ISSN 2011-9763
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Bienvenidos a papel de colgadura. Somos
una revista de difusión y agitación cultural.
De agitación porque nos gusta mover cosas
y, sobre todo, que las cosas nos muevan. La
revista nace de nuestra pasión por la música,
los libros, las ilustraciones, el graffiti, los
cómics, la web, la fiesta, el cine, la cafeína,
el jugo de lulo y las tardes de tertulia con
empanadas y cerveza.
Nace en Cali, la ciudad que nos vio nacer
o que nos vio crecer o que nos vio llegar,
irnos y volver. Además queremos añadirle
una s a Cali, porque Cali es múltiples Calis;
razas, sonidos, colores, olores y sabores.
Circulamos en versión impresa y digital. La primera se publica dos veces al año
mientras su versión digital se actualiza con
mayor frecuencia. Ambas se nutren de contenidos seleccionados a partir de nuestras
convocatorias, donde están todos invitados
a participar.
En papel de colgadura escribimos:
· por el deseo,
· por el gozo,
· por la curiosidad,
· por el pensamiento,
· por la sátira, el sarcasmo y el humor
· por el pensamiento crítico
Nos parece que:
· vale escribir sobre Cali,
· valen los libros y el cine,
· valen el arte, el diseño, la música y el teatro,
· vale Internet, los blogs, y sus etcéteras,
· valen las recetas, las crónicas, las reseñas y las cartas,
· vale la narrativa y la poesía,
· vale inventarse cosas distintas.
Papel de colgadura es una publicación de la Universidad Icesi de Cali. Los artículos contenidos en la revista son responsabilidad exclusiva de los autores y no
necesariamente reflejan la opinión de las directivas de la revista o de la Universidad.
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1
Papel de colgadura
vademécum gráfico y cultural
Universidad Icesi
Facultad de Derecho y Ciencias Sociales
Rector: Francisco Piedrahita Plata
Decano Facultad Derecho y Ciencias Sociales:
Lelio Fernández
Primera edición, febrero 2009
©Derechos Reservados
Dirigida por
Margarita Cuéllar Barona
Inge Helena Valencia Peña
Diseño e Ilustración
Juliana Jaramillo Buenaventura
Carlos Dussan Gómez
Comité Editorial
Gabriel Jaime Alzate
Jerónimo Botero
Daniel Cardozo
Jaime Cruz
Joaquín Llorca
Diana Mundó
Juan Manuel Salamanca
Felipe Van der Huck
Impreso en Cali – Colombia
A.A. 25608 Unicentro
Tel. 555 23 34 Ext. 820
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Cali, Colombia
ISSN 2011-9763
01
02
03
Al oído /
Carta abierta a Cine Colombia, Royal Films
y Cine Mark / Sara García // pag 4
Las cadenas y el correo spam / Manuela Quiñones // pag 4
A veces llegan cartas /
Putumayo 2020 / Carlos Duarte // pag 7
El último tren a Cheongnyngni / Andrés Felipe Solano // pag 11
Entreactos /
Receta / María Claudia Montaño // pag 29
Otra cita de amor / Chagas Mazza // pag 53
Ilustración / Jean Paul Egred // pag 63
04
Rotativo Cali /
El túnel azul / Erick Abdel Figueroa Pereira // pag 15
Fotografías de archivo · Germán Téllez
Circo Callejero / Santiago Feijoo // pag 23
Confesiones de un comedor de Curry / Joaquín Llorca // 25
Buses / Carlos Dussan // pag 31
Las aventuras inconclusas de los swinger / Paula Arias // pag 35
Califragilístico / Maria Elisa Duque // pag 43
05
Recomendados /
Música
The Gossip / Julián Céspedes // pag 46
Foto · Daniel Boud
Blogs
De blogs entre los blogs / Margarita Cuéllar Barona// pag 47
Libros
Cormac McCarthy / Gabriel Jaime Alzate // pag 48
Pelis
El discreto encanto
de Wes Anderson / Margarita Cuéllar Barona // pag 49
Ilustración de Wes Anderson · Marci Washington
Ilustración de Zissou · Jean Paul Egred
06
Teatro de Variedades /
El mundo según Casciarí / Hernán Casciarí // pag 59
Cruces del Caribe / Inge Helena Valencia // pag 65
Fotografías · David Rodriguez
A su manera / Juan David Correa // pag 69
La felicidad repulsiva de la familia M/ Guillermo Martínez // pag 71
Porque están en españolete / Daniel Cardozo // pag 85
3
¿Cartas, quejas, reclamos, confesiones?
Carta abierta a Cine Colombia,
Royal Films y Cinemark.
}
¿Qué pasa con las carteleras de la
Sultana? ¿Acaso Cali no es digna
de buen cine?
No es que Cinemark ni Royal Films (la gran
esperanza que teníamos los caleños de una
programación alterna) ofrezcan nada diferente.
Los incompetentes de Royal Films, por ejemplo,
optaron por presentar las mismas películas que
proyecta Cine Colombia en sus cuatro salas. No
veo cómo esto pueda ser una decisión de mercadeo inteligente, pero por lo visto, la inteligencia
no es un requisito para trabajar como distribuidor
y programador de cine en las compañías que manejan las carteleras de cine en Colombia.
Atentamente,
Sara García / Cali
Las cadenas y el correo spam.
Esta carta va dirigida a todas las personas que
aún envían correos electrónicos en cadena. ¿Es
que no han entendido que todas esas historias
trágicas que nos cuentan en los tantos correos
electrónicos que nos llegan a diario, y que nos
piden que los re-enviemos a todos nuestros contactos, no son más que una estrategia de las empresas que se dedican al mercadeo de productos a
través del email para
apoderarse de nuestras direcciones privadas? Por favor, ¡no
caigan en la trampa!
No necesitamos más
correos que nos inviten a visitar sitios
por no, o que nos
traten de convencer
de los beneficios de
la silicona o de los
nuevos métodos para engrosar el pene.
Cien billones de correos spam son enviados a
diario. La única manera de prevenir que esto se
propague es manteniendo nuestras cuentas de
correo privadas, ya que aún no se toman medidas
para penalizar el envío de correo “no-solicitado”.
A pesar de que los filtros nos salvan de una cantidad de correos, los que se siguen colando, además
de invadir nuestra privacidad, pueden resultar
dañinos para los computadores. Así que, si van
a mandar correos en cadena, tengan al menos la
cortesía de añadir las direcciones de sus amigos
bajo el campo BCC (que significa “copia ciega”) y
que impide a los piratas de la web robarse nuestros
correos privados.
Gracias,
Manuela Quiñones
Jumanji
Al oído
[01
[
}
Cada vez que leo un
periódico que contiene la cartelera de
cines de Bogotá me
lleno de rabia e indignación. Ni qué decir
cuando me entero de
directores que sacan
películas que nunca
van a pisar territorio
colombiano (o bueno,
gracias a la piratería,
la gente es quien no va a pisar las salas de cine
locales). Me pregunto entonces: ¿Qué pasa con
las carteleras de la Sultana? ¿Acaso Cali no es
digna de buen cine? ¿Por qué soportamos que nos
pongan las mismas películas por meses y meses
mientras que, en Bogotá, la cartelera se mueve
con más agilidad? ¿Por qué en otras ciudades se
proyectan películas diferentes a la basura a la que
nos someten en Cali?
Me gustaría además que alguien me explicara por
qué Cine Colombia escoge proyectar las mismas
películas en las cuatro diferentes salas que maneja en Cali. A mí esto me suena a tacañería, a no
querer meterse la mano al bolsillo para adquirir
derechos de distribución de películas de calidad
y terminar tranzando con los grandes estudios
norteamericanos para proyectar en nuestras
salas de cine mucha (si no toda) de la basura que
no califica para ser presentada en sus propias
salas. ¡¡Ahora además les ha dado por traer sólo
películas dobladas al español!!
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Facultad de Derecho y Ciencias Sociales
* porque preferimos no hacernos a líos legales les pedimos que los textos sean
inéditos o que no tengan compromisos editoriales con otras publicaciones.
Cll 18 No.122– 35
Cali – Colombia
5
Putumayo 2020
Diario de Campo por: Carlos Duarte
Bajo el frío verde y nebuloso de una mañana selvática fue llegando
la gente de los diversos rincones del Putumayo. Tranquilamente, las
delegaciones descendieron la calzada de la Avenida Colombia, situada a las afueras de Mocoa y se aprestaron a cumplir con el ritual de
aquellos que hace tiempo no se ven. Entonces, al ritmo de abrazos
somnolientos, se saludaron representantes de organizaciones juveniles, campesinas, indígenas, de mujeres y de desplazados.
Llegaban al Seminario Internacional “Putumayo 2020: Una Mirada
del Sur hacia el Futuro”. No obstante, pese a la masiva participación, fue posible
advertir que la mayor parte de asistentes al evento eran mujeres, niños y jóvenes.
La ausencia de hombres entre 25 y 40 años, en casi todos los sectores, fue impactante.
Conviene recordar que estamos hablamos de uno de los departamentos claves en
la implementación del Plan Colombia donde, en teoría, la erradicación de los cultivos ilícitos avanza sin mayores contratiempos. Para los putumayenses esta es la
fase dos del Plan que pretende controlar dicho territorio luego de la pacificación,
ahora, a través de la integración social.
¿Pero con qué población se piensa implementar dicho Plan?
En el espacio de trabajo juvenil fue posible encontrar algunas pistas para avanzar
en la solución del anterior interrogante. Uno de los jóvenes participantes, señaló
con tono recio: “La debilidad y la división de las organizaciones sociales de la región
es fácil de comprender: a los líderes los mataron o los desplazaron”.
Sector por sector se escucharon las crónicas del Plan Colombia. Quizás las más
sobrecogedoras, eran las historias de las mujeres quienes no pudieron abandonar
el territorio, simplemente porque ellas y sus familias no tienen a dónde ir.
La ubicación de este territorio dentro de la arquitectura de los planes de integración andina y de las Américas, tal y como se desprende de los últimos análisis
geopolíticos de la Defensoría del Pueblo, es fría y sencilla: el Putumayo, mas allá
de un problema de orden público, es un área de desconocida importancia para la
opinión publica nacional en cuanto a la magnitud de sus recursos energéticos (agua,
biomasa, petróleo y minerales). Pero además, el Departamento es una especie de
estrella geoestratégica, por los cuatro puntos cardinales.
Horizontalmente, el Putumayo hace parte del complejo entramado de conexiones
que permitirían solventar la obsoleta estructura tecnopolítica que significa el canal
de Panamá y evolucionar hacia la implementación de al menos tres canales secos,
que unirían el Atlántico con el Pacífico. Verticalmente, el control sobre el Putumayo
mejoraría la succión de la inmensa bodega que significa el territorio amazónico,
desde el sur en dirección del norte.
Desde este punto de vista, el Putumayo es un botín de guerra. Sin embargo allí,
además de recursos existe gente. ¿Pero qué hacer con ella? La secuencia de acción
que ha delineado el Plan Colombia durante estos años, es un fiel reflejo de la lógica
que los Estados Unidos ha utilizado históricamente para resolver sus conflictos:
integración sin condiciones o exterminio.
7
¿De qué otra manera puede interpretarse un ejercicio de control territorial que en
su primera fase de ejecución implicó el asesinato de líderes sociales, el desplazamiento masivo de sectores significativos de su población por el envenenamiento
de la tierra y de sus habitantes a través de la fumigación con glifosato? La profundización del conflicto militar y la aceleración de los espirales de la violencia en la
zona alejan cualquier posibilidad de diálogo. Y por último, la puesta en marcha
de sofisticadas tecnologías de tortura y guerra psicológica ha significado la desarticulación familiar y del tejido social de aquellos que sobrevivieron.
Así se entiende la poca afluencia de líderes hombres en el seminario, quienes tradicionalmente y gracias al legado patriarcal característico de la cultura campesina
colombiana, se apropian de la representación política dentro de las comunidades.
Sin embargo, en el caso de Putumayo no funciona así. En el marco de relaciones
fragmentadas por el hambre, el desplazamiento o la pérdida de vidas, es posible
valorar la magnitud de la tragedia para las mujeres, quienes deben asumir la
carga psicológica y material que significa la muerte o el abandono de sus esposos.
Con respecto a este último aspecto, es necesario aclarar que muchos hombres
cabeza de familia se desplazan a otras regiones por amenazas relacionadas con
el conflicto armado (proceso en el cuál abandonan su antiguo núcleo familiar y
constituyen uno nuevo), dejando el peso de su antigua familia sobre los hombros
de las mujeres. Por estas razones vale la pena resaltar la importancia y coraje
que significan los diferentes procesos de organización social de los indígenas y
aquellos que germinan en las organizaciones de jóvenes y mujeres.
La militarización del territorio y de las relaciones sociales, ha introducido una
serie de prácticas tales como el consumo de drogas en menores, la violación, el
acoso sexual hacia las mujeres y las menores de edad. Mención aparte merece el
secuestro extorsivo de los niños a la salida de las escuelas, ejercido por grupos
paramilitares con fines económicos o, persiguiendo móviles políticos.
Si la tendencia sigue como hasta ahora, privilegiando la atención humanitaria
como modelo de atención social a la población del departamento, lo más posible
es que dichos recursos se malgasten en los diferentes canales burocráticos que
este tipo de ayuda implica. Además, las secuelas sociales pueden ser catastróficas
si no se atiende esta generación de jóvenes carentes de estructura familiar con
capacidad de formarlos como ciudadanos. En este contexto, es viable avizorar
una estructura social en la que la militarización de lo social retome algunas de
sus fórmulas más degradantes: por ejemplo, el “sicariato” como modelo de resolución de conflictos.
De otra parte, si la tendencia se revierte en la medida que tanto acciones como
procesos confluyan en la defensa y construcción permanente de los derechos
humanos, entonces serán las organizaciones y sólo ellas, bajo la bandera de un
proceso común, las llamadas a liderar una renovada dinámica de transformación
social que imponga la agenda de vida de los habitantes del Putumayo, por encima de los intereses de muerte y exterminio. Esta fue una de las conclusiones del
Seminario Internacional: imaginar un futuro mejor, nacido de esta crisis.
Es sábado y el sol por fin resplandece un poco. Mirando estas mujeres que se
preparan solas a volver, cargando sus hijos… vivos o muertos; inevitablemente,
me acuerdo de aquella anciana y rechoncha heroína de las Uvas de la Ira -una
película sobre la depresión estadounidense basada en la novela de John Steinbeck-.
En el último diálogo, luego de que su esposo ha fallecido destruido por el dolor
y la realidad del desplazamiento, la anciana con los ojos puestos en el vacío de la
carretera, inmersa en lo que quedaba de su familia en el espiral de la marginación
social, pensaba para sí: “[…] los hombres van con sus aventuras de aquí para allá.
Corren como niños con sus sueños debajo del brazo. Ellos triunfan o fracasan;
pero así mismo corren cuando el mundo se viene abajo. Pero las que allí permanecemos… constantes como la tierra que pisamos, somos nosotras las mujeres.
Ellos siempre encuentran donde ir, pero nosotras…. somos la familia”.
Carlos Duarte es antropólogo de la Universidad
Nacional y actualmente se desempeña como
profe de la misma universidad. Trabaja en el
área de comunicaciones y estudios culturales
del programa no gubernamental de protección
a defensores de derechos humanos.
comonsense14@yahoo.com
9
El último tren a
Cheongnyngni
Andrés Felipe Solano
Desde el barco puedo ver como el río Han se mueve lento y pesado. En la orilla algunos pescadores tienden sus cañas. No sé qué
clase de peces pueden sacar de este río que parte en dos a Seúl,
una ciudad con once millones de habitantes. No había estado tan
cerca de él. A veces, en el metro, veo como la bruma lo cubre y
apenas puedo adivinarlo. Hace dos semanas recorrí parte de su
margen sur, cerca a la Isla de Yeouido, donde está el parlamento
coreano, que se parece un poco al Salón de la justicia donde se
reunían Superman, Batman, Robin, la Mujer Maravilla, Aquaman
y los Gemelos Fantásticos. A la salida de la estación compré un refresco de sábila
al que me he hecho adicto, y caminé esquivando los tenderetes de comida que,
entre otras cosas ofrecen caracolitos o larvas en grandes platones de metal. Hace
cincuenta años ésta parte del río estaba desierta. Seúl, o lo que quedó después de
la Guerra de Corea, que duró tres años y en la que participó Colombia del lado
de las Naciones Unidas, se ubicaba en el lado norte. Ahora en el sur, en la Isla de
Yeouido, además del parlamento, se ubica el edificio 63, uno de los más altos de la
ciudad, símbolo del poderío alcanzado por Corea en menos de medio siglo y que
cuenta con un acuario en su último piso.
Son las ocho y apenas está anocheciendo. El instituto que me invitó a pasar
seis meses en esta península que permaneció aislada por decisión propia cientos
de años, ha organizado este corto recorrido por el río. Me acompañan una poeta
de Túnez, una periodista de Kirgistán y una escritora Palestina. Antes de pasar
al buffet oímos cantar a un imitador coreano de Frank Sinatra, un viejo que dobla
Fly Me To The Moon a la perfección.
Llenamos nuestros platos de cuanta comida se nos antoja: cerdo asado, sashimi, estofado de caracol. Me llevo una taza de Mauntang, una sopa de pescado
ultrapicante que ya he ensayado en el pequeño apartamento que pusieron a mi
disposición en la Universidad de Hankuk, donde vivo. La palestina y yo pedimos
cerveza y una vez terminamos de comer salimos a fumar, con el viento de la noche,
que ya ha llegado. Creo que nos ponemos un poco tristes cuando vemos por unas
ventanas una fiesta de matrimonio. Hemos venido de diferentes partes del mundo
hasta aquí, dejándolo todo sin
saber muy bien por qué, atraídos
por una invitación a conocer un
país a medio camino entre China
y Japón del que tenemos poquísimas referencias. Fumamos y
vemos una iglesia cristiana a la
orilla, sobre una colina, con una
cruz de neón roja alumbrando
sobre una cúpula. Seúl está infestada de iglesias cristianas. Desde
la ventana de mi apartamento
puedo contar doce cruces rojas
que no paran de brillar en toda
la noche.
El barco sigue su rumbo: los gritos del matrimonio aumentan a medida que
se vacían las botellas de Soju, (el aguardiente coreano) y un nuevo cigarrillo nos
acompaña. Estamos rodeados de muchos fumadores, mujeres y hombres asiáticos
embrujados por el humo, una constante en este país. Más adelante vemos una
garza solitaria sobre una boya de cemento.
Una vez atracamos me despido. Tengo una cita con una coreana con la que he
ido un par de veces al cine y otro par a comer. Su casa queda cerca. Vivió seis años
en París y regresó a Seúl hace apenas un año y oye canciones de Marisa Monte y
viejos tangos en su carro. Nos encontramos en la primera planta del edificio 63
y vamos hasta el parque de Yeouido, donde suele correr en las noches, después
del trabajo. La noche está fresca, a diferencia del insoportable sopor que hizo
durante este día de finales de junio. Caminamos un rato por entre pinos, fuentes
y pequeños lagos y cuando llegamos al centro del parque nos encontramos con
un conejo; es blanco y resplandece en la noche. Mi amiga se acerca y lo alcanza a
rozar. Me quedo viéndolos en silencio. Después, el animal desaparece.
Encontramos una banca y nos sentamos. Saca de una bolsa una cerveza y me
la ofrece. Ella ha escogido una bebida con vodka. Hablamos de cine. Me gusta
hablar de cine con ella. Tenemos algunas películas en común. A los dos nos gusta
Takeshi Kitano. Hablamos del gran final de Zatoichi, cuando todos los personajes
de la película bailan una mezcla de tap y danza tradicional. Nos emocionamos al
recordarlo. Me cuenta que Kitano desciende de coreanos, pero no recuerda si fue
su padre o su abuelo el que fue llevado a Japón durante la ocupación japonesa a
principios del siglo XX. Japón invadió Corea y mandó sobre la península durante
casi 50 años. A los coreanos se les prohibió hablar su idioma e incluso tuvieron
que cambiar sus nombres por nombres japoneses.
La noche se va rápido para mi pesar. Debo tomar el metro antes de medianoche. Mi amiga me lleva en su carro hasta la estación. Quedamos atascados debido
a una gran manifestación contra la importación de carne de res proveniente de
Estados Unidos. Desde hace dos meses los coreanos protestan contra esta medida,
temerosos de contraer la “enfermedad de las vacas locas”. Después de un par de
atajos logramos llegar. Son las 11:50pm. Antes de despedirme suena en el radio
El día que me quieras.
Corro y alcanzo a tomar el último tren a Cheongnyngni. Por la ventana del
metro veo el río Han, las luces del edificio 63 y las gotas de un tenue aguacero de
verano.
Andrés Felipe Solano es periodista independiente. Fue redactor de planta de la revista Cromos,
editor de crónicas en la revista Soho y ha colaborado para revistas como Gatopardo, Rolling
Stone, Semana y el diario El Espectador. Participó en la creación de la revista Arcadia y es autor
de la novela Sálvame, Joe Louis (Alfaguara). Hasta hace tres meses fue el coordinador editorial
de la revista Credencial, cargo que dejó para hacer una estancia en literatura en Seúl, Corea.
11
Rotativo Cali
[
[03
3
Erick Abdel Figueroa Pereira
Obituario
En memoria de la
arquitectura:
Túnel Azul (ca.1975-2007)
A la memoria de Gloria Fernanda Gómez y Mary Pereira
La muerte es un motivo para hablar de
la vida. Y en el caso de la vida de un edificio,
significa hablar de las vidas de un arquitecto y de sus clientes. Es describir la satisfacción de quienes superan el espinoso tema
contractual, monetario, para hablar de los
sueños y darles forma tangible. O denunciar el fracaso. Es a la construcción de esos
sueños a los que llamamos arquitectura, la
disciplina que hace que de repente ciertas
personas dejen de ser anónimas para nosotros y para la posteridad. Ejercicio de la
memoria al que nos invita Marcel Proust
cuando en La muerte de las catedrales nos
habla de las catedrales góticas como los
libros de los ritos.
El tema de este obituario es una casa
ya desaparecida del barrio San Fernando Viejo, en Cali. Hace unos pocos años,
mientras escudriñaba uno de mis Anuarios
de Arquitectura en Colombia, descubrí
su nombre: el Túnel Azul. Como las fotos
estaban en blanco y negro, era difícil saber
cómo era el ambiente interior. Mis primeros
recuerdos de la casa datan de 1987 y no
son muy precisos, pues tenía poco interés
en la arquitectura. Llamaban mi atención
tanto su techo curvo como su creciente
deterioro: un andén en mal estado, desaseo
del edificio, vidrios rotos y cortinas raídas,
sin contar lo lúgubre de su aspecto en las
noches. Además de eso, la presencia de un
permanente escape de aguas negras que
llegaba hasta la calzada vehicular.
Veinte años después de mi descubrimiento la casa se hace notable por la única
razón por la cual la arquitectura se vuelve
importante para nosotros: su desaparición.
Antes de su definitiva condena al olvido,
creo conveniente contar una historia: la
vida de una casa, de un arquitecto y de su
cliente.
El arquitecto
Fernán Giraldo Mazuera nace en Pereira
en 1941. Desde pequeño siente gran interés
por la naturaleza gracias a las jornadas que
pasa en la finca familiar de La Victoria. Sin
embargo, la ilusión de estudiar agronomía
y corresponder a su vocación se trunca por
causa de la violencia partidista que obliga, a
toda la familia de orientación conservadora,
a abandonar la región. Ya en Bogotá y con la
aprobación del padre, el joven Giraldo se inclina hacia la arquitectura, que en su opinión
se acerca a la naturaleza y parte de ella.
Se inscribe en la Universidad de América, pero el sistema de enseñanza le parece
inadecuado, por lo que, años más tarde,
junto a un grupo de compañeros, funda la
Universidad Piloto de Colombia.
edificios, aún en pie pero tergiversados por
las desafortunadas intervenciones que se le
han realizado.
Aunque el arquitecto ha manejado un
bajo perfil profesional, lo que por fuera del
gremio y para las generaciones más jóvenes
de arquitectos significa ser un desconocido,
ello no quiere decir que sus obras hayan sido
pocas. Entre ellas se cuentan la urbanización El Portal de Jamundí, el Boulevard de
la Avenida Sexta, en el norte de Cali, y el edificio Emporio, donde se localiza la Librería
Nacional del Oeste. Fernán Giraldo sigue
dedicado a la arquitectura y señala que va
a morir “con el lápiz en la mano”.
(
(
La Universidad Piloto comienza con una
incipiente Facultad de Arquitectura instalada en un galpón en el parque Nacional;
Fernán Giraldo se forma entre arquitectos
de primera línea como Rogelio Salmona,
Fernando Martínez Sanabria, Pedro Mejía
y Germán Téllez. El proceso formativo del
joven Giraldo también es estimulado fuertemente por uno de sus amigos, el fallecido
arquitecto Francisco Ramírez, al igual que
por las constantes visitas y el trato con los
maestros de obra.
Fernán Giraldo termina sus estudios en
1967 pero obtiene el título de arquitecto en
1970, debido a problemas con la legalización
de los programas de la universidad. Es contratado por Eternit Pacífico, por lo que se
traslada a Cali. Entre los aportes de Giraldo
se puede contar el Sistema Modular Eternit,
usado de manera intensiva en vivienda económica en el territorio nacional y en Puerto
Rico; crea también el Sistema Residencial,
resultado de superponer teja de barro a la
teja ondulada y, finalmente, desarrolla la
Teja Española, que se convierte en un éxito
comercial.
Fernán Giraldo se retira de Eternit
después de diez años de labores y se asocia
con el arquitecto Harold Martínez en el
concurso para el Palacio Departamental de
Risaralda y en el diseño del plan maestro
para el campus de la Universidad Santiago
de Cali. De este plan sólo se construyen dos
Entre ellas se cuentan la
urbanización El Portal de Jamundí, el Boulevard de la Sexta Avenida, en el norte de Cali,
y el edificio Emporio, donde se
localiza la Librería Nacional
del Oeste.
El cliente y
su encargo
En la entrevista concedida en febrero de
2008 al autor de esta nota, el arquitecto Fernán Giraldo señala que el Túnel Azul nace
por iniciativa de Jaime Upegui, propietario
de la rectificadora de motores Intermotors
y a quien conoce por medio de su trabajo en
Eternit. Upegui vivía con la pintora Rocío
Gómez y con los hijos de su anterior matrimonio, en una casa de un piso, ubicada en
la esquina de la calle 4ª con carrera 34 del
barrio San Fernando Viejo de Cali. El techo
de la casa era una losa plana horizontal; la
pareja quiere aprovecharlo para realizar una
adición. Se trata de “una idea loca, un túnel
o algo así”, según el dueño, que les permita
independizarse de los hijos, quienes deciden
quedarse en la casa paterna. El programa de
espacios incluye una alcoba principal con
baño y vestier, una alcoba para el niño que
estaba en camino, el estudio para la dueña
de la casa y una terraza. Una escalera ubicada a la derecha del acceso existente daba
paso al corredor principal de la adición.
En su momento, el resultado arquitectónico es considerado extravagante. Lo más
llamativo desde el exterior es el techo, una
bóveda de cañón en láminas curvas y onduladas de Eternit. La iluminación natural
está garantizada por unos lucernarios practicados en los volúmenes de concreto que se
asoman a lado y lado de la bóveda. En cierto
modo se trata de una casa experimental,
de un ejemplo aislado que no parece haber
dejado seguidores conocidos en la ciudad.
El nombre de la adición, y por ende el de
toda la casa, resultó de la combinación de
la afición de Rocío Gómez por el color azul
Decadencia y fin
del Túnel
La vida de la arquitectura depende en
gran medida de la vida de sus usuarios;
el Túnel Azul no escapa a esta verdad de
a puño, y se ensombrece. El recién nacido
fallece, y esto trastorna la unidad familiar;
la salud de la dueña de casa se deteriora,
y pronto muere. Visiblemente afectado, el
ahora viudo decide vender la casa. La compra un empresario promotor de los Goliat de
la cuadra, el par de torres de apartamentos
Eilat. En la década de 1990 estas torres
sucedieron a la casa ubicada hacia la otra
esquina de la manzana sobre la carrera 34,
frente al Carulla de San Fernando.
Es claro que el Túnel Azul parece estar
condenado a desaparecer, pues en su lugar
se gesta un proyecto para realizar dos torres
de apartamentos, similares a los Eilat. Sin
embargo el proyecto se paraliza, y comienza
la lánguida agonía de la casa, abandonada
mas no completamente desocupada. No se
tiene conocimiento de quiénes la ocupan;
sábanas raídas y descoloridas se convierten
en las cortinas que en vano intentan ocultar el gran valor comercial del predio, en
detrimento de la arquitectura. El inmueble
estorba, su fin se acerca.
El fin de los edificios, algunos ya indeseables para sus dueños, llega como suele ser la
costumbre con la arquitectura: en silencio,
desde adentro, cuando sólo queda la cáscara
y la arquitectura es sólo un recuerdo. En el
caso del Túnel ocurrió entre septiembre y
octubre de 2007. Como habitante del sector registro la periódica desaparición de la
casa bajo las piquetas demoledoras, pues
nada más puede hacerse. Ante el mutismo
de los vecinos y del gremio de los arquitectos, el Túnel Azul desaparece en una breve
(
(
con la forma curva que se adoptó para formar el techo. En el interior, el piso tenía un
acabado en cemento esmaltado, las paredes
transversales se pintaron en azul oscuro;
los lucernarios, en azul celeste; las puertas
y la parte inferior de la bóveda recibieron
un acolchado de color azul claro. La bóveda
propiamente dicha se forró con listones de
madera de color natural.
El arquitecto cuenta, con orgullo, una
anécdota muy bella sobre el proceso de
diseño de la casa: al momento de entregar
los planos a la dueña, ésta le obsequia una
pintura en batik cuyo tema es la imagen de
una indígena wayúu, vestida con una manta
que alterna los colores azul, blanco y negro.
El cuadro reposa en una de las paredes del
apartamento donde hoy reside el arquitecto; cuando lo ve, recuerda a su autora y la
felicidad de aquel momento, pero también
la tristeza de la tragedia que envuelve la
historia de la casa.
En cierto modo se trata de
una casa experimental, de un
ejemplo aislado que no parece
haber dejado seguidores conocidos en la ciudad.
17
agonía, sin dar tiempo siquiera a conocer
sus secretos. En pocos días sólo queda un
terreno vacío, convertido transitoriamente
en un precario parqueadero cercado con
alambre de púas.
Los arquitectos y los promotores del
nuevo proyecto prometen 90 parqueaderos
con ascensor y cuatro locales para restaurantes, en el anodino e impersonal estilo
del momento; un cambio oportuno para
algunos y desafortunado para otros. Sin
embargo, pasan dos meses y nada pasa. La
evidente ausencia de la casa y de obreros
hace presagiar lo que ya es norma en el
centro: la eterna valorización de los lotes
de parqueaderos. De repente, un día cualquiera, se realiza el cerramiento del lote y
la maquinaria pesada comienza a excavar
las zanjas para los cimientos de la nueva
obra, no sin antes demoler los vestigios de
la antigua.
Hoy la casa ya no está. Podemos lamentarnos por la ausencia de una casa que no
conocimos en su intimidad, o ser indiferentes ante ella, pero no podemos negar que
existió, y que de algún modo hace parte
de nuestros recuerdos, sean gratos o no.
Por ello expreso mi agradecimiento a un
arquitecto, Fernán Giraldo, quien fue sensible al sueño de una pareja que entendió
que la tarea de hacerlo realidad también le
incluía a él.
Cuanto más nos preocupemos por mirar
hacia adelante arrasando con lo que dejamos atrás, alabando de manera ingenua y
acrítica los edificios de moda, pero descuidando aquellos que forman parte de nuestra
cotidianidad, tanto más desarraigados e insensibles nos volvemos. Como arquitectos o
como ciudadanos, no importa. Quizá algún
día hagamos memoria, y en ese momento
las casas y los andenes dejen de convertirse en parqueaderos. Paz en los ausentes
cimientos de la bóveda celeste.
Erick Abdel
Figueroa Pereira
Arquitecto y licenciado en Filosofía. Profesor asistente, Facultad
de Artes Integradas, Universidad
del Valle. Profesor Facultad de
Arquitectura, Arte y Diseño, Universidad de San Buenaventura
Cali. Profesor Departamento de
Humanidades y Ciencias Sociales,
Universidad Icesi.
Fotografías de archivo · Germán Téllez
Fotografías de la demolicíon: Erick Addel Figueroa
19
Circo Callejero
Fotografía /
Santiago Feijoo //
Estudiante de Diseño
de Medios Interactivos
de la Universidad Icesi
23
Considero la gastronomía como una de las más entr añables expresiones de los pueblos y
pienso que no tiene nada que envidiarle a ninguna de las llamadas artes. Desde la intimidad
de los hogares hasta la agitación de los restaur antes, intento siempre que visito un lugar,
conocer la forma como a diario sus gentes disfrutan de la mesa.
A finales del siglo pasado mi vida tomó
un nuevo rumbo que tuvo como destino la
ciudad de Barcelona. Allí, después de algunos ires y venires, el equipaje se detuvo en
su corazón multicultural donde fui testigo
de la transformación migratoria que básicamente se manifestó en lenguas guturales, el
colorido de la piel y los trajes de los nuevos
habitantes del barrio, quienes unidos a la
variedad de sus mercados y los restaurantes
que terminaron deliciosamente invadiendo
todo alrededor.
Mi curiosidad gastronómica y cultural se
vio saciada poco a poco y casi sin notarlo.
En un principio, entrar en las tiendas era
un descubrimiento emocionante pero con el
tiempo terminé integrado a sus comercios
como un cliente más del barrio.
Los libros de recetas, los restaurantes
y los colmados se complementaron con
las preguntas al tendero, a la vecina o al
cocinero sobre cada plato y producto, lo
que terminó por incorporar naturalmente
muchos de sus platos a mi dieta diaria.
Indios, pakistaníes, marroquíes, turcos,
libaneses y filipinos eran ya la cotidianidad
de nuestro barrio y su talante amigable se
convirtió en aliado para aprender más sobre
su alimentación y cultura.
Con el tiempo, los libros de cocina con
hermosas fotos fueron reemplazados por
invitaciones de los vecinos a cocinar y posteriormente por viajes siempre en busca
de la cocina más auténtica. Así encontré la
ruta imaginaria que une el norte de África
con el sur de Europa llegando hasta la India
en un camino espolvoreado con especies y
amalgamado por Barcelona, capital mundial
de la cocina contemporánea.
La paella y el jamón fueron cediendo ante
el hommos , el baba ganoush, el tabuleh o
el aloo gobi, las raitas y los chutneys. Las
ansias de conocer más recetas se saciaron
con “Aroma árabe”, el afamado libro de
Salah Jamal, un palestino residente en Barcelona y que por cosas del destino terminé
conociendo. Su sentido del humor y su buena
conversación agregaron información sobre
25
la cultura musulmana y algunos “secretosmaternos para las elaboraciones culinarias
de su tierra.
La palabra serendipity tiene su origen en
el antiguo nombre de Ceilán, aquella isla del
Índico más conocida hoy por el tsunami que
la azotó hace unos años que por su aromática
gastronomía. Los ingleses usan esta palabra
para describir los descubrimientos que hacemos por casualidad, y es lo que me ocurrió
por segunda vez al conocer a Deepti Golani,
una india de Rajastán que lleva más de 15
años difundiendo la cultura gastronómica
de su tierra en Cataluña. Deepti impartió un
curso a dos calles de mi casa dando el cierre
perfecto a los conocimientos empíricos de
cocina indostaní, o en otras palabras, del
curry.
Es justo mencionar ahora que una cuarta
parte de la población mundial se alimenta
con curries, un producto del que sabemos
más bien poco y del que tenemos la impresión que es un polvito amarillo nacido por
generación espontánea de algún arbusto y
que sirve para echarle a la crema de leche y
hacer “pollo al curry”.
Lo cierto es que India, Pakistán, Afganistán, Nepal, Tailandia, Malasia, Ceilán e
incluso regiones de África y el Caribe, basan
su dieta en platos elaborados a partir de especias. Los hay de vegetales, de carnes, de
aves, de frutas; es un universo de colores y
sabores inmenso acompañado de arroces,
panes y salsas de yogur.
La Enciclopedia Británica define el curry
como la mezcla de especias molidas adaptada por los ingleses a partir de las recetas
tradicionales indias.
La palabra “curry” (como todo lo interesante) no tiene un significado cerrado ni
absoluto; también se denomina así a todos
los platos que se preparan con las especias
como protagonistas. Algunos dicen que
viene de la palabra hindi “Karahi”, sartén
usado para preparar los masalas (mezcla
de especias). Otra hipótesis es que viene
de “Karhi”, que es una sopa de harina muy
condimentada. La verdad es que “curry”
también describe una forma de comer que
no pasa por dos platos y un postre sino por
muchos platillos que los comensales comparten alegremente alrededor de la mesa
y casi siempre con la mano, ayudados del
pan chapati.
Sabemos que desde la antigüedad la
maceración de productos en especias ha
sido una de las técnicas de conservación más
efectiva y hoy en día sigue usándose debido
a las cualidades de sabor que aporta a la cocina. Entre los principales ingredientes del
curry están las semillas de cilantro, la cúrcuma, el comino, el fenogreco o alholva, el
chile o ají, el jengibre, la pimienta y así hasta
20 especias mezcladas según recetas que en
la India pasan de generación en generación
consiguiendo una sabiduría de siglos. Cada
familia presume poseer las proporciones
perfectas y el más equilibrado masala.
La segunda parte de este relato se desarrolla en Cali, siete años de ausencia después
y convertido en un curryholic, que es como
se autodenominan muchos de los occidentales enganchados al picante asiático.
¿Y ahora qué voy a hacer? Por más que
cargué con unos 15 kilos de polvitos y semillas desde España, habría un día en que se
acabarían. Además, la moda gastronómica
colombiana se había centrado en la cocina
Tailandesa y el curry que me ofrecían eran
unos sobres tipo sopa Maggy traídos de
Miami. Pero como se sabe, un adicto hace
hasta lo imposible para satisfacerse.
Múltiples excursiones por supermercados y “tiendas gourmets” con numerosos
frasquitos de tamaño reducido y precio elevado tan sólo lograron hacerme ver como un
esnob más y aumentaron mi desesperación.
Estaba buscando en el lugar equivocado, las
verdaderas especias sólo podían estar en
un espacio atiborrado de gentes, de olores y
comercios, algo más cercano al gran bazar
de Estambul que a un Carrefour: así pues
descubrí en pleno centro, detrás del Palacio
de Justicia, las especias en costales y en
grandes cantidades como debía ser.
Allí encontré las semillas de cilantro,
que aún no sé a quién se las venden pues
son inexistentes en nuestra cocina, el cardamomo, los clavos y la nuez moscada, las
semillas de mostaza negra y amarilla, y
contra todo pronóstico encontré fenogreco,
aquella pepita dura como la piedra y que le
da ese aroma terroso al polvo de curry.
Cargados de semillas, mi compañera y
yo nos dispusimos a comenzar la alquimia;
ella, que amorosamente ha estimulado y se
ha unido a mis devociones, me acompañó a
tostar las especias y consiguió la máquina
de moler de una vecina que instalamos en
la terraza de su casa materna.
A la vecina aún hoy, después de casi dos
años, las arepas le saben a comino y canela.
Por otra parte nosotros hemos logrado fabricar garam masala y una pasta de curry,
con la mayoría de ingredientes conseguidos
en Cali.
Aunque faltan muchos productos como la
azafetida, las semillas de cebolla y amapola,
el besan o harina de garbanzo, el cardamomo verde, la cúrcuma y el arroz basmati a un
precio razonable, también es posible gozar
de un buen yogur natural, del pan chapati
mezclando harina blanca con integral y de
la frescura del cilantro, la hierbabuena, el
laurel, el mango, el coco y toda la variedad
de frutas tropicales que también se usan en
la India sin más límite que la imaginación
y el paladar, pues cuando se habla de curry
los términos salado o dulce son una pobre y
restringida descripción.
27
Joaquín
Llorca
[04
Maria Claudia Montaño
1. Porque, al prepararlos, resulta más cómodo sellarles los bordes.
2. Porque no necesitan mucha harina para
que queden bien “aborrajados”.
3. Porque, al tener menos harina, no quedan tiesos sino crocantes.
4. Porque quedan más anchos y hay más
espacio para que se derrita el queso.
5. Porque se les hacen boleritos apanados
en los bordes (y me gusta arrancarlos uno
por uno).
6. Porque es más fácil despellejarlos.
7. Porque así los hacía mi abuela, así se
los enseñó a hacer a mi mamá y así me los
enseño a hacer ella a mí.
1. Partir los plátanos maduros en troncos. (4 por
plátano).
2. Freír los troncos en aceite por unos minutos
hasta que se doren.
3. Sacarlos del aceite, dejar enfriar y aplastar en
forma de tostadas.
Es importante que no estén calientes porque se
pueden pegar al martillo (o piedra), pero que tampoco se enfríen mucho porque se desbaratarían.
4. Aparte, batir 2 huevos con un poco harina (ensayar primero con 2 cucharadas e ir probando
consistencia) y añadir una pizca de azúcar y una
pizca de sal.
5. Partir el queso cuajada en tajadas medianas
no tan gruesas (que quepan en el centro de las
tostadas).
6. Armar los aborrajados poniendo el queso en el
centro de una tostada, taparlo con la otra y sellar
los bordes aplastándolos con los dedos.
7. Pasar los aborrajados por la mezcla de huevo.
Se deben voltear para que queden impregnados
de manera uniforme.
8. Una vez caliente el aceite, poner los aborrajados en el sartén, bajar el fuego a medio y con
una cuchara limpia, empujar el aceite hacia el
aborrajado para que se vaya cocinando la parte
superior.
9. Una vez dorada la parte sumergida en el aceite
voltear el aborrajado.
10. Antes de comer se recomienda poner el aborrajado sobre papel absorbente para cocina y así
disminuir el riesgo de infarto.
11. A disfrutar!!
Ingredientes:
2 plátanos maduros · Queso cuajada
(suficiente para 4 trozos no muy gruesos) · 2 huevos · Harina
· A zúcar · Sal · A ceite
{
{
Entreacto
[
7 razones por las que prefiero
los aborrajados de tostada
a los de tajada
29
Fotografías :: Carlos Dussán
flickr.com/cdgatonegro
3
3
*
Antes de entrar a un bar swinger uno le teme a dos cosas: a no
gustarle a nadie y a gustarle a alguien. En el primer caso corre uno
el riesgo de regresar a casa con el ego aplastado. Pero por fortuna no
se regresa sola. En el mundo swinger no se va sola a citas a ciegas
y no se enfrenta sola la molestia de la mañana siguiente después
de… Lo sabroso de la vida swinger es que uno pasa por ésas con el
otro, en una suerte de destino compartido que resuelve parte de
la angustia. “Por lo menos voy con alguien a quien le gusto”, me
dije cancelando el tema. Pero entonces estaba el otro problema: qué
pasaba si le gustaba, le gustábamos, a alguien. Nos imaginábamos
que en cuanto entráramos todas las parejas se girarían a mirarnos,
nos examinarían, y, luego, una morena sensual nos invitaría a su
mesa o una pareja ardiente nos sacaría a bailar o recibiríamos
insinuaciones abiertas a través de servilletas y miradas. Entonces,
no sabríamos qué hacer. O sea, sí sabíamos: “nada que nos haga
sentir incómodos o que genere celos al otro”, me había dicho el
Andrés antes de salir de casa. Pero lo cierto es que ingresábamos
a un mundo desconocido, nunca enfrentado y ninguno de los dos
podía predecir qué iba a resultar realmente incómodo, qué despertaría celos. Las parejas suelen ser lugares cómodos, despojados de
novedad, provistos por lo general de deliciosas y aburridas certezas.
Nuestra primera noche en un bar swinger nos arrojaba - juntos, por
fortuna - a un terreno de total incertidumbre.
Incertidumbre, ¡mierda!, incertidumbre.
– Si algo no te gusta me decís, ¿no?, no vamos a jugarnos la
relación por esto – le digo al Andrés en la puerta -. No vaya a ser
que la aventurita nos salga cara…
Él me sonríe con su sonrisa de nervios (se le tensan las mejillas,
las comisuras de los labios se dirigen torpemente hacia los extremos de su cara).
– No, no… Cómo se te ocurre.
Y entramos.
Sabíamos del lugar por Internet, porque una pareja nos contó
y porque ya habíamos pasado por ahí tres veces sin decidirnos.
Pero hoy no. Hoy era definitivo. $70.000 por pareja. “Tienen que
mantener siempre los dos. Juntos. Si uno de los dos se emborracha
deben irse ambos. Pueden entrar todo el licor que quieran. La
discoteca funciona hasta las 12, después pueden bajar a la zona
húmeda”. (¿Zona húmeda?) El hombre de la recepción es seco pero
cordial. “Cuando puedan bajar a la zona húmeda se les darán
toallas. Pueden desnudarse (¿desnudarse?) o usar ropa interior.
Se les asigna un casillero para que guarden sus cosas y se les dan
chanclas para que no anden descalzos, ¿Alguna pregunta?”. Tengo
muchas, claro, pero no es cosa de hacerlas aquí, en la recepción,
haciendo fila como quien espera a que le asignen un cuarto de motel. Reviso con disimulo a las parejas de atrás. Son tres. Adultas y
serias. Señores que ve uno mercando los domingos con medias y
pantalones cortos. Señoras. Más bonitas que sus maridos, como
siempre. Nadie conocido, gracias a dios.
y viejos, mucha clase media que se endeuda para pagar el carro,
una que otra silicona y esposos con barriguita. Empiezo a sentirme
cómoda. Fumo un cigarro, bebo un trago. Veo a las parejas bailar:
me descubro desenvuelta, dispuesta a juguetear un poco. Liberada.
Los miedos siempre me vienen vestidos de gigantes. Ya en situación se minimizan, se hacen chiquitos, puedo atajarlos en la mano
y enviarlos a la papelera de reciclaje. Bien por mí. Anuncian el
striptease. Sexo en vivo. No me entusiasma mucho. Los striptease
masculinos fueron hechos para hombres gays, no para mujeres. No
conozco la primera que se emocione viendo un tipo en seda dental…
Si salieran bien vestidos y te miraran a los ojos y se desnudaran sin
tanto aspaviento de caderas, tal vez… Por fortuna sale primero la
chica. Una trigueña diminuta y perfecta que se contonea sobre las
piernas de hombres y mujeres. Muy pocos la tocan, pero la gente
corea y bromea como en las despedidas de solteros. Lentamente
se acerca hacia nosotros. Andrés baja la cabeza y yo me hundo en
mi puesto (no dejo de pensar que los gestos de la chica son fingidos, que le están pagando por parecer sexy, que es mentira que
nos desee tanto como demuestra). La chica se marcha sin intentar
“Cuando puedan bajar a la zona húmeda se les
seducirnos. Así funciona el mundo swinger. Como la comunidad
darán toallas. Pueden desnudarse”
LGBT, los swinger aprenden rápidamente, y sin proponérselo, un
lenguaje sutil hecho de gestos sin palabras. Se dice que no o que sí
El Andrés y yo subimos a la discoteca. De repente el miedo se con la mirada, con un roce de mano, con una postura del cuerpo.
ha disipado. Me siento sexy y audaz. Atrevida. Rompiendo la his- Lejos de la chica puedo ver a mi esposo esta vez con curiosidad.
toria. La de mis padres y mis abuelos. La de sus matrimonios y sus Tan absorta estaba en la observación del lugar que no había caído
fracasos. Bebo dos sorbos de la caneca de aguardiente y me aliso en cuenta del pobre Andrés. Está aquí, a mi lado, con las manos
el cabello. Entramos y nos ubicamos rápidamente en la barra, sin sudando y la cabeza entre los hombros.
– ¿Qué te pasa?
mirar a nadie, más bien para evitar que alguien nos mire y se nos
lance con propuestas para las que no estamos preparados.
– No sé…
Parece una discoteca cualquiera. Pista de baile, barra, mesas,
– Ay, Andrés, estamos acá, es una cosa de los dos: nos la gozamos
luces convencionales. Ni un detalle erótico que desnude su inten- o nos la pasamos asustados y perdemos los 70.000 pesitos...
ción. Nadie nos mira. Nadie nos envía servilletas con propuestas,
ninguna morena sensual parece interesarse en nosotros. Ya sentada
recorro el lugar. Las parejas parecen normales. Hay de todo: jóvenes
[
[
35
bien iluminado, limpio y funcional. Las parejas se comportan como
tales: las mujeres doblan los pantalones de sus maridos y se cubren
con las toallas para cambiarse, como en un paseo de río cualquiera.
El Andrés y yo nos quedamos en ropa interior. Algunas mujeres
enseñan los pechos, pero la mayoría usa su mejor sostén. Nadie
parece avergonzado o incómodo, pero evitamos todos mirarnos
a los ojos. A veces se cruza una mirada simpática y uno sonríe
más como gesto de reconocimiento y saludo que como invitación
sexual. Parecemos un conjunto de excursionistas, agrupados por
una agencia de viajes, y no una tribu de cuerpos animados por el
deseo. Tomo nota de los rostros y las edades y examino a las parejas pensando si alguna podría gustarme. Acostumbrada a elegir
a los hombres como objeto del deseo, y a las mujeres como objeto
de admiración, me cuesta pensar en que ahora debo expandir mis
gustos hacia dos, como conjunto, como unidad.
[
[
Al Andrés, en cambio, los sustos lo agarran desprevenido. Se
lanza con excesos de confianza y en escena se paraliza. Lo conozco.
Hay que sacarlo de ese estado sin suavidad, sin consideraciones,
con voz de mando. Ya más tranquilo por fin me pide que bailemos.
Salimos a la pista como si estuviéramos en Tin Tin Deo y movemos
los pies mientras la cabeza nos da vueltas. Salsa de alcoba, guácala.
Nos arriesgamos con un reguetón y coqueteamos entre nosotros
para que los demás vean que no somos los mojigatos de la barra.
Que algo de sangre nos late por dentro. Y justo cuando estamos
entrando en calor un narrador nos invita a seguir a la zona húmeda.
El momento ha llegado aunque intentamos dilatarlo. Seguimos
bailando, bailando, todavía no, un ratito más acá arriba, por favor,
hasta que la sala queda vacía y no nos queda más remedio que
disimular el temblor de piernas, tomarnos de la mano, más fuerte,
si es posible, y bajar.
Caliclub funciona como sauna gay la mayor parte de la semana.
Sólo los jueves y sábados están destinados para parejas swinger o
mujeres solas (los hombres solos no pueden ingresar, “son morbosos”, nos dice el encargado). En el primer piso se encuentra la
zona húmeda compuesta de piscina, barra de licores, sauna, baño
turco y sala de casilleros. También hay espacios pequeños con sillas
playeras o colchonetas. El segundo piso es ocupado por la discoteca
y en el tercero hay cuartos oscuros, pequeñas habitaciones con
una camilla de hospital, paredes oscuras y luz mortecina. Algunos
cuartos no tienen puerta para mayor exposición y otros son tan
oscuros que a duras penas logra observarse la sombra de los cuerpos, el blanco de los ojos. Por último, está la terraza, a cielo abierto,
con sillas acolchadas. Por todas partes hay televisores que emiten
películas porno. Logro olvidar los discursos feministas contra la
pornografía, pero no puedo evitar recordar que a las gritonas de
tetas enormes alguien les está pagando.
El procedimiento para ingresar a la sala húmeda es más que
violento. Uno esperaría una desnudada sensual en un salón de
luces tenues y velas aromatizadas. Nada de eso. El casillero está
“Parecemos un conjunto de excursionistas,
agrupados por una agencia de viajes, y no
una tribu de cuerpos animados por el deseo”
Damos una vuelta por la zona húmeda. La iluminación es plana
y carente de sensualidad. Me hace falta un poco de música, tal vez,
y superficies acolchadas y sedosas y juegos eróticos que estimulen el
encuentro. Hemos visto fotografías de los grandes clubes swinger
del mundo. Algunos funcionan como restaurantes de intercambios
sexuales en los que las parejas se buscan estimuladas por platos
exóticos. Hay otros con piscinas llenas de espuma y esponjas finas
que disponen el cuerpo para baños relajantes. Hay lugares oscuros,
rojizos o azulados, que resaltan brillos y contornos de la piel. Hay
salones swinger en que te vendan los ojos con pañuelos y caminas
a tientas en medio de alfombras y explosiones de olores. Shortbus
(John Cameron Mitchell, 2006) está lejos y en tierra de trópico y
tambores a la comunidad swinger le basta una rumbeadita cualquiera de reguetón y champeta. O por lo menos eso parece.
El resto de la noche fue de desparpajo total. Hicimos el amor en
El Andrés y yo caminamos tomados de la mano rumbo a la
piscina. Nos sentamos en la barra y fumamos un cigarrillo mientras la piscina, ante los ojos de un negro silencioso, ante los ojos de una
observamos a las primeras parejas teniendo sexo. En vivo. Ante pareja agotada, ante los ojos de un chico gay que luego reconoció
nuestros ojos. No sólo los hombres son mal educados por la porno- habernos mirado con complacencia y ternura. Hicimos el amor
grafía, pienso: ellas también. Las chicas se encuentran estratégi- en los cuartos oscuros, aunque cuidándonos de cerrar la puerta
camente situadas para los espectadores. Repiten gestos y gemidos ante los avances de algún marido desparchado. Hicimos el amor
de actrices porno e intentan mostrarse sexys ante cualquier torpe de nuevo en la terraza, donde terminamos conversando con una
gesto de acrobacia masculina. Conscientes de la mirada de los esposa cincuentona, asustada pero aventurera, y una chica biotros, no se permiten poses que dejen al descubierto los rollos de sexual que compartió con nosotros un par de cigarrillos y proezas.
la barriga ni la celulitis indómita de los muslos. Se ven bellas pero Hicimos el amor en medio de otros, cerca de otros, frente a otros,
carentes de deseo y se ven ellos, también, más preocupados por la a pesar de los otros, gracias a los otros. Hicimos el amor en casa,
exhibición de su virilidad que por su propio placer. Sin embargo, donde regresamos chispeantes y felices de haber pasado la prueba
hacia el fondo, una pareja se besa con ganas auténticas. Me con- y contentos de haber empezado con cautela a cumplir la promesa
centro en ellos, los observo sumergirse bajo el agua y volver a salir que nos habíamos hecho un año atrás, cuando decidimos casarnos:
y los veo a ambos deslizarse sobre el otro con hambre y decisión. “Yo me caso con vos, Andrés, pero te prometo que no voy a ser la
Veo la torpeza de la vida real, sin cortes de cámara, sin ángulos única persona con la que tengás que tirar mientras estemos junperfectos. Con genuina fealdad. Nuestras barreras se van al piso tos”. “Acepto”, dijo entonces el Andrés casi en silencio.
y el Andrés me sugiere entonces que visitemos el baño turco.
Al segundo siguiente de ingresar al baño turco estamos sudan“Todos sudan. A través del vapor vemos
do. Todos sudan. A través del vapor vemos pieles sin sexo, manos
pieles sin sexo, manos de hombre, manos
de hombre, manos de mujer. Muchas piernas entrelazadas. Una
de mujer. Muchas piernas entrelazadas”
mujer le practica sexo oral a un hombre acostado sobre los muros. Las otras parejas están en lo suyo y alcanzamos a escuchar
gemidos agonizantes, gritos ahogados con besos y gruñidos que
Lo bueno, lo malo y lo peor
en otro momento nos darían risa. Encontramos un lugar en medio
Hemos conocido de todo. Mujeres jóvenes, musas de intelectuade todos y el Andrés y yo iniciamos nuestro momento. Como en
les viejos. Mujeres complacientes, compañeras de tipos tiránicos.
casa. Como si estuviéramos solos, aunque conscientemente aniMatrimonios de 20 años con hijos adolescentes. Parejas que llegan a
mados por la compañía cercana de los otros. En algún momento
la vida swinger tras una crisis matrimonial o una infidelidad. Varias
la mano de una mujer se desliza por mis pechos. La observo. Es
mujeres bisexuales. Un hombre bisexual. Hombres que quieren
la striptisera perfecta con su muchacho perfecto. Andrés toma
ver a su esposa tirándose a la esposa del otro. Hombres solos que
su mano y la devuelve dulcemente a su lugar. Hemos decidido no
se ofrecen para tríos. Mujeres de ojos bajos que intentan aceptar
hacer intercambios por hoy pero agradecemos su avance que abre
la idea de que su esposo se vaya a la cama con otra. Hombres que
puertas y nos deja con preguntas.
negocian la posibilidad de un contacto masculino. Parejas que
quieren intercambios estrictamente heterosexuales.
[
[
37
Parejas que quieren ser vistas teniendo sexo, parejas que quieren uno no pregunta mucho. Sin embargo, ya en otras ocasiones, haver a otros teniendo sexo. Parejas que no quieren ser vistas por su bíamos distinguido algunos signos que nos resultaban incómodos.
esposo(a) teniendo sexo con otro(a). Gente que ha hecho de todo: En primer lugar, las chicas lucían siliconas y lipos bien realizadas,
tríos y cuartetos, turismo swinger por todo el país, fiestas de cuatro mientras los tipos parecían no preocuparse por el problema de la
días en el Lago Calima. Parejas que buscan soft swinger (besos y estética. Mal signo. No la despreocupación de ellos, claro, que nos
caricias) o full swap (intercambio con coito) y gente que asume la parece sabrosa y necesaria, sino el énfasis tan fuerte en la estética
vida swinger como una suerte de secta religiosa, con mandamientos de las mujeres. Ya sospechábamos en ese momento, como hemos
podido comprobar después, que buena parte del mundo swinger
y ritos de iniciación.
Lo bueno: la mayor parte de las parejas son matrimonios de años, opera como un intercambio de esposas más que como un asunto
que pretendieron vivir toda la vida como una pareja convencional de pieles y parejas. Así, la esposa debe preocuparse por adquirir
y que empezaron a percibir a tiempo la emergencia de las primeras atributos que la dejen bien situada en el mercado. Para las que nos
crisis. La vida swinger apareció entonces como un modo de resolver resistimos a envejecer en la sala de un esteticista o atiborradas de
el estancamiento sexual. La mayor parte de ellos asegura que la cremas y ungüentos, el mundo swinger puede parecernos una interapia funciona y que, aunque a veces se presentan celos y diferen- sípida reproducción de lo que viene pasando en esta ciudad desde
cias, en general están contentos con el experimento. En este sentido, que ponerse tetas se convirtió en símbolo de estatus (o en la historia,
a pesar de nuestras críticas, no podemos dejar de reconocer que en desde que casarse con una bonita o con un rico ha sido señal de
el mundo swinger se agita una pequeña, capilar si se quiere, pero prestigio). Un punto a favor: hay muchas como nosotras. Buena
no por ello menos importante, transformación de sus trayectorias parte de las mujeres swinger son cuarentonas bonitas, naturales,
con esa sensualidad tan explícita de las mujeres maduras.
vitales y de las trayectorias de los que los antecedieron.
Tal vez nuestra mayor incomodidad tenía que ver con la comuLo malo: el mundo swinger no implica en sí mismo una transnidad
swinger que se reconoce como tal. Se ubican juntos en las
formación de las lógicas machistas que han regido socialmente los
discotecas
y lucen botones que los distinguen. Hacen fiestas solo
modos en que nos amamos. En una reunión reciente nos enconpara
ellos
y
se jactan de ser un grupo numerosísimo que no acude
tramos unas 10 parejas. El ambiente era cálido pero formal, sin
luces de discoteca, sin anonimato y con un ligero aire de fiesta de a las guías ni a las páginas Web para encontrarse. Al comienzo
casa. Supongo que inspirados por la atmósfera, la mayor parte de nos generaron curiosidad, pero una conversación casual con un
la gente se dedicó más a conversar que a coquetearse. El Andrés conocido, miembro de “la comunidad”, terminó por espantarnos.
y yo ya teníamos en la cabeza la tarea de este artículo, por lo que No podría explicar muy bien por qué. Tal vez somos, el Andrés y
asistimos excitados por nuestro nuevo papel de reporteros y el yo, reacios a cualquier tipo de comunión irracional o a cualquier
miedito que todavía no nos abandona. Todo resultó francamente tipo de causa irreflexiva. Tal vez nos parecieron miembros de una
decepcionante. Por lo general, los encuentros múltiples se producen iglesia que alaban al dios swinger o militantes de una causa que
en bares o fiestas, donde el contacto se establece a través del baile, desprecia a los que no se le suman. Nos parecieron en extremo
el licor y la disposición fluida que caracteriza a los cuerpos en la convencidos, en extremo entusiasmados. Y bueno, tal vez sea,
noche caleña. Es difícil reconocer entonces a los sujetos y las ideas también, un extremo escepticismo nuestro, tal vez sea el ateísmo
que los animan. Uno se guía por otros atractivos, uno no habla tanto, que nos hace tan desencantados, pero tanta cinta siempre nos ha
resultado sospechosa.
[
[
No estábamos equivocados. La noche de la reunión, rodeados de
diez parejas de lo más extrañas (extrañas por su extrema “normalidad”: abogados y oficinistas, muchachos jóvenes, señoras trajeadas
con vestidos de oficina y parejas que habían dejado a los niños con
las abuelas), pudimos reconocer a “la comunidad” en el esplendor
de su discurso y no en la ruidosa exhibición de sus sexualidades.
En principio nos sorprendió el machismo. Ya habíamos antes establecido un código básico para la selección de citas: buscábamos
parejas en que ambos estuvieran convencidos de participar de
experiencias swinger, pues no queríamos mujeres presionadas por
esposos indómitos, ni machitos ansiosos de arrinconar a la esposa
del otro. También nos sentíamos más atraídos por parejas en las
que ambos se encontraran en igualdad de condiciones económicas, de edades y culturales. Por experiencia, son las mejores. A
diferencia de otros swinger, no buscamos gente de “buen” estrato
y de “buena” educación, pero siempre nos terminaban tallando las
relaciones en las que él es el sujeto poderoso –ya sea por su dinero
o por su condición intelectual- y ella la pobre muchacha, por lo
general menor, que obedece los deseos de su héroe. Les huíamos.
Ellas terminaban pareciéndonos bobas y poco sexys y ellos pedantes y engreídos. O, al revés, ellos se comportaban como tontos
adoradores y ellas como diosas mimadas. Además, sospechamos
que son malos amantes: hasta en la cama se nota este asunto del
poder, hasta en la cama, ahí, en lo más privado, se hacen visibles
las consecuencias de la iniquidad.
Y, finalmente, lo peor: en la fiesta aparecieron nuevos signos de
machismo que hasta el momento desconocíamos. El primero es el
asunto de la resistencia. No es nuevo, claro, eso de que los hombres
midan su hombría por la duración de su coito. No sé quién les dijo
que durar eternidades prolongaba el placer, pero buena parte de
los hombres –y de las mujeres, por supuesto- se comen ese cuento
que termina abatiendo sus egos y convirtiendo el acto sexual en una
sesión de gimnasia aeróbica. Los swinger también lo creen. Usan
“Buena parte de las mujeres
swinger son cuarentonas
bonitas, naturales, con esa
sensualidad tan explícita de
las mujeres maduras.”
cremas retardantes y compiten sutil y explícitamente por el trono
del más resistente: “hay una competencia entre nosotros”, dijo
uno de los participantes que hasta el momento nos parecía de los
más jóvenes y de los más liberados. Al instante le di un apretón en
el muslo al Andrés, que tomaba distraído su cuarto mojito. Él me
devolvió una mirada cómplice. Miré a mi esposo con esas miradas
nuevas que a veces, en medio de la cotidianidad y de las cuentas por
pagar, nos regalamos los casados para volver a vernos como cuando
recién nos conocimos. Me gusta este hombre que lucha contra su
propio padre y los padres de sus padres. Me gusta su soltura y el
modo en que evade cualquier escena de competencia masculina.
Me gustaba su feminidad recién descubierta, su capacidad para
olvidarse de las tontas lecciones sexuales que recibió con los amigos
de la adolescencia. Me gusta mi esposo y no me gusta la idea de
verlo participar de un duelo de penes y frecuencias.
El segundo signo alarmante de machismo fue el de la homofobia.
Por casualidad, sin dejar entrever que se trataba de una pregunta
periodística, dejé salir un comentario ligero. Hablaba entonces una
mujer fascinante, cómica y fácil de palabra, que nos contaba sus experiencias sin recato. “Ve, pero sigue siendo esto de lo swinger muy
un juego de presto mi esposa y me prestás la tuya…”, le dije.
– Sí, pero entonces, ¿cómo podría ser? – me respondió ella y
debo admitir que lancé un aplauso silencioso a su inteligencia.
– No sé, una cosa de cuerpos que se juntan, de gente que reta su
propia heterosexualidad y se deja llevar por pieles…
La sala estalló en un murmullo de creciente desaprobación.
Andrés se hundió en su puesto con cara de que yo había ido muy
lejos. Algunos hicieron chistes. “Yo, ¿marica?, nunca”. En la sala se
proyectaba una preciosa película pornográfica francesa. Dos chicas
delgadas se besaban desnudas sobre un prado que debía picarles
en las nalgas. El esposo de la mujer que hablaba tomó la palabra:
“No, nosotros evitamos la bisexualidad (la masculina, debió decir,
porque la femenina es alentada y perseguida), claro, hay gente a la
que le gusta hacer sus cosas raras, hay quien prefiere hacer cosas
con gallinas… pero…”. Guardé silencio. Quise decirle que tirarse
gallinas no era lo mismo que amar a alguien de su mismo sexo.
Quise decirle que la literatura médica y antropológica cada vez reconoce que la heterosexualidad plena no existe y que las identidades
sexuales son más flexibles de lo que creemos. Quise decirle que en
Colombia las uniones homosexuales han conquistado importantes
derechos y que en muchas partes del mundo hombres y mujeres se
están casando y besándose públicamente en parques por los que
transitan niños y ancianos. Pero no dije nada. Me callé porque sin
querer había metido al Andrés en una situación incómoda. Todos
lo miraban como el marica del grupo y los más condescendientes
decían que ellos respetaban cualquier inclinación, salvo que el sexo
entre hombres era un poco “brusco”.
– Pues no sé, yo he visto a mis amigos gays besarse y he visto a
hombres amarse y me parece… bonito – dije con el último aliento
de valentía que me quedaba.
– Bonito es una palabra marica – me dijo bromeando el hombre
del frente, esperando que me riera.
Andrés y yo nos quedamos callados. El tipo nos miró de nuevo y
soltó una carcajada. Seguimos en silencio. Entonces le expliqué:
– Lo siento, no nos reímos de chistes machistas, ni sexistas, ni
racistas… Uno no sabe a quién puede herir.
Y acto seguido nos despedimos rápidamente de todo el mundo
y salimos ofuscados. Con la fiesta, con nosotros, con nuestras complicaciones que, tontas o no, nos marginaban de la comunidad y
nos devolvían a la cacería de citas solitarias.
– ¿Viste que hacían chistes de doble sentido?- me dijo el Andrés
antes de tomar el taxi.
– Sí, ¿no?...
Comprendí entonces a qué se refería. Los swinger de la fiesta
hablaban de sexo en el mismo tono, con el mismo recato disfrazado
de morbo, que los de sexualidades menos liberadas. Que la gente
del común. Cosa extraña, supongo, porque uno no esperaría que
los swinger hablaran seriamente de sexo, como no espera uno
que un tipo rumbero hable seriamente de la rumba (de esas cosas
sería preferible hablar en tono eminentemente festivo). Pero, en
cambio, uno sí esperaría mayor arrojo, mayor desnudez de las
palabras, mayor capacidad para decir las cosas por su nombre
sin sonrojos. Menos fantasía prefabricada y más gente hábil para
narrar sus deseos, sin tener que recurrir a las carcajadas nerviosas
de los tímidos.
[
[
“Menos fantasía prefabricada y más gente hábil
para narrar sus deseos, sin tener que recurrir a
las carcajadas nerviosas de los tímidos.”
Ya en el carro, despabilados por la mañana fría del domingo, le
dije al Andrés en tono romanticón:
– Ojalá duren mucho…
Y el Andrés, siempre sabio, me respondió con una frase
concluyente:
– O que la pasen bueno… mientras duren.
Y entonces le di una despelucada de mano izquierda y nos fuimos
los dos, en silencio, rumbo a casa, mirando esperanzados y cursis
a cuanta pareja de viejitos pasara por la calle.
Encontrándonos
Hace diez meses nos encontramos con una pareja joven en un
bar. Tomamos un par de cervezas y conversamos sobre música,
sobre la experiencia swinger, sobre nuestros miedos compartidos.
El tipo era un muchacho risueño y dulce, que nos tocaba al hablarnos y no temía decirnos que era su primera vez. La muchacha era
contestona y alegre. Buena habladora. Como le gustan a Andrés,
como me gustan a mí. Terminamos desayunando la mañana siguiente, después de una larga noche de conversación, cervezas y
música electrónica. Tuvimos sexo, claro, cada una con su cada uno,
aunque lo suficientemente cerca como para mirarnos a los ojos.
Nos gustaron ellos. Nos gustaron sus temores y su amor hecho
de razones y su verdad tan de la calle, tan de todos los días. Nos
despedimos deseándonos de corazón buena fortuna para el futuro
que se viene y se despidieron ellos con total abrazo, con la ternura
de los que regresan de viaje.
*
Los nombres han sido cambiados para proteger
la identidad de sus autores y sus protagonistas.
Serie Califragilístico
www.mariaelisaduque.com
Música · The Gossip
Libros · Cormac McCarthy
Blogs · De blogs entre los blogs
Pelis · El discreto encanto de Wes Anderson
Recomendados
[
[05
Beth Ditto
Julián Céspedes
Foto · Daniel Boud
www.boudist.com
The Gossip
Esta banda combina algunas de las cosas
que más aprecio en la música: una voz potente, como de cantante de soul a la que el
amor y la angustia la queman por dentro, la
energía simple directa y amateur del punk,
y ritmos que te ponen a bailar a pesar del
tedio del que hablan algunas de sus letras.
Su sonido es similar a esa corriente de
grupos (Yeah yeah yeahs, Franz Ferdinand,
Fratellis, Arctic Monkeys, White Stripes)
que han recuperado la estética de la banda
de garaje, pero que han temperado la rudeza del punk con la actitud más ligera y
bailable del New Wave .
Y si la música no es suficiente argumento
para que se den una oportunidad de escuchar esta banda, están también los divertidos datos extramusicales y anecdóticos:
por ejemplo, su cantante, Beth Ditto, es
gordísima y quiere seguir siéndolo, porque
simplemente “le encanta comer”.
De hecho asegura que Britney Spears le
parece “hedionda”, y ¡Ah!, como si fuera
poco, en sus conciertos, Ditto baila hasta
terminar en ropa interior. ¡Qué viva la
buena música, y las mujeres que se sienten
sexys!
Ultra recomendado: Su álbum Standing in
the Way of Control, y la canción del mismo nombre, inspirada por la negativa del
gobierno Bush a permitir el matrimonio
homosexual en los Estados Unidos.
Margarita Cuéllar
De blogs entre blogs
Navegar la blogosfera puede resultar
un tanto frustrante. Supongo que en otros
idiomas también habrá mucha basura, pero
en general, la calidad de los blogs en español
deja mucho que desear. En inglés al menos
están los bloggies (y los demás premios
que se otorgan cada año) que nos sirven
para esquivar rincones horrorosos y para
depurar el oficio de la navegación y el de la
procrastinación.
Con los bloggers (dícese de aquellos que
escriben blogs) también ocurreque muchos
empiezan con fuerza pero sufren muertes
lentas, o muertes súbitas, dimitiendo su
contenido en el ciberespacio cual satélites
rancios.
A continuación me permito recomendar blogs que han superado el umbral del
tiempo, blogs donde sus autores han comprobado que no bloguean por chicle sino
por vocación…. porque encontrar blogs que
ameriten, que perduren, que sean interesantes y que estén bien escritos resulta todo
un reto… pero que hay joyas, las hay.
Está por ejemplo, el blog de una nena
que, aunque no logro descifrar muy bien
quién es, o cómo se gana la vida, me encanta. Su blog se titula La Petite Claudine
lapetiteclaudine.com, pero que no los
despiste su nombre ya que esta pequeña es
todo menos tierna. Auto-acusada de ser una
señorita melómana, adicta, coleccionista de
fetiches, pornófila, geek, periodista, una zorra sin corazón y hasta cinéfila, los escritos
de ¿Claudine? rayan desde lo genial hasta
lo esquizofrénico. Arte, cine, literatura,
política, videojuegos, diseño, tecnología,
música, nuevos medios… nada se le escapa
a esta nena de ojo incisivo y delicioso.
Para la segunda recomendación me
complace poderles ofrecer algo de calidad nacional. Se trata de Cine al oído (o
cinealoido.com, como prefieran), un blog
que sirve como espacio virtual de apoyo
a las actividades del programa radial (del
mismo nombre) que emite la emisora de la
Universidad Nacional de Colombia
(UN Radio 100.4 FM, sábados 2 de la tarde)
desde hace algo más de dos años. Como su
nombre lo indica, Cine al oído es un blog de
cine. Bueno, es un blog de cine, que habla
de sus actores, guionistas, festivales, productores, directores, géneros, películas…
etc. Me gusta porque ofrece entrevistas,
videos, fotos, chismes, podcasts y escritos
de gran calidad. No creo que haya que ser
cinéfilo para disfrutar de este espacio ya que
su autor, Francisco Cárdenas, un bogotano
radicado en Medellín, no se explaya en un
lenguaje técnico sino más bien uno sencillo
dónde se evidencia un claro goce por escribir, compartir, y hablar de cine.
47
Gabriel Jaime Alzate
La oscuridad exterior
Cormac McCarthy, DeBolsillo, Barcelona, 2006.
Traducción de Luis Murillo Fort.
216 páginas.
No es el misterio ni la soledad que ronda,
es la oscuridad interior, el hecho de ir en
pos de nadie-sabe-muy-bien-qué lo que
rompe la tranquilidad del paisaje en esta
novela de McCarthy. Rinthy, Holme, el
hojalatero no son nada sin la persecución, sin la acuciosa búsqueda de algo
indefinido que los une sin saberlo. Son
la sombra de otros tres que, como una
cifra extraña, simbolizan silencio, risa
y muerte, semejantes a un emisario que
surge de cada rincón del camino. No es el
temor a confesar el incesto sino la muerte
que cada uno lleva a cuestas y necesita
explicársela a cada instante en el diálogo
con los otros: la sed, la falta de cobijo, la
carencia de palabras para ir más allá de lo
que cada uno es porque saben que nadie
vive en ningún lado, y que siempre será
una pena ir vagando por ahí… La novela es
la precisión de un lenguaje pleno de agresividad, de palabras exactas para definir
la miseria y el horror de vivir inmersos
en la ola de violencia de cada atardecer
mientras deambulan por senderos oscuros, fatigan rencores, sermones llenos de
atrocidad y desesperanza.
Suttree
Cormac McCarthy,
DeBolsillo, Barcelona, 2006.
Traducción de Pedro Fontana.
562 páginas.
Uno siente que la indigencia es la independencia total, la ausencia de trabas y
de vínculos con los que no son cercanos
aunque pisen las mismas calles de Knoxville, Tennessee. Suttree pesca en el río
y deja que la corriente acaricie una paz
interna construida a punta de adivinar
qué puede depararle el día siguiente entre
sus hermanos de sangre sean negros o
blancos, indios, ciegos, putas u homosexuales, para él son iguales en virtud del
hambre y el alcohol, de robos menores,
de esperanzas rotas y a la deriva como la
basura o los trozos de madera que lleva el
río crecido, como las charlas recogidas al
azar en la oscuridad de las calles o en la
brillante ilusa luz de los burdeles donde
se juntan. Excelsa ralea de mendicantes
de la vida que edifica un grito de salud
sin remedio, sin tregua, inmersos en una
deliciosa irresponsabilidad que los aproxima al más vivo sentimiento de amistad y
solidaridad. Como un canto feliz, MacCarthy nos entrega estos personajes que
no necesitan futuro. Ebrios meticulosos
de un presente que alargan sin cesar,
con una facilidad pasmosa para el dolor,
para el olvido, para la muerte que jamás
los asombra.
WES
ANDERSON
EL DISCRETO
ENCANTO DE
Hace ya unos años que el cine estadounidense viene
siendo refrescado por una ola de cineastas que, poco a
poco, ha transformado su panorama. Nombres como
Spike Jonze y su guionista Charlie Kaufman, David
O. Russell, Sofia Coppola, Paul Thomas Anderson,
Jason Retiman, Alexander Payne, Todd Solondz y Wes
Anderson, adquieren cada vez más protagonismo y resonancia. Sus películas llevan un sello muy particular
y su estilo es fácilmente reconocido por el público que
sigue de cerca sus carreras. Entre estos directores,
Wes Anderson es el primero en posicionarse como un
cineasta de culto, es decir, su obra tiene acogida entre
un grupo fiel de seguidores que han hecho de sus películas objeto de devoción. Dentro de esa masa de fieles
seguidores me encuentro también yo.
Anderson nació en Texas (lo cual no deja de sorprenderme) e
hizo su primera película a los 27 años. Bottle Rocket (1996) no
fue un éxito taquillero pero le garantizó una segunda oportunidad de dirigir y disparó la carrera de los hermanos Owen y Luke
Wilson. La peli, una comedia sobre la vida de tres jóvenes tejanos
que sueñan con convertirse en grandes criminales, está llena de
pequeños momentos que la hacen grande. Luego de Bottle Rocket,
vino Rushmore (1998), a mi modo de ver, una de las mejores
películas que hacen referencia al momento en donde se deja atrás la
niñez. El guión, que co-escribió con su amigo Owen Wilson, narra
la historia de Max Fischer, un adolescente quien, a pesar de ser
el editor del periódico del colegio, presidente de la asociación de
francés, fundador del grupo de tiro, capitán del grupo de debate,
presidente de la asociación de apicultura, vice-presidente del club
de coleccionistas de monedas y estampillas, presidente del club
de caligrafía, fundador de la sociedad de astronomía, miembro
honorario del club de esgrima, conductor del coro, creador de la
liga de “ponchao” y director del grupo de teatro, es, según el rector
del colegio, el peor estudiante de Rushmore. Su pobre desempeño
en las materias del currículo escolar pone en peligro su beca y Max
se encuentra al borde de la expulsión. Desafortunadamente, para
Max su colegio lo es todo. Después de la muerte de su madre ha
encontrado refugio en las actividades escolares, pero, pese a sus
intentos por salir adelante, no parece lograr su cometido.
Lo más bello de Anderson son sus detalles de fina coquetería
y en Rushmore abundan. La película es una exquisita sátira a la
sociedad; sus torpes reglas, sus divisiones sociales, y su sistema
tradicional de educación. Su humor y estilo me hacen pensar en
el clásico filme de Jean Vigo, Cero en conducta (Zéro de conduite:
Jeune diables au collège, 1933), sólo que a diferencia de los héroes
de Vigo, Max hace todo lo posible por adaptarse y formar parte de
un sistema que parece no tener interés en recibirlo.
Su tercera película, Los excéntricos Tenenbaums (The Royal Tenenbaums, 2001),
cuenta la historia de Royal Tenenbaum (Gene Hackman), su esposa Ehteline (Anjelica Huston) y
sus tres hijos: Chas (Ben Stiller), un genio de
las finanzas que logra amasar una gran fortuna a escasos doce años, Margot (Gwyneth
Paltrow), hija adoptiva y talentosa dramaturga, y Richie (Luke Wilson), campeón mundial
de tenis y ganador del torneo nacional americano tres veces consecutivas.
A pesar de la genialidad de los
Tenenbaum toda memoria de
sus éxitos ha sido borrada tras
la decepción, el abandono y las
mentiras de su padre. Al igual
que Rushmore, los personajes de
Los excéntricos Tenenbaums
son unos genios con grandes
problemas de adaptación. La
película, sin embargo, no habla
de la
necesidad de pertenecer, sino que se enfoca
en la tristeza y la nostalgia de una familia rota
que lucha por mantenerse a flote y recuperar
un pasado feliz que en realidad nunca existió.
Acompañada de los sonidos de los Rolling Stones,
Van Morrison, Ramones, y The Velvet Underground, Los excéntricos Tenenbaums está llena
de momentos preciosos en los que Anderson logra
condensar una enorme cantidad de información.
Los personajes son definidos tanto por sus acciones
como por los detalles que los rodean, la ropa que
usan, sus habitaciones, la música que los acompaña
(
(
cuando aparecen en escena y la manera como la cámara responde
a sus movimientos.
En Los excéntricos Tenenbaums Anderson se remonta a un
mundo de discos rayados y juguetes olvidados: el mundo de la casa
materna. Aunque la casa, lugar donde se centra la mayor parte de
la acción, siempre está colmada de gente (incluyendo la presencia
del padre que ha vuelto buscando retomar su posición dentro de la
familia), los personajes están sumergidos en una soledad abrumadora. A pesar del humor, el sentimiento que prevalece en la película
es el de la melancolía, al decir del memorable personaje Pantaleón
Pantoja de Vargas Llosa: “un sentimiento de globo reventado, de
película que acaba, de tristeza que de pronto mete gol”.
Vida acuática (The Life Aquatic with Steve Zissou, 2004), su
cuarto filme, cuenta la vida de Steve Zissou, un reconocido explorador y científico marino que sufre una crisis nerviosa a causa de
la muerte trágica de su mentor y compañero Esteban du Plantier.
Plantier muere en boca de un tiburón de especie desconocida y
Zissou, en contra de la comunidad científica que duda de la existencia del animal, emprende una misión cuyo propósito es encontrar,
registrar en cámara y asesinar al verdugo de su compañero. Su
viaje sufre calamidades tan divertidas como absurdas. El equipo
a bordo del Belafonte está conformado por su esposa Eleanor
(Anjelica Huston), Ned Plimpton (Owen Wilson) un copiloto que
puede o no ser hijo de Zissou, Jane (Cate Blanchett) una periodista
embarazada, y los miembros de la tripulación, entre ellos Klauss
Daimler, un buzo esquizofrénico encarnado por Willem Dafoe.
Como ya es costumbre, Vida acuática está acompañada por los
arreglos musicales del súper talentoso Mark Mothersbaugh (quien
lo ha acompañado durante toda su carrera) y los sonidos de Rock
clásico, en este caso, las canciones de David Bowie.
El personaje de Zissou es una parodia al explorador Jacques
Cousteau. Viniendo de Anderson la apuesta parece extraña ya que
“Luego de Bottle Rocket, vino Rushmore (1998), a mi modo de ver,
una de las mejores películas que
hacen referencia al momento en
donde se deja atrás la niñez”
en los filmes en los que ha hecho alusión al legado de Cousteau,
Anderson ha revelado su gran admiración y su nostalgia por el
romántico mundo de infancia que su sólo recuerdo evoca. Para
quienes coincidimos en admirar/romantizar las expediciones de
Cousteau, encontrarse con una película que se burla de su imagen
resulta problemático. Es obvio que el Belafonte es el Calypso, y que
el petulante Zissou, es el mismo Cousteau.
La posición de Anderson me obligó a revisar las obras completas
de Cousteau donde encontré que ciertamente el héroe de infancia
no es más que un francés con ínfulas de conquistador. Corroboré
la genialidad de Anderson y entendí que su Zissou responde a esa
mezcla entre la admiración inocente de la mirada de un niño que
sueña con expediciones a tierras lejanas y el desencanto del adulto
que entiende lo patético del ego que las motiva.
Su última película, Viaje a Darjeeling (The Darjeeling Limited, 2007), no podría ser acusada de ser una buena película, pero
es tan elegante que resulta difícil no sucumbir ante su derroche
visual. Desde el papel de colgadura de los vagones del tren hasta
los desiertos por los que atraviesan los personajes, la película
esta llena de texturas que parecen salirse de la pantalla. Es rica
en colores que parecen transformarse en olores y sabores. Pero
justamente es aquí donde falla; es tan TAN que resulta empalagosa. Sin embargo, con Anderson me pasa algo que me pasaba con
51
Woody Allen a mediados de los años noventa: estoy dispuesta a
perdonarle mucho y no pierdo la esperanza de que su cine vuelva
a ver días mejores.
El tema con la obra de Wes Anderson es que no tiene punto
medio: o se la aprecia o se la detesta. Muchos han expresado
desconcierto ante su sensibilidad como cineasta. Lo cierto es que
lo que hace a Anderson especial es precisamente aquello que lo
hace difícil; en su obra prevalece la sensación de que proviene de
un lugar muy privado, de alguien que ha crecido en una sociedad
amable pero reprimida, y de alguien que desde niño ha aprendido
a enmascarar sus verdaderas emociones. Lo más conmovedor de
Anderson es que ama y entiende a sus personajes; los ama sin
tenerles lástima por la soledad en la que viven. Sus personajes me
recuerdan a las ilustraciones de El Principito donde cada persona
habita un universo distinto, particular, muy propio pero a la vez
muy solo. Hay un momento precioso en Rushmore donde Max le
pregunta a su nueva amiga, la profesora Cross, sobre los motivos
que la llevaron a trabajar en Rushmore. Mrs. Cross le responde
que su esposo estudió en Rushmore, lo cual toma a Max por
sorpresa y necesita de unos segundos para reponerse. “No sabía
que estuviera casada”, le dice. Ella toma una bocanada de aire y
le responde, sin voltearse a mirarlo, que su esposo falleció y que
técnicamente ella ya no lo está. Segundos de silencio. Max sube
la mirada y buscando sus ojos le confiesa que su madre también
esta muerta. Ella levanta la cara, lo mira y le dice cuanto lo siente.
Max le responde que ella murió cuando el tenía siete años y que ya
se acostumbro a su ausencia. Todo esto lo captura la cámara con
sus personajes parados detrás de una pecera ubicada dentro de
un salón de clases de primaria, atiborrado de dibujos infantiles,
abecedarios y colgandejos. Yo me derrito. Amo la manera como
Anderson despoja de emoción un momento en el que uno intuye
hay tanto dolor. Es un momento muy sutil que puede perderse
dentro de los miles de momentos de Rushmore o dentro de los
miles de momentos de todas sus películas.
Sin embargo, son momentos como estos los que hacen de su
obra algo tan íntimo y especial. Es justamente la intimidad que
Anderson logra establecer con sus personajes lo que me atrae de
su obra y lo que me hace sentirlo cerca. He identificado que algo
similar a lo que me ocurre con Wes Anderson me pasa cuando
escucho a los Beastie Boys, me emociono y no puedo dejar de
pensar en lo rico que sería ser su amiga, hablar de cine, invitarlo
a un café…. porque participar de sus mundos, de sus personajes
y de la música que los rodea es una experiencia absolutamente
deliciosa.
Se la recomiendo.
Margarita Cuéllar Barona
Margarita es profesora de cine y narración audiovisual en la
Universidad Icesi. Trabajó en distribución de cine y en la producción
y programación de festivales de cine al aire libre. Recientemente mas
conocida como la mamá de Rosa, Margarita es coleccionista de salsa,
navegadora incansable de la web y es amante de Johnny, Luchino
Visconti, Zinedine Zidane, Chet Baker, Marc Jacobs, Tony Soprano,
Nick Hornby, Souther Salazar, Chrissie Hynde, Angel Canales, Rineke Dijkstra, Lee Scratch Perry, Aimee Mann, y Wes Anderson.
Ilustración de Wes Anderson · Marci Washington · www.marciwashington.com
Ilustración de Zissou · Jean Paul Egred · park-squirrel.devianart.com
Entreacto
[
[04
Comenzó por el gran baúl, organizando en pequeñas cajas un tejido
octogenario de fotografías, cartas, recortes de periódico y memorias familiares.
Luego limpió la cocina, arregló su armario, guardó los libros de la
biblioteca, las partituras del piano, los discos y la colección de afiches de
su hijo Jorge Iván. Con los ojos humedecidos, repasó pacientemente el
poemario de Clarita y algunos diarios de guerra de su difunto esposo. La
vida se le evaporaba cada milésima de segundo y los únicos testigos eran
esos recipientes de cartón.
A las seis de la tarde, después de concluir sus asuntos, Débora de Ospina
redactó una nota a sus hijos en la máquina de escribir. Luego, cuando supo
que faltaba muy poco, que su hora cero se aproximaba, apagó las luces de
la casa, se sentó en el sofá, y con una última sonrisa, abrió una botella de
vino guardada para la ocasión.
El general Ospina, no tardó mucho tiempo en llegar. Solo tuvo que
cabalgar desde el lejano inframundo para cumplir su prometido rescate y
recuperar el tesoro de su alma, perdido en una lucha contra el cáncer tres
años atrás.
Chagas Mazza
Ilustración · Jose Guadalupe Posada
53
Teatro de variedades
[
[06
Hernán Casciari
Leí una vez que la Argentina no es mejor ni peor que
España, sólo más joven. Me gustó esa teoría y entonces
inventé un truco para descubrir la edad de los países
basándome en el “sistema perro”.
Desde chicos nos explicaron que para saber si un perro
era joven o viejo había que multiplicar su edad biológica
por 7. En el caso de los países hay que dividir su edad histórica entre 14 para saber su correspondencia humana.
¿Confuso?
En este artículo pongo algunos ejemplos reveladores.
Argentina nació en 1816, por lo tanto ya tiene 190 años.
Si lo dividimos entre 14, Argentina tiene “humanamente”
alrededor de 13 años y medio, o sea, está en la edad del
pavo.
Es rebelde, pajera, no tiene memoria, contesta sin
pensar y está llena de acné (¿será por eso que le dicen
el granero del mundo?)
Casi todos los países de América Latina tienen
la misma edad y, como pasa siempre en esos
casos, forman pandillas.
La pandilla del Mercosur son cuatro adolescentes que tienen un conjunto de rock. Ensayan
en un garaje, hacen mucho ruido y jamás han
sacado un disco.
Venezuela, que ya tiene tetitas, está a punto
de unirse a ellos para hacer los coros. En realidad, como la mayoría de las chicas de su edad,
quiere tener sexo, en este caso con Brasil, que
tiene 14 años y el miembro grande.
México también es adolescente, pero con ascendente indígena. Por eso se ríe poco y no fuma ni un
inofensivo porro, como el resto de sus amiguitos,
sino que mastica peyote y se junta con Estados
Unidos, un retrasado mental de 17, que se dedica a
atacar a los chicos hambrientos de 6 añitos en otros
continentes.
En el otro extremo está la China milenaria. Si
dividimos sus 1,200 años por 14 obtenemos una
señora de 85, conservadora, con olor a pipí de gato,
que se la pasa comiendo arroz porque no tiene -por
ahora- para comprarse una dentadura postiza. La
China tiene un nieto de 8 años, Taiwán, que le
hace la vida imposible. Está divorciada desde hace
rato de Japón, un viejo cascarrabias, que se juntó
con Filipinas, una jovencita pendeja, que siempre
está dispuesta a cualquier aberración a cambio
de dinero.
Después, están los países que acaban de cumplir la mayoría
de edad y salen a pasear en el BMW del padre. Por ejemplo, Australia y Canadá, típicos países que crecieron
al amparo de papá Inglaterra y mamá Francia, con
una educación estricta y concheta, y que ahora se
hacen los locos. Australia es una pendeja de poco
más de 18 años, que hace topless y tiene sexo con
Sudáfrica; mientras que Canadá es un chico gay
emancipado, que en cualquier momento adopta
al bebé Groenlandia para formar una de esas
familias alternativas que están de moda.
Francia es una separada de 36 años, más puta
que las gallinas, pero muy respetada en el ámbito profesional. Tiene un hijo de apenas 6 años:
Mónaco, que va camino de ser puto o bailarín... o
ambas cosas. Es amante esporádica de Alemania,
camionero rico que está casado con Austria, que sabe
que es cornuda, pero no le importa.
Italia es viuda desde hace mucho tiempo. Vive cuidando a San Marino y al Vaticano, dos hijos católicos
idénticos a los mellizos de los Flanders. Estuvo casada
en segundas nupcias con Alemania (duraron poco: tuvieron a Suiza), pero ahora no quiere saber nada con los
hombres.
A Italia le gustaría ser una mujer como Bélgica: abogada,
independiente, que usa pantalón y habla de política de tú
a tú con los hombres (Bélgica también fantasea a veces
con saber preparar spaguettis).
España es la mujer más linda de Europa (posiblemente
Francia le haga sombra, pero pierde espontaneidad por
usar tanto perfume). Anda mucho en tetas y va casi siempre borracha. Generalmente se deja follar por Inglaterra
y después hace la denuncia.
59
España tiene hijos por todas partes (casi todos de 13 años),
que viven lejos. Los quiere mucho, pero le molesta que, cuando
tienen hambre, pasen una temporada en su casa y le abran la
nevera.
Otro que tiene hijos desperdigados es Inglaterra. Sale en barco
por la noche, se tira a las pendejas y a los nueve meses aparece
una isla nueva en alguna parte del mundo. Pero no se desentiende de ella. En general las islas viven con la madre, pero Inglaterra
les da de comer. Escocia e Irlanda, los hermanos de Inglaterra
que viven en el piso de arriba, se pasan la vida borrachos y ni
siquiera saben jugar al fútbol. Son la vergüenza de la familia.
Suecia y Noruega son dos lesbianas de casi 40 años, que están
buenas de cuerpo, a pesar de la edad, pero no le dan bola a nadie.
Cojen y trabajan, pues son licenciadas en algo. A veces hacen
trío con Holanda (cuando necesitan porro); otras, le histeriquean
a Finlandia, que es un tipo medio andrógino de 30 años, que
vive solo en un ático sin amueblar y se la pasa hablando por el
móvil con Corea.
Corea (la del sur) vive pendiente de su hermana esquizoide. Son
mellizas, pero la del norte tomó líquido amniótico cuando salió
del útero y quedó estúpida. Se pasó la infancia usando pistolas
y ahora, que vive sola, es capaz de cualquier cosa.
Estados Unidos, el retrasadito de 17, la vigila mucho, no por
miedo, sino porque le quiere quitar sus pistolas.
Israel es un intelectual de 62 años que tuvo una vida de mierda.
Hace unos años, Alemania, el camionero, no le vio y se lo llevó
por delante. Desde ese día Israel se puso como loco.
Ahora, en vez de leer libros, se lo pasa en la terraza tirándole
piedras a Palestina, que es una chica que está lavando la ropa
en la casa de al lado.
Irán e Irak eran dos primos de 16 que robaban motos y vendían los repuestos, hasta que un día le robaron un repuesto a
la motoneta de Estados Unidos y se les acabó el negocio. Ahora
se están comiendo los mocos.
El mundo estaba bien así, hasta que un día Rusia se juntó (sin
casarse) con la Perestroika y tuvieron como docena y media de
hijos. Todos raros, algunos mongólicos, otros esquizofrénicos.
Hace una semana, y gracias a un despelote con tiros y muertos,
los habitantes serios del mundo descubrimos que hay un país que
se llama Kabardino-Balkaria. Un país con bandera, presidente,
himno, flora, fauna...y ¡hasta gente!
A mí me da un poco de miedo que aparezcan países de corta
edad, así, de repente. Que nos enteremos de costado y que,
incluso, tengamos que poner cara de que ya sabíamos, para no
quedar como ignorantes. Y yo me pregunto:
¿Por qué siguen naciendo países, si los que hay todavía no
funcionan?
Hernán Casciari
Hernán Casciari nació en Mercedes (Buenos Aires),
el 16 de marzo de 1971. Escritor y periodista argentino. Se le conoce por su trabajo de ficción en Internet,
donde ha trabajado en el campo de la blogonovela
(la unión entre literatura y el blog).
http://orsai.es/
Entreacto
[
[04
Jean Paul Egred
Pöl (Jean Paul Egred) nació en una casa en la playa de Normandía
donde fue criado por sus padres hasta los 6 años, edad en la que huyó
de su casa para irse a vivir a una habitación en una fabrica de cubos
rubik al norte de Estocolmo. Sobrevivió 9 largos años comiendo pan
de avena y jugo de manzana. A los 15 fue reclutado por un ejército de
break dancers judíos y 4 albinos quienes le enseñaron todo lo que
hoy sabe; desde las artes del shinkuu-hadouken hasta la receta de
la popular shakshuka.
Estudiante de Diseño
Industrial de la Universidad Icesi
www.myspace.com/mondei - MONDEI !
park-squirrel.deviantart.com
63
CRUCES
DEL
CARIBE
Inge Helena Valencia
Almorzábamos donde Pauline cuando de pronto paso un avión caza gringo. Una, dos
veces, después otro, después el helicóptero. Nos miramos. Puffy se levantó, cogió las llaves
de la lancha, un tanque de gasolina cargado, y al puerto. Una palabra en los ojos no verbalizada: “cruce”.
Dos semanas antes una lancha había caído en frente de la casa de Ben, y muchas personas habían logrado llevarse una parte de la mercancía. Desde entonces cada vez que se
veía o sentía algo, todo el mundo corría, sin decir nada, porque puede que en una de esas
se encuentre el billete o la merca, y si todo va bien, se puede hacer la venta. Nosotros corrimos con curiosidad de saber que estaba pasando y claro, con la esperanza de encontrar
algo. Cuando llegamos a Santa Catalina la tomba ya había entrado y sonaban disparos así
que esperamos. Poco a poco los disparos se fueron acercando, hasta que llegaron donde
nosotros los tiras de la isla vestidos de turistas (que todo el mundo sabe que son tiras) y
nos sacaron.
Los del cruce eran dos pelados y los había
pillado un avión. La gente dice que en el mar
los aviones patrullan constantemente y que a
veces, si hay una lancha sospechosa se acercan
y toman fotos. Si la pillan, llaman el helicóptero y ahí... si se está cerca de tierra se hace
la carrera. La cuestión es: o fuga inminente
o cogida inmediata. Y eso fue lo que hicieron
los pelados, agarrar sus cosas, correr a Santa
Catalina y meterse isla adentro. La lancha
quedó encallada en la playa con el motor
prendido, nosotros a unos metros, con ganas
de ver si había algo y justo al lado, un tira que
insistía en que teníamos que retirarnos. A los
pelados no los pudieron coger y tres horas
después de la pasada del primer avión todo
el mundo se preguntaba la manera en la que
podrían salir, sabiendo que a esa hora ya las
islas estaban militarizadas, que el ejército y la
policía estaban requisando a quiénes estuvieran por ahí y que además, la armada estaba
cayéndole a todos los que estaban en el agua,
así estuvieran pescando.
Santa Catalina y Providencia están separadas por un estrecho canal y unidas por
el puente de los enamorados. A nado, el paso
del canal es fácil, pero hacerlo es como boleta
y más por la noche. Si los pelados iban a salir
no lo harían por ahí. Por eso, después de un
rato y sabiendo que a la luz del día no pasaría nada, toda la gente se disperso. Nosotros
también nos abrimos y en la noche fuimos al
concierto del novio de Sahany en la discoteca
de Old Town. Para volver a casa, yo debía
cruzar el puente, así que en la madrugada
Sahany me dejó en la cabecera y quedamos
en vernos al otro día.
El puente. 3 am. En las tablas del puente
estaban los dedos de las manos de alguien,
agarrándose silenciosamente, desplazándose
de tabla en tabla para cruzar de Santa Catalina a Providencia. Pensé en el cruce, los pelados
escondidos, las alternativas para escapar y
sin detenerme, continué mi camino. Dos días
después regrese a San Andrés y supe que los
pelados habían podido entrar a Providencia
sin ningún problema, donde seguramente
estarían a la espera de un próximo cruce.
Hoy en nuestras islas, esas que reivindicamos
como nuestras con un nacionalismo
trasnochado, muchos jóvenes se aventuran a
hacer cruces o trips, como comúnmente son
conocidos los viajes realizados en lanchas
rápidas ligados a actividades ilícitas. En estos
viajes se transportan “mercancías” que desafían
la política antinarcóticos y de seguridad
de nuestro país y de los países vecinos. Sin
embargo, muchos de los jóvenes dedicados
a hacer cruces no son propietarios ni de las
mercancías, ni de las embarcaciones y mucho
menos del negocio.
Las elevadas remuneraciones que generan
este tipo de trabajos, sumado a la difícil
situación económica en que esta sumergido
el Archipiélago de San Andrés y Providencia
desde hace algunos años, hace que los jovenes,
cada vez más, decidan vincularse a este tipo de
negocios. El dinero llega de vuelta a las islas,
pero muchos jóvenes no. Algunos mueren y
una gran cantidad son detenidos en cárceles de
EEUU, México y Centro América. El número de
desaparecidos y prisioneros aumenta de manera
preocupante y aunque no hay cifras oficiales al
respecto, el dolor familiar y la ruptura del tejido
social se hacen manifiestos en el día a día:
madres que ahora son cabeza de familia, novias
y hermanas que con incertidumbre esperan o
lloran la pérdida de sus hombres. A pesar del
riesgo, de la muerte, o lo que puede significar
afrontar una condena de 20 años en cárceles
extranjeras, hay quienes dedican su vida a
seguir coronando bien sea por el prestigio o por
la promesa de una alta remuneración.
Antes de abordar la proliferación de los cruces
o el por qué los jóvenes deciden dedicarse a
actividades ilegales, valdría la pena preguntarse
por las condiciones que los propician y que
han permitido que un cruce hoy sea más
rentable que otras actividades económicas
propias del contexto isleño como la pesca o
la agricultura. La respuesta pareciera obvia
pero en el fondo vemos una serie de relaciones
ligadas a modelos económicos de acumulación
que se articulan en complejas relaciones
globales y locales. En los últimos cincuenta
años San Andrés ha vivido la implantación
de modelos exógenos a sus propias dinámicas
productivas. Sea el caso del Puerto Libre que
desde la década de los cincuenta posibilitó la
compra de mercancías libres de impuestos, o
del turismo a gran escala, ese “todo incluido”
por el que muchos conocemos San Andrés.
Estos modelos transformaron fuertemente a la
isla, sus actividades económicas y productivas
y lo más importante las relaciones entres las
personas: quiénes vivían allí y quiénes llegaron
para quedarse en busca de un futuro mejor.
Con el desarrollo del comercio y la aparente
consolidación del turismo, los habitantes nativos
65
del Archipiélago tuvieron que adaptarse a grandes
cambios, desde dejar de hablar la propia lengua
para comenzar a hablar español, hasta adaptarse al
trabajo en esas nuevas actividades, abandonando la
s propias como la agricultura y la pesca, porque estas
en gran medida perdieron su rentabilidad. Pero ojo,
las actividades comerciales fueron monopolizadas por
unas minorías de fuera de la isla que excluyeron a la
mayoría de la población, tanto la que era de allí, como
la que llego para quedarse. Mientras muchas personas
llegaron en busca del “sueño san andresano” la isla
comenzó a sobrepoblarse y a sufrir un fuerte deterioro
ambiental, que sumado a la inequitativa distribución
de los recursos, sumergió a la isla en una profunda
depresión que lleva al menos unos 15 años.
“Todo tiempo pasado fue mejor”, pareciera ser
la frase que ronda en la memoria reciente de las
diferentes personas que hoy habitan las islas. La cosa
es que en medio de esta crisis económica y frente
a un reducido panorama de oferta laboral muchas
personas han buscado alternativas para hacerle frente
a estas circunstancias. Por eso no es gratuito que la
proliferación de los cruces haya llegado en momentos
de crisis económica, o que hoy por hoy los jóvenes
prefieran hacer un cruce antes que vincularse a una
industria hotelera que, en el mayor de los casos, los
explota y margina de su propia sociedad.
También vale la pena recordar que buscar alternativas,
inventarse cómo solventar el día a día o salirle al paso
a las circunstancias en contextos marginales, a pesar
de no ser algo nuevo, si tiene algunas particularidades
propias al contexto Caribe. Recordemos que la historia
y la región en el que están inscritas nuestras islas ha
estado marcado por más de cuatro siglos de presencia
colonial europea donde además muchas poblaciones
fueron dominadas y esclavizadas a través de la labor
extractiva de empresas económicas -que como la
plantación- permitieron que el capitalismo surgiera.
Pero en medio de la dominación, la represión y
la marginalidad propia de un contexto colonial
se hace necesario inventar estrategias para
resistir, soportar o desestabilizar el orden.
Sino ¿como explicar la presencia de piratas,
filibusteros y contrabandistas muy propios de
este lugar a la par de lugares “liberados” de
toda autoridad colonial como los palenques y
las rochelas? Si desde el siglo XVII existieron
circuitos para fortalecer el intercambio
entre Europa, África, América y cuidar las
mercancías y las rutas que vieron nacer al
capitalismo, también existieron quienes
decidieron burlarlas y robarlas de muchas
formas como táctica para debilitar al enemigo
o como una estrategia de sobrevivencia socioeconómica que en otras palabras también
significa salirle al paso a las circunstancias.
Sin tener una respuesta certera vemos que
en el fondo el modelo persiste: si el comercio
triangular vio nacer la piratería del siglo XVII
hoy, bajo los designios de esta globalización
se denuncia la existencia del narcotráfico y el
contrabando. Se continúa con el movimiento
de grandes influjos de dinero y de costosas
mercancías: ya no azúcar o tabaco, sino armas
y drogas, que permiten que las actividades y
trabajos más riesgosos de unos acumulen para
beneficio de otros. Los piratas de hoy burlan
otro imperio y contrabandean otras mercancías
para, entre otras cosas, hacerle frente a la de
depresión económica propia de la región y
también de presión porque querámoslo o
no, éste sistema también nos devora en la
invitación al consumo y al despilfarro. Y vale la
pena decirlo, porque muchas veces estos cruces
no se hacen solamente para tener qué comer o
dónde vivir, sino para tener ropa muy exclusiva
para vestir o bienes suntuosos que exhibir.
Los cruces, así como la piratería, pueden ser
vistos como parte de esas estrategias para salirle al paso a las circunstancias, no solo frente
a las dificultades económicas, sino también a
situaciones de marginalidad, discriminación y
esclavización que han caracterizado este lugar
en sus más de cuatro siglos de presencia colonial. Podríamos decir que en el Caribe, frente
a las instituciones, al deber ser de la legalidad
y la oficialidad, existe otro registro que niega
lo sistemático y afirma el desorden adquiriendo tintes de ilegalidad. Sino entonces cómo
explicar las figuras que le hacen frente a ese
mundo adverso impuesto por el colonial ruler.
Como diría el sociólogo y caribeanista Pacho
Avella: “En el caribe el que busca pensarse lo
hace jugando las reglas, o haciéndole el quite
a ellas, jugándose la vida a cada instante, tiro a
tiro, golpe a golpe como Pedro Navajas…”
El Caribe huele a mar y sal, suena a salsa,
reggae, reggaeton, calypso y ska, habla creole, patois y papiamento desde una oralidad
cómplice, que se mantiene frente al paso de
los años y la oficialidad de los códigos escritos.
Allí conviven el catolicismo, el protestantismo,
el hinduismo y el Islam, junto a la santería,
la obeah y el vudú. También encontramos la
pobreza y la riqueza extrema frente a la difusa
relación de lo legal y lo ilegal que evidencian
lo intenso de sus contrastes. Contrastes que
se reafirman en las dinámicas propias de esta
globalización pero que también tienen raíz
en una de las experiencias más desastrosas
de la humanidad: esclavizar a las personas y
considerarlas una mercancía en pos del funcionamiento de una gran máquina extractiva
capitalista.
Inge Helena Valencia
Inge Helena Valencia, más conocida como “chingue”, es profesora de antropología egresada de la
Universidad Nacional de Bogotá. Rola de las que
se lucen con perlas cómo “oiga chino” o “uy si como
no”, Inge Helena llegó a Cali vía Francia, donde
vivió por unos años cursando estudios doctorales y
dónde se destaco por sus habilidades como mesera,
bartender y albañil, entre otras cosas.
Fotografías:
David Rodriguez
noyereve.deviantart.com
Estudiante de Diseño Gráfico de la Universidad Nacional
de Colombia, dedicado a la fotografía desde 2006.
67
A su
maner a
Juan David Correa
Rosa vino a decirme lo que ya sabía: que nuestro
corto noviazgo había terminado. Lo supe desde
la noche en que le dije que la odiaba. Lo supe al
amanecer cuando empacó sus cosas en la maleta
negra que usaba cada vez que dormía en mi casa.
No quise que me diera explicaciones. Miré el aro del
bombillo y vi a una polilla revoloteando. Le dije lo
que quería oír. A las mujeres siempre les gusta que
uno se compadezca. Es una manera de afirmarse en
el mundo. De sentir que tienen el control. Fumamos
un cigarrillo sobre el sofá rojo. Ninguno de los dos
lloró ni se quejó. El silencio se instaló entre los dos.
Pasaron dos minutos. Me levanté, le di un beso en
la frente y fui hasta mi cuarto en donde me estiré
sobre la cama. Unos segundos después oí la puerta
cerrarse. Todo terminó, me dije, expirando, como
si quisiera contener el dolor en una bocanada. No
era posible, así que para no caer en el patetismo de
llorar por alguien a quien apenas presentía, encendí
el televisor y me distraje con la BBC que transmitía
un debate sobre la muerte de una estudiante de
bachillerato en Sheffield.
Amanecí con el sonido del televisor tronándome
en la cabeza. Esta es la nueva vida, pensé tras comprobar que una vez más estaba solo.
El teléfono sonó. Su voz provenía de algún pozo profundo. La escuché decirme te odio.
Colgué. Fui hasta la nevera y abrí un yogurt de melocotón. La baba lechosa me produjo
un buen efecto. Algo comenzaba a conciliarse dentro de mí. Como si después de haber
dejado a Nidia y de emprender el corto noviazgo con Rosa y de acabarlo, como ahora estaba
sucediendo, mi mundo comenzara a encontrar un orden ansiado. Se me ocurrió pensar
que Alberto tenía razón: al caos hay que sumarle más caos, cuando ya la esfera está llena
de desorden todo explota y vuelve a encontrar su lugar.
Rosa estuvo seis meses a mi lado. Fueron seis meses caóticos. Rosa era bella aunque
inestable. Tenía las pestañas largas y los ojos negros. Los entornaba y en ese movimiento
me hacía ver que ella tenía una fuerza que me superaba por mucho. A su lado siempre
me sentí pusilánime. Por eso, ese domingo, tomando yogur y viendo a las palomas cagar
sobre el alero de mi ventana, comenzaba a sentir bienestar. Un bienestar que duró poco.
El lunes llegué al trabajo y Clara me entregó un sobre que contenía las siguientes palabras:
“no sabes con quién te metiste, ahora vas a sufrir”. De inmediato bajé los cuatro pisos y
le pregunté a Clara quién diablos había dejado el sobre. Un muchacho, me respondió. Un
muchacho ¿cómo? Le pregunté.
Un mensajero, tenía casco y chaleco amarillo y no se quitó el casco. Me sudó la sien.
Todo el día no hice otra cosa que mirar por la ventana hacia el parqueadero.
El director me llamó como a las cinco para preguntarme sobre las fechas de cierre.
Hablamos un rato. Está raro, me dijo. Si, terminé con Rosa. El director conocía a Rosa pues
había trabajado para él antes que yo. ¿Y esa vaina? Lo de siempre. Hágale Ángel, arranque
y mañana hablamos del cierre. Salí de la oficina. Hubiera querido decirle que tenía miedo
y que el problema no era haber acabado con Rosa sino una maldita amenaza dejada por
un hombre anónimo en la portería. Caminé un buen rato por el parque El Virrey. En la
autopista me senté en un banco. Anochecía. Bogotá siempre me ha parecido una ciudad o
muy bonita o muy fea. Me pareció más fea que de costumbre. Quise pensar en los días en
que aún mamá estaba viva. Hubiera podido ir a contarle lo que me ocurría. Una mujer me
amenaza, le diría. Ella se sentaría tratando de parecer imperturbable, pero en el fondo de
sus consejos yo adivinaría lo que siempre había pensado: me creía un incapaz. No incapaz
para trabajar: un incapaz para vivir sin pánico. Ella sabía que cada tanto yo estaría allí,
sentado a su lado, para pedir consuelo por algún desequilibrio emocional. En el fondo los
dos sabíamos que cuando muriera, una parte de mí no podría flotar con naturalidad. Tenía
un fallo en uno de los remos y el bote siempre estaría a punto de naufragar. Anocheció.
Me levanté del banco y eché a andar hacia la casa de mamá. Quería llamar a Rosa y
pedirle una explicación. Me sentía amenazado por su carta. No dudaba ni un segundo que
era su manera de hacerme sentir inerme. Ella había aprendido a conocerme en la noches
en que yo salía corriendo por calles para evitar verla en la felicidad de las fiestas. No sé
por qué me atacaban los celos. Tampoco porque echaba a correr como un poseso. Terminaba al otro día destrozado, con el corazón latiéndome despacio, como un balón gastado
lleno de agua. Era lunes y las calles comenzaban a estar vacías a eso de las ocho. No sabía
adónde ir ni qué hacer. Era un moscardón encerrado en un frasco vacío. Me daba contra
las paredes al recordar la nota.
Rosa no dejó la nota. Eso fue lo que me dijo al no soportar el zumbido e ir hasta su casa
a eso de las diez de la noche. Estaba acostada leyendo El corazón es un cazador solitario
de Carson McCullers. Intenté recordar algo de la trama.
Sólo aparecían unos caballos. Un bar. Un tono decididamente escueto. Me senté a su
lado y le pedí una explicación. Ángel, estás chiflado. Sería incapaz. No seas tonto, dame
un abrazo. Volví a sentirme parte del mundo del que había sido expulsado con una nota.
Sentí calor y me recosté a su lado. Quise creer que todo volvería a la normalidad. Y así fue.
Despertamos e hicimos el amor y nos miramos con ojos de no querernos separar nunca
más. Cuando ella se encerró en el baño a canturrear alguna canción pensé en los dos días
anteriores. En el bienestar del domingo. En el malestar del lunes. Estaba buscando el
equilibrio y creía que podía encontrarlo entre el calor de un abrazo y el dolor de un balazo.
Pensaba que podía vivir en la hendija: justo en el centro. Siempre estaba imaginándome
como alguien que no era. Necesitaba mi cuota de dolor y de amor, siempre en las justas
proporciones. Como en una receta, cuando alguna de las cantidades no era equilibrada,
yo comenzaba a emprender la fuga.
Rosa salió del baño y me dirigió una mirada. Parecía enamorada. Yo lo estaba, de alguna
manera, a mi manera. Habría querido ser como Frank Sinatra y cantar A mi manera y
creer que el mundo podría ajustarse como un guante a los deseos y sueños. Me levanté y
me metí en el baño. El agua estaba hirviendo. Comencé a silbar My Way. Me sentí parte
del mundo. Me sentí pletórico. Me sentí amado y redimido y fuera del dolor. Me jaboné
como queriendo quitar de mí el sentimiento de soledad que me había embargado desde el
domingo. Me quemé con el agua y quise gritar: Rosa te amo. No lo hice. En cambio salí,
me sequé la piel frente al espejo, le di las gracias a mi madre que estaría mirándome desde
algún lugar y salí dispuesto a prometer que pasaría el resto de mis días con Rosa.
No pude hacerlo. Rosa no estaba y en cambio había una nota, idéntica a la del día anterior, pero esta vez con las palabras: “No vuelvas más, era mi manera de decir adiós”.
Juan David Correa (Bogotá, 1976). Literato de la Universidad de los Andes. Ha sido
periodista cultural en medios como El Espectador y Cromos. Desde 2004 publica una
columna semanal sobre literatura en El Espectador. Desde 2005 es editor de Arcadia,
el suplemento cultural de la revista Semana. Ha escrito en revistas como Semana y
Soho. Ha publicado tres libros: Las bibliotecas cuentan (crónicas sobre bibliotecarios
colombianos) Fundalectura, MinCultura 2004; Pedro Almodóvar, alguien del montón
(ensayo biográfico) Panamericana 2005; Todo pasa pronto (novela) Alfaguara 2006.
69
María Dolores tiene ochenta y seis años y vive con su hija
mayor y un nieto en una casa al norte de Cali. Se conserva
muy bien para su edad y dedica los jueves a encontrarse con
las amigas que le quedan. Tiene una finca cerca a Cali, pero
dice que va muy poco porque le da miedo. A pesar de sus vivencias en la guerra civil española, cuando era sólo una niña,
no se acostumbra a la violencia que se vive en Colombia y aún
siente miedo por lo que pueda pasarle en las calles.
Nació en el país Vasco, en el año de 1925, hija de padres
socialistas. Cuando cumplió los seis años se creó la segunda
República Española, que tenía como objetivo transferir el
poder de los terratenientes a las clases medias apoyadas
por el campesinado; otro objetivo era mantener a la políticamente poderosa Iglesia dentro de unos límites. También
luchaban por democratizar la estructura del ejército, laicizar
el sistema educativo y efectuar una modesta redistribución
de las tierras.
El padre de María Dolores, como buen socialista, apoyaba a los republicanos, pero gran parte de los católicos y
de los que pertenecían a la clase media se opusieron a estas
medidas. En septiembre de 1933 el Gobierno dimitió y en las
siguientes elecciones los partidos de la izquierda sufrieron
una aplastante derrota. “Yo era muy chica, pero aún recuerdo
la cara de desconsuelo de mi padre con esa noticia”. La nueva
República derechista permitió que quedara sin efecto todo lo
que habían logrado sus predecesores. Durante los dos años
siguientes se extendió la violencia.
El anterior texto es un extracto de una
crónica escrita por María del Mar Mozo
titulada “Guerra civil, guerra incivil”, y
hace parte de una clase de creación literaria que, desde hace ya varios años, el
profesor Harold Kremer viene realizando
con los estudiantes de la Universidad Icesi
de Cali. Este ejercicio se ha transformado
en un laboratorio en donde se encuentran,
se mezclan y se funden las técnicas de
escritura de ficción con historias de la
realidad, en las manos de jóvenes que han
encontrado en la escritura un camino para
conocer y pensar la sociedad en la que
viven. Este ejercicio ha permitido la publicación de El cinturón de fuego y otras
crónicas caleñas, el segundo volumen
de crónicas que aparece en la colección
de narrativa de la Facultad de Derecho y
Ciencias Sociales de la Universidad Icesi,
cuyo primer volumen, de éxito notable a
nivel nacional, apareció bajo el título Una
botella de ron pa´l Flaco.
Tres condiciones se
requieren para ser feliz:
ser imbécil, ser egoísta,
y gozar de buena salud.
Guillermo Martínez
Leo a Flaubert. Tres condiciones se
requieren para ser feliz: ser imbécil, ser
egoísta, y gozar de buena salud. De acuerdo, de acuerdo, pero aun así, y como cada
vez que alguien afirma, como un axioma,
“la dicha perfecta no existe”, no puedo evitar recordar la felicidad serena, extendida,
imperturbable, verdaderamente repulsiva,
de la familia M.
La precaución por omitir el apellido, lo
sé, es absurda, un pequeño pudor inútil, el
uso de la anamorfosis, como me aconsejaba
mi padre para atenuar mi vocación suicida
por la verdad, desde que la publicación de
uno de mis cuentos acabó para siempre
con las simpáticas reuniones de fin de año
en mi familia. En la ciudad donde nací ya
todos saben de quiénes hablo y fuera de
esta ciudad nadie los conocería, porque a
su reinado tenue y distraído le convenían
la discreción y las dimensiones locales. Les
bastaban en realidad los límites todavía más
sobrios del club de tenis exclusivo donde se
jugaban los torneos de primera categoría.
Porque la familia M era a primera vista, sí,
una familia de tenistas. Yo había oído hablar
por primera vez de ellos a los diez años, en
el modesto club de barrio de dos canchas
donde di contra un frontón mis primeros
raquetazos. Los vi por primera vez dos años
después, cuando mi juego había progresado
lo suficiente como para que mis padres,
en deliberaciones prolongadas y secretas,
decidieran el gasto de asociarme al club
de ellos. Con mi única raqueta y mis zapatillas demasiado raídas traspuse la arcada
imponente de la entrada y di un rodeo a la
mansión inglesa de la sede social que ocultaba las canchas. En el silencio de la tarde
empecé a escuchar, cada vez más vibrante y
(
La felicidad repulsiva
de la familia M (
potente, el cruce de pelotazos, y cuando me
asomé al final del camino de lajas, detrás
del alambrado, nítidos, magníficos, reales,
allí estaban. Entendí al verlos, mejor que
con cualquier otro ejemplo, lo que me había
explicado mi padre sobre los arquetipos
platónicos. El viejo M jugaba con Freddy,
el hijo mayor, en esa cancha algo separada
de las demás que –supe después– estaba
reservada de lunes a viernes para ellos.
Eran, minuciosamente, perfectos. El golpe
de derecha del viejo M resonaba como el
mandoble en la batalla de un rey menguante, embravecido y resuelto. Su revés era
sibilante y astuto, siempre con slice, como
si fingiera una debilidad para atraer allí
los golpes. Y cuanto más violentamente lo
atacaba su hijo sobre ese costado, más rasante e insidiosamente baja volvía la pelota.
Eran altos, atléticos, iguales. De la misma
71
especie. El viejo tenía un mechón blanco
en un pelo de color curioso, entre rubio y
pelirrojo, con un tono caramelo. Parecían
vagamente extranjeros y al contar en voz alta
los tantos el viejo pronunciaba las palabras
en un castellano demasiado educado, con la
inflexión de un acento. Vistos uno junto al
otro, en el cambio de lados, el hijo era quizá
un poco más alto. Tenía un saque poderoso
y un juego explosivo de ataque. Todo en él
era de un ímpetu arrollador, vertiginoso,
temerario, una carrera permanente, a veces
desbocada, por alcanzar la red. Su volea era
temible y tenía una agilidad de gato, una cualidad espectacular de acróbata, para cortar
los passing-shots hirientes de su padre. Cada
vez que volvía a su lugar para sacar se echaba
hacia atrás en un gesto brusco un mechón
que le caía sobre la frente y resoplaba con el
pie junto a la línea como un corredor a duras
penas contenido. Apenas los vi supe, con esa
desazón de lo verdadero y lo irreparable, que
nunca llegaría a jugar como ellos.
Era un set de entrenamiento y cuando
terminaron Freddy se fue hacia los vestuarios y el viejo M llamó a la cancha a su hijo
menor, Alex. Lo vi pasar junto a mí, con un
flequillo del mismo tono caramelo que su
padre y con un bolso alargado, por el que
asomaban los cabos de cuatro raquetas. Era
quizá apenas un año mayor que yo, pero ya
se veía despuntar en él, con la irrupción
de la adolescencia, el cuerpo largo y espigado de su hermano. Y si el viejo M era la
Sabiduría y probablemente la Astucia, y
si su hijo mayor era la Fuerza, Alex ya era
en ciernes la Elegancia. Nunca había visto
hasta entonces alguien que se perfilara de
manera tan impecable, ni que se desplazara
por la cancha con esa serena anticipación
para golpear, como si estuviera posando
para un manual.
No era yo el único que los miraba. Desde
uno de los bancos frente a la cancha una
mujer de aspecto reposado tejía un pulóver
blanco y alzaba cada tanto los ojos con una
mirada entre risueña y maternal para seguir
las alternativas de un peloteo. En una de
las canchas de atrás cuatro chicas que no
llegaban a los doce años, todas muy parecidas entre sí, reían y ensayaban un partido
de dobles. Cuando el viejo M salió de la
cancha la mujer del banco se incorporó y el
viejo la rodeó con un brazo mientras ella le
mostraba el avance del pulóver. Dieron un
grito alegre de aviso hacia el sector de atrás,
y las hijas guardaron las raquetas en sus
fundas y se unieron obedientemente al grupo familiar. El viejo M subió con Alex a una
camioneta y las chicas siguieron a la madre
en un segundo auto grande y reluciente, de
una marca importada que yo nunca había
visto. Freddy, que había salido del vestuario
con el pelo mojado y peinado hacia atrás, se
adelantó y dejó atrás a la pequeña comitiva
en una moto como una cabalgadura, alta y
rugiente.
Supe esa misma noche, durante la cena,
algo más de ellos. Cuando le conté a mi padre que los había visto jugar y le pregunté si
los conocía, asintió de inmediato.
–Claro que los conozco: compraron
hace unos años uno de los campos vecinos
al nuestro.
Lo miré con incredulidad. En nuestro
campo, muy apartado de la ciudad, nunca
llovía, vivíamos de crédito en crédito, y
mi padre, fuera de la máquina de escribir,
se consideraba a sí mismo un campesino
arruinado que salía a la terraza a otear sin
esperanzas el cielo, leía a Hegel y a Marx y
redactaba, también sin esperanzas, el programa de reforma agraria de un partido
comunista. Pero cómo era posible entonces,
pregunté, que los M tuvieran esa cantidad
de raquetas, esas motos y autos.
–Y una casa inmensa en el barrio Palihue
–agregó mi madre.
–¿No estudiaste acaso en la escuela
la división de las pampas? –me preguntó
mi padre–. La línea divisoria de la Pampa
húmeda pasa justo por el alambre de púas
entre nuestros campos.
Como siempre, me costaba saber si
mi padre hablaba en serio, pero me dio
permiso para levantarme de la mesa y traer
el Manual del Alumno Bonaerense.
–Aquí está –dijo mi padre, casi orgulloso de su mala suerte–; el campo de ellos:
Montes de Oca, el último de la Pampa
húmeda; el campo nuestro: Algarrobo, el
primero de la Pampa seca.
–Seca, estreñida –dijo mi abuela en un
rapto analógico, mientras se rascaba filosóficamente su codo con psoriasis.
–Así es, doña: setenta hectáreas y ninguna flor. Y usted que pensó que tendría un
yerno potentado.
Mi abuela rió con un cloqueo y se
agitaron los pliegues del cuello y sus mejillas
blandas.
–Tu padre, siempre el mismo. Yo lo único
que quería es que fueran felices.
–¡Felices! ¡Nada menos! –exclamó mi
padre y mi abuela volvió a reír, con sus ojos
como grandes charcos azules, como si le
hubieran hecho cosquillas en la papada.
–La felicidad completa posiblemente
no existe, pero que alguna vez no vuelquen
la sopa ayudaría bastante –dijo mi madre,
mientras extendía su servilleta para proteger el mantel debajo de mi plato.
–¿Por qué no existe? –protesté yo–. Yo
creo que sí existe: a los M se los veía muy
felices.
–La felicidad es como el arco iris, no se ve
nunca sobre la casa propia, sino sólo sobre
la ajena –dijo mi abuela.
–¡Doña! –dijo mi padre, admirado–: no
sabía que también era poeta.
–Es un antiguo proverbio idish –dijo
modestamente mi abuela.
73
–La felicidad perfecta no existe –dijo mi
madre–; y los M también tendrán sus cosas,
como todas las familias.
–Yo creo que sí puede existir una familia
completamente feliz. No la nuestra –dijo
mi hermana con resignación–, pero otra,
en algún lado.
–Sí, como los habitantes de otros planetas –dijo mi padre–: tan lejos que nunca los
conoceremos.
Mi hermano mayor empezó a temblar
y vimos vibrar la punta de su tenedor, detenido en alto, como si estuviera por estallar
en una crisis de llanto. Era la primera vez,
desde su regreso de la clínica, que intentaba
comer con nosotros. Mi padre le hizo una
seña a mi madre para que le diera su pastilla y lo vimos retirarse de la mesa hacia su
cuarto, arrastrando las pantuflas, como un
fantasma derrotado. Yo insistí, para quebrar
el silencio.
–¿Pero de verdad papá pensás que no
puede haber alguien totalmente feliz?
Mi padre pareció dudar, trató de recobrar su tono irónico de siempre y me apuntó
con un dedo.
–Si quieres ser feliz como tú dices… no
analices, muchacho, no analices.
Desde ese mismo día me propuse vigilar, como si fuera una nueva especie, frágil y
extraña, descubierta sólo por mí, la felicidad
de la familia M. Los estudié primero en su territorio: pegado al alambrado los seguí en los
entrenamientos y luego en los partidos del
torneo Mayor, que empezaba a disputarse.
Los espiaba tan de cerca como me era posible. Los vi desnudos en el vestuario bajo la
ducha, enjabonándose con despreocupación
y cruzando bromas con otros de los mejores
tenistas de la ciudad, como si no tuvieran
nada que ocultar. Trataba de escuchar cada
conversación y de sorprender en un descuido
un gesto de mal modo, de enojo reprimido,
el menor signo de una desaveniencia, algún
rencor o celos entre los hermanos. Supongo
que mi presencia les empezó a resultar familiar: me saludaban brevemente y el viejo
M cada tanto me sonreía, divertido con mi
persistencia, quizá porque creía que yo
sólo trataba de copiar algún golpe. Cuando
Freddy y el viejo M llegaron, como todos
anticipaban, a la final del torneo, me senté
desde muy temprano en las primeras gradas.
Esperaba que un pique cerca de la línea, o
un saque demasiado rápido, fuera de la vista
del umpire, pudiera encender un brote de
discordia, un reproche, una pequeña mezquindad. Pero en cada pelota dudosa, como
si se tratara sólo de otro entrenamiento, los
dos se apresuraban a pedir que se repitiera el
tanto. Lucharon ferozmente punto por punto, pero sin tirar la raqueta ni gritar una sola
vez. El viejo se quedó finalmente con la copa
y se abrazaron junto a la red, a la espera de
que los fotografiaran, como si fuera parte de
un ritual sonriente que repetían, ya sin tanta
sorpresa ni efusión, desde hacía años.
Empecé a prestar atención, en una
segunda ampliación del círculo, a cualquier
noticia que me llegara de ellos sobre sus
vidas fuera de las canchas. No me defraudaron. Supe que los dos varones iban al
colegio Don Bosco y las cuatro chicas a La
Inmaculada. Freddy y Alex eran excelentes
alumnos, aunque no tanto como para que
les impidiera estar a la vez entre los más
“populares”: con su barra ruidosa de amigos
atronaban la Avenida Alem el sábado por la
noche en los autos de sus padres. Juntos,
además, los hermanos eran imbatibles en
el equipo de tenis de los Intercolegiales y
tuvieron, en una sucesión fulgurante, sus
primeras novias lindísimas de otras familias
también intachables. Cada tanto, a la noche,
veía al padre por el Paseo de las Estatuas;
caminaba del brazo con su mujer, con la
pacífica laxitud de dos antiguos enamorados
y a veces, cuando me cruzaba con ellos, la
madre inclinaba hacia mí la cabeza con una
sonrisa plácida, educada, insospechable,
como si quisiera decirme “Sí, somos felices,
absolutamente felices, podés mirar tan de
cerca como quieras: no hay fallas”.
Cuando llegaba el verano, el reinado
sigiloso de la familia M se trasladaba al
balneario de Monte Hermoso, con buena
parte de la ciudad. Supe que tenían una gran
casa frente al mar y, aunque no había allí
campeonato de tenis, el padre y los dos hijos
eran el equipo invariablemente campeón en
los torneos de voley de playa. Regresaban a
fines de febrero, bronceados, alegres, todavía
más felices, si eso fuera posible, impacientes
por volver a las canchas y empezar la nueva
temporada.
Pasaron tres o cuatro años. Mi hermano
mayor intentó suicidarse por segunda vez.
Mi hermana cumplió dieciseis y quedó
embarazada. En reuniones tensas y crispadas
con la otra parte llegó a circular, como
un escalofrío, la palabra que empieza con
A. Pero las aguas bajaron y empezaron a
discutirse finalmente las condiciones de un
casamiento pactado.
–El casamiento no es nada, la ollita es la
condenada –dijo mi abuela por lo bajo.
Mi hermana rompió a llorar y se retiró
de la mesa.
–Al fin y al cabo no es la primera ni será
la última –dijo mi madre, casi desafiante–. Y
en todas las familias se cuecen habas…
–En todas las familias no –observé yo–.
No creo que las chicas M…
–Y dale con la familia M –bufó mi madre
irritada–. ¿No sabés acaso que las aparien-
cias engañan? Ya quisiera ver cómo son los
M puertas adentro.
–Eso no es tan difícil –dijo mi padre–.
Después de todo tenemos a nuestro correo
secreto del Zar, la fámula ubiqua: Miguela
puede contarnos todo.
Miguela era la posesión más preciada de
mi madre: de rasgos araucanos, silenciosa,
infatigable, limpiaba en nuestra casa tres
veces por semana. Mi madre, que la había
descubierto primero, recién llegada de
su provincia, sufría en silencio por no
poder contratarla también los demás días
y vivía en la perpetua zozobra de que otra
familia pudiera arrebatársela. Yo, que creía
saberlo todo sobre los M, ni siquiera me
había enterado de que también ellos, desde
hacía un tiempo, se la disputaban. Todo un
mundo se abría de pronto, una conexión
insospechada a lo más íntimo de la familia
M: la suciedad de los recovecos, el tesoro de
indicios del tacho de la basura, los signos
reveladores del cambio de sábanas. Miguela
lo había visto y oído todo y traía quizá ahora
mismo, en la suela de las alpargatas, algo
de tierra del jardín con pileta de natación
de los M.
Era uno de los días en que se quedaba
hasta tarde: todavía estaba en su cuartito
cambiándose la ropa. Mi madre la llamó y
Miguela compareció con la cartera ya bajo
el brazo y su pañuelo de colores anudado
al cuello.
–Tenemos aquí una discusión –dijo mi
padre– en la que sólo usted puede ayudarnos.
–Sí señor, con mucho gusto en lo que
pueda.
Miguela tenía una admiración reverencial por mi padre y no se animaba a embestir
con su plumero en el fabuloso desorden de
carpetas y libros de su biblioteca.
–Sabemos que empezó a trabajar desde
hace un tiempo en casa de la familia M. Sin
pedirle ninguna infidencia: ¿diría usted que
es una familia feliz?
Miguela lo miró, algo sorprendida.
–Sí señor, muy felices se los ve.
–Ahora queremos que se detenga a
pensarlo un poco más: se los ve felices sí,
¿pero diría usted que son verdaderamente
felices?
–Felices sin una nube, felices sin un
dolor –entonó distraída mi abuela.
Miguela trató de ponerse a la altura del
modo grave que había adoptado mi padre y
del silencio que se había hecho a la espera
de su respuesta.
–Hasta donde yo puedo ver, sí señor:
felices de verdad.
–Pero me va a decir Miguela, que nunca
los oyó discutir, que nunca vio una pelea, o
75
alguien que llorara… –intervino mi madre
con incredulidad.
Miguela giró la cabeza hacia ella por
un instante.
–No, señora, nunca. Entre ellos jamás.
–Entre ellos… ¿qué quiere decir? –retomó el interrogatorio mi padre–. ¿Acaso
entre ellos no, pero con usted sí tuvieron
un maltrato?
–No señor, maltrato nunca –dijo Miguela
alarmada–. Pero uno de los primeros días
vi que el señor podía enojarse. Creyó que
había desaparecido un pote de pomada del
botiquín. Pero era sólo que al limpiar yo lo
había cambiado de lugar.
–Y entonces –dijo mi padre, desconcertado–, ¿la retó por esto?
–No, solamente me dijo que no tocara
nunca más ese pote. Pero parecía enojado.
–¿Y qué clase de pomada era? –dijo mi
padre.
–No sé, señor –dijo Miguela–: una
pomada blanca. Me dijeron que no tocara y
yo no volví a tocar nunca más.
–En definitiva –dijo mi padre–, lo más
cercano a la infelicidad que vio en casa de
los M fue un rapto de malhumor por un
pote cambiado de lugar.
Miguela asintió con la cabeza, algo
avergonzada, como si sintiera que había
decepcionado a mis padres.
–Habrá que darle entonces la razón a mi
hijo –dijo mi padre–. Quizá nos fue dado
conocer en esta vida a la más rara avis: una
familia feliz.
–Disimulan –dijo mi madre sin dar el
brazo a torcer–; delante de los demás disimulan. Pero ya quisiera verlos a solas… algo
deben tener.
Ese año Freddy le ganó por primera
vez al viejo M en la final del torneo Mayor,
en un tercer set memorable que se extendió a un 13-11. Todos nos preguntábamos
si había empezado la declinación, si el rey
habría muerto, pero al año siguiente el Viejo
volvió por sus fueros y le dio una paliza en
dos sets. A su vez, Alex se convirtió en la
nueva revelación y llegó por primera vez a
los torneos de primera categoría. Mi juego,
en cambio, se había estancado, pero no había
dejado de ir al club y de prestar atención a las
noticias que cada tanto escuchaba de los M,
como un reflejo que con el paso del tiempo
se hubiera hecho automático. Las chicas M
fueron cumpliendo a su tiempo los quince
años, con fiestas que aparecían anunciadas
en la sección sociales del diario. Mi abuela
se quebró la cadera en una caída y mi madre
la trasladó definitivamente a nuestra casa,
donde se precipitó a una agonía aterrada. Su
cama estaba en un cuartito vecino al nuestro
y mi hermano y yo oímos por largas noches
el jadeo y los estertores de su respiración, la
vida que poco a poco la dejaba. Una noche
me desperté y vi que mi hermano no estaba
durmiendo a mi lado. Lo encontré en la
puerta del cuartito, con los ojos fijos en la
boca abierta de mi abuela, por donde salía
aquel gorgoteo entrecortado. Fui a buscarle
su pastilla y lo llevé otra vez como un sonámbulo de regreso a su cama. Cuando mi abuela
por fin murió me tocó en el entierro sujetar
una de las manijas del ataúd. Después de
que la dejamos al borde del foso y mientras
los demás se repartían en los autos quise
quedarme solo en el cementerio. Recorrí las
lápidas y las calles abrumadas de cruces sin
encontrar ninguna que tuviera el apellido M.
A mi regreso le pregunté a mi padre si no le
parecía esto intrigante.
–Es que los M no tienen familia aquí
–dijo–, habrán llegado a la ciudad hace no
más de diez años... ¿Pero miraste acaso las
tumbas una por una? –me preguntó algo
alarmado, como si el que empezara a preocuparle fuera yo.
Cuando terminé el secundario me fui a
estudiar a Buenos Aires. No me extrañó que
tanto Freddy, como después Alex, hubieran
preferido quedarse en la ciudad y estudiar
en la universidad local (ambos eligieron
Agronomía). No era sólo que en la vasta
dispersión de Buenos Aires perderían el halo
de príncipes. O que ya no ganarían torneos.
Era ante todo, intuía yo, que esa familia no
podía separarse, que ellos eran, en el fondo,
todos uno, un clan misteriosamente unido
y sellado, por algo que una y otra vez se me
escapaba.
En mi nueva vida los olvidé al principio
casi todo el tiempo. Sólo de tanto en tanto
un comentario al pasar en alguna carta de mi
familia los volvía a traer, como un eco lejano
de algo que me había importado alguna vez
y que ahora se empequeñecía con el tiempo
y la distancia. Mi hermana, por ejemplo, no
se olvidaba de consignar cuál de ellos ganaba
el Torneo Mayor cada año: la alternancia
entre la Sabiduría, la Fuerza y la Elegancia
se mantenía imperturbable, como si nuestra
ciudad no pudiera dar un tenista que pudiera
derrotarlos. En el último año de mi carrera
me enteré de que el Viejo había ganado otra
vez la final. ¿Pero cuántos años tiene ya?,
le escribí a mi hermana, ¿no debería estar
hecho una ruina?
Lo vi hace poco por la calle, me contestó
ella, y está exactamente igual: sólo con el
pelo un poco más blanco. El que está cada
vez peor es papá. Apenas puede respirar
por el enfisema. Ahora tiene que dormir
sentado. Y del resto, mejor ni hablar.
77
En las pocas veces que volví a la ciudad
durante esos años no me decidí a ir hasta el
club y ver. Creo que temía tanto que verdaderamente estuvieran iguales, como que
hubieran cambiado, que algo en la superficie brillante y pulida sutilmente se hubiera
agrietado y ahora pudiera descubrirlo.
Al terminar la licenciatura me fui a
Inglaterra con una beca para estudiar Literaturas Comparadas. Al cabo del segundo
año pedí una renovación por tres años más
para terminar un doctorado. En mi quinto
año allá recibí una carta de mi hermana,
con los lamentos habituales. Mi padre había
puesto en venta el campo y habían decidido
internar otra vez a mi hermano. Se habían
mudado nuevos dueños a la planta alta.
Tenían perros, pero no los sacaban a pasear.
Orinaban directamente en la terraza y por
una filtración de las junturas el pis se escurría desde las vigas del techo a las paredes
de nuestra casa. Así que ahora estamos
meados por los perros estricto sensus, como
dice papá. En la posdata decía: Adiviná qué.
El Viejo M volvió a ganar el Torneo Mayor
este año. ¿No es increíble? Me lo crucé el
otro día. Tiene ahora el pelo totalmente
blanco, pero fuera de eso está idéntico.
Le escribí entonces, y era la primera vez
que se lo confiaba a alguien, lo que verda-
deramente pensaba de la familia M. En su
carta siguiente me dijo que la había hecho
reír y me preguntó si era el argumento de un
nuevo cuento. El tiempo pasa para todos,
y también pasará para ellos. Es la única
ley pareja de la vida. Freddy debe estar
por cumplir treinta. Ya hizo también su
master, tiene un buen trabajo y una novia
que es la que más le duró de todas: ahora
le toca casarse y echar pancita. Pero en
todo caso, será fácil saber: sólo hay que
dejar que pasen los años. Yo voy a estar
acá vigilando: ya te contaré.
En mi respuesta no me animé a insistir: todavía recordaba la cara alarmada
de mi padre cuando le había hablado de
las tumbas. Tampoco me animé a decirle
que había dejado de escribir, y que me
estaba convirtiendo insensiblemente, de
monografía en congreso, en aquello de lo
que me había reído tantas veces: un ratón
de biblioteca, un scholar, un profesor de
literatura.
Unos seis meses después, en otra de
sus cartas, mi hermana me dio la gran noticia: los M dejaban la ciudad. El Viejo ya
había vendido el campo, en una fortuna.
Se lo ofreció primero a papá, ni siquiera
estaba enterado de que nos deshicimos de
todo. Nadie sabe demasiado, sólo que se
va la familia entera. Así que Freddy, su-
pongo, dejará a su novia. Creo que planean
viajar por el mundo un tiempo. O quizá no
quieren decir adónde irán. Todo es muy
misterioso. Capaz que vos tenías razón
y alguien más empezaba a darse cuenta.
Sea como sea, nos jodieron: ahora ya no
sabremos nunca.
Pasaron algunos años más. ¿Cuántos?
Los suficientes como para que las cartas de
mi hermana, con su letra redonda y consoladora, se convirtieran en mensajes de e-mail,
cada vez más cortos, como si le avergonzara
tener sólo malas noticias. Habían iniciado
un juicio contra la gente de arriba, que se
arrastraba en los tribunales sin avanzar un
paso. En represalia, la mujer de la planta
alta dejaba durante horas abierta la canilla
de la terraza, con una manguera sobre la
grieta, y el agua ya caía ahora en cascadas
dentro de nuestra casa. Mi hermana sospechaba que la mujer también orinaba junto
con sus perros en la rejilla. Y algo más que
no puedo contarte porque no me creerías.
En otro e-mail le pregunté por los daños en
la casa. Hay hongos en todas las paredes
y estamos aterrados de que el techo se nos
caiga encima. Papá y mamá tuvieron que
mudarse al que era tu cuarto, el único al que
no llega el agua. La humedad literalmente
está matando a papá. Cada vez está peor
de su enfisema. En fin, la ruina de la casa
Usher.
A fin de ese año viajé a Canadá, para
presentarme a un cargo de profesor, en una
universidad pequeña que prometía tenure
a corto plazo. En el aeropuerto de Quebec,
mientras esperaba para hacer la conexión,
escuché mi nombre por los altoparlantes.
Pensé que había un problema con la reserva,
pero cuando me acerqué al mostrador el
empleado me extendió un teléfono. Del otro
lado del mundo escuché la voz de mi hermana, en un tono desconocido, estrangulado
por el llanto: había muerto mi padre. Puedo
suspender esto, le dije, y tomar el primer
avión que encuentre. Igual, no llegarías
para el entierro, dijo mi hermana. Seguí mi
viaje y cuatro horas después, delante de tres
profesores de caras impasibles, me escuché
hablar sobre Borges y la literatura inglesa
con una seguridad sin fallas y recité largas
citas de memoria, como si fuera un prodigio
mecánico que todavía pudiera funcionar con
las piezas rotas. Y dos horas más tarde estaba
cenando con ellos en un restaurante mexicano –elegido, supuse, como un gesto entre
condescendiente y cordial por la resonancia
latina de mi apellido– para la parte más
importante de la prueba: la conversación
en la mesa, los modales durante la comida,
el test de la carta de vinos. Cuando llegó el
café, como si se hubieran puesto de acuerdo
con una seña, los tres me estrecharon la
mano para felicitarme y decirme que estaban
encantados de que fuera a pudrirme junto
con ellos en esa ciudad perdida, sepultada
por la nieve, y de compartir conmigo la alta
tarea de enseñarles literatura a las legiones
de bestias de caras atontadas por la cerveza y
deditos siempre ocupados en el celular, que
nuestra institución no dejaría de servirme
puntualmente semestre a semestre, por el
resto de mi vida. Les agradecí como pude
y cuando me preguntaron si había algo que
yo pudiera extrañar, no se me cruzó, curiosamente, el Londres que estaba por abandonar, sino un recuerdo mucho más lejano,
y les dije que me gustaría volver a jugar al
tenis. Se miraron entre sí, sonrientes, y me
contestaron que la temporada de deportes al
aire libre era muy corta, salvo el de sacar con
pala la nieve de los porches, y que quizá yo
debiera pensar en cambiarme al squash.
Pasaron todavía más años. ¿Cuántos?
Los suficientes como para que mi propio
pelo se volviera totalmente blanco y para
que un día me encontrara frente al espejo
del baño con un diente caído y a medias
pulverizado en la mano, mirando el agujero
negro de la encía, como un pozo abrupto y
vertiginoso. Apenas me llegaban ahora noticias de mi familia. Desde la muerte de mi
padre, mi madre había decidido no salir de
la cama. En mensajes lacónicos mi hermana
me daba los partes del deterioro progresivo,
de su descenso a los pañales, a las escaras, a
la demencia senil, del tragicómico desfile de
enfermeras, del goteo silencioso del último
dinero familiar. Me había pedido que no volviera a verlas. No nos reconocerías, y tampoco a la casa. ¿Para qué vas a volver?
Cuando llegó el invierno viajé a un congreso en Jacksonville, en la parte más cálida
de Florida, donde me había inscripto sólo
para escapar de las primeras nevadas. Tuve
durante mi exposición un vahído súbito,
como si de pronto me hubiera quedado sin
respiración y la próxima bocanada se me
negara una y otra vez. Logré aferrarme al
pizarrón, pero no pude evitar caer desplomado. Me desperté en un hospital cercano al
campus, donde estuve en observación varias
horas. Me hicieron pasar finalmente a una
salita donde un médico extendió frente a
una lámpara mi radiografía de tórax, me
mostró la perforación del pulmón, como
una quemadura, y me dio su dictamen, que
ya presentía: la herencia más temida de mi
padre.
Salí con el gran sobre de la radiografía
bajo el brazo y tuve que mentirles un poco
a los dos colegas que me esperaban afuera
para que me dejaran caminar solo de regreso
al hotel. Era una tarde quieta y pacífica, sin
una brisa, con un sol amable entre los árbo79
les. En el boulevard por donde avanzaba, yo
era la única persona a pie y sólo me cruzaba
cada tanto con estudiantes en bicicleta. Al
doblar por una de las calles que indicaba
el mapita del congreso escuché de pronto,
vibrante, inconfundible, el sonido de un
partido de tenis lejano. Dejé que el ruido
de pelotazos me guiara y entré a un club
casi escondido entre ligustros. Cuando me
asomé al final del camino de lajas, detrás
del alambrado, nítidos, magníficos, reales,
allí estaban. ¿Eran ellos? Mi vista ya no era
tan buena como antes, pero sabía que sí. El
Viejo M jugaba con Freddy y su golpe de
derecha resonaba como el mandoble en la
batalla de un rey. Su pelo, enteramente de
color caramelo, no necesitaba todavía del
lento disimulo de la pomada blanca. En un
banco junto a la cancha una mujer tejía a la
sombra y cada tanto alzaba la mirada para
seguir las alternativas de un peloteo. ¿Era
ella? Me acerqué un poco más, y al escuchar
el ruido de mis pasos se dio vuelta hacia mí,
con una mirada amable y algo intrigada.
No había en esa mirada ni la menor señal
de reconocimiento. Pero ¿cómo hubiera
podido reconocerme? Di un paso más y algo
en su expresión se retrajo, como una señal
de alarma, quizá por la fijeza con que yo la
miraba. Me detuve, para tranquilizarla.
–Sólo quiero saber –dije– si son verdaderamente felices.
Se lo había dicho, sin pensar, en castellano, y ella hizo un gesto de incomprensión.
–Perdone: no hablo español –dijo con
gran esfuerzo, como si tratara de recordar
palabra por palabra una lección olvidada.
Por supuesto, pensé. Por supuesto.
Debían perder el idioma en cada migración. Debían olvidarlo todo de cada vida
anterior.
–Sólo quiero saber –repetí en inglés– si
son felices. Felices.
La mujer abrió los ojos, como si hubiera
por fin comprendido y estuviera agradecida
por mi preocupación. Quizá me confundió
con un empleado de la ciudad que se ocupaba de censar extranjeros, o dar la bienvenida a los recién llegados. Me pregunté
cuántas otras mudanzas habrían tenido en
esos años.
–Claro que sí –me dijo, con una gran
sonrisa y un leve acento que no reconocí–:
perfectamente felices.
El peloteo en la cancha se había interrumpido y vi que el Viejo se acercaba al
alambrado y me miraba por un momento.
Me di cuenta, con un estremecimiento, de
que era ahora mucho más joven que yo. Ella
le dijo una frase rápida por lo bajo para tranquilizarlo, en un idioma de palabras cortas
y sonoras que yo nunca había escuchado,
quizá el verdadero idioma de la especie.
El Viejo asintió, me miró por última vez y
volvió a la línea de saque. Y yo también me
di vuelta y sin mirar atrás caminé de regreso
por el camino de lajas, hacia este poco que
me queda de vida.
Guillermo Martínez
es un caso extraño en la literatura. Este argentino de apariencia tímida une a una singular inteligencia y una ironía chispeante, provenientes
del rigor de su doble formación como literato y
matemático, una prosa exquisita y desbordante
en cada una de sus obras tanto literarias como
ensayísticas. Lo avalan sus libros de artículos y
ensayos, un magistral libro de cuentos que ha
recibido el aplauso unánime de la crítica, y sus
cuatro novelas (Acerca de Roderer, la mujer del
maestro, Crímenes imperceptibles y La lenta
muerte de Luciana B.) que en un crescendo temático y cualitativo le han granjeado un lugar sobresaliente en la literatura en lengua castellana.
Con estudios de doctorado y postdoctorado en
matemáticas, en Buenos Aires y Oxford, ha sido
becario de esta última y de los programas de International Writing Program, de la Universidad
de Iowa, del Banff Centre for the Arts, y de las
fundaciones MacDowell y Civitella Ranieri.
81
Cuándo la profesora, con un tono entre curioso y acusatorio preguntó
por qué no leíamos más libros, un amigo solo atinó a responder la frase
que titula este artículo: “porque están en españolete”. Asumo que los
lectores saben que con la palabra “españolete” mi amigo se refería al
el español que hablan en España: el español en el que se dicen cosas
como, “¡Cómo mola!” o “¡Está muy guay!” para referirse a algo que les
gusta. Así pues que, si un libro tiene por autor a algún representante
de la tierra del “cachondeo”, es perfectamente comprensible que esté
escrito de esa forma y resultaría ridículo quejarse por ello. Pero si el
libro proviene de un idioma distinto al español y quien lo traduce es
de España, surgen los inconvenientes.
Personalmente no me molestan los modismos españoles, aunque
he de admitir que si estoy leyendo un libro de terror y justo en la
parte más tensionante uno de los personajes dice “Joder, tío, yo allí
no entro ni de coña” muy probablemente mis manos empezarán a
temblar, pero no de miedo, sino de risa. Una risa que no se detendrá
cuando otro personaje replique “Venga, macho, ¿Acaso a qué leches
le temes?”. España y México son los países de habla hispana que más
traducen, y no hablo solo de los libros sino también de las películas
y de programas de televisión. En el caso de España, la traducción
también trata de adoptar la obra a sus códigos culturales para que
esta resulte perfectamente identificable para su público. Sin embargo,
para un colombiano es difícil identificarse con un personaje que ante
alguna contrariedad no grite nuestro tradicional “¡Mierda!”, sino un
extraño e impersonal “¡Hostia!”. Más raro aún es ver que esa misma
expresión se use con un significado completamente distinto, pues
en españolete la expresión que nosotros usamos como “encenderlo a
pata” sería algo por el estilo de “darle de hostias”. Igualmente extraño
resulta reemplazar nuestros tradicionales madrazos por un “Me cago
en todo / Dios / tu puta madre”. Si se lee detenidamente se encuentran
expresiones de estas “a tutiplén”… perdón, quise decir que se encuentra
una gran cantidad de estas expresiones.
Teniendo en cuenta lo anterior me parece válida la opinión de mi
amigo. La lectura es un placer, pero si para leer un libro alguien tiene
que soportar palabras que no entiende, que no existen en el diccionario, y que se ve obligado a repetir y aprender conforme progresa en el
texto, es comprensible que se le quiten las ganas de seguir la lectura
del libro en cuestión. Tal como puede ser molesto leer en un ambiente
poco óptimo, plagado de ruidos estridentes, en una posición dolorosa,
o con una iluminación deplorable; es probable que sea igualmente
molesto leer en españolete o en cualquier otro idioma, ya sea porque
no lo dominamos o porque está lleno de modismos con los cuales no
estamos familiarizados.
Mientras nosotros no traducimos prácticamente nada, los españoles
traducen todo, absolutamente todo, desde cómics hasta videojuegos.
Incluso subtitulan algunas películas que están habladas en español
latinoamericano, precisamente para que no les pase lo mismo que a
nosotros cuando vemos cine o leemos libros en españolete. Por mi
parte, me conformo con los doblajes mexicanos que parecen ser los
que se adoptaron para toda Latinoamérica, y aunque no están nada
mal en ocasiones se escapan expresiones como “órale”, “chavo”,
“chango” y demás. Pero son elementos que dejamos pasar de largo,
tal vez porque ya nos acostumbramos a ellos y porque ya nos resultan
cotidianos.
¿Seré iluso si sueño con el momento en que traduzcamos libros adaptándolos al lenguaje común del pueblo colombiano? Un español en
el que los personajes digan “Es una chimba, está del putas” y no “Es
la hostia tío, está que te cagas”. Y si eso no es posible, por lo menos
que se emplee un español más universal, en el que no tengamos que
devanarnos el cerebro para descubrir que alguien “borde” es una
persona impertinente o antipática; un español en el que no veamos
escrita la palabra “gilipollas” cada vez que los personajes se insultan
y en el que no se emplee la expresión “chavales” para referirse a los
niños. Las perspectivas no son muy favorables, en parte porque la
cultura lectora de nuestro país es casi nula. Como lo muestra muy
bien el vergonzoso promedio de libros leídos anualmente por persona, y que no supera los tres ejemplares, a los colombianos en general
no nos gusta leer. De esta manera, suponiendo que entre nuestro
pueblo perezoso existan personas dispuestas y colaboradoras, es
improbable que las editoriales decidan embarcarse en un proyecto
de dudosa rentabilidad. Supongo que tendremos españolete para
rato. Por mi parte ya sé que la palabra “leñe” se emplea como interjección de sorpresa o de rabia, que algo “está chulísimo” cuando es
muy bacano y que, como siempre, se pueden combinar expresiones,
¿A qué mola mogollón?
Daniel Cardozo / Estudiante de Diseño de Medio Interactivos de la Universidad Icesi
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