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No Quiero Olvidar Todo Lo Que Se - Tania Ballo Colell

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En su tercer libro sobre las Sinsombrero, Tània Balló explorará la lucha

personal y el sacrificio profesional que supuso para este grupo de artistas el


exilio. La autora propone un acercamiento distinto sobre ese destierro
obligado acerca del que tanto se ha escrito, pero casi siempre desde una
perspectiva masculina.
A través de seis capítulos, la autora describe los espacios comunes, físicos y
emocionales, que habitaron este grupo de mujeres durante los largos años de
destierro: las acompañaremos desde su huida de España, en los estertores de
la Guerra Civil; asistiremos a su llegada a los países que las acogieron y su
establecimiento, siempre difícil, en unas tierras extrañas donde se les impuso
una lucha por la supervivencia que, en muchos casos, cortó sus anhelos
artísticos, nunca sus capacidades ni su añoranza por España.

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Tània Balló Colell

No quiero olvidar todo lo que sé


Las Sinsombrero - 3

ePub r1.0
Titivillus 24.04.2024

Página 3
Tània Balló Colell, 2022
Imagen de la portada, Fondos del Museo Nacional del Teatro (Almagro), INAEM, versión
coloreada

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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Página 5
A mis amigas, Cristina, Campa, Elisa, Gemma, Itatí, Lupe, Luz,
Nora, Sandra, Ruth y Violeta, por su amor y ternura. Por ser
mis referentes.
A Myriam, Viviana y Paz, por su comprensión y cuidado, y por
este viaje inolvidable a lo largo de seis años.
A Olmo, por su magia.

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INTRODUCCIÓN

¿El exilio? Lo primero que me viene a la mente es que es


parecido a la muerte. Es perderlo todo, familia, futuro,
presente…
PILAR RIUS

Durante años, el exilio, para mí, se simbolizaba solo con un nombre y


apellido: Rafael Alberti. No recuerdo haber estudiado en profundidad el exilio
en el colegio ni en el instituto. No recuerdo charlas sobre el tema. No tengo
ningún familiar cercano que tuviera que exiliarse. El exilio, como tal, era algo
lejano, muy lejano, y en cierta forma la imagen que tenía de él era de un lugar
dorado. Mis conocimientos de aquella época, poco formados en ese tiempo,
tendían a dar por hecho que los refugiados republicanos habían logrado, en
general, una plácida existencia alejada de la opresión del régimen franquista.
Palabras como refugiados, éxodo o diáspora no despertaban ningún
sentimiento de pertenencia. Era como si, de algún modo, esa crisis
humanitaria que provocó la victoria del fascismo en esa España de 1939 no
fuera conmigo. No me interpelaba. Obviamente estoy hablando de una época
temprana de mi juventud, pero eso no es ninguna excusa. Hoy creo
fervientemente que es necesaria una pronta y profunda conciencia ciudadana
sobre lo que sucedió en este país a lo largo del siglo XX, como antídoto a los
males que nos acechan en nuestro presente y futuro como sociedad. No hace
tanto de todo ello, no es una historia que nos quede tan lejana.
No recuerdo en qué momento tomé conciencia emocional sobre todo lo
ocurrido, supongo que fue una evolución natural a una educación en valores
antifascistas que siempre recibí en el seno de mi familia. Pero sí tengo claro
que hubo un proyecto en concreto que representó un antes y un después. En
2005, produje, junto a Marta Andreu, otra productora, un documental que
llevaba por título Entre el dictador y yo. La película partía de una pregunta:
«Cuál fue la primera vez que oí hablar de Franco». A partir de esta premisa,
seis jóvenes cineastas nacidos después de la muerte del dictador realizaron
una pieza sobre la propia memoria y el recuerdo personal. La suma de sus
miradas componía una reflexión plural sobre nuestra historia. Una revisión

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del legado y la pervivencia, evidente o subterránea, de la figura del dictador.
La película mostró la debilidad de los mecanismos de transmisión que se
habían utilizado para explicar la historia reciente de nuestro país y sus
consecuencias. En su conjunto, el mensaje que lanzaba el documental era la
constatación de una profunda desconexión emocional con lo ocurrido a lo
largo de los últimos cincuenta años por parte de esa joven generación, de la
que formo parte ya que nací en 1977. Creo que fue entonces cuando tomé una
conciencia más clara sobre lo ocurrido, sobre la barbarie, la violencia, la
injusticia, sobre lo que pudo llegar a ser y no fue. A partir de entonces, la
mayoría de mis proyectos profesionales se han dirigido a divulgar e investigar
la memoria histórica y democrática. Todos ellos me han permitido aprender y
con ello poco a poco reforzar esa íntima relación con nuestra historia reciente.
Josebe Martínez, una de mis referentes en este asunto, supo contextualizar
y argumentar a la perfección lo que la comunidad exiliada representa en
cuanto a la construcción de nuestra identidad cultural: «Este país, el país
imaginario de este exilio, no tuvo entrada ni siquiera en la transición, pero sí
que, a nivel artístico y a nivel literario, fueron la genuina nación, fueron el
verdadero país. Todo referente que hay hoy sobre España, sobre el Estado
español de esta época y del siglo XX, tiene que ver con el exilio[1]».
Cuando, en 2016, se tomó la decisión de convertir el proyecto de las
Sinsombrero en una trilogía documental y editorial sumando dos capítulos
más al ya existente, el segundo dedicado a las Sinsombrero que vivieron en la
España franquista (Ocultas e impecables, 2019) y el tercero sobre aquellas
que marcharon al exilio, por fin se impuso la necesidad de explorar en
profundidad esta cuestión. En 2019 se inició el trabajo de investigación y
documentación. Obviamente, mi interés se centraba en ELLAS, pero sabía
que, para entender lo que supuso para las mujeres el exilio, debía primero
entender la peculiaridad de la comunidad y sus circunstancias. Tenía muy
claro de dónde partían, pero ¿qué se encontraron?, ¿cómo se adaptaron? y,
finalmente, ¿cómo asumieron que no iban a regresar por largo tiempo?
«Habían pasado muchos años. Tantos años como hacía que había
empezado la guerra; y ahora le era casi imposible reconocer aquello. La casa
en donde ella había vivido siempre, en donde era la voz de sus padres la que
oía, era ahora ocupada por gentes a las que no conocía y a las que tampoco
hubiera querido conocer[2]».
Viajamos a Ciudad de México ese mismo año 2019. Era mi segunda visita
al país en menos de dos años, pero esta vez la razón era única y
exclusivamente por el asunto que nos concierne. Me acompañaba en el viaje

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Gonzalo Berger, más tarde se sumó Pedro Sara, camarógrafo del documental.
Tuvimos la oportunidad de entrevistarnos con muchas personas relacionadas
con el grupo de refugiados españoles: Paloma Altolaguirre, Paloma Ulacia,
hija y nieta de Concha Méndez; James Valender, uno de los mayores expertos
en la comunidad literaria del exilio mexicano; Federico Arana, hijo de María
Dolores Arana; Silvia Mestre, hija de Silvia Mistral; María Luisa Capella, hija
de exiliados y una de las estudiosas más importantes del exilio español; Cuqui
Nelken, nieta de Margarita Nelken; Pilar Rius, exiliada y catedrática de
química en la UNAM; Alegría Martínez y Eduardo Aguilar, ambos curadores
del legado de Mada Carreño y Magda Donato. Fueron encuentros que nos
aportaron mucho, tanto en lo relativo al tema como en el ámbito personal.
Fueron reuniones llenas de emoción y recuerdos. De gestos generosos, de
regalos imprevistos.
En México tomé conciencia de la enorme deuda que tenemos como
sociedad con los exiliados. «No sé si se dan cuenta los que quedaron allá, o
nacieron después, de quiénes somos los desterrados de España. Nosotros
somos ellos, lo que ellos serán cuando se restablezca la verdad de la libertad.
Nosotros somos la aurora que están esperando[3]», pronosticaba María Teresa
León en esa obra fundamental para entender nuestra historia que es Memoria
de la melancolía. Y, como siempre, cuánta razón tenía. Como sociedad les
hemos dado la espalda a los exiliados durante mucho tiempo. Avanzamos
como si esa comunidad y el relato de su existencia no nos perteneciera. Y
cuando por fin se dieron los primeros pasos para recuperar parte de esa raíz,
se hizo de forma selectiva. Y perdimos de nuevo. Nunca es tarde, dicen,
mientras tarde no se convierta en un eterno próximamente. He aprendido que
hubo un momento donde este país se expandió. Y su historia traspasó los
límites geográficos. Que, en distintos barcos, zarpó, rumbo a un lugar un poco
más seguro, parte de lo que somos. Durante años, los refugiados republicanos
mantuvieron a resguardo parte del relato sobre lo que España fue y el anhelo
de lo que pudo llegar a ser.
En cuanto a ELLAS, estaba claro el enorme sacrificio personal y
profesional que supuso ser forzadas a marchar. Todas las personas con las que
hablamos, tanto en México como ya en Madrid y Barcelona, nos
transmitieron esa desazón, esa sensación de constante batalla contra el deseo
de ser ellas mismas, de crear para permanecer, para que su voz fuera
escuchada. Por desgracia, como ya sabemos, esa fue de las pocas batallas que
esta generación de mujeres no pudo ganar.

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Fue emocionante tener la oportunidad de descubrirlas a partir de la
memoria de quienes compartieron sus vidas, algunas veces sentadas en esos
mismos hogares en los que, día a día, a pesar de las circunstancias, luchaban
por mantener sus sueños.
En esta nueva entrega, las escritoras tratadas, justamente por su condición
de exiliadas, son, en su gran mayoría, muy desconocidas. Demasiado. El
tiempo pasado me pesa. Lo reconozco. Sigo preguntándome ¿por qué? El
porqué de su olvido. De todas ellas. Pero en la constante búsqueda de esa
respuesta, creo que Jairo García Jaramillo, amigo y admirado escritor e
investigador sobre esta generación, dio con la clave o, al menos, con una de
ellas: «¿Por qué no se las ha recuperado en la democracia? Pues esa es una
pregunta que todos y todas nos hacemos. ¿Por qué se nos ha privado de esa
genealogía femenina? ¿Por qué se ha roto esa cadena de transmisión de lo que
escribieron las mujeres? Y aún no logro explicármelo. Yo creo que tiene que
ver con razones más estructurales, que al final tienen que ver con esa
ideología de fondo que es la que todavía nos construye[4]».
Sumarme a la ola de recuperación de muchas de estas figuras es un
privilegio. Retengo cada charla, conversación, gesto que comparto con sus
hijas, sobrinos, nietas y nietos. Les debo tanto. Son generosas y generosos
conmigo. Escribo mientras busco, busco mientras escribo. Una carta, un
documento, un audio, una fotografía. Ellas van poco a poco apareciendo en
mi vida, a menudo soy caótica, no me acuerdo de las fechas de sus
nacimientos, ni cuando murieron ni dónde. Soy como la nieta despistada, esa
a quien debes recordarle la llamada para felicitar el noventa y cuatro
aniversario de la abuela.
Después de todo lo vivido estos últimos años, con una pandemia por el
medio que me permitió reflexionar sobre ello en profundidad, me reafirmo en
una cuestión. Yo no puedo hacer un análisis de las características literarias del
exilio o de sus circunstancias sociológicas. No, no puedo, o no quiero, no sé,
pero qué más da. Yo quiero compartir ese exilio que yo vi. El exilio que
encontré, el exilio que busqué.
Para mí, el exilio es esa habitación llena de cajas cuidadosamente
ordenadas donde Silvia Mestre guarda toda la documentación de su madre,
Silvia Mistral, y su padre, Ricard Mestre. Para mí, el exilio se encuentra en el
árbol de la vida que lleno de colores preside el comedor de Pilar Rius. El
exilio es la maravillosa comida a la que nos invitó la familia Altolaguirre
junto a Federico Arana; para mí, el exilio es esa casa, con esas rosas, cuyas
semillas fueron plantadas por una poeta madrileña y un poeta andaluz. Yo he

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descubierto el exilio desde el único lugar que imagino conocer, desde la
generosidad de quienes lo sufrieron. Necesito sentir lo que voy a escribir.
Así que voy a hablar del exilio, aquel que me han mostrado, aquel que me
han querido contar. Y donde ellas, como siempre, están en el centro del relato.

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Capítulo 1
MUJERES EN LUCHA

Al amanecer nos despertó el golpeteo de las ametralladoras.


Corrimos hacia la ventana. En lo que alcanzaba nuestra vista
no se advertía movimiento alguno. Todo estaba quieto, en
calma, con excepción de las lejanas ráfagas que se sucedían a
intervalos. En los montes que amparan el sur de la ciudad se
estaba consumando la última resistencia.
MADA CARREÑO, Los diablos sueltos

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Muchas de las mujeres pertenecientes al grupo de las Sinsombrero fueron
muy activas durante la guerra de 1936. Esa maldita guerra. Lucharon hasta el
final. Ya fuera en el frente, denunciando las atrocidades del fascismo a través
de su pluma o prestando servicio en la retaguardia. Todas y cada una de ellas
eran conscientes de todo lo que estaba en peligro; su vida, su esencia, su
libertad.
Son varias las obras y artículos publicados por estas artistas e intelectuales
que exponen lo vivido durante la contienda. Algunos fueron publicados a lo
largo de los tres años que duró el conflicto, otros, ya en sus correspondientes
exilios. Son, la mayoría de ellos, textos que describen la barbarie, pero, en sus
casos, el foco se centra en las mujeres, y eso, compañeras, aparte del valor
literario, nos permite hoy entender cómo de importante y fundamental fueron
ellas, algunas conocidas, otras anónimas, en ese tiempo de lucha y esperanza.
Silvia Mistral, por ejemplo, publicará en la revista El Noi, ya en el exilio, el
hermoso artículo «Mujeres en la guerra», que siempre me ha parecido uno de
los textos más conmovedores sobre el tema descrito: «A través de Esperanza
veía yo ahora, con mayor claridad, a las mujeres de la guerra, a muchas de las
cuales no había entendido ni interpretado. Rostros, figuras, gestos y acciones
que se me revelaban: una campesina atendiendo su huerta a pocos kilómetros
del frente de batalla; la niña que, herida por un bombardeo y recuperada,
asistía a la escuela; las costureras de material de guerra que trabajaban horas
extras; recordaba, en fin, a las mujeres ametralladas en las carreteras, el
discurso de la combatiente, la lucha y el deseo de airear el ambiente español,
de luchar contra la prostitución, contra la ignorancia y la miseria. Todas
querían derribar las sucias chozas de la indigencia y fabricar casitas blancas
llenas de sol, y llevar los niños del interior a la orilla del mar y los de la costa
a la montaña. Instalar duchas en las fábricas, enseñar a leer y escribir a las
mujeres que trabajaban en las fábricas desde niñas. ¡Cuántas tareas por
realizar en tan poco tiempo!».
Como digo, fueron muchas, y sus textos prevalecen a la espera de ser
leídos y estudiados. Por suerte la tendencia hace tiempo que está cambiando,
y cada vez más el relato hegemónico sobre la guerra, donde predomina una

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mirada en masculino, se está revisando. La guerra ya no es solo cosa de
hombres, aunque ojalá no tuviera que ser cosa de nadie.
Entre todos los libros que he leído, hay uno en concreto que me impactó
notablemente, Una mujer en la guerra de España, de Carlota O’Neill. Pero
empecemos por el principio.
Fue pocos días antes de Navidad, lo recuerdo muy bien. El piso estaba
cerca de la plaza de Colón, en Madrid. Era la primera entrevista que
filmábamos de este tercer capítulo documental de Las Sinsombrero. Cuando
un equipo de filmación entra en una casa particular todo es un poco
atropellado. El orden hogareño y las cajas de luces no son buenos amigos. El
piso era grande y luminoso. Accedimos al comedor, por un pasillo, y allí
estaba ella, esperándonos, Carlota Leret O’Neill, conocida familiarmente
como Lotti, hija menor de Carlota O’Neill de Lamo y Virgilio Leret Ruiz.
Lotti es una mujer bella, morena y de grandes ojos oscuros. Al vernos llegar
nos saludó afectuosamente. Tiene un pronunciado acento venezolano, fruto de
sus años de residencia en el país. Estaba emocionada y enseguida detecté sus
ganas de conversar, de contar la historia de su familia y sobre todo de Carlota,
su añorada y estimada madre. Todo estaba preparado. Ante ella, una gran
mesa llena de fotografías y documentos. Montamos rápidamente el set de
rodaje. Claqueta. Acción.
Primera pregunta: ¿quién es Carlota O’Neill de Lamo?
Carlota O’Neill, nacida en Madrid en 1905, era la hija menor del
matrimonio formado por Regina de Lamo Jiménez y Enrique O’Neill Acosta.
Su activismo político le venía de familia y sobre todo por parte materna.
Regina, su madre, procedía de una familia progresista. Profesora de música,
periodista, escritora, feminista y cooperativista convencida. Defensora del
control de natalidad, del derecho al aborto, del amor libre. Fue fundadora de
la Editorial Cooperativa Obrera e impulsora del primer banco obrero en 1920
(Banco de Crédito Popular y Cooperativo de Valencia). Muy culta y con
muchas inquietudes, sus escritos aparecieron en diferentes publicaciones
comunistas y anarquistas. Su padre, Enrique, diplomático mexicano de origen
irlandés, fue también músico y escritor. En este ambiente intelectual creció
Carlota, que, junto a su hermana Enriqueta, fue educada con una sólida
formación en casa. En Madrid transcurrió su infancia y adolescencia, pero
luego toda la familia se trasladó a Barcelona.
A partir de 1921, y según la prensa de la época, Carlota inició una
incipiente actividad pública acompañando a su madre en mítines,
conferencias y actos altruistas, actividad que irá aumentando, especialmente a

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partir de su primera obra publicada, No tenéis corazón (1924), con tan solo
dieciocho años. Entre 1925 y 1927 publicará tres novelas más: Historia de un
beso (1925), que formaba parte de la Antología de escritoras españolas de
Federica Montseny, aparecida en La Novela Femenina; Pigmalión (1926),
publicada en el número 31 de la serie La Novela Ideal, que dirigía la familia
anarquista Montseny-Mañé, y, por último, Eva Glaydthon (1927), editada en
la colección Esmeralda de La Novela Mensual. La crítica avala a la joven
autora, a la que pronostican una fructífera carrera: «Se ha publicado el
volumen XXXI de La Novela Ideal, conteniendo una hermosa novelita que, con
el título Pigmalión, ha escrito la joven y ya notable escritora Carlota O’Neill
[5]».

Pero, como bien apunta Rosana Murias en su ensayo sobre O’Neill, estas
cuatro obras escritas a una edad muy temprana, entre los dieciocho y
veintidós años, son textos un tanto ingenuos, «cargados de buenas intenciones
y expresan una visión del mundo bastante simplista en la que lo romántico y
lo político aparecen entrelazados en historias en las que el triunfo del amor
conlleva asimismo una transformación ideológica, una suerte de
redención[6]».
A principios de 1920, Carlota conocerá al que será el gran amor de su
vida, Virgilio Leret Ruiz, un joven militar originario de Pamplona, hijo de una
familia monárquica y de tradición castrense, que nunca verá con buenos ojos
la relación de su hijo con una muchacha de ideas progresistas. A pesar de ello,
la relación de Carlota y Virgilio se consolida con el nacimiento de su primera
hija, María Gabriela (Mariela), en 1925. Tres años más tarde y pese a la
renuencia de Carlota al matrimonio, la pareja decide sin embargo casarse el
10 de febrero de 1929, en Madrid, para proteger los derechos de sus hijas. La
segunda de ellas, Carlota (Lotti), nacerá pocos meses después de la boda.
Pero las responsabilidades familiares no alejarán a Carlota de su activismo
social ni de su vocación artística y periodística. Y mucho menos con los
nuevos aires políticos que acontecerán en España a partir de la proclamación
de la Segunda República. Son años de actividad frenética para nuestra autora,
quien, para entonces, ya ha alcanzado cierta reputación y consideración en la
esfera intelectual.
Aunque mucho se ha especulado sobre si Carlota se afilió al Partido
Comunista, la verdad es que no existe documentación que lo avale. Su
nombre no aparece en ninguna lista de dicho partido, y como bien nos explica
Rocío González Naranjo en la introducción de la edición de Al rojo, la
primera obra teatral de O’Neill, publicada recientemente por la editorial

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Torremozas, «por sus ideas sabemos que era simpatizante, pero nunca formó
parte del partido. De hecho, en 1935, aparecía como socia en el nuevo partido
de Manuel Azaña, Izquierda Republicana, cosa que, a mi parecer, era más por
simpatía y amistad por don Manuel que por política[7]».
Carlota era una infatigable luchadora de muchas causas; como bien me
dijo su hija Lotti, ella defendía el amor libre, el control de la natalidad, el
aborto, la eutanasia y los derechos igualitarios de mujeres y hombres. Una
prueba de ello es la revista Nosotras, que vio la luz el 10 de noviembre de
1931 y de la que Carlota fue fundadora y directora: «¡Mujeres! Demostrad al
mundo que nuestro voto será emitido con plena conciencia social y política.
[…] Demostrad a todos los detractores del feminismo que al menos nuestras
aspiraciones políticas y sociales son capacitadas. Nosotras no es un periódico
de partido, aunque nuestra bandera enarbola las palabras de Rosa de
Luxemburgo: “Siempre a la izquierda”». Pese al entusiasmo de Carlota con
este proyecto editorial, parece que no fue más allá del primer número. Según
una entrevista para el periódico La Calle[8], a razón de la publicación de dicha
revista, Carlota desvela algunos nombres de las mujeres que van a colaborar
en ella: María Cambrils, escritora e histórica feminista vinculada al
socialismo español; Blanca Luz Brum, poeta, escritora, pintora y política de
origen uruguayo; Francis Bartolozzi, ilustradora y pintora; Elisa Soriano
Fischer, doctora en oftalmología desde 1920; la doctora Encarnación Tuca
Nasarre, y la abogada Matilde Huici. En los artículos de este primer número
—que trataban sobre lucha obrera, feminismo, cooperativismo, participación
de las mujeres en política y teatro proletario, entre otros temas—, aparecían
nombres como el de Dolores Ibárruri, la doctora Elisa Soriano, Hildegart
Rodríguez o la propia madre de Carlota, Regina de Lamo[9]. La verdad es que
no acabo de saber por qué fracasó la revista, no he encontrado la razón;
seguro que hubiera sido muy interesante, sobre todo porque lo que Carlota
ansiaba con este rotativo era justamente apelar a las mujeres de la clase
trabajadora, en un momento crucial de la lucha feminista: «Nosotras no es
hijo de un capricho, sino de una necesidad[10]», afirmaría.
Pero las inquietudes de O’Neill no solo se centraban en el medio
periodístico. Ella exploró muchas disciplinas artísticas, como, por ejemplo, la
poesía y la novela, como ya hemos mencionado anteriormente, pero también
y sobre todo se decantó durante los primeros años de la década de 1930 por el
teatro.
En mayo de 1932, se crea el grupo Teatro Proletario. Según una nota en el
periódico La Voz, dicha organización tiene el propósito «de representar obras

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de vanguardia social inéditas hasta la fecha, por el elemento obrero de
España». El llamado Teatro Proletario es una idea de Erwin Piscator surgida
en Berlín en los años veinte del pasado siglo y que llega a España de la mano
de intelectuales vinculados a la vanguardia cultural, casi siempre relacionados
con el Partido Comunista (de aquí la idea instaurada de la afiliación de
Carlota al partido). Se trata de un teatro de marcado carácter propagandístico
de las ideas de la Revolución soviética y de temática política y social.
Antonio Plaza Plaza, que es muy probablemente el que más ha investigado y
publicado sobre esta experiencia escénica, nos dice: «La creación del Teatro
Proletario hay que inscribirla dentro de un marco cultural relacionado con el
incremento de la conciencia política que se desarrolla entre amplios sectores
de la sociedad —y en especial, entre las clases trabajadoras— de Europa
Occidental a partir de la difusión de los hechos y consecuencias que derivan
del proceso revolucionario ocurrido en Rusia en 1917. Este movimiento
político dará lugar a una literatura de carácter propagandístico dedicada a
exaltar los valores y las ideas que animaban a la Revolución soviética[11]».
De nuevo según Plaza, la manera de articular el proyecto teatral fue a
través del semanario político Nosotros (1930-1932), dirigido por César
Falcón junto a Irene Lewy Rodríguez y que contaba con la colaboración de
parte de la intelectualidad española «de avanzada».

La Cooperativa Editorial Nosotros, editora del semanario Nosotros, está organizando


un grupo para representar en Madrid las obras del Teatro Proletario, entre las cuales
[…] hay una serie de obras de extraordinario valor y que no se han representado
hasta ahora en los escenarios madrileños […]. Las inscripciones para formar parte del
grupo Teatro Proletario se reciben todos los días en las oficinas de la cooperativa de
siete a ocho de la noche[12].

Carlota será miembro fundador de dicho grupo escénico, ostentará el cargo de


secretaria y se convertirá en una de las más activas defensoras de este
subgénero teatral, hasta el punto de que su obra Al rojo, primera incursión en
la dramaturgia de Carlota, será la escogida para inaugurar en Madrid el
repertorio de textos de autores españoles pertenecientes a esta corriente
escénica, llamada también de agitación, el 11 de febrero de 1933,
coincidiendo con la efeméride del setenta aniversario de la proclamación de la
Primera República. Dicho texto, perdido durante años y recuperado por el
mismo Antonio Plaza, aborda sin tapujos la precariedad y explotación laboral
de un grupo de modistas. Su éxito fue total y estuvo representándose hasta
mediados de 1934.

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De todos modos, la labor teatral de Carlota no se limita a la dramaturgia.
Actuará también como ponente en alguno de los ciclos de conferencias que
organiza el Teatro Proletario. Como tal aparece en la programación de 1933
con la conferencia «El teatro revolucionario», y además participará
activamente como actriz en el grupo Nosotros, tanto en las representaciones
en Madrid como en la gira que la compañía realiza por el norte de España en
1934[13].
Toda esta vida apasionante de Carlota, una mujer independiente,
autónoma, decidida, con recursos, convive con la no menos apasionante
acción militar de su compañero Virgilio, quien, entre otras muchas causas,
estuvo detenido en dos ocasiones: en 1930 y en 1935, contra el gobierno de
Berenguer. La primera de ellas sucedió durante la sublevación en Madrid,
encabezada por Ramón Franco, Hidalgo de Cisneros y Queipo de Llano, que
culminó con la toma del aeródromo de Cuatro Vientos el 15 de diciembre de
1930. Los oficiales de la base, entre los que estaba Leret, se negaron a
disparar y a perseguir a los sublevados, que lograron huir a Portugal. Virgilio,
acusado de rebelión, fue encarcelado. Saldrá en libertad provisional en enero
de 1931 y será amnistiado el 14 de abril de ese año con la proclamación de la
Segunda República. En 1935, la causa de su encarcelamiento hay que
contextualizarla en la situación que vive el país durante la rebelión de
Asturias. Virgilio criticará a un militar que en un programa radiofónico hace
una declaración contra el comunismo, contraviniendo un decreto de ese año
por el que los militares no podían manifestar su ideología política.
Inexplicablemente, fue condenado a dos meses de cárcel. Su encarcelamiento
no solo supondrá para la familia un golpe emocional, sino que también les
afectará económicamente, porque se le sanciona reduciéndole el sueldo a un
veinte por ciento. Carlota, para subsistir, escribe artículos para diferentes
revistas y es ayudada por su madre. Por cierto, que durante el tiempo que
estuvo preso en 1935, Virgilio aprovechó para diseñar un motor a reacción,
revolucionario para la época, y que denominó «mototurbocompresor de
reacción continua». Fue patentado ese mismo año. Recuerdo ver los planos de
este invento en casa de Lotti, cuando la entrevistamos. Esta historia y lo que
sucedió con los planos del invento y su patente podría ser perfectamente el
argumento de una película de espías ambientada en la Segunda Guerra
Mundial.
Durante esos años previos a la guerra, Carlota siguió con su incursión en
el teatro. En 1935 estrena El caso extraordinario de Elisa Wilman, y en marzo

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de 1936 El paraíso perdido, representada a modo de lectura dramatizada en el
mismísimo Lyceum Club Femenino, del que Carlota fue socia.
Azaña, conocedor de la lealtad a la República de Virgilio Leret, lo destina
en 1935 a las fuerzas aéreas del norte de Marruecos, en Melilla,
concretamente a la base aeronaval El Atalayón. Son meses de separación y de
añoranzas: Virgilio en Melilla, y Carlota con las niñas en Madrid. Por ello, en
el verano de 1936, la familia decide reunirse en Melilla para pasar los meses
estivales: «Virgilio tuvo una feliz ocurrencia de hombre enamorado. En aquel
verano no estaríamos separados ni un solo día. Él no pasaría solo un mes de
vacaciones con nosotros en el norte; seríamos Carlota, Mariela y yo quienes le
acompañaríamos sin que tuviera que abandonar su trabajo[14]».
Las fotografías que han sobrevivido de esas semanas nos muestran a una
familia relajada, feliz; se encontraban anclados en una preciosa draga en la
Mar Chica. Pero el 17 de julio, la vida da un vuelco.
«… Mi madre era una mujer inquieta, escritora, periodista, a ella le habían
dicho que, cerca de la base de hidros, había un cementerio moro, y le dijo a
mi padre: “Quiero que me lleves, quiero que me lleves a ver el cementerio
moro esta tarde” [17 de julio de 1936]. Estábamos visitando el cementerio
moro, cuando se empieza a oír una sirena, yo me acuerdo, fortísima, esas
sirenas, tú sabes, de angustia, de alarma. Mi padre se para, se vuelve y mira
hacia la base. E inmediatamente, allí, a lo lejos, vienen unos hombres
corriendo, iban gritando: “Capitán Leret, capitán Leret”, entonces mi padre
corre hacia ellos… y, bueno, ya no lo vimos más[15]». Así recuerda Lotti, que
por aquel entonces contaba siete años, la última vez que vio a su padre.
Virgilo Leret regresó de inmediato a la base, y la defendió hasta que la
munición escaseó. Fue detenido y esa misma madrugada fusilado junto a dos
alféreces más, convirtiéndose así en el primer miembro del ejército
republicano asesinado por las tropas sublevadas: «A mi madre nunca le dicen
oficialmente que ha muerto, tarda seis meses en enterarse. Y se entera de
forma accidental mientras está presa[16]».
Sin saber muy bien qué ocurría, Carlota y sus hijas regresaron a la draga.
Allí esperaron noticias durante tres días. Finalmente, el 20 de julio, Carlota
decidió acercarse a la base con intención de saber lo ocurrido con su marido.
«Me metí entre aquella gente que saludaba brazo en alto y llevaba los
uniformes militares y las camisas azules de la Falange, con las flechas rojas,
como salpicaduras de sangre. Me encontré con seres de otro planeta; seres con
los ojos inyectados de rojo; ojos de insomnio y de crimen[17]». Pero ninguno
de los antiguos compañeros de Virgilio quiso dar parte de lo ocurrido. Ante la

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falta de noticias, Carlota se desplaza a Melilla para buscar alojamiento para
ella y sus hijas, y abandonar la pequeña embarcación, donde no se siente
segura. Pero no tiene dinero ni a nadie a quien acudir. Desesperada, regresa a
la embarcación, donde sus dos hijas pequeñas la esperan junto a Librada, la
criada, presas del pánico: «Me recibieron con temor en la mirada, mirada de
presentimiento[18]». Finalmente, el 22 de julio, un marino se acerca a la
embarcación y con disimulo le entrega una nota: «Señora, no siga por más
tiempo ahí… Trasládese usted y su familia a mi casa, que está situada (aquí la
dirección). Yo soy amigo de su esposo». El remitente de la nota, sin firmar,
era un suboficial de la base, quien se ofreció a hospedar a la familia. Con
poco equipaje y apresuradas regresaron a Melilla y se dirigieron a casa del
anónimo benefactor. Allí Carlota se enteró de las barbaridades perpetuadas
por las tropas sublevadas y por los falangistas: «Y al relato la sangre se me
helaba. Había sido el desencadenamiento de la barbarie; el hombre de la selva
irrumpió en el mundo de los seres civilizados y normales, esparciendo el
terror y el espanto. Y las voces quedas de las mujeres afligidas contaban y
contaban[19]».
Carlota no se da por vencida, decide salir en busca de su marido e intentar
recuperar el equipaje que habían dejado en el barco, eran las únicas
pertenencias que tenían allí. La acompaña Librada. Confiada, deja a Lotti y a
Mariela al cuidado de la familia que las acoge: «¿Volverás pronto, mamá?»,
«Dentro de una hora estoy con vosotras», «Adiós, mamá…». Una hora, cinco
años.
Ambas mujeres consiguen subir de nuevo al barco. Allí les espera un
«teniente que olía a vino[20]», que no les saca el ojo de encima. Recogidas las
pertenencias, piden volver a tierra. Al llegar, las dos mujeres son subidas a un
coche junto a dos soldados armados. Carlota se extraña. «Entramos en
Melilla. El automóvil seguía corriendo más deprisa, como si tuviera cerca el
destino. Nuestro destino. Y allí estaba. Frente al edificio de la Comandancia
Militar, donde paramos en seco[21]». De allí, al fuerte de Victoria Grande,
convertido en improvisada cárcel. «Transcurrió un tiempo. ¿Cuánto?… En la
prisión de este tipo, como en la muerte, el tiempo se detiene. Se pierde el
contorno de los días y las noches; solo queda una noche larga bajo las
lámparas prendidas y la gente que va y viene atareada en la tortura y la muerte
bajo la luz del día o de la noche; siempre hay turnos dispuestos al dolor y la
muerte con actividad de gusanos[22]».
Alejada de sus hijas, quienes siguen esperando la llegada de su madre,
Carlota intenta que se la libere. Pero todo es en vano. Es condenada a seis

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años de prisión: «… Al serle practicado un registro en su documentación y
equipaje a la detenida a raíz del glorioso alzamiento, y hoy procesada, doña
Carlota O’Neill de Lamo, viuda del que fue capitán don Virgilio Leret Ruiz,
le fue encontrado un escrito en el que, bajo el título de “Cómo tomaron las
Fuerzas de Regulares la base de hidros del Atalayón”, lanza insultos sobre las
referidas fuerzas, calificándolas de “tropas salvajes y de trágicas chichías que
ensangrentaron Asturias”». Se trataba de las impresiones sobre el golpe de
Estado que Carlota había plasmado el mismo día del alzamiento en unas hojas
que sirvieron para inculparla y como la principal prueba para el primer
consejo de guerra al que fue sometida durante su cautiverio y que tuvo lugar
el 21 de enero de 1937. Además de subversiva y de las injurias al ejército, se
le acusó de hablar ruso y de estar detrás de los actos de su marido[23].
A principios de este año 1937, la salud de Carlota en la cárcel se resiente.
Enferma de pulmonía, ha de ser ingresada en el Hospital de la Cruz Roja, en
donde pasará ocho meses. Gracias a eso puede ver en algunas ocasiones a sus
hijas[24]. El 18 de marzo de 1939 se ve sometida a un nuevo consejo de
guerra. En un alarde más de crueldad, su suegro, Carlos Leret, decide
trasladar a sus nietas a la península y las recluye en un orfanato militar en
Aranjuez. Rota de dolor, Carlota insulta a las autoridades. Afortunadamente,
su condena no se amplía y sale absuelta de los cargos de los que se le acusa.
Lo que sucede durante los seis años de presidio forma parte del cuerpo
narrativo de Una mujer en la guerra de España. Estas memorias apasionadas
son un valioso documento que nos permite conocer de primera mano el
alcance de la represión franquista y en concreto sobre cómo esta se cebó con
las mujeres. Es un relato de una enorme crudeza; su lectura no te deja
indiferente. Ya en su introducción, Carlota expone lo que supuso para ella la
escritura de este libro; escribir, destruir, recuperar, editar y publicar dicho
texto, a pesar de los años transcurridos, no fue tarea fácil:

Me parece que he escrito este libro más de dos veces. Lo tuve escondido, allá en
España, bajo tierra, envuelto en un hule; también estuvo dentro de un horno apagado,
pero su destino era el fuego. A él fue a parar, empujado por las manos que temblaban
de mis dos hijas y mías, cuando la Falange empujaba la puerta de nuestra casa. Pasó
el tiempo y volví a sentir la desazón de reconstruirlo. Era como un mandato que me
desasosegaba. Que me obligaba. Y lo escribí otra vez, segura de que no tendría que
esconderlo, porque las tropas de los aliados acorralaban a los nazis. Lo escribí y, al
terminar, vuelta a esconderlo… […] Cuando América era para nosotras más que un
presentimiento, este libro se volvía una amenaza. Pero antes de deshacerlo tomé
notas para poder seguirlo más tarde. Y metía en el equipaje unas cuartillas que eran
un jeroglífico solo entendido por mí […] En Venezuela volví a escribirlo en 1951, el
primer año de mi llegada. Lo hice cansada, y cansado y cansino quedó el libro:
cuando fui a corregirlo encontré mal dicho todo. Y me dispuse a hacerlo otra vez[25].

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Lo reitero, la lectura de este libro es de las experiencias más conmovedoras y
angustiantes que he podido experimentar en mis lecturas sinsombreriles.
Recuerdo la primera vez que lo leí, estaba de vacaciones en Mallorca, no
tardé mucho en acabarlo, pero estuve dos o tres días para digerirlo. Y animé a
mi madre a leerlo de inmediato. Lo que Carlota describe en sus páginas es
estremecedor: la crueldad, la falta de humanidad que trasluce, sus palabras se
te quedan grabadas en la cabeza. Porque esta no es solo la historia de Carlota,
sino, como muy bien apunta Murias, «[…] los hechos narrados por Carlota
O’Neill trascienden lo meramente personal para convertirse en testimonio de
una realidad social y política concreta de especial significado histórico[26]».
Porque, como si hubiera sido premonitorio, en el momento en que Carlota
entra en el presidio olvida el YO, para hablar de NOSOTRAS, como también
quiso hacerlo en ese proyecto editorial de 1931. «Al pasar los días fue
creciendo el terror. Noche y día llegaban mujeres y mujeres con nosotras;
unas arrastraban de los brazos a sus hijos en su resistencia por meterse en el
agujero; otras los cargaban en el vientre. Llegaban viejas, jóvenes, muy
jóvenes. Unas lloraban; algunas reían. Entraban otras con rojeces en el alma y
en la cara; con palidez de cadáver después de ser violadas[27]».
En esta obra, Carlota es consciente del valor de su testimonio. Creo que
por eso hace una descripción tan exacta de todo lo sucedido. Nos encontramos
ante una narrativa coral, donde van apareciendo, casi como si se tratara de un
texto escénico, distintos personajes, la gran mayoría mujeres, presas como
ella. Carlota da nombre a esas mujeres de las que nada o poco sabríamos y
que son víctimas directas de la guerra y de la represión. Mujeres de todas
partes y de todas las clases. Analfabetas y formadas. En la prisión de Victoria
Grande nada de eso importa. Niñas, adultas y viejas, Carlota nos ofrece un
catálogo de diversidad femenina, y sin tapujos nos muestra la crueldad de los
fascistas. Bárbaros, sin piedad, que torturaban, violaban y asesinaban a
mujeres y niñas, contagiados por el odio y la necedad.
—¡CARMEN GÓMEZ!…
Carmen Gómez avanzó cortando el silencio que ya era masa compacta en torno a
ella.
—¿Me llamaba?
—Sí… Ven abajo.
—Es que… ¿tengo que declarar?
—No tienes que declarar; ¡vamos, aprisa! ¡No me tengas aquí! —Las palabras
apremiaban.
—¿Es que me van a poner en libertad? ¿Bajo mi ropa?
—No te va a hacer falta. ¡Ae! ¡Vamos, mujeres! Aprisa.
Carmen fundió su mirada en las nuestras, que las pegábamos en ella, en don Miguel.
Nos apretujábamos las unas a las otras para escuchar, para ver, para deducir…

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Carmen se escondió a la vista de don Miguel, nos miró poniéndose la mano sobre la
sien en gesto de disparar un revólver. Manoteando en voz baja le dijimos que no, que
no, que no. Nos besó a las que tenía más cerca. Recuerdo sus labios apretados contra
mis mejillas. Le devolví el beso. Tenía dieciocho años.
Partió con don Miguel terraza adelante. Ella se volvió varias veces en gesto de
despedida, sonriente. Era su andar ligero.
—¡Adiós… hermana[28]!

Carlota fue liberada de la cárcel en 1940. De Melilla, viajó a Málaga desde


donde se subió a un tren que la llevaría a Madrid, donde estaban internadas
sus hijas y donde residían su madre y su sobrina Lidia. Aquí empieza un
nuevo relato, que la autora publicará bajo el título Los muertos también
hablan, inédito en España hasta 2003.
El tren hizo su entrada en el andén, y yo aturdida entre voces y chirriar de carretillas,
gritos de locomotoras… ¿La madre? Había dejado una mujer joven, hermosa, de pelo
negro. Y aquella voz: ¡Carlota! Y allí estaba: ancianita, el cabello muy blanco,
pequeña, temblorosas las manos, hundidos los ojos… ¡Y aquella mirada!, de mirar
lejos. Envuelta en vestidos negros, pobres, recosidos, descoloridos; y los zapatos
rotos con descarados agujeros. En las manos de artista, el único resto: guantes de
algodón. Junto a ella, muy agarrada a ella, mi sobrina. […] ¡Y aquella mirada, hecha
de cansancio, de enorme cansancio, de la madre[29]!

Regina, la madre, había pasado toda la guerra en Madrid colaborando en la


Asistencia Infantil para la evacuación de los niños del bando republicano y
cuidando de su nieta, Lidia Falcón, hija de Enriqueta, su hija mayor, quien por
aquellos años residía en Barcelona. Al finalizar la contienda, sobrevivió
escribiendo novelas románticas que firmaba con el seudónimo de Nora
Avante, y dando clases de piano y canto.
A su llegada a Madrid, Carlota no dudó en ir a buscar a sus hijas, aún
internadas en el colegio de huérfanas de militares en Aranjuez. Llevaba tres
años sin verlas. El colegio, regido por monjas, era estricto, oscuro y gris. La
situación de las muchachas allí es terrible: «¡El colegio es la muerte,
mamaíta! […] ¡muchas compañeras se mueren de frío, de hambre, de
tristeza!»[30].
Pero Carlota no puede sacar a sus hijas del internado sin conseguir antes
un trabajo y cierta estabilidad, única forma de poder recuperar su custodia. No
tiene dinero, todos sus bienes han sido embargados, su familia no tiene nada.
Venden lo poco que les queda. Así lo demuestra un documento inédito que
encontré en el fondo de Lidia Falcón, depositado en el Arxiu Nacional de
Catalunya. Es un papel mecanografiado donde se deja constancia del empeño
por parte de Carlota, el 22 de noviembre de 1940, de un aparato de radio
marca Ultramare, cuatro lámparas y una máquina de escribir marca Royal, a

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un tal don Laurentino Romero Flórez, por valor de mil cincuenta pesetas. Está
claro que la situación era límite, Carlota vendía, seguramente, uno de sus más
preciados bienes: su máquina de escribir.
Finalmente recupera a sus hijas, pero no su tutela. Pide permiso para
desplazarse a vivir a Barcelona, sabe que su suegro la acecha y que luchará
para quitarle de nuevo a las niñas. Carlos Leret culpó siempre a Carlota de la
deriva republicana de su hijo, y en consecuencia la hizo responsable de su
muerte. Tiene miedo. Así que tan pronto como recoge a las pequeñas, toma
un tren hacia la Ciudad Condal. No lo tiene fácil, lo sabe, pero se siente más
segura: «A la par que buscaba el colegio, buscaba trabajo. ¿Y qué haría?
¿Podría como escritora? Ni rastro de mis amistades; se las llevó la guerra, la
muerte, el exilio. No podía elegir, había que trabajar. Para empezar, tenía que
cambiarme el nombre[31]». Laura de Noves. Bajo esa identidad, Carlota
publicará cuentos, novelas y artículos, llegando a alcanzar cierta notoriedad:
«Laura de Noves comenzó a sonar en Barcelona. Hacía una novela cada mes,
además de mis colaboraciones periodísticas. Las novelas eran malas. Tenían
que ajustarse al patrón que entonces se estilaba. El mismo argumento con
ligeras variantes, sacado de idénticos clichés. Una joven soltera que se
enamora; unas veces le corresponden, otras no[32]». Pero aun así fueron años
muy difíciles, de miseria y soledad.
Por fin, en 1949, Carlota y sus dos hijas emprenden el camino al exilio:
«“¡Ya está…! ¡Ya llegó…! ¡El cable…! ¡Este es el cable de Mario Arnold…!
¡Se arregló todo! ¡Acaba de llegar…! Y dice algo más: ¡Mario Arnold está
esperándolas en el muelle, para llevarlas en avión a Caracas!”. Y así fue cómo
mis dos pintonas y yo recalamos con nuestro bagaje de dolor en Venezuela,
parte de la bien amada tierra de América[33]».
Carlota O’Neill jamás volvió a España, aquí ya nadie la esperaba. Murió
en Caracas en el año 2000, a los noventa y cinco años.

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Capítulo 2
EL HUIR DE LAS MUJERES

Yo quiero no olvidar todo lo que yo sé.


Que otros hagan la Historia y cuenten lo que quieran; lo que
yo quiero es no olvidar, y como nuestra capacidad de olvido
lo digiere todo, lo tritura todo, lo que hoy sé quiero sujetarlo
en este papel.
VICTORIA KENT, Cuatro años en París

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A lo largo de mi carrera como cineasta e investigadora, he visto decenas de
fotografías y documentos fílmicos que muestran la crudeza del éxodo, en
1939, de miles de españolas y españoles hacia Francia ante la inminente
victoria de los fascistas. En las imágenes aparecen filas y filas de mujeres,
hombres, niños y niñas; derrotados, cansados, heridos y desesperados, sin más
equipaje que la esperanza, emprendiendo un viaje a ninguna parte.
No creo que deba ahondar mucho más en la descripción de este conjunto
de imágenes, estoy convencida de que todos las tenemos en mente. Ahora
bien, ¿qué relación emocional mantenemos con ellas?
Al iniciar mi investigación para la escritura de este capítulo, me propuse
prestar mucha atención a cómo mi mente construía visualmente las escenas
que describían las obras testimoniales que abordaban este suceso de nuestra
historia reciente. Quería saber de qué referentes visuales se alimentaba mi
imaginario a la hora de abastecer de imágenes mis lecturas, con el fin de
indagar el porqué, hasta ahora, mi reacción ante las escenas vistas tenía más
de curiosidad antropológica que de sentimiento de pertenencia.
Enseguida pude detectar tres razones: en primer lugar, mis referentes
visuales eran en blanco y negro, es decir, todas provenían de un mismo lugar:
la imagen documental. Segundo, todas las imágenes eran secuencias o
instantáneas que reflejaban el suceso desde su perspectiva colectiva y tenían
como consecuencia la ausencia total de relatos visuales que me acercaran a
las historias personales. Esta conciencia me llevó a una conclusión y a la
tercera razón: pasados casi noventa años, dichas imágenes no se han
actualizado, función que, por ejemplo, aporta en parte la ficción
cinematográfica, y por eso la repetición de las escenas acabó por desactivar el
íntimo vínculo que nos conectaba emocionalmente con ellas.
Las cuatro mujeres protagonistas de este capítulo —Luisa Carnés, Silvia
Mistral, Mada Carreño y Cecilia G. de Guilarte— tienen en común varios
espacios compartidos, como iremos viendo a lo largo de este libro, y uno de
ellos es su labor como periodistas. Muy activas durante la guerra, acudieron al
frente de batalla en diferentes ocasiones con el fin de reportar desde la propia
experiencia lo que allí sucedía; desde distintos medios escritos y desde

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distintas variantes ideológicas, pusieron su pluma al servicio de la defensa de
la República. Todas ellas ya ejercían el oficio con anterioridad al inicio del
conflicto y, en el caso de Luisa Carnés y Cecilia G. de Guilarte, ya ostentaban
la categoría de escritoras, publicando novelas y relatos cortos a partir de 1930.
Todas se quedaron hasta el final de la guerra comprometidas con su
oficio, con la trágica consecuencia de tener que huir precipitadamente de
España rumbo al destierro ante la evidencia de que sus vidas corrían peligro.
«¿Mi crimen? El de todos los buenos españoles: ser fiel al poder legítimo de
España. Durante dos años y medio, mi pluma, como la de la mayoría de los
escritores, ha defendido la legalidad republicana, ha exaltado el heroísmo
inagotable del pueblo español: ha cumplido con su deber[34]», escribía Carnés
poco antes de partir de Barcelona.

LUISA CARNÉS, ALTAVOZ DE LAS INJUSTICIAS SOCIALES

Hace poco visité a Maleni, nuera de Luisa Carnés, en su casa de las afueras de
Madrid. En su salón, rodeada de recuerdos, tomamos un estupendo desayuno
al que se sumaron sus hijos, Juanra, Paloma, Alejandro, y Sara López,
herstórica y devota en cuerpo y lectura de Carnés. Conocí a Maleni gracias de
nuevo al documental de Las Sinsombrero; la entrevisté ya entonces. Ella es
enormemente generosa, siempre está dispuesta a compartir las vivencias que
tuvo con Luisa. Esa tarde le pedí que recordara una vez más. Con una voz
pequeñita, pero de enorme valía, nos explicaba la bondad de su suegra,
mientras su mirada, vidriosa por la edad, se esforzaba en retener un pasado
que se negaba a olvidar, por suerte para todos. Su hijo Juanra, consciente del
valor de una memoria que se apaga, grabó con su teléfono móvil el relato
materno. Repasamos casi toda su vida, a la vez que nos íbamos pasando, en
orden circular y con el cuidado de quien acaricia un legado propio,
fotografías, documentos y objetos de la escritora. La voz de Maleni se
compungió cuando recordó lo ocurrido durante la guerra y los meses de
retención en Francia: «Lo pasó muy mal».
Pero antes de describir una tremenda experiencia de la guerra y del exilio,
merece la pena detenerse un poco en la trayectoria de esta mujer que pasó de
aprendiz de sombrerera a escritora, periodista y comprometida con la lucha
feminista y obrera.
Luisa Carnés nació en Madrid en 1905, en el barrio de las Musas. Tal vez
un buen augurio, a pesar de que nada parecía estar a su favor, si tenemos en
cuenta sus orígenes. Su familia era muy humilde, su padre era barbero y su

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madre un ama de casa que lavaba y planchaba la ropa de otras casas para
redondear el jornal del padre. Luisa era la mayor de seis hermanos. A los once
años, se vio obligada a dejar la escuela y pasó a trabajar como aprendiza en
un taller de sombreros de una tía suya. Hay ocasiones en las que el destino
teje extrañas paradojas: una sinsombrero aprendiendo a hacer sombreros. Tras
su paso por un obrador de pastelería, en 1928 se integra como mecanógrafa en
la plantilla de la Compañía Iberoamericana de Publicaciones (CIAP), por
aquel entonces todo un referente en el mundo editorial.
Hasta ese momento, su formación había sido totalmente autodidacta. La
propia Luisa lo revelaría en una entrevista en 1930: «No me podía gastar un
duro en un libro y me alimentaba espiritualmente con los folletones
publicados en los periódicos y con las novelas baratas, las únicas asequibles
para mí. De tal forma y sin más guía que mi amor al libro, y a través de
innumerables autores y obras absurdas, ascendí hasta Cervantes, Dostoiewski,
Tolstoy (sic)…»[35]. Trabajaba de día y leía y escribía de noche —«Ya
entonces, a mi regreso del taller, velaba hasta la madrugada sobre las
cuartillas…»[36]—. En 1923 publica su primer cuento, pero hasta 1928,
cuando entra en la Compañía Iberoamericana de Publicaciones, no despega su
carrera literaria. Sus jefes ven en ella un potencial y le dan la oportunidad de
publicar Peregrinos de calvario, que, en realidad, se trata de la recopilación
de tres de sus novelas cortas (El pintor de los bellos horrores, El otro amor y
La ciudad dormida), prologado por José Francés, periodista, escritor y crítico
literario. Según Antonio Plaza, Peregrinos de calvario se convierte en un
«superventas» de la época, y, con él, Luisa inicia lo que podemos denominar
una meteórica carrera literaria sin haber alcanzado ni siquiera los veinticinco
años[37]. A este libro le sigue la que se puede considerar su primera novela,
Natacha, publicada en 1930, cuyo título, en palabras de la propia autora, era
un homenaje a Dostoievski, al que admiraba profundamente.
De tintes autobiográficos, Natacha, de una enorme carga social, narra las
vicisitudes de una joven en un taller de sombreros, que no es más que un
reflejo de la infancia y adolescencia de la propia Luisa. Natalia, la
protagonista, representa la injusticia social, la explotación laboral, la
vulnerabilidad de las mujeres y la pobreza: «En casa de los pobres se aprende
antes a llorar que a reír, y los hijos de los pobres aprenden antes a pedir el pan
que los besos[38]». En 1930 aparece también como colaboradora de la revista
Estampa y, como buena enamorada de la literatura rusa, realiza los prólogos a
dos obras editadas por la CIAP: Taras Bulba, de Nikolái Gógol, y Cuentos, de
León Tolstói. Es también en este año cuando conoce, en la misma empresa en

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la que trabaja, al que será su primer marido y padre de su hijo, Ramón
Puyol[39], militante del Partido Comunista y muy comprometido
políticamente, y que la pone en contacto con las vanguardias culturales y
artísticas.
En 1931, la empresa editorial para la que trabajan, la CIAP, no puede
hacer frente a sus problemas de financiación y termina quebrando. Ramón y
Luisa se quedan sin trabajo y la fulgurante carrera literaria de ella sufre una
cierta ralentización. Pese a ello, en 1932 publica una nueva novela de título
Tea Rooms, calificada como novela-reportaje, que tiene el nada equívoco
subtítulo de Mujeres obreras y está centrada en la vida de unas camareras en
un salón de té. Una vez más, Luisa pone de manifiesto la injusticia social a
través de su protagonista, Matilde, plenamente consciente de que es necesario
denunciar la situación a la que se ve sometida la mujer, no solo en el espacio
doméstico, sino también en el entorno laboral. Se trata de una mujer
inteligente, cuyo deseo de independencia le lleva a darse cuenta de que tal y
como está concebido el trabajo femenino no ayuda en absoluto a las mujeres,
debido a las precarias condiciones en las que trabajan; no redime, sino que
oprime. En la lucha denodada por salir del papel de «ángel del hogar» al que
desde siempre han sido relegadas las mujeres, su crítica se centra en solicitar
mejores condiciones salariales y educación como único medio para evitar la
opresión a la que se ven sometidas. Su crítica es social, pero también
abiertamente política[40].
La precaria situación económica tras el cierre de la CIAP en la que
trabajaba la pareja Carnés-Puyol, a la que se suma el nacimiento de su hijo
Ramón en junio de 1931, los lleva a trasladarse a Algeciras, ciudad natal de
Ramón. Luisa sigue colaborando con la revista Estampa y no dejará de lado
su faceta literaria, ya que continúa escribiendo cuentos y novelas, como Olor
de santidad y La Aurelia, que de momento no podrán ser publicadas. A su
regreso a Madrid en 1933, Luisa inicia una actividad periodística muy intensa
en Estampa, Ahora, As y La Linterna, y, tras la victoria del Frente Popular,
pasará a formar parte de la Agrupación Profesional de Periodistas y se afiliará
al Partido Comunista[41]. Es también una época de cambios en su vida
sentimental, puesto que entre finales de 1935 y principios de 1936 se separa
de Ramón Puyol y se traslada a vivir sola con su hijo.
La guerra arrasa con todo. Su modo de vida, su carrera literaria, sus
ideales… El mundo se desmorona ante sus ojos. De todos modos, fue
enormemente activa durante los años que dura la contienda. Sus artículos
continuarán apareciendo en Mundo Obrero y Altavoz del Frente. Los

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intelectuales comprometidos con la causa de la República siguen los pasos del
Gobierno y se instalan en Valencia. Y Luisa Carnés y su nuevo compañero, el
poeta Juan Rejano, colaboradores ambos de Mundo Obrero, que establece allí
su redacción —y que pronto será sustituido por Frente Rojo—, harán lo
mismo hasta 1937[42], cuando han de trasladarse de nuevo, esta vez a
Barcelona. Su labor periodística es intensa y a veces escribe con su nombre y
otras con el seudónimo de Natalia Valle, la protagonista de su novela
Natacha.
Carnés llegó a Barcelona desde Valencia en octubre de 1937, junto a otros
muchos intelectuales y políticos. Pronto solicitó, como también había hecho
en la capital valenciana[43], el ingreso en la Agrupación Profesional de
Periodistas[44] a fin de poder seguir ejerciendo su oficio. Su trabajo como
redactora en diversos periódicos sigue inalterado, a pesar de que la situación
se complica por momentos en la capital catalana. «Los bombardeos me dan
un miedo horrible», les confesaría Luisa a sus compañeros de redacción de
Frente Rojo, en Barcelona. Jesús Izcaray, subdirector del periódico, recordaba
años después: «Los bombardeos le daban “un miedo horrible”, pero allí
seguía Luisa, en su mesa, en su sitio, disponible siempre para cualquier
trabajo que se le encomendara; sin horas, sin sueño, a medio comer los más
de los días. […] Seguramente ella sabía, aunque tuviera la elegancia de no
aplicárselo, que el miedo, así superado, no tiene nada que ver con el miedo,
sino que es valor, del auténtico, del que cuenta: ese valor razonado y
sostenible con el que los hombres hacen las grandes cosas. Con el que ella —
que tan bellamente contó tantas vidas ajenas— ha escrito esa bella historia
que es su propia vida[45]».
Un apunte. Si queréis visualizar, de forma rápida, la prolífica actividad
periodística de Carnés durante ese periodo, os animo a introducir su nombre
en el buscador del Portal de Archivos Españoles (PARES). Comprobaréis que
aparecen diecinueve entradas que corresponden a las diecinueve fichas
existentes a su nombre generadas por la Oficina de Información y Propaganda
Anticomunista (OIPA)[46]. En la mayoría de ellas, la policía franquista detalla
los títulos de los reportajes firmados por Luisa en el diario Frente Rojo: «Yo
tengo un hijo en la Unión Soviética», «Relato de refugiada», «Esfuerzo en las
fábricas para ayudar al ejército[47]», entre otros. Por cierto, en los ejemplares
digitalizados de dicho periódico conservados en el mismo Centro Documental
de la Memoria Histórica, se puede comprobar cómo los mencionados
reportajes están marcados con lápiz rojo.

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Luisa permanecerá en Barcelona hasta enero de 1939 en que, como tantos
otros, ha de emprender camino del exilio. Poco imaginaba la niña aprendiz de
sombrerera aquel desenlace cuando le hacían aquella entrevista en Crónica en
marzo de 1930 y le preguntaban cuáles eran sus ambiciones: «Llegar a la
entraña de todo, comprenderlo todo, para acabar de hallar mi fuerza interior y
ser yo en absoluto. Volar. (…) Vivir intensamente. Vivir».
Y, en efecto, en su camino al exilio, vivió más intensamente de lo que con
certeza hubiera querido. Y, por suerte para nuestra memoria, Luisa Carnés
plasmó en De Barcelona a la Bretaña francesa todo su periplo a lo largo del
camino hacia el destierro forzado. En este libro testimonial, inédito hasta
2014, Carnés recrea mediante veintisiete relatos breves lo vivido entre enero
de 1939 en Barcelona hasta su salida de España, a través del puesto de La
Junquera, y sus meses de internamiento en Francia: «La noche del 26 de
enero es interminable. Las calles barcelonesas aparecen desiertas. […] Ni un
avión. Bajo la luna, los tejados aparecían inmutables. Ni un estremecimiento
de vidrios y metales. Las horas pasan sobre una ciudad que parece muerta
más que dormida[48]».
La misma tarde del 26 de enero de 1939 en que Luisa deja Barcelona, las
tropas franquistas entraban con sus tanques por la Diagonal de la capital
catalana: «Al filo del amanecer salgo en un camión de evacuación. No hay
luna, la oscuridad es completa. Soy empujada hacia el fondo de un vehículo
descubierto, en el que hay ya apiñados algunos cuerpos que la oscuridad me
impide identificar. Un hombre dirige los trabajos de evacuación. No distingo
sus facciones. […] “Vamos… Deprisa… Correrse para allá. No hablar.
Echarse y esconder la cabeza”. Detrás de mí han subido varias personas más.
Se oyen siseos que tratan de tapar la boca de los impacientes, que piden la
pronta salida del camión[49]».
Luisa inicia así el camino al exilio. Un éxodo desgarrador que supuso una
experiencia traumática para nuestra protagonista y para cada una de las
mujeres y cada uno de los hombres que lo vivieron. Luisa lo cuenta. Y gracias
a ello, podemos hoy documentar lo que sucedió. Su testimonio nos transmite
un profundo sentimiento de derrota, de despedida de un sueño, de una vida:
Y tú, España… Ahí estás, próxima y lejana ya. Apenas apunta la luz del día se
advertían desde esas montañas, que parecen poderse tocar con el brazo extendido, tus
tierras empapadas en sangre de patriotas; tus caminos y carreteras, en los que se
aprietan miles y miles de fugitivos, de hombres honrados de vidas destrozadas que
perdieron todo lo más querido —hijos, hermanos, padres, compañeros— en el
holocausto a tu preciosa libertad. Tierra querida, hemos nacido en ti y al morir
queremos que tú nos envuelvas, fundir nuestro polvo con el tuyo. […] Ahora
sentimos lo que hemos perdido. Nos hemos transformado en refugiados al salir de ti.

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¡Refugiados! ¡Elocuente y triste palabra! Estamos aquí, enfebrecidos y aletargados
por el frío y el cansancio, y aquí estaremos, hasta que nos conduzcan donde las
autoridades francesas determinen. Somos refugiados de guerra. Ante nuestros ojos,
velados por incipientes enfermedades, se suceden amargas perspectivas: inmensos
campos helados, alambradas infinitas, bazofia en palanganas, disciplina cuartelera…
Bueno, ¿y qué? ¡Somos refugiados de guerra[50]!.

A los pocos días de llegar a Francia, y después de varios vaivenes, Luisa es


retenida en un centro de internamiento en Le Pouliguen: «En el piso superior
estaban los dormitorios, compuestos por dos inmensas naves, en cada una de
las cuales había más de cuarenta camas, que fueron marcadas con un nombre
y un número. Este sencillo hecho me convirtió en la refugiada número 31[51]».
Luisa describe su tiempo de internamiento como un auténtico periodo de
opresión. «A las siete y media de la mañana ya estaba el viejo francés
agitando su campanilla de hierro, que siempre tenía a mano, llamando a los
refugiados a desayunar. […] Cuando a este le parecía que ya había
transcurrido el tiempo suficiente para absorber el café y masticar el trozo de
pan del desayuno, volvía a hacer sonar la campana de hierro, con lo que daba
aquel por terminado[52]».
Poco después, Luisa es liberada del refugio y emprende su viaje a París en
busca de su hijo, al que había puesto a salvo en la capital francesa durante la
guerra con unos amigos mexicanos. Juntos iniciarán el viaje al exilio
definitivo: «Sorbía mis lágrimas, en tanto mis ojos mojados se clavaban en el
horizonte, delimitado por la raya azul pálido del océano Atlántico, pensando:
“Así eres tú, España. Así eres tú, pueblo español”, poderoso, bravo
invencible, como el océano. Nada puede domeñarte. Te ponen trabas de
muerte, pero tú las salvas. Si te cargaran de cadenas, tú sabrías romperlas. Si
te amordazaran, tú sabrías hacerte oír, porque tú, pueblo español, pueblo mío
adorado, pasarás sobre cárceles, sobre sangre y martirio, hacia la infinitud,
que por derecho te pertenece… Hacia la libre inmortalidad que corresponde a
tu grandeza[53]».

VIDA Y CINE EN SILVIA MISTRAL

También huía de Barcelona, en parecidas condiciones, Silvia Mistral: «25 de


enero. […] Todo está, ahora, desgarrado por la guerra. Voy a partir. ¿Cómo y
a dónde? No lo sé[54]».
En mi viaje a México con motivo del rodaje del documental, entrevisté a
Silvia Mestre, hija de Silvia Mistral. Mestre nos recibió en su casa. De nuevo,
un hogar lleno de recuerdos. Mientras preparábamos el set de rodaje, Silvia

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nos enseñó a mí y a Gonzalo Berger toda la documentación que conservaba
de su madre y de su padre, Ricard Mestre, ambos afiliados a la CNT y muy
activos en la organización. Fotografías, escritos, documentos y manuscritos
llenaban cajas y carpetas. Entre los documentos, me llamaron la atención unas
cuantas hojas mecanografiadas por la propia Silvia (Mistral) donde la autora,
en primera persona, explica el devenir de su vida y el de su familia: «Mi
padre se llamaba Ramón Blanch Garreta. Era de Granollers, Barcelona,
nacido en 1890. […] Mi madre: María Luisa Pita Vázquez, nació en Cuba en
1894. Era hija de emigrantes gallegos[55]».
Hortensia Blanch Pita, nombre real de Silvia Mistral, nació en La Habana
en 1914. La familia se trasladó por primera vez a España en 1922 en busca de
un mejor clima para su hijo Raúl, nacido en 1915, que estaba muy enfermo.
Allí nació el tercer hijo, Ramón (1922). Pero, al poco de llegar, el pequeño
Raúl muere a la edad de seis años. Así que la familia regresa al país caribeño,
donde residieron hasta 1931, cuando, ante el nuevo orden republicano
español, sus padres, una vez más, deciden trasladarse a España. «Estaba yo en
Cuba el 14 de abril de 1931. Iba con mi tía Joaquina por la calle Amistad y
Neptuno cuando vimos una bandera muy grande que casi llegaba al suelo;
comentamos que no sabíamos de dónde era. Al día siguiente ya se publicaba
en todos los periódicos la formación del Gobierno republicano. Llegamos a
España a finales de agosto o principios de septiembre. Mi padre no
encontraba trabajo y pasamos mucho frío. Yo encontré trabajo como ayudante
de química en el laboratorio de la fábrica de papel de fumar Smoking, en
donde estuve hasta mi salida de España, al terminar la guerra, mejor dicho, el
día anterior a la caída de Barcelona[56]».
Para complementar el salario de la fábrica de papel de fumar, Silvia
comienza a colaborar en diversas revistas. A los dieciocho años ya escribe
para los suplementos literarios de Las Noticias y El Día Gráfico. Trabajadora
incansable, en el primero de ellos llegó a realizar hasta doscientas
colaboraciones. Gran enamorada del cine, empieza a hacer críticas
cinematográficas en varias publicaciones especializadas, como Popular Film,
Films Selectos, Proyector y Nuevo Cinema. Sus artículos van más allá de la
simple reseña cinematográfica o del interés que pueden suscitar los actores.
Como bien afirma Patricia Barrera Velasco: «Para ella, el cine es espejo de
las pasiones instintivas, pero también de la diversidad de pensamientos e
ideales espirituales del ser humano[57]». En 1935, Hortensia Blanch Pita deja
de llamarse así para adoptar el nombre de Silvia Mistral, como homenaje al

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poeta francés en lengua occitana Frédéric Mistral. Ya no volvería a usar su
verdadero nombre.
Más tarde trabajará para la Paramount redactando lo que se denominaban
novelas cinematográficas, que eran los argumentos de las películas de estreno
que aparecían en forma de gacetilla con fotografías del filme. Su excelente
trabajo hace que en esta productora le ofrezcan un puesto de directora de
publicidad. Pero ella prefiere formarse primero antes de aceptar y en ello se
esfuerza acudiendo a conferencias, bibliotecas y leyendo todo lo que cae en
sus manos. Ella se consideraba «autodidacta al mil por mil», lo que la
equipara a Luisa Carnés. No procedía de una familia de intelectuales ni se
movía en círculos de la vanguardia literaria de la época, aunque Barcelona
era, en aquel momento, un hervidero de ideas. En 1936 se pone al frente de la
sección de publicidad de la Paramount, que hasta entonces había dirigido la
escritora gallega María Luz Morales. El estallido de la guerra trunca su
prometedora carrera en la empresa como redactora, porque la Paramount deja
de mandar películas a España, aunque ella no abandona su trabajo en la
productora cinematográfica[58].
Su filiación política a la CNT parece ser bastante tardía, casi en el
comienzo de la guerra —«Pero indudablemente yo era republicana,
indudablemente yo era liberal, pero yo no tenía aspiraciones políticas,
ninguna»—. Dudó entre la UGT y la CNT, decantándose finalmente por este
último sindicato[59]. Al inicio de la guerra, en el cenáculo libertario que se
reunía en el bar Turia, conocerá al que será su marido, Ricard Mestre,
mencionado en todas sus biografías como «anarquista pacifista», un personaje
que predicaba «el anarquismo original, pacífico, constructivo, libertario[60]».
Su actividad durante la guerra fue febril. Sin dejar de trabajar en la
fábrica, en 1937 inicia su colaboración con la revista Umbral, asociada a la
CNT, y que se publicó entre 1937 y 1939. En ella, Silvia se encarga no solo
de artículos cinematográficos, un tema en el que ya se ha convertido en una
verdadera especialista, sino que también escribe cuentos y realiza reportajes
de guerra. Publica asimismo crónicas en Solidaridad Obrera y La
Vanguardia. Algunas de sus crónicas sobre la batalla de Teruel fueron
ilustradas por la fotógrafa húngara Kati Horna. Fue también secretaria de la
revista Nuevo Cinema, creada por el Partido Comunista. Su intensa labor
periodística se completó con sus comentarios sobre cine en la Radio Oficial
Republicana. Y hay que reseñar igualmente su participación como delegada
en el Congreso de Mujeres en la Lucha contra el Fascismo.

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Mientras la actividad de Silvia se volvía incesante, la guerra desgarraba a
la familia Blanch Pita. A la pérdida años atrás de Raúl, se le suma la muerte,
en el frente de Aragón, de Ramón, a los dieciséis años. En el escrito
biográfico, Mistral expone la desesperación de su madre ante la imposibilidad
de recuperar el cuerpo del hijo muerto: «Mi madre nunca se resignó a su
muerte y durante los sucesos de mayo del 38 fue a ver los cadáveres del
Hospital Clínico, con la esperanza de hallarlo, aunque fuera muerto. […] Al
término de la guerra iba a la estación de Francia con un cartel con el nombre
de su hijo, preguntando a los soldados repatriados si conocían su paradero.
Intentó suicidarse dos veces después de que yo abandoné España el 25 de
enero de 1939. En su tercera tentativa logró el descanso total que tanto
anhelaba. Murió el 21 de enero de 1944[61]».
Silvia y Ricard se dirigen, como tantos otros, hacia Francia, al largo
camino del exilio. Allí son separados y enviados a distintos campos de
concentración. Se reencontrarán al cabo de unos meses en el buque Ipanema,
que los traslada a Veracruz. Aplastados por la guerra, entre las ruinas de lo
que un día había sido el sueño republicano, quedan un buen puñado de
ideales. Y atrás queda también la familia de Silvia Mistral. Recuerdo
perfectamente la emoción de su hija, Silvia Mestre, durante la entrevista, al
relatar ese instante en que su madre se despide de sus progenitores: «El 25 de
enero, cuando ya sabían que las tropas franquistas entraban al día siguiente,
hicieron una reunión entre sus padres y ella y decidieron que se tenía que ir,
porque su vida podía correr peligro. Esa parte es la que sí me puede
emocionar más, porque dice [la madre]: “En ese momento no nos dimos
cuenta de que no nos veríamos nunca más”».
La guerra y sus consecuencias; qué poco conscientes somos como
sociedad de todo ello. Que difícil marchar, qué difícil dejarlo todo atrás, qué
terrible la muerte de un hijo.
Silvia Mistral dejó testimonio escrito de su huida de España y de los
meses siguientes como refugiada en Francia en su excepcional crónica,
Éxodo. Diario de una refugiada española, que abarca el periodo comprendido
entre enero y julio de 1939. En esta obra, publicada en el exilio mexicano en
1940, primero en la revista Hoy, por capítulos, y poco después como libro de
la mano de la editorial Minerva, Mistral, a diferencia de otras autoras que se
inclinan por un testimonio biográfico desde el recuerdo, usó para su obra la
fórmula del diario, aunque es cierto, como bien nos indica Mónica Jato en la
introducción a dicha obra, que «este diario lleva impresa la huella del
presente, aunque a veces se noten los retoques a posteriori que llevó a cabo la

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autora y que era imposible que escribiera en ese momento. […] Aun así, el
texto no pierde ese ritmo de inmediatez que la autora imprime a la narración
de los hechos[62]». Día tras día, la joven periodista nos va narrando las
vicisitudes sufridas por ella y por su inseparable compañera de viaje,
Esperanza, una miliciana aragonesa de mediana edad. Junto a ellas, un
numeroso grupo de mujeres, de distintas procedencias y condiciones, puebla
esta crónica. Todo el universo que describe Silvia Mistral en Éxodo es un
universo femenino. Ellas son las únicas y auténticas protagonistas, con sus
virtudes y defectos, con su valentía y desesperación. Ellas y solo ellas son
sujeto de interés para la autora: «Estando las mujeres reunidas se sabe mejor
que por separado cuáles son sus defectos y qué virtudes poseen[63]».
Cuando consulté, en casa de su hija Silvia, la documentación de Mistral,
encontré un papel escrito a mano y fechado en 1939. Es un documento
amarillento por el paso del tiempo. Me atrevo a decir que lo llevaba encima
durante su huida. En dicho papel, Silvia apunta las fechas y las horas de
llegada a cada uno de los pueblos sobre los que fueron avanzando.

Miércoles, 25 de enero: salida de Barcelona de cinco y media a seis de la tarde.


Noche en Gerona.
Jueves, 26 de enero: llegada a Salt (Gerona).
Jueves, 2 de febrero: salida de Salt a las seis de la mañana. Llegada a Pons de Molins
a las tres de la tarde.
Sábado, 4 de febrero: salida de Pons de Molins a las cinco y media. Llegada a Llansà
(sic) a las ocho.
Domingo, 5 de febrero: salida de Llansà (sic) a las ocho de la mañana. Llegada a la
frontera a la tres de la tarde. Entrada en Cervera a las siete de la noche. Lunes, 6 de
febrero: salida a las seis de la tarde. Noche en el «Pont del Reco» (Argelès-sur-Mer).
Miércoles, 8 de febrero: salida. Llegada a Port-Vendres a las dos de la tarde. Salida a
las seis y media.
Jueves, 9 de febrero: llegada a Alès a las ocho de la mañana. Les Margès a las once.
Sábado, 11 de febrero: viaje a Alès, visita al consulado de España. El cónsul no
estaba. Un secretario adoptó una actitud antigua.

Todo este testimonio escrito que nos regala Mistral está lleno de detalles, de
escenas que se te graban en la memoria. A ello se le debe sumar el tono
poético y la fuerza visual de la narración, influenciada sin duda por su cultura
cinematográfica. Cada una de las estampas, desgarradoras, que la joven
anarquista describe en las pequeñas páginas de su inseparable libreta están
llenas de fuertes motivos visuales que hacen que este texto testimonial sea
íntimamente conmovedor: «Estoy sola, sin protección, en un pueblo triste. Me
he abrazado a mí misma y he llorado largo rato con el llanto amargo de quien
ha perdido la alegría de ver, de andar, de vivir, en una palabra[64]».

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Sus días en Francia son descritos por Mistral como un auténtico calvario,
como también así lo hace el resto de las protagonistas de este capítulo. El
dolor y la ira ante el maltrato que sufren las refugiadas españolas por parte de
la ciudadanía francesa y, sobre todo, por las instituciones galas son reflejados
por la escritora sin piedad: «Los agentes coaccionadores no descansan y ahora
resurgen con una vieja táctica: incitarnos a la huida. Señores con gesto
paternal nos ofrecen ir a trabajar (?) a Marsella, bien retribuidas y con papeles
legales para residir en Francia. Una vieja política de folletín, que ya todas
conocemos. Con frialdad les hacemos notar que sabemos sus planes y que no
caeremos en coartadas de esa especie. Ellos —acaso policías secretos—
esconden los ojos bajo el ala del sombrero y se marchan del pueblo, cohibidos
y derrotados, en apariencia, ya que aparecen en cualquier parte bajo diversos
tipos y proponiendo planes que conducen al mismo fin. […] La repugnancia
que nos dan estas cosas hace que cada vez sea más aguda el ansia de partir.
Escribo al comité británico y este me contesta que “siendo más angustiosa la
situación de los hombres, no pueden dedicarse a las mujeres[65]”».
Finalmente, Silvia puede embarcar el 12 de junio en el Ipanema, rumbo a
México. «Brilla el sol sobre el río. Unas mujeres, junto a una casucha blanca,
lavan ropa con brío. Han embarcado todos los refugiados por orden
alfabético. Se anuncia la salida. Unos gendarmes, soñolientos, pasean a todo
lo largo del espigón. Son la última versión del “allez, allez”, la última
estampa del militarismo francés. […] Voces portuarias se escuchan entre las
cuerdas y las máquinas. Se eleva el ancla, con estrépito, y la sirena del buque
entona su preludio de despedida. Los rechazados se agrupan en el muelle con
los nervios tensos y los ojos llenos de lágrimas. Cuando el Ipanema se aleja
del espigón, unos y otros lanzan tres gritos: “¡Viva México! ¡Viva Cárdenas!
¡Viva la República!”. Nadie dio una hurra a Francia[66]».
Mistral describe también el viaje, con una duración de más de un mes, en
el mítico barco. De nuevo, sin pelos en la lengua, denuncia las precarias
condiciones en las que sus pasajeros viajan: «La organización interior del
buque es defectuosa. Los principales conflictos nacen de la falta de lugar, de
lo que pudiéramos llamar “espacio vital”. Como no existen comedores, el
millar de pasajeros se reparten en grupos de diez, hacen largas colas para la
comida y se acomodan, cada cual con su plato, en donde haya un rincón
apropiado. […] Las dificultades elementales para la vida en el buque originan
innumerables conflictos, a veces muy difíciles de solucionar. Hay protestas
por la comida, por los camarotes de primera, por el comedor de ídem, por el

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reparto de ropa y por —lo más justificado— la falta de alimentos y medicinas
adecuadas para los niños[67]».
Silvia Mistral llega al puerto de Veracruz el 7 de julio de 1939. En la
última página de su Éxodo escribe:

Se pisa tierra mexicana. Venimos con la ilusión de empezar una vida deshecha por
los horrores de la guerra. Somos todos pobres. Traemos solamente el recuerdo de las
cosas que quisimos formar y que se perdieron en la guerra o en el éxodo. Nos queda
el alma, elevada y purificada por las angustias del exilio, el afán de recobrar lo
perdido, para nosotros y para aquellos que gimen bajo el manto fatal de la tragedia.
Cuando emprendo ruta, bajo el cielo del puerto jarocho, hay una intensa emoción en
mi corazón y un recuerdo hacia los que aguardan, en los campos inhóspitos de
Francia, el horizonte de una nación libre[68].

Silvia Mistral nunca regresará a vivir a España.

MADA CARREÑO. EL TIEMPO EN SUS MANOS

Mada Carreño compartió con Carnés y Mistral el mismo destino, aunque tuvo
una trayectoria diferente. Madrileña de nacimiento (1914), pertenecía a una
familia acomodada, de ideas republicanas y liberales. Cursó estudios en el
Liceo Francés, pero no llegó a realizar carrera universitaria. Y aprendió el
valor del tiempo, real y metafórico, de la mano de su padre, relojero de
profesión, al que a veces ayudaba; un tiempo que no desperdiciaba, ya que
desde muy pronto, su insaciable sed de conocimiento la llevó a pasar horas en
la biblioteca del Ateneo. Con apenas veinte años, ya milita en las Juventudes
Socialistas Unificadas y empieza a colaborar en diversas publicaciones
vinculadas a ellas y a otros partidos de izquierda.
Cuando estalla la guerra, Mada se escapa de casa para estar en primera
línea. Pasa los primeros meses de la contienda en el frente de Buitrago, donde
las tropas de Valentín González —el Campesino— tratan de detener a los
sublevados. Se puede decir que aquí empieza su carrera como corresponsal de
guerra, ya que colabora en la edición de un semanario para el frente. Sus
crónicas sobre la contienda aparecerán también en el ABC del bando
republicanos. De vuelta a Madrid, a finales de 1936, encuentra trabajo como
secretaria y traductora en el Ministerio de Instrucción Pública. Comienza
asimismo a escribir para Mundo Obrero, en cuya redacción conoce al que se
convertirá en su marido: Eduardo de Ontañón, periodista y escritor, muy
vinculado a la ferviente élite cultural madrileña de los años veinte y treinta,
con el que se casará en Valencia en 1938, a donde se desplazan siguiendo la

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estela del Gobierno de la República. Eduardo dirigirá allí el periódico Verdad,
del que Mada pasará a ser reportera[69].
Al igual que Carnés y Mistral, Mada Carreño tendrá como último destino
Barcelona. En abril de 1939 pasa a pie los Pirineos para acabar en los campos
de refugiados franceses. Al cruzar la frontera, el matrimonio es separado y
Eduardo es enviado al campo de concentración de Saint-Cyprien, mientras
que ella permanece en Avignonet. Se reencontrarán en Inglaterra al cabo de
varios meses y desde allí regresan a Francia para embarcarse en el Sinaia,
rumbo a México. Separación y reencuentro unen también a Carnés, Mistral y
Carreño. Al dolor del éxodo hacia Francia y del abandono de familia y patria
se unirá el anhelo por encontrarse de nuevo con el hijo y Juan Rejano, en el
caso de Luisa Carnés, y con el esposo en el de Silvia y Mada.
La experiencia de Mada en Avignonet, en donde compartió una vieja
casona ruinosa con otras treinta mujeres, y el amargo sabor de la derrota y el
dolor del exilio le llevan a plasmar todas sus impresiones en Los diablos
sueltos.
La historiadora Josebe Martínez pudo entrevistar a Mada en Ciudad de
México entre los años 1994 y 1995: «Yo sabía desde la guerra que escribiría
la novela…»[70]. Y así lo hizo, aunque, en su caso, Los diablos sueltos no fue
publicada hasta en 1975, después de un largo tiempo de maduración, según la
propia autora.
Mada cuenta que, durante todo el tiempo que dura su estancia como
refugiada en Francia, fue anotando en un cuaderno todo lo que vivía:
«Muchas cosas se perdían, pero no importaba, lo que importa es aquello con
lo que uno se queda, uno retiene ciertas cosas por algo[71]».
Tal como apunta la propia Josebe en su introducción a la novela de
Carreño, el texto escrito en primera persona va relatando lo vivido por la
propia autora, primero en su función como periodista durante el final de la
guerra, y después como refugiada en tierras francesas, hasta su embarque en
el Sinaia con destino a México. Así narra su último día en Barcelona: «Al
amanecer nos despertó el golpeteo de las ametralladoras. Corrimos hacia la
ventana. En lo que alcanzaba nuestra vista no se advertía movimiento alguno.
Todo estaba quieto, en calma, con excepción de las lejanas ráfagas que se
sucedían a intervalos. En los montes que amparan el sur de la ciudad se estaba
consumando la última resistencia. Nos vestimos sin perder tiempo, recogimos
nuestras cosas y dejamos la casa sin encontrarnos con nadie y sin mirar una
sola vez hacia atrás[72]».

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CECILIA G. DE GUILARTE,
LA REPORTERA DEL FRENTE NORTE

Nos queda, por último, hablar de Cecilia G. de Guilarte, autora del


maravilloso libro Un barco cargado de… A diferencia de las otras escritoras
—por cierto, Silvia Mistral y Cecilia fueron grandes amigas durante su
destierro—, la obra de Guilarte se escribe años después, una vez la autora
tolosana regresa a España de su destierro mexicano, durante las Navidades de
1963. En su pueblo natal y ante la necesidad de afirmar su identidad
exiliada[73], Cecilia toma la decisión de que no puede ni debe olvidar, y se
inicia en la escritura de varios artículos, que se publicarán semanalmente en
La Voz de España de San Sebastián, entre enero y marzo de 1972, y que
posteriormente serán editados conjuntamente, y sumándole algunos artículos
inéditos, bajo el título Un barco cargado de…
En estas «memorias», escritas, como indicábamos, casi treinta años
después de los hechos narrados, encontramos algo asombroso: la memoria es
recuperada a través de los objetos conservados: «Cajas y carpetas llenas de
papeles amarillecidos de días incontrolables[74]». Guilarte rescata e introduce
el objeto, el documento como parte elemental del relato, como si este fuera un
talismán que la transportara justo al instante que ella quiere recordar:

A lo largo y hondo de más de treinta años, esta tarjeta sin dirección me ha estado
saltando a las manos, lamiéndome la cara del recuerdo como un perro amigo al
volver a casa, cuando se traen las manos llenas de paquetes y apenas se puede pensar
en otra cosa que en quitarse los zapatos… Pero hoy he tenido que buscarla yo, y no
ha sido fácil, […]. La escribí yo misma, en la cubierta del barco. Con mi letra más
pequeña y un francés horrendo. No tendría la dirección en la memoria y se quedó así,
de señalera (sic) entre las páginas de un libro. Esperando. Esperando más de treinta
años. Y ahora ni siquiera sé a quién escribía ni quién pudo ser la «querida amiga»
que nunca la recibió. […] El espacio vacío de la dirección me trae hoy a la memoria
el recuerdo de muchas personas a las que pude haber enviado esta tarjeta. Pero nadie
la recibió. Y ha durado, obstinada y resentida, para recordarme que un día hace ya
muchos años prometí escribir la historia de este viaje[75]….

Debo confesar que la lectura de este libro resultó uno de los mayores
descubrimientos durante todo el proceso de escritura de esta obra.
Al igual que Luisa Carnés, Silvia Mistral y Mada Carreño, debemos
conocer un poco de la trayectoria personal y profesional de Cecilia G. de
Guilarte y qué la llevó a recorrer los mismos o parecidos caminos que ellas
dolorosamente transitaron.
La tolosana Cecilia G. de Guilarte nació en 1915, y como Luisa Carnés y
Silvia Mistral, procedía de una familia obrera. Su padre, afiliado a la CNT,
empleado en una empresa papelera, ejerció una gran influencia en su hija

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mayor Cecilia, no solo por su filiación política, sino también por su gran amor
por la cultura, que le llevó a alentar la vocación literaria de su hija. Voraz
lectora desde muy pequeña, Cecilia creció en un ambiente muy propicio
intelectualmente. No solo fue consciente muy pronto de que su preparación
intelectual le serviría para entender el mundo y abrirle nuevos caminos, sino
también para salir del oprimente corsé social al que la había relegado su
condición de mujer. Su interés por la literatura y también por la historia
desembocó en una vocación temprana. Su primer cuento lo escribe con once
años para una revista de Barcelona; a los dieciséis gana un concurso de relatos
y su vena periodística y política se verá en la publicación de una serie de
artículos sobre la lucha de clases en Italia para En Marcha, un periódico
anarquista canario. Aún no había cumplido los veinte años cuando ya tenía
publicados varios relatos breves o novelas cortas (Locos y vencidos, Mujeres,
Rosa del rosal cortado y Los claros ojos de Ignacio) y ya trabajaba para la
revista Estampa, lo que propicia su traslado a Madrid en 1935. A pesar de su
afinidad con la CNT, durante su estancia en la capital no está afiliada a
ningún partido y ella misma reconoce que eso le proporciona una cierta
imparcialidad que facilita su labor periodística[76].
El estallido de la guerra supone un nuevo giro en su vida. No podemos
olvidar que tiene veinte años, pero posee una madurez intelectual que de
inmediato le lleva a engrosar las filas de los corresponsales de guerra para
periódicos como CNT Norte, Frente Popular o El Liberal. A pesar de que,
como ella misma admite, «nadie nos había entrenado para periodistas de
guerra, y andábamos muy despistados[77]», recorrió el frente norte de un
extremo a otro, desde el País Vasco hasta Asturias. Siempre en primera línea,
sus artículos van escritos en primera persona, y en ellos imprime su carácter
apasionado y una enorme sensibilidad, y a pesar de sus temores, mantiene la
moral alta y la fe en la victoria. Como acertadamente afirma Blanca Gimeno:
«La escritora cree que el miedo es necesario para ser valiente y ese temor le
hace ser consciente de la realidad y le permite no perder nunca la perspectiva.
De esta forma, sabe transmitir convincentemente la tragedia de la que es
testigo[78]».
Al principio de la guerra conoce al conquense Amós Ruiz Girón,
destinado en Guipúzcoa como jefe de la policía municipal, y que se convierte
en comandante del Cuerpo Disciplinario de Euskadi. Se casarán en mayo de
1937. Apenas podrán disfrutar de ese día porque Amós debe incorporarse de
inmediato al frente, en donde es herido gravemente en la batalla del monte
Sollube. Un año después nacerá Marina, su primera hija[79].

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En febrero de 1939 abandonan España por la frontera catalana. Cecilia se
resiste a alejarse de su patria, por lo que se instalan primero en Biarritz, pero,
tras una estancia en Narbona, en junio de 1940, partirán finalmente rumbo a
México a bordo del Cuba, siguiendo a tantos otros exiliados españoles.

Todas estas mujeres vivieron experiencias muy parecidas, todas huyen por los
mismos caminos de hambre, frío y muerte, dejando atrás un país, el suyo, que
ahora se ha convertido en su peor enemigo, a pesar de que se resisten a esa
realidad. Todas ellas verbalizan en algún momento de su testimonio la
absoluta seguridad de que España pronto será recuperada, que la derrota es
simplemente un espacio de transición. Para Luisa Carnés ese miedo es un
miedo político, como si de algún modo abandonar definitivamente España
fuera abandonarla a su suerte, traicionarla: «En medio del paisaje que huía, la
carretera parecía hostigarnos, incesantemente, como un enemigo más. […] Se
sentía el deseo de gritarle al compañero responsable del camión: “Tan lejos…
No”. Se tenía la sensación de haber rodado ya horas y horas, y se temía que
de un momento a otro dejáramos de rodar sobre terreno de España[80]». En el
caso de Cecilia G. de Guilarte, su obstinación por no viajar a América, una
vez ella y su familia se encuentran en Narbona refugiados, tiene más que ver
con resistirse a la idea de abandonar su vida anterior, como si la distancia
impidiera para siempre la posibilidad del retorno:

No lo recuerdo bien, pero es muy posible que estas salidas se tramitaran a través de
los ayuntamientos, porque nos la llevó el alcalde […]. Él nos aconsejaba que nos
fuéramos, y yo vi que, por primera vez, mi marido vacilaba. Me entró miedo. Un
miedo poco razonable, ciertamente, pero muy real. […] Discutieron el asunto
mientras yo buscaba desesperadamente una salida. Y la encontré bien a mano, la
única y la mejor para el momento: «¡Imposible! ¿Es que no se dan cuenta? ¿Cómo
puedo meter a mi hija con sarampión en un barco en el que, seguramente, viajarán
muchos niños amontonados en la bodega? ¿Y cómo puede viajar la niña con tanta
fiebre?». Mi marido me miró con suspicacia y yo supe que mi voz había sonado
falsa. Ahora ya lo sé… Muchas veces me he preguntado si, en el caso de desear aquel
viaje tan desesperadamente como otros, aquello me hubiera detenido[81].

Para miles de refugiados, Francia representaba el fin del calvario; allí por fin
a salvo, solo tendrían que procurar curar las heridas del alma. Pero, por
desgracia, no fue así. En ese sentido, los testimonios de Mistral y Carnés son
profundamente críticos con el trato recibido por parte de la gendarmería y las
instituciones galas, como también por una parte de su población.

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Una gran fila india de españoles desciende por la montaña, hacia la carretera. Bajo
los árboles, descansan algunas mujeres con niños, tapadas con ligeras mantas. […]
En la carretera, junto al mar, unos gendarmes nos colocan en grupo, separadas de los
hombres. Era inútil declarar que eran padres, esposos, hermanos e hijos. Implacables,
herméticos, los gendarmes arrancan a las familias de su unidad. […] Entre nosotros
hay una sorpresa dolorosa. Muchas familias llevan años de separación y ahora, en el
éxodo, una disposición fría y absurda les quita lo único que puede subsistir para
todos: el amor familiar. Continúa el vía crucis[82].

Un vía crucis que, efectivamente, duró meses, y que llevó a miles de mujeres
españolas, muchas de ellas con sus hijos e hijas, a ser internadas en centros o
refugios de acogida distribuidos por el territorio francés, y que, aunque parece
que eran mucho más cómodos que los inmundos campos de concentración, no
dejaban de ser lugares hostiles: «¿Qué va a ser de nosotros? Estamos en un
refugio no malo del todo. Tenemos un plato caliente y una cama muelle
donde reposar. En el jardín damos vueltas continuamente como fieras
enjauladas. No podemos salir de él en ningún caso. […] Es decir, estábamos
prisioneras, aunque el concepto pudiera parecer un poco fuerte a las
timoratas[83]». Carnés habla sin tapujos de ese trato, de esa deshumanización
de la refugiada, cuestión que también es tratada con estupor y rabia por
Mistral.
Al leer estos fragmentos, estos testimonios, no puedo sino preguntarme
¿por qué?, ¿por qué este trato a una población que huía de la guerra con el
único objetivo de sobrevivir, sin más arma que la esperanza? Pero ahora,
ochenta años después, enciendo mi televisor o accedo a mis perfiles en redes,
y me doy cuenta de que hoy seguimos igual que ayer, instalados en la
sinrazón, permitiendo que mujeres, hombres y niños deambulen por los
caminos del mundo, huyendo de la barbarie, negándoles el derecho legítimo a
vivir en paz y libertad.

En los cuatro textos memorialísticos tratados en este capítulo, hay una idea
que se repite: la mujer se convierte en el sujeto histórico, en el centro del
discurso literario, sobre el cual pivotan todas las hazañas, vitales y
emocionales. Ellas están descritas como un bloque en sí mismo, un batallón
comunitario que, derrotado, avanza hacia un nuevo frente, donde, sin lugar a
dudas, le espera una nueva batalla. Para ellas la guerra aún no ha terminado.
Esa conciencia sorora es, a mi modo de ver, el fruto de un ideal al que todas
estas mujeres sucumbieron durante los breves años de proyecto republicano;

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un feminismo transversal, social y cultural que, sin tener una base unísona,
fue asumido con entusiasmo y devoción por esta generación.
«Una cosa ha contribuido a mi alegría: admirar el valor y la resignación
de las mujeres que, por ideal, cariño a sus deudos y dignidad moral, resisten
todos los sufrimientos con un estoicismo admirable, esperando poder reunirse
algún día con sus familiares. Las hay que todavía no han averiguado el
paradero de sus hermanos, de su padre o de su compañero de vida y, sin
embargo, dicen risueñas y convencidas: “Él no pudo quedarse allá. Estoy
segura de que lo encontraré…”. Esa esperanza las mantiene erguidas[84]». Ese
orgullo de género que tan bien describe Mistral durante todo su diario es
compartido en parte por Carnés, Carreño y Guilarte; aunque desde lugares y
experiencias distintas, consumadas en un mismo paisaje, la presencia de
fuertes figuras femeninas en las obras de estas mujeres es ciertamente un
síntoma. Como describíamos más arriba en el caso de Mistral, en las otras tres
experiencias las mujeres son, igualmente, el centro histórico de la narrativa.
Pero, a mi modo de ver, hay una gran diferencia entre los relatos de Carnés y
Mistral y los de Mada y Guilarte. En el caso de las dos primeras, está claro
que sus autoras no pueden deshacerse de un registro político de la experiencia
vivida; desde el comunismo de Carnés hasta el anarquismo de Mistral, sus
relatos describen las vivencias colectivas, ellas son las que dan testimonio,
pero no siempre son ellas mismas el centro del relato. Aunque Carnés no
publicó nunca en vida sus memorias, cabe decir que las empezó a escribir
durante sus últimas semanas en Francia para terminarlas en su exilio
mexicano. Desconozco si las manipuló después, si nunca tuvo la intención de
publicarlas. Pero dudo que, si lo hubiera hecho, hubiese cambiado un ápice de
lo que en su momento escribió. El caso de Silvia Mistral, ya lo hemos
comentado, es diferente, pues ella publicó poco después de su llegada a
México.
Por el contrario, las obras de Guilarte y de Carreño vieron la luz muchos
años después, y muy probablemente a causa del tiempo transcurrido fueron
despojadas de cualquier causa política. Ambas se centran en las experiencias
personales desde una mirada individualista. Irremediablemente, su voz, como
bien apunta Josebe Martínez respecto a esta cuestión en la obra de Mada,
«[…] a la par, deja constancia de un tiempo plural y compartido[85]», pero es
cierto que su testimonio se aleja de la idealización de las víctimas de ese
éxodo de las que ellas mismas son parte.
Regresando por un instante a mi desayuno junto a la familia de Luisa
Carnés, quiero terminar este capítulo con un texto de Max Aub, que la propia

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Maleni me pidió que le recitara en voz alta:

Estos que ves ahora deshechos, maltrechos, furiosos, aplanados, sin afeitar, sin lavar,
cochinos, sucios, cansados, mordiéndose, hechos un asco, destrozados, son, sin
embargo, no lo olvides, hijo, no lo olvides nunca pase lo que pase, son lo mejor de
España, los únicos que, de verdad, se han alzado, sin nada, con sus manos, contra el
fascismo, contra los militares, contra los poderosos, por la sola justicia; cada uno a su
modo, a su manera, como han podido, sin que les importara su comodidad, su
familia, su dinero. Estos que ves, españoles rotos, derrotados, hacinados, heridos,
soñolientos, medio muertos, esperanzados todavía en escapar, son, no lo olvides, lo
mejor del mundo. No es hermoso. Pero es lo mejor del mundo. No lo olvides nunca,
hijo, no lo olvides[86].

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Capítulo 3
LOS CÍRCULOS DE SORORIDAD

Si eres mujer, no llores. Tu congoja


irrita y exaspera al que no entiende.
¿Qué saben ellos de ese amor oculto
que estremece tu cuerpo mal guardado,
de la enorme ternura desolada
que te invade sintiéndose desnuda?
ERNESTINA DE CHAMPOURCÍN, La verdad

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El exilio fue duro, muy duro. Creo que es de las enseñanzas más importantes
que me deja la escritura de este libro. Al desarraigo se le sumó el trauma de
años de guerra, la pérdida de seres queridos de los que nunca se pudieron
despedir. El volver a empezar, sin querer empezar de nuevo y teniendo como
único hogar lo que fueron capaces de guardar en una maleta. Por todo ello,
muchos de los exiliados y exiliadas sufrieron profundos procesos de
desesperanza durante los largos años de exilio. Fue una auténtica lucha por la
supervivencia la de esta generación de mujeres y hombres. Muchos lograron
adaptarse, otros nunca lo superaron. Pero si el sufrimiento fue real para todas
y todos, no podemos negar que las mujeres fueron capaces de generar más
recursos para la subsistencia, tanto vital como emocional, que ellos.
Mientras muchos de los hombres ilustres que marcharon al exilio se
negaron a abandonar sus anhelos creativos, ellas, casadas o no, no lo dudaron
y, a pesar de su desánimo, salieron en busca de trabajo. Tenían que sobrevivir,
encontrar cierta estabilidad monetaria, no solo para dar de comer a sus hijos o,
en el caso de la ausencia de ellos, su propia supervivencia doméstica, sino
porque lograr cierta estabilidad económica era la única manera de volver a
poder dedicarse a su carrera artística.
Pero también estas mujeres pusieron en marcha otro recurso: la amistad.
En el exilio se generaron grandes lazos de alianza sorora que se convirtieron
en el más auténtico y valeroso espacio común entre las mujeres refugiadas.
Cuidar, proteger, animar, crear tuvieron que ser sus insignias, porque esto
mismo hicieron, y sin vacilar.
Fueron muchos los lazos de amistad entre mujeres que se construyeron en
el exilio. Relaciones fuertes, que duraron, en su gran mayoría, toda una vida.
Algunas de estas amistades se forjaron en esas nuevas patrias; el destino hizo
que esas almas se cruzaran, como en los casos de Silvia Mistral y Cecilia G.
de Guilarte y las dos parejas de amigas tratadas en este capítulo: Concha
Méndez y María Dolores Arana, así como Magda Donato y Mada Carreño.
La amistad es una característica de esta generación de mujeres. En
España, en sus inicios, tuvieron que apoyarse mutuamente para poder ser
reconocidas como artistas e intelectuales ante una sociedad que negaba su

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legítimo derecho a ser ellas mismas. Ahora, en el exilio, de nuevo, la amistad
se presenta como la única manera de romper la enorme soledad que las
acompaña. Lejos de las familias, estas mujeres tienen que afrontar el devenir
de sus vidas sin red. La maternidad, el matrimonio, el trabajo, los divorcios, la
muerte. Pero no se dan por vencidas. Ellas se ayudan. Esa es la única forma
de supervivencia.

MARÍA DOLORES ARANA Y CONCHA MÉNDEZ, UNA AMISTAD DE POR VIDA

En una fotografía tomada en México en la década de 1980, se ve a Concha


Méndez, ya muy mayor, junto a María Dolores Arana, sentadas en primera
fila en una sala de conferencias. Para aquellas que conocemos bien la figura
de Concha, es una imagen de lo más entrañable; circulan pocas instantáneas
de la poeta tan mayor y menos en color. Concha lleva una bonita chaqueta
azul marino decorada con un broche con tres grandes flores, un pañuelo de
tocados verdes y lo que parece una falda o parte de un abrigo de color rojo
vino. Concha mira a cámara, pero no es una mirada consciente, parece más un
cruce casual con el objetivo; sea como sea, sus ojos te miran fijamente. La
primera vez que vi esa fotografía, esa menuda pero intensa mirada, me hizo
pensar en el devenir de esos últimos años de vida de Concha Méndez Cuesta.
Conocía bien la trayectoria vital de la poeta madrileña durante esos
joviales años veinte y treinta, sus amistades, sus logros, su huida de España al
inicio de la guerra junto a su hija Paloma primero y más tarde con su marido,
Manuel Altolaguirre, rumbo a América. Sabía de su estancia de cuatro años
en Cuba, donde coincidió con María Zambrano, y a quien le uniría una fuerte
amistad de por vida. Hasta ese momento, la imagen que tenía de Concha, o,
en todo caso, lo que sus actos me transmitían, era la de una mujer apasionada
de la vida y enormemente generosa, como bien le recuerda Zambrano a su
amiga en una carta enviada desde Suiza en 1959: «Concha, no sabes las veces
que he recordado y contado algo maravilloso que me dijiste a la puerta de La
Verónica; se trataba de unos refugiados más pobres aún que nosotros y
queríamos ayudarlos en algo —¿te acuerdas que yo me puse en pie al final de
una conferencia y pedí dinero para ellos?—. Pues tú me dijiste: “María, tú ya
sabes que yo no creo en Dios, no, yo no creo…, pero ¿cómo vamos a dejarlo
solo?, tenemos que ayudarlo. Yo no creo que exista, pero hay que ayudarlo”.
Es lo más hermoso que he oído en mi vida. Y no lo olvidaré nunca[87]».
Pero ¿cómo había sido la vida de Concha en sus años de exilio? Sabía
cosas, pero nunca me puse a profundizar en ellas. Y pronto descubrí que

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durante las últimas décadas de su vida sufrió periodos de profunda tristeza.
Así que de repente su figura se volvió más terrenal. Puede parecer extraño,
pero, para mí, Concha era y es, en cierta forma, una figura casi divina,
poética, una figura especial. Su voz, en ese tesoro sonoro que son las
grabaciones de sus memorias, consiguen transportarme. Junto a ella, he
visitado el Madrid de las Sinsombrero, las verbenas de Maruja Mallo, el
Lyceum Club Femenino de Ernestina de Champourcín.
A pesar de que ya hice una semblanza de Concha en el primer libro
dedicado a las Sinsombrero, su figura es tan inconmensurable que merece la
pena recordar algunos episodios de su vida memorables por lo que de pionera
e innovadora tuvo esta extraordinaria mujer. Todas las Sinsombrero sin duda
lo son, pero Concha fue poseedora de una energía fuera de lo común que la
llevó a romper con muchos de los clichés que la vida había determinado para
ella.
Nacida en una familia acomodada madrileña en un año realmente
significativo para España, 1898, Concha tuvo una exquisita educación con
institutrices primero y luego en un colegio francés. Como toda señorita de
buena familia que se precie, veraneaba en Santander y San Sebastián; gran
aficionada a los deportes (fue incluso campeona de natación), tenía muchas
papeletas para seguir la senda trazada de antemano para ella dentro de su
familia. Pero… Concha era diferente. Muy inquieta intelectualmente, le
gustaba leer y escribir poemas. Como bien dice Juan María Calles Moreno,
Concha «es la ciudadana activa, la garçonne que conquista los derechos de la
mujer en nombre de la modernidad, y lo hará batiéndose contra los estrechos
límites que intentan marcarle su propia familia y una sociedad literaria que ni
siquiera admite a las mujeres en sus tertulias[88]».
En 1919 conoció en San Sebastián a Luis Buñuel, que sería su novio
durante casi seis años hasta la marcha de él a París en 1925. Y a principios de
la década de los veinte, Concha empieza a integrarse en los círculos literarios
y de vanguardia madrileños. Y ya nada volvió a ser igual. Conoció a Alberti,
Cernuda, García Lorca y a la que sería su gran amiga, Maruja Mallo, otra
Sinsombrero arrolladora, de personalidad original y transgresora. Ellas dos
juntas dinamitan la imagen de la mujer sumisa, destinada a estar para siempre
a la sombra, dedicada al hogar y al cuidado del marido y de los hijos.
Es el mismo impulso que anima a María Dolores Arana Llarduya, la otra
gran protagonista de este capítulo y, como veremos, gran amiga de Concha en
el exilio. Nacida en 1910, María Dolores pertenecía a una familia vasca muy
tradicional y conservadora. Aunque nació en Zumaia, su padre, inspector de

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Aduanas, fue pronto trasladado a Irún, por lo que la familia se instala en San
Sebastián. Su padre era muy retrógrado y despótico, y su madre
extraordinariamente religiosa. María Dolores era la mayor de nueve
hermanos. Recibió educación en las Escuelas Francesas, complementada con
estudios de piano, como era habitual en las señoritas de buena familia en la
época. Su educación conservadora tuvo el efecto contrario al que se pretendía
y alimentó en ella una rebeldía que se puso de manifiesto a medida que crecía.
Su interés por los libros le abre perspectivas a otros mundos y enseguida
empieza a frecuentar círculos intelectuales más liberales. Pese a que era de
carácter más bien reservado, supo desde muy pronto que tenía que salir del
ambiente opresivo que se respiraba en su casa, y lo hizo a través de los libros
y del estudio. En busca de estímulos intelectuales, se inscribió en el Ateneo
Guipuzcoano, que además de tener una biblioteca, presentaba una
programación bastante variada que incluía desde conferencias hasta
conciertos y exposiciones, y a partir de 1928 posee una novedosa máquina: un
cinematógrafo. Arana se integraría posteriormente en el grupo GU, una
sociedad gastronómica y artística que, a pesar de seguir la estela de las
habituales sociedades gastronómicas del País Vasco, tenía la particularidad de
que admitían mujeres, algo inusual. Allí conoce a las pintoras Menchu Gal o
Mari Paz Angoso.
Pero el mundo de San Sebastián empezó a quedársele pequeño a María
Dolores. Aunque se presentó a las oposiciones de Aduanas y las aprobó,
siguiendo los pasos de su padre, quiso continuar estudiando y muy joven
todavía decidió emanciparse y trasladarse a Madrid con intención de
matricularse en filosofía y letras. Es probable que también estuviera en
Barcelona y en Zaragoza, aunque no se sabe si residió en estas ciudades. En
todos estos lugares frecuentaría los ambientes culturales. Y fruto de esas
inquietudes intelectuales fue la publicación, a partir de 1934, de sus primeros
poemas en la revista Noreste de Zaragoza y también en la barcelonesa Hoja
Literaria. Su primer libro de poemas será precisamente una recopilación de
aquellos publicados en Noreste (a los que se añaden algunos nuevos) y se hará
en la editorial Cierzo, la misma que edita la revista. Su título, Canciones en
azul. El año, 1935.
Casi una década antes, había salido el primer libro de poemas de Concha
Méndez, de elocuente nombre: Inquietudes (1926), al que sigue Surtidor
(1928). Y es precisamente su carácter inquieto el que la lleva a salir de la casa
paterna o quizá sería mejor decir huir, puesto que su condición de poeta y
mujer independiente y liberada le granjeó el rechazo de su familia. A pesar de

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que Madrid era bullicioso y activo intelectualmente hablando, a Concha
pronto empieza a parecerle limitado y toma la decisión de viajar por todo el
mundo y emprender lo que ella misma ha denominado sus «exilios[89]». Se
puede decir que se escapó literalmente a Londres y a Buenos Aires para hacer
lo que, según ella, era «lo que más quería»: escribir. En Londres trabaja como
traductora y profesora de español y acude al Lyceum Club londinense, que, al
igual que en el de Madrid, fundado en 1926, tiene oportunidad de establecer
relaciones con otras mujeres intelectuales como ella y compartir experiencias,
intercambiar opiniones, escribir, leer… En Buenos Aires, un centro cultural
muy activo, tiene posibilidad de colaborar con el periódico La Nación, en
donde publica algunos de sus poemas. En la ciudad porteña conocerá a la
periodista Consuelo Berges, con la que entablará una estrecha amistad, al
verse reflejada en ella. Es otra de las mujeres que han huido de la vida
tradicional que se les auguraba, persiguiendo su sueño. Ya sea a través de
Consuelo o por su cuenta, Concha se integra en la vida intelectual de la
capital argentina y concluye otro de sus poemarios: Canciones de mar y
tierra. Con la proclamación de la Segunda República, Concha vuelve a
Madrid en 1931 y se reencuentra con los viejos amigos que dejó antes de
marcharse. Al grupo de intelectuales se han incorporado otros nuevos, entre
ellos, Manuel Altolaguirre, que se convertirá en su marido en 1932. Ambos
fundan la imprenta La Verónica, que instalan en la habitación de un hotel, y
editan la revista Héroe, en la que aparecerán colaboraciones de Pedro Salinas,
Ernestina de Champourcín, Luis Cernuda, Rosa Chacel, Jorge Guillén o
Unamuno… Su libro de poemas Vida a vida será publicado en 1932. Son los
años previos a la guerra, un hervidero de ideas nuevas, ilusiones, energía a
raudales. Entre 1933 y 1935 Concha y Manuel viven en Londres, en donde,
tras la pérdida de su primer hijo (su poemario Niño y sombras, editado en
1936, será un desgarrador testimonio de esta pérdida), nacerá en 1935 su hija
Paloma. Concha seguirá escribiendo intensamente, mucho teatro —algunas
obras para niños— y poesía. En Londres, el matrimonio editará también en
esta época la revista bilingüe 1616, en español e inglés, punto de unión entre
ambas literaturas, y que fue financiada por Ramón Pérez de Ayala, embajador
español en la capital inglesa. A su regreso a España, La Verónica sigue con su
producción incesante. La revista Caballo Verde para la Poesía fue otra de sus
novedosas publicaciones, que dirigió Pablo Neruda, quien por aquel entonces
vivía en Madrid.
El estallido de la guerra los sorprende en Madrid. Mientras Manuel
permanece en España, Concha, que teme por su hija, opta por marcharse; un

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nuevo exilio, primero a Francia y de allí a Inglaterra, para después instalarse
en Bélgica. Las colaboraciones de Concha en esta época aparecen en Hora de
España o Los Lunes de El Combatiente, editados por Altolaguirre. En 1938
Concha vuelve a Barcelona, pero ante el avance de las tropas franquistas
regresa a Francia. En 1939, tras reunirse con Manuel, son acogidos por el
poeta Paul Éluard en París. Comenzará para Concha su último exilio. El más
difícil y definitivo.
¿Y María Dolores Arana? Cuando estalla la guerra, para María Dolores,
política y literatura alcanzan una sola dimensión haciéndose inseparables. Fue
secretaria de la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la
Cultura[90] y trabajó para el Gobierno republicano en Aduanas. Sobre esta
época conocerá en Caspe a José Ruiz Borau, uno de los dirigentes de la UGT
en Zaragoza, incipiente poeta, con el que establece una relación amorosa, a
pesar de que él estaba casado y tenía cinco hijos y otro en camino. La relación
con María Dolores será lo suficientemente intensa como para abandonar a su
familia y no volver a tener contacto con ella. A fines de 1937 los dos se
trasladan a Barcelona, María Dolores por su trabajo en Aduanas y José en
labores de contraespionaje para el Servicio de Investigación Militar (SIM), lo
que le lleva a viajar a Francia varias veces. Es entonces cuando pasa a utilizar
el nombre de José Ramón Arana, al que ya no renunciaría. Y sobre esto es
necesario aclarar un asunto importante, que es muy probable que lleve a
confusión. El apellido Arana es el originario de María Dolores, José Ramón
adopta el apellido de su mujer una vez que huyen de España, como bien
cuenta Mar Trallero en su tesis sobre la poeta: «Arana y Ruiz Borau
establecen encontrarse en Francia, donde ella tiene parientes. Ante el peligro
que supone regresar a España, Ruiz Borau intenta proseguir su trabajo por la
causa republicana y socialista en Francia, dotado de una nueva identidad que
perdurará a lo largo del resto de su vida. José Ruiz Borau se convierte en José
Ramón Arana Alcrudo, adopta el apellido de su compañera e incluso en
ocasiones simulan ser hermanos[91]». Federico, el hijo de María Dolores, al
que tuve ocasión de entrevistar para Las Sinsombrero, añade: «Incluso el
hecho de tomar a partir de entonces el apellido de su nueva mujer implica,
además de un propósito de autoprotección, un deseo de borrar el pasado y
construir el futuro a partir de una nueva identidad». Sin palabras.
La caída de Barcelona los aboca inexorablemente al exilio. María Dolores
quiere reunirse con Ramón en Bayona y ante la inminente partida, su padre,
franquista convencido, la deshereda. Ella tenía todas las papeletas: era de
izquierdas, se había marchado de casa con un hombre casado y esperaba un

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hijo, que nacerá ya en el país galo el 21 de diciembre de 1939. Ramón es
recluido en el campo de concentración de Gurs. María Dolores permanece en
Bayona intentando sacarlo de allí. Podemos imaginar su desesperación, con
un bebé, sin dinero y con los nazis a las puertas de Francia. Pero no se
rendirá. Finalmente, parece ser que Ramón consigue huir del campo
simplemente saliendo por la puerta con naturalidad[92]. Su prioridad es
abandonar cuanto antes Francia. Su principal valedora será la norteamericana
Margaret Palmer, perteneciente a una asociación humanitaria cuáquera, que
les compra un poema de Ramón. Para conseguir más financiación para el
pasaje a América, María Dolores se verá obligada a vender uno de sus bienes
más preciados: un libro de Federico García Lorca que el poeta le había
dedicado.
Al fin, en febrero de 1941, desde el puerto de Marsella —en donde nacerá
su segundo hijo— y ponen rumbo al continente americano con diferentes
escalas en la Martinica, República Dominicana, Cuba, hasta su destino final,
Veracruz, a donde llegan en octubre de 1942.
Para Concha y para María Dolores empezaba una nueva etapa, la más
difícil, la más desesperanzada: el exilio.

EXILIO E INVISIBILIDAD

El primer destino de Concha y Manuel era en un principio México, pero


tuvieron que cambiar de rumbo y recalar en La Habana a causa de la
enfermedad de su hija Paloma. Cuatro años permanecerían en la capital
cubana, cuatro años en los que enseguida reanudaron su labor intelectual en
torno a la fundación de una imprenta del mismo nombre que la que tenían en
España: La Verónica, que se convertirá en la mejor plataforma de difusión
para las obras del exilio republicano que se había asentado en la isla caribeña.
Dos importantes revistas ven la luz gracias a ella: Nuestra España y Espuela
de Plata, esta última dirigida por José Lezama Lima. La labor del matrimonio
Altolaguirre-Méndez no se centrará únicamente en las tareas editoriales. Van
más allá de todo eso. A su alrededor se establece un círculo de escritores,
artistas, pensadores tanto exiliados como cubanos. A pesar de la precaria
situación económica en la que se encuentran, La Verónica puede iniciar su
andadura gracias a una donación de una dama de la alta sociedad habanera[93].
A su vez, sobre todo Concha, que tiene un corazón grande y solidario, es
generosa con los compatriotas que van llegando, que despierta la admiración,
en especial de María Zambrano.

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En 1944 el matrimonio decide abandonar La Habana y trasladarse a
Ciudad de México, donde se instalarán de forma permanente.
Pero dos años después de su llegada, Manuel Altolaguirre abandona a
Concha por otra mujer, María Luisa Gómez Mena. Me imagino que fue un
durísimo golpe para ella, no solo por las circunstancias de la separación, y
más en ese contexto, sino porque los Altolaguirre-Méndez era una pareja muy
conocida, su labor como impresores y editores les había proporcionado
muchos contactos y una amplia vida social. En la entrevista que realicé a
Paloma Altolaguirre en su casa de Coyoacán en Ciudad de México, ella me
confesó: «Cuando se separaron, se quedó un poco fuera de onda, esta es la
realidad, se quedó un poco excluida[94]». Pero pronto aparecieron las amigas.
Primero, María Zambrano, con quien le unía a Concha una larga amistad de
los años madrileños, y reafirmada durante los primeros años de exilio en La
Habana. Al recibir la noticia, Zambrano no dudó en escribir a su amiga:
«¿Qué decirte, Concha? Aprovecha esa libertad en que te has quedado para tu
bien, para dedicarte plenamente a tu obra y a tu hija, son dos grandes cosas
que tienes en la vida: lo demás, olvídalo. Él mismo se condena y te exime de
tomarte venganza. En ella no pienses siquiera, como si nunca la hubieses
conocido. Confía en que, a pesar de todo, en este bajo mundo, hay una cierta
injusticia y que cada uno va buscando su propio nivel; busca tú el tuyo y no lo
abandones por nada. […] Adiós, Concha, sabes que te queremos de verdad y
que deseamos tu bien; aprovecha tu soledad para hundirte en ti misma y
recobrarte y tener paz, esa que sale de dentro y que nadie puede quitárnosla.
Un fuerte abrazo de tu amiga de siempre, María. La Habana, 1 de julio de
1945[95]». Es interesante detenerse en la idea de libertad que tan audazmente
apunta la filósofa. Ahora que Concha se queda sin la carga doméstica,
entendida como la atención al esposo, esta puede dedicarse de lleno a su hija
y a su creación poética. En pocas palabras, Zambrano resume la razón por la
que muchas de las artistas exiliadas tuvieron que abandonar su carrera
literaria o artística.
Pero el gran apoyo de Concha fue María Dolores Arana: «En ese
momento yo me encuentro con una amiga, María Dolores Arana, y hago
mucha amistad con ella, mucha. Hay mucha amistad, y entonces vamos a
reuniones, y a conferencias…»[96], contaría Concha en una de sus posteriores
entrevistas. Y así fue. Las dos poetas exiliadas iniciaron una amistad que duró
toda la vida. «Ella siempre dijo que era su mejor amiga», me contó Federico
Arana, hijo de María Dolores, en referencia a Méndez.

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Como hemos visto antes, María Dolores Arana había llegado a México
por el puerto de Veracruz, en octubre de 1942, junto a su marido, José Ruiz
Borau, que ya había adoptado para siempre el nombre de José Ramón Arana,
y sus dos hijos, Juan Ramón y Federico, ambos nacidos en su viaje hacia el
exilio americano: el primero en Francia al poco de huir de España y el
segundo en Martinica, donde la familia había residido durante una breve
estancia, antes de partir definitivamente con destino a México. La elección de
los nombres de sus hijos será un homenaje a dos poetas por los que sentían
una enorme admiración: Juan Ramón Jiménez y Federico García Lorca.
No hay indicios de que Concha y María Dolores llegaran a conocerse en
Madrid personalmente, aunque Arana sí tuvo contacto con Altolaguirre. Muy
probablemente sabían la una de la otra, pero no habían establecido ningún
tipo de relación personal. No queda muy claro —hay distintas versiones— si
Concha Méndez se llegó a acercar al buque en el que viajaban los Arana
rumbo a Veracruz cuando este hizo parada en La Habana. Muchos de estos
refugiados no podían descender del barco durante su parada en la isla por
cuestiones sanitarias, así que, como bien recordaba Zambrano, ella y Concha
se dedicaban a hacerles llegar como podían comida y enseres. Según Paloma
Altolaguirre, una de esas familias fue la de Arana, pero Federico Arana no
recuerda tal encuentro, como tampoco lo recordaba su padre, José Ramón.
Al llegar a México, los Arana, como tantos otros refugiados, pasaron
auténticas penurias: «Nosotros éramos clase media baja, pero baja, baja, baja.
Íbamos siempre con ropas heredadas, de amigas de mi madre, vivíamos en
una especie de precariedad absoluta», recordaba Federico Arana en la
entrevista realizada para el documental.
Como bien mencionábamos anteriormente, las mujeres del exilio tuvieron
que acarrear con la responsabilidad de construir una nueva cotidianidad,
muchas veces en profunda soledad y ante la hostilidad de una nueva patria.
Esa fue, sin duda, la experiencia de los Arana, y sobre todo de María Dolores:
«Mi padre decidió dedicarse a vender libros en los cafés, porque no quería
estar atado; mi padre era muy anarcoide en ese sentido, no le gustaban ni los
patrones ni los jefes ni los horarios ni nada de eso, ganaba muy poco dinero
[…], como él era de un origen bastante humilde, le parecía que lo que iba
ganando […] era suficiente. Y eso para mi madre era bastante difícil. Y por
eso hizo toda suerte de trabajos para ganarse la vida: dar clases de piano,
dejarse explotar en una escuela que se llamaba… Aprovechándose de que no
tenía los papeles, le pagaron una miseria por dar clases de lo que les hiciera
falta, y lo hacía bien, porque era una mujer muy responsable».

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El matrimonio Arana es un claro ejemplo de la diferencia que se
estableció en la forma de afrontar la precariedad y las necesidades entre
algunas de las parejas del exilio. Mientras él no abandonaba su ilusión de
seguir vinculado a la intelectualidad, no solo con su trabajo, sino también
acudiendo a tertulias, conferencias, charlas, etcétera, participando de algún
modo en la construcción política e intelectual de la idea del exilio, ella
renunciaba a tales objetivos en aras de la supervivencia aceptando trabajos en
la economía sumergida que no hicieron más que dinamitar su confianza.
Sobre este asunto le pregunté a Federico si a su madre le hubiera gustado
poder desarrollar su carrera literaria, a lo que me respondió: «Le hubiera
encantado, ella no la pudo tener porque, entre otras cosas, tuvo que ganarse la
vida. […] Para ella siempre, en primer lugar, era la poesía, después la
literatura y después la cultura. […] Ella siempre decía que no había hecho
nada que valga la pena».
A pesar de todo, María Dolores iba colaborando con distintas revistas
vinculadas al exilio, algunas de ellas lideradas por su marido: Aragón y Las
Españas. En la primera de ellas, Aragón, contaba con una sección en la que
hacía reseñas de libros de autores exiliados y otra serie de artículos
relacionados con Aragón, que era la temática en la que se centraba la propia
revista. En Las Españas, sus artículos eran tanto de crítica literaria y reseñas
de novedades como de su propia creación. Buen ejemplo de ello es Kresala,
un cuento en forma de leyenda de reminiscencias vascas. La mirada
nostálgica al país de origen queda reflejada también en una de las secciones
de la propia revista titulada «España en el recuerdo», y que ella dedica a su
Guipúzcoa natal[97]. Hay que señalar asimismo que en todas estas
publicaciones y siempre que podía, Arana hablaba sobre los libros de sus
amigas, y sobre todo de Concha, a quien dedicó palabras de elogio ante la
aparición de los dos poemarios de la creadora madrileña: Poemas. Sombras y
sueños y Villancicos de Navidad, ambos publicados por la Editorial Rueca en
1944.
Hablando de la Navidad, hay un recuerdo entrañable de la infancia de
Paloma Altolaguirre que creo que define muy bien la personalidad de María
Dolores: «Cuando llegamos a México, esa primera Navidad, me dijeron que
no existían los Reyes Magos, porque no tenían nada para darme. Había una
caja de zapatos debajo de la cama que me había tejido María Dolores. Los
trajes, suetercitos para una muñeca, los zapatitos… Porque tejía muy bien. No
sabes qué ilusión. Era muy buena gente, María Dolores. Yo tomé con ella
clases de piano, aprendí poco, pero tomé clases[98]».

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La precariedad en la que se encontraba su amiga preocupaba mucho a
Concha Méndez. «Ocurrió que un día Concha habla por teléfono a casa y me
dice: “Dile a tu madre que me hable cuando llegue a casa, porque tengo un
trabajo para ella”. A ese grado estaba consciente Concha de que mi madre
estaba desesperada por un trabajo. Y entonces es cuando le dijo que viniera
aquí a hacer de una especie de institutriz de los hijos de Paloma
[Altolaguirre], por lo cual ella feliz de la vida, porque ya tenía un sueldo, y
además podía entablar relaciones con su admiradísimo Luis Cernuda[99]».
De ese modo, María Dolores Arana pudo encontrar la estabilidad que
necesitaba y empezar así, en cierta forma, una nueva vida.
Seguro que la convivencia cercana con Luis Cernuda y la propia Concha
despertaron en María Dolores la necesidad de volver a publicar, y así lo hizo.
En 1953 aparecía Árbol de sueños, un poemario editado por la Editorial
Intercontinental. Desgraciadamente, es un libro muy difícil de encontrar, ya
que tuvo una mala distribución. Debo confesar que yo, después de mucho
tiempo, pude por fin leerlo gracias a la generosidad de Mar Trallero, que me
permitió obtener una copia. Y, de nuevo, la amistad. El libro se inicia con un
prólogo a modo de poema de Méndez, que es una prueba más del fuerte
vínculo que las unía.

Al árbol de tus sueños


me acerqué un día.
Todo estaba tranquilo y anochecía.
Tras la ventana
las brisas nos cantaban
canción lejana.
Mientras tú me leías
yo te escuchaba,
era un brillar de soles…
murmullo de aguas…
La poesía
—que estaba entre nosotras—
nos sonreía.
Y ya vino la noche
sin un lucero
cuajada de tormenta
y de aguacero.
Entre estrellas
terminaba una tarde
de las más bellas.
Sigue, María Dolores,
sigue soñando,
porque el soñar despierto

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nos va salvando.
Sueña tú y dale
al mundo tu gran sueño,
¡que es lo que vale!
México, julio de 1953[100]

Estas dos amigas compartieron muchas cosas. Su amistad forjada en el exilio


fue una habitación propia desde donde combatir las batallas que la vida, nada
generosa a veces con ellas, les iba poniendo en el camino. La poesía se
convirtió en su mayor arma contra la desesperanza. Y su amistad en un
espacio común donde refugiarse.

Horas de mi soledad
que como a estrellas las cuento;
horas en que me consuela
la voz amiga del viento;
soledad mía en el tiempo.
Amargas horas que pasan,
soledad mía en el tiempo.
Amargas horas que dicen
lo que de mí va muriendo[101].

LOS «REPORTAJES VIVIDOS» DE MAGDA DONATO

Cuando me propuse escribir este capítulo, tenía claro que una de las amistades
que iba a tratar era la protagonizada por Mada Carreño y Magda Donato; de
nuevo una amistad iniciada en los años de exilio en México, que como en el
caso anterior fue para el resto de sus vidas.
Lo tenía claro. Aunque debo confesar que había un tema que me
preocupaba: no era capaz de encontrar documentación personal suficiente de
Magda Donato para poder tratarla desde un lugar más íntimo, desde ese YO
que me permite ofrecer a la lectora y al lector una visión en voz propia sobre
su existencia. Tuve la esperanza, cuando viajé a México, de que en el fondo
Magda Donato, conservado en el Ateneo Español y depositado por Mada
Carreño, quien fue su albacea tras su muerte, ocurrida en 1966, encontraría lo
que buscaba. Pero, aunque hay documentación valiosa, mayoritariamente se
trata de documentos relacionados con la gestión del premio literario que
Donato había creado en vida y que llevaba su nombre, y del que Mada se hizo
cargo hasta su fallecimiento, ocurrido treinta y cuatro años después del de su
amiga. Seguí buscando, pero la figura de Magda se me resistía y se me resiste.
No es la primera vez que me encuentro ante esta situación. Figuras sobre las
que, por razones desconocidas, no se conserva documentación personal más

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allá de algunas cartas o textos en fondos de terceros, pero que no acaban
siendo suficientes, o al menos para mí, para trazar un diálogo íntimo y
personal con la figura anhelada.
Sobre su vida personal, Magda era la hermana menor de Margarita
Nelken, porque Magda Donato es el alter ego de Carmen Eva Nelken
Mansberger. Esa condición de «hermana de» fue una losa para Magda ya
desde sus años de infancia, así lo expone ella misma en uno de los pocos
textos autobiográficos que he podido leer gracias a Antonina Rodrigo, quien
lo menciona en su libro Mujer y exilio, 1939: «Yo he conocido uno de esos
casos de madres que, en la hipertrofia de su pasión maternal, son capaces de
todas las injusticias, de todas las crueldades, de todos los crímenes, incluso
para el bien del hijo. Es mi madre. Sí, ella siempre dividió el mundo en dos
grupos: a un lado, su hija, que todo lo valía y lo merecía. Al otro, la
humanidad entera, a la que se podía patear sin escrúpulos en beneficio del ser
monstruosamente idolatrado. Pero ese hijo, objeto de todo su amor, era mi
hermana. Y yo formaba parte del resto de la humanidad[102]». Esa cuestión
llegó a enemistar a las dos hermanas. Y esa situación se extendió y creo que
hasta llegó a intensificarse en el exilio, aun compartiendo ambas nuevas
patrias. Imagino que, por ello, Cuqui, la nieta de Margarita, quien también
reside en Ciudad de México, no me quiso hablar de su tía abuela cuando tuve
la oportunidad de entrevistarla.
Pero hagamos primero una breve semblanza de esta mujer que, a pesar del
esfuerzo de su madre por oscurecerla en detrimento de su más conocida
hermana, brilló con luz propia dentro del mundo del periodismo y del teatro,
tanto en los años de la República como en el exilio.
La pertenencia de Magda —nacida en Madrid el mismo año que Concha
Méndez, 1898— a una rica familia de origen judío que se dedicaba a la
joyería le abrió de inmediato las puertas a la formación intelectual. Su madre
trató de inculcarle una educación progresista en la que el aprendizaje de
idiomas, los viajes al extranjero y la relación con intelectuales de la época
influyeron mucho en la forja de su personalidad, en la que pronto destacó su
feminismo y el rechazo visceral a someterse al papel que la sociedad le había
destinado por su condición de mujer. Se decantó desde el principio por el
periodismo y el teatro.
Su actividad periodística es muy temprana, ya que desde 1917 empiezan a
aparecer sus artículos en El Imparcial, propiedad de la familia Gasset, en
donde tenía una sección fija titulada «Femeninas», que en origen parecía
destinada a la moda, pero que pronto derivó hacia otros temas en los que

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plasmaba, con un estilo cargado de fina ironía, sus ideas de corte feminista y
rompedor con los estereotipos de la época: el trabajo femenino, la
emancipación, el derecho a voto… En 1918 pasa a formar parte de la
agrupación de tendencia socialista Unión de Mujeres Españolas, dirigida por
María de Lejárraga. Y en 1920 empezará a colaborar con la revista España,
con una columna centrada en el feminismo.
Pero Magda no se quedó encasillada únicamente en el mundo periodístico.
Mujer polifacética, destacó también como dramaturga y actriz, un ámbito al
que entra de la mano de su pareja, Salvador Bartolozzi, dibujante y
escenógrafo, al que conoció en la Editorial Calleja, en la que ambos
trabajaron. Salvador le llevaba más de quince años y en aquel entonces estaba
casado y tenía tres hijos —uno de ellos, la ilustradora y pintora Francis
Bartolozzi, más conocida como Pitti, es una incuestionable Sinsombrero—.
Todo un escándalo. Pero fue su único amor y, que se sepa, su compañero de
vida. A pesar de todo, y seguro que no fue fácil para nadie, Magda y Salvador
construyeron una relación muy sólida que duró toda la vida. Juntos partieron
hacia el exilio en 1939, y juntos vivieron en Ciudad de México hasta la
muerte de él en 1950.
Muy interesada desde entonces en las vanguardias teatrales, colaboró con
uno de los grandes renovadores de la escena teatral de los años veinte,
Cipriano Rivas Cherif, en el proyecto Teatro de la Escuela Nueva (1921) y, a
partir de 1928, con el grupo teatral Caracol. Salvador le abrirá igualmente las
puertas de la literatura infantil, un campo nuevo para ella, pero en el que se
desenvolverá a las mil maravillas. No solo escribirá y adaptará algunos
cuentos que serán publicados en la prensa, sino que iniciará con su compañero
una estrecha colaboración fruto de la cual serán varias obras infantiles
ilustradas por Salvador (Aventuras de Pipo y Pipa o Pinocho en el País de los
Cuentos). Su compromiso con el teatro no se centró únicamente en las obras
para adultos, sino también en el teatro infantil con fórmulas novedosas tanto
en su concepción como en escenografías y textos que tuvieron un enorme
éxito y que podemos encuadrar dentro del afán educador y de reforma social
de proyectos pedagógicos como la Institución Libre de Enseñanza. Escribe
también críticas y reseñas teatrales, que aparecerán periódicamente en La
Tribuna, El Liberal, El Heraldo de Madrid o Informaciones reflejando esta
intensa actividad.
Pero lo realmente rompedor en el periodismo de Magda Donato fueron
sus «reportajes vividos», artículos que ahora estarían considerados como
periodismo de investigación, de inmersión social, una concepción totalmente

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moderna, acorde a los ideales republicanos, en los que ella fue una auténtica
pionera. Muy posiblemente sus dotes de actriz, que exploraría posteriormente
en su totalidad en México, le ayudaron en esa tarea de transformación
necesaria para sus crónicas y para mimetizarse con los ambientes en los que
se involucraba: un manicomio, una cárcel de mujeres, un albergue de
mendigas, una maternidad… Su popularidad fue tal que en 1934 fue invitada
por Unión Radio de Madrid para contar a los radioyentes en directo las
experiencias que había tenido a la hora de elaborar sus reportajes.
Con el estallido de la contienda civil, Magda cambiará estas «trincheras»
sociales por otras todavía más dramáticas, desplazándose al frente desde
donde realizará crónicas de guerra sobre la vida de los soldados republicanos.
En 1939 sale junto a Salvador camino del exilio en Francia, en donde
permanecerán hasta la invasión de los nazis. Huyen en 1940 a través de Niza
hacia Casablanca, en donde embarcan para México, adonde llegarán en 1941.
En México, Magda desplegó una intensa actividad como actriz, tanto en el
teatro —ganó en 1960 el premio a la mejor actriz por su papel en Las sillas,
de Ionesco, dirigida por Alejandro Jodorowsky— como en varias series
televisivas y películas de cierto éxito —La liga de las muchachas (1949) o
Curvas peligrosas (1950)—. Al mismo tiempo, continuó colaborando con
Salvador en sus libros infantiles y también organizó espectáculos teatrales
para niños siguiendo la estela que habían iniciado en España antes de la
guerra.

MADA CARREÑO Y MAGDA DONATO, UNA AMISTAD INQUEBRANTABLE

A pesar del silencio de Cuqui sobre su tía abuela, con quien sí que pude
hablar de Magda fue con Saide Sesín, hija de Mada Carreño. Ella fue quien
me proporcionó la documentación necesaria, oral y documental, para poder
escribir sobre la amistad que unió a su madre con Donato.
Al iniciar la escritura le pedí a Saide, por favor, que me mandara un audio
de voz —qué maravilloso recurso para estrechar distancias— hablándome de
aquellos recuerdos que aún conservaba sobre dicha amistad. A lo largo de los
siguientes días, fui recibiendo varios audios. Con una narración organizada, la
hija de Mada me fue relatando sus recuerdos:
La amistad de Mada Carreño y Magda Donato fue muy estrecha, eran cómplices de
una nueva vida en México. Yo las recuerdo en las visitas que hacíamos a su casa.
Ellas se sentaban hablar y nacía un mundo entre su plática. Nosotras, si estaba mi
hermana, nos poníamos a jugar con los gatos, tenía muchos gatos. […] Juntas
hicieron también teatro en el Ateneo, hicieron Don Juan Tenorio, mi madre hizo de

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Inés, y Magda…, no lo recuerdo; existe una foto por allí que se debería buscar. Las
dos se ayudaban, se complementaban, se apoyaban, siempre conversaban sobre sus
cosas. Magda Donato era una excelente actriz, escribía también cuentos para niños.
Comentaban también las cosas, los papeles, cómo iba a ser el siguiente episodio de
las telenovelas en las que Magda participaba. Recuerdo que nos echaban de la
habitación para que no escucháramos cómo iba a ser el siguiente episodio, porque
Magda Donato nunca revelaba lo que iba a suceder. Desgraciadamente, en México
solo tuvo papeles secundarios y de mala; como su físico era un poco diferente, una
mujer de teatro con una expresión muy fuerte, y ya era mayor, entonces su papel era
el de ser la tirana, la mala, la bruja, pero de eso vivía ella. El dinero que ganó, lo
donó para crear el premio Magda Donato, que Mada llevó hasta su muerte,
entregando premios a los libros que por alguna razón tuvieran un buen mensaje para
la humanidad. Otra de las cosas que hacían juntas cuando nosotras aún no habíamos
nacido era hacer teatro y tertulias literarias; leían sus poemas, sus cuentos, o los
actuaban; se deben haber divertido mucho. Era una de las cosas que mi madre
extrañaba cuando ya no pudo acudir, por nacer nosotras, y porque Magda ya era
mayor. No sé de qué murió, pero mi madre sufrió mucho, perdió una amiga, una
hermana, una cómplice, y con mucho cariño siguió haciendo el trabajo que ella le
dejó, como es el premio Magda Donato.

El tono de Saide al recitarme estos pasajes testimoniales es entrañable. Se


nota el cariño y la gratitud por poder recuperar, como ella dice, sus memorias,
su infancia, a partir de una amistad que fue leal y fiel más allá de la muerte:
«Mi madre también estuvo pendiente de que sus cuentos [los de Magda
Donato] se publicaran en la Universidad de México. Magda Donato era una
persona muy especial con una presencia impresionante. A los niños los podía
asustar. Yo, la primera vez que la vi, creí que era un payaso porque, claro, iba
muy maquillada, y me encantó su forma de ser, y me hizo reír mucho; se lo
pregunté a mi mamá y me dijo: “No, es una actriz, una gran actriz”».
Ambas escritoras compartieron más de treinta años de amistad. Aunque
Mada era mucho más joven, se compenetraron enseguida. No sé cómo se
conocieron, pero es fácil deducir que lo hicieron en los entornos compartidos
entre los exiliados españoles. Aparte de su conexión en sus gustos y prácticas
culturales, les unía también otro asunto fundamental: la solidaridad con los
más desprotegidos. Según Saide, ambas tuvieron durante más de doce años
una organización dedicada a visitar las casas cuna donde residían niños
huérfanos o sin hogar. Las dos mujeres acudían a este tipo de instituciones,
donde desarrollaban algún tipo de actividad teatral y leían cuentos que ellas
mismas escribían, para disfrute de los más pequeños. Mada Carreño siguió
fiel a esa actividad aun después de la muerte de su amiga, «hasta que pudo»,
me confiesa Saide. Pero, según parece, dejaron el testigo a un grupo de
mujeres que continuaron con dicha organización. Otro de sus gestos
filantrópicos se centraba en la protección de los animales. De nuevo, ambas
mujeres coincidían en la necesidad de colaborar con las asociaciones con ese

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fin. Fue tan intensa esa causa que Magda Donato, a su muerte, donó todos sus
bienes a la protectora de animales.
Termino este capítulo sin haber podido encontrar esa voz propia de
Magda, pero, para mi sorpresa, antes de cerrar estas páginas, Saide me manda
desde Hamburgo, ciudad donde reside, un texto inédito escrito por Mada
Carreño sobre su amiga Magda Donato, a la muerte de esta. Por su belleza,
intimidad y muestra del más sincero de los amores, la amistad, y con permiso
de Saide, me dispongo a transcribirlo tal cual.

Gran artista y gran mujer


Adiós a Magda Donato
Por Mada Carreño

Cuando iba con ella por la calle siempre sucedía lo mismo: se nos acercaba alguien.
«Perdone, usted es Magda Donato, ¿verdad? ¡Cuánto me alegra conocerla!», o
también: «No sabe cómo la admiramos todos en casa. No nos perdemos un programa
suyo». Otras veces era una voz espontánea: «Magda, ¡qué bien estuvo usted
anoche!», o simplemente un ademán afectuoso del brazo; al pasar, una sonrisa.
Sin duda, todos los artistas que alcanzan popularidad reciben parecido homenaje,
pero en estas manifestaciones en torno a Magda había algo especial.
Magda Donato pertenecía a ese género de artistas a quienes no solo se admiraba. Se
les quería. A través de tantos años de actuación, su figura y su voz adquirieron un
perfil familiar, se convirtieron en algo muy cordial y muy próximo a nosotros.
Cuando aparecía su imagen de pronto en la pantalla, sentíamos la misma sorpresa
placentera que a la llegada de un amigo. ¿Por qué? ¿Qué atributo es ese que hace de
un artista un ser vivo y afín capaz de representarnos, comprendernos, ayudarnos? El
del arte, desde luego; esa entrega total a una vocación, y que se expresa en mil
formas verdaderas.
¿Cómo era Magda Donato? Era la persona a la vez más normal y menos frecuente de
este mundo. Poseía un criterio de lo más amplio y liberal. Hallaba siempre
comprensión y justificación para las vidas de los demás, aun las más agitadas. Pero,
por su parte, no se permitía la más pequeña mentira ni la más inocente frivolidad.
Solo amó a un hombre, Salvador Bartolozzi, el que fuera compañero de toda su vida.
Aunque poseía un juicio claro o imparcial para juzgar a la gente, nunca le oí hablar
de nadie con intención aviesa. Siendo ya mujer vieja comprendía a los jóvenes y
sabía defenderlos. Supo hallar siempre —en medio de las tremendas presiones de
nuestra era— un motivo de fe y de certidumbre.
Nunca conocí un espíritu más racional, más apegado a la realidad de los días, y sin
embargo menos materialista. Creía en una radical decencia humana, y, por lo tanto,
todo lo que hacía lo hacía bien, fuese una difícil traducción, un artículo, un gran
papel estelar o un renglón publicitario. Cuando era amiga, lo era de verdad. Si había
que ayudar a alguien, lo hacía al instante y generosamente. Logró la singular proeza
de que nadie, en un medio tan celoso como el suyo, hablara de ella mal. Podía uno
permitirse una broma acerca de su estampa tan peculiar, sobre sus pequeñas manías
de vieille dame solitaire. Pero no había más remedio que quererla.
Trabajó toda su vida, con buena y con mala salud, valientemente, hasta solo unas
semanas antes de morir, y sin que el público llegar a adivinar su esfuerzo.
Estaba, desde hacía tiempo, preparada para la muerte, y la aceptaba con el mismo
sosiego con que supo vivir. No dejó nunca de actuar, lo que era su única pasión.

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Está esta semblanza, Magda, hecha tal como te gusta. Serena, verídica, objetiva. Ya
no he de recibir esa llamada telefónica que seguía a cada artículo, ni nos
zambulliremos en esas largas charlas que venían después. No habrá nunca charla
alguna en el futuro, esas tardes eternas dedicadas a hablar de lo humano y lo divino.
Sustanciosa parla tuya sobre teatro, sobre literatura; de religión, de actualidad, de
personas, y en las que nunca hubo necesidad alguna de recurrir al rumor o a la
maledicencia; tenías demasiado que decir. Esas charlas contigo en las que corrían las
horas sin sentirse y caíamos de pronto en la cuenta de que había anochecido y nos
habíamos olvidado de encender la luz.
Con todo, la muerte siempre nos toma desprevenidos. No he de decirte nada de mi
asombro, de mi pesar. Ni de cómo, al morir un amigo, uno muere un poco también.
Me alegra, sin embargo, haberte visto apagar en paz, sin padecer, pues sé cómo
aborrecías el desmedido sufrimiento (inteligible).
Poco sabemos de ese equilibrio entre tiempo y espacio, de cosas de transición y
eternidad. En algún sitio estás, sin embargo. De algún modo pervive también todo lo
tuyo, tu hermoso espíritu, todo lo que diste.
Es posible que muchas de estas cosas sean ya para ti trivialidades. No, no las cosas
del amor, por supuesto, no me corrijas, lo sé.

Seguiré buscando el rastro de Magda Donato, pero, por ahora, me sirve pensar
en ella a partir de las bellas palabras que le dedica Mada. A falta de una voz
propia, qué mejor manera de conocer a una ilustre Sinsombrero que el
recuerdo de quien fue su amiga y confidente.

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Capítulo 4
AUTORÍA TRUNCADA

Un día dejamos el río, el patio, la acequia, el pueblecito, la


casona de los Aráoz Alfaro, el tílburi, los caballos, la sierra de
Córdoba y corrimos a recibir una niña pequeñita a quien
llamamos audazmente: Aitana.
MARÍA TERESA LEÓN, Memoria de la melancolía

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A partir de 1939, con la llegada de los intelectuales españoles a los países de
acogida, proliferan las publicaciones literarias sobre la guerra de España y sus
consecuencias. La mayoría son textos que evocan, a través de variedad de
géneros, las experiencias personales, pero que en su unidad acaban por
componer un enorme tapiz sobre cómo este suceso traumático impactó en la
sociedad.
Gracias a ese acontecimiento literario, autoras ya consagradas en nuestro
país y jóvenes aspirantes ven la posibilidad de publicar sus obras durante los
primeros años de exilio. Ese es el caso, entre otras, de Éxodo. Diario de una
refugiada (1940), de Silvia Mistral; Nació en España (Novela o lo que el
lector prefiera) (1944), de Cecilia G. de Guilarte; Contra viento y marea
(1941), de María Teresa León, o Las torres del Kremlin (1943), de Margarita
Nelken. Ante esta oportunidad, muchas de ellas tuvieron la esperanza de
hacerse un hueco en el panorama intelectual de esas nuevas patrias, y con ello
consolidar una carrera literaria. Pero, por desgracia, en buena parte de los
casos no fue así. Como bien nos explica Helena González Fernández: «La
mayoría de estas memorias se han escrito y publicado pensando más en su
valor histórico que en el interés literario o el reconocimiento de sus autoras en
cuanto que escritoras[103]». A este aspecto, indiscutible ante la evidencia de la
dificultad para publicar en los años posteriores, se le debe sumar otro: la
imposición del relato androcéntrico sobre los hechos. Cuestión importante en
cuanto se entiende que todos estos textos estaban de algún modo actuando
como base historiográfica sobre unos acontecimientos que, al formar parte del
bando derrotado, no iban a ser salvaguardados, al menos por el momento, por
ninguna historia oficial. De nuevo, la voz femenina, por mucho que esta
hubiera participado activamente del conflicto, quedaba relegada a la historia
doméstica e íntima. Aun así, hubo excepciones, mujeres que habían estado en
puestos políticos de responsabilidad y que, una vez en el exilio, todavía
ocupaban espacios de poder político, como es el caso de Pasionaria o de
Federica Montseny.
Hubo otros casos en los que los relatos sobre la guerra o acerca del largo
camino hacia el exilio tardaron bastantes años en ver la luz en los países de

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acogida, y ya no digamos en España, un olvido imperdonable en alguno de
ellos. Los diablos sueltos, de Mada Carreño, no será publicada hasta 1975 en
México y hasta 2019 en España, aunque ya hemos visto que su autora dedicó
largo tiempo a madurar su obra, pero si hubiera tenido oportunidad y la
posibilidad de dedicarse plenamente a ella, tal vez distinto habría sido su
destino. De Barcelona a la Bretaña francesa, de Luisa Carnés, y una segunda
parte titulada La hora del odio, redactada ya en el exilio mexicano en 1944,
permanecieron inéditas hasta 2014. Y en este grupo podemos encuadrar
igualmente a Carlota O’Neill que, como vimos en el primer capítulo, pasó la
contienda en la cárcel. Fruto de esa experiencia fue Una mujer en la guerra
de España, que, en su primera edición mexicana, ni más ni menos que en
1964, salió con el equívoco título de Una mexicana en la guerra de España.
No fue hasta 1979 que se publicó en nuestro país ya con el título que hoy se
conoce y, evidentemente, más ajustado a la realidad. En 1971, también en
México, salió una segunda parte, Los muertos también hablan, en la que
Carlota se centra en la recuperación de la custodia de sus hijas, en el recuerdo
de su marido fusilado en el treinta y seis y la salida hacia el exilio, primero a
Venezuela y posteriormente a México. De 1964 es también Romanza de las
rejas, escrita en 1940, el último año que pasó en la cárcel. Se trata de una
serie de piezas poéticas que describen la vida en prisión, en las que, como
bien señala Rosana Murias, «el yo de la autora aprisionado por las rejas de la
prisión busca a su alrededor lo bello, lo puro, aquello que le recuerda al
pasado, lo que está fuera de los muros de la prisión y representa esa libertad
perdida[104]».
Pero, con el paso de los años, el interés editorial sobre la temática acaba
por diluirse. Y, entonces, llega el vacío. Muchas de estas escritoras intentaron
en vano publicar historias que se alejaran del relato testimonial sobre la
Guerra Civil, pero no encontraron lugar en la industria literaria mexicana, y
las pocas obras que existen que salen de esa norma son publicadas una vez
más por editoriales en manos del grupo de los refugiados. A la dificultad
mencionada se le debe sumar que estas mujeres, al llegar al exilio, se
encontraron con la necesidad de recomponer o crear un hogar. Espacios
domésticos no solo como ámbitos de fortaleza familiar, sino también como
mecanismos económicos de subsistencia. Muchas de ellas tuvieron que
aceptar trabajos menores con el fin de aportar dinero a casa, y a esa tarea hay
que añadir la propia responsabilidad doméstica, que, por descontado, no es
compartida con sus parejas masculinas. Esta situación las distancia de los
entornos intelectuales y de experiencias vitales enriquecedoras. Veremos, por

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ejemplo, el caso de Cecilia G. de Guilarte que, después de residir algún
tiempo en Ciudad de México, en donde parece acceder a una prometedora
carrera, ha de seguir a su marido que, por cuestiones laborales, deja la capital
y, por ese motivo, ella renuncia durante algunos años a las relaciones sociales
tan enriquecedoras para su trabajo intelectual. Lo mismo le sucedió a María
Dolores Arana, cuya vida en el exilio, ya mencionada en el capítulo anterior,
no estuvo exenta de penurias y que tuvo en su gran amiga Concha Méndez un
notable apoyo en momentos difíciles[105]. Mada Carreño vendió libros por las
calles; Silvia Mistral abrió en su casa una tienda de ropa para niños… En
buena parte de sus obras, además de la nostalgia de la patria y del mundo que
han dejado atrás, destruido hasta sus cimientos, también se ve reflejada esta
renuncia a sus propios sueños, a una carrera que se auguraba prometedora y
que han de dejar un poco de lado. María Dolores Arana, por ejemplo, en su
poemario Árbol de sueños, publicado en 1953, con prólogo de Concha
Méndez, refleja la soledad, la nostalgia, la tristeza provocada por la dureza del
exilio y nos muestra igualmente una visión pesimista de la vida, teñida, en
cierta forma, por las circunstancias que le ha tocado vivir y por una especie de
frustración por haber tenido que prescindir de una carrera literaria plena, que
era su pasión y su sueño[106].
En muchas ocasiones, se quedan de algún modo presas en la dinámica del
hogar. Y esto aumenta con la llegada de la descendencia. Aun así, la
maternidad es, para muchas de estas mujeres, una de las experiencias vitales
más reveladoras. En cierto sentido, los hijos las arraigan, las obligan a
relacionarse con las costumbres de sus países de acogida. Pero, sin embargo,
en algunos casos también las enfrentan tanto a sus miedos como a su soledad,
y, por qué no decirlo, a la evidencia de que su vida ha tomado un rumbo que
no era el esperado. Lejos quedan aquellos sueños de juventud en la España
republicana, donde todo era posible, incluso algo que ahora sienten tan lejos
como la autonomía y la libertad: «Estoy pasando ya la juventud y no puedo
hallar en mí una sola realización. Sigo siendo un proyecto. Y eran tantas las
cosas que me gustaban. Quería ser aviadora, bailarina, arqueóloga, santa,
astrónoma y tal vez…, bueno, me hubiera gustado escribir. Y ahora, ¿qué
soy? Una feliz ama de casa que va a tener un niño[107]», escribe Mada
Carreño en su obra En busca del presente, escrita entre 1956 y 1997. Es casi
la misma idea que nos trasmite Silvia Mistral: «Éramos jóvenes, vinieron los
hijos, la formación de la familia… Yo primero tuve la niña, a los cuatro años
el niño, y claro, estaba el mantenimiento de la casa, el trabajo… Yo vivía una

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vida más retraída, siempre escribiendo algo, pero nunca figurando mucho, ni
cosas muy importantes[108]».
En busca del presente, de Mada Carreño, y Madréporas, de Silvia Mistral,
son dos ejemplos de la experiencia de la maternidad como género literario. En
ambos casos, sus autoras exploran, aunque con estilos distintos, lo que para
ellas representa este asunto, y cómo cambia radicalmente su vida.
En busca del presente es una ficción autobiográfica que tiene como eje
argumental los nueve meses de gestación de su protagonista. Tiempo en que
esta reflexiona, a modo de monólogo interior, sobre su existencia tanto en el
espacio público como en el doméstico, poniendo en cuestión todos aquellos
mecanismos que de por sí la identifican como mujer: esposa y madre. Carreño
utiliza este personaje para mostrar su contrariedad hacia los modelos
establecidos de feminidad, otorgando a su personaje la firme convicción de la
lucha por la autonomía y la libertad, y para ello no duda en poner en tela de
juicio el matrimonio, la religión y la maternidad: «No entiendo la vida, no sé
qué es este desgarramiento ni para qué es. Cuando supe que estaba encinta
solo sentía asombro. Era una imposición, una trampa. ¿Qué tenía yo que ver
con ello? Algo, un aliento de fuera, obra ciegamente en mi cuerpo, sin que
ello tenga que hacer nada, ni siquiera opinar. Solo me queda la
indolencia[109]».
La obra de Carreño es una oda a la sororidad femenina, empoderando a
sus personajes hasta hacerlos victoriosos en sus anhelos. Sin duda, En busca
del presente es un retrato fiel de los pensamientos de su autora. Mada tuvo
dos hijas, Maura y Saide, fruto de su segundo matrimonio con un ingeniero de
origen libanés, Antonio Sesín. Su hija Saide la recuerda como una madre
amorosa y atenta, pero en constante lucha por proteger su habitación propia.
La maternidad no entraba en sus planes de juventud, pero, como
apuntábamos, la vida emprendió un camino insospechado, y Mada, como
tantas otras, tuvo que asumir y convivir con esa nueva realidad, diríamos que
un tanto impuesta.
En busca del presente no encontró editor en vida de Carreño, ella intentó
en vano que su obra se publicara en España, y se mantuvo inédita hasta 2021,
año en el que la editorial Cuadernos del Vigía subsanó este imperdonable
olvido.
Otra obra que ahonda en el tema de la maternidad es Madréporas, de
Silvia Mistral, publicada en la editorial Minerva en 1944, y una segunda vez
por la editorial Finisterre en 1967, ambas en México. Como bien apunta
Mónica Jato en su prólogo de la nueva edición de dicha obra, publicada

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también por Cuadernos del Vigía, en 2019, «Madréporas no ha recibido
todavía la atención crítica que se merece, pese a ser una de las escasas
muestras de escritura que abordan el tema de la maternidad en su intersección
con la experiencia del exilio[110]». Me atrevo a aseverar que este texto es
efectivamente el primero escrito por una exiliada que de forma matriz aborda
el tema de la maternidad y su impacto en esas nuevas vidas aún por construir.
Relacionadas con esta idea, son reveladoras las palabras de la propia Mistral
en una entrevista realizada por Pilar Domínguez Prats en México: «A los
cuatro años de estar en México nació mi hija. […] Nació para mí también una
etapa muy diferente, la responsabilidad de la maternidad, el coordinar, que
también hay que aprenderlo, el saber si yo podía seguir escribiendo y al
mismo tiempo no abandonar la casa, la vida doméstica, la niña, ¿no? Al
principio con algunas dificultades, pero como todo en la vida es adaptarse, se
aprende; entonces cuando la niña dormía, yo escribí Madréporas[111]». A
pesar de las diferencias, no puedo sino sentirme identificada con lo que
Mistral relata en este fragmento. Cuando escribí el primer libro de las
Sinsombrero, mi hija tenía unos seis años. Recuerdo la sensación constante de
que mis largas horas de escritura restaban el tiempo que le pertenecía a ella, y
la inquietud que eso me producía; cómo tuve que aprender a lidiar con ese
equilibro constante entre ambos deseos: el de la realización personal y
profesional y a la vez el de dedicar más tiempo a mi maternidad. Como bien
dice Silvia, al final es adaptarse, y aunque la situación y la época son
completamente dispares, por desgracia hay un tema que no cambia: el enorme
sentimiento de culpabilidad que nos invade a muchas mujeres cuando
tenemos que batallar con el tiempo que dedicamos a estas dos ocupaciones.
Madréporas es una obra que se compone de tres partes: «Primer tiempo»,
«Flauta salvaje» y «Regazo vivo». Todas ellas acompañadas de magníficas
ilustraciones y viñetas de Ramón Gaya, pintor también exiliado y gran amigo
y colaborador de la autora. La prosa de este libro se estructura a través de
varias estampas líricas, como bien apunta Jato, que resultan de lo más
innovadoras en el campo de la literatura del exilio: «No te veo, pero sé muy
bien, lo siento, que estás aquí: revoloteando dentro de mí. Y no como
mariposa que volara al azar o como pluma dominada por el viento. Vas
segura a tu destino: nacer[112]». La lectura te sumerge en un personal e íntimo
diálogo. Silvia habla con su hija nonata. Sus sueños, miedos y sacrificios,
como mujer y como futura madre, se van dibujando a lo largo de lo que ella
denomina «Primer tiempo». Y de nuevo, al igual que vemos aflorar en la obra
de Carreño, una de las primeras reflexiones del libro aborda los sueños de

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juventud perdidos, aquellos en los que no se contemplaba la idea de ser
madre: «Nada soy, ahora, de aquello que soñé. Mi mundo actual no tiene otro
escenario que aquel donde mis pies se detienen y no tengo más premios ni
dones que los que tu sonrisa, hija mía, quiera darme. No había soñado con
tenerte entre mis brazos, lágrimas y risas de mi vida, sangre y alegría de mis
venas. Yo no podía pensar que hubiera otros triunfos en la vida como no
fueran los que otorgan la fama y la gloria. […] Soy una madre más, entre
todas las mujeres de la tierra[113]». Mistral, una vez más, alude a la idea del
colectivo para sentirse arraigada; creo que, en el caso de esta autora, se trata
de una cuestión recurrente. Ella escribe desde la experiencia. Y sus
experiencias, hasta ese momento, eran colectivas y sobre todo femeninas. Esta
tendencia la podemos ver tanto en su Éxodo. Diario de una refugiada como
en sus artículos sobre la guerra, muy concretamente en su texto «Esperanza la
miliciana», escrito en recuerdo de una mujer aragonesa que compartió su
difícil estancia en el refugio francés de Gard, dolorosa antesala del exilio, y a
la que muchos años más tarde hace protagonista de uno de sus artículos,
convirtiéndola en una heroína luchadora por un mundo mejor, conquistadora
de su libertad por méritos propios[114].
Pero ante esta nueva experiencia que es la maternidad, Silvia se encuentra
sola, y no solo desde un aspecto familiar —«Tú, ahora, madre, no estás aquí
y, como nunca, siento el vacío de tu vida ausente. Cuando el temor se detuvo,
como petrificado, en mis pupilas, hubiera querido llorar sobre tu regazo, con
aquella facilidad de antaño[115]»—, que también, sino porque se encuentra sin
círculo, sin esa sororidad tan necesaria en momentos como este. Ante esa
ausencia, creo que Silvia se esperanza de que la maternidad la introduce de
nuevo en algo colectivo. Por fin, desde que ha llegado a México, se siente que
forma parte de algo, más allá de sus circunstancias individuales. Por ello, y
percibiendo que esa nueva realidad que la espera cambiará definitivamente el
rumbo de su vida, de algún modo se despide, a lo largo de esta primera parte
de la obra, de sus sueños y anhelos juveniles. De esa vida que no pudo ser.
La segunda parte del libro, «Flauta salvaje», se centra en el parto y en la
transformación corporal que supone: «El dolor se sostiene en un do
larguísimo. Es tan alto mi grito que el eco se enrosca en la nube fugitiva —la
primera nube del alba—, en el mar lejano y ronco, en la volcánica entraña de
la tierra, hasta enlazarse con otro grito, como en una horrorosa sinfonía que
no tuviera término. Quisiera saber orar o poder blasfemar, pero olvidé hace
tiempo lo uno y nunca aprendí lo otro. Quisiera llorar, pero mis ojos están
yermos, secos, malditos en su furia. ¡Y yo no soy una casada seca!»[116].

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Por último, aparece «Regazo vivo», donde la idea de arraigo se explora
plenamente. Ya no vive en una tierra ajena, sino en la patria de su hija:
«Dicen en México, su tierra». Por fin, el hogar anhelado. La maternidad como
camino al vínculo total hacia ese nuevo páramo; esa nueva casa, hasta ahora
impuesta, se convierte en el único lugar posible: «Este es un mundo muy
lejano del mío, mucho más fuerte y fabuloso, pero también más rígido e
inflexible. […] Dame la mano y ven conmigo, pisando la tierra en que
naciste. Yo te llevaré, por entre los senderos rocosos, hacia donde el indio
mira el horizonte con desgana de su destino. Quiero que conozcas el país
donde se abrió la corola de tu vida y que lo ames con el amor agradecido con
que lo amo yo desde que —viajera de otros cielos inhóspitos— pisé el valle
del Anáhuac. […] Tú no serás aquí un elemento ajeno y desde ahora
aprenderás a distinguir las voces auténticas entre el falso barullo de las
palabras, lo que existe verdaderamente sólido y real tras de las pasiones
disfrazadas de complejos; amándolo y comprendiéndolo, siendo tú una más
entre todos, tendrás la conciencia exacta de tu país: México[117]».

Página 72
Capítulo 5
LAS RELACIONES EPISTOLARES
TRANSOCEÁNICAS,
UN NUEVO ESPACIO COMÚN

No se preocupe de contestarme. Escríbame siempre que


necesite decirme algo sin averiguar si me debe carta o se la
debo. Igual haré yo. Ya que me dice que siempre me ha tenido
en su vida, no quiero salir de ella.
Carta de ELENA FORTÚN a CARMEN LAFORET,
1 de febrero de 1947

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Los corpus epistolares entre mujeres de esta generación representan una
importante base documental para conocer en profundidad la vida de estas
artistas. Este diálogo entre amigas constituye, para mí, el más íntimo y
personal de los espacios compartidos entre estas figuras. Su lectura nos ayuda
a entender las enormes vicisitudes que vivieron y a empatizar con ellas y con
la complejidad de su tiempo. Reconozco que es un género que me apasiona y
de la que soy una devota lectora.
En los últimos años, por suerte, se van publicando varios epistolarios
cruzados entre mujeres de esta generación. Son especialmente interesantes, a
mi modo ver, el de Ernestina de Champourcín y Carmen Conde, Epistolario
(1927-1995); el de Carmen Laforet y Elena Fortún, De corazón y alma
(1947-1952), y el de Silvia Mistral y Cecilia G. de Guilarte, Diario de un
retorno a dos voces. Cada una de estas correspondencias abordan una etapa
muy concreta de la vida de sus autoras. Pero en su conjunto nos aportan una
visión generacional de los acontecimientos. Para mí, las correspondencias
entre ellas son la mejor herramienta para construir un relato coral sobre los
retos y anhelos de esta generación a lo largo del siglo XX.
Ya he mencionado en anteriores volúmenes el impacto que me produjo la
lectura de la correspondencia entre Champourcín y Conde, dos de las
escritoras más representativas e importantes de esta generación
sinsombrerista. La mayoría de las cartas publicadas abarcan el periodo entre
1927 y 1931, una etapa fundamental en la vida de estas mujeres y en la
historia de las Sinsombrero. Gracias a este epistolario, descubrimos cómo
estas dos poetas luchan por su consolidación y reconocimiento como
escritoras, sus anhelos de libertad y su perseverancia por ser dueñas de su
destino, a pesar de encontrarse en una sociedad hostil ante sus deseos: «Si
publico es, créemelo, por reacción, ¿rebeldía?, contra mi propio ambiente, o
sea contra la sociedad en la que vivo. Mi yo desnudo es [el] que pasa largas
horas aquí, junto a la mesa donde te escribo, emborronando cuartillas,
leyendo o soñando…»[118].
El segundo ejemplo, el caso de las cartas entre Laforet y Fortún, enviadas
a lo largo de cinco años, nos sitúa en un momento distinto y plantea una

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cuestión fundamental: la importancia de la existencia de una genealogía
femenina a la hora de reafirmar nuestra herencia cultural.
Esta correspondencia se desarrolla en una etapa vital aparentemente muy
diferente entre sus dos protagonistas. Por un lado, tenemos a una joven
Carmen Laforet en el apogeo de su carrera literaria y, por otro, a Elena Fortún
en el ocaso de su vida. Pero justamente esa aparente distancia vital entre estos
dos grandes referentes de nuestra literatura es lo que más las aproxima,
creando en ellas esa relación de mutuo cuidado, admiración y aprendizaje que
permite a la más joven recibir las enseñanzas de quien más admira,
entendiendo esa cuestión como fundamental en el proceso de consolidar su
autoría. Nuria Capdevila-Argüelles lo explica muy bien en la introducción de
la edición de dicha correspondencia: «¿En qué consiste exactamente el papel
de esa “mujer vieja”? ¿Qué esconde el personaje de la escritora postrada y
cercana a la muerte, identidad, por otra parte, cargada de simbolismo y
trascendencia tanto para la mujer joven como para la mayor? […] Carmen
Laforet vio en ella una reconfortante figura maternal a la que querer y con la
que vincularse, el origen de su voz, una madre literaria[119]». «Te quiero
mucho más de lo que tú supones, querida mía. Toda la vida, aun cuando ni
soñaba en conocerte, me has hecho mucha falta. Con todo mi cariño, un
abrazo. Muchos besos de tu Carmen[120]».

CECILIA G. DE GUILARTE Y SILVIA MISTRAL. HISTORIA DE UNA AMISTAD

El tercer caso es sobre el que vamos a extendernos, al ser sus autoras y sus
circunstancias protagonistas de este libro. Supe de la existencia de la
correspondencia de Silvia Mistral y Cecilia G. de Guilarte por Mónica Jato,
responsable de su edición. Dos escritoras que inician una extensa
correspondencia en el instante en que una de ellas, Guilarte, decide regresar a
España. Esta amistad surgida en el exilio se mantiene en la distancia y me
atrevería a decir que por ella perdura. Su lectura me hizo entender muchas
cosas sobre las circunstancias y complejidades del exilio español, sobre todo
desde la visión de sus integrantes femeninas, que, al fin y al cabo, es lo que
ahora mismo más me interesa. La lectura de este enorme y denso epistolario
te arrastra de inmediato. La sinceridad y la intimidad con que estas dos
amigas comparten todas sus inquietudes y vivencias a lo largo de casi quince
años es, a partes iguales, revelador y demoledor. Sin duda, para mí, esta es
una de las lecturas que más me han ayudado en la estimulante tarea de
comprender lo que supuso el exilio para estas mujeres.

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Ambas escritoras se conocieron en México, no sabemos con certeza
cómo, pero muy probablemente sucedió en las circunstancias que apunta
Mónica Jato: «[…] Cabe imaginar que su compartida vocación literaria y
periodística les hiciera coincidir en algunas actividades culturales organizadas
en la capital por la comunidad exiliada[121]». Sea como sea, conociendo el
devenir de sus vidas, es bonito pensar que no había otro destino posible que el
de que se encontraran y construyeran una amistad que durara toda la vida.
El cuerpo epistolar entre estas dos escritoras se inicia con el regreso de
Cecilia G. de Guilarte a España, como hemos mencionado, a su Tolosa natal,
en 1963, después de veintitrés años en el exilio. Por desgracia, solo se
conservan las cartas enviadas desde 1973 hasta 1987, dos años antes de la
muerte de Guilarte, ocurrida en Tolosa el 14 de julio de 1989. Con la
distancia, el uso de la palabra escrita, medio natural de expresión de estas dos
autoras, se convierte en su única forma de comunicación. Son cartas
larguísimas, la gran mayoría mecanografiadas, algunas con notas a mano en
sus márgenes apuntando alguna última ocurrencia o acontecimiento que la
amiga no quiere dejar de compartir. Tengo la sensación, por su intimidad, de
que, a lo largo de esos años, la escritura de estas cartas, para ambas, se
convirtió en la mejor de las veladas. Tienen tantas cosas que contarse.
«Bueno, hija, aquí termino. Ya te he dado mucho la lata entre asuntos
domésticos, emocionales y relaciones públicas» (Silvia Mistral, México D.F.,
31 de julio de 1973).
La trayectoria vital de Silvia Mistral y Cecilia G. de Guilarte tiene muchas
cosas en común, como ya hemos reseñado en el capítulo 2: ambas provenían
de una familia de clase obrera, las dos son autodidactas en su oficio de
escritoras y, aunque Cecilia publicó una pequeña novela en La Revista Blanca
en 1934 bajo el título de ¿Locos o vencidos?, sus inicios profesionales en la
España republicana se desarrollaron en el campo del periodismo. Las dos
mujeres fueron cercanas al anarquismo, aunque, con el paso de los años, esta
ideología política fue transformándose hasta desembocar en un
republicanismo desencantado, como les sucedió a muchos de los expatriados
españoles. Ambas, como ya hemos visto, partieron al exilio al terminar la
guerra, primero a Francia y meses después a México, adonde llegaron
acompañadas de sus respectivas parejas, y en el caso de Guilarte también con
su primera hija, Marina.

EL PRECIO DE LA SUPERVIVENCIA

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Cecilia G. de Guilarte es el ejemplo palpable de que ni la guerra ni el exilio
hacen desistir de la verdadera vocación: la escritura. Incluso durante la breve
estancia en Francia antes de alcanzar su destino final en México, colaboró con
el periódico francés Sud Ouest. Embarcar en el Cuba rumbo al incierto
destino que comparte con otros exiliados supone para ella un enorme desgarro
que refleja en las páginas de Un barco cargado de… En principio, el buque
tendría que haber llegado a Santo Domingo, pero el dictador Trujillo se niega
a darles asilo (después de haber cobrado una sustanciosa suma del Gobierno
republicano español), de ahí que, tras una travesía con no pocos incidentes
(deben cambiar de embarcación en la Martinica), pongan rumbo a México
siguiendo la travesía de tantos otros barcos de exiliados españoles, en donde
sí son acogidos con simpatía y adonde llegan al puerto de Veracruz el 26 de
julio de 1940.
Nada más llegar a México, corre la noticia de que Cecilia es periodista y
de inmediato le ofrecen colaborar en la revista Rumbo con un relato del viaje.
Luego se convertirá en redactora jefe de El Hogar y pasará a dirigir el
programa de radio Mujer. Su curiosidad y su ansia de formación no cesan en
el exilio. No le está permitido matricularse en la universidad, pero asistirá
como oyente a la Universidad Obrera de México y también a la Academia
Cinematográfica. Compagina estos estudios con la incesante producción de
artículos, críticas literarias, entrevistas radiofónicas, análisis políticos y
colaboraciones de muy diversa índole, sin olvidar su producción literaria,
como demuestra la publicación en un solo año, 1942, de tres novelas cortas de
contenido romántico y sentimental: Camino del corazón, Orgullo de casta y
El milagro de la vida. Un cariz distinto tendrá Nació en España, una visión de
la Guerra Civil contada por un joven republicano y que aparece en 1944. Pero
no solo lleva a España en el corazón, sino que tampoco puede olvidar sus
orígenes vascos. Buena muestra de ello es la colaboración que emprende con
las publicaciones que los miembros del exilio vasco llevan a cabo en México;
así, sus artículos serán frecuentes en Gernika, Tierra Vasca y especialmente
en la revista Euzko-Deya. La Voz de los Vascos en México, en donde firma
primero con el seudónimo de Koikile de Tolosa una serie de artículos
dedicados a temas femeninos que destilan, como dice José Ramón Zabala
Agirre, una especie de «aparente optimismo ingenuo» y una «humildad
exagerada», aunque a veces dejaba entrever algunas notas de crítica social y
algunos recuerdos de la guerra[122]. A partir de 1947 ya empleará su nombre
real. Fue también socia fundadora del Ateneo Español, que comienza su
andadura en 1949, una prestigiosa institución que aglutinaba a los

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intelectuales en el exilio y que promovía la cultura española en todos sus
ámbitos: la literatura, la música, la ciencia, la filosofía…
Cecilia vivirá casi diez años en México D.F. Allí nacerán sus otras dos
hijas: Esther, en 1943, y Ana Mary, en 1947. Posteriormente, debido al
trabajo de su marido, Amós Ruiz, se instalan dos años en Michoacán, en
donde Cecilia se dedica a la familia y a escribir, pero la intensa actividad
social que tenía en la capital se ralentiza enormemente. A partir de 1950,
también por culpa del trabajo de Amós, se trasladarán al estado de Sonora, en
donde tras residir en varios lugares se instalarán definitivamente en
Hermosillo, la capital del estado. Allí, después de algunos años de soledad
intelectual, Cecilia por fin puede llevar una vida social más activa que se
traduce en su integración en la Universidad de Sonora como profesora de
historia del arte e historia del teatro. Igualmente se hace cargo de la dirección
de la Revista Universidad de Sonora. Son años muy fructíferos, puesto que
colabora con otras revistas como Healy, estrena su primera obra teatral,
Contra el dragón —que establece la dicotomía, no siempre fácilmente
conciliable, entre la vocación de la mujer escritora y el matrimonio y la
maternidad, una temática recurrente en la autora tolosana[123]— y escribe,
entre otras obras, una biografía de sor Juana Inés de la Cruz, que estuvo
rodeada de una cierta polémica al atribuirle orígenes vascos[124].
El regreso de Cecilia a España en la Navidad de 1963 sitúa a la escritora
en un lugar excepcional en cuanto a la situación de la inmensa mayoría de los
desterrados. Ella experimenta el exilio exterior e interior, y esa realidad es
palpable a lo largo de todo el diálogo epistolar que mantiene con Silvia
Mistral, y debo decir que es una de las características más notables de esta
publicación. Cuando tuve la posibilidad de mantener una larga conversación
telefónica con su hija menor, Ana Mary, le pregunté sobre la razón de ese
regreso. He de confesar que me extrañaba que Cecilia hubiera asumido ese
riesgo, teniendo en cuenta que su pluma había estado al servicio del bando
vencido y que era notable y conocido su posicionamiento antifascista. Ana
Mary me contó que la avanzada edad de sus progenitores, que seguían
viviendo en Tolosa, y algunas experiencias personales hicieron aflorar la
angustia de la pérdida de los seres queridos, y que la decisión de volver se
había tomado algunos años antes de 1963, pero que justamente el régimen
había impedido el regreso a España de la escritora. Finalmente, este pudo ser
posible en la fecha señalada. Muy probablemente la traumática experiencia de
Silvia Mistral con el suicidio de su madre, ocurrido en 1944 en Madrid, fuera
un tema latente en las conversaciones entre estas dos amigas durante sus

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encuentros en México. Silvia nunca se perdonó no estar junto a su madre en
esos difíciles momentos.
Pero también, según deduzco de la propia lectura de las cartas de Guilarte,
a dicho motivo se le debe sumar la necesidad que tiene la escritora de
construir una vida un poco más independiente, lejos de las responsabilidades
matrimoniales: «Si quiero comparar este estado de ánimo con cualquier otro
en mi vida, creo que solo sería con los dos o tres años últimos que viví con
Amós, obsesionada por la idea de que ya no podía aguantar y con la vuelta a
España como la única solución de poner fin[125]». Sea como sea, este regreso
es el que hace posible esta extensa correspondencia: «Querida Silvia…
Aunque ya estará bien pasado para cuando la carta llegue, al poner la fecha he
recordado que es en México el día de las madres. Así, para empezar, te
recuerdo como madre y te deseo… lo que tú quieras[126]».
El regreso de Cecilia a España no tuvo que ser fácil. Para alguien que
pertenecía al bando perdedor, podemos imaginar que su integración en la
sociedad española de la época seguramente resultó muy complicada. A ello
habría que añadir que en México se quedaron su hija mayor, Marina, y su
marido, que se negó a regresar al país hasta la muerte del dictador. Además,
era difícil borrar veintitrés años de exilio en su otra patria: México. Fue la
difícil disyuntiva de aquellos que retornaban. Un nuevo exilio de su tierra de
acogida, aunque esta vez no fuese forzado. En España, Cecilia enseguida
retoma su actividad periodística en La Voz de España con entrevistas y
reportajes, algunos de fuerte carga nostálgica. En 1968, su novela Todas las
vidas queda finalista del Premio Planeta, aunque no se publica. Pero en 1969,
con una cierta reescritura del texto anterior, titulado en esta ocasión
Cualquiera que os dé muerte, consigue el Premio Águilas. Cecilia parece al
fin alcanzar un cierto reconocimiento en su país.

AÑOS DE RENUNCIA

Como ya mencionamos más arriba, el epistolario conservado entre Silvia y


Cecilia pertenece a los años posteriores a 1973. Es importante contextualizar
en qué momento vital se encuentran estas dos mujeres. Ambas están a punto
de iniciar la sesentena, Silvia es un año mayor que Cecilia, las hijas e hijos ya
son independientes, algunas hasta tienen descendencia. Ambas se sienten de
algún modo liberadas de la responsabilidad familiar, que, sin lugar a dudas, ha
representado una dura batalla a lo largo de muchos años. Y ahora, ante una
nueva situación vital, aparece el fantasma del tiempo perdido, de todas las

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oportunidades desechadas. La ausencia de una carrera consolidada como
escritoras en España, y sus razones, pivotará constantemente a lo largo de los
casi quince años que dura este epistolario. Ante esa realidad, Silvia Mistral es
mucho más severa consigo misma que Cecilia:

Pero quizá en el fondo te pase, aunque por diferentes circunstancias, lo mismo que a
mí, que nos invade un cansancio interior por una lucha tan prolongada y tesonera,
aunque en tu caso te queda el consuelo de saber que ganaste un premio o varios, que
aún tienes una publicación a tu disposición, etc., etc. No se trata tanto de que yo
tomara el escribir como un hobby; en realidad, no ha sido así, lo hago porque
necesito ese dinero. […] Desde luego, es de lamentar que no tengamos dinero propio,
cuánto tiempo perdimos tontamente cuando llegamos aquí. Si no logro entradas con
la ropa, pues me asustaré. Porque, aunque ahora Ricardo paga todo, sigue con su
sistema de darme para el gasto diario, y así no puedo moverme ni a la esquina. Ahora
me pesa no haber tomado el puesto de directora de la galería en el Camino Real. Al
fin, en la casa ya están solo una gata y dos pericos. […] Creo que es necesario que
nos vean como seres independientes que podemos, en un momento dado, obrar
individualmente. Y aquí vuelve a salir el cochino dinero. Está una como atada de
manos […][127].

Son las enormes dificultades por las que atraviesan los expatriados. Pero
¿cuál fue la trayectoria de Silvia desde que, a bordo del buque Ipanema, se
reencuentra con su marido Ricard Mestre y juntos emprenden el largo camino
del exilio que tendrá como destino Veracruz, la misma ciudad que Cecilia?
Ya mencionamos que los primeros meses del destierro fueron plasmados por
Silvia en su libro Éxodo. Diario de una refugiada española, que fue
publicado primero por entregas —con el seudónimo de Silvia M. Robledo—
en la revista Hoy de la capital azteca, y luego en 1940, en forma de libro,
gracias a la editorial Minerva, fundada por su marido Ricard Mestre y con
prólogo de León Felipe. Mistral tuvo dificultades económicas durante su
exilio; no fue hasta muchos años después, ya en la década de 1970, que por
fin el matrimonio Mestre-Blanch (Mistral) encontró cierta estabilidad
económica. Pero hasta entonces, Silvia tuvo que buscarse la vida para poder
tener algo de dinero. Y, para variar, ella no pudo mantener un grado de
intensidad muy alto en su actividad intelectual al tener como prioridad la
estabilidad familiar. Lo hemos visto en tantas ocasiones… Y, sin embargo,
Silvia, como tantas otras mujeres, se esfuerza por no perder su propia
identidad y trata de compaginar con la familia, en la medida de lo posible, sus
dos grandes pasiones: la literatura y el cine. Publica cuentos en la revista
Aventura y novelas rosa que firma a veces con seudónimo, lo que le da
inspiración para escribir un libro, de gran lirismo, sobre la experiencia de la
maternidad y de cómo esta le ayuda a superar el trauma del exilio, y que verá
la luz en 1944 con el título de Madréporas, y que ya hemos mencionado en el

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capítulo anterior[128]. Tan pronto pudo, volvió a uno de sus temas preferidos,
que era el cine, publicando artículos y colaboraciones, primero en la revista El
Exhibidor y luego en Arte y Plata. Fue columnista del suplemento «Diorama
de la Cultura», de El Excelsior, y colaboró con la prensa editada por los
exiliados españoles, como Solidaridad Obrera o Comunidad Ibérica, e
igualmente con publicaciones anarquistas fuera de las fronteras de México y
por toda América Latina, como el cubano El Libertario. Muchos de esos
artículos se centraban en las experiencias de la mujer en la guerra. De todos
modos, su actividad literaria siempre aparecía lastrada por la vida familiar. En
una entrevista concedida en 1984, la propia Silvia, refiriéndose a los años en
los que participaba en la prensa escrita, lo expresa así: «Fue una etapa muy
bonita que duró tres o cuatro años. Me lo pagaron bastante bien. Además,
tuve relación con un medio diferente. Había invitaciones a cócteles, a
exposiciones, conferencias. Claro, mi condición de madre sin ayuda personal
ninguna [influía], a veces yo iba al cine porque Ricardo se quedaba con la
niña por la noche[129]».
Ya en los años ochenta, se dedicó también a escribir cuentos infantiles
como La cola de la sirena; Mingo, el niño de la banda, o La bruja vestida de
rosa. Y aparte de esa actividad, para poder sobrevivir tuvo que abrir una
pequeña tienda de ropa para niños en su casa, a la que alude en la carta que
hemos reproducido anteriormente y en la que, una vez más, se pone de
manifiesto su temor a no ser independiente económicamente: «Si no logro
entradas con la ropa, pues me asustaré».
Pero a medida que los años pasaban, su impulso literario se iba apagando.
«No tengo nada que decir ni expresar», le escribirá en una carta a su amiga. Y
aunque, como hemos visto antes, seguirá luchando para seguir publicando
artículos, esto se convertirá casi en un medio de subsistencia, sin más atisbo
que eso, el dinero. Pero no sería de justicia adjudicar a Silvia esta situación
como si fuera una decisión personal. Silvia Mistral es una de las intelectuales
más interesantes del exilio, a mi parecer; su opinión sobre asuntos de todo
tipo, evocada en las decenas de artículos que llegó a publicar, nos muestra a
una mujer con una pluma talentosa y con una amplia cultura y capacidad
crítica y de análisis en muchos ámbitos sociales y políticos. Pero, y muy
probablemente esa evidencia es de las cuestiones más impactantes de esta
correspondencia, en su caso las circunstancias de esa vida no elegida la
acaban sumergiendo en una invisibilidad que termina por desgastarla:
¿Escribir? Una ilusión. Entre una cosa y otra, no me decido a aislarme y ponerme a
hacer algo que pretenda tener algún valor. Creo que ya nadie me recuerda como

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escritora. Lo de Diorama parece un sueño. Hace unos días, Díez-Canedo dio una
fiesta a Agustín Yáñez, al lado de mi casa. Yo veía desde mi ventana a Mada
Carreño, a María Luisa Mendoza, a muchos escritores jóvenes bastante buenos que
no he leído; ni Canedo ni su mujer, que es hija del dueño de mi casa, se acordaron de
que existo, aunque solo por ser vecina. Me resultó un golpe bajo. Diríamos que estoy
como escritora en receso; como los republicanos en el exilio, yo perdí la noción de la
realidad y solo me queda el orgullo. Hay muchas chicas que escriben
magníficamente, además sin fallas culturales, se nota que son universitarias[130].

Al cariz de todas estas cuestiones hay una circunstancia que une a estas dos
escritoras por encima de todo: una sensación de desarraigo de una existencia
que queda lejos de aquella soñada en su juventud. Una vida impuesta después
de ser arrancadas del lugar, físico y emocional, que ellas, mujeres libres e
independientes, habían proyectado: «Sin haber escogido el lugar llegamos a él
para luchar denodadamente por la subsistencia, en muchas ocasiones
abandonando nuestra verdadera vocación: en otras circunstancias, yo hubiera
escrito solo novelas, libros…», le escribirá Guilarte a Mistral en 1974. Esta
cuestión es uno de los grandes temas de este epistolario, y conmueve al
evidenciar con ello la dureza del exilio, sobre todo para las mujeres, en su
realidad más aplastante, en sus vivencias menos doradas, menos adornadas,
menos conocidas: los sueños rotos. «Es el drama del exilio, una nostalgia sin
remedio» [Guilarte, 13 de agosto de 1975][131].
Es una constante sensación de no pertenecer a nada y, por consiguiente,
no ser reconocida por nadie. A las puertas de entrar en esa última fase de la
vida, miran atrás y no saben quiénes son. Ahora que las hijas e hijos ya son
mayores, ahora que cuentan con eso que tantas veces anhelaban, tiempo…,
ahora no sienten que tengan nada que contar, han perdido su identidad como
autoras, la vida les ha tomado el relevo.
Esa sensación no es exclusiva de nuestras dos protagonistas. Otras muchas
mujeres intelectuales que partieron al destierro sufrieron por estas mismas
edades profundas depresiones: Maruja Mallo, María Dolores Arana o Concha
Méndez son un ejemplo. De algún modo, tengo la sensación de que, para
estas mujeres, que durante los años de la España republicana habían
conseguido cuotas de libertad e independencia, el exilio representa una jaula
doméstica. La domesticidad las domina.
Otro aspecto que destacar de este corpus epistolar es, como bien nos
indica Mónica Jato, «la crónica de la transición democrática que en ella se
lleva a cabo». A través de estas dos escritoras somos testigos de los cambios
políticos y culturales que se producen en España durante todos los años en
que dura la correspondencia, pero a partir de la muerte de Franco, la
expectación y el análisis se intensifican. Los cambios son más evidentes y

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todo se transforma de manera vehemente y evocadora: el regreso de algunos
exiliados ilustres, las relaciones entre México y España, las primeras
elecciones democráticas, el avance del terrorismo, entre otros muchos
aspectos: «Por ejemplo, anoche leía en varias revistas lo que anunciaban para
cuando se tratase en el Congreso lo de la supuesta paliza a un diputado
socialista (por los grises) en Santander. Bueno, pues empezando por la caída
de Martín Villa, el diluvio… Pues ahora que ha pasado el tiempo y aquello
está más olvidado que la calva de mi abuelo, ya sabemos que no paso nada de
nada. Incluso tras los informes e investigaciones del Gobierno y del PSOE,
nos quedó la impresión de que a muchos les viene grande el traje de diputado,
que les va mejor la clandestinidad y la alargada callejera[132]», le escribirá
Guilarte a Mistral en 1977.
A los acontecimientos políticos se suma el avance sobre los temas
literarios. Desde el boom latinoamericano hasta la recuperación de la
literatura del exilio y sobre la Guerra Civil. Esta última es una cuestión latente
a partir de la llegada de la democracia a España, y las dos autoras ven una
oportunidad para publicar en España la obra de Mistral, Éxodo. Diario de una
refugiada: «Entregué 500 Éxodos a Miró para enviarlos a España y venderlos
baratos. […] ¿Crees tú que se interesaría por Éxodo como reedición ese
señor?», le comenta Mistral a Guilarte el 29 de octubre de 1976[133]. Cecilia
anima a su amiga a seguir en su empeño de editar su obra, pero Mistral no lo
logrará, y su Éxodo no será publicado en España hasta 2009.
La última carta entre estas dos amigas que se conserva está fechada el 18
de noviembre de 1987. Es una carta larguísima, pero que está incompleta,
faltan sus últimas páginas. Me parece simbólica esta circunstancia. Cecilia
morirá en Tolosa dos años más tarde. Su amiga Silvia la llorará. Desaparece
su confidente, su amiga, su hermana de exilio. Seguro que aún tenían mucho
que contarse, y por ello es alegórico que en esa última carta no exista un fin,
un adiós, un hasta pronto…, dejando así abierta la conversación, como si esta
última epístola fuera eterna, a la espera de un nuevo rencuentro.
«Bueno, ¿qué te parece esta andanada de noticias, proyectos, comentarios,
etc.? Contéstame pronto, dime qué te parece todo esto, qué ves de errores,
aciertos o qué consejos me puedes dar. Mientras tanto, un abrazo de
Silvia[134]».

Página 83
Capítulo 6
NADIE HABLARÁ DE NOSOTRAS

A las mujeres silenciadas, les suceden las exiliadas, para


después dejar paso a las olvidadas.
ANTONINA RODRIGO, Mujer y exilio, 1939

Página 84
LA LUCHA DE MADA CARREÑO CONTRA EL OLVIDO

¿Cómo y cuándo se gesta el olvido? Esta pregunta es de difícil respuesta, o al


menos no creo que yo pueda ofrecer una contestación rotunda. Hay muchos
factores. Algunos son de carácter genérico: cultural patriarcal, androcentrismo
histórico, etc. Otros tienen más que ver con la naturaleza de cada grupo y
época. Me explico. En el caso de las mujeres intelectuales y artistas españolas
de la primera mitad del siglo XX, no hay duda de que la situación política y
social vivida a partir de 1939 no ayudó a consolidar ni a perpetuar la autoría
de estas mujeres, ni en el caso de las que se quedaron en España —por las
restrictivas normas de conducta impuestas por el régimen de Franco— ni
tampoco en el de las que se vieron obligadas a partir al exilio, donde la
imperiosa necesidad de adaptarse a una nueva patria y a sus costumbres las
sumergió en una rutina doméstica y en una dura lucha por la supervivencia
económica que, poco a poco, fue alejando la posibilidad de una vida dedicada
de lleno a la producción artística y literaria. A esa cuestión me remiten de
algún modo estos versos de Concha Méndez:

Que me dejen con mi sueño,


despierta como lo estoy,
que tal vez de donde vengo
y acaso adonde voy
esté en este estar soñando
que mide cuanto yo soy[135].

Pero, como hemos ido explorando a lo largo de este libro, una vez que ese
pacto doméstico terminaba, resurgía en algunas de ellas la necesidad de
rescatar a la persona que supieron ser, la recuperación del sueño de una nueva
autoría, de una nueva vida literaria. Pero, por desgracia, para entonces la
mayoría de ellas está fuera de la dinámica literaria, sus nombres no son
conocidos, y aunque su talento no ha desaparecido —me atrevo a decir que
todo lo contrario, resulta mucho más maduro y contenido—, su voz, su
mirada, su pluma no encuentran el lugar ni el reconocimiento deseado. Y eso
les sucede tanto a aquellas que se quedaron en el exilio como a las que
decidieron regresar a España.
En la entrevista que Josebe Martínez le hizo a Mada Carreño en Ciudad de
México en 1994, la periodista y escritora es muy clara con respecto a la
situación de las mujeres en ese exilio forzoso al que las abocó la Guerra Civil,
y se hace eco de lo que seguramente les pasó a casi todas:

Página 85
Nosotras, las mujeres, en general, empezamos a escribir vergonzosamente, en
secreto, sin confiar en lo que hacíamos, y en el exilio no hicimos grandes esfuerzos
por ser reconocidas. Escribir debe ser una profesión y nosotras nunca lo aceptamos
como tal… Además, pasé mi vida perdiendo el tiempo, es un decir, dedicada a
otros[136].

A pesar de esta desmoralizadora situación, y de esta especie de «síndrome del


impostor» que parece aquejar a Mada Carreño, ella siguió colaborando con
algunos periódicos una vez instalada en tierras mexicanas. Así, publicó
artículos en El Nacional, El Excelsior y Revista de Revistas. Sus críticas
literarias, poemas o ensayos aparecerán igualmente en Hoy o Rueca, esta
última, una revista de corte feminista surgida en 1941 y que viene a llenar el
vacío de proyectos editoriales dirigidos por mujeres[137]. En ese mismo año de
1941, funda, junto a su marido, Eduardo de Ontañón, y el mexicano Joaquín
Ramírez Cabañas, la editorial Xóchitl, que, a pesar de su corta trayectoria
(desaparece en 1948), editó una serie de interesantes títulos distribuidos en
tres colecciones: Vidas Mexicanas, Biblioteca Mexicana de Libros Raros y
Curiosos, e Historias Apasionadas, esta última alentada por Mada y que
abarcaba la publicación de obras de Rousseau, Dostoievski, Conrad, Nerval o
Chateaubriand[138]. La separación de Mada y Ontañón provoca también el fin
de la colaboración entre ellos. Ontañón regresará a España en 1948, en donde
morirá al año siguiente, mientras que Mada permanece en México. Se casa de
nuevo y tiene a sus dos hijas. A pesar de las dificultades, trata de no alejarse
del mundo literario y de compaginarlo con la vida familiar. Sus artículos
siguen apareciendo: Tiras de Colores, Revista de la Universidad, Vida
Literaria… son algunos de los medios en donde publica. Como hemos tratado
en un capítulo anterior, su amistad con Magda Donato la convirtió en su
albacea y en la coordinadora, durante más de treinta años, del premio literario
que lleva su nombre. En 1968 se edita su libro de poemas Poesía abierta. Y
en 1975, Los diablos sueltos, con el que consigue precisamente el premio
Magda Donato. Su labor periodística se verá reconocida en 1996 con el
premio de crónica José Pagés Llergo. Casi al final de su vida aparecerá un
libro de aforismos, Azulejos. Pensamientos para vivir con alegría (1998), y
otro de ensayos, Memorias y regodeos (1999), que recoge crónicas o
entrevistas tanto con intelectuales españoles en el exilio (León Felipe, Juan
Gil-Albert) como americanos (Diego Rivera, Pablo Neruda, Frida Kahlo) o
europeos (Marc Chagall). También cultivó el género de la literatura infantil y
realizó una revisión de la Biblia que fue publicada por la editorial Trillas con
el nombre de Biblia del Nuevo Milenio, y que fue publicada en 2000, poco
antes de su muerte. Como su gran amiga Magda Donato, hizo incursiones

Página 86
como actriz e incluso en la danza moderna y el canto. Mujer versátil y de gran
talento, como tantas otras de su generación o compañeras de exilio, tuvo que
compatibilizar su vida intelectual y familiar, y podemos imaginar las enormes
dificultades a las que se tuvo que enfrentar. Y si, a pesar de todo, aun pudo
desarrollar, como acabamos de mostrar, su trabajo intelectual en cierto modo,
podemos preguntarnos adónde habría llegado de haberse podido dedicar
plenamente a ello. De todas formas, Mada Carreño, como les sucedió a
muchas Sinsombrero, cayó en el olvido total o fue condenada a la falta de
reconocimiento en su propio país, del que partió un día forzosamente y con
gran dolor, un país que no prestará atención a la recuperación de estas
extraordinarias mujeres una vez que la dictadura desaparezca del horizonte.
Buena prueba de los problemas dentro del mundo literario con los que
tuvo que lidiar Mada Carreño la encontré en mi viaje a México mientras
rebuscaba en su archivo. Entre multitud de correspondencia, escritos, postales
y fotografías, cayó en mis manos una carta que me llamó mucho la atención.
Se trata de una carta de Mada a José María Conget, fechada el 15 de julio de
2000. En ella, la escritora le expone a su amigo las dificultades con las que se
encuentra para poder publicar su novela, En busca del presente.

Querido amigo:
Ya es hora de que te ponga al corriente de los avatares de En busca del presente.
Esther Tusquets la recibió en su tiempo, calibró y tuvo la bondad de devolvérmela
por correo. Cree que es una novela mejor escrita y más valiosa que otras, pero no se
cree capaz de publicarla y promoverla. Ese asunto de editar tiene sus dificultades.
Entonces podrías probar con Torremozas, y tras esta otra tentativa yo haría gestiones
aquí.
Esther dice: «Está muy bien escrita. Los personajes están bien dibujados y lo que les
ocurre es esclarecedor sobre algunos tristes episodios de nuestra historia. Es
obviamente publicable y a mi entender está muy por encima de la calidad media de
cuanto se publica. Sin embargo estamos en un mercado locamente competitivo, en el
que solo se venden los libros premiados o presuntos best-sellers… Lo lamento pero
no me siento capaz de promocionar una novela de autor poco conocido…», etc.

La carta me remitió a esa cuestión, que siempre me provoca una gran


inquietud, que es el enorme sentimiento de frustración y desamparo que
tuvieron que vivir estas mujeres cuando el régimen franquista llega a su fin y
un potente movimiento social, político y cultural de recuperación de los
exiliados se estaba poniendo en marcha. Es un tema que creo importante,
porque si hay un momento donde se fragua la invisibilización es justo en ese
instante, en esos años de la Transición. Cuando hablo de ello, siempre recurro
a uno de los textos, para mí más importante, significativo y emotivo, que
evidencia esta situación. Es un fragmento que escribe la poeta Ernestina de

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Champourcín en uno de sus cuadernos personales, en enero de 1990: «Por fin
pasó mucho tiempo y hoy mi edad roza con la de los abuelos, con la de los
padres. ¿Hay puntos de contacto entre ellos y yo? Tal vez las sensaciones
sean las mismas, pero ellos no vivieron como nosotros; sobre todo no
conocieron esta soledad de hoy, este sentir que los jóvenes se niegan a
comprender, a compartir. Cuando a alguien le interesan las cosas que cuento,
me siento feliz. Pero esto ocurre pocas veces». Estas palabras de
Champourcín retumbaron en mi mente durante mucho tiempo; en unas
cuantas frases la poeta consigue transmitir tanta soledad e injusticia que
reconozco que a veces se me hace hasta insoportable.

Está claro que la dificultad para publicar en ese momento no era una
cuestión exclusivamente de las firmas femeninas, pero sin duda ellas fueron
las que más sufrieron ese problema. Justo en esa línea Mada Carreño dejó un
breve texto, «Gente de dos mundos», que creo que merece ser citado.

Más de dos generaciones separan a los jóvenes de hoy del final de la guerra española
y del exilio. En este largo espacio no se ha dejado de testimoniar y de escribir sobre
el tema; es una herida que todavía nos escuece. En España se registra periódicamente
un movimiento pendular de interés y desmemoria, pero que nunca llega a agotarse.
En los últimos tiempos hemos podido apreciar un interés por rescatar del olvido a
escritores dispersados tras la ruptura de la contienda y el destierro. Son María
Zambrano, Rafael Dieste, Juan Gil-Albert, Manuel Andújar y otros cuantos. Está
bien; esta es riqueza que retorna a su cauce.
Todavía quedamos algunos sobrevivientes por ahí, y por lo general se considera que
no somos de aquí ni de allá. En cierto modo nos hemos vuelto invisibles. Entre
quienes tenemos la irremediable comezón de escribir, algunos han alcanzado incluso
cierta estimación y reconocimiento. Lo que conviene aclarar es que sí somos tanto de
aquí como de allá. Los refugiados podemos llamarnos gente de dos mundos.
Nuestro país de origen poco sabe de nosotros después de que perdimos el lugar en la
fila. Pero aquí estamos, y no podemos dejar de sentir nuestras raíces ni renunciar a la
memoria. No seríamos quienes somos, aquí o en cualquier otro lugar, si no nos
sustentase la misma savia[139].

En busca del presente quedó inédita, aunque por otra carta de Mada sabemos
que al menos intentó publicar con otra editorial, Torremozas, pero no tuvo
suerte. Mada murió ese mismo año 2000. Finalmente, en 2021, Cuadernos del
Vigía editó su novela. No se la pierdan. Asimismo, en 1998, la UNAM
publicó sus Memorias y regodeos.

TRAS LA PISTA DE UNA PINTORA OLVIDADA

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A lo largo de mis años de trabajo e investigación sobre el grupo de las
Sinsombrero me he ido encontrando distintas referencias sobre mujeres cuyo
rastro, pese a cierta notoriedad en el ámbito artístico durante la primera mitad
del siglo XX, se pierde, total o parcialmente, una vez terminada la guerra.
Tanto en los tres documentales que he codirigido sobre las Sinsombrero
—Las Sinsombrero (TVE, 2015), Ocultas e impecables (TVE, 2019) y Las
exiliadas (TVE, 2021)— como en los libros homónimos, he explorado los
motivos de esas ausencias partiendo de tres premisas: el olvido por cuestiones
de género, el exilio interior y el exilio exterior.
Pero más allá de un análisis colectivo y sus consecuencias, mis
investigaciones sobre el paradero de algunas de estas artistas y su legado me
han permitido vivir historias increíbles, algunas con tintes de thriller. Este es
el caso de la pintora Ruth Velázquez.
En 2015 viajé a París. En ese momento estaba escribiendo el primer libro
de las Sinsombrero. Mi cabeza era una olla a presión de nombres, datos y
referencias. No tenía otro tema de conversación que no fueran las
Sinsombrero. Todo lo referente a ellas, por minúsculo detalle que fuera, me
interesaba; cualquier comentario, anécdota sobre alguna de estas artistas
despertaba en mí un entusiasmo apasionado, siempre quería saber más y más.
Aproveché mi visita a la capital gala para visitar a Juan Manuel Bonet,
que dirigía entonces el Instituto Cervantes de París. Entre otras muchas cosas,
quería charlar con él sobre el ultraísmo, movimiento en el que Bonet es una
de las máximas autoridades, y más concretamente quería que me contara
datos sobre las dos únicas artistas reconocidas como parte de este movimiento
temprano de vanguardia: la pintora argentina Norah Borges y la poeta Lucía
Sánchez Saornil. Y sobre ellas hablamos largo y tendido.
Pero, en un momento de la conversación, Bonet mencionó la existencia de
una tercera integrante femenina del ultraísmo: la pintora Ruth Velázquez. Me
quedé atónita; debo confesar que jamás en mi vida había oído su nombre.
Bonet me aclaró que no era de extrañar que no me sonara, ya que poco o nada
se sabía de ella y del paradero de su obra. Él la conocía gracias a Guillermo
de Torre, uno de los impulsores de dicho movimiento en España y uno de los
intelectuales más respetados de la época, quien había publicado en las páginas
de Ultra, revista altavoz del movimiento, una halagadora crítica bajo el título
«Dos pintores de vanguardia», con motivo de una exposición que Ruth y
Santiago Vera —otro pintor— habían inaugurado en un pequeño estudio que
ambos compartían en Madrid en 1921. Gracias a ello, había podido averiguar
algunos datos más, como por ejemplo que Ruth había publicado un único

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libro de poemas vanguardizantes —así aparece en el diccionario de las
vanguardias— en 1935, bajo el título Sol de la noche, que había sido
prologado por Ramón Gómez de la Serna. Y poco más. Aun así, Bonet la
había incluido en su publicación Diccionario de las vanguardias españolas,
1907-1936.
Recuerdo la sensación que tuve ese día al conocer la figura de Ruth a
través del relato de Juan Manuel. Fue exactamente la misma que tuve cuando
Ian Gibson me habló por primera vez de Margarita Manso. Supe enseguida
que una nueva obsesión se apoderaba de mí. Por último, Bonet me confesó
que, en uno de sus paseos por los mercados de antigüedades parisinos, había
podido encontrar una felicitación de Navidad firmada por Ruth y Santiago.
¿Una postal de una pintora misteriosa en París? El corazón me iba a
doscientos. ¿Eso quería decir que Ruth y Santiago eran pareja? ¿Vivían en
París? De regreso al hotel escribí toda la información recabada. Anoté el
nombre de Ruth en la parte superior de la página en blanco de mi libreta, y
entonces caí en la cuenta de su nombre. Ruth no era un nombre muy común
en la España de esa época, pensé. Subrayé el nombre y escribí «¿Es un
seudónimo?» al final de una flecha ascendente.
Llegué a Barcelona con Ruth Velázquez en el top diez de mis obsesiones.
Lo primero que hice fue crear una carpeta en el escritorio de mi ordenador.
Ese es un gesto simple, pero decisivo. Una carpeta roja con un nombre es el
inicio de muchas noches en vela. Consulté el diccionario de vanguardias de
Bonet y transcribí lo que allí se decía, como única información contrastada:

Poetisa y pintora. Guillermo de Torre escribió sobre su pintura, de la que no parece


quedar ni rastro, en Ultra y le dedicó un poema de Hélices, en 1923. Residió en
París, a donde marchó con Santiago Vera, director artístico, en 1919, del único
número de la revista ultraísta Perseo. Colaboradora del Almanaque Literario 1935 y
—como escritora y como pintora— de Noreste, publicó un único libro de poemas
vanguardizantes, Sol de la noche (Madrid, Bolaños y Aguilar Talleres Gráficos,
1935), prologado por Ramón Gómez de la Serna, quien considera que «Ruth
Velázquez es una pintora de modernidades desde hace años, una acróbata óptica, que
buscó los secretos que hay entre cristal y cristal del espacio para reproducirlos en sus
cuadros».

Y añade:

«Yo he pronunciado estos versos bajo lámparas que se fundieron —porque era mayor
el voltaje de la poesía que el de su luz— y he encontrado en ellos ojos de cerradura
que me han hecho ver cuadros que no había visto nunca, epilepsias sin pesadez,
puntos suspensivos de fuego, gestos de morir, respuestas como de haberse quedado
sin razón, delirios sin enfermedad ni floculación, telegramas con clave surrealista,
exclamaciones que suponen todo un poema, palabras epilogales que revelan todo lo
que no hubo necesidad de leer, instigaciones para el oír solo, ceros negros de la vida,

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demasiado llena de ceros blancos». Entre las composiciones del libro destacan
«Madrugada del 29-IV-29» —«La cabalgata del amanecer / llega / con su velo de
espuma, y / su poemática corte / de vencejos nuevos, / que rasgan el cielo a tiras /
horizontales. / Luz tibia / aroma de pluma rosa de polvo. / Pero ¿qué locomotora /
será la que viene/a cantar mi ventana?»—, «S…», «Atardecer» —dedicado a
Guillermo de Torre— y «París[140]».

Subrayé aquello que me ofrecía más datos sobre ella. Y me propuse encontrar
su libro de poemas. Estaba claro, según el prólogo de Gómez de la Serna, que
nos encontrábamos ante una artista singular, portentosa. La cosa se ponía
interesante.
Empecé por algo obvio, buscar en la hemeroteca digital de la Biblioteca
Nacional. Los resultados obtenidos con el nombre, entrecomillado, de Ruth
Velázquez fueron un total de cuarenta y cinco entradas. Ordené por décadas y
motivos las reseñas y descarté aquellas que no tenían nada que ver con
nuestra misteriosa pintora. Salieron así tres grandes bloques temporales.
Década de 1920, tres entradas; dos en 1921 y una tercera en 1922. Las dos
primeras, una de ellas la mencionada crítica de Guillermo de Torre, reseñan la
exposición con Vera. La tercera hace referencia a una de sus obras, un
aguafuerte sin título que es reproducida en la portada de la Revista de Bellas
Artes. El segundo bloque abarca los primeros cinco años de la década de 1930
y en su gran mayoría hacen referencia a la participación de Ruth en distintas
ediciones del Salón de Otoño. A lo largo de 1935, se publican reseñas, pocas,
sobre su libro de poemas Sol de la noche, y, por último, su nombre aparece
como una de las integrantes del monográfico sobre «Mujeres de vanguardia»
que la revista zaragozana Noreste publicó en mayo de 1935.
Aprovecho para detenerme un momento sobre dicho monográfico, por
considerar importante el hito que representó su publicación en cuanto al
reconocimiento de la existencia de una generación femenina de vanguardia.
La revista literaria Noreste, dirigida por Tomás Seral y Casas, vio la luz en
1932 y se espació en catorce entregas hasta que finalizó en 1936. Su número
10, de mayo de 1935, quiso rendir homenaje a todas aquellas artistas y
literatas que por aquel entonces ya empezaban a brillar con luz propia en el
panorama cultural español. De ese modo, y por primera vez, una publicación
literaria concedía reconocimiento generacional a este grupo de mujeres,
dándoles entidad propia como grupo vanguardista. Al mismo tiempo y
aprovechando el monográfico, la librería Internacional de Zaragoza se sumó
al homenaje y montó en su escaparate una exposición de dibujos y libros
sobre estas mujeres, dando continuidad al tributo de la revista: «En los
primeros días de mayo, en la librería Internacional de Zaragoza se realiza una

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exposición de dibujos y libros de nuestras jóvenes heroínas. Ni en aquella ni
en estas páginas de homenaje figuran cuántas por mérito de su arte lo
merecen. Hacemos constar que las ausencias han sido cuantiosas, pese a haber
puesto en tensión nuestra capacidad organizadora y nuestra mejor voluntad. A
todas las poetisas y pintoras españolas y a Juana de Ibarbourou, tan presta en
responder a nuestra invitación especial para colaborar en este número de NE,
nuestro reconocimiento sin límites», publicaba la dirección de la revista en su
editorial de dicho número. Siempre he considerado que este evento fue
importante para estas mujeres. En ese momento se encontraban en plena lucha
por ser reconocidas en el ámbito artístico e intelectual, y esta iniciativa fue
recibida entre ellas con entusiasmo. Pocas más se hicieron con esa voluntad.
Ante la llamada a la colaboración de Noreste, Ruth responde enviando un
texto titulado «Divagaciones», no incluido en su libro de poemas:
Cortinas esmeraldas tras gasas negras rodean los pasos mudos del jardín donde los
mirtos y cipreses día y noche huelen a rosa y perfume de madreselva, como amor
salvaje, independiente, que canta en las noches frías entre breñas y encinas.
¡Mis alas se despliegan! Me hablas en el lenguaje de las estrellas que viven colgantes
del cielo…, pero no…, vamos a la esferilla del barro con qué jugamos; con una
mirada única, una sola para todo el día, como depuración de conciencia, caminando
siempre, siempre, sin ir a ninguna parte y seguros de llegar al infinito.
Ha corrido, sobre mí, la tarde en la placidez de la llegada de la noche, y luego
nuestras miradas volvieron a nosotros dejándonos en la oscuridad, en el azul donde
solo viven los recuerdos.
He pasado en el amor una parte grande de mi vida, y en mi caminar un día encontré
el pobre amor, que los avatares de la vida le hicieron caminar un trecho junto a mí, y
cantando en la noche, cantábamos… ¿Quién dijo que era triste ese día…? Pero no…,
volvamos a la esferilla de barro con que jugamos, a la esferilla de barro que jugar
juega con nosotros.

Junto al texto se muestra una reproducción de una de sus obras pictóricas. Por
primera vez pude ver un óleo de ella. Me emocioné. El cuadro en cuestión,
que lleva por nombre La muerte de Pierrot, aparece en la portada, y a pesar
de no poder gozar de sus colores, sí pude comprobar sus formas geométricas
y la abstracción en sus figuras. Estaba claro que el hecho de que Ruth
participara del monográfico de la revista Noreste, junto a otras figuras como
María Dolores Arana, Mercedes Ballesteros, Carmen Conde, María Cegarra,
Ernestina de Champourcín, Maruja Falena, Elena Fortún, María Luisa Muñoz
de Buendía, Margarita de Pedroso, Rosario Suárez-Castiello, Josefina de la
Torre, María Teresa Roca, Norah Borges, María Pinazo, Menchu Gal, Nisia
Masdeu, Ángeles Santos o Rosario de Velasco, me hacía pensar que tenía
conexión con entornos artísticos y culturales de la época. Se me ocurrió

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repasar de nuevo los archivos de algunas de las Sinsombrero, por si existía
alguna carta o escritor que las conectara. Pero no tuve suerte.
Regresando a mi orden de las citas en la prensa de la época, el resto de las
entradas ya me situaban en tiempos más contemporáneos. Y solo una de ellas
tenía interés. Con fecha de octubre de 1987, se publica en el ABC una página
publicitaria de la casa de subastas de arte Berkowitsch, en Madrid, donde se
anuncia una gran subasta de arte vasco; entre las obras a subastar, un cuadro
de Ruth Velázquez. ¿Era Ruth de origen vasco? No sé por qué razón no me
encajaba ese dato. Más adelante supe que no me equivocaba.
Una vez ordenada toda esta información, me dispuse a leer cada artículo,
cita, reseña, con la esperanza de que fueran apareciendo poco a poco detalles
sobre su vida personal y artística que me ayudaran a ir ampliando los datos
sobre ella con el fin de poder ir creando un perfil personal más amplio, que
incluía a terceros, intentando encontrar alguna pista que me permitiera seguir
el rastro hasta hoy y así contactar con su familia.
Pero debo confesar que descubrí muy poca información y que la que pude
obtener era confusa e incluso contradictoria. En el artículo de Guillermo de
Torre en Ultra, fechado el 30 de mayo de 1921, aparecía mencionado que
Ruth y Santiago tenían intención de viajar juntos a París por aquellas fechas.
Y como ya me había comentado Bonet, en el resto de la crítica De Torre se
explaya en exaltar el talento de ambos artistas y sus composiciones pictóricas:
«Y aludiendo ya directamente a las obras de Ruth y Vera: ambos comienzan,
en su ascensión vanguardista, donde hoy terminan algunos después de varios
avatares evolutivos: cultivando con predilección el elemento plástico y
sensual del color. Bordeando los problemas geométricos, mensurales y
planistas de la forma. Y exaltando los expresivismos sintéticos del colorismo
noviestructural, que fluidifica la vibración armónica de sus composiciones».
Estaba claro, la obra de Ruth despertaba entusiasmo y admiración.
En el periódico La Acción, una reseña publicada también con motivo de la
exposición, y con fecha del 7 de junio de ese mismo año 1921, y bajo la
sección «Gestos del día», a pesar de no aportar ningún dato personal, sí me
dio la oportunidad de leer de nuevo un escrito de Ruth. En dicha reseña, el
redactor confiesa que no ha podido visitar la exposición por encontrarse
cancelada, pero hace referencia a la curiosa invitación recibida, que por sí
misma ya le sugiere consideraciones. En el cartoncito, Ruth incorpora una
definición de lo que para ella es el sentido máximo del arte: «El arte es el
aullido humano que encierra en sí todos los misterios de la existencia. Está en
el aire, en el suspiro del pájaro y de una flor. No se mide, no se pesa ni se

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palpa. No tiene equilibrio posible. Es una ondulación sin límites y sin líneas.
Es un sentimiento sin cerebro, sin luz, sin sombra. No tiene armonía ni
principio ni fin. EL ARTE ES UN BESO, UN BESO HUMANO FUERA
DEL MUNDO». Bueno, no está mal, ¿verdad? Cada vez la figura me iba
inquietando más y más.
Pero de todas las semblanzas de esta primera etapa, la que me ofreció más
información fue la publicada en la Revista de Bellas Artes en diciembre de
1922. Dicha publicación me aportó dos importantes datos personales: «Esta
artista [refiriéndose a Ruth] es muy poco conocida en nuestro movimiento
artístico; su temperamento inquieto no le permite la quietud de permanecer en
Madrid sino en pocas temporadas; ella viaja con frecuencia y gusta de recibir
sensaciones nuevas; así es su pintura, una pintura de un sentido de avanzada y
de ultrasentimentalismo; tiene como en sus grabados una rebelde
personalidad, caso extraño en mujer española y menos aún siendo hija de una
tierra como la de Andalucía. Sería de interés y de una gran curiosidad para los
aficionados al arte ultramoderno el que esta distinguida artista celebrase en
Madrid una exposición de sus obras de pintura y grabado». Así que, según la
publicación, Ruth era andaluza, viajera y con una sorprendente personalidad
rebelde, dato que, por cierto, parecía sorprenderle al autor del escrito, por ser
ella española y andaluza. En fin, seguimos.
Hasta el momento tenía pocas referencias, pero, bueno, me encontraba al
principio de toda mi investigación, y con los años he aprendido a no dar nada
por sentado.
Otro de los objetivos era poder obtener la máxima información sobre la
obra de Ruth. Me decidí a hacer una lista de todas las pinturas y grabados de
los que iba encontrando referencias. En el artículo de Guillermo de Torre se
mencionan dos títulos: Hermanos y Amanecer, posteriormente el citado
aguafuerte sin título de la Revista de Bellas Artes. Analicé los catálogos del
Salón de Otoño de las ediciones en las que sabía que había participado Ruth:
1932, 1933 y 1935. Y de esa consulta pude extraer tres títulos más: La
verbena (1932 y 1933), La Anunciación (1932) y Dama antigua (1935), esta
última reproducida en las páginas del ABC de ese mismo año. Y, por último,
la mencionada La muerte de Pierrot, aparecida en la revista Noreste. No eran
muchas, pero mejor eso que nada.
Intenté buscar el libro de Ruth y encontré un ejemplar en la Biblioteca
Nacional. Pero vivo en Barcelona y no podía consultarlo de forma inmediata.
Así que probé a comprarlo. Solo pude localizar un ejemplar en una librería de
viejo y a un precio desorbitante. Traté de indagar alguna referencia más,

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algún fragmento, poema suelto, pero nada. Rebusqué en escritos de Ramón
Gómez de la Serna alguna alusión a Ruth. Pero tampoco apareció nada. He de
reconocer, por lo que hoy sé, que busqué mal. Encontré una reseña al libro de
Ruth firmada por Guillermo de Torre, y este breve texto me aportó un dato
que, más que revelador, resultó inquietante. «La primera comprende en su
totalidad versos de amor en tono de elegía al amado desaparecido. En su
extrema sencillez, en su desgarramiento emotivo, apenas llegan a articularse
como poemas; son rasgos, escorzos, visiones que evocan los diversos
momentos de una pasión. En la parte segunda, los temas son preferentemente
de orden infantil, mezclándose con tiernas alusiones a la naturaleza. Las
estrofas, donde el espíritu descriptivo alterna con el imaginista, no se alinean
con arreglo a ninguna combinación métrica, sino más bien siguiendo las libres
ondulaciones de la prosa poemática[141]». «Versos de amor en tono de elegía
al amado desaparecido». Tuve la intuición de que se refería a la muerte de su
pareja. No iba mal encaminada. Pero más allá de una intuición, en ese
momento seguía sin tener mucha más información, y se me hacía difícil
avanzar.
Con la sensación de haber agotado casi todas las opciones con Ruth,
empecé a buscar a Santiago Vera; daba por hecho que eran pareja. Aunque si
así era, la intuición me decía que podía haber muerto prematuramente. Hice lo
mismo: me sumergí en la hemeroteca, en los registros, en los archivos. En
este caso, tuve algo más de suerte. En la prensa de la época de nuevo se
mencionaba la participación de Santiago en distintas muestras pictóricas
colectivas, algunas con Ruth, y también se reproducían algunos de sus
aguafuertes. Pero su pista desaparecía a partir de 1928. Acudí a los catálogos,
digitalizados en la web de la Biblioteca Nacional, y allí encontré un dato
relevante. «Vera (D. Santiago), natural de Mindanao (Filipinas). Vive en San
Gregorio, 17 y 19». De repente, caí en la cuenta. Uno de los registros que no
había consultado, por ser requerida la presencialidad, era el censo histórico de
Madrid. Ahora tenía una dirección, y muy probablemente podía seguir el
rastro de Vera. Pedí cita. Y al cabo de unas semanas pude por fin viajar a
Madrid. Los registros se encontraban microfilmados, y su consulta solo era
posible a través de los visores aptos para esta técnica. La visualización con
este método tiene algo de anacrónico, pero a la vez romántico. ¿Cuántas veces
hemos visto en el cine o en la televisión la búsqueda de noticias antiguas con
el personaje revisando dicho material a través de esas pantallas en blanco y
negro? Me dispuse a pasar toda la mañana ante fichas en negativo. Fui
pasando lentamente las imágenes, lo que requiere mucha atención y

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paciencia. Al final encontré lo que buscaba. Allí, en el registro de habitantes
de 1925 de la calle San Gregorio número 17, aparece Santiago Vera, junto a
su madre, Andrea Gómez, y sus dos hermanas. Pude constatar la fecha de
nacimiento, el 13 de diciembre de 1897 en Calapán, Filipinas. Soltero.
Profesión, arquitecto. Sin rastro de Ruth. Seguí avanzando. El siguiente
registro es de 1930. Los padrones se revisaban cada cinco años. Y allí,
¡sorpresa! Una anotación a tinta junto al nombre de Santiago: «Fallecimiento
por fiebres, 1927». Tenía treinta años. Entendí por qué su rastro se esfumaba,
y se confirmaba mi intuición. El amado desaparecido no podía ser otro que
Vera. Pero seguíamos sin rastro de Ruth. A la mañana siguiente fui a la
Biblioteca Nacional y allí, finalmente, pude consultar el poemario de Ruth.
Sol de la noche es un libro muy delicado, autoeditado, con una especie de
figura abstracta en la portada, parece un caballito de mar estilizado. La
portada es de color rosado. Se inicia con el famoso prólogo de Ramón Gómez
de la Serna, que vale la pena reproducir en sus partes más importantes:

Primero indagué cómo habían sido escritos estos versos, y me sorprendió saber que
los había inspirado el más sincero deseo de perpetuidad para el dolor y para el amor.
He aquí un extraño fenómeno del presente. Ya no repercuten en romance ni en versos
de sonsonete los sentimientos verdaderos, las angustias del corazón, lo que se sueña
en el aire. Quizá por primera vez es espontáneo, sin todo el aprendizaje de los poetas
precursivos, esta clase de estilo poético. Por primera vez no se trata de una elección
intelectual de estilo, sino del estilo moderno como aparecido, como grito del alma,
como pesadilla de aniversario, como la mejor manera de recuperar el tiempo.
Ruth Velázquez es una pintora de modernidades […]. Con los ojos extraviados de
pasión en el éxtasis de esas vidrieras que solo ella vio en el horizonte, un día se le
ocurrió escribir en verso algo de lo que veía en color, rayar en letras algo de lo que
rayaba en líneas sobre la placa del aguafuerte.
Su poesía dio con la palabra de auxilio que debe encontrar el poeta al descubrir la
exhalación. Breves y rápidos escritos que den la sensación a los demás de lo que solo
se entrevió en el momento del amor, que es el momento poético.
La presencia de lo que solo apareció un instante está en esos rápidos ayes, en esas
palabras sueltas, en esos señalamientos del espanto. Después, ya no hay nada, y el
que pierde tiempo y espera a componer con más corrección lo que solo debió
altisonar en el relámpago cae en lo retórico, en los sobrantes, en los recompuestos, en
lo nulo. Ruth Velázquez ha estado endemoniada de poesía —gracia difícil— y ha
traducido en los signos especiales de la poesía la clarividencia de su
endemoniamiento. ¡Extraño alcance de unos ojos que no sé si son verdes, pero que
fueron verdes en la hora de encontrar los horóscopos que fue trazando!
El prologuista es el que os debe dar seguridad en si debéis lanzaros o no lanzaros en
el libro que se os brinda. Solo he conocido a Ruth Velázquez para saber si os podía
dar ese consejo. La miré a los fondos sin expresados, atisbé si, a veces, era feroz sin
saber de su ferocidad; ausculté sus insomnios para saber si era insomnífera, y,
después de mis observaciones, os puedo aconsejar que son seguros sus trapecios, que
son humanos sus ecos, que no os debe resistir a lanzar vuestro inconsciente en su
inconsciente.
No preguntéis más. La poesía no es un reloj que se pueda comprar garantizado. La
poesía es fe, es lanzamiento, es generosidad en repetir la cábala que otro os dice.

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Habéis venido a consultar con la pitonisa. Rezar su oración confusa y recibiréis el
milagro por la otra puerta del corazón. No inmediato, como una baratija de feria que
sale cerca de por donde se echó la moneda, sino remoto, en el laberinto de
devolución en sorpresa de llegada cuando no os acordéis ya.
El niño no sabe lo que repite al silabear, al decir por primera vez la palabra, y, por
fin, se encuentra con el lenguaje. Una cosa así os propone este libro. Recitarlo sin
miedos ni reservas; volverlo a recitar hasta la saciedad y tendréis otro lenguaje más
que el que se aprende en la infancia: el lenguaje de otro tiempo, el deliquio sin
manoseo, la asociación de palabras que estalla en magnesio del alma, en
redescubrimientos de lo que los pedagogos no saben descubrir cómo ni los médicos
tampoco. […]
Ruth Velázquez: sus versos están bien; su semilla caerá en el pozo del espíritu,
inquietar a lo profundo de cada uno, y usted quedará consagrada poetisa, que es la
supervivencia de pitonisa. Ya temblarán las manos en su mano[142].

Efectivamente, como había anotado Guillermo de Torre, el libro se divide en


dos partes. La primera de ellas, como apunta Gómez de la Serna, se compone
de versos dedicados al amor; entendí que, si estos iban dedicados a Santiago,
muy probablemente se habían escrito a partir de 1927, año del fallecimiento
de Vera:

Vas delante del sol.


En su luz, tu espalda
de dibujos del mar.
Flores.
Tu mirada es toda la primavera.
Mientras yo lloro al contemplar mis brazos, donde te encerrabas[143].

En la segunda parte, Ruth dedica varios poemas a sus hijos: Cuqui, María y
un tercero del que no menciona su nombre de pila. También aparecen versos a
su hermana, a Guillermo de Torre, Manuel Abril —dramaturgo, poeta,
novelista, traductor, periodista y crítico español— y a Juan Ramón Jiménez.
La verdad es que salí bastante satisfecha de la biblioteca. Aunque una
cuestión me rondaba. Si Ruth tenía hijos, ¿eran estos frutos de su relación con
Vera? Algo no encajaba.
Seguí investigando a fondo, explorando todas las vías a mi alcance. Pero
el resultado siempre era, extrañamente, un callejón sin salida. Indagué en los
registros públicos y privados. Nada. A medida que iba avanzando en mi
investigación tenía más claro que Ruth no era su nombre real. Pero ¿cuál era?
Tenía la certeza de que, si conseguía descifrar ese dato, todo se despejaría.
Como por arte de magia, Ruth aparecería ante mí.
A partir de 1935 Ruth Velázquez desaparece. No hay datos sobre ella en
la prensa ni mención alguna sobre su devenir a partir de entonces. Su obra no
aparece catalogada como parte de los fondos en ninguna pinacoteca ni es

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expuesta en posteriores muestras sobre el ultraísmo. Podemos decir que se
esfuma. Literalmente. Pensé enseguida que se había exiliado. Busqué en los
registros migratorios de entradas a México, Argentina y Puerto Rico, pero
tampoco encontré nada. Probé en Francia, supuse que probablemente al vivir
años atrás en la capital francesa era más que probable que hubiera regresado
allí al verse en la necesidad de huir de España. Pero tampoco nada. Era
desesperante, debo confesar.
Finalmente, disparé mi último cartucho: compartir mi búsqueda en las
redes sociales. Colgué un texto en el Facebook de las Sinsombrero con toda la
información que tenía de Ruth. Tuve algunas respuestas entusiastas de
algunas seguidoras que me contaban lo mismo que yo ya sabía, fruto de la
búsqueda en la prensa de la época. Así que el tiempo pasó, y poco a poco fui
reduciendo mi obsesión por ella, aunque siempre estaba atenta a cualquier
dato que pudiera aparecer. Como se suele decir, la tenía siempre en el radar.
Hasta una noche de mayo de 2019, tres años después de mi viaje a París.
Recuerdo que estaba sentada viendo la televisión. A veces me aburre lo que
veo e interactúo con el teléfono. De repente, apareció en la pantalla de mi
teléfono móvil una notificación de Facebook. «Tienes un mensaje». Abrí la
aplicación. Y allí estaba. Alguien desconocido me había mandado un
mensaje, avisando que en el post sobre la pintora y poetisa Ruth Velázquez, el
nieto de ella (José Luis de Codina Canetti) nos proponía su ayuda con
información.
Di un brinco del sofá. No me lo podía creer. ¿Su nieto? Fui directa al post,
y allí estaba José Luis: «Hola, soy el nieto de Ruth. Hablemos». Aún hoy se
me pone la piel de gallina cuando pienso en ese instante. Respondí a mi
informador misterioso. Le di las gracias; intuía que la persona que había
detrás de ese mensaje no era alguien ajeno a Ruth. A los pocos minutos se
añadieron fotografías al post, una de ellas era la del día del matrimonio entre
Encarnación Velázquez (efectivamente Ruth era un seudónimo) con
Alexander Canetti, suizo italiano radicado en Madrid. El corazón me iba a
cien. En solo unos minutos tenía a Ruth ante mí. En la imagen del día de su
boda, ella viste un traje blanco, envuelta en un tul, y un velo que le cae por
detrás enganchado con dos horquillas con motivos florales. Se la ve joven. Su
rostro es redondo y su nariz ancha, boca pequeña y unas prominentes mejillas.
A su lado, un hombre con barba, gafas pequeñas y pelo rizado. La otra
fotografía compartida es un pequeño retrato de Ruth, un poco más mayor, con
el pelo corto.

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Debo confesar que eso no ocurre a menudo. Esa misma noche, conseguí
hablar largo y tendido con mi informador, me pidió que no revelara su
identidad, las razones son personales y totalmente respetables. Él me contó
todo lo que sabía de Ruth, que era muchísimo. Me agradeció mi dedicación,
le aclaré que más que dedicación había sido una auténtica obsesión.
Compartimos información, aclaramos datos y barajamos hipótesis sobre
partes de la vida de Encarnación que ni él ni yo conocíamos. Fue una noche
larga. Pero fue una gran noche.
Lo que sucedió a partir de entonces es por lo que este trabajo me tiene
atrapada desde hace años. Descubrir el legado y la vida de mujeres increíbles
que por distintas razones se han mantenido ocultas, y tener la oportunidad de
ayudar a su visibilización, es un enorme privilegio y una de las cosas más
estimulantes que una puede experimentar.
A la mañana siguiente escribí a José Luis Codina Canetti, el nieto de
Ruth. El pulso me temblaba. Pronto me respondió y me propuso que
habláramos por teléfono. Así lo hicimos. Tuvimos una larga charla, yo iba
apuntando toda la información en mi libreta. José Luis es una persona afable,
atenta, a quien le entusiasma hablar de su abuela. Hoy somos amigos. Vive
cerca de Sevilla. Al terminar la conversación me invitó a visitarle, me dijo
que él tenía mucha obra de Ruth junto con diferente documentación personal.
A las pocas semanas viajé a Sevilla. Me acompañó mi amiga y directora
Lupe Pérez García, quería que alguien me ayudara por si tenía la oportunidad
de filmar o documentar lo que allí encontrara. Siempre y cuando José Luis
estuviera de acuerdo, claro.
Ese hallazgo, ese día, jamás se me borrará de la cabeza.
La casa de José Luis es peculiar. La preside un gran salón que da a un
jardín, que él cuida con empeño a pesar de su avanzada edad, que no aparenta
ni por su aspecto ni por su vitalidad. La casa la ocupan montones de objetos,
con un orden singular. Vaya, es un paraíso para alguien como yo que adora
los espacios donde el presente y el pasado conviven en un curioso equilibrio
doméstico. En medio, una gran mesa redonda donde José Luis había
depositado con esmero toda la documentación que conservaba de su abuela:
fotografías, cartas, escritos, postales, recortes de prensa. Fui agarrando cada
uno de esos objetos como quien acaricia el rostro de un recién nacido. A mi
observación minuciosa la acompañaba el relato oral del nieto. Todo fue
realmente emocionante. Por cierto, que José Luis me dio permiso para filmar,
así que, gracias a Lupe, pude registrar todo lo sucedido. Entre la
documentación encontré cartas de Ramón Gómez de la Serna, Manuel Abril y

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otros intelectuales. Imágenes de ella y de sus hijos, marido, familia. Pero nada
de Santiago Vera, curioso, ¿no?
Una vez revisada la documentación, le pregunté a José Luis por las obras
pictóricas de su abuela. Enseguida me señaló una pared medio tapada por
unas cajas. Detrás de ellas, bien protegidos y embalados, una docena de
lienzos se amontonaban, algunos con marco, otros sin él. José Luis trajo de
una de las habitaciones un caballete. Le pregunté si era el de su abuela, me
dijo que no, que su madre, María Luisa, hija de Ruth, también pintaba. Nos
dispusimos a desembalar cuidadosamente todos los lienzos y, uno a uno, los
fuimos colocando encima del caballete para poder observarlos con atención y
fotografiar cada una de las obras. Por fin podía admirar los colores y
composiciones de Ruth. Entre las obras se encontraba La muerte de Pierrot,
que Ruth había enviado a la revista Noreste. Le pude poner así color a esa
imagen en blanco y negro. También contemplé sus grabados. Me fijé que
Ruth no fechó sus obras, y que su firma cambiaba dependiendo de la etapa en
que estas estaban pintadas. Una primera etapa anterior a 1921, donde
predominan los retratos de sus hijos, con vivos colores, y firmados con el
nombre de Encarnación Velázquez. Una posterior, que calculo que va desde
principios de la década de 1920 hasta después de la guerra, en la que firma
con el seudónimo y donde predominan obras en las que las formas y las
composiciones son mucho más abstractas. Y, por último, una etapa tardía, ya
en su exilio suizo, donde la firma cambia de nuevo, ahora es Encarnación
Willi, asumiendo el apellido del que fue su segundo marido.
Todo era tan extraordinario. Había tantas cosas que al terminar pensé que
no podría, en un solo encuentro, hacerme una idea de todo, o al menos
ordenar la información. Así que me relajé y pensé que lo mejor era asumir
que ese iba a ser el primero de muchos encuentros. Le pregunté a José Luis si
alguna vez había expuesto esas obras. La respuesta fue un rotundo no. Desde
la década de 1930, la obra de Ruth permanecía inédita. Me propuse solucionar
ese tema en un futuro. Ante de marcharme, José Luis me regaló un ejemplar
original de la primera y única edición de Sol de la noche. Qué regalo más
increíble.
Abrumada por todo lo visto, escuchado, retenido, regresé a Barcelona.
Durante mi espera en el aeropuerto de Sevilla, llamé a Juan Manuel Bonet.
«La encontré —le dije—. Encontré a Ruth y su obra». Bonet no salía de su
asombro.
Cuando llegué a casa, de nuevo me dispuse a ordenar toda la información
que tenía de Ruth/Encarnación. Contacté con otros familiares que

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proporcionaron más imágenes de la obra de Ruth. Aún faltaban algunas obras,
pero la lista se iba agrandando y, con ello, cada vez más me podía hacer una
idea de todo su legado. Y aunque era consciente de no ser la persona
adecuada para hacer una valoración crítica de su trayectoria como artista, sí
me servía para poder, a través de su producción, reconstruir parte de su vida.
Ahora sí podía empezar a escribir una semblanza sobre ella. Sabía que aún me
quedaba mucho por conocer. Pero, aun así, los datos eran inequívocos. La
historia de Ruth merecía ser contada y su figura, recuperada.

LA HISTORIA DE RUTH VELÁZQUEZ

Encarnación Velázquez Padilla nació en Madrid en 1887, hija de Miguel


Velázquez Martín Zamorano, de profesión carpintero, y Petra Padilla. En
1908, con veintiún años, Encarnación se casa con Alexandre Canetti, un
filósofo italo-suizo que residía en España desde hacía algunos años. Canetti
era un personaje un tanto peculiar. Alto, delgado y rubio, según las crónicas
de la época, se paseaba por Madrid descalzo y con un atuendo ligero y
extravagante. Es importante describir bien a este personaje por su influencia
en Ruth y por su propia existencia. La familia me aportó bastante información
sobre Alejandro, el abuelo. Enseguida me di cuenta de que, durante mucho
tiempo, él había sido el centro de atención. Supongo que el interés por la
abuela no empezó a cobrar cierta fuerza hasta las nuevas generaciones. Este
es un hecho bastante común. No es la primera vez que me encuentro ante un
caso así. Por suerte, el tiempo llega, y aunque resulta un poco más difícil, las
vidas reaparecen, sobre todo las de las mujeres, y, poco a poco, toman el lugar
que merecen.
Como decía, la familia me envió varias referencias sobre Canetti
aparecidas en la prensa de la época. En todas ellas se mencionan las prácticas
poco habituales de este filósofo, que había introducido, a principios de la
década de 1920, el naturismo en España. «¿Quién es Canetti?», se pregunta el
periódico La Voz en mayo de 1920: «¡Ah! Canetti es ese hombre
funambulesco, que todo Madrid habrá visto seguramente, de las sandalias y el
mínimum de ropa, un camisolín de batista, sin cuello ni corbata, que pasea
por las calles su montuosa melena y sus frondosas barbas rubias. Tiene
cuarenta años de edad, es profesor de italiano en el Ateneo de Madrid, come
solo frutas, bebe solo agua, no fuma y habita en un piso de una casa de la
calle Velázquez. Por otra parte, se trata del más exaltado catecúmeno de la
herborística, y de la helioterapia. […] Los discípulos en activo de Canetti son

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unos cincuenta “entre varones y hembras”, como él mismo califica a sus
semejantes[144]». Este artículo es el que nos aporta más información sobre las
prácticas del italo-suizo, que parece que había inaugurado un balneario
comunero en las Alpujarras donde se practicaba, ante el asombro y
perplejidad del periodista, el nudismo. Quiero recordar que todo eso sucede
en 1920. «“Una vez en Poveda nos desnudamos y alternamos con los baños
de río y de sol, largas caminatas, paseos, juegos sencillos, ejercicios
gimnásticos y frecuente alimentación”, cuenta Canetti. “Pero ¿completamente
desnudos?”, insiste el reportero. “¡Claro está! Hombres y mujeres, libres de la
traba convencional de las costumbres urbanas, frente a frente del padre Sol y
de la madre Tierra, depuran la arcilla humana y exaltan el espíritu”. […]
“¿Y… no ocurre nada…?” “¡Quite usted! ¡Jamás! No se ha dado un solo
caso, ni se dará. ¡El desnudo solo inspira emociones puras!”».
Confirmé con la familia si en aquel entonces Ruth y Alejandro ya estaban
casados. Constataron que sí. Eso quería decir que Ruth, de algún modo,
compartía las prácticas que defendía su esposo: «“Nosotros predicamos la
libertad de amar, esto es, que un hombre dispone por sí y ante sí de su
corazón, y por tanto puede quitárselo a una para entregárselo a otra. Y la
hembra igual. […] No hace falta casarse; basta con un contrato personal, que
las bondades del alma de los naturistas harían sagrado”. “¿Y los hijos?”. “Son
atendidos en todas las necesidades del alma y cuerpo por la comunidad hasta
que llegan a los veinte años”». No puedo negar que estaba perpleja. Pero
pensé que me hubiera gustado leer una entrevista de Ruth hablando sobre
todo ello. No dudo de que muy probablemente ella era igual o más
transgresora que él, pero me hubiera encantado conocer su opinión al
respecto.
Muy a pesar de sus ideas, Alejandro y Ruth se casaron, imagino que
sucumbieron a la presión de la familia de ella. Pero, aun así, su vida como
pareja siempre estuvo basada en la libertad y el respeto, al menos eso
transmite la familia. Puedo decir que Ruth es con toda seguridad la figura más
transgresora y radical que he tenido el gusto de investigar.
El matrimonio tuvo tres hijos: María Luisa, Alejandro y Aurora. El
entorno de Canetti ofreció a Ruth la posibilidad de entrar en contacto con la
esfera intelectual y artística del momento. Y es en ese ambiente en el que
conoce a Santiago Vera. La familia da por hecho que su relación era especial.
Pero si hacemos caso a esa idea del amor libre que ambos compartían, es más
que probable que Vera y Ruth tuvieran un romance, a pesar, y lo digo
teniendo en cuenta la época en la que nos encontramos, que Santiago era

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mucho más joven que Ruth, casi diez años. Pregunté sobre el viaje a París.
Poca información hay sobre eso, pero si nos remitimos de nuevo al poemario
de Ruth, hay un poema —«París»— que nos da pistas sobre esa cuestión.

Todo está aplastado


por el peso de la niebla.
París está detrás
de mi cigarro.
Un arco iris, una tormenta.
Sol,
niebla,
el día,
la noche,
barcos aéreos
y un beso tuyo,
que alarga; que se…
encoge…
tira de ti.
Un beso que se desliza
en lunas como el domingo.
¡Amor! ¡Amor! ¡Amor!
…y
al despedirme, las estrellas
han bajado a tus manos[145].

No sabemos cómo afectó a Ruth la muerte de Vera, sus descendientes no


tienen noticias de ello, nunca se comentó nada al respecto. He intentado
ponerme en contacto con la familia de Santiago Vera, pero no he tenido
suerte, aún.
Las obras de Ruth fueron poco a poco apareciendo. Varios familiares me
enviaron imágenes de aquellas que tenían en sus respectivas casas, y algunas
otras fotografías de lienzos que hoy se encuentran en paradero desconocido.
Este es el caso de un desnudo femenino. Un cuadro realmente impresionante
en el que se retrata a una mujer estirada, con una larga melena negra y rizada,
que yace sobre una cama completamente desnuda. Se sospecha que esta obra
fue la que se subastó en Madrid en 1987.
Ruth no tenía la costumbre de fechar sus trabajos. Este detalle dificulta y
mucho la elaboración de una cronología artística a partir de su producción.
Tal como mencionaba anteriormente, el único dato que nos permite
diferenciar etapas, más allá de su técnica, es la firma. Esta cuestión nos lleva a
otro tema importante: en qué momento Ruth toma la decisión de cambiarse el
nombre, porque, por lo que pude comprobar en la documentación, Ruth no era
un seudónimo al uso, sino que ese fue el nombre por el que se la conocía y se
la llamaba hasta en su ámbito más íntimo. Tampoco he podido averiguar qué

Página 103
fue lo que la hizo inclinarse por la utilización de este nombre en concreto; ese
es, para todos, un misterio más.
Y cuando ya creí que Ruth no podía sorprenderme más, una de las últimas
fotografías que recibí fue la reproducción de una de sus obras que se
encuentra en Boston, en casa de una bisnieta, Yanitzia Canetti, quien, por
cierto, también es escritora y es la responsable de la reedición del poemario
de Ruth publicado en 2021. El cuadro en cuestión lleva por título La madre
del comunismo. Es un lienzo grande, donde de nuevo vemos una figura
femenina desnuda que yace sobre una cama, su vientre está abierto y en su
interior se puede ver un feto que abraza la hoz y el martillo. En esta obra,
Ruth utiliza una técnica mucho más estilizada, diferente a todas las otras
obras que había visto; la figura femenina es en su forma mucho menos realista
que el anterior desnudo, de un estilo mucho más clásico; su composición
recuerda a las obras del pintor Amedeo Modigliani. Di por hecho, por la
técnica y sobre todo por la temática —una clara alusión a favor del
comunismo—, que era una obra realizada en la década de 1930. Mi sorpresa
fue saber por Yanitzia que el cuadro extrañamente estaba fechado y el año
que parecía indicar era 1917. Me quedé perpleja. Quise saber más de las
condiciones en las que se había pintado esa obra, no podía creer que Ruth la
hubiera mostrado en aquel momento sin que supusiera un revuelo público.
Busqué en la prensa de la época por si encontraba alguna noticia o referencia,
y nada. Finalmente, Yanitzia me contó que ese cuadro siempre había estado
escondido. Que su bisabuela lo había pintado en clandestinidad, según había
podido saber por la información que le había transmitido ella. El cuadro es
impresionante. Y tiene que ser mostrado.
A lo largo de la década de 1920, Ruth se rodea de la intelectualidad.
Desconozco si tuvo relación con otras Sinsombrero, no he podido hoy en día
encontrar ninguna conexión al respecto. Pero está claro que ella se relacionó
con un grupo de intelectuales más vinculados a la tertulia del Pombo, liderada
por Gómez de la Serna, pero este grupo de hombres poco o nada hablaban de
las mujeres que los rodeaban. Por desgracia, la historia se repite.
Pero su vida familiar da un vuelco en 1926 a causa de la denuncia
interpuesta a Alejandro Canetti por el inspector de Higiene de Montroig, un
municipio de Tarragona. La razón: una conferencia en la que, según el
susodicho, se muestran «proyecciones repugnantes; y por ejercer la medicina
sin la correspondiente patente». Esta denuncia es utilizada por el régimen de
Primo de Rivera para expulsar de España al filósofo. Canetti era un personaje
molesto para la dictadura, que no perdió la oportunidad de actuar contra él

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cuando le fue posible. Ante esta situación, Alejandro abandona el país rumbo
a Cuba. El matrimonio se separa; nunca más volverán a verse, aunque se
enviarán sonadas cartas de amor.
Me imagino que durante los últimos años de la década de 1920, y con el
miedo de algún tipo de revancha por el exilio de su marido, Ruth vive una
existencia bastante reservada. No hemos encontrado ninguna referencia de su
participación en ningún evento, ni exposición ni encuentro. Pero con la
proclamación de la Segunda República, la artista reaparece. En 1932 y 1933
vuelve a exponer en el Salón de Otoño, y en 1935, su año más prolífico,
publica su poemario y participa en el monográfico de la revista Noreste. Pero
ese será el último año del que tenemos noticias de la pintora y poeta. Lo
último que leemos en la prensa sobre ella es en el Almanaque Literario. Ruth
responde a una encuesta realizada por la revista a varias figuras literarias del
momento. A la pregunta «¿Qué tres libros se llevaría usted a una isla
desierta?», Ruth responde: «Uno y dos: La religión del hombre y El sentido
de la vida, de Tagore. Tres: un libro en blanco para llenarlo».
Con la sublevación y el consecuente inicio del conflicto bélico, en 1936,
Ruth recibe una invitación de la embajada suiza para refugiarse en dicho país.
Es más que probable que Canetti desde Cuba gestione la salida de España de
su familia. Alejandro hijo y Aurora deciden partir a Cuba con su padre, y
María Luisa ya estaba casada para entonces, así que se quedará en Madrid, en
contra de la opinión de su madre. Durante los primeros años en Suiza, Ruth
vivirá una existencia tranquila. Pendiente de lo que ocurre en España.
Yanitzia, la bisnieta, me contó que entre las pertenencias que Ruth se llevó al
exilio estaba el cuadro de La madre del comunismo; por lo que parece, la obra
pudo salir de España, en valija diplomática, para de nuevo ser escondida en el
país durante más de veinte años.
En 1939 Alejandro Canetti muere a causa de un cáncer en La Habana.
Una vez más, la pérdida se hacía presente en la vida de Ruth. Entre los
poemas inéditos que encontré en su archivo hay uno que lleva por título «Le
he vuelto a ver», que me remite a ese instante:

Te has asomado a la estrella


que yo miraba
y he dejado
y he dejado de ver la estrella.
Al verte ha entrado en mí
un rayo de luz tímida.
Pídele al viento
un beso que se ha llevado[146].

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En 1941 Ruth se casa en segundas nupcias con Alexis Willi, un pintor de
brocha gorda. Seguirá pintando en su casa de Berna hasta su regreso a España
en 1954. Aquejada de una artritis, vivirá con su hija María Luisa en la casa
familiar de Madrid. Nunca más expondrá de forma pública, ni hay noticias de
que se relacione con ninguno de sus compañeros del pasado. Morirá en
Madrid en 1969 rodeada de su familia.
Su legado sigue hoy inédito.

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EPÍLOGO

Sé que este es el último libro que voy a escribir sobre ellas, sobre las
Sinsombrero. Es el último de la trilogía. Quién me lo iba a decir hace seis
años. La escritura del primer volumen, Las Sinsombrero. Sin ellas la historia
no está completa, supuso un reto para mí. No me veía capaz. Pero lo hice, y
después se sucedieron más libros, más historias, más hallazgos, más alegrías.
Ellas ya son parte de mí, de una forma inexplicable. Me siento una enorme
privilegiada. No solo por poder dedicar horas de mi vida a conocerlas, sino
también y sobre todo por poder compartir mi experiencia. He perdido la
cuenta de las veces que he tenido la posibilidad de hablar públicamente de mi
trabajo, mostrando mi agradecimiento en toda ocasión a quienes hacían
posible esos encuentros, al esfuerzo y las energías empleadas en ello; mi
pasión por el tema y por ellas siempre es y ha sido compartido con sus
organizadoras y por el público asistente.
Desde que inicié este proyecto las cosas han cambiado mucho. Creo que
poco a poco hemos ido ganando espacios de reconocimiento y de perpetuidad.
Aún hay mucho trabajo por hacer, pero ahora cada vez somos más las y los
que negamos una historia que no se nos explique de forma inclusiva. Ya no
tanto por el acto reivindicativo en sí, que, por supuesto, existe y es la base de
nuestras demandas, sino también por saber que esa historia, completa, es
mucho más interesante y verídica. Insisto, aún hay mucho más trabajo por
delante, aún quedan muchas mujeres por descubrir y reivindicar. Muchos
legados que dar a conocer y aflorar en toda su magnitud.
A lo largo de este proyecto me he sumergido en la vida de muchas
artistas: María Teresa León, Ernestina de Champourcín, Concha Méndez,
María Zambrano, Rosa Chacel, Marga Gil Roësset, Josefina de la Torre,
Rosario de Velasco, Consuelo Berges, Margarita Manso, Ángeles Santos,
Maruja Mallo, Delhy Tejero, Lucía Sánchez Saornil, Elena Fortún, Silvia
Mistral, Mada Carreño, Carlota O’Neill, Luisa Carnés, Margarita Nelken,
Ruth Velázquez, Carmen Conde, Magda Donato y Cecilia G. de Guilarte. No
están todas las que son, pero es un buen principio.
Las Sinsombrero me han reconciliado con la mujer que soy hoy y con la
memoria de un país que perseverantemente negaba la existencia de una

Página 107
genealogía femenina que nos representa. Hoy no me imagino ninguna historia
sin ellas. Ni tampoco sin esas que seremos nosotras en un futuro.
Cierro este libro con historias aún sin contar, legados por descubrir. Pero
sigo, no puedo parar, es adictivo.

Página 108
AGRADECIMIENTOS

Han pasado seis años desde que escribí el primer libro de Las Sinsombrero.
En él agradecía el apoyo que me habían ofrecido mi madre, mi padre, mis
hermanos y familia en general, y también mis amigas y amigos y mis
colaboradores. Tengo la inmensa suerte de que, seis años después, la mayoría
de las personas que formaban el cuerpo de esos agradecimientos se mantienen
a mi lado. Su apoyo ha sido fundamental para emprender cualquiera de los
proyectos en los que me he visto sumergida en el tiempo transcurrido y, como
no podía ser de otra forma, también en la escritura de este libro. Así que de
nuevo quiero agradecer a todas aquellas personas que me rodean la confianza
y el cuidado. Sin ellas y ellos nada sería posible.
Pero, por encima de todo, le agradecía a mi hija, Martina, la paciencia.
Hoy, seis años más tarde, Martina es una maravillosa adolescente. Yo cumplí
mi promesa de ir a París y ella ya sabe quiénes son las Sinsombrero. Y, como
antaño, ahora sigo con la necesidad de agradecerle a ella, por encima de todo,
el logro de cualquiera de mis empresas. Martina, es un enorme privilegio
crecer a tu lado. Te quiero y te admiro.
Agradezco también, y como no podía ser de otra forma, toda la
colaboración y confianza de las familias de las protagonistas de este libro.
Ellas y ellos, con su enorme generosidad, me han permitido sumergirme en la
vida de cada una de ellas y conocerlas en profundidad.
Al equipo de Las Sinsombrero, por todo el trabajo. A Gonzalo Berger, por
todo lo vivido, por su trabajo, dedicación e inspiración. A Pedro Sara, por no
dejar nunca de mirar más allá. A Manuel Jiménez Núñez y Serrana Torres,
por estar ahí, por seguir adelante.
Y sobre todo y para siempre, a ellas, a las Sinsombrero.

Página 109
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Página 114
Carlota O’Neill, primera por la izquierda, junto a unas amigas. © Archivo familiar Leret O’Neill.

Página 115
Carlota en la proa de la embarcación donde pasaban ella y su familia las vacaciones el verano de
1936. © Archivo familiar Leret O’Neill.

Carlota O’Neill junto a Virgilio Leret y su hija Gabriela. © Archivo familiar Leret O’Neill.

Página 116
Carlota O’Neill en un retrato de estudio. © Archivo familiar Leret O’Neill.

Carlota O’Neill con sus dos nietos, Gabriel y Virgilio, alrededor de 1965 en Caracas. © Archivo
familiar Leret O’Neill.

Página 117
Retrato de Carlota O’Neill ante su máquina de escribir en Ciudad de México. © Archivo familiar
Leret O’Neill.

Página 118
Retrato de Mada Carreño, en España, 1934. © Archivo familiar.

Tarjeta de migración a nombre de Magdalena Martínez de Ontañón (Mada Carreño), del Registro
de Extranjeros en México, 1939. RIEM © Archivo General de la Nación (México).

Página 119
Estampa de Mada Carreño en México. © Archivo familiar.

Primera edición mexicana de Los diablos sueltos, de Mada Carreño, novela finalista del premio
Nezahualcóyotl, que fue publicada en 1975 por la editorial Novaro.

Página 120
Retratos de juventud de Mada Carreño. © Archivo familiar.

Página 121
Retrato de Silvia Mistral realizado en Francia en 1939. © Herederos de Silvia Mistral.

Silvia Mistral, acompañada por unas compañeras del éxodo republicano, durante su estancia en la
población francesa de Les Mages, en 1939. © Herederos de Silvia Mistral.

Página 122
Tarjeta de asilada política a nombre de Silvia Mistral correspondiente al Servicio de Migración
mexicano, Registro de Extranjeros, 7 de julio de 1939. © Herederos de Silvia Mistral.

Primera edición de Éxodo, diario de una refugiada española, de Silvia Mistral, publicado por la
editorial Minerva, en México, en 1940.

Página 123
Primera edición de Madréporas, de Silvia Mistral, publicado en México por ediciones Minerva en
1944.

Retrato de Silvia Mistral en 1945 © Herederos de Silvia Mistral.

Página 124
Silvia Mistral, en México con sus hijos Ricardo y Silvia, 1947. © Herederos de Silvia Mistral.

Silvia Mistral junto a sus dos hijos, Silvia y Ricardo, México, 1948. © Herederos de Silvia Mistral.

Página 125
Silvia Mistral en 1953. © Herederos de Silvia Mistral.

Silvia Mistral, junto a su máquina de escribir en Ciudad de México, marzo de 1972. © Herederos
de Silvia Mistral.

Página 126
Una joven Cecilia G. de Guilarte antes de la guerra, en Tolosa, su pueblo natal. © Archivo Ana
Mary Izaskun Ruiz Guilarte y familia.

Cecilia G. de Guilarte durante sus años como corresponsal de guerra, 1936-1939. © Archivo Ana
Mary Izaskun Ruiz Guilarte y familia.

Página 127
Cecilia ejerciendo de reportera y entrevistando a los soldados desde las mismas trincheras del
frente Norte. Oviedo, 1937. © Archivo Ana Mary Izaskun Ruiz Guilarte y familia.

A bordo del barco Cuba que partió de Burdeos y llegó a México, tras 45 días de travesía, en julio
de 1941. Cecilia G. de Guilarte, en primer término, junto a Pepita Gomis; su hija, Marina Ruiz
García; la Sra. Gomis y el esposo de Cecilia, Amós Ruiz Girón, comandante de las Brigadas en el
frente del Ebro y mayor del Batallón 51 en Extremadura durante la guerra. © Archivo Ana Mary
Izaskun Ruiz Guilarte y familia.

Página 128
Cecilia G. de Guilarte, en un retrato de estudio realizado en México. © Archivo Ana Mary Izaskun
Ruiz Guilarte y familia.

Cecilia G de Guilarte en la redacción del periódico Heleay con sede en la ciudad de Hermosillo,
capital del estado de Sonora, hacia 1960. © Archivo Ana Mary Izaskun Ruiz Guilarte y familia.

Página 129
En la casa familiar, en México DF. Cecilia G. de Guilarte, junto a su esposo, Amós Ruiz Girón, y
sus hijas: Ana María, Esther y Marina. © Archivo Ana Mary Izaskun Ruiz Guilarte y familia.

Cecilia G. de Guilarte junto al lehendakari Aguirre en México. © Archivo Ana Mary Izaskun Ruiz
Guilarte y familia.

Página 130
Luisa Carnés junto a sus compañeras y compañeros en la redacción de la Compañía
Iberoamericana de Publicaciones (CIAP), una de las empresas del mercado editorial español más
importantes de su tiempo. Madrid, 1928. © Herederos de Luisa Carnés.

Luisa Carnés, Madrid, 1930. © Herederos de Luisa Carnés.

Página 131
Luisa junto a su hijo Ramón por las calles de Madrid en 1934. © Herederos de Luisa Carnés.

Luisa junto a su hijo Ramón a bordo del navío holandés Veendam que trasladó a intelectuales
republicanos españoles a México, en 1939. © Cortesía Herederos de Luisa Carnés.

Página 132
Luisa Carnés en México. © Herederos de Luisa Carnés.

Casi veinte años después de Canciones en azul (editorial Cierzo, Zaragoza, 1935), María Dolores
Arana logra publicar su segundo poemario en el exilio mexicano. Se trata de Árbol de sueños,
arropado por un prólogo en verso de Concha Méndez y editado en 1953 por Intercontinental. ©
Archivo personal de Federico Arana Arana.

Página 133
María Dolores Arana junto a su compañero José Luis Borauy su hijo Juan Ramón en México. ©
Archivo personal Federico Arana Arana.

Página 134
María Dolores junto a su compañero José Luis Borau (Juan Ramón Arana) y sus hijos Juan Ramón
y Federico en el jardín de la casa de Concha Méndez, en Coyoacán (México). © Archivo personal
Federico Arana Arana.

María Dolores Arana y Concha Méndez en primera fila durante la conferencia Tercer viaje de
Plaza & Janés para libreros españoles, México, 1978. © Archivo personal Federico Arana Arana.

Página 135
Magda Donato, seudónimo de Carmen Eva Nelken, escritora y actriz. Famosa en la prensa diaria
de los años 30 por sus novedosos reportajes: la audaz periodista pasaba temporadas de incógnito en
los ambientes marginales que quería describir —cárceles, hospitales, morgues, reformatorios—,
bajo una identidad falsa. Denominaba sus notas, reportajes «vividos». En la imagen, su retrato y
firma. © EFE.

Retrato de Ruth Velázquez (Madrid, mayo de 1933). ©Cortesia de Yanitzia Canetti.

Página 136
La madre del comunismo, de Ruth Velázquez, obra que se supone de finales de 1910. Cortesía de
Yanitzia Canetti

La muerte de Pierrot (¿?), de Ruth Velázquez, fue seleccionado por la propia pintora para ilustrar el
monográfico de la revista literaria Noreste, en 1935. © Cortesía de José Luis de Codina Canetti

Página 137
La golondrina, de Ruth Velázquez, fecha desconocida. © Cortesía de José Luis de Codina Canetti

Página 138
Tània Balló Colell (Barcelona, España, 1977) es productora y directora de
cine.
Estudió en el Centre d’Estudis Cinematogràfics de Catalunya (CECC) y cursó
un posgrado sobre Documental, Investigación y Desarrollo en la Universidad
de Nueva York. Sus primeros proyectos fueron dos obras colectivas, 200 Km.
(2003), presentada en el Festival de San Sebastián, y Entre el dictador y yo
(2005), un film donde varios directores nacidos tras la muerte de Franco
reflexionan sobre su memoria perdida. Produce también el film argentino
Infancia clandestina (2013), de Benjamín Ávila, largometraje de ficción
estrenado en Cannes.
Posteriormente aborda la producción y la codirección, con Serrana Torres y
Manuel Jiménez-Nuñez, de Las Sinsombrero (2015) un proyecto transmedia
coproducido por TVE que logra amplia repercusión social. Su siguiente film
documental, Oleg, dirigido por Andrés Duque, se estrenará en la sección
oficial del Festival de Rotterdam 2016.

Página 139
Notas

Página 140
[1] Tània BALLÓ, Manuel JIMÉNEZ NÚÑEZ y Serrana TORRES, Las
Sinsombrero 3. Las exiliadas, TVE, Nina Produccions, Yolaperdono, Intropía
Media, 2021. <<

Página 141
[2]María Luisa ELÍO, «En el balcón vacío», en Tiempo de llorar. Obra
reunida, Valencina de la Concepción (Sevilla), Renacimiento (Col. Los
Cuatro Vientos), 2021, p. 172. <<

Página 142
[3]María Teresa LEÓN, Memoria de la melancolía, Valencina de la
Concepción (Sevilla), Renacimiento (Col. Biblioteca María Teresa León),
2020, p. 46. <<

Página 143
[4] Tània BALLÓ, Manuel JIMÉNEZ NÚÑEZ y Serrana TORRES, Las
Sinsombrero 3. Las exiliadas, TVE, Nina Produccions, Yolaperdono, Intropía
Media, 2021. <<

Página 144
[5]
Col. La Novela Ideal, La Revista Blanca, 15 de mayo de 1926, p. 1,
Hemeroteca digital BNE. <<

Página 145
[6]Rosana MURIAS, Carlota O’Neill. El impulso autobiográfico, Madrid,
Visor Libros, 2016, p. 30. <<

Página 146
[7] Rocío GONZÁLEZ NARANJO, «Prólogo», en Carlota O’NEILL, Al rojo,
edición de Rocío González Naranjo, Madrid, Torremozas, 2021, p. 23. <<

Página 147
[8]La Calle, revista gráfica de izquierda, Barcelona, 20 de noviembre de
1931, Biblioteca Virtual de Prensa Histórica, Ministerio de Cultura. <<

Página 148
[9]El índice de la revista aparece en Raquel ARIAS CAREAGA, «Carlota
O’Neill: sobrevivir para recordar», en Julio RODRÍGUEZ PUÉRTOLAS (coord.),
La República y la cultura: paz, guerra y exilio, Madrid, Akal, 2009, pp. 601-
602. <<

Página 149
[10] La Calle, revista gráfica de izquierda, op. cit., p. 27. <<

Página 150
[11]Antonio PLAZA, «El Teatro Proletario en Madrid. Del grupo Nosotros a la
compañía de teatro proletario de César Falcón (1931-1934)», en Cultura(s)
obrera(s) en España, monográfico de Kamchatka. Revista de análisis cultural
14, 2019, p. 139. <<

Página 151
[12] «Teatro y cines. Teatro proletario», La Tierra, Madrid, 24 de mayo de
1932, p. 3, citado por Antonio Plaza, «El Teatro Proletario en Madrid…», op.
cit., p. 145. <<

Página 152
[13] Antonio PLAZA, «El Teatro Proletario en Madrid…», op. cit., pp. 152-153.
<<

Página 153
[14]
Carlota O’NEILL, Una mujer en la guerra de España, Madrid, Editorial
Oberón (Col. La Buena Memoria), 2003, p. 19. <<

Página 154
[15]Tània BALLÓ, Manuel JIMÉNEZ NÚÑEZ y Serrana TORRES, «Entrevista a
Carlota Leret O’Neill», Las Sinsombrero 3. Las exiliadas, 2021. <<

Página 155
[16] Ibid. <<

Página 156
[17] Carlota O’NEILL, Una mujer…, op. cit., p. 35. <<

Página 157
[18] Ibid., p. 36. <<

Página 158
[19] Ibid., p. 38. <<

Página 159
[20] Ibid., p. 39. <<

Página 160
[21] Ibid., p. 40. <<

Página 161
[22] Ibid., p. 42. <<

Página 162
[23]Paul PRESTON, El holocausto español. Odio y exterminio en la Guerra
Civil y después, Barcelona, Debate, 2011, pp. 196-197. <<

Página 163
[24]
Adoración PEPÉN RUEDA y Vicente MOGA ROMERO, «Carlota O’Neill: una
mujer en la guerra», Aldaba 15, 1990, p. 79. <<

Página 164
[25] Carlota O’NEILL, Una mujer…, op. cit., p. 15. <<

Página 165
[26]
Rosana Murias, De las memorias al teatro: el caso de Carlota O’Neill,
UNED, 2009 (Tesis doctoral), p. 174. <<

Página 166
[27] Carlota O’NEILL, Una mujer…, op. cit., pp. 59-60. <<

Página 167
[28] Carlota O’NEILL, Una mujer…, op. cit., p. 68. <<

Página 168
[29]Carlota O’NEILL, Los muertos también hablan, Madrid, Oberón, 2003,
p. 227. <<

Página 169
[30] Ibid., p. 231. <<

Página 170
[31] Carlota O’NEILL, Una mujer…, op. cit., pp. 291-292. <<

Página 171
[32] Ibid., p. 294. <<

Página 172
[33] Ibid., p. 322. <<

Página 173
[34]Luisa CARNÉS, De Barcelona a la Bretaña francesa, edición de Antonio
Plaza, Valencina de la Concepción (Sevilla), Renacimiento (Col. Biblioteca
del Exilio), 2017, pp. 83-84. <<

Página 174
[35] Crónica, 30 de marzo de 1930, p. 8. <<

Página 175
[36] Ibid. <<

Página 176
[37]
Antonio PLAZA, Luisa Carnés , en Imprescindibles, TVE.. Hasta entonces
había aparecido algún relato o colaboración en la prensa, como el cuento Mar
adentro, publicado en La Voz, el 22 de octubre de 1926. <<

Página 177
[38]
Luisa CARNÉS, Natacha, edición de Antonio Plaza, Valencina de la
Concepción (Sevilla), Espuela de Plata, 2019. <<

Página 178
[39]El dibujante y cartelista Ramón Puyol, algecireño de nacimiento, es bien
conocido por haber confeccionado en 1937 el cartel con el famoso lema
enarbolado por la Pasionaria: «¡No pasarán!». <<

Página 179
[40]Natalia CALVIÑO TUR, «La observación como transgresión. La obra de
Luisa Carnés», Cultura de la República. Revista de Análisis Crítico 3, 2019,
pp. 12 y ss. <<

Página 180
[41]Antonio Plaza, «Teatro y compromiso en la obra de Luisa Carnés»,
Acotaciones 25, 2010, pp. 98-99. <<

Página 181
[42] Ibid., p. 100. <<

Página 182
[43]Ficha Luisa Carnés. Centro Documental de la Memoria Histórica, DNSD
secretaría, fichero, 10, C0075208. <<

Página 183
[44] Ibid. <<

Página 184
[45]Jesús IZCARAY, «Una cuartilla para Luisa CARNÉS», Mundo Obrero 8, 2.ª
quincena de abril de 1964, p. 6, Biblioteca Virtual de Prensa Histórica,
Ministerio de Cultura. <<

Página 185
[46] Creada el 20 de abril de 1937, la Oficina de Información y Propaganda
Anticomunista estaba encargada de recopilar y analizar cualquier material de
propaganda que pudiese ser incautado al enemigo. A medida que se iban
ocupando pueblos o ciudades, se recogía cualquier documento en sedes
comunistas, socialistas o ateneos libertarios. Todo era clasificado y luego era
utilizado como medio de propaganda anticomunista. <<

Página 186
[47] Frente Rojo 428, 9 de junio de 1938, p. 2; Frente Rojo 584, 11 de
diciembre de 1938, p. 7 y Frente Rojo 517, 24 de septiembre de 1938, p. 2. <<

Página 187
[48] Luisa CARNÉS, De Barcelona a…, op. cit., p. 103. <<

Página 188
[49] Ibid., p. 104. <<

Página 189
[50] Ibid., p. 178. <<

Página 190
[51] Ibid., p. 225. <<

Página 191
[52] Ibid., p. 227. <<

Página 192
[53] Ibid., p. 245. <<

Página 193
[54]Silvia MISTRAL, Éxodo. Diario de una refugiada española, Madrid-
Granada, Cuadernos del Vigía, 2021, p. 50. <<

Página 194
[55]
Silvia MISTRAL, Texto biográfico inédito. Archivo familiar MestreBlanch,
México. <<

Página 195
[56] Ibid. <<

Página 196
[57] Patricia BARRERA VELASCO, «El compromiso ideológico y político en la
crítica cinematográfica de Silvia Mistral», Revista de Escritoras Ibéricas 9,
2021, p. 172. <<

Página 197
[58] Ibid., pp. 162 y ss. <<

Página 198
[59] Ibid., p. 163. <<

Página 199
[60]
Enrique KRAUZE, «Mi amigo anarquista», Letras Libres, 31 de julio de
2006. <<

Página 200
[61]Silvia MISTRAL, Texto biográfico inédito. Archivo familiar Mestre-
Blanch, México. <<

Página 201
[62]Mónica JATO, «Introducción», en Silvia MISTRAL, Éxodo… op. cit., pp. 23-
24. <<

Página 202
[63] Silvia MISTRAL, Éxodo… op. cit., p. 99. <<

Página 203
[64] Silvia MISTRAL, Éxodo… op. cit., p. 95. <<

Página 204
[65] Ibid., p. 145. <<

Página 205
[66] Ibid., pp. 183-184. <<

Página 206
[67] Ibid., p. 188. <<

Página 207
[68] Ibid., p. 218. <<

Página 208
[69]Josebe MARTÍNEZ, Exiliadas. Escritoras, Guerra Civil y memoria,
Barcelona, Montesinos, 2007, p. 187. Concepción BADOS CIRIA, «Mada
Carreño», Republicanas exiliadas en México (I), en Rinconete, 15 de febrero
de
2007,http://cvc.cervantes.es/el_rinconete/anteriores/febrero_07/15022007_02.htm
<<

Página 209
[70] Mada CARREÑO, Los diablos sueltos, edición de Josebe Martínez,
Valencina de la Concepción (Sevilla), Renacimiento (Col. Biblioteca del
Exilio), 2019, p. 105, p. 8. <<

Página 210
[71] Ibid. <<

Página 211
[72] Ibid., pp. 105-106. <<

Página 212
[73]Mónica JATO, «Introducción», en Cecilia G. de GUILARTE, Un barco
cargado de…, edición de Mónica Jato, Valencina de la Concepción (Sevilla),
Renacimiento (Col. Biblioteca del Exilio), 2012, p. 45. <<

Página 213
[74] Cecilia G. de GUILARTE, Un barco…, op. cit., p. 83. <<

Página 214
[75] Ibid., pp. 83 y 87. <<

Página 215
[76]Blanca GIMENO ESCUDERO, El discurso femenino en la obra literaria de
Cecilia G. de Guilarte, Valladolid, Universidad de Valladolid, 2013 (Tesis
doctoral), p. 26. <<

Página 216
[77] Cecilia G. de GUILARTE, Un barco…, op. cit., p. 95. <<

Página 217
[78] Blanca GIMENO ESCUDERO, El discurso…, op. cit, p. 30. <<

Página 218
[79]Julen LEZAMIZ – Ana URRUTIA, «Cecilia G. de GUILARTE: de corresponsal
en la Guerra Civil a escritora en el exilio», Revista Internacional de Ciencias
Humanas 4 (1), 2015, pp. 137-138. <<

Página 219
[80] Luisa CARNÉS, De Barcelona a…, op. cit., pp. 118-119. <<

Página 220
[81] Cecilia G. de GUILARTE, Un barco…, op. cit., p. 110. <<

Página 221
[82] Silvia MISTRAL, Éxodo…, op. cit., p. 74. <<

Página 222
[83] Luisa CARNÉS, De Barcelona a… op. cit., p. 235. <<

Página 223
[84] Silvia MISTRAL, Éxodo…, op. cit., p. 143. <<

Página 224
[85] Josebe MARTÍNEZ, «Introducción», en Mada CARREÑO, Los diablos…, op.
cit., p. 16. <<

Página 225
[86]
Max AUB, Campo de los almendros. El laberinto mágico, vol. VI,
Madrid-Granada, Cuadernos del Vigía, 2019. <<

Página 226
[87]«Cuatro cartas de María Zambrano a Manuel Altolaguirre y Concha
Méndez», en James VALENDER et al., Homenaje a María Zambrano: estudios
y correspondencia, México, El Colegio de México, 1998, p. 163. <<

Página 227
[88] Juan María CALLES MORENO, «Concha Méndez, la seducción de una
escritora en la modernidad literaria», Dossiers Feministes 18, 2014, p. 155.
<<

Página 228
[89]
Mar TRALLERO CORDERO, La huella de la amistad en los exilios de
Concha Méndez, Texas, A&M University, 2004 (Master’s Thesis). <<

Página 229
[90] Fue la organización de escritores, artistas e intelectuales creada el 30 de
julio de 1936 como apoyo al Gobierno republicano. Realizaban multitud de
actividades culturales, entre ellas, la publicación de la revista El Mono Azul.
Una de sus actividades más importantes fue la organización del Segundo
Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, celebrado
en Valencia del 4 al 17 de julio de 1937 y en el que participaron destacados
intelectuales españoles y extranjeros (Antonio Machado, Pablo Neruda,
Nicolás Guillén, César Vallejo, Octavio Paz, André Malraux, Vicente
Huidobro, Tristan Tzara…). <<

Página 230
[91]Mar TRALLERO CORDERO, María Dolores Arana. El exilio literario
republicano español de 1939 desde una perspectiva feminista, Barcelona,
Universitat Autònoma de Barcelona, 2018 (Tesis doctoral), pp. 85-86. <<

Página 231
[92]Aparte de la estupenda tesis que sobre María Dolores Arana ha realizado
Mar TRALLERO CORDERO, citada en la nota anterior, podemos encontrar
algunos datos más sobre su vida en Javier BARREIRO, «María Dolores Arana,
poeta, madre, supérstite», en José Domingo DUEÑAS LORENTE – Luis GÓMEZ
CALDÚ – Alberto SABIO ALCUTÉN (coords.), Aragón desgajado. Los exilios
republicanos de 1939, Zaragoza, Doce-Robles-Instituto de Estudios
Altoaragoneses, 2020, pp. 115-132. <<

Página 232
[93] Jennifer L. MONTI, Semblanza de La Verónica , Biblioteca Virtual
Miguel de Cervantes - Portal Editores y Editoriales Iberoamericanos (siglos
XIX-XXI) - EDIRED: <<

Página 233
[94] Las Sinsombrero 3. Las exiliadas. <<

Página 234
[95] «Cuatro cartas de María Zambrano…», op. cit., p. 160. <<

Página 235
[96] Paloma Ulacia, grabaciones sonoras de las memorias de Concha Méndez.
<<

Página 236
[97]Sobre sus colaboraciones en las revistas en el exilio, vid. Mar TRALLERO
CORDERO, María Dolores Arana…, op. cit., pp. 106 y ss. Igualmente, ya a
partir de 1961, comienza una colaboración en la revista Papeles de Son
Armadans, fundada y dirigida en España por Camilo José Cela, con el que
establece una relación epistolar que dura varios años. Llegó a escribir
diecisiete artículos en la revista y, como bien dice Mar Trallero: «A través del
ofrecimiento de una publicación como esta, Arana retorna a su país sin
claudicar en su propósito de no aceptar la España de Franco. Regresa su
pluma, sus ideas, su intelecto, pero no su cuerpo, sus pies no pisarán la
España franquista. Desde la palestra que le ofrece Papeles de Son Armadans,
Arana regresa simbólicamente a España». Mar TRALLERO CORDERO, «El viaje
de María Dolores Arana hacia el exilio y sus distintos regresos», Laberintos
17, 2015, p. 274. <<

Página 237
[98] Paloma ALTOLAGUIRRE en Las Sinsombrero 3. Las exiliadas. <<

Página 238
[99] Federico ARANA en Las Sinsombrero 3. Las exiliadas. Luis Cernuda
residió en casa de Concha Méndez desde 1953 hasta su muerte. La amistad
entre los dos poetas fue siempre muy cercana. Y Concha lo acogió a su
llegada a México. <<

Página 239
[100] María Dolores ARANA, Árbol de sueños, México, Intercontinental, 1953,
p. 3. <<

Página 240
[101] Ibid., p. 28. <<

Página 241
[102]
Antonina RODRIGO, Mujer y exilio, 1939, Barcelona, Flor del Viento,
2003, pp. 33-34. <<

Página 242
[103]Helena GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, Mujer, creación y exilio. España
(1939-1975), Barcelona, Icaria, 2009, p. 64. <<

Página 243
[104] Rosana MURIAS, De las memorias al teatro…, op. cit., p. 127. <<

Página 244
[105]Mar Trallero menciona un párrafo de las memorias de Federico Arana, el
hijo de María Dolores, en el que enumera los distintos trabajos que se vio
obligada a desempeñar su madre para conseguir dinero: profesora de piano
«para señoritas de quiero y no puedo», fabricante de agua de colonia,
encargada de la caligrafía para diplomas de escuelas, vendedora de toreros y
manolas de hilos de alambre… Nos podemos hacer una idea de lo difícil que
tuvo que ser para estas mujeres compaginar vida cotidiana y vida literaria.
Vid. Mar TRALLERO CORDERO, María Dolores Arana…, op. cit., p. 103. <<

Página 245
[106] Ibid., pp. 122 y ss. <<

Página 246
[107]
Mada CARREÑO, En busca del presente, Madrid-Granada, Cuadernos del
Vigía (Col. La Mitad Ignorada), 2021, p. 18. <<

Página 247
[108]
Así lo confiesa en una entrevista en 1984 a Pilar DOMÍNGUEZ PRATS,
Mujeres españolas exiliadas en México (1939-1950), Madrid, Universidad
Complutense de Madrid, 1992 (Tesis doctoral), p. 234. <<

Página 248
[109] Mada CARREÑO, En busca del presente…, op. cit., p. 17. <<

Página 249
[110]
Mónica JATO, «Prólogo», en Silvia MISTRAL, Madréporas, Madrid-
Granada, Cuadernos del Vigía (Col. La Mitad Ignorada), 2019, p. 7. <<

Página 250
[111]
Entrevista a Silvia Mistral realizada por Pilar Domínguez Prats en la
Ciudad de México en 1984. <<

Página 251
[112] Silvia MISTRAL, Madréporas…, op. cit., p. 53. <<

Página 252
[113] Ibid., p. 33. <<

Página 253
[114]Este artículo apareció en 1960 en una revista de La Habana. Vid. Pilar
DOMÍNGUEZ PRATS, «Silvia Mistral, Constancia de la Mora y Dolores Martí:
relatos y memorias del exilio de 1939», Revista de Indias 72 (256), 2012,
p. 815. <<

Página 254
[115] Silvia MISTRAL, Madréporas…, op. cit., pp. 44-45. <<

Página 255
[116] Ibid., p. 60. <<

Página 256
[117] Ibid., pp. 88-89. <<

Página 257
[118]Ernestina de CHAMPOURCÍN y Carmen CONDE, Epistolario (1927-1995),
edición de Rosa Fernández Urtasun, Madrid, Editorial Castalia, 2007, p. 75.
<<

Página 258
[119]
Nuria CAPDEVILA-ARGÜELLES, «Prólogo», en Carmen LAFORET – Elena
FORTÚN, De corazón y alma…, op. cit., pp. 22-23. <<

Página 259
[120] Carmen LAFORET – Elena FORTÚN, De corazón y alma…, op. cit., p. 59.
<<

Página 260
[121]
Mónica JATO, «Introducción», en Cecilia G. de GUILARTE y Silvia
MISTRAL, Diario de un retorno a dos voces. Correspondencia entre Cecilia G.
de Guilarte y Silvia Mistral, edición de Mónica Jato, Valencina de la
Concepción (Sevilla), Ediciones Ulises, 2015, p. 13. <<

Página 261
[122]
José Ramón ZABALA AGIRRE, Cecilia G. de Guilarte en Euzko-Deya de
México , Hamaika Bide Elkartea, <<

Página 262
[123]Manuel AZNAR SOLER, «El personaje de la mujer escritora en Contra el
dragón, de Cecilia G. de Guilarte», en Eugenia Helena HOUVENAGHEL
(coord.), Escritoras españolas en el exilio mexicano: estrategias para la
construcción de una identidad femenina, México, Porrúa, 2016, pp. 99-117.
<<

Página 263
[124]
Sobre el largo exilio de Cecilia G. de Guilarte, vid. Blanca GIMENO
ESCUDERO, El discurso…, op. cit, pp. 39 y ss. y Julen LEZAMIZ – Ana
URRUTIA, «Cecilia G. de Guilarte: de corresponsal…», op. cit., pp. 139 y ss.
<<

Página 264
[125]
Cecilia G. de GUILARTE y Silvia MISTRAL, Diario de un retorno a dos
voces…, op. cit., p. 121. <<

Página 265
[126] Ibid., p. 117. <<

Página 266
[127] Ibid., pp. 129-130. <<

Página 267
[128]Un análisis tanto de Éxodo como de Madréporas aparece en Sara
HERNÁNDEZ-FERNÁNDEZ, «Los diarios de Silvia Mistral y su hibridez
discursiva: Éxodo. Diario de una refugiada española (1940) y Madréporas
(1944)», Cuadernos de Aleph, 11, 2019, pp. 10-32. <<

Página 268
[129]Mencionada en Pilar DOMÍNGUEZ PRATS, Mujeres españolas exiliadas en
México (1939-1950), Madrid, Universidad Complutense de Madrid, 1992
(Tesis doctoral), p. 298. <<

Página 269
[130]
Cecilia G. de GUILARTE y Silvia MISTRAL, Diario de un retorno a dos
voces…, op. cit., pp. 189-190. <<

Página 270
[131] Ibid., p. 245. <<

Página 271
[132] Ibid., p. 363. <<

Página 272
[133] Ibid. <<

Página 273
[134] Ibid., p. 412 (México DF, 21 de junio de 1979). <<

Página 274
[135]Concha MÉNDEZ, «Que me dejen con mi sueño», Entre sombras y
sueños. Antología poética, edición de James Valender, Valencina de la
Concepción (Sevilla), Renacimiento, 2019, p. 127. <<

Página 275
[136] Josebe MARTÍNEZ, «Políticas, intelectuales y escritoras del exilio
interrogan al presente», en Luiza IORDACHE – Rocío NEGRETE (coords.),
Mujeres en el exilio republicano de 1939. Homenaje a Josefina Cuesta,
Madrid, Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria
Democrática, 2021, p. 471. <<

Página 276
[137]Sobre la revista Rueca y su importancia en el panorama literario
mexicano, vid. Lilia SOLÓRZANO-ESQUEDA, Las poetas en la revista literaria
mexicana Rueca (1941-1952) , Nueva Revista del Pacífico 68, 2018. <<

Página 277
[138]
Josep MENGUAL, Cosas sobre Ontañón, Mada Carreño y la editorial
Xóchitl , Negritas y Cursivas, 22 de septiembre de 2017. <<

Página 278
[139] Mada CARREÑO, «Gente de dos mundos». Archivo familiar. <<

Página 279
[140]Juan Manuel BONET, s. v. «Velázquez, Ruth», Diccionario de las
vanguardias españolas, 1907-1936, Madrid, Alianza Editorial, 1995. <<

Página 280
[141]
Archivos de Literatura Contemporánea. Índice literario, año IV,
número II, Madrid: Centro de Estudios Históricos, 1935, pp. 36-37. <<

Página 281
[142]
Ramón GÓMEZ DE LA SERNA, «Prólogo», en Ruth VELÁZQUEZ, Sol de la
noche, Madrid, Talleres Gráficos Bolaños y Aguilar, 1935. <<

Página 282
[143] Ruth VELÁZQUEZ, Sol de la noche…, op. cit., p. 29. <<

Página 283
[144]
La Voz, 16 de julio de 1920, pag. 3. Hemeroteca Digital. Biblioteca
Nacional de España. <<

Página 284
[145] Ruth VELÁZQUEZ, Sol de la noche…, op. cit. <<

Página 285
[146]
Ruth VELÁZQUEZ, «Le he vuelto a ver», poema inédito. Archivo familiar
Codina-Canetti. <<

Página 286

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