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Ortiz, Javier. 2018. Un diablo al que le llaman tren. El Ferrocarril Cartagena-Calamar. Bogotá: Fondo de Cultura Económica

2020, Iberoamericana Vol.20, Núm.74

Iberoamericana, XX, 74 (2020), 279-394 R E S E Ñ AS IB E R O AM E R IC A N A S 3 62 Javier Ortiz Cassiani: Un diablo al que le llaman tren. El ferrocarril Cartagena-Calamar. Bogotá: Fondo de Cultura Económica 2018. 201 páginas. La historia ferroviaria de Colombia es una veta de investigación que, en su mayoría, ha sido trabajada por aproximaciones de corte económico y empresarial. Como contrapunto a esos enfoques convencionales, el libro de Javier Ortiz presenta una perspectiva que pareciera estar más cerca de la historia social y cultural. Esto en la medida que demuestra un marcado interés por la forma en que el Ferrocarril Cartagena-Calamar, inaugurado un 20 de julio de 1894 y objeto central de su estudio, transformó las prácticas, las representaciones de lo cotidiano y hasta la memoria popular de las poblaciones costeras que atravesaba la línea. Así, este trabajo constituye un esfuerzo novedoso por rescatar un conjunto de voces, actores y experiencias poco conocidas por la historiografía, y que adentran al lector en la metamorfosis cultural vivida por el caribe colombiano en el marco de la fiebre ferrocarrilera que tuvo lugar entre los siglos xix y xx como parte de la modernización del Estado. Aunque el libro pertenece a la colección “Historia” del Fondo de Cultura Económica, es preciso anotar que su estructura argumentativa no se ciñe a un estricto estilo historiográfico. De hecho, este no parece ser propósito del autor, quien deliberadamente hace constantes guiños a otros géneros textuales, como la crónica y el ensayo, que le han acompañado en su faceta como periodista. Quizás sea esa la razón por la cual la investigación tiene facilidad de llegar a diferentes audiencias, sin descuidar, por supuesto, el empleo de un rico acervo de fuentes primarias que incluye documentación oficial, diarios de viaje, fotografías, canciones, poemas y, de manera bastante acertada, testimonios orales recogidos por el mismo Ortiz en las localidades que alguna vez asistieron a la llegada de la locomotora como presagio de civilización y progreso nacional. El libro consta de dos partes: una de carácter contextual en donde Ortiz reconstruye los agónicos esfuerzos de la Colombia decimonónica para definir una política ferroviaria mediante concesiones extranjeras; y una segunda mitad de cariz más contemporáneo en donde los poblados atravesados por la ruta Cartagena-Calamar entran en escena a través de remembranzas de actores regionales que vieron alteradas sus rutinas sociales con la materialización del proyecto, el cual sería finalmente desmontado en 1951 bajo la presidencia de Laureano Gómez. Cabe añadir, que esta segunda parte de la obra es antecedida por una reflexión crítica del autor respecto a la memoria hegemónica que ha privilegiado el pasado colonial de ciudades como Cartagena y que, en vista de dicha primacía patrimonial, ha tendido a difuminar el recuerdo de trenes y estaciones que se instalaron de forma duradera en la tradición oral y en los afectos de quienes aún los evocan con nostalgia. De esta manera, el libro apuesta por alternar un juego de escalas que se inician en lo nacional, y desembocan en experiencias provinciales presentadas por el autor en un tono más íntimo y despojado de lenguajes académicos. Ortiz ubica las primeras proyecciones para surcar la república con ferrocarriles a finales de la década de 1820, cuando 363 Iberoamericana, XX, 74 (2020), 279-394 Una de estas es, sin duda, la dimensión cotidiana. Además de constituirse en elementos protagónicos de la literatura de viajes, los trenes modelaron una novedosa fisionomía del paisaje costero y activaron circuitos comerciales de los cuales emergieron municipios con dinámicas que gravitaban en torno a las noticias y mercancías traídas por estos. Al desplazar presidentes y notabilidades políticas a poblados recónditos, se legitimaron como dispositivos con la autoridad de movilizar los discursos y la simbología del Estado. A esto se suma el hecho de que los vecinos de las vías se hicieran a una nueva experiencia temporal traducida en el ajuste de sus relojes cada vez que arribaba el ferrocarril, a nuevas estéticas musicales que empleaban sus viajes como telón de fondo narrativo y, en resumidas cuentas, a modos populares de apropiación que desbordaron los propósitos originales para los cuales este había sido construido. Dichas interacciones moleculares con el moderno vehículo ganan sentido al ser vistas en conjunto en la segunda mitad del libro. Inspirado por los estudios subalternos y la llamada historia “desde abajo”, el autor recurre a la entrevista como un recurso metodológico que le permite construir relatos colectivos de pueblos aledaños a la extinta línea Cartagena-Calamar. Soplaviento, Hatoviejo, Arjona y Turbaco son algunas de las localidades en las que una predominante memoria oral se convierte en un cuerpo de testimonios presentados por Ortiz a manera de “reconocimiento epistemológico” de aquellas “voces bajas” que no pertenecen al discurso estatista, pero sin las cuales es imposible reconstruir el complejo en- R E S E Ñ A S IB E R OAM E R ICAN AS Simón Bolívar solicitó a dos militares europeos levantar un plano del istmo panameño, el cual sugiriera la ruta más eficaz para trazar una línea férrea o, en su defecto, un canal que conectara los dos océanos. Aunque la comisión cumpliera con los plazos fijados y consignara sus resultados en órganos de difusión científica como la revista Philosophical Transactions of the Royal Society of London, las ferrovías de Panamá solo llegaron a ser tangibles a mediados del siglo xix, impulsadas por la fiebre del oro californiano y construidas por ingenieros estadounidenses en un entorno agreste que arrastraba el estigma colonial de ser espacio “salvaje” pero abierto a la misión civilizatoria de la locomotora. Lo que siguió a la inauguración de la línea fue una cadena de tensiones diplomáticas entre el imperialismo informal estadounidense y la joven república colombiana, asunto que alentó la búsqueda de una nacionalización de obras posteriores. Esa consigna tuvo que esperar hasta las bonanzas agroexportadoras del decenio de 1920. En un “paneo” de varias tentativas decimonónicas de modernización, Ortiz concluye que la política ferroviaria colombiana no logró desmarcarse de un modelo de contratación inestable basado en compromisos desproporcionados adquiridos por el gobierno con hábiles empresarios extranjeros que lograron sacar partido de un Estado débil. Tales flaquezas estructurales ya habían sido advertidas por trabajos referenciales como el del sociólogo antioqueño Alberto Mayor Mora, con quien el autor entabla un somero diálogo antes de examinar otras dimensiones del tema poco tocadas en estudios previos, principalmente para el caso de la región Caribe. Iberoamericana, XX, 74 (2020), 279-394 R E S E Ñ AS IB E R O AM E R IC A N A S 3 64 tramado de sentidos y polémicas negociaciones alrededor del ferrocarril. Es así como las experiencias de comerciantes, pescadores, maquinistas y operarios retirados, conforman un registro contemporáneo susceptible de ser cotejado con fuentes más trajinadas de la fiebre ferrocarrilera como las memorias de Miguel Samper, Salvador Camacho Roldán, el presidente Rafael Reyes o poetas como José Asunción Silva y Rafael Pombo, todos ellos presentes en la primera mitad del libro. Un diablo al que le llaman tren, aparece entonces como una iniciativa valiosa del renovado interés por el pasado ferroviario colombiano. No tanto por llenar vacíos historiográficos de la dinamización comercial en el Caribe, como por exponer mediante un ameno hilo conductor de tono divulgativo, la creatividad cotidiana con la que sectores subalternos desconocidos por el discurso histórico, adaptaron la función disciplinante de un símbolo industrial a sus necesidades inmediatas, así como a sus formas de significar una geografía cambiante como la del actual departamento de Bolívar en su tránsito al siglo xx. Se resalta, una vez más, el uso de diversas entradas empíricas que posibilitan reescribir una historia más completa de la accidentada aventura ferrocarrilera del país. Una aventura de victorias efímeras y de una crisis prolongada que se inició con la difusión del transporte automotor en las décadas de 1930-1940, dejando un sinsabor generalizado que hasta la fecha pareciera mantenerse en la opinión pública. Óscar Daniel Hernández Quiñones (Universidad del Rosario, Bogotá) Rielle Navitski: Public Spectacles of Violence. Sensational Cinema and Journalism in Early Twentieth-Century Mexico and Brazil. Durham: Duke University Press 2017. 344 páginas. Para el filósofo James Dodd, la violencia encierra en sí un problema de significado: “Violence is situated in world of sense, but in a manner that seems to hold it apart from all sense. This anarchy undermines our capacity to hold it in place”.10 La investigadora Rielle Navitski utiliza esta reticencia fenomenológica y la ambivalencia moral de la violencia como lente para leer los conflictos de la modernización en México y Brasil a principios del xx. La autora demuestra cómo la compleja trama de realidades violentas y ficciones sensacionalistas (re)producidas por textos fílmicos y literarios pone la vida cotidiana en escena y propone un modo de leerla para las incipientes audiencias nacionales. Los regímenes sensacionalistas enmarcan la realidad de la violencia en discursos moralistas, los cuales legitiman los costos sociales y políticos de la modernidad global. Así, los espectáculos públicos de la violencia se vuelven documentos de la modernización capitalista, excluyente y abusiva. El análisis de Navitski retrata con detalle la compleja interconexión de actores, experiencias, discursos y contextos divergentes en transición. Sin embargo, en el transcurso de la argumentación, la historicidad y polisemia de la violencia se pierden de vista. En este sentido, la obra aborda solo parcialmente “la anarquía semántica de la violencia”, planteada por Dodd. 10 Dodd, James. 2009. Violence and phenomenology. New York/London: Routledge, p. 15.