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Javier Ortiz Cassiani: Un diablo al que
le llaman tren. El ferrocarril Cartagena-Calamar. Bogotá: Fondo de Cultura
Económica 2018. 201 páginas.
La historia ferroviaria de Colombia es una
veta de investigación que, en su mayoría,
ha sido trabajada por aproximaciones de
corte económico y empresarial. Como
contrapunto a esos enfoques convencionales, el libro de Javier Ortiz presenta
una perspectiva que pareciera estar más
cerca de la historia social y cultural. Esto
en la medida que demuestra un marcado interés por la forma en que el Ferrocarril Cartagena-Calamar, inaugurado un
20 de julio de 1894 y objeto central de
su estudio, transformó las prácticas, las
representaciones de lo cotidiano y hasta
la memoria popular de las poblaciones
costeras que atravesaba la línea. Así, este
trabajo constituye un esfuerzo novedoso
por rescatar un conjunto de voces, actores
y experiencias poco conocidas por la historiografía, y que adentran al lector en la
metamorfosis cultural vivida por el caribe
colombiano en el marco de la fiebre ferrocarrilera que tuvo lugar entre los siglos
xix y xx como parte de la modernización
del Estado.
Aunque el libro pertenece a la colección “Historia” del Fondo de Cultura
Económica, es preciso anotar que su estructura argumentativa no se ciñe a un estricto estilo historiográfico. De hecho, este
no parece ser propósito del autor, quien
deliberadamente hace constantes guiños a
otros géneros textuales, como la crónica
y el ensayo, que le han acompañado en
su faceta como periodista. Quizás sea esa
la razón por la cual la investigación tiene
facilidad de llegar a diferentes audiencias,
sin descuidar, por supuesto, el empleo de
un rico acervo de fuentes primarias que
incluye documentación oficial, diarios de
viaje, fotografías, canciones, poemas y,
de manera bastante acertada, testimonios
orales recogidos por el mismo Ortiz en las
localidades que alguna vez asistieron a la
llegada de la locomotora como presagio
de civilización y progreso nacional.
El libro consta de dos partes: una de
carácter contextual en donde Ortiz reconstruye los agónicos esfuerzos de la
Colombia decimonónica para definir una
política ferroviaria mediante concesiones extranjeras; y una segunda mitad de
cariz más contemporáneo en donde los
poblados atravesados por la ruta Cartagena-Calamar entran en escena a través de
remembranzas de actores regionales que
vieron alteradas sus rutinas sociales con la
materialización del proyecto, el cual sería
finalmente desmontado en 1951 bajo la
presidencia de Laureano Gómez. Cabe
añadir, que esta segunda parte de la obra
es antecedida por una reflexión crítica del
autor respecto a la memoria hegemónica
que ha privilegiado el pasado colonial de
ciudades como Cartagena y que, en vista
de dicha primacía patrimonial, ha tendido a difuminar el recuerdo de trenes y
estaciones que se instalaron de forma duradera en la tradición oral y en los afectos
de quienes aún los evocan con nostalgia.
De esta manera, el libro apuesta por alternar un juego de escalas que se inician en
lo nacional, y desembocan en experiencias provinciales presentadas por el autor
en un tono más íntimo y despojado de
lenguajes académicos.
Ortiz ubica las primeras proyecciones
para surcar la república con ferrocarriles
a finales de la década de 1820, cuando
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Una de estas es, sin duda, la dimensión cotidiana. Además de constituirse
en elementos protagónicos de la literatura de viajes, los trenes modelaron una
novedosa fisionomía del paisaje costero
y activaron circuitos comerciales de los
cuales emergieron municipios con dinámicas que gravitaban en torno a las noticias y mercancías traídas por estos. Al
desplazar presidentes y notabilidades políticas a poblados recónditos, se legitimaron como dispositivos con la autoridad
de movilizar los discursos y la simbología
del Estado. A esto se suma el hecho de
que los vecinos de las vías se hicieran a
una nueva experiencia temporal traducida en el ajuste de sus relojes cada vez que
arribaba el ferrocarril, a nuevas estéticas
musicales que empleaban sus viajes como
telón de fondo narrativo y, en resumidas
cuentas, a modos populares de apropiación que desbordaron los propósitos
originales para los cuales este había sido
construido.
Dichas interacciones moleculares con
el moderno vehículo ganan sentido al ser
vistas en conjunto en la segunda mitad
del libro. Inspirado por los estudios subalternos y la llamada historia “desde abajo”, el autor recurre a la entrevista como
un recurso metodológico que le permite
construir relatos colectivos de pueblos
aledaños a la extinta línea Cartagena-Calamar. Soplaviento, Hatoviejo, Arjona y
Turbaco son algunas de las localidades
en las que una predominante memoria
oral se convierte en un cuerpo de testimonios presentados por Ortiz a manera
de “reconocimiento epistemológico” de
aquellas “voces bajas” que no pertenecen
al discurso estatista, pero sin las cuales
es imposible reconstruir el complejo en-
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Simón Bolívar solicitó a dos militares
europeos levantar un plano del istmo panameño, el cual sugiriera la ruta más eficaz para trazar una línea férrea o, en su
defecto, un canal que conectara los dos
océanos. Aunque la comisión cumpliera
con los plazos fijados y consignara sus resultados en órganos de difusión científica
como la revista Philosophical Transactions
of the Royal Society of London, las ferrovías
de Panamá solo llegaron a ser tangibles a
mediados del siglo xix, impulsadas por la
fiebre del oro californiano y construidas
por ingenieros estadounidenses en un entorno agreste que arrastraba el estigma colonial de ser espacio “salvaje” pero abierto
a la misión civilizatoria de la locomotora.
Lo que siguió a la inauguración de la línea
fue una cadena de tensiones diplomáticas
entre el imperialismo informal estadounidense y la joven república colombiana,
asunto que alentó la búsqueda de una nacionalización de obras posteriores.
Esa consigna tuvo que esperar hasta
las bonanzas agroexportadoras del decenio de 1920. En un “paneo” de varias tentativas decimonónicas de modernización,
Ortiz concluye que la política ferroviaria
colombiana no logró desmarcarse de un
modelo de contratación inestable basado
en compromisos desproporcionados adquiridos por el gobierno con hábiles empresarios extranjeros que lograron sacar
partido de un Estado débil. Tales flaquezas estructurales ya habían sido advertidas
por trabajos referenciales como el del sociólogo antioqueño Alberto Mayor Mora,
con quien el autor entabla un somero
diálogo antes de examinar otras dimensiones del tema poco tocadas en estudios
previos, principalmente para el caso de la
región Caribe.
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tramado de sentidos y polémicas negociaciones alrededor del ferrocarril. Es así
como las experiencias de comerciantes,
pescadores, maquinistas y operarios retirados, conforman un registro contemporáneo susceptible de ser cotejado con
fuentes más trajinadas de la fiebre ferrocarrilera como las memorias de Miguel
Samper, Salvador Camacho Roldán, el
presidente Rafael Reyes o poetas como
José Asunción Silva y Rafael Pombo, todos ellos presentes en la primera mitad
del libro.
Un diablo al que le llaman tren, aparece entonces como una iniciativa valiosa
del renovado interés por el pasado ferroviario colombiano. No tanto por llenar
vacíos historiográficos de la dinamización
comercial en el Caribe, como por exponer
mediante un ameno hilo conductor de
tono divulgativo, la creatividad cotidiana
con la que sectores subalternos desconocidos por el discurso histórico, adaptaron
la función disciplinante de un símbolo
industrial a sus necesidades inmediatas,
así como a sus formas de significar una
geografía cambiante como la del actual
departamento de Bolívar en su tránsito al
siglo xx. Se resalta, una vez más, el uso de
diversas entradas empíricas que posibilitan reescribir una historia más completa
de la accidentada aventura ferrocarrilera
del país. Una aventura de victorias efímeras y de una crisis prolongada que se
inició con la difusión del transporte automotor en las décadas de 1930-1940,
dejando un sinsabor generalizado que
hasta la fecha pareciera mantenerse en la
opinión pública.
Óscar Daniel Hernández Quiñones
(Universidad del Rosario, Bogotá)
Rielle Navitski: Public Spectacles of Violence. Sensational Cinema and Journalism in Early Twentieth-Century Mexico
and Brazil. Durham: Duke University
Press 2017. 344 páginas.
Para el filósofo James Dodd, la violencia
encierra en sí un problema de significado: “Violence is situated in world of sense, but in a manner that seems to hold it
apart from all sense. This anarchy undermines our capacity to hold it in place”.10
La investigadora Rielle Navitski utiliza
esta reticencia fenomenológica y la ambivalencia moral de la violencia como lente
para leer los conflictos de la modernización en México y Brasil a principios del
xx. La autora demuestra cómo la compleja trama de realidades violentas y ficciones
sensacionalistas (re)producidas por textos
fílmicos y literarios pone la vida cotidiana
en escena y propone un modo de leerla
para las incipientes audiencias nacionales.
Los regímenes sensacionalistas enmarcan
la realidad de la violencia en discursos moralistas, los cuales legitiman los costos sociales y políticos de la modernidad global.
Así, los espectáculos públicos de la violencia se vuelven documentos de la modernización capitalista, excluyente y abusiva. El
análisis de Navitski retrata con detalle la
compleja interconexión de actores, experiencias, discursos y contextos divergentes
en transición. Sin embargo, en el transcurso de la argumentación, la historicidad
y polisemia de la violencia se pierden de
vista. En este sentido, la obra aborda solo
parcialmente “la anarquía semántica de la
violencia”, planteada por Dodd.
10
Dodd, James. 2009. Violence and phenomenology. New York/London: Routledge, p. 15.