El azul sobrante
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El azul sobrante - José Jiménez Lozano
III)
La educación política
El piso era minúsculo, tenía tres habitaciones pequeñas: una cocina, un dormitorio y otro cuarto para estar, que era sobre el que se abría la puerta de la calle; pero a ella la sobraba casa, como la había sobrado siempre, y mucho más ahora que estaba sola, aunque muchos días la parecía que no lo estaba, y que su hijo estaba en el trabajo y volvería para la hora de la comida. No podía pensar que ya nunca volvería, aunque lo sabía perfectamente, y desde que se despertaba a las cinco de la mañana ya había rezado por él y luego había ido a misa de siete, y al salir de allí, pasaba algunos días a comprar un trozo de hueso de jamón para un caldo, que era lo que más le gustaba a su hijo, como había gustado a su padre, y ahora era la base de su dieta, juntamente con las naranjas y el queso.
No necesitaba más, salvo una bombona de gas de vez en cuando, que la servía para la cocina y para calefacción, aunque la encendía muy poco; primero porque tenía que ir con cuidado de no gastar demasiado, pero también porque tenía miedo de que un día, en algún descuido suyo, explotase, y con solo pensar que podía hacerlo y llevarse tantas vidas humanas por delante, se la pasaba el frío muchos días. Aunque en alguna ocasión no tenía más remedio que encenderla, como hoy porque tenía un aviso de que iban a ir a visitarla «los de la Tercera Edad» del Ayuntamiento, y ya era la segunda vez que venían este año.
De manera que a las nueve de la mañana ya estaba toda la casa y cada cosa que había en ella perfectamente limpias y relucientes incluso, como era el caso del frutero de cristal azul que tenía encima de un pañito sobre la camilla, o las tazas y las dos jarritas de china que estaban en el pequeño aparador, aunque faltaba una de las tazas, porque su hijo, cuando era muy pequeño, la había roto al tratar de cogerla aupado en una silla. Le había dado un par de azotes, pero luego, en este tiempo que él ya no estaba, ni se había atrevido al principio a poner allí el juego de café; aunque más tarde la parecía que el plato de la taza rota la consolaba, y puso sobre él un cabo de vela, que algunas noches encendía mientras se bebía el caldo o se tomaba un quesito como en compañía. Luego daba gracias a Dios por aquel sustento, le pedía que la llevase pronto a ella donde estaba su hijo, y eso también la consolaba. Pero, aunque esa mañana ya había sacado el juego de café de china para ponerle en el aparadorcillo, de repente decidió no poner allí el plato descabalado y solitario.
—¿A cuento de qué? Ellos vienen a lo que vienen, y no tengo por qué darles discuentos de mi vida —dijo en voz alta, como muchas veces la sucedía.
Pero esta vez, cuando alzó la cabeza se encontró con que estaba allí su vecino, el señor Andrés, que la pidió excusas por haber entrado sin que ella diese su permiso porque no había contestado, pero en vista de que había dejado la puerta abierta le extrañaba, y entró; pero que sólo quería saber si le podía prestar una bolsa de té para su mujer, a la que, nada más levantarse de la cama, se la había revuelto el estómago. Y luego dijo:
—¿Y a qué hora cree usted que vendrán los del Ayuntamiento a preguntarnos?
—Cuando les parezca. Ellos son los dueños y señores.
Él contestó que no dijera eso, que ahora estábamos en una democracia, y ya se sabía que no era verdad que todos éramos iguales, pero que era lo que había que decir y buena gana había de singularizarse. Y ella, que ya volvía con la bolsita de té, sólo comentó que enseguida pasaría a ver lo que la ocurría a su mujer, que no sería nada, y que el té, efectivamente, sentaba muy bien. Y lo cierto fue que a ella la dio tiempo de ir a ver a la mujer del señor Andrés, a la que ya se la había pasado el malandrín, de volver y estar un rato de parleta con un vendedor de libros que quería que ella le comprase a toda costa un libro de cocina tradicional o moderna, y luego una parleta más corta con dos mormones, que ella creyó, al abrir la puerta, que eran como de una funeraria, aunque se extrañó un poco de que llevasen cada uno de ellos como un libro de misa bajo el brazo; o también podían ser los de algún Banco o del Ayuntamiento mismo, porque ahora todos ellos vestían como de boda o funeral, o a lo mejor ése sería el uniforme de empleados de los que mandaban.
Pero «los de la Tercera Edad» se presentaron más tarde, cuando ella ya había acabado de comer en la cocina, fregado, y acomodado los platos y la cazuelilla en los vasares, aunque de todos modos, cerró la puerta para que no se viese la cocina desde donde se sentarían, y salió a abrir la del piso en cuanto llamaron. Y eran dos, un hombre y una mujer como de media edad pero tirando a jóvenes, y se presentaron, él como funcionario del Área Social y ella como psicóloga.
—¿Y saben ustedes lo primero que preguntaron? —contó ella luego—. Pues me preguntaron si era feliz.
Y había sido lo primero y lo último, porque todo había ido por un igual; preguntas y más preguntas sobre la salud, los ingresos, si leía, cómo pasaba los ratos de ocio, qué pensión cobraba, si dormía bien o tenía ansiedades y sabe Dios qué más; y ella les dijo lo que se la vino a la boca en cada caso, y en paz. Pero, cuando empezaron con lo de la calidad de vida, de si tenía televisión y, sobre todo al final, con lo de si participaba en los servicios que tenía el Ayuntamiento para la Tercera Edad, como viajar, ir de vacaciones, o a los espectáculos y reuniones de amistad o talleres culturales que se celebraban, ella se había dicho que ya estaba bien, y había contestado que, agradeciéndoselo mucho al Ayuntamiento, no necesitaba nada de todo eso.
—¿Y no la parece que no es vida estar aquí encerrada entre cuatro paredes?
Ella no contestó, y entonces la psicóloga la preguntó que si no la gustaría mucho más vivir en un piso moderno con jardines, cenadores, y piscina y todo; y a esto respondió que sí, y que con mucho menos se conformaba, pero que eso estaba fuera de sus posibilidades.
—Pues el Ayuntamiento —dijo el señor de lo Social— ya ha pensado en esa posibilidad para usted.
Pero ella no le dejó continuar, sino que le interrumpió diciendo que ella se suponía muy bien lo que había pensado el Ayuntamiento, y era que ellos, los de esta casa vieja del centro, se fueran y luego acudieran a un sorteo entre cuatro mil o más como ella, a ver si les tocaba un piso nuevo en donde Cristo dio las tres voces y nadie le oyó, y que además, mucho o poco, tenían que pagárselo.
—¿Y a usted quién la ha dicho esas tonterías? Usted no tiene educación política ciudadana, y no puede entender. Nuestro partido cumple lo que dice.
—¡Pues será así, como ustedes me cuentan, y yo me alegro de ello! —contestó ella.
Pero ya se cerró en banda, y viendo ellos que ni hablaba, ni parecía escuchar, y que no sólo se negó a firmar para lo de la Tercera Edad, sino que les dijo que ella estaba ya en la Cuarta Edad y, por lo tanto, no la correspondía, se enfadaron bastante y se marcharon, asegurando que con ella era imposible hablar, pero que todos los mayores entre los demás vecinos habían firmado.
—Nosotros sí firmamos —dijo luego el señor Andrés—. Nos pusieron la cabeza como un bombo, y firmamos. ¿Y ahora qué va ser de nosotros?
—Pues lo mismo que de mí: nada. Nos echarán y nos llevarán donde quieran, o a las residencias, y ya está. O no nos echarán si no les conviene, y vendrán otra vez con otra embajada, porque ahora, como estamos en la democracia, recibimos más embajadores y embajadas que los reyes mismos, señor