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Diario de La Alarma - Lorenzo Silva

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Desde que se declaró el estado de alarma con motivo de la crisis sanitaria

mundial de la COVID-19, Lorenzo Silva fue escribiendo día tras día, hasta
llegar a cincuenta, un diario en el que reflejaba la situación de nuestro país y
sus gentes durante el confinamiento. Con su mirada lúcida, incisiva y literaria,
este es un testimonio único, un diario de observación, de los primeros días de
una pandemia que ya nos ha cambiado para siempre como sociedad e
individuos.
En un texto reflexivo y profundo, que no elude el apunte ligero, la ironía o la
evasión, Lorenzo Silva se sirve de sus lecturas y de las experiencias de un
ciudadano cualquiera sometido al encierro, pero también de los relatos de
crudeza y sacrificio que le llegan de quienes están en primera línea del
combate contra la enfermedad, para recordar cómo somos y para esbozar un
inventario de todo lo que el virus nos ha desvelado y nunca deberíamos
olvidar.

Página 2
Lorenzo Silva

Diario de la alarma
ePub r1.0
Titivillus 23.04.2023

Página 3
Título original: Diario de la alarma
Lorenzo Silva, 2020
Colección: Áncora & Delfín, n.º 1513

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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El bienestar humano nunca es permanente.
HERÓDOTO, Historia, Libro I

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Para Noemi, Judith y Núria, la compañía de mi encierro
Para Laura y Pablo, siempre en mi mente
Para mis padres, mi hermano y su familia
Los pocos que somos, y seguimos siendo

Por los que ya no son

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Nota del autor

Nunca he creído en la escritura de diarios. Rectifico: nunca he creído en la


escritura de mi diario. Lo he intentado varias veces, siempre en mi juventud.
De hecho, empecé muy joven a fracasar en el género diarístico, gracias a un
cuaderno forrado en verde y con cerradura que me regalaron por mi primera
comunión. Sobre su cubierta ponía MI DIARIO en letras doradas. Ese dorado,
y la llave, me hicieron concederle importancia y sentirme obligado a
responder a su exigencia. Con muy poco éxito: alguna anotación
autobiográfica llegué a escribir, pero al final la mayor parte de sus páginas
acabaron emborronadas con los esbozos de mis primeras ficciones. Se
imponía la evidencia: mi vida carecía de interés, o por lo menos presentaba
para mí un interés muy inferior al que sentía por las historias inventadas, que
casi siempre tenían algún vínculo con mi experiencia vital, pero se negaban a
ponerse al servicio de mis reales y particulares miserias.
Calculo que volví a intentarlo tres o cuatro veces más, la última estando
ya en la universidad. En alguna ocasión aguanté un par de semanas, quizá
tres; por ahí debía de estar mi récord. Siempre acababa llegando el momento
en el que releía las anotaciones y me asaltaba la certeza de que algo que no
alcanzaba a incumbirme ni a mí mismo era difícil que le incumbiera a alguien
más. He disfrutado como lector de algunos diarios ajenos: recuerdo los de
Kafka o Musil, llenos de frases hondas y luminosas. También contienen
algunas banalidades, pero se ven compensadas por lo otro, y en todo caso son
banalidades extrañas, lejanas. En mis tentativas de diario solo veía
banalidades propias y ya sabidas, que carecían ignominiosamente de una
compensación suficiente. Por eso me di a la ficción, que desde hace tres
décadas ha sido mi forma preferente y casi exclusiva de atestiguarme.
Sin embargo, en marzo de este año sucedió algo extraordinario, que les
dio a mis días, a pesar de su banalidad esencial, una significación inesperada.
De pronto no era libre, ni lo eran mis semejantes. Ahí fuera circulaba un virus
potencialmente letal, y para evitar una mortandad insoportable el Gobierno

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decidió decretar el estado de alarma y confinarnos a casi todos en nuestras
casas. El mundo quedó reducido a las cuatro paredes del domicilio de cada
uno y a lo que se veía por las ventanas —⁠físicas y virtuales⁠— y a la hora de ir
a tirar la basura o hacer la compra. Me pareció de repente que mi existencia
sin interés adquiría por causas exteriores y ajenas a su protagonista un cariz
especial que podía dar pie a un relato. No tanto de lo que me sucediera —⁠que
verosímilmente iba a ser poco y nada trepidante⁠— como de lo que esa
situación insólita me llevaría a ver, sentir y pensar.
También se recomendaba a los confinados tener algo que hacer, para que
los días no se volvieran insufribles, y una de las actividades que se indicaban
a tal efecto, por expertos en aislamiento como los marinos, era llevar un
diario.
Me encerré en mi casa de Illescas el 10 de marzo, cuatro días antes de que
se decretara la alarma, y en vista de una situación que hacía prever algo
semejante desde la semana anterior. Ya había hablado con los organizadores
de los actos que tenía programados la semana del 9 para suspenderlos, entre
otras razones por la cantidad de gente de cierta edad que suele acudir a los
eventos culturales y las informaciones que se tenían de que el virus, del que
ya se notificaban contagios locales, afectaba con más severidad a las personas
mayores. El mismo día 9 comprendí que íbamos a pasar un tiempo sin poder
salir de casa y escogí retirarme con mi familia al lugar donde trabajo y donde
vivimos siempre que lo permiten las obligaciones escolares, porque tenemos
más espacio para todos. Hice una compra grande y comencé a crearme una
rutina de confinamiento: los primeros días los dediqué a hacer limpieza,
ordenar libros, en fin, a aprovechar la oportunidad de despachar tareas
siempre aplazadas y con ellas adaptarme a la nueva situación de arresto
domiciliario. Cuando el 14 de marzo se decretó el estado de alarma, ya estaba
completamente mentalizado y ese mismo día decidí iniciar el experimento de
escribir el diario, sin saber a ciencia cierta hasta dónde me iba a llevar.
Descubrí que tienen razón los marinos: llevar un diario ayuda a soportar el
encierro. Lo escribía temprano cada mañana, con la cabeza despejada y
teniendo a la vista el arco completo del día anterior, al que la entrada se
refería. Luego lo releía, corregía y publicaba en mi blog. Me sirvió para
madrugar durante todos y cada uno de los cincuenta y un días que conseguí al
final mantenerlo, sin tener que preguntarme qué era lo que podía hacer con la
jornada que tenía por delante y dedicando invariablemente sus primeros
momentos a ordenar mis ideas sobre lo que estaba sucediendo y sus efectos
sobre mi país, mi gente y mi persona.

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También me sirvió el diario para ofrecer a los demás algo que algunos
lectores generosos valoraron, y así me lo hicieron saber mientras lo escribía.
Por primera vez en mi vida, me daba la impresión de que un diario mío podía
no ser una pérdida de tiempo integral. Cuando alguien me escribía para
decirme que lo esperaba cada mañana, y que le traía entretenimiento, paz o
cualquier otra sensación gratificante, me invitaba a creer que tenía algún
sentido perseverar en su escritura.
No aspiro ahora, al publicarlo como libro gracias a la confianza de mis
editores de Ediciones Destino, a que sea nada más que eso: para las personas
que entonces lo leyeron y quieran recuperarlo en papel, o para alguna otra que
en sus páginas se reconozca o encuentre alivio o inspiración. No lo propongo
como un testimonio o una reflexión sobre el COVID-19 y sus efectos que
permita esclarecer o atisbar el sentido profundo, actual o futuro de este
enorme contratiempo que se ha abatido sobre la humanidad. No es más que
una modesta aportación a la memoria de lo que nos pasó a los que apenas nos
pasó nada, a los que desde la seguridad de nuestras casas vimos cómo otros se
arriesgaban, y morían y se sentían solos y abandonados cuando habríamos
debido poder socorrerlos. Esa es la historia que tiene valor, ese es el relato
que no debemos dejar de hacer, a través de la literatura, de ficción o sin ella,
para que no se olvide lo que importa que no olvidemos.
Lo que sigue son las intuiciones apuntadas a vuelapluma y sobre la
marcha de un ciudadano perplejo por el impacto formidable de un
microorganismo sobre una sociedad que había subestimado su amenaza, y por
algunas de las reacciones que el hecho desencadenó y a la hora de escribir
estas líneas sigue desencadenando. No voy a detenerme aquí en ellas, y
menos aún a analizar el espinoso reparto de culpas y responsabilidades al que
la pandemia ha dado lugar. Me remito a los bocetos de ideas, en ningún caso
concluyentes, que se encontrará el lector en las páginas que siguen. Todo hace
pensar que tardaremos en establecer conclusiones, y que más de uno las
sacará equivocadas y porfiará en imponerlas al prójimo.
Si algo creo haber aprendido de todo esto, a partir de las observaciones
aquí recogidas, y con la ayuda de las lecturas y los pensamientos que se
entretejen en las páginas de este diario, es que la condición humana no va a
cambiar de manera sensible, como no lo hizo según el testimonio de los
antiguos después de otros episodios similares. Sirva como referencia el de
Procopio de Cesarea, tras la peste de Bizancio del año 542: los propósitos de
enmienda duraron lo que duró el espanto, y cuando los bizantinos se sintieron

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libres de la enfermedad regresaron con soltura a todos los vicios de antes; en
especial, a aquellos que los dividían.
Sin embargo, habría que estar muy ciego para no ver que esta crisis ha
puesto en evidencia muchas de las costuras de nuestro mundo, y ha hecho
salir a la luz algunas de las fuerzas hasta ahora ocultas que tienen todas las
bazas para hacerse aún más decisivas en la dinámica de nuestra cotidianidad.
El ser humano seguirá siendo más o menos lo que era, pero en un mundo
distinto. Sustancialmente distinto en muchos aspectos. Mejor o peor, de
nosotros en parte depende.
Lo que, a la vista de lo que cuenta Procopio, no es una buena noticia.
Aunque siempre cabe la posibilidad de poner algún empeño para no repetir la
historia.

Illescas, 14 de junio de 2020

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14 de marzo
Me gustaría poder hacerme
médica ahora

Hoy se ha decretado, finalmente, el estado de alarma. El virus nos ha obligado


a reconocernos como lo que desde hace demasiado tiempo nos negamos a ser:
una comunidad humana que navega en el mismo barco, y en la que las
ventajas individuales o grupales tan solo son un espejismo, que depende del
esfuerzo de todos para mantener la nave a flote. Mi hija Núria, la más
pequeña, lo ha visto con solo siete años: desde siempre quiere ser
paleontóloga, pero hoy ha dicho, con un realismo y una cordura que echo de
menos en personas con más años y presunto uso de razón, que si no puede
encontrar ningún dinosaurio nuevo, que ya sabe que es muy difícil, le gustaría
ser médico para ayudar a los enfermos por la epidemia. Y a continuación ha
declarado, con toda gravedad: «Me gustaría poder hacerme médica ahora,
pero claro, sé que soy todavía muy pequeña para eso».
Sabe también, porque se lo hemos dicho, que ser muy pequeña la
mantiene a salvo del virus; lo que le preocupa es no poder ayudar a quien no
lo está. Ojalá se preocuparan igual todos los que se han tomado este sábado
como un día de fiesta. Todos los adolescentes, postadolescentes y post-
postadolescentes que creen que como el virus no va con ellos la cuarentena es
ocasión para el jolgorio. Por suerte, un médico les ha grabado un
videomensaje que hasta los más lentos y obtusos podrán entender sin ninguna
dificultad. Me he ocupado de difundirlo por mi red social zombi, la única que
tengo desde que decidí que andar tuiteando es una actividad potencialmente
incompatible con el sosiego, la reflexión y el análisis crítico —⁠y
autocrítico⁠—, de los que no necesariamente nace la sabiduría, pero sí la única
esperanza de no acabar convertido en un completo desnortado.
Hay que celebrar el mensaje del Gobierno, este estado de alarma con el
que advierte al fin de la gravedad inaudita de la situación y de la

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responsabilidad individual y colectiva que nos exige, después de tantos
errores (en otro momento, no ahora, habrá que examinarlos y extraer las
lecciones correspondientes). Nos moviliza a todos, pasando por encima de
particularismos secundarios y fútiles discrepancias ideológicas. Y para
asegurar nuestra lealtad activa todas las palancas del Estado, incluso aquellas
para las que parece normalmente existir cierto complejo en accionar, como las
Fuerzas Armadas. Ahí están por algo, y disponer de ellas y de sus capacidades
es lo que distingue a los países de verdad de los simulacros.
He discrepado a menudo del presidente de mi Gobierno, de la presidenta
de mi comunidad autónoma, y ni siquiera he podido votar al alcalde de
Illescas, la ciudad donde normalmente trabajo, paso todos los fines de semana
y me he confinado con mi familia. Pero mientras dure esto, y afronten como
están haciendo el desafío en interés del conjunto de la ciudadanía, estoy
lealmente a sus órdenes.
Esto, chicos y chicas, no es un videojuego.

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15 de marzo
Lo mejor y lo peor

Se empieza a cumplir el guion de las grandes ocasiones, que son, aunque a


veces creamos tontamente otra cosa, aquellas que nos arriman al límite.
Comienza, en suma, a asomar lo mejor y lo peor. Ambos fenómenos son
útiles, para conocer y conocernos, aunque uno resulte más esperanzador —⁠y
grato⁠— que el otro.
En el lado de lo peor, una pobre mujer fugada de la justicia ha decidido
hacer una broma por Twitter —⁠ay, Twitter⁠— con los doscientos muertos que
hoy roza ya Madrid. «De Madrid al cielo», ha escrito, parafraseando un
antiguo dicho de la Villa y Corte. Es como si alguien hubiera decidido reírse
del 11M. Quizá alguien lo hizo, en algún agujero oscuro al que solo puede
llegar nuestra piedad. Que es todo lo que puede llegarle a esta pobre mujer,
que ejerce como profesora en una universidad en Escocia, a los alumnos a los
que su mala fortuna les depare que les imparta clases y al otro fugado de la
justicia que retuiteó el mensaje infame desde Bélgica. No lo saben, pero la
Historia ya los ha barrido como la rebaba de este tiempo que son.
En el lado de lo mejor, la gente que por fin ha entendido lo que tenemos
encima, y se pliega a las dificultades y al confinamiento, y trata de ser
disciplinada y protegerse y proteger a los demás, e incluso saca tiempo para
compartir lo que tiene de la forma más generosa. Artistas que regalan su arte,
jóvenes voluntarios que les hacen la compra a los mayores de su escalera,
profesionales de la medicina, la psicología o cualquier otra rama que se
ofrecen en las redes sociales para asesorar gratuitamente a quienes se sientan
angustiados por algo. Y el sentido del humor, que tanto ayuda y alivia ante la
adversidad, y que encuentra caminos para el ingenio, más allá de los
consabidos memes. Como esa comunidad sevillana en la que se juega al bingo
a través del patio interior: qué ejemplo de sabiduría y gracia frente a este
revés.

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También en el lado de lo mejor están, hoy, las autoridades y los servidores
públicos y los trabajadores del sector privado cuyo rigor, trabajo y serenidad
son necesarios para que el entramado que nos sostiene y ampara no se venga
abajo. Desde los sanitarios que se fajan en primera línea hasta la reponedora
del supermercado; desde los presidentes, del Gobierno y autonómicos, que
aparcan sus diferencias y se reúnen, aunque sea por videoconferencia, y sacan
un comunicado conjunto para dar un mensaje de cohesión a la ciudadanía,
hasta los policías, guardias civiles, ertzainas, mossos d’Esquadra, policías
locales y ya los primeros militares que patrullan las calles para advertir a
despistados e inconscientes. Es verdad que hay una excepción, entre los
presidentes autonómicos, pero de nuevo se trata de un pobre hombre
desorientado al que la Historia ha dejado atrás, al que los hechos pondrán en
su sitio y al que no hay que prestar mayor atención.
Y en fin, también en el lado de lo mejor, la música que suena para dar
ánimos a quienes lo necesitan. Lo sabe el hombre desde la Antigüedad: ya
cuenta Tucídides cómo los hoplitas espartanos cantaban antes de enfrentarse
al combate, para subirse la moral. Al anochecer puse en el equipo de música
de casa el Resistiré del Dúo Dinámico, convertido por aclamación popular en
himno de la pandemia. Y la verdad es que funciona. Ya que tenía el teléfono
móvil conectado al amplificador puse alguna otra canción, entre ellas una que
suena en la banda sonora de la novela de Bevilacqua, que terminé días atrás y
cuyas pruebas de imprenta ahora repaso. El libro se titula El mal de Corcira
—⁠por inspiración de un pasaje de Tucídides, justamente⁠— y narra entre otras
cosas los años de Bevilacqua en el País Vasco, desde el 89 al 92. Estaba
previsto que saliera el 19 de mayo, ya veremos qué acaba pasando. En todo
caso el libro existe, la historia que cuenta me sirve para explorar las
consecuencias de una guerra felizmente concluida, y en esa tentativa no se
deja de escuchar la voz del bando contrario al de Bevilacqua. Es ahí donde
entra la canción a la que me refería, que se titula Hemen gaude, la firma el
grupo Ken Zazpi y habla de los que acabaron presos por defender con la
violencia sus ideas nacionalistas y revolucionarias. Es una hermosa canción, y
si uno la abstrae de ese contexto, ayuda a expresar las emociones que a todos
nos produce este confinamiento. En español el título significa Aquí estamos, y
encuentro en la red una traducción de la letra completa que no es óptima, pero
se le acerca. Estamos presos, por culpa de un virus y quizá también de
nuestros errores, pero si nuestro amor no está preso, como dice la canción,
tenemos esperanza.

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Poco después cayó una tormenta de granizo sobre Illescas. Las mujeres de
mi casa se encogieron un poco. A Noemí le impresionan las tormentas, Judith
me dijo que no podía conciliar el sueño, Núria, la pequeña, observaba el
fenómeno con su acostumbrada curiosidad científica. Pienso mucho en estos
días en los dos mayores, Laura y Pablo, que han quedado confinados con su
madre. En mis padres, recluidos en su casa también. Estamos separados en el
espacio, pero unidos en el empeño. O somos una familia, una comunidad, un
ejército de soldados leales, o no seremos nada.

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16 de marzo
Malos tiempos para ser tótem

El mundo empieza a verle las orejas al lobo. A italianos y españoles nos cabe
el honor de mostrárselo con nuestros hospitales saturados y nuestros
sanitarios exhaustos. Esto no es una simple gripe, principalmente por el sigilo
con el que personas a las que el virus apenas afecta contagian a las que
pueden verse seriamente comprometidas en su supervivencia por su acción.
Es de esperar que a estas alturas los más jóvenes y fuertes hayan comprendido
que no tienen que aislarse de una enfermedad porque pueda dañarlos, sino que
tienen que aislarse para evitar ser ellos el arma que dañe al prójimo
vulnerable. Alterum non laedere, que decían los romanos: no dañes a otro, si
buenamente lo puedes evitar.
Los que hasta anteayer mismo minimizaban el asunto, como el inefable
Donald Trump, empiezan a ponerse serios y a comparecer rodeados de
pasmarotes uniformados y muy apiñados: ya se entiende que es la
escenografía habitual frente a las crisis en ese país, pero podrían distanciarse
un poco en esta ocasión. Hay todavía algún que otro insensato, como los
presidentes mexicano y brasileño, dándose baños de masas para hacer frente a
la crisis. Ya aprenderán.
Europa cierra las fronteras, también España. El pobre Quim Torra
seguramente sigue sin entender que el Gobierno de España no le conceda la
independencia de facto blindando Cataluña a la entrada de españoles,
especialmente de la UME. No digamos ya si alguien le da el disgusto de
enviar paracaidistas o legionarios (y si hacen falta, habrá que dárselo, sin
complejos: la vida y la salud de los catalanes valen mucho más que sus
aspavientos xenófobos). Que alguien le explique, por favor, que los españoles
estamos confinados todos, salvo para lo imprescindible, y que esto, ya que
todos hemos fallado en las primeras semanas, también él, no se corta ahora
separando entre españoles, sino remando todos a una en el único barco que

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tenemos, que es España, con el apoyo remoto y dudoso de Europa y el más
remoto pero quizá menos dudoso de China, con las mascarillas y médicos
inmunizados que parece que podría enviarnos para paliar nuestras escaseces.
Entre tanto, emergen ciertas dudas respecto de la solvencia de nuestras
autoridades sanitarias. El ministro Illa y el doctor Simón, que tan lúcidos nos
parecían a todos cuando esto era poca cosa —⁠mea culpa también⁠—, no
parecen tan sólidos frente al tsunami, que es lo que ahora tenemos encima. Al
ministro se le ve dubitativo, a fin de cuentas su experiencia previa en Sanidad
es cero; a Simón a ratos como ido, a ratos apagado, a ratos extrañamente
indiferente. No puede uno no pensar que para que el PSC tuviera su cuota en
el Gobierno se desplazó a una muy capacitada y prudente ministra de
Sanidad, que además era médico y tenía experiencia en gestión sanitaria. Y en
cuanto al doctor Simón, hay quien dice ya, desde la propia profesión médica,
que cuando un cirujano falla en el quirófano se busca a otro. En todo caso,
son quienes están ahora mismo al timón, y pueden haber errado, pero no son
dos clamorosos incompetentes. Mientras no se los reemplace, hay que seguir
sus indicaciones, y confiar en que acierten.
Y mientras estos dos tótems recientes se resquebrajan, uno de antiguo
culto se viene abajo de la manera más estrepitosa: el rey actual no solo
renuncia a la herencia del anterior y le despoja de la asignación que percibía
con cargo al erario, sino que poco menos que lo arroja al purgatorio. Lee uno
en estos días a inveterados turiferarios de Juan Carlos I cortando amarras a
toda prisa y con serrucho. Se va a quedar más solo que Woody Allen o
Plácido Domingo. Está bien no haber sido nunca su turiferario, ni de nadie.
Cuesta demostrar que la misma persona justificaba antes los mayores
ditirambos y hoy los peores epítetos. Cuesta explicar que uno estaba tan ciego
como para que le engañaran tanto. En todo caso, corren malos tiempos para
los tótems: mejor no haber sido ni ser nunca uno.
Y mientras esto pasa fuera, en el mundo, al otro lado de la ventana llueve.
Seguimos con nuestras rutinas, hoy Noemí ha ido al Mercadona, dice que
prefiere ir ella, que parece que a las mujeres les afecta menos el virus, y se ha
encontrado a la policía en la puerta. Hemos podido reponer víveres, y aunque
en los primeros días no hicimos un acaparamiento demente, tampoco tenemos
la despensa vacía y hay papel higiénico en los tres baños. También dos
hermosísimos bidés, por cierto.
Núria acomete con buen ánimo sus tareas escolares, ayer nos calzamos
juntos cuatro fichas de mates, aunque al final ya le costaba hacer los números
y lo dejamos. A los adolescentes, la que está en casa y los dos que están en la

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de su madre, les empieza a resultar algo aburrido el encierro. Pero los tres
entienden que han de mantenerlo, aunque el virus no los amenace como a los
mayores. Son las torres más altas las que caen, pero bien está que las que
miran la vida desde menor altura se conciencien, sirva para eso este trance, de
que todos somos uno.

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17 de marzo
Trabajos manuales

Finalmente el Gobierno ha aprobado un plan de choque para amortiguar el


cataclismo económico derivado de la epidemia. No deja de ser un esfuerzo
intelectual interesante: preparar un vendaje para una herida de tamaño aún
desconocido. Han decidido hacerlo de 200 000 millones de euros. Ya se verá
cuál es finalmente el caudal de la hemorragia. Por lo pronto, el colectivo al
que pertenezco, los trabajadores autónomos, es el que queda —⁠igual que
vive⁠— más desamparado. Alguien esperaba que por lo menos les aliviaran las
cuotas un par de meses —⁠se han aliviado cuotas empresariales⁠—, pero al final
no hay tal. Si ya hay quien sin epidemia las paga con muchas dificultades,
imagínese ahora. No es mi caso, sigo haciendo algunos trabajos a distancia
que podré facturar —⁠ya veremos si los cobro⁠—, pero eso no me lleva a
olvidarme de mis hermanos autónomos menos afortunados. Normalmente, ya
se sabe, los autónomos no nos ponemos malos nunca, somos inmunes a la
gripe y podemos trabajar con dolencias que para otros son incapacitantes;
pero nuestra inmunidad al coronavirus no está aún acreditada y que la
sociedad no lo sea ha dejado a muchos sin poder siquiera trabajar.
Iremos viendo. No somos pocos. El clamor se hará oír.
Hoy he leído que el primer ministro holandés, siguiendo el ejemplo de ese
remedo chiripitifláutico de Churchill que camina por los pasillos del 10 de
Downing Street, apuesta por contagiar el virus a toda la peña cuanto antes y
por dejar que sobrevivan los fuertes. Económicamente es una solución más
eficiente que la española: no hay que parar la actividad y al final de la
epidemia el Estado se ahorra una pasta en las pensiones futuras de los débiles
que sucumban. La única pega es que es una estrategia un poco fascista, o
directamente nazi, como apunta en una interesante entrevista el virólogo
español Luis Enjuanes, máximo experto nacional en coronavirus, que espera
que el calor recio que azota buena parte de España en verano le haga mucho

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daño al bichito. Por lo visto, por encima de 37 grados se va al garete sin
remedio, y la radiación ultravioleta le chafa seguro el ARN, que es su código
para la reproducción. En La Sagra, en junio o julio podemos alcanzar los 43
grados y el sol al menos a mí me deja ciego. Si este hombre tiene razón, el
virus lo tiene claro.
En cuanto a los nazis, menos mal que todo esto está quedando registrado.
A lo mejor cuando pase esta guerra hay que montar un tribunal internacional
para criminales de ídem, y como el virus es inimputable, tendrán que desfilar
ante él los que hayan sido sus más acreditados cómplices en la mortandad.
Entre tanto, hay que ir pasando las horas. Nuestra peque, Nuria, va
encontrando alguna dificultad para soportar el encierro. Hay que inventar
estrategias nuevas cada día. Hoy hemos empezado a grabar un audiolibro. Se
trata de Nuna y la Luna, el libro infantil que escribí para ella, con las
primorosas ilustraciones de mi ilustradora preferida, Violeta Monreal. Ha
tardado, pero ahora Núria lee como una ametralladora, y con una seguridad
que me pasma. Tenía mis reticencias frente al método de lectoescritura que
seguía el colegio —⁠yo leía ya con cuatro años, merced al terror y el castigo
físico que imperaban en el colegio de monjas al que me llevaron mis padres
con esa edad⁠—, pero me envaino todas las objeciones. Cuando se ha lanzado
a hacerlo, lee con una rapidez que ya querría más de un adulto. Está visto que
uno no debe opinar mucho de lo que no sabe, y dejar que hagan su trabajo
quienes se han preparado para hacerlo y se dedican a ello.
Los adolescentes siguen aburriéndose, pero con más mansedumbre.
Alguno tiene una clase online, otros se dedican a sus tareas y lecturas.
También hacemos alguna que otra videoconferencia con quien no está aquí. A
la pequeña le gusta verlos, y viceversa. En estos días de ausencia forzada se
cumple por WhatsApp aquella vieja sentencia de la Edda Poética: el hombre
encuentra regocijo en el hombre.
Por mi parte, en estos días me he volcado en las tareas domésticas
pendientes: he limpiado el jardín, el garaje, la casa de arriba abajo, incluso he
ordenado la biblioteca, la parte de ella que vino de Barcelona hace cinco años
y que encajé a bulto en las estanterías durante los días de la mudanza. No
tiene todavía una ordenación exquisita, pero por lo menos los libros ya no
están revueltos, sino clasificados de manera que la mayor parte puede
localizarse en pocos minutos.
Haciendo todas estas tareas, y en especial la más antipática, limpiar los
excrementos de mirlos y palomas que hay en el enlosado del jardín, con el
apoyo entusiasta y meticuloso de Núria —⁠yo los arranco con un cepillo fuerte

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humedecido en agua caliente con lejía, ella repasa con la fregona⁠—, me he
acordado de aquello que le dijo Franz Kafka a Gustav Janouch:
Es gibt nichts Schöneres als ein Handwerk. Intelektuelle Arbeit reißt den
Menschen aus der menschlichen Gesellschaft. Das Handwerk dagegen führt ihn zu
den Menschen. Schade daß ich nicht mehr in der Werkstatt oder im Garten arbeiten
kann.

O lo que es lo mismo (la traducción es mía, sobre la marcha):


No hay nada tan hermoso como el trabajo manual. El trabajo intelectual aparta al
hombre de la sociedad humana. El trabajo manual, por el contrario, lo lleva hacia los
otros hombres. Lástima que yo ya no pueda trabajar en el taller o en el jardín.

Agradezco pues a los mirlos y las palomas que me hagan limpiar sus
excrementos. Y pensemos en estos días, quienes vivimos del trabajo
intelectual y podemos seguir haciéndolo confinados, en quienes tienen
trabajos manuales, que los conducen hacia otros seres humanos, donde está el
riesgo. En la belleza inmensa de su labor.

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18 de marzo
Militares

La imagen que ilustra esta entrada, lo indica la lambda del escudo, es de


un hoplita lacedemonio. O espartano, como se prefiera. Para los espartanos,
ser ciudadano era a la vez ser soldado. Pero no solo para ellos: también para
los atenienses. El ciudadano estaba además obligado a costearse el equipo,
que era caro: el casco y la coraza de bronce no estaban al alcance de
cualquiera. Antes de filosofar, Sócrates y Platón se jugaron la vida por su
polis como soldados de infantería. Aquí tuvimos servicio militar, pero
desapareció hace un tiempo. Es verdad, lo dice alguien que lo hizo, que no
estaba bien diseñado, que era ineficiente e ineficaz en numerosos aspectos,

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incluida la defensa del país. Es verdad, también, que mucha gente tiene una
legítima objeción de conciencia a tomar las armas. Sin embargo, no sé si fue
del todo bueno abolir por completo el mensaje de que un ciudadano debe
servir a su comunidad a cambio de nada y por un tiempo, entrenándose para
defenderla en combate si es necesario o aprendiendo otra forma más pacífica
de preservarla.
He escuchado a un dirigente independentista catalán —⁠omitamos
piadosamente su nombre⁠— decir que en los hospitales no hacen falta
militares. Lo que en realidad quería decir es que no quiere ver militares
españoles en hospitales catalanes. En ningún rincón de Cataluña, para ser aún
más claro. La expresión es en todo caso desafortunada: en los hospitales
puede acabar haciendo falta la ayuda de cualquiera que pueda darla, y entre
los colectivos que forman nuestra sociedad, por su disciplina, su entrega y su
acreditada capacidad de sacrificio por sus conciudadanos, pocos como los
militares están preparados para acudir y ser de utilidad allí donde se presente
una situación comprometida. En la Comunidad de Madrid, donde a la gestión
de esta emergencia sanitaria y humanitaria no le estorban esos repeluznos
identitarios —⁠cada vez más patéticos y de peor gusto⁠—, un consejero ha
reclamado ya el apoyo del ejército en el frente más horrendo de la epidemia:
esas residencias donde los mayores quedan aparcados en tiempos corrientes
—⁠a veces por razones poderosas y comprensibles, a veces por simple
comodidad⁠— y que en los días de esta pandemia se han convertido en focos
especialmente letales del coronavirus. Algún caso particular investiga ya la
Fiscalía, pero no cabe duda de que el hecho, los muchos ancianos muertos en
grupo en esos centros, nos interpela con carácter general de cara al futuro
acerca del trato que damos a quienes nos dieron el ser y la posibilidad de estar
aquí.
Volviendo al asunto, no deja de resultar llamativo, incluso irritante, este
desdén contumaz hacia los militares por parte de algunos, incluso después de
que les demuestren una y otra vez que están a su servicio y que acudirán a
socorrerlos donde sea necesario, sin reparar en la ideología que sustente quien
precise de su ayuda. Es cierto que en la historia de España ha habido no pocos
uniformados de infausta memoria: espadones arrogantes y ambiciosos en
el XIX, salvapatrias crueles en el XX. Sin embargo, las Fuerzas Armadas de la
democracia —⁠superada la patochada del 23-F, que obró como vacuna⁠— han
tenido un comportamiento irreprochable, leal al Gobierno constitucional y
comprometido con la ciudadanía. ¿Nadie ha pensado en lo injusto que es
hacerles pagar a estos hombres y mujeres, abnegados y serviciales, que

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siempre están en su sitio —⁠salvo alguna excepción cada vez más exótica⁠—
los desmanes de otros a los que en su día no se les exigió responsabilidad y a
quienes se les permitió vivir y morir impunes? Claro que quizá no se trata de
eso. Quizá se trata, simplemente, de erosionar una de esas instituciones que
demuestran que los españoles somos una comunidad sólida, resiliente y con
capacidad de enfrentar la adversidad; una capacidad superior a la que tienen
los pueblos que carecen de milicia, o lo que es lo mismo, de un grupo de
ciudadanos dispuestos a darlo todo por los suyos, donde sea, como sea y sin
pestañear.
Sé que no soy neutral: he vivido toda mi infancia y parte de mi juventud
entre militares. Pero por eso mismo los conozco, y puedo atestiguar que,
descartando la cuota de necios y de ofuscados que hay en cualquier rebaño
humano, entre ellos he visto una capacidad de darse a los demás y una
nobleza que he echado luego en falta en otros rebaños humanos por los que ha
pasado mi vida. También un sentido del honor y la disciplina —⁠o si se quiere
ponerlo en términos civiles, de la decencia y el rigor⁠—, que son los que
necesitamos de forma casi desesperada para salir de este atolladero. Desdeñar
su concurso es dislate descomunal, y más entre quienes dieron en llamar
«soldados» a personas cuyo sentido del honor consistía en asesinar a la gente
a traición o volar edificios con niños dentro. O entre quienes aún hoy los
comprenden, disculpan o expresan simpatías hacia su actuación.
El día ha concluido con un desmayado mensaje real, mientras en muchas
ventanas sonaban las cacerolas pidiendo la república. No vamos a simplificar:
la sociedad española sigue dividida entre el apoyo y la repulsa a la monarquía,
mal que pueda pesarnos a quienes creemos que la república es el régimen más
racional para designar a quien ocupa la jefatura del Estado. Sin embargo, las
recientes revelaciones sobre la ya algo más que presunta desvergüenza del
monarca anterior han dejado gravemente tocada la Corona. Felipe VI ha
recibido un legado en el que la carcoma asoma por doquier, y la percepción
ciudadana de que en circunstancias como estas la jefatura del Estado que tiene
de poco le sirve, se ha venido a ver agravada, y no mitigada, por una
alocución inane que además ha eludido al elefante —⁠nunca mejor dicho⁠—
que no cesaba de trompetear en la habitación.
Cruda labor tiene el rey por delante para conseguir que la princesa pueda
ser reina, y en cierto modo es una lástima, porque, republicano y todo, he de
reconocer que parece un hombre prudente y con sinceras ganas de hacerlo
bien. El problema es el valor y la utilidad que tiene la institución que

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representa, en general y ante un país que no por casualidad ha puesto a dos de
sus antepasados en la frontera.
La cuarentena empieza a hacerse larga, pero seguimos aguantando. Los
mirlos han vuelto a cagar en el jardín. Núria y yo tenemos tarea para el Día
del Padre.

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19 de marzo
Conmociones

Entramos en la parte fea de la curva. En Madrid los hospitales están


empezando a colapsarse, y el frente más terrible, las residencias de ancianos,
aflora como el gran agujero negro de esta epidemia. Mi buen amigo José me
llama para decirme que ha acudido a una residencia donde tenían un fallecido
y mientras estaban haciendo el papeleo se les ha muerto otro y había varios
más agonizando. Más allá de las diligencias penales que en algún caso habrá
que instruir, esto nos obliga a darnos cuenta de que hemos dejado que la vida
se convierta en una feria de distracciones banales, mientras descuidamos lo
esencial. Los humanos empezaron a serlo cuando acertaron a ofrecer
posibilidades de supervivencia a los débiles, a los vulnerables. Dejarlos caer
así convierte nuestro progreso en sórdida regresión.
Hay más gente empeñada en aumentar la fealdad. El expresidente Aznar
pasea el perro por Marbella con su mujer y dos guardaespaldas. Estoy
esperando que la Delegación del Gobierno le instruya el expediente
sancionador correspondiente, para que en adelante el perro lo pasee solo o, si
tiene miedo de algo, deje que uno de los guardaespaldas se encargue.
También creo que hay que empezar a abrir un debate sobre la conveniencia de
mantener estos dispositivos tan costosos de seguridad personal a cargo del
contribuyente para ciudadanos acaudalados que pueden pagarse seguridad
privada. Aznar no es el único, vienen a la memoria algunos otros nombres. Y
no hay animadversión hacia la persona: no olvido que cuando gané el Nadal
allá por el 2000, con El alquimista impaciente, me felicitó, declaró que era su
lectura de verano y ha respondido después con exquisita corrección a algún
envío de libros que le hice en señal de agradecimiento. Tiene toda mi
consideración como lector, también mi respeto como expresidente, pero no
puedo celebrarlo como el ciudadano insolidario que ha demostrado ser.

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Los que también se empeñan en dar la nota son los que presiden las
autonomías irredentas. El ya grotesco Torra, un peligro público que en
cualquier otro país europeo estaría procesado por alta traición, se ha puesto a
mentir en pésimo inglés a la BBC, declarando que el pérfido Gobierno
español no confina a los ciudadanos en sus casas. Siempre cabe la esperanza
de que tal y como maltrata la lengua de Shakespeare no hayan entendido sus
viles embustes. Y el lehendakari se resiste con uñas y dientes a que militares
españoles ayuden en Euskadi. Quizá debería haberse preocupado más de que
los bilbaínos con segunda residencia no salieran hoy en estampida para
disfrutar el puente en sus segundas viviendas de Cantabria, ignorando el
estado de alarma. Para su bien —⁠de los ciudadanos incumplidores, de Euskadi
y del propio lehendakari⁠—, en la frontera cántabra estaban desplegados unos
militares españoles, los guardias civiles, que pararon, multaron y devolvieron
a casa a los muchos fugitivos que se le colaron a la Ertzaintza.
En estos días releo un libro interesante. Se titula Upheaval y lo firma el
pensador y geógrafo estadounidense Jared Diamond. Analiza cómo algunas
sociedades superaron cataclismos de envergadura, y hace para ello un
paralelismo con cómo las personas pueden superar las grandes adversidades
que les sobrevienen. Se ha traducido al español con el título de Crisis, que me
parece inadecuado. Quizá habría sido más propio traducirlo como
Conmoción, No se trata de salir de una simple dificultad, sino de una que lo
pone todo patas arriba, e incluso hace pensar que la pervivencia del individuo
o de la comunidad en cuestión está en peligro.
Como es de esperar, ofrece enseñanzas para el momento presente, una
conmoción que sacude simultáneamente a decenas de países y cientos o miles
de comunidades humanas. Resumiendo mucho —⁠el libro tiene quinientas
páginas⁠—, Diamond identifica una serie de comportamientos que pueden
conducir a la superación, los que han observado comunidades que salieron de
sus respectivas conmociones: reconocer que la comunidad está en crisis;
aceptar la responsabilidad de cambiar, en lugar de culpar a otros y
atrincherarse en el victimismo; levantar un perímetro que permita acotar qué
aspectos deben cambiarse, para no quedar apabullados por la sensación de
que nada en la comunidad funciona adecuadamente; identificar otras
comunidades que puedan proporcionarnos ayuda; buscar modelos en otras
comunidades que han logrado resolver problemas similares a los que ahora
nos angustian; ser pacientes, y reconocer que la primera solución que se
intenta puede no funcionar y que pueden ser necesarios intentos sucesivos;
reflexionar sobre los valores esenciales de la comunidad que resultan

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apropiados y los que pueden haber dejado de serlo; y practicar un honesto
autoexamen.
Que alguien les regale el libro a todos los Torra de este mundo y esta
hora, y si no lo entienden por sí solos, haga el favor de explicárselo. Con
dibujos, si hace falta.
Por lo demás, hoy era el Día del Padre. Núria me había comprado un
regalo que ha llegado a nuestra casa de Getafe, así que lo ha sustituido por un
dibujo. Luego hemos limpiado los excrementos de nuestros amigos los
mirlos, y hemos grabado un vídeo para un proyecto de su clase en el colegio.
Era un mensaje con letreros que ella iba mostrando a cámara para resaltar el
valor del trabajo de los sanitarios y también el de los docentes, que le ha
permitido entender y saber ya tantas cosas. Cuando todo esto pase, a ver si
nos acordamos de valorar más a quienes nos hacen mejores, y quizá algo
menos a quienes solo se sirven de nuestra atención aborregada para engrosar
sus cuentas corrientes. Como banda sonora, le hemos puesto el Always On My
Mind en versión de los Pet Shop Boys. Ha sido todo un éxito en el grupo de
WhatsApp de padres, tanto que Núria estaba abrumada. «Qué difícil es esto
de tener éxito», ha dicho, mientras no daba abasto para leerlo todo.
Al final del día, ha estado leyendo con Noemí la Biblia, en la deliciosa
versión para niños de mi buena amiga Paloma Orozco. La misma que hace
años le leía yo a su hermana mayor, Laura, espero que lo recuerde. Hoy
estaban con las plagas de Egipto, y cuando la madre le ha dicho que ya era
hora de irse a dormir, Núria ha protestado: «No puedes dejarme así, yo quiero
saber cómo acaba». Así que Noemí le ha tenido que leer el pasaje hasta el
final. Y la niña ha sacado sus conclusiones: «Me doy cuenta de que Dios
siempre protege a los pequeños». Quiere decir a los niños como ella, los
únicos que parecen inmunes a esta plaga que ahora tenemos encima.
Así es, aunque no siempre. Por eso tenemos que seguir pensando nosotros
en los grandes. Mis padres continúan bien. Es curioso esto del encierro.
Piensas más en los que no están en tu confinamiento: mis padres, mis hijos
mayores. Cuando esto pase, cuando los abrazos vuelvan a ser posibles, no van
a ser como antes.

Fe de errores: He comprobado en Maldito Bulo que la fotografía del


expresidente Aznar paseando su perro con los guardaespaldas era de varios
días antes del estado de alarma. Reconozco mi error: aunque la noticia la vi en
un medio en apariencia fiable debí contrastarlo, en estos días convulsos y
confusos. También le pido las disculpas correspondientes. Sigo dudando, eso

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sí, sobre la necesidad de que quienes lo protegen estén confinados en
Marbella con él, y no con sus familias o prestando servicio en otra parte
donde sean más útiles y necesarios.

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20 de marzo
Confinados y dependientes

En este sexto día de confinamiento empiezan a oírse quejas sobre lo pesado


que se hace no salir de casa. Tanto que no pocos burlan el estado de alarma
con los trucos más estrafalarios. A un hombre lo han multado por pasear con
una bolsa de basura a cinco kilómetros de donde vive. Es verdad que son
comportamientos insolidarios, pero también tenemos que pensar, aunque no
sea disculpa, que no todo el mundo tiene el mismo desahogo en su domicilio.
Sobre todo, los que podemos estar en una vivienda más o menos espaciosa,
como es mi caso y el de mi familia. Agradecemos haber aprovechado la
ocasión de comprar esta casa en Illescas, donde yo trabajo a diario y vivimos
todos los días que no hay cole. Cuando el espacio vital se reduce y hay que
compartirlo con otros, la cosa se complica. A una pareja la han sorprendido
teniendo sexo en un coche, y los amantes le han alegado al policía que en su
casa hay demasiada gente y que no tienen intimidad. Le han dado tanta pena
al agente que ha optado por no sancionarlos.
El humor de la gente también se refiere a la dureza del confinamiento. Vi
en Twitter un mensaje muy gráfico al respecto: una fotografía de una vieja
fortificación romana en mitad del desierto de Jordania, en la frontera oriental
del Imperio. Al pie se invitaba a pensar en los legionarios romanos que
estaban ahí encerrados, y sin wifi. Me recordó otro lugar en el límite de la
nada, el fuerte de San Lorenzo, en Panamá, donde con la selva a la espalda y
el océano enfrente, bajo una humedad y un calor asfixiantes, un puñado de
españoles esperaba a que llegara el enemigo inglés, que por cierto acabó
llegando, y ante el que resistieron como leones. Cuando estuve allí, además de
hacer la foto que cierra esta entrada, no pude dejar de imaginar de qué pasta
estaba hecha aquella gente, cómo lo hacían para vivir enclaustrados ahí y no
volverse locos. Eran nuestros antepasados, y si algo queda en nosotros de sus
genes, resistiremos.

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Trato de contarles estas historias a mis hijos adolescentes, que dentro de
todo, aunque se aburran y me digan que se sienten en el día de la marmota, lo
comprenden y lo están llevando más o menos bien. En ningún momento,
como me cuentan otros padres de sus hijos, se han planteado romper el
encierro.
El virus y el confinamiento nos han devuelto, no todo va a ser malo, una
idea hermosa que tendemos a olvidar: todos dependemos de todos. Lo expresa
de manera maravillosa el poeta José Carlos Rosales en el poema Declaración
de dependencia, que he podido leer gracias a un tuit de mi buen amigo
Lorenzo Rodríguez. Es un poema de hace dos años que parece escrito hoy y
para hoy:
Yo lo sé bien, no se me olvida, sé que dependo
de todos y de todo, dependo del azar
o de la suerte, no respiro otro aire,
respiro lo mismo que respira cualquiera,
no sé, me gustaría seguir como hasta ahora,
vivir con todo el mundo, no renegar de nadie.

Ojalá lo tuviéramos claro, ojalá quienes aún no lo han entendido lo


entiendan, para hoy y para siempre.
Mi amigo médico Rafael me pide que difunda un tuit donde sale con su
EPI (equipo de protección individual) y le pide a todo el mundo que se quede
en casa. De tal modo dependemos todos de todos que solo aceptando con
disciplina el encierro y todo lo que tengamos que aceptar podemos ayudarle, a
él y a todos los que están en las trincheras, a no caer bajo la oleada de casos
que se les viene encima. Mi amigo José me dice que su mujer, Yolanda,
médico del Samur en Madrid, se ha pasado todo el día trasladando a los
hospitales a enfermos del coronavirus. Estamos ante el tsunami, y ha llegado
el momento de apretar los dientes.
También llega la hora, en el lado de la esperanza, de ver cómo en medio
de la adversidad algunos superan reticencias a las que vivíamos penosamente
acostumbrados. Mi amigo Alberto, desde Amorebieta, me envía las imágenes
de los ertzainas que se acercan a rendir homenaje a sus compañeros guardias
civiles y darles sus condolencias por los dos agentes que ya ha perdido la
Benemérita en esta epidemia. Es emocionante: somos mucho mejores cuando
borramos las diferencias. En la UCI está otro guardia civil al que conozco.
Soy agnóstico, o eso creo, pero en estos días he recuperado la costumbre de
rezar. Por él y por el resto.
Pienso mucho en mi hermano Manuel y mi cuñada, Joana. Él es realizador
de televisión y ella trabaja en la radio, en Palma. Prestan un servicio público y

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tienen que salir a diario. Al menos, ahora tienen mascarillas, al principio no
contaban con ellas. Para que muchas cosas funcionen y sigamos teniéndolas,
los que estamos confinados dependemos de quienes no pueden, como quizá
querrían, quedarse en casa. Podemos pensar que ellos tienen más suerte, y en
cierto modo así es, porque ven el aire y la luz y no están entre cuatro paredes
masticando su impotencia; pero también corren un riesgo por todos los
demás. No los olvidemos, y aprendamos a llevar con más mansedumbre y
mejor conciencia nuestra obligación de no salir.

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21 de marzo
El ocaso de los ídolos

Núria necesita más estímulos. Leemos la Biblia, un libro gordo de chistes y la


enciclopedia aún más gorda de animales que sacamos de la biblioteca del
barrio, esa a la que mis vecinos me hicieron el honor de ponerle mi nombre.
Hace con regularidad sus tareas: de mates, lengua, naturales, inglés. Lleva un
coronadiario y un coronacuaderno de dibujos. Me ayuda cuando ordeno,
cuando pongo el lavavajillas, cuando barro o friego o quito los excrementos
de mirlo del jardín. Pero los días se hacen largos y se ha buscado otra forma
de evadirse del encierro: crearse un personaje en un videojuego que se llama
Animal Crossing y que le ha puesto en la tableta su hermana, Judith. Le
funciona de maravilla, como ya quisiéramos los mayores que nos funcionara
algo. Tiene una autocaravana que ha decorado a su gusto y con la que va
moviéndose por el mundo virtual. Lo que no le gusta es que el juego la obliga
a tener un gato. A Núria no le van los gatos, ella es mucho más de perros. El
juego le enseña —⁠todo enseña⁠— que nada es perfecto.
Nada ni nadie. Otra cosa que nos está enseñando esta pandemia es a poner
en su sitio a nuestros ídolos, y a recuperar del olvido y la postergación a
quienes por nuestra inconsciencia no lo eran. Algunas lecciones van estando
claras. Cuando esto pase, hay que apostar a muerte por el sistema sanitario,
incluida la previsión de emergencias sistémicas. Hay que apostar a muerte por
la ciencia, que es ahora mismo nuestra única esperanza de no repetir la
historia de 1918 —⁠para quien no la sepa: la oleada del otoño de aquella gripe
fue mucho más devastadora que la de la primavera⁠—. Hay que apostar a
muerte por el cuidado a los mayores y dependientes, para no volver a pasar la
vergüenza de verlos caer en racimos en sus residencias. Y hay que apostar a
muerte por mantenerles la dignidad a quienes, aparte de los sanitarios, de
veras sujetan el tinglado cuando vienen mal dadas: policías, militares,
transportistas, agricultores, empleados de servicios públicos esenciales, de

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supermercados, de mantenimiento, de limpieza, etcétera. Ellos son los que
nos sostienen, a quienes ahora nos volvemos y quienes han de jugársela
mientras los demás, los que somos superfluos, nos quejamos de lo aburrido
que es el encierro o hacemos el imbécil burlándolo y obligándolos a
perseguirnos. Menos mal que de vez en cuando el idiota de turno le hace
justicia poética a su idiotez, como muestra un vídeo con el que hoy me
tropecé por las redes, en el que un ciclista trata de eludir a la policía y acaba
deteniéndose a sí mismo.
¿Qué se hizo en estos días de todos los que no hace nada llenaban todas
las portadas, consumían minutos y minutos de los telediarios y nos mantenían
pendientes de sus insignificancias, magnificadas a la enésima potencia por los
cristales de aumento de las ventanas digitales? Todos encerrados, inactivos, y
sin que importe gran cosa, salvo a los muy fanáticos, que hayan interrumpido
su actividad. Algunos hacen historias por Instagram y los vemos sentados
jugando con una videoconsola, actividad en estos momentos comprensible y
disculpable en una niña pequeña como Núria, pero que resulta cómico, o algo
peor, ver que constituye el devenir vital de quienes ayer eran nuestros
superhéroes. No es cuestión de dar nombres, pero hay más de una empresa
por ahí que tiene a sus astros en casa, dándole a la Play, y se pregunta por qué
sigue pagándoles miles de euros al día. He leído que alguna se ha empezado a
plantear dejar de hacerlo.
Les está bien empleado. Nos está bien empleado. Entretener y
entretenerse puede ser importante, no digo que no, pero no es lo fundamental.
En este momento celebro que los escritores, que somos igualmente inútiles,
no seamos ídolos de nadie. Eso no nos salva de nuestra inutilidad, pero sí, por
lo menos, del bochorno.
El presidente del Gobierno ha comparecido al final del día y ha estado
hablando setenta minutos. Demasiados. Como sabe cualquiera que trabaje con
palabras, es muy difícil llenar ese tiempo con un discurso que mantenga en
todo momento la enjundia. Demasiada autojustificación, poco brío, poco de lo
que realmente hace falta en estos días duros que ya no se avecinan: son los
que estamos viviendo. En una coyuntura así, uno agarra el toro por los
cuernos, le mira a los ojos y dice sin más lo que ve, aunque se arriesgue a
perder las siguientes elecciones. En una guerra, lo que cuenta para el que la
dirige es ganarla, no ganar el día después. Que le pregunten, dondequiera que
esté, al inefable Winston Churchill.
Habría sido mejor reconocer sin ambages los errores, proponerse
enmendarlos y pedir entrega para salir adelante, sin más. He vuelto a ver por

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ahí una foto de la manifestación del 8M, con la ministra del ramo en el centro.
Trece días después, su gesto desencajado produce espanto. Había indicios de
que era mejor no hacerlo, muchos lo veíamos, incluso los que sabemos bien
que no somos especialmente clarividentes, y que cancelamos actos menos
concurridos programados para esos días. Ahí estaban los primeros avisos de
organismos internacionales, lo de China, lo de Italia que empezaba a
acelerarse, y el ejemplo de Philadelphia o Zamora en la pandemia de 1918: en
una no se suspendieron unas marchas, en otra se hicieron ceremonias
religiosas masivas. Ambas pagaron un duro peaje.
Es evidente, dos semanas después, que no debió celebrarse esa gran
movilización en Madrid. Es evidente que se celebró porque ante la duda
prevaleció el sesgo ideológico: era mejor que no hubiera razones para
cancelarla, convenía más para el acto de autoafirmación y autopromoción
—⁠además de la legítima y necesaria reivindicación de igualdad⁠— que alguna
persona tenía ya previsto y organizado.
Quizá, solo quizá, esa persona debería dimitir, no solo callar y estar
desaparecida. No porque errara dolosamente, eso nadie lo piensa ni lo puede
pensar. Sino porque tomó una decisión costosa y equivocada. También ahí
tenemos, tal vez, una lección para nuestra gestión pública futura. Rara vez
acaba bien lo que mal empieza.
Hoy es el Día Mundial de la Poesía. Todo el mundo leía hoy poemas en
todos sitios. Soy malo para las movilizaciones gregarias, con carácter general,
así que de poesía hablaré mañana.

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22 de marzo
La risa de nuestros hijos

Hoy ha vuelto a hablar el presidente del Gobierno, después de su conferencia


con los presidentes de las comunidades autónomas. No me cuento entre sus
palmeros incondicionales, este diario sin ir más lejos lo atestigua, pero
tampoco entre quienes quieren aprovechar cualquier ocasión, incluida una
pandemia que ya nos ha quitado a más de mil conciudadanos, para echarlo
por tierra. Si anoche estuvo largo y poco persuasivo, hoy lo he visto mucho
más ceñido —⁠para empezar⁠— y ha lanzado algunos de los mensajes que
importan. Ha anunciado que el estado de alarma se prolongará quince días
más. No debe sorprender a nadie. Cuando tomé la decisión de confinarme en
Illescas con la familia, el día 9 de marzo, me preparé mentalmente —⁠y traté
de preparar a los míos⁠— para no salir por lo menos hasta mayo. Acepté que el
mes de abril, como dice la canción, nos lo habían robado, al menos para ir
tranquilamente por la calle. Y dudo que eso cambie.
Con ese anuncio, quizá pasaron inadvertidos otros mensajes que dio y
que, para mí, son los más trascendentes. Por ejemplo, que el ejército va a
ayudar con todas sus capacidades, a todas las tareas y en todas partes. Si el
coronavirus sirve para que los españoles se sacudan los complejos sobre el
recurso a unos servidores públicos que existen en todas las naciones solventes
y que están ahí para ponerse en primera línea de todos los sacrificios, algo
bueno nos habrá traído. Aunque uno espere algún otro aspaviento de los de
siempre, que será cada vez más inaudible.
Más importante aún me parece la reflexión que hizo el presidente sobre la
oportunidad que esta crisis representa para demostrar que el Estado que nos
dimos los españoles, y que responde con una generosa descentralización a
nuestras peculiaridades y complejidades históricas y presentes, es funcional
incluso sometido al estrés máximo que una crisis como esta representa. Se
oye demasiado a menudo, desde el lado separatista y desde el negacionista de

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esas diversidades, que el estado autonómico es un fracaso: unos le achacan
peso excesivo al Gobierno central, otros que funcionamos como el ejército de
Pancho Villa. Un poco de lealtad, un poco de rigor y un poco de respeto
recíproco, por parte de todos, pueden acallar con esta ocasión y para siempre
esas críticas.
Y quizá lo más importante de todo fue la alusión a la importancia que
tiene responder a esta crisis desde el sacrificio y la disciplina, voluntariamente
aceptados, de los ciudadanos libres que somos los españoles. Lo dice también
Yuval Noah Harari en un texto publicado en el Financial Times: tenemos una
oportunidad única de demostrar que desde la libertad y la responsabilidad
individual, desde el respeto a los derechos de las personas, y mediante el
compromiso libre de estas, se puede responder a un desafío de primera
magnitud con la misma eficacia que con el recurso a modelos autoritarios de
gobierno o a las férreas herramientas de control social que la tecnología
ofrece y que esos sistemas de poder, ejercidos por Gobiernos o por
corporaciones —⁠o por Gobiernos aliados con corporaciones⁠—, utilizan sin
escrúpulos ni consideración a los individuos.
Quizá no está mal, para apreciarlo, leer el texto del escritor chino Yan
Lianke que publica hoy El País sobre la respuesta al virus en su país. En
especial la referencia que hace a la escritora Fang Fang, que vive en Wuhan y
ha contado en un blog, que no paran de censurarle y que ha cambiado varias
veces de sitio, lo que es vivir una situación como esta sin las libertades de las
que disfrutamos los españoles. Esas que, por ejemplo, me permiten a mí
escribir este blog sin tener que moverlo.
Por eso cada vez que un insensato se salta las normas de confinamiento no
está ejerciendo su libertad, sino erosionando la de todos. Por eso cuando llega
la Policía y lo sanciona o lo detiene no está violentando su libertad, como
observaría con su miopía habitual el antisistema de guardia, sino garantizando
la de todos los que estamos renunciando a los derechos que tenemos para
ayudar a la comunidad a salir de este trance extremo y poder recobrarlos
incólumes.
Por lo demás, el día en casa fue poco interesante. Yo lo dediqué casi
entero a corregir las galeradas de El mal de Corcira, la novela de Bevilacqua
que no sé cuándo saldrá, pero que me empeño en preparar igual, porque hay
que trabajar para el día de mañana y no dejar de pensar en él. La maqueta está
muy limpia, han surtido efecto mis esfuerzos maniáticos de revisión continua
mientras escribo y también el pulcro y exquisito trabajo de Eva y María, las
dos personas que han realizado para la editorial el proceso de edición. Esa

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gente en la que algunos no piensan nunca, cuando dicen que los editores no
son necesarios ni aportan nada. En todo caso, son 544 páginas, y leerlas todas
con atención en busca de lo que queda por pulir —⁠alguna rima indeseada,
alguna palabra mal partida, alguna repetición⁠— lleva un buen rato.
Al final del día, para compensar que hoy ha estado casi toda la jornada al
cuidado de su madre, he parado para bailar con Núria el Resistiré del Dúo
Dinámico. La única forma de hacerlo es cogerla en brazos, o mejor dicho en
un solo brazo mientras con el otro le tomo la mano, y ya pesa lo bastante
como para que cueste algún esfuerzo sostenerla. Pero merece la pena, solo por
ver y escuchar cómo se ríe mientras la zarandeo. Es eso lo que estamos
defendiendo en este combate: la risa de nuestros hijos, poder disfrutar de ella,
y que puedan disfrutarla sus abuelos. No se me ocurre causa mejor por la que
dar todo lo que la lucha nos exija.
También he sacado un rato para hablar con mi amigo José. He publicado
en El Mundo un texto que se basa en una experiencia que él ha tenido en estos
días en una residencia de ancianos como agente de policía judicial. Me lo ha
agradecido con tanta calidez y emoción que me ha abrumado. También me ha
contado que Yolanda, su mujer, médico del Samur, salió deshecha de su
guardia de veinticuatro horas, que se alargó hasta las veintiséis, sin parar de
trasladar enfermos y mirando la muerte cara a cara. Está acostumbrada a ello
—⁠ya ha vivido unas pocas, desde el 11M al Madrid Arena⁠— pero no en esta
proporción. No sabemos todo lo que les debemos. Espero que, cuando lo
sepamos, no lo olvidemos como de costumbre.
Se me ha alargado la entrada y no he hablado de poesía, como prometí
ayer. O quizá sí, aunque no haya puesto ningún verso. Quiero en todo caso
traer aquí unos que he descubierto estos días. Lo haré mañana, dándoles el
espacio que merecen.

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23 de marzo
Días en blanco

No soy poeta. Y me pesa, porque intenté serlo. Fue en mi juventud, más o


menos hasta los veinte años. Sucede, sin embargo, que uno no puede ser todo
lo que quiere o intenta ser, y conviene aceptarlo cuanto antes. Me di cuenta de
que carecía del impulso que un poeta requiere: de la fe en el propio verso.
Desde pequeño, solo he tenido fe verdadera en mi aptitud para un empeño
mucho más modesto y seguramente más intrascendente: contar historias. Por
eso dejé la poesía y me apliqué a la prosa, sin aspirar a más poesía que la que
pueda colarse por las rendijas de un relato, los poros de un personaje, el
espacio de una acción.
Más o menos a la edad a la que yo dejé de hacer versos, empezó José Luis
Sampedro a escribir, en secreto y para sí, los poemas que recoge Días en
blanco, un libro recién publicado —⁠con la mala fortuna que está siendo para
los libros llegar en estos días a las librerías⁠— y compilado por el profesor
José Manuel Lucía Megías a partir de los cuadernos que en una caja rotulada
con la palabra «Poesía» encontró la viuda del autor, Olga Lucas, entre los
papeles del maestro.
Lo he leído en estos días, y releído hoy. Es una verdadera delicia, y por
momentos sobrecogedor encontrarse con la intimidad de un hombre al que
conocí, que me honró con su amistad y que es, en mi experiencia y mi sentir,
de largo la persona más importante con la que he tenido trato, y posiblemente
la más importante con la que vaya a tener trato jamás. Murió hace siete años,
y sin embargo nunca se ha ido de mi lado. Recuerdo todas y cada una de las
palabras que le oí decir, recuerdo su mirada transparente y profunda, su
ejemplo rotundo y memorable de cómo la verdadera sabiduría es bondad, y
viceversa. A su manera, y qué manera, intentó cumplir el mandato de Píndaro:
«Hazte el que eres». Y a su manera, también, llevó a cabo la máxima de
Wittgenstein que postula que los actos deshonestos son irracionales. Nunca le

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vi cometer una deshonestidad, nunca le vi abdicar de la razón, ni siquiera
cuando le decían que chocheaba por expresarla; sin ir más lejos cuando
predijo el cataclismo al que la globalización —⁠esta globalización⁠— empujaba
a la economía y a las personas, como demostró, después, la crisis de 2008 y
ahora parece que va a redemostrar el coronavirus. Los que se reían de él antes
de 2008 callaron entonces estruendosamente. Ahora volverán a callar.
Sampedro enseñaba estructura económica cuando ninguno de ellos había
nacido.
Pero hoy, que ya no es el Día Mundial de la Poesía y puedo hacerlo sin
seguir ninguna consigna, quiero hablar de sus poemas. De amor,
existencialistas, también satíricos. Estos últimos los escribía en los congresos,
las reuniones de organismos internacionales o durante los tribunales de
oposiciones a los que tenía que asistir. Hay cera para todos: desde Franco a
Fraga, desde los tecnócratas del Opus a los falangistas del búnker, como
entonces se le llamaba al sector más reaccionario del régimen. Acierta a
reírse, en Veinticinco años después, del propio envejecimiento:
—Yo, de joven,
desconocía mi cuerpo.
No sabía dónde estaban
ni el hígado, ni el cerebro,
ni el pulmón… Solo una cosa
notaba a cada momento
dando señales de vida
y poniéndome tan negro
que me obligaba a salir
a ver si cambiaba aquello,
descargándome el espíritu
de tanto desasosiego
con ayuda de alguna alma
que hiciese de cireneo…
Ahora, en cambio, yo me noto
el hígado, el esqueleto,
el corazón, los riñones
y otras tantas latas dentro.
Pero ¡ay!, aquella otra cosa,
tan atrevida en sus tiempos,
por mucho que me la busco…
¡ni con lupa me la encuentro!

Me interesa especialmente la reflexión que hace sobre su propia condición


de poeta secreto, que escribe sus versos para sí y no los muestra a nadie. Se
encuentra en el poema titulado Guardián:
Escribo ¿para quién? Para ninguno.
Para mí ni siquiera. Lo reniego.
No es el basalto-acero que retumba

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en la roja caverna de mis entrañas.
No es el cuchillo, ni el violín siquiera,
el violín afilado por la vida.
Es otro quien escribe, no mi mano.
Alguien que no soy yo y está escondido.

Pero hay mucho más, tantísimo más. No puedo ni debo citarlo todo, invito
a leerlo, y a quien no pueda encontrar el libro en papel le animo a que lo
busque en formato electrónico. Me ha conmovido su retrato de Castilla, en el
poema del mismo nombre: un encendido canto de amor a esa tierra dura y
austera escrito por un barcelonés criado en Melilla y Cantabria. Un mensaje
tan humano y tan distinto de las peticiones de confinamiento y de los
desprecios que en estos días otros formulan contra Castilla y su corazón de
hoy, Madrid; acaso hipertrófico, pero no por su culpa —⁠ni por su culpa
infectado⁠—, y que responde como siempre con toda la nobleza y toda la
generosidad que puede a lo que tiene encima.
Estos días, por cierto, un inciso político brevísimo, ha aumentado la talla
de un alcalde y una presidenta que llegaron a sus sillones por accidente y
contra pronóstico. Hicieron y dijeron no pocas tonterías antes de llegar al
cargo y en sus primeros días de mandato —⁠como ese empeño en devolverle al
automóvil el espacio que necesariamente había perdido en la ciudad⁠—. Pero
ante la crisis han respondido con una tensión y un valor que es de ley
reconocerles: la presidenta fue por delante del Gobierno central en cerrar
colegios y enviar a los niños a sus casas, y ahora está al pie del cañón aun
confinada por la enfermedad; y el alcalde ha sido pionero en impulsar la
creación de infraestructuras necesarias, como el megahospital de campaña de
Ifema, tirando de todos los recursos propios y ajenos disponibles y
poniéndolo en pie más rápido que los chinos el suyo de Wuhan. Hay una
alcaldesa en Barcelona que debería estar haciendo ya lo mismo en la Fira,
pero a ella le dan alergia acreditada los uniformes y quizá por eso limita su
recurso a la UME a organizar un albergue para los sintecho. Ya se le
demandará.
Volviendo a la poesía, los que de veras estremecen son los poemas que
Sampedro escribió al término de la guerra civil, una contienda que inició en
Santander en el bando republicano y que después, tras la caída de la ciudad, le
tocó hacer reclutado por los nacionales. Hay sobre todo dos, Los que
volvieron y Poema de la victoria (tentativa), que ponen la piel de gallina al
leerlos en estas circunstancias.
Comienza el primero:
Los que volvieron

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traían solamente unas manos vacías
—curvadas todavía, asiendo el viento—
y unas alegres caras cansadas
y ojos cuya mirada nadie explicará nunca.
Nadie, ni los poetas,
porque en ella vivían las últimas palabras
de los que no volvieron.

Y termina:
Y sentía en sus hombros y en sus manos
el vigor de otras manos y otros hombros.
Pues parecía, sí, le parecía
como si hubiesen vuelto,
y estuviesen con él en la nueva tarea
los que no volvieron.

Y dice el segundo:
Yo te ofrecí mi vida.
Yo me ofrecí a la muerte, Señor, porque algún día
llegara este momento para quien Tú quisieras.
Y de entre todos los que se ofrecieron
me has contado en el número de los que lo verían.
Quizá yo no era digno
de morir en Tus brazos;
de que aceptaras Tú mi sacrificio.
O Tu sabiduría me tiene destinado
a comprender con prolongado esfuerzo
de difíciles años
aquello que se aprende con claridad sin sombras
en un solo momento: el de la Hermosa Muerte.
Si hubiera sido digno
de morir, Te hubiera dado gracias
en el último instante.
Porque me has reservado
para vivir un cotidiano ímpetu,
Te doy gracias, Señor, de igual manera.

Creo que lo copio aquí para que lo lean mis hijos, cuando todo esto pase,
si es que les da por leer lo que escribía su padre, que ni tienen por qué, ni es
seguro. Hoy Noemí ha perdido un pendiente al salir de la ducha y Núria y yo
lo hemos encontrado. Ha hecho un dibujo inmortalizando la hazaña. Estaba
tan orgullosa como nos hace sentir en estos días, justamente, cualquier
mínimo logro.

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24 de marzo
Cifras

La cifra de la muerte llega a 3000. Empieza a estar claro que esto no es una
gripe más, como felices e insensatos —⁠o simplemente, ignorantes⁠— nos las
prometíamos hace apenas un mes. He leído hoy que en la mayoría de los
casos la muerte se produce por sepsis, una reacción desproporcionada del
organismo a una infección que lo apabulla. El bichito tiene algo que otros no
tienen, quizá simplemente que nuestro cuerpo no guarda memoria de él, como
sí la guarda de muchos otros. Y cuando esa reacción desmemoriada se
produce en un organismo que por lo que sea —⁠edad, defensas, patologías
concurrentes, o cualquier otra grieta⁠— está más expuesto que el resto, su
sistema defensivo se atolondra y en poco tiempo colapsa. Y pensar que un
virus no es más que un poco de información genética, dentro de un envoltorio
de grasa y proteínas, y que esa cosa tan simple y tan pequeña puede echar por
tierra una vida, una mente privilegiada, los recuerdos y los sentimientos
atesorados en el más largo camino.
Una de las cosas que más me gustaba estudiar cuando estaba en el
instituto era Biología. La cursé hasta COU, y hasta me planteé hacer la
carrera. Cuando descubrí que mis pensamientos eran intercambios de iones
entre células —⁠o más bien, lo resultante de muchos intercambios de iones
simultáneos⁠— me pareció fascinante. Me aprendí entre otras cosas el ciclo de
Krebs porque me obligó a ello un catedrático algo maníaco que me impartía la
asignatura, pero luego celebré sabérmelo, comprender con ese grado de
detalle que lo que somos se basa en la bioquímica, porque me enseñó a
admirar todavía más la capacidad humana de abstraerse de la realidad y
transformarla. En el virus, en este virus, apenas una secuencia de ARN, nos
reencontramos con nuestra más rotunda elementalidad, porque se mete en
nuestras células, que en lugar de sostenernos empiezan a trabajar para él, para
que se replique y prospere hasta el infinito. La mayor esperanza que tenemos,

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biológicamente hablando, es que los virus tienden a hacerse soportables para
sus anfitriones, porque si no mueren ellos también.
Volviendo sin embargo a las cifras: corremos el riesgo de que no nos
dejen ver el bosque, de que perdamos de vista las dimensiones de la tragedia.
Cada uno de esos 3000 es un mundo que se apaga, y hay personas que
empiezan a no poder soportar el espectáculo de tantos mundos apagándose a
la vez. A propósito de las residencias de ancianos, hoy salían en la televisión
las empleadas de una residencia de Getafe, algunas de ellas enfermas,
contando la impotencia en la que viven y trabajan, mientras sus viejitos, como
los llamaban, se les mueren y luego pasan horas hasta que las saturadas
funerarias pueden ir a recoger sus cadáveres. Mi amigo José me cuenta en un
mensaje cómo la directora de una residencia donde ya han muerto catorce, y
veinte más están enfermos, poco menos que se le derrumbaba. Los conocía a
los catorce, a algunos de años, y los ha visto desfilar uno por uno y a toda
velocidad sin poder impedirlo. Alguna negligencia —⁠incluso criminal⁠—
habrá habido, entre tantas residencias como hay en España, no todas bien
montadas ni atendidas. Pero parte el alma ver a estas personas entregadas de
corazón al cuidado de los más débiles, desasistidas y soportando encima el
estigma de no estar atendiéndolos en condiciones. José ha visto de todo: desde
la masacre del camping de Biescas hasta el accidente de Spanair, donde tuvo
que reseñar más de ciento cincuenta cadáveres. Pero me dice que esto lo
supera.
Deberíamos todos, y me señalo el primero, juzgar menos a la ligera
siempre, pero sobre todo en estos días, tan excepcionales, tan confusos, tan
trágicos.
Y sin embargo, no es así. Ahora viene la guerra sobre de quién son culpa
los recortes en Sanidad. De todo el mundo, no nos engañemos, y cada uno
tendrá que vivir cargando en la conciencia con los que le tocan. Como caerá
sobre la conciencia de algunos seguir sin pedir la ayuda que necesitan, solo
porque la traen personas con un uniforme que lleva en el hombro la bandera
de España. Hoy varios alcaldes del área metropolitana de Barcelona han
pedido la ayuda urgente de la UME que no solicita su Gobierno. Un vecino de
Santa Coloma me escribe por Twitter, con copia a su alcaldesa, para pedirle
que se sume a la iniciativa. No quiero hablar mal de nadie, pero nunca
entenderé los fundamentalismos: ni religiosos, ni políticos, ni identitarios.
Cuántos muertos cargan ya sobre sus espaldas.
Hoy me he pasado el día trabajando para terminar con las galeradas y
quitármelas de encima. No me ha dado tiempo a bailar el Resistiré con Núria,

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por lo que he tenido que comprometerme a que mañana lo bailaremos dos
veces. Estas cosas son las que nos mantienen agarrados a la vida. Como mi
hazaña de esta mañana temprano en el Mercadona: he encontrado papel
higiénico, que yo no uso, pero sí las tres mujeres de distintas edades que
comparten mi encierro. He vuelto a casa con los rollos como si trajera un león
cazado en la sabana africana.
Sigo hablando por la mañana y por la tarde con mis padres, que mantienen
el confinamiento y están bien. Ha sido una suerte que en los últimos tiempos,
por culpa de la lesión de mi madre, apenas pudieran salir. Se sentían muy
desafortunados por ello, ahora ven que quizá sea al revés. Mi madre hace sus
ejercicios de rehabilitación y va cada día un poco mejor. Saber que están bien
por la mañana y por la tarde son dos momentos de felicidad del día. Cómo
hemos redescubierto la dicha, por lo común invisible, de que no haya ninguna
desgracia.
Para terminar el día, Noemí y yo nos ponemos The Crown. Nos costó
entrar, ni a ella ni a mí nos motivan mucho los avatares de la realeza, y a ella
le parece obsceno e insoportable el despliegue de lujo y lacayos. A mí me
parece igualmente obsceno, pero lo soporto con humor: no deja de ser cómico
que haya gente en el mundo que depende de ese derroche de adulación y otra
gente dispuesta a dársela. Al final parece que vamos a verla porque hay que
reconocer que está muy bien hecha, que los actores son soberbios —⁠como
todos los ingleses⁠— y es una delicia saborear ese inglés pomposo y oblicuo
de la clase alta británica, del que alguna vez disfruté en una vida anterior,
tratando con abogados de esa nacionalidad. Esa lengua exclusiva y
diferenciada de la del populacho, que les permite decir, por ejemplo, que un
asunto es intricate, palabra que los subtítulos traducen pobremente por
complicado. La serie cuenta hechos tan banales, con seres tan banales, que en
estas circunstancias viene a cumplir una insospechada función terapéutica.
Por cierto, leo que la protagonista de la serie, Elizabeth Windsor, está
recluida con solo diez sirvientes —⁠lo estará pasando mal⁠— en el castillo del
mismo nombre. También está recluido —⁠en Escocia⁠— su hijo, el príncipe
septuagenario. Han dejado al frente al nieto, Guillermo. Cuando llegue ahí, la
serie no dejará de tener su interés.
Queda mucho encierro por delante. Caerán, me temo, todas las
temporadas que por ahora llevan grabadas.

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25 de marzo
La canasta de Pablo

Como cada día, a través de mis amigos y ya prácticamente camaradas de


verde, me llegan noticias del frente. El teniente coronel del GAR, Jesús
Gayoso, que fue uno de nuestros anfitriones en la visita que hice con
periodistas a su unidad, sigue luchando por su vida en una UCI de La Rioja.
Es un hombre fuerte, de solo cuarenta y ocho años, pero el bicho le ha dado
con ganas y la fiebre va y viene pero no cesa. Muy cerca de casa, en el
kilómetro 30 de la A-42, en el término de Casarrubuelos, cuatro imbéciles que
se saltaban el confinamiento en un coche sin ITV ni seguro han arrollado al
guardia civil de Tráfico que les dio el alto en un control. Los han detenido
poco después, pero al guardia han tenido que llevarlo en helicóptero al
hospital después de sacarlo de una parada cardiorrespiratoria. Unos años de
cárcel serán poca respuesta a la estupidez y la ruindad de la conducta
delictiva. En residencias y pisos de la Comunidad de Madrid mis amigos
guardias no dejan de encontrarse ancianos muertos, esperando a las funerarias
colapsadas. No hay protocolos, a veces el cadáver sigue en la habitación junto
a otro anciano vivo porque nadie les ha dicho a quienes gestionan la
residencia que una vez certificada por el médico la muerte natural por
coronavirus pueden retirarlos y guardarlos donde sea más humano, para los
difuntos y para el resto de los residentes.
Por cierto: también me informan de la escasez de mascarillas y equipos de
protección con que hacen su trabajo. Ninguna novedad, cuando carecen de
ellos hasta los sanitarios que atienden a los pacientes infecciosos. Alguien
tendrá que asumir alguna responsabilidad por esta carencia clamorosa, o
como poco tenerla para que la próxima pandemia no los pille desnudos y sin
poder vestirlos.
También me llegan noticias de que el hospital de emergencia de Ifema,
ese con el que sacan pecho Comunidad y Ayuntamiento, es por el momento

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un desbarajuste y un recurso más aparente que real. Confío en que esto último
sea solo una apreciación desmoralizada de profesionales comprensiblemente
desbordados por lo que están viendo. El ser humano, incluso el ser humano
entrenado para ello, tiene una capacidad limitada de absorción de muerte y
desastre. Y si quienes me lo cuentan tienen razón, confío en que en los
próximos días, con el rodaje adecuado, ese hospital improvisado funcione
como debe para ayudar a encajar lo que ahora tenemos encima, que es el
tramo de veras oscuro del túnel. Estamos recaudando los efectos de todos los
actos masivos y de todos los trenes y metros que circularon atestados cuando
el virus ya corría como la pólvora. Ahora el debate político vira hacia la
previsibilidad de este resultado y hacia la exigencia de responsabilidades al
Gobierno por no haber suspendido esa clase de actividades cuando, dice la
oposición, ya había información que apuntaba a la conveniencia —⁠que sería
la necesidad⁠— de hacerlo. Una juez de Madrid le ha abierto diligencias al
delegado del Gobierno en la Comunidad por autorizar la manifestación del 8
M. Me he leído el auto: pide documentos, informes que tuviera el Gobierno,
dictamen del médico forense sobre si esa manifestación pudo incrementar los
contagios. Una pregunta a estas alturas retórica, con varias de las ministras
participantes infectadas.
No es seguramente el momento, lo que importa ahora es atajar el mal,
como vino a decir el presidente del Gobierno al final del día en el Congreso,
pero el debate a posteriori no nos lo va a quitar nadie. Sobre esas decisiones
cuestionables, pero también sobre los no menos cuestionables recortes en
servicios públicos sanitarios que mientras bajaban impuestos a los más
pudientes protagonizaron quienes formulan el reproche anterior. Y lo malo es
que, pasada la solidaridad forzada por la epidemia, lo previsible es que
hagamos como siempre, bandería del dolor y la muerte de nuestros
conciudadanos, en lugar de encontrar la manera de unirnos y remar juntos
para que la próxima vez no vuelvan a salir tan malparados.
Hablando de bajadas de impuestos a los pudientes, quizá haya que
recordar que a los verdaderamente pudientes no se les baja impuestos, por la
sencilla razón de que no los pagan, o los pagan en proporción irrisoria a su
renta y fortuna. Por eso irrita un poco leer que algunos, entre los que pagan
menos de lo que pueden y los que apenas pagan nada, publicitan con gran
alarde que van a hacer donación de una fracción diminuta de su caudal a la
lucha contra el coronavirus. Sin querer, están poniendo el dedo en la llaga de
esta crisis: quienes se han hecho de oro con la globalización, exonerándose
vía paraísos fiscales de contribuir en condiciones normales a sus respectivas

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comunidades, solo pagan los platos rotos de esta pandemia, cuyos efectos
propicia y agrava esa misma globalización —⁠por ejemplo, al deslocalizar la
fabricación de materiales que ahora se precisan con urgencia y no llegan⁠—,
por la vía de la limosna. Si ahí fuera hubiera algún Gobierno digno de ese
nombre no les permitiría semejante desfachatez. Por lo menos en adelante
condicionaría su presencia en una sociedad, y la posibilidad de beneficiarse
de ella y de su potencial humano y económico, al esfuerzo real y justo para
sostenerla.
A pesar de todos estos pensamientos sombríos, hoy ha asomado el sol.
Hemos aprovechado para salir un poco al jardín, para que Núria se diera unas
carreras y pescara un poco de vitamina D. No es un jardín inmenso, pero
somos conscientes del privilegio que representa en estos días. Por mi parte, he
estado lanzando unas canastas, mientras me acordaba todo el rato de mi hijo
Pablo. Por sugerencia suya compré y puse la canasta del jardín, que él es
quien más utiliza. En estos días, cuando hablo con él, me dice que es una de
las cosas que más echa de menos en el encierro en casa de su madre. Como
tantos otros españoles, soy padre divorciado, y desde hace ya catorce años no
convivo a diario con mis dos hijos mayores. Fui, y no por mi gusto, uno de
esos progenitores obligados a asumir de forma prematura el síndrome del nido
vacío. Como se puede imaginar, lo superé hace tiempo, pero en estos días los
echo mucho de menos a los dos, a él y a su hermana Laura. De común
acuerdo, los dos son ya mayores de edad, decidimos que mientras dure la
cuarentena se queden donde están, porque en estos días mejor es mantener el
contacto físico con un solo núcleo familiar y no andar yendo y viniendo. Es
un sacrificio pequeño, al lado del sacrificio ya antiguo y mayor. Lanzar esas
canastas es una manera de sentir a mi hijo conmigo. Incluso esta mañana me
he tomado el café en su taza del Real Madrid. Quien me conozca, sabe el
valor que tiene ese gesto: mi afición al fútbol es nula, y al Real Madrid,
todavía menor. Pero es su equipo, y desde que lo es lo siento y lo veo de otra
manera. Hasta en alguna ocasión me he sorprendido alegrándome, por él, de
que ganara un partido.
El bicho nos está quitando muchas cosas, para empezar a tres mil y
muchos conciudadanos hasta el día de hoy, pero nos está enseñando, de qué
manera, el valor de otras. La jornada ha terminado con el baile ritual, a las
ocho en punto, del Resistiré con Núria y su madre. La peque lo disfruta y se
ríe con todas sus ganas. Pienso en todas las tardes en las que la vida corriente
y sus afanes, a veces fútiles, nos impiden estar juntos a esa hora. En medirlos
más en adelante: la vida, los afanes.

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26 de marzo
El desfile

Como este no es un diario íntimo, sino que lo voy haciendo público a medida
que lo escribo, no había querido hasta aquí poner demasiado el acento en las
muertes que se van sucediendo a mi alrededor. No es cuestión de ofrecerle al
lector más motivos para el desconsuelo de los que ya de por sí pueda tener.
Pero eso no quiere decir que no las hubiera, y que no causaran su impacto a
personas con las que tengo relación más o menos cercana y de rebote a quien
esto escribe. Van pasando los días y empiezan a ser tantas que no puedo dejar
de levantar acta, así sea discreta y austera, del desfile que forman. El hermano
de Manuela, la madre de Noemí, la madre de Amparo, la madre de Fernando,
el padre de Carlos. No todos se han ido por el coronavirus, alguno ya estaba
enfermo o muy enfermo de antes, pero irse en estos días, cuando la muerte
pasa a ser una cifra, no hay velatorios ni ocasión de hacer el duelo, produce
un desasosiego suplementario. Intento estar cerca de todos ellos, de su
pérdida, más o menos asumida de antes, más o menos amarga para mí —⁠a la
mayoría los conocía poco o nada⁠—, más o menos inesperada y demoledora
para ellos. Dudas si el teléfono sirve de algo, si esta anomalía que nos
apabulla le permite al dolor humano encontrar su tiempo y su proporción.
Termino el día con un mensaje de mi antiguo jefe y sin embargo amigo,
Alejandro. Se nos ha muerto también Jaime Spottorno, un buen amigo, un
maestro en no pocas cosas, alguien que sabía ponerle a cada mañana en la
oficina, en el primer café compartido, la sonrisa inteligente, la anécdota
jugosa, la reflexión humana y profesional siempre instructiva. En suma, una
de esas pocas personas que logran ser siempre memorables. Tenía vida y
recorrido para ello. Había estado en más de cien países, hablaba inglés y
francés como un nativo exquisitamente educado y hasta había despachado una
vez con Franco, entonces un ancianito consumido y de voz casi extinta que le

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había escuchado y desarmado con una sola pregunta, tan simple como
malévola: «Y esto, Spottorno, ¿en qué es bueno para España?».
Y sobre todo, tenía gracia y talento. Todos los que le conocimos le
debemos unas cuantas lecciones, de las que hemos tirado una y otra vez.
Recuerdo, entre otras muchas, cómo desarmaba a los más arrogantes; por
ejemplo, aquella vez que un estirado abogado francés le preguntó en inglés, la
lengua en que se habían saludado, si hablaba su idioma, y él le respondió que
hablaba español, inglés, portugués y alemán, de modo que, ¿para qué
necesitaba el francés? O su famosísima y no menos útil teoría del hombre
seguro. Todavía puedo escucharlo, con su voz grave: «Lorenzo, no lo olvides,
no hay nadie que acierte siempre, pero sí hay quien siempre se equivoca. Ese
es el hombre seguro. Cuando veas uno, síguelo, y haz siempre lo contrario de
lo que él haga». Leyó mi primera novela, Noviembre sin violetas, e hizo todo
lo posible por que llegara a ver la luz. Me auguró que dejaría la abogacía,
también que algún día me darían el Premio Nobel, y solía repetirme que solo
le gustaría vivir para verlo. No lo vamos a ver, ni él ni yo, pero qué importa
eso. Su amistad, y su fe en mi escritura, valen mucho más que una medalla
entregada por el descendiente de una dinastía de ociosos, y que, dicho sea de
paso, no le dieron a Kafka, Proust, Musil, Onetti o Chandler.
Este era Jaime, mi amigo, uno de los que en estos días se suman al desfile.
No es una cifra. Es una luz preciosa que se apaga, y aun así sigue iluminando.
Y así, ya más de cuatro mil.
Me gustaría que lo recordaran quienes a lo largo del día de hoy se han
arrojado ya a la reyerta más sórdida. Quienes ponen todo el acento en esa
manifestación que debió o no debió suspenderse. Quienes salen a defenderla
por videoconferencia desde casa como si lo más importante en mitad de la
que está cayendo fuera dejar lo más alto posible su propio pabellón
ministerial, o con artículos firmados extrañamente bajo seudónimo para
salvarle la cara al Gobierno. Ni salvarle la cara al Gobierno ni partírsela
importa una mierda en este momento, a ver si se enteran todos de una vez.
Están muriendo los nuestros: nuestros amigos, nuestros padres, nuestras
madres, nuestros hermanos. Lo único que importa es contener la hemorragia,
empezar a hacer bien las cosas, después de que todos, sin excepción, lo
hiciéramos mal, o no tan bien como habríamos debido hacerlo. Tanto sobran
en esta hora los que sacan pecho y alzan la cresta, como los que andan con el
garrote tratando de agachársela a otro. Hacen falta brazos, mentes frías,
consuelo.

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Si han timado a nuestro Gobierno, como sale en las noticias, vendiéndole
a través de un intermediario desaprensivo o desavisado miles de test chinos
defectuosos, lo que hay que hacer no es convertirlo en la noticia del día para
tratar de derribarlo, sino poner todo el empeño en devolver los test inservibles
y buscar otros buenos. En la guerra, cuando la trinchera de al lado flojea, no
se pone uno a reírse del teniente torpe que la manda: se va a la brecha a tratar
de impedir que pase el enemigo. Porque si pasa el enemigo acribilla a todos,
los tontos y los listos.
Cuando esto pase, habrá unas elecciones, antes o después, y cada uno
acudirá a ellas con sus aciertos y sus pifias, y quien tiene que decidir decidirá.
Ahora estamos bajo el fuego, y bajo el fuego se aprieta los dientes, se ayuda
al que flaquea, al que tiene peor puntería, al que no sabe, y no se piensa,
nunca, en las medallas.
El confinamiento sigue sin novedad. Tenemos provisiones. La vecina del
yorkshire terrier sigue paseándolo a todas horas y aprovechando para fumar.
Los vecinos chinos de la manzana siguen poniendo por la tarde música de su
país, que le da un toque surrealista al encierro. Yo sigo lanzando canastas con
Núria, y bailando por la noche con ella Resistiré. Su madre escribe poemas
que se guarda. Quizá sea lo mejor, guardar una parte de lo que estamos
pensando estos días. Para cuando podamos terminar de entender, de verdad y
sin apremios, lo que está pasando.

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27 de marzo
Madrid, Madrid, Madrid

Desayuno con la noticia de que en Castilla-La Mancha achacan el auge de


contagios a la migración de madrileños tras el anuncio del confinamiento. No
puedo no darme por aludido, así sea de refilón: madrileño soy y escribo esto
en territorio de Castilla-La Mancha, aunque la raya de Madrid, el término
municipal de Casarrubuelos, esté a apenas cien metros de la valla de mi casa.
Llevo aquí ininterrumpidamente desde el día 10, es decir, casi una semana
antes de que se nos confinara, y si miro aún más atrás, aquí he pasado el
noventa por ciento del tiempo desde noviembre, cuando me encerré, como
suelo, a escribir una novela. Aquí también vive mi familia siempre que no hay
actividad lectiva. Sin embargo, empadronado estoy en Getafe, y esa es la
dirección que aparece en mi DNI.
La noticia o acusación me da que pensar en términos más generales. Por
ejemplo, en cómo aflora el censor o inquisidor que todos llevamos dentro
cuando se establece una limitación, sea del tipo que sea. A veces, hasta la
irracionalidad o el puro disparate: cuentan los periódicos que desde los
balcones se increpa a sanitarios que se dirigen a su trabajo para atender
enfermos o a padres que pasean con sus hijos autistas para que no
enloquezcan en los pisos. También me mueve a reflexión sobre la rapidez con
que se despacha un estigma, en esta ocasión el que nos ha correspondido a los
madrileños por vivir en la comunidad autónoma más conectada con el
exterior, sede de importantes ferias internacionales y también del Gobierno, lo
que nos trae, nos guste o no, todas las grandes movilizaciones que tan bien le
vienen al coronavirus para prosperar. Nos han señalado como leprosos que
deben ser aislados desde el inefable y predecible Torra hasta algún
representante del nacionalismo gallego —⁠ese movimiento que debería dedicar
más tiempo, quizá, a preguntarse por qué Feijóo empalma mayoría absoluta
tras mayoría absoluta⁠—. El fenómeno revela las contradicciones del

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razonamiento humano: en lugares donde normalmente se desea a los
madrileños, como contribuyentes ideales que pagan los impuestos locales
asociados a sus viviendas pero usan menos días que el resto los servicios
públicos, ahora se los rechaza como si fueran una plaga.
Es evidente que desde que el confinamiento se dictó moverse es
contravenirlo y lleva aparejada legal y justa sanción. Nos guste o no, a todos
nos toca quedarnos donde estábamos el 15 de marzo. Es evidente, también,
que una vez que se ha declarado la alarma a todos se nos impone la
responsabilidad de evitar todo contacto humano salvo el indispensable por
nuestro trabajo, quienes tengan uno en primera línea o que así lo exija, o por
causa de fuerza mayor o urgente necesidad. Lo que no es tan evidente es que
el mal se haya diseminado en Castilla-La Mancha, o en el conjunto del país,
por culpa de la movilidad de los madrileños que tienen una residencia fuera
de la Comunidad y han dado en confinarse en ella.
Tomo como ejemplo la urbanización en la que aquí vivo. A 32 kilómetros
de la Puerta del Sol, la inmensa mayoría de sus habitantes trabaja en Madrid.
Es posible que sea yo uno de los vecinos que menos ha estado en la capital en
los últimos cuatro meses. Tal vez la incidencia del coronavirus en Castilla-La
Mancha se deba más a la contigüidad con Madrid, a los miles de
castellanomanchegos de Toledo y Guadalajara que trabajan en la capital, y
toman los trenes de cercanías y el metro, que a los madrileños, tampoco
tantos, que hayan podido mudarse. Y una vez declarado el confinamiento,
quizá importe más, a efectos de parar la epidemia, que cada cual esté en el
lugar donde menos contacto tenga con otros seres humanos. En mi caso, por
mí y por mi familia, y por lo que yo y mi familia pudiéramos transmitir a
terceros, lo vi claro: mejor en una casa donde estamos solos y no tenemos más
contacto que las personas con las que un par de días por semana coincidimos
mi mujer o yo en el Mercadona —⁠a no menos de metro y medio⁠—, que en
una comunidad de ocho portales con entrada, jardín y ascensores
comunitarios.
Sin embargo, parece que a los madrileños nos va a tocar cargar con este
estigma. No solo somos unos centralistas repugnantes y aprovechados que
vivimos a costa de los demás, sino que ahora somos los malvados
contagiadores. El victimismo aldeano de la escuela de Waterloo se expande
con facilidad, en lugar de pensar que este virus nos ha sacudido sin distinción
a todo el país, porque todos dependemos de todos: no solo para recaudar
impuestos de bienes inmuebles de segundas residencias, sino porque el
anciano que muere en su piso de Vallecas deja de comprar la bandeja de

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tomates recogidos en Almería, el yogur hecho con leche asturiana, la lata de
berberechos gallegos, y me parece que no hace falta seguir.
Ahora todos estamos recluidos, cada uno donde le pilló el decreto de
alarma, y lo que cuenta es mantener con disciplina el confinamiento
obligatorio. Todo lo demás son maniobras de flautistas de Hamelin buscando
pescar en río revuelto.
No estaría de más ver que los madrileños, más que leprosos, son víctimas
primeras de esta epidemia que merecen como cualquiera la solidaridad de sus
hermanos, porque en Madrid se juntan hermanos de los españoles de
cualquier rincón. Converso durante un rato con mis amigos que están en
primera línea en la ciudad, y que a duras penas mantienen el vigor y la
entereza. Lo que se están encontrando en los pisos, en las residencias, en los
hospitales fijos o de campaña es desolador. Se juntan en esta hora tantas
imprevisiones, tanto amateurismo, tanto exceso de confianza en tiempos
pasados. Y lo que preside la conversación pública son las especulaciones de
ociosos, como al final, no me engaño, lo es este propio diario.
La conversación relevante y donde por la incapacidad de otros nos
jugamos todo nadie la está escuchando. Es esa conversación febril y
permanente que los profesionales sanitarios, me cuenta una de mis fuentes,
médico, mantienen en sus grupos de WhatsApp, en tiempo real, para
intercambiar sus experiencias terapéuticas frente a un virus desconocido que
reacciona de mil maneras, desde la fiebre a la diarrea, desde la nada
imperceptible a la sobrerreacción inmunitaria. Es la que mantienen los
profesionales de la seguridad, policías, guardias, militares, para establecer
protocolos que permitan gestionar con eficacia, humanidad y respeto a la
legalidad los cientos de cadáveres que está dejando la epidemia. Mientras
atendemos al blablablá insustancial de políticos, tertulianos y politólogos
confinados, ellos hablan de lo que importa, de lo que nos sacará de aquí.
Algún día, la experiencia de los sanitarios madrileños, en la zona cero de
esta catástrofe en España, será un activo que valga fuera de Madrid, y seguro
que entonces nadie hará ascos a pedirlo ni a recibirlo. Así es como somos los
humanos.
El día acaba con la peor noticia. Ha muerto, a los cuarenta y ocho años, el
teniente coronel Jesús Gayoso, jefe del GAR de la Guardia Civil. Coincidí
con él en Logroño, donde trabajaba, y un fin de semana en Teruel, con sus
compañeros de promoción. Había estado en multitud de escenarios de
conflicto, desde Mali hasta Afganistán, siempre cerca del riesgo. Su
compromiso con la seguridad de las gentes de esos lugares adonde lo

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enviaban, y con la del conjunto de los españoles, era absoluto. Tenía una
mente hiperactiva, que no dejaba de procesar e ingeniar, y esa hiperactividad
se comunicaba a su conversación. Su futuro profesional era brillante, pero el
coronavirus lo sorprendió en La Rioja, la otra comunidad más ferozmente
azotada por el virus —⁠por fortuna, su tamaño parece haberla librado del
estigma que nos ha caído a los madrileños⁠—. Aunque luchó durante días, el
virus encontró la forma de imponerse. Era un hombre joven, fuerte,
deportista. Una advertencia para ese darwinismo idiota que ha hecho
optimistas y temerarios a tantos. Las condolencias a sus compañeros de
promoción, alguno buen amigo mío, como Daniel, han vuelto a ser, qué
remedio, telemáticas.
Empieza a ser odiosa esta virtualización de la vida y de la muerte. Apenas
nos salvan de ella las imágenes de sus hombres rindiéndole homenaje en
Logroño, que se difunden por la noche: las vemos en el teléfono móvil, esa
herramienta que un día creímos poseer, y que está claro que, con la
complicidad del virus y de la suma de nuestros errores, se las ha arreglado ya
para poseernos.

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28 de marzo
Los ojos de Laura

Cuando se cumplen dos semanas de estado de alarma, mis labores de


ordenación doméstica llegan a la última caja que quedaba por abrir de la
mudanza de 2015. Parecía que nunca las abriría todas, pero el virus ha
alterado también en ese aspecto nuestra idea anterior de la existencia. En ella
he encontrado varias cosas que me han supuesto un alivio, porque ya temía
haberlas perdido en el traslado: el reloj Dogma de mi abuelo Lorenzo y un par
de recuerdos de su paso por Cataluña, sus iniciales LS forjadas en metal y una
placa también metálica con la imagen de la Inmaculada y el escudo del
Regimiento de Montaña n.º 64 de Berga, en el que sirvió tras la guerra civil.
Bajo la imagen de la Virgen se lee una fecha: 8 de diciembre de 1942. Son
objetos modestos, sin valor económico, pero en ellos hay algo del hombre
cuyo nombre y apellido llevo, y del que también, a través de la sangre y la
memoria, algo me ha llegado en lo que toca al carácter y la forma de ver el
mundo. Me ha alegrado mucho encontrarlos. No pensé que iba a tener algo
que agradecerle a la epidemia.
En la misma caja, en un papel cuidadosamente plegado, he encontrado
otro recuerdo entrañable: un diente de leche de mi hija mayor, Laura. El papel
es la carta que le escribe al Ratoncito Pérez con motivo de su caída, en la que
le dice dónde se encuentra y le da noticia de sus buenas notas. Reparo
entonces en que se le cayó estando conmigo, y me acuerdo de que, después de
ponerle el billete correspondiente, retiré el diente y la carta para que pensara
que se los había llevado el ratón y los escondí en la cajita donde ahora han
aparecido con otros recuerdos, entre ellos mi medalla infantil. El hallazgo me
devuelve a aquella niña que era Laura, y que hace tiempo dejó ya atrás.
El recuerdo adquiere un cariz especial en este momento en el que llevo ya
semanas sin verla, y me hace pensar de manera casi automática en los ojos de
mi hija, que es una forma de decir en los ojos de todos aquellos a los que en

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esta situación de confinamiento no podemos vérselos desde hace muchos días.
Allá por 2002 me inspiraron un cuento infantil, Laura y el corazón de las
cosas, que ilustró con su muy peculiar estilo Jordi Sàbat. En él hay una
ilustración en la que los ojos de la niña protagonista, con los que ve el
corazón invisible de sus juguetes y de los demás objetos, tienen una marcada
presencia. Recupero el libro de la parte de la biblioteca de la buhardilla donde
guardo mi propia obra, ocho estantes ya, que a veces me hacen sentir un poco
culpable por haber sido demasiado copioso.
Busco la página y la contemplo detenidamente. Los ojos no son
exactamente del azul que entonces tenían los de Laura, y que el tiempo ha
hecho algo más verdoso, pero sí acertó el ilustrador a capturar la sensación
que producía su mirada, entre el deslumbramiento y una ilimitada curiosidad.
La circunstancia del encierro, y alguna otra que no es del caso detallar, le
llevan a uno a examinar con una intensidad mayor de lo habitual los propios
hechos y los propios vínculos. No puedo dejar de pensar, como hiciera
Delibes en su bello discurso de aceptación del Premio Cervantes, en todas las
horas que me he pasado conviviendo con seres inexistentes, los personajes de
mis ficciones, y deshaciendo en cierto modo en ellos mi existencia. Son horas
que siempre, de una u otra manera, les hurtas a los tuyos, y por eso me
consuela y me conforta, en este momento de ausencia forzada, mirar esta
página donde coincidió la escritura y la vida, el impulso de contar y el de
expresar el afecto y la alegría de tener contigo a quienes están más cerca.
Es ese otro regalo que nos trae el virus: enseñarnos a apreciar, en lo que
valen, la presencia de quienes ahora tenemos confinados lejos y la de quienes
están confinados con nosotros. Recobrar con más conciencia el vínculo con
los primeros, cuando podamos volver a verlos; aprovechar la oportunidad
inesperada de convivir con los segundos.
En cuanto a la epidemia, ya estamos en la temida rampa de las casi mil
muertes diarias. Los expertos hacen todo tipo de curvas para predecir las
tendencias. Es cierto que el aumento diario baja en porcentaje, aunque se
batan récords de fallecimientos en una sola jornada; pero a nadie se le oculta
que el ritmo sigue siendo insoportable y que los hospitales, ya al límite, van a
ver redoblada la presión en los próximos días. Quizá por eso, el presidente del
Gobierno anuncia al final del día el confinamiento total, salvo actividades
esenciales, a partir del lunes.
Al anuncio sigue el previsible coro de quienes proponían el cerrojazo
desde hace quince días, y que proclaman que la decisión de hoy les da la
razón. Hay muchos aspectos en los que no comparto las estrategias, las

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decisiones ni los tiempos gubernamentales, y aquí mismo he dejado
constancia de ello, pero empieza a fatigarme un poco tanta sabiduría
retrospectiva. Lo cierto es que los días próximos dirán si el confinamiento
decretado hace dos semanas ha sido eficaz o no: y si se comprueba que lo ha
sido, quizá no resulte tan erróneo haber reservado el último cartucho para este
momento, en lugar de gastarlo de entrada e infligirle de forma prematura al
sistema productivo, al empleo y de posible rebote a la paz social —⁠en el sur
de Italia ya empiezan a asaltar los supermercados aquellos que no tienen
nómina ni ahorros⁠— el quebranto que va a suponer cerrarlo todo.
En otro orden de cosas, el conseller de Interior de la Generalitat ha dicho
que no se le van a caer los anillos por llamar a la UME. En fin, ha buscado
una expresión comedida: podría haber dicho que no le da asco recurrir a esa
gente. El caso es que parece que el apremio humano empieza a doblegar el
afán simbólico, y eso quizá sea otra buena cosa que nos trae el virus. El
empacho de símbolos de los últimos tiempos ha sido importante. Y cuánto y
cómo nos ha distraído de lo esencial.
Lo esencial es tejer redes que nos ayuden a estar juntos, en las
adversidades y cuando estas pasen y vuelva a ser posible pasear alegre y
despreocupadamente por la calle. Que ningún relato, como se dice ahora, o
ningún cuento, como decía mi abuela, lo escriba quien lo escriba, nos lo
vuelva a ocultar.

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29 de marzo
El ángel sombrío

Leo en estos días una novela de Mika Waltari, el autor de Sinuhé, el egipcio,
ambientada en el sitio de Constantinopla, un episodio histórico que no deja de
llamar mi atención desde que estuve hace unos meses en Estambul, en el que
fue mi último viaje fuera de España quién sabe por cuánto tiempo. Sobre el
final de Bizancio hay otro excelente libro, La caída de Constantinopla, de Sir
Steven Runciman, e incluso un nada desdeñable documental turco en Netflix,
dirigido por Emre Sahin y escrito por Kelly McPherson. La novela de Waltari
no es una obra maestra, no alcanza desde luego la altura de la que le hizo
mundialmente famoso, pero no deja de estar escrita con instinto narrativo y
sabiduría existencial. Su protagonista, Giovanni Angelos, un misterioso
individuo de madre latina y padre griego que tras vivir en Aviñón e Italia y al
servicio del sultán Mehmet acude a Constantinopla para morir defendiéndola,
es una buena metáfora de quienes ante la adversidad suprema renuncian a
intentar sobrevivir a toda costa y acatan el deber superior de mantener la
dignidad, al precio que esta les demande.
A diferencia de otros, incluida buena parte de la aristocracia bizantina,
Angelos, que conoce al sultán, no espera ninguna compasión ni la menor
condescendencia por parte del enemigo, y menos con quienes conspiran y
especulan con la posibilidad de salvarse sometiéndose a él.
Desde su actitud ética superior, y su conciencia también mayor que la del
resto de los confinados que esperan en Constantinopla a que llegue el zarpazo
del turco, Angelos no puede dejar de observar con algo parecido a la
compasión los empeños de otros por reclamar la preeminencia en la dirección
de la defensa de la ciudad. Tal es el caso del megaduque Notaras, enfrentado
al mercenario italiano Giustiniani, que por haber aportado el contingente más
valioso para resistir el asedio, setecientos guerreros bien entrenados, ha
recibido del emperador Constantino IX, el último de los de Bizancio, el

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nombramiento como protostator o responsable militar supremo. Asiste
Angelos a la rivalidad entre los dos hombres, en un momento desesperado
para su causa, y observa con filosófico despego: «¿Es que ha de prevalecer,
también aquí, ese duelo infantil que solo acarrea trastornos al inducir a dos
hombres a medir sus respectivos poderes con una vara?».
Qué triste semejanza con alguna cosa que estamos viendo estos días.
Angelos da en enamorarse de una joven y enigmática dama, que resulta
ser Ana Notaras, la hija del megaduque, criada para desposar al emperador,
pero a la que este no ha querido como consorte por su linaje inferior al
imperial. Es una pasión extraña y turbulenta, descrita con los excesos de un
romanticismo acaso anacrónico —⁠para el siglo XV, cuando transcurre la
acción, y para el siglo XX, cuando se escribió la novela⁠—, pero que no deja de
tener su encanto. Sobre todo por cómo Angelos intenta justificar ante la
mujer, exaltada y con tendencia al conflicto, que en medio de un mundo que
se acaba el amor debe imponerse a cualquier otra consideración. Se lo dice
así: «El valor de todo es tan ínfimo. La vida, el conocimiento, la sabiduría,
incluso la fe, arden durante un tiempo y luego mueren. Seamos personas
maduras que a través de un milagro se han reconocido y pueden hablar con
toda franqueza. No he venido para reñir con vos».
En el asedio que ahora soportamos tenemos más esperanzas que los
defensores de Constantinopla frente a los cañones y los jenízaros de Mehmet.
Es de esperar que nuestras murallas resistan, como no lo hicieron las de la
milenaria Bizancio, que el enemigo no traspase la puerta de San Romano y
que el emperador no tenga que arrojarse a la muerte en mitad de la derrota
como hizo Constantino IX. Pero no deja de ser la de estos días una
experiencia extrema, posiblemente la más extrema que como sociedad nos ha
puesto por delante la vida en muchos años. En medio de algo así, lo menos
inteligente, lo menos coherente, es dedicar nuestras energías a reñir con los
hermanos con quienes compartimos el dolor y la esperanza. A buscar maneras
de eludir las amargas verdades que en esta hora nos tocan a todos. Y sin
embargo, a eso consagran sus energías muchos de nosotros. Demasiados.
En algún caso, de forma verdaderamente grotesca. He visto por ahí que a
una influencer la han multado repetidas veces por salir a hacer ejercicio al aire
libre. La criatura, con ese averiado entendimiento que la naturaleza o la
sobreexposición digital le han deparado, se quejaba de tener que pagar multas
para conservar el físico estilizado que es su prioridad en la vida. Que hayamos
consentido que seres así constituyan no solo una medida de la normalidad,
sino un ejemplo que miles de nuestros jóvenes desean imitar, es un fracaso

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social de proporciones babélicas. Tal vez necesitara un acontecimiento
apocalíptico como el presente para revertirse. Tal vez una parte de lo que
tenemos encima nos lo hemos ganado bien a pulso. A la influencer en
cuestión, notoriamente un caso perdido, habrá que acabar aplicándole el
recurso pedagógico de emergencia, cuando fallan todos los demás: una
temporada de privación de libertad. Algún juez tendrá que espabilarla.
Al final del día arrecian las críticas al Gobierno por tardar en publicar la
lista de las actividades esenciales, es decir, las que podrán seguir funcionando
a partir del lunes, junto al teletrabajo, tras la suspensión del resto de las
actividades económicas. Hay quien dice que este Gobierno de aficionados es
una calamidad que está agravando el desastre, incluso quien pide un Gobierno
de unidad nacional que desplace a los insolventes ahora al mando. También
hay quien a diario pide la cabeza del doctor Simón, el responsable de
gestionar la epidemia desde Sanidad, tildándole de incapaz e inconsciente.
Estos días han visto una explosión de pandemiólogos en las redes sociales,
todos armados con su jerga y sus curvas.
Lo cierto es que salvo Corea del Sur, que preveía este escenario, por un
gran revés anterior, y había desarrollado protocolos y hasta realizado
simulacros, todos lo hemos hecho mal. Y Simón no ha sido siempre un buen
comunicador, y tiene cierta tendencia a esquivar preguntas incómodas y a la
autojustificación, pero me da que sabe un poquito más del asunto que el
99,999999 por ciento de quienes lo critican. Y al menos a mí eso siempre me
impone alguna prudencia. Lo cierto es que los datos de hoy ya indican
aplanamiento de la curva en Madrid, donde empezó entre nosotros el desastre.
La progresión geométrica se ha detenido. Que podría haberse logrado antes,
tomando medidas más serias ya a finales de febrero, es evidente. Que eso
habría ahorrado a las UCI parte del tsunami, también. Que todos los que
siempre se ponen en lo peor tengan más ciencia y criterio que quien sabe,
porque este pecara de demasiado contenido en sus cálculos y en sus acciones,
es ya más discutible.
Veremos cómo están otros dentro de dos semanas, y quizá aquilatemos las
verdaderas proporciones de nuestra imprevisión y nuestra negligencia.
Lo que ahora importa es preparar a toda velocidad protocolos surcoreanos
para enfrentar en mejores condiciones la segunda oleada de otoño. Y tener
capacidad de ampliación de camas de UCI y de respuesta a la emergencia —⁠a
poder ser, sin el cacareo continuo de caciques locales o nacionales sacando
pecho para darse importancia⁠—, así como de fabricación local de todo lo

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necesario: mascarillas, equipos de protección, respiradores, test rápidos y
lentos, etcétera.
Hoy ha hecho un hermoso día de sol, el último, según el pronóstico del
tiempo, antes de una nueva racha invernal. Hemos aprovechado para salir al
jardín y Núria ha estado dándose carreras por él. Luego hemos hecho un
montón de fichas de matemáticas. Por momentos me sorprende lo bien que
está llevando el encierro. Comento con su madre que parece estar haciéndose
mayor por momentos. A ver si hay suerte y pasan por el mismo proceso
algunos de nuestros presuntos adultos.

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30 de marzo
El docto Simón

Hoy, por primera vez en muchos días, el responsable de alertas sanitarias del
Ministerio de Sanidad, el doctor Simón, no ha comparecido en rueda de
prensa. Se ha confirmado que ha caído víctima del coronavirus. No es
descartable que haya por ahí alguien que secreta o abiertamente lo celebre: en
una sociedad intoxicada por el virus de la confrontación, para el que no se
vislumbra vacuna ni cura, que el hombre que dijo que España solo registraría
unos pocos casos sea uno más de la lista de contagiados es algo que no deja
de alborozar a algunos.
Y sin embargo, quizá sea el momento de valorar y agradecer su labor. Le
ha tocado ocupar el puesto más feo en el momento más feo. Ha intentado en
todo momento acertar, a partir de un conocimiento científico complejo, que
no solo se refiere al comportamiento de un virus nuevo sobre el que apenas
había experiencia clínica, sino también a las variables estadísticas y
matemáticas que permiten realizar un análisis coste/beneficio para no tomar
medidas que resulten más perniciosas que el remedio que se pretende. Y lo ha
hecho siendo consciente de que sus decisiones podían tener efectos
demoledores sobre una realidad socioeconómica, política y humana más
compleja aún. Ha ido decantando su criterio a partir de lo aprendido a lo largo
de décadas de formación, situado en el ojo del huracán y sometido a presiones
de toda índole. El Gobierno, la oposición, los medios, la opinión pública. Se
puede decir ya a estas alturas que ha cometido errores claros, como no haber
instado medidas más agresivas a finales de febrero o principios de marzo, y
sobre todo, no oponerse a que el segundo fin de semana de ese mes se
realizaran actividades multitudinarias. Hay quien se jacta de haberlo visto
clarísimo entonces, pero la certeza absoluta del error solo la ha traído el paso
del tiempo.

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Se puede especular sobre los motivos que condujeron a un profesional tan
experimentado a no ser más firme, y quizá ese sea el reparo mayor que habrá
de afrontar en el futuro; aunque nunca sabremos cuál fue su motivación
profunda, y presumir que fue permeable a directrices políticas es cuando
menos audaz. Por otro lado, solo con sus predicciones no iba a ser capaz de
paliar la insuficiencia clamorosa de recursos de nuestro sistema para afrontar
una pandemia como la que nos ocupa; tan solo estaba en su mano modular la
magnitud del desastre, y según el Imperial College de Londres no lo ha hecho
tan rematadamente mal: las medidas tomadas por España, calcula esta
prestigiosa institución, han salvado al menos 16 000 vidas, en una horquilla
que llega hasta el doble de esa cantidad.
Este hombre, al que todo el mundo alababa hace dos meses, al que todo el
mundo ha querido linchar desde hace dos semanas, se ha formado entre otros
lugares en Londres, también ha estado a pie de obra luchando contra el sida
en África, y salvo algún despiste disculpable por la presión, ha demostrado
serenidad y entereza. No ha abandonado su puesto y ha acabado cayendo
víctima de la amenaza que trataba de combatir. Su actuación está expuesta,
cómo no, al escrutinio y la crítica, pero me cuesta mucho aceptar que puedan
desdeñarlo quienes no han estado en la brecha como él y quienes hacen
análisis desde casa sin más formación ni experiencia que un cursillo acelerado
de virología y epidemiología a base de hilos de Twitter.
Yo, por lo menos, me abstendré de permitirme semejante exceso. Y le
deseo que se recupere pronto y la enfermedad le sea leve, y podamos contar
de nuevo con su ciencia, que ahora es más y más escarmentada, y por eso
mismo, mejor.
Del encierro hoy hay poco que contar. Núria y yo nos hemos dedicado a
las Ciencias Naturales y hemos plantado un garbanzo en un vaso entre dos
trozos de algodón. Está impaciente por ver los efectos; ya le hemos dicho que
tendrá que esperar un poco. El día se ha puesto gris y frío, y aunque parece
que la curva de contagios empieza a bajar —⁠estamos en tasas de
multiplicación cada tres días de solo 1,5 en el conjunto del país y de 1,3 en
Madrid⁠— escuchar las noticias de las UCI colapsadas, de las personas a las
que no se puede atender o del mejorable funcionamiento del hospital de Ifema
no ayuda a levantar el ánimo. Pese a todo, se intenta: hoy hemos tenido
videoconferencia con los abuelos. Su alegría al ver a su nieta es la mejor
medida de la resistencia. Merece la pena luchar por ella.

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31 de marzo
Un mundo

Hay hechos que no forman parte de una historia, aunque con ella coincidan, y
no deben enhebrarse gratuitamente en ella. Hay días que no forman parte de
un diario, aunque estén dentro de su arco temporal, y tampoco tienen por qué
infiltrarse en sus páginas. Buena parte de este día ha sido así, y quedará en el
tintero[1]. Para rellenar el hueco correspondiente, permítame el lector recurrir
a dos remedios infalibles. Una historia ajena. Un par de poemas. También
ajenos. O bueno, como la historia y todo lo que el mundo contiene: solo hasta
cierto punto.
La historia me la contó hace unos días alguien que en estos días terribles
—⁠que diría Silvio Rodríguez⁠— se dedica a la medicina en Madrid. Alguien
cuyo día a día es más certificar muertes que tener alguna oportunidad de
evitarlas. La historia se refiere a una de esas muertes, de las más de ocho mil
que ya han convertido a la/el COVID-19 —⁠la RAE permite ambos géneros,
dádiva acaso inmerecida por el siniestro virus beneficiario⁠— en la primera
causa de fallecimiento en España. Una de esas que suceden en el domicilio, y
que los profesionales sanitarios se encuentran ya consumada y sin solución.
Es, como la mayoría de las víctimas, una persona mayor, muy mayor. Pero en
esta ocasión no estaba sola. Convivía con su pareja, también mayor, muy
mayor. Para decirlo todo, no solo convivía, sino que la cuidaba. Y es que de
esas dos personas que vivían juntas una conservaba la cabeza y la aptitud para
llevar adelante una casa y una vida más o menos autónoma pero la otra ya no;
y he aquí que la enfermedad ha elegido atacar a la capaz y cuidadora y
respetar a la incapaz y necesitada de cuidado.
Y ahora imagine el lector la desorientación, el miedo, la soledad infinita
de esa persona que se ha quedado sin el sostén, la cobertura, el amparo de la
otra. Imagine otro tiempo, en el que esas dos personas fueron jóvenes, y se
enamoraron, y se sedujeron recíprocamente. Imagine, en fin, toda una vida

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juntos que concluye así, con un anciano o una anciana que balbucea ante un
médico de urgencias que una vez certificada la muerte no sabe qué hacer,
cómo consolar lo inconsolable.
Convendría que por debajo de las cifras, quienes hoy deciden, quienes hoy
comentan, quienes hoy utilizan esto en la reyerta partidista, pensaran que con
cada uno de esos números se ha apagado, con dolor insoportable, un mundo
entero. Quizá así, bajo la apelación elemental de la humanidad, renunciarían a
alguna de las maniobras, alguna de las diatribas, alguna de las especulaciones
a las que dedican sus energías, y a las que nos invitan una y otra vez a
sumarnos.
No importa el futuro político de nadie. Solo importa impedir que se
apaguen, con tan inconmensurable tristeza, en tan inabarcable soledad,
muchos más mundos.
Y ahora, los poemas. Iba a decir que forman parte de un libro que no
puede encontrarse con facilidad en las librerías, y a pedir disculpas por invitar
a leerlo. Pero resulta que las librerías están cerradas, y también las imprentas,
y también los almacenes que surten a las librerías online, por lo que pronto
ningún libro podrá encontrarse, salvo en su versión digital. Es un libro que me
toca cerca, por muchas razones, y que lleva por título, justamente, Un mundo.
Hace días que lo leí y releí —⁠algunos de sus poemas hace ya años⁠— y
también hace días que quería dar aquí las gracias a su autora, Noemí Trujillo:
por escribirlo, por sentirlo antes, por regalármelo a tiempo para que me
acompañe en estos días de confinamiento y bajada a lo hondo de cada uno.
En estos días, muchos han compuesto, con loable voluntad y dispar
fortuna, poemas para acompañar a los demás en el trance de la epidemia.
Poemas sobre el confinamiento, sobre los que no pueden confinarse y han de
salir a la calle y mantenerse en primera línea frente a la amenaza; versos de
pesar y lamento, de loa y gratitud, de espera y esperanza. He leído muchos, e
invariablemente me inclino una y otra vez hacia los más sencillos. Los más
despojados de pretensiones, adjetivos y metáforas. Los que vuelan más cerca
de la zozobra y evitan alardes de Ícaro aspirando a las alturas y a emular el
resplandor del sol. También he encontrado en versos de esa sencillez, escritos
antes de todo esto, las palabras más precisas para nombrar el hoy.
Permítaseme recomendar, ya que estamos, todos los del último disco de
Leonard Cohen, Thanks For The Dance, grabado póstumamente sobre el
registro de su voz grave, cálida e inolvidable. Vale, sin ir más lejos, la
canción que le da título, pero también cualquier otra. Por ejemplo la que se

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titula It’s torn, de la que se me han quedado enredados en la mente cuatro
versos de los que no logro librarme.
Traducir poesía es imposible, me limitaré a perpetrar esta pobre
aproximación:
Desgarro en la belleza, desgarro en la muerte,
desgarro en la misericordia pero algo menor,
desgarro en las alturas, desde el reino a la corona,
vuelan los mensajes, pero se ha caído la red.

Y aquí van los poemas de Un mundo. No tienen título, solo un número.


Este es el V:
«No sé si esto
es una forma normal
de escribir poesía»,
me dices.
Y yo callo
porque en poesía
nada es normal
ni debe serlo.
En poesía el poema
es una fiera hambrienta,
encarnizada
sitiada eternamente.
En poesía solo hay dolor
y un largo testamento.
Quiero otro tiempo,
un tiempo sin guerras
enamorado,
habitar un lugar
donde nadie
le ponga
bombas
a
Dios.

Y este el XXV:
Iglesias entre rascacielos
cantan por las calles de Wall Street,
iglesias entre rascacielos.
No sé si me queda fe
para buscar a Dios
pero siempre que tropiezo
con una iglesia
yo entro y rezo
y pido perdón.

La fe es siempre un camino personal, y probablemente no es una opción


para el que la tiene ni para el que carece de ella. Pero en estos días tiene más

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sentido rezar y pedir perdón que buscar qué es lo que unos a otros podemos
acertar a echarnos en cara. Incluso para quien sea ateo.
Gracias a las y los poetas que nos lo recuerdan.

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1 de abril
Las pestes de Atenas y Bizancio

Releo en estos días a Tucídides y a Procopio de Cesarea, dos de mis griegos


favoritos, entre otras razones por cómo supieron reflejar los entresijos de la
naturaleza humana a través de sus conflictos. El primero pasa por ser el
maestro y el modelo del segundo, no en vano escribió casi mil años antes, y el
autor de Cesarea —⁠de Palestina, cerca de la moderna Haifa⁠— estudió a su
predecesor. Sin embargo, los dos son igualmente brillantes, igualmente
intemporales, y si a Tucídides hay que reconocerle la originalidad y el instinto
primigenio, Procopio cuenta con la ventaja de haber sumado a su bagaje el
resto de la tradición clásica, no solo griega, sino también latina, y la de servir
en la corte bizantina de Justiniano, un lugar de veras privilegiado para
asomarse a los abismos del alma humana.
Los dos se refieren en su obra a sendas pestes. Tucídides habla de la que
asoló Atenas en el año 430 a. C., ya en plena guerra con Esparta, y que
contribuyó a debilitar a la que hasta entonces era la potencia imperial
hegemónica en el mundo griego, dejándola maltrecha y expuesta a la derrota
que acabaría sufriendo al final. Es muy esclarecedor recuperar en estos días
algunas de las consideraciones que hace Tucídides a propósito de la epidemia.
Entró, cómo no, por el Pireo, el puerto ateniense: en aquella época era lo que
en la nuestra los aeropuertos por los que se ha colado el coronavirus a lomos
de la globalización. Llegó de pronto, dice Tucídides, que padeció la
enfermedad y describe cómo se manifestaba:
En plena salud y de repente se iniciaba con una intensa sensación de calor en la
cabeza y con un enrojecimiento e inflamación en los ojos; por dentro la faringe y la
lengua quedaban en seguida inyectadas y la respiración se volvía irregular. […]
Después de estos síntomas, sobrevenían estornudos y ronquera, y en poco tiempo el
mal bajaba al pecho, acompañado de una tos violenta y cuando se fijaba en el
estómago lo removía y venían vómitos […] con un malestar terrible.

Subraya Tucídides su carácter indiscriminado:

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Unos morían por falta de cuidados y otros a pesar de estar perfectamente atendidos.
[…] Ninguna constitución, fuera fuerte o débil, se mostró por sí misma con bastante
fuerza frente al mal; este se llevaba a todos, incluso a quienes eran tratados con todo
tipo de dietas.

Y relata así la respuesta en el seno del pueblo de Atenas:


Si por miedo no querían visitarse los unos a los otros, morían abandonados, y muchas
casas quedaban vacías por falta de alguien dispuesto a prestar sus cuidados; pero si se
visitaban, perecían, sobre todo quienes hacían gala de su generosidad, pues, movidos
por su sentido del honor, no tenían ningún cuidado de sí mismos.

Soledad y abandono en el morir, generosidad y riesgo en el cuidar. De qué


nos suena. También consigna el cronista el amargo cambio en los hábitos
funerarios:
Todas las costumbres que antes observaban en los entierros fueron trastornadas y
cada uno enterraba como podía. Muchos recurrieron a sepelios indecorosos debido a
la falta de medios, por haber tenido ya muchas muertes en la familia.

De especial interés es la parte donde describe el impacto moral de la


enfermedad:
La epidemia acarreó a la ciudad una mayor inmoralidad. La gente se atrevía más
fácilmente a acciones con las que antes se complacía ocultamente, puesto que veían
el rápido giro de los cambios de fortuna de quienes eran ricos y morían súbitamente.
[…] Ningún temor de los dioses ni ley humana los detenía; de una parte juzgaban
que daba lo mismo honrar o no honrar a los dioses, dado que veían que todo el
mundo moría igualmente, y en cuanto a sus culpas, nadie esperaba vivir hasta el
momento de celebrarse el juicio y recibir su merecido.

De algo nos suena también este inescrupuloso carpe diem, aunque no sean
sus manifestaciones tan extremas ni la epidemia tan mortífera.
En mitad de la peste pronunció Pericles un famoso discurso, que
Tucídides no puede dejar de recoger, y del que tampoco puedo evitar incluir
aquí este trozo:
Porque un hombre cuyos asuntos particulares van bien, si su patria es destruida, él
igualmente se va a la ruina con ella, mientras que aquel que es desafortunado en una
ciudad afortunada se salva más fácilmente.

Si a alguno le ayudara todo esto que ahora tenemos encima para asimilar
esta antigua enseñanza, de algo nos serviría el azote de la enfermedad.
En cuanto a Procopio, en su Historia se narra con detalle la peste que
golpeó Bizancio en el año 542 de nuestra era. Un acontecimiento que tuvo sus
diferencias con la peste ateniense, y que el autor bizantino cuenta con matices
también respecto de Tucídides. Hubo algunas semejanzas: entró por la costa,

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como la otra, y también subraya Procopio su carácter pavorosamente
«democrático».
No afectó a una parte concreta de la tierra ni a cierto tipo de hombres, ni se redujo a
una determinada estación del año […], sino que se extendió por la tierra entera, se
cebó con cualquier vida humana, por muy distintos que fueran unos hombres de
otros, sin perdonar naturalezas ni edades. Y es que la diversidad de […] maneras de
vivir, o de condiciones naturales o de actividades que ejercían o de cualquier otra
cosa en la que se diferencia un ser humano de otro, no sirvió de nada. […] Ni isla ni
cueva ni montaña que estuvieran habitadas se libraron del mal. Y si se dio el caso de
que por algún sitio pasó de largo, sin atacar a los que allí vivían […] volvió, no
obstante, a manifestarse de nuevo en ese lugar, pero sin afectar entonces en absoluto
a los que habitaban en las cercanías, a los que precisamente había atacado con mayor
virulencia, y no desapareció del sitio en cuestión hasta cobrarse la cantidad exacta y
justa de víctimas.

He aquí una descripción de la famosa «inmunidad de grupo», y de la


resignación a ella, solo que formulada hace quince siglos, cuando ni se sabía
lo que era un virus.
Describe a continuación Procopio, en términos parecidos a los de
Tucídides, aunque con mucho más detalle, la gran variedad de síntomas y el
desconcierto de los médicos respecto de la manera de curar el mal:
Puedo, de verdad, declarar esto: los médicos más reputados predijeron que morirían
muchos que, inesperadamente, sanaron poco después y aseguraron que se salvarían
muchos que, sin embargo, iban a perecer muy pronto. De tal modo que no había
ninguna causa de esta enfermedad que pudiera ser comprendida por el razonamiento
humano, pues en todos los casos la recuperación se producía la mayor parte de las
veces de una forma impensada. […] Muchos que no recibían cuidados morían, pero
muchos también se salvaban contra toda lógica. Y además, los tratamientos surtían
efectos distintos en aquellos a quienes se les administraban.

Lo mismo que encontramos en estos días, en la imprevisión y los errores


de pronóstico de los expertos sanitarios y en el testimonio de los médicos que
luchan contra el mal causado por el coronavirus: la acción terapéutica que es
positiva en ciertos cuadros, puede resultar en cambio nociva en otros. Y
viceversa.
Hay también en Procopio espacio para describir la alteración en los ritos
fúnebres:
Los difuntos no eran llevados a enterrar con su cortejo, como de costumbre, ni con la
música fúnebre que era habitual, sino que bastaba con que uno portara en hombros al
muerto hasta llegar a la zona costera de la ciudad donde lo arrojaba, para que después
de amontonarlos en barcas, se los llevaran a cualquier sitio.

El horror de Procopio coincide con el de Tucídides y alude a esa


dimensión moral que tiene para el ser humano el honrar a sus muertos.

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Singularmente jugosa, dentro de este orden moral, es la manera en que el
cronista bizantino expone la repercusión de la epidemia en el comportamiento
de los habitantes de su ciudad:
Los que antes habían sido partidarios de las facciones dejaron a un lado su mutuo
rencor y se ocuparon, en común, de los piadosos deberes para con los muertos. […]
Es más, incluso aquellos que con anterioridad disfrutaban entregándose a acciones
viles y perversas, esos desterraron de su vida diaria todo delito para practicar
escrupulosamente la piedad, y no por haber aprendido de súbito lo que era la
decencia […] sino porque en aquel entonces todos, por así decirlo, estaban
espantados de lo que sucedía […]. Lo cierto fue que en cuanto se vieron libres de la
enfermedad y sospecharon que ya estaban salvados y seguros, porque el mal se había
trasladado a otros pueblos, se produjo de nuevo en ellos una inmediata mudanza de
voluntad hacia lo peor.

Si consideramos que entre nosotros no se ha producido de forma


generalizada ese abandono de partidismos y esa conversión a la virtud, el
oscuro augurio que contiene para nuestro trastorno presente el final de este
pasaje —⁠la naturaleza humana sigue siendo la que es⁠— adquiere tintes
todavía más desoladores.
Habrá que fijarse en lo positivo. Nos hemos acostumbrado al
confinamiento, los supermercados siguen teniendo género y empiezan a llegar
menos enfermos en mal estado a las urgencias. Parece que, al menos en los
lugares donde atacó primero, hemos empezado la senda de la superación del
mal. El del virus.
Nos queda, siempre, el que llevamos dentro. Contra el mal de los virus
luchan y nos han de defender los científicos; contra el mal moral deberían
luchar y defendernos los filósofos. De Bizancio, según cuenta Mika Waltari
en su novela El ángel oscuro, citada en una entrada anterior de este diario, el
sultán Mehmet se encargó de erradicarlos por completo después de
conquistarla. Eso dice en qué estima tenía su aportación a la comunidad el
emperador de los turcos. Triste sería que, al cabo de seis siglos, su brutal
enmienda a la filosofía se revelara acertada.

Postdata: Las citas de Tucídides y Procopio están tomadas de su


traducción del griego al castellano a cargo de Juan José Torres Esbarranch y
Francisco Antonio García Romero, respectivamente. Con mi gratitud a
ambos.

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2 de abril
Cosas que no entiendo

La noticia del día es que hemos superado la cifra fatídica y apabullante de las
10 000 muertes. La otra noticia del día, la frívola, o no, es que los españoles
han dejado de comprar compulsivamente papel higiénico —⁠después de dos
semanas y a la vista lo despacio que merma la montaña de rollos acumulada
al principio⁠—. Lo que ahora triunfa en la cesta de la compra, y no deja de ser
bastante lógico y razonable —⁠por lo menos más que lo del papel higiénico⁠—,
es el vino.
Razones no nos faltan, desde luego, para darnos a la bebida. Siguen
sucediendo cosas que resultan difícilmente comprensibles. Uno puede
aceptar, hasta cierto punto, que frente a la amenaza difusa de un virus
desconocido las autoridades reaccionaran en un principio con torpeza y/o
lentitud. Le ha sucedido al Gobierno español, les ha sucedido en mayor o
menor medida a todos los Gobiernos autonómicos y a la inmensa mayoría de
los Gobiernos del mundo, comenzando por el que inauguró la carrera, el de la
todopoderosa y pujante China, y terminando con el de la decadente pero aún
gran superpotencia estadounidense. Lo que cuesta mucho más es transigir con
desatinos notorios bajo el fuego de un mal que ya ha probado que no es
ninguna broma: nos consta que puede llenar y llena funerarias y cementerios,
encierra a la gente en sus casas despojándola de su derecho a deambular y de
algunos otros y congela la economía con riesgo de necrosarla.
Por empezar por algún lado: es evidente que la cifra de enfermos severos
ha comprometido de manera gravísima la atención sanitaria de casos críticos
y la supervivencia de ancianos domiciliados en residencias, especialmente en
Madrid y Cataluña, aunque también en alguna otra comunidad, como Castilla-
La Mancha.
En esas condiciones, ¿cómo podemos entender que se permita al president
Torra seguir obstruyendo la actuación de la UME para tareas como el montaje

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de hospitales de campaña y la desinfección de residencias de ancianos,
acciones solicitadas de manera casi desesperada por alcaldes catalanes de
todo color, incluido algún regidor independentista? ¿Cómo puede ser que sea
noticia que ante la abrumadora cifra de ancianos muertos el president dé «su
brazo a torcer», permita a los militares desinfectar al fin residencias y eso
parezca una concesión por su parte? ¿Es funcional un sistema que no le tuerce
el brazo de manera fulminante a quien así obstruye el socorro a su propia
población? ¿Lo es una ley que no proporciona los mecanismos para que
alguien que de esa forma atenta contra el derecho a la vida de sus
conciudadanos, ante los que asume la representación del Estado, no sea
apartado a la mayor brevedad posible de su posición institucional y recluido
donde no pueda hacer más daño?
Si tuviera a mis ancianos padres en Sabadell, o en una de esas residencias
sin desinfectar aún porque a alguien le dan alergia los uniformes españoles,
no encontraría la manera de entenderlo. Que me perdonen quienes sí lo hagan.
Pero hay más. Resulta que en España, según una noticia también de hoy,
no hay cientos, sino miles de camas de UCI sin ocupar. Tanto en la sanidad
privada como en los sistemas públicos aún no colapsados. En Galicia, en
Baleares y en otros sitios. Está sucediendo, no es una hipótesis, que ancianos
que llegan a las urgencias de Madrid y Barcelona no pueden recibir atención
intensiva porque en ellos las UCI están llenas. Está sucediendo, no es un
futurible, que a algunos ya ni se los traslada desde la residencia o el
domicilio: ante la falta de respiradores se les invita a morir con una simple
mascarilla aspirando oxígeno para aliviarles el trance en presencia de los
suyos, antes que agonizar en soledad en un hospital esperando un recurso que
no va a llegarles. Hemos visto en las noticias helicópteros militares franceses
llevando enfermos a hospitales alemanes con camas de UCI libres. La
pregunta que ingenuamente puede hacerse uno, que quizá no podemos no
hacernos, es: ¿acaso el ejército español no tiene helicópteros como esos para
llevar a los críticos no a otro país, sino simplemente a las camas libres de
otras regiones españolas?
Pues la respuesta es que sí, que los tiene, y bien gordos, del modelo
CH-47 Chinook. Y no solo los tiene, sino que desde hace semanas sus
tripulaciones han estudiado la capacidad de transporte de camillas de esos
aparatos para ponerlos al servicio de la emergencia. Y sabiendo esto, ¿cómo
es que no están haciendo ya vuelos desde Cataluña y Madrid para dar alguna
esperanza a españoles a quienes en estos momentos se está desahuciando, y
de paso a sus familias? ¿Qué lo impide? ¿Qué coordinación hace el Ministerio

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de Sanidad del Gobierno de España, es decir, de los españoles en peligro, con
ese «mando único» que le da el decreto de alarma? ¿Hay que seguir
esperando a que un reyezuelo autonómico lo pida o lo autorice? ¿Qué se hizo
del estado de necesidad, ese concepto jurídico que a algunos nos enseñaron en
la Facultad de Derecho? ¿Qué pasa si se manda al Chinook a aterrizar en la
plaza de Cataluña de Barcelona y hacerse cargo de los enfermos que el
sistema catalán de salud ya no absorbe, aunque al molt honorable se le abra
una úlcera?
Releo lo escrito y pienso que quizá la inocencia me dicta estas preguntas.
Que me perdone el lector, pero ante estas cuestiones y en estas circunstancias
prefiero ser un inocente. Acabo de tener una conversación por Facebook Live
con lectores, organizada por mi editorial. No me gusta Facebook, y menos
retransmitirme, pero ha sido gratificante reencontrarme, así sea por el canal
virtual, con esa buena gente, esas personas razonables y atentas que son los
lectores. Esa buena gente que es el grueso de mis conciudadanos, y que no se
merece a los descerebrados y desaprensivos que ocupan algunos despachos
oficiales. Y ahora agarro la mano de mi hija pequeña y de mi mujer y me voy
a bailar Resistiré. Si solo por mí fuera, la canción empieza a estar ya
demasiado oída, y todo en grandes dosis cansa. Pero veo la sonrisa inocente
de mi hija y le encuentro sentido. Resistiremos. Al virus. A tanta incapacidad.
A tanta insensatez. A tanta gratuita, necia inhumanidad.

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3 de abril
Tommy

Termino el día viendo The Crown. Ya vamos por el final de la segunda


temporada. El episodio de hoy, sobre los tiempos de internado de Felipe de
Edimburgo y la elección de colegio para el príncipe Carlos, me parece un
pestiño y me duermo sin remedio. Sobre todo, echo de menos a mi personaje
favorito de la serie. El que la levanta infaliblemente y la hace volar sin motor
hasta la estratosfera tan pronto como aparece. Él o cualquiera de sus perros,
que a veces lo anuncian: Tommy.
En realidad, se trata de un apodo. Su nombre verdadero era Alan Lascelles
y alcanzó el grado de capitán del ejército, con el que combatió en la primera
guerra mundial. Después pasó al servicio de la casa real británica, donde fue
secretario personal de tres reyes y de la actual reina, aunque de esta última
poco tiempo, porque eligió retirarse, de aquella manera: siempre que hay una
crisis que pone en riesgo la Corona, el secretario que lo ha sucedido, su
antiguo subalterno, lo llama para pedirle su orientación. A veces,
directamente, para que apague el fuego. Y Tommy siempre está ahí. No
consigue atajar todos los males, pero sí contener la mayoría. Si Tommy no
puede arreglarlo, es que la cosa no tiene remedio.
¿Qué hace a Tommy tan brillante, tan resolutivo, tan cautivador? Para
empezar, jamás se pone nervioso. Más que flema británica, está dotado de
imperturbabilidad absoluta. Para continuar, Tommy siempre sabe lo que hay
que saber. Dispone de la información pertinente, iluminadora, devastadora si
hace falta, y la aplica solo ahí donde es necesaria y hasta donde es necesaria,
con bisturí de cirujano. Y si hay algo que no sabe y necesita conocer, lo
averigua. Para ello, tiene sus recursos, que siempre moviliza en maniobras de
discreet reconnaissance, según su propia expresión, seguramente un eco de
sus tiempos militares. Otro rasgo que hace de Tommy un pedazo de personaje
es su manejo de la lengua inglesa: siempre oblicuo, nunca rutinario, tan

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malévolo como inasequible a la réplica. Por encima de todo, es un maestro del
lenguaje, sabe que decir no es solo pensar, sino inducir el pensamiento ajeno,
y maneja al interlocutor con puño de hierro en guante de seda.
Lo que uno ve en la serie algo debe de tener del personaje real, qué duda
cabe. El resto, y lo que directamente fascina al espectador, está hecho a partes
iguales del excelente trabajo como guionista y dialoguista del escritor que The
Crown tiene detrás, Peter Morgan, y de la soberbia interpretación del actor
que lo encarna, Pip Torrens, graduado en Lengua Inglesa en Cambridge y
formado como actor en el Drama Studio London. Con intérpretes así, solo
hace falta que el guionista y el realizador no sean unos ineptos. Les puedes
dar cualquier escena y la levantan y la sostienen por sí solos. La mirada, la
dicción, la contención del cuerpo. La manera en la que Tommy coloca su
mano tras la espalda tan pronto como entra en el recinto de palacio,
asumiendo gestualmente su posición de lacayo real —⁠pero no cualquier
lacayo, sino ese del que se depende cuando todo pende de un hilo⁠—, es un
rasgo de genialidad por su concepción y su ejecución. Con ese simple gesto,
Pip Torrens consigue más, en un segundo, que muchos actores en toda su
carrera.
Esta noche, sin embargo, el guionista me lo ha hurtado, y mientras
apuraba una trama mil veces vista de internados británicos, sin que la
condición principesca de los afectados pudiera impedirme el bostezo —⁠más
bien al revés⁠—, he echado de menos a Tommy en la ficción de la misma
manera que lo echo de menos en el momento presente de crisis y debacle por
el que atraviesan mi país y el mundo.
Está claro que no disponemos de ningún Tommy, de ningún solucionador
sereno, preciso y consciente del peligro exacto que corremos, que sepa qué
hacer y qué decir y se ponga a ello con solvencia y sin vacilación. En su
defecto, nos tenemos que conformar con lo que hay, en los distintos niveles
de decisión. Es demasiado desalentador hacer siquiera una lista de nombres,
se la voy a ahorrar al lector y me la voy a ahorrar a mí mismo. Vivimos la
paradoja de que la solvencia y la confianza aumentan a medida que se
desciende en la escala del supuesto liderazgo. Entre nosotros y allende las
fronteras, está mejor el promedio de los alcaldes que casi todos los
presidentes y mejor el guardia de a pie que gestiona un control en la carretera
que aquellos que deberían ser los cerebros de las operaciones. El virus nos ha
pillado con unos liderazgos de pacotilla, sin visión, sin temple y, lo que es
peor, casi sin discurso. Porque un discurso, y sobre todo en tiempos de
tribulación, Tommy lo sabe, no se va improvisando y rectificando sobre la

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marcha: cuando uno abre la boca debe tener un concepto seguro en el cerebro,
y no ir más allá de ahí, mientras completa el discreet reconnaissance que le
permita ampliarlo.
Uno pone la televisión y una y otra vez ve a gente que habla de más, y que
luego tiene que comerse sus palabras y hacer un viraje de 180º. A Tommy
nunca le pasaría. Verbigracia: ahora resulta que las mascarillas, que eran
inútiles, y por eso no era tan grave que no las hubiera para el conjunto de la
población, alguna barrera oponen a la recepción y la transmisión del virus. La
física elemental así lo sugería, pero quienes nos pastorean consideraron
necesario predicar la idea opuesta. Ahora rectifican y pasan sin despeinarse a
decir que a enmascararnos todos.
Detalles que a uno le alientan: Núria ha descubierto que le gusta limpiar
sartenes. Cuanto más grandes y más grasientas, más le gusta, dice. Cuando
recojo la cocina, las dejo para el final y para ella. Se sube a una silla, se
remanga, agarra el estropajo y las deja impecables. Como Tommy, sabe que
las cosas no se hacen a medias. Me encanta ver la determinación de vencer,
esto es, de erradicar hasta la última pizca de suciedad, con la que afronta la
tarea. Ante los problemas, ante la mugre de la vida, se necesita esa actitud,
que espero que la ayudará y no poco en el futuro.
Por otra parte, ya es oficial: el virus nos ha destrozado las cifras de
empleo. La pregunta es si pasada la coyuntura se reactivará todo lo que ahora
está detenido y los despedidos volverán a ser necesarios, y por tanto
empleados, o si en el viaje de la epidemia y la cuarentena perecerán quienes
los empleaban y quedarán en el limbo. El problema es de campeonato, y ya
sabemos lo que hay para hacerle frente, en la mayoría que sostiene de aquella
manera al Gobierno y en la oposición.
Tommy, dondequiera que estés, te necesitamos.

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4 de abril
Albanta

Encuentro a Noemí con Núria en el jardín, celebrando una asamblea. Son


reuniones que organiza con sus muñecos y en las que puede estar hablándoles
durante una hora o más. Desde que era muy pequeña, y a medida que pasan
los años, se impone aceptar que hemos tenido una oradora. Para bien o para
mal. Las interrumpo con cuidado: traigo una noticia, y no es buena. Trato de
buscar las mejores palabras, pero al final opto por las más simples: «Noemí,
se ha muerto Aute».
Es un momento de duelo verdadero para los dos. Sucede siempre que se
muere alguien a quien admiraste, pero a Aute es que además lo quisimos.
Incluso nos quisimos a través de él, en momentos en los que no estábamos ni
podíamos estar juntos. Media hora después, mientras trabajo en la buhardilla,
Noemí me manda un wasap: «Me da pena no haber podido conocerlo».
Entonces caigo en la cuenta de mi privilegio: no solo lo conocí, sino que lo vi
nada menos que tres veces. Una vez en Zahara de los Atunes, en casa de
nuestro común amigo Manu Morrillo, hará casi veinte años. Otra vez
compartimos caseta en la Feria del Libro de Madrid. Y la tercera, y última,
una cena en Cáceres, también con motivo de su Feria del Libro.
Por la experiencia que de él tuve, puedo decir que era un hombre cordial,
próximo, y verdaderamente modesto. Su compañía era grata y suave, no hacía
ostentación de nada, pudiendo, ni trataba de impartir ninguna lección,
pudiendo también. Compartía lo que le inquietaba, lo que le seducía, lo que
no terminaba de entender, como hace cualquier ser humano cabal que no se
ha perdido por el camino.
Por la noche, después de cenar, ponemos tres de sus canciones. La
primera la escoge Noemí, A por el mar. Nos trae muchos recuerdos. Por el
mar y el significado que esa letra le atribuye, y que también tuvo y tiene para
nosotros. Por esos cuatro versos que hablan de amantes que vuelven y de un

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tiempo robado y que siguen representando tan bien, tan intensa y
exactamente, algo que nos fue dado sentir: «Vayamos, pues, a abrazarlo /
como un amante que vuelve / de un tiempo que nos robaron, / ese que nos
pertenece». La segunda la escojo yo, Slowly. También nos devuelve a un
tiempo y una circunstancia cuya memoria nos enseña a apreciar el valor de lo
que tenemos, y que a veces, si uno se descuida, puede olvidar. Y la tercera la
ponemos de común acuerdo: La belleza. Ese himno a lo único que puede
salvarnos, frente a la asechanza de los tasadores y calculadores que merodean
para despojarnos a bajo precio de lo único que de veras tenemos e importa:
«Reivindico el espejismo / de intentar ser uno mismo, / ese viaje hacia la nada
/ que consiste en la certeza / de encontrar en tu mirada / la belleza».
Esta misma noche emiten en TVE un reportaje de veinte minutos sobre su
vida y su obra. Desde sus primeras canciones, ya tan buenas, y que él llegó a
considerar malas, hasta las últimas. También salen sus cuadros, su cine, su
vida. Ponen unas fotos del malecón de Manila, donde nació y vivió su primera
infancia. Reavivan mis propios recuerdos personales de esa ciudad, de la
excursión que hice a su casco viejo, la centenaria y española Intramuros,
donde vivió mi bisabuelo, y quién sabe qué hizo y qué dejó: lo que sé es que
fue allí como mano derecha de un político a quien le dieron un cargo
gubernativo, que estaba allí cuando fusilaron a José Rizal, el mártir de la
independencia del archipiélago —⁠aunque él solo pedía autonomía⁠— y que
cuando volvió, poco antes del desastre y la pérdida, engendró a mi abuelo, a
quien desde entonces se le conocería en el pueblo como el Punto Filipino.
Dice en el reportaje Aute muchas cosas bellas, y una cargada de sentido,
que cito más o menos de memoria: «A veces me pasa con mis canciones que
las dejo de entender, y entonces es cuando más me gustan». Lo sabe
cualquiera que crea algo y lo pone a disposición de los demás. Solo sientes
que tiene valor cuando percibes que deja de ser tuyo, que los otros a quienes
lo entregaste lo han convertido en algo que te excede, y que en cierto modo
no comprendes, ni debes comprender.
Mientras escribo estas líneas escucho otra canción de Aute: Albanta. Da
título a uno de sus discos, en el que está, por cierto, la celebérrima Al alba.
Ese disco se lo compró Noemí con sus ahorros de adolescente, y me lo envió
después por correo desde Barcelona a Madrid como regalo. Es posiblemente
el más hermoso regalo que me han hecho jamás. Quizá el más inmerecido, y
esos son los mejores.
No puedo escuchar los versos de esa canción, Albanta, sin emocionarme.
Voy a decir algo más, y aprovecho para ponerlo por escrito: no me da la gana

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dejar de emocionarme con ellos.
Yo sé que allí,
allí donde tú dices,
las nubes callan palabras
y el cielo no dice nada
y el sol es un sol
transparente como tu corazón
en Albanta.
Yo sé que allí,
allí donde tú dices,
las ciencias no son exactas
porque es eterna la infancia
y el fin no es el fin
porque no acaba
lo que no empezó
en Albanta.
Yo sé que allí,
allí donde tú dices,
no existen hombres que mandan,
porque no existen fantasmas
y amar es la flor
más perfecta que crece en tu jardín
en Albanta.

Se ha ido en medio de tanta muerte uno de esos pocos hombres grandes:


uno de esos pocos que saben hacer que a los demás nos merezca más la pena
estar vivos, compartir y recordar la vida, pensar en la manera de hacer que
continúe. En estos días de cadáveres apilados y sepelios urgentes, no podemos
dejar de hacerle un hueco a su elegía, que es la celebración de su existencia,
porque el fin no es el fin cuando antes de irte has acertado a dejar tras de ti
tanta belleza y tanta humanidad.
En el presente, se abre paso la esperanza: por fin han empezado a bajar las
muertes, se reducen los colapsos en las urgencias, la curva inicia la pendiente
que todos estábamos esperando. No se pueden echar las campanas al vuelo: la
vuelta a la normalidad, lo dicen todos los expertos, será lenta y tendrá que ser
cautelosa, además de gradual. Y no solo por las mascarillas que ya sabemos
que vamos a tener que llevar pero no sabemos cómo vamos a adquirir: yo sigo
atesorando mi mínimo stock de mascarillas de papel de los chinos, que son
poco más que nada. El presidente del Gobierno se marca otra comparecencia
excesiva de una hora y pico para advertirnos de esta y otras cosas, al tiempo
que anuncia que va a pedir al Parlamento que prorrogue el estado de alarma.
En mi humilde opinión, sobran guiños a JFK —⁠que tampoco era para tanto,
en términos intelectuales y morales, léase Un adúltero americano, de Jed
Mercurio⁠— y apelaciones sentimentales; y faltan otras referencias —⁠pruébese

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con Cervantes o Quevedo, que son nuestros y decían cosas de más sustancia
que el presidente del flequillo⁠— y ceñirse más a los mensajes que de veras se
necesitan. En medio del flujo torrencial de palabras desvaídas, Sánchez
desliza una frase que vale por todo el discurso y bien podría haberlo sustituido
sin merma: «Separados somos más débiles».
Lo que me vuelve a arrojar a la perplejidad en la que vivo desde hace unos
días. Leo que con todas las UCI saturadas, y sin coordinación por parte de la
Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid, los médicos de los
hospitales madrileños se comunican por grupos de WhatsApp para llevar el
control de dónde se libera una cama de UCI y trasladar a ella a uno de los
muchos enfermos críticos que no pueden recibir cuidados intensivos. No sé si
es verdad, la noticia la recoge un diario, pero estos son días confusos e
inseguros. Si resulta cierta, es para salir a la calle a gritar. Porque sigue
habiendo en nuestro país comunidades autónomas con capacidad sanitaria
infrautilizada, incluso de UCI. No es una sospecha, lo dicen sus propios
responsables. No me puedo creer que haya enfermos muriendo solo por ser
madrileños, porque sus autoridades sanitarias no solicitan y organizan su
traslado inmediato a esas camas vacías de otras comunidades, en los
helicópteros que tenemos para efectuarlo. La presidenta Ayuso, que comenzó
dando una imagen de relativa diligencia, no parece hacer otra cosa desde hace
días que tuitear contra el Gobierno central. Si mientras se da a eso se está
dejando de explorar una vía que habría permitido salvar vidas de madrileños,
la conclusión es terrible.
Y es que ya lo decía Aute: «Que aquí, tú ya lo ves, / es Albanta al revés».
Cuántas cosas va a haber que examinar, y cambiar, y hasta demoler, cuando
esto pase.

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5 de abril
La batalla de Mantinea

El Gobierno catalán ha pedido al central que se levante el confinamiento


decretado por él mismo, antes del estado de alarma, en la comarca de
Igualada. Alguien parece haber comprendido al fin que los confinamientos
dentro del confinamiento, esos en los que tanto insistían hace varias semanas
no solo los gobernantes catalanes, sino también algún otro, no tienen mayor
sentido. El virus, entre febrero y principios de marzo, circuló a chorro por
toda la geografía española. En unos sitios más y en otros menos, de ahí la
dispar incidencia; pero en todos lo suficiente como para que el confinamiento
fuera preceptivo, como ha sucedido también en otros muchos países, aunque
casi todos hayan tardado en comprenderlo, y así se ven algunos ahora como
se ven. Para muestra, Nueva York, que va camino de ser la ciudad más
azotada por la plaga, o el Reino Unido, cuyo primer ministro coronaescéptico
ha tenido que ser ingresado al final del día en un hospital, con fiebre
persistente y mientras tiene a su novia y futura madre de su hijo, embarazada
de seis meses, confinada y enferma también.
No es el karma, como suele argumentar la idiotez postmoderna, siempre
presta al meme cruel a costa de otro, sino la trágica e indeseable constatación
de que el ser humano tiene una alta probabilidad de pagar un precio oneroso
por sus errores. No cabe desear otra cosa que la recuperación total de Johnson
y de su novia, y que ese niño nazca sin dificultades y tenga una larga vida, en
la que pueda equivocarse más de una vez y pagarlo, como su padre y como
cualquiera de nosotros.
Y lo del confinamiento dentro del confinamiento, en fin, tampoco había
que ser muy largo. No hay más que mirar cuántos tripulantes de un submarino
trabajan vestidos de buzo dentro de este cuando está en inmersión. La única
explicación es ese afán de confrontar y confrontarnos, que la epidemia no ha
aplacado, sino en el mejor de los casos aplazado, enconándolo en otros.

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Y no es este un buen momento para enconos, aunque hoy haya bajado el
número de muertos. Entre otras medidas el Gobierno contempla, así se lo ha
planteado su presidente a los de las comunidades autónomas en la conferencia
semanal, el confinamiento preventivo, incluso obligatorio, de infectados
asintomáticos. No en la casa de cada cual, como hasta ahora, sino en
instalaciones preparadas al efecto. Es una medida compleja, de legalidad
discutible, si no se justifica que el domicilio propio no es susceptible de
proporcionar un confinamiento eficaz. El Gobierno podrá decretarlo, pero el
Parlamento lo tendrá que convalidar, y hablamos de una cámara donde las
agendas no pueden ser más divergentes. Varias decenas de diputados no
quieren ni siquiera ser españoles. Unas cuantas más acusan al Gobierno de
traición y homicidio. Y otras, más aún que las anteriores, están midiendo cada
paso para no retratarse más de la cuenta al lado del presidente y poder
derribarlo y desplazarlo del poder cómoda y limpiamente cuando esto pase.
Un verdadero panorama, para una coyuntura en la que ya hemos
renunciado a unos cuantos de nuestros derechos civiles y se plantea nada
menos que la privación de libertad por la condición serológica —⁠infectado,
curado o pendiente de infectar⁠— de cada uno. A lo que habrá que sumar el
control telemático que con mayor o menor intensidad nos caerá y la necesaria
respuesta coactiva frente a los ciudadanos, que cada vez serán más, a los que
impaciente el confinamiento.
En ese confinamiento celebramos hoy el cumpleaños de mi padre.
Ochenta y un años, que pese a la distancia son, en estos días, motivo de
especial felicidad. Se tiene que contentar con llamadas, wasaps y
videollamadas de sus nietas y nieto. En estos días, equivalen a la celebración
familiar más completa. Por mi parte, le hago el regalo que sé que más va a
complacerle: le presento telemáticamente la declaración de la renta. Le gusta
hacerlo pronto. Como pensionista sometido a retenciones y sin otras rentas le
sale invariablemente a devolver.
Sobre el terremoto económico, que es la segunda parte de esta pesadilla
que habitamos, hablo hoy con uno de mis primos. Está en la economía real, en
la administración de una empresa con decenas de empleados, chupándose a
pie firme la tormenta. Presentando un ERTE tras otro, contando día a día lo
que queda en las pólizas de crédito, mientras paga nóminas de los
trabajadores que siguen en su puesto y suma impagados. La nave no se hunde,
aún, pero no se sabe cuánto va a durar el oleaje ni a cuántos metros pueden
acabar ascendiendo las olas. Y así en miles de empresas, muchas todavía
peor. ¿Cómo se va a salir de ese atolladero si quienes tienen que fraguar las

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decisiones de la comunidad no se hablan, se odian y se sabotean, y no hay
más que ver cómo se atacan en las redes sociales, por sí mismos o a través de
sus enardecidos voceros, cofrades, secuaces y sicarios?
Un ejemplo desolador. Leo en un momento de ociosidad un par de hilos
de Twitter: uno es de un partidario del Gobierno que carga todo el desastre al
abandono criminal por parte de la derecha de la clase obrera y de los servicios
públicos, absolviendo a todos sus ministros de cualquier falta o imprevisión;
el otro se aplica a desvelar la condición de privilegiado del primero, formado
en el Reino Unido en escuelas y universidades de élite, inquilino gratuito de
uno de los pisos de su padre rico, aspirante en suma a vividor a costa del
erario y la política, argumenta. No sé si este juicio es certero, tampoco puedo
contrastar la información en que se basa. El caso es que me da igual. Me
quedo con la división absurda y el cainismo pertinaz de una sociedad que,
después de sufrir el impacto de semejante meteorito, debería encontrar el
modo de estar en otra cosa.
Leyendo los poemas de Sampedro el otro día me encontré con una
mención al griego Jenofonte, al que alude, hablando de economía, como una
de las muchas cosas que fue: el padre de la ciencia económica, o el primero
que escribió un tratado sobre el tema. He vuelto en estos días a sus páginas. A
la estupenda Anábasis, de la que habrá ocasión de hablar otro día aquí, y a
otra obra mucho menos conocida, las Helénicas, escrita al final de su vida, y
que narra, hasta donde él pudo conocer, las luchas entre los griegos: el final
de la guerra del Peloponeso, a partir del punto en el que se interrumpe el
relato de Tucídides y hasta la derrota de Atenas por Esparta, y las guerras
posteriores, con el ascenso de Tebas como nueva potencia de la Hélade. Hay
en ella consideraciones sobre la guerra, y en particular sobre las guerras en el
seno de un mismo pueblo —⁠como lo era desde el punto de vista cultural el
griego, aunque estuviera dividido políticamente en ciudades-Estado⁠—, que
leídas desde nuestro presente no tienen desperdicio.
Frente a la belicosidad de los griegos de su época, Jenofonte, que no era
un pacifista ni un santurrón —⁠se enroló en la expedición de mercenarios
griegos al servicio del persa Ciro, por afán de aventura y contra el consejo de
su maestro Sócrates⁠—, nos deja una reflexión que bien vale para la
belicosidad que también entre nosotros mantenemos tan viva, incluso en días
de tribulación general. La expone el ateniense Calias, que forma parte de una
embajada a Esparta: «Si está predestinado por los dioses que haya guerras
entre los hombres, por supuesto nosotros debemos iniciarla con mucha cautela
y cuando llega, disolverla de la manera más rápida posible». Aquí, ya se sabe

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y ya lo estamos viendo, somos más bien de desatarla por nada y quedarnos
luego empantanados en ella.
Más adelante, otro de los embajadores atenienses, Calístrato, toma la
palabra para lanzar un mensaje a los lacedemonios —⁠o espartanos⁠— que
merece la pena transcribir aquí y ahora, por si a alguien le invita a alguna
reflexión:
Varones lacedemonios, yo pienso que no se puede afirmar que no se hayan originado
errores tanto por culpa nuestra como vuestra, mas a pesar de ello no creo que no haya
que tratar ya nunca con los que yerran. Pues veo que ningún hombre pasa su vida sin
error. E incluso me parece que los hombres que yerran se vuelven a veces más
accesibles, máxime si son castigados por sus errores como nosotros. […] Por
supuesto, todos sabemos que siempre surgen guerras en alguna zona y que nosotros,
si no lo hacemos ahora, algún día volveremos a desear la paz. En consecuencia, ¿por
qué se va a esperar ese momento, hasta que estemos agotados por una multitud de
males y no firmar la paz lo más pronto posible antes de que ocurra algo irremediable?

El relato de Jenofonte acaba con la batalla de Mantinea, en la que


atenienses y espartanos, junto a sus aliados, se baten contra los tebanos de
Epaminondas y los suyos. El choque, en el que se condensa todo el conflicto,
acaba en empate, y el viejo filósofo y soldado Jenofonte hace un balance
memorable y esclarecedor:
Concluida esta batalla ocurrió lo contrario de lo que todos los hombres creían que iba
a ocurrir. Pues cuando estaba concentrada y enfrentada casi toda la Hélade, no había
nadie que no creyera, si se combatía, que dominando unos mandarían y dominados
otros serían súbditos; mas el dios obró de tal modo que ambos erigieron un trofeo
como vencedores, y ninguno de los dos obstaculizó a los que lo erigían, ambos
devolvieron como vencedores los cadáveres bajo treguas, ambos como derrotados los
recogieron bajo treguas, y aunque cada uno afirmó que había vencido, ninguno de los
dos se vio con algo más que antes de que ocurriera la batalla ni en territorio ni en
ciudades ni en imperio.

Esto lleva escrito casi 2400 años. A ver si dejamos de perder el tiempo de
una vez. Que hay mucho por hacer, y no va a ser ni fácil ni rápido hacerlo.

Postdata: las citas de Jenofonte están tomadas de la traducción de Orlando


Guntiñas Tuñón, al que, como corresponde en estos casos, expreso mi
gratitud.

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6 de abril
Fatiga de materiales

Camino de las cuatro semanas de confinamiento, los ánimos empiezan a


resentirse. Se puede ver en el Mercadona, mi única excursión al mundo en
estos días: las caras al hacer la cola para entrar, al hacer la cola en las cajas, al
cargar los coches en el aparcamiento atestado. Más vale elegir bien la plaza, si
puedes, porque si no, y si tu coche es del tamaño necesario para transportar a
una familia numerosa, puede tocarte sacarlo en veinte maniobras o más. Lo
digo por penosa experiencia.
Se puede apreciar el desgaste, también, en el tono general de la
conversación, pública y privada. Mis llamadas de control, matinales y
nocturnas, me muestran a los míos que no están bajo mi techo resignados, los
mayores, o aburridos hasta el punto del fastidio, como corresponde a los más
jóvenes. También sucede que están cargados de una energía que las tablas de
ejercicios en el suelo desfogan solo de aquella manera.
En cuanto a lo que uno ve en los medios o en las redes sociales —⁠a estas
hay que asomarse solo lo justo para no perderse algo que pueda ser
significativo⁠—, la sensación apunta una y otra vez a la fatiga del material
humano, en sus diversas y siempre desalentadoras manifestaciones. El debate
principal hoy es la posibilidad de que nos aíslen obligatoriamente fuera de
nuestros domicilios si se descubre que somos infectados asintomáticos. El
Gobierno lo planteó con timidez y salvo que el panorama empeore mucho
parece que va a tener que envainarse la idea: no por los que ya le están
acusando de promover «gulags de apestados» —⁠siempre hay quien encuentra
la descripción más ominosa posible⁠—, sino por las trabas legales que no tiene
mayoría en el Parlamento para remover. De todos modos, parece que se nos
invitará a hacerlo, y no cabe descartar que se favorezca un estado de opinión
contrario al que se resista, al estilo de la llamada «policía de los balcones»,

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esa gente que en estos días regaña con malos modos a quien ve pasar por la
calle.
También se ha agriado, en general, el debate político, si era posible
agriarlo aún más. Las declaraciones del líder de la oposición, que dice que
apoyará al Gobierno para salvar vidas, no para hundir España —⁠es de suponer
que tampoco lo hará para fomentar el canibalismo o el apocalipsis zombi⁠—,
muestran ya claramente la actitud para el día después. Y en el Gobierno y
entre sus partidarios no faltan las voces que acreditan tener tanta mano
izquierda como una serpiente de cascabel para encontrar consensos; como las
que con mayor o menor disimulo tratan de aprovechar la pandemia para
provocar cambios en el modelo de sociedad que les consta —⁠ya sea más o
menos fundado su afán⁠— que no tienen el consenso suficiente y necesario
para sacar adelante en condiciones normales.
Lo que ha pasado promoverá —⁠o debería promover⁠— una reflexión sobre
todos los mecanismos de la comunidad que no funcionan y que hay que
rediseñar a fondo; pero es voluntarista, poco realista y a la postre nocivo
pensar que los cambios solo irán en la línea que preconiza la ideología propia.
Aquí todos nos vamos a tener que bajar del burro, en mayor o menor medida,
porque son muchas y muy diversas las ineficiencias reveladas: en la gestión
de los servicios públicos, en la toma de decisiones, en la cobertura de gastos
públicos y la asignación de costes y beneficios particulares, en la
coordinación territorial, en la seguridad y la protección de derechos y
libertades; en definitiva, en las múltiples disfunciones de raíz ideológica que
han aflorado a la hora de enfrentar una crisis sistémica. No es del mundo real
que las soluciones se definan solo desde una perspectiva y a costa de invalidar
todas las demás aprovechando el impacto del coronavirus.
Irritante es, por ejemplo, la tentativa de la derecha más atrabiliaria de
imponer a los demás su discurso antipluralista, a cuenta de una trágica
epidemia frente a la que cometieron tantos errores como cualquiera
—⁠incluida la celebración de una asamblea multitudinaria que operó sobre sus
propios afiliados y todos sus contactos como una bomba biológica⁠— y
llegando a manipular una fotografía de la Gran Vía, de autoría ajena, para
generar una imagen patriotera y macabra al superponerle un montón de
ataúdes cubiertos con la bandera nacional.
Pero no menos exasperante es la insistencia de la izquierda más
trasnochada y aturdida en descalificaciones que siempre han sido necias e
injustas pero que ahora desprenden un hedor inmundo. Para muestra, el vídeo
que ha grabado en su balcón una tal Irantzu pidiendo que no se aplauda a

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policías ni militares, porque a fin de cuentas cobran por su trabajo y son unos
abusones y tienen tendencia al maltrato. El silogismo deja patente la calidad y
cantidad de su pensamiento. Me cuentan, lo ignoro y tampoco me interesa el
detalle ni el chismorreo, que tiene una cierta proximidad con personas que
hoy están en el Gobierno de la nación, esto es, tomando decisiones que esos
militares y policías cumplen exponiendo su salud y la de sus familiares. Si así
fuera, ya están tardando en exigirle que se disculpe, ante los profesionales a
los que desprecia de manera tan injustificable y gratuita. Pienso en policías y
militares a los que conozco, que han salvado vidas y confortado y asistido una
y mil veces a personas en dificultades extremas. Me pregunto cuántos seres
humanos hay por ahí que le deben a Irantzu consuelo y ayuda de algún tipo;
en cuántas situaciones límite le ha servido de algo a alguien. Mejor no
respondas, Irantzu: tu sonsonete al hablar y tu retórica indigente nos lo dicen
ya todo.
En la rueda de prensa de cada día a un periodista se le ha escapado, a
micrófono abierto, mientras hablaba uno de los uniformados del comité
técnico de respuesta a la pandemia, que debía de ser policía por no tener
estudios. Un periodista amigo ha comentado en plan jocoso el incidente:
«Que alguien le diga al compañero que no está probado que haber hecho
Periodismo sea tener estudios». Bromas aparte, la anécdota demuestra hasta
qué punto enfrentamos esta crisis con materiales manifiestamente mejorables.
El prejuicio, y la ignorancia que presupone, dejan patente el nivel de quienes
nos informan. Que un alma caritativa le cuente a ese pobre desorientado que
más de un año académico el expediente más brillante de la Universidad
Carlos III, una de las más exigentes de nuestro país, resulta ser de un alumno
de la academia de la Guardia Civil, adscrita a dicha universidad.
Los que de veras están exhaustos, hablando de fatiga, son nuestros
sanitarios. Me escriben algunos de ellos, para matizar algo que escribí en este
diario el otro día sobre la coordinación de los intensivistas del sistema
madrileño de salud por grupos de WhatsApp. Me dicen, de buena fuente, que
la noticia que leí al respecto exagera y manipula de forma maliciosa un
procedimiento de trabajo que es habitual entre ellos porque se conocen y
resulta en estas circunstancias el más rápido y el más eficiente. Que lo hagan
así no supone, como apuntaba la información que leí, una descoordinación
por parte de la Consejería: al parecer esta lo conoce, aprueba y supervisa, y
organiza los traslados con los equipos del Summa. No me gusta ser injusto, y
menos en estos momentos y con algo de semejante gravedad, así que me
importa dejar constancia de esta aclaración. Vuelvo a constatar lo insegura

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que es la información en estos días, y eso me hace pensar también en la
cualificación —⁠e integridad⁠— con que la sirven algunos.
Otra cuestión es que en los peores momentos de la epidemia en Madrid
—⁠cuando ya nos consta, y las cifras nos lo hacen evidente, que muchos
enfermos graves no tuvieron acceso a los medios que necesitaban⁠— no se
buscara capacidad adicional de asistencia hospitalaria, en especial a pacientes
críticos, fuera de la comunidad y allí donde todavía quedaba alguna. Un fallo
que sobre todo atañe a la coordinación centralizada del sistema nacional de
salud frente al virus, porque posibilidad de trasladarlos existía, justamente con
esos medios militares que a algunos les dan tanta alergia, y no quiere uno
pensar que por eso no se los movilizó.
Y otro asunto que cuesta aceptar, como me dicen estos mismos sanitarios,
es que a ellos el día 3 de marzo les prohibieran ya tener reuniones clínicas
—⁠necesarias a veces para tomar decisiones quirúrgicas importantes⁠— y cinco
días después se autorizaran manifestaciones, partidos, asambleas y festejos
que suponían la concentración de miles de personas. Que eso contribuyó a
aumentar la potencia de la bomba que les ha estallado en las narices parece
fuera de duda. Que nadie parece dispuesto a asumir ninguna responsabilidad,
también se puede comprobar. Sin duda es mejor cargarse de razón y arremeter
contra quien ose planteárselo.
Lo malo es que quienes lo ponen encima de la mesa, con datos que son
públicos y notorios, son los mismos que se están dejando la piel para contener
el desastre. No va a ser fácil, a quien corresponda, descalificar su amarga
objeción.

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7 de abril
Comunidades fallidas

Me vuelven a pedir, en esta ocasión desde El Cultural, alguna recomendación


de lectura para la cuarentena. Estas peticiones, aunque en este caso me consta
que es bienintencionada, las carga el diablo y las descarga uno como
buenamente puede. Solo tengo potestad y legitimidad para recomendarme
lecturas a mí mismo: es dudoso que lo que a mí me interesa, y las razones por
las que me interesa, valgan para quien no sea yo. Sin embargo, uno intenta
salir del paso, porque se trata de una solicitud que proviene de la cordialidad y
de la deferencia, y que debe tratar de corresponderse de igual forma. Procuro
buscar un equilibrio y recomiendo uno de esos libros que acaban de aparecer
y a los que les va a costar como nunca hacer un recorrido comercial que
resarza a sus autores y editores, un clásico indiscutible y un título menos
conocido, pero no menos valioso e inspirador para mí.
Se trata del Idearium español de Ángel Ganivet, un curioso ensayo en el
que se trata de analizar el carácter de los españoles y las razones de los
infortunios y de la decadencia histórica de la comunidad que forman. Es un
libro amargo, pero no exento de luz; en algunos aspectos puede parecer un
poco desfasado, o anticuado, pero en otros conserva una vigencia que
sorprende y hasta sobrecoge. Ganivet tenía una buena cabeza, una buena
formación, dotes de observación y más mundo que otros intelectuales
españoles, por su condición de diplomático. No se corta a la hora de señalar
nuestras deficiencias y nuestros desbarros, pero tampoco duda en señalar las
fortalezas y los valores que nos otorgan potencial como sociedad humana.
Leerlo en estos días es un ejercicio de iluminación, no siempre
esperanzadora, pero no por el tono y la intención del autor, sino por lo que
uno lee y constata a su alrededor con motivo de la epidemia, sus destrozos y
las reacciones que una y otros suscitan en quienes tienen que hacerles frente.

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Por un lado, Europa, como dijo alguien, se empeña de nuevo en
decepcionarnos: ante una catástrofe que nos sacude a todos —⁠y que no podía
dejar de sacudirnos y no es achacable a la torpeza o el dolo de nadie⁠— se
divide una vez más entre malos alumnos y empollones, y los señalados como
los primeros elevan ante los segundos sus protestas sin recibir la menor
compasión. Ante la enésima adversidad, dejamos de ser una comunidad, no se
diga ya una unión, para dividirnos en bandos empeñados en la defensa del
interés particular propio y en el afeamiento de las incompetencias ajenas para
sustraerse a los desperfectos. Hay otra reunión del Eurogrupo: Alemania y
Holanda se niegan a dar una solución de veras solidaria a sus presuntos socios
del sur. Por si no nos había quedado claro que el euro es el marco del
siglo XXI, y que se nos hace la dádiva de tenerlo mientras acatemos sin
rechistar las instrucciones y reprimendas del poder hanseático.
Nada muy distinto de lo que observamos dentro de nuestras fronteras,
ahora cerradas tanto para salir como para entrar. Desde el Gobierno se
empieza a lanzar la idea de unos pactos de la Moncloa que sirvan para
reconstruir el país después de la devastación del coronavirus. Y en lo primero
en lo que se centra la discusión es en quiénes deben quedar fuera, como
réprobos irredimibles, de la negociación y de los pactos que finalmente se
alcancen. A su vez, los así señalados, a diestra y a siniestra, se afanan en
elevar peticiones que saben inasumibles para que formen parte del acuerdo
común. En resumen, otra comunidad fallida, en términos no muy diferentes
de los que hace más de ciento veinte años ya describía Ganivet.
Tenía Ganivet buena pluma, y eso puede llegar a ser demoledor cuando se
trata de nombrar lo que nos lastra. Se lee por ejemplo en el Idearium español,
a propósito de la confrontación secular de la que vienen tantos de nuestros
males:
España ha conocido todas las formas de la gloria, y desde hace largo tiempo disfruta
a todo pasto de la gloria triste: vivimos en perpetua guerra civil. Nuestro
temperamento no acierta a transformarse, a buscar un medio, pacífico, ideal de
expresión. Así vemos que cuantos se enamoran de una idea (si es que se enamoran),
la convierten en medio de combate; no luchan realmente porque la idea triunfe;
luchan porque la idea exige una forma exterior en la que hacerse visible, y a falta de
formas positivas o creadoras aceptan las negativas o destructoras: el discurso, no
como obra de arte, sino como instrumento de demolición. De esta suerte, las ideas, en
lugar de servir para crear obras durables, que, fundando algo nuevo, destruyen
indirectamente lo viejo e inútil, sirven para destruirlo todo, para asolarlo todo, para
aniquilarlo todo, pereciendo ellas también entre las ruinas.

También identifica, en el que acaso sea el pasaje más conocido de su obra,


otra de nuestras insuficiencias comunitarias, la tendencia a la fragmentación,

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cuando no a la atomización a la hora de afrontar los retos existenciales, algo
que viene mal frente a una pandemia, pero también en tantos otros órdenes de
la vida:
El fuero se funda en el deseo de diversificar la ley para adaptarla a pequeños núcleos
sociales, pero si la diversidad es excesiva, se puede llegar a tan exagerado atomismo
legislativo, que cada familia quiera tener una ley para uso particular. En la Edad
Media nuestras regiones querían reyes propios, no para estar mejor gobernadas, sino
para destruir el poder real; las ciudades querían fueros que las eximieran de la
autoridad de esos reyes ya achicados, y todas las clases sociales querían fueros y
privilegios a montones; entonces estuvo nuestra patria a dos pasos de realizar su ideal
jurídico: que todos los españoles llevasen en el bolsillo una carta foral con un solo
artículo, redactado en estos términos breves, claros y contundentes: «Este español
está autorizado para hacer lo que le dé la gana».

¿Cómo aglutinar, de forma eficaz y verdadera, frente a un desafío que nos


alcanza a todos, a una comunidad con tan feroz resistencia a serlo, como
advertimos entre nosotros, los españoles, o entre nosotros, los europeos
pertenecientes a la Unión? La reflexión de Ganivet sobre este particular es
bastante filosófica y está teñida de estoicismo, la escuela de pensamiento que
según él, a través de la versión de Séneca, servía para entender en buena
medida el carácter de los españoles:
Si yo fuera aficionado a los dilemas, establecía uno: o los hombres tienden por
naturaleza a construir un solo organismo homogéneo, o tienden a acentuar las
diferencias que existen entre sus diversas agrupaciones; si creemos que tienden a la
unidad, no nos molestemos y tengamos paciencia y fe en nuestra idea; si creemos que
tienden a la separación, no cerremos los ojos a la realidad ni marchemos contra la
corriente. No faltará quien crea que el dilema tiene una tercera salida: que los
hombres no caminan en ninguna dirección, y que hace falta que venga de vez en
cuando un genio que los guíe; y es probable que quien tal crea piense ser él mismo el
genio predestinado a guiar a sus semejantes como una manada de ovejas. A tan
insigne mentecato habría que decirle que los hombres que creen haber guiado a otros
hombres no han guiado más que cuerpos de hombre, pero no almas, que solo se dejan
conducir por los espíritus divinos, y que la humanidad ya hace siglos que tiene seca
la matriz y no puede engendrar nuevos dioses.

¿Nos toca, entonces, resignarnos a la disensión permanente, en espera de


que un acontecimiento demasiado enorme e imprevisto o la poco predecible
llegada de un dios nos reúna? En otro pasaje del Idearium, Ganivet esboza
una fórmula para tratar de arbitrar una solución; no deja de ser genérica y
voluntarista, pero cabe convenir que es la única verosímil, la que habrá que
transitar, antes o después, salvo que queramos mantenernos en la incoherencia
que nos mina:
Cuando todos los españoles acepten, bien que sea con el sacrificio de sus
convicciones teóricas, un estado de derecho fijo, indiscutible y por largo tiempo

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inmutable, y se pongan unánimes a trabajar en la obra que a todos interesa, entonces
podrá decirse que ha empezado un nuevo periodo histórico.

La Transición lo intentó, pero por razones que sería ya demasiado largo


exponer aquí y que convendría explorar mejor, no terminó, a la vista está, de
conseguirlo. Y si se cambia en el texto anterior españoles por europeos me da
que también valdría: la Unión no ha terminado de fraguar un marco que la
constituya realmente como tal, al margen de la coincidencia coyuntural de
intereses. Incluso, a una escala mucho más pequeña, y prescindiendo de los
términos jurídicos y políticos, vale la reflexión de Ganivet para el
mantenimiento de la armonía en esa comunidad que es cada familia, sometida
hoy a un confinamiento sin fecha de terminación a la vista. Mientras todo siga
expuesto a discordia e impugnación permanente, a la división entre leales y
traidores, entre alumnos aplicados y zoquetes, en la bonanza e incluso en la
debacle, nuestras opciones son escasas. Para la construcción del porvenir y
para la superación del presente, acuciante y exigente en grado sumo.
El virus al que nos enfrentamos está perfectamente unificado por la
cadena de ARN que lo hace coherente consigo mismo y que se dedica
incansable a replicar a costa de nuestras células, aprovechándose de los más
fuertes de nosotros, diezmando a los más débiles y arrasando nuestro sistema
productivo. Que un trozo tan simple y minúsculo de material biológico nos dé
semejante lección invita a pensar.
Y —no perdamos la esperanza— a cambiar algún día de actitud.

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8 de abril
Denuncias habrá

Más de 4000 ancianos muertos en las residencias madrileñas en marzo.


Calculando a bulto, la cifra significa que se han visto aligeradas del diez por
ciento de su población. En un mes. Ya sabemos que el de sus habitantes no es
un colectivo que goce de una salud de hierro, pero el número resulta
pavoroso. Sobre todo si se piensa en los muchos que han enfermado, se han
visto en seguida comprometidos en su supervivencia y nadie ha ido a
recogerlos o tratarlos. Incluso se ha tardado en ir a buscar sus cadáveres, para
enviarlos a una morgue y de ahí al cementerio —⁠o, según me dice uno de mis
informantes sobre el terreno, a un crematorio a trescientos kilómetros de
distancia y varios días después⁠—. Habrá quien quiera quitarle importancia
con el argumento de que más pronto que tarde habrían emprendido ese
camino, o con la duda que puede plantearse sobre si alguno no murió de otra
cosa, un comodín que permite limar la cifra hasta donde convenga para que
cada cual se alivie.
Sin embargo, el dato es estremecedor. Lo es para quien no tiene a nadie
comprendido en la cifra fatídica. Imagínese para quien sí.
Y eso, solo en la Comunidad de Madrid. Antes o después, alguien hará el
número total, el que arrojen todas las residencias de España. Un número que
continúa subiendo, por cierto: dicen que en los hospitales empieza a haber un
respiro, pero también se publica que hay residencias en las que siguen
muriendo los ancianos sin que nadie vaya a sacarlos. Son demasiado mayores
para llevarlos a las unidades de cuidados intensivos, bien porque tienen
menos posibilidades que otros, o bien porque, como razonan los intensivistas,
no están en condiciones de sobrevivir al tratamiento extremadamente agresivo
que allí se dispensa.
En todo caso, quedan desasistidos y les cuesta sufrimiento y días o meses
o años de vida. Su agonía es la vergüenza mayor que va a quedarnos de esta

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epidemia. El truco intentado al principio de culpar de todo el mal que padecen
al personal que los atiende —⁠en algunos casos recluyéndose con ellos,
trabajando para cuidarlos con fiebre y hasta el agotamiento⁠— no va a
funcionar. La culpa va mucho más allá.
Otra vergüenza, tan extrema que Der Spiegel publica hoy un feroz
editorial contra su propio Gobierno, es que los países ricos de Europa no se
den por aludidos por la tragedia del sur, de la única manera efectiva y
razonable: aceptando de una vez que la epidemia es un mal exógeno que se ha
abatido sobre Europa y que justifica que se abandone de una vez el dogma de
no emitir deuda pública solidaria para paliar sus devastadores efectos
económicos en el continente. Es estúpido querer ponerle al virus las
banderitas de otros, porque dejar a Italia o España a su suerte equivale a la
postre a hundir el euro y la nave común. Además, recalca Der Spiegel
oportuna y honestamente, si Italia y España han enfrentado esta pandemia con
un sistema de salud debilitado ha sido en parte por todo lo que se les obligó
desde Europa a recortar tras la crisis de 2008. En el mismo sentido, pero a
otra escala, viene la advertencia de un artículo que publica la revista Nature:
cuando logren controlar el desaguisado dentro de sus fronteras, los países
ricos tienen que volcarse en ayudar a los pobres a superar el virus. La
enfermedad ataca, y de qué forma, a los humanos: mientras haya humanos
infectándose, infectados e infectando, nadie va a estar a salvo, a la espera de
una vacuna que puede tardar dos años aún.
Y más vergüenzas, tan absurdas que cuesta aceptarlas y entenderlas. El
alcalde de Sant Andreu de la Barca, médico de profesión, clama contra la
Generalitat por no validar ni utilizar el hospital de campaña instalado hace
días por la Guardia Civil en el municipio. La misma información recoge, por
cierto, que igual hace con el montado por la UME en Sabadell. El alcalde no
logra entender que se renuncie a utilizar una instalación ya lista, que permite
atender a enfermos —⁠y lo que es más importante, aislarlos para que no
contagien⁠—, mientras está cansado de ver, como alcalde y médico, que a la
gente de su pueblo se la deja morir en su casa, donde de paso transmite el mal
a sus familiares, algunos vulnerables, por falta de camas hospitalarias.
Tampoco yo logro entenderlo. Nos falta, al alcalde y a mí, el discernimiento
para captar la lógica profunda que permite a los miembros de su Gobierno
autonómico poner trabas burocráticas ante esta realidad acuciante y decir que
los medios del Estado se lleven a otro sitio, que Cataluña se basta y se sobra.
Tiene uno deformación jurídica, qué se le va a hacer, después de cinco
años en la facultad y más de una década de ejercicio de la profesión. La

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situación descrita está servida para una denuncia penal, que si llega a la mesa
de un juez de instrucción no será fácil de archivar. Denuncias va a haber, eso
es seguro, con tanto muerto y tanta aflicción. Es el derecho de los ciudadanos
acudir a la justicia: es lo que a veces olvidan esos gobernantes que decretan
confinamientos y a los que en estos días se ha oído decir, para conminar a la
ciudadanía, que burlarlo puede ser delito, porque lo es contagiar a alguien una
enfermedad a sabiendas. Cierto es, pero el tipo penal correspondiente no se
limita al administrado al que en estos días alguno quiere degradar a súbdito.
También puede incurrir en él la autoridad que no utilice todos los recursos
que estén en su mano —⁠o en su mano se pongan⁠— para evitar o reducir el
daño. Y el ciudadano perjudicado tiene acción para hacerlo valer.
De esas denuncias que habrá, muchas acabarán en nada. Me vienen a la
cabeza las que alguno ya está escribiendo para cargar todo el perjuicio de una
situación de fuerza mayor y de difícil gestión y predicción al adversario
político. Ya sean las que se presenten a bulto contra el Gobierno central o
contra los Gobiernos autonómicos, de todos los colores, que gestionan la
sanidad y han tenido que hacer frente a una embestida que nadie habría
podido aguantar sin descomponerse.
Cuestión bien distinta serán las que partan de circunstancias particulares,
bien acotadas y fundadas, y en las que puedan señalarse motivaciones
espurias o negligencias clamorosas y específicas para la inacción o la
obstrucción que finalmente se traduce en un daño. Esas darán lugar a
diligencias. Deben dar lugar. Y debería advertirse a quienes concierne, igual
que se advierte a la ciudadanía. O quizá debería hacerse algo más, mientras
aún se está a tiempo de salvar a alguien. Pregunta ingenua, una más: ¿para
qué sirve a estos efectos el mando único?
Entre tanto, la vida sigue, también para mal. Hablo con cierta frecuencia
con mis amigos policías, guardias civiles y médicos, que son mis ojos y oídos
ahí fuera. En cuanto a los segundos, día tras día me reportan que la presión de
nuevos casos baja mucho, pero a las UCI aún les queda, y luego hay que
recuperar el sistema de la desatención que el COVID-19 está provocando en
todo lo demás. La gente sigue enfermando de otras cosas, y hay enfermedades
cuya cura depende mucho de una detección precoz que esto va a impedir.
Serán las bajas de segunda instancia de la epidemia, que no conviene perder
de vista, y quizá hay que hacer más hincapié, ante la población deseosa de
salir cuanto antes del encierro —⁠todos⁠—, en que no podemos permitirnos
rebrotes, porque la primera oleada ha dejado el sistema temblando. Sin
mencionar el desgaste psicológico de quienes lo atienden.

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Tampoco es pequeño el de los que andan en la labor policial, esos que no
merecen aplausos, según conspicuas pensadoras de cierta izquierda, o que
solo están y siempre han estado con el poder y contra el pueblo, según leo a
otra luminaria a quien he de reprimirme para no mandarle la famosa foto de
los policías batiéndose en Barcelona en julio de 1936. Hablo a lo largo del día
con varios, de cuerpos tanto estatales como autonómicos. Me informan de que
sus filas empiezan a estar diezmadas por el virus, entre positivos,
sospechosos, aislados por contacto con contagiados y personal con patologías
que incrementan su riesgo —⁠que sí, también los hay entre ellos y, para
información de quienes menosprecian su sacrificio, no todos están en casa
sustrayéndose a la posibilidad del contagio⁠—. Me cuentan que tienen que ir y
venir, cuando van de paisano, padeciendo las restricciones que les ponen sus
propios compañeros uniformados. Por ejemplo, en esos controles que dejan
las autovías en un carril, generando atascos que nunca falta el madrileñófobo
de guardia que toma por prueba irrefutable de la abyección de la Villa y
Corte, cuyos habitantes perseveran en tratar de eludir el confinamiento.
Lo malo es que a lo mejor te espera un fiscal, o un juez, o una toma de
ADN a unos menores necesaria para la investigación de un asesinato —⁠caso
tristemente real y de hoy mismo⁠—. Pese a todo, una de estas personas saca un
rato para recoger una caja de libros destinados a los enfermos de Ifema. Mala
gente que camina contra el pueblo y a favor del poder; no como los gallardos
tuiteros del marxismo-leninismo reloaded que se dejan la piel contra el cristal
del iPhone iluminándonos sin tregua.
En fin, pasará todo esto y habrá denuncias, pero también habrá que ir
colocando más de un jarrón inservible en su anaquel correspondiente del
trastero, y dando algo más de reconocimiento y de justicia a todos los que se
la están jugando, y no solo a los que nos caen bien o consideramos estandarte
de nuestra ideología.
Termino el día viendo dos capítulos de La línea invisible, la serie que
acaba de estrenarse sobre ETA, dirigida por Mariano Barroso. Es un cineasta
solvente y se nota, pero prefiero esperar a verla entera antes de opinar. Llevo
más de cinco años trabajando sobre el tema de ETA, para un libro de no
ficción —⁠Sangre, sudor y paz⁠—, otro de ficción —⁠El mal de Corcira, la
novela de Bevilacqua recién acabada⁠— y una serie de TV también de ficción,
Rojo 30, cuyos guiones remato en estos días con Noemí Trujillo y Daniel
Corpas. El asunto es amplio y complejo para despacharlo en un par de líneas.
Más adelante, cuando la haya visto entera.

Página 99
9 de abril
Biblioteca Resistiré

Hoy tengo algo que celebrar. Al cabo de un mes encerrado, he conseguido


sentirme un poco útil. Debo agradecérselo a dos amigos médicos del Samur,
David y Yolanda, y a dos amigos guardias civiles, José y Marian. Fue David
el que me contó la iniciativa y me dio la idea: en el hospital de campaña de
Ifema habían montado una biblioteca improvisada para los enfermos, que han
llamado Biblioteca Resistiré, y me pidió hacerles llegar unos libros. El
problema era sobre todo logístico: para un confinado no esencial, los cuarenta
kilómetros que hay entre donde estoy y el objetivo eran un camino vedado por
las normas del decreto de alarma. El escollo lo pude solventar gracias a que

Página 100
Marian tenía una diligencia cerca de mi casa y se acercó a recoger los libros.
José y Yolanda se ocuparon de organizar la recepción en ausencia de David,
desplazado a la sazón a Soria con un equipo del Samur para apoyar a los
servicios sanitarios de esa provincia, que se ha quedado corta de recursos.
Gracias a todos ellos, en fin, puedo poner la foto que ilustra esta entrada,
con una hilera de libros ya en su lugar. Les he llenado una caja entera:
novelas de Bevilacqua y alguna otra historia. Cuánto mejor están ahí que en el
garaje de mi casa. Cuánto alienta poder hacer algo que sirva para aliviar el
pesar y el tedio a quien lo necesita. Cuánto debo agradecer a mis amigos que
después de estar todo el día —⁠y en algún caso la noche⁠— dando el callo se
ocupen de ayudarme a servirles de algo a mis conciudadanos. Nada podía
hacerme más feliz que saber que en cuanto llegaron los libros empezaron a
llevárselos. En la primera página de cada uno de ellos estampé la firma y una
frase. Después de mucho pensar, fui a lo más sencillo: «No estás solo». Con
que alguien lo sienta al leerla me basta.
La historia me hace pensar, de paso, en el impacto de la epidemia en el
mundo de la cultura y en el papel que esta juega en la sociedad, en esta
situación excepcional y en circunstancias normales. La respuesta de los
poderes públicos frente a lo primero ha sido bastante tibia, por no decir
indolente. El ministro del ramo ha venido a decir que no es una prioridad. En
lo que como profesional de la cultura puedo convenir y convengo: más
importante es que David, Yolanda, Marian y José tengan equipos de
protección adecuados, que no todos los tienen y en algún momento ninguno
los ha tenido. Ahora bien, observo cómo el Gobierno, todos los Gobiernos,
van tomando medidas para proteger a los sectores que sí consideran
importantes, aunque no sean esenciales, y las que vendrán. Ya veremos cómo
al automóvil o al fútbol, por poner solo dos ejemplos, no les faltará el bombeo
de recursos públicos, masivo si hace falta, que garantice su pujanza. Lo han
recibido antes, y siempre con ese celo y entusiasmo que la cultura no suscita.
Hay quien dice que la cultura no debe subvencionarse, y me apresuro a
añadir que yo prefiero que no se me subvencione y celebro haber podido vivir
hasta aquí del valor de mi trabajo cultural en el mercado —⁠y de mi trabajo en
otras industrias cuando el mercado no me sostenía⁠—, porque eso me da la
libertad creadora de la que disfruto. Pero el mundo no se acaba en mí, y
muchos trabajadores de la cultura se van a ver en aprietos, si no al borde del
precipicio, si no en la indigencia. Y quizá no estaría de más, como ya le ha
señalado en una carta la valiente y comprometida consejera de Cultura de la
Comunidad de Madrid, Marta Rivera, al sigiloso y casi invisible ministro del

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ramo. No milito ni militaría en su partido, ni lo he votado jamás; pero es de
justicia reconocerle su trabajo ejemplar, antes en el Congreso como presidenta
de su comisión de Cultura, y ahora en la Comunidad, para dar algo de
dignidad al trabajo y a la existencia de los creadores. Y no lo hace solo
porque ella lo sea o por solidaridad gremial: la cultura es en nuestro país un
tres por ciento del PIB, y en países que la gestionan mejor, bastante más. Una
fuente de riqueza que no se deslocaliza ni te disputan los chinos, y menos
teniendo como vehículo un idioma que es el segundo del mundo, solo por
detrás del suyo, de mucho más difícil expansión fuera de sus fronteras,
mientras que el nuestro no para de viajar.
No voy a insistir mucho más en esta guerra que para mí es tan obvia y que
sin embargo parece perdida, dada la indiscutible prioridad de los regates de
Messi o del discreto encanto de la automoción; me limito a señalar un detalle
para quien corresponda. Si hay alguien en el Gobierno que crea de veras que
la cultura sirve de algo a la comunidad y al individuo, esta es una ocasión
inmejorable para fomentarla. Por lo que toca a la lectura, sin ir más lejos, en
lugar de esas sosas campañas publicitarias en las que se van los pocos fondos
destinados a tal fin, ayúdese de alguna manera imaginativa y efectiva, con la
complicidad de editores, libreros y bibliotecas —⁠echándoles de paso un cable
y dándoles un cariño, como al resto⁠—, para que haya más libros a disposición
de los millones de españoles confinados. A lo mejor por esa vía alguno
descubre que leer es la mejor manera de estar solo y de viajar cuando uno no
puede moverse, y ganamos a alguien para la causa. Si quienes nos gobiernan,
en su infinita sabiduría, piensan que es nocivo o perjudicial para sus intereses
que se lea, entenderé que sigan absteniéndose.
En estos días no paro de pensar en algo que me ha reavivado hoy la
lectura de dos artículos. Uno versa sobre el paraíso fiscal nada encubierto que
ofrece Holanda dentro de la UE —⁠sí, Holanda, la que luego da lecciones⁠—:
un agujero negro que recuerdo bien de mis tiempos de abogado y fiscalista.
Ya entonces era el vehículo utilizado por muchas grandes empresas para
sortear los tributos de la sociedad en la que nacieron y que las sostiene. Hoy
sigue siendo la herramienta para que grandes corporaciones —⁠alguna nuestra
también, y cuyos gestores luego hacen alardes de filantropía⁠— abonen
cantidades irrisorias a nuestro fisco mientras acumulan beneficios ingentes y
fortunas personales de dimensiones inconcebibles. Se calcula que el agujero
negro holandés se traga no menos de diez mil millones de euros del impuesto
sobre sociedades que dejan de percibir otros países miembros. Lo que en el
habla coloquial se llama meterte la mano en la cartera. Viva Holanda.

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El otro artículo lo firma Francisco de la Torre, inspector de Hacienda y
exdiputado de Ciudadanos —⁠se apartó cuando el anterior líder del partido
renunció extrañamente a participar en la gobernación de su país para
inmolarse a lo bonzo en pos de la quimera de liderar la derecha española⁠—.
Pone el dedo en la misma llaga, pero de otra manera: en lo incomprensible
que es que un sistema fiscal como el español descanse sobre los lomos de la
clase media y trabajadora, infligiendo a la primera tipos que pueden llevársele
más de la mitad de su renta y cargando sobre la segunda, vía impuestos
directos e indirectos, una exacción que supera su capacidad contributiva,
mientras se permite que gigantescos beneficios empresariales, esos que luego
dan lugar a fortunas personales fabulosas, apenas tributen. O lo que es lo
mismo: la poca y menguante recaudación del impuesto sobre sociedades.
Hay quien dice que hay que dejar que las grandes empresas apenas
paguen impuestos porque atraen capitales, crean empleo y generan una
riqueza que el gravamen podría entorpecer. Bien, ya hemos visto el resultado
final de esa filosofía: qué pasa cuando aflora un riesgo sistémico que
desploma el empleo, destruye la riqueza y espanta a los capitales, y ante el
que los Estados, después de dejar tanto dinero y tantos beneficios en manos
de los que más tienen, carecen de recursos para responder y tienen que
arruinarse y endeudarse a lo bestia. Quizá sería la hora de poner sobre la mesa
el coste, en forma de contingencia, que representan para el sostenimiento de
nuestras sociedades en el mundo globalizado los riesgos de esa globalización:
desde el cambio climático hasta estas pandemias devastadoras que ya vemos
que no son una mera hipótesis. Y de procurar que a cubrir esos costes
contribuyan, si no les sabe mal, quienes se benefician de ella.
Es una economía muy deficiente, metodológicamente hablando, la que
permite que alguien obtenga y haga suyos unos beneficios irreales cargándole
a otro costes que le corresponden a él: los generados por su propia actividad y
los necesarios para sostener la sociedad de la que se nutre, y cuyas leyes y
servicios le amparan. Una economía deficiente que parte de la manipulación
ventajista y de esa idea que ya señalaba el maestro José Luis Sampedro:
entender la ciencia económica como el modo de hacer más ricos a los ricos, y
no menos pobres a los pobres.
En fin, tampoco en este punto abrigo mayor esperanza. Ya maniobrarán
—⁠ya están maniobrando⁠— para que sus marionetas políticas los mantengan a
salvo de la quema y carguen la factura sobre los costillares ya esquilmados de
los de siempre. Por la parte que me toca, ya me voy preparando a que me
suban los impuestos, directos, indirectos y cuota de autónomos, mientras

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algunos siguen añadiendo tranquilamente metros —⁠y hasta decámetros⁠— a la
eslora de sus yates. Tampoco esta lección la aprenderemos, porque es de las
que no interesa que aprendamos.
Para ahuyentar la melancolía, me refugio en el recuerdo de la modesta
Biblioteca Resistiré y del bibliotecario voluntario que la atiende, Juan, un
enfermo que está ahí, con la vía puesta y arrimando el hombro. Vergüenza
eterna para quienes se niegan a poner el suyo, cegados por el ansia de
acumular sin freno y llevar una vida ficticia que no los priva de su condición
de mortales. Vergüenza eterna también para quienes pudiendo y debiendo
impedírselo se lo permiten. En homenaje a Juan, a mis amigos guardias
civiles y médicos, a mis hermanos que forman parte de la ciudadanía sufrida
que pagará también estos platos rotos, ignoro una vez más mis reparos y al
caer la tarde vuelvo a bailar con Noemí y Núria Resistiré.

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10 de abril
Apagón cultural

Voy a tirar la basura. Lo hago cada tres o cuatro días, para minimizar las
salidas de casa y las oportunidades de propiciar el contagio, propio o ajeno.
No exploto mis desperdicios como mi vecina del yorkshire a su perrito. Como
sugiere hoy mi hermano en un tuit, los psicólogos perrunos, si los hubiere
—⁠que no me extrañaría⁠—, van a tener tarea cuando pase el confinamiento.
Jamás había visto pasear a ese pequeño can y ahora lo veo siempre que
preparo algo sobre la encimera que da a la ventana de la cocina orientada a la
calle. La vecina va siempre fumando. Mi amigo Carlos, con quien hablo hoy,
me sugiere que a lo mejor en estos días tiene compañía en casa con la que no
suele convivir y a la que no le gusta que fume. Me anoto el detalle, que
sugiere una historia, no exenta de paradoja y susceptible de alguna
compasión.
Carlos me cuenta también otra historia, por desgracia no imaginada: la de
las diligencias mortuorias de su padre, fallecido a causa de un accidente
doméstico en estos días, aunque antes de sufrirlo tenía síntomas compatibles
con infección por coronavirus; circunstancia que, con su edad y estado físico,
le hace pensar a Carlos que tal vez el accidente fue una manera rápida y
piadosa de hacer el camino ya iniciado. Me ahorro los detalles porque no
quiero ser indiscreto, pero el relato de mi amigo me hace ver hasta qué punto
nuestros ritos funerarios, la burocracia y la liturgia de la muerte, se han vuelto
sumarios e inhumanos con la epidemia. Me alivia ver, con todo, que el paso
de los días parece haberle ayudado a encajarlo.
Perdón por la digresión, pero Carlos es un buen amigo, el mejor, y los
cientos de kilómetros y el mar que nos separan no han sido nunca bastantes
para abolirlo.
Estaba hablando de la basura. Como llevo bastante, voy en el coche, y de
paso lo arranco, lo muevo un poco y así prevengo que se le descargue la

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batería. Eso quiere decir que le doy un par de vueltas a mi sector de la
urbanización, por la calle central que le sirve de distribuidor y por el borde
exterior, junto al olivar que ya es Casarrubuelos, es decir, Madrid, y los
campos que se extienden, sin edificios a la vista, hasta la vía del tren y el
arroyo que cruza el barrio. El circuito no tiene mucho más de un kilómetro y
no me suelo cruzar con nadie, pero lo hago con una sensación de
clandestinidad e infracción. También es extraña la mirada que tras la
ventanilla lanzo a ese olivar y ese campo, junto a los que solía ir en bici con
mi hija pequeña cuando la vida era normal. Ahora los veo como los vería el
presidiario al que le están vedados, y apuro de otra forma, más agónica e
intensa, su belleza verde, simple y elemental a la luz menguante del atardecer.
Y ese silencio que lo envuelve todo: el silencio que empieza a manar también
de nuestro corazón.
Hablando de silencio, hoy estaba convocado un llamado apagón cultural
para protestar por la indiferencia gubernamental hacia la debacle del sector de
la cultura por la pandemia, indiferencia de la que hablaba ayer aquí mismo.
En resumen se traducía en que los creadores debían abstenerse de producir y
distribuir contenidos a través de las redes. Al oírlo pensé, la malicia nunca
descansa, que para más de un usuario de las redes sería todo un alivio no estar
expuesto a las canciones caseras, performances de terraza, poemas de
emergencia o diarios innecesarios, entre otras paridas, que perpetramos y
tratamos de infligirles quienes tenemos el vicio de crear y tratar de darle
forma artística a lo que creamos. En suma, que era en cierto modo un arma de
doble filo y una forma de agasajar a nuestros detractores. En parte por no dar
ese gusto a quien preferiría verme callado, pero sobre todo porque no
comparto el enfoque punitivo en la relación con quienes se puedan acercar a
mi escritura, no he secundado el apagón y he publicado el diario
correspondiente a ayer como cualquier otro día.
No entiendo mucho la filosofía de la iniciativa: el consumo de la creación
artística es voluntario, quienes no la valoran se pueden eximir de sufrirla
simplemente volviendo la cara —⁠o no pinchando el enlace en las redes⁠—. Lo
mismo quienes tienen responsabilidades de gobierno y creen —⁠quizá con
razón, quiénes somos para enmendarlos⁠— que la cultura es una fruslería de la
que se puede prescindir. Al final un apagón como el planteado es una
represalia que solo opera sobre quienes nos apoyan con su atención, personas
que además en estos días pasan por una situación de reclusión más o menos
desagradable, y en algún caso por una angustia que la cultura puede aliviar.
Que de hecho alivia, según me hace notar a lo largo del día una docena de

Página 106
lectores que se me dirigen amablemente para agradecerme la ayuda que les
suponen mis libros hoy o les supusieron en alguna otra adversidad.
Nos guste o no, creo que nuestra mejor reivindicación pasa por seguir
ofreciendo lo que hacemos, que además casi todos sentimos que debemos
hacerlo, en las condiciones que haya y nos dejen, incluso frente al desprecio y
la incuria; ese es nuestro capital primero y casi diría que único, el que
debemos conservar por encima de todo y para el que un apagón que alguien
puede ver como pataleta se me antoja que puede ser una forma de menoscabo.
Mi discutible opinión.
Tan discutible, que parece que el apagón ha funcionado. De no hacer ni
caso, el Gobierno ha pasado a anunciar una reunión con los representantes del
sector en la que no solo estará el titular de Cultura, cuya irrelevancia en
cualquier gabinete nadie ha retratado mejor que el austriaco Robert Menasse
en La capital, cuando dice que en la Comisión si sale el comisario de Cultura
al baño la sesión continúa, pero si sale el de Hacienda se interrumpe. En la
reunión anunciada va a estar, de hecho, la todopoderosa ministra de Hacienda,
o presidenta en la sombra. Que eso vaya a potenciar los resultados ya es
cuestión más dudosa. Lo único que garantiza es que las quejas se podrán
plantear a quien de veras manda, no a un ministro al que se le deja
gentilmente que aparente tener la capacidad de decidir algo.
En todo caso, me inclino más a simpatizar con la toma de posición
protagonizada por los intelectuales alemanes y austríacos, entre ellos el propio
Menasse, que, encabezados por el gran pope Habermas, han firmado una carta
en respaldo de los coronabonos. Los exigen a sus renuentes Gobiernos no solo
como mecanismo de solidaridad intraeuropeo, sino como prueba del algodón
de que la UE existe, ante esta crisis que es a la vez una oportunidad de ver
cómo reacciona Europa cuando se ve sacudida por algo de lo que no se puede
culpar a la torpeza de ningún Estado miembro, es decir, cuando se ve
interpelada a lo bestia y como conjunto.
Me da que es más relevante esa asunción de responsabilidad por parte de
los intelectuales en una comunidad, esa confrontación con los dogmas y las
ideas recibidas del poder —⁠que sigue apostando con arrogancia por parches
como el que finalmente aprobó el Eurogrupo⁠—, que la sola queja corporativa
que al final suena como un «qué hay de lo mío», en momentos donde
millones de conciudadanos no saben qué va a ser de ellos. No digo que sea
ilegítimo, no digo que no pueda y deba alzarse la voz contra el maltrato de la
cultura —⁠y antes de la educación⁠—; digo que si ese es todo el mensaje, y por
la vía que se ha elegido, puede ser un error.

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También hay que reconocer que los intelectuales germánicos se benefician
desde siempre de una mayor consideración social de su actividad y del sector
industrial que produce y distribuye sus creaciones, lo que les otorga más
fuerza y autoridad para dar ese aldabonazo en la puerta del poder. Quizá hay
que pensar en cómo ganarse esa autoridad, esa consideración. En fin, que
volvemos a lo del afecto.
No dejemos de pedir que se nos otorgue el valor que se da a otros, ni más
ni menos, porque es nuestro derecho, garantizado por el artículo 14 de la
Constitución y respaldado por algún otro, como el 44. Pero busquemos la
manera de atraer a la causa a nuestros conciudadanos, sin invitarlos a desertar
de ella, y menos en días como estos. Es verdad que entre nosotros la cultura
siempre ha tenido enemigos feroces, pero nos toca reconocer que no siempre
hemos andado finos a la hora de defendernos de sus maniobras. Ya lo dijo
Epicteto: nunca achaques solo a otro el mal propio.

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11 de abril
La línea visible

Estoy procurando consumir menos información acerca de la pandemia. Me


mantengo actualizado sobre las cifras de contagiados y fallecidos —⁠para estar
al tanto de la situación y su evolución⁠—, sobre las normas que van aprobando
el Gobierno y el Parlamento —⁠para no infringirlas⁠— y procuro leer las
opiniones médicas y científicas que me parecen sólidas y documentadas.
También echo un vistazo a las reflexiones de tipo más filosófico —⁠cuanto
más comedidas, más me placen, hay demasiadas incógnitas aún para
mostrarse campanudo⁠— y, por deformación e interés profesional, a lo que
tiene que ver con la percepción de la seguridad y de quienes velan por ella en
este contexto de excepción.
Leo en el que pasa por ser el diario más leído en mi país, y en cierto modo
representativo de una cierta centralidad: «Que te pare por la calle la policía
incomoda. Que lo haga la Guardia Civil incomoda un poco más». Me detengo
en las dos frases y las releo. No deja de ser llamativo, en primer lugar, el uso
de la segunda y la tercera persona del singular con sentido de unanimidad.
Ese «te» y ese «incomoda» viene a entenderse que nos representan a todos,
esto es, que el periodista —⁠que firma una crónica sobre la participación de
militares en el despliegue para garantizar el confinamiento, no un artículo de
opinión⁠— parece considerar objetivo y generalmente aceptado lo que en su
texto afirma. Lo escribe igual que podría escribir: «que te arreen una colleja
molesta». Y tampoco deja de llamarme la atención la gradación que se
establece, en cuya virtud la incomodidad inexorable que a todos genera la
identificación a cargo de un guardia civil es superior a la que produce la
identificación por un miembro de la policía, ya sea local, nacional, foral o
autonómica.
Mi primera reflexión es que el libro de estilo del periódico en cuestión no
debe de contemplar que en estos casos el periodista escriba mejor «que me

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pare» y «me incomoda», pero quizá debería, para que veamos mejor que la
pieza pierde en el acto su carácter de reportaje para migrar a las páginas de
opinión. La segunda tiene que ver con cómo el texto denota la percepción
preferente que es de buen tono en ciertos ambientes «intelectuales» y
mediáticos mantener, incluso a estas alturas del siglo XXI, incluso en medio de
una pandemia, respecto de servidores públicos que están exponiendo su salud
y la de sus familias y que, si en estos días paran a un ciudadano en la calle, no
es en general para fastidiarle gratuitamente, sino para protegerlo y proteger
del riesgo que pueda crear al resto de la ciudadanía.
Que me pare un policía, en alguna de las contadísimas ocasiones en las
que salgo, a mí puede causarme un retraso o una inconveniencia pero no me
incomoda: lo entiendo perfectamente. Que lo haga un guardia civil no añade
ningún matiz en absoluto: sé que por lo común se me dirigirá con tanta o más
corrección que un policía. Y si tengo la mala suerte de dar con alguno que
esté nervioso o no haya asimilado las enseñanzas que recibió en la academia
respecto del trato a los ciudadanos, lo mismo puede pasarme con cualquier
agente de otro cuerpo.
Me parece que no soy el único que ha leído esa crónica con un respingo.
Lo que no me ahorrará seguir tropezándome con esa clase de generalizaciones
de una visión particular —⁠y en mi experiencia y conocimiento injustificada⁠—
y que se revisten del prestigio de verdades contrastadas e indiscutibles. Y no
solo en la prensa.
Termino de ver en estos días La línea invisible, la serie dirigida por
Mariano Barroso sobre las dos primeras muertes provocadas por ETA y su
primera baja en combate, el entonces joven líder de la organización Txabi
Etxebarrieta, elevado a la categoría de apóstol y mártir por la izquierda
abertzale. Los otros dos muertos se llamaban José Antonio Pardines y
Melitón Manzanas, y uno era guardia civil y el otro policía, precisamente. La
serie hace un cierto esfuerzo por acercarnos a ambos. Mucho más al policía
Manzanas que al guardia Pardines, aunque en este caso es el policía el que
tiene un perfil más siniestro y repelente, lo que por otra parte no deja de
ajustarse aquí a la verdad. Manzanas era un jefe de la Brigada Político-Social,
la unidad de la policía franquista especializada en la persecución de la
disidencia del régimen, en la que por una especie de selección natural inversa
acababan los funcionarios más violentos y corruptos, que además hacían un
uso generoso de la tortura y otras prácticas denigrantes. Pardines era un joven
guardia civil de Tráfico al que Etxebarrieta ejecutó a traición mientras el

Página 110
agente trataba de identificar el coche robado en el que viajaba con otro
miembro de ETA.
Dicho lo anterior, está claro que el protagonista de la serie es Txabi
Etxebarrieta, rodeado por su círculo familiar y «profesional». En el primero
están su madre, su hermana pequeña, su novia y su hermano mayor, que le
precede en la adhesión a ETA y se ve apartado de la militancia por una
enfermedad. En el segundo se integran sus compañeros —⁠y alguna
compañera⁠— de la V Asamblea de ETA, la que decidió dar el paso del
activismo al homicidio político. Estos son todos jóvenes, muy jóvenes, alguno
incluso de físico aniñado, como el propio Txabi, que en las fotos que se tienen
de él se da un aire bastante más adulto, como corresponde a un joven de
veintiséis años de los sesenta. En cuanto al punto de vista, se acaba apartando
de Txabi, al que se retrata como un joven atormentado y enardecido por su
abuso de las anfetaminas —⁠otro detalle real⁠—, para pasar a repartirse de
forma difusa pero perceptible entre otros dos personajes: de un lado, una
joven etarra embarazada —⁠estado que como es bien sabido provoca empatía
instantánea⁠—, quien recita con timbre dulce y también aniñado la voz en off
de apertura y cierre de la serie; de otro, el hermano retirado del activismo, que
tiene que aguantar a pie firme, junto a la desolada madre, la tragedia de la
pérdida de Txabi.
Una tragedia esta, dicho sea de paso, subrayada por cómo está rodada su
muerte, con planos largos y detenidos; por la imagen casi esotérica del viento
que, después de que un guardia civil lo abata en el enfrentamiento armado que
Txabi inicia, abre las ventanas de su cuarto y agita las cortinas; por la imagen
de Pietà de la madre identificando el joven cadáver desnudo en la morgue;
por el funeral que aborta la policía represora aporreando a los concurrentes,
féminas incluidas: nada menos que tres planos en los que se ve con claridad
cómo un policía golpea o avasalla a otras tantas mujeres, compungidas y
físicamente mucho más débiles.
En contraste, Pardines muere y solo vemos su cuerpo en plano cenital y
cómo le ponen una manta encima, más una llamada de su novia al cuartel
cuando oye por la radio que han matado a un guardia, acción que queda en
suspenso y sin resolver. Luego también hay un funeral, pero mucho más
rígido y envarado. Melitón, el policía corrupto y torturador, perece ejecutado
en el rellano de la escalera de su casa por un etarra que lo mira a los ojos
mientras lo despacha. Como quien hace justicia.
Antes de la muerte hemos conocido bastante a Manzanas: es un tipo
brutal, frío, ambicioso, infiel a su mujer, deshonesto. Quiere a su hija, aunque

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la atiende poco, y a su amante, aunque de la forma ventajista en que se quiere
a una querida. El perfil no se aleja mucho de la realidad, pero esto es todo lo
que hay, y el excelente actor Antonio de la Torre lo sirve con su solvencia
habitual. En cuanto a Pardines, lo conocemos brevemente en el episodio de su
muerte: en resumen, es un pobre chaval de pueblo, sin glamur ni grandeza de
ninguna especie, que maniobra con torpeza para conquistar a la camarera de
un bar de carretera. Nada que ver con Txabi, un estudiante brillante que
renuncia a su novia, escribe poemas y al que se ve en entornos mucho más
favorecedores: impartiendo clases ingeniosas en la universidad como profesor
ayudante, oteando el infinito desde una barca mientras navega. Cierto es que
ambas cosas son coherentes con las biografías reales de ambos. Pero el
tratamiento cinematográfico está ahí, y no es en absoluto casual. Ha
interesado indagar en la vida de Xabi Etxebarrieta y encontrar aspectos
fascinantes y/o seductores que lo singularizan y lo enaltecen como individuo.
Pardines, aunque el actor que lo encarna está muy bien y se le parece
increíblemente, no da mucho más de sí: es lo que es, lo que ya preveíamos, lo
que siempre han sido los que desde la pobreza han abrazado un uniforme. Sin
apenas individuación.
Hay más detalles: ya se ha anotado que los etarras son todos jóvenes,
majos y se puede añadir que en general están encarnados por actores
atractivos. Como una especie de Al salir de clase con pistolas. Sale otro etarra
que no es tan joven, el Inglés, uno de los fundadores, interpretado por Asier
Etxeandia. Viaja en Mercedes, incluso en avión privado, y va siempre vestido
como un dandi. Por contraste, Melitón lleva trajes sosos de los que desborda
su barriga, una gabardina y una boina, indumentaria realista, pero que
comparada con la del otro no deja de ofrecer ese contraste icónico, drástico y
patente. Y los policías y los guardias civiles de uniforme, además del aspecto
hosco que ya de por sí otorgaba la uniformidad franquista, son en general
gente de fisonomía ruda y desagradable. Pero como se puede ir todavía un
poco más allá, la serie no deja de explorarlo.
En todas las ocasiones en las que aparecen miembros de la Policía
Armada disolviendo manifestaciones a golpes llevan el casco modelo Z42,
copia del casco alemán de la segunda guerra mundial y reglamentario en el
ejército español durante bastantes décadas. También lo fue de uso común en
la Policía Armada, pero solo hasta la década de los sesenta, en la que se
sustituyó por el modelo M1, de plástico, redondo y de inspiración
norteamericana. Restos de Z42 quedaban en algunas unidades, pero si uno
mira la prensa de la época, por ejemplo fotos de las protestas estudiantiles de

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1965 y 1968, recopiladas en algún reportaje de ABC, aparecen
exclusivamente cascos redondos. En la serie, sin embargo, incluso en la
disolución a golpes del funeral de Txabi —⁠junio de 1968⁠—, solo se ven
cascos Z42, es decir, en el subconsciente de muchos, a un grupo de nazis
dando estopa a civiles desarmados, que a todos nos recuerdan… No hace falta
decirlo.
Entiéndase bien: no es imposible, cascos de esos quedaban, aunque ya no
fueran, por incomodidad y aspecto, los habitualmente utilizados. Pero ante la
duda…
Expuesto cuanto antecede, me parece de justicia reconocer el sólido
ejercicio de realización que, como no puede ser de otro modo, desarrolla
Mariano Barroso. No es menos justo reconocer el trabajo sobresaliente de
muchos de los intérpretes, incluidos algunos de los más jóvenes; también
Álex Monner, que hace de Txabi con una intensidad que al principio me
estorbaba un poco pero acabé entendiendo y aceptando como una solución
inteligente y ajustada para su personaje. Con nota pasa también la serie los
apartados de producción, ambientación y fotografía. En suma: se trata de una
narración audiovisual de alto nivel y enorme interés. Y que su protagonista
sea un partidario de asesinar al prójimo no solo es artísticamente legítimo,
sino que se inscribe en una brillante tradición, glosada por De Quincey y con
nombres tan señeros como los de Fiódor Dostoievski o Jim Thompson.
Lo que no puedo dejar de anotar es que, sin ignorar los muchos aspectos
tétricos y repugnantes del régimen entonces vigente en España, y su
capacidad de envilecer las instituciones, incluidas la Policía y la Guardia Civil
—⁠en términos que por edad apenas puedo recordar, pero he contrastado a
menudo con mis mayores y con los viejos del lugar de esos cuerpos⁠—, el
relato de La línea invisible se esfuerza más en la empatía con quienes
promovieron y aceptaron el homicidio como arma política que con quienes no
por ser funcionarios públicos bajo un régimen odioso eran sin excepción
esbirros o moralmente despreciables. Con quienes incluso, en esta y otras
historias, desempeñaron, como Pardines, el papel de víctimas. Esa es la línea
visible que, como he tratado de argumentar, atraviesa la serie.
Y eso me invita a hacerme unas cuantas preguntas, que toman un cariz
especial en estos momentos en los que los herederos de Txabi no matan
porque ya no pueden, pero tampoco ayudan en nada a salir de la que tenemos
encima, y los herederos de Pardines ahí están, jugándose la piel frente al virus
después de habérsela jugado y haberla perdido más de doscientas veces, para

Página 113
devolverles a los vascos y a todos los españoles el derecho y la libertad de no
ser asesinados por sus ideas.
No me voy a apresurar a responderlas, esas preguntas. Meditaré sobre
ellas.

Postdata de 25 de mayo: Ha merecido esta entrada del diario una cita en


una amplia reseña sobre La línea invisible publicada en El Cultural por Enric
Albero, cuya lectura recomiendo porque contiene varias reflexiones
interesantes —⁠por ejemplo, sobre la extraña voz en off que abre y cierra la
serie, aunque quizá no se haga todas las preguntas que cabría hacerse sobre su
función y sobre el porqué de su inclusión, tan llamativa⁠—. Al final alude a
este diario para deslizar que, en la medida en que se aparta de su criterio, que
debe de ser el auténtico, vendría a contener una interpretación descaminada.
Como he leído a Montaigne y me pareció convincente, yo me limitaré a decir
que él tiene su opinión y yo la mía y que ahí están las dos para lo que puedan
servir, a quien de algo sirvan, si es que de algo sirven. También la lectura de
Montaigne me previene contra su arriesgada comprensión de los asesinatos
selectivos (!) y contra la teoría de que el terrorismo de ETA algo de útil tuvo.
Respecto de lo primero, permítaseme recordar este bello pasaje de los
Ensayos: «C’est mettre de ses conjectures à bien haut prix, que d’en faire
cuire un homme tout vif». En muy alta estima hay que tener la propia
conjetura para justificar en su virtud un sacrificio humano. En cuanto a lo
segundo, de qué sirvieron los asesinatos de ETA, prefiero guiarme en este
caso por el criterio del PCE, que en 1968 ya hacía muchos años que había
abandonado la lucha armada contra la dictadura, interpretando —⁠con buen
juicio, como luego se habría de ver⁠— que la democracia vendría por otra vía.

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12 de abril
Enlentecidos

Termino el día pegándome una buena paliza en la elíptica del sótano, al ritmo
de una remezcla extendida del Always On My Mind en la versión de los Pet
Shop Boys. Siempre me ha parecido una canción emocionante, y la relectura
de los PSB tiene además una alegría contagiosa. Ha sido no hace mucho
cuando he descubierto que es buena para mantener un ritmo razonable y a la
vez eficaz en la elíptica. Me he forzado a este ejercicio casi nocturno, después
de tres días en los que no había sacado tiempo para hacerlo, porque el
transcurso de los días de confinamiento, y alguna tarea de esas prolijas y
laboriosas a la que me he dedicado hoy, me habían dejado la sensación de
estar un poco amuermado. No soy el único. Estamos cerrando el primer mes
de reclusión y son varias las personas que me refieren que se sienten espesas,
ineficientes. Que al principio los días parecían cundir mucho, y ahora se les
pasan con un fruto mucho menor, dejándoles los propósitos a medias.
Puede ser en parte efecto del cambio de hora primaveral, que en esta
anormalidad en la que vivimos no hemos terminado de asimilar. O puede ser,
más probable resulta, que después de tanto encierro estemos perdiendo
reflejos, chispa, y poco a poco, si nos descuidamos, nos vamos quedando
enlentecidos, uno de esos hermosos vocablos del castellano que casi nadie usa
y que tanto costaría traducir a otro idioma, con todos los matices y la
sensación de tiempo detenido que la propia palabra transmite al pronunciarla
o escucharla. Es este un estado quizá comprensible, inevitable, pero contra el
que no podemos sino rebelarnos. No es muy diferente de ese adormecimiento
que produce la congelación, y del que más vale que haya a mano alguien que
te sacuda, como leo en estos días que hacía Jenofonte con los hoplitas y
peltastas de los Diez Mil, el contingente de mercenarios griegos al que dirigió
en su accidentado regreso a la patria para escapar a la venganza del rey persa

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Artajerjes, cuando alguno se quedaba tendido sobre la nieve mientras
cruzaban las montañas de Armenia.
Si uno quiere cruzar el terreno hostil, llegar a la vista del mar y poder
gritar el ¡Thalassa, Thalassa! que aquellos soldados exclamaron al
contemplarlo, no puede dejarse arrastrar por la indolencia. A Jenofonte lo
odiaron más de una vez sus hombres, cuando los arreaba sin contemplaciones,
como me odio yo a mí mismo mientras me fuerzo a mantener el ritmo en la
máquina, pero al llegar otra vez a los dominios de los griegos se lo
disculparon y se le mostraron agradecidos. Cuando termina el esfuerzo, me
ducho y me afeito, me siento mucho mejor. Menos obtuso.
Enlentecido parece también el presidente del Gobierno, que en la rueda de
prensa de hoy, tras la conferencia de presidentes con los líderes de las
Comunidades Autónomas, ha hecho el discurso más breve que se le recuerda
en estos días. Lo que no me parece mal: si las homilías se alargan la parroquia
bosteza y se evade mentalmente del templo, y el mensaje de hoy era delicado
e importante. Mañana lunes reanudan la actividad los trabajadores de sectores
productivos no esenciales que no pueden recurrir al teletrabajo: una medida
arriesgada que lo será aún más si quienes salgan de su casa y viajen en trenes
y autobuses no tienen mucho cuidado y no aplican con rigor las
recomendaciones sanitarias. Incluido el uso de esas mascarillas que el
Gobierno asegura que va a repartir, y que algún Gobierno autonómico, como
me avisa Rafael, uno de mis amigos médicos, suministra y buzonea de un
modo que más parece una broma que un servicio. Lo ha hecho el de
Cantabria, con un modelo de circunstancias en el que lo que más parece
importar es el logo que dice que todo va a salir bien, clara propaganda del
gobernante impulsor. Por lo demás es una chapuza que, me dice Rafael, poco
o nada protege.
Por cierto que en la reunión varios presidentes se le han echado encima al
que tiene el dudoso privilegio de sujetar en sus manos el mando único en tan
apurada coyuntura —⁠pienso mucho en estos días que de haberlo sabido quizá
no habría puesto tanto empeño en sobrevivir a los sucesivos intentos de
ejecución política que ha sufrido⁠—. Le han reprochado que no valide con
ellos previamente las decisiones que desde ese mando único va tomando. El
reproche puede tener su fundamento, desde la descentralización que consagra
la Constitución vigente o la necesidad de coordinación entre
administraciones, y no está de más que quien concentra por las circunstancias
tanto poder tenga algún contrapeso. Pero que se le exija a quien tiene que
resolver en emergencia continua multitud de cuestiones, asumiendo toda la

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responsabilidad por ello, que no deje de pasar antes sus iniciativas por el
manto de los caudillos regionales, es algo que casa mal con ese propio
concepto de mando único. Piénsese en Eisenhower el 6 de junio de 1944, con
la zapatiesta ya liada y las barcazas en la playa y bajo el fuego enemigo, y
teniendo que comentar cada orden con Patton o con Montgomery antes de
darla.
Cuestión aparte es que a alguno le cueste mucho aceptar que forma parte
de un Estado del que no es la cabeza, o que luego los errores que cometa el
mando único deban ser fiscalizados por el control parlamentario, e incluso
judicial.
En todo caso, el tiempo dirá si esto que ha decidido el Gobierno —⁠en sus
propias palabras, levantar la hibernación de la economía manteniendo el
confinamiento⁠— tiene resultados favorables o contraproducentes. Si
amortigua el golpe económico y no aumentan de manera sensible los
contagios, será un éxito. Si la diferencia en las cuentas del PIB es poca y el
impacto sanitario adverso y perceptible, ya se puede preparar el mando único
a que se pida su cabeza para clavarla en una pica. En cualquier otro escenario,
ya sabemos: cada uno arrimará el ascua a su sardina y mantendremos el
espectáculo fatigoso al que vivimos acostumbrados desde hace años, y que la
pandemia no parece haber sido seísmo suficiente para interrumpir.
Aunque se atisba alguna señal de que eso podría cambiar. El ofrecimiento
de unos nuevos pactos de la Moncloa para la reconstrucción nacional, en la
estela y siguiendo el modelo de los cerrados en 1977, no se ha concretado aún
por el Gobierno de manera suficiente y halla la resistencia furiosa de los que
cabía prever; pero Ciudadanos se muestra receptivo, lo que deja al primer
partido de la oposición en el incómodo dilema de subirse a la grupa de
Babieca, a mayor gloria del Cid, o tratar de tener una agenda propia y más
moderada. A la izquierda más incendiaria el hecho de ocupar ministerios y la
necesidad de no salir muerta de esta crisis que la ha pillado en el poder ya la
invitan, cada día, a bajar el pistón.
No es cosa de esperanzarse, que ya sabemos todos dónde vivimos y con
quién nos jugamos los cuartos; pero si los cerebros se despejan y
desenlentecen —⁠perdón por el neologismo⁠— quizá hasta haya una
oportunidad de hacer algo.
Little things I should have said and done, «pequeñas cosas que debí decir
o hacer», recuerda con amargura la canción que me sigue marcando el ritmo
incluso después de bajarme de la elíptica. Esta vez no podemos dejar de
tomarnos el tiempo que necesiten: para salir cada uno cuerdo y entero de la

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cuarentena; para tener alguna opción de resolver la tarea ingente que tras ella
nos aguarda como comunidad.

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13 de abril
Jenofonte y el liderazgo

Leo en los periódicos que los griegos, esos europeos a los que hace unos
pocos años todos los demás dieron en mirar por encima del hombro, amén de
obligarlos a jibarizar sus prestaciones y servicios públicos, han tenido un
éxito notable en la contención del coronavirus, entre otras razones porque
tienen un sistema sanitario tan endeble y debilitado —⁠los recortes para
contentar a los «hombres de negro» lo redujeron a un tercio de su capacidad
anterior⁠— que no podían permitirse la avalancha de enfermos que otros
hemos sufrido. Para ello, se adelantaron a tomar medidas y las adoptaron con
absoluta determinación.
Es, qué duda cabe, un ejemplo de liderazgo, en una circunstancia en la
que, lo queramos o no, todos nos preguntamos si los líderes a cuyas
decisiones se encomienda nuestra salud y en última instancia nuestra
supervivencia, física y económica, están a la altura. Como madrileño, español
y europeo, me fijo en los que a mí me tocan —⁠Ayuso, Sánchez y nadie⁠—, y
mentiría si dijera que en todo momento estoy tranquilo y confiado en tener mi
futuro en buenas manos.
En estos días termino de releer la Anábasis de Jenofonte, que saboreo en
esta ocasión en la traducción relativamente reciente (2006) de Óscar Martínez
García. Qué historia tan inspiradora, y qué bien contada está. Como señala
con inteligencia su traductor, Jenofonte, compensando sus carencias como
historiador y filósofo, que lo colocan en desventaja frente a Tucídides o su
condiscípulo Platón, tenía esa rara virtud que denomina el «pequeño gran
estilo», conforme a la expresión que utiliza Claudio Magris respecto de la
escritura de Emilio Salgari. Sin pretensiones de elevación, Jenofonte logra
pasajes de profundidad verdadera y perdurable. A lo que hay que añadir su
condición de testigo en primera fila y protagonista de la aventura que está
contando, y que no es, por otra parte, una aventura cualquiera.

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La historia es bien sabida por los conocedores de la Antigüedad clásica.
Allá por finales del siglo V a. C. un contingente de algo más de diez mil
mercenarios griegos acompaña al príncipe persa Ciro en su expedición contra
su hermano, el rey Artajerjes, al que pretende destronar. Los dos ejércitos
traban batalla en Cunaxa, a unos setenta kilómetros de Babilonia, en lo que
hoy es Irak. Los griegos, cuya infantería pesada, los hoplitas, era la más
formidable del mundo, ponen en fuga a los persas que se les enfrentan en su
sector, pero Ciro sucumbe con los suyos en la parte del frente que asume
personalmente, lo que significa su derrota y el fin de su vida y de sus
pretensiones. Los griegos se quedan aislados en un reino hostil, a más de 3000
kilómetros de su hogar. Intentan pactar con Artajerjes para que los deje
marchar y en principio el persa accede, temeroso del poderío del contingente,
inferior en número pero muy superior en capacidad bélica a sus tropas. Sin
embargo, poco después de iniciar la retirada, uno de los tributarios de
Artajerjes, Tisafernes, les tiende a los estrategos o generales griegos una
trampa que le sirve para desembarazarse de ellos. Descabezados, los griegos
eligen a nuevos jefes, entre ellos a Jenofonte, para continuar la retirada y
abrirse camino por la fuerza, cosa que finalmente logran, llegando hasta las
orillas del mar Negro y de ahí a Grecia.
Hay un pasaje de la Anábasis en el que Jenofonte nos ofrece, quizá sin
querer, pero no de manera completamente inadvertida, un breve tratado sobre
los distintos tipos de liderazgo. Se trata del perfil que hace de los tres
principales estrategos que caen en la trampa de Tisafernes, después de narrar
su infortunio.
El primero de los tres era Clearco de Esparta, al que retrata así:
Es fama que decía que un soldado debía temer más a su jefe que al enemigo, si se
quería que respetase el turno de guardia, que no acarrease daño a los pueblos amigos
o que marchase contra el enemigo sin buscarse pretextos. Así es, en los momentos
críticos los soldados estaban dispuestos a obedecerle incondicionalmente y le
preferían a cualquier otro. En tales situaciones, decían, su semblante sombrío
irradiaba serenidad, y su severidad parecía tornar en determinación frente al enemigo,
de modo que lo que antes era brusquedad se transformaba en seguridad. Pero cuando
se encontraban fuera de peligro y podían pasarse a las órdenes de otro, lo
abandonaban: lo cierto es que no era un tipo amable, sino duro y despiadado.

El segundo, y además el jefe a cuyas órdenes se había incorporado


Jenofonte a la expedición, se llamaba Próxeno de Beocia, cuyo carácter
describe de este modo:
Sabía manejarse con las personas de bien, pero no era capaz de infundir en sus
soldados ni respeto ni miedo, sino que, por el contrario, se sentía más cohibido ante
sus soldados que sus subordinados ante él. Además era evidente que tenía más miedo

Página 120
de atraerse la enemistad de sus hombres que el que tenían ellos de desobedecerle.
Creía que para ser y parecer un verdadero jefe bastaba con elogiar al que actuaba
bien y no alabar al que hacía mal; razón por la que las personas honestas de su
entorno le eran adictos, mientras que la gente sin principios actuaba a sus espaldas al
creer que era fácil de manejar.

El tercero, Menón de Tesalia, es sin duda el que sale peor parado:


Pensaba que el camino más corto para lograr lo que deseaba era el perjurio, la
mentira y el engaño, y que la sencillez y la verdad eran sinónimos de estupidez. Era
evidente que no sentía afecto por nadie, y si se declaraba amigo de alguien estaba
claro que tramaba su ruina. Jamás se burlaba de un enemigo, pero en sus
conversaciones siempre ridiculizaba a cuantos le rodeaban. Nunca ponía sus miras
sobre las posesiones de sus rivales, pues pensaba que era difícil apoderarse de los
bienes de quien está en guardia; por el contrario, creía que era el único que sabía lo
fácil que era hacerse con los de los amigos por el hecho de que no estaban vigilados.
Para ganarse a los soldados se las ingeniaba participando en sus fechorías.

De su propio estilo de liderazgo Jenofonte deja múltiples indicios a lo


largo del relato. No le tiembla el pulso a la hora de forzar a los remisos, pero
tampoco a la de dar él mismo ejemplo: cuando un infante le afea en una
cuesta arriba que él va a caballo, se baja de él y toma el pesado escudo del
otro para subir el primero aun yendo cargado. Sin embargo no tiene un
comportamiento individualista, opaco o autoritario: las decisiones graves las
somete con transparencia a la asamblea de la tropa, para que entre todos
decidan lo que más beneficia al conjunto. Expone con convicción y capacidad
de persuadir sus propias razones, como buen discípulo de Sócrates, pero deja
que los afectados sopesen y decidan por sí lo que les conviene. Y cuando al
final de la marcha se plantea otorgarle el mando único, demuestra su falta de
ambición y lo rechaza alegando que es ateniense, no espartano, y siente que
no puede encabezar un contingente donde los espartanos son muchos y tienen
un prestigio militar superior. En su fuero interno hay sin embargo una razón
aún de más peso, y que no deja de confiarle al lector de su relato: «Cada vez
que daba en pensar que el futuro de todo hombre es incierto y que, por tanto,
existía el riesgo de perder el prestigio, le embargaba la duda».
Es de imaginar que más de un líder en ejercicio de su cargo, en estos días,
agradecería haber tenido la prudencia y la capacidad de anticipación de
Jenofonte para prever esos reveses de la fortuna que pueden dar al traste con
el más sólido de los prestigios y no haber aspirado a liderar nada. También es
de imaginar, respecto de todos los líderes, los que tenemos más cerca y
aquellos a los que miramos desde más lejos, que quienes los enjuician verán
en ellos más a un Clearco, un Próxeno, un Menón o un Jenofonte en función
de sus simpatías y antipatías, sus afinidades y enemistades. Y quizá no sea

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posible hallar un líder en el que no se mezclen los rasgos de algunos o de
todos los mencionados.
En todo caso, se me ocurre que lo que importa es que el líder en cuestión
acierte a tener claro lo que tuvieron todos ellos —⁠salvo Menón, que intrigó
con el persa⁠—. Es difícil expresarlo mejor que Jenofonte, a quien vuelvo a
ceder la palabra:
Mientras seáis muchos y estéis unidos, como ahora, estoy convencido de que os
guardarán respeto y tendréis lo necesario. Pero si os dispersáis, si dejáis que vuestra
fuerza se segmente en distintos pedazos, no tendréis alimento que llevaros a la boca
ni posibilidad de salir indemnes.

Conviene destacar que el contingente griego era cualquier cosa menos


homogéneo: había espartanos, arcadios, aqueos, beocios, cretenses… Fue la
determinación de sus sucesivos jefes de mantenerlos unidos, pese a los
intentos de fragmentación que no dejó de haber a lo largo de la marcha, lo que
permitió que se salvaran.
También tuvieron claro, en especial Jenofonte, la actitud que debían
preocuparse de mantener en el seno de la tropa que estaba a sus órdenes:
Si alguien les hace cambiar de actitud de modo que dejen de pensar únicamente en lo
que les puede pasar y piensen también en lo que pueden hacer, se encontrarán mucho
más animosos, porque sabéis perfectamente que no es el número ni la fuerza lo que
consigue las victorias en la guerra: solo a aquellos que con la ayuda de los dioses se
lanzan con ánimo resuelto contra los enemigos, la mayoría de las veces, su oponente
no logra contenerlos. Quienes en la guerra ansían a toda costa salvar el pellejo, por
regla general acaban muriendo de la peor manera y cobardemente, mientras que
quienes han entendido que la muerte es común a todos e ineluctable, de uno u otro
modo, mientras viven, llevan una existencia feliz.

En estos días ha sido muy criticado el recurso del presidente Sánchez a la


metáfora bélica. Incluso se ha mostrado contrario a su empleo el presidente
alemán, Steinmeier, que dice, y no le falta razón, que la pandemia es más bien
un test de humanidad. A los varios líderes que entre nosotros preferirían no
tener la nacionalidad española también les irrita especialmente ver a militares
españoles en las ruedas de prensa, y no dejan de señalarlos como una
presencia infamante. Para unos y otros, tómese aquí la guerra como alusión,
en general, a cualquier clase de desafío a la supervivencia del que es
necesario salir victorioso, y en el que, como no puede ser de otro modo, se
pone a prueba nuestra humanidad.
Hoy cumplimos treinta días, el primer mes del estado de alarma y
reclusión. El pronóstico del tiempo daba lluvia intensa para toda la jornada.
Ha fallado y a mediodía hemos tenido bastante sol. He salido al jardín con
Núria y hemos estado un rato jugando a la pelota. Le ha servido a ella para

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correr y ejercitarse, algo que con siete años necesita más de lo que las
circunstancias permiten. A mí, para tomar el sol y pescar algo de esa
vitamina D de la que andamos tan faltos todos. Ha sido nuestra pequeña
victoria de hoy contra el confinamiento. Lo que hemos podido hacer,
olvidándonos por un momento de lo que nos puede pasar.
Por cierto, Anábasis significa en griego subida o ascensión. El relato de
Jenofonte podría tomarse, pues, como una aproximación al arte de ir cuesta
arriba. Una lectura más que recomendable, para todo el mundo, en estos
tiempos.

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14 de abril
Historias de amor

Leo en varios medios que a los sanitarios y cajeros de supermercado les piden
en las comunidades de vecinos en las que viven que se muden o se vayan a un
hotel, por miedo al contagio. Lo hacen con letreros en el ascensor que les
apelan directamente, y que suelen advertir de que en la comunidad viven
personas mayores. No es un caso aislado, las historias se repiten por doquier.
El ser humano parece tener una querencia natural por el establecimiento de
lazaretos. Llega al extremo de desearlos y promoverlos, incluso, para quienes
se arriesgan a fin de que sigamos teniendo algo que comer o alguna atención
si el virus hace presa en nosotros, nos encuentra las vueltas y nos pone
bocabajo. Fastuoso.
Voy al Mercadona bajo una tempestad, a hacer la compra semanal, y no
puedo evitar mirar con un afecto especial a los muchos y diligentes
empleados que lo atienden estos días y se afanan reponiendo, cobrando,
velando por que la gente guarde la distancia. Imagino que a alguno lo miran
mal sus vecinos. No puedo evitar el impulso de abrazarlos, aunque sepa que el
abrazo sí lo debo evitar.
Qué ha sido de aquello del amor fraterno. Del querer al prójimo como a
uno mismo, ese mandamiento nuevo del cristianismo que veinte siglos
después parece haber quedado en desuso en beneficio del like, que en
cualquiera de sus formas —⁠desde el corazón o el emoticono al aplauso de
balcón⁠— cuesta mucho menos y no te expone al contagio. Y sin embargo, el
verdadero amor, el único que significa algo —⁠y estando como estamos,
deberíamos tener alguna querencia por lo que significa algo y mandar a hacer
gárgaras las poses vacías⁠—, es el que acepta arriesgarse.
Nada lo ilustra mejor que una historia de amor con la que me reencontré
estos días y que reconozco, con vergüenza, que había olvidado. Para que no
vuelva a pasar, la apunto aquí, con ánimo de guardar para siempre, y nunca

Página 124
dejar que se me zafe de la memoria, el nombre del protagonista. Es una de las
muchas historias que recoge Jenofonte, del que hablábamos ayer, en su
Anábasis. En concreto, sucede casi al final, cuando los supervivientes de los
Diez Mil griegos han cubierto casi todo su periplo y como penúltima etapa,
después de pasar por Bizancio, aceptan combatir en calidad de mercenarios al
servicio del cruel caudillo tracio Seutes. En esas andan, arrasando aldeas y
sometiéndolas a su cliente, que ordena a los suyos matar despiadadamente a
todos los varones a golpe de jabalina, cuando pasa algo. Permítaseme otra vez
disfrutar, e invitar a disfrutar, de la prosa de Jenofonte (trasladada al
castellano por Óscar Martínez García):
Había un cierto Epístenes de Olinto al que le gustaban los muchachos, el cual, al ver
a un guapo jovencito, apenas un adolescente, que estaba a punto de morir abrazado a
su escudo, corrió hacia Jenofonte y le suplicó que acudiera en auxilio de aquel
hermoso niño. Jenofonte, entonces, se dirigió hacia Seutes y le rogó que perdonara la
vida al muchacho, explicándole los gustos de Epístenes, quien, en una ocasión, había
formado una compañía atendiendo exclusivamente a la belleza de sus soldados; por
lo demás, con ellos a su lado había demostrado ser un hombre valiente. Seutes lanzó
una pregunta: «Epístenes, ¿estarías dispuesto a morir en su lugar?», y este,
ofreciendo su cuello, respondió: «¡Golpea! Basta con que el muchacho lo ordene y
me guarde gratitud». Así pues, Seutes se volvió hacia el niño y le preguntó si había
de matar a este en vez de a él, a lo que el joven dijo que no, suplicándole que
perdonara a los dos. En ese momento, Epístenes rodeó al niño con sus brazos y gritó
lo siguiente: «¡Ahora, Seutes, tendrás que enfrentarte conmigo por este muchacho,
porque no lo voy a soltar!». Seutes rompió a reír, dando por zanjado el asunto.

En un principio, Epístenes de Olinto puede parecer sin más alguien que se


deja llevar por un capricho, en este caso el de esclavizar para su disfrute a un
joven al que puede tomar como botín de guerra. Pero en el momento en el que
acepta el sacrificio su atracción se convierte en amor; un amor que encuentra
recompensa en la súbita correspondencia de quien es objeto de él. La risotada
de Seutes, un hombre posiblemente incapaz de amar, nace de la
incomprensión de ese acto de sacrificio que Epístenes de Olinto hace
irreversible abrazándose al chico.
Es curioso, lo había olvidado, pero quizá no del todo. Me viene a la
memoria la historia que se cuenta en una novela titulada Y te irás de aquí, que
firma una tal Patricia Kal. También en ella hay una atracción súbita,
cuestionable como impulso amoroso, hasta que alguien acepta un sacrificio. Y
no debo decir más.
Hoy es 14 de abril, y en el medio en el que todo el mundo se retrata en
nuestro tiempo, las redes sociales, abundan las proclamaciones de amor por la
República. Soy republicano convencido, y estoy alineado con los motivos por
los que vino la II República un 14 de abril, hecho del que cuento con el relato

Página 125
vivo y emocionado de un testigo, mi abuelo Manuel, que ese día prestaba
servicio como miembro del Cuerpo de Seguridad en la Puerta del Sol. Ello no
quiere decir, y esta aclaración ya resulta algo fatigosa, que bendiga todos los
desmanes cometidos bajo la tricolor, y menos que simpatice con los muchos
que a su amparo maniobraron tan eficazmente como los militares sublevados
para destruir la República.
Sin embargo, en esta ocasión, en mi red social zombi, en la que solo
difundo enlaces o citas, me he limitado a reproducir unas palabras de El
advenimiento de la República, el delicioso relato de aquel 14 de abril de Josep
Pla. Es un pasaje recogido en las páginas de Recordarán tu nombre,
semblanza novelada de un protagonista —⁠involuntario como mi abuelo⁠— de
esa jornada. En particular el momento en el que Miguel Maura, el
conservador de derechas que asumió la cartera de Gobernación en el
Gobierno Provisional de la República —⁠sí, también los había⁠—, va llamando
a todos los gobernadores civiles y los pone expeditivamente a sus órdenes.
Era, sin menoscabo de mi convicción republicana, todo lo que me parecía
oportuno decir al respecto en esta circunstancia que nos abruma. Sin embargo,
veo que el vicepresidente del Gobierno, que ha prometido ante el rey guardar
y hacer guardar una constitución monárquica, se descuelga con un hilo en el
que reivindica la República lamentándose además de tener que soportar a un
monarca que viste de militar, lo que parece suponer un desdoro estético en un
jefe de Estado. No deja de ser pintoresco, primero, que uno se oponga en
Twitter a lo que ostenta a diario, desde un coche y un despacho oficial y con
escoltas y subordinados sometidos a esa constitución; y segundo, que se
señale como anómala una circunstancia que se observa en multitud de jefes de
Estado, coronados o no, y con una especial frecuencia en regímenes a los que
el vicepresidente se ha declarado afín.
A mí tampoco me gusta especialmente que al monarca se le haga hueco
por ser quien es en unas academias militares para las que se pide una nota
muy alta y de las que se queda fuera mucha gente que sueña con entrar en
ellas. Y ya he dicho que me siento y me sentiré siempre republicano, porque
creo que es la forma de gobierno más racional para las comunidades
políticamente adultas, y me resisto a aceptar que la mía no lo es. Pero si
hubiera transigido en ser vicepresidente del Gobierno de un régimen
monárquico, lo que me obligaría antes a hacerme algunas preguntas
incómodas sobre si estoy siendo coherente con mis principios, luego
procuraría conducirme con más contención. Y más mientras mis
conciudadanos sufren los efectos de una pandemia que el gabinete del que

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formo parte, con excusa o sin ella, siguiendo o no el criterio científico, no
supo anticipar suficientemente.
Se lo dijo a uno de sus subordinados un general alemán, Henning von
Tresckow, antes de poner en marcha la frustrada conspiración contra Hitler de
1944, que acabaría costando la vida a todos los implicados: «El valor moral
de un hombre se mide por la capacidad de sacrificarse por sus convicciones».
No de medrar gracias a ellas, no de negociarlas a conveniencia, no de
condensarlas en un hilo de tuits con cualquier ocasión, que es lo que ahora
parece estar de moda, y se vienen a la memoria unos cuantos nombres de
personas a las que no solo no les ha costado nada pensar lo que piensan y
tuitearlo, sino que les ha servido para aumentar y no poco su fortuna personal.
Las convicciones, como el amor, son riesgo y sacrificio. Todo lo demás,
trampa para incautos, ruido que se lleva el viento.
Que le pregunten a Epístenes de Olinto, hoplita curtido en cien combates
frente a los enemigos más feroces. Y al muchacho tracio que no quiso que lo
mataran por él.

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15 de abril
Orión en Pompeya

Encaro el segundo mes de confinamiento con la sensación de que el encierro


apenas me da respiro. Entre los trabajos pendientes, los que me caen o me
echo encima, las tareas domésticas, los deberes de Núria, la atención que hay
que darle para amenizarle la reclusión o las llamadas a quienes no están
conmigo, siento que las jornadas se me pasan a toda velocidad y sin tiempo
para el asueto. Hoy le araño al día un rato para trastear por la red y me
encuentro con alguna que otra noticia que me da que pensar. En un periódico,
por ejemplo, hay una entrevista con una joven estrella de la canción, una de
esas que salen por docenas cada año de alguna factoría televisiva, para
exponerse a la cruda selección natural del mercado que a largo plazo
permitirá sobrevivir, como mucho, a una o dos. Dice que se sabe «como poco
intensa» y que por eso no se pone muchas tareas para la cuarentena y muchos
días no hace nada. No leo la entrevista entera, apenas paso de las primeras
preguntas, y no por desinterés —⁠nada humano deja de interesarme en alguna
medida⁠—, sino porque me quedo en esa idea inicial, que tanto contrasta con
mis días, y en esa nueva acepción que al adjetivo intenso/a le han dado los
jóvenes.
Quizá me equivoco, pero viene a ser uno de esos casos en los que un
vocablo que parece denotar alguna clase de reparo o autocensura, en realidad
es un autoelogio encubierto al que se invita, sin excesiva picardía, a sumarse a
quien lo escucha. Es curioso el lenguaje, los pliegues y torsiones que le
acabamos dando.
Lo que sí capta por entero mi atención, e incluso me fascina, es el vídeo
que encuentro poco después: está grabado con un dron y recorre las dos
últimas casas desenterradas en Pompeya, mientras el director del yacimiento
arqueológico explica los hallazgos que han deparado. No son demasiado
grandes; una tiene un jardín y frescos de estilo tardío; la otra, paredes en

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estuco de estilo temprano y, sobre todo, un gran mosaico en el suelo de una de
las estancias, perfectamente conservado y de veras espectacular. Representa el
mito de Orión, el cazador, y según el director de las excavaciones tiene
probable influencia egipcia. Llama la atención el color azul oscuro de la parte
superior, una tonalidad poco frecuente en los mosaicos romanos y que aquí
domina la imagen. Con ese color se representa el cielo nocturno, la bóveda
celeste a la que Orión se incorpora, convertido en constelación, después de
que un escorpión gigante acabe con su vida. Me gusta tanto que no puedo
evitar tomar una fotografía del vídeo, aunque la calidad de la imagen no le
haga justicia al trabajo de ese artista de hace dos milenios.
Me quedo pensando en el mito, en Pompeya, y en la oportunidad que el
recuerdo de uno y otra tienen en estos momentos. Según la versión más
extendida del mito, Orión era un gigante, hijo de Poseidón y nieto del rey
Minos —⁠el del laberinto y el Minotauro⁠—, que durante una cacería en Creta
se jactó de poder matar a todos los animales de la tierra. Alarmada, Gea le
mandó un escorpión gigante que acabó con su vida, y después Zeus lo
convirtió en la constelación del mismo nombre. La del Escorpión también se
llama así en recuerdo de su muerte. En cuanto a Pompeya, su historia es bien
conocida. Era una ciudad próspera y de vida alegre en la región de Campania,
hasta que una erupción del Vesubio la borró del mapa, junto a Herculano, de
un día para otro. Sus habitantes perecieron sepultados por lo que el volcán
escupió. Solo en las dos casas recién desenterradas se ha encontrado una
veintena larga de cuerpos.
En cierto modo, tanto Orión como Pompeya recibieron el más severo
castigo por la arrogancia con la que ignoraron el peligro que corrían: el
peligro que siempre representa la naturaleza, enorme y poderosa, frente a los
seres insignificantes que somos los hombres, incluso un gigante como Orión.
Por eso debemos cuidarnos mucho de desafiarla o de estar desprevenidos
frente a su cólera. Algo de todo esto hay en el revolcón que nos ha dado esta
epidemia, aunque en esta ocasión Gea, la Madre Tierra, para recordarnos
nuestra fragilidad, haya decidido con terrible sutileza enviarnos un organismo
microscópico en lugar del gran escorpión que le mandó a Orión o el alud de
lava y cenizas que arrojó sobre Pompeya y Herculano. Así nos ha demostrado
no solo que es más fuerte, sino que también es más sabia y maneja resortes
que nuestros científicos aún se están afanando por entender.
He estado tres veces en Pompeya y si alguna vez me desconfinan y
vuelven a abrirse las fronteras viajaré tan pronto como tenga ocasión para ver
el mosaico de Orión, que se me antoja un símbolo rotundo y conmovedor de

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esta humanidad escarmentada y afligida por su imprevisión y sus excesos.
Quien hizo ese mosaico acertó a representar, en la expresión aterrada del
cazador y la postura desarbolada de sus brazos, la perplejidad de quien se
creía invulnerable y casi omnipotente y se ve reducido de pronto a la
condición de presa de un artrópodo. Una buena imagen de todos los que hasta
hace un mes nos creíamos en posesión inalienable del derecho a hacer tantas
cosas, necesarias o superfluas, y ahora nos vemos presos entre las cuatro
paredes de nuestras casas, sin saber hasta cuándo.

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A todo esto, serán los días sin ver la calle como nos gustaría, el clima se
va enrareciendo de manera alarmante. El líder de la oposición, despechado

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por haberse enterado de la convocatoria por la prensa, se niega a sentarse con
el presidente para negociar un gran pacto de reconstrucción nacional. En el
Parlamento, una diputada embozada con una mascarilla caqui con la bandera
de España —⁠mal servicio presta así a la bandera y a quienes visten uniforme
de ese color⁠— arroja toda clase de venablos contra el vicepresidente, en unos
términos de confrontación civil más propios del siglo pasado, si no
decimonónicos. El así interpelado no está libre del pecado de utilizar esa
retórica, desde la trinchera opuesta, pero el espectáculo es en todo caso
anacrónico y desolador.
Y entre tanto arrecian las acusaciones, de las que la diputada en cuestión
se hace portavoz, de que el Gobierno está pretendiendo monopolizar la
información que recibe la ciudadanía, comprando diarios y medios
audiovisuales con subvenciones, a la vez que se propone censurar a los
medios díscolos para que nadie contrarreste su relato de la crisis y queden
ocultos sus errores. Por la noche veo en una cadena de televisión de las así
señaladas que uno de los presentadores deja de hacer el programa que suele
para lanzar un mitin en sentido opuesto. A esas horas de la noche no me gusta
que me adoctrinen, igual me da que sea una diputada airada o un simpático
comunicador, así que me dispongo a ver con Noemí la película que hemos
pactado para esta noche. Se trata de 2001: Una odisea en el espacio, que tiene
que revisar para la universidad. Aprovechamos que Núria, después de la
asamblea que hice ayer con ella y la de hoy con su madre, ambas
monográficas sobre trucos para dormir mejor, parece haber aplacado la
inquietud que en los últimos días le había provocado algunos problemas para
conciliar el sueño. Creo que la clave definitiva es el premio que le ha ofrecido
Noemí si logra regularlo, más que mis bienintencionados consejos y
orientaciones. Qué se le va a hacer.
Del relato visionario de Stanley Kubrick y Arthur C. Clarke me da que
pensar como nunca —⁠habré visto la película media docena de veces⁠— la
primera parte, situada en África y en lo que un cartel llama «El amanecer del
hombre». La historia de los homínidos que se hacen cazadores y guerreros
cuando uno de ellos, por influjo del monolito oscuro, es decir, de la
inteligencia que se abre paso en su cerebro hasta entonces instintivo y animal,
aprende a usar un fémur como garrote. Al convertirse en cazadores, pueden
matar animales y dejar de comer solo hierbajos para consumir las ricas
proteínas de su carne; con esa energía suplementaria y su nueva herramienta
desalojan a otros homínidos del charco de agua que hasta entonces les
disputaban sin éxito. De paso, inauguran la historia del homicidio ventajista,

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tomando como víctima al desarmado e inconsciente líder del clan rival, que
para salvar su prestigio trata de oponerse al desalojo.
De ahí al resultado final de la evolución tecnológica, ese ordenador
HAL-9000 que en la tercera parte de la película gobierna la nave espacial en
su largo viaje rumbo a Júpiter, hay unos cuantos pasos que llevan algún
tiempo pero no tienen mayor mérito que el esfuerzo necesario para ir
transitando de uno a otro. Lo difícil era dar ese primer paso, el de comprender
que el hombre tiene el poder de transformar la naturaleza y servirse de ella
para, entre otras cosas, y como pulsión principal en no pocos individuos,
dominar a otros hombres e imponerse a ellos.
Por cierto que HAL-9000, la sofisticada creación del hombre que acaba
adoptando su mismo carácter y disputándole con arrogancia el poder —⁠con el
resultado de provocar, como Orión y tantos hombres soberbios, su propia
destrucción⁠—, es también una metáfora perturbadora en estos días. Hay quien
piensa que como consecuencia de esta pandemia, en lugar de cuestionarnos el
lugar y el peso que hemos dado a la tecnología, el dominio de esta —⁠y de
paso, el de quienes la programan y gestionan⁠— se verá acrecentado y se
volverá aún más férreo, sobre una humanidad encerrada en casa y temerosa de
salir a la calle. Hay quien lleva esta idea mucho más allá y la convierte en
engranaje de una teoría conspiratoria. Lo que resulta evidente es que en un
contexto de destrozo de casi toda la actividad económica, solo unos pocos,
entre los que están algunas compañías tecnológicas, han salido beneficiados y
han visto crecer su negocio con la epidemia.
El tiempo dirá. Por no ser catastrofista, pensemos en Bowman, el
astronauta que logra impedir que la máquina se salga con la suya, y emprende
luego un viaje que le devuelve a la elementalidad del existir. Los hombres
somos monos listos condenados a ambicionar y pelearnos, pero la inteligencia
que nos mueve a ello también nos permite reflexionar y buscar otras formas
de estar en el mundo.

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16 de abril
La libertad es una librería

Miles de muertos significan un caudal de ira descomunal. Los que siempre


andan pendientes de la recolección de la ira lo han identificado, y se aplican a
sacarle el rédito que todo capital, bien invertido, puede dar a quien lo
administra. Mal hará quien en estos días, en cualquier lugar del mundo —⁠esto
es una pandemia⁠— ocupe una poltrona oficial y no comprenda que su cabeza
huele a pólvora. Se exceptúan dictadores y autócratas, provistos de sistemas
de represión o desvío de la ira hacia donde más convenga y menos les
salpique. Los demás, agárrense: vienen curvas.
Al president vicario de la Generalitat ya le ha caído una denuncia por
homicidio imprudente, relacionada con los hospitales puestos en marcha por
españoles de uniforme que no le pareció oportuno validar, en municipios
donde la gente agonizaba en sus casas o en pasillos de ambulatorios. No había
que ser muy largo para imaginar que a alguien le molestaría la situación. Solo
ha hecho falta que lo ponga en un papel, y una juez de Martorell ha visto en el
asunto indicios suficientes para elevarlo al Tribunal Superior de Justicia de
Cataluña, ante el que está aforado el denunciado, no se sabe por cuánto
tiempo —⁠tiene una condena pendiente que de confirmarse le privaría de ese
privilegio procesal⁠—. Torra se ha mostrado escandalizado: no debería. Los
ciudadanos hacen uso de sus derechos, él puede hacer uso del suyo y buscarse
un abogado que le defienda, y si no hay base para imputarlo, ya se archivará
la denuncia tras examinarla con todas las garantías.
Otro tanto sucede con el Gobierno central. Son tantos los muertos en
condiciones degradantes e inadmisibles, tanta la ira y la impotencia de sus
familiares, que hay fuerzas políticas, situadas en su oposición, que han visto
en esa materia prima emocional el combustible ideal para prenderle fuego a la
coalición gobernante e impulsar su propio cohete. Es una práctica que puede
suscitar reparos éticos, y más cuando aún estamos en medio de la tribulación,

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pero la tentación es demasiado fuerte y pocos políticos se resisten a ella. Los
muertos de otro son tan incómodos para ese otro como caros a su oponente. Y
no es una cuestión de humanidad: los mismos que se muestran tan afligidos y
enlutados por los difuntos del coronavirus arrugaban la nariz y acabaron
apartando la mirada ante los del Yak-42, y eso que se trataba de militares, a
los que tanto dicen querer. Y para no acabar de deprimirnos, no hablaremos
del 11M y del espectáculo y la fractura que supuso; una fractura de la que
dieciséis años después no hemos salido aún.
Cuando uno manda y bajo su mando se producen bajas, no tiene más
remedio que afrontarlas, y hacerlo con todo el empeño y toda la inteligencia
de que sea capaz, entre otras cosas apurando hasta el extremo la diligencia
para minimizarlas. También con toda la sinceridad y toda la autocrítica que
resulte posible, sin llegar al extremo de inmolarse junto a los caídos. En caso
contrario, le sirve en bandeja a su enemigo la oportunidad de utilizarlos para
atizarle. Y esa oportunidad, aunque no diga mucho bueno de la condición
humana, rara vez se desaprovecha.
En este caso, para enturbiar aún más el panorama, tenemos el engorroso
detalle de la poca claridad y fiabilidad de las cifras. Empezando por China,
escenario inaugural de la pandemia, cuyos muertos, vistas las semanas de
descontrol que tuvo la enfermedad allí y lo que pasa en lugares donde el virus
también ha corrido alegremente —⁠Italia, España, Reino Unido, Estados
Unidos⁠—, no se los cree ya ni la presidenta del club de fans de Xi Jinping.
Nuestras cifras, que son y parecen más verdaderas, tampoco están completas,
gracias a la mortandad en las residencias, con tintes de masacre: se habla ya
de más de 10 000 muertos, solo en ese entorno, la misma cifra de una de
nuestras grandes catástrofes históricas, el desastre de Annual de julio de 1921,
que le costó a un rey su corona. A las que deben sumarse las acaecidas en
domicilios donde enfermos febriles esperaron hasta la muerte a una
ambulancia o un médico del 061 que jamás llegaron. Y aun sin eso, rondamos
ya los 20 000 muertos, con la mayor tasa por millón de habitantes del mundo.
Es tremendo, incluso demencial. O el Gobierno desarrolla a toda prisa un
discurso algo más elaborado y más sólido al respecto, o hace como sea por
construir una solidaridad nacional frente a la hecatombe, o esta se lo llevará
por delante. Y lo peor es que puede encumbrar a los menos constructivos de
sus adversarios, con la pasiva y quizá suicida aquiescencia del supuesto líder
de la oposición. Que este no tenga casi voz ni discurso, más allá de arrastrar
los pies, puede deberse a que bajo esos 20 000 muertos —⁠como mínimo⁠—
está la gestión de su partido en la sanidad de muchas comunidades

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autónomas, empezando por la de Madrid, que es la más afectada por el virus.
Lo que cabe dudar es que esa sea una estrategia acertada. Si hay
corresponsabilidad en la debacle, es ingenuo aspirar a conseguir que la cuota
de uno se desvíe hacia otro, que cargue con toda la culpa y reciba el castigo
que a uno le pueda corresponder. Ese triple mortal puede salirle, tal vez, a
quien no está sometido a la rendición de cuentas de un Estado democrático y
de derecho. Entre nosotros, conducirá a que todo el beneficio se lo lleve quien
pueda ponerse de perfil porque no ha administrado jamás un ministerio ni una
consejería.
Más sabio sería, quizá, alcanzar un consenso sobre la fuerza mayor que
esto ha supuesto para todos, aceptar que todos los que administraban algo han
cometido errores que agravaron el destrozo y asumir como comunidad ese
quebranto, porque si no, no vamos a tener dinero en las arcas públicas para
indemnizarnos a nosotros mismos, con impuestos que solo nosotros podemos
pagar. Y reservar la condena a las imprudencias flagrantes y conscientes y a
las acciones dolosas que hayan supuesto daño a los ciudadanos.
Dicho lo anterior, es probable que la ira siga su curso, igual que su
explotación, igual que las vanas tentativas de endosar a otro la torpeza propia.
Lo que solo puede redundar en erosión masiva del edificio; y algún
precedente tenemos, en nuestra propia historia, de dónde nos lleva esa
dinámica. En el mejor de los casos, a perder buena parte de nuestras
oportunidades como comunidad: aquí, de las que se abrirán en el proceso de
reconstrucción mundial tras la pandemia.
Ojalá me equivoque.
Huyo de estas reflexiones desoladoras —⁠que lo son entre otras razones
porque lo primero que entre nosotros sufre y se rebaja cuando se abre la veda
de la ira son las libertades, y desde la libertad escribo y he aprendido a
apreciarlo⁠— gracias al Instituto Cervantes, que para celebrar la Fiesta del
Libro y el recuerdo anual del autor del Quijote, que en esta ocasión sucede en
confinamiento, me invita a mantener un encuentro en su canal de Instagram
con sus seguidores. Se trata de reivindicar el papel de las librerías, no solo en
el comercio y la difusión de los libros, sino también en la construcción de la
libertad de los lectores, en la estela de una frase del Premio Cervantes 2019,
Joan Margarit: «La libertad es una librería».
No tengo Instagram, nunca lo he querido tener, creo que por buenas
razones, y menos proclive aún soy a retransmitirme desde mi casa al mundo.
Pero esta es una circunstancia tan excepcional que todos estamos haciendo
cosas que jamás habríamos hecho, y hay una buena razón para que así sea. De

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modo que a las siete en punto, hora a la que está convocado, le doy al botón
de la pantalla de mi móvil para dar comienzo al primer —⁠y acaso último⁠—
directo de Instagram de mi vida. Con un resultado calamitoso: aunque tengo
buena cobertura 4G, la aplicación se queda enganchada en un proceso de
reinicio en bucle por un supuesto problema de conexión. Desarmo a toda prisa
el tenderete y bajo al salón, del que desalojo con excusas atropelladas a
Noemí y a Núria. Allí, a apenas dos metros del rúter, intento conectarme por
la fibra óptica de alta velocidad que tengo en casa. Mismo problema que
antes.
Llamo a Laura, del Cervantes, para darle cuenta del problema técnico, que
parece insoluble. Estoy solo ante el peligro y la audiencia defraudada. Ella
consulta con alguien, también está sola en su casa, como casi todos ahora.
Parece que va a haber que abortar. Entonces caigo en la cuenta de que el
iPhone es un miniordenador y que hace muchos días que no lo apago. Puede
ser un problema de que su memoria esté demasiado cargada para gestionar la
conexión. Lo apago y reinicio y, alehop: lo que no funcionaba arranca sin
problemas a las siete y veinte. Mientras pido excusas por el retraso y explico
el problema, doy gracias al privilegio que supuso para un chaval de barrio de
1981 que le pusieran en las manos en el instituto un Apple II. Desde entonces,
he aprendido, aun sin especializarme como informático, a no perder la calma
y no dejar de buscarme mis propias soluciones a los problemas con los
ordenadores y sus periféricos, que en una proporción enorme de los casos,
debido al atraso deplorable de esta tecnología —⁠nadie aceptaría que un
molinillo de café o una aspiradora hubiera que estar enchufándolos y
desenchufándolos para que funcionaran⁠—, pasan por el recurso al apagado y
encendido.
Deshecho el conectivo entuerto, repaso para quienes amablemente me
soportan desde los rincones más remotos del globo —⁠desde Montreal a Nueva
Delhi, desde Estocolmo a Kuwait, pasando por América Latina y unos
cuantos lugares de España⁠— mi experiencia como visitante y viajero por las
librerías, que es lo que me pidieron desde el Instituto Cervantes. No es una
experiencia baladí: entre otras cosas, fue en una librería, Laie, en la calle Pau
Claris de Barcelona, donde nos conocimos Noemí y yo. También a petición
de los organizadores expongo alguno de los libros de mi biblioteca con
alusión al lugar, la librería, donde los encontré.
Entre ellos, uno del propio Joan Margarit, el que me autografió en la
librería Jaimes de Barcelona cuando me acompañó allí en 2016, en la
presentación de la reedición en el 20 aniversario de La sustancia interior. Y

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un par de joyas, de las pocas que tengo, porque no soy bibliófilo en ese
sentido que implica la búsqueda compulsiva de primeras ediciones y
similares. Una edición de 1932 de La marcha Radetzky de Joseph Roth —⁠no
es la primera, sino la tercera, pero es el año de publicación de la obra, y el
libro, de la berlinesa Gustav Kiepenhauer Verlag, está impecable⁠— y otra no
fechada de El infierno tan temido de Juan Carlos Onetti, la primera en libro,
de la montevideana Ediciones Asir. El primero me costó un euro en una
enorme y muy desordenada librería de viejo de Varsovia. El segundo,
quinientos pesos en el mercadillo Tristán Narvaja de Montevideo. Son dos
ejemplos de cómo un libro y el lugar donde lo encuentras componen un trozo
de memoria, de vida y libertad.
A recobrar esa libertad, no solo de movernos por el mundo, sino de ir a las
librerías para hallar en los libros formas de hacerlo incluso cuando no nos
dejen, invito a los lectores que me escuchan antes de terminar el directo.
Luego hablo con Laura, para ver si todo ha ido bien. Me dice que ya me
puedo hacer instagrammer. Le digo que dudo que esa sea una buena idea,
para mí y para el resto de la humanidad. Cuando le cuento luego por teléfono
a mi hijo Pablo que acabo de hacer un directo de Instagram se parte de risa.
Le digo que lo vea. Que se podrá reír aún más.
Por la noche, comparto con Núria el cuento que nos toca hoy de Corazón,
de Edmondo De Amicis, que le estoy leyendo en el ejemplar que me
regalaron a mí hace casi medio siglo. Es «El pequeño escritor florentino».
Noto mientras se lo leo que le gusta, más que el anterior, «El pequeño vigía
lombardo», que la verdad es que es un poco demasiado triste. Este acaba bien:
el chico que se queda por la noche haciendo a escondidas el trabajo de
escribiente de su padre, para ayudarle y ayudar a la manutención familiar, y
que ve así bajar su rendimiento en la escuela, ante el enfado y el reproche de
ese mismo padre al que está ayudando, acaba siendo descubierto por su
progenitor, que le abraza conmovido. Tiene su punto sensiblero, sobre todo en
la traducción española, algo acartonada, pero a ella, que no repara en estas
pejigueras de adulto maniático, le encanta.
Y me gusta que así sea.
Es mejor, siempre, encajar con generosidad la ira injusta que ser quien se
muestra injustamente iracundo con el prójimo, o quien encuentra en la ira de
otro, justa o no, la escalera más a propósito para llegar al lugar que
ambiciona.

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17 de abril
Es la guerra

Los Gobiernos autonómicos de Madrid y Cataluña, uno en manos del primer


partido de la oposición a escala nacional, el otro en manos de los
independentistas, han disparado dos obuses simultáneos contra el Gobierno de
la nación. El explosivo elegido para cebar estos proyectiles artilleros ha sido
un recálculo de la cifra de muertos por la pandemia, por la vía de añadir a los
de los hospitales los caídos en residencias de ancianos y domicilios. El
resultado se traduce en que se doblan las cifras: en números redondos,
Cataluña pasa de tres mil y pico a siete mil y Madrid de siete mil a cerca de
trece mil. Entre los dos, sumarían ya los fatídicos 20 000.
A los que habría que añadir, convenientemente corregidas y aumentadas
por el mismo procedimiento, las cifras del resto de España. Alguien en la
Moncloa debe de haber hecho el número y haber sufrido al instante una
lipotimia.
No deja de ser curioso que quienes gestionan el sistema sanitario en
ambas comunidades se esmeren en aumentar la cifra mortuoria: parecería que
son los últimos interesados en que las bajas por una enfermedad suban. Pero
tanto uno como otro tienen un plan, para el que el ejercicio resulta útil: el
independentista Torra ya está en vender a su cofradía y al mundo la moto de
que Cataluña se ha visto golpeada por la epidemia de forma tan trágica por
hallarse sometida a un estado disfuncional como es España; la maniobra de
distracción le ha funcionado en el pasado, para tapar vergüenzas varias del
partido que le sostiene y de su propio movimiento. Por qué no ahora. Y el
Gobierno madrileño suministra así a la dirección nacional de su partido
munición rompedora contra la coalición gobernante, mientras desplaza el
centro de gravedad de la mortandad de las posibles carencias del sistema de
salud madrileño a la negligencia y lentitud del Gobierno en decretar medidas,
lo que favoreció la réplica exponencial del virus.

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Es la guerra, está claro. Y más vale que en el Gobierno se enteren, porque
no va a aflojar. Y si su única defensa consiste en tratar de aumentar la
opacidad y negar algunas evidencias clamorosas, no digamos ya tratar de
aprovechar alguno el brete para favorecer su propia agenda partidista,
demostrarán no conocer al enemigo. Lo que, según la vieja sabiduría expuesta
por el general chino Sun-Tzu —⁠o Sunzi⁠— hace dos mil quinientos años, los
aboca de manera inexorable a la derrota.
Hablando de generales chinos, también parece haberse desatado la guerra
a escala planetaria. Las cifras de muertos en China ya no se las cree nadie, y
empieza a haber indicios sólidos de que antes de que acabara 2019 el virus ya
corría a mansalva por China y se empezaba a exportar a los muchos países
que tienen vuelos diarios con ese país. Parece muy improbable la hipótesis de
un virus fabricado en el laboratorio de virología que hay curiosamente en
Wuhan —⁠los que saben de eso, que son los virólogos, dicen que algo así
dejaría huellas que el COVID-19 no presenta⁠—. Es algo más probable, pero
no está probado, que algún experimento con coronavirus existentes —⁠de los
muchos que se hacen en ese laboratorio, al parecer⁠— saliera mal y algún
operario se infectara y lo pasara a sus vecinos. Lo que cada vez plantea menos
dudas es que primero la provincia de Hubei y luego China dejaron de ser todo
lo transparentes que habría sido deseable sobre la proporción y la mortalidad
de la epidemia, y eso no habría mejorado la respuesta del resto de los países
ante la enfermedad.
Estados Unidos, Francia y Reino Unido, los tres en plena fase de encajar
lo peor del golpe —⁠y de tener por tanto que justificar sus letales dimensiones
ante sus respectivas opiniones públicas⁠—, han empezado a levantar el índice
acusador. Trump, en su estilo habitual, quita fondos a la OMS y la acusa de
chinocéntrica, esto es, de avalar a todo trance a Pekín.
Era lo que nos faltaba. En medio de una pandemia que tiene postrada y
confinada a la humanidad, una nueva fase del sordo conflicto entre la
superpotencia vigente y la superpotencia emergente. Tras la guerra comercial,
la sanitaria, con todas las derivas que se atisban en el horizonte. Más de una
vez este conflicto me ha hecho pensar, la analogía está servida, en aquella
guerra del Peloponeso que nos contó alguien que ya ha salido alguna vez en
este diario, el griego Tucídides. Aquel fue un conflicto entre Atenas y Esparta
por la hegemonía de Grecia. Este va sobre la hegemonía mundial, y es de
entrada —⁠y por fortuna⁠— bastante menos cruento, pero las similitudes son
tantas que a veces resultan escalofriantes.

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Estados Unidos sería Atenas. Una potencia democrática, pero a la vez
imperialista, provista de una formidable flota repartida por todos los mares
—⁠Atenas, los que rodean Grecia; Estados Unidos, los del mundo⁠— y que no
duda en intervenir militarmente en otras polis ni tampoco en apoyar
regímenes antidemocráticos, si conviene a sus intereses. Esparta sería China.
Una potencia cuyo régimen político es una oligarquía autoritaria, pero que se
dedica a sus asuntos, nunca invade a nadie y no tiene afán de ampliar su
control del territorio. A quienes se asocian libremente con ella, la liga del
Peloponeso y sus aliados, los apoya y respeta, incluso si son regímenes
democráticos como el que Esparta ni tiene ni quiere.
Hace veinticinco siglos Esparta acabó atacando a Atenas, pero con
muchas resistencias dentro de sus propias filas y después de múltiples
provocaciones y desplantes atenienses. La guerra parecía ganada para Atenas,
por su control de los mares y su pujanza económica. Lo cierto es que ganó
Esparta, invadió Atenas, donde estableció una oligarquía, y obligó a los
atenienses a derribar los muros largos que protegían la comunicación entre
Atenas y su puerto, el Pirco.
No es un vaticinio, ni soy quién ni la Historia se repite nunca de manera
servil o milimétrica. Solo es un recordatorio de algo que sucedió. Y este siglo
ha visto unos cuantos errores gruesos de Estados Unidos: véase el dispendio
enorme para adueñarse de dos países hoy arrasados y arruinados, Afganistán e
Irak. La situación en el segundo es catastrófica: fracturado y a merced de
milicias chiíes proiraníes, enfrentando una pandemia casi sin recursos
sanitarios —⁠y en muchos lugares sin electricidad ni agua potable⁠— y con su
primera fuente de ingresos, el petróleo, hundida por la caída del precio del
crudo. A los precios actuales, y con la demanda desplomada, Irak no puede
pagar ni la mitad de la factura de su sector público. Si los funcionarios no
cobran, ¿qué puede pasar en un país donde el sector privado, sobre todo
informal, ha sido aniquilado por los efectos del coronavirus? Esa es la
situación del tercer productor mundial de crudo. En eso ha parado para ellos
la pax americana. De la situación en Afganistán, es más piadoso no hablar.
Hoy leía una entrevista a un experto en geopolítica que dice que el
desplazamiento del centro de gravedad del mundo en el siglo XXI de América
a Asia, de Estados Unidos a China, es imparable. Y que Europa, aturdida aún
por su pérdida de ese centro en el siglo XX, tendrá que espabilar si no quiere
quedarse fuera de juego por completo. El detonante de la guerra del
Peloponeso fueron los conflictos de Corcira y Potidea, según nos cuenta
Tucídides, aunque, razona, las causas eran anteriores y más profundas. Me

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pregunto si algún día recordaremos esta epidemia como el detonante final de
la reedición global de la guerra del Peloponeso.
La lección de la Historia debería ayudar a evitarlo. Esparta ganó, pero
Grecia se desangró y poco después entró en una fase de turbulencia que llevó
la guerra y la destrucción a las mismas puertas de los espartanos. Alguien
debería estar buscando una forma de propiciar que cada cual asuma las
responsabilidades por sus errores y aporte los esfuerzos que pueda a una
solución común, evitando una reyerta destructiva. Vale para el mundo y vale
para este pequeño país del sur de Europa al que cabe el dudoso honor de
encabezar las cifras de mortalidad por millón de habitantes, atrayendo, por
primera vez en mucho tiempo, la atención de medios como The New Yorker,
que, cosa rara, nos dedica un amplio reportaje.
Tras pensar en estas cuestiones, me ayuda bajar a lo más cercano con la
ayuda de Núria, que a esos efectos es infalible. En la asamblea de hoy
repasamos las películas que ha visto, sus personajes favoritos de cada una de
ellas y los que menos le gustan. Entre los favoritos, parten con ventaja
imbatible todos y cada uno de los perros: desde Beethoven, en la película del
mismo nombre, hasta Slinky, el perro de muelles de Toy Story. Entre los
repudiados, todos los que quieren hacer algún mal a los perros, encabezados
por Cruella de Vil. Me llama la atención que dice no tener ningún personaje
favorito ni en Blancanieues ni en Los increíbles. Y le reconozco el olfato: no
diré que sean malas, pero fallan a la hora de ofrecer un héroe o heroína con el
que la empatía y la sintonía sean completos.
Antes de dormir, leemos un trozo de Corazón. Hoy toca como cuento «El
pequeño patriota paduano», que nos lo habíamos saltado. La historia de un
niño pobre, que en el barco que lo lleva de Barcelona —⁠ciudad natal de
Núria, le ha gustado eso⁠— a Génova arroja a unos hombres las monedas que
estos acaban de darle tras oírles hablar mal de su patria, me recuerda lo fácil
que es enfrentar a unos hombres con otros poniendo por medio una bandera
que envuelva los intereses que esas telas siempre cobijan.
Si en esta no somos capaces de reaccionar como especie, como seres
humanos que se necesitan unos a otros, nos acabaremos mereciendo cuanto
nos pase.

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18 de abril
No es esto

Nos anuncian hoy que el estado de alarma se prolongará al menos hasta el 9


de mayo, aunque para compensar el mazazo que esto supone se aclara que a
partir del 27 de abril se dejará salir a los niños, que para entonces ya habrán
cumplido más de cuarenta días en confinamiento. No falta quien bromea
sobre el privilegio que sobre las criaturas humanas tienen las caninas, que
durante este mes y pico de encierro han podido salir a gusto a husmear
esquinas, regar alguna de orín y plantar en las calles más de un «pino» que el
dueño se habrá hecho el loco para no recoger. Hay mensajes aún más
mordaces, acerca de la importancia creciente y desproporcionada que cobran
para algunas personas los cuadrúpedos peludos, mientras se incrementa su
indiferencia por cualquier bípedo implume que no sean ellas mismas. No
quiero meterme en esta refriega, he tenido perro y he disfrutado mucho de su
compañía e inteligencia —⁠sin olvidar nunca que era un animal⁠—, pero es
verdad que esta situación deja al descubierto algunas aristas de nuestra forma
de estar y de vivir que como poco suscitan alguna incomodidad.
Lo que se apunta es que nuestros gobernantes, después de casi cinco
semanas decretándonos sin parar, parecen haber tomado conciencia de que la
gente, tanto la menuda como la no tan menuda, está hasta el gorro y urge
darle algún alivio para que el hartazgo no se convierta en insumisión. De ahí
el anticipo de la apertura de esa válvula, a nueve días vista, una distancia
salvable. A partir del 27 de abril, quien tiene un niño tiene un tesoro, esto es,
una posibilidad de oler la calle más allá de las diligencias perentorias que
hasta ahora preveía el decreto de alarma, y entre las que se incluía el
aireamiento perruno. Tal vez empiecen a verse anuncios de gente alquilando a
sus niños, o a niños preguntando por la calle a su padre o a su madre por qué
hay que salir otra vez, mientras el progenitor de turno fuma, hace ejercicio o

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simplemente saborea el placer de callejear sin prisa por hacer un recado que le
justifique frente a una patrulla policial.
Hablando de patrullas policiales: se ha difundido un vídeo en el que dos
jóvenes agentes —⁠así lo parece, por la complexión y agilidad de ambas⁠—
reducen a porrazo limpio a un individuo que estaba plantado en un paso de
cebra desafiando con signos de embriaguez o desequilibrio mental la orden de
confinamiento. Se difunde a posteriori que el sujeto llevaba un cuchillo de
grandes dimensiones que habría exhibido en actitud amenazante. Lo cierto es
que en las imágenes que han circulado, grabadas por un vecino del barrio, no
se ve ese cuchillo en ningún momento, y que cuando las dos policías se le
acercan porra en mano, una por la acera y la otra cerrándole el paso por
detrás, el hombre parece deponer con claridad su actitud y someterse a la
fuerza pública. Eso no le exime de recibir una somanta de palos, varios ya
tendido en el suelo, cuando hay no menos de media docena de agentes ya
arremolinados en torno a él para reducirlo.
No me gustan los juicios sumarios, y menos los que se basan solo en una
de las pruebas que puedan estar disponibles, pero salvo que se aporten otras,
lo que muestran esas imágenes, que como es de suponer se han hecho virales,
aparece a los ojos de cualquier ciudadano como un abuso policial intolerable.
Con esa superioridad numérica, y ante un detenido que no se encara y en
seguida se va al suelo, no parece que exista ninguna necesidad de emplear las
defensas con esa contundencia y esa reiteración. Salvo que mientras hacía
todo eso estuviera amenazándolas verbalmente, con alguna frase del tipo
«venid a cogerme que os voy a rajar», me resulta muy difícil comprenderlo:
que se actúe así y que se haga además a plena luz del día, corriendo el riesgo
de que la actuación quede registrada y propicie tan penoso espectáculo. Con
lo que supone para la percepción de cómo se ejerce la autoridad en un Estado
que puede hallarse en alarma, pero no ha dejado en ningún momento de ser
social, democrático y de derecho.
No soy de los que se apresuran a ignorar la presión y tensión con que a
menudo se desarrolla el trabajo policial, en contacto directo y continuo con
esa parte de la sociedad que los demás preferimos no ver. Una presión que se
incrementa en estos días, porque hay ciudadanos de natural indisciplinado,
otros que están hartos del encierro y otros que son indisciplinados, están
hartos y son además violentos. Tampoco soy de los que compran esos
discursos burdos y facilones con los que se desacredita a cualquier colectivo,
ya sea el de los policías, los abogados o los corredores de seguros. Y tengo
razones para ver con simpatía a quienes salen por ahí con una placa a tratar de

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hacer cumplir las leyes, y no solo porque los haya convertido en protagonistas
de mis novelas. En una vitrina guardo, entre otras, tres insignias: una es la del
Cuerpo de Seguridad al que perteneció mi abuelo Manuel; las otras dos
corresponden a las órdenes del mérito de la Guardia Civil y de la Policía con
las que se me ha hecho el honor de distinguirme.
En suma, que no soy sospechoso de tener alguna fobia hacia los
funcionarios/as policiales, pero salvo que alguien dé explicaciones que no me
constan, ante unos hechos así solo me sale decir: no es esto. No lo es y
además, por difíciles que sean las circunstancias, por insolentes y hasta
imbéciles que puedan ponerse algunos, un policía no debe olvidar que su
función principal, hacer valer la ley, implica hacer valer también, sin
mermarlos gratuitamente, los derechos y libertades de los ciudadanos. Tiene
que ser, y parecer, quien vela por ellos; no quien los avasalla. Si los días de
estrés y trabajo extra están afectando a la capacidad de entenderlo de algunos
funcionarios o funcionarias, o si a alguno no le han formado o instruido
adecuadamente para asumirlo, quienes tienen la responsabilidad de dirigir los
cuerpos respectivos deberían ponerse las pilas.
A lo mejor, entre otras cosas, hay que preocuparse por las condiciones en
que están haciendo su trabajo. No será nunca una excusa para atropellar a
nadie, pero es un factor que quien tiene la responsabilidad de dirigirlos tiene
también el deber de supervisar y mantener bajo control. Sería una triste gracia
que esta situación y los errores de unos cuantos echen por tierra la conciencia
social, necesaria y valiosa para quien ejerce la autoridad, de que los policías
están al servicio de la ciudadanía y no son un hatajo de perros de presa que se
divierten sacudiéndola, como más de uno está deseando hacer ver y no
perderá ocasión de decir.
Sería una triste gracia que esta escena, o cualesquiera otras similares que
se hayan producido en estos días, sean el síntoma de algo más preocupante: el
desgaste de lo construido entre todos —⁠una sociedad con carencias y
defectos, como todas, pero provista de una razonable libertad y algún control
del poder arbitrario⁠— como consecuencia de la angustia, la opresión y el
trastorno que nos ha traído la epidemia, aumentados por las medidas
adoptadas para combatirla.
Leo las declaraciones del norteamericano David Quammen, un divulgador
científico que hace tiempo avisó de este concretísimo riesgo que nos ha caído
encima: la transmisión a los humanos de virus alojados en los murciélagos y
la subsiguiente pandemia. Incluso lo explicó en un libro, cuya traducción
española, con el título de Contagio, sale en los próximos días y huele a éxito

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editorial incluso con las librerías cerradas. Dice dos cosas terribles, por lo
ciertas que suenan: la primera, que los seres humanos somos demasiado
abundantes, más que cualquier otro gran animal, y que eso antes o después la
propia dinámica de la naturaleza va a regularlo; la segunda, que la ciencia
sabía que esto podía ocurrir, que los políticos también lo sabían porque los
científicos se lo habían dicho, no una sino varias veces, pero prefirieron
especular con que la pandemia no sucedería en su mandato y dejar que fuera
otro el que tuviera que gastar el dinero necesario para prevenir y mitigar sus
efectos. Por eso nos ha pillado sin mascarillas, respiradores, equipos de
protección ni capacidad suficiente para hacer las pruebas que habrían
reducido mucho, con toda seguridad, la mortandad que hemos padecido.
La verdad, tras leer sus palabras no me gustaría estar en el pellejo de
ningún gobernante. En realidad no me gustaría estar nunca. Me fascina la
facilidad con la que quienes mandan o aspiran a mandar olvidan que, aparte
de permitirles pasar revista, la posición que ocupan implica hacerse cargo de
cuanto pueda salir mal, que siempre será bastante; a veces, demasiado. Por
eso Jenofonte no quiso ser el jefe, y cuando al final del viaje lograron liarlo y
se encontró con que sus hombres combatían para alguien que no les pagaba lo
acordado, lamentó haber accedido.
Termino la jornada leyéndole a Núria el cuento de hoy. O uno de ellos,
cada noche nos reclama leer más. Parece que este confinamiento que tanto
nos va a hacer perder va a permitir al menos que ganemos una lectora
empedernida. Hoy ha descubierto con Noemí La historia interminable, a
través de la película, y al saber que había un libro le ha pedido leerlo. Guardo
en mi biblioteca el ejemplar en el que lo leí yo, cuando apareció, hace treinta
y muchos años. Dudo si entrará a su edad en un texto así, pero vaya si entra.
Le encanta descubrir las diferencias entre la película y el libro, como un
secreto solo accesible a su nueva secta, la de los lectores, y del que no
participan los meros espectadores. Por ejemplo, que Bastian es gordito.
De Corazón nos toca hoy «El tamborcillo sardo». Recuerdo mientras se lo
leo cuánto me impresionó a mí esa historia en su día. A ella también le
produce una intensa impresión. El valor del tamborcillo, corriendo bajo el
fuego enemigo. La naturalidad con la que asume haber perdido la pierna, por
no haber dejado de correr tras recibir un balazo, para llevar el mensaje de su
capitán y salvar a su compañía. La emoción del capitán al descubrirse ante el
chaval en el hospital de campaña, y cómo le explica por qué lo hace, antes de
besarle a la altura del corazón: «Yo solo soy un simple capitán, tú eres un
héroe». Me vienen a la memoria los perfiles de médicos muertos por el

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coronavirus que llevo leídos en la prensa a lo largo de estos días: son unos
cuantos ya. Y pienso que esta situación que vivimos reproduce una y otra vez
ese esquema: héroes dirigidos por simples capitanes.

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19 de abril
Acompañar al doliente

Sucede a menudo en la vida. Crees que estás haciendo un esfuerzo por o para
otro, y mientras estás en ello descubres que el más beneficiado y enriquecido
por el esfuerzo en cuestión eres tú mismo. Pasa mucho en la crianza de los
hijos: tienes con frecuencia la sensación de que supone un sacrificio que a lo
peor nunca te van a agradecer, ni ellos ni nadie; y de pronto descubres que no
hace falta, que el que agradece haberlo hecho eres tú mismo, por todo lo que
te ha enseñado, sobre ti, sobre tu hijo o tu hija, sobre la vida que de ti fluye a
ellos y en ellos continúa.
Me ha vuelto a pasar hoy, mientras le leía a mi hija Núria el cuento que
nos tocaba de los incluidos en Corazón, de Edmondo De Amicis. Me ha
pasado mucho en este mes y pico en el que convivo con ella todos los días, de
la mañana a la noche: algo que por exigencias de mi trabajo y de la vida
nómada y algo destartalada que me he impuesto en las últimas dos décadas no
ha sido ni mucho menos la tónica, ni con ella ni con el resto de mis hijos. He
hecho con ellos todo lo que he podido y siempre que he podido, desde viajes a
juegos, lecturas y escrituras; pero no recuerdo haber tenido antes treinta y
cinco días seguidos de convivencia con ninguno. Y me doy cuenta de la
bendición inmensa que es, para quien la tiene y puede ejercerla, estar de ese
modo al pie de esa responsabilidad, incluso cuando te exige levantarte a las
cinco de la mañana porque tu hija se despierta y le asusta la oscuridad y ahí se
acaba ya tu propio sueño.
Es lo que ha pasado esta mañana, y por eso por la noche estaba un poco
cansado cuando me he puesto a leerle el cuento, después de que apurara junto
a Noemí su capítulo entero de La historia interminable —⁠no le perdona ni
una página: hoy se ha enfadado mucho con Wolfgang Petersen por no sacar
en la película los unicornios que sí están en el libro; con lo que a ella le gustan
los unicornios⁠—. Reconozco, sí, que me ha dado un poco de pereza al ver que

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el cuento de hoy, «El enfermero del Taita», tenía diez páginas bien grandes y
llenas de letras. Pero en cuanto he entrado, y ella conmigo, en la historia que
narra, la pereza se ha esfumado y se ha convertido en gratitud. Gratitud por
tenerla, a Núria, por lo que le gusta que le lean cuentos, y por tener ese cuento
para leerle esta noche.
La experiencia me ha hecho ver la potencia inmensa de ese humilde
artefacto que aparenta ser un libro. El que le leo, creo que ya lo comenté aquí,
me lo regalaron a mí hace cuarenta y tantos años, tal vez con motivo de mi
primera comunión —⁠este detalle no lo tengo seguro, pero por ahí andaría⁠—.
Ha estado parte de ese tiempo en casa de mis padres, luego pasó a mi primera
casa en Getafe, a continuación al piso también getafense al que me mudé en
2006 y finalmente a la casa de Illescas. Ha estado cinco años durmiendo en la
habitación de mis hijas mayores, que por edad y gustos no se han interesado
ya mucho por él. La semana pasada, cuando Núria acabó con su madre la
Biblia para niños, me acordé de él y lo subí. Recordaba que de pequeño me
había impresionado mucho, y también alguna de sus historias. Es un volumen
grande, de Ediciones Paulinas. Para muchos, supongo, una obra anticuada y
sentimental. Tal vez, pero sigue siendo excelente, y despertar sus páginas
calladas durante años no solo ha sido una conmoción para la niña de siete
años que hoy las escucha; también para el hombre de cincuenta y tres que se
las lee.
El otro día mi amiga María me escribió para comentar la primera mención
del libro en este diario. Me decía algo muy hermoso. Que su padre les contaba
a menudo a ella y a sus hermanos los cuentos de Corazón; se los contaba, de
memoria, no se los leía. Que el de «El pequeño vigía paduano», por triste que
fuera, había sido siempre uno de sus favoritos. Que cree que eso hizo, de ella
y de sus hermanos, personas más empáticas que la media. Que agradecía
mucho ese regalo de su padre, que ya no está vivo, y que leer la referencia en
mi diario la había emocionado.
Hay mucho de verdad en lo que dice María: mejores o peores, desde el
punto de vista estilístico o literario, las historias de Corazón alimentan la
empatía con el prójimo, enseñan a hacerse cargo de su dolor, a respetarlo, a
consolarlo o, si el consuelo no es posible, a acompañar de corazón al doliente.
Y «El enfermero del Taita» no solo es un buen ejemplo, sino que quizá sea el
cuento más indicado para leerle a un niño, y para que lo leamos todos los que
ya no lo somos, en medio de la tragedia que nos ha golpeado y nos mantiene a
unos confinados y a otros luchando a brazo partido contra un enemigo tan
invisible como implacable.

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Cuenta la historia de Cecilio, un niño de la región de Nápoles que va al
hospital de la ciudad a buscar a su padre, ingresado allí tras regresar de
Francia. Le llevan junto a la cama de un enfermo, en quien le cuesta
identificar a su progenitor: tan inflamada y desfigurada tiene la cara. Delira,
se ahoga, no lo reconoce. Pese a todo, el niño se queda a su lado, durante
varios días y noches. Le arregla las sábanas, le da agua, le acaricia la mano, le
dice que lo quiere, que es su Taita, que significa papá en el dialecto de la
región. Al cabo de varios días así, sin que el enfermo mejore ni le diga nada,
no pasa de apretarle alguna vez la mano, Cecilio oye una voz conocida a su
espalda. Es su padre, que estaba en otra sala y que ya se ha recuperado. Al
chico le pusieron con un enfermo que no era: ha estado cuidando como su
padre a un desconocido. En vez de irse con su padre, Cecilio se queda junto al
enfermo hasta el final. Lo sigue llamando Taita, y el pobre hombre, que
finalmente muere, y que tal vez tenga una familia, pero que no está a su lado
porque ni siquiera puede hablar ni dar razón de dónde vive, tiene una mano
que estrechar para no irse de este mundo en absoluta soledad, gracias a ese
niño que en los días y noches anteriores ha aprendido el valor de consolar a
otro.
Al cerrar el libro, no puedo evitar pensar en todas las personas que han
muerto en estos días sin la mano ni la presencia de los suyos. En todos los
jóvenes enfermeros y enfermeras, médicos y médicas, o no tan jóvenes, que
les han dado esa mano última, esa compañía para el doliente, y así han
encontrado para sí mismos, quizá, una recompensa y una enseñanza mayor
que aplicando las pocas e inútiles armas terapéuticas de las que disponían
para tratar de curar a esos enfermos. Porque creemos que nuestro valor viene
dado por los problemas que resolvemos, y tal vez esté más en cómo asistimos
y servimos en los que no tienen solución.
Dondequiera que estés, Edmondo De Amicis, te agradezco en mi nombre
y en el de mi hija la lección de empatía, como mi amiga María a través de su
sabio padre.
Y a propósito de acompañar al doliente, la noticia del día, a falta de
cambios espectaculares en la evolución o la cura de la enfermedad —⁠la cifra
de muertos diarios sigue bajando lentamente, cuatrocientos y pico hoy⁠—, la
protagoniza un general de la Guardia Civil que en la rueda de prensa diaria
dice, textualmente, que los especialistas del Cuerpo trabajan «para minimizar
ese clima contrario a la gestión de crisis por parte del Gobierno». Interpretado
el aserto en su literalidad, vendría a ser ni más ni menos que la conversión de
la Guardia Civil en una policía política; justamente eso que el duque de

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Ahumada, organizador y en cierto modo fundador moral del cuerpo en 1844,
quiso evitar a todo trance, escaldado por el pésimo precedente del cuerpo
policial fundado por Fernando VII un par de décadas antes y disuelto por los
liberales a la muerte de ese monarca, por la odiosidad que se había granjeado
con su labor en persecución de cualquier forma de disidencia.
La tormenta no se ha hecho esperar. Se han aplicado a alimentarla todos
los que quieren hacer caer al Gobierno, que no son pocos y no se sitúan solo
en la derecha ideológica; también se han sumado al linchamiento quienes no
ven con desagrado una oportunidad para desacreditar a una institución que ha
logrado resistir, con su nombre y carácter, los últimos 176 años de la historia
de España. Es decir: un número de revoluciones, guerras civiles y desastres de
todo tipo sin parangón en Europa y que debería servir para inscribirla en el
Libro Guinness de los récords. También en esta tentativa convergen personas
de toda orientación ideológica, porque es sabido que el éxito en España es lo
único que pone de acuerdo a quienes sustentan visiones contrapuestas: en
contra de quien lo alcanza y lo mantiene.
No tengo información para confirmar o desmentir que la Guardia Civil
esté trabajando en esa línea que dijo el general. Si lo estuviera haciendo, sería
un error mayúsculo, por parte del político que se lo requiriese y de quienes en
la institución no se plantaran ante una orden ilegal e indigna. No es fácil, en
todo caso, que la realidad se ajuste a las alarmantes manifestaciones del
general: ni el cuerpo tiene los medios para hacer esa labor de
contrainformación, ni en el pasado han sido sus profesionales sensibles a los
cantos de sirena de los gobernantes para «minimizar» las torpezas de los
políticos o favorecer su agenda. Estamos hablando del cuerpo que no dejó de
marcar policialmente a ETA cuando Gobiernos de derecha y de izquierda
pactaban treguas y negociaban con la dirección de la organización armada;
del mismo que procedía impasible contra los ERE de Andalucía —⁠corrupción
del PSOE⁠—, la red de la Púnica —⁠corrupción del PSOE y sobre todo del PP,
con los populares en el Gobierno⁠— o el caso Palma Arena —⁠corrupción del
yerno y luego cuñado del rey⁠—. Con carácter general, los guardias civiles han
entendido que su lugar está antes con la ley y los jueces que con las consignas
políticas del ministro de turno, y así lo han saboreado amargamente unos
cuantos.
¿Ha cambiado esto el coronavirus? Me permito dudarlo, pero no lo sé. Si
alguien ha cedido a una instrucción así, desmerece del cuerpo y su tradición.
No hay más.

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Me inclino más a pensar, pero solo es una conjetura, en un acto de
comunicación desafortunada por parte de un mando que no parece
especialmente avezado en esas labores. Como me dice por la noche un buen
amigo guardia: mejor sería que esas labores las hiciera alguno de los guardias
civiles, de graduación mucho menor, que sí están preparados y tienen
experiencia en lides comunicativas. Diría que el general no quiso decir lo que
dijo, que no puede ser y además es imposible, aunque nos haya puesto difícil
descartar que aquí haya algo indebido.
En todo caso, también se ha visto hoy en la rueda de prensa de los
ministros, el cansancio empieza a hacer mella en unas personas que trabajan y
dan la cara, aunque sea por videoconferencia, todos los días sin descanso ni
interrupción. Los cuatro ministros han estado espesos, inconvincentes,
repetitivos; pero antes de despellejarlos, en especial los que en estos días, por
no hallarnos en primera línea, disponemos de un espacio privilegiado para la
reflexión, el análisis y el reencuentro con lo nuestro y los nuestros, quizá
deberíamos ser compasivos. O lo que es lo mismo, empáticos, y apiadarnos
un poco de ellos como los dolientes que son, aunque no estemos de acuerdo o
los critiquemos, y hacerlo incluso con aquellos de cuya visión diferimos de
forma radical —⁠y pienso en alguno al que yo mismo he aludido⁠—, aunque
nos sigamos oponiendo legítimamente a ella.
Pienso en ese general, y la que le espera la semana que entra. Ojalá tenga
cerca una mano como la de Cecilio, el pequeño enfermero de Nápoles, para
aliviarle la soledad.

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20 de abril
Incluyendo a quien quiero
(cuando quiero)

Hoy he bloqueado por primera vez a alguien en Twitter desde hace mucho
tiempo. Hace cerca de dos años que decidí «zombificar» mi cuenta en esa red
social, o lo que es lo mismo, dejar de tuitear, para convertir mi perfil en un
mero tablón de anuncios en el que cuelgo enlaces a publicaciones, extractos
de alguna de ellas o retuiteo mensajes o enlaces de interés, así como las
menciones cordiales que recibo, como forma de agradecimiento. Nada más.
El procedimiento aplicado ha logrado su objetivo: ahorrarme el mucho tiempo
que antes me hacía perder la red del pajarito azul y los venablos de toda
índole que me dirigían personas que no estaban de acuerdo con mis
pronunciamientos, mi forma de ver la literatura o la vida o a las que
simplemente no les gustaba mi cara. Desde que saben que no contesto, porque
no tuiteo, esas personas han dejado de bombardearme, lo que prueba que
quien en la red falta a otro suele paradójicamente pedir su atención.
De vez en cuando alguien reacciona de forma airada a un artículo que
comparto, con una salida de tono, una coz o un improperio. Cuando lo veo, si
lo veo, me limito a silenciar la cuenta en cuestión, más que nada para evitar el
riesgo de volver a leer algo escrito por quien no sabe discrepar sin intentar
ofender. Hoy, sin embargo, he optado por el bloqueo, no solo porque no deseo
volver a leer lo que esa persona tenga a bien escribir o escribirme, sino
también para evitarle la oportunidad de juzgar lo que a mí se me antoje
oportuno expresar en los artículos que comparto.
El detonante del comentario, zafio y prepotente como es divisa de cierto
paisanaje tuitero, fue un pasaje de la entrada de este diario de ayer, que
extracté en un tuit que difundía el enlace. En particular, el que se refería al
personal médico y de enfermería que en estos días acompaña a las personas
que mueren solas, al hilo de la historia que cuenta Edmondo De Amicis en

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«El enfermero del Taita». El tema de ese cuento es la empatía con los
dolientes, incluso desconocidos, y el mensaje iba en esa misma línea. Por eso
me pareció oportuno aludir a los sanitarios haciendo mención diferenciada a
los médicos y médicas, enfermeros y enfermeras. Porque quien toma la mano
de un moribundo no es un genérico, sino un niño en el cuento de Amicis y un
hombre o una mujer en la pavorosa realidad de nuestro presente, y me
interesaba marcar que en el colectivo de enfermería, que suele feminizarse,
hay muchos hombres, entre ellos algún amigo mío, y entre los médicos, una
presencia femenina cada vez más abrumadora. Quería representar ante el
lector la gama completa y precisa de imágenes de esa Pietà contemporánea.
En qué hora cometí tamaña infracción. El zafio encontró la ocasión para
ridiculizar el tic del lenguaje inclusivo y de paso denigrar a quien caía en él.
Otros, con menos zafiedad, también se permitieron expresar su decepción por
mi desliz.
Lo que al margen del bloqueo del zafio —⁠que tiene que ver con la
zafiedad y no con el asunto del desdoblamiento⁠— me da una oportunidad
para poner por escrito, aquí porque es tan buen o mal sitio como cualquier
otro, un par de ideas que me acompañan desde hace tiempo sobre los términos
en que ha degenerado el debate sobre el lenguaje inclusivo. Quizá convenga
recordar que no es un invento reciente, asociado a una ideología concreta,
como suele pensarse: ha existido siempre, y me permito subrayar el detalle,
cuando en cierto contexto le interesa al hablante expresar deferencia. De ahí
la fórmula «damas y caballeros», que no es de ayer precisamente, y donde la
deferencia es doble: se eleva el rango social de todos los que escuchan y se
toma uno cuidado de hacer llegar esta distinción tanto a las mujeres como a
los hombres. Podría decirse sin más «señores», o «amigos», incluyendo a
todos y con respeto y cordialidad: se va más allá justamente porque se quiere
hacer sentir la deferencia a todos y cada uno.
Pues bien, ese mecanismo natural del lenguaje es el que ayer utilicé yo
aquí, con personas a las que me importaba que llegara mi solidaridad: a todas
y cada una. El que utilizaré siempre que me dé la gana y cuando me dé la
gana. E igual que no acepto que unos fundamentalistas me impongan
utilizarlo siempre, más allá de mis personales intenciones, no estoy dispuesto
a aceptar que unos fundamentalistas de signo opuesto me veden recurrir a él
cuando lo considere oportuno, por razones que me toca a mí decidir y no a
ellos, y aduciendo una incorrección lingüística que solo está en sus mentes y
en su ideología y que es fruto de su ignorancia de los resortes más naturales
del idioma: una herramienta que sirve para nombrar las cosas y expresar los

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sentimientos como cada individuo quiere y necesita hacerlo, en cada contexto
y circunstancia, y siempre que otro individuo lo entienda.
Niego sobre mi pensamiento y mi verbo la jurisdicción a cualquier
inquisidor, cualquiera que sea su signo. Y reivindico, en especial en esta hora,
la primacía de la empatía con el prójimo, como cada cual tenga a bien
expresarla, sobre el escrutinio del decir ajeno para desahogar la alta o baja
pasión propia. Quiero creer que cuando hablamos del dolor humano importa
el dolor, y no el irrisorio prurito.
Parece mentira que en medio de una catástrofe sigamos aferrados a
zarandajas. Y parece mentira que la ideología nuble las mentes hasta el
extremo de no distinguir lo esencial de lo accesorio; es como cuando alguien
tilda de buenista o desacredita como corrección política la simple compasión
por el débil avasallado. Prefiero que me acusen de buenismo, o que me
pongan esa etiqueta ya vacía de sentido que solo quiere decir algo para los
conmilitones del hablante, a ser un desalmado.
Es más, ya que estamos, en este punto y hora reivindico el acto de incluir,
y en especial a todos aquellos que quedan excluidos. Me da la sensación de
que alguna gente no se da cuenta de lo que ha pasado, ni de lo que puede
pasar. Quienes están en primera línea lo cuentan con crudeza: antes se
luchaba por salvar la vida a octogenarios y nonagenarios, con todos los
medios; y se conseguía. En los días malos de esta epidemia, con setenta o
incluso sesenta y cinco años te desahuciaban, y así se han apagado,
asfixiándose, miles de personas. Excluidas por su edad, por la funesta
imprevisión de un sistema —⁠esto es, de todos sus gestores, de todos los
colores, por más que ahora estén en esa carrera desesperada ridícula de
pasarle la patata al de enfrente⁠— que no proveyó los medios necesarios para
salvarlos, y obligó a los sanitarios a priorizar para salvar las vidas que tenían
más probabilidades.
Y en lo que viene se atisban, como amenaza, nuevas exclusiones, todas
ellas debidas a la precariedad con la que esa imprevisión nos obliga a
enfrentar el virus: se podrá volver a salir a la calle, pero los mayores podrán
salir menos; se podrá volver a trabajar, pero quienes no prueben ser inmunes a
lo mejor trabajan —⁠y cobran⁠— menos. Mira por dónde, a lo mejor hay que
utilizar entre otras herramientas el lenguaje para impedir que se segregue a los
seres humanos entre individuos plenos y leprosos o postergados. Vigilando
los eufemismos con los que se los velará e invisibilizará; buscando maneras
de hacerlos presentes.

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En la ración diaria de noticias estupefacientes, el petróleo en Estados
Unidos ha alcanzado precio negativo: es decir, te pagan por llevarte un barril.
Menudo cambio de paradigma, aunque sea temporal. Hay gente tratando de
anticipar qué cambios duraderos va a traer este desastre que hemos sufrido:
me piden los amigos del Instituto Cervantes de Roma que les grabe un vídeo,
una «píldora», lo llaman ellos, tratando de avizorar el futuro tras la pandemia.
Me muestro prudente y vaticino poco. Leí el otro día, sin embargo, un artículo
bastante lúcido en el que se afrontaba este arriesgado ejercicio en diez puntos.
Lo firmaba el exministro Miguel Sebastián, y rebosaba sensatez y perspicacia.
Creo que algunas de sus apuestas son incontestables: la emergencia de China
como nuevo líder mundial, el golpe mortal al liberalismo desenfrenado, el
auge del nacionalismo, la necesidad de apostar por la ciencia y la industria, el
desplazamiento paulatino de la actividad al teletrabajo o el revés para la
economía sumergida. Digamos que había muchos aspectos de nuestras
sociedades prendidos con alfileres: y ha venido un huracán que nos ha
demostrado que los alfileres no son buena forma de sujetar la ropa.
Más estupefaciente es la gansada de hoy de la portavoz del Gobierno
catalán: según ella, si Cataluña fuera independiente habría sufrido menos el
impacto de la pandemia. Ya sabíamos que con la independencia el Barça
ganaría siempre la Champions, todos los aviones de Nueva York a Europa
aterrizarían en Barcelona y los grifos de Reus manarían leche y miel, pero
esto se sale de la escala. Alguien le ha recordado una reunión con su jefe en la
que le pidieron anticipar medidas, y entre otras cosas impedir congregaciones
multitudinarias, y declinó hacerlo.
Y aún hay más: al Ministerio de Sanidad —⁠o a alguien que trabaja para
él⁠— le han pillado fabricando bots para darles «me gusta» a sus publicaciones
en Facebook. Lo leo y me pregunto quién sigue usando esa red social tan
invasiva y farragosa —⁠un amigo periodista me dice que mucha gente, que no
vea cómo manda en el tráfico hacia su publicación⁠— y después quién ha
tenido la idea de montar esa granja de bots, todos chicas guapas —⁠por la foto
del perfil⁠— y con nombre extranjero. O a quién demonios le contrataron el
servicio. Gol en propia puerta de los buenos.
Al final del día hablo con mis padres, setenta y siete y ochenta y un años,
o lo que es lo mismo, candidatos a excluibles de casi todo. Lo llevan bien,
pero están cansados y aburridos: su confinamiento se suma al que ya llevan
desde hace un año por culpa de una lesión en la columna de mi madre. Justo
cuando ya empezaba a salir, vino el coronavirus. Busco algo esperanzador
que contarle, y recurro a las bajas cifras de Australia. Un país con mucha

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relación con China: lo pude apreciar cuando estuve allí, en varias de sus
universidades, y me contaron que tenían miles de chinos que además les
ayudan a financiar su sistema público de enseñanza superior. Eso quiere decir
que les ha pasado como a nosotros y a los italianos: han recibido, seguro, a
muchas personas infectadas, desde finales del año pasado y antes de poder
tomar medidas. Y tienen seis mil casos confirmados y setenta muertos, en un
país de veinticinco millones de habitantes. ¿Qué los diferencia de nosotros y
de Italia? Allí es verano.
Eso me hace concebir esperanzas de que la llegada del calor, y sobre todo
de los rayos de sol verticales, sirvan para hacerle mucho daño al bicho. En el
sistema confío lo justo; en la capacidad del sol de la meseta para calcinar
cualquier cosa animada o inanimada en julio tengo bastante más confianza. Se
lo digo a mi madre y parece que la anima. A ver si no me equivoco. No solo
quiero volver a verla y abrazarla: también quiero que dejen de excluirla de la
vida, con motivo o sin él.

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21 de abril
Italian driving

La escena es el momento más memorable de la película The Gumball Rally,


título traducido entre nosotros como Locos al volante, una comedia dirigida
por Charles Ball en 1976. Uno de los participantes en una carrera ilegal,
Franco, un piloto italiano interpretado por Raúl Juliá, se pone al volante de un
descapotable rojo y le explica a su copiloto norteamericano la que según él es
the first rule of Italian driving —⁠o lo que es lo mismo, la primera regla de la
conducción italiana⁠—: What’s behind me it’s not important. «Lo que está
detrás de mí no es importante». Y para hacerlo patente, le arranca al
descapotable el retrovisor adosado al parabrisas y lo arroja con desdén a su
espalda por encima de su hombro. Entonces arranca.
La imagen siempre me ha parecido una buena metáfora de una actitud que
comparto, cada vez más a medida que cumplo años: lo que ha quedado atrás
no debe atenderse ni invocarse en demasía, salvo para aquello en lo que pueda
ser constructivo de cara al presente y al futuro hacerlo. Me sublevo, por tanto,
contra quienes se empeñan en regodearse en pasadas amarguras y descalabros
del ayer, y más aún contra quienes lo hacen con el ánimo de arrastrarte al
pozo de tristeza, resentimiento o desesperanza en el que parece complacerles
vivir.
Quizá paradójicamente, recupero esta película y esta idea un 21 de abril,
después de acordarme, porque así me lo avisa a primera hora de la mañana un
estimado lector y corresponsal, Joaquín, de que hoy es el 71.º aniversario del
fusilamiento en el Camp de la Bota de Barcelona del general de la Guardia
Civil José Aranguren Roldán, cuya vida —⁠y muerte⁠— reconstruí en un libro
que se titula Recordarán tu nombre. Cuando salió el libro algunos me
acusaron de querer remover antiguas heridas, en concreto las de la guerra
civil, en cuyo inicio tuvo Aranguren un papel destacado —⁠contribuyendo de
manera decisiva a hacer fracasar el golpe en Barcelona⁠— y a cuyo término

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fue sometido a consejo de guerra sumarísimo y ejecutado por los vencedores.
Con el beneplácito directo y expeditivo de Franco, que lo conocía
personalmente y no poco, lo que le dio al hecho un cariz especial.
Ante aquellas críticas dije lo que reitero ahora: no pretendía abrir ninguna
causa contra un muerto —⁠he estudiado derecho penal y ya sé que la muerte
del imputado extingue la responsabilidad criminal⁠—; al revés, pretendía
reivindicar la dignidad y el honor, el valor moral de un hombre que
oficialmente, en la España de 2020, sigue siendo un delincuente amnistiado,
cuando no infringió ley alguna, se atuvo a su deber y fue condenado en un
proceso infame y sin garantías. Poner de relieve las taras de ese proceso y de
la justicia de los vencedores era necesario —⁠y a tal efecto me estudié los
autos correspondientes⁠— para limpiar la memoria de un hombre que, lejos de
ser un criminal, fue un ejemplo de integridad y de humanidad en tiempos de
oscuridad y barbarie; era esto, su condición ejemplar y como tal alentadora, lo
que por encima de todo me interesaba que no cayera en el olvido.
Quizá cuando recordemos estos días que vivimos, y se depuren en su caso
en los tribunales las responsabilidades a las que haya lugar, importe sobre
todo guardar para el futuro el ejemplo de quienes fueron dignos, generosos y
humanos; en lugar de empozarnos, como solemos, en el reproche y el rencor.
No se trata de blanquear o minimizar irresponsabilidades o negligencias, y
menos aún los errores dolosos; sino de no poner ese ahínco que a veces nos
sale a la hora de condenar, sobre todo y con el menor pretexto, a aquellos que
no forman parte de nuestra cofradía. Lo que necesitamos, ante todo, es
amortiguar el golpe que hemos recibido y encontrar la manera de no volver a
hacerlo todo tan mal como lo hemos hecho esta vez.
Hablando de generales de la Guardia Civil, hoy se ha explicado el que
metió la pata el otro día en rueda de prensa. Ha dicho que en ningún caso el
cuerpo al que pertenece controla ni controlaría la crítica política, que solo se
ocupaba de estar atento a las informaciones falsas que pudieran buscar
desestabilizar. Ha trascendido, en estos tiempos todo trasciende, el correo
electrónico que mandó a las comandancias, en el que se habla de estar
vigilantes ante quienes promueven «la desafección a las instituciones del
Gobierno». Expresión desafortunada, sin duda, porque en una democracia
avanzada la desafección al Gobierno no solo es legítima, sino además
necesaria, tanto como su expresión libre, para que los gobernantes no
evolucionen hacia el autoritarismo y de ahí a cosas aún peores.
La frase pone de manifiesto lo importante que es, incluso cuando uno
anda apurado —⁠sobre todo cuando uno anda apurado⁠—, haber adquirido un

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buen dominio del léxico. La instrucción sería irreprochable si en lugar de
desafección dijera resistencia u obstrucción, y en lugar de Gobierno dijera
Estado. Para evitar los actos contrarios al ejercicio por parte de las
instituciones del Estado de sus legítimas competencias en beneficio de la
salud y la seguridad de los ciudadanos sí está la Guardia Civil. Para
contrarrestar la desafección al Gobierno, que se fajen sus portavoces y en su
caso los de los grupos parlamentarios que lo apoyan.
Y quizá, disipado el equívoco y aclarado el resbalón léxico, convenga
dejar estar aquí el asunto, que lleva a sembrar dudas injustas sobre la
actuación de unos servidores públicos que están dando el callo como suelen
cuando se les necesita.
En otro orden de cosas, el Gobierno se ha decidido a bajar, al fin, el IVA a
los libros electrónicos. No se comprendía muy bien que se penalizara con un
tipo superior el consumo del libro digital, para estimular con ello la piratería y
menoscabar su comercio legal y por tanto la retribución de autores y editores.
Hubo un tiempo en el que había normas europeas de armonización de la
imposición indirecta que impedían rebajarlo; hace tiempo que ese escollo
desapareció, pero incomprensiblemente se mantenía la penalización, quizá
porque recaudar tenía más interés para los sucesivos Gobiernos que promover
la circulación regular de estos productos culturales. Que haya hecho falta una
pandemia para que esto se rectifique da para enfadarse y para estar, como
afectado, un poco resentido. Pero aplicaremos una vez más la primera regla
de la conducción italiana y no le daremos más importancia.
Olvido piadoso es también lo mejor que podemos darle a la ocurrencia de
hoy del Gobierno, de permitir la salida de menores de catorce años de sus
casas para ir al banco o al supermercado; cuando se lo he dicho a Núria casi
se ha puesto a llorar. Que a ella no le gusta ir al Mercadona, dice, y en cuanto
al banco, al que nunca ha ido ni nos ha visto ir, simplemente no comprende
qué se le ha perdido allí. Uno imagina que la idea tenía que ver con la
posibilidad de controlar que la gente no usa a los niños como pretexto para
salir de paseo, del modo en que mi vecina usa a su yorkshire para salir a
fumar por la calle; pero llevar a los niños a lugares que no solo detestan, sino
que pueden ser un foco de contagio, tiene tan poca lógica sanitaria y
humanitaria que solo podían rectificar. Se teme que los paseos cortos que van
a autorizarse sean el nuevo coladero para irresponsables, que las calles se
verán mucho más concurridas, a todas horas, y que eso puede ayudar al
rebrote. Tienen quienes nos gobiernan cuatro días para ingeniar el modo de
contenerlo.

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En fin, seguiremos mirando adelante, aunque lo ponen difícil. Por las
muchas cosas que no se han hecho como deberían, por las incertidumbres y
las zozobras respecto del futuro, algunas estremecedoras. No sabemos la
gente que ya se ha infectado ni la que puede infectar(se); y tardaremos ocho
semanas aún en tener ese estudio serológico urgente. Lo que se haga sin
tenerlo, me dice uno de mis amigos médicos, ya sea desconfinamiento,
desescalada o simples medidas de alivio del encierro, se hará a ciegas. Ay,
qué desprevenidos nos ha pillado todo esto.

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22 de abril
La vida en vídeo (selfi)

Soy enemigo declarado del selfi, en cualquiera de sus formas. Ver a un Homo
sapiens sapiens mirando a su teléfono móvil y poniéndole caras me produce
un inevitable escalofrío. Imaginar que yo deba ser ese Homo sapiens sapiens
se me antoja la materialización de una distopía apocalíptica. Siempre he
creído que los ojos que llevamos pegados a la cara tienen la maravillosa
utilidad principal de mirar el mundo, mientras la vida nos deje, y que
volverlos a uno mismo, ya sea a través de un espejo de toda la vida o de una
pantalla, es una pérdida de tiempo en la que solo debe incurrirse lo justo para
no ofrecer un aspecto demasiado intolerable a las personas con las que
convivimos y que han de soportarnos.
Por eso siempre me he negado a fotografiarme o grabarme, salvo en
alguna coyuntura muy excepcional: cuando mi mujer o mis hijos me piden
que lo hagamos para tener un recuerdo personal e íntimo de un viaje o
momento señalado, o una vez en Afganistán, haciendo un reportaje sin
fotógrafo durante un convoy en el que los militares que me acompañaban
tenían cosas más importantes y perentorias de las que ocuparse que hacerle
una foto al reportero. Poco más.
Poco más, hasta ahora… Con motivo del virus y el confinamiento, me han
llovido las peticiones para que me grabe vídeos con los motivos más variados,
muchas de ellas vinculadas con el Día del Libro. Son peticiones de buenos
amigos y mejores cómplices: mis editores, el Instituto Cervantes —⁠tanto la
sede central como el incansable gestor cultural del Cervantes de Roma,
Gianfranco⁠—, el colegio El Ope de Archena —⁠que tiene un concurso literario
para jóvenes al que le puso mi nombre⁠— o la biblioteca pública municipal de
Castillo de Bayuela —⁠adonde he ido ya varias veces, para constatar el
milagro de una comunidad humana donde la gran mayoría de los vecinos son
lectores, gesta achacable a Isabel, su bibliotecaria⁠—. A peticiones así, y otras

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similares, no podía negarme. De modo que he hecho de tripas corazón, he
encuadrado un rincón de mi despacho, lo he iluminado y he utilizado ese
artefacto para mí hasta ahora inútil: la webcam de mi ordenador.
También tengo un recelo metódico hacia el ejercicio consistente en la
exhibición de la propia intimidad, de cualquier espacio personal, entre otros la
propia casa. Desde que se empezó a poner de moda, antes de la pandemia,
entrevistar a gente por Skype, he visto con desasosiego las habitaciones de
hotel, apartamento de circunstancias o vivienda habitual desde las que
hablaban los entrevistados, con esa imagen cutre de la videoconferencia: la
mala luz, el mal encuadre, los movimientos sincopados y las voces
entrecortadas. En estas semanas, en las que nos hemos ido metiendo en las
casas de casi todo el mundo, comprobando si tienen buen o mal gusto, si están
ordenadas o desordenadas, decoradas o desnudas, si hay biblioteca de verdad
o estante con libros de adorno, he tenido a menudo la sensación de que nos
estaban sometiendo a un atropello adicional al del confinamiento. Como
sucede con el confinamiento mismo, quizá por una buena causa; pero eso no
lo hace menos indeseable ni invasivo.
En mi caso, no tengo mucho problema. Ponga donde ponga la cámara, lo
más probable es que se vean libros, una imagen que no concede mayor crédito
a su poseedor, en una civilización eminentemente audiovisual, pero tampoco
supone por el momento una deshonra. Sin embargo, siento cierto pudor ante
la posibilidad de que alguien lea las letras de los lomos: mi biblioteca no es
una exposición al público, es el resultado de mi camino personal de lectura. Y
me tomo buen cuidado, salvo que con las prisas se me olvide, de retirar
cualquier foto personal o familiar de las que hay en mis estanterías. Que este
desmantelamiento de la intimidad para convertirla en contenido audiovisual
encuentre por lo menos algún límite.
El otro día grabé diez vídeos seguidos. Los acumulo porque así me pesa
menos y además aprovecho un día que me haya afeitado, cosa que en el
confinamiento no hago a diario, aunque tampoco me permito —⁠ni me
permiten las mujeres de la casa⁠— dejarme crecer la barba al estilo de un preso
o náufrago. Aun siendo todos como somos náufragos y presos a la vez, no es
cosa de hacer más deprimente de lo imprescindible el encierro y el naufragio.
Y hoy me ha tocado mantener una larga videoconferencia para la presentación
de los trabajos de la asignatura del grado de Literatura y creación literaria de
la Universidad de Navarra en el que iba a participar como profesor de forma
presencial y que ahora, por culpa de la alarma, queda reducido, como tantas
otras cosas, a una pantalla dividida en cuadritos.

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La ventaja que el sistema ofrece es que podemos intervenir todos aun
estando prisioneros en los más diversos lugares del globo. En la sesión de hoy
ha entrado una alumna desde Ecuador y otra desde Canadá. Las desventajas
son casi todas las demás. Oyes a ráfagas, ves borrosos a los otros, en cierto
momento ha perdido el wifi la alumna que estaba exponiendo, en otro nos ha
desaparecido el catedrático y moderador. En fin, con buena voluntad todo se
va solventando. Al final, lo esencial del contenido se mantiene, los cuatro
profesores presentes hemos podido escuchar y valorar los proyectos literarios
de media docena de jóvenes talentosos, todos ellos prometedores e
interesantes, pero el esfuerzo que hay que hacer para seguir una sesión así con
medios tan precarios viene a ser el triple, y también el cansancio cuando
concluye. La próxima pandemia nos pillará más acostumbrados, y quizá
tengamos también herramientas menos rudimentarias y falibles.
La perspectiva de que la vida en vídeo sea la normalidad del futuro, que
no deja de parecer probable, resulta aterradora. En mi casa nadie es partidario:
ni a Núria ni a Judith ni a Noemí les entusiasman sus clases por
videoconferencia. Llevo días oyéndolas expresar sus reservas, que en el caso
de Núria, que tiene que coordinarse con su profesora y otra media docena de
niños de siete años, poco proclives a esperar su turno, la ha llevado alguna
vez a desesperarse. Ahora las comprendo mucho mejor. Es lo que hay y no
hay otra, pero coincido con ellas.
Una de las tareas del día es seleccionar las cartas de los lectores de XL
Semanal. Una labor que vengo haciendo desde hace casi veinte años, y de la
que he aprendido mucho, porque no hay nada para quien cuenta historias
como gestionar un buzón donde las personas más variopintas te cuentan las
suyas. En estas semanas de encierro recibo mucha correspondencia: la gente
está en casa y escribe más, hay semanas que me llegan trescientos mensajes.
La mayoría habla del tema casi único, y en muchos de ellos se percibe algo
que me da que pensar. Porque tengo precedentes.
Recuerdo que ya antes del 15M, y de los movimientos subsiguientes en el
mapa electoral español, en las cartas que recibía semana a semana se advertía
un descontento radical y persistente que buscaba un cauce para expresarse:
solo era cuestión de ofrecérselo, como entendieron quienes entonces no eran
nadie y hoy administran decenas de escaños en el Parlamento. Pues bien: en
las cartas que recibo ahora empieza a percibirse un clima de resistencia y
objeción frente a la gestión de un confinamiento que ya se prolonga casi seis
semanas, que supone una merma drástica de la libertad individual y que viene

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acompañado por un relato a veces frívolo y superficial de la inmensa tragedia
que nos está sucediendo.
Las cifras exactas no las conocemos, solo las oficiales, pero estimaciones
prudentes nos sitúan ya en torno a los 30 000 muertos, solo en España. Casi la
mitad de ellos, en residencias de ancianos. Como dice una de las cartas que
selecciono, escrita por alguien que acaba de enterrar a su madre en uno de
esos funerales desangelados que ahora hacemos, lo que nos ha ocurrido es una
hecatombe, una masacre sin precedentes, y en los medios de comunicación,
redes y demás no paramos de ver a gente que se entretiene y nos entretiene
con fruslerías —⁠y este diario podría ser un ejemplo, me pongo en primera
línea del reproche⁠—, mientras la cara real y cruda de la tragedia permanece
celosamente oculta. Ni un entierro, ni una viuda, ni un huérfano. Podría
pensarse que es para que no nos desmoralicemos, pero existe también la
posibilidad de que todo este guirigay con el que entretenemos el encierro, este
tráfico ingente de selfis animados o inanimados, graciosos o no tan graciosos,
opere como una suerte de anestesia interesada, que de perpetuarse podría
servir como obstáculo para forjar la conciencia que lo ocurrido nos impone,
respecto de lo que hemos hecho antes para que ocurra, y lo que habremos de
hacer después, para que no vuelva a ocurrir o no de forma tan catastrófica.
Hay una excepción hoy, que merece consignarse. El breve y emotivo
discurso fúnebre que ha dado la ministra de Defensa en el acto con el que se
clausura la gigantesca morgue improvisada del Palacio de Hielo de Madrid.
Nos recuerda que dentro de los cientos de ataúdes que han pasado por allí
había personas: madres, padres, hermanos, hijos de alguien. Se refiere a ellos,
el cargo le imprime carácter, como «nuestros soldados», dándole a esa
expresión el sentido más hermoso: ningún ejército que se precie deja atrás a
sus soldados, ninguno deja de honrarlos cuando caen. Asegura que mientras
han estado allí, se les ha tratado con dignidad y honor. Que quienes los
custodiaban han orado por ellos. Tampoco está ya de moda, orar, entre otras
cosas porque es un acto íntimo e incompatible con el selfi.
Otra buena razón para que vayamos recobrando la costumbre.

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23 de abril
La prisionera

Hoy es el Día del Libro y se cumplen cuarenta de confinamiento. Ahora sí


que podemos decir que hemos hecho una cuarentena de verdad, como las
medievales. El encierro alcanza así una cota significativa, como significativo
es que una fiesta que suele celebrarse con presencia multitudinaria en la calle,
sobre todo en algunos lugares, como Cataluña, se celebre este año con las
calles vacías y todos los convocados —⁠autores, editores, libreros, lectores,
paseantes y curiosos⁠— sin otro horizonte que las paredes de sus casas. Para
tratar de abrir ventanas en esas paredes se multiplican las iniciativas virtuales.
Aunque en realidad no abren ventanas, sino pantallas, que, como
meditábamos ayer, uno no sabe si son aberturas al mundo o espejos que nos
devuelven, cada vez más aturdida, nuestra propia imagen.
En todo caso, con eso hemos de contentarnos y nos contentamos. Por mi
parte, hablo para tres emisoras de radio —⁠en la charla con una de ellas tengo
la ocasión de saludar a dos buenos amigos y colegas, Rosa Montero y
Domingo Villar⁠—. La conversación versa sobre libros y también,
inevitablemente, sobre las muchas rarezas y perplejidades de estos días. Hay
quien dice que lee más y quien no puede concentrarse; sin embargo, creo que
con carácter general los que somos lectores apreciamos, y de qué manera,
disponer de esa válvula de escape que es la lectura. A diferencia de las
pantallas, no cabe ninguna duda de que abre ventanas a la mente. Por ellas se
llega a menudo a avistar paisajes que la vida nos niega, y que en las
condiciones actuales es más que probable que nos siga negando.
Por la tarde, organizada por La Caixa y la Fundación José Manuel Lara,
doy a través de un directo de Facebook la conferencia que hubo que cancelar
el 12 de marzo en el Caixaforum de Madrid —⁠y menos mal que la
cancelamos, con lo que el virus corría por la capital esos días⁠—. En realidad
no es la conferencia que iba a dar, sino una versión reducida, para dejar paso

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lo antes posible a la intervención de quienes se conectan y tratar de convertir
el encuentro virtual en una conversación. La verdad es que funciona bastante
bien, sobre todo la parte del coloquio: los participantes plantean muchas
cuestiones, y más de una tiene por sí misma la enjundia suficiente para
constituir el objeto de una conferencia. Por ejemplo el tratamiento en la
ficción, literaria y audiovisual, del conflicto alimentado durante medio siglo
por la actividad terrorista de ETA, al hilo de Patria —⁠el libro y pronto la
serie⁠— y La línea invisible, la exitosa serie de Movistar+ de la que ya hablé
aquí.
Las preguntas al respecto tienden a plantear la que quizá para mí sea la
cuestión medular, y en consecuencia el reto al que he dedicado mi trabajo,
tanto desde la no ficción —⁠con Sangre, sudor y paz⁠—, como la ficción
literaria —⁠con El mal de Corcira, la próxima de Bevilacqua, que saldrá
cuando abran las librerías⁠— y la audiovisual —⁠con Rojo 30, la serie cuya
escritura acabamos de terminar para Tornasol y que ahora buscará una
plataforma que quiera producirla, si es que alguna quiere⁠—. Esa cuestión no
es otra que ampliar el foco de la narración, desde la empatía y la adopción de
un punto de vista más situado con los terroristas —⁠terreno en el que suele
situarse la ficción audiovisual hasta ahora, incluida La línea invisible⁠— o la
exploración del dolor que el terrorismo ha supuesto para la sociedad vasca
—⁠coordenadas en las que se mueve Patria, con notables resultados⁠—, al
conjunto del dolor que el terrorismo etarra causó, dentro y fuera del País
Vasco —⁠el municipio que más golpes mortales recibió de ETA fue con
diferencia Madrid⁠—, y el papel que los no vascos representaron en la solución
del conflicto, singularmente a través de una lucha antiterrorista al principio
torpe y desnortada pero que terminó siendo sofisticada y consistente y que es
hoy un referente internacional.
Cuando acaba el encuentro, me dicen que han estado conectadas más de
mil personas. Todos sabemos que es difícil que un escritor reúna en una
conferencia presencial esa audiencia, por no decir imposible. Pese a lo mucho
que me cuesta ponerme a hablar para una webcam y lo que estoy llegando a
aborrecer la bidimensionalidad, gracias al confinamiento, esa ventaja debo
reconocérsela. Cuando termino, y como ya es el cuarto o quinto directo que
hago —⁠empiezo a perder la cuenta⁠—, sin contar los vídeos grabados, Noemí
le dice a Núria que su padre se está haciendo youtuber. Núria alza las cejas
con incredulidad. Por supuesto, y como corresponde a su generación, no solo
sabe lo que es un youtuber, sino que es consciente de la trascendencia social
de la profesión, muy superior a la que tiene la que ya sabía que desempeño.

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Le digo a Noemí que no la engañe, que no le haga concebir expectativas sobre
su padre que la realidad va a defraudar.
Hoy Núria ha tenido una de esas genialidades suyas. Nos ha dicho que no
le gustan mucho las películas de princesas, que le gustan más las de animales
porque no se sabe cómo van a acabar. A sensu contrario, el problema para
ella de las películas de princesas es su carácter esencialmente predecible.
Siempre van a parar en lo mismo. Cuando le pregunto al respecto, añade:
«Son todas iguales, solo les cambian el color del pelo y el del vestido». Por
supuesto, ya había reparado yo hace algún tiempo en el carácter repetitivo de
los cuentos principescos. Lo que no había pensado nunca es que las historias
de animales, en efecto, funcionan a la inversa: puede pasar cualquier cosa,
incluso que mueran personajes principales.
El Gobierno está intentando aclarar lo que sucederá con las salidas de los
niños menores de catorce años. No termino de tenerlo claro. Por ejemplo creo
haber entendido que Núria podrá sacar la bici que le trajeron los Reyes este
año, y con la que estaba empezando a soltarse cuando nos confinaron. Lo que
no tengo claro es si yo podré montar en bicicleta también para acompañarla o
tendré que ir corriendo a su lado, cosa que me va a obligar a emplearme a
fondo, porque ya iba cogiendo una velocidad considerable. Esperemos que de
aquí al domingo nos den pautas más claras al respecto. Si no, me veo
corriendo con la lengua fuera.
Especialmente extraño es el limbo en el que quedan los mayores de
catorce y menores de dieciocho. Se nos dice ahora que pueden ir al banco o al
supermercado —⁠ellos solos⁠— con autorización de los padres. También que
pueden sacar a sus hermanos menores —⁠se sobrentiende que también solos
con ellos⁠— con esa misma autorización. Por cierto que no se dice cuál es el
formato, o qué solución nos dan a los que nos hemos quedado confinados con
una impresora con el cartucho de tinta agotado —⁠sí, ya sé que puedo pedir el
cartucho a Amazon, pero es que hace tiempo que no imprimo nada, era algo a
lo que había preferido renunciar⁠—. ¿Se le puede hacer una autorización
digital y que la lleve cargada en el teléfono? La verdad, se entenderá que a
uno no le apetezca dejar salir a su hijo menor de edad sin un salvoconducto
seguro en caso de requerimiento o identificación policial.
La cuestión me preocupa porque en casa tenemos a una adolescente
comprendida en el tramo de edad fatídico, Judith, que no cumple los
dieciocho hasta octubre. Hasta aquí, con sus altibajos, como todo el mundo,
ha llevado el encierro con una admirable resignación. Ayuda con su hermana,
busca cómo entretenerse y solo hace unos días nos ha pedido una

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videoconsola, que se ha comprado de segunda mano, para tener una
distracción suplementaria. A ella lo de ir sola al Mercadona —⁠no digamos al
banco⁠— no le atrae especialmente, tampoco a su madre o a mí nos hace
demasiado felices despacharla a un posible foco de contagio, y ante las dudas
que se suscitan tampoco vemos lo de dejarla salir a cargo de su hermana
pequeña. Como resultado, a falta de perrito-pasaporte y después de cuarenta
días encerrada, sigue sin tener una opción segura y apetecible para salir a oler
y pisar la calle.
En broma le digo que es nuestra prisionera, y al hacerlo recuerdo, ya que
hoy es el Día del Libro, La Prisonnière, la quinta novela del ciclo de la
Recherche de Marcel Proust. Recupero el ejemplar de mi biblioteca y releo su
comienzo. En él, me llama la atención una frase: «Ce fut du reste surtout de
ma chambre que je perçus la vie extérieure pendant cette période». O lo que
es lo mismo: «Por lo demás, fue sobre todo desde mi habitación como percibí
la vida exterior durante aquel periodo».
Es una buena descripción no solo de la vida en estos cuarenta días de
Judith y tantos adolescentes, sino de todos nosotros. Y me hace pensar en las
distorsiones que en la percepción de la realidad produce tenerla solamente
desde el encierro. El protagonista de la novela de Proust se guía sobre todo
por los sonidos de la calle; nosotros, por lo que nos muestran las pantallas.
Tengo la sensación de que su fuente era mucho más fiable que la nuestra.
La prisionera del título es Albertina, la amada del narrador, de la que este
reconoce que en el enclaustramiento acaba cansándose. También ella termina,
y uno no puede dejar de comprenderla, harta de él. Al final es Albertina la que
se marcha, pero poco antes el narrador se representa el momento de la
liberación. Lo transcribo aquí, para alentar la esperanza de Judith y la de
todos nosotros:
La résignation à rester dans ma chambre, à ne pas voyager, tout cela était possible
dans l’ancien monde où nous étions la veille encore, dans le monde vide de l’hiver,
mais non plus dans cet univers nouveau, feuillu, où je me m’étais éveillé comme un
jeune Adam pour qui se pose pour la première fois le problème de l’existence, du
bonheur, et sur qui ne pèse pas l’accumulation des solutions négatives antérieures.

O, según la traducción que improviso sobre la marcha:


La resignación a permanecer en mi habitación, a no viajar, todo eso era posible en el
viejo mundo donde aún estábamos la víspera, en el mundo vacío del invierno, pero
ya no en este universo nuevo, verdecido, donde acababa de despertarme como un
joven Adán que se plantea por vez primera el problema de la existencia, el de la
dicha, y sobre quien no pesa la acumulación de las soluciones negativas anteriores.

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Esperemos que ese día no tarde mucho en llegar. Entre tanto, a la
autoridad competente: a ver si provee para Judith —⁠y la gente de su edad⁠—
alguna solución mejor para darse un respiro. Así sea que acompañe al adulto
responsable que salga a dar una vuelta con su hermana.

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24 de abril
Había una vez un circo

El presidente de la que todavía es la nación más poderosa de la Tierra, con


permiso de la que emerge un poco más gracias al coronavirus, ha sugerido
hoy en rueda de prensa que una de las soluciones posibles para la epidemia
sería inyectar desinfectante en los pulmones de los enfermos o atravesarlos
con luz ultravioleta. Después le ha preguntado a una especialista sentada a
pocos metros, la doctora Deborah Birx, qué le parecía la idea y si había oído
hablar de la posibilidad. La cara de la doctora Birx era un poema, pero tras un
segundo de reflexión ha encontrado una respuesta sucinta y pertinente: «Not
as a treatment». Es decir: «No como un tratamiento». Una manera elegante
de decir que la sugerencia del presidente, al parecer extraída de un informe de
sus asesores de seguridad, que vaya usted a saber qué era lo que decía, podía
servir tal vez como método de ejecución o en dosis menores como
herramienta de «interrogatorio reforzado»; no para curar.
A estas alturas no podemos saber si Trump saldrá reelegido —⁠leí por ahí
el otro día que es posible que tenga que enfrentarse a un potente dúo
demócrata, con Michelle Obama acompañando a Biden⁠—, ni siquiera es
seguro que se puedan celebrar elecciones; pero si he de fiarme por lo que me
dicen todos mis amigos que viven en Estados Unidos, no es en absoluto
descartable. Que la democracia que desde el siglo XVIII sirve de modelo a
tantas otras haya acabado poniendo al timón a semejante personaje es un
consuelo para todas las demás. Por torpes que sean quienes nos dirigen, por
disparatadas que sean sus ocurrencias, jamás podrán llegar a su nivel. Es, él
solo, un circo de siete pistas.
Por cierto, y para poner la payasada presidencial en su contexto: ya han
muerto por la epidemia más de 50 000 estadounidenses. Y la cuenta sigue.
Hoy es el primer día en el que el doctor Simón puede dar algo que medio
se parece de lejos a una buena noticia: hay más curados que contagiados. Por

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la noche leo en un par de periódicos que para llegar a ese resultado el
Gobierno ha amañado las cifras. Es demasiado tarde para exigirme el esfuerzo
de analizar si el ejercicio de desmontarlas parece bien hecho o si se trata de
una andanada más de quienes en estos días buscan por todos los medios un
argumento para empujar al Gobierno al banquillo, al paredón o al último de
los círculos del infierno de Dante. Las cifras, por la información que tenemos,
son en todas partes una chapuza. Quizá porque la epidemia ha pillado con el
culo al aire a casi todos los Gobiernos, salvo alguna honrosa excepción, y
ninguno tiene excesivo interés en que sepamos con demasiada precisión la
magnitud del destrozo. Tampoco los que buscan meter en las cifras oficiales
cualquier certificado de defunción de marzo o abril del que pueda echarse
mano para sumarlo como muerto por el virus. Es una maniobra que algún día
se estudiará en las universidades: cómo tratar de diluir la propia
responsabilidad en el ejercicio de competencias sobre la gestión de la sanidad
incrementando las cifras de la catástrofe hasta su máximo imaginable.
Al final, nos guste o no, nos tenemos que conformar con las cifras que nos
dan, y asumir que siempre han sido igual de imprecisas y que sirven a bulto
para medir la tendencia, ya que no la exactitud del quebranto. Y por las
informaciones que nos llegan de todas partes —⁠cierre de morgues, desalojo
de camas de UCI, vaciamiento de hospitales⁠—, parece que con independencia
de si el dato de hoy es fidedigno o está trucado la curva de la epidemia se
empieza a doblegar.
Lo que, como era de esperar, desencadena dos fenómenos típicamente
hispanos: la impaciencia por hacer como si no hubiera pasado nada y la
reclamación, desde cada uno de los «territorios» en los que se fragmenta el
poder, de manos libres para poder organizar cada uno su desescalada —⁠qué
horrenda palabra⁠— como más convenga a una idiosincrasia particular que
solo las autoridades del lugar conocen como es debido y necesario. No cabe
duda, lo dicen las encuestas, de que la ciudadanía aprecia más la gestión de
las autoridades cuanto más cercanas están y más próximo sienten en la nuca el
aliento de la ciudadanía concernida. Se valora mucho mejor la respuesta de
los alcaldes que la de los presidentes de comunidad autónoma, un poco mejor
la de estos que la del Gobierno, y la peor valorada de todas es, con diferencia
y justicia, la de la Unión Europea. Que eso lleve a concluir que la
particularidad de Euskadi —⁠o Cantabria o Murcia⁠— determine respuestas
distintas para una pandemia que ha golpeado al mundo y que entre nosotros
empieza a contenerse, pero puede reavivarse en cualquier momento, cuesta un
poco más admitirlo.

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A no ser, claro está, que queramos poner controles a la entrada y salida de
cada comunidad, y que cada cual apechugue con la prudencia o la temeridad
de su Gobierno. Se entiende que eso es lo que sueñan algunos, pero cabe
dudar que sea lo que deba propiciar el Gobierno de todos. Parece más sensato
que siga coordinando la respuesta común, para ajustar el relajamiento en los
distintos territorios a la evolución asimétrica de la epidemia en cada uno de
ellos, si se quiere, pero sin dejar de tener en cuenta qué es lo que se hace o se
deja de hacer en el resto.
Hablando de la Unión Europea, esta mañana oía en la radio a la ministra
de Asuntos Exteriores defender con entusiasmo el medio-principio-de-
acuerdo-para-al-gún-día-negociar-si-acaso-algo alcanzado ayer por el Consejo
Europeo. Tan bueno es que la Bolsa española —⁠el dinero es escéptico y no se
deja arrastrar por los entusiasmos ministeriales⁠— se ha pegado un nuevo
batacazo. Es de suponer que la ciudadanía tampoco ha mejorado
notablemente su percepción de la UE.
Dentro de nuestras fronteras, el foro parlamentario para alcanzar un pacto
de reconstrucción nacional no está progresando lo que se dice adecuadamente.
En la formación de la comisión correspondiente vuelven a aflorar los dos
bloques: lo que unos exigen los otros lo sabotean, lo que esos otros piden lo
niegan los primeros. A veces me pregunto si se dan cuenta de la sensación
que con ello transmiten a los ciudadanos. A la gente que, con la excepción de
los trabajadores esenciales y los no esenciales que no han dejado de salir de
casa cada día —⁠una minoría⁠—, oscila entre el hartazgo por el encierro y la
desesperación por la pérdida del empleo y el futuro. Verlos perseverar en sus
pueriles actitudes pre-COVID-19 invita al desánimo o en el mejor de los
casos a la resignación. Todas las pestes acaban pasando, se haga lo que se
haga, porque el patógeno y los humanos encuentran su punto de equilibrio.
Así ha sucedido desde la Antigüedad, y así está escrito. La pena es que en el
siglo XXI, con toda la ciencia y la información que manejamos y mejores
herramientas para la toma de decisiones, sigamos funcionando a la medieval.
También en mi círculo veo a todos cansados y resignados a una crisis
larga y que, ya se ve, no se va a gestionar del mejor modo posible. A mis
padres, que no vislumbran cuándo se les concederá la libertad, así sea
condicional, les digo que por lo menos aquí nadie ha propuesto implantar un
estado de vigilancia sobre los mayores de setenta años, como han intentado
—⁠sin éxito⁠— en Buenos Aires. La que mejor lo lleva, con el ánimo
indestructible de sus siete años, es Núria, que ha descubierto por encargo
escolar la escritura creativa y le ha compuesto un cuento a su peluche

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favorito. Asombra su convicción en este y otros empeños: a veces siento que
va a ser la única preparada para lidiar con el mundo post-COVID-19, y que
los demás, incluidos sus hermanos adolescentes, sobreviviremos como
podamos, o como dinosaurios procedentes de otra era en un nuevo escenario
que nos costará comprender.
Mi hijo Pablo me cuenta que ha empezado a hacer yoga, siguiendo las
clases de una youtuber taiwanesa que habla español, esto es, el segundo
idioma del mundo por hablantes nativos: no está mal vista la jugada por su
parte. Las nuevas oportunidades en el mundo del confinamiento global.
También la taiwanesa se acopla con rapidez a la nueva era. Ya veremos qué
hacemos los demás, con lo que quede y nos dejen.

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25 de abril Prohibido
pasear

No tengo perro. Eso quiere decir que durante 42 días, ahora me doy cuenta, he
tenido prohibido pasear. Solo los propietarios de canes se han visto
exceptuados de esa limitación de los derechos fundamentales, mortal para la
figura del flâneur que tanto y tan brillantemente glosara Walter Benjamin.
Quien tiene un perro, por ejemplo, ha podido enviar a TVE, para que las
pongan en la información meteorológica, fotografías tomadas en espacios
abiertos, mientras el chucho meaba en un árbol u olisqueaba unos hierbajos.
Los demás solo han podido mandar las que tomaban desde la ventana o el
balcón. Tampoco yo, aunque nunca me he planteado enviarlas a TVE, he
podido hacer otro tipo de fotografías.
A partir de mañana, se me devuelve el derecho a pasear. Gracias a la
presencia en mi domicilio de una niña de siete años, puedo ascender seis
semanas después a la categoría superior, con arreglo a las reglas del estado
asocial y asustado de confinamiento, de los poseedores de perros. Me he leído
con cuidado la orden ministerial que regula mi nueva y codiciable
prerrogativa. Me asiste porque soy uno de sus adultos responsables y, aunque
está supeditado al acompañamiento vigilante del juego y la expansión infantil
—⁠lo que me lleva a dudar de que se me autorice ir en bicicleta junto a ella, iré
a pie por si acaso⁠—, me va a permitir después de mes y medio caminar por la
calle sin poner cara y actitud de estar haciendo un recado perentorio. También
me permitiré hacer alguna fotografía. Me doy cuenta de que en los
desplazamientos que he hecho hasta ahora —⁠al Mercadona y a llevar la
basura⁠— ni me he fijado siquiera en si sigue ahí la explosión de flores
amarillas que había por la zona de La Sagra antes de que nos confinaran. Lo
que confirma que el encierro empieza como una privación y acaba siendo una
renuncia. Lo llaman el «síndrome de la cabaña».

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La lectura de la orden ministerial me saca del malentendido al que me
arrojaron el otro día las palabras de alguno de nuestros presuntos
responsables, o de algún periodista que a su vez lo malinterpretó: consume
uno en estos días tanta información que ya ni recuerdo la fuente. Había creído
entender que los mayores de catorce años podían acompañar a sus hermanos
menores con autorización paterna, provisión que me parecía entre asombrosa
y temeraria, porque equivalía a dejar en manos de alguien legalmente
irresponsable el cuidado de un menor en circunstancias cuando menos
comprometidas. Leyendo la orden veo que no hay al final ninguna referencia
a esa posibilidad. Tampoco me parecía sensato utilizarla, pero esto confirma
que la adolescente de diecisiete años de nuestra casa, Judith, va a seguir
teniendo prohibido pasear y es una prisionera salvo a efectos de realizar
diligencias que tampoco vamos a ponerla en situación de asumir.
Se confirma así en negro sobre blanco y en el BOE que los españoles con
hijos menores de catorce y perros pueden pasear, pero se mantiene la
prohibición para todos los demás: es decir, los adolescentes de catorce a
dieciocho, sus padres sin hijos menores ni canes y quienes no han procreado
ni consumado adopción perruna o se les han emancipado los hijos o las
mascotas. Quizá porque es consciente de lo que eso significa, el presidente
del Gobierno comparece por la tarde para anunciar que si todo va bien el 2 de
mayo se permitirá pasear y salir a hacer deporte a toda la población. Alguien
en la Moncloa empieza a tomar conciencia de que la reclusión le está
agriando el carácter a la gente, y la elección de la fecha del 2 de mayo no
puede ser más simbólica. Con la cantidad de madrileños que pasan la
cuarentena en pisos demasiado pequeños, con poca luz o sin balcones, se
corría el riesgo de celebrar un 212 aniversario de la gesta contra Napoleón
con los vecinos acuchillando municipales en lugar de mamelucos. Y sin Goya
para pintarlo.
Es una exageración, claro, pero que no deja de tener alguna conexión con
lo que sucede: veo por la tarde en redes el vídeo de una ruidosísima
cacerolada contra el Gobierno en Madrid. Bien es verdad que la imagen está
grabada en la zona de Arturo Soria, donde los partidos que sostienen el actual
gabinete no suelen ganar las elecciones. En mi barrio illarcuriense
—⁠gentilicio de Illescas, para quien lo desconozca⁠— o en Getafe, según me
dicen mis padres, no se oye absolutamente nada.
Hay momentos en los que me sorprende la relativa mansedumbre con la
que el conjunto de la población ha aceptado restricciones tan severas. Tiene
su origen, claro está, en el miedo, que hay quien dice que ha sido inoculado

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hábil y arteramente por las autoridades con su recurso, por ejemplo, a esa
retórica bélica que tantas críticas ha suscitado, en sectores diversos e incluso
opuestos del espectro ideológico. A mí me parece más bien que el miedo
viene del exceso de información que tenemos, y que no controla el Gobierno,
me temo, o no tanto como se quiere hacer creer. Más que el fraseo belicista
del presidente, diría que inquieta acceder a los testimonios de los médicos
intensivistas que refieren cómo personas en apariencia sanas ven declinar su
salud hasta ponerse al borde de la muerte en cuestión de días. Es esa angustia,
derivada de los hechos y de nuestra incomprensión, y sobre todo del estupor
de la propia ciencia, la que nos ha encerrado a todos en casa sin rechistar.
Es ese mismo fenómeno el que ha metido en vereda a un par de bullies tan
acreditados como Trump o Johnson, dos tipos habituados a comerse el mundo
con patatas cada mañana y que después de reírse del virus ahora boquean
atónitos, desde el mutismo el británico —⁠no solo es que esté malo, es que es
más listo⁠— y desde su logorrea dadaísta el americano. Hay miedo porque esto
da miedo.
Sobre esa premisa, cada vez me parece más equivocada la estrategia que
está siguiendo la oposición política en España para tratar de derribar al
Gobierno con ocasión de la epidemia. Que por parte de este ha habido
decisiones —⁠e indecisiones⁠— que han resultado funestas es a estas alturas
innegable. Que al frente de la crisis ha estado un ministro voluntarioso, pero
sin formación para el puesto, y demasiado sometido a un experto cuyo estilo y
cuyas idas y venidas no le han ayudado a ganarse el favor de buena parte de la
población, no cabe ignorarlo. Tampoco admite discusión que nuestras cifras
son desastrosas, aun si tomamos las oficiales, y no digamos ya si nos
atenemos a las oficiosas y más que verosímiles.
Lo que no está tan claro es que Sánchez vaya a acabar cargando con el
madero camino del Gólgota, como parecía estar condenado a hacer, porque
puede despejar balones hacia dentro y hacia fuera —⁠las comunidades
autónomas que no pusieron el esfuerzo debido en proveer a su sistema
sanitario; China, que desinformó al mundo sobre la epidemia⁠— y porque el
encarnizamiento con el que la derecha más airada le imputa genocidio y
negligencia criminal, ante la aquiescencia inerte del primer partido opositor,
está obrando el efecto de cohesionar un Gobierno que estaba prendido con
alfileres, y le está haciendo el regalo de permitir que sus miembros más
sujetos a sospecha adquieran el perfil de estadistas que no tenían.
Lo advierto escuchando por la noche al vicepresidente Iglesias, del que
por cierto no soy nada sospechoso de ser admirador o partidario: en una

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entrevista televisiva, que atiende con la inteligencia de sus mejores
momentos, se anota el tanto de ponderar y ensalzar la actuación de las
Fuerzas Armadas —⁠lejos del burdo tic antimilitarista de no pocos de sus
afines⁠—, sin perder la oportunidad de llamar la atención sobre la necesidad de
remediar el desamparo en el que quedan los militares profesionales de tropa al
cumplir cuarenta y cinco años. Reivindicación del Estado y de la patria y de
sus servidores, así como de los derechos sociales de estos, en el mismo
paquete. Y enuncia la promesa a la que su Gobierno fía la estrategia política
post-COVID-19: de esta crisis no se va a salir como de la de 2008, laminando
a los débiles en provecho de los fuertes; vamos a salvar a los más golpeados
gracias al ingreso mínimo vital, que no cuesta tanto y pondrá dinero en el
sistema para ayudar a que salgan adelante los autónomos y empresarios cuyos
bienes y servicios comprarán los que reciban el subsidio, en lugar de tener
que mendigar.
Todo eso hay que pagarlo, con una deuda pública que ya equivalía al PIB
antes de la pandemia y con la imperiosa necesidad de un apoyo financiero de
la Unión Europea que todavía está en el aire y al albur de la voluntad de los
cicateros gestores del paraíso fiscal holandés. Pero ahí está Merkel, que no
solo es una estadista, sino la única con mimbres para ser algún día la primera
presidenta europea de verdad —⁠y no esos monigotes que ahora se ponen⁠—, y
que ya les ha dejado bien claro a los alemanes en la tribuna del Bundestag que
socorrer a los europeos aplastados por la pandemia es preservar la renta y el
futuro de su país.
Como la jugada le salga a la izquierda gobernante, cabe augurar largos y
amargos años en la oposición a los conservadores españoles. Con el baldón
añadido de haber tratado de sacar partido del dolor y las consecuencias de una
catástrofe mundial de la que, por cierto, no han salido nada bien parados
algunos de sus referentes internacionales —⁠con la excepción de Merkel, si es
que lo es, que a menudo cabe dudarlo⁠—. Aunque están a tiempo de rectificar,
y alguno de ellos ya parece haberse dado cuenta de por dónde van los tiros. El
viraje de Ciudadanos, liderado por una Inés Arrimadas a la que todos veían
echándose al monte, y que está en cambio corrigiendo a toda prisa el
empeñoso rumbo al iceberg marcado por su predecesor, resulta bien
elocuente.
Pero en fin, todo esto no pasa de ser especulaciones. Lo que ahora me toca
es hinchar las ruedas de la bici de Núria, que mañana nos dejan pasear. Hoy
me ha dicho que ya está harta de estar encerrada, que quiere volver al colegio.
La forma en que me lo dice me hace pensar que en la liberación del encierro

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tiene, aquel que puede darla, la mejor baza para recuperar el favor perdido.
Ahora que el daño ya está hecho —⁠treinta mil conciudadanos menos⁠— manda
el anhelo de futuro. La criatura humana: esa máquina programada para seguir
siempre adelante.
Y siempre impenitente. Ya lo anotó Procopio de Cesarea, tras la peste de
Bizancio.

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26 de abril
Atisbo de primavera

«Ya no me acordaba de cómo era». Ha sido la primera frase de mi hija Núria


al salir pedaleando en su bicicleta al espacio abierto de la rotonda próxima a
casa. La segunda ha ido en la misma línea: «Qué raro es estar aquí en la
calle». Llevaba 49 días sin pisarla, porque nosotros nos confinamos unos días
antes de que lo ordenase el Gobierno. Hemos hecho un recorrido de 45
minutos y no nos hemos alejado mucho más de setecientos metros de casa,
pero ha sido suficiente para que ella descargara una parte de las energías
acumuladas y para que yo pudiera comprobar que la primavera ha estallado
alrededor de nuestras vidas confinadas. Las flores amarillas que tapizaban los
descampados han perdido los pétalos y se han visto reemplazadas por una
mezcla profusa de margaritas, flores moradas y amarillas de tonalidad más
intensa. No he podido resistir la tentación de hacerles una fotografía, para
llevármela de vuelta a casa y mostrarla a quienes no han salido. Ese atisbo de
primavera es también una invitación a la esperanza.

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Como no es una zona muy poblada, apenas nos habremos cruzado con
media docena de grupos infantiles acompañados por sus padres. Todos
cumpliendo las normas salvo uno, al que acompañaban los dos progenitores.
Poco después de cruzárnoslos nos hemos topado con un coche de la Policía
Local que iba en su dirección: me pregunto si les habrá caído amonestación o
multa, y me pregunto también qué necesita la gente para tomarse en serio lo
que se le dice. No por sumisión a la autoridad, sino porque la mayoría de la
ciudadanía se fastidia y porque a estas alturas es evidente que el/la COVID-19
no es una broma. Muere gente, y hoy he visto unos informes de pediatras que
recogen síntomas poco apetecibles en niños infectados: erupciones, dolores
abdominales agudos, neumonías. Son pocos, pero me extraña que haya padres
que quieran meter a sus hijos alegremente en el bombo a ver qué es lo que les
depara el sorteo.
Las redes se llenan, sin embargo, de imágenes de incumplimientos:
muchos casos de familias enteras paseando, niños jugando partidos de fútbol,
gente sentada en los bancos como en un día de excursión. No es lo que yo he
visto en las calles de mi barrio, y ya se sabe que en las redes puede
distorsionarse con facilidad la realidad con unas pocas imágenes, alguna
trucada y otra de hace dos años. En todo caso, parece que más de un caso de
incivismo e indisciplina se da, y en seguida se desata una campaña de

Página 181
descrédito y vituperio de los padres con hijos pequeños, a quienes se nos
tacha poco menos que de desaprensivos y peligro público. Es una dinámica
corriente en nuestra sociedad, que la pandemia parece haber agravado: la
división en bandos que se profesan acérrima enemistad por cualquier rasgo
—⁠o interés⁠— que los diferencie: los sin perro contra los con perro, los sin
gato contra los con gato, los sin hijos contra los que procreamos, enemistades
todas ellas reversibles y que por un fenómeno reactivo no tardan en
manifestarse en sentido inverso.
Me resultan profundamente desalentadoras, y me cuido de caer en ellas.
No me privo de deslizar alguna ironía, alguna me he permitido aquí por
ejemplo con el uso y abuso de los perros para pasear, pero no me permitiría
por un hecho así despotricar contra los dueños de perros. He tenido uno,
medio chucho —⁠por eso esta palabra para mí es sinónimo de animal
inteligente y digno de afecto, no le doy el sentido peyorativo que se le suele
atribuir⁠—, ahora no lo tengo, pero me niego a que eso me haga beligerante en
ninguna guerra. Que cada cual viva y me deje vivir. No me importa que un
perro ladre alguna vez, es su naturaleza; me fastidia pisar la mierda que su
dueño no ha recogido. Tampoco me molesta que un niño llore o corra, ambas
cosas tiene que hacerlas; lo que me parece mal es que invada el espacio ajeno
mientras su padre o madre se distraen con el WhatsApp.
De todos modos, si el Gobierno no quiere que dentro de quince días las
cifras le den un disgusto, parece que va a tener que lanzar un mensaje algo
más claro sobre lo que significa acompañar al niño para que este salga. Y
como ese mensaje no llegará a todos, a algún policía le tocará concretárselo
vía multa a más de un padre.
Hoy, para aliviarme de la toxicidad que produce seguir las
manifestaciones de políticos y opinadores —⁠toxicidad que puede que tengan
estas líneas, y por la que pido disculpas⁠—, me he dedicado a leer sobre todo
declaraciones de científicos. Hay uno en concreto que me produce alivio y
bienestar cada vez que me lo tropiezo: el doctor Enjuanes, virólogo, experto
en coronavirus y en estos momentos a cargo de uno de los grupos que buscan
una vacuna en el CSIC. Como suele pasar con quien de veras sabe, es un
hombre humilde y prudente. En su caso, no solo conoce el virus como
científico: también se ha visto infectado por él a sus setenta y cinco años,
aunque por suerte para todos ha pasado la enfermedad sin síntomas.
En una entrevista que le hace El País dice cosas tan sensatas y
terapéuticas que son para enmarcarlas. Que los chinos se vieron desbordados
y perdidos y que eso ayudó a que los demás fuéramos después despistados en

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la respuesta. Que es absurdo pensar que el virus se sintetizó en un laboratorio,
porque estaría loco quien lo soltara sin contar con una vacuna. Que en España
es difícil decir que con la información —⁠mala e incompleta⁠— que se tenía se
haya hecho una gestión manifiestamente negligente de la crisis, y que otra
cosa es lo de Reino Unido o EE. UU. Que sobre la mortandad que el virus ha
causado en España e Italia honestamente no sabe cuál es la razón, puede
conjeturar que se deba a que el virus haya llegado mejor adaptado para
transmitirse o que se deba a que tenemos una población más envejecida. Que
es de esperar que en el verano, con el calor y la radiación solar, el virus sea
menos infectivo, pero que volverá como la gripe estacional, con la que en esta
primera oleada se confundió y por eso costó detectarlo. Y que la vacuna
tardará, y la mayoría de los proyectos para alcanzarla, incluido el suyo, tienen
pocas posibilidades de llegar a puerto.
Su realismo y su rigor son un soplo de aire fresco y saludable. Es de estas
personas serenas y conscientes de lo que tienen entre manos, que no dejan de
intentarlo aunque saben que el éxito es difícil, de quienes ahora dependemos.
Tendríamos que escucharlos más, y atender menos a los pescadores en río
revuelto.
Leo también en La Razón un artículo en el que una anestesista cuenta sus
experiencias con la epidemia. Entre otras cosas, llama la atención sobre el
hecho de que muchas de las UCI improvisadas que ha habido que crear a toda
prisa no las están atendiendo intensivistas, sino anestesistas y médicos de
otras especialidades que han tenido que reconvertirse sobre la marcha.
También sobre el riesgo extremo al que se ha sometido a los profesionales
sanitarios, entre los que ha habido bajas que les han minado la moral mientras
tenían que luchar contra el virus en jornadas extenuantes. Una de sus frases es
demoledora: «No somos héroes, porque a los héroes se les respeta, se les trata
con dignidad y se les protege». Se duele de que después del esfuerzo que han
hecho el pago que recibirán muchos de los profesionales que han contenido
esto —⁠eventuales, residentes⁠— será el despido y la vuelta a un mercado
laboral en el que no les va a ser fácil encontrar dónde colocarse.
«Compartimos la sensación de que cuando todo esto acabe la gente se
olvidará de nuestra labor y de la necesidad de proteger la sanidad pública». Y
lo peor de todo es que probablemente tiene razón.
Por último leo en The Guardian una entrevista a Christian Drosten,
director del Instituto de Virología del hospital Charité de Berlín, y
responsable de la exitosa estrategia alemana contra la pandemia. También
destaca por su prudencia a la hora de hacer afirmaciones sobre cuestiones en

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las que carece de datos suficientes, advierte contra la alta probabilidad de una
segunda ola y dice que ni siquiera Alemania, con su gran capacidad para
hacer pruebas y sus envidiables cifras, puede relajarse. Asume con
deportividad que mucha gente le odia por haber recomendado anticipar las
medidas restrictivas cuando había pocos casos y mantenerlas cuando los
hospitales siguen sin verse desbordados —⁠recibe incluso amenazas de muerte
que pasa a diario a la Policía, dice⁠—, y argumenta que es fácil hablar de
sobrerreacción a la amenaza mientras está controlada, pero que quizá sería
bueno que miraran cómo están las cosas en Nueva York o España. Y valora la
gestión de la crisis de Merkel, que es una científica que entiende que a la
gente hay que decirle lo que hay y saber explicárselo. Por indicación de
Drosten la canciller advirtió a los alemanes de que el virus infectaría al
sesenta por ciento de la población, algo que aquí fue tildado de exagerado y
alarmista. Qué diferente se ve ahora.

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27 de abril
900 euros

Me paso todo el día trabajando, casi sin tiempo para comer. Me coinciden el
cierre anticipado de XLSemanal —⁠y otra semana vuelvo a tener cientos de
cartas para leer⁠—, un artículo quincenal y la sesión principal de mi
colaboración con la Universidad de Navarra, que hago por videoconferencia
pero hay que preparar igual. Además me toca terminar con Núria sus deberes
de matemáticas, que le mandan más mañana, y una serie de tareas menores
que tampoco puedo posponer. Me levanto poco después de las siete y no paro
de correr hasta las ocho y media de la tarde. El estrés confinado es peor que el
otro: se siente uno como el hámster en la rueda; cuando puedes salir a la calle,
al menos te distraen los trayectos.
Y sin embargo, cuando acabo la jornada, lo hago con un sentimiento de
vergüenza. Calculo la remuneración que va a corresponderme por el trabajo
realizado —⁠si las empresas para las que lo hago no quiebran de aquí a la
fecha de cobro⁠—: salvo los deberes de Núria —⁠que no tienen más pago que la
satisfacción paternal⁠— y este diario —⁠que solo cobro en mensajes generosos
de algunos lectores⁠—, todas mis demás tareas tienen alguna retribución
dineraria. Y cuando saco el número aproximado, no puedo evitar compararlo,
de ahí mi bochorno, con lo que le pagaban a una mujer cuya historia he
conocido hoy a través de un breve hilo de Twitter que ha publicado su hijo,
quince días después de enterrarla. Hace dos años comprendí que esa red social
era poco útil como vehículo de conversación, función para la que
ingenuamente había intentado utilizarla. Sin embargo, escogiendo bien a
quién sigues, y desarrollando alguna habilidad para separar el poco grano de
la mucha paja, puede ser excelente como mirilla para asomarse a la condición
humana y sus recovecos asombrosos.
Esta historia es un buen ejemplo. El hilo es breve, casi lacónico, pero no
necesita decir más. El autor comienza poniendo una foto de la nómina de la

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madre muerta: en números redondos, 900 euros mensuales. Luego dice a qué
se dedicaba: auxiliar en una residencia de ancianos. Tenía sesenta y dos años,
y hasta el último momento que pudo siguió desempeñando aquel trabajo del
que dependía su precaria subsistencia. Fue haciéndolo como la infectó el
coronavirus que acabó con su vida, pero ya antes de ese desenlace había
pagado un duro peaje: la labor le exigía tal esfuerzo físico y psíquico, por las
jornadas, los turnos y la necesidad de mover a personas a veces voluminosas
y extremadamente dependientes, que se vio abocada a recurrir a toda clase de
fármacos, desde analgésicos hasta ansiolíticos, para poder soportar los dolores
y la angustia que padecía. Mientras lo leía imaginé esa vida de tanto sacrificio
y con tan poca recompensa, más allá de la sonrisa de afecto y gratitud que
pudiera dedicarle alguna vez alguno de los ancianos a los que cuidaba y que
conservaran alguna capacidad de comprender lo que sucedía a su alrededor.
Y todo por 900 euros al mes.
Algo hay muy descompensado y averiado en nuestro mundo y la sociedad
en la que nos hemos organizado cuando esa labor heroica, que lo fue día a día
y lo acabó siendo por el sacrificio de la heroína, recibe un pago que ni
siquiera alcanza para proporcionar una existencia digna a quien la afronta. Y
esa avería se hace tanto más escandalosa cuando se piensa en la largueza con
que se premian esfuerzos irrisorios, irrelevantes, que apenas cubren
necesidades, que a veces nada aportan más allá de entorpecer, obstruir o
arruinar los esfuerzos de otros. Por un momento he sentido que mi propio
trabajo entraba dentro de esa nadería que el mundo podría ahorrarse sin
quebranto alguno y no he podido dejar de avergonzarme de mi fatiga y de que
vayan a pagarme lo que me pagarán, por tan poca cosa.
Ya sé, me lo contaron en la facultad en la clase de Economía, que mi
trabajo se considera cualificado y cuando lo facturo no solo facturo mi
esfuerzo de la jornada, sino los años de formación que me han permitido
realizarlo. Ya sé que el trabajo de una auxiliar de residencia no se considera
cualificado, aunque quizá debiera, porque no exige poco aprendizaje tratar
con humanidad y decencia a personas que en muchos casos han perdido el
cariño ajeno y la capacidad de apreciarlo. Pero de pronto esa variable se me
antoja insignificante, al lado de lo mucho que en estos días ha hecho falta el
trabajo de esa mujer y lo fútil que resulta el mío.
Quizá todo esto sirva de algo si alguien aprende que las personas, incluso
cuando ya no se pueden valer y su vida ofrece mínimas perspectivas, son lo
más precioso y deben tener la máxima dignidad; que quienes se dejan la salud
—⁠y en coyunturas extremas la vida⁠— para cuidar de que así sea no pueden

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recibir un pago de miseria, para que alguien ensanche su margen de
explotación y llene su cuenta corriente con la penuria y el abandono ajenos:
como apunta el hilo de su hijo, esta mujer estaba física y mentalmente
destrozada por tener que atender a muchos más ancianos dependientes de los
que habría sido sensato y decente que atendiera.
Historias como esta me hacen dudar de que ciertos aspectos de la vida
puedan encomendarse a una empresa con ánimo de lucro; o por refinar el
razonamiento y no dejar como única vía la estatalización, a una empresa con
ánimo de lucro que no esté sometida a rigurosos estándares de calidad y a una
auditoría constante con penalizaciones severas para garantizar que no deja de
cumplirlos. Estándares que incluyan, para empezar, las condiciones laborales
de las personas a las que emplea.
Al final, no se trata tanto de privatizar o no privatizar, sino de no
privatizar de cualquier manera, cerrando los ojos y, lo que es más grave,
como por desgracia nos consta, en más de un caso en connivencia con quien
obtiene la contrata con reparto opaco de beneficios con el adjudicador. La
fiesta ha durado demasiado y nos ha salido demasiado cara, en términos
económicos, humanos y éticos, como para que después de todo esto el Estado
no implante de una vez por todas una vigilancia férrea y efectiva sobre los
servicios de interés público que se gestionan con participación de la iniciativa
empresarial. No se trata de una aspiración metafísicamente imposible: solo
hay que querer hacerlo y poner los medios y procedimientos para ello, que
están inventados desde hace mucho. Además, eso estimularía la libre y sana
competencia, en lugar de premiar a burdos ventajistas.
A esta heroína caída de nada le sirvieron ni le sirven ya los aplausos.
Podrían darle una medalla, la merecería mucho más que alguno que lleva el
pecho alfombrado de ellas; pero quizá la mejor manera de condecorarla sería
impedir de una vez que sigan explotando a sus hermanas, a las que aún están
vivas, en estos días en la zona cero de la pandemia, dando el callo y tomando
a diario ibuprofeno y/o diazepam para soportar la vida y hacérsela soportable
a aquellos a quienes cuidan.
Entre tanto: vergüenza, vergüenza y vergüenza.

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28 de abril
De paradojas y límites

Lo cuenta Heródoto al principio de su Historia, que repaso en estos días para


seguir comprobando que todo lo que nos pasa ya nos ha pasado, que los
aciertos nos cuesta un horror repetirlos pero tenemos una capacidad ilimitada
de reproducir los errores y, en fin, que los antiguos griegos lo escribieron y
pensaron ya todo, sin que los que vinimos después hayamos sabido
aprovecharlo.
Dicen y Heródoto recoge que Solón, el sabio ateniense y legislador de su
ciudad, recaló en la corte de Creso, rey de Lidia, cuando este se hallaba en el
cénit de su poder. Creso trató de impresionarle con sus riquezas, para que
Solón concluyera que no había hombre más dichoso, Pero a la pregunta de
quién era el mortal más dichoso del que tenía noticia, Solón dio los nombres
de otras personas, mucho más humildes que Creso y alguna muerta en plena
juventud, lo que provocó la exasperación del monarca. Solón entonces se lo
explicó: no es posible dictaminar sobre la dicha de una existencia humana sin
atender a su final, y no se sabía aún cómo iba a acabar la de Creso. El tirano
lidio no podía entonces sospecharlo, pero tiempo después se vería en lo alto
de una pira a punto de arder en ella, y aunque finalmente pudo eludir ese
destino horrendo, lo hizo al precio de someterse como siervo al persa Ciro.
Este, tras despojarlo de su reino y sus riquezas, se apiadó de él, según cuenta
Heródoto, cuando Creso le refirió lo que le había dicho Solón.
Recoge Heródoto a propósito del intercambio entre Solón y Creso una
curiosa afirmación del sabio: el límite de la existencia humana está en los
setenta años. Según otros comentaristas, el ateniense habría fijado ese límite
en los ochenta años, lo que hace pensar al lector que el aserto de Solón
depende algo de la edad del cronista, copista o glosador a través del que nos
llega. En todo caso, lo que me interesa es esa idea de que el ser humano debe
aceptar que su existencia no solo será feliz o no en función de cómo acabe,

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sino que tiene un límite al que le guste o no debe someterse, y que ese límite,
aunque pueda parecer una paradoja, es determinante de la posibilidad de su
plenitud. Más acá de él, incluso aunque la parca nos arrebate a una edad
mucho menor, la plenitud es posible; más allá, lo que nos aguarda sin remedio
es la ruina de nuestro empeño existencial.
La idea resulta peligrosa en estos tiempos en los que en alguna unidad de
cuidados intensivos sobresaturada se ha llegado a descartar preventivamente a
personas de menos de setenta años, ha habido gobernantes que han planteado
limitar los derechos civiles de los mayores de esa edad y sigue habiendo quien
piensa y se atreve a decir que incluso si la epidemia va remitiendo habrá que
mantener confinados a los ancianos hasta que se encuentre vacuna o remedio.
Sin embargo, todo texto debe leerse a la luz de la época en la que se
escribió y desde aquella en la que se interpreta, so pena de despachar sobre
los antiguos etiquetas que no merecen, a tenor de las circunstancias que
imperaban en sus días. Quizá donde Solón dice setenta —⁠u ochenta, según
sus transmisores más provectos, o generosos⁠— ahora debemos entender
noventa o cien, con las excepciones —⁠raras⁠— de quienes tienen una
naturaleza superior que les permite navegar airosamente incluso más allá de
ese umbral cronológico. Lo importante es que tenemos un límite y conviene
que sepamos convivir con él como individuos. Tratar de ir más allá a todo
trance nos aboca al absurdo y al desastre.
Y ese límite que tenemos como individuos, aunque nos hemos empeñado
en olvidarlo, convive con otro límite que tenemos como especie, y que
también nos obstinamos en ignorar. Leo hoy en El Confidencial una
entrevista de Juan Soto Ivars a Fernando Valladares, un científico que estudia
los ecosistemas y que dice que teníamos una vacuna estupenda contra el virus
que nos hemos cargado: la propia naturaleza, que propicia el equilibrio entre
especies; un equilibrio que hemos roto provocando que un virus que, como
los demás, formaba parte del ecosistema y estaba controlado, escape a ese
control y salte a nosotros.
Según razona, de forma admirablemente pedagógica, si presionamos
sobre los ecosistemas de manera que retrocedan las especies que pueden
frenar la infección, porque en ellas el virus se contiene, y en cambio damos
más cancha o nos aproximamos a las más infectivas, el indeseable salto está
servido. Y eso es lo que hemos provocado, no solo con nuestra alteración de
los hábitats naturales de muchas especies, acercando a unas a la extinción y
propiciando que otras proliferen sin medida, sino con la invasión humana de
tantos territorios antes vírgenes, agravada por la movilidad global de las

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personas, que facilita que cualquier infección se disemine rápidamente a
escala planetaria.
En definitiva: la especie humana ha roto sus límites, en busca de su
satisfacción, su felicidad, su riqueza, o simplemente el halago de su soberbia:
y la paradoja es que ha desatado sobre sí la enfermedad, la desgracia, la
pobreza y la humillación de vivir en confinamiento. Nos guste o no, para
escapar a esos cuatro jinetes de nuestro apocalipsis autoinfligido tendremos
que recobrar la conciencia de nuestros límites y resignarnos a vivir dentro de
ellos. Casa mal con la naturaleza y la ambición de la criatura humana, pero
más vale que entendamos cuanto antes que a nuestra ilimitada imaginación
—⁠territorio único de nuestra verdadera libertad⁠— no le corresponde una
realidad física y biológica igualmente ilimitada.
A efectos de nombrar esa nueva forma de ser y estar en el mundo que nos
va a tocar asumir, al menos a corto plazo, para salir del lamentable agujero en
el que estamos, el presidente Sánchez, que hoy ha anunciado cómo serán las
fases de la desescalada del confinamiento —⁠la fraseología epidémica alumbra
los sintagmas más atroces⁠—, ha propuesto un oxímoron de dudoso acierto
que en seguida ha hecho fortuna como pasto para chistes en las redes sociales:
«nueva normalidad».
El itinerario hacia esa situación, que comenzará el 4 de mayo, lo ha
dividido en cuatro fases, de la o a la 3, y hasta que no se haya completado en
todas las provincias —⁠unidad territorial escogida como referencia, para furia
de los representantes de naciones irredentas⁠— no será posible moverse de una
a otra. Respecto de la duración de cada fase no ha dado una referencia
cerrada, dependerá de cómo evolucionen los contagios y curaciones, pero
parece difícil que en las comunidades más afectadas —⁠como Madrid, donde
estoy empadronado, y Castilla-La Mancha, donde llevo confinado desde
principios de marzo⁠— se supere la fase 3 antes de finales de junio. Veo pues
mi horizonte reducido para los próximos dos meses a la provincia toledana.
No es tan malo: es bastante extensa, y si en algún momento puedo acercarme
a su magnífica capital, que tengo a veinte minutos de casa, para pasear junto
al Tajo o visitar alguna librería, será un hermoso desahogo. La cruz es que
voy a tardar en poder ver a aquellos de los míos que siguen confinados dentro
de los límites de la Comunidad de Madrid.
Esta circunstancia, y tomar conciencia de que las salidas van a seguir
tasadas y condicionadas, me descubre que la «desescalada del confinamiento
hacia la nueva normalidad» no es sino una perífrasis para designar la
prolongación de la cuarentena durante dos meses más, que quizá es lo que hay

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que hacer, pero no lo que se quiere decir. Me imagino que nuestros
gobernantes tratan de favorecer con ello un cierto cambio de paradigma
mental en la población, porque mantener durante demasiado tiempo el mismo
no es saludable para ningún cerebro. Y aunque soy consciente de las
intenciones de esa maniobra, incluidas las que tienen que ver con la
propaganda gubernamental a favor de su gestión de la crisis, he decidido esta
tarde aplicarme la receta por voluntad propia y con un sentido estrictamente
personal.
La idea me ha venido mientras paseaba con mi hija por un camino rural, a
la derecha un campo de cereal y a la izquierda otro cuajado de flores
silvestres. El cielo era de un azul intenso en los huecos que dejaban las nubes,
el aire transparente, y soplaba un viento fresco y constante que despejaba la
mente y acariciaba la piel. A Núria le ha encantado ese paisaje que nunca
antes había hollado, y eso que está a apenas quinientos metros de nuestra
casa. Más de una vez habíamos pasado junto a esos campos, pero nunca
habíamos tenido la curiosidad de internarnos por el camino en cuestión. Por
cierto que dudo si podremos hacerlo cuando entremos en la fase de aplicación
del límite provincial: los dos campos que flanquean el camino, el cultivado y
el silvestre, forman parte del término de Casarrubuelos y por tanto de la
Comunidad de Madrid. No sé si el hecho de que sean una zona
completamente despoblada nos permite la licencia.

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El caso es que ha sido ahí, viendo a mi hija disfrutar de su nueva libertad
—⁠así sea tasada en una hora⁠— y del espacio abierto que se le ha estado
negando todo este tiempo, cuando he decidido que el próximo 4 de mayo,
aunque siga como mis conciudadanos con mis derechos civiles ambulatorios
severamente restringidos, voy a declararme en una «nueva anormalidad»,
distinta de la que para entonces llevaré ya cincuenta días viviendo. Voy a
empezar a abrir las ventanas de mi vida y de mi imaginación, dentro de los
límites que me impone mi condición de individuo humano, por un lado, y por
otro la de miembro de una especie sacudida por una epidemia todavía no
controlada como consecuencia de sus muchos desatinos.
Por tanto, y aunque formalmente sigamos en la prórroga del estado de
alarma vigente hasta el 9 de mayo, decretaré para mí el fin de la alarma vital
que motivó este diario y el paso a una nueva, con otros afanes y otras
posibilidades. La primera consecuencia es que clausuraré estas páginas, que
registrarán su última anotación el 3 de mayo. Ya es el diario más largo que
jamás he escrito: nunca, en ninguna de las tentativas anteriores, aguanté ni de
lejos los 46 días sin faltar uno solo que hoy se cumplen. Y no hay que dejar
que las cosas se extiendan más allá de lo justo, lo razonable y lo debido: ni
nuestros días en esta vida, ni el espacio que ocupamos como especie, ni
cualquier relato, de la índole que sea.

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El cuerpo y el alma me piden otras cosas: empezar a dejar atrás este
cerrojazo, aunque sigamos encerrados; dejar de levantar acta diaria de esta
tragedia, aunque la tragedia siga, el olvido no sea una opción para los seres
conscientes y su narración haya de seguir por otros medios y otros cauces, en
los años venideros; y poner manos a otras obras que se proyecten hacia el
futuro. Yo tenía ya en mente una novela, y en ella me enfrascaré a partir del
próximo lunes. No será sobre esto, aún, porque aún no ha acabado y aún no lo
he digerido. Pero también esa llegará, si se me conceden el tiempo y las
fuerzas. La inspiración no va a faltar.
Así que comienza la cuenta atrás. Este diario ya ha empezado a morir. O
lo que es lo mismo, a acercarse —⁠como todo⁠— a su límite, que no debe
aspirar a trasponer.

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29 de abril
Trucos para negociar (y acabar
pactando algo)

Hoy ha habido sesión de control al Gobierno en el Congreso de los


Diputados. Ha sido muy edificante. El líder de la oposición ha tildado de
ridículo el desempeño del Ejecutivo, el presidente de este le ha recordado una
vez más el desmantelamiento de los servicios públicos achacable al partido de
su interlocutor, los portavoces de la oposición montaraz han llamado
corruptos y comunistas a los que nos gobiernan y en defensa del gabinete el
vicepresidente ha lanzado una lluvia de venablos que ha redondeado
calificando de parásitos e inmundicia a quienes le interpelaban. Como guinda
del pastel, el portavoz de la versión catalana del separatismo constructivo
—⁠ese concepto⁠— ha amenazado con retirar su magnánima abstención y
empezar a sabotearlo todo si no se tienen en cuenta las implicaciones
virológicas de su hecho diferencial para pasar a la fase de desescalada. En
cuanto a la versión vasca del estar y no estar en el empeño común, también ha
asomado los dientes. Que eso de gestionar algo por provincias es de un
centralismo maloliente.
El único que ha mantenido una cierta compostura es el ministro filósofo
de Sanidad: para algo debía servirle su formación. Ha declinado entrar al
trapo de los vituperios con los que lo ha cubierto la portavoz de la derecha
más radical, que no se ha privado de poner en duda su honradez, y le ha
respondido con contenida y prudente indignación.
Todo va bien, sin duda. Vamos a afrontar la delicadísima maniobra de
desconfinar bajo los mejores auspicios. De momento, parece que las presiones
autonómicas van a obligar al pobre ministro Illa a renunciar a gestionar por
provincias las fases del desconfinamiento. Leo en la prensa que un catedrático
de Epidemiología de Harvard, español, entiende que es la mejor referencia,
por su tamaño y porque resulta clara para la población: todo el mundo sabe

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cuándo cambia de provincia, nadie tiene ni idea de los límites de las áreas de
gestión sanitaria, que es lo que proponen varios Gobiernos autonómicos. Qué
más da. Como en tantas otras cosas, se hará lo que más convenga a la
necesidad de cada cacique de hacerse notar.
De todos modos, lo que hay en juego es mucho más que cómo salimos de
nuestro arresto domiciliario. Si se logra completar esa maniobra sin gran
estropicio sanitario todavía queda lo peor: volver a hacer funcionar un país
empobrecido y con su primera industria aniquilada quién sabe por cuánto
tiempo. Las peticiones de ayuda a Cáritas —⁠básicamente, comida⁠— se han
multiplicado por tres. La mitad de la gente que se acerca a pedirla no había
ido nunca. El PIB del primer trimestre ha caído un cinco por ciento —⁠y eso
que se pudo funcionar durante dos meses⁠—. Esto es un naufragio de
proporciones todavía desconocidas.
Como me dijo el otro día mi buen amigo José, va a ser como salir de una
guerra, con la sola ventaja de no tener que reconstruir las infraestructuras que
en una guerra suelen bombardearte y dejarte destrozadas. Y el hambre y la
necesidad van a empezar a generar problemas: ya está repuntando la
delincuencia, con atracos a farmacias, los únicos comercios que en estos días
tienen recaudación. Y esperan una oleada de robos en las segundas
residencias a las que sus propietarios no podrán acercarse hasta junio.
La necesidad imperiosa de un pacto para la reconstrucción resulta
evidente. Los mimbres, sin embargo, no pueden ser peores. Dada la situación,
rescato del fondo de mi memoria los trucos que me sirvieron a mí cuando era
parte esencial de mi trabajo como abogado tratar de llegar a acuerdos entre
partes con intereses contrapuestos, incluso muy contrapuestos. No son
muchos, ni muy complicados.
Primer truco: sal de la madriguera de tu propia posición. Es cómodo, es lo
que la inercia y el cuerpo le piden a uno, pero si te quedas ahí, no negociarás
ni pactarás nunca nada. Tienes que aceptar que el pacto sucede ahí fuera, a la
intemperie y en la incertidumbre, no en el cálido reducto de tu comodidad y tu
interés.
Segundo truco: haz un análisis de hasta dónde puedes renunciar a tus
intereses sin comprometerlos de manera inasumible. Para negociar tienes que
ofrecer, y antes de ofrecer nada tienes que hacer el inventario de las plumas
que te puedes dejar en la negociación sin que aquellos cuyos intereses
representas —⁠tú mismo si eres el concernido por la negociación⁠— te acusen
de haberlos vendido. Sin embargo, es muy posible que este análisis, por sí
solo, no sea suficiente para hacer viable un acuerdo. En ese caso te toca

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sopesar si puedes vivir sin acuerdo —⁠esto es, en el pleito⁠— o si la necesidad
o las circunstancias te empujan a pesar de todo a forzar la máquina para
encontrar una solución pactada al conflicto de intereses. Si no puedes afrontar
el litigio, tendrás que hacer algo más. Y aplicar el siguiente truco.
Tercer truco: ponte en el lugar del otro y desde ahí intenta hacer el mismo
análisis que has hecho antes para ti mismo. Es decir: hasta dónde puede
renunciar sin que las posiciones que representa se vean traicionadas o
comprometidas de manera insoportable. En la mayoría de los casos, hallarás
que esa renuncia máxima posible no llega hasta el punto al que llega la tuya.
El territorio que existe entre ambas es la franja en la que se sitúa el único
acuerdo verosímil; un acuerdo que será incómodo para ambos, pero asumible
porque lo que cede uno lo equilibra lo que cede el otro. Idealmente, el
acuerdo estará en su punto medio, pero no siempre es así: depende de cuánto
necesita el acuerdo o teme el litigio cada una de las partes, o de si alguna
ocupa una situación de ventaja relativa respecto de la otra.
No hay otra manera. Quien no está dispuesto a hacer este penoso ejercicio
no está dispuesto a negociar y, por tanto, tampoco a pactar nada. En la
situación actual, si el Gobierno quiere de veras ese pacto que admite que es
necesario, tendrá que tomar la iniciativa de buscar un punto de acuerdo
creíble en la zona de nadie: es legítimo que de entrada lo plantee más cerca de
su punto de renuncia máxima que del de la oposición; pero lo que no puede es
situarlo en el dominio de sus intereses. En cuanto a la oposición responsable,
si la hubiere, no tiene por qué dar el paso, pero nada le impide tomar la
iniciativa de análoga manera, con lo que comprometería al Gobierno y de
paso ganaría el plus de credibilidad del que ahora mismo anda desprovista.
Mientras cada uno siga increpando al otro desde su torre, sin mayor
diligencia ni actividad, que nadie se engañe: nos están tomando el pelo.
Vuelvo a pasear hoy con Núria por el campo que hay cerca de casa. En
cierto momento me quedo mirando la imagen de un olivar más allá del cultivo
de cereal. Pan y aceite: es el sustento de la gente lo que está en juego. Si no
encuentran la manera de dejar de insultarse por sus querellas viejas, de la era
anterior a este nuevo mundo al que nos ha transportado un virus —⁠«malas
noticias envueltas en proteínas», según la definición de Jean y Peter
Medawar⁠—, no vamos a tener forma de perdonárselo. A ninguno, hagan lo
que hagan para culparse entre sí.
En el paseo nos tropezamos con un par de conejos y un par de perdices.
Núria nunca había visto una perdiz. Se monda de risa al ver lo rápido que
corren. También le llaman mucho la atención las madrigueras que los conejos

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han excavado en un talud, y por donde desaparecen los dos que avistamos. El
aire sigue siendo limpio, el cielo azul, y mientras la veo brincar y reírse
pienso, a propósito de las madrigueras y de los conejos que se esconden en
ellas, en lo mucho que nos estamos jugando y las malas manos en que
estamos. Para no deprimirme, prefiero evocar las lecturas que hemos estado
haciendo juntos estos días.
Continúa leyendo con Noemí La historia interminable y le ha escrito una
preciosa carta de agradecimiento a Michael Ende, que es una pena que ya no
podamos enviarle. Le habría reconfortado leerla. Hemos terminado los
cuentos que incluye Corazón, de Edmondo de Amicis. Como era de esperar,
el que la ha tenido poco menos que embrujada es «De los Apeninos a los
Andes». Al ser el más largo, pactamos leerlo en varios días, pero al final me
tocó quedarme sin saliva juntando las tres últimas entregas. No podía esperar
para saber si Marco acababa encontrando a su madre al pie de la inmensa
cordillera americana. También le impresionó el último, «Naufragio», en el
que un chaval siciliano —⁠conoce Sicilia, donde estuvimos el verano pasado, y
le llamó por eso la atención⁠— acepta sacrificarse y ahogarse para que una
chica ocupe el último lugar que queda en un bote salvavidas.
Nadie espera que quienes nos dirigen atraviesen a pie una llanura
inmensa, como Marco, y menos aún que se sacrifiquen por nosotros, como el
heroico muchacho siciliano. Ya sabemos que algo así sobrepasa su condición
y sus aptitudes. Bastaría con que supieran sentarse a una mesa para hablar
como personas adultas de asuntos graves que requieren una solución y
antepusieran la búsqueda sincera del acuerdo al cálculo de sus probabilidades
de desbancarse los unos a los otros.
Cuánto nos habrán bajado el listón, que ni eso nos atrevemos ya a esperar.

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30 de abril
Teletimados

Este año el Día del Trabajo se va a celebrar —⁠es un decir⁠— con más de
cuatro millones de trabajadores sumidos en un ERTE —⁠muchos de ellos
temiendo que al final se acabe transformando en ERE, es decir, pasar de la
suspensión a la pérdida de su empleo⁠—, más de tres en el paro y más de un
millón de autónomos en cese de actividad. El resto, o está en un tajo de
carácter esencial —⁠o asimilado⁠— o teletrabajando. No cabe ninguna duda de
que el último grupo, al que pertenezco, el de los teletrabajadores, es el más
afortunado en tiempos de coronavirus.
La posibilidad de teletrabajar protege a la vez del contagio y del despido,
y no se sabe qué es peor: me temo que muchos se arriesgarían a contagiarse
con tal de no perder el empleo. De hecho, son muchos los sanitarios que se
han enrolado en las pasadas semanas en el sistema de salud madrileño para
combatir el virus en primera línea, llegando a venir para ello de otras
comunidades autónomas. Por cierto que leo en la prensa que ahora la
Comunidad los despide sin darles siquiera una palmadita enguantada en la
espalda. Pronto se acaba el buen rollo, los aplausos, los elogios a los héroes y
las lágrimas enlutadas y volvemos a los viejos usos del hombre lobo para el
hombre y las aguas heladas del cálculo egoísta.
Dicho lo anterior, el teletrabajo dista de ser el chollo que alguno pensaba
y tantas veces se dice. Lo sé porque llevo teletrabajando para mucha gente
—⁠a veces para mucha gente a la vez⁠— desde hace ya casi veinte años, y
conozco bien y por eso no me ha pillado por sorpresa la dinámica de laborar
en tu propia casa. Un invento que conduce a una confusión constante del
espacio personal y profesional, aun en el caso de que uno disponga de dos
casas, como es mi caso, y destine una de forma preferente a acoger sus horas
productivas. Al final acabas trabajando a todas horas y en los dos sitios, y en
circunstancias como la de esta cuarentena —⁠que vengo pasando desde antes

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de que se decretara con mi familia en la casa donde tengo mi despacho, más
aislada y espaciosa⁠— sin poder deslindar en absoluto.
Leo un estudio que revela que la práctica del teletrabajo confinado ha
redundado en que los trabajadores acogidos a esa fórmula acaben destinando,
en promedio, dos horas más al día al trabajo. La música me suena. Al final,
estar en tu casa mientras trabajas conlleva una serie de ineficiencias, por lo
que exige más tiempo para producir lo mismo. Sufres interrupciones que en
una oficina no suelen darse o se procuran evitar. Careces de facilidades y
recursos que la oficina te proporciona, y con las que tu casa, salvo que la
hayas preparado bien, mal puede competir. Si el teletrabajo es improvisado y
la vivienda limitada, acabas trabajando en la mesa de la cocina o la del salón,
incómodo y con la concentración disminuida. Si hay niños, además de lo que
ocuparse de ellos te pueda interrumpir, están las energías que te detraen, y que
en una oficina se destinan por entero al trabajo. Y a todo lo anterior, añádanse
los fallos de las tecnologías de comunicación e información, que hay que
resolver por uno mismo, y no todo el mundo es igual de ducho a la hora de
averiguar por qué se cuelga el ordenador o el maldito programa de
videoconferencia no accede al micrófono, o a la cámara, o no le permite a uno
ver u oír adecuadamente a las personas con las que trata de interactuar.
Esto último puede llegar a ser desesperante: hasta aquí, y dada la índole
de mi labor, había teletrabajado siempre por teléfono y correo electrónico.
Cuando necesitaba reunirme con alguien, me desplazaba y ya está. Ahora que
también hay que teletrabajar las reuniones, he podido comprobar lo que las
alarga que a alguien no le vaya bien el wifi de casa, o no se le oiga o no se le
vea por cualquier otra razón. Quien mejore, simplifique y haga más fiable esta
tecnología se va a forrar.
En resumen, que es perfectamente comprensible que el teletrabajo resulte
más ineficiente y por tanto alargue las jornadas de casi todo el mundo. A mí
me pasa desde hace dos décadas, y por eso ya sabía que es un timo, pero
puedo consolarme pensando que soy mi propio empleador y que por tanto me
timo a mí mismo y a la vez soy el beneficiario del engaño, así sea en términos
económicos —⁠otra cosa es plantearlo en términos personales y familiares⁠—.
Para el teletrabajador por cuenta ajena, en cambio, es difícil evitar la
sensación de que se le está timando, para ganancia de otro, su tiempo
personal, del que ya no andaba sobrado antes.
Puede buscar alivio a esta sensación acordándose de quienes en medio de
esta situación excepcional no pueden teletrabajar y se hallan entre la espada
del virus y la pared de quedarse en la calle. También en la posibilidad de

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conciliar, así sea de manera destartalada o penosa, su trabajo y sus
responsabilidades familiares, en un contexto en el que parece que los niños
tardarán en volver al colegio. Puede ahorrarse así el problema que eso plantea
y va a plantear a tantas familias, en este momento y cuando se vaya
avanzando en el desconfinamiento. Sin embargo, y pensando en un futuro en
el que la actividad laboral desde el hogar puede ir a más, se abre aquí un
frente interesante para la reivindicación sindical. Que uno termine trabajando
más horas y se haga cargo por añadidura de la luz, la calefacción y el alquiler
de la oficina, tal vez debería redundar en alguna clase de revisión de sus
condiciones laborales. De lo contrario, el auge del teletrabajo solo conducirá a
un enriquecimiento empresarial —⁠vía ahorro de costes⁠— y un
empobrecimiento de los trabajadores. Quizá alguien diga que las empresas
necesitan ahora este balón de oxígeno para sobrevivir. Seamos en todo caso
conscientes de quién lo soporta.
La comidilla del día son las instrucciones del Gobierno para el
desconfinamiento, y en particular las franjas horarias por edades y las
restricciones por términos municipales para las distintas actividades de paseo,
deporte y esparcimiento que pasan a estar permitidas, siempre de manera
excepcional y con el recordatorio de que la regla sigue siendo estar
confinados y separados, por lo que las salidas y la interacción con otros deben
mantenerse en el mínimo indispensable. Deduzco que con la bicicleta puedo
moverme por todo el término municipal de Illescas, que es bastante amplio,
pero no puedo meterme por el camino que está a doscientos metros de mi casa
y que ya es parte del término de Casarrubuelos —⁠y de la Comunidad de
Madrid⁠—. Parece que para el paseo que puedo dar con mi hija Núria eso no
está de momento formalmente prohibido, mientras no me aleje más de un
kilómetro de donde vivimos.
Lo que deduzco, también, es que no puedo pasear con Noemí y la niña
—⁠eso sigue estando vedado por la regla que han impuesto a los paseos con
niños y que han dado en llamar 1+1+1+1, un kilómetro, una hora, un adulto y
una vez al día⁠—, aunque sí con Noemí o con Judith, mayor de catorce,
siempre que solo vaya con una de ellas. No termina de quedarme muy clara la
lógica del asunto: no sé por qué sería más nocivo que los dos progenitores
pudieran ir con una menor de catorce años o que la mayor de catorce pudiera
acompañar a un progenitor y a su hermana pequeña, si los dos progenitores
pueden salir solos y un progenitor puede salir con tres niños.
En fin, a pesar de todo, no me voy a ensañar con esos chistes crueles que
veo que hacen con el ministro y el presidente y sus dificultades para explicar

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toda la casuística y responder a todas las objeciones que les plantean en las
ruedas de prensa por videoconferencia —⁠más de un periodista pensando, se
les nota, en su caso particular⁠—. Desconfinar un país asediado por un virus
que puede resultar mortal es un marrón de tres mil pares de narices, y
seguramente no hay manera de hacerlo sin agraviar a alguien y sin que se rían
de ti. Bastante tienen con lo que tienen. Les obedeceremos y confiaremos en
que acierten. No siempre me gusta lo que me dicen ni lo comparto, pero son
el Gobierno legal y legítimo y tienen el BOE y el Estado de derecho de su
lado. Veo más peligroso dejar de hacer lo que ellos decretan para dejarse
guiar por la ciencia epidemiológica de algunos tertulianos.
Durante nuestro paseo de hoy, mientras admirábamos el campo de trigo
—⁠verde y deslumbrante⁠— y luego el de cebada —⁠de un tono suavemente
dorado⁠—, Núria me ha dicho que tengo suerte de que le guste tanto pasear.
Que así puedo salir todos los días y disfrutar de la naturaleza. Tiene razón: si
no fuera por ella, todavía no se me permitiría esta expansión, que cada día
disfruto más. Sobre todo en la parte de recuperar la visión del horizonte. El
campo de trigo tiene una perspectiva en la que es inmenso, y se abre a un
horizonte casi infinito, apenas alterado por la larga línea azul de la factoría de
la aeronáutica Airbus. Quien la levantó tuvo el buen gusto de optar por una
construcción de no demasiada altura, recta y extendida en superficie que se
inserta sin apenas estridencia en el paisaje.
Mi anotación de ayer ha suscitado alguna reacción en la parte que pondera
la contención con que el ministro Illa respondió a los insultos que le
dirigieron en el Parlamento. No es una loa a su gestión como ministro, que ya
he cuestionado más de una vez aquí mismo, pero parece que algunos no se
van a contentar con menos que descuartizarlo cuando esto acabe. Mientras
contemplo la extensión verde bajo el cielo azul, que invita al futuro y la
esperanza, me atrevo a desear que seamos capaces de dejar de volcar tanta ira
y tanto encono hacia quienes identificamos como nuestros adversarios. No
creo haber tenido los mejores gestores para esta crisis: ni en el Gobierno de
mi país ni en el de la comunidad autónoma en la que nací y estoy
empadronado, que es Madrid. Unos y otros responden a distintos colores
políticos. No necesito que fusilen al amanecer a unos ni a otros, entre otros
motivos porque lo que enfrentaban era y sigue siendo incierto. Me gustaría
que se pudieran establecer con racionalidad sus respectivas responsabilidades
y que ambos las afrontaran, por propia voluntad antes que por exigencia
ajena.

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Siento terminar como ayer, pero no espero que suceda ninguna de las dos
cosas.

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1 de mayo
Fauda (caos)

En este confinamiento cada cual ha ido abriéndose las ventanas que ha


podido. En mi caso la principal, como siempre, han sido los libros. A lo largo
del diario he ido dejando constancia de algunos. También he recurrido al cine,
y de alguna película he incluido aquí alguna nota también. De algunas otras
no: he revisado Taxi Driver y Doce hombres sin piedad, sin que ninguna de
las dos me entusiasmara, aun apreciando lo que tienen de icónicas y de hitos
en la historia del cine. Por último, y para el final del día —⁠y los días en los
que a esa hora la mente ya daba menos de sí⁠—, he reservado la distracción
contemporánea por excelencia, las series de televisión.
Descartando alguna experiencia fallida —⁠y rápidamente abortada, no está
la vida como para andar perdiendo el tiempo, por mucha fama de la que venga
precedida la serie en cuestión⁠—, el balance no es del todo malo. Ya he
anotado aquí mis impresiones de The Crown y La línea invisible, y antes de
que este diario acabe, aunque aún me queda algún capítulo de la tercera
temporada, pongo en limpio mis impresiones sobre la tercera, la israelí
Fauda, que por lo que leo en estos días se ha convertido, sorprendentemente,
en una de las favoritas del catálogo de Netflix para los españoles confinados.
Y digo sorprendentemente porque es una serie dura sobre un asunto
desagradable y desolador: el eterno conflicto de Oriente Medio.
Fauda significa caos en árabe, y bajo ese nombre la serie cuenta, entre
otras, las peripecias de los integrantes de una unidad Mista’arvim de
operaciones especiales de las IDF, el ejército israelí. Se trata de unidades
antiterroristas formadas por agentes capaces de mimetizarse como árabes
—⁠vestimenta, aspecto, idioma⁠— y que se ocupan de realizar operaciones
encubiertas, consistentes en infiltrarse en los territorios palestinos para
neutralizar a elementos de Hamás y otras organizaciones de resistencia
armada contra la ocupación —⁠o terroristas, que es como las consideran las

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leyes israelíes⁠—. Neutralizar significa todo lo que esa palabra puede
comprender: desde la detención o secuestro hasta el asesinato selectivo. Por lo
que cuenta y muestra crudamente la serie, a veces el adjetivo puede quitarse y
el asesinato es de todo lo que se mueve y estorba en torno a la operación para
que los agentes puedan cumplir la misión asignada, escapar a las iras de la
población y ponerse a salvo en territorio israelí.
Mista’arvim significa sombra: el mayor activo de estos soldados es su
capacidad para colarse tras las líneas enemigas sin ser vistos ni detectados
como lo que son. Pero una vez que actúan, es decir, abren fuego o se
apoderan de la persona a la que buscan, se descubren y como están en
inferioridad numérica les toca recurrir a su habilidad para zafarse de un
entorno hostil. Cuando esa maniobra fracasa por cualquier razón y se ven
rodeados por un enemigo ansioso de lincharlos, es cuando se desata lo que en
clave llaman en árabe fauda, es decir, una situación caótica que les obliga a
pedir socorro, lo que desencadena la intervención de otras fuerzas del ejército
en términos contundentes y con resultados por lo común devastadores.
La serie está escrita por Lior Raz y Avi Issacharoff, ambos veteranos de
las IDF y de una de estas unidades, la unidad Duvdevan —⁠«cereza» en
hebreo, en alusión a su carácter escogido⁠— que opera en la zona de
Cisjordania. Es justamente en este territorio donde se desarrollan la primera y
la segunda de las temporadas; en la tercera, la acción se traslada también a
Gaza. El protagonista principal es Doron Kabilio, un agente operativo de la
Mista’arvim interpretado con comprensible credibilidad por el propio Lior
Raz. En las tres temporadas el argumento es similar: siempre se trata de
acabar con un jefe militar de Hamás especialmente hiperactivo. En la
segunda, además, con un retornado de Siria que trae la marca Dáesh para
competir con la franquicia yihadista local, lo que desencadena un interesante
conflicto publicitario, político y militar entre los enemigos de Doron.
En la producción se nota el buen asesoramiento, la disponibilidad de
medios y la destreza en la realización de las secuencias de acción, trepidantes
y a menudo angustiosas. La ambientación es poco menos que perfecta, con
una fotografía que alterna el pie de calle con las imágenes de drones de
manera eficaz y consistente; no al modo de esas series y películas donde el
operador del dron se convierte en el filmador de otra película alternativa,
postiza e incoherente con la principal. La mezcla constante de árabe y hebreo
—⁠los protagonistas hablan también entre sí en la lengua del enemigo, y no
solo cuando están infiltrados en su territorio⁠— le da un sabor especial y por
momentos perturbador: esa promiscuidad cultural, idiomática y hasta

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fisonómica entre dos pueblos que se odian a muerte y sin remedio es una de
las bazas que permiten a Fauda transmitir una emoción peculiar y única.
No todo brilla a la misma altura, claro está. Las tramas personales pecan a
veces de esquemáticas y arbitrarias y hay algún personaje que navega sin
rumbo en manos de los guionistas y de su intérprete —⁠véase Nurit, la única
mujer de la unidad⁠—. El propio Doron, una especie de Chuck Norris calvo y
regordete —⁠quizá sean sus diferencias con ese referente lo más interesante⁠—
que siempre seduce a la mujer atractiva de turno —⁠ya sea árabe o israelí⁠—, es
un personaje algo limitado en términos dramáticos y narrativos. Sabemos que
siempre lo va a pasar mal, pero que al final prevalecerá y logrará su objetivo.
Cuando ves por primera vez la cara de su archienemigo árabe de turno ya
imaginas el momento en que él o los suyos lo despenarán de alguna forma
inapelable, por lo común un disparo en la cabeza seguido de los que sean
necesarios para asegurar que no va a volver a levantarse.
Dejando al margen esta limitación, en la que se vislumbra un peso
excesivo del creador-intérprete —⁠un defecto que comparte con alguna otra
serie, como la meritoria 7992, creada y protagonizada por Stefano Accorsi,
que la acaba ahogando⁠—, en Fauda, al margen de los aspectos técnicos, hay
hallazgos narrativos de primer nivel. Confieso mi debilidad absoluta por el
personaje del capitán Gabi Ayub, el especialista en la obtención de
información que a través de técnicas de inteligencia —⁠espionaje, análisis,
interrogatorios persuasivos, manipulación de terroristas, confidentes y hasta
del responsable de seguridad de la Autoridad Palestina⁠— provee a Doron y su
escuadrón de terminators de todo lo que necesitan saber para localizar a sus
objetivos y llegado el caso acabar con ellos.
El actor que lo interpreta, Itzik Cohen, es soberbio. La mirada, las
inflexiones de la voz, el porte, todo le ayuda a componer un personaje
memorable, al que también los guionistas miman con las líneas más sabrosas.
Mientras anda en sus trajines antiterroristas, Ayub tiene que ocuparse a
menudo de controlar por teléfono, cuando le toca, a alguno de los cinco hijos
que ha tenido con las dos mujeres de las que está divorciado. Esas
conversaciones sin interlocutor visible ni audible son tan ingeniosas como
hilarantes. Pero también es brillante cuando interroga, cuando muestra al
enemigo su lado humano para ganárselo o cuando tiene que convencer a
alguien de algo que no quiere hacer. Estremecedor es el momento en el que le
hace sentir a la viuda de un activista de Hamás que si no le da una
información que necesita para salvar a Doron, secuestrado por el supervillano
de turno, le hará abortar al hijo que lleva en las entrañas. Solo se lo dice una

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vez, pero la viuda que hasta entonces ha estado resistiéndose a hablar
comprende, como comprendería cualquiera, que le toca asumir el ingrato
papel de traidora a los suyos.
Tampoco es nada malo el personaje de Eli, el jefe de la unidad de Doron
en la segunda y la tercera temporadas, interpretado por Yaakov Zara Daniel:
un hombre sensato, sensible y atormentado, que no puede apenas dormir por
los traumas que arrastra y que encauza como puede los excesos
testosterónicos de su subordinado.
Sin embargo, lo que termina de redondear el valor de Fauda como
narración es su capacidad de acercarse a las dos partes del conflicto en
términos dramáticamente equivalentes. Son tan interesantes y poderosos los
personajes israelíes como los palestinos, aunque el sesgo de la serie bascule,
como no puede ser de otro modo, hacia el lado hebreo. Digamos que las
maldades de los israelíes siempre se nos presentan justificadas por la
necesidad, mientras que las de los palestinos, aun concediéndoles de entrada
algún fundamento moral porque luchan por su tierra y reaccionan a la dureza
con que se los trata, evolucionan con más facilidad hacia la crueldad y el
sadismo gratuitos. Ello no impide que algunos de ellos, y en especial los
personajes femeninos, esas mujeres casi condenadas a vivir y morir enlutadas
por sus maridos que tarde o temprano se convertirán en shahids —⁠o
mártires⁠—, lleguen a ser tan sólidos y memorables como los compañeros de
Doron.
Y alguno, incluso más. Pienso en Nasrin Hamed, la mujer y al final viuda
del Pantera, el legendario terrorista fantasma al que en la primera temporada
se enfrentan Doron y los suyos, interpretada por la actriz Hanan Hillo. Es un
personaje redondo, mimado con celo en el guion y encarnado por una actriz
sobresaliente. Su intensidad, sus diálogos con Ayub, que finalmente la
convence para que operen a su hija en un hospital israelí, son de lo más
convincente de la serie. Y protagoniza la que tal vez sea su mejor secuencia,
donde se contiene como en una perla primorosamente cultivada el meollo de
todo lo que cuenta.
Sucede cuando Nasrin va en el taxi con su hija recién operada, después de
que le den el alta. La niña lleva un gigantesco oso rosa de peluche que le han
regalado en el hospital. Nasrin le pide al taxista que se pare. Cuando el coche
se detiene, la madre agarra el oso, se baja y lo planta en el banco de una
parada de autobús entre dos viajeros que allí esperan, vestidos de uniforme.
Al ver a una árabe que deja ese aparatoso muñeco entre ellos y se mete de
nuevo en el coche, los dos se miran, miran el oso y acaban levantándose y

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apartándose a toda prisa de él, temiendo que contenga una bomba. Cuando
regresa al taxi, Nasrin enfrenta el enfado de su hija. Le dice que no quiere ni
ella tampoco puede querer nada de los judíos, en lo que se adivina una alusión
a que el oso podría contener algún dispositivo de escucha y espionaje. La niña
le dice que qué más da, que el oso le encantaba. La madre se ratifica en su
decisión. Y la niña zanja la conversación diciéndole: «Te odio».
Es un alarde que una serie en la que predomina la violencia y la tragedia
acierte a ofrecer, en clave cómica, una lectura tan nítida y profunda del
conflicto absurdo que aboca al rencor y al dolor a dos grupos humanos tan
similares, confinados en un estrecho pedazo de tierra y sin otra perspectiva
que coexistir sobre él.
Y es esta mirada que ahonda en los dos bandos la que coloca en ventaja al
relato de Fauda frente a la narrativa audiovisual realizada entre nosotros
sobre el conflicto vasco, que sistemáticamente reduce y esquematiza el trazo
sobre unos —⁠quienes combatieron el terrorismo⁠— para desarrollarlo y
adensarlo sobre otros —⁠los que lo sostenían⁠—, como hace por ejemplo La
línea invisible. El día que se supere esta descompensación, podremos tener
algo que pueda competir en otra liga, a partir de una mirada compleja y
completa, como hace Fauda pese a estar contada desde un lado y con recursos
típicos —⁠y aun tópicos⁠— del más puro cine de acción.
En cualquier caso, la serie nos ha proporcionado a Noemí y a mí varias
noches de entretenimiento y reflexión, además de la oportunidad de
contemplar ese áspero y a la vez magnético paisaje de Palestina, la Tierra
Prometida de los hebreos que se ha convertido en promesa interminable de
conflicto y dolor.
Ha sido también una manera de desconectar del ambiente enrarecido que
en estos últimos días ha provocado entre nosotros la epidemia. Hoy se ha
cerrado, ojalá que para siempre, el hospital improvisado de Ifema. Por cierto
que he intentado enterarme sin éxito de qué han hecho con la biblioteca a la
que pude donar algunos libros. No porque me preocupe el destino de esos
ejemplares —⁠solo espero que acaben en manos de quien pueda sacar de ellos
algún placer o consuelo⁠—, sino por tener completa la historia de una bella y
reparadora iniciativa. Lo que sí se ha contado hasta la saciedad es el exceso
celebratorio de la presidenta Ayuso, con congas, bocatas de calamares, selfis
y fotos de grupo multitudinarias y apretadas. Leo que la Delegación del
Gobierno le va a abrir un expediente. Si acabamos con la presidenta
autonómica multada por el delegado del Gobierno central por vulnerar el
estado de alarma —⁠no entro si justificadamente o no⁠— será un final de traca

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para el sainete en el que hemos convertido un desastre que se ha llevado por
delante a miles de nuestros conciudadanos. Añádase que el propio delegado
del Gobierno está investigado en una causa penal por permitir la
manifestación multitudinaria del 8M y otros actos de masas. Cerrando el
círculo, que se dice.
Se alzan voces contra la prórroga del estado de alarma. Parece que al PNV
no le conviene —⁠quiere hacer elecciones de lo suyo en julio⁠—, lo que abre
una vía de agua en la mayoría parlamentaria que invistió al presidente.
También se alzan voces contra el mantenimiento tan prolongado de poderes
extraordinarios para el Ejecutivo y contra la dureza y el autoritarismo del
confinamiento español, frente a otras reacciones más laxas y más eficaces
como la alemana. No acabo de estar seguro de que los alemanes hayan sido
más eficaces por ser más laxos: me temo que han sido más eficaces porque
son alemanes, y tienen medios y reglas de disciplina social espontánea de los
que aquí andamos desprovistos.
Como a cualquiera, me gusta poco que no me dejen salir, o que cuando
me suelten, como va a ocurrir a partir de este sábado, me acoten desde arriba
la hora de recreo y me amenacen con multa si me la salto. Sin embargo, y aun
creyendo que quienes nos mandan están fallando estrepitosamente en la
búsqueda de consensos que van a necesitar para gestionar el paisaje después
de la batalla, después de incurrir más de una vez en el despotismo ilustrado
—⁠y alguna que otra en el despotismo aturdido⁠—, no termino de ver claro que
el 9 de mayo, cuando acabe la prórroga actual, se pueda regresar como si tal
cosa a la gestión descoordinada de la crisis. Aunque nos haya parecido
oneroso y totalitario, el cerrojazo ha funcionado, para domar una fiera que
andaba rampante entre nosotros. Y la fiera puede volver.
Los hombres de Doron, cuando se infiltran en Cisjordania, saben que
están jugando con fuego, y que si actúan con astucia y precisión la operación
puede ser limpia, pero si algo se descontrola evolucionará en seguida a la
fauda, al caos, en el que hay muchas probabilidades de que no vuelvan todos,
o no lo haga ninguno. En esta pandemia ya hemos vivido nuestra fauda en los
peores días de marzo y abril: esos hospitales desbordados y sin medios
suficientes para dar un tratamiento a la avalancha de enfermos graves y esas
residencias con los ancianos agonizando por cientos y sin ninguna posibilidad
de atenderlos. No la queremos otra vez.
Para evitarla, a lo mejor hay que pasarse de cautos. Y me gustaría creer
que mis conciudadanos y sus gobernantes, municipales y autonómicos, lo
serían sin necesidad de un estado de alarma, esto es, excepcional. Creo que

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muchos lo serían, pero no estoy seguro de que todos lo fueran. Me pongo en
la situación de tener que administrar esa duda desde un puesto de
responsabilidad. Y no la envidio.
Mientras repaso esta anotación, me tropiezo con una maravillosa
fotografía del inacabado templo dórico de Segesta, en Sicilia. Su orden, su
equilibrio, su limpieza de líneas, me cautivan como las dos veces que lo he
visto al natural. Aunque a lo mejor sea una incoherencia, decido buscar una
de las fotos que yo mismo le hice la última vez para ilustrar esta entrada. Es
mi conjuro contra la fauda. Ojalá funcione.

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2 de mayo
La analogía del 11M

Hoy se cumplen 212 años de aquel motín de los madrileños contra Napoleón.
Se celebra de nuevo con el paisanaje de la Villa y Corte en la calle, pero esta
vez no para expulsar al invasor sino para volver a olerla después de siete
semanas de encierro. Como hacer deporte permite irse más lejos, según las
normas que ha dictado el Gobierno para este primer paso del
desconfinamiento, la vía pública, según me cuentan mis informadores en
Madrid, se llena de gente en mallas y zapatillas deportivas, que pasea rápido
poniendo cara de esfuerzo y que en muchos casos da la impresión de no
haberse visto en esa circunstancia jamás. En las redes se los ridiculiza y hasta
se discute el derecho a hacer deporte de aquellos cuyo índice de masa
corporal no está en los parámetros aceptables para el censor de turno. No seré
yo quien me adhiera a su reproche. Hacer ejercicio es sano y en cualquier
momento puede uno adquirir y ejercitar un hábito saludable.
Cuestión distinta es que en muchos lugares de Madrid se ven
aglomeraciones de personas jadeantes que no guardan, por falta de sitio, la
distancia recomendada. La decisión consistorial de mantener cerrados parques
y espacios verdes, en muchos barrios el único desahogo accesible a los
vecinos, plantea alguna duda razonable a la vista de este espectáculo. Algunos
parques, como el del Retiro, son más difíciles de controlar que la calle, y eso
se entiende, pero tal vez el remedio sea peor que la enfermedad. Las imágenes
de los alrededores del Retiro y de Madrid Río, donde se registran las mayores
concentraciones de deportistas, pseudodeportistas y neodeportistas, hacen
pensar que abrirlos podría haber sido menos perjudicial.
Tiene ahí otra ocasión el alcalde Almeida, tan elogiado durante esta crisis,
para volver a probar por la vía de la rectificación ese estilo que se le atribuye.
Hoy ya ha pedido disculpas por el espectáculo poco edificante que él y la
presidenta dieron ayer en el cierre del hospital de Ifema. Le honra haberlas

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pedido sin más, y sin recurrir a la coartada de la «emoción» esgrimida por su
compañera de partido. No recuerdo haber estudiado, cuando di Derecho penal
y sancionador en la carrera, que la emoción fuera atenuante ni eximente para
una conducta indebida. Si no lo es para los ciudadanos, menos puede serlo
para quienes ejercen un cargo público.
Veo imágenes de la celebración del 2 de mayo, y recuerdo la de hace unos
años, cuando se me hizo el honor de concederme la Gran Cruz de la Orden de
ese mismo nombre. Algo que siempre le he agradecido a mi tierra, Madrid, es
que haya sido tan generosa conmigo, sin exigirme alcanzar la senectud, como
es costumbre para esta clase de distinciones, aunque cada año me vaya
acercando más a ese territorio vital. Y algo que me reconforta especialmente
es que para esto muestre la unanimidad que tanto nos cuesta alcanzar para
otras cosas. La cruz acordó concedérmela un Gobierno del PP, del que nunca
he sido ni simpatizante, y ese día recibí la felicitación calurosa de todos los
representantes de la oposición.
En la fiesta de los madrileños, me viene a la mente el que era, hasta la
llegada del COVID-19, el golpe más duro sufrido por esta comunidad en el
presente siglo: el 11M. Y si me acuerdo de él es porque en estos días he oído
más de una vez citar una frase que se pronunció con motivo de aquel trágico
episodio, o más bien con motivo de la reacción que tuvo el Gobierno del
momento, presidido por José María Aznar. La pronunció un hombre al que
tuve oportunidad de conocer, y también de admirar por su inteligencia y
sentido de Estado, al margen de las críticas a las que por otros motivos
pudiera hacerse acreedor. Ese hombre era Alfredo Pérez Rubalcaba y la frase,
muy citada: «Los españoles se merecen un Gobierno que no les mienta».
Gracias a ella, el PSOE se alzó con la victoria en unas elecciones que tenía
perdidas.
O eso es lo que alguno parece pensar: que la pérdida del Gobierno por
parte del PP fue consecuencia de esa frase y de una astuta maniobra de
Rubalcaba, que con motivo del coronavirus y la terrible mortandad que ha
producido entre nosotros hay quien desea reproducir, en este caso para
desalojar de la Moncloa al Gobierno que encabezan Sánchez e Iglesias.
Los presupuestos parecen similares: una grave crisis, con pérdida
insoportable de vidas humanas —⁠mucho más insoportable la que ahora
vivimos⁠—, en la que pueden señalarse errores de imprevisión por parte del
Gobierno y que da lugar a una reacción en la que los portavoces del Ejecutivo
no se atienen escrupulosamente a la verdad. Aznar jugó a hacer creer que el
atentado era obra de ETA, a quien nunca se pudo relacionar con él. Sánchez y

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los suyos no han sido escrupulosamente transparentes en relación con el
número de muertos, de contagios y de test realizados. Las cifras han ido y han
venido, se han cambiado los criterios y hay muertos que se tiene la conciencia
de que se deben a la enfermedad y que sin embargo no se computan en las
estadísticas oficiales. Lo mismo hacen otros países, pero también los hay que
recogen todos los fallecidos.
La analogía, interesada por supuesto, pero no construida del todo en el
aire, resulta interesante por lo que revela de nuestra sociedad, y también de las
fracturas que en ella existen, previas a la epidemia —⁠y al 11M⁠—, y que los
acontecimientos de índole trágica y catastrófica no nos ayudan a reparar, sino
que una y otra vez se convierten en excusa para ahondarlas y convertirlas en
factores potencialmente disolventes de nuestro sentido de comunidad. Pero
para aquilatar el fenómeno, quizá sea oportuno señalar las diferencias entre
uno y otro cataclismo.
La primera y acaso más obvia es que las muertes son cien veces más en la
presente pandemia, pero no lo es menos que esta se debe a una amenaza que
proviene de la naturaleza —⁠o de la interacción de nuestra especie con ella⁠— y
el anterior fue un mal enteramente debido a la mano humana. También son
distintos los errores previos de uno y otro Gobierno: aquel había embarcado al
país en un conflicto bélico que tenía la oposición de una proporción enorme
de la ciudadanía —⁠y de parte del propio Gobierno⁠— y apenas había tomado
medidas ni puesto medios para la prevención frente a un terrorismo cuya
amenaza se incrementaba como consecuencia de esa decisión, aunque la
célula que organizó el atentado ya tuviera a España en el punto de mira desde
antes de la foto de las Azores.
A este Gobierno de ahora puede imputársele haber reaccionado tarde y
haber permitido por su sesgo ideológico concentraciones humanas excesivas
en fechas desaconsejables, pero ese reproche alcanza a multitud de Gobiernos
de nuestro entorno —⁠los de Francia o Reino Unido reaccionaron aún con más
tardanza⁠— y no es lo mismo la amenaza yihadista, sobradamente conocida en
2004, que la de un virus que acaba de aparecer.
También hay alguna diferencia en la insinceridad posterior: Aznar eligió
ignorar con contumacia las informaciones que desde el propio 11M tenían las
fuerzas de seguridad españolas y que hacían dudar seriamente de la autoría
etarra. Como se cuenta en Sangre, sudor y paz, el libro que coescribí con
Gonzalo Araluce y Manuel Sánchez sobre la lucha de la Guardia Civil contra
ETA, el jefe del aparato logístico de ETA estaba monitorizado por la
Benemérita y los servicios de seguridad franceses, que grabaron sus

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conversaciones de aquel día. De ahí el estupor con el que el Gobierno francés,
bien informado, asistió a los esfuerzos de Aznar, y de todo el servicio exterior
español, espoleado por el presidente, para hacer prevalecer la tesis de que
ETA había volado los trenes, hasta el momento en el que esto se volvió por
completo insostenible. Y quiso la mala suerte que ese momento llegara antes
de la fecha de las elecciones, una circunstancia que Rubalcaba, buen estratega
y fino usuario del idioma, se limitó a aprovechar. El tiro de gracia ya se lo
había pegado el propio Aznar: Rubalcaba se limitó a levantar acta de su
inmolación con una frase sintética, pegadiza y manifiestamente memorable.
Tanto que emerge ahora, dieciséis años después y en circunstancias diversas.
Los regates que Sánchez y sus ministros le han hecho a la verdad, sin ser
en ningún caso admirables, son de bastante menor cuantía. No es lo mismo
jugar con el desglose o la presentación de unas cifras, sin que eso impida
conocer lo que hay debajo —⁠de lo que todos somos conscientes y no van a
tener más remedio que responder⁠—, que empeñarse en hacer creer a toda la
ciudadanía, a todo trance y en vísperas de elecciones, algo que no es, se teme
que no es y se demuestra que no es.
Dicho todo lo anterior, que vuelve cuando menos peliaguda esa analogía
implícita o explícita entre ambos acontecimientos, los dos son graves y nos
ponen a prueba y en el límite a todos; a los primeros, los gobernantes que han
de rendir cuentas y convencer a la ciudadanía de que sus imprevisiones,
errores e inexactitudes a la hora de reconocer lo sucedido son disculpables y
no justifican su reemplazo.
Imposible lo tuvo el PP de Aznar, y fácil no lo tienen Sánchez e Iglesias.
En todo caso, hay algo que podría y me atrevo a decir que debería estar claro,
para no caer en la fea tentación de sostener otra cosa: más allá de sus
negligencias respectivas y de la recriminación que una y otra merezcan, a las
víctimas del 11M las mataron quienes pusieron las bombas y a las del
coronavirus el patógeno en cuestión. Cargar a Aznar o a Sánchez con el
estigma de ser autores de esas muertes, siquiera imprudentes, es una maniobra
moral viciada y que ignora el cúmulo de circunstancias ajenas a su control
que intervinieron en el resultado.
Y me gustaría ir más allá: lo de menos es que entonces se echara al PP del
Gobierno o si ahora esto va a servir para echar al PSOE y a Podemos. Lo
principal es que la reacción que tuvimos como sociedad al 11M nos dejó
tocados y con una buena ración de plomo en las alas, y que la conmoción del
coronavirus, cuya envergadura es mucho mayor —⁠no solo por las muertes,
sino por la debacle económica que viene⁠—, amenaza con ponernos sobre los

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hombros una carga insoportable. Aquella fractura no se intentó soldar, más
bien se intentó lo contrario, por parte de todos, y fue a más. Lo dice en cierto
pasaje de una novela recién publicada, Y te irás de aquí, su protagonista,
Rosa:
Ese día murió algo en mí, en esta ciudad, en este país. Algo que no se ha podido
recobrar, porque no se ha entendido y así nada puede repararse. Había más afán de
capitalizar la desgracia. Por eso se cobra su tributo. Desde aquel día, vamos como
vamos. Algo se ha roto que no conseguimos recomponer. En el país, en la ciudad, en
mí.

No estoy necesariamente de acuerdo con todo lo que Rosa dice, pero con
esto sí. Y me permito llamar la atención sobre el tamaño posible del roto
posterior a esto que ahora nos está pasando, infinitamente más profundo y
devastador.
Ahora que estoy llegando al final de este diario, del que esta será la
penúltima anotación, pienso que no reproducir aquel error, a escala
gigantesca, es quizá el primer empeño que tenemos como sociedad. Tanto los
madrileños —⁠golpeados de lleno por el 11M y como nadie por el virus⁠—
como el conjunto de los españoles. La liza política legitima la crítica, y el
afán de desalojar del Gobierno a quienes lo ocupan. Pero con razón o sin ella,
el límite debería ser la erosión irreparable de la convivencia. Si esta es
necesaria para la normalidad, lo es mucho más para una reconstrucción y una
reinvención tan duras y exigentes como las que ahora nos incumben.
No tengo mucha esperanza de que ciertas personas, a ambos lados de la
trinchera política, escuchen todas estas razones que aquí doy y recojo. Lo
hago por si hay alguna que las comparta y que en algún momento pueda
decidir algo, para encauzar las fuerzas hacia la sanación de esta herida y no
hacia la reyerta estéril.
En casa el día 49 transcurre más o menos como los anteriores. Como
todavía nos prohíben salir en familia —⁠por culpa de nuestras edades puedo
salir yo con Núria, o Núria con Noemí, o Noemí conmigo o con Judith, o
Judith conmigo, pero no todos juntos⁠—, Noemí y Judith prefieren no salir.
Hablando con ellas percibo algo de lo que quizá, abrumados por la
responsabilidad y enfrascados en el consejo de los expertos, no se dan cuenta
quienes deciden: el confinamiento altera de manera radical nuestra percepción
de la existencia como seres libres y autónomos, y el desconfinamiento tasado
y reglamentado no la mejora. Al revés: nos hace ver con más claridad nuestra
sujeción. Van a tener que esmerarse, no solo para que en el Congreso les
prorroguen el estado de alarma —⁠no hay plan B, ha dicho hoy el presidente,
ofreciéndole a la oposición un plato de lentejas lleno hasta los bordes⁠—, sino

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para explicarle a la gente que hay motivos para legislarle la vida con tan
inflexible meticulosidad. No digo que no los haya: solo que tendrán que dar
cuenta de ellos de una manera algo más razonada y un poco más empática.
Núria no perdona su salida. Esta vez sacamos la bicicleta y la acompaño a
pie porque no me queda claro, leyendo la orden ministerial que ahora es la
norma suprema de nuestras vidas, que en caso de sacar la mía no se considere
que hago deporte fuera de la hora estipulada y por tanto estoy infringiendo.
Nos cruzamos con una docena de personas, en varios grupos. Uno, por cierto,
claramente infractor: los dos niños pequeños y los dos progenitores, en
flagrante contravención de la normativa vigente —⁠que solo permite, sigo sin
entenderlo, que los dos padres vayan solos sin niños o los niños solo con uno
de sus padres⁠—. Una novedad alentadora que ha traído esta situación, por no
señalar solo los nubarrones, es que ahora, cuando nos cruzamos en la calle,
todos nos saludamos. Algo es algo.
Núria me pide que le haga un ramillete de flores silvestres amarillas y
moradas a su madre. Las recojo de una rotonda donde los tallos son largos y
regulares y me permiten hacer un arreglo floral más o menos apañado.
También le ha hecho un dibujo y le ha envuelto ella sola dos de los libros que
vamos a regalarle. Mañana es el Día de la Madre, y este año le ha venido
mejor a Amazon que a su inventor, que según siempre nos recuerda mi padre
es El Corte Inglés. No deja de ser una pena. El Corte Inglés paga impuestos
en España, y en los meses venideros las arcas públicas van a necesitar
ingresos. Amazon no los paga en país alguno, y no confío mucho en que la
ministra del ramo vaya a conseguir que eso cambie.

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3 de mayo
Hasta aquí

Según el diccionario, alarma, término de origen militar, tiene el significado


usual de «inquietud, susto, sobresalto causado por algún riesgo o mal que
repentinamente amenace». No parece que la inquietud o el susto hayan
pasado, tampoco que haya cesado la amenaza, y en términos legales la alarma
sigue aún decretada y está el Gobierno tratando de prorrogarla hasta el mes de
julio. Sin embargo, ya no se puede decir que el mal sea repentino, sino que
más bien se ha convertido en un bajo continuo que está ahí, de fondo, y que
seguirá acompañándonos durante un tiempo. Eso, junto a la dificultad para
permanecer alarmado durante muchos días —⁠a partir de cierto número de
ellos el susto se convierte en hábito y el sobresalto en preocupación,
abatimiento, hartazgo, desesperación o indiferencia⁠—, me lleva a no intentar
prolongar más allá de esta fecha el diario. A partir del lunes comienza una
nueva fase, la salida del confinamiento, y cincuenta días son suficientes para
un ejercicio de escritura al que nunca me sentí demasiado inclinado y que
tenía para mí su única justificación en la situación desacostumbrada y
excepcional.
También quienes nos gobiernan, que hasta ahora han contado con el
respaldo que necesitaban para la imposición de un mando único en la gestión
de la crisis y un régimen de suspensión de derechos y libertades, se asoman a
los límites de ese relato. Por razones distintas, incluso opuestas, al Gobierno
le van abandonando tanto los que quieren recuperar las competencias
autonómicas como los que quieren dejar al aire su precariedad para
desalojarlo más pronto que tarde. No va a dar tiempo en estas páginas a anotar
qué sucede finalmente, pero al margen de la herramienta legal o institucional
con la que se gestione lo que ahora viene, lo que importa, por encima de todo,
es lo que toca afrontar y se necesita conseguir.

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Lo más acuciante es la propia crisis sanitaria: la enfermedad no está
vencida, y su rebrote provocaría una grave desmoralización. Además de ir
soltando la cuerda a la ciudadanía es insoslayable desplegar una red de
control epidemiológico que no parece que esté asegurada, y menos con su
fragmentación en diecisiete espacios de gestión, cada uno organizado,
supervisado y dotado como cada autonomía tenga a bien entender. Pero quizá
lo más grave sea reparar el agujero económico debido al confinamiento, y que
leo hoy, en una fuente habitualmente solvente, que en tasa anualizada podría
alcanzar el veinte por ciento de caída del PIB. Algo así no solo genera más
paro sino también bolsas de pobreza y hambre, que el Estado debe ocuparse
de atender, so pena de convulsión social. Sin ignorar que la salud es lo
primero, va a haber que fajarse para mantener la dignidad de las condiciones
de vida de la gente.
La división y crispación que hay entre nuestros políticos no permite
encarar ese doble desafío bajo los mejores auspicios. No voy a reproducir la
reflexión que ya hice al respecto ayer; prefiero, recuperando la analogía con el
11M, fijarme en los aspectos esperanzadores que pueden extraerse de aquella
experiencia. Es cierto que la fractura política que causó fue lamentable y
persistente, pero frente a la amenaza que provocó aquella tragedia la sociedad
española demostró tener capacidad para responder con éxito: se
incrementaron de forma sustancial los medios dedicados a combatir el
terrorismo yihadista y se logró que en los quince años siguientes solo hubiera
un atentado, mientras los lobos solitarios —⁠y no tan solitarios⁠— de Al Qaeda
y luego Dáesh no dejaban de golpear en otros países de Europa, en teoría más
poderosos y con más recursos de todo tipo.
Por eso me atrevo a no desesperar de que los españoles, gracias a los
profesionales que trabajan en el sistema sanitario y en los sectores
económicos e industriales interpelados por esta crisis, puedan reaccionar con
solvencia frente al destrozo que hemos sufrido. Si los políticos, aunque sigan
despellejándose entre sí, acertaran a proveerlos de los medios indispensables,
podríamos contar para la próxima ola o la próxima pandemia con mejores
instrumentos de prevención y de respuesta, y adaptarnos de una manera
razonable a esa rara y nueva normalidad que nos aguarda mientras no haya
vacuna o remedio eficaz contra el virus.
Pienso mucho en estos días, también es el aspecto en el que una y otra vez
insisten los expertos, en la primera línea de vigilancia: el sistema de atención
primaria y salud pública, el gran castigado por los recortes de gasto público
tras la anterior crisis económica. Y pienso en ellos por dos experiencias que

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he vivido a través de personas cercanas. Una de ellas recibió el año pasado un
diagnóstico erróneo de un profesional de atención primaria que siempre había
respondido con pulcritud. Poco después, el profesional en cuestión se tomó
una baja por agotamiento y estrés. Le habían aumentado de tal manera la
carga asistencial que no solo leyó mal la radiografía de un paciente, sino que
acabó al límite de sus fuerzas.
La otra experiencia es más cercana, de enero. Alguien de mi círculo que
tenía una tos persistente fue al médico de cabecera. Tras examinar el caso, el
médico le dijo que probablemente fuera un resfriado que se resistía, pero que
si notaba dificultad para respirar volviera en seguida. En enero. Solo es una
sospecha, pero ese médico en primera línea, como quizá muchos otros, estaba
viendo ya más neumonías de lo habitual en otras campañas de gripe. ¿Estaba
esa información puntual y exhaustivamente recogida, analizada y tratada por
un sistema de salud pública lo bastante potente, capaz de extraer conclusiones
y disponer precauciones con la antelación necesaria, cuando ya era conocido
que China, un país con el que tenemos intercambios de personas —⁠entre
otros, muchos estudiantes de esa nacionalidad matriculados en la universidad
que hay en mi ciudad⁠—, registraba una epidemia por un nuevo virus que
causaba problemas respiratorios?
Me temo que no. Y eso no puede volver a ocurrir. Confío en que esta tarea
quede al margen de la controversia partidista e identitaria. Igual da si la
gestión es única o por autonomías: esto tiene que estar engrasado la próxima
vez. No se puede tener a los médicos de atención primaria desbordados. Lo
que vean y reporten tiene que recogerse y sistematizarse. Y lo que eso cueste
habrá que quitarlo de otras cosas, o financiarlo con los tributos necesarios, y
no al revés, que es lo que se ha estado haciendo en años anteriores: recortar en
sanidad o dejar de cobrar tal o cual impuesto para poder contentar a la
cofradía ideológica del gerifalte de turno.
En estos cincuenta días, y ya desde antes de la cuarentena, uno de los
deportes nacionales ha sido arremeter contra el doctor Simón, el responsable
del Centro de Coordinación de Emergencias y Alertas Sanitarias. Leo hoy en
la prensa un perfil que lo retrata en su juventud, jugándosela en Burundi
frente a la pobreza extrema y los tiros de algún uniformado irascible, para
atender a la gente con poco más, a veces, que las manos desnudas. Entiendo
que haya desarrollado esa flema que se gasta, y aunque el valor y la entrega
no son sinónimos de acierto, quizá también debamos tener en cuenta qué
información le fuimos poniendo en las manos. No solo la recibía en diecisiete
cachitos, no siempre homogéneos: tampoco tenía lo que se dice la mejor red

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de sensores para tomarle el pulso a lo que sucedía. Quizá con unos datos
menos pobres habría tomado mejores decisiones. Ya no lo sabremos, pero no
deberíamos olvidar que hablamos de asuntos complejos en un escenario
complejo, antes de poner a quien no nos cae en gracia ante el paredón.
Al final, también al final de estas páginas, pienso una y otra vez en los
treinta mil muertos, en números redondos, que nos va a dejar —⁠ojalá no sean
más⁠— esta pandemia, con la tasa más alta del mundo —⁠por ahora⁠— por
millón de habitantes. Tengo la amarga sensación de que se han dedicado
muchos esfuerzos a sostener que son víctimas de alguien; y cada cual ha
apuntado al alguien que por lo que sea le cae peor, entre quienes han ejercido
responsabilidades en la gestión de la crisis. Tal vez alguno de los que
murieron podría haberse salvado de haber sido otras las decisiones tomadas
por tal o cual persona, y si hay denuncias y sumarios ya dirán los jueces en
qué casos lo decidido pudo suponer una negligencia criminal.
Pero quizá sería más útil, al margen de esos casos particulares, que con
carácter general aceptáramos que los muertos son víctimas de algo: una
amalgama formada por un mal que viene de la naturaleza, nuestra torpe
relación con ella, nuestra falta de previsión y conciencia de lo que deberían
ser los cimientos del edificio social, nuestra poca exigencia a quienes nos
dirigen para que se ocupen de ello —⁠en lugar de distraernos con majaderías⁠—
y algunos actos individuales que ya recibirán su sanción, política o jurídica
según proceda, pero a cuyos autores no nos servirá de nada convertir en
chivos expiatorios. No a efectos de no repetir los errores.
Esta crisis nos ha mostrado nuestras debilidades: mentes no del todo
despejadas al mando, engranajes oxidados, ciudadanos incívicos e
irresponsables. Pero también ha sacado nuestras fortalezas: hay quien ha
sujetado el timón con decoro, piezas vitales del sistema que han estado ahí y
no han fallado, ciudadanos que se han comportado con civismo y con
disciplina de chinos sin estar bajo el autoritarismo que sustenta la obediencia
en la dictadura asiática. Por eso, al margen de sus fallos y de sus carencias, ha
estado hoy bien el ministro Illa al contestarle a un arrogante periodista
holandés, que trataba de desprestigiar la respuesta de España a la crisis y
poner por encima a su país, que no aceptaba lecciones para los españoles. No
se trata de apuntalar el orgullo nacional, y menos ante quienes tienen tantas
cuentas que rendir a sus socios por sus procedimientos poco elegantes de
atracción de capitales, sino de poner el acento en lo que nos permitirá superar
esto.

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Aunque el símil bélico ha sido cuestionado, toda tropa necesita que la
arenguen. Como cuentan Tucídides o Procopio, más de una vez citados en
estas páginas, lo hacían los generales más competentes, ya fueran atenienses,
espartanos, sicilianos, bárbaros o bizantinos. Lo hacían cuando su ejército
partía con ventaja en la batalla, cuando la ventaja era del enemigo e incluso
cuando la situación era desesperada y terminal. Sobre todo en este último
caso. Y en todos ellos la apelación servía para algo: cuando menos, para no
tener perdida ya de entrada la compostura.
Esto ha supuesto una dura lección para todos. Para los mayores de
nosotros, que ya traían duras lecciones aprendidas, ha sido la peor. Los que
han muerto solos o se han visto asediados por una enfermedad cruel son los
primeros que tienen que estar en nuestro recuerdo, nuestra piedad y nuestra
gratitud: por todo lo que antes de nosotros padecieron, por todo lo que nos
enseñaron y nos enseñarán, antes, durante y después de esta epidemia. No soy
partidario de sobreactuar el luto, pero tampoco de esa insensibilidad que los
reduce a una cifra o trata de enterrar su tragedia y su ejemplo bajo un alud de
gracietas, memes y chorradas. Bueno es que nos riamos de vez en cuando,
también eso nos lo enseñaron ellos, pero no hasta el extremo de entontecernos
y convertirnos en unos inconscientes. No hasta el punto de olvidar que sobre
todo les hemos fallado a ellos, que no nos fallaron a nosotros.
Para los más jóvenes, también ha sido una lección apabullante, si la
queremos escuchar. Releyendo estos días La marcha de Radetzky, me he
encontrado con un pasaje que me ha hecho pensar en la gente de mi
generación y posteriores, nacidos en un mundo en paz y en el seno de una
sociedad que se desarrollaba y enriquecía. Es el momento en el que se habla
de las generaciones de oficiales del ejército austrohúngaro que solo habían
conocido la vida de guarnición, no habían tenido que combatir y estaban
abocados, aunque aún no lo sabían, a verse arrollados por la inminente Gran
Guerra que, de paso, iba a acabar con aquel imperio:
Im Frieden waren sie geboren und in friedlichen Manövern und Exerzierübungen
Offiziere geworden. Damals wußten sie noch nicht, daß jeder von ihnen, ohne
Ausnahme, ein paar Jahre später mit dem Tod Zusammentreffen sollte. Damals war
keiner unter ihnen scharfhörig genug, das große Räderwerk der verborgenen großen
Mühlen zu vernehmen, die schon den großen Krieg zu mahlen begannen.
Winterlicher weißer Friede herrschte in der kleinen Garnison. Und schwarz und rot
flatterte über ihnen der Tod im Dämmer des Hinterstübchens.

O lo que es lo mismo (en la traducción más aproximada que he logrado):


Nacieron en la paz y se hicieron oficiales en apacibles ejercicios de instrucción y
maniobras. En aquel entonces aún no sospechaban que todos ellos, sin excepción,

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debían encontrarse con la muerte pocos años después. Ninguno tenía el oído tan fino
como para percibir el rumor del engranaje de la enorme muela trituradora, la gran
guerra que pronto iba a empezar. La blanca paz del invierno reinaba en la pequeña
guarnición. Negra y roja revoloteaba la muerte en la penumbra de la trastienda.

No ha sido esta una tragedia comparable a la Gran Guerra. No ha sido una


guerra, para empezar, con sus miles de muertes siniestras a manos de los
hombres, que en aquel caso vinieron además seguidas de una peste: la gripe
de 1918, favorecida por la propia contienda. Esa gripe a la que nos tocó darle
nombre a los españoles, por ser neutrales en aquel conflicto y revelar los
primeros los efectos del mal que en las potencias beligerantes silenciaba la
censura militar. Sin embargo, lo que sí ha sido esto es una especie de muela
trituradora con la que nadie contaba, y que ha estado ahí, girando de forma
imperceptible para una humanidad dura de oído, mucho antes de
manifestarse: cuando íbamos dando todos los pasos, desde el progreso a costa
del medioambiente hasta la globalización febril, pasando por los recortes en
servicios públicos y el debilitamiento de la conciencia de comunidad, que le
han allanado el camino al virus y le han permitido hacernos este roto
gigantesco.
Ahora que la muela nos ha pillado, despertamos a un mundo nuevo. En
parte arrasado, por lo que habrá que reconstruirlo. Quienes vivieron la
hecatombe de hace cien años necesitaron una segunda, peor todavía, para
hallar el camino hacia la reconstrucción. La necesitaron porque en la angustia
subsiguiente se dejaron seducir por obtusos y abyectos flautistas de Hamelin
que envueltos en rojo o en negro les propusieron atajos rápidos para salir de la
postración. Me gustaría pensar que el hombre y la mujer del siglo XXI no
pueden ser tan cándidos ni tan estúpidos. Que algo hemos aprendido de lo que
nos contaron nuestros abuelos.
Ya lo iremos viendo.
Lo cierto es que despertamos a un nuevo mundo con rebajas. En ciertos
aspectos es sin duda negativo, y no vamos a trivializarlo. En otros, quizá no
sea del todo malo haber tenido la oportunidad de descubrir, en el
confinamiento y en las limitaciones de toda clase, que en realidad
necesitamos mucho menos de lo que nos habían movido a creer que debíamos
obtener. Pienso, en la tarde de domingo en la que decido pasar a otra fase y
abandonar este ejercicio de escritura, en cómo puedo ayudar a los míos a
asimilar esta enseñanza. A los adolescentes y los jóvenes de mi familia: la que
ha compartido mi cuarentena, Judith, y los dos a quienes hace semanas que no
veo, Laura y Pablo. A Núria, la pequeña, que ya va a nacer a la vida adulta en
esta realidad nueva, y que hoy ha salido con Noemí, para enseñarle el camino,

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la granja con caballos y los campos de cereal que descubrimos juntos. A mi
hermano Manuel y su familia, en su isla que no hemos dejado de tener
presente. A mis padres, Juan y Francisca, que tanto me han enseñado, hasta
hoy mismo.
Con todos ellos comparto y trato de entender la lección que nos ha dado
un virus insignificante. Para todos ellos son mis pensamientos y también mis
ilusiones, que quienes participamos de la condición humana no podemos sino
proyectar al futuro que se nos ofrece, por incierto que se nos aparezca y por
severos que sean los reveses que nos toque sufrir. Los reveses hacen de todos
los que sobreviven a ellos seguidores voluntarios o involuntarios de esa
escuela filosófica que como tantas otras nos legaron los griegos, el
estoicismo, cuyo legado sirve más y mejor que los manuales de autoayuda,
muchos de ellos mal copiados de sus textos.
Me permitirá el lector que lo haya sido o lo sea de este intrascendente
diario, al que expreso en estas líneas finales mi gratitud por su indulgencia,
que me despida con palabras de uno de esos estoicos, no para invitar a la
resignación sino a la alegría y la conciencia de existir, cualesquiera que sean
las circunstancias y aunque estas no sean las mejores de las que nos ha
rodeado o nos podría rodear la fortuna.
Se llamaba Epicteto, fue esclavo, lo dejaron cojo, lo desterraron. No
escribió una línea, pero un tal Arriano apuntaba lo que decía. Y, entre otras
cosas, dijo esto:
Cuando el cuervo grazne, que no te arrebate. Distingue en tu interior y dite: «Esto no
significa nada para mí. Para mí todo lo que indica es de buen augurio si yo quiero.
Pues está en mi mano obtener beneficio de ello, sea lo que sea lo que resulte».

Ha graznado el cuervo. En lo que a cada uno le quepa y se le conceda, que


nos sirva para encontrar una forma mejor de vivir con lo que tenemos y
somos, que, como dijo el propio Epicteto, no es nuestra hacienda, ni la
posición que alcanzamos ni el cuerpo que hemos de devolver a la tierra, sino
la libertad de nuestro espíritu.

Illescas, 14 de marzo - 3 de mayo de 2020

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Apéndice
Revelo un secreto,
regalo un libro[2]

Patricia Kal soy yo. Hasta hoy, era un secreto solo conocido por unas pocas
personas. Patricia Kal es también la autora de una novela, Y te irás de aquí,
cuyo manuscrito lleva unos meses circulando por las mesas de las editoriales.
Algunas lo han analizado, considerado y descartado para su catálogo. Es un
resultado frecuente, que no tiene que ver, necesariamente, con la calidad del
manuscrito o del editor: un lector editorial tan agudo y exquisito como André
Gide rechazó, con informe muy negativo, un manuscrito de Marcel Proust,
Por el camino de Swann, la primera novela de una serie que se acabaría
convirtiendo en la obra central de la literatura francesa del siglo XX.
Sucede, simplemente. Hay que tomarlo con deportividad. También, por
cierto, había algunos otros editores que estaban examinando la novela de
Patricia Kal para su posible publicación y aún no la habían desestimado.
¿Por qué un autor que tiene acceso cómodo y casi privilegiado al circuito
editorial decide firmar una novela en la que ha invertido años de trabajo y
meses de escritura con el nombre de una desconocida para exponerla a la
suerte que suele correr la obra de un autor novel? Digamos que era un
experimento, y también una necesidad. La de confrontar a los editores
primero, y a los lectores después, con una novela que fuera solo el texto, sin
ninguna indicación acerca de la persona que lo escribió, más allá de su lugar
de nacimiento. Quería despojar a la historia de la losa de la autoría, que en mi
caso es una marca ya consolidada y por tanto fuente de todo tipo de
prejuicios, tanto positivos como negativos.
Estaba dispuesto a pagar el precio correspondiente. Aceptaba por ello de
antemano el rechazo unánime, que ya sufrí hace veinticinco años con La
flaqueza del bolchevique o El lejano país de los estanques —⁠dos novelas que
luego han tenido largo éxito⁠—. También me resignaba a la publicación sin

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excesivo entusiasmo y a cambio de un anticipo irrisorio, o de ninguno.
Aunque tengo familia y cuatro hijos que dependen de mí, llevo una vida
modesta que me permite renunciar a la retribución que podía esperar si
firmaba el libro con mi nombre.
En definitiva, estaba llevando a la práctica algo que leí en mi
adolescencia, sin imaginar que pudiera llegar el día en que me resultara
aplicable. Lo escribió Rainer María Rilke en Los cuadernos de Malte Laurids
Brigge, y dice así:
Bitte keinen daß er von dir spräche, nicht einmal verächtlich. Und wenn die Zeit geht
und du merkst, wie dein Name herumkommt unter den Leuten, nimm ihn nicht ernster
als alles, was du in ihrem Munde findest. Denk: er ist schlecht geworden, und tu ihn
ab. Nimm ein andern an, irgendeinen, damit Gott dich rufen kann in der Nacht. Und
verbirg ihn vor allen.

O lo que es lo mismo (en traducción de Francisco Ayala):


No pidas a nadie que hable de ti ni siquiera con desdén. Y si pasa el tiempo y echas
de ver que tu nombre circula entre los hombres, no hagas de ello más caso que de
todo lo que encuentres en sus bocas. Piensa que se ha vuelto malo, y arrójalo. Toma
otro, cualquiera, para que Dios pueda llamarte en plena noche. Y guárdalo en secreto
para todos.

Eso era lo que trataba de hacer. Con una salvedad: el nombre elegido no
es un nombre cualquiera, sino el que mi madre querría haberme puesto si
hubiera sido una niña, y el apellido, la primera sílaba del segundo suyo.
Honrarás a tu padre y a tu madre, dice el mandamiento, y estoy muy de
acuerdo. Más en estos días.
¿Por qué revelo el secreto, renuncio al experimento, deshago el plan?
Ha sucedido algo que lo cambia todo en nuestras vidas. Cuánto, aún no
somos del todo conscientes, pero seguro que mucho. De pronto mi
experimento personal me pareció muy poca cosa, incluso algo ligeramente
fuera de lugar. Veo a mucha gente que da lo que tiene, con una generosidad
tan abrumadora que compensa de sobra las mezquindades de quienes no están
a la altura. Me gustaría haberme formado como neumólogo o intensivista,
pero por desgracia no lo hice. Me gustaría tener un camión para llevar lo que
haga falta a quien haga falta, pero no lo tengo. Todo lo que sé es escribir
historias, y todo lo que tengo es el fruto de ese trabajo. Resulta que gracias al
experimento que estaba haciendo tengo una novela entera, inédita, que no he
contratado con editor alguno. Resulta, por tanto, que tengo algo que regalar a
mis conciudadanos, y eso vale más que mi tentativa de desaparición.
Revelo el secreto porque sé que una novela firmada por mí puede valer
para algunos lectores más que una novela firmada por una desconocida. Les

Página 225
estoy muy agradecido, ellos me sostienen, y quiero que la aprovechen.
También sé que para otros lectores vale menos. No les guardo rencor, así
pueden evitarla.
La novela estará disponible mientras dure la cuarentena, gratuitamente y
en soporte digital, para quienes quieran leerla. Agradezco a Zenda y XL
Semanal[3] su complicidad y su colaboración desinteresada para la producción
y la distribución del libro en ese soporte. De acuerdo con lo pactado con ellos
autorizo que se descargue y se copie para uso y lectura individual y sin ánimo
de lucro, no su distribución por terceros ni a terceros, y me reservo todos los
demás derechos.
En los últimos días se vienen oyendo voces contra iniciativas como esta,
de poner a disposición de los lectores libros gratuitos. En este caso se trata de
un libro que no existe siquiera en soporte físico, y nunca he creído que ningún
autor —⁠o autora⁠—, con su nombre o con seudónimo, le quite lectores a otro
—⁠u otra⁠—. Por si acaso, me atrevo a pedir a quien lea la novela y encuentre
que la experiencia le compensa que con lo que se ha ahorrado, cuando pueda,
compre un libro. A ser posible, uno de los que han aparecido en estos días y
van a ver reducido su número de lectores, uno de los que publican los
pequeños editores a los que esta crisis va a golpear o uno que lleve la firma de
un escritor o escritora que empieza. Y que lo haga en una de esas librerías que
ahora están cerradas y que merecen sobrevivir.
Esto es cuanto Lorenzo Silva va a decir de Patricia Kal. Era la explicación
que pensaba dar si me descubrían, ahora la ofrezco de antemano. A partir de
aquí, la autora es ella, y el libro queda solo ante los lectores, que pueden
olvidarse de mí.

Página 226
Notas

Página 227
[1]Sobre el acontecimiento personal de este día, que por fundadas razones
quedó al margen del diario, véase el apéndice de este libro. <<

Página 228
[2] Texto hecho público el 31 de marzo, coincidiendo con la puesta a
disposición gratuita, en formato digital, de la novela inédita a la que se
refiere. Lo incluyo en este apéndice porque no forma parte del diario, pero es
uno de los acontecimientos de mi personal cuarentena, sin el que su relato
quedaría, tal vez, incompleto. <<

Página 229
[3]La novela, editada por la página web literaria Zenda, se pudo descargar
desde la web de la revista XLSemanal entre el 31 de marzo y el 21 de junio de
2020, día en el que se levantó finalmente en España el estado de alarma. <<

Página 230

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