Días Animados - Libro para Alumnos - Web
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animados
Autoría novela
Ruth Kaufman
Edición
Ariela Kreimer
Ilustración
Vanessa Zorn
Kaufman, Ruth
Días animados : novela / Ruth Kaufman. - 1a ed adaptada. -
Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Dale, 2024.
100 p. ; 28 x 22 cm.
ISBN 978-631-90215-2-3
1. Alfabetización. I. Título.
CDD A863
RUTH KAUFMAN
Había una vez una niña que se llamaba Analía. Tenía solo seis años, pero ya había
vivido en el campo y ahora vivía en la ciudad, en un barrio de viviendas en las afueras
de Recodo. Su papá, Rony, iba y venía: trabajaba alambrando, ayudando a las vaqui-
llonas en las pariciones y era un domador de mucha paciencia.
Un viernes de octubre, el papá regresaba de una semana de trabajo en el campo.
El ómnibus en que viajaba se averió. Los pasajeros aguardaron al costado de la ruta
durante horas. Finalmente, llegó un ómnibus nuevo y los llevó a la ciudad. Cuando
el papá llegó a su casa era tan tarde que ya todos dormían.
Entró silenciosamente, para no despertar a su familia.
Traía un bultito en los brazos, un bultito que también
dormía. El papá lo apoyó con delicadeza en el piso
del patio. Como si se tratara de un vidrio muy, muy
frágil.
De todos modos, el bultito se despertó. Y ladró:
—¡Guau, guau! ¡Guau, GUAU, GUAUUUUU!
Era sábado. Analía abrió un ojo medio dormida, abrió el otro y, entonces, ¡se acor-
dó! No era un sueño, ¡no!
Analía saltó de la cama. Salió corriendo al patio.
—¡Perrito! —llamó.
Una bolita blanca con patitas negras y una mancha sobre el ojo derecho le saltó
encima y le lamió la cara.
—¡Perrito!, ¡mi perrito! —volvió a decir.
—Me parece que hay alguien nuevo en esta casa.
Era la voz de su hermano Andrés:
—Alguien que precisa un nombre… ¿o vas a llamarlo siempre “perrito”?
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P
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Q
RO OSO
M
MI
A la hora de votar quedaron empatados: dos votos para Angirú y dos para Pirata.
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Analía quería que toda su familia conociera a Pirata. Por eso le pidió a su abuela
que la acompañara a la casa de sus primos, los mellizos.
Abuela y nieta caminaron dentro del barrio de viviendas hasta llegar a una ave-
nida. La cruzaron. El barrio continuaba del otro lado. Tocaron a la puerta de la casa
n.° 56 “B”. Abrió Enrique, el papá de los mellizos. La abuela se despidió y Analía pasó:
—¡Hola, tío! ¡Te presento a Pirata!
Después entró en el dormitorio de sus primos. Leo y Rolo tenían diez años.
Estaban jugando una final en la play. Analía los saludó. Nada. Les habló. Nada. Les
dijo que tenía un perro. Nada. Hacía dos horas que nada interrumpía su concentración.
Entonces, Pirata opinó:
—¡GUAUUUUU!
Los mellizos se dieron vuelta. Miraron a Pirata, le sonrieron. Y siguieron con su
juego. Pero se cortó la luz.
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PREPARARON LA COMIDA
Y COMIERON. CORRIERON.
Una noche, el sueño profundo y plácido de los tres primos fue interrumpido.
Leo se despertó primero. Alguien chistaba:
—¡Chst!
Leo lo oyó clarito. Pensó que sería un pájaro. Pero sonaba muy diferente a todos
los pájaros que él conocía. Dudó. Prestó atención. El ruido venía del árbol que estaba
al lado de la carpa.
—¡Chst!
Rolo se despertó. Vio a su hermano: estaba sentado y miraba al techo.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó.
—¿Un pájaro? —le dijo Leo.
El cuchicheo de los mellizos despertó a Analía.
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Era de noche, las tres de la madrugada. Rolo, Leo y Analía acababan de resolver el
misterio de los chistidos. Leo preguntó:
—¿Y Pirata? ¿Dónde está?
Todas las noches, durante el campamento, Pirata se acostaba junto a la entrada
de la carpa. Dormía con el sueño liviano de los perros, siempre atento y vigilante.
Pero ahora no estaba allí. Lo llamaron con voz suave:
—¡Piraaaaata!
No apareció.
Lo volvieron a llamar con voz cada vez más fuerte:
—¡Piraaaaata! ¡Piraaaaata!
El tío estaba tocando la guitarra en un fogón. Los oyó y se acercó corriendo. Preguntó:
—¿Qué pasa?
—Pirata desapareció —dijo Analía.
En el fondo de su garganta anidaba un sustito.
—Ya va a aparecer —dijo el tío—. Los perros dan vueltas y después vuelven. ¿Y
ustedes qué hacen fuera de la carpa a esta hora? ¡Son las tres de la madrugada!
Vamos, vamos a dormir.
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PERRITO PERDIDO
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Terminó el verano.
Empezaron las clases. En la puerta de la escuela, las maestras y la directora es-
peraban la llegada de los alumnos y las alumnas. Los veían venir caminando por la
vereda. Unos venían de la mano de la mamá; otros llegaban acompañados por la
abuela o el abuelo; otros formaban un grupito de hermanos.
Analía llegó caminando de la mano de la mamá y el papá; muy cerca de ella venía
Simón con un perro que andaba a su lado. El perro de Simón era negro, casi tan alto
como él.
La directora lo saludó:
—Hola, querido, me llamo Ana y soy la directora de la escuela. Y vos, ¿cómo te
llamás?
—Simón.
—Simón, bienvenido a la escuela. ¿Cómo se llama tu perro?
—Rayo.
—¿Sabías que Rayo no puede entrar?
—No, no sabía —dijo Simón—. Nosotros somos inseparables.
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El primer día de clases, los veinticinco chicos de primer grado hicieron carteles
para ayudar a Analía en la búsqueda de su mascota. La maestra había agregado en
cada papel el nombre y la dirección de la escuela.
A la hora de la salida, todos estaban muy contentos. Cada uno llevaba su cartel,
cuatro chinches y una misión. Tenían que ponerlo en algún sitio bien a la vista.
Los carteles tenían una letra tan bonita, un dibujo tan encantador que la gente se
paraba delante, los miraba y, en voz alta, leía: “PIRATA”.
PIRATA.
PIRATA.
PIRATA.
PIRATA.
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Simón tenía seis años. Vivía en la ciudad de Recodo, con sus abuelos. En la casa
vivían la abuela Elvira, el abuelo José, Simón y Rayo. Rayo era un perro alto, negro
del hocico al rabo, de pelos tan cortos como suaves. Cuando Simón era un bebé de
pocos meses, Rayo, que era un cachorro de semanas, llegó a su casa.
Pocas veces humanos y animales pueden comunicarse tan hondamente sin
palabras. Muchas personas viven con un perro, lo quieren, lo respetan. Muchos
perros viven con personas, las quieren, las respetan. Pero muy pocas veces perros
y personas se entienden como se entendían Rayo y Simón.
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El miércoles, la abuela Elvira volvía del merendero donde trabajaba por las
tardes, pisó mal y se torció el tobillo. No se cayó al piso, pero la pierna le quedó
tan dolorida que le pidió a un vecino con auto que por favor la llevara a la salita.
La revisaron, le vendaron el pie. El doctor le dijo:
—Durante una semana se pone hielo tres veces por día, no camina y pone la
pierna hacia arriba.
—¿No pueden ser unos días menos? —preguntó la abuela—. Mi nieto empieza
primer grado y yo lo tengo que acompañar.
—No —dijo el doctor.
—¿Y si voy en taxi? —insistió Elvira.
—La entiendo, señora —dijo el doctor—, pero usted tiene el tobillo muy
hinchado. Debe hacer reposo. Es la única forma de curar un esguince. Si camina
va a empeorar.
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Así fue como el primer día de clases Simón llegó a la escuela con Rayo. Un niño
bajo, con una gran mochila y un perro alto, de pelo muy corto y negro. Caminaban
a la par. Como caminan los humanos y los animales cuando el lazo que los une es
indestructible.
En el gran portón de entrada, la directora le dijo a Simón:
—Los perros no pueden ingresar a la escuela.
Simón pensó: “La abuela tenía razón”. La directora agregó:
—¿Te parece que le busquemos un sitio del otro lado de la verja?
La directora no estaba enojada. Se notaba que ella también quería mucho a los
perros. Buscaron un lugar afuera, a la sombra de un sauce. Ahí Rayo se quedó muy
tranquilo, mientras Simón entraba a la escuela de la mano de la directora.
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Simón tuvo una idea: hacer carteles para buscar al perro perdido. Le contó su
idea a la maestra. La maestra llamó a Analía y le comentó en voz baja la propuesta
de Simón. Analía dijo que sí y entonces la maestra la compartió con toda la clase.
Enseguida pusieron manos a la obra. La maestra les enseñó a escribir PIRATA. Los
chicos le pidieron a Analía que les mostrara una foto de su perro para poder dibujarlo.
—No tengo fotos… Están todas en el celular de mi mamá —respondió Analía,
con pena.
—No te preocupes —le dijo la maestra—, seguro que podés describirlo con
palabras. Yo te ayudo. ¿Es alto o bajo? ¿De qué color es?
—Pirata es mediano, ni alto ni bajo —respondió Analía—. Es todo blanco con una
manchita negra en el ojo derecho y tiene las patitas negras, como si tuviera botitas.
La maestra la felicitó. Con esa explicación, cada chico dibujó a Pirata. La maestra
agregó el nombre y la dirección de la escuela.
Simón regresó a su casa muy feliz. En el primer día de clases ya se había hecho
una amiga. En el camino, buscó el mejor lugar para poner su cartel. Al final se
decidió por un poste de madera que había en la plaza del barrio.
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PROHIBIDO HABLAR
CON EL CONDUCTOR
—Yo igual no pensaba hablarle, nene. Obvio que no se puede —dijo Analía.
Pero Simón se dio cuenta de que ella se moría de ganas de hablar y abrazar
a su mamá.
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El recorrido completo del colectivo duraba dos horas: una de ida y una de
regreso. Cuando pasaron por el centro de la ciudad, Analía y Simón jugaron a ver
quién leía más carteles.
—PPPPIIIZZZ… ¡Pizzería! —leyó Analía, mezclando lo que sabía de las letras con
las fotos de las pizzas y las gaseosas.
—FFF FFFARRR… ¡Farmacia! —leyó Simón.
—JJJJ JJJ000… ¡Joyería! —leyó Analía.
—Heladería —dijo Simón fijándose en la foto de dos enormes cucuruchos.
Pero se equivocó, porque el cartel decía “Quiosco”.
En Progreso bajaron los cuatro y se sacaron una foto al lado del colectivo. La
mamá pasó un trapo por el volante, Andrés barrió el pasillo, Analía y Simón miraron
los asientos a ver si alguien se había olvidado algo. Encontraron una zapatilla
chiquita, ¡una sola! La mamá la guardó para entregarla al final del día.
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YO NO SOY
NINGÚN
LORITO.
¡SOTRETA!
¡BASTA,
OLÍ!
¡ZOQUETE!
¡VAMOS
A BAJAR!
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SEÑORA,
¿SU LORO TIENE ANILLO?
¡MI NIETO!
¡MI LORO! ¿ES DE CRIADERO?
SÍ.
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El resto del camino hasta la casa, la abuela fue callada, sumida en sus
pensamientos. Pensaba en cuando su hija Delia, la mamá de Simón, era chica. A
Delia le encantaba trepar a los árboles. Era una de sus actividades favoritas.
Simón, Rayo, Analía y la abuela entraron a la casa y le contaron al abuelo José
todo lo que había ocurrido. Él los escuchó atentamente. La miró a la abuela y le dijo:
—De tal palo, tal astilla.
Después, mirando a Simón a los ojos, el abuelo agregó:
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—Ah —dijo Damián—, eso se llama sandía. ¿Y qué son los panas?
—Un momento, Damián —lo interrumpió la maestra—. Las cosas se pueden
llamar de muchas maneras diferentes. En Argentina, por ejemplo, a los niños los
podemos llamar gurises y gurisas, changos y chinas, chicos y chicas. Manuel nos va
a enseñar muchas palabras nuevas. ¡Manuel querido, sos muy bienvenido!
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CALMA,
MANUEL.
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¡SON MUY
RICAS!
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CAPÍTULO 3
Un sábado por la tarde, Manuel estaba con su papá en el puesto de arepas. Vio
que Analía, Simón, su abuela y Rayo llegaban a la plaza. La abuela se sentó en un
banco a leer. Simón, Analía y Rayo fueron a las hamacas. Manuel los miraba de
lejos. Después los vio ir a la esquina de la plaza y salir corriendo. Dieron la vuelta
entera a la plaza. Manuel siguió toda la carrera con la mirada.
Primero llegó Rayo, detrás Analía y último Simón.
—¡Gané! —festejó Analía—. ¡Gané! ¡Gané!
—Rayo llegó primero —dijo Simón.
—Rayo no cuenta —respondió Analía—. Él tiene cuatro patas y nosotros
tenemos dos.
Los tres tenían la lengua afuera del cansancio. Simón quiso jugar enseguida la
revancha.
—No puedo, Simón —dijo Analía—. Estoy agotada. Lo di todo en la carrera.
Simón se malhumoró.
—Tenés miedo de perder —le dijo—. No vale.
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¡EMPATAMOS!
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¡GANÉ!
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—Vinieron tus compañeros de escuela —le dijo el papá—, ve a jugar con ellos.
—Acá estoy bien —dijo Manuel.
El papá no insistió. Manuel entregaba las arepas y, al mismo tiempo, seguía con
la mirada los movimientos de Rayo, Analía y Simón. Fueron a las hamacas, jugaron
a la pelota. En un momento, buscaron una canasta y la llevaron al ombú.
Manuel vio desaparecer a Simón y Analía dentro del tronco. Pasó un rato. Manuel
se moría de ganas de acercarse, pero Rayo cuidaba la entrada y Manuel no se
animó.
Entonces vino la mamá de Analía. Enseguida llamaron a los chicos.
Manuel los vio salir del ombú. Analía llevaba en las manos la bolsa de tela.
—¡Mamááá! —gritó Analía—. ¡Mirá lo que encontramos! Tiene un mensaje
secreto.
—Vamos, Analía, estamos apuradas. Lo leés después.
—¡No! —dijo Simón—. No vale. Guardalo y lo leemos juntos en la escuela. ¿Me lo
prometés?
Analía le dijo que sí. El corazón de Manuel galopaba como un caballo en una
película.
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Manuel abrió la bolsa. Sacó la banana. Una sonrisa le cruzaba la cara. La sonrisa
era tan grande que se le achicaban los ojos.
Después, desplegó el mensaje. Sacó las otras cosas y las miró.
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Ese martes llovía tanto que Simón tuvo que faltar a la escuela. Su abuela no
podía caminar tantas cuadras bajo la lluvia.
Analía sí fue. Ella y su hermano usaban un traje de agua que los protegía en
cualquier temporal. Manuel llegó en el auto de los vecinos.
Los días de lluvia, en el horario del recreo largo, la maestra sacaba juegos de
mesa de la dirección. Había juegos de damas, juegos de la oca, rompecabezas,
piezas de ladrillitos para armar construcciones, muñecas y vestimentas. Esos días,
algunos chicos llevaban juguetes de sus casas para compartir con los compañeros.
La única condición era que no podían ser juguetes electrónicos.
Ese martes, Analía llevó un yoyó. Su juguete fue el favorito de la clase. Primero,
Analía hizo una demostración para sus compañeros y explicó cómo se jugaba. No
era fácil y a ella misma no le salió muy bien.
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CAPÍTULO 8
El miércoles amaneció radiante. El sol brillaba, pero todo estaba tan mojado
que el papá de Manuel le aconsejó que esperara hasta el día siguiente para dejar la
bolsa de Pluma Azul.
Manuel aceptó la sugerencia de su papá. De todos modos, cuando fue a la
escuela llevó en la mochila la bolsa lista, con los mensajes y el pedido que le habían
hecho los amigos de Pluma Azul.
También llevaba en su mochila el flamante yoyó que habían fabricado con su
mamá y su papá. No fue el único.
Analía llevó su yoyó.
Damián llevó el yoyó con el que su abuelo había ganado un campeonato en el
año 1977. Y no solo eso, había practicado varias horas y en el recreo les mostró a
todos los chicos que sabía hacer “la vuelta al mundo”.
Andrea y Manuel llevaron yoyós fabricados en las casas. Eran muy parecidos,
salvo que el de Andrea era rojo y el de Manuel negro y blanco.
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¡LO ROMPISTE!
Manuel volvió a su casa cabizbajo. Pasó por delante del ombú. No dejó la
bolsa con el mensaje de Pluma Azul. Ni siquiera se asomó a mirar el hueco
donde se reunían Analía y Simón.
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El sábado Manuel todavía tenía la bolsa de Pluma Azul con él. Mientras ayudaba
a su papá, miraba la plaza buscando a sus amigos. Ese sábado fueron Simón, su
abuela y Rayo. Analía no fue.
Manuel, que estaba con su papá en el puesto de arepas, le preguntó si podía irse
un momento. Tenía que hacer algo en la casa.
—Claro, mi chamo —le dijo el papá—. Cruza la calle por la esquina. Yo te miro.
Manuel se sentó en la mesa de la cocina de su casa. Sacó el mensaje que había
en la bolsa de Pluma Azul y lo hizo un bollito. Buscó un papel y escribió un mensaje
nuevo.
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Simón llegó a la casa de Analía con la bolsa de Pluma Azul. La bolsa estaba
cerrada, con dos vueltas de la cinta amarilla.
—No la abrí —le dijo Simón a Analía—. Lo prometo por nuestra amistad.
Analía y Simón se sentaron en el piso del patio.
—Me parece que Pluma Azul es Manuel —dijo Simón.
—¿Manuel? ¿Por qué? —le preguntó Analía.
—Lo vi acercarse al ombú. Creo que tenía la bolsa en las manos.
—¿Estás seguro?
—No.
Entonces abrieron la bolsa. Y encontraron el botón. Era grande, era azul. Sacaron
el papel con el mensaje secreto. Y había algo más.
Un yoyó.
Un yoyó fabricado en una casa.
Un yoyó idéntico al de Manuel.
¡EL YOYÓ DE
MANUEL!
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El sábado por la tarde, la abuela tuvo que preparar un pedido especial de arepas
y Manuel y su papá llegaron más tarde a la plaza. Manuel miró hacia el ombú y vio
a Rayo cuidando la entrada del lugar secreto. Y no estaba solo. Había otro perro a
su lado, un perro blanco con una manchita negra en el ojo derecho. Eso significaba
que Simón y Analía ya estaban en el hueco del tronco. Manuel respiró hondo,
recordó que había sido invitado a una fiesta y se encaminó hacia el ombú. Cuando
estuvo a dos o tres pasos de la entrada, Rayo y Pirata le ladraron.
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¡HOLA,
PANAS!
¿VENÍS?
¡HOLA,
PANA!
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