La Doncella de Orleáns
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La Doncella de Orleáns - Francois-Marie Arouet Voltaire
CANTO I
H
ONESTOS AMORÍOS DE CARLOS VII Y AGNÉS S
OREL. O
RLEÁNS ES SITIADA POR LOS INGLESES. APARICIÓN DE SAN DENÍS
P
ARA ALABAR a santos no he venido a la vida,
pues mi voz es muy débil y hasta un poco profana.
Dicho lo cual, sí quiero celebrar a una Juana
que al parecer obró grandiosas maravillas.
Fue quien consolidó con sus manos divinas
el tallo galicano de las flores de lis,
a que salvó a su rey de la furia anglicana
y quien lo coronó en el altar de Reims.
Esta Juana mostró con su aspecto de niña
que, bajo su corsé y su ropa interior,
escondía a un Roldán por su firme valor.
Para pasar mis noches otra mujer prefiero,
una belleza dulce, mansa como un cordero,
ya que Juana tenía un corazón muy fiero:
como leáis mis versos muy bien lo podréis ver.
Quedaréis asombrados de sus muchas hazañas,
pero de todas ellas la que fue más extraña
fue que durante un año salvó su doncellez.
¡Oh, insigne Chapelain, que con severo tono
de muy desentonante y gótica memoria
arrancados del arco maldito por Apolo
de modo tan severo contaste ya la historia!
¡Si tuvieras a bien tu ingenio aquí prestarme,
Chapelain memorable, para imitar tu arte!
Mejor será que no; a Lamotte se lo cedo,
que al traducir la Ilíada hizo de ella un remedo.
Al bueno del rey Carlos, que entonces joven era,
en la ciudad de Tours, y por la primavera,
en un baile encontrándose (le encantaba la danza),
llegó al conocimiento, para gloria de Francia,
de una joven muy bella llamada Agnés Sorel:
¡Amor nunca creó más hermoso clavel!
Imaginad: cual Flora era radiante y joven,
su talle y silueta, de ninfa de los bosques,
Venus le regaló su gracia encantadora
y el propio Amor le puso su estampa seductora,
el arte de Aracné y un canto de sirena.
No le faltaba nada: podría entre sus redes
atrapar a cualquiera, héroes, sabios o reyes.
Y admirarla el rey Carlos, y sentir ya el ardor
de los dulces deseos y su ardiente calor,
espiar a la joven suspirando y temblando,
quedarse sin saliva al querer decir algo,
acariciar su mano con cara sonriente,
dejarle percibir una llama impaciente,
notar su turbación y verle su temblor,
en fin, serle agradable mucho no le costó:
los reyes y los príncipes son raudos en amor.
Agnés, conocedora del arte de agradar,
quiere disimular con aire misterioso:
es velo transparente, que todo buen galán
acaba traspasando con ojos maliciosos.
Para hacerlo más fácil, el rey ve que es mejor
de un tal Bonneau servirse, que era su consejero,
confidente seguro, un muy buen servidor
(así logró trepar con empleo tan bueno,
un puesto que en la corte, donde todo es dorado,
se suele designar como del rey privado,
pero que fuera de ella, y aún más en provincias,
llaman hijo de p... las gentes con malicia).
A la orilla del Loira, este tan buen sujeto
es dueño de un castillo encantador, coqueto,
al que llega una tarde la bella Agnés en barco
y al que a la anochecida también acude Carlos.
Pasaron a la cena, que Bonneau muy amable
les sirve sin gran fasto, mas sin que nada falte,
festín al que los dioses con gusto asistirían,
mientras nuestros amantes, temblando de alegría,
henchidos de su amor, con ojos de deseo,
se envían mutuamente un cálido correo
ardiendo del placer que pronto gustarían,
y en sus dulces palabras no exentas de indecencia
ya el aguijón se siente de su viva impaciencia.
Con sus ojos el rey a Agnés va devorando
y, mientras cuenta historias de muy poca inocencia,
con entrambas rodillas las de ella va estrechando.
Acabada la cena, les regalan con música
compuesta a la italiana, de generosa acústica,
en donde se entremezclan tres diferentes voces
que acompañan la flauta, el violín y el oboe,
y cantan con dulzura historias alegóricas
de insignes personajes vencidos por Amor,
quienes para poner a sus damas eufóricas
dejaron otras glorias por ésta su furor.
De una pequeña sala la música procede
aneja a ese salón en que sirven la cena,
donde la bella Agnés, moderada y discreta,
sin ser vista por nadie embelesarse puede.
La luna ya se encuentra en su pleno fulgor,
llega la medianoche, la hora del amor,
y dentro de una alcoba con arte decorada,
ni muy oscurecida ni muy iluminada,
entre dos suaves lienzos finamente bordados,
el cuerpo de la joven ofrece sus encantos.
La puerta de la alcoba ha quedado entreabierta,
pues la señora Alix, sirvienta muy experta,
al irse se ha olvidado de dejarla cerrada:
podéis imaginar quienes tenéis amada
hasta qué punto llega la extremada impaciencia
con la que burbujea el monarca de Francia.
Sobre su cabellera, ordenada en ricitos,
se había administrado perfumes exquisitos,
llegando así dispuesto al lecho de su amante.
¡De goces y ternuras ha llegado el instante!
Sus corazones saltan; la pasión y el pudor
el rostro de la bella recubren de arrebol.
El pudor se disipa, la pasión se dispara
cuando su tierno amante empieza a acariciarla,
cuyos ardientes ojos, incrédulos, pasmados,
con avidez recorren sus múltiples encantos.
¿Cómo, si no es así, se puede ser idólatra?
Por debajo de un cuello que envidia el alabastro,
se elevan, separados, dos senos torneados
que se mueven, se excitan y se muestran turgentes,
y en medio dos pezones cual rosas florecientes.
¡Ay, pechos tentadores, ay, pechos agitados,
que a todas las caricias invitáis a las manos,
y a mirar a los ojos y a besar a los labios!
Para quienes me lean, y esto con mucho gusto,
yo quisiera que vieran con ojos asombrados
las admirables curvas de un cuerpo tan augusto.
Pero aquella virtud que llamamos recato
viene para frenar mi pincel atrevido.
Todo en ella es belleza, todo en ella es divino,
y esa sensualidad que en su cuerpo aparece
procura a sus encantos otras gracias aparte.
Ella lo está animando: el amor es un arte
y, además, el placer a la bella embellece.
Más o menos, tres meses estos enamorados
pasaron dedicándose a tales arrebatos.
Del lecho del amor van después a la mesa,
en donde un desayuno, de muy rica despensa,
devuelve a los sentidos su agotada energía.
Después van a la caza, que a los dos apasiona,
montados en caballos de buena raza y doma
detrás de muchos perros que ladran por los campos.
Al volver de la caza los conducen al baño,
en donde suaves cremas y perfumes de Oriente,
que hacen que esté la piel suave y bien oliente,
en sus cuerpos cansados prodigan a dos manos.
Llega después la cena: deliciosos bocados,
el sabroso faisán, el bien cebado gallo
y otros tipos de viandas sabiamente aliñadas
que al olfato, a la vista y al paladar agradan.
No falta un vino joven de chispeante espuma
y un ligero licor con un sabor a fruta
que hacen cosquillear las fibras del cerebro
y aportan a sus frases un más vivo deseo,
tan brillantes y alegres como el licor ligero
que chispea en sus vasos con encendido fuego.
El amigo Bonneau aplaude sin parar
lo que dice su rey, al que encuentra genial,
y acabada la cena, y en ese buen ambiente
se charla, se bromea, se habla mal del ausente,
se pasa a berrear versos muy mal sonantes,
se citan de Sorbona sus doctos enseñantes
(loros repetidores, monos muy elocuentes).
Entrada ya la noche, una tropa selecta
corre detrás del rey, que asiste a una comedia,
y, llegado el final de un día tan completo,
los dichosos amantes se van a amar de nuevo.
Hundidos uno y otro en un mar de delicias,
parece que gustaran de nuevo sus primicias:
cada vez más contentos, cada vez más ardientes,
sin sombras de temor, sin problemas pendientes
y sin decaimiento, ya que Tiempo y Amor,
estando Agnés presente, olvidan su labor.
Carlos le dice a veces asiendo su cintura:
«Mi muy querida Agnés, ídolo de mi alma,
ni el mundo entero vale lo que valen tus gracias.
Los reinos, las victorias, no son sino locuras:
ya hoy mi parlamento me ha vuelto a rechazar
con Francia sometida al orgulloso Inglés.
¡Pues bien, yo se la entrego, mas me debe envidiar:
reinando sobre vos más rey me siento que él!»
Discursos parecidos son de dudosa fama,
mas no hay héroe que valga, cuando tiene en la cama
a una amante que cumple y al que el ardor embarga,
que evite alguna vez decir ciertas bobadas.
Y mientras lleva el rey vida de tal solaz,
tal como en las abadías la lleva todo abad,
el rey de los ingleses, con furia renovada,
siempre sobre el caballo y siempre bien armado,
el casco en la cabeza, la espada a su costado,
la lanza preparada y la visera alzada,
no deja de humillar a una Francia aterrada.
Y en su marcha destruye lo que encuentra a su paso,
destrozando ciudades, derribando palacios,
mucha sangre vertiendo, toda cosa robando,
entregando a sus hombres a madres y a sus hijas,
entrando en los conventos, violando a sus novicias,
de los benedictinos bebiéndose los caldos,
acuñando moneda con oro de los santos,
y sin respeto alguno por Jesús ni María
en todas las iglesias echando porquerías,
tal como conocemos que ocurre en las majadas
que, mientras que los lobos hacen carnicerías
por entre las ovejas a grandes dentelladas,
Colín duerme en el pecho de su Egerie querida,
en tanto que su perro sólo está preocupado
de comerse las sobras que el amo le ha dejado.
Pero he aquí que del alto y esplendoroso cielo,
estancia de los santos, de nosotros muy lejos,
ese buen san Denís, nuestro ya antiguo guía,
contempla las desgracias que a su Francia afligían,
el lamentable estado que a todo el reino abarca,
París encadenado, mientras que su monarca
con su amante retoza con total alegría.
Este buen san Denís de Francia es la defensa
como lo fuera Marte para el pueblo romano
y como fuera Palas para los espartanos,
dicho lo cual conviene hacer la diferencia:
que todos esos dioses no valen lo que un santo.
Y dijo: «Que me maten si no resulta injusto
ver cómo está cayendo un reino tan augusto
en donde de la fe planté yo el estandarte:
ay, trono de los lises, cómo estás de maltrecho,
rama de los Valois, yo sufro tus desastres!
Aguantar no podemos que la soberbia casta
del rey Enrique Quinto, y sin ningún derecho
expulse de esa forma al hijo de su casa.
Pues aunque santo, siento, y que Dios me perdone,
una aversión profunda por todos los bretones,
y si no me equivoco al leer el destino,
veo que acabarán, siendo tan reflexivos,
mofándose de todos los textos decretales,
destrozando después los sagrados anales
y echando al fuego al Papa que les salga al camino.
¡Es hora de evitar tal sacrílega afrenta!
Pues mis buenos franceses son todos muy católicos
mientras que los ingleses acabarán heréticos.
Luchemos, expulsemos a esos perros británicos,
castiguemos sus actos de la forma que sea
por todo el mal que un día sin duda causarán».
Así hablaba el apóstol del pueblo galicano,
mezclando maldiciones entre sus padrenuestros,
y mientras se decía para sí estas razones,
en Orleáns se junta el consejo del reino.
Están ciertos señores y ciertos consejeros,
los unos muy pedantes, los otros muy guerreros,
que de diversas formas lamentan su desgracia,
repitiéndose a coro lo que hay que hacer por Francia.
De Poton y La Hire y Dunois, el buen bastardo
sale una misma voz ardiente y decidida:
«¡Ánimo, compañeros, por Francia aquí muramos,
vendámosle al Inglés muy caras nuestras vidas!».
Richemont, por su parte, vocifera: «¡Escuchad,
hay que sembrar el fuego por toda la ciudad,
de modo que el inglés, que piensa hacernos trizas,
no obtenga de nosotros más que humo y cenizas».
La Trimouille, por su parte, replica: «¿Para qué
mis padres me dotaron de un título francés?
Dejé a mi Dorotea, mi querida, en Milán,
¡ay, Dios!, para tener que venir a Orleáns.
Lucharé, desde luego, pero sin esperanza
de que, si muero ahora, pueda volverla a ver».
Louvet, el presidente, famoso personaje,
como si fuera un sabio poniendo un gesto grave,
dice: «Me gustaría que un previo mandamiento
aquí se pronunciara de nuestro parlamento
en contra del inglés, y que con esta norma
en todo lo que ocurra procedamos en forma».
Louvet es abogado, mas para su desgracia
parecía ignorar su triste circunstancia,
pues, si la conociera, su gravedad juiciosa
tendría que emplearla contra su propia esposa:
el insigne Talbot, que dirige el asalto,
está que arde por ella, la cual hace otro tanto.
Louvet no sabe nada y sus extravagancias
emplea solamente para el honor de Francia.
En este gran consejo de notables y héroes
se escuchan sin cesar las razones más nobles,
y en pro del bien común se muestran muy ardientes.
Sobre todo La Hire, muy diestro y elocuente,
que no deja de hablar, y aun así no aburría.
Se decían lindezas y nada concluían.
Y en esto, que se ve que entra por la ventana
un algo indefinido por los aires volando,
un curioso fantasma de cara sonrosada
a la grupa de un rayo que, por el sol lanzado,
ha cruzado del cielo las regiones más hondas
dejando un gran olor de santo a la redonda.
Dispuesta en su cabeza ostenta nuestro trasgo
su mitra triangular, mostrando en ambos lados
dos caras plateadas unidas por arriba;
se mece su dalmática por donde el viento diga;
por su frente reluce una santa aureola;
su inclinada cabeza deja ver una estola
y en la mano sostiene un bastón pastoral,
cual adivino antiguo con su vara augural,
tan parecidos ambos, que se distinguen mal.
Mirad a La Trimouille, una loca cabeza,
libertino y devoto, que se arrodilla y reza;
mirad a Richemont, un corazón de hierro,
blasfemo impenitente, experto en juramentos,
gritándoles a todos con una voz de estruendo,
que es Lucifer, llegado desde el profundo infierno,
y que sería bueno no desaprovechar
en lo que se pudiera con Lucifer hablar;
el docto Louvet corre, dándose mucha prisa,
a traer una jarra llena de agua bendita;
Poton, Dunois, La Hire, los tres muy asombrados,
abren de par en par sus ojos embobados,
y se ven por el suelo tumbados los criados.
Ese santo fantasma, ese objeto animado,
a lomos de su rayo entra en aquel salón,
y a los allí reunidos les da su bendición,
santiguándose todos y puestos de rodillas.
Les manda levantarse con voz dulce y sencilla
y dice: «No debéis mirarme con espanto:
ya veis que soy Denís, y mi oficio es ser santo.
Siempre cuidé la Galia, que yo he catequizado,
y mi espíritu está muy escandalizado
al ver a este Carlitos, mi niño tan mimado,
el cual tiene su reino así de abandonado,
pensando en divertirse, en vez de defenderlo,
no empleando sus manos sino en sobar dos senos.
Así que he decidido ayudar desde ahora
a los buenos franceses que luchan por su honra.
Y pues de esta desgracia me siento solidario,
y ya que un mal se cura con otro mal contrario,
si Carlitos prefiere seguir con una puta
y olvidarse de Francia y de su honor con ella,
he resuelto que debo, para cambiar su ruta,
recurrir a la ayuda de una joven doncella.
Si pretendéis que os lluevan desde el cielo los bienes,
si es que os consideráis cristianos y franceses,
si amáis a vuestro rey, al Estado, a la Iglesia,
ayudarme debéis en esta santa empresa
enseñándome el nido donde pueda encontrar
esa nueva ave fénix que quiero hacer volar».
Oídas las palabras del venerable sir,
todos los concurrentes empiezan a reír.
Richemont, que es un tipo de muy acerbo humor,
responde: «Vive Dios, digno predicador,
vive Dios, varón santo, que no vale la pena
haber abandonado vuestra mansión serena
para pedir ayuda a este perverso pueblo
en busca de esta joya que tanto os quita el sueño.
Pues para liberar una ciudad sitiada,
la doncellez es arma que no sirve de nada.
Y, además, ¿para qué buscarla en este reino
dado que el celestial de virgos está lleno?
Entre Roma y Loreto reúnen menos cirios
que allá, entre tanto santo, puedan hallarse virgos.
En Francia, por desgracia, ya no se encuentra ni uno.
Incluso ya no existen en monasterio alguno,
dado que nuestros príncipes, los de a pie y a caballo,
desde hace mucho tiempo con ellos acabaron
y, olvidando el ejemplo que vuestros santos dieron,
si hicieron muchos huérfanos más bastardos nacieron.
Así que, por favor, y para terminar,
si doncellas buscáis, aquí no hay que buscar».
El santo ha enrojecido ante esta salvajada
y sin perder más tiempo se coloca a horcajadas
del rayo en el que vino, le pica las espuelas
y sin más despedida por los aires se eleva
en búsqueda alocada de esa joya inaudita
que parece tan rara y su juicio le quita.
Dejemos que se vaya, y mientras que cabalga
sobre uno de esos rayos que nos anuncia el alba,
decidme, mis lectores: ¿en vuestras correrías
encontrasteis la joya que el santo perseguía?
CANTO II
J
UANA, ARMADA POR SAN DENÍS, SE DIRIGE A TOURS EN BUSCA DEL REY. LAS COSAS QUE HIZO DURANTE EL CAMINO Y CÓMO OBTIENE SU CERTIFICADO DE DONCELLEZ
¡A
FORTUNADO AQUEL que encuentre a una doncella!
Es sin duda un tesoro, pero su corazón
es, tal como yo creo, ganancia aún más bella,
puesto que ser amado es mayor galardón.
¿Pues qué mérito tiene arrancar una flor?
Sólo amando se debe conseguir esa rosa.
Grandes sabios llegaron a través de su glosa
a llevar la contraria y han creído hacer ver
que, si atado se está, no puede haber placer.
Contra ellos pretendo componer un buen texto
y el arte de vivir en él enseñaré,
por cuanto mostraré que, domando el deseo,
es en el compromiso donde se da el placer.
Para llevar a cabo esta firme promesa
san Denís desde el cielo a ayudarme vendrá;
yo ya se lo he pedido y él me socorrerá.
Mientras tanto, me veo obligado a contar
los modos que empleó en su bendita empresa.
Saliendo de Campaña, pasados ya sus lindes
que señalan cien postes marcados por merletas
que indican a la gente que ya están en Lorena,
hay un pequeño pueblo muy vetusto y humilde,
pero que ya merece un gran nombre en la historia,
puesto que de él proceden el vigor y la gloria
de las flores de lis y del pueblo francés.
Se llama Domremy, cantemos su memoria,
hagamos que su fama no se muera otra vez.
¡Ay, pobre Domremy, en cuyas cercanías
no se cultivan peras, ni limones, ni hay viñas,
ni mina de oro alguna, ni tentación que valga!
¡Pero es a ti a quien Francia te debe a nuestra Juana!
Pues Juana allí nació: un cura reverendo
que a su paso iba dando criaturas a Dios,
ardoroso en sus rezos, en la cama y comiendo,
monje en sus años mozos, fue su progenitor,
que en una camarera de cuerpo corpulento
halló el campo abonado, a la que embarazó
de esa sin par belleza que al inglés humilló.
Ya con dieciséis años, en una hospedería
le dieron como empleo limpiar caballerías:
eso fue en Vaucouleur, y su reputación
empezó ya a extenderse por toda la región.
Era una moza altiva, y también muy honrada,
dos grandes ojos negros su cara iluminaban,
y los treinta y dos dientes de una misma blancura
de ornamento le sirven al rojo de una boca
que parece extenderse de una oreja a la otra,
pero bien dibujada, de bella compostura,
y se hace apetecer por su mucha frescura.
Sus pechos, apretados y duros como rocas,
dan relieve al vestido, al sayal y a la cofia.
Es también muy activa, muy diestra y vigorosa:
con una sola mano, regordeta y nerviosa,
sostiene grandes pesos, a todos sirve vino,
sea noble o sea burgués o simple campesino,
distribuyendo al paso golpes a troche y moche
a los atolondrados que con gran disimulo
osan tocarle cuello o bien rozarle el culo.
Trabaja sonriendo sea de día o de noche,
con caricias y zurras cuida de los caballos
y apretando sus muslos con vigor apropiado,
a pelo los cabalga cual jinete romano.
¡Oh, divino saber, oh, profunda grandeza,
cuán bien sabes mostrar la orgullosa flaqueza
de los grandes señores, poca cosa a tu lado,
y, cuando tú dispones, del pobre la