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MAGIA

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MAGIA, CIENCIA Y RELIGIÓN

EL HOMBRE PRIMITIVO Y SU RELIGIÓN

No existen pueblos, por primitivos que sean, que carezcan de religión o magia.
Tampoco existe, ha de añadirse de inmediato, ninguna raza de salvajes que
desconozca ya la actitud científica, ya la ciencia, a pesar de que tal falta les ha
sido frecuentemente atribuida. En toda comunidad primitiva, estudiada por
observadores competentes y dignos de confianza, han sido encontrados dos
campos claramente distinguibles, el Sagrado y el Profano; dicho de otro modo, el
dominio de la Magia y la Religión, y el dominio de la Ciencia.
Por un lado, hallamos los actos y observancias tradicionales, considerados sacros
por los aborígenes y llevados a efecto con reverencia y temor, encercados
además por prohibiciones y reglas de conducta especiales. Tales actos y
observancias se asocian siempre con creencias en fuerzas sobrenaturales,
primordialmente las de la magia, o con ideas sobre seres, espíritus, fantasmas,
antepasados muertos, o dioses. Por otro lado, un momento de reflexión basta para
mostrarnos que no hay arte ni oficio, por primitivo que sea, ni forma organizada de
caza, pesca, cultivo o depredación que haya podido inventarse o mantenerse sin
la cuidadosa observación de los procesos naturales y sin una firme creencia en su
regularidad, sin el poder de razonar y sin la confianza en el poder de la razón; esto
es, sin los rudimentos de lo que es ciencia.
El mérito de haber establecido los cimientos de un estudio antropológico de la
religión pertenece a Edward B. Tylor. En su conocida teoría mantiene que la
esencia de la religión primitiva es el animismo, o sea, la creencia en seres
espirituales, y muestra cómo tal creencia se ha originado de una interpretación
equivocada pero congruente de sueños, visiones, alucinaciones, estados
catalépticos y fenómenos similares. El filósofo o teólogo salvaje, al reflexionar
sobre tales cosas, dio en distinguir el cuerpo del alma humana. Pues bien, es
obvio que el alma continúa viviendo tras la muerte porque se aparece en los
sueños, persigue y obsesiona a los vivos en visiones y recuerdos y parece influir
en los destinos de los hombres. De tal suerte se originó la creencia en los
aparecidos y en los espíritus de los muertos, en la inmortalidad y en el mundo de
más allá de la muerte. Ahora bien, el hombre en general, y el primitivo en
particular, tiende a imaginar el mundo externo a su propia imagen. Y como los
animales, las plantas y los objetos se mueven, actúan, están dotados de una
conducta, ayudan al hombre o le son adversos, es el caso que habrán de estar
animados por un alma o espíritu. De tal modo el animismo, esto es, la filosofía y la
religión del hombre primitivo, se ha visto construido sobre la base de
observaciones e inferencias equivocadas pero comprensibles en una mente
impulida y tosca.
La interpretación de la religión primitiva debida a Tylor, a pesar de la importancia
que en su día tuvo, se basaba en una serie de datos demasiado angosta y
concedía al salvaje un status de racionalidad y contemplación demasiado alto. El
trabajo que sobre el terreno ha sido llevado a término por recientes especialistas
nos muestra el primitivo más interesado en pesca y horticultura, en hechos y
festejos de su tribu, que en especulaciones sobre sueños y visiones o en
explicaciones de «dobles» o estados catalépticos, a la vez que revela otros
muchos aspectos de la religión primitiva que es imposible encajar en el esquema
de Tylor referente al animismo.
El enfoque mucho más extenso y profundo de la antropología moderna encuentra
su expresión más adecuada en los eruditos e inspirados escritos de sir James
Frazer. En tales obras ha establecido éste los tres problemas madres que, en lo
relativo a la religión primitiva, son los que ocupan a la antropología de hoy: la
magia y su relación con la religión y la ciencia, el totemismo y el aspecto
sociológico del credo salvaje; los cultos de la fertilidad y la vegetación. Será mejor
que examinemos estos temas por orden.
El libro de Frazer, La rama dorada, ese gran código de la magia primitiva, muestra
con claridad que el animismo no es la única, ni tampoco la dominante, creencia de
la cultura salvaje. El primitivo busca ante todo consultar el curso de la naturaleza
para fines prácticos y lleva a cabo tal cosa de modo directo, por medio de rituales
y conjuros, obligando al viento y al clima, a los animales y a las cosechas, a
obedecer su voluntad. Sólo mucho después, al toparse con las limitaciones del
poder de su magia, se dirigirá a seres superiores, con miedo o con esperanza, en
súplica o en desafío; tales seres superiores serán demonios, espíritus de los
antepasados o dioses. Es en esa distinción entre lo que, por una parte, es control
directo y, por otra, propiciación de poderes superiores donde sir James Frazer ve
la diferencia entre magia y religión. La magia, basada en la confianza del hombre
en poder dominar la naturaleza de modo directo, es en ese respecto pariente de la
ciencia. La religión, la confesión de la impotencia humana en ciertas cuestiones,
eleva al hombre por encima del nivel de lo mágico y, más tarde, logra mantener su
independencia junto a la ciencia, frente a la cual la magia tiene que sucumbir.
Esta teoría de la religión y la magia ha sido el punto de partida de los más
modernos estudios consagrados a esos dos temas gemelos. El profesor Preuss en
Alemania, el doctor Marett en Inglaterra, Hubert y Mauss en Francia, han
elaborado independientemente ciertos enfoques que, en parte, son críticas a
Frazer y, en parte, siguen las líneas de su investigación. Estos estudiosos
postulan que, a pesar de su similar apariencia, ciencia y magia difieren sin
embargo de un modo radical. La ciencia nace de la experiencia, la magia está
fabricada por la tradición. La ciencia se guía por la razón y se corrige por la
observación; la magia, impermeable a ambas, vive en una atmósfera de
misticismo. La ciencia está abierta a todos, es decir, es un bien común de toda la
sociedad; la magia es oculta, se enseña por medio de misteriosas iniciaciones y se
continúa en una tradición hereditaria o, al menos, sumamente exclusiva. Mientras
que la ciencia se basa en la concepción de ciertas fuerzas naturales, el hontanar
de la magia es la idea de un poder místico e impersonal en el que creen la mayor
parte de los pueblos primitivos. Tal poder, llamado mana por algunos melanesios,
arungquiltha por ciertas tribus australianas, wakan, orenda, manitu por algunos
indios de América, y que en otros lugares carece de nombre, es, se ha
establecido, una idea casi universal que se encuentra en cualquier lugar donde
florezca la magia. De acuerdo con los estudiosos que acabo de mencionar,
podemos encontrar, entre los pueblos más primitivos y entre los más bajos
salvajes, una creencia en una fuerza sobrenatural e impersonal que mueve todas
aquellas operaciones que son pertinentes para el salvaje y son causa de todos
aquellos sucesos verdaderamente importantes que acaecen en la esfera de lo
sacro. De esta suerte, el mana, y no el animismo, es la esencia de la «religión
preanimista» y, a la vez, constituye la esencia de la magia que, de tal modo,
resulta radicalmente diferente de la ciencia.
La pregunta, empero, de qué será el mana sigue en pie: en efecto, ¿qué es esa
fuerza mágica impersonal que, en la suposición del salvaje, domina todas las
formas de su credo? ¿Se trata de una idea fundamental, de una categoría innata
de la mente primitiva, o acaso puede explicarse por elementos aún más simples y
más primordiales de la psicología humana o de la realidad en la que el primitivo
vive? Las contribuciones más originales y más importantes a este problema han
sido ofrecidas por el difunto profesor Durkheim, y tocan también el otro tema que
abrió sir James Frazer: el del totemismo y los aspectos sociológicos de la religión.
El totemismo, citando la clásica definición de Frazer, «es una íntima relación cuya
existencia se supone, por un lado, entre un grupo de gentes emparentadas y una
especie de objetos naturales o artificiales por el otro, objetos a los que se llama
tótems del grupo humano». De suerte que el totemismo tiene dos caras: es un
modo de agrupamiento social y un sistema religioso de creencias y prácticas. Cual
la religión, expresa el Interés que el hombre primitivo confiere a lo, que le rodea, el
deseo de postular afinidades y de dominar los mas importantes objetos: por
encima de todo las especies vegetales o animales, más raramente objetos
inanimados que son útiles y, por fin y por gran infrecuencia, cosas que son
producto de su propia industria. Como regla general las especies de animales y
plantas que constituyen el alimento cotidiano o, en todo caso, los animales
comestibles o útiles comparten una forma especial de reverencia totémica y son
tabúes para los miembros del clan que está asociado con esa especie y que en
ocasiones lleva a efecto ritos y ceremonias destinados a favorecer su
multiplicación. El aspecto social del totemismo consiste en la subdivisión de la
tribu en unidades menores, apellidadas en antropología clanes, gentes, sibas o
fratrías.
En el totemismo vemos, por consiguiente, no el resultado de las tempranas
especulaciones del hombre en torno a misteriosos fenómenos, sino una
combinación de ansiedad utilitaria por los más necesarios objetos de sus
inmediaciones con cierta preocupación por aquellos que captan su imaginación y
atención, como, por ejemplo, hermosos pájaros, reptiles y animales peligrosos.
Merced a nuestro conocimiento de lo que puede llamarse la actitud totémica de la
mente, la religión primitiva se ve más cerca de la realidad y de los intereses
prácticos de la vida del salvaje que lo que parecía en su aspecto «animista», cual
lo acentuaron Tylor y los primeros antropólogos.
Mediante su aparentemente extraña asociación con una forma problemática de
división social me estoy refiriendo al sistema de clanes; el totemismo ha
enseñado, además, otra lección a la antropología: le ha revelado la importancia
del aspecto sociológico en todas las formas culturales tempranas. El salvaje
depende del grupo con el que directamente está en contacto a la vez para la
cooperación en lo práctico y para la solidaridad en lo mental, y tal dependencia es
mucho mayor que la del hombre civilizado. Siendo el caso que cual puede
apreciarse en el totemismo, la magia y muchas otras prácticas el culto primitivo,
así como el ritual, están cercanamente relacionados con preocupaciones prácticas
y con necesi- dades mentales, tiene que haber una conexión íntima entre la
organización social y el credo religioso. Tal cosa ya la entendió aquel pionero de la
antropología religiosa que fue Robertson Smith, cuyo principio de que la religión
del primitivo «era esencialmente asunto de la comunidad y no de los individuos»
se ha convertido en un leit motiv de la investigación moderna. De acuerdo con el
profesor Durkheim, quien postuló este enfoqué con gran energía, «lo religioso» es
idéntico a «lo social». Pues «de una manera general... una sociedad posee todo lo
que se precisa para hacer nacer la sensación de lo divino en las mentes de los
hombres tan sólo mediante el poder que sobre ellas detenta; pues para sus
miembros es lo que Dios es para sus adoradores».1 El profesor Durkheim llega a
esta conclusión mediante el estudio del totemismo, del que cree que se trata de la
más antigua forma de religión. De tal forma que el «principio totémico», que es
idéntico al mana y al «Dios del clan..., no puede ser otra cosa sino el clan mismo».
Estas extrañas y, en parte, oscuras conclusiones serán criticadas más tarde; y se
mostrará en qué consiste el pedazo de verdad que indudablemente contienen, así
como hasta qué punto pueden ser fruc- tíferas. De hecho, ya han producido su
retoño al influir en algunos de los más importantes escritos de antropología
combinada con humanidades clásicas, por mencionar tan sólo las obras de Jane
Harrison y Cornford.
El tercer gran tema que Frazer introdujo en la ciencia de la religión es el de los
cultos de la vegetación y la fertilidad. En La rama dorada recorremos, partiendo
del horrendo y misterioso ritual de las divinidades del bosque de Nemi, una
asombrosa variedad de cultos mágicos y religiosos, ideados por el hombre para
estimular y controlar la fertilizadora labor de cielos y tierra, del sol y de la luna, y
nos quedamos con la impresión de que la religión primitiva está preñada de las
fuerzas mismas de la vida salvaje, de su joven crudeza y hermosura, de poder y
exuberancia tan violenta que conducen una y otra vez a actos suicidas de
autoinmolación. El estudio de La rama dorada nos muestra que para el hombre
primitivo la muerte tiene significado primordialmente como un paso hacia la
resurrección, el declinar como un estadio del renacer, la plenitud del otoño y el
decaimiento del invierno como prólogos del resurgimiento de la primavera.
Inspirados por tales pasajes de La rama dorada, un número de estudiosos han
desarrollado, a menudo con precisión mayor y análisis más completo que los del
propio Frazer, lo que podría llamarse el enfoque vitalista de la religión. De esta
suerte Crawley en su Tree of Life, Van Gennep en su Rites de Passage y Jane
Harrison en varios trabajos, han expuesto evidencias de que la fe y el culto brotan
de las crisis de la existencia humana, esto es, de «los grandes sucesos de la vida,
el nacimiento, la adolescencia, el matrimonio, la muerte... Es hacia tales
acontecimientos a donde la religión, en gran parte, apunta».3 La tensión de las
necesidades instintivas, las fuertes experiencias de la emoción, conducen, de una
u otra suerte, al culto y al credo. «El deseo insatisfecho es el mutuo hontanar del
Arte y de la Religión.»4 Más tarde evaluaremos cuánta verdad existe en esta
afirmación un tanto vaga y también cuánta exageración puede medirse en ella.
Existen dos importantes contribuciones a la teoría de la religión primitiva que voy a
mencionar sólo aquí porque de alguna manera han permanecido fuera de la
corriente principal del interés antropológico. Tratan éstas respectivamente, de la
primitiva idea de un solo dios y del lugar que ocupa la moral en la religión primitiva.
Es de notar que tales contribuciones no hayan merecido, y aún no merezcan,
atención, pues ¿no son acaso esas dos cuestiones las primeras y principalísimas
en la mente de todo aquel que realiza un estudio de la religión, por tosca y
rudimentaria que ésta sea? Tal vez la explicación esté en la idea preconcebida de
que los «orígenes» han de ser muy simples y bastos al compararse con las
«formas desarrolladas», y también en la noción de que el «salvaje» y «primitivo»
es de verdad salvaje y primitivo.

El difunto Andrew Lanz indicaba la existencia, entre ciertos aborígenes


australianos, de la creencia en un tribal Padre de todas las cosas y el reverendo
Wilhelm Schmidt adujo gran evidencia probando que tal creencia es universal en
todos los pueblos de las más simples culturas y que no ha de despreciarse como
un fragmento mitológico carente de importancia ni, menos aún, como un eco de la
enseñanza misionera. De acuerdo con Schmidt ello parece, con mucha mayor
probabilidad, un indicio de una forma pura y simple de temprano monoteísmo.

El problema de la moral como una primera función religiosa fue también dejado a
un lado hasta que recibiera tratamiento exhaustivo no sólo en las obras de
Schmidt, sino también en dos trabajos de importancia extraordinaria: Origin and
Development of Moral Ideas del profesor E. Westermarck y Mo-rals in Evolution
del profesor L. T. Hobhouse.

No es tarea fácil el resumir de forma concisa la dirección de los estudios


antropológicos relativos a nuestro tema. En conjunto, podemos decir que el curso
seguido ha ido hacia un enfoque cada vez más elástico y comprensivo de la
religión. Todavía Tylor hubo de refutar el embuste de que existen pueblos
primitivos que carecen de religión. En nuestros días estamos un poco perplejos
ante el descubrimiento de que para el salvaje todo es religión, de que vive
perpetuamente en un mundo de mística y ritualismo. Si la religión significa lo
mismo que «vida» y, además y por añadidura, que «muerte», si brota de todo culto
«colectivo» y de todas «las crisis de la existencia individual», si comprende toda la
«teoría» del salvaje y cubre todas sus «preocupaciones prácticas», estamos
obligados a preguntar, no sin cierta consternación:
¿qué es, pues, lo que queda fuera, cuál es el mundo de lo «profano» en la vida del
primitivo? Este es un problema de primera importancia sobre el que la moderna
antropología, como puede verse por el rápido examen que hemos expuesto arriba,
ha arrojado, merced a este número de enfoques contradictorios, cierta confusión.
Podremos contribuir a solucionarlo en el próximo apartado.

La religión del primitivo, según sale de las manos de la moderna antropología, ha


ido asimilando toda suerte de cosas heterogéneas. Confinada en un principio al
animismo en las solemnes figuras de espíritus ancestrales, aparecidos y almas,
además de algunos fetiches, fue admitiendo gradualmente el del- gado, fluido y
omnipresente mana; a continuación, cual el Arca de Noé, se enriqueció con la
cargazón del totemismo y de sus animales, y no por parejas, sino por manadas y
especies, además de plantas, objetos e incluso artículos manufacturados; vinieron
después las actividades y preocupaciones humanas y el fantasma descomunal del
Alma Colectiva y de la Sociedad Divinizada. ¿Puede tal mezcolanza de cosas y
principios conformarse según un orden o sistema? La tercera parte de este ensayo
se refiere a tal cuestión. Hay un logro de la moderna antropología que no hemos
de negar: el reconocimiento de que, magia y religión no son solamente doctrina o
filosofía, ni cuerpo intelectual de opiniones, sino un modo especial de conducta,
una actitud pragmática que han construido la razón, la voluntad y el sentimiento a
la vez. De la misma suerte que es modo de acción, es sistema de credo y
fenómeno sociológico además de experiencia personal. Pero todo esto, la relación
exacta entre las contribuciones que a la religión le vienen de lo social y de lo
individual, no está claro, como hemos visto por las exageraciones que a ambos
lados han sido cometidas. La futura antropología tendrá que tratar estas
cuestiones y solamente nos será
posible, en este corto ensayo, sugerir algunas soluciones e indicar ciertas líneas
de discusión.

EL DOMINIO RACIONAL QUE EL HOMBRE LOGRA DE SU ENTORNO


El problema del conocimiento primitivo se ha visto singularmente descuidado por
la antropología. Los estudios sobre la psicología del salvaje se han confinado
exclusivamente a la religión primitiva, mitología y magia. Tan sólo recientemente
las obras de varios estudiosos ingleses, alemanes y franceses, en especial las
osadas y brillantes especulaciones del profesor Lévy-Bruhl, han dado ímpetu al
interés del científico por lo que el salvaje hace en su más sobrio estado mental.
Los resultados han sido en verdad sorprendentes: el salvaje, nos dice el profesor
Lévy-Bruhl, por poner sus enunciados en pocas palabras, carece en absoluto de
tal sobriedad mental y está, sin remisión y de modo completo, inmerso en un
marco espiritual de carácter místico. Incapaz de observación desapasionada y
congruente, horro del poder de abstracción, y con el obstáculo de «una decidida
aversión al razonamiento», no consigue extraer beneficio alguno de la experiencia,
ni construir o comprender siquiera las más elementales leyes de la naturaleza.
«Para mentes así orientadas no hay hecho alguno que sea meramente físico.»
Tampoco existirá para ellas ninguna idea clara de sustancia y atributo, de causa y
efecto, de identidad y contradicción. Su mentalidad es la de una confusa
superstición, «prelógica», hecha a base de
«participaciones místicas» y de «exclusiones». He resumido aquí un cuerpo de
opinión del que el brillante sociólogo francés es el más decidido y competente
portavoz, pero que está respaldado por muchos antropólogos y filósofos de
renombre.
Existen, sin embargo, voces que disienten. Cuando un estudioso y antropólogo de
la categoría del profesor J. L. Myres intitula un artículo de Notes and Queries con
las palabras «Ciencia Natural» y cuando en él leemos que el «conocimiento del
salvaje basado en la observación es definido y correcto», tenemos que hacer una
pausa antes de aceptar como un dogma la irracionalidad del hombre primitivo.
Otro autor de gran competencia, el doctor A. A. Goldenweiser, al hablar de los
«descubrimientos, invenciones y progresos» del primitivo ―que con dificultad
podrían atribuirse a una mente preempírica y prelógica― afirma que «no sería
prudente atribuir a la mecánica primitiva únicamente un papel pasivo en el origen
de las invenciones. Muchos pensamientos felices han de haber cruzado la mente
del salvaje y éste no ha de haber sido indiferente a la emoción que nace de una
idea de acción realmente efectiva». Aquí contemplamos, pues, al salvaje dotado
de una actitud mental del todo afín a la de un moderno hom- bre de ciencia.
Para salvar la enorme distancia entre las dos opiniones extremas al uso, a
propósito de la razón del hombre primitivo, será mejor que dividamos el problema
en dos cuestiones.
La primera, ¿posee el salvaje una actitud mental que sea racional y detenta un
dominio también ra- cional sobre su entorno, o, cual mantienen Lévy-Bruhl y su
escuela, es completamente «místico»? La respuesta será que toda comunidad
primitiva está en posesión de una considerable cuantía de saber, basado en la
experiencia y conformado por la razón.
A continuación, viene nuestro segundo problema: ¿puede considerarse a este
conocimiento primitivo como una forma rudimentaria de ciencia o, por el contrario,
es totalmente distinto, tratándose de una tosca empiría, de un corpus de
habilidades prácticas y técnicas, reglas rutinarias y de oficio que carecen de valor
teórico alguno? Esta segunda cuestión, que es epistemológica antes que
perteneciente al estudio del hombre, será ligeramente estudiada al final de este
apartado y a ella daremos sólo una respuesta provisional.
Al referirnos al primer problema hemos de examinar el lado «profano» de la vida,
las artes, oficios y actividades económicas y trataremos de descubrir en todo ello
un tipo de conducta, claramente separada de la religión y la magia y basada en el
conocimiento empírico y en la confianza en la lógica. Trataremos de hallar si las
líneas de tal conducta vienen definidas por reglas tradicionales, son conocidas, tal
vez incluso discutidas en algunas ocasiones, y probadas. Investigaremos si el
escenario sociológico de la conducta racional y emotiva difiere de la del ritual y el
culto. Ante todo, preguntaremos: ¿distinguen los nativos los dos terrenos y los
mantienen separados o está el campo del conocimiento continuamente invadido
por la superstición, el ritualismo, la religión y la magia?
Siendo el caso que en el asunto sobre el que estamos disertando la falta de
observaciones pertinentes y dignas de confianza es aterradora, me veré obligado
a hacer uso a gran escala del material que, en su mayor parte inédito, yo mismo
compilé durante varios años de prácticas sobre el terreno con las tribus
melanesias y papuo-melanesias del este de Nueva Guinea y de archipiélagos
adyacentes. Sin embargo, como los melanesios tienen la reputación de ser
particularmente dados a la magia, esto nos proporcionará una prueba concluyente
de la existencia de conocimientos racional y empírico en salvajes que viven en la
edad de la piedra pulimentada en el tiempo presente.
Estos nativos, y me refiero principalmente a los melanesios que habitan los
atolones coralinos del NE de la isla principal, esto es, el archipiélago de las
Trobriand y los grupos adyacentes, son expertos pescadores, industriosos
comerciantes y fabricantes de manufacturas, pero la horticultura es el principal
soporte de su subsistencia.
Con los instrumentos más rudimentarios, una pequeña hacha y una vara de
excavar terminada en punta, son capaces de conseguir cosechas que resultan
suficientes para mantener una densa población e incluso almacenar un sobrante
que hoy se exporta para alimentar a los braceros de las plantaciones, pero que
antaño dejaban pudrir sin ser consumido. El éxito de su agricultura depende
―aparte de las excelentes condiciones naturales de las que gozan― de su
extenso saber sobre todas las clases de suelo, las diversas plantas cultivadas, la
mutua adaptación de esos dos factores y, por último, pero no en menor medida,
de su conocimiento de la importancia de un trabajo adecuado y serio. Han de
seleccionar el suelo y las semillas, han de fijar con propiedad el tiempo de
desmonte y desbrozamiento del matorral, de plantación y escarda, y de poner en
espaldar las viñas del ñame. En todo esto se guían por un conocimiento claro del
tiempo y las estaciones, las plantas y las enfermedades, el suelo y los tubérculos,
y por la convicción de que tal saber es cierto y seguro, de que se puede contar con
él y, de que es menester obedecerlo escrupulosamente.
Sin embargo, en medio de todas estas actividades encontramos la magia, esto es,
una serie de ritos realizados año tras año en los huertos de acuerdo con una
secuencia y orden rigurosos. Como la dirección del trabajo hortícola está en las
manos del brujo, y como el trabajo ritual Y práctico están asociados íntimamente,
un observador superficial podría suponer que la conducta mística y racional se ha
mezclado y que ni los nativos distinguen sus efectos ni éstos resultan ya
discernibles en un análisis científico.

¿Ocurre así de verdad? Indudablemente, la magia está considerada por los


aborígenes como algo absolutamente indispensable para el bienestar de sus
huertos. Nadie podría decir qué sucederá sin ella, pues a pesar de unos treinta
años de gobierno europeo e influencia misionera y a pesar de más de un siglo de
relaciones comerciales con los blancos, ningún huerto ha sido plantado sin tal
ritual. Pero es cierto que varias formas de desastre, cual una enfermedad en las
plantas, o tal vez lluvias o sequías extemporáneas, cerdos salvajes y langostas
podrían destruir el jardín que la magia no hubiera santificado.

¿Significa esto, sin embargo, que los aborígenes atribuyen todo buen resultado a
la magia? Por supuesto que no. Si sugiriésemos a un nativo que al plantar su
huerto atendiera ante todo a la magia y descuidase las labores se sonreiría de
nuestra simplicidad. Él sabe, tan bien como nosotros, que existen condiciones y
causas naturales y, gracias a sus observaciones, conoce también que es capaz de
controlar tales fuerzas naturales por medio del esfuerzo físico y mental. Su
conocimiento es limitado, sin duda, pero en tanto existe es resoluta y abiertamente
antimístico. Si las vallas se quiebran, si la semilla se destroza o se seca o se la
lleva el agua el nativo echará mano no a la magia, sino a su trabajo, guiado por el
conocimiento y la razón. Por otro lado, su experiencia también le ha enseñado
que, a pesar de toda su previsión y allende todos sus esfuerzos, existen
situaciones y fuerzas que un año prodigan inesperados e inauditos beneficios de
fertilidad, hacen que todo resulte perfectamente, que sol y lluvia aparezcan en los
momentos en los que son menester, que los insectos nocivos permanezcan lejos y
que la cosecha rinda un superabundante fruto; y otro año esas mismas
circunstancias traen mala suerte y adversa fortuna,
persiguiéndole del principio a fin y dando al traste con sus más arduos esfuerzos
y su mejor fundado saber. Es para controlar tales influencias para lo que empleará
la magia.
Por consiguiente, existe aquí una división claramente diferenciada: tenemos, en
primer lugar, el con- junto de condiciones conocidas, cual el curso natural del
crecimiento y las enfermedades y peligros ordinarios de los que el desmonte y
escarda pueden dar cuenta. Por otro lado, está el terreno de las in- fluencias
adversas e imprevisibles, así como del inaudito incremento de coincidencias
afortunadas. A las primeras condiciones se las hace frente con el conocimiento y
el trabajo, a las segundas con la magia.
Tal línea divisoria puede trazarse también en lo relativo al status social respectivo
de ritual y trabajo. Aunque el brujo del huerto es también, por regla general, el jefe
de las actividades prácticas, estas dos funciones permanecen separadas con todo
rigor. Toda ceremonia mágica tiene su propio nombre distintivo, su tiempo
apropiado y su lugar en el esquema de la labor, y, queda completamente fuera del
curso ordinario de las actividades. Algunas de éstas son ceremonias a las que
asiste toda la comunidad, y todas son públicas en el sentido de que se sabe
cuándo se llevan a término y de que cualquiera puede estar presente. Se celebran
en parcelas seleccionadas dentro de los huertos y, dentro de tal parcela, en un
rincón especial. El trabajo es tabú en tales ocasiones, a veces sólo por el tiempo
que dura la ceremonia, a veces por uno o dos días. El jefe y brujo dirige, en su
carácter laico, la labor, fija las fechas para el comienzo y arenga y exhorta a los
hortelanos perezosos o descuidados. Pero ambos papeles nunca se interfieren ni
confunden: siempre están claros y cualquier nativo nos informará, sin sombra de
duda, si el hombre actúa como brujo o como director del trabajo hortícola.
Lo que se ha dicho referente a la horticultura halla su paralelo en cualquiera de las
muchas otras actividades en las que trabajo y magia tienen lugar uno al lado del
otro sin que nunca existan interferencias. Así, en la construcción de canoas el
conocimiento empírico del material, de la tecnología y de ciertos principios de
estabilidad e hidrodinámica funcionan en compañía y cercana asociación con la
magia, aunque no se inmiscuyan mutuamente.
Por ejemplo, los aborígenes entienden perfectamente bien que cuanto más ancho
es el espacio del pescante de la piragua, más grande será la estabilidad, pero
menor la resistencia contra la corriente. Pueden explicar con claridad por qué han
de dar a tal espacio una tradicional anchura, medida en fracciones de la longitud
de la canoa. También pueden explicar, en términos rudimentarios pero clara-
mente mecánicos, cómo han de comportarse en un temporal repentino, por qué la
piragua ha de estar siempre del lado de la tempestad, por qué un tipo de canoa
puede voltejear y el otro no. De hecho, poseen todo un sistema de principios de
navegación, al que da cuerpo una terminología rica y variada que se ha trasmitido
tradicionalmente y a la que obedecen de modo tan congruente y racional como
hacen con la ciencia moderna los marinos de hoy. ¿Cómo les sería posible
navegar de otra manera en condiciones eminentemente peligrosas y en sus
frágiles y primitivas barcas?
Pero incluso con todo su sistemático conocimiento metódicamente aplicado están
a la merced de mareas incalculables y poderosas, de temporales repentinos en la
estación de los monzones y de des- conocidos arrecifes. Y aquí es donde entra en
escena su magia, que se celebra sobre la canoa durante su construcción y que se
continúa al comienzo y fin de singladura en momentos de auténtico peligro. Si el
marinero de hoy, entrenado en ciencia y razón, con previsión de toda suerte de
instrumentos de seguridad y navegando en buques de acero, si incluso él tiene
una singular tendencia hacia la superstición ―que no le despoja de su
conocimiento o razón ni le hace enteramente prelógico―, ¿podemos acaso
maravillarnos de que su salvaje colega, en condiciones más precarias, y con
mucho, recurra a la seguridad y alivio de la magia?
La pesca y sus ritos mágicos de las islas Trobriand nos proporcionan aquí una
prueba que, además de interesante, es crucial. Mientras que en los poblados de la
laguna interior la pesca se lleva a cabo de manera fácil y absolutamente confiada
mediante el método de envenenamiento de las aguas, que produce resultados
abundantes sin peligro ni incertidumbre alguna, existen a la orilla del mar abierto
peligrosos modos de pesca y también ciertos tipos en los que la captura varía
sobremanera de acuerdo con el evento de si hay bancos de peces que aparecen
de antemano o no. Es del todo significativo que, en la pesca de laguna, en la que
el hombre puede confiar por entero en su conocimiento y pericia, la magia no
existe, mientras que, en la pesca de mar abierto, preñada de peligros o
incertidumbres, se haga uso de un extenso ritual mágico para asegurar protección
y resultados prósperos.
Asimismo, en la guerra, saben los aborígenes que la fuerza, la valentía y la
agilidad representaba un papel decisivo. Sin embargo, también aquí practican la
magia para domeñar los elementos de la suerte y el azar.
En parte alguna, empero, está la dualidad de causas naturales y sobrenaturales
divididas por línea tan delgada e intrincada, aunque, de seguirla cuidadosamente,
tan bien marcada, tan decisiva e instructiva, cual en las dos más fatídicas fuerzas
del destino humano: la salud y la muerte. La salud es, para los melanesios, un
estado de cosas natural y, a menos que se altere, el cuerpo humano se
conservará en perfectas condiciones. Pero los nativos saben perfectamente bien
que existen medios naturales que pueden afectar la salud e incluso destruir el
cuerpo. Venenos, heridas, quemaduras, caídas causan, como ellos saben,
incapacitaciones o muertes por vía natural, y tal cosa no es un asunto de opinión
privada de éste o aquel individuo, sino que está establecido por un saber
tradicional e incluso por creencias religiosas, pues se considera que hay varios
caminos hacia el mundo del más allá para los que han muerto por brujería y para
los que han hallado su muerte «natural». También se reconoce que el calor, el frío,
el exceso de ejercicio, de sol o de comida, pueden causar desarreglos menores
que se tratan con remedios naturales, cual los masajes, el vapor, el calor del fuego
y ciertas pociones.
Saben que la vejez conduce a la decrepitud corporal, y los nativos explican el óbito
de los muy ancianos diciendo que se debilitan y que su esófago se cierra, con lo
cual les sobreviene, lógicamente, la muerte.
Pero además de estas causas naturales está el campo enorme de la brujería y la
mayoría, con mucho, de los casos de enfermedad y muerte se le adscriben a ésta.
La línea divisoria entre brujería y las demás causas es clara en teoría y en la
mayor parte de los casos de la práctica, pero ha de entenderse que está sujeta a
lo que pudiera llamarse la perspectiva personal. Esto es, cuanto más
cercanamente le pertine un caso a la persona que lo considera, menos será
«natural» y más será «mágico». Así, un anciano cuya amenazadora muerte será
considerada natural por los demás miembros de la comunidad, temerá tan sólo a
la brujería y nunca pensará en lo que es su natural destino. Una persona con
algún ligero trastorno diagnosticará brujería en su propio caso, mientras que los
demás quizás hablarán de excesos en el consumo de betel, en la comida o en
algún otro plano.
Y, no obstante, ¿quién de nosotros cree que los propios trastornos corporales y la
muerte que los si- gue son sucesos puramente neutros, tan sólo un evento
insignificante en la cadena infinita de las causas? La salud, la enfermedad, la
amenaza de morir flotan para el más racional de los hombres civilizados en una
niebla emotiva que puede tornarse cada vez más densa y más impenetrable
según se nos aproximan esas fatales formas. Es en verdad sorprendente que
unos «salvajes» puedan lograr una actitud mental tan desapasionada y sobria,
cual de hecho es la suya.
De suerte que, en su relación con la naturaleza y el destino, ya sea que se trate de
explotar a la primera o de burlar al segundo, el hombre primitivo reconoce las
fuerzas e influencias naturales y sobre- naturales, y trata de usar de ambas para
su beneficio. En las ocasiones en que la experiencia le ha enseñado que el
esfuerzo que guía el conocimiento es de alguna eficacia, no escatimará el uno ni
echará al otro en olvido. Sabe que una planta no crecerá por influjo mágico tan
sólo, o que una piragua no podrá flotar o navegar sin haber sido adecuadamente
construida y preparada, o que una batalla no puede ganarse sin habilidad y
valentía. El nativo nunca fía en su magia solamente, aunque en algunas ocasiones
prescinda de ésa en absoluto, cual en encender el fuego o en ciertos oficios y
quehaceres. Pero recurrirá a ella siempre que se vea compelido a reconocer la
impotencia de su conocimiento y de sus técnicas racionales.
He dado las razones por las que, en esta argumentación, he tenido que basarme
principalmente en el material recogido en la tierra clásica de la magia, o sea, en
Melanesia. Pero los hechos discutidos son tan fundamentales y las conclusiones
obtenidas de naturaleza tan universal que será fácil probarlas en cualquier relación
etnográfica detallada y moderna. Comparando el trabajo hortícola y su magia en
otras regiones, la construcción de armas, el arte de curar con ella y con remedios
naturales, las ideas en torno a las causas del morir, podría establecerse fácilmente
la validez universal de lo que se ha probado aquí. Sin embargo, como no hay
observación metódica alguna que se haya hecho con referencia al problema del
conocimiento primitivo, los datos procedentes de otros estudiosos sólo podrán
espigarse aquí y allí Y su testimonio, por más que claro, habrá de ser indirecto.
He preferido enfocar la cuestión del conocimiento racional del hombre primitivo de
manera directa contemplándolo en sus principales ocupaciones, viéndole pasar
del trabajo a la magia y de ésta al trabajo otra vez, entrando en su mente,
prestando oído a sus opiniones. El problema podría haberse enfocado por el
camino del lenguaje, pero esto nos hubiese llevado demasiado lejos en cuestiones
de lógica, semántica y teoría de las lenguas primitivas. Las palabras que sirven
para expresar ideas generales, cual existencia, sustancia y atributo, causa y
efecto, lo fundamental y lo secundario; las palabras y expresiones usadas en
complicados quehaceres como la navegación, la edificación, la medida y la
prueba; los numerales y las descripciones cuantitativas, las clasificaciones
correctas y detenidas de los fenómenos naturales, de los animales y las plantas,
todo ello, nos habría llevado exactamente a la misma conclusión: el hombre
primitivo puede observar y pensar y posee, incorporados en su lenguaje, sistemas
de conocimiento que es en verdad metódico, aunque rudimentario.
Se podrían extraer conclusiones similares a partir de un examen de aquellos
esquemas mentales y artefactos físicos que pueden describirse como diagramas o
fórmulas. Los métodos de indicar los puntos principales del círculo, los
agrupamientos de estrellas en constelaciones, la coordinación de éstas con las
estaciones, los nombres de las lunas en el año, los nombres de los cuartos de la
luna: todos estos logros son propiedad de los salvajes más simples. También
saben dibujar mapas diagramáticos en la arena o el polvo, indicar convenios
mediante piedras, conchas o bastones colocados en la tierra, y planear
expediciones o ataques sobre tales rudimentarios mapas. Coordinando espacio y
tiempo son capaces de organizar grandes concentraciones tribales y combinar los
movimientos de la tribu sobre extensas áreas.5 El uso de hojas, bastones
mellados y similares recursos nemotécnicos es bien conocido y parece ser casi
universal. Todos los diagramas de esa suerte son medios de reducir un complejo e
indómito girón de realidad a una forma manejable y simple y proporcionan al
hombre un control mental relativamente sencillo sobre aquélla. ¿En cuánto tales
no son acaso ―en forma muy rudimentaria, sin duda― fundamentalmente afines
a las desarrolladas fórmulas y «modelos» científicos, que también son paráfrasis
manejables y simples de un complejo de realidad abstracta y que proporcionan al
físico civilizado dominio mental sobre ella?

Esto nos lleva al segundo problema: ¿podemos considerar que el conocimiento


del primitivo, el cual, como hemos visto, es racional y empírico a la vez, es un
estadio rudimentario del saber científico o, por el contrario, no guarda relación
alguna con él? Si entendemos por ciencia un corpus de reglas y concepciones
basadas en la experiencia y derivadas de ella por inferencia lógica, encarnadas en
logros materiales y en una forma fija de tradición, continuada además por alguna
suerte de organización social, entonces no hay duda de que incluso las
comunidades salvajes menos evolucionadas poseen los comienzos de la ciencia,
por más que éstos sean rudimentarios.

Es cierto, sin embargo, que la mayor parte de los epistemólogos no se satisfarían


con tal «definición mínima» de ciencia, pues también podría ser válida para las
reglas de un arte u oficio. Mantendrán que las leyes de la ciencia han de
formularse de manera explícita, y han de permanecer abiertas a control por el
experimento y a crítica por la razón. No han de ser leyes de conducta práctica tan
sólo, sino leyes teóricas del conocimiento. Pero incluso aceptando esta crítica
apenas podremos abrigar duda alguna sobre que muchos de los principios del
conocimiento salvaje sean científicos en tal sentido. El nativo constructor de
canoas no sabe de flotación, palancas y equilibrio únicamente de un modo
práctico, ni ha de obedecer tales leyes tan sólo en el agua, sino que le es
menester tenerlas en mientes mientras hace su canoa. Los que le ayudan reciben
instrucción en ellas. Les enseña las reglas tradicionales y, de manera tosca y,
simple, haciendo uso de las manos, de trocitos de madera y de un limitado
vocabulario técnico, les explica algunas leyes generales de equilibrio e
hidrodinámica. La ciencia no se ha separado del oficio, ello es ciertamente verdad,
es sólo un medio para un fin, es tosca, rudimentaria e incipiente, pero cuenta con
todo aquello que es la matriz de la que han de haber brotado los progresos
superiores.

Si aplicamos además otro criterio, a saber, el de la actitud realmente científica o


búsqueda desinteresada del conocimiento y la comprensión de razones y causas,
la respuesta no será, ciertamente, una negación directa. Es claro que en una
comunidad salvaje no existe un ansia extendida por conocer; las cosas nuevas,
cual los temas europeos, les resultan francamente aburridas y lo que constituye su
interés es casi exclusivamente el mundo tradicional de su cultura. Pero en éste
existe la actitud del anticuario que apasionadamente se interesa por mitos,
cuentos, detalles tic costumbres, genealogías y acontecimientos antiguos, y
también la del naturalista que es paciente y esforzado en sus observaciones, y
capaz de generalizaciones y de poner en relación largas cadenas de sucesos en
la vida de los animales, en el mundo marino y en la jungla. Ya es bastante con que
tengamos en cuenta lo mucho que los naturalistas europeos a menudo han
aprendido de sus salvajes colegas en la apreciación del interés que por la
naturaleza siente el aborigen. Filialmente está, como todo estudioso sobre el
terreno sabe bien, el sociólogo y el informador ideal entre los nativos, que es
capaz de dar, con maravillosa pulcritud y penetración, la raison d'être, la función y
la organización de muchas de las instituciones más simples que existen en la tribu.
Está claro que la ciencia no existe en ninguna sociedad incivilizada en cuanto
poder conductor que critica, renueva y construye. La ciencia nunca se hace, allí,
de manera consciente. Pero según tal criterio tampoco tendrían los salvajes ley,
gobierno o religión.
La cuestión, sin embargo, de si hemos de llamar a tal cosa ciencia o solamente
conocimiento empírico y racional no es de importancia primaria en este contexto.
Hemos tratado de clarificar la idea de si el salvaje tiene tan sólo un dominio de la
realidad o dos, y hallamos que, además de la región sacra del credo y culto,
cuenta con un mundo profano de actividades prácticas y de puntos de vista
racionales. Nos ha sido posible señalar separaciones entre ambos terrenos y dar
del uno una descripción más detallada. Ahora pasaremos al otro.

VIDA, MUERTE Y DESTINO EN EL CREDO Y CULTO PRIMITIVOS


Entramos ahora en el dominio de lo sacro, esto es, de los credos y ritos mágicos y
religiosos. La revisión histórica que hemos hecho de las diferentes teorías nos ha
dejado en cierto sentido desconcertados con tal caos de opiniones y tal amasijo de
fenómenos. Mientras era difícil no admitir en el campo de lo religioso, uno tras
otro, a espíritus y fantasmas, a tótems y a acontecimientos sociales, a la muerte y
a la vida, la religión, sin embargo, parecía tornarse cada vez más confusa, a un
tiempo nada y todo. Ciertamente, no puede definírsela en un sentido estricto
refiriéndonos a lo que es su terna principal, o sea, el «culto de los espíritus», «de
la naturaleza», o «de los antepasados». La tal incluye el animismo, el animatismo,
el totemismo y el fetichismo, pero no es ninguno de ellos con exclusividad. La
definición a base de ismos de lo que la religión es en sus orígenes ha de
abandonarse, pues ésta no se resuelve en unos objetos o clase de objetos,
aunque incidentalmente pueda tocarlos y sacralizarlos a todos. Tampoco es la
religión idéntica a la sociedad o a lo social, como hemos visto, ni nos es posible
quedar satisfechos con una vaga insinuación de que tan sólo apunte a la vida,
puesto que la muerte abre tal vez la perspectiva más vasta por lo que al otro
mundo se refiere. En cuanto «recurso a poderes superiores», tan sólo es posible
distinguir la religión de la magia y no definir aquélla en general, pero incluso tal
definición ha de ser ligeramente modificada y tendrá que ampliarse.
El problema al que hacemos frente es, por lo tanto, el de lograr una cierta
ordenación en los hechos. Esto nos permitirá determinar, con un poco más de
precisión, el dominio de lo sacro y separar a éste del de lo profano. Y ello nos dará
ocasión para establecer la relación entre religión y magia.

Los actos creativos de la religión


Consideremos los hechos en primer lugar y, para no estrechar el campo de
nuestro estudio, tomaremos como santo y seña el más vago y más general de los
índices: la «Vida». Es un hecho que incluso la más ligera idea de bibliografía
etnológica convence a cualquiera de que, de hecho, las fases fisiológicas de la
vida humana y, ante todo, sus crisis, cual la concepción, el embarazo, la pubertad,
el matrimonio y la muerte, forman los núcleos de numerosas creencias y ritos. De
esta suerte existen, en casi todas las tribus y revistiendo una u otra forma,
creencias sobre la resurrección, la posesión por un espíritu o el embarazo mágico.
Y las tales están a menudo asociadas con diferentes ritos y prácticas. En lo que
dura el embarazo la madre ha de guardar determinados tabúes y ejecutar ciertas
ceremonias, en ocasiones acompañada, en ambas cosas, por su marido. Antes y
después del parto existen varios ritos mágicos destinados a evitar peligros y
conjurar la brujería, ceremonias de purificación, festividades comunitarias y actos
de presentación del recién nacido a poderes superiores o a la comunidad. Más
tarde, los muchachos, y con mucha menor frecuencia las muchachas, habrán de
pasar por los a menudo prolongados ritos de iniciación que, por lo general, tienen
lugar en una atmósfera de misterio y están acompañados por pruebas obscenas y
crueles.
Podemos ver, ya sin ir más lejos, que incluso los más lejanos principios de la vida
humana están rodeados por una inexplicable y confusa mezcolanza de ritos y
credos. Éstos parecen arracimarse en cada acontecimiento de importancia para la
vida, cristalizar en torno suyo y rodearlo con una rígida capa de fórmulas y rituales;
pero ¿a qué fin? Como no podemos definir culto y credo en atención a lo que son
sus objetos, tal vez nos sea posible colegir su función.
Un análisis más detallado de los hechos nos permite clasificarlos, ya desde el
principio, en dos grupos principales. Comparemos un rito celebrado para evitar la
muerte en el parto con otra costumbre tí- pica, una ceremonia que tenga lugar con
ocasión de un nacimiento. El primer rito se lleva a efecto como un medio para un
fin. Tiene un sentido práctico bien definido el cual resulta conocido para todos los
que son partícipes en él y que, además, puede ser comunicado por cualquier
informador nativo. La ceremonia postnatal, verbigracia una presentación del recién
nacido o una fiesta de júbilo por tal suceso, carece de propósito: no es un medio
para un fin, sino que es un fin en sí misma. La tal expresa los sentimientos de la
madre, el padre, los parientes, la comunidad entera, pero no existe acontecimiento
alguno al que esta ceremonia prologue ni esté destinada a causar o impedir. Esta
diferencia va a servirnos como una distinción prima facie entre religión y magia.
Mientras que en el acto mágico la idea y el fin subyacentes son siempre claros,
directos y definidos, en la ceremonia religiosa no hay finalidad que vaya dirigida a
suceso alguno subsecuente. Tan sólo al sociólogo le será posible establecer la
función, esto es, la raison d'être sociológica de tal acto. Al nativo siempre le será
posible constatar el fin de un rito mágico, pero de una ceremonia religiosa no dirá
sino que se lleva a efecto porque tal es el uso, o porque ha sido ordenado, o quizá
narrará un mito explicativo.
Para comprender mejor la naturaleza de las ceremonias religiosas primitivas y de
su función, exa- minaremos las ceremonias de iniciación. Éstas presentan, en la
vasta serie de su frecuencia, ciertas curiosas similitudes. Por ejemplo, los novicios
han de pasar por un período de reclusión y preparación más o menos prolongado.
A continuación, viene la iniciación propiamente dicha, en que los jóvenes, tras
haber sufrido una serie de pruebas, son finalmente sometidos a un acto de
mutilación corporal. En los casos más suaves se trata de una ligera incisión o de la
extracción de un diente o, en los más severos, de la práctica de la circuncisión; o,
en los verdaderamente peligrosos y crueles, de una operación como la subincisión
practicada por ciertas tribus australianas. La prueba está generalmente
relacionada con la idea de la muerte y el renacer del iniciado, lo que en ocasiones
se lleva a escena en forma de mimo. Pero, a más de la ordalía, está el segundo
aspecto de la iniciación, menos manifiesto y dramático, pero en realidad más
importante, a saber, la instrucción sistemática del joven en los mitos y tradiciones
sacras, el desvelamiento paulatino de los misterios tribales y la exhibición de los
objetos sagrados.
Es creencia que tanto la prueba como el descubrimiento de los misterios de la
tribu han sido instituidos por uno o varios antepasados legendarios o héroes
culturales o por un ser superior de carácter sobrehumano. En ocasiones se dice
que éste se traga a los jóvenes, o que los mata, y que después los restituye a la
vida como hombres completamente iniciados. Se imita su voz con el zumbido de la
bramadera, para inspirar temor a las mujeres y niños. Mediante tales ideas, la
iniciación pone al novicio en contacto con los poderes y personalidades
superiores, cual los Espíritus Guardianes y las Divinidades Tutelares de los indios
de Norteamérica, el tribal Padre-de-Todas-Las-Cosas, de algunos aborígenes
australianos, o los Héroes Mitológicos de Melanesia y de otras partes del mundo.
Éste es el tercer elemento fundamental, aparte de la ordalía y de la enseñanza de
las tradiciones, que hallamos en los ritos del paso a la madurez.
Pues bien, ¿cuál es la función sociológica de estas costumbres, qué papel
representan en el mantenimiento y desarrollo de la civilización? Como hemos
visto, mediante ellas se enseña a los jóvenes las tradiciones sacras bajo las más
impresionantes condiciones de preparación y prueba, y bajo la sanción sagrada de
Seres Sobrenaturales. La luz de la revelación tribal desciende sobre ellos desde
las sombras del temor, la privación y el dolor corporal.
Advirtamos que, en condiciones primitivas, la tradición es de supremo valor para la
comunidad y nada importa tanto como la conformidad y el conservadurismo de sus
miembros. El orden y la civilización sólo pueden mantenerse mediante la estricta
adhesión al saber y conocimientos recibidos de generaciones pretéritas. Cualquier
descuido en este contexto debilita la cohesión del grupo y pone en peli- gro su
avío cultural, hasta el punto de amenazar su misma existencia. El hombre no ha
ideado aún el extremadamente complejo aparato de la ciencia moderna que, en
nuestros días, le capacita para fijar los resultados de la experiencia en moldes
imperecederos, probar los tales siempre que guste, expresarlos paulatinamente en
formas más adecuadas y enriquecerlos constantemente con adiciones nuevas. La
porción de conocimiento que posee el hombre primitivo, su fábrica social, sus
costumbres y creencias son el producto invalorable de la tortuosa experiencia de
sus antepasados, comprada a precio muy alto y que ha de ser mantenida a
cualquier coste. De esta suerte, de entre todas sus cualidades, la fidelidad a la
tradición es la que más importa y una sociedad que hace sagrada a su tradición ha
ganado con ello una inestimable ventaja de permanencia y poder. En
consecuencia, tales creencias y prácticas, que colocan un halo de santidad en
torno a la tradición y un sello sobrenatural sobre ella, tendrán un «valor de
supervivencia» para el tipo de civilización en el que han surgido.
Podemos, por consiguiente, formular las funciones principales de las ceremonias
de iniciación como sigue: éstas son una expresión ritual y dramática del poder y
valor supremos de la tradición en las socie- dades primitivas; también valen para
imprimir tal poder y valor en la mente de cada generación y, al mismo tiempo, son
un medio, en modo extremo eficiente, de transmitir el poder tribal, de asegurar la
continuidad a la tradición y de mantener la cohesión en la tribu.
Aún hemos de preguntar: ¿cuál es la relación existente entre el acto puramente
fisiológico de la madurez corporal que tales ceremonias marcan, y su aspecto
social y religioso? Al punto vemos que la religión realiza algo más, infinitamente
más, que la mera «sacralización de una crisis de la vida». De un suceso natural
hace una transición social, al hecho de la madurez del cuerpo le añade la vasta
concepción de entrada en la plena condición de ser humano con todos sus
deberes, privilegios, responsabilidades y, por encima de todo, con todo su
conocimiento de la tradición y la comunión con los seres y cosas sagradas. De
esta manera existe un elemento creativo en los ritos de naturaleza religiosa. El
acto acredita no sólo un suceso social en la vida del individuo, sino también una
metamorfosis espiritual, asociados ambos con el suceso biológico, pero
trascendiéndolo en importancia y también en significación.
La iniciación es un acto típicamente religioso y en él podemos ver claramente
cómo la ceremonia y su finalidad son una misma cosa, esto es, cómo el fin se
realiza en la mismísima consumación del acto. Al mismo tiempo, vemos también la
función de tales actos en la sociedad, en cuanto que son creadores de hábitos
mentales y usos sociales de valor inestimable para el grupo y, su civilización.
Otro tipo de ceremonia religiosa, el rito de matrimonio, es también un fin en sí
mismo en cuanto que crea un vínculo sancionado de manera sobrenatural que se
sobreañade al hecho primariamente sociológico: la unión de hombre y mujer para
asociación de por vida en afecto, comunión en lo económico y procreación y
crianza de los hijos. Tal unión, el matrimonio monogámico, ha existido siempre en
todas las sociedades humanas: la moderna antropología nos enseña esto en
contra de las vetustas y fantásticas hipótesis de la «promiscuidad» y del
«matrimonio de grupo». Al dar al matrimonio monogámico un sello de santidad y
valor, la religión ofrece un nuevo don a la cultura de los hombres. Y ello nos lleva a
considerar las dos grandes necesidades humanas de la procreación y la nutrición.
La providencia en la vida primitiva
Reproducción y nutrición ocupan un lugar de la mayor importancia entre las
urgencias vitales del hombre. Su relación con el credo y las prácticas religiosas se
ha reconocido a menudo, e incluso se ha exagerado. De modo particular, el sexo
ha sido frecuentemente considerado, desde algunos estudiosos antiguos hasta la
escuela psicoanalítica, como la principal fuente de la religión. De hecho, lo sexual
representa un papel insignificante en ésta, si consideramos su fuerza y
solapamiento en la vida humana en general. Aparte de la magia amorosa y del uso
del sexo en ciertas ceremonias mágicas ―fenómenos que no pertenecen a la
esfera de la religión―, nos quedan tan sólo por mencionar los actos de licencia
que acaecen en las celebraciones de las cosechas y en otras reuniones públicas,
los hechos de la prostitución eclesial y, en el nivel del barbarismo y las
civilizaciones inferiores, el culto de divinidades fálicas. Al contrario de lo que cabría
esperar, los cultos sexuales representan un papel insignificante entre los salvajes.
Ha de recordarse también que los actos de ceremonias licenciosas no son mera
orgía, sino que expresan una actitud reverente hacia las fuerzas de la generación
y la fertilidad en la naturaleza y en el hombre, fuerzas sobre las que depende la
misma existencia de la sociedad y la cultura. La religión, la fuente permanente de
control moral, que muda su incidencia, pero permanece eternamente vigilante, ha
de poner su atención en tales fuerzas, en un principio con la mera asimilación a su
propia esfera y apuntando más tarde a la sumisión y represión, para establecer
finalmente el ideal de la castidad y la santificación de la ascesis.
Si consideramos ahora la nutrición, lo primero que nos es menester notar es que
el acto de comer está rodeado, para el hombre primitivo, de etiqueta,
prescripciones y prohibiciones especiales y de una tensión emotiva general que
llega a un extremo desconocido por nosotros. Aparte de la magia de la comida,
destinada a hacerla durar o a conjurar, en términos generales, su escasez ―y en
absoluto nos referimos aquí a las formas innumerables de la magia que está
asociada con la consecución de alimento―, la comida desempeña un papel
manifiesto en ceremonias de definido carácter religioso. Las ofrendas de primicias,
las ceremonias de la cosecha, las grandes fiestas de las estaciones en las que los
productos del campo se acumulan, se exponen y, de una u otra suerte, se
sacralizan, desempeñan un importante papel entre los agricultores. Los
cazadores, además de los pescadores, celebran las grandes capturas, o la
apertura de la estación en la que se desarrollan su actividad, con fiestas y
ceremonias en las que la comida es presentada ritualmente y los animales
resultan propiciados o son objeto de adoración. Todos esos actos expresan el
regocijo de la comunidad, su sentido del gran valor del alimento; y, por su
mediación, la religión consagra la reverente actitud del hombre para con «el pan
nuestro de cada día».
Para el primitivo, que nunca, ni en las mejores condiciones, está libre del peligro
de morir de hambre, la abundancia de alimentos constituye una condición primaria
de la vida normal. Significa la posibilidad de mirar allende sus urgencias
cotidianas, de concentrar más atención en aspectos de su civilización que son
más espirituales y remotos. Si consideramos de este modo que el alimento es el
nexo principal entre el hombre y su entorno, que por su recepción siente las
fuerzas de la providencia y el destino, nos es entonces posible entender la
importancia no sólo cultural, sino biológica, de la religión en la sacralización de la
comida. En ello vemos los gérmenes de lo que en tipos superiores de religión
evolucionará en el sentido de dependencia de la Providencia, de gratitud y de
confianza.
La comunión y el sacrificio, las dos formas principales en que el alimento se oficia
ritualmente, pue- den entenderse ahora de otra manera, sobre el trasfondo de la
misma actitud de reverencia religiosa que el hombre guarda hacia la abundancia
providencial de comida. Que la idea de donación, la importancia del intercambio
de dones en todas las fases de contacto social desempeña un gran papel en el
sacrificio parece incuestionable (a pesar de la impopularidad que en nuestros días
rodea a tal teoría) en vista del nuevo conocimiento de la primitiva psicología
económica.6 Como la donación de presentes acompaña normalmente a toda
relación social entre los primitivos, los espíritus que visitan el pueblo, o los
demonios que acechan algún lugar consagrado, o las divinidades, reciben cuando
llegan lo que es suyo, esto es, una porción que ratifica la abundancia general
como ningún otro visitante o visitado habría de recibir. Sin embargo, bajo esta
costumbre está un elemento religioso de profundidad aún mayor. Como la comida
es para el salvaje la señal de la bondad del mundo, como la abundancia le
proporciona el primero y más elemental vislumbre de la Providencia, al compartir
mediante el sacrificio el alimento con sus espíritus o divinidades, el salvaje reparte
con ellos los dones que ha recibido de los poderes benéficos de la providencia que
previamente ha sentido pero que aún no ha asimilado. De esta suerte, en las
sociedades primitivas, las raíces de las ofrendas de los sacrificios se encuentran
en la psicología del regalo, lo que está relacionado con la comunión en la
abundancia del beneficio.
La comida sacramental es tan sólo otra expresión de la misma actitud mental,
expresada de la más apropiada manera por el acto según el cual la vida se retiene
y se renueva, esto es, el acto de comer. Pero tal rito parece ser extremadamente
raro entre los salvajes inferiores, y el sacramento de la comunión, que prevalece
en un nivel cultural en el que la primitiva psicología del alimento ya no existe, ha
adquirido para entonces un significado simbólico y místico diferente. Tal vez el
único caso de comunión sacramental, bien atestado y conocido con ciertos
detalles, es el llamado «sacramento totémico» de las tribus del centro de Australia
y éste requiere una interpretación que es, en cierto sentido, especial.

El interés selectivo del hombre por la naturaleza


Esto nos lleva al tema del totemismo, que hemos definido brevemente en la
primera sección. Como hemos visto, en relación con el totemismo hemos de
preguntarnos lo siguiente: en primer lugar, ¿por qué una tribu salvaje selecciona
para ser tótems suyos un número limitado de especies, primordialmente animales
y plantas, y en qué principios se basa tal selección? En segundo lugar, ¿por qué
tal actitud selectiva se expresa en creencias de afinidad, en cultos de
multiplicación, especialmente en las prohibiciones de los tabúes totémicos y
también en los mandatos de comida ritual, cual en el «sacramento totémico» de
los australianos? Finalmente, y, en tercer lugar, ¿por qué, paralela a la subdivisión
de la naturaleza en un número limitado de especies seleccionadas, existe una
subdivisión tribal en forma de clanes correlatados con tales especies?
La psicología perfilada arriba sobre la actitud del primitivo para con el alimento y
su abundancia, y, nuestro principio de la perspectiva mental de carácter práctico y
pragmático que es propia del hombre, nos proporcionan, directamente, una
respuesta. Hemos visto que el alimento es el nexo primero entre el primitivo y la
providencia. Y la necesidad de la comida y el deseo de su abundancia han llevado
al hombre a afanes económicos, cual la recolección, la caza y la pesca, a la vez
que esos mismos afanes iban englobando emociones intensas y variadas. Cierto
número de especies vegetales y animales, las que constituyen el alimento base de
la tribu, dominan el interés de sus miembros. Para el hombre primitivo, la
naturaleza es una despensa viva a la que, primordialmente en los estadios
inferiores de la cultura, le es menester recurrir para recoger alimentos, cocinar y
comer cuando le acosa el hambre. La ruta desde la naturaleza hasta el estómago
del salvaje es muy corta y, en consecuencia, también lo es hasta su mente, y el
mundo, para él, es un fundo indiscriminado del que sobresalen las especies de
plantas y animales que son útiles, y primordialmente las comestibles. Los que han
vivido en la jungla en medio de los salvajes y han tomado parte en expediciones
de depredación o caza, o han navegado con ellos por las lagunas, o han pasado
noches enteras a la luz de la luna en los arenales marinos, acechando los bancos
de peces o la aparición de la tortuga, saben hasta qué punto el interés del primitivo
es selectivo y afinado y cuán celosamente sigue las indicaciones, pistas y
costumbres de su presa mientras que resulta indiferente a cualquier otro estímulo.
Toda especie que sea habitualmente perseguida constituye un núcleo en torno al
cual giran todos los intereses, impulsos y emociones que una tribu tiende a
cristalizar. Un sentimiento de naturaleza social viene construido alrededor de cada
especie, sentimiento que, naturalmente, halla expresión en el folklore, el credo y el
rito.
Es menester recordar aquí que el mismo tipo de impulso que hace deleitarse a los
niños pequeños con los pájaros y tomar agudo interés por las alimañas y tener
miedo de los reptiles, coloca a los animales en el más importante puesto de la
naturaleza para el hombre primitivo. En atención a su afinidad general con el
hombre ―se mueven, emiten sonidos, manifiestan emociones, tienen cuerpos y
caras como él mismo― y a sus superiores poderes ―los pájaros vuelan en lo
abierto, los peces nadan bajo las aguas, los reptiles renuevan su piel y su vida y
pueden desaparecer en la tierra― por todo esto el animal, el nexo intermedio
entre naturaleza y hombre, a menudo su aventajado en fuerza, agilidad y destreza
y usualmente su indispensable presa en la caza, ocupa un lugar de excepción en
la visión que del mundo tiene el primitivo.
El salvaje se interesa profundamente por la apariencia y propiedades de los
animales; desea ser su dueño y, en consecuencia, controlarlos como cosas útiles
y comestibles. Todos estos intereses se compaginan y, al hacerse más fuertes en
su fusión, producen el mismo efecto: la selección, entre las principales
preocupaciones del hombre, de un determinado número de especies, primero
animales y vegetales después, mientras que las cosas inanimadas o productos de
su industria no constituyen incuestionablemente sino un orden secundario, una
introducción por analogía de objetos que no guardan relación alguna con lo que es
la substancia del totemismo.
Es claro que la naturaleza del interés que el hombre pone en las especies
totémicas indica también el tipo de credo o culto que habrá de esperarse. Puesto
que su deseo es el de dominar la especie, por peligrosa, útil o comestible, tal
deseo ha de conducir a una creencia ya sea en un poder especial sobre esa
especie, ya en una afinidad con ella o en una esencia común entre el hombre y el
animal o la planta. Tal creencia implica, por un lado, ciertas consideraciones y
restricciones ―la más evidente será la prohibición de matar y comer―; por otro
lado, concede al hombre una facultad sobrenatural de contribuir ritualmente a la
abundancia de la especie, a su propagación y a su vitalidad.
Este ritual conduce a actos de naturaleza mágica mediante los cuales se consigue
la prosperidad. La magia, como veremos en breve, tiende, en todas sus
manifestaciones, a especializarse, a volverse exclusiva, dividida en
compartimentos, y a ser hereditaria en el ámbito de un clan o familia. En el
totemismo la multiplicación mágica de cada especie se convertirá de modo natural
en el deber y privilegio de un especialista al que su familia asiste. En el curso del
tiempo las familias se convierten en clanes, contando cada uno con un jefe en
cuanto caudillo mágico de su tótem. En sus formas más elementales el totemismo,
tal como se encuentra en Australia central, es un sistema de cooperación mágica
más cierto número de cultos místicos, cada uno de los cuales cuenta con su
propia base social, pero teniendo un único fin común, a saber, proporcionar
abundancia a la tribu. Así el totemismo, en su aspecto sociológico, puede
explicarse según los principios de la primitiva sociología mágica en general. La
existencia de clanes totémicos y su correlación con el credo y el culto no es sino
un ejemplo de la magia dividida en ramas y de la tendencia a que el ritual mágico
sea heredado por una familia. Esta explicación, hasta cierto punto condensada
como la expresamos aquí, trata de mostrarnos cómo, en su organización social,
esto es, en el credo y el culto, el totemismo no es una extravagante consecuencia,
ni un resultado fortuito de algún accidente o constelación especial, sino que es el
producto natural de unas condiciones naturales.
De esta suerte ya hemos respondido a nuestras preguntas: el interés selectivo que
el hombre tiene por un número limitado de animales y plantas, y el modo en el que
tal interés se expresa en lo ritual y se condiciona en lo social, parece ser el
resultado natural de las condiciones de existencia del primitivo, de las actitudes
espontáneas del salvaje hacia los objetos naturales y de sus ocupaciones. Desde
el punto de vista de la supervivencia, resulta vital que el interés que el hombre
siente por unas especies en la práctica indispensables no se amengüe nunca y
que la creencia en su capacidad para controlarlas le proporcione energía y
resistencia en sus empeños, y estimule su observación y conocimiento de hábitos
y naturaleza de animales y plantas. Así el totemismo parece una bendición que la
religión concede a los esfuerzos del hombre primitivo por habérselas con su
entorno útil, en su «lucha por la existencia». Al mismo tiempo desarrolla su
reverencia hacia aquellos animales y plantas de los que depende, hacia los que en
un sentido se siente agradecido y cuya muerte le es, sin embargo, precisa. Y todo
ello brota de la creencia en la afinidad del hombre con aquellas fuerzas de la
naturaleza de las que principalmente depende. Hallamos de ese modo un valor
moral y un significado biológico en el totemismo, o sea en un sistema de
creencias, prácticas y convenciones sociales que a primera vista no parecen ser
sino una infantil, degradante y baladí fantasía del primitivo.

La muerte y la reintegración del grupo


De todas las fuentes de la religión, la suprema y final crisis de la vida, esto es, la
muerte, es la que reviste importancia mayor. La muerte es la puerta de entrada al
otro mundo en un sentido que no es sólo el literal. Dicen la mayor parte de las
teorías que se refieren a la religión primitiva que una gran parte de la inspiración
religiosa, por no decir su totalidad ha sido derivada de ella; y en esto las opiniones
ortodoxas son en conjunto correctas. El hombre ha de entregar su vida en la
sombra de la muerte y el que se agarra a la vida y goza de su plenitud tiene que
temer la amenaza de su final. Y el que se enfrenta con la muerte se vuelve a la
promesa de la vida. La muerte y su negación ―la inmortalidad― han formado
siempre, como forman también hoy, el más acerbo tema de los presentimientos
del hombre. La extrema complejidad de las reacciones emotivas hacia la vida
encuentra por necesidad su paralelo en la actitud que el hombre muestra para con
la muerte. Sin embargo, lo que durante toda la vida se habrá prolongado por un
largo espacio de tiempo y manifestado en una sucesión de experiencias y
sucesos, aquí da en su fin y se condensa en una sola crisis que produce una
violenta y compleja explosión de manifestaciones religiosas.
Incluso entre los pueblos más primitivos la actitud hacia la muerte es infinitamente
más complicada y, pudiera añadir, más afín a la nuestra propia que lo que
generalmente se supone. Los antropólogos constatan a menudo que el
sentimiento dominante de los vivos es el de horror al cadáver y miedo al fantasma.
Una autoridad de la importancia de Wilhelm Wundt hace de esa doble actitud el
núcleo mismo de toda creencia y práctica religiosa. Sin embargo, tal aserción es
sólo una media verdad, esto es, no es verdad en absoluto. Las emociones son
extremadamente complejas y contradictorias, los elementos dominantes, el amor
del difunto y el asco hacia el cadáver, el afecto apasionado a la personalidad que
aún permanece en el cuerpo y un estremecimiento medroso ante esa cosa
repugnante que ha quedado ahí, ambos elementos se combinan e interponen uno
en el otro. Esto se refleja en la conducta espontánea y en los procedimientos
rituales que se guardan en torno a la muerte. En la exposición del cadáver, en las
maneras de disponer de él, en las ceremonias funerarias y conmemorativas, los
parientes más cercanos, la madre que llora a su hijo, la viuda que llora a su
esposo, el hijo a su padre, siempre muestran cierto horror y miedo mezclados con
un pío amor, pero nunca esos elementos negativos aparecen solos y ni siquiera
son los dominantes.
Los procedimientos mortuorios muestran una sorprendente similitud a lo largo y
ancho del planeta. Al acercarse la muerte, los parientes más próximos en algunos
casos, y a veces toda la comunidad, se reúnen junto al moribundo, y el morir, que
es, de entre los actos que un hombre puede realizar, el más privado de todos, se
transforma en algo público, en un suceso tribal. Como regla general, es el caso
que acaezca cierta diferenciación al mismo tiempo, y ciertos parientes se quedan
velando cerca del cadáver mientras que otros hacen preparativos para el
pendiente fin y sus consecuencias, o tal vez celebran algún acto religioso en un
lugar sagrado. Así, en ciertos lugares de Melanesia los verdaderos parientes han
de guardar distancia y sólo los emparentados por matrimonio celebran los
servicios mortuorios, mientras que en algunas tribus australianas se observa el
orden inverso.
Tan pronto como la muerte ha acontecido, el cuerpo se lava, se unge y adorna; en
ocasiones se taponan las aperturas corporales, y las piernas y brazos se atan
juntos. A continuación, el cadáver se expone para que todos lo vean y comienza la
fase más importante del duelo, esto es, el lloro inmediato del difunto. Los que han
sido testigos de una muerte y de su secuela entre los salvajes y pueden comparar
estos sucesos con los que en otros pueblos incivilizados les corresponden han de
sorprenderse por la fundamental similitud de los procedimientos. Existe siempre
una explosión más o menos convencional y dramatizada de dolor y pesadumbre
en la pena, que entre salvajes a menudo se traduce en forma de laceraciones
corporales y de mesarse los cabellos. Esto se hace siempre en una exhibición
pública y se asocia con signos visibles de duelo, cual untos blancos o negros
sobre el cuerpo, cabello afeitado o desgreñado y ropajes rasgados o estrafalarios.
El duelo inmediato tiene lugar en torno al cadáver, hecho que, lejos de ser
aborrecido o esquivado, constituye generalmente el centro de la atención pía. A
menudo existen formas rituales de afecto o manifestaciones de reverencia. El
cuerpo se sostiene sobre las rodillas de personas sentadas y es acariciado y
abrazado. Al mismo tiempo, tales actos son por lo general considerados peligrosos
y repugnantes a la vez, o sea, son deberes que han de cumplirse a algún costo del
que los ejecuta. Tras cierto tiempo ha de hacerse algo con el cadáver: será la
inhumación en una tumba abierta o cerrada, o la exposición en cuevas o
plataformas, en árboles huecos o en el suelo de algún lugar fragoso y yermo, o la
incineración o el abandono a la deriva en una piragua; éstas son las formas
usuales de hacer desaparecer el cadáver.
Nos lleva esto a un punto que quizás es el más importante, a saber, la doble y
contradictoria tendencia de, por un lado, conservar el cuerpo, mantener intacta su
forma o retener alguna de sus partes, y, por otro, el deseo de deshacerse de él, de
quitarlo de en medio, de aniquilarlo completamente. La momificación y la
incineración son las dos expresiones extremas de esta doble tendencia. Es
imposible considerar que la momificación o la incineración, o cualquiera de las
formas intermedias, han sido de- terminadas por un mero accidente del credo,
como un rasgo histórico de una u otra cultura que sólo ha ganado universalidad
mediante el mecanismo de contacto y propagación. No es así porque en tales
costumbres se expresa con claridad la actitud mental fundamental en el pariente
que sobrevive, su amigo o su amante, el deseo por lo que del muerto queda y el
asco y temor ante las transformaciones horrorosas que comporta la muerte.
Una variedad interesante y extrema, en la que esta actitud de dos vertientes se
expresa de un modo terrible es el sarcocanibalismo, esto es, la costumbre que
consiste en comerse en devoción la carne del difunto. Tal cosa se lleva a efecto
con una repugnancia y horror extremos, y generalmente es seguida por unos
violentos vómitos. Al mismo tiempo se siente que es un acto supremo de
reverencia, piedad y amor. Se considera, de hecho, que es un deber tan sagrado
que, entre los melanesios de Nueva Guinea, donde yo lo he estudiado y
presenciado, se celebra aún en secreto, aunque esté severamente penalizado por
el gobierno de los blancos. El embadurnamiento del cuerpo con la grasa del
difunto tal como se practica en Australia y Papuasia no es quizá sino una variante
de esa costumbre.
En todos estos ritos existe un deseo por mantener el nexo y su paralela tendencia
por verlo roto. De esta manera, los ritos funerarios se consideran mancillosos y
sucios; el contacto con el cadáver peligroso y repugnante y los celebrantes han de
limpiar y purificar sus cuerpos, hacer desaparecer toda traza del contacto y llevar a
efecto lustraciones rituales. Sin embargo, el ritual mortuorio fuerza al hombre a
que venza su repugnancia, domine sus temores, haga que su devoción y afecto
triunfen y, con ellos, la creencia en una vida futura, en la supervivencia del
espíritu.
Y así tocamos ahora una de las más importantes funciones del culto religioso. En
el análisis expuesto he colocado el acento en las inmediatas fuerzas emotivas que
se crean al contacto con la muerte y el cadáver, porque son ellas las que primaria
y poderosamente determinan la conducta de los vivos. Pero en relación con tales
emociones y originadas por ellas, está la idea del espíritu, la creencia en una vida
nueva en la que el difunto ha entrado ya. Y volvemos aquí al problema del
animismo, que fue con el que empezamos nuestro examen de los hechos
religiosos del primitivo.
¿Cuál es la substancia de un espíritu y cuál es el origen psicológico de tal
creencia?
El salvaje teme a la muerte de manera intensa, lo que probablemente sea el
resultado de ciertos instintos que, profundamente asentados, son comunes a los
animales y al hombre. No quiere darse cuenta de que la muerte es un fin, ni puede
enfrentarse con la idea de la completa cesación, de la aniquilación. La idea de un
espíritu y de una existencia espiritual la tiene bien a mano, pues se la
proporcionan las experiencias que Tylor descubrió y dio en describir. Atendiendo
ávidamente a éstas, el hombre consigue la confortadora creencia en la continuidad
espiritual y en la vida tras la muerte. Sin embargo, tal creencia no permanece
incólume en el complejo y doble juego de esperanza y terror que acaece siempre
cuando la muerte tiene lugar. A la confortadora voz de la esperanza, al intenso
deseo de inmortalidad, a la dificultad o, en algún caso, a la imposibilidad de hacer
frente a la aniquilación, se oponen poderosos y terribles presentimientos. El
testimonio de los sentidos, la horrorosa descomposición del cadáver, la visible
desaparición de la personalidad, y parece ser que ciertas sugerencias instintivas
de miedo y horror, parecen amenazar al hombre, en todos los estadios de la
cultura, con una idea de aniquilación y con presagios y terrores escondidos. Y
aquí, en este juego de fuerzas emotivas, en este supremo dilema del vivir y de la
muerte final, la religión entra en escena, seleccionando el credo positivo, la idea
confortadora, la creencia culturalmente válida de la inmortalidad en el espíritu
independiente del cuerpo y en la continuación de la vida post mortem. En las
variadas ceremonias del óbito, en la conmemoración y en la comunión con el
difunto, y en la adoración de los espíritus de los antepasados, la religión da cuerpo
y forma a tales salvadoras creencias.
De esta manera, la creencia en la inmortalidad es el resultado de una revelación
emotiva profunda, establecida por la religión, y no se trata de una doctrina
filosófica primitiva. La convicción del hombre de continuar su vida es uno de los
dones supremos de la religión, que juzga y selecciona la mejor de las dos
alternativas, de las que la autoconservación es sugeridora, a saber, la esperanza
de vida continuada y el temor ante la aniquilación. La creencia en los espíritus es
el resultado de la creencia en la inmortalidad. La substancia de la que esos
espíritus están hechos es la pasión y el deseo pletórico de vida, y no el borroso
contenido que llena los sueños e ilusiones del salvaje. La religión salva al hombre
de rendirse ante la muerte y la destrucción y, al hacer esto, está usando de las
observaciones de sueños, visiones y sombras. El verdadero núcleo del animismo
se encuentra en el hecho emotivo más profundo de la naturaleza humana, esto es,
en el deseo de vivir.
Así los ritos del luto, la conducta ritual inmediata a la muerte, pueden ser tomados
como modelos del acto religioso, mientras que la creencia en la inmortalidad, en la
continuación de la vida en el mundo del más allá, puede considerarse como
prototipo de lo que es un acto de fe. Aquí, como en las ceremonias religiosas
previamente descritas, hallamos actos autocontenidos, cuya finalidad se logra en
su misma celebración. La desesperación ritual, las exequias, los actos de duelo, la
expresión de la emoción de los abandonados y la pérdida de todo el grupo, tales
actos sancionan y, copian los sentimientos naturales de los que aún están vivos y
crean un acontecimiento social de lo que es un hecho natural. Sin embargo,
aunque en los actos de duelo, en la desesperación mímica del llanto, en el trato
del cadáver y en su funeral no se consigue ningún efecto ulterior, tales actos
cumplen una función importante y poseen un considerable valor para la cultura
primitiva.

¿En qué consiste tal función? Hemos visto que, en las ceremonias de iniciación,
es la socialización de la tradición; en los cultos del alimento, el sacramento y, el
sacrificio pone al hombre en comunión con la providencia, con las fuerzas
benéficas de la abundancia; el totemismo regulariza la actitud útil y práctica que el
hombre guarda para con su entorno. Si la consideración de la función biológica de
la religión que mantenemos aquí es cierta, entonces todo el ritual mortuorio
también desempeñará un papel semejante.
La muerte de un hombre o mujer de un grupo primitivo, que sólo está compuesto
de un número limitado de individuos, es un suceso de no parca importancia. Los
amigos y parientes más próximos se ven sacudidos hasta el fondo de su vida
emotiva. Una pequeña comunidad que pierda un miembro se ve severamente
mutilada, sobre todo si éste era de peso. Tal acontecimiento rompe, en su
conjunto, el curso normal de la vida y conmueve los cimientos morales de la
sociedad. La fuerte tendencia en la que hemos insistido en nuestra anterior
descripción da paso al horror y al miedo, a abandonar el cadáver, a huir del
poblado, a destruir todas las pertenencias del difunto; todos estos impulsos existen
y, de darles curso libre, resultarían en extremo peligrosos, desintegrarían el grupo
y destruirían los fundamentos materiales de la cultura primitiva. La muerte en la
sociedad salvaje, en consecuencia, es más que la desaparición de un miembro. Al
poner en movimiento una parte de las profundas fuerzas del instinto de
autoconservación la muerte amenaza la cohesión y solidaridad mismas del grupo,
y de las tales dependen la organización de la sociedad, su tradición y, finalmente,
toda la cultura. Porque sí el hombre primitivo flaquease siempre ante los impulsos
desintegradores de su reacción hacia la muerte, la continuidad de la tradición y la
existencia de la civilización material se harían imposibles.
Ya hemos visto cómo la religión concede al hombre, sacrificando y regularizando
así la otra clase de impulsos, el don de la integridad mental. La religión cumple
exactamente las mismas funciones en relación a todo el grupo. En el ceremonial
de la muerte, que une a los vivos con el cadáver y los fija en el lugar del óbito, a
las creencias en la existencia del espíritu, de sus influencias benéficas o de sus
malévolas intenciones, en los deberes de una serie de ceremonias comunicativas
y de sacrificio, en todo esto, la religión neutraliza las fuerzas centrífugas del miedo,
del desaliento y de la desmoralización y proporciona los más poderosos medios de
reintegración en la turbada solidaridad del grupo y el restable- cimiento de su
presencia de ánimo.
En resumen, la religión asegura aquí la victoria de la tradición y de la cultura frente
a la respuesta puramente negativa de los instintos frustrados.
Con los ritos de muerte ya liemos acabado nuestro examen de los principales tipos
de actos religiosos. Hemos seguido las crisis de la vida como el principal hilo
conductor de nuestra exposición, pero, según se han ido presentando, hemos
tratado también las manifestaciones marginales, cual el totemismo, los cultos del
alimento y la reproducción, el sacrificio y el sacramento, los cultos
conmemorativos de los antepasados y el culto de los espíritus. Hemos de volver a
uno de los tipos mencionados, a saber, la fiesta de las estaciones y las
ceremonias de carácter comunal o tribal, de cuyo examen nos ocuparemos ahora.

EL CARÁCTER PÚBLICO Y TRIBAL DE LOS CULTOS PRIMITIVOS


El carácter público y festivo de las ceremonias del culto es un rasgo evidente de la
religión en general. La mayor parte de los actos sagrados tienen lugar en medio de
una congregación; el cónclave solemne de los creyentes unidos en oración,
sacrificio, súplica o acción de gracias es, de hecho, el prototipo mismo de una
ceremonia religiosa. La religión precisa de la comunidad como de un todo para
que sus miembros puedan adorar a una las cosas sagradas y sus divinidades, y la
sociedad necesita la religión para el mantenimiento de la ley y el orden moral.
En las sociedades primitivas el carácter público de la adoración, el contacto entre
la fe religiosa y la organización social, está, cuando menos, tan pronunciado como
en las culturas superiores. Es suficiente que echemos una ojeada sobre nuestro
inventario de fenómenos religiosos para ver que las ceremonias del nacimiento,
los ritos de iniciación, las atenciones mortuorias a los difuntos, los funerales y los
actos de conmemoración y luto, los sacrificios y el ritual totémico son todos ellos
colectivos y públicos, afectan frecuentemente a la totalidad de la tribu y, durante
ese tiempo, absorben todas sus energías. El carácter público, el agrupamiento de
muchas gentes, esta primordialmente pronunciado en las fiestas anuales y
periódicas que se celebran en tiempos de abundancia, en la cosecha o en el zenit
de las temporadas de pesca o caza. Tales fiestas permiten que las gentes se
regocijen, gocen de la abundancia de presas y productos del campo, se vean con
sus amigos y parientes y que la comunidad entera se reúna en plena forma y haga
todo esto en ánimo de felicidad y armonía. Hay ocasiones en las que en los
festivales tienen lugar visitas de los desaparecidos: los espíritus de los
antepasados y de los familiares muertos retornan, reciben ofrendas y líbaciones
sacrificatorias y se mezclan con los vivos en los actos de culto y en las alegrías de
la fiesta. 0 bien, si los muertos no son los que propiamente visitan a los vivos, se
ven conmemorados por ellos, por lo general en la forma del culto a los
antepasados. También aquí estas festividades, cuya celebración tiene lugar con
frecuencia, incorporan el ritual de las cosechas y de otros cultos de la vegetación.
Pero, fueran las que fueren las demás manifestaciones de tales festividades, no
hay duda alguna de que la religión demanda la existencia de fiestas periódicas y
de las estaciones con gran asistencia de gentes, con júbilo y vestiduras festivas,
con abundancia de comida y con relajación de reglas y tabúes. Los miembros de
la tribu se congregan y distensionan las restricciones al uso, sobre todo las
barreras de reserva tradicional en las relaciones sociales y del sexo. Se busca, y
de modo irrestricto, lo que es necesario para la satisfacción del apetito, y se da
una participación común en los placeres, una exhibición, para todos, de todo lo
que es bueno y ello se comparte en ánimo de generosidad. Al interés por la
abundancia de bienes materiales se une el interés por la multitud de gentes, por la
congregación y por la tribu como totalidad.
Junto a tales actos de reuniones periódicas y, festivas pueden colocarse ciertos
elementos claramente sociales: el carácter tribal de casi todas las ceremonias
religiosas, la universalidad social de las normas morales, la contagiosidad del
pecado, la importancia de la pura convención y tradición de la religión y moral
primitivas y, por encima de todo, la identificación de la tribu en su conjunto como
una unidad social con su religión; esto es, la ausencia de todo sectarismo
religioso, disención o heterodoxia en el credo primitivo.

La sociedad como substancia de dios


Todos estos hechos, y de modo principal el último, muestran que la religión es un
asunto de la tribu y nos acordamos aquí del dicho famoso de Robertson Smith
según el cual la religión primitiva es ocupación de la comunidad y no del individuo.
Esta exagerada fórmula contiene una gran dosis de verdad, pero, en ciencia, no
es en modo alguno lo mismo dar a conocer por donde anda la verdad y des-
enterrarla y sacarla a plena luz. De hecho, Robertson Smith no fue más allá, en
este tema, de la formulación de un problema importante: ¿por qué el hombre
primitivo celebra sus ceremonias en público?, ¿qué relación existe entre la
sociedad y la verdad que la religión revela y reverencia?
Como sabemos, algunos antropólogos modernos dan a estas preguntas una
respuesta tajante, en apariencia concluyente y con exceso simple. El profesor
Durkheim y sus seguidores mantienen que la religión es social en todas sus
entidades, y que su dios o dioses, el material del que todas las cosas religiosas
están hechas, no son nada más que la sociedad divinizada.
Aparentemente esta teoría explica muy bien la naturaleza pública del culto, la
inspiración y el soporte que el hombre obtiene de la comunidad, la intolerancia que
la religión, especialmente en sus primeras manifestaciones, esgrime, la fuerza de
la moral y otros hechos similares. Satisface también nuestros modernos prejuicios
democráticos, que en las ciencias sociales se manifiestan como una tendencia por
explicarlo todo atendiendo a «fuerzas colectivas» en vez de «individuales». Esta
doctrina, la teoría que hace que vox populi vox Dei se presente como una sobria
verdad científica, ha de ser seguramente congénita al hombre moderno.
Sin embargo, en la reflexión surgen, referidos a tal cuestión, recelos críticos que
son muy graves. Cualquiera que haya tenido una experiencia sincera y profunda
de la religión sabe que los momentos religiosos más intensos acaecen en la
soledad, en el cese del comercio con el mundo, en la concentración y despego
mental y no en la distracción de una multitud. ¿Puede la religión primitiva estar
desprovista tan íntegramente de la inspiración solitaria? Nadie que tenga
conocimiento de primera mano de los salvajes o que haya llegado a él tras un
estudio cuidadoso de fuentes librescas, puede albergar ninguna duda a este
respecto. Hechos tales como la reclusión de los novicios en la iniciación, sus
luchas individuales y personales en lo que dure la prueba, la comunión con
espíritus, divinidades y poderes en lugares solitarios, muestran todos que la
religión primitiva es frecuentemente vivida en soledad. Tampoco, como hemos
visto antes, puede explicarse la creencia en la inmortalidad prescindiendo de la
consideración del marco mental religioso del individuo que mira a su muerte con
temor y tristeza. La religión primitiva no carece enteramente de profetas, videntes,
adivinos e intérpretes del credo. Todos estos hechos, aunque ciertamente no
prueben que la religión sea exclusivamente individual, hacen difícil de entender
cómo puede considerársela como lo social puro y simple.
Y, además, la esencia de la moral, en cuanto opuesta a las normas legales o
consuetudinarias, es que se vea reforzada por la conciencia. El salvaje no respeta
su tabú por miedo al castigo de la sociedad o a la opinión pública. Se abstiene de
romperlo en parte porque teme las consecuencias maléficas que originará la
voluntad divina, o las fuerzas de lo sagrado, pero principalmente, porque su
responsabilidad y consciencia personal se lo vedan. El animal prohibido, la
relación incestuosa o vedada, la acción o alimento que son tabúes le son
directamente odiosos. Yo he visto y percibido cómo los salvajes se abstenían de
una acción ilícita con el mismo horror y asco con los que el cristiano ferviente
retrocede ante lo que él considera pecado. Pues bien, esta actitud mental en parte
se debe, sin duda alguna, a la influencia de la sociedad en cuanto que la particular
prohibición viene estigmatizada por la tradición como repugnante y horrible. Sin
embargo, funciona en el individuo y mediante fuerzas de la mente del individuo.
De esto se sigue que no es ni exclusivamente social ni exclusivamente individual,
sino que es una mezcla de ambas.
El profesor Durkheim trata de establecer su sorprendente teoría de que la
sociedad es la materia prima de Dios mediante un análisis de las festividades
tribales primitivas. Estudia principalmente las ceremonias de las estaciones entre
los nativos de Australia central. Entre ellos es «la gran efervescencia colectiva
durante los períodos de la concentración» la que causa todos los fenómenos
relativos a su

religión y «la idea religiosa nace de su misma efervescencia». Durkheim coloca así
el acento en la ebullición emotiva, en la exaltación, en el acrecentado poder que
siente todo individuo cuando tales reuniones acontecen. Sin embargo, una mínima
reflexión es suficiente para mostrarnos que en la sociedad primitiva la elevación de
las emociones y del individuo sobre sí mismo no está en absoluto confinada a las
aglomeraciones y a los fenómenos de multitud. El amante junto a su amada, el
aventurero osado que domina su miedo haciendo frente a un peligro real, el
cazador habiéndoselas con una fiera alimaña, el artesano logrando una obra
maestra se sentirán, en tales condiciones y sean civilizados o salvajes, alterados,
exaltados y dueños de mayores fuerzas. Y no hay duda de que, de tales
experiencias solitarias, en las que el hombre siente el presentimiento de morir, las
punzadas de la angustia o la exaltación de la dicha, surge gran parte de la
inspiración religiosa. Aunque la mayoría de las ceremonias sean celebradas en
público, la revelación religiosa que acaece en la soledad es mucha.
Además, existen en las sociedades primitivas actos colectivos con tanta
efervescencia y pasión como cualquier ceremonia religiosa pudiese comportar y
que, sin embargo, no poseen connotación alguna de tal índole. El trabajo colectivo
de los huertos, tal como yo lo he presenciado en Melanesia, cuando los hombres
se entusiasman en la emulación y gozan de su labor, entonando canciones
rituales y pronunciando gritos de júbilo y lemas de desafío en la competición, está
pleno de esa «efervescencia colectiva». Pero ésta es enteramente profana y si
una sociedad «se revela a sí misma» en esta manifestación, como en cualquier
otra de carácter público, resulta que no asume grandeza divina o apariencia
deiforme alguna. Una batalla, una carrera de canoas, una de las grandes
aglomeraciones tribales para fines de comercio, un lay-corrobboree* australiano,
una reyerta en el poblado, esencialmente son también, tanto desde el punto de
vista social como psicológico, ejemplos de efervescencia de multitudes. Sin
embargo, en tales ocasiones no se ha generado religión alguna. De esta manera
lo colectivo y lo religioso, a pesar de sus interferencias, no son en modo alguno
idénticos y, de la misma suerte que buena parte de creencias e inspiraciones
religiosas puede remitirse a experiencias solitarias, también es el caso que hay
muchas reuniones y hervores sociales que no comportan consecuencia o
significado religioso alguno.
Si hacemos aún más amplia la definición de sociedad y consideramos a ésta como
una entidad permanente, continua en su tradición y cultura, cada generación
educada por sus predecesores y moldeada en su similitud por la herencia social
de la civilización, ¿no podremos entonces ver en la sociedad un prototipo de dios?
Incluso así los actos de la vida del primitivo permanecen rebeldes a tal teoría. Y
ello porque la tradición comprende la suma total de normas y costumbres sociales,
reglas de arte y conocimiento, órdenes, preceptos, leyendas y mitos, y sólo una
parte de todo eso tiene carácter religioso, mientras que lo demás es
esencialmente profano. Como hemos visto en la segunda parte de este ensayo, el
conocimiento empírico y racional de la naturaleza que el primitivo posee, lo que es
el cimiento de sus oficios y artes, de sus empresas económicas y de sus
habilidades constructivas, constituye un dominio autónomo de la tradición social.
La sociedad, cual guardián de la tradición laica, o sea, de lo profano, no puede ser
el principio religioso o la divinidad, porque el lugar de esta última sólo está dentro
de la esfera de lo sacro. Además, hemos visto que una de las principales tareas
de la religión primitiva, sobre todo en la celebración de las ceremonias de
iniciación y de los misterios de la tribu, consiste en santificar la parte religiosa de la
tradición. De esto se sigue que la religión no puede derivar su santidad de una
fuente que la misma religión santifica.
En realidad, la «sociedad» sólo puede identificarse con lo divino y lo sagrado
mediante un hábil juego de palabras y una doble argucia. De hecho, si
identificamos lo social con lo moral y ampliamos este concepto para que cubra
todo credo, toda norma de conducta, todo dictado de la conciencia, si, además,
personificamos la «fuerza moral» y la consideramos como «alma colectiva»,
entonces la identificación de la sociedad con la deidad no requiere gran habilidad
dialéctica para su defensa. Pero, como las reglas morales son tan sólo una parte
de la herencia tradicional del hombre, como la moralidad no se identifica con el
«poder del ser» del que se cree como, en fin, el concepto metafísico del «alma
colectiva» es infecundo en antropología, hemos de rechazar, por todo esto, la
teoría sociológica de la religión.
Para resumir, diremos que los enfoques de Durkheim y de su escuela son
inaceptables. Primero, por- que en las sociedades primitivas la religión también
tiene, en gran parte, sus fuentes en el ámbito pura- mente individual. En segundo
lugar, porque la sociedad, en cuanto multitud, no se abandona siempre, en
absoluto, a la producción de creencias o incluso de estados mentales religiosos,
mientras que, por el contrario, la efervescencia colectiva es a menudo de
naturaleza enteramente secular. En tercer lugar, porque la tradición, la suma total
de ciertas reglas y logros culturales, engloba, y, en las sociedades primitivas
mantiene fuertemente unidos, el campo de lo sagrado y lo profano. Y, por fin,
porque la personificación de la sociedad, el concepto de una «alma colectiva»
carece de fundamentación fáctica y es contrarío a los sanos métodos de la ciencia
social.

La eficacia moral de las creencias salvajes


Con todo esto, y, para hacer justicia a Robertson Smith, a Durkheim y a su
escuela, nos es menester admitir que éstos han sacado a la luz buen número de
rasgos importantes de la religión primitiva. Ante todo, con la exageración misma
del aspecto sociológico del credo salvaje han formulado cuestiones de la mayor
importancia: ¿por qué la mayoría de los actos de las sociedades primitivas son
celebrados colectivamente y en público?, ¿cuál es el papel de la sociedad en el
establecimiento de las reglas de la conducta moral?, ¿por qué no sólo la
moralidad, sino también el credo, la mitología y todas las tradiciones sacras son
obligatorias para todos los miembros de una tribu primitiva? En otros términos,
¿por qué existe únicamente un corpus de creencias religiosas en cada tribu y por
qué no se tolera nunca diferencia alguna de opinión?
Para responder a tales preguntas liemos de volver a nuestro examen de los
fenómenos religiosos y recordar algunas de las conclusiones a las que llegamos
allí; por encima de todo pondremos nuestra atención en la técnica según la cual un
credo se hace expreso y una moral establecida en la religión salvaje.
Comencemos por lo que es un acto religioso por excelencia, a saber, el
ceremonial de la muerte. Aquí el recurso a la religión nace de una crisis individual,
o sea, la muerte que amenaza a hombre o mujer. Nunca precisa tanto un individuo
de la confortación de creencias y ritos como en el sacramento del viático, en los
últimos consuelos que se le aportan en la etapa final del viaje de su existir; actos
que son casi universales en todas las religiones primitivas. Tales actos van
dirigidos contra el miedo que paraliza, contra la duda que corroe, de los que el
salvaje no está más libre que el hombre civilizado. A la vez, confirman su
esperanza en un más allá que no es peor que la vida presente y que de hecho es
mejor. Todo el ritual expresa tal creencia, la actitud emotiva que el moribundo
precisa y que es el alivio más grande que pueda recibir en su suprema lucha. Y
esta afirmación tiene tras sí el peso de muchas personas y la pompa de un ritual
solemne. Ello es así porque en todas las sociedades primitivas, como hemos visto,
la muerte hace que toda la comunidad se reúna, atienda al moribundo y cumpla
sus deberes para con él. Tales deberes, por supuesto, no crean afinidad emotiva
alguna con el agonizante, afinidad que no conducirá sino a un pánico
desintegrador. Por el contrario, la línea de conducta ritual hace fuerte y contradice
alguna de lasv emociones más fuertes de las que el moribundo pudiera ser presa.
La conducta entera del grupo, de hecho, expresa la esperanza de salvación e
inmortalidad; esto es, expresa únicamente una de entre las emociones conflictivas
del individuo.
Tras la muerte, a pesar de que el actor principal ya ha desaparecido, la tragedia
no se acaba. Quedan aun los que han sido objeto de la pérdida, y éstos, sean
salvajes o civilizados, sufren igual y son presa de un caos mental que es peligroso.
Ya hemos analizado esto y hallado que, desgarrados entre el miedo y la piedad, el
respeto y el horror, el amor y la repugnancia, se encuentran en un estado de
ánimo que podría llevarlos a la desintegración mental. Partiendo de tal estado, la
religión eleva al individuo mediante lo que pudiese llamarse cooperación espiritual
en los ritos mortuorios y sagrados, hemos visto que en tales ritos se expresa el
dogma de la continuidad tras la muerte, junto con la actitud moral hacia el difunto.
El cadáver, y con él la persona del fallecido, es un objeto potencial de horror,
además de serlo de afectuosa ternura. La religión confirma la segunda parte de
esta doble actitud, haciendo del cuerpo muerto un objeto de deberes sagrados. Se
mantiene así el nexo entre el recién fallecido y los que aún viven, lo que es un
hecho de inmensa importancia para la continuidad de la cultura y para la firme
salvaguarda de la tradición. En todo ello vemos que la entera comunidad cumple
los mandamientos de su tradición religiosa, pero que también aquí tal
cumplimiento se lleva a cabo en beneficio tan sólo de unos pocos, a saber, de los
que han sufrido la pérdida, y que esos mandamientos surgen de un conflicto
personal y son su solución. Es menester recordar asimismo que lo que los vivos
sienten en tal ocasión es, a la vez, preparación para su propia muerte. La creencia
en la inmortalidad, que el sobreviviente ha vivido y llevado a la práctica en el caso
de su madre o de su padre, le hace advertir con más claridad lo que será su vida
futura.
En todo esto es preciso que hagamos una clara distinción entre, por una parte, las
creencias y la ética del ritual y, por otra, los medios de reforzarlo, esto es, la
técnica según la cual se hace que el individuo reciba su alivio religioso. La
creencia salvadora en la continuidad espiritual tras la muerte existe ya en la mente
del individuo y la sociedad no la crea. La suma total de tendencias innatas,
conocida generalmente como «el instinto de autoconservación», está en la raíz de
tal creencia. La fe en la inmortalidad está íntimamente relacionada, como hemos
visto, con la dificultad de encararse con la propia aniquilación o con la de una
persona próxima y amada. Tal tendencia hace que la idea de la desaparición final
de la personalidad humana sea odiosa, intolerable y socialmente destructiva. Sin
embargo, esta idea y el temor que produce acechan en la experiencia individual y
la religión sólo puede hacerla desaparecer al negarla en el rito.
Que esto sea obra de una Providencia que guíe la historia humana o de un
proceso de selección natural, según el cual una cultura que crea una creencia y un
ritual de inmortalidad podrá sobrevivir y extenderse, es un problema de teología o
de metafísica. El antropólogo ya ha hecho bastante con mostrar que un cierto
fenómeno posee validez para la integridad social y para la continuidad de la
cultura. En todo caso vemos que lo que la religión hace en este plano consiste en
seleccionar una de las alternativas sugeridas al hombre por su utillaje instintivo.
Sin embargo, una vez que tal selección ha sido realizada, la sociedad es
indispensable para su aprobación y sanción. El miembro del grupo que ha perdido
a alguien, apesadumbrado por la tristeza y el dolor, es incapaz de valerse de sus
propias fuerzas, No podrá aplicar el dogma a su caso valiéndose de su único
esfuerzo. En este punto es donde el grupo entra en escena. Los demás miembros
de la comunidad, a quienes no aflige la desgracia y no están turbados
mentalmente por ese dilema metafísico, pueden responder ante esa crisis según
las líneas que dicte el orden religioso. Esto lo aporta consuelo al desventurado y le
conduce por las experiencias confortadoras de la ceremonia religiosa. Siempre es
fácil soportar los infortunios ajenos y, de esta manera, todo grupo en el que la
mayoría no está afectada por las punzadas del dolor y del miedo, puede prestar
ayuda a la minoría de afligidos. Al asistir a las ceremonias religiosas, el que ha
sufrido la pérdida emerge transformado por la revelación de la inmortalidad, la
comunión con el amado y la perspectiva del mundo futuro. La religión ordena en
actos de culto; pero es el grupo quien ejecuta sus órdenes.
Y, sin embargo, como hemos visto, el alivio del ritual no es artificial, no está
preparado para la ocasión. El tal no es sino el resultado de dos tendencias que
existen en la relación emotiva que para con la muerte tiene el hombre: la actitud
religiosa consiste meramente en la selección y afirmación ritual de una de esas
alternativas, a saber, la esperanza en una vida futura. Y aquí el concurso público
provee el énfasis, el testimonio poderoso de tal creencia. La pompa y las
ceremonias públicas tienen efecto mediante el contagio de la fe, la dignidad del
consenso unánime y la impresividad de la conducta colectiva. Una multitud que
refrenda como un solo hombre una ceremonia sincera y dignificada
invariablemente arrebata incluso al observador desapasionado, y aún más al
participante fervoroso.
La distinción, empero, entre, por un lado, la colaboración social como la única
técnica necesaria para el refrendo de una creencia y, por el otro, la creación de la
creencia misma o autorrevelación de la sociedad, ha de ser enérgicamente
formulada. La comunidad proclama un número de verdades definidas y
proporciona soporte moral a sus miembros, pero no les infunde la vaga y vacía
aserción de su propia divinidad.
Es en otro tipo de ritual religioso, en las ceremonias de iniciación, en el que
hallamos que el ritual establece la existencia de algún poder o personalidad de los
que la ley tribal se deriva y que es, además, responsable de las leyes morales que
le son impartidas al novicio. Para hacer que tal creencia impresione y sea fuerte y
grandiosa está la pompa de la ceremonia y la dificultad de la preparación y la
ordalía. Se crea así una experiencia inolvidable, única en la vida del individuo y
por la que éste aprende las doctrinas de la tradición tribal y las normas de su
moralidad. Toda la tribu se moviliza y toda su autoridad sale a relucir para
testimoniar el poder y la realidad de las cosas reveladas.
También aquí, como en la muerte, nos encontramos otra crisis de la vida del
individuo y un conflicto mental asociado con ella. En la pubertad el joven ha de
poner a prueba su potencia física, ha de habérselas con su madurez sexual y ha
de ocupar su puesto en la tribu. Esto comporta para él promesas, prerrogativas y
tentaciones, y, al mismo tiempo, le impone cargas. La correcta solución de tal
conflicto está en la aceptación de la tradición, en la sumisión a la moralidad sexual
de su tribu y a las cargas de la madurez, y ello es llevado a cabo en las
ceremonias de iniciación.
El carácter público de tales ceremonias sirve para establecer la grandeza del
último legislador y para lograr homogeneidad y uniformidad en la enseñanza de la
moral. Así se convierte en una forma de educación condensada de carácter
religioso. Como en toda enseñanza, los principios impartidos son sólo selección,
fijación y énfasis de lo que ya está en el individuo. También aquí la publicidad es
cosa de la técnica, mientras que el contenido de la enseñanza no está inventado
por la comunidad, sino que ya existe en el individuo.
Asimismo, en otros cultos, cual los festivales de la recolección, las reuniones
totémicas, las ofrendas de primicias y las exhibiciones ceremoniales de alimentos,
hallamos que la religión santifica la abundancia y la seguridad y fundamenta la
actitud de respeto hacia las fuerzas benéficas exteriores. También aquí la
publicidad del culto es precisa como la única técnica apropiada para establecer el
valor del alimento, su acumulación y su abundancia. La exhibición en presencia de
todos, la admiración por parte de todos, la rivalidad entre dos productores
cualesquiera son los medios por los que se crea tal valor. Ello es así porque todo
valor, sea religioso o económico, ha de poseer circulación universal. Pero también
en este punto nos encontramos con la selección y el acento puesto sólo en una de
las dos reacciones individuales posibles. El alimento acumulado puede
conservarse o malgastarse. Puede ser o bien un incentivo para la consumición
inmediata y desatenta y para la ligereza despreocupada del futuro, o bien puede
estimular al hombre para que idee medios de atesorar su fortuna y de usarla para
fines que culturalmente son más elevados. La religión pone el sello en la actitud
que es culturalmente válida y la refuerza mediante el consenso público.
El carácter público de tales festejos sirve además a otra importante función
sociológica. Los miembros de todo grupo que constituye una unidad cultural, han
de ponerse en mutuo contacto de tiempo en tiempo, pero, aparte de la benéfica
posibilidad de estrechamiento de lazos sociales, tal contacto está también
amenazado por el peligro de la discordia. Ese peligro es mayor cuando las gentes
se reúnen en tiempos de calamidad, hambre y carestía, cuando sus apetitos están
insatisfechos y sus deseos sexuales listos para encenderse. Una aglomeración
festiva de la tribu en tiempo de abundancia cuando, todos se encuentran en un
ánimo de armonía con la naturaleza y, por lo tanto, también entre sí, tiene en
consecuencia el carácter de un encuentro en una atmósfera moral. Me refiero de
esta suerte al ambiente de concordia y benevolencia generales. El que en tales
reuniones sobrevenga un ocasional libertinaje y relajación de las normas del sexo
y de ciertas rigideces de la etiqueta se debe fundamentalmente a lo mismo. Todo
motivo de querella o desacuerdo ha de eliminarse, o de lo contrario no será
posible celebrar hasta el final una concentración tribal de manera pacífica. El valor
moral de la armonía y la buena voluntad se muestra, de tal modo, en un plano
superior a los tabúes meramente negativos que constriñen los principales instintos
humanos. No hay virtud más alta que la caridad, tanto en las religiones primitivas
como en las superiores, y la tal cubre infinidad de pecados; es más, los
contrapesa.
Quizás es innecesario que detallemos todos los demás tipos de actos religiosos.
El totemismo, la religión del clan, que postula un linaje común o una afinidad con
el animal totémico y exige el poder colectivo del clan para ejercer control sobre su
existencia, imprimiendo a todos los miembros del mismo un tabú común y una
actitud responsable para con las especies totémicas, ha de culminar,
evidentemente, en ceremonias públicas y habrá de tener un carácter social claro.
El culto de los antepasados, cuya finalidad es unir a una cofradía de adoradores,
la familia, la siba o la tribu, ha de hermanarlos en las ceremonias públicas en
razón de su naturaleza misma, o de lo contrario no cumpliría su función. Los
espíritus tutelares de grupos locales, las ciudades, o las tribus, los dioses
patrones, las divinidades profesionales, todas ellas y por su misma definición han
de ser adorados por un pueblo, tribu, ciudad, profesión o cuerpo político. En cultos
que, cual las ceremonias de Intichuma se sitúan en la frontera entre la religión y la
magia, como las labores públicas de los huertos o las ceremonias de la caza y la
pesca, la necesidad de celebrarlos coram populo es evidente porque tales
ceremonias, claramente distinguibles de las actividades prácticas que acompañan
o inauguran, son, sin embargo, sus paralelas. A la cooperación en los esfuerzos
prácticos corresponde la ceremonia en común. Sólo por medio de la unión de los
trabajadores en un acto de adoración cumplen éstos su función cultural.
De hecho, en vez de repasar todos los tipos concretos de ceremonia religiosa
habríamos podido postular nuestra tesis mediante un argumento abstracto: siendo
así que la religión se centra en torno a ciertos actos vitales y que todos ellos
imponen el interés público de grupos que cooperan unidos, se sigue que toda
ceremonia religiosa ha de ser pública y celebrada por medio de grupos. Todas las
crisis vitales, todas las empresas revestidas de importancia, hacen surgir el interés
público de las comunidades primitivas y tocitas ellas poseen sus ceremonias
religiosas o mágicas. El mismo cuerpo social de hombres que se unen para una
empresa o se congregan en razón de Un acontecimiento crítico, está también
celebrando una ceremonia. Tal argumentación abstracta, con todo y ser correcta,
no nos habría dejado contemplar el mecanismo del consenso público de los actos
religiosos como lo hemos hecho con nuestra descripción concreta.

Contribución social e individual en la religión primitiva


Es forzoso, por consiguiente, que concluyamos que la publicidad es una técnica
indispensable de la revelación religiosa en las comunidades primitivas, pero que la
sociedad no es ni la autora de las verdades de la religión ni, menos aún, su
autorrevelado contenido. La necesidad de una pública mise en scène del dogma y
la anunciación colectiva de las verdades morales se deben a varias causas que
vamos a resumir.
Ante todo, la cooperación social es precisa para rodear la revelación de las cosas
sagradas y de los seres sobrenaturales con grave solemnidad. La comunidad que,
de alma y cuerpo, se esfuerza por celebrar las formas del ritual está creando el
ambiente del credo homogéneo. En tal acción colectiva, los que menos necesitan
del alivio de creer o de la afirmación de la verdad prestan su ayuda a quienes
realmente lo precisan. El mal, esto es, las fuerzas desintegradoras del destino, se
distribuye así por un sistema de seguridad mutua en el infortunio y en las miserias
espirituales. En el abandono de un pariente o amigo, en las crisis de la pubertad,
en tiempos de un peligro o calamidad amenazadora, cuando la prosperidad puede
usarse bien o mal, la religión postula el modo justo de pensar y proceder, y la
sociedad acepta tal veredicto y lo repite al unísono.
En segundo lugar, la celebración pública del dogma religioso es indispensable
para el mantenimiento de la moral en las comunidades primitivas. Todo artículo de
fe, como liemos visto, detenta una influencia moral. Ahora bien, para que la moral
sea activa tiene que ser universal. La duración de los nexos sociales, la
reciprocidad de servicios y de obligaciones, la posibilidad de cooperación se
basan, en cualquier sociedad, en el hecho de que todo miembro sepa lo que se
espera de él y en que, por decirlo brevemente, exista un modelo universal de
conducta. Ninguna regla moral puede funcionar a menos que ya esté prevista y
que pueda contarse con ella. En las sociedades salvajes, en las que la ley, en
cuanto que está reforzada por juicios y castigos, está casi por completo ausente,
la norma moral automática y que actúa por sí misma es de la mayor importancia
para formar los cimientos mismos de una organización primitiva de la cultura. Tal
cosa sólo es posible en una sociedad en la que no existe enseñanza privada de la
moral, ni códigos personales de conducta y honor, ni escuelas éticas, ni
diferencias de opinión en tal campo. La enseñanza de la moral ha de ser abierta,
universal y pública.
Finalmente y en tercer lugar, la transmisión y la conservación de la tradición sacra
acarrea la publicidad o, al menos, el carácter colectivo de la celebración. Es
esencial para toda religión que su dogma se considere absolutamente inviolable e
inalterable. El creyente ha de estar firmemente convencido de que lo que da en
aceptar como verdad está salvaguardado y se halla por encima de toda posibilidad
de falsificación y alteración. Toda religión ha de tener sus salvaguardas tangibles y
fieles por las que la autenticidad de su tradición esté garantizada. En las religiones
superiores conocemos la extrema importancia de la autenticidad de los escritos
sacros y la suprema preocupación por la pureza del texto y la verdad de su
interpretación. Las razas primitivas han de confiar en la memoria humana. Sin
embargo, no por no tener libros o inscripciones o corporaciones de teólogos, están
menos atentas a la pureza de sus textos ni menos salvaguardadas contra su
alteración o formulación errónea. Sólo hay un factor que puede evitar la ruptura
constante del hilo sagrado: la participación de muchas gentes en la salvaguardia
de la tradición. El consenso público del mito en ciertas tribus, los recitales oficiales
de narraciones sagradas que se celebran en ocasiones, la incorporación de ciertas
partes del credo en las ceremonias sacras, la guardia de partes de la tradición
conferida a cierto cuerpo de hombres ―sociedades secretas, clanes totémicos,
consejos de ancianos― son medios de salvaguardar la doctrina de las religiones
primitivas. Vemos que, siempre que esta doctrina no es del todo pública en una
tribu determinada, sucede que existe un tipo de organización social que sirve al
propósito de su conservación.
Estas consideraciones nos explican también la ortodoxia de las religiones
primitivas y excusan su intolerancia. En una comunidad primitiva no sólo la moral,
sino también los dogmas han de ser idénticos para todos sus miembros. Cuando
los credos salvajes se consideraban como supersticiones ociosas, ficciones,
fantasías pueriles o morbosas, o, en el mejor de los casos, toscas especulaciones
filosóficas, era difícil entender por qué el primitivo se atenía a ellas de modo tan
obstinado y fiel. Pero una vez que advertimos que todo canon del credo del salvaje
es para él una fuerza vital, que su doctrina es el alimento mismo de la fábrica
social ―pues toda su moralidad se deriva de ella, toda su cohesión social y su paz
interior― es fácil que comprendamos que no puede permitirse el lujo de la
tolerancia. Y del mismo modo está claro que, tan pronto como se empieza a minar
sus «supersticiones», ya se le esté desposeyendo de su ensamblaje moral sin que
sea muy grande la posibilidad de proporcionarle otro para sustituirlo.
De esta suerte, vemos con claridad la necesidad de que los actos religiosos sean
de naturaleza extremadamente abierta y colectiva, así como de la universalidad de
los principios morales, y advertimos también de manera diáfana por qué tal cosa
está mucho más marcada en las religiones primitivas que en las de los pueblos
civilizados. La participación pública y el interés social por los asuntos religiosos se
ven explicados así según razones claras, concretas y empíricas, sin que haya
lugar para una Entidad que se autorrevele mediante un disfraz artero a sus
adoradores y que ya esté mistificada y mal entendida en el acto mismo de su
revelación. El hecho es que la dimensión social del consenso público es una
condición necesaria pero no suficiente y que, sin el análisis de la mente individual,
no podemos avanzar un paso en nuestro entendimiento de la religión.
Hicimos al principio de nuestra exposición de los fenómenos religiosos, en la
tercera parte de este ensayo, una distinción entre religión y magia; sin embargo,
en el curso de nuestro examen, dejamos completamente de lado los ritos mágicos
y ahora nos toca retornar a ese importante dominio de la vida primitiva.

EL ARTE DE LA MAGIA Y EL PODER DE LA FE


Magia: el mismo nombre parece revelar un mundo de posibilidades inesperadas y
misteriosas. In- cluso para los que no comparten el anhelo por lo oculto y por los
breves visos de las «verdades eso- téricas», este mórbido interés, que en nuestros
días está tan liberalmente administrado por el rancio re- surgimiento de cultos y
credos antiguos a medio entender, y servido, además, por los nombres de
«teosofía», «espiritismo» o «espiritualismo» y varias pseudo «ciencias» ologías e -
ismos, incluso para el intelecto puramente científico el tema de la magia comporta
una especial atracción. Tal vez ello es así porque, en parte, esperamos encontrar
en ella la quintaesencia de los anhelos y sabiduría del hombre primitivo, y esto,
sea lo que sea, es algo que merece la pena conocerse. Y en parte también porque
«la magia» parece despertar en cada uno de nosotros fuerzas mentales
escondidas, rescoldos de esperanza en lo milagroso, creencias adormecidas en
las misteriosas posibilidades del hombre. Atestigua esto el poder que las palabras
magia, hechizo, encantamiento, embrujar y hechizar poseen en poesía, donde el
valor íntimo de los vocablos y las fuerzas emotivas que estos sugieren perviven
por más tiempo y se revelan con más claridad.
Sin embargo, cuando el sociólogo se acerca al estudio de la magia, allí donde ésta
aún reina de modo supremo, y donde, incluso hoy, puede hallarse en completo
desarrollo ―esto es, entre los salvajes que viven en nuestros días en la edad de
piedra―, se encuentra, para su desilusión, con un arte completamente sobrio,
prosaico e incluso tosco, cuyo consenso obedece a razones duramente prácticas,
arte que está gobernado por creencias desaliñadas y carentes de profundidad y
que se lleva a efecto con una técnica simple y monótona. Ya habíamos indicado
esto en la definición de magia que expusimos arriba cuando, para distinguirla de la
religión, la describimos como un corpus de actos puramente prácticos que son
celebrados como un medio para un fin. También la calificamos de esa manera
cuando tratamos de separarla del conocimiento y de las artes prácticas, con los
que tan fuertemente está relacionada y a los que en la superficie se parece tanto
que es menester cierto esfuerzo para distinguir la actitud mental esencialmente
definida y la naturaleza ritual específica de sus actos. La magia primitiva todo
antropólogo que trabaja sobre el terreno lo sabe a costa suya es extremadamente
monótona y aburrida, y está limitada de modo estricto en sus medios de acción,
circunscrita a sus creencias y paralizada en sus presunciones fundamentales.
Basta con seguir un rito o con estudiar un hechizo determinado, con aprender los
principios de la creencia mágica, esto es, sociología y arte a una, y ya se
conocerán no sólo todos los actos de magia de la tribu, sino que, añadiendo una
variante aquí o allá, se podrá sentar oficio de brujo en cualquier parte del mundo
que aún sea lo bastante afortunada como para tener fe en tan deseable arte.

El rito y el hechizo
Echemos un vistazo a un típico acto de magia y escojamos uno que es bien
conocido y que está generalmente considerado como una celebración modélica, a
saber, un acto de magia negra. Entre los diversos tipos de brujería que
encontramos entre los salvajes, la que consiste en señalar con una vara mágica
es quizás la más extendida. Un hueso puntiagudo o un bastón, una flecha o la
columna vertebral de alguna alimaña se arroja o impele ritualmente, de manera
mímica, o bien se apunta con ellos al hombre que el acto de la brujería ha de
matar. Contamos con innumerables testimonios en los libros de magia orientales y
antiguos, en las descripciones etnográficas y en narraciones de viajeros, de cómo
se celebra tal rito. Sin embargo, el escenario emotivo, los gestos y expresiones de
los brujos durante tal ceremonia, se han descrito raramente. Las tales son,
empero, de la mayor importancia. Si de pronto se llevara a algún espectador a un
lugar de Melanesia y pudiese éste observar al hechicero en su trabajo, sin que
quizás supiera qué era aquello que miraba, daría en pensar que se las había con
un lunático o tal vez concluiría que el allí presente era un hombre que actuaba
bajo el dominio de una ira fuera de control. Y ello sería así porque el hechicero,
como parte esencial de la celebración ritual, no sólo ha de apuntar a su víctima
con el dardo de hueso, sino que, con una intensa expresión de cólera y odio, ha
de lanzarlo por el aire, doblarlo y retorcerlo como si lo imprimiese en la herida y a
continuación extraerlo con un brusco tirón. De esta suerte no sólo es el acto de
vehemencia, el apuñalamiento, el que se reproduce, sino que ha de ponerse en
escena toda la pasión de la violencia misma.
Vemos así que la expresión dramática de la emoción es la esencia de tal acto,
porque ¿qué es lo que se reproduce en él? No es su finalidad, puesto que en tal
caso sería menester que el brujo imitase la muer- te de su víctima, sino el estado
emotivo del que lo celebra, un estado que corresponde en gran medida a la
situación en que lo encontramos y que ha de llevarse a cabo mímicamente.
Podría aducir buen número de ritos similares por mi propia experiencia, y muchos
más, por supuesto, por testimonios ajenos. Así, mientras que en otros tipos de
magia negra el hechicero hiere, mutila o destruye ritualmente una figura o un
objeto que simboliza a la víctima, ese rito es ante todo una clara expresión de odio
e ira. 0, cuando en la magia amorosa el celebrante tiene que acariciar a la persona
amada, abrazarla o arrullarla o a algún objeto que la represente, lo que hace es
reproducir la conducta de un apasionado amante que ha perdido el sentido común
y a quien atenaza la pasión. En la magia guerrera, la cólera, la furia del ataque, las
emociones del impulso de combatir se expresan con frecuencia de manera más o
menos directa. En la magia de terror, en los exorcismos dirigidos contra el mal y
las tinieblas, el brujo se comporta como si él mismo fuera el que está abrumado
por la emoción del miedo, o que, al menos, está luchando vehementemente contra
ella. Los gritos, el uso de antorchas encendidas o las armas que se blanden
forman a menudo la sustancia de ese rito. 0, como en otro acto que yo mismo
presencié, para conjurar los poderes malignos de las tinieblas, un hombre tiene
que temblar ritualmente y pronunciar despacio el hechizo, como si estuviese
paralizado por el miedo. Y tal miedo acomete también al brujo que se acerca y así
le mantiene a distancia.
Todos estos actos generalmente racionalizados y explicados atendiendo a algún
principio de la magia, son expresiones primarias de la emoción. Lo que es su
sustancia y las cosas que los acompañan tienen a menudo el mismo significado.
Las dagas, los objetos punzantes y desgarradores, las sustancias hediondas o
venenosas que se usan en la magia negra; los perfumes, las flores, los
estimulantes embriaga- dores de la magia de amor, los objetos de valor usados en
la magia económica, todos ellos se asocian con la finalidad de sus magias
respectivas, primariamente a través de emociones y no a través de ideas.
Ahora bien, además de tales ritos, en los que el elemento dominante sirve para
expresar una emoción, existen otros en los que el acto prevé su resultado, o, para
usar la expresión de sir James Frazer, el rito imita su final. Así, en la magia negra
de los melanesios de la que yo he tornado nota, el ritual característico de concluir
un conjuro consiste en debilitar la voz, emitir estertores de muerte y caer al suelo
imitando la rigidez de un cadáver. Pero no es preciso que mostremos otros
ejemplos, porque este aspecto de la magia y su aliado, el de la magia de contagio,
ya han sido brillantemente descritos y exhaustivamente documentados por Frazer.
Sir James también ha mostrado que existe un saber especial de sustancias
mágicas que se basa en afinidades, relaciones e ideas de contagio y similitud que
se desarrollan en una pseudociencia mágica.
Sin embargo, también existen procedimientos rituales en los que no hay imitación,
presagio o expresión de ideas o emociones especiales. Existen ritos tan simples
que sólo se les puede describir como una aplicación inmediata del poder de la
magia, como cuando el celebrante se pone en pie y, al invocar al viento
directamente, hace que éste sople. 0 también, como cuando un hombre dirige el
conjuro a alguna sustancia material que luego aplicará a la persona o cosa que
han de hechizarse. Los objetos materiales que se usan en el ritual son también de
un estricto carácter apropiado a la acción, como las substancias mejor adaptadas
para recibir, contener y transmitir el poder mágico, o envolturas planeadas para
impresionarlo y conservarlo hasta que se aplique a su objeto.
¿Cuál es, empero, esa virtud mágica que figura no sólo en el tipo que acabamos
de mencionar, sino también en todo rito mágico? Porque, ya sea un acto que
expresa ciertas emociones o un rito de imitación y prefiguración, o un acto de
simple invocación, el caso es que todos ellos tienen un rasgo que les es común: la
fuerza de la magia, su poder, ha de llevarse siempre hasta el objeto encantado.
¿En qué consiste tal poder? Dicho brevemente, se trata siempre del poder que
contiene el hechizo, porque éste, y ello no se realzará nunca en grado suficiente,
es el más importante elemento de la magia. El hechizo es esa parte de la magia
que está oculta, que se continúa en filiación mágica y que sólo conoce aquel que
la práctica. Para los nativos conocer la magia significa conocer el hechizo y, en un
análisis de todo acto de brujería, siempre nos encontraremos con que el ritual se
centra en torno a la formulación de un hechizo. Su fórmula es el corazón de la
celebración mágica.
El estudio de los textos y fórmulas de la magia primitiva revela que existen tres
elementos típicos de la magia que están asociados con la fe en su eficiencia. En
primer lugar, están los esfuerzos fonéticos, las imitaciones de los sonidos
naturales, como el silbido del viento, el rugido del trueno, el rumor del mar, las
voces de ciertas alimañas. Tales sonidos simbolizan otros tantos fenómenos y, de
esta manera, se cree que los producen de modo, mágico. 0, de no ser éste el
caso, los tales expresan ciertos estados emotivos asociados con el deseo que ha
de colmarse y cuya consecución se lleva a cabo por medio de la magia.
El segundo elemento, que es muy evidente en los hechizos primitivos, es el uso de
palabras que invocan, formulan u ordenan el deseado propósito. De esta suerte, el
brujo mencionará todos los síntomas de la enfermedad que quiere infringir o, en el
conjuro de muerte, describirá el final de su víctima. En la magia de curación, el
hechicero evocará cuadros de perfecta salud y fuerza corporal. En la magia
económica se pinta el crecimiento de las plantas, la llegada de los animales, la
afluencia de los bancos de peces. 0, también, el brujo hace uso de palabras y
frases que expresan la emoción bajo cuyo poder celebra su magia, y la acción que
da expresión a esa emoción. El brujo tendrá que repetir, en tono de cólera, verbos
tales como «rompo, tuerzo, quemo, destruyo», enumerando con cada uno de ellos
las distintas partes del cuerpo y órganos internos de su víctima. Advertimos en
todo esto que los hechizos se construyen, en gran medida, sobre el mismo modelo
de los ritos, y que sus palabras se seleccionan atendiendo al mismo criterio de las
sustancias de la magia.
En tercer lugar, hay un elemento que, estando presente en el hechizo, no tiene su
correspondiente en el ritual. Me refiero a las alusiones mitológicas, a las
referencias a los antepasados y a los héroes de la cultura de los que se ha
heredado ese saber. Y esto nos lleva a lo que tal vez es el punto más importante
de este tema, o sea, el escenario tradicional de la magia.

La tradición de la magia
La tradición, que, según hemos insistido varias veces, tiene potestad suprema en
las civilizaciones primitivas, se concentra en gran parte en torno al culto y ritual
mágicos. En el caso de cualquier magia importante siempre hallaremos una
narración que da cuenta de su existir. Tal narración nos dice cuándo y cómo pasó
la tal a ser propiedad del hombre y cómo se convirtió en pertenencia de un grupo
local o de un clan o familia. Pero tal narración no es una narración de sus
orígenes. La magia nunca se «originó», ni siquiera fue creada o inventada.
Simplemente, toda magia «era», desde el principio, aditamento esencial de todas
aquellas cosas y procesos que de una manera vital interesan al hombre y que, sin
embargo, eluden los esfuerzos normales de su razón. El hechizo, el rito y el objeto
que ambos gobiernan son los tres coevos.
De esta manera, toda la magia de Australia central existía ya y ha sido heredada
de los tiempos Alcheringa, cuando nació con todas las demás cosas. En
Melanesia toda la magia proviene de un tiempo en el que la humanidad vivía bajo
la tierra y en que ya era patrimonio del hombre ancestral. En sociedades
superiores la magia se deriva, a menudo, de espíritus y demonios, pero, como
regla general, incluso éstos la recibieron y no la inventaron. Así, la creencia en la
naturaleza primigenia de la magia es universal. Paralela suya va la convicción de,
que tan sólo mediante una transmisión inmaculada y absolutamente inmodificada
conserva la magia su efectividad. La más menuda alteración del modelo primitivo
sería fatal. Existe, por consiguiente, la idea de que entre el objeto y su magia hay
un nexo esencial. La magia es cualidad de la cosa, o mejor, de la relación entre la
cosa y el hombre, pues, aunque ésta no es producto suyo, sin embargo, ha sido
hecha por él. En toda tradición, en toda mitología, la magia es siempre posesión
del hombre y ello es así merced al conocimiento de éste o de un ser semejante a
él. Esto implica al brujo celebrante, tanto más que las cosas que van a hechizarse
o los medios de su hechizo. La magia es parte de la dotación original de la
humanidad primigenia, de los mura-mura o de los alcheringa de Australia, de la
humanidad subterrestre de Melanesia y de las gentes de la mágica Edad de Oro
de todo el mundo.
La magia es humana no sólo en su encarnación, sino también en lo que es su
asunto: éste se refiere de modo principal a actividades y estados humanos, a
saber, la caza, la agricultura, la pesca, el comercio, el amor, la enfermedad y la
muerte. Va dirigida no tanto hacia la naturaleza como hacia la relación del hombre
con la naturaleza y a las actividades humanas que en ella causan efecto. Además,
lo que la magia produce se concibe generalmente no como un producto de la
naturaleza, influida por el hechizo, sino como algo especialmente mágico, algo que
la naturaleza no puede hacer ni producir, sino tan sólo el poder de la magia. Las
formas más graves de enfermedad, el amor en sus fases apasionadas, el deseo
de un intercambio ceremonial y otras manifestaciones similares del organismo y
mente humanos, son el resultado directo del conjuro y el rito. De esta suerte, la
magia no resulta derivada de una observación de la naturaleza o del conocimiento
de sus leyes, sino que es una posesión primigenia de la raza humana que sólo
puede conocerse mediante la tradición, y que afirma el poder autónomo del
hombre para crear los fines deseados.
La fuerza de la magia no es una fuerza universal que está en todas partes y que
fluye allí donde es su gusto o donde se quiere que lo liaga. La magia es el único
poder específico, fuerza única en su clase, que sólo el hombre tiene, que se libera
solamente por su arte mágico, que brota de su misma voz y que es convocado por
la celebración del rito.
Pudiera mencionarse aquí que el cuerpo humano, por ser el receptáculo de la
magia y el canal de su flujo, ha de someterse a varias condiciones. De esta suerte,
el brujo ha de guardar toda clase de tabúes, o de lo contrario el hechizo podría
romperse, principalmente porque en ciertas partes del mundo, como por ejemplo
en Melanesia, el embrujo reside en el vientre del hechicero, que es la sede del
alimento y la memoria. Cuando se precise, se le hace subir a la laringe, la sede de
la inteligencia, y de ésta se le envía a la voz, que es el órgano principal de la
mente del hombre. Así, no sólo es la magia una posesión esencialmente humana,
sino que verdadera y literalmente está inscrita en el hombre y puede pasarse de
un individuo a otro de acuerdo con las rigidísimas reglas de la filiación, iniciación e
instrucción mágicas; De esta suerte no se la concibe como una fuerza de la
naturaleza que residiera en las cosas, que actuase independientemente del
hombre y que éste hubiera de hallar fuera y aprender por uno de esos
procedimientos por los que se adquiere el conocimiento de la naturaleza que es
ordinario en él.

El mana y el poder de la magia


El resultado evidente de todo esto es que todas las teorías que colocan al mana y
a similares concepciones en la base de la magia están apuntando en una
dirección equivocada. Porque si el poder de la magia se localiza de modo
exclusivo en el hombre, y sólo él es el que puede detentarlo bajo condiciones muy
especiales y en la manera que tradicionalmente se ha prescrito, se seguirá que no
es una fuerza como la que describió el doctor Codrington, según el cual «este
mana no está fijo en nada y puede trasladarse a casi todas las cosas». El mana,
también, «actúa en todas las formas para bien o para mal... se manifiesta en la
fuerza física y en cualquier poder y calidad que posea un hombre». Está claro
ahora que esta fuerza que describe Codrington es casi el exacto opuesto del
poder mágico tal como lo encontramos incorporado en la mitología de los salvajes,
en su conducta y en la estructura de sus fórmulas mágicas. Porque el poder real
de la magia, como yo lo conozco en Melanesia, está fijado solamente en el
hechizo y su ritual y no puede «trasladarse» a cualquier cosa, sino únicamente por
un procedimiento estrictamente definido. Nunca actúa «en todas las formas», sino
sólo en las especificadas por la tradición. Nunca se manifiesta en la fuerza física,
mientras que sus efectos sobre los poderes y cualidades del hombre están
estrictamente definidos y limitados.
Y tampoco la concepción similar que se encuentra entre los indios
norteamericanos puede relacionarse con este poder especializado y concreto.
Porque del wakan de los dakota leemos que «toda vida es wakan. También lo es
toda cosa que exhiba poder, ya sea en la acción, cual los vientos y las nubes que
se mueven, o ya en la resistencia pasiva, como el peñasco del camino...
Comprende todo misterio, todo poder secreto, toda divinidad». Del orenda, palabra
importada de los iroqueses, se nos dice: «Esta potencia es propiedad -sostienen
éstos- de todas las cosas... las rocas, las aguas, los mares, las plantas y los
árboles, los animales y el hombre, el viento y las tormentas, las nubes, los truenos
y los relámpagos... la mentalidad en embrión de tales hombres la considera ser la
causa eficiente de todos los fenómenos y de todas las actividades de su entorno».
Después de lo que se ha establecido sobre la esencia del poder ya casi no es
preciso que pongamos el acento en el acento en lo poco común que existe entre
los Conceptos de tipo mana y la virtud especial del hechizo y ritual mágicos.
Hemos visto que la clave de toda creencia mágica es la tajante distinción entre,
por un lado, la fuerza tradicional de la magia y, por el otro, las fuerzas y, poderes
de los que tanto el hombre como la naturaleza están dotados. Las concepciones
del tipo mana, wakan y orenda, que incluyen toda suerte de fuerzas y poderes
además de la magia, constituyen simplemente Un ejemplo de la temprana
generalización de un concepto toscamente metafísico como el que también se
encuentra en algunos otros vocablos salvajes, concepto en extremo importante
para nuestro conocimiento de la mentalidad primitiva, pero que, atendiendo a
nuestros datos actuales, únicamente abre un problema como el de la relación
entre los primeros conceptos de «la fuerza», «lo sobrenatural» y «el poder de la
magia».
Resulta imposible decidir, con la información sumaria de que disponemos, Cual es
el significado primario de tales conceptos combinados: el de la fuerza física y el de
la eficacia sobrenatural. En los conceptos americanos parece que el énfasis se
pone en el primero, en Oceanía en el segundo. Lo que deseo dejar claro aquí es
que en todos los intentos de entender la mentalidad del nativo es menester, en
primer lugar, estudiar y describir sus tipos de costumbres y explicar su vocabulario
en función de éstos y de su vida. No hay guía más engañosa para el conocimiento
que el lenguaje, y el «argumento ontológico» es especialmente peligroso en
antropología.
Era preciso que entrásemos en tal problema con detalle, porque la teoría del mana
como esencia de la magia y de la religión primitivas ha sido tan brillantemente
defendida y tan temerariamente manejada que ha de advertirse, en primer lugar,
que nuestro conocimiento del mana, notablemente en Melanesia, es en cierta
medida contradictorio y, por encima de todo, que casi no contamos con dato
alguno que nos muestre hasta qué punto tal concepción atañe el culto y credo
religioso o mágico.
Una cosa es cierta: la magia no nace de la concepción abstracta de poder
universal, posteriormente aplicada a casos concretos. Sin duda alguna, ha surgido
de manera independiente en ciertas situaciones reales. Cada tipo de magia,
nacido de su propia situación y de la tensión emotiva de ésta, se debe al flujo
espontáneo de las ideas y a la espontánea reacción del hombre. Es la uniformidad
del proceso mental en cada caso la que ha originado ciertos rasgos universales de
la magia y esas concepciones generales que hallamos en las bases del
pensamiento y conducta mágica del ser humano. Será necesario que expongamos
ahora un análisis de sus situaciones y de las experiencias que éstas provocan.

Magia y experiencia
Hemos tratado hasta aquí de las ideas y opiniones que de la magia tiene el
primitivo. Esto nos ha llevado a un punto en el que el salvaje afirma simplemente
que la magia confiere al hombre el poder sobre ciertas cosas. Ahora hemos de
analizar estas creencias desde el punto de vista del observador sociológico.
Advirtamos una vez más el tipo de Situación en la que hallamos la magia. El
hombre, ocupado en una serie de actividades prácticas, se encuentra con una
dificultad: el cazador no está satisfecho con su presa, el marinero ha dejado pasar
los vientos favorables, el constructor de piraguas tiene que habérselas con un
material del que no sabe con certeza si resistirá la corriente, o la persona sana se
encuentra de pronto con que sus fuerzas flaquean. ¿Qué hace naturalmente el
hombre en condiciones tales, dejando a un lado toda magia, ritual o credo?
Abandonado por su conocimiento, confundido por su experiencia pasada y su
habilidad técnica, el hombre reconoce su impotencia. Sin embargo, su deseo no
se ve por ello aminorado; su angustia, sus esperanzas y temores inducen una
tensión en su organismo que le compele a alguna actividad. Ya sea salvaje o
civilizado, en posesión de la magia o enteramente ignorante de su existencia, la
inacción pasiva, o sea, la única cosa que le dicta la razón, será la última que podrá
aceptar. Su sistema nervioso y todo su organismo le llevan a alguna actividad
supletoria. En su obsesión por la idea del deseado fin llega a verlo y sentirlo. Su
organismo reproduce los actos sugeridos por las premoniciones de la esperanza y
dictados por la emoción de una pasión tan fuertemente sentida.
El hombre que está dominado por una cólera impotente o por un odio reprimido
aprieta espontáneamente sus puños y lanza imaginarios golpes a su enemigo,
musitando imprecaciones y dirigiendo contra él palabras de aversión e ira. El
amante muerto de amor por su voluble e inalcanzable amada da en verla en
sueños. Se dirigirá a ella, suplicará y demandará sus favores, se sentirá aceptado
y la estrechará contra sí en medio del sueño. El pescador o cazador ansioso verá
en su imaginación la presa enmarañada en la red o la alimaña atravesada por la
jabalina; pronunciará su nombre, describirá con palabras su visión de la magnífica
captura e incluso se prodigará en gestos de representación mímica de su deseo,
El hombre que de noche se ha perdido en el bosque o en la jungla, asediado por
supersticioso miedo, verá en torno suyo los amenazantes demonios, se dirigirá a
ellos, tratará de mantenerlos alejados o de asustarlos, o huirá de ellos en temor,
como un animal que trata de salvarse fingiendo la muerte.
Estas reacciones al paso de la emoción o ante la obsesión del deseo son
respuestas naturales que el hombre ofrece a tal situación, respuestas que están
basadas en un mecanismo psico-fisiológico universal. Las tales engendran lo que
pudieran llamarse emociones prolongadas en palabra y acto, como los
amenazadores gestos de ira impotente y sus maldiciones, la puesta en efecto del
deseado fin en lo que es un callejón sin salida en la práctica, las apasionadas
maneras de amor que el galán prodiga y así sucesivamente. Todos estos actos y
obras espontáneos hacen que el hombre prevea las imágenes de los resultados
deseados, que exprese su pasión en incontrolables gestos, o que estalle en
palabras que dejan abierta la puerta del deseo o que anticipan su fin.
¿En qué consiste el proceso puramente intelectual, la convicción que se forma
durante esa libre explosión de emoción en palabras y frases? Surge, en primer
lugar, una imagen clara del fin que se desea, de la persona amada, del peligro o
fantasmas a los que se teme. Y cada imagen está combinada con su pasión
específica, que nos lleva a asumir, para con cada una de aquellas imágenes, una
activa actitud. Cuando la pasión alcanza ese punto de ruptura en el que el hombre
pierde control de sí, las palabras que pronuncia y su conducta ciega dejan que su
tensión fisiológica reprimida salga al exterior. Pero, sobre todo, ese estallido
preside la imagen del final. Aporta la fuerza-motivo de la reacción y parece que
organiza y dirige palabras y obras encaminadas a un propósito definido. La acción
supletoria en la que la pasión encuentra escape, y que es debida a la impotencia,
tiene subjetivamente todo el valor de una acción real a la que la emoción, de no
estar controlada, habría naturalmente conducido.
Al tiempo que la tensión se desgasta en palabras y gestos, la visión obsesiva se
desvanece, el deseado fin parece encontrarse más cerca de su satisfacción y, se
reconquista el equilibrio, otra vez en armonía con la vida. Nos quedamos con la
convicción de que las palabras de maldición y los gestos de furia han viajado
hasta la persona odiada y que han dado en el blanco; que las súplicas de amor y
los abrazos imaginarios no han podido quedarse sin respuesta, que el quimérico
logro de éxito en nuestro afán no ha podido sustraerse a su benéfica influencia a
la hora del final inminente. En el caso del miedo, al ir disminuyendo de modo
gradual la emoción que nos había colocado en tal punto de temor, sentimos que
ha sido nuestra conducta aterrorizada la que ha dado al traste con el miedo. Dicho
brevemente, una fuerte experiencia emotiva que se desgasta en un flujo de
imágenes, palabras y actos de conducta, puramente subjetivos, deja una
profundísima convicción de su realidad, como si se tratase de algún logro práctico
y positivo, de algo que ha realizado un poder revelado al hombre. Tal poder,
nacido de esa obsesión mental y fisiológica, parece hacerse con nosotros desde
afuera, y al hombre primitivo, o a las mentes crédulas y toscas de toda edad, el
hechizo espontáneo, el rito espontáneo y la creencia espontánea en su eficacia
han de aparecer como la revelación directa de fuentes externas y, sin duda
alguna, impersonales.
Cuando comparamos este ritual y verbosidad espontánea de la pasión o del deseo
que fluyen con los rituales mágicos tradicionalmente fijos y con los principios
incorporados en los hechizos y sustancias de la magia, la sorprendente semejanza
entre los dos nos muestra que no son independientes entre sí. El ritual mágico, la
mayor parte de los principios de la magia, la mayoría de sus embrujos y
sustancias, han sido revelados al hombre en las apasionadas experiencias que le
asaltan en esos callejones sin salida a los que sus instintos o sus afanes prácticos
se ven abocados, en esos agujeros y brechas que han quedado en la siempre
imperfecta pared de la cultura que el hombre erige entre sí y los asaltantes
peligros y tentaciones de su destino. Creo que es aquí donde hemos de reconocer
no sólo las fuentes, sino el mismísimo gran manantial de las creencias mágicas.
Se sigue de esto que a la mayoría de los rituales mágicos les corresponde un
ritual espontáneo de ex- presión emotiva o una previsión del deseado fin. Con la
mayor parte de los rasgos del hechizo mágico corre paralelo un flujo natural de las
palabras en la maldición, el exorcismo y las descripciones de los deseos sin
satisfacer. Toda creencia en la eficacia de lo mágico tiene su correspondencia en
esas ilusiones de la experiencia subjetiva, momentánea en el intelecto del
civilizado racionalista aunque no ausentes del todo, pero poderosas y
convincentes para el hombre simple de toda cultura, y, por encima de todo, para la
mente primitiva del salvaje.
De este modo los cimientos de las creencias y prácticas de la magia no se sacan
del aire, sino que se deben a un número de experiencias que son verdaderamente
vividas, en las que el hombre recibe la revelación de su poder para alcanzar el
efecto deseado. Ahora es menester que nos preguntemos: ¿qué relación existe
entre las promesas contenidas en tal experiencia y su cumplimiento en la vida
real? Aunque las pretensiones engañosas de la magia sean plausibles para el
hombre primitivo, ¿cómo es que las tales han permanecido, durante tanto tiempo,
al abrigo de toda crítica?
La respuesta a esto es que, en primer lugar, es un hecho bien conocido que en la
memoria humana el testimonio de un caso positivo siempre hace sombra al caso
negativo. Un éxito puede con facilidad compensar varios fracasos. De esta manera
los ejemplos que confirman la magia siempre destacan de forma más evidente que
los que la niegan. Pero existen otros hechos que confirman, con testimonio falso o
real, las pretensiones de la magia. Hemos visto que el ritual de esta ha tenido que
originarse de una revelación en la experiencia real. Pero el hombre que, a partir de
tal experiencia, concibió, formuló entregó a los demás miembros de la tribu el
núcleo de una nueva celebración mágica ―actuando, ha de recordarse, de
perfecta buena fe― tiene que haber sido un hombre de genio. Los hombres que
heredaron y detentaron su magia detrás de él, sin duda alguna desarrollándola y
haciéndola evolucionar mientras creían que únicamente estaban continuando la
tradición, han tenido que ser siempre hombres de gran inteligencia, energía y
resolución. Serían los hombres que en toda dificultad saldrían con éxito. Es un
hecho empírico que en toda sociedad salvaje la magia y la personalidad fuera de
lo común se han dado siempre la mano. De tal suerte la magia coincide también
con el éxito, la habilidad, el valor y el poder mental personales. No es extraño que
esté considerada como una fuente de triunfos.
Este renombre personal del brujo y su importancia a la hora de respaldar la
creencia en la eficacia de la magia son la causa de un interesante fenómeno: lo
que puede llamarse la mitología en vida de la magia. En torno a todo gran brujo
surge una aureola de leyendas sobre sus maravillosas curas o muertes, sus
capturas, sus victorias, sus conquistas amorosas. En toda sociedad salvaje tales
leyendas forman la columna vertebral de la fe en la magia, porque, al estar
respaldadas por las experiencias emotivas que todos y cada uno han tenido, la
fluyente crónica de sus milagros establece sus pretensiones más allá de toda duda
o quisquillosa reflexión. Todo hechicero en activo, además de la filiación con sus
precedentes y su recurso a la tradición, construye su propia y personal garantía de
taumaturgo.
De esta suerte, el mito no es un producto muerto de edades pretéritas, que
únicamente sobrevive como narración ociosa. Es una fuerza viva, que
constantemente produce fenómenos nuevos y que constantemente va
apuntalando a la magia con nuevos testimonios. Ésta se mueve en la gloria de su
tradición vetusta, pero también crea su atmósfera de mitos siempre nacientes. Del
mismo modo que hay un corpus de leyendas que ya está fijado y regularizado y
constituye el folklore de la tribu, así también existe una corriente de narraciones
semejantes a las del tiempo mitológico. La magia es el puente entre la edad
dorada de aquel arte primigenio y la taumaturgia de hoy. Por eso sus fórmulas
están llenas de alusiones míticas que, al ser pronunciadas, desencadenan los
poderes del pasado y los arrojan al presente.
Con esto vemos también el papel y el significado de la mitología desde un nuevo
ángulo. El mito no es una especulación salvaje en torno a los orígenes de las
cosas, nacido de un interés filosófico. Tampoco es el resultado de la
contemplación de la naturaleza, una suerte de representación simbólica de sus
leyes. Es la constatación histórica de uno de los sucesos que, de una vez para
siempre, dan fe de la verdad de cierta forma de magia. En ocasiones se trata del
registro real de una revelación mágica que viene directamente del primer hombre
a quien la magia fue revelada en alguna dramática ocasión. Con más frecuencia,
el mito lleva en su superficie el sello de que es una mera constatación de cómo
aquélla se convirtió en posesión de algún clan, comunidad o tribu. Se trata, en
todos los casos, de una garantía de su verdad, de un árbol genealógico de su
filiación y de una carta de validez para sus pretensiones. El mito es, como hemos
visto, el resultado natural de la fe humana, porque todo poder ha de dar signos de
su eficiencia, ha de actuar y ha de saberse que actúa si es que las gentes han de
creer en él. Toda creencia engendra su mitología, puesto que no existe fe sin
milagros, y los principales mitos cuentan, simple- mente, el primordial milagro de la
magia misma.
El mito, hemos de añadir sin más dilación, puede vincularse no sólo a la magia,
sino a cualquier forma de poder o demanda social. Se usa siempre para dar
cuenta de uno o más privilegios o deberes extraordinarios, de las grandes
desigualdades sociales, de las pesadas obligaciones del rango, sea de alta o baja
alcurnia. También las creencias y poderes de la religión se refieren a sus orígenes
en términos mitológicos. El mito religioso, empero, se acerca más a un dogma
explícito, cual la creencia en el mundo del más allá, en la creación o en la
naturaleza de las divinidades, dogmas que vendrían tejidos en forma de leyenda.
El mito sociológico, por otra parte, generalmente está y de modo primordial en las
culturas primitivas, embebido de consejas sobre las fuentes del poder de la magia.
Puede decirse sin exageración alguna que la mitología más típica y más
desarrollada en las comunidades salvajes es la de la magia, y que la función del
mito no es la de explicar, sino la de certificar, no la de satisfacer la curiosidad, sino
la de dar confianza en el poder, no la de contar un cuento, sino la de establecer su
circulación libre de las injerencias del día, a menudo confiriéndole similar validez
de fe. La profunda conexión que existe entre el mito y el culto, la función
pragmática del mito al reforzar el credo, ha sido tan persistentemente despreciada
en favor de la teoría etiológica o explicativa del mito que ha sido necesario que
nos extendiésemos en este lugar.

Magia y ciencia
Nos ha sido menester hacer una digresión en el campo de la mitología en razón
de que es el éxito, real o imaginario, de la brujería el que engendra el mito. ¿Qué
diremos, sin embargo, de los fracasos? Con toda la fuerza que la magia adquiere
de la fe espontánea y del ritual espontáneo, del deseo intenso o de la emoción
frustrada, con toda la fuerza que el prestigio personal le confiere, el poder social y
el éxito comunes al brujo y al curandero, se dan, sin embargo, fallos y fracasos y
tendríamos en muy poco la inteligencia, lógica y captación de la experiencia en el
salvaje si supusiéramos que no se da cuenta de ello y que no lo tiene en
consideración.
En primer lugar, la magia está rodeada de condiciones estrictas: recuerdo exacto
del hechizo, celebración impecable del rito, firme adhesión a los tabúes y
observaciones que entraban al brujo. Si una de estas condiciones es descuidada
el fracaso de la magia sobreviene. Y, además, incluso si la magia se lleva a efecto
de la manera más perfecta, sus efectos podrían igualmente no suceder, porque
frente a todo brujo puede existir también un antibrujo. Si la magia, como hemos
mostrado, viene engendrada por la unión del resuelto deseo del hombre con la
caprichosa fantasía de la suerte, entonces todo deseo positivo o negativo no sólo
puede, sino que debe tener su magia. Pues bien, en todas esas ambiciones
sociales y mundanas, en todas esas luchas por conseguir buena fortuna y hacerse
con prósperos resultados, el hombre se mueve en una atmósfera de rivalidad,
envidia y despecho. Porque la suerte, las posesiones, incluso la salud, son
asuntos de grados y comparación, y sí el vecino posee más ganado, más mujeres,
y goza de salud y poderes mayores, el individuo se sentirá empequeñecido en lo
que es y en lo que tiene. Y la naturaleza humana es tal que el deseo de un
individuo se satisface tanto más con la frustración de los otros que con el propio
éxito. A este juego sociológico de deseo y contradeseo, de ambición y despecho,
de éxito y envidia, le corresponde el juego de la magia y la contramagia, o sea, de
la magia blanca y la magia negra.
En Melanesia, en donde yo he estudiado este problema de primera mano, no
existe ni un solo acto de magia acerca del que no se crea firmemente que tiene un
contraacto, el cual, cuando es más fuerte, puede aniquilar completamente los
efectos de aquél. En ciertos tipos de magia, como por ejemplo la de la salud y la
enfermedad, las fórmulas van, de hecho, por parejas. Un brujo que aprende una
celebración por la que causa una enfermedad definida aprenderá al mismo tiempo,
la fórmula y el rito que pueden anular completamente los efectos maléficos de su
magia. También en el amor, no sólo se da la creencia de que cuando se ponen en
marcha dos fórmulas para ganar el mismo corazón, es la voluntad más fuerte la
que sale victoriosa frente a la más débil, sino que además existen hechizos que,
de modo directo, se pronuncian para alienar el afecto de la amada o mujer de otro.
Es difícil decir si tal dualidad mágica existe en todo el mundo con la misma
congruencia con que lo hace en las Trobriand, pero que las fuerzas generales de
blanco y negro, de positivo y negativo, se dan en todas partes está fuera de duda.
De tal suerte el fracaso de la magia puede explicarse en razón de un desliz de la
memoria, un descuido en la celebración o en el respeto de un tabú y, en último
lugar ―pero no por ello con menor frecuencia―, por el hecho de que alguien ha
llevado a efecto cierta clase de contramagia,
Ahora ya estamos en franquía para formular de modo más completo la relación,
que bosquejamos arriba, existente entre la magia y la ciencia. La magia es similar
a la ciencia en que siempre cuenta con una meta definida que está íntimamente
relacionada con instintos, necesidades o afanes humanos. El arte de la magia se
dirige hacia la consecución de resultados prácticos. Como las demás artes y
oficios, la magia también está gobernada por una teoría, por un sistema de
principios que dictan la manera en la que el acto ha de celebrarse para que sea
efectivo. Al analizar los hechizos mágicos, los ritos y sustancias usadas, hemos
encontrado que existen ciertos principios generales que los gobiernan. La magia,
como la ciencia, desarrolla también una técnica especial. En la magia, como en las
demás artes, el hombre puede deshacer lo hecho o reparar el daño que ha
causado. En ésta, de hecho, los equivalentes cuantitativos de blanco y negro
parecen ser mucho más exactos y los efectos de la brujería erradicados de modo
mucho más completo por la contrabrujería que lo que es posible en cualquier otra
arte o actividad prácticas. De esta manera, la magia y la ciencia muestran ciertas
similitudes y, con sir James Frazer, podemos decir con toda propiedad que la
magia es una pseudociencia.
Y no es difícil detectar el carácter espúreo de tal pseudociencia. La ciencia, incluso
la que representa el primitivo saber del salvaje, se basa en la experiencia normal y
universal de la vida cotidiana, en la experiencia que el hombre adquiere al luchar
con la naturaleza en aras de su supervivencia y seguridad, y está fundamentada
en la observación y fijada por la razón. La magia se basa en la experiencia
específica de estados emotivos en los que el hombre no observa a la naturaleza,
sino a sí mismo y en los que no es la razón sino el juego de emociones sobre el
organismo humano el que desvela la verdad. Las teorías del conocimiento son
dictadas por la lógica, las de la magia por la asociación de ideas bajo la influencia
del deseo. Es un hecho empírico que el corpus del conocimiento racional y el
corpus de los saberes mágicos están incorporados en tradiciones diferentes, en un
escenario social diferente y en un tipo diferente de actividad, y que todas estas
diferencias son claramente reconocidas por los salvajes. Una de ellas constituye el
dominio de lo profano; la otra, limitada por ceremonias, misterios y tabúes,
constituye la mitad del dominio de lo sacro.

Magia y religión
Tanto la magia como la religión surgen y funcionan en momentos de carácter
emotivo: las crisis de la vida, los fracasos en empresas importantes, la muerte y la
iniciación en los misterios de la tribu, el amor infortunado o el odio insatisfecho.
Tanto la magia como la religión presentan soluciones ante esas situaciones y
atolladeros, ofreciendo no un modo empírico de salir con bien de los tales, sino los
ritos y la fe en el dominio de lo sobrenatural. Tal dominio comprende, en la
religión, la creencia en los fantasmas, los espíritus, las presunciones primitivas de
la providencia, los guardianes de los misterios de la tribu; en la magia, la creencia
en su fuerza y poder primordiales. Tanto la magia como la religión se basan
estrictamente en la tradición mitológica y ambas existen en la atmósfera de lo
milagroso, en una revelación constante de su poder de taumaturgas. Ambas están
rodeadas por tabúes y ceremonias que diferencian sus actos de los que el mundo
de lo profano ejercita.
Pues bien, ¿qué es lo que distingue la religión de la magia? Hemos tomado como
punto de partida una distinción sumamente definida y tangible; hemos definido a la
magia dentro del dominio de lo sacro, como un arte práctico compuesto de actos
que son, tan sólo, medios para un fin definido que se espera para más tarde; la
religión viene a ser un corpus de actos autocontenidos que ya son, por sí mismos,
el cumplimiento de su finalidad. Ahora podemos seguir esta diferenciación hasta
sus implicaciones más profundas. El arte práctico de la magia tiene su técnica
limitada y circunscrita; el hechizo, el rito y el estado del que los celebra forman su
repetida trinidad. La religión, con sus complejos aspectos y propósitos, no cuenta
con una técnica tan simple y su unidad no puede verse ni en la forma de sus actos
ni siquiera en lo que constituye su tema, sino, por el contrario, en la función que
cumple y en el valor de su credo y ritual. También la creencia en la magia, en
razón de su sencilla naturaleza práctica, es extremadamente simple. Se trata
siempre de la afirmación del poder del hombre para causar efectos definidos por
medio de conjuros y ritos también definidos. Por el contrario, en la religión
tenemos todo el mundo sobrenatural de la fe: el panteón de los espíritus y
demonios, los poderes benéficos del tótem, el espíritu guardián, el tribal Padre-de-
Todas-Las-Cosas, las visiones de la vida futura, todo esto crea una segunda
realidad sobrenatural para el primitivo. La mitología religiosa es más compleja y
variada, y también más creativa. Usualmente se centra en torno a los distintos
dogmas de su credo y los desarrolla en cosmogonías, leyendas de héroes de la
cultura, narraciones de los hechos de los dioses y semidioses. La mitología de la
magia, aunque importante, es una vanagloria siempre repetida de los primeros
éxitos del hombre. La magia, arte específico para fines específicos, entró una vez,
en todas sus formas, en posesión del hombre y tuvo que ser legada de generación
en generación en filiación directa. Por eso, desde los tiempos más remotos está
en manos de especialistas y la primera profesión de la humanidad es la de
hechicero o bruja. La religión, por su parte, es, en condiciones primitivas, un
asunto de todos, en el que cada uno forma parte activa y equivalente. Todos los
miembros de la tribu han de pasar por la iniciación y después iniciarán a otros.
Todos lloran, se lamentan, cavan la tumba y celebran las conmemoraciones, y a
su debido tiempo, todos tendrán su turno en ser llorados y conmemorados. Los
espíritus existen para todos, y todos se convertirán en espíritus. La única
especialización en la religión ―esto es, el medium espiritual― no es una
profesión, sino un don personal. Otra diferencia entre magia y religión es el juego
de blanco y negro en brujería, mientras que la religión, en sus estados primitivos,
contiene muy poco de ese contraste entre el bien y el mal, entre los poderes
maléficos y benéficos. Esto también es debido al carácter práctico de la magia, la
cual apunta a resultados directos y cuantitativos, mientras que la religión primitiva,
aunque esencialmente moral, ha de habérselas con acontecimientos fatales e
irremediables y con fuerzas y seres sobrenaturales, de suerte que las
destrucciones de las cosas que son obra del hombre no entran en su terreno.
Ciertamente, la máxima de que el miedo hizo a los dioses del universo no es
verdad a la luz de la antropología.
Para entender la diferencia entre religión y magia y obtener una visión clara de
esta constelación de tres esquinas, a saber, religión, magia y ciencia, hemos de
aprehender en pocas palabras la función cultural de cada una. Ya hemos
considerado la función del conocimiento primitivo y su valor, y es claro que los
tales no son difíciles de entender. La ciencia, el conocimiento primitivo, al
familiarizar el hombre con su entorno y permitirle usar de las fuerzas de la
naturaleza, le concede una inmensa ventaja biológica y le coloca muy por encima
del resto de la creación. Hemos aprendido a apreciar la función de la religión y su
valor en el examen de credos y cultos salvajes que expusimos arriba. Hemos
mostrado que la fe religiosa establece, fija e intensifica todas las actitudes
mentales dotadas de valor, como el respeto por la tradición, la armonía con el
entorno, la valentía y la confianza en la lucha con las dificultades y en la
perspectiva de morir. Tal creencia, incorporada y mantenida por el ceremonial y el
culto, tiene un valor biológico inmenso y de tal manera revela al salvaje la verdad,
tomando este término en su más amplio y pragmático sentido.
¿Cuál es la función cultural de la magia? Hemos visto que todos los instintos y
emociones, todas las actividades prácticas conducen al hombre a atolladeros en
donde las lagunas de su conocimiento y las limitaciones de su temprano poder de
observar y razonar le traicionan en los momentos cruciales. El organismo humano
reacciona ante esto por medio de espontáneos estallidos en los que los modos
rudimentarios de conducta y las creencias rudimentarias en su eficiencia resultan
inventados. La magia se fija sobre esas creencias y ritos rudimentarios y los regula
en formas permanentes y tradicionales. La magia le proporciona al hombre
primitivo actos y creencias ya elaboradas, con una técnica mental y una práctica
definidas que sirven para salvar los abismos peligrosos que se abren en todo afán
importante o situación crítica. Le capacita para llevar a efecto sus tareas
importantes en confianza, para que mantenga su presencia de ánimo y su
integridad mental en momentos de cólera, en el dolor del odio, del amor no
correspondido, de la desesperación y de la angustia. La función de la magia
consiste en ritualizar el optimismo del hombre, en acrecentar su fe en la victoria de
la esperanza sobre el miedo. La magia expresa el mayor valor que, frente a la
duda, confiere el hombre a la confianza, a la resolución frente a la vacilación, al
optimismo frente al pesimismo.
Visto desde lejos y por encima, desde los elevados lugares de seguridad de
nuestra civilización evolucionada, es fácil ver todo lo que la magia tiene de tosco y
de vano. Pero sin su poder y guía no le habría sido posible al primer hombre el
dominar sus dificultades prácticas como las ha dominado, ni tampoco habría
podido la raza humana ascender a los estadios superiores de la cultura. De aquí la
presencia universal de la magia en las sociedades primitivas y su enorme poder.
De aquí también que hallemos a la magia como invariable aditamento de todas las
actividades importantes. Creo que hemos de ver en ella la incorporación de esa
sublime locura de la esperanza que ha sido la mejor escuela del carácter del
hombre.

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