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Días Animados - Libro para Alumnos - Web

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Días

animados
Autoría novela
Ruth Kaufman

Autoría libro de actividades


Beatriz Diuk
Pilar Gaspar

Edición
Ariela Kreimer

Ilustración
Vanessa Zorn

Viñetas blanco y negro


Eugenia Suárez

Kaufman, Ruth
Días animados : novela / Ruth Kaufman. - 1a ed adaptada. -
Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Dale, 2024.
100 p. ; 28 x 22 cm.

ISBN 978-631-90215-2-3

1. Alfabetización. I. Título.
CDD A863

Hecho el depósito que marca la ley n° 11.723.


Libro de edición argentina.
Impreso en la Argentina.
Printed in Argentina.
ISBN:978-631-90215-2-3

Esta obra se terminó de imprimir en marzo de 2024 En Consultora Arcadia S.A,


Belgrano 2725, Santa Fe
Días
animados
parte 1

RUTH KAUFMAN

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CAPÍTULO I

Había una vez una niña que se llamaba Analía. Tenía solo seis años, pero ya había
vivido en el campo y ahora vivía en la ciudad, en un barrio de viviendas en las afueras
de Recodo. Su papá, Rony, iba y venía: trabajaba alambrando, ayudando a las vaqui-
llonas en las pariciones y era un domador de mucha paciencia.
Un viernes de octubre, el papá regresaba de una semana de trabajo en el campo.
El ómnibus en que viajaba se averió. Los pasajeros aguardaron al costado de la ruta
durante horas. Finalmente, llegó un ómnibus nuevo y los llevó a la ciudad. Cuando
el papá llegó a su casa era tan tarde que ya todos dormían.
Entró silenciosamente, para no despertar a su familia.
Traía un bultito en los brazos, un bultito que también
dormía. El papá lo apoyó con delicadeza en el piso
del patio. Como si se tratara de un vidrio muy, muy
frágil.
De todos modos, el bultito se despertó. Y ladró:
—¡Guau, guau! ¡Guau, GUAU, GUAUUUUU!

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—¡Sh, perrito! —le dijo el papá—. Vas a despertar a la familia.
—¡Guau, GUAU, GUAUUUUU! —el perrito no se calló.
La primera en saltar de la cama fue Laura, la mamá de Analía. Tenía los ojos chi-
quitos del sueño.
—¡Llegaste! —le dijo a Rony—. ¡Qué bueno!
El perrito seguía ladrando. Mientras la mamá y el papá se daban un beso de bien-
venida, Analía apareció en el patio.
—Guau, guau. ¡Guau, GUAU, GUAUUUUU! —ladraba el perrito.
Analía lo alzó:
—¡Hola, perrito! ¡Yo soy Analía!
Los ladridos del cachorro partían el corazón.

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Aunque eran las tres de la madrugada, Analía, la mamá y el papá se sentaron en el
patio a tomar tereré. Andrés, el hermano mayor, seguía durmiendo: podía pasar un
tren por encima de su cama que él no se iba a despertar.
—¿Cómo encontraste al perrito, papá? —preguntó Analía.
El papá contó que cuando el ómnibus se averió, los pasajeros encontraron siete
cachorritos abandonados al costado de la ruta. Él sintió tanta pena que agarró uno.
Al rato, una pasajera fue y agarró otro. Al final, los agarraron a todos.
Analía alzó al perro para llevarlo a su cuarto.
—Lo siento —dijo el papá—, pero el perrito tiene que dormir en el patio. Traé una
mantita. Y un plato hondo con agua limpia.
—¿Y si duerme conmigo? Solo por hoy…
Analía se tiró un lance. Mañana podía volver a preguntar lo mismo. Y así cada día.
—No, no. Es mejor que se acostumbre desde el primer día a dormir en su cucha
—dijo la mamá.

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CAPÍTULO 2

Era sábado. Analía abrió un ojo medio dormida, abrió el otro y, entonces, ¡se acor-
dó! No era un sueño, ¡no!
Analía saltó de la cama. Salió corriendo al patio.
—¡Perrito! —llamó.
Una bolita blanca con patitas negras y una mancha sobre el ojo derecho le saltó
encima y le lamió la cara.
—¡Perrito!, ¡mi perrito! —volvió a decir.
—Me parece que hay alguien nuevo en esta casa.
Era la voz de su hermano Andrés:
—Alguien que precisa un nombre… ¿o vas a llamarlo siempre “perrito”?

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La búsqueda de nombres comenzó en ese mismo instante.
—Tereré —propuso la mamá. Se agachó, como llamando al perrito, y repitió: —Te-
reré, Tereré, Tereré.
—¿Tereré? —opinó Andrés—. ¿Dónde viste un perro que se llame Tereré?
—Por eso, es muy original.
—Manchita —dijo el papá.
—Ay, papá —comentó Analía—, hay mil perros que se llaman Manchita.
—Hagamos una lista —propuso la mamá—, y después votamos.
Los nombres salían de la boca de los cuatro miembros de la familia, la mamá los
cazaba en su oído y los dejaba anotados en el papel:

É
R ER ITA
TE CH
N
MA IRÚ
G
AN ATA ÓN
R
PI OLE
P
NA UE
Q
RO OSO
M
MI

A la hora de votar quedaron empatados: dos votos para Angirú y dos para Pirata.

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—Que desempate él —dijo Andrés señalando al perrito.
—¿Y cómo vota?
—Moviendo la cola.
El papá dijo:
—Angirú, Angirú.
El perrito se fue para el patio.
Andrés y Analía lo llamaron:
—Pirata, Pirata, Pirata.
El perrito corrió hacia ellos, moviendo la cola. Andrés tenía, además,
un pedacito de jamón en la mano. El perrito lo masticó con ganas.
—¡Le gusta más llamarse Pirata! —dijo Analía.
—¿O le gusta más el jamón? —se rio la mamá.
Y a pesar de la trampa, le dejaron de nombre Pirata.
Al final de cuentas, también los piratas eran tramposos.

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CAPÍTULO 3

Analía se despertó el domingo a la mañana y enseguida pensó en el perrito. Corrió


al patio y lo llamó:
—¡Pirata!
El perrito no hizo caso.
Analía lo repitió, más suave, tres veces, como en un susurro:
—Pirata, Pirata, Pirata.
El perro ni lo notaba.
El papá se rio:
—Llegó anteayer, Analía. Dejalo un poco tranquilo. Que recorra la casa y la vaya
conociendo. Los perros conocen por el olfato.
Pirata se lanzó a la tarea de oler las patas de las mesas, las sillas y las camas. Olió
los sillones y los rincones. Olió las sábanas que colgaban en el patio, olió las mace-
tas, olió las ruedas de las bicicletas.

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Al rato, el papá le mostró a Analía tres charquitos dentro de la casa:
—Ya le vamos a enseñar a hacer pis y caca donde debe, pero todavía es muy bebé
y no puede aprender. Así que nosotros tenemos que limpiar.
Buscaron un trapo y un balde con agua. El primer pis lo limpió el papá. Cuando
llegaron al segundo charquito, le dio el trapo a Analía. Ella le dijo:
—¿Yo?
El papá no se enojó o quizás un poco. Dijo:
—Vos siempre me pedías un perrito. Acá llegó. ¿Vas a ocuparte de él? ¿Querés ser
su favorita en todo el mundo?
—Sí, sí, quiero —dijo Analía. De eso estaba segura.
—Bueno, entonces limpiá el pis.
Más tarde, Analía también limpió la caca. Se quejó, pero solo un poco.
Y el papá supo que su hija estaba preparada para hacerse responsable de un animal.

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Esa tarde, Analía pidió permiso para salir con Pirata. Caminó por la vereda, dobló
en la esquina y golpeó a la puerta de la casa n.° 32 “A”.
La abuela abrió.
—¡Hola, abu! ¡Te presento a Pirata!
Analía tomó una de las patitas del perro y la extendió hacia la abuela. La abuela
Rosa tomó la patita de Pirata y, sacudiéndola levemente, dijo:
—Mucho gusto, Pirata. Bienvenido a la familia.
Pasaron a la cocina.
—¿Quién anda por ahí? —gritó una mujer desde otro cuarto. Enseguida apareció
Susana caminando lentamente, con ayuda de un andador.
—Soy yo —respondió Analía—. Traje a Pirata para que lo conozcas.
Analía alzó a Pirata y lo puso delante de la bisabuela Susana, con la pata extendida.
Ella no la tomó. Dijo:
—¡Pero, m´hija! Los perros no son personas. Déjelo en paz.
Y se volvió para su dormitorio.
Analía le habló a Pirata al oído:
—Acá viven la abuela Rosa y la bisabuela Susana. ¿A qué no adivinás cuál es más
buena?

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CAPÍTULO 4

Analía quería que toda su familia conociera a Pirata. Por eso le pidió a su abuela
que la acompañara a la casa de sus primos, los mellizos.
Abuela y nieta caminaron dentro del barrio de viviendas hasta llegar a una ave-
nida. La cruzaron. El barrio continuaba del otro lado. Tocaron a la puerta de la casa
n.° 56 “B”. Abrió Enrique, el papá de los mellizos. La abuela se despidió y Analía pasó:
—¡Hola, tío! ¡Te presento a Pirata!
Después entró en el dormitorio de sus primos. Leo y Rolo tenían diez años.
Estaban jugando una final en la play. Analía los saludó. Nada. Les habló. Nada. Les
dijo que tenía un perro. Nada. Hacía dos horas que nada interrumpía su concentración.
Entonces, Pirata opinó:
—¡GUAUUUUU!
Los mellizos se dieron vuelta. Miraron a Pirata, le sonrieron. Y siguieron con su
juego. Pero se cortó la luz.

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—¡A la plaza! —gritó Rolo, mientras Leo cruzaba el patio como un huracán. Leo
tomó a Analía de la mano izquierda y la llevó con él, flameando como una bandera.
La mano derecha de Analía sostenía fuerte a Pirata contra el pecho.
Llegaron a la plaza que estaba en el centro del complejo de viviendas.
—¿Me lo prestás un segundo? —pidió Rolo.
Analía se lo dio.
—Cuidalo —le dijo—. Todavía es un bebé.
Rolo acomodó a Pirata sobre su cabeza. Lo sostuvo con las dos manos y salió a
correr. Analía corrió detrás de ellos.
—¡¡¡¡Roooolo !!!! —gritaba, furiosa.
Rolo dio una vuelta entera a la plaza con Pirata sobre la cabeza. Cuando Rolo apo-
yó a Pirata sobre el suelo, Analía y Leo estiraron los brazos.
Pero Leo fue más rápido. Y Pirata quedó en sus manos.

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—¡No es una pelota de fútbol! —le gritó Analía—. Es un ser vivo, tiene sentimientos.
Leo ya estaba trepando al tobogán más alto de la plaza con Pirata a upa. Analía
corrió detrás de su primo, pero cuando ella llegó al tope de la escalera, Leo y Pirata
resbalaban por la plancha del tobogán. Analía se lanzó también, gritando:
—¡Piraaaaaata!
Leo dejó al perro en el suelo. Pirata movía la cola.
“¿Cuando mueve la cola quiere decir que está contento?”, pensó Analía. “¿Cómo
puedo saber que está pensando?”
Analía se agachó y Pirata trepó encima de ella. Le lamió la cara.
—¡Te quiere! —dijeron los mellizos.
—¡Yo también! —dijo Analía.
Eso era así. Y no había dudas.

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CAPÍTULO 5

Pasaron los meses. Pirata creció y Analía terminó preescolar.


Llegaron las vacaciones. Un día, el tío Enrique la invitó a acampar. Iba con sus hi-
jos mellizos: Leo y Rolo.
—¿Puede ir Pirata? —le preguntó Analía.
El tío dijo que sí.
Con ayuda de su mamá, Analía preparó una mochila con ropa y la bolsa de dormir.
Ella ya había acampado varias veces con su familia a orillas del río. Esta era la prime-
ra vez que iría sin su mamá y su papá. A último momento, agarró su osito de peluche
y lo guardó en la mochila. Por las dudas.

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El camping estaba ubicado a la orilla del río Corrientes. Tenía una playa de arena
blanca y fina. Sobre la arena crecían ceibos. Los ceibos tenían ramas retorcidas y
flores más rojas que la sangre de una rodilla recién lastimada. También crecían sau-
ces. Con su melena de ramas verdes, cuando soplaba el viento, los sauces barrían la
arena. Había juncos. En el camping, el césped estaba siempre corto. Detrás, empe-
zaba el monte: allí, entre los árboles, crecían plantas enmarañadas y vivían muchos
animales.
El agua del río iba cambiando de color según las horas del día. Analía, Pirata, Rolo
y Leo, cuando se detenían a recuperar el aire, la miraban. El río iba y volvía de las
islas a la orilla, tocando la playa con unas olitas diminutas. A veces, el agua los hip-
notizaba y, para disimular, uno decía:
—Juguemos a contar las olas.
Y así, contando, a veces llegaban hasta 50. Hasta que un pájaro que no conocían
los llamaba y, dándole la espalda al río, se metían en el monte.

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UN BUEN DÍA DE CAMPAMENTO ES PURA ACCIÓN

ANALÍA, PIRATA, LEO, ROLO Y EL TÍO


ARMARON LA CARPA. CORRIERON.

PREPARARON LA COMIDA
Y COMIERON. CORRIERON.

TREPARON A LOS CEIBOS. SE METIERON EN EL RÍO.

ANALÍA, LEO Y ROLO SE ACOSTARON Y,


AL INSTANTE, SE QUEDARON DORMIDOS.
HICIERON POZOS. PIRATA QUEDÓ ATENTO.

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CAPÍTULO 6

Una noche, el sueño profundo y plácido de los tres primos fue interrumpido.
Leo se despertó primero. Alguien chistaba:
—¡Chst!
Leo lo oyó clarito. Pensó que sería un pájaro. Pero sonaba muy diferente a todos
los pájaros que él conocía. Dudó. Prestó atención. El ruido venía del árbol que estaba
al lado de la carpa.
—¡Chst!
Rolo se despertó. Vio a su hermano: estaba sentado y miraba al techo.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó.
—¿Un pájaro? —le dijo Leo.
El cuchicheo de los mellizos despertó a Analía.

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Analía también se sentó. Miró a sus primos. ¿Qué hora sería? Volvieron a escuchar
el chistido. Cuatro veces seguidas, con dos segundos de intervalo entre cada una.
—¡Chst! ¡Chst! ¡Chst! ¡Chst!
—¿Qué es eso? —preguntó Analía.
—Tiene que ser un pájaro —dijo Rolo—, aunque parece una persona.
—¿Vos decís que hay una persona arriba del árbol que está al lado de nuestra
carpa? —Analía empezó a asustarse.
—Parece una persona —dijo Rolo de nuevo—, pero tiene que ser un pájaro.
—¿Y si salimos a ver? —propuso Leo.
—¿Les parece buena idea? —preguntó Analía.
Una cosa era hablar dentro de la carpa y otra cosa muy distinta salir a la noche oscura.

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Los tres estaban asustados. Pero no lo iban a reconocer. Así que buscaron sus
linternas y salieron de la carpa.
“Las brujas no existen”, se dijo para sus adentros Analía.
“Los vampiros no existen”, pensó Rolo.
“Los extraterrestres no llegaron todavía”, se repitió Leo.
Enseguida apuntaron al árbol con la luz de las linternas. Algo se movió. Recorrie-
ron lentamente la copa del árbol con la luz. Vieron hojas, ramas y, de repente, ilumi-
naron dos ojos muy redondos. Y una boca. Y una melena llena de rulos.
—¡Es una chica! —gritaron los tres.
—¡CHST! —los llamó.
—¡Auxilio! —gritaron los primos.
La chica bajó del árbol riéndose a carcajadas:
—¿Se asustaron? —les preguntó—. Perdón, no quería despertarlos. Mi compañera
y yo nos comunicamos con chistidos: estamos jugando a las escondidas nocturnas.
Y sin darles tiempo a responder, salió corriendo y se escabulló en la noche.

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CAPÍTULO 7

Era de noche, las tres de la madrugada. Rolo, Leo y Analía acababan de resolver el
misterio de los chistidos. Leo preguntó:
—¿Y Pirata? ¿Dónde está?
Todas las noches, durante el campamento, Pirata se acostaba junto a la entrada
de la carpa. Dormía con el sueño liviano de los perros, siempre atento y vigilante.
Pero ahora no estaba allí. Lo llamaron con voz suave:
—¡Piraaaaata!
No apareció.
Lo volvieron a llamar con voz cada vez más fuerte:
—¡Piraaaaata! ¡Piraaaaata!
El tío estaba tocando la guitarra en un fogón. Los oyó y se acercó corriendo. Preguntó:
—¿Qué pasa?
—Pirata desapareció —dijo Analía.
En el fondo de su garganta anidaba un sustito.
—Ya va a aparecer —dijo el tío—. Los perros dan vueltas y después vuelven. ¿Y
ustedes qué hacen fuera de la carpa a esta hora? ¡Son las tres de la madrugada!
Vamos, vamos a dormir.

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Analía se despertó muy temprano. Subió el cierre de la carpa, miró hacia los cos-
tados: no vio a Pirata. Se acercó al tío que tomaba mate mirando el río. El tío estaba
solo, solo como un humano sin perro. La esperaba con el desayuno listo.
Al rato, los cuatro salieron a buscar a Pirata. Conversaron con cada uno de los
acampantes. En los baños, en los matorrales, en la despensa: nadie lo había visto. Ni
por la noche, ni por la mañana.
Recorrieron el camino que llevaba a la ruta. Analía y Rolo de un lado; el tío y Leo,
del otro. Lo llamaban: “Piraaaata, Piratita”. La que más llamaba era Analía, porque
era la voz que Pirata más reconocía.
—Busquemos en la playa —dijo Rolo.
Volvieron al camping. Pasaron por delante de la carpa. Todos guardaban la secreta
esperanza de ver a Pirata moviendo la cola.
Analía volvió a llamar:
—Piraaaata.
Y mientras alargaba la a, se largó a llorar.

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Analía tenía diferentes formas de llorar. A veces, sentía un nudo chiquito en la
garganta y las lágrimas le salían de los ojos en silencio, como gotitas de lluvia. Otras,
sentía rabia y las lágrimas salían a chorros acompañadas de patadas o gritos. Esa
mañana, lloró más fuerte que nunca. El llanto fue como un viento de tormenta, de
esos que doblan los árboles más fuertes. Todo su cuerpo se sacudía con el llanto.
Los sollozos eran tan seguidos y entrecortados que Analía se quedaba sin aire. Pare-
cía que se iba a ahogar y, entonces, respiraba con la boca muy abierta y enseguida,
volvía a empezar.
El tío la abrazó. Los mellizos la abrazaron. Formaron un nudo de brazos que, len-
tamente, muy lentamente, la fueron calmando. El abrazo era como una barrera que
frenaba el viento de tormenta. Analía dejó de sacudirse, los sollozos se fueron espa-
ciando, las lágrimas seguían rodando, pero la respiración volvió a ser la de siempre.
—Voy a llamar a tu papá —dijo el tío.

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CAPÍTULO 8

Analía regresó del campamento a su casa sin Pirata.


Ese mismo día, llamaron a la radio que más se oía en Recodo para que los ayuda-
ran en la búsqueda. La mamá escribió un texto y lo mandó por el celular:

PERRITO PERDIDO

RAZA CALLEJERA, MACHO,


RESPONDE AL NOMBRE DE PIRATA.
PELO BLANCO, CON UNA MANCHA NEGRA EN EL OJO
DERECHO, LAS CUATRO PATAS NEGRAS. ALEGRE.
ALTURA 18 CM. VACUNADO. CUATRO MESES DE
EDAD. SE OFRECE RECOMPENSA.
DESAPARECIÓ EN EL CAMPING DEL RÍO.

El locutor de la radio prometió decir el mensaje va-


rias veces por día. La mamá dejó el número de su ce-
lular. Si alguien llamaba, el locutor se iba a comunicar
con ella.
—Quédese tranquila, señora —le dijo—.
Hemos encontrado muchos perros en
esta radio. Pirata también va a
aparecer.

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Cuando se hizo de noche, Analía no quiso ir a la cama. Los padres la mandaban a
dormir y ella se negaba moviendo la cabeza.
—Te cuento una historia —le dijo el papá, finalmente.
Analía le pidió que le contara la historia del perro que había tenido de chico.
—¿Cómo se llamaba? —le preguntó.
—Indio.
—¿De quién era?
—Indio era mío y de Enrique. Tu tío y yo siempre competíamos para ver quién era
el preferido. Pero Indio nos quería a los dos. A veces se iba detrás de Enrique; otras
veces me seguía a mí. Indio dormía fuera de la casa. Vivíamos, en ese entonces, en
una casilla en la orilla del pueblo. Dos cuadras más allá, empezaba el campo. A veces
se iba a correr liebres. Pero Indio siempre volvía. Una mañana no volvió. Lo buscamos
muchos días.
Analía lo interrumpió:
—¿Cómo apareció? Quiero que me cuentes esa parte solamente.

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El papá dijo:
—Está bien. Todos los días, Enrique y yo volvíamos de la escuela a casa caminan-
do. Eran más de 20 cuadras. Un día, vimos que pasaba un grupo de perros. Eran mu-
chos, de todos los tamaños. Corrimos para alcanzarlos. Se iban hacia el campo. Yo
llegué antes que tu tío. Doblé una esquina y me los topé. Me ladraron. Yo me asusté,
algunas veces los perros se juntan, arman una jauría y se vuelven muy malos. Me
quedé duro como una estatua. La jauría siguió su camino, pero un perro retrocedió.
Se desprendió del grupo. Avanzó pegando la panza al piso, se acostó a mis pies y se
puso a llorar. ¡Era Indio! ¡Él me había reconocido! Enrique y yo nos tiramos encima de
él. Nos revolcamos en el medio de la calle los tres. “Indio! ¡Indio! ¡Indio!”, repetíamos.
»Volvimos a casa corriendo, gritando su nombre, no nos entraba en el cuerpo la
alegría. Indio estaba tan sucio, tan lleno de pulgas, que los tres nos tuvimos que lavar
a manguera limpia. Mamá tuvo que lavar toda nuestra ropa y la misma loción anti
pulgas que usó para Indio fue a parar a nuestro pelo.
»Sucio, flaco y pulguiento, había vuelto a casa.

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CAPÍTULO 9

Terminó el verano.
Empezaron las clases. En la puerta de la escuela, las maestras y la directora es-
peraban la llegada de los alumnos y las alumnas. Los veían venir caminando por la
vereda. Unos venían de la mano de la mamá; otros llegaban acompañados por la
abuela o el abuelo; otros formaban un grupito de hermanos.
Analía llegó caminando de la mano de la mamá y el papá; muy cerca de ella venía
Simón con un perro que andaba a su lado. El perro de Simón era negro, casi tan alto
como él.
La directora lo saludó:
—Hola, querido, me llamo Ana y soy la directora de la escuela. Y vos, ¿cómo te
llamás?
—Simón.
—Simón, bienvenido a la escuela. ¿Cómo se llama tu perro?
—Rayo.
—¿Sabías que Rayo no puede entrar?
—No, no sabía —dijo Simón—. Nosotros somos inseparables.

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—Simón, ¿y si buscamos un lugar con sombra afuera de la escuela para Rayo? ¿Te
podrá esperar? —preguntó la directora.
Simón aceptó.
Buscaron la sombra de un árbol al lado de la verja. Le dijeron a Rayo que debía
quedarse ahí, sentado. Y entraron en la escuela
La directora acompañó a Simón al salón de primer grado.
En el recreo, Simón corrió por el patio hasta encontrar a Rayo. Lo saludó desde el
otro lado de la verja. Rayo estaba tranquilo y movió la cola cuando vio a Simón. Ana-
lía los miraba: primero a uno y después al otro.
Sonó el timbre. Simón y Analía entraron en el salón.
—Es mi perro —le dijo Simón—. Se llama Rayo y somos inseparables.
—Yo tengo un perro —dijo Analía—. Éramos inseparables, hasta que se perdió.
—¿Cómo se llama? —preguntó Simón.
—Pirata —dijo Analía.

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Cuando todos los chicos estuvieron sentados, Simón levantó la mano y preguntó:
—Seño, ¿nos enseñás a escribir “Pirata”?
—¿Por qué me pedís justo esa palabra? —preguntó la maestra.
Simón explicó su idea. Contó que Analía había perdido a su perro que se llamaba
Pirata. Si la maestra les daba un papel, cada chico podía hacer un cartel con el nom-
bre y un dibujo que fuera como una foto del perro. En un ratito, iban a tener muchos
carteles para pegar por todas partes.
A la maestra la idea le resultó excelente. Fue al armario, sacó papeles, marcado-
res y lápices de colores y los repartió. Después pidió a todos que prestaran mucha
atención.
—Voy a escribir el nombre del perro de Analía —dijo—. PPPIIIIRAAAATTTAAAA
—y fue alargando los sonidos, mientras escribía las letras en el pizarrón.

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CAPÍTULO 10

El primer día de clases, los veinticinco chicos de primer grado hicieron carteles
para ayudar a Analía en la búsqueda de su mascota. La maestra había agregado en
cada papel el nombre y la dirección de la escuela.
A la hora de la salida, todos estaban muy contentos. Cada uno llevaba su cartel,
cuatro chinches y una misión. Tenían que ponerlo en algún sitio bien a la vista.
Los carteles tenían una letra tan bonita, un dibujo tan encantador que la gente se
paraba delante, los miraba y, en voz alta, leía: “PIRATA”.

PIRATA.
PIRATA.

PIRATA.
PIRATA.

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Un vendedor de chipás vio el cartel que había colgado Simón. Leyó el nombre del
perro y se detuvo a mirar el dibujo. Volvió corriendo para su casa.
Miró el perrito que se había encontrado, hacía dos meses, perdido en la playa del
río. Tenía las cuatro patas negras, como si llevara puestas botitas. Tenía una mancha
negra sobre el ojo derecho.
Se agachó y dijo:
—Pirata.
El perro corrió hacia él moviendo la cola.
El vendedor de chipás movió la cabeza de arriba hacia abajo.

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Para estar más seguro, puso al perro en el patio, dejó la puerta de la casa entrea-
bierta, salió a la vereda y desde ahí llamó:
—¡Pirata!
En un segundo el perro había respondido al llamado.
El vendedor de chipás se puso la canasta sobre la cabeza, tomó a Pirata de la
correa y caminó hasta la escuela que figuraba escrita en el cartel. Estaba a quince
cuadras.

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Aunque no se podía entrar con perros a la escuela, la directora hizo una excepción.
Ella misma acompañó al vendedor de chipás hasta el salón donde estudiaba 1º “A”.
Golpearon a la puerta.
—Adelante —dijo la maestra.
El vendedor de chipás entró con Pirata a upa.
—¡PIRATA! —gritaron los veinticinco niños y la maestra al mismo tiempo.
El vendedor de chipás puso a Pirata en el suelo.
Todos se quedaron un segundo congelados, como en la mancha hielo.
Pirata corrió por los bancos, directo al de Analía.
Le saltó encima. Le lamió la cara. Se hizo pis.
Los veinticinco chicos, el vendedor de chipás, la directora y la maestra aplaudieron.
Analía no pudo aplaudir porque tenía las dos manos ocupadas abrazando a Pirata.

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Días
animados
parte 2

RUTH KAUFMAN

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CAPÍTULO 1

Simón tenía seis años. Vivía en la ciudad de Recodo, con sus abuelos. En la casa
vivían la abuela Elvira, el abuelo José, Simón y Rayo. Rayo era un perro alto, negro
del hocico al rabo, de pelos tan cortos como suaves. Cuando Simón era un bebé de
pocos meses, Rayo, que era un cachorro de semanas, llegó a su casa.
Pocas veces humanos y animales pueden comunicarse tan hondamente sin
palabras. Muchas personas viven con un perro, lo quieren, lo respetan. Muchos
perros viven con personas, las quieren, las respetan. Pero muy pocas veces perros
y personas se entienden como se entendían Rayo y Simón.

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La mamá de Simón se llamaba Delia. Trabajaba en la casa de una familia en
Buenos Aires. Y aunque estaba lejos, hablaba con Simón todos los días, o casi.
Simón le contaba las cosas que le pasaban, o no decía nada. Ella lo escuchaba.
A veces, se contaban algo gracioso y los dos se reían.
Unas semanas antes del comienzo de las clases, la mamá de Simón hizo una
videollamada. Su hijo le mostró los útiles y la ropa con la que iba a ir a la escuela
el primer día de clases.
—Zapatillas —dijo Simón y enfocó con la cámara sus zapatillas azules, recién
lavadas.
—Delantal, mochila.
Simón abrió la mochila, sacó dos cuadernos y la cartuchera. Abrió la cartuchera:
señaló los 24 colores, uno por uno. La mamá lo felicitó por lo bien que los había
ordenado.
Después, la mamá habló con los abuelos. Volvieron a repasar los planes: el
primer día de clases, y todos los demás días del año, Simón iba a ir a la escuela de
la mano de su abuela.

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CAPÍTULO 2

El miércoles, la abuela Elvira volvía del merendero donde trabajaba por las
tardes, pisó mal y se torció el tobillo. No se cayó al piso, pero la pierna le quedó
tan dolorida que le pidió a un vecino con auto que por favor la llevara a la salita.
La revisaron, le vendaron el pie. El doctor le dijo:
—Durante una semana se pone hielo tres veces por día, no camina y pone la
pierna hacia arriba.
—¿No pueden ser unos días menos? —preguntó la abuela—. Mi nieto empieza
primer grado y yo lo tengo que acompañar.
—No —dijo el doctor.
—¿Y si voy en taxi? —insistió Elvira.
—La entiendo, señora —dijo el doctor—, pero usted tiene el tobillo muy
hinchado. Debe hacer reposo. Es la única forma de curar un esguince. Si camina
va a empeorar.

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Esa misma noche, la abuela Elvira y el abuelo José conversaron sobre el tema.
¿Quién iba a acompañar a Simón? El abuelo José no podía porque trabajaba de
sereno en un depósito. Entraba a las 8 de la noche y salía a las 9 de la mañana.
El abuelo dijo:
—Puede ir solo. Vos y yo, Elvira, ¿no íbamos solos a la escuela cuando éramos
chicos? Nunca nos pasó nada. Y eso que caminábamos kilómetros.
—¡Ay, José! —le respondió la abuela—. ¿Cuándo vas a entender que los tiempos
cambiaron?
—Bueno, si tenés miedo… que vaya con Rayo —dijo el abuelo.
—¿Un perro en la escuela? ¿Te volviste loco?
Así era el abuelo José; sus soluciones eran tan extravagantes que a los demás
les parecían problemas.

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A Simón la idea de su abuelo le encantó. ¡Ir a la escuela acompañado de Rayo!
¡Eso era fantástico! A la abuela la idea le pareció loca y descabellada, pero eran dos
contra uno: Simón y el abuelo José contra ella. Y aunque charlaron sobre el tema
durante una hora, ninguno de los tres cambió de opinión.
El domingo anterior al comienzo de las clases, llamó la mamá de Simón por
teléfono celular. Simón y ella conversaron animadamente. En un momento, la
mamá preguntó:
—¿Hay algún problema?
—No —dijo Simón.
Y lo mismo le dijeron los abuelos.
“No le mentimos, pensó Simón, no hay ningún problema porque ya le
encontramos la solución”.
De todas maneras, la abuela llamó a una vecina y le pidió que su hijo, que estaba
en sexto, cuidara a Simón y lo mirara disimuladamente todo el camino.

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CAPÍTULO 3

Así fue como el primer día de clases Simón llegó a la escuela con Rayo. Un niño
bajo, con una gran mochila y un perro alto, de pelo muy corto y negro. Caminaban
a la par. Como caminan los humanos y los animales cuando el lazo que los une es
indestructible.
En el gran portón de entrada, la directora le dijo a Simón:
—Los perros no pueden ingresar a la escuela.
Simón pensó: “La abuela tenía razón”. La directora agregó:
—¿Te parece que le busquemos un sitio del otro lado de la verja?
La directora no estaba enojada. Se notaba que ella también quería mucho a los
perros. Buscaron un lugar afuera, a la sombra de un sauce. Ahí Rayo se quedó muy
tranquilo, mientras Simón entraba a la escuela de la mano de la directora.

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La directora acompañó a Simón al salón de primero. Ahí él sintió un poco de susto.
Todos los chicos ya estaban sentados en una ronda y él no conocía a ninguno. Dijo su
nombre, los demás dijeron los suyos y contaron algo lindo que habían hecho durante
el verano. Después la maestra les mostró un libro y leyó un cuento en voz alta.
El cuento era muy chistoso y todos se rieron. Entonces sonó el timbre.
Salieron al recreo. La maestra los acompañó al patio. Era inmenso. Adelante
correteaban los chicos y chicas de primero, segundo y tercero; y al fondo jugaban los
más grandes. Los varones y las chicas de sexto corrían tan rápido que daban miedo.
Simón fue muy valiente: cruzó el patio y pasó por el costado de la cancha. Se
detuvo frente a la verja que limitaba con la calle. Una nena de su clase, que se
llamaba Analía, lo siguió.

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Simón se acercó a la verja. Rayo se puso de pie. Era un perro muy alto.
Todo negro desde el hocico al rabo.
—¡Hola, Rayo! —dijo Simón—. Todo bien, ¿y vos?
Rayo movió la cola. No llegaron a tocarse. Analía se acercó. Antes de
que ella hiciera alguna pregunta, Simón dijo:
—Se llama Rayo. Es mi perro. Me está esperando.
Analía le ofreció un chupetín. Les sacaron los papeles y cada uno se
puso a lamer concienzudamente el suyo.
—Yo también tengo un perro, pero se perdió —dijo Analía.
—¿Cómo se llama? —preguntó Simón.
—Pirata.
Entonces sonó el timbre. Cuando entraron al salón, Analía se estaba
tragando una lágrima.

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CAPÍTULO 4

Simón tuvo una idea: hacer carteles para buscar al perro perdido. Le contó su
idea a la maestra. La maestra llamó a Analía y le comentó en voz baja la propuesta
de Simón. Analía dijo que sí y entonces la maestra la compartió con toda la clase.
Enseguida pusieron manos a la obra. La maestra les enseñó a escribir PIRATA. Los
chicos le pidieron a Analía que les mostrara una foto de su perro para poder dibujarlo.
—No tengo fotos… Están todas en el celular de mi mamá —respondió Analía,
con pena.
—No te preocupes —le dijo la maestra—, seguro que podés describirlo con
palabras. Yo te ayudo. ¿Es alto o bajo? ¿De qué color es?
—Pirata es mediano, ni alto ni bajo —respondió Analía—. Es todo blanco con una
manchita negra en el ojo derecho y tiene las patitas negras, como si tuviera botitas.
La maestra la felicitó. Con esa explicación, cada chico dibujó a Pirata. La maestra
agregó el nombre y la dirección de la escuela.
Simón regresó a su casa muy feliz. En el primer día de clases ya se había hecho
una amiga. En el camino, buscó el mejor lugar para poner su cartel. Al final se
decidió por un poste de madera que había en la plaza del barrio.

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Al otro día, la maestra llevó un mapa del barrio. Le dio una etiqueta a cada chico
y les pidió que escribieran su nombre. Después, cada uno pasó al frente, ubicó
en el mapa la calle en la que había puesto el cartel y en ese lugar pegó su etiqueta.
El mapa del barrio quedó repleto de etiquetitas.
Durante el recreo largo, Simón, Analía, Damián y Sandra se acercaron a la verja.
Miraron atentamente a los vecinos que pasaban. Esperaban descubrir, antes que
nadie, a la persona que trajera a Pirata.
Pero nadie lo trajo. El miércoles tampoco vino nadie con un perro.
Durante el recreo largo del jueves, Analía miró el cielo. Estaba cubierto de nubes,
muy encapotado. Le preguntó a la maestra:
—¿Si llueve y se borran los carteles?
La maestra repitió la pregunta en el salón de clase. Varios compañeros
exclamaron al mismo tiempo:
—¡Hacemos carteles nuevos! ¡Sin parar hasta encontrar a Pirata!

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No hizo falta hacer nuevos carteles porque el viernes, a las 11:15, llegó a la
escuela don Nicolás, el vendedor de chipás del barrio, con un perro a upa.
Lo recibió la directora y lo acompañó hasta el salón de 1º A.
Pirata corrió entre los bancos y saltó a los brazos de Analía. Todos
aplaudieron. Unos aplaudían a Pirata, que había reconocido al instante a Analía.
Otros aplaudían a Analía, que nunca había dejado de buscar a su perro. Otros
aplaudían al vendedor de chipás, que era quien había encontrado a Pirata.
La maestra aplaudía a sus alumnos, porque todos habían ayudado haciendo un
cartel. Le preguntó al vendedor:
—¿Recuerda usted dónde vio el cartel?
—En la plaza René Favaloro —respondió don Nicolás.
Los chicos corrieron a mirar el mapa. Había dos plazas. Solo una tenía etiqueta.
Los chicos leyeron lentamente:
—SSS… SSSSIIII… ¡MÓN!, Simón, Simón.
Parecía mentira: Simón había tenido la idea de los carteles y su cartel había
traído a Pirata de regreso.

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CAPÍTULO 5

Desde ese día, Analía y su mamá, Simón y su abuela caminaban juntos a la


salida de la escuela. La mamá y la abuela conversaban y Simón y Analía, también.
Hacían ocho cuadras juntos, una mañana los chicos las contaron. En la cuadra
nueve, Analía seguía derecho y Simón doblaba.
Hasta que empezó el mes de mayo. El primer lunes del mes, en la puerta de la
escuela, estaba Andrés, el hermano mayor de Analía. La mamá había empezado a
trabajar.
Simón les preguntó cuál era el trabajo de la mamá. Andrés y Analía se hicieron los
interesantes. Le dijeron que era un secreto. Pero que, si él quería, podía ir con ellos y
descubrirlo. Con el permiso de la abuela, Simón acompañó a Andrés y a Analía.

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Caminaron hasta la parada del colectivo y esperaron. Cuando vino uno, no
subieron. Simón les preguntó por qué no subían, pero Andrés y Analía siguieron
haciéndose los misteriosos.
En la ciudad de Recodo había una sola línea de colectivos que iba desde Progreso
hasta Juventud. Y luego de Juventud a Progreso.
Andrés dijo que tendrían que aguardar media hora hasta que pasara el siguiente
colectivo, a la una del mediodía. Por suerte, el papá de Analía había preparado cuatro
sándwiches, con mucho fiambre y mucho tomate. Por suerte, había puesto una
botella de agua y un repasador. Se sentaron en la parada vacía y comieron. Luego fue
llegando la gente y cuando faltaba poco para las 13, Andrés y Analía se pararon.
—¡Ahí viene! —dijo Andrés.
—¡Mirá! —dijo Analía.
Al fondo de la avenida, pintado de verde botella, con un parabrisas reluciente y
Laura Acarú al volante, avanzaba el colectivo de la ciudad de Recodo.

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Los tres chicos dejaron pasar a toda la gente que esperaba en la parada.
Entonces subió Analía, casi corriendo. Detrás fue Simón y al final, Andrés.
—¡Mamá!, ¡mamita! —gritó Analía.
—¡Hola Analía!, ¡qué sorpresa tan linda! —le respondió la mamá—. ¡Hola Simón,
hola Andrés!
El colectivo iba casi vacío porque esa era la tercera parada del recorrido. Se
sentaron los tres en el segundo asiento doble (el primer asiento era para la gente
mayor y para las mujeres embarazadas). Antes de que Analía abriera la boca,
Andrés le leyó un cartel que decía:

PROHIBIDO HABLAR
CON EL CONDUCTOR

—Yo igual no pensaba hablarle, nene. Obvio que no se puede —dijo Analía.
Pero Simón se dio cuenta de que ella se moría de ganas de hablar y abrazar
a su mamá.

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CAPÍTULO 6

El recorrido completo del colectivo duraba dos horas: una de ida y una de
regreso. Cuando pasaron por el centro de la ciudad, Analía y Simón jugaron a ver
quién leía más carteles.
—PPPPIIIZZZ… ¡Pizzería! —leyó Analía, mezclando lo que sabía de las letras con
las fotos de las pizzas y las gaseosas.
—FFF FFFARRR… ¡Farmacia! —leyó Simón.
—JJJJ JJJ000… ¡Joyería! —leyó Analía.
—Heladería —dijo Simón fijándose en la foto de dos enormes cucuruchos.
Pero se equivocó, porque el cartel decía “Quiosco”.
En Progreso bajaron los cuatro y se sacaron una foto al lado del colectivo. La
mamá pasó un trapo por el volante, Andrés barrió el pasillo, Analía y Simón miraron
los asientos a ver si alguien se había olvidado algo. Encontraron una zapatilla
chiquita, ¡una sola! La mamá la guardó para entregarla al final del día.

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En el viaje de regreso, el colectivo iba atestado. Cerca de la costanera, subió un
matrimonio de personas mayores. Andrés, Simón y Analía les cedieron su lugar.
—¿Viste? —dijo la señora—. Una mujer de chofer. ¿Se dirá chofera?
—¿Sabrá manejar? —se preguntó el hombre—. ¿Dónde estarán sus hijos
mientras ella trabaja?
—Acá —dijo Andrés, que no se pudo aguantar—. Mi mamá tiene carné
profesional, por si le interesa saber.
El hombre le sonrió, haciéndose el simpático.
—Y se sacó un diez en la prueba escrita —agregó Analía.
Después subieron dos conocidas de la mamá. ¡Qué exclamaciones de asombro!
Más adelante, subieron primos segundos. ¡Casi le piden que detenga el colectivo
para poder abrazarla! Era como estar en un cumpleaños.
Cuando llegaron a la parada de la escuela, los chicos se despidieron de la mamá
y bajaron del colectivo. Simón se sentía muy feliz, pero no les contó su secreto:
aquel había sido el primer viaje en colectivo de su vida.

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CAPÍTULO 7

El domingo, Simón y su mamá hablaron. Primero, Simón le contó, con todos


los detalles, la película que había visto el sábado por la tele. Después, la mamá
le preguntó si quería acompañarla en un paseo. Simón aceptó. Entonces, ella
encendió la cámara y dijo:
—¡Hola, Simón! Estamos comenzando una videollamada especial en Buenos
Aires. ¿Estás preparado?
Simón movió la cabeza de arriba hacia abajo. La mamá continuó:
—¿Viste que vos siempre me preguntás si vi un perro, si vi un caballo, si vi loros o
monos?, ¿te acordás? Y yo siempre tengo que decirte que no, que en Buenos Aires,
al menos donde yo vivo, no hay animales. Algunos perros que viven, pobrecitos,
en departamentos, solo eso. Bueno, resulta que seguí buscando. Hasta que… ¡me
encontré con animales salvajes!

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En ese momento, la mamá enfocó una escultura enorme. Simón miró lo que su
mamá le mostraba, fascinado.
Simón vio un león. El animal miraba hacia adelante, mostrando al mismo tiempo
su larga melena y su inmenso poder. Con las patas delanteras pisaba al avestruz
que acababa de cazar. La mamá recorrió la escultura lentamente y Simón pensó
que solo le faltaba rugir para ser un león de verdad.
Después, la mamá dio unos pasos y enfocó a la escultura de una leona con dos
cachorros. La leona llevaba un pavo entre los dientes. Su paso era orgulloso. A su
lado, los cachorritos trataban de morder las patas del pavo. Simón pensó que solo
les faltaba gruñir para ser leoncitos de verdad.

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—¿Te podés trepar? —preguntó Simón.
—¿Te parece, hijo, que yo me suba a esta escultura tan alta?
—Dale, probá —insistió Simón.
Al final, la mamá aceptó. Dijo que para poder trepar tenía que interrumpir la
llamada y guardar el celular en el bolsillo. Simón apoyó su aparatito sobre la cama
y esperó. El celular volvió a sonar. Era la mamá, que, con la cámara encendida, le
mostró que había logrado montar en el lomo de la leona. Simón vio la mano de su
mamá agarrándose del cuello de la estatua. Y vio el cuello de bronce de la leona.
Por la noche, Simón soñó que el león lo estaba esperando. Él se trepaba
ágilmente. Cuando Simón se agarraba de la melena, el león arrancaba a correr.
Al lado de Simón iba su mamá montada en la leona. Corrían por las avenidas,
esquivando autos.

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CAPÍTULO 8

Andrés, el hermano de Analía, era el encargado de buscarla todos los días a


la salida de la escuela. Hasta que Andrés consiguió un trabajo en el corralón del
barrio ordenando los pedidos que llegaban de la capital. El trabajo era solo los
viernes. Por eso, algunos viernes, Analía iba a almorzar a la casa de Simón. Esos
viernes eran una fiesta para los dos amigos. La abuela los hacía aún más felices,
llevando a Rayo a la puerta de la escuela y cocinando canelones.

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Un viernes, mientras volvían de la escuela, Simón, Rayo, la abuela de Simón
y Analía cruzaban la plaza René Favaloro. A medida que se aproximaban a la
esquina, vieron a algunas personas alrededor de un lapacho. Todos miraban
hacia arriba.
—¿Qué estará pasando? —se preguntó la abuela.
Los chicos corrieron. Vieron al vendedor de chipás y a otros vecinos.
Una señora gritaba:
—Olí, Olí, Olí, ¡bajá!
El vendedor de chipás les explicó:
—¡Pobre, doña! Se le escapó el loro.
Simón y Analía alzaron la vista y lo vieron.
Era un lorito verde, verde oscuro y verde claro. Miraba a la gente desde las
ramas más altas.

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Un vecino dijo:
—Ese loro no va a bajar. Voy a llamar a Emergencias.
El vecino llamó a Emergencias. Le pasaron con los bomberos. El vecino explicó lo
que ocurría. En el cuartel de bomberos le respondieron:
—Ya vamos para allá.
Mientras tanto, Rayo y Simón se acercaron al tronco del lapacho. Rayo se
agachó, Simón se paró en el lomo, y Rayo se irguió nuevamente. Fue un segundo y
ya Simón estaba agarrado con sus dos manos de una rama del árbol.
La abuela gritó:
—¡Simón! Simón, ¿qué hacés?
Simón no le respondió. Estaba muy ocupado trepando al árbol. Subía seguro,
como un mono. No se atolondraba, no sentía miedo. En unos minutos llegó arriba.
Simón miró al loro a los ojos:
—¡Olí!, ¡hola, Olí! —le dijo.
El loro se hizo el interesante y ni lo miró.

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CAPÍTULO 9

El loro estaba en una de las ramas más altas del lapacho.


Simón, apenas más abajo, le hablaba suavemente. Le pedía
que bajara con su dueña. El loro se hacía el interesante, pero
lo escuchaba atentamente.
En ese momento llegaron los bomberos. La abuela de
Simón y la dueña del loro corrieron a hablarles. Un bombero
las tranquilizó, mientras los otros dos bomberos bajaban la
escalera colisa del camión y la armaban. Todo ocurrió muy
rápidamente.
Un bombero trepó por los peldaños hasta llegar justo a la
altura de Simón.
—Vine a ayudarte para que bajemos juntos al loro —le dijo.
El bombero tomó suavemente a Simón y lo apoyó sobre la
escalera. Enseguida lo aseguró con un nudo de rescate.
—Esto es por precaución —le explicó.
Simón no entendía bien qué estaba pasando.
—Me llamo Juan —dijo el bombero—. ¿Y vos?
—Simón.
—¿Rescatamos a ese loro de una vez?

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¡VENÍ,
¡VENÍ,
LORITO,
¡NO VOY, PERIQUITO!
VENÍ!
PESADITO!

YO NO SOY
NINGÚN
LORITO.

¡SOTRETA!

¡BASTA,
OLÍ!

¡ZOQUETE!

¡VAMOS
A BAJAR!

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¡BIEN,
SIMÓN!

SEÑORA,
¿SU LORO TIENE ANILLO?
¡MI NIETO!
¡MI LORO! ¿ES DE CRIADERO?

SÍ.

TE FELICITO POR TUS


GANAS DE AYUDAR.
PERO LAS PERSONAS SI NOS CAEMOS DE TANTA
NO SOMOS MONOS. ALTURA, NOS PODEMOS
LASTIMAR MUY FEO.

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CAPÍTULO 10

El resto del camino hasta la casa, la abuela fue callada, sumida en sus
pensamientos. Pensaba en cuando su hija Delia, la mamá de Simón, era chica. A
Delia le encantaba trepar a los árboles. Era una de sus actividades favoritas.
Simón, Rayo, Analía y la abuela entraron a la casa y le contaron al abuelo José
todo lo que había ocurrido. Él los escuchó atentamente. La miró a la abuela y le dijo:
—De tal palo, tal astilla.
Después, mirando a Simón a los ojos, el abuelo agregó:

TAN BUENO COMO


SER VALIENTE ES SER
CUIDADOSO.

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La abuela se fue al cuarto. Necesitaba hablar con su hija, con la mamá
de Simón. El abuelo José y los dos chicos pusieron la mesa. Se sentaron,
esperaron a la abuela y, al final, como tardaba mucho, empezaron a comer.
Cuando iban a levantarse de la mesa, entró la abuela Elvira. Le dijo a Simón:
—¿Podés hablar un minutito con tu mamá?
Aunque la mamá sabía la historia porque recién se la había contado la abuela
Elvira, le pidió a Simón que se la relatara nuevamente. Lo escuchó atenta, sin
interrumpirlo. Y al final le dijo:
—Te felicito, hijo. Pero no te olvides…

TAN BUENO COMO


SER VALIENTE ES SER
CUIDADOSO.

Simón sonrió. No le dijo que el abuelo


José, recién, le había dicho exactamente
las mismas palabras.

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El domingo, Simón invitó a Analía para que compartiera con él la videollamada
especial de su mamá.
Esa tarde, Delia los llevó a cruzar la 9 de Julio, la avenida más ancha de la ciudad
de Buenos Aires. Mientras hablaban, tenía encendida la cámara del celular. Los
chicos se entusiasmaron tanto que la mamá cruzó diez veces la misma avenida. Era
ancha como un río. Había lugar para que ocho filas de autos fueran en una dirección
y ocho filas de autos fueran en la dirección contraria. Los chicos se pusieron a contar
todos los vehículos que veían pasar. Simón contó 133 y Analía 127.
Se fue haciendo de noche. Analía y Simón vieron cómo se encendían las
lámparas públicas y los carteles luminosos. Vieron brillar las luces rojas y blancas
de los autos. Parecían luciérnagas gigantes.

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Después de despedirse de la mamá, Simón y Analía salieron al patio de atrás.
Estaba todo oscuro, y entre los arbustos saltaban, de acá para allá, luciérnagas
de verdad.

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Días
animados
parte 3

RUTH KAUFMAN

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CAPÍTULO 1

En la ciudad de Recodo había cuatro escuelas primarias. En el barrio Juventud,


estaba la Escuela n.° 35. En primer grado, en la escuela n.° 35 había veinticinco
niños. La maestra se llamaba Florencia.
En ese grado había dos niños que se habían hecho muy pero muy amigos: se
llamaban Analía y Simón.
La amistad de Simón y Analía no acababa en ellos dos. Era una amistad
cuadrangular que incluía a dos perros, Rayo y Pirata. Los rayos de cariño
disparaban en todas las direcciones.
Simón quería a Rayo, a Analía y a Pirata.
Analía quería a Simón, a Pirata y a Rayo.
Rayo quería a Simón (se conocían de toda la vida, eran como hermanos), a
Analía y a Pirata.
Y Pirata los quería a todos.

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“¿Cuánto me querés?” o “¿Hasta dónde me querés?” eran preguntas que estos
amigos no se hacían nunca.

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Cuando los niños y las niñas de primer grado de la Escuela n.° 35 de la ciudad
de Recodo regresaron de las vacaciones de invierno, la maestra les presentó a un
compañero nuevo. Se llamaba Manuel Fanal y había viajado desde Venezuela.
Ese día, como todos los lunes, los niños y las niñas de primero se sentaron en
ronda. Cada uno contó algo que había hecho en las vacaciones. Se oyeron relatos
de juegos en la plaza, excursiones al camping y películas preferidas vistas una y mil
veces. Todos los relatos eran bienvenidos en aquella ronda.
Manuel contó que en Venezuela él vivía cerca del mar.
—Todos los sábados yo me ponía mi traje de baño y mis cholas y me zambullía
en el agua junto con mis panas. Mi mamá nos compraba empanadas y nos
convidaba jugo de patilla helado. ¡Es exquisito! ¿Lo han probado?

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Los chicos dijeron que no, que nunca habían probado jugo de patilla helado.
También le preguntaron a Manuel por qué hablaba tan raro, por qué usaba palabras
tan difíciles.
—¿Qué son las patillas? —preguntó Damián.
Nadie sabía, ni siquiera la maestra. Manuel trató de explicarlo:
–Es una fruta muy grande, tanto que siempre es para compartir. Verde por fuera,
roja por dentro.
Los chicos no le entendían.
Manuel dibujó una patilla

—Ah —dijo Damián—, eso se llama sandía. ¿Y qué son los panas?
—Un momento, Damián —lo interrumpió la maestra—. Las cosas se pueden
llamar de muchas maneras diferentes. En Argentina, por ejemplo, a los niños los
podemos llamar gurises y gurisas, changos y chinas, chicos y chicas. Manuel nos va
a enseñar muchas palabras nuevas. ¡Manuel querido, sos muy bienvenido!

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CAPÍTULO 2

Ese primer día en la nueva escuela, Manuel no se sintió bienvenido. No le gustó


que las nenas y los nenes no comprendieran lo que decía. Él no sabía que había
diferentes palabras para llamar a las mismas cosas. En su casa, todos decían
cholas, todos comían arepas, todos sabían clarito qué es un pana. ¿Por qué en
Recodo no lo entendían?
Cuando llegó a su casa, Manuel le contó a su mamá lo que había ocurrido en la
ronda:
—¡Pana! —le dijo—, no saben qué es un pana…
—Ya van a aprender —le respondió la mamá—, hay que tener paciencia.
—No sé —insistió Manuel, con lágrimas en los ojos—, no sé si alguna vez me
haré un pana en este país. ¿Mami, cuándo vamos a volver a casa?

CALMA,
MANUEL.

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Manuel vivía en una casa frente a la plaza René Favaloro. Era una casa grande
que compartían con otra familia que también había llegado de Venezuela. Él había
venido con su mamá, su papá, su hermana de dos años y la mamá de su papá. Sus
hermanos mayores se habían ido con un tío a España.
Manuel extrañaba a sus hermanos, a sus amigos, sobre todo a Rafael, y a su
gata. También extrañaba el jugo de patilla, el mango, la playa, las olas del mar, el
pescado frito y su bicicleta. Extrañaba el calor, tener la camiseta sudada todo el
día, hasta extrañaba el olor que había por las noches en la cuadra de su casa. Y
aunque hablaba con sus hermanos a través de la computadora y aunque jugaba
con Rafael a través de la computadora, extrañaba.
—Ya se te va a pasar —le decía el papá cuando lo veía cabizbajo.
Pero, la verdad, Manuel no quería dejar de extrañar.

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El papá de Manuel estaba buscando trabajo. Mientras tanto, salía a vender arepas.
La abuela de Manuel hacía las mejores arepas del universo y el papá las vendía. Al
principio, no le compraban muchos vecinos. Por suerte había otros venezolanos en
la ciudad. Ellos sí le compraban. Manuel acompañaba a su papá. Le encantaba servir
las arepas en una servilleta.
—¿Quién las cocina? —le preguntaban a Manuel.
—Mi abuela —respondía él.
—Mándale saludos —le respondían los clientes—. Son las arepas mejor
sazonadas.
Manuel observaba a los clientes cuando comían. Algunos hasta cerraban los ojos.
Se les notaba que ellos también extrañaban y que al comer las arepas de la abuela
recordaban algo que les alegraba el corazón.
El papá de Manuel había hecho un cartel para que todos probaran las arepas. El
cartel decía así:
¿AREPAS?

¡SON MUY
RICAS!

Y con ese sistema, de a poquito, el papá de Manuel tuvo más clientes.

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¡GANÉ!

CAPÍTULO 3

Un sábado por la tarde, Manuel estaba con su papá en el puesto de arepas. Vio
que Analía, Simón, su abuela y Rayo llegaban a la plaza. La abuela se sentó en un
banco a leer. Simón, Analía y Rayo fueron a las hamacas. Manuel los miraba de
lejos. Después los vio ir a la esquina de la plaza y salir corriendo. Dieron la vuelta
entera a la plaza. Manuel siguió toda la carrera con la mirada.
Primero llegó Rayo, detrás Analía y último Simón.
—¡Gané! —festejó Analía—. ¡Gané! ¡Gané!
—Rayo llegó primero —dijo Simón.
—Rayo no cuenta —respondió Analía—. Él tiene cuatro patas y nosotros
tenemos dos.
Los tres tenían la lengua afuera del cansancio. Simón quiso jugar enseguida la
revancha.
—No puedo, Simón —dijo Analía—. Estoy agotada. Lo di todo en la carrera.
Simón se malhumoró.
—Tenés miedo de perder —le dijo—. No vale.

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—Desempatemos con otra cosa —propuso Analía.
—¡Trepemos al ombú! —dijo Simón—. El que se sube primero a una rama, gana.
Analía aceptó.
—A sus marcas, listos, ¡ya! —dijo Simón.
Analía y Simón corrieron hasta llegar al pie del ombú. Manuel los seguía mirando. A
él también le gustaba trepar a los árboles.
Analía gateó por el tronco. Simón, en cambio, tomó una rama con los brazos, se
enganchó con las piernas y subió. Ya estaba sentado en la rama, cuando Analía aún
estaba intentando subir.
—¡Gané! —gritó Simón—. Te recontra gané.
—Estamos empatados —dijo Analía—. ¿Ahora podemos descansar?
Analía se recostó en la rama. Se quedó mirando las hojas que se movían con el
viento. Simón bajó. Dio vueltas alrededor del árbol. Vio que tenía una abertura. Metió
la cabeza dentro. Vio que estaba hueco.
—¡Analía, mirá! ¡El ombú tiene una cueva donde entramos los dos!

¡EMPATAMOS!

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Analía bajó de la rama. Fue hasta donde estaba Simón. Manuel los miraba de
lejos.
De repente, los dos amigos desaparecieron. Como si se los hubiera tragado el
árbol. Manuel sintió ganas de ir hasta allá, ver por dónde se habían metido. Pero
Rayo estaba parado frente al árbol y cuidaba el lugar como un perro guardián.
Un ratito después, la abuela dejó de leer. Miró alrededor y no vio a Analía ni a
Simón.
—¡¡¡Simón, nos vamos!!! —gritó.
Nadie le respondió.
—¡¡¡Simón!!! —volvió a llamar.
Rayo le respondió con un ladrido. La abuela vio a Rayo frente al ombú. Movía la
cola indicando que todo estaba bien, que nadie estaba en peligro.
Rayo metió la cabeza en la abertura del tronco y ladró. Simón y Analía lo
entendieron. Salieron del escondite y fueron a encontrarse con la abuela.
Cuando Simón y Analía dejaron la plaza, Manuel corrió hasta el ombú. Observó
la abertura. Se metió. Se quedó un ratito en la misma cueva en la que habían
estado Analía y Simón unos minutos antes. Respiró hondo. Se estaba bien ahí.

¡GANÉ!

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CAPÍTULO 4

Esa noche, Manuel tuvo una idea.


Se sentó en la mesa de la cocina y estuvo un rato escribiendo con un lápiz negro.
Escribía unas líneas, las leía, no le gustaban y hacía un bollito con el papel. Al rato, a
su alrededor había cinco bollitos de papel.
La mamá y el papá lo observaron, pero no lo interrumpieron. Tampoco le dijeron
que levantara los bollitos de papel. Les gustó ver a su hijo tan concentrado en una
tarea. ¿Sería para la escuela?
Finalmente, Manuel se quedó con una hoja escrita. Le pidió a la mamá una bolsa
de tela. Revolvieron en el costurero, pero no encontraron ninguna:
—¿Podemos coser una? —preguntó Manuel.
—Podemos —respondió la mamá.
Entre los dos eligieron la tela. La cortaron. Manuel enhebró la aguja. La mamá le
mostró cómo dar las puntadas. Ella cosió un borde y Manuel cosió los otros dos.
—¡Gracias, mami! —dijo Manuel y le dio un beso—. ¿Tienes una cintita para
cerrarla bien?
Revolvieron en el costurero y encontraron una cinta amarilla.

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Manuel buscó en sus cajones, en el patio, en
la vereda. Cuando encontró lo que buscaba, lo
guardó en la bolsa de tela. Dobló el papel que había
escrito y también lo guardó en la bolsa. Después,
la ató con dos vueltas de la cinta amarilla. Hizo un
moño ajustado y guardó la bolsa en un cajón.
Pasó una semana. El sábado siguiente, Manuel
fue a la plaza con su papá. Llevó la bolsa de tela. La
tuvo toda la tarde en el bolsillo de su pantalón. No
hizo nada con ella.
A la semana siguiente, el sábado por la tarde,
Manuel llevó nuevamente la bolsa de tela. Ayudaba
a su papá en la venta de arepas y miraba alrededor.
Cuando divisó a Simón y Analía, salió corriendo
hacia el ombú.
Entró por la abertura del tronco. Buscó un lugar
ni muy escondido ni muy a la vista, y dejó la bolsa.
Disimuladamente, volvió junto a su padre.

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¡TIENE UN
MENSAJE!

—Vinieron tus compañeros de escuela —le dijo el papá—, ve a jugar con ellos.
—Acá estoy bien —dijo Manuel.
El papá no insistió. Manuel entregaba las arepas y, al mismo tiempo, seguía con
la mirada los movimientos de Rayo, Analía y Simón. Fueron a las hamacas, jugaron
a la pelota. En un momento, buscaron una canasta y la llevaron al ombú.
Manuel vio desaparecer a Simón y Analía dentro del tronco. Pasó un rato. Manuel
se moría de ganas de acercarse, pero Rayo cuidaba la entrada y Manuel no se
animó.
Entonces vino la mamá de Analía. Enseguida llamaron a los chicos.
Manuel los vio salir del ombú. Analía llevaba en las manos la bolsa de tela.
—¡Mamááá! —gritó Analía—. ¡Mirá lo que encontramos! Tiene un mensaje
secreto.
—Vamos, Analía, estamos apuradas. Lo leés después.
—¡No! —dijo Simón—. No vale. Guardalo y lo leemos juntos en la escuela. ¿Me lo
prometés?
Analía le dijo que sí. El corazón de Manuel galopaba como un caballo en una
película.

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CAPÍTULO 5

El lunes, en el recreo de la escuela, Simón y Analía fueron a un rincón del patio.


Abrieron la bolsa. Sacaron el papel con el mensaje y lo leyeron.
Sacaron las cosas que había dentro de la bolsa. Las miraron. Las tocaron.

—No entiendo —dijo Analía—. ¿Tenemos que llevarle algo? ¿Monedas?


¿Piedritas?
—¡Es un código! —dijo Simón—. Cada cosa equivale a una letra. Hay que
encontrar una palabra.
Manuel los observaba desde lejos, con ganas de ayudarlos a resolver la clave.

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¡YA SÉ! ES
UNA…

Simón y Analía hicieron varias pruebas hasta que encontraron la palabra


escondida.
—¡Es una…! —empezó a decir Analía.
—¡Sh…! —la interrumpió Simón—. No lo digas en voz alta. Es un secreto. Yo traje
una para comer y se la puedo dar. A la salida de la escuela siempre paso por la
plaza. La voy a dejar en el ombú.
—Dale, yo te doy la mitad de mi alfajor —dijo Analía—. ¿Le escribimos una
respuesta?
Entonces sonó el timbre y tuvieron que entrar al aula.
Analía y Simón resolvieron todas las cuentas muy rápidamente y, en el ratito que
les quedó libre, se dedicaron a escribir el mensaje. Manuel pasó en un momento
cerca del banco de ellos, pero no pudo ver nada.
Como Analía y Simón no tenían bolsita, decidieron usar la bolsa de Pluma Azul.
Guardaron lo que había pedido el duende, guardaron el papel con el mensaje y los
cinco elementos que servían para descifrar el código.

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¿ESTARÁ
LA…?

A la salida de la escuela, Simón volvió a su casa caminando con su abuela.


Cuando llegaron a la plaza, Simón salió corriendo, se metió en el hueco del ombú y
dejó la bolsa en el mismo lugar donde la habían encontrado.
Manuel vivía frente a la plaza y también volvía caminando. Su mamá lo retiraba
de la escuela, luego pasaban por el jardín a buscar a su hermana menor y, después,
iban para la casa. Esa mañana, Manuel estaba muy impaciente. Cuando llegaron a
la esquina de la plaza, le dijo a la mamá:
—¡Ya vuelvo!
Y salió corriendo a todo lo que daba hacia el ombú. Se metió en la abertura, vio
la bolsa de tela con la cintita amarilla. El corazón le latía con mucha rapidez. Tomó
la bolsa entre sus manos, se la mostró a la mamá y se fue corriendo para su casa.

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CAPÍTULO 6

Manuel abrió la bolsa. Sacó la banana. Una sonrisa le cruzaba la cara. La sonrisa
era tan grande que se le achicaban los ojos.
Después, desplegó el mensaje. Sacó las otras cosas y las miró.

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Manuel develó rápidamente el mensaje. Buscó lo que le pedían los amigos del
duende y lo guardó en la bolsa de tela. Escribió un nuevo mensaje:

Después guardó en la bolsa los siete elementos, que se precisaban para


descifrar la palabra secreta. Y más tarde agregó una pluma azul.

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Cuando Manuel terminó de escribir el mensaje secreto y de armar la bolsita, ya
era de noche. De noche no podía salir. ¿Qué hacer? No quería fallarles a los amigos
de Pluma Azul. Manuel imaginaba que, al día siguiente, Simón iba a buscar la bolsa,
pero no iba a encontrar nada.
Manuel se acercó a su papá y le contó todo.
—¿Me acompañas a dejar la bolsa, papi, ahora? —le preguntó.
—Claro, mi chamo —le dijo el papá—. Claro que sí.
Manuel y su papá cruzaron la calle y dejaron la bolsa en el escondite del ombú
de la plaza. Después, Manuel se fue a la cama. Mientras dormía, se largó a llover.
Una lluvia fuerte, una lluvia torrencial.
El papá se puso un impermeable sobre el pijama, tomó un paraguas, cruzó la
plaza y rescató la bolsa con el mensaje secreto. Estaba apenas mojada.
Por la mañana, el papá fue a despertar a su hijo. Manuel oyó las gotas de lluvia
contra el techo de la casa. Abrió un ojo, abrió el otro y vio, a los pies de su cama, la
bolsa de tela.
—La trajo Pluma Azul —le dijo el papá—, para que no se arruinara con la lluvia.

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CAPÍTULO 7

Ese martes llovía tanto que Simón tuvo que faltar a la escuela. Su abuela no
podía caminar tantas cuadras bajo la lluvia.
Analía sí fue. Ella y su hermano usaban un traje de agua que los protegía en
cualquier temporal. Manuel llegó en el auto de los vecinos.
Los días de lluvia, en el horario del recreo largo, la maestra sacaba juegos de
mesa de la dirección. Había juegos de damas, juegos de la oca, rompecabezas,
piezas de ladrillitos para armar construcciones, muñecas y vestimentas. Esos días,
algunos chicos llevaban juguetes de sus casas para compartir con los compañeros.
La única condición era que no podían ser juguetes electrónicos.
Ese martes, Analía llevó un yoyó. Su juguete fue el favorito de la clase. Primero,
Analía hizo una demostración para sus compañeros y explicó cómo se jugaba. No
era fácil y a ella misma no le salió muy bien.

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Después del recreo, entró a la clase Marta, la directora de la escuela. ¡Marta sí
que sabía jugar al yoyó! Cuando ella era chica, todos los niños y todas las niñas de
Recodo tenían un yoyó. Pasaban horas practicando. Ella misma había ganado un
campeonato.
Primero, Marta les enseñó cómo hacer el movimiento básico, subiendo y
bajando el yoyó. Luego les mostró cuatro movimientos avanzados: “el perrito”, “la
vuelta al mundo”, “el péndulo” y “la catarata”.
¡Todos los chicos y todas las chicas quisieron probar!
Analía tuvo que escribir una lista con los nombres de los compañeros para que
no se pelearan. La directora permanecía un ratito con cada uno y le enseñaba los
movimientos. Analía medía el tiempo con el reloj. A los cinco minutos, le pasaba el
yoyó a otro compañero.

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A la hora de la cena, Manuel contó en su casa que una nena había llevado a la
escuela un juguete increíble.
—Se llama yoyó —dijo Manuel—, y es muy divertido. Yo practiqué un ratito corto
y casi me salió “el perrito”. ¿Lo conocen?
La mamá y el papá sonrieron. La mamá le preguntó:
—¿Te gustaría tener un yoyó?
—¡Claro! ¡Me encantaría! —contestó Manuel.
—¡Vamos a hacerlo, entonces! —dijo la mamá.
Y entre los tres lo hicieron con tapas de frascos de vidrio, botellas de
plástico, hilo de coser, dos tornillos, la parte de adentro de una birome y varias
herramientas. Se fueron a dormir muy tarde, pero el yoyó quedó espectacular.

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LA VUELTA
AL MUNDO.
EL
PÉNDULO. LA
CATARATA.

CAPÍTULO 8

El miércoles amaneció radiante. El sol brillaba, pero todo estaba tan mojado
que el papá de Manuel le aconsejó que esperara hasta el día siguiente para dejar la
bolsa de Pluma Azul.
Manuel aceptó la sugerencia de su papá. De todos modos, cuando fue a la
escuela llevó en la mochila la bolsa lista, con los mensajes y el pedido que le habían
hecho los amigos de Pluma Azul.
También llevaba en su mochila el flamante yoyó que habían fabricado con su
mamá y su papá. No fue el único.
Analía llevó su yoyó.
Damián llevó el yoyó con el que su abuelo había ganado un campeonato en el
año 1977. Y no solo eso, había practicado varias horas y en el recreo les mostró a
todos los chicos que sabía hacer “la vuelta al mundo”.
Andrea y Manuel llevaron yoyós fabricados en las casas. Eran muy parecidos,
salvo que el de Andrea era rojo y el de Manuel negro y blanco.

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¡DAME MI
UN MINUTO
YOYÓ!
MÁS.

Simón se sintió desconcertado. Había faltado un solo día a la escuela y todos


jugaban a un juego que él no conocía, que jamás había visto.
En el recreo, le pidió a Analía que le prestara su yoyó. Analía se lo dio, pero solo
por siete minutos. Mitad del recreo para ella, y mitad del recreo para él. Cuando
pasaron los siete minutos, Simón no quiso devolverle el yoyó a Analía.
—Un minuto más —pidió Simón—. Un minuto más que estoy a punto de sacar
“el perrito”.
Analía aceptó. Pasaron dos minutos, ella los medía mirando las agujas del gran
reloj del patio.
—Dame el yoyó, Simón —dijo Analía. Estaba enojada.
Pero Simón no se lo dio.
Cuando Analía estaba a punto de abalanzarse encima de su amigo y sacarle el
yoyó a la fuerza, apareció Manuel.
—Tomá el mío —le dijo a Analía—. Yo ya practiqué un montón.
Era un yoyó precioso, con círculos blancos y negros, con un largo hilo rojo que se
deslizaba genial.
—Gracias —dijo Analía.

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¿Y Simón?
En lugar de quedarse tranquilo, disfrutando durante todo el recreo del yoyó de
Analía, se malhumoró.
—¡Tomá, nenita, acá lo tenés! —le dijo. Y se lo tiró.
El yoyó de Analía cayó al piso y se abrió: quedaron las dos mitades por el suelo,
como un sándwich al que se le separan los panes. Analía se largó a llorar:
—¡Mi yoyó! —sollozó y después el llanto y el hipo no la dejaron continuar.

¡LO ROMPISTE!

Manuel volvió a su casa cabizbajo. Pasó por delante del ombú. No dejó la
bolsa con el mensaje de Pluma Azul. Ni siquiera se asomó a mirar el hueco
donde se reunían Analía y Simón.

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CAPÍTULO 9

El sábado Manuel todavía tenía la bolsa de Pluma Azul con él. Mientras ayudaba
a su papá, miraba la plaza buscando a sus amigos. Ese sábado fueron Simón, su
abuela y Rayo. Analía no fue.
Manuel, que estaba con su papá en el puesto de arepas, le preguntó si podía irse
un momento. Tenía que hacer algo en la casa.
—Claro, mi chamo —le dijo el papá—. Cruza la calle por la esquina. Yo te miro.
Manuel se sentó en la mesa de la cocina de su casa. Sacó el mensaje que había
en la bolsa de Pluma Azul y lo hizo un bollito. Buscó un papel y escribió un mensaje
nuevo.

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SIMÓN NO
ESTÁ.

Manuel guardó el mensaje en la bolsa de Pluma Azul. Guardó el botón y


guardó algo más. Algo que él quería mucho, mucho. Ató la bolsa con dos
vueltas de la cinta amarilla. Hizo todo muy rápido, antes de arrepentirse.
Volvió a la plaza corriendo.
Manuel cruzó la plaza en dirección al ombú. Buscó a Simón con la mirada y
no lo vio. Pensó que Simón se había ido. Dejó la bolsa en el lugar de siempre.
Manuel volvió con su papá. No vio que Simón estaba en las hamacas y que lo
estaba observando.
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Mientras Manuel acompañaba a su papá, Rayo y Simón se acercaron al ombú.
No bien metieron la cabeza dentro de la abertura, encontraron la bolsa de Pluma
Azul. Simón se acercó a su abuela con la bolsa en la mano. Manuel lo vio. Simón
sintió la tentación de abrir la bolsa y ver lo que tenía. Pero se la aguantó. Le dijo a
su abuela:
—Abuela, ¿podemos ir a la casa de Analía?
La abuela miró a su nieto. Un rato antes, a la hora de ir a la plaza, Simón no había
querido invitar a su amiga. Le respondió:
—Dejame terminar de leer este capítulo y vamos.
Simón se sentó en el banco al lado de su abuela. Tenía la bolsa de tela en las
rodillas. Le hizo cariños a Rayo y esperó.

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CAPÍTULO 10

Simón llegó a la casa de Analía con la bolsa de Pluma Azul. La bolsa estaba
cerrada, con dos vueltas de la cinta amarilla.
—No la abrí —le dijo Simón a Analía—. Lo prometo por nuestra amistad.
Analía y Simón se sentaron en el piso del patio.
—Me parece que Pluma Azul es Manuel —dijo Simón.
—¿Manuel? ¿Por qué? —le preguntó Analía.
—Lo vi acercarse al ombú. Creo que tenía la bolsa en las manos.
—¿Estás seguro?
—No.
Entonces abrieron la bolsa. Y encontraron el botón. Era grande, era azul. Sacaron
el papel con el mensaje secreto. Y había algo más.
Un yoyó.
Un yoyó fabricado en una casa.
Un yoyó idéntico al de Manuel.

¡EL YOYÓ DE
MANUEL!

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Después guardaron el mensaje en la bolsa y los cinco elementos que se
precisaban para descifrar el código.
El lunes, de regreso de la escuela, Simón escondió la bolsa en el hueco del
ombú. Unos minutos después, estaba en las manos de Manuel.

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Manuel abrió la bolsa. Sacó el mensaje. En un segundo descifró la palabra
secreta. No lo podía creer.
—¿Sabes, papá, cómo se llaman los duendes que me mandan mensajes?
—No —dijo el papá.
—Adivina —dijo Manuel.
—¿Pluma Roja y Pluma Negra?
—¡Los Panas de Pluma Azul! —gritó Manuel—. ¡Se llaman los Panas de Pluma
Azul!

El sábado por la tarde, la abuela tuvo que preparar un pedido especial de arepas
y Manuel y su papá llegaron más tarde a la plaza. Manuel miró hacia el ombú y vio
a Rayo cuidando la entrada del lugar secreto. Y no estaba solo. Había otro perro a
su lado, un perro blanco con una manchita negra en el ojo derecho. Eso significaba
que Simón y Analía ya estaban en el hueco del tronco. Manuel respiró hondo,
recordó que había sido invitado a una fiesta y se encaminó hacia el ombú. Cuando
estuvo a dos o tres pasos de la entrada, Rayo y Pirata le ladraron.

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CAPÍTULO 11

Manuel se acercaba al ombú, Pirata y Rayo le ladraban.


—¡Hola, perritos! —dijo Manuel. Su voz era tan suave que ni Rayo lo oyó. Y eso
que los perros tienen el oído muy desarrollado.
Rayo y Pirata ladraban cada vez más fuerte. Hasta le mostraron los dientes, o
eso le pareció a Manuel, que dio media vuelta y se fue. Corrió de regreso a donde
estaba su papá.
Simón y Analía estaban sentados en el hueco del ombú esperando a Manuel.
Cuando escucharon los ladridos, se asomaron por la abertura del tronco.
—¡Silencio, Rayo! ¡Silencio, Pirata! —les dijo Simón. Pero ya era tarde. Manuel se
iba corriendo.
Analía y Simón salieron de la cueva del ombú y fueron detrás de su amigo.

¡HOLA,
PANAS!

¿VENÍS?

¡HOLA,
PANA!

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¡POR LOS
PANAS DE
¡POR PLUMA PLUMA
AZUL! ¡POR
AZUL!
NOSOTROS!

Los tres amigos desanduvieron juntos el camino. Frente a la abertura del


ombú estaban Rayo y Pirata.
—Este es Manuel —le dijo Simón a Rayo y a Pirata—, es un amigo. A él
pueden dejarlo pasar.
Rayo bajó la cabeza. Pirata movió la cola. Manuel hizo de tripas corazón y
les acarició la cabeza.
—Son buenos —le dijo Analía—, no les tengas miedo
—No les tengo miedo —respondió Manuel.

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Después entraron en la cueva del ombú. Había un mantel floreado. Sobre el
mantel había tres platitos y tres vasos diminutos. Analía abrió la canasta y sacó una
botellita. Sirvió un jugo muy oscuro. Simón repartió algo. Era la merienda de los
duendes: jugo de moras y miguitas de pan con pizquitas de dulce de leche.
Chocaron los vasitos, como hacen los grandes en Año Nuevo. Se tomaron todo
el jugo de moras, se comieron todas las miguitas de pan con dulce de leche y
brindaron.
Después, Simón dijo:
—¡A ver quién trepa más alto!
Y salieron de la cueva a tocar las nubes desde las ramas del árbol.

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