MAGIA
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MAGIA
No existen pueblos, por primitivos que sean, que carezcan de religión o magia.
Tampoco existe, ha de añadirse de inmediato, ninguna raza de salvajes que
desconozca ya la actitud científica, ya la ciencia, a pesar de que tal falta les ha
sido frecuentemente atribuida. En toda comunidad primitiva, estudiada por
observadores competentes y dignos de confianza, han sido encontrados dos
campos claramente distinguibles, el Sagrado y el Profano; dicho de otro modo, el
dominio de la Magia y la Religión, y el dominio de la Ciencia.
Por un lado, hallamos los actos y observancias tradicionales, considerados sacros
por los aborígenes y llevados a efecto con reverencia y temor, encercados
además por prohibiciones y reglas de conducta especiales. Tales actos y
observancias se asocian siempre con creencias en fuerzas sobrenaturales,
primordialmente las de la magia, o con ideas sobre seres, espíritus, fantasmas,
antepasados muertos, o dioses. Por otro lado, un momento de reflexión basta para
mostrarnos que no hay arte ni oficio, por primitivo que sea, ni forma organizada de
caza, pesca, cultivo o depredación que haya podido inventarse o mantenerse sin
la cuidadosa observación de los procesos naturales y sin una firme creencia en su
regularidad, sin el poder de razonar y sin la confianza en el poder de la razón; esto
es, sin los rudimentos de lo que es ciencia.
El mérito de haber establecido los cimientos de un estudio antropológico de la
religión pertenece a Edward B. Tylor. En su conocida teoría mantiene que la
esencia de la religión primitiva es el animismo, o sea, la creencia en seres
espirituales, y muestra cómo tal creencia se ha originado de una interpretación
equivocada pero congruente de sueños, visiones, alucinaciones, estados
catalépticos y fenómenos similares. El filósofo o teólogo salvaje, al reflexionar
sobre tales cosas, dio en distinguir el cuerpo del alma humana. Pues bien, es
obvio que el alma continúa viviendo tras la muerte porque se aparece en los
sueños, persigue y obsesiona a los vivos en visiones y recuerdos y parece influir
en los destinos de los hombres. De tal suerte se originó la creencia en los
aparecidos y en los espíritus de los muertos, en la inmortalidad y en el mundo de
más allá de la muerte. Ahora bien, el hombre en general, y el primitivo en
particular, tiende a imaginar el mundo externo a su propia imagen. Y como los
animales, las plantas y los objetos se mueven, actúan, están dotados de una
conducta, ayudan al hombre o le son adversos, es el caso que habrán de estar
animados por un alma o espíritu. De tal modo el animismo, esto es, la filosofía y la
religión del hombre primitivo, se ha visto construido sobre la base de
observaciones e inferencias equivocadas pero comprensibles en una mente
impulida y tosca.
La interpretación de la religión primitiva debida a Tylor, a pesar de la importancia
que en su día tuvo, se basaba en una serie de datos demasiado angosta y
concedía al salvaje un status de racionalidad y contemplación demasiado alto. El
trabajo que sobre el terreno ha sido llevado a término por recientes especialistas
nos muestra el primitivo más interesado en pesca y horticultura, en hechos y
festejos de su tribu, que en especulaciones sobre sueños y visiones o en
explicaciones de «dobles» o estados catalépticos, a la vez que revela otros
muchos aspectos de la religión primitiva que es imposible encajar en el esquema
de Tylor referente al animismo.
El enfoque mucho más extenso y profundo de la antropología moderna encuentra
su expresión más adecuada en los eruditos e inspirados escritos de sir James
Frazer. En tales obras ha establecido éste los tres problemas madres que, en lo
relativo a la religión primitiva, son los que ocupan a la antropología de hoy: la
magia y su relación con la religión y la ciencia, el totemismo y el aspecto
sociológico del credo salvaje; los cultos de la fertilidad y la vegetación. Será mejor
que examinemos estos temas por orden.
El libro de Frazer, La rama dorada, ese gran código de la magia primitiva, muestra
con claridad que el animismo no es la única, ni tampoco la dominante, creencia de
la cultura salvaje. El primitivo busca ante todo consultar el curso de la naturaleza
para fines prácticos y lleva a cabo tal cosa de modo directo, por medio de rituales
y conjuros, obligando al viento y al clima, a los animales y a las cosechas, a
obedecer su voluntad. Sólo mucho después, al toparse con las limitaciones del
poder de su magia, se dirigirá a seres superiores, con miedo o con esperanza, en
súplica o en desafío; tales seres superiores serán demonios, espíritus de los
antepasados o dioses. Es en esa distinción entre lo que, por una parte, es control
directo y, por otra, propiciación de poderes superiores donde sir James Frazer ve
la diferencia entre magia y religión. La magia, basada en la confianza del hombre
en poder dominar la naturaleza de modo directo, es en ese respecto pariente de la
ciencia. La religión, la confesión de la impotencia humana en ciertas cuestiones,
eleva al hombre por encima del nivel de lo mágico y, más tarde, logra mantener su
independencia junto a la ciencia, frente a la cual la magia tiene que sucumbir.
Esta teoría de la religión y la magia ha sido el punto de partida de los más
modernos estudios consagrados a esos dos temas gemelos. El profesor Preuss en
Alemania, el doctor Marett en Inglaterra, Hubert y Mauss en Francia, han
elaborado independientemente ciertos enfoques que, en parte, son críticas a
Frazer y, en parte, siguen las líneas de su investigación. Estos estudiosos
postulan que, a pesar de su similar apariencia, ciencia y magia difieren sin
embargo de un modo radical. La ciencia nace de la experiencia, la magia está
fabricada por la tradición. La ciencia se guía por la razón y se corrige por la
observación; la magia, impermeable a ambas, vive en una atmósfera de
misticismo. La ciencia está abierta a todos, es decir, es un bien común de toda la
sociedad; la magia es oculta, se enseña por medio de misteriosas iniciaciones y se
continúa en una tradición hereditaria o, al menos, sumamente exclusiva. Mientras
que la ciencia se basa en la concepción de ciertas fuerzas naturales, el hontanar
de la magia es la idea de un poder místico e impersonal en el que creen la mayor
parte de los pueblos primitivos. Tal poder, llamado mana por algunos melanesios,
arungquiltha por ciertas tribus australianas, wakan, orenda, manitu por algunos
indios de América, y que en otros lugares carece de nombre, es, se ha
establecido, una idea casi universal que se encuentra en cualquier lugar donde
florezca la magia. De acuerdo con los estudiosos que acabo de mencionar,
podemos encontrar, entre los pueblos más primitivos y entre los más bajos
salvajes, una creencia en una fuerza sobrenatural e impersonal que mueve todas
aquellas operaciones que son pertinentes para el salvaje y son causa de todos
aquellos sucesos verdaderamente importantes que acaecen en la esfera de lo
sacro. De esta suerte, el mana, y no el animismo, es la esencia de la «religión
preanimista» y, a la vez, constituye la esencia de la magia que, de tal modo,
resulta radicalmente diferente de la ciencia.
La pregunta, empero, de qué será el mana sigue en pie: en efecto, ¿qué es esa
fuerza mágica impersonal que, en la suposición del salvaje, domina todas las
formas de su credo? ¿Se trata de una idea fundamental, de una categoría innata
de la mente primitiva, o acaso puede explicarse por elementos aún más simples y
más primordiales de la psicología humana o de la realidad en la que el primitivo
vive? Las contribuciones más originales y más importantes a este problema han
sido ofrecidas por el difunto profesor Durkheim, y tocan también el otro tema que
abrió sir James Frazer: el del totemismo y los aspectos sociológicos de la religión.
El totemismo, citando la clásica definición de Frazer, «es una íntima relación cuya
existencia se supone, por un lado, entre un grupo de gentes emparentadas y una
especie de objetos naturales o artificiales por el otro, objetos a los que se llama
tótems del grupo humano». De suerte que el totemismo tiene dos caras: es un
modo de agrupamiento social y un sistema religioso de creencias y prácticas. Cual
la religión, expresa el Interés que el hombre primitivo confiere a lo, que le rodea, el
deseo de postular afinidades y de dominar los mas importantes objetos: por
encima de todo las especies vegetales o animales, más raramente objetos
inanimados que son útiles y, por fin y por gran infrecuencia, cosas que son
producto de su propia industria. Como regla general las especies de animales y
plantas que constituyen el alimento cotidiano o, en todo caso, los animales
comestibles o útiles comparten una forma especial de reverencia totémica y son
tabúes para los miembros del clan que está asociado con esa especie y que en
ocasiones lleva a efecto ritos y ceremonias destinados a favorecer su
multiplicación. El aspecto social del totemismo consiste en la subdivisión de la
tribu en unidades menores, apellidadas en antropología clanes, gentes, sibas o
fratrías.
En el totemismo vemos, por consiguiente, no el resultado de las tempranas
especulaciones del hombre en torno a misteriosos fenómenos, sino una
combinación de ansiedad utilitaria por los más necesarios objetos de sus
inmediaciones con cierta preocupación por aquellos que captan su imaginación y
atención, como, por ejemplo, hermosos pájaros, reptiles y animales peligrosos.
Merced a nuestro conocimiento de lo que puede llamarse la actitud totémica de la
mente, la religión primitiva se ve más cerca de la realidad y de los intereses
prácticos de la vida del salvaje que lo que parecía en su aspecto «animista», cual
lo acentuaron Tylor y los primeros antropólogos.
Mediante su aparentemente extraña asociación con una forma problemática de
división social me estoy refiriendo al sistema de clanes; el totemismo ha
enseñado, además, otra lección a la antropología: le ha revelado la importancia
del aspecto sociológico en todas las formas culturales tempranas. El salvaje
depende del grupo con el que directamente está en contacto a la vez para la
cooperación en lo práctico y para la solidaridad en lo mental, y tal dependencia es
mucho mayor que la del hombre civilizado. Siendo el caso que cual puede
apreciarse en el totemismo, la magia y muchas otras prácticas el culto primitivo,
así como el ritual, están cercanamente relacionados con preocupaciones prácticas
y con necesi- dades mentales, tiene que haber una conexión íntima entre la
organización social y el credo religioso. Tal cosa ya la entendió aquel pionero de la
antropología religiosa que fue Robertson Smith, cuyo principio de que la religión
del primitivo «era esencialmente asunto de la comunidad y no de los individuos»
se ha convertido en un leit motiv de la investigación moderna. De acuerdo con el
profesor Durkheim, quien postuló este enfoqué con gran energía, «lo religioso» es
idéntico a «lo social». Pues «de una manera general... una sociedad posee todo lo
que se precisa para hacer nacer la sensación de lo divino en las mentes de los
hombres tan sólo mediante el poder que sobre ellas detenta; pues para sus
miembros es lo que Dios es para sus adoradores».1 El profesor Durkheim llega a
esta conclusión mediante el estudio del totemismo, del que cree que se trata de la
más antigua forma de religión. De tal forma que el «principio totémico», que es
idéntico al mana y al «Dios del clan..., no puede ser otra cosa sino el clan mismo».
Estas extrañas y, en parte, oscuras conclusiones serán criticadas más tarde; y se
mostrará en qué consiste el pedazo de verdad que indudablemente contienen, así
como hasta qué punto pueden ser fruc- tíferas. De hecho, ya han producido su
retoño al influir en algunos de los más importantes escritos de antropología
combinada con humanidades clásicas, por mencionar tan sólo las obras de Jane
Harrison y Cornford.
El tercer gran tema que Frazer introdujo en la ciencia de la religión es el de los
cultos de la vegetación y la fertilidad. En La rama dorada recorremos, partiendo
del horrendo y misterioso ritual de las divinidades del bosque de Nemi, una
asombrosa variedad de cultos mágicos y religiosos, ideados por el hombre para
estimular y controlar la fertilizadora labor de cielos y tierra, del sol y de la luna, y
nos quedamos con la impresión de que la religión primitiva está preñada de las
fuerzas mismas de la vida salvaje, de su joven crudeza y hermosura, de poder y
exuberancia tan violenta que conducen una y otra vez a actos suicidas de
autoinmolación. El estudio de La rama dorada nos muestra que para el hombre
primitivo la muerte tiene significado primordialmente como un paso hacia la
resurrección, el declinar como un estadio del renacer, la plenitud del otoño y el
decaimiento del invierno como prólogos del resurgimiento de la primavera.
Inspirados por tales pasajes de La rama dorada, un número de estudiosos han
desarrollado, a menudo con precisión mayor y análisis más completo que los del
propio Frazer, lo que podría llamarse el enfoque vitalista de la religión. De esta
suerte Crawley en su Tree of Life, Van Gennep en su Rites de Passage y Jane
Harrison en varios trabajos, han expuesto evidencias de que la fe y el culto brotan
de las crisis de la existencia humana, esto es, de «los grandes sucesos de la vida,
el nacimiento, la adolescencia, el matrimonio, la muerte... Es hacia tales
acontecimientos a donde la religión, en gran parte, apunta».3 La tensión de las
necesidades instintivas, las fuertes experiencias de la emoción, conducen, de una
u otra suerte, al culto y al credo. «El deseo insatisfecho es el mutuo hontanar del
Arte y de la Religión.»4 Más tarde evaluaremos cuánta verdad existe en esta
afirmación un tanto vaga y también cuánta exageración puede medirse en ella.
Existen dos importantes contribuciones a la teoría de la religión primitiva que voy a
mencionar sólo aquí porque de alguna manera han permanecido fuera de la
corriente principal del interés antropológico. Tratan éstas respectivamente, de la
primitiva idea de un solo dios y del lugar que ocupa la moral en la religión primitiva.
Es de notar que tales contribuciones no hayan merecido, y aún no merezcan,
atención, pues ¿no son acaso esas dos cuestiones las primeras y principalísimas
en la mente de todo aquel que realiza un estudio de la religión, por tosca y
rudimentaria que ésta sea? Tal vez la explicación esté en la idea preconcebida de
que los «orígenes» han de ser muy simples y bastos al compararse con las
«formas desarrolladas», y también en la noción de que el «salvaje» y «primitivo»
es de verdad salvaje y primitivo.
El problema de la moral como una primera función religiosa fue también dejado a
un lado hasta que recibiera tratamiento exhaustivo no sólo en las obras de
Schmidt, sino también en dos trabajos de importancia extraordinaria: Origin and
Development of Moral Ideas del profesor E. Westermarck y Mo-rals in Evolution
del profesor L. T. Hobhouse.
¿Significa esto, sin embargo, que los aborígenes atribuyen todo buen resultado a
la magia? Por supuesto que no. Si sugiriésemos a un nativo que al plantar su
huerto atendiera ante todo a la magia y descuidase las labores se sonreiría de
nuestra simplicidad. Él sabe, tan bien como nosotros, que existen condiciones y
causas naturales y, gracias a sus observaciones, conoce también que es capaz de
controlar tales fuerzas naturales por medio del esfuerzo físico y mental. Su
conocimiento es limitado, sin duda, pero en tanto existe es resoluta y abiertamente
antimístico. Si las vallas se quiebran, si la semilla se destroza o se seca o se la
lleva el agua el nativo echará mano no a la magia, sino a su trabajo, guiado por el
conocimiento y la razón. Por otro lado, su experiencia también le ha enseñado
que, a pesar de toda su previsión y allende todos sus esfuerzos, existen
situaciones y fuerzas que un año prodigan inesperados e inauditos beneficios de
fertilidad, hacen que todo resulte perfectamente, que sol y lluvia aparezcan en los
momentos en los que son menester, que los insectos nocivos permanezcan lejos y
que la cosecha rinda un superabundante fruto; y otro año esas mismas
circunstancias traen mala suerte y adversa fortuna,
persiguiéndole del principio a fin y dando al traste con sus más arduos esfuerzos
y su mejor fundado saber. Es para controlar tales influencias para lo que empleará
la magia.
Por consiguiente, existe aquí una división claramente diferenciada: tenemos, en
primer lugar, el con- junto de condiciones conocidas, cual el curso natural del
crecimiento y las enfermedades y peligros ordinarios de los que el desmonte y
escarda pueden dar cuenta. Por otro lado, está el terreno de las in- fluencias
adversas e imprevisibles, así como del inaudito incremento de coincidencias
afortunadas. A las primeras condiciones se las hace frente con el conocimiento y
el trabajo, a las segundas con la magia.
Tal línea divisoria puede trazarse también en lo relativo al status social respectivo
de ritual y trabajo. Aunque el brujo del huerto es también, por regla general, el jefe
de las actividades prácticas, estas dos funciones permanecen separadas con todo
rigor. Toda ceremonia mágica tiene su propio nombre distintivo, su tiempo
apropiado y su lugar en el esquema de la labor, y, queda completamente fuera del
curso ordinario de las actividades. Algunas de éstas son ceremonias a las que
asiste toda la comunidad, y todas son públicas en el sentido de que se sabe
cuándo se llevan a término y de que cualquiera puede estar presente. Se celebran
en parcelas seleccionadas dentro de los huertos y, dentro de tal parcela, en un
rincón especial. El trabajo es tabú en tales ocasiones, a veces sólo por el tiempo
que dura la ceremonia, a veces por uno o dos días. El jefe y brujo dirige, en su
carácter laico, la labor, fija las fechas para el comienzo y arenga y exhorta a los
hortelanos perezosos o descuidados. Pero ambos papeles nunca se interfieren ni
confunden: siempre están claros y cualquier nativo nos informará, sin sombra de
duda, si el hombre actúa como brujo o como director del trabajo hortícola.
Lo que se ha dicho referente a la horticultura halla su paralelo en cualquiera de las
muchas otras actividades en las que trabajo y magia tienen lugar uno al lado del
otro sin que nunca existan interferencias. Así, en la construcción de canoas el
conocimiento empírico del material, de la tecnología y de ciertos principios de
estabilidad e hidrodinámica funcionan en compañía y cercana asociación con la
magia, aunque no se inmiscuyan mutuamente.
Por ejemplo, los aborígenes entienden perfectamente bien que cuanto más ancho
es el espacio del pescante de la piragua, más grande será la estabilidad, pero
menor la resistencia contra la corriente. Pueden explicar con claridad por qué han
de dar a tal espacio una tradicional anchura, medida en fracciones de la longitud
de la canoa. También pueden explicar, en términos rudimentarios pero clara-
mente mecánicos, cómo han de comportarse en un temporal repentino, por qué la
piragua ha de estar siempre del lado de la tempestad, por qué un tipo de canoa
puede voltejear y el otro no. De hecho, poseen todo un sistema de principios de
navegación, al que da cuerpo una terminología rica y variada que se ha trasmitido
tradicionalmente y a la que obedecen de modo tan congruente y racional como
hacen con la ciencia moderna los marinos de hoy. ¿Cómo les sería posible
navegar de otra manera en condiciones eminentemente peligrosas y en sus
frágiles y primitivas barcas?
Pero incluso con todo su sistemático conocimiento metódicamente aplicado están
a la merced de mareas incalculables y poderosas, de temporales repentinos en la
estación de los monzones y de des- conocidos arrecifes. Y aquí es donde entra en
escena su magia, que se celebra sobre la canoa durante su construcción y que se
continúa al comienzo y fin de singladura en momentos de auténtico peligro. Si el
marinero de hoy, entrenado en ciencia y razón, con previsión de toda suerte de
instrumentos de seguridad y navegando en buques de acero, si incluso él tiene
una singular tendencia hacia la superstición ―que no le despoja de su
conocimiento o razón ni le hace enteramente prelógico―, ¿podemos acaso
maravillarnos de que su salvaje colega, en condiciones más precarias, y con
mucho, recurra a la seguridad y alivio de la magia?
La pesca y sus ritos mágicos de las islas Trobriand nos proporcionan aquí una
prueba que, además de interesante, es crucial. Mientras que en los poblados de la
laguna interior la pesca se lleva a cabo de manera fácil y absolutamente confiada
mediante el método de envenenamiento de las aguas, que produce resultados
abundantes sin peligro ni incertidumbre alguna, existen a la orilla del mar abierto
peligrosos modos de pesca y también ciertos tipos en los que la captura varía
sobremanera de acuerdo con el evento de si hay bancos de peces que aparecen
de antemano o no. Es del todo significativo que, en la pesca de laguna, en la que
el hombre puede confiar por entero en su conocimiento y pericia, la magia no
existe, mientras que, en la pesca de mar abierto, preñada de peligros o
incertidumbres, se haga uso de un extenso ritual mágico para asegurar protección
y resultados prósperos.
Asimismo, en la guerra, saben los aborígenes que la fuerza, la valentía y la
agilidad representaba un papel decisivo. Sin embargo, también aquí practican la
magia para domeñar los elementos de la suerte y el azar.
En parte alguna, empero, está la dualidad de causas naturales y sobrenaturales
divididas por línea tan delgada e intrincada, aunque, de seguirla cuidadosamente,
tan bien marcada, tan decisiva e instructiva, cual en las dos más fatídicas fuerzas
del destino humano: la salud y la muerte. La salud es, para los melanesios, un
estado de cosas natural y, a menos que se altere, el cuerpo humano se
conservará en perfectas condiciones. Pero los nativos saben perfectamente bien
que existen medios naturales que pueden afectar la salud e incluso destruir el
cuerpo. Venenos, heridas, quemaduras, caídas causan, como ellos saben,
incapacitaciones o muertes por vía natural, y tal cosa no es un asunto de opinión
privada de éste o aquel individuo, sino que está establecido por un saber
tradicional e incluso por creencias religiosas, pues se considera que hay varios
caminos hacia el mundo del más allá para los que han muerto por brujería y para
los que han hallado su muerte «natural». También se reconoce que el calor, el frío,
el exceso de ejercicio, de sol o de comida, pueden causar desarreglos menores
que se tratan con remedios naturales, cual los masajes, el vapor, el calor del fuego
y ciertas pociones.
Saben que la vejez conduce a la decrepitud corporal, y los nativos explican el óbito
de los muy ancianos diciendo que se debilitan y que su esófago se cierra, con lo
cual les sobreviene, lógicamente, la muerte.
Pero además de estas causas naturales está el campo enorme de la brujería y la
mayoría, con mucho, de los casos de enfermedad y muerte se le adscriben a ésta.
La línea divisoria entre brujería y las demás causas es clara en teoría y en la
mayor parte de los casos de la práctica, pero ha de entenderse que está sujeta a
lo que pudiera llamarse la perspectiva personal. Esto es, cuanto más
cercanamente le pertine un caso a la persona que lo considera, menos será
«natural» y más será «mágico». Así, un anciano cuya amenazadora muerte será
considerada natural por los demás miembros de la comunidad, temerá tan sólo a
la brujería y nunca pensará en lo que es su natural destino. Una persona con
algún ligero trastorno diagnosticará brujería en su propio caso, mientras que los
demás quizás hablarán de excesos en el consumo de betel, en la comida o en
algún otro plano.
Y, no obstante, ¿quién de nosotros cree que los propios trastornos corporales y la
muerte que los si- gue son sucesos puramente neutros, tan sólo un evento
insignificante en la cadena infinita de las causas? La salud, la enfermedad, la
amenaza de morir flotan para el más racional de los hombres civilizados en una
niebla emotiva que puede tornarse cada vez más densa y más impenetrable
según se nos aproximan esas fatales formas. Es en verdad sorprendente que
unos «salvajes» puedan lograr una actitud mental tan desapasionada y sobria,
cual de hecho es la suya.
De suerte que, en su relación con la naturaleza y el destino, ya sea que se trate de
explotar a la primera o de burlar al segundo, el hombre primitivo reconoce las
fuerzas e influencias naturales y sobre- naturales, y trata de usar de ambas para
su beneficio. En las ocasiones en que la experiencia le ha enseñado que el
esfuerzo que guía el conocimiento es de alguna eficacia, no escatimará el uno ni
echará al otro en olvido. Sabe que una planta no crecerá por influjo mágico tan
sólo, o que una piragua no podrá flotar o navegar sin haber sido adecuadamente
construida y preparada, o que una batalla no puede ganarse sin habilidad y
valentía. El nativo nunca fía en su magia solamente, aunque en algunas ocasiones
prescinda de ésa en absoluto, cual en encender el fuego o en ciertos oficios y
quehaceres. Pero recurrirá a ella siempre que se vea compelido a reconocer la
impotencia de su conocimiento y de sus técnicas racionales.
He dado las razones por las que, en esta argumentación, he tenido que basarme
principalmente en el material recogido en la tierra clásica de la magia, o sea, en
Melanesia. Pero los hechos discutidos son tan fundamentales y las conclusiones
obtenidas de naturaleza tan universal que será fácil probarlas en cualquier relación
etnográfica detallada y moderna. Comparando el trabajo hortícola y su magia en
otras regiones, la construcción de armas, el arte de curar con ella y con remedios
naturales, las ideas en torno a las causas del morir, podría establecerse fácilmente
la validez universal de lo que se ha probado aquí. Sin embargo, como no hay
observación metódica alguna que se haya hecho con referencia al problema del
conocimiento primitivo, los datos procedentes de otros estudiosos sólo podrán
espigarse aquí y allí Y su testimonio, por más que claro, habrá de ser indirecto.
He preferido enfocar la cuestión del conocimiento racional del hombre primitivo de
manera directa contemplándolo en sus principales ocupaciones, viéndole pasar
del trabajo a la magia y de ésta al trabajo otra vez, entrando en su mente,
prestando oído a sus opiniones. El problema podría haberse enfocado por el
camino del lenguaje, pero esto nos hubiese llevado demasiado lejos en cuestiones
de lógica, semántica y teoría de las lenguas primitivas. Las palabras que sirven
para expresar ideas generales, cual existencia, sustancia y atributo, causa y
efecto, lo fundamental y lo secundario; las palabras y expresiones usadas en
complicados quehaceres como la navegación, la edificación, la medida y la
prueba; los numerales y las descripciones cuantitativas, las clasificaciones
correctas y detenidas de los fenómenos naturales, de los animales y las plantas,
todo ello, nos habría llevado exactamente a la misma conclusión: el hombre
primitivo puede observar y pensar y posee, incorporados en su lenguaje, sistemas
de conocimiento que es en verdad metódico, aunque rudimentario.
Se podrían extraer conclusiones similares a partir de un examen de aquellos
esquemas mentales y artefactos físicos que pueden describirse como diagramas o
fórmulas. Los métodos de indicar los puntos principales del círculo, los
agrupamientos de estrellas en constelaciones, la coordinación de éstas con las
estaciones, los nombres de las lunas en el año, los nombres de los cuartos de la
luna: todos estos logros son propiedad de los salvajes más simples. También
saben dibujar mapas diagramáticos en la arena o el polvo, indicar convenios
mediante piedras, conchas o bastones colocados en la tierra, y planear
expediciones o ataques sobre tales rudimentarios mapas. Coordinando espacio y
tiempo son capaces de organizar grandes concentraciones tribales y combinar los
movimientos de la tribu sobre extensas áreas.5 El uso de hojas, bastones
mellados y similares recursos nemotécnicos es bien conocido y parece ser casi
universal. Todos los diagramas de esa suerte son medios de reducir un complejo e
indómito girón de realidad a una forma manejable y simple y proporcionan al
hombre un control mental relativamente sencillo sobre aquélla. ¿En cuánto tales
no son acaso ―en forma muy rudimentaria, sin duda― fundamentalmente afines
a las desarrolladas fórmulas y «modelos» científicos, que también son paráfrasis
manejables y simples de un complejo de realidad abstracta y que proporcionan al
físico civilizado dominio mental sobre ella?
¿En qué consiste tal función? Hemos visto que, en las ceremonias de iniciación,
es la socialización de la tradición; en los cultos del alimento, el sacramento y, el
sacrificio pone al hombre en comunión con la providencia, con las fuerzas
benéficas de la abundancia; el totemismo regulariza la actitud útil y práctica que el
hombre guarda para con su entorno. Si la consideración de la función biológica de
la religión que mantenemos aquí es cierta, entonces todo el ritual mortuorio
también desempeñará un papel semejante.
La muerte de un hombre o mujer de un grupo primitivo, que sólo está compuesto
de un número limitado de individuos, es un suceso de no parca importancia. Los
amigos y parientes más próximos se ven sacudidos hasta el fondo de su vida
emotiva. Una pequeña comunidad que pierda un miembro se ve severamente
mutilada, sobre todo si éste era de peso. Tal acontecimiento rompe, en su
conjunto, el curso normal de la vida y conmueve los cimientos morales de la
sociedad. La fuerte tendencia en la que hemos insistido en nuestra anterior
descripción da paso al horror y al miedo, a abandonar el cadáver, a huir del
poblado, a destruir todas las pertenencias del difunto; todos estos impulsos existen
y, de darles curso libre, resultarían en extremo peligrosos, desintegrarían el grupo
y destruirían los fundamentos materiales de la cultura primitiva. La muerte en la
sociedad salvaje, en consecuencia, es más que la desaparición de un miembro. Al
poner en movimiento una parte de las profundas fuerzas del instinto de
autoconservación la muerte amenaza la cohesión y solidaridad mismas del grupo,
y de las tales dependen la organización de la sociedad, su tradición y, finalmente,
toda la cultura. Porque sí el hombre primitivo flaquease siempre ante los impulsos
desintegradores de su reacción hacia la muerte, la continuidad de la tradición y la
existencia de la civilización material se harían imposibles.
Ya hemos visto cómo la religión concede al hombre, sacrificando y regularizando
así la otra clase de impulsos, el don de la integridad mental. La religión cumple
exactamente las mismas funciones en relación a todo el grupo. En el ceremonial
de la muerte, que une a los vivos con el cadáver y los fija en el lugar del óbito, a
las creencias en la existencia del espíritu, de sus influencias benéficas o de sus
malévolas intenciones, en los deberes de una serie de ceremonias comunicativas
y de sacrificio, en todo esto, la religión neutraliza las fuerzas centrífugas del miedo,
del desaliento y de la desmoralización y proporciona los más poderosos medios de
reintegración en la turbada solidaridad del grupo y el restable- cimiento de su
presencia de ánimo.
En resumen, la religión asegura aquí la victoria de la tradición y de la cultura frente
a la respuesta puramente negativa de los instintos frustrados.
Con los ritos de muerte ya liemos acabado nuestro examen de los principales tipos
de actos religiosos. Hemos seguido las crisis de la vida como el principal hilo
conductor de nuestra exposición, pero, según se han ido presentando, hemos
tratado también las manifestaciones marginales, cual el totemismo, los cultos del
alimento y la reproducción, el sacrificio y el sacramento, los cultos
conmemorativos de los antepasados y el culto de los espíritus. Hemos de volver a
uno de los tipos mencionados, a saber, la fiesta de las estaciones y las
ceremonias de carácter comunal o tribal, de cuyo examen nos ocuparemos ahora.
religión y «la idea religiosa nace de su misma efervescencia». Durkheim coloca así
el acento en la ebullición emotiva, en la exaltación, en el acrecentado poder que
siente todo individuo cuando tales reuniones acontecen. Sin embargo, una mínima
reflexión es suficiente para mostrarnos que en la sociedad primitiva la elevación de
las emociones y del individuo sobre sí mismo no está en absoluto confinada a las
aglomeraciones y a los fenómenos de multitud. El amante junto a su amada, el
aventurero osado que domina su miedo haciendo frente a un peligro real, el
cazador habiéndoselas con una fiera alimaña, el artesano logrando una obra
maestra se sentirán, en tales condiciones y sean civilizados o salvajes, alterados,
exaltados y dueños de mayores fuerzas. Y no hay duda de que, de tales
experiencias solitarias, en las que el hombre siente el presentimiento de morir, las
punzadas de la angustia o la exaltación de la dicha, surge gran parte de la
inspiración religiosa. Aunque la mayoría de las ceremonias sean celebradas en
público, la revelación religiosa que acaece en la soledad es mucha.
Además, existen en las sociedades primitivas actos colectivos con tanta
efervescencia y pasión como cualquier ceremonia religiosa pudiese comportar y
que, sin embargo, no poseen connotación alguna de tal índole. El trabajo colectivo
de los huertos, tal como yo lo he presenciado en Melanesia, cuando los hombres
se entusiasman en la emulación y gozan de su labor, entonando canciones
rituales y pronunciando gritos de júbilo y lemas de desafío en la competición, está
pleno de esa «efervescencia colectiva». Pero ésta es enteramente profana y si
una sociedad «se revela a sí misma» en esta manifestación, como en cualquier
otra de carácter público, resulta que no asume grandeza divina o apariencia
deiforme alguna. Una batalla, una carrera de canoas, una de las grandes
aglomeraciones tribales para fines de comercio, un lay-corrobboree* australiano,
una reyerta en el poblado, esencialmente son también, tanto desde el punto de
vista social como psicológico, ejemplos de efervescencia de multitudes. Sin
embargo, en tales ocasiones no se ha generado religión alguna. De esta manera
lo colectivo y lo religioso, a pesar de sus interferencias, no son en modo alguno
idénticos y, de la misma suerte que buena parte de creencias e inspiraciones
religiosas puede remitirse a experiencias solitarias, también es el caso que hay
muchas reuniones y hervores sociales que no comportan consecuencia o
significado religioso alguno.
Si hacemos aún más amplia la definición de sociedad y consideramos a ésta como
una entidad permanente, continua en su tradición y cultura, cada generación
educada por sus predecesores y moldeada en su similitud por la herencia social
de la civilización, ¿no podremos entonces ver en la sociedad un prototipo de dios?
Incluso así los actos de la vida del primitivo permanecen rebeldes a tal teoría. Y
ello porque la tradición comprende la suma total de normas y costumbres sociales,
reglas de arte y conocimiento, órdenes, preceptos, leyendas y mitos, y sólo una
parte de todo eso tiene carácter religioso, mientras que lo demás es
esencialmente profano. Como hemos visto en la segunda parte de este ensayo, el
conocimiento empírico y racional de la naturaleza que el primitivo posee, lo que es
el cimiento de sus oficios y artes, de sus empresas económicas y de sus
habilidades constructivas, constituye un dominio autónomo de la tradición social.
La sociedad, cual guardián de la tradición laica, o sea, de lo profano, no puede ser
el principio religioso o la divinidad, porque el lugar de esta última sólo está dentro
de la esfera de lo sacro. Además, hemos visto que una de las principales tareas
de la religión primitiva, sobre todo en la celebración de las ceremonias de
iniciación y de los misterios de la tribu, consiste en santificar la parte religiosa de la
tradición. De esto se sigue que la religión no puede derivar su santidad de una
fuente que la misma religión santifica.
En realidad, la «sociedad» sólo puede identificarse con lo divino y lo sagrado
mediante un hábil juego de palabras y una doble argucia. De hecho, si
identificamos lo social con lo moral y ampliamos este concepto para que cubra
todo credo, toda norma de conducta, todo dictado de la conciencia, si, además,
personificamos la «fuerza moral» y la consideramos como «alma colectiva»,
entonces la identificación de la sociedad con la deidad no requiere gran habilidad
dialéctica para su defensa. Pero, como las reglas morales son tan sólo una parte
de la herencia tradicional del hombre, como la moralidad no se identifica con el
«poder del ser» del que se cree como, en fin, el concepto metafísico del «alma
colectiva» es infecundo en antropología, hemos de rechazar, por todo esto, la
teoría sociológica de la religión.
Para resumir, diremos que los enfoques de Durkheim y de su escuela son
inaceptables. Primero, por- que en las sociedades primitivas la religión también
tiene, en gran parte, sus fuentes en el ámbito pura- mente individual. En segundo
lugar, porque la sociedad, en cuanto multitud, no se abandona siempre, en
absoluto, a la producción de creencias o incluso de estados mentales religiosos,
mientras que, por el contrario, la efervescencia colectiva es a menudo de
naturaleza enteramente secular. En tercer lugar, porque la tradición, la suma total
de ciertas reglas y logros culturales, engloba, y, en las sociedades primitivas
mantiene fuertemente unidos, el campo de lo sagrado y lo profano. Y, por fin,
porque la personificación de la sociedad, el concepto de una «alma colectiva»
carece de fundamentación fáctica y es contrarío a los sanos métodos de la ciencia
social.
El rito y el hechizo
Echemos un vistazo a un típico acto de magia y escojamos uno que es bien
conocido y que está generalmente considerado como una celebración modélica, a
saber, un acto de magia negra. Entre los diversos tipos de brujería que
encontramos entre los salvajes, la que consiste en señalar con una vara mágica
es quizás la más extendida. Un hueso puntiagudo o un bastón, una flecha o la
columna vertebral de alguna alimaña se arroja o impele ritualmente, de manera
mímica, o bien se apunta con ellos al hombre que el acto de la brujería ha de
matar. Contamos con innumerables testimonios en los libros de magia orientales y
antiguos, en las descripciones etnográficas y en narraciones de viajeros, de cómo
se celebra tal rito. Sin embargo, el escenario emotivo, los gestos y expresiones de
los brujos durante tal ceremonia, se han descrito raramente. Las tales son,
empero, de la mayor importancia. Si de pronto se llevara a algún espectador a un
lugar de Melanesia y pudiese éste observar al hechicero en su trabajo, sin que
quizás supiera qué era aquello que miraba, daría en pensar que se las había con
un lunático o tal vez concluiría que el allí presente era un hombre que actuaba
bajo el dominio de una ira fuera de control. Y ello sería así porque el hechicero,
como parte esencial de la celebración ritual, no sólo ha de apuntar a su víctima
con el dardo de hueso, sino que, con una intensa expresión de cólera y odio, ha
de lanzarlo por el aire, doblarlo y retorcerlo como si lo imprimiese en la herida y a
continuación extraerlo con un brusco tirón. De esta suerte no sólo es el acto de
vehemencia, el apuñalamiento, el que se reproduce, sino que ha de ponerse en
escena toda la pasión de la violencia misma.
Vemos así que la expresión dramática de la emoción es la esencia de tal acto,
porque ¿qué es lo que se reproduce en él? No es su finalidad, puesto que en tal
caso sería menester que el brujo imitase la muer- te de su víctima, sino el estado
emotivo del que lo celebra, un estado que corresponde en gran medida a la
situación en que lo encontramos y que ha de llevarse a cabo mímicamente.
Podría aducir buen número de ritos similares por mi propia experiencia, y muchos
más, por supuesto, por testimonios ajenos. Así, mientras que en otros tipos de
magia negra el hechicero hiere, mutila o destruye ritualmente una figura o un
objeto que simboliza a la víctima, ese rito es ante todo una clara expresión de odio
e ira. 0, cuando en la magia amorosa el celebrante tiene que acariciar a la persona
amada, abrazarla o arrullarla o a algún objeto que la represente, lo que hace es
reproducir la conducta de un apasionado amante que ha perdido el sentido común
y a quien atenaza la pasión. En la magia guerrera, la cólera, la furia del ataque, las
emociones del impulso de combatir se expresan con frecuencia de manera más o
menos directa. En la magia de terror, en los exorcismos dirigidos contra el mal y
las tinieblas, el brujo se comporta como si él mismo fuera el que está abrumado
por la emoción del miedo, o que, al menos, está luchando vehementemente contra
ella. Los gritos, el uso de antorchas encendidas o las armas que se blanden
forman a menudo la sustancia de ese rito. 0, como en otro acto que yo mismo
presencié, para conjurar los poderes malignos de las tinieblas, un hombre tiene
que temblar ritualmente y pronunciar despacio el hechizo, como si estuviese
paralizado por el miedo. Y tal miedo acomete también al brujo que se acerca y así
le mantiene a distancia.
Todos estos actos generalmente racionalizados y explicados atendiendo a algún
principio de la magia, son expresiones primarias de la emoción. Lo que es su
sustancia y las cosas que los acompañan tienen a menudo el mismo significado.
Las dagas, los objetos punzantes y desgarradores, las sustancias hediondas o
venenosas que se usan en la magia negra; los perfumes, las flores, los
estimulantes embriaga- dores de la magia de amor, los objetos de valor usados en
la magia económica, todos ellos se asocian con la finalidad de sus magias
respectivas, primariamente a través de emociones y no a través de ideas.
Ahora bien, además de tales ritos, en los que el elemento dominante sirve para
expresar una emoción, existen otros en los que el acto prevé su resultado, o, para
usar la expresión de sir James Frazer, el rito imita su final. Así, en la magia negra
de los melanesios de la que yo he tornado nota, el ritual característico de concluir
un conjuro consiste en debilitar la voz, emitir estertores de muerte y caer al suelo
imitando la rigidez de un cadáver. Pero no es preciso que mostremos otros
ejemplos, porque este aspecto de la magia y su aliado, el de la magia de contagio,
ya han sido brillantemente descritos y exhaustivamente documentados por Frazer.
Sir James también ha mostrado que existe un saber especial de sustancias
mágicas que se basa en afinidades, relaciones e ideas de contagio y similitud que
se desarrollan en una pseudociencia mágica.
Sin embargo, también existen procedimientos rituales en los que no hay imitación,
presagio o expresión de ideas o emociones especiales. Existen ritos tan simples
que sólo se les puede describir como una aplicación inmediata del poder de la
magia, como cuando el celebrante se pone en pie y, al invocar al viento
directamente, hace que éste sople. 0 también, como cuando un hombre dirige el
conjuro a alguna sustancia material que luego aplicará a la persona o cosa que
han de hechizarse. Los objetos materiales que se usan en el ritual son también de
un estricto carácter apropiado a la acción, como las substancias mejor adaptadas
para recibir, contener y transmitir el poder mágico, o envolturas planeadas para
impresionarlo y conservarlo hasta que se aplique a su objeto.
¿Cuál es, empero, esa virtud mágica que figura no sólo en el tipo que acabamos
de mencionar, sino también en todo rito mágico? Porque, ya sea un acto que
expresa ciertas emociones o un rito de imitación y prefiguración, o un acto de
simple invocación, el caso es que todos ellos tienen un rasgo que les es común: la
fuerza de la magia, su poder, ha de llevarse siempre hasta el objeto encantado.
¿En qué consiste tal poder? Dicho brevemente, se trata siempre del poder que
contiene el hechizo, porque éste, y ello no se realzará nunca en grado suficiente,
es el más importante elemento de la magia. El hechizo es esa parte de la magia
que está oculta, que se continúa en filiación mágica y que sólo conoce aquel que
la práctica. Para los nativos conocer la magia significa conocer el hechizo y, en un
análisis de todo acto de brujería, siempre nos encontraremos con que el ritual se
centra en torno a la formulación de un hechizo. Su fórmula es el corazón de la
celebración mágica.
El estudio de los textos y fórmulas de la magia primitiva revela que existen tres
elementos típicos de la magia que están asociados con la fe en su eficiencia. En
primer lugar, están los esfuerzos fonéticos, las imitaciones de los sonidos
naturales, como el silbido del viento, el rugido del trueno, el rumor del mar, las
voces de ciertas alimañas. Tales sonidos simbolizan otros tantos fenómenos y, de
esta manera, se cree que los producen de modo, mágico. 0, de no ser éste el
caso, los tales expresan ciertos estados emotivos asociados con el deseo que ha
de colmarse y cuya consecución se lleva a cabo por medio de la magia.
El segundo elemento, que es muy evidente en los hechizos primitivos, es el uso de
palabras que invocan, formulan u ordenan el deseado propósito. De esta suerte, el
brujo mencionará todos los síntomas de la enfermedad que quiere infringir o, en el
conjuro de muerte, describirá el final de su víctima. En la magia de curación, el
hechicero evocará cuadros de perfecta salud y fuerza corporal. En la magia
económica se pinta el crecimiento de las plantas, la llegada de los animales, la
afluencia de los bancos de peces. 0, también, el brujo hace uso de palabras y
frases que expresan la emoción bajo cuyo poder celebra su magia, y la acción que
da expresión a esa emoción. El brujo tendrá que repetir, en tono de cólera, verbos
tales como «rompo, tuerzo, quemo, destruyo», enumerando con cada uno de ellos
las distintas partes del cuerpo y órganos internos de su víctima. Advertimos en
todo esto que los hechizos se construyen, en gran medida, sobre el mismo modelo
de los ritos, y que sus palabras se seleccionan atendiendo al mismo criterio de las
sustancias de la magia.
En tercer lugar, hay un elemento que, estando presente en el hechizo, no tiene su
correspondiente en el ritual. Me refiero a las alusiones mitológicas, a las
referencias a los antepasados y a los héroes de la cultura de los que se ha
heredado ese saber. Y esto nos lleva a lo que tal vez es el punto más importante
de este tema, o sea, el escenario tradicional de la magia.
La tradición de la magia
La tradición, que, según hemos insistido varias veces, tiene potestad suprema en
las civilizaciones primitivas, se concentra en gran parte en torno al culto y ritual
mágicos. En el caso de cualquier magia importante siempre hallaremos una
narración que da cuenta de su existir. Tal narración nos dice cuándo y cómo pasó
la tal a ser propiedad del hombre y cómo se convirtió en pertenencia de un grupo
local o de un clan o familia. Pero tal narración no es una narración de sus
orígenes. La magia nunca se «originó», ni siquiera fue creada o inventada.
Simplemente, toda magia «era», desde el principio, aditamento esencial de todas
aquellas cosas y procesos que de una manera vital interesan al hombre y que, sin
embargo, eluden los esfuerzos normales de su razón. El hechizo, el rito y el objeto
que ambos gobiernan son los tres coevos.
De esta manera, toda la magia de Australia central existía ya y ha sido heredada
de los tiempos Alcheringa, cuando nació con todas las demás cosas. En
Melanesia toda la magia proviene de un tiempo en el que la humanidad vivía bajo
la tierra y en que ya era patrimonio del hombre ancestral. En sociedades
superiores la magia se deriva, a menudo, de espíritus y demonios, pero, como
regla general, incluso éstos la recibieron y no la inventaron. Así, la creencia en la
naturaleza primigenia de la magia es universal. Paralela suya va la convicción de,
que tan sólo mediante una transmisión inmaculada y absolutamente inmodificada
conserva la magia su efectividad. La más menuda alteración del modelo primitivo
sería fatal. Existe, por consiguiente, la idea de que entre el objeto y su magia hay
un nexo esencial. La magia es cualidad de la cosa, o mejor, de la relación entre la
cosa y el hombre, pues, aunque ésta no es producto suyo, sin embargo, ha sido
hecha por él. En toda tradición, en toda mitología, la magia es siempre posesión
del hombre y ello es así merced al conocimiento de éste o de un ser semejante a
él. Esto implica al brujo celebrante, tanto más que las cosas que van a hechizarse
o los medios de su hechizo. La magia es parte de la dotación original de la
humanidad primigenia, de los mura-mura o de los alcheringa de Australia, de la
humanidad subterrestre de Melanesia y de las gentes de la mágica Edad de Oro
de todo el mundo.
La magia es humana no sólo en su encarnación, sino también en lo que es su
asunto: éste se refiere de modo principal a actividades y estados humanos, a
saber, la caza, la agricultura, la pesca, el comercio, el amor, la enfermedad y la
muerte. Va dirigida no tanto hacia la naturaleza como hacia la relación del hombre
con la naturaleza y a las actividades humanas que en ella causan efecto. Además,
lo que la magia produce se concibe generalmente no como un producto de la
naturaleza, influida por el hechizo, sino como algo especialmente mágico, algo que
la naturaleza no puede hacer ni producir, sino tan sólo el poder de la magia. Las
formas más graves de enfermedad, el amor en sus fases apasionadas, el deseo
de un intercambio ceremonial y otras manifestaciones similares del organismo y
mente humanos, son el resultado directo del conjuro y el rito. De esta suerte, la
magia no resulta derivada de una observación de la naturaleza o del conocimiento
de sus leyes, sino que es una posesión primigenia de la raza humana que sólo
puede conocerse mediante la tradición, y que afirma el poder autónomo del
hombre para crear los fines deseados.
La fuerza de la magia no es una fuerza universal que está en todas partes y que
fluye allí donde es su gusto o donde se quiere que lo liaga. La magia es el único
poder específico, fuerza única en su clase, que sólo el hombre tiene, que se libera
solamente por su arte mágico, que brota de su misma voz y que es convocado por
la celebración del rito.
Pudiera mencionarse aquí que el cuerpo humano, por ser el receptáculo de la
magia y el canal de su flujo, ha de someterse a varias condiciones. De esta suerte,
el brujo ha de guardar toda clase de tabúes, o de lo contrario el hechizo podría
romperse, principalmente porque en ciertas partes del mundo, como por ejemplo
en Melanesia, el embrujo reside en el vientre del hechicero, que es la sede del
alimento y la memoria. Cuando se precise, se le hace subir a la laringe, la sede de
la inteligencia, y de ésta se le envía a la voz, que es el órgano principal de la
mente del hombre. Así, no sólo es la magia una posesión esencialmente humana,
sino que verdadera y literalmente está inscrita en el hombre y puede pasarse de
un individuo a otro de acuerdo con las rigidísimas reglas de la filiación, iniciación e
instrucción mágicas; De esta suerte no se la concibe como una fuerza de la
naturaleza que residiera en las cosas, que actuase independientemente del
hombre y que éste hubiera de hallar fuera y aprender por uno de esos
procedimientos por los que se adquiere el conocimiento de la naturaleza que es
ordinario en él.
Magia y experiencia
Hemos tratado hasta aquí de las ideas y opiniones que de la magia tiene el
primitivo. Esto nos ha llevado a un punto en el que el salvaje afirma simplemente
que la magia confiere al hombre el poder sobre ciertas cosas. Ahora hemos de
analizar estas creencias desde el punto de vista del observador sociológico.
Advirtamos una vez más el tipo de Situación en la que hallamos la magia. El
hombre, ocupado en una serie de actividades prácticas, se encuentra con una
dificultad: el cazador no está satisfecho con su presa, el marinero ha dejado pasar
los vientos favorables, el constructor de piraguas tiene que habérselas con un
material del que no sabe con certeza si resistirá la corriente, o la persona sana se
encuentra de pronto con que sus fuerzas flaquean. ¿Qué hace naturalmente el
hombre en condiciones tales, dejando a un lado toda magia, ritual o credo?
Abandonado por su conocimiento, confundido por su experiencia pasada y su
habilidad técnica, el hombre reconoce su impotencia. Sin embargo, su deseo no
se ve por ello aminorado; su angustia, sus esperanzas y temores inducen una
tensión en su organismo que le compele a alguna actividad. Ya sea salvaje o
civilizado, en posesión de la magia o enteramente ignorante de su existencia, la
inacción pasiva, o sea, la única cosa que le dicta la razón, será la última que podrá
aceptar. Su sistema nervioso y todo su organismo le llevan a alguna actividad
supletoria. En su obsesión por la idea del deseado fin llega a verlo y sentirlo. Su
organismo reproduce los actos sugeridos por las premoniciones de la esperanza y
dictados por la emoción de una pasión tan fuertemente sentida.
El hombre que está dominado por una cólera impotente o por un odio reprimido
aprieta espontáneamente sus puños y lanza imaginarios golpes a su enemigo,
musitando imprecaciones y dirigiendo contra él palabras de aversión e ira. El
amante muerto de amor por su voluble e inalcanzable amada da en verla en
sueños. Se dirigirá a ella, suplicará y demandará sus favores, se sentirá aceptado
y la estrechará contra sí en medio del sueño. El pescador o cazador ansioso verá
en su imaginación la presa enmarañada en la red o la alimaña atravesada por la
jabalina; pronunciará su nombre, describirá con palabras su visión de la magnífica
captura e incluso se prodigará en gestos de representación mímica de su deseo,
El hombre que de noche se ha perdido en el bosque o en la jungla, asediado por
supersticioso miedo, verá en torno suyo los amenazantes demonios, se dirigirá a
ellos, tratará de mantenerlos alejados o de asustarlos, o huirá de ellos en temor,
como un animal que trata de salvarse fingiendo la muerte.
Estas reacciones al paso de la emoción o ante la obsesión del deseo son
respuestas naturales que el hombre ofrece a tal situación, respuestas que están
basadas en un mecanismo psico-fisiológico universal. Las tales engendran lo que
pudieran llamarse emociones prolongadas en palabra y acto, como los
amenazadores gestos de ira impotente y sus maldiciones, la puesta en efecto del
deseado fin en lo que es un callejón sin salida en la práctica, las apasionadas
maneras de amor que el galán prodiga y así sucesivamente. Todos estos actos y
obras espontáneos hacen que el hombre prevea las imágenes de los resultados
deseados, que exprese su pasión en incontrolables gestos, o que estalle en
palabras que dejan abierta la puerta del deseo o que anticipan su fin.
¿En qué consiste el proceso puramente intelectual, la convicción que se forma
durante esa libre explosión de emoción en palabras y frases? Surge, en primer
lugar, una imagen clara del fin que se desea, de la persona amada, del peligro o
fantasmas a los que se teme. Y cada imagen está combinada con su pasión
específica, que nos lleva a asumir, para con cada una de aquellas imágenes, una
activa actitud. Cuando la pasión alcanza ese punto de ruptura en el que el hombre
pierde control de sí, las palabras que pronuncia y su conducta ciega dejan que su
tensión fisiológica reprimida salga al exterior. Pero, sobre todo, ese estallido
preside la imagen del final. Aporta la fuerza-motivo de la reacción y parece que
organiza y dirige palabras y obras encaminadas a un propósito definido. La acción
supletoria en la que la pasión encuentra escape, y que es debida a la impotencia,
tiene subjetivamente todo el valor de una acción real a la que la emoción, de no
estar controlada, habría naturalmente conducido.
Al tiempo que la tensión se desgasta en palabras y gestos, la visión obsesiva se
desvanece, el deseado fin parece encontrarse más cerca de su satisfacción y, se
reconquista el equilibrio, otra vez en armonía con la vida. Nos quedamos con la
convicción de que las palabras de maldición y los gestos de furia han viajado
hasta la persona odiada y que han dado en el blanco; que las súplicas de amor y
los abrazos imaginarios no han podido quedarse sin respuesta, que el quimérico
logro de éxito en nuestro afán no ha podido sustraerse a su benéfica influencia a
la hora del final inminente. En el caso del miedo, al ir disminuyendo de modo
gradual la emoción que nos había colocado en tal punto de temor, sentimos que
ha sido nuestra conducta aterrorizada la que ha dado al traste con el miedo. Dicho
brevemente, una fuerte experiencia emotiva que se desgasta en un flujo de
imágenes, palabras y actos de conducta, puramente subjetivos, deja una
profundísima convicción de su realidad, como si se tratase de algún logro práctico
y positivo, de algo que ha realizado un poder revelado al hombre. Tal poder,
nacido de esa obsesión mental y fisiológica, parece hacerse con nosotros desde
afuera, y al hombre primitivo, o a las mentes crédulas y toscas de toda edad, el
hechizo espontáneo, el rito espontáneo y la creencia espontánea en su eficacia
han de aparecer como la revelación directa de fuentes externas y, sin duda
alguna, impersonales.
Cuando comparamos este ritual y verbosidad espontánea de la pasión o del deseo
que fluyen con los rituales mágicos tradicionalmente fijos y con los principios
incorporados en los hechizos y sustancias de la magia, la sorprendente semejanza
entre los dos nos muestra que no son independientes entre sí. El ritual mágico, la
mayor parte de los principios de la magia, la mayoría de sus embrujos y
sustancias, han sido revelados al hombre en las apasionadas experiencias que le
asaltan en esos callejones sin salida a los que sus instintos o sus afanes prácticos
se ven abocados, en esos agujeros y brechas que han quedado en la siempre
imperfecta pared de la cultura que el hombre erige entre sí y los asaltantes
peligros y tentaciones de su destino. Creo que es aquí donde hemos de reconocer
no sólo las fuentes, sino el mismísimo gran manantial de las creencias mágicas.
Se sigue de esto que a la mayoría de los rituales mágicos les corresponde un
ritual espontáneo de ex- presión emotiva o una previsión del deseado fin. Con la
mayor parte de los rasgos del hechizo mágico corre paralelo un flujo natural de las
palabras en la maldición, el exorcismo y las descripciones de los deseos sin
satisfacer. Toda creencia en la eficacia de lo mágico tiene su correspondencia en
esas ilusiones de la experiencia subjetiva, momentánea en el intelecto del
civilizado racionalista aunque no ausentes del todo, pero poderosas y
convincentes para el hombre simple de toda cultura, y, por encima de todo, para la
mente primitiva del salvaje.
De este modo los cimientos de las creencias y prácticas de la magia no se sacan
del aire, sino que se deben a un número de experiencias que son verdaderamente
vividas, en las que el hombre recibe la revelación de su poder para alcanzar el
efecto deseado. Ahora es menester que nos preguntemos: ¿qué relación existe
entre las promesas contenidas en tal experiencia y su cumplimiento en la vida
real? Aunque las pretensiones engañosas de la magia sean plausibles para el
hombre primitivo, ¿cómo es que las tales han permanecido, durante tanto tiempo,
al abrigo de toda crítica?
La respuesta a esto es que, en primer lugar, es un hecho bien conocido que en la
memoria humana el testimonio de un caso positivo siempre hace sombra al caso
negativo. Un éxito puede con facilidad compensar varios fracasos. De esta manera
los ejemplos que confirman la magia siempre destacan de forma más evidente que
los que la niegan. Pero existen otros hechos que confirman, con testimonio falso o
real, las pretensiones de la magia. Hemos visto que el ritual de esta ha tenido que
originarse de una revelación en la experiencia real. Pero el hombre que, a partir de
tal experiencia, concibió, formuló entregó a los demás miembros de la tribu el
núcleo de una nueva celebración mágica ―actuando, ha de recordarse, de
perfecta buena fe― tiene que haber sido un hombre de genio. Los hombres que
heredaron y detentaron su magia detrás de él, sin duda alguna desarrollándola y
haciéndola evolucionar mientras creían que únicamente estaban continuando la
tradición, han tenido que ser siempre hombres de gran inteligencia, energía y
resolución. Serían los hombres que en toda dificultad saldrían con éxito. Es un
hecho empírico que en toda sociedad salvaje la magia y la personalidad fuera de
lo común se han dado siempre la mano. De tal suerte la magia coincide también
con el éxito, la habilidad, el valor y el poder mental personales. No es extraño que
esté considerada como una fuente de triunfos.
Este renombre personal del brujo y su importancia a la hora de respaldar la
creencia en la eficacia de la magia son la causa de un interesante fenómeno: lo
que puede llamarse la mitología en vida de la magia. En torno a todo gran brujo
surge una aureola de leyendas sobre sus maravillosas curas o muertes, sus
capturas, sus victorias, sus conquistas amorosas. En toda sociedad salvaje tales
leyendas forman la columna vertebral de la fe en la magia, porque, al estar
respaldadas por las experiencias emotivas que todos y cada uno han tenido, la
fluyente crónica de sus milagros establece sus pretensiones más allá de toda duda
o quisquillosa reflexión. Todo hechicero en activo, además de la filiación con sus
precedentes y su recurso a la tradición, construye su propia y personal garantía de
taumaturgo.
De esta suerte, el mito no es un producto muerto de edades pretéritas, que
únicamente sobrevive como narración ociosa. Es una fuerza viva, que
constantemente produce fenómenos nuevos y que constantemente va
apuntalando a la magia con nuevos testimonios. Ésta se mueve en la gloria de su
tradición vetusta, pero también crea su atmósfera de mitos siempre nacientes. Del
mismo modo que hay un corpus de leyendas que ya está fijado y regularizado y
constituye el folklore de la tribu, así también existe una corriente de narraciones
semejantes a las del tiempo mitológico. La magia es el puente entre la edad
dorada de aquel arte primigenio y la taumaturgia de hoy. Por eso sus fórmulas
están llenas de alusiones míticas que, al ser pronunciadas, desencadenan los
poderes del pasado y los arrojan al presente.
Con esto vemos también el papel y el significado de la mitología desde un nuevo
ángulo. El mito no es una especulación salvaje en torno a los orígenes de las
cosas, nacido de un interés filosófico. Tampoco es el resultado de la
contemplación de la naturaleza, una suerte de representación simbólica de sus
leyes. Es la constatación histórica de uno de los sucesos que, de una vez para
siempre, dan fe de la verdad de cierta forma de magia. En ocasiones se trata del
registro real de una revelación mágica que viene directamente del primer hombre
a quien la magia fue revelada en alguna dramática ocasión. Con más frecuencia,
el mito lleva en su superficie el sello de que es una mera constatación de cómo
aquélla se convirtió en posesión de algún clan, comunidad o tribu. Se trata, en
todos los casos, de una garantía de su verdad, de un árbol genealógico de su
filiación y de una carta de validez para sus pretensiones. El mito es, como hemos
visto, el resultado natural de la fe humana, porque todo poder ha de dar signos de
su eficiencia, ha de actuar y ha de saberse que actúa si es que las gentes han de
creer en él. Toda creencia engendra su mitología, puesto que no existe fe sin
milagros, y los principales mitos cuentan, simple- mente, el primordial milagro de la
magia misma.
El mito, hemos de añadir sin más dilación, puede vincularse no sólo a la magia,
sino a cualquier forma de poder o demanda social. Se usa siempre para dar
cuenta de uno o más privilegios o deberes extraordinarios, de las grandes
desigualdades sociales, de las pesadas obligaciones del rango, sea de alta o baja
alcurnia. También las creencias y poderes de la religión se refieren a sus orígenes
en términos mitológicos. El mito religioso, empero, se acerca más a un dogma
explícito, cual la creencia en el mundo del más allá, en la creación o en la
naturaleza de las divinidades, dogmas que vendrían tejidos en forma de leyenda.
El mito sociológico, por otra parte, generalmente está y de modo primordial en las
culturas primitivas, embebido de consejas sobre las fuentes del poder de la magia.
Puede decirse sin exageración alguna que la mitología más típica y más
desarrollada en las comunidades salvajes es la de la magia, y que la función del
mito no es la de explicar, sino la de certificar, no la de satisfacer la curiosidad, sino
la de dar confianza en el poder, no la de contar un cuento, sino la de establecer su
circulación libre de las injerencias del día, a menudo confiriéndole similar validez
de fe. La profunda conexión que existe entre el mito y el culto, la función
pragmática del mito al reforzar el credo, ha sido tan persistentemente despreciada
en favor de la teoría etiológica o explicativa del mito que ha sido necesario que
nos extendiésemos en este lugar.
Magia y ciencia
Nos ha sido menester hacer una digresión en el campo de la mitología en razón
de que es el éxito, real o imaginario, de la brujería el que engendra el mito. ¿Qué
diremos, sin embargo, de los fracasos? Con toda la fuerza que la magia adquiere
de la fe espontánea y del ritual espontáneo, del deseo intenso o de la emoción
frustrada, con toda la fuerza que el prestigio personal le confiere, el poder social y
el éxito comunes al brujo y al curandero, se dan, sin embargo, fallos y fracasos y
tendríamos en muy poco la inteligencia, lógica y captación de la experiencia en el
salvaje si supusiéramos que no se da cuenta de ello y que no lo tiene en
consideración.
En primer lugar, la magia está rodeada de condiciones estrictas: recuerdo exacto
del hechizo, celebración impecable del rito, firme adhesión a los tabúes y
observaciones que entraban al brujo. Si una de estas condiciones es descuidada
el fracaso de la magia sobreviene. Y, además, incluso si la magia se lleva a efecto
de la manera más perfecta, sus efectos podrían igualmente no suceder, porque
frente a todo brujo puede existir también un antibrujo. Si la magia, como hemos
mostrado, viene engendrada por la unión del resuelto deseo del hombre con la
caprichosa fantasía de la suerte, entonces todo deseo positivo o negativo no sólo
puede, sino que debe tener su magia. Pues bien, en todas esas ambiciones
sociales y mundanas, en todas esas luchas por conseguir buena fortuna y hacerse
con prósperos resultados, el hombre se mueve en una atmósfera de rivalidad,
envidia y despecho. Porque la suerte, las posesiones, incluso la salud, son
asuntos de grados y comparación, y sí el vecino posee más ganado, más mujeres,
y goza de salud y poderes mayores, el individuo se sentirá empequeñecido en lo
que es y en lo que tiene. Y la naturaleza humana es tal que el deseo de un
individuo se satisface tanto más con la frustración de los otros que con el propio
éxito. A este juego sociológico de deseo y contradeseo, de ambición y despecho,
de éxito y envidia, le corresponde el juego de la magia y la contramagia, o sea, de
la magia blanca y la magia negra.
En Melanesia, en donde yo he estudiado este problema de primera mano, no
existe ni un solo acto de magia acerca del que no se crea firmemente que tiene un
contraacto, el cual, cuando es más fuerte, puede aniquilar completamente los
efectos de aquél. En ciertos tipos de magia, como por ejemplo la de la salud y la
enfermedad, las fórmulas van, de hecho, por parejas. Un brujo que aprende una
celebración por la que causa una enfermedad definida aprenderá al mismo tiempo,
la fórmula y el rito que pueden anular completamente los efectos maléficos de su
magia. También en el amor, no sólo se da la creencia de que cuando se ponen en
marcha dos fórmulas para ganar el mismo corazón, es la voluntad más fuerte la
que sale victoriosa frente a la más débil, sino que además existen hechizos que,
de modo directo, se pronuncian para alienar el afecto de la amada o mujer de otro.
Es difícil decir si tal dualidad mágica existe en todo el mundo con la misma
congruencia con que lo hace en las Trobriand, pero que las fuerzas generales de
blanco y negro, de positivo y negativo, se dan en todas partes está fuera de duda.
De tal suerte el fracaso de la magia puede explicarse en razón de un desliz de la
memoria, un descuido en la celebración o en el respeto de un tabú y, en último
lugar ―pero no por ello con menor frecuencia―, por el hecho de que alguien ha
llevado a efecto cierta clase de contramagia,
Ahora ya estamos en franquía para formular de modo más completo la relación,
que bosquejamos arriba, existente entre la magia y la ciencia. La magia es similar
a la ciencia en que siempre cuenta con una meta definida que está íntimamente
relacionada con instintos, necesidades o afanes humanos. El arte de la magia se
dirige hacia la consecución de resultados prácticos. Como las demás artes y
oficios, la magia también está gobernada por una teoría, por un sistema de
principios que dictan la manera en la que el acto ha de celebrarse para que sea
efectivo. Al analizar los hechizos mágicos, los ritos y sustancias usadas, hemos
encontrado que existen ciertos principios generales que los gobiernan. La magia,
como la ciencia, desarrolla también una técnica especial. En la magia, como en las
demás artes, el hombre puede deshacer lo hecho o reparar el daño que ha
causado. En ésta, de hecho, los equivalentes cuantitativos de blanco y negro
parecen ser mucho más exactos y los efectos de la brujería erradicados de modo
mucho más completo por la contrabrujería que lo que es posible en cualquier otra
arte o actividad prácticas. De esta manera, la magia y la ciencia muestran ciertas
similitudes y, con sir James Frazer, podemos decir con toda propiedad que la
magia es una pseudociencia.
Y no es difícil detectar el carácter espúreo de tal pseudociencia. La ciencia, incluso
la que representa el primitivo saber del salvaje, se basa en la experiencia normal y
universal de la vida cotidiana, en la experiencia que el hombre adquiere al luchar
con la naturaleza en aras de su supervivencia y seguridad, y está fundamentada
en la observación y fijada por la razón. La magia se basa en la experiencia
específica de estados emotivos en los que el hombre no observa a la naturaleza,
sino a sí mismo y en los que no es la razón sino el juego de emociones sobre el
organismo humano el que desvela la verdad. Las teorías del conocimiento son
dictadas por la lógica, las de la magia por la asociación de ideas bajo la influencia
del deseo. Es un hecho empírico que el corpus del conocimiento racional y el
corpus de los saberes mágicos están incorporados en tradiciones diferentes, en un
escenario social diferente y en un tipo diferente de actividad, y que todas estas
diferencias son claramente reconocidas por los salvajes. Una de ellas constituye el
dominio de lo profano; la otra, limitada por ceremonias, misterios y tabúes,
constituye la mitad del dominio de lo sacro.
Magia y religión
Tanto la magia como la religión surgen y funcionan en momentos de carácter
emotivo: las crisis de la vida, los fracasos en empresas importantes, la muerte y la
iniciación en los misterios de la tribu, el amor infortunado o el odio insatisfecho.
Tanto la magia como la religión presentan soluciones ante esas situaciones y
atolladeros, ofreciendo no un modo empírico de salir con bien de los tales, sino los
ritos y la fe en el dominio de lo sobrenatural. Tal dominio comprende, en la
religión, la creencia en los fantasmas, los espíritus, las presunciones primitivas de
la providencia, los guardianes de los misterios de la tribu; en la magia, la creencia
en su fuerza y poder primordiales. Tanto la magia como la religión se basan
estrictamente en la tradición mitológica y ambas existen en la atmósfera de lo
milagroso, en una revelación constante de su poder de taumaturgas. Ambas están
rodeadas por tabúes y ceremonias que diferencian sus actos de los que el mundo
de lo profano ejercita.
Pues bien, ¿qué es lo que distingue la religión de la magia? Hemos tomado como
punto de partida una distinción sumamente definida y tangible; hemos definido a la
magia dentro del dominio de lo sacro, como un arte práctico compuesto de actos
que son, tan sólo, medios para un fin definido que se espera para más tarde; la
religión viene a ser un corpus de actos autocontenidos que ya son, por sí mismos,
el cumplimiento de su finalidad. Ahora podemos seguir esta diferenciación hasta
sus implicaciones más profundas. El arte práctico de la magia tiene su técnica
limitada y circunscrita; el hechizo, el rito y el estado del que los celebra forman su
repetida trinidad. La religión, con sus complejos aspectos y propósitos, no cuenta
con una técnica tan simple y su unidad no puede verse ni en la forma de sus actos
ni siquiera en lo que constituye su tema, sino, por el contrario, en la función que
cumple y en el valor de su credo y ritual. También la creencia en la magia, en
razón de su sencilla naturaleza práctica, es extremadamente simple. Se trata
siempre de la afirmación del poder del hombre para causar efectos definidos por
medio de conjuros y ritos también definidos. Por el contrario, en la religión
tenemos todo el mundo sobrenatural de la fe: el panteón de los espíritus y
demonios, los poderes benéficos del tótem, el espíritu guardián, el tribal Padre-de-
Todas-Las-Cosas, las visiones de la vida futura, todo esto crea una segunda
realidad sobrenatural para el primitivo. La mitología religiosa es más compleja y
variada, y también más creativa. Usualmente se centra en torno a los distintos
dogmas de su credo y los desarrolla en cosmogonías, leyendas de héroes de la
cultura, narraciones de los hechos de los dioses y semidioses. La mitología de la
magia, aunque importante, es una vanagloria siempre repetida de los primeros
éxitos del hombre. La magia, arte específico para fines específicos, entró una vez,
en todas sus formas, en posesión del hombre y tuvo que ser legada de generación
en generación en filiación directa. Por eso, desde los tiempos más remotos está
en manos de especialistas y la primera profesión de la humanidad es la de
hechicero o bruja. La religión, por su parte, es, en condiciones primitivas, un
asunto de todos, en el que cada uno forma parte activa y equivalente. Todos los
miembros de la tribu han de pasar por la iniciación y después iniciarán a otros.
Todos lloran, se lamentan, cavan la tumba y celebran las conmemoraciones, y a
su debido tiempo, todos tendrán su turno en ser llorados y conmemorados. Los
espíritus existen para todos, y todos se convertirán en espíritus. La única
especialización en la religión ―esto es, el medium espiritual― no es una
profesión, sino un don personal. Otra diferencia entre magia y religión es el juego
de blanco y negro en brujería, mientras que la religión, en sus estados primitivos,
contiene muy poco de ese contraste entre el bien y el mal, entre los poderes
maléficos y benéficos. Esto también es debido al carácter práctico de la magia, la
cual apunta a resultados directos y cuantitativos, mientras que la religión primitiva,
aunque esencialmente moral, ha de habérselas con acontecimientos fatales e
irremediables y con fuerzas y seres sobrenaturales, de suerte que las
destrucciones de las cosas que son obra del hombre no entran en su terreno.
Ciertamente, la máxima de que el miedo hizo a los dioses del universo no es
verdad a la luz de la antropología.
Para entender la diferencia entre religión y magia y obtener una visión clara de
esta constelación de tres esquinas, a saber, religión, magia y ciencia, hemos de
aprehender en pocas palabras la función cultural de cada una. Ya hemos
considerado la función del conocimiento primitivo y su valor, y es claro que los
tales no son difíciles de entender. La ciencia, el conocimiento primitivo, al
familiarizar el hombre con su entorno y permitirle usar de las fuerzas de la
naturaleza, le concede una inmensa ventaja biológica y le coloca muy por encima
del resto de la creación. Hemos aprendido a apreciar la función de la religión y su
valor en el examen de credos y cultos salvajes que expusimos arriba. Hemos
mostrado que la fe religiosa establece, fija e intensifica todas las actitudes
mentales dotadas de valor, como el respeto por la tradición, la armonía con el
entorno, la valentía y la confianza en la lucha con las dificultades y en la
perspectiva de morir. Tal creencia, incorporada y mantenida por el ceremonial y el
culto, tiene un valor biológico inmenso y de tal manera revela al salvaje la verdad,
tomando este término en su más amplio y pragmático sentido.
¿Cuál es la función cultural de la magia? Hemos visto que todos los instintos y
emociones, todas las actividades prácticas conducen al hombre a atolladeros en
donde las lagunas de su conocimiento y las limitaciones de su temprano poder de
observar y razonar le traicionan en los momentos cruciales. El organismo humano
reacciona ante esto por medio de espontáneos estallidos en los que los modos
rudimentarios de conducta y las creencias rudimentarias en su eficiencia resultan
inventados. La magia se fija sobre esas creencias y ritos rudimentarios y los regula
en formas permanentes y tradicionales. La magia le proporciona al hombre
primitivo actos y creencias ya elaboradas, con una técnica mental y una práctica
definidas que sirven para salvar los abismos peligrosos que se abren en todo afán
importante o situación crítica. Le capacita para llevar a efecto sus tareas
importantes en confianza, para que mantenga su presencia de ánimo y su
integridad mental en momentos de cólera, en el dolor del odio, del amor no
correspondido, de la desesperación y de la angustia. La función de la magia
consiste en ritualizar el optimismo del hombre, en acrecentar su fe en la victoria de
la esperanza sobre el miedo. La magia expresa el mayor valor que, frente a la
duda, confiere el hombre a la confianza, a la resolución frente a la vacilación, al
optimismo frente al pesimismo.
Visto desde lejos y por encima, desde los elevados lugares de seguridad de
nuestra civilización evolucionada, es fácil ver todo lo que la magia tiene de tosco y
de vano. Pero sin su poder y guía no le habría sido posible al primer hombre el
dominar sus dificultades prácticas como las ha dominado, ni tampoco habría
podido la raza humana ascender a los estadios superiores de la cultura. De aquí la
presencia universal de la magia en las sociedades primitivas y su enorme poder.
De aquí también que hallemos a la magia como invariable aditamento de todas las
actividades importantes. Creo que hemos de ver en ella la incorporación de esa
sublime locura de la esperanza que ha sido la mejor escuela del carácter del
hombre.