estremecimiento, notó que para él salía por fin el alto sol del júbilo, le sobrecogió una

alegría clara, de ámbar líquido, como la luz de sus felices días italianos. Sin menoscabo de la declinación de su

vida, de las protecciones no dispendiadas, de las fatalidades, de la obligación al decoro o de la menguada renta,

persuadió al muchacho como era menester y por medio real, reteniendo las muestras de alborozo, le compró

aquel hatillo de papeles viejos que, cuando más tarde los hizo descifrar, supo obrados, para su gran pasmo y

contento, por la mano de un tal arábigo llamado Cide Hamete Benengeli.

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