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La Merciquita/ZELIDETH CHÁVEZ

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ZELIDETH CHVEZ

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La Merciquita

2015 Versin de la Comisin de Escritoras del PEN


Internacional del Per

El torrente de sangre le est anegando la garganta, la boca, la nariz.


Doblada sobre s misma agita los pequeos brazos y alcanza a gritar mamita!,
antes que su cuerpo caiga sobre la mancha rojiza que la tierra seca empieza a
succionar con avidez.
Hemos llegado corriendo y nos detenemos de golpe ahogados por
nuestros jadeos. La escena nos congela, nos suspende en el aire. Nadie atina a
decir ni hacer algo, solo se escuchan los aullidos lastimeros del Firpo y el
Churchil dando vueltas alrededor nuestro. Mi hermano y yo nos apretamos
uno al lado del otro, como si no hubiera espacio en el desolado patio. Nos
tapamos toda la cara con las chalinas, nunca sabramos si era por el fro de la
noche o por miedo al contagio de la muerte
Siempre la imagin viniendo acurrucada en una de aquellas balsas que
surcan el lago con suavidad de gaviota. Sus esculidos diez aos aparentando
seis: piel y huesos hurfanos. Aspecto y olor a hurfana, con esos reflejos de
miedo en sus ojos y esa tos seca que nunca la abandonaba.
Muchas veces me repiti la misma historia, en su media lengua de
aimara-castellano: que la haban sacado de su choza all en medio del lago,
en las islas flotantes, con la luna ocultndose frente a ella y el sol empezando
a calentar sus espaldas. Que apurada se haba puesto la camisita de bayeta,
el faldelln, y el chumpi de colores tejido por su madre, las ojotas de llanta que
no la iban a proteger cuando sus pies se hundieran en el piso fangoso de la
isla que quedaba atrs, con su veintena de casas de totora, avenidas de
totora, sus sembros sobre las balsas de totora. Que mirando la balsita que
abandonaba, se pregunt si a donde marchaba tendra una as, para ella sola,
sobre la cual haba disfrutado tanto esa sensacin de cada a un lado, al otro,
a un lado, al otro, cuando iba en medio del lago para cumplir mandados.

En mis noches de insomnio la he visto ponerse de pie sobre aquella


misma balsa donde vino, ponerse de pie, en el instante en que una brisa ligera
disipaba sus temores al constatar que ya estaban llegando al puerto, aunque
era muy tierna para darse cuenta que tambin asomaba muy cerca a su
destino. En esos momentos tal vez no perciba el centelleo plateado que
tiritaba sobre las aguas verdeazuladas, ni la quietud de esa maana colmada
de sol, de ese sol que iba abriendo brecha en medio del horizonte azul cerrado
del lago cielo, porque el brillo de sus ojos al hablar solo transmita la
inquietud de esas horas, ante el descubrimiento de la multitud de casas
ajenas que iban distinguindose cada vez ms cerca.
Ella no saba entonces que estaba llegando a la ciudad de Puno. Tambin
recordaba al hombre grande que la trajo, su to, quien no le tom la mano
para apearla, ni le dio ninguna recomendacin, le hizo apenas una sea con la
cabeza y se adelant. Ella, frunci la boquita trompuda, se agach y lo sigui
callada. Todava un gesto de incredulidad le crispaba la cara al recordar la
sensacin que tuvo al pisar esa tierra dura, seca, firme, que contrastaba tanto
con el suelo siempre tambaleante y hmedo de su isla.
Cuando dejaron el muelle e ingresaron a la poblacin, las pisadas del to
sobre las losetas arabescas retumbaron dentro de ella aquicito me haca
pum, pumpum, iita Le costaba seguir el ritmo del hombre grande, se
agitaba hasta la asfixia, ms all de lo normal. Recordaba que as recorrieron
plazas, calles, ventanas, escaparates, tiendas, kioscos, todo lleno de gente
rara, de caras extraas. Esta poblacin de techos a media agua y portones
grandes de madera, calles estrechas y empedradas, eran una inmensidad para
sus diez aos. Tan ensimismada se haba quedado que olvid el cosquilleo en
su estmago y aquel sudor por la espalda que estuvieron ah desde la
madrugada.
Pronto salieron a las afueras donde se perdan veredas, empedrado,
escaparates, luz elctrica, hasta llegar a lo que vislumbr como una casa
amurallada, enorme, al parecer deshabitada. Haba que cruzar un cebadal
antes de llegar a la reja de fierro. Se pararon al pie de la mole y mientras el to
buscaba una piedra para tocar, nuestros perros ladrando con desesperacin

nos alertaron sobre su presencia. Momentos despus salamos: mi madre, mi


hermano y yo. Mi madre se le antoj como una seora enorme, anciana,
aunque era de mediana edad y baja, blanca, de piel casi transparente, cabello
castao recogido. La impresionaron muchos los aretes y el diente de oro, el
abrigo de casimir y los tacones: cuando la seora grande me mir, yo quera
escaparme iita, esconderme, despus se fij en nosotros: tu hermano,
flaquito, flaquito, igualito a los ispis que saco del lago, y t parecas su ngel
de la Virgen, colorada, gordita, con tu cabello color totora seca Los tres
tenamos la misma edad.
El to escupi a un lado la coca que estaba picchando, sac las manos de
abajo del poncho y quitndose el sombrero se acerc a mi madre, la salud
reverente, nombrndola de patrona y seora grande, e iniciaron el trato. La
Merciquita trataba de seguir el dilogo, pero se notaba que se perda en el
intento, porque quera seguir observndonos o porque los mayores estaban
hablando en un idioma que ella no haba escuchado nunca, aunque no era
necesario que entendiera, saba que estaban hablando de ella. Cmo no sentir
aquellas miradas a veces francas, a veces disimuladas.
Los grandes siguieron conversando con la reja cerrada. Cuando pareci
que haban llegado a un acuerdo, mi madre sac unos billetes del bolsillo y se
los alcanz lentamente, como dudando. El to, en cuanto tuvo el dinero, lo
escondi rpido debajo del poncho (es lo que me pareci) luego, percatndose
recin de la presencia de la Merciquita, le dijo en aimara: te vas a quedar,
aqu vas a tener comida todos los das, tienes que hacer caso a esta seora,
ella va a ser buena contigo y la empuj al interior. Nosotros nos hicimos a un
lado, como dndole paso o tal vez para evitar que nos roce. Ambos estbamos
tras las faldas de mi madre mientras la cholita avanzaba muda, mirando
siempre al suelo, demasiado asustada para llorar. Con los ojos achinados,
febriles, y esa mirada de asombro que nunca la abandon, recorri los patios
en la casa solariega, de niveles superpuestos, de habitaciones sin disposicin
alguna, el jardn, la huerta, el canchn. Desde ese instante, estoy segura que
en complicidad con los altos muros de la casa, un silencio extrao la rodeaba
cuando los dems hablaban: no entenda, no le era posible conversar con los
dems.
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Mi madre la llev a uno de esos cuartos enormes, tristes que tenamos


abandonados, llenos de cosas en desuso. Le orden con seas que desocupara
un espacio, mientras ella jalaba mantas, frazadas viejas que acomodaba en un
rincn. Sacudiendo las manos empolvadas y con un gesto de asco nos dijo:
hay que darle un buen bao, raparla, quemar su ropa, est copadita de
piojos. Aunque Merciquita no entendi las palabras, fue el tono amenazador
lo que la hizo sentir muchos temores, no en la cabeza, sino en el corazn.
Cuando termin de vestirse con la ropa ajena que mi madre haba
descosido y cosido apresurada para ella, sin permitir que se moviera de su
lado o por lo menos abrigara su desnudez, nos seal y le dijo gesticulando e
invitndola a repetir: niito, niita. Despus le seal su rincn en el
comedor, los sitios a los que no deba entrar, las cosas que le estaba prohibido
tocar.
Al da siguiente se levant temprano, como era su costumbre, y
aprovechando que an nadie estaba afuera, corri al mirador del jardn. Se
empin ansiosa buscando el lago del que apenas le llegaba el aroma; se
esforz ms, segura de distinguir su isla flotante, pero el sol, como una
enorme bola de fuego le dio en pleno rostro, obligndola a cerrar los ojos.
Entonces escuch que la llamaban. Corri hacia la voz, salpicando chispitas
doradas por el camino sin poder desprenderse de ellas todo el da. As lleg
hasta donde la seora grande -como haba empezado a llamar a mi madrecon el corazn en la boca, y la sigui as por toda la casa, tratando de
entender por el tono de voz, por el movimiento de las manos, por los gestos,
las que seran sus obligaciones. Pero lo que le quedaba ms claro por la forma
en que agitaba el ndice frente a sus narices, era la advertencia de que si algo
se perda, o algn plato de porcelana terminaba hecho aicos en el piso o se
derramaba esa leche de espesa nata, que era nuestra delicia, habra castigo.
Muy pronto nosotros, el Firpo y el Churchil nos hicimos sus amigos. Mi
hermano y yo, por la gracia que nos haca esa cholita que hablaba solo
aimara, caminaba jadeando y se negaba a correr; los perros, por las sobras de
la mesa grande que ella les daba antes de irse a dormir.

De esas primeras noches en casa, caminando detrs de mo despus de


una tormenta, enumerando al paso los sapos que yo pisaba en nuestros
paseos a la luz de la luna de junio, me contaba en su enredo de castellanoaimara que en la inmensidad de esa habitacin rodeada de viejos cachivaches,
soolienta, los transformaba en sapos gigantescos, en peligrosos laikas que
con sus brujeras podan dejarla tullida: en pichitancas de mal agero, como el
que cant en el techo el da de su nacimiento. Pero lo que ms la sorprenda
era comprobar que a esos kukuchis ya no les tema tanto; al fin, eran sus
fantasmas conocidos. En cambio, los que aparecan en medio de la niebla
azulina del cuarto, esos eran nuevos, extraos, borrosos, ignoraba cmo
protegerse de ellos.
Como una de tantas, la noche de la desgracia, a la hora de costumbre
haba concluido la comida. Toda la familia reunida formaba una curiosa
estampa: mesa larga, mantel de cuadros blanco-azules, cubiertos de alpaca,
platos vacos, tazas sucias y seis pares de ojos pendientes de las manos
anchas del abuelo, quien repeta las mismas historias de misterio para
asombrarnos cada noche. Nos estaba hablando de aparecidos y
desaparecidos, de la muerte siempre vestida de mujer, de tapados y sus
maneras fantasmales de anunciarse. Nadie percibi los pasos cansados de la
Merciquita saliendo de su rincn para llevar comida a los perros.
De pronto, en medio de las risas, nos suspendi en el aire un grito
infantil ahogado, clamando ayuda. Se intensific el fro, las llamas de las velas
parpadearon, un largo estremecimiento se extendi por los tres niveles, los
cuartos, el jardn, los patios, la huerta, el canchn. Un escalofro nos
zigzague de pies a cabeza. Todos corrimos hacia el grito
An hoy, despus de tantos aos, la veo, la escucho con toda nitidez
Alcanz a gritar una vez ms: mamita!, antes de caer en su propio charco.
El abrigo rojo descolorido, que la cubra hasta los talones iba absorbiendo el
color de la sangre. De esa sangre que sala a borbotones de su boca o de
cualquier otro sitio, hasta convertirse en una sola masa, granate, que se
coagulaba aceleradamente con la helada de la noche invernal. Poco a poco, sin

apenas darnos cuenta, la masa se estaba encogiendo, la tierra se la tragaba


Una corriente tenebrosa nos estremeci y la masa desapareci por completo.
Esa escena de muerte en la fra oscuridad del altiplano, ha quedado
desde entonces bajo mis prpados y hoy he vuelto sobre mis pisadas de nia
para cerciorarme, para constatar si fue verdad aquel espanto o solamente es el
ltimo vestigio de una pesadilla infantil. De esa infancia misteriosa, siempre
cubierta por un manto encantado: el lago, las islas, el cielo, la huerta, el
canchn, el abuelo, sus historias, la seora grande, mi madre. Estoy tratando
de reconocer el sitio en que desapareci, en lo que todava se mantiene en pie
de la casa grande de los abuelos, pero ha sido tan retaceada para el remate
que ni ellos la reconoceran.
Ya est anocheciendo. El canto irritante de un malagero pichitanca me
sacude de raz. Un fro lejano, muy lejano, como el que nos estremeci esa
noche vuelve a calarme los huesos. Lgrimas silenciosas bajan por los surcos
de mi avejentado rostro.

Publicado en el libro MUJERES DE PIES DESCALZOS,


Arteidea Editores, ao 1996. Cuento publicado en la
antologa CINCUENTA AOS DE NARRATIVA ANDINA, de
Mark Cox. Editorial San Marcos, ao 2004.
Foto: Matas Vieira

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